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Hijos del desierto

José Valero

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Hijos del desierto

José Valero

Literanda, 2013

Colección Literanda Narrativa

Diseño de portada: Literanda, sobre una fotografía de Zach Dischner

© José Valero, 2013© de la presente edición: Literanda, 2013

Todos los derechos reservados. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización ex-presa de los titulares del copyright la reproducción total o parcial de esta obra por cual-quier medio o procedimiento.

Más ediciones en www.literanda.com

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CAPÍTULO 1: LA INUNDACIÓN

Esta historia comienza en una ciudad fronteriza, decadente, unaciudad sin nombre, sin identidad propia, una ciudad azotada por losmás inverosímiles acontecimientos, una ciudad que nadie recordaríasi no fuera por los sucesos que aquí se relatan.

Era media tarde cuando las primeras hojas, amarillentas y ajadas,comenzaron a caer. Una hoja rozó la calva de un anciano que paseabaapoyándose en un grueso bastón, y éste aceleró su marcha cansinacomo si huyera de la peste negra. Mientras caminaba con paso ren-queante, miraba hacia el cielo, algo extrañado y asustado, pero quizátambién con alegría, pensando en que el insufrible calor diurno quepadecían desaparecería de una vez. ¡Y ya era hora! El corto inviernose estaba demorando en demasía.

—¡Qué pedazo de inútiles! —farfulló indignado—. Otra vez hanfallado las mallas de contención.

La lluvia de hojas continuó toda la tarde sin interrupción, lenta peroinexorable. Un manto amarillo iba cubriendo poco a poco las aceras,las calles y los jardines. Algunos niños, acabada la jornada escolar, sa-lían en tropel a lanzarse sobre los mullidos colchones, como si se tratarade la primera gran nevada del año. Sin embargo, muchos de ellos eranarrancados de allí por sus atribulados progenitores, que les gritaban convoz histérica mientras sus hijos lloraban desencantados.

Al fin, con algo de retraso, aparecieron los barrenderos, los agentesde la ley. El tétrico aullido de los furgones amarillos de los equiposde limpieza, los kraken, marcaba el toque de queda ciudadano, pueseran, a su manera, unas modernas fuerzas del orden. Enfundados ensus herméticos trajes amarillos y armados con su inconfundible tercerbrazo, un largo tubo amarillo capaz de succionar mil hojas en pocossegundos, comenzaron su dura tarea de limpieza.

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En pocos minutos, las calles quedaron desiertas, abandonadas porla gente, que no parecía dispuesta a presenciar una nueva lucha entreDavid y Goliat. El rugido del viento competía con el bramido de lospotentes aspiradores, que surgían como inmensos tentáculos de la ba-rriga de los kraken. Se diría que el dios Eolo, herido en su orgullo,trataba de levantar olas de hojas marchitas sobre los fieros calamaresgigantes que osaban desafiarle una y otra vez. Y así, mientras un marde hojarasca embravecido anegaba la ciudad, miles de operarios seafanaban por engullirlo y restablecer el orden.

Un inmenso kraken de tres pisos llegó a la plaza Mayor, de dondesurgían cinco caudalosos ríos que no paraban de crecer a cada minutobajo la tormenta de hojas. El vientre del calamar gigante se abrió, de-jando paso a una multitud de figuras citrinas. Tras ellos surgió un gi-gante de más de dos metros que —ataviado con túnica y pantalonesceñidos de color verde esmeralda, así como una capa amarilla queondeaba al viento— no cesaba de departir órdenes con voz perentoria.

—¡Moveos, moveos! —gritaba Jaime de Torquemada, el gran jefekraken—. Quiero estas calles limpias de suciedad en menos de unahora.

—Sí, don Jaime, no le defraudaremos —repetían sin cesar los ba-rrenderos.

A su lado permanecía parado un individuo achaparrado, cuya ca-beza rapada apenas rozaba la boca del estómago del gran jefe kraken.Vestía una túnica verde claro ribeteada con arabescos azules. Sus ági-les manos sostenían una tablilla electrónica en la que aparecían datoscontinuamente.

—¿Cuál es la altura media, fray Juan?—Treinta centímetros. La simulación prevé cincuenta mil hojas

por metro cuadrado, es decir, más del doble que en la última crisis.Quizá debamos solicitar refuerzos.

—No de momento. ¿Acaso no confías en mis chicos? Son los me-jores.

Fray Juan, más conocido como el Pequeño Inquisidor, mantuvo sumacilento rostro imperturbable ante la mirada cargada de rencor del

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gran jefe kraken. Por dentro, todo su ser se estremecía cada vez quetenía que mantener su cabeza erguida y contemplar su cara surcadade innumerables arrugas. Por fuera, sin embargo, mantenía una son-risa imperturbable y cínica, una falsa tranquilidad que le había per-mitido medrar con rapidez.

—Por supuesto que confío, don Jaime. Son insuperables —res-pondió con voz zalamera.

—¿Se sabe de dónde proceden las hojas?—Se ha detectado un brote en la reserva de robles y acacias. Otros

dos en los cultivos frutales de la casa Trastámara y en el bosque dealgarrobos, pinos y nogales de la casa Luna. Estos focos están casicontrolados…

—¿Me tomas el pelo, fray Juan? Esos focos están muy lejos deaquí.

—Por supuesto, pero sopla un viento muy fuerte. En realidad, debede haber varios focos en la ciudad, pues el flujo sigue aumentandode forma uniforme y continuada.

—¿Y?—En realidad, bueno —dijo titubeando—, no sabemos dónde

están.—Está bien —respondió Jaime, frunciendo el ceño, con lo que

añadió más pliegues, si cabe, a su arrugada frente—. Mantenme in-formado. Voy a inspeccionar las calles.

—No se preocupe. Que tenga buena caza, don Jaime.Jaime se ajustó el casco ovalado que le servía para protegerse de

las embestidas de las hojas y partió acompañado de dos escoltas. Sesintió aliviado al librarse del desagradable olor transportado por lalluvia de hojarasca, así como de la excesiva humedad del ambiente.Su olfato debía concentrarse en la búsqueda de maleantes y herejes,que solían permanecer en la calle en días tan infaustos.

Partieron por la Rúe de Sebastopol, calle que había conservado suantiguo nombre, cuando aún pertenecía a la ciudad de Estrasburgo,aunque conservaba bien poco de su antiguo esplendor. Jaime odiabaaquel paisaje heterogéneo y decadente, en el que se mezclaban las

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nuevas casas unifamiliares de piedra labrada con los antiguos edifi-cios de múltiples plantas, hoy en día abandonados y en ruinas. Lasciudades antiguas seguían perdiendo habitantes día tras día, sobretodo las fronterizas con el Pueblo Arborícola.

El viento cesó de pronto, y los tres hombres caminaban con loscinco sentidos alerta por una ciudad fantasmal, vacía, donde el silen-cio solo era perturbado por la continua cantinela de las hojas que cru-jían bajo sus pesadas botas.

—¡Alto! —gritó Jaime de Torquemada con voz estentórea—. A laizquierda, mirad a esa mujer que camina por la bocacalle. ¿Qué veis?

Los dos hombres se giraron sin responder. Los cascos mantuvieronocultos sus gestos de incomprensión.

—Ya veo que sois unos inútiles. ¿Acaso no os habéis fijado en unobjeto que lleva sobre la oreja?

—Es verdad. Lleva una rosa. Y tiene la piel blanca como la leche.—Es probable que sea una setícola, o incluso una conspiradora.

Yo iré de frente. Vosotros cortadle la retirada por las calles laterales.Jaime se acercaba a su presa con la lentitud y el sigilo de un ex-

perto depredador. Avanzaba paso a paso, aplastando las hojas con cui-dado, saboreando el momento dulce. La captura iba a ser pan comido.Se encontraba a menos de cinco metros de la mujer cuando ésta lovio. Dio un brinco y comenzó a correr cual gacela perseguida por unleón. Se internó en la calle situada a su izquierda, un estrecho corredortachonado de cascotes y rocas diseminados por todas partes. Un sextosentido le hizo detenerse bruscamente delante del roquedal.

“Los leones cazan en manada”, pensó la mujer. Aguzó la vista y detectó una figura amarilla que se movía entre la

lluvia de hojas. Fue solo durante una fracción de segundo, ya quedesapareció de repente. De nuevo, la calle parecía vacía.

“No ha podido ser un espejismo. Se habrá escondido tras una deesas inmensas rocas que nadie se ha dignado a retirar todavía”, sedijo.

Volvió sobre sus pasos, pero ya no había vuelta atrás. El inconfun-dible gran jefe kraken avanzaba hacia ella acompañado por uno de

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sus acólitos, cortándole cualquier posible retirada. Así pues, no habíaopción. Se adentró otra vez en el corredor y se lanzó a toda velocidaden busca de una salida de aquel infierno.

—Ayúdame, Cernunnos —comenzó a implorar en voz alta—. Sál-vame, Epona. Rescátame, Morrigan.

Sintió un fuerte golpe en la espalda y cayó de bruces sobre la al-fombra de hojas.

—¡Hereje! ¡Arpía! No pronuncies esos nombres malditos, bruja.Estás condenada. ¡Que Set te castigue! —gritaba el barrendero quela había golpeado.

La alzó en vilo rodeando su cuerpo con la mano izquierda y se dis-puso a ajustarle las esposas con la derecha, pero entonces recibió unatremenda patada que le acertó de pleno en el plexo solar. Cayó de es-paldas boqueando, casi sin respiración. Su férrea mano se aflojó y li-beró a su presa. La mujer aprovechó la ocasión para escapar de nuevosegundos antes de que el gran jefe kraken la alcanzara.

La lluvia se había convertido ya en una auténtica tormenta en laque solo se echaba en falta el aparato eléctrico. La mujer no veía casinada en la marea de hojas en la que casi flotaba. Empujadas por elvendaval, éstas formaban remolinos que golpeaban su rostro a granvelocidad, dejando gran cantidad de arañazos en su delicada piel, queella trataba de proteger sin éxito cubriéndose la cara con los brazos.Intentaba correr, pero tan solo podía vadear trastabillando el río en-cabritado que la engullía.

De improviso, su huida llegó a su fin al toparse con una sólidapared que le cerraba el paso. No había ya escapatoria de los ham-brientos mastines, pues había entrado sin darse cuenta en un callejónsin salida.

—Apiádate de mí, Cerridwen —exclamó susurrando mientras sedejaba caer al suelo.

Cuando todo parecía perdido, cuando el viento aullaba tétrica-mente en sus oídos, prediciéndole un espantoso destino, cuando es-taba ya dispuesta a confesar sus crímenes y sus ojos vidriosos apenasvislumbraban unas difusas manchas amarillo verdosas que se apro-

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ximaban envueltas en la ventisca, una voz salvadora le habló desdelas alturas. Sin saber bien lo que hacía, se irguió, y, guiada por unsexto sentido, encontró una escalera que ascendía por la agrietada fa-chada que le cerraba el paso. Trepó por ella hasta dejar atrás a susperseguidores.

**

El funcionario de la casa Luna que atendía a los impacientes soli-citantes de empleo no poseía ningún rasgo peculiar. Ninguna marcaexterior le hacía diferente del resto de plebeyos que esperaban en lacola en busca de un puesto de trabajo. Ni su piel pálida, ni la narizredondeada y grande, ni los pómulos prominentes, ni las mejillas hun-didas, ni la barbilla afilada o la fuerte curvatura del arco superciliarrepresentaban un estigma genético que lo situara en un estrato supe-rior delante de la plebe. Era pues, en apariencia, una persona normaly corriente, un miembro del pueblo como cualquier otro.

Vestía un traje verde limón, el color característico de la casa Luna,camisa blanca, corbata negra y el pelo cortado al cero. Era una indu-mentaria corriente, heredada de las antiguas sociedades burguesas,un hábito de trabajo impensable en alguien de casta noble.

Además, el nombre rotulado en la pequeña chapa identificativaque colgaba de la solapa de su chaqueta no podía ser más corriente:Raúl Fernández.

Por tanto, no parecía más que un chupatintas a sueldo de la casaLuna. Sin embargo, todos lo miraban con respeto y cierto temor so-lapado. ¿Sería por su gélida y penetrante mirada? ¿O porque la pétreaexpresión de su rostro variaba menos que una estatua esculpida engranito?

Raúl Fernández miraba embelesado por la ventana el imprevistoespectáculo que ofrecía la lluvia de hojas, al tiempo que estampabacon agilidad el sello de entrada en los papeles que le entregaban losimpacientes solicitantes de empleo, deseosos de regresar cuanto antesal resguardo de sus hogares.

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La sirena de emergencia le libró de una hora de aburrido trabajo,por lo que salió con alivio de la deprimente oficina, donde día trasdía cumplía con profesionalidad su tediosa tarea. Por tercera vez enun mes sufrían un desalojo forzado, así que todos los empleados sesabían de memoria el camino de salida que tenían que tomar. En estaocasión no hubo retrasos ni gritos, y nadie acabó en el suelo cubrién-dose la cabeza con las manos.

Un torrente movido por un fuerte y tórrido viento inundaba las ca-lles hasta el nivel de los tobillos. Raúl se armó de valor y comenzó acaminar dando grandes zancadas. Las hojas, ya resecas, crujían bajosus pies. No veía casi nada, ya que el aire también estaba lleno dehojas que caían, formaban remolinos al capricho del viento y le gol-peaban la cara.

Aceleró el paso. Cuando por fin llegó a su casa, estaba exhausto.Cerró la puerta tras entrar en el portal, sin poder evitar que una buenacantidad de hojas se infiltraran. Comprendió que no era el primeroen llegar aquella tarde, pues no se podía ver el suelo de mármol bajola alfombra de hojas amarillas y resecas. El espectáculo comenzabaa parecerse a una absurda pesadilla.

Durante más de una hora contempló desde la ventana de su pe-queño estudio el extraño aguacero de hojas, que poco a poco iba con-virtiendo la ciudad en una especie de Venecia no navegable. Sentíauna extraña emoción en su interior, una alegría contenida que hacíavibrar cada célula de su cuerpo. Su rostro, sin embargo, reflejaba pre-ocupación y enfado. Y es que Raúl rara vez sonreía o reía, rara vezrelajaba los tensos músculos de su rostro y los liberaba de la firmered invisible que los mantenía maniatados, rara vez se permitía mos-trar sus sentimientos. Escondido tras su máscara inescrutable, per-manecía hierático, absorto en sus pensamientos.

De repente, la escena cambió por completo al aparecer cuatro fi-guras bajo la ventisca. Una mujer trataba de escapar desesperada-mente de tres barrenderos que la perseguían. Raúl vio cómo caía alsuelo, derrotada, al verse acorralada por sus perseguidores. “Una víc-tima más”, pensó con cinismo y sin inmutarse.

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Entonces vio la rosa que colgaba flácida de su oreja, y amargosrecuerdos afloraron a su mente. Algo se estremeció en su interior.Turbado, notó que su ritmo cardiaco se disparaba. Incluso la graní-tica esfinge de su rostro explotó hecha añicos, distorsionándose, pa-lideciendo, reflejando algo parecido al miedo. Sin perder unsegundo, se cubrió la cara con el antebrazo para protegerse de laavalancha de hojas, abrió la ventana y se dirigió a la mujer con vozapremiante.

—Suba por la escalera situada a su derecha, ¡rápido! Primer piso,puerta ocho.

Se diría que una especie de extraña metamorfosis se había adue-ñado de Raúl, pues su tez morena se había vuelta pálida y su férreorostro se había deformado como la arcilla en el torno, mientras quesus piernas, antes sólidas y firmes, parecían ahora hechas de mante-quilla. Andaba con paso renqueante, como un títere meciéndose alcompás de los hilos.

Raúl se ocultó tras la raída cortina de la ventana, que apenas se su-jetaba de unos viejos y oxidados rieles. Varias hojas de color ocrecrujieron bajo sus pies.

—¡Adelante! —dijo al tiempo que se volvía de espaldas a la puertade entrada y miraba por el rabillo del ojo.

La puerta se abrió con un chirrido y dejó paso a la mujer de la rosa,que, desorientada, miraba a derecha e izquierda sin parar.

—Por favor, ayúdeme —gimió con voz chillona—. Están a puntode llegar.

La voz estridente provocó un nuevo cambio en Raúl, quien recu-peró el control de sí mismo. Su turbación se transformó en enfado,su temor en amargura, su debilidad en rabia. Durante unos segundos,la duda asaltó su corazón. “¿Para qué arriesgarme si esta mujer no esmás que una desconocida?”, pensaba. “No es su voz, por supuestoque no lo es”, se lamentaba. “Estúpido, estúpido”, no paraba de re-petirse.

El ruido de pasos acelerados en el rellano acabó con su vacilación.—¡Rápido! —dijo con voz apremiante—. Escóndase en el aseo y

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no haga ruido. Y se lo advierto, no se le ocurra mirarme o se arrepen-tirá. ¡Y quítese los zapatos o dejará rastro!

Cuando el timbre sonó de nuevo, Raúl había recobrado por com-pleto la compostura. Con paso firme, parapetado tras su máscara re-compuesta, atravesó la habitación e invitó a pasar a sus tres sombríosvisitantes, no sin antes limpiar los pequeños trocitos de hojas resecasque su invitada había dejado tras la puerta.

Jaime de Torquemada avanzó con paso decidido, agachándosepara poder traspasar el umbral mientras que sus guardas se aposta-ban junto a la puerta. Comenzó a pasear con indolencia por el ha-bitáculo. Escudriñó cada rincón del austeramente amuebladoestudio, en el que tan solo pudo encontrar una pequeña mesa, sobrela que dejó su casco, una silla desvencijada, un camastro tapado conuna colcha deshilachada y una estantería, algo inclinada hacia unlateral, de la que despuntaban varios clavos oxidados, amén de laya mencionada cortina. Las paredes estaban sucias, llenas de des-conchones, y el revoque brillaba por su ausencia. Tras comprobarque la silla no iba a desarmarse bajo su peso, se sentó, apoyandolos antebrazos sobre la mesa.

—Es usted muy descortés con su prócer espiritual, amigo. ¿Acasono sabe quién soy? ¿No es capaz de ofrecer algo de hospitalidad a unilustre visitante?

—Por supuesto, cómo no. Usted es Jaime de Torquemada, granjefe kraken, sumo sacerdote de la Hermandad Dorada y gran inqui-sidor —contestó Raúl con un deje burlón.

—Veo que conoce bien mis títulos, aunque le ha faltado el don.No me gusta su tono, amigo, así que le aconsejo humildad a partir deeste momento. ¿Queda claro?

Raúl permaneció en silencio, el semblante impertérrito. Había algoen la cara arrugada del gran jefe kraken que le molestaba, pero noconseguía determinar qué era.

—Ya veo. Un gallito de pelea. Está bien, entrégueme a la mujer yle recompensaré olvidando sus impertinencias.

—No sé de qué mujer me habla.

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Jaime se levantó con brusquedad, por lo que la silla se desplomóal partirse dos de sus patas podridas.

—¡Qué lástima! —exclamó—. Tenía usted un piso tan cuidado. Entonces, en un gesto ya muy ensayado, se plantó de un salto de-

lante de Raúl, amenazándole con el dedo en ristre y enarcando lascejas. No era fácil mantener la compostura con aquel rostro malignomirándote desde las alturas.

—Está usted sobrepasando un umbral muy peligroso, amigo. Notolero que me traten como a un imbécil. —Le miró a los ojos—.¿Cómo es posible que un plebeyo se atreva a mentirme de forma tandescarada?

Su tono de voz había pasado de la burla a una encendida cólera.“Por Set”, se dijo Raúl, “no tiene cejas”. Jaime comprendió que él yase había dado cuenta de su estigma.

—Si le parece bien, vamos a comprobar mis dotes detectivescas.Primero: la ventana de este estudio se encuentra situada justo encimadel lugar en el que yacía la fugitiva cuando escapó de milagro. Se-gundo: el rastro de hojas dejado por la hereje termina justo delantede la puerta de su estudio. Tercero: hay montones de hojas (que Setnos libre de ellas) por todo el cuarto. Cuarto: éste es el único piso ha-bitado en esta planta. Este inmueble abandonado es propiedad de lacasa Luna, que ha rehabilitado —se rió— un apartamento en cadaplanta para empleaduchos como usted.

»De todo esto deduzco que usted abrió la ventana (de ahí que hayatantas hojas desparramadas), guió a la hereje hasta la escalera y hastaeste piso (de ahí que la hayamos perdido de vista), y la ha ocultadoen el aseo, ya que no hay más habitaciones a la vista, entorpeciendodeliberadamente el trabajo de estos honrados veladores de la ley y elorden.

»¿Observa algún error lógico en este razonamiento, amigo?Raúl se apartó de la mole humana que lo apabullaba con su retó-

rica.—Da usted muchas cosas por supuestas, por lo que sus conclusio-

nes no son más que un sofisma. En primer lugar, he podido abrir la

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ventana en cualquier momento durante la tarde. En segundo, la mujerha podido quitarse los zapatos al llegar a la puerta de mi apartamentoy ha seguido subiendo al piso siguiente. Por último, no soy su amigo.

Los dos escoltas tensaron sus músculos al instante, llevándose lasmanos al cincho. Jaime los detuvo con un imperceptible gesto.

—Está agotando mi infinita paciencia. Le voy a dar una últimaoportunidad. Vamos a inspeccionar el aseo con su aquiescencia. Sino encontramos a la mujer, le pediremos disculpas y nos marchare-mos. En caso contrario, habrá contribuido a librar a nuestra sociedadde uno de sus gérmenes más nocivos, y quizá Set le recompense porello.

Acabada su perorata, el gran jefe kraken se dirigió hacia la puertadel aseo. Sin embargo, Raúl se interpuso en su camino.

—Lo siento, no puedo permitirlo sin una orden judicial. A dife-rencia del tercer anillo de las ciudades nobles, las ciudades indepen-dientes siguen protegidas, le guste o no, por el Estado de Derecho.Si entra ahí sin mi consentimiento, estará cometiendo un allanamientode morada, y cualquier prueba que encontrara sería inválida.

Los ojos de Jaime de Torquemada ardían con la llama de la cólera.—Ahora resulta que nos hemos topado con un pedante leguleyo.

Su reticencia solo puede significar que tiene algo que ocultar, y estácometiendo un delito muy grave, se lo advierto.

—De nuevo, da muchas cosas por supuestas. No tengo nada queocultar, pero este piso no me pertenece, solo soy un inquilino. Sin elpermiso explícito de la casa Luna, no estoy autorizado a permitir unregistro, como aparece en las cláusulas de mi contrato de trabajo.Puede usted comprobarlo en su base de datos.

Jaime de Torquemada se acercó a la estantería, donde comenzó ahojear algunos de los polvorientos libros que tomó prestados de laslejas, combadas por el peso.

—Muy interesante, fenomenal, qué libros tan antiguos —decía ensusurros, mientras pasaba las páginas ya amarillentas. Cerró el librode un golpe, con lo que levantó una nube de polvo—. Bien, ya estoyharto de sus truquitos de mal pagador. Voy a enchironarlo de por vida,

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se lo aseguro. ¿Puede explicarme por qué tiene estos libros, prohibi-dos para plebeyos como usted? ¿Tiene algún permiso especial expe-dido por la casa Luna?

Un embarazoso silencio siguió a estas preguntas.—Ya veo que se ha quedado sin más respuestas ingeniosas. Parece

que tiene un tratado sobre botánica y otro de herboristería, y bastantedetallados, por cierto, algo que está penado con dureza en nuestroCódigo Penal. No crea que es usted el único versado en leyes, me-quetrefe. A eso voy a añadir una acusación de herejía, otra de adora-ción de símbolos arborícolas y una tercera de obstrucción a la justiciaimperial por ocultar a una fugitiva setícola. Y ya se me ocurrirán máscrímenes contra nuestro pueblo sagrado.

»Y no crea que va a salvar a su bella damisela. Dejaré un guardaen la entrada del apartamento hasta que llegue la orden judicial.¡Arrestadlo!

Los dos acólitos hacía tiempo que esperaban esa orden. Raúl torcióel rictus ante la inevitable necesidad de poner todas las cartas sobrela mesa, algo que había intentado evitar a toda costa. Se llevó la manoal bolsillo interior de la chaqueta y extrajo una placa dorada que mos-tró a los barrenderos justo un momento antes de que lo agarraran porlos brazos. En ella había dos dunas dibujadas en relieve, sobre lasque se apoyaba un inmenso zopilote con las alas extendidas y el picocurvo girado hacia su derecha. Los dos hombres se quedaron parali-zados al ver el blasón del Imperio.

Jaime se envaró.—¿Qué diablos significa esto? ¿Es usted un agente imperial de

incógnito? ¿Por qué no lo ha dicho antes? —De repente, soltó unacarcajada—. Ya veo. Creo que ahora podemos tutearnos. Nos hasgastado una broma de muy mal gusto, ¿no es eso? — Hizo un gestocon la mano a sus secuaces—. Bien, ya hemos perdido demasiadotiempo por hoy. Entrad en el aseo y arrestad a la mujer. En mar-cha.

—¡Quietos en nombre del emperador! —bramó Raúl—. Repitoque aquí no ha entrado ninguna mujer.

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Jaime de Torquemada se acercó de nuevo a Raúl. Su capa doradabarría las hojas esparcidas por el suelo.

—No entiendo de qué va todo esto —le espetó mientras escudri-ñaba cada surco de su atezado rostro—. ¿Cuál es su nombre? Identi-fíquese.

—Soy Raúl de Talavera, agente especial imperial y primer conse-jero de nuestro emperador Augusto III. ¡Que Set y el desierto lo pre-serven muchos años!

—Vaya, vaya, nada menos que el mismísimo y ocultísimo conse-jero imperial, el rostro mejor guardado de todo el Imperio. —Jaimeextrajo del bolsillo de su túnica una fina lámina cuadrada de tono pla-teado—. Por favor, coloca el dedo índice en el sensor de huellas. —La pequeña pantalla situada en la parte superior del aparato imprimióla identificación de Raúl—. Muy bien. Ahora que nos hemos presen-tado, me gustaría hacerte algunas preguntas.

»¿Qué pretendes conseguir ocultando a la hereje?Raúl lo miró desafiante, sin contestarle.—¿Acaso quieres llevarte la gloria de la captura? Sería absurdo

por tu parte, pues la búsqueda de herejes es competencia exclusivade los barrenderos.

»¿O solo esperas divertirte un rato con ella a cambio de dejarla enlibertad? Tampoco parece probable, dado que a los agentes imperialesos resulta muy fácil conquistar a las mujeres con esa aureola de he-roicidad que os rodea.

»O quizá estás molesto por la creciente influencia de la HermandadDorada en las decisiones del emperador. Quizá algunos de tus últimosconsejos han caído en saco roto. ¿Me equivoco?

Raúl permanecía impertérrito.—Creo que la tercera es la más cercana a la verdad, pero se me ocu-

rre una cuarta. He observado tu rostro, y no he encontrado ningún es-tigma nobiliario. Ya sabes que yo pertenezco a una casa noble insigne,pues te has fijado en mis cejas, o mejor dicho, en la falta de ellas. Es lamarca de mi familia por muchas generaciones, y estamos muy orgu-llosos. Ni el más insignificante pelito crecerá jamás sobre mis ojos.

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»A no ser, claro, que tu estigma genético se encuentre en algúnlugar no visible, como, por ejemplo, la entrepierna. —Los dos ba-rrenderos soltaron una carcajada—. Aunque eso no es posible, ya quelos eunucos no pueden tener descendencia.

Los guardas reían ahora a pierna suelta, aunque Jaime los acallóenseguida.

—Bromas aparte, veo en ti a un plebeyo advenedizo. Gozas de pri-vilegios que deberían corresponder a la nobleza en exclusiva, comoestos libros que guardas en este piso infame. Incluso me pregunto situs padres o abuelos, o tú mismo, no serían católicos conversos a laHermadad Dorada, o peor, setólicos.

»Y no veo claro si no sentirás lástima, incluso simpatía, por esosherejes setícolas que tanto daño nos causan, si no te sirves de tu altaposición para ayudarlos a escapar de la ley.

Raúl rompió su silencio.—Todos tenemos algún antepasado converso, eso es inevitable.—No te permito que compares nuestros linajes, plebeyo —bramó

Jaime—. Te recuerdo que fue mi antepasado quien fundó la Herman-dad Dorada, y que el cargo de sumo sacerdote pertenece en exclusivaa nuestra familia. Nosotros velamos por la salud de nuestra frágil so-ciedad, limpiamos la calle de toda esa chusma indeseable, combati-mos a brazo partido con los árboles maléficos que intentaninvadirnos. Si no fuera por el trabajo de los barrenderos y de la Her-mandad Dorada, la plaga habría inundado y ahogado nuestro mundo.

»En cambio, ¿qué hacéis los agentes del emperador? La mayoríasois plebeyos que habéis medrado a una alta posición, intrusos dedi-cados a un vacuo e inútil juego de espionaje político con el PuebloArborícola. Os mueve la ambición y la codicia de los privilegios, perovuestra lealtad a nuestros valores sociales es más que cuestionable.No podéis comprender que una hereje portando una rosa puede serun germen que genere un cáncer difícil de controlar.

—¡Ya basta! —gritó Raúl, que, rojo de ira, perdía de nuevo el con-trol de su voluntad—. Si has concluido con tus insultos, os agradece-ría que os fueseis y terminarais vuestro trabajo en las calles.

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—Si ésa es tu última palabra, nos iremos, pero te advierto que tearrepentirás de lo que has hecho. Tendrás que responder ante el em-perador las preguntas que te he formulado, y no creo que entiendaque su consejero se dedique a obstruir la acción de la justicia y a ocul-tar herejes. En poco tiempo habré ocupado tu puesto, te lo aseguro,y pienso enderezar el rumbo de la política imperial.

Un zumbido grave surgió del intercomunicador de pulsera deJaime de Torquemada. La voz asustada de fray Juan retumbó en elhabitáculo junto al crepitar de la electricidad estática:

—Don Jaime, estamos en una situación crítica. Los muchachos nopueden luchar contra esta marea que no cesa de crecer, están deses-perados y ya casi no podemos movernos. Es imposible, no lo conse-guiremos. La simulación muestra que…

—¡Sois unos inútiles! —gritó el gran jefe kraken—. Los chicosvan a seguir trabajando, van a ganarle la batalla a esos malditos ár-boles, o de lo contrario merecerán perecer sepultados. ¿Entendido?

—Sí, jefe. Como diga. Pero supongo que esa orden no me afectaa mí.

—Eres una rata cobarde. ¿Acaso has leído que el capitán debaabandonar el barco moribundo antes que nadie?

—Pero, jefe, usted es el capi...El estruendoso sonido de los altavoces situados en las cuatro es-

quinas del techo del habitáculo ahogó el final de la frase.—¡ATENCIÓN, ATENCIÓN! ¡ALERTA DE NIVEL CUATRO!

¡EVACUACIÓN INMEDIATA DE LA CIUDAD! ¡DIRÍJANSE ALAS AZOTEAS! ¡LA CIUDAD SERÁ BOMBARDEADA ENTREINTA MINUTOS!

Jaime de Torquemada se volvió hacia Talavera.—¡Mierda! ¿Ése es el tipo de consejos que le das al emperador?

Ponte en contacto con él. Dile que retire la orden.—Lo siento, pero este tipo de decisiones está fuera de mi compe-

tencia. Si no recuerdas mal, yo me dedico a los juegos fútiles de es-pionaje.

El crepitar de la estática interrumpió su conversación.

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—Don Jaime —sonó de nuevo la voz asustada de fray Juan—, te-nemos que obedecer la orden de evacuación. Tiene prioridad máxima.

—¡Muy bien! ¡Largaos, ratas! —graznó. Se dirigió a sus acóli-tos—. Vámonos. Y ya arreglaré las cuentas contigo y con tu hereje,agente imperial. No tengas ninguna duda de que la capturaré tarde otemprano.

Los dos barrenderos apostados junto a la puerta abandonaron laestancia, seguidos por el sumo sacerdote.

—¿Me permites una última pregunta antes de que te vayas? —Jaime de Torquemada se giró—. ¿De verdad habrías dejado morir atus hombres sepultados bajo montañas de hojas? ¿Crees que Set apro-baría algo así?

—Es una lástima, pero dada la situación algunos han de sacrifi-carse por el bien común. Es una triste necesidad.

—¿Ésa es una respuesta cínica, o de verdad piensas que eres por-tador del bien a nuestro pueblo? Aunque claro, los dirigentes endio-sados terminan por creerse sus propias mentiras.

El sumo sacerdote lanzó una mirada cargada de odio a Raúl y cerróla puerta sin contestar. Sus pasos se perdieron con premura en la le-janía del pasillo.

Mientras tanto, tras la ventana, apenas se veía algo a través de latupida cortina de hojas que bailaban a gran velocidad y que, empuja-das por el fuerte viento, golpeaban el cristal con furia antes de posarsesobre el lecho del torrente caudaloso que fluía por las calles.

Raúl se ocultó de nuevo tras la cortina. Por espacio de cinco mi-nutos, permaneció allí de pie, hierático, con el rostro pétreo, los ojoshipnotizados por el espectáculo que tenía ante sí, tratando de sofocarel tremendo desasosiego que le invadía. Sabía que había cometidouna gran estupidez, que ahora se iba a encontrar en una situación muydifícil, entre la espada del sumo sacerdote y el fuego del emperador,pero también sabía que, de repetirse la misma escena, volvería a ac-tuar de la misma forma.

—¡ATENCIÓN, ATENCIÓN! ¡ALERTA DE NIVEL CUATRO!¡EVACUACIÓN INMEDIATA DE LA CIUDAD! ¡DIRÍJANSE A

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LAS AZOTEAS! ¡LA CIUDAD SERÁ BOMBARDEADA ENVEINTICINCO MINUTOS!

El estruendo de los altavoces sacó a Raúl de su ensoñación.—Ya puede salir —le gritó a la mujer—. Ya se han ido.La puerta se abrió con un chirrido.—Gracias, me ha salvado la vida —dijo con voz susurrante. La

mujer estaba lívida. Se diría que no quedaba en sus venas una gotade sangre.

—No me dé las gracias. Habría dejado que la devoraran los leonesde no haber visto esa maldita rosa en su oreja. No vuelva a llevarlaencima o seré yo mismo quien la arreste y la encarcele. ¡Ah! Y no sele ocurra mirarme o se arrepentirá, ¿entendido?

La mujer se había quedado muda de asombro.—En cambio —continuó Raúl—, me gustaría que respondiera a

algunas preguntas. Es lo menos que puede hacer como pago por suvida, ¿no cree?

—Está bien, como desee —dijo con estupor.—En primer lugar, quiero saber si de verdad es una setícola.—No, claro que no.—Sin embargo, le he oído encomendarse a un dios arborícola hace

un rato. Bien. En segundo lugar, ¿por qué llevaba una rosa? ¿Porquees una hereje? ¿Porque es una rebelde? ¿O porque no sabe en quémundo vive?

La mujer había pasado del miedo al asombro y al desconcierto, ypor último a la indignación.

—¿Qué es esto? ¿Un interrogatorio? Me hace estas preguntas paradetenerme, ¿no es eso? Solo me ha salvado para llevarse la gloria demi detención. Supongo que tendrán bonificaciones por el número dearrest…

—¡Basta! —bramó Raúl—. Cállese o la arrestaré. Solo quierosaber la verdad, y no nos queda mucho tiempo. En cuanto me con-testé, la dejaré marchar.

La mujer permanecía quieta, en silencio, sin saber qué hacer. En-tonces, los altavoces volvieron a vibrar.

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—¡ATENCIÓN, ATENCIÓN! ¡ALERTA DE NIVEL CUATRO!¡EVACUACIÓN INMEDIATA DE LA CIUDAD! ¡DIRÍJANSE ALAS AZOTEAS! ¡LA CIUDAD SERÁ BOMBARDEADA ENVEINTE MINUTOS!

—Está bien, se lo diré todo. De todas formas estoy perdida. ¿Quépodría hacer frente a un agente imperial que tiene derecho a torturara los sospechosos con total impunidad?

—¡Vaya al grano! Se nos acaba el tiempo.—Si usted fuera valiente, saliera de su escondrijo y me mirara a

los ojos, vería qué tengo de especial.—¡Por Set! —rugió Raúl al tiempo que apartaba la cortina. Se

acercó a la mujer en dos zancadas y la taladró con su mirada. Enarcólas cejas en un inusual gesto de asombro.

—Ya lo ha comprendido, ¿no?—Todo lo contrario. Tiene el estigma de la casa Trastámara, el ojo

derecho azul claro, el izquierdo negro como el tizón. Entonces, esusted noble. ¿Por qué huía si no tiene nada que temer? El sumo sa-cerdote la habría dejado en paz con solo mirarla a la cara.

—Está muy equivocado, ya que no soy noble, aunque me corres-pondería por derecho. Sabe usted bien lo que les ocurre a los pobreshijos de nobles que tienen la desgracia de nacer sin el estigma de lacasa, ¿no?

—Por supuesto. Aunque oficialmente es ilegal, es habitual quesean repudiados por sus progenitores y enviados a un orfanato, dondecrecen como plebeyos sin padres. Pero usted sí tiene el estigma.

—Ahora sí lo tengo, pero no cuando nací. Mis padres se asustaronal ver que tenía los dos ojos azules, y, sin comprender que el color delos ojos es muy variable en los primeros meses de vida, se desemba-razaron de mí.

—Alguien tuvo que darse cuenta del error tarde o temprano.—En el orfanato, nadie se interesa por el color de tus ojos. No supe

quién era en realidad hasta los veinte años, cuando un pretendientedescubrió en mí un filón.

»Mis padres negaron la evidencia, así que intenté restituir mis de-

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rechos iniciando un juicio que al final me llevó dos años a la cárcelpor impostora e intento de usurpación de personalidad. Fue el testi-monio de mi pretendiente el que me condenó. Parece que mis padresle pagaron bastante bien.

—Ya veo. Se siente ultrajada y por eso intenta vengarse de una so-ciedad que le ha usurpado sus derechos. Entonces, usted es una con-versa a la religión arborícola. ¿Me equivoco?

—No, no se equivoca.Raúl sonrió. No le había mentido al decirle que no era una setícola.

Los altavoces se encendieron de nuevo.—¡ATENCIÓN, ATENCIÓN! ¡ALERTA DE NIVEL CUATRO!

¡EVACUACIÓN INMEDIATA DE LA CIUDAD! ¡DIRÍJANSE ALAS AZOTEAS! ¡LA CIUDAD SERÁ BOMBARDEADA ENQUINCE MINUTOS!

—Debemos irnos o moriremos bajo las bombas —dijo la mujer.—¿Cuál es su nombre? —le preguntó Raúl sin hacerle caso.—Mi nombre verdadero es Coralie de Trastámara. Es el nombre

que habían elegido mis padres antes de abandonarme.—Es suficiente. No necesito conocer su nombre oficial.Ahora que la tenía delante, Raúl podía apreciar con detalle los ras-

gos de su rostro. ¿Cómo era posible que pusieran en entredicho suverdadera identidad? Sin tener en cuenta el color de los ojos, los ras-gos poco agraciados que había heredado de su padre, el ilustre Tras-támara, eran inconfundibles. El puente recto y fino de la nariz queterminaba en dos abultadas aletas, las mejillas asimétricas, una re-choncha, la otra ligeramente hundida, las cejas pobladas, la tez ma-cilenta o las orejas alargadas la asociaban de forma inequívoca consu progenitor. A diferencia de su cara, de rasgos poco proporcionados,su ceñida túnica perfilaba una esbelta figura de cintura para arriba,que se sustentaba sobre dos piernas cortas en exceso. “¡Por Set! Sies la viva imagen de Trastámara en versión femenina”, pensó.

De repente recordó un viejo chismorreo. Se decía que los Trastá-mara habían repudiado a una hija, y que ésta era fruto de un affaireque tuvo la mujer de Trastámara con el banquero Beltrán. “Así que

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tu nombre oficial es Juana”, pensó mientras esgrimía una sonrisa.“Pero todos te llaman Juana la Beltraneja, aunque seas hija legítimade Trastámara”.

—Bien, Coralie. Quiero que me diga si sus paseos con objetos pro-hibidos son un simple acto de rebeldía o pertenece a alguna organi-zación ilícita.

—Ya he respondido demasiadas preguntas. Me largo. Usted puedequedarse y suicidarse si lo desea.

—Tan solo necesito saber si simpatiza con el FAD.—¿El Frente Antidesierto? A mí también me gustaría saber por

qué le causa tanta desazón ver una rosa sobre la oreja, pero prefieroconservar mi vida. ¡Adiós!

Por segunda vez en aquella tarde, le daban con la puerta en las na-rices sin contestar a sus preguntas.

—¡ATENCIÓN, ATENCIÓN, ÚLTIMO AVISO! ¡ALERTA DENIVEL CUATRO! ¡EVACUACIÓN INMEDIATA DE LA CIU-DAD! ¡DIRÍJANSE A LAS AZOTEAS! ¡LA CIUDAD SERÁBOMBARDEADA EN DIEZ MINUTOS!

Sabía que tenía que marcharse sin dilación, pero sus piernas per-manecían clavadas al suelo. Sin saber bien por qué, se agachó a re-coger un puñado de hojas, que guardó en el amplio bolsillo de suchaqueta.

De pronto la puerta se abrió con estruendo. Raúl de Talavera, sor-prendido y aún en cuclillas, vio entrar a dos policías, un hombre yuna mujer, uniformados con el traje de color sepia de la policía im-perial. En una rápida inspección visual, Raúl se fijó en las dunas co-sidas en las pecheras, las típicas gorras imperiales con viseratriangular, las hileras de botones dorados que partían el pecho por lamitad y en los galones, dos zopilotes alados y un zorro del desierto,que destacaban en la manga izquierda de la mujer.

Los dos agentes juntaron los talones, irguieron sus cuerpos en po-sición vertical y juntaron sus dedos para formar una duna con las dosmanos, el saludo militar del Imperio. Raúl se levantó y respondió alsaludo.

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—Soy la capitana Eva de Luna —dijo la mujer—. Tenemos ordendirecta del emperador de sacarlo sano y salvo de la ciudad.

—Si el emperador lo ordena, no tengo más remedio que salvar mivida —dijo Raúl, sardónico, y los siguió tras coger dos polvorientoslibros de la estantería.

Mientras ascendían por la escalera que conducía a la azotea, Raúlse fijó en la extravagante cabellera que asomaba bajo la gorra de lacapitana. En la parte derecha crecía una melena de color verde quedescansaba sobre el omoplato, la nuca estaba cubierta por un pelo ro-jizo de longitud algo menor; en cambio, la parte izquierda estaba ra-surada por completo.

Cuando salieron a cielo descubierto, o mejor dicho, cuando seadentraron en la corriente de hojas que barría la azotea, la visibilidadera nula. Caminaban de lado, como los cangrejos, para protegerse delenvite del viento. Tras avanzar tres interminables pasos contra co-rriente, Raúl pudo distinguir el remolino de trocitos de hojas pulve-rizadas que surgía de las aspas del helicóptero.

Subieron a la cabina y el aparato ascendió hasta emerger, cual sub-marino, a la superficie de aquel mar inaudito. Un sol brillante pendíade nuevo sobre ellos. El piloto viró rumbó al suroeste, y a su encuen-tro volaban de forma incesante helicópteros militares de combate car-gados de proyectiles, bombarderos dispuestos a zambullirse deinmediato y soltar su lastre.

—Volamos en el moderno modelo H-420, cuyo rotor principal dis-pone de palas afiladas como cuchillas —dijo la capitana—. Podría-mos navegar aun estando rodeados de ramas de grosor medio.

—Lo conozco a la perfección, su período de pruebas terminó hacetres semanas. Le doy las gracias por la información, pero creo quemi sueldo no me permite comprarme uno.

—¡Vaya! —exclamó Eva sin enfadarse—. Posee usted la rudeza,falta de tacto, ironía y causticidad de un arborícola. Sin temor a equi-vocarme, creo que es usted nogal: espontáneo, agresivo, contradic-torio y sarcástico.

Raúl la miró con el ceño fruncido.

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—Así que es usted aficionada al horóscopo arborícola.—Pecando de inmodestia, puedo decir que soy una experta en el

tema —dijo la capitana sonriendo. El lejano rumor de las explosionesllegó a sus oídos.

—Curiosa afición en una noble.—Veo que también es observador. —En realidad no lo soy. Pero es difícil dejar pasar por alto la falta

de pelo en una mujer joven y atractiva. Además, hace tiempo que co-nozco el estigma de la casa Luna.

—¡Vaya! —se rió Eva—. Si va a resultar ahora ser un conquistador. —En modo alguno. Sin embargo, creo no equivocarme al pensar

que es usted algo frívola. —¿Ah, sí?—¿No es un clavel lo que asoma del bolsillo de su chaqueta?—¡Oh, sí! Es mi flor preferida, tan aromática. —Me sorprende que hable con tanta ligereza del pueblo enemigo

y su horóscopo, un tema tabú, y que acuda a una misión de rescatecon plantas prohibidas en los bolsillos. Si a un plebeyo se le ocurrieradecir en voz alta algo parecido, sería arrestado por los barrenderos yacusado de herejía. Incluso usted, como capitana de la policía, severía obligada a detenerlo y ponerlo en manos del sumo sacerdote.¿No es algo incoherente?

—Escuche: mi labor consiste en hacer cumplir la ley, no en emitirvaloraciones subjetivas. Los nobles tenemos permiso para tener cual-quier tipo de planta o de interesarnos por la cultura arborícola siemprey cuando demostremos día a día nuestra lealtad al régimen y a la Her-mandad Dorada.

—Claro, por supuesto. Si la ley le favorece, ¿para qué plantearsecambiarla?

—Ya veo, es usted un plebeyo que pretende rescindir los derechoshistóricos de los nobles. ¿No es eso?

—Por cierto —dijo Raúl, sin contestar la pregunta—, ¿qué hacela hija de un prestigioso noble trabajando en la policía, cuando podríadedicarse a la vida contemplativa?

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—Yo soy abedul, por lo que tengo un cierto nivel de ambición yno me conformo con ser solo la hija de un noble. Además, ya sabeque en la policía los puestos de mando corresponden en exclusiva alos nobles. Y no me va a sacar de mis casillas, si es lo que pretende.Los abedules somos muy calmados.

—Solo pretendo despertar su adormecida conciencia. Creo que de-bemos guiarnos por nuestros sentimientos y no solo por las obliga-ciones contractuales con el régimen. Me parece que su interés por lanaturaleza y el Pueblo Arborícola va más allá de la mera curiosidad,que usted ama las plantas. ¿Me equivoco? Y, no obstante —continuóRaúl sin esperar respuesta—, es parte activa del mecanismo imperialque reprime la naturaleza. ¿No es incoherente?

—Ve usted la paja en el ojo ajeno y no la viga en el suyo. ¿Acasono es usted un plebeyo que trabaja como agente imperial, un miembrodel mecanismo imperial que reprime a los de su clase?

—No creo haber mostrado ninguna simpatía hacia la plebe. Quizáme podría llamar traidor a mi clase social, pero no incoherente. A di-ferencia de usted, yo hago lo que me dicta mi conciencia.

—¿Y su conciencia le dice que torture a herejes plebeyos?—Sabe muy bien que la tortura es competencia exclusiva de Jaime

de Torquemada. Yo ayudo a mantener a raya al Pueblo Arborícola,protegiendo así tanto a nobles como plebeyos de su posible expan-sión.

De pronto, el piloto inició el descenso.Los tres anillos concéntricos que formaban la ciudad de Lunburgo

se hacían cada vez más grandes e impresionantes a medida que elaparato perdía altura. En el centro se erguía el colosal palacio de lacasa Luna, rodeado por el bosque de algarrobos, pinos y nogales, unaisla de verdor encerrada bajo redes aislantes, y separado de la ciudadanillada por un ancho foso de varios metros de profundidad. Raúlpronto pudo divisar la enorme muralla fortificada que crecía a la orilladel foso, así como a los numerosos guardas que patrullaban por eladarve, cuyas capas adornadas con la media luna menguante ondea-ban al viento.

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El primer anillo —en cuyo interior habitaba la clase plebeya pu-diente— se veía muy delgado en comparación al segundo, másgrueso, que era el feudo de la clase media, pero, sobre todo, parecíainsignificante al lado del enorme tercer anillo, donde se hacinabanlos olvidados habitantes de las clases bajas.

Afuera, imponente, abrumador, se extendía un anillo mucho másgrande, un erial interminable tachonado aquí y allá por islas de cactus,rosas del desierto, higos chumbos y otras plantas de regiones áridas,las únicas que podían crecer en libertad en el Imperio.

El omnipresente tapiz de tonalidades marrones y grisáceas soloperdía su uniformidad cromática por el ancho canal que lo surcaba,un río artificial que transportaba el agua a la ciudad.

Desde el aire, las caravanas de pequeños comerciantes, mercachi-fles o buhoneros, que entraban y salían de la urbe a horcajadas sobresus camellos, parecían ejércitos de hormigas que transportaban sucarga desde grandes distancias hasta el hormiguero. La ciudad deLunburgo —al igual que todas las ciudades modernas del Imperio—no era más que un inmenso hormiguero dotado de una compleja es-tructura y muy jerarquizado socialmente al que había que abastecerpara poder sobrellevar el crudo invierno.

—El tercer anillo va a engordar todavía más con los refugiadosque van a llegar de la ciudad devastada —dijo Raúl—. Solo los másafortunados, o aquéllos con contactos, podrán entrar en el segundoanillo.

—Sin duda, aunque a usted no creo que eso le importe mucho. Alfin y al cabo, solo son plebeyos.

Los músculos se relajaron de forma imperceptible en el siempretenso rostro del agente. Su voz sonó algo cansada.

—¿Sabe? Durante dos años he trabajado de incógnito entre los ha-bitantes libres de la ciudad que ahora va a ser destruida. No teníanuna vida fácil, quizá incluso fueran más pobres que los plebeyos deltercer anillo. Pero vivían de forma independiente, sin ataduras; y esoes algo que van a perder. Aunque la ciudad estuviera en decadencia,siempre era mejor seguir como estaban que entrar en el tercer anillo.

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Siento lástima por ellos.—Me está rompiendo los esquemas. ¿Es usted un nogal con sen-

timientos de empatía hacia los demás? Aunque, claro, los nogales sonpor lo general muy extraños y contradictorios.

—¿Puede decirme qué necesidad había de bombardear la ciudad?¿Qué se consigue con ello? —Su voz sonó irascible.

—Eso lo sabrá usted mejor que yo. La policía no interviene en po-lítica.

—¿Acaso los nobles no conocen la importancia de las ciudadesfronterizas para el Imperio? No son solo puntos clave de importantesintercambios comerciales con el Pueblo Arborícola, sea o no recono-cido de forma oficial, sino que están contribuyendo a frenar la ex-pansión de la frontera arbolada.

—¿Expansión?—¡Oh, sí! Desde hace un tiempo, las fronteras se están moviendo.

Con mucha lentitud, por supuesto; quizá un metro al año como muchoen las zonas más débiles, pero lo están haciendo. Sin embargo, en lasinmediaciones de las ciudades fronterizas el retroceso es casi nulo.

—¿Y por qué no se lo hace saber al emperador, si es tan obvio?—¡Maldita sea, por Set! ¿Acaso cree que no lo he hecho una y mil

veces? —gritó con voz quebrada. Sus puños se cerraron con fuerza,privando de sangre a los nudillos.

—Hemos llegado a Lunburgo. Va a ser nuestro invitado, y esperoque tenga mejores modales con mis padres.

El helicóptero se posó con suavidad en el helipuerto de la mansiónde la casa Luna. Las silenciosas aspas dejaron de rotar.

**

El viento había cesado, así como la lluvia de hojas, los remolinosy las tolvaneras. Tan solo quedaban en pie las negras columnas dehumo que surgían de las casas incendiadas, oscuros cilindros que pa-recían llevarse consigo el alma de la ciudad devastada. Un penetranteolor a quemado impregnaba la atmósfera. Los helicópteros del ejér-

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cito imperial buscaban con dificultad algún lugar libre de escombrosdonde posarse. Ningún edificio quedaba en pie; las ruinas humeantessolo albergaban montañas de cascotes calcinados, madera carboni-zada y metales fundidos.

Un helicóptero H-200, ya bastante anticuado pero dotado de untren de aterrizaje maleable y elástico, capaz de adaptarse a superficiesmuy irregulares, se posó mansamente sobre un cascajal que hacía nomuchos minutos era una plaza pública. La hermosa fuente que ador-nada su centro había estallado, esparciéndose sus esquirlas en unradio de varias decenas de metros. En su lugar había ahora un cráterde grandes dimensiones del que manaba un fino hilillo de agua, unregato de corta vida que bañaba sendas riberas de guijas sin pulimen-tar. La base del fuselaje se fue deformando en pocos segundos hastaquedar asentada con firmeza sobre los afilados guijarros.

Dos soldados imperiales saltaron a tierra desde la cabina. Vestían eltípico traje negro con vetas pardo amarillentas de la infantería imperial,botas altas de suela dúctil pero muy resistente y casco en forma de duna.El correaje incluía una canana de cuero, funda para la pistola láser y tahalípara el cuchillo. Dada la importancia de la operación llevaban la viseradel casco calada y el barboquejo abrochado. El halcón bordado en lamanga derecha de la guerrera los identificaba como soldados rasos.

Caminaban en posición de combate por la derruida ciudad fan-tasma, con los cinco sentidos alerta, blandiendo el fusil láser en án-gulo de ataque. Sus botas dejaban ya un largo rastro de huellas sobreuna extensa playa de ceniza grisácea, salpicada aquí y allá por restosennegrecidos de ladrillos y trozos de mampostería, y sobre la que seconsumían las últimas pavesas moribundas. Por doquier reinaba ladestrucción; ni un solo edificio había quedado indemne.

—¡Por Set! Les hemos dado una buena lección a esos cabrones —dijo uno de los soldados, un gigantón de más de dos metros y vozbronca.

—Seguro que sí —respondió el segundo, algo menudo y de vozaflautada—. Me juego el cuello a que aquí no va a volver a crecer unsolo tallo ni va a caer una sola hoja más por muchos años.

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—Y como aparezca alguna la voy a triturar hasta reducirla a ceni-zas.

—Terminemos rápido nuestra ronda y podremos irnos de juerga.Conozco una tasca en el tercer anillo…

El súbito silbido del viento, que comenzó a arreciar de nuevo, hizoque se pararan en seco.

—Ja, ja —se rió el gigantón—. Se diría que nos hemos asustado.El soldado menudo levantó del suelo un libro medio carbonizado.

Mientras hojeaba con gesto de desprecio las páginas mutiladas, unanueva ráfaga se lo arrancó de las manos. Al mismo tiempo, una som-bra ovalada los envolvió, quedando privados de la cálida luz solar.Ambos alzaron la cabeza hacia el cielo.

—¿Qué es esa mancha? —preguntó el soldado menudo.—Parece una nube de… —Tragó saliva—. De hojas.—No es posible.De pronto comenzó un nuevo diluvio de hojas, al mismo tiempo

que el fragor del viento acallaba sus voces y levantaba polvaredas deceniza a su alrededor.

—Volvamos al helicóptero. ¡Rápido! —bramó el gigantón. Comenzaron a correr siguiendo el rastro de sus propias huellas, ya

que apenas podían ver nada a su alrededor. En su alocada huida secayeron, chocaron entre sí varias veces, hasta perdieron sus fusiles.Pronto la niebla de hojas se hizo tan espesa que perdieron toda visi-bilidad, de suerte que extraviaron el rumbo por completo, quedandopues a merced del azar.

Por unos segundos se detuvieron, desconcertados y jadeantes. Sinembargo, una nueva embestida del viento, que lanzó una súbita an-danada de proyectiles contra sus cascos, les hizo reemprender su irra-cional escapada.

Ya no podían correr. A duras penas vadeaban una marea crecienteque alcanzaba ya las corvas del gigantón, cuando éste sintió que elsuelo se hundía bajo sus pesadas botas. Había quedado atrapado enuna poza llena de escombros mezclados con cieno, ceniza, hojas yramas. Sus pies no alcanzaban suelo firme, y su frenético braceo lo

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hundía cada vez más. Su compañero le tendió la mano y tiró de élcon todas sus fuerzas, pero sin ningún resultado.

—¡Vamos! ¡Sácame de aquí, inútil! —No puedo, eres demasiado pesado. Suéltame la muñeca y traeré

una cuerda del helicóptero.—¡Claro! Eso será si lo encuentras, recuerdas el camino de vuelta

y no decides largarte y dejarme aquí tirado. Ni hablar del peluquín.Tú me vas a sacar ahora o te pudrirás conmigo en esta poza inmunda.

—Suéltame o…—¿O qué, rata?El soldado menudo se llevó su mano izquierda al cinturón bus-

cando la daga que colgaba del tahalí. Tras encontrar la empuñadura,la levantó y, tras unos segundos de titubeo, descargó sin mediar pa-labra un certero golpe en el centro del pecho de su compañero, quesoltó un desgarrador alarido antes de caer fulminado.

Se diría que el viento se había asustado por el grito del gigantón,ya que cesó de aullar por unos momentos, permitiendo que se abrieseuna brecha en la cortina de hojas, hendidura por la que el soldadomenudo pudo atisbar el helicóptero a dos metros de distancia.

Segundos más tarde el helicóptero comenzó a ascender con lenti-tud. Las aspas del rotor principal partían las hojas resecas en minús-culos pedacitos que se esparcían en todas direcciones. Gruesas gotasde sudor frío perlaban la frente del soldado, que conocía las limita-ciones del aparato que pilotaba. Su corazón latía desbocado.

El altímetro marcó cien, ciento cincuenta, doscientos pies. El aireempezaba a clarear a medida que la densidad de hojas disminuía. Elsoldado pensaba esperanzado que quizá al llegar a los trescientos piesestaría a salvo. Tragó saliva y aumentó la potencia del motor.

Una masa oscura apareció de pronto ante sus ojos, moviéndose a suencuentro a gran velocidad. Aunque de lejos no había podido adivinarla naturaleza de la extraña nube, pronto fue consciente de la terribleamenaza que se cernía sobre él. A pesar de que subió al máximo las re-voluciones e incrementó el ángulo de ascensión, no pudo evitar el brutalimpacto con una espesa maraña de ramas, tallos y flores entremezclados.

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Page 32: Hijos del desierto (extracto) · 2020-03-22 · Esta historia comienza en una ciudad fronteriza, decadente, una ciudad sin nombre, ... Rescátame, Morrigan. Sintió un fuerte golpe

Las palas del modelo H-200 no podían partir ramas de un grosorsuperior a un centímetro. Por desgracia, en aquella nube abundabanlas ramas gruesas. Las aspas porfiaron unos minutos, golpearon contodas sus fuerzas la dura madera de roble y teca, pero al final se ob-turaron y dejaron de girar por completo.

El helicóptero se precipitó a tierra.

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