homenaje a cataluna george orwell

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Cuando en julio de 1936 se produceel levantamiento armado fascistacontra la República española,George Orwell decide viajar aEspaña para trabajar inicialmentecomo periodista; pero lascircunstancias le llevaron aenrolarse en las milicias del POUM.Como miliciano luchará en el frentede Aragón y será gravementeherido en la garganta, toma parteen los sucesos de Mayo del 37 enBarcelona; y, como sus compañerosdel POUM, sufrirá persecución porparte de los estalinistas del PSUC y

se verá obligado a huir de España,atravesando la frontera comosimple turista. En 1938, cuando aúnno había llegado a su fin la guerracivil, escribe Homenaje a Cataluña,donde relata sus experiencias en laRevolución española.

George Orwell

Homenaje aCataluña

ePUB v1.4Tammy_Baker 05.07.12

Título original: Homage to CataloniaGeorge Orwell, 1938Traducción: Virus editorialCubierta: Virus editorial

Editor original: Tammy_Baker (v1.0 av1.4)Corrección de erratas: ClíoePub base v2.0

Nota editorial

La presente edición ha tomado comotexto de referencia la edición que enArgentina publicó la editorialProyección (1963, 1964, 1973, 1974),cuya traducción corrió a cargo deNoemí Rosenblat, y que luego volveríaa ser reeditada por EditorialReconstruir/Dissur Ediciones (BuenosAires, 1996).Se ha procedido a reordenar loscapítulos del libro original, respetandolos deseos póstumos de Orwell y talcomo se hace en la última edición eninglés a cargo de Penguin Books,Middlesex (Inglaterra), 1989.

Prefacio

El refranero español se caracteriza porexpresar verdades como puños, aunqueestas verdades siempre sean leídas einterpretadas desde muy distintasposiciones ideológicas. Una de lascosas que nos enseña es cómo losavatares de la vida marcan el destino delas personas durante generaciones; cadauno es consecuencia de otrascircunstancias, y aunque estasreflexiones no sean exactamente delrefranero español bien nos sirven paracomprender que en cualquier momento

de la historia todo podría haber sidodiferente.

Buena parte de los estudios, por nodecir todos, que he tenido oportunidadde leer sobre George Orwell remarcanconstantemente ese azar de la vida queen 1936, a su llegada a Barcelona, lellevaría a enrolarse en las milicias delPOUM y no en las BrigadasInternacionales, y que marcaría de unamanera decisiva su vida y supensamiento político.

¿Pero quién era Orwell? Eric ArthurBlair, más tarde conocido bajo elseudónimo de George Orwell, nació en1903 en Motihari (Bengala, India) de

padre funcionario destinado a colonias.A los pocos años, regresa a Inglaterrajunto con su madre y hermanos mayores.En 1911 ingresa en el colegio de St.Cyprien, escuela de la alta burguesíadonde Orwell por lo menos aprende atomar conciencia de las diferencias declases, al verse rechazado confrecuencia por sus propios compañerosque pertenecían a familias maspudientes. En 1917 entra en el colegiode Eton, donde tendrá como maestro defrancés a Aldous Huxley. En 1922 dejade estudiar e ingresa en la policíaimperial birmana. Esta etapa de su vida,que dura seis años, será crucial para él y

de ella nos dice: «Comprendí que nosolamente debía rechazar elimperialismo, sino también toda formade dominación del hombre por elhombre. Quería sumergirme, descenderentre los oprimidos, ser uno de ellos,estar a su lado contra los tiranos». Así,de vuelta a Europa en 1928, se instala enParís para conocer de cerca los bajosfondos de la ciudad; al año eshospitalizado por un ataque de neumoníaque le podría haber costado la vida. Eneste periodo parisino escribe dosnovelas que él mismo destruirá y de lasque no conocemos nada. En 1930 está denuevo en Londres, donde vive también

en los barrios marginales de la ciudad.En este tiempo publica Sin blanca enParís y Londres. En 1934 publica Díasen Birmania, una denuncia delimperialismo inspirada en sus propiasvivencias; y en 1935, La hija delreverendo, la historia de una solteronaque encuentra su liberación viviendoentre campesinos. Este mismo año secasa con Eileen O’Shaughnessy. En1937 publica El camino a Wigen Pier,una crónica desgarradora sobre lamiseria y el paro en los barrios obrerosde Lancashire y Yorkshire. En estosmomentos sus convicciones socialistasya están plenamente reafirmadas y

decide viajar a España para trabajarinicialmente como periodista; pero lascircunstancias le llevarán a enrolarse enlas milicias del POUM. Como milicianode este partido luchará en el frente deAragón y será gravemente herido en lagarganta, toma parte en los sucesos deMayo del 37 en Barcelona; y, como suscompañeros del POUM, sufrirápersecución por parte de los estalinistasdel PSUC y se verá obligado a huir deEspaña, atravesando la frontera comosimple turista. En 1938, cuando aún nohabía llegado a su fin la guerra civil,escribe Homenaje a Cataluña, donderelata sus experiencias en la Revolución

española. Su publicación en Inglaterraes acogida con frialdad y le deparaduras críticas desde las filas comunistas.De nuevo su salud empeora por lo quese traslada al Marruecos francés parareponerse. Durante la Segunda GuerraMundial acusa a los pacifistas de hacerel juego a los nazis, se enrola en lasfilas del grupo «Home guard» y definesu posición como patrióticarevolucionaria. En 1944 termina deescribir Rebelión en la granja, unafábula donde muy pedagógicamente nosdescribe la evolución del comunismo enla URSS. Un año más tarde, los Orwell—que no han tenido descendencia—

deciden adoptar un niño al que llamanRichard Horatio. En febrero de 1945parte hacia la Francia liberada dondetiene un encuentro con Hemingway yacepta la vicepresidencia del «FreedomDefense Committee». Terminada laSegunda Guerra Mundial, se instala enuna mansión de la isla de Jura. En 1948muere su compañera Eileen, y élenferma de tuberculosis y eshospitalizado durante casi medio año.Al salir puede concluir su última novela,1984, una crítica del autoritarismo y elpoder absoluto, pero vuelve a recaer desu enfermedad. Es hospitalizado denuevo en el sanatorio de Craham, en el

sur de Inglaterra, donde contraematrimonio en julio de 1949 con SoniaBrownell para morir poco tiempodespués, el 21 de enero de 1950.

Hoy, a los cincuenta años de sumuerte, el mundo occidental parecehaber tomado el rumbo de lo que Orwelly otros ya nos predijeron en textos como1984, pero no es esta obra la que ahoranos ocupa, sino Homenaje a Cataluña.

Han pasado sesenta y cuatro añosdesde que se inició la Revoluciónespañola, considerada la última de lasguerras románticas del siglo XX, graciasa las crónicas que dejaron escritaspersonas como George Orwell. Con él

comienza su camino una historiografíade la guerra civil que intenta que elconflicto sea entendido no como un meroenfrentamiento bélico, sino como unacontecimiento revolucionario del quees protagonista el pueblo español. Es uncomienzo bien temprano, puesto que noes hasta después de la década de loscincuenta cuando comienzan a circularestudios críticos de la guerra civil quese salen del análisis ortodoxo comunistao de la aberrante «historia» oficialfranquista. Sería gracias a la labor en elexilio de editoriales como Belibaste/LaHormiga y Ruedo Ibérico así comoalgunas ediciones clandestinas en el

interior que, en los años sesenta ysetenta, empiezan a proliferar en Españavisiones diferentes de aquellosacontecimientos. Hacia el final delfranquismo y con la llegada de latransición y la instauración de lademocracia se produce una verdaderaeclosión de libros sobre la guerra civil yla revolución social, que hacen posibleun conocimiento más profundo de lahistoria contemporánea reciente. Esentonces también cuando se edita porprimera vez en España Homenaje aCataluña (editorial Ariel, 1970 y 1984),que ya había sido editado en castellanoen 1963 por la editorial argentina

Proyección.Su reedición ahora resulta

especialmente oportuna, puesto queasistimos a un momento en el que seobserva cómo desde diferentesinstancias se trata de revisar y plantearuna nueva versión de la historiacontemporánea que pone en cuestión lapropia existencia de «la Revoluciónespañola», minimizando sus logros, suextensión e importancia así comointentando reducir la guerra civil a unamera lucha en pro de la democracia.Este intento de reescribir la historia noes ajeno a la esencia de la propiatransición española, un pacto entre los

poderes fácticos franquistas y los«partidos democráticos» que conduce aun reajuste del poder político —que noel económico— sobre la base del«olvido» como máxima premisa. De esteolvido no son sólo partícipes lospolíticos, sino todos los estamentos delEstado, con la universidad a la cabeza,que han oficializado una determinadahistoria contemporánea de España y alos que, sin duda, pesa muchísimo queun hombre como Orwell en suHomenaje a Cataluña mostrara almundo la imagen de una Cataluñarevolucionaria, que luchaba contra todopoder burgués o estalinista y que, en

definitiva, no tiene nada que ver con laCataluña política que hoy conocemos.

Como reacción a estos intentos demanipulación de la historia,recientemente un grupo de historiadoresy personas aficionadas a la historia hanimpulsado un manifiesto, «Combate porla historia», que en síntesis trata deponernos alerta del revisionismohistórico del momento y reivindica elcarácter libertario de la Revoluciónsocial española, con todas suscontradicciones. Este manifiesto no tieneotro objetivo que crear una corriente deopinión a partir de la cual se puedanarticular sensibilidades opuestas a un

supuesto cientifismo histórico —del quehacen gala determinados catedráticos dehistoria y periodistas— tras el que,principalmente, se ocultan interesespartidistas y de clase, a fin de combatirla desinformación y la deformación dela historia a la que se ven sometidas lasnuevas generaciones desde lasinstituciones de enseñanza y la prensa.

La guerra civil española fue unalucha de clases y como tal ha entrado aformar parte de esos grandesacontecimientos de la historiacontemporánea —junto con la Comunade París de 1871 o los primeros sovietsen el San Petersburgo de 1917-18—

donde los pueblos rompieron con lascadenas que los subyugaban ydemostraron que era posible una nuevamanera de entender la vida sobre la basede la igualdad. George Orwell tambiénlo entendió así y con su Homenaje aCataluña contribuyó decisivamente auniversalizar aquellos hechos. A loscincuenta años de su muerte, el mejorhomenaje que se le puede rendir alpropio Orwell es dar a conocer denuevo su obra y dejarse arrastrar con élpor las embarradas trincheras del frentede Aragón y las barricadas de laBarcelona revolucionaria, con el cuerpoentumecido y hambriento y el espíritu

generoso y ardiente de quien se sabe dellado justo de la Historia.

Manel Aisa Pàmpols

Prólogo[1]

Esta nueva edición de la obra de GeorgeOrwell que lleva por titulo Homenaje aCataluña permitirá conocer a fondo unode los aspectos del drama que vivió elpueblo español antifascista durante laheroica gesta iniciada en julio de 1936 yfinalizada con una inmerecida derrota afines de marzo de 1939.

Sin duda, la difusión del libro delcelebrado autor de 1984 y de Larebelión en la granja cobra mayoractualidad después de la exhibición dela película del director inglés Ken

Loach, Tierra y Libertad, inspirada enHomenaje a Cataluña, que Orwellescribió en 1938.

Aunque la temática esencial de laobra está dirigida a revelar lainescrupulosa y violenta represióncontra el POUM (Partido Obrero deUnificación Marxista) llevada a cabopor los comunistas, el título elegido parasu libro tiene una significación másamplia: refleja su admiración por elespíritu y el esfuerzo de los trabajadoresvolcados a la profunda transformaciónrevolucionaria orientada según losprincipios libertarios.

Uno de los méritos más salientes de

la obra consiste en la objetividad conque hilvana sus recuerdos y susanotaciones. Si se incorpora a lamilitancia del POUM ello se debió a supertenencia al Partido LaboristaIndependiente de Inglaterra. Su odiseatranscurre entre enero y junio de 1937.Lo más impresionante de sus relatos estáen las muchas paginas que destina a susvivencias en el frente de Aragón,sufriendo penurias y desesperanzas quesólo se pueden sobrellevar con unaférrea voluntad puesta al servicio de unanoble causa.

Como decenas de miles devoluntarios que vinieron de todas partes

al suelo español para luchar por lalibertad y no para enfangarse en pujaspartidistas, Orwell no sospechó que ibaa ser protagonista y testigo desituaciones como las provocadas por lapolítica de José Stalin y sus títeres dedistinto pelaje. El peligro de serapresado le obligó a interrumpir lagloriosa aventura de seguir en la brega,como hubiera deseado, hasta el fin de laepopeya antifascista.

Desde la primera a la ultima pagina,escritas con el tan atrayente estiloliterario de todas las obras de Orwell,se aprecia una sinceridad conmovedora:describe lo que ve, lo que siente, lo que

piensa; usa el más crudo lenguaje paramostrar calamidades durante su estadíade varios meses en los frentes de guerra;califica lo mejor y lo peor de lascondiciones humanas de sus compañerosde trinchera; menciona una y otra vez suspropias dudas y cambios de opinión;certifica su testimonio y casi todas susinterpretaciones con pruebasdocumentales irrebatibles; trasluce lasorpresa y la pena ante la locurarepresiva que desata el sector obedientea las ordenes de Stalin para destruir alPOUM y para aplastar la revoluciónlibertaria.

De sus peripecias y sinsabores en el

frente resaltan las tremendas dificultadesde su grupo por las carencias, la falta dearmas sobre todo, y en buena parte porser adolescentes quienes lo integran.Cabe aclarar que ese cuadro lamentableno corresponde a todas las milicias quese situaron en Aragón, en lo queconcierne a la capacidad combativa,especialmente. En esa zona actuaroncolumnas y agrupaciones diversas: trescolumnas confederales (CNT-FAI), delas cuales la primera al mando deBuenaventura Durruti salió de Barcelonael 24 de julio, una del PSUC, otra delPOUM y una más de la Esquerracatalana; además de valerosos conjuntos

como el de los voluntarios italianosencabezados en sus comienzos por CarloRoselli.

Cabe señalar que las columnas demilicianos anarquistas fueron avanzandoy conquistando pueblo tras pueblo, enalgunos casos luchando casa por casa, yque las numerosas colectividadescampesinas que surgieron en la regióntuvieron una permanente preocupaciónpor ayudar a los combatientes. Muchasbajas hubo en los combates. En uno deellos, en Monte Pelado, a poco deiniciarse la contienda, perdió la vidaFausto Falaschi, quien en la Argentinatrabajó como ladrillero y fue un notable

escritor, colaborando en el diario LaProtesta de Buenos Aires.

Al referirse a los días iniciales de lasublevación militar, dice: «El gobiernono hizo prácticamente intento algunopara impedir el levantamiento, que seesperaba desde hacía bastante tiempo, ycuando comenzaron las dificultades suactitud fue débil y vacilante; tanto es asíque España tuvo tres primeros ministrosen unos pocos días (Quiroga, MartínezBarrios y Giral). Además, la únicamedida que podía salvar la situacióninmediata, armar a los trabajadores, fuetomada con renuencia y en respuesta alviolento clamor popular.» (…)

«Mientras tanto, los trabajadorescontaban con armas y, ya a esta altura,se abstuvieron de devolverlas. (…) Laspropiedades de los grandesterratenientes profascistas fuerontomadas en muchos lugares por loscampesinos. Junto con la colectivizaciónde la industria y el transporte, se hizo elintento de establecer los comienzos deun gobierno de trabajadores por mediode comités locales, patrullas de obrerosen reemplazo de las viejas fuerzaspoliciales procapitalistas, miliciasproletarias basadas en los sindicatos,etcétera. (…) En ciertos lugares secrearon comunas anarquistas

independientes. (…) En Cataluña,durante los primeros meses, el poderestaba casi por entero en manos de losanarcosindicalistas, quienes controlabanla mayor parte de las industrias clave».En una síntesis bien elocuente explica eldrama de la declinación: «El vuelcogeneral hacia la derecha se produjo enoctubre-noviembre de 1936, cuando laURSS inició el envío de armas algobierno y el poder comenzó a pasar delos anarquistas a los comunistas. Con laexcepción de Rusia y México, ningúngobierno había tenido la decencia deacudir en auxilio de la República, yMéxico, por razones obvias, no podía

proporcionar armas en grandescantidades. En consecuencia, los rusospodían imponer sus condiciones. Cabenmuy pocas dudas de que talescondiciones eran, en esencia, impedir larevolución o quedarse sin armas, y deque la primera medida contra loselementos revolucionarios, la expulsióndel POUM de la Generalidad catalana,se tomo por orden de la URSS».

Al respecto, tienen un irrefutablevalor testimonial las numerosasrevelaciones que hace el ex alto jefe delPartido Comunista español que fueraministro de Instrucción Pública yComisario General del Ejercito durante

la guerra, Jesús Hernández, en el libroque escribió en México después decumplir su afán desesperado de salir deRusia, el «paraíso socialista» adondefueron tanto él como José Díaz, exsecretario general del partido, quienenfermo, fue antes y allí se suicidó, y elpublicitado comandante «El campesino»(Valentín González), quien después dehuir se despachó con dureza en el libroVida y muerte en la URSS . Todos ellosacataron las ordenes de los emisariosrusos de Moscú, casi siempreacompañados de los muy fieles Togliatti(de Italia) y Codovilla (de Argentina).Según Hernández, él objetaba primero y

después cumplía lo ordenado, por cruely alocado que fuera. Entre otrascuestiones denuncia la campaña contrala revolución y el hostigamiento alPOUM, la caída de Francisco LargoCaballero, e1 entronizamiento de JuanNegrín y de Indalecio Prieto, laseparación de este ultimo, la imputacióncontra los dirigentes del POUM de seraliados y espías de Hitler y de Franco,el secuestro, la tortura y el asesinato deAndrés Nin, la negativa a realizaroperaciones militares dispuestas porLargo Caballero, y luego por Prieto, y laejecución de otras muy desastrosas —Brunete, El Ebro, etc.— para

«prestigiar» a figuras del gobiernonacional o a comandantes comunistas,los ataques armados a lasColectividades campesinas y losfallidos intentos de eliminar a la CNT ya la FAI, los entretelones del frustradogolpe de Negrín en la Región Centrodespués de la perdida de Cataluña,provocando la reacción de todas lasfuerzas antifascistas que apoyaron a laJunta presidida por el coronel Casadoen Madrid.

Sobre las motivaciones de Stalinpara prolongar la guerra en la Penínsulacuando todo estaba perdido, algo aclaraotro de sus ex agentes arrepentidos, el

general Walter Krivitski, quien sedesempeñó como jefe del espionaje delKremlin en Europa Occidental, en sulibro Yo, espía de Stalin . Esa políticafue algo así como un prólogo del infamepacto nazisoviético entre Hitler y Stalin,de agosto de 1939.

George Orwell reproduce textos ydescribe hechos que asombran por elensañamiento que terminó con ladisolución de un partido por supuestotrotskismo y la razzia que llevó a lacárcel a sus dirigentes, afiliados ysimpatizantes. La excelente película deKen Loach no pudo transmitir todo loque contiene el libro en que se inspiró

para producir Tierra y Libertad. Si él oalgún otro cineasta se propusieraabordar la historia de los treinta y dosmeses de la trágica epopeya, tendría queapelar a una larga serie cinematográfica.En las fuentes arriba citadas y en otrasmuy valiosas de la bibliografía sobre eltema, encontraría una apasionanteinspiración para sus guiones. Lo queempañó la gesta del pueblo por culpadel chantaje staliniano, tendría sucontracara en el inagotable heroísmo delos combatientes y en la ardua ypromisoria reconstrucción social quepusieron en marcha los libertariosmediante una multifacética experiencia

autogestionaria de la que tomaron partetambién, en no pocos casos,trabajadores de la UGT hasta que esacentral obrera fue copada por quienestraicionaron a Largo Caballero.

Abundantes, hasta el punto quealgunos podrán considerarlo un exceso yhasta una obsesión, son las paginas queOrwell dedica a demostrar la falacia delos ataques al POUM, al que susdetractores cargaron toda la culpa porlos sangrientos hechos de mayo de 1937,llegando a afirmar que con ello queríanabrir las puertas a las fuerzas invasorasnazifascistas. Como un ejemplo dellenguaje común de la prensa comunista

de España y del exterior, trascribe estepárrafo del Daily Worker de Londrespublicado el 21 de julio de 1937:«Como resultado del arresto de un grannúmero de trotskistas destacados enBarcelona y otras ciudades… se hanpuesto al descubierto durante el fin desemana detalles de uno de los másdetestables actos de espionaje que sehayan conocido jamás en tiempo deguerra, y de la más horrenda traicióntrotskista nunca revelada… Documentosen poder de la policía, junto con laconfesión detallada de no menos dedoscientos arrestados demuestran, etc.»

Cabe recordar aquí algo que no

figura en el libro de Orwell. Después desu detención, los dirigentes del POUMfueron huéspedes de distintas cárcelesde Madrid, Valencia y Barcelona.Mucho tiempo tardó en llegar el día deljuicio oral contra ellos. Negrín habíaintentado convencer a los jueces de quedebían condenar a cualquier costo. Fueen Barcelona, con un fiscal que en losinterrogatorios y en las acusacionesarrojó toda la basura que componía latrama comunista sobre la complicidadde los presos con los nazis y franquistas.El Tribunal de Alta Traición yEspionaje fue el juzgador. El rabiosofisca1 hizo el ridículo ante las

respuestas de Escuder, Gorkin, Andrade,Gironella, Bonet, Arquer y Rey. Fracasóel propósito de condenarlos a muertepor espías. Pero fueron condenados amuchos años de prisión (al parecer, porasociación ilícita y provocación de loshechos de mayo de 1937). Estuvieron enla cárcel hasta la caída de Barcelona ysalieron junto con oficiales de la justiciaen un camión en el éxodo masivo haciaFrancia.

Con una grandeza de espírituexcepcional, Orwell vuelve al frente deguerra tres días después de la semanatrágica de mayo de 1937. Un año mástarde se elabora la obra que

comentamos, con sus apuntes, susrecuerdos y su doloroso final; herido degravedad, pasa por varios hospitales.Cuando regresa a Barcelona, se producela furiosa caza de gente del POUM, ydecide huir junto con su esposa.Consigue viajar a Francia y de allí a supaís, Inglaterra.

En las ultimas paginas, deja para laposteridad una reflexión que podríansuscribir cuantos, de una u otra manera,han procurado aportar algo en una luchaque honró a la humanidad: «Esta guerra,en la que desempeñé un papel tanineficaz, me ha dejado recuerdos en sumayoría funestos, pero aun así no

hubiera querido perdérmela. (…) Porcurioso que parezca, toda estaexperiencia no ha socavado mi fe en ladecencia de los seres humanos, sino que,por el contrario, la ha fortalecido».

Jakobo Maguid(Jacinto Cimazo)

Nunca respondas alnecio conforme a sunecedad, para nohacerte como él.Responde al neciosegún su necedad,para que no se tengapor sabio.

Proverbios, XXVI, 4-5

I

En los Cuarteles Lenin de Barcelona, eldía antes de ingresar en la milicia, vi aun miliciano italiano de pie frente a lamesa de los oficiales.

Era un joven de veinticinco oveintiséis años, de aspecto rudo, cabelloamarillo rojizo y hombros poderosos. Sugorra de visera de cuero estabafieramente inclinada sobre un ojo. Loveía de perfil, la barbilla contra elpecho, contemplando con expresión dedesconcierto el mapa que uno de losoficiales había desplegado sobre la

mesa. Algo en su rostro me conmovióprofundamente: era el rostro de unhombre capaz de matar y de dar su vidapor un amigo, la clase de rostro que unoesperaría encontrar en un anarquista,aunque casi con seguridad eracomunista. Había a la vez candor yferocidad en él, y también laconmovedora reverencia que losindividuos ignorantes sienten haciaaquellos que suponen superiores.Evidentemente, no entendía nada delmapa, y parecía que consideraba sulectura como una estupenda hazañaintelectual. Casi no puedo explicármelo,pero rara vez he conocido a alguien por

quien experimentara una simpatía taninmediata. Mientras charlaban alrededorde la mesa, una observación puso demanifiesto mi origen extranjero. Elitaliano levantó la cabeza y preguntórápidamente:

—¿Italiano?*[2]

Yo respondí en mi mal español:—No, inglés. ¿Y tú?*—Italiano.*Cuando íbamos a salir, cruzó la

habitación y me apretó con fuerza lamano. ¡Resulta extraño cuánto afecto sepuede sentir por un desconocido! Fuecomo si su espíritu y el mío hubieranlogrado momentáneamente salvar el

abismo del lenguaje y la tradición yunirse en absoluta intimidad. Deseé quesintiera tanta simpatía por mí como yopor él. Pero sabía que para conservaresa primera impresión no debía volver averlo, y así ocurrió en efecto. Unosiempre establecía contactos de ese tipoen España.

Menciono a este miliciano porque sufigura se ha mantenido muy viva en mimemoria. Con su raído uniforme y surostro feroz y patético simboliza para míla atmósfera especial de aquella época.Permanece asociado a todos misrecuerdos de aquel período de la guerra:las banderas rojas en Barcelona, los

largos trenes que se arrastraban hacia elfrente repletos de soldadoszarrapastrosos, las ciudades grisesagobiadas por la guerra a lo largo de lalínea de fuego, las trincheras heladas yfangosas en las montañas.

Esto ocurría hace menos de sietemeses, a finales de diciembre de 1936,no obstante lo cual me parece que aquelperíodo pertenece ya a un pasadoremoto. Acontecimientos posteriores lohan esfumado hasta tal punto que podríasituarlo en 1935, y hasta en 1905. Habíaviajado a España con el proyecto deescribir artículos periodísticos, peroingresé en la milicia casi de inmediato,

porque en esa época y en esa atmósferaparecía ser la única actitud concebible.Los anarquistas seguían manteniendo elcontrol virtual de Cataluña, y larevolución estaba aún en pleno apogeo.A quien se encontrara allí desde elcomienzo probablemente le parecería,incluso en diciembre o en enero, que elperíodo revolucionario estaba tocando asu fin; pero viniendo directamente deInglaterra, el aspecto de Barcelonaresultaba sorprendente e irresistible. Porprimera vez en mi vida, me encontrabaen una ciudad donde la clase trabajadorallevaba las riendas. Casi todos losedificios, cualquiera que fuera su

tamaño, estaban en manos de lostrabajadores y cubiertos con banderasrojas o con la bandera roja y negra delos anarquistas; las paredes ostentabanla hoz y el martillo y las iniciales de lospartidos revolucionarios; casi todos lostemplos habían sido destruidos y susimágenes, quemadas. Por todas partes,cuadrillas de obreros se dedicabansistemáticamente a demoler iglesias. Entoda tienda y en todo café se veíanletreros que proclamaban su nuevacondición de servicios socializados;hasta los limpiabotas habían sidocolectivizados y sus cajas estabanpintadas de rojo y negro. Camareros y

dependientes miraban al cliente cara acara y lo trataban como a un igual. Lasformas serviles e incluso ceremoniosasdel lenguaje habían desaparecido. Nadiedecía «señor»*, o «don»* y tampoco«usted»*; todos se trataban de«camarada» y «tú», y decían «¡salud!»*en lugar de «buenos días»*. La leyprohibía dar propinas desde la época dePrimo de Rivera; tuve mi primeraexperiencia al recibir un sermón delgerente de un hotel por tratar de dárselaa un ascensorista. No quedabanautomóviles privados, pues habían sidorequisados, y los tranvías y taxis,además de buena parte del transporte

restante, ostentaban los colores rojo ynegro. En todas partes había muralesrevolucionarios que lanzaban susllamaradas en límpidos rojos y azules,frente a los cuales los pocos carteles depropaganda restantes semejabanmanchas de barro. A lo largo de lasRamblas, la amplia arteria central de laciudad constantemente transitada por unamuchedumbre, los altavoces hacíansonar canciones revolucionarias durantetodo el día y hasta muy avanzada lanoche. El aspecto de la muchedumbreera lo que más extrañeza me causaba.Parecía una ciudad en la que las clasesadineradas habían dejado de existir. Con

la excepción de un escaso número demujeres y de extranjeros, no había gente«bien vestida»; casi todo el mundollevaba tosca ropa de trabajo, o bienmonos azules o alguna variante deluniforme miliciano. Ello resultabaextraño y conmovedor. En todo estohabía mucho que yo no comprendía yque, en cierto sentido, incluso no megustaba, pero reconocí de inmediato laexistencia de un estado de cosas por elque valía la pena luchar. Asimismo,creía que los hechos eran tales comoparecían, que me hallaba en realidad enun Estado de trabajadores, y que laburguesía entera había huido, perecido o

se había pasado por propia voluntad albando de los obreros; no me di cuentade que gran número de burguesesadinerados simplemente esperaban enlas sombras y se hacían pasar porproletarios hasta que llegara el momentode quitarse el disfraz.

Además de todo esto, se vivía laatmósfera enrarecida de la guerra. Laciudad tenía un aspecto desordenado ytriste, las aceras y los edificiosnecesitaban reparaciones, de noche lascalles se mantenían poco alumbradaspor temor a los ataques aéreos, lamayoría de las tiendas estaban casivacías y poco cuidadas. La carne

escaseaba y la leche prácticamentehabía desaparecido; faltaba carbón,azúcar y gasolina, y el pan era casiinexistente. En esos días las colas paraconseguir pan alcanzaban a menudocientos de metros. Sin embargo, por loque se podía juzgar, hasta ese momentola gente se mantenía contenta yesperanzada. No había desocupación yel costo de la vida seguía siendoextremadamente bajo; casi no se veíanpersonas manifiestamente pobres yningún mendigo, exceptuando a losgitanos. Por encima de todo, existía feen la revolución y en el futuro, unsentimiento de haber entrado de pronto

en una era de igualdad y libertad. Losseres humanos trataban de comportarsecomo seres humanos y no comoengranajes de la máquina capitalista. Enlas barberías (los barberos eran en sumayoría anarquistas) había letrerosdonde se explicaba solemnemente quelos barberos ya no eran esclavos. En lascalles, carteles llamativos aconsejaban alas prostitutas cambiar de profesión.Para cualquier miembro de lacivilización endurecida y burlona de lospueblos de habla inglesa había algorealmente patético en la literalidad conque estos españoles idealistas tomabanlas gastadas frases de la revolución. En

esa época las canciones revolucionariasdel tipo más ingenuo, todas ellasrelativas a la hermandad proletaria y ala perversidad de Mussolini, se vendíanpor pocos céntimos. A menudo vi amilicianos casi analfabetos quecompraban una, la deletreabantrabajosamente y comenzaban a cantarlacon alguna melodía adecuada.

Durante todo ese tiempo yo meencontraba en los Cuarteles Lenin con elobjetivo, según manifestaban, de recibiruna preparación militar. Al unirme a lamilicia, me informaron de que seríaenviado al frente al día siguiente, pero,en realidad, tuve que esperar hasta que

una nueva centuria* estuviera lista. Lasmilicias de trabajadores,apresuradamente reclutadas entre lossindicatos al comienzo de la guerra, aúnno habían sido organizadas sobre unabase militar común. Las unidades decomando eran la «sección», compuestapor unos treinta hombres, la «centuria»*,por alrededor de cien, y la «columna»que, en la práctica, significaba cualquiernúmero grande de milicianos. Loscuarteles eran un conjunto deespléndidos edificios de piedra, con unaescuela de equitación y enormes patiosadoquinados; habían sido cuarteles decaballería y fueron tomados durante las

luchas de julio. Mi centuria* dormía enuno de los establos, junto a los pesebres,donde aún estaban inscritos los nombresde los corceles militares. Todos loscaballos habían sido enviados al frente,pero el lugar todavía olía a orín y avenapodrida. Estuve en los cuartelesalrededor de una semana. Lo que másrecuerdo es el olor a caballo, lostemblorosos toques de corneta (nuestroscornetistas eran aficionados y noaprendí los toques españoles hasta quelos escuché desde fuera de las líneasfascistas), el sonido de las botasclaveteadas en el patio, los largosdesfiles matutinos bajo el sol invernal y

los locos partidos de fútbol, concincuenta jugadores por cada equipo,sobre la grava de la escuela deequitación. Éramos unos mil hombres yuna veintena de mujeres, aparte de lasesposas de milicianos que se encargabande cocinar. Todavía quedaban algunasmilicianas, pero no muchas. En lasprimeras batallas pareció natural quelucharan junto a los hombres; siempresucede eso en tiempos de revolución.Pero las ideas ya habían empezado acambiar. A los milicianos les estabaprohibido acercarse a la escuela deequitación mientras las mujeres seejercitaban, porque se reían y burlaban

de ellas. Pocos meses antes nadiehubiera encontrado nada cómico en unamujer con un fusil en la mano.

Los cuarteles se hallaban en unestado general de suciedad y desorden.Lo mismo ocurría en cuanto edificioocupaba la milicia, y parecía constituiruno de los subproductos de larevolución. En todos los rincones habíapilas de muebles destrozados, monturasrotas, cascos de bronce, vainas desables y alimentos en putrefacción. Eraenorme el desperdicio de comida, enespecial de pan. En nuestro barracón setiraba después de cada comida unacanasta llena de pan, hecho lamentable

si se piensa que la población civilcarecía de él. Comíamos en largasmesas montadas sobre caballetes enescudillas de hojalata siempregrasientas, y bebíamos de una cosaespantosa llamada porrón*. El porrón*es una especie de botella de vidrio conun pico fino del cual sale un delgadochorro de vino al inclinarla. De estemodo resulta posible beber desde lejos,sin tocarlo con los labios, y pasarlo demano en mano. Me declaré en huelga yexigí un vaso en cuanto vi cómo seusaba el porrón*. Para mi gusto, separecían demasiado a los orinales decama de vidrio, sobre todo cuando

estaban llenos de vino blanco.Poco a poco se iban proporcionando

uniformes a los reclutas, pero, comoestábamos en España, todo se hacía demanera fragmentaria, de modo que nuncase sabía bien qué había recibido cadauno, y varias de las cosas másnecesarias, como cartucheras y cargasde municiones, no se distribuyeron hastael último momento, cuando el trenaguardaba para llevarnos al frente. Hehablado del «uniforme» de la milicia, locual probablemente produzca unaimpresión errónea. No se trataba enverdad de un uniforme: quizá«multiforme» sería un término más

adecuado. La ropa de cada milicianorespondía a un plan general, pero nuncaera por completo igual a la de nadie.Prácticamente todos los miembros delejército usaban pantalones de pana, yallí concluía la uniformidad. Algunosusaban polainas de cuero o pana, yotros, botines de cuero o botas altas.Todos llevábamos chaquetas decremallera, de las cuales unas eran decuero, otras de lana y ninguna de unmismo color. Las clases de gorras erancasi tan numerosas como quienes lasllevaban. Se acostumbraba adornar laparte delantera de la gorra con unainsignia partidista y, además, casi todos

llevaban un pañuelo rojo o rojinegroalrededor del cuello. Una columna demilicia en esa época ofrecía un aspectorealmente extraordinario. Las ropas sedistribuían a medida que salían de una uotra fábrica y, a decir verdad, no eranmalas teniendo en cuenta lascircunstancias. Con todo, las camisetas ylos calcetines eran prendas de unalgodón malísimo, totalmente inútilescontra el frío. Me espanta pensar en loque los milicianos deben de habersoportado durante los primeros meses,antes de que las cosas comenzaran aorganizarse. Recuerdo haber leído unperiódico de sólo un par de meses antes,

en el cual uno de los dirigentes delPOUM[3], después de una visita alfrente, manifestó que trataría de que«todo miliciano tuviera una manta». Unafrase capaz de producir escalofríos aquien ha dormido alguna vez en unatrinchera.

Durante mi segundo día en loscuarteles se dio comienzo a lo queparadójicamente se llamaba«instrucción». Al principio huboescenas de gran confusión. Los reclutaseran en su mayor parte muchachos dedieciséis o diecisiete años, procedentesde los barrios pobres de Barcelona,llenos de ardor revolucionario pero

completamente ignorantes respecto a loque significaba una guerra. Resultabaimposible conseguir que formaran enfila. La disciplina no existía; si a unhombre no le gustaba una orden, seadelantaba y discutía violentamente conel oficial. El teniente que nos instruíaera un hombre joven, robusto y de rostrofresco y agradable. Había pertenecido alejército y los modales y un eleganteuniforme le hacían conservar el aspectode un oficial de carrera. Resulta curiosoque fuera un socialista sincero yardiente. Insistía, aún más que losmismos soldados, en una completaigualdad social entre todos los grados.

Recuerdo su dolorida sorpresa cuandoun recluta ignorante se dirigió a élllamándolo «señor»*. «¡Qué! ¡Señor!*¿Quién me llama señor*? ¿Acaso nosomos todos camaradas?» No creo queesto facilitara su tarea.

En realidad, los reclutas novatos norecibían adiestramiento militar algunoque pudiera servirles para algo. Se mehabía dicho que los extranjeros noestaban obligados a tomar parte en la«instrucción» (observé que losespañoles tenían la conmovedoracreencia de que todos los extranjerossabían más que ellos sobre asuntosmilitares), pero, naturalmente, me

presenté junto con los demás. Sentíagran ansiedad por aprender a utilizar unaametralladora; era un arma que nuncahabía tenido oportunidad de manejar.Con desesperación descubrí que no senos enseñaba nada sobre el uso dearmas. La llamada instrucción consistíasimplemente en ejercicios de marcha deltipo más anticuado y estúpido: giro a laderecha, giro a la izquierda, mediavuelta, marcha en columnas de a tres, ytodas esas inútiles tonterías que aprendícuando tenía quince años. Era una formarealmente extraordinaria de adiestrar aun ejército de guerrillas. Evidentemente,si se cuenta con sólo pocos días para

adiestrar a un soldado, debenenseñársele las cosas que le serán másnecesarias: cómo ocultarse, cómoavanzar por campo abierto, cómo montarguardia y construir un parapeto y, porencima de todo, cómo utilizar las armas.No obstante, esa multitud de criaturasansiosas que serían arrojadas a la líneadel frente casi de inmediato noaprendían ni siquiera a disparar un fusilo a quitar el seguro de una granada. Enesa época ignoraba que el motivo deeste absurdo era la total carencia dearmas. En la milicia del POUM laescasez de fusiles era tan desesperanteque las tropas recién llegadas al frente

no disponían sino de los fusilesutilizados hasta ese momento por lastropas a las que relevaban. En todos losCuarteles Lenin creo que no había másfusiles que los utilizados por loscentinelas.

Al cabo de unos pocos días, aunqueseguíamos siendo un grupo caótico deacuerdo con cualquier criterio sensato,se nos consideró aptos para aparecer enpúblico. Por las mañanas nos dirigíamoshasta los jardines de la colina situadamás allá de la Plaza de España, quetodas las milicias de partido, además delos carabineros y los primeroscontingentes del recientemente formado

Ejército Popular compartían para suadiestramiento. Allí, el espectáculoresultaba extraño y alentador. En cadasendero y en cada callejuela, entre losordenados arriates de flores, se veíanescuadras y compañías de hombres quemarchaban erguidos de un lado paraotro, sacando pecho y tratandodesesperadamente de parecerse asoldados. Todos ellos carecían de armasy ninguno tenía el uniforme completo,aunque en la mayoría podía reconocersefragmentariamente el atuendo delmiliciano. Durante tres horas trotábamosde un lado a otro (el paso de marchaespañol es muy corto y rápido), luego

nos deteníamos, rompíamos filas y noslanzábamos sedientos sobre una pequeñatienda de ultramarinos, a media cuesta,que estaba haciendo una fortunavendiéndonos vino barato. Losespañoles se mostraban cordialesconmigo. Dada mi condición de inglés,yo constituía una especie de curiosidad,y los oficiales de Carabineros estabanpor mí y me pagaban la bebida. Mientrastanto, siempre que se me presentaba laoportunidad acorralaba a nuestroteniente y le pedía a gritos que meinstruyera en el uso de unaametralladora. Solía sacar del bolsillomi diccionario luego y lo asediaba en mi

execrable español:—Yo sé manejar fusil. No sé

manejar ametralladora. Quiero aprenderametralladora. ¿Cuándo vamos aprenderametralladora?*

La respuesta era invariablemente unasonrisa cansada y una promesa de quehabría instrucción de ametralladoras«mañana»*. Por supuesto, «mañana»*nunca llegaba. Transcurridos variosdías, los reclutas aprendieron a marcarel paso, a ponerse firmes casi deinmediato, pero apenas si sabían de quéextremo del fusil sale la bala. Ciertavez, un carabinero se acercó a nosotrosmientras hacíamos un alto y nos permitió

examinar el suyo. Resultó que, en todami sección, nadie, salvo yo, sabíasiquiera cargar el arma y mucho menosapuntar con ella.

Durante ese tiempo yo tenía muchasdificultades con el idioma español.Además de mí, sólo había un inglés enlos cuarteles, y nadie, ni siquiera entrelos oficiales, sabía una palabra defrancés. No sirvió para facilitarme lascosas el hecho de que, cuando miscompañeros hablaban entre sí, lohicieran por lo general en catalán. Sólopodía desenvolverme llevando a todaspartes un pequeño diccionario quesacaba del bolsillo en los momentos de

crisis. Pero prefiero ser extranjero enEspaña y no en cualquier otro país. ¡Quéfácil resulta hacer amigos en España! Alcabo de uno o dos días, había unaveintena de milicianos que me llamabanpor mi nombre de pila, me enseñabansecretos y triquiñuelas y me abrumabancon su amistad.

No escribo un libro de propaganda yno deseo idealizar la milicia del POUM.El sistema de la milicia presentabaserios fallos, y los hombres mismosdejaban mucho que desear, pues en esaépoca el reclutamiento voluntariocomenzaba a disminuir y muchos de losmejores hombres ya se encontraban en el

frente o habían muerto. Siempre habíaentre nosotros un cierto porcentaje deindividuos completamente inútiles.Muchachos de quince años eran traídospor sus padres para que fueran alistados,evidentemente por las diez pesetasdiarias que constituían la paga delmiliciano y, también, a causa del panque, como tales, recibían en abundanciay podían llevar a sus hogares. Desafío acualquiera a verse sumergido, como meocurrió a mí, entre la clase obreraespañola —quizá debería decir la claseobrera catalana, pues aparte de unospocos aragoneses y andaluces sólo tuvecontacto con catalanes— y a no sentirse

conmovido por su decencia esencial y,sobre todo, por su franqueza ygenerosidad. La generosidad de unespañol, en el sentido corriente de lapalabra, a veces resulta casiembarazosa. Si uno le pide un cigarrillo,te obliga a aceptar todo el paquete. Ymás allá de eso, existe generosidad enun sentido más profundo, una verdaderaamplitud de espíritu que he encontradouna y otra vez en las circunstanciasmenos promisorias. Algunos periodistasy otros extranjeros que viajaron porEspaña han declarado que, en el fondo,los españoles se sentían amargamenteheridos por la ayuda extranjera. Sólo

puedo decir que nunca observé nada porel estilo. Recuerdo que unos pocos díasantes de dejar los cuarteles, un grupo dehombres regresó del frente de permiso.Hablaban con excitación acerca de susexperiencias y manifestaban unafervorosa admiración por las tropasfrancesas que habían luchado junto aellos en Huesca. Los franceses eran muyvalientes, afirmaban, y agregabanentusiasmados: «Más valientes quenosotros»*. Desde luego, manifesté midesacuerdo, pero me explicaron que losfranceses sabían más sobre el arte de laguerra, eran más expertos en lasgranadas, las ametralladoras y demás. El

comentario resulta significativo. Uninglés se cortaría una mano antes dedecir algo semejante.

Los extranjeros que servían en lamilicia empleaban su primera semana enaprender a amar a los españoles y enexasperarse ante algunas de suscaracterísticas. En el frente, mi propiaexasperación alcanzó algunas veces elnivel de la furia. Los españoles sonbuenos para muchas cosas, pero no parahacer la guerra. Los extranjeros sesienten consternados por igual ante suineficacia, sobre todo ante suenloquecedora impuntualidad. La únicapalabra española que ningún extranjero

puede dejar de aprender es mañana*.Toda vez que resulta humanamenteposible, los asuntos de hoy se posterganpara mañana*; sobre esto, incluso losespañoles hacen bromas. Nada enEspaña, desde una comida hasta unabatalla, tiene lugar a la hora señalada.Como regla general, las cosas ocurrendemasiado tarde, pero, ocasionalmente—de modo que uno ni siquiera puedeconfiar en esa costumbre—, acontecendemasiado temprano. Un tren que debepartir a las ocho, normalmente lo haceen cualquier momento entre las nueve ylas diez, pero quizá una vez por semana,gracias a algún capricho del maquinista

sale a las siete y media. Tales cosaspueden resultar un poquito pesadas. Enteoría, admiro a los españoles por nocompartir la neurosis del tiempo, típicade los hombres del norte; pero, pordesgracia, ocurre que yo mismo lacomparto.

Después de interminables rumores,mañanas* y demoras, de pronto, con doshoras de anticipación, cuando todavíanos faltaba recibir buena parte delequipo, nos dieron la orden de partirhacia el frente. Hubo terribles tumultosen el depósito de intendencia ymuchísimos hombres tuvieron que irsecon el equipo incompleto. Los cuarteles

se poblaron súbitamente de mujeres queparecían haber surgido de la nada y queayudaban a sus hombres a enrollar susmantas y a preparar sus mochilas.Resultó bastante humillante que unajoven española, la esposa de William, elotro miliciano inglés, tuviera queenseñarme a ponerme mi nuevacartuchera de cuero. Era una criaturaamable, de ojos oscuros, intensamentefemenina, que parecía destinada apasarse la vida meciendo una cuna; sinembargo, había luchado valerosamenteen las batallas callejeras de julio. Enese momento llevaba consigo un bebé,nacido justo diez meses después del

estallido de la guerra y que quizá habíasido concebido detrás de una barricada.

El tren debía partir a las ocho, yeran más o menos las ocho y diezcuando los oficiales sudorosos yagotados lograron formarnos en el patio.Recuerdo con toda nitidez la escena: elvocerío y la excitación, las banderasrojas flameando a la luz de lasantorchas, las filas de milicianos con lasmochilas a la espalda y su manta alhombro; los ruidos de las botas y de lasescudillas de hojalata; luego unretumbante y finalmente exitoso siseopidiendo silencio; y después uncomisario político, de pie bajo un

enorme estandarte rojo, dirigiéndonos undiscurso en catalán. Por fin, noscondujeron hasta la estación por elcamino más largo —unos seis o sietekilómetros—, a fin de mostrarnos a todala ciudad. En las Ramblas nos hicierondetener; mientras una banda prestadapara la ocasión interpretaba una o dosmelodías revolucionarias. Una vez más,la repetida historia del héroe vencedor:gritos y entusiasmo, banderas rojas ybanderas rojinegras por doquier;multitudes cordiales cubriendo lasaceras para echarnos una mirada,mujeres saludando desde las ventanas.¡Qué natural parecía todo entonces!,

¡cuán remoto e improbable ahora! Eltren estaba tan abarrotado que casi noquedaba lugar en el suelo, por no hablarya de los asientos. En el últimomomento, la mujer de William vinocorriendo por el andén y nos alcanzó unabotella de vino y un poco de ese chorizocolorado que tiene gusto a jabón yproduce diarrea. El tren se puso enmovimiento lentamente y salió deBarcelona en dirección a la meseta deAragón a la velocidad normal en tiempode guerra, algo menor de veintekilómetros por hora.

II

Barbastro, si bien muy alejada de lalínea del frente, tenía un aspecto lúgubrey desolado. Grupos de milicianos deuniformes raídos vagaban por las callesde la ciudad tratando de preservarse delfrío. En un muro ruinoso descubrí uncartel del año anterior en el que seanunciaba que «seis extraordinariostoros» serían matados en la arena taldía. ¡Qué tristes eran sus pálidoscolores! ¿Dónde estaban ahora los torosy los toreros? Ya ni en Barcelona habíacorridas. Por algún extraño motivo, los

mejores matadores eran fascistas.Mi compañía fue enviada en camión

a Siétamo, y luego hacia el oeste hastaAlcubierre, situada justo detrás delfrente de Zaragoza. Siétamo había sidodisputada tres veces antes de que losanarquistas terminaran por apoderarsede ella en octubre; la artillería la habíareducido en parte a escombros y lamayoría de las casas estaban marcadaspor las balas. Nos encontrábamos aquinientos metros sobre el nivel del mar.El frío era riguroso y densos remolinosde niebla parecían surgir de la nada.Entre Siétamo y Alcubierre, elconductor del camión se equivocó de

camino (hecho corriente en la guerra) yanduvimos extraviados durante horasentre la niebla. Ya era de noche cuandollegamos a Alcubierre. A través deterrenos pantanosos, alguien nos guióhasta un establo de mulas, donde noshicimos un hueco sobre las granzas y notardamos en quedarnos dormidos. Lasgranzas son bastante buenas para dormircuando están limpias, no tanto como elheno, pero siempre mejor que la paja.Por la mañana descubrí que el lugarestaba lleno de migas de pan, trozos deperiódicos, huesos, ratas muertas y latasvacías.

Ya estábamos cerca del frente, lo

bastante cerca como para sentir el olorcaracterístico de la guerra, según miexperiencia, una mezcla de excrementosy alimentos en putrefacción. Alcubierreno había sido bombardeada y su estadoera mejor que el de la mayoría de lasaldeas cercanas a la línea de fuego. Contodo, creo que ni siquiera en tiempos depaz sería posible viajar por esa parte deEspaña sin sentirse impresionado por lamiseria peculiar de las aldeasaragonesas. Están construidas comofortalezas: una masa de casuchas hechasde barro y piedras, apiñadas alrededorde la iglesia. Ni siquiera en primaverase ven flores. Las casas no tienen

jardines, sólo cuentan con patios dondeflacas aves de corral resbalan sobrelechos de estiércol de mula. El tiempoera malo, con niebla y lluvia alternadas.Con el agua y el tránsito los estrechoscaminos de tierra se habían convertidoen barrizales, en algunas partes demedio metro de profundidad, por los quelas ruedas de los camiones patinaban agran velocidad y los campesinosconducían sus desvencijados carrostirados por hileras de mulas, a veces dehasta seis animales cada una. Elconstante ir y venir de las tropas habíareducido la aldea a un estado de mugreindescriptible. Ésta no tenía ni había

tenido nunca algo similar a un retrete oun albañal. No había ni un solocentímetro cuadrado donde se pudierapisar sin fijarse dónde se ponía el pie.Hacía ya mucho que la iglesia seutilizaba como letrina, y lo mismoocurría con los campos en mediokilómetro a la redonda. Al evocar misprimeros dos meses de guerra, nuncapuedo evitar el recuerdo de las costrasde excrementos que cubrían los bordesde los rastrojos.

Transcurrieron dos días y aún no nosentregaban los fusiles. Después devisitar el Comité de Guerra y observarla hilera de orificios en la pared —

orificios producidos por descargas defusil, pues allí se ejecutó a variosfascistas— uno ya conocía todo lo quede interesante contiene Alcubierre. Elfrente estaba evidentemente tranquilo,pues venían muy pocos heridos. Elprincipal motivo de excitación fue lallegada de desertores fascistas, aquienes se traía bajo custodia. Muchasde las tropas enfrentadas a nosotros enesta parte del frente no eran en absolutofascistas, sino desgraciados reclutas queestaban haciendo el servicio militar enel momento en que estalló la guerra yque sólo pensaban en escapar.Ocasionalmente, pequeños grupos de

ellos trataban de llegar hasta nuestraslíneas. Sin duda, muchos más lo habríanhecho si sus parientes no se hubieranencontrado en territorio fascista. Estosdesertores eran los primeros fascistas«verdaderos» que yo veía. Mesorprendió que no hubiera entre ellos ynosotros ninguna diferencia, con laexcepción de que usaban monos de colorcaqui. Siempre llegaban muertos dehambre, lo cual era bastante naturaldespués de estar ocultos uno o dos díasen tierra de nadie, pero en cadaoportunidad se señalaba ese hecho contono triunfal como prueba de que lastropas enemigas estaban famélicas. Y en

cierto modo constituían un espectáculopenoso: un muchacho alto, de unosveinte años, de piel muy curtida por elviento, con la ropa convertida enharapos, en cuclillas junto al fuego,engullía un plato de estofado a unavelocidad desesperada, mientras susojos recorrían nerviosamente el círculode milicianos que lo observaban. Seguíacreyendo, supongo, que éramos «rojos»sedientos de sangre y que lofusilaríamos en cuanto hubieraterminado de comer. El milicianoarmado que lo vigilaba le acariciaba elhombro tranquilizadoramente. En ciertodía memorable, quince desertores

llegaron de una sola tanda. Unindividuo, montado en un caballoblanco, los conducía triunfalmente através de la aldea. Me las ingenié parasacar una fotografía que resultó bastanteborrosa y que más tarde me robaron.

En nuestra tercera mañana enAlcubierre llegaron los fusiles. Unsargento de rostro rudo y amarillento losdistribuyó en el establo de mulas. Estuvea punto de desmayarme cuando vi eltrasto que me entregaron. Era un máuseralemán fechado en 1896; ¡tenía más decuarenta años! Estaba oxidado, tenía laguarnición de madera rajada y el cerrojotrabado y el cañón corroído e

inutilizable. La mayoría de los fusileseran igual de malos, algunos de ellosincluso peores, y no se hizo el menorintento de asignar las mejores armas alos hombres que sabían utilizarlas. Elmás eficaz de los fusiles, de sólo diezaños de antigüedad, fue entregado a unabestezuela de quince años a quien todosconocían como el «maricón». Elsargento dio cinco minutos de una«instrucción» que consistió en explicarcómo se carga el fusil y cómo sedesarma el cerrojo. Muchos de losmilicianos nunca habían tenido un fusilen las manos, y supongo que muy pocossabían para qué servía la mira. Se

distribuyeron cartuchos, cincuenta porhombre; luego formamos fila, noscolocamos las mochilas a la espalda ypartimos hacia el frente, situado a unoscinco kilómetros.

La centuria*, ochenta hombres yvarios perros, avanzó desordenadamentepor la carretera. Cada compañía de lamilicia contaba por lo menos con unperro en calidad de mascota. Eldesgraciado animal que marchaba connosotros tenía marcadas a fuego lasiniciales POUM en letras enormes, ytrotaba a nuestra vera como si tuvieraconciencia de que su aspecto no era deltodo normal. A la cabeza de la columna,

junto a la bandera roja, el robustocomandante belga, Georges Kopp,montaba un caballo negro; un poco másadelante, un jovenzuelo de la miliciamontada hacía caracolear su caballo,subiendo al galope todas las cuestas yadoptando actitudes pintorescas en laspartes más altas. Los espléndidoscorceles de la caballería española,capturados en grandes cantidades alcomienzo de la revolución, fueronentregados a los milicianos, pero éstosparecían empeñados en conducirlos auna rápida muerte por agotamiento.

La carretera avanzaba entre camposyermos y amarillos, intactos desde la

cosecha del año anterior. Ante nosotrosse levantaba la sierra baja situada entreAlcubierre y Zaragoza. Ya nosacercábamos al frente, a las granadas,las ametralladoras y el barro.Secretamente, sentía miedo. Sabía que lalínea estaba tranquila en ese momento,pero, a diferencia de la mayoría de loshombres que me rodeaban, tenía edadsuficiente como para recordar la GranGuerra, aunque no bastante como parahaber luchado en ella. Para mí la guerrasignificaba estruendo de proyectiles yfragmentos de acero saltando por losaires; pero, por encima de todo,significaba lodo, piojos, hambre y frío.

Es curioso, pero temía el frío muchomás que al enemigo. Este temor mehabía perseguido durante toda miestancia en Barcelona; incluso habíapermanecido despierto durante lasnoches imaginando el frío de lastrincheras, las guardias en lasmadrugadas grises, las largas horas decentinela con un fusil helado, el barroque se deslizaba dentro de mis botas.Asimismo, admito que experimentabauna suerte de horror al contemplar a loshombres junto a quienes marchaba.Resulta difícil concebir un grupo másdesastroso de gente. Nos arrastrábamospor el camino con mucha menos

cohesión que una manada de ovejas;antes de avanzar cuatro kilómetros, laretaguardia de la columna se habíaperdido de vista. La mitad de esosllamados «hombres» eran criaturas,realmente criaturas, de dieciséis añoscomo máximo. Sin embargo, todos sesentían felices y excitados ante laperspectiva de llegar por fin al frente. Amedida que nos acercábamos a la líneade fuego, los muchachos que rodeaban labandera roja en la vanguardiacomenzaron a dar gritos de «¡ViscaPOUM!»*, «¡Fascistas maricones!»* yotros por el estilo; gritos que teníancomo fin dar una impresión agresiva y

amenazadora pero que, al salir de esasgargantas infantiles, sonaban tanpatéticos como el llanto de los gatitos.Parecía increíble que los defensores dela República fueran esa turba de chicoszarrapastrosos, armados con fusilesantiquísimos que no sabían usar.Recuerdo haberme preguntado si depasar un aeroplano fascista por el lugar,el piloto se hubiera molestado siquieraen descender y disparar suametralladora. Sin duda, desde el airepodría haberse dado cuenta de queestábamos lejos de ser verdaderossoldados.

Cuando la carretera comenzó a

internarse en la sierra, doblamos haciala derecha y trepamos por un estrechosendero de mulas que ascendía por laladera de la montaña. En esa región deEspaña las colinas tienen una formacióncuriosa, en forma de herradura, concimas planas y laderas muy empinadasque descienden hacia inmensosbarrancos. En los lugares más altos nocrece nada, excepto brezos y arbustosachaparrados entre los que asoman loshuesos blancos de la piedra caliza. Allíel frente no era una línea continua detrincheras, lo cual hubiera resultadoimposible en un terreno tan montañoso,sino simplemente una cadena de puestos

fortificados, conocidos siempre como«posiciones», colgados en la cumbre decada colina. En la distancia podía versenuestra «posición» en la cresta de laherradura: una barricada irregular desacos de arena, una bandera rojaondeando y el humo de las fogatas. Unpoco más cerca, ya se percibía un hedordulzón, nauseabundo, que se mantuvo enmis narices durante semanas.Inmediatamente detrás de la posición, enuna grieta, se habían arrojado losdesperdicios de meses: un profundo ysupurante lecho de restos de pan,excrementos y latas herrumbrosas.

La compañía a la que relevábamos

se encontraba recogiendo su equipo. Loshombres habían permanecido en elfrente durante tres meses; casi todoslucían largas barbas, tenían losuniformes cubiertos de barro y las botasdestrozadas. El capitán a cargo de laposición salió arrastrándose de surefugio y nos saludó. Se llamabaLevinski, pero todos lo conocían porBenjamín, y aunque era un judío polacohablaba francés como si fuera su lenguamaterna. Era un joven bajo, de unosveinticinco años, de cabello negro yrecio y un rostro pálido y ansioso,siempre sucio en ese periodo de laguerra. Unas pocas balas perdidas

silbaban muy por encima de nuestrascabezas. La posición era un recintosemicircular de unos cincuenta metrosde diámetro, con un parapeto construidoen parte con sacos de arena y en partecon montones de piedra caliza. Habíatreinta o cuarenta refugios subterráneoscavados en el terreno como cuevas deratas. William, su cuñado español y yonos dejamos caer en el más cercano y deaspecto habitable. En alguna parte dellado opuesto resonaba intermitentementeun fusil, produciendo extraños ecosentre las colinas. Acabábamos dedescargar los equipos y nosarrastrábamos fuera del refugio cuando

se produjo otro disparo y uno de loschicos de nuestra compañía se abalanzódesde el parapeto con el rostro bañadoen sangre. Al disparar su fusil, por algúnmotivo le había estallado el cerrojo. Lasesquirlas de la recámara le habíandejado el cuero cabelludo hecho jirones.Nos iniciábamos con una baja, y, comose iba a hacer habitual, causada pornosotros mismos.

Por la tarde hicimos nuestra primeraguardia y Benjamín nos llevó a recorrerla posición. Frente al parapeto había unsistema de trincheras angostas, cavadasen la roca, con troneras muy primitivashechas con pilas de piedra caliza. Doce

centinelas estaban apostados en diversospuntos de la trinchera y por detrás delparapeto interior. Delante de la trincherahabía alambradas, y luego la laderadescendía hacia un precipicioaparentemente sin fondo; más allá selevantaban colinas desnudas, en ciertoslugares meros peñascos abruptos, grisese invernales, sin vida alguna, ni siquieraun pájaro. Espié cautelosamente por latronera, tratando de descubrir latrinchera fascista.

—¿Dónde está el enemigo?Benjamín hizo un amplio gesto con

la mano y en un inglés horrible merespondió:

—Por allí.—Pero ¿dónde?De acuerdo con mis ideas sobre la

guerra de trincheras, las fascistas debíande estar a unos cincuenta o cien metros.No podía ver nada; aparentemente, sustrincheras estaban muy bien escondidas.Con gran pesar seguí la dirección queseñalaba Benjamín: en la cima de lacolina opuesta, al otro lado delbarranco, por lo menos a unossetecientos metros, se veía el diminutoborde de un parapeto y una bandera rojay amarilla. ¡La posición fascista! Mesentí indescriptiblemente desilusionado:estábamos muy lejos de ellos y, a esa

distancia, nuestros fusiles resultabantotalmente inútiles. Pero, en esemomento, se produjo una granconmoción: dos fascistas, figuritasgrises en la distancia, ascendíantorpemente la desnuda ladera opuesta.Benjamín se apoderó del fusil que teníamás cerca, apuntó y apretó el gatillo.¡Click! Un cartucho defectuoso; mepareció un mal presagio.

Los nuevos centinelas no habíanacabado de ocupar su puesto cuandocomenzaron a lanzar una terribledescarga contra nada en particular.Podía ver a los fascistas, diminutoscomo hormigas, moverse protegidos tras

su parapeto, y a veces la manchita negrade una cabeza que se detenía por uninstante, exponiéndose imprudentemente.Era evidente que no tenía sentidodisparar. No obstante, en ese momentoel centinela de mi izquierda, en actitudtípicamente española, abandonó supuesto, se deslizó hasta mi sitio ycomenzó a incitarme para que lo hiciera.Traté de explicarle que a esa distancia ycon esos fusiles era imposible acertarlea nadie salvo por casualidad. Pero eraun niño y siguió señalándome con elarma hacia una de las manchitas ysonriendo tan ansiosamente como unperro que espera que arrojen la piedra

que ha de ir a buscar. Finalmente,coloqué la mira a setecientos y tiré. Lamanchita desapareció. Confío en quepasara lo bastante cerca como parahacerle dar un respingo. Era la primeravez en mi vida que disparaba un armacontra un ser humano.

Ahora que conocía el frente mesentía profundamente asqueado. ¡A esole llamaban guerra! ¡Si apenas seentraba en contacto con el enemigo! Nome preocupé por mantener la cabeza pordebajo del nivel de la trinchera. Pocomás tarde, sin embargo, una bala pasójunto a mi oído con un desagradablesilbido y se estrelló contra la protección

trasera. Confieso que me zambullí. Todala vida había jurado que no meagacharía la primera vez que una balapasara sobre mi cabeza, pero elmovimiento parece ser instintivo y casitodo el mundo lo hace, por lo menos unavez.

III

Cinco cosas son importantes en la guerrade trincheras: leña, comida, tabaco,velas y el enemigo. En invierno, en elfrente de Zaragoza, eran importantes enese orden, con el enemigo en un alejadoúltimo puesto. No siendo por la noche,durante la cual siempre cabía esperar unataque por sorpresa, nadie sepreocupaba por el enemigo. Lo veíamoscomo a remotos insectos negros queocasionalmente saltaban de un lado aotro. La verdadera preocupación deambos ejércitos consistía en combatir el

frío.Debo decir, de paso, que durante mi

permanencia en España tuveoportunidad de presenciar muy pocalucha. Estuve en el frente de Aragóndesde enero hasta mayo, y entre enero yfinales de marzo poco o nada ocurrióallí, excepto en Teruel. En marzo seprodujo una lucha enconada en losalrededores de Huesca, pero yodesempeñé en ella un papel muyinsignificante. Más tarde, en junio, tuvolugar el desastroso ataque contra Huescaen el que, en un solo día, murieronvarios miles de hombres, pero yo habíasido herido y me encontraba lejos

cuando eso ocurrió. Las cosas que unonormalmente considera como loshorrores de la guerra rara vez mesucedieron. Ningún aeroplano dejó caeruna bomba cerca de mí, no creo quealguna granada haya explotado jamás amenos de diez metros de donde meencontraba, y sólo una vez participé enuna lucha cuerpo a cuerpo (debo decirque con una vez hay de sobra). Desdeluego, a menudo estuve bajo un pesadofuego de ametralladora, pero por locomún a distancias muy grandes. Inclusoen Huesca uno se hallaba por lo generala salvo, si tomaba precaucionesrazonables.

Allí arriba, en las colinas quecircundan Zaragoza, se tratabasimplemente de la mezcla deaburrimiento e incomodidad inherentes ala fase estacionaria de la guerra. Unavida tan monótona como la de unempleado de ciudad, y casi tan regular.Montar guardia, patrullar; cavar; cavar,patrullar, montar guardia. En la cima decada colina, fascista o leal, un conjuntode hombres sucios y andrajosos tiritabaen torno a su bandera y trataba de entraren calor. Y durante todo el día y toda lanoche, balas perdidas que erraban através de valles desiertos y sólo poralguna improbable casualidad acababan

alojándose en un cuerpo humano.A menudo solía contemplar el

paisaje invernal y maravillarme de lafutilidad de todo. ¡Qué absurda era unaguerra así! Un poco antes, por octubre,se había producido una lucha salvaje enesas colinas; luego, debido a la falta dehombres y armas, en particular deartillería, las operaciones a gran escalase tornaron imposibles, y ambosejércitos se establecieron y enterraronen las cimas ganadas. A la derechateníamos una pequeña avanzada, tambiéndel POUM, y una posición del PSUC enla estribación de la izquierda, frente auna colina más alta con varios puestos

fascistas salpicados en sus crestas. Lallamada línea zigzagueaba de un lado aotro, siguiendo un dibujo que hubieraresultado del todo ininteligible si cadaposición no hubiese tenido una bandera.Las banderas del POUM y del PSUCeran rojas, la de los anarquistas, roja ynegra; los fascistas hacían ondear, por logeneral, la bandera monárquica (roja,amarilla y roja), pero en ocasionesusaban la de la República (roja,amarilla y morada)[4]. Si se lograbaolvidar que cada cumbre estaba ocupadapor tropas y, por lo tanto, cubierta delatas y excrementos, el escenarioresultaba estupendo. A nuestra derecha,

la sierra doblaba hacia el sudeste y seabría camino por el amplio y venosovalle que se extiende hasta Huesca. Enmedio de la planicie se divisaban unospocos y diminutos cubos que semejabanuna tirada de dados; era la ciudad deRobres, en manos leales. Por la mañana,con frecuencia el valle se hallaba ocultopor mares de nubes, entre las cualessurgían las colinas chatas y azules,dando al paisaje un extraño parecidocon un negativo fotográfico. Más allá deHuesca había aún más colinas deformación idéntica, recorridas porestrías de nieve cuyo dibujo se alterabadía a día. A lo lejos, los monstruosos

picos de los Pirineos, donde la nievenunca se derrite, parecían emerger sobreel vacío. Abajo, en la planicie, todosemejaba desnudo y muerto. Las colinassituadas frente a nosotros eran grises yarrugadas como la piel de los elefantes.El cielo estaba casi siempre vacío depájaros. Creo que nunca conocí un lugardonde hubiera tan pocos pájaros. Losúnicos que vi en alguna ocasión fueronuna especie de urraca, los pichones deperdices que nos sobresaltaban por lanoche con su inesperado aleteo y, muyrara vez, los vuelos de algunas águilasque se desplazaban lentamente en loalto, seguidas por disparos de fusil que

no las inquietaban lo más mínimo.Por la noche, y cuando había niebla,

se enviaban patrullas al valle quemediaba entre nosotros y los fascistas.La tarea no gozaba de popularidad, pueshacía demasiado frío y resultaba muyfácil perderse; no tardé en descubrir quepodía conseguir permiso para integrar lapatrulla tantas veces como quisiera. Enlos enormes barrancos dentados nohabía senderos o huellas de ningunaespecie; sólo podía encontrarse elcamino haciendo viajes sucesivos yfijándose en las pisadas frescas cadavez. A tiro de bala, el puesto fascistamás cercano distaba del nuestro unos

setecientos metros, pero la única rutapracticable tenía tres kilómetros.Resultaba bastante divertido errar porlos valles oscuros mientras las balasperdidas volaban sobre nuestras cabezascomo gallinetas sibilantes. Para estasexcursiones, más propicias que la nocheeran las nieblas densas, que a menudoduraban todo el día y solían aferrarse alas cimas de las colinas dejando libreslos valles. Cuando uno se encontrabacerca de las líneas fascistas, tenía quearrastrarse a la velocidad de un caracol;era muy difícil moverse silenciosamenteen esas laderas, entre los arbustoscrujientes y las ruidosas piedras calizas.

Hasta el tercer o cuarto intento no logréllegar hasta el enemigo. La niebla eramuy espesa, y me deslicé hasta laalambrada: podía oír a los fascistascharlar y cantar. Con gran alarma,advertí que varios de ellos descendíanpor la ladera en mi dirección. Me ocultédetrás de un arbusto que de pronto mepareció muy pequeño, y traté deamartillar el fusil sin hacer ruido; porsuerte, Se desviaron y no llegaron averme. Al lado de mi escondite encontrévarios restos de la lucha anterior:cartuchos vacíos, una gorra de cuero conun agujero de bala, una bandera roja,evidentemente nuestra. La llevé de

vuelta a la posición, donde fueconvertida sin ningún sentimentalismoen trapos de limpieza.

Me habían ascendido a cabo* encuanto llegamos al frente, y tenía a micargo una guardia de doce hombres. Noera una ventaja, especialmente alprincipio. La centuria era una turba noadiestrada compuesta en su mayoría poradolescentes. De tanto en tanto, uno seencontraba con criaturas de hasta once odoce años, por lo común refugiados delterritorio fascista que se habían alistadoen la milicia como la manera más fácilde asegurarse el sustento. Por lo general,eran empleados en la retaguardia para

tareas livianas, pero a veces se lasingeniaban para escurrirse hasta elfrente, donde constituían una amenazapública. Recuerdo que una de estasbestezuelas arrojó «en broma» unagranada en el fuego encendido de unrefugio. En Monte Pocero creo quenadie tenía menos de quince años, perola edad promedio debe de haber estadomuy por debajo de veinte. Losmuchachos de esta edad nunca deberíanser enviados al frente, porque no puedensoportar la falta de sueño que esinseparable de la guerra de trincheras.Al comienzo resultaba casi imposiblemantener vigilada nuestra posición de la

forma adecuada por la noche. Paradespertar a los desgraciados chicos demi sección había que sacarlos de susrefugios con los pies por delante, y encuanto uno volvía la espaldaabandonaban sus puestos y se buscabanun lugar resguardado, o bien, a pesar delriguroso frío, se apoyaban contra lapared de la trinchera y se quedabancompletamente dormidos. Por suerte, elenemigo nunca se mostró muyemprendedor. Había noches en que meparecía que nuestra posición podía serarrasada por veinte boy scouts armadoscon rifles de aire comprimido o veintegirl scouts armadas con raquetas.

En esa época y hasta mucho mástarde, el sistema en que se basaban lasmilicias catalanas seguía siendo elmismo que al comienzo de la guerra. Enlos primeros días del levantamiento deFranco, las milicias habían sidoapresuradamente organizadas por losdiversos sindicatos y partidos políticos;cada una constituía en esencia unaorganización política, fiel a su partidotanto como al gobierno central. En 1937,cuando se formó el Ejército Popular queera un cuerpo «no político», organizadosegún criterios más o menos corrientes,las milicias partidistas quedaronteóricamente incorporadas a él. Pero

durante mucho tiempo los únicoscambios introducidos fueron teóricos:las tropas del nuevo Ejército Popularllegaron al frente de Aragón en junio, yhasta ese momento el sistema demilicias permaneció invariable. El rasgoesencial del sistema era la igualdadsocial entre oficiales y soldados. Todos,desde el general hasta el recluta,recibían la misma paga, comían losmismos alimentos, llevaban las mismasropas y se trataban en términos decompleta igualdad. Si a uno se le ocurríapalmear al general que comandaba ladivisión y pedirle un cigarrillo, podíahacerlo y a nadie le resultaba extraño.

Por lo menos en teoría, cada milicia erauna democracia y no una organizaciónjerárquica. Se daba por sentado que lasórdenes debían obedecerse, perotambién que una orden se daba decamarada a camarada y no de superior ainferior. Había oficiales con y sinmando, pero no un escalafón militar enel sentido usual; no había ni distintivosni galones, ni taconazos ni saludosreglamentarios. Dentro de las miliciasse intentó crear una especie de modeloprovisional de la sociedad sin clases.Desde luego, no existía una perfectaigualdad, pero era lo más aproximado aella que yo había conocido o que me

hubiera parecido concebible en tiempode guerra.

No obstante, admito que, a primeravista, el estado de cosas en el frente mehorrorizó. ¿Cómo demonios podía ganarla guerra un ejército así? Todo el mundose hacía esa pregunta que, si bien erajusta, también resultaba gratuita, pues enesas circunstancias, las milicias nopodían ser mucho mejores de lo queeran. Un ejército mecanizado modernono brota de la tierra y, si el gobiernohubiera esperado hasta contar con tropasadiestradas, nunca habría podido hacerfrente al fascismo. Más tarde se puso demoda criticar las milicias y sostener que

los fallos debidos a la falta de armas yde adiestramiento eran el resultado delsistema igualitario. En realidad, unaleva recién reclutada de milicianosconstituía una turba indisciplinada, noporque los oficiales llamaran«camaradas» a los reclutas, sino porquelas tropas novatas siempre son una turbaindisciplinada. En la práctica, el tipo«revolucionario» democrático dedisciplina merece más confianza del quecabría esperar. En un ejército detrabajadores, la disciplina esteóricamente voluntaria, se basa en lalealtad de clase; mientras que ladisciplina de un ejército burgués de

reclutas se basa, en última instancia, enel miedo. (El Ejército Popular quereemplazó a las milicias ocupaba unaposición intermedia entre ambos tipos.)En las milicias, el atropello y el abusoinherentes a un ejército corriente no sehubieran tolerado ni por un instante. Loscastigos militares normales existían,pero sólo se aplicaban en los casos dedelitos muy graves. Cuando un hombrese negaba a obedecer una orden, no se lecastigaba de inmediato: primero seapelaba a su espíritu de camaradería.Una persona cínica, sin experiencia demando, podrá afirmar sin demora queesto no puede «funcionar» jamás, pero

lo cierto es que «funciona».La disciplina de incluso las peores

levas de la milicia mejoró notablementea medida que transcurría el tiempo. Enenero, la tarea de dirigir una docena dereclutas novatos casi me hizo encanecer.En mayo, actué durante un breve períodocomo teniente, al mando de unos treintahombres, ingleses y españoles. Todoshabíamos estado en el frente durantemeses, y nunca tuve la más mínimadificultad para conseguir queobedecieran una orden o se ofrecieranvoluntariamente para una tareapeligrosa. La disciplina revolucionariadepende de la conciencia política, de la

comprensión de por qué debenobedecerse las órdenes; necesita tiempopara formarse, pero también se necesitatiempo para convertir a un hombre en unautómata dentro del cuartel. Losperiodistas que se burlaban del sistemade milicias pocas veces recordaban queéstas tuvieron que contener al enemigomientras el Ejército Popular seadiestraba en la retaguardia. Y el merohecho de que las milicias hayanpermanecido en el frente constituye untributo a la fuerza de la disciplinarevolucionaria, pues hasta junio de 1937lo único que las retuvo allí fue la lealtadde clase. Se podía fusilar a los

desertores individuales, y eso es lo quese hacía ocasionalmente, pero si unmillar de hombres decidiera abandonarel frente, ninguna fuerza podríadetenerlos. Un ejército de reclutas en lasmismas circunstancias y sin una policíamilitar para vigilarlos hubieraretrocedido. Las milicias en cambiodefendieron sus posiciones. Dios sabeque obtuvieron muy pocas victorias,pero las deserciones individuales nofueron comunes. En cuatro o cincomeses en la milicia del POUM sólo supede cuatro desertores, y dos de ellos erancasi seguro espías que se habíanalistado para obtener información. Al

comienzo, el aparente caos, la faltageneral de adiestramiento, el hecho deque a menudo uno debía discutir durantecinco minutos para conseguir que seobedeciera una orden me espantaban yme enfurecían. Tenía ideas típicas delejército británico, y ciertamente lasmilicias españolas eran bastantediferentes del ejército británico. Pero,considerando las circunstancias, eranmejores tropas de lo que se teníaderecho a esperar.

Y mientras tanto, la leña, siempre laleña. Durante todo ese período,probablemente no haya ningunaanotación en mi diario donde no se

mencione la leña o, mejor dicho, la faltade ella. Nos encontrábamos entre unosseiscientos y novecientos metros porencima del nivel del mar, estábamos enpleno invierno y el frío era inenarrable.La temperatura no era excepcionalmentebaja, muchas noches ni siquiera helaba,y el sol invernal brillaba a menudodurante una hora al mediodía, pero sepasaba mucho frío. A veces soplabanvientos ululantes que nos arrancaban lagorra y nos hacían volar el cabello entodas direcciones, nieblas que seintroducían en la trinchera como unlíquido y parecían penetrar hasta loshuesos; llovía con frecuencia, y un

cuarto de hora de lluvia bastaba paraque las condiciones se tornaraninsoportables. La delgada capa de tierrapor encima de la piedra no tardaba enconvertirse en una pasta resbaladiza y,como siempre se caminaba sobrependiente, resultaba imposibleconservar el equilibrio. En las nochesoscuras a menudo me caía media docenade veces en menos de veinte metros;esto era peligroso, pues el seguro delfusil podía atascarse con el barro.Durante varios días seguidos la ropa, lasbotas, las mantas y las armas sequedaban embarradas. Yo había llevadotanta ropa de abrigo como pude, pero

muchos carecían de lo esencial. Paratoda la guarnición, unos cien hombres,sólo había doce capotes, que loscentinelas se pasaban unos a otros, y lamayoría contaba únicamente con unamanta. Una noche helada hice en midiario una lista de las prendas que teníapuestas. Resulta interesante recordarlapara mostrar la cantidad de ropa que uncuerpo humano puede soportar. Llevabaun chaleco grueso y pantalones, unacamisa de franela, dos jerséis, unachaqueta de lana, otra de cuero,pantalones de pana, calcetines gruesos,polainas, botas, un pesado capote, unabufanda, guantes forrados y gorra de

lana. No obstante, temblaba como unahoja. Pero admito que soyparticularmente sensible al frío.

La leña era lo que realmenteimportaba. Y representaba todo unproblema, porque prácticamente nohabía. Nuestra miserable montaña nohabía tenido mucha vegetación ni en susmejores momentos, y durante meseshabía sido arrasada por congeladosmilicianos, con el resultado de que todoaquello que fuera más grueso que undedo había sido quemado hacía yamucho tiempo. Cuando no estábamoscomiendo, durmiendo, de guardia ohaciendo alguna faena, recorríamos el

valle en busca de combustible.Recuerdo que nos arrastrábamos porpendientes casi verticales, sobre laáspera piedra caliza que nos destrozabalas ropas, para arrojarnos ávidamentesobre diminutas ramitas. Tres hombres,buscando un par de horas, podíanrecoger bastante combustible como paraun fuego de una hora. Nuestrasbúsquedas de leña nos transformaron enexpertos botánicos. Clasificábamos, deacuerdo con sus posibilidades decombustión, las plantas que crecían enlas laderas: las diversas clases debrezos y hierbas que servían paraprender el fuego, pero ardían sólo unos

pocos minutos; el romero silvestre y lospequeños arbustos de retama que ardíancuando el fuego estaba ya bienencendido; el roble enano, más pequeñoque un arbusto de grosellas yprácticamente incombustible. Había untipo de caña seca que resultaba muy útilpara encender el fuego, pero sólo crecíaen la colina situada a la izquierda de laposición y para conseguirla había quehacer frente a las balas. Si los soldadosfascistas al mando de las ametralladoraste veían, te dedicaban todo un tambor demunición. Por lo general, apuntabandemasiado alto y las balas cantabancomo pájaros por encima de nuestras

cabezas, pero a veces se estrellaban anuestras espaldas y hacían saltar trocitosde roca a una distanciadesagradablemente corta, provocandoque nos tirásemos cuerpo a tierra. Noobstante, luego proseguíamos con larecogida de cañitas; nada tenía tantaimportancia como la leña.

Comparadas con el frío, las otrasmolestias parecían insignificantes.Desde luego, todos estábamospermanentemente sucios. El agua quebebíamos, al igual que los alimentos, setraía en mulas desde Alcubierre, y laporción diaria correspondiente a cadahombre no llegaba a un litro. Era un

líquido repugnante, apenas mástransparente que la leche, y sólo debíautilizarse para beber, pero yo siemprerobaba un poco para lavarme por lamañana. Solía lavarme un día yafeitarme al siguiente: el agua nuncaalcanzaba para ambas cosas a la vez. Laposición tenía un hedor nauseabundo, yfuera del pequeño recinto de labarricada había excrementos por todaspartes. Algunos milicianos tenían porcostumbre defecar en la trinchera, locual no resultaba nada grato cuandohabía que recorrerla a oscuras. Lasuciedad, sin embargo, nunca mepreocupó. La gente hace demasiado

alboroto en torno a la suciedad. Resultasorprendente comprobar con cuántarapidez es posible acostumbrarse a nousar pañuelo y a comer en el mismorecipiente en que uno se lava. El hechode dormir con la ropa que se ha usadodurante el día también dejó de serpenoso al cabo de poco tiempo. Desdeluego, era imposible quitarse la ropa porla noche, y en especial las botas: habíaque estar listo para presentarseinstantáneamente en caso de ataque. Enochenta noches me desvestí sólo tresveces, si bien me las ingenié en diversasocasiones para quitarme la ropa duranteel día. Hacía demasiado frío como para

que hubiera piojos, pero las ratas y losratones abundaban. A menudo se diceque no se encuentran ratas y ratones enel mismo lugar, pero ello no es ciertocuando hay bastante comida para ambos.

En otros aspectos nuestra situaciónno era tan mala. La comida era bastantesatisfactoria y abundaba el vino. Loscigarrillos seguían distribuyéndose arazón de un paquete diario, los fósforosse entregaban día por medio y las velasse repartían con regularidad. Éstas eranmuy delgadas, como las que suelenverse en un pastel de Navidad, y sesuponía que procedían de las iglesias.Cada puesto de la trinchera recibía

diariamente tres pulgadas de vela,cantidad que duraba unos veinteminutos. En esa época todavía se podíacomprar velas, y yo había traídoconmigo una buena cantidad. Más tarde,la falta de fósforos y velas convirtiónuestra vida en una tortura. Uno nocomprende la importancia de estas cosashasta que carece de ellas. En una alarmanocturna, por ejemplo, cuando todo elmundo busca a tientas un fusil pisando alos vecinos, la posibilidad de encenderuna luz puede significar la diferenciaentre la vida y la muerte. Cada milicianocontaba con una yesca y varios metrosde mecha amarilla, elementos que,

después del fusil, constituían suposesión más importante. Estas yescastienen la enorme ventaja de que puedenencenderse aunque sople viento, peroarden sin llama, por lo cual no sirvenpara hacer fuego. Cuando la carencia defósforos alcanzó su punto culminante, laúnica forma de conseguir una llamaconsistía en sacar la bala del cartucho yencender la cordita con una yesca.

Era una vida extraordinaria la quellevábamos, una manera extraordinariade estar en guerra, si puede hablarse deguerra. Toda la milicia protestaba contrala inactividad y clamaba constantementepor saber por que no se nos permitía

atacar. Pero resultaba perfectamenteobvio que no habría ninguna batalladurante mucho tiempo, a menos que elenemigo la iniciara. Georges Kopp semostró muy franco con nosotros en susgiras periódicas de inspección. «Esto noes una guerra», solía decir, «es unaópera cómica con alguna muerteocasional». En realidad, elestancamiento en el frente de Aragónobedecía a causas políticas que yoignoraba por completo en esa época,pero las dificultades puramentemilitares, aparte de la falta de reservasde hombres, resultaban evidentes.

Para empezar, hay que tener en

cuenta la naturaleza de la región. Lalínea del frente, la nuestra y la de losfascistas, estaba ubicada en posicionescon enormes protecciones naturales, alas que por lo general sólo era posibleaproximarse desde un costado. Bastacon cavar unas pocas trincheras paraque tales lugares estén a cubierto de lainfantería, salvo que ésta seaabrumadoramente numerosa. En nuestraposición o en la mayoría de las que nosrodeaban, una docena de hombres condos ametralladoras podrían habercontenido a todo un batallón. Ubicadoscomo estábamos en las cimas de lascolinas, constituíamos blancos perfectos

para la artillería, pero no habíaartillería. A veces me ponía acontemplar el paisaje y ansiaba —conqué pasión!— tener un par de bateríasde cañones. Las posiciones enemigas sepodrían haber destruido una tras otracon la misma facilidad con que se partennueces con un martillo. Perosencillamente no contábamos con unsolo cañón. Los fascistas lograban aveces traer uno o dos de Zaragoza yhacer unos pocos disparos, tan pocosque nunca calcularon siquiera ladistancia y los proyectiles se hundíaninocuamente en los barrancos vacíos.Frente a ametralladoras y sin artillería

sólo pueden hacerse tres cosas:permanecer en refugios cavados a unadistancia segura, digamos cuatrocientosmetros; avanzar a campo abierto y sermasacrados, o realizar ataquesnocturnos en pequeña escala que nomodifican la situación general. En lapráctica, la alternativa es estancamientoo suicidio.

Y a todo esto había que añadir lacarencia de material de guerra de todotipo. Se necesita un cierto esfuerzo paracomprender lo mal armadas que estabanlas milicias en esa época. Cualquierescuela OTC[5] de Inglaterra se parecíamucho más a un ejército moderno que

nosotros. El mal estado de nuestrasarmas era tan increíble que vale la penadescribirlo en detalle.

Toda la artillería asignada a estesector del frente consistía en cuatromorteros de trinchera con quince cargascada uno. Desde luego, eran demasiadovaliosos como para ser utilizados, porlo cual eran guardados en Alcubierre.Había ametralladoras en la proporciónaproximada de una por cada cincuentahombres; eran armas viejas, perobastante precisas hasta una distancia detrescientos a cuatrocientos metros.Aparte de esto, sólo contábamos connuestros fusiles, la mayoría de los

cuales sólo valían como hierro viejo. Seutilizaban tres tipos de fusil. Uno era elmáuser largo; casi todos con más deveinte años de antigüedad, con miras tanútiles como un velocímetro roto y laestría completamente oxidada. A pesarde ello, uno de cada diez no funcionabadel todo mal. Luego teníamos el máusercorto, o mosquetón, que es en realidadun arma de caballería. Gozaba de mayorpopularidad que los otros porque eramás liviano, estorbaba menos en latrinchera y, también, porque eracomparativamente nuevo y parecía máseficaz. En verdad, se trataba de armascasi inútiles. Estaban hechas con partes

de otras armas, ningún cerrojocorrespondía a su fusil, y podía darsepor descontado que el setenta y cincopor ciento dejaba de funcionar despuésde cinco tiros. También había unospocos winchester, muy cómodos demanejo, pero enormemente imprecisos yque había que cargar después de cadatiro, puesto que no se disponía de loscargadores correspondientes. Lasmuniciones eran tan escasas que cadarecién llegado apenas recibía cincuentacargas, la mayoría de ellas de muy malacalidad. Los cartuchos de fabricaciónespañola eran todos usados y vueltos acargar y atascaban el mejor de los

fusiles. En cambio, los mexicanos eransuperiores, por lo cual eran reservadospara las ametralladoras. La mejormunición era la de origen alemán, perocomo ésta provenía únicamente de losprisioneros y desertores, no abundabademasiado. Yo tenía siempre en elbolsillo un paquete de cartuchosalemanes o mexicanos para utilizar encaso de emergencia. Pero, en lapráctica, si se llegaba a producir unaemergencia, casi nunca disparaba mifusil: tenía demasiado miedo de que setrabara aquel maldito trasto y queríareservar por lo menos una carga quedisparase de verdad. No teníamos

cascos ni bayonetas, carecíamos derevólveres o pistolas y no había más queuna granada por cada cinco o diezhombres. La granada utilizada en esaépoca era un objeto terrorífico conocidocomo «granada FAI» [6], inventada porlos anarquistas en los primeros días dela guerra. Se basaba en el principio deuna bomba Mills, pero la palanca noestaba sostenida por un seguro, sino porun trozo de cinta adhesiva. Al arrancarla tira había que librarse de ella a lamayor velocidad posible. Se decía queestas granadas eran «imparciales»:mataban tanto al enemigo como a quienlas arrojaba. Disponíamos de varios

tipos más, incluso más primitivos, peroprobablemente algo menos peligrosos…para el que tiraba, por supuesto. Hastafinales de marzo no vi una granada dignade tal nombre.

A la escasez de armas se sumaba lade todos los otros elementos deimportancia en una guerra. No teníamosmapas ni planos, por ejemplo. EnEspaña nunca se había hecho un registrocartográfico completo, y los únicosmapas detallados de esa zona eran losviejos mapas militares, casi todos enpoder de los fascistas. No contábamoscon telémetros, telescopios, periscopios,prismáticos —excepto unos pocos de

propiedad privada—, luces de Bengalao Veri, tenazas para cortar lasalambradas, herramientas de armero, nitampoco siquiera con material delimpieza. Los españoles no parecíanhaber oído hablar nunca de una baquetay me observaron sorprendidos mientrasyo la fabricaba. Cuando uno queríalimpiar el fusil, lo llevaba al sargento,quien poseía una larga varilla de latóninvariablemente torcida que, por lotanto, raspaba el cañón. Ni siquierahabía aceite para las armas. Eranlubricadas con aceite de oliva, cuandose podía conseguir. En distintasocasiones tuve que engrasar el mío con

vaselina, con crema para el cutis y hastacon tocino. Además, no teníamos farolesni linternas. Creo que en todo nuestrosector no había nada parecido a unalinterna eléctrica, y el sitio más cercanodonde se podía conseguir una eraBarcelona, y eso no sin dificultades.

A medida que transcurría el tiempo ylos aislados disparos de fusil resonabanentre las colinas, comencé apreguntarme con creciente escepticismosi alguna vez ocurriría algo queproporcionara un poco de vida, o másbien un poco de muerte, a esaextravagante guerra. Luchábamos contrala pulmonía, no contra hombres. Cuando

las trincheras están separadas por másde quinientos metros, nadie resultaherido si no es por casualidad. Desdeluego, había bajas, pero en su mayoríano eran causadas por el enemigo. Si lamemoria no me engaña, los primeroscinco heridos que vi en España debíansus lesiones a nuestras propias armas, yno quiero decir que fueranintencionadas, desde luego, sinoproducto de un accidente o descuido.Nuestros gastados fusiles constituían unverdadero peligro. Algunos de ellosdejaban escapar el tiro si la culata segolpeaba contra el suelo; vi un hombrecon la mano atravesada por un proyectil

a causa de este defecto. Y en laoscuridad, los reclutas novatos setiroteaban continuamente entre sí. Ciertavez, cuando todavía no era nochecerrada, un centinela me disparó desdeuna distancia de veinte metros, y me errópor uno. Quién sabe cuantas veces lamala puntería española me salvó lavida. En otra ocasión, al salir depatrulla en medio de la niebla, tomé laprecaución de avisar de antemano al jefede la guardia. Al regresar, tropecécontra un arbusto; el centinela comenzóa gritar que los fascistas se acercaban ytuve el placer de oír al jefe de la guardiaordenar que dispararan sin demora. Por

supuesto, me mantuve echado y las balaspasaron por encima sin lastimarme. Nohay nada que pueda convencer a unespañol, sobre todo a un español joven,de que las armas de fuego sonpeligrosas. Cierta vez, poco después delepisodio anterior, me encontrabafotografiando a unos soldadosencargados de una ametralladora, queapuntaba directamente hacia mí.

—No tiréis —dije en tono de broma,mientras enfocaba la cámara.

—Oh no, no tiraremos.Un segundo después oí fuertes

estampidos y numerosas balas pasarontan cerca de mi cara que unos granos de

cordita me irritaron la mejilla. No hubomala intención y a los milicianos lespareció una estupenda broma. Unospocos días antes habían visto a un pobreconductor de mulas accidentalmentemuerto de cinco balazos por un delegadopolítico que hacía el payaso con unapistola automática.

Las difíciles contraseñas que lamilicia utilizaba en esa épocaconstituían otra fuente de peligros. Setrataba de complicadas consignas doblesen las cuales era necesario responder auna palabra con otra. Por lo generaltenían un acento afirmativo yrevolucionario, tal como cultura-

progreso*, o seremos-invencibles*, y amenudo resultaba imposible conseguirque los centinelas analfabetosrecordaran estas palabras altisonantes.Recuerdo que una noche la contraseñaera Cataluña-heroica*, y un jovencampesino de rostro redondo, llamadoJaime Doménech, se me acercó, muydesconcertado, y me pidió que leexplicara:

—Heroica*… ¿Qué quiere decirheroica?

Le expliqué que era sinónimo devaliente. Poco después avanzabatropezando por la trinchera a oscurascuando el centinela le gritó:

—¡Alto! ¡Cataluña!*—¡Valiente!* —respondió Jaime,

seguro de recordar la palabra exacta.¡Bang!Afortunadamente, el centinela erró.

En esta guerra, todo el mundo le errabaa todo el mundo, siempre que fuerahumanamente posible.

IV

Hacía unas tres semanas que estábamosen el frente, cuando llegó a Alcubierreun contingente de veinte o treintahombres enviados desde Inglaterra porel ILP[7], y como se decidió que losingleses estuviéramos juntos en estefrente, a William y a mí nos llevarondonde ellos. Nuestra nueva posiciónestaba situada en Monte Oscuro, varioskilómetros hacia el oeste y a la vista deZaragoza.

La posición estaba encaramada enuna especie de cresta afilada de piedra

caliza, con cuevas cavadashorizontalmente en el risco como nidosde golondrinas. Aquéllas se prolongabanincreíblemente en la roca, eran muyoscuras y tan bajas que no se podíarecorrerlas ni siquiera de rodillas. Enlos picos situados a nuestra izquierdahabía otras dos posiciones del POUM,una de las cuales constituía un objeto defascinación para todos los hombres de lalínea de fuego, pues allí se encargabande la cocina tres milicianas. Estasmujeres no eran precisamente hermosas,pero se consideró conveniente aislarlasde los hombres de otras compañías.Quinientos metros a nuestra derecha, en

la curva orientada hacia Alcubierre, enel lugar donde el camino estaba enpoder de los fascistas, había un puestodel PSUC. Por la noche podíamos verlas lámparas de nuestros camiones deabastecimiento provenientes deAlcubierre y, al mismo tiempo, las delos fascistas que venían de Zaragoza. Aunos veinte kilómetros hacia el sudoestetambién Zaragoza era visible: unadelgada hilera de luces como ojos debuey de un barco iluminado. Las tropasdel gobierno la contemplaban en ladistancia desde 1936, y siguencontemplándola todavía.

Nosotros éramos unos treinta

(incluido Ramón, un español, cuñado deWilliam), y además una docena deespañoles encargados de lasametralladoras. Aparte de una o dosexcepciones inevitables —como es biensabido, la guerra atrae mucha gentuza—los ingleses constituían un grupoexcepcionalmente bueno, tanto físicacomo mentalmente. Quizá el mejor detodos era Bob Smillie, nieto del famosodirigente minero, y que más tardeencontró una muerte tan perversa yabsurda en Valencia. Dice mucho enfavor del carácter español el hecho deque los ingleses y los españoles siemprese llevaran bien, a pesar de la dificultad

idiomática. Descubrimos que todos losespañoles conocían dos expresionesinglesas: una era «OK, baby»; y la otra,una palabra utilizada por las prostitutasde Barcelona en su trato con losmarineros ingleses y que me temo quelos cajistas se negarían a imprimir.

Una vez más, en el frente no ocurríanada, exceptuando alguna balaesporádica y, muy rara vez, el estrépitode un mortero fascista que nos hacíacorrer hasta la trinchera más alta paraver contra qué colina se estrellaban losproyectiles. Aquí el enemigo estaba algomás cerca, quizá a unos trescientos ocuatrocientos metros. La posición más

próxima quedaba exactamente frente a lanuestra, con un nido de ametralladorascuyas troneras muy a menudo nostentaban a desperdiciar cartuchos. Losfascistas rara vez molestaban condisparos de fusil, pero enviaban encambio nutridas ráfagas deametralladora contra cualquier milicianoque se dejara ver. Con todo,transcurrieron más de diez días hastaque tuvimos nuestra primera baja. Lastropas situadas delante de nosotros eranespañolas pero, según los desertores,había algunos oficiales alemanes sinmando. Tiempo atrás estuvieron tambiénlos moros —¡pobres diablos, cómo

deben de haber sufrido el frío!—, puesen la tierra de nadie todavía quedaba elcadáver de un moro que constituía unade las curiosidades del lugar.Aproximadamente a dos o treskilómetros a nuestra izquierda, la líneadel frente se interrumpía y comenzabauna extensión de terreno, muy baja ycubierta de espesa vegetación, que nopertenecía ni a los fascistas ni anosotros. Ambos bandos solían realizarallí patrullas diurnas. Aquello no estabamal como entrenamiento para boyscouts. Yo nunca vi una patrulla fascistaa una distancia menor de varios cientosde metros. Después de mucho reptar era

posible atravesar en parte las líneasfascistas e incluso ver la granja dondeondeaba la bandera monárquica y quehacía las veces de cuartel general. Decuando en cuando disparábamosnuestras armas y luego nos poníamos acubierto antes de que las ametralladorasnos pudieran localizar. Espero quehayamos roto al menos algunas ventanas,pero con tales fusiles y desde más deochocientos metros uno no podía estarseguro de acertarle ni siquiera a unacasa.

El tiempo casi siempre era frío yclaro; a veces brillaba el sol almediodía, pero siempre hacía frío. Por

todas partes, sobre las laderas, se veíanasomar los brotes verdes del azafrán oel lirio silvestre. La primavera seaproximaba, evidentemente, aunque conmucha lentitud. Las noches eran másfrías que nunca. Durante la madrugada,cuando volvíamos de la guardia,solíamos reunir lo que quedaba delfuego de la cocina y nos parábamossobre las brasas al rojo. Era malo paralas botas, pero muy bueno para los pies.Sin embargo, había amaneceres en queel espectáculo de la aurora entre loscerros casi nos hacía alegrarnos de noestar en la cama a esas horasdesapacibles. No me gusta la montaña,

ni siquiera como espectáculo. Sinembargo, aunque uno hubiera estadodespierto toda la noche, con las piernasadormecidas hasta la rodilla, y supieraque no había ninguna esperanza decomer durante otras tres horas, a vecesvalía la pena contemplar la aurora quesurgía detrás de las colinas, las primerasestrechas vetas de oro que comoespadas atravesaban la oscuridad, yluego la luz creciente y los mares denubes carmesíes alargándose hastadistancias inconcebibles. En el curso deesa campaña vi amanecer más veces quedurante toda mi vida anterior, y que enla que me queda, espero.

Nos faltaban hombres allí, lo cualsignificaba guardias más prolongadas ymucha más fatiga. Yo comenzaba asentir la falta de sueño, que resultainevitable incluso en la más tranquila delas guerras. Aparte de las guardias y laspatrullas había constantes alarmasnocturnas. De cualquier manera, no sepuede dormir bien en un horribleagujero cavado en la tierra, con los piesdoloridos de frío. Durante mis primerostres o cuatro meses en el frente no creohaber pasado más de una docena de díasenteros sin dormir; pero también escierto que no llegué a dormir una docenade noches sin interrupción. Veinte o

treinta horas de sueño por semanarepresentaban una cantidad bastantenormal. Los efectos de este tipo de vidano eran tan malos como podríaesperarse; uno llegaba a sentirsebastante estúpido, y la tarea de subir ybajar por las laderas se tornaba cada díamás difícil, pero nos sentíamosrelativamente bien y estábamosconstantemente hambrientos,tremendamente hambrientos. Cualquiercomida nos parecía sabrosa, hasta laseternas judías que todos en Españaterminamos por odiar. El agua era muyescasa y nos llegaba desde lejos a lomosde mulas o de sufridos burritos. Por

algún motivo, los campesinos de Aragóntrataban bien a las mulas, pero muy mala los burros. Si un burro se negaba aavanzar era normal patearle lostestículos. Había cesado ya el reparto develas y los fósforos escaseaban. Losespañoles nos enseñaron a hacerlámparas de aceite de oliva con una latade leche condensada, una cápsula decartucho y un pedazo de trapo. Cuandoteníamos aceite de oliva, lo cual no erafrecuente, estos objetos ardían con unallama vacilante, de un poder equivalentea un cuarto de vela, que alcanzabaapenas para encontrar el fusil.

Parecía no haber ninguna esperanza

de una verdadera lucha. Cuandoabandonamos Monte Pocero, conté miscartuchos y así comprobé que, en casitres semanas, sólo había disparado tresveces contra el enemigo. Se dice quehacen falta mil balas para matar a unhombre y, a ese paso, transcurriríanveinte años antes de que matara a miprimer fascista. En Monte Oscuro, laslíneas estaban más cercanas y sedisparaba con mayor frecuencia, peroestoy razonablemente seguro de quenunca le acerté a nadie. De hecho, eneste frente y durante este período de laguerra la verdadera arma no era el fusil,sino el megáfono. Imposibilitados de

matar al enemigo, le gritábamos. Estemétodo bélico es tan extraordinario querequiere una explicación.

En todos los puntos donde las líneasde fuego se encontraban a una distanciaque permitiera oírse, se producíanfrecuentes griteríos de trinchera atrinchera. Desde la nuestra se oía:«¡Fascistas, maricones!»*. Desde latrinchera fascista: «¡Viva España! ¡VivaFranco!»*; o bien, cuando sabían queentre nosotros había algunos ingleses:«¡Largaos a vuestra casa, ingleses!¡Aquí no queremos extranjeros!». En elbando gubernamental, en las miliciaspartidistas, el método de hacer

propaganda a gritos para socavar lamoral del enemigo se había convertidoya en una verdadera técnica. En todaslas posiciones adecuadas, algunoshombres, por lo general los encargadosde las ametralladoras, recibían órdenesde dedicarse a gritar y eran provistos demegáfonos. Preferentemente gritabanfrases hechas, plenas de intencionesrevolucionarias, para explicar a lossoldados fascistas que eran meroslacayos del capitalismo internacional,que luchaban contra su propia clase,etcétera, etcétera, e incitarlos a pasarsea nuestro lado. Sucesivos grupos dehombres las repetían una y otra vez, en

algunas oportunidades durante toda lanoche. No cabía la menor duda de que elmétodo surtía efecto, y todos estaban deacuerdo en que la corriente dedesertores del campo fascista se debía,en parte, a la propaganda. Deteniéndosea pensarlo, es fácil comprender que eleslogan «¡No luches contra tu propiaclase!», resonando una y otra vez en laoscuridad, debe de haber producido unagran impresión en el ánimo del pobrecentinela que tiritaba de frío en supuesto, quizá alistado contra su voluntady probablemente miembro de unsindicato socialista o anarquista.

Desde luego, tal procedimiento no se

ajusta a la concepción inglesa de laguerra. Admito que me sentísorprendido, atónito y escandalizado laprimera vez. ¡Procurar convertir alenemigo en lugar de matarlo! Ahorapienso que, desde cualquier punto devista, se trataba de una maniobralegítima. En la guerra corriente detrincheras, cuando no existe artillería,resulta en extremo difícil provocar bajasen el enemigo sin perder igual númerode hombres. Si es posible inmovilizarcierta cantidad de soldados llevándolosa desertar, tanto mejor; después de todo,los desertores son mucho más útiles quelos cadáveres, pues pueden

proporcionar información. Pero, alcomienzo, tal procedimiento nosdesalentó a todos; nos hizo sentir que losespañoles no se tomaban esta guerrasuficientemente en serio. El que gritabaen el puesto del PSUC establecido anuestra derecha era un verdadero artista.A veces, en lugar de gritar frasesrevolucionarias, simplemente contaba alos fascistas cuánto mejores eran losalimentos que nosotros recibíamos. Sudescripción de las raciones del gobiernotendía a embellecer un poco las cosas.«¡Tostadas con mantequilla!», podíaoírse en los ecos que resonaban a travésdel valle solitario. «Aquí estamos

sentados comiendo tostadas conmantequilla. ¡Deliciosas tostadas conmantequilla!» No dudo de que él, comoel resto de nosotros, no había vistomantequilla durante semanas o meses,pero en la noche helada, la imagen detostadas con mantequilla quizá logró quea muchos fascistas se les hiciera la bocaagua. Eso es lo que me ocurrió incluso amí, aun a sabiendas de que mentía.

Cierto día de febrero vimosaproximarse un avión fascista. Como decostumbre, una ametralladora estabaemplazada al descubierto, con el cañónhacia arriba; nos echamos de espaldaspara apuntar mejor. No valía la pena

bombardear nuestras posicionesaisladas y, por lo general, los pocosaeroplanos fascistas que pasaban porallí hacían un rodeo para evitar el fuegode la ametralladora. Esta vez el aviónvoló por encima de nosotros, demasiadoalto como para que valiera la pena abrirfuego, y dejó caer no bombas; sino unosobjetos blancos brillantes que giraban ygiraban en el aire. Unos pocos cayeronen la posición. Eran ejemplares de unperiódico fascista, el Heraldo deAragón, que anunciaba la caída deMálaga.

Esa noche los fascistas llevaron acabo una especie de ataque por

sorpresa. En el momento en que medeslizaba debajo de la manta, mediomuerto de sueño, se oyó el silbido de lasbalas sobre nuestras cabezas y alguiengritó: «¡Están atacando!». Empuñé elfusil y ascendí hasta mi puesto, ubicadoen la cumbre de la posición, junto a laametralladora. El ruido era diabólico.Creo que el fuego de cincoametralladoras se cernía sobre nosotros,y hubo una serie de pesados estruendosprovocados por las granadas que losfascistas arrojaban sobre su propioparapeto de la forma más idiota. Laoscuridad era total. Muy abajo, en elvalle situado a nuestra izquierda, se

podía ver el resplandor verdoso de losfusiles desde donde una pequeña partidade fascistas, probablemente una patrulla,nos disparaba. Las balas volaban anuestro alrededor en la oscuridad, crac-pfiu-crac. Unos cuantos proyectilespasaron silbando por encima denosotros, pero cayeron lejos y, comosolía ocurrir en esta guerra, la mayoríade ellos no explotó. Pasé un mal ratocuando una nueva ametralladora abriófuego desde la colina situada a nuestraespalda. En realidad se trataba de unarma llevada allí para apoyarnos, peroen ese momento parecía como siestuviéramos rodeados. Nuestra

ametralladora no tardó enencasquillarse, como ocurría siemprecon esos cartuchos, y la baqueta se habíaperdido en la impenetrable oscuridad.Evidentemente, no se podía hacer nada,excepto quedarse quieto y esperar untiro. Los españoles a cargo de laametralladora no quisieron ponerse acubierto y, de hecho, se expusierondeliberadamente, por lo que me viobligado a hacer lo mismo.Intrascendente como fue, la experienciame resultó muy interesante. Era laprimera vez que me encontrabaliteralmente bajo el fuego y, con granhumillación, comprobé que me sentía

completamente asustado; he observadoque siempre se siente lo mismo bajo elfuego graneado, no se teme tanto el serherido como no saber dónde seproducirá la herida. Uno se preguntatodo el tiempo por dónde entrará la bala,y eso otorga al cuerpo una muydesagradable sensibilidad.

Al cabo de una o dos horas, el fuegofue atenuándose y finalmente cesó.Teníamos una sola baja. Los fascistashabían llevado un par de ametralladorasa tierra de nadie, pero manteniéndose auna distancia prudencial, sin hacerintento alguno por asaltar nuestroparapeto. Ciertamente, no estaban

efectuando un ataque, sino tan sólodesperdiciando cartuchos y haciendomucho ruido para celebrar la caída deMálaga. La importancia central delepisodio radicó en que aprendí a leer enlos periódicos, con actitud menoscrédula, las noticias de guerra. Un día odos más tarde, los periódicos y la radioanunciaron que un tremendo ataque concaballería y tanques (subiendo por unaladera perpendicular) había sidorechazado por los heroicos ingleses.

Cuando los fascistas nos informaronde que Málaga había caído, lo tomamoscomo una mentira, pero al día siguientellegaron rumores más convincentes y

algo más tarde se admitió la caída deforma oficial. Poco a poco fuimosconociendo toda la desgraciada historia:la ciudad había sido evacuada sindisparar un tiro y la furia de lositalianos no se había descargado sobrelas tropas, que ya no estaban, sino sobrela infortunada población civil, algunosde cuyos miembros fueron perseguidos yametrallados durante unos doscientoskilómetros. Las noticias produjeronescalofríos a lo largo del frente, puescualquiera que hubiera sido la verdad,todos los milicianos creían que lapérdida de Málaga se debía a unatraición. Era la primera vez que oía

hablar de traición o de divergencias encuanto a los objetivos. Comenzaron adespertarse en mi mente vagas dudasacerca de esta guerra en la que, hastaentonces, la cuestión del bien y del malme había parecido bellamente simple.

A mediados de febreroabandonamos Monte Oscuro. Fuimosenviados, junto con todas las tropas delPOUM de ese sector, a integrar elejército que sitiaba Huesca. Tuvimosque hacer un viaje de noventa kilómetrosen camión, a través de la planicieinvernal, donde las vides podadas aúnno tenían brotes y las espigas de lacebada de invierno apenas asomaban

sobre el suelo aterronado. A cuatrokilómetros de nuestras trincheras,Huesca brillaba pequeña y clara comouna ciudad formada por casas demuñecas. Meses antes, cuando cayóSiétamo, el comandante general de lastropas gubernamentales había comentadoalegremente: «Mañana tomaremos caféen Huesca». Resultó estar equivocado.Se produjeron sangrientos ataques, perola ciudad no cayó, y «Mañanatomaremos café en Huesca» se convirtióen una broma en todo el ejército. Sialguna vez regreso a España, no dejaréde tomar una taza de café en Huesca.

V

Al este de Huesca nada o casi nadaocurrió hasta finales de marzo.Estábamos a mil doscientos metros delenemigo. Cuando los fascistas fueronobligados a retroceder hasta Huesca, lastropas del ejército republicano quedominaban esa parte del frente no sehabían mostrado demasiado fervorosasen su avance, de modo que la líneaformaba una especie de bolsa. Más tardesería necesario adelantarla —tarea muyincómoda bajo el fuego—, pero por elmomento el enemigo no parecía existir;

nuestra única preocupación consistía encombatir el frío y conseguir suficientesalimentos.

Mientras tanto, la rutina diaria mejordicho, nocturna—, las tareas cotidianas.Hacer guardia, patrulla, cavar. Lluvia,barro, vientos ululantes yocasionalmente nevadas. No fue hastamediados de abril que las noches setornaron algo más cálidas. Allí arriba,en la meseta, los días de marzo separecían en su mayoría a los deInglaterra, con sus brillantes cielosazules y vientos continuos. En el lugardonde la línea del frente atravesabahuertos y jardines desiertos, la cebada

de invierno ya tenía unos treintacentímetros de altura, capullos blancosse formaban en los cerezos y, buscandoen las zanjas, se podían encontrarvioletas y una especie de jacintosilvestre semejante a un ejemplar bordede campanilla azul, inmediatamentedetrás de la línea corría un hermoso yburbujeante arroyito verde: era laprimera agua transparente que habíavisto desde mi llegada. Cierto día apretélos dientes y me metí en ella para darmeel primer baño en seis semanas. Fue loque podría llamarse un baño breve,puesto que el agua era principalmenteagua de deshielo y la temperatura no

debía de andar muy por encima de loscero grados.

Mientras tanto, nada ocurría; jamásocurría nada. Los ingleses habíanadquirido el hábito de decir que ésa noera una guerra, sino una malditapantomima. Casi nunca estábamos bajoel fuego directo de los fascistas. Elúnico peligro provenía de las balasperdidas, las cuales, como las líneas delfrente se curvaban hacia adelante enambos lados, procedían de variasdirecciones. Todas las bajas en eseperiodo se debieron a esta causa. ArthurClinton recibió una bala misteriosa quele aplastó el hombro izquierdo,

inutilizándole el brazo para siempre,según me temo. De vez en cuando habíaalgo de fuego de artillería, pero con muypoca eficacia. El silbido y el estallidode los proyectiles era considerado, enrealidad, como una especie dediversión. Los fascistas nunca arrojabanbombas sobre nuestro parapeto. Unoscentenares de metros detrás de nosotroshabía un establecimiento de campo, congrandes edificios, llamado La Granja,utilizado como depósito, cuartel generaly cocina en nuestro sector. Ése era elblanco de los artilleros fascistas, perocomo estaban a cinco o seis kilómetrosde distancia y no apuntaban bien, jamás

lograron algo más que romper lasventanas y desconchar las paredes. Sólose corría peligro si uno se encontrabaascendiendo cuando comenzaba el fuegoy si las bombas caían a ambos lados delcamino. Aprendimos casi enseguida elmisterioso arte de adivinar por el sonidode un proyectil a qué distancia caería.Las bombas que los fascistas disparabanen ese período eran vergonzosamentemalas. Aunque usaban proyectiles de150 milímetros, nunca hacían un orificiomayor de dos metros de ancho por unode profundidad, y por lo menos uno decada cuatro no explotaba. Corrían loshabituales cuentos románticos de

sabotaje en las fábricas fascistas y deproyectiles sin explotar en los que, enlugar de la carga, se encontraba unpedazo de papel con la leyenda «FrenteRojo», pero nunca vi ninguno. La verdades que se trataba de proyectilesviejísimos; alguien encontró una vez unaespoleta con la fecha de 1917. Loscañones fascistas eran de la mismaconstrucción y calibre que los nuestros,y a menudo se reacondicionaban losproyectiles sin explotar y se los volvía autilizar. Se decía que había un viejoproyectil, con un apodo propio, queviajaba todos los días de un lado al otrosin explotar jamás.

Por la noche se solían enviarpequeñas patrullas a tierra de nadie paraque se ubicaran en zanjas cavadas cercade las líneas fascistas y trataran deescuchar sonidos (toques de trompeta,bocinas de automóvil, etcétera), queindicaran actividad en Huesca. Había unconstante ir y venir de tropas fascistas, ylos informes de esas patrullas permitíancalcular, en cierta medida, laenvergadura de tales movimientos.Teníamos orden especial de informarsobre el sonido de campanas de iglesias.Según parecía, los fascistas siempreoían misa antes de entrar en acción.Entre los campos y los huertos había

chozas de barro abandonadas que erarecomendable explorar con un fósforoencendido luego de tapar las ventanas. Aveces se encontraba un valioso botín, talcomo un hacha pequeña o unacantimplora fascista (mejor que lasnuestras y muy codiciadas). También sepodían explorar durante el día, peroentonces había que hacerlo casi todo eltiempo a cuatro patas.

Resultaba extraño arrastrarse poresos campos vacíos donde todo se habíadetenido en el preciso momento de lacosecha. Los cultivos del año anteriorno se habían tocado. Las viñas sin podarserpenteaban sobre el terreno, las

mazorcas de maíz estaban duras comopiedras, la remolacha se habíahipertrofiado en enormes masas leñosas.¡Cómo deben de haber maldecido aambos ejércitos los campesinos! Aveces, grupos de hombres salían arecoger patatas en tierra de nadie. A doskilómetros a nuestra derecha, dondeambas líneas estaban más próximas,había un campo de patatas frecuentadopor ambos bandos. Nosotros íbamosdurante el día, y ellos sólo por la noche,ya que se encontraba dominado pornuestras ametralladoras. Una noche, congran indignación nuestra, se lanzaron enmasa y limpiaron todo el terreno.

Descubrimos otro campo un poco másadelante, donde prácticamente no habíaninguna protección y teníamos querecoger las patatas de bruces, posiciónrealmente agotadora. Si lasametralladoras fascistas nos descubrían,debíamos aplastarnos como la rata quepasa por debajo de una puerta, mientraslas balas desmenuzaban los terrones detierra a nuestro alrededor. En esemomento parecía valer la pena. Laspatatas comenzaban a escasear. Si unoconseguía llenar una bolsa, podíacambiarlas en la cocina por unacantimplora de café.

Y continuaba sin ocurrir nada, y no

parecía que las cosas fueran a cambiar.«¿Cuándo vamos a atacar? ¿Por qué noatacamos?», eran las preguntas que unooía día y noche entre españoles eingleses. Cuando se piensa en lo quesignifica luchar; resulta extraño que lossoldados anhelen hacerlo y, no obstante,sin duda, lo desean. En los períodosestacionarios de la guerra, hay trescosas que todos los soldados anhelan:una batalla, más cigarrillos y unasemana de permiso. Ahora estábamosalgo mejor armados que antes. Cadahombre tenía ciento cincuenta cargas demunición en lugar de cincuenta, ysucesivamente fueron entregándonos

bayonetas, cascos de acero y unas pocasgranadas. Corrían constantes rumoressobre inminentes batallas, rumores que,según he pensado desde entonces, erandifundidos de forma deliberada paramantener alta la moral de la tropa. Nonecesitaba gran conocimiento militarpara darme cuenta de que no habríaninguna acción importante en ese ladode Huesca, por lo menos en aquelmomento. El punto estratégico era lacarretera que conducía a Jaca, en el otrosector. Más tarde, cuando losanarquistas atacaron la carretera deJaca, nuestra tarea consistió en hacer«ataques de distracción» y obligar a los

fascistas a retirar tropas del otro lado.Durante todo este tiempo, unas seis

semanas, sólo se realizó una acción ennuestra parte del frente. Fue un ataqueque nuestras tropas de choque dirigieroncontra el Manicomio, un asilo paraenfermos mentales fuera de uso que losfascistas habían convertido en unafortaleza. Varios cientos de refugiadosalemanes que servían en el POUMhabían constituido un batallón especialllamado Batallón de Choque*, el cual,desde un punto de vista militar; seencontraba a un nivel superior alalcanzado por el resto de la milicia. Sinduda, se parecían más a soldados que

cualquier otra tropa que yo haya visto enEspaña, exceptuando la Guardia deAsalto y sectores de la ColumnaInternacional. El ataque, como decostumbre, se vio frustrado. ¿Cuántasoperaciones efectuadas en esta guerrapor tropas del gobierno no acabaríanpor frustrarse? El Batallón de Choquetomó el Manicomio por asalto, pero loshombres de no recuerdo ya qué milicia,encargados de apoyarlo ocupando lacolina vecina al Manicomio, sufrieronuna derrota aplastante. El capitán quelos comandaba era uno de esos militaresde carrera, de lealtad dudosa, a quienesel gobierno persistía en emplear. Fuera

por miedo o por traición, puso sobreaviso a los fascistas arrojando unagranada cuando estaban a doscientosmetros. Me satisface poder decir que sushombres lo mataron en el acto. Pero elataque perdió su carácter de sorpresa, ylos milicianos fueron machacados por unfuego cerrado y expulsados de la colina.Al anochecer; la milicia de choque tuvoque abandonar el Manicomio. Durantetoda la noche, las ambulancias enfilaronel abominable camino a Siétamo,terminando de matar a los heridosgraves con sus vaivenes.

Por aquel entonces todos teníamospiojos. Si bien seguía haciendo frío, la

temperatura ya permitía su aparición.Sobre asquerosos bichos corporalestengo una amplia experiencia y puedoafirmar que, en cuanto a ensañamiento,el piojo sobrepasa a todo lo conocido.Otros insectos, los mosquitos porejemplo, hacen sufrir más, pero, por lomenos, no son bichos residentes. Elpiojo a veces se asemeja a un diminutocangrejo, y vive preferentemente en lospantalones. Aparte de quemar la ropa,no hay otra manera conocida de librarsede él. En las costuras de los pantalonesdepositan sus brillantes huevos blancos,como diminutos granos de arroz, queoriginan grandes familias a

extraordinaria velocidad. Creo que a lospacifistas les sería útil ilustrar susescritos con fotografías ampliadas depiojos. ¡Gloria de la guerra, sin duda!En la guerra, todos los soldados tienenpiojos, al menos cuando hace bastantecalor. Los hombres que lucharon enVerdún, Waterloo, Flandes, Senlac, LasTermópilas, todos ellos tenían piojosarrastrándose por sus testículos.Nosotros logramos mantenerlos a raya,hasta cierto punto, quemando los huevosy bañándonos con tanta frecuencia comopodíamos soportarlo. Nada, sino laexistencia de piojos, me hubieraarrastrado hasta ese río helado.

Todo escaseaba: botas, ropa, tabaco,jabón, velas, fósforos, aceite de oliva.Nuestros uniformes se caían a pedazos,y muchos de los hombres carecían debotas y usaban sandalias con suela deesparto. Por todas partes se veían pilasde calzado desgastado. Una vezmantuvimos ardiendo un fuego durantedos días a base de botas, que noconstituían un mal combustible. Por esaépoca mi esposa se encontraba enBarcelona y solía mandarme té,chocolate y hasta cigarros, cuando eraposible conseguirlos; incluso enBarcelona todo escaseaba, en especialel tabaco. El té era un regalo del cielo,

aunque carecíamos de leche y casi nuncateníamos azúcar. Desde Inglaterrasiempre enviaban paquetes a loshombres de nuestro contingente, peronunca llegaban; alimentos, ropa,cigarrillos, todo era rechazado por laoficina de correos o confiscado enFrancia. Resulta bastante curioso que laúnica entidad que logró mandar paquetesde té —y, en una memorable ocasión,una lata de bizcochos— a mi esposa fuel a Army and Navy Stores[8]. ¡PobreArmy and Navy! Cumplían su deber connotable eficacia, pero quizá se habríansentido más felices si el contenidohubiera ido a parar al bando franquista

de la barricada. Lo peor era la escasezde tabaco. Al comienzo se nos entregabaun paquete de cigarrillos por día, luegosólo ocho cigarrillos diarios y despuéscinco. Por fin, hubo diez días espantososen que no se distribuyó nada de tabaco.Por primera vez en España, vi algo quese ve todos los días en Londres: genterecogiendo colillas.

Hacia finales de marzo se me infectóuna mano; me la abrieron y tuve quellevar el brazo en cabestrillo. Tuve queingresar en un hospital, pero no valía lapena ir a Siétamo por una herida tanleve, de modo que permanecí en elllamado hospital de Monflorite, que no

era otra cosa que un centro dedistribución de heridos. Estuve allí diezdías, parte de ellos en cama. Lospracticantes* me robaron casi todos losobjetos de valor que poseía, incluidas lamáquina fotográfica y las fotos. Todosrobaban en el frente, como efectoinevitable de la escasez, pero elpersonal hospitalario siempre era el másladrón. Tiempo después, en el hospitalde Barcelona un norteamericano, quehabía viajado para unirse a la ColumnaInternacional en una nave que fuetorpedeada por un submarino italiano,me contó que lo habían llevado heridohasta la orilla y que, mientras lo subían

a la ambulancia, los camilleros lerobaron el reloj de pulsera.

Mientras tuve el brazo encabestrillo, pasé varios días felicesvagando por la campiña. Monflorite erael acostumbrado amontonamiento decasas de barro y piedra, con estrechascallejuelas tortuosas semidestrozadaspor los cañones hasta el punto deparecerse a los cráteres de la luna. Laiglesia había quedado muy mal parada,pero era usada como depósito militar.En toda la vecindad había sólo dosgranjas: Torre Lorenzo y Torre Fabián,y sólo dos edificios verdaderamentegrandes, sin duda las casas de los

terratenientes que alguna vez dominaronla zona; su riqueza contrastaba con laschozas miserables de los campesinos.

Justo detrás del río, cerca de la líneadel frente, había un enorme molinoharinero con una casa de campo. Sentíavergüenza al ver la enorme y costosamaquinaria oxidándose inútilmente y lastolvas de madera destrozadas paraalimentar el fuego. Más tarde, paraconseguir leña destinada a las tropassituadas en la retaguardia, se enviaronen camiones grupos de hombres quearrasaron el lugar sistemáticamente.Solían romper el suelo de una habitaciónarrojando en ella una granada. La

Granja, nuestro almacén y cocina,probablemente había sido alguna vez unconvento. Tenía grandes patios ydependencias exteriores, que ocupabanpoco más de media hectárea, conestablos para treinta o cuarenta caballos.Las casas de campo en esa región deEspaña no encierran interés desde elpunto de vista arquitectónico, pero susgranjas, de piedra enjalbegada, conarcos redondos y magníficas vigas, sonlugares de gran nobleza, construidos deacuerdo con un plan que probablementeno ha sufrido alteraciones a lo largo desiglos. A veces, uno sentía una especiede oculta simpatía hacia los ex

propietarios fascistas, al ver cómotrataba la milicia los edificiosconfiscados. En La Granja, todahabitación que no estuviera en uso habíasido convertida en letrina —un horribleamontonamiento de muebles destrozadosy excrementos—. La pequeña capillaadyacente, con las paredes perforadaspor proyectiles, tenía el suelo cubiertode excrementos. En el gran patio dondelos cocineros distribuían las raciones, elamontonamiento de latas oxidadas,barro, bosta y residuos en putrefacciónera asqueante. Confirmaba una viejacanción militar:

¡Hay ratas, ratas, ratas,ratas grandes como gatas,en el almacén de intendencia!

Las que había en La Granja mismarealmente eran grandes como gatos,enormes bestias hinchadas que setambaleaban sobre lechos deexcrementos, demasiado audaces comopara huir a menos que se dispararacontra ellas.

Por fin había llegado la primavera.El azul del cielo era más suave, el airese tornó de pronto perfumado. Las ranaschapaleaban ruidosamente en las zanjas.Alrededor del bebedero al que acudían

las mulas de la aldea encontré exquisitasranas del tamaño de un penique, de uncolor verde tan brillante que la hierbajoven parecía opaca a su lado. Loschicos salían con baldes en busca decaracoles, y luego los asaban vivossobre planchas de hojalata. En cuanto eltiempo mejoró los campesinoscomenzaron a aparecer para la labranzaprimaveral.

Prueba la confusión que envuelve ala revolución agraria española el hechode que no pude averiguar con certeza sila tierra estaba colectivizada o si loscampesinos simplemente se la habíandividido entre ellos. Me imagino que, en

teoría, estaba colectivizada, pues eraterritorio anarquista y del POUM. Encualquier caso, los propietarios habíandesaparecido, los campos se cultivabany el pueblo parecía satisfecho. Lacordialidad que nos dispensaban loscampesinos nunca dejó de asombrarme.Para algunos de los más viejos la guerradebía de carecer de sentido;evidentemente ocasionaba una escasezgeneral y deparaba a todos una vidatriste y monótona. Además, hasta en losmejores momentos, los campesinosodian tener tropas establecidas entreellos. Con todo, se mostrabaninvariablemente cordiales; supongo que

se debía a la idea de que, porintolerables que pudiéramos resultarlesen algunos aspectos, los protegíamos desus antiguos patrones. La guerra civil esalgo extraño. Huesca no estaba ni a diezkilómetros de distancia, era la ciudadmercado de esta gente, tenían parientesallí y todas las semanas de su vida lahabían visitado para vender sus gallinasy sus verduras. Y ahora, desde hacíaocho meses, una barrera impenetrable dealambradas y ametralladoras losseparaba de ella. A veces olvidabanestá situación. En cierta oportunidad, meencontraba hablando con una ancianaque llevaba una de esas diminutas

lámparas de hierro en las que losespañoles queman aceite de oliva.«¿Dónde puedo comprar una lamparillacomo ésta?», le pregunté. «En Huesca»,me respondió sin pensar, y luego ambosnos echamos a reír. Las chicas de laaldea eran espléndidas criaturas llenasde vida, con negrísimos cabellos yondulantes andares. Tenían una actituddesenvuelta y franca de camarada, comode hombre a hombre, lo cualprobablemente era una consecuencia dela revolución.

Hombres de raídas camisas azules ypantalones de pana negra, consombreros de paja de ala ancha, araban

los campos detrás de las mulas, quesacudían rítmicamente sus orejas. Susarados eran unos artilugios espantososque sólo revolvían el suelo, sin abrirnada que pudiera considerarse un surco.Los aperos de labranza eranpenosamente anticuados debido al altoprecio de todo lo que fuera de metal. Unarado roto, por ejemplo, se arreglabauna y otra vez hasta quedar constituidocasi por completo de remiendos. Horcasy rastrillos se hacían de madera. No seconocían las palas en ese pueblo en quecasi nadie poseía botas; cavaban conuna azada ridícula semejante a las quese utilizan en la India. Había una grada

que procedía directamente de laspostrimerías de la Edad de Piedra.Estaba hecha de tablones unidos entre síy tenía el tamaño de una mesa de cocina;en cada tablón se habían hechocentenares de agujeros, en cada uno delos cuales se había colocado un trozo depedernal tallado con esa formasiguiendo el mismo procedimiento quelos hombres solían utilizar hace diez milaños. Recuerdo mi sentimiento cercanoal horror la primera vez que vi uno deestos objetos en una choza abandonadaen tierra de nadie. Tuve que pensármelodos veces antes de darme cuenta de quese trataba de una especie de grada. Me

enfermó pensar en el trabajo que debíade haber dado la construcción desemejante cosa, y en la pobreza queobligaba a utilizar pedernal en lugar deacero. Desde entonces ha aumentado misimpatía por el progreso industrial. Apesar de todo, en la aldea había dostractores modernos, confiscados sinduda al principal terrateniente de lazona.

Una o dos veces fui a pasear por elpequeño cementerio, situado a unos doskilómetros. Los caídos en el frente seenviaban por lo general a Siétamo, peroallí se daba sepultura a los muertos de laaldea. Era extrañamente distinto de un

cementerio inglés. ¡No existía ningunareverencia hacia los muertos! Por todaspartes crecían arbustos y hierbajos, y enmás de un lugar se apilaban huesoshumanos. La ausencia de inscripcionesreligiosas en las lápidas era casicompleta y esto resultaba tanto mássorprendente porque todas ellascorrespondían al periodo anterior a larevolución. Creo que sólo vi una vez el«Rezad por el alma de Fulano de Tal»,común en las tumbas católicas. Lamayoría de las inscripciones eranpuramente seculares, con ridículospoemas sobre las virtudes del difunto.Quizá en una de cada cuatro o cinco

tumbas se advertía una pequeña cruz ouna referencia formal al Cielo, quealgún ateo industrioso generalmentehabía logrado atenuar con un punzón.

Me sorprendió que la gente de esaregión de España careciera de genuinossentimientos religiosos, en el sentidoortodoxo. Durante toda mi estancianunca vi persignarse a ninguna persona,a pesar de que ese movimiento llega ahacerse instintivo, haya o no haya unarevolución. Evidentemente, la Iglesiaespañola retornará (como dice el refrán:la noche y los jesuitas siempreretornan), pero no cabe duda de que conel estallido de la revolución se

desmoronó y fue aplastada hasta unpunto que resultaría inconcebibleincluso para la moribunda Iglesia deInglaterra en circunstancias similares.Para el pueblo español, al menos enCataluña y Aragón, la Iglesia era pura ysimplemente un fraude sistematizado. Yes posible que la creencia cristianafuera reemplazada en cierta medida porel anarquismo, cuya influencia estáampliamente difundida y que, sin duda,posee un matiz religioso.

Precisamente el día en que regresédel hospital hicimos avanzar nuestralínea hasta la que era realmente suubicación adecuada, unos mil metros

hacia delante, siguiendo el arroyuelosituado a unos doscientos metros de lalínea enemiga. Esta operación debióhaberse realizado muchos meses antes.En ese momento se hacía porque losanarquistas estaban atacando en lacarretera de Jaca y nuestro avanceobligaba a los fascistas a distraeralgunas tropas para hacernos frente.

Pasamos sesenta o setenta horas sindormir, y mis recuerdos se pierden enuna suerte de bruma o, más bien, en unaserie de imágenes: el espionaje en latierra de nadie, a unos cien metros de laCasa Francesa, una granja fortificadaque pertenecía a la línea fascista. Siete

horas tirado en un horrible pantano, enun agua con olor a juncos, donde elcuerpo se hundía cada vez más; el fríoparalizante, las estrellas inmóviles en elcielo negro, el áspero croar de las ranas.Aunque era abril, fue la noche más fríaque recuerdo de España. A unos cienmetros detrás de nosotros, los equiposde trabajo se dedicaban intensamente asu tarea, pero había un silencio total,exceptuado el coro de las ranas. Sólouna vez durante la noche oí un ruido, elsonido familiar de un saco de arenaaplastado con una azada. Resultaextraño que, algunas veces, losespañoles puedan llevar a cabo una

brillante hazaña de organización. Todoel movimiento Se desarrolló según unhermoso plan. En siete horas,seiscientos hombres construyeronseiscientos metros de trinchera yparapeto, a distancias que oscilabandesde ciento cincuenta a trescientosmetros de la línea enemiga, y ello en talsilencio que los fascistas no oyeron naday sólo se produjo una baja. Al díasiguiente hubo más, desde luego. Cadahombre tenía asignada una tarea, hastalos ayudantes de la cocina llegaron depronto, cuando el trabajo estaba yarealizado, con baldes de vino mezcladocon coñac.

Y nada más despuntar el alba losfascistas descubrieron que estábamosallí. El bloque blanco y cuadrado de laCasa Francesa, aunque situado a unosdoscientos metros, semejaba levantarsepor encima de nosotros, y lasametralladoras en las ventanassuperiores, protegidas con sacos dearena, parecían apuntar directamentehacia nuestra trinchera. Nos quedamoscontemplándola boquiabiertos,preguntándonos cómo era posible quelos fascistas no nos vieran. Entonceshubo un horrible remolino de balas ytodo el mundo cayó de rodillas ycomenzó a cavar frenéticamente,

ahondado la trinchera y levantandopequeños montículos en el borde. Mibrazo seguía vendado, no podía cavar, ypasé la mayor parte de ese día leyendouna novela policíaca cuyo nombre era Elprestamista desaparecido . No recuerdoel argumento, pero sí, muy claramente,el hecho de estar allí leyéndola; laarcilla húmeda del fondo de la trincheradebajo de mí, el cambio constante en laposición de mis piernas para dar paso alos hombres que corrían agachados, elcrac-crac-crac de las balas pocoscentímetros por encima de mi cabeza.Thomas Parker recibió un balazo enmedio del muslo, lo cual, como él decía,

estaba más cerca de ser un DSO[9] de loque le hubiera gustado. Se producíanbajas en toda la línea de fuego, peromínimas en comparación con lo quehabría pasado si nos hubierandescubierto durante la noche. Undesertor nos contó después que cincocentinelas fascistas fueron fusilados pornegligencia. Incluso en ese momentohabrían podido masacrarnos si hubierantenido la iniciativa de traer unos pocosmorteros. Resultaba difícil transportar alos heridos a lo largo de la angosta yabarrotada trinchera. Vi a un pobrediablo, con los pantalones oscuros desangre, caer de su camilla y jadear

agonizante. Había que cargar a losheridos a lo largo de unos doskilómetros, pues aunque existía uncamino, las ambulancias nunca seacercaban mucho al frente. Cuando lohacían, los fascistas tenían la costumbrede bombardearlas, lo cual podíaexplicarse por el hecho de que en laguerra moderna nadie tiene escrúpulosen utilizar una ambulancia paratransportar municiones.

Y entonces, a la noche siguiente, laespera en Torre Fabián para iniciar unataque que fue suspendido en el últimomomento vía telégrafo. En el suelo delgranero donde aguardábamos, una

delgada capa de granzas cubría grancantidad de huesos humanos y vacunosmezclados, y todo el lugar estabainvadido por las ratas. Las monstruosasbestias surgían a raudales por todaspartes. Si hay algo que odio es una ratacorriendo sobre mi en la oscuridad.Aquella noche tuve la satisfacción dedarle a una de ellas un buen puñetazoque la mandó volando por el aire.

Y entonces, la espera de la orden deatacar a cincuenta o sesenta metros delparapeto fascista. Una larga línea dehombres agazapados en una zanja, conlas bayonetas asomando por el borde yel blanco de los ojos brillando en la

oscuridad. Kopp y Benjamín en cuclillasdetrás de nosotros, junto a un hombreque llevaba un receptor telegráfico sinhilos a hombros. Hacia el oeste, en elhorizonte occidental se veíanresplandores rosados, seguidos a lospocos segundos por enormesexplosiones. Y entonces el ruido, pip-pip-pip, procedente del telégrafo y unsusurro ordenando que nos retiráramosmientras todavía nos fuera posible. Lohicimos, pero no con bastante rapidez.Doce infortunados muchachitos de la JCI(la liga juvenil del POUM,correspondiente a la JSU del PSUC),que habían estado apostados a sólo

cuarenta metros del parapeto fascista, sedejaron sorprender por la aurora y nopudieron escapar. Tuvieron que yacerallí todo el día, apenas cubiertos por losmatorrales, mientras los fascistasdisparaban sobre ellos cada vez que semovían. Al caer la noche, siete habíanmuerto y los otros cinco se lasingeniaron para arrastrarse en laoscuridad hasta nuestra posición.

Y entonces, durante muchas de lasmañanas siguientes, el fragor de losataques anarquistas al otro lado deHuesca. Siempre el mismo fragor. Depronto, en algún momento de lamadrugada, el estallido inicial de varias

docenas de bombas que explotansimultáneamente —incluso a esadistancia, un estallido diabólico ydesgarrante—, y luego el estruendoininterrumpido de fusiles yametralladoras, curiosamente similar alde los tambores. Poco a poco, el fuegose iría extendiendo a todos los frentesque rodeaban Huesca, y nosotros nosprecipitaríamos a las trincheras paraapoyarnos adormecidos contra elparapeto, mientras un fuego carente desentido pasaba sobre nuestras cabezas.

Durante el día, los cañones tronabana rachas. Torre Fabián, nuestra nuevacocina, fue bombardeada y parcialmente

destruida. Resulta curioso que, cuandouno contempla el fuego de artilleríadesde una distancia segura, siempredesea que el artillero dé en el blanco,aunque éste contenga la cena propia y lade algunos camaradas. Los fascistasdisparaban bien esa mañana; quizá setrataba de artilleros alemanes.Localizaron Torre Fabián con bastanteprecisión: un tiro pasado, un tiro corto yluego: fsss-¡BUM! Las vigas saltaronpor los aires y una plancha de uralitaposándose como un naipe arrojadosobre una mesa. El siguiente proyectilarrancó la esquina de un edificio tanlimpiamente como podría haberlo hecho

un gigante con un cuchillo. Loscocineros sirvieron la cena de manerapuntual, hazaña sin duda memorable.

A medida que pasaban los días,íbamos distinguiendo las diferencias delos cañones invisibles, pero audibles.Había dos baterías de cañones rusos de75 mm que disparaban desde nuestraretaguardia y que, de alguna manera,evocaban en mi mente la imagen de unhombre gordo golpeando una pelota degolf. Eran los primeros cañones rusosque veía o, más bien, oía. Tenían unatrayectoria baja y velocidad muy alta, demodo que uno oía la explosión, elsilbido y el estallido del proyectil de

manera casi simultánea. Detrás deMonflorite había dos pesados cañonesque disparaban pocas veces al día, conun rugido profundo y sordo semejante alaullido de distantes monstruosencadenados. En la fortaleza medievalde Monte Aragón, tomada por las tropasleales el año anterior (fortaleza que entoda su historia nunca había sidoconquistada, según se decía), y quedominaba uno de los accesos a Huesca,funcionaba un pesado cañón, construidosin duda en el siglo XIX. Sus grandesproyectiles pasaban silbando con tantalentitud que uno tenía la sensación deque podía correr a la par de ellos. Un

proyectil de este cañón sonaba algo asícomo un ciclista que pasara pedaleandoy silbando al mismo tiempo. Losmorteros de trinchera, tan pequeñoscomo eran, producían el peor ruido. Susproyectiles son una especie de torpedoalado, de forma similar a los dardos quese arrojan en los sitios de recreo, y deltamaño de un botellín; explotan con unsonido metálico diabólico, como el dealgún monstruoso globo de acero alestrellarse sobre un yunque. A vecesnuestros aeroplanos sobrevolaban ellugar y soltaban esos torpedos aéreoscuyo tremendo rugido hace temblar latierra a tres o cuatro kilómetros de

distancia. Los disparos de la artilleríaantiaérea fascista punteaban el cielocomo nubecitas en una mala acuarela,pero nunca vi que se acercaran siquieraa mil metros de un aeroplano. Cuando unavión desciende en picado y emplea suametralladora, las descargas se percibendesde abajo como un batir de alas.

En nuestro sector no era mucho loque ocurría. Doscientos metros a nuestraderecha, donde los fascistas seencontraban en terreno más alto, sustiradores apostados mataron a unoscuantos de nuestros camaradas.Doscientos metros a la izquierda, en elpuente sobre el río, tenía lugar una

especie de duelo entre los morterosfascistas y los hombres que construíanuna barricada de cemento queatravesaba el puente. Los pequeñosproyectiles funestos pasaban por encima—fsss-crash-fsss-crash— produciendoun ruido doblemente infernal cuando seestrellaban contra el camino asfaltado.A unos cien metros, se podía estarperfectamente a salvo y observar lascolumnas de polvo y humo negro que seelevaban como árboles mágicos. Lospobres diablos en los alrededores delpuente pasaban gran parte del díaocultos en los pequeños refugioscavados cerca de la trinchera. Pero hubo

menos bajas de lo que podría haberseesperado, y la barricada, una pared decemento de medio metro de espesor, controneras para dos ametralladoras y unpequeño cañón de campaña, fueconstruyéndose sin interrupciones. Elcemento era reforzado con viejosarmazones de cama, aparentemente elúnico hierro que había podidoencontrarse para ese fin.

VI

Cierta tarde, Benjamín nos dijo quenecesitaba quince voluntarios. El ataquecontra el reducto fascista, suspendido enuna ocasión, se llevaría a cabo esanoche. Aceité mis diez cartuchosmexicanos, ensucié mi bayoneta (elbrillo excesivo podía revelar miposición) y preparé un trozo de pan, otrode chorizo colorado y un cigarro,atesorado durante largo tiempo, que miesposa me había enviado desdeBarcelona. Se distribuyeron granadas,tres para cada hombre. El gobierno

español había logrado por fin produciruna granada decente. Se basaba en elprincipio de la bomba Mills, pero condos seguros en lugar de uno; después dearrancarlos había un intervalo de sietesegundos antes de la explosión. Suprincipal desventaja radicaba en queuno de los seguros era muy rígido y elotro muy flojo, de modo que se podíaelegir entre dejar los dos colocados ensu sitio y exponerse a no poder mover elmás duro en un momento de emergenciao sacar el duro de antemano y vivir en elconstante terror de que la granadaexplotara en el bolsillo. Pero era unapequeña granada muy cómoda de

arrojar.Poco antes de medianoche, Benjamín

nos condujo hasta Torre Fabián. Desdeel crepúsculo había estado lloviendo.Las acequias estaban llenas hasta elborde y, cada vez que uno tropezaba ycaía dentro de ellas, se encontraba conel agua hasta la cintura. Bajo la lluviatorrencial, y en completa oscuridad, unaborrosa masa de hombres nos aguardabaen el patio de la granja. Kopp se dirigióa nosotros, primero en español y luegoen inglés, para explicar el plan deataque. La línea fascista formaba allí unángulo en L, y el parapeto que debíamosatacar se encontraba sobre una

elevación del terreno en la esquina de laL. Una treintena de nosotros, la mitadingleses, la mitad españoles, bajo ladirección de Benjamín y de Jorge Roca,comandante de nuestro batallón (unbatallón en la milicia significaba unoscuatrocientos hombres), debíamosarrastrarnos y cortar la alambradafascista. Jorge arrojaría la primeragranada como señal, y entonces losdemás debíamos lanzar una lluvia degranadas, expulsar a los fascistas delparapeto y apoderarnos de él antes deque pudieran volver a reunir fuerzas.Simultáneamente, setenta hombres delBatallón de Choque debían asaltar la

siguiente «posición», fascista, situada adoscientos metros hacia la derecha yunida a la primera por una trinchera decomunicación. Para evitar quedisparáramos unos contra otros en laoscuridad, debíamos usar brazaletesblancos. En ese momento llegó unmensajero para comunicarnos que nohabía brazaletes blancos. Desde laoscuridad, una voz quejumbrosa sugirió:«¿No podríamos hacer que fueran losfascistas los que usaran brazaletesblancos?».

Había que aguardar todavía un parde horas. El granero situado sobre elestablo de mulas estaba tan destrozado

por el bombardeo que era peligrosomoverse sin una luz. Sólo le quedaba lamitad del suelo y había una caída de seismetros hasta las piedras de abajo.Alguien encontró un pico y arrancó unastablas, con las que al cabo de pocosminutos encendimos un buen fuego ynuestras ropas empapadas comenzaron adespedir vapor. Un miliciano sacó unmazo de naipes y comenzó a circular elrumor —uno de esos rumoresmisteriosos, endémicos en la guerra—de que se disponían a repartir cafécaliente con coñac. Bajamos raudos laescalera a punto de derrumbarse y nospusimos a buscar por el patio oscuro,

preguntando dónde estaba el café. ¡Ay!,no había café. En vez de eso, nosreunieron, nos hicieron formar una filaúnica y Jorge y Benjamín iniciaron lamarcha en la oscuridad, seguidos portodos nosotros.

Continuaba el tiempo lluvioso y laintensa oscuridad, pero el viento habíacesado. El fangal era indescriptible. Lossenderos a través de los campos deremolacha eran una mera sucesión deaglomeraciones de barro, tanresbaladizas como una cucaña, conenormes charcos por todas partes.Mucho antes de que llegáramos al lugardonde debíamos abandonar nuestro

propio parapeto, ya nos habíamos caídovarias veces y teníamos los fusilesembarrados. En el parapeto, un pequeñogrupo de hombres, nuestra reserva, nosaguardaba con el médico junto a una filade camillas. Pasamos de uno en uno através de la abertura del parapeto yvadeamos una acequia. Plash-glu-glu-glu, una vez más, con el agua hasta lacintura y el barro maloliente yresbaladizo que penetraba por los cañosde las botas. Jorge aguardó sobre lahierba del otro lado de la acequia hastaque todos hubimos pasado. Entonces,doblado casi en dos, comenzó a avanzarlentamente. El parapeto fascista estaba a

unos ciento cincuenta metros. Nuestraúnica posibilidad de llegar hasta élradicaba en movernos sin hacer ruido.

Yo marchaba delante con Jorge yBenjamín. Doblados en dos, pero conlos rostros levantados, nos arrastramosen la oscuridad casi total a un ritmo quese hacía más lento a cada paso. La lluviagolpeaba ligeramente nuestros rostros.Cuando miré hacia atrás, pude ver a loshombres que estaban más cerca de mí:un racimo de formas jorobadas comoenormes hongos negros deslizándoselentamente. Cada vez que levantaba lacabeza, Benjamín, a mi lado, mesusurraba furioso al oído: «¡Mantén la

cabeza baja! ¡Mantén la cabeza baja!».Podría haberle dicho que no necesitabapreocuparse. Sabía por experiencia que,en una noche oscura, no se puede ver aun hombre a veinte pasos. Era muchomás importante avanzar en silencio; sinos oían una sola vez estábamosperdidos. Les bastaba barrer laoscuridad con la ametralladora y sólonos quedaría huir o dejarnos masacrar.

Pero, en aquel terreno resultaba casiimposible avanzar sin ruido. Por másprecauciones que tomáramos, el barro sepegaba a los pies y a cada paso quedábamos hacía chop-chop, chop-chop. Ypara acabar de empeorar las cosas, el

viento había cesado y, a pesar de lalluvia, la noche era muy silenciosa. Lossonidos debían de llegar muy lejos.Hubo un momento inquietante cuandotropecé con una lata. Pensé que losfascistas en muchos kilómetros a laredonda debían de haberlo oído. Perono, ni un disparo, ni un movimiento enlas líneas enemigas. Seguimosdeslizándonos, cada vez más lentamente.Me resulta imposible expresar laintensidad con que deseaba llegar allí,¡tener el objetivo al alcance de lasgranadas antes de que nos oyeran! Entales ocasiones, uno ni siquiera tienemiedo, sólo siente un tremendo y

desesperado anhelo de cruzar el terrenointermedio. Experimenté idénticasensación al ir al acecho de un animalsalvaje: el mismo deseo angustioso deponerlo a tiro, la misma certeza —comoen sueños— de que eso resultaimposible. ¡Y cómo se alargaba ladistancia! Yo conocía bien el lugar, sólodebíamos recorrer ciento cincuentametros: no obstante, parecía faltar másde un kilómetro. Cuando uno se arrastracon tales precauciones percibe, tal comolo haría una hormiga, todas lasvariaciones del terreno: la espléndidamancha de hierba suave allí, la malditamancha de fango pegajoso aquí, las altas

cañas crujientes que deben evitarse, elmontón de piedras que uno desespera depoder atravesar sin ruido.

Avanzábamos desde hacia tantotiempo que comencé a pensar quehabíamos equivocado el camino. En esemomento empezamos a distinguirdelgadas líneas paralelas y oscuras. Erala alambrada exterior (los fascistastenían dos alambradas). Jorge searrodilló y empezó a rebuscar en elbolsillo; tenía nuestro único par detenazas. Clic, clic. Apartamos conmucho cuidado el alambre cortado yaguardamos a que los últimos hombresse nos acercaran. Nos parecía que

hacían un ruido tremendo. Ahorafaltaban cincuenta metros hasta elparapeto fascista. Seguimos adelante,doblados en dos. Un paso cauteloso,posando el pie con tanta suavidad comoun gato que se aproxima a una ratonera;luego, una pausa para escuchar; después,otro paso. Una vez levanté la cabeza; sinhablar, Benjamín me puso la mano en lanuca y me la bajó violentamente. Sabíaque la alambrada interior quedabaapenas a veinte metros del parapeto. Meparecía inconcebible que treintahombres pudieran llegar hasta allí sinque nadie los oyera. Nuestra respiraciónbastaba para denunciarnos. Con todo,

llegamos. El parapeto fascista ya eravisible, un borroso montículo negro quese elevaba ante nosotros. Jorge searrodilló y rebuscó de nuevo en subolsillo. Clic, clic. No hay manera decortar alambres en silencio.

Estábamos, pues, junto a laalambrada interior. La atravesamos acuatro patas y con mayor rapidez. Siteníamos tiempo de desplegarnos todoiría bien. Jorge y Benjamín atravesaronagachados la alambrada hacia laderecha. Pero los hombres que estabandispersos detrás de nosotros tuvieronque formar una cola para pasar por laangosta abertura y justo en ese momento

hubo un fogonazo y una detonación en elparapeto fascista. El centinela nos habíaoído por fin. Jorge se apoyó en unarodilla e hizo girar el brazo como unjugador de bolos. ¡Brum! Su granadareventó en alguna parte al otro lado delparapeto. De inmediato, con muchamayor rapidez de la que uno habríacreído posible, se oyó el rugido de diezo veinte fusiles desde el parapetofascista. Nos habían estado esperando,después de todo. La lívida luz nospermitía ver los sacos de arena demanera intermitente. Los hombresestaban demasiado lejos para arrojar susgranadas. Cada tronera parecía escupir

chorros de fuego. Siempre es horribleestar bajo el fuego en la oscuridad,donde cada fogonazo parece apuntardirectamente hacia uno. Lo peor son lasgranadas, no es posible concebir suhorror hasta que se las ha visto reventarde cerca en la oscuridad; durante el díasólo se oye el estruendo de la explosión,pero en la oscuridad también está elcegador resplandor rojizo. Me habíaarrojado boca abajo a la primeradescarga. Durante todo ese tiempoestuve echado de costado sobre el barro,luchando desesperadamente con elseguro de una granada. El maldito senegaba a salir. Por fin, me di cuenta de

que tiraba en dirección equivocada.Saqué el seguro, me puse de rodillas,arrojé la granada y volví a tirarmecuerpo a tierra. Explotó hacia laderecha, antes del parapeto: el miedohabía arruinado mi puntería. En esemomento, otra granada estalló delante demí, tan cerca que pude sentir el calor dela explosión. Me aplasté contra el sueloy enterré la cara en el barro con tantafuerza que me hice daño en el cuello ypensé que estaba herido. En medio delestrépito alcancé a oír una voz inglesaque decía quedamente a mis espaldas:«Estoy herido». La granada habíaalcanzado a varios hombres a mi

alrededor, sin tocarme. Me puse derodillas y arroje mi segunda granada. Heolvidado dónde cayó.

Los fascistas disparaban, nuestroshombres disparaban desde laretaguardia y yo tenía plena concienciade estar en el medio. Sentí muy próximauna ráfaga y me di cuenta de que unhombre tiraba inmediatamente detrás demí. Me puse de pie y le grité: «¡No tirescontra mi, pedazo de idiota!». En esemomento vi que Benjamín, apostado aunos diez metros hacia mi derecha, mehacía señas con un brazo. Corrí hacia él.Decidí cruzar la línea de tronerasllameantes y, mientras lo hacía, me

protegí la mejilla con una mano —ademán bastante idiota—, ¡como si unamano pudiera detener las balas!, pero esque sentía horror de recibir una heridaen la cara. Benjamín estaba apoyado enuna rodilla con una diabólica expresiónde placer en el rostro, mientrasdisparaba cuidadosamente contra lastroneras con su pistola automática. Jorgehabía sido herido con la primeradescarga y no se lo veía desde allí. Mearrodillé junto a Benjamín, saqué elseguro de mi tercera granada y la arrojé.¡Ah! No cabía duda. La bomba estallóesta vez al otro lado del parapeto, en laesquina, justo al lado del nido de

ametralladoras.El fuego fascista pareció menguar de

forma muy súbita. Benjamín se puso depie y gritó: «¡Adelante! ¡A la carga!».Nos lanzamos hacia la breve y empinadapendiente sobre la que se levantaba elparapeto. Digo «nos lanzamos», pero noes la expresión más exacta, pues resultaimposible moverse con rapidez cuandouno está empapado, cubierto de barro dela cabeza a los pies y cargado con unpesado fusil y bayoneta y cientocincuenta cartuchos. Daba por sentadoque arriba me aguardaba un fascista. Sidisparaba a esa distancia no podíaerrarme y, sin embargo, nunca esperé

que lo hiciera, sino que me atacara conla bayoneta. Me parecía sentir deantemano la sensación de nuestrasbayonetas entrechocándose, y mepregunté si su brazo sería más fuerte queel mío. Sin embargo, ningún fascista meaguardaba. Con una vaga sensación dealivio descubrí que se trataba de unparapeto bajo y que los sacos de arenaproporcionaban un buen punto de apoyo.Por lo general son difíciles de superar.Al otro lado la destrucción era total, conpedazos de vigas y grandes fragmentosde uralita dispersos por todas partes.Nuestras granadas habían destrozadotodas las barracas y refugios. No se veía

un alma. Pensé que estarían escondidosbajo tierra, y grité en inglés (no se meocurría nada en español en esemomento): «¡Salid de ahí! ¡Rendíos!».No hubo respuesta. En ese momento unhombre, una figura borrosa en lapenumbra, saltó desde el tejado de unade las barracas destruidas y huyó haciala izquierda. Salí en su persecución,clavando mi bayoneta absurdamente enla oscuridad. Cuando daba la vuelta a laesquina del barracón, vi a un hombre —no sé si era el mismo que había divisadoantes huyendo por la trinchera decomunicación que conducía a la otraposición fascista—. Debo de haber

estado muy cerca de él, pues pude verlocon toda claridad. Tenía la cabezadescubierta y parecía no llevar nadapuesto, salvo una manta sobre loshombros. A esa distancia podía haberlohecho volar en pedazos. Pero, por temora que nos disparáramos entre nosotros,se nos había ordenado que usáramossólo las bayonetas una vez queestuviéramos al otro lado del parapeto.De cualquier manera, ni siquiera se meocurrió apuntar. En vez de eso, mi mentesaltó veinte años atrás, al profesor deboxeo del colegio, quien me describíacon vívida pantomima cómo en losDardanelos había atravesado a un turco

con la bayoneta. Cogí el fusil por laparte delgada de la culata y arremetícontra la espalda del hombre. Estabafuera de mi alcance. Arremetí otra vez,pero seguía fuera de mi alcance. Y asíseguimos durante un corto trecho, élcorriendo por la trinchera y yo detrás,tratando de dar alcance a su espalda ysin conseguirlo; un recuerdo cómicopara mi, pero supongo que no tanto paraél.

Desde luego, él conocía el terrenomejor que yo y pronto me dio esquinazo.Cuando regresé a la posición, ésta seencontraba llena de hombres quegritaban. Los estampidos habían

disminuido algo. Los fascistas seguíandisparando contra nosotros desde tresdirecciones pero a mayor distancia. Loshabíamos hecho retroceder por elmomento. Recuerdo haber dicho contono de oráculo: «Podemos defendereste lugar durante media hora, nadamás». No sé por qué dije media hora.Hacia la derecha, sobre el parapeto,podían verse los innumerablesfogonazos verdosos de los fusiles queperforaban la oscuridad; pero estabanmuy lejos, a unos cien o doscientosmetros. Nuestra tarea consistía ahora enexplorar la posición y apoderarnos detodo lo que pudiera considerarse

valioso. Benjamín y algunos otrosestaban ya escarbando entre las ruinasde un enorme barracón o refugio en elcentro de la posición. Benjamín setambaleó excitado sobre el techo enruinas, tirando del asa de cuerda de unacaja de municiones.

—¡Camaradas! ¡Municiones!¡Muchísimas municiones, aquí!

—No queremos municiones —dijoalguien—, queremos fusiles.

Era verdad. La mitad de nuestrosfusiles estaban inutilizados por el barro.Podían limpiarse, pero es peligrososacar el cerrojo de un fusil en laoscuridad, donde fácilmente puede

extraviarse. Carecíamos de todo mediode iluminación, salvo una pequeñalinterna que mi esposa había logradocomprar en Barcelona. Unos pocoshombres que habían conservado susfusiles en condiciones iniciaron un fuegodesganado contra los lejanosresplandores. Nadie se atrevía adisparar demasiado seguido, pues hastalos mejores fusiles podíanencasquillarse si se recalentaban.Éramos unos dieciséis dentro delparapeto, incluidos los pocos heridos.Algunos de éstos, ingleses y españoles,habían quedado al otro lado. PatrickO’Hara, un irlandés de Belfast que tenía

cierta experiencia en primeros auxilios,iba de un lado a otro con paquetes devendas vendando a los heridos. Cadavez que regresaba al parapeto, y a pesarde sus indignados gritos de ¡POUM!, seexponía incluso al fuego de los propioscompañeros.

Comenzamos a registrar la posición.Había varios muertos tirados por ahí,pero no me detuve a examinarlos. Loque me interesaba era la ametralladora.Mientras yacíamos sobre el barro, mehabía preguntado vagamente por qué nodisparaba. Iluminé con mi linterna elnido de ametralladoras. ¡Amargadesilusión! No estaba allí. Quedaban el

trípode y varias cajas de municiones yrepuestos, pero el arma había sidotrasladada. Sin duda, actuaroncumpliendo una orden, pero fue estúpidoy cobarde proceder así, pues de haberdejado la ametralladora en su lugarhabrían aniquilado a muchos denosotros. Nos sentíamos furiosos, puessoñábamos con apoderarnos de unaametralladora.

Miramos por todas partes, pero noencontramos nada de gran valor.Abundaban las granadas, de un tipobastante inferior a las nuestras, queexplotaban tirando de una cuerda.Guardé un par en el bolsillo como

recuerdo. Resultaba imposible nosentirse conmovido ante la miseria delas trincheras fascistas. El desorden deropas, libros, comida, objetospersonales, que existía en nuestrastrincheras, aquí faltaba por completo;estos pobres reclutas sin paga noparecían poseer otra cosa que algunasmantas y unos pocos trozos de panmojado. En el extremo más alejadohabía un pequeño refugio con unventanuco que se encontraba en partesobre el nivel del suelo. Lo iluminamoscon la linterna desde la ventanilla y deinmediato dimos rienda suelta a nuestraalegría. Un objeto cilíndrico en un

estuche de cuero, de más de un metro dealto y diez centímetros de diámetro,estaba apoyado contra la pared. Setrataba seguramente del cañón de laametralladora. Nos precipitamos através de la abertura y descubrimos queel estuche de cuero no contenía nadaperteneciente a una ametralladora, sinoalgo que, en nuestro ejército desprovistode armas, resultaba aún más valioso.Era un enorme telescopio, de sesenta osetenta aumentos por lo menos, con untrípode plegable. En nuestro sector no seconocían esos telescopios y losnecesitábamos desesperadamente. Losacamos de manera triunfal y lo

colocamos contra el parapeto parallevárnoslo más tarde con nosotros.

En ese momento, alguien gritó quelos fascistas se acercaban. Sin duda elestrépito de las detonaciones se habíahecho mucho más intenso. Resultabaobvio que los fascistas no lanzarían uncontraataque desde la derecha, pues elloimplicaba atravesar la tierra de nadie yasaltar su propio parapeto. Si teníansentido común nos atacarían desde elinterior de la línea. Me dirigí hacia elotro extremo de la posición, que teníaforma de herradura, de modo que otroparapeto nos protegía a la izquierda. Unfuego graneado procedía de esa

dirección, pero no tenía mayorimportancia. El peligro estaba enfrente,pues allí no contábamos con protecciónalguna. Una lluvia de balas pasaba porencima de nuestras cabezas. Parecíaproceder de la otra posición fascistasobre la línea; era evidente que elBatallón de Choque no había logradocapturarla. Ahora el ruido resultabaensordecedor. Era el estruendoincesante, como un redoble de tambores,de una masa de fusiles que yo estabaacostumbrado a oír desde ciertadistancia; por primera vez, meencontraba en medio de él. A estas horasel fuego se había extendido ya, desde

luego, varios kilómetros a lo largo delfrente y en torno a nosotros. DouglasThompson, con un brazo herido que lecolgaba inútil a un costado, se aguantabarecostado en el parapeto y disparabacon una sola mano hacia los fogonazos.Alguien cuyo fusil se había atascado, lerecargaba el suyo.

Éramos unos cuatro o cinco en estelado. Estaba claro lo que había quehacer. Había que arrastrar los sacos dearena desde el parapeto delantero ylevantar una barricada en el lado noprotegido; y había que hacerlo sindemora. Las balas pasaban muy altotodavía, pero la altura podía reducirse

en cualquier momento. Por losfogonazos a nuestro alrededor calculéque nos las veíamos con cien odoscientos hombres. Comenzamos a tirarde los sacos para arrastrarlos unosveinte metros hacia adelante y apilarlosde forma desordenada. Era una tareaímproba. Los sacos eran grandes, cadauno pesaba un quintal, y moverlos exigíaun gran esfuerzo. A veces la arpillerapodrida se rasgaba y la arena húmedacaía sobre nosotros como una cascada,metiéndosenos por el cuello y lasmangas. Recuerdo haber sentido unprofundo horror ante todo aquello: laconfusión, la oscuridad, el ruido, el

barro, la lucha con los sacos quereventaban, y todo el. tiempo estorbadopor el fusil, que no me atrevía a dejar enninguna parte por temor a perderlo.Hasta le grité a alguien mientrasavanzábamos a trompicones llevando unsaco: «¡Esto es la guerra! ¿No esespantoso?». De pronto, una sucesión delargas figuras comenzó a saltar porencima del parapeto de delante. Cuandose aproximaron, vimos que llevaban eluniforme del Batallón de Choque y nosalegramos, pensando que eran refuerzos;sin embargo, sólo eran cuatro, tresalemanes y un español. Más tarde nosenteramos de lo que les había ocurrido a

las milicias de choque. No conocían elterreno y, en la oscuridad, habíanavanzado en dirección errónea hastatoparse con la alambrada fascista, dondemuchos de ellos perdieron la vida. Estoscuatro se habían perdido, por suertepara ellos. Los alemanes no hablabanuna palabra de inglés, francés o español.Con gran dificultad y muchos gestos, lesexplicamos lo que hacíamos y lespedimos ayuda para construir labarricada.

Los fascistas habían hecho traer unaametralladora. La podíamos verescupiendo fuego como un buscapiés aunos cien o doscientos metros; las balas

pasaban por encima de nosotros con unchasquido seco y continuo. No tardamosen colocar bastantes sacos como paracontar con un parapeto bajo, detrás delcual los pocos hombres que estábamos aese lado de la posición nos podíamosechar y disparar. Yo estaba de rodillasdetrás de ellos. Un disparo de morterosilbó y se estrelló en alguna parte de latierra de nadie. Ése era otro peligro,pero necesitarían algunos minutos paraubicar nuestra posición. Ahora quehabíamos terminado de luchar con esosmalditos sacos de arena podía inclusoresultar de alguna manera divertido elruido, la oscuridad, los fogonazos que se

acercaban cada vez más, nuestrospropios hombres respondiendo a losfogonazos. Hasta había tiempo parapensar un poco. Recuerdo habermepreguntado si tenía miedo, y habermerespondido que no. Afuera, donde quizáhabía corrido menos peligro, me habíasentido casi enfermo de miedo. Depronto, alguien volvió a gritar que losfascistas se acercaban. Esta vez no habíaduda al respecto, pues los fogonazos seveían mucho más cercanos. Vi uno amenos de veinte metros. Evidentementeavanzaban por la trinchera decomunicación. A veinte metrosestábamos a tiro de granada; éramos

ocho o nueve, muy cerca unos de otros;bastaría una sola granada bien colocadapara hacernos volar por los aires. BobSmillie, con la sangre chorreándole porla cara debido a una pequeña herida, sepuso de rodillas y arrojó una granada.Nos agachamos, esperando el estallido.En la trayectoria fue dejando una estelade chispas, pero no explotó. (Por lomenos una cuarta parte de estas granadaseran inútiles.) Yo tenía solamente las delos fascistas y no sabía con certezacómo manejarlas. Pregunté si todavía lesquedaba alguna granada. Douglas Moylebuscó en el bolsillo y me pasó una. Laarrojé y me tiré boca abajo. Por uno de

esos golpes de suerte que suceden unavez al año logré arrojar la granadaexactamente en el sitio donde habíavisto un fogonazo. Se oyó el estruendode la explosión y de inmediato unalboroto infernal de alaridos y quejidos.Por lo menos le habíamos dado a uno deellos; no sé si murió, pero sin dudaestaba malherido. ¡Pobre desgraciado!¡Pobre desgraciado! Sentí un vago pesarmientras le oía gritar. En ese instante, ala tenue luz de unos fogonazos, vi o creíver una figura de pie cerca del lugar dedonde habían salido los disparos. Dirigíen esa dirección mi fusil y disparé.Hubo otro alarido, pero creo que seguía

siendo de la víctima de la granada. Searrojaron varias granadas más. Lospróximos fogonazos que vimos estabanya muy lejos, a cien metros o más. Loshabíamos hecho retroceder; por lomenos provisionalmente.

Todos comenzaron a maldecir y apreguntar por qué demonios no nosmandaban refuerzos. Con una metralletao veinte hombres con fusiles limpiospodíamos defender ese lugar contra unbatallón. En ese momento PaddyDonovan, que era el segundo en la líneade mando tras Benjamín y había sidoenviado en busca de órdenes, trepó porencima del parapeto delantero.

—¡Eh! ¡Salid! ¡Todos afuera,inmediatamente!

—¿Cómo?—¡Hay que retirarse! ¡Salid!—¿Por qué?—Órdenes. ¡De vuelta a nuestras

líneas y a paso ligero!Algunos ya escalaban el parapeto de

delante. Varios trataban de transportaruna pesada caja de municiones. Pensé enel telescopio que había dejado apoyadocontra el parapeto, al Otro lado de laposición. Pero entonces vi que loscuatro integrantes de las milicias dechoque, actuando, supongo, según unaorden misteriosa recibida con

antelación, habían comenzado a correrpor la trinchera que conducía a la otraposición fascista, donde los esperaba lamuerte. Ya habían desaparecido en laoscuridad. Corrí tras ellos, tratando detraducir al español la orden de retiradahasta que por fin grité: «¡Atrás! ¡Atrás!»,que quizá tenía el mismo significado. Elespañol me entendió e hizo retroceder alos otros. Paddy aguardaba junto alparapeto.

—Vamos, daos prisa.—Pero, el telescopio…—¡Al diablo el telescopio!

Benjamín aguarda afuera…Trepamos hacia el otro lado. Paddy

aguantó la alambrada para que pasara.En cuanto nos apartamos de laprotección que ofrecía el parapetofascista nos encontramos con un fuegoinfernal que parecía proceder de todaspartes, también de nuestro sector; puestodo el mundo disparaba a lo largo de lalínea. Dondequiera que nosdirigiésemos, una nueva lluvia de balaspasaba junto a nosotros; nos condujeronde un lado a otro en la oscuridad como aun rebaño de ovejas. El hecho dearrastrar la caja de municiones —una deesas cajas que contienen mil setecientascincuenta cargas y pesan casi un quintal— dificultaba la marcha, sobre todo

porque también llevábamos granadas yfusiles abandonados por los fascistas.Aunque la distancia de parapeto aparapeto no era ni de doscientos metrosy la mayoría de nosotros conocíamos elterreno, en pocos minutos nosencontramos completamente perdidos.Chapoteábamos al azar en el barro,sabiendo únicamente que las balasvenían de ambos lados. No había lunapara guiarse, pero el cielo se estabaponiendo un poco más claro. Nuestraslíneas estaban al este de Huesca; yoquería quedarme donde estábamos hastaque los primeros rayos de la aurora nosindicaran dónde quedaba el este, pero

los demás se opusieron. Seguimoschapoteando, modificando nuestradirección varias veces y haciendo turnospara tirar de la caja de municiones. Porfin, vimos la baja línea plana de unparapeto frente a nosotros. Podía ser lanuestra o la fascista; nadie tenía lamenor idea de adónde íbamos. Benjamínreptó sobre su vientre entre unos altoshierbajos blancuzcos hasta situarse aunos veinte metros de aquélla y gritó unacontraseña. Un grito de «¡POUM!» lerespondió. Nos pusimos de pie,avanzamos hacia el parapeto, vadeamosuna vez más la acequia y nosencontramos a salvo.

Kopp nos aguardaba adentro conunos pocos españoles. El médico y loscamilleros ya no estaban. Parecía quetodos los heridos habían sido rescatadoscon excepción de Jorge y uno denuestros propios hombres, llamadoHiddlestone, que habían desaparecido.Kopp, muy pálido, caminaba sin cesar.Incluso los pliegues de grasa de la nucase le veían pálidos; no prestaba ningunaatención a las balas que pasaban porencima del bajo parapeto y seestrellaban cerca de su cabeza. Lamayoría de nosotros estábamosagazapados detrás del parapetobuscando protección. Kopp murmuraba

ininterrumpidamente: «¡Jorge! ¡Coño!¡Jorge!»*. Y luego, en inglés: «¡Si Jorgeha muerto, es terrible, terrible!». Jorgeera su amigo personal y uno de susmejores oficiales. De inmediato sedirigió a nosotros y pidió cincovoluntarios, dos ingleses y tresespañoles, para buscar a los hombresque faltaban. Moyle y yo, junto con tresespañoles, nos ofrecimos.

Cuando salimos, los españolesmurmuraron que estaba clareandopeligrosamente. Era cierto; el cielo teníaya una ligera tonalidad azulada. Habíaun tremendo follón de voces excitadasprocedentes del reducto fascista.

Evidentemente habían vuelto a ocupar ellugar con fuerzas más numerosas.Estábamos a cincuenta o sesenta metrosdel parapeto cuando nos vieron o nosoyeron, pues lanzaron una cerradadescarga que nos obligó a echarnos debruces. Uno de ellos arrojó una granadapor encima del parapeto, signo segurode pánico. Permanecíamos estiradossobre la hierba, aguardando unaoportunidad para seguir adelante,cuando oímos o creímos oír —no tengodudas de que fue pura imaginación, peroentonces pareció bastante real— vocesfascistas mucho más cercanas. Habíanabandonado el parapeto y venían a por

nosotros. «¡Corre!», le grité a Moyle, yme puse en pie de un salto. ¡Cielos,cómo corrí! Al comienzo de la nochehabía pensado que no se puede corrercuando se está empapado de pies acabeza y cargado con un fusil ycartuchos. Supe en ese momento quesiempre se puede correr cuando unocree tener pegados a los talones acincuenta o cien hombres armados. Si yocorría velozmente, otros podían hacerloaún con mayor rapidez. Durante mihuida, algo que podría haber sido unalluvia de meteoritos me sobrepasó. Eranlos tres españoles que nos habíanencabezado. Alcanzaron nuestro propio

parapeto sin detenerse y sin que yopudiera alcanzarlos. La verdad es queteníamos los nervios deshechos. Sabía,en todo caso, que a media luz, dondecinco hombres son claramente visibles,uno solo no lo es, de manera que resolvícontinuar explorando por mi cuenta. Melas ingenié para llegar a la alambradaexterior y examinar el terreno lo mejorque pude, lo cual no era mucho, puesdebía yacer boca abajo. No habíaseñales de Jorge o Hiddlestone yretrocedí reptando. Más tarde supimosque ambos habían sido llevados muchoantes a la sala de primeros auxilios.Jorge tenía una herida leve en el

hombro. Hiddlestone estaba gravementeherido, una bala le había atravesado elbrazo izquierdo, rompiéndole el huesoen varios lugares; mientras yacía en elsuelo, una granada explotó cerca de élproduciéndole numerosas heridas. Mealegra poder decir que se recuperó. Mástarde me contaría que se habíaarrastrado de espaldas algunos metroshasta encontrar a un español herido, conel cual, ayudándose mutuamente, logróregresar.

Ya estaba aclarando. A lo largo dela línea todavía resonaba un fuego sinsentido, como la llovizna que siguecayendo luego de una tormenta.

Recuerdo que todo tenía un aspectodesolador: las ciénagas, los saucesllorones, el agua amarilla en el fondo delas trincheras y los rostros agotados delos hombres cubiertos de barro yennegrecidos por el humo. Cuandoregresé a mi refugio en la trinchera, lostres hombres con quienes la compartíaya estaban profundamente dormidos. Sehabían arrojado al suelo con el equipopuesto y los fusiles embarradosapretados contra ellos. Todo estabamojado, dentro y fuera. Una largabúsqueda me permitió reunir bastantesastillas secas como para encender unpequeño fuego. Luego fumé el cigarro

que me había estado reservando y que,con gran sorpresa por mi parte, no sehabía roto durante la noche.

Tiempo después supe que la acciónhabía resultado un éxito. Se tratabameramente de una salida para que losfascistas apartaran tropas del otro ladode Huesca, donde los anarquistasvolvían a atacar. Yo supuse que losfascistas habían utilizado cien odoscientos hombres en el contraataque,pero un desertor nos dijo más tarde queeran seiscientos. Creo que mentía —losdesertores, por motivos evidentes, amenudo tratan de caer bien medianteadulaciones—. Era una gran pena lo del

telescopio. La idea de haber perdido esemagnífico botín me duele aún ahora.

VII

Los días se tornaron más cálidos y hastalas noches se hicieron tolerablementetibias. En el cerezo marcado por lasbalas que había frente a nuestro parapetocomenzaron a formarse apretadosracimos de cerezas. Bañarse en el ríodejó de ser una tortura y se convirtiócasi en un placer. Rosas silvestres degrandes capullos rosados surgían de loshoyos dejados por las bombas alrededorde Torre Fabián. Detrás de la líneaveíamos campesinos que llevaban floressilvestres en— la oreja. Al anochecer;

solían salir con redes verdes a cazarperdices. Extienden la red a una ciertaaltura sobre la hierba y luego se echan aimitar el grito de la perdiz hembra.Cualquier macho que lo oye acude sintardanza; cuando están debajo de la red,arrojan una piedra para asustarlos, antelo cual pegan un salto y quedanatrapados en aquélla. Aparentementesólo cazaban machos, lo cual me parecióinjusto.

En esa época se sumó a nosotros unasección de andaluces. No sé cómollegaron hasta este frente. La explicaciónaceptada era que habían huido deMálaga a tal velocidad que se habían

olvidado de detenerse en Valencia; peroesta explicación se debía a loscatalanes, que despreciaban a losandaluces como a una raza desemisalvajes. Sin duda, los andaluceseran muy ignorantes, casi todosanalfabetos, y ni siquiera parecían saberlo único que nadie ignora en España: aqué partido pertenecían. Creían seranarquistas, pero no estaban del todoseguros; quizás fueran comunistas. Eranpastores o aceituneros, tal vez, deaspecto rústico, nudosos, con los rostrosprofundamente curtidos por el feroz solmeridional. Nos resultaban útiles, puesposeían extraordinaria destreza para

convertir en cigarrillos el reseco tabacoespañol. La distribución de éstos habíacesado, pero a veces se podían compraren Monflorite paquetes de tabaco másbarato, muy similar, en aspecto y textura,a la paja cortada. De sabor no era malo,pero estaba tan seco que cuando seconseguía armar un cigarrillo, el tabacono tardaba en caer y uno se quedaba conun cilindro vacío. Sin embargo, losandaluces lograban admirablescigarrillos y tenían una técnica especialpara pegar el papel.

Dos ingleses cogieron unainsolación. Mis recuerdos más vívidosde esa época son el calor del mediodía,

el trabajar semidesnudos con sacos dearena sobre los hombros quemados porel sol; la mugre de las ropas y de lasbotas destrozadas; las luchas con lamula que traía nuestras raciones y queno tenía miedo de los disparos de fusil,pero huía cuando había un estallido degranada; los mosquitos, ya activos, y lasratas, molestas y ruidosas, quedevoraban hasta cinturones ycartucheras. Nada ocurría, exceptoalguna baja ocasional producida por eldisparo de un tirador apostado, elesporádico fuego de artillería y losataques aéreos sobre Huesca. Como losárboles ya estaban cubiertos de hojas,

habíamos construido plataformas paratiradores en lo alto de los álamos quebordeaban la línea. Al otro lado deHuesca, los ataques comenzaban adisminuir. Los anarquistas habíansufrido serias pérdidas sin lograr cortardel todo la carretera de Jaca. Habíanconseguido establecerse a ambos lados,lo bastante cerca como para tener la rutaa tiro de ametralladora e impedir eltránsito, pero la brecha tenía unkilómetro de extensión y los fascistashabían construido un camino hundido,una especie de enorme trinchera, por elcual cierto número de camiones podía iry venir. Algunos desertores informaron

de que en Huesca quedaban muchasmuniciones y pocos alimentos; eraevidente que la ciudad no caería. Quizáresultaba imposible tomarla con losquince mil hombres mal armados de quese disponía. Más tarde, en junio, elgobierno retiró tropas del frente deMadrid hasta reunir treinta mil hombressobre Huesca y gran cantidad deaviones; ni aun así cayó la ciudad.

Cuando salimos de permiso, yollevaba ciento quince días en el frente.Ese periodo me parecía entonces uno delos más inútiles de toda mi vida. Me unía la milicia para pelear contra elfascismo y, hasta ese momento, casi no

había luchado, limitándome a existircomo una suerte de objeto pasivo, sinhacer otra cosa, a cambio de misraciones, que padecer frío y falta desueño. Quizá sea ése el destino de casitodos los soldados en casi todas lasguerras. Ahora que puedo considerarlocon perspectiva, ya no me arrepiento dehaberlo vivido. Sin duda, querría haberservido con mayor eficacia al gobiernoespañol, pero, desde un punto de vistapersonal, el de mi propio desarrollo,esos primeros tres o cuatro meses demiliciano no fueron inútiles como penséentonces. Constituyeron una suerte deinterregno en mi vida, muy distinto de

cualquier otra experiencia que mehubiera sucedido antes y, quizá, quepueda ocurrirme en el futuro, y meenseñaron cosas que no habría podidoaprender de ninguna otra manera.

Lo esencial es que durante todo esetiempo había estado aislado —en elfrente uno estaba casi completamenteaislado del mundo exterior, e incluso delo que ocurría en Barcelona teníamosuna idea muy vaga— entre personas quecabría definir en líneas generales y sintemor a equivocarse mucho, comorevolucionarios. Eso se debía a que lamilicia en sí era revolucionaria. En elfrente de Aragón conservó este carácter

hasta junio de 1937. Las milicias detrabajadores, basadas en los sindicatos ycompuestas por hombres de opinionespolíticas más o menos iguales,originaban la concentración delsentimiento más revolucionario del paísy lo canalizaban en un sentidodeterminado. Yo estaba integrando, máso menos por azar, la única comunidad deEuropa occidental donde la concienciarevolucionaria y el rechazo delcapitalismo eran más normales que sucontrario. En Aragón se estaba entredecenas de miles de personas de origenproletario en su mayoría, todas ellasvivían y se trataban en términos de

igualdad. En teoría, era una igualdadperfecta, y en la práctica no estaba muylejos de serlo. En algunos aspectos, seexperimentaba un pregusto desocialismo, por lo cual entiendo que laactitud mental prevaleciente fuera deíndole socialista. Muchas de lasmotivaciones corrientes en la vidacivilizada —ostentación, afán de lucro,temor a los patrones, etcétera—simplemente habían dejado de existir.La división de clases desapareció hastaun punto que resulta casi inconcebibleen la atmósfera mercantil de Inglaterra;allí sólo estábamos los campesinos ynosotros, y nadie era amo de nadie.

Desde luego, semejante estado de cosasno Podía durar. Era sólo una fasetemporal y local en un juego gigantescoque se desarrollaba en toda la superficiede la tierra. Sin embargo, duró lobastante como para influir sobre todoaquel que lo experimentara. Por muchoque protestara en esa época, más tardeme resultó evidente que habíaparticipado en un acontecimiento únicoy valioso. Había vivido en unacomunidad donde la esperanza era másnormal que la apatía o el cinismo, dondela palabra «camarada» significabacamaradería y no, como en la mayoríade los países, farsante. Había aspirado

el aire de la igualdad. Sé muy bien queahora está de moda negar que elsocialismo tenga algo que ver con laigualdad. En todos los países del mundo,una enorme tribu de escritorzuelos departido y astutos profesores se afananpor «demostrar» que el socialismo nosignifica nada mas que un capitalismo deEstado planificado, que no elimina ellucro como motivación. Por fortuna,también existe una visión del socialismocompletamente diferente. Lo que lleva alos hombres hacia el socialismo, y losmueve a arriesgar su vida por él, la«mística» del socialismo, es la idea dela igualdad; para la gran mayoría, el

socialismo significa una sociedad sinclases o carece de todo sentido.Precisamente esos pocos meses meresultaron valiosos, porque las miliciasespañolas, mientras duraron,constituyeron una especie demicrocosmos de una sociedad sinclases. En esa comunidad donde nadietrataba de sacar partido de nadie, dondehabía escasez de todo pero ningúnprivilegio y ninguna necesidad deadulaciones, quizá se tenía una toscavisión de lo que serían las primerasetapas del socialismo. En lugar dedesilusionarme, me atrajoprofundamente y fortaleció mi deseo de

ver establecido el socialismo. Ello sedebió, en parte, a la buena suerte dehaber estado entre españoles, quienes,con su decencia innata y su tinteanarquista, están en condiciones dehacer tolerables las etapas iniciales delsocialismo.

En esa época yo casi no teníaconciencia de los cambios que sesucedían en mi propia mente. Comotodos los que me rodeaban, percibía elaburrimiento, el calor, el frío, la mugre,los piojos, las privaciones y el peligro.Hoy es muy diferente. Ese período queentonces me pareció tan inútil y vacío deacontecimientos, tiene ahora gran

importancia para mí. Es tan distinto delresto de mi vida que ya ha adquirido esacualidad mágica que, por lo general,pertenece sólo a los recuerdos muyviejos. Fue espantoso mientras duró,pero ahora constituye un buen sitio porel que pasear mi mente. Quisiera podertransmitir la atmósfera de esa época.Confío haberlo hecho, en parte, en losprimeros capítulos de este libro. En mimemoria los hechos estáninseparablemente ligados al fríoinvernal, a los destrozados uniformes delos milicianos, a los ovalados rostrosespañoles, al sonido telegráfico de lasametralladoras, al olor a orines y a pan

podrido, al sabor metálico de lospotajes de judías engullidosapresuradamente en escudillas sucias.

Todo aquel período ha perdurado enmí con una curiosa nitidez. Con elrecuerdo revivo incidentes que tal vezparezcan demasiado insignificantes paraser evocados. Vuelvo a estar en elrefugio de Monte Pocero, sobre el suelode piedra caliza que me sirve de cama.El pequeño Ramón ronca con la narizaplastada entre mis omóplatos. Metambaleo por la embarrada trinchera,atravesando la niebla que gira en torno amí como vapor helado. Estoy a mitad decamino en una grieta de la ladera de la

montaña, luchando por mantener elequilibrio mientras arranco una raíz deromero silvestre. Por encima de micabeza cantan algunas balas perdidas.

Estoy echado, oculto entre unospequeños abetos, en el terreno bajo queestá al Oeste de Monte Oscuro, conKopp y Bob Edwards y tres españoles.En la desnuda colina gris a nuestraderecha, una hilera de fascistas trepancomo hormigas. Cerca, una trompetasuena en las líneas enemigas. Mi miradaencuentra la de Kopp, quien, en un gestode escolar, les hace burla.

Estoy en el asqueroso patio de LaGranja, entre la multitud de hombres que

luchan con sus platos junto a la olla deestofado. El cocinero gordo y agotadonos mantiene a raya con el cucharón. Enuna mesa cercana, un hombre barbudo,con una enorme pistola automática bajoel cinturón, corta grandes trozos de pan.Detrás de mí, una voz cockney[10] (BillChambers, con quien había tenido unaamarga pelea y que más tarde murió enlas afueras de Huesca) está cantando:

Hay ratas, ratas,ratas grandes como gatas,en la…

Una bala de cañón aúlla sobrenuestras cabezas. Criaturas de quince

años se arrojan al suelo. El cocinero serefugia detrás del caldero. Todos selevantan con una expresión avergonzadacuando el proyectil estalla a unos cienmetros.

Camino junto a la línea de loscentinelas, bajo los oscuros álamos. Enla zanja inundada las ratas chapotean,haciendo tanto ruido como nutrias.Mientras la aurora aparece a nuestrasespaldas, el centinela andaluz canta,envuelto en su capa. Del otro lado de latierra de nadie, llega el canto delcentinela fascista…

El 25 de abril, después de loshabituales mañanas*, otra sección nos

relevó, y nosotros les entregamos losfusiles, preparamos nuestro equipo yregresamos a Monflorite. No lamentabadejar el frente. Los piojos semultiplicaban en mis pantalones conmucha mayor rapidez de la que yo podíadesplegar para destruirlos, desde haciaun mes carecía de calcetines y teníadestrozadas las suelas de las botas, demodo que caminaba casi descalzo.Ansiaba un baño caliente, ropa limpia yuna noche entre sábanas másapasionadamente de lo que es posibledesear algo cuando se lleva una vidanormal. Dormimos unas pocas horas enun granero de Monflorite, de madrugada

subimos a un camión, tomamos el tren delas cinco en Barbastro y, habiendotenido la suerte de enlazar con un trenrápido en Lérida, llegamos a Barcelonaa las tres de la tarde del 26. Y fue luegocuando comenzaron los problemas.

VIII

Desde Mandalay, al norte de Birmania,se puede viajar por tren hasta Maymyo,la principal estación de montaña de laprovincia, al borde de la meseta deShan. Es una experiencia bastanteextraña. El viaje se inicia bajo un solabrasador en la típica atmósfera de unaciudad oriental, entre millones de seresde rostros oscuros, palmeraspolvorientas, jugosas frutas tropicales,olores de pescado, especias y ajo; y unavez acostumbrado a ella, uno se llevaconsigo esa atmósfera intacta, por así

decirlo, al vagón del tren. Hasta llegar aMaymyo, a mil doscientos metros sobreel nivel del mar, mentalmente se sigueestando en Mandalay. Pero al descenderdel vagón, se entra en un mundo distinto.De pronto se respira un aire dulce yfresco como el de Inglaterra, y se estárodeado de hierba verde, helechos,abetos y montañesas de sonrosadasmejillas vendiendo canastillas de fresas.

Al regresar a Barcelona, después detres meses y medio, me acordé de todoeso. Se daba allí el mismo cambiobrusco y sorprendente de atmósfera. Enel vagón, durante el viaje a Barcelona,la atmósfera del frente persistía; la

suciedad, el ruido, la incomodidad, lasvestimentas raídas y el sentimiento deprivación, de camaradería e igualdad. Eltren, repleto de milicianos cuando partióde Barbastro, era invadido por gruposde campesinos en cada estación de lalínea. Llevaban atados de hortalizas,aterrorizadas aves de corral colgandoboca abajo, bolsas que giraban y seretorcían sobre el suelo y que resultaronestar llenas de conejos vivos y, por fin,un buen rebaño de ovejas que fueronconducidas hasta los compartimentos,donde se instalaban en los espaciosdisponibles. Los milicianos cantaban agritos canciones revolucionarias,

arrojaban besos al aire o agitabanpañuelos rojinegros en cuanto veían auna chica bonita. Botellas de vino y deanís, el detestable licor aragonés,pasaban de mano en mano, y otrosbebían utilizando la clásica botaespañola, con la cual es posible lanzarun chorro de vino desde cierta distanciadirectamente a la boca. Esteprocedimiento parece significarles unconsiderable ahorro de trabajo. Junto amí, un muchachito de quince años, deojos negros, teniendo por interlocutoresa dos viejos campesinos de rostroapergaminado que lo escuchaban con laboca abierta, relataba historias

sensacionales y, sin duda, totalmentefalsas acerca de sus propias hazañas enel frente. Los campesinos no tardaron endesatar sus fardos y en convidarnos a unespeso vino rojo oscuro. Todos nossentíamos profundamente felices, más delo que puede expresarse. Pero, cuandoel tren atravesó Sabadell y entró enBarcelona, nos rodeó una atmósferaapenas menos hostil que lo hubiera sidola de París o Londres.

Todos los que habían hecho dosvisitas a Barcelona durante la guerra,con intervalos de algunos meses,comentan los extraordinarios cambiosque observaron en ella. Por extraño que

parezca, los que fueron por primera vezen agosto y volvieron en enero o, comoyo mismo, primero en diciembre ydespués en abril, al volver siempredecían lo mismo: «La atmósferarevolucionaria ha desaparecido». Sinduda, para quien hubiera estado allí enagosto, cuando la sangre aún no se habíasecado en las calles y los milicianosocupaban los hoteles elegantes,Barcelona, en diciembre, le habríaparecido una ciudad burguesa; pero parami, recién llegado de Inglaterra, secontinuaba pareciendo más a una ciudadobrera que cualquier otra que yo hubierapodido concebir. Pero la marea estaba

de reflujo. Ahora volvía a ser unaciudad corriente, un poco maltratada ylastimada por la guerra, pero sin ningunaseñal externa de predominio de la clasetrabajadora.

El cambio en el aspecto de lasgentes era increíble. El uniforme de lamilicia y los monos azules habíandesaparecido casi por completo; lamayoría parecía usar esos elegantestrajes veraniegos en los que seespecializan los sastres españoles. Entodas partes se veían hombres prósperosy obesos, mujeres bien ataviadas ycoches de lujo. (Aparentemente, aún nohabía coches privados, no obstante lo

cual, todo aquel que fuera «alguien»podía disponer de un automóvil.) Losoficiales del nuevo Ejército Popular, untipo que casi no existía cuando dejéBarcelona, ahora abundaban encantidades sorprendentes. La oficialidaddel Ejército Popular estaba constituida arazón de un oficial por cada diezhombres. Cierto número de esosoficiales había actuado en el frente,dentro de la milicia, y recibido luegoinstrucción técnica, pero en su mayoríaeran jóvenes que habían asistido a laEscuela de Guerra en lugar de unirse ala milicia. Su relación con la tropa noera exactamente la que se da en un

ejército burgués, pero existía unajerarquización social bien definida,expresada por la diferencia de paga y enel uniforme. Los soldados usaban unaespecie de burdo mono marrón y losoficiales un fino uniforme de colorcaqui, con la cintura ajustada como en elde los oficiales ingleses. No creo quemás de uno de cada veinte de esosoficiales conociera una trinchera. Sinembargo, todos iban armados conpistolas automáticas al cinto, mientrasnosotros, en el frente, no podíamosconseguirlas a ningún precio. Al avanzarpor las calles, observé que nuestrasuciedad llamaba la atención. Desde

luego, como todos los hombres que hanpasado varios meses en las trincheras,constituíamos un espectáculolamentable. Yo tenía conciencia deparecerme a un espantapájaros. Michaqueta de cuero estaba hecha jirones,mi gorra de lana se había deformadotanto que se me deslizabapermanentemente sobre un ojo y de misbotas sólo quedaban restos. No era youn caso excepcional y, además, todosestábamos sucios y barbudos. No erasorprendente, pues, que la gente se nosquedara mirando. No obstante, medesalentó un poco y me hizo comprenderalgunas cosas extrañas que habían

estado ocurriendo durante los últimostres meses.

En los días siguientes descubrí, através de innumerables indicios, que miprimera impresión no había sidoerrónea. Un profundo cambio se habíaproducido en la ciudad. Dos hechosconstituían la clave de este cambio: elprimero era que la gente, la poblacióncivil, había perdido gran parte de suinterés por la guerra: y el segundo, quela división de la sociedad en ricos ypobres, clase alta y clase baja, se volvíaa reinstaurar.

La indiferencia general hacia laguerra causaba sorpresa, asco, y

horrorizaba a quienes llegaban aBarcelona procedentes de Madrid o deValencia. En parte, se debía a la grandistancia que mediaba entre Barcelona yel lugar actual de la lucha; observéidéntica situación un mes después enTarragona, donde la vida habitual de unaelegante ciudad costera continuaba casisin interrupciones. Resultabasignificativo que en toda España elalistamiento voluntario hubiera idodisminuyendo desde enero. En Cataluña,cuando en febrero se hizo la primeragran campaña a favor del EjércitoPopular, hubo una ola de entusiasmo queno se tradujo en un incremento del

reclutamiento. Apenas seis mesesdespués de iniciada la guerra, elgobierno español tuvo que recurrir alservicio militar; lo cual parece naturalen un conflicto con el extranjero, peroresulta anómalo en una guerra civil. Sinduda, ello se explica en parte por eldebilitamiento de las esperanzasrevolucionarias, tan decisivas alcomienzo de la contienda. Durante lasprimeras semanas de la guerra, losmiembros de los sindicatos que seconstituyeron en milicias y persiguierona los fascistas hasta Zaragoza lohicieron, en gran medida, porque ellosmismos creían estar luchando por el

control de la clase trabajadora; perocada vez se hacía más patente que dichaaspiración era una causa perdida. Nopodía criticarse a la gente común, enespecial al proletariado urbano, queconstituye el grueso de las tropas decualquier guerra, por una cierta apatía.Nadie quería perder la guerra, pero lamayoría deseaba, sobre todo, queterminara. Tal situación era evidente entodas partes. Te encontraras con quien teencontraras, siempre escuchabas elmismo comentario: «Esta guerra esterrible, ¿no? ¿Cuándo terminará?». Lagente con conciencia política seinteresaba mucho más por la lucha

intestina entre anarquistas y comunistasque por la guerra contra Franco. Para lagran masa de gente, la escasez decomida era lo fundamental. «El frente»se había convertido en un remoto lugarmítico, en el que los hombres jóvenesdesaparecían para no regresar o parahacerlo al cabo de tres o cuatro mesescon grandes sumas de dinero en losbolsillos. (Un miliciano habitualmenterecibía su paga atrasada cuando salía depermiso.) Los heridos, aun cuandoanduvieran con muletas, dejaron derecibir una consideración especial.Pertenecer a la milicia ya no estaba demoda, como lo demostraban claramente

las tiendas, que siempre son losbarómetros del gusto público. Cuandollegué por primera vez a Barcelona, lastiendas, por pobres que fueran, se habíanespecializado en equipos paramilicianos. En todos los escaparates sepodían ver gorras de visera, cazadorasde cremallera, cinturones Sam Browne,cuchillos de caza, cantimploras y fundasde revólver. Ahora las tiendas tenían unaspecto más elegante, la guerra habíaquedado relegada a la trastienda. Comodescubriría más tarde, cuando intentécomprar un equipo nuevo antes deregresar al frente, ciertas cosas que allíse necesitaban con mucha urgencia eran

muy difíciles de conseguir.Entretanto, había en marcha una

campaña sistemática de propagandacontra las milicias partidistas y en favordel Ejército Popular. En este aspecto lasituación era bastante curiosa. Desdefebrero, todas las fuerzas armadasquedaron teóricamente incorporadas alEjército Popular y las milicias sereorganizaron sobre el modelo de aquél,con pagas diferenciadas, jerarquización,etcétera, etcétera. Las divisiones estabancompuestas por «brigadas mixtas»,formadas por tropas del EjércitoPopular y de las milicias. En realidad,los únicos cambios que se produjeron

fueron algunos cambios de nombres. Porejemplo, las tropas del POUM que antesse conocían como División Lenin, sellamaban ahora División 29. Hastajunio, muy pocas tropas del EjércitoPopular llegaron al frente de Aragón y,en consecuencia, las milicias pudieronconservar su estructura autónoma y sucarácter especial. Pero los agentes delgobierno habían estarcido las paredescon el lema: «Necesitamos un EjércitoPopular», y por la radio y a través de laprensa comunista se desarrollaba unataque incesante y a veces virulentocontra las milicias, a las que sedescribía como mal adiestradas,

indisciplinadas, etcétera, etcétera,mientras se calificaba siempre de«heroico» al Ejército Popular. Granparte de esta propaganda parecía dar aentender que era vergonzoso haber idovoluntariamente al frente, y digno deelogio haber aguardado el reclutamiento.Mientras esto ocurría, eran las miliciaslas que defendían el frente, y el EjércitoPopular sólo se adiestraba en laretaguardia, pero tal hecho se ocultabaal conocimiento público. Los grupos demilicianos que retornaban a lastrincheras ya no marchaban por lascalles con las banderas desplegadas y alson de los tambores; eran transportados

discretamente por tren o camión a lascinco de la madrugada. Unos pocosdestacamentos del Ejército Popularcomenzaban a partir hacia la línea defuego y, como antes ocurría con lasmilicias, marchaban ceremoniosamentepor la ciudad. Pero a causa deldebilitamiento general del interés por laguerra, ni siquiera ellos eran saludadoscon mayor entusiasmo. El hecho de quelas tropas de la milicia también fueran,en teoría, parte del Ejército Popular fuehábilmente utilizado por la propagandaperiodística. Toda victoria se atribuíaautomáticamente al Ejército Popular;mientras que todos los desastres se

reservaban para las milicias. A vecesocurría que las mismas tropas,alternativamente, eran elogiadas ocriticadas según se dijera quepertenecían al ejército o a la milicia.

Además de todo esto, había tambiénun cambio sorprendente en el climasocial, algo que resulta difícil deimaginar a menos que uno lo hayaexperimentado. Cuando llegué aBarcelona por primera vez, me parecióuna ciudad donde las distinciones declases y las grandes diferenciaseconómicas casi no existían. Eso era,desde luego, lo que parecía. Las ropas«elegantes» constituían una

anormalidad, nadie se rebajaba niaceptaba propinas; los camareros, lasfloristas y los limpiabotas te miraban alos ojos y te llamaban «camarada». Yono había captado que se trataba en loesencial de una mezcla de esperanza ycamuflaje. Los trabajadores creían en larevolución que había comenzado sinllegar a consolidarse, y los burgueses,atemorizados, se disfrazabantemporalmente de obreros. En losprimeros meses de la revolución huboseguramente miles de personas quedeliberadamente se pusieron el monoproletario y gritaron lemasrevolucionarios para salvar el pellejo.

Ahora las cosas estaban volviendo a suscauces normales. Los mejoresrestaurantes y hoteles estaban llenos degente rica que devoraba comida cara,mientras, para la clase trabajadora, losprecios de los alimentos habían subidomuchísimo sin un aumentocompensatorio en los salarios. Ademásde este encarecimiento, con frecuenciaescaseaban algunos productos,afectando, desde luego, como siempre,al pobre más que al rico. Losrestaurantes y los hoteles no parecíantener ninguna dificultad en conseguir loque quisieran; pero en los barriosobreros se hacían colas de cientos de

metros para adquirir pan, aceite de olivay otros artículos indispensables. Laprimera vez que estuve en Barcelona mellamó la atención la ausencia demendigos; ahora abundaban. En la puertade las charcuterías, al principio de lasRamblas, pandillas de chicos descalzosaguardaban siempre para rodear a losque salían y pedir a gritos un poco decomida. Las formas «revolucionarias»del lenguaje comenzaban a caer endesuso. Los desconocidos ya no sedirigían a uno diciendo tú* y camarada*;habitualmente empleaban señor* yusted*. Buenos días* comenzaba areemplazar a salud*. Los camareros

volvieron a usar sus camisasalmidonadas y los dependientes de lastiendas recurrían de nuevo a susadulaciones usuales. Mi esposa y yoentramos en un comercio de las Ramblaspara comprar calcetines. El vendedorhizo una reverencia y se frotó las manoscomo ni siquiera en Inglaterra se hace yahoy en día, aunque se solía hacer haceveinte o treinta años. De manera furtivae indirecta, la costumbre de la propinacomenzaba a retornar. Se habíaordenado que las patrullas detrabajadores se disolvieran, y lasfuerzas policiales anteriores a la guerrarecorrían de nuevo las calles.

Reaparecieron los espectáculos decabaret y los prostíbulos de categoría,muchos de los cuales habían sidoclausurados por las patrullas detrabajadores[11]. Un ejemplo ínfimo,pero significativo, de cómo todo seorientaba para favorecer a las clasesmás acomodadas lo ofrece la escasez detabaco. La carencia de tabaco era tandesesperante que se vendían en lascalles cigarrillos de picadura de regaliz.Cierta vez probé uno. (Mucha gente losprobó alguna vez.) Franco retenía lasCanarias, de donde provenía todo eltabaco español y, en consecuencia, lasúnicas reservas con que contaba el

gobierno eran del período previo alinicio de la guerra. Éstas habíandisminuido tanto que los estancos abríansólo una vez por semana; luego de hacercola durante un par de horas se podía,con suerte, conseguir una cajetilla detabaco. En teoría, el gobierno nopermitía que se importara tabaco,porque ello significaba reducir lasreservas de oro, que debían destinarse ala compra de armas y otros artículosvitales. En realidad, había uncontrabando constante de cigarrillosextranjeros de las marcas más caras,como Lucky Strike, lo que permitíaobtener pingües ganancias. Éstos se

podían adquirir sin disimulo en loshoteles lujosos y, de forma un poco másfurtiva, en la calle, siempre y cuandouno pudiera pagar diez pesetas (el jornalde un miliciano) por un paquete. Elcontrabando beneficiaba a la genteacomodada y, por ende, era tolerado. Siuno tenía bastante dinero, podíaconseguir cualquier cosa en cualquiercantidad, menos pan, quizá, cuyoracionamiento era bastante estricto. Estemarcado contraste entre la riqueza y lapobreza hubiera sido imposible unosmeses antes, cuando la clase obreramantenía, o parecía mantener; el controlde la situación. Pero no sería justo

atribuirlo únicamente a los cambios enel poder político. En parte, era resultadode la vida segura que se llevaba enBarcelona, donde había muy poco que lehiciera recordar a uno la guerra,exceptuando algún ocasional ataqueaéreo. Quienes habían estado en Madridafirmaban que allí las cosas eran muydistintas. En Madrid, el peligrocompartido obligaba a la gente de casitodas las condiciones a alguna suerte decamaradería. Un hombre obeso quecome perdices mientras los chicos pidenpan en la calle constituye un espectáculorepelente, pero es menos probable verlocuando se está a tiro de los cañones

enemigos.Un día o dos después de los

enfrentamientos callejeros, recuerdohaber pasado por una confitería situadaen una de las calles elegantes y habermedetenido frente a su escaparate lleno depasteles y bombones finísimos a preciosincreíbles. Era el tipo de tienda que unopuede ver en Bond Street o en la Rue dela Paix. Recuerdo haber sentido un vagohorror y desconcierto al pensar que aúnpodía desperdiciarse dinero en talescosas en un país hambriento y asoladopor la guerra. Pero líbreme Dios dearrogarme alguna superioridad personal.Después de varios meses de

incomodidades, tenía un voraz deseo debuena comida y buen vino, cócteles,cigarrillos norteamericanos y esascosas, y confieso haberme permitidotodos los lujos que el dinero pudoproporcionarme.

Durante esa primera semana, antesde que comenzaran las luchas callejeras,tuve varias preocupaciones queguardaban una curiosa relación entre sí.En primer lugar; como ya dije, medediqué a rodearme de las mayorescomodidades posibles. En segundolugar; gracias al exceso de comida ybebida, mi salud se resintió durante todaesa semana. Cuando me sentía mal, me

quedaba en la cama la mitad del día; melevantaba, volvía a comer en exceso yvolvía a sentirme enfermo. Por otrolado, estaba efectuando negociacionessecretas para comprar una pistola. Lanecesitaba urgentemente, pues en lalucha de trincheras resultaba mucho másútil que un fusil. Era muy difícilconseguir una; el gobierno las distribuíaa los policías y a los oficiales delEjército Popular; pero se negaba aentregarlas a la milicia; era necesariocomprarlas, ilegalmente, en losarsenales secretos de los anarquistas.Después de muchas molestias ytribulaciones, un amigo anarquista logró

conseguirme una pequeña pistolaautomática calibre veintiséis, armabastante ineficaz y del todo inútil a másde pocos metros, pero siempre mejorque nada. Me encontraba, además,realizando trámites preliminares paraabandonar la milicia del POUM eingresar en alguna otra unidad que mepermitiera llegar al frente de Madrid.

Durante bastante tiempo habíamanifestado a todo el mundo que meproponía abandonar el POUM. Deacuerdo con mis preferencias puramentepersonales, me hubiera gustado unirme alos anarquistas. Si uno se convertía enmiembro de la CNT, era posible

ingresar en la milicia de la FAI, pero medijeron que, en ese caso, probablemente,me enviarían a Teruel y no a Madrid. Sideseaba ir a Madrid, debía ingresar enla Columna Internacional, lo cualimplicaba la necesidad de obtener unarecomendación del Partido Comunista.Me encontré con un amigo comunista,agregado a la Ayuda Médica Española,y le expliqué mi situación. Pareció muydeseoso de reclutarme y me pidió queconvenciera a algunos de los inglesesdel ILP de que siguieran mis pasos. Dehaber sido mejor mi salud,probablemente hubiera aceptado en esemomento. Resulta difícil imaginar ahora

qué efectos hubiera tenido más tarde taldecisión Probablemente me habríanenviado a Albacete antes de quecomenzaran los enfrentamientos enBarcelona, en cuyo caso, al no haberlapresenciado, podría haber aceptadocomo verídica la versión oficial. Porotro lado, si hubiera estado bajo órdenescomunistas durante la lucha deBarcelona, mi lealtad personal hacia loscamaradas del POUM me habríacolocado en una situación insostenible.Pero me quedaba otra semana depermiso y estaba impaciente porrecuperar mi salud antes de regresar alfrente. Asimismo —y éste es el tipo de

circunstancia que siempre decide elpropio destino—, tuve que esperar hastaque el zapatero me hiciera un nuevo parde botas. (Todo el ejército español nohabía logrado proporcionarme unasbotas que fueran lo bastante grandes ycómodas para mí.) Le dije a mi amigocomunista que tomaría mi decisión finalmás adelante. Mientras tanto queríadescansar. Incluso tenía la idea de irmecon mi esposa a la costa por dos o tresdías. ¡Vaya una idea! La atmósferapolítica tendría que haberme advertidode que eso era precisamente lo que no sepodía hacer esos días.

Por debajo del lujo y de la creciente

pobreza, de la aparente alegría de lascalles con puestos de flores, banderasmulticolores, carteles de propaganda yabigarradas multitudes, la ciudadrespiraba el clima inconfundible de larivalidad y el odio políticos. Personasde todas las opiniones posibles decíanen tono premonitorio: «Prontotendremos dificultades». El peligro eramuy simple y comprensible. Se tratabadel antagonismo entre quienes queríanque la revolución siguiera adelante y losque deseaban frenarla o impedirla, esdecir; entre anarquistas y comunistas.Desde el punto de vista político, enCataluña no existía otro poder que el

PSUC y sus aliados liberales. Pero a élse oponía la fuerza incierta de la CNT,no tan bien armada y menos segura encuanto a sus metas, pero poderosa acausa del número y de su predominio envarias industrias claves. Dada estarelación de fuerzas, el choque erainevitable. Desde el punto de vista de laGeneralitat, controlada por el PSUC, elprimer paso necesario para asegurar suposición consistía en despojar de susarmas a la CNT. Como ya señaléantes[12], la disolución de las miliciaspartidistas era, en el fondo, unamaniobra tendente a este fin. Al mismotiempo, las fuerzas policiales anteriores

a la guerra, la Guardia Civil y otras,habían sido reimplantadas y eranreforzadas y armadas intensamente. Esosólo podía significar una cosa. Losguardias civiles, en especial, constituíanuna gendarmería del tipo corriente, ydurante casi un siglo, habían actuadocomo guardianes de las clasespudientes. Entretanto, se publicó undecreto según el cual todos losparticulares que poseían armas debíanentregarlas. Naturalmente, fuedesobedecido. Resultaba claro que lasarmas de los anarquistas sólo podríanobtenerse por la fuerza. Durante esteperíodo hubo rumores, siempre vagos y

contradictorios debido a la censuraperiodística, sobre choques que seproducían en toda Cataluña. En diversoslugares, las fuerzas policiales armadasatacaron baluartes anarquistas. EnPuigcerdá, junto a la frontera francesa,un grupo de carabineros intentóapoderarse de la aduana, controlada porlos anarquistas, y Antonio Martín, unconocido anarquista, resultó muerto[13].Incidentes similares ocurrieron enFigueras y, según creo, en Tarragona. Enlos suburbios obreros de Barcelona seprodujeron toda una serie de choquesmás o menos espontáneos. Miembros dela CNT y de la UGT venían matándose

unos a otros desde hacía algún tiempo;en ciertas ocasiones, los crímenes sevieron seguidos por gigantescosfunerales provocativos, cuya finalidaddeliberada era despertar odios políticos.Poco tiempo antes, un miembro de laCNT había sido asesinado, y ésta habíamovilizado a centenares de miles de susafiliados en el cortejo fúnebre. Haciafinales de abril, cuando yo acababa dellegar a Barcelona, Roldán Cortada,miembro prominente de la UGT, fueasesinado, según se cree, por alguien dela CNT. El gobierno ordenó que todoslos comercios cerraran y organizó unaenorme procesión fúnebre, constituida

en su mayor parte por tropas delEjército Popular y tan larga que senecesitaron dos horas para que pasarapor un punto dado. Desde la ventana delhotel la observé sin mayor entusiasmo;era evidente que ese supuesto funeralera un mero despliegue de fuerzas. Silos hechos se agudizaban un poco más sellegaría al derramamiento de sangre. Esamisma noche mi esposa y yo nosdespertamos debido a una serie dedisparos procedentes de la Plaza deCataluña, situada a unos cien odoscientos metros. Al día siguientesupimos que habían matado a unmiembro de la CNT y que el asesino

probablemente pertenecía a la UGT.Desde luego, era muy posible que todosesos crímenes fueran cometidos poragentes provocadores. Puede medirse laactitud de la prensa capitalistaextranjera hacia el conflicto comunista-anarquista señalando que el asesinato deRoldán fue objeto de amplia publicidad,mientras que fue ocultadocuidadosamente el que constituyó surespuesta.

Se acercaba el 1º de Mayo, y sehablaba de una manifestación gigantescaen la que tomarían parte tanto la CNTcomo la UGT. Los líderes de la CNT,más moderados que muchos de sus

miembros, trabajaban desde haciatiempo por una reconciliación con laUGT; y, en efecto, la esencia de supolítica era intentar la integración de losdos bloques en una gran coalición. Laidea era que la CNT y la UGT desfilaranunidas y demostraran su solidaridad.Pero, en el último momento, sesuspendió la manifestación, puesresultaba evidente que sólo originariadisturbios. Nada ocurrió el 1º de Mayo.La situación era bien extraña.Barcelona, la llamada ciudadrevolucionaria, fue quizá la única en laEuropa no fascista que no celebró esedía. Pero admito que me sentí aliviado.

Se esperaba que el contingente del ILPmarchara en la manifestación con lasección del POUM y todo el mundopreveía incidentes. Lo último que yodeseaba era verme mezclado en algunatonta lucha callejera. Marchar por lacalle detrás de banderas rojas, conampulosos eslóganes escritos, paraluego morir de un balazo disparado conuna metralleta desde alguna ventana porun desconocido no respondía a mi ideade lo que es una forma útil de morir.

IX

En torno al mediodía del 3 de mayo, unamigo que cruzaba el vestíbulo del hotelanunció como de pasada: «He oído queha habido jaleo en la CentralTelefónica». Por algún motivo, no lepresté mayor atención en ese momento.

Por la tarde, entre las tres y lascuatro, me encontraba a media altura delas Ramblas cuando oí a mis espaldasvarios tiros. Me di la vuelta y vi aalgunos jóvenes que, con fusiles en lamano y los pañuelos rojinegros de losanarquistas al cuello, desaparecían por

una bocacalle en dirección norte.Evidentemente, disparaban contraalguien situado en una elevada torreoctogonal —una iglesia, según creo—que se alzaba sobre esa calle. Deinmediato pensé: «¡Ya ha comenzado!».Pero lo pensé sin mayor sentimiento desorpresa, pues desde hacia varios díastodos esperábamos que «aquello»comenzara en cualquier momento.

Quise regresar al hotel enseguidapara saber cómo estaba mi esposa, peroel grupo de anarquistas, a la entrada dela bocacalle, hacía retroceder a la gente,gritando para que nadie cruzara la líneade fuego. Se oyeron más disparos. Las

balas procedentes de la torreatravesaron la calle, y una multitudaterrorizada se abalanzó Ramblas abajo,alejándose del fuego; a lo largo de lacalle podía oírse el tableteo de laspersianas metálicas que bajaban lostenderos para proteger sus escaparates.Vi dos oficiales del Ejército Popularretirándose prudentemente de árbol enárbol con las manos en las pistolas.Delante de mí, la gente se precipitabapor las escaleras de la estación de metroque hay en medio de las Ramblas enbusca de protección. Opté por noseguirlos, pues no quería quedarmeatrapado bajo tierra durante horas.

En ese momento, un médiconorteamericano que había estado connosotros en el frente se acercó corriendoy me tomó del brazo. Estaba muyexcitado.

—Vamos, debemos llegar hasta elhotel Falcón. (El hotel Falcón era unaespecie de casa de huéspedes regida porel POUM y utilizada principalmente porlos milicianos de permiso.) Losmuchachos del POUM se reunirán allí.Ya comenzaron los líos. Debemospermanecer unidos.

—Pero ¿qué demonios estápasando? —pregunté yo.

El médico me tiraba del brazo y la

nerviosidad le impedía darme unaexplicación clara. Según parecía, habíaestado en la Plaza de Cataluña cuandovarios camiones llenos de guardiasciviles[14] armados se detuvieron frentea la Central Telefónica, en manos detrabajadores de la CNT, y lanzaron unsúbito ataque contra ella. Luego llegaronalgunos anarquistas y se originó unarefriega general. Deduje que los «líos»de las primeras horas del día se habíanproducido porque el gobierno exigía laentrega de la Telefónica, exigencia que,desde luego, fue rechazada.

Mientras nos dirigíamos calle abajo,un camión repleto de anarquistas

armados pasó a toda velocidad endirección opuesta. En la parte delanterase veía a un jovencito desarrapado,echado sobre una pila de colchones trasuna ametralladora ligera. Cuandollegamos al hotel Falcón, al final de lasRamblas, una multitud en ebulliciónocupaba el vestíbulo de la entrada.Reinaba gran confusión, nadie parecíasaber qué se esperaba de ellos y sóloestaba armado el puñado de tropas dechoque que normalmente cuidaba eledificio. Crucé hasta el Comité Localdel POUM, situado casi enfrente.Arriba, en la habitación donde losmilicianos habitualmente recibían su

paga, había otro grupo numeroso presade la agitación. Un hombre alto, pálido,buen mozo, de unos treinta años, vestidode civil, trataba de restablecer el ordenmientras repartía cinturones y cajas decartuchos apiladas en un rincón. Noparecía haber ningún fusil. El médicohabía desaparecido —creo que ya sehabían producido bajas y se habíallamado a los médicos—, pero habíallegado otro inglés. Luego, de unaoficina interna, el hombre alto y algunosotros salieron con los brazos llenos defusiles y comenzaron a distribuirlos. Elotro inglés y yo, en tanto queextranjeros, resultábamos algo

sospechosos y, al principio, nadiequería darnos un arma. Entonces llegóun miliciano, compañero en el frente,que me reconoció, después de lo cualnos entregaron, aunque de mala gana,dos fusiles y algunos cargadores.

Continuaban los disparos en ladistancia y las calles estaban desiertas.Se afirmaba que era imposible subir porlas Ramblas. Los guardias civileshabían ocupado edificios en posicionesdominantes y disparaban contra todoslos que pasaban. Yo me hubieraarriesgado a regresar al hotel, perocirculaba el vago rumor de que elComité Local sería atacado en cualquier

momento y convenía quedarse por allí.En todo el edificio, en las escaleras yhasta en la acera, en la calle, pequeñosgrupos de gente aguardaban de piehablando con excitación. Nadie parecíatener una idea muy clara de lo queocurría. Sólo pude deducir que losguardias civiles habían atacado laCentral Telefónica, capturado variospuntos estratégicos y que dominabanotros edificios pertenecientes a losobreros. Dominaba la impresión generalde que la Guardia Civil andaba «detrás»de la CNT y de la clase trabajadora engeneral. Era evidente que, hasta esemomento, nadie parecía responsabilizar

al gobierno. Las clases más pobres deBarcelona consideraban a la GuardiaCivil como algo bastante similar a losBlack and Tans [15], y todos parecían darpor sentado que había lanzado eseataque por iniciativa propia. Una vezque me enteré de cómo estaban lascosas, me sentí más tranquilo. Lasituación era bastante clara: de un ladola CNT, del otro, la policía. Noexperimento ninguna simpatía particularpor el «obrero» idealizado, tal comoestá presente en la mente del comunistaburgués, pero cuando veo a un obrero decarne y hueso en conflicto con suenemigo natural, el policía, no tengo

necesidad de preguntarme de qué ladoestoy.

Pasó mucho tiempo y nada parecíasuceder en nuestro lado de la ciudad. Nose me ocurrió que podía telefonear alhotel y conversar con mi esposa, pues dipor sentado que la Telefónica habíasuspendido sus actividades. En realidad,sólo estuvo paralizada algunas horas. Enlos dos edificios parecía haber unastrescientas personas, en su mayoría de laclase más humilde y procedentes de lascallejuelas cercanas a los muelles; habíamuchas mujeres, algunas con un niño enbrazos, y una multitud de muchachitosandrajosos. Me imagino que la mayoría

no tenía ni idea de lo que ocurría y sehabía precipitado a los edificios delPOUM simplemente en busca deprotección. También había algunosmilicianos de permiso y un grupito deextranjeros. Según mis cálculos, entretodos apenas reuníamos unos sesentafusiles. La oficina del primer piso eraconstantemente asediada por hombresque exigían armas y sólo recibían unanegativa. Los milicianos más jóvenes,para quienes el asunto parecía unaespecie de pic-nic, daban vueltas ytrataban de sonsacar o hurtar los fusilesa quienes los poseían. Muy pronto unode ellos se las ingenió para apoderarse

del mío y desaparecer con él. Una vezmás estaba desarmado; sólo conservabami pequeña pistola automática y un solocargador.

Empezaba a oscurecer, tenía hambrey al parecer no había comida en el hotelFalcón. Mi amigo y yo nos deslizamoshasta su hotel, no muy distante, paracenar. En las calles, oscuras ysilenciosas, no se veía un alma. Laspersianas de los escaparatescontinuaban bajadas, pero nadielevantaba ya barricadas. Tuvimos quearmar un buen escándalo para que nosdejaran entrar en el hotel, cerrado a caly canto. Cuando regresamos, me enteré

de que la Central Telefónica funcionabaotra vez y subí al primer piso parallamar a mi esposa. Como era desuponer, no había una sola guíatelefónica en el edificio y yo ignoraba elnúmero del hotel Continental. Despuésde buscar en todas las habitacionesdurante una hora, encontré una guía deturismo donde figuraba. No logrécomunicarme con mi esposa, pero hablécon John McNair, el representante delILP en Barcelona. Me aseguró que todoiba bien, que nadie había sido herido yme preguntó cómo nos encontrábamos enel Comité Local. Le respondí que, concigarrillos, estaríamos mucho mejor. Lo

dije en broma, pero media hora mástarde McNair apareció con dos paquetesde Lucky Strike. Había desafiado laoscuridad impenetrable de las calles,recorridas por patrullas anarquistas que,pistola en mano, lo habían parado dosveces para identificarlo. Nunca olvidaréese pequeño acto de heroísmo. Nosalegró mucho tener cigarrillos.

Habían apostado guardias armadosen casi todas las ventanas, y en la calleun pequeño grupo de tropas de choquedetenía e interrogaba a los pocostranseúntes. Un coche patrulla anarquistacargado de armas se detuvo frente a lapuerta. Junto al conductor una hermosa

joven morena de unos dieciocho añosalbergaba una metralleta sobre susrodillas. Pasé largo tiempo vagando porel edificio, un gran local laberínticocuya distribución resultaba imposible deaprender. En las distintas dependenciasencontré muebles rotos, papelesrasgados, el desorden habitual queparece ser un producto inevitable de larevolución. Por todas partes había gentedurmiendo; en un pasillo, sobre un sofádesvencijado, dos pobres mujeres de lazona de los muelles roncabanplácidamente. El edificio había sido unteatro-cabaret antes de que el POUM loocupara. Varias de las habitaciones

tenían escenarios elevados. Sobre unode ellos quedaba un gran piano solitario.Por fin encontré lo que buscaba: elarsenal. No sabía cómo terminaría todoaquello y necesitaba desesperadamenteun arma. Había oído decir tantas vecesque el PSUC, el POUM y la CNT-FAIacumulaban armas en Barcelona que nopodía creer que dos de los principalesedificios del POUM contuvieranúnicamente los cincuenta o sesentafusiles distribuidos. El cuarto que servíade arsenal no estaba vigilado y tenía unapuerta bastante endeble; con otro inglés,la forzamos sin dificultad. Al entrar,comprobamos que nos habían dicho la

verdad: no había más armas. Sóloencontramos unas dos docenas de riflesde calibre pequeño y de modeloanticuado y unas pocas escopetas, peroninguna munición. Subí a la oficina ypregunté si disponían de balas para mipistola; no tenían. Solamente había unaspocas cajas de granadas, de un tipoprimitivo, traídas por uno de los cochespatrulla anarquistas. Guardé un par enuna de mis cartucheras. Era un tipo degranada muy tosca que se accionabafrotando una especie de cerilla en laparte superior y muy propensa a explotarpor iniciativa propia.

El suelo estaba cubierto de gente

dormida. En una habitación un bebélloraba sin cesar. Aunque estábamos enmayo, la noche se puso fría. En uno delos escenarios todavía quedaban restosdel telón, lo arranqué con el cuchillo,me envolví en él y dormí unas pocashoras. Recuerdo que mi sueño se vioperturbado por la idea de que esasmalditas granadas podían hacerme volarsi llegaba a aplastarlas. A las tres de lamañana, el hombre alto y buen mozo queparecía estar al mando de todo medespertó, me dio un fusil y me puso deguardia en una de las ventanas. Me dijoque Sala, el jefe de policía, responsabledel ataque contra la Central Telefónica,

había sido arrestado. (En realidad, comosupimos después, sólo había sidodestituido de su cargo. No obstante, lanoticia confirmó la impresión general deque la Guardia Civil había actuado sinorden previa.) Al amanecer, la gentecomenzó a levantar dos barricadas, unafrente al Comité Local y otra frente alhotel Falcón. Las calles de Barcelonaestán empedradas con adoquinescuadrados, fáciles de apilar y, debajo deellos, hay una especie de gravilla muyútil para llenar sacos. El proceso deconstrucción de esas barricadasconstituyó un espectáculo singular ymaravilloso; hubiera dado cualquier

cosa por fotografiarlo. Con esa suerte deapasionada energía que despliegan losespañoles cuando han tomado la firmedecisión de realizar alguna tarea, largasfilas de hombres, mujeres y criaturasmuy pequeñas arrancaban las piedras,las transportaban en una carretilla quehabían encontrado en alguna parte ytrastabillaban de un lado a otro bajo lospesados sacos. En la puerta del ComitéLocal, una muchacha judía alemana, conun pantalón de miliciano cuyasrodilleras le llegaban a los tobillos,observaba todo con una sonrisa. En unpar de horas las barricadas estuvieronlistas y en sus troneras se apostaron los

hombres armados; detrás de una de ellasardía un fuego y unos hombres freíanhuevos.

Habían vuelto a quitarme el fusil yno parecía que quedara nada útil porhacer allí. Otro inglés y yo decidimosregresar al hotel Continental. Resonabanmuchos disparos en la lejanía, peroninguno parecía proceder de lasRamblas. Camino arriba, echamos unamirada en el mercado de abastos. Muypocos puestos estaban abiertos, y losasediaba una multitud procedente de losbarrios obreros situados al sur de lasRamblas. En el momento en quepenetramos en el mercado afuera se

produjo un tiroteo, algunos vidrios deltecho se vinieron abajo y la gente seprecipitó por las salidas posteriores.Con todo, algunos puestos siguieronabiertos, y pudimos conseguir una tazade café y un trozo de queso de cabra queguardé junto a las granadas. Unos díasdespués me alegraría mucho de tener esequeso.

En la esquina donde los anarquistashabían comenzado a disparar el díaanterior se levantaba ahora unabarricada. El hombre situado detrás deella (yo me encontraba al otro lado de lacalle) me gritó que tuviera cuidado, pueslos guardias civiles instalados en la

torre de la iglesia disparabanindiscriminadamente contra cualquiertranseúnte. Me detuve y luego crucécorriendo; una bala pasó silbandodesagradablemente cerca. Cuando meaproximaba a la sede central del POUM,siempre del otro lado de la calle, oíotros gritos de aviso que no comprendíprocedentes de un grupo de las tropas dechoque apostadas en la puerta deacceso. La calle tenía un ancho paseocentral y había algunos árboles y unpuesto de diarios entre el edificio y ellugar donde me encontraba, de maneraque no podía ver dónde señalaban. Entréen el hotel Continental, me aseguré de

que todo estaba bien, me lavé la cara yregresé a la sede central del POUM (aunos cien metros en la misma calle) asolicitar órdenes. Para ese entonces, elfuego de los fusiles y las ametralladorasque venía de diversas direccionesproducía un fragor casi comparable alde una batalla. Yo acababa de encontrara Kopp y le estaba preguntando quédebíamos hacer cuando, desde abajo, seoyó una serie de tremendos estallidos,tan fuertes que podían confundirse condisparos de cañón. En realidad, sóloeran granadas, cuyos estruendos semultiplicaban entre los edificios depiedra.

Kopp miró por la ventana, apoyó subastón en el hombro y dijo:«Investiguemos». Luego bajó la escaleracon su despreocupado aire habitual; loseguí pisándole los talones. A laentrada, un grupo de las tropas dechoque lanzaba granadas a lo largo de laacera como si estuvieran jugando a losbolos. Las granadas estallaban a unosveinte metros con un estrépitoensordecedor que se mezclaba con el delos disparos de fusil. En la mitad de lacalle, detrás del puesto de diarios,asomaba la cabeza de un milicianonorteamericano a quien conocía bien yque parecía un coco en una feria. Sólo

más tarde comprendí lo que realmenteocurría. Al lado del edificio del POUMestaba el Café Moka, con un hotel en elprimer piso. El día antes, veinte o treintaguardias civiles armados habían entradoen el café y, cuando comenzó la lucha,se apoderaron por sorpresa del edificioy levantaron una barricada.Probablemente les habían ordenadoapoderarse del café como pasopreliminar para un ataque posteriorcontra las oficinas del POUM. Por lamañana, temprano, intentaron salir; huboun tiroteo, en el que uno de nuestroshombres resultó herido y un guardiacivil, muerto. Los guardias civiles

permanecían en el interior del café,pero, cuando el norteamericanoavanzaba por la calle, abrieron fuegocontra él, a pesar de que iba desarmado.Éste se arrojó detrás del puesto dediarios y los nuestros lanzaron granadascontra los guardias civiles paraimpedirles salir del café.

Kopp captó la situación con una solamirada, se abrió paso y paró a unalemán pelirrojo de las tropas de choqueque se disponía a sacar el seguro de unagranada con los dientes. Les gritó atodos que se apartaran de la puerta y nosdijo en varios idiomas que debíamosevitar el derramamiento de sangre.

Luego salió y, a la vista de los guardiasciviles, se quitó ostentosamente lapistola y la depositó en el suelo. Dosoficiales españoles de la miliciahicieron lo mismo, y los tres caminaronlentamente hasta la puerta donde seapretujaban los guardias civiles. Eraalgo que yo no hubiera hecho ni porveinte libras. Caminaban, desarmados,hacia hombres enloquecidos de terror ycon armas cargadas en las manos. Unguardia civil, en mangas de camisa ypálido de miedo se acercó paraparlamentar con Kopp. Señalabaagitadamente dos granadas sin explotarque estaban en la acera. Kopp regresó y

nos dijo que sería mejor hacerlasexplotar, eran un peligro para cualquieraque pasara. Un soldado de las tropas dechoque disparó su fusil e hizo estallaruna, pero le erró a la segunda. Le pedí elarma, me arrodillé y disparé contra ella.Lamento decir que también fallé; fueéste el único disparo que hice durantelos disturbios. La acera se hallabacubierta de cristales rotos procedentesdel rótulo del Café Moka, y dos autosestacionados allí, uno de los cuales erael coche oficial de Kopp, estabanacribillados a balazos y con losparabrisas destrozados por losbombazos.

Kopp me llevó al primer piso y meexplicó la situación. Debíamos defenderlos edificios del POUM si eranatacados, pero los dirigentes habíandado instrucciones en el sentido demantenernos a la defensiva y no abrirfuego si podíamos evitarlo. Justoenfrente había un cine llamadoPoliorama, con un museo en el primerpiso y, en la parte más alta, muy porencima del nivel general de los tejados,un pequeño observatorio con doscúpulas gemelas. Éstas dominaban lacalle, y unos pocos hombres apostadosallí podían impedir cualquier ataquecontra los edificios del POUM. Los

encargados del cine eran miembros de laCNT y nos dejarían entrar y salir. Encuanto a los guardias civiles del CaféMoka, no representaban ningúnproblema: no deseaban luchar y estaríanmás que contentos de vivir y dejar vivir.Kopp repitió que teníamos orden de nodisparar, a menos que nuestros edificioso nosotros fuéramos atacados. De suexplicación deduje que los líderes delPOUM estaban furiosos por versearrastrados a intervenir en talesacontecimientos, pero sentían quedebían solidarizarse con la CNT.

Ya habían colocado gente de guardiaen el observatorio. Pasé los tres días y

noches siguientes en la azotea delPoliorama, con breves intervalos en losque me deslizaba hasta el hotel paracomer. No corría ningún peligro, sufríasólo hambre y aburrimiento y, noobstante, fue uno de los períodos másinsoportables de mi vida. Creo quepocas experiencias podrían ser másasqueantes, más decepcionantes o,incluso, más exasperantes que esos díasde guerra callejera.

Solía sentarme en la azotea ymaravillarme ante la locura quesignificaba todo esto. Desde laspequeñas ventanas del observatoriopodía ver a varios kilómetros a la

redonda edificios altos y esbeltos,cúpulas de cristal y fantásticos techosondulados con brillantes tejas verdes ycobrizas; hacia el este, el centelleantemar azul pálido que veía por primeravez desde mi llegada a España. Y laenorme ciudad de un millón de personashabía caído en una especie de violentainercia, una pesadilla de ruido sinmovimiento. Las calles soleadascontinuaban desiertas. Lo único queocurría era el raudal de balas que salíandesde las barricadas y las ventanasprotegidas con sacos de arena. Nocirculaba un solo vehículo y, a lo largode las Ramblas, los tranvías

permanecían inmóviles allí donde susconductores los habían abandonado aloír el primer disparo. Y mientras tantoel estrépito endemoniado, devuelto porel eco de miles de edificios de piedra,proseguía sin cesar, como una lluviatropical. Crac-crac, ratatá-ratatá, brum;el estrépito se reducía en ocasiones aunos pocos disparos, y crecía a veceshasta formar una descargaensordecedora, pero no se interrumpíanunca durante el día, y con la auroracomenzaba otra vez.

Al principio resultó muy difícildescubrir qué demonios ocurría, quiénluchaba contra quién y quién iba

ganando. La gente de Barcelona estáacostumbrada a las luchas callejeras ytan familiarizada con la geografíapolítica local que sabe, por una suertede instinto, qué calle y qué edificiosdominará cada partido. Un extranjero seencuentra en insuperable desventaja.Mirando desde el observatorio, eraevidente que las Ramblas, una de lasprincipales arterias de la ciudad,trazaban una línea divisoria. A laderecha, los barrios obreros erandecididamente anarquistas; a laizquierda, en las tortuosas callejuelas,se desarrollaba una lucha confusa, peroen esa zona eran el PSUC y la Guardia

Civil quienes ejercían más o menos elcontrol. En la parte alta de las Ramblas,alrededor de la Plaza de Cataluña, lasituación era tan complicada que habríaresultado incomprensible si cadaedificio no hubiera ostentado la banderadel bando correspondiente. Allí elprincipal emplazamiento era el hotelColón, cuartel general del PSUC, quedominaba toda la plaza. En una ventanapróxima a la penúltima letra O delgigantesco letrero «Hotel Colón» quecruzaba la fachada, tenían unaametralladora que podía barrer la plazacon mortífera eficacia. Cien metros anuestra derecha, Ramblas abajo, la JSU,

la liga juvenil del PSUC(correspondiente a la Liga JuvenilComunista en Inglaterra), dominaba unosimportantes almacenes cuyas vidrieraslaterales, protegidas por sacos de arena,quedaban frente a nuestro observatorio.Habían arriado la bandera roja para izarel estandarte nacional catalán. Sobre laCentral Telefónica, punto de partida detodos los disturbios, la bandera catalanay la anarquista flameaban una al lado dela otra. Allí se había llegado a algunaclase de arreglo transitorio, la Centralfuncionaba normalmente y no se hacíandisparos desde el edificio.

En nuestra zona todo estaba

extrañamente tranquilo: En el CaféMoka los guardias civiles habían bajadolas persianas metálicas y apilado losmuebles en forma de barricada. Mástarde, media docena de ellos se subieronal terrado, frente a nosotros, yconstruyeron otra barricada concolchones sobre la cual colgaron labandera nacional catalana. Era evidenteque no deseaban provocar una refriega.Kopp había llegado a un acuerdodefinitivo: si no disparaban contranosotros, tampoco lo haríamos contraellos. Para entonces, Kopp habíaconseguido establecer una relaciónbastante cordial con los guardias

civiles, a los que había ido visitandocon cierta frecuencia en el Café Moka.Naturalmente, éstos se habían apoderadode toda la bebida del café y le regalaronquince botellas de cerveza. A cambio,Kopp llegó a darles uno de nuestrosfusiles para compensarles el que habíanperdido el día anterior. En cualquiercaso, resultaba extraño estar sentado enesa azotea. A veces simplemente mesentía aburrido de todo, no prestabaatención al estrépito endemoniado y mepasaba horas leyendo una serie de librosde la colección Penguin que, por suerte,había comprado pocos días antes; habíaocasiones en que tenía plena conciencia

de los hombres armados que meobservaban a unos cincuenta metros. Encierto sentido, era como encontrarse otravez en las trincheras. Varias veces mesorprendí llamando «los fascistas» a losguardias civiles. Por lo general, éramosseis allí arriba. Poníamos a un hombrede guardia en cada una de las torres, ylos demás nos sentábamos más abajo,sobre un tejado de plomo, donde unacornisa de piedra nos servía deprotección. Sabía muy bien que, encualquier momento, los guardias civilespodían recibir órdenes telefónicas deabrir fuego. Habían prometido avisarnosantes de hacerlo, pero no existía la

certeza de que cumplieran su palabra.Sin embargo, sólo una vez pareció quelas cosas se pondrían feas. Uno de losguardias civiles se arrodilló y comenzóa disparar por encima de la barricada.Yo estaba de guardia en el observatorioen ese momento. Le apunté con el fusil yle grité:

—¡Eh! ¡No tires contra nosotros!—¿Qué?—¡No dispares o nosotros también

lo haremos!—¡No, no! No disparaba contra

vosotros. ¡Mira allá abajo!Indicó con el fusil la travesía que

había después de nuestro edificio.

Efectivamente, un chico de mono azul,armado con un fusil, doblaba la esquinaa toda prisa. Era evidente que acababade hacer un disparo contra los guardiasciviles que estaban en el terrado.

—Tiraba contra él. Él lo hizoprimero —creo que era cierto—. Noqueremos disparar contra vosotros.Somos sólo trabajadores, igual quevosotros.

Hizo el saludo antifascista, que yodevolví. Le grité:

—¿Os queda algo de cerveza?—No, se acabó toda.Ese mismo día, sin motivo aparente,

un individuo situado en el edificio de la

JSU, más abajo, alzó de pronto el fusil yme disparó un tiro en el momento en queme asomaba por la ventana. Quizá leparecí un blanco tentador. Yo norespondí. Aunque estaba a sólo cienmetros, su puntería fue tan mala que labala ni siquiera pegó en el tejado delobservatorio. Como de costumbre, lapésima puntería española me habíasalvado. Desde ese mismo edificio mehicieron varios disparos más.

El endiablado estrépito proseguía.Pero, por lo que podía ver, y por lo queoía, la lucha era defensiva en ambosbandos. La gente se limitaba apermanecer en sus edificios o detrás de

sus barricadas y a disparar contra losque estaban al otro lado. A unosochocientos metros de nuestra posiciónhabía una calle donde algunas de lasprincipales sedes de la CNT y de laUGT estaban emplazadas casi unasenfrente de las otras; el ruido procedentede esa dirección era terrorífico. Pasépor esa calle al día siguiente del cese dela lucha: los vidrios de los negociosparecían cribas. (La mayoría de loscomerciantes de Barcelona habíanpegado tiras de papel cruzadas sobre loscristales de los escaparates, de modoque cuando una bala daba en ellos no losdestrozaba completamente.) A veces el

tableteo de las ametralladoras secombinaba con el estallido de lasgranadas. A intervalos muy prolongados—quizá una docena de veces en total—,se oían tremendas explosiones que enese momento no pude explicarme;parecían bombas de aviación, pero esoera imposible, puesto que por allí no sedivisaban aviones. Más tarde me dijeronque algunos agentes provocadoreshacían estallar grandes cantidades deexplosivos a fin de aumentar el ruido yel pánico. Con todo, no hubo fuego deartillería. Yo me mantenía atento; si loscañones comenzaban a disparar,significaría que las cosas se ponían

serias. (La artillería constituye un factordecisivo en la lucha callejera.)Posteriormente, los periódicospublicaron noticias absurdas sobrebaterías de cañones que disparaban enlas calles, pero ninguno pudo mencionarun edificio dañado por uno de esosproyectiles. En cualquier caso, elestruendo de un cañón resultainconfundible, si uno está acostumbradoa él.

Casi desde el comienzo escasearonlos alimentos. Con grandes dificultadesy al abrigo de la oscuridad (pues losguardias civiles tenían siempre tiradoresapostados en las Ramblas), se llevaba

comida desde el hotel Falcón para losquince o veinte milicianos de la sedecentral del POUM. Casi no alcanzaba ytodos tratábamos de llegar hasta el hotelContinental para comer. El Continental,que había sido «colectivizado» por laGeneralitat y no, como la mayoría de loshoteles, por la CNT o la UGT, seconsideraba terreno neutral. En cuantocomenzó la lucha, el hotel quedóatestado de la más increíble colecciónde individuos. Había periodistasextranjeros, sospechosos políticos detodas las tendencias, un aviadornorteamericano al servicio del gobierno,varios agentes comunistas, un obeso

ruso de aspecto siniestro, a quien sesuponía agente de la GPU[16], conocidopor el sobrenombre de Charlie Chan yque llevaba sujetos al cinturón unrevólver y una pequeña granada, algunasfamilias españolas acomodadas queparecían simpatizar con los fascistas,dos o tres heridos de la ColumnaInternacional, un grupo de camioneros, aquienes los disturbios habían impedidollegar a Francia con un cargamento denaranjas, y varios oficiales. del EjércitoPopular. El Ejército Popular, comocuerpo, permaneció neutral durante todala lucha, si bien algunos soldados seescaparon de los cuarteles e

intervinieron individualmente; el martespor la mañana vi a dos de ellos en lasbarricadas del POUM. Al comienzo,antes de que la escasez de alimentos seagudizara y los periódicos empezaran aavivar el odio, hubo una tendencia atomar todo a broma. Acontecimientos deeste tipo ocurren todos los años enBarcelona, decía la gente. Giorgio Tioli,un periodista italiano, gran amigonuestro, entró con los pantalonesempapados de sangre. Había salido paraver qué ocurría, se puso a vendar a unhombre herido que yacía en la acera,cuando alguien le arrojó «jugando» unagranada, sin herirlo afortunadamente de

gravedad. Recuerdo su comentario deque sería conveniente numerar laspiedras de las calles de Barcelona yahorrar así mucho trabajo en laconstrucción y demolición de lasbarricadas. Recuerdo también a doshombres de la Columna Internacional,sentados en mi habitación cuando yollegué cansado, sucio y hambriento alcabo de una noche de guardia. Su actitudfue por completo neutral. De haber sidobuenos miembros del partido, supongoque me hubieran instado a cambiar debando o tal vez quitado las granadas queme abultaban en los bolsillos; en vez deesto, se limitaron a expresar su pesar al

saber que debía pasar mi permisohaciendo guardia en un terrado. Laactitud general era: «Esto no es más queuna riña entre los anarquistas y lapolicía; no significa nada». A pesar dela intensidad de la lucha y el número debajas creo que estaba más cerca de laverdad que la versión oficial quedescribía lo ocurrido como unlevantamiento planeado.

Hacia el miércoles (5 de mayo) lascosas comenzaron a cambiar. Las callesdesiertas ofrecían un aspecto siniestro.Unos pocos transeúntes, obligados asalir por algún motivo, se deslizaban deun lado a Otro agitando pañuelos

blancos. En un lugar a media altura delas Ramblas y a salvo de las balas,algunos hombres voceaban losperiódicos en la calle vacía. El martes,el periódico anarquista SolidaridadObrera describía el ataque policialcontra la Central Telefónica como una«monstruosa provocación» (o algosimilar), pero el miércoles cambió detono y comenzó a pedir que se retornaraal trabajo. Los líderes anarquistastransmitieron por radio el mismomensaje. Las oficinas de La Batalla —el periódico del POUM—, que carecíande defensa, habían sido atacadas yocupadas por los guardias civiles casi al

mismo tiempo que la Central Telefónica,pero el periódico seguía imprimiéndoseen otro local. En los pocos ejemplaresdistribuidos se instaba a permanecer enlas barricadas. La gente no sabía quépensar y se preguntaba cómo terminaríatodo. Creo que nadie abandonó lasbarricadas, pero todos estaban hartos deesa lucha carente de sentido. Nadiedeseaba que se convirtiera en unaverdadera guerra civil que habríapodido significar la derrota frente aFranco. Este temor encontraba expresiónen todos los sectores. Podía deducirsede los comentarios oídos que las filas dela CNT deseaban, igual que al

comienzo, sólo dos cosas: la devoluciónde la Central Telefónica y el desarme delos odiados guardias civiles. Si laGeneralitat hubiera prometido ambascosas, y también poner fin al mercadonegro de alimentos, las barricadashabrían desaparecido en un par dehoras. Pero era obvio que la Generalitatno estaba dispuesta a ceder.Comenzaron a circular desagradablesrumores. Se decía que el gobierno deValencia enviaba seis mil hombres paraocupar Barcelona y que cinco milmilicianos anarquistas y del POUMhabían abandonado el frente de Aragónpara plantarles cara. Sólo el primero de

esos rumores era cierto. Desde la torredel observatorio vimos las formaschatas y grises de los barcos de guerraaproximándose al puerto. DouglasMoyle, que había sido marino, afirmóque parecían destructores británicos.Eran ciertamente destructoresbritánicos, pero esto lo supimos mástarde.

Esa noche oímos decir que en laPlaza de España cuatrocientos guardiasciviles se habían rendido y entregadosus armas a los anarquistas; también sefiltraban algunas noticias, bastantevagas, en el sentido de que en lossuburbios (principalmente en los barrios

obreros) la CNT conservaba el control.Parecía que estábamos ganando. Peroesa misma noche Kopp envió a por mí y,con el rostro grave, me dijo que, segúnuna información recién recibida, elgobierno se disponía a ilegalizar alPOUM y a declarar el estado de guerra.La noticia me produjo una granconmoción. Era el primer indicio quetenía de la interpretación que más tardese daría a estos sucesos. Comprendívagamente que, cuando la luchaconcluyera, el POUM, que era el partidomás débil y, por ende, el chivoexpiatorio más propicio, cargaría contoda la culpa. Entretanto, nuestra

neutralidad local había concluido. Si elgobierno nos declaraba la guerra noteníamos otra alternativa quedefendernos y en la sede centralestábamos seguros de que los guardiasciviles del café vecino recibiríanórdenes de atacarnos. Nuestra únicasalida consistía en atacarlos primero.Kopp aguardaba órdenes telefónicas. Sinos acababan de confirmar que elPOUM realmente había sido proscrito,debíamos prepararnos de inmediato paraapoderarnos del Café Moka.

Recuerdo la larga noche depesadilla que pasamos fortificando eledificio. Bloqueamos las persianas de la

puerta de entrada y detrás de ellaslevantamos una barricada con las losassobrantes de unas reformas hechas.Pasamos revista a nuestra reserva dearmas. Incluyendo los seis que seutilizaban en la azotea del Poliorama,teníamos veintiún fusiles (uno de ellosdefectuoso), cincuenta cargas para cadafusil, unas docenas de granadas yalgunos revólveres y pistolas. Docehombres, en su mayoría alemanes, seofrecieron para el ataque al Café Moka.Naturalmente, atacaríamos desde laazotea y poco antes del amanecer, paratomarlos por sorpresa; ellos nossuperaban en número, pero a nosotros

nos animaba la firme decisión de luchar.Sin duda, podríamos apoderarnos dellocal, pero a costa de algunas bajas.Carecíamos de alimentos en el edificio,fuera de unas pocas tabletas dechocolate, y corría el rumor de que«ellos» se disponían a cortar el agua.(Nadie sabía quiénes eran «ellos».Podía ser el gobierno, que controlaba elsistema de abastecimiento de aguas, o laCNT; nadie lo sabía.) Decidimos llenarlos lavabos de los baños, cuanto baldepudimos conseguir y hasta las quincebotellas de cerveza, ahora vacías, quelos guardias civiles obsequiaron aKopp.

Estaba muy bajo de ánimos yagotado después de pasar sesenta horascasi sin dormir. Ya era noche avanzada.Detrás de la barricada de losas, en laplanta baja, el suelo estaba cubierto degente dormida. En el primer piso habíaun sofá en una pequeña habitación quepensábamos utilizar como enfermería,aunque, por supuesto, descubrimos queno teníamos ni siquiera vendas. Me echéen el sofá, con la sensación de quenecesitaba una media hora de descansoantes del ataque al «Moka», en eltranscurso del cual probablemente mematarían. Recuerdo la gran molestia queme producía la pistola, sujeta al cinturón

e incrustada en los riñones. Lo próximoque recuerdo es que me despertésobresaltado y vi a mi esposa de piejunto a mí. Me dijo que había acudido aofrecerse como enfermera y que le habíadado pena despertarme. Ya era plenodía, el gobierno no había declarado laguerra al POUM, el agua seguíafluyendo por los grifos y, salvo algunosdisparos esporádicos en las calles, todoestaba tranquilo.

Esa tarde hubo una especie dearmisticio. Los disparos cesaron y, consorprendente rapidez, las calles sellenaron de gente. Unos pocos negocioscomenzaron a levantar sus persianas, y

el mercado se abarrotó de una enormemuchedumbre que clamaba por comida,aunque los puestos estaban casi vacíos.Con todo, destacaba que los tranvíastodavía no circulaban. Los guardiasciviles seguían detrás de sus barricadasen el Café Moka. Los edificiosfortificados no fueron evacuados porninguno de los dos bandos. En todos lossectores se escuchaban las mismaspreguntas ansiosas: «¿Crees que ya seacabó? ¿Crees que volverá a empezar?».Ahora se hablaba de la lucha como deuna especie de calamidad natural,similar a un huracán o a un terremoto,que nos agobiaba a todos por igual y que

no podíamos detener. Casi de inmediato—supongo que en realidad hubo variashoras de tregua, pero nos parecieronunos pocos minutos— un súbitoestrépito de un fusil, como un trueno deverano, nos hizo correr a todos; laspersianas metálicas volvieron a caer, lascalles se vaciaron como por arte demagia, las barricadas se llenaron, y«aquello» volvía a empezar.

Regresé asqueado y furioso a mipuesto sobre la azotea. Al participar enacontecimientos como ésos supongo que,en una pequeña medida, se está haciendohistoria, y uno debería sentirsepersonaje histórico por derecho propio.

Sin embargo, no ocurre así porque entales momentos los detalles físicossiempre pesan más. Durante toda lalucha, nunca pude hacer el «análisis»correcto de la situación que losperiodistas esbozaban con tantafacilidad a cientos de kilómetros dedistancia. Lo que me preocupabaesencialmente no era lo justo y lo injustode esa refriega intestina, sinosimplemente la incomodidad y elaburrimiento de estar sentado día ynoche en esa azotea insoportable, y elhambre que aumentaba cada vez más,pues ninguno de nosotros había tenidouna comida decente desde el lunes.

Todo el tiempo me acosaba la idea deque tendría que regresar al frente encuanto este asunto terminara. Eraindignante. Después de ciento quincedías en el frente había regresado aBarcelona hambriento de un poco dedescanso y comodidad y, en su lugar,debía pasarme el permiso sentado en unterrado frente a guardias civiles tanaburridos como yo, que me saludabancon la mano y me aseguraban que eran«obreros» (querían decir que confiabanen que yo no abriría fuego contra ellos),pero que sin duda dispararían contra mísi recibían órdenes de hacerlo. Si esoera historia, yo no me sentía con ánimos

de vivirla. Se parecía más a los malosmomentos pasados en el frente, cuandopor falta de hombres debían hacersehoras extra de guardia. En lugar desentirse heroico, uno permanece en supuesto, aburrido, cayéndose de sueño ytotalmente indiferente a lo que sucede.

Dentro del hotel, entre lamuchedumbre heterogénea que, en sumayor parte, no se había animado aasomar la nariz, se había generado unahorrible atmósfera de sospechas. Variosindividuos se contagiaron de la manía deespiar y vagaban por allí susurrando quetodos los demás eran espías de loscomunistas, o de los trotskistas, o de los

anarquistas. El obeso agente rusoacorralaba por turno a los refugiadosextranjeros y les explicaba, de maneraplausible, que el conflicto se debía a uncomplot anarquista. Lo observé concierto interés, pues era la primera vezque veía a una persona cuya profesiónconsistía en mentir (excluyendo, claroestá, a los periodistas). Había algorepulsivo en esta parodia de la vida deun hotel elegante que proseguía detrásde ventanas cerradas y del tableteo delos fusiles. El comedor de delante habíasido abandonado después de que unabala atravesara la ventana y astillara unacolumna; los huéspedes se amontonaban

en una oscura habitación posterior,donde nunca había bastantes mesas. Elnúmero de camareros había disminuido—algunos eran miembros de la CNT yse habían solidarizado con la huelgageneral— y, por el momento, se habíandeshecho de las camisas almidonadas,pero las comidas seguían sirviéndosecon cierta pretensión ceremoniosa,aunque, prácticamente, no había nadaque comer. Ese jueves a la noche, elplato principal de la cena fue unasardina para cada comensal. El hotelcarecía de pan desde hacía varios días,e incluso el vino escaseaba tanto quebebíamos vinos cada vez más añejos a

precios cada vez más altos. Esta escasezde comida prosiguió aun después determinada la lucha. Recuerdo que,durante tres días seguidos, mi esposa yyo desayunamos un pequeño trozo dequeso de cabra, sin nada de pan y sinnada para beber. Abundaban, en cambio,las naranjas. Los camioneros francesesllevaron al hotel grandes cantidades desu cargamento. Eran un grupo de aspectorudo, e iban acompañados por algunasdeslumbrantes muchachas españolas ypor un enorme mozo de cuerda con unablusa negra. En cualquier otra ocasión,un gerente de hotel —puntillosos comoson— hubiera hecho todo lo posible

para que se sintieran incómodos, inclusoles habría negado la entrada, pero enesas circunstancias fueron aceptadosporque, a diferencia de los demás,contaban con una provisión privada depan que todos trataban de hacer suya.

Pasé una noche más en la azotea. Aldía siguiente pareció que la luchallegaba a su fin. No creo que ese día, elviernes, se produjeran muchos tiroteos.Nadie sabía con certeza si las tropas deValencia realmente se acercaban;llegaron aquella misma noche. Elgobierno propalaba por radio mensajessemitranquilizadores, semiamenazantes,pidiendo a la gente que regresara a sus

hogares y afirmando que, después de unacierta hora, todo aquel que portaraarmas sería arrestado. Nadie prestabademasiada atención a los mensajesgubernamentales, pero por todas parteslos hombres comenzaban a abandonarlas barricadas. No dudo de que el factordeterminante de esa actitud fuera laescasez de comida. En todas partes seoía el mismo comentario: «No tenemosmás comida, debemos regresar altrabajo». Los guardias civiles, encambio, que tenían aseguradas susraciones mientras hubiera alimentos enla ciudad, podían permanecer en suspuestos. Por la tarde, la ciudad ofrecía

un aspecto casi normal, aunque lasbarricadas continuaban intactas; lasRamblas se llenaron de transeúntes, casitodas las tiendas abrieron y, hecho muytranquilizador, los tranvías, tanto tiempoinmovilizados, volvieron a la vida ycomenzaron a recorrer las calles. Losguardias civiles seguían en el CaféMoka sin deshacer sus barricadas, peroalgunos sacaron sillas y se sentaron enla acera con el fusil sobre las rodillas.Le guiñé un ojo a uno de ellos al pasar yrecibí una sonrisa no del todo hostil; mereconoció, desde luego. En la CentralTelefónica habían arriado la banderaanarquista y sólo flameaba el estandarte

catalán. Ello significaba la derrotadefinitiva de los trabajadores; sinembargo, debido a mi ignoranciapolítica, no comprendí con toda laclaridad debida que cuando el gobiernose sintiera más seguro habríarepresalias. En ese momento tampocome interesaba este aspecto de las cosas.Sólo sentía un profundo alivio ante elhecho de que el endemoniado estrépitode los disparos hubiera cesado. Deseabapoder comprar algo de comida y gozarde algún descanso y paz antes deregresar al frente.

Sería a última hora de la tardecuando los soldados de Valencia

hicieron su aparición en las calles deBarcelona, ya bien entrada la noche.Eran integrantes de la Guardia deAsalto, una formación similar a losguardias civiles y a los carabineros (esdecir, destinada en primer término atareas policiales), y tropas selectas de laRepública. De repente, surgieron de lanada como setas; estaban por todaspartes, patrullando las calles en gruposde diez. Eran altos, de uniformes griseso azules y con largos fusiles colgados alhombro y una metralleta por cada grupo.Entretanto, quedaba una delicada tareapor realizar. Los seis fusiles quehabíamos utilizado para hacer guardia

en la torre del observatorio seguían allíy, de una manera o de otra, teníamos quellevarlos al edificio del POUM. Setrataba tan sólo de cruzar la calle conellos. Formaban parte del arsenal propiodel edificio, pero sacarlos significabacontravenir la orden del gobierno. Sinos sorprendían nos arrestarían sinninguna duda y, lo que era peor, nosconfiscarían las armas. Con sóloveintiún fusiles en el edificio, nopodíamos perder seis. Después demuchas discusiones acerca del métodomás conveniente, un joven españolpelirrojo y yo comenzamos aacarrearlos. Resultaba bastante fácil

esquivar las patrullas de la Guardia deAsalto; el peligro radicaba en losguardias civiles del Café Moka, quienessabían muy bien que teníamos fusiles enel observatorio y podían delatarnos sinos veían cruzar con ellos. El jovenespañol y yo nos desvestimosparcialmente y nos colgamos un fusil delhombro izquierdo, con la culata en laaxila y el cañón metido en lospantalones. Por desgracia, eran máuserslargos; ni un hombre alto como yo puedellevar sin molestias semejante arma enla pernera del pantalón. Resultaba muyincómodo descender por la enroscadaescalera del observatorio con una pierna

totalmente rígida. Una vez en la calle,descubrimos que solamente podíamosavanzar caminando con tan extremalentitud que no hiciera falta doblar lasrodillas. Frente al cine había un grupode gente que me observó con graninterés mientras me arrastraba a paso detortuga. Muchas veces me pregunté a quéatribuirían mi extraña manera de andar.Herido en la guerra, pensarían. Encualquier caso, todos los fusilespudieron ser trasladados sin incidentes.

Al día siguiente, los guardias deasalto estaban en todas partes en actitudde conquistadores. No cabía duda deque el gobierno hacía un despliegue de

fuerza a fin de acobardar a unapoblación que evidentemente noofrecería resistencia. Si hubiera temidola posibilidad de nuevas luchas, habríamantenido a los guardias de asalto enlos cuarteles, en lugar dedesparramarnos en pequeños grupos portoda la ciudad. Sin duda, exhibía tropasespléndidas, las mejores que yo habíavisto en España y, aunque en ciertosentido eran «el enemigo», no pudedejar de sentir agrado y cierta sorpresaal verlas marchar. Estaba acostumbradoa la milicia andrajosa y apenas armadadel frente de Aragón, y no sabía que laRepública contara con tropas como

ésas, formadas por hombres físicamenteexcepcionales y provistas de armas queme dejaron atónito. Todos portabanfusiles flamantes, del tipo conocidocomo «fusil ruso» (enviados a Españadesde la URSS, pero fabricados, segúncreo, en Estados Unidos). Pudeexaminar uno de ellos. Estaba lejos deser perfecto, pero era increíblementemejor que los antiquísimos trabucos queteníamos en el frente. Disponían,además, de una pistola automática cadauno y de una metralleta por cada diezhombres; en el frente habíaaproximadamente una ametralladora porcada cincuenta hombres, y pistolas y

revólveres sólo podían conseguirse pormedios ilegales. (En realidad, aunque nolo había observado hasta ese momento,lo mismo ocurría en todas partes.) Losguardias civiles y los carabineros, queno estaban destinados para nada alfrente, tenían mejores armas y mejoresropas que nosotros. Sospecho que lomismo acontece en todas las guerras:siempre hay idéntico contraste entre lareluciente policía de la retaguardia y losandrajosos soldados de las trincheras.Por lo general, los guardias de asalto deValencia comenzaron a llevarse biencon la población transcurridos uno o dosdías desde su llegada. El primer día

hubo algunas enganchadas porque,obedeciendo órdenes, según supongo,actuaron de forma provocativa. Algunosgrupos asaltaban tranvías, registraban alos pasajeros y, si llevaban en subolsillo un carnet de la CNT luego se lorompían y pisoteaban. Esto provocóenfrentamientos con anarquistas armadosy una o dos personas murieron. Muypronto, sin embargo, los guardias deasalto abandonaron su aire deconquistadores y las relaciones setornaron más cordiales. Observé quemuchos de ellos consiguieron una amigaal cabo de pocos días.

Los sucesos de Barcelona dieron al

gobierno de Valencia la tan ansiadaexcusa para asumir un mayor control deCataluña. Las milicias de trabajadoresdebían ser dispersadas y redistribuidasen el Ejército Popular. La banderaespañola republicana flameaba en todaBarcelona —era la primera vez que laveía, creo, excepto la que vi colgada enuna trinchera fascista—. En los barriosobreros se procedía a demoler lasbarricadas por partes, pues es muchomás fácil construirlas que volver aponer las piedras en su lugar. Frente alos edificios del PSUC, por el contrario,se permitió que muchas de ellas semantuvieran incluso hasta junio. Los

guardias civiles continuaban ocupandoposiciones estratégicas. En los baluartesde la CNT se confiscaron grandescantidades de armas, aunque no cabeduda de que muchas fueron puestas asalvo a tiempo. La Batalla seguíaapareciendo, pero fue censurada hastaque la primera plana quedó casi del todoen blanco. Los periódicos del PSUC noestaban sometidos a la censura, ymediante artículos incendiarios exigíanla supresión del POUM alegando queera una organización fascistaenmascarada. Los agentes del PSUCcolocaron en toda la ciudad un muralque representaba al POUM como una

figura que al quitarse la máscara queostentaba la hoz y el martillo descubríaun rostro horrendo marcado con la cruzgamada. Evidentemente, la versiónoficial de la lucha en Barcelona yaestaba decidida: sería un levantamientode la «quinta columna» fascista,provocado por el POUM.

En el hotel, la atmósfera de sospechay hostilidad había empeorado con elcese de la lucha. Frente a lasacusaciones que se hacían por todaspartes, resultaba imposible mantenerseneutral. El correo volvía a funcionar,comenzaron a llegar periódicoscomunistas extranjeros, y sus relatos de

la lucha no sólo eran violentamenteparciales sino, desde luego,increíblemente inexactos. Creo quealgunos de los comunistas locales,testigos de los sucesos, se sintieronavergonzados ante la interpretación quese daba de los acontecimientos, pero,naturalmente, se mantuvieron fieles a supartido. Nuestro amigo comunista volvióa acercárseme y me preguntó si nodeseaba pasar a la ColumnaInternacional. Me cogió más bien porsorpresa.

—Vuestros periódicos dicen que soyun fascista —le dije—. Sin duda, debode ser un sospechoso político, viniendo

del POUM.—Oh, eso no importa. Al fin de

cuentas, tú sólo cumples órdenes.Tuve que decirle que, después de lo

ocurrido, no podía ingresar en ningunaunidad controlada por los comunistas.Tarde o temprano, eso podía llevarme aser utilizado contra la clase obreraespañola. No podía saberse cuándovolvería a repetirse una situaciónsimilar y, si tenía que usar un fusil,prefería hacerlo al lado de la clasetrabajadora y no contra ella. Su reacciónfue bastante correcta; pero desde esemomento toda la atmósfera cambió. Yano se podía, como antes, discutir

amistosamente y tomar una copa con unhombre a quien se suponía oponentepolítico. Hubo algunos altercados muydesagradables en el vestíbulo del hotel.Mientras tanto, las cárceles se habíanvuelto a llenar a rebosar. Al concluir lalucha, los anarquistas liberaron a losprisioneros en su poder, pero losguardias civiles no hicieron lo mismo.La mayor parte de estos prisionerosfueron encarcelados sin juicio, enmuchos casos durante meses. Como decostumbre, gente totalmente ajena a loshechos fue arrestada debido a lachapucería policial. Dije antes queDouglas Thompson había sido herido a

principios de abril. Luego perdió elcontacto conmigo, como solía ocurrircuando un hombre recibía una herida,pues frecuentemente los heridos erantrasladados de un hospital a otro. Seencontraba en un hospital de Tarragonay fue enviado de regreso a Barcelona lasemana en que comenzaron losenfrentamientos. El martes a la mañanalo encontré en la calle, bastantedesconcertado por el tiroteo. Me hizo lapregunta que todo el mundo hacía enesos días:

—¿Qué demonios pasa?Le di la mejor explicación que pude.

Thompson me dijo sin demora:

—Yo me voy a mantener al margende todo esto. Mi brazo sigue mal. Mevuelvo al hotel y me quedaré allí.

Regresó a su hotel pero, pordesgracia (¡qué importante es en la luchacallejera el conocimiento de latopografía local!), el hotel estaba en unazona de la ciudad controlada por losguardias civiles. El lugar fue asaltado,Thompson cayó prisionero y debió pasarocho días en una celda tan llena de genteque nadie tenía sitio para acostarse.Hubo numerosos casos similares.Extranjeros con historiales políticosdudosos habían huido, con la policíapisándoles los talones y con el temor

constante a una denuncia. La situaciónera peor para los italianos y losalemanes, que no tenían pasaportes y amuchos de los cuales buscaba la policíasecreta de sus propios países. Si losarrestaban, probablemente losdeportarían a Francia, lo que podíasignificar el retorno a Italia o aAlemania, donde Dios sabe qué horroresles aguardaban. Algunas mujeresextranjeras se apresuraron a regularizarsu situación «casándose» con españoles.Una joven alemana que carecía dedocumentación logró esquivar a lapolicía haciéndose pasar durante variosdías por la amante de un español.

Recuerdo la expresión de vergüenza yaflicción de la pobre muchacha cuandoaccidentalmente me encontré con ella enel momento en que salía del dormitoriode ese hombre. No era su amante, perosin duda creyó que yo lo pensaba.Permanentemente se tenía laestremecedora sensación de que unopodía ser denunciado a la policíasecreta por quien hasta ese momentohabía sido un amigo.

La larga pesadilla de la lucha, elestrépito, la falta de comida y de sueño,la mezcla de tensión y aburrimiento delas largas horas pasadas en la azotea,preguntándome si al minuto siguiente

recibiría un balazo o me vería obligadoa disparar contra alguien, me habíandestrozado los nervios. Mi estado era talque, cada vez que la puerta se cerrabacon violencia, inmediatamente echabamano de la pistola. El sábado por lamañana se oyó una serie de disparos ytodo el mundo gritó: «¡Ya empieza otravez!». Corrí a la calle y descubrí queunos guardias de asalto disparabancontra un perro rabioso. Nadie que hayavivido en Barcelona entonces o en losmeses posteriores olvidará la agobianteatmósfera creada por el miedo, lasospecha, el odio, la censuraperiodística, las cárceles abarrotadas,

las enormes colas para conseguiralimentos y las patrullas de hombresarmados.

He tratado de dar una ideaaproximada de lo que se sentía estandoen medio de las luchas de Barcelona;pero no creo haber logrado transmitir elcarácter extraño de aquel período.Cuando miro hacia atrás, una de lascosas que permanecen nítidas en mimemoria son los contactos casuales queuno hacía por aquel entonces, lasvisiones repentinas de los nocombatientes, para quienes todo aquellotan sólo era un alboroto carente desentido. Recuerdo a una mujer

elegantemente vestida que paseaba porlas Ramblas, con una canasta de lacompra bajo el brazo y un lanudo perritoblanco, mientras los disparos sesucedían a una o dos calles de distancia.Quizá fuera sorda. Y el hombre queagitando un pañuelo blanco en cadamano atravesó corriendo la Plaza deCataluña, totalmente vacía. Y el grupode personas, todas vestidas de negro,que durante una hora trataron una y otravez de cruzar la misma plaza, sin poderlograrlo. Cada vez que emergían de lacalle central, las ametralladoras delPSUC apostadas en el hotel Colónabrían fuego y las obligaban a

retroceder, aunque era evidente que ibandesarmadas. Siempre he pensado queformaban parte de un cortejo fúnebre. Yel hombrecito que hacia las veces deencargado del museo situado sobre elPoliorama, y parecía considerar lossucesos como un acontecimiento social.Estaba encantado de que los ingleses lovisitaran; decía que el inglés era tansimpático*. Deseaba que todosvolviéramos cuando la lucha hubieraterminado; y yo, de hecho, volví avisitarlo. Y aquel otro, refugiado en unportal, que movía complacido la cabezahacia el infierno de la Plaza de Cataluñay decía (como quien comenta que la

mañana está hermosa): «¡Así quetenemos otro 19 de julio!». Y losdependientes de la zapatería donde meestaban haciendo unas botas. Fui allíantes de la lucha, cuando todo acabó y,por breves minutos, durante la tregua del5 de mayo. Pertenecían a la UGT o quizáeran miembros del PSUC; de cualquiermodo, políticamente estaban en el otrobando y sabían que yo servía en unamilicia del POUM. No obstante, suactitud fue del todo indiferente, y seexpresaban con palabras como éstas:«Es una pena todo esto, ¿no es cierto? Ytan malo para los negocios. ¡Qué lástimaque no termine! ¡Como si no hubiera

bastante lucha en el frente!, etcétera,etcétera». Supongo que hubo grancantidad de personas, tal vez la mayorparte de los habitantes de Barcelona,para las que lo ocurrido no tenía interésalguno o, por lo menos, no más interésque un ataque aéreo.

En este capítulo sólo he descrito misexperiencias personales. En el ApéndiceII trataré de abordar lo mejor que puedacuestiones más generales: lo querealmente ocurrió y con qué resultados,qué era lo justo y qué lo injusto, y quiénel responsable –si lo hubiera—. Se haexplotado tanto con fines políticos lalucha en Barcelona que resulta

importante tratar de tener una visiónequitativa de ella. Lo que se ha escritosobre el tema alcanza para llenarmuchos libros, pero sus nueve décimaspartes —supongo que no exagero alafirmarlo— son falsas. Casi todos losreportajes periodísticos publicados enesa época fueron realizados porperiodistas alejados de los hechos, y nosólo son inexactos, sinointencionalmente engañosos. Como decostumbre, sólo se permitió que unaversión de lo ocurrido llegara al granpúblico. Al igual que cualquier otrapersona que estuviera en Barcelona enaquellos momentos, sólo vi lo que

ocurría en mi entorno inmediato, pero viy oí lo suficiente como para podercontradecir muchas de las mentiras quehan estado circulando.

X

Pasados unos tres días de las luchas deBarcelona regresamos al frente. Tras losenfrentamientos —más concretamente,tras el combate de insultos en la prensa— resultaba difícil pensar en la guerratan ingenua e idealistamente como antes.Supongo que nadie pasó algunassemanas en España sin sentirse algodecepcionado. Recordaba las palabrasdel corresponsal con quien conversédurante mi primer día en Barcelona:«Esta guerra, como cualquier otra, es unfraude». El comentario, hecho en

diciembre, me había desagradadoprofundamente y entonces no me pareciócierto; en mayo seguía sin parecermecierto del todo, pero sí más que antes.Es sabido que toda guerra sufre unaespecie de degradación progresiva amedida que pasan los meses, porquecosas tales como la libertad individual yuna prensa veraz no son compatibles conla eficacia militar.

Podíamos ya empezar a hacerconjeturas sobre lo que ocurriría. Erafácil ver que el gobierno de Caballerocaería y sería reemplazado por otro másderechista, sometido a una influenciacomunista aún más fuerte (esto ocurrió

una o dos semanas más tarde), que seempeñaría en terminar con el poder delos sindicatos de una vez para siempre.Para después, cuando Franco fueraderrotado —aun dejando de lado losenormes problemas planteados por lareorganización de España—, lasperspectivas no eran halagüeñas. Loscomentarios periodísticos acerca de«una guerra librada en defensa de lademocracia» eran mero engaño. Ningunapersona sensata podía suponer quehubiera alguna esperanza dedemocracia, ni siquiera como laentendemos en Inglaterra o en Francia,en un país tan dividido y exhausto como

lo sería España al concluir la guerra. Seacabaría imponiendo una dictadura y,evidentemente, la posibilidad de unadictadura proletaria había pasado. Ellosignificaba que el país sería sometido aalguna clase de fascismo. De unfascismo que, sin duda, tendría algúnnombre más agradable y —por tratarsede España— sería más humano y menoseficiente que las variedades alemana oitaliana. Las únicas alternativas parecíanser: o una dictadura franquistainfinitamente peor o que la guerraterminara (siempre era una posibilidad)con una división de España, ya sea porverdaderas fronteras o por zonas

económicas.Desde cualquier punto de vista, las

perspectivas eran deprimentes. Pero ellono significaba que no fuera mejor lucharcon el gobierno contra el fascismo másdescarnado y desarrollado de Franco yHitler. Cualesquiera que fueran losdefectos del gobierno de posguerra, nocabía duda de que el régimen franquistasería peor. Para los trabajadoresurbanos quizá la situación no cambiaseganara quien ganase, pero España esfundamentalmente un país agrícola y loscampesinos sí se beneficiarían con lavictoria del gobierno. Por lo menosalgunas de las tierras confiscadas

seguirían estando en sus manos, en cuyocaso también habría una distribución dela tierra en el territorio que había sidode Franco y no sería restaurado elvirtual servilismo antes existente enalgunas partes de España. El gobiernoresultante al final de la guerra sería, porlo menos, anticlerical y antifeudal.Pondría límites a la Iglesia, aunque fueratemporalmente, modernizaría el país,por ejemplo construyendo carreteras, ypromovería la educación y la saludpúblicas. Algo se había hecho ya en taldirección, hasta en plena guerra. Franco,en cambio, no era sólo un títere de Italiay Alemania, sino que estaba ligado a los

grandes terratenientes feudales yrepresentaba una rancia reacciónclérigo-militar. El Frente Popular podíaser una estafa, pero Franco era unanacronismo. Sólo los millonarios o losrománticos podían desear que triunfara.

Además, allí estaba decidiéndosealgo muy importante y que hacía dosaños me perseguía como una pesadilla:el prestigio internacional del fascismo.Desde 1930 los fascistas habíanobtenido todas las victorias; era hora deque sufrieran una derrota, no importabamayormente a manos de quién. Sihacíamos retroceder a Franco y a susmercenarios extranjeros hasta el mar,

lograríamos mejorar considerablementela situación mundial, aun cuando Españamisma emergiera bajo una dictadurasofocante y con los mejores hombres enla cárcel. Aunque sólo fuera por eso,valía la pena ganar la guerra.

Tal era la situación en aquelmomento. Debo aclarar que ahora miopinión sobre Negrín es mucho másfavorable que cuando subió al poder. Hallevado adelante una lucha difícil congran valentía y ha demostrado mástolerancia política de lo que seesperaba. No obstante, sigo creyendoque, a menos que España se divida conconsecuencias imprevisibles, el

gobierno de posguerra será de tendenciafascista. Reitero esta opinión corriendoel riesgo de que el tiempo haga conmigolo que hace con casi todos los profetas.

Acabábamos de llegar al frentecuando supimos que Bob Smillie, enviaje de regreso a Inglaterra, había sidoarrestado en la frontera, trasladado aValencia y encarcelado. Smillie estabaen España desde octubre. Después dehaber trabajado durante varios meses enlas oficinas del POUM, se unió a lamilicia cuando llegaron los otrosmiembros del ILP pues quería lucharunos tres meses en el frente, antes deregresar a Inglaterra para tomar parte en

una gira de propaganda. Pasó algúntiempo antes de que pudiéramosdescubrir por qué lo habían arrestado.Smillie estaba incomunicado*, de modoque ni siquiera su abogado podía verlo.En la práctica jurídica española no hayhabeas corpus y un individuo puedeestar en la cárcel durante varios mesessin que se concrete ninguna acusación ymucho menos se lo juzgue. Por finsupimos, a través de un prisioneroliberado, que Smillle había sidoarrestado por «portar armas». Las«armas» eran dos granadas delrudimentario tipo utilizado al comienzode la guerra que, junto con fragmentos

de proyectiles y otros recuerdos delfrente, llevaba a Inglaterra para mostraren sus conferencias. Las granadas ya notenían ni carga ni espoleta, y suscilindros vacíos eran completamenteinocuos. Evidentemente, se habíanvalido de un pretexto; el arresto se debíaa la conocida vinculación de Smillie conel POUM. En Barcelona la luchaacababa de cesar y las autoridades semostraban ansiosas por impedir quesalieran de España aquellos que podíancontradecir la versión oficial. Enconsecuencia, era muy probable que enlas fronteras se hicieran nuevos arrestos,con pretextos más o menos tontos.

Posiblemente, la intención sólo fuera, enun principio, retener a Smillie unospocos días, pero en España, una vez quese entra en la cárcel, generalmente sepermanece allí, con juicio o sin él.

Seguíamos en Huesca, pero noshabían situado algo más a la derecha,frente al reducto fascista que habíamoscapturado temporalmente unas pocassemanas antes. Yo actuaba comoteniente* —supongo que corresponde asubteniente en el ejército británico—, ytenía bajo mi mando a unos treintahombres, españoles e ingleses. Habíanpropuesto mi nombre para un ascensooficial de rango; no era seguro que me lo

concedieran. Hasta entonces, losoficiales de la milicia rechazaban losascensos oficiales, pues éstossignificaban pagas superiores ycontradecían las ideas igualitarias de lamilicia; pero ahora estaban obligados aaceptarlos. Benjamín ya había sidoascendido a capitán y Kopp estaba apunto de convertirse en comandante.Desde luego, el gobierno no podíapasarse sin los oficiales de la milicia,pero no confirmaba a ninguno de ellosen ningún grado superior al decomandante, probablemente reservandolos cargos más altos para los delejército regular y los flamantes

egresados de la Escuela de Guerra. Acausa de este procedimiento, en nuestradivisión (y, sin duda, en muchas otras)se daba el extraño caso de que el jefe dedivisión, los jefes de brigada y los jefesde batallón eran todos comandantes.

No ocurría mucho en el frente. Labatalla en torno a la carretera de Jacahabía terminado y no se reanudó hastamediados de junio. En nuestra posición,los tiradores apostados representaban elprincipal problema. Las trincherasfascistas estaban situadas a más deciento cincuenta metros pero en unterreno más alto, y nos rodeaban por doslados, porque nuestra línea formaba un

saliente en ángulo. El vértice del ánguloera un punto peligroso; los tiradoressiempre causaban allí muchas bajas. Decuando en cuando, los fascistas nosdisparaban granadas de fusil o algosimilar. Causaban un estrépitoinsoportable que nos dejaba con losnervios destrozados, pues nos tomabanpor sorpresa y no teníamos tiempo debuscar protección: pero no eranrealmente peligrosas. El orificio quedejaban en el terreno no era más grandeque una bañera. Las noches eranagradablemente cálidas, los días muycalurosos, los mosquitos empezaban amolestar y, a pesar de la ropa limpia

traída de Barcelona, casi de inmediatonos cubrimos de piojos. En los huertosdesiertos de la tierra de nadie las ramasde los cerezos se blanqueaban de flores.Durante dos días hubo lluviastorrenciales, las trincheras se inundarony el parapeto se hundió treintacentímetros: después tuvimos que cavary extraer la arcilla pegajosa con laspésimas palas españolas que carecíande mango y se doblaban como si fuerande estaño.

Habían prometido un mortero detrinchera para la compañía, yo loesperaba ansioso. Por la nochepatrullábamos como de costumbre,

aunque con mayor riesgo, pues lasposiciones fascistas estaban mejordefendidas y sus tropas más alertas:habían desparramado latas junto a laalambrada y abrían fuego con lasametralladoras en cuanto oían el menorruido. Durante el día disparábamosdesde la tierra de nadie. Arrastrándoseunos cien metros resultaba posiblemeterse en una zanja oculta por altospastos y desde la cual se dominaba unabrecha del parapeto fascista. Habíamosconvertido el sitio en un apostadero paratirar. Si se esperaba el tiemposuficiente, generalmente se acababa porver una figura vestida de color caqui que

se deslizaba rauda por delante de laabertura. Disparé bastantes veces.Ignoro si herí a alguien; pareceimprobable, ya que tiro muy mal con elfusil. Pero resultaba casi divertido, pueslos fascistas no sabían de dónde veníanlos disparos y yo estaba seguro deacertarle a alguno tarde o temprano. Sinembargo, las cosas resultaron justo alrevés: un tirador fascista me hirió.Estaba en el frente desde hacía unos diezdías cuando sucedió. La experiencia derecibir una herida de bala es muyinteresante y creo que vale la penadescribirla con cierto detalle.

A las cinco de la mañana me

encontraba en el vértice del parapeto.Esa hora siempre era peligrosa.Teníamos la aurora a nuestras espaldasy si se asomaba la cabeza quedabaclaramente recortada contra el cielo.Estaba hablando con los centinelas antesdel cambio de guardia. De pronto, enmitad de una frase, sentí… es muydifícil describir lo que sentí, aunque lorecuerdo en forma muy vivida.

Por decirlo de alguna manera, tuvela sensación de encontrarme en elcentro de una explosión. Hubo como unfuerte estallido y un fogonazo cegador ami alrededor, y sentí un golpe tremendo,no dolor, sólo una sacudida violenta,

como la que produce una descargaeléctrica. Luego una sensación deabsoluta debilidad, de haber sidoreducido a nada. Los sacos de arenafrente a mí se alejaron a una distanciainmensa. Supongo que se siente lomismo cuando se es alcanzado por unrayo. Supe de inmediato que estabaherido, pero por el estallido y elfogonazo pensé que se trataba de algúnfusil próximo, disparado por accidente.Todo ocurrió en un espacio de tiempomuy inferior a un segundo. Al instantesiguiente se me doblaron las rodillas ycaí hasta dar violentamente con lacabeza contra el suelo. Tenía perfecta

conciencia de estar malherido,experimentaba una sensación de torpezay aturdimiento, pero no sufría ningúndolor tal como se entiende normalmente.

El centinela norteamericano conquien había estado hablando se abalanzósobre mí: «Cielos, ¿estás herido?».Otros milicianos se acercaron y seprodujo el alboroto habitual.«¡Levantadlo! ¿Dónde está herido?¡Abridle la camisa!», etcétera, etcétera.El norteamericano pidió un cuchillopara cortarme la camisa. Yo sabía queel mío estaba en uno de mis bolsillos ytraté de sacarlo, pero descubrí que teníael brazo derecho paralizado. La

ausencia de dolor me producía unaligera satisfacción. «Esto sin dudaalegrará a mi esposa», pensé (siemprehabía deseado que me hirieran, y mesalvara así de morir cuando llegara lagran batalla). Justo en ese momento seme ocurrió preguntarle dónde estabaherido y de qué gravedad; no sentíanada, pero tenía conciencia de que labala me había golpeado en alguna partefrontal del cuerpo. Cuando traté dehablar, comprobé que carecía de voz,sólo proferí un débil quejido, pero alsegundo intento logré preguntar dóndeestaba herido. Me dijeron que en lagarganta. Harry Webb, nuestro

camillero, trajo vendas y una de laspequeñas botellas de alcohol que nosdaban para curas de urgencia. Cuandome levantaron me salió mucha sangrepor la boca, y a mi espalda oí decir a unespañol que la bala me había atravesadoel cuello. Sentí que el alcohol, que porlo común arde muchísimo, me bañaba laherida produciéndome una agradablesensación de frescura.

Volvieron a acostarme mientrasalguien buscaba una camilla. En cuantosupe que la bala me había atravesadolimpiamente la garganta di por sentadoque no tenía salvación. Nunca habíaoído hablar de un hombre o de un animal

que sobreviviera a un balazo en elcuello. La sangre me goteaba por lascomisuras de los labios. «La arteria estádestrozada», pensé. Me pregunté cuántose dura con la carótida cortada; pocosinstantes, seguramente. Todo se veíamuy borroso. Deben de haber pasadounos dos minutos durante los cualessupuse que estaba muerto. También esoera interesante, es decir, resultainteresante saber qué clase depensamientos se tiene en semejantesituación. Mi primer pensamiento,bastante convencional, fue para miesposa. Luego me asaltó un violentoresentimiento por tener que abandonar

este mundo que, a pesar de todo, megusta. Tuve tiempo de sentir esto deforma muy vívida. La estúpida malasuerte me enfurecía. ¡Qué absurdo eratodo! Morirse no en medio de unabatalla, sino en el mugriento rincón deuna trinchera, por culpa de un descuidode un segundo. Pensé en el hombre queme había disparado, me pregunté si seríaespañol o extranjero, si sabría que mehabía herido. No experimentaba rencoralguno contra él. Me dije que, tratándosede un fascista, lo habría matado de haberpodido, pero que si lo hubieran tomadoprisionero y traído ante mí en esemomento me habría limitado a felicitarlo

por su buena puntería. Puede ser quecuando uno se está muriendo realmentese piense de manera diferente.

Acababan de colocarme en lacamilla cuando mi brazo paralizadovolvió a la vida y comenzó a dolermeintensamente. Supuse que se me habíafracturado al caer; pero el dolor mereconfortaba porque sabía que lassensaciones no se tornan más agudascuando uno se está muriendo. Empecé asentirme mejor y compadecí a los cuatropobres diablos que sudaban ytropezaban con la camilla sobre loshombros. La ambulancia estaba a doskilómetros y el camino era difícil,

resbaladizo y lleno de obstáculos. Sabíael esfuerzo que hacían, pues habíaayudado a transportar a un herido un parde días antes. Las hojas plateadas de losálamos que bordeaban las trincheras merozaban la cara; pensé que era buenoestar vivo en un mundo donde crecenálamos plateados. Mientras tanto, eldolor en el brazo se hacia diabólico yme obligaba a blasfemar, lo cualprocuraba evitar, porque con cadablasfemia respiraba hondo y se mellenaba de sangre la boca.

El médico volvió a vendar la herida,me dio una inyección de morfina y medespachó para Siétamo. Los hospitales

de Siétamo eran barracas de madera,apresuradamente construidas, donde, porlo general, los heridos sólo permanecíanunas pocas horas antes de seguir caminoa Lérida o Barbastro. Yo estabaaletargado por la morfina, casi no podíamoverme, pero el dolor seguía siendofuerte y tragaba sangre sin cesar. En unrasgo típico de los métodoshospitalarios españoles, mientras meencontraba en ese estado la improvisadaenfermera trató de hacerme ingerir lacomida reglamentaria —una copiosacomida consistente en sopa, huevos, unguiso grasiento, etcétera— y se mostrósorprendida cuando me negué. Le dije

que deseaba fumar, pero estábamos enuno de los tantos períodos de escasez detabaco y nadie tenía un cigarrillo. Alcabo de poco tiempo, dos camaradasque habían obtenido permiso paraabandonar la línea de fuego durante unaspocas horas, se presentaron ante micama.

—¡Hola! ¿Estás vivo, eh? Bien.Queremos tu reloj, tu revólver y tulinterna. Y tu navaja, si es que tienesuna.

Partieron con mis posesionestransportables. Esto siempre ocurríacuando un hombre resultaba herido.Todo lo que poseía se dividía entre los

demás, sin tardanza y con razón, puesrelojes o revólveres eran objetos muypreciados en el frente y, si se quedabancon el equipo del herido, desaparecíandurante el traslado.

Al anochecer habían llegado yabastantes enfermos y heridos como parallenar varias ambulancias y nos enviarona Barbastro. ¡Qué viaje! Solía decirseque en esa guerra podía salvarse el querecibía un balazo en las extremidades,pero que siempre moría el herido en elabdomen. Ahora comprendo por qué.Nadie que estuviera expuesto ahemorragias internas podía sobrevivir aesos kilómetros de bamboleo sobre

caminos destrozados por el paso degrandes camiones y sin reparaciónalguna desde el comienzo de la guerra.¡Bang, bum, paff! Las sacudidas mellevaron de vuelta a mi infancia y a unendemoniado artefacto llamado Wiggle-Woggle que había en la exposición deWhite City. Olvidaron atarnos a lascamillas. Me quedaba bastante fuerza enel brazo izquierdo como para sujetarme,pero un pobre diablo fue arrojado alsuelo y sufrió Dios sabe qué agonía.Otro, que podía caminar y estabasentado en un rincón de la ambulancia,vomitó durante todo el viaje. El hospitalen Barbastro estaba repleto y las camas

se encontraban tan cerca unas de otrasque casi se tocaban. A la mañanasiguiente volvieron a cargarnos en untren-hospital y nos mandaron a Lérida.

Estuve cinco o seis días en Lérida.Era un gran hospital, con enfermos yheridos civiles y militares, más o menosmezclados. Algunos de los hombres demi sala tenían heridas graves. En lacama vecina a la mía un joven decabello negro tomaba un medicamentoque daba a su orina un color verdeesmeralda. Su orinal de cama constituíauno de los espectáculos de la sala. Uncomunista holandés, al enterarse de quehabía un inglés en el hospital, se me

acercó trayéndome periódicos ingleses yhablándome en mi lengua. Habíaresultado gravemente herido en loscombates de octubre y se las habíaingeniado para establecerse en elhospital de Lérida y casarse con una delas enfermeras. A causa de las heridas,una de sus piernas se había encogidotanto que no era más gruesa que mibrazo. Dos milicianos de permiso, aquienes había conocido durante miprimera semana en el frente, acudieronal hospital a visitar a un amigo herido yme reconocieron. Eran muchachos deunos dieciocho años. Permanecieron depie junto a mi cama, incómodos,

buscando qué decir y luego, parademostrar que lamentaban lo de miherida, sacaron de súbito todo el tabacode sus bolsillos, me lo dieron ydesaparecieron antes de que pudieradevolvérselo. ¡Qué gesto tan español!Más tarde descubrí que no podíaconseguirse tabaco en toda la ciudad yque me habían dado la ración de unasemana.

Al cabo de unos pocos días pudelevantarme y caminar con el brazo encabestrillo; por alguna razón, me dolíamucho más cuando lo tenía colgando.Sentía, además, un intenso dolor internopor el daño que me había hecho al caer

y me había quedado casi del todo sinvoz, pero nunca tuve un segundo desufrimiento debido a la herida de labala. Parece que esto es bastantecorriente. El tremendo impacto de unabala impide toda sensación local; encambio, un fragmento de bomba o degranada, que es irregular y a menudogolpea con menos fuerza, debe deproducir un dolor agudísimo. El hospitalcontaba con un agradable jardín en elque había un estanque con peces decolores y unos pececillos de color grisoscuro —albures creo que eran—. Solíasentarme a observarlos durante horas.La manera de hacer las cosas en Lérida

me permitió conocer el funcionamientodel sistema hospitalario del frente deAragón; no sé si era igual en los demásfrentes. En ciertos aspectos, loshospitales eran muy buenos. Losmédicos eran capaces y no parecíahaber escasez de medicinas y equipos.Pero padecían dos defectosimportantísimos, a causa de los cualesmurieron cientos o miles de hombresque podían haberse salvado.

Uno de ellos era el hecho de que loshospitales cercanos al frente eranutilizados como centros de distribuciónde heridos. En consecuencia, uno norecibía tratamiento alguno, a menos que

la gravedad de la herida impidiera eltraslado. En teoría, la mayoría de losheridos iban directamente a Barcelona oTarragona, pero debido a la falta detransporte, a menudo tardaban unasemana o diez días en llegar a destino.Se los tenía rodando por Siétamo,Barbastro, Monzón, Lérida y otroslugares, sin recibir ningún tratamiento,excepto un ocasional vendaje limpio.Hombres con heridas atroces o huesosaplastados eran envueltos en una especiede funda a base de vendas y yeso; en laparte exterior se escribía con lápiz ladescripción de la herida, pues por logeneral la funda no se retiraba hasta que

el hombre llegaba a Barcelona oTarragona, diez días después. Resultabacasi imposible examinar la herida enesas condiciones; los pocos médicos nodaban abasto con el trabajo y selimitaban a pasar rápidamente junto acada cama diciendo: «Sí, sí, loatenderán en Barcelona». Siempre habíarumores de que el tren-hospital partiríahacia Barcelona mañana*. El otrodefecto radicaba en la falta deenfermeras competentes. Evidentementeen España no había suficientesenfermeras con formación, quizá porqueantes de la guerra eran las monjas lasencargadas de esas tareas. No tengo

quejas de las enfermeras españolas;siempre me trataron con extremabondad, pero no cabe duda de que eransumamente negligentes. Todas sabíantomar la temperatura, algunas podíanhacer un vendaje, y nada más. De estaincompetencia resultaba que loshombres demasiado enfermos paravalerse por si mismos a menudo eranobjeto de un vergonzoso descuido. Lasenfermeras dejaban que un pacienteestuviera con diarrea durante unasemana, y rara vez lavaban a quienesestaban demasiado débiles como parahacerlo solos. Recuerdo a un pobremiliciano con un brazo destrozado que

me contó que había estado tres semanascon la cara sucia. Hasta las camas sequedaban a veces sin hacer durantevarios días. La comida, en cambio, erabuena en todos los hospitales, quizádemasiado buena. En España, más queen cualquier otra parte, parecíacontinuar la costumbre de atiborrar a losenfermos con pesadas comidas. EnLérida, las comidas eran pantagruélicas.A las seis de la mañana servían undesayuno a base de sopa, tortilla, guiso,pan, vino blanco y café; y el almuerzoera aún más abundante —y esto en unaépoca en que la mayor parte de lapoblación civil padecía carencias

alimenticias—. Los españoles parecenno saber lo que es una dieta liviana. Danla misma comida a los enfermos que alos sanos, siempre el mismo tipo deplato abundante, grasiento, empapado enaceite de oliva.

Una mañana se anunció que loshombres de mi sala partirían ese mismodía hacia Barcelona. Logré enviar untelegrama a mi esposa, anunciándole millegada. Poco después nos metieron envarios autobuses y nos llevaron a laestación. Cuando el tren ya habíaarrancado, el enfermero del hospital queviajaba con nosotros por casualidad nosinformó de que no íbamos a Barcelona,

sino a Tarragona. Supongo que elmaquinista había cambiado de idea.«¡Típicamente español!», pensé.También fue muy español que aceptarandetener el tren para que yo pudieraenviar otro telegrama, y aún másespañol, que éste nunca llegara.

Nos colocaron en vagones normalesde tercera clase, con asientos demadera, aunque muchos estabanmalheridos y habían dejado la cama porprimera vez después de largapostración. Bien pronto, con el calor ylos vaivenes, la mitad de los hombres seencontraba en un estado de colapso yvarios vomitaron sobre el suelo. El

enfermero se abrió paso entre lassiluetas cadavéricas desparramadas portodas partes y nos dio de beber con unagran cantimplora que iba vaciando deboca en boca. Todavía recuerdo elasqueante sabor del agua. Llegamos aTarragona al caer el sol. Las vías deltren corren paralelas a la costa y muycerca del mar. Cuando nuestro trenentraba en la estación partía otro llenode tropas de la Columna Internacional, yen el puente grupos de gente agitabanpañuelos en señal de despedida. Era untren muy largo, abarrotado de hombres,con vagones abiertos donde ibancañones de campaña y en torno de los

cuales se apretujaban más soldados.Recuerdo con particular claridad elespectáculo de ese tren iniciando lamarcha en la luz amarillenta delatardecer, los racimos de rostrososcuros y sonrientes tras cadaventanilla, los largos cañones inclinadosde las piezas de artillería, losondulantes pañuelos escarlata. Tododeslizándose lentamente junto anosotros, contra un mar color azulturquesa.

—Extranjeros* —dijo alguien—.Son italianos.

Evidentemente lo eran. Ninguna otranacionalidad podría haberse agrupado

de modo tan pintoresco o devolver lossaludos de la multitud con tanta gracia.El hecho de que la mitad de los hombrespartieran empinando botellas de vino nodisminuía, por cierto, esa gracia. Mástarde oímos decir que eran parte de lastropas que habían obtenido la granvictoria de marzo en Guadalajara; trasun permiso eran trasladados al frente deAragón. Me temo que la mayoría deellos haya muerto en Huesca unas pocassemanas más tarde. Los hombres quepodían mantenerse en pie cruzaron elvagón para aclamar a los italianos a supaso. Una muleta se agitó fuera de laventanilla, brazos vendados hicieron el

saludo rojo. Era como un cuadroalegórico de la guerra: un tren cargadode hombres frescos que partíanorgullosamente hacia el frente, loshombres inválidos que volvían, y todo elrato los cañones en los vagonesabiertos, haciéndonos palpitar elcorazón —como siempre lo hacen loscañones— y revivir ese perniciososentimiento tan difícil de evitar de quela guerra, a fin de cuentas, es algoglorioso.

El hospital de Tarragona era muygrande y estaba lleno de heridos detodos los frentes. ¡Menudas heridas seveían allí! Para tratar algunas,

empleaban un procedimiento quesupongo que se ajustaba a los últimosadelantos médicos, pero que resultabaparticularmente desagradable a la vista.Consistía en dejar la heridacompletamente abierta, sin vendar,aunque protegida de las moscas por unared de muselina extendida sobrealambres. Debajo de la fina gasa sepodía ver la gelatina rojiza de la heridasemicurada. Había un hombre herido enel rostro y la garganta, con la cabezadentro de una especie de casco esféricode muselina; tenía la boca cerrada yrespiraba por un pequeño tubo fijadoentre los labios. ¡Pobre diablo, parecía

tan solo, paseando de un lado a otro, sinpoder hablar y mirando a través de sujaula de muselina! Estuve tres o cuatrodías en Tarragona. Iba recuperando misfuerzas y cierto día, aunque moviéndomecon mucha lentitud, logré caminar hastala playa. Resultaba extraño comprobarque la vida de playa proseguía casi sinalterarse; cafés elegantes a lo largo delpaseo marítimo y la ufana burguesíalocal bañándose y tomando el sol en lastumbonas como si no hubiera una guerraa miles de kilómetros. Allí tuve ocasiónde ver ahogarse a un bañista, lo cualparecía imposible en ese mar tibio ypoco profundo.

Por fin, ocho o nueve días despuésde abandonar el frente, conseguí que meexaminaran la herida. En la sala decirugía donde se reconocía a los reciénllegados, médicos con enormes tijerasabrían los petos de yeso en que hombrescon costillas, clavículas y otros huesosfracturados habían sido encerrados enlos hospitales de campaña tras la líneadel frente. De la abertura de aquellosenormes y ridículos petos de yesosurgían rostros ansiosos, sucios y conbarba de una semana. El médico, unhombre enérgico y apuesto, de unostreinta años, me hizo sentar, me agarróla lengua con un trozo de gasa áspera, la

tiró hacia afuera todo lo que pudo, memetió un espejito de dentista hasta lagarganta y me pidió que dijera «¡Aaaa!».Continuó su examen hasta que me sangróla lengua y se me llenaron los ojos delágrimas; luego me informó de que unade las cuerdas vocales estabaparalizada.

—¿Cuándo recuperaré la voz? —lepregunté.

—¿La voz? Ah, no la recuperaránunca —me dijo alegremente.

Sin embargo, el tiempo demostróque estaba equivocado. Durante unosdos meses no pude hacer otra cosa quesusurrar, pero luego mi voz se tornó de

pronto normal; la otra cuerda había«compensado». El dolor en el brazo sedebía a que la bala había rozado un hazde nervios de la nuca. Era un doloragudo, como el de una neuralgia, y seguísintiéndolo durante un mes,especialmente de noche, por lo cual casino podía dormir. También los dedos dela mano derecha estabansemiparalizados; incluso ahora, cincomeses después, el dedo índice siguedormido, efecto muy extraño en unalesión de cuello. En cierto sentido, miherida constituía una curiosidad, yvarios médicos la examinaron,exclamando: «¡Qué suerte! ¡Qué

suerte!»*. Uno de ellos me dijo, con airede autoridad, que la bala había pasado a«un milímetro» de la arteria. Ignorocómo podía asegurarlo. Ninguna de laspersonas con quienes hablé en eseperiodo —médicos, enfermeras,practicantes* o pacientes— dejó deasegurarme que un hombre quesobrevive a una herida en el cuello es elser más afortunado de la tierra. No pudedejar de pensar que habría sido aún másafortunado si la bala no me hubieratocado.

XI

Durante las últimas semanas que pasé enBarcelona, el aire estaba viciado poruna desagradable atmósfera desospecha, temor, incertidumbre y odiovelado. Las luchas de mayo habíancausado efectos imborrables. Con lacaída del gobierno de Caballero loscomunistas conquistaron definitivamenteel poder; el orden interno había ido aparar a manos de ministros comunistas ynadie dudaba de que aplastarían a susrivales políticos en cuanto tuvieran laprimera oportunidad. Por el momento

nada ocurría y yo no tenía ni idea de loque iba a suceder; pero, sin embargo,había una permanente y difusa sensaciónde peligro, la conciencia de algo malo apunto de acaecer. Por poco que unorealmente conspirara la atmósfera teobligaba a sentirte como un conspirador.La gente parecía pasarse todo el ratoconversando en voz baja en los rinconesde los cafés, preguntándose si la personade la mesa vecina sería o no espía de lapolicía.

Gracias a la censura periodísticacirculaban los rumores más siniestros.Uno de ellos afirmaba que el gobiernode Negrín-Prieto se preparaba para

llegar a un acuerdo negociado del finalde la guerra. En ese momento me sentíinclinado a creerlo, pues los fascistasestaban cerrando el cerco sobre Bilbaoy el gobierno no tomaba ninguna medidavisible para impedirlo. Banderas vascasaparecieron en toda la ciudad,numerosas muchachas realizabancolectas callejeras y las emisoras deradio hablaban como de costumbre delos «heroicos defensores», pero losvascos no recibían ninguna ayudaconcreta. Era tentador pensar que elgobierno hacía un doble juego.Acontecimientos posterioresdemostraron mi error, pero

indudablemente Bilbao habría podidosalvarse si se hubiera actuado con algomás de energía. Una ofensiva en elfrente de Aragón, aunque fracasara,habría obligado a Franco a distraerparte de su ejército; pero el gobierno notomó ninguna medida ofensiva hasta queno fue demasiado tarde, es decir, hastael momento en que cayó Bilbao. La CNTdistribuyó en enormes cantidades unmanifiesto en el cual pedía a lapoblación que se mantuviera alerta, einsinuaba que «un cierto partido» (loscomunistas) preparaba un golpe deEstado. También existía el difundidotemor de que Cataluña fuera objeto de

una invasión. Tiempo antes, cuandoregresamos del frente, había visto laspoderosas defensas que se levantaban amuchos kilómetros de la línea de fuego,y en toda Barcelona se estabanconstruyendo refugios antiaéreos. Confrecuencia se anunciaban ataques poraire y por mar; casi siempre eran falsasalarmas, pero, cada vez que sonaban lassirenas, las luces permanecían apagadasdurante largas horas y la genteasustadiza se tiraba de cabeza a lossótanos. Los espías de la policía estabanpor todas partes. Las cárcelescontinuaban abarrotadas de personasdetenidas cuando los sucesos de mayo, y

había más presos —por supuesto,siempre anarquistas y miembros delPOUM— que continuabandesapareciendo en ellas solos oacompañados. Por lo que se pudoaveriguar, ningún preso fue nuncaacusado o juzgado —ni siquiera acusadode algo tan definido como«trotskismo»—. Simplemente searrojaba a un hombre a la cárcel y allíse le mantenía, por lo común,incomunicado*. Bob Smillie seguíaencarcelado en Valencia. No pudimosaveriguar nada excepto que ni elrepresentante del ILP ni el abogado quelo defendía lograron verlo. Cada vez era

mayor el número de extranjeros de laColumna Internacional y Otrosmilicianos que eran arrestados casisiempre acusados de desertores. Eratípico de la situación de entonces que yanadie sabía con certeza si un milicianoera un voluntario o un soldado regular.Pocos meses antes, todo el que sealistaba en la milicia lo hacía comovoluntario y podía, si así lo deseaba,pedir la licencia en cuanto lecorrespondiera un permiso. En esos díasparecía que el gobierno había cambiadode parecer: un miliciano era un soldadoregular y se convertía en desertor siintentaba regresar a su casa. Pero ni

siquiera esto parecía estar claro deltodo. En algunas zonas del frente, lasautoridades seguían concediendolicencias a quienes la solicitaban. En lafrontera éstas a veces eran aceptadas yotras no; cuando no, te enviaban deinmediato a la cárcel. Con el tiempo, elnúmero de «desertores» extranjerosencarcelados llegó a varios centenares,pero en su mayoría fueron repatriadoscuando hubo protestas en sus propiospaíses.

Grupos armados de guardias deasalto recorrían las calles, los guardiasciviles seguían ocupando cafés y otrosedificios en puntos estratégicos, y

muchos de los locales del PSUC todavíaestaban protegidos con sacos de arena ybarricadas. En diversos puntos de laciudad había retenes de guardias civileso carabineros donde se paraba a lostranseúntes y se examinaba sudocumentación. Todos me advirtieron deque no mostrara mi credencial demiliciano del POUM y me limitara apresentar el pasaporte y mi certificadodel hospital. Que se supiera que habíaservido en la milicia del POUM era yainciertamente peligroso. Los milicianosdel POUM que habían sido heridos oestaban de permiso eran penalizados conpequeños inconvenientes y así, por

ejemplo, les resultaba difícil cobrar supaga. La Batalla seguía apareciendo,pero la censura la había reducido casi acero. Solidaridad y los otros periódicosanarquistas también eran objeto de unasevera censura. Según una nuevareglamentación, las partes censuradas deun periódico no podían quedar enblanco, sino que tenían que llenarse conotro texto. En consecuencia, a menudoresultaba imposible saber si algo habíasido objeto de censura.

La escasez de alimentos, que habíafluctuado durante toda la guerra, seencontraba en una de sus peores etapas.Faltaba pan, y los tipos más baratos

estaban adulterados con arroz; el quecomían los soldados en los cuarteles eraabominable y parecía masilla. La lechey el azúcar también escaseaban y casi nohabía tabaco, excepto los carísimoscigarrillos de contrabando. Casi noquedaba tampoco aceite de oliva, quelos españoles utilizan para múltiplesfines. Las colas de mujeres queaguardaban para comprarlo estabanvigiladas por guardias civiles montadosque a veces se entretenían haciendoretroceder a los caballos hasta penetraren las colas, tratando de que pisaran lospies de las mujeres. Otro inconvenientemenor de esa época era la falta de

cambio. La plata había sido retirada y,como no se había acuñado nuevamoneda, resultaba que no circulabanvalores intermedios entre la moneda dediez céntimos y el billete de dos pesetasy media, y todos los billetes inferiores alas diez pesetas eran muy escasos. Parala gente más pobre esto significaba unagravamiento de la escasez de comida.Una mujer con sólo un billete de diezpesetas podía pasarse horas ante la colade una tienda y encontrarse luego conque no podía comprar nada,simplemente porque el tendero nodisponía de cambio y ella no se podíagastar todo el dinero.

No es fácil describir la atmósfera depesadilla de ese periodo, el peculiarmalestar creado por los rumoressiempre cambiantes, la prensa censuraday la presencia continua de hombresarmados. No resulta fácil de describirporque, en ese momento, lo esencial deuna atmósfera así no existía enInglaterra. En Inglaterra la intoleranciapolítica no es aceptada todavía. Haypersecución política en un gradoinsignificante; si yo fuera mineroprocuraría que el jefe no se enterara deque soy comunista; pero el «buenmiembro del partido», el gángster querepite y obedece incondicionalmente

característico de los partidoscontinentales, sigue siendo una rareza, yla idea de «liquidar» o «eliminar» atodo aquel que esté en desacuerdo noparece todavía natural. Sólo parecíademasiado natural en Barcelona. Los«estalinistas» tenían la sartén por elmango y, por lo tanto, se daba pordescontado que todo «trotskista» estabaen peligro. Lo que todos temían era algoque, a fin de cuentas, no ocurrió: unnuevo brote de lucha callejera del quese haría responsables, como antes, alPOUM y a los anarquistas. A veces medescubría a mi mismo tratando de oír losprimeros disparos. Era como si alguna

poderosa inteligencia maligna planearasobre la ciudad. Curiosamente, todoscomentaban la situación en términos casiidénticos: «La atmósfera de este lugar eshorrible. Es como vivir en unmanicomio». Pero quizá no deberíadecir todos. Algunos de los visitantesingleses que pasaron rápidamente porEspaña, de hotel en hotel, no parecenhaber notado nada desagradable en elambiente general. Como pude observar,la duquesa de Atholl escribe (SundayExpress, 17 de octubre de 1937):

Estuve en Valencia, Madrid yBarcelona… un orden perfecto

prevalecía en las tres ciudades, sinningún despliegue de fuerza. Todoslos hoteles en los que viví no sóloeran «normales» y «agradables»,sino también muy cómodos a pesarde la escasez de mantequilla y café.

Es una peculiaridad de los viajerosingleses la de creer que nunca existerealmente nada fuera de los hoteleselegantes. Espero que hayan conseguidoalgo de mantequilla para la duquesa deAtholl.

Me encontraba en el SanatorioMaurín, uno de los sanatoriosdependientes del POUM, situado en los

suburbios cercanos al Tibidabo, lamontaña de extraña forma que se levantaabruptamente detrás de Barcelona ydesde donde, según la tradición, Satánmostró a Jesús los países de la tierra (deahí su nombre). La casa habíapertenecido a un burgués y fueconfiscada al comienzo de larevolución. La mayoría de los hombresalojados allí habían dejado el frente acausa de alguna herida que losincapacitaba definitivamente (miembrosamputados o cosas así). Había variosingleses: Williams, con una piernaherida; Stafford Cottman, un muchachode dieciocho años enviado desde las

trincheras por suponerse que padecíatuberculosis, y Arthur Clinton, cuyobrazo izquierdo destrozado seguíacolgado de uno de esos enormesartilugios de alambre, llamadosaeroplanos, que los españoles continúanutilizando en los hospitales. Mi esposaseguía en el hotel Continental y yo solíair a Barcelona durante el día. Por lamañana acudía al Hospital General parael tratamiento eléctrico del brazo. Meaplicaron un tratamiento bastanteextraño, basado en una serie depunzantes descargas eléctricas quehacían saltar los diversos grupos demúsculos. Lentamente disminuyeron los

dolores y fui recuperando el uso de losdedos. Mi mujer y yo acordamos que lomejor era regresar a Inglaterra lo antesposible. Me sentía muy débil, habíaperdido la voz aparentemente parasiempre y, según los médicos, en elmejor de los casos transcurrirían mesesantes de que estuviera en condiciones deluchar. Tarde o temprano debíacomenzar a ganar algo de dinero, y notenía mucho sentido quedarse en Españaconsumiendo alimentos que otrosnecesitaban. Sin embargo, decidieron mipartida motivos fundamentalmenteegoístas. Experimentaba un deseoabrumador de alejarme de todo, de la

horrible atmósfera de sospecha y odiopolítico, de las calles llenas de hombresarmados, de ataques aéreos, trincheras,ametralladoras, tranvías chirriantes, tésin leche, comida grasienta y escasez decigarrillos: de casi todo lo que habíaaprendido a asociar con España.

Los médicos del Hospital Generalme dieron un certificado de incapacidadfísica, pero para conseguir mi licenciadebía someterme a la junta médica de unhospital cercano al frente y trasladarmeluego a Siétamo para que me sellaranlos documentos en los cuarteles de lamilicia del POUM. Kopp acababa deregresar del frente lleno de júbilo.

Acababa de entrar en acción y afirmabaque por fin tomaríamos Huesca. Elgobierno había llevado tropas del frentede Madrid y estaba concentrando treintamil hombres, además de gran cantidadde aeroplanos. Los italianos que yohabía visto partir de Tarragona habíanatacado la carretera de Jaca, perohabían sufrido grandes bajas y perdidodos tanques. Con todo, la ciudad caería,según afirmaba Kopp. (Pero, ¡malditasea!, no cayó. El ataque fue un líoespantoso y tuvo como únicaconsecuencia una orgía de mentirasperiodísticas.) Entretanto, Kopp debíaviajar hasta Valencia para entrevistarse

con el ministro de la Guerra. Tenía unacarta del general Pozas, entoncescomandante del Ejército del Este; era lacarta habitual, donde describía a Koppcomo una «persona de toda confianza» ylo recomendaba para un cargo especialen la Sección de Ingeniería (Kopp eraingeniero). Partió hacia Valencia el díaen que yo salí para Siétamo, el 15 dejunio.

Cinco días estuve ausente deBarcelona. Un camión lleno demilicianos nos dejó en Siétamo amedianoche; en cuanto llegamos a loscuarteles del POUM, nos hicieronformar y comenzaron a entregarnos

fusiles y balas antes de preguntarnossiquiera nuestros nombres. Parecía queel ataque comenzaba y que podíannecesitarse reservas en cualquiermomento. Tenía el certificadohospitalario en el bolsillo, pero nopodía negarme a ir con los demás. Meacosté en el suelo, teniendo comoalmohada una caja de cartuchos. Miestado era de profundo desaliento. Elestar herido me había socavado elcoraje —creo que es la consecuenciahabitual— y la perspectiva de entrar enacción me espantaba. Sin embargo, huboun poco de mañana*, como decostumbre, y no nos llamaron; al día

siguiente presenté mi certificado e iniciélos trámites para que me dieran lalicencia, lo que significó una serie deviajes confusos y agotadores. Meenviaron de un hospital a otro —Siétamo, Barbastro, Monzón, de vuelta aSiétamo para que me sellaran lospapeles, luego a lo largo de la línea defuego, vía Barbastro y Lérida—. Laconcentración de tropas en Huesca habíamonopolizado el transporte ydesorganizado todo. Recuerdo que tuveque dormir en sitios bien extraños; unavez en un hospital, otra vez en una zanja,otra en un banco muy angosto del que mecaí a mitad de la noche y otra en una

especie de albergue municipal enBarbastro. En cuanto te alejabas de lasvías del ferrocarril, la única posibilidadde viajar eran los camiones quequisieran parar. Había que esperar en lacarretera durante horas, a veces tres ocuatro, junto a desconsoladoscampesinos que llevaban bultos llenosde patos y conejos, haciendo señas a uncamión tras otro. Cuando finalmente sedetenía un camión que no estaba repletode hombres, pan o cajas de munición, elbamboleo sobre los pésimos caminosme reducía a pulpa. Ningún caballo meha tirado nunca tan alto como esoscamiones. La única manera posible de

viajar consistía en apiñarse y aferrarselos unos a los Otros. Fue humillantecomprobar que seguía demasiado débilcomo para subir a un camión sin ayuda.

Dormí una noche en el hospital deMonzón, donde había de ver a la juntamédica. En la cama de al lado había unguardia de asalto con una herida sobreel ojo izquierdo. Se mostró cordial y medio cigarrillos. Yo le dije: «EnBarcelona hubiéramos tenido quedispararnos el uno al otro», y ambos nosreímos. Resultaba notable el cambio delespíritu general en las proximidades delfrente. Allí desaparecían todos o casitodos los odios perniciosos de los

partidos políticos. Mientras estuve en elfrente, no recuerdo haberme encontradocon ningún miembro del PSUC que medemostrara hostilidad por pertenecer alPOUM. Eso era típico de Barcelona ode otras ciudades, aún más alejadas dela guerra. Había muchos guardias deasalto en Siétamo, enviados desdeBarcelona para tomar parte en el ataquecontra Huesca. La Guardia de Asalto noera un cuerpo destinado originalmente alfrente, y muchos de sus miembros nuncahabían estado bajo el fuego enemigo. EnBarcelona se sentían dueños de la calle,pero aquí sólo eran quintos*, y se teníanque codear con milicianos de quince

años con varios meses de antigüedad enel frente.

En el hospital de Monzón el medicorepitió la operación habitual de tirarmede la lengua e introducirme un espejo, yme aseguró con el mismo tono alegreque nunca recuperaría la voz y me firmóel certificado. Mientras esperaba a queme examinaran, en la sala de cirugía sellevaba a cabo alguna espantosaoperación sin anestesia, por motivos quedesconozco. La operación se prolongómuchísimo, los alaridos se sucedían y,cuando entré allí, había sillas tiradaspor el suelo y charcos de orina y sangrepor todas partes.

Los detalles de ese viaje final seconservan en mi memoria con extrañaclaridad. Mi actitud era diferente, másobservadora que en los últimos meses.Había obtenido mi licencia, queostentaba el sello de la División 29, y elcertificado médico que me declaraba«inútil». Era libre de regresar aInglaterra y, en consecuencia, me sentíacasi por primera vez en condiciones decontemplar España. Debía permanecerun día en Barbastro, pues sólo había untren diario. Antes había visto Barbastromuy de pasada, y me había parecidosimplemente una parte de la guerra: unlugar frío, fangoso y gris, lleno de

estruendosos camiones y tropasandrajosas. Ahora me resultabaextrañamente diferente. Caminando sinrumbo fijo, descubrí agradables ytortuosas callejuelas, viejos puentes depiedra, bodegas con grandes tonelesgoteantes, altos como una persona, eintrigantes talleres semisubterráneos conhombres haciendo ruedas de carro,puñales, cucharas de madera y lasclásicas botas españolas de piel decabra. Me puse a observar cómo unhombre hacía una de estas botas y así meenteré, con gran interés, que el exteriorde la piel se coloca hacia adentro, demodo que uno en realidad bebe pelo de

cabra destilado. Las había utilizadodurante meses sin saberlo. Y detrás dela ciudad había un río color verde jade,poco profundo, del cual emergía unrisco perpendicular; con casasconstruidas en la roca, de modo quedesde la ventana del dormitorio se podíaescupir hacia el agua que corría treintametros más abajo. Innumerablespalomas vivían en los huecos del risco.Y en Lérida había viejos edificiosruinosos en cuyas cornisas anidabanmillares y millares de golondrinas;desde una pequeña distancia, el dibujoque formaban los nidos parecía unaflorida moldura rococó. Resultaba

extraño comprobar hasta qué puntodurante seis meses yo no había tenidoojos para esas particularidades dellugar. Con mi certificado de licencia enel bolsillo me sentía de nuevo un serhumano, y también casi un turista. Porprimera vez tuve plena conciencia deestar realmente en España, en el paísque toda mi vida ansié conocer. En lastranquilas callejuelas apartadas deLérida y Barbastro me pareció tener unavisión fugaz, una especie de lejanorumor de la España que vive en laimaginación de todos. Sierras blancas,manadas de cabras, mazmorras de laInquisición, palacios moriscos, hileras

oscuras y ondulantes de mulas, verdesolivares, montes de limoneros,muchachas de mantillas negras, vinos deMálaga y Alicante, catedrales,cardenales, corridas de toros, gitanos,serenatas: en pocas palabras, España, elpaís de Europa que mas había atraído miimaginación. Era una pena que, habiendologrado por fin llegar aquí, sólo hubieraconocido este rincón del nordeste, enmedio de una guerra confusa y la mayorparte del tiempo en invierno.

Cuando llegué a Barcelona ya eratarde, y no circulaban taxis. No habíamanera de llegar al Sanatorio Maurín,que quedaba fuera de la ciudad, así que

me dirigí al hotel Continental, no sinantes detenerme a cenar. Recuerdo laconversación que sostuve con uncamarero bastante paternal a propósitode las jarras de nogal con bordes decobre en las que servían el vino. Le dijeque me gustaría comprar un juego parallevármelo a Inglaterra. El camarero semostró comprensivo. «Sí, son bonitas,¿verdad? Pero hoy día no se puedencomprar. Nadie las fabrica ya, nadiefabrica nada. Esta guerra, ¡qué lástima!»Estuvimos de acuerdo en que esa guerraera una lástima. Mientras charlábamosvolví a sentirme como un turista. Elcamarero me preguntó amablemente si

me había gustado España y si pensabaregresar. Oh, si, claro que volvería aEspaña. El tono apacible de laconversación persiste en mi recuerdo acausa de lo que ocurrió inmediatamentedespués.

Cuando llegué al hotel mi esposaestaba sentada en el vestíbulo. Selevantó y caminó hacia mi con unaindiferencia que me llamó la atención;luego me rodeó el cuello con un brazo y,con una dulce sonrisa dedicada a laspersonas que estaban en el vestíbulo, mesusurró al oído:

—¡Lárgate!—¿Qué?

—¡Lárgate de aquí enseguida!—¿Qué?—¡No te quedes ahí parado! ¡Tienes

que salir de aquí enseguida!—¿Qué? ¿Por qué? ¿Qué quieres

decir?Me había tomado del brazo y me

conducía ya hacia las escaleras. A mitadde camino nos encontramos con unfrancés, cuyo nombre no daré, pues sibien no estaba vinculado al POUM, nosayudó mucho durante todo el jaleo. Memiró con rostro preocupado.

—¡Escuche! No debe venir por aquí.Salga inmediatamente y escóndase antesde que llamen a la policía.

En ese preciso momento, al final dela escalera, un empleado del hotel,miembro del POUM (aunque supongoque nadie lo sabía), salió furtivamentedel ascensor y me exhortó en mal inglésa que me fuera. Yo seguía sin entenderqué pasaba.

—¿Qué quiere decir todo esto? —pregunté en cuanto estuvimos en laacera.

—¿No te has enterado?—¿Enterado de qué? No he oído

nada.—El POUM ha sido disuelto. Sus

edificios han sido confiscados.Prácticamente todo el mundo está en la

cárcel. Y se comenta que han comenzadoa fusilar a gente.

Conque era eso. Buscamos un lugardonde poder hablar. Todos los cafés delas Ramblas estaban llenos de policías,pero encontramos uno tranquilo en unacalle lateral. Mi esposa me explicó loocurrido durante mi ausencia.

El 15 de junio la policía arrestóinesperadamente a Andrés Nin en suoficina. Esa misma noche hizo unabatida en el Hotel Falcón y detuvo atodos sus ocupantes, en su mayoríamilicianos de permiso. El lugar fueconvertido de inmediato en una cárcel y,en breve tiempo, se llenó con

prisioneros de toda clase. Al díasiguiente se anunció que el POUM erauna organización ilegal y se confiscarontodas sus oficinas, puestos de libros,sanatorios, centros de Ayuda Roja,etcétera. Mientras tanto, la policíaarrestaba a todos los que habían tenidoalguna vinculación con el POUM. Alcabo de uno o dos días, todos o casitodos los cuarenta miembros del ComitéEjecutivo habían sido encarcelados.Quizá uno o dos habían logrado escapary permanecían ocultos, pero la policíautilizaba el recurso (con frecuenciaempleado en esta guerra por ambosbandos) de retener a la esposa del

prófugo como rehén. No había manerade saber el número de personas presas.Mi esposa había oído decir quesolamente en Barcelona llegaban acuatrocientas. Desde entonces hepensado que, incluso en ese momento, lacifra debía de ser mayor. Se produjeroncasos increíbles. La policía llegó asacar de los hospitales a variosmilicianos gravemente heridos.

Todo era profundamentedesalentador. ¿Qué estaba pasando?Podía entender que disolvieran elPOUM, pero ¿para qué arrestaban a lagente? Para nada, por lo que se podíaaveriguar. Aparentemente, la disolución

del POUM tenía un efecto retroactivo; elPOUM era ahora ilegal y, por lo tanto,uno violaba la ley al haber pertenecidoantes a él. Como de costumbre, no sehizo acusación alguna contra ninguna delas personas arrestadas. Mientras tanto,sin embargo, los periódicos comunistasde Valencia difundían la historia de ungigantesco «complot fascista»:comunicación por radio con el enemigo,documentos firmados con tinta invisible,etcétera, etcétera. (Trato todo esteasunto con más detalle en el ApéndiceII.) Lo significativo era que sóloaparecía en los periódicos de Valencia;creo que ni una sola palabra sobre el

supuesto complot o sobre la disolucióndel POUM apareció en ninguno de losperiódicos de Barcelona, fuerancomunistas, anarquistas o republicanos.Nuestra primera información acerca dela exacta naturaleza de las acusacionescontra los dirigentes del POUM noprovino de ningún periódico español,sino de los diarios ingleses que llegabana Barcelona con uno o dos días deretraso. Lo que no podíamos saber enese momento es que el gobierno no eraresponsable de la acusación de traicióny espionaje y que sus miembros habríande rechazarla más tarde. Sólo sabíamosvagamente que los líderes del POUM y

probablemente todos nosotros éramosacusados de estar a sueldo de losfascistas. Y ya circulaban rumores defusilamientos secretos en la cárcel.Había mucha exageración en todo esto,pero sin duda ocurrió en algunos casos ycasi seguramente en el de Nin. Tras suarresto, Nin fue trasladado a Valencia yde allí a Madrid, y ya el 21 de juniocirculó en Barcelona el rumor de que lohabían fusilado. Más tarde, el rumoradquirió forma más definida: Nin habíasido fusilado en prisión por la policíasecreta y su cuerpo arrojado a la calle.Este rumor procedía de diversas fuentes,incluyendo a Federica Montseny, ex

miembro del gobierno. Desde entonces,nunca se ha vuelto a oír hablar de Nin.Más tarde, cuando delegados dediversos países plantearon la cuestión algobierno, éste sólo dijo que Nin habíadesaparecido y que no se conocía suparadero. Algunos periódicos afirmaronque había huido a territorio fascista.Ninguna prueba se proporcionó en estesentido, e Irujo, el ministro de Justicia,declaró más tarde que la agenciainformativa España había falsificado sucomunicado oficial[17]. De cualquiermanera, era muy improbable que sepermitiera escapar a un prisioneropolítico de la importancia de Nin. A

menos que en el futuro aparezca vivo,creo que debemos admitir que fueasesinado en la cárcel.

Las noticias sobre arrestosprosiguieron sin cesar a lo largo demeses, hasta que el número deprisioneros políticos, sin contar a losfascistas, llegó a varios miles. Una delas cosas a destacar es la autonomía delos cargos policiales inferiores. Muchosde los arrestos eran abiertamenteilegales, y diversas personas cuyaliberación fue dispuesta por el jefe depolicía, se vieron arrestadas otra vez enlos portones de la cárcel y llevadas a«prisiones secretas». Un caso típico es

el de Kurt Landau y su mujer; que fueronarrestados alrededor del 17 de junio,después de lo cual, Landau«desapareció». Cinco meses más tarde,su esposa seguía en la cárcel, sin juicioy sin noticias de su marido. Al iniciaruna huelga de hambre en señal deprotesta, el ministro de Justicia aseguróque Landau había muerto. Al cabo debreve tiempo salió en libertad para serdetenida nuevamente casi de inmediato eir a parar otra vez a la cárcel.

Y también destacaba que la policía,por lo menos al principio, parecía porcompleto indiferente al efecto que susacciones pudieran tener sobre la guerra.

Estaban dispuestos a encarcelar amilitares con cargos de importancia sinobtener permiso por anticipado. Haciafinales de junio, José Rovira, el generalal mando de la División 29, fuearrestado cerca del frente por unapartida policial procedente deBarcelona. Sus hombres enviaron unadelegación a protestar ante el ministrode la Guerra. Se descubrió que elministro de la Guerra y Ortega, el jefede policía, no habían sido ni siquierainformados del arresto de Rovira. Entodo este asunto el detalle que más mecuesta de digerir, aunque quizá norevista mayor importancia, es que se

ocultaba a las tropas lo que sucedía.Como se habrá visto, ni yo ni nadie en elfrente había oído nada acerca de ladisolución del POUM. Todos suscuarteles, los centros de Ayuda Roja ydemás funcionaban con normalidad, eincluso el 20 de junio, en las trincherasy posiciones hasta Lérida, a menos deciento cincuenta kilómetros deBarcelona, nadie se había enterado de loque ocurría. Ni una sola palabra de todoesto aparecía en los periódicos deBarcelona, y los diarios de Valencia quepublicaban esas historias de complot yespionaje no llegaban al frente deAragón. Sin duda, una de las razones

para arrestar a los milicianos del POUMde permiso en Barcelona era impedirque regresaran al frente con lasnovedades. El grupo con el que yollegué al frente el 15 de junio debe dehaber sido el último en partir. Aún meintriga saber cómo consiguieronmantener ocultos los hechos, pues loscamiones de abastecimiento, porejemplo, seguían yendo y viniendo, perono cabe duda de que mantuvieron elsecreto y, según me pude enterardespués por otros compañeros, loshombres del frente no supieron nadahasta varios días más tarde. El motivoresulta bastante claro. El ataque contra

Huesca acababa de comenzar, la miliciadel POUM todavía constituía una unidadaparte y, probablemente, se temía quelos hombres se negaran a luchar si seenteraban de lo que estaba sucediendo.En realidad, nada de esto ocurriócuando llegaron las noticias. En los díasintermedios, muchos hombresseguramente murieron sin saber que losperiódicos de retaguardia los tildabande fascistas. Resulta difícil de perdonartales cosas. Sé que era la políticahabitual ocultar a las tropas las malasnoticias, y quizá eso esté justificado enla mayoría de los casos. Pero es algomuy distinto mandar a los hombres a la

batalla sin siquiera decirles que, a susespaldas, su partido ha quedadodisuelto, sus líderes han sido acusadosde traición y sus amigos y parientesenviados a la cárcel.

Mi esposa comenzó a contarme loque les había ocurrido a varios denuestros amigos. Algunos de los inglesesy también otros extranjeros habíancruzado la frontera. Williams y StaffordCottman no fueron arrestados durante elataque contra el Sanatorio Maurín ypermanecían escondidos en alguna parte.Lo mismo ocurría con John McNair, quehabía estado en Francia y habíaregresado a España cuando el POUM

fue declarado ilegal —actitud bastantetemeraria, pero no había queridopermanecer a salvo mientras suscamaradas corrían peligro—. En cuantoa los demás, era una simple crónica de aéste lo «agarraron» así y al otro lo«agarraron» asá. Parecían haber«agarrado» a casi todo el mundo. Mesorprendió oír que también habían«agarrado» a George Kopp.

—¡Qué! ¿Kopp? Creía que estaba enValencia.

Según parecía, Kopp habíaregresado a Barcelona; tenía una cartadel ministro de la Guerra dirigida alcoronel a cargo de las operaciones de

ingeniería en el frente del este. Desdeluego, sabía de la disolución del POUM,pero posiblemente no se le ocurrió quela policía fuera tan tonta como paradetenerlo mientras se dirigía al frente encumplimiento de una urgente misiónmilitar. Había acudido al hotelContinental para recoger su equipo; miesposa no se encontraba allí en esemomento y el personal del hotel se lasingenió para entretenerlo con algunamentira mientras llamaban por teléfono ala policía.

Reconozco que monté en cóleracuando me enteré del arresto de Kopp.Era mi amigo personal, había actuado a

sus órdenes durante meses, había estadocon él bajo el fuego y conocía suhistoria. Era un hombre que habíasacrificado todo, familia, nacionalidad,forma de vida, para ir a España a lucharcontra el fascismo. Al abandonarBélgica y unirse a un ejército extranjeromientras formaba parte de la reserva delejército belga y, anteriormente, alcolaborar en la fabricación ilegal demuniciones destinadas al gobiernoespañol, había ido acumulando años decárcel por cumplir si volvía alguna veza su país. Había estado en el frentedesde octubre de 1936, se había abiertocamino desde miliciano a comandante,

había intervenido en no sé cuántasacciones y había sido herido una vez.Durante los incidentes de mayointercedió para evitar la lucha en nuestrazona y probablemente salvó diez oveinte vidas. Como recompensa a todoesto no se les ocurre otra cosa quearrojarlo a una celda. Enojarse esperder el tiempo, pero tan estúpidamaldad pone a prueba la paciencia decualquiera.

A pesar de todo esto, no habían«agarrado» a mi mujer. Aunque seguíaen el hotel Continental, la policía nohizo intento alguno por arrestarla.Evidentemente querían valerse de ella

como de un señuelo. Con todo, un par denoches antes, casi de madrugada, seispolicías de civil allanaron nuestrahabitación y se apoderaron hasta delúltimo trozo de papel que encontraron,exceptuando, por fortuna, nuestrospasaportes y la libreta de cheques. Sellevaron mis diarios, nuestros libros, losrecortes periodísticos que desde hacíameses se apilaban en el escritorio(muchas veces me he preguntado paraqué los querían), todos mis recuerdos deguerra y todas nuestras cartas. (Dichosea de paso, se llevaron también muchascartas recibidas de lectores. Algunas deellas no habían sido todavía

respondidas, y como es de suponer noconservo las direcciones. Si alguien delos que me escribió en relación a miúltimo libro y que no recibió respuestallega a leer estas líneas, ruego que lasacepte como disculpa.) Más tarde supeque la policía también se habíaapoderado de algunas pertenencias míasdejadas en el Sanatorio Maurín. Hastase llevaron un paquete de ropa sucia;quizá creyeron que contenía mensajesescritos con tinta invisible.

Evidentemente, era más seguro quemi esposa permaneciera en el hotel, almenos por el momento. Si intentaba irse,la seguirían de inmediato. En cuanto a

mí, tendría que ocultarme, perspectivaque me repugnaba. A pesar de losinnumerables arrestos, me resultaba casiimposible creer que estuviera enpeligro. Todo aquello me parecíademasiado insensato, pero la mismanegativa a tomar en serio ese estúpidoataque había hecho que Kopp terminaraen la cárcel. Yo me repetía sin cesar:«¿Por qué habrían de querer arrestarme?¿Qué he hecho yo?». Ni siquiera eramiembro del POUM. Sin duda, habíaportado armas durante los sucesos demayo, pero lo mismo hicieron, supongo,cuarenta o cincuenta mil personas.Además, necesitaba dormir

urgentemente algunas horas. Preferíacorrer el riesgo y regresar al hotel. Miesposa se negó en redondo.Pacientemente me explicó la situación.No importaba lo que hubiera hecho. Noera una redada corriente dedelincuentes, sino el reinado absolutodel terror. Yo no era culpable de ningúnacto definido, pero si de «trotskismo».Haber luchado en la milicia del POUMbastaba para terminar en la cárcel. Erainútil aferrarse a la idea inglesa de queuno está a salvo mientras cumpla la ley.En la práctica, la ley era la voluntad dela policía. La única salida consistía enpermanecer escondido y ocultar

cualquier vinculación con el POUM. Miesposa me obligó a romper el carnet demiliciano, que llevaba inscrito engrandes letras «POUM», así como lafoto de un grupo de milicianos con labandera del POUM de fondo. Ésas eranlas cosas que bastaban en esos días paraser arrestado. En todo caso, tuve queconservar mi certificado de licencia;constituía un peligro, pues ostentaba elsello de la División 29 y era probableque la policía supiese que correspondíaal POUM, pero sin él podían arrestarmepor desertor.

Debíamos pensar en la manera desalir de España. No tenía sentido

permanecer allí con la certeza de unarresto más tarde o más temprano. Enrealidad, ambos hubiéramos preferidoquedarnos y presenciar el desenlace delos acontecimientos. Pero yo preveíaque las prisiones españolas serían sitiosespantosos (en realidad, eran peores delo que imaginaba), y una vez que seentraba en la cárcel, nunca se sabíacuándo se saldría; además, mi estado desalud era bastante malo, aparte del doloren el brazo. Quedamos en encontrarnosal día siguiente en el consuladobritánico, donde también acudiríanCottman y McNair. Probablemente senecesitarían un par de días para

regularizar nuestros pasaportes. Antesde dejar España, era necesario hacersellar el pasaporte en tres instanciasdistintas: donde el jefe de policía, dondeel cónsul francés y donde lasautoridades catalanas de inmigración.Desde luego, el peligro radicaba en eljefe de policía. Quizá el cónsul británicopodría arreglar las cosas sin revelarnuestra vinculación con el POUM.Había una lista de extranjerossospechosos de «trotskistas», y eraprobable que allí figuraran nuestrosnombres, pero con un poco de suertepodríamos llegar a la frontera antes queella. Era seguro que habría muchas

demoras y mañanas*. Por suerte,estábamos en España y no en Alemania;la policía secreta española tenía algodel espíritu de la Gestapo, pero no tantode su competencia.

Así que nos separamos. Mi esposaregresó al hotel y yo me perdí en laoscuridad, en busca de un sitio dondedormir. Recuerdo haberme sentidomalhumorado y aburrido. ¡Deseaba tantopasar una noche en una cama! No teníadónde ir, no había ninguna casa en laque pudiera refugiarme. El POUMprácticamente no contaba con unaorganización clandestina. Sin duda loslíderes sabían desde siempre que el

partido podía ser disuelto, pero nuncaesperaron una caza de brujas semejante.A tal punto no la esperaban, que sehabía continuado con las mejoras en losedificios (entre otras cosas, se estabaconstruyendo un cine en la sede centralque antes había sido un banco) hasta elmismo día en que el POUM fue disuelto.En consecuencia, los sitios de reunión yescondites que todo partidorevolucionario debe poseer no existían.Dios sabe cuántas personas, cuyoshogares habían sido registrados por lapolicía, dormían en las calles esa noche.Yo había tenido cinco días de viajesagotadores, durmiendo en sitios

increíbles, con un dolor horroroso en elbrazo; y ahora esos locos me perseguíanpor todas partes y tenía que dormir otravez en el suelo. Esto era todo lo que mispensamientos daban de sí. No habíalugar para consideraciones políticas;nunca las hago mientras las cosas estánsucediendo. Siempre que me veomezclado en la guerra o en la política,sólo tengo conciencia de las molestiasfísicas y de un profundo deseo de queese maldito disparate termine. Conposterioridad puedo comprender elsignificado de los hechos, pero mientraséstos ocurren sólo ansío verme lejos deellos (rasgo quizá no muy digno de

elogio).Caminé durante largo rato y me

encontré cerca del Hospital General.Buscaba un lugar donde poder echarme,sin que ningún policía fisgón meencontrara y me pidiera ladocumentación. Hice la prueba en unrefugio antiaéreo, pero estaba reciéncavado y era insoportablemente húmedo.Luego llegué a las ruinas de una iglesiasaqueada e incendiada durante larevolución. Era sólo un cascarón, cuatroparedes sin techo que rodeaban pilas deescombros. Avancé a tientas hastadescubrir una especie de hueco dondepude echarme. Los escombros de un

edificio no son ideales para descansarpero, por suerte, era una noche cálida yme las ingenié para dormir varias horas.

XII

El mayor inconveniente para alguien aquien persigue la policía en una ciudadcomo Barcelona es que todo abre muytarde. Cuando uno duerme al aire libresiempre se despierta al amanecer, yninguno de los bares de Barcelona abreantes de las nueve. Pasaron horas antesde que pudiera conseguir una taza decafé o un lugar donde afeitarme. Meextrañó ver aún colgado en la barberíael cartel anarquista que prohibía laspropinas. «La Revolución ha rotonuestras cadenas», decía el cartel. Me

dieron ganas de decirles a los barberosque esas cadenas no tardarían en volversi no tenían cuidado.

Regresé al centro de la ciudad. Enlos edificios del POUM ya no flameabanlas banderas rojas, sino los estandartesrepublicanos. Grupos de guardiasciviles armados surgían de todos losportales. En el centro de Ayuda Roja,situado en la esquina de la Plaza deCataluña, la policía se había entretenidodestrozando casi todas las vidrieras ylos puestos de libros habían sidovaciados y el tablón de anuncios, quehabía un poco más abajo de lasRamblas, había sido cubierto con el

cartel anti-POUM en el que una mascaraocultaba un rostro fascista. Hacia elfinal de las Ramblas, cerca del muelle,contemplé un espectáculo curioso: unahilera de milicianos, todavía andrajososy cubiertos del barro del frente,despatarrados exhaustos en las sillas delos limpiabotas. Sabía quiénes eran eincluso reconocí a uno de ellos. Eranmilicianos del POUM que habíanllegado el día anterior para encontrarsecon la disolución de aquél y que habíantenido que pasar la noche a laintemperie por estar vigilados sushogares. Todo miliciano del POUM queregresara a Barcelona en ese momento

tenía que elegir entre ocultarse oterminar en la cárcel, recepción no muyagradable al cabo de tres o cuatro mesesde trinchera.

Nos encontrábamos en una situacióninsólita. Por la noche se era un fugitivoacosado, durante el día se podía vivir deforma casi normal. Todas las casashabitadas por simpatizantes del POUMestaban vigiladas y era imposible ir a unhotel o a una pensión, por habersedispuesto que los hoteleros informaran ala policía sobre la llegada de tododesconocido. Ello obligaba a pasar lasnoches al aire libre. Durante el día sepodía andar con bastante seguridad. Las

calles estaban llenas de guardias civiles,guardias de asalto, carabineros ypolicías corrientes, además de quiénsabe cuántos espías de civil; sinembargo, no podían parar a todos losque pasaran, y si uno tenía un aspectonormal podía pasar inadvertido. Habíaque tratar de no quedarse cerca de losedificios del POUM y de no ir a loscafés y restaurantes donde habíacamareros que nos conocieran. Ese día yel siguiente pasé mucho tiempobañándome en una casa de bañospúblicos. Me pareció una excelentemanera de matar el tiempo y demantenerme fuera de la circulación. Por

desgracia, idéntica idea se le ocurrió amucha gente. Pocos días después,cuando ya no estaba en Barcelona, lapolicía allanó una de esas casas yarrestó a buena cantidad de «trotskistas»en cueros.

A media altura de las Ramblas mecrucé con uno de los heridos delSanatorio Maurin. Intercambiamos eseguiño invisible que la gente utilizaba enesa época y nos las ingeniamos paraquedar discretamente en un café algomás arriba. Había escapado al arrestodurante la redada en el Maurín pero,como los demás, ahora se veía obligadoa hacer vida en la calle. Estaba en

mangas de camisa, ya que al huir nopudo recoger la chaqueta, y no tenía uncentavo. Me contó cómo uno de losguardias civiles había arrancado de lapared el gran retrato de Maurín y lohabía pateado hasta destrozarlo. Maurín(uno de los fundadores del POUM)estaba en poder de los fascistas y secreía que ya lo habían fusilado.

A las diez de la mañana me encontrécon mi esposa en el consulado británico.McNair y Cottman no tardaron enpresentarse. Lo primero que me dijeronfue que Bob Smillie había muerto en unacárcel de Valencia, nadie sabía de qué.Lo habían enterrado sin demora y al

representante del ILP, David Murray, nose le había dado permiso para ver elcadáver.

Naturalmente, de inmediato supuseque lo habían fusilado. Es lo que todoscreímos en ese momento, pero conposterioridad pensé que tal vez nosequivocamos. Más tarde se informó deque Smillie había muerto de apendicitis,y también hubo un prisionero liberadoque nos aseguró que Smillie habíaestado realmente enfermo en la cárcel.Así pues, quizá la historia de unaapendicitis era verídica. La negativa apermitir que Murray viera el cadáverpuede haber tenido como causa el mero

resentimiento. Empero hay algo quedebo decir. Bob Smillie tenía sóloveintidós años y físicamente era uno delos hombres más fuertes que heconocido. Creo que fue el únicomiliciano, español o inglés, que pasótres meses en las trincheras sin estarenfermo un solo día. Las personas conesa resistencia no suelen morir deapendicitis si se las cuida como esdebido. Pero si uno veía cómo eran lascárceles españolas —las cárcelesimprovisadas utilizadas para losprisioneros políticos—, comprendía laspocas probabilidades que tenía unhombre enfermo de recibir en ellas la

atención adecuada. Estas cárceles sólopodrían describirse como mazmorras.En Inglaterra habría que retroceder alsiglo XVIII para encontrar algocomparable. Los prisionerospermanecían amontonados en pequeñashabitaciones donde casi no habíaespacio para echarse, y a menudo se lostenía en sótanos y otros lugares oscuros.Estas no eran medidas temporales, pueshubo casos de detenidos que pasaroncuatro o cinco meses casi sin ver la luzdel día. Eran alimentados con una dietarepugnante e insuficiente, que consistíaen dos platos de sopa y dos trozos depan diarios. (Sin embargo, algunos

meses más tarde parece ser que lacomida mejoró algo.) No estoyexagerando; cualquier sospechosopolítico que haya estado encarcelado enEspaña podría confirmar lo que digo.He recibido informaciones sobre lascárceles españolas de diversas fuentesseparadas, y todas concuerdandemasiado como para dudar de ellas;además, yo mismo conocí una. Otroamigo inglés que fue detenido más tardeescribe que sus experiencias carcelariasle «permitieron comprender mejor elcaso de Smillie». No es fácil perdonarla muerte de Smillie, ese muchachovaleroso y dotado, que había dejado a

un lado su carrera universitaria paraluchar contra el fascismo y que, comopuedo atestiguar, había cumplido sutarea en el frente con coraje y voluntadintachables. Arrojarlo a la cárcel ydejarlo morir como a un animal fue unatremenda injusticia. Sé que en medio deuna enorme y sangrienta guerra no tienesentido hacer demasiado alboroto poruna muerte individual. Para igualar lossufrimientos que causa una bombaarrojada desde un avión sobre una callellena de gente hace falta bastantepersecución política. Pero lo queindigna en una muerte como ésta es suabsoluta inutilidad. Morir en medio de

una batalla; sí, eso es lo que uno espera;pero verse encarcelado, ni siquiera poralgún crimen imaginario, sino por causade un resentimiento ciego, y que luego auno lo dejen morir abandonado a susoledad es algo muy distinto. No aciertoa comprender cómo este tipo de cosas—el caso de Smillie no es excepcional— podían tornar más factible lavictoria.

Mi esposa y yo visitamos a Koppesa tarde. Se permitía visitar a losprisioneros que no estabanincomunicados*, aunque no conveníahacerlo más de una o dos veces. Lapolicía vigilaba a los visitantes, y si

alguien iba demasiado seguido, quedabacatalogado como amigo de los«trotskistas» y probablemente terminabaen la cárcel. Esto ya les había ocurrido amuchos.

Kopp no estaba incomunicado* y nosfue fácil obtener el permiso para verlo.Mientras nos conducían hacia el interiorde la cárcel, un miliciano español aquien conocí en el frente salía escoltadopor dos guardias civiles. Sus ojos seencontraron con los míos eintercambiamos el guiño imperceptiblede aquellos días. Dentro vimos a unnorteamericano que había partido deregreso a su casa pocos días antes; sus

documentos estaban en regla, peroprobablemente lo arrestaron en lafrontera porque seguía llevando lospantalones de pana que lo identificabancomo miliciano. Nos cruzamos como sino nos hubiéramos visto nunca. Fueespantoso. Habíamos estado juntosdurante meses, incluso compartido unrefugio en la trinchera, había ayudado atransportarme cuando me hirieron; peroera lo único que podíamos hacer. Losguardianes vestidos de azul espiaban entodas partes. Hubiera resultado fatalreconocer a demasiada gente.

La llamada cárcel era, en realidad,la planta baja de una tienda. En dos

pequeñas habitaciones estabanamontonadas casi cien personas. Ellugar tenía todo el aspecto dieciochescode una estampa del calendario Newgate:con su nauseabunda suciedad, elhacinamiento de cuerpos humanos, lafalta de mobiliario —el suelo de piedrapelado, un banco y unas pocas mantasraídas— y una luz lóbrega, puesto quehabían sido bajadas las persianasmetálicas. En las paredes mugrientas sehabían garabateado frasesrevolucionarias: «¡Visca POUM!»*,«¡Viva la Revolución!»*, y otras por elestilo. El lugar se usaba desde hacíameses como vertedero de prisioneros

políticos. El griterío resultabaensordecedor. Era la hora de las visitasy había tanta gente que casi no podíamosmovernos. La mayoría pertenecía a lossectores más pobres de la poblaciónobrera. Se veían mujeres deshaciendolastimosos paquetes que habían traídopara sus hombres. Varios de ellos eranheridos del Sanatorio Maurín. Dostenían una sola pierna; uno de elloshabía sido llevado a la cárcel sin susmuletas y saltaba de un lado a otro sobreun pie. También había una criatura de nomás de doce años; aparentementearrestaban hasta a los niños. El lugartenía ese olor repugnante presente

siempre donde hay mucha genteamontonada sin instalaciones sanitariasadecuadas.

Kopp se abrió paso para venir anuestro encuentro. Su rostro sonrosado yredondo parecía el de siempre y en eselugar mugriento había conservado suuniforme impecable e incluso habíaconseguido afeitarse. Entre losprisioneros había otro oficial con eluniforme del Ejército Popular. Él yKopp se hicieron el saludo militar alpasar uno junto a otro; el gesto, en ciertomodo, resultó algo patético. Koppparecía de excelente humor. «Bueno,supongo que nos van a fusilar a todos»,

dijo alegremente. La palabra «fusilar»me estremeció. Una bala habíaatravesado hacía poco tiempo mi cuerpoy la sensación seguía fresca en mirecuerdo; no resultaba agradable pensarque eso pudiera ocurrirle a alguien aquien uno conoce bien. En ese momento,yo daba por sentado que los dirigentesdel POUM, Kopp entre ellos, seríanfusilados. Acababa de filtrarse el primerrumor sobre la muerte de Nin ysabíamos que se acusaba al POUM detraición y espionaje. Todo apuntaba a ungigantesco juicio farsa, seguido de unamatanza de «trotskistas» destacados. Esterrible ver a un amigo en la cárcel y

saberse impotente para ayudarlo. Nopodíamos hacer nada; incluso era inútilapelar a las autoridades belgas puesKopp había violado las leyes de su paísal trasladarse a España. Tuve que dejarque mi esposa llevara la conversación;mi vocecita resultaba inaudible enmedio de aquel griterío. Kopp nos hablóde los amigos que había hecho entre losprisioneros, de los guardianes, algunosde los cuales eran buenos tipos, mientrasotros insultaban y golpeaban a los másapocados, de la comida que les daban,«digna de cerdos». Por fortuna, se noshabía ocurrido llevar comida ycigarrillos. Luego Kopp comenzó a

referirse a los papeles que le habíanarrebatado cuando fue arrestado. Entreellos figuraba la carta del ministro de laGuerra, dirigida al coronel a cargo delas operaciones de ingeniería en elEjército del Este. La policía la habíaconfiscado y se negaba a devolverla;según parece, se encontraba en esemomento en el despacho del jefe depolicía. Su recuperación podía ser deuna gran importancia.

De inmediato comprendí que esacarta era decisiva. Una carta oficial deese tipo, con la recomendación delministro de la Guerra y del generalPozas, probaría la buena fe de Kopp.

Pero la dificultad radicaba en demostrarla existencia de la carta; si la abrían enel despacho del jefe de policía, algúnpoli acabaría destruyéndola. Sólo unapersona podía ayudarnos a recuperarla:el oficial a quien estaba dirigida. Koppya había pensado en eso y había escritouna carta que deseaba que yo sacara dela prisión a escondidas y que enviarapor correo. Pero, evidentemente, eramás rápido y seguro ir en persona. Dejéa mi esposa con Kopp, salíapresuradamente y, tras una largabúsqueda, encontré un taxi. Sabía quetenía el tiempo justo. Eran ya las cinco ymedia, el coronel probablemente dejaría

su despacho a las seis, y al día siguienteDios sabe dónde estaría la carta,destruida o perdida en el caos dedocumentos que probablemente seapilaban a medida que se producían losarrestos. El despacho del coronel estabasituado en el Departamento de laGuerra, cerca de los muelles. Medisponía a subir corriendo la escalinatade entrada, cuando el guardia de asaltoque custodiaba la puerta me cerró elpaso con su larga bayoneta y me pidió la«documentación». Agité frente a susojos mi certificado de licencia;evidentemente no sabía leer y me dejópasar; impresionado por el vago

misterio de los «papeles». Por dentro, ellugar era como una enorme ycomplicada colmena en torno a un patiocentral con cientos de oficinas en cadapiso. Como estábamos en España, nadietenía la menor idea sobre la ubicaciónde la oficina que buscaba. Yo repetía sincesar: «¡El coronel… jefe de ingenieros,Ejército del Este!»*. La gente mesonreía y se encogía de hombrosamablemente; todo el que creía saberlome enviaba en direcciones distintas:arriba, abajo, por pasillos interminablesque resultaban ser callejones sin salida.Mientras tanto el tiempo pasabainexorablemente. Tenía la extraña

sensación de vivir una pesadilla: subir ybajar corriendo escaleras, gentemisteriosa que iba y venía, los vistazosa través de puertas abiertas que daban acaóticas oficinas con papelesamontonados por todas partes y eltecleteo de las máquinas de escribir, y eltiempo que se acababa y una vida tal vezen juego.

Sea como sea, llegué a tiempo y, concierta sorpresa por mi parte, se meconcedió audiencia. No vi al coronel,pero su secretario, un hombrecilloatildado, de grandes ojos bizcos, merecibió en la antesala. Comencé ahablar: venía de parte de mi oficial

superior el comandante Jorge Kopp,quien al dirigirse al frente con unamisión urgente había sido arrestado porerror. La carta para el coronel era denaturaleza confidencial y se imponíarecuperarla sin demora. Yo habíaservido a las órdenes del comandanteKopp durante meses, era un oficial deplena confianza, su arresto se debía sinduda a una equivocación, la policía lohabía confundido con otra persona,etcétera, etcétera, etcétera. Seguímachacando sobre la urgencia de lamisión de Kopp en el frente, sabiendoque era el argumento más poderoso.Pero tiene que haber sonado como una

historia bien extraña con mi espantosoespañol, que se convertía en francés enlos momentos de crisis. Lo peor fue quede inmediato me quedé casi sin voz, ysólo mediante un violento esfuerzo logréemitir una especie de graznido. Teníamiedo de perderla por completo y deque el pequeño oficial se cansara detratar de entenderme. Muchas veces mehe preguntado si creyó que mi vozfallaba a causa de una borrachera oporque sufría por no tener la concienciamuy tranquila.

Sin embargo, me escuchó conpaciencia, aprobó con la cabeza muchasveces y asintió con cautela a lo que yo

decía. Sí, parecía que se había cometidoun error. Sin duda habría que investigarel asunto. Mañana*… Protesté.¡Mañana*, no! Era un asunto urgente;Kopp tendría que estar ya en el frente.Una vez más el oficial pareció estar deacuerdo. Y entonces llegó la preguntatemida:

—Este comandante Kopp, ¿en quéunidad servía?

Había que pronunciar la palabraterrible:

—En la milicia del POUM.—¡El POUM!Quisiera poder transmitir el

sobresalto de alarma que resonó en su

voz. Hay que recordar lo que el POUMsignificaba en esos momentos. El temora los espías estaba en su puntoculminante, quizá todos los buenosrepublicanos creyeron durante un día odos que el POUM era en verdad unavasta organización de espionaje alservicio de los alemanes. Decirsemejante cosa a un oficial del EjércitoPopular era como entrar al CavalryClub inmediatamente después delescándalo de la Carta Roja y declararsecomunista. Sus ojos oscuros recorrieronmi rostro. Luego de una larga pausa,preguntó lentamente:

—¿Y usted dice que estuvo con él en

el frente? Entonces, ¿usted tambiénestaba en la milicia del POUM?

—Sí.Dio media vuelta y se precipitó a la

oficina del coronel. Pude oír unaconversación agitada. «Todo terminó»,pensé. Nunca recuperaríamos la carta deKopp. Además, había tenido queconfesar que yo mismo estaba vinculadoal POUM, y sin duda llamarían a lapolicía y me arrestarían, simplementepara añadir otro «trotskista» al saco. Eloficial reapareció ajustándose la gorra yme indicó con un gesto que lo siguiera.Nos dirigimos a la Jefatura de Policía.Fue un largo camino; anduvimos durante

veinte minutos. El pequeño oficialmarchaba erguido delante de mi con supaso militar. No nos dijimos una solapalabra en todo el trayecto. Cuandollegamos al despacho del jefe depolicía, una multitud de canallas delaspecto más temible, evidentementesecuaces, delatores y espías de todotipo, aguardaba frente a la puerta. Elpequeño oficial entró; hubo una larga yacalorada conversación. Se podían oírvoces que se alzaban furiosamente; yoimaginaba gestos violentos,encogimientos de hombros y puñosgolpeando la mesa. Evidentemente lapolicía se negaba a entregar la carta. Al

final, sin embargo, el oficial volvió asalir con el rostro enrojecido, pero conun gran sobre oficial en su poder. Era lacarta de Kopp. Habíamos logrado unapequeña victoria que, desgraciadamente,tal como resultaron las cosas, no tuvo elmenor efecto. Se dio el curso debido ala carta, pero los superiores militares deKopp no pudieron sacarlo de la cárcel.

El oficial me prometió que la cartallegaría a su destino. Pero ¿qué ocurriríacon Kopp?, le dije yo. ¿No podíanliberarlo? El oficial se encogió dehombros. Ésa era otra cuestión. Ellos nosabían por qué lo habían arrestado. Sólome pudo prometer que haría todas las

averiguaciones posibles. No quedabanada por decir y había que despedirse.Los dos nos inclinamos levemente. Peroen ese momento ocurrió algo inesperadoy conmovedor: el pequeño oficial,después de una leve vacilación, dio unpaso hacia adelante y me estrechó lamano.

No sé si podré explicar la profundaemoción que tal gesto me produjo.Parece algo sin importancia, pero no lofue. Para comprenderlo es necesariorecordar cuál era el ambiente de esaépoca, la paralizante atmósfera desospechas y odios, las mentiras y losrumores que circulaban por todas partes,

los carteles que en cada rincón nosseñalaban como espías fascistas. Y,sobre todo, que estábamos frente aldespacho del jefe de policía, junto a unainmunda pandilla de delatores y agentesprovocadores, cualquiera de los cualespodía saber que se me buscaba. Eracomo estrechar públicamente la mano deun alemán durante la Gran Guerra.Supongo que, por algún motivo, habíadecidido que yo no era un espía fascista;en cualquier caso, fue muy noble de suparte darme la mano.

Me fijo en este hecho, que quizáparezca algo trivial, porque en ciertosentido caracteriza a los españoles y a

su magnanimidad, cuyos destellostambién afloran en las peorescircunstancias. Tengo recuerdos muydesagradables de España, pero muypocos malos recuerdos de losespañoles. Sólo en dos ocasiones estuveseriamente indignado con un español, ycuando miro hacia atrás, creo que enambas fui yo el equivocado. No hayduda de que poseen una generosidad,una especie de nobleza, que nopertenece realmente al siglo XX. Es loque me hace pensar que en España hastael fascismo puede asumir una formacomparativamente tibia y soportable.Pocos españoles poseen la maldita

eficiencia que requiere un Estadototalitario moderno. Unas pocas nochesantes había tenido un extraño ejemplo deesto, cuando la policía registró el cuartode mi esposa. Tal registro fueciertamente de sumo interés, y mehubiera gustado presenciarlo, aunquequizá fue mejor que eso no ocurriera,pues probablemente no habría podidocontrolarme.

La policía llevó a cabo el registrosegún el típico estilo de la GPU o de laGestapo. Poco antes de la madrugada seoyeron unos golpes en la puerta, seishombres entraron, encendieron la luz yde inmediato se repartieron por la

habitación, según un plan evidentementeprefijado. Luego registraron todo conincreíble escrupulosidad. Golpearon lasparedes, levantaron los felpudos,examinaron el suelo, tantearon lascortinas, miraron debajo de la bañera ydel radiador; vaciaron los cajones ymaletas y palparon y miraron al trasluzcuanta ropa encontraron. Se llevaronnuestros libros y todos los papeles,hasta los que había en el cesto. Entraronen un éxtasis de sospecha al descubrirque poseíamos una traducción francesade Mein Kampf de Hitler. Si ése hubierasido el único libro, nuestro destinohabría estado sellado. Evidentemente

pensaban que sólo un fascista lee MeinKampf. Un instante después encontraronuna copia del panfleto de StalinManeras de eliminar trotskistas y otrostraidores, que los calmó un tanto. En uncajón había unos cuantos paquetes depapel de liar cigarrillos. Los hicieronpedazos y examinaron cada papel porseparado, para ver si contenían algúnmensaje escrito. La tarea les llevó unasdos horas. Sin embargo, durante todoese tiempo, en ningún momentoregistraron la cama . Mi esposapermaneció acostada y podría haberocultado una docena de metralletasdebajo del colchón y toda una biblioteca

de documentos trotskistas debajo de laalmohada. Los policías no hicieronmovimiento alguno por tocar la cama yni siquiera miraron debajo de ella. Nopuedo creer que éste sea un rasgohabitual en la rutina de la GPU.Debemos recordar que la policía estabacasi por completo bajo controlcomunista, y que probablemente esoshombres fueran miembros del PartidoComunista. Pero también eranespañoles, y echar a una mujer de lacama era demasiado para ellos. Estaparte del registro fue silenciosamentepasada por alto, con lo cual toda labúsqueda careció de sentido.

Esa noche McNair; Cottman y yodormimos entre unas hierbas altas quecrecían en un solar abandonado. Era unanoche fría para esa época del año, yninguno de los tres durmió mucho.Recuerdo las largas y lúgubres horasque vagamos al azar antes de poderconseguir una taza de café. Por primeravez desde que estaba en Barcelona fui ala catedral, un edificio moderno y de losmás feos que he visto en el mundoentero[18]. Tiene cuatro agujasalmenadas, idénticas por su forma abotellas de vino del Rin. A diferencia dela mayoría de iglesias barcelonesas, nohabía sufrido daños durante la

revolución; se había salvado debido a su«valor artístico», según decía la gente.Creo que los anarquistas demostraronmal gusto al no dinamitarla cuandotuvieron oportunidad de hacerlo, enlugar de limitarse a colgar un estandarterojinegro entre sus agujas.

Esa tarde mi esposa y yo fuimos aver a Kopp por última vez. Nopodíamos hacer nada por él,absolutamente nada, exceptodespedirnos y dejarle algún dinero acargo de los amigos españoles, que lellevarían comida y cigarrillos. Pocotiempo después, cuando ya no estábamosen Barcelona, fue incomunicado* y ni

siquiera fue posible enviarle comida.Esa noche, caminando por las Ramblas,pasamos frente al Café Moka, que losguardias civiles seguían ocupando.Movido por un impulso, entré y medirigí a dos de ellos que. estabanapoyados en el mostrador con los fusilescolgados del hombro. Les pregunté sisabían cuáles de sus camaradas habíanestado de guardia allí durante lossucesos de mayo. Lo ignoraban y, con lahabitual imprecisión española, tampocosabían cómo averiguarlo. Les dije quemi amigo Jorge Kopp estaba en la cárcely que quizá sería sometido a juicio poralgo relacionado con los sucesos de

mayo; que los hombres entonces deguardia allí sabían que había evitado lalucha y salvado algunas de sus vidas;debían presentarse y declarar en esesentido. Uno de los hombres con quieneshablaba tenía aspecto taciturno yabatido, y sacudía la cabeza sin cesarporque no podía entenderme con elbullicio del tránsito. Pero el otro eradistinto. Me dijo que había oído aalgunos de sus camaradas hablar de loque había hecho Kopp; que Kopp era unbuen chico*. Pero ya mientras loescuchaba tenía la seguridad de que todoera inútil. Si alguna vez se juzgaba aKopp, lo sería, como en todos esos

juicios, sobre la base de pruebasfalsificadas. Si ya lo han fusilado (y metemo que sea lo más probable), suepitafio será: el buen chico* del pobreguardia civil que formaba parte de unsucio sistema, pero seguía siendo lobastante humano como para reconocerun acto noble cuando lo veía.

Llevábamos una existenciaextravagante y de locura. Por la nochevivíamos como criminales, pero de díaéramos prósperos turistas ingleses o, almenos, tratábamos de parecerlo.Afeitarse, bañarse y lustrarse loszapatos hacen maravillas en el aspectode una persona, incluso después de una

noche al aire libre. Lo más seguro en esemomento era parecer tan burgués comofuera posible. Frecuentábamos el barrioresidencial de la ciudad, donde nuestrascaras no eran conocidas, y comíamos encaros restaurantes donde nosmostrábamos muy ingleses con loscamareros. Por primera vez en mi vidame puse a escribir en las paredes. Lospasillos de varios restaurantes de modaostentaban en las suyas «¡ViscaPOUM!»* en letras tan grandes comopude hacer. Aunque me manteníatécnicamente escondido todo el rato, nome sentía en peligro. Todo parecíademasiado absurdo. Tenía la

inerradicable convicción inglesa de que«ellos» no podían arrestar a alguien a noser que hubiera violado la ley. Es unacreencia extremadamente peligrosadurante un pogromo político. Habíaorden de apresar a McNair; y eraprobable que el resto de nosotrosfiguráramos también en la lista. Losarrestos, registros y allanamientoscontinuaban sin pausa; prácticamentetodos los que conocíamos, exceptuandoaquellos que seguían en el frente,estaban ya en la cárcel. La policíaincluso llegó a subir a los barcosfranceses que periódicamente sellevaban refugiados en busca de

sospechosos de «trotskismo».Gracias a la bondad del cónsul

británico, quien debió de pasar unasemana muy difícil, logramos ponernuestros pasaportes en regla. Cuantoantes partiéramos, mejor sería. Había untren que salía para Portbou a las siete ymedia de la noche y que, según cabíaesperar; lo haría a eso de las ocho ymedia. Acordamos que mi esposapediría un taxi con anticipación yprepararía luego las maletas, pagaría lacuenta y abandonaría el hotel en elúltimo momento posible. Si losempleados del hotel se enteraban atiempo de sus propósitos, seguro que

avisarían a la policía. Llegué a laestación hacia las siete, y me encontrécon que el tren ya había partido a lassiete menos diez. El maquinista habíacambiado de idea, como de costumbre.Por fortuna, logramos avisar a mi esposaa tiempo. Otro tren salía a primera horade la mañana siguiente. McNair;Cottman y yo cenamos en un pequeñorestaurante cerca de la estación y, trasun tanteo cauteloso, descubrimos que eldueño del restaurante era miembro de laCNT y que simpatizaba con nosotros.Nos proporcionó una habitación con trescamas y se olvidó de avisar a la policía.Era la primera vez en cinco noches que

podía dormir sin ropa.Al otro día mi esposa logró salir del

hotel sin que nadie lo advirtiera. El trenpartió con casi una hora de retraso. Yoocupé el tiempo escribiendo una largacarta al Ministerio de la Guerra acercadel caso de Kopp: sin duda había sidoarrestado por error; se necesitabaurgentemente su presencia en el frente,innumerables personas testificarían suinocencia, etcétera, etcétera, etcétera.Me pregunto si alguien leyó esa carta,escrita en páginas arrancadas de unalibreta de notas, con letra temblorosa(tenía los dedos parcialmenteparalizados) y en un español aún más

tembloroso. En cualquier caso, ni esacarta ni ninguna medida tuvieron efectoalguno.

Mientras escribo, seis mesesdespués de estos acontecimientos, Kopp(si no ha sido fusilado) sigue en lacárcel, sin juicio y sin acusación. Alcomienzo recibimos dos o tres cartas deél, enviadas desde Francia porprisioneros liberados. Todas hablabande lo mismo: encarcelamiento ensótanos oscuros y mugrientos, comidamala y escasa, enfermedad grave debidaa las condiciones del encierro y negativaa prestarle atención médica. Todo estome fue confirmado por varias fuentes

diferentes, inglesas y francesas. Hacíapoco que había desaparecido en una delas «cárceles secretas» con las queparece imposible establecer cualquiertipo de comunicación. Su caso es el dedocenas o centenares de extranjeros ynadie sabe de cuántos millares deespañoles.

Por fin cruzamos la frontera sinincidentes. El tren tenía vagón deprimera clase y vagón-restaurante, elprimero que veía en España. Hasta nohace mucho sólo existía clase única enlos trenes de Cataluña. Dos policías decivil recorrieron el tren anotando elnombre de los extranjeros, pero cuando

nos vieron en el vagón-restauranteparecieron conformarse con nuestroaspecto respetable. Resultaba extrañover cómo había cambiado todo. Sóloseis meses antes, cuando aún dominabanlos anarquistas, era el aspecto deproletario el que hacía a uno respetable.En la ida, camino de Perpiñán aCerbére, un viajante francés sentadojunto a mí me había dicho con todasolemnidad: «Usted no puede ir aEspaña con ese aspecto. Quítese elcuello y la corbata. Se los van aarrancar en Barcelona». Sin dudaexageraba, pero eso demuestra la ideaque se tenía de Cataluña. En la frontera,

los guardias anarquistas habíanimpedido la entrada a un francés vestidoelegantemente y a su esposa por el únicomotivo, según creo, de que parecíandemasiado burgueses. Ahora era alrevés: para salvarse había que parecerburgués. En el puesto de controlbuscaron nuestros nombres en la lista desospechosos, pero gracias a laineficacia de la policía nuestrosnombres no figuraban en ella, ni siquierael de McNair. Nos registraron de pies acabeza; no llevábamos nadacomprometedor exceptuando micertificado de licencia, pero loscarabineros que me registraron no

sabían que la División 29 pertenecía alPOUM. Pasamos la barrera, y despuésde seis meses justos me encontraba denuevo en suelo francés. Los únicosrecuerdos que me llevaba de Españaeran una bota de piel de cabra y una deesas pequeñas lámparas de hierro en lasque los campesinos aragoneses quemanaceite de oliva y cuya forma es casiidéntica a la de las lámparas deterracota usadas por los romanos hacedos mil años. La había encontrado enuna choza en ruinas e inexplicablementeseguía en mi poder.

Después de todo, resultó que no noshabíamos precipitado al marcharnos. El

primer periódico que vimos anunciabael arresto de McNair por espionaje; lasautoridades españolas se habíanapresurado un poco al anunciar esto. Porfortuna, el «trostkismo» no es un motivode extradición.

Me pregunto cuál es el primer actoespontáneo de la gente cuando sale de unpaís en guerra y pone los pies en uno enpaz. El mío fue correr a un puesto detabaco y comprar cigarros y cigarrilloshasta llenarme los bolsillos. Luegofuimos a un bar y bebimos una taza de té,el primer té con leche fresca quetomábamos en muchos meses. Pasaronvarios días antes de acostumbrarme a la

idea de que podía comprar cigarrilloscada vez que lo deseara. Siempreesperaba ver cerrada la puerta delestanco y en el escaparate el temidocartel: «No hay tabaco»*.

McNair y Cottman siguieron hastaParís; mi esposa y yo dejamos el tren enBanyuls, la primera estación francesa,seguros de que necesitábamos undescanso. No nos recibieron demasiadobien en Banyuls cuando supieron queveníamos de Barcelona. Varias vecesme vi envuelto en la mismaconversación: «¿Usted viene de España?¿De qué lado peleó? ¿Del gobierno?¡Oh!», y luego una marcada frialdad. La

pequeña ciudad parecía decantarsedecididamente en favor de Franco, sinduda a causa de los refugiadosespañoles fascistas que habían idollegando allí periódicamente. Elcamarero del café que frecuentaba eraun español profranquista que me solíadirigir miradas de desprecio mientrasme servía el aperitivo. Otra cosa ocurríaen Perpiñán, llena de partidarios delgobierno y donde las intrigas entre lasdistintas facciones seguían casi como enBarcelona. Había un café donde lapalabra «POUM» te procuraba deinmediato amistades francesas ysonrisas del camarero.

Creo que nos quedamos tres días enBanyuls. Fueron unos días de extrañainquietud. En esa tranquila ciudadpesquera, alejada de las bombas, lasametralladoras, las colas para compraralimentos, la propaganda y las intrigasnos tendríamos que haber sentidoprofundamente aliviados y agradecidos.Nada de eso ocurrió. Lo que habíamosvisto en España no se fue difuminando niperdió fuerza; al contrario, ahora queestábamos lejos de todo, se nos veníaencima de una manera mucho más vívidaque antes. Pensábamos en España,hablábamos de España, soñábamosincesantemente con España. Nos

habíamos dicho durante meses que«cuando saliéramos de España»,iríamos a algún lugar cerca delMediterráneo y nos quedaríamos allítranquilos durante un tiempo, pescando,quizá; pero ahora que estábamos aquínos sentíamos aburridos ydecepcionados. El tiempo era frío y unviento persistente soplaba desde el mar,siempre gris y picado. En todo el puerto,una espuma mezcla de cenizas, corchosy entrañas de pescado golpeaba contralas piedras. Parecerá una locura, pero loque ambos deseábamos era regresar aEspaña. Aunque nadie se hubierabeneficiado de ello y hubiéramos

podido salir muy mal parados, amboslamentábamos no habernos quedadopara ser encarcelados junto con losdemás. Supongo que sólo he logradotransmitir en pequeñísima medida lo queesos meses en España significan paramí. He dado cuenta de algunosacontecimientos externos, pero no puedodescribir los sentimientos que dejaronen mí. Todo se confunde en ese cúmulode visiones, olores y sonidos que laspalabras no pueden transmitir: el olor delas trincheras, la aurora en las montañasextendiéndose a distancias increíbles, elchasquido seco de las balas, el estrépitoy el resplandor de las bombas, la luz

clara y fría de las mañanas en Barcelonay el taconeo de las botas en el patio delcuartel, allá por diciembre, cuando lagente todavía creía en la revolución; ylas colas para conseguir comida y lasbanderas rojinegras y los rostros de losmilicianos españoles; sobre todo, losrostros de los milicianos, de loshombres que conocí en el frente y queahora andarán dispersos por Dios sabedónde, unos muertos en combate,algunos inválidos, otros en la cárcel ymuchos, espero, aún sanos y salvos.Buena suerte a todos ellos; ojalá ganensu guerra y echen de España a todos losextranjeros, alemanes, rusos e italianos

por igual. Esta guerra, en la quedesempeñé un papel tan ineficaz, me hadejado recuerdos en su mayoríafunestos, pero aun así no hubieraquerido perdérmela. Cuando se hapodido atisbar un desastre como éste —y, cualquiera que sea el resultado, laguerra española habrá sido un espantosodesastre, aun sin considerar las matanzasy el sufrimiento físico—, el saldo no esnecesariamente desilusión y cinismo.Por curioso que parezca; toda estaexperiencia no ha socavado mi fe en ladecencia de los seres humanos, sino que,por el contrario, la ha fortalecido. Yespero que mi relato no haya sido

demasiado confuso. Creo que, conrespecto a un acontecimiento como éste,nadie es o puede ser completamenteveraz. Sólo se puede estar seguro de loque se ha visto con los propios ojos y,consciente o inconscientemente, todosescribimos con parcialidad. Si no lo hedicho en alguna otra parte de este libro,lo diré ahora: cuidado con miparcialidad, mis errores factuales y ladeformación que inevitablementeproduce el que yo sólo haya podido veruna parte de los hechos. Pero cuidadotambién con lo mismo al leer cualquierotro libro acerca de este período de laguerra española.

Debido a la sensación de queteníamos que hacer algo, aunque enrealidad nada podíamos hacer, dejamosBanyuls antes de lo pensado. A medidaque se avanza hacia el norte, Francia setorna cada vez más suave y más verde;se alejan las montañas y los viñedos yvuelven la pradera y los olmos. Cuandohabía pasado por París, de viaje aEspaña, me había parecido una ciudaddecaída y lúgubre, muy diferente de laque había conocido ocho años antes,cuando la vida era barata y no se oíahablar de Hitler. La mitad de los cafésque solía frecuentar permanecíancerrados por falta de clientela, y todo el

mundo estaba obsesionado por elelevado costo de la vida y el temor a laguerra. Ahora, después de la pobreEspaña, París parecía alegre y próspero.La Exposición estaba en su apogeo, peronos las ingeniamos para no visitarla.

Y luego Inglaterra, el sur deInglaterra, probablemente el paisaje másacicalado del mundo. Cuando se pasapor allí, en especial mientras uno varecuperándose del mareo anterior,cómodamente sentado sobre los blandosalmohadones del tren de enlace con elbarco, resulta difícil creer que realmenteocurre algo en alguna parte. ¿Terremotosen Japón, hambrunas en China,

revoluciones en México? No hay porqué preocuparse, la leche estará en elumbral de la puerta mañana temprano yel New Statesman saldrá el viernes. Lasciudades industriales, una mancha dehumo y miseria oculta por la curva de lasuperficie terrestre, quedaban lejos.Allí, en el sur, Inglaterra seguía siendola que había conocido en mi infancia:las zanjas de las vías del ferrocarrilcubiertas de flores silvestres, lasonduladas praderas donde grandes yrelucientes caballos pastan y meditan,los lentos arroyuelos bordeados desauces, los pechos verdes de los olmos,las espuelas de caballero en los jardines

de las casas de campo; luego la serena einmensa paz de los alrededoreslondinenses, las barcazas en el ríofangoso, las calles familiares, loscarteles anunciando partidos de críquety bodas reales, los hombres con bombín,las palomas en la Plaza de Trafalgar, losautobuses rojos, los policías azules…todos durmiendo el sueño muy profundode Inglaterra, del cual muchas veces metemo que no despertaremos hasta que nonos arranque del mismo el estrépito delas bombas.

Apéndice I

[Antiguo capítulo V de la primera edicióninglesa, situado originalmente entre loscapítulos IV y V de esta edición.]

Al comienzo, yo había ignorado elaspecto político de la guerra, fue poresta época cuando comencé a prestarleatención. Quien no esté interesado en loshorrores de la política partidista, harábien en saltarse estos fragmentos; con elpropósito de facilitar esa tarea, hetratado de mantener las partes políticasde mi narración en capítulos separados.Pero, al mismo tiempo, sería del todo

imposible escribir sobre la guerraespañola desde un ángulo puramentemilitar. Porque sobre todas las cosas setrataba de una guerra política. Ningúnhecho en ella, por lo menos durante elprimer año, resulta inteligible si uno notiene una mínima idea de la luchainterpartidista que se desarrollabadetrás de las líneas gubernamentales.

Cuando llegué a España, y durantealgún tiempo después, no sólo medesinteresé de lo relativo a la situaciónpolítica, sino que no la percibí. Sabíaque estábamos en guerra, pero no teníaidea de en qué clase de guerra. Si mehubieran preguntado por qué me uní a la

milicia, habría respondido: «Para lucharcontra el fascismo»; y si me hubieranpreguntado por qué luchaba, habríarespondido: «Por simple decencia».Había aceptado la versión que el NewsChronicle y el New Statesman daban dela guerra como la defensa de lacivilización contra el estallido maníacode un ejército de coroneles Blimpspagados por Hitler. La atmósferarevolucionaria de Barcelona me atrajoprofundamente, pero no había hechointento alguno por comprenderla. Encuanto al calidoscopio de partidospolíticos y sindicatos, con susagotadores nombres —PSUC, POUM,

FAI, CNT, UGT, JCI, JSU, AIT—,simplemente me exasperaba. A primeravista, daba la impresión de que Españasufría una plaga de siglas. Sabía queformaba parte de algo que se llamaba elPOUM (me había unido a la milicia delPOUM y no a ninguna de las otrasporque llegué a Barcelona con unacredencial del ILP), pero no me dicuenta de que existían marcadasdiferencias entre los partidos políticos.Una vez que en Monte Pocero señalaronla posición situada a nuestra izquierdadiciendo: «Aquéllos son los socialistas»(refiriéndose a los del PSUC), me sentídesconcertado y pregunté: «¿Acaso no

somos todos socialistas?». Me parecióuna idiotez que hombres que se jugabanla vida por igual tuvieran partidosdistintos; mi actitud siempre fue: «¿Porqué no dejamos de lado todas esastonterías políticas y seguimos adelantecon la guerra?». Ésta era, por supuesto,la actitud «antifascista» correcta que losperiódicos ingleses habían difundidocuidadosamente, en gran parte con el finde impedir que la gente comprendiera lanaturaleza real de la lucha. Pero enEspaña, especialmente en Cataluña, erauna actitud que nadie podía mantenerpor mucho tiempo. Todo el mundo,aunque fuera de mala gana, tomaba

partido tarde o temprano. Incluso si auno no le importaban en absoluto lospartidos políticos y sus posicionesideológicas, era demasiado evidente queello afectaba al propio destino personal.En tanto que miliciano, se era soldadocontra Franco, pero también un peón enun gigantesco combate que enfrentaba ados teorías políticas. Si cuando buscabaleña en la ladera de la montaña me habíade preguntar si existía realmente unaguerra o si era un invento del NewsChronicle, si tuve que esquivar lasametralladoras comunistas en lostumultos de Barcelona, si finalmentetuve que huir de España con la policía

pisándome los talones, todo eso meocurrió de esa forma concreta porquepertenecía a la milicia del POUM y no ala del PSUC. ¡Tan enorme es ladiferencia entre dos grupos de iniciales!

Para comprender la situación delbando gubernamental es necesariorecordar cómo comenzó la guerra. El 18de julio, cuando estalló la lucha, esprobable que todos los antifascistas deEuropa sintieran renacer sus esperanzas:por fin, aparentemente, una democraciase levantaba contra el fascismo. Durantemuchos años, los países llamadosdemocráticos se habían sometido alfascismo reiteradamente. Se había

permitido a los japoneses hacer lo quehabían querido en Manchuria. Hitlerhabía subido al poder y se habíadedicado a masacrar a sus opositorespolíticos de todos los colores.Mussolini había bombardeado a losabisinios mientras cincuenta y tresnaciones (creo que eran cincuenta y tres)apenas si hicieron oír sus piadosasquejas desde la distancia. Pero cuandoFranco trató de derrocar un gobiernotibiamente izquierdista, el puebloespañol, contra todo lo esperado, selevantó y le hizo frente. Parecía, yposiblemente lo era, el cambio de lamarea.

Varios hechos pasaron inadvertidosa la observación general. Franco no eraestrictamente comparable a Hitler o aMussolini. Su ascenso se debió a ungolpe militar respaldado por laaristocracia y la Iglesia y, en loesencial, especialmente al comienzo, noconstituyó tanto un intento de imponer elfascismo como de restaurar elfeudalismo. Ello significaba que Francodebía hacer frente no sólo a la clasetrabajadora, sino también a diversossectores de la burguesía liberal,precisamente los mismos grupos queapoyan al fascismo cuando éste apareceen una forma más moderna. Más

importante que todo esto es el hecho deque la clase trabajadora española noresistió a Franco en nombre de lademocracia y el status quo, comopodríamos haberlo hecho nosotros enInglaterra: su resistencia se vioacompañada de un estallidorevolucionario definido, y casi podríadecirse que éste fue su carácter. Loscampesinos se apoderaron de la tierra;los sindicatos se hicieron cargo demuchas fábricas y la mayor parte deltransporte; se arrasaron iglesias y seexpulsó o mató a los sacerdotes. ElDaily Mail, entre los aplausos del clerocatólico, pudo representar a Franco

como a un patriota que liberaba a sutierra de las hordas de «rojos»malvados.

Durante los primeros meses de laguerra, el verdadero opositor de Francono fue tanto el gobierno como lossindicatos. En cuanto se produjo ellevantamiento, los trabajadores urbanosorganizados replicaron con unllamamiento a la huelga general yexigieron y obtuvieron, luego de ciertalucha, armas de los arsenales oficiales.De no haber actuado de maneraespontánea y más o menosindependiente, es probable que nunca sehubiera podido parar a Franco. Desde

luego, no puede afirmarse esto con todacerteza, pero por lo menos hay motivospara pensarlo. El gobierno no habíahecho nada o prácticamente nada porimpedir el levantamiento, que seesperaba desde hacía bastante tiempo, ycuando comenzaron las dificultades suactitud fue débil y vacilante; tanto es así,que España tuvo tres primeros ministrosen un solo día.[19] Además, la únicamedida que podía salvar la situacióninmediata, armar a los trabajadores, fuetomada con renuencia y en respuesta alviolento clamor popular. Sedistribuyeron las armas y, en lasciudades importantes del este de

España, los fascistas fueron derrotadosmediante un tremendo esfuerzo,principalmente de la clase trabajadora,con la colaboración de parte de lasfuerzas armadas (guardias de asalto,etcétera) que se mantenían leales. Setrataba del tipo de esfuerzo que quizásólo puede realizar un pueblo que luchacon una convicción revolucionaria, estoes, que lucha por algo mejor que elstatus quo. Se cree que, en los diversoscentros de la rebelión, tres mil personasmurieron en las calles en un solo día.Hombres y mujeres armados tan sólocon cartuchos de dinamita atravesabancorriendo las plazas abiertas y se

apoderaban de edificios de piedracontrolados por soldados regularesprovistos de ametralladoras. Los nidosde ametralladoras que los fascistashabían colocado en puntos estratégicosfueron aplastados por taxis que seprecipitaron sobre ellos a cienkilómetros por hora. Aun no sabiendonada sobre la entrega de la tierra a loscampesinos, sobre la creación deconsejos locales, etcétera, resultaríamuy difícil creer que los anarquistas ysocialistas, que formaban la columnavertebral de la resistencia, hacían todoeso a fin de preservar la democraciacapitalista, la cual, especialmente desde

el punto de vista anarquista, no era másque una maquinaria centralizada deestafa.

Entretanto, los trabajadores contabancon armas y ya a esas alturas se negabana devolverlas. (Un año más tarde secalculaba que los anarcosindicalistas enCataluña poseían todavía treinta milfusiles.) Las propiedades de los grandesterratenientes profascistas fuerontomadas en muchos lugares por loscampesinos. Junto con la colectivizaciónde la industria y el transporte, se hizo elintento de establecer los comienzos deun gobierno de trabajadores por mediode comités locales, patrullas de obreros

en reemplazo de las viejas fuerzaspoliciales procapitalistas, miliciasproletarias basadas en los sindicatos,etcétera. Desde luego, el proceso no erauniforme y llegó más lejos en Cataluñaque en cualquier otra parte. Había zonasdonde las instituciones del gobiernolocal permanecían casi inalteradas, yotras donde coexistían con los comitésrevolucionarios. En ciertos lugares secrearon comunas anarquistasindependientes, algunas de las cualessiguieron existiendo hasta que elgobierno las disolvió un año después.En Cataluña, durante los primerosmeses, el poder estaba casi por

completo en manos de losanarcosindicalistas, quienes controlabanla mayor parte de las industrias clave.De hecho, lo que había ocurrido enEspaña no era una mera guerra civil,sino el comienzo de una revolución. Éstaes la situación que la prensa antifascistafuera de España ha tratadoespecialmente de ocultar. Toda la luchafue reducida a una cuestión de «fascismofrente a democracia», y el aspectorevolucionario se silenció hasta dondefue posible. En Inglaterra, donde laprensa está más centralizada y es másfácil engañar al público que encualquier otra parte, sólo dos versiones

de la guerra española tuvieron algunapublicidad digna de mención: la versiónderechista de los patriotas cristianosenfrentando a los bolcheviquessedientos de sangre, y la versiónizquierdista de los republicanoscaballerosos que sofocaban una revueltamilitar. Pero el hecho central fueexitosamente ocultado.

Existían varias razones para ello.Gracias a la prensa profascistacirculaban espantosas mentiras sobresupuestas atrocidades, y lospropagandistas bien intencionadoscreían, sin duda, que ayudaban algobierno español al negar que España se

había «vuelto roja». Pero la principalrazón era ésta: exceptuando lospequeños grupos revolucionarios queexisten en cualquier país, todo el mundoestaba decidido a impedir la revoluciónen España; en especial el PartidoComunista, respaldado por la Rusiasoviética, invirtió su máxima energíacontra la revolución. Según la tesiscomunista, una revolución en esa etaparesultaría fatal y en España no debíaaspirarse al control ejercido por lostrabajadores, sino a la democraciaburguesa. Es innecesario señalar porqué la opinión «liberal» adoptó idénticaactitud. El capital extranjero había

hecho fuertes inversiones en España. LaBarcelona Traction Company, porejemplo, representaba diez millones decapital británico, y los sindicatos sehabían apoderado de todo el transporteen Cataluña. Si la revolución seguíaadelante, no habría ningunacompensación, o muy escasa; siprevalecía la república capitalista, lasinversiones extranjeras estarían a salvo.Y puesto que era indispensable aplastarla revolución, simplificaba enormementelas cosas actuar como si la revoluciónno hubiera tenido lugar. De esa maneraera posible ocultar el verdaderosignificado de los acontecimientos.

Podía hacerse aparecer tododesplazamiento de poder de lossindicatos al gobierno central como unpaso necesario en la reorganizaciónmilitar. La situación resultaba muycuriosa: fuera de España pocas personascomprendían que se estaba produciendouna revolución; dentro de España, nadielo dudaba. Hasta los periódicos delPSUC, controlados por los comunistas ymás o menos comprometidos con unapolítica antirrevolucionaria, hablaban de«nuestra gloriosa revolución». Y,mientras tanto, la prensa comunista enlos países extranjeros vociferaba que nohabía ningún signo de revolución en

ninguna parte; la toma de fábricas, lacreación de comités de trabajadores ydemás cosas no habían tenido lugar obien habían ocurrido, pero «carecían deimportancia política». De acuerdo conel Daily Worker (6 de agosto de 1936),quienes afirmaban que el pueblo españolluchaba por la revolución social o porcualquier otra cosa que no fuera unademocracia burguesa eran «canallasmentirosos». Por otro lado, Juan López,miembro del gobierno de Valencia,declaró en febrero de 1937 que «elpueblo español derramaba su sangre nopor la República democrática y suconstitución de papel, sino por… una

revolución». Así, parecería que loscanallas mentirosos integraban elgobierno por el cual luchábamos.Algunos de los periódicos extranjerosantifascistas descendieron incluso a lapenosa mentira de afirmar que lasiglesias sólo eran atacadas cuando losfascistas las utilizaban como fortalezas.La realidad es que los templos fueronsaqueados en todas partes como algomuy natural, porque estabaperfectamente sobreentendido que elclero español formaba parte de la estafacapitalista. Durante los seis mesespasados en España sólo vi dos iglesiasindemnes, y hasta julio de 1937 no se

permitió reabrir ninguna ni realizaroficios, excepto en uno o dos templosprotestantes de Madrid.

Pero, después de todo, sólo era elcomienzo de una revolución, no unarevolución total. Cuando lostrabajadores, desde luego en Cataluña yquizá en alguna otra parte, tuvieron elpoder necesario para ello, noderrocaron o reemplazaron totalmente algobierno. Evidentemente no podíanhacerlo mientras Franco golpeaba a lapuerta y sectores de la clase media loapoyaban. El país se encontraba en unaetapa de transición, y podía desembocaren el socialismo o en el retorno a una

república capitalista corriente. Loscampesinos tenían la mayor parte de latierra y era muy probable que laconservaran, a menos que Francoganara; se habían colectivizado todas lasgrandes industrias, pero que semantuvieran así o que volviera aintroducirse el capitalismo dependeríaen última instancia del grupo queobtuviera el control. Al comienzo podíadecirse que el gobierno central y laGeneralitat de Cataluña (el gobiernocatalán semiautónomo) representaban ala clase trabajadora. El gobierno estabaencabezado por Caballero, un socialistadel ala izquierda, e incluía ministros que

representaban a la UGT (sindicatosocialista) y a la CNT (sindicatocontrolado por los anarquistas). LaGeneralitat catalana fue reemplazadavirtualmente durante un tiempo por unComité de Defensa Antifascista[20],compuesto principalmente pordelegados de los sindicatos. Más tarde,el Comité de Defensa se disolvió y laGeneralitat se reorganizó de modo querepresentara a las organizacionesobreras y a los partidos de izquierda.Pero las subsiguientes modificacionesdel gobierno significaron un cambiohacia la derecha. Primero se expulsó alPOUM de la Generalitat; seis meses más

tarde, Caballero fue reemplazado porNegrín, socialista de derechas; pocodespués, la CNT fue eliminada delgobierno; luego la UGT; posteriormentela CNT también tuvo que apartarse de laGeneralitat; por fin, un año después delestallido de la guerra y la revolución,existía un gobierno totalmentecompuesto por socialistas de derechas,liberales y comunistas.

El vuelco general hacia la derechase produjo en octubre-noviembre de1936, cuando la URSS inició el envío dearmas al gobierno y el poder comenzó apasar de los anarquistas a loscomunistas. Con la excepción de Rusia y

México, ningún gobierno había tenido ladecencia de acudir en auxilio de laRepública, y México, por razonesobvias, no podía proporcionar armas engrandes cantidades. En consecuencia,los rusos podían imponer suscondiciones. Caben muy pocas dudas deque tales condiciones eran, en esencia,«impedir la revolución o quedarse sinarmas», y de que la primera medidacontra los elementos revolucionarios, laexpulsión del POUM de la Generalitatcatalana, se tomó por orden de la URSS.Se niega la existencia de presiones delgobierno ruso, pero esto carece demayor importancia, pues puede darse

por descontado que los partidoscomunistas de todos los países ponen enpráctica la política rusa, y nadie niegaque en España el Partido Comunista fueel principal opositor del POUMprimero, luego de los anarquistas, mástarde del grupo socialista que apoyaba aCaballero y, siempre, de una políticarevolucionaria. Con la intervención dela URSS, el triunfo del PartidoComunista estaba asegurado. Elagradecimiento hacia Rusia por lasarmas recibidas y el hecho de que elPartido Comunista, en particular desdela llegada de las BrigadasInternacionales, parecía capaz de ganar

la guerra, sirvieron para incrementar suprestigio. Las armas rusas se distribuíana través del Partido Comunista y suspartidos aliados, quienes cuidaron muybien de que sus opositores políticosprácticamente no recibieran ninguna[21].Al proclamar una política norevolucionaria, los comunistas pudieronagrupar a todos aquellos a quienesasustaban los extremistas. Resultabafácil, por ejemplo, unir a los campesinosmás acomodados contra las medidas decolectivización de los anarquistas. Huboun prodigioso aumento en el número deafiliados del partido, provenientes en sumayor parte de la clase media:

comerciantes, funcionarios, oficiales delejército, campesinos acomodados,etcétera.

La guerra era en esencia un conflictotriangular. La lucha contra Franco debíacontinuar, pero el gobierno tenía lafinalidad simultánea de recuperar elpoder que permanecía en manos de lossindicatos. Ello se logró mediante unaserie de pequeños pasos y, en líneasgenerales, con suma inteligencia. Nohubo un movimientocontrarrevolucionario general yevidente, y hasta mayo de 1937 casi nofue necesario recurrir a la fuerza. Entodos los casos, desde luego, resultaba

que lo exigido por las necesidadesmilitares era la entrega de algo que lostrabajadores habían conquistado para síen 1936. A las organizaciones obrerassiempre podía hacérselas volver sobresus pasos con un argumento que es casidemasiado evidente para que seanecesario manifestarlo: «A menos quese haga esto y aquello, perderemos laguerra». Ese argumento no podía fallar,pues perder la guerra era lo último quedeseaban los revolucionarios; si laguerra se perdía, democracia yrevolución, socialismo y anarquismo seconvertían en palabras vacías. Losanarquistas —único movimiento

revolucionario que ejercía graninfluencia— fueron obligados a ceder enun punto tras otro. Se frenó el procesode colectivización, se eliminaron loscomités locales, se disolvieron laspatrullas de trabajadores y serestablecieron, reforzadas y muy bienarmadas, las fuerzas policiales de antesde la guerra; el gobierno se hizo cargode varias industrias clave que habíanestado bajo el control de los sindicatos(la toma de la Central Telefónica deBarcelona, que provocó las luchas demayo, fue un incidente dentro de esteproceso); por fin —hecho de máximaimportancia—, las milicias de

trabajadores, formadas por lossindicatos, se disolvieron yredistribuyeron en el nuevo EjércitoPopular, un ejército «apolítico» delíneas semiburguesas, con pagasdiferenciadas, una casta privilegiada deoficiales, etcétera. En esas especialescircunstancias éste fue el paso realmentedecisivo; en Cataluña se produjo mástarde que en cualquier otra parte porqueallí los partidos revolucionarios eranmuy fuertes. Sin duda, la única garantíacon que contaban los trabajadores paraconservar sus conquistas consistía enmantener parte de las fuerzas armadasbajo su control. Como ya era habitual, la

disolución de la milicia se realizó ennombre de la eficiencia militar. Nadienegaba la necesidad de unareorganización militar a fondo. Noobstante, se hubieran podido reorganizarlas milicias y lograr en ellas una mayoreficiencia manteniéndolas bajo elcontrol directo de los sindicatos; elpropósito principal del cambio era el deasegurar que los anarquistas no contarancon un ejército propio. Además, elespíritu democrático de las milicias lasconvertía en semilleros de ideasrevolucionarias. Los comunistas losabían muy bien y lucharon incesante yencarnizadamente contra el POUM y el

principio anarquista de igual paga paratodos los rangos. Se llevó a cabo un«aburguesamiento» general, unadestrucción deliberada del espírituigualitario de los primeros meses de larevolución. Todo ocurría de forma tanrápida que la gente que hacia frecuentesvisitas a España declaraba que leparecía llegar a un país distinto cadavez; lo que por un breve instante y demanera superficial parecía haber sido unEstado de trabajadores, estabaconvirtiéndose ante nuestros ojos en unarepública burguesa corriente, con lahabitual división entre ricos y pobres.En otoño de 1937, el «socialista»

Negrín declaraba en discursos públicosque «respetamos la propiedad privada»,y los miembros de las Cortes que alcomienzo de la guerra habían tenido quehuir a causa de sus simpatíasprofascistas comenzaban a regresar aEspaña.

El proceso resulta fácil de entendersi recordamos que tiene su origen en laalianza temporal que el fascismo, encierta forma, obliga a realizar entre laburguesía y los trabajadores. Talalianza, conocida como Frente Popular,constituye en esencia una alianza deenemigos y parece probable que siemprehaya de terminar con que uno de los

bandos devore al otro. El único rasgoinesperado en la situación española quefuera de España ha causado muchosmalentendidos— es que, entre lospartidos del lado gubernamental, loscomunistas no estuvieron en la extremaizquierda, sino en la extrema derecha.En realidad no debería resultarsorprendente, pues las tácticas delPartido Comunista en otros países,particularmente en Francia, han puestoen evidencia que es necesarioconsiderar al comunismo oficial, almenos por el momento, como una fuerzacontrarrevolucionaria. La política delKomintern está hoy subordinada (se

comprende, considerando la situaciónmundial) a la defensa de la URSS, quedepende de un sistema de alianzasmilitares. En concreto, la URSS esaliada de Francia, un país imperialista-capitalista. Tal alianza no es muy útil aRusia a menos que el capitalismofrancés sea fuerte y, por lo tanto, lapolítica comunista en Francia debe serantirrevolucionaria. Ello significa nosólo que los comunistas francesesmarchen ahora tras la bandera tricolor ycanten la Marsellesa, sino que —másimportante aún— hayan tenido que dejara un lado toda agitación efectiva en lascolonias francesas. Hace menos de tres

años que Thorez, secretario del PartidoComunista francés, declaró que lostrabajadores franceses nunca seríanllevados a luchar contra sus camaradasalemanes[22]; actualmente, es uno de lospatriotas más vocingleros de Francia. Laclave para comprender la conducta delPartido Comunista en cualquier país esla relación militar (real o potencial) deese país con la URSS. En Inglaterra, porejemplo, la posición es aún incierta y,por ende, el Partido Comunista ingléssigue siendo hostil al gobierno nacionaly se opone al rearme. Con todo, si GranBretaña entra en una alianza o en unacuerdo militar con la URSS, el

comunista inglés, al igual que el francés,no podrá hacer otra cosa que convertirseen un buen patriota y en un imperialista.Ya hay signos premonitorios de estasituación. En España, la «línea»comunista dependía sin duda del hechode que Francia, aliada de Rusia, seopusiera decididamente a tener unvecino revolucionario e hiciera todo loposible por impedir la liberación delMarruecos español. El Daily Mail, consus historias de una revolución rojafinanciada por Moscú, estaba aún másequivocado que de costumbre. Enrealidad, eran los comunistas, más quecualquier otro sector, quienes impedían

la revolución en España. Más tarde,cuando las fuerzas derechistasasumieron el control total, loscomunistas se mostraron dispuestos a irmucho más allá que los liberales en lacaza de dirigentes revolucionarios.[23]

He tratado de describir el cursogeneral de la revolución españoladurante el primer año, a fin de facilitarla comprensión de la situación encualquier momento dado. Pero noquisiera sugerir que en febrero yo yacontaba con todas las opinionesimplícitas en lo que acabo de decir. Loque más me aclaró las cosas aún nohabía ocurrido y, en cualquier caso, mis

simpatías eran en cierto sentidodiferentes de las actuales. Ello se debía,en parte, a que el aspecto político de laguerra me aburría y, naturalmente,reaccionaba contra el punto de vista queme tocaba oír con más frecuencia, estoes, el del POUM-ILP. Los ingleses,entre los que me encontraba, eran en sumayor parte miembros del ILP,exceptuados unos pocos pertenecientesal Partido Comunista, y casi todos ellostenían una formación política más sólidaque yo. Durante largas semanas, en elmonótono período en que nada ocurríaen los alrededores dé Huesca, meencontré en medio de una discusión

política prácticamente interminable. Enel granero maloliente y frío de la granjadonde estábamos instalados, en laasfixiante oscuridad de las trincheras,detrás del parapeto en las heladas horasde la noche, el conflicto de las «líneas»partidistas se discutía una y otra vez.Entre los españoles ocurría lo mismo, yla mayoría de los periódicos queleíamos centraban su atención en elconflicto entre los partidos. Uno tendríaque haber sido sordo o imbécil para norecoger algunas ideas acerca de lospropósitos de los diversos partidos.

Desde el punto de vista de la teoríapolítica, sólo importaban tres

tendencias: la del PSUC, la del POUM yla de la CNT-FAI. Al referirnos a estasúltimas organizaciones solíamos decirsimplemente «los anarquistas».Consideraré primero el PSUC, por serel más importante; fue el partido quetriunfó finalmente y que, ya en esaépoca, se encontraba visiblemente enascenso.

Es necesario explicar que, cuandouno habla de la «línea» del PSUC, enrealidad se refiere a la «línea» delPartido Comunista. El PSUC (PartidoSocialista Unificado de Cataluña*) erael partido socialista de Cataluña; sehabía formado al comienzo de la guerra

por la fusión de diversos partidosmarxistas, entre ellos el PartidoComunista Catalán, pero ahora seencontraba bajo control comunista yestaba adscrito a la TerceraInternacional. En otras regiones deEspaña no había tenido lugar ningunaunificación formal entre socialistas ycomunistas, pero en todas partes sepodían considerar idénticos los puntosde vista comunista y socialista dederecha. En términos generales, elPSUC era el órgano político de la UGT(Unión General de Trabajadores*) y delos sindicatos socialistas. El número demiembros de este sindicato en toda

España ascendía en esos momentos almillón y medio. Agrupaba a muchassecciones de trabajadores manuales,pero desde el estallido de la guerratambién había visto engrosadas sus filaspor una gran afluencia de personas declase media, puesto que ya en loscomienzos de la revolución, personas delas más distintas procedencias habíanconsiderado útil unirse a la UGT o a laCNT. Ambos bloques sindicales teníanbases comunes, pero de los dos, la CNTera más decididamente una organizaciónde la clase trabajadora. En resumen, elPSUC estaba integrado por trabajadoresy pequeña burguesía (comerciantes,

funcionarios y los campesinos másacomodados).

La «línea» del PSUC, predicada enla prensa comunista y procomunista detodo el mundo, era aproximadamenteésta:

«En la actualidad, nada importasalvo ganar la guerra; sin una victoriadefinitiva, todo lo demás carece desentido. Por lo tanto, éste no es elmomento para hablar de llevar adelantela revolución. No podemos darnos ellujo de perder a los campesinos alobligarlos a aceptar la colectivización,ni de ahuyentar a la clase media quelucha a nuestro lado. Por encima de todo

y por razones de eficacia, debemosacabar con el caos revolucionario.Necesitamos un gobierno central fuerteen lugar de comités locales, y un ejércitobien adiestrado y completamentemilitarizado bajo un mando único.Aferrarse a los fragmentos de controlobrero y repetir como loros frasesrevolucionarias es más que inútil: nosólo resulta un obstáculo, sino tambiéncontrarrevolucionario, porque conduce adivisiones que los fascistas puedenutilizar contra nosotros. En esta etapa noluchamos por la dictadura delproletariado, luchamos por lademocracia parlamentaria. Quien trate

de convertir la guerra civil en unarevolución social le hace el juego a losfascistas y es, de hecho, aun sinquererlo, un traidor».

La «línea» del POUM difería deaquélla en todos los puntos excepto,desde luego, en la importancia de ganarla guerra. El POUM (Partido Obrero deUnificación Marxista*) era uno de esospartidos comunistas disidentes que hansurgido en muchos países durante losúltimos años como resultado de laoposición al «estalinismo», esto es, alcambio, real o aparente, en la políticacomunista. Estaba constituido en partepor ex comunistas y, en parte, por un

partido anterior, el Bloque Obrero yCampesino[24]. Numéricamente setrataba de un partido pequeño[25], sinmayor influencia fuera de Cataluña, peroimportante sobre todo porque agrupabauna proporción insólitamente elevada deindividuos políticamente conscientes. EnCataluña, su zona de influencia másfuerte era Lérida. No representaba aningún bloque sindical. Los milicianosdel POUM eran en su mayor partemiembros de la CNT, pero losmiembros reales del partido pertenecíanen general a la UGT. No obstante, elPOUM sólo tenía algo de influencia enla CNT. La «línea» del POUM era

aproximadamente la que sigue:«Carece de sentido hablar de

oponerse al fascismo por medio de una"democracia" burguesa. La"democracia" burguesa es sólo otronombre del capitalismo y lo mismoocurre con el fascismo; luchar contra elfascismo en nombre de la "democracia"significa luchar contra una forma decapitalismo en nombre de otra forma quees susceptible de convertirse en laprimera en cualquier momento. La únicaalternativa real al fascismo es el controlobrero. Si se fija cualquier otra meta, seterminará dándole la victoria a Francoo, en el mejor de los casos, se dejará

entrar al fascismo por la puerta de atrás.Mientras tanto, los trabajadores debenaferrarse a cada centímetro ganado; siceden al gobierno semiburgués, seránestafados. Las milicias y las fuerzaspoliciales de los trabajadores debenconservarse en su forma actual, y esnecesario oponerse a todo esfuerzotendente a aburguesarlas. Si lostrabajadores no controlan las fuerzasarmadas, las fuerzas armadascontrolarán a los trabajadores. La guerray la revolución son inseparables».

El punto de vista anarquista es másdifícil de definir. En cualquier caso, elamplio término «anarquista» se utiliza

para designar una multitud de individuosde opiniones muy diversas. El enormebloque de sindicatos que constituían laCNT (Confederación Nacional deTrabajadores*), con unos dos millonesde miembros, tenía como órganopolítico a la FAI (FederaciónAnarquista Ibérica*), una organizaciónverdaderamente anarquista. Pero,incluso los miembros de la FAI, aunquesiempre impregnados, como quizáocurra con la mayoría de los españoles,de la filosofía anarquista, no erannecesariamente anarquistas en el sentidomás puro. En particular desde elcomienzo de la guerra se habían

orientado en la dirección del socialismocorriente, pues las circunstancias loshabían obligado a tomar parte en laadministración centralizada y también aviolar todos sus principios al participaren el gobierno. No obstante, diferíanfundamentalmente de los comunistas entanto que, al igual que el POUM,propugnaban el control por parte de lostrabajadores y no una democraciaparlamentaria. Coincidían con el lemadel POUM: «La guerra y la revoluciónson inseparables», si bien se mostrabanmenos dogmáticos al respecto. En líneasgenerales, la CNT-FAI representaba: 1)control directo de servicios e industrias

por los trabajadores que constituyen susplantillas, por ejemplo, en transportes,en fábricas textiles, etcétera; 2) gobiernoejercido por comités locales yresistencia a toda forma de autoritarismocentralizado; 3) hostilidad absoluta a laburguesía y la Iglesia. Este último punto,si bien era el menos preciso, revestíamáxima importancia. Los anarquistasrepresentaban lo opuesto de la mayoríade los llamados revolucionarios, porqueaunque sus principios resultaran másbien vagos, su odio hacia los privilegiosy la injusticia era absolutamentegenuino. Desde un punto de vistafilosófico, comunismo y anarquismo son

polos opuestos; y en la práctica —por loque se refiere al tipo de sociedad a laque aspiran— las diferencias son sólode énfasis, pero por completoirreconciliables. El comunismo siemprepone el énfasis en el centralismo y laeficiencia, y el anarquismo, en lalibertad y la igualdad. El anarquismotiene profundas raíces en España y esprobable que sobreviva al comunismocuando la influencia rusa termine.Durante los primeros dos meses de laguerra fueron los anarquistas, más quecualquier otro sector, quienes salvaronla situación, y aún mucho más tarde lamilicia anarquista, a pesar de su

indisciplina, constituía el mejorelemento de lucha entre las fuerzaspuramente españolas. Desde febrero de1937 en adelante, los anarquistas y elPOUM podían, en cierta medida,considerarse una unidad. Si losanarquistas, el POUM y el ala izquierdade los socialistas hubieran tenido elbuen sentido de unirse desde elcomienzo y forzar una política realista,la historia de la guerra podría habersido distinta. Pero, al comienzo, cuandolos partidos revolucionarios parecíantener la victoria en sus manos, elloresultó imposible. Entre anarquistas ysocialistas existían antiguos

resquemores; el POUM, desde suposición marxista, se mostrabaescéptico con respecto al anarquismo;mientras que, desde el punto de vistaanarquista, el «trotskismo» del POUMno era más preferible que el«estalinismo» de los comunistas. Contodo, las tácticas comunistas tendían ahacer coincidir ambas tendencias. Laintervención del POUM en la desastrosalucha de Barcelona, que tuvo lugar enmayo de 1937, se debió principalmentea un impulso instintivo de apoyo a laCNT, y más tarde, cuando el POUM fueproscrito, los anarquistas fueron losúnicos que se atrevieron a levantar su

voz para defenderlo.Así, en líneas generales, la

alineación de fuerzas era la siguiente:por un lado, la CNT-FAI, el POUM y unsector de los socialistas que propugnabael control por parte de los trabajadores;por el otro, socialistas del ala derecha,liberales y comunistas, que defendían elgobierno centralizado y un ejércitomilitarizado. Resulta fácil de entenderpor qué, en esa época, preferí la actitudcomunista a la del POUM. Loscomunistas tenían una política prácticadefinida, una política evidentementemejor desde el punto de vista delsentido común que sólo tiene en cuenta

el corto plazo. Y, por cierto, la políticacotidiana del POUM, su propaganda,etcétera, eran increíblemente malas:tienen que haberlo sido, pues de otromodo habrían podido atraer una masa deafiliados más considerable. Lo queacababa de reafirmar todo esto era elhecho de que los comunistas, o así meparecía, seguían adelante con la guerramientras que nosotros y los anarquistasnos quedábamos estancados. Tal era lasensación general en esa época. Loscomunistas habían logrado poder y unenorme aumento de sus miembrosapelando en parte a la clase mediacontra los revolucionarios, pero

también, en alguna medida, porque eranlos únicos que parecían capaces deganar la guerra. Las armas rusas y lamagnífica defensa de Madrid por tropasdirigidas en su mayor parte porcomunistas habían convertido a estosúltimos en los héroes de España. Comodijo alguien, cada aeroplano ruso quevolaba sobre nuestras cabezas erapropaganda comunista. El purismorevolucionario del POUM parecíabastante inútil, aunque su lógica meresultara evidente. Al fin y al cabo, loque importaba era ganar la guerra.

Mientras tanto, la endiablada luchainterpartidista proseguía en los

periódicos, en panfletos, en carteles, enlibros, en todas partes. En esa época, losperiódicos que yo leía con mayorfrecuencia eran los del POUM, LaBatalla y Adelante, y su incesantecrítica contra el «contrarrevolucionario»PSUC me parecía pedante y cansina.Más tarde, cuando estudiédetenidamente la prensa comunista y ladel PSUC comprendí que el POUMresultaba casi inocente en comparacióncon sus adversarios. Por otra parte,contaba con muchas menosposibilidades. Al contrario que loscomunistas, no tenía apoyo alguno de laprensa extranjera y, dentro de España,

se encontraba en una situación muydesventajosa porque la censuraperiodística estaba casi por completobajo control comunista, lo cualsignificaba que los periódicos delPOUM corrían peligro de ser multados oeliminados si decían algo peligroso.También es justo señalar que, si bien elPOUM predicaba interminablessermones sobre la revolución y citaba aLenin ad nauseam, no solía lanzarse aataques personales. Asimismo,reservaba sus polémicas casiexclusivamente a los artículosperiodísticos. Sus grandes cartelesmulticolores, destinados a un público

más amplio (los carteles son importantesen España debido a su vasta poblaciónanalfabeta) no atacaban a los partidosrivales, sino que eran simplemente deíndole antifascista o abstractamenterevolucionaria: lo mismo cabe deciracerca de las canciones que entonabanlos milicianos. Los ataques comunistaseran otra cosa. Más adelante habré dereferirme a ellos; aquí sólo quiero daruna breve pincelada de la línea deataque comunista.

Aparentemente, lo que enfrentaba alos comunistas y el POUM era una meracuestión de tácticas. El POUMpropugnaba la revolución inmediata, los

comunistas no, y hasta allí ambos teníanmucho que decir en defensa de susposiciones. Además, los comunistassostenían que la propaganda del POUMdividía y debilitaba las fuerzasgubernamentales y ponía así en peligrola guerra; una vez más, aunque hoy noestoy de acuerdo, resultaba posiblejustificar este argumento. Pero es aquídonde la peculiaridad de la tácticacomunista se muestra con toda claridad.Cautelosamente al comienzo, y luego deforma cada vez más franca, comenzarona afirmar que el POUM dividía lasfuerzas gubernamentales no por un errorde criterio, sino de modo deliberado.

Declararon que el POUM era sólo unapandilla de fascistas disfrazados,pagados por Franco y Hitler, quedefendían una políticaseudorrevolucionaria como una formade ayudar a la causa fascista. El POUMera una organización trotskista y la«quinta columna» de Franco. Elloimplicaba que decenas de miles detrabajadores, ocho o diez mil soldadosque se congelaban en las trincheras, ycientos de extranjeros que habían ido aEspaña a luchar contra el fascismo,sacrificando a menudo sus medios devida y su nacionalidad, eran traidorespagados por el enemigo. Esa versión se

difundió por varios medios en todaEspaña, y se repitió una y otra vez en laprensa comunista y procomunista detodo el mundo. Si me lo propusiera,podría llenar media docena de libroscon tales citas.

Decían de nosotros que éramostrotskistas, fascistas, traidores, asesinos,cobardes, espías y cosas por el estilo.Admito que no resultaba agradable, enespecial cuando uno pensaba en algunasde las personas responsables de esacampaña. No es muy agradable ver a unmuchacho español de quince añostransportado en una camilla, con elrostro pálido y asombrado asomando

sobre las mantas, y pensar en los astutosseñores que en Londres y París escribenpanfletos para demostrar que esemuchacho es un fascista disfrazado. Unode los rasgos más repugnantes de laguerra es que toda la propaganda bélica,todos los gritos y las mentiras y el odioprovienen siempre de quienes no luchan.Los milicianos del PSUC a quienesconocí en el frente, los comunistas delas Brigadas Internacionales con quienesme encontraba de tanto en tanto nuncame llamaron trotskista ni traidor;dejaban ese tipo de cosas para losperiodistas de la retaguardia. Losindividuos que escribían panfletos

contra nosotros y nos insultaban en losperiódicos permanecían seguros en suscasas o, en el peor de los casos, en lasoficinas periodísticas de Valencia, acientos de kilómetros de las balas y elbarro. Aparte de los libelos de la luchaentre partidos, estaban laautoglorificación y el vilipendio delenemigo, todo ello producto, como decostumbre, de gente que no luchaba yque, en muchos casos, habría huido parano hacerlo. Uno de los efectos mástristes de esta guerra ha sido el deenseñarme que la prensa de izquierda estan espuria y deshonesta como la dederecha.[26] Siento honradamente que, de

nuestro lado, el lado republicano, estaguerra era distinta de las guerrascorrientes e imperialistas; pero unonunca lo hubiera supuesto guiándose porla naturaleza de la propaganda bélica.La lucha apenas había comenzadocuando los periódicos de derecha eizquierda se lanzaron simultáneamente almismo pozo negro del ultraje. Todosrecordamos el titular del Daily Mail:«LOS ROJOS CRUCIFICANMONJAS», mientras que, para el DailyWorker, la Legión Extranjera de Francoestaba «compuesta por asesinos,tratantes de blancas, traficantes dedrogas y el desecho de todos los países

europeos». En octubre de 1937, el NewStatesman nos regalaba historias debarricadas fascistas hechas con loscuerpos de niños vivos (elemento muyincómodo para hacer barricadas), y Mr.Arthur Bryant declaraba que «en laEspaña leal era "lugar común" aserrarlas piernas de un comercianteconservador». Quienes escribían estetipo de cosas nunca lucharon;posiblemente creían que escribirloconstituía un sustituto de la lucha. Lomismo ocurre en todas las guerras; lossoldados son los que luchan, losperiodistas son los que gritan, y ningún«verdadero patriota» se acerca jamás a

una trinchera, exceptuando lasbrevísimas giras de propaganda. Aveces me resulta un consuelo pensar queel avión está modificando lascondiciones de la guerra. Quizá cuandose produzca la próxima contiendapodamos ver un espectáculo sinprecedentes en toda la historia: unpatriota incendiario con un orificio debala.

Por lo que se refiere al aspectoperiodístico, esta guerra era un fraudecomo todas las guerras. Pero existía unadiferencia: mientras los periodistassuelen reservar sus invectivas másponzoñosas para el enemigo, en este

caso, a medida que pasaba el tiempo loscomunistas y el POUM llegaron aescribir unos contra otros cosas másterribles que acerca de los fascistas. Noobstante, en esa época no me decidía atomarlo demasiado en serio. La luchaentre partidos era molesta e inclusodesagradable, pero no la considerabamás que una rencilla doméstica. Nocreía que pudiera alterar nada o quehubiera una diferencia realmenteirreconciliable en cuanto a la política aseguir. Me daba cuenta de que loscomunistas y los liberales se oponían aque la revolución siguiera adelante; nocomprendí que eran capaces de hacerla

retroceder.Existían buenos motivos para ello.

Durante ese período estuve en el frente,y allí la atmósfera social y política nohabía cambiado. Salí de Barcelona acomienzos de enero y no regresé depermiso hasta finales de abril: durantetodo ese tiempo e incluso hasta mástarde— en la zona de Aragón controladapor los anarquistas y el POUMpersistían las mismas condiciones, porlo menos aparentemente. La atmósferarevolucionaria permanecía tal como laconocí al llegar. Generales y reclutas,campesinos y milicianos seguíantratándose como iguales; todo el mundo

recibía la misma paga, llevaba lasmismas ropas, comía lo mismo y setrataba con todo el mundo de «tú» y«camarada»; no había ni jefes nilacayos, no había ni mendigos, niprostitutas, ni abogados, ni curas, nigestos de sometimiento ni saludosreglamentarios. Yo respiraba el aire dela igualdad y era lo bastante ingenuocomo para imaginar que ésta existía entoda España. No me di cuenta de que, unpoco por casualidad, estaba aislado enel sector más revolucionario de la clasetrabajadora española.

Así, pues, cuando mis camaradas demayor educación política me dijeron que

no se podía adoptar una actitudpuramente militar frente a la guerra yque se debía elegir entre la revolución yel fascismo, me sentí inclinado a reírmede ellos. En general, aceptaba el puntode vista comunista, que equivalía adecir: «No podemos hablar derevolución hasta que hayamos ganado laguerra»; y no el punto de vista delPOUM: «Debemos avanzar si noqueremos retroceder». Más tarde,cuando decidí que el POUM estaba en locierto o, por lo menos, más en lo ciertoque los comunistas, no fue del todo porsu enfoque teórico. En teoría, laposición de los comunistas era buena, la

dificultad radicaba en que su conductaconcreta hacía difícil creer que lapropugnaran de buena fe. El repetidolema «La guerra primero y la revolucióndespués», si bien realmente sentido porel miliciano del PSUC, quienhonestamente pensaba que la revoluciónpodría continuar una vez ganada laguerra, era una farsa. Lo que seproponían los comunistas no erapostergar la revolución española hastaun momento más adecuado, sinoasegurarse de que nunca tuviera lugar.Con el correr del tiempo, esto se tornócada vez más evidente, a medida que elpoder fue siendo arrancado de las manos

de la clase trabajadora y que se fueencarcelando a un número siemprecreciente de revolucionarios de distintastendencias. Cada movimiento eraefectuado en nombre de las necesidadesmilitares, porque éste era un pretextohecho a la medida; pero tendía a alejar alos trabajadores de una posiciónventajosa hacia una posición desde lacual, cuando la guerra terminara, lesresultara imposible oponerse a lareimplantación del capitalismo. Ha detenerse en cuenta que no me refiero alafiliado comunista, y menos aún a losmillares de comunistas que murieronheroicamente en Madrid, pero ésos no

eran los hombres que dirigían la políticadel partido. En cuanto a los individuosque ocupaban posiciones másdestacadas, resulta inconcebible pensarque no actuaron conscientes de lo quehacían.

Sin embargo, a fin de cuentas, valíala pena ganar la guerra aunque seperdiera la revolución. Pero llegué adudar de que, a la larga, la políticacomunista apuntara a la victoria. Pocaspersonas parecen haber pensado que loconveniente era una política distintapara los diferentes períodos de laguerra. Probablemente los anarquistassalvaron la situación en los primeros

dos meses, pero fueron incapaces deorganizar la resistencia más allá de uncierto punto; los comunistasprobablemente salvaron la situación enoctubre-diciembre, pero ganar la guerraera cosa muy distinta. En Inglaterra, lapolítica comunista de guerra ha sidoaceptada sin discusión, porque fueronmuy pocas las críticas que llegaron a verla luz en la prensa y porque sus líneasgenerales —eliminar el caosrevolucionario, acelerar la producción,militarizar el ejército— parecíanrealistas y eficaces. Tal vez valga lapena señalar su debilidad inherente.

A fin de frenar toda tendencia

revolucionaria y hacer que la guerra separeciera tanto como fuera posible a unaguerra convencional, se hizo necesariodesperdiciar las oportunidadesestratégicas que realmente existían. Hedescrito ya la forma en que estábamosarmados, o desarmados, en el frente deAragón. Casi no cabe duda de que lasarmas fueron deliberadamente retenidasa fin de que los anarquistas no contarancon demasiado poder en ese aspecto,pues podrían usarlo más tarde con unpropósito revolucionario; enconsecuencia, la gran ofensiva deAragón, que hubiera alejado a Franco deBilbao y posiblemente de Madrid, nunca

tuvo lugar. Pero éste es un asuntocomparativamente menor. Másimportante fue el hecho de que, cuandola contienda quedó reducida a una«guerra por la democracia», se tornóimposible apelar a la ayuda en granescala de la clase trabajadora en elextranjero. Si nos atenemos a loshechos, debemos admitir que la clasetrabajadora del mundo ha observado concierta indiferencia la guerra española.Decenas de miles de individuosacudieron a luchar, pero decenas demillones permanecieron apáticos.Durante el primer año de la guerra, seestima que el pueblo británico

contribuyó a los diversos fondos de«ayuda a España» con alrededor de uncuarto de millón de libras —probablemente menos de la mitad de loque gasta en una semana para ir al cine—. La acción industrial —huelgas yboicots— constituía la única forma delucha con la que la clase trabajadora delos países democráticos podría haberayudado realmente a sus camaradasespañoles. Nada por el estilo ni siquierase anunció. Los dirigentes laboristas ycomunistas de todo el mundo declararonque era impracticable; sin duda, estabanen lo cierto, sobre todo mientrassiguieran gritando a voz en cuello que la

España «roja» no era «roja». Desde1914-1918, la expresión «guerra por lademocracia» tenía un matiz siniestro.Durante muchos años, los comunistasmismos se habían dedicado a enseñar alos trabajadores militantes de todos lospaíses que «democracia» era unamanera eufemística de llamar alcapitalismo. No es una buena tácticaafirmar primero que «la democracia esuna estafa», y pedir luego: «¡Luchad porla democracia!». Si, respaldados por elenorme prestigio de la Rusia soviética,hubieran apelado a los trabajadores delmundo, no en nombre de la «Españademocrática», sino de la «España

revolucionaria», resulta difícil creer queno habrían recibido respuesta.

Pero lo más importante es que conuna política no revolucionaria eradifícil, si no imposible, atacar laretaguardia de Franco. En el verano de1937, Franco controlaba sectores depoblación más vastos que el gobierno,mucho más vastos si se cuentan lascolonias, pero con igual cantidad detropas. Como es bien sabido, con unapoblación hostil en la retaguardia esimposible mantener un ejército en elfrente sin otro ejército igualmentenumeroso, destinado a proteger lascomunicaciones, impedir el sabotaje,

etcétera. Por lo tanto, resulta obvio queno había un verdadero movimientopopular en la retaguardia de Franco. Esabsurdo pensar que la gente en suterritorio —por lo menos lostrabajadores urbanos y los campesinospobres— simpatizara con él, pero concada paso hacia la derecha, lasuperioridad del gobierno resultabamenos evidente. Confirma todo esto elcaso de Marruecos. ¿Por qué no hubo unlevantamiento en Marruecos? Francodeseaba establecer una terribledictadura y los moros preferíanquedarse con Franco y no con elgobierno del Frente Popular. La verdad

palpable es que no se hizo ningún intentode fomentar un levantamiento enMarruecos porque ello hubierasignificado dar a la guerra un girorevolucionario. La primera necesidadconvencer a los moros de la buena fe delgobierno— debería haber llevado aproclamar la liberación de Marruecos.¡Y ya podemos imaginarnos la alegríaque se hubieran llevado los franceses!La mejor oportunidad estratégica de laguerra se desperdició en la vanaesperanza de aplacar al capitalismofrancés e inglés. La tendencia de lapolítica comunista consistía en reducirla lucha a una guerra corriente, no

revolucionaria, en la que el gobiernoestuviera en desventaja, pues una guerrade ese tipo sólo puede ganarse pormedios mecánicos, esto es, en últimainstancia, por una provisión ilimitada dearmas. Y el principal proveedor dearmas del gobierno, la URSS, seencontraba en enorme desventaja desdeel punto de vista geográfico encomparación con Italia y Alemania.Quizá el lema anarquista y del POUM:«La guerra y la revolución soninseparables» era más realista de lo queparece.

Por las razones dadas consideroerrónea la política comunista

antirrevolucionaria. Por lo que serefiere a las consecuencias de esapolítica sobre el curso de la guerra,espero y deseo equivocarme. Quisieraque esta guerra se ganara por cualquiermedio. Y, desde luego, aún no podemossaber lo que ocurrirá. El gobierno puedevolver a inclinarse hacia la izquierda,los moros pueden rebelarse por supropia cuenta, Inglaterra puededecidirse a sobornar a Italia, la guerrapuede ganarse mediante recursossimplemente militares: no hay manera desaberlo. Dejo expresadas mis opiniones,y el resultado final mostrará en quémedida son acertadas o erróneas.

Pero en febrero de 1937 no veía lascosas bajo este prisma. Estaba harto dela inactividad en el frente de Aragón y,sobre todo, tenía plena conciencia deque no había aportado mi parte en lalucha. Solía recordar los carteles dereclutamiento de Barcelona queinterrogaban acusadoramente a lostranseúntes: «¿Y tú qué has hecho por lademocracia?», y sentía que sólo podíaresponder: «He recibido mis raciones».Cuando ingresé en la milicia, meprometí matar a un fascista —a fin decuentas, si cada uno de nosotros hacía lomismo, no tardarían en desaparecer—, yaún no había matado a nadie, ni había

tenido casi oportunidad de hacerlo.Por supuesto deseaba ir a Madrid.

Todos en el ejército, cualquiera quefuese su actitud política, deseaban ir aMadrid. Ello probablemente significaríapasar a la Columna Internacional, puesel POUM contaba entonces con muypocas tropas en Madrid y losanarquistas tenían menos hombres queantes.

Por el momento, debía quedarmeallí, pero les dije a todos que, en cuantonos dieran permiso, trataría de pasarmea la Columna Internacional, lo cualsignificaba colocarme bajo controlcomunista. Varios trataron de

disuadirme, pero nadie intentó interferir.Es justo decir que en el POUM habíamuy poca caza de herejes, quizádemasiado poca, considerando suscircunstancias especiales; nadie eracastigado por tener opiniones políticascontrarias, exceptuando una tendenciaprofascista. Pasé buena parte de mitiempo en la milicia criticandoacerbamente la «línea» del POUM, peronunca me vi envuelto en dificultades porello. Ni siquiera se ejerció algún tipo depresión sobre mí para que ingresara enel partido, aunque pienso que la mayoríade los milicianos lo hacían. Nuncaingresé en el partido, actitud de la que

me arrepentí bastante cuando el POUMfue disuelto.

Apéndice II

[Antiguo capítulo IX de la primera edición,situado originalmente entre los capítulos IX yX de esta edición, y precedido por el últimopárrafo del capítulo X de la primera edición(capítulo IX de esta edición)]

Si no se está interesado en las disputaspolíticas y en la multitud de partidos ysubpartidos con nombres tan confusoscomo los de los generales de una guerrachina, será mejor saltarse estas páginas.Resulta terrible tener que entrar en losdetalles de la polémica interpartidista;es algo así como zambullirse en un pozo

negro. Pero es necesario tratar deesclarecer la verdad en la medida de loposible. Esa insignificante reyerta enuna ciudad lejana es más importante delo que podría parecer a primera vista.

Nunca será posible obtener unaversión completamente exacta eimparcial de la lucha de Barcelonaporque los documentos necesarios noexisten. Los historiadores del futurodispondrán únicamente de una masa deacusaciones y de la propagandapartidista. Yo mismo cuento con muypocos datos fuera de lo que vi con mispropios ojos y de lo que supe por otrostestigos que considero fiables. Aun así,

puedo contradecir algunas de lasmentiras más flagrantes y ayudar aconsiderar los hechos tal como fueron.

En primer lugar, ¿qué ocurriórealmente?

Hacía ya algún tiempo que habíatensiones a lo largo de Cataluña. En losprimeros capítulos de este libro ya tratéel conflicto entre comunistas yanarquistas. En mayo de 1937, lasituación había llegado a un punto enque parecía inevitable algún estallidoviolento. La causa inmediata de lafricción fue el decreto del gobierno queexigía a los civiles la entrega de todaslas armas, coincidente con la decisión

de organizar una fuerza policial «nopolítica» y muy bien armada, de la quequedarían excluidos los integrantes delas organizaciones obreras. Elsignificado de esta medida era muyclaro para cualquiera, y se podía preverque el siguiente paso sería intentar tomaralgunas de las industrias claves queestaban en manos de la CNT. En la clasetrabajadora existía, además, ciertoresentimiento debido al crecientecontraste entre ricos y pobres, y unavaga y extendida sensación de que sehabía saboteado la revolución. Muchosse sintieron agradablementesorprendidos por la ausencia de

disturbios el 1º de Mayo. El día 3, elgobierno decidió apoderarse de laCentral Telefónica, que desde elcomienzo de la guerra había estado bajocontrol principalmente de trabajadoresde la CNT. Se alegó que los serviciosno eran eficientes y que se interceptabanlas llamadas oficiales. Sala, el jefe depolicía (que pudo o no haberse excedidocon respecto a las órdenes recibidas),envió tres camiones llenos de guardiasciviles para tomar el edificio, mientraspolicías de civil despejaban las callesvecinas. Aproximadamente a la mismahora, Otros grupos de guardias civilesse apoderaron de varios edificios en

puntos estratégicos. Cualquiera que hayasido la intención real, la opinión públicaconsideró que esas medidas señalabanel comienzo de un ataque general de laGuardia Civil y el PSUC (comunistas ysocialistas) contra la CNT (anarquistas).Por la ciudad corrió la voz de que eranatacados los edificios obreros;aparecieron anarquistas armados en lascalles, se interrumpió el trabajo y deinmediato se generalizó la lucha. Esanoche y a la mañana siguiente selevantaron barricadas en toda la ciudad,y el combate continuó sin interrupcioneshasta el 6 de mayo. Con todo, ambosbandos mantenían una actitud

principalmente defensiva. Muchosedificios fueron sitiados, pero, por loque sé, ninguno fue tomado y no seutilizó artillería. En líneas generales, lasfuerzas de la CNT-FAI-POUMdominaban los suburbios obreros,mientras que las fuerzas policiales y delPSUC controlaban la parte central yoficial de la ciudad. El día 6 hubo unarmisticio, pero la lucha no tardó enreanudarse, debido probablemente a quelos guardias civiles hicieron intentosprematuros de desarmar a lostrabajadores de la CNT. A la mañanasiguiente, sin embargo, muchos obreroscomenzaron a abandonar las barricadas

por propia iniciativa. Hasta la noche del5 de mayo, la CNT conservaba unaposición ventajosa y gran cantidad deguardias civiles se le habían rendido,pero no había un liderazgo aceptado portodos ni un plan concreto. (Por lo que yopude juzgar, no parecía existir ningúntipo de plan, excepto la decisión deresistir a la Guardia Civil.) Losdirigentes oficiales de la CNT seunieron a los de la UGT para pedir quese retornara al trabajo. Los alimentosescaseaban. En tales circunstancias,nadie estaba bastante seguro de lasituación como para proseguir la lucha.Durante la tarde del 7 de mayo,

Barcelona volvió casi a la normalidad.Esa noche seis mil guardias de asalto,enviados por mar desde Valencia,entraron en la ciudad y asumieron elcontrol. El gobierno ordenó la entregade todas las armas, excepto las de lasfuerzas regulares, y durante los díassiguientes se incautaron grandescantidades de armas. Según la versiónoficial, las bajas producidas desde elinicio de la lucha ascendieron acuatrocientos muertos y unos milheridos. Quizá la primera cifra seaexagerada, pero como no podemosverificarla, la tenemos que tomar porexacta.

En segundo lugar, por lo que serefiere a las consecuencias de la lucha,éstas son difíciles de estipular concerteza. No hay pruebas de que losdisturbios hayan ejercido algunainfluencia directa sobre el curso de laguerra, aunque es evidente que lahabrían tenido de continuar unos pocosdías más. El conflicto fue la excusautilizada para que Valencia asumiera elcontrol directo de Cataluña, paraapresurar la eliminación de las miliciasy para suprimir el POUM, y sin dudatambién tuvo que ver con la caída delgobierno de Caballero. Pero podemosdar por hecho que tales cosas

seguramente se habrían producido detodas maneras. La cuestión crucial esdeterminar si los trabajadores de laCNT ganaron o perdieron en estaocasión saliendo a la calle y plantándolecara al gobierno y al PSUC. Es meraconjetura, pero opino que ganaron másde lo que perdieron. La toma de laCentral Telefónica de Barcelona fue unincidente más en un largo proceso.Desde el año anterior se veníadespojando gradualmente a lossindicatos de todo poder de control,mientras se tendía a implantar unrégimen centralizado, orientado hacia uncapitalismo de Estado o, posiblemente,

a la reintroducción del capitalismoprivado. El hecho de que a esa alturahubiera resistencia probablementeretardó el proceso. Un año después delcomienzo de la guerra, los obreroscatalanes habían perdido gran parte desu poder, pero seguían manteniendo unaposición comparativamente favorable.Tal vez no habría sido así de haberevidenciado que estaban dispuestos asometerse ante cualquier provocación.Hay ocasiones en que resulta másprovechoso luchar y salir derrotado queno ofrecer resistencia alguna.

En tercer lugar, ¿qué propósito seescondía —si es que se escondía alguno

— tras el conflicto? ¿Fue una especie degolpe de Estado o una intentonarevolucionaria? ¿Existía la intencióndecidida de derrocar el gobierno?¿Había sido planeado con antelación?

Mi opinión es que la lucha fueplaneada sólo en el sentido de que todoel mundo la esperaba. No hubo signo deun plan muy definido en ninguno de losdos bandos. Del lado anarquista, laacción fue sin duda espontánea, se tratóde una reacción de las bases militantes.Los trabajadores salieron a la calle ysus dirigentes políticos los siguieron demala gana o no los siguieron enabsoluto. Los únicos que todavía

hablaban un lenguaje revolucionarioeran Los Amigos de Durruti (un pequeñogrupo extremista dentro de la FAI) y elPOUM. Pero también ellos se limitabana dejarse llevar y no a conducir. LosAmigos de Durruti distribuyeron unmanifiesto de carácter revolucionarioque no apareció hasta el 5 de mayo, porlo cual no puede decirse que hayaniniciado la lucha, comenzada dos díasantes. Los dirigentes oficiales de laCNT por varias razones, quisieronevitar el conflicto desde el principio. Enprimer lugar, el hecho de que la CNTsiguiera teniendo representantes en elgobierno y la Generalitat de Cataluña

probaba que sus líderes eran másconservadores que sus seguidores. Ensegundo lugar, el principal objetivo deestos líderes consistía en lograr unaalianza con la UGT; la lucha,inevitablemente, ampliaría la brechaentre ambas organizaciones, al menospor el momento. Y en tercer lugar —aunque esto, por lo general, sedesconocía entonces—, los líderesanarquistas temían que, si las cosas ibanmás allá de cierto punto y lostrabajadores tomaban posesión de laciudad, como quizá estaban encondiciones de hacer el 5 de mayo,habría una intervención extranjera. Un

crucero y dos destructores británicos sehabían acercado al pueblo y, sin duda,no muy lejos había otros barcos deguerra. Los periódicos inglesesanunciaban que esos barcos se dirigían aBarcelona «para proteger los interesesbritánicos»; pero, en realidad, notomaron ninguna medida tendente a esepropósito, no bajó a tierra ningúnhombre ni subió a bordo ningúnrefugiado. No se puede saber concerteza, pero es al menos bastanteprobable que el gobierno británico, queno había movido un dedo para defenderal gobierno español contra Franco,interviniera con bastante rapidez para

salvarlo de su propia clase obrera.Los dirigentes del POUM no se

mantuvieron al margen de este asunto,sino que de hecho alentaron a susseguidores a permanecer en lasbarricadas e incluso dieron suaprobación (en La Batalla, 6 de mayo)al folleto extremista publicado por LosAmigos de Durruti. Existe granincertidumbre con respecto a estefolleto, del cual nadie parece ahoracapaz de presentar una copia. Enalgunos periódicos extranjeros eracalificado de «cartel incendiario» quehabía sido «pegado» por toda la ciudad.Lo cierto es que no hubo tal cartel.

Contrastando las diferentesinformaciones, yo diría que el escritopropugnaba: 1º) la formación de unajunta* revolucionaria; 2º) elfusilamiento de los responsables delataque contra la Central Telefónica; 3º)el desarme de los guardias civiles.Existe también cierta incerteza en cuantoal grado de apoyo que La Batalla prestóa dicho folleto. Yo no vi ni el escrito niLa Batalla de esa fecha. La únicaoctavilla que llegó a mis manos durantela lucha fue la distribuida el 4 de mayopor un pequeño grupo de trotskistas(«bolcheviques-leninistas»), que decíasolamente: «Todos a las barricadas.

Huelga general en todas las industrias,excepto las industrias de guerra». Enotras palabras: sólo pedía lo que yaestaba ocurriendo. Pero, en realidad, laactitud de los dirigentes del POUM fuevacilante. Nunca habían estado a favorde la insurrección mientras no sevenciera a Franco: al ver que lostrabajadores habían salido a la calle,optaron por la línea marxista bastantepetulante, según la cual, cuando estoocurre, es deber de los partidosrevolucionarios apoyarlos. Por ende, apesar de pronunciar frasesrevolucionarias acerca de «reavivar elespíritu del 19 de julio», hicieron todo

lo posible para que la actitud de lostrabajadores fuera únicamentedefensiva. Por ejemplo, nunca ordenaronun ataque contra ningún edificio; selimitaron a recomendar a sussimpatizantes que se mantuvieran enguardia y, como ya dije en el capítulo 9,que no dispararan mientras pudieranevitarlo. La Batalla también publicóinstrucciones para que no se retirarantropas del frente[27]. Por lo que se puedeestimar, la responsabilidad del POUMqueda reducida a haber propiciado laresistencia en las barricadas y,probablemente, haber logrado quealgunos permanecieran en ellas más

tiempo del que se hubieran quedado poriniciativa propia. Quienes estuvieron encontacto personal con los dirigentes delPOUM (entre los que no me incluyo), medijeron que, en realidad, estabanconsternados por este asunto, perosentían que debían intervenir en él. Conposterioridad, desde luego, se intentóexplotar el capital político de la formahabitual. Gorkin, uno de los líderes delPOUM, llegó a hablar después inclusode «los gloriosos días de mayo». Desdeun punto de. vista propagandístico, éstafue quizá la actitud acertada; el POUMaumentó el número de sus miembrosdurante el breve período previo a su

disolución. Desde el punto de vistatáctico, probablemente fue un errorapoyar el folleto de Los Amigos deDurruti, organización muy pequeña yhabitualmente hostil al POUM.Considerando la excitación general y loque se decía en ambos bandos, el escritono significaba en realidad mucho másque «permanezcan en las barricadas»;pero al parecer que le daban su apoyo,mientras que el periódico anarquistaSolidaridad Obrera lo repudiaba, losdirigentes del PQUM facilitaron a laprensa comunista que luego pudieraafirmar que la lucha había sido unainsurrección organizada únicamente por

el POUM. En cualquier caso, podemosestar seguros de que la prensa comunistahabría dicho lo mismo de todas maneras.Esta acusación no era nada comparadacon las que se hicieron antes y despuéssobre bases mucho menos sólidas. Losdirigentes de la CNT no ganarontampoco mucho con su actitud máscautelosa; fueron elogiados por sulealtad, pero fueron apartados delgobierno y de la Generalitat en cuanto sepresentó la ocasión.

Era opinión corriente en esosmomentos que ningún sector tenía unpropósito verdaderamenterevolucionario. Los hombres que

estaban detrás de las barricadas eranobreros de la CNT y quizá algunosmiembros de la UGT; no intentabanderrocar el gobierno, sino hacer frente alo que consideraban, con motivo o sinél, un ataque de la policía. Su acción eraen esencia defensiva, y dudo de quepueda definírsela, según hicieron casitodos los periódicos extranjeros, como«levantamiento». Un levantamientoimplica una acción agresiva y un plantrazado. Más exactamente se trató de unarevuelta, de una revuelta muy sangrientaporque ambos bandos tenían armas defuego en las manos y estaban dispuestosa emplearlas.

Pero ¿cuáles eran las intenciones delbando opuesto? Si no se trató de ungolpe de Estado anarquista, ¿fue quizáun golpe de Estado comunista, un plantendente a aplastar de un solo golpe elpoder de la CNT?

No creo que lo fuera, aunque ciertoshechos podrían llevarnos a sospecharlo.Es significativo que algo muy semejante(la toma de la Central Telefónica porfuerzas policiales que actuabanobedeciendo órdenes de Barcelona)ocurriera en Tarragona dos díasdespués. En Barcelona misma, el ataquea la Telefónica no constituyó un hechoaislado. En varios puntos estratégicos de

la ciudad, grupos de guardias civiles ymiembros del PSUC se apoderaron deedificios con sorprendente prontitud.Pero es necesario recordar que es— toshechos ocurrían en España y no enInglaterra. Barcelona es una ciudad conuna larga historia de luchas callejeras.En ella, ante un conflicto de este tipo loshechos se suceden con rapidez, lasfacciones ya están organizadas, todosconocen la topografía política local y,cuando los fusiles comienzan a disparar,ocupan sus lugares casi como en unsimulacro de incendio. Los responsablesde la toma de la Telefónica esperaban,probablemente, dificultades, aunque no

en el grado en que se produjeron, yhabían tomado las medidas pertinentes.No obstante, ello no significa queplanearan un ataque general contra laCNT. Hay dos hechos que me inclinan apensar que ninguno de los bandos estabapreparado para una lucha a gran escala.

Primero: Ninguna de las partes trajocon anticipación tropas a Barcelona. Lalucha se produjo entre habitantes de laciudad, principalmente entretrabajadores y policías.

Segundo: Los alimentos escasearoncasi de inmediato. Quien haya luchadoen España sabe que la única operaciónde guerra que los españoles realizan con

verdadera eficacia es la de alimentar asus tropas. Es muy improbable que, decontemplar alguno de los bandos laposibilidad de una o dos semanas delucha callejera, además de la huelgageneral, no hubiera asegurado una buenareserva de alimentos.

Por último, abordemos la cuestiónde quién tuvo o dejó de tener razón.

La prensa antifascista extranjeralevantó una auténtica polvareda con esteasunto, pero, como de costumbre, sólose escuchó a una de las partes. Aconsecuencia de ello, la lucha deBarcelona se presentó como unainsurrección de los desleales

anarquistas y trotskistas que«apuñalaban al gobierno español por laespalda», y cosas por el estilo. Lossucesos no fueron tan simples. Sin duda,cuando se está en guerra, las luchasintestinas son perjudiciales, pero vale lapena recordar que se necesitan dos paraque haya una pelea y que uno de losbandos no se pone a construir barricadassi no ha ocurrido algún acto que puedaconsiderarse una provocación.

Los incidentes comenzaronnaturalmente con la orden del gobiernode que los anarquistas entregaran susarmas. En la prensa inglesa, esta ordenfue traducida a términos ingleses y

adoptó la siguiente forma: queurgentemente se necesitaban armas en elfrente de Aragón y era imposibleenviarlas porque los anarquistas habíanasumido la actitud poco patriótica deretenerlas. Expresarse en tales términossignifica desconocer las condicionesque realmente existían en España. Nadieignoraba que tanto los anarquistas comoel PSUC tenían reservas de armas, ycuando estalló la lucha en Barcelona,resultó evidente que disponían de ellasen abundancia. Los anarquistas sabíanmuy bien que, aun cuando entregaran susarmas, el PSUC, principal poderpolítico en Cataluña, conservaría las

suyas. Esto es lo que precisamenteocurrió cuando concluyó la lucha.Mientras tanto, en las calles se veíangrandes cantidades de armas que habríansido muy útiles en el frente, pero lasfuerzas policiales «no políticas» de laretaguardia las retenían para su uso. Y aesto había que añadir las diferenciasirreconciliables entre anarquistas ycomunistas que habían de conducir mástarde o más temprano, a unenfrentamiento. Desde el comienzo de laguerra, el Partido Comunista de Españahabía crecido mucho y aumentadoenormemente su poder político. Además,llegaban a España millares de

comunistas extranjeros, muchos de loscuales expresaban sin disimulo laintención de «liquidar» el anarquismo encuanto se ganara la guerra. En talescircunstancias, no podía esperarse quelos anarquistas entregaran las armas delas que se habían apropiado en el veranode 1936.

La toma de la Central Telefónica fuesimplemente la cerilla que encendió lamecha de una bomba ya preparada.Quizá los responsables creyeron que nohabría de originar mayores dificultades.Según se afirmaba, Companys, elpresidente catalán, declaró riendo unospocos días antes que los anarquistas se

avendrían a cualquier cosa[28]. Sin dudaalguna fue una acción poco inteligente.Hacía meses que se venían produciendomuchos choques armados entrecomunistas y anarquistas en diversaszonas de España. La tensión en Cataluña(especialmente en Barcelona) ya habíadado lugar a asesinatos y refriegascallejeras. De pronto circuló la noticiade que hombres armados atacaban losedificios tomados por los obreros en lalucha de julio y a los que atribuían unagran importancia sentimental. Debemosrecordar que la población obrera noexperimentaba ninguna simpatía por laGuardia Civil. Durante muchas

generaciones, la guardia* había sidosimplemente un apéndice delterrateniente y el amo, y los guardiasciviles eran objeto de un odio especialporque se sospechaba, con razón, quesimpatizaban con los fascistas[29].Probablemente el impulso que sacó a losobreros a la calle durante las primerashoras fuera el mismo que los habíallevado a resistir a los militaresinsurrectos al comienzo de la guerra.Desde luego, puede argumentarse quelos obreros de la CNT deberían haberentregado la Central Telefónica sinprotestas. En este caso, la opinióndependerá de la posición que se adopte

frente a alternativas tales como gobiernocentralizado o control por parte de laclase obrera. Más pertinente sería decir:«Sí, probablemente la CNT tenía razón.Pero, a fin de cuentas, estaban en guerray no tenían por qué sostener una lucha enla retaguardia». Estoy completamente deacuerdo con esto. Cualquier desordeninterno significaba una ayuda paraFranco. Pero ¿qué fue en realidad lo queprecipitó la lucha? El gobierno pudo ono tener derecho a ocupar la Telefónica;pero indudablemente, dadas lascircunstancias, tal medida había deconducir a un enfrentamiento. Era unaacción provocadora, un gesto que venía

a decir y tal vez lo pretendía de verdad:«Vuestro poder se ha acabado, a partirde ahora nos hacemos nosotros cargo deél». Sensatamente no cabía esperar sinoresistencia. Guardando el sentido de laproporción, debe comprenderse que laculpa no podía recaer por lo tanto sóloen uno de los bandos. Si se difundió unaversión unilateral fue simplementeporque los revolucionarios españoles notenían ningún apoyo en la prensaextranjera. Particularmente en losperiódicos ingleses era necesario buscarmucho antes de encontrar, en cualquierperíodo de la guerra, alguna referenciafavorable a los anarquistas. Fueron

sistemáticamente denigrados y, como sépor propia experiencia, es casiimposible conseguir que alguienimprima algo en su defensa.

He tratado de escribir objetivamentesobre la lucha de Barcelona, aunque,como es evidente, nadie puede ser porcompleto objetivo ante unacontecimiento de esta naturaleza.Prácticamente se está obligado a tomarpartido, y debe resultar bastante claro dequé lado estoy yo. Además,posiblemente he cometido algunoserrores inevitables en la descripción delos hechos, no sólo aquí, sino en otraspartes de esta narración. Resulta muy

difícil ser exacto con respecto a laguerra española, debido a la falta dedocumentos no propagandísticos.Prevengo a todos contra mi parcialidady contra mis errores. No obstante, hehecho lo posible por ser honesto. Severá que mi relato difierecompletamente de los publicados por laprensa extranjera, en especial lacomunista. Es necesario examinar laversión comunista, pues fue difundida entodo el mundo, se repite con brevesintervalos y es, quizá, la másampliamente aceptada.

En la prensa comunista yprocomunista se atribuyó al POUM toda

la responsabilidad de la lucha deBarcelona. Se presentó el hecho nocomo un estallido espontáneo, sinocomo una insurrección contra elgobierno, planeada y organizada por elPOUM con la ayuda de unos pocos«incontrolados» equivocados. Más aún,fue un complot decididamente fascista,llevado a cabo siguiendo órdenesfascistas, con el propósito de iniciar unaguerra civil en la retaguardia y paralizarasí el gobierno. El POUM era la «quintacolumna de Franco», una organización«trotskista» que trabajaba en alianza conlos fascistas. En el Daily Worker del 11de mayo se publicó lo siguiente:

Los agentes alemanes e italianos,que ostensiblemente se volcaron enBarcelona para «preparar» elnotorio «Congreso de la CuartaInternacional», tenían una importantetarea que cumplir. En colaboracióncon los trotskistas locales, debíancrear un estado de desorden yviolencia que permitiera a losalemanes e italianos declarar queeran «incapaces de ejercer el controlnaval efectivo de las costascatalanas, debido al desordendominante en Barcelona» y que, porlo tanto, se veían «obligados adesembarcar tropas» en Barcelona.

En otras palabras, lo que sepreparaba era una situación en lacual los gobiernos alemán e italianopudieran desembarcar abiertamentesus tropas en las costas catalanas,arguyendo que lo hacían «a fin demantener el orden»…

El instrumento para esto yaestaba preparado para alemanes eitalianos bajo la forma de laorganización trotskista conocidacomo POUM.

El POUM, actuando encolaboración con elementoscriminales bien conocidos, y conotras personas engañadas de las

organizaciones anarquistas, preparóy dirigió el ataque en la retaguardia,de forma tal que coincidieraexactamente con el ataque en elfrente de Bilbao, etc., etc.

En otra parte del artículo, la luchade Barcelona se convierte en «el ataquedel POUM», y en otro artículo de lamisma fecha se afirma que «no cabeduda de que el POUM es responsabledel derramamiento de sangre enCataluña». Inprecor del 29 de mayoafirma que quienes levantaron lasbarricadas en Barcelona fueron«únicamente miembros del POUM

organizados por ese partido con talpropósito».

Podría continuar con muchas máscitas, pero éstas ya son suficientementeclarificadoras. El POUM era totalmenteresponsable y actuaba bajo órdenesfascistas. Más adelante citaré algunosfragmentos más de las informacionesque aparecieron en la prensa comunista;se verá que son tan contradictorias quecarecen por completo de valor. Antesconviene señalar varias razones por lascuales esta versión de la lucha de mayocomo un levantamiento fascistaorganizado por el POUM resulta algomás que increíble:

Primero: El POUM no teníabastantes miembros o suficienteinfluencia como para provocardisturbios de tal magnitud; más aún, nocontaba con el poder necesario paraorganizar una huelga general. Era unpartido político sin demasiado arraigoen los sindicatos y hubiera sido tanincapaz de desencadenar una huelga entoda Barcelona como, por ejemplo, elPartido Comunista inglés de llamar auna huelga general a todo Glasgow.Como dije antes, la actitud de losdirigentes del POUM puede haberayudado a prolongar la lucha, pero nohubiera bastado para originarla, ni aun

en el caso de haberlo deseado.Segundo: El supuesto complot

fascista descansa sobre merasafirmaciones, mientras que todas laspruebas apuntan en dirección opuesta.Se nos dice que el plan pretendía quelos gobiernos alemán e italianodesembarcaran tropas en Cataluña, peroningún barco con tropas alemanas oitalianas se acercó a la costa. El«Congreso de la Cuarta Internacional» ylos «agentes alemanes e italianos» sonun mito. Por lo que sé, ni siquiera sehabía hablado de un Congreso de laCuarta Internacional. Se había planeadovagamente un congreso del POUM y sus

partidos hermanos (el ILP inglés, la SAPalemana y otros), y fijado como fechaaproximada julio, dos meses después,pero aún no había llegado un solodelegado. Los «agentes alemanes eitalianos» no existen fuera de laspáginas del Daily Worker . Quien hayacruzado la frontera en esa época sabeque no era tan fácil «volcarse» enEspaña o fuera de ella.

Tercero: Nada ocurrió en Lérida,principal baluarte del POUM, ni en elfrente. Resulta evidente que, si losdirigentes del POUM hubieran deseadoayudar a los fascistas, habrían ordenadoa sus milicias retirarse y abrir paso a los

franquistas. Nada de eso ocurrió ni fuesugerido. Tampoco se trajeron hombresdel frente, aunque habría resultado fácilhacer venir a Barcelona unos mil o dosmil hombres con diversos pretextos.Además, no hubo ningún intento desabotaje ni siquiera indirecto en la líneade fuego. El transporte de alimentos ymuniciones continuó como decostumbre; yo mismo lo verifiqué mástarde. Un levantamiento planeado deltipo sugerido habría necesitado mesesde preparación, propaganda subversivaen la milicia, etcétera Pero no hubosignos o rumores de tales cosas. Elhecho de que la milicia del frente no

desempeñara papel alguno en el«levantamiento» es decisivo. Si elPOUM realmente planeaba un golpe deEstado, es inconcebible que no utilizaralos diez mil hombres armados queconstituían su única fuerza.

Por todo esto, resulta claro que latesis comunista de un «levantamiento»bajo órdenes fascistas carece de todabase. Agregaré unos pocos fragmentostomados de la prensa comunista. Lasinformaciones comunistas sobre elincidente inicial, el ataque a la CentralTelefónica, resultan esclarecedoras: noconcuerdan en ningún punto excepto enecharle la culpa al otro bando. Puede

observarse que en los periódicoscomunistas ingleses la responsabilidades atribuida primero a los anarquistas ysólo posteriormente al POUM. Esto seexplica seguramente por un motivoevidente: no todo el mundo en Inglaterrahabía oído hablar de «trotskismo»,mientras que toda persona de hablainglesa tiembla al oír la palabra«anarquista». Basta decir una sola vezque los «anarquistas» están implicadospara crear la atmósfera de prejuiciodeseada; después ya puede transferir—se la responsabilidad a los «trotskistas»,sin correr riesgo alguno. Un artículo ene l Daily Worker del 6 de mayo

comienza así:

El lunes y el martes un pequeñogrupo de anarquistas ocupó e intentóretener las centrales de teléfonos ytelégrafos, y abrió fuego sobre lacalle.

No hay como empezar con unainversión de los papeles. Los guardiasciviles atacan un edificio controlado porla CNT; en consecuencia, la CNTaparece atacando su propio edificio, esdecir, atacándose a si misma. El mismoDaily Worker del 11 de mayo afirma:

El ministro izquierdista catalán

de Seguridad Pública, Ayguadé, y elcomisario general de Orden Público,el socialista unificado RodríguezSala, enviaron a la policíarepublicana a la Central Telefónicapara desarmar a sus empleados, lamayoría de los cuales pertenecen alos sindicatos de la CNT.

Esto no parece concordar con laprimera afirmación; no obstante, elDaily Worker no admite que la primeranoticia fuera errónea. El Daily Workerdel 11 de mayo expresa que los folletosde Los Amigos de Durruti, que fuerondesaprobados por la CNT, aparecieron

el 4 y el 5 de mayo, durante la lucha.Inprecor del 22 de mayo afirma queaparecieron el día 3, antes de la lucha, yagrega que «en vista de tales hechos» (laaparición de varios folletos):

Fuerzas mandadas personalmentepor el jefe de policía ocuparon laCentral Telefónica en la tarde del 3de mayo. Se hicieron disparos contrala policía cuando ésta procedía acumplir con su deber. Ésa fue laseñal para que los provocadoresempezaran tiroteos en toda laciudad.

Y en el Inprecor del 29 de mayo se

dice:

A las tres de la tarde, elcomisario de Orden Público,camarada Sala, se dirigió a laCentral Telefónica, que la nocheanterior había sido ocupada porcincuenta miembros del POUM ydiversos elementos incontrolados.

Esto resulta bastante curioso. Laocupación de la Central Telefónica porcincuenta miembros del POUM sepodría considerar una circunstanciabastante llamativa, y necesariamentealguien hubiera tomado nota de ella enese mismo momento. Sin embargo,

parece que no se descubrió hasta tres ocuatro semanas más tarde. En otraedición de Inprecor, los cincuentamiembros del POUM se convierten encincuenta milicianos del POUM. Seríadifícil reunir más contradicciones quelas contenidas en estos breves pasajes.Primero, la CNT ataca la CentralTelefónica, luego son fuerzas suyas lasatacadas allí; un folleto aparece antes dela toma de la Central Telefónica yprovoca esa medida y, alternativamente,aparece después y constituye suresultado; los ocupantes de la CentralTelefónica son, por turnos, miembros dela CNT y miembros del POUM, y así

sucesivamente. En una edición posteriord e l Daily Worker (3 de junio), J.R.Campbell nos informa de que elgobierno tomó la Central Telefónicaporque ya se habían levantadobarricadas.

Por razones de espacio sólo heconsiderado las informaciones relativasa un hecho, pero idénticascontradicciones aparecen en todos losrelatos de la prensa comunista. Además,hay varias afirmaciones que son a todasluces meras invenciones. Tomemos, porejemplo, algo citado por el DailyWorker (7 de mayo) y atribuido a laEmbajada española en París:

Un rasgo significativo dellevantamiento fue que la viejabandera monárquica flameó en losbalcones de varias casasbarcelonesas, sin duda al pensar quelos que tomaban parte en lainsurrección se habían hecho dueñosde la situación.

Es probable que el Daily Workerhaya publicado esta noticia de buena fe,pero los responsables de ella en laEmbajada española mintierondeliberadamente. Cualquier españolcomprendería lo absurdo de talafirmación. ¡Una bandera monárquica en

Barcelona! Es lo único que, en unsegundo, hubiera podido lograr la uniónde todas las facciones en conflicto. Nilos comunistas pudieron evitar unasonrisa al leer esta información. Pasa lomismo con las informaciones publicadasen los diversos periódicos comunistasacerca de las armas que el POUMutilizó durante el «levantamiento». Éstassólo resultarían verosímiles si seignoraran por completo los hechos. Ene l Daily Worker del 17 de mayo, Mr.Frank Pitcairn manifiesta:

Se valieron de toda clase dearmas para el desafuero. Tenían las

armas que sus hombres habían idorobando durante meses y quemantenían ocultas; y tenían hastatanques, robados de los cuarteles aliniciarse el levantamiento. Resultaevidente que docenas deametralladoras y varios miles defusiles siguen estando en sus manos.

Inprecor del 29 de mayo tambiénafirma:

El 3 de mayo, el POUM tenía asu disposición varias docenas deametralladoras y miles de fusiles…En la Plaza de España los trotskistasutilizaron cañones de 75 milímetros

destinados al frente de Aragón y quela milicia había ocultadocuidadosamente en sus locales.

Pitcairn no nos dice por qué se tornóevidente que el POUM poseyeradocenas de ametralladoras y variosmiles de fusiles. En páginas anterioresme he referido a las armas con que secontaba en tres de los principalesedificios del POUM: unos ochentafusiles, unas pocas granadas, ningunaametralladora; es decir, únicamente lasarmas indispensables para los guardiasarmados que en esa época todos lospartidos políticos tenían en sus

edificios. Resulta extraño que más tarde,cuando el POUM fue suprimido y todossus edificios ocupados, estas «miles dearmas» no salieron a la luz; ni siquieralos tanques y cañones que no pueden serfácilmente escondidos en la chimenea.Lo más revelador de ambasdeclaraciones es la completa ignoranciaque demuestran acerca de lascircunstancias locales. Según Pitcairn,el POUM robó tanques «de loscuarteles». No nos dice de quécuarteles. Los milicianos del POUM queestaban en Barcelona (y que ya erancomparativamente pocos, pues elreclutamiento directo destinado a las

milicias partidistas había cesado)compartían los Cuarteles Lenin contropas considerablemente másnumerosas del Ejército Popular. Por lotanto, Pitcairn nos pide que creamos queel POUM robó tanques en complicidadcon el Ejército Popular. Lo mismoocurre con los «locales» donde seocultaban los cañones de 75 milímetros.No se dice dónde se encontraban esoslocales. Las baterías de cañones quedisparaban sobre la Plaza de España sonmencionadas en muchos artículosperiodísticos, pero creo poder afirmarcon certeza que jamás existieron. Comoya señalé, durante la lucha no oí fuego

de artillería, aunque la Plaza de Españaquedaba sólo a unos dos kilómetros dedistancia. Pocos días más tarde, estuveexaminando la plaza y en ningún edificiovi rastros de fuego de artillería. Y untestigo que estuvo en las inmediacionesdurante toda la lucha declara que nuncaaparecieron cañones. (La historia de loscañones robados puede haber tenido suorigen en Antonov Ovseenko, cónsulgeneral ruso, que se la relató a unconocido periodista inglés, quien mástarde la repitió de buena fe a unsemanario. Antonov Ovseenko fue luegoobjeto de una «purga». No sé hasta quépunto esto afecta a su credibilidad.)

Desde luego, esas historias sobretanques, cañones y ametralladorasfueron inventadas porque sin ellasresulta difícil conciliar la envergadurade la lucha de Barcelona con el escasonúmero de miembros del POUM.Querían señalar al POUM como únicoresponsable de la lucha, y al mismotiempo les era necesario presentarlocomo un partido insignificante, que nocontaba con mayor apoyo y «constituidosólo por unos pocos miles demiembros», según Inprecor. La únicamanera de evitar la contradicción deambas afirmaciones era proclamar queel POUM contaba con todas las armas

de un ejército moderno mecanizado.Es imposible leer las informaciones

de la prensa comunista sin darse cuentade que están destinadas,conscientemente, a un público queignora los hechos, y de que tienen comoúnico fin despertar prejuicios. Ejemplode ello es la afirmación que hacePitcairn en el Daily Worker del 11 demayo en el sentido de que el«levantamiento» fue sofocado por elEjército Popular. Se trata de dar laimpresión de que toda Cataluña estabaunida contra los «trotskistas». Enrealidad, el Ejército Popularpermaneció neutral durante la lucha; en

Barcelona todo el mundo lo sabía, yresulta difícil creer que Pitcairn loignorara. Otro ejemplo: la prensacomunista abultó las cifras de muertos yheridos, a fin de exagerar la intensidadde los disturbios. Díaz, secretariogeneral del Partido Comunista deEspaña, ampliamente citado por laprensa comunista, declaró que habíanovecientos muertos y dos milquinientos heridos. El ministro dePropaganda catalán, que sin duda notendía de ningún modo a subestimar loshechos, habló de cuatrocientos muertos ymil heridos. El Partido Comunistaduplica la apuesta y agrega unos cientos

más para probar fortuna.Los periódicos capitalistas foráneos

responsabilizan en general a losanarquistas, pero hubo unos pocos quesiguieron la línea comunista. Uno deellos fue el News Chronicle, cuyocorresponsal, John Landgon-Davies, seencontraba en Barcelona por esa época.Cito fragmentos de su artículo:

UNA REVUELTA TROTSKISTA

…No se trata de unlevantamiento anarquista. Es unputsch frustrado del POUM«trotskista», que opera a través desus organizaciones controladas.

«Los Amigos de Durruti» yJuventudes Libertarias… La tragediacomenzó el lunes por la tarde,cuando el gobierno envió policíasarmados a la Central Telefónicapara desarmar a los obreros que laocupaban y que en su mayoríapertenecían a la CNT. Gravesirregularidades en el servicio habíanconstituido motivo de escándalohacía ya algún tiempo. Una granmuchedumbre se reunió frente a laCentral, en la Plaza de Cataluña,mientras los hombres de la CNTresistían, retirándose piso por pisohasta la azotea del edificio… El

incidente fue muy oscuro, perocorrió el rumor de que el gobiernohabía iniciado un ataque contra losanarquistas. Las calles se llenaronde hombres armados… Al caer lanoche, todo centro obrero y todoedificio gubernamental teníabarricadas, y a las diez se oyeron lasprimeras detonaciones y lasprimeras ambulancias recorrieronlas calles haciendo sonar sussirenas. Al amanecer el tiroteo sehabía extendido por todaBarcelona… A medida queavanzaba el día y cuando losmuertos superaban el centenar podía

comenzarse a hacer conjeturas sobrelo que ocurría. La CNT anarquista yla UGT socialista técnicamente nohabían «salido a la calle».Permanecían detrás de lasbarricadas, aguardaban alertas,asignándose el derecho de dispararcontra toda persona armada quetransitara por la calle… (los)enfrentamientos generalizados seveían invariablemente agravados porl o s pacos* —hombres solitarios,ocultos, por lo general fascistas, quedisparaban desde los terrados contracualquier blanco, y hacían todo loposible por aumentar el pánico

general—.El miércoles por la noche, sin

embargo, comenzó a verseclaramente quiénes estaban detrás dela revuelta. Todas las paredes fueroncubiertas por un cartel incendiarioque exigía una revolución inmediatay el fusilamiento de los dirigentesrepublicanos y socialistas. Estabafirmado por Los Amigos de Durruti.El jueves por la mañana, elperiódico anarquista negó todoconocimiento y toda coincidenciacon el mismo, pero La Batalla, elperiódico del POUM, publicó eldocumento con grandes elogios.

Barcelona, la primera ciudad deEspaña, se veía sumida en un bañode sangre por culpa de agentesprovocadores que utilizaban estaorganización subversiva.

Esta versión no concuerda del todocon las comunistas ya citadas, perocomo se puede observar resulta ya en símisma contradictoria. En primer lugar sedefine la lucha como «una revueltatrotskista», luego se afirma que tuvoorigen en un ataque contra la CentralTelefónica y que el gobierno se‘disponía a atacar a los anarquistas. Sepresenta a la ciudad cubierta de

barricadas y se afirma que tanto la CNTcomo la UGT se encontraban detrás deellas; se dice que el cartel incendiario(en realidad era un folleto) apareció dosdías después, y se declara de modoimplícito que ése fue el origen de todoslos disturbios: el efecto precede a lacausa. Hay un detalle que constituye unerror muy serio. Langdon-Daviesdescribe a Los Amigos de Durruti y alas Juventudes Libertarias como«organizaciones controladas» por elPOUM. Ambas eran organizacionesanarquistas y carecían de todo contactocon el POUM. Las JuventudesLibertarias eran la liga juvenil de los

anarquistas, equivalente a la JSU delPSUC. Los Amigos de Durruticonstituían una pequeña organizacióndentro de la FAI, y su actitud general eraviolentamente hostil hacia el POUM.Por lo que pude descubrir, nadiepertenecía a ambas organizaciones a lavez. Sería lo mismo que afirmar que laLiga Socialista es una «organizacióncontrolada» por el Partido Liberalinglés. ¿No lo sabía Langdon-Davies?En tal caso, tendría que haber escritocon mayor cautela sobre asunto tancomplejo.

No ataco la buena fe de Langdon-Davies, pero él mismo admite que

abandonó Barcelona en cuanto terminóla lucha, es decir cuando podría haberrealizado alguna averiguación seria. Entodo su relato hay señales evidentes deque aceptó, sin una verificaciónadecuada, la versión oficial de una«revuelta trotskista». Ello resulta obvioincluso en el fragmento citado. «Alanochecer» se levantan las barricadas y«a las diez» se oyen los primerosdisparos. Estas no son las palabras deun testigo presencial. De su afirmaciónpodría deducirse que es habitualaguardar a que el enemigo construya unabarricada para atacarlo. Así se da laimpresión de que transcurrieron algunas

horas entre la construcción de lasbarricadas y los primeros disparos;desde luego, las cosas se produjeron ala inversa. Yo y muchos otros oímos losprimeros disparos durante las primerashoras de la tarde. Además, se habla dehombres solitarios, «por lo generalfascistas», que disparan desde losterrados. Langdon-Davies no explicacómo supo que estos hombres eranfascistas. No es probable que hayasubido a los terrados para interrogarlos.Se limita a repetir lo que se le ha dichoy no pone en duda lo que concuerda conla versión oficial. Descubre la fuenteprobable de gran parte de su

información con una imprudentereferencia al ministro de Propaganda alcomienzo del artículo. Los periodistasextranjeros en España dependían parasus informaciones de este ministro; porlo que hubiera sido de esperar que elnombre mismo de ese Ministerio bastaracomo advertencia. El ministro dePropaganda tenía, desde luego, tantasprobabilidades de dar un informeobjetivo de los disturbios de Barcelonacomo, por ejemplo, el difunto lordCarson de dar un informe objetivo sobreel levantamiento de Dublín en 1916.

He expuesto los motivos que mellevan a afirmar que la versión

comunista de la lucha de Barcelona nopuede ser tomada en serio: debo agregaralgo acerca de la acusación de que elPOUM era una organización fascistapagada por Franco y Hitler.

Esta acusación fue repetida una yotra vez por la prensa comunista, sobretodo desde principios de 1937. Formabaparte de la actitud oficial y universal delPartido Comunista contra el«trotskismo», cuyo representante enEspaña era supuestamente el POUM. El«trotskismo», según Frente Rojo (elperiódico comunista de Valencia), «noes una doctrina política. El trotskismo esuna organización capitalista oficial, una

banda terrorista fascista dedicada alcrimen y al sabotaje contra el pueblo».El POUM era una organización«trotskista» aliada de los fascistas yparte de la «quinta columna de Franco».Resultó evidente desde el comienzo quenadie podría aportar pruebas parasustentar esa acusación; todos selimitaban a repetirla con aire deseguridad. El ataque fue acompañadodel máximo de calumnia personal y contotal irresponsabilidad en cuanto a losefectos que pudiera tener sobre laguerra. Empeñados en la tarea dedenigrar al POUM, muchos periodistascomunistas parecen haber considerado

insignificante la revelación de secretosmilitares. En un ejemplar de febrero delDaily Worker , por ejemplo, WinifredBates manifestaba que el POUM sólotenía en el frente la mitad de las tropasque afirmaba tener. Ello no era cierto,pero probablemente el autor así loconsideraba. Por lo tanto, Bates y elDaily Worker entregaron al enemigo unade las informaciones más importantesque pueden revelarse a través de lascolumnas de un periódico. En unmomento en que las tropas del POUMsufrían serias pérdidas y muchos de misamigos personales morían o caíanheridos, Ralph Bates afirmaba en el New

Republic que las tropas del POUMestaban «jugando al fútbol con losfascistas en la tierra de nadie». Unacaricatura maligna circuló ampliamente,primero en Madrid y luego enBarcelona; se representaba al POUMarrancándose una máscara que ostentabala hoz y el martillo y descubriendo unrostro con la cruz gamada. Si elgobierno no hubiera estado virtualmentebajo control comunista, jamás habríapermitido que algo semejante circularaen plena contienda. Era un golpedeliberado a la moral de guerra, no sólode la milicia del POUM, sino de todoaquel que estuviera cerca, pues no

resulta alentador saber que las tropasvecinas son traidoras. Dudo que lascalumnias acumuladas desde laretaguardia sobre la milicia del POUMtuvieran algún efecto desmoralizadorreal, pero eso era ciertamente lo quepretendían, y hacen suponer que, paralos responsables de esta campaña, elresentimiento político importaba másque la unidad antifascista.

Se acusaba al POUM, un partidointegrado por docenas de miles depersonas, en su mayoría de la claseobrera, numerosos colaboradores ysimpatizantes extranjeros, muchos deellos refugiados de los países fascistas,

y con miles de milicianos nada menosque de ser una vasta organización deespionaje al servicio del fascismo. Talacusación se oponía al sentido común, yla historia del POUM bastaba paratornarla inverosímil. Todos losdirigentes del POUM tenían un historialrevolucionario meritorio. Algunos deellos habían intervenido en la revueltade 1934 y la mayoría habían sidoencarcelados por actividades socialistasbajo el gobierno de Lerroux o lamonarquía. En 1936, el dirigenteJoaquín Maurín fue uno de los diputadosque puso sobre aviso a las Cortes sobreel inminente levantamiento de Franco.

Algún tiempo después, ya en plenalucha, fue tomado prisionero por losfascistas mientras trataba de organizar laresistencia en la retaguardia franquista.Al estallar la guerra, el POUMdesempeñó un papel destacado en laresistencia. Muchos de sus miembrosmurieron en la lucha callejera, sobretodo en Madrid. Fue una de las primerasorganizaciones que formó columnas demilicias en Cataluña y en Madrid.Resulta casi imposible explicar estasacciones como la actividad de unpartido a sueldo de los fascistas. Unpartido a sueldo de los fascistassimplemente se hubiera unido al otro

bando.Tampoco hubo signos de actividades

profascistas durante la guerra. Podráargumentarse (aunque en últimainstancia tampoco estoy de acuerdo conello) que el POUM, al presionar enfavor de una política másrevolucionaria, dividió las fuerzasgubernamentales y ayudó así a losfascistas. Creo que sería normal quecualquier gobierno de tipo reformistaconsiderara una molestia a un partidocomo el POUM, pero se trata de algomuy distinto de la traición. Si el POUMera realmente una organización fascista,no hay manera de explicar por qué su

milicia permaneció leal. Ocho o diezmil hombres controlaron sectoresimportantes del frente durante el atrozinvierno de 1936-1937. Muchos de ellosestuvieron en las trincheras durantecuatro o cinco meses seguidos. Es difícilcomprender por qué no abandonaronsimplemente sus posiciones o se pasaronal enemigo. Siempre estuvieron encondiciones de hacerlo y, en más de unaoportunidad, tal decisión pudo habersido decisiva. No obstante, siguieronluchando y poco después de que elPOUM desapareciera como partidopolítico, cuando el hecho todavía estabafresco en la memoria de todos, sus

milicias —aún no redistribuidas en elEjército Popular— tomaron parte en elsangriento ataque contra el este deHuesca donde siete mil hombresmurieron en un par de días. Por lomenos cabría haber esperado ciertafraternización con el enemigo y unacorriente constante de desertores. Comoseñalé con anterioridad, el número dedeserciones fue excepcionalmente bajo.También cabria haber esperadopropaganda profascista, «derrotismo».No hubo ni atisbos de ello.Posiblemente hubo espías fascistas yagentes provocadores en el POUM;existen en todos los partidos de

izquierda, pero no hay pruebas de quefueran allí más numerosos que encualquier otro.

Es verdad que en algunos de susataques la prensa comunista concedió,de mala gana, que sólo los dirigentes delPOUM estaban a sueldo de los fascistasy no la base. Esto era un fútil intento deseparar a los seguidores de susdirigentes. La naturaleza de la acusaciónimplicaba que los miembros normales,los milicianos y demás, participaban delcomplot, pues era obvio que si Nin,Gorkin y otros estaban realmente asueldo de los fascistas, másprobablemente lo sabrían sus

seguidores, en estrecho contacto conellos, que los periodistas de Paris,Londres o Nueva York. De cualquiermanera, cuando el POUM fue disuelto,la policía secreta controlada por loscomunistas actuó como si todos fueranigualmente culpables y arrestó a todaslas personas vinculadas al POUM quecayeron en sus manos, incluyendo aheridos, enfermeras de hospitales,esposas de miembros del partido y, enalgunos casos, incluso a niños.

Finalmente, el 15-16 de junio, elPOUM fue disuelto y declarado ilegal.Éste fue uno de los primeros actos delgobierno de Negrín que subió al poder

en mayo. Tras el encarcelamiento delComité Ejecutivo del POUM, la prensacomunista publicó lo que pretendía serel descubrimiento de un inmensocomplot fascista. Durante un tiempo, laprensa comunista de todo el mundoechaba chispas con artículos similares aéste (Daily Worker , 21 de junio,resumen de varios periódicoscomunistas españoles):

TROTSKISTAS ESPAÑOLES CONSPIRAN

A FAVOR DE FRANCO

Como resultado del arresto de ungran número de trotskistasdestacados en Barcelona y otras

ciudades… se han puesto aldescubierto durante el fin de semanadetalles de uno de los másdetestables actos de espionaje quese hayan conocido jamás en tiemposde guerra, y de la más horrendatraición trotskista nunca revelada…Documentos en poder de la policía,junto con la confesión detallada deno menos de doscientos arrestados,demuestran, etc., etc.

Lo que tales revelaciones«demostraban» era que los dirigentesdel POUM transmitían por radiosecretos militares a Franco, estaban en

contacto con Berlín y actuaban encolaboración con la organizaciónfascista secreta de Madrid. Además, seconsignaban sensacionales detallessobre mensajes secretos en tintainvisible, un documento misteriosofirmado con la letra N (por Nin) y otras«cosas» por el estilo.

El resultado final fue éste: seismeses después de los acontecimientos,mientras escribo estas líneas, la mayoríade los dirigentes del POUM siguen en lacárcel, aunque no han sido sometidos ajuicio, y nunca se han formuladooficialmente los cargos de habersecomunicado con Franco por radio,

etcétera. De haber sido realmenteculpables de espionaje, se los habríajuzgado y fusilado en una semana, comoocurrió antes con tantos espías fascistas.Ninguna clase de prueba fue presentadajamás, exceptuando las afirmaciones nofundamentadas de la prensa comunista.Las doscientas «confesionesdetalladas», de haber existido, habríanbastado para condenar a cualquiera;pero nunca volvieron a ser mencionadasporque no fueron sino doscientosinventos de alguna imaginaciónsiniestra.

Además, casi todos los miembrosdel gobierno español han negado las

acusaciones contra el POUM. Hacepoco, el gabinete decidió, por cincovotos contra dos, poner en libertad a losprisioneros políticos antifascistas; losdos votos en contra correspondían a losministros comunistas. En agosto, unadelegación encabezada por JamesMaxton, miembro del Parlamento inglés,viajó a España para investigar loscargos contra el POUM y ladesaparición de Andrés Nin. Prieto,ministro de Defensa Nacional; Irujo,ministro de Justicia; Zugazagoitia,ministro del Interior; Ortega y Gasset,procurador general; Prat García y otrosrechazaron cualquier sospecha de

culpabilidad por espionaje respecto alos dirigentes del POUM. Irujo añadióque, habiendo examinado el expedienterelativo al caso, opinaba que ninguna delas llamadas pruebas podría soportar unexamen y que el documento que seatribuía a Nin «carecía de valor», esdecir, era falsificado. Prieto consideró alos líderes del POUM responsables delas luchas de mayo en Barcelona, perodesechó la idea de que fueran espíasfascistas. «Lo más grave –agregó— esque el arresto de los dirigentes delPOUM no fue decidido por el gobierno;la policía lo llevó a cabo por su cuenta.Los responsables no son los altos

funcionarios policiales, sino su entorno,en el que se han infiltrado loscomunistas, según sus métodoshabituales». Citó otros casos de arrestospoliciales ilegales. Asimismo, Irujodeclaró que la policía se había tornado«casi independiente» y estaba de hechobajo el control de elementos comunistasforáneos. Prieto insinuó bastanteclaramente a la delegación que elgobierno no podía darse el lujo deofender al Partido Comunista mientraslos rusos enviaran armas. Cuando otradelegación, encabezada por JohnMcGovern, miembro del Parlamento,llegó a España en diciembre, recogió

manifestaciones casi idénticas, yZugazagoitia, ministro del interior,repitió la insinuación de Prieto entérminos aún más claros: «Recibimosayuda de Rusia y hemos tenido quepermitir ciertos actos con los que noestábamos de acuerdo». Como ejemplode la autonomía policial, resultainteresante señalar que una ordenfirmada por el director de Prisiones ypor el ministro de Justicia no bastó paraque McGovern y sus compañerospudieran entrar en las «cárcelessecretas» que el Partido Comunista teníaen Barcelona.[30]

Creo que lo dicho basta. La

acusación de espionaje contra el POUMse basaba tan sólo en artículos de laprensa comunista y en procedimientosde la policía secreta controlada por loscomunistas. Los líderes del POUM ycentenares o miles de sus seguidoresestán aún en la cárcel, y la prensacomunista sigue clamando por laejecución de los «traidores». PeroNegrín y los demás no se han dejadodoblegar y se han negado a permitir unamasacre a gran escala de «trotskistas».Considerando la presión que se vieneejerciendo sobre ellos, es muy meritorioque no hayan cedido. Entretanto yteniendo en cuenta lo que acabo de citar,

resulta muy difícil creer que el POUMfuera realmente una organización deespionaje fascista, a menos que seacepte que Maxton, McGovern, Prieto,Irujo, Zugazagoitia y el resto estántambién a sueldo de los fascistas.

Para acabar, me referiré a laacusación de «trotskista» que se formulacontra el POUM. «Trotskista» es untérmino utilizado de forma tal queresulta sumamente equívoco; a menudose emplea para confundir. Vale la pena,por lo tanto, detenerse a definirlo. Lapalabra «trotskista» se emplea paradesignar a:

1) Alguien que, como Trotsky,propugna la «revolución mundial», encontraposición con el «socialismo en unsolo país». Menos estrictamente, unrevolucionario extremista.

2) Un miembro de la organizaciónencabezada por Trotsky.

3) Un fascista que simula serrevolucionario, que en la URSS basa suacción especialmente en el sabotaje y,en general, actúa dividiendo ysocavando las fuerzas de izquierda.

En la primera acepción es probableque pueda calificarse de trotskista alPOUM, así como también al ILP inglés,

a la SAP alemana o a los socialistas deizquierda franceses. Pero el POUM notenía contacto alguno con Trotsky ni conla organización trotskista (bolchevique-leninista). Cuando estalló la guerra, lostrotskistas extranjeros que llegaron aEspaña (unos quince o veinte)trabajaron al principio para el POUM, acausa de que la ideología de este partidoera la que más se aproximaba a supropio punto de vista, pero no seafiliaron a él; más tarde, Trotsky ordenóa sus seguidores que atacaran la políticadel POUM, y los trotskistas fueronalejados de los cargos del partido, sibien unos pocos permanecieron en la

milicia. Nin, jefe del POUM después dela captura de Maurín por los fascistas,fue en su tiempo secretario de Trotsky,pero se había distanciado de él hacía yaaños y había formado el POUMmediante la amalgama de diversosnúcleos comunistas de oposición y sobrela base del ya existente Bloque Obrero yCampesino. La vinculación de Nin conTrotsky fue utilizada por la prensacomunista para demostrar que el POUMera trotskista. Mediante idénticosargumentos podría demostrarse que elPartido Comunista inglés es unaorganización fascista, pues JohnStrachey estuvo alguna vez vinculado

con Sir Oswald Mosley.En la segunda acepción, la única

definición exacta de la palabra, elPOUM sin duda no era trotskista.Importa establecer esta distinción, puesla mayoría de los comunistas da porsentado que un trotskista en estaacepción lo es también en la tercera, esdecir, que la organización trotskista noes más que una maquinaria de espionajefascista. El «trotskismo» fue conocidopor el público en la época de los juiciosrusos por sabotaje, y llamar a un hombretrotskista equivale prácticamente allamarlo asesino, agente provocador,etcétera. Al mismo tiempo, quien

critique la política comunista desde unpunto de vista izquierdista corre elriesgo de ser denunciado comotrotskista. ¿Se afirma entonces que todoaquel que profese un extremismorevolucionario está a sueldo de losfascistas?

En la práctica esto está sujeto a lasconveniencias locales. Cuando Maxtonviajó a España con la delegaciónmencionada, Verdad, Frente Rojo yotros periódicos comunistas españoleslo denunciaron de inmediato como un«fascista-trotskista», espía de laGestapo y cosas así. Sin embargo, loscomunistas ingleses se cuidaron muy

bien de repetir esta acusación. En laprensa comunista inglesa, Maxton seconvierte en un «reaccionario, enemigode la clase obrera», lo cual esconvenientemente vago. La razón de estamoderación simplemente se debe a quevarias dolorosas lecciones handespertado en la prensa comunistainglesa un sano temor a la ley dedifamación. El hecho de que laacusación no se repitiera en un paísdonde quizá sería necesario probarlademuestra que se trataba de una mentira.

Podría parecer que he consideradolas acusaciones contra el POUM conmayor extensión de lo necesario.

Comparada con las miserias de unaguerra civil, esta riña intestina entrepartidos, con sus inevitables injusticiasy falsas acusaciones, puede parecertrivial. No lo es en realidad. Creo quelas calumnias y las campañasperiodísticas de este tipo y los hábitosmentales que revelan son capaces deocasionar el daño más tremendo a lacausa antifascista.

Quien se haya preocupado un pocopor estos asuntos sabe que no es nadanueva la táctica comunista de atacar alos opositores políticos con acusacionesfalsas. Hoy usan el calificativo«fascista-trotskista», ayer emplearon el

de «social-fascista». Hace sólo seis osiete años los juicios rusos«demostraron» que los dirigentes de laSegunda internacional, entre los que secontaban, por ejemplo, León Blum ymiembros destacados del PartidoLaborista británico, preparaban ungigantesco complot para la invasión dela URSS. Sin embargo, aún hoy loscomunistas franceses aceptan de buengrado a Blum como líder, y loscomunistas ingleses hacen lo imposiblepor introducirse en el Partido Laborista.Dudo de que acciones de este tiporindan frutos, incluso desde un punto devista sectario. Y entretanto, son

evidentes el odio y las disensiones quela acusación de «fascista-trotskista»están causando. Los comunistas de basede todo el mundo son conducidos haciauna insensata caza de «trotskistas», y lasorganizaciones del tipo del POUM sonempujadas a la tan estéril posición demeros partidos anticomunistas. Ya se veel comienzo de una peligrosa división enel movimiento de la clase obreramundial. Unas pocas calumnias máscontra socialistas prominentes, Otrospocos fraudes como las acusacionescontra el POUM y la división puedetornarse insalvable. La única esperanzareside en mantener la controversia

política en un plano tal que la discusiónexhaustiva sea posible. Entre loscomunistas y quienes se encuentran, oafirman encontrarse, a la izquierda deellos existe una diferencia real: loscomunistas sostienen que es posiblederrotar al fascismo mediante unaalianza con sectores de la clasecapitalista (el Frente Popular), y susopositores afirman que tal maniobrasólo sirve para dar al fascismo mayorfuerza. La cuestión debe debatirse; unadecisión errónea puede conducirnos auna semiesclavitud de siglos. Peromientras no se presente otro argumentoque el grito de «¡fascista trotskista!», ni

siquiera es posible comenzar a hablar.Yo no podría, por ejemplo, ponerme adiscutir la lucha de Barcelona con unmiembro del Partido Comunista, puesningún comunista, es decir, ningún«buen» comunista, admitiría que he dadouna versión veraz de los hechos. Fiel asu «línea» de partido, tendría quedeclarar que miento o, en el mejor delos casos, que estoy totalmenteequivocado y que cualquiera que hayaojeado los titulares del Daily Worker , amil kilómetros del escenario de losacontecimientos, sabe más que yo acercade lo que ocurrió en Barcelona. En talescondiciones resulta imposible

conversar; falta la más mínima base deacuerdo necesaria. ¿Qué finalidad tieneafirmar que hombres como Maxtontrabajan para los fascistas? Pareceríaque únicamente la de imposibilitar todadiscusión seria. Como si en uncampeonato de ajedrez, uno de loscompetidores comenzara de pronto agritar que su contrincante es culpable deun incendio o de bigamia. La cuestiónque realmente importa no se abordanunca. La difamación no soluciona nada.

Eric Arthur Blair, más tarde conocidobajo el seudónimo de George Orwell,nació en 1903 en Motihari (Bengala,India). Regresa a Inglaterra con sufamilia, en 1911 ingresa en el colegioSt. Cyprien, escuela de la alta burguesía,y en 1917 entra en el colegio de Eton.En 1922 deja de estudiar e ingresa en lapolicía imperial birmana. Esta etapa desu vida, que dura seis años, será crucial

para él. De vuelta a Europa en 1928, seinstala primero en París y luego en 1930en Londres. En este tiempo publica Sinblanca en París y Londres. En 1934publica Días en Birmania, una denunciadel imperialismo inspirada en suspropias vivencias; y en 1935, La hijadel reverendo , la historia de unasolterona que encuentra su liberaciónviviendo entre campesinos. En 1937publica El camino a Wigen Pier, unacrónica desgarradora sobre la miseria yel paro en los barrios obreros deLancashire y Yorkshire. A finales de1936 decide viajar a España paratrabajar inicialmente como periodista;

pero las circunstancias le llevarán aenrolarse en las milicias del POUM. En1938, cuando aún no había llegado a sufin la guerra civil, escribe Homenaje aCataluña, donde relata sus experienciasen la Revolución española. En 1944termina de escribir Rebelión en lagranja, una fábula donde muypedagógicamente nos describe laevolución del comunismo en la URSS.En 1948 enferma de tuberculosis y eshospitalizado durante casi medio año.Al salir puede concluir su última novela1984, una crítica del autoritarismo y elpoder absoluto, pero vuelve a recaer desu enfermedad y muere el 21 de enero de

1950. A los cincuenta años de su muerte,el mejor homenaje que se le puederendir al propio Orwell es dar a conocerde nuevo su obra y dejarse arrastrar conél por las embarradas trincheras delfrente de Aragón y las barricadas de laBarcelona revolucionaria, con el cuerpoentumecido y hambriento y el espíritugeneroso y ardiente de quien se sabe dellado justo de la Historia.

Notas

[1] Este prólogo apareció publicado enla edición argentina de Homenaje aCataluña, publicada por la EditorialReconstruir/Dissur Ediciones (BuenosAires, 1996), que era una reedición dela publicada por la también argentinaeditorial Proyección (1963, 1964, 1973,1974). <<

[2] Las palabras y frases señaladas conasterisco aparecen en castellano en eloriginal. Lo mismo ocurre con todos losnombres de publicaciones yestablecimientos y casi todos losnombres geográficos españoles, peropara ellos no se ha consideradonecesaria otra advertencia que la de estanota. (Nota editorial) <<

[3] Partido Obrero de UnificaciónMarxista. (N. ed.) <<

[4] Una nota aclaratoria encontrada entrelos escritos de Orwell después de sumuerte dice: «No estoy completamenteseguro de haber visto ondear la banderarepublicana en un puesto fascista. Creoque a veces la usaron con unaesvástica». <<

[5] Officer's Training Corps: Cuerpo deEntrenamiento de Oficiales. (N. ed.) <<

[6] Iniciales correspondientes a laFederación Anarquista Ibérica. (N. ed.)<<

[7] Independent Labour Party: PartidoLaborista Independiente. (N. ed.) <<

[8] Almacenes de Ejército y de laArmada. (N. ed.) <<

[9] Distinguished Service Order: Ordenpor Servicio Distinguido. (N. ed.) <<

[10] Pronunciación y entonacióncaracterísticas de los barrios bajoslondinenses. (N. ed.) <<

[11] En la primera edición originalfiguraba la siguiente nota a pie depágina: «Se dice que las patrullasobreras clausuraron el 75% de losburdeles». Respecto a esta nota, en sulista de erratas Orwell dejó escrito: «Nodispongo de evidencias que prueben quela prostitución disminuyo en un 75%durante los primeros tiempos de laguerra; creo que los anarquistas en vezde suprimir los burdeles se decidieronpor aplicarles el principio de"colectivización". Sin embargo, hubouna campaña en contra de la prostitución(carteles, etc.), y lo que sí que es cierto

es que los prostíbulos de lujo y loscabarets fueron clausurados durante losprimeros meses de la guerra, paravolver a abrir aproximadamente cuandola guerra cumplía su primer año». <<

[12] Ver Apéndice I, originalmentesituado entre los capítulos IV y V. (N.ed.) <<

[13] Nota de errata encontrada tras lamuerte de Orwell: «Me dijeron que mireferencia a este incidente es incorrectay equívoca». <<

[14] Nota de errata encontrada despuésde la muerte de Orwell: «En todos estoscapítulos se hace constante referencia ala "Guardia Civil". Debería decirse"Guardia de Asalto". Mi error se debióa que los guardias de asalto en Cataluñallevaban un uniforme distinto del quelucían más tarde los que fueron enviadosdesde Valencia, y a que los españolesutilizaban para todos el nombre comúnde "la guardia". El hecho innegable deque los guardias civiles a menudo seunieron a Franco cuando tuvieronoportunidad de hacerlo (ver nota 29 enel Apéndice II) no afecta a la Guardia de

Asalto, cuerpo creado durante laSegunda República. Pero el comentariogeneral sobre la hostilidad popularcontra "la guardia" y su influencia en eldesarrollo de los sucesos de Barcelonasigue siendo válido». <<

[15] Policía de Irlanda del Norte. (N. ed.)<<

[16] Policía política de la URSS. (N. ed.)<<

[17] Véanse los informes de ladelegación Maxton a los que me refieroen el Apéndice II. <<

[18] Al parecer Orwell confunde lacatedral de Barcelona con la SagradaFamilia. (N. ed.) <<

[19] Quiroga, Barrios y Giral. Los dosprimeros se negaron a distribuir armasentre las organizaciones obreras. <<

[20] Comité Central de MiliciasAntifascistas. Los delegados se elegíanen proporción al número de miembrosde sus organizaciones. Nueve delegadosrepresentaban a las centrales detrabajadores, tres a los partidosliberales catalanes y dos a los diversospartidos marxistas (POUM ycomunistas). <<

[21] A ello se debía que hubiera tanpocas armas rusas en el frente deAragón, donde predominaban lasmilicias anarquistas. Hasta abril de1937, la única arma rusa que vi —exceptuando algunos aeroplanos quepueden o no haber sido rusos— fue unasolitaria metralleta. <<

[22] En la Cámara de Diputados, marzode 1935. <<

[23] La mejor descripción del juegointerno de los partidos en el bandogubernamental es la de Franz Borkenaue n The Spanish Cockpit (El reñideroespañol. Los conflictos sociales ypolíticos de la guerra civil española,Ruedo Ibérico). Se trata, sin dudaalguna, del mejor libro publicado hastaahora sobre la guerra española. <<

[24] Bloc Obrer i Camperol. (N. ed.) <<

[25] Las cifras proporcionadas sobremiembros del POUM son las siguientes:julio de 1936, 10.000; diciembre de1936, 70.000; junio de 1937, 40.000.Pero estas cifras tienen su origen en elPOUM: un cálculo hostil probablementelas reduciría a una cuarta parte. Loúnico que cabe afirmar con algunacerteza sobre la cantidad de afiliados delos partidos políticos españoles es quecada uno de ellos sobreestima suspropias fuerzas numéricas. <<

[26] Quisiera hacer una excepción con elManchester Guardian. A raíz de estelibro tuve que examinar los archivos demuchos periódicos ingleses. De nuestrosdiarios más importantes, el ManchesterGuardian es el único que me hizoaumentar el respeto por su honestidad.<<

[27] Un número reciente de Inprecorafirma exactamente lo contrarío: ¡que LaBatalla ordenó a las tropas del POUMque abandonaran el frente! La cuestiónpuede resolverse fácilmente consultandoun ejemplar de La Batalla de la fechamencionada. <<

[28] New Statesman, 14 de mayo. <<

[29] Cuando estalló la guerra, losguardias civiles apoyaron en todaspartes al bando más fuerte. En diversasocasiones posteriores, por ejemplo enSantander, los guardias civiles localesse pasaron en masa a los fascistas. <<

[30] Para más información sobre las dosdelegaciones, véase Le Populaire (17de septiembre), Le Fléche (18 deseptiembre), el informe sobre ladelegación Maxton publicado porIndependent New (219 rue Sant-Denis.París) y el folleto de McGovern, Terrorin Spain. <<