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1 El cazador de sueños Homero Carvalho Oliva

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El cazador de sueños

Homero Carvalho Oliva

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Para mi gente del agua: Justa Suárez y nuestra generosa

Yulita Natusch, beysikwampas de Mojos. Y por supuesto, para

Arnaldo Lijerón, Arnaldo Mejía, Memo Hurtado y para mi

hermano Álvaro Díez Astete, todos ellos paketpas y

benabempas del país de los grandes ríos.

Desde la distancia, para Lucila Yana Lema, paketpa y

benabempa quichua de Otavalo, Ecuador, y Vito Apushana,

paketpa y benabempa, de la nación Wayu de Colombia.

Y, naturalmente, para Daniela Uribe, amiga de mi hija

Carmen Lucía, que un día desplegó una amplia y hermosa

sonrisa y me dijo que quería leer uno de mis libros.

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Presentación

Cazadores de sueños y utopías: la amistad y el camino chamánico de las palabras

Homero Carvalho fue el primer amigo que hallé en Bolivia, allá lejos, cuando

empezamos a morar aquí con Carolina en 1987. El lugar donde nos conocimos no

fue casual: una biblioteca. Las circunstancias tampoco: yo leía y leía libros sobre la

Amazonia, especialmente sobre la historia de la trágica época del auge de la

extracción del caucho. Homero era el director del santuario donde se conservaban

los libros, era el director de la Biblioteca del Congreso, cuando estaba en el edificio

histórico de la plaza Murillo, en La Paz. Yo mortificaba a las bibliotecarias,

angustiado por ver tantos libros en los estantes que trepaban como hiedra por las

paredes y estaban tan pocos archivados en los ficheros. Quería subir por las

escaleras y ver por mí mismo, pero ellas no me dejaban, decían que estaba

prohibido. Hasta que un día mientras yo andaba concentrado en la lectura, una

mano se posó en mi hombro y una voz cálida me preguntó en qué podía

ayudarme. Cuando giré, lo vi por primera vez: era “el Homero” y su ya mítico

bigote. Era, como dije, el director en persona. Y era el tipo más amable del mundo:

le expliqué mi afán, él me contó de su “amazonismo”, su “benianidad” y su

movima estirpe, y no hubo otra para el destino: somos amigos hasta el día de hoy

que me pide que escriba algo sobre este su nuevo libro que, ante todo, tiene un

título tan bello y sugerente que ya lo dice todo: El cazador de sueños.

Será porque ambos somos, fuimos y seguiremos siendo cazadores de sueños que

no puedo evitar seguir escribiendo sobre la amistad que cultivé con Homero.

Recuerdo que tras los primeros cinco minutos de conocernos, me dijo: “Vamos,

hermano, quiero que conozcas el despacho del Dr. Ledesma”. Como soy un

curioso incurable, me dejé llevar. “El despacho del Dr. Ledesma” no era otro que

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un bar añejado por el tiempo y ajado por el humo del cigarro, las charlas a viva voz

y las kilométricas partidas de cacho, que estaba (¿seguirá estando? En el sentido

kuschiano, siempre estará) al lado del edificio de la Cancillería y que era

frecuentado por los literatos que, desmintiendo a Platón, también trabajaban en los

despachos de Estado, como Marcelo Ardúz Ruiz, que laboraba en Relaciones

Exteriores y que fue el primero de sus amigos en presentarme. Porque esa fue su

primera misión autoimpuesta del Homero: brindar su amistad a Carolina y a quien

suscribe, para blindarnos contra “todos los males de este mundo” (Spinetta dixit) y

seguir cimentando eso con más amigos, toda esa fauna que por esos días era la

bohemia paceña donde poesía, política, revolución, anarquía, romance, exceso,

alegría y tragedia se mezclaban igual que los dados. Fueron los días de vino y

rosas cuando bajando y subiendo la ciudad del Illimani con Homero y el bigote del

Homero conocí ―entre tantos otros y solo por nombrar a dos emblemáticos― al

“Zeke” Rosso con El danzante y la muerte y al “Último bolchevique”, cuyo apodo ya

lo dice todo (en realidad, ¡era el anteúltimo! Ya todos sabemos, tras su discurso en

la re asunción del mando el 2010, ¡quién es verdaderamente el Último! ¡No pude

evitarlo!).

Homero, en su tarea de blindaje afectivo, también nos presentó a su madre, que

vivía en Villa San Antonio, y a cuya casa íbamos militantemente a comer (cuando

comer era un actividad acuciante para nosotros porque carecíamos del metal que

paga la comida) y donde nos presentó, ¡sorpresas!, a su cabeza. Como el arponero

inmortal, otro cazador de sueños, el gran Queequeg de Moby Dick de Herman

Melville, Homero tenía su cabeza reducida, él ya escribió sobre ello, así que no

abundaré, salvo para decir que una cosa es tener un amigo, y otra cosa bien

distinta, tener un amigo que atesoraba una cabeza de los jíbaros.

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Un párrafo aparte merece el blindaje definitivo: cuando Homero me presentó a su

padre, el también inmortal Antonio Carvalho Urey que andará por los reinos

dorados donde solo los justos, en el borgiano entender, acceden. El “Toño”

Carvalho, el papá del Homero, era una personalidad deslumbrante en todo el

sentido de la palabra. Era, como dice su hijo, en este su nuevo libro (donde, desde

ya, no podía estar ausente) “el Kawmol, que en lengua mowi: maj quiere decir ´el

que lo sabe´”, y era “el paketpa, el contador de historias”. Y fue él quien terminó de

amarrarme al alma la Amazonia que tanto amó, la Amazonia que tanto amamos, la

Amazonia por la cual tanto sufrimos y tanto luchamos. Cuando lo asesinaron los

madereros contra los cuales se enfrentó siempre para defender su Beni y en

especial su provincia Yacuma y a sus pueblos indígenas del avance criminal de las

motosierras, no lloré pero le prometí desde lo más adentro de mi ser, seguir su

ejemplo, y Toño querido, aquí estamos, tú ya lo sabes, porque desde arriba todo se

sabe.

Los dedos me tiemblan y acuden a mí los recuerdos como el agua en la cachuela,

en tumulto, ¡tan feliz me hace escribir todo esto! Regreso a ese 18 de noviembre de

1987, al mítico Lido Grill, de la Pérez Velasco, donde hasta con un “programa de

festejos” (que todavía conservo entre montañas de papeles) celebramos un nuevo

aniversario de la fundación del departamento del Beni. Eran días de vértigo como

ahora. Pero eran días más felices, porque aunque nos mataran o nos persiguieran,

había siempre lugar para la esperanza, que la amistad raigal, fecunda, siempre

abonaba. Allí estaban también Bolívar, Alan, los hermanos de Homero.

Recuerdo el plan de Toño para refugiarnos en Santa Ana del Yacuma cuando el

MNR me perseguía por haber acudido a la primera conmemoración histórica del

Día del Combatiente Heroico allá en la Santa Cruz profunda, en el villorrio de La

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Higuera, donde asesinaron al Che aquel fatídico 1967. Este quedó a cargo de otro

personaje de antología llamado Tedy Farrachol que, con su revista Paitití, trajinaba

los caminos de Beni y Pando para llevar a los pueblos un testimonio de su historia,

de su quehacer, de su razón de ser. Esos días, hay que decirlo, en todo el ámbito

amazónico, salvo La Palabra de Trinidad, no se editaba otra publicación y valga este

texto para reafirmar la importancia de Paitití, donde Homero y yo, entre otros,

colaborábamos. El Tedy no pudo cumplir su misión (contar los detalles es otro

cuento) y debimos salir del país con Carolina, para evitar que me expulsaran por

motivos políticos. Todo terminó un año después en el departamento que Homero

tenía con Carmen Sandoval, su esposa de toda la vida, en el edificio Diana, en la

avenida 6 de agosto. Todo terminó aluvionalmente cuando apareció en el piso el

“Flaco” Gumucio, pero también esa es otra historia aunque ya siento cómo

Homero se reirá cuando lea estas líneas y también regrese a esa noche, como todas

aquellas noches, noches donde apenas se dormía porque había que vivir cada

minuto de cada día y donde, como cita en su obra, parafraseando a Lezama Lima,

“éramos milenarios”.

Ya no sé, esto huele a memorias, podría seguir escribiendo días, así que me atajo y

solo diré que el primer texto que escribí sobre Homero se tituló, cómo no, “Un

movima en Nueva York”, y trataba de las andanzas literarias de nuestro amigo en

la Gran Manzana. Se publicó en Presencia, hace mil años, donde ―vale anotarlo―

Homero me presentó a Julio de la Vega, otro consagrado de la literatura boliviana,

que se convirtió para mí, en esos días de antaño, en una especie de entrañable

padrino literario. Después, valga la reciprocidad y el reconocimiento de la amistad,

Homero nos publicó, a Carolina y a mí, en uno de los cuentos que forman ese

testimonio de fe en lo mismo que escribo y que, otro título brillante mediante,

nuestro hermano bautizó como Seres de Palabras.

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* * *

El libro que tienen en sus manos sigue una de las huellas que Homero viene

labrando desde su primer libro. Pinta tu aldea y serás universal, dice el refrán y

Homero, como el Gabo y su Macondo, ha hecho con tal vez una parte de lo más

valioso de su obra exactamente lo mismo, dibujando su selva, su llanura, su

Amazonia, su Santa Ana del Yacuma. Y sobre todo, a su gente.

Como a sus Reinos Dorados, a este libro hay que leerlo solo con el corazón y

guardando el aliento hasta el final, para poder recibir de una sola vez toda su

potencia expresiva, su carga emotiva y su apasionada belleza. Solo así la palabra

logra todo su efecto evocador, balsámico y por eso mismo, curativo. En estos

tiempos horribles, cuando esas selvas de las que habla mi amigo están siendo

destruidas a diario, en estos tiempos donde parece que estuviéramos todos

anestesiados, cojudamente anestesiados, al menos que la palabra sirva para

curarnos el alma de tanto escarnio. Homero, como el chamán y su susurro mágico,

consigue ese efecto con sus palabras. El cazador de sueños te cura, te cicatriza, te

alegra, te magnetiza… ¿qué más se le puede pedir a la literatura?

Leyéndolo bien, se le puede pedir esto que ustedes podrán leer más adentro: “Yo

nací en un pueblo con nombre de mujer santa y apellido de un dios de la llanura:

Santa Ana del Yacuma, los jesuitas españoles evocaron a la santa y el pueblo

movima bautizó al río. Palabras de lejos mezcladas con palabras de la tierra. Es

cierto que no conocí a los seres de la selva porque me crié en las ciudades, pero es

como si los hubiera conocido porque los llevo en la memoria y sus espíritus están

conmigo; su recuerdo y su energía los guardó en mi corazón. El siglo se extinguió y

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yo sobreviví. El Dios, su Dios, nuestro Dios, quiso que yo me criara entre calles y

avenidas para entender su mundo y contar del mío. Me sacaron de mi monte y de

mi río, a cambio pude descubrir a los seres que habitan las metrópolis y que moran

en parques, bibliotecas y museos, estos espíritus me ayudaron para que el fuego

arrebatado a los dioses persista en mí”. Tal vez es el mejor contrapunto a lo que

vine anotando. Homero, me emocionas, che, y estoy seguro de que a los lectores les

pasará lo mismo.

Bueno, termino y digo que Conrad, el Joseph Conrad que con el movima tanto

leímos y tanto amamos, decía en 1898 en la presentación de una de sus novelas, El

Negro del Narcissus, que las palabras estaban gastadas porque habían sido

vilipendiadas y mal usadas… “Ahora la escritura es nuestra voz”, afirma Homero

en uno de sus sueños cazados, y habría que decir que sí pero solo cuando el que

escribe es la voz del pueblo, la voz de su pueblo, la voz de todos, la voz que habla

por todos. Como la tuya, querido hermano.

Pablo Cingolani

Río Abajo, 31 de julio de 2010

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“Entre estos hechiceros, hay algunos de más nombre, a los cuales van estos

indios a consultar con más confianza, y estos no son muchos”.

“…ninguna cosa explica los naturales de estos indios, sino sus costumbres,

y ayuda a esto en gozar lo humano de una suma libertad”.

Hermano José del Castillo, Relación de la provincia de Mojos, año del Señor

de 1676

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Aya Alla:Kwa, ¿cómo están, hermanos? Yo soy Kawmol, que en mowi: maj, la lengua de

los míos, quiere decir “el que lo sabe”, desciendo de la estirpe de los Yalauma, guerreros de

la lluvia, capaces de desaparecer en las tormentas y caer sigilosos sobre el enemigo. Vengo

de la bama’yas, un lugar en el que el mundo parecía haber nacido. Soy el paketpa de mi

pueblo, el contador de historias, siembro las palabras semillas en la memoria de mi gente,

para que no olviden lo que fuimos y sus pensamientos propaguen las metáforas que fabulan

nuestro origen y destino, haciendo florecer sus diálogos.

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Los paketpas también somos beysikwampa, soñadores. El sueño nos permite entrar en el

bawrawa:wa, el alma de la gente, que es una parte pequeñita del alma de los pueblos.

Desde niños fuimos entrenados para llamar a los sueños y para interpretarlos. Los sueños se

dominan con palabras y por eso somos grandes cazadores de palabras, porque debemos

tener sabiduría al hablar, así como los cazadores la tienen al saber elegir al animal que irán

a cazar. Las palabras convocan y vienen con el sueño, el beysi bienhechor, donde nos llegan

como lluvia de imágenes. En los mismos sueños debemos reconocer cuáles son las

apropiadas para contar las historias que habrán de narrarnos para siempre. Al despertar, las

palabras ya forman parte de nuestro vocabulario.

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Los paketpas somos uno, somos almaro: ni, inseparables desde el primero hasta el último,

que soy yo. Hablo, narro, ajlomachet y, a través de mí, lo hacen todos los que fuimos.

Todos somos alla:kwa, hermanos en el tiempo. Siempre fue así y así será. Somos los

guardianes de las tradiciones y los sueños y cuando alguien sueña tiene que ajsi:kwa,

contarnos su sueño para que interpretemos el lenguaje de las bestias, los ríos y los árboles.

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De nosotros, los paketpas, los contadores de historias, no hablan los cronistas de la Colonia

porque éramos la competencia. Éramos los profetas, los que supuestamente adivinaban el

futuro; en realidad, lo que hacíamos era advertirles los sueños para que las cosas vayan

sucediendo. Éramos la palabra, el verbo, la voz, los que hacíamos los cuentos, los

ajarawa:nas, las narraciones de nuestras naciones. Somos los portadores de la nostalgia de

lo sagrado, de la melancolía de nuestros orígenes, de la saudade de lo que vendrá.

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No hablaron porque somos elegidos por los sueños de la gente, para que por nuestra boca

zumben los petos chuturubís, vuelen las parabas azules, se enseñoreen los pavos reales,

rujan los jaguares desde el follaje y canten las celestiales aves de la mañana. Contábamos

para que los sueños se convirtieran en la urdimbre de lo cotidiano y nuestra gente pudiera

trascender la jornada. A veces, cuando el pueblo lo necesitaba, nuestras palabras eran como

ríos que desbordaban la vida para celebrarla. Por ahí, algún despistado cronista afirma que

“el que más recio hablaba y menos mal discurría era el más estimado…Toda su sabiduría la

ponen en hablar mucho”. Los paketpas fuimos el élan vital, el impulso creador que nos

permitió mantener lo esencial de nuestra identidad.

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Los cronistas, hombres de manos consagradas a la escritura, hablan de los tiarauquis, los

hechiceros elegidos por los dioses para interpretar los males y prevenir los infortunios o de

los ukwampa o comocoes o lawajeschaye:pa, curanderos o brujos sobadores que hacen

sonar sus chononos de cascabeles para atraer la atención de la gente. Esos que afirman que

las enfermedades de la piel se curan con el rocío que debe ser recogido una mañana del mes

de los vientos fríos del sur, cuando cante cierto pajarillo.

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Los paketpas somos diferentes a los habladores o a los caminantes que llevan las noticias

sociales y cotidianas de las comunidades, que hablan de amores y cacerías, de aventuras,

difuntos y nuevos hijos. Nosotros somos la memoria histórica y mística de nuestro pueblo

porque el conocimiento nos viene de los bijawwe, los que siempre son mayores que los

demás. Todos contamos una historia en común: la historia de lo que fue, de lo que es y de

lo que será. Empezamos contando de cuando las cosas eran del mundo y lo único nuestro

era el amor. Mi misión es contar la de mi pueblo: los mowij:mas de las pampas amazónicas

de nuestro inwa mayor: el Mamoré, el grande río, Padre y Madre.

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Invocamos a las palabras que nombran el mundo, las que lo crean y lo reproducen.

Decimos flor y estamos preñando la tierra para que nazca con el esplendor de sus pétalos.

Las cosas, los animales, las plantas y los seres humanos aparecen al conjuro de sus

nombres, porque los nombres nos remiten a su esencia. Con esas palabras voy a contarles la

historia de mi pueblo y la de otras naciones que habitaron el territorio de los Mojos.

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Voy a conjugar la historia de mi pueblo contando el pasado pluscuamperfecto, el futuro nos

espera en verbos irregulares y el presente con dos verbos simples: vivir y luchar. Así puedo

decir que los de antes sabíamos muchas cosas acerca de la naturaleza, su dialéctica formaba

parte de nuestra sensible intuición. Dominábamos los secretos de la madera porque

rogábamos permisos a los espíritus de los árboles para construir canoas, lanzas, para

encender un fuego y cocinar o para calentarnos en las noches frías o simplemente para

iluminar las tinieblas. La madera del Toolem era para teñir de amarillo, la del Tahaule para

fabricar vasos y flautas, la del Milindi para hacer fuertes y duraderos trapiches, la del

Máslan para curar úlceras a través de infusiones y…tantos árboles, de maderas finas y

generosas, cuya infinita variedad hizo que Lázaro de Ribera, un ilustre gobernador del siglo

dieciocho, mandara escribir para la posteridad el Libro de la madera, ahora perdido en la

maraña de los Archivos de Indias, en España, cuyas observaciones sirvieron, en su época,

de inspiración para el Taller Real de la Madera y la Real Botica de Bálsamos.

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La Tierra está hecha de muchas cosas que aún desconocemos, tal vez ya hemos olvidado

cómo fue la nalomajwa:nas, la creación del mundo. El comienzo de todo, que para nosotros

viene precedido de algo, siempre hay algo anterior que compartimos las naciones de Mojos,

como los cielos: el cielo de arriba, el cielo de aquí y el cielo de abajo.

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Antes, en los Reinos Dorados, cuando los hombres y la selva éramos uno, en la época del

Gran Paitití, cuya capital era tan grande que la calle de los plateros medía un sinfín de

pasos, cuando la gente de la montaña y del mundo de afuera nos conocían como el país de

la abundancia, escribíamos en arcilla, lejos de adivinar que nuestras memorias se las

llevaría la inundación que destruyó todo lo aprendido y conocido en esa cultura ahora

enigmática. De esa memoria los paketpas poseemos una intuición mística, y por eso

afirmamos que en esos tiempos sabíamos que había que escuchar las voces del viento y leer

los mensajes de las estrellas para vivir en paz. Sabíamos que cada quien debía tener ni más

ni menos que lo que necesitaba. Ahora, nuestra ambición es tan grande que ya queremos

conocer el universo ¿Para qué querer ir hacia el sol, si el sol viene a nosotros?

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El Sol, Tinno, una de nuestras deidades, ya está maduro, está en plenitud y perdurará

algunos miles de años y luego se apagará en un proceso que también tardará miles de años.

Cuando la tierra era joven aún, el primer paketpa explicó: “No hay de qué preocuparse, la

Tierra vivirá por siempre, porque siempre es un instante de la mar infinita y para curar los

males de la Tierra, el Sol nos envía al Arco Iris, la fuente hacedora de aguas, que tiene la

virtud de sanar todos los males”.

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Nomás hay que saber que en el infinito de los astros hay una materia oscura que se come a

las propias estrellas y devora los buenos deseos y el amor de la gente, dejando el vacío del

odio y la envidia, peligrosas palabras, que abren las puertas de la guerra.

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Nuestros dioses habitaban todo lo que nos rodeaba, decíamos río, monte, jaguar, curucusí y

allí estaban ellos: nuestros seres simbólicos. El espíritu del tigre era el padre de todos los

espíritus. Los tigres entendían todas las lenguas y su sabiduría era más que humana, parecía

que les venía de la Luna, a quien protegían durante la noche para que nada malo le vaya a

pasar. Ahora que quedan pocos tigres también quedan pocos espíritus protectores y dueños

de los montes y los animales, por eso los hombres hacen lo que quieren con la naturaleza,

no hay quién la defienda.

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Los espíritus, bawrawa:wa, eran el enlace sagrado entre la naturaleza y nuestros pueblos. Y

así como hay tres cielos: el cielo azul, el cielo que pisamos y el de debajo de la tierra,

también hay tres tiempos: el pasado, el presente y el futuro, y todos ellos, tiempos y cielos,

se conjugan cuando los bawrawa:wa toman contacto con los humanos y todo se vuelve un

mismo tiempo y un mismo cielo, en el que coinciden el antes de nacer, la vida misma y la

muerte que acecha.

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Fuimos más de setenta pueblos habitando las orillas de los grandes ríos en un vasto

territorio de pampas y bosques. Nos movíamos de acuerdo al curso de las aguas. Los ríos

eran nuestros caminos y el agua nuestro transporte. En nuestra cosmografía el río era el

centro de nuestro mundo; los ríos definían los territorios y sus habitantes, éramos los

súbditos naturales del Mamoré, del Yacuma, del Iténez…El país de los ríos caudalosos y

tanto amábamos nuestra tierra que el destierro era el peor de los castigos.

¿Qué tendrán las tierras mojeñas que convocaron y siguen llamando a tanta gente,

animales, plantas y seres del universo?

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En los pueblos todos éramos parte de algo superior, cada uno de nosotros completaba al

otro. Esa premisa se extendía hacia los otros pueblos. Y aunque no había fronteras, cada

nación respetaba los límites que eran convencionales. El traspasar un territorio que era de

los aldimmajye podía significar la guerra y nosotros sabíamos que las guerras son pesadillas

que nos despiertan a la ira y al dolor. En la batalla la muerte se volvía una obligación, y el

dolor era grande porque sabíamos que con los difuntos se iba algo o mucho de lo que

fuimos y quedaba un vacío en nuestras vidas.

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La música era sagrada para nosotros, era nuestro enlace con los espíritus. La danza era el

rito y los cuerpos el ritual. Todo lo extraño y sobrenatural era explicado en las danzas

nocturnas alrededor de un fuego que era nuestro centro ceremonial. Danzábamos para que

el mundo y el universo se nos revelaran en cada paso. La danza abría la puerta del delirio y

las ventanas a la sabiduría.

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Había un pueblo cuya arma contra sus enemigos era una danza secreta. Danzaban

ritualmente durante días y noches hasta que sus adversarios caían en un profundo sopor

delirante y al despertar habían olvidado los motivos de la guerra y no sabían por qué sus

lanzas estaban afiladas.

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Más de setenta naciones fuimos en Mojos. Algunas vinieron del territorio de la Wajira y los

caribes; otras del Chaco y los guaraníes y otras no se sabe de dónde vinieron ni cómo

aparecieron por estas tierras, como mi pueblo mowij: ma, cuyo origen se pierde en la

confusión del desastre de las aguas y el abismo de los tiempos.

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Hasta hoy, los antropólogos y estudiosos de las naciones amazónicas no han podido

clasificar (qué fea palabra) nuestra familia sociolingüística, sobre nuestro origen hay una

historia contada por Toñito Carvalho, un gran benabempa conocido como “el que hablaba

seductoramente”, quien nos aguarda en el más allá de los sueños, que nos informa que

somos el legado de lo atlantes. Desconocidos nuestros ancestros, los mowij:ma tenemos

raíces que se extienden al universo. En algún lugar de la llanura mojeña está oculto el

banwa:wa, un lago sagrado que cubre a nuestra ciudad madre, de la que salimos para

volver algún día, quizá cuando lleguemos al mundo otro.

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Hoy sobreviven unas dos decenas de naciones, ninguna de ellos recuerda algo de la

antiquísima y misteriosa civilización que habitó estas llanuras. Solo ruinas quedaron del

apogeo: camellones, terraplenes, canales de drenaje, lagunas artificiales, gigantescas zonas

de sembradíos y restos de vasijas. Ni una historia, ni una anécdota, ni una canción, ni una

palabra que desvele el misterio de la desaparición de los hombres y mujeres que dominaban

el agua.

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Había veces que, convencidos por nuestras palabras, nuestros pueblos se volvían otros

pueblos. Se mantenía lo esencial, pero tomábamos invocaciones y adoraciones de otras

naciones y las hacíamos nuestras, como si siempre lo hubieran sido. El Sol y la Luna eran

los dioses comunes a toda la comunidad cultural de las naciones de Mojos.

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Un día, hace ya muchos siglos, llegaron los otros. Algunos venían buscando la geografía

mítica de la ambiciosa Europa y sus deseos tropezaban con otras montañas, con otros ríos,

con otras lagunas, diferentes a las de sus mitos. En vez de sus seres fabulosos se

encontraron con criaturas salvajes que eran tan bellas, tan hermosas con sus cuerpos

pintados con urucú, con discretas hojas y escasas pieles cubriendo las partes íntimas, que

les ofendía el alma vernos desnudos, tan puros e inocentes, y por eso buscaron taparnos,

para ocultarnos de sus deseos.

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Cuando llegaron los hombres vestidos, guerreros de la palabra de Jesucristo, el hijo de Dios

que había vencido a la muerte, y nos hablaron del cielo y de los reyes católicos,

confundidos con nuestros propios mitos creímos que el reino de Castilla estaba en el mundo

otro y por eso no les temimos, porque los difuntos que habitan el mundo otro, como los

dioses, son nuestra familia. Y a veces, como las divinidades humanaban en nuestro mundo

y los podíamos ver y conversar con ellos, creímos que ellos también se iban a humanar en

algún momento.

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“Somos de la Compañía de Jesús”, dijeron en nombre de su Dios crucificado y luego

preguntaron por nuestro jefe, vino una vieja paketpa y les mostró un sendero de hormigas y

señalando a una que parecía mandar sobre las otras le dijo que así, como ese capitán de

hormigas, era nuestro achicaco. Los señores del pueblo eran jefes sin poder, eran como un

padre con sus hijos y si mandaban era menester que sea al gusto de los mandados, y el

achicaco no se atrevía a obligarlos sino era rogando y dando consejos.

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Yo sé que hubo una vez que uno de nosotros preguntó a los hombres vestidos si habían

visto a su Dios y ellos nos mostraron un libro que contenía su palabra sagrada. Entonces,

nuestro achicaco apuntó hacía un gran árbol que dominaba el monte y le aclaró que ese era

uno de los nuestros, nos daba sombra en el Sol y nos protegía en las tormentas.

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Nuestros dioses estaban en la tierra y los de ellos en el cielo. Todo era sagrado y había que

pedir permiso a las divinidades del lugar para cazar, pescar o hacer leña del árbol caído.

Como cada cosa o ser de la naturaleza poseen sus dueños, les pedíamos consentimiento

para ingresar a sus parajes y aprovechar sus dones. El dios del viento sacudía el polvo de

las hojas para que la lluvia resbale limpiamente por sus enveses y caiga a la tierra para

hacerla germinar.

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Cuando nuestros ukwampas se comunicaban con los dioses lo hacían en una lengua que

solo ellos dominaban, y los hombres vestidos dijeron que ellos también hablaban otra

lengua sacra para comunicarse con su Dios y celebraban misa dizque en latín, que era la

lengua divina. Con ellos los signos de la tierra y los cielos se mezclaron en nueva comunión

y dejaron de constituirnos en nuestro propio ser. Lo sagrado adquirió un carácter extraño,

solemne antes que cotidiano, reservado y distante.

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La noche, que para nosotros era la prolongación del día, se volvió tinieblas y los que la

habitaban fueron convertidos en demonios y aparecidos. Los espíritus de la noche fueron

maldecidos, separando la noche del día. Sortilegio de las palabras. Tal vez así estaba

escrito. No lo sé, porque los de antes tampoco lo supieron. Fuimos los testigos que

preguntaron a la historia y se quedaron sin respuesta.

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El Dios del libro sagrado que ellos invocaban empezó siendo nuestro amigo y hermano y se

fue transformando en nuestro protector universal por encima de nuestras divinidades.

Nuestro sol se convirtió en un Maimona, en un inmenso ojo que todo lo veía. Y así, como

usábamos tocados de plumas, pulseras de chaquiras y otros adornos para protegernos de

animales y enemigos, fue que comenzamos a usar escapularios, rosarios, medallas y

crucifijos para espantar a la muerte y a la soledad.

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La bondad y la música de los hombres del verbo divino convencieron a muchos paketpas y,

obsesionados con las ideas del que volvió del más allá, se convirtieron a la fe cristiana,

usaron el don de los sueños para cazar imágenes y palabras que evangelizaran a sus

naciones. Aunque muchos se resistieron, como lo cuenta un cronista anónimo en el año del

Señor de 1754: “… y pudo tanto el demonio con sus exhortaciones que la mitad de la gente

de aquel pueblo se resolvió a seguirle y retirarse tan lejos que no pudieron ser visitados por

los misioneros. Llevóse capitaneando más de trescientos indios a parajes tan remotos que

hasta hoy no se ha podido averiguar dónde se fueron…”.

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Mi bisabuela, sabia anciana, dice que los Yalauma descendemos de una de esas rebeldes

familias que luego regresaron para llevarse a más parientes, más nunca pudieron encontrar

el camino de retorno, por eso cada cierto tiempo se renueva la esperanza y se persigue la

incógnita Loma Santa, parábola heredada de la era del agua, de cuando las aguas

subversoras invadían nuestros pueblos y buscábamos las alturas para protegernos. La

nostalgia de la felicidad, que quedó en el pasado, se convierte en búsqueda. Quizá muchos

de mis hermanos siguen intentando volver a esos parajes que ahora los denominamos la

Tierra sin mal, la Loma Santa o la Isla de los bendecidos, en una simbiosis entre lo católico

y lo ancestral nuestro.

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Nuestros lugares sagrados, que eran el centro de nuestras ideas, fueron quemados porque

eran “casas del demonio” y en su lugar se erigieron templos para adorar a Dios, Padre y

Espíritu Santo y a la legión de santos varones y santas mujeres con las que fueron

bautizando a nuestros pueblos. Uchubiare, el dios que tuvo madre sin padre, se transfiguró

en Cristo y el Cristo echó del templo a nuestras divinidades.

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Desde entonces nos pusimos dayimkay con los blancos carayanas y les tuvimos

dayimni:wa, mucho miedo. Miedo a la selva, a los ríos, a los montes, al tigre… como si no

hubiésemos sido hermanos alguna vez. Nos volvimos mansos, decía mi abuelo, y sobre

nosotros, los paketpas y beysikwampas, dijeron tantas mentiras, sobre nuestro oficio de

cazadores de sueños, que con ellas construimos una muralla para ocultarnos.

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A muchos de nuestros pueblos que llevaban los nombres de sus propias divinidades

protectoras les cambiaron el nombre. Porque para los otros nombrar era tomar posesión. A

los mojos y mayumamas que habitaban la zona donde fundaron Trinidad los llamaron

trinitarios, a pueblos como los mbía, les dijeron que su verdadero nombre era sirionó y, con

el tiempo, todos se lo creyeron. El río de las guerreras se volvió el río de las Amazonas,

palabra hermosa hay que reconocerlo, que ahora nombra nuestro inmenso territorio. Con

nosotros no pudieron porque siempre fuimos libres y aunque bautizaron a nuestra ciudad

primera como Ana, el nombre de la Santa Madre de Jesús, seguimos llamándonos

mowij:ma, que es el nombre verdadero de nuestra nación.

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En nuestras tierras hallaron aires livianos que traían los cantos de aves, el leve aleteo de

insectos y el gruñir de animales, así como el susurro del follaje y el aroma de las frutas que

interpretan la sinfonía del universo. Sentimos que no había necesidad de romper la música

de la naturaleza, porque sabíamos que nada podía superarla. Maravillados ante estos

prodigios se les emponzoñó el atávico sueño del poder y las riquezas y creyeron que habían

llegado a las tierras del oro en cascadas y las esmeraldas infinitas.

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Nuestro espacio de vida y muerte fue imaginado como el territorio de “Los Reinos

Dorados”, donde habitaban los antiguos tominajye, la gente del agua, cuya existencia

intuimos por los vestigios que quedaron sumergidos en las pampas. Los otros llegaron

cargando con la codicia, ansiosos de perlas, y nosotros les dijimos que, en verdad, había

una llanura en la que en cada alborada aparecían millones de ellas sobre la verde alfombra,

jamás les avisamos del conjuro para evitar que se evaporen.

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Muchos aventureros que pasaban buscando quimeras hablaban de un cerro prodigioso,

allende los valles y las montañas, cuya riqueza argenta era tanta que un benabempa español

lo había nombrado como la mayor del universo. No había otra igual en el planeta y era tanta

que hasta los árboles que crecían en sus laderas eran de plata; de plata su tronco, de plata

sus ramas, de plata sus hojas. Nadie dijo nada acerca de que el Cerro Rico se alimentaba

con la sangre de los mineros.

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Ellos trajeron sus palabras, y aunque con su lengua traían el universo que les servía para

trasmitir los mandatos de su dios, narrar sus ensoñaciones, seducir a nuestras jovencitas y

enumerar a los astros del oscuro cielo, les fue imposible nombrar lo que veían. El padre

Francisco Xavier Eder, allá por 1770, en su Breve descripción de las reducciones jesuíticas

de Mojos, aclara: “…el mundo que me dispongo a presentar merece llamarse nuevo,

incluso dentro del propio Nuevo Mundo”. Lo nuevo dentro de lo nuevo. ¿Cómo nombrar

una bandada de loros chillones que, volando por el cielo, lo oscurecen por varias horas?

¿Cómo nombrar a aves cuyos embriagadores cantos les hacían intuir a las nunca oídas

sirenas de la Odisea? ¿Cómo describir a colosales ríos bailarines que cambian

caprichosamente de coreografías? ¿El sabor del cayú? ¿Los colores y el nombre del ave

llamada maserepoema? ¿Las cientos de especies de monos? ¿La infinita variedad de

árboles, en la que cada uno de ellos poseía un uso especial para nosotros?

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Cruzaron los mares trayendo su mundo al nuestro, su vigoroso lenguaje, amplio como su

osadía, que tenía innumerables palabras para decir metáforas exquisitas y refinadas

descripciones, para milagrosas abstracciones; sin embargo, no pudo representar todo lo que

ellos veían y oían, lo que sentían y palpaban y gustaban, así que emprendieron la poética

tarea de buscarle nombre a cada cosa: al colibrí lo bautizaron como “pájaro instante”; a

muchas de las aves y animales les arrebataron sus nombres propios; su abultado diccionario

no les dio ni para empezar la tarea porque sus palabras no alcanzaron para nombrar el

infinito que se les había revelado. Así que tomaron las nuestras y se las apropiaron. Los

límites de la lengua española se abrieron a nuestras sonoras palabras. Se las ofrendamos

porque las palabras no son de nuestra propiedad, las palabras son del mundo y a él regresan

para darle sentido.

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Palabras de Abya Yala que habrían de preñar la lengua castellana con nuevos significados y

ritmos que parieron el lenguaje iberoamericano que, muchos años más tarde, reinventaría la

lengua del Quijote, renovándola por siempre jamás. Tan lindas nuestras palabras que le

hicieron preguntarse al cronista Garcilaso de la Vega: “¿Es posible que en una lengua tan

bárbara se puedan declarar y hablar palabras divinas tan dulces y hermosas?”.

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En las crónicas de la Colonia son las palabras de nuestros pueblos las que sorprenden, las

que describen, las que colorean, las que musicalizan, las que definen el nuevo mundo. Sin

embargo, los otros, arrebatados como estaban con sus propias y antiguas maravillas, no

miraban las nuestras. Si las veían era para ponerle precio o para construir sobre ellas sus

castillos y templos. Nunca entendieron que la mejor palabra de nuestra lengua era la que no

existía: el silencio, que nos permitía mirar extasiados lo que habíamos nominado.

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Se sentían confundidos ante nuestra salvaje presencia. Creían que en América estaban los

nuevos monstruos que habrían de incitar a nuevas cruzadas. No sabían si éramos ángeles o

demonios. Asombrados como estaban ante lo imposible, no se dieron cuenta de que

también éramos paisaje y nos arrancaron de las postales dejando un vacío. Pocos de ellos,

los más sabios, reconocieron que el paisaje se da cuando el que lo mira se conmueve y lo

vuelve parte de sí mismo.

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Prescindieron de nuestra original y primitiva naturaleza de las cosas, sin entender que la

esencia de nuestra filosofía era el propio origen, que señala que al pensar nos pensamos a

nosotros mismos y a los demás, trascendiendo lo inmanente y yendo más allá del poniente.

Nos trataron como a niños a los que había que enseñar desde la creación del mundo y nunca

entendieron que nuestros dioses eran iguales al suyo, que nunca quisieron hacernos más

daño que el que nosotros nos hacíamos.

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Obsesionados por el tiempo lo dividieron sin poder domarlo, permitiendo que los nombres

de los días invadan nuestras jornadas. Insaciables por devorar lo que veían, oían y sentían,

tampoco entendieron por qué las frutas que comíamos nos sabían siempre a la primera vez.

No sabían que, al despertar cada mañana, las cosas son nuevas y viejas al mismo tiempo,

porque, al igual que nosotros, han vuelto a la vida desde ese mundo aún desconocido, que

es el de los sueños.

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Ya es hora de salir a la luz y desmontar la confusión y usar palabras nuevas y antiguas para

escribir el poema de los nuestros. He decidido escribir, hermanos, para narrar lo que

fuimos. Para develar que salimos del agua y hacia ella navegamos, para hablar de nuestra

magia, de nuestras antiguas creencias totémicas, recordar a nuestros dioses y reafirmar en

nuestra poética de la selva el espacio de las sombras mágicas y misteriosas, que nuestros

mitos y los ríos, los montes, los animales y el viento son parte de nuestra vida. Suspiramos

y sus espíritus nos confortan. Y aunque ya no tengo fuerzas, aún tengo ganas. Wa:di’kas

dinte:tej, ban dinteljchet, hubiera dicho mi abuelo.

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De los carayanas nos maravilló el arte de la escritura. ¿Cómo era posible atrapar las

palabras en pequeños signos y migrar fielmente lo de adentro para afuera? Para nosotros era

suficiente con los habladores o caminantes, ellos eran nuestra voz y llevaban las noticias de

pueblo en pueblo. La escritura era la magia perdida, desaparecida junto con la civilización

del agua y la fuimos aprendiendo con los evangelios, de seguro si hubiésemos escrito en la

Colonia nuestras libros hubiesen sido incluidos en el índex librorum prohibitorum. Hoy,

armados con el abecedario, vamos a descifrar laberintos de la memoria de los pueblos. Nos

vamos a navegar por los ríos de la memoria. Ahora la escritura es nuestra voz.

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A través de la escritura y con la engañosa envoltura histórica de algunas crónicas cubrieron

nuestra historia con la mancha del olvido. Con la escritura viene la lectura y el

descubrimiento; leyendo descubrí que había otros benabempas y paketpas que nos

entendían, como José Lezama Lima que escribió: “En el día no tenemos pasado y en las

noches somos milenarios”.

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Aprendiendo de ellos nos convertimos en benabempas, en escritores que debíamos decir la

verdad, chona:ra, en nuestra lengua. Esa verdad les mostrará el camino para que nuestros

difuntos, que deambulan perdidos en las grandes ciudades, sepan cómo recogerse al

chona’naj, nuestra casa final. Por eso estoy emboscado en la palabra, buscando las

apropiadas para soplar las nubes que tapan el sol de nuestro pasado.

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Si antes no escribimos poemas fue porque la poesía residía en la naturaleza que nos rodeaba

y concurría generosamente a los diálogos cotidianos. Ahora escribimos porque necesitamos

el poema para recordar esa poesía y, es el lenguaje, las palabras, las que nos hacen habitarla

y nos inventan en el mundo. La poesía propicia el encuentro.

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Muchos de nuestros mitos se quedaron en el umbral de la cultura amazónica, que quedó

como suspendida en el tiempo. Algunas voces se escondieron en la música de las misiones,

hay que escuchar esas piezas musicales para oír a nuestros antepasados. Hay que escuchar

el rumor del bosque y de las aguas como si fueran verdes y cristalinos cantos corales.

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Es hora de escribir, hermanos míos, para que ya no confundan a nuestros dioses con los

iloni’imna:pa, los demonios que andan en la oscuridad acechando a los que hemos errado

en el camino de la vida. Ahora sabemos que los verdaderos demonios también desandan la

luz de los días y nos convencen de que las ideas son armas para destruir al prójimo.

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Así como no huimos de la alegría, tampoco debemos hacerlo del temor, ambos son

pasajeros. Como pasajeros son los cielos de las palabras más profundas: el miedo que se

esconde en el mundo de adentro, la alegría que nos ronda cotidianamente y la esperanza en

el cielo mayor. Todo es parte de nuestro substancial cosmos humano, y así como una gota

de mar es toda la mar oceánica, así nuestras alegrías y temores son los de todos los seres

humanos.

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Durante la estancia de los jesuitas hubo un profundo silencio que espantó a lo nuestro para

dar paso a nuevas voces, costumbres y vida. Trajeron los generosos animales de la leche y

el queso, trajeron la música y los ritos sagrados, ordenaron las fiestas y los matrimonios y

nos dieron la paz entre los pueblos de la llanura. Nuestras voces quedaron en silencio, y el

silencio se quebró con la expulsión de la Compañía de Jesús, y la paz que habían logrado

entre nosotros se volvió estruendo, y nuestros hermanos fueron arrancados en partidas para

ser esclavizados primero en las haciendas ganaderas y mucho tiempo después en los

bosques de siringa. La libertad se convirtió en horizonte, lejano horizonte.

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A veces, a los paketpas se nos despierta el espíritu de la lengua y nuestras palabras

confabulan para buscar seguidores que creemos son los elegidos. Eso pasó con el héroe

mojeño Pedro Ignacio Muiba cuando dijo: “Nosotros seremos libres por nuestro propio

mandato. Las tierras son nuestras por mandato de nuestros antepasados a quienes los

españoles se las quitaron”, y con esa consigna, alzó al cielo y desplegó a los vientos la

colorada bandera de la rebelión indígena, y unió su voz y sus flechas a la Guerra de la

Independencia y con los criollos juntaron sangres para crear el gran río de la libertad.

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Durante la República hubo muchas voces, bonitas y engañosas, subversivas y dóciles.

Muchas voces, ninguna nuestra. Nos sucedió como en el monte, si uno escucha todas las

voces no puede escuchar la que busca para sobrevivir. La nuestra se perdió en el bullicio y

nada cambió para nosotros. Fue entonces que la voz de nuestros antepasados buscó la

lengua de Andrés Guayocho, un paketpa y achicaco itonama que dominaba el don de hacer

hablar a las cosas, y la voz de antes habló a través suyo. Guayocho sublevó al pueblo

trinitario, pero fue derrotado por un ejército de humildes hermanos suyos.

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No hay pena, no hay vergüenza, como no hay rencor. Tal vez solo nos queda el olvido que,

como escribió Jorge Luis Borges, ese gran paketpa y benapemba del mundo y sus

alrededores, podemos llamarlo perdón o venganza, es igual. Lo que viene es lo que importa.

Debemos luchar para evitar los errores de un pasado que aún nos duele, pero que no nos

condena.

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Después de las revoluciones del siglo veinte, de la elemental irracionalidad occidental de la

lucha contra la naturaleza, la gente empezó a valorarla como algo sagrado, escribieron

manifiestos ecologistas y se invocó a la conciencia humana. Se dieron cuenta de que con la

ambición, administrando nuestros sueños, la ruina nos esperaba al despertar. Hoy,

humanados un poco más, se habla de nuestros mitos como la presencia cotidiana de lo

divino. Llegó la hora del renacimiento. Allí, donde ayer naufragaron las palabras es donde

se gesta el poema de la redención.

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La época en que nuestras voces germinaban en los viejos y los niños quizá ya no vuelva,

por eso tenemos que dejar testimonio escrito de nuestra voz. Muchas de nuestras voces se

perdieron en los sartenejales políticos de la Colonia y la República, y costó recuperarlas

porque ahora nosotros también somos los otros. Con el tiempo nuestras sangres se han

mezclado y ya somos lo mismo: los habitantes de la llanura, los dueños de la patria de las

aguas.

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En 1990 fuimos huracán por un instante, las voces de nuestros bijawwe encontraron su

cauce y desembocaron en el canto que las naciones de Mojos entonaron para hacerse

visibles mientras marchábamos para ser escuchados por las soberbias montañas del poder.

Nuevamente encontramos amigos a quienes llamar hermanos, y mi alma asomó por mis

ojos, feliz de encontrar a sus iguales en los reflejos de las aguas de las tutumas donde bebe

la gente de Mojos.

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La época de la oscuridad, de cuando los desolados sueños desparecieron de nuestra vida, se

disuelve como la bruma del alba y pronto nuestras palabras alumbrarán el sendero de los

gigantescos árboles del bosque húmedo que conduce a la Tierra sin mal, donde nos

aguardan los trescientos mowij:mas que se fueron primero para brindarnos los abrazos en

los que las manos de los otros serán nuestras alas. Allí, nos reencontraremos con lo que

somos: vida e infinito.

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Yo nací en un pueblo con nombre de mujer santa y apellido de un dios de la llanura: Santa

Ana del Yacuma, los jesuitas españoles evocaron a la santa y el pueblo movima bautizó al

río. Palabras de lejos mezcladas con palabras de la tierra. Es cierto que no conocí a los

seres de la selva porque me crié en las ciudades, pero es como si los hubiera conocido

porque los llevo en la memoria y sus espíritus están conmigo; su recuerdo y su energía los

guardó en mi corazón. El siglo se extinguió y yo sobreviví. El Dios, su Dios, nuestro Dios,

quiso que yo me criara entre calles y avenidas para entender su mundo y contar del mío. Me

sacaron de mi monte y de mi río, a cambio pude descubrir a los seres que habitan las

metrópolis y que moran en parques, bibliotecas y museos, estos espíritus me ayudaron para

que el fuego arrebatado a los dioses persista en mí.

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En los lugares sagrados, ahora arrasados por las ciudades, vivían dioses y potencias de la

naturaleza. Los ladrillos, el cemento y los pasos los fueron enterrando en sus propias

aguadas y sus desaparecidos montes. De vez en cuando, alguno de los espíritus se libera de

la tierra aprisionada y sucede la leyenda que nos recuerda que hay que contarla antes de que

el olvido se la lleve. Es entonces, que nosotros, los aventureros de las palabras, poseídos

por la más indómita curiosidad, tomamos el idioma español para, desde el reverso de la

ciudad, decir cosas que no son españolas y romper el hechizo del encantamiento del

cemento que el futuro ha lanzado sobre la humanidad. El espíritu primitivo del mundo se

manifiesta en nuestras voces.

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Por los huecos que dejan las ordenanzas, los decretos y las leyes, fluye nuestro tiempo.

Somos en el espejismo del papel lo que antes fuimos bajo los mismos cielos de los

jaguares, las águilas y los caimanes: la nación mowij:ma. Aprendimos a usar el cinismo de

los poderosos: una firma y estallamos en júbilo hasta nuevo aviso, porque sabemos que

faltan muchas batallas por librar. Sabemos de los secretos del Estado y de las palabras-lodo

de los funcionarios y nos sumergimos en el lodazal para recuperar lo nuestro. Ahora somos

visibles y nuestra sombra espanta en los edificios oficiales.

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Nuestros abuelos sabían que cuando llegaba noviembre, el mes de los calores intensos y las

brisas sonoras, era el tiempo de mirar las estrellas fugaces; ahora ni siquiera podemos

distinguirlas por el sucio cielo de las urbes. Hay que volver a mirarlas en los ojos de

nuestras amadas y descifrar lo que dicen las huellas que las estrellas interiores van dejando

en sus pupilas.

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Inclinado, con devoción y reverencia, ante la blancura virginal de la hoja, hija bastarda del

árbol, escribo para no olvidarme de lo que soy, un paketpa y un beysikwampa, y sé que las

palabras de muchos de los sueños de mi gente me asisten en esta hora y me siento feliz,

satisfecho con lo que hago. Guiado por el espíritu de Sócrates, he aprendido a escuchar a la

“voz profética dentro de mí” que sopla el jenecherú, el fuego que necesito para seguir

escribiendo y para estar en paz con los demonios de adentro y con los de afuera.

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Escribo porque presiento que ya llega el jelewni, ya está aclarando el gran día. Y pronto

volveremos a ver las cosas tal cual son, sin el velo de los inventos que todo lo transforma.

Y yo, que ya estoy llegando al to’ pilwa:nas, el lugar donde se cruza, sabré si es cierto que

como los tigres, nosotros, los paketpas nos estamos reuniendo en un solo espíritu. Yo,

Kawmol, el último de los cazadores de sueños, estoy seguro que alguien me leerá y

entonces mi destino se habrá consumado.

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El tiempo, que empolva las palabras y confunde las ruinas de la memoria, guarda las

semillas del futuro. El polvo es tierra y la tierra es madre. En mi mente he sabido guardar

las palabras necesarias para la espera y en mi corazón están las esenciales, reservadas para

aquellos que tienen oídos en el pecho. Mis hijos sienten retumbar su corazón y me dicen

que ya llegué al borde de la nostalgia, que ya los sueños me aguardan…

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Ha llegado la noche y mis palabras se han detenido en la penumbra esperando a una

visitante. La mujer viene de mi pueblo y trae una buena noticia. ¡Alegrémonos todos! Sus

palabras y su sonrisa afirman que no soy el último guardián. Ojalá, law sha’ Allah. Dice

que hay un recién nacido a orillas del río Yacuma que ha sido soñado por el pueblo como el

nuevo paketpa. Dicen que los anu metsi metseke, los arcilleros del pueblo, ya preparan el

barro que habrá de moldearlo como un recipiente de palabras e imágenes para, cuando yo

muera, convertirlo en un paketpa y beysikwampa.

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El niño aún no sabe su destino, lo sabrá cuando llegue mi hora. Cuando yo deje de contar

nuestras historias y el conocimiento se traslade de sueño en sueño. Entonces, solo entonces,

reconocerá que los nombres y apellidos simplemente lo remiten a sus antepasados y que el

sueño lo remite a algo más profundo, cósmico y atávico. Sabrá reconocer las palabras que

se arrastran, las que caminan iluminadas por una luz interior y las que vuelan crepusculares

de adjetivos. En su sueño ya cantan las aves de la mañana. Quizá él sea el elegido para traer

de vuelta a los espíritus tutelares de la selva que nos aguardan en la Tierra sin mal y sepa

recordarnos que fuimos creados para vivir en el paraíso. Quizá sea él quien tenga las

respuestas que buscamos desde hace varios siglos.

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Comentarios y críticas literarias acerca de El cazador de sueños:

“El cazador de sueños” del oriente boliviano

Haydee Nilda Vargas Guerrero Homero Carvalho, en su libro “El cazador de sueños”, cuenta la historia de Santa Ana

de Yacuma, enlazando acciones del “pasado pluscuamperfecto” con “el presente

simple de los verbos vivir y luchar” y el futuro impreciso conjugado con verbos

irregulares.

En esta historia contada en tres tiempos, Homero nos traslada sutilmente a sus

orígenes que son también los de su pueblo, un pueblo que nace del abrazo de varias

etnias, que llegaron de los distintos puntos cardinales de la región selvática y echaron

raíces a lo largo del río Mamoré.

“Yo nací, dice Homero, en un pueblo con nombre de mujer santa y apellido de un dios

de la llanura: Santa Ana del Yacuma”, nombre compuesto con el aporte español y

movima. Aunque el autor se crió en la selva urbana, sus raíces lo devuelven al lugar de

sus sueños donde los dioses de la selva lo hicieran kaunol, el que lo sabe todo, y

paketpa para que difunda las metáforas de sus orígenes.

El paketpa movima se introduce en el espíritu de su gente e interpreta los sueños y va

a la caza de las palabras que florecen en su habla o escritura, y a través de él también

habla y escribe su pueblo, por eso se convierte en el guardián de los sueños.

Sus sueños hacen eco del zumbido de los insectos, del canto de las aves, de la elegancia

y señorío de las parabas azules y a veces el eco es borboteo argentino de los ríos para

cantarle a la vida en los verdes senderos de la selva al ritmo tenue del viento que en

los días de arrebato crece hasta convertirse en huracán.

La voz de los habitantes de la llanura, los dueños de la patria de las aguas, se apagó

por mucho tiempo ; primero en la Colonia, luego en la hacienda de los patrones que

confundieron al hombre con instrumentos de trabajo, para después, con el ruido de la

civilización, cortar de un tajo los cimientos del templo natural de los dioses.

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Con palabras sentenciosas el autor confirma la falta de vergüenza pero también la

falta de rencor cuando resurge en ciertos ámbitos la necesidad de preservar la

naturaleza y entonces se eleva la voz del paketpa hasta convertirse en estruendo

reclamando el derecho a pensar y soñar libremente sin la necesidad de un

administrador político de sus sueños ni de la sospechosa intervención de algunas

ONGs.

Homero Carvalho Oliva, con su libro digital “El cazador de sueños” no pretende

reconocimiento universal; sino, simplemente, cumplir el rol asignado: “ser jenecherú

(la llama que no se apaga) para alumbrar el sendero de los que se encaminan a la

Tierra sin mal” y escribir la poesía del origen y de todos los tiempos “antes de que el

olvido se la lleve”.

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Contratapa

Tal como los antiguos yachak, Homero Carvalho cuenta, con un lenguaje cotidiano y

limpio, la esencia espiritual de su pueblo, que es justamente la matriz de cada pueblo

andino-amazónico al cual pertenecemos.

En El cazador de sueños sus rastros son los rostros de los hombres y mujeres de Abya Yala;

algunos probablemente están desapareciendo físicamente, pero dejan en nuestra memoria

sus palabras máximas, cantos y colores a través de esta poesía.

Su ritmo nos atrapa por su ternura y rebeldía, y nos anima a no dejarnos perder y seguir

creciendo como willakkuna, arawikukkuna, como cuidadores de esa palabra florida,

ancestral y actual.

Yana Lema

Ecuador

Homero Carvalho se ha convertido en el paketpa, el contador de historias de su pueblo, “el

espíritu primitivo del mundo se manifiesta en su voz”. “Si antes no escribimos poemas fue

porque la poesía residía en la naturaleza que nos rodeaba y concurría generosamente a los

diálogos cotidianos. Ahora escribimos porque necesitamos el poema para recordar esa

poesía y, es el lenguaje, las palabras, las que nos hacen habitarla y nos inventan en el

mundo. La poesía propicia el encuentro”, afirma Homero, este poeta tan nuestro.