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HISTORIA DE UNA CAPINERA G. VERGA Ediciones elaleph.com

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H I S T O R I A D E U N AC A P I N E R A

G . V E R G A

Ediciones elaleph.com

Editado porelaleph.com

2000 – Copyright www.elaleph.comTodos los Derechos Reservados

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PROEMIO

Giovanni Verga, autor de la Historia de una Ca-pinera, nació en Catania (Sicilia), en el año 1840.

Fecundo es el fruto de la cosecha literaria de supreclara y penetrante inteligencia: numerosas nove-las y otras obras destinadas al teatro, cimientan subien sentada fama. Entre estas últimas cuéntase latitulada Cavalleria Rusticana, que agitara el estro dePietro Mascagni, y tanta resonancia tuvo en el mun-do del arte.

Considerada bajo su faz literaria, la selecta obritaque hoy presentamos a nuestros lectores, sí noconstituye ésta su principal mérito, no obstanteapreciarse como una filigrana artística, ofrece en,cambio un elemento más de observación al psicólo-go y al sociólogo, preocupados constantemente, endevelar los recónditos misterios que oculta el alma

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femenina. Revélase en ella el distinguido escritoritaliano, un pensador.

Crea, con su María, un tipo de mujer ideal.¡Miradla! Ahí está la interesante joven siciliana,

en quien, contrariándola en sus tendencias, infrin-gieran las leyes que regulan la naturaleza humana,que deben ser siempre inviolables; ahí la protago-nista del trágico romance, adornada de flores exóti-cas, que acaso desnaturalicen sus nativas galas, y encuyos pétalos titilan todavía algunas lágrimas arran-cadas al sentimiento.

Malgrado estas licencias, hemos procurado, enlo posible, ajustarnos al original en su versión alcastellano, hecha por vez primera y tomada de ladecimonona edición milanesa.

J. N. L.

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Vi una vez enjaulada una, pobre capinera: triste,medrosa, enferma. Mirónos abriendo sus ojos es-pantados, arrinconada en un ángulo de su estrechaprisión. Y cuando oía, el alegre canto de los otrospajarillos, que gorjeaban en el verde prado o re-montábanse hacia el cielo, seguíalos con la vista, quebien se hubiera, podido imaginársela empapada enlágrimas. Empero, a la mísera prisionera abatida,nada le sugirió su instinto que pudiera librarla deldébil muro que la tenía encarcelada. Prodigábanlecariños sus cuidadores: cándidas criaturas regocija-das, que sin comprender la pena de su cautiverio,dábanle en cambio un puñado de migajas de pan, aque acompañaban ingenuas palabras de afecto. Lapobre capinera se mostraba, resignada con su suer-te; ¡infeliz! Llena de mansedumbre, aun en su dolor,parecía, exenta de, todo sentimiento de reproche,picoteando el mijo y las migajas; pues su extrema

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debilidad no le permitía más. Dos días después, ensu prisión, doblada la cabecita bajo el ala, encon-trósela consumida.

Estaba muerta ¡pobre capinera! Hallábase su es-cudilla colmada de comida. Aquel cuerpecito, ani-quilado de hambre y de sed, no se nutría dealimentos solamente.

Cuando la madre de los dos pequeñuelos, ino-centes despiadados verdugos de la pobre avecilla,me narrara la historia de una desventurada, a la quelos muros del claustro habían aprisionado el cuerpo,y la superstición y el amor torturado el espíritu: unode aquellos dramas íntimos frecuentes en la vida,que pasan velados por el misterio, cuita de un cora-zón tierno, delicado, que amó, lloró y rogó, ocultan-do sus lágrimas y sus plegarias, y que por último, en-vuelto en su dolor, se consumió, yo pensé en la,dulce capinera cautiva, que contemplaba, silenciosael firmamento azulado a través de los alambres desu jaula, picoteando tristemente el mijo; muerta, do-blada la cabecita bajo el ala.

He ahí el por qué del título:

Historia de una capinera

Florencia, en el estío de 1809

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HISTORIA DE UNA CAPINERA (1)

Monte Ilice, 3 de septiembre de 1854.

Mi querida Mariana:Cumplo la promesa que te hiciera, de escribirte.

Veinte días hace que estoy aquí, corriendo por loscampos, sola, completamente sola, ¿comprendes?Desde el despuntar del alba hasta la noche, sentadabajo estos inmensos castaños, escuchando el cantode los alegres pajaritos que saltan de contento comoyo, agradecidos al buen Dios, no he dispuesto de uninstante, un pequeño instante, en que pudiera decirteque te quiero, cien veces más ahora que me encuen-tro lejos de ti, que no te tengo a mi lado a cada horadel día, como allá en el convento. Qué feliz sería, si (1) Capinera, avecilla común en el Sur de Italia. Entre nosotros conocidavulgarmente por cabecita negra.- (N. del T.)

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estuvieras conmigo, para poder juntas coger floreci-llas, perseguir mariposas, fantasear a la sombra delos árboles, cuando el sol cae más a plomo; pasearentrelazadas en estas bellas noches, a la luz de la lu-na, sin oír otros rumores que el zumbar de los in-sectos, que me parecen melodiosos, porque merecuerdan mi permanencia en el campo, en plenoaire libre; y el canto de aquella ave melancólica, cuyonombre ignoro, pero que en la noche hace asomar amis ojos lágrimas dulcísimas, oyéndola desde miventana. ¡Cuán bella es la campiña, Mariana mía! ¡Site hallaras aquí conmigo! ¡Si pudieras ver estosmontes a la claridad de la luna, o al rayar el día; lasombra del bosque, las verdes viñas escondidas enel valle, que circundan la casita; aquél mar cerúleo,inmenso, que brilla allá abajo, lejos, muy lejos; y to-dos aquellos pueblecitos que se divisan sobre la fal-da de la montaña, que, no obstante ser grandes,parecen pequeños, comparados a la majestad delviejo Mongibello! ¡Qué bello de cerca, nuestro Etna!Desde la terraza del convento semeja un gran monteaislado, cubierta la cima de eternas nieves; cuentolas cumbres de esos picachos erizados que le rodeanen su contorno; distingo su profundo valle, sus la-deras boscosas, su altura soberbia, desde la cuál la

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nieve, derramándose por los barrancos, dibuja ca-prichosos surcos obscuros.

¡Todo es bello aquí: el aire, la luz, el cielo, losárboles, los montes, los valles, el mar! Si expreso migratitud al Señor es por tantas maravillas, una pala-bra, una lágrima, una mirada, me bastan, sola enmedio del campo, de hinojos sobre el musgo delbosque o sentada sobre la hierba. Creí siempre queel bondadoso Dios se sentiría más satisfecho ele-vando mi alma a Él, y que mi pensamiento, lejos dela obscura bóveda del coro, errara libre por la som-bra majestuosa del bosque, por la inmensidad delcielo y el horizonte. Nos llaman las elegidas, desti-nadas como estamos a ser las desposadas del Señor:pero el buen Dios ¿no ha hecho acaso extensivas atodas sus bellas obras? ¿Y por qué tan sólo nosotrasrenunciaremos a ellas?

¡Cuán feliz soy, Dios mío! ¿Te acuerdas de Ro-salía, la cuál quería probarnos que el mundo ofrecíamás atractivos fuera del convento? No podíamospersuadirnos, ¿recuerdas? ¡Y le hacíamos burla! Sino hubiese salido de él, habría podido creer que ellatuviera razón. El nuestro era, en verdad, muy redu-cido: el altarcito, aquellas escasas flores que langui-decen en el vaso privadas de aire; la terraza, desde la

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cual se veían los innúmeros tejados; y a lo lejos, co-mo en una linterna mágica, la campiña, el mar, yotras bellezas de la creación; el diminuto jardín quenos permitía distinguir los nuevos claustrales másallá de los árboles, cuya extensión se salvaba en cienpasos, y en donde por una hora éranos permitidopasear bajo la vigilancia de la directora, pero sinpoder correr, ni recrearnos... ¡y he ahí todo!

Y después, mira... ¡yo no sé si hacíamos bien enno pensar un poco más en nuestras familias! ¡Yosoy la más desgraciada de las educandas, por haberperdido a mi madre!... Pero ahora siento que amo ami padre mucho más que a la madre directora, que amis hermanas y que a mi confesor; siento que amocon más confianza, mayor ternura, a mi querido pa-dre, si bien es cierto, puede decirse, no lo conocíaíntimamente hasta hace veinte días. Cuando mi des-dichada madre me dejó sola, tú lo sabes, ¡contandoapenas siete años, fui encerrada en el convento! Di-jéronme que me daban otra familia, otra madre queme querría bien... Verdad, sí... Pero el amor que pro-feso a mi padre, me hace comprender cuán intensohabría sido el afecto a la pobre madre mía.

¡Tú no puedes imaginarte lo que dentro de míexperimento, cuando mi adorado padre me da, los

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buenos días y me abraza! Nadie lo hizo allí con igualefusión; ¡tú no lo ignoras, Mariana!... «el reglamentolo vedaba...» No juzgo mal, sin embargo, vermeamada así...

Mi madrastra, una excelente señora, no se ocupamás que, de Judít y de Luis, dejándome a mi albe-drío correr por entre, las viñas. ¡Dios mío! si meprohibiese saltar por los campos, cual lo hace consus hijos so pretexto de evitarles el peligro de unacaída o los rigores del sol, sería muy desgraciada!Pero acaso sea más buena y más indulgente, conmi-go, sabiendo que no podré disfrutar de diversionespor largo tiempo, visto que en breve volveré a miantigua reclusión, entre los cuatro muros...

Mientras tanto, eludamos pensar en cosas taningratas. Alegre y feliz, me asombran aquellas gentesmiedosas que maldicen del cólera... ¡Cólera benditoque me permites permanecer en el campo! ¡Ojaládurases siquiera, el año entero!

¡Oh, no; blasfemo! Perdóname, Mariana. ¡Quiénsabe cuántos desgraciados lloran, mientras yo río yme divierto!...¡Dios mío! ¡Cuán execrable sería, sicifrara mi felicidad en el sufrimiento de la humani-dad que padece! No me llames cruel; humildementesólo aspiro merecer, rehusando privilegios, disfrutar

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de las bendiciones que el Señor dispensa a todos loshumanos por igual: ¡el aire, la luz, la, libertad!

¡Mira, qué triste se ha tornado mi carta, sin queyo lo notara! No te burles de mí, Mariana. Pasa delargo ante este período, en el cual trazo una cruz,así... En recompensa, te hablaré de nuestra risueñacasa.

¡Pobrecita, no has estado nunca en Monte Ilice!¿Qué idea tuvieron vuestros mayores al ir a sepul-tarse en Mascaluccia? ¡Una aldea!... ¡Aglomeraciónde casas, calles, iglesias!... Tan visto, todo eso. Preci-so es que, vengas a conocer estos parajes, las mon-tañas, en que para ir a la habitación más próxima,hay que recorrer extensos viñedos, saltar zanjas,triscar breñas, donde no se oye el bullicio de losvehículos, ni tañidos de campanas, ni voces extrañasque nos son indiferentes. ¡A esto llamamos campo!Nosotros habitamos una alegre casita situada sobrela falda de la colina, entre las viñas, vecina al casta-ñar. Esta, sábelo, no obstante ser pequeñísima, tienemuy buena ventilación, además de su aspecto gra-cioso y sonriente. Por todas las puertas, por todaslas ventanas, vese el vasto panorama que se ofrece alos ojos: las montañas, los árboles, el cielo, sin mu-ros que lo intercepten, ¡sin aquellos sombríos mu-

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ros ennegrecidos! A su frente hay una pequeña ex-planada, y un grupo de castaños que afectando laforma de un quitasol, cubren el techo con sus ramas,en las cuales los pajarillos gorjean todo el santo díasin descanso. Yo ocupo una adorable y diminutapieza, en que cabe apenas mi lecho, con una lindaventana que da al castañar. Judit, mi hermana,duerme en una amplia, cama contigua a la mía, peropor la cual no trocaría mi cajita, como satíricamentela designa mi padre, aparte de que, necesitando ellaen qué colocar sus vestidos y sus sombreros, le vie-ne de molde, en tanto que yo, una vez doblada mitúnica sobre una silla a los pies del lecho, asuntoconcluido. Durante la noche, cuando desde la ven-tana oigo el bramido de la espesura, y entre lassombras, que adquieren formas fantásticas, veo unrayo de luna agitándose en las ramas, semejante a unespectro blanco, y escucho aquel ruiseñor que mo-dula sus trinos, distante, muy distante, puéblase mimente de tantas fantasías, tantos sueños, tantas dul-zuras, que, a no ser por el pavor que me domina,aguardaría, arrobada en ella, la venida del día.

En la otra parte de la explanada existe una en-cantadora choza de techo de paja y de juncos, habi-tada por la familia del mayordomo. ¡Si vieras cuán

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pequeña y aseada la hermosa cabaña! Reina en todoel mayor orden y está admirablemente conservada:la cuna del chiquitín, el colchón de paja, la rústicamesa. Por esa choza sí que cambiaría mi cuartito.Figúrome que aquella corta familia, reducida en dospalmos de tierra, ama más, siendo doblemente feliz;figúrome que aquellas facciones, limitadas a las cua-tro paredes, son más íntimas, más estrechas; que elcorazón, conmovido y casi asombrado por la pers-pectiva perenne de estos horizontes dilatados, en-contrará más goce, más consuelo, replegándose ensí mismo, concentrándose en sus caros afectos, cir-cunscribiéndose a un pequeño espacio, entre lospocos objetos que forman su parte más íntima,complementando su estructura moral.

Escribe que te escribe, Mariana. ¿Te reirás talvez de mí, tildándome de ser un San Agustín confaldas? Perdón, querida, rebosa tanto mi corazón deemociones nuevas, que cedo a la necesidad de co-municártelas sin poderlo reparar. El primer día que,salida del convento llegué aquí, sentíme aturdida,atolondrada en mi aislamiento, como si hubiese sidotransportada a un mundo nuevo, en que todo mecausara turbación, me confundiera. ¡Imagínate a unciego de nacimiento que, por efecto milagroso, reco-

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brara la vista! A todas estas extrañas impresionesestoy ya habituada. Siento el corazón menos opri-mido, más pura el alma. Dialogo conmigo misma,hago examen de conciencia; no aquel examen tími-do, miedoso, asaltada mi mente de pesares y de re-mordimientos, cual nos sucedía en el convento; no,un examen tranquilo, henchida de felicidad, bendi-ciendo al Señor que me la concede, creyéndome lle-gar hasta El vertiendo una lágrima, o fijando lamirada, ora en la pálida luna, ora en el infinito.

¡Dios mío! ¿Será este gozo un pecado? ¡Mirarámal el Señor mi preferencia al convento, al silencio,a la soledad y al recogimiento, por la campiña, el ai-re libre, la familia!... Si aquí estuviese aquel viejitonuestro confesor, resolvería mi duda, disiparía miturbación, me aconsejaría, me confortaría acaso...Cuando me dominan estos escrúpulos e incerti-dumbres atormentándome, ruego al Señor que meilumine, aconseje, me ayude. Ruégale tú también pormí, Mariana.

En tanto, yo lo alabo, agradezco, bendigo, le pi-do me haga morir acá, me dé la fortaleza, la voca-ción, la resignación necesarias, si deberé pronunciarlos votos irrevocables y dar un adiós eterno a estasdelicias inefables, encerrarme en el convento y dedi-

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carme a El, a El solo, exclusivamente. ¿ No serédigna de tanta gracia, seré una pecadora?... ¡Ah!Cuando en la noche reina el silencio, y fijo mi aten-ción en la mujer del mayordomo, que reza el rosariocon su hijito mayor sobre las rodillas, sentada cercadel fuego en que se cuece la sopa de su marido, me-ciendo con el pie la cuna en que dormita el niño, meimagino que la plegaria de aquella buena mujer,tranquila, serena, llena de reconocimiento por la fe-licidad que le prodiga el buen Dios, asciende hastaEl más pura que la mía, que está llena de turbación,de ansias, de deseos impropios de mi condición, yde los que no puedo substraerme por un momento.

¡Qué larga carta te he escrito! Con tal que no meguardes enojos, y me la contestes con otra más ex-tensa... Háblame de ti, de tus padres, de tus entrete-nimientos, de tus pequeños disgustos, como lohacías todos los días allá en el convento, en la horadel recreo, teniéndote abrazada. Creí charlar contigolargo rato, estrechándote las manos como antes, queatenta me escuchabas, vagando por tus labios unasonrisa maliciosa. Escríbeme pues, escribe en cuatronutridas carillas de papel (que no me contentaré conmenos), así me pones al tanto de todo aquello queme habrías dicho de ellos. Chárlame un poco de to-

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do, largamente. Cuéntame, sin omitir detalle alguno,cuánto piensas; en qué empleas tu tiempo, si tienestedio, si te diviertes, estás contenta, feliz como yo, yrecuerdas a tu María; dime el color de tu vestido,¡pues ya sé que tienes uno como el de una señorita!Dime si hay flores bellas en tu jardín, si en Mas-caluccia existen castaños parecidos a estos, si hasasistido a la vendimia. Escribe presto, que esperoansiosa. No me tengas tanto tiempo con la bocaabierta.

Adiós, adiós, Mariana, hermana mía: te envíocien besos, a condición de que me serán re-tribuidos.- Tu María.

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19 de septiembre.Mariana mía:Unicamente llegan a estos sitios tristes noticias,

sólo se ven rostros despavoridos. Azota el cólera aCatania. ¡Doquiera el terror, la desolación!

Si no fueran estos sobresaltos, estas angustias,¡qué vida más pacífica la que se pasaría aquí! Mi pa-dre sale de caza, o me acompaña en mis intermina-bles paseos, temiendo me extravíe en el bosque. Mihermanito Luis corre, grita, alborota, trepa a los ár-boles, dejando colgado todos los días algún pedazode su trajecito, y la madre... (Mariana, ¡si supierascuánto me cuesta, darle este dulce nombre a mi ma-drastra! Imagínome ofender la memoria de mi pobremadre... Sin embargo, ¡es necesario llamarla así!), yla madre a gritarle, a darle golosinas, besos, cachetesen las mejillas, remendarle sus vestidos, volverlo aasear un sinnúmero de veces al día. Ella no hacenada más que coser y agasajar a sus hijos, ¡dichososde ellos!... y a menudo, mientras da un vistazo a lacocina, a la criada que adereza la comida, me repro-cha mi poca habilidad, negándome en absoluto ap-titudes para los quehaceres domésticos... ¡Es muycierto! Tiene sobrada razón. No hago otra cosa que

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correr por los campos, recoger florecillas, escucharel canto de los pajaritos... ¡a mi edad! ¡casi friso enlos veinte años! … ¿Comprendes? Me ruborizo demí misma; pero mi querido padre carece de energíapara censurármelo; él se lo pasa acariciándome y ex-clamando: ¡Pobrecita! ¡Dejadle gozar los días que lerestan de libertad!

Cada vez que pienso en mi desdichada madre,que reposa allá, en el cementerio de Catania, inún-danse de lágrimas mis ojos. A menudo me sucedetambién, el considerarme una extraña en la casa demi padre. A nadie culpo por ello. No están habitua-dos a verme, ni a tenerme a su discreción: he ahí elmotivo.

Por lo demás, si mi madrastra me reconvieneporque no soy apta en cosa alguna, tiene sus buenasrazones para ello, lo cual redunda en beneficio mío,pues soy la única culpable.

Mi hermana, de espíritu poco expansivo, con-trasta con la locuacidad de mi carácter: me quierebastante, no se queja de la incomodidad que le oca-siono, ocupando el cuartito en que está arrinconadomi pequeño lecho que en otras ocasiones le servía,de guardarropa, en tanto que hoy, haciendo las ve-ces de éste su cama, coloca encima sus cajitas y sus

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vestiditos. Luis continúa siendo el muchacho alegrey chacotón que conoces; me salta al cuello a cadamomento propicio que se le presenta, consolándo-me con un beso cuando su madre me reprende acausa de mis vestidos destrozados. ¿Pero qué culpatengo yo, si en el convento no me han enseñado aremendarme los vestidos? Tocárame a mí razo-nablemente. Judit es una señorita y pasa la mayorparte del día ocupada en sus vestidos y en sus toca-dos, y hace bien en ocuparse tanto, pues los vesti-dos, las vistosas cintas, le sientan tanto que parecenhechos para ella... Y además es rica por la dote de sumadre; mi padre, como tú sabes, no pasa de ser unmodestísimo empleado. ¿A sus años ella, en quépodría pensar? Vez pasada, probándose un vestidonuevo, ¡tan bella estaba!, que no pude menos de pe-dirle me consintiera abrazarla. Rehusó, dándome laexcusa que iba a ajarle la seda de éste. ¡Cuán bobasoy, Mariana! ¡Cómo si se tratase de mi humildísimatúnica de saya, que no corre el riesgo de arrugarse!

¡Ah, la familia!, ¡qué bendición del Cielo! En lanoche, cuando mi padre cierra la puerta, se apoderade mí un inefable sentimiento de placer, cual si seestrechase el lazo que me une a los míos en la inti-midad del hogar. ¡En vez de aquella penosa sensa-

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ción de tristeza que experimentábamos nosotras,pobres reclusas, ¿recuerdas? oyendo el ruido delmazo de llaves del conserje, y el estridente rechinarde los cerrojos! Mi pensamiento vuela hacia las in-felices enclaustradas, oprimiéndoseme el corazón;cien veces me he confesado, otras hecho penitencia,y jamás pude substraerme a todas estas ideas. A laaurora, antes de abrir los ojos, cuando me despiertael gorjeo de los pajarillos que se disputan las migajasque exprofeso colocara para ellos en el alféizar de laventana, mi primer pensamiento proporcióname lasatisfacción de verme en el seno de mi familia, juntoa mi padre, a mi hermanito, a Judit, que me abraza-rán dándome los buenos días; que no tendré oficiosque rezar, ni meditaciones que hacer, ni silencio queguardar; que abriré mi ventana, apenas salte del le-cho al suelo, por la que penetrará la brisa embalsa-mada, algún rayo del sol, el rumor de la fronda, elcanto de los pájaros; que podré salir libremente acorrer, a saltar donde mejor me plazca; que no verérostros austeros, túnicas negras, ni lóbregos corre-dores... ¡Mariana!, ¡te confesaré al oído un gran pe-cado!... ¡Si me hicieran un lindo vestido de colorcastaño! ¡sin crinolina, eh! ¡Oh, esto no es posible!...Pero un vestidito que no fuese negro, que me per-

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mitiera correr y escalar tapiales, que no me recorda-ra a cada instante, como esta maldita túnica, que alláen Catania, una vez desaparecido el cólera, meaguarda el convento!...

No pensemos en eso. ¡Soy una fugitiva, una lo-ca!... Perdóname, querida Mariana, chanceo; pero entanto, aun no te he dicho que poseo un lindo paja-rito, un gorrioncito precioso, alegre, vivaz, cariñosí-simo conmigo, que parece comprenderme, quevuela a tomar su comidita en mis manos, me picoteael dedo, y se divierte en estrujarme el sombrero. Suhistoria en su principio es un poco triste: mi padreme lo trajo un día envuelto en el pañuelo, salpicadode algunas manchas de sangre, ¡pobrecito!, ¡sin du-da en su primer vuelo un tiro de escopeta lo hirió enuna alita! Afortunadamente la lastimadura no fuegrave. ¡Qué crueles e inexplicables diversiones lasde los hombres! Al notar aquella sangre, a sus gritosde dolor... (el desdichado sufría intensamente...) yolloré con él, hasta el extremo de ofender a mi queri-do padre. Todos reían de mí, incluso Luisito. Lavéla herida del infeliz, perdida la esperanza de que sal-vase de la muerte. ¡Pero hete aquí que de repentesa1ta, haciendo gran ruido! Por momentos el po-brecito, dolorido todavía, viene agitando sus alitas a

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refugiarse en mi seno, como si quisiera expresarmesu gratitud. Yo, en cambio, lo consuelo a besos, loacaricio, le doy migajas y mijo, y él se va muy avis-padito a posarse sobre la ventana, para volversenuevamente hacia mí gorjeando, batiendo sus alas;el cuello estirado y el pico entreabierto.

Anteayer un gatazo feroz me dio un tremebundosusto, mi Cariño, ¿sabrás que se llama Cariño? seentretenía jugueteando sobre una mesa, pues éste sepermite hacer mil bufonadas, revolviendo y desor-denando todas las cartas, trinando sin cesar, dándo-se vuelta a mirarme con sus ojillos vivarachos, elfalaz, desdeñoso, cuando, de súbito, salta sobreaquélla dicho gatazo negro, alargando la zarpa paraapresarlo. Doy un grito, mi pobre Cariño, chillandotambién, veloz, vino a guarecerse, en mi seno. Nome explico cómo lo escondí, tomándolo en mis ma-nos, bajo el delantal, ambos temblando. A mi alarmaacudieron todos los de la casa. Mi madrastra, mereprendió por haberla asustado, sin causa alguna,diciéndome que no estaba ya en la edad de las niñe-rías, que en cuanto al gato, habría hecho perfecta-mente en atrapar a mi Cariño; Judit reía y el pillastrede Luis instigaba al gato a arrebatarme el pajaritoque ocultaba en el regazo. Lo sentía temblar de mie-

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do, entre mis manos, y el corazón le latía fuerte-mente. ¡Me habría hecho sacrificar antes que aban-donarlo! Desde aquel día no olvido cerrar la puertade mi cuarto, donde suelto a sus anchas a mi Cariño.¡Odio a aquel gatazo!

En cambio, abrigo gran cariño por el perro delmayordomo, un hermosísimo perro negro del pajar,alto, que en los primeros días causábame muchomiedo con sus ladridos, pero que hoy me acaricia,meneando la cola, lamiéndome las manos, restre-gando sus flancos en mi túnica, denotando en suinteligente mirada, su fidelidad. En efecto, él, en lospaseos a que me acompaña, constitúyese en miguardián; apenas doy un paso, échase a correr de-lante a explorar el terreno, regresando en seguida agrandes saltos, ladrando alegremente y agitando sucola. Cuando yo lo llamo, él ya sabe que llega la horade nuestro paseo (oportunidad que en el día ofréce-se a menudo), ¡vieras qué ladridos, qué saltos, quéfiestas!

Te he hablado de mi perro, de mi gorrioncito,de aquel feroz gatazo, olvidando hacerlo todavía delos vecinos de estos parajes que frecuentemente en-contramos, y en cuya compañía, generalmente a lastardes, en la hora del ocaso, hacemos lindos paseos.

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Habitan una, casita en el fondo del valle, a pocadistancia de mí ventana. Son los señores Valentini;¿los conoces? Mi padre y mi madre los reputan muybuenas personas. Yo y Anita, su hija, más ó menosde mi edad, somos amigas; pero no en tal alto gradocomo tú y yo, ¿comprendes? No te pongas celosa,que te amo el doble que a ella, pues deseo que tútambién me prefieras a tus otras amigas.

¿Cuándo escribirás? ¡Me has hecho esperar tucarta catorce, larguísimos días! Fíjate como yo tecontesto pronto y extenso. ¡Si dejas pasar otrotiempo igualmente largo en manifestar que me quie-res tanto como yo a ti, que me devuelves los mil be-sos que te envío, entonces amaré a mi nueva amigamás que a ti! Piénsalo.

P.D: Olvidaba decirte que los señores Valentini,aparte de Anita, tienen además un hijo, un joven queha venido repetidas ocasiones en compañía de suhermana, y que se llama Antonio, pero le nombranNino.

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27 de septiembre.

Mariana: ¿Por qué no te hallas aquí para pa-searte, recrearte, para divertirte con nosotras? ¿Porqué estaré privada de abrazarte, y decirte a cadainstante: mira cuán bello es esto?; ¿Qué tan agrada-ble es otro?... Y mostrarte cuán feliz soy, ¡Dios mío,feliz como no se puede desearlo más! ¡Qué sería, sitú te encontrases aquí!...

Ayer, a la caída del ocaso, hicimos un magnífico,paseo con los señores Valentini por el bosque delos castaños. ¡Qué bello bosque!, ¡si tú lo vieras,Mariana! Una sombra deliciosa, une que otro rayodel sol moribundo que se filtra entre la fronda, elrumor grave y prolongado de las ramas más eleva-das, el canto de los pájaros, y a intervalos, solemne yprofundo, el continuado silencio. Bajo aquella in-mensa, bóveda de ramas, entre aquellos intermina-bles, tortuosos senderos, el pavor casi sería dedesear, si fuese agradable. Las hojas secas crujían anuestro paso; de trecho en trecho algún pajaritoasustado, huía, sacudiendo con estrepitoso, mi im-previsto ruido, las pocas hojas que lo ocultaban; vi-gilante, nuestro hermoso perro, corría tomando la

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delantera, festivo, ladrando, tras las alondras atemo-rizadas; Anita, Luis y Judit, iban de bracete cantu-rriando; el señor Nino los seguía con su fusil enbandolera; el resto de la comitiva venía muy atrás,gritándonos a cada instante que no anduviéramostan ligero, dado lo fatigoso de la cuesta del monte.El señor Nino tiene también un hermoso perro, unlindo perdiguero, de largas orejas, a manchas ne-gras; se llama Alí, y ya ha trabado estrecha amistadcon Vigilante. Judit y Anita, a cada paso, quedabanenredados por sus largos vestidos en los matorrales,no así yo, ¡te lo aseguro!, corro, salto, pero no tro-piezo, ni las malezas dejan señales en mi túnica. Elseñor Nino iba, junto a mí, recomendándome tuvie-ra cuidado de no caer, temiendo por mí, el pobre.¡Si no hubiera sido, por mi cortedad, casi casi le hu-biera desafiado a correr! Judit se lamentaba a cadainstante, de su cansancio. ¿Qué mujeres son estas,Mariana?, ¡no saben dar diez pasos sin sentir la ne-cesidad del brazo de un hombre, o de dejar pedazosdel vestido en las zarzas! ¡Bendita la túnica mía! Elseñor Nino brindóme numerosas veces el brazo,¡como si yo tuviera, necesidad de él! Lo habrá ofre-cido a propósito para hacerme rabiar. ¿Por qué no

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se lo ha ofrecido a mi hermana, quejosa desde la sa-lida, y que hubiera aprovechado de él y no a mí?

Cuando nos encontramos juntos en la cumbredel monte, ¡qué magnífico espectáculo! El castañarno alcanza hasta allí, y desde la cima se goza de lavista de un horizonte dilatado. El sol declina, de unlado, en tanto que la luna surge del otro: en ambasextremidades dos crepúsculos diversos; las nievesdel Etna que parecían de fuego, alguna sutil nubeci-lla que surca el espacio, simulando un copo de nie-ve, el vaho de la lujuriosa, vegetación de la montaña,un silencio solemne, más allá el mar que se platea alprimer rayo de luna, y sobre la ribera como unamanchita blanquecina, Catania; la vasta llanura li-mitada a su fondo por una cadena de montes azules,que cruza el Simeto serpeando luminoso como ar-géntea cinta, y después, poco a poco, subiendo hacianosotros, todos aquellos jardines, aquellas viñas,aquellas aldehuelas que nos envían de lejos el toquedel Avemaría; la soberbia cumbre del Etna eleván-dose al Cielo, y sus valles envueltos ya en las som-bras, y sus nieves que reflejan los últimos rayos delsol, y sus bosques que se estremecen, que murmu-ran, que se agitan. ¡Mariana, estas son las horas enque querría llorar, en que querría estrechar las ma-

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nos a todos aquellos vecinos míos, en que no puedoproferir una sola palabra, sin embargo de agolpár-seme en la cabeza pensamientos sin cuento!... ¡Mi-ra!... ¡Yo no sé como no estreché la mano al señorNino, que estaba a mi lado!.. ¡Siempre soy locuela!

Creo que todos en ese momento experimentaronlo que yo, pues todos callaban. El mismo señor Ni-no, alegre siempre, como tú sabes, también callaba...

Después descendimos corriendo, parloteando,riendo, espantando los pájaros (que nos asustaban asu vez, a1 escapar con estrépito impensado entre lashojas) y jugando a las escondidas en la arboleda, apesar de que nuestros padres desgaflitábanse gritan-do que no corriéramos. Alí y Vigilante tomabanparte en la jarana, saltando y ladrando alegremente.De rato en rato, a través de la densa sombra, pene-traba un rayo de luna por entre las ramas hasta sustroncos, plateándolos, y dibujando figuras capricho-sas sobre la hojarasca que cubría el suelo. El señorNino corría también como un muchacho, como unloco, ni más ni menos que todas nosotras. En dos otres ocasiones salí victoriosa, vanagloriándome.¡Vencer a un hombre!... Y luego me ocultaba entrelos árboles, evitándole verme ruborizada... así nome intimidaba... y cuando me dejaban atrás los

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otros... hasta él..., me incorporaba jadeante, sin po-der contener el aliento, gozosa, sin temor de en-contrarme sola en la espesura, puesto que oía susvoces, los ladridos de los perros... y además, ¿el se-ñor Nino no tenía acaso su excelente escopeta ter-ciada en bandolera?

Motivo de algazara fue también, saliendo delbosque, ver a la distancia la luminaria de nuestra ca-sita. ¿Ignoras por ventura, cuán agradable nos es enla campaña, en la silenciosa lobreguez de la noche,distinguir a lo lejos las ventanas iluminadas de la ca-sa paterna, la luz hospitalaria, que nos guía, que nosllama, que hace pensar en el techo común y en la se-rena tranquilidad de la vida familiar?

¿ Sabes que en estos ocho días transcurridos,hemos estrechado íntimamente con los señores Va-lentini? ¡Qué buena gente! parece que fueran amigosnuestros de hace veinte años. Anita, simpática mu-chacha, no ríe de mi túnica ni de mis maneras sin-gulares de novicia; juntas lo pasamos de la, mañanaa la noche, se pasea, charla, juega, merienda y algunavez aderezanos la comida reunidas. Te diré quehasta he aprendido a jugar... ¡Por caridad, cuida deno decirlo a alma viviente! Todavía lo hago con po-ca destreza, perdiendo casi siempre; pero señor Ni-

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no tiene la gentileza de dirigirme y aconsejarmeconstantemente, conformándose con no jugar.Cuando regrese al convento, te prometo acusarte lascuarenta.

¡El convento, mi Dios!... He ahí la única nubeque obscurece estos risueños horizontes. Pero nopensemos por ahora, Mariana mía, sigamos alegres yfelices; ¡venga después lo que Dios quiera!

Mientras estamos aquí alejados del peligro, segu-ros, tranquilos, divirtiéndonos, ¡cuanta pobre genteen cambio, llora y sufre!; ¡cuanta miseria, cuantaslágrimas, cuantas inocentes víctimas! Las noticiasque a nosotros llegan, cada cuatro o cinco días, cuantristes! ¡Dios mío, piedad para tantos atribulados!

¡Cuantas sospechas! ¡Cuantos terrores! Sabrásque nuestros supersticiosos aldeanos creen en en-venenadores, en razas envenenadas, en que se yo...¡desgraciados! son semejantes a mí, que cuando medomina el miedo, veo fantasmas; razón por la cualtodas las noches vense en los valles, sobre la mon-taña, doquiera, fuegos, señales de los que velan, de-tonaciones continuas de tiros de escopeta, cual si sepretendiera ahuyentar a espíritus malignos, a poseí-dos del diablo!... ¡Cuan triste; que en las solemnida-des de la noche, entre las tinieblas y el silencio, en

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medio de la general conmoción, asume proporcio-nes espantables!

Me he entristecido, ¿verdad?; y un momentoantes te hablaba alegremente de nuestras diversio-nes. Me dices que tu también te diviertes en amablecompañía; te creo, pero juraría no vale lo que lanuestra. También me dices que no volverás más alconvento... ¡feliz de ti!... ¿Si deberé regresar a él, sinti?... Ahora quiero estar contenta; ¡que en el futuro,Dios provea!

Cariño, completamente sano, ha crecido tornán-dose un tanto triste; pero vivaz, alborotador, va-lentón, y con un vozarrón ¡si yo no lo impidiera,creo que llegaría su audacia hasta hacerle frente algato! El pobre Vigilante recibió un cruel estacazodel mayordomo, y chillando vino a buscarme en sudesdicha. Yo lo acaricié, siempre le doy algún boca-do preferido, y ya no abandona más el umbral de micuartito.

Supongo que nada olvidé contarte. Escríbemepronto y largo. Dime que me quieres mucho así co-mo a Anita, quien por igual te estima.

Adiós, adiós.

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1º de octubre

¡Si supieras, Mariana, si supieras!... ¡el pecadazoque he cometido!... ¡Dios mío! cómo tendré valor deconfesarlo... ¡No me lo censures!... a ti, a ti sola loconfesaré... pero al oído, ¡eh! despacito...¡No me loenrostres!... Abrázame y escucha...

¡He bailado!... ¿entiendes? ¡He bailado! perooyes... ¡no me censures!... con ninguno... mi padre,Judit, Luis, mi madre, Anita, los señores Valentini...y el señor Nino... Delante de todos he bailado, conél... ¡Escucha! me justificaré... verás que no he sidoyo... que no fue mía la culpa... que me obligaron...Noches pasadas los, señores Valentini trajeron suarmonium, se sentó a él Anita; enseguida Judit;danzaron todos, Anita, mi hermana y lo mismoLuis, un poco. Hubo que sacar el lecho de mi her-mana para dar mayor amplitud al salón. Despuésque Judit terminara de bailar, el señor Nino invitó-me. Encendióseme el rostro, y habría deseado en-contrarme cien codos bajo tierra. Balbuceaba, no seque palabras. Rehusé, rehusé infinidad de veces, telo juro; todos reían, batiendo palmas; mi padre en-tonces vino a tomarme de la mano, sonriente tam-

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bién, me acarició, concluyendo por decirme, que noera indiscreción el que yo tomara parte condescen-diendo. Intenté estérilmente, hacerle comprenderque en realidad era profana, que ni tampoco esto mehabían enseñado; el señor Nino persistió en diri-girme personalmente; no me di cuenta de más, elvértigo se apoderó de mí, sentía zumbarme los oí-dos, temblar las piernas; me dejé conducir, meabandoné sin saber yo misma lo que de mí hacían.¡Cuánto sufrí, Mariana!...¡Después... cuando él metomó de la mano... cuando ciñó su brazo en tornode mi talle!... me pareció que su mano ardía, que bu-llía mi sangre en las venas, que un calofrío me lle-gaba hasta, el corazón!... Pero inmediatamente em-pecé a tranquilizarme. ¡El corazón se me despeda-zaba al contacto de los latidos de aquel otrocorazón contra, el mío! ¡Habránse reído todos demí! Ríe tú; también. Sí, que yo misma me río. ¿Cuáles la, muchacha, que a nuestra, edad, no ha bailadopor lo menos veinte veces? ¿Quién sabe si en unprincipio experimentaron todas lo que yo sentí?...Pero te confieso que enseguida aquella música,aquellos semblantes alegres, las palabras que Ninosusurraba suavemente a mis oídos alentándome, sumano que estrechaba la mía, desvanecieron casi por

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completo mi turbación, y hasta agregaría el rubor...¡Pobre Mariana! ¡No me lo reproches!... Casi, casi,creo ser feliz...

Mariana mía, ¡perdóname, nunca volveré a ha-cerlo! Por otra parte, espero que me dejarán en paz:habrán reído hasta el cansancio de mi túnica y de mitontería... hasta, él... el señor Nino... ¡Pero no! Estoysegura de que él no me sacó a bailar con la intenciónde mofarse de mí... sino que sus propósitos erandistraerme... y en realidad, se portó galantementeconmigo, pobre pupila que no sabía ajustarse al rit-mo, que a cada paso tropezaba, que sufría de ma-reos... él, ¡que baila también! ¡Si lo hubieses vistobailar con Anita!... ella sí que lo hace con maestría!

Después se hizo un poco de música. Anita y Ju-dit cantaron bellas partituras de teatro. A toda, costaquisieron que enseguida cantara yo... Dime tú, ¿quécosa podría haber cantado que no fuera la SalveRegina? Y bien. Pues dijeron que se contentarían,aunque más no fuese que con la Salve. Indudable-mente deseaban entretenerse a mi costa, y mi padre,el primero, obligóme a cantar. En el coro, bien losabes, cantábamos casi en tinieblas tras las verjas,echando el velo sobre la faz, y entre personas quetíos conocíamos íntimamente; pero aquí, al descu-

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bierto, ¡entre tanta gente!... ¡y entre éstas, el señorNino!... No obstante, tuve que cantar, prescindiendode la letra, se entiende, sólo la música. La voz metemblaba, faltábame el aliento, tuvieron empero labondad de ser indulgentísimos conmigo, de no reír;antes más bien, me aplaudieron. Tengo entendidoque en verdad, es una, música bella, la de la SalveRegina... Vi al señor Nino tan conmovido... mirarmede cierta manera... a él, generalmente alegre y bur-lón.

Te he escrito todo lo que hago, cuanto pienso, loque me divierto; todos mis pecadazos, aun a riesgode recibir una, filípica tuya... Lo que es yo, no habríaosado confesárselos ni a aquel santo viejecito cape-llán nuestro... Pero, si a ti no te los refiriese todos,hermana mía, si contigo no me desahogase revelán-dote todas estas cosas, ellas me anonadarían. Sientola necesidad de hablarte extensamente, recordán-dote todos los detalles, meditarlos de cerca, hablarde mí misma, y verlos escritos sobre el papel, so-ñarlos... Estas son las horas en que, bullentes, mul-titud de pensamientos llenan mi cabeza de vértigos,me embriagan, me aturden. Todas estas locuras, to-das estas nuevas sensaciones, acaso sean muy vio-lentas para mí, habituada a la quietud y al

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recogimiento claustrales. A lo menos, hablandocontigo, me siento feliz, puedo depositar en tu cora-zón las penas que en el mío rebosan.

Escríbeme, escríbeme pronto. No dejes pasartanto tiempo sin contestarme. Consuélame, discurrecon tu desventurada amiga, que está inquieta, des-concertada con todos estos fracasos, todas estasnovedades, todas estas impresiones, y tiembla, co-mo un pajarillo, asustado hasta de los curiosos quevienen a observarlo, los cuales no abrigarían cierta-mente deseos de causarle daño, pero que se lo pro-ducen con sólo permanecer a su vista.

Querría llorar, reír, cantar, estar alegre. Necesitouna, carta tuya. Necesito hablar contigo, ¿lo entien-des? Abrázame, Mariana mía... ¡Si siquiera pudiesellorar, ocultando mi cara en tu seno!...

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10 de octubre.

El jueves tuvimos un gran día. ¡Celebróse el díade mi padre! Excusado es decirte que desde el ama-necer toda nuestra reducida familia, estuvo en mo-vimiento, inundando la casita de júbilo y de alegría.Mi madre, con anterioridad, había, mandado torcerel pescuezo a un pavo, vigilando afanosa los prepa-rativos de la comida. Judit regaló al Padre un lindogorro de seda, bordado a escondidas preparándoleuna sorpresa; yo no pude hacer otra cosa que obse-quiarlo con un hermoso ramo de flores silvestres,recogidas a la aurora, húmedas aún con el rocío dela noche. Mí ofrenda, era muy modesta; pero mibondadoso padre la apreció tanto como la de mihermana, abrazándonos a ambas, arrasados sus ojosen lágrimas. Nuestros amigos llegaron hacia el ama-necer, precedidos de una gran algazara, de tiros dis-parados a1 aire y ladridos. ¡Qué alborozo! Losseñores Valentini traían también lindos ramos, for-mados de verdaderas flores de jardín, hechas venirexpresamente de Viagrande. Mi humilde ramito,ante aquellas soberbias flores, adquiría un aspectode humillado. Nos dieron además una liebre gorda,

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muerta el día anterior... El señor Valentini no vamás de caza, pero sí su hijo... Mi madre dio prefe-rencia a la liebre sobre las flores... Por mi parte, tedeclaro que desde hace algunos días estoy a puntode reconciliarme con los cazadores… será efecto dela costumbre. Y sobre todo, ¿qué podemos com-prender nosotras de semejantes diversiones por lascuales tienen los hombres tanta afición? Mi padrequiso que nuestros amigos se quedasen a comer connosotros. ¡Fue un magnífico día! Se cantó, se rió, sepasó alegremente, y hasta se bailó... yo no.

Después de la cena el cotidiano paseo. La nocheera bellísima; pero, sin saber por qué, yo no estabatan alegre, tan contenta como notaba a los demás, ycomo solía estarlo otras veces. Me complacía en es-cuchar el leve ruido de las hojas que caían, el rumorde los árboles, el canto lejano del búho; me interna-ba en la espesura, bizarra, afrontando el temor can-sado por las sombras, gustaba estar sola aparte, puesde rato en rato velábanse mis ojos de lágrimas.

¿Qué misterio existe en nuestras almas, Ma-riana? Debería haber estado alegre aquel día, en quetodos lo estaban. No sabía explicarme a mí mismaesta extravagancia. Tendré quizá el genio poco equi-librado, al que convenga más la quietud del claustro,

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y que aquí se halla fuera de su quicio, agitado, in-quieto y tal vez algo alocado.

Adiós. Te escribiré cuanto antes. Esta carta esbreve, hasta seca, cuando debiera escribirte una lar-ga, muy larga, en que te narrara cien cosas más: to-das las tonterías que se me vinieran a la mente, todolo que no pudiera charlar contigo de viva voz. Pero,¿qué quieres? Hoy fáltanme alientos. Me siento fati-gada, sin ganas, no tengo las ideas claras. Hasta,mañana, pues.

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23 de octubre

Me regañarás por haber dejado sin respuesta tucarta, y tendrás razón, Mariana mía; pero ya me, lohe reprochado yo a mí misma. No sé que es lo quetengo, no sé... El más insignificante trabajo, la máspequeña ocupación me dejan exhausta... Reprénde-me... Estoy hecha una perezosa... Querría estar el díaentero sentada a la sombra de los castaños; pasar lasnoches fijos los ojos en el firmamento. Todo aque-llo que más me atraía, hoy cáusame fastidio.

No quiero pasearme más por el castañar; cantar,reír, todo me da tedio. ¡Tu pobre María se hallabastante triste! Yo misma no sé por qué. Acaso elSeñor haya querido hacerme probar cuán efímerosson los placeres y los goces que existen fuera de lavida conventual ¡Oh, mi Dios! estos son los mo-mentos en que casi siento miedo de mí misma...¡porque aun en mi plegaria me absorben!... ¡Diosmío! ¡perdóname! ¡confórtame! ¡Dios mío, sostén-me!

Mi Cariño hase vuelto casi selvático, y muchosdías han pasado que no me recreo más con él. ¡Hu-ye de mí! ¿Habréme vuelto muy cruel, acaso? Vigi-

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lante tampoco me prodiga sus fiestas de costumbre,pues no halla, recompensa, y nota, quo me incomo-da.

¿Si estaré enferma, Mariana? Te confieso al oídoque casi, casi desearía estarlo, porque entonces to-dos estos fastidios, estos cansancios del alma, obe-decerían a un motivo y no me amedrentarían.

Tú, en cambio, que eres sana, alegre, feliz, escrí-beme, escríbeme a menudo. Quiéreme cien vecesmás hoy, en que necesito doblemente de tu cariño,retribuido con creces; hoy, en que el único senti-miento que me resta, es el de una gran ternura porlos míos, por todos mis conocidos; ¡figúrate pues sipor ti!

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12 de noviembre.

Mariana, estoy convencida de que a nosotras,pobres corazones débiles y tímidos, todos estos tu-multos mundanales, estas fuertes sensaciones, estosplaceres, prodúcennos un daño inmenso. Somoscomo esas humildes florecillas aclimatadas al suavecalor de la estufa, que el aire libre agota.

¿Te recuerdas, cuando te escribía que estaba ale-gre, feliz, dos meses ha? ¿Que cada emoción nueva,era un tesoro para mi corazón, ávido de dicha?¿Cómo agradecía a mi buen Dios todas aquellassensaciones placenteras, a que se abría el alma míabendiciéndolo? ¡Verdad, Mariana! Demasiadocierto es lo que las monjas nos decían continua-mente, y que el padre Anselmo predicaba desde elpúlpito: las verdaderas alegrías tranquilas, serenas,perdurables, enciérralas el claustro. No sabría dartela razón, pero, sí, sé que las del mundo son biendistintas. Yo lo he experimentado... ¡yo que me en-cuentro tan transformada! Todo me cansa, me pesa,me da aburrimiento... todo en mí es motivo de in-quietudes, de turbaciones... y de desalientos... Delmismo modo, no podría explicar la razón de esos

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ímpetus de loca alegría, rayana en delirio, y de lasrepentinas tristezas que por contraste me asaltan,me aterrorizan. En medio de todos estos dones delCriador, que bendijera otrora, siéntome infeliz...

Querría retornar a las santas paredes del con-vento. Postrarme de hinojos ante el coro: abrazarmede los Pies del Salvador; besarte, y escondiendo mifaz en tu seno, desahogarme de las lágrimas que meoprimen el corazón.

No te mofes de mí, Mariana; compadéceme, fue-ra mejor; compadéceme que estoy muy triste, sin al-canzar a comprender ni encontrar la causa, o acasosea cruel e ingrata con el buen Dios que me colmarade tantas bendiciones, ingrata con mi querido padreque se esfuerza en disipar mi tristeza prodigándomemil caricias, ingrata con mi familia, con mis amigos...

No puedo escribir más. Deseo llorar. Toda lanoche la he pasado en la ventana, fijos los ojos enlas profundas tinieblas que me parecían llenas deespectros, escuchando los ladridos lejanos de losperros, el zumbar de los insectos noctámbulos... ¡yno he tenido miedo!...

¡Si pudiese abrazarte!... ¡si pudiese llorar!... ¡Es-críbeme tú al menos!... Escríbeme. No te pido más.

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10 de noviembre.

Mi querida Mariana, tú estás inquieta por mí, porel estado de mi espíritu; haces preguntas que nocomprendo, que me embarazan, a las cuales no sa-bría responder: pides mil explicaciones que no sa-bría satisfacer a mí misma. Si tú estuvieses aquí, sinos hablásemos al oído, abrazadas, bajo los árboles,donde la sombra, es más densa, tú, que eres ya una,señorita, que no irás más al convento, que conocesel mundo, tú tal vez supieras hallar el hilo de la ma-deja, tú acaso supieras responder a mis preguntas,sacarme de mis dudas, me confortarías y tranquiliza-rías. ¿Pero qué puedo decirte yo?...

Tus mismas interrogaciones me inquietan, meturban... ¿Me preguntas la razón de no haberte ha-blado de los señores Valentini, en mi última cartatan triste, mientras te conversara tanto de ellos enlas primeras sumamente alegres? ¿Observas que elnombre del señor Nino, recordado a cada instanteen mis primeras, parecía evitarlo estudiadamente enla última? ¿ Cómo lo has advertido? Yo misma nome daba cuenta... ¡Dios mío! tampoco sabría expli-carte el por qué. Pero tienes razón, y me has hecho

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pensar que también ahora he necesitado hacer unesfuerzo para, escribir aquel nombre... Verás igual-mente que mi mano ha temblado... ¡Y si contempla-ses mi rostro!

¡Mariana, Mariana mía!¡Ahora, te lo diré todo, mira!... Pondré mi cora-

zón en tus manos; tú le interrogarás, lo analizarásmejor que yo, que no sabría hacerlo... Tú me dirásqué cosa sería menester para combatir el mal quemina mi existencia, tornar a ser alegre, despreocu-pada y feliz... Tú me abrirás los brazos...

No sé lo que se agita dentro de mí; pero debe seralgo grave, pues he titubeado en confiártelo, consi-derándome reo de un delito, poseída de una ver-güenza, de una inquietud, de un temor inexplicable,como si tuviese un secreto que ocultar y todos fija-ran sus ojos en mí queriendo descubrirlo.

¿Cuál podrá ser este secreto? ¡Mi Dios! Yomisma, no sabría decirlo... ¡Te lo contaré todo, to-do! Si puedes adivinarlo, señálamelo, que yo teprometo afrontarlo, sea un mal o una tentación; tepronieto ser buena, rogar a Dios que me dé fuerzas,me ilumine, y me ayude...

Heme analizado a mí misma para ver dónde re-side, de qué proviene esta turbación; he pasado re-

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vista a todos mis sentimientos, mis pensamientos,hasta mis ocupaciones, las personas con quienesdeparto, los objetos que veo... No encuentro nada, ano ser que... Pero tú me creerás loca, riéndote de mí.

Te he escrito otras veces que nosotros hemosintimado con los señores Valentini. Anita es paraconmigo una segunda Mariana... Mas tú me has he-cho reflexionar que su hermano produce en mí uncierto efecto... Verdad: casi diría que me da miedo...

No, no estoy triste, Mariana.. ¡No me condenes!Es una extravagancia, una locura, indudablemente.Me figuro que, tengo culpa y procuro vencerme a mímisma... él es un excelente joven, lleno de atencio-nes hacia mi persona... No obstante, no sabría, ex-plicarte la impresión que me produce... No esantipatía, ni aversión... sin embargo le temo... enocasiones que lo encuentro, sonrójome, palidezco,tiemblo, querría huirle.

Pero después, él me habla, le escucho, per-manezco a su lado... no sé por qué... me parece queno podré separarme... y pienso en el padre Ansel-mo, cuando desde el púlpito disertaba sobre la, fas-cinación del espíritu del mal, llenándome de miedo.

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¡Dios mío! No, te digo yo, que esto sea lo mis-mo... Es un parangón. Querría poder explicarte laimpresión que él me causa...

Con todo, es cultísimo con los demás, lo mismoque conmigo... y yo no estoy triste, ¡te lo juro! Con-servo grata memoria de sus delicadas atenciones...

Uno de los días pasados, después del baile fa-moso, díjome en un instante que nos encontráramossolos: -Yo le estoy agradecido, señorita. -¿De qué?-De haberme dispensado el favor de bailar juntos.

¡Cuán feliz me sentí! -Y pronunciaba estas pa-labras de manera tan insinuante, que embargó todosmis sentidos. ¡Dios mío! ¡cuán extremosos en suscortesías son los hombres!... Ignoro por qué me dijoesto sottovoce... ruborizado... tal vez eso contribu-yera a mi sonrojo... y no pude responderle, nada...

¡Vé a qué delicadeza llega él por darme gusto!En otra oportunidad me dijo: - ¡Qué bien le sientaesa túnica! - ¡ Me dijo eso!... ¡Maldita túnica negra!...No sabría explicarte el motivo... pero figúrome queno le agradaba gran cosa; me ruboricé, balbucié sinsaber que partido tomar.

Me creerás una loca, y con sobrada, causa, puesno son ciertamente sus galanterías las que pudieronconmoverme de ese modo.

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¿Por qué, cuando escucho su voz, me conturbo?¿Por qué, cuando encuentro fija su mirada en mí,siento al momento encendérseme el rostro, y a ma-nera de un calofrío en el corazón?

Oye, Mariana; creo haber hallado el origen detodo esto. En el convento nos hemos habituado aforjarnos idea tal de los hombres en general, y delos jóvenes en particular, que no podemos avistaruno de ellos sin la consiguiente confusión. ¿ Cómoes, pues, que Judit, mi hermana, aparte de ser másjoven que yo, no experimenta el más pequeño es-crúpulo discurriendo con él? Al contrario, más bienbromea, ríe y habla extensa, y francamente, sin ru-borizarse, mientras que yo, ¡si hiciera otro tanto, meparece moriría! No obstante... Dios me lo perdone...creo que por este motivo, por momentos, abrigohacia mi hermana un sentimiento que se asemeja a laenvidia...

¡Oh, Dios mío! ¡Llámame a Ti, a tu convento,entre la calma, el silencio, el recogimiento; serena mimente, alumbra mi razón!

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16 de noviembre.

Hallélo el lunes en el castañar. Luis, felizmente,me acompañaba. El llevaba su escopeta terciada enbandolera, canturreando a lo lejos antes de acercar-se a nosotros. ¡Cuán dulce voz la suya! Lo reconocíal momento: el corazón parecía escapárseme del pe-cho, y hubiera deseado alejarme, huirle, a causa demi frecuente turbación... Allí, su perro, viónos élprimero, corriendo en derechura nuestra ladrando, yhaciendo fiestas. Debía esperarlo allí, ¿verdad?...malgrado mi sonrojo y verme toda temblorosa. Eldebió haber advertido mi timidez. Se acercó y ex-tendióme su mano; tuve que darle la mía, usándoseaquí estrechar la mano a los hombres, lo que en miopinión no es prudente... dándose cuenta él de quemi pobre mano temblaba...

Había que atravesar, de vuelta, a nuestra casa, laparte más enmarañada del castañar, y en el límite,que es muy rocalloso, abundaban las malezas y lasespinas. Quiso ir en mi compañía v ofrecerme, elbrazo. Temblaba de tal modo, que me insinuó:-Apoyaos con toda confianza, señorita; tropezáis amenudo.- Y era, verdad. Anduvimos un largo trecho

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del camino guardando silencio, estrujando yo adre-de con el pie las hojas secas esparramadas por elsuelo con el pretexto de ocultarle las palpitacionesde mi corazón. Compadecióse de mi estado, e in-tentó romper aquel mutismo, diciéndome: - ¡Québello día! ¡qué hermoso paseo hemos realizado!- ysuspiraba... Luego, Luis quejóse de que yo le pisaralos pies... Después nos sentamos sobre un tapialjunto a la viña, colocándose él a mi lado. Yo no veíamás que la culata de su escopeta con que dibujabasobre los terrones alguna bizarra figura. Alí colocósu enorme cabeza sobre mis rodillas sonriéndomecon sus bellos ojos resplandecientes; lo acariciaba, yél, acaso agradecido, agitaba su cola. Su amo me di-jo:- ¡Cuánto os quiere Alí! ¿Lo amáis vos?- No sépor qué aquella inocentísima pregunta conmoviótodo mi ser, pareciéndome amar intensamente alpobre Alí... Acarició entonces a su perro... nuestrasmanos se encontraron, y sentí temblar la mía. Mimismo silencio contribuía a aumentar mi embarazo.Buscaba una respuesta y no pude balbucir sino: -¡Qué precioso vuestro perro, señor!...- No dijo nadamás y suspiró. ¿Por qué suspiraría? ¡Pobrecito! aca-so sea él también un desventurado. Efectivamente,desde hace algunos días nótolo más melancólico... y

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en aquel momento que suspirara, sentí hacia él unainfinita, ternura, no ya el sobresalto, de costumbre ysí más bien un sentimiento tan fraternal, que hubieradeseado ser como él, un amigo suyo, un hermano,para arrojarle los brazos al cuello y preguntarle quécosa lo afligía así, confortarlo o compartir al menoscon él sus penas.

¡Oh, si! ¡son pecados capitales!... y quién sabecuánto tendré que padecer al hacer la confesión.Otro mayor aun pesa sobre mi conciencia... una vi-vísima curiosidad... por conocer la causa que lo en-tristeciera así... ¡Somos tan curiosas nosotras lasmujeres!... Pero entiende bien que no osé preguntár-selo.

Desde aquel entonces, no lo vi más que de no-che, junto a los suyos. No me atrevo ya a salir sola.

Coso muchísimo en mi ventana, y todos los días,al oír su voz o el silbido con que llama, a su perro,allá en el bosque, en que me imagino ver cruzar unasombra rápidamente entre la lejana arboleda, late micorazón como cuando permanecíamos en silencio,uno al lado del otro, con las manos apoyadas en lacabeza del hermoso, perro.

Todas las ocasiones que lo encuentro, siento lamisma turbación, y por eso evito verlo. Me acontece

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a veces que no puedo escapar, ¡entiendes'... que de-bo disimular mi zozobra y permanecer allí. Cuandome mira, el corazón salta en mi pecho, y querría mo-rir con tal de ocultar mi rubor... Paréceme que todoslos ojos, fijos en mí, me interrogan por qué enrojez-co... y yo, ¡Dios mío! no sabría decirlo... no lo sé.Por eso, apenas puedo aprovecharme del menorpretexto, corro a refugiarme en mi cuartito, a escon-der entre las almohadas el rostro encendido, a llo-rar... no sé... pero pienso que el llanto me hace bien,aliviándome de un gran peso.

Días pasados, mientras me enjugaba los ojos,percibí una sombra en la ventana. ¡Era él, que, apo-yados los codos en el alféizar, escondía la cara entrelas manos... ¡Figúrate cómo me sorprendería! Eltambién aparecía sumamente turbado. Quiso sonreíry creí que lloraba, tan triste se dibujó su sonrisa. En-seguida murmuró: -¿Por qué huisteis, señorita?- ha-bría deseado que la tierra, abriéndose, a mis pies, metragara. Por suerte llegó mi hermana. Tuve que ha-cer un esfuerzo milagroso para calmarme, o másbien para serenar mi rostro fingiendo, y fui a unirmea la comitiva, que se solazaba, en la explanada. Judita su lado, le hablaba, reía, mostrábase tranquila, sintemblar...

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¡Oh, el convento! ¡el convento! Eso es lo quenecesito, pues está hecho para mí. Fuera de él, noexisten más que inquietudes y sufrimientos.

Ve... me juzgaban triste... él uno de los primeros.Dios, que lee en los corazones, sabe que no estoytal, que no soy culpable si mi timidez, mis hábitostan distintos de los de ellos, me hacen aparentar airetriste. Mas ¿quién me creerá?... Ayer, en tanto vol-vían todos a casa, pues el fresco de la noche, se ha-bía vuelto molesto, él se me acercó, triste, pálido,tomóme de la mano, temblando de tal modo, que nome atreví a retirarla, toda confusa... y se expresó consu más dulce acento: -¿Qué os he hecho, señorita?¿Por qué me huís?

¡Dios mío! ¡Dios mío! Hubiera querido pos-trarme a sus pies, pedirle perdón, decirle que se en-gañaba, que la culpa no era mía... Ignoro qué cosa ledije, qué balbuciera. Apareció Anita, me eché entresus brazos y me deshice en lágrimas..

Mariana mía, procura hallar un consuelo paramí, ¡ayúdame!... ¡También tú me abandonas! ¡Soyhuérfana, triste, desgraciada!... Ruega a Dios me ha-ga volver presto a mi tranquila existencia, que en elapacible silencio de esos corredores se extinga el

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soplo tempestuoso venido del mundo a turbar mialma amedrentada.

Te he escrito con los ojos velados por las lá-grimas; no sé siquiera lo que he trazado. Perdón yámame, que bastante lo necesito.

17 de noviembre.

La otra noche, después que él me dijo esas pala-bras, penetré en la estancia donde se hallaban reu-nidos mis padres con los señores Valentini, tanconmovida, que todos lo advirtieron. Mi madrastrasuscitó una escena; me reprochó que yo era una mu-chacha mal educada, caprichosa; que tan pronto meentregaba a excesos de alegría, como me dejabadominar por melancolías injustificables. Mi padreintentó defenderme sosteniendo que yo estaría in-dispuesta.

Los demás callaban. Semejante suplicio duró ca-si una media hora. Cuando conseguí encerrarme enmi piecita., imploré gracias al Señor, rogándole fer-vorosamente me llamase a sí.

Pasé una noche cruelísima, sin cerrar los ojos...He interrogado mi corazón y estoy llena de miedo.

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Mariana mía, si no me atemorizan el pecar y eldolor de mi padre, de Judit, de mi hermano, de ti... yde todos aquellos que me aman... quisiera morirmede cólera...

Adiós.

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20 de noviembre.

¡Mariana! ¡Mariana!... ¡yo lo amo! ¡lo amo! ¡Pie-dad! ¡piedad para mí! ¡No me desdeñes! ¡soy asazinfeliz! ¡perdóname!

¡Dios mío! ¿Por qué este castigo tan severo?Blasfemo. ¡Oh, mi Dios!... ¡Cuánto he llorado! ¡Oh,Dios mío!... ¿Habrá alguna mujer más desventuradaque yo?...

¡Lo amo! ¡Dolorosa palabra! ¡es un pecado! ¡undelito! pero inútil será que me engañe a mí misma.Subyúgame el pecado, pues es más poderoso que yo.He pretendido substraerme, él me ha aferrado,puesto sus rodillas sobre el pecho, arrojándome defaz en el lodo. Mí ser respira sólo aquél: mi cabeza,mi corazón, mi sangre. Véolo ante mis ojos en esteinstante que te escribo, en el sueño, en la plegaria.En vano pensar en otro; me parece que a cada mo-mento asoma su nombre a mis labios, que cualquierpalabra que profiero se convierte en el de él; cuandolo escucho, siéntome feliz; cuando me mira, tiemblo;quisiera estarle cerca en todo momento, y lo huyo;querría morir por él. Lo que siento por ese hombrees nuevo, extraño, atemorizante... es algo más ar-

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diente que el amor que abrigo por mi padre; másintenso que el mismo amor purísimo por Dios!...Esto es lo que en el mundo llaman amor... lo he ex-perimentado; lo siento... ¡Es horrible! ¡horrible!...¡Es el castigo de Dios, la perdición, el anatema!¡Mariana, estoy perdida,! ¡Mariana, ruega por mí!...

Ayer fue a Catania por asuntos de familia. Debióestar de regreso antes del anochecer en el ómnibusde Trecastagne; dieron las nueve y aun no se le veía.¡Imagínate qué aflicción la de su familia y la de to-dos nosotros! Los rumores que corren son tristísi-mos; no había quien no hiciese algún fatalpronóstico. Su madre y Anita lloraban; el señor Va-lentini estaba sumamente agitado, yendo a cada mi-nuto a la colina que domina la viña, de donde puededescubrirse gran parte del camino que conduce a laaldea, por si su hijo hubiera deseado bajarse delómnibus, según su hábito, y caminar a pie hastaaquí. La obscuridad era profunda; en el sendero na-da se distinguía a más de diez pasos. Despacháronsedos mensajeros que indagaran la causa del retardo yanunciaran cuanto antes su regreso. El desolado pa-dre llamábalo, de rato en rato, en alta voz, creyendoser respondido de lejos. Aguzaban todos el oído,puedes imaginarte con qué ansias; esperaban un mi-

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nuto, diez, la voz perdíase a la distancia, en el valle,y sucedía el silencio. Sonaron las nueve y media, ¡lasdiez! el sollozar era general. El señor Valentini salióa buscarlo, solo, en las tinieblas, como un desespe-rado, a preguntar a todos los viandantes, resuelto ano parar hasta dar con su hijo. Pero, ¡Dios mío! ¡sino se veía un alma viviente! y el más animoso cami-nante no se hubiera arriesgado a esas horas a tran-sitar por el camino, vigilado celosamente por los al-deanos que hacen guardia, al cólera. Ese llanto medespedazaba el corazón; el silencio me aterrorizaba;la obscuridad me parecía plagada de fantásticas vi-siones. Encerrada en mi cuarto, arrodilléme a lospies del crucifijo a llorar y a rogar por él. De tiempoen tiempo suspendía mi plegaria, enjugaba mis lá-grimas, reprimía mis sollozos para prestar atención,poniendo toda mi alma en ésta. En el exterior, sólose oía a la distancia la detonación de algún tiro queme causaba sobresaltos, y el lúgubre ladrido de losperros. Volvíme supersticiosa. Pensé: cuando hayarezado cien avemarías seguidas oiré su voz. Dijecincuenta, todas en un aliento; después recomencélas restantes con mayor lentitud, creyendo que habíadicho las primeras muy rápidamente, que el tiempoprefijado no era tan reducido y que Dios no acce-

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dería a mi ruego por haberlas dicho completamentedistraída. Cuando hube terminado las últimas diez,nuevamente comencélas, celebrando que me equi-vocara al contar... Recé las últimas dos, una por una,con pausas entrecortadas para escuchar... y me pare-cía, oír voces lejanas... presté atención, y... ¡nada!...¡el silencio! Acto continuo me dije: si la primera quehabla es Anita, él llegará dentro de un cuarto de ho-ra... Después: cuando el viento haya agitado las ra-mas de los árboles diez veces consecutivas, estaráaquí.

Las ramas se agitaron, continuaron efectuándoloy ninguno venía... Luego me pareció que me sofoca-ba, que mí cabeza se extraviaba, que la sangre circu-laba impetuosa por mis venas impeliéndome a vagarsin rumbo como si estuviera loca desatada; encon-traba que mi cuarto era estrecho, que el techo meaplastaba. Salí al aire libre. Me causaba daño ver llo-rar a esos padres afligidos, atentos ansiosamente almás mínimo rumor que proviniese de la campana, ysusurrar quedos palabras falaces alentándose mu-tuamente. Fui a sentarme sobre el tapial, lejos de to-dos, en la obscuridad, los ojos ardientes, fijos en lastinieblas, que parecían disiparse con más deseos, es-cuchando el ladrar lejano de los perros y tratando

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de adivinar si eran provocados por su paso. ¡Diosmío! ¡Qué padecer! Por momentos me imaginé queel corazón cesaba de palpitar... oí un ladrido dis-tante, ladrido que me era conocido. El corazón co-menzó de nuevo a latir tumultuosamente, a producirruido cuando hubiera deseado sólo escuchar... ¡Na-da! ¡nada!... acaso me había engañado... Enseguidaoyóse otro más cercano, más claro; esta vez todos losintieron; era Alí que ladraba. ¡Es él! ¡llega! ¡es lavoz de Alí!... ¡Ah!... Alí corría, se aproximaba, ladra-ba de gusto, nos daba la buena nueva, nos creía in-quietos, asustados y venía presuroso... se oía el crujirde los sarmientos sacudidos en su brusca carrera;aun no se le veía, pero habría podido precisarse elpunto por donde debía llegar. Parecióme que el co-razón se me escapaba del pecho. Todos habían acu-dido allí, sobre el tapial, próximos a mí. Alí llega,salta el muro, no cabía duda, ¡es él! ¡es él! Me saltaencima ladrando, festivo, todavía jadeante, conmo-vido también, ¡pobre Alí! Yo lo abracé, lo abracéestrechamente sintiéndome desvanecer, y estallé enun raudal de lágrimas.

Por último apareció el pobre Nino, pálido,muerto de cansancio, lánguido. Habiendo el óm-nibus partido, antes que él, venía a pie desde Cata-

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nia, sin haber logrado conseguir otro vehículo quequisiera hacer la travesía a esas horas.

Su padre regresaba con él, y lo besaba. Su madrey Anita lo aprisionaban en sus brazos. Todos lofestejaban; lloraban de júbilo. ¡Me habrá supuesto amí egoísta y cruel, que corrí a encerrarme en micuarto a llorar, a reír, a sollozar libremente, a abra-zar los pies del crucifijo, los muebles, las paredes!

¡Dios mío! ¿Puede haber un ser más infeliz queyo sobre la tierra?

Desde que estas tentaciones se han apoderadode mí, no me reconozco más. Mis ojos percibenmás distintamente, mi imaginación penetra misteriosque hubieron debido quedar ignorados para siem-pre; mi corazón experimenta, sentimientos desco-nocidos, que no habría sentido nunca, que nohabría, debido sentir jamás; es feliz, cree estar máspróximo a Dios, llora, se conceptúa pequeño, aisla-do, débil. ¡Todo esto es espantoso! Agrega insigni-ficantes detalles que se convierten en torturas: unamirada, un gesto, una inflexión de voz, un pasaje;que él vaya a tal punto, en vez de a tal otro; que ha-ble a una persona con preferencia a otra. ¡No mecomprenderás; me tomarás por una loca!... ¡Diosmío! si lo fuese, cuán feliz sería. Es una duda conti-

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nua, una ansiedad, un sobresalto, una dulzura inde-finible. Añade además, la preocupación de mi esta-do, el remordimiento del pecado, la impotencia deluchar contra una afección que es más poderosa queyo, que me invade, me consume, me domina, y metorna feliz, subyugándome... la desolación de serhumilde, de ser cual soy... menos que una mujer, unapobre monja, un alma mísera, incapaz de apreciar loexistente más allá de los límites del claustro; la in-mensidad de ese horizonte que, abierto de improvi-so ante sus ojos, la enceguece, la aturde... Yo meinterrogo a mí misma si este amor, este pecado, estamonstruosidad, no es parte, del Criador... Querría,ser bella como dentro de mí me lo forjo; sorprendi-da por esta curiosidad insólita, dejo caer mis ojossobre mi cuerpo y me entristezco al no hallar másque una tosca saya negra, cabellos echados haciaatrás, sin aliño, timidez que pudiera confundirse consimpleza... y me veo junto a otras jóvenes elegantes,graciosas, exentas de pecado, amando como yo... Meruborizo de mí misma, de mi pudor... Y después...¡aun no te lo he dicho todo! es otra cruz que llevo amis espaldas; es el temor de que este secreto, guar-dado sigilosamente en el pecho, sea descubierto!¡Temor de tu rubor, de tu palidez, del temblor de tu

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voz, del palpitar de tu corazón! ¡Figurarte que todotu ser te acusa a ti misma, que todos se confabulanpara espiarte... y sentirte próxima a morir de ver-güenza, si esta desgracia, aconteciese! ¡Me escanda-lizo de lo que estoy escribiendo, de lo que tú leerás...tú que te indentificas conmigo!...

Y me lo impongo como una especie de peni-tencia... ¡Lo amo tan locamente y moriría de ver-güenza, si él lo supiese! Querría arrojarle los brazosal cuello, morir a sus pies, y no osaría darle la manopor nada de este mundo... y si me mira, bajo losojos... ¡Y en tanto, pensar que mi padre... que mimadrastra, que él, podrían leer en mi corazón!...

¡Dios mío! ¡antes hazme morir!... ¿ Y si te dijeseque este temor no es absolutamente infundado?...que mi madrastra me llamó esta mañana, y obser-vándome de una ojeada que parecía penetrarmehasta el corazón, me dijo: -Tú estás muy pálida yagitada de un tiempo acá; ¿qué tienes?- Yo temblé,balbucí no sé qué cosa, pero no supe qué decir. Ella,volvió a repetir con ese semblante que me causabahonda pena: -De algunos días a esta parte, me hedado cuenta de que se ha operado en ti un cambioradical. Niña mía, si los aires del campo te pruebanmal, tu padre no persistirá en retenerte, permitién-

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dote volver a tu convento.- Y acompañó estas pocaspalabras con una mirada y un tono de voz tal, cual sideseara decirme: -¡Lo sé todo; conozco tu secreto!-Creí desfallecerme. Afortunadamente me hallabasentada, de otro modo hubiera rodado por el suelo,y ella no advirtió que mis ojos se anegaban en lá-grimas, porque en ese momento entró Judit, ra-diante de alegría. ¡Oh, mi desventurada madre, quereposas allá en el cementerio!... ¡Cómo me habríaarrojado entre tus brazos, y te hubiera imploradoperdón, bañada en lágrimas!...

Judit le dijo: -«Mamá, ¿sabes que los señoresValentini nos invitan a ir con ellos a la casita de losBertoni, nuestros vecinos? Se bailará. Sé buena, va-mos, ánimo, mamá. Iremos... ¡Qué agradable debeser un baile aquí, en el campo! Y la adorada Juditacariciábala con tanta gracia, que su madre cambióinmediatamente su aspecto severo. La besó son-riendo y lo contestó una sola palabra: ¡Locuela!

¡Oh! ¡bendito el santo afecto de una madre, re-velado en una palabra o en una caricia! ¡Bendita ladicha que nos proporciona el contento de los nues-tros! Contemplélas tan bellas a ambas en ese ins-tante en que el Cielo les derramaba sus dones, que

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rogué a Dios por todos aquellos que, a la par mía,vense privados de ellos.

Judit fuese a emperifollarse brincando y can-tando, y llamóme para, que la peinase. Tiene unamagnífica cabellera castaña; y todos los días, cuandole desato los cabellos, al arreglárselos, pienso en elgran pecado que se cometería, destinándolos a sercortados como los míos. Pero ese día, presa, de lamayor turbación, no acertaba a hacer nada bien. Hi-ce y deshice un sinnúmero de veces sus trenzas ycada vez quedaba menos satisfecha, deshaciéndolasenojada. ¡Mi Dios! -exclamó.- ¡Parece que hoy tu lohicieras a propósito! -Perdóname, hermana mía- ledije, - ¡yo no tengo la culpa! -No, es que probable-mente te disgusta peinarme. -Oh, Judit, ¿ por quédices eso? No, ¡te lo juro! Lo hago lo mejor posible-respondí lagrimeando... Con todo, es buena mi que-rida hermana. Me miró sorprendida, encogióse dehombros, me tomó el peine de las manos y dijo:-Vamos, no hay motivo para llorar. Las haré yo.-Deseaba abrazarla, besarla, pidiéndole perdón paraquitarme esa amargura del corazón. ¡Cuán cándida yrecelosa soy! Ya era tarde, la esperaban solamente aella; tuvo razón de impacientarse y decirme: -Pero¡Dios mío! ¡dejadme peinar al menos!- Salí entonces

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enjugándome los ojos. Anita me encontró en el um-bral y me preguntó: -Y bien, ¿ qué haces? ¿ No vie-nes tú también? -¿Qué cosas se te ponen en lacabeza?-exclamó mi madrastra.-¡Una novicia!...¡Pues no faltaba otra cosa,!- Nino, fijos sus ojos enmí, callaba; yo lo veía, aunque no lo mirara. En-tretanto, se acercó mi padre, informándose del mo-tivo de esos preparativos y de la fiesta. -¿Y tú?-mepreguntó enseguida. -Yo me quedaré en casa, papá.-No, no; puedes venir tú también; estamos en elcampo. -Padre mío, prefiero estar en casa.-Entonces te acompañaré. (¡Padre idolatrado! ¡él síque me ama!) -¿Cómo? ¿y quién nos llevará?- pro-rrumpió su mujer. -Podríais ir en compañía denuestros amigos. -Pero no mirarán con buenos ojos,tratándose de visitar por vez primera a personas queno son de confianza. María podrá perfectamentequedarse al cuidado de la criada y de la mujer delmayordomo. -Siguieron aún algunos diálogos, aun-que mi padre concluyó después, por ceder a la vo-luntad de su mujer; pues tú sabes que el pobre jamásla contradice en obsequio a la paz.

Amiga mía, te confieso que, por primera vez enmi vida, experimenté el desagrado de ser excluida deuna diversión por la cual todos anticipadamente se

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mostraban halagados en alto grado... Y después...¿quieres saberlo? He sentido un nuevo dolor... pen-sando que él podría haber visto a tantas otras her-mosas señoritas, que habría bailado también conellas... Pensando en estas cosas... mi ojos se hancolmado de lágrimas...

Ahora estoy sola. Los he visto partir, alegres,cantando. Sólo él parecía melancólico. Me mirabacomo si hubiera querido hacerme, mil preguntas.Daba su brazo a mi hermana... ¡Qué bella la encon-traba a Judit con su lindo vestido celeste, apoyadaen el brazo, de él, riendo, charlando ambos!

Yo los seguí con la vista hasta doblar la senda, ydesaparecer detrás del cerco de espino blanco querodea el tapial de la viña. Por algún tiempo todavíaescuché sus voces, sus risas, su algazara que meapenaba el ánimo... ¡Oh!

¡Dios mío! ¡cuán envidiosa soy! ¡cuán apesa-dumbrada me hallo!... Tuve que pensar en él para noestallar en sollozos; recordar su mirada fija en mípara no envidiarle... He quedado sola... Las estrellascomenzaban a brillar. Era una hermosa noche delotoño que perdura dulce y templado. La mujer delmayordomo ha encendido el fuego para la sopa,colocando a sus espaldas a su criatura. El marido,

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de regreso de las viñas, puso su escopeta al lado dela puerta, y entretúvose en juguetear con su chiquitínque lo mantenía sobre las rodillas. Todo respira cal-ma, serenidad, paz. Solamente yo me siento inquieta,triste e infeliz.

¡Te escribo todo lo que pasa en mi corazón, ycuando las lágrimas me impiden ver lo que trazo enel papel, miro al cielo estrellado y la sombra de losárboles desde mi ventana; evoco esa fiesta, todasesas gentes alegres, que se divierten, que están pró-ximas a él!... ¡pienso en él!... Y entonces no puedoescribir más, todos mis pensamientos giran en sutorno; necesito verlo siquiera mentalmente, en tantoque danza y ríe con otra... y... adiós...

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21 de noviembre.

¡Mariana! ¡Mariana! ¡llora conmigo! ¡rie conmi-go! ¡abrázame! ¡El me ama! ¿no lo sabes?... ¡meama! ¿comprendes?... ¡No puedo expresarte más! Túentenderás todo lo que significan estas dos únicaspalabras: ¡me ama!

En la noche de ayer, ¿recuerdas? tenía ante misojos esa triste carta, apoyada de codos en el escrito-rio. Las lágrimas caían silenciosas en el papel, y sinque le, advirtiera, empapábalo. De súbito escuché unrumor venido de fuera... el rumor de pa-sos...¿Sabrías explicarme por qué el rumor de cier-tos pasos repercute en el corazón? ¿por quéimpresiona todo nuestro sistema nervioso y paralizatoda la circulación de la sangre?... Levanté la vista...la ventana permanecía abierta, y detrás de ella habíauna sombra, una voz que me llamaba quedo... ¡El!¿entiendes?... ¡Él!... Si no lancé un grito, fue debidoa faltarme el aliento. -Perdonadme, señorita - medecía, - perdonadme, - sin agregar más. Yo no meatrevía a mirarlo: pero sus palabras descendían hastalo íntimo de mi corazón, dulces como la, miel.-Vuestra madre es injusta y cruel con vos. Todos se

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divierten allá y yo he pensado que estaríais aquí so-la... ¿ Hice mal?- añadió después de una breve pau-sa, durante la cual habrá oído los latidos de mi cora-zón -¿me perdonaréis? - Entonces alcé los ojoshasta él y vilo con sus codos afirmados sobre el an-tepecho de la ventana, la barba entre las manos co-mo otras veces lo contemplara. ¡El había pensadoen mí y su voz temblaba!- ¡Señor!... exclamé, ¡se-ñor!...- y no supe decir otra cosa. Luego exhaló unsuspiro cual yo lo hiciera, y me dijo: -Escuchadme,María...- y calló, y se restregaba los ojos con sus ma-nos, parecía que titubeara, ¡él, un hombre! Temblétoda, como si ese nombre penetrase por todos losporos de mi cuerpo. ¡Me llamaba María!... ¿ com-prendes?... ¿Por qué me causaba tal emoción sen-tirme llamada, por mi nombre? -Escuchadme,insistió; vos sois una víctima.- ¡Oh! ¡no, señor! -¡Sí,sois víctima de vuestra situación, de la crueldad devuestra madrastra, de la debilidad de vuestro padre,del destino! -¡No, señor, no! -¿Por qué, pues, os im-ponen profesar de monja? -Nadie me lo ha im-puesto, señor... ha sido mi propia voluntad...- ¡Ah!-Y suspiró de nuevo, pareciéndome que se enjugaselos ojos. No podía distinguirlo claramente, porqueestaba, en las tinieblas, en el vano de la ventana, y

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las lágrimas velaban mis ojos. -La necesidad, repli-qué. - El no dijo nada. Transcurridos algunos ins-tantes en silencio, me preguntó con voz algo ronca:-¿Y tornaréis al convento?- Dudé, pero repuse: -¡Sí!-Calló de nuevo. Nada más dijo. En balde, esperé,esperé, largamente que me dijese algo; sequé mis lá-grimas para cerciorarme si había partido: aun estabaallí, en el mismo sitio, en la misma actitud, sola-mente que había ocultado el rostro entre las manos.Esto me dio fuerzas y di un paso alejándome de lavela que me molestaba... Tú sabes cómo es de an-gosto mi cuartito; de un paso se llega a la ventana...El me oyó, e irguió la cabeza; noté que lloraba. Ex-tendióme la mano sin pronunciar una palabra. Fueun instante de extravío, en que se nublaron mis ojosy mi mente se ofuscó y encontréme con mis manosentre las suyas. -María, decíame. ¿Por qué os iréis alconvento? -¿ Lo sé yo acaso? Es indispensable, nacídestinada a ser monja. -¿Me dejaréis, pues?... -y llo-raba en silencio como una criatura, sin tener el or-gullo de otros hombres que ocultan sus lágrimas.Creo que me sucedió lo mismo, puesto que hallóhumedecidas mis mejillas, lo mismo que mis ma-nos... aunque éstas podrían estarlo por las lágrimasde él, que sentía caer gota a gota... y cuando estuve

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sola y encerrada, en mi cuartito... repróchamelo,censúralo si gustas... pero yo besé mis manos toda-vía húmedas...

Permanecimos largo tiempo así callados. So-lamente murmuraba: - ¡Cuán feliz soy!- ¡Yo tam-bién! -respondí casi sin advertirlo. -¡Ves, Mariana,llorábamos y no obstante éramos felices! Sin embar-go, todavía no nos habíamos declarado nuestroamor. Tenía el corazón tan henchido de dulzuras,que no reflexionaba en nada, ni me avergonzabaestar con un hombre... con él... a solas, ¡de noche!No cambiábamos ni una palabra; nos mirábamos.Teníamos los ojos clavados en el cielo; y me parecíaque nuestras almas se comunicasen a través de lapiel de nuestra manos y se abrazaran nuestras mira-das al encontrarse en las estrellas.

¡Mariana! Este don del Todopoderoso quealienta en la criatura, debe de ser grandioso, cuandotodo ante El parece mezquino, el pecado como eldelito, los deberes como las afecciones más sagra-das... ¿Puede hacer éste un paraíso, de una sola pa-labra?...

Por hoy basta. Tengo el corazón rebosante dedicha, para substraerlo a ella. Escribiéndote, ex-perimento aún las mismas emociones... Ahora

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siento necesidad de estar sola, soñar, pensar, ser di-chosa...

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26 de noviembre.

Cuán infelices las mujeres, amiga mía, al no po-der ser árbitros de nuestra propia felicidad. Te heescrito una carta que hoy es una amarga ironía, queno puedo leerla sin llorar. Escucha: estábamos allí,en la ventana, silenciosos, felices, soñando. De im-proviso oyóse ruido; Vigilante ladraba. A continua-ción sintiéronse las voces de mi padre y de Judit.Bruscamente me eché hacía atrás y cerré la ventana.Temblaba toda como si hubiese cometido una gravefalta. Mi padre me encontró en cama, tenia fiebreque me duró toda la noche. Judit no vino; la oía ha-blar en la habitación contigua; parecía irritada y debastante mal humor. Al día siguiente me levanté tanpálida, que mi padre quiso enviar en busca del mé-dico. Más tarde mi madre me llamó a su aposento, yen sólo mirarle el rostro sentí doblárseme las rodi-llas. Hablóme extensamente de sus deberes, de losmíos, de mi vocación, de la necesidad de abrazar laque mi pubertad me imponía. Me habló de los peli-gros que una joven destinada al claustro corre hastaen las más simples relaciones, y concluyó por orde-narme que en lo futuro, cuando vinieran personas

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extrañas a nuestra casa, aunque fuesen los señoresValentini, debería quedarme encerrada en mí cuar-tito.

¡Dios mío! ¿cómo soporté la tortura de se-mejante admonición?... pareciera que ella se gozaseen punzarme con alfileres, en acusarme de un modoenigmático mil pecados, y ni siquiera me dio a en-tender hubiese descubierto, acaso, que Nino dejarael baile por venir en mi busca.

Más de una vez, mientras ella hablaba, me sentía punto de desvanecer; pero ella no advertía mi pa-lidez, mi temblor convulsivo, ni de que tuve queapoyarme, en el respaldo de una silla para no caer.Si se hubiera penetrado de mi estado, habría tenidoconsideración ciertamente, ahorrándome aquel su-plicio. Cuando me hallé sola, me metí en cama; lafiebre me había atacado de nuevo; sentíame enfermay habría deseado morir.

Judit tampoco vino entonces. ¿Estaría resentidaconmigo?... ¿Qué le hice yo, Dios mío?... Creíameser como esos delincuentes de quienes todos huyeny a quienes nadie osa arrimárseles... Sonrojábame dela ventana allí presente, ante mi lecho, como unaacusadora, inexorable. Esa soledad, ese abandono,causábanme daño; hacia la noche llamé a mi herma-

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na, ansiaba verla, ser consolada.. Hasta a mi padrefigurábamelo revestido de más seriedad que decostumbre. Judit acudió por fin, pero notéla bas-tante fría. Arrojéme en sus brazos, y me pareció queese llanto que me producía el efecto de un bálsamo,la irritase. Ahora estoy sola. Figúrome que me huyentodos; maldígome a mí misma. Tienen razón, ¡soymuy culpable! Sólo Dios puede perdonarme: Dioscontra quien he pecado amando una sola, criatura,aún más que a El...

Cose que te cose, me lo paso días enteros en laventana, cuyas cortinas están corridas, y lloro cuan-do tengo la suerte de no ser observada y podermedesahogar... y los ojos me arden... El cielo está en-capotado; los campos yermos; el murmullo del bos-que me atemoriza; los pájaros ya no cantan... sólo decuando en cuando, allá abajo, el búho que se la-menta... Me paso las horas muertas, cruzadas lasmanos sobre mis rodillas, mirando absorta a travésde los cristales esos duros nubarrones grises impeli-dos hacia el poniente, y la copa de estos árboles quese mueven lentamente, sacudiendo sus hojas secas.¡Es el invierno de la Naturaleza que aparece comoel invierno en el alma! Así, mi Cariño se ha fugado¡pobrecito! ¡he sido tan negligente con él! ha ido a

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esparcir a alguna otra parte sus alegrías y melodio-sos gorjeos, lejos del ambiente melancólico en quevivo sumida. Viene únicamente Vigilante de tiempoen tiempo a buscarme; quiere mi sonrisa, mis cari-cias; llega lentamente, como indeciso, inquiriendocon su mirada si es indiscreto, después se detienefluctuando, y menea la cola, y se lame el hocico, cualsi quisiera darme a entender: -Perdóname mi insis-tencia- y se allega a colocar su cabeza sobre mis ro-dillas, manifestándome con esto que aun me quiere;cuándo se aleja lo hace tristemente, pero meneandotodavía la cola, y se detiene en la puerta para despe-dirse.

Diariamente, escucho en la vecina, estancia lasvoces de los señores Valentini que conversan conlos míos. Dos, o tres ocasiones percibí una voz queme penetraba en el corazón... ¡la suya!

¡El! ¡él! ¡siempre él! ¡siempre, este dardo atrave-sado en el corazón, la tentación en la mente, febri-citante mi sangre! ¡él, perenne, fijo ante mis ojos,allí, cerca de la ventana, el rostro entre las manos!...¡El acento de esa voz persistente en mis oídos, lasmanos constantemente húmedas de aquel llanto!...¡Dios mío!... ¡Dios mío!...

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Otra veces he escuchado pasos en dirección ami ventana, y el corazón quería escapárseme del pe-cho. Sentía vértigos, pesadillas, delirios. ¡Agótase millanto, el insomnio me desvela, no puedo rogarmás!... ¡Oh, Mariana mía!...

¿Qué juicios se forjará de mí al no verme? ¿Sa-brá que me ha sido vedado?... ¿ acaso me maldeci-rá?... ¿estará contrariado?... ¿olvidaráse?... ¡Ve a quénivel he descendido! Pluguiera al Hacedor borrarlode mi memoria, y, sin embargo, enloquecería a lasola idea de que no se acordara más de mí. Suelo, alalba, estando absolutamente segura de no ser vista,abrir cautelosamente la ventana, de donde veo, allá alo lejos, al fondo del valle, la casa donde mora, enque duerme quizá en ese instante; contemplar su te-cho, su ventana, el tiesto de jazmines, la vid que aguisa de dosel presta sombra a su puerta... Luego meentretengo en adivinar el punto del alféizar en queapoyará sus codos cuando abra su ventana, el terrónque deshará su planta, la trayectoria ideal seguidapor su primer mirada, hacia mi ventana... pues el co-razón me anuncia que aquélla será para ésta, que seimaginará cuanto he hecho mientras estaba entrega-do al sueño: pensar en él. ¡Eternamente en él! ¡enlos sueños, antes de adormecerme, al abrir mis ojos

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a la luz, en la plegaria! ¡Oh! ¡Mariana! ruega por estainfeliz pecadora, más débil que su pasión; envíameel escapulario de la Virgen del Carmen bendecidoen Roma, tu áncora de salvación. ¡Deseo pensar enDios, implorar la protección de la Virgen, me cubracon su manto misericordioso a las miradas del mun-do, a mí, a mi vergüenza, a mi culpa, al castigo deDios!

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20 de diciembre.

He estado enferma, amiga mía, bastante en-ferma, por lo cual no te escribí. Fueron días en losque todos lloraban, en tanto yo rogaba a Dios mediera al menos la quietud de la inconsciencia. Entorno a mi lecho contemplé todos esos rostros páli-dos, esas lágrimas disimuladas con una sonrisa, másdolorosa todavía... mis ojos distinguían como ensueños, llenas de tranquilidad mis miradas... a todoslos míos vi, a todos... ¡a él sólo no!... le habrán rehu-sado que me vea; no obstante, con la exquisita sen-sibilidad de los enfermos lo entreveía allí, tras laventana, llorando, elevando sus preces... y mis ojos,de mirar fatigados, se dirigían hacia los cristales, através de los cuales un rayo del sol invernal pe-netraba hasta mi mismo lecho. No sabría explicarlo que pasaba dentro de mí; hallaba más conformi-dad, me sentía mucho más aliviada bajo una atmós-fera de paz y de serenidad; mi mente estabaconstantemente fija en él, pero engolfada en tandulce beatitud, que me creía vivir entre los ángeles;que uno de éstos llamado Nino, me cogía de la ma-no, pronunciando mi nombre; que entrambos con-

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templábamos las estrellas como en aquella nocheinolvidable.

Hace frío, llueve. ¡Qué triste su rumor, cuandoazota los vidrios de la ventana! Los pajarillos, tem-blorosos, vienen a buscar refugio en el tejado; elviento arpegia en el castañar; aparte de estas mani-festaciones melancólicas de natura, reina el silencio.Por primera vez he abandonado mi lecho, vacilan-te, decaídas mis fuerzas. Si me vieras cuál te escribo,reclinada en un montón de almohadas, detenién-dome a cada instante para tomar aliento, enjugarmela transpiración de mi frente... y sin embargo, ¡latemperatura es glacial! La cabeza me pesa, tiémbla-me el pulso, el pensamiento tórnase obscuro, confu-so. Me dijeron que habías venido a buscarme... ¡Nolo recuerdo, Mariana mía! Habrá sido uno de esosdías en que la conciencia no me pertenecía. Estediminuto aposento en que he sufrido tanto, mi ca-mita, mi crucifijo, estos muebles, me forjan la ilu-sión de que son parte integrante de mi ser. Pasé, enverdad, horas sin término en la inercia, desesperantede la convalecencia, fantaseando no sé qué, embebi-da en los objetos de mi cuarto; tanto es así, que laforma de los muebles, y la fisonomía, si cabe, de lasparedes, me son queridas. Dicen los médicos que

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ahora sigo mejor. ¡Loado sea el Señor! Pues es me-nester alabarle de continuo a Él, que nos dispensabeneficios sin cuenta, el bondadoso Dios!... Mi pa-dre, Judit, Luis, tú y Anita, os hallaréis todos con-tentos... ¡y él!... ¡también él!...

¡Cuánta dicha encierra el retornar a la vida,cuando se ha estado a punto de perderla! Aunquemás no fuera que para poder contemplar esos ros-tros risueños, recibir sus caricias, sentirse amada,para mirar el cielo azul, oír el silbido del viento, lalluvia caer, el piar de los pajarillos, ateridos de frío.Antójase todo nuevo y encantador; parece que lamente, cansada, desplegara sus alas, y a medida queel pensamiento vuela a posarse sobre un objeto denuestra predilección, experiméntase inefable placeral encontrarlo más vivo en su recuerdo. Amase to-do; ¡elévanse hosannas al Eterno! A porfía dispú-tanse mi mano, descarnada y pálida, la oprimen, labesan... ¡sólo él no! ¡sólo él!

Me he levantado a abrir la ventana, sumamentedébil, sosteniéndome en los muebles. ¡Dios mío!¡cuán embriagador todo lo que veo, malgrado el fríoreinante, la nieve cubriendo los campos como suda-rios, los árboles despojados de su follaje, el cieloencapotado! ¡He vuelto a ver, a lo lejos, pasado

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tanto tiempo, esa casita! la vid, el alféizar, la puerta...el jazminero ya no existe, perdió sus pámpanos lavid, yace cerrada la puerta, todo está impregnado deun aire de tristeza; no obstante creíme transportadaa la tierra de promisión... Me ha parecido que laventana se entornaba... ¡mi Dios!... ¿tengo tan débilla vista?... Vi una sombra por entre las celosías...¡El!... ¡él! ¡él es! ¡me ha conocido!... ¡me aguardaba!¡Oh! ¡Dios! ¡es él, Mariana! ¿no lo ves? ¡es él!

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26 de diciembre.

Por fin ha consentido el médico en que me aso-me a la puerta al mediodía, cuando haga buen tiem-po. Dicen que hay necesidad de tantos miramientosa causa de mi delicada salud. Mi pobre madre tam-bién era de salud delicada y murió prematuramente.Ayer fue Navidad, la hermosa fiesta de Navidad queen el convento se celebra esa noche con cánticos deregocijo, y la tradicional misa del gallo... ¿recuerdas?Los señores Valentini estuvieron durante la novenaa jugar con los míos. Les he oído hablar y jaranearen el comedor, donde chisporroteaba el alegre fue-go, herméticamente cerradas las puertas, y escucha-do mugir el viento y una que otra vez el granizorepiquetear en los techos. ¡Cuán felices debieronpasarlo allí, acurrucaditos, en tertulia constante, acubierto del frío helado y de la lluvia que caía!

Hemos solemnizado hoy la fiesta con una opí-para comida, a la que no asistieron los señores Va-lentini... por causa mía, lo he comprendido, evitán-dome me encontrara con él. La fiesta transcurrió sinalegrías, comparada con la excelente del día ono-mástico de mi padre.

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Lucía esplendoroso el sol en la mañana. Salí unmomento a la puerta, arropada profusamente en ca-pas y chales, sirviéndome de lazarillo mi padre. ¡Cu-án alegre y sonriente la Naturaleza! el azul purísimodel cielo, el sol dorado, las nieves en que estaba en-vuelto el Etna, el mar cerúleo, los vetustos campa-narios de las aldeas blanqueando entre los árboles,los campos de esmeralda contrastando con la blan-cura de la nieve, el bosque silencioso, pues no so-plaba la brisa ni tenía más hojas de que despojarse,la explanada donde otrora tanto bailáramos y ju-gueteáramos, las gallinas hurgando entre la paja, lacabañita, humeante por la nieve al sol derretida, lospajarillos que gorjeaban en el techo, Vigilante echa-do sobre el umbral al calor de los rayos solares, lamujer del mayordomo extendiendo a secar la ropalavada, en las ramas del castaño desprovisto de ho-jas, y canturreando al dirigir una mirada de inefabledicha materna a sus dos chicuelos entretenidos en elumbral de la puerta...

¡Bendito sea Dios! Mil veces sea alabado por laalegría, la felicidad que da al ave canora, a la hojanaciente, al reptil que se calienta, vuelto de dorso alsol que brilla, a la madre, que amamanta, el fruto de

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su amor, a la pobre alma mía entusiasta y agradeci-da.

¡Qué presto llega la noche en el invierno! ¡Hu-biera deseado continuar a la intemperie largo tiem-po, aspirando ampliamente el saludable aire frescode que tanto necesitan mis pulmones y mi pechoexhaustos; y conducida lo mejor posible, apoyada enel brazo de mi padre, hasta el linde del umbrío cas-tañar, en que pasara tan felices horas! Sentarme so-bre el tapial que el musgo ha tapizado de verde.Hacía frío, dábame su postrer adiós el astro del díaen su ocaso; del fondo del valle ascendía una sutilniebla, los pájaros habían ya, enmudecido... ¡Cuánmelancólico el crepúsculo en la estación invernal!¡Mi padre quiso que me entrase y me recogiese en ellecho a la precisa hora en que quebraba sus rayos enlos cristales de mi ventana, la más espléndida lunanunca contemplada. A lo menos habría deseado dis-frutar de esa hermosa luz, pero también cerraron lascelosías. Enferma estoy, ¿entiendes? el ábrego esglacial... luego, entonces debo guarecerme...

Esa noche esperaban a los señores Valentini acenar. ¡Qué espléndida noche la de Navidad! Tam-bién aquí, en esta soledad, toma aspecto de fiesta: elbuen campesino retorna cantando de la llanura para

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fare il Natale acompañado de su familia, el fuegochisporrotea en el brasero y danzan los zagales alcompás de la cornamusa. Presencié en la cocina lospreparativos de la cena, la leña en los fogonespuesta, las bujías y los naipes prontos en la mesa; enuna mesita cerca de la ventana, un plato repleto deconfituras y algunas limetas del licor de rosa. Todoel alegre aparato de una vigilia de Navidad a pasarseen familia. Conté las sillas dispuestas en torno de lamesa, eran ocho... la mía, suprimiéronla... Miré, sinembargo, el lugar donde acostumbraba sentarme, yla que él ocupara junto a mí cuando hojeaba miscartas.

He pensado en todas estas cosas hallándome encama absolutamente sola, en mi pequeña habitaciónobscura, silenciosa, de un aspecto tétrico. Habríadeseado adormecerme, no sentir esas conversacio-nes, esas voces, esa algazara próxima a mí... Pasé lanoche agitadísima, sin poder conciliar el sueño.Creo tener fiebre todavía. ¡Me hallo tan débil! Con-tuve la respiración toda la noche, a fin de percibirlas palabras de él, adivinar por el acento de su voz sise sentía triste o gozoso. Lo oí tres veces; la una,dijo: gracias; la otra: a mí me toca; una tercera: se-

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ñorita. ¡Si imaginarte pudieras cuanto contienen es-tas palabras! ¡explicártelas!

Jugaron hasta la media noche. Yo los escuchódesde aquí. Sentáronse después a la mesa... Do-míname ya el cansancio, mi cabeza vacila... Te heescrito distrayendo mi sueño... por hacer algo yotambién...

Mejor será que hablemos de ti... ¿tuviste unabuena Navidad? ¿estás satisfecha? ¿eres feliz?

Quiero ensordecerme; sacar fuerzas de flaqueza,sobreponiéndome a mí misma estos últimos días;quiero afrontar esta prueba severísima. ¡Dios mise-ricordioso me ayudará! Escríbeme, escríbeme. Enbreve, quizá, nos veamos, y para entonces, ¡cuántascosas tendré que comunicarte!

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30 de diciembre.

¡Oh, Mariana, Mariana mía! ¡cuánto he llorado,cuánto he sufrido! ¡Los señores Valentini partiránmañana! ¿entiendes? ¡No más cólera! ¡no más na-da!... ¡se irán!...

¡No lo veré más!... Por casualidad lo supe, bre-ves momentos ha. ¡Ni siquiera tuvieron la compa-sión de decírmelo!...

¡He creído morirme, he reprochado a Dios elhaberme restablecido la salud! Lloré toda la noche.Tengo el pecho sumamente dolorido. En ocasioneshe sollozado tan fuerte, que temo me haya oído Ju-dit.

¡Soy una desvergonzada! no puedo contenerme,prima en mí un solo pensamiento; restringida en milibertad, como una loca, válgome de la mujer delmayordomo para obtener noticias. ¡Es para mañanala partida! Vino él a despedirse de mi familia, y meimpidieron lo viera, al menos por la postrera vez... yno lo veré más... lo ignoré hasta entrada la noche, yaobscuro... cuando me era imposible descubrir y sa-ludar la casita, en que él dormiría la última, noche...

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¿Qué gentes son estas, Dios mío?... ¡faltos decorazón, de piedad y de lágrimas!...

¡Qué noche! ¡qué noche de martirio! ¡Cuán pe-queño este cuartito, cuán llenos de su recuerdo estoslugares! Toda la noche la lluvia ha azotado los cris-tales, el viento sacudido las celosías, el trueno pare-cía desplomar sobre nuestras cabezas el techo de lacasa, y los relámpagos penetraban hasta adentro conresplandores siniestros... El miedo embargaba missentidos y no me animaba a persignarme... soy unamaldita, una excomulgada, que hice caso omiso detodo menos de él... y más de una vez rogué a Dios,confiando que aquel huracán se prolongase, a puntofijo no sabía qué lapso, con tal que él no se marcha-ra, con tal que permaneciese siempre cerca de mí...¡sólo esto!... no verlo, no hablarle, pero tenerlo allí,en el fondo del valle, bajo aquel techo, tras de laventana, enviarle mi saludo matinal, besar con laimaginación esos umbrales, esa tierra, ese aire... ¿Será demasiado esto, acaso? ¡Dios mío! ¡me con-formaría con ello!...

¿Y él habrá pensado siquiera que yo muero porsu amor? ¿que estoy débil, enferma? ¿No habrá llo-rado, sufrido, él también? ¿Por qué no vino un

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momento, un solo momento, aunque de lejos a pre-sentarse ante mi vista, a darme su último adiós?

¿Por qué no me hizo oír su voz? ¿no ha pasadopor el bosque? ¿disparado un tiro al aire? ¿hecholadrar su perro que me significara si lo quería bas-tante, y sobre la cabeza del cual había colocado sumano junto a la mía? ¡Dios mío, Dios mío!...

Te escribo desde el lecho, sobre un grueso vo-lumen que tengo en mis rodillas. Acométenme decuando en cuando calofríos, vértigos; pero sí no teescribiera, no podría seguir vivíendo aislada, temeríaperder el juicio. Hanse agotado mis lágrimas y la an-gustia me devora. ¡Estoy poseída de una manía, unafiebre, un delirio! Esta lluvia que cae, este viento quesilba, estos horrísonos truenos, estos relámpagos,me hacen insoportable la existencia; el techo me so-foca, las paredes me oprimen. Querría abrir la ven-tana, sentir golpear sobre mi frente la lluvia helada,aspirar este viento frío; querría desafiar la cólera ce-leste, la, tempestad que brama, se tuerce, gime comoyo. ¿Si me hubiesen prevenido, hubiera sufridotanto?... ¿Por qué me han substraído al conventoestas personas sin compasión? ¿Por qué no me de-jaron morir allá, sola, sin socorro, de cólera, aban-donada?...

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¡Ah!... ¡Chitón!... ¡Escucha, Mariana!... ¿No hassentido?... Me ha parecido... allí, tras esa ventana, enmedio del viento, la lluvia, el torbellino... un paso...¡sí, sí, él es!... ¡él es! ¡Mi corazón se destroza! ¡Metomo la cabeza con ambas manos, pues parece quehasta las ideas se me escapan! ¡Es él! ¿Qué hace?¿qué quiere? Golpeó los vidrios... ¡Dios, Diosmío!... ¡quitadme la vida, quitádmela! ¡Adiós, me di-ce! ¡Él, él!... ¡y yo, y yo!... Qué pasa dentro de mí,Dios mío!... Tuve un acceso de tos... mi adiós... El lohabrá oído... No veo más... Me siento desfallecer...¡Dios mío! ¡Si me encontraran muerta con esta car-ta, qué vergüenza!...

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31 de diciembre.

Dios apiadóse de mí... he reabierto los ojos yencontrado todavía esta carta entre mis manos. Na-die la ha visto; la puerta continuaba, cerrada. El solilumina ya mi cuarto filtrándose por todos los in-tersticios de las celosías; los pájaros dejan oír sustrinos en el alféizar... ¡Cuán horrible la luz! ¿y latempestad?... ¿pero y la?...

Me arrojo del lecho... Mi debilidad no me per-mite tenerme en pie... fáltanme alientos para abrir laventana.

Sin embargo...¡Dios mío, hágase tu voluntad!... ¡Todo ha con-

cluido! ¡He visto la casa, muda, abandonada, cerra-das las celosías, un aire de silencio y de desolaciónen su derredor que destroza el alma! He interrogadoa este cielo que nos cobijara a los dos, a estos árbo-les cuyo follaje susurra sobre su cabeza, a estosmontes que pocas horas antes fueron objeto denuestra predilección, hoy solitarios, tristes, abando-nados!...

¡Partió!... ¡partió!...

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Ante mi ventana, en el suelo mojado por la llu-via y por la nieve, vi la huella de su pie... ¡su últimahuella!... Allí posó él su pie, este, alféizar fue tocadopor su mano... ¡él ha estado allí, allí! Este ambienterodeólo, y todo cuanto veo, también él lo ha visto...y ahora ya no está... ¡se acabó, se acabó!

Encontré sobre el marco una pobre rosa mar-chita que él intentara arrebatarme, y yo dejárale ha-cer. La lluvia deshoja sus pétalos. Conservaréla co-mo una reliquia. La llevo aquí, en mi seno... ycuando las tijeras corten de raíz mis cabellos, pren-deré a éstos sus despojos, y se los enviaré a mi her-mana...

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7 de enero de 1855.

Hoy es el último día que pasaremos en MonteIlice. Por la mañana partiremos para Catania. Si to-camos en Mascaluccia, trataré de verte.

¡Vieras qué sello de tristeza caracteriza lo queme rodea! el cielo nublado, el aire frígido, el vallevelado por densas nieblas, los montes cubiertos denieve, los árboles deshojados, los pajarillos entriste-cidos, el sol pálido, una enorme bandada de cuervosnegros graznando por los aires, los aldeanos ateri-dos alrededor del fuego en el hogar.

Los míos no podían aguantarse aquí, aislados,en esta estación cruel, y mucho más hoy que el peli-gro del cólera ha cesado, mi padre no ve el mo-mento de marcharse. Me paso las horas pensando,distraída, apoyada en el marco de la ventana, cuan-do brilla esplendente el sol, u observando triste-mente el cielo a través de los cristales.

¡Mi Dios! esta es la muerte... la muerte en laNaturaleza como la muerte en el corazón... como lade la desdichada rosa...

¡Y pensar que estos parajes bellos en demasía!¡que fui tan dichosa aquí!

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Me he reconciliado con Dios, con mi vocación.Convencida de que la paz, la quietud, la tranquilidadno se encuentran más que allá, en la celda, a los piesde ese crucifijo; que todos los goces del mundo lle-van consigo, en su fondo, un dejo de amargura...¡todos!

Sin embargo, figúrome que una parte de mi co-razón queda en estos lugares en que se deslizaronfugaces horas tristes y días deliciosos. En cada ob-jeto que analizara pensé: ¡mañana no lo veré más!Esta tarde di mi último paseo por el bosque; mesenté por postrera vez sobre ese tapial; contemplé lacabañita ubicada frente a nuestra puerta, y desde laventana miré con un indefinible sentimiento de pe-sadumbre los árboles, los montes, las barrancas, elcielo en que moría, la luz del sol... y lo saludé en mispostrimerías, y asimismo a la piedra cubierta demusgo, al tejado hospitalario que me asila. Un velode melancolía cubre todo el conjunto, melancolíapeculiar que toma de los objetos nuestro espíritu,contristado al darles su último adiós... Y el mío seráeterno. El año venidero, en que estos montes, hoysilenciosos y tristes, renazcan a la vida en plenaefervescencia de rumores, de luces, de fragancias, enque las zagalelas entonen sus canciones en las viñas

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y la alondra en los cielos, mis padres estarán de re-greso aquí... Ellos volverán a ver estos parajes para-disíacos... ¡Yo no! Estaré lejos, recluida en el con-vento... para siempre.

Nuevamente volví a ver aquella casita... pareceque llevara, que sintiera miedo, sola, helada, miste-riosa, perdida en el fondo del valle. He cerrado miventana; he visto extinguirse el crepúsculo en loscristales y lentamente ascender las estrellas en la bó-veda celeste; las paredes alumbradas por la bujía unaúltima vez, revisten una apariencia singular; esa ca-mita, aquel crucifijo, estos muebles, todos estossimples objetos inanimados Con los que me identi-ficara, véolos tristes, cual si me diesen su adiós... Miespíritu también está lo mismo... Lloré, y mi corazónpareció aliviarse de un gran peso.

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Catania, 9 de enero.

Mariana querida, me habrás aguardado inútil-mente. No tocamos en Mascaluccia, porque ha-bríamos alargado demasiado nuestro viaje y ademásel tiempo estaba malo; sin embargo, ¡hubiera desea-do tanto verte!... Estamos en esta desde ayer a latarde, y mañana entraré en el convento.

Partimos de Monte Ilice como a las diez de lamañana, con el tiempo amenazando lluvia. Tantodiera; todo se hallaba listo para la partida y mi ma-dre no hubiera querido desacomodar nuevamentelos baúles y las valijas por nada de este mundo.Mejor que así haya sucedido. ¿A qué pemanecermás tiempo allá? El mismo cielo parecía conspirar.No obstante, cuando salvamos el umbral de esa ca-sita, anudóse mi garganta. Antes de alejarnos quiseotra vez pasar revista a mi cuarto, la explanada, lacabañita del mayordomo, el tapial, ese hermoso cas-taño que extiende sus ramas sobre el techo. Heabrazado las paredes, los muebles de mi aposento;abierto la ventana para escuchar el chirrido de loscerrojos, que al correrse, semejaban llanto; dadovuelta en derredor de la casa para mirar mi ventana

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de frente como él lo hacía... tratar de adivinar el lu-gar en que él posara sus pies...

Todos rebosaban de contento, Judit, Luis, mipadre y mi madre; Vigilante brincaba, pobre animal,ignorante de que lo abandonábamos. La mujer delmayordomo, rodeada de sus criaturas que se le tre-paban por el vestido, nos deseaba feliz viaje; un pa-jarillo, aterido de frío, vino a pararse sobre unaramita desnuda del castaño y púsose como a la-mentarse él también.

Marchamos a pie; en el fondo del valle subimosen los burritos que nos tenían prevenidos para irhasta Trecastagne, pues como tú sabes en estasmontañas no se puede transitar sino a lomo de mu-la. De rato en rato volvíamos nuestras cabezas a mi-rar esos lugares que dejábamos. Al dar vuelta unrecodo del sendero, allá en el valle, pasamos cercade la casita... El sentimiento cegaba mis ojos; noobstante el menor detalle de ella se me grabó en lamemoria. Su ventana tenía celosías verdes y le falta-ba un vidrio; en el antepecho había un rastro de hu-medad en el sitio en que colocaba su tiesto de jaz-mín; el viento destrozó los sarmientos de las videsque treparan por su puerta esparramándolas por elsuelo; en la explanada, delante del portal, veíanse

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todavía vidrios rotos y algunos trozos de papel decartas y de diarios deteriorados por la lluvia que elviento arremolinea; sobre el alféizar se hallaba unapipa rota. Aquellas cosas hablan y dicen: ¡No estámás! ¡nos ha dejado! ¡estamos solas!

Ese era el sendero, por él recorrido, yendo anuestra casa. ¡Cuántas veces lo habrá cruzado! Des-de aquel punto podía ver nuestra, casita levantandosu cabeza por arriba de los castaños, ¡Cuántas oca-siones la habrá contemplado!... Y cuántas posado sumirada en estas piedras cubiertas de musgo, senta-do, con su lindo perro echado a los pies!...-¡Mariana! ¡mí corazón no soporta todos estos re-cuerdos!

Seguimos en burro hasta Trecastagne donde de-bíamos tomar el carruaje. El pobre Vigilante noshacia, fiestas como queriendo irse con nosotros,¿Qué podía hacer yo? Lo acaricié y, casi asomadaslas lágrimas a mis ojos, vilo alejarse forzosamente,arrastrado por el mayordomo que lo había unido ala traílla.

Dirigí una postrera mirada hacia mi queridoMonte Ilice y no distinguí nada, ni la casa, ni la ca-bañita, ni las viñas. Vi solamente una masa obscura,

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informe, que es el castañar y el resto velado por laniebla y blanqueando de nieve.

Subimos al carruaje, y partimos.Cuando entramos en la ciudad, el corazón me

palpitaba aceleradamente. Sacaba la cabeza por laportezuela y me parecía reconocerlo a él en cadapersona que veía... ¡Me habrán supuesto una desca-rada!... en cuanto divisaba un corrillo, no podíacontenerme e inclinaba mi cuerpo fuera de la porte-zuela; conmovida, presentía, verlo allí... el carruajepasaba rápidamente y el corazón se me oprimía,creyendo escaso el tiempo para haberlo reconocidoentre esas gentes. ¿Quién sabe dónde vivirán losseñores Valentini? Veinte veces esta pregunta haasomado a mis labios, pero no he tenido el valor deformularla. ¡Catania es tan vasta! ¡No como aquellosqueridos montes nuestros! ¡Allá sí, fácilmente sedaba con una persona! Encuentro tétricas estas an-chas calles; tristes todas las personas. Hemos llega-do a casa, a la casa de mi madrastra, en que mesentía como una extraña, en medio de mi familia quebesaba de contento sus paredes.

¿Sabrán los señores Valentini nuestra llegada? ¿Si vendrán? ¿Quién sabe si lo veré pasar por la ca-lle?... ¡Dios mío! ¡es tan poco frecuentada nuestra

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desierta calle! Nadie transitaba por estos apartadosbarrios... pero que... El podría... ¿Sabrá alguien pordónde se pasea él en estos momentos? ¡Y si me vie-se en la ventana!...

Mi madrastra me ha prevenido que mañana mepresentaré en el convento. Creyó seguramente dar-me un gusto, sin presumir que a la noticia me inva-diría un terror pánico...

Lo había olvidado... Pero es menester resig-narse... Esa es mi morada. Dios me absolverá y de-rramará el bálsamo consolador sobre este débil co-razón, que no debió, jamás apartarse de Él.

Volveré a ver mi celdita, mi crucifijo, mis flores,la capilla, las novicias mis compañeras... ¡a ti sola-mente no! ¡a ti no te veré más en el convento! ¡há-gase la voluntad del Señor!... Tú vendrás, siquieraalguna vez, a visitar esta pobre amiga, demasiadoinfeliz... ¡Quién sabe si te podré escribir más, y de-sahogarme en ti... ¡Adiós! ¡Adiós!

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20 de enero.

Te escribo un solo renglón que acaso sea el úl-timo. El carruaje me espera abajo. Mi padre, mi ma-dre, Luis y Judit vistiéronse de gala paraacompañarme.

Tengo mis ojos arrasados en lágrimas; las enju-go; aspiro una última bocanada de este vivificanteaire libre.

Los señores Valentini estuvieron a darme suadiós... ¡El no vino! Abrazáronme. ¡Lloré a raudalescon Anita!

¡Descenderé la escalera; subiré al coche, y enunos minutos todo habrá concluido!

Adiós a ti también... ¡Adiós! El corazón se meparte.

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Desde el Convento, 30 de enero.

No he querido dejar transcurrir el mes sin es-cribirte. Habrás podido creer que yo me hallabatriste, atribulada, cuando al contrario, al pie de losaltares, en la práctica austera de nuestro rito, en-contré, si no la paz completa, a lo menos la calmadel corazón.

Es verdad. Se apodera de nuestro ser una in-quietud invencible penetrando aquí, oyendo cerrarsela puerta a sus espaldas, sintiendo de improviso faltade aire, de luz, y bajo estos corredores, entre estesilencio sepulcral y las monótonas salmodias de laspreces. Todo contrista el corazón y lo intimida: esosfantasmas negros que cruzan bajo la tenue luz de lalámpara encendida ante el crucifijo, mudos, desli-zándose sin ruido semejantes a espectros, las floresagostándose en el jardincito, el sol que lucha en va-no por filtrarse a través de los opacos vidrios de losventanales, las verjas de hierro, las cortinas de sargaobscura. Como un suspiro, vienen a morir a los piesen estos muros los rumores del mundo. Aquí todose apaga sin estrépito. Considérome aislada, aun enmedio de un centenar de otras abandonadas.

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Hasta el consuelo de la familia me falta; vé-danme verla si no en presencia de numerosas per-sonas, en una amplia sala a media luz, a través deuna doble reja que defiende la ventana. Nuestrasmanos no pueden estrecharse efusiva, y mutuamen-te. La intimidad doméstica desaparece. No somosmás que fantasmas que se hablan por entre celosías,y en ocasiones me interrogo a mí misma si ese es mipadre, aquel padre que me sonriera y abrazara; siaquélla es Judit, la que brincaba, conmigo; si esootro es el mismísimo Luis, tan avispado como ale-gre. Se han transformado en personas serias, frías,melancólicas: me miran por entre las rejas de lascelosías, semejantes a seres vivientes asomados alborde de un sepulcro, para contemplar cadáveresque se mueven y hablan.A pesar de todas estas privaciones, estos severospreceptos de la regla, observados estrictamente,contribuyen a alejar el corazón de la fragilidad hu-mana, a apartarlo, reconcentrarlo, darle esa calmaserena que procede sólo de Dios y del espíritu; queasí se abreviará nuestra peregrinación en este vallede lágrimas. Me he confesado. ¡He dicho todo! ¡to-do! Aquel buen padre tuvo indulgencia para mi po-bre corazón enfermo. Confortóme, aconsejóme,

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ayudándome a ahuyentar el demonio de mi cuerpo.Me hallo más aliviada, más tranquila y más digna dela misericordia de Dios.

Mañana daré principio a mi noviciado. Quísie-ron diferirlo todavía por algunos días más a causade mi salud delicada. Aun no me repuse del todo dela enfermedad que padecí en Monte Ilice. Cada doso tres días atácame la fiebre, y la tos todas las no-ches. Mi Dios me dará fortaleza para soportar laprueba del noviciado. En adelante no podremosvernos sino contadas veces, ni podré escribirte,porque será difícil ver frecuentemente a Filomena,esa caritativa hermana laica, que se encargará de en-tregarte mis cartas. ¡Ni siquiera veré más a mi ido-latrado padre!... ¡Cúmplase la voluntad del Señor!

Mariana, encomiéndome a Dios, para que yoafronte resignada esta nueva prueba.

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8 de febrero de 1856.

Acabo de terminar el noviciado. Debido al es-tado de mi salud, siempre delicada, hanme acortadouna dispensa. A menudo tengo fiebre, toso y mi de-bilidad es tanta, que la menor fatiga me rinde. Peromi corazón está tranquilo, y este es el mayor bienque Dios haya podido otorgarme. Suele a veces re-belarse la Naturaleza, la tentación reaparece asaltán-dome; póstrome entoná los pies del altar y pasoarrodillada la noche entera sobre el helado pavi-mento del coro; macero mi cuerpo con prolongadasabstinencias y disciplinas, y extenuadas mis fuerzas,la tentación cae vencida y recobro la calma.

Este año de prueba ha sido durísimo. Pero elbuen Dios me hizo salir victoriosa. Vi partir a mifamilia al reaparecer el cólera, el estío pasado; probétambién lo que es el abandono de los nuestros... heestado en la terraza, a espaciar la mirada por esosbellos parajes que otrora me regocijaban... ¡Ay demí! ¡tiempos idos!.. Tantas cosas recordará mimente... Lloré, sí, es verdad, en un tiempo sintiéra-me débil, pero al fin alcancé el triunfo.

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Todo aquí concurre a reconcentrar el alma, a ex-cluirla, en absoluto de aquello que no concierna aDios. Mal mi grado, hasta a los pies del Salvador,cuando me asediaban esas tentaciones... y recordabanuestra casa, los campos, la cabañita, el fuego aquelen que cociera la sopa la mujer del mayordomo, medecía a mí misma si esa mísera campesina que mecíasus hijitos sobre las rodillas, sin mis tentaciones, sinmis escrúpulos, sin mis remordimientos, no estarámás cerca de Dios que yo, que mortifico con milprivaciones mi espíritu rebelde.

¡Cuántas veces han pasado ante mis ojos esosmontes, esos bosques, ese riente cielo!... ¡Cuántas hedicho: a esta hora se hallarán sentados en rueda bajoel castaño, o paseando por los senderos del viñedo;a esta hora Vigilante ladra, los pajarillos murmuransobre el tejado!... y cuando despertaba de mi ensue-ño, notaba mi rostro bañado en lágrimas.

¡Y luego la imagen... la constante sombra; élallí... siempre allí, fija en la memoria... a los pies de lacruz, en medio de los feligreses que oyen la misa, enla cabecera de mi lecho, detrás de la cortina de sargaverde! la tentación que con sus garras me toma porlos cabellos, distrae mi atención de la plegaria co-menzada, provoca mi llanto y mi delirio...

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A intervalos creí volverme loca, y agradecíle aDios, porque los locos son seres irresponsables... Eldomingo, entre los fieles que asistían al templo, mepareció reconocerlo... Persignéme, corrí a echarme alos pies del confesor, asustada, gimiente; el excelenteanciano trató de confortarme, y me indicó las peni-tencias necesarias a la remisión de mi alma mancha-da, castigos que reconozco ineficaces para unaempedernida pecadora como yo.

Más, él hubiera podido concurrir a la iglesia unasola vez a lo menos... a oír misa... aunque no alzaselos ojos hacia el coro... solamente para que se le vie-ra... ¡El no debe estar ajeno al sitio en que me halloy no ha intentado verme!

-¡Dios! ¡Dios mío! Perdóname, Mariana... ¡vecuán culpable soy! ¡cuán desdichada!... Es el demo-nio tentador que me acomete cuando menos lo es-pero...

Infinitas ocasiones impetrando del Señor me li-brara del martirio de esta cruz, baja la vista, miré a laiglesia buscándolo a él, ávida, entre la muchedum-bre, ¡y la plegaria espiró en mis labios! ¡mi pensa-miento detúvose en él!... desvariándo errátil por loscampos, escuchando su paso, el golpe dado en laventana, y contemplando las estrellas, tocando su

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mano, acariciando la cabeza del fiel perdiguero, ysintiendo en mis oídos este nombre: ¡María! ¡comosi descendiera, del alto cielo!...

Oh Dios mío, soy débil, debilísima... pero peleo,me defiendo... No tengo parte en esto, ¡Dios mío!...Es superior a mis fuerzas, a mi voluntad, a mi re-mordimiento y a mi misma fe.

Me escribes que eres dichosa, que estás llena decontento aunque lejos del claustro. Da gracias aDios, Mariana mía, te haya conservado tu madre,que no nacieses en la indigencia, no te haya clavadoen el corazón esta espina, no te haya constituido detemperamento débil, histérica, nerviosa, enfermiza.

Unicamente cuando esta materia vuelva a la na-da, terminarán mis sufrimientos. Dominada por es-tas ideas, siento deseos de alejarme de este mundo aque obstinadamente nos aferramos, alzo los ojos ylos brazos suplicantes hacia los cielos...

Hoy, nuevamente cerca de mi buena Filomena,que se apiada de mis dolores y me proporcíona elconsuelo de escribirte y de recibir tus cartas, te diri-giré alguna mía antes de pronunciar los solemnesvotos. ¿Tú vendrás a la ceremonia, verdad?

Quiero dar el adiós a todos los seres queridos através de las celosías, entre el humo de los in-

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censarios y las armonías del órgano. Quiero que to-dos esos rostros amigos conforten en el grave tran-ce a mi débil corazón; necesito fijar mis ojos en lostuyos y en los de mi padre, de mi hermana, de Luis,de Anita, en el momento en que, estridente, suene latijera entre mis cabellos... ¡Cuánto miedo, cuántomiedo, Mariana!... ¡Cuánto les tengo a esas tijeras!...¡Me atemoriza aquella perspectiva!..

¡Tengo miedo de él... si viniese a la iglesia esedía!... ¡Dios mío! ¡No, no! ¡débil soy, Dios mío!...¡no! ¡por piedad!..

Verás juntos a mi padre, Judit, mi hermano, mimadre, Anita, los señores Valentini... ¡Dios mío!¡hágase vuestra voluntad!

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23 de febrero.

¡Mariana mía! ¡hermana mía!... Suponíame estarabroquelada contra el dolor, pero esto otro que rea-parece me lacera, me anonada, me aniquila. Ahorasiéntome más débil, más pequeña que antes. ¡Diosmío!... ¡Aun esto!.... ¡Aun esto!...

¡Lo que he llegado a saber, Mariana! ¡lo que hesabido!... ¿Hubiera, podido imaginármelo nunca?Estuve más de dos semanas muy enferma. Levanta-da recién, te escribo, desahogándome en llantocontigo.

¿Qué guardo dentro de mi ser, tan mezquino,que gime, sufre y no puede sobreponerme a todasestas miserias terrenales, para elevarse a Dios?

Pero ellos hubieron debido ocultármelo... ¡Sonsin alma!... ¡No! ¡más bien yo soy la débil, yo la cul-pable! Dios me castiga.

El señor Nino se desposará con mi hermana...¿entiendes? ¡Han venido a darme la alegre nueva!Hacen una excelente unión... ambos son ricos... Ju-dit siéntese dichosa y feliz... No he tenido la presen-cia de ánimo suficiente para rogarles prescindiesende la visita de estilo... en que él les acompañaría...

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No me siento con bastante energía para resistir sa-crificio semejante... me matará...

¡Y él!... ¡él!... ¿lo tendrá?... ¡Ah! Imploraré tantoa Dios... por mí y por él... me flagelaré tanto... verte-ré tantas lágrimas, que Dios nos dará a los dos laenergía necesaria para sobrellevar ese suplicio.

He llorado, hasta agotarme las lágrimas.El pecho se me desgarra; mi cabeza desvaría;

querría dormir; querría sobre todo, que el Señor meevitara este tormento...

¡Hágase la voluntad de Dios!

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28 de febrero, a media noche.

¡Loado sea Dios! ya he sufrido la prueba. Creímorir... pero paséla... Ahora, todo ha terminado...

La madre abadesa, y la directora de las noviciasprevinieron a mi familia como a las de todas lasmonjas de la comunidad. Aguardábamos nosotrasen la amplia sala que precede al receptorio; colo-cóseme en medio de la abadesa y la madre directora.Estrictamente a la hora designada concurrieron.Sentí el golpe de la portezuela del carruaje al bajarse,sus pasos al subir la escalera y aproximarse a la re-ja... Me levanté vacilante... no se veía... Oí la campa-na, que me llamaba... La directora descorrió lacortina; me cogí fuertemente a ésta; dejéme caer so-bre el banco de madera; distinguí confusamente enla verja de hierro, los rostros apiñados... pero nodeben haberme visto; estaba obscuro. Todos ha-blaban. Pasado un tiempo, pude escucharlas.

Mi madrastra también... lo mismo, mi padre...Judit callaba... así como él... Mi hermana llevaba

el vestido y el tocado rosa, irradiando felicidad. Elsentóse a su lado; tenía el sombrero entre las manos,alisándolo con el guante... No lloraba... creía soñar...

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sorprendíame que no sufriese más... Después se le-vantaron... Mi padre dióme su adiós, mi madre, son-rióme, Judit me tiró un beso, Luis me pidió dulces...él inclinóse. Los vi alejarse... El iba al lado de Judit:en el umbral le ofreció el brazo... Pasados ellos, lapuerta se cerró, los pasos se perdieron... no se oye-ron más. El carruaje partió... sucedió el silencio.¡Nada más!... ¡Nada!... ¡Completamente sola!...

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10 de marzo.

Dentro de un mes fijo tomaré el velo. Se estánhaciendo ya los preparativos para la ceremonia. Meabruman de cariños. No transcurre un día sin quevengan mi padre y mi madre a verme. Hanse empe-ñado, en solemnizar este acontecimiento. Habrámúsica, fuegos de artificio, convidados. Mi padresiéntese satisfecho de que yo prenda stato, como éldice. Judit viene también de cuando en cuando. ¡Sivieras cuán bella la hace la felicidad! ¡Dios la bendi-ga!

Mariana mía, ¿tú igualmente te has unido enmatrimonio? ¡Me escribes que eres venturosa! ¡Asísea! Pero en tu dicha futura, no te olvides de estapobre amiga, menesterosa cual nunca de tu afecto.De cuando en cuando, cuando dispongas de tiempo,vén a visitarme. ¡Si te imaginaras lo contenta quepaso en los escasos y raros momentos en que tengola suerte de ver a las personas que me dispensan suafecto! ¡Tén presente que es un acto de caridad vi-sitar a las pobres privadas de libertad!

Tú que estás en la luna de miel, que eres feliz,dime en qué consiste esa alegría, esa fiesta, ese goce

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que disfrutará mi hermana; dime qué efecto causaráen su corazón ver siempre inseparable de sí a subien amado, exenta de escrúpulos, remordimientos,de temor, bendecida, celebrada, agasajada por to-dos; dime cómo debe ser la dicha de pensar en queella le pertenecerá, como así él; que lo verá cons-tantemente, a todas horas, escuchará su voz, apoya-rá su brazo en el de él, le comunicará al oído lo quepasa por su mente, que llevará su apellido, que eldía, no lejano mecerá a su prole sobre las rodillas,les inculcará el afecto filial, y a rogar a Dios por él...Pensar que todo será motivo de regocijo, sin solu-ción de continuidad. ¡Cuán magnánimo el Señor enprodigar felicidades sin límite!

Me he informado de que las bodas se verificaránel domingo... ¡Que Dios los bendiga!

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Domingo, 29 de marzo, a media noche.

Mariana mía, te escribo desde mi celda, de no-che, temiendo que mi lucecita pueda ser vista a tra-vés de las cortinas y me prohiban hasta el mezquinoconsuelo de abrirte mi corazón. ¡Qué día pasaréhoy, Mariana! ¿No cesaré jamás de sufrir?

Me hallo sola, trémula de frío; todo es silencioen torno mío; interrumpido apenas por el monóto-no tic-tac de un péndulo semejante al paso de unespectro que se paseara por los vastos corredoreslóbregos. Pasé este día en el coro rezando, toda la-crimosa en presencia del Salvador. Sigo débil, fati-gada, exhausta, pero un tanto más calmado elánimo. ¡Domingo!... Comprenderás tú cuánto signi-fica esta palabra... y no agrego más... ¡Hoy ha sido!...

Me han traído recuerdos de su celebración, ¡sa-bes!...

¿No tuvieron en cuenta mi estado enfermizo ylo perjudicial que me sería?

¡Cómo lo hubieran pensado! Los domina a to-dos el júbilo en un día memorable... Nadie es másculpable que yo, espíritu frívolo, de pobre naturale-za. ¡Qué fiesta habrá sido aquélla!...

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Sin pegar mis ojos he pasado toda la noche...Ellos tampoco habrán podido conciliar el sueño, aespera del alba de este domingo... soñando, con laimaginación, en las flores, los lujosos vestidos degala, la concurrencia, las faces risueñas...

Yo también me las he imaginado, pensando entodas esas cosas. ¡A Judit, radiante de hermosura,ataviada con su traje de novia, cubierta con veloblanco y coronada su cabeza de azahares!..

Y él... él que, dándole la mano, le sonreía... ca-mino de la iglesia, seguido de gran séquito de ami-gos, de parientes, de personas íntimas... el altarprofusamente iluminado, el órgano llenando de ar-monías las naves... Y después, postrados de hinojos,invocando al Altísimo como testigo de su dicha.

El Dios misericordioso le habrá hecho olvidaraquella noche en que me tomara de la mano, las pa-labras que me dijera, los destellos de esa estrella, lanoche del vendaval en que fue a darme su despedi-da, el golpe en la ventana, el acceso de tos que mesobrevino...

También yo los he olvidado... Quiero olvidar-los...

Todo ha concluido...todo.

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¡Ved que me resigno, Mariana, que Dios se haapiadado de mí!... Desde mañana, con ejercicios es-pirituales, me prepararé para afrontar el duro trance.No podré escribirte, no veré más a nadie, ni siquieraa mi padre... Es la agonía.

¿Esos dos corazones afortunados se habrándetenido a pensar un instante en medio de la em-briagadez de su felicidad en esta desdichada mujerque se muere aquí, sola, desamparada?

Ven a la ceremonia... Tendrá lugar el domingo 6de abril. Otro domingo como ves... ¡solamente queéste será triste!... ¿Vendrás? Te aguardaré. Adios.

¿No te parece asaz melancólico este vocablo?

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Sábado, 5 de abril.

Estas líneas, escritas de prisa, te recordarán quete espero, que necesito de ti, de todos vosotros; quehe menester de energía y de valor.

Me trajeron el velo, las flores, el vestido fla-mante; un hermoso traje de novia. Se da mano a losúltimos preparativos. Es para mañana...

¡Vieras qué inusitado movimiento, qué ani-mación, qué júbilo! Todas las reclusas están de fies-ta. Esta inmensa cripta adquiere vida, sólo cuandose abre de par en par para sepultar alguna víctima.

Es un lindo día de abril. El tiempo transcurriótriste hasta este momento; pero hoy brilla el solhermoso. He subido a la terraza a aspirar el últimosorbo de vida.

¡Cuántas cosas viera desde ésta, Mariana! loscampos, el mar, ese inmenso conglomerado de pala-cios, el Etna más allá, al fondo... Todas estas cosaslas veo revestidas de un aspecto lúgubre...

Hubiera deseado ver por última vez a Monte Ili-ce, nuestra casita, el hermoso castañar... No pudeconseguirlo... no los veré más... anúdaseme la gar-ganta de angustia...

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Desde la calzada se elevaba hasta la terraza unaverdadera batahola, ruido de carros, de carruajes, devoces, de gente trabajadora, en continuo vaivén...Todo, más o menos, ese gentío tiene sus ocupacio-nes, sus alegrías, sus penas; camina, trabaja, vive...Los pájaros volando hacia lo lejos...

Dentro de pocas horas, mañana a más tardar,mediará entre mi persona y esa vida palpitante queme rodea, un muro insalvable, un abismo, una pala-bra, un voto...

¿Cómo abreviar esta noche?... ¡Si tú estuvieras almenos conmigo!...

¡Llénome de temor!...¡Dios mío, socorredme!

Lunes, 7 de abril.

¡Hermana mía! ¿Has escuchado alguna vez, ve-nida desde ultratumba, la voz de los que fueron?

¡Óyela! Tu pobre María ha muerto. Me exten-dieron sobre el féretro, cubierta con el paño mor-tuorio; entonaron el requiem, doblaron tristementelas campanas... Me parece que algo funerario flotasobre mi alma, que mis miembros están entumeci-dos. Dentro de mí, el mundo, la Naturaleza, la vida,

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pesan más sobre mi alma que la lápida silenciosa delsepulcro.

¡Qué espectáculo, aterrorizante! ¡La muerte cer-niéndose entre el regocijo de la vida, entre el tu-multo de las pasiones, el cuerpo a quien el almaabandona, la materia que sobrevive al espíritu!

Se me dilatan los ojos como a una sonámbula;dirijo una mirada a lo infinito, envuelto en la obscu-ridad, el silencio, esta quietud inerte... Contémplolotodo a inconmensurable distancia. Te diviso comouna visión, allá en los confines de la realidad... ¿Esque te has desvanecido en el vacío, o más bien yome he perdido en los mundos de la nada?

Todavía me hallo aturdida. Paréceme vagar poruna cripta inmensa; que todo esto es un sueño... queno debe ser eterno, y del cual despertaré. Asistí a unacto patético, pero sin darme cuenta de que he sidoyo el objeto de él... Creo más bien haberme halladopresente como tantas otras en un funeral, en una to-cante ceremonia religiosa, que cuando esa músicacesara, no doblando ya las campanas, se apagasenlos cirios, desfilaran esos sacerdotes por la sacristía,todas esas gentes se levantaran para retirarse, tam-bién yo debía irme y no permanecer aquí, sola...dominada por el terror... Presencié todos esos

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formulismos imponentes que me oprimían el cora-zón, y ¿se trataba de mi? ¿Era yo quien moría?... Esamuchedumbre engalanada allí presente, esos tañi-dos, esas luces, ¿motivábalos yo?... ¿Y pude con-sentirlos?... ¿He consentido en morir?

Me vistieron de novia, con el velo, la corona, lasflores; dijéronme que estaba bella, ¡Dios me lo per-done!... yo no quedé contenta hasta que él me hubovisto... De faz, frente a la reja de la iglesia me colo-caron. Tú me viste; yo, a nadie conocí; rodeábanmeuna nube de incienso, murmullos, muchos cirios en-cendidos; henchían el recinto los místicos acordesdel órgano. Después corrieron la cortina, me des-pojaron de esos hermosos arreos, quitáronme elvelo, las flores, me pusieron la túnica sin que yo loadvirtiera. No oía ni veía nada... dejábales hacer,aunque temblando de tal modo que mis dientescastañeteaban. Pensé en el magnífico vestido de no-via de mi hermana, en la ceremonia a que ella debióhaber asistido libre de las zozobras que me inva-dian. La cortina volvió a correrse. Todas esas gentesaun permanecían allí, miraban, escuchaban, con unaávida curiosidad que me paralizaba, helándome deterror. Desataron mis cabellos, que sentí caer hastamis manos estrechadas; recogiéronlos todos en un

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puñado... luego se oyó el estridor del acero... me pa-reció que me invadía la fiebre del miedo, pero era lasensación de frescura que sentía sobre el cuellocuando el frío de aquél se introdujo entre la mata demi cabellera; de lo demás que aconteciera, sólo con-servo una idea confusa. Mi padre lloraba. ¿Porquélloraría? Vi a mi madre, a Judit, a Luis...

Al lado de Judit había otra persona en sumo gra-do pálida que me miraba con los ojos abiertos des-mesuradamente. En ese momento el estridor de lasheladas hojas, superaba el canto de los sacerdotes,los acordes del órgano, los sollozos de mi padre.Los rizos de mis cabellos caían de todas partes, entrenzas enteras... y las lágrimas brotaban de misojos... El órgano sonaba tristemente, las campanasparecían llorar. Extendiéronme sobre el féretro, en-vuelta en la mortaja. Todas esas figuras negras merodearon; me miraban pálidas, impasibles como es-pectros, salmodeando, empuñando cirios. La corti-na descorriose nuevamente. En la iglesia, repercutióel ruido de la gente que se marchaba... Me abando-naban todos... mi padre incluso... Los espectros meabrazaban, me besaban, sus labios eran fríos, sussonrisas mudas.

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¿Todo aquello significaba que yo moría? ¿Ybastará eso sólo para adormecer cuantos afectosbullen en mi ser? ¿para sofocarlos? Esa ceremonia,esas luces, aquel túmulo, las tijeras, ¿han tenido elpoder de dejarme vacío el pecho, inertes los senti-dos? ¿Cómo han podido hacerme descender viva ala tumba, renunciar a todos los bienes de Dios: elaire, la luz, la libertad, el amor?...

¡Todavía la tentación!... ¡todavía!... ¡aun despuésde muerta!... Pero también ésta morirá. Aquí, dondeexistiera el corazón, no hay nada ya. Son los últimossoplos de vida, es la lucha del alma que se resiste amorir. Pienso, gimo, me agito, sufro, pero esto dura-rá poco. He pasado la noche entera desvelada, sinsoñar, sin siquiera poder pensar. ¿Qué han hechode mí? ¿qué cosa? He aquí lo que me preguntabaaterrorizada. Toda la noche allá, tras de la cortinafijo siempre ese rostro... el rostro de él... mirán-dome, mudo, palidísimo, los ojos desmesurada-mente abiertos, al par que las tijeras sonaban sin ce-sar, estridentemente entre mis cabellos. Agótansemis fuerzas para llorar: la nada me invade...

¡No, no es verdad! ese misterio extraño que sellevó a cabo no me ha aproximado a Dios... me halanzado en las tinieblas, en el vacío; me ha anona-

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dado. No me explico qué cosa alienta aún dentro demí... Es un silencio que me llena de pavor.

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15 de mayo.

Te escribo desde mi lecho. Hállome bastante en-ferma. ¡Vieras, mi querida Mariana, cómo ha devo-rado mis carnes la fiebre! Cuando miro mis pobresmanos lívidas y trémulas, creo ver circular mi sangreen sus venas, tan descarnada estoy. Siento un ardor,un escozor aquí, en el pecho...

Nótome hoy un tanto mejor y con fuerzas paraescribirte. Querría charlar contigo y transportarme aaquellos días en que nos hallábamos rebosantes desalud y de alegría, todo lo que me circunda es tantriste, que mi corazón no tiene fuerzas para sonreírni aun con los ojos cerrados y soñando en lo pasa-do. He sufrido cruelmente, pero el Señor me acom-paña. Me han trasladado a la enfermería y esto meha producido un intenso dolor. Siquiera en mi cel-dita rodeábanme tantos recuerdos que, aunque biendolorosos, me eran caros; pero aquí todo se me an-toja lúgubre, como si cada paciente dejara el espec-tro de sus sufrimientos... ¿Quién sabe cuántasmonjas murieron aquí?... acaso en este mismo lechoque me deparó mi suerte... Y cuando en las intermi-nables noches de insomnio en que la fiebre sube

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más, sugiérome estas reflexiones, apodérase de míun terror invencible, y veo fantasmas cubiertos develos negros deslizándose por las paredes, leve-mente, haciendo vacilar la débil lucecilla de la lám-para del corredor... y tengo miedo, y oculto micabeza bajo las sábanas. Sollozo de la mañana a lanoche recordando mi inolvidable cuartito de MonteIlice, cuyas paredes me conocían y sonreían junto amis padres, ese hermoso sol, ese aire, esos rostrosamados... Y cuando mí afligido corazón tiene mayornecesidad de afectos y de consuelos, sólo ve en sutorno los semblantes de los enfermeros, casi impa-sibles por la sempiterna costumbre de contemplar ladesgracia. Hasta el rayo de sol que penetra por laventana, lo veo pálido, descolorido, enfermizo. Laprimavera pasó sonriente por la tierra, sin enviaruno solo de sus vivos colores sobre este rincón ol-vidado, de penas y de miserias.

Ayer vi una mariposa completamente blanca, re-voloteando hasta posarse al fin en los cristales de laventana. ¡Tú, bendecida del Señor, que gozas delsol, respiras al aire libre a plenos pulmones, no po-drás forjarte una idea del tierno sentimiento quepuede producir la simple vista de una mariposa o elperfume de una flor, en el alma de una enferma! Fi-

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guréme que todo el alegre cortejo primaveral, el auraperfumada, el verde de los prados, el canto matutinode la alondra, palpitan en derredor de esa mariposa,y hubiese venido para alegrar el dolorido refugio detantas abandonadas. ¡Ay de mí! la leve mariposa,después de haberse detenido un segundo en la tristeflorecilla, que comienza a brotar en la hendidura delalféizar, se alejó batiendo sus alitas y perdióse en eléter purísimo... ¡era libre, alegre, y acaso viera todosestos rostros demacrados y todas estas lágrimas!

Dentro de dos o tres días espero levantarme poruna hora o dos. Pondré todo mi afán en que mepermitan volver a mi celdita... me substraigan a estelugar...

¿Quién sabe cuándo podré veros de nuevo? Mesiento de tal modo extenuada, que me figuro no de-beré levantarme más de este lecho.

Te he escrito en dos o tres intervalos, y no po-drás imaginarte la fatiga que esto me ha oca-sionado... No obstante, ha sido un gran consuelopara mí... el único consuelo que me resta. No querríajamás dejar de comunicarme contigo, porque entre-tanto lo hago, olvido mis sufrimientos, y que estoyaquí... y tantas otras malhadadas cosas. Pero hoy nopuedo más. Te he escrito una extensa carta, ¿ver-

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dad? demasiado extensa para una infeliz enfermacomo yo. Te costará algún trabajo descifrar la es-critura, debido a que la mano está trémula; mas, túque me amas, adivinarás lo que escribí... y aun lo queno haya escrito.

Necesito dar gracias a Dios hasta por esta en-fermedad. Estoy como atolondrada. Paréceme so-ñar, y todavía no sé explicarme satisfactoriamente ami misma en lo que estoy convertida... Cuando des-pierte, el buen Dios daráme fuerzas... Adiós...

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27 de mayo.

¿Por qué todos me habéis abandonado, Ma-riana? ¡hasta mi padre! ¡tú también! Enteramentesola encuéntrome aquí, sufriendo, en este vasto co-rredor donde no llegan ni un rayo tibio de sol ni ca-ras amables; me hallo en un estado tal como parainspirar compasión a las mismas piedras. ¡Moriré,Mariana mía; tu desdichada amiga se morirá aquí,sin verte ya... ni tampoco a su padre!

Creía encontrarme mejor; esperé abandonar estehorrendo asilo. A pesar mío, he empeorado, y nadiedisimula más a mi vista la gravedad del estado porque atravieso.

¡Si hubiera de morir, aquí, sola!... ¡La noche!...¡Ah, cuán terrible la noche, Mariana!... ¡Las largas,inacabables horas no terminan jamás! Esa lucecillamortecina, ese crucifijo, esas pinturas tenebrosas,esos lamentos reprimidos, el ronquido monótonode las enfermas que dormitan en los sofás. Abráso-me de sed y no me atrevo a turbar el tranquilo, repa-rador reposo a que se halla entregada la hermanaenfermera, quien murmura la cuitada, cuando se ladespierta a menudo. Intenté noches pasadas apro-

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ximarme, arrastrándome, al velador para tratar desaciar la ardiente sed que me devoraba. Creía se meextraviara la razón a causa de la inmensa sed; peroapenas hube salido del lecho, caí por tierra desvane-cida, produciéndoseme una herida de consideraciónen la cabeza. Me encontraron, al acudir, en un lagode sangre.

Triste, descolorida, sin sonrientes celajes, asomala aurora. Llena de pavorosos fantasmas, aparece lanoche. Pienso en mi padre, en mi familia, en todocuanto endulzaría hasta los presentes sufrimientos, ylloro, lloro desgarrándose mi pecho. ¡Dios mío! ¿sime muriese?... ¿si muriese aquí, sin ver a mi padre?

¡Debe ser un aterrador momento ese, Mariana!Llénome de miedo al pensar que me veré sola, sinnadie que consuele mi aflicción... ¡Si al menos pu-diera contemplar al autor de mis días! ¿No te pareceuna crueldad impedirnos satisfacer el anhelo naturalde ver a los nuestros siquiera por vez postrera entan supremo momento? El único alivio que tengo esescribirles, como te escribo a ti; ¿pero y cuándo nopueda hacerlo?... ¡Si mi padre estuviera al tanto deuna centésima parte de lo que yo padezco!

¡Cuánto me cuesta escribirte! Durante los cortosmomentos en que me siento más aliviada, es-

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fuérzome en hacer dos o tres renglones; y me parecerenaciera a la vida, a la que, te aseguro, me aferro, enel- paroxismo de la desesperación: pero mi manotiembla de tal manera, que no sabría yo misma releerlo escrito, teniendo, además, la cabeza tan débil, queno sé lo que digo. Diez veces vuelvo a recomenzarla carta, escribiendo en cada principio una líneaapenas. Filomena, esa alma caritativa, viene a vermecotidianamente y me trae noticias tuyas. ¡Dios labendiga por el bálsamo que derrama en el laceradocorazón de esta pobre enferma! No podría ex-presarte nunca cuán precioso es a mi alma desoladael más insignificante favor, el más leve signo desimpatía... ¡Tengo sed de ser amada, de amar... deamar apasionadamente, y la vida se me escapa comoun soplo!...

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3 de junio.

¡Oh, Mariana!... mañana me administrarán elViático!... Entonces mi estado es gravísimo, ¿ver-dad?

No obstante, no creo hallarme a punto de morir.- ¡Dios mío, hágase tu voluntad!Tras la ventana brilla aún, esplendente el sol; se

sienten los rumores del gentío que se mueve, quevive... un rayo de sol penetró por los cristales, vi-niendo a dar sobre mi lecho...

¡Cuántas cosas evoca un rayo de sol!... ¡Cuántasverá e iluminará en este preciso instante... tantas ale-grías, tantos dolores, tantas personas amadas y aél!...

Hay sobre el tejado un nido de golondrinas...para ellas también el sol resplandece.

¡Mi Dios!...Pero, ¿moriré sin ver a mi padre? ¿No deberé

verlo más? ¡Dios mío, Dios mío! Resígnome a mo-rir, pero querría ver a mi padre por última vez... élno sabrá que me muero, ¡pobre padre!... ¿por quéno le habrán avisado?... ¿por qué no lo han llama-do?... ¡quién sabe cuánto llorará! ¡Morir, morir en la

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flor de la vida!... ¡Aun no he entrado en los veintiúnaños! ¡Oh, Dios!

¿Cuándo moriré? ¡Si al menos, expirara re-pentinamente! Esta agonía del espíritu, ¡cuán dolo-rosa!...

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4 de ju-nio.

Me he confesado. ¡Qué terror, qué terror Ma-riana! ¡Todos estos preparativos me representan laotra vida y yo pensando todavía en él!... ¡su nombresuspenso en mis labios, mientras todas las hermanasarrodilladas en torno a mi lecho rezaban las letanías!

¡Qué lúgubre ceremonia! los cirios, la campa-nilla, el baldaquí, las salmodias...

¡Adiós, vosotros todos a quienes amo, padremío, Mariana, hermana mía, mi Luisito... y tú, adiós!

¡Oh! Mariana... ¡dile que pensé en él, aun hastaen estos extremos de la vida!...

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7 de junio.

¡Oh, Mariana, Mariana! ¡loa al buen Dios!... nohe muerto... ¡tal vez viviré!...

¡Dios tendrá misericordia de mí y me concederáver de nuevo a los míos!...

Me han dicho que hasta este anhelo es un pe-cado, y que es menester resignarse a los designiosdivinos... Pídote perdón, Señor, por este mi deseo;¡mas es el corazón débil y enfermo!...

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10 de junio.

¡Oh, Dios! ¡cuán misericordioso! ¡No moriré! elmédico me encuentra algo mejor...

¡Viviré, sí, viviré! ¡Mariana!... ¡Dios así lo querrá!Completamente débil me siento... ruego... bendigo alSeñor... y cuando veo el rayo de sol centellear en loscristales de la ventana, lloro poseída de ternura, yeste llanto me produce una sensación de bienestar.

¡Oh, Mariana mía!

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13 de junio.

¡Qué inefable dicha experimentaré en volver aver a mi buen viejo y a todos los míos ¡qué de lá-grimas! ¡qué consolación!...

Prohíbenme fatigarme; no te escribiré exten-samente. De todos modos me faltarían fuerzas parahacerlo. ¡Si vieras a qué extremo se halla reducida tudesventurada María!...

Me recomiendan tranquilidad... pero, cómo im-pedir a mi mente desplegar sus alas de oro remon-tando el vuelo vagoroso, y pensar en todas esascosas que afectan mi cariño... en el día en que des-cenderé al receptorio y los veré... y que mi pobrealma no quepa en sí de contento...

¡Y que después deban irse!... ¡y me dejen denuevo aquí, sola!...

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21 de junio.

¡Bendito sea Dios! ¡por fin vi a mi padre! Teimaginarás cuánto habré debido rogar al médico y ala madre abadesa para que me fuese concedida estasúplica. Ayer, por último, el excelente doctor mepermitió salir de la enfermería.

Hacía un hermoso tiempo; mi pobre pecho, tanenfermo, dilatóse al aspirar la brisa vivificante de lamañana; Filomena me daba el brazo. Atravesamosel jardín bañado de sol y cubierto de flores... ¡tantofrío sentía en este cuartote semiobscuro! Las hojitasmurmuraban apenas, puesto que la brisa no puedesoplar libremente en este recinto cerrado por murosaltísimos; la arena de los senderos crujía bajo nues-tros pies; dos o tres mariposas revoloteaban de floren flor...

No eran gran cosa, en verdad, ¡pero tú no sabescuánto significan estas pequeñeces para una infelizreclusa! Allá arriba, en una ventana del dormitorio,gorjeaba un canario dulcemente... aunque es ciertoque enjaulado, ¡el pobrecito! y si pudiera compren-derlo, sabría quizá que él se lamenta... sin embargo,todos estos detalles insignificantes, que para la gene-

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ralidad pasarán inadvertidos seguramente, constitu-yen tesoros inapreciables de dulzura para quien vivede recuerdos del campo, de los bosques, de la vida...y sentir al corazón, cuando no la mente.

Cerrando los ojos en este rincón de tierra, eneste recinto claustral, podría engañarse una a símisma que se halla en un convento o imaginarse ro-deada de rientes campiñas, de luz, de aire... y ser li-bre. Pero la fría realidad nos muestra esos muroselevadísimos, con ventanales cerrados por celosías...y el corazón se oprime involuntariamente.

¡Mira qué loca, soy!... Y pensar que habría podi-do bastarme este apartado rincón de tierra, un pe-dazo de cielo, un vaso de flores, para gozar de todala felicidad del mundo, a no haber disfrutado de lalibertad y sintiera en el corazón la carcoma roedorade todos las dichas existentes extramuros... que, sime reagravara en mi salud, me trasladarían nueva-mente a la enfermería, privándoseme de este reduci-do jardincito, de estas florecillas, de este sol que yano viene a visitar a las pobres enfermas, pues hasta,sus rayos se entristecen...

¡Oh, Mariana! ¡lo que sentí cuando, presurosa,me adelanté hacia mi padre adorado, que me aguar-daba en el receptorio! ¡lo que sentí cuando apoyé

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mis manos trémulas en la verja!... no sabría expli-carte, lo pálida y demudada que me vi, y el esfuerzopor reprimir las lágrimas; Luis lloraba también, yhasta Judit, y yo que tengo sensible el corazón, queestoy debilitada en grado sumo, que me deshago enllanto sin motivo alguno, rompí en sollozos que mealiviaron el alma. Habría deseado arrojarme en susbrazos, pero la rígida reja estaba allí, interpuestaentre nosotros, entre el padre y la hija que reían yque hace un momento estuvieron a punto de noverse más... No había comprendido hasta ese ins-tante todo lo que de odioso tiene la clausura.

Cuando hubimos desahogado nuestras lágrimas,mi padre me interrogó sobre los más pequeñospormenores de mi enfermedad. Intentó sonreír,consolarme, y a intervalos los sollozos le cortabanla palabra, y las lágrimas caían sobre su barba gris,sin que él las advirtiese... ¡Cómo se me oprimía elcorazón!... y que más bien debióme ser un día defiesta ese... ¿no es verdad? Judit estaba allí, suma-mente pálida, ella también lloraba; la miraba, mirá-bala como si observara en ella algo de extraño, deindefinible. Habría querido sollozar o llorar fuerte-mente entre sus brazos; y comprendiendo que suafecto me hería el corazón, mirábala no obstante, y

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los ojos se me inundaban de lágrimas y a través deéstas el genio del mal me señalaba junto a su cabezaotro rostro igualmente pálido, muy pálido...

¡Oh, Mariana! es la debilidad ocasionada por miconstante sufrimiento; son alucinaciones producidaspor el demonio... ¡Dios mío, ayúdame!

En medio de esas personas caras a mi corazón,en augustos momentos que me debieran ser sagra-dos, entre ellas y yo, destacábase la figura de lamonja obligada a acompañarme, ajena e indiferentea esa alegría, a esas lágrimas, a ese dolor... ¿ No teparece que también el sentimiento tenga su pudor?...Estaba allí igualmente mi madrastra, que nos prohi-bía el dulce desahogo del llanto so pretexto de queme haría mal. Sobre todas estas cosas frías, duras,ingratas, los férreos barrotes de la reja parecíanmemenos rígidos.

¡Breves como relámpagos, se deslizaron las doshoras, lapso de tiempo concedido para permaneceren el receptorio! Finalmente, llegó el momento enque esos seres queridos hubieron de dejarme. Devo-rélos con la vista hasta la puerta; pero, cuando fue-ron a salvar el umbral, se me paralizó el corazón ytemí perder el sentido; llamé a mi padre a gritos, casifuera de juicio, como si creyera no volverlo a ver

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jamás; busqué un pretexto para retenerlo todavíapor algunos minutos y no supe qué decir, y estalléen lágrimas. Lloraban todos y nadie podía pronun-ciar una palabra. Mi padre prometióme visitarme aldía siguiente. Esta vez partieron en definitiva, y elruido de la puerta que se cerraba tras ellos, repercu-tió en mi corazón; con mano convulsiva sacudía lasrejas de hierro, fijos los ojos en la puerta cerrada...¡Qué trances aquellos, Dios mío! Las monjas meayudaron a subir nuevamente a mi celda, y cuandoestuve sola, sin testigos, pude entonces postrarmede hinojos y desahogarme en sollozos.

Ahora me siento más tranquila. Di gracias al Se-ñor por haberme otorgado la dicha de ver a mi pa-dre; implórele perdón por estos sufrimientos queson un cargo de conciencia para mí, pues habíaaceptado voluntariamente esta vida de privaciones yde dolor, hecho voto de dedicarme por entero a El...y el mundo me ata aún con sus lazos tenazmente.

¡Dios misericordioso! ¿acaso es mía la culpa decarecer de fuerzas para destrozarlos?

Mariana mía, ¿no vendrás un día de estos a vi-sitar la enferma? Vén, vén. ¡Tengo tanta necesidadde verte!

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28 de junio.

¿Quién sabe qué pensarás de mí, de una monjaque gime, se lamenta y te escribe subrepticiamente?Examinándome a mí misma, conceptúome tan pe-cadora, tan aislada, que no alcanzo a comprendertodavía cómo me haces tú la caridad de cultivar miamistad... Mi pecado es monstruoso, en verdad, pe-ro creo en mi desventura que hay algo más culpableque lo que yo pueda ser... y Dios me dispensará superdón reconociendo mi inocencia. Estos son losmomentos en que, si no te escribiese, se rebelaríatodo mi ser prorrumpiendo en lamentos desespe-rantes...

¿Sabes, Mariana, sabes?... ¡el demonio de latentación aun me fascina, esa serpiente permaneceenroscada en mi corazón!

Cuando trato de disimulármela a mí misma y a ti,hablándote de cosas indiferentes, entonces memuerde con saña mayor, me tortura, desgarra miscarnes con sus garfios envenenados.

Temo ser condenada; lidio contra el demonio, yéste se aferra más a mí... ¡me posee! ¡comprendes!...¡me posee! Hoy que la enfermedad me ha debilita-

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do, fáltame energía para la lucha. No querría morir,temerosa del infierno... y ¡amo mi pecado!...

¡Oh, perdóname, hermana mía!... Yo misma mehorrorizo de lo que escribo, de lo que pienso... ¡Noruego más a Dios, pues no me atrevo a levantar lafrente basta Él!...

¡Dios mío! ¿qué he hecho? ¿qué he hecho nun-ca?...

¡Lo amo siempre! ¡lo amo más que antes! ámolohasta, el delirio... ¡y soy monja!... ¡y él es casado!...¡esposo de mi hermana! ¡qué horrible! ¡qué mons-truoso!... ¡piérdome! ¡soy una maldecida!... ¿Peroqué culpa tengo yo?... ¿ Cómo he podido, merecercastigo, tan cruel? ¡Ahora que estoy sepultada vivaen la tumba, este amor se ha trocado en un delirio,en cólera, en ira!... No recuerdo ya más de aquelloséxtasis paradisíacos, de aquellas alegrías desbor-dantes en el alma... Fija en mi mente, en mi corazón,ante los ojos, flota una figura espantosa que meabrasa de angustia y de pasión... Siento una voz queviene de ultratumba, que me llama... Escucha... ¡Ma-ría! ¡María!... el nombre con que en el mundo mellamaban... Al presente María ha muerto... y tiemblatoda, y el sudor frío corre por sus miembros parali-zados, en tanto siente la garra acerada del demonio

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que la toma por los cabellos, arrastrándola hasta losprofundos abismos...

¡Ver a todas estas vírgenes purísimas, inocentes,postrarse de hinojos y rogar, y sentirse la única pe-cadora entre ellas! ¡tener que disimular el remordi-miento, cuando más agudamente le aguijonea! ¡y quelas más confortantes prácticas religiosas se tornenen instrumentos de tortura para la pobre mujer ré-proba!... ¡y estar obligada a engañar a Dios!... ¡oh.!...

Todos los domingos ante el confesonario mearrodillo, pero, ¡ay de mí! no tengo valor de confe-sar mi monstruoso pecado... Forjo otros no cometi-dos, como en compensación al que no me atrevo arevelar: ¡el que escondo celosamente en el corazón,a la manera que una loba resguarda a sus hijos consu cuerpo!

¡Mariana! paréceme estar loca... querría arran-carme los cabellos, lacerarme el pecho con las uñas,rugir como una fiera, y sacudir estas rejas de hierroque aprisionan mi cuerpo, torturan mi espíritu, y ex-citan mi sistema nervioso...

¿Si realmente me volviera loca? ¡Tengo miedo!...¡tengo miedo! Un calofrío corre por todo mi cuer-po; la sangre se hiela en mis venas.

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Temo el fatal destino de la miserable sor Agata,que yace recluida, quince años ha, en la celda desti-nada a las alienadas. ¿Recuerdas su rostro descarna-do, pálido, horripilante? ¿sus ojos queriéndoselesalir de las órbitas, siniestros; sus manos huesosas,cuyas uñas afectaban formas de garra, sus desnudosbrazos, sus cabellos encanecidos? Gira sin tregua enel breve espacio de que dispone, préndese a los ba-rrotes de hierro y se asoma a la verja como una bes-tia feroz, semidesnuda; rugiendo y haciendo crujirsus dientes, impulsada por la desesperación... ¿Re-cuerdas igualmente aquella pavorosa tradición quese guarda en el convento, según la cual esa celdamaldita jamás debiera quedar vacía, y que a lamuerte de una desdichada loca siempre debía reem-plazársela con otra? ¡Mariana! Lléname de terror laperspectiva de que yo sea la destinada a suceder asor Agata, cuando el Dios clemento la llame a juicio.

Me encuentro febricitante. Yo moriré joven...¡Oh, Dios no me señalará con ese estigma!... Sientomiedo, horrorízanme esos cabellos canos, esos ojos,esa lividez, esas histéricas carcajadas, sus manosretorciéndose en las molduras de la verja... ¡Si yo meviera también así!... ¡Oh! ¡no, no!

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Es de noche; reina doquier el silencio; la ventanade par en par abierta. Oigo que un mercader discutíacon su consorte, y que finalmente le daba de palos...¡feliz, feliz de ella,! Se oyen pasos en la calle de al-guien que transita rezagado: ese alguien tendrá unhogar, padres, objetos queridos... ¿Por qué piensoen estas cosas que provocan mi llanto? ¿ Será quesoy enfermiza, que tengo debilitada la cabeza, queme siento culpable?... ¡Oh, la culpa! ¡no pensabamás en ella!

Doíme cuenta ahora de lo espantoso de mi pe-cado: se reproduce bajo todas las formas. El do-mingo estaba en el coro oyendo misa: sentía dentrode mi ser una gran tranquilidad, paz, serenidad...creíame que al fin Dios, compadecido de mis infor-tunios, me perdonara; elevaba mis preces y tenía fi-jos los ojos en un hombre que se hallaba abajo, enla iglesia, reclinado en una de las columnas; medíasu estatura, tenía sus mismos cabellos negros... uncierto aspecto que lo semejaba a él. Hubiera dadogustosa el resto de la vida que me queda, por ha-berle visto tan sólo elevar la mirada hacia donde meencontraba. Contemplábalo... por momentos me fi-guraba en mi quimera que fuera él, sin duda... y en-tonces la sangre bullía en mi cerebro

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trastornándolo. Oficiada la misa, él se dispuso amarcharse, y yo suplicaba a la Virgen le hiciese le-vantar sus ojos hacia su santa imagen colocada cercadel coro, a fin de que yo pudiera reconocerlo; peropartió y no pude cerciorarme de si era él. Ignoro quéespacio de tiempo permanecí allí, como petrificada,absorta mi mirada en la columna sobre la cual, qui-zá, se había reclinado el desconocido.

5 de julio.

¡Quiero verlo! ¡quiero verlo! ¡una sola vez!¡unos instantes, tan sólo!... Dios mío, ¿sería un pe-cado capital verlo? ¡Verlo solamente... de lejos... através de la celosía! El no me verá; no sabrá que trasla celosía existe un ser que morirá condenado por suamor...

¿ Por qué me lo han arrebatado? ¿por qué merobaron a mi Nino?... ¡mi corazón, mi amor, miparte de paraíso terrenal!... ¡Asesinos!... ¡asesinos!que, no conformes con la muerte de mi cuerpo, aunme martirizáis el alma...

¡Oh, cuánto lo amo! ¡cuánto! ¡Soy monja!... ¡losé bien! mas ¿qué me importa? ¡yo lo amo! él es elmarido de mi hermana... ¡yo, lo amo! será un peca-

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do, un delito monstruoso... ¡pero lo amo! ¡lo amo!¡Quiero verlo! ¡verlo, aunque sea por última vez! Loesperaré en la ventana que da sobre la calle... espera-rélo todos los días... él pasará... una vez, una solavez... Dios lo enviará por este lado... ¿ Dios?

¡Oh, Mariana! ¡cuán aterradora es esta palabra!deliro, ves... me hallo fuera de mí... no sé lo que mesucede... será la fiebre... serán los nervios... acasoenajenada...

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25 de julio.

¡Lo he visto, Mariana! ¡lo he visto! ¡Otro acerbodolor más que agregar a los ya sufridos! ¡Benditosea Dios!...

Él pasaba junto con otros amigos suyos... No halevantado siquiera su cabeza... Tal vez no recordaráque en este convento gime su María... su pobre Ma-ría, de Monte Ilice, hoy pálida, llorosa, aterida defrío, moribunda, con él siempre presente en su co-razón... los destellos que despedían mis ojos, no locegaron... hablaba, reía, puesto el cigarro en la boca,del que el humo subía en suaves espirales hacia miventana... lo vi, sí, sí, era él, su faz, sus vestidos, susmovimientos, y me atemoricé de ese hombre quereía, que fumaba, conversando con sus amigos...¿Cabe algo más horrible, más monstruoso?...

Después no lo vi más; desapareció en una de lasbocacalles... Todos sus acompañantes continuaronpaseando, conversando, iban a divertirse... y se ol-vidaron de él... ¿Dónde estaría? ¿dónde se habríaido?... ¿á su casa? la de mi hermana... ¡su mujer!...

¡Ah, querría convertirme en una fiera! ¡en elmismísimo demonio! ¡querría arrancarme en peda-

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zos mis carnes! ¡envenenar en mi desesperación esteambiente que nos rodea! ¡obscurecer con mi dueloeste sol!...

¡Maldición! ¡caigan maldiciones sobre mí, sobreél, sobre todos!... ¡Oh, Dios, Dios! ¿Qué quieres ha-cer de mí?

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5 de agosto.

¡Mariana! os imploro perdón, a ti, y a todos losque hayan podido ofender mis pecados, como lo heimpetrado de Dios misericordioso. ¿Qué habréispensado de mí, de esta empedernida pecadora, quepasa su vida postrada a los pies de la cruz, expiandocon el llanto y la oración sus faltas?

Hemos hecho un curso extraordinario de ejer-cicios espirituales; se hizo venir un renombradopredicador; tronó el Eterno por su boca, medio dela semiobscuridad de la iglesia, cuyas ventanas velá-ronse con cenefas negras. ¡Cuán abrumadora es lapalabra del Señor! ¡No! son mis pecados, es mi con-ciencia perdida, son los remordimientos que me lahacen parecer espantosa; pues el corazón me diceque la palabra de Dios es toda amor y misericordiasin límites.

¡Qué impresión me dejaron esas prédicas! eszozobra, es terror, dirías... Dios me ha parecido im-ponente; presencié la cólera divina fulminar desde elpúlpito; sentí el rechinar de dientes de los demoniosconfundidos bajo el ábside, y vi proyectarse las ne-gras alas del murciélago entre las arcadas del tem-

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plo. Dios habló del infierno, de los condenados... yme creí oír toda la noche los lamentos de los deses-perados gritos del otro mundo... y tuve miedo...miedo de mí, de mis propios pecados.

Hoy me siento dislocada... mi corazón intenta envano substraerse, confiado en la misericordia celes-te... mi pecado es monstruoso; ¿podría jamás ser ab-suelto? Ese orador sagrado platicó en términosvagos; enumeró todas las faltas, pero entre las máscapitales que estigmatizará la cólera divina, no osósiquiera comprender la mía!... ¡su mente habrá te-mido tal vez la enormidad de ella!...

¿Qué habéis hecho, pues, de mi, buen Dios?...-¿no tendré acaso el derecho de invocaros?... Caidaen el pecado... condenada por vuestra cólera, ¿pue-do todavía escuchar vuestra voz celestial, puedo to-davía postrarme a vuestros pies entre estas vírgenes,vuestras elegidas?

Mariana mía, ¡qué espantoso! ¡abandonada hastadel Señor! No obstante, el demonio de la tentaciónme deja comprender que soy una inocente: que notengo culpa de mi falta, que Dios podría perdonar-me... ¡Por qué estoy perdida!... ¿qué hice yo?...

¡El demonio es quien me sugiere esta dudaamarga, el demonio que me posee!

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Considérome una maldita; tengo miedo y me es-panto de mí misma; heme aquí combatida de milremordimientos, de continuos terrores; y, sin em-bargo, amo aún a mi Dios, querría desahogar a lospies del crucifijo la inconmensurable angustia quedevora mi alma.

No podré, no podré... ¡soy una maldecida!...¡La noche!... ¡si te imaginaras qué noches! la luz

que se extingue, la sombra que vacila, los mueblesque chillan, el silencio poblándose de extraños sil-bidos y rumores confusos, que producen profundosterrores, simulan misterios de sepulcros, rechinar dedientes de demonios, aullidos de condenados, batirde alas malditas; este vasto corredor, mudo, lóbrego;los muertos que duermen el sueño eterno bajonuestros pies; la iglesia, esas lámparas, esos frescosmurales, todo es funerario; vense en las paredes di-bujarse figuras deformes, en el travesaño, a los piesdel crucifijo, una calavera horripilante; siéntese mie-do del aire que se respira, de la obscuridad que nosoculta siniestros ruidos, del espacio circundante, delas cobijas que cubren nuestro cuerpo... no me atre-vo a llamar en mi auxilio por temor de despertarecos que me infundirían mayores espantos; sentirrozar mis carnes por mil fantásticas visiones; el sue-

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ño lleno de abominables pesadillas, angustioso;despertar frecuentemente en un grito, empapada ensudor y en lágrimas.

¿Por qué me causará tanto espanto esa homilíasagrada, por qué es tan temible la palabra de Dios?...

¡Oh, Señor! ¡Piedad también de la maldecida!...¡piedad, piedad de la condenada!...

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17 de agosto.

¡Gracias, gracias, Señor! me siento revivir; puri-ficar por tu perdón. He llorado, he rogado tanto,que mi miserable estado te ha movido a compasión;hoy resígnome, me siento más tranquila; no debopensar más, ni tampoco permanecer más sola; pen-sar es nuestro mal, nuestra tentación. No os escribi-ré más, Mariana, pues al escribiros, tendré necesidadde recordar... ¡no quiero acordarme de ti, de mi pa-dre, de ninguno!... Perdonadme, objetos queridos...el corazón es un mal consejero... ¡Si nos fuera dadoarrancarnos el corazón, nos aproximaríamos a Dios!

¡Oh! el Señor me dará fortaleza!...Si dejara de existir en este instante, creo que los

ángeles agitarían sus alas de contento... Pero no,Mariana mía, pues hasta estas mismas ideas son unpecado: se debe estar en este mundo cumpliendo losdesignios supremos. Mi alma, acobardada y débil, atan poco aspira, que celebra con punible senti-miento de alegría los rápidos progresos que de díaen día hace en mí la enfermedad.

¡Si tú me vieras, querida Mariana, transformadaen un espectro; si vieras mis manos, mí faz, mis

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ojos, mi pobre pecho, convertido en una llaga vivapor la fiebre que me devora, cual si dispusiera degarfios enrojecidos; si me sintieras toser y te hallarascerca de mí, cuando los intensos dolores anonadanmi ánimo!

Será mejor que tú no me veas más, Mariana mía,que nadie me vea... ¡nadie! Casi diría, me afecta elpudor mi enfermedad. Mi padre encuentra siempreen su ceguera providencial mil razones que lo indu-cen a creer en mi mejoría, sin penetrarse de mi ver-dadero estado.

¡Mi Dios, mi Dios! ofrézcome en holocausto aTi, tal cual soy, enferma, con mis debilidades, miserrores, mi pecado, protestando el amor infinito quete profeso. ¡Ten piedad de mí, Dios mío, piedad demí! ¡Aléjame el pensamiento! he ahí la única súplicaque te formulo, para vivir y morir signada, fija en Timi mente.

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26 de agosto.

¡Oh, Dios mío, por qué me has abandonado!Lo que me pasa, no tiene nombre, sentirse cul-

pable, a tal extremo... ¡tener tanto miedo del propiopecado, y no poder extirparlo!...

¡Ese sermón, ese sermón!... ¡siempre esa terriblevoz en mis oídos!... ¡Qué horror! Me imagino verabiertas desmesuradamente las negras fauces del in-fierno, que me aguarda... me síento caída cual Luz-bel en la inmensidad del piélagó vacío, abandonadade Dios... ¡y amo eternamente a Nino, los demoniosme infunden terror, y sin embargo, pienso en él!...¡oso levantar los ojos suplicantes hacia el ara santa,y pienso en él!... ¡mi imaginación puéblase de fan-tasmas, de llamas, de rostros que gesticulan... y me,sonrío, me abraso por él!... ¡por él, el pecado, latentación, el demonio!...

Escucha lo que me ha acaecido, Mariana.Hallábame sobre la terraza, sentada cerca de la

capillita que adornábamos con guirnaldas de flores:el sol despuntaba; oíanse mil rumores, y el canto delos pájaros; el cielo aparecía, azul, el mar resplande-ciente, se aspiraba un aire embalsamado de fragan-

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cias que dilataban mi pobre pecho tan enfermo... yomeditaba, meditaba... ¡ved como se da maña parabuscar el camino, este demonio tentador que lla-mamos pensamiento, e introdúcese insinuante y ale-ve por todos muestros poros y se clava ferozmenteen el cerebro! Estática, contemplaba las florecillasque columpiaban a impulsos del blando céfiro, suscorolas cuajadas de menudo aljófar; el humo, que seelevaba de los senderos, en suaves espirales, la blan-ca vela, perdida en el confín del mar, el canto melo-dioso que ascendía desde la calzadada regalando eloído. ¿Era un sueño? No lo sé. Dos mariposas alí-geras, volaban una en pos de otra, de flor en flor; launa de áureas alas, de níveas alas la otra... la blancaocultóse dentro del cáliz de una hermosa flor, másnívea aún que ella, llena de premeditada malicia; y supobre compañera buscábala, agitando sus minús-culas alas doradas afanosamente; ¡cuán gozosa, seestremecía al aproximarse a los pétalos de la encan-tadora flor! asomóse a la corola, miró, tal vez son-riera, y metióse en ella. ¿Qué se dirían, quémurmurarían, qué pasaría, en esas diminutas almas?¿cuánta felicidad contendría la tenue corola?... Unpajarillo emitía sus dulces trinos desde la chimeneadel techo que cubre la capillita, y sacudía su cuerpe-

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cito, esponjándose con un movimiento tan rápido,que sus plumas, al reflejo de los rayos del sol na-ciente, semejaban pajitas de oro; en su expansiónparecía decir: ¡venid, venid! como si se lamentara;¿quién podrá saberlo? quizá lloraba, en realidad: ¿áquién esperaría, a quién llamaba?... Luego empren-dió velozmente su vuelo, recto, seguro; ¿dóndeiría?... ¡Era libre y volaba!... En una grieta del murouna pequeña, lagartija dábase su baño de sol; ¡sihubieras visto en su satisfacción al ágil animalillo!¡cómo jadeaban sus flancos, y agitaba su cabecita, ybrillaban sus ojillos! acaso bendijera esos rayos sola-res benéficos para ella, y esas gotas del rocío que lospétalos de las flores dejaban caer. ¿Quién paramientes jamás en la dicha que nos rodea, en la feli-cidad del miserable gusano que se arrastra por la tie-rra, en el átomo impalpable que flota en el éter?Oyóse a poco el ruido de un carruaje que se acerca-ba; los caballos hacían jugar alegres cascabeles tusabes cuán simpático es el sonido de éstos; os traenreminiscencias del campo, de los verdes prados, delas polvorosas calzadas, de las floridas malezas, delas alondras que, ligeras, saltan delante las cabalga-duras... Se oía, el estridor de una roldana, y una fres-ca y argentina voz de mujer entonaba una de esas

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canciones populares que, aunque sin sentido comúnsu letra, conmueven sobremanera; tratábase de unacriada que extraía agua de un pozo; ¿por qué rebo-saría de contento? ¿en qué pensaría? ¿en su aldeanatal? ¿en la misa del domingo? ¿en el atrio de laiglesia donde afluyen los jóvenes engalanados? ¿enla voz conocida que acostumbraba cantarle esa can-ción bajo su balcón?

Evócame todo eso recuerdos que una sola pa-labra resume: ¡Nino, Nino! Buscábalo con la miradaen torno mío y lo veía, lo veía en la ventana de unacasa de las inmediaciones... ¡Era él, realmente él!...con los codos apoyados en el alféizar, la pipa en laboca, disfrutando de las delicias de una mañanahermosa. ¡Oh, mi pobre corazón, mi pobre cora-zón! No recuerdo bien si, vez pasada, me refirieronque mi hermana habitaría una casa próxima al con-vento, pero Dios alejó mi pensamiento de esa direc-ción... Hoy lo veo, allí, ¡oh, Dios! ¿por qué? ¿porqué?... ¿ Qué huía? ¿qué pensaba?... ¿me perdonaba?¡no, no! sus ojos giraban distraídos... y sin embargo,debió verme, con el vestido negro, mi blanco velo,los brazos tendidos hacia él... ¿qué tenía en su cora-zón aquel hombre? ¡qué llanto, qué llanto! ¡Oh, Se-ñor! si me fuera permitido darte las gracias por el in-

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menso placer de haberlo visto... ¡solo! ¡Oh! ¡Diosmío, no me permitas ver a mi hermana! ¡no me lodejes!

¡Nino, Nino! ¡estoy aquí! ¡soy yo! ¿no me ves?¿no recuerdas? ¿qué tienes? ¿qué te he hecho yo?...¡Oh, mi cabeza! ¡Nino! ¡mírame! ¡vé cuán pálidaestoy! ¡cuánto sufre mi pecho!... ¡Oh, Nino! ¡hazmela caridad de mirarme!

El se dio vuelta; distinguió una sombra tras desí... un vestido... huí temiendo por mi razón vaci-lante!... ¡Dios, Dios! ¡qué espasmo! Corrí a refu-giarme en mi celda como una fiera herida... ¡Oh!¡qué llamas! ¡qué dolores! ¡Mi cabeza, mi pobre ca-beza!...

¡Qué día, qué día horrible! ¡el fantasma fijosiempre ante los ojos; ese dardo clavado cons-tantemente en el corazón!

Estoy medio loca. Siento algo que hace presa demis carnes y me arrastra a la terraza... que me impul-sa a ver de nuevo a aquel, cuyo solo recuerdo melacera el corazón... Querría permanecer los días en-teros allá y morir de dolor, con los ojos atentos aesa ventana.

He querido pensar en Dios, y Dios me ha pare-cido cruel; he querido pensar en ese sermón, y se me

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ha antojado injusto. Todas las furias del averno de-sátanse sobre mi corazón... ¡Escucha, Mariana!...siente a la pecadora... ¡ya que deseo perderme, deseocondenarme:!... De noche, mientras todos se entre-gaban al sueño, me fui arriba, a la terraza, con lospies descalzos, oprimiéndome el pecho para que lasmonjas no oyesen los latidos de mi corazón temero-so, ¡el bellaco! deslizándome entre las tinieblas co-mo un duende. Ese trayecto duró casi una mediahora: media hora de terrores, de ansiedades, de in-ternas luchas; asustándome del más mínimo rumor,conteniendo la respiración en cada puerta que pasa-ba, dejándome caer desfallecida en cada escalón...¡Si él hubiera podido auxillarme!... Llegado que hu-be arriba, y visto las estrellas suspendidas sobre micabeza... y aquella ventana iluminada... lo que pasópor mi interior no sabría referírtelo... ¡Oyeme!... tediré lo que vi... sufrirás como yo... querría que todoslos que adoro, así sufrieran... Daban las once... lascampanadas vibraban agudas como el filo de unahoja... la calle aun estaba transitada... había gentesque paseaban, que reían; hubiérase podido oir lasconversaciones que se cambiaban entre las más cer-canas... En las tinieblas semeja la ventana iluminadaun ojo ciclópeo abierto desmesuradamente... Pasé la

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noche fantaseando miles de ilusiones, mirando a ladistancia alguna luz que brillaba en cualquier vi-vienda lejana... tratando de adivinar todos los afec-tos, los cuidados solícitos, las rencillas domésticasque a mi desdichada alma parecían dobles motivosde la felicidad en el hogar; las conversaciones, laspalabras que probablemente fluirían de sus labios enderredor de esa solitaria luz... Pero en esa ventanahabía una lámpara encendida... no podía mirarla, sinsentir inflamárseme toda mi sangre en las venas...¡El, él, en su mansión, en su intimidad, en sus afec-tos, con toda la serenidad de la paz y toda la bendi-ción de la familia! Ese cuarto estaba tapizado congrandes flores azuladas: junto a la puerta había unapoltrona; más allá, sobre una mesita, objetos mil queno alcanzaba a precisar, pero de los cuales algunosrelumbraban a la luz de la bujía... si quieres, imagí-nate el arca santa, pues no sabría describírtela deotro modo: cada uno de esos menudos objetos llevaimpreso el sello de su mano; sobre esa poltrona seha reclinado infinidad de veces. ¿Por qué estaría, va-cía la pieza?... parecía tuviese miedo y me lo co-municaba a mí también... después abrióse unapuerta y penetró una dama... ¡ella!... ¡mi hermana!¡cuán bella estaba! podía tocar uno por uno todos

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esos dijes, sentarse en esas sillas... Se aproximó a laventana y apagó la luz... ¡cruel, cruel!... y se apoyó enel alféizar. Parecía me mirase... tuve temor de eserostro vuelto hacia mí escudado de la sombra... es-condíme presurosa detrás de la capillita... ¡Cómotemblaba! ¡cómo latía mi corazón! Pasado pocotiempo, retiróse bruscamente, y fue a abrir la puertapor la cual entró... ¡Era, él, él!... la tomó de la mano...besóla en los labios... ¡Dios! ¡Dios!

¡Dios!... ¡haz cesar mi martirio, quitándome lavida!... ¡maldíceme, si quieres!

¡Ay, Mariana! Tú no puedes suponerte la atroztortura que impone refrenar la embriaguez, la ar-diente sensualidad que nos domina... deber devorar-se a sí, en la imposibilidad de apagar la fiebre quenos abrasa... he visto a ese hombre abrazar a esamujer... ¡a ese hombre, Nino! ¡a ella, mi hermana!los he visto sentarse juntos, hablarse tomados de lasmanos, sonreírse, hurtarse recíprocamente los be-sos... he podido comprender la miel de sus frasesvertidas, entreví, debido a un milagro de intuición,los más minuciosos detalles de sus impresiones fi-sonómicas, sobre todo, la expresión de sus ojos; na-die ha podido notar lo que yo noté... mis ojos, secosde lágrimas, dilatábanse; mi corazón cesó de latir;

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un hedor de Satanás impregnábame... ¡Y este es-pectáculo duró casi una hora! una hora allá, con lospies desnudos, devorante de fiebre, trémula de es-panto, respirando angustia, ira, a plenos pulmones...Me impuse este goce, esta cruel alegría que produceel efecto de flámulas de fuego, igual a la pasión, porverlo... y he pasado toda la noche con ese tormento,esa fiebre, ese delirio... ¡lo he visto!... ¿qué importacómo? ¡lo vi! Pasé el día en la terraza bajo un solardiente que me calcinaba la cabeza descubierta, lle-na la mente de deslumbramientos, de turbación, devértigos, y los ojos inflamados, el cuerpo abrasadode fiebre, sólo para conseguir verlo un instante cru-zar de una pieza a otra, y nada más! ¡Ah, si el dolormatase!...

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10 de septiembre.

¡Dios, quítame la vida! ¡Dios mío, arráncamela!¡hazme morir!

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13 de septiembre.

¡Oh! ¡piedad, piedad! ¡no resisto más!

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18 de septiembre.

Mariana, estoy enferma; hierven las ideas en micerebro; mi cabeza está febricitante; desde mi celditaoigo los aullidos de la pobre sor Agata... me parecetambién sentir ímpetus de aullar como ella, y arran-car como ella el estuco de las paredes...

¿Por qué me han recluido aquí? ¿qué hice? ¿quéhe hecho? ¿por qué esa reja, estos velos, esos ce-rrojos? ¿por qué estas lúgubres plegarias, esa lámpa-ra que despide mortecinos resplandores, esosrostros pálidos, espantados, esa obscuridad, ese si-lencio? ¿qué hice? ¡Dios mío! ¿qué hice?

¡Quiero irme! ¡quiero salir de aquí! ¡no quieroquedarme más! ¡quiero huir!... ¡Ayúdame! ¡ayúdame,Mariana! ¡Tengo miedo; estoy rabiosa; ansío la luz;correr.

Mariana, ¿por qué tú también me abandonas?...Di a mi padre venga a sacarme de esta tumba; dileque muero, que muero asesinada; dile que me daré lacabeza contra estas paredes... dile que seré buena,que a todos amaré, que seré una esclava en la casa,que me satisfaré con vivir en la perrera... pero lejosde aquí... Dile que no le he hecho nada... ¿por qué es

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tan despiadado conmigo, él también? ¿ninguno ten-drá misericordia de mí? ¿me socorrerá? ¿ningunode esos tantos que por la calle transitan, rebosantede felicidad su corazón, pensará que, encerrada, aquíadentro, pueda haber una infeliz mujer que mueredesesperada?... ¡Grita! ¡ruge conmigo! ¡implora so-corro! diles a todos los que oírte puedan que me ha-llo aquí secuestrada por la fuerza; que nada hice; quesoy una inocente víctima... que en este lugar habitala muerte... se aspiran los miasmas fétidos de los ca-dáveres, se oye el crujir de dientes de la loca!...

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18 de septiembre.

¡La loca! ¡la loca! ¡hasta ella ansía huir, po-brecita! la tienen encerrada.... entre rejas... no puedeconciliar el sueño... ni morir... en inquietud perenne,de la mañana a la noche girando sin cesar por el re-ducido espacio de su prisión, rabiosa, rugiente...¡pobrecita! ¡pobrecita! ¡qué espantoso!...

¿Si me encerrarán con sor Agata? ¡qué horror!¡qué horror! ¡¿si llegaré a perder el juicio?!...

¡Oh, Mariana! Querría precipitarme de cabeza,desde la más alta ventana... pero todas tienen rejasque me lo impiden.

¡Ah! ¡qué tortura! ¡qué suplicio! ¡ni siquiera lamuerte, el suicidio, el infierno! ¿qué hice? ¿qué hehecho nunca? Soy inocente, ¡os lo juro!

¡Oyeme! no lo amaré más; me lo arrancaré delpecho... arrullaré sus criaturas... huiré distante... ha-gan de mí lo que les parezca... todo, todo... con talque me saquen de este lugar.

Por otra parte, yo no comprendía lo que queríanhacer de mí, cuando profesé de monja; ignoraba quedebiese permanecer cautiva toda la vida... que enlo-quecería... que mí alma sería condenada... que pocos

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días me restan de existencia... muy pocos... ¿Por qué,entonces, no me dejan morir en paz?...

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24 de septiembre.

Ayer estuvo a verme el médico: ¿por qué lo lla-marían? Me miraba, me miraba de un modo singu-lar... tomóme el pulso... yo me encontraba bien; nosentía nada... hízome mil preguntas que no entendí...¿qué quiere decir esto? ¿qué quieren de mí? me vi-gilan de cerca; mantiénenme separadamente... ¿quéhabrá acaecido?... ¿querrán atemorizarme?...

Yo manifesté al médico que deseaba salir de estelugar; prometí ser buena, trabajar, condescender encuanto de mí exigieran, bajo condición de sacarmede aquí. Ese buen anciano sonrióse y me prometióacceder a todo lo que solicitaba, con una compla-cencia que me llenaba de pavor...

¿Qué significa esto? ¿qué significa esto, Ma-riana?... ¡Estoy sola; me reconcentro; creo estar so-ñando... no sé lo que aconteció... pero debió ser algosiniestro... aterrador!...

¿Será que tengo miedo de los aullidos de sorAgata que llegan hasta aquí, provocados por uno delos accesos que a menudo atacan a la des-venturada?...

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Hoy me pasé todo el día observando la puertapor la cual entrara... esa puerta completamente negracon gruesos cerrojos que se abre solamente para darpaso a las víctimas y por la que no se vuelve a salirjamás... ¡y yo he entrado... por esa puerta!... ¡Era li-bre e independiente, fuera, y he salvado con mispies ese umbral! ¡Ninguno me ha arrastrado, ni em-pujado!... ¡Cómo ha sido, Dios mío! ¿Estaría tras-tornada? ¿Habré sido sonámbula? ¿Allende lapuerta qué existirá?... ¿Qué sensación se produciráen el alma ultrapasándola? ¡Cómo resplandecerá elcielo de luz! ¡Más allá está Nino! ¿verdad?

No permitieron me detuviera mucho tiempocontemplándola. ¿Y por qué? ¿Tal vez será estomalo también? Sacáronme de allí... Obedezco a todolo que me ordenan... Soy dócil... tengo temor... te-mor de que me encierren con la loca...

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Sin fecha.

¡Nino! ¡Nino! ¿dónde está Nino?... ¡deseo ver-lo!... ¿por qué no me lo dejan ver?... ¡quiero verlo aél solo! no veré a mi padre, a mi hermano... no veréa mi hermana...

¡Mi hermana! ¡Ella, la raptora, que me lo ha ro-bado!... ¿por qué me lo ha robado?... ¿ignoraba aca-so que él me pertenecía?... ¿por qué no podréverlo?... dile que venga... ¡que venga a libertarme!...iremos juntos a Monte Ilice... iremos a ocultarnos alcastañar... solos... como las fieras... ¡dile que venga!...que venga armado con su fusil... así intimidará a miscarceleros... son mujeres... fácil será arredrarlas... éllas sacrificará si acuden... me salvará... me en-contrará aquí, en mi celda... yo le saltaré al cuello...¡Ah! la monja...

¡Sí! ¡y bien, la monja se fugará!... se fugará conél... el marido de su hermana... se lo robará... Huiránlejos... ¡Caminarán sin descanso! Irán a las monta-ñas; a los bosques... estarán cerca el uno del otro; notendrán temor... no oirán los gritos de sor Agata...habrá estrellas, lloverá, mugirá el huracán, él golpea-rá sobre los vidrios... ella toserá... la nombrará dul-

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cemente ¡María! ¡María!... ¿ Quién es María? Me pa-rece haberla conocido... María... murió... fugóse...¿dónde está? ¡Ah! ¡mi pobre cabeza! ¡Escucha, Ma-riana!... Ahora. es de noche... vé... todas duermen...ninguna me vera... Descenderé lenta... lentamente...atravesaré el jardín... densas sombras lo rodean... laarena de los caminos no crujirá compadecida demí... me acercaré a la puerta... ésta, impasible, me di-rá: ¡no! yo lloraré, suplicaré... me arrodillaré... ex-presaréle que Nino me espera, que necesita que vayaen su busca... entonces cederá la puerta, apiadada demí... porque no es monja... y me hará pasar por labocallave de la cerradura... me encontraré allá...donde estén el sol, el aire, la calle, la gente, él!... y asu albedrío se pueda gritar, correr, llorar, abrazar alas personas queridas... huiré, huiré... pues, si me vesor Agata, me agarrará... iré a llamar a la puerta deél... y exclamaré: ¡heme aquí! ¡heme aquí!... y metenderá sus brazos... ¡No! ¡esto seria mal hecho! ¡unpecado!... Diré a Judit: -yo soy tu hermana... tu infe-liz hermana que ha sufrido tanto... te querían matara tu pobre hermana; querían sepultarla viva... ence-rrarla con sor Agata... déjame, me convertiré en tuesclava, no lo amaré más... lo miraré tan sólo por elojo de la llave, cuando tú estés adormecida y no

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tengas necesidad de mirarlo. ¡Oh, Dios! ¡cuán felizsoy, Mariana! ¡cuán feliz, Dios mío! ¡Dios mío!¡Gracias! ¡Gracias!...

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Sin fecha.

¡Socorro, socorro, Mariana! ¡socorro, padremío! ¡Nino! ¡Nino! ¡matadlos! ¡matadlos! ¡Luis!¡Judit! ¡socorro! ¡me agarran, me arrastran de loscabellos!... ¡socorro! ¡me golpean!... ¡Ay! ¡ay! ¡miscabellos... mis brazos!... ¡están completamente lívi-dos! ¡manan sangre! ¡me llaman loca!... ¡loca!... ¡ah!...¡sor Agata! ¡sor Agata!...

¿Qué quieren? ¿qué quieren todos éstos? ¿Porqué me agarran? ¡yo soy una inocente... no hice malalguno... quería irme, fugarme... son los muertos...son los demonios... tengo miedo! ¡Dios me haabandonado!... ¡no me abandones tú también!...¡Nino! ¡Nino! ¡tú eres intrépido ven en mi ayuda!...¡Ay de mí! ¡no tengo más fuerza!... ¡me arrastran!...¡me arrastran!... ¿dónde? ¿dónde?... ¡Dios mío!...

¡Ah! ¡la celda de las locas! ¡la celda de sor Aga-ta!... ¡Ah! ¡no! ¡no! ¡por piedad! ¡no estoy loca! ¡meda terror! ¡me da miedo! ¡no lo haré más!... Aquíestoy... continuaré aquí; seré buena; rogaré... ¿Quéquieren? ¿qué quieren?... ¡Llamad a mi padre, llamada Mariana... os convencerán de que no estoy loca!¡Ah! ¡Nino!... ¡Nino!... ¿por qué no acudes?... ¡Nino!

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¡Qué aullidos! ¡rechinar de dientes! ¡cuántas lágri-mas! ¡cuántos espumarajos en la boca! ¡qué de san-gre!... ¡Nino! ¡auxilio! ¡Hela aquí! ¡hela aquí!¡socorro!... ¡morderé ¡morderé! ¡soy una fiera! ¡soyuna fiera!... ¡Ah!... ¡No! ¡no ¡Perdón! ¡No!... ¡Allíno!... ¡Nino!...

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** *

Estimadísima señora Mariana:La pobre sor María, ¡Dios la haya en su santa

gloria! me encargó que hiciera llegar a vuestras res-petables manos el pequeño crucifijo de plata y lashojas manuscritas que os envío por intermedio denuestro conserje.

Antes de tomar una resolución en caso de con-ciencia tan delicado, he dudado largamente. La últi-ma voluntad de la extinta era en verdad sagrada paramí; pero nuestra regla nos prohibe disponer de cosaalguna, aun en caso de muerte, sin previa autoriza-ción de la madre abadesa. Confío en que el Altísimome haya iluminado, y he aquí lo que me ha parecidomejor para mayor gloria de Dios y del prójimo.

Me he valido de un ardid para conseguir estaanuencia, que habría sido sumamente dificultosoobtener de otro modo: impuse a la madre superiorade la última voluntad de sor María y mostréle el cru-cifijo del que la malograda hermana había dispuestoen auto de muerte, conjuntamente con las hojas ma-

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nuscritas, como si careciesen de importancia y sir-vieran sólo para envolver la modesta dádiva.

Ignoro el contenido de dichas hojas. Dudo, sinembargo, que la autorización para hacerlas llegar apoder de personas extrañas, hubiese sido jamásconcedida, si la extinta estuviera todavía en cama.Por otra parte, si ellas hubieran sido halladas en elconvento, me permito creer que habrían podido serpiedra de escándalo, con sumo perjuicio de la me-moria de la desventurada y grave condena de su al-ma.

La reverenda madre abadesa, tratándose de co-sas nimias, acordó fácilmente el permiso, sin verseobligada a recurrir al consejo del padre capellán, loque me proporciona la satisfacción de dar cumpli-miento a mi deber, exenta de responsabilidad algunami conciencia.

Estimadísima señora: recibiréis el pequeño en-voltorio en el mismo estado en que lo dejara esabendita alma. Las hojas son nueve: cuatro en papelazul, dos en hojitas de carta, y las tres restantes es-critas en sobres de otras epístolas, todas prolija-mente numeradas; el envoltorio va liado con uncordoncito negro, y contiene:

Un pequeño crucifijo de plata.

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Una guedeja de cabellos.Algunas hojas de rosa.Si mi pobre amiga, en sus supremos momentos,

no hubiera mostrado tanto apego por esas dos otres hojas secas, no me habría tomado la libertad deenviarle éstas, temiendo pudiese parecerle una im-pertinencia de parte mía. Pero la moribunda queríabesarlas cuando los dolores que la consumieron sehacían más intensos, y expiró con esas hojas mustiasen los labios.

¡Pobre mártir! Dios la alivie de sus penas en elPurgatorio, en recompensa de cuantas aquí abajosufriera.

Murió como una santa. ¡Feliz de ella!El día fatal en que por error se la creyó loca, su

quebrantada salud recibió el último golpe. ¡JesúsMaría! ¡Estaba tan delgada, tan débil! ¡apenas se re-sistía y cuatro profesas no bastaron para arrastrarlahasta la celda de las locas! Me parece sentir aún enmis oídos los desesperados alaridos que no teníannada de humano, y ver su rostro alterado por el te-rror e inundado de lágrimas que despedazaban elcorazón... Cuando abrieron la reja, se desvaneció.Dejáronla allí, sobre el desnudo suelo... ¡Dios meperdone! pero creo que sor Agata, la desdichada lo-

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ca, fue la única que se compadeció de la infeliz, puesno intentó causarle ningún mal; mirábala, sí, con susojos estúpidos, y se tiraba en el suelo al lado de ella,la tocaba y la sacudía como si deseara volverla a lavida. Cuando el doctor llegó, encontróla aún en eseestado; ordenó, por lo tanto, fuera trasladada a laenfermería, y como la madre superiora, en interés dela comunidad, temiese algún nuevo acceso, él la di-suadió, manifestándole que su vida se extinguiríamuy en breve.

Efectivamente, no vivió mucho...La pobre enferma, volvió en sí, luego que se ha-

lló en la enfermería. No es posible imaginarse cómodespedazaba el corazón su mirada extraviada, fija ennosotras... pues ya no podía moverse, ¡infelice! Ha-bíanse agotado sus fuerzas. Continuó tres días enagonía. No se movió, ni habló más. Permanecía co-mo la habían acomodado en la cama, con sus ojosdesmesuradamente abiertos, temblando siempre, ehipando con un ronquido afanoso en la garganta.Solamente al alba del tercer día logró hacerme en-tender con su mirada que quería le diera vuelta lacabeza hacia la ventana, y cuando vio el cielo, losojos arrasáronsele en lágrimas.

¡Pobre sor María! No era sino un cadáver.

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¡Sólo sus ojos fulguraban aún, sus bellos ojos!Decíame tantas cosas al mirarme, y lacerábale eldolor los últimas restos de su miserable existencia.Cuando le levanté la cabeza, miróme de tal modo,que me arrancó lágrimas. Quiso alzar el brazo paraechármelo al cuello, pero faltáronle las fuerzas ysuspiró: entonces toméla de la mano y ella me la es-trechó, me la estrechó cual si desease hablarme.

Hacia las diez administráronle el sacramento dela Extremaunción. Se confesó con una serenidad,una fe tal, que creyérase que todos los bienaventu-rados ángeles del paraíso rodeaban su lecho demuerte. ¡Venturosa de ella! Permaneció así todo eldía; en tanto, le rezaban las letanías. Cuando el soldeclinaba a su ocaso, pareció experimentar una nue-va angustia; sus lágrimas manaban tan abundantes,que una de las profesas, movida de piedad, le enjugóel rostro, pues el llanto bañaba a la desventurada,velando sus magníficos ojos. Moviéronse enseguida,sus labios como si llamase; me incliné sobre ella; hi-zo un esfuerzo para acercar su rostro al mío, y mesusurró levemente en los oídos su postrer deseo,como un afán indecible que destrozaba el corazón...El hipo la sofocaba. Adiviné, más que entendí, loque me dijera. Presurosa, cogí el envoltorio que me

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había designado, y luego que lo vio entre mis ma-nos, sonrióse cual lo hacen los ángeles en el Cielo...Cuando el hipo le daba tregua, repetía siempre:-¡Para él! ¡para él! ¿Estaría delirando? Quiso que lahiciese ver todo: los manuscritos, los cabellos, elcrucifijo, las hojas secas, a las cuales besó, besótanto, que algunas quedaron adheridas a sus labiosdespués de muerta.

Luego, haciendo un esfuerzo supremo, consi-guió dar vuelta apenas la cabeza y suspiró dul-cemente... Pareció que se adormecía... y fue parasiempre.

¡Pobre sor María!En fin, ella se encuentra hoy entre los buenos y

rogará al Señor por nosotras, míseras pecadoras,que tenemos la debilidad de llorar su muerte. Deboademás agregar, a petición de la madre abadesa, ypara consuelo de todos los que en vida la amaron,que sus exequias fueron conmovedoras. Más detreinta misas se celebraron en todos los altares de laiglesia en sufragio de su alma, y al entonar elDe-profundis ardían más de cien cirios. Recomen-dadme al Señor en vuestras oraciones y tenedme enalta estima.

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Vuestra devotísima sierva,Sor Filomena.