historiografía

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Historiografía cuando en las primeras décadas del siglo XX comenzó la gran obra de renovación de la historiografía que ha caracterizado a los últimos setenta u ochenta años, entre otros supuestos que se tomaron como base, se estableció un distanciamiento al menos teórico con la llamada historia tradicional o vieja historia, a la cual se tildó de “política” con un sentido despreciativo que quería condensar el cansancio y la insatisfacción por lo que se consideraba una forma de abordar el pasado que pecaba de elitismo, ingenuidad, superficialidad y, por lo tanto, de complacencia en los aspectos más formales de lo jurídico y lo institucional. Se puede considerar de entrada que lo que se criticaba tan severamente no era más que una forma de observar el fenómeno del mundo de las normas y las leyes limitándolas a sus aspectos exteriores, sin profundizar en el estudio de sus conexiones con la realidad social, sin tener en cuenta el análisis de sus causas, de los intereses e impulsos de los grupos de poder capaces de hacer emanar las determinadas leyes, ni tampoco las tensiones que se derivaban de su promulgación y aplicación y las consecuencias que podían tener en el conjunto de la sociedad y en sus diferentes sectores. Pero es imposible rechazar el peso del derecho en la historia y negar la importancia de su conocimiento, lo cual es reconocido por grandes autores de la llamada Escuela de los Annales y de la historiografía marxista. Pierre Vilar en Economía, Derecho, Historia enlazaba precisamente el fenómeno político que es el derecho, en las diferentes facetas de elaboración, de apreciación y realización de las normas, con los procesos generados por las consecuencias de su aplicación dentro de las diversas actividades del grupo humano. En el estudio histórico el derecho puede contemplarse como una expresión de poder, así como conjunto de síntomas que advierte de los valores que el grupo o grupos dominantes quieren imponer y de todo aquello que se refiere a su repercusión social, los grados de aceptación y rechazo que provoca y los efectos benéficos o nocivos que las leyes pueden acarrear (Vilar 1983). Si bien todos están de acuerdo en que los grupos humanos se organizan a través de diferentes tipos de relaciones estables, la vieja historia institucional también fue criticada en el

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Historiografía

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Historiografía

cuando en las primeras décadas del siglo XX comenzó la gran obra de renovación de la historiografía que ha caracterizado a los últimos setenta u ochenta años, entre otros supuestos que se tomaron como base, se estableció un distanciamiento al menos teórico con la llamada historia tradicional o vieja historia, a la cual se tildó de “política” con un sentido despreciativo que quería condensar el cansancio y la insatisfacción por lo que se consideraba una forma de abordar el pasado que pecaba de elitismo, ingenuidad, superficialidad y, por lo tanto, de complacencia en los aspectos más formales de lo jurídico y lo institucional. Se puede considerar de entrada que lo que se criticaba tan severamente no era más que una forma de observar el fenómeno del mundo de las normas y las leyes limitándolas a sus aspectos exteriores, sin profundizar en el estudio de sus conexiones con la realidad social, sin tener en cuenta el análisis de sus causas, de los intereses e impulsos de los grupos de poder capaces de hacer emanar las determinadas leyes, ni tampoco las tensiones que se derivaban de su promulgación y aplicación y las consecuencias que podían tener en el conjunto de la sociedad y en sus diferentes sectores. Pero es imposible rechazar el peso del derecho en la historia y negar la importancia de su conocimiento, lo cual es reconocido por grandes autores de la llamada Escuela de los Annales y de la historiografía marxista. Pierre Vilar en Economía, Derecho, Historia enlazaba precisamente el fenómeno político que es el derecho, en las diferentes facetas de elaboración, de apreciación y realización de las normas, con los procesos generados por las consecuencias de su aplicación dentro de las diversas actividades del grupo humano. En el estudio histórico el derecho puede contemplarse como una expresión de poder, así como conjunto de síntomas que advierte de los valores que el grupo o grupos dominantes quieren imponer y de todo aquello que se refiere a su repercusión social, los grados de aceptación y rechazo que provoca y los efectos benéficos o nocivos que las leyes pueden acarrear (Vilar 1983).

Si bien todos están de acuerdo en que los grupos humanos se organizan a través de diferentes tipos de relaciones estables, la vieja historia institucional también fue criticada en el mismo sentido y en aquellos casos en que no pretendiera ser algo más que descriptiva, mera presentación de organigramas o biografías de sus altos dirigentes, sin mayor inquietud por explicar el sentido de las funciones de gobierno, administración, regulación, recaudación o cualquier otra que tuviera; sin manifestar tampoco un interés suficiente por conocer las repercusiones que experimentara el sector social sobre el que actuaba, ni las circunstancias históricas en que se ejercía el poder de facto. Lo que se criticaba en este caso igualmente no era tanto el objeto de estudio sino la forma en que se abordaba.

En contrapartida hoy se puede rechazar lo poco sopesado, lo excesivamente rápido de la adjudicación de los calificativos que se usaron para proceder al acoso y derribo de una historiografía cuyos métodos se querían superar. En efecto, no fue muy afortunado hablar con desdén de “jurídica” ni de “institucional” ni de “política”, ya que ninguno de estos niveles de la organización social puede soslayarse en un análisis de conjunto de la actividad colectiva. Tampoco podía pensarse que al tratar de estos temas se tuviera forzosamente que caer en los errores de método que con tanta justicia se criticaban. El mismo Fernand Braudel no vio la necesidad de explicar los fenómenos políticos de una manera fáctica como demostró en El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II. No me refiere al texto que

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compone la tercera parte de la obra, sino justamente a la segunda parte donde desarrolla las modalidades de la guerra, los imperios, los pequeños Estados, las autonomías locales, las burocracias, etc. (Braudel 1976).

Es también una obviedad recordar la importancia de conocer el funcionamiento de las instituciones para el periodo y el caso que se investiga, en primer lugar por la razón práctica de permitir la búsqueda de fuentes pertinentes, bien se trate de documentación escrita, bien de toda esa variedad de posibilidades que se engloba bajo el término de restos arqueológicos o de otros tipos de fuentes. Sería difícil que para un pasado no muy reciente se pudiera trabajar de otro modo. Las instituciones pueden ser estudiadas además como estructuras de poder en sí y como parte de las estructuras generales de poder en una sociedad dada, como organismos que regulan y formalizan el funcionamiento de las relaciones políticas, como campo de encuentro entre minorías y mayorías, escenarios de alianzas, choques, cooperación o conflictos entre los grupos dirigentes, así como entre ellos y las clases populares. Deben ser contempladas como espacios donde se desarrolla el ejercicio cotidiano de la política.

Por lo tanto lo que en el siglo XX se rechazó de la vieja historiografía no fueron los temas ni las áreas de estudio sino los objetivos y los métodos de trabajo, aquellos que algunas veces se han resumido como “historia positivista”. Tal vez sería mejor decir historia positivista de mala calidad ya que algunos de los llamados positivistas, como otros historiadores del siglo XIX, dejaron trabajos de gran utilidad, aunque no representen el tipo de labor que las generaciones que les sucedieron han querido y quieren realizar. No solamente se conservan grandes obras sino que también permanecen avances considerables en el terreno de la metodología como los que se refieren a la crítica de fuentes. Hoy día se valora la labor de Seignobos, de Langlois y de otros. Pero también legaron una visión del quehacer historiográfico que fue rechazada por los que pretendían convertir a la historia en una ciencia social y concretamente por los autores que desde la revista Annales a partir de 1929 representaron una nueva corriente, hoy día famosa, que preconizó una ruptura con muchos aspectos de la historiografía decimonónica, fundamentalmente aquella que recibió el apelativo de fáctica, y que podía ser considerada una sucesión no analítica de datos, fechas, personajes ilustres, biografías individuales, momentos estelares, descripciones formales de instituciones, leyes o principios del derecho, muchas veces en torno a un documento único, casi siempre solemne, y con un mayor interés hacia lo diplomático y la historia militar. Pero, repito, lo que se criticó no fue el campo de estudio sino la manera de abordarlo. Creo que hubo una confusión en la fórmula que se empleó para el ataque --historia política-- y de ahí derivan ciertas confusiones, algunas de fondo, otras de problemas de nomenclatura que lejos de constituir simplezas derivan hacia serios inconvenientes.

Tanto Lucien Febvre como Marc Bloch estudiaron la política. El primero de ellos situó su estudio del Franco Condado “en época de Felipe II”, hizo biografías individuales como la de Martín Lutero, pero llevó sus indagaciones al ámbito de la ciencia social, rechazando la historia relato considerada como una representación de rasgos aparentes bajo los cuales subyace la verdadera realidad. En cuanto a Marc Bloch, tan conocido por sus estudios de economía rural y por haber ocupado la cátedra de historia económica de la Sorbona, no es necesario recordar que antes de todo ello elaboró una tesis sobre el fenómeno de los reyes taumaturgos, en la que analizaba esa modalidad de poder-propaganda atribuido a algunos monarcas de ciertas

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entidades europeas, obra que es considerada pionera justamente de algunas tendencias hoy vigentes en la nueva historia política (Le Goff 1995, 157-165).

El proceso de renovación del análisis del pasado no modificó siempre los objetivos de estudio en cuanto a los sectores de la actividad humana, pero opuso a la historia fáctica el interés por las estructuras sociales, económicas y de poder, por las mentalidades, la geohistoria, la distribución, el uso y la lucha por el espacio, el aprovechamiento de los recursos, los cambios climáticos, el medio ambiente en general, las colectividades, las mayorías, etc. Hizo presente la necesidad de utilizar una ingente cantidad de fuentes variadas, criticadas y contrastadas, en rechazo al llamado “documento único”. Frente a la historia-relato se opuso la historia-problema. Es decir se vio a la historia como una ciencia social y se la situó en fructífero contacto con sus congéneres.

No desapareció el interés por lo político, sino que por el contrario se dispone de interesantes obras sobre estructuras de poder, como se hace patente al examinar, tanto dentro como fuera del estricto núcleo de Annales, la obra de Fernand Braudel, de Pierre Vilar, de los mencionados Marc Bloch y Lucien Febvre, así como las de Marc Ferro, Robert Mandrou, Pierre Goubert y el mismo Lawrence Stone. Lo mismo se puede decir de Cristopher Hill, Rosario Villari, Eric Hobsbawn, Witold Kula, José Antonio Maravall, etc. Lo que se rechazaba era la visón que reducía la política al exclusivo juego de unos cuantos individuos. Junto con Julliard conviene repetir la pregunta de si se puede pretender explicar una sociedad en su globalidad sin tener en cuenta ni comprender las verdaderas relaciones de poder que se dan en su seno. De ahí ese interés por analizar el poder como parte de la totalidad, como un fenómeno que mantiene una relación causa-efecto con el resto de las manifestaciones del grupo, en sus distintos niveles de actividad y comportamiento, puesto que se ejerce sobre mayorías y minorías.

Al confundir el contenido con el continente lo que se rechazó fue una forma o modalidad a la que desafortunadamente se tildó de “historia política”. Para no caer en tan denostada visión, muchos asuntos propios de ella pasaron a ser tratados dentro de la “historia social” o de la llamada historia total o global. Todo ello, como se decía, sin que la vieja historia desapareciera, como tampoco desapareció la historia literaria, ni la filosofía de la historia, tan combatida por algunos, ni mucho menos el culto al documento solemne y especial. El artículo de Jacques Julliard aparecido en 1974 hacía una serie de proposiciones que con el tiempo se han convertido en realidad: procurar que la historia política tuviera un desarrollo similar al experimentado hasta entonces por las más renovadas ramas de la historia, como la demografía histórica, la historia económica, las mentalidades, etc. De modo que se consagrara al fenómeno del poder, su naturaleza, comportamiento, ejercicio, etc. Un estudio de estructuras, de colectividades, que usara métodos comparativos, que no desdeñara la cuantificación en aquellos fenómenos que fuera posible aplicarla, una historia que se mantuviera en contacto con las ciencias sociales, en discusión, adquisición de métodos, revisión continua de objetivos y procedimientos de indagación, pero, al mismo tiempo, una historia globalizante que conllevase como principio básico el carácter social del poder y la relación de lo concerniente al control organizativo grupal con los variados aspectos y sectores de la actividad humana. Una historia que privilegiara la larga duración y que tendría que basarse en un concepto amplio de política que huyera de la visión tradicional que encajonaba a ésta en el ámbito de los profesionales del ejercicio gubernamental, que confundía poder de

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facto con poder de iure, que hacía radicar el ejercicio del poder casi exclusivamente en la maniobra o en el acuerdo instantáneo. Una historia que privilegiara el análisis de la larga duración, el estudio de las medidas de las transformaciones de las estructuras en la diacronía, el seguimiento del desarrollo de los procesos (Julliard 1979, 137-157).

¿Una historia llamada “política” y una nueva historia política se confrontan sin más? Es posible que la cosa no sea tan simple, pero que en el fondo permanezca esa diatriba no extinguida. Desde los años setenta se ha establecido una corriente que se considera nueva, que tiene objetivos y métodos propios, teoría plasmada en escritos y un conjunto nutrido de participantes. Me voy a referir a ella predominantemente, si bien no se puede dejar de mencionar y comentar la existencia de otras corrientes, creo que algunas veces contrapuestas, que son confundidas por ciertas personas como únicos representantes de una nueva historia política, con renovadas tendencias o con inquietudes de actualidad. Me refiero a la historia llamada de los “retornos”. Con esa denominación se quiere significar una “vuelta”, un “regreso”, de algo que supuestamente había sido abandonado. Tal se dice del sujeto, del individuo, del acontecimiento, del relato y de la misma historia política. Quisiera reseñar algunos comentarios que al respecto ha hecho Jacques Le Goff sobre el tema de los pretendidos retornos:

En lo que se refiere a la historia política señala en efecto su vuelta pero bajo un forma “profundamente renovada” y opina que ese cambio se refiere “en primer lugar en cuanto al mismo concepto: historia pues de lo político y no de la política, historia cuyo concepto fundamental, pluridisciplinario, es el de poder. Noción que al mismo tiempo que asegura una especificidad de lo político muestra que la historia del poder no puede descuidar ni el poder económico ni el prestigio social --no forzosamente ligado al poder económico y a la riqueza-- ni el poder ideológico ni el poder de lo imaginario, etc...” (Le Goff 1995, 158).

La historia que en español se ha llamado fáctica, y que supone una sucesión de acontecimientos encadenados y expuestos de manera superficial, no puede ocultar la importancia de ningún tiempo histórico, sino la necesidad de dar a cada uno la dimensión que le corresponde en la explicación histórica. Sin acontecimientos no se puede proceder a análisis correctos, pero tampoco lo serán si solamente se tiene en cuenta a los acontecimientos. Le Goff señala que “...los Annales condenaron un cierto tipo de historia fáctica como habían condenado un cierto tipo de historia política” (Le Goff 1995, 159).

En cuanto al retorno de la biografía, es más que cierto que ésta no desapareció y lo importante es la calidad que tenga, así como partir desde el principio de que no ha de ser forzosa y únicamente individual, ni tampoco de que en el caso de serlo su objeto de estudio recaiga nada más que en eminentes personajes. A través de un ejemplo se puede contribuir, en la medida de lo razonable, al conocimiento de algunos aspectos de una época, un territorio, etc. En fin es un género que no tiene por qué ser abandonado y que puede ilustrar sobre el pasado siempre y cuando el estudio de la historia no se limite a biografías yuxtapuestas. El retorno del sujeto, señala Le Goff, está relacionado con la vuelta del individuo, “el cual emerge no solamente frente a las estructuras y a los modelos abstractos sino también a los personajes colectivos de la historia social, grupos, categorías, clases, masas, etc...” . Individuo y sujeto no es lo mismo, “pero si lo que está en causa es el problema de los actores de la historia, la

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consideración del sujeto obliga a salir del territorio propio del historiador para entrar en el del filósofo” (Le Goff 1995, 163). “Yo deseo pues que los historiadores estén atentos a este retorno del sujeto en los territorios vecinos (Alain Touraine afirma su necesidad en el campo del sociólogo), pero que no busquen utilizar un concepto, un instrumento, la noción de sujeto en su propio campo que necesita otro utillaje conceptual” (Le Goff 1995, 164).

Con respecto al retorno de la narrativa, de la llamada “historia-relato”, Le Goff considera que la corriente historiográfica occidental ha tendido desde el siglo XIX a apartarse de ella. Esto no fue invención de los innovadores que se encuadraron en Annales. El contacto de la historia con otras ciencias sociales no hizo más que alejarla de la literatura, mientras que toda vuelta a la historia-relato la distanciaría de las ciencias sociales. Concluye Le Goff con algunas consideraciones: “la primera es que toda concepción historiográfica debe, me parece, recurrir de manera episódica, a secuencias narrativas, pero evidentemente esto no es lo que se puede llamar historia-relato. La segunda es que es importante darse cuenta de que la historia-relato no es más inocente que las otras formas de historia, pues procede también de hacer la historia, supone toda una serie de concepciones más o menos conscientes de historia cuyo resultado es tanto más temible ya que lo que no se dice es ignorado por el consumidor y a menudo por el mismo productor. La historia narrativa es probablemente la historia más inconscientemente ideológica”. Finalmente argumenta que “un retorno en fuerza de la historia narrativa, incluso bajo formas renovadas, a diferencia de los otros retornos que introducen importantes innovaciones en la reflexión histórica, comporta una grave amenaza de retroceso” (Le Goff 1995, 161).

¿Se vuelve a presentar hoy la vieja confrontación tan airada y aireada hace algunas décadas entre la historia-problema y la historia-relato? Un primer acercamiento crítico llevaría a preguntarse si en realidad esto desapareció alguna vez completamente. A lo largo de tantos años de renovación de los estudios históricos, paralelamente a la creación de grandes obras y la labor de instituciones que trasformaron la disciplina, siguió existiendo una cantidad importante de personas --y no forzosamente de espaldas al quehacer académico-- que continúa elaborando historia fáctica, biografías de ilustres individualidades femeninas o masculinas, sin ir más allá de algo situado entre la creación literaria y la información “histórica”, es decir de una somera o abundante recolección de datos, pero a veces sin criticar, expuestos en forma narrativa, sin mayor comprobación de su existencia y dando opiniones sobre ese magma indefinido que tampoco se preocupan por situar en los ámbitos de los índices de veracidad. Curiosamente muchos de ellos y otros que querían imitarlos, pensaron encontrar un firme apoyo cuando se hizo público el famoso artículo de Lawrence Stone que en español tomó el título de “El retorno de la narrativa”. En él preconizaba una vuelta al estudio de lo político y una nueva valoración del análisis cualitativo frente a lo que consideraba excesivo predominio de la cuantificación. En efecto, hoy no se considera que haya ninguna superioridad per se en lo que refiere a cualquiera de estos dos tipos de análisis, sino que se cree conveniente combinar ambos para una mejor aproximación a la realidad estudiada (Stone 1986, 96-120).

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Desde los años setenta, al menos, se ha desarrollado un sector de los estudios históricos, que se considera nuevo y al que se da el nombre de nueva historia política. El artículo de Julliard fue preconizador y le siguieron otros de diferentes autores como el de Pierre Balmand, “Le renouveau de l´histoire politique”, publicado en 1990 en un libro cuya autoría compartió con Guy Bourdé y Hervé Martin, Les écoles historiques. Dos años antes había aparecido el libro coordinado por René Rémond llamado significativamente Pour une histoire politique. En 1993 el número 9 de la revista Historia Contemporánea, dirigida entonces por Manuel Tuñón de Lara y publicada por la Universidad del País Vasco, se consagraba a la historia política. Tuñón de Lara es otro de los autores en el que han confluido la formación propia de la llamada escuela de los Annales y el marxismo para dar, en una obra ingente y valorada, pruebas muy significativas de la importancia que los estudios políticos habían ido acumulando a lo largo de las décadas del siglo XX.