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Hotel Monstruo ¡Bienvenidos! Verónica Murguía Ilustraciones de Luis San Vicente

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Hotel Monstruo¡Bienvenidos!Verónica MurguíaIlustraciones de Luis San Vicente

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Para José Carlos Ramos, el verdadero fantasma Josefi no.

Para Carlo Vanden Broeck.Para Alejandra y Rafael Murguía.

Verónica Murguía

A ti Itzel, hechizada hace tantos años por la bruja Verrugona. Disfruta,

de nuevo, un té de ojos de lombriz.Luis San Vicente

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Dong, dong, dong, dong, doooong. El reloj en-cantado de la bruja dio la hora. Eran las cinco en punto. Como cada tarde, la bruja Verrugona Peluda Hechicerina vaciaba el contenido de su caldero en varias teteras. Era un líquido verde y humeante que parecía baba de dragón, pero que era el famoso té de ojos de lombriz y dedos de araña que animaba todas las reuniones de la bruja Verrugona.

Las otras brujas de la región codiciaban la re-ceta, pero Verrugona no podía revelarla porque era un secreto de familia. El té era una creación de la extravagante tía Decapitina, una de las brujas más famosas del mundo. Cuando Verru-gona era una niña que aprendía a cocinar al lado de su tía, ésta le pidió:

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—Verrugona, pequeña, tienes que prometer-me que nunca dirás nada de lo que aprendas en esta cocina. ¡Mis recetas deben permanecer en la familia!

—Te lo prometo, tía —contestó Verrugona, que en esos momentos estaba cortando alacra-nes para una sopa que tenía la virtud de con-vertir a los comensales en monstruos de dos cabezas.

Cumplió su promesa. Aunque era tan gene-rosa que, a cambio de no dar la receta, todos los días preparaba un caldero lleno hasta los bordes del preciado líquido y lo compartía con sus ami-gos. Su escoba voladora se afanaba barriendo, mientras Verrugona ponía en la mesa diez tazas desportilladas.

Verrugona tenía doscientos años, pero pare-cía una muchacha de cien. Era una bruja peli-rroja y fl aca, de nariz larga y ganchuda y ojos saltones. Usaba una túnica negra un poco pa-sada de moda y muy remendada. Su gran orgullo eran las hebillas de plata que le adornaban los zapatos: su tía Decapitina se las había regalado

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un Día de Muertos después de comprobar que la salsa de dientes de tiburón que hacía Verrugona era la mejor que había probado en su vida.

Verrugona era pobre. Su pesadilla dorada era poner un restaurante de comida hechizada, pero no tenía dinero. Lo poco que ganaba gra-cias a su trabajo de institutriz apenas alcanzaba para alimentar a sus mascotas y comprar los in-gredientes necesarios para preparar el té.

En la alacena de la cocina, entre los frascos de ajos en almíbar y aletas de piraña en esca-beche, se amontonaban decenas de sapos ver-des y pardos que croaban alegremente. Ratas negras y peludas se paseaban sobre los cubier-tos y los platos, mientras las víboras se enros-caban en los vasos. Verrugona tenía tan buen corazón que no soportaba ver un animal aban-donado. Sus mascotas ya no cabían en la pe-queña casa; decenas de murciélagos colgaban de las vigas del techo y de los ganchos de la ropa —aunque ellos, afortunadamente, a las ocho de la noche se lavaban los colmillos y se iban a trabajar.

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También su mejor amiga vivía con ella. Era una hidra griega de siete cabezas: Medea Sus-torakis, apodada “La Lombriz”. Medea vivía en la tina del baño y en las mañanas se ocupaba de ayudar a Verrugona: califi caba las boletas de los hechiceritos, les tejía suéteres a los sapos, ba-ñaba a las ratas y lavaba los platos.

Verrugona le cantaba:

—¡En un pantano apestosonadaba un ser tenebroso,

era de Grecia el terrory es en mi casa un amor!

Y las dos se reían hasta que se les salían las lá-grimas.

A las cinco y media llegaban los invitados, con bolsas de galletas de vampiritos y panqués de lodo. A veces las sillas no eran sufi cientes (se rompían casi a diario) y los monstruos te-nían que sentarse unos sobre otros, enrollarse alrededor del sombrero de Verrugona o fl otar sobre la mesa. Casi siempre la conversación

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