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5 Hugo Bettauer LA CIUDAD SIN JUDÍOS TRADUCCIÓN DE RICHARD GROSS POSTFACIO DE MURRAY G. HALL EDITORIAL PERIFÉRICA Novela de pasado mañana www.elboomeran.com

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Hugo Bettauer

LA CIUDAD SIN JUDÍOS

T R A D U C C I Ó N D E R I C H A R D G R O S S

POSTFA C I O D E M U R R AY G . H A L L

ED ITOR IAL PER I FÉR ICA

Novela de pasado mañana

www.elboomeran.com

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P R I M E R A E D I C I Ó N : noviembre de 2015T Í T U L O O R I G I N A L : Die Stadt ohne Juden

© de la traducción, Richard Gross, 2015© del postfacio, Murray G. Hall, 2015

© de esta edición, Editorial Periférica, 2015Apartado de Correos 293. Cáceres 10001

[email protected]

I S B N : 978-84-16291-23-6D E P Ó S I T O L E G A L : CC-282-2015

I M P R E S I Ó N : KADMOS

I M P R E S O EN ESPAÑA – P R I N T E D IN SPAIN

El editor autoriza la reproducción de este libro, total oparcialmente, por cualquier medio, actual o futuro, siemprey cuando sea para uso personal y no con fines comerciales.

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PRIMERA PARTE

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I. LA LEY ANTIJUDÍA

Una muralla humana cercaba, desde el Bellaria hasta laUniversidad, el noble, pulcro y tranquilo edificio delParlamento. A las diez de la mañana de ese día de junioViena entera parecía haberse dado cita en el lugar dondese desarrollaría un acontecimiento histórico de alcanceimprevisible. Burgueses y obreros, damas de la alta so-ciedad y mujeres del pueblo, ancianos y adolescentes,mozas, niños, inválidos, todos se fundían en un inmen-so maremágnum, vociferando, vertiendo opiniones po-líticas, sudando. Una y otra vez algún fanático salía a lapalestra para lanzar su soflama al corro de los presen-tes; una y otra vez resonaba el grito:

–¡Fuera los judíos!Por lo general, en manifestaciones similares se pro-

pinaba una buena paliza a alguien de nariz curvada opelo particularmente moreno; esta vez no se produjoningún incidente de esa índole, pues lo judío brillabapor su ausencia y los cafés y negocios bancarios delFranzensring y el Schottenring habían cerrado sus puer-tas y bajado las persianas metálicas tras haber sopesadosabiamente las contingencias.

De repente, un bramido colectivo desgarró el aire.–¡Arriba el doctor Karl Schwertfeger! ¡Arriba! ¡Arri-

ba! ¡Arriba! ¡Viva el libertador de Austria!Un automóvil descapotado avanzaba a marcha lenta

hendiendo la masa humana, que se abría a su paso. A

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bordo del mismo viajaba un caballero mayor, alto y conla cabeza cubierta de arbitrarios mechones de pelo cano.

Se quitó el blando sombrero gris de ala ancha, hizovenias a la multitud vitoreante y torció el gesto en unasonrisa. Pero era una sonrisa amarga, desmentida en cier-to modo por los dos surcos que descendían de las co-misuras de los labios. Y sus ojos grises y hundidos mi-raban con expresión más adusta que alegre.

Un par de muchachas sonrientes se abrieron caminoa codazos y saltaron al estribo del vehículo. La primeratiró flores al celebrado personaje y la segunda, más des-carada aún, se lanzó a su cuello y lo besó en la mejilla.Como si el chófer intuyera lo que su señor sentía antetales efusiones, dio un pisotón al acelerador y las jóvenescayeron hacia atrás. No se hicieron daño porque las re-cogió la muchedumbre.

En el Parlamento, contrastando con el alborotadoentusiasmo de la calle, reinaba una agitación febril. Losdiputados reunidos en pleno, los ministros y los ujieresdeambulaban callados y sin sosiego, e incluso la atesta-da galería guardaba silencio.

En el palco de los periodistas, que acostumbraba aser el lugar de más jaleo, se hablaba en susurros. Y sedaba en él una extraña división espacial. La compactamayoría que formaban los corresponsales judíos habíajuntado sus sillas, mientras que los enviados de las gace-tas socialcristianas y nacionalgermánicas hacían ranchoaparte. Otras veces, los periodistas judíos y cristianosse mezclaban alegremente, pues en el ámbito profesio-nal no se era correligionario de partido sino compañero

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de oficio, y dado que los reporteros judíos solían co-nocer más novedades y aprovecharlas mejor, los anti-semitas dependían en gran medida de ellos. Ese día,sin embargo, los del rincón cristiano disparaban mira-das malignas hacia el de los judíos, y cuando llegó elpequeño Karpeles, del Weltpost, y saludó al doctor Wie-sel, del Wehr, con un «hola, compañero», éste le volvióla espalda sin responder al saludo.

El caso es que seguían llegando periodistas, entreellos algunos representantes de la prensa extranjera queacababan de arribar a Viena.

–Es que aquí uno ya no puede ni moverse –gruñóHerglotz, del cristiano Tag.

Le contestó un colega barbudo de cabeza pequeña eimponente barriga cervecera:

–Es cuestión de unos días, luego tendremos sitio desobra.

Tosecillas, sonrisas, carcajadas en un lado; cruce demiradas significativas en el otro.

Un joven caballero rubio de mejillas encendidas hizouna leve reverencia a derecha y a izquierda.

–Holbom, del London Telegraph. Acabo de llegary la verdad es que no entiendo nada. Anteayer regreséde Sidney a Londres después de medio año de ausen-cia, y una hora más tarde ya estaba en el tren rumbo aViena. El burro de nuestro jefe de edición sólo me dijoque aquí se iba a armar un follón porque echaban a losjudíos. «Desplácese y haga la cobertura hasta que re-viente el cable», me dijo. Sería, pues, muy amable de suparte si pudieran instruirme rápidamente.

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Lo dijo en una jerigonza angloalemana tan graciosaque la tensión amainó un poco. Minkus, del Tagesbote,se apoderó con gestos desaforados del colega inglés ycomenzó a decirle:

–Se lo explicaré todo con detalle...Pero el doctor Wiesel no lo dejó continuar.–Disculpe, pero es mejor que le instruyamos nosotros.Su tono era conminatorio y subrayaba el «nosotros»

con empaque. De modo que Holbom fue a parar al rin-cón cristiano, donde Wiesel le dio una explicación bre-ve y sucinta:

–Lo que ha de suceder lo va a saber enseguida porboca de nuestro canciller federal, el doctor Karl Schwert-feger, quien expondrá los motivos de la ley que regula-rá la expulsión de todos los no arios de Austria. En re-sumen, los antecedentes son éstos: después del llamado«saneamiento», que duró dos años, las finanzas del paísvolvieron a desbarajustarse. Cuando la corona austría-ca cayó a la doscentésima parte del valor del céntimofrancés, estalló el caos. Tuvo que dimitir un ministrotras otro, se produjeron disturbios, cada día se saquearontiendas y se organizaron pogromos, la furia y la deses-peración de la población no conocía límites, y finalmentehubo que convocar elecciones anticipadas. Los social-demócratas hicieron campaña con el programa de siem-pre, mientras que los socialcristianos formaron piña entorno a su perspicaz dirigente, el doctor Karl Schwert-feger, cuya consigna era «¡fuera de Austria los judíos!».Como usted sabrá –Holborn asintió aunque no teníaidea–, las elecciones supusieron el descalabro total de

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socialdemócratas, comunistas y liberales. Incluso lasmasas obreras votaron bajo el lema de «¡fuera los ju-díos!», y el partido socialdemócrata, antes la formaciónmayoritaria en términos relativos, sólo pudo salvar onceescaños. Los pangermánicos adoptaron el mismo lemaantijudío y sacaron un buen resultado.

»Y bien, con su ingenio, su elocuencia y su audazímpetu, el doctor Schwertfeger le ganó el pulso a la So-ciedad de Naciones, puesta ante la disyuntiva de per-mitir la incorporación de Austria a Alemania o tolerarla marcha de los acontecimientos, obteniendo su permi-so para la gran expulsión de los judíos. Ahora el propioSchwertfeger va a presentar la ley, que con toda seguri-dad será aprobada. Es usted, por tanto, testigo de un...

Algunos chistaron, y Wiesel no pudo continuar por-que el presidente de la Cámara, un tirolés de barbas ro-jizas, agitó la campanilla dándole la palabra al canciller.

Se hizo un silencio sepulcral que confería tétricasresonancias al zumbido de los ventiladores. Ni el me-nor carraspeo, ni el rumor de los papeles en el palco delos periodistas pasaban inadvertidos.

Descomunal, pese a su espalda encorvada y el crá-neo inclinado hacia delante, el canciller se erguía en latribuna de oradores; los puños apoyados en el pupitrey los ojos agudos refulgiendo bajo las pobladas cejasgrises. Al comienzo inmóvil, de súbito echó la cabezahacia atrás e hizo tronar su poderosa voz, que imponíaatención hasta en las reuniones más turbulentas:

–Estimadas señorías: he venido para someter a suvotación una ley y unas modificaciones de nuestra Cons-

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titución federal que tienen por objeto nada menos quela expulsión de la población no aria o, dicho más clara-mente, judía, de Austria. Antes de proceder a ello, qui-siera hacer algunas observaciones de carácter estricta-mente personal. Desde hace cinco años soy el dirigentedel Partido Socialcristiano, y desde hace uno, por lavoluntad de la gran mayoría de esta Cámara, cancillerfederal. Durante estos cinco años las llamadas gacetasliberales y socialdemócratas, en otras palabras, todoslos periódicos llevados por judíos, me han presentadocomo una suerte de espantajo, un furibundo enemigosuyo, un fanático que odia el judaísmo y a quienes lepertenecen. Ahora bien, precisamente hoy, cuando elpoder de esta prensa toca irrevocablemente a su fin,siento el anhelo de declarar que no es así. Es más, ten-go el valor de proclamar desde esta tribuna que, antesbien, soy amigo de los judíos, no su enemigo. –Atrave-só la sala un murmullo y zumbido como cuando unabandada de pájaros levanta el vuelo en el campo–. Enefecto, señorías, yo aprecio a los judíos. Antes de me-terme en las arenas movedizas de la política tenía ami-gos entre los de su raza; estuve sentado, antaño en laUniversidad, a los pies de profesores judíos a los queveneraba y sigo venerando; reconozco sin titubeos lasvirtudes genuinamente judías, como su extraordinariainteligencia, su afán de prosperar, su ejemplar sentidode la familia, su internacionalidad, su capacidad de adap-tarse al medio. Son virtudes que reconozco y admiro.

–¡Escuchad! ¡Escuchad! –dijeron algunos. Los di-putados y el auditorio fueron presa de un formidable

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suspense, y el periodista británico Holborn, que no lohabía comprendido todo, preguntó con vivo interés aldoctor Wiesel si aquel hombre era el representante deljudaísmo.

El canciller continuó.–No obstante, o precisamente por eso, con los años

se ha ido afirmando en mí la convicción de que los nojudíos no podemos seguir viviendo, ya sea sometidos,ya sea simplemente mezclados, con los judíos; la cues-tión es doblarse o romper; tenemos que hacer sacrifi-cio o bien de nosotros, nuestra esencia y existencia cris-tiana, o bien de los judíos. ¡Estimada Cámara! La reali-dad es ésta: los arios austríacos no estamos a la altura delos judíos; nos domina, nos subyuga, nos viola una pe-queña minoría dotada de atributos de los que nosotroscarecemos. Los románicos, los anglosajones, los yan-quis, incluso los suabos y los alemanes del norte, pue-den digerirlos porque se asemejan a ellos y a menudolos superan en cuanto a agilidad, tesón, sentido del ne-gocio y energía. Nosotros, empero, no podemos asi-milarlos; nos resultan cuerpos extraños que avasallannuestro organismo y acaban esclavizándolo. Nuestragente procede, en su mayoría, de la montaña; es genteingenua, cándida, soñadora, pueril, ensimismada en idea-les infructuosos, entregada a la música y a la recoletacontemplación de la naturaleza, proba y piadosa, buenay bienintencionada. Se trata de atributos bellos, mara-villosos, de los que puede brotar una cultura magnífica,una forma de vivir espléndida, si se deja que esos atri-butos germinen y se desarrollen. Pero los judíos que

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hay entre nosotros no han tolerado ese desarrollo si-lencioso. Con su tremenda agudeza de intelecto, su cos-mopolitismo desligado de la tradición, su felina soltu-ra, su fulminante rapidez mental, esas destrezas pulidaspor la opresión milenaria, nos han sojuzgado convir-tiéndose en nuestros amos y haciéndose con el domi-nio de toda la vida económica, intelectual y cultural.

Rugidos de «¡bravo!» y «¡eso!».–¡Así es!El doctor Schwertfeger, con su huesuda diestra, se

llevó el vaso a los finos labios y su mirada, entre sarcás-tica y satisfecha, barrió la sala.

–Fijémonos en la pequeña Austria actual. ¿Quiénestienen en sus manos la prensa y, por tanto, la opiniónpública? ¡Los judíos! ¿Quiénes han ido acumulando, des-de el infausto año 1914, millardos y millardos? ¡Los ju-díos! ¿Quiénes controlan la inmensa circulación de bi-lletes bancarios, ocupan los puestos directivos de losgrandes bancos y la cúspide de casi todas las industrias?¡Los judíos! ¿Quiénes son los dueños de nuestros tea-tros? ¡Los judíos! ¿Quiénes escriben las obras que enellos se representan? ¡Los judíos! ¿Quiénes viajan enautomóvil, se divierten en los clubes nocturnos, llenanlos cafés y los restaurantes selectos y engalanan a susmujeres con perlas y joyas? ¡Los judíos!

»¡Estimados presentes! He dicho, y sigo diciendo,que considero a los judíos, vistos como tales y de formaobjetiva, individuos valiosos; pero ¿no es también el esca-rabajo de las rosas, con sus alas rutilantes, una criaturabella y valiosa, y sin embargo el precavido jardinero lo

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extermina porque es más amigo de la rosa que del esca-rabajo? ¿No es el tigre un animal soberbio, lleno de fuer-za, valor e inteligencia y, pese a ello, se le caza y per-sigue porque la lucha por la vida propia así lo exige? Esexclusivamente desde este punto de vista que pode-mos contemplar la cuestión judía en nuestro país. ¡Onosotros o ellos! ¡O nosotros, que sumamos las dieznovenas partes de la población, nos hundimos o los ju-díos tienen que desaparecer! Y como el poder, por fin,es nuestro, seríamos unos insensatos, es más: atentaría-mos contra nosotros mismos y nuestros hijos, si no hi-ciéramos uso de ese poder y nos abstuviésemos de ex-pulsar a la pequeña minoría que nos está destruyendo.¡Debemos huir de tópicos como la «humanidad», la «jus-ticia» o la «tolerancia» para centrarnos en nuestra exis-tencia, nuestra vida y la de las generaciones futuras!Los últimos años han centuplicado nuestra miseria, es-tamos en plena quiebra del Estado, vamos camino de ladisolución, dentro de pocos años nuestros vecinos senos echarán encima para despedazarnos con el pretex-to de poner orden en nuestra casa... pero los judíos,ajenos a cuanto suceda, florecerán, medrarán, domina-rán la situación y, como nunca han sido germanos desangre ni de corazón, seguirán siendo los amos ¡mien-tras que nosotros seremos sus esclavos!

La sala se vio embargada por una terrible agitación.Hubo gritos feroces de «¡hay que evitarlo!» y «¡salvé-monos a nosotros y a nuestros hijos!», y desde la calleretumbaba el eco de diez mil gargantas: «¡Fuera los ju-díos!».

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El doctor Schwertfeger dejó pasar el revuelo, reci-bió los apretones de manos de los ministros y abordó lacuestión de la aplicación de la ley. Dijo que, conformea los imperativos de la humanidad y los términos impues-tos por la Sociedad de Naciones, se procedería con lamayor clemencia y justicia. Cada expulsado tendría de-recho a llevarse su patrimonio, en la medida en que con-sistiera en dinero en efectivo, títulos de valor o joyas, aenajenar bienes inmuebles, y a vender de forma directasu negocio. De las empresas inalienables se haría cargoel Estado, capitalizando con un cinco por ciento el be-neficio neto según la declaración fiscal del último año.Es decir, si una empresa presentaba beneficios netos demedio millón, se reembolsarían por la misma diez mi-llones. Una sonrisa maliciosa frunció los labios del can-ciller.

–Claro que estos reembolsos, así como el permisode sacar del país dinero en efectivo, se regirán única-mente por la declaración fiscal. Si uno no ha declaradopatrimonio, éste le será confiscado. Si uno ha cuantifi-cado sus beneficios netos con medio millón, podrá lle-varse diez millones aunque su renta real sea diez vecessuperior. De este modo algunos pecados se volverán con-tundentemente contra sus autores... –comentó el oradoren medio de la hilaridad estrepitosa de los presentes.Luego prosiguió–: los asalariados y los trabajadores in-telectuales, que, de hecho, no tienen patrimonio, como,por ejemplo, los médicos, recibirán del Estado, para susalida, el importe equivalente a la renta anual que de-clararon. Así pues, si un médico ha declarado ingresos

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de trescientos mil, recibirá esa misma cantidad. Paraprevenir cualquier tipo de evasión fiscal la ley incluyela cláusula draconiana de que la tentativa de sacar canti-dades superiores a las permitidas será castigada con lamuerte. Igualmente se dictará la pena capital contraaquellos judíos y descendientes de tales que intentenpermanecer en Austria de forma clandestina.

»La ley se aplicará de la manera siguiente:»Aquellos comerciantes, los hombres de negocios

y los llamados agentes, que no estén registrados debe-rán cruzar las fronteras del país dentro de tres meses apartir de la aprobación de la ley. Los dueños de empre-sas registradas, empleados, funcionarios y trabajadoresmanuales deberán hacerlo dentro de cuatro meses, y losartistas, investigadores, médicos, abogados, etcétera,dentro de cinco. Los directores de sociedades anóni-mas, bancos e industrias que el año pasado declararanuna renta superior a doscientos millones dispondránde un plazo de medio año.

»Pasaré ahora a un punto muy importante y les pidoque presten toda su atención. Como saben, la ley deexpulsión concierne no sólo a los judíos y judíos bauti-zados, sino también a sus descendientes. Se considerancomo tales los hijos de matrimonios mixtos. Si, por ejem-plo, una cristiana de pura ascendencia ario-germana seha casado con un judío, la expulsión le afecta a él y a loshijos, mientras que la mujer puede, si quiere, quedarseen Austria. Tras reflexiones exhaustivas, el Gobierno hadecidido considerar a los nietos de matrimonios mix-tos no como descendientes de judíos, sino como arios.

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Por tanto, si un cristiano se ha casado con una judía, seexpulsará a sus hijos mientras que los nietos podránpermanecer en el país, siempre que los padres no sehayan mezclado, a su vez, con judíos. Es la única con-cesión que contempla la ley.

»Desde muchos lados se nos ha sugerido establecerciertas excepciones. Así, por ejemplo, se proponía quequedaran fuera de la normativa las personas de ciertaedad, los enfermos, los débiles y los judíos con méritosespeciales por la patria. Pero, señorías, si hubiese cedi-do a tales consejos, la ley se habría convertido en unafarsa. El capital judío y la influencia judía habrían traba-jado día y noche para fabricar miles y miles de casosexcepcionales, y dentro de cincuenta años estaríamosdonde estamos ahora. ¡No, no hay excepciones, no hayprotección, no hay compasión ni se hará la vista gorda!Para los enfermos y decrépitos, el Gobierno habilitaráespléndidos trenes-hospital, y sólo aquellos judíos que,según el dictamen forense, estén absolutamente inca-pacitados para viajar podrán permanecer aquí para es-perar su recuperación o su muerte.

El doctor Schwertfeger hizo una leve reverencia, sedirigió a su escaño y se hundió pesadamente en el asien-to. La última de sus declaraciones había producido unefecto bien extraño: sólo hubo esporádicas voces de acla-mación, que contrastaban con cierta angustia, de per-cepción casi física, con muchos rostros de pánico y te-rror, y brotes de nerviosismo en la galería donde unamujer se desmayó exclamando «¡mis hijos!». Y a pesardel fuerte aplauso que se tributó al discurso del canci-

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ller, el pequeño grupo socialdemócrata gritaba al uní-sono «¡es increíble!», «¡qué asco!», «¡qué escándalo!».

El presidente barbirrojo cedió la palabra al ministrode Hacienda, el profesor Trumm. Trumm, un hombrede baja estatura, tenía el arrugado aspecto de una cirue-la pasa, hablaba con voz de tiple y se cortaba cada vezque la lengua se le trababa entre el paladar y su dentadurapostiza. En medio de un gran suspense disertó sobre elaspecto económico de la ley de expulsión dejando cla-ro que el reembolso por los negocios y bienes inmueblesjudíos gravaría onerosamente no sólo el capital privadocristiano sino también el erario público. Miles de millar-dos de coronas apenas serían suficientes y la expulsión, deeso no cabía duda, acarrearía, al principio, toda clase dedificultades económicas.

–Pero, gracias a Dios –se persignó al pronunciar lapalabra–, no estaremos solos en los próximos y difícilesdías. Puedo dar a sus señorías la feliz noticia de que laauténtica y verdadera comunidad cristiana del mundoha cerrado filas para ayudarnos. No sólo el Gobiernoaustríaco lleva varios meses celebrando negociacionesinternacionales, sino que también la Asociación Pío hadesplegado, con toda discreción, una campaña inmensaque ha generado esplendorosos frutos. La Federaciónde Cristianos Renacidos de los países escandinavos, quecuenta con numerosos grandes banqueros y comercian-tes, pondrá a nuestra disposición un préstamo ingenteen divisas danesa, sueca y noruega. El magnate nortea-mericano Jonathan Huxtable, uno de los hombres másricos del mundo y luchador entusiasta por la causa de

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Cristo, aportará una inversión de veinte millones dedólares. La Liga de Cristianos francesa movilizará cienmillones de francos... En resumen: saldrán al extranje-ro millardos de coronas, pero entrarán en el país millar-dos en oro.

Entusiasmo descomunal en la Cámara. Docenas dediputados salieron en estampida para abalanzarse sobrelos teléfonos y dar, a sus respectivos bancos, órdenes decomprar divisas extranjeras. La centralita apenas dabaabasto con tanto afán por hacerse comunicar con Kar-peles y Cía., Veilchenfeld & hijos, Rosenstrauch y But-terfass, Kohn, Cohn & Kohen y otros grandes bancos.Mientras el ministro continuaba su discurso, tras un mi-nuto entero intentando destrabar su atascada lengua,en el palco de los periodistas el inglés Holbom contócon media sonrisa:

–John Huxtable es un tipo piadoso. Arremete con-tra los judíos desde que su mujer se largó con un boxea-dor profesional israelita. Es un riguroso defensor de laLey Seca pero se emborracha cada día con gotas para elestómago que le suministra la farmacia. En una ocasiónse le vio beber de un trago una botella entera de agua decolonia. Si quiere invertir veinte millones aquí, querráganar cincuenta con la inversión.

El doctor Wiesel hizo una mueca de rechazo mien-tras que los periodistas judíos se apresuraron a tomarnota para publicar las últimas maldades.

Llegó el turno de partidarios y detractores de la ley.Los socialdemócratas se pronunciaron en contra. Perocuando su dirigente, Weitherz, manifestaba su indig-

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nación con palabras serenas y ecuánimes y calificaba lapropuesta de testimonio de la ignominia humana, se pro-dujo un gran tumulto, con llaves y bolas de papel tiradasdesde la galería, tortazos y la salida entre protestas de lapequeña oposición. El diputado socialcristiano monseñorZweibacher ensalzó al doctor Schwertfeger como após-tol moderno digno de futura beatificación. Los diputa-dos pangermánicos Wondratschek y Jiratschek aborda-ron la ley desde el punto de vista racial, y Jiratschek,que hablaba con fuerte acento checo, tuvo un sollozode emoción y remató su discurso exclamando «¡Odínanda entre nosotros!». El último en tomar la palabra,entre gritos de escarnio, fue el único diputado sionista,el ingeniero Minkus Wassertrilling. El joven hombre,alto y esbelto, aguardó con los brazos cruzados hastaque se hiciera el silencio. Luego dijo:

–Estimados discípulos de aquel judío que, para sal-var a la humanidad, cometió la locura de hacerse clavaren la cruz... –Abucheos tempestuosos: «¡Fuera los ju-díos!»–. Sí, señorías, me uno a su coro, a su «¡fuera losjudíos!», y votaré con placer a favor de esta ley. Lossionistas saludamos la normativa porque responde com-pletamente a nuestras metas. Del medio millón de ju-díos afectados por la misma, alrededor de la mitad secongregará bajo el estandarte sionista, y los demás ha-llarán grata acogida en Francia e Inglaterra, en Italia yNorteamérica, en España y los países balcánicos. Notemo por el destino de mi pueblo. Lo que estaba pensa-do como un azote producto de la cínica maldad y estu-pidez, se tornará en bendición.

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El tumulto engulló el resto de sus palabras, y final-mente también el sionista se vio obligado a abandonarel hemiciclo. Así que la votación, realizada de formanominal, trajo la aprobación unánime de la ley, que pasóa marchas forzadas por la comisión y la lectura segunday tercera ese mismo día.

Cuando, a altas horas de la noche, por fin los diputa-dos pudieron abandonar el Parlamento, se encontraroncon una Viena festivamente iluminada. En todos los edi-ficios públicos ondeaba la bandera rojiblanca, había fue-gos artificiales, y las masas desfilaron hasta mucho des-pués de la medianoche, dirigiéndose una y otra vez alpalacio del canciller para brindar sus vítores al doctorSchwertfeger y jalearlo como el libertador de Austria...