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Historias de la Historia 1

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Historias para aprender la Historia.

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Historias de la Historia

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Una alocada propuesta

Aquel día parecía como otro cualquiera. Todos lle-gamos a la escuela un poco adormilados, sin demasiadas ga-nas de empezar a trabajar. El profesor bromeaba con las ca-ras de sueño que tenían algunos y trataba de animar el am-biente. -Buenas noches, Pablo. -Buenas... -dijo Pablo sin acabar el saludo y sin ente-rarse de la broma. Aquella mañana, el profe comenzó a hablarnos sobre los hombres primitivos. A todos nos pareció muy interesante y se nos pasó el tiempo volando. ¿Por qué será que el tiempo pasa tan rápido cuando te estás divirtiendo y tan lento cuan-do te aburres? Llegó el recreo. Por el pasillo, Alba, la aventurera de la clase, dijo: -¡Eh, chicos!, nos reunimos abajo, en la esquina del patio, al lado del huerto. Tengo que deciros algo muy impor-tante. -¡Vale! -contestamos todos.

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Después de que los más comilones engulleran las co-rrespondientes meriendas, todos nos fuimos reuniendo en la esquina que nos había dicho Alba. -Bueno, a ver, ¿qué era eso tan importante que tenías que decir? -preguntó Jorge muy impaciente, mientras se tragaba el bocata al estilo del más primitivo de los hom-bres prehistóricos. -Espera, que todavía faltan Carmen y María. -¡Ésas como siempre! Se pasan la vida en el servicio -comentó Diego Bango, otro de los impacientes de la clase-. ¡Venga, Alba, empieza ya! -Bueno, pues... -comenzó Alba con voz un poco mis-teriosa-. ¿Nunca os fijásteis en una trampilla que hay aquí en el cole, en el techo del último piso, muy cerca del ascensor? -¡Sí, sí! -voceó Diego Solís, al que ya se le había pasa-do por la cabeza más de una vez el subirse a aquella porte-zuela para ver qué diantres había allí-. Ya sé a qué te refieres. Sí, ¿no os dáis cuenta que en la Mediateca, cerca de los or-denadores y encima de la puerta del ascensor, hay una pe-queña puerta? -nos decía muy convencido. Pero la mayoría no teníamos ni idea de qué estaban hablando, sólo unos pocos parecían haberse dado cuenta. -¿Quién está de vigilancia? -preguntó Olaya de re-pente. -Pero... Olaya, ¿qué tiene que ver eso con lo que es-tamos hablando? -le recriminó Ana, que algunas veces era como una persona mayor. -Pues para saber si podemos subir a ver la puerta que dice Alba. -¡Ah, bueno! Pues... sí, están Inma, Loli, Delfino y Se-gundo.

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-Entonces, "chupao" -dijo Carmen-. María y yo nos encargamos de darle la lata a Segundo y lo vamos llevando poco a poco hasta la cancha. En cuanto los profes estén des-pistados, váis subiendo, sin meter demasiado ruido. Nosotras ya nos las arreglaremos para subir después. Y dicho y hecho. Fuimos subiendo rápida y sigilosa-mente, hasta que todos pudimos contemplar con nuestros propios ojos la portezuela que decían Alba y Solís. La verdad es que la mayoría nunca habíamos reparado en ella. -Bueno, ¿y ahora qué? -preguntó Pablo, con voz de estar todavía comenzando a despertar. -¿Ahora qué, de qué, Pablo? -se impacientó Alba. -Alba, no creas que sigo dormido, me refiero a lo que podemos hacer para subir hasta ahí y abrir la puerta. -Tengo un plan perfecto -dijo Alba-, pero no sirve pa-ra "caguetas" ni para niños pequeños. -¡Cagueta serás tú! -chilló Jorge, muy ofendido. Todos a la vez nos volvimos sobre él y dijimos: -¡Ssshhh! ¡Cállate! -Bueno, venga, Alba, explícate -urgió Carla. -Veréis... -comenzó a explicar Alba-. El conserje tiene abajo una escalera larga, que llega de sobra hasta ahí arriba. Sólo tenemos que esperar a que acaben las clases, nos es-condemos en el pequeño cuarto que hay al lado de la Media-teca y, cuando veamos que ya no hay nadie, salimos y averi-guamos qué hay en el desván. -Sí, muy bien -dijo Carla, con aire de reproche-, sólo hay dos problemas. -¿Qué problemas tiene la señorita? -se quejó Alba-. Te advierto que la de los problemas soy yo, así que no inten-tes quitarme el puesto.

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Ante la ocurrencia, nos tuvimos que contener para que nuestras risas no nos delataran. Finalmente, Carla, que también se estaba riendo, pudo continuar con sus inconve-nientes: -Pues, el primero: que cuando los profes marchan, quedan las señoras de la limpieza. Y el segundo, que cuando se van, ponen la alarma. -Tiene razón Carla -dijo Martín-, pero las dos cosas tienen solución. -Sí -se anticipó Bango- a las señoras de la limpieza las encerramos en una clase y... -O las secuestramos -remató Jorge, quien competía con Bango para ver quién tenía ideas más alocadas. -¡Dejaos de chorradas! -dijo Martín un poco cabrea-do-. Vamos a hablar en serio: Esperamos a que salgan las se-ñoras de la limpieza. Uno se esconde debajo de la mesa del conserje, que está justo al lado de la alarma y cuando vayan a conectarla, se fija en la clave que teclean. De esta manera, podremos desactivarla y ya no habrá inconvenientes para movernos dentro del colegio. El plan no estaba nada mal. Sin embargo, algunos no podíamos estar hasta tan tarde en el cole. Por eso, nos inven-tamos una historia para tranquilizar a nuestros padres: Al día siguiente, por la tarde, tendríamos que quedarnos a ensayar con el profe una obra de teatro.

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Un extraño artefacto

Al día siguiente, con la impaciencia, las clases tarda-ron en pasar un siglo. Todos estábamos esperando que sona-ra el timbre para salir a casa, pero la hora no acababa de lle-gar. Durante el recreo, nos reunimos para comentar los últimos preparativos. Finalmente, llegó el momento tan esperado. Como estaba previsto, al salir, nos fuimos escondiendo en el cuarto, al lado de la Mediateca. Así permanecimos largo rato, en si-lencio, para que nadie pudiera advertir nuestra presencia. Los más habladores creímos morir en el intento, porque nunca habíamos estado tanto tiempo callados. Cuando marcharon los profesores, pudimos salir del hueco de la escalera, pero con precaución y procurando no meter ruidos para que el personal de limpieza no nos pudiera oír desde el piso de abajo. Una hora después, sentimos pasos en la escalera y en seguida nos dimos cuenta de que el momento clave estaba

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llegando. Bango corrió a meterse debajo de la mesa del con-serje. Los demás volvimos a nuestro refugio. La limpiadora llegó a la caja de la alarma y tecleó el número clave. Después, todo el personal de limpieza salió y se pudo oír el ruido de la llave al dar la vuelta en la cerradura. La primera voz que se oyó fue la de Martín: -¡Eh! ¡No os mováis todavía! Ahora oiréis sonar la alarma durante unos segundos. No os preocupéis, ésa es la señal para saber que está conectada. -¿Y entonces qué tenemos que hacer? -preguntó Da-vid, que todavía no entendía muy bien todo aquel lío. -Diego tecleará la clave en la caja de la alarma y ya podremos movernos sin peligro -respondió Martín. Y así lo hicimos. Seguimos allí metidos, acurrucados, con las piernas un poco entumecidas. El tiempo tardaba en pasar una eternidad. La impaciencia se dejaba notar, sobre todo entre los más inquietos. -¡Jope! -se desesperaba Solís-. Esto no se acaba nun-ca. -¿Dónde se ha metido Bango? -preguntaba Claudia que, aunque tenía fama de tranquila, ya estaba perdiendo los nervios. Callamos todos un momento, para ver si oíamos a Diego llegar, pero no se sentía ni el vuelo de una mosca. Y, cuando más preocupados estábamos... Una figura encapuchada con una tela apareció de re-pente, gritando como un endemoniado.

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-¡Uaaaagggg! ¡Uaaaagggg! Llevamos un buen susto, aunque pronto pudimos comprobar que se trataba del bromista de Bango. Y, como nos alegramos tanto de verlo, no pudimos ni reñirlo. -¡Baaan... go, Baaan... go! -gritaban todos a coro. -¡Qué cabrito! ¡Menudo susto nos acabas de dar! -resoplaba Claudia. -Bueno, vamos a lo nuestro -ordenó Alba con voz de mando militar. -Eso -asintió Martín, al que tampoco se le daba mal eso de mandar. Entre unos cuantos cogimos la enorme escalera que el conserje guarda en almacén de la caldera de la calefacción. Todos fuimos subiendo al segundo piso. Encajamos la escalera en el hueco de la misteriosa trampilla que hay en el techo. Y, por fin, llegó la hora de la verdad. -¡Yo el primero! ¡Yo el primero! -gritaba Jorge, sin que nadie pudiera hacerle callar. -¡Yo el primero! ¡Yo el primero! -se burló Lucas haciéndole el eco. -¡Vale ya! -cortó Carla-. No es momento de discutir. Fuimos subiendo todos, uno detrás de otro. El desván estaba oscuro, lleno de polvo y de telas de araña. Sin duda, nadie había subido allí desde hacía muchos años. No habían contado con que allí no había luz, así que Benjamín, que siempre se ofrece para hacer todos los recados, echó una ca-rrera hasta el cuarto del conserje y, en poco tiempo, regresó con una linterna.

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Comenzamos a inspeccionar cada una de las esquinas de aquel misterioso lugar. Estaba lleno de cajas, librotes vie-jos, bicicletas antiguas del año de la pera... El foco de la lin-terna iba barriendo toda la estancia y, de pronto, en una es-quina, pudimos observar un enorme bulto, cubierto con unos trapos. Rápidamente, todos empezamos a quitarlos y, aun-que nos pusimos de polvo hasta las cejas, no nos importó

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demasiado. Sobre todo, cuando pudimos ver lo que allí se ocultaba. Era como una especie de coche antiguo, bastante grande, con un panel de mandos que parecía la cabina de un avión, y una palanca con dos posiciones: hacia adelante ponía una F y hacia atrás una P. En el espacio que mediaba entre las dos letras se podían ver pequeñas rayitas, con algunos núme-ros de vez en cuando.

-¿Qué diablos puede ser esto? -se preguntó en voz alta Olaya, que tenía la lengua más rápida que el pensamien-to y que, sin duda, había expresado lo que todos estábamos pensando. Martín, apasionado de todo tipo de lecturas relacio-nadas con la ciencia y la tecnología, en seguida dio su opi-nión: -Creo que no es un automóvil normal, ni siquiera un automóvil normal de los de hace un siglo. -Parece… Es… -dudó Isabel, a quien también le apa-sionaba la ciencia.

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-Parece como..., sí, como... –continúo Martín. -¡Maldita sea! ¿Como qué? -se impacientó Rubén-. A ver si acabáis de una vez, “cerebrinos”, que nos vais a matar de un infarto. -Como una máquina... No, pero qué tontería... No puede ser... -¿Qué es lo que no puede ser, Martín? No nos hagas desesperar -gritó Solís. -Una máquina del tiempo -concluyó Isabel. Y todos nos quedamos estupefactos. Entonces, comenzó a rodar la imaginación de cabeza en cabeza: -Seguro que podremos viajar al país de Bob Esponja y... -¡Ya está Jorge con su tema favorito! -ironizó Car-men. -¡Anda, Jorge, déjate de esponjas! -le advirtió María- Si, como dice Martín, es una máquina del tiempo... -Pero las máquinas del tiempo no existen. Sólo son un invento para películas y novelas. -intervino Lucas, tan práctico como siempre. -¿Ah, sí? ¿Pues por qué no probamos a subirnos en este trasto y le damos a la palanquita? -dijo Ana, poniendo en un aprieto a todos los incrédulos. -¡Venga! -se animó Bango, mostrándose tan lanzado como siempre- ¡Arriba todo el mundo! Aunque un poco apretados, todos pudimos subirnos en aquel extraño artefacto. Alba, Carla y Martín se sentaron cerca de los mandos. -¿Y ahora qué hacemos? -preguntó Alba. -Supongo -dijo Martín con voz de científico sabio, mientras todos quedaron alucinados atendiendo a su explica-

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ción- que esta palanca es la que nos puede transportar hacia el futuro o hacia el pasado. Creo que la F significa "Futuro" y la P, "Pasado". Y todas estas rayitas y números son para se-leccionar la fecha.

-¿Y si viajáramos hacia el pasado, a la época de los hombres primitivos? -sugirió Carla. -Sí, vale. ¿En qué año nos dijo el pro-fe que se podía situar la Prehistoria? -se pre-guntó David. Y antes de que nadie pudiera res-ponder, ya lo estaba haciendo Pablo:

-El Paleolítico comenzó hace un millón de años, pero duró tanto, que yo creo que si ponemos la palanca en el 10.000 antes de Cristo, o sea, en un período que se llama Pa-leolítico Superior, nos podremos enterar mejor de cómo se vivía en la Prehistoria, porque antes las personas eran más monos que personas. -¡Jo, Pablo! Tú hablas poco, pero cuando te animas... -dijo Rubén con admiración -Muy bien -dijo Isabel-. Pues para que veas que los demás también estudiamos, voy a añadir una cosa más: Si vamos a esa época que dices, ya podéis ir abrigaditos. Porque aunque la última época glaciar ya está acabando, todavía puede refrescar lo suyo. Como la primavera estaba un poco loca, y unos días hacía calor y al siguiente frío, nadie parecía estar desabriga-do, así que en ese sentido no hubo problema. Mostrándonos conformes con viajar a la época que Carla había sugerido, con la mano un tanto temblorosa, Alba se dispuso a darle a la palanca, mientras decía: -¡Cogeos fuerte, chicos, que ahí vamos!

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Pasaron unos segundos sin que nada sucediera. Por un momento, nos sentimos decepcionados. Pero, de repente, aquel trasto empezó a sacudirse como si se tratara de un po-tro salvaje. Se oyó un zumbido insoportable, de modo que todos tuvimos que llevarnos las manos a los oídos. Comen-zamos a girar a una enorme velocidad y tuvimos la sensación de caer en un pozo muy profundo y totalmente oscuro. Aquello debió ser rapidísimo, pero nos pareció eterno. Algu-no no se pudo contener y gritaba con todas sus fuerzas. Has-ta que, inesperadamente, el ruido cesó, y una luz cegadora cayó sobre nuestros rostros. Medio aturdidos, bastante mareados por el extraño viaje que habíamos hecho, fuimos poco a poco reaccionando y abriendo los ojos. Estábamos ante un paisaje parecido a lo que María Elvira, la profe de Religión, nos contaba sobre cómo debía ser el Paraíso Terrenal. Una playa de arena dora-da, mar azul transparente tan calmado como una piscina, palmeras... Y no hacía tanto frío como había dicho Isabel: O bien era verano o estábamos en una parte de la Tierra más cálida. Todos nos descalzamos y decidimos perder la ver-güenza, haciendo que nuestra ropa interior sirviera de baña-dor. Y es que aquella playa parecía estar diciendo: "¡Ven, sumérgete en mis aguas!". Durante unos minutos, no demasiados porque la verdad es que, a pesar del sol que lucía en aquel momento, no hacía mucho calor como para demasiadas alegrías, nos bañamos, nos hicimos aguadillas y todo tipo de gamberradas, hasta que uno a uno fuimos cayendo desfallecidos en la blan-ca y templada arena. Allí tumbados, mientras descansába-mos, a Lucas se le ocurrió comentar: -Ahora tendremos que organizarnos: Unos pocos de-berían salir a explorar los alrededores y el resto quedarnos y

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tratar de hacer una cabaña en un árbol, para estar protegidos de las alimañas en el caso de que tengamos que pasar aquí la noche. Los más lanzados se ofrecieron inmediatamente para salir de expedición. En total eran cinco: Solís, Rubén, Bango, Carla y Alba. El resto, más precavidos, prefirieron quedarse en la playa y buscar un árbol con buenas ramas para construir una cabaña. Pablo también prefería quedarse, porque no le gusta mucho caminar ni le entusiasman demasiado las aven-turas peligrosas, pero los otros insistieron en que los acom-pañara, porque tiene fama de saber mucho sobre animales y otros temas prehistóricos. Y, a no ser que la máquina hubiera fallado, se suponía que estábamos en plena Prehistoria.

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Una expedición al Paleolítico Los expedicionarios se aprovisionaron de algunas herramientas que habíamos cogido de la caja del conserje, dejando otras al grupo que debía construir la cabaña. Iban armados hasta los dientes: martillos, alicates, llaves inglesas, destornilladores, serruchos... sin olvidarse de linterna, cerillas y otros utensilios que pensaban que podrían resultarles muy útiles. La playa estaba rodeada por unas pequeñas lomas cubiertas por una densa vegetación: árboles de distintas es-pecies, flores, arbustos... Entre la espesura, localizaron un pequeño sendero, lo que les indicó que aquel lugar tenía que estar habitado. Poco a poco, fueron remontando el desnivel y, cuan-do llegaron a la cima, quedaron extasiados ante un precioso valle, parecido a los que suelen aparecer en los documenta-les de televisión sobre naturaleza. Permanecieron un rato contemplando el paisaje, hasta que Rubén empezó a gritar: -¡Fuego, fuego! -¡Calla, no grites tanto si no quieres que nos descu-bran! -dijo Carla-. ¿Dónde has visto el fuego? -¡Allí, allí! -señalaba Rubén con el dedo.

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Y efectivamente, allá a lo lejos, al final del valle, pa-recía verse una pequeña columna de humo. -¡Claro! -advirtió Pablo- En este período ya se había inventado el fuego. Y no sólo eso, si no me falla la memoria, tendremos que encontrarnos con algún poblado, pues aun-que todavía siguen siendo nómadas, viven largas temporadas en cuevas o cabañas, hasta que se acaba la pesca y la caza o se quedan sin plantas silvestres que recolectar. -Bueno, a partir de ahora, tendremos que ir en silen-cio y muy atentos, por lo que pueda pasar... Nos espera una larga caminata, porque aquel humo parece estar bastante le-jos -dijo Alba con voz de capitán del ejército. -Si tuviésemos algún caballo... -se lamentó Carla, al que le gustaban mucho los caballos. -Ya, pero no los tenemos -contestó Solís-, por lo me-nos domesticado, así que a caminar. ¡Maldita la gracia que me hace! Bajaron la colina y, en seguida, llegaron al llano del valle. Podían haber cruzado por algún descampado y, sin du-da, habrían ahorrado tiempo, pero tenían miedo a que se les pudiera ver de lejos. Por eso fueron buscando el abrigo de los árboles, que no les dejaron de acompañar en todo el camino. ¡Si las personas no fuésemos tan irracionales y hubiésemos conservado toda la vegetación que en aquel momento po-dían disfrutar! Se cruzaron con numerosas manadas de herbívoros: ciervos, uros, caballos salvajes... Nunca se imaginaron que la naturaleza pudiera ser tan espléndida. La columna de humo cada vez estaba más próxima, por lo que supusieron que estarían muy cerca de la cueva, del

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poblado, o de lo que fuese. Remontaron una pequeña pen-diente y, al llegar a la parte más alta, se abrió ante nuestros compañeros una estampa parecida a la que hasta entonces sólo habían podido ver en los libros de Historia: Al fondo, una gran cueva, con el techo situado a unos diez metros de altura. Las paredes laterales y el fondo, recu-biertas por una piedra de aspecto arenoso. En los alrededo-res de la cueva, había también algunas chozas de forma circu-lar y con el techo cónico, construidas con ramas y paja. Por el medio, entre la cueva y las cabañas, pasaba un riachuelo de aguas transparentes.

Desde el sitio en el que estaban, tirados en el suelo para no llamar la atención, pudieron ver algunas personas que se movían de un lado para otro, dedicadas a distintas la-bores. Algunos golpeaban piedras, otros rascaban pieles de animales, una mujer recogía agua del río en una vasija... De repente, todos se alborotaron señalando justo hacia la posición de los jóvenes expedicionarios. Del susto, casi no podían ni tragar saliva. Pensaron que sería su último

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día. Pero se quedó sólo en un susto, porque pronto pudieron comprobar cómo los habitantes de aquel poblado se dirigían hacia unos cazadores que llegaban con una presa enorme, colgada de un palo y transportada por cuatro hombres. Todos parecían estar vestidos con pieles de animales, aunque no se podría asegurar totalmente. Se oían voces, pe-ro nuestros compañeros no fueron capaces a distinguir ni una sola palabra de lo que decían, tal vez por la distancia o, lo que es más probable, porque hablarían una lengua primitiva que desde luego ninguno de los nuestros podría comprender. Se retiraron un poco para que no los vieran y Pablo comentó a sus compañeros: -Creo que lo más acertado será volver a la playa, con-tar lo que vimos a los demás, y regresar mañana todos jun-tos, porque seguro que a todos les interesará ver lo que aca-bamos de contemplar. Les pareció buena idea y, sin más dilación, empren-dieron el regreso a la playa. Por el camino, en voz baja, iban comentando el es-pectáculo que habían tenido la suerte de presenciar. -¿Os habéis fijado en la fuerza de aquellos cazadores? -dijo Bango. -Y las mujeres rascando las pieles para quitarles la grasa y hacer vestidos, tal y como nos había comentado el profesor -añadió Carla. -Sí, y eso que él no viajó en la máquina del tiempo. Por lo menos, eso creo. -dudó Solís. -Pues yo no lo aseguraría –dijo Pablo-. ¿Qué hacía si no esa máquina en el desván del colegio? Alguien tiene que haberla puesto allí.

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-Bueno, no vamos a ponernos ahora a discutir -cortó Alba-. Lo que importa es que estamos de verdad en la Prehis-toria y que yo, por lo menos, quiero conocer a esa gente un poco mejor. -Tú y todos los demás –opinó Rubén-. ¡Menuda aven-tura! -Veréis qué cara ponen los otros cuando les conte-mos lo que acabamos de ver -dijo Carla muy satisfecha de haber sido en esta ocasión una privilegiada. Al llegar a la playa, quedaron admirados del trabajo que habían hecho sus compañeros y compañeras: En uno de los numerosos árboles que bordeaban la playa, el de ramas más fuertes y espléndidas, habían construido una cabaña preciosa, con paredes, tejado y hasta una escalera de cuerda para poder subir cómodamente. Y no sólo eso. Además, habían salido por los alrede-dores y habían capturado cuatro aves de un tamaño parecido a una gallina, pero difíciles de identificar, porque ya estaban pelados y cocinados al calor de una lumbre que habían pre-parado. Con el hambre que traían después de la caminata, se pusieron las botas comiendo. Mientras comían y, después, ya acostados en la nue-va casa, les comentaron a los demás, con todo lujo de deta-lles, lo que habían vivido. Os podéis imaginar las caras de en-vidia que ponían algunos. Aunque se tranquilizaron pensando en que también ellos podrían ver lo mismo al día siguiente. Al amanecer, unos cerdos salvajes nos despertaron hozando entre los restos de comida que habíamos dejado en la arena, al pie de nuestro árbol. Eran seis o siete, peludos y enormes, con unos colmillos como navajas. Además daban

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unos chillidos que, aunque nos habíamos tapado los oídos con las manos, resultaban insoportables. Allí estuvieron casi media hora, hasta que, finalmen-te, decidieron marcharse. Todos respiramos aliviados. -¡Uf! ¡Menos mal! -suspiró Benjamín, expresando lo que los demás estábamos pensando-. Creí que no se mar-chaban nunca. -Bueno, chicos -ordenó Lucas-, tenemos que recoger nuestras cosas y ponernos en marcha. -Sí, pero espera por lo menos a que nos lavemos un poco y nos peinemos -contestó Ana, que siempre sabía en-contrar un momento para su higiene personal. -Vale, pero sólo cinco minutos -concedió Lucas-, que nos espera un largo camino.

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Nuevos amigos Siguiendo los mismos pasos del día anterior, remon-tamos la colina que bordeaba la playa, bajamos al valle y ca-minamos entre la arboleda. La columna de humo seguía marcándonos el rumbo, de manera que no corríamos peligro de perdernos. Aunque íbamos hablando, lo hacíamos en voz muy baja para no hacernos notar demasiado. La mayoría, íbamos pensando en lo que nos esperaría al final del viaje. De repente, sin saber cómo ni por dónde, aparecie-ron un montón de hombres, vestidos con pieles y armados con arcos, palos, hachas de piedra, ... Nos rodearon y comen-zaron a amenazarnos con sus armas mientras pronunciaban palabras extrañas que no acertamos a comprender. Pensamos que había llegado nuestro fin. Nos fueron empujando hacia la cueva que habían visto el día anterior nuestros compañeros exploradores. Estábamos muertos de miedo. Cuando llegamos al poblado, todos sus habitantes, hombres, mujeres y niños nos salieron al encuentro vocife-

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rando sin parar y tocando nuestras ropas y nuestros cabellos como si no fueran reales. Nos llevaron al fondo de la cueva y nos encerraron tras un alto cercado de madera, trenzado con lianas, raíces y ramas. Sin duda podíamos considerarnos sus prisioneros. Algunos compañeros empezaron a llorar. Se arre-pentían de haberse metido en aquella aventura. Se acorda-ron de lo tranquilos que podrían estar en sus casas y de lo preocupados que estarían sus padres al considerarlos des-aparecidos. Los demás pensábamos algo parecido, pero al mismo tiempo estábamos intrigados y sentíamos curiosidad por co-nocer mejor cómo era la vida de aquella gente. No dejába-mos de pensar en que, si lográbamos salir de aquella situa-ción tan comprometida, podríamos hacernos famosos a nuestro regreso, sobre todo si llevábamos alguna muestra que sirviera como prueba de nuestra aventura: una herra-mienta, un adorno, cualquier cosa. Mientras pensábamos en todo ello, unos hombres con aspecto de soldados, nos vinieron a buscar y nos condu-jeron frente a un grupo de ancianos que nos esperaban sen-tados en una especie de sillas de piedra. Cuando todos estu-vimos arrodillados ante ellos, Pablo comentó en voz muy ba-ja, pero todos pudimos oírla: -Éste es el Consejo de Ancianos. No hagáis ninguna tontería, porque son los que nos van a juzgar. De ellos de-penden nuestras vidas. Los minutos que siguieron fueron totalmente incom-prensibles para nosotros. Hablaron, discutieron, pero no su-

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pimos lo que pretendían hasta que uno de ellos se acercó hasta nosotros, señalando la linterna que llevaba Bango. Entonces comprendimos lo que querían, así que Die-go encendió la linterna y fue enfocando toda la bóveda de la cueva. Algunos daban voces de admiración, otros corrían asustados o se tapaban la cara... Pero poco a poco fueron convenciéndose de que no había peligro, así que el más atre-vido cogió la linterna en sus manos y comenzó como un loco a enfocar a todas partes mientras se reía como un loco y ha-cía que se rieran los demás. A partir de entonces, comenzamos una exhibición de lo que se podía hacer con todas las herramientas que traía-mos: Con el serrucho, cortamos en un periquete un buen tronco; utilizamos el martillo para unir dos palos mediante un clavo; regalamos destornilladores, alicates, llaves inglesas... Lo que en principio parecía una pesadilla, se convirtió en un buen sueño: A medida que nuestros aprehensores iban ga-nando en confianza, nos empezaron a considerar como ami-gos, y nos regalaban a cambio de nuestras herramientas todo tipo de objetos: hachas con corte de piedra tallada, lanzas con puntas también talladas, pequeñas vasijas de barro... Más calmados los ánimos, cuando ya nos permitieron circular libremente por el poblado, pudimos ver que, al fondo de la cueva, en las paredes y en el techo, había cantidad de dibujos de ciervos, bisontes, caballos... Tuvimos la ocasión de contemplar cómo un artista preparaba una pintura rojiza con piedras molidas y grasa de algún animal y, después, con un palo e incluso con el dedo, iba perfilando la forma de un cier-vo. La hoguera, bien protegida por un círculo de piedras, estaba permanentemente encendida. Unas mujeres le daban vueltas a un animal que en aquel momento estaban asando.

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Otras mujeres probaban los formones y cuchillas que nosotros les habíamos dado para raspar las pieles de bisonte que estaban curtiendo, y estaban encantadas por las ventajas de aquel nuevo descubrimiento. Los niños y niñas se habían empeñado en que apren-diéramos a lanzar flechas con sus lanzaderas, y nos enseña-ban a tallar piedras utilizando la nueva fuerza de nuestros martillos. Nos sentaron en círculo, alrededor del fuego, y nos dieron de comer unos buenos trozos de carne, mientras al-gunos hombres, cubiertos con máscaras que representaban distintos animales, bailaban una extraña, pero divertida dan-za. Llegó la noche y, aunque ya nadie nos retenía, deci-dimos dormir allí. Algunos nos metimos en la cueva, aco-modándonos como pudimos. Otros fueron invitados a des-cansar en las chozas que había al otro lado del río. Al amanecer el día siguiente, quisimos preparar el re-greso a la playa, pero los cazadores vinieron a buscarnos e in-sistieron en que los acompañáramos en su cacería. Iban ar-mados con todos sus arcos, lanzas, palos y, por supuesto, también llevaban los destornilladores y el resto de herra-mientas que nosotros les habíamos regalado. Caminamos durante media hora, aproximadamente, hasta que pudimos contemplar una manada de bisontes en un descampado. Nos fuimos acercando sigilosamente, arrastrándonos por el suelo, hasta que nos situamos justa-mente detrás de un bisonte. En aquel momento, los cazado-res saltaron sobre él y comenzaron a clavarle todas las armas que llevaban. La lucha duró mucho tiempo, pero al final el animal cayó vencido ante los gritos de alegría de los cazado-res y nuestras caras de asombro.

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Inmediatamente, utilizando una de nuestras navajas, cortaron la piel del bisonte y, antes de que pudiéramos dar-nos cuenta, se la habían sacado como quien se quita un pija-ma. Después fueron troceando la carne y cargándola entre todos los hombres para regresar al poblado. Aquel espectá-culo quedaría grabado en nuestras mentes para toda la vida. Cuando decidimos regresar a la playa, todos nos des-pidieron sonrientes y con muestras evidentes de cariño, co-mo quien despide a un amigo. Algunos incluso insistieron en acompañarnos parte del camino. Cuando les pareció que ya no había peligro, nos dejaron proseguir solos, haciéndonos señales afectuosas de despedida hasta que los árboles nos ocultaron entre su espesura. Al quedarnos solos, mientras llegábamos a la playa, hubo todo tipo de comentarios: -¡Jolines! -se admiraba Claudia- ¡Imaginaros lo que dirán en nuestras casas cuando contemos lo que acabamos de ver!

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-No creo que debamos contarlo -dijo Olaya muy se-gura de sí misma-. Si lo contamos, me temo que va a ser el último viaje que podamos hacer en la máquina del tiempo. -¿Quieres decir que no podremos dar a conocer a nadie todos estos magníficos descubrimientos? –preguntó Claudia decepcionada. -Pues no, Claudia –insistió Olaya-. Aunque lo pode-mos discutir cuando lleguemos a casa. La máquina del tiempo seguía en la playa, tapada con los mismos trapos con los que la habíamos cubierto. Nos su-bimos en ella, seleccionamos 2011 y, antes de que pudiéra-mos marearnos, estábamos en el desván del colegio.