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HOMINIZACIÓN Y CONSTRUCCIÓN DEL SER HUMANO: BASES PARA UN DEBATE ENTRE ANTROPOCENTRISMO Y BIOCENTRISMO

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HOMINIZACIÓN Y CONSTRUCCIÓN DEL SER HUMANO:

BASES PARA UN DEBATE ENTRE ANTROPOCENTRISMO Y BIOCENTRISMO

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ÍNDICE

- El registro fósil

- Antropocentrismo frente a Biocentrismo

- El Biocentrismo en la filosofía occidental

- Conclusiones

- Bibliografía

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El Registro Fósil

Partamos de una afirmación clave para el desarrollo de este artículo: no existe un primer ser humano.

Esta aserción, quizás obvia para la mayoría, puede tener consecuencias filosóficas y éticas de considerable importancia en nuestra cultura, si se piensa atentamente desde la propia perspectiva evolucionista, que no es otra cosa que una dialéctica existencial.

Los descubrimientos de restos fósiles humanos, realizados durante las dos últimas décadas en todo el mundo, han ampliado muy considerablemente el árbol genealógico del ser humano. En nuestro propio país, el yacimiento burgalés de Atapuerca está generando una serie de datos anuales, que constituyen sucesivas sorpresas para la paleoantropología.

Pero la verdadera revolución científica y filosófica ya se hizo en el siglo diecinueve, y más concretamente en 1859 a partir de la publicación de El origen de las especies. Ahora sólo tenemos que seguir aplicándola, pensándola y quizás también adaptándola, pero su esencia revolucionaria, es decir, la confirmación de que el hombre desciende de los animales, eso ya no tiene vuelta atrás.

Sin embargo esto no quiere decir que el mundo científico esté exento ya de nuevas revoluciones. De hecho la biotecnología ya lo está haciendo, metiéndonos de lleno en lo que se podría denominar “Revolución Genética”. Pero además, el concepto que tenemos sobre nosotros mismos, es decir, la manera en que el hombre piensa al hombre, puede volver a cambiar, a dar un giro de 180 grados por lo que se refiere a la trayectoria humanista occidental.

Hace siglo y medio el gran debate se originó al chocar dos conceptos radicalmente opuestos del hombre y de la vida en general, como eran el creacionista y el evolucionista. El primero, con su pensamiento fijista de las especies, viéndose amenazado por las continuas apariciones de restos fósiles, que dieron origen a las modernas teorías geológicas que abogaban por unos cambios lentos pero progresivos en el planeta, que terminarían por afectar a las especies vivas provocando en algunos casos su extinción. La evolución geológica dio así paso a la biológica en las teorías decimonónicas. Pero el creacionismo, de fuertes raíces religiosas, no estaba dispuesto a permitir que una de sus bases doctrinales se cayera a los pies.

De hecho, hoy día no parece muy coherente que por un lado se acepte la verdad del evolucionismo biológico y de nuestra ascendencia animal, y que por otro se crea al mismo tiempo en una religión que proporciona al ser humano el privilegio de un alma que lo diferenciaría radicalmente del resto de las criaturas vivas.

Pero ningún doctor de la Iglesia nos ha podido decir todavía en qué momento del desarrollo del embrión aparece el alma humana. Desde hace muy pocos años, el Vaticano ha aceptado el evolucionismo biológico, le ha costado siglo y medio decidirse, y quiere solucionar el problema causado entorno al alma humana, mediante conceptos emergentes del alma.

Sin embargo, la misma pregunta que hoy día nos hacemos respecto al alma en el embrión humano, a su simple naturaleza como persona, para intentar solucionar los problemas éticos que generan las nuevas técnicas biotecnológicas, así como el tan polémico aborto, la podríamos hacer con respecto a nuestros antepasados filogenéticos. Consideramos que el Homo sapiens sapiens tiene unos doscientos mil años de antigüedad, y que desciende directamente del Homo rodhesiensis y éste del Homo

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antecesor, que a su vez también era el antepasado del Hombre de Neandertal. Pero ¿en qué momento podemos decir que aparece un ser humano, el primer ser humano?

La cuestión es que no hay un primer ser humano, y esto nos puede parecer algo paradójico porque los científicos e historiadores (también en ocasiones los políticos), en muchos aspectos son los grandes sastres de la historia, de manera que cortan y cosen el tiempo y el espacio, para hacerse el traje a medida. Es la única manera que tienen de poder diferenciar las partes de un continuo proceso de divergencia biológica.

Actualmente la biología ha tenido que recurrir al análisis de ADN en laboratorios, para determinar si se ha producido algún caso de especiación en algunos animales, que a simple vista es imposible de poder confirmar. Ni siquiera la famosa norma que decía que no se podía producir un cruce entre dos especies diferentes, es ahora sostenible.

Resulta imposible determinar cuándo un ejemplar deja de ser Homo rodesiensis para ser un verdadero Homo sapiens. El registro fósil sólo cuenta con una infinitesimal muestra de todos los ejemplares, o individuos, que anduvieron por el Olduvai o por la misma Atapuerca. Veamos lo que el propio Darwin reflexiona sobre el registro fósil:

[...] los registros fósiles son muchos más imperfectos de lo que cree la mayor parte de los geólogos. El conjunto de ejemplares de todos los museos es absolutamente nada, comparado con las innumerables generaciones de innumerables especies que es seguro que han existido. [...] ¿quién pretenderá que en los tiempos futuros se descubrirán tantas formas intermedias fósiles que los naturalistas podrán decidir si estas formas dudosas deben o no, llamarse variedades? [...] Dentro de la teoría de que las especies son sólo variedades muy señaladas y permanentes, y de que cada especie existió primero como variedad, podemos comprender por qué no se puede trazar una línea de demarcación entre las especies, que se supone generalmente que han sido producidas por actos especiales de creación, y las variedades, que se sabe que lo han sido por leyes secundarias.1

A lo largo de la vida de una persona, decimos que pasamos por varias etapas,

desde la infancia, a la adolescencia, a la juventud, la madurez y finalmente la vejez. Pero ¿podemos determinar el día que dejamos de ser una cosa para pertenecer a la otra? Podríamos pensar que en las mujeres, la menarquía sería determinante para concretar el paso de la infancia a la adolescencia; biológicamente podríamos establecer ese momento, que ocurre en un día concreto de la vida de la muchacha. Pero desde el punto de vista de la persona en su conjunto, en su total temporalidad, esa niña no deja de serlo al día siguiente de tener su primera menstruación. Sí que influirá en su manera de comportarse y asimilar la información de su entorno, pero no podemos decir que ese día sea una persona diferente a la anterior.

Tampoco el momento de la jubilación laboral, en hombres o mujeres, nos otorga la categoría de viejos para el día siguiente del evento. Sólo la contracción del tiempo

1 C. Darwin, El origen de las especies, Espasa Calpe, Madrid, 1988, pp. 548-553.

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nos permite poder catalogar las “diferentes personas” por las que cada uno de nosotros ha ido pasando.

El registro fósil al que acceden los paleoantropólogos, sería similar al descubrimiento por parte de un futuro científico poseedor de una máquina del tiempo, que haciendo una cata sobre tu vida fuera capaz de rescatar un día de tus ocho años de edad, otro de cuando tenías veinticinco, y un día cualquiera de tus sesenta y tres años cumplidos. Ante estos registros cronológicos, el científico podría establecer que fuiste niño, adulto y maduro, y no se equivocaría porque de hecho así fue, incluso podría concretar aún más y explicar que eras un niño cuando tenías ocho años y un hombre adulto con veinticinco. De manera que contraería el tiempo hasta poder clasificarlo en subgrupos de un todo principal denominado vida, tu vida.

Pero con ese registro tan pobre de lo que en realidad fue toda una vida, supongamos la vida de un tal Pedro con una existencia total de noventa y tres años, el futuro científico no podría determinar ni siquiera el día de su nacimiento. ¿Pero verdaderamente la existencia de esa persona comienza el día en que su madre dio a luz? Ese día comenzó a ser llamado por un nombre, Pedro, pero no todos coincidirían en ver su día de nacimiento como el momento en que comenzó a vivir, a existir.

Si ahora realizamos un pequeño ejercicio de extrapolación, podremos ver cada uno de los hallazgos de Atapuerca, por centrarnos en un yacimiento familiar para nosotros, como esos pequeños extractos de tiempo de la imaginada vida del tal Pedro, ahora convertida en toda nuestra filogenia como especie. Y si todavía quisiéramos profundizar más, e irnos al Olduvai, entonces tendríamos que pensar si la aparición del género Homo, no significa en realidad más que la asignación de un nombre, como el de Pedro, pero que su existencia ya es anterior, que en realidad entre un homínido de género Homo y un australopitécido no existe ninguna barrera, a no ser que contraigamos de nuevo el tiempo.

Estamos acostumbrados a contemplar la aparición del género Homo, de la misma manera que lo hacemos con el nacimiento de una persona. Un momento clave y decisivo, y sí es cierto que lo es, pero tan decisivo como pueda ser la segunda fase de la sinaptogénesis en el embrión humano, periodo en el que comienza la actividad neural, o tan decisivo como el momento de la fecundación del óvulo por parte del espermatozoide que logró llegar primero en aquella cópula concreta.

Es verdad que si contraemos el tiempo, poco o nada creemos encontrar entre ese embrión y la persona adulta, no lo sentimos Pedro, sino algo muy anterior, otra cosa, pero ¿otro ser? Sin embargo, cuando se rastrea el tiempo paso a paso, minuto a minuto, Pedro no ha dejado de serlo en ningún instante determinado; Pedro sólo pasa por diferentes estados, y Pedro no es menos Pedro cuando le cortan el cordón umbilical, que dos horas antes cuando todavía flotaba en el líquido amniótico.

Así que nuestro supuesto científico del futuro, con su máquina del tiempo, resulta que no puede acceder más que a tres momentos insignificantes de su vida, que en total suman un registro de tres días, de los 33.945 que constituyeron toda la vida de Pedro, y seguramente todavía me quedo corto, puesto que si pensamos en un origen pre-humano pongamos de unos cinco millones de años, estaríamos hablando de doscientas mil generaciones de individuos (a veinticinco años la generación). Resulta obvio, que cuantos más descubrimientos paleoantropológicos se realizan, más se acercan las especies hasta ahora catalogadas, porque al mismo tiempo se descubren también diferenciaciones hasta ahora desconocidas. Este es el proceso de acordeón, típico de los arqueólogos, y más concretamente de los paleoantropólogos, que primero lo comprimen para diferenciar grandes grupos de primates y homínidos, mientras que luego deben de

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ir dilatándolo, para encajar dentro las pequeñas diferencias que van apareciendo según se amplía el registro fósil.

En un registro fósil ideal, de millones de muestras, comparables a lo que fuesen al menos unos segundos de cada día de la vida de Pedro, no habría huecos, intersticios, donde saltar de una forma a otra, sino que las “mutaciones” (cambios fisiológicos y psicológicos) que provocaron los diferentes procesos de especialización al interactuar con el entorno, serían tan progresivas que no podrían apreciarse.

También se ha de tener en cuenta, que son posibles las circunstancias que originan un cambio brusco en el fenotipo del individuo como ocurre con la especie de lepidóptero Biston betularia, Falena, en la se produce el denominado “melanismo industrial”:

Hasta mediados del siglo XIX, la mariposa Biston betularia presentaba un aspecto moteado claro. Sin embargo, a partir de 1868, comenzaron a aparecer variantes de pigmentación oscura, melánica, en regiones industriales en las que la vegetación se había ennegrecido a causa de la contaminación ambiental. Con el tiempo, estas variedades melánicas fueron reemplazando, casi por completo, a la variedad original clara en esas regiones.2

Pero cuando esto ocurre, no estamos hablando de una especie nueva, sino de un individuo similar al resto de su familia taxonómica, salvo en alguna característica muy concreta de su fenotipo. Esto lo podríamos comparar con el cambio brusco en la vida de la hermana de Pedro, en el momento de sufrir la menarquía. Su cuerpo ha sufrido un cambio biológico importante, que tendrá consecuencias muy significativas para el resto de su vida, pero que no comporta una transformación de la persona como individuo específico, y si acaso tan sólo de la personalidad.

Incluso al Sahelanthropus de hace unos siete millones de años se le denomina Hombre de Toumai. ¿Pero por qué se le denomina coloquialmente “hombre? Sin duda por el afán de los investigadores que lo han encontrado por ser los descubridores del antepasado más viejo del ser humano. Pero con Toumai ya aparece el gran problema que aquí estamos tratando, no saben si está más emparentado con los homínidos que con los chimpancés. Y lo de llamarlo hombre, no es por su bipedismo, sino por su dentadura, que es lo único que les hace sospechar su parentesco con el hombre.

Incluso en Indonesia, los antiguos habitantes dieron el apelativo de Orangután al conocido primate que habita aquellas selvas, la palabra orangután deriva del malayo Orang Hutan, que significa “hombre de la selva”, lo cual refleja muy claramente que para estos antiguos pobladores de la selva indonesa los orangutanes eran, en cierta manera, similares a ellos y les incluían en el mismo conjunto vital, con el mismo calificativo, hombre, pero con un color diferente y poblador del bosque.

Contrasta esta visión inclusiva del entorno vital, con la que tuvieron los occidentales colonizadores de Australia, que hasta 1965 catalogaban a los aborígenes como parte de la flora y fauna del continente. No creo que nadie les negara la condición de seres humanos, pero es muy significativo que a efectos jurídicos, legales,

2 Águeda del Abril Alonso y otros, Fundamentos biológicos de la conducta, Sanz y Torres, Madrid, 2005, p. 237.

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burocráticos...etc, estuvieran incluidos en el patrimonio natural, con lo que ello supone desde el punto de vista psicológico, es decir considerar a la etnia aborigen y sus individuos, como una pertenencia del estado, y sobre todo el trato vejatorio que conlleva la inclusión de toda una comunidad, en el conjunto de la fauna y flora. En el caso de los nativos indoneses, la categoría hombre, otorgada a los orangutanes, acercaba a estos grandes simios al género humano y por añadidura, implicaba a los propios nativos en el mundo animal circundante. Pero en el caso de los occidentales australianos, se procedía desde un brutal etnocentrismo a la marginación absoluta de la etnia aborigen, apartándola de la posibilidad de considerarla como parte de la ciudadanía australiana.

Recientemente, los investigadores de la genética humana, han determinado con los estudios realizados sobre el ADN de nuestra especie, que no se puede hablar de razas humanas, al menos desde el punto de vista genético. Es decir, que somos una misma raza, un “continuo” genético y específico, que ha adquirido fenotipos diferentes por circunstancias medioambientales.

Si en lugar de especular espacialmente, de la forma que lo estamos haciendo al contemplar las diferentes etnias como todo un mismo grupo racial, lo hiciéramos temporalmente al analizar las variaciones progresivas que el proceso de hominización ha ido ejerciendo a lo largo de los milenios, tampoco podríamos escapar a la idea del continuum. No quiere ello decir que todos los homínidos, habidos y por haber, seamos una misma especie, pero sí que nos une un hilo irrompible, un filamento que no podemos cortar a nuestro gusto y que disuelve el mismo origen del ser humano.

No hay un primer ser humano. Pero entonces tampoco el segundo, ni el tercero, ni el que haga el número diez millones. Al abordar la continuidad filogenética del género Homo, sin solución de continuidad alguna, disolvemos el origen de nuestra propia especie en el fluir general del conjunto evolutivo. Y la disolución de nuestro origen como especie, ayuda a la disolución de un pensamiento antropocentrista, porque en cierta forma conlleva la disolución de nuestra auto-determinación. Nosotros determinamos quiénes somos y quiénes son los demás. Pero si borramos nuestro origen, estamos borrando nuestra propia identidad, para mezclarla con el resto del hilo conductor.

Por otro lado no sólo hemos de mirar al pasado, sino que las reflexiones sobre el futuro de la humanidad también pueden ser muy significativas, puesto que la evolución no se ha terminado, y menos ahora que la cultura concurre de tal manera y a tal velocidad, que se puede hablar ya de una evolución cultural. Hay dos filósofos occidentales, que han destacado en contemplar al hombre, como algo inacabado, incompleto, que deberá sufrir serias transformaciones para devenir en otro ser, a saber, Emerson y Nietzsche, el primero con su hombre inacabado y el segundo al hablar del superhombre. Sin olvidarnos de Condorcet, que ya en la prisión jacobina, y antes de suicidarse, vislumbró incluso a un ser humano transformado en sus características físicas.

¿Estamos quizás a mitad de un camino, en el proceso evolutivo hacia una super-inteligencia? Nosotros no seríamos entonces más que un simple eslabón de entre muchos otros. ¿Y cómo nos contemplarán los seres inteligentes en los que se convierta el actual Homo sapiens de aquí a dos mil años, por ejemplo?

Si se procede al enriquecimiento genético de las personas, cosa que en algunos textos se comienza a perfilar como posibilidad biotecnológica (véase L. M. Silver, Vuelta al edén, Taurus, Madrid, 1998.), de aquí a no muchos años se podría llegar a pensar que la especie humana se ha transformado en otra, y que de hecho genéticamente se habría desviado del actual Homo sapiens. Por tanto, si elevamos la vista para contemplar el continuo evolutivo en el que nos vemos inmersos, se siente la

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apabullante sensación de caer en un abismo insondable, ya que la barandilla donde nos apoyábamos se rompe, y nos vemos arrastrados al vacío.

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Antropocentrismo frente a Biocentrismo

Puede parecer un burdo sofisma colegir de la afirmación “no existe el primer ser humano” con la que comenzaba el artículo, la disolución de la especie como tal. No se puede negar la evidencia de una especie que habita en la actualidad el planeta y que hemos denominado, auto denominado, como Homo sapiens. Pero no debemos aislarla en el tiempo, para interpretar que somos la conclusión de un proceso evolutivo y que con nuestra “aparición”, se produce un tipo de epifanía ontológica, porque en definitiva... no hay una “aparición” del ser humano. Si nos contemplamos en el espacio actual nos vemos como tales, pero si lo hacemos tomando como referencia el tiempo, entonces no habría un punto de la línea donde localizar nuestro nacimiento.

Existe un primer cristiano, un primer budista, un primer mahometano, pero no un primer ser humano. Aunque modernos estudios genéticos planteen que toda la humanidad descienda de un único ejemplar de homínido (el parangón de la Eva Bíblica), eso no tendría mayores implicaciones, puesto que sólo vendría a decirnos que únicamente sobrevivió esa línea genética, pero que indudablemente hubo otras.

Así pues el creacionismo del siglo XIX, podría estar ahora representado por los “creacionistas” de un Homo faber consumista, los que le dan forma para ubicarle en la cima de una pirámide evolutiva, ayudándole a sentirse como el dueño, señor y consumidor del resto del planeta; los que continúan una línea antropocéntrica de pensamiento impregnadas todavía de ontologías monovalentes y lógicas bivalentes, tal y como nos apunta Peter Sloterdijk3, y en muchas ocasiones amparados en el burladero de un positivismo miope incapaz de incorporar a su lidia personal, nada que no sea ponderable dentro de su tecnología aplicada.

Pero por otro lado, encontraríamos hoy día a los “evolucionistas ontológicos”, posible denominación para todas aquellas personas de pensamiento biocentrista que han decidido disolver la primacía esencial del ser humano para creer más en ontologías bivalentes y lógicas trivalentes donde, que duda cabe, abundan las charlatanerías místicas que desprenden verdaderos tufos de melancolía étnica, y donde el mundo intuitivo quiere vengarse de una racionalidad prepotente, pero sin desarrollar un pensamiento coherente, sólo guiados por una pretendida intuición autosuficiente.

Estos serían los dos extremos enfrentados de lo que podría verse en la actualidad como la lucha entre antropocentristas y biocentristas. Evidentemente en ambos lados puede existir un pensamiento profundo, que analice filosóficamente la coherencia de cada una de las posturas, y lo que puede ser más importante, su adecuación con los tiempos. Pero la cuestión innegable es que se están abriendo dos bandos, cada vez más opuestos, donde el concepto que el hombre tiene sobre sí mismo, puede acabar por escindirse en verdaderas posturas irreconciliables, pudiendo todo ello generar una versión modernizada de la ya vieja lucha entre creyentes y ateos, o entre los creacionistas y evolucionistas coetáneos de Darwin, donde el papel de Dios es ahora representado por el propio hombre.

Serán primordiales los próximos descubrimientos científicos en el campo de la biología y de la biotecnología, así como de la cibernética. Porque el concepto que tengamos de nosotros mismos estará también muy estrechamente relacionado con la 3 Peter Sloterdijk, El hombre operable, conferencia del 19 de mayo de 2000 aparecida en la Revista Observaciones Filosóficas, Antropología, Mayo 2006.

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definición que se haga de la vida en general; y actualmente no existe una definición del concepto “vida” aceptada universalmente por la comunidad científica. De hecho ahora parece que, incluso los cristales podrían constituir un paso previo a lo que generalmente concebimos como organismos vivos.

Además de los avances científicos que las próximas décadas nos deparen, la antropología filosófica podría cobrar un papel muy relevante como moderador en el debate abierto por estas dos formas de entender al hombre. Precisamente debido al carácter utópico que posee la antropología filosófica, tal y como comenta el profesor Sanmartín cuando dice:

[...] el carácter utópico de la antropología filosófica, [...] tiene una doble vertiente, o por lo menos dos planos, uno de los cuales fundamenta al otro. En efecto, se puede decir que la antropología filosófica es utópica en el sentido de que “el método utópico aparece como una poderosa lanzadera exploratoria de la realidad humana” (Rubio Carracedo, El hombre y la ética, Barcelona, Anthropos, 1987) [...] Sin embargo este talante utópico no especifica cuándo la utopía es “buena” y cuándo se trata de una “mala” utopía. [...] el problema es saber dónde se enraízan las utopías, desde dónde se explora la realidad humana posible.4

Sin embargo son muchas las tintas vertidas en la literatura de ficción, donde ya se nos advierte de la posibilidad de crear nosotros mismos un mundo antiutópico, o cacotópico si utilizamos el término, para mí muy acertado, del profesor Capella.5 Y creo que no basta con saber dónde se enraízan las utopías, sino además, referirlas a un modelo ético. Si, por ejemplo, nuestro modelo es el eudemonista, quizás más de una cacotopía no fuera en realidad tal. Así, Un Mundo Feliz, de Huxlley, resulta una “mala utopía” cuando su eraizamiento lo estudiamos desde una perspectiva de clara herencia ilustrada, repleta de un optimismo antropológico que choca contra la mutilación de una voluntad en manos del Super Estado, convertido en el verdadero Panóptico que Benthan diseñara para las prisiones en el siglo XVIII. Es la veneración hacia la libertad del individuo, lo que nos hace contemplar dichas situaciones como antiutópicas. El mismo Capella afirma:

El temor a afrontar el “déficit de libertad” característicamente moderno, la angustia suscitada en muchas consciencias por el reconocimiento de los límites del ámbito de la libertad de los modernos, o, si se prefiere, el carácter condicionado, limitado y en amplia medida inoperante de la libertad política moderna, genera un mecanismo psicológico de rechazo.6

4 J. San Martín, El sentido de la filosofía del hombre, Barcelona, Anthropos, 1988, p. 196.5 J. R. Capella, La ciudadanía de la cacotopía. Un material de trabajo, en Fernando Quesada, Naturaleza y sentido de la ciudadanía hoy, UNED, Madrid, 2002.6 Ibid., p. 199.

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Pero si esa misma utopía, es decir, ese “en ningún lugar”, se estudia desde una panorámica, quizás más helénica, donde lo importante es la felicidad del ser humano, entonces el verdadero carácter cacotópico desaparece, si con ello conseguimos unos ciudadanos felices; es decir que en este modelo ético, el fin justificaría los medios, El Super Estado sería el gran benefactor de la humanidad, por protegerla contra el sufrimiento, ¿a costa de la libertad?, pero ¿qué es la libertad? En un supuesto diálogo platónico de nuestros días, se podría ir dando vueltas indefinidamente al problema para verlo como bueno o como malo, dependiendo de las referencias éticas con que se observen sus resultados.

Y sin embargo, ¿es realmente la felicidad del hombre lo que más nos preocupa en la actualidad? El concepto ilustrado del ser humano, que hemos heredado en Occidente, y del cual no estamos todavía independizados, es el de un ser eminentemente libre, de un individuo, y este otro concepto es fundamental, separado de las ataduras naturales de los instintos, y capaz de usar su razón para conseguir ser siempre un fin en sí mismo. Kant culmina ese ideal, con el “imperativo categórico” que tantas consecuencias éticas ha tenido para nuestra cultura, y para la antropología filosófica más representativa, si bien no está mal, como nos muestra el profesor San Martín, profundizar algo más en el sentido de lo “postkantiano”.

Es cierto que la llamada “antropología filosófica” puesta en marcha por Kant, definida por Feuerbach, y llebada a cabo por Scheler, Plessner y Gehlen es reciente, ¡claro!, es postkantiana; pero constatar que lo hecho después de Kant es postkantiano no deja de ser una vulgar tautología. Lo interesante será profundizar en el sentido filosófico de esa filosofía por el cual se trasciende a un pasado y en virtud del cual precisamente se denomina filosófica.7

Por tanto, a la hora de analizar el debate que nuestra sociedad deberá entablar de forma profunda, más tarde o más temprano, entre una sociedad globalizada antropocentrista y otra biocentrista, la mezcla de las dos tiene muy mal avenimiento, será de vital importancia utilizar las utopías como lanzaderas exploratorias, pero con la certidumbre de hacerlo en función de una perspectiva humana concreta.

No hemos de caer en falsos modelos integristas, posibles claro está, pero que nunca habrían de actuar en el debate como arma arrojadiza. Cacotopías se pueden alcanzar desde ambos bandos, unos, los antropocentristas, podrían ser acusados de ser los responsables de una futura destrucción del planeta, de llevar el consumismo hasta límites autodestructivos comparables a los ocurridos en la naturaleza cuando se desarrollan determinadas plagas, que se autodestruyen al haber agotado todos los recursos tróficos. Y los otros, los biocentristas, también podrían ser tildados de irresponsables sociales que ocasionen con su ingenuidad política, una sociedad vulnerable a las agresiones de sectores opresores de las libertades democráticas, así como la degradación ética que supondría otorgar preferencia al bienestar animal, y cuidado taxativo de los ecosistemas del planeta, en perjuicio del avance progresivo en la consecución a escala global del respeto por los derechos fundamentales del hombre, tan necesitados, incluso hoy día de una mayor atención.

7 J. San Martín, Op. Cit., p. 37.

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Y en ambos casos no creo que hiciera falta buscar diferentes referencias en el enraizamiento de dichas utopías, puesto que en las dos situaciones se produce un efecto alarmista para intentar advertir de una posible actitud autodestructiva del hombre, bien sea por razones medioambientales o políticas. La referencia, pues, que estarían utilizando dichas actitudes extremas del debate utópico, sería la propia supervivencia de nuestra especie, es decir la última referencia que podemos utilizar, y por eso mismo de carácter universal, se utilicen las utopías que se utilicen.

En ese aspecto, el desarrollo tecnológico llevado a cabo en Occidente, nos demuestra el paso atrás que hemos realizado en nuestra sociedad moderna por lo que respecta a la realidad humana explorada desde la utopía; puesto que del optimismo ilustrado, donde se buscaban utopías referenciando su enraizamiento en la consecución de libertades para el individuo, o por el contrario, desde Tomás Moro hasta Huxley, Orwell y otros, que escarbaban para descubrir situaciones antiutópicas que la anulación de esas libertades podría originar en nuestra sociedad, hemos pasado a echarnos en cara aquellas posibles actuaciones, y ahora mismo ya posibles, en las que el mundo se vería involucrado en un proceso donde la supervivencia de la especie humana sería cosa difícil de poder garantizar. Dos son los extremos cacotópicos que podríamos asignar a cada uno de los bandos, o que cada uno de los bandos podría espetarle al otro como lastre ideológico: la destrucción del planeta y por ende la nuestra como efecto devastador de un gran cambio climático consecuencia de la acción contaminante humana, y la guerra nuclear desatada por el uso fundamentalista de armamento atómico.

El debate filosófico que se debiera entablar, no habría de poseer una naturaleza centrífuga, que aleje los argumentos utilizados hacia los extremos que se apoyen en últimas referencias, sino que tendrían que construirse sobre utopías multireferenciadas, de manera que se expongan claramente las intenciones que la raíz misma de la utopía pretende. Muchas son las posibles intenciones del enraizamiento utópico, pero se me ocurren tres principales intenciones: eudemonista, ilustrada y tecnócrata, posiblemente intercambiables y de las que tanto el antropocentrismo como el biocentrismo podrían hacer su uso particular. Analizar cada uno de los posibles usos, se saldría de las pretensiones de este artículo, pero tan sólo me gustaría apuntar que, independientemente de la intención, o intenciones, que sirvan de abono a la raíz utópica, ésta podrá devenir en una “buena” o “mala” utopía sólo en función de la referencia ética con la que se confronte. En ese sentido, en el ético, la realidad humana es caleidoscópica.

El debate, entonces, conviene que sea centrípeto, que se busquen, si resulta imposible los lugares comunes, al menos sí las zonas limítrofes, lejos de todo alarmismo arrojadizo y utilizando todo el material que la realidad científica y filosófica disponga para cada uno de los interlocutores.

El debate deberá ajustarse en última instancia a la conveniencia o no, o incluso necesidad o inutilidad, de mantener la idea comprimida del origen del ser humano impregnado hoy por hoy de una ontología monovalente con su correspondiente lógica bivalente, o por el contrario, adoptar el compromiso de disolver esa primigenia humanidad en un universo con una ontología al menos bivalente de lógica trivalente, donde la utopía exploratoria, tenga la referencia que tenga, lo sea de realidades no sólo humanas, sino de la existencia en general. Es decir que se convierta en una verdadera utopía existencial.

A este respecto nos comenta Sloterdijk, en la conferencia antes citada, lo siguiente:

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Debemos a Gotthard Günther la prueba de que la metafísica clásica, basada en la combinación de una ontología monovalente (el Ser es, el No-Ser no es) y una lógica bivalente (lo que es verdadero no es falso, lo que es falso no es verdadero, tertium non datur) lleva a la incapacidad absoluta para describir en términos ontológicamente adecuados fenómenos culturales tales como herramientas, signos, obras de arte, máquinas, leyes, usos y costumbres, libros, y todo otro tipo de artefactos, por la simple razón de que la diferenciación fundamental de cuerpo y alma, espíritu y materia, sujeto y objeto, libertad y mecanismo, no puede ya habérselas con entidades de este tipo: son por su propia constitución híbridos, con una ¿componente? Espiritual y otra material, y todo intento de decir lo que son ¿auténticamente? En el marco de una lógica bivalente y una ontología monovalente conduce inevitablemente a la reducción sin esperanza y a la abreviatura. [...] En la frase “hay información” hay implicadas otras frases: hay sistemas, hay recuerdos, hay culturas, hay inteligencia artificial. Incluso la oración “hay genes” sólo puede ser entendida como el producto de una situación nueva: muestra la transferencia exitosa de principio de información a la esfera de la naturaleza. [...] Incluso la constelación de yo y mundo pierde mucho de su prestigio, sin hablar de la gastada polaridad individuo-sociedad. Pero por encima de todo [...] caduca la distinción metafísica de naturaleza y cultura: en esta perspectiva, ambos lados de la distinción no pasan de ser estados regionales de la información y su procesamiento.8

¿Podríamos considerar este cambio de perspectiva auto-referencial, como una mutación cultural que provocará las necesarias variables adaptativas que provoquen una transformación de la ética humana en las próximas décadas? Ya es una cuestión largamente comentada, que no existe una verdadera oposición entre naturaleza y cultura, y que en realidad biológicamente somos hijos de la cultura llegando algunos autores como Edgar Morin a afirmar que “el ser humano es un ser cultural por naturaleza porque es un ser natural por cultura”9

En este sentido, además de una utopía existencial (donde el término “existencial” no sea el hasta ahora antropocéntrico concepto utilizado en la filosofía occidental, sino más bien un verdadero pensamiento acerca de la existencia sin límites específicos ni biológicos), quizás sea de mucha utilidad el empleo de una hermenéutica de la vida que dé consistencia a la exploración utópica. Porque no es suficiente con que la utopía no se halle en ningún lugar, también es un requisito imprescindible que pudiera darse en algún espacio y tiempo venideros; es igual cuándo o dónde, pero tiene que poseer un componente de contingencia que le permita ser por eso mismo utópico.

El “útero social”, según la expresión de Portmann, será el encargado pues de otorgar a los futuros niños una nueva identidad como seres humanos, o por el contrario

8 Peter Sloterdijk, Op. Cit.9 Edgar Morin, El paradigma perdido: el paraíso olvidado, Kairós, 1974, p. 103.

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continuar identificándoles con el etiquetado hasta ahora empleado por nuestra civilización, un etiquetado con denominación de origen, pero un origen virtual fruto de la contracción del tiempo.

Es momento, pues, de revisar al ser humano, de revisarnos a nosotros mismos y lo que hemos hecho con nuestra especie, porque ésta, la especie humana, no es sino un concepto de nuestra invención. Por otro lado la agonía de una Ilustración herida de muerte desde la “solución final” de Wannsee, no puede continuar proporcionándonos unas referencias éticas de última instancia como son los tan manidos Derechos Fundamentales del Hombre, los cuales después de trescientos años no dan ya más de sí.

Desde la revisión de referencias éticas en nuestra cultura, podríamos plantear una “Declaración Universal de los Deberes Fundamentales del Hombre” sin duda de carácter más biocéntrico que la dieciochesca, y desde la que ningún tipo de etnocentrismo tendría cabida, puesto que toda la comunidad humana estaría implicada con respecto a la vida en su conjunto, y si pudiera dar lugar a una diferenciación en la asunción de responsabilidades, sería en todo caso de tipo inverso a las que ahora se vienen contemplando, puesto que aquí los países más desarrollados tendrían que responder de sus agresiones medioambientales en mayor medida, por lo general, que aquellos otros países en vías de desarrollo.

Contemplar los deberes humanos con respecto al conjunto vital del planeta, no debería arraigarse en simple utopía, sino formar los cimientos de unas nuevas referencias éticas, donde cualquier cultura y comunidad se viera implicada y donde, qué duda cabe, los derechos del hombre se verían así reforzados, porque si se asimila el sufrimiento y padecimiento animal y vegetal, ¿cómo no se van a asimilar las miserias humanas? Sensibilizarse ante el sufrimiento no humano, conlleva la adopción de una conducta filantrópica inherente en una ética de estas características. Es impensable que aquellos que se preocupan por otros seres vivos, no lo hagan por sus propios congéneres, sean de la cultura y etnia que fuere. Sin embargo, estamos cansados de observar cómo desde el abismo antropocentrista, convertimos en animales a muchos seres humanos por motivos políticos, culturales o simplemente emocionales, y les enviamos al otro lado del abismo, a lado animal, sin derechos, sin importar entonces su sufrimiento.

El Biocentrismo en la filosofía occidental

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El pensamiento biocéntrico no puede considerarse como una invención que algunos pensadores de nuestra sociedad están comenzando a desarrollar, para intentar buscar alternativas a la cultura agresiva (con respecto a otras especies vivas e incluso entre las diferentes comunidades humanas) que venimos magnificando desde hace ya bastantes siglos. Por el contrario, han sido muchos los pensadores que no han visto con buenos ojos la corriente antropocentrista por la que entendían que el ser humano no debía desarrollar su existencia. Así entre los presocráticos podemos encontrar a un Tales de Mileto para el que, siguiendo la corriente hilozoísta, todo está lleno de dioses, donde el término Dios habría que entenderlo como sinónimo de energía o vitalidad, ya que para Tales la vida era la propiedad básica de la Physis. Por su parte Anaxágoras creía en la teoría de los mundos innumerables como se desprende del siguiente fragmento, donde hacer referencia a la vida en otros mundos, es decir, en otros planetas:

los hombres y los demás animales que tienen vida han sido formados y que los hombres tienen ciudades habitadas y campos cultivados como entre nosotros; que tienen sol, luna y todo lo demás como nosotros; y que la tierra les produce toda clase de variados productos, de los cuales se llevan a sus casas lo mejor y de ellos se sirven. Esto es, pues, lo que yo afirmo acerca de la separación que no sólo acontece entre nosotros, sino también en otras partes.10

El hecho de que Anaxágoras defienda la existencia de vida humana en otras regiones del universo, conlleva la visión de humanidad terrestre ajena al centro del mundo. Nótese también cómo se puede leer en el fragmento la frase “los hombres y los demás animales que tienen vida”, donde sin duda apreciamos un aspecto biocéntrico bastante destacado del pensador de Clazomene.

En Empédocles y su teoría de la generación de los seres vivos, formados por trozos reunidos de forma aleatoria y seleccionados por su adaptación a la vida, no se encuentra escatología de carácter antropocéntrico sino, antes bien, una multitud de seres creados por el azar. Asimismo encontramos un fragmento con un aspecto que podríamos considerar interesante para un posible elemento biocéntrico, pues en él se afirma que todos estamos formados por trozos de los ¿cuatro elementos?: “Pues todos estos-el sol brillante, la tierra, el cielo y el mar-, junto con sus propias partes, son los que están diseminados en los seres mortales.”11

También Parménides en su concepción de la realidad como un todo, está adoptando una imagen de continuidad que excluye lo que más tarde el mundo judeo-cristiano vendría a implantar en forma de “ontología discontinua”, donde el hombre ocuparía el lugar de receptor de la creación, y la preocupación por la physis da el paso decisivo hacia el ethos. Anaximandro con su original visión de la evolución humana, nos presenta quizás la primera imagen del hombre descendiente de otras formas animales no humanas, aportando así su particular imagen de un hombre-animal imbuido como todo ser de un “apeiron” que todavía los especialistas polemizan en cuanto a su definición. La idea de considerar la especificidad de los fenómenos vitales como 10 Los Filósofos presocráticos; Kirk, Raven y Schofield; Gredos 1987, pag 52911 Ibid. Pag 435

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dependientes de un principio externo a la materia es de una antigüedad ancestral, y la concepción del alma como principio de la vida, y de la vida misma como animación de la materia ya se encuentra ampliamente desarrollada en Aristóteles, aún cuando el alma admitía unas clasificaciones muy lejanas a lo que más tarde saldría de las religiones monoteístas. Los estoicos, además, extendieron esta concepción al conjunto del cosmos mismo, animado por el pneuma. Ante ello, las concepciones de los atomistas de la antigüedad, como Demócrito y posteriormente Lucrecio, representan la visión materialista de los fenómenos vitales.

Es curioso observar la existencia de rasgos vitalistas en el pensamiento aristotélico, al mismo tiempo que se le puede contemplar como el iniciador del cientificismo occidental debido a su carácter sensualista, es decir a su desconfianza de todo aquello que no haya sido corroborado por los sentidos, lo que apoya sin duda la idea de que la ciencia no tiene que estar reñida con el biocentrismo sino muy al contrario. Es precisamente el empleo del pensamiento científico el que puede llevarnos a una mejor comprensión de los fenómenos vitales, siempre y cuando esa ciencia se elabore despojada del antropocentrismo que la conjunción cristianismo-capitalismo ha venido forjando durante tanto tiempo.

Llegando al Renacimiento, no podemos olvidarnos de la figura de un Bruno que acabó pagando con la hoguera el intento de retomar posturas biocéntricas en un mundo ya escorado por completo hacia el más absoluto antropocentrismo de tintes teológicos.

Miguel A. Granada comenta en su prólogo a “Del Infinito: El Universo y Los Mundos”:

La exposición bruniana pone constantemente de manifiesto que los mundos (soles y aguas) son seres vivos, animales, tanto por poseer un alma motriz como por estar caracterizados por la misma fenomenología que la vida animal directamente observable sobre la superficie de la tierra.12

Y más adelante podemos encontrar en el texto del mismo Bruno una de tantas reseñas que demuestran lo afirmado por Granada:

Así, en estos astros o mundos (como queramos llamarlos) las diferentes partes no están ordenadas, según las varias y diversas complexiones de piedras, estanques, río, fuentes, mares, arenas, metales, cavernas, montes, llanuras y otras y otras especies similares de cuerpos compuestos, sitios y figuras, de manera diferente a como las partes llamadas heterogéneas están ordenadas en los animales según diversas y varias complexiones de huesos, de intestinos, de venas, de arterias, de carne, de nervios, de pulmones, de miembros de una u otra figura, presentando sus montes, sus valles, sus cavernas, sus aguas, sus espíritus, sus fuegos, con accidentes proporcionados a todas las impresiones meteorológicas, como son los catarros, las erisipelas, los cálculos, los vértigos, las

12 Giordano Bruno; Del Infinito: El Universo y Los Mundos; Alianza Editorial, 1998 pag 54.

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fiebres e innumerables otras disposiciones y hábitos que responden a las nieblas, lluvias nieves, ardores, relámpagos; a los rayos, truenos, terremotos y vientos; a tempestades ardientes y marinas. Por tanto, si la tierra y los otros mundos son animales distintos de aquellos que normalmente son tenidos por tales, son sin duda animales por una razón mayor y más excelente.13

No puede quedar mejor reflejado, como aparece en este bello pasaje, el fuerte biocentrismo que gobernaba las teorías del Nolano.

En la Ética spinoziana podemos encontrar también importantes rasgos biocéntricos que caracterizan la obra de este pensador holandés, para el que cualquier intento de hacer del hombre una excepción es vano. Para Spinoza el hombre dentro de la Naturaleza14 no es como un “imperio dentro de otro imperio.”15 Contempla, adelantándose a teorías deterministas modernas, cómo la libertad humana puede ser una quimera, y sospecha que nuestro comportamiento puede estar determinado por un sinfín de causas:

...los hombres se imaginan ser libres, puesto que son conscientes de sus voliciones y de su apetito, y ni soñando piensan en las causas que le disponen a apetecer y querer, porque las ignoran.16

Este determinismo, que nos equipara a muchas de las formas vivas que consideramos como meros animales por su comportamiento instintivo y determinado, es sin duda un rasgo que encajaría perfectamente dentro del biocentrismo que aquí estamos estudiando. Pero por si quedara alguna duda al respecto de estas implicaciones en su pensamiento, no son pocas las citas que se podrían extraer de su Ética, que vinieran a corroborarlo, así por ejemplo encuentro decisiva la siguiente afirmación: “concebimos fácilmente que toda la naturaleza17 es un solo individuo, cuyas partes,-esto es, todos los cuerpos-varían de infinitas maneras, sin cambio alguno del individuo total”18

Conocido es que Spinoza fue acusado de panteísmo, y en sus escritos puede muy bien interpretarse, aunque haya autores que no quieran reconocerlo, esta tendencia. Para Spinoza cualquier cosa existente implica la esencia de Dios, motivo por el cual de alguna manera está rebajando la naturaleza humana a cosa, si no de manera directa, sí indirectamente.

En este recorrido histórico, a modo de rastreo de posibles aspectos biocéntricos en el pensamiento occidental, no tendríamos que pasar por alto el hecho de que se nos

13 Ibid. Pag 17614 No podemos obviar que esta “Naturaleza” spinoziana no se corresponde con exactitud a la idea de naturaleza como espacio donde se desarrolla la existencia, que es como aquí la vendríamos identificando, sino que en Spinoza adquiere tintes teológicos muy característicos. 15 Spinoza; Ética; Alianza Editorial, Madrid, 2001, pag 191.16 Ibid.17 Nótese, que esta naturaleza (con minúsculas) sí se corresponde de manera más exacta con la que nosotros venimos utilizando, es decir como la Facies totius universi.18 Spinoza; Ética; Alianza Editorial, Madrid, 2001, pag 136.

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podría reprochar el hecho de hacerlo simple y dogmáticamente, pues entre sus ideas también hay cabida para algunas que no dudaríamos en calificarlas como antropocéntricas, siguiendo los cánones aquí establecidos. De la misma manera, tampoco es difícil vislumbrar que entre las corrientes más tradicionalmente antropocéntricas pueden hallarse más de un concepto extrapolable de un lugar a otro; así, por ejemplo, podemos contemplar el argumento de San Anselmo cuando lo interpretamos de la siguiente manera:

El ser absolutamente perfecto es un ser cuya esencia es existir, o que necesariamente implica la existencia, puesto que en otro caso otro ser más perfecto podría ser concebido; es el ser necesario, y un ser necesario que no existe sería una contradicción en los términos.19

El hecho de que la existencia pueda ser contemplada como componente de la perfección aunque sea a través de su cualidad como necesaria, implica también a mi modo de entender que todo ser existente, incluso desde la contingencia, participa algo en esa perfección sin llegar a ser perfectos. Con lo cual desde este argumento todo ser o cosa existente participaría, sólo por el hecho de existir, de una parte de la perfección, es decir sería imperfectamente perfecto; punto de vista este que no hace diferencia entre un caracol y un ser humano puesto que los dos existen de igual manera, si entendemos la existencia como pura existencia contingente y no como forma de existencia.

Siguiendo adelante con este rápido repaso histórico que aquí hemos planteado, nos encontramos con una figura muy especial que tanto puede ser enfocada desde una perspectiva como desde la otra de manera muy igualada. Hasta ahora hemos contemplado autores que claramente tendían hacia uno de las dos laderas de este valle epistemológico que nos hemos trazado, pero en el caso de Leibniz podríamos aventurar que se trata del mismo río que divide ambos lados del valle. Así Julián Marías opina lo siguiente:

La planta crece espontáneamente, porque lo hace por su propia naturaleza, sin que nadie la obligue; pero no es libre, porque no tiene opción entre crecer o no, ni se decide a ello, ni conoce su crecimiento. Compárese esta doble noción de espontaneidad y libertad con la definición de Spinoza (Ethices, pars I, Def VI): ...Se dice libre aquella cosa que existe por la sola necesidad de su naturaleza, y se determina a obrar por sí sola.20

Para Leibniz la libertad sólo puede tener lugar entre las sustancias inteligentes, ¿pero cuales son dichas sustancias?, ¿dónde se establece la frontera de lo inteligente?

Por otra parte, y desde la perspectiva contraria, el uso que Leibniz hace de ese concepto tan confuso como es el de mónada, puede ser interpretado sin mucho esfuerzo

19 Frederick Copleston; Historia de la Filosofía 2; Ariel Filosofía 2000, pag 167.20 G.W. Leibniz; Discurso de Metafísica; Alianza Editorial 2002, nota 74 de Julián Marías.

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de imaginación, como una clara tendencia biocentrista. Francisco Larroyo comenta al respecto de las mónadas:

Las mónadas son centros de fuerza inmaterial ..., cada mónada alberga en sí, en la simplicidad de su centro de fuerza, la representación de todo el universo .... No es solamente el hombre, a tenor de la imagen tan difundida en el Renacimiento, un microcosmos; lo es todo ser. Toda mónada es un espejo del universo; aún más, agrega Leibniz, un “espejo viviente del universo” .... Hay incontables criaturas vivientes en cada mínima parte de la realidad. “Cada porción de materia puede concebirse como un jardín lleno de plantas o como un estanque lleno de peces; pero cada rama de planta, cada miembro de animal, cada gota de sus humores representa un jardín semejante, un estanque análogo... En el universo nada hay inculto, estéril, muerto”.21

Si en el universo nada hay muerto, esto quiere decir que la vida llega a cada rincón de la existencia, incluido el rincón mineral.

Hemos visto cómo de un pensamiento inaceptable para cualquier pensador adscrito a un biocentrismo fuerte, como es el de la libertad aplicada únicamente a seres inteligentes, pasamos a una idea vitalista donde se reniega de lo estéril y muerto como mera posibilidad en el universo.

Llegamos así al siglo XIX, donde comienzan a despertar las filosofías de la vida, con un Schopenhauer, un Nietzsche o un Dilthey, cada uno con sus particularidades, pero sin duda influidos por unos descubrimientos científicos que les llevarán, sobre todo a los dos últimos, a pensar al hombre desde la vida y para los que el evolucionismo darviniano y spenceriano no será para nada algo ajeno a sus ideas. Es el momento también en el que surge el camino filosófico-biológico que interpreta el vitalismo desde una nueva perspectiva.Veamos lo que dice al respecto un artículo del Diccionario de filosofía Herder:

Pero este término (vitalismo) adquiere su significado más importante para designar una corriente de pensamiento filosófico-biológica desarrollada durante el siglo XIX y comienzos del XX que, opuesta a toda forma de materialismo y reduccionismo de la vida a fenómeno físico-químico o mecánico, defiende la existencia de un principio vital específico. En este caso se habla más bien de neovitalismo.

La idea de considerar la especificidad de los fenómenos vitales como dependientes de un principio externo a la materia es de una antigüedad ancestral, y la concepción del alma como principio de la vida, y de la vida misma como animación de la materia ya se encuentra ampliamente desarrollada en Aristóteles. Los estoicos, además, extendieron esta concepción al conjunto del cosmos mismo, animado por el pneuma. Ante ello, las concepciones de los

21 Introducción de Francisco Larroyo a la Monadología de Leibniz; Editorial Porrúa 1991, pag XXXIV

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atomistas de la antigüedad, como Demócrito y posteriormente Lucrecio, representan la visión materialista de los fenómenos vitales. Ambas posiciones se han reproducido a lo largo de la historia del pensamiento, y el vitalismo aparece, bajo diferentes formas, como la posición que sostiene la especificidad de la vida y su irreductibilidad a fenómenos meramente físicos o químicos. Por ello, supone una forma de dualismo en los seres vivos.

Pero, más allá de la consideración del alma como principio vital, desde mediados del siglo XIX, algunos filósofos y biólogos han considerado la necesidad de un principio vital (no necesariamente identificada con el alma) capaz de explicar las características irreductibles de los seres vivos, ya que niegan la reductibilidad de los fenómenos vitales a causas meramente físico-químicas o fisiológicas y, en algunas versiones, afirma la existencia de algún principio o fuerza vital para explicar la diferencia esencial entre fenómenos vitales y meras estructuras orgánicas.

Sus principales defensores fueron: J. Reinke, J. Uexküll, y Hans Driesch. Otros importantes biólogos, como J.B.S. Haldane, L.V. Bertalanffy y R. Sheldrake han defendido formas menos estrictas de vitalismo. Entre los filósofos se puede considerar a Bergson como integrante de este movimiento, que también ha sido defendido por algunos físicos relacionados con la mecánica cuántica (Schrödinger, por ejemplo), que afirmaban que las leyes causales propias de la física newtoniana no podían dar explicación de los fenómenos específicamente vitales y que, de la misma manera que la mecánica cuántica, según el principio de indeterminación de Heisenberg, debía afrontar una cierta acausalidad en la explicación de los fenómenos microfísicos, debería constituirse una biología independiente de las reducciones mecanicistas heredadas de una concepción física ya superada.

Aunque, por comodidad, se agrupen bajo la misma denominación de neovitalistas, cada uno de estos autores mantenía posiciones muy distintas. Así, por ejemplo, unos afirmaban explícitamente la existencia de un «principio vital» (entelequia , le llamaba Driesch, o élan vital, le llamaba Bergson), mientras que otros se limitaban a señalar la imposibilidad de reducir lo inorgánico a mecanicismo y lo vital a orgánico, sin afirmar de manera explícita una fuerza vital. Justamente la afirmación de tal principio o fuerza vital es el aspecto más débil de estas concepciones, puesto que no se trata de ninguna entidad observable. No obstante, desde otras perspectivas, algunas corrientes de corte neovitalista (también llamadas organicistas o biologistas), o inspiradas en ellas, han impulsado otras

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ramas de la ciencia, tales como la teoría general de los sistemas, como en el caso de Ludwig von Bertalanffy.22

No podemos terminar este breve repaso a la historia de una supuesta corriente biocentrista entre los pensadores occidentales, sin hacer mención a la Teoría Gaia expuesta por James Lovelock en los años sesenta del ya pasado siglo y publicada durante los setenta. En dicha teoría, el principal pilar lo forma la idea de considerar al planeta Tierra como un gran organismo vivo, de hecho el organismo vivo más grande del sistema solar. Entendida así, la teoría Gaia, a pesar de su descarado biocentrismo, no dejaría de ser un aspecto débil de dicho biocentrismo, pues marca una clara diferencia entre nuestro planeta y el resto del sistema solar a la hora de adjudicarles una posible característica vital. Lynn Mangulis, colaboradora de Lovelock y seguidora de la teoría Gaia, ha declarado muy recientemente que el único destino posible del ser humano es la extinción, basándose en un cotejo entre nuestra especie y otras de mucha más antigüedad como la de los moluscos. Mangulis no cree en las mutaciones azarosas tal y como las entiende el darvinismo biológico, sino que se acerca más a las nuevas corrientes neo-lamarkianas y pone el énfasis de la capacidad mutante en las bacterias, concediéndolas un papel primordial en la evolución registrada en Gaia (La Tierra).

Las implicaciones éticas de toda esta nueva corriente vitalista reforzada, son de una gran magnitud y en algunos casos podrían suponer toda una revolución en el comportamiento humano si llegaran a ser consideradas en profundidad. Así por ejemplo podemos suponer como éticas biocéntricas las defendidas por Singer, cuando intenta aplicar una “moral diferenciadora” basándose en las capacidades de sufrir y disfrutar de las “cosas”. Por su parte Schweitzer opina que el carácter diferenciador debería ser el deseo de vivir, afirmando que las cosas vivas no necesitan ser conscientes de su propia característica vital. Para este autor, las cosas vivas tienen intereses mientras que las inertes no los tienen; así opina que no hay nada bueno ni malo para las piedras.

Otra cosa es entender donde empieza la ética, y para Schweitzer ésta empieza cuando lo hace la vida, lo cual si antes no definimos con claridad qué es la vida entramos en una circularidad sin escapatoria alguna. También la Sociobiología creada por O. Wilson aporta desde los años setenta del pasado siglo ramas biocéntricas del pensamiento que luego han desarrollado de otra manera primatólogos como Frans de Waal.

No es este el lugar para exponer las actuales polémicas éticas entabladas entre las diferentes posturas biocéntricas o entre estas y las todavía mayoritarias posturas antropocéntricas. Mi propósito es simplemente exponer estas nuevas posturas éticas como la culminación de una forma de pensar que desde los presocráticos se ha mantenido constante, aunque durante mucho tiempo marginal o incluso perseguida, en el conjunto del pensamiento occidental. No podemos olvidarnos tampoco que el pensamiento biocéntrico ha formado parte integrante y esencial de muchas otras culturas, pero que su estudio pertenecería más bien al ámbito de lo etnológico que al puramente filosófico.

22 Diccionario de Filosofía en CD Rom. Editorial Herder; entrada “Vitalismo”.

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Conclusiones

A lo largo del artículo he intentado mostrar tres situaciones bien diferentes pero interconexionadas dentro del marco de una antropología filosófica actual. Por un lado el proceso de hominización desde una perspectiva holística, donde se integre la especie humana en un fluir sin demarcaciones entre las otras especies, utilizando las propias palabras de Darwin.

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Al mismo tiempo, he querido plasmar el debate que esa postura crea en el pensamiento del hombre sobre el hombre, y que ya se respira en los ambientes humanísticos de hoy día. Debates que estarán impregnados de mayor o menor profundidad, pero que reflejan una general preocupación por designar el papel y la función que el ser humano posee en el conjunto de la vida.

La ciencia no puede ofrecernos en la actualidad una definición de “vida” con la que poder apoyar el discurso filosófico de manera segura y fiable. Son muchas y muy variadas las definiciones que al respecto se manejan, pero no hay nada definitivo ni clarificador, sino todo lo contrario, según se avanza en los conocimientos biológicos, químicos o incluso astronómicos, el término que utilizamos para designar la vida, se ve constreñido en un aherrojamiento semántico del que no tardará mucho en salir.

Por último, y aunque quizás algo más separado del resto del trabajo, me ha parecido interesante, mostrar cómo este debate, no parte de una situación moderna del pensamiento humano, sino antes bien, está radicado en lo más antiguo de nuestra filosofía y ha formado parte de la cultura en otras civilizaciones anteriores a la nuestra.

Por todo ello, el debate entre Antropocentrismo y Biocentrismo, lejos de haberse concluido, podemos decir que se encuentra en el comienzo de su más crucial controversia, y que del cruce de acusaciones podría salir una animosidad irreconciliable de posturas antropológicas.

Antropología ilustrada o darvinismo antropológico, podrían ser los calificativos que adoptaran esas dos orillas del río humano, que para contemplar un único fluir se enfrentan desde perspectivas opuestas; quizás la antropología filosófica sirva para tender un puente entre ambos lados, y desde luego si no lo hace ella, difícil será que lo hagan otras disciplinas del conocimiento humano. Los científicos seguramente se verán limitados por la miopía positivista, los políticos no querrán ver otra cosa que electores a los que contentar, los paleoantropólogos siempre estarán limitados por la insignificancia del registro fósil en comparación con el número de individuos que existieron y de las variedades fenotípicas y genotípicas aparecidas.

En cualquier caso, mentes como la de Sloterdijk, Deleuze, Derrida y otros, ya han comenzado a trabajar en el asunto, muchos de ellos muertos pero con un legado de idas que ahora nos toca a todos digerir, asimilar y utilizar en el debate de forma sosegada y precisa. No estaría demás, sin embargo, acordarnos que hubo otras culturas que ya opinaron sobre el tema, para que de esta manera sin “intuitivismos” dogmáticos, evitemos entrar en este apasionante debate provistos de un etnocentrismo nada beneficiosos a la hora de conducir por buen camino el diálogo sobre nosotros mismos.

Bibliografía

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