hijo de ladrón

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HIJO DE LADRÓN MANUEL ROJAS Ediciones elaleph.com

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  • H I J O D E L A D R N

    M A N U E L R O J A S

    Ediciones elaleph.com

    Diego Ruiz

  • Editado porelaleph.com

    2000 Copyright www.elaleph.comTodos los Derechos Reservados

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    Primera parte

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    Cmo y por qu llegu hasta all? Por losmismos motivos por los que he llegado a tantaspartes. Es una historia larga y, lo que es peor,confusa. La culpa es ma: nunca he podido pensarcomo pudiera hacerlo un metro, lnea tras lnea,centmetro tras centmetro, hasta llegar a ciento o amil; y mi memoria no es mucho mejor: salta de unhecho a otro y toma a veces los que aparecenprimero, volviendo sobre sus pasos slo cuando losotros, ms perezosos o ms densos, empiezan asurgir a su vez desde el fondo de la vida pasada.Creo que, primero o despus, estuve preso. Nadaimportante, por supuesto: asalto a una joyera, a unajoyera cuya existencia y situacin ignoraba e ignoroan. Tuve, segn perece, cmplices, a los quetampoco conoc y cuyos nombres o apodos supetanto como ellos los mos; la nica que supo algofue la polica, aunque no con mucha seguridad.Muchos das de crcel y muchas noches durmiendo

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    sobre el suelo de cemento, sin una frazada; comoconsecuencia, pulmona; despus, tos, una tos quebrotaba de alguna parte del pulmn herido. Al serdado de alta y puesto en libertad, salvado de lamuerte y de la justicia, la ropa, arrugada y manchadade pintura, colgaba de m como de un clavo. Quhacer? No era mucho lo que poda hacer; a lo sumo,morir; pero no es fcil morir. No poda pensar entrabajar -me habra cado de la escalera- y menospoda pensar en robar: el pulmn herido meimpeda respirar profundamente. Tampoco era fcilvivir. En ese estado y con esas expectativas, sala a lacalle. -Est en libertad. Firme aqu. Cabo de guardia! Sol y viento, mar y cielo.

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    Tuve por esos tiempos un amigo; fue lo nicoque tuve durante algunos das, pero lo perd: ascomo alguien pierde en una calle muy concurrida oen una playa solitaria un objeto que aprecia, as yo,en aquel puerto, perd a mi amigo. No muri; nonos disgustamos; simplemente, se fue. Llegamos aValparaso con nimos de embarcar en cualquierbuque que zarpara hacia el norte, pero no pudimos;por lo menos yo no pude; cientos de individuos,policas, conductores de trenes, cnsules, capitaneso gobernadores de puerto, patrones, sobrecargos y

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    otros tantos e iguales espantosos seres estn aqu,estn all, estn en todas partes, impidiendo al serhumano moverse hacia donde quiere y como quiere. -Quisiera sacar libreta de embarque. -Nacionalidad? -Argentino. -Certificado de nacimiento? -No tengo. -Lo ha perdido? -Nunca tuve uno. -Cmo entr a Chile? -En un vagn lleno de animales. (No era mentira. La culpa fue del conductor deltren: nuestra condicin, en vez de provocarlepiedad, le caus ira; no hizo caso de los ruegos quele dirigimos -en qu poda herir sus intereses elhecho de que cinco pobres diablos viajramoscolgados de los vagones del tren de carga?- y fueintil que uno de nosotros, despus de mostrar susdestrozados zapatos, estallara en sollozos yasegurara que haca veinte das que caminaba, quetena los pies hechos una llaga y que de nopermitrsele seguir viaje en ese tren, morira, pordiosito, de fro y de hambre, en aquel desoladoValle de Uspallata. Nada. A pesar de que nuestroCamarada utiliz sus mejores sollozos, noobtuvimos resultado alguno. El conductor del tren,ms entretenido que conmovido ante aquel hombreque lloraba, y urgido por los pitazos de lalocomotora, mostr una ltima vez sus dientes;

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    lanz un silbido y desapareci en la obscuridad,seguido de su farol. El tren parti. Apenas hubopartido, el hombre de los destrozados zapatoslimpi sus lgrimas y sus mocos, hizo un corte demanga en direccin al desaparecido conductor ycorri tras los vagones; all fuimos todos: eran lasdos o las tres de la madrugada, corra un viento quepelaba las orejas y estbamos a muchos kilmetrosde la frontera chilena, slo un invlido podaasustarse de las amenazas del conductor. El trentom pronto su marcha de costumbre y durante unrato me mantuve de pie sobre un peldao de laescalerilla, tomado a ella con una mano ysosteniendo con la otra mi equipaje. Al cabo de eserato comenc a darme cuenta de que no podramantenerme as toda la noche: un invenciblecansancio y un profundo sueo se apoderaban dem, y aunque saba que dormirme o siquieraadormilarme significaba la cada en la lnea y lamuerte, sent, dos o tres veces, que mis msculos,desde los de los ojos hasta los de los pies, seabandonaban al sueo. El tren apareci mientrasyacamos como piedras en el suelo, durmiendo trasuna jornada de cuarenta y tantos kilmetros,andados paso a paso. Ni siquiera comimos; elcansancio no nos dej. A tientas dndonos decabezazos en la obscuridad, pues dormamos todosjuntos, recogimos nuestras ropas y corrimos hacialos vagones, yo el ltimo, feliz poseedor de unamaldita maleta cuyas cerraduras tena que abrir y

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    cerrar cada vez que quera meter o sacar algo.Mirando hacia lo alto poda ver el cielo y el perfil delas montaas; a los costados, la obscuridad y algunaque otra mancha de nieve; y arriba y abajo y entodas partes el helado viento cordillerano deprincipios de primavera entrando en nosotros porlos pantalones, las mangas, el cuello,agarrotndonos las manos, llenndonos de tierra yde carboncillo los ojos y zarandendonos como atrapos. Deba escoger entre morir o permanecerdespierto, pero no tena conciencia para hacerlo.Los ruidos del tren parecan arrullarme, y cuando,por algunos segundos fijaba los semicerrados ojosen los rieles que brillaban all abajo, senta que ellostambin, con su suave deslizarse, me empujabanhacia el sueo y la muerte. Durante un momentocre que caera en la lnea y morira: el suelo parecallamarme: era duro, pero sobre l poda descansar.Estall en blasfemias. Qu te pasa?, pregunt elhombre de los destrozados zapatos, que colgaba dela escalerilla anterior del vagn cuya espalda rozabala ma cada vez que el tren perda velocidad,chocando entre s los topes de los vagones. Nocontest; trep a la escalerilla, me encaram sobre eltecho, y desde all, y a travs de las aberturas,forcejeando con la maleta, me deslic al interior delvagn. All no ira colgado, y, sobre todo, nocorrera el riesgo de encontrarme de nuevo con eldesalmado conductor. No sospech lo que meesperaba: al caer entre los animales no pareci que

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    era un hombre el que caa sino un len; hubo unestremecimiento y los animales empezaron a giraren medio de un sordo ruido de pezuas. Se mequitaron el sueo, el fro, y hasta el hambre: tanpronto deb correr con ellos, aprovechando elespacio que me dejaban, como, tomando desorpresa por un movimiento de retroceso, afirmarlas espaldas en las paredes del vagn, estirar losbrazos y apoyando las manos y hasta los codos en elcuarto trasero de algn buey, retenerlo, impidiendoque me apabullara. Despus de unas vueltas, losanimales se tranquilizaron y pude respirar; laprxima curva de la lnea los puso de nuevo enmovimiento. El hombre de los sollozos, trasladadoe. la escalerilla que yo abandonara, sollozaba denuevo, aunque ahora de risa: el piso del vagn,cubierto de bosta fresca, era como el piso de unsaln de patinar, y yo, maleta en mano, aquellamaldita maleta que no deba soltar el no quera verlaconvertida en tortilla, y danzando entre los bueyes,era la imagen perfecta del alma pequea y errante...En esa forma haba entrado a Chille. Para qupoda necesitar un certificado de nacimiento?

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    -Seor: necesito un certificado que acredite quesoy argentino. Aj! Y quin me acredita que lo es? Tiene sucertificado de nacimiento?

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    -No, seor. Su libreta de enrolamiento? -No, seor. -Entonces? -Necesito ese certificado. Debo embarcar. Notengo trabajo. -Escriba y pida sus papeles. No tiene parientesen Argentina? -S, pero... -Es la nica forma: usted me trae sus papeles yyo le doy el certificado que necesita. Certificado porcertificado. Dnde naci usted? (Bueno, yo nac en Buenos Aires, pero eso notena valor alguno, lo valioso era el certificado,nunca me sirvi de nada el decirlo y las personas aquienes lo dije no demostraron en sus rostros defuncionarios entusiasmo ni simpata alguna, faltabael certificado; y los peores eran mis compatriotas:adems de serles indiferentes, que fuera natural deBuenos Aires, no lo crean, pidindome, paracreerlo, un certificado. Tipos raros! A m no mecrean, pero le habran credo al papel, que poda serfalso, en tanto que mi nacimiento no poda ser sinoverdadero. No es difcil fabricar un certificado queasegure con timbres y estampillas, que se es turco;no es fcil, en cambio, nacer en Turqua. Y mimodo de hablar no se prestaba a equvocos: lohiciera como lo hiciese, en voz alta o a media voz,era un argentino, ms an, un bonaerense, que nopuede ser confundido con un peruano o con un

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    cubano y ni siquiera con un provinciano; a pesar deque mi tono, por ser descendiente de personas delengua espaola, era suave, sin las estridencias deldescendiente de italianos. Pero todo esto no tenavalor, y gracias a ello llegu a convencerme de quelo mismo habra sido nacer en las selvas del Brasil oen las montaas del Tibet, y si continuabaasegurando, ingenuamente, mi ciudadanabonaerense, era porque me resultaba ms sencilloque asegurar que haba nacido en Matto Grosso oen El-Lejano-Pas-de-los-Hombres-de-Cara-Roja...Claro est que esto ocurra slo con aquella gente;con la otra, con la de mi condicin, con aquellosque rara vez poseen certificados o los poseen devarias nacionalidades, suceda lo contrario: mebastaba decir que era de Buenos Aires para que loaceptaran como artculo de fe. Estos crean en laspersonas; aqullos, en los papeles, y recuerdo an lasorpresa que experiment un da en que un hombrealto, flaco, de gran nariz aguilea, ojos grises y nuezque haca hermoso juego con la nariz -era como unarplica- y a quien encontr mirando con extraaexpresin los pececillos de la fuente de una plazapblica de la ciudad de Mendoza, me cont, luegode engullir varios racimos de uva cogidos en unavia a que yo, casi en brazos, lo llevara, que eravasco. Vasco! Si aquel hombre, en vez de decir eso,hubiese sacado de sus bolsillos una cra de caimn oun polluelo de and, mi sorpresa y regocijo nohabran sido ms vivos. Un vasco! Conoc muchos,

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    all, en mi lejana Buenos Aires, pero stos, lecherostodos, de pantalones bombachos y pauelo alcuello, desaparecieron junto con mi infancia y notenan nada que ver con ste, encontrado por m enuna plaza pblica: este vasco era mo. Despus deanimarle a que comiera, ahora con ms calma, otropar de racimos, le pregunt todo lo que un hombreque ha salvado a otro de la muerte puede tenerderecho a preguntarle, y, finalmente, mientrasfumbamos unos apestosos cigarrillos ofrecidos poruno de los vagabundos que conoca yo en Mendozay que lleg hasta all, como nosotros, a dar fe de lacalidad de las uvas cuyanas, le rogu que hablaraalgunas palabras en su lengua natal; pero aquelhombre, que sin duda se haba propuestodeslumbrarme, hizo ms: cant, s, cant. Noentend, por supuesto, nada, ni una palabra -dun-dun-ga-s-baol-; no obstante, aunque no entend,y aunque la cancin y sus palabras podan ser,menos o ms que vascas, checas o laponas nocomet, ni por un segundo, la insolencia desospechar que no lo eran. Para qu y por qu meiba a engaar...? Aquel vasco, junto con todos losotros vascos, desapareci en medio de los das demi juventud. Era piloto de barco. Qu haca enMendoza, a tantas millas del mar? Me contest conun gesto que tanto poda significar naufragio comoproceso por contrabando. No le vi ms. Sinembargo, si dos das despus alguien hubiera venidoa decirme que aquel hombre no era vasco sino

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    cataln, y que lo que cantaba no eran zorcicos sinosardanas, ese alguien hubiera pasado, con seguridad,un mal rato).

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    Escribir? A quin? Menos absurdo eraproponerse encontrar un camello pasando por elojo de la aguja que un pariente mo en alguna de lasciudades del Atlntico sur, preferidas por ellos. Misparientes eran seres nmadas, no nmadasesteparios, apacentadores de renos o de asnos, sinonmadas urbanos, errantes de ciudad en ciudad y derepblica en repblica. Pertenecan a las tribus queprefirieron los ganados a las hortalizas y el mar a lasbanquetas del artesanado y cuyos individuos seresisten an, con variada fortuna, a la jornada deocho horas, a la racionalizacin en el trabajo y a losreglamentos de trnsito internacional, escogiendooficios -sencillos unos, complicados o peligrososotros- que les permiten conservar su costumbre devagar por sobre los trescientos sesenta grados de larosa, peregrinos seres, generalmente despreciados yno pocas veces maldecidos, a quienes el mundo,envidioso de su libertad, va cerrando poco a pocolos caminos... Nuestros padres, sin embargo, entanto sus hijos crecieron, llevaron vida sedentaria, sivida sedentaria puede llamarse la de personas quedurante la infancia y la adolescencia de un hijocambian de residencia casi tantas veces como de

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    zapatos. Habran preferido, como los pjarosemigrantes, permanecer en un mismo lugar hastaque la pollada se valiera por s misma, pero laestrategia econmica de la familia por un lado y lasinstituciones jurdicas por otro, se opusieron a ello:mi padre tena una profesin complicada ypeligrosa. Ni mis hermanos ni yo supimos, durantenuestra primera infancia, qu profesin era e igualcosa le ocurri a nuestra madre en los primerosmeses de su matrimonio: mi padre aseguraba sercomerciante en tabacos, aunque en relacin con ellono hiciera otra cosa que fumar, pero como pocodespus de casados mi madre le dijera, entre irnicay curiosa, que jams haba conocido comerciantetan singular, que nunca sala de la casa durante el day s casi todas las noches, regresando al amanecer,mi padre, aturullado y sonriente, bajo su bigotazocolor castao, confes que, en realidad, no eracomerciante, sino jugador, y en jugador permaneci,aunque no por largo tiempo: un mes o dos mesesdespus, el presunto tahr, salido de su casa alanochecer, no lleg contra su costumbre, a dormirni tampoco lleg al da siguiente ni al subsiguiente, yya iba mi madre a echarse andar por lasdesconocidas calles de Ro de Janeiro, cuandoapareci ante ella, y como surgido mgicamente, unser que ms que andar pareca deslizarse y que msque cruzar los umbrales de las puertas pareca pasara travs de ellas. Por medio de unas palabrasportuguesas y otras espaolas, musitadas por el

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    individuo, supo mi madre que su marido la llamaba.Sorprendida y dejndose guiar por la sombra, que sehaca ms deslizante cuando pasaba cerca de unpolizonte, lleg ante un sombro edificio; y all lasombra, que por su color y aspecto pareca nacidatras aquellos muros, dijo, estirando un largo dedo: -Pregunte usted por ah a O Gallego. -Quin es O gallego? -pregunt mi madre,asombrada. -O seu marido -susurr el casi imponderableindividuo, asombrado tambin. Y desapareci, juntocon decirlo, en el claro y caliente aire de Ro; era lacrcel, y all, detrs de una reja, mi madre encontr asu marido, pero no al que conociera dos das atrs,el limpio y apacible cubano Jos del Real yAntequera, que as deca ser y llamarse, sino al sucioy excitado espaol Aniceto Hevia, apodado ElGallego, famoso ladrn. Tomndose de la reja,cuyos barrotes abarcaban apenas sus manos, mimadre lanz un sollozo, en tanto El Gallego,sacando por entre los barrotes sus dedosmanchados de amarillo, le dijo, acaricindole lasmanos: No llores, Rosala, esto no ser largo,treme ropa y cigarrillos. Le llev ropa y cigarrillos,y su marido, de nuevo limpio, present el mismoaspecto de antes, aunque ahora detrs de una reja.Un da, sin embargo, se acab el dinero, pero alatardecer de ese mismo da la duea de la casa, muyexcitada, acudi a comunicarle que un seor coronelpreguntaba por ella. Ser..., pens mi madre,

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    recordando al casi imponderable individuo, aunqueste jams llegara a parecer coronel, ni siquieracabo; no era l; as como ste pareca estarsediluyendo, el que se present pareca recin hecho,recin hecho su rosado cutis, su bigote rubio, susojos azules, su ropa, sus zapatos. Me llamo Nicols-dijo, con una voz que sonaba como si fuese usadapor primera vez-; paisano suyo; soy amigo de sumarido y he sido alguna vez su compaero. Saldrpronto en libertad; no se me aflija, y se fue, y dejsobre la mesa un paquetito de billetes de banco,limpios, sin una arruga, como l, y como l, quiz,recin hechos. Mi madre qued deslumbrada poraquel individuo, y aunque no volvi a verle sinodetrs de una corrida de barrotes y de una fuerterejilla de alambre, vivi deslumbrada por surecuerdo; su aparicin, tan inesperada en aquelmomento, su apostura, su limpieza, su suavidad, sudesprendimiento, lo convirtieron, a sus ojos, en unaespecie de arcngel; por eso, cuando mi padre,varios aos despus, le comunic que Nicolsnecesitaba de su ayuda, ella, con una voz queindicaba que ira a cualquier parte, pregunt:Dnde est?. El arcngel no estaba lejos; mipadre, dejando sobre la mesa el molde de cera sobreel que trabajaba, contest, echando una bocanadade humo por entre su bigotazo ya entrecano: En laPenitenciara. Te acuerdas de aquellos billetitos queregalaba en Brasil? Veinticinco aos a Ushuala. Mimadre me llev con ella: all estaba Nicols, recin

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    hecho, recin hecho su rosado cutis, su bigoterubio, sus ojos azules, su gorra y su uniforme depenado; hasta el nmero que lo distingua parecarecin impreso sobre la recia mezcla. Hablaron conanimacin, aunque en voz baja, mientras yo, cogidode la falda de mi madre, miraba a la gente que nosrodeaba: penados, gendarmes, mujeres que lloraban,hombres que maldecan o que permanecansilenciosos, como si sus mentes estuvieran vagandoen libertad, y nios que chupaban, tristes, carameloso lloraban el unsono con sus madres. Nicols,ayudado por un largo alambre, pas a mi madre atravs de los barrotes y la rejilla un gran billete debanco, no limpio y sin arrugas, como los de Ro,sino estrujado y flccido, como si alguien lo hubiesellevado, durante aos y doblado en varias partes,oculto entre las suelas del zapato. Ni aquel billete,sin embargo, ni las diligencias de mi madre sirvieronde nada: despus de dos tentativas de evasin, enuna de las cueles sus compaeros debieron sacarle atirones y semiasfixiado del interior de los caonesdel alcantarillado de la penitenciara, Nicols fuesacado y enviado a otro penal del sur, desde donde,luego de otro intento de evasin, frustrado por elgrito de dolor que lanzara al caer al suelo, de pie,desde una altura de varios metros, fue trasladado aTierra Fuego, en donde, finalmente, huyendo atravs de los lluviosos bosques, muri, de seguro talcomo haba vivido siempre: recin hecho; pero, apesar de lo asegurado por l, mi padre no salt tan

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    pronto en libertad: los jueces, individuos sinimaginacin, necesitaron muchos das paraconvencerse, aunque de seguro slo a medias, deque Aniceto Hevia no era, como ellos legalmenteopinaban, un malhechor sino que, como aseguraba,tambin legalmente, el abogado, un bienhechor dela sociedad, puesto que era comerciante: su visita aldepartamento que ocupaba la Patti en el hotel sedebi al deseo de mostrar a la actriz algunas joyasque deseaba venderle. Joyas? S, seor juez, joyas.Un joyero alemn, cliente del los ladrones de Ro,facilit, tras repetido inventario, un cofre repleto deanillos, prendedores y otras baratijas. Por qu eligiesa hora? Y a qu hora es posible ver a las artistasde teatro? Cmo entr? La puerta estaba abierta:El seor juez sabe que la gente de teatro esdesordenada; todos los artistas lo son; midefendido, despus de llamar varias veces... Mimadre, prxima a dar a luz, fue llevada por elabogado ante el tribunal y all no slo asegur todolo que el ente jurdico le indic que asegurara, sinoque llor mucho ms de lo aquel le insinuara. Dasdespus, y a las pocas horas de haber nacido Joao,su primognito. El Gallego volvi a su casa, aunqueno solo; un agente de polica, con orden de noabandonarle ni a sol ni a sombra y de embarcarle enel primer barco que zarpara hacia el sur o hacia elnorte, le acompaaba. Otros das ms y mi padre,acompaado de su mujer, que llevaba en sus brazosa su primer hijo, parti hacia el sur; el abogado, con

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    la cartera repleta de aquellos hermosos billetes quereparta Nicols, fue a despedirle al muelle; y allestaba tambin el casi imponderable individuo,mirando con un ojo a mi padre y con el otro alagente de polica... Y as sigui la vida, de ciudad enciudad, de repblica en repblica; nacan los hijos,crecamos los hijos; mi padre desapareca por cortaso largas temporadas; viajaba, se esconda o yaca enalgn calabozo; reapareca, a veces con unashermosas barbas, siempre industrioso, trabajandosus moldes de cera, sus llaves, sus cerraduras.Cuando pienso en l -me pregunto: por qu? Msde una vez y a juzgar por lo que le buscaba lapolica, tuvo en sus manos grandes cantidades dedinero; era sobrio, tranquilo, econmico y muy serioen sus asuntos: de no haber sido ladrn habrapodido ser elegido, entre muchos, como el tipo deltrabajador con que suean los burgueses y losmarxistas de todo el mundo, aunque con diversasintenciones y por diferentes motivos. Las cerradurasde las casas, o a veces slo cuartos, en que vivamos,funcionaban siempre como instrumentos de altaprecisin: no rechinaban, no oponan resistencia alas llaves y casi parecan abrirse con la solaaproximacin de las manos, como si entre el frometal y los tibios dedos existiera alguna ocultaatraccin. Odiaba las cerraduras descompuestas otozudas y una llave torpe o un candado dscolo eranpara l lo que para un concertista en guitarra puedeser un clavijero vencido; sacaba las cerraduras, las

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    miraba con curiosidad y con ternura, comopreguntndoles por qu molestaban, y luego, conuna habilidad imperceptible, tocaba aqu, soltabaall, apretaba esto, limaba lo otro, y volva acolocarlas, graduando la presin de los tornillos;meta la llave, y la cerradura, sin un roce, sin unruido, jugaba su barba y su muletilla. Gracias a esa habilidad no tena yo a quienescribir.

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    Haba pasado malos ratos, es cierto, pero mepareci natural y lgico pasarlos: eran quiz unacontribucin que cada cierto tiempo era necesariopagar a alguien, desconocido aunque exigente, y noera justo que uno solo, mi padre, pagara siemprepor todos. Los cuatro hermanos estbamos yacrecidos y debamos empezar a aportar nuestrascuotas, y como no podamos dar lo que otros dan,trabajo o dinero, dimos lo nico que en ese tiempo,y como hijos de ladrn, tenamos: libertad ylgrimas. Siempre me ha gustado el pan untado conmantequilla y espolvoreado de azcar, y aquellatarde, al regresar del colegio, me dispuse a comer untrozo y a beber un vaso de leche. En ello estabacuando sonaron en la puerta de calle tres fuertesgolpes. Mi madre, que cosa al lado mo, levant lacabeza y me mir: los golpes eran absurdos; en lapuerta, a la vista de todos estaba el botn del

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    timbre. El que llamaba no era, pues, de la casa yquera hacerse or inequvocamente. Quin podraser? Mis hermanos llegaban un poco ms tarde y,por otro lado, podan encontrar a ojos cerrados elbotn del timbre; en cuanto a mi padre, no slo nogolpeaba la puerta ni tocaba el timbre; ni siquiera leoamos entrar: apareca de pronto, como surgiendode la noche o del aire, mgicamente. Sus hijosrecordaramos toda la vida aquella noche en queapareci ante la puerta en los momentos en queterminbamos una silenciosa comida; haca algntiempo que no le veamos -quiz estaba preso-, ycuando le vimos surgir y advertimos la larga y yaencanecida barba que traa, como si nos hubiramospuesto de acuerdo, rompimos a llorar, tal vez dealegra, quiz de miedo... Mi madre, sin embargo,pareca saberlo, pues me dijo, levantndose: -Bbete pronto esa leche. La beb de un sorbo y me met en la boca, enseguida, casi la mitad del pan. Me sent azorado, conel presentimiento de que iba a ocurrir algodesconocido para m. Mi madre guard el hilo, laaguja, el dedal y la ropa que zurca; mir losmuebles del comedor, como para cerciorarse de queestaban limpios o en orden y se arregl el delantal;me mir a m tambin; pero con una miradadiferente a la anterior, una mirada que parecaprepararme para lo que luego ocurri. Estabadndole fin al pan y nunca me pareci ms sabroso:la mantequilla era suave y el azcar que brillaba

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    sobre ella me proporcion una deliciosa sensacinal recogerla con la lengua, apresuradamente, de lascomisuras de los labios. Cuando mi madre sali alpatio la puerta retembl bajo tres nuevos, msfuertes y ms precipitados golpes y despus delltimo -sin duda eran dos o ms personas queesperaban- son el repiqueteo de la campanilla, unrepiqueteo largo, sin intervalos; el que llamabaestaba prximo a echar abajo la puerta. Conclu decomer el pan, recog el vaso y su platillo, que pusesobre el aparador, y di un manotn a las migas quequedaban sobre la mesa. Entre uno y otro movimiento o que mi madreabra la puerta y que una voz de hombre, dura y sincortesa, casi tajante, deca algo como una pregunta;la voz de mi madre, al responder, resultincreblemente tierna, casi llorosa; la frase quepronunci en seguida el hombre pareci quemar eldelicado brote. Hubo un breve dilogo, la puertason como si la empujaran, con brusquedad y unpaso de hombre avanz por el corredor debaldosas. Yo escuchaba. La distancia desde la puertade calle hasta la del comedor era de quince pasos,quince pasos contados innumerables veces alrecorrer la distancia en diversas formas: caminandohacia adelante o hacia atrs, de este lado y con losojos abiertos o de este otro y con los ojos cerrados,sin hallar nunca una mayor o menor diferencia.Detrs de los pasos del hombre sonaron,precipitados, los de mi madre: para ella, baja de

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    estatura como era, los pasos eran dieciocho odiecinueve... Cuando el desconocido -pues no me caba dudaalguna de que lo era- apareci frente a la puerta delcomedor, yo, todava relamindome, estaba de piedetrs de la mesa, los ojos fijos en el preciso puntoen que iba a surgir; no se me ocurri sentarme omoverme del lugar en que estaba en el instante enque di el manotn a las migas, o, quiz, el dilogo olos pasos me impidieron hacerlo. El hombre lleg,se detuvo en aquel punto y mir hacia el interior:all estaba yo, con mis doce aos, de pie, sin saberqu cara poner a su mirada, que pareci medir miestatura, apreciar mi corpulencia, estimar midesarrollo muscular y adivinar mis intenciones. Eraun hombre alto, erguido, desenvuelto; entr, diouna mirada a su alrededor y vio, sin duda, todo, losmuebles, las puertas, el bolsn con mis cuadernossobre una silla, las copas, los colores y las lneas delos papeles murales, quiz si hasta las migas, y seacerc a m: -Cmo te llamas? Hice un esfuerzo, y dije mi nombre. La voz demi madre, ms entonada ahora, irrumpi: -El nio no sabe nada; ya le he dicho queAniceto no est en casa. Otros dos hombres aparecieron en la puerta yuno de ellos, al girar, mostr una espalda como demadera. -Dnde est tu padre?

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    Mi madre se acerc, y el hombre, despus demirarla, pareci reaccionar; su voz baj de tono: -Me doy cuanta de todo y no quiero molestarla,seora, pero necesito saber dnde est El Gallego. La voz de mi madre torn a hacerse tierna,como si quisiese persuadir, por medio de su ternura,a aquel hombre: -Ya le he dicho que no s dnde est; desde ayerno viene a casa. Si haba algo que yo, en esos tiempos, querasaber siempre, era el punto en que mi padre, encualquier momento, pudiera encontrarse. Para dnde vas pap? -Para el norte; tal vez llegue hasta Brasil o Per. -Por dnde te vas? -A Rosario, y despus..., ro arriba. Marcaba su camino en los mapas de mis textosde estudio y procuraba adivinar el punto quemencionara en su prxima carta; venan nombresde pueblos, de ros, de obscuros lugares, selvas,montaas; despus, sin aviso previo, las cartasempezaban a llegar desde otro pas y entonces mesenta como perdido y senta que l tambin estabaun poco perdido para nosotros y quiz para lmismo. Caminaba, con sus silenciosos y segurospasos, las orillas de los ros del nordeste argentino,las ciudades de las altas mesetas bolivianas yperuanas, los hmedos pueblos de la costa tropicaldel Pacfico oriental, los lluviosos del sur de Chile:Concordia, Tarija, Paso de los Libres, Arequipa,

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    Bariroche, Temuco, eran, en ciertos momentos,familiares para nosotros. -Aqu est. Iba hacia el norte, giraba hacia el este, tornaba alsur; sus pasos seguan el sol o entraban en la noche;de pronto desapareca o de pronto regresaba.Aquella vez, sin embargo, a pesar de haberle visto lanoche anterior, ignoraba su paradero: -No s. Uno de los policas intervino: Lo buscamos en la casa? El hombre rechaz la sugestin. -No, si estuviese habra salido. Hubo un momento de indecisin: mi madre, conlas manos juntas sobre su vientre y debajo deldelantal, miraba el suelo, esperando; el hombre de lavoz tajante pensaba, vacilando, sin duda sobre qumedida tomar; los otros dos policas, sinresponsabilidad, de pie an en el patio, miraban,con aire de aburrimiento muscular, los racimos deuva que pendan del parrn. Yo miraba a todos. Elhombre se decidi: -Lo siento, pero es necesario que me acompae. -Adnde? -interrog mi madre. Su voz,inesperadamente, se hizo dura. -Al Departamento de Polica. -Pero, por qu? -Es necesario.Mi madre call; pregunt despus: -Y el nio?

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    El hombre me mir y mir de nuevo el bolsnde mis libros. Dud un instante: su mente, alparecer, no vea claramente el asunto pero, comohombre cuya profesin est basada en elcumplimiento del deber a pesar de todo, opt por lopeor: -El nio tambin -Por qu el nio? Nuevamente vacil el hombre: el deber loimpulsaba, sin dirigirlo; por fin, como quien sedesprende de algo molesto, dijo: -Tiene que ir; estaba aqu. Despus de vestirse mi madre y de hablar conuna vecina, encargndole la casa, salimos a la calle.No fuimos, sin embargo, al Departamento dePolica: el resto de esa tarde y la para nosotros larganoche que sigui, permanecimos sentados en losbancos de una comisara: all nos dejaron, sinexplicaciones previas, los tres policas, quedesaparecieron. Mi madre no habl casi nadadurante esas doce o catorce horas, excepto al pedira un gendarme que nos comprara algo de comida:no llor, no suspir. Por mi parte, la imit; mientrasestuviera al lado de ella me era indiferente quehablara o enmudeciera; lo importante era queestuviese. A las siete u ocho de la maana, con elcuerpo duro, nos sacaron de all: ella deba ir alDepartamento de Polica, pero a la seccin demujeres; a m se me consideraba ya hombre y debair a la seccin correspondiente. Tampoco habl

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    nada al bajar del carro policial, frente alDepartamento, donde nos separaron, yndose ellaen compaa de un agente y siguiendo yo a otro.Qu poda decirme? Su corazn, sin duda, estabaatribulado, pero cualquier frase, an la msindiferente, habra empeorado las cosas; por otraparte, cmo decir nada, all, delante de los policas? Al entrar en el calabozo comn, empujado por lamano de un gendarme, vi que los detenidos memiraban con extraordinaria curiosidad: no era aqulsitio adecuado para un nio de doce aos, depantaln corto an, vestido con cierta limpieza y deaspecto tmido. Quin era y qu delito poda habercometido? A un Departamento de Polica no seentra as como as: es lugar destinado a individuosque han cometido, que se supone han cometido oque se les atribuye haber cometido un hechopunible, llegar por una contravencin municipal,por haber roto un vidrio o por haberse colgado deun tranva, es trastornar todo el complicado aparatojurdico. Deba ser, dada mi edad, un raterillo,aunque un raterillo extraordinario. Pero el ellos nosaban quin era yo, yo, por mi parte, no podadecirlo; apenas entrado en el calabozo sent quetoda mi entereza, todo el valor que hasta esemomento me acompaara, y que no era ms que elreflej de la presencia de mi madre, se derrumbaba.Busqu a mi alrededor dnde sentarme y no vi otroasiento que los tres escalones de ladrillo queacababa de pisar para llegar hasta el piso del

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    calabozo, en desnivel con el del patio; all me sent,inclin la cabeza, y mientras buscaba, a prisa, unpauelo en mis bolsillos, lanc un espantoso sollozoque fue seguido de un torrente de lgrimas. Los presos que se paseaban se detuvieron y losque hablaban, callaron. Ignoro cunto tiemposolloc y llor. Una vez que hube llorado bastante,apaciguado mis nervios, secado mis ojos y sonadomis narices, sent que me invada una sensacin devergenza y mir a mi alrededor; un hombre estabafrente a m, un hombre que no sent acercarse -usaba alpargatas- y que, a dos pasos de distancia,esperaba que terminara de llorar para hablarme.Sonrea, como disculpndose o como queriendoganar mi confianza y me dijo, acercndose ms yponindose en cuclillas ante m: Por qu lo traen?Su voz result tan bondadosa que casi romp allorar de nuevo. Me retuve, sin embargo y, como nosupe qu contestar, me encog de hombros: Viene con proceso? No saba qu significaba aquello y call. Elhombre, era poco ms que un mocetn, se turb ymir a los dems presos, pidiendo ayuda. Unindividuo entrado ya en la vejez, bajo y calvo,derrotado de ropa, la barba crecida y la cara comosucia, se acerc. Los dems presos esperaron: -Por qu est preso? Qu ha hecho?

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    Su voz era menos suave que la del joven, aunquems directa y urgente. Era curiosidad o simpata?Contest: -No he hecho nada. -Por qu lo trajeron, entonces? Buscaban a mi padre; no estaba y nos trajeron anosotros. -Quin ms? -Mi madre. -Quin es su padre? -Aniceto Hevia. -El Gallego? -pregunt el joven. Asent, un poco avergonzado del apodo: en laintimidad mi madre lo llamaba as y era paranosotros un nombre familiar. All resultaba tenerotro sentido y casi otro sonido. Los hombres semiraron entre s y el viejo habl de nuevo, siempreurgente, como si no hubiera tiempo que perder: -Pero usted ha hecho nada... -Nada -dije, encogindome de hombros,extraado de la insistencia. El viejo se irgui y se alej. Los inocentes no leimportaban. El joven dijo: -Su padre est aqu. Mir hacia el patio. -No puede ser. No estaba en casa y nadie sabadnde estaba. Asegur: -Lo tomaron anoche. Lo mir, incrdulo.

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    -S, acaba de pasar; lo llevaban a la jefatura. Me tranquilic por una parte y me dol por otra:me tranquilic porque supe dnde estaba y me dolporque estuviese all. De modo que lo habandetenido... Me expliqu el abandono en que nosdejaron en la comisara. Durante aquellas horas loimagin marchando hacia el sur, no caminando niviajando en tren, sino deslizndose a ras del suelo,en el aire, rpida y seguramente -tal como a vecesme deslizaba yo en sueos-, inaprensible eincontrolable, perdindose en la pampa. -Lo tom Aurelio. -Aurelio? -S. No lo conoce? La conversacin era difcil, no slo porque noexista ningn punto de contacto entre aquelhombre y yo, sino porque, con seguridad, no lohabra aunque los dos llegramos a ser -quin sabesi ya lo ramos?- de la misma categora. Vea en lalgo que no me gustaba y ese algo era su excesivodesarrollo muscular, visible principalmente en laspiernas, gruesas en demasa, y en sus hombros,anchos y cados. Quin era? A pesar de su vozbondadosa no haba en l nada fino, y ni sus ojosclaros ni su pelo rubio y ondeado, ni su piel blanca,ni sus manos limpias me inclinaban hacia l. Not,de pronto, que me haca con los ojos un guio deadvertencia: Mire hacia el patio. Mir: el hombrede la tarde anterior, el de la voz tajante, atravesabael patio, saliendo de la sombra al sol. Caminaba con

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    pasos firmes, haciendo sonar los tacones sobre lasbaldosas de colores. -Ese es Aurelio. Durante un instante sent el deseo de llamarle:Eh, aqu estoy, pero me retuve. Estaba yo en unazona en que la infancia empezaba a transformarse ymi conciencia se daba un poco cuenta de esecambio. Una noche en una comisara y un da, ounas horas nada ms, en el calabozo de unDepartamento de Polica, junto a unos hombresdesconocidos, era toda mi nueva experiencia y, sinembargo, era suficiente. En adelante nada mesorprendera y todo lo comprendera, por lo menosen los asuntos que a m y a los mos concernieran.No tena ningn resentimiento contra el hombrecuyo nombre acababa de conocer; sospechaba quecumpla, como mi padre y como todos los demshombres, un deber que no poda eludir sin dejar deser obligatoriamente era; pero nuestros planos erandiversos debamos mantenernos en ellos, sin pasardel uno al otro sino algunas veces, forzados por lascircunstancias y sin dejar de ser lo que ramos: unpolica y un hijo de ladrn: No era antiptico, no semostr ni violento ni insolente con mi madre y suconducta era su conducta. Sera para m, en adelantey para siempre, el hombre que por primera vez mellev preso. En el momento en que giraba la cabeza paramirar al hombre con quien mantena aquel dilogo,sent unos pasos que conoca y que me hicieron

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    detener el movimiento: los paso de mi padre, esospasos que sus hijos y su mujer oamos en la casa,durante el da, cuando caminaba slo para nosotros,haciendo sonar el piso rpida y lentamente, perocon confianza, sin temor al ruido que producan o aquienes los escuchaban, esos pasos que ibandisminuyendo de gravedad y de sonido en tanto seacercaba la noche, tornndose ms suaves, mscautelosos, hasta hacerse ineludibles: pareca que amedida que se dilataban las pupilas de los gatos lospasos de mi padre perdan su peso. Gir de nuevo lacabeza, al mismo tiempo que me ergu para verlo ami gusto y para que l tambin me viera. Dio vueltaal extremo del corredor: era siempre el hombredelgado, alto, blanco, de bigote canoso, grandescejas, rostro un poco cuadrado y expresin adusta ybondadosa Miraba hasta el suelo mientrascaminaba, pero al entrar en patio y alcanzar la luzlevant la cabeza: frente a l y tras la reja de uncalabozo para detenidos comunes estaba su tercerhijo. Su paso se entorpeci y la direccin de sumarcha sufri una vacilacin: pareci detenerse;despus, arrepentido, tom hacia la derecha y luegohacia la izquierda. -Por aqu -le advirti el gendarme, tocndole elbrazo. l saba de sobra para dnde y por dnde debair. Me vio, pero nada en l, fuera de aquellavacilacin en su marcha, lo denot. Llevaba unpauelo de seda alrededor del cuello y su ropa

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    estaba limpia y sin arrugas, a pesar de la mala nocheque, como nosotros, haba pasado. Desapareci enel otro extremo del patio y yo, volvindome, mesent de nuevo en el escaln. Los hombres delcalabozo, testigos de la escena, estaban todava depie, inmviles, mirndome y esperando la reaccinque aquello me producira. Pero no hubo reaccinvisible: haba llorado una vez y no llorara unasegunda. Lo que sent les pas inadvertido y eraalgo que no habra podido expresar con palabras enaquel momento: una mezcla de sorpresas, deternura, de pena, de orgullo, de alegra; durante unrato sent un terrible espasmo en la garganta, peropas. Mi padre saba que yo estaba all y eso era loimportante. Los hombres, abandonando suinmovilidad y su mudez, se movieron de nuevo paraac y para all y reanudaron sus conversaciones, yhasta el joven, que pareci al principio tener laesperanza de ser actor o testigo de una escena mslarga y ms dramtica, qued desconcertado e iniciun paso para irse; otro ruido de pasos lo detuvo: eraahora un caminar corto y rpido, un pocoarrastrado, pero tan poco que slo un odo finopoda percibir la claudicacin; unos aos ms, sinembargo, y la claudicacin sera evidente. La marchase detuvo detrs de m y en el mismo momentosent que una mano tocaba mi hombro. El jovendetuvo su movimiento, como yo antes el mo, y seinmoviliz, en tanto yo, girando de nuevo, me ergu;detrs de la reja, dentro de un traje gris verdoso de

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    gendarme, estaba un viejecillo pequeo y delgado:sus cejas eran quiz tan largas y tan canosas comosus bigotes, y unos ojos azules, rientes, mirabancomo de muy lejos desde debajo de un quepis confranja roja; me dijo, con voz cariosa: -Es usted el hijo de El Gallego? No s por qu, aquella pregunta y aquel tono devoz volvieron a hacer aparecer en mi garganta elespasmo que poco antes logr dominar. No pudehablar y le hice un gesto afirmativo con la cabeza. -Acrquese -me dijo. Me acerqu a la reja y el viejecillo coloc sumano como de nio, pero arrugadita, sobre miantebrazo: -Su pap pregunta por qu est aqu; qu hapasado. Me fij en que llevaba en la mano izquierda,colgando de un gran aro, una cantidad de llaves dediversos tamaos. Respond, contndole losucedido. Me. pregunt: As es que su mam tambin est detenida? -En la Seccin de Mujeres. -Y usted, necesita algo? -Nada. -Dinero? -No. Para qu? -Qu le preguntaron en la comisara? Nadie nos hizo el menor caso en la comisara:los policas nos miraban con sorpresa, comopreguntndose qu hacamos all. Alguien, sin

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    embargo, sabra qu hacamos all y por questbamos, pero era, de seguro, alguien que no tenaprisa para con nadie, tal vez ni consigo mismo: nosconsideraba, y considerara a todo el mundo, comoabstracciones y no como realidades; un polica eraun polica y un detenido era un detenido, es decir,substantivos o adjetivos, y cuando por casualidadllegaba a darse cuenta de que eran, adems, sereshumanos, sufrira gran disgusto; tena quepreocuparse de ellos. El viejecillo volvi apalmearme el brazo: -Bueno; si necesita algo, haga llamar a Antonio;vendr en seguida. Se alej por el patio, tiesecito como un huso, yall me qued, como en el aire, esperando nuevosacontecimientos. Quin vendra ahora? Transcurriun largo rato antes de que alguien se preocupara dem, largo rato que aprovech oyendo lasconversaciones de los presos: procesos, condenas,abogados. De qu iban a hablar? Antonio y ungendarme aparecieron ante la puerta y me llamaron;sal y fui llevado, a travs de largos corredores, hastauna amplia oficina, en donde fui dejado ante unseor gordo, rosado, rubio, cubierto con un delantalblanco. Me mir por encima de sus anteojos conmontura dorada y procedi a filiarme,preguntndome el nombre, apellidos, domicilio,educacin, nombres y apellidos de mis padres. Alor los de mi padre levant la cabeza: -Hombre! Es usted hijo de El Gallego?

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    Su rostro se anim. Respond afirmativamente. -Lo conozco desde hace muchos aos. La noticia me dej indiferente. Se inclin y dijo,con voz confidencial: -Fui el primero que le tom en Argentina lasimpresiones digitales, y me las s de memoria; eranlas primeras que tomaba. Qu coincidencia, no? Esun hombre muy serio. A veces lo encuentro por ah.Claro es que no nos saludamos. Se irgui satisfecho. -A m no me importa lo que es, pero a lseguramente le importa que yo sea empleado deinvestigaciones. Nos miramos, nada ms, comodicindonos: Te conozco, mascarita, pero de ahno pasa. Yo s distinguir a la gente y puedo decirque su padre es... cmo lo dir..., decente, s, quierodecir, no un cochino; es incapaz de hacerbarbaridades y no roba porqueras, claro, no robaporqueras. No. El Gallego, no. Mientras hablaba distribua fichas aqu y all encajas que estaban por todos partes. Luego, tomandoun pequeo rodillo empez a batir un poco de tintanegra sobre trozo de mrmol. -Por lo dems, yo no soy un polica, un pesquisa,nada; soy un empleado, un tcnico. Todos sabemosdistinguir a la gente. Adems, sabemos quin es sey quin es aqul. Por qu traen a ste? Acogot aun borracho para robarle dos pesos. Hgame elfavor: por dos pesos... Y a este otro? Se meti en

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    una casa, lo sorprendieron e hiri al patrn y a unpolica. Qu hace usted con malevos as? Y esteotro y el de ms all asaltaron a una mujer que iba asu trabajo o mataron a un compaero por el repartode una ratera. Malas bestias, malas bestias. Paloscon ellos; pero hay muchos y son los que ms danque hacer. La polica estara ms tranquila si todoslos ladrones fuesen como su padre. Permtame. Me tom la -mano derecha. -Abra los dedos. Cogi el pulgar e hizo correr sobre l el rodillolleno de tinta, dejndomelo negro. -Suelte el dedo, por favor; no haga fuerza; as.Sobre una ficha de varias divisiones apareci, en elsitio destinado al pulgar, una mancha chata,informe, de gran tamao. -El otro; no ponga los dedos tiesos, suelto, si mehace el favor; eso es. Sabe usted lo que ocurri-cuando por primera vez tomaron preso a su padre?Se trataba de ciento treinta mil pesos en joyas. Seda cuenta? Ciento treinta mil de la nacin... Bueno,cuando lo desnudaron para registrarlo -se habaperdido, sabe?, un solitario que no apareci nunca-,se arm un escndalo en el Departamento: toda suropa interior era de seda y no de cualquiera, sino dela mejor. Ni los jefes haban visto nunca, y tal vezno se pondran nunca, una ropa como aqulla. Eldirector se hizo llevar los calzoncillos a su oficina;quera verlos. Usted sabe: hay gente que se dislocapor esas cosas. El Gallego... sali en libertad a los

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    tres meses. A los pocos das de salir mand unregalo al gendarme del patio en que estuvo detenidoy que, segn parece, se port muy bien con l: dicenque le escondi el solitario; quin sabe, un juego deropa interior, pura seda; pero con eso arruin alpobre hombre; renunci a su puesto y se hizoratero, a los dos o tres meses, zas, una pualada y site he visto no me acuerdo; y no crea usted que lomat un polica o algn dueo de casa o de negociobueno para la faca; nada; sus mismos compaeros,que cada vez que lo miraban se acordaban de quehaba sido vigilante. El otro: as. Venga para ac. Me hizo sacar los zapatos y midi mi estatura. -Qu pichn! Le faltan cinco centmetros paraalcanzar a su padre. Usted estudia? -S, seor. -Hace bien: hay que estudiar; eso ayuda muchoen la vida. Y dnde estudia? -En el Colegio Cisneros. -Buen colegio. Tiene alguna seal particular enel cuerpo? En la cara? Una cicatriz en la cejaderecha; un porrazo, eh?, ojos obscuros; orejasregular tamao; pelo negro; bueno, se acab.Seguramente le tocar estar al lado de su padre, nopor las impresiones, que son diferentes, sino por elnombre y el apellido. Vyase no ms. Toc el timbre y apareci el gendarme. -Llveselo: est listo. Que le vaya bien,muchacho.

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    Volv al calabozo. Los detenidos continuabanpaseando y conversando. Se haba formado unahiera que marchaba llevando el paso; al llegar alfinal del espacio libre, frente al muro, giraban almismo tiempo y quedaban alineados, sinequivocarse. -Le dije al juez: soy ladrn, seor, no tengo porqu negarlo y si me toman preso es porque lomerezco; no me quejo y s que alguna vez- mesoltarn: no hay tiempo que no se acabe ni tientoque no se corte; no soy criminal, robo nada ms;pero me da ira que me tome preso este individuo:ha sido ladrn y ha robado junto conmigo; s, seor,ha robado conmigo; hemos sido compaeros y noshemos repartido algunos robos. No quiero que metome preso: que llame a otro y me haga llevar, perono quiero que me lleve l y siempre me le resistir.Es agente ahora, dice usted; lo s, pero que tome aotro, no a m, que he sido su compaero. Un da meva a tomar con luna y no s qu le va a pasar. -Es un desgraciado. Tambin rob conmigo y siresulta tan buen agente como era buen ladrn,dentro de poco lo echarn a patadas. Paseando y conversando daban la sensacin deque sus preocupaciones eran muy limitadas, quemuy poco les importaba algo y que podran estar alltodo el tiempo que a alguien, quienquiera que fuese,se le ocurriera, en tanto que escribientes, jueces,secretarios, copistas, abogados, ministros,receptores, agentes, se ocupaban de sus causas y

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    procesos, escribiendo montaas de papel condeclaraciones de testigos y contratestigos,recusaciones, pruebas, apelaciones, considerandos,resoluciones, sentencias, viajes para ac, viajes paraall, firme aqu y deme veinte pesos para papelsellado, pdaselos a la vieja, la vieja dice que no tieneun centavo ni para yerba; a mi hermano, entonces;tambin est preso, qu le parece que se los dcuando salga, cundo salga?, tengo cara dezonzo?, y por fin, a la Penitenciara o a la calle, aseguir robando o a languidecer en una celda durantemeses o aos. El hombre joven, sentado en el suelo,sobre una colcha, pareca pensativo; a su lado, otroindividuo, tendido sobre una frazada, dorma yroncaba suavemente. En todos ellos se notaba algoinestable y hablaban de asuntos que acentuaban esasensacin. Durante el largo rato, casi un da, queestuvo oyndoles, ninguno habl de sus hijos, desus padres, de su mujer, de su familia, y todos latendran o la habran tenido, y aunque sin duda noera ese sitio adecuado para intimidades familiares ysentimentales, cmo era posible que entre algunosde ellos, compaeros entre s, no hablasen, aunquefuese a media voz, en un rincn, de cosas ntimas? -Me notificaron de sentencia y apel. -S; el abogado pide doscientos pesos; el reloj novala ni veinte. Lindo negocio ser ladrn. Con el tiempo, y sobre asuntos de suespecialidad y profesin, oira hablar as, aburrida ycontinuamente, a decenas de personas que parecan

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    no tener ms preocupaciones que las de suprofesin o especialidad: carpinteros y albailes,mdicos y abogados, zapateros y cmicos. Elhombre bajo y calvo, derrotado de ropas, de barbacrecida y cara como sucia, se detuvo en el centro delcalabozo.

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    -Ya no ms que preso y creo que morir dentrode esta leonera. Gracias a la nueva ley, los agentesme toman donde est, aunque sea en unapeluquera, afeitndome. L. C., ladrn conocido;conocido, s, pero intil. Hace meses que no robonada. Estoy -acobardado y viejo. Empec a robarcuando era nio, tan chico que para alcanzar losbolsillos ajenos tena que subirme sobre un cajn delustrador, que me serva de disimulo. Cunto herobado y cuntos meses y aos he pasado preso!Cuntos compaeros he tenido y cuntos handejado caer ya las herramientas! Los recuerdos atodos, con sus nombres y sus alias, sus maas y susvirtudes, y recuerdo sobre todo a El Pesado; era ungran ladrn, aunque ms antiptico que todo undepartamento de polica; nadie quera robar con l ylos que, por necesidad, lo hacan, lloraban a vecesde pura rabia. Tena un bigotazo que le naca desdems arriba de donde terminan las narices y que porabajo le habra llegado hasta el chaleco, si l, casidiariamente, no se lo hubiera recortado, pero lo

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    recortaba slo por debajo y de frente, dejndolocrecer a sus anchas hacia arriba. Robando era unfenmeno; persegua a la gente, la pisoteaba, laapretaba, y algunos casi le daban la cartera con talde que los dejara tranquilos. Los pesquisas hacancomo que no lo vean, tan pesado era, y cuandoalguna vez caa por estas leoneras, los ratas pedanque los cambiaran de calabozo. Qu tena? Eraenorme, alto, ancho, le sobraba algo por todaspartes y era antiptico para todo: para hablar, paramoverse, para robar, para comer, para dormir. Lomat en la estacin del sur una locomotora quevena retrocediendo. De frente no habra sido capazde matarlo... Hace muchos aos. Ahora, apenas me pongodelante de una puerta o frente a un hombre quelleva su cartera en el bolsillo, me tiritan las manos ytodo se me cae, la ganza o el diario; y he sido detodo, cuentero, carterista, tendero, llavero. Tal vezdebera irme de aqu, pero adnde? No hay ciudadmejor que sta y no quiero ni pensar quo podraestar preso en un calabozo extrao. Es cierto: estaciudad era antes mucho mejor; se robaba con mstranquilidad y menos peligros; los ladrones laecharon a perder. En esos tiempos los agentes locomprendan todo: exigan, claro est, que tambinse les comprendiera, pero nadie les negaba esacomprensin: todos tenemos necesidades. Ahora... No s si ustedes se acuerdan de VictorianoRuiz; tal vez no, son muy jvenes; el caso fue muy

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    sonado entre el ladronaje y un rata qued con lastripas en el sombrero. Buen viaje! Durante aosVictoriano fue la pesadilla de los ladrones decartera. Entr joven al servicio y a los treinta ya erainspector. Vigilaba las estaciones y estaba de guardiaen la Central doce o catorce horas diarias. Paraentrar all haba que ser un seor ladrn, no slopara trabajar, sino tambin para vestir, para andar,para tratar. Ningn rata que no pareciese un seordesde la cabeza hasta los pies poda entrar o salir, yno muy seguido; Victoriano tena una memoria deprestamista: cara que vea una vez, difcilmente se leborraba, mucho menos si tena alguna sealespecial. El Pesado entr dos veces, no para robar sino atomar el tren, y las dos veces Victoriano lo mand ainvestigaciones; no volvi ms. Vctor Rey, granrata, logr entrar una vez y salir dos; pero nopereca un seor: pareca un prncipe; se cambiabaropa dos veces al da y las uas le relucan comolunas. Sala retratado en una revista francesa; alto,moreno, de bigotito y pelo rizado, un poco gordo yde frente muy alta, pareca tan ladrn como yoparezco fiscal de la Corte de Apelaciones. Conoca aVictoriano como a sus bolsillos -antes a venir seinform- y la primera vez sali de la estacin conveinticinco mil pesos y varios cheques. Era el trende los estacioneros. Victoriano recibi la noticiacomo un joyero recibe una pedrada en el escaparate.Ningn carterista conocido ni ningn sospechoso

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    entr aquel da a la estacin ni fue visto en unkilmetro a la redonda. No se poda hablar de unaprdida de la cartera; el hombre la traa en unbolsillo interior del chaleco y Vctor debidesabrochrselo para sacrsela. No caba duda.Victoriano recorri en su imaginacin todas lascaras extraas vistas en ese da y esa hora. Conoca atodos los estacioneros y gente rica de la provincia, yellos, claro est, tambin lo conocan. Al salir ypasar frente a l lo miraban de frente o de reojo,con simpata, pero tambin con temor, pues lapolica, cosa rara, asusta a todo el mundo y nadieest seguro de que el mejor da no tendr que versecon ella. Entre aquellas caras extraas no encontrninguna que le llamara la atencin. No se podapensar en gente mal vestida; los ladrones de toda larepblica y aun los extranjeros saban de sobra quemeterse all con los zapatos sucios o la ropa mala,sin afeitarse o con el pelo largo, era lo mismo quepresentarse en una comisara y gritar: Aqu estoy;abajo la polica. Los ayudantes de Victoriano losacaban como en el aire. Entr y sali el ladrn o entr nada ms? Loprimero era muy peligroso: no se poda entrar y salirentre un tren y otro sin llamar la atencin deVictoriano y sin atraerse a sus ayudantes. Vctor Reysali, pues vena llegando, y baj de un coche deprimera con su maletn y con el aire de quien vienede la estancia y va al banco a depositar unos milesde pesos. Al pasar mir, como todas los de primera

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    lo hacan, es decir, como lo hacan todos los quellevaban dinero encima -y l lo llevaba, aunqueajeno-, a Victoriano, que estaba parado cerca de lapuerta y conversaba con el jefe de estacin. Todofue intil: no encontr nada, una mirada, unmovimiento, una expresin sospechosa. La vctimale dio toda clase de detalles, dnde vena sentado,quin o quines venan al frente o a los dos lados,con quin convers, en qu momento se puso depie y cmo era la gente que bajaba del coche, todo.Todo y nada. Victoriano se trag la pedrada y declar que novala la pena detener preventivamente a nadie: elladrn, salvo que fuera denunciado por otro ladrn,no sera hallado. Vctor Rey, que supo algo de todoesto por medio de los diarios, dej pasar algntiempo, dio un golpe en el puerto, otro en unbanco, y despus, relamindose, volvi a la Central;mostr su abono, subi al coche, se sent y desdeah mir a su gusto a Victoriano, que vigilaba laentrada en su postura de costumbre, debajo del relojdel andn, las piernas entreabiertas y las manosunidas en la espalda a la altura de los riones; sebaj en la primera estacin, llam el mejor coche yse fue: siete mil patacones. Victoriano fue a laDireccin y pregunt al jefe si era necesario quepresentara su renuncia; el jefe le pregunt qu lehaba picado. Iba a perder su mejor agente nadams que porque un boquiabierto dejaba que lerobaran su dinero? ndate y no seas zonzo. Se

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    meti el puro hasta las agallas y sigui leyendo eldiario. El Inspector volvi a la estacin y durantevarios das pareci estar tragndose una boa.Alguien es estaba riendo de todos. Y no es queVictoriano fuese una mala persona, que odiara a losladrones y que sintiera placer en perseguirlos yencarcelarlos; nada de eso: no iba jams a declarar alos juzgados; mandaba a sus ayudantes; pero era unpolica que estaba de guardia en una estacin ydeba cuidarla; era como un juego; no le importaba,por ejemplo, que se robara en un Banco, en untranva o a la llegada de los barcos y nunca detuvo anadie fuera de la Central. Su estacin era estacin.Llam a los ayudantes, sin embargo, y les pidi quefueran al Departamento y tiraran de la lengua atodos los ratas que encontraran, por infelices quefueran; era necesario saber si algn carteristaextranjero haba llegado en los ltimos tiempos; yno se equivocaba en lo de extranjero. Vctor Rey eracubano, pero no sacaron nada en limpio: nadie sabauna palabra. Das despus baj de un tren de la tarde unseor de pera y ponchito de vicua y habl con elinspector. Qu es lo que sucede, para qu sirve lapolica?, hasta cundo van a seguir los robos? Meacaban da sacar la cartera! Tena doce milnacionales! Cien, doscientas, quinientas vacas!Victoriano sinti deseos de tomar un palo y darlecon l en la cabeza; se contuvo y pidi al seor quese tranquilizara y le diera algunos datos: qu o quin

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    llam su atencin, quin se par frente a l o al ladosuyo con algo sospechoso en la mano, un pauelo,por ejemplo, o un sobretodo. El seor norecordaba; adems, era corto de vista, pero s, unpoco antes de echar de menos la cartera, percibi enel aire un aroma de tabaco habano. Se puso losanteojos para ver quin se permita fumar tan fino,pero nadie estaba fumando cerca de l. Por lodems, toda la gente que le rodeaba le habaparecido irreprochable. Por qu va a sersospechoso un seor que saca un pauelo o lleva undiario en las manos? Total: nada. Victoriano rog alseor que no dijera una palabra acerca del aroma deltabaco fino, y el seor, a regaadientes, pues aquellole pareca una estupidez, se lo prometi. De modoque se trataba de un fumador de finos tabacos...Bueno, poda ser, y no se equivoc: Vctor Reyadoraba el tabaco de su tierra y manejaba siempreen una cigarrera con monograma dos o tres purosde la ms fina hebra de Vuelta Abajo. Un fumadorde buenos tabacos debera ser un seor... Cmo? Se imagin uno, pero slo la casualidad hizoque diera con el rata. Vctor Rey pas a su lado slominutos despus de terminar uno de sus puros yllevando an en los bigotes el perfume del Corona;Victoriano recibi en sus narices de perro de presael aroma de que hablara el seor del ponchito. Sequed de una pieza. Lo dej alejarse y se coloc demodo de no perderlo de vista. Observ losmovimientos; llevaba sobre todo en el brazo

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    izquierdo y un maletn en la mano derecha; dejste en el asiento, y ya iba a dejar tambin elsobretodo, cuyo forro de seda era resplandeciente,cuando vio que un vejete se acercaba; lo toc a lapasada: llevaba una cartera con la que apenas poda.Victoriano subi a la plataforma de un salto, ycuando Vctor Rey, ya lanzado sobre su presa, secolocaba en posicin de trabajo y pona una manosobre el hombro del viejo para hacerlo girar, sintique otra mano, ms dura que la suya, se apoyabasobre su hombro; vir, sorprendido, y se encontrcon la cara de Victoriano. El Inspector pudo haberesperado y tomar al cubano con las manos en lamasa, es decir, con la cartera del vejete en su poder,con lo cual lo habra metido en un proceso, peroeso no tena importancia para l; no le importaba elvejete ni su cartera, y apenas si le importaba Vctor:lo que l quera era que nadie robase en su estacinni hasta unas diez estaciones ms all de la suya, porlo menos. Vctor Rey, por su parte, pudo haberresistido y protestar, decir que era un atropello,sacar billetes de a mil, mostrar sus anillos, su reloj,su cigarrera, pero, hiciera lo que hiciere, jamsvolvera a entrar a aquella estacin. Para quentonces? El escndalo, adems, no le convena.Sonri a Victoriano y baj del tren sin decir unapalabra; nadie se enter de la detencin de una rataque llevaba robados all una punta de miles denacionales. Victoriano fue con l hasta elDepartamento, en coche, por supuesto, ya que

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    Vctor se neg a ir de otra manera, lo dej enbuenas manos y regres a la estacin fumndoseuno de los puros de Vctor. El rata se lo obsequi.Al da siguiente, Vctor Rey fue embarcado en unvapor de la carrera Rosario-Buenos-Aires-Montevideo, dejando en manos de la polica -queno hubiese podido probarle su golpe en la estacinni en los bancos-, sus impresiones digitales, suretrato de frente y de perfil, sus medidasantropomtricas -como decimos los tcnicos- ytodos los puros que le quedaban. Victoriano haba ganado otra vez, pero nosiempre ganara; era hombre y alguna falla debatener. Un da apareci: miraba desde el andn cmola gente pasaba y repasaba por el pasillo de uncoche de primera, cuando vio un movimiento queno le dej duda: alguien se humedeca con la lengualas yemas de los dedos, es decir; haba all un ladrnque se preparaba para desvalijar a alguien y queempezaba por asegurarse de que la cartera no se leescurrira de entre los dedos cuando la tomase. (Esuna mala costumbre, muchachos; cuidado con ella).Corri hacia la -portezuela del coche y subi a laplataforma; cuando mir hacia el pasillo el rata salapor la otra puerta: escapaba; lleg a la plataforma ygir para el lado contrario del andn, saltando atierra. Victoriano retrocedi e hizo el mismomovimiento; se encontr con algo tremendo: unamquina que cambiaba lnea haba tomado alhombre, que yaca en el suelo, las piernas entre las

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    ruedas y la cara hundida en la tierra; en la manoderecha tena la cartera que acababa de sacar alpasajero. Victoriano corri, lo tom de los hombrosy tir de l; era tarde; la mquina le habadestrozado la pierna derecha. El Inspector, quenot algo raro, la palp los brazos y descubri queel desgraciado tena un brazo postizo... Grit yacudi gente, empleados del tren, pasajeros, entrestos la persona recin robada, que el ver la carterase palp el bolsillo, la recogi y volvi el tren, mudode sorpresa. Victoriano, al arrastrar el cuerpo delhombre que se desangraba, se dio cuenta, porprimera vez en su vida, de lo que representaba parala gente de esa estofa: su papel era duro y bastaba supresencia para asustarlos hasta el extremo dehacerlos perder el control. Ese hombre era unladrn, es cierto, pero la sangre salaespantosamente de su pierna destrozada y la cara sele pona como de papel; se asust y se sintiresponsable. Vinieron los ayudantes, se llam a laambulancia el herido fue trasladado al hospital;Victoriano fue con l y no lo dej hasta que losmdicos le dijeron que el hombre se salvara: lapierna fue amputada un poco ms arriba de larodilla. No volvi a la estacin. Se fue a su casa y alotro da, a primera hora, visit al detenido. Pasaronlos das y convers con l: el Manco Arturo habaperdido el brazo en un encuentro parecido, al huirde la polica en una estacin. Robaba utilizando elque le quedaba; cosa difcil; un carterista con un

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    solo brazo es como un prestidigitador con una solamao. Robaba solo; le era imposible conseguircompaeros: nadie crea que con un solo brazo ycon slo cinco dedos s pudiera conseguir jamsuna cartera, mucho menos unas de esas gordas quese llevan, a veces, abrochadas con alfileres degancho, en el bolsillo del saco. Era un solitario queviva feliz en su soledad y que por eso contaba conel respeto y admiracin de los dems ratas. Y ahoraperda una pierna... Victoriano se hizo su amigo y contribuy conalgunos pesos a la compra de la pierna de goma quealgunos rateros de alto bordo regalaron a Arturo.Convers tambin con ellos; jams habaconversado con un ladrn ms de unos segundos;ahora lo hizo con largueza. Arturo era un hombresencillo; haba viajado por Europa, hablaba francs -lo aprendi durante unos aos de crcel en Pars- yera un hombre limpio que hablaba despacio ysonriendo. El inspector, que en sus primeros aosde agente lidi con lo peor del ladronaje, ratas debaja categora, insolentes y sucios, segua creyendoque todos eran iguales; es cierto que haba pescadoalgunos finos truchimanes, especies de pejerreyes sise les comparaba con los cachalotes de baja ralea,pero nunca se le ocurri conversar con ellos yaveriguar qu clase de hombres eran, y no lo habahecho porque el juicio que tena de ellos era unjuicio firme, un prejuicio: eran ladrones y nada ms.Arturo le result una sorpresa, aunque una dolorosa

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    sorpresa: nadie le quitaba de la mente la idea de queel culpable de que ese hombre hubiese perdido unapierna era l y fue intil que Arturo le dijese que eracosa de la mala suerte o de la casualidad. No.Despus de esto empez a tratar de conocer a losladrones que tomaba y a los que, por un motivo uotro, llamaban su atencin en los calabozos delDepartamento. Se llev algunas sorpresasagradables y recibi, otras veces, verdaderospuntapis en la cara, haba hombres que hablaban yobraban como dando patadas; desde all la escalasuba hasta los que, como Arturo, parecan pedirpermiso para vivir, lo que no les impeda, es cierto,robar la cartera, si podan, al mismsimo ngel de laguarda, pero una cosa es la condicin y otra laprofesin. Los mejores eran los solitarios, aunquetenan algo raro que algunas veces pudo descubrir:el carcter, las costumbres, de dnde salan.Termin por darse cuenta, a pesar de todas lasdiferencias, de que eran hombres, todos hombres,que aparte su profesin, eran semejantes a losdems, a los policas, a los jefes, a los abogados, alos empleados, a los gendarmes, a los trabajadores, atodos los que l conoca y a los que habra podidoconocer. ' Por qu no cambiaban de oficio? No esfcil hacerlo: los carpinteros mueren, carpinteros ylos maquinistas, maquinistas, salvo rarsimasexcepciones. Pero faltaba lo mejor: un da se encontr cara acara con El Camisero, ladrn espaol, clebre entre

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    los ladrones, hombre, que a las dos horas de estardetenido en una comisara, tena de su parte a todoel personal, desde los gendarmes hasta los oficiales,pocos podan resistir su gracia, y si en vez de sacarlea la gente la cartera a escondidas se la hubiesepedido con la simpata con que peda a un vigilanteque le fuese a traer una garrafa de vino, la verdad esque slo los muy miserables se la habran negado.Cuando Victoriano lo tom y lo sac a la calle, oyque El Camisero le preguntaba lo que ladrn algunole preguntara hasta entonces: adnde vamos? Lecontest que al Departamento. Adnde poda ser?Hombre, cre que me llevaba a beber un vaso devinillo o algo as, por aqu hay muy buenasaceitunas. Dos cuadras ms all Victoriano creymorirse de risa con las ocurrencias del madrileo ysigui rindose hasta llegar al cuartel, en donde, apesar de la gracia que le haba hecho, lo dej,volviendo a la estacin. A los pocos das, y como noexista acusacin de ninguna especie contra l, ElCamisero fue puesto en libertad, y en la noche, a lallegada del tren de los millonarios, Victoriano, conuna sorpresa que en su vida sintiera, vio cmo ElCamisero, limpio, casi elegante, con los grandesbigotes bien atusados, bajaba de un coche deprimera, sobretodo al brazo, en seguimiento de unseor a quien pareca querer sacar la cartera pocomenos que a tirones. Victoriano qued con la bocaabierta: El Camisero, al verlo, no slo no hizo loque la mayora de los ladrones haca al verlo:

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    esconderse o huir, sino que, por el contrario, legui un ojo y sonri, siguiendo aprisa tras aquellacartera que se le escapaba. Cuando reaccion, el rataestaba ya fuera de la estacin, en la calle, y all loencontr, pero no ya alegre y dicharachero como lavez anterior y como momentos antes, sino quehecho una furia: el pasajero haba tomado un coche,llevndose su cartera. Maldita sea! Que no veo unadesde hace un ao! Tuvo que apaciguarlo. Tengomujer y cinco hijos y estoy con las manos como deplomo! Vamos a ver qu pasa! Y nadie supo, ni en ese tiempo ni despus, qums dijo el rata ni qu historia cont ni qu propusoal inspector. Lo cierto es que desde ese da enadelante se rob en la estacin de Victoriano y entodas las estaciones de la ciudad como si seestuviera en despoblado; las carteras y hasta losmaletines desaparecan como si sus dueosdurmieran y como si los agentes no fuesen pagadospara impedir que aquello sucediera. El jefe llam aVictoriano: qu pasa? Nada, seor. Y todos esosrobos? Se encogi de hombros. Vigilo, pero no veoa nadie; qu quiere que haga? Vigilar un poco ms. Se le sac de la estacin y fue trasladado a losmuelles. All aliviaron de la cartera, en la mismaescala de desembarc, al capitn de un paqueteingls: puras libras esterlinas; lo mandaron a unbanco y el gerente pidi que lo cambiaren por otro:los clientes ya no se atrevan a entrar; y all dondeapareca, como el cien ladrones aparecieran junto

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    con l, no se sentan ms que gritos de: mi cartera!,atajen al ladrn!; un ladrn que jams ara detenido.Se le llam a la jefatura, pero no se sac nada enlimpio, y lo peor fue que se empez a robar entodas partes, estuviese o no Victoriano; los ladroneshaban encontrado, por fin, su oportunidad yllegaban de todas partes, en mangas, como laslangostas, robando a diestro y siniestro, con las dosmanos, y marchndose en seguida, seguros de queaquello era demasiado lindo para que durase; lapoblacin de ratas aument hasta el punto de queen las estaciones se vea a veces tantos ladronescomo pasajeros, sin que por eso llevaran msdetenidos al Departamento, donde slo llegaban losmuy torpes o los que eran tomados por los mismospasajeros y entregados, en medio de golpes, a losvigilantes de la calle, ya que los pesquisas brillabanpor su ausencia. Los vigilantes, por lo dems, noentraban en el negocio. Los jefes estaban comosentados en una parrilla, tostndose a fuego lento.Intervino el gobernador de la provincia. Seinterrog a los agentes y nadie saba una palabra,aunque en verdad lo saban todos, muy bien, ascomo lo saban los carteristas: Victoriano y losdems inspectores y los agentes de primera, desegunda y aun de tercera clase reciban unaparticipacin de la banda con que cada unooperaba. Haban cado en una espantosa venalidad,Victoriano el primero, humanizndose demasiado.Un da todo termin, y la culpa, como siempre, fue

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    de los peores: el Negro Antonio, que aprovechandoaquella coyuntura pasara de atracador a carterista,sin tener dedos para el rgano ni para nada que nofuese pegar o acogotar en una calle solitaria y queno era en realidad ms que una especie de sirvientede la cuadrilla que trabajaba bajo el ojo bondadoso,antes tan terrible, de Victoriano, fue detenido,borracho, en la Central: no slo intent sacar atirones una cartera a un pasajero, sino que, adems,le peg cuando l hombre se resisti a dejarsedesvalijar de semejante modo. Era demasiado. En elcalabozo empez a gritar y a decir tales cosas que eljefe, a quien se te pas el cuento, lo hizo llevar a supresencia Qu ests diciendo? La verdad. Y cules la verdad? A ver vos sos un buen gaucho;aclaremos. Y el Negro Antonio, fanfarrn yestpido, lo cont todo: Victoriano, y como l lamayora de los agentes, reciban coimas de losladrones. Mientes. Miento? Quiere que se lopruebe? Te pongo en libertad incondicional. Hecho. El jefe apunt la serie y los nmeros de diezbilletes de cien pesos y se los entreg. El Negro fuesoltado, ponindosele un agente especial para que lovigilara. Una vez en la calle, el Negro tom un trendos o tres estaciones antes de aquella en que estaraVictoriano, lleg, baj y a la pasada le hizo unaseal. Minutos despus, en un reservado delrestaurante en que Victoriano acostumbraba a versecon El Zurdo Julin, jefe de la banda, Antonio leentreg los diez billetes. Y esto? Se los manda El

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    Zurdo; sigui viaje a Buenos Aires. El inspector sequed sorprendido: no acostumbraba a entendersecon los pjaros de vuelo bajo, pero all estaban losmil pesos, que representaban una suma varias vecessuperior a lo que l ganaba en un mes, y se losguard. El negro se fue. Victoriano esper unmomento y sali: en la acera, como dos postes,estaban dos vigilantes de uniforme que se leacercaron y le comunicaron, muy respetuosamente,que tenan orden de llevarlo al Departamento.Victoriano ri, en la creencia de que se trataba deuna equivocacin, pero uno de los vigilantes le dijoque no haba motivo alguno para rerse; sabanquin era y lo nico que tena que hacer eraseguirlos. Quiso resistirse y el otro vigilante lemanifest que era preferible que se riera:pertenecan al servicio rural, que persegua bandidosy cuatreros y haban sido elegidos por el propio jefe.As es que andando y nada de meterse las manos enlos bolsillos, tirar papelitos u otros entretenimientosVictoriano advirti que el asunto era serio y agachla cabeza. En la oficina y delante del jefe, lo registraron:en los bolsillos estaban los diez billetes de cienpesos, igual serie, igual nmero. No caba duda.Est bien. Vyanse. Victoriano no neg y explic sucaso: tena veintitrs aos de servicio; entrado comoagente auxiliar, como se hiciera notar por suhabilidad para detener y reconocer, ladrones decarteras, se le pas el servicio regular, en donde, en

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    poco tiempo, lleg a ser agente de primera, y aosdespus, inspector. All se detuvo su carrera, llevabadiez aos en el puesto y tena un sueldo miserable:cualquiera de los estancieros que viajaban en el trende las 6.45 llevaba en su cartera, en cualquiermomento, una cantidad de dinero superior en variasveces a su sueldo anual. l tena que cuidarles esedinero, sin esperanzas de ascender a jefe de brigada,a subcomisario o a director; esos puestos eranpolticos y se daban a personas que estaban alservicio de algn jefe de partido. No poda hacereso; su trabajo no se lo permita y su carcter no seprestaba para ello; tampoco poda pegar a nadie niandar con chismes o delaciones, como un matn oun alcahuete. Haba perseguido y detenido a los ladrones talcomo el perro persigue y caza perdices y conejos,sin saber que son, como l, animales que viven ynecesitan vivir, y nunca, hasta el da en que ElManco Arturo cay bajo las ruedas de unalocomotora al huir de l, pens o sospech que unladrn era tambin un hombre, un hombre con losmismos rganos y las mismas necesidades de todoslos hombres, con casa, con mujer, con hijos. Esa erasu revelacin: haba descubierto al hombre. Porqu era entonces polica? Porque no poda ser otracosa. No le pasara lo mismo al ladrn? Luego vinoel maldito Camisero: jams, ningn ladrn, tuvo elvalor de hacerle frente y conversar con l; lomiraban nada ms que como polica, as como l los

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    miraba nada ms que como ladrones; cuandotomaba uno lo llevaba al cuartel, lo entregaba y novolva a saber de l hasta el momento en que, denuevo, el hombre tena la desgracia de caer bajo sumirada y su amo y jams una palabra, unaconversacin, una confidencia, mucho menos unapalabra afectuosa, una sonrisa. Por qu? ElCamisero fue diferente; le habl y lo trat comohombre; ms an, se ri de l, de su fama, de suautoridad, de su amor al deber: se era un hombre.Haba recibido dinero, s, pero se era otro asunto:el jefe deba saber que en su vida no haba hechosino dos cosas: detener ladrones y tener hijos, y sien el ao anterior haba detenido ms ladrones queotro agente, tambin ese mismo ao tuvo suundcimo hijo... El jefe, hombre salido del montn, pero quehaba tenido la habilidad de ponerse al servicio deun cacique poltico, lo comprendi todo, las cosas,sin embargo, ya no podan seguir as y aunqueestimaba a Victoriano como a la nia de sus ojos, yaque era su mejor agente, le hizo firmar la renuncia,le dio una palmadita en los hombros y lo despidi, yaquella noche, a medida que los agentes llegaban alDepartamento a entregar o a recibir su turno,fueron informados de su suerte: despedido,interino; confirmado... Victoriano vive todava y porsuerte para l, sus hijos han salido personasdecentes. Aurelio es su hijo mayor. El Negro

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    Antonio? El Zurdo Julin le peg una solapualada. Al atardecer me junt con mi madre en la puertade investigaciones y regresamos a casa. Habapagado la primera cuota.

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    No pude, pues, embarcar: careca dedocumentos, a pesar de mis piernas y de mis brazos,a pesar de mis pulmones y de mi estmago, a pesarde mi soledad y de mi hambre, pareca no existirpara nadie. Me sent en la escalera del muelle y mirhacia el mar: el barco viraba en ciento ochentagrados, enfilando despus hacia el noroeste.Relucan al sol de la tarde los bronces y las pinturas,los blancos botes, las obscuras chimeneas. Lorecorr con los ojos de popa a proa: en algn lugarde la cubierta, en un camarote, en la cocina o en elcomedor, iba mi amigo. Inclin la cabeza,descorazonado: all me quedaba, en aquel puertodesconocido, solo, sin dinero, sin nacionalidadcomprobada, sin amigo. Lo haba conocido a la orilla de un ro. Meacerqu a l desde lejos y slo cuando llegu a sulado levant la cabeza y me mir: -Le gustan? Sobre el pasto se movan dos pequeas tortugas. -Son suyas? -Mas. Vamos, camina.

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    Con una ramita empuj a una de ellas. -Las lleva con usted? -S. Me mir de nuevo, examinndome, y se irgui:algo llamaba su atencin. Quiz mi modo de hablar. -Y usted? No supo qu contestar a aquella pregunta y call,esperando otra. -De dnde viene? Gir el cuerpo y seal las altas montaas. -De Argentina? Mov la cabeza afirmativamente. Me mir dearriba abajo, estuvo un momento silencioso y luegoestall: -Carfita! Seal mis zapatos, que ya no tenan tacones,contrafuertes ni suelas. Al salir de Mendoza endireccin a Chile eran nuevos, sin embargo. -Cmo camina? -Con los pies. Sonre tristemente mi chiste. -Sintese -me invit. Cuando lo hice y estir las piernas, las plantas demis pies, negras de mugre y heridas, le arrancaronotra exclamacin: -Cmo puede andar! Me ech hacia atrs, tendindome sobre el pasto,mientras l, abandonando sus tortugas, seguamirando mis pies. O que deca: -De Argentina... Buenos Aires?

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    -Mendoza. -Todo a pie? -Ochenta kilmetros en tren, escondidos, en lacordillera. Mir en derredor. -No anda solo? -Ahora s. -Qu se han hecho sus compaeros? -Marcharon hacia el sur. -Y usted? Aquel y usted? le serva para muchos casos; y usted por qu no fue?, y usted, quin es?, yusted, de dnde viene?, y usted, qu dice?Respond, por intuicin: -No quiero ir al sur; mucha agua. No meinteresan las minas. Inclin la cabeza y dijo: -S; pero es lindo. Cmo sabe que es lluvioso? -Lo habr ledo. -Es cierto, llueve mucho... Tambin he estado enArgentina. Me enderec. -Volv hace dos aos. Estbamos sentados en la orilla sur delAconcagua, cerca ya, del mar. Las aguas, bajas all,sonaban al arrastrarse sobre los guijarros. Recogilas tortugas, que avanzaban hacia el ro. -Y por qu ha dejado su casa? -pregunt. Me mir sorprendido. -Y usted?

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    Me toc a m sorprenderme: era la mismapregunta hecha ya dos veces y que pude dejar sinrespuesta. Ahora no poda evitarlo: -No tengo casa. Pareci desconcertado, tendr familia. S... -Y esa familia vivir en alguna parte. Call. Cmo decirle por qu no saba nada demis hermanos y de mi padre? Quiz se dio cuentade mi confusin y no insisti. Habl: -Mi madre ha muerto, es decir, creo que hamuerto; no la conoc y no s nada de ella. En micasa no hay ningn recuerdo de ella, un retrato, unacarta, un tejido, cualquiera de esas cosas que dejanlas madres y que las recuerdan. Y no es porque mimadrastra las haya destruido o guardado; no lashubo antes de que ella viniera a casa. Durante aosvivimos solos con mi padre. -Qu hace su padre? -Me mir, sorprendido de nuevo. -Que qu hace? -S, en qu trabaja? -Es profesor. La conversacin no lograba tomar una marcharegular. Nos dbamos minuciosas miradas,examinando nuestros rostros, nuestras ropas,nuestros movimientos, como el por el examen detodo ello pudiramos llegar a saber algo de uno o deotro. Hablaba correctamente y deba ser unos sieteaos mayor que yo, aos que representaban una

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    gran porcin de experiencia y de conocimientos.Cosa inverosmil: usaba lentes, y no lentes convarillas, de esos con los cuales uno puede correr,saltar, agacharse, pelear y hasta nadar, sino de sosque se sujetan a la nariz con unas pinzas quepellizcan apenas la piel. Un vagabundo con lentesresulta tan raro como uno con paraguas, y no mecaba duda de que lo era: sus zapatos, aunqueintactos an, estaban repletos de tierra -cuntoskilmetros llevaba andados ese da?-; unoscalcetines color ratn le caan flojamente sobre lostobillos y los bajos del pantaln aparecan tan sucioscomo los zapatos. Su ropa era casi nueva, pero sevea abandonada, llena de polvo, como si su dueono tuviera nada que hacer con ella. Su camisa, sinembargo, aunque no resplandeciente, estaba anpresentable y en ella una corbata negra, pelada y conalgunas hilachas, iba para all y para ac, buscandoel desbocado cuello. Lo mejor habra sido declararque era necesario interrogarnos por turno sobretodo aquello que queramos saber: nuestro origen,por ejemplo; nuestro rumbo, si alguno tenamos;nuestro destino, si es que sospechbamos cul fuesey por qu, cundo y cmo; pero no era fcildecidirse y no era fcil porque, en realidad, nosentamos an la necesidad de saber lo queconcerna al otro. Estbamos en los primerosfinteos y desconfibamos, y si resultaba que a lapostre no tenan inters el uno por el otro? Podasuceder que yo llegara a parecerle tanto o que l me

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    lo pareciese a m, como poda ocurrir que suscostumbres o sus movimientos me fuesendesagradables o que los mos le pareciesen extraos.Ya me haba sucedido -y quiz a l tambin-encontrar individuos con los cuales no slo es difcilcongeniar, sino que hasta conversar o estar paradosjuntos en alguna parte; individuos constituidos deun modo nico, duros e impenetrables, porejemplo, o blandos y porosos; como trozos deubres de vacas, con los cuales, en muchos casos yen engaados por las circunstancias, es uno abierto,comunicativo, y cuenta su vida o algo de ella, dicesu chiste y re, para descubrir, al final, que no sloha perdido el tiempo hablando sino que, peor an,ha hecho el ridculo hablando a ese individuo deasuntos que a ese individuo le son indiferentes.Haba en l, no obstante, algo con que se podacontar desde el principio: las tortugas, en primerlugar, y sus anteojos, despus; un individuo con dostortugas en su equipaje y un par de lentes sobre lanariz no era alguien a quien se pudiera despreciarall, a la orilla del Aconcagua: era preciso tomarlo enconsideracin. Son escasos los vagabundos con anteojos y slohaba conocido uno, un individuo que viajaba encompaa de un organillero y de un platillero conbombo, no en calidad de msico, que no lo era, sinode agregado comercial: cuando el organilleroterminaba de girar la manivela y el platillero de tocary brincar, el judo, pues lo era, polaco adems, se

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    adelantaba hacia el pblico y empezaba a hablar:tena un rostro infantil, lleno de luz, mejillassonrosadas y bigote rubio; una larga y doradacabellera, que se escapaba por debajo de unamugrienta gorra, daba a su ser un aire de iluminado.Unos ojos azulencos, de lejano y triste mirar,examinaban a la clientela desde detrs de unosredondos anteojos. Sus ademanes sobrios, casifinos, y su voz suave, impresionaban a la gente,hacindola creer que aquel hombre hablaba de algomuy importante, tal vez, por su extico aspecto, deuna nueva revelacin. Nadie entenda, en losprimeros momentos, lo que deca: llevaba bajo elbrazo un paquete de folletos y de all extraa uno,que tenda hacia los circunstantes. Estaba all elVerbo? Algunos espectadores habran deseadotomarlo inmediatamente, pero como hasta ahoraningn elegido del Seor ha aparecido en el mundoen compaa de un organillero que toca Parlamed'amore, Maril, y de un timbalero que salta ylanza alaridos, se retenan, aguzando la inteligencia yel odo. A los pocos instantes, los que estaban mscerca y que eran generalmente, los primeros enentender lo que aquel hombre hablaba, sentancomo si una enorme mano les hiciera cosquillas envarias partes del cuerpo al mismo tiempo y seinclinaban o se echaban hacia atrs o hacia un lado,dominados por una irreprimible risa: el iluminadode la gorra mugrienta venda cancioneros y nohaca, al hablar, otra cosa que anunciarlos y

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    ofrecerlos, pero con palabras tan desfiguradas, tancambiadas de gnero y sonido, que nadie podaorlas sin largar la risa. La gente comprabacancioneros con la esperanza de que resultaran tangraciosos como el vendedor, encontrndose conque no ocurra eso: no haba en ellos otra cosa quetangos y milongas con letras capaces de hacersollozar a un antropfago. Entretanto, indiferentesa las alusiones o desilusiones ajenas, el organillero,inclinado bajo el peso de su instrumento, elplatillero con su bombo y su corona de campanillas,y el hombre del rostro iluminado con su paquete defolletos bajo el brazo y sus anteojos brillando sobrela naricilla rojiza, retomaban su camino, mudoscomo postes. No, un vagabundo con anteojos esuna rara ave y all estn, adems, las tortugas,deslizndose sin ruido sobre el pasto: nunca he vistoa nadie, ni he odo hablar a nadie, que viaje a piesllevando un animal cualquiera, un perro, porejemplo, o un gato, que exigen atenciones ycuidados especiales y que adems muerden,rasguan, destrozan, ladran, mallan, roban, hacenel amor, se reproducen, desaparecen, aparecen. Porotra parte, todos los animales domsticos sonsedentarios -de otro modo no seran ni lo uno ni lootro- y nadie ha visto nunca a un viajero que recorrael mundo en compaa de una gallina o de una vaca.Odiaba a esos individuos que viven en losalrededores de las ciudades, en terrenos eriazos,bajo armazones de latas y de sacos, rodeados de

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    gatos, perros y pulgas; me parecan hombressrdidos sin atmsfera propia o con una de perros ygatos; seres alumbrados por una imaginacin tanobscura como sus pocilgas y que no encentran nadams interesante que imitar a otros hombres suscasas, sus comodidades, rodendose para ello deanimales repelentes, gatos enfermos, perrossarnosos; muchos se creen dueos de los terrenosen que viven y ahuyentan a los nios que van ajugar sobre el pasto, cerca de sus apestosos ranchos;prefera los vagabundos sin casa. Pero stas sontortugas pequeas, torpes y graciosas al mismotiempo, color tierra; caben las dos en una mano y sedesplazan como terrones sobre el hmedo pastofluvial. Le dan prestancia, originalidad, distincin.Por qu las lleva? No podr comrselas en caso denecesidad ni le servirn de guardaespaldas o decmplices en ninguna pilatunada. Su ventaja es supequeez. No era, pues, un ser vulgar, uno de sos, tancomunes en todas las clases sociales, que repelen asus semejantes como puede repeler un perromuerto. Algo brotaba de l, clara y tranquilamente.Sus ojos, como los del vendedor de cancioneros,eran tambin de poco brillo, aunque no azulencos,sino obscuros, castaos quiz, de pequeo tamao ycortas y tiesas pestaas, ojos de miope. Pero, sinduda, le tocaba a l preguntar: -No tiene dinero? -No. Para qu?

  • M A N U E L R O J A S

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    Seal mis zapatos. -Con esas chancletas no llegar muy lejos. Era cierto, aunque ya ni chancletas pudierallamrseles. Un trozo de alambre tomado de la jetade la puntera y unido