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HÉCTOR ZAGAL HORISMÓS, SYLLOGYSMÓS, ASÁP- HEIA EL PROBLEMA DE LA OBSCURIDAD EN ARIS- TÓTELES Cuadernos de Anuario Filosófico

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HÉCTOR ZAGAL

HORISMÓS, SYLLOGYSMÓS, ASÁP-HEIA

EL PROBLEMA DE LA OBSCURIDAD EN ARIS-

TÓTELES

Cuadernos de Anuario Filosófico

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CUADERNOS DE ANUARIO FILOSÓFICO • SERIE UNIVERSITARIA

Angel Luis González DIRECTOR

Luis Enrique Álvarez SECRETARIO

ISSN 1137-2176 Depósito Legal: NA 1275-1991

Pamplona

Nº 152: Héctor Zagal, Horysmós,syllogysmós, asápheia El problema de la obscuridad en Aristóteles

© 2002. Héctor Zagal

Redacción, administración y petición de ejemplares CUADERNOS DE ANUARIO FILOSÓFICO

Departamento de Filosofía Universidad de Navarra 31080 Pamplona (Spain)

http://www.unav.es/publicaciones/cuadernos E-mail: [email protected]

Teléfono: 948 42 56 00 (ext. 2316) Fax: 948 42 56 36

SERVICIO DE PUBLICACIONES DE LA UNIVERSIDAD DE NAVARRA. S.A. EUROGRAF. S.L. Polígono industrial. Calle O, nº 31. Mutilva Baja. Navarra

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ÍNDICE

1. La demagogia de la “obscuridad”............................................ 11 2. Propósitos y estructura del trabajo .......................................... 12 3. El punto de partida: el individuo ............................................. 13 4. Unidad y definición ................................................................ 14 5. Las partes de la definición: una aproximación desde Meta-

física....................................................................................... 16 6. Las partes de la definición: una aproximación desde la Física. 18 7. ¿Qué es definir? Una primera aproximación ........................... 23

a) La definición como proceso.................................................... 23 b) Definición, partes y substancia primera................................... 24

8. Cuatro aproximaciones a la definición .................................... 25 a) La definición según Tópicos.................................................... 25 b) La definición en Analíticos Posteriores................................... 27 c) La definición en Sobre las partes de los animales................... 31

a) Apaideusía, pepaideuménos y asápheia............................. 32 b) Género o especie................................................................ 32 g) Hechos o causas................................................................. 33 d) Necesidad condicional....................................................... 35

d) La definición en Metafísica VII............................................... 36 a) La aporía de lo cóncavo y convexo.................................... 36 b) Unidad, género y diferencia............................................... 38

9. Los límites de la diaíresis: ¿es posible la definición? .............. 41 10. La forma como unidad de la definición.................................. 44 11. Substancias primeras y substancias segundas ......................... 47 12. La asápheia como privación .................................................. 50 13. Los tópoi de la obscuridad ...................................................... 52

a) Homonimia y obscuridad........................................................ 54 b) Las expresiones inusuales y obscuridad .................................. 54 c) Ausencia de semejanza y obscuridad ...................................... 55 d) Los contrarios y la obscuridad................................................. 56 e) Otro tópos de la obscuridad: la designación ............................ 57

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f) Asápheia y pragmática en Tópicos.......................................... 57 14. La situación de la metáfora en los tópoi de la definición ......... 58 15. La buena definición: kalõs y kakós ......................................... 59 16. La naturaleza de la metáfora ................................................... 61 17. Analogía y metáfora. .............................................................. 63 18. Asápheia y metáfora ............................................................... 66 19. Asápheia en De anima ............................................................ 68 20. Asápheia en la Ética y en los Analíticos: el valor de la

diáphora ................................................................................. 72 21. Asápheia en la Retórica .......................................................... 76

a) Algunos presupuestos ............................................................. 76 b) Claridad y dicción retórica ...................................................... 77

22. La cuestión de los cognoscibles quoad se y quoad nos............ 79 23. ¿Qué significa cognosible háplõs? .......................................... 84

a) Primera interpretación............................................................. 85 b) ¿Un tercer estado de la esencia?.............................................. 87

24. Cognoscible quoad nos y metáfora ......................................... 88 a) La claridad de la definición matemática.................................. 89 b) El orden didáctico y el orden sistemático ................................ 89 c) La eficacia de la metáfora ....................................................... 92 d) La diversidad de interpretaciones de la metáfora..................... 93 e) ¿A favor de la univocidad?...................................................... 94

25. Conclusiones .......................................................................... 95 a) La claridad como ideal filosófico ............................................ 95 b) Los defectos de la metáfora..................................................... 96 c) La claridad en ética y política.................................................. 98 d) Apaideusía y asápheia ............................................................ 99 e) Metáfora y claridad en el Corpus ............................................ 100

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HORISMOS, SYLLOGISMÓS, ASÁPHEIA: EL PROBLEMA DE LA OBSCURIDAD EN ARISTÓTELES

1. La demagogia de la “obscuridad”1

El adjetivo “obscuro” es un arma arrojadiza en las discusiones filosóficas. Basta reprochar al contrincante su “obscuridad” para descalificarlo. “Tu razo-namiento es obscuro”, “no eres claro”, “la definición es obscura”, son expre-siones frecuentes y no pocas veces denotan la arrogancia del interlocutor. La frase “Esta definición es obscura” equivale eventualmente a la trillada y retó-rica interjección “¡No está claro!”, “¡no lo veo!”. Cabe, entonces, preguntar de quién es el problema, si de quien “no ve” un argumento o un análisis, o de quien se ha expresado con falta de “claridad”.

Por lo pronto, el término “obscuridad” y su opuesto “claridad” proceden del mundo físico. Aplicar los adjetivos obscuridad y claridad al pensamiento es una metáfora más o menos afortunada, como cuando se describe la filosofía como “ciencia de todas las cosas a la luz natural de la razón”, pues la razón no es una fuente de luz, ni el entendimiento “ve”2.

De esta suerte, descalificar al oponente con el epíteto “obscuridad” es, cuando menos, un recurso retórico. En buena lid, se deben explicar o enunciar las condiciones de la “claridad” epistemológica antes de sepultar al oponente bajo el fango de la obscuridad. De lo contrario, la imputación es improcedente y deviene un arma sofística, camuflada, eso sí, bajo el disfraz de rigor científico.

Aristóteles representa una tradición de pensadores que recurre al adjetivo “obscuro” para descalificar a sus predecesores. El Estagirita es tan rudo con algunos –Empédocles y Anaxágoras–, como Carnap lo es con Bergson y Husserl.

1 Para elaborar este trabajo he recibido ayuda y consejo de colegas y estudiantes. Cuando escribí la primera versión de este texto, que se refería fundamentalmente a la metáfora, Ricardo Salles y Raymundo Morado me ayudaron con algunos comentarios muy puntuales. Con Vicente de Haro discutí la conveniencia de incluir o no referirme a la Metáfora viva de Paul Ricoeur. Alberto Ross, uno de los asistentes de mi seminario y conocedor de la Física, leyó generosamente mi ma-nuscrito. También agradezco a mi estudiante, Jesús Salazar sus observaciones. A Pavel Jiménez les estoy profundamente agradecido por las muchas horas que invirtió revisando y comentando conmigo la versión final de este trabajo. 2 Una anotación curiosa: “Dios ha encendido la luz de la razón en el alma” es citada expresamente por Aristóteles co-mo una metáfora. Cfr. Retórica, III, 11 1411b 13. Utilizo la edición bilingüe de Antonio Tovar, Centro de Estudios Cons-titucionales, Madrid, 1985. Eventualmente modifico el texto castellano.

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Phanerós, saphés, dêlos –y sus antónimos– son palabras de uso frecuente en el Corpus. No creo exagerar si afirmo que Aristóteles mira con complacencia sus teorías e insinúa que la ventaja competitiva de su propia filosofía proviene de esta supuesta claridad.

La importancia que el Estagirita otorga a esta cualidad epistemológica me animó a repasar el Corpus para aclarar –valga el juego de palabras– la noción obscuridad. ¿Es Aristóteles un demagogo de la obscuridad? Mi pretensión en este libro es demostrar que no.

2. Propósitos y estructura del trabajo

Divido este trabajo en dos partes. En la primera, reviso qué entiende Aris-tóteles por “definiciones obscuras”. La asápheia se cuela en la definición de dos maneras: (1) por la metáfora; (2) por deficiencias en la explicación.

(1) La definición científica y filosófica no es metafórica, es decir, valerse de metáforas como sucedáneo de la definición científica resta claridad al pen-samiento. El indiscriminado recurso metafórico es –según Aristóteles– un error típicamente presocrático.

(2) Además del abuso de las metáforas, la obscuridad en la definición es consecuencia de otra deficiencia: asentar hechos sin proporcionar su explica-ción causal.

El tema de la explicación conecta con la segunda parte de mi trabajo: la asápheia en la demostración y el razonamiento. Esta segunda parte es más sencilla, porque la asápheia no es, propiamente hablando, un problema de co-rrección lógica, no es una falacia formal.

El tema de la claridad y la obscuridad en el ámbito de la argumentación presenta menos vericuetos que en el de la definición. Sin embargo, el proble-ma de la claridad y la obscuridad de los argumentos remite a la evidencia de los principios y premisas, no a la naturaleza de la inferencia. Un razonamiento es claro en la medida en que su punto de partida es igualmente claro. El pro-ceso lógico es otro asunto, es un problema de reglas formales, no de “clari-dad”.

No obstante, la asápheia en la argumentación me da pie para referirme a dos nociones capitales del aristotelismo: “lo claro por naturaleza” y “lo claro para nosotros”. Dedico varias páginas a esta distinción y trato de dilucidar su fundamento ontológico.

Finalmente, a modo de conclusión, hago una recapitulación y vinculo la asápheia con la apaideusía. El hombre culto sabe cuándo utilizar metáforas y argumentos “obscuros”, y cuándo exigir claridad científica.

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3. El punto de partida: el individuo

Verdad de Pero Grullo: el tema de la definición en Aristóteles no es senci-llo. La doctrina sobre la definición está desperdigada en el Corpus. Sin em-bargo, fácilmente se cae en la tentación de soslayar loci relevantes para privi-legiar un locus determinado y, así, no es raro minusvalorar las Categorías en favor de la Metafísica3, o enfatizar la teoría de substancia en detrimento de la teoría del silogismo. Si prescindimos de las Categorías y de los Analíticos no entenderemos la teoría aristotélica de la definición.

Las obras príncipes para estudiar el tema son Tópicos, Analíticos posterio-res y Metafísica. También juegan un papel muy importante De anima, Retó-rica, Poética y De partibus animalium.

Como punto de partida cito un pasaje de Categorías: “Ousía, la así llama-da con más propiedad, más primariamente y en más alto grado, es aquella que ni se dice de un sujeto, ni está en un sujeto, v. gr.: el hombre individual o el caballo individual. Se llaman substancias segundas las especies a las que per-tenecen las substancias primariamente así llamadas, tanto esas especies como sus géneros; v. gr., el hombre individual pertenece a la especie ‘hombre’, y el género de dicha especie es ‘animal’; así, pues, estas substancias se llaman se-gundas, v. gr.: el hombre y el animal”4.

La distinción entre substancias primeras y substancias segundas generó cierto revuelo en la Edad Media. La distinción aristotélica parece una defe-rencia hacia los platónicos; el eîdos platónico se cuela en el Corpus a través de la substancia segunda. ¿Por qué Aristóteles amplía el sentido de substancia para dar cabida en ella a las especies y a los géneros? ¿Qué gana utilizando con tan generosa elasticidad la noción de substancia? Dejo este problema en el aire. No obstante, conviene tener presente el texto como telón de fondo o leit motiv a la hora de analizar otros pasajes.

Ahora quiero llamar la atención sobre un par de detalles. Los individuos aducidos como ejemplos en el pasaje citado tienen dos características en co-mún: son seres vivos y son corporales. Aristóteles hubiera podido elegir como ejemplo un cuerpo celeste, como el sol o la luna, individuos sin materia co-rruptible. Elegir seres orgánicos para ejemplificar la substancias primeras trae varias consecuencias. (1) Se sugiere que la substancia par excellence es el ser vivo. (2) La materia, por ende, la contingencia, se integran en la substancia. (3) El estudio de los seres vivos no es anecdótico (Parva naturalia, De parti-

3 Percibo este defecto en el magnífico artículo de mi maestro Fernando Inciarte sobre la substancia en la Metafísica, publicado en Verdad y temporalidad en Aristóteles: VI Jornadas de actualización filosófica, Universidad de la Sabana, Bogotá, 1997. En favor del autor añado dos corolarios. Primero, el autor prescinde metodológicamente de las Categorí-as. Segundo, Inciarte considera que la auténtica teoría de la definición está en Metafísica VII y VIII. 4 Categorías, 5, 2a 11ss. Sigo la traducción de Candel Sanmartín, Tratados de lógica I, Gredos, Madrid, 1982, aunque la modifico eventualmente.

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bus animalium, etcétera), sino que conviene para entender la naturaleza de las substancias primeras del mundo sublunar.

4. Unidad y definición

A continuación dedicaré unas líneas al tema “unidad y definición”. El sub-título es ambiguo, pues engloba un par de problemas relacionados entre sí, pe-ro distintos:

(1) La definición es concepto que agrupa instancias, i.e., la definición en-uncia las condiciones para pertenecer a un conjunto dado.

(2) La definición da unidad a los elementos que la componen, i.e., cómo se relaciona el género animal con la diferencia racional.

Primeramente abordaré el aspecto (1) y paulatinamente deslizaré mi dis-curso hacia el punto (2), al que dedicaré el próximo apartado. En realidad, ambos problemas tienen una raíz común, como quedará demostrado al final de este trabajo.

La ciencia es sobre los universales; el científico, a diferencia del hombre de experiencia, no habla sobre los particulares. La definición es una manera indirecta de hablar sobre los particulares sin perder la universalidad. La defi-nición unifica, bajo una definición se cobijan diversas instancias. Así, bajo la definición de caballo se incluye a Babieca y a Rocinante y, tácitamente, se ex-cluye a los centauros, a los unicornios y a Pegaso. La definición nos permite tratar con la multiplicidad sin nombrar a cada uno de los individuos.

La cumbre de las definiciones parecen ser los números. El tres “cobija” lo mismo a planetas que a manzanas. El matemático aplica el número “tres” a las substancias celestes y a las frutas. La fascinación de los pitagóricos y los platónicos por los números es explicable; los números son abstractos, pero se pueden referir a las substancias primeras con sorprendente facilidad. Además, los números se relacionan entre sí generando órdenes diversos, que pueden ser calculados.

Cuando el astrónomo afirma “Cincuenta y dos son las órbitas celestes”, es-tá unificando las esferas singulares a través del concepto “cincuenta y dos”. Utilizando el número “52”, el astrónomo agrupa los cuerpos celestes y, simul-táneamente, les separa del resto de los objetos del universo.

La pregunta pertinente es: ¿cómo se garantiza la unidad? o, si se prefiere, ¿son arbitrarias las definiciones? ¿Cuál es la relación entre las substancias primeras y las substancias segundas?

Según el nominalismo las definiciones son redes mentales lanzadas sobre una variedad de individuos, son como las constelaciones. Géminis y Capri-cornio designan arbitrariamente un conjunto de estrellas. Con las mismas es-trellas que componen Géminis podría construirse otra constelación. No se tra-

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ta de una unidad real, sino de una unidad nominal. Cuando el astrónomo afirma que son cincuenta y dos las esferas celestes –dice el nominalista– está agrupando libremente un conjunto de entidades sin más conexión entre sí que la proximidad espacial.

El entendimiento humano requiere de unidades, pues no puede pensar si-multáneamente en una infinidad de objetos. La variedad de objetos en el pen-samiento genera confusión. De aquí la importancia de unificar la pluralidad de entes a través del lógos. Las definiciones y los conceptos son una manera de lidiar con la multiplicidad, son una estrategia mental. Pero, insisto, ¿cuál es el fundamento ontológico de tales agrupaciones? ¿Solamente el lógos? ¿Puede la phýsis, entendida como “lo dado”, ser un sustento para las definiciones uni-versales?

Aristóteles disputó con los sofistas. La sofística se percató del poder del lógos; con el lenguaje y con el pensamiento se pueden “hacer cosas”. El lógos se puede emancipar de la phýsis y fabricar un mundo artificial. Según Gor-gias, nuestro saber no depende del mundo exterior. Según Protágoras, somos la medida del mundo. Y estos artificios humanos, el lógos desnaturalizado, funcionan aceptablemente; no son meros galimatías. ¿Qué garantiza que la unidad lograda a través de las divisiones no es puro artificio? ¿Es la definición un producto del lógos emancipado de la phýsis?

Consecuentemente, Aristóteles se esmera en hallar los fundamentos de la unidad de la definición, que es lo mismo que preguntarse si la ciencia es arbi-traria. ¿La unidad de la definición es solamente fruto del lógos? ¿Nos permite la phýsis generar definiciones?

Apunta Mauricio Beuchot: “La unidad de la definición consiste en la uni-dad sintética de la cosa analizada. El proceso de la definición es el proceso de análisis y síntesis, y reviste tres modalidades, según tres tipos principales de definición real: (i) por la materia y la forma, (ii) por la causa y el efecto, (iii) por el género próximo y la diferencia específica”5.

Si estos tres tipos de definición son legítimos, i. e., si el proceso de unifica-ción no es simpliciter arbitrario, se habrá dado un paso importante para esta-blecer la relación entre phýsis y lógos. En otras palabras, la síntesis ejecutada por el lógos no será una operación productiva; será theoría y no poíesis. Esto también nos pone tras la pista de las características de una buena definición.

El proceso para enunciar una definición no puede dejarse a la improvisa-ción ni a la simple experiencia. En el Organon –más que en la Metafísica– Aristóteles intenta desarrollar una metodología de la definición. Cuando el proceso de análisis y síntesis no es correcto, las definiciones obtenidas son obscuras, incompletas e inexactas. Desafortunadamente, la metodología que se puede rastrear en el Corpus no es excesivamente precisa.

5 Mauricio BEUCHOT, Ensayos marginales sobre Aristóteles, UNAM, México, 1985, 64.

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Voy a más. Hablar del proceso de la definición como un mecanismo de análisis y síntesis no soluciona nada mientras: (1) no se explique la naturaleza de las partes u objetos sintetizados; (2) no se enlisten los pasos de la metodo-logía de la definición.

Aristóteles sí cumple con la tarea número (1). A lo largo del Organon es-tudia las relaciones entre el género y la diferencia y en Metafísica revisa las relaciones entre materia y forma. Dudo, en cambio, que Aristóteles cumpla cabalmente con la tarea número (2).

El Estagirita garantiza las condiciones de posibilidad de la definición cuando explica sus partes, pero no indica los pasos para alcanzar una defini-ción. Su metodología es como la vía negativa de la teología escolástica: sa-bemos quién no es Dios, sabemos qué definición no es buena. Aristóteles es-tudia los indicios de una mala definición como parte de su metodología. Por ello, las observaciones sobre defectos epistemológicos tales como la asápheia son tan importantes. Si queremos aprender a definir acertadamente, aprenda-mos, por lo menos, a no ser obscuros.

5. Las partes de la definición: una aproximación desde Metafísica

Mi punto de partida es la aporía planteada en Metafísica VII: “Puesto que la definición es un enunciado (lógos), y todo enunciado tiene partes (mére), y en la misma relación del enunciado con su objeto está también la parte del enunciado con la parte del objeto, surge aquí la duda de si el enunciado de las partes debe estar contenido en el enunciado del todo o no. Pues en algunos ca-sos parece estarlo y en otros no. En efecto, el enunciado del círculo no contie-ne el de los segmentos, pero el de la sílaba contiene el de sus elementos. Sin embargo, también el círculo se divide en los segmentos, como la sílaba en los elementos”6.

Definir es un proceso de separación y conjunción. Se analiza para recono-cer las partes y se sintetiza para expresarlas lógicamente en el enunciado. El punto de partida de la definición es la unidad natural y espontánea del defi-niendum. Definimos un objeto X porque creemos que X es una unidad. La captación del todo usualmente es previa a la captación de las partes.

En un segundo momento, se reconocen las partes del definiendum. La buena definición “retrata” cada una de las instancias definidas, y así la defini-ción de caballo nos permite reconocer a Babieca, a Bucéfalo y a Rocinante como ejemplares de la especie caballo. Pero, además, la definición de caballo nos indica que el caballo tiene partes y que esas partes están ordenadas de una manera determinada. La definición de triángulo indica que este es un polígo-no con tres ángulos internos cuya suma es de 180º. Es decir, las tres líneas que

6 Met. VII, 10, 1034b 20ss. Sigo, salvo advertencia en contra, la traducción de García Yebra, Gredos, Madrid, 1970.

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componen el triángulo no se ordenan de cualquier manera; la definición en-uncia esta manera.

La definición de unicornio debe incluir el cuerno; la de centauro, el torso y la cabeza humanos; la de cíclope, el único ojo. Si nuestra definición de uni-cornio no nos permite saber que se trata de un caballo con un cuerno, la defi-nición es deficiente. Mal hemos definido al unicornio en una conferencia, cuando el auditorio salió con la idea de que sátiro Pan es un “unicornio”.

La cuestión de la unidad de las partes de la definición puede desdoblarse en dos: (1) determinar qué partes P1, P2... Pn deben incluirse en el enunciado; (2) determinar la manera como P1, P2... Pn se estructuran.

En los seres mitológicos el discernimiento es fácil. Las alas de Pegaso son, obviamente, esenciales del animal mitológico, pero los casos reales son com-plicados. ¿Debemos incluir la trompa en la definición de elefante?

Metafísica VII, 10 “toma el toro por los cuernos”: qué partes del definien-dum deben incorporarse a la definición.

Aristóteles utiliza ejemplos muy representativos del problema, aunque evi-ta cuidadosamente las referencias a seres naturales, pues trabajar con objetos mentales resulta más sencillo.

(1) La definición de la sílaba “KA” incluye las letras kappa y alfa. Es un caso similar al del unicornio: caballo con un cuerno. Si excluimos la parte “cuerno” o la letra “alfa”, las definiciones respectivas serían deficientes. El unicornio sin cuerno no es unicornio, ni la sílaba “KA” es “KA” si se prescin-de del alfa.

(2) La definición de círculo no incluye las partes o segmentos que lo com-ponen. El círculo puede definirse como “región del plano limitada por una curva; lugar geométrico de los puntos que equidistan de un punto fijo del pla-no llamado centro” o, mejor aún, definimos círculo con la ecuación (x-a)2+(y-b)2= r2. Estas definiciones no incluyen los segmentos en que se puede dividir el círculo, si acaso, se mencionan los puntos de la curva, pero los puntos no son segmentos.

El esquema de la definición de círculo es distinto de la definición de sílaba. La distinción entre ambos tipos de definición no se explica porque un defi-niendum es material y el otro no. Los ejemplos no pudieron ser mejor elegi-dos. La sílaba, cuyas partes se incluyen en la definición, carece de dimensio-nes. El círculo, cuyas partes no se incluyen, sí es dimensional.

¿Deben o no incluirse las partes? Santo Tomás –quien en pocos renglones, por cierto, menciona a Averroes y Avicena– apunta hacia la diversidad de sentidos en que se predica la palabra méros7. El cuerno del unicornio es parte del caballo; el segmento AB es parte del círculo. No obstante, las partes P1 y P2 del objeto unicornio y del objeto círculo respectivamente no pertenecen a

7 Cfr. Tomás de AQUINO, In Met. VII, lect. 9 y 10. Cfr. también ARISTÓTELES, Met. V, 25, 1023b 12ss.

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la misma especie E. El término méros es ambiguo o, si se prefiere, se predica de muchas maneras.

El camino hacia la unidad, el desarrollo de una buena definición, exige la ponderación de las partes P1, P2... Pn del definiendum y su posterior inclusión o exclusión de la definición. En la etapa del análisis se “disecan” las partes pa-ra diagnosticar su función en el objeto y determinar, posteriormente, si tal o cual parte del definiendum debe ser incluida en la definición o no. Para definir la naturaleza de la sirena debemos saber si la escamada cola de pez es una parte “al modo de la sílaba” o “al modo del segmento del círculo”.

La unidad reconstruida debe ser atinente. Definir la especie cíclope sin mencionar que sólo posee un ojo nos impedirá reconocer a Polifemo. Tampo-co es procedente definir al cíclope como “bípedo implume”, pues aún cuando Polifemo y sus congéneres carecen de plumas y tienen pies, tales cualidades no son propias y exclusivas de estos monstruos. Odiseo y sus marineros tam-bién son bípedos implumes. No basta con lanzar cualquier red epistemológica para apresar a los singulares. La malla debe permitir que se escapen algunos individuos. Así como las redes ecológicas de los barcos atuneros permiten es-capar a los delfines, así la definición de cíclope “captura” a Polifemo y deja afuera a Ulises.

La definición plantea de lleno el problema de la relación entre lo universal y lo particular, entre el todo y las partes. Una definición “clara” supone la so-lución de este problema. Una definición obscura incluye más partes de las es-trictamente necesarias

6. Las partes de la definición: una aproximación desde la Física

La importancia de la definición como expresión unificadora es reiterada al comienzo de la Física. Lamentablemente, el pasaje es críptico y abre varios frentes de lucha. Aristóteles comienza por asentar que el conocimiento huma-no requiere de la unidad para entender; comprender es unificar. El desconcier-to es provocado cuando se sugiere que nuestro conocimiento arranca de lo universal y no de lo singular, afirmación en franca disonancia con el Corpus.

Transcribo el texto: “Y el camino natural lleva desde lo más cognoscible y claro para nosotros hasta lo más claro y cognoscible por naturaleza. Porque no es lo mismo ser cognoscible para nosotros y serlo en sentido absoluto, por lo que es necesario que progresemos, de esta manera, desde lo menos claro por naturaleza, pero más claro para nosotros, hasta lo más claro y cognoscible por naturaleza. Ello es que para nosotros, en principio, evidentes y claros son, más bien, los compuestos. Después, a partir de éstos, son los elementos y los prin-cipios lo que se nos hace cognoscible cuando analizamos aquellos. Por lo cual se impone avanzar desde lo universal a lo particular: el todo es más cognosci-ble por la percepción, y el universal es un todo porque comprende, como par-

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tes, a muchas cosas. Sucede esto mismo, de alguna forma, con los nombres con respecto a su definición: éstos designan a un todo y ello indiscriminada-mente (círculo, por ejemplo), mientras que la definición lo divide en particula-res. También los niños al principio llaman ‘padre’ a todos los hombres y ‘ma-dre’ a todas las mujeres, pero más tarde distinguen a cada uno de ellos”8.

Física I, 1 enuncia varias tesis tradicionales del Aristotelismo: (1) Existen dos órdenes del conocimiento. El orden según la naturaleza,

que parte de los objetos más cognoscibles quoad se y llega a los más cognos-cibles quoad nos. El orden inverso es el típicamente humano: del quoad nos al quoad se. Esta distinción de órdenes está indicada también en Metafísica y otras obras. A ella dedicaré más adelante un apartado completo (Epígrafe 21).

(2) Los objetos compuestos son más fáciles de conocer que los simples. Son más comprensibles y claros para una inteligencia discursiva y analítica.

(3) A partir del análisis de los seres compuestos, adviene el conocimiento de los principios y los elementos.

Hasta aquí no hay problema. La interpretación de las siguientes proposi-ciones, en cambio, resulta más complicada.

(4) “El conocimiento humano avanza desde lo universal a lo particular”. ¿De qué universal está hablando Aristóteles? No puede ser el universal en

el sentido fuerte, sentido acrisolado en Analíticos posteriores, pues el kat-hólou no es lo más cognoscible quoad nos. Según la epistemología aristotéli-ca, alcanzamos el conocimiento universal después de un largo proceso, no de manera tan espontánea como podría sugerir Física I, 1.

(5) “El todo es más cognoscible por la percepción”. Hemos de suponer que este “todo” es el compuesto, el individuo corpóreo.

El conocimiento del singular, compuesto de partes, pertenece a la percepción9. Nuestro conocimiento comienza en la sensibilidad.

(6) “El universal es un todo, porque comprende como partes a muchas co-sas”.

El universal (kathólou) es análogo al todo (hólon); ambos están compues-tos, ambos poseen partes. Que el todo tenga partes no presenta ningún pro-blema: la casa está compuesta de tejas, vigas y piedras. El caso del universal, en cambio, es más complejo. Por ejemplo, el concepto “héroe” incluye a los

8 Phys. I, 1, 184a 16ss. (Utilizo la versión bilingüe de José Luis Calvo Martínez, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, 1996). Aquino es audaz en su comentario. Según santo Tomás, cada vez que en la traducción de Moerbeke se utiliza el término intelligere –santo Tomás no lee griego–, Aristóteles se está refiriendo a la definición. Ca-da vez que la traducción dice scire, es porque Aristóteles está pensando en ciencia. Toda definición completa es una de-mostración que se distingue de la definición sólo por la posición de los términos, según se asienta en Analíticos posterio-res I. Esta idea me será muy útil a lo largo de este trabajo. Cfr. In Phys. I, lect. 1. Cfr. In octo Physicorum Aristotelis ex-positio, I, lect. I (Utilizo la edición por numeración de la edición de Marietti al cuidado de P. M. Maggiòlo, Turín-Roma, 1965). 9 Cfr. por ejemplo Etic. Nic. VII 3,1147ª 25. Utilizo la edición bilingüe de Antonio Gómez Robledo, Universidad Na-cional Autónoma de México, México, 1983.

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individuos: Patroclo, Ayáx, Héctor, Odiseo. La ratio común de la analogía en-tre “todo” y “universal” es que ambos son compuestos. Sin embargo, existe una diferencia fundamental entre “todo” y “universal”. La teja y las vigas son partes constitutivas del edificio. Por el contrario, las instancias Patroclo y Ayáx, son singulares que caen bajo el universal “héroe”.

(7) “Los nombres designan un todo”10. Aristóteles asume tácitamente que nombre y definición no son sinónimos.

Nombre es la palabra que utilizamos para designar a ciertos objetos11. Defini-ción es la explicación de las propiedades comunes de un conjunto dado. El nombre no es analítico; al contrario, agrupa propiedades y fenómenos. Por ejemplo, con el nombre “tormenta” designamos una colección de fenómenos (lluvias, vientos, oleaje) y formamos con ellos una totalidad, aún cuando cada uno de estos fenómenos subsista aisladamente. El oleaje de una tormenta en la playa no se identifica con la lluvia tierra adentro. No obstante, el nombre “tormenta” engloba tanto a la lluvia como a las olas. Los nombres son más propios del lenguaje ordinario que las definiciones. Cuando nombramos algo coloquialmente, no nos detenemos a considerar si el objeto nombrado está compuesto de partes y cuáles son sus propiedades esenciales. Sencillamente lanzamos el nombre para apresar un conjunto de accidentes y fenómenos.

(8) “La definición se divide en particulares”. La definición expresa unidad a la vez que remite a las instancias. El nom-

bre es una generalización; incorpora las partes indistintamente, sin jerarquía ni orden. La definición distingue entre partes constitutivas, entre género y espe-cie; la definición jerarquiza las propiedades. El nombre es confuso (obscuro) porque no es una explicación. La definición es explicativa. La función del cír-culo, (x-a)2+(y-b)2=r2, da cuenta universal del comportamiento de cualquier círculo singular. La explicación es resultado de análisis y síntesis. El geómetra posee la ciencia de círculo, pues está capacitado para deducir la ecuación. Quien ha entendido la definición de círculo puede reconocer cualquier círculo particular.

(9) “Los niños utilizan nombres y, poco a poco, aprenden definiciones”. Sin una definición explicativa anexa, el nombre “padre” es confuso. Un

nombre es confuso (obscuro) cuando desconocemos cómo se integran sus

10 PLATÓN, Teeteto, 201 d ss. En esta cuestión, “El sueño de Sócrates”, Platón discute sobre qué es el objeto del saber y cómo hay que dar una definición, si material o formal. Sócrates ya se vale de los ejem-plos de la sílaba, los números y un coche. ¿Debemos enunciar las partes (stojeíon) o la suma de ellas? ¿Qué es el todo sin las partes? Nada. Por tanto, la única forma de dar lógos a algo es enunciando sus par-tes, pero, ¿podemos enunciar todas las partes? En la versión original de mi manuscrito no estaba incluida esta anotación. Pavel Jiménez me ha ani-mado a hacerlo con la intención de remarcar cómo los ejemplos de Aristóteles son herencia de su maestro. 11 “Nombre, pues, es un sonido significativo por convención sin <indicar> tiempo, y ninguna de cuyas partes es significativa por separado”. De interpretatione, 2, 16ª 19ss. (Traducción de Candel Sanmartín, Gredos, Madrid, 1988).

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partes. Para saber qué es una casa, no basta con enunciar sus partes: tejas, vi-gas, tabiques y cimientos. Hay que saber que las vigas y las tejas forman el te-cho. Sin definición o sin demostración no podemos discernir las partes o pro-piedades esenciales de las accidentales. El niño pequeño aplica el nombre “padre” a cualquier varón, pues desconoce la definición de padre.

Comenta Boeri: “El procedimiento natural en la investigación es partir de lo más cognoscible y claro para nosotros y remontarnos a lo más cognoscible y claro por naturaleza. En un primer momento lo que es claro y cognoscible para nosotros son los compuestos y sólo en segunda instancia y a partir de ellos se conocen sus elementos y principios en el análisis. Debemos avanzar desde los universales a los particulares, ya que el todo es más cognoscible por percepción y el universal es, en cierto modo, una totalidad. El universal en-tendido como totalidad abarca una multiplicidad de cosas como sus partes. Ejemplo de lo dicho es lo que ocurre entre nombre y definición: un nombre indica una totalidad de un modo general o indeterminado, v. gr., “círculo”. Su definición, en cambio, lo analiza en sus instancias particulares”12.

12 Marcelo D. BOERI, traducción, introducción y comentario a ARISTÓTELES, Física, I-II, Biblos, Buenos Aires, 1993, 101. Cfr. también Robert BOLTON: “Aristotle’s Method in Natural Science”, en Lindsay JUDSON (ed), Aristotle’s Physics. A Collection of Essays, Clarendon Press, Oxford, 1995. 3ss. Bolton propone distinguir entre el uso técnico y típico de kathólou y el uso eventual de Física I. La inter-pretación de William Charton no es muy comprometida y se inclina, también, por resolver el problema aduciendo la ambigüedad de kathólou. Charton niega, además que Aristóteles acepte la existencia de obje-tos “más o menos” cognoscibles. Cfr. Aristotle Physics. Book I and II, introducción, traducción y comen-tario de William Charlton, Clarendon Press, Oxford, 1995, 51ss. En general, las interpretaciones contem-poráneas del pasaje dependen del comentario de Ross a 184a 16–b14: “It is clear that kathólou is not used in its usual Aristotelian meaning. The reference must be not to a universal conceived quite clearly in its true nature, but to that stage in knowledge in which an object is known by perception to posses some gen-eral characteristic (e.g. to be an animal) before it is known what its specific characteristic is (e.g. whether it is a horse or a cow). It is this phase of Aristotle’s meaning that is illustrated by all men and that presented by all women, without noticing the special appearance of its father and its mother, an therefore calls all men father and all women mother (b12-14). But between the main account of this contrast (a23-6) and the illustration of it (b12-14) comes a sentence in which another illustration is given of the process meant, viz. a26-b12, in which it is illustrated by contrast between the name and the definition, i.e. between the use of a name with a general knowledge of the characteristics it stands for, and the use of the definition which brings out more clearly the meaning of the name”. Cfr Physics, Clarendon Press, Oxford, 1998, 457. El comentario de santo Tomás es brillante, aunque se despega de lo que estrictamente afirma el texto. Para santo Tomás, los universales son obscuros y confusos porque contienen en potencia las especies. Por tan-to, conocer el universal es conocer las especies de una manera indistinta, confusa. Santo Tomás se enfrenta con el texto de Analíticos posteriores I, 2, donde se afirma que los singulares son mejor conocidos que el universal. La solución de Aquino es ingeniosa y plausible. En Física I, 1 los particulares son las especies respecto a los géneros; en Analíticos posteriores I, 2 son los singulares sensibles, los individuos respecto al universal científico. Cfr. In Phys, I, lección I, n. 7 y 8. Cfr. también In An. Post. I, lect. IV, n. 15 y 16: “In I autem Physic. non ponitur ordo universalis ad singulare simpliciter, sed magis universalis ad minus uni-versalis, ut puta, animalis ad hominem, et sic oportet quod quoad nos, universalis sit prius at magis no-tum”. (Ocupo la edición de Marietti, a cargo de M. Spiazzi, Turín, 1955). Cfr. también el célebre artículo de G. E. L. OWEN, “Títhenai ta phainómena”, Aristote et les problémes de méthode, Publications Univer-sitaires, Lovaina-París, 1961.

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El punto de partida quoad nos del conocimiento es a la vez universal y singular. Singular, porque no se trata del kathólou en sentido fuerte. Nuestro conocimiento no comienza por las definiciones. Nuestro punto de partida es universal porque la percepción capta primeramente el todo compuesto de par-tes. El sentido común nos proporciona “un todo integrado”. Percibimos al cí-clope, no percibimos un caos de sensaciones.

La sensación posee un grado de universalidad. Traigo a colación el célebre pasaje de Analíticos posteriores II, 19: “En efecto, cuando se detiene en el alma alguna de las cosas indiferenciadas, [se da] por primera vez lo universal en el alma (pues, aún cuando se siente lo singular, la sensación lo es de lo universal, v.gr., de hombre, pero no del hombre Calias); entre estos [universa-les] se produce, a su vez, una nueva detención [en el alma] hasta que se de-tengan los indivisibles y los universales”13.

En el capítulo diecinueve, Aristóteles comienza hablando del todo indife-renciado, mera acumulación de sensaciones, para terminar refiriéndose al uni-versal en sentido fuerte. El pasaje asegura que el “todo indiferenciado” (hèn ton adiaphóron) captado por los sentidos ya es universal. Nuestras percepcio-nes están mediatizadas por nuestros conceptos. El contenido de la percepción de Analíticos posteriores II, 19 es kathólou en el sentido de Física I, 114.

Estos textos deben ser confrontados con De anima III, 8: “A su vez, las fa-cultades sensible e intelectual del alma son en potencia sus objetos, lo inteli-gible y lo sensible respectivamente. Pero éstos han de ser necesariamente ya las cosas mismas, ya sus formas. Y por supuesto, no son las cosas mismas, toda vez que lo que está en el alma no es la piedra, sino la forma de esta. De donde resulta que el alma es comparable a la mano, ya que la mano es instru-mento de instrumentos y el intelecto es forma de formas así como el sentido es forma de cualidades sensibles”15.

El alma es en cierta manera todas las cosas, pues es capaz de recibir todas las formas. El intelecto es una facultad receptiva de todas las formas inteligi-bles; la percepción es una capacidad de recibir todas las formas sensibles. La percepción sensible –también la animal– involucra cierta universalidad, por-que conocer implica separar formas de la materia.

La singularidad –hic et nunc– procede de la materia. Cuando el ojo ve la Victoria de Samotracia, el ojo solamente recibe la forma de la estatua16. Dicho burdamente, el mármol de la Niké no penetra en los ojos. El conocimiento es inmaterial y, por ende, ya posee un grado de universalidad.

13 An. Post. II, 19, 100a 15ss. Sigo la traducción de Candel Sanmartín, Gredos, Madrid, 1988. 14 Cfr. Robert BOLTON, 8-9 15 De An. III, 8, 431b 26ss. Seguimos la traducción Tomás Calvo Martínez, Gredos, Madrid, 1988. 16 De An. II, 6 sugiere que algunas formas, como “hombre”, no son objetos de percepción.

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Así debe entenderse la críptica frase: “Percibimos las cualidades sensibles de hombre, no percibimos las cualidades sensibles de Calias”17. Todo cono-cimiento es una cierta abstracción (aphaíresis)18, pues se separa la forma de su materia.

En resumen, con ocasión de Física I, 1 quiero asentar las siguientes tesis: 1. Nombre (ónoma) y definición no son sinónimos. 2. El nombre no jerarquiza las partes; la definición sí. 3. Aristóteles utiliza el término “parte” (méros) del universal en varios sen-

tidos19. Las partes del género animal son las especies (caballo, elefante); las partes del concepto héroe son los individuos (Aquiles, Héctor).

4. El término “todo” (hólon)20 se aplica, de ordinario, a una agrupación de partes no jerarquizadas; es el caso de los nombres.

5. El término “universal” ordinariamente se aplica a una totalidad organi-zada.

6. No hay inconveniente en afirmar que nuestro conocimiento comienza por lo universal, pues la percepción sensible ya es un tipo de universal. Kat-hólou no es siempre un término técnico.

7. ¿Qué es definir? Una primera aproximación

a) La definición como proceso

La definición es ordinariamente el resultado de un largo proceso, y de una intuición. El mecanismo de la definición arranca de entidades susceptibles de análisis. Entiendo por entidad susceptible de análisis, un objeto con partes. Definir implica analizar.

El conocimiento intelectual descompone unidades complejas (compues-tas). Estas partes son conocidas y reintegradas en el compuesto originario. Por ejemplo, al definir “casa” se reconoce que las tejas, las vigas y las piedras son partes del edificio. En un segundo momento, se establece el grado de necesi-dad que tales partes guardan con el todo “casa”. Las paredes son partes esen-ciales de la casa; no hay casa sin paredes. El proceso de definición divide, cla-sifica, jerarquiza y unifica21.

17 An. Post. II, 19, 100ª 16ss. 18 No es casualidad que aphaíresis sea una palabra vinculada con phanerós. 19 Cfr. Met. V, 25, 1023 b 12ss. 20 Cfr. Met. V, 26, 1023b 26ss. 21 Dejo para otro momento el problema de la definición de los “indivisibles”. Reza De anima III, 6, 430a 26ss: “La intelección de los indivisibles tiene lugar en aquellos objetos acerca de los cuales no cabe error. En cuanto a los objetos en que cabe el error como la verdad, tiene lugar ya una composición de con-

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La operación de definir es paradójica. Arranca de la unidad (compuesta), destaza y, finalmente, recompone la unidad. Esta segunda unidad puede ser analizada nuevamente. Es posible, sin embargo, que una definición se com-ponga de partes que ya no pueden ser analizadas. Este es el caso de una defi-nición material que remite a elementos. El aire y el fuego ya no están com-puestos; carecen de partes materiales y formales.

Dicho proceso de composición y descomposición acompaña al acto de de-finir; por ello, la aporía de Metafísica VII, 10 es tan certera. Para conocer tan-to el círculo como la sílaba es útil analizar las partes. Sin embargo, el científi-co debe: (1) detener el proceso de descomposición en el momento pertinente; (2) distinguir qué partes del definiendum deben integrarse a la definición y cuáles deben ser omitidas.

Los casos del círculo y la sílaba son paradigmáticos. La definición de la sí-laba “KA” incluye sus partes. Las letras kappa y alfa son partes de la esencia de la sílaba “KA”. En cambio, para la definición de círculo las partes son irre-levantes. Podemos entender la esencia de un círculo sin saber que es suscepti-ble de ser dividido en “n” número de partes.

b) Definición, partes y substancia primera

La substancia primera es un objeto indivisible. No admite diaíresis, y por tanto no puede ser atribuido a otro. Corisco no se puede atribuir al género animal, ni tampoco se puede predicar de Pericles. La próta ousía es sujeto e individuo en el sentido pleno de la palabra. Solamente es susceptible de una descomposición secundum rationem. Corisco no está compuesto por las par-tes “animal” y “racional” en el mismo sentido que el Partenón está compuesto de bloques de mármol. El género y la especie no son partes físicas de Corisco; en cambio, el frontón, los fustes y los capiteles sí son partes físicas del templo.

Tampoco la suma de los miembros y órganos de Corisco componen la esencia de Corisco. La unidad de Corisco es anterior secundun naturam a sus

ceptos (noemáton) que viene a constituir como una unidad”. El comentario de santo Tomás al respecto, In De An. III, lect. XI, es interesante. Sin embargo, de nueva cuenta me parece que va mucho más allá de lo que afirma el texto aristotélico. Las brillantes conjeturas de santo Tomás, aunque explicativas y consisten-tes, no dejan de ser conjeturas. Llamo la atención sobre el hecho de que los indivisibles sean, en su etimo-logía, aquellos que no admiten diaíresis. No son objeto de división. El término utilizado es adiaíretos y no atómos. Met. III, 3 999a 2ss: “Por otra parte, si el Uno tiene mayor carácter de principio, y si es uno lo in-divisible, y si todo lo indivisible lo es o bien según la cantidad o bien según la especie, y si es anterior lo que es indivisible según la especie, y si los géneros son divisibles en especies, también será uno en mayor grado el último predicado. El hombre, en efecto, no es el género de los distintos hombres”. Recordemos que Aristóteles está disputando con el platonismo al escribir estas líneas. El término atómos parece más geométrico y físico que lógico. Met. I, 9, 992a 20: “Además, ¿de qué constarán los Puntos? Contra este género, en efecto, luchaba también Platón, considerando que era una noción geométrica; pero lo llamaba principio de la línea, y hablaba con frecuencia de líneas insecables”.

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partes. Las partes son de Corisco. La substancia no es la suma de sus partes, sino que las partes están organizadas en virtud de la substancia.

Consecuentemente, el análisis que podemos hacer de la substancia primera es muy engañoso. Y si la definición requiere del análisis, también será muy cuestionable cualquier posible definición de una substancia primera. ¿Cuál es la definición de Aquiles? ¿Su vulnerable talón? ¿Su estirpe divina? ¿Su gran-deza de ánimo? Es difícil definir lo que es difícil de analizar.

8. Cuatro aproximaciones a la definición

La definición es un tema recurrente en obras como los Tópicos y la Metafí-sica, y cada una de estas obras aporta nuevas perspectivas. El Corpus no es un monolito compacto. Aristóteles no habla igual de la definición desde el punto de vista de la teoría de argumentación que desde la ontología.

A continuación revisaré someramente algunos pasajes. Estos modelos de definición me serán de utilidad para dibujar los rasgos de la asápheia episte-mológica.

a) La definición según ‘Tópicos’

Son conocidos los cuatro lugares de Tópicos I, 4: “Toda proposición y to-do problema indican, bien un género, bien un propio, bien un accidente (pues también la diferencia, al ser genérica, ha de ser colocada en el mismo lugar que el género); y ya que entre lo propio lo hay que significa el tò tí ên eînai, y lo hay que no, se ha de dividir lo propio en las dos partes antedichas, y a una se la llamará definición, que significa el tò tí ên eînai, y a la otra, de acuerdo con la designación dada en común a ambas, se le llamará propio. Así, pues, es evidente, a partir de lo dicho, por qué, de acuerdo con la presente división, to-do viene a reducirse a cuatro cosas: propio, definición, género o accidente”22.

Utilizando como falsilla dicho pasaje, se puede leer cómodamente Tópicos I, 8: “En efecto, es necesario que, todo lo que se predica de algo, o sea inter-cambiable en la predicación, o no. Y si lo es, será una definición o un propio; pues, si significa el tò tí ên eînai, es definición; si no, propio: pues propio era esto, lo intercambiable en la predicación pero que no significa el tò tí ên eînai. Y, si no es intercambiable en la predicación acerca del objeto, o bien es de lo que se dice en la definición del sujeto, o bien no. Y si es de lo que se dice en la definición, será género o diferencia, puesto que la definición consta de un género y de una diferencia, y, si no es de lo que se dice en la definición, es

22 Tópicos I, 4, 101b 18ss. Sigo la traducción de Miguel Candel Sanmartín, Tratados de lógica I. Gre-dos, Madrid, 1988, salvo que se diga lo contrario.

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evidente que será accidente: pues se llamaba accidente a lo que no se llama ni definición, ni género, ni propio, y que, con todo, se da en el objeto”23.

1. Un predicado convertible con el sujeto: a) expresa la esencia del sujeto en forma de definición o b) no expresa la esencia del sujeto; se llama, entonces, propium del su-jeto.

1. Un predicado no es convertible con el sujeto: a) es el género del sujeto, si se incluye en la definición o b) es un accidente, si no se incluye en la definición.

Hombre se define como “animal racional”, pues todo animal racional es ser humano y todo ser humano es animal racional. El proprium animal políti-co también es convertible con ser humano. Si es animal político ergo es ser humano; si es ser humano, ergo es animal político. No obstante, el carácter político es posterior secundum naturam a la racionalidad.

El carácter político es consecuencia de su racionalidad, aunque nosotros conozcamos el tò tí ên eînai del ser humano a partir de su actividad política. Inferir la racionalidad de Pericles a partir de sus discursos en el ágora es un procedimiento tò hóti: del proprium al tò tí ên eînai. La esencia es anterior se-cundum naturam al proprium de manera análoga a como el todo es anterior a las partes.

La jerarquía lógica y ontológica de los cuatro predicables es nítida en los libros, pero no en la práctica científica. A la hora de la verdad, son dos las preguntas importantes: (1) cómo distinguir en la práctica el proprium del tò tí ên eînai; (2) cómo establecer los cuatro predicables.

Aristóteles desarrolla en Tópicos una parafernalia para establecer defini-ciones y jerarquizar propiedades según la precedencia de la causa formal. Fre-cuentemente, los tópoi exploran esquemas para determinar si una propiedad P es un propio, un accidente o una diferencia específica.

Tales reglas y esquemas no excluyen el recurso de la epagogé. Tópicos de-ja un espacio para la inducción como método alterno para garantizar la correc-ta construcción de los argumentos sobre los problemas y proposiciones. Preci-samente al inicio Tópicos I, 4, capítulo ya mencionado (103bss), el Estagirita advierte que es posible determinar los cuatro predicables utilizando la induc-ción. La epagogé también es un instrumento dialéctico24. Esta observación no es tangencial. El acto de definir siempre presenta una fisura de corte no-discursivo. La presencia del noûs es constante. En la epistemología aristotéli-ca no todo es argumentable y analizable; tarde o temprano se recurre a la in-tuición.

23 Top. I, 8, 103b 9ss. 24 Cfr. Top. I, 12, 105a 10ss.

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b) La definición en ‘Analíticos Posteriores’

Aristóteles titubea en Analíticos posteriores a la hora de comprometerse con una metodología de la definición. A veces parece inclinarse ambiguamen-te por la división. Finalmente, Analíticos se inclina por la demostración como una manera de corroborar a la definición. La diferencia fundamental entre la demostración y la definición es sintáctica, ambas expresan el tò tí ên eînai.

Consecuentemente, el verdadero nudo gordiano de Analíticos es la meto-dología para dar con el término medio. Para demostrar es necesario distinguir lo esencial de lo accidental, pues el término medio no es una propiedad en común, katà pantós de todas las instancias. El término medio es una propie-dad universal, kath’autó, de todas las instancias25. Pensemos en un ejemplo sencillo. En la época de Aristóteles, ningún griego hubiese imaginado un mamífero ovíparo. Los sabios y los hombres comunes pensaban que la pro-piedad vivíparo pertenecía kath’autó a los mamíferos. Hasta que siglos des-pués se descubrió el ornitorrinco de Oceanía. ¿Cómo podemos saber si un término medio t es realmente una propiedad esencial?

Por eso resulta atrayente el método de división como vía para allegarse a la definición del tò tí ên eînai. Definir es clasificar. Cuando definimos un objeto lo situamos dentro de un género más amplio agregando una diferencia especí-fica. Definir es separar dentro de un conjunto A un subconjunto B con base en propiedades necesarias. “De los [predicados] que se dan siempre en cada co-sa, algunos se extienden a más de una, pero sin salirse del género. Digo que se dan en más de una cosa cuantos [predicados] se dan universalmente en una cosa singular sin por ello dejar de darse en otra”26.

Por ejemplo, la cualidad “ovíparo” es un proprium de todas las aves. Sin embargo, también son ovíparos la serpiente de cascabel, el esturión y el orni-torrinco. Este modo de reproducción no es exclusivo de las aves; es un pro-prium compartido por muchas especies del género animal.

Sin embargo, Aristóteles es consciente de la “trampa” de la división. Los géneros no existen separadamente de los objetos singulares. Por tanto, sólo podemos conocer el género ovíparo instanciado en los animales singulares: esta serpiente, este cisne. Y como no podemos conocer tan siquiera todas las especies de un género g, resulta que nos topamos con una dificultad similar al de la búsqueda del término medio. En otras palabras, estamos frente al pro-blema de la inducción.

25 Cfr. Michael V. WIDIN, Aristotle’s Theory of Substance, Oxford University Press, Oxford-Nueva York, 247. Vid. también J- L. ACKRILL, “Aristotle’s Theory of definition: Some Questions on Posterior Analytics II. 8-10”, Essays on Plato and Aristotle, Oxford University Press, 1997, 110ss. 26 Analíticos posteriores, II, 13, 96a 24ss. La traducción de Hugh Tredennick (Harvard University Press, Cambridge, Mass- Londres, 1989) de este párrafo me parece especialmente lograda aunque sigo, como es habitual, a Candel Sanmartín, Tratados de lógica II. Gredos, Madrid, 1988.

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Escribe Aristóteles: “En efecto, hay que admitir que el género es de un tipo tal que se da potencialmente en más de una cosa. Así, pues, si no se da en ninguna otra cosa más que en las tríadas concretas, eso será el ser para la tría-da (puesto que hay que admitir también esto, a saber, que la ousía de cada co-sa en concreto es esa clase de predicación última aplicada a los individuos); por consiguiente, también en cualquiera otra de las cosas que se demuestran así, será de manera semejante el ser para ella. Cuando uno trata de algo global (hólon), conviene dividir el género en las primeras cosas indivisibles (tà áto-ma) en especie (tô eídei)”27.

Se percibe cierto contraste metodológico entre Tópicos y Analíticos. La dialéctica apunta hacia la argumentación y enfatiza la convertibilidad de los predicados para corroborar si una propiedad es proprium o un accidente. La preocupación por la via inventionis, sobresale en Tópicos.

En cambio, Analíticos se enfoca hacia la obtención del término medio para la demostración científica. La silogística de Analíticos primeros permite la exposición ordenada de las conclusiones. El silogismo apodíctico es represen-table por diagramas de Venn. La definición también admite una representa-ción semejante.

Aunque este ideal axiomático es encomiable, trae consigo el problema se-ñalado: la obtención del término medio. El propósito de Analíticos es articular una teoría de la demostración como columna vertebral de la ciencia. A su vez el nervio del silogismo es el término medio, garantía de la conclusión. El cien-tífico debe encontrar un término medio que se predique dentro del tò tí ên eî-nai.

Por ejemplo: Todo corpóreo es corruptible. Todo animal es corpóreo. Ergo, todo animal es corruptible. El quid de la demostración es la necesidad del nexo corporeidad, corrupti-

bilidad y animalidad-corruptibilidad. Si este nexo no es necesario, la conclu-sión está en entredicho, no tenemos una conclusión científica. Es el caso del atributo vivíparo predicado a todos los mamíferos, ¿será que sólo podemos predicar esencialmente de los mamíferos atributos relacionados con la leche materna? Según este esquema, todos los mamíferos nacen sin dientes para no dañar a la madre. ¿Estamos seguros de que no existe una especie de mamífe-ros dentados desde el nacimiento?

Para decirlo rápido y pronto, la definición es principio de la demostración, pero la demostración también es principio de la definición. ¿Sin poseer la de-finición de un objeto, podríamos distinguir las propiedades accidentales de los esenciales?

27 An. Post. II, 13 96b 8ss. De nueva cuenta prefiero ousía a la palabra castellana “entidad” utilizada por Candel.

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Como ya he señalado, si desconocemos el estatuto modal de las premisas, no podremos inferir conclusiones científicas.

Que la demostración sea principio de la definición es otro asunto28. Una manera de explicar el punto anterior es remitir a los límites de la diaí-

resis. Cuán atractivo resulta descender por el árbol de “Porfirio” hasta llegar al indivisible. El método consiste en introducir opuestos: vivo y no-vivo, ani-mal y no-animal. El corazón de la diaíresis es la pertinencia de tales distincio-nes. No vaya a pasarnos como aquella historia de Borges, donde se cataloga a los animales de la manera más arbitraria: animales del emperador, animales fantásticos, etcétera.

La “objeción” de Borges es relativamente fácil de contestar. El criterio de la diaíresis debe ser la oposición de contradictorios (animal y no-animal) o, cuando menos, la oposición de contrariedad (animal y vegetal). Incorporando estos tipos de oposición como criterios de clasificación se supera la arbitrarie-dad, al menos así sucede prima facie.

La división según oposiciones permite clasificar objetos de una manera ra-zonable. Este criterio de clasificación es fijo y no arbitrario, pero no hemos avanzado un ápice en la búsqueda de la esencia. El meollo de la definición es la metodología para reconocer las diferencias esenciales, las propias y las ac-cidentales. Recordemos a Diógenes el Cínico burlándose de la “definición” de hombre como bípedo implume. El ser humano es por naturaleza bípedo e im-plume, pero la esencia del ser humano no está expresada en estas propiedades.

Las maneras para determinar si una propiedad es esencial en un sujeto S es acudir a la demostración o la epagogé. La definición explicativa es resultado de una demostración. “El hombre es animal racional, porque...”. La definición implica la aitía. Definir no es la mera constatación del hecho de la presencia de una propiedad P en una especie E.

La definición científica de triángulo es explicativa. Triángulo “es un polí-gono de tres lados y los tres lados no son independientes, tales que cada lado es menor que la suma de los otros dos y la suma de los tres ángulos es igual a tres rectos”. Esta definición es pertinente porque es la explicación de la causa formal del triángulo. Todo triángulo posible cumple con esta definición. No es la mera acumulación de propria, es la exposición ordenada de la forma esencial de este polígono. El geómetra puede explicar la definición de triángu-los con razonamientos y demostrar sus atributos propios. Euclides puede de-mostrar que los ángulos interiores de un triángulo nunca sumarán 360º.

Este es el encanto de las matemáticas. La definición de triángulo es el re-sultado de una cadena de razonamientos. Si entendemos científicamente la

28 Este problema cruza el magnífico libro de W. A. de PATER, Les Topiques d’Aristote et la dialecti-que platonicienne. La méthodologie de la définition, Editions St. Paul, Friburgo (Suiza), 1965. Un poco confuso, pero audaz, es el capítulo VIII sobre la esencia de la definición (la definición como esquema y como hipótesis ontológica) del libro de Gilles Gaston GRANGER, La théorie aristotélicienne de la scien-ce, Aubier Montaigne, París, 1976.

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definición de triángulo o si entendemos la ecuación de círculo, caemos en la cuenta de que necesariamente sus ángulos interiores deben sumar siempre ciento ochenta grados. ¿Podemos hacer algo así con los ornitorrincos y los cisnes negros? ¿Qué tipo de objetos pueden ser definidos? ¿Solamente los ob-jetos matemáticos y metafísicos?

Aristóteles utiliza habitualmente los ejemplos matemáticos para ejemplifi-car la ciencia. Pues las demostraciones y definiciones matemáticas cumplen cabalmente con las condiciones requeridas en Analíticos. La típica demostra-ción matemática argumenta los propria a partir de la esencia (causa formal). La definición matemática explica la inhesión de los atributos en la especie. El matemático puede demostrar que si se supone otra causa formal, entonces los atributos cambian.

En algunos casos no matemáticos es posible determinar con relativa certi-dumbre si una propiedad P es propium de un sujeto S. En Tópicos se sugieren algunas pistas para discernir la modalidad de los atributos. Sin embargo, en la práctica estas reglas son poco aplicables.

Las reglas de Tópicos no son excesivamente fértiles en la ciencia física. Por ejemplo, incluir en la definición de ser humano “poseer dos riñones”, es incorrecto pues deja fuera a un número relevante de instancias del homo sa-piens.

Pocos casos son así de simples. ¿Es propio del cisne ser blanco? Australia aportó a la lógica y a la zoología los cisnes negros. ¿Es propio de los mamífe-ros ser vivíparos y carecer de pico? Australia aportó el ornitorrinco, mamífero con pico y que pone huevos. Los contraejemplos australianos muestran cuán poco fiable es un método que no está basado en las demostraciones tò dióti. Parece que más allá de las matemáticas y de las esferas celestes, Aristóteles no cuenta sino con la necesidad hipotética.

¿Qué validez tienen las definiciones no-matemáticas? ¿Podemos definir basándolas únicamente en experiencia sensible?

Definición y demostración constituyen una clase de círculo vicioso en la teoría aristotélica de la ciencia. (1) Para razonar científicamente hacen falta demostraciones; (2) las demostraciones requieren del término medio; (3) la posesión del término medio necesita de la definición; (4) la definición supone que podemos discernir la esencia del proprium y los propios de los acciden-tes; (5) para discernir no basta la diaíresis; (6) para establecer correctamente la diferencia hace falta la demostración.

Las matemáticas no sufren este círculo, pues sus objetos son relativamente artificiales. El problema del matemático no es “encontrar” o “hallar” la defini-ción de un objeto natural, sino de un objeto imaginario. La definición de triángulo se construye sobre la definición de punto, de línea y de plano, que son definiciones generadas por el lógos. El valor supremo de las matemáticas es la consistencia, no la conformidad con el mundo físico. De esta suerte, las matemáticas son un conocimiento cuya claridad es privilegiada, en contraste

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con la ciencia sobre las plantas y los animales, saberes donde las afirmaciones no pueden ser taxativas. En la geometría no existen triángulos cuyos ángulos internos suman un recto. En la ciencia natural sí existen animales con dos ca-bezas, son monstruos, irregularidades, excepciones.

Aventuro dos hipótesis, la claridad de las definiciones matemáticas está en función de que:

(1) el lógos se reconoce en ellas; la interferencia del mundo sensible es mínima29;

(2) en las matemáticas demostración y definición interactúan continua-mente.

Aún así, Aristóteles no encuentra una solución tajante para el círculo vicio-so del término medio en las ciencias no-matemáticas. Su estrategia es llegar a la definición desde la demostración y desde la observación empírica. La dife-rencia entre las matemáticas y las otras ciencias radica en que los objetos ma-temáticos son ideales y el círculo vicioso es, en consecuencia, más fácil de romper. El matemático postula un objeto T y corrobora a través de las demos-traciones si T es posible.

No es este el caso de las ciencias sobre los seres naturales. Desentrañar las propiedades necesarias del mundo natural es mucho más complejo que explo-rar los objetos matemáticos.

Los estudios taxonómicos de Aristóteles no son casuales. El Estagirita es un metafísico, pero también es un botánico y un zoólogo. Desarrollar una teo-ría general de la vida exige coleccionar y diseccionar seres vivos. Conociendo a los seres vivos se pueden obtener definiciones más precisas que si se em-prende esta tarea unilateralmente.

c) La definición en ‘Sobre las partes de los animales’

De partibus animalium I, 1, 639a 1ss es un pasaje muy importante sobre la definición30. El capítulo dilucida el método que ha de adoptar el científico de la naturaleza. Aristóteles parece aludir a la doctrina de Analíticos, pues su preocupación por establecer y distinguir las causas es patente (639b 11 ss) a lo largo y ancho del pasaje.

Aristóteles titubea continuamente en este capítulo 1. Es consciente de que está dando los primeros pasos en una ciencia joven. Su actitud es muy distinta de la que asume en otras disciplinas, como la retórica. En Retórica I, el autor

29 Evidentemente mi sugerencia es de cuño kantiano. Aristóteles no la hubiese expresado con estas pa-labras. 30 Un artículo interesante es el de Frank A. LEWIS, “Aristotle on the Relation between a Thing and its Matter”, en T. SCALTSAS, D. CHARLES y M. L. GILL, Unity, Identity, and Explanation in Aristotle’s Metaphysics, Clarendon Press, Oxford, 2001, 247ss.

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camina con paso firme y seguro, pues la retórica ya gozaba de una tradición larga en vida de Aristóteles, no así la “biología”, donde los antecedentes cien-tíficos son precarios.

Cuatro son los puntos que me interesa resaltar en De Partibus I, 1: (1) La apaideusía y el pepaideúmenos como condiciones previas para la corrección del método y, por tanto, para la definición clara. (2) El debate sobre si comen-zar definiendo las especies o los géneros. (3) La cuestión de si iniciar estu-diando los fenómenos (phainómenos) y después las causas, o viceversa. (4) El tema de la necesidad de los seres en el mundo natural.

� ) Apaideusía, pepaideuménos y asápheia

La claridad y la obscuridad son dos cualidades contextuales, i.e. la misma expresión x puede ser clara en poesía y obscura en matemáticas. El pepai-deúmenos sabe elegir el método pertinente en cada sector del saber, y no exi-girá en este tratado –De partibus animalium– un rigor y una claridad excesi-va, como la de la geometría pura.

� ) Género o especie

Aristóteles se pregunta si el tratado en cuestión debe abocarse al estudio de cada especie (hombre, león, toro) o más bien debe comenzar con los géneros (v. gr. ave, cuadrúpedo, pez). Si comenzamos analizando las partes de cada especie, el estudio será reiterativo, pues muchas especies tienen partes simila-res, por ejemplo, águilas, halcones y golondrinas tienen alas. Resultaría abru-mador dedicar un inciso a las alas de los gorriones, a las alas de las gaviotas, y así hasta agotar todas las especies del género ave.

El riesgo de comenzar por los géneros es que no advirtamos las particula-ridades de algunas partes, v. gr. por estudiar las alas en general, corremos el riesgo de soslayar las diferencias entre las alas de las aves de corral y las rapa-ces.

Aristóteles opta por un método intermedio con clara preponderancia de la descripción de las partes de cada especie.

En el pasaje 644a 24ss la propuesta es estudiar las partes propias de los gé-neros (v. gr., las aletas de los peces, las alas de las aves), pero poniendo espe-cial atención en los atributos de algunas especies peculiares, como es el caso del humano.

Previamente Aristóteles había cerrado el paso a la diaíresis como método para llegar a las últimas especies partiendo del género31. El método de la

31 Cfr. De Part. I, 2, 642b 5ss

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diaíresis es insuficiente e imposible para el estudio de los animales. Resulta insuficiente porque las especies últimas se distinguirían entre sí sólo por una differentia, pues el esquema de diaíresis es dicotómico. Para Aristóteles las especies últimas son distintas entre sí por un cúmulo de diferencias, no por una sola32. Esta observación es genial y es consecuencia de la sagacidad dialéctica del Estagirita y, tal vez, de su familiaridad con el mundo natural.

Desde el punto de vista de la dialéctica es imposible que las especies animales se distingan exclusivamente por una última diferencia. La razón que aduce Aristóteles es: la diaíresis termina por romper la unidad natural de algunos géneros. Recuérdese que la debilidad del criterio para dividir los géneros es que tal criterio es más o menos convencional. Por ejemplo, es lógicamente correcto dividir el género animal en “animales acuáticos” y “animales no acuáticos”. En este caso, las gaviotas quedarían incluidas en la especie de “animales acuáticos” mientras que los halcones quedarían en los “no acuáticos”, a pesar de que ambas especies pertenecen indudablemente a un mismo género.

� ) Hechos o causas

La tercera cuestión puede anunciarse así: ¿Debemos primero describir los fenómenos naturales como si fuesen órbitas celestes, es decir, debemos asen-tar el hecho, o debemos primero indagar las causas de los seres naturales?

Su discusión sobre la posibilidad de utilizar en las ciencias naturales un método análogo al que el matemático utiliza en la astronomía, es particular-mente interesante33.

En Analíticos Aristóteles está embelesado con las definiciones matemáti-cas. ¿Quién no añora la claridad de las definiciones de Euclides? Al toparse con los objetos naturales, con ostras y calamares, brinca un aspecto práctica-mente ausente en las matemáticas: la finalidad. En los razonamientos mate-máticos la explicación por finalidad no existe. El “para qué” no se presenta. No hay propósito ni inclinaciones en los círculos y triángulos. En cambio, el mundo natural está por agentes que actúan por una finalidad. Desde el fuego, cuyo lugar natural está “arriba”, hasta las abejas, todos los seres naturales se mueven por el principio de finalidad34. El estudio de las partes de los animales

32 Cfr. De Part. I, 3, 643b 9ss. 33 Cfr. De Part. I, 1, 639b 4ss. 34 “A diferencia de la mayoría de las posturas contemporáneas, que reducen la finalidad a la intención del agente, el pensamiento clásico entendió el fin como la meta de una inclinación natural. Phýsis y práxis –según ha puesto de relieve Spaemann– constituyen un par de conceptos cuyas relaciones no son sólo de contraposición. La phýsis de los seres vivos se realiza teleológicamente en sus práxis características, que lo son precisamente por desarrollarse según la naturaleza. La phýsis de los seres vivos se despliega en práxis, la cual siempre ha de “guardar el recuerdo” de la phýsis. En cambio, si estos dos conceptos se sacan del

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es el estudio de sus funciones. No basta con describir la anatomía de las ale-tas, hay que explicar para qué sirven.

La finalidad es un objeto, una de las explicaciones, de los seres vivos. Se puede definir en virtud de la finalidad. Los artefactos, un martillo, un serrucho se definen por sus télos. Las partes de los animales se definen por su disposi-ción, pero también por su función. Descripción y analogía son necesarias en este tratado.

Tour de force de Aristóteles será ligar la ousía al télos. La estructura de la phýsis es tal que su forma genera un tipo de comportamiento. Lo repite el vie-jo adagio escolástico: operari sequitur esse, et modus operandi sequitur mo-dus essendi. La doctrina va más allá: el fin del viviente es su propio vivir. Tan sibilina afirmación del De anima viene a significar que las operaciones de los miembros de una especie, digamos el salmón, tienden a la conservación de la especie. El salmón vive y se nutre para reproducirse y conservar el eîdos del salmón en el universo35. La especie “salmón” será eterna mientras existan salmones sobre la tierra (mejor dicho, debajo del agua). La estructura, las cos-tumbres, las operaciones del salmón singular están ordenadas a perpetuar el eîdos salmón36.

La relación entre explicación final, definición, partes y operaciones es el meollo del De anima. De partibus animalium supone que al estudiar las par-tes de los animales estamos estudiando la finalidad. Aristóteles considera que su definición de alma es más competitiva que las de sus antecesores, porque es explicativa. La definición aristotélica de alma explica la relación entre par-tes y operaciones acudiendo a la finalidad. Aristóteles define el alma de una manera funcional; no proporciona una mera definición material, ni una defini-ción puramente formal. Empédocles, según Aristóteles, había explicado la na-turaleza del alma reduciéndola a sus elementos indivisibles. Desde un punto de vista material, se puede, en efecto, definir el alma vegetativa como un compuesto de tierra, fuego, aire y agua. Sin embargo, esta definición no ex-plica el comportamiento del girasol o del acanto; explica de qué están hechas

contexto de su mutua relación, se hacen dialécticos (hegelianos) en sí mismos: significan a la vez una cosa y su contraria”. Alejandro LLANO: Sueño y vigilia de la razón, EUNSA, Pamplona, 2001, 77. 35 La naturaleza no hace nada en vano. Cfr. Phys. VIII, 1, 252ª 11ss; De An. III, 9, 432b 22ss; 12, 434ª 31ss; De Coel. I, 4, 271a 33; Pol. I, 2, 1253a 9ss; Gen. Anim. II, 6, 774a 36ss; V, 8, 788b 20ss. 36 El caso del ser humano es más interesante. El ser humano tiene la inclinación natural, télos, a ser fe-liz. El comportamiento humano, sus operaciones, la pólis y la philía se explican como medios para que el ser humano, al menos algunos, alcancen la felicidad. De esta suerte, sólo podemos conocer al ser humano, sólo tendremos una definición plena de él, si acudimos a la explicación final. En el caso del ser humano la finalidad trasciende el bien de la especie. La felicidad es individual, no se identifica con la permanencia temporal de la especie. Por ello, nos resulta tan chocante que Aristóteles considere a los esclavos como meros instrumentos para que algunos naturalmente privilegiados –los señores– lleguen a ser felices. En la “historia” de los salmones lo relevante es que un número mínimo llegue a desovar río arriba, superando cascadas, osos y pescadores. En la historia de los seres humanos, lo relevante no es asegurar la perpetua-ción de la especie, pues cada ser humano quiere ser feliz.

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las flores, no explica porqué el girasol sigue al sol o porqué el acanto sólo da una flor al año37.

En De Partibus I, 1 (640a 20) arremete nuevamente contra Empédocles por sostener que algunas características de los animales se deben a accidentes fortuitos (B97). Esto es impensable para Aristóteles: las partes de los animales tienen télos. También rechaza en De Anima el pitagorismo, pues afirmar que el alma es armonía no explica el funcionamiento del alma vegetativa. Una de-finición que soslaya las operaciones vitales de las plantas y los animales es in-suficiente. El pitagorismo –el alma es armonía– no da cuenta del principio de finalidad y no explica la vida. No basta con asentar el hecho; la definición de-be explicar el télos de la vida.

� ) Necesidad condicional

Aristóteles se cuida bien pronto de aclarar que la necesidad de las conclu-siones de esta ciencia natural es condicional y no absoluta38. Esta restricción sólo está modestamente apuntada en Analíticos posteriores, donde el modelo científico es el matemático.

En resumen, en Sobre las partes de los animales I, 5, Aristóteles opta por un método que describe los atributos de la especie, distinguiendo las propie-dades esenciales de las accidentales39. En este proceso de discernimiento in-terviene el establecimiento de causas. Es menester explicar porqué un especie tiene un determinado atributo.

Sin embargo, lo más llamativo del método del De partibus es la búsqueda de similitudes analógicas. Aristóteles no se conforma con establecer similitu-des en virtud del género. El atributo necesario P1 de la especie E1 es similar al atributo necesario P2 de la especie E2, porque E1 y E2 pertenecen al mismo género G. Las alas de las golondrinas son similares a las alas de los pelícanos, pues necesariamente todas las aves tienen alas. Esta es una similitud formal o en virtud del género.

Una similitud analógica es, en cambio, la que se da entre las alas de las aves y las aletas de los peces. Aletas y alas tienen la misma función locomoto-ra, cumplen una finalidad análoga. Pero las alas están hechas para volar y las aletas para nadar.

37 Considero, por cierto, que Aristóteles es injusto al criticar tan acremente a Empédocles. Para comen-zar, porque sólo considera los cuatro elementos, haciendo caso omiso de las fuerzas “amor” y “odio”. Además, Aristóteles debe mucho a estos cuatro elementos que, también en el aristotelismo, están dotados de una especie de ímpetu natural. Cada elemento “busca su lugar”. Explicación material, formal y final es-tán incluidas en la noción de elemento. De Coel. IV, 3, 310b 24ss: “Algunas cosas, como lo pesado y lo li-gero, parecen tener en sí mismas el principio del cambio”. 38 Cfr. De Part. I, 1, 639b 21ss. 39 Cfr. De Part. I, 5, 645b 1ss.

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El estudio de la naturaleza requiere de la analogía. ¿Puede reducirse la ex-plicación analógica a una de las cuatro causas? En la medida en que la expli-cación por analogía está basada en una relación isomórfica podemos vincular-la a la causa formal. En la medida en que está basada en la comparación fun-cional, la analogía se vincula a la causa final.

El uso de la analogía abre el paso para un tipo de definición “delicuescen-te”. Si hasta ahora he insistido en que la definición unifica, De partibus ani-malium pone en primer plano la unidad por analogía. Comparar y hallar ana-logías es una manera de unificar. Las definiciones funcionales remiten al té-los, como común denominador de los objetos definidos.

De la unidad según la analogía se habla en Metafísica40. Más adelante me preguntaré si la definición analógica es metafórica. La pregunta no es ociosa, pues si toda definición basada en analogía es una metáfora, estaremos acer-cándonos peligrosamente a la asápheia. Las metáforas y quizá las analogías, fácilmente devienen obscuridad.

d) La definición en ‘Metafísica’ VII

En Metáfisica VII se trabaja con dos problemas cuando menos. Ambos se refieren a las partes de la definición. Sin embargo, no se trata del mismo pro-blema por más que se encuentren relacionados. En cualquier caso, en Metafí-sica VII predomina la preocupación ontológica por la definición, y no por el método para llegar a ellas.

� ) La aporía de lo cóncavo y convexo

El primer problema está expresado en el capítulo 10. Su punto de partida es una analogía. Las partes de la definición son al enunciado, como las partes del definiendum al definiendum: “Puesto que la definición es un enunciado (lógos), y todo enunciado tiene partes, y en la misma relación del enunciado con su objeto está también la parte del enunciado con la parte del objeto, sur-ge aquí la duda de si el enunciado de las partes debe estar contenido en el enunciado del todo, o no. Pues en algunos casos parece estarlo, y en otros no. En efecto, el enunciado del círculo no contiene el de los segmentos, pero el de la sílaba contiene el de sus elementos. Sin embargo, también el círculo se di-vide en los segmentos, como la sílaba en los elementos”41.

40 Met. V, 6, 1015b 15ss, especialmente 1016a 35ss. 41 Met. VII, 10, 1034b 20ss.

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Aún cuando este problema sea eminentemente epistemológico, pues se tra-ta de discernir qué partes P1, P2... Pn deben incluirse en la definición de un ob-jeto T, la solución es ontológica.

Los ejemplo utilizados hasta ahora han sido la sílaba y el círculo. Aristóte-les utiliza, además, el caso de las propiedades cóncavo y chato. Definir qué significa cóncavo no exige referencia alguna a un material concreto (bronce, madera). No obstante, la propiedad concavidad sólo se puede predicar de ob-jetos espaciales y, por ende, hay materia de por medio. En cambio, la propie-dad “chato” sí implica la carne de la nariz. No podemos decir que un cuchillo es chato. “Por ejemplo, de la concavidad no es parte la carne (pues esta es la materia en la que se produce), pero es parte de la chatez; y de la estatua en conjunto es parte el bronce, pero no la estatua enunciada como especie (pues se debe enunciar la especie y en cuanto que cada cosa tiene especie, pero lo material nunca debe ser enunciado en cuanto tal)”42.

La solución dista de ser sencilla, pero me parece que buena parte del enre-do está provocado por la ambivalencia (analogía, si se prefiere) del término hýle.

La materia en cuanto sujeto puro no se incluye en la definición, pues todo objeto pensable (excepción de Dios) tiene materia. Las esferas celestes están hechas de cierta materia incorruptible y los objetos matemáticos requieren de materia inteligible (hýle noeté)43. De esta suerte, la materia es una especie de condición trascendental de nuestro pensamiento. Lo que pensamos lo pensa-mos con cierta subsistencia.

Tampoco la materia primera está incluida en la definición, pues la materia primera carece de determinaciones formales. Ni cantidad, ni cualidad, ni cate-goría alguna. Es un principio explicativo del cambio.

La “materia naturalmente cualificada”, como mármol, bronce, carne, la “materia intelectualmente cualificada”, como el segmento de línea AB, o la sílaba KA son las que presentan el problema. Pero si somos consistentes con la definición de materia como principio desde el cual se genera, caemos en la cuenta de que este tercer sentido de materia denota en realidad formalidades. Ni el mármol ni la línea AB son simpliciter materia; son materia determinada por una forma. En el caso del mármol, la forma del mármol; en el caso del segmento la distancia AB. Por tanto, podemos desarticular la aporía en los si-guientes términos: ¿qué propiedades o atributos se incluyen y cuáles no? (Así he pretendido hacerlo en el epígrafe 5). “Por esta razón algunas cosas se com-ponen de los mismos principios en los que se resuelven, pero otras no. Todas aquellas que se componen de especie y materia, como la chatez y el círculo de bronce, se resuelven en estos principios y es parte de ellas la materia. Pero las

42 Met. VII, 10, 10, 1035a 4ss. 43 Met. VII, 10, 1036a 10: “La materia, una es sensible y otra inteligible; sensible, por ejemplo, el bron-ce, la madera y toda materia movible; inteligible, la que está presente en las cosas sensibles, pero no en cuanto sensibles, por ejemplo, las cosas matemáticas”.

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que no incluyen en su composición la materia, sino que son inmateriales y su enunciado sólo abarca la especie, no se resuelven en partes, o en absoluto o, al menos, no de esta manera”44.

La definición de los objetos inmateriales, esto es, objetos cuya única mate-ria es inteligible no incluyen las partes materiales. Verdad de Pero Grullo. Ni los objetos metafísicos (lo mismo Dios, que el ente qua ente) ni los objetos matemáticos (la esfera, la línea) se definen por sus partes materiales.

¿Qué sucede con las partes de los otros objetos? Si son necesarias para la substancia, entonces sí entran en la definición. “Pero partes del enunciado son sólo las de la especie, y el enunciado es del universal”. Universal debe ser aquí entendido en el sentido fuerte de Analíticos posteriores. Sólo entran en la definición aquellos atributos que se predican katà pantós y kath’autó del de-fieniendum. El problema es cómo discernir tales atributos universales de los que no lo son. Y esta tarea no fue cabalmente cumplida ni en Analíticos ni en Metafísica.

� ) Unidad, género y diferencia

El segundo problema no debe confundirse con el primero. Aristóteles aborda este segundo tema con una ingeniosa aporía del mejor estilo dialécti-co: “Hablemos ahora en primer lugar acerca de la definición, en la medida que no lo hicimos en los Analíticos, pues la cuestión planteada allí es útil para el estudio de la substancia. Me refiero a la cuestión siguiente. ¿por qué es uno aquello cuyo enunciado (lógos) afirmamos que es una definición, por ejem-plo, en el caso del hombre, ‘animal bípedo’? (supongamos, en efecto, que éste es su enunciado). ¿Por qué, pues esto es uno y no varios: animal bípedo? Pues en el caso de ‘hombre’ y ‘blanco’, son varios cuando lo uno no está en lo otro, pero uno cuando sí está, y el sujeto, es decir el hombre, es afectado por algo (pues entonces se hace uno y es un ‘hombre blanco’). Pero allí lo uno no par-ticipaba de lo otro; pues el género no parece participar de las diferencias (si lo hiciera, participaría al mismo tiempo de los contrarios, ya que las diferencias por las que se diferencia el género son contrarias). E incluso si participa da lo mismo, en el supuesto de que las diferencias sean varias, por ejemplo, ‘con pies, bípedo, áptero’. Pues, ¿por qué estas cosas son una sola y no varias? No será porque están en un género, pues así de todas las cosas resultaría una sola. Pero es preciso que constituyan una unidad todas las cosas incluidas en la de-finición; la definición, en efecto, es un enunciado único y de una substancia, por lo cual tiene que ser enunciado de algo único”45.

44 Met. VII, 10, 1035a 24ss. 45 Met. VII, 12, 1037b 9ss.

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Aristóteles pone el dedo en la llaga. ¿De dónde procede la unidad de la de-finición? El Estagirita parece modificar ligeramente su posición sobre el géne-ro tal y como fue enunciada en Tópicos. En esta obra, el género no da pie a la diferencia específica; el género no mantiene una relación causal con la dife-rencia específica. La redacción de Tópicos sugiere que la diferencia es añadi-da desde el exterior. En Tópicos, el tema de la definición se enfoca teniendo en mente la experiencia platónica de la diaíresis. La especie se obtiene cir-cunscribiendo el género con una propiedad excluyente, por ejemplo, añadien-do implume al género bípedo. Al fin y al cabo, Tópicos es un tratado de lógica y no de ontología.

Tampoco Analíticos toca frontalmente el tema de la unidad substancial. Aristóteles construye en Analíticos posteriores la definición como un conjun-to ordenado de atributos, orden que es explicado, eso sí, causalmente. Las propiedades de las figuras geométricas son explicadas y definidas recurriendo preponderantemente a la causa formal. Sin embargo, el problema de la rela-ción entre las propiedades del definiendum y su esencia, no es la preocupación central en Analíticos.

¿Por qué resultan complicadas estas relaciones? En su momento, Platón advirtió la complejidad e intentó dar cuenta de ella. Aristóteles expresa la difi-cultad más o menos en estos términos: ¿Cómo es posible que el género agru-pe a los contrarios?

El género “color” incluye tanto al color negro como al blanco. La inclusión de ambos contrarios en un mismo conjunto se resuelve prima facie fácilmen-te. Blanco y negro están agrupados por un común denominador: la cualidad colora. Cuando hablamos del género “color”, el entendimiento prescinde de la contrariedad y se fija en las características comunes.

Sucede igual con otros géneros, por ejemplo con el género “animal” y la especie “ser humano”. Que el género se predique de los opuestos “hombre” y “caballo” tampoco parece problemático, pues ambas especies están conteni-das en el género animal dado que poseen algunas propiedades en común.

A continuación intentaré mostrar las insuficiencias de la explicación: (1) Las diferencias específicas se excluyen entre sí. Bípedo y cuadrúpedo

no se pueden predicar simultáneamente del mismo sujeto S. (2) El género agrupa especies opuestas en virtud de un común denomina-

dor. Bípedo y cuadrúpedo son agrupados en virtud del común denominador “animal”.

(3) Por tanto, el género no puede contener en acto (explícitamente, si se prefiere) las diferencias.

(4) El género “contiene” potencialmente las especies opuestas de una ma-nera potencial, como lo indeterminado contiene lo indeterminado, como el tronco contiene en potencia la estatua de Hermes.

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(5) La adición de la diferencia D al género G determina la especie E. Así, la adición de la diferencia “racional” determina la especie humana H, definida como “animal racional”.

(6) La relación entre el género G y la diferencia D puede ser explicada ló-gica y ontológicamente.

(7) Dos objetos A y B se relacionan ontológicamente cuando la existencia de A modifica la existencia de B o viceversa. La luz solar se relaciona ontoló-gicamente con la temperatura de la tierra.

(8) Dos objetos A y B se relacionan lógicamente cuando la conjunción A y B, o cualquier otra operación mental, no implica modificaciones en la existen-cia extra mental de A ó B.

(9) Cuando afirmamos que el género G contiene a la especie E estamos es-tableciendo una relación lógica, no una relación ontológica.

(10) El verbo “contener”, y otras expresiones parecidas, son metáforas. Quien utiliza tales expresiones está obligado a precisar sus sentidos.

(11) Afirmar que G está indeterminado con respecto a E hace más sentido; significa que en el conjunto G hay subconjuntos E1, E2... En.

(12) También puede decirse que G y E no son dos objetos separados, sino dos aspectos de un mismo objeto considerados separadamente, como en un semicírculo se dice que existe lo cóncavo y lo convexo. El género animal sólo existe en los caballos, en los humanos, en los perros. El género animal carece de existencia separada de la materia concreta, i.e., de Bucéfalo y de Alejandro Magno.

(13) Considerar separadamente G y E no es una falsedad, siempre y cuan-do no se afirme la separación ontológica, sino tan solo la separación mental. Es un caso análogo a la geometría. Euclides no afirma la existencia fáctica del punto o del círculo.

(14) La noción de potencia ontológica no puede aplicarse en estricto senti-do a la indeterminación del género respecto de la especie. La potencia par ex-cellence implica generación y corrupción. Los objetos G y E son incorrupti-bles, pues carecen de materia.

(15) Las condiciones para pertenecer al conjunto G determinan la perte-nencia de una variedad de especies, E1, E2... En como subconjuntos de G.

(16) Es lógicamente posible formar un conjunto tal cuyos elementos sean del tipo P y no P. Por ejemplo, es posible pensar en el conjunto A cuyos ele-mentos son todos aquellos individuos que o bien son humanos o bien no son humanos (el caballo, el perro, el dragón).

(17) Si consideramos las relaciones entre G, E y D (diferencia) en términos de teoría de conjuntos no hay problema. ¿Por qué el ser humano es mortal? Porque el hombre pertenece al subconjunto de los animales, y los animales pertenecen al conjunto de los corruptibles. Quien observa un BARBARA en

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diagramas de Venn sabe que la intersección de los conjuntos de los humanos y de los inmortales es un conjunto vacío.

(18) Si nos atenemos a los diagramas de Venn, parecería que las especies E1 y E2 participan del conjunto G, así el caballo y el humano participan del género animal.

(19) Sin embargo, Aristóteles ha negado la validez del término “participa-ción”, pues no es explicativo, es una palabra vacía.

(20) Corrijo; “participar” sí puede explicar algo siempre y cuando “E par-ticipa de G” signifique E es subconjunto de conjunto G.

(21) Aristóteles diría que “E participa de G” es una explicación lógica, pe-ro no ontológica. G no modifica la existencia de E, por la sencilla razón de que G es una entidad mental. Las separaciones mentales no explican ni la efi-ciencia ni la corporeidad de un objeto real.

(22) Consecuentemente, la “participación” del género G no explica onto-lógicamente la unidad de la definición. El género G no causa las operaciones vitales de Bucéfalo.

(23) En otras palabras, las relaciones de los elementos de E con un género G no explican la unidad real de las partes de la definición. La unidad de la de-finición de E refleja la unidad de los elementos de E. Alejandro no es animal racional porque pertenezca al género animal. El género considerado como en-tidad separada no es causa de la animalidad de Alejandro.

(24) La definición debe dar cuenta real de la unidad de las partes del defi-niendum. La causa del ser del caballo no es el género animal. La explicación de la unidad del caballo debe estar en el caballo y en un agente real, no en una forma separada. Este es el quid de la objeción aristotélica contra las ideas pla-tónicas.

(25) Consecuentemente, las definiciones de la física y de la metafísica son más explicativas que las definiciones matemáticas. Física y metafísica definen sus objetos tal y como existen. En la definición de caballo se alude a su mate-ria; en la definición de un cuerpo celeste se alude a su materia incorruptible. Las matemáticas, en cambio, definen su objeto separándolo de las condicio-nes de su existencia: la esfera carece de materia sensible.

9. Los límites de la diaíresis: ¿es posible la definición?

Aristóteles pretende construir una ciencia de los objetos que existen sepa-rados de la materia. En la Metafísica se intenta demostrar la existencia de tales objetos y definir su naturaleza.

El Estagirita rechaza vigorosamente la tentación de recurrir a una metodo-logía de índole matemática para la ciencia primera. También repudia la diaí-

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resis de raigambre platónica, que es un método eminentemente analítico46. Si ya en los Analíticos posteriores Aristóteles había objetado la división como método para alcanzar la definición, en Metafísica retomará las dificultades pa-ra excluir decididamente la diaíresis de la metafísica. La diaíresis es un pro-ceso de separación carente de valor explicativo metafísico.

Alrededor de Metafísica VII, Aristóteles se aboca a desmontar los alcances de la definición por división. Detecto varios argumentos contra propuestas platonizantes de división y definición.

1. Siguiendo el método de la división, parece que la última diferencia es el núcleo de la substancia; pero siempre es posible encontrar una nueva diferen-cia, aunque sea accidental, luego, hay tantas definiciones como substancias primeras en el mundo. El mismo Aristóteles cuenta con los elementos meto-dológicos para desechar esta objeción: la distinción entre lo accidental y lo no-accidental. La última diferencia, la que conforma la substancia de una co-sa, no se establece arbitrariamente47. Sin embargo, una versión primitiva de diaíresis no permite discernir el valor de las diferencias. Prima facie es posi-ble una división ad infinitum48.

2. El segundo argumento es subsidiario del primero. ¿Cómo establecer la jerarquía en las diferencias de la definición obtenidas por división? “Pero en la substancia no hay orden; pues ¿cómo se ha de pensar lo uno como posterior y lo otro como anterior?”49 La substancia singular es la verdadera substancia y, por ser singular, es indefinible. ¿Cómo establecer con la “definición” de Odiseo, de Aquiles o de cada planeta un orden de las diferencias según un an-tes y un después? En énfasis de Aristóteles en el carácter indefinible de la substancia singular es cercano al nominalismo. ¿Qué valor tiene pensar los individuos en términos de géneros y de especies?

3. (1) La substancia no se predica de un sujeto, (2) pero el universal se dice siempre de un sujeto. (3) La definición tiene pretensiones de universalidad. (4) La diaíresis alcanza a una definición predicable. (5) Luego, entonces, la diaíresis no permite conocer la substancia50. Este tercer argumento arremete contra el platonismo, que sin duda está detrás de la diaíresis. El resultado de la división es una colección de atributos que se predican de un sujeto: animal, racional, bípedo, implume. No obstante, un platónico podría responder: la di-visión es una manera de llegar a ese individuo concreto, a esa substancia que

46 No obstante, habrá que tener en cuenta las observaciones del artículo de J. L. ACRILL llamado “In Defence of Platonic Division”, Essays on Plato and Aristotle, Oxford University Press, Nueva York, 2001, 93ss. 47 Met. VII, 12, 1038a 31ss. 48 En honor de la verdad, hay que decir que Platón conoce este criterio. En ocasiones, Sócrates refuta las divisiones sucesivas que dependen de los accidentes, utilizando otra división igualmente “válida”. 49 Met. VII, 12, 1038a 31ss. 50 Cfr. Met. VII, 13, 1038b 16ss.

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ya no es predicable. La división –las ramas descendentes– es el camino para llegar a la instancia.

4. Las substancias no pueden estar compuestas de substancias en acto, “pues las cosas que son así dos en entelequia nunca son una en entelequia”51. La diaíresis sugiere que bípedo-implume está compuesto por dos o más subs-tancias. La dificultad ya fue enunciada por el propio Platón. ¿Cómo explicar, por ejemplo, que humano participe simultáneamente de las entelequias animal y mortal? La objeción de Aristóteles es procedente en la medida en que la teo-ría de la participación es background de la diaíreis.

5. El quinto argumento cuestiona el concepto de universalidad entendido como generalidad. Lo universal es general y, por ende, indeterminado Lo ge-neral es contrario a hóros. “Pues si, de una parte, no es posible que ninguna substancia conste de universales porque significan una manera de ser pero no una cosa determinada, y de otra tampoco puede admitirse que ninguna subs-tancia esté compuesta de substancias en entelequia, toda substancia será sim-ple, de suerte que tampoco podrá haber enunciado de ninguna substancia”52.

6. El sexto argumento desmonta la posibilidad de definir la substancias sensibles singulares. La razón es obvia: la materia es principio de corrupción. “Por eso tampoco es posible definir ni demostrar las substancias sensibles singulares, porque tienen materia, cuya naturaleza es tal que pueden existir y no existir; por eso todas las que entre ellas son singulares, son corruptibles. Por consiguiente, si la demostración tiene por objeto las cosas necesarias, y si la definición es un procedimiento científico, y si, así como no es posible que la ciencia sea unas veces ciencia y otras ignorancia (sino en tal caso se tratará de una opinión), tampoco es posible que haya demostración ni definición de lo que puede ser de otro modo (sino que se tratará de una opinión), es eviden-te que no puede haber definición ni demostración de las cosas singulares sen-sibles”53. En realidad, esta objeción está respondida en De partibus anima-lium, donde la distinción entre necesidad absoluta y necesidad hipotética acla-ra el quehacer científico del biólogo. Este argumento se bate, en realidad, co-ntra todo tipo de conocimiento científico sobre las realidades materiales. No atañe exclusivamente a la diaíresis de cuño platónico.

En resumen la diaíresis no es un método adecuado para definir porque en un “árbol de Porfirio” las diferencias no están jerarquizadas con un método riguroso.

Además, “la forma es eîdos halôs o, lo que es lo mismo, es una especie simpliciter; la privación, en cambio, es tan sólo eîdos pos, es quodammodo una especie. La razón última de que la stéresis no sea un eîdos sin más estriba, como ya se dijo, en que la stéresis no es un ente. Por esto, el uso de la priva-

51 Met. VII, 13, 1039a 4ss. 52 Met. VII, 14, 1039a 14ss. 53 Met. VII, 15, 1039b 28ss.

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ción que hacen los dicotomistas al establecer sus divisiones es inadecuado, pues ‘no hay diferencia de la privación en cuanto tal, ya que es imposible que haya especies de lo que no es’. Las privaciones como implume y ápodo no sirven para establecer diferencias entre los animales, como sirven en cambio las formas correspondientes, que dividen a los animales dotados de plumas o de pies, según la índole o el número de estos”54.

10. La forma como unidad de la definición

Rechazada la diaíresis como método para definir los objetos reales, queda en el aire la pregunta por los mecanismos para obtener una buena definición. El corazón del problema de la definición es la pregunta por la unidad. Definir es unir; la definición integra la diversidad de partes.

La manera cómo Aristóteles plantea el asunto resulta un poco obsoleta. Los especialistas en lógica –salvo el caso de los historiadores– se sorprenden cuando se les pregunta, “qué hace que las partes de la definición sean una”. La pregunta resulta más actual si se enuncia de la siguiente manera. ¿Por qué la definición D está integrada exclusivamente por los atributos x1, x2... xn?

Si las definiciones fuesen puras convenciones, el entendimiento humano no podría articular proposiciones universales, esto es, proposiciones donde un predicado P se atribuye kath’autó a un sujeto S. Este tipo de predicación es posible gracias a qué conocemos qué es S. De alguna manera hemos captura-do el tò tí ên eînai de S. La definición no es una red conceptual lanzada por el entendimiento para agrupar objetos semejantes. El aire de familia es real; el parecido debe ser explicado satisfactoriamente. La demostración pone de ma-nifiesto los eslabones entre los rasgos x1, x2... xn y el tò tí ên eînai. Esta es pre-cisamente la carencia de la diaíresis.

El eîdos platónico –piensa Aristóteles– no garantizan la unidad de los atri-butos que componen la definición. Que los ángulos interiores del triángulo de las Bermudas sumen necesariamente 180º no se explica remitiendo al eîdos del triángulo. La idea de triángulo está demasiado alejada de las Bermudas. La explicación del teorema de los dos rectos debe hallarse en el triangulo sin-gular. Solo si el tò tí ên eînai de triángulo está en el triángulo de las Bermudas podremos encontrar la explicación de un fenómeno real.

La explicación aristotélica no es pura redundancia como la de quien afirma “El opio duerme porque tiene virtud dormitiva”. Ignoro si la propiedad som-nífera del opio se predica kath’autó del tò tí ên eînai. Si así fuese, la demos-tración debería establecer la necesidad de la conjunción entre opio y somnífe-ro. La demostración del biólogo precede a la definición de opio como “látex

54 Amalia QUEVEDO, La privación según Aristóteles, Universidad de La Sabana, Bogotá, 1998, 125ss.

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desecado de la adormidera con virtud somnífera”. El botánico posee la ciencia de los narcóticos: conoce la relación causal entre la planta adormidera y el sueño que produce. La unidad de la definición no es arbitraria, pues la unidad (conjunción) de “adormidera” y “somnífero” no es pura verdad de hecho. La unidad entre los atributos “blanco” y “músico” no es kath’autó, aunque Co-risco sea a la vez blanco y músico. La identidad entre músico y blanco es katà symbebekós; no hay entre ellos relación causal ni implicación necesaria.

El caso de la unidad entre blanco y músico es análogo al caso de quien ex-cava en una jardín para plantar un árbol y encuentra un tesoro. La acción “plantar árboles” no está relacionada causalmente con la acción encontrar te-soros. Sencillamente el hecho aconteció. De facto “Corisco es músico y blan-co”. De facto “Tirteo encontró un tesoro mientras plantaba una higuera”. Pero no basta ser blanco para ser músico, ni la manera de hallar tesoros es dedicar-se a la jardinería. No es el caso, en cambio, de quien se cura de una amibiasis por haber recurrido al metronidazol como medicina. Aquí sí que existe una re-lación causal, de suerte que sería posible definir teleológicamente el metroni-dazol como una medicina para tratar las amebas.

No distinguir entre la unidad kath’autó y la unidad katà symbebekós es fuente de continuas confusiones, y causa de “obscuridad”, como cuando se re-laciona causalmente el cielo rojo con los terremotos, porque ambos fenóme-nos se han presentado simultáneamente.

Pero también hay obscuridad cuando no se explica la unidad de propieda-des. Ya se ha mencionado el caso de las críticas aristotélicas a Empédocles en De anima. No basta con enlistar los elementos de que está compuesta el alma, es menester explicar el modo como dichos elementos producen las operacio-nes vitales.

En otras palabras, la unidad de la definición descansa en la forma. Materia, forma y compuesto pueden ser llamados substancia, pero la explicación de la unidad de la substancia proviene de la forma como su causa y principio.

Por tanto, la forma no es un elemento más de la unidad. En la expresión matemática 2+3=5, los números son partes de la suma, pero la operación sig-nificada por el operador “+” no es un elemento cualquiera de la suma. El or-den de las partes no está en el mismo nivel que las partes55.

Por ello, cualquier definición material, i. e., toda definición que se limita a coleccionar los componentes del definiendum, no es una buena definición. Definir el triángulo como figura de tres lados es insuficiente. Hace falta enun-ciar la forma. Es preciso añadir que los lados se relacionan de suerte tal que se origina un polígono cuyos ángulos internos suman 180º.

55 Soslayo la discusión sobre la distinción entre partes y condiciones suficientes. Con ocasión del con-cepto de felicidad, me ha sido de utilidad el análisis que Carlo NATALI hace de partes constitutivas y condiciones suficientes. The Wisdom of Aristotle, State of New York Press, Albany, 2001, 124.

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La función de la forma como principio de unidad de la substancia, y por ende, de la definición, no anula la importancia de la materia. En última instan-cia, no existe una diferencia categórica (según las Categorías) entre materia y forma. La diferencia entre ambos principios procede del orden del acto y la potencia. La materia es potencialmente forma.

“Y, puesto que lo compuesto de algo de tal modo que el conjunto total sea uno, no como un montón, sino como la sílaba –y la sílaba no es los elementos, ni B más A es lo mismo que BA, ni la carne es Fuego más Tierra (puesto que, después de disolverse ya no existen los conjuntos totales, por ejemplo la carne o sílaba, pero sí los elementos y el Fuego y la Tierra); la sílaba, en efecto, es algo, no sólo los elementos, vocal y consonante, sino también otra cosa, y la carne no es sólo Fuego y Tierra, es decir lo caliente y lo frío, sino también otra cosa–, si, por consiguiente, también aquello es necesariamente un ele-mento o un compuesto de elementos, si es un elemento, nuevamente se plan-teará la misma cuestión (pues la carne se compondrá de este elemento y de Fuego y Tierra y todavía otra cosa, de suerte que se procederá al infinito); pe-ro si procede de un elemento, evidentemente no constará de uno, sino de va-rios, o será la cosa misma, de suerte que nuevamente haremos en este caso el mismo razonamiento que en el caso de la carne o de la sílaba. Mas pudiera pensarse que esto es algo, pero no un elemento, y que es la causa de que tal cosa sea carne y tal otra una sílaba, y lo mismo en las demás cosas. Y esto es la substancia de cada cosa (pues esto es la primera causa del ser) –y, puesto que algunas cosas no son substancia de nada, sino que todas las substancias están constituidas según naturaleza y por naturaleza, también parecerá ser substancia esta naturaleza, que no es un elemento, sino principio–. Elemento es el componente material de una cosa en el que ésta se divide; por ejemplo, de la sílaba, la A y la B”56.

La “definición” de la substancia procede de la forma, que es la causa de la unidad del compuesto57. Los elementos no forman la substancia; la componen pero no le dan forma58. La noción de elemento (stoijeîon) impide la división ad infinitum de los compuestos sensibles. Los elementos considerados desde un punto de vista del acto son compuestos en potencia59. El agua y la tierra son humor negro en potencia, de manera análoga a como el estaño y el cobre son bronce en potencia.

Los elementos son la materia que puede ser ordenada por la forma, que a su vez procede de la causa final y la causa eficiente. “Las causas son causas

56 Met. VII, 17, 1041b 11. 57 Observa Aubenque: “La especie es la unidad de los seres que tienen la misma forma”. El problema del ser en Aristóteles, Taurus, Madrid, 1981, 307, nota 44. “Lo que constituye un todo y tiene alguna for-ma y especie”. Met. X, 1, 1052a 22ss. Cfr. Anthony PREUS, “Eîdos as Norm in Aristotle’s Biology”, J.P. ANTON (edit), Essays in Ancient Greek Philosophy, State University Press of New York, Albany, 1983. 58 Cfr. Met. V, 3, 1014a 26. 59 Cfr. Met. V, 3, 1014a 25.

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entre sí”, reza el adagio escolástico. La forma del humor negro no es ni el agua ni la tierra; es la manera en que ambos se mezclan, es la proporción y re-lación entre ambos elementos. La forma del humor negro no es un elemento extra que se añade al agua y a la tierra, como tampoco la fórmula de la alea-ción del bronce es un tercer metal que se agrega al crisol con bronce y estaño.

Me he detenido en esta idea para subrayar que Aristóteles no considera que definir una realidad sea enunciar sus partes materiales. La enunciación de las partes no define la esencia de los objetos. La sílaba KA no se define por la suma de kappa y alfa, sino por las letras ordenadas de una cierta manera.

En Metafísica desarrolla una teoría de la definición que ya ha abandonado el esquema de la división con el cual Aristóteles coqueteó en Tópicos y en Analíticos. Vienen a cuento las palabras de Beuchot: “Las tres modalidades que los procesos de análisis y síntesis adquieren en las diferentes definiciones tienen en común el que relacionan partes o co-principios con una relación de potencia-acto, i.e., de algo determinable y algo determinante, ya se trate de materia-forma, de efecto-causa y de género-diferencia. De esta manera se re-presenta algo unitario: la substancia y el hecho en el que interviene la substan-cia. Las partes de la definición no son entelequias, sino partes componentes o constitutivas, dejando intacta la unidad actual de la substancia que es objeto de la definición”60.

11. Substancias primeras y substancias segundas

Aristóteles hace del eîdos un principio causal y explicativo de la substancia concreta61. El mecanismo es relativamente simple: la forma está en la subs-tancia concreta y no separada de ella, como quería Platón.

Sin embargo, todavía queda en el aire la pregunta, ¿Podemos conocer cien-tíficamente los singulares? ¿Es posible desarrollar un saber kath’autó de los individuos del mundo corruptible? ¿Hay algo más que dóxa en el reino de la materia? En el mundo sublunar hay formas, pero unidas a la materia, instan-ciadas en singulares corruptibles. ¿Podemos definir la substancia?

El tratado de las Categorías introdujo la distinción entre substancias pri-meras y substancias segundas; tanto los individuales como los universales re-ciben el apelativo de substancias62. La pregunta es, ¿podemos conocer la subs-tancia singular o hemos de contentarnos con un conocimiento del universal?

Esta idea es retomada en Metafísica donde la última diferencia es coexten-siva con el definiendum; tal parece que el individuo es substancia par exce-

60 Mauricio BEUCHOT, 65. 61 Cfr. Met. V, 8. 62 Cfr. Cat. 5.

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llence. A Edipo de Tebas, el incestuoso hijo de Layo, le corresponde el título de ousía con mucho más derecho que a la substancia segunda “hombre”.

Acecha, entonces, la sombra del nominalismo. ¿Cuál es la substancia de Edipo? ¿Ser animal racional? ¿En qué se distingue Edipo de Orestes? ¿Pode-mos decir sin reservas que Orestes y Edipo tienen la misma forma?63

¿Qué conocemos cuando hacemos ciencia de los seres sensibles? ¿Conoce el científico la substancia primera? ¿Nos permite la definición de caballo co-nocer con exactitud a Babieca? ¿Será acaso que la singularidad de Babieca es irrelevante? ¿Da lo mismo que haya sido la montura de don Rodrigo Díaz de Vivar? Al fin y al cabo la unidad –conjunción– entre los atributos “montura del Cid” y “cuadrúpedo” es katà symbebekós, es una verdad de hecho.

El problema es que el caballo universal carece de una existencia separada. Existe Babieca, Rocinante, Bucéfalo, no el caballo universal. ¿Hemos de aceptar que la definición es una red conceptual que nos permite hablar de Edipo, Aquiles, Orestes como si fuesen una substancia, la substancia huma-na?

Creo que Carlos Llano ha visto la raíz del problema64. La substancia singu-lar no es cognoscible científicamente por ser material, no por ser singular. La materia es principio de corrupción y, por ende, condiciona la predicación katà kathólou. De ahí que sí sea teóricamente posible una definición de las subs-tancias metafísicas individuales.

El problema con la definición universal de estos objetos inengendrados e incorruptibles es que carecemos de acceso directo a ellos, como advirtió Aris-tóteles en De partibus animalium65. No hay mucha posibilidad de investigar-las con precisión.

A la substancia singular sensible sí tenemos acceso a través de los senti-dos. El problema es que si queremos capturar todos los atributos sensibles, sin prescindir de lo accidental, resultaría prácticamente imposible lograr la des-cripción. Sócrates acumula tal cantidad de atributos que nunca podremos de-cir que los hemos agotado. Sócrates está hecho de “esta carne y estos huesos”. Más que un conocimiento universal de Sócrates poseeríamos su imagen.

Por otra parte, ¿qué haríamos con una colección de imágenes? ¿Qué utili-dad tendría un catálogo de las imágenes de las substancias primeras Aquiles, Ayáx, Néstor, Menelao? La simple acumulación de hechos no garantiza la universalidad. En el aristotelismo, la universalidad implica necesidad y no es mera generalización.

63 Met. V, 9, 1018a 5ss: “En efecto, aquellos cuya materia es una o por la especie o por el número se di-cen idénticos, y aquellos cuya substancia es una. Por consiguiente, es claro que la identidad es cierta uni-dad, o bien del ser de varios o bien cuando se toman como varios, por ejemplo cuando se dice que una co-sa es idéntica a sí misma, pues entonces se toma una cosa como dos”. 64 Carlos LLANO, El conocimiento de lo singular, Publicaciones Cruz, México. 1995. 65 De Part. An. I, 1 644b 22ss.

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Además, enumerar a todos los humanos es imposible y aunque fuese posi-ble enunciar todos los elementos de un conjunto finito, por ejemplo, el con-junto de los héroes griegos según la Ilíada, tal lista resultaría sumamente en-gorrosa: Agamenón, Menelao, Aquiles, Áyax.

“Engorroso” es uno de los sentidos de obscuridad. Si cada vez que hablá-semos de héroes, tuviésemos que enunciar el catálogo heroico de Homero, nuestros interlocutores –y nosotros mismos– perderíamos la concentración. El criterio pragmático o económico para legitimar el uso de definiciones no debe ser soslayado. La manera de enunciar un discurso facilita su seguimiento. La correcta articulación de un discurso o de un concepto facilita su captación, es-ta cualidad epistemológica puede denominarse “claridad”.

La definición es una lista abreviada, es unidad. El intelecto humano es in-capaz de pensar e imaginar en acto una infinidad de objetos. Clarificar es agrupar en unidades. Esto es válido, incluso, para la belleza. Así parece suge-rirlo Aristóteles en la Poética: las malas tragedias carecen de unidad. Esta desconexión causa disgusto al público, pues la falta de unidad dificulta la comprensión.

Pero esta lista abreviada, si es una auténtica definición científica, está ga-rantizada por la demostración. La unidad alcanzada por la definición no es fic-ticia, es decir, las atributos predicados son necesarios. De esta suerte, la defi-nición de ser humano no “captura” toda la substancia primera (v. gr., Odiseo), pero sí nos garantiza que el atributo “racional” se predica de Odiseo katà kat-hólou.

La piedra de toque de la definición es, precisamente, el carácter de necesi-dad con que los atributos x1, x2... xn se predican de la especie E. Los indivi-duos que pertenecen a la especie E necesariamente poseen x1, x2... xn. Sin em-bargo, existen grados de necesidad, o lo que es lo mismo, en las especies natu-rales, i. e., especies materiales, existen monstruos. La locomoción es un pro-prium de los animales, pero algunos individuos pueden estar patológicamente privados de esta facultad.

Esto significa que el eîdos trasciende a los individuos. La especie no pare-ce agotarse en la suma o colección de todos los individuos. Existe un paráme-tro de normalidad de la especie. Hablar de parámetro de normalidad implica hablar de un criterio para juzgar qué individuos poseen el eîdos cabalmente y qué individuos padecen alguna stéresis.

La cuestión es cómo determinar qué individuos son los normales y cuáles no. Sólo hay dos posibilidades: (1) una ponderación estadística; (2) un acceso privilegiado (intuición) al eîdos.

Me temo que Aristóteles se inclina por la segunda posibilidad. En cualquier caso, el platonismo ronda: al fin y al cabo las especies son

eternas, no así sus instancias.

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Desde el punto de vista de la unidad y la claridad epistemológica basta con lo dicho. Tengo las bases mínimas para mi propósito. No me he propuesto re-construir la teoría aristotélica de la definición, sino hablar de la asápheia.

12. La asápheia como privación

La asápheia es stéresis, ausencia de “claridad”. Obviamente, el significado coloquial del término no me interesa. El sentido relevante es epistemológico, la asápheia como defecto del conocimiento, i. e., como privación.

El concepto de privación es típicamente aristotélico. Metafísica V, 22 es la disertación más sistemática sobre el asunto: “Privación se dice, en un sentido, si un sujeto no tiene alguna de las cosas destinadas por naturaleza a ser teni-das, aunque él no sea apto por naturaleza para tenerla; por ejemplo, se dice que una planta está privada de ojos. En otro sentido, si siendo apto por natura-leza, o él o su género, para tenerla no la tiene; por ejemplo, de diferente modo están privados de vista un hombre ciego y un topo; éste, según el género, y aquél, según él mismo. Todavía si siendo apto por naturaleza y cuando es apto por naturaleza para tener algo, no lo tiene; la ceguera, en efecto, es cierta pri-vación, pero ciego no se es a cualquier edad, sino a la que, y según lo que, y en orden a lo que y del modo que uno es apto para tener vista, si no la tiene. Y de modo semejante también en lo que uno es apto por naturaleza para tenerlo, si no lo tiene. Todavía la ablación violenta de cualquier cosa se llama priva-ción”66.

Atendiendo la aptitud del sujeto S privado de la propiedad P, es posible distinguir dos sentidos de stéresis:

1.Se dice que un sujeto S está privado del atributo independientemente de si la naturaleza de S implica P. Ni los vegetales están dotados naturalmente de vista, ni los peces de inteligencia. En un sentido impropio se afirma que los atunes están “privados de inteligencia” y los álamos “privados” de ojos67.

66 Met. V, 22, 1022b 22ss. 67 Zeller considera que este primer sentido de privación se identifica con la negación. Ross difiere de él. Quevedo resume la discusión: “Las cosas de las que un sujeto puede decirse privado, a pesar de no ser él mismo apto para poseerlas, son tan sólo aquéllas que pueden ser tenidas naturalmente. Esto excluye –como señala correctamente Ross, en contra de Zeller–, la identificación de este primer sentido de la priva-ción con la simple negación. La negación prescinde por principio de toda determinación, de cualquier re-ferencia a la aptitud natural, bien sea en relación con el sujeto o con la propiedad poseída. Zeller, engañado por la amplitud de este primer sentido de la privación, lo había identificado sin más con la negación, sin advertir que esta amplitud venía claramente restringida por los límites que impone la aptitud natural. W. D. Ross, para ilustrar lo impropio de la identificación de este primer sentido de la stéresis con la negación propone el siguiente ejemplo: si se considera a un atributo que no es susceptible de ser poseído por ningún sujeto, como es el caso –en la doctrina aristotélica– de lo actualmente infinito, se observará que la proposi-ción ‘A no es actualmente infinito’ es un juicio negativo, pero no indica que A esté privado de algo”. Ama-lia QUEVEDO, 34ss. E. ZELLER, Die Philosophie der Griechen in ihrer geschichtlichen Entwicklung.

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2. El género o la especie a la que pertenece S sí es apta por naturaleza para la propiedad P, pero la instancia S carece de ella. Por ejemplo, la especie humana está dotada naturalmente de vista, y Tiresías y Jorge Luis Borges son ciegos, “están privados de la vista”. “En este sentido se considera la aptitud natural, por parte del sujeto, para poseer la perfección de la que se encuentra privado. Ahora bien, la consideración de esta aptitud natural puede ser doble: según el género y según el sujeto mismo. Así pues, la capacidad natural de ver correspondería al topo, no en cuanto es él mismo (secundum se), sino en cuanto que pertenece al género animal (secundum genus)”68.

Algunos autores, como Amalia Quevedo, quien sigue el comentario de santo Tomás, distinguen otros dos sentidos. “La tercera acepción de stéresis surge de la consideración de las circunstancias del tiempo, modo, lugar, etc. Por último, la cuarta acepción de la privación está tomada de la violencia que coarta la tendencia natural del sujeto”. Me parece que estos dos sentidos se reducen al segundo. Aristóteles sólo pretende explorar los usos lingüísticos de la expresión “estar privado de”; no me parece que el párrafo citado sea una clasificación científica69.

La asápheia es privación de saphéneia. La claridad es una propiedad epis-temológica tanto de silogismos y definiciones científicos como de entimemas y metáforas. La ausencia de esta cualidad epistemológica genera: (a) falacias; (b) el desconcierto de los oyentes.

Sin embargo, aunque la saphéneia es una cualidad de la poesía y de la re-tórica, Aristóteles considera que la claridad corresponde por antonomasia al ámbito del noûs y la epistéme, y no al de la téjne. El arte puede generar “obje-tos” claros, como es el caso de las metáforas poéticas y retóricas, pero la sap-héneia corresponde por excelencia al ámbito de la necesidad, i.e., de las cien-cias teoréticas. Recuérdese que lo más cognoscible para los seres humanos no es lo más cognoscible por naturaleza. Una imagen poética puede resultar fa-miliar para el entendimiento humano, pero no es más inteligible quoad se.

Si bien la propiedad saphéneia puede atribuirse al razonamiento discursi-vo, la incidencia de los ejemplos apunta hacia la definición y, por ende, al hábito del noûs. Los argumentos son correctos o incorrectos, las definiciones son claras u obscuras. La “claridad” y “obscuridad” de un silogismo pueden reducirse a: (1) falta de elegancia demostrativa; (2) falta de rigor.

Apuntala mi tesis el hecho de que Aristóteles utilice de ordinario indistin-tamente los adjetivos dêlos, phanerós y saphés. Estas tres cualidades están asociadas a la “evidencia”. X es evidente cuando X no necesita de demostra-ción. Los principios primeros son evidentes; no se olvide que hóros es una thésis, un principio de la ciencia, como también la hypóthesis es thésis, de acuerdo a la terminología de Analíticos posteriores.

68 Cfr. Amalia QUEVEDO, 39ss. Quevedo remite a Hermann BONITZ: Aristotelis Metaphysica Commentarius, G. Olms, Hildesheim, 1960, 269. 69 Cfr. Amalia QUEVEDO, 33ss. Vid. también santo Tomás de AQUINO, In V Met., lect. XX, 1070ss.

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La evidencia está vinculada al conocimiento no discursivo, al noûs más que la diánoia. Aristóteles sugiere que la cualidad saphéneia corresponde, en-tonces, a esta parte del conocimiento científico que no es eminentemente apo-díctico. Por analogía, las “definiciones” retóricas y poéticas son también cla-ras.

Se explica así que la asápheia sea el defecto típico de las malas definicio-nes, en especial de la metáfora, que se cuelan en la ciencia como sucedáneo de la auténtica definición.

Paradójicamente, podemos caracterizar mejor la asápheia que la sap-héneia. La claridad es una cualidad de la buena definición, es el resultado que en el entendimiento provoca la captura de la esencia y de los propria. Pero, en última instancia, hablar de saphéneia de la esencia es una metáfora. ¿Qué po-demos decir que caracteriza la evidencia? Un estado psicológico: la certeza, es causado por “el ser”. Poco se puede decir. Al fin y al cabo describir y ana-lizar el fenómeno de la evidencia es traducirlo a categorías discursivas. En el mejor de los casos, se puede describir la saphéneia como consecuencia de una buena definición.

En cambio, el fenómeno de asápheia sí que puede ser tratado discursiva y analíticamente. Aristóteles explica en distintos momentos cómo se puede es-tar privado de saphéneia. El caso típico son las definiciones metafóricas.

13. Los tópoi de la obscuridad

Aristóteles no es el único filósofo que mira con suspicacia la metáfora. Buena parte de los ataques del Neopositivismo a la metafísica aducen la pro-clividad de los filósofos por la poesía encubierta70.

El espacio natural de la metáfora es la poesía, donde es considerada como un recurso de suma importancia71. Fuera de la retórica y de la literatura, la me-táfora esta fuera de contexto. Por ello el Estagirita arremete contra Platón y contra los presocráticos. Ellos utilizan metáforas para dar pseudo explicacio-

70 A Reichenbach le preocupan las perniciosas “formas”, producidas por falaces analogías. Por ejem-plo, Aristóteles dice (sic) que la forma de la estatua existe en el mármol (materia) antes de que el escultor trabaje el bloque. Aristóteles deduce, en consecuencia, que la forma es una substancia permanente. De aquí surge toda la ontología. Todo este razonamiento, piensa Reichenbach, es un uso vago del lenguaje. La metafísica no es más que una figura del lenguaje: la analogía. La interpretación literal de la analogías pone al descubierto el truco de la pseudoexplicación: se reúnen fenómenos distintos agrupados bajo una misma etiqueta. Esta idea es recurrente en The Rise of Scientific Philosphy. (He utilizado la traducción cas-tellana, H. REICHENBACH, La filosofía científica, FCE; México, 1953, 13, 21, 23). 71 Para el uso de comparaciones y metáforas fuera del contexto poético cfr. Michael BOYLAN, Met-hod and Practice in Aristotle’s Biology, University Press of America, Landha-Nueva York-Londres, 1983, 89ss. Un texto francamente bien documentado, no puramente expositivo, que aborda de lleno el te-ma de la metáfora en la ciencia aristotélica es el de Alfredo MARCOS, Aristóteles y otros animales, Pro-moción y Prensa Universitaria, Barcelona, 1996, 68ss.

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nes. No es lícito recurrir a estas figuras en la filosofía. La metáfora carece de carta de ciudadanía en la ciencia.

En Metafísica, el filósofo nos pone en guardia contra el uso de ciertas me-táforas: “Y afirmar que las Especies son paradigmas y que participan de ellas las demás cosas son palabras vacías y metáforas poéticas”72. El rechazo a la metáfora es rotundo: no conviene en manera alguna a la ontología el uso de tales recursos retóricos. Esta es la posición oficial de Aristóteles73.

Tal rechazo ya fue anunciado en Tópicos. El pasaje es rotundo: “Si se ha dicho algo metafóricamente, v. gr., que el conocimiento es inquebrantable, o que la tierra es una nodriza, o que la templanza es una consonancia; pues todo los que se dice en metáfora es obscuro. Cabe también que el que ha dicho la metáfora declare falsamente que ha hablado con propiedad: pues la definición enunciada no se ajustará, por ejemplo, a la templanza; en efecto, toda conso-nancia se da en los sonidos. Además, si la consonancia fuera el género de la templanza, la misma cosa estaría en dos géneros que no se engloban mutua-mente: en efecto, ni la consonancia engloba a la virtud, ni la virtud a la conso-nancia”74.

Soslayo, por ahora, la descripción técnica del tópos. Me limito a advertir que la interpretación literal de Aristóteles de una metáfora (“la templanza es una consonancia”, “la tierra es nodriza”) es la mejor manera de mostrar su in-suficiencia. Las metáforas son definiciones “obscuras”, porque interpretadas al pie de la letra no son explicativas.

La “definición metafórica” no es la única manera de hóros obscuro75. Exis-ten otras maneras de “definir” obscuramente, según consta en Tópicos VI, 276.

72 Met. I, 9, 991a 22ss. En otro pasaje paralelo se lee la misma objeción: Met. XIII, 5, 1079b 24ss: “Y tampoco proceden de las Especies las demás cosas en ninguno de los sentidos que solemos decir que una cosa procede de otra. Y decir que son paradigmas y que las demás cosas participan de ellas es decir vacie-dades y hacer metáforas poéticas”. 73 A qué me refiero con “versión oficial” está dicho en Héctor ZAGAL: “Metafísica y metáfora: un es-tudio desde la analogía en Aristóteles”, Verdad y temporalidad en Aristóteles, Memoria de la VI Jornada de actualización filosófica, Universidad de la Sabana, Bogotá, 1997. 74 Top. VI, 2, 139b 33ss. Un libro que no abordó frontalmente este pasaje, a pesar de que debía hacerlo es el de Despina MORHITOU, Die Auβerungen des Aristoteles über Dichter und Dichtung auβerhalb der Poetik, B.G. Teubner, Leipzig, 1994. Por ejemplo, la parte dedicada en la metáfora (pág. 26) no abor-da el tema de la obscuridad, pero sí el de la allotría (pag. 24). Cfr. Mauricio BEUCHOT, 13. Un ejemplo más sobre el horror aristotélico por la falta de diaphorá como causa de la obscuridad: Phys. I, 2 185a 25ss. 75 Utilizo la palabra hóros, y no horismós, pues Aristóteles la usa en el citado pasaje de la Metafísica IX, 6, 1048ª 25, con ocasión del acto y, la potencia. Nos previene contra el intento de buscar hóros de to-do. No obstante, hóros indica límite. Una buena muestra de lo que Aristóteles entiende por horismós se encuentra en Top. I, 4, 101b 29ss, donde se distingue la definición de un problema dialéctico. Sobre la ma-nera de obtener horismós a partir del análisis de términos compuestos, vid. Top. I, 15, 107b ss. Desafortu-nadamente el castellano nos traiciona, pues las líneas señaladas son interesantes en orden a la metáfora. Aristóteles aplica el adjetivo leukós, (blanco, brillante) a un cuerpo (sôma) y a un sonido (phoné). Sin em-bargo, creo que no hay fundamentos documentales para distinguir técnicamente los términos hóros y horismós. Cfr. Top. I, 1, 101b 23ss; 4; 101b 37ss; IV, 1, 120b12ss. 76 Tóp. VI, 2, 139b 19ss.

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Como más adelante me dedicaré in extenso a la metáfora, enuncio ahora los otros vicios de obscuridad.

a) Homonimia y obscuridad

Una manera muy elemental de obscuridad es la homonimia o equívoco77. Desafortunadamente el ejemplo aducido por el propio Aristóteles en el origi-nal griego pierde vigencia en castellano. A pesar de que parece un recurso ar-gumentativo primitivo, es muy socorrido en la práctica. “Así, pues, un lugar del <definir> obscuramente es sí lo que se dice es homónimo de alguna cosa (...) Así, pues, no está claro cuál de las cosas indicadas por lo que se dice de varias maneras es lo que quiere decir”78.

b) Las expresiones inusuales y obscuridad

Un segundo tópos, “si se usan nombres no habituales (mè keiménois), v. gr., Platón <cuando llama> al ojo ‘sombreado por las cejas’ o la tarántula, ‘de mordedura putrefaciente’, o a la médula, ‘engendrada por el hueso’, pues todo lo insólito (eiophós) es obscuro”79.

Tò eiophós, lo no habitual, lo no acostumbrado, es una propiedad que de-pende de las costumbres de los oyentes. Determinar si una expresión es tò eiophós es una cuestión de pragmática del lenguaje. Con acierto sentencia Horacio: “Muchas palabras, caídas en desuso, serán de nuevo usadas; otras, hoy en boga, caerán en desuso, si así el uso lo quisiere: que él es juez, él árbi-tro y la norma del lenguaje”80. El término “huitlacoche” resulta totalmente in-sólito para un profesional madrileño, mientras que un niño del altiplano del Anáhuac entiende la palabra. La Poética festeja cierta dosis de originalidad, pues el uso continuo desgasta la belleza de las metáforas. Hoy por hoy, la metáfora “Tus dientes, perlas ocultas”, es tan trillada que resulta cursi. La cos-tumbre, el uso cotidiano, carcome la belleza del lenguaje. ¿No resultan deli-cadas y bellas algunas expresiones insólitas? Pienso en aquellos versos de Byron: “She walks in beauty, like the nights”.

77 “Se llaman homónimas las cosas cuyo nombre es lo único que tienen en común, mientras que el co-rrespondiente lógos de la substancia es distinto”. Categorías 1, 1a1ss. Porfirio enriquece este concepto. Cfr. Christos EVANGELIOU, Aristotle’s Categories & Porphyry, E.J. Brill, Leiden-Nueva York-Colonia, 1996. 78 Top. VI, 2, 139b 19ss. 79 Top. VI, 2, 140 a3ss. La erudición de Fortsed advierte que no se trata del filósofo Platón, sino del có-mico. Vid. pág. 564, loc. cit., nota a edición. Podemos preguntarnos, por cierto, si realmente se trata de una metáfora, pues no hay ninguna semejanza “evidente”. El problema radica en que Aristóteles considera que la metáfora tampoco debe ser muy obvia, debe tener originalidad. Para componer metáforas originales, pe-ro no excéntricas, se requiere de cierto talento natural (euphyía). Cfr. Poet. 22, 1459ª 4ss. 80 HORACIO, Arte poética, VII

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En definitiva, el contexto cultural es fundamental para dictaminar si una expresión es tò eiophós.

c) Ausencia de semejanza y obscuridad

Un tercer modo de asápheia es: “Algunas cosas no se dicen ni con homo-nimia ni en metáfora ni con propiedad, v. gr., ‘la ley es la medida o la imagen de las cosas justas por naturaleza’. Tales <enunciados> son inferiores a la me-táfora. En efecto, la metáfora hace de alguna manera cognoscible los signifi-cados gracias a la semejanza (pues todos los que metaforizan lo hacen de acuerdo con alguna semejanza); esto último, en cambio, no hace cognoscible la cosa: pues ni se da una semejanza según la cual la ley sea medida o imagen, ni es costumbre decirlo así. De modo que, si uno dice que la ley es con pro-piedad la medida o imagen, dice falsedad (pues una imagen es algo que se produce por imitación: y esto no se da en la ley); y si <dice que> no lo es con propiedad, es evidente que ha hablado obscuramente y de manera inferior a cualquiera de las cosas que se dicen en metáfora”81. El párrafo es importante porque implica una concepción de la metáfora, que será reiterada en Retórica y Poética. Utilizar una metáfora no es mentir. El poeta parte de una semejanza y a partir de ella construye la metáfora. El problema se presenta cuando no hay semejanza real, sino pura homonimia. Los términos homónimos pueden designar objetos contrarios, pero si estamos habituados a tal uso, el enunciado resulta comprensible. Por ejemplo cuando se afirma que Alemania es una democracia y acto seguido se habla de Cuba como una democracia popular. La palabra “democracia” posee significados distintos cuando hablamos de Cuba y cuando hablamos de Alemania.

La homonimia no es metáfora, pues la semejanza es exclusivamente ver-bal. Inventar metáforas ingeniosas y bellas presupone una semejanza real. Re-curro a dos ejemplos:

Álvaro Mutis escribe en Ponderación al tequila, con música, por cierto de la compositora mexicana Marcela Rodríguez:

“El tequila es una pálida llama que atraviesa los muros Y vuela sobre los tejados como alivio de la desesperanza” 1. El tequila es el aguardiente de agave, no es criatura voladora, ni llama,

ni atraviesa paredes. No obstante, quien ha probado el espirituoso destilado del agave azul, capta el sentido de la metáfora. Esta bebida reconforta en las penas: es refugio de ricos y menos ricos. Las metáforas de Mutis no son obs-curas para un mexicano. Son comprensibles con un mínimo de cultura enoló-gica o de familiaridad con México.

81 Top. VI, 2, 140a 6ss.

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2. La otra metáfora es del poema A una cena que dieron cinco caballeros, con una tortilla y dos gazapos, un jueves, de Francisco Quevedo. Sarcástico y barroco, Quevedo describe el menú de una cena tan pretenciosa como escasa. Los instintos de los hidalgos afloran con zafiedad y los nobles terminan dispu-tándose los mendrugos de manera cómica e indigna:

“Jaula fue de fieras la cena dichosa las hambres caninas las porciones onzas”. La metáfora está basada en la semejanza entre una jauría hambrienta y un

conjunto de señores mal alimentados. El hambre lleva a los hidalgos a olvidar su refinamiento y dar un espectáculo. La metáfora cumple su propósito; Que-vedo se burla de la prosapia de los hambrientos hidalgos.

Por el contrario –según Aristóteles– el enunciado “la ley es la medida o la imagen de las cosas justas por naturaleza” es una frase obscura. No existe una semejanza patente entre “ley” y “medida”. Para colmo, la expresión “la ley es medida” no es tò eiophós, y carece, por ejemplo, del brillo de los citados ver-sos de Byron: “She walks in beauty, like the nights”.

No vaya a creerse que Aristóteles se satisface con la popularidad como cri-terio de corrección de una metáfora. La popularidad de una expresión no ga-rantiza ni su exactitud ni su claridad. Que una expresión sea muy utilizada no significa que cumpla con los requisitos de una buena definición. Esto vale lo mismo tanto para definiciones propiamente dichas como para metáforas. Por ejemplo, “El entendimiento agente ilumina” es una metáfora muy socorrida entre algunos escolásticos. Sin embargo, su valor explicativo es relativo. El intelecto es espiritual y no puede ser fuente de luz. La iluminación es un fe-nómeno físico, pero ciertas comunidades filosóficas están acostumbradas a esta metáfora. La expresión se convierte a fuerza de repeticiones en una espe-cie de explicación pacíficamente aceptada82.

d) Los contrarios y la obscuridad

Otra manera para detectar una pseudodefinición obscura: “Si no es eviden-te la definición de lo contrario a partir de lo enunciado: pues las <definicio-nes> bien dadas se refieren también, por añadidura a los contrarios.

82 No quiero que se me malinterprete. La metáfora de la luz intelectual posee un valor. La luz es un fe-nómeno atípico (ondas y corpúsculos) y ayuda a superar una concepción materialista del conocimiento. Mi interés no es desechar ésta y otras metáforas. Nuestro lenguaje está lleno de ellas. Sencillamente quiero mostrar que muchas de nuestras expresiones son metáforas que requieren de una explicación pero las me-táforas no tiene sólo una explicación... son susceptibles de paráfrasis, pero paráfrasis infinita.

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El lugar asume la validez del cuadrado de las oposiciones que admite, co-mo es sabido, una cierta discusión83. Una definición correcta de macho permi-te, según Aristóteles, inferir la definición correcta de hembra, pues la relación entre macho y hembra es de contrariedad. Si macho es quien aporta el semen durante el apareamiento, sabremos que hembra es el mamífero capacitado fi-siológicamente para recibirlo.

e) Otro ‘tópos’ de la obscuridad: la designación

Finalmente queda el tópos más primitivo: definir tan defectuosamente que ni siquiera se reconoce el definiendum. “O si dicha en sí misma, no está claro de qué es definición, sino que, tal como en las obras de los antiguos pintores, si nadie ha puesto una inscripción, no se conoce qué es cada <figura>”84. La referencia a la pintura es divertida, al parecer, el Filósofo era decidido partida-rio del arte figurativo. La definición debe apuntar hacia aquello que define. Por tal motivo, la equivocidad y la homonimia son antítesis de la buena defi-nición. De ahí que la metáfora –pariente cercana de la equivocidad– adolezca de muchas carencias como instrumento científico.

f) ‘Asápheia’ y pragmática en ‘Tópicos’

El análisis de Aristóteles en Tópicos es minucioso, pues ha pasado revista a los tipos de “obscuridad” a partir de su relación con la definición. Lamenta-blemente, Aristóteles no explica con detenimiento la relación entre asápheia y la pragmática. Al fin y al cabo, la pragmática como disciplina es relativamen-te joven. Aristóteles no tenía a la mano los criterios de la pragmática (el uso) que ahora se tienen para hacer las definiciones que aparecen en el diccionario. La comunidad lingüística, el contexto, la costumbre de los oyentes, son algu-nos de los factores que determinan la claridad de una definición y de una me-táfora. Este enfoque está confinado a la Retórica, como si la dialéctica y la ciencia no estuviesen “contaminadas” por el uso específico que los sujetos hacen del lenguaje.

También llama la atención que Tópicos centre su atención en la definición y no en los argumentos. Ciertamente, los adjetivos dêlos, phanerós y saphés no están reservados exclusivamente para la definición; también hay pasajes

83 Cfr. Niels ÖFFENBERGER y Jorge Alfredo ROETTI: “Die Oppositionstheorie aus der Sicht der Tetravalenz”, Zur Modernen Deutung der aristotelischen Logik, vol. III, G. Olms, Hildesheim-Zürich-Nueva York, 1997, 241. Por otra parte, queda en el aire una dificultad: algunos contrarios admiten inter-medios (metaxy). Cfr. Met., X, 7. 84 Top. VI, 2, 140a 20ss.

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donde un razonamiento recibe alguno de estos apelativos o sus antónimos. Sin embargo, se entrevé que para Aristóteles la metáfora es la fisura por donde con más facilidad se eleva la asápheia. Su preocupación por la definiciones metafóricas es sintomática. Y es que desarmar un argumento falaz resulta más sencillo que desechar una definición “obscura”. No olvidemos que las metá-foras ejercen un fuerte atractivo; somos proclives a aceptarlas como sucedá-neo de la definición e, incluso, de los argumentos. Desafortunadamente la fa-miliaridad con las definiciones metafóricas no implica que éstas sean correc-tas. En una discusión dialéctica, donde lo plausible juega un papel determi-nante, el recurso a la metáfora se encuentra en la frontera entre la sofística y la auténtica dialéctica. La familiaridad de las metáforas es un rasgo de cierta plausibilidad.

14. La situación de la metáfora en los tópoi de la definición

Hasta ahora he insistido en que la definición es una síntesis de atributos y propiedades jerárquicamente organizados. “Las partes de la definición no es-tán unidas casualmente, están articuladas en virtud de un principio causal que pueda ser la materia, la forma, la finalidad o el agente. La definición científica explica por qué los atributos están unidos de una manera determinada y no de otra. Por ello, la definición por causa formal es la más rigurosa, la que da cuenta de las substancias.

Ahora señalaré algunas maneras de equivocarse, de enunciar definiciones inapropiadas. En Tópicos se proporciona un texto clave.

Aristóteles detecta cinco errores alrededor de la definición al comienzo de Tópicos VI. Son tópoi desde los cuales es posible argumentar contra el opo-nente85.

1. La descripción no corresponde en absoluto a la realidad definida, v. gr., definir cíclope como un gigante alado, atributo que no corresponde a Polife-mo, el cíclope par excellence.

2. Una equivocación en el género. Incluir a Pegaso en el género de los mi-nerales y no en el género de los animales mitológicos. Pegaso, el caballo de Perseo, no es un trozo de carbono86.

3. La definición no es propia en el sentido estricto del término87. Es decir, la definición no captura “lo esencial de la esencia”. Por ejemplo, “el hombre

85 Cfr. Top. VI, 1, 139a 24ss. 86 No veo la necesidad de este tópos. Si se ha acertado en obtener horismós no cabrá duda sobre el gé-nero de la instancia definida. Cfr. Top. I, 18, 108b 20ss. 87 Cfr. Top. I, 4, 101b 19ss. La diferencia entre “propio” (ìdios) y tò tí ên eînai, traducido por Boecio, quod quid erat esse, dista de ser nítida y está en franca dependencia de la anterioridad en el orden del acto, como lo define Met. V, 11, 1018b 9ss. Idea que resulta de ser sencilla como se verá más adelante. (Salvo

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es un animal político” es una definición que adolece de este defecto. El carác-ter político del ser humano es uno de sus atributos esenciales (ìdios), pero la racionalidad es el fundamento último de la vida en la pólis. La definición debe capturar la propiedad o el atributo del cual proceden el resto de las caracterís-ticas.

4. No enunciar el tò tí ên eînai a pesar de cumplir con los requisitos ante-riores. Aristóteles no proporciona un ejemplo convincente de este defecto y yo no encuentro uno.

5. La definición no es kalôs. Candel traduce el adjetivo kalôs como “bien”; Foster utiliza la palabra inglesa “correct”. Considerar que la falta de correc-ción es una manera de errar en la definición es un asunto ambiguo. ¿Qué sig-nifica que una definición no sea kalôs? ¿Qué condiciones debe reunir una de-finición kalôs? ¿No basta el género y la diferencia específica para el tò tí ên eînai? ¿Acaso se trata de un uso de la palabra kalôs como el que hacen los matemáticos cuando hablan de “demostraciones elegantes”? Pero en tal caso, el término sería adjetivo kalós y no el adverbio kalôs.

15. La buena definición: kalõs y kakós

En las páginas precedentes he utilizado expresiones ambiguas para refe-rirme a las definiciones deficientes. A partir de ahora, procuraré reservar el adjetivo kalõs o “bueno” para referirme a la definición que cumplen con las cinco condiciones que se infieren de Tópicos XI, 1.

Este quinto tópos es muy relevante para mi trabajo: “El no <definir> bien (kalõs) se divide en dos partes: una primera, el hacer uso de una explicación obscura (pues es preciso que el que define haga uso de una explicación más clara (saphéstáte) que sea posible, puesto que la definición se da por mor de adquirir un conocimiento); una segunda si se ha enunciado una definición más amplia de lo necesario: pues todo lo que se le añada a la definición es su-

indicación contraria utilizo la traducción de Valentín García Yebra, Gredos, Madrid, 1982). Candel San-martín conserva la versión castellana del quod quid erat esse, con ciertas adaptaciones. Invoca para ello Part. Anim II, 3, 649 b22. Vid. Candel nota 12, pag. 94. E. S. Foster, con cuya traducción habitualmente coincido, tradujo por el ambiguo término property in accordence with the nomenclature usually assigned in these cases (Harvad University Press, Cambridge, Mass. Londres, 1989). W. A. Pickard traduce “what is proper to anything part signifies its essence, while part does not, let us divide the proper into both the aforesaid part, and call that part which indicates the essence of definition, while of the remainder let us adopt the terminology which is generally current about this things, and speak of it as a property”. ARIS-TOTLE: The Complete Works. The Revised Oxford Translation, ed. Jonathan Barnes, dos volúmenes, Princeton University Press, 1991. J. TRICOT utiliza el latinismo “quidditá de la chose”. Les Topiques, J. Vrin, París, 1990.

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perfluo. A su vez, cada una de las divisiones mencionadas se divide en varias partes más”88.

Una definición es incorrecta (ákairos, kakós) por: 1. Asápheia, falta de claridad, obscuridad, confusión89. A este asunto ya he

dedicado varias páginas. 2. Redundancia: una definición que añade más elementos de los estricta-

mente indispensables90. Por ejemplo, definir “ser humano” como animal ra-cional, político y risible es redundante. Aunque el carácter político y risible son propia de la humanidad, una vez que se ha definido correctamente al ser humano como animal racional, resulta superfluo añadir su carácter político y risible.

Definir “mal” no es un problema exclusivo de la lógica dura, es también un affaire dialéctico. La adición de propios a la definición (v. gr., “político”, “risible”) no invalida el enunciado “animal racional”. Cualquier ser humano, Sócrates, Maquiavelo, Tucídides, posee los propios “político” y risible”91, pe-ro una vez enunciado el tò tí ên eînai, es innecesario añadir propios. La adi-ción de propiedades entorpece la comprensión de la esencia.

Además, la redundancia trae consigo una dificultad. Si aceptamos la legi-timidad de definiciones redundantes, siempre se podrán añadir más atributos; se abre una secuencia ad infinitum de propios. ¿Por qué se añaden los propios x1, x2, x3 y no el xn?92

La palabrería no contribuye a determinar la esencia; por el contrario, pro-bablemente las muchas palabras son un subterfugio para ocultar la insuficien-cia de una definición. No es raro que cuando no estamos seguros de estar ex-presando el tò tí ên eînai con una definición, intentemos cubrir la insuficiencia con una abundancia de atributos. Es la estrategia de la palabrería como cortina de humo. La sencillez es una cualidad positiva del discurso93. Los retóricos griegos ya sabían que las largas peroratas perdían eficacia.

88 Cfr. Top. VI, 1, 139b 12ss. Cfr. la erudita nota de Attilio ZADRO en ARISTOTELE, Topici, vol I, Luigi Lofredo Editore, Nápoles, 1974. 89 Usos diversos de la palabra asápheia y otros términos relacionados en el Corpus: Constitución de Atenas, IX, 2; Retórica I, 10, 1368ª 29ss; 1369b 29ss; III; 5, 1406b 5ss; 6, 1407ª 26ss; 1407b 19ss; Refuta-ciones sofísticas 17, 176b 2ss; De la respiración 4, 482b 12ss; Tópicos I, 6, 102b 35ss; V, 2, 130ª 1ss; 130ª 32ss; VI, 1, 139b 12ss; 2, 139b 19; 139b 33ss; 140ª 3ss; 140ª 13ss; 3, 140b 2ss; 14, 151b 5ss; VIII, 3, 158b 9ss; 7, 160a 23ss. Sobre este punto regresaré más tarde. 90 Cfr. Top. VI, 3, 140a 23ss. 91 Cfr. Top. I, 5, 102a 18ss. 92 Al escribir esta línea no puedo dejar de recordar a Tomás de Mercado. El lógico español rechaza la inducción “completa” por razones pragmáticas. Una numeración exhaustiva sería absurda e inútil. Cfr. Tomás DE MERCADO, Comentarios lucidísimos al texto de Pedro Hispano, UNAM, México, 1986, LII, De la enunciación, cap. X De la inducción, 201-212. 93 Cfr. Ret. III, 3, 1406ª 31ss.

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La definición redundante apila innecesariamente propiedades porque care-ce de un criterio para discernir entre lo esencial, lo propio y lo accidental. El orden de los accidentes presupone la ousía94. La definición redundante oculta la esencia agregando propiedades sin un esquema. En la definición redundan-te las partes del definiendum están mal dispuestas; carecen de orden porque se ha prescindido de la forma como principio ordenador95.

16. La naturaleza de la metáfora

En Tópicos V, 1, 139b 12ss señala que la buena definición no debe ser ni oscura ni redundante. En los incisos anteriores he hecho algunas considera-ciones sobre la redundancia y también he remitido a diversos usos del término asápheia.

Como mi interés es explicar qué es una definición oscura, me centraré aho-ra en la definición metafórica, pues Aristóteles rechaza continuamente las me-táforas como sucedáneo de la buena definición. El motivo fundamental de tal censura descansa en la obscuridad de la definición metafórica. Aristóteles re-pudia con vehemencia la intromisión de la metáfora, un recurso retórico y poético, en el ámbito de la ciencia.

A continuación abordaré la naturaleza de la metáfora. De esta manera, se comprenderán las razones por las cuales el Estagirita desconfía de ella96.

Se lee en Poética 21: “Todo nombre es usual o palabra extraña (glôtta), o metáfora, o adorno, o inventado, o abreviado o alterado”97. Y líneas más ade-lante se encuentra el pasaje príncipe:

“Metáfora es la traslación de un nombre ajeno (allótrios), o desde el géne-ro a la especie, o desde la especie al género, o desde una especie a otra espe-cie, o según la analogía”98.

La metáfora asigna un nombre extraño a un objeto99. Por “extraño” entien-do no usual, contrapuesto a lo común, no a lo propio. La metáfora no es ni homonimia ni sinonimia, pero tampoco es un nombre equívoco100.

94 Cfr. Jonathan LEAR, Aristotle: the Desire to Understand, Cambridge University Press, Cambridge-Nueva York, 1988, 273. 95 Met. V, 19, 1022b 1ss: “Disposición (diáthesis) se llama la ordenación (táxis) según el lugar o según la potencia o según la especie (kath’ eîdos), de lo que tiene partes”. 96 Lamento que el artículo de Alfredo MARCOS: “Aristotelian Perspective for Post-Modern Reason”, Epistemologia, 24 (2001), 83-110 haya llegado tarde a mis manos. El uso que hice de este artículo fue más bien modesto, pues ya tenía casi terminado el manuscrito de mi investigación. 97 Poética, 21, 1457b 1ss. Seguimos la traducción y edición de García Yebra: Gredos, Madrid, 1974. Apunta el traductor: Aristóteles entiende aquí por “nombre” no sólo el sustantivo y el adjetivo, sino tam-bién el verbo. 98 Poet. 21, 1457b 7ss.

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Categorías es la obra clásica para el estudio de los nombres. Aristóteles enuncia ahí las tres clases de nombres: homónimos, sinónimos y derivados (parónimos). No se menciona, sin embargo, el nombre metafórico.

Esta aparente omisión se explica porque tres de los cuatro tipos de metáfo-ra utilizan el nombre en sentido homónimo. Retomando Poética 21, tenemos que las metáforas se pueden clasificar en cuatro apartados:

1) Metáfora por transposición del género a la especie. Un objeto X es nombrado por su género G y no por la especie a la cual pertenece. Desde un punto de vista retórico y poético es un recurso pobre”. Entiendo por ‘desde el género a la especie’ algo así como ‘Mi nave está detenida’, pues estar anclada es una manera de estar detenida”101.

2) Metáfora por transposición de la especie al género. “Desde la especie al género: ‘ciertamente, innumerables cosas buenas ha llevado a cabo Odiseo’, pues ‘innumerables’ es mucho, y aquí se usa en lugar de mucho”102. La expre-sión es lógicamente incorrecta, pues no es exacto nombrar al género por una de sus especies. Todo caballo es cuadrúpedo, pero no todo cuadrúpedo es ca-ballo; sólo metafóricamente podemos decir “caballo” en lugar de “cuadrúpe-do”.

3) Metáfora por transposición entre especies. “Desde una especie a otra especie, como ‘habiendo agotado su vida con el bronce’ y ‘habiendo cortado con duro bronce’, pues aquí ‘agotar’ quiere decir ‘cortar’ y ‘cortar’ quiere de-cir ‘agotar’; ambas son, en efecto, maneras de quitar”103. Ambas especies (X y Y) pertenecen al mismo género. La transposición se efectúa con base en este común definidor. La metáfora nombra a un sujeto de la especie X con el nom-bre de la especie Y, supuesta la inclusión de X e Y en G. Esta metáfora soslaya las diferencias específicas de las especies X y Y104.

4) La metáfora analógica: “Entiendo por analogía el hecho de que el se-gundo término sea al primero como el cuarto al tercero; entonces podrá usarse el cuarto en vez del segundo o el segundo en vez del cuarto; y a veces se aña-de aquello a lo que se refiere el término sustituido. Así por ejemplo, ‘la copa es a Dionisio como el escudo es a Ares’; el poeta llamará, pues, a la copa ‘es-cudo de Dionisio’ y al escudo ‘copa de Ares’. O bien, ‘la vejez es a la vida como la tarde al día’; llamará, pues, a la tarde ‘vejez del día’, o como Empé-docles, a la vejez ‘tarde de la vida’ u ‘ocaso de la vida’105.

99 No me detendré largamente para explicar la naturaleza de la metáfora. Ya me he referido largamente al tema en otro lugar. Cfr. “Metafísica y metáfora: un estudio desde la analogía en Aristóteles”, Verdad y temporalidad en Aristóteles, 41ss. 100 Cfr. Cat. 1a 1ss. 101 Poet. 21, 1457b 9. 102 Poet. 21,1457b 11ss. 103 Poet. 21, 1457b 13ss. 104 Cfr. Héctor ZAGAL, Retórica, inducción y ciencia, Publicaciones Cruz, México, 1993, 147ss. 105 Poet. 21, 1457b 17ss.

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El esquema propuesto es: Dionisio (1º) Ares (3º) --------------- -------------- copa (2º) escudo (4º) A partir de este esquema planteo dos preguntas: (1) ¿Toda metáfora es in-

correcta? (2) ¿En qué se distingue la metáfora analógica de la metáfora inter-específica?

17. Analogía y metáfora.

¿Por qué Aristóteles recomienda ampliamente el uso de la metáfora en la Poética y en la Retórica?

Un primer intento de respuesta sería legitimar el esquema lógico de la me-táfora106. “Por ejemplo, la transferencia del nombre del género a la especie, o viceversa, se funda sobre la relación entre todo y parte, y no conlleva la for-mación de otra razón más amplia. A su vez, la transferencia del nombre de una especie a otra del mismo género conlleva la formación de un concepto que se dice unívocamente de ambos. Así del que suplica puede decirse que pordiosea, porque ambas cosas pertenecen al género de la petición”107.

En Ética nicomáquea V, Aristóteles explica sucintamente la analogía: “La analogía es una igualdad de razones y requiere, por lo menos cuatro térmi-nos”108.

La analogía es prima facie una relación y, por tanto, un accidente. La se-mejanza es el fundamento de la analogía. Desafortunadamente, los conceptos de semejanza y relación son complicados, según consta en Categorías, V, 8109. Determinar qué tipo de relación es la analogía no es tarea fácil. Intentaré abordar el tema de una manera simple.

Por lo pronto, salgo al paso de un posible malentendido. Que se hable de igualdad de razones (lógos) y de semejanza de términos no significa que la

106 Así lo hace José Miguel GAMBRA, “La metáfora en Aristóteles”, Anuario filosófico, XXIII, n. 2, (1990), 51ss. Aunque Gambra –a quien sigo en muchos puntos– es sumamente cauteloso respecto al papel de la metáfora en ciencia y dialéctica. 107 Idem. 54. Cfr. Ret. III, 2, 1405a 18. 108 Etic. Nic. V, 3, 1131ª 30. Gómez Robledo traduce “proporción”. 109 Cat. 8, 11a 15ss: “Ninguna, pues, de las cosas mencionadas es exclusiva de la cualidad; en cambio, lo semejante y lo desemejante se dicen sólo de las cualidades: en efecto, una cosa no es semejante a otra más que en la medida en que es tal o cual. De modo que será exclusivo de la cualidad el que se diga en re-lación con ella lo semejante y lo desemejante. No hay que inquietarse porque alguien nos diga que, habiendo hecho una exposición acerca de la cualidad, hayamos contado en ella muchas de las cosas que son respecto a algo: en efecto, los estados y las disposiciones están entre lo que es respecto a algo. Pues en casi todas las cosas de este tipo los géneros se dicen respecto a algo”. Como puede observarse, Aristóte-les se percata de la dificultad del tema.

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analogía sea una relación lógica. Aristóteles toma el modelo de las matemáti-cas. La analogía es proporción: 6/3: 8/4. Pero el Corpus está plagado con ejemplos en los que los términos de la analogía son objetos del mundo natu-ral: los ojos, una copa, el sol, las aletas de los peces. Aristóteles exporta el modelo analógico del seno de las matemáticas al ámbito de la política, la me-tafísica, la filosofía natural. Esta advertencia despeja muchas dificultades.

X es parecido a Y, cuando X e Y tienen algo en común. La semejanza es semejanza bajo un aspecto r. La identidad par excellence es un modo de pre-dicar la unidad a partir de la substancia. X e Y son idénticos cuando son seme-jantes no sólo bajo un aspecto r, sino bajo todos los aspectos. X es idéntico a Y si y sólo si cualquier atributo z predicado de X es predicado en el mismo sen-tido y modalidad de Y y viceversa (identidad de los indiscernibles).

¿Bajo qué aspecto r son idénticos, iguales o semejantes los términos de una analogía? Las tres primeras clases de metáforas son relaciones que se es-tablecen teniendo como común denominador el género. No es éste el caso de la metáfora analógica.

Alguien podría pensar que la analogía es una relación de semejanza inter-genérica. La analógica vendría a ser una relación entre términos de distintos géneros, pero semejantes bajo r. Esta propiedad r se comportaría como un gé-nero más amplio que garantizaría la unidad entre el género G1 y el género G2.

Retórica III, 5, Aristóteles sugiere esta interpretación: “Es preciso siempre que la metáfora por analogía se pueda convertir a ambos términos del mismo género; por ejemplo, si la copa es el escudo de Dionisio, también está bien decir que el escudo es la copa de Ares”110. El peso de este pasaje depende de lo que entendamos por “mismo género” (homo-génos, homo-gênes). Si génos se entiende stricto sensu, la metáfora por analogía no se distinguiría de los tres primeros tipos. Si génos no se interpreta en sentido estricto, entonces la metá-fora por analogía establece o maneja un tipo especial de parentesco. Así se hace en la edición de las obras completas de Aristóteles editadas por J. Bar-nes: “But the proportional metaphor must always apply reciprocally to either of its co-ordinate terms”111. Me inclino decididamente por esta lectura que tie-ne a su favor pasajes como Física VIII, 4, 249a 23ss, donde la relación genéri-ca y la relación analógica son diferenciadas satisfactoriamente.

La “semejanza” –pongo comillas al término– entre A/B y C/D es una “se-mejanza” entre dos relaciones isomórficas, por utilizar la terminología de Principia mathematica112. La analogía aristotélica no es una relación de seme-

110 Ret. III, 5, 1407a 14ss. 111 Traducción de W. RHYS ROBERTS, The Complete Works of Aristotle, Princeton University Press, Princeton, 1984. 112 “Isomorfismo” es también un término inexacto para referirse a la analogía aristotélica. Como mos-traré más adelante, la analogía no es una semejanza entre formas. BOCHENSKI, Historia de la lógica formal, Gredos, Madrid, 1966, 191 ss, núm. 28.18. Con todo, aplicar el nombre técnico “ismoformismo” o “semejanza ordinal” a la identidad por analogía tiene reparos. Isomorfismo es la identidad de dos estructu-

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janza entre dos géneros menores incluidos en un género mayor (G1 y G2 “es-pecies” del género G). Si así fuese, estaríamos en el caso de la metáfora basa-da en la semejanza entre “cortar” y “extinguir”, ambas acciones especies del género “quitar”.

El pasaje príncipe para sostener que la analogía no es una relación de tipo predicamental es Metafísica IX, 6: “El acto es, pues, el existir de la cosa, pero no como cuando decimos que está en potencia; y decimos que está en poten-cia como está un Hermes en un madero, y la media línea en la línea entera, porque podría ser separada, y que es sabio incluso el que no especula, si es capaz de especular. Pero esto otro está en acto”113.

Creo que a partir de este texto podemos deducir aceptablemente que la analogía entre acto y potencia no es un concepto, esto es, no se puede reducir a los modos categoriales, de donde se sigue que la metáfora basada en analo-gía no es asimilable a la metáfora basada en semejanzas formales. Por seme-janzas formales entiendo aquellas que se reducen a substancias o accidentes, v. gr., el mármol de Carrara y de marfil son semejantes porque ambos son blancos, accidente de cualidad.

La metáfora analógica es una transposición de nombres basada en una re-lación de relaciones, o mejor dicho, sustentada en la unidad analógica de dos relaciones. Si se analiza a la luz de esta observación la célebre metáfora “La copa es el escudo de Dionisio”, se cae en la cuenta que la relación entre Ares y su escudo es parecida a la relación entre Dionisio con su copa. Ambos obje-tos (escudo y copa) son los instrumentos de poder de los respectivos dioses (Ares y Dionisio) y por eso se dice que “la copa es escudo de Dionisio”.

Con esta metáfora Aristóteles no intenta poner de relieve que los objetos “copa” y “escudo” son elementos del conjunto “símbolos divinos”. Esto sería una lectura categorial de la analogía. El quid de la metáfora –y de la analogía– es que copa y escudo cumplen una función semejante, por eso se puede esta-blecer la metáfora.

Cuando Aristóteles compara las alas de las aves con las aletas de los peces, está indicando que cumplen una función análoga. Aletas y alas sirven para trasportarse, aunque su estructura sea substancialmente distinta.

La metáfora parte de una analogía e intercambia los términos a partir de una función semejante. “Las alas son las aletas de las aves”, pues existe una proporción entre alas/aves y aletas/peces.

La analogía no debe confundirse con el razonamiento por analogía. La analogía es una relación con base en la cual se predica un nombre; así la metá-fora: “La copa es el escudo de Dionisio”, está basada en la ratio Ares/escudo:Dinonisio/copa. En cambio, el razonamiento por analogía, tam-

ras formales, i.e., de dos redes de relaciones que no son semejantes en nada fuera de sus propiedades pu-ramente formales, si bien éstas son idénticas. Cfr. 403, núm. 47.39. 113 Met. IX, 6, 1048a 30ss

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bién conocido como parádeigma, es una especie de inducción, o si se prefie-re, una inferencia114. “Del paradigma, que es una epagogé y sobre qué es esta epagogé, ya se ha dicho [1356b6]; mas no es respecto de la proposición que apoya como la parte ni como el todo respecto del todo, sino como la parte respecto de la parte, y lo semejante respecto de lo semejante: cuando dos pro-posiciones están comprendidas en el mismo género y una es más conocida que la otra, entonces hay paradigma; como cuando se prueba que Dionisio in-tenta la tiranía pidiendo una escolta, pues también antes Pisístrato al intentarla pedía una escolta, y habiéndola conseguido se hizo tirano, Teágenes en Méga-ra y otros que se conocen; son todos estos ejemplos respecto de Dionisio, del que no se sabe aún si por eso la pide. Todos estos casos quedan bajo el mismo universal del que intenta la tiranía pide una guardia personal”115.

18. Asápheia y metáfora

Enfocaré mi atención en la asápheia considerada como defecto de la defi-nición. Ya señalé que Aristóteles rechaza recurrentemente la metáfora por “oscura”.

Como indiqué en las primeras líneas de este trabajo, el adjetivo “obscuri-dad” es un arma arrojadiza que se puede lanzar sobre cualquier contrincante. Afirmar: “Tu explicación es obscura” o “debes ser más claro”, suele ser una manera de desacreditar al oponente, sin entrar en discusión con él. Pasamos por alto que la palabra “obscuridad” es ambigua, ella misma es “oscura”, y asumimos –con una buena dosis de arrogancia– que nosotros detentamos la virtud epistemológica de la claridad.

Si vamos a utilizar la acusación de obscuridad para descalificar al enemi-go, es justo que previamente expliquemos las condiciones epistemológicas de la claridad y las de la obscuridad. “La definición X es obscura cuando X tiene las cualidades r, s, t”116. No soy defensor de una metafísica que se oculta bajo

114 Tres libros que abundan sobre el tema: G.E.R. LLOYD, Polarity and Analogy, Two Types of Argu-mentation in Early Greek Thought, Cambridge Universtiy Press, Cambridge, 1966; Anthony PREUS, Science and Philosohpy in Aristotle’s Biological Works, Georg Olms Verlag, Hildesheim-Nueva York, 1975; Eutimio MARTINO, Aristóteles: el alma y la comparación, Gredos, Madrid, 1985. Para conocer algunas de las dificultades que este tipo de razonamiento presenta se puede consular a D. ROSS, Metap-hor, Meaning and Cognition, Peter Lang, Nueva York-Francfort, 1993, especialmente el capítulo I. Este libro no es un estudio monográfico sobre Aristóteles. Las dificultades que Ross señala están enunciadas desde perspectivas epistemológicas contemporáneas. 115 Ret. I, 2, 1357b 27ss. 116 Un artículo muy bien trabajado, es el de Luis GUERRERO: “La claridad en el pensamiento”, Revis-ta Tópicos 1 (1991), 89ss. Guerrero estudia los diversos significados coloquiales de la expresión “pensa-miento claro”. El autor desmonta el mito de la claridad en el pensamiento, pues demuestra que, ordinaria-mente, puede utilizarse otra expresión más exacta y menos retórica. Lamentablemente el artículo es poco conocido.

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el disfraz de “obscuridad y profundidad”, cuando en realidad se trata de pala-brerías con poca lógica. Pero tampoco soy defensor de otro tipo de charlatane-ría que se escuda en la pretensión de claridad, sin aplicarse a sí misma su pro-pio rasero y, sobre todo, sin tomar en cuenta que todos nuestros argumentos y conceptos siempre van a tener defectos.

Saphéneia es la primera virtud de un buen discurso. “La claridad consiste en hacer patente lo que se quiere expresar. Si hay claridad el discurso cumple con su función comunicativa. Como explica Cope, a partir de Nicomáquea II, 5, Aristóteles señala la virtud o excelencia de algo que puede utilizarse como un instrumento, se determina por su érgon o función especial. La función especial del lenguaje es explicar el significado de algo, luego, si falla al hacerlo –si no está claramente expresado– no puede cumplir con el objetivo que se proponía. Ahora bien, en el caso de la retórica no basta comunicar sino persuadir. Para persuadir y conservar la claridad, hay que procurar que el discurso no sea vulgar ni más pretencioso de lo debido. La claridad comienza desde los nombres y su uso. Este es un parámetro que sirve para distinguir entre retórica y poética. Aunque la poética no es vulgar, no es adecuada para un discurso porque utiliza palabras cuya función es procurar que la expresión sea adornada, sin fijarse lo suficiente en la claridad. En otras palabras, la expresión poética puede ser oscura”.

“Para que un discurso retórico sea claro debe limitarse al uso de los nombres específicos. (...) En el capítulo veintiuno de Poética hay una división de nombres entre los que aparecen los nombres usuales, las palabras extrañas, las metáforas, los adornos, los inventados, los alargados, los abreviados y los alterados. Estos nombres son importantes en la técnica del discurso poético porque provocan una expresión no vulgar y adornada. Como los adornos pueden provocar ambigüedad y el discurso retórico debe ser claro, Aristóteles recomienda el uso de nombres específicos o usuales. Estos son los nombres que todos usamos en un lugar determinado.

Ahora bien, puesto que los nombres que se apartan de los usos ordinarios consiguen que haya solemnidad en la expresión, no habrá que desechar por completo el adorno u ornamento del discurso retórico. Como hace notar Aristóteles, parece que hacer del lenguaje corriente algo extraño es propio de la poética (...) la poesía tiene múltiples recursos ornamentales. Pero en el caso de la retórica es más complejo, pues se trata de utilizar cierta clase de nombres que, con todo y su función ornamental y artificial, deben disimularse a tal grado que pasen por naturales. No es raro entonces que Aristóteles dedique algunas líneas del libro tercero de la Retórica a la selección de nombres. Como se sabe, este no es un asunto exclusivo de la retórica sino también de la dialéctica e incluso de la poética”117.

117 Luis Xavier LÓPEZ-FARJEAT, Teorías aristotélicas del discurso, ed. cit. cap. IV, inciso 2.1. Vid. Meredith COPE, The Rhetoric of Aristotle, ed. de J. E. Sanders, Cambridge Univesity Press, Londres, 1980, III, 13. Cfr. Poet. 21, 1457a 31. Ret. III, 2, 1405ª 3ss: “Y claridad (saphés) y agrado y giro extraño

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19. Asápheia en De anima

En De Anima I, Aristóteles descarta con firmeza los intentos de sus prede-cesores para estudiar y definir el alma. Aristóteles pasa revista a las grandes cabezas griegas: Anaxágoras, Tales, Diógenes, Critias, Alcmeón a quien con-sidera más exacto que Hipón118, al obscuro Platón119, las insólitas teorías pita-góricas120, el absurdo atomismo de Demócrito121, las aporías insolubles de Empédocles122, los poemas órficos123.

Para no repetir errores tan abominables, el Filósofo se ocupa de la metodo-logía para estudiar el alma, introduciendo el binomio acto-potencia como eje de su teoría psicológica. La definición aristotélica de alma sí es explicativa –piensa su autor– pues detalla las relaciones entre alma y cuerpo, y permite ex-plicar causalmente las operaciones del viviente. Aristóteles pretende haber superado, por ejemplo, la definición materialista de Empédocles, quien sólo aventuró la composición del alma en términos físicos. La definición aristotéli-ca del alma es una explicación causal, pues se recurre a la forma y al télos, no así la de Empédocles que se limita (sic) a sumar componentes. Aristóteles se ufana de dar cuenta del comportamiento y de las operaciones vitales, a partir de los principios del ser vivo.

Sus antecesores –continua el Estagirita– no fueron capaces de lograr estas definiciones y se quedaron en simples descripciones, conjeturas, afirmaciones gratuitas o metáforas. Cuando los pitagóricos afirman, por ejemplo, que “el alma es armonía” están dado una definición absurda, pues la armonía no da cuenta de la vida y de sus operaciones.

En este sentido, podemos interpretar De Anima I como un largo alegato en favor de las buenas definiciones y, por ende, de la claridad. A lo largo de toda esta obra, y particularmente de los libros primero y segundo, Aristóteles es consciente de que debe desarrollar una metodología precisa para alcanzar buenas definiciones, pues de lo contrario, cometería el pecado que ha echado en cara a sus predecesores.

los presta especialmente la metáfora, y ésta no se puede tomar de otros. Es preciso decir los epítetos y las metáforas bien apropiadas, lo cual se logrará por analogía, y si no, parecerán cosa inadecuada”. 118 De An. I, 2, 405a 12ss. De An. I, 2, 405b 3ss: “Entre los de mentalidad más tosca, en fin, algunos co-mo Hipón llegaron a afirmar que el alma es agua”. El Estagirita no duda en darle el apelativo de phortikós, adjetivo que admite una variedad de matices desde insoportable hasta basto, grosero y vulgar. 119 De An I, 3, 406b 27ss. Aristóteles arremete contra la idea de que los cuerpos pesados se mueven en circulo. Se trata de una explicación oscura, confusa, incierta (ádelos). Cfr. PLATÓN, Timeo 33a ss. 120 De An. I, 3, 407b14ss. Las teorías de inspiración pitagórica reciben el apelativo de tò átopon. 121 De An. I, 4, 409a 12ss; 5, 409b 1ss. El atomismo de Demócrito es calificado como insólito, ídios. 122 De An. I, 5, 410a 28ss. La palabra aporía es traducida habitualmente en dicho pasaje como “obscu-ridad”. Hay contradicciones insalvables si se aplica la teoría de los elementos al conocimiento. Tal es la opinión de Aristóteles, y por ello la tesis de Empédocles es obscura. 123 De An. I, 5, 410b 28ss.

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Según Aristóteles, antes que investigar la definición y operación del alma, hace falta determinar qué características debe tener una definición kalôs. La definición kalôs es concisa y real, no es redundante ni metafórica.

Por tanto, resultan muy relevantes las consideraciones de Aristóteles sobre el punto de partida de las investigaciones sobre los seres vivos. Debemos par-tir de lo “más claro”; este es el primer paso de una investigación correcta. Tal idea es recurrente en el Corpus: “Puesto que aquello que en sí es claro y más cognoscible, desde el punto de vista de la razón, suele emerger partiendo de lo que en sí es obscuro pero más asequible, intentemos de nuevo, de acuerdo con esta práctica, continuar con nuestro estudio en torno al alma. El enunciado de-finitorio no debe limitarse, desde luego, a poner de manifiesto un hecho –esto es lo que expresan la mayoría de las definiciones–, sino que en él ha de ofre-cerse también y patentizar la causa”124.

El pasaje enuncia la célebre y manoseada paradoja: lo más claro y cognos-cible por sí (haplôs, phýsei), es menos cognoscible para nosotros (pros hemâs). Más adelante analizaré ampliamente esta distinción y le dedicaré un inciso. Por ahora destaco una idea: nuestro conocimiento sobre el alma arran-ca del tò hóti.

La dificultad para encontrar una traducción castellana de la expresión es bien sabida; quizá se podría traducir tò hóti en algunos casos como “hechos sensibles”, aunque la traducción corre el riesgo de dejar a un lado el sentido de tò hóti como opinión. No se olvidé que Owen mostró que en el Corpus los fenómenos no equivalen a hechos externos. Los éndoxa de la dialéctica tam-bién son un punto de partida, un tó hóti desde el cual se infieren las causas.

La ciencia de los seres vivos parte de la experiencia cotidiana: el movi-miento de las abejas, la nutrición de los perros, la muerte de los humanos. El alma como explicación unificadora de la multiplicidad de operaciones vitales viene después. En el De Anima es punto de partida la opinión de los sabios, pero también lo es la experiencia sensible.

Sin embargo, no basta con mostrar los hechos singulares, sino que es me-nester dar una explicación causal. Esta es la diferencia entre ciencia y cono-cimiento empírico.

El conocimiento científico remite al alma como principio explicativo de una manera ordenada. Ya comenté que el rechazo aristotélico a la multitud de teorías sobre el alma de sus antecesores alude a las deficiencias explicativas. Asentar el hecho es epistemológicamente insuficiente; el científico debe pro-porcionar la explicación causal (aitía) del hecho. Hipón afirma que el alma es agua, pero no proporciona un sustento a su teoría. ¿Cómo se explican las combustiones vitales si el alma es solamente agua? La ausencia de sustento es la causa de la obscuridad.

124 De An. II, 2, 413a 11ss.

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No por casualidad Aristóteles gasta mucha tinta en la descripción del tacto y de otros sentidos. La psicología aristotélica no es pura descripción ni con-signación de hechos. Es la articulación de los hechos con los principios y, en medio, se introducen los farragosos análisis de la ciencia antigua. La teoría de los cuatro elementos, por ejemplo, es un eslabón explicativo entre el concepto del alma y el comportamiento concreto del ser vivo. Los Parva naturalia, De partibus animalium o Sobre la respiración no son escritos anecdóticos y su-perfluos para entender el alma; no son obras de las cuales se puede prescindir cómodamente. Estos tratados integran la cadena de explicaciones que apunta-lan la teoría general del alma.

Los autores que no son capaces de articular los principios universales con la experiencia concreta, la esencia con las propiedades, la naturaleza con las operaciones, son ambiguos y obscuros. No hacen ciencia, aun cuando enun-cien principios generales. La explicación del tò hotí a través de los principios son la garantía de la “claridad” científica.

Pero no sólo se cae en la asápheia por falta de explicación causal. Tam-bién se incurre en este pecado epistemológico cuando se proporcionan expli-caciones ambiguas: “Anaxágoras, por su parte, se expresa con menos clari-dad: a menudo dice que el intelecto es la causa de la armonía y el orden, mientras que en otras ocasiones dice de él que es el alma, por ejemplo, cuando afirma que se halla presente en todos los animales, grandes y pequeños, no-bles y vulgares”125. Anaxágoras no expresa claramente (diasaphéo) su postura pues sostiene dos explicaciones distintas para el mismo fenómeno. No basta establecer ambiguamente la relación causal entre P y Q; se debe de explicar de qué manera P es causa de Q. Soslayar esta precisión es una fuente de erro-res y de obscuridad. La auténtica explicación causal asienta el tipo de relación P-Q; de otra manera, la aitía no es auténticamente científica. Así, afirmar que la vejez causa la muerte de animales y humanos es una explicación muy am-bigua. ¿Mueren los viejos por el sólo hecho de cumplir años?

Según Aristóteles, De Anima desarrolla una teoría clara, pues distingue y explica la diversidad de sentidos de los términos, y sobre todo, determina las funciones específicas de las partes y potencias del alma. El Estagirita describe minuciosamente (sic) las relaciones causales y reduce los fenómenos –los hechos– a sus principios. Esta tarea es sintetizada en definiciones avaladas por argumentos.

Por ejemplo, en De Anima II, 4 Aristóteles analiza la facultad nutritiva. Después de criticar a quienes piensan que lo semejante se alimenta de lo se-mejante, el Estagirita expone su postura propia: “Y como lo correcto es, por lo demás, poner a cada cosa un nombre derivado de su fin y el fin en este caso es engendrar otro ser semejante, el alma primera será el principio generador de otro ser semejante. Por último, la expresión ‘aquello con que se alimenta’ puede entenderse de dos maneras lo mismo que ‘aquello con que se gobierna

125 De An. I, 2, 404b 1ss.

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un barco’: la mano y el gobernante, éste que mueve y es movido, aquella que mueve únicamente. Ahora bien, todo alimento ha de encerrar necesariamente la posibilidad de ser digerido, siendo lo caliente el factor de la digestión. Que-da, pues, expuesto en líneas generales que es la alimentación”126.

El tema de la nutrición es complejo. Aristóteles pretende dar con la causa del calor vital humano reduciendo la digestión a un proceso de combustión. El hecho del calor vital (tò hóti) se explica a través de la nutrición, que es una especie de combustión.

De paso, Aristóteles ha rechazado una metáfora, o mejor dicho, acota los significados de la expresión ‘aquello con que se alimenta’. Es intención del Filósofo impedir la multiplicidad de interpretaciones; recuérdese que la varie-dad de sentidos produce malas definiciones.

La intención de Aristóteles en De Anima II 4 fue aclarar el proceso de nu-trición, operación vital ambiguamente explicada por sus predecesores127.

Pero no todo es miel sobre hojuelas, en De Anima II, 5128 Aristóteles se to-pa con la insuficiencia del lenguaje. En este pasaje se analiza en qué sentido el conocimiento sensible es potencia. En griego –como en castellano– no existen dos palabras distintas para nombrar lo que los escolásticos llamarían poste-riormente “potencia activa” y “potencia pasiva”. El estudiante de geometría puede aprender el teorema de Pitágoras: está en potencia respecto ese cono-cimiento. Euclides, en cambio, puede explicar dicho teorema a sus alumnos: está en potencia de explicarlo. Ambas capacidades, poderes o potencias son distintos. Euclides no aprende el teorema cuando lo explica; el estudiante sí. ¿Qué tipo de potencia, capacidad o poder es el del conocimiento sensible?

El cometido del De anima es dar cuenta de la vida de una manera científi-ca, i.e., explicativa. Esta tarea requiere partir de las operaciones vitales, opera-ciones que son más evidente quoad nos, para analizarlas paulatinamente a partir de un principio llamado “alma”.

Sin embargo, no basta con aducir la existencia del alma como principio vi-tal; sería una pseudo explicación. Invocar el principio psíquico sin demostra-ciones y definiciones de por medio carece de valor científico. El caso típico de una pseudo explicación es el de quien afirma: “el opio es somnífero porque tiene virtud dormitiva”.

La claridad epistemológica del principio “alma” radica en dos cualidades: 1. El término “alma” no es ambiguo ni metafórico. 2. Aristóteles articula un cuerpo de doctrina demostrativo entre el principio

alma y los fenómenos sensibles concretos.

126 De An. I, 4, 416b 22ss. 127 De An. I, 4, 416b 1ss es un pasaje “angustiante”. El Estagirita se aboca a comprender la lógica de di-chas teorías. A partir de la comprensión de los rivales, está en condiciones de enunciar su propia explica-ción. 128 Especialmente De An. II, 5, 418a 1ss.

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El alma de los presocráticos y de Platón carecía de ambas cualidades. Ca-rece de precisión terminológica y no es una auténtica explicación. Entre los presocráticos, el uso de metáforas hace estragos y la ausencia de análisis fisio-lógico resta credibilidad a sus explicaciones. La psicología aristotélica preten-de superar cabalmente ambos defectos.

A pesar de que la preocupación metodológica por la claridad es un telón de fondo en De anima, Aristóteles no desarrolla explícitamente una teoría de “claridad” ni de su contrario, la obscuridad. Sin embargo, De anima es un franco intento por evitar la asápheia de los presocráticos. Aristóteles tiene a la vista los errores de sus antecesores y está pendiente de evitar tales errores.

20. Asápheia en la Ética y en los Analíticos: el valor de la diáphora

Desde el comienzo de la Nicomáquea Aristóteles nos pone en guardia co-ntra el vicio intelectual de la apaideusía129 o falta de atenencia epistemológica. El sujeto inculto pretende una exactitud impropia del génos científico, y exige demostraciones al poeta, y metáforas al físico. Ya me he referido al punto en otra publicación130. Traigo a colación el tema de pepaideuménos porque, así como en el De anima el uso de metáforas es reprobable, en el saber práctico, la exactitud requerida es distinta. Algunas explicaciones que en De anima se-rían calificadas de “oscuras”, son perfectamente admisibles en la ética.

La atinencia epistemológica es una preocupación constante de Aristóteles, especialmente en aquellas obras que no cumplen con las condiciones del mo-delo matemático. La claridad epistemológica no es unívoca, pues cada disci-plina científica detenta un tipo distinto de “claridad”.

Así las cosas, el Estagirita matiza su postura sobre la explicación causal en la Nicomáquea. Si en De anima, ha criticado acremente a sus antecesores porque simplemente consignaron hechos, y no dieron una explicación causal, en la Nicomáquea se consigna que el ámbito de los actos humanos es dema-siado contingente y merece un método más flexible. Algunas veces debemos contentarnos con señalar el tò hóti y no el tò dióti131 de los actos humanos.

Paradójicamente, para alcanzar la claridad en ética deben moderarse las pretensiones de rigor apodíctico en materia tan frágil como la de los asuntos humanos. La conquista de la claridad en política es una tarea semejante a la

129 Cfr. Osvaldo GUARIGILIA, “Poética y dialéctica en la ética de Aristóteles”, Diánoia, vol. 28, (1982), 23ss 130 Héctor ZAGAL, “L´attualità del metodo aristotelico” en Stephen L. BROCK, L´Attualità di Aristo-tele, Armando Editore, Roma 2000. 131 Me extiendo al respecto en “Logic an Ethics in Aristotle: Notes on the Argumentation in Nichom-achaen Ethics” en Mirko SKARICCA y Niels ÖFFENBERGER (ed.): Zur modernen Deutung der Aris-totelischen Pradikationstheorie, vol VII, Georg Olms, Hildesheim, 2000.

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que se emprende en Metafísica IV. En el libro IV se combate a quienes pre-tenden demostrar los axiomas. Análogamente, la Nicomáquea censura a quie-nes desean hacer de la ética un saber de tipo matemático: “Su contenido lo explicaremos suficientemente si hacemos ver con claridad la materia que nos proponemos tratar, según ella lo consiente. No debemos, en efecto, buscar la misma precisión en todos los conceptos, como no se busca tampoco en la fa-bricación de objetos artificiales. Lo bueno y lo justo, de cuya consideración se ocupa la ciencia política, ofrecen tanta diversidad y tanta incertidumbre que ha llegado a pensarse que sólo existen por convención y no por naturaleza. Y los bienes particulares encierran también por su parte tanta incertidumbre, ya que para muchos son ocasión de prejuicios: hay quien ha perecido por su ri-queza y otros por su valentía. En esta materia, por tanto, y partiendo de tales premisas hemos de contentarnos con mostrar en nuestro discurso la verdad en general y aun con cierta tosquedad. Disertando sobre lo que acontece en la mayoría de los casos, y sirviéndonos de tales hechos como de premisas, con-formémonos con llegar a conclusiones del mismo género. Con la misma dis-posición es menester que el estudiante de esta ciencia reciba todas y cada una de nuestras proposiciones. Propio es del hombre culto no afanarse por alcan-zar otra precisión en cada género de problemas sino la que consiente la natu-raleza del asunto”132.

En las ciencias “duras”, la claridad o evidencia del hecho no exime al cien-tífico de la obligación de proporcionar una demostración, salvo que se trate de un axioma o un principio propios. Por el contrario, en la ética la evidencia aparente sí suple la demostración: “En esta materia el principio es el hecho, y si éste se muestra suficientemente, no será ya necesario declarar el porqué”133.

El problema de la ética es cómo discernir los hechos que son suficiente-mente “claros” y no requieren explicación, de aquellos que sí la requieren. Al fin y al cabo, el término phanerós –utilizado en 1095b 6ss– no es una expre-sión rigurosamente técnica, como sí lo son dýnamis o hýle.

En los Analíticos, el adjetivo phanerós se vincula con los silogismos. Cuando se razona correctamente, i.e., cuando se respetan las reglas lógicas o cuando se muestra la relación entre la causa y el efecto, la conclusión es evi-dente; el silogismo engendra evidencia134. De ahí que para Analíticos Prime-ros, la evidencia se asocie al razonamiento. En los Analíticos, los adjetivos

132 Etic. Nic. I, 3, 1094b 11ss. 133 Etic. Nic. I, 4, 1095b 6ss. 134 Cfr.An Pr I, 3, 25b18; 4, 26b18; 4, 26b 26; 5, 27a 16; 5, 27a 23; 5, 27b 23; 5, 27b 34; 5, 28a 1; 6, 28a 36; 6, 28b 30; 6, 29a 11; 6, 29a 14; 6, 29a 30; 7, 29b 3; 7 29b 18; 7, 29b 24; 9, 30a 22; 9, 30a 28; 10, 31a 13; 12, 31b; 12, 32a 6; 13, 32a 21; 13, 32a 37; 13, 32b 31; 14, 32b 40; 14, 33a 17; 14, 33a; 14, 33a 24; 14, 33a.31; 14 33b 4; 14, 33b 8; 14, 33b 11; 14,33b 18; 15, 33b 35; 15, 34a 2; 15, 34a 25; 15, 34b 17; 15, 34b 32; 15, 35a 25; 15, 35b 20; 15, 35b; 16, 36a 15; 16, 36b 19; 17, 37a 1; 17, 37a 30; 17, 37b 7; 17, 37b 16; 19, 38a 35; 19, 38b 2; 19, 38b 15; 19, 38b 38; 21, 39b 30; 22, 40a 22; 22, 40b 12; 23, 40b 21; 23, 40b 27; 23, 41a 16; 23, 41a 22; 23, 41a 36; 24, 41b 13; 24, 41b 22; 24, 41b 32; 25, 42a 30.

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phanerós, dêlos y saphés se aplican preponderantemente a las conclusiones y a los silogismos, no a los hechos.

Tampoco De anima aporta muchas ideas al respecto. En su estudio sobre el alma, el Estagirita ha considerado imprescindible proporcionar una explica-ción por la causa (aitía). Las cualidades dêlos, phanerós y saphés se refieren la mayoría de las veces a definiciones exactas y a demostraciones a través de las causa formal, eficiente y final.

En la Ética nicomáquea, Aristóteles se contenta con la consignación y des-cripción de algunos hechos. El estudio de la amistad, por ejemplo, no es de-mostrativo; se trata, más bien de reflexiones argumentadas, salpicadas de anécdotas y refranes. Aristóteles comenta la opinión de los sabios y del vulgo sobre la amistad y seguidamente hace algunas consideraciones plausibles. La tesis central de la teoría es que la amistad es una condición necesaria para la felicidad. Si hurgamos en la Ética, nos daremos cuenta de que, en realidad, Aristóteles no aporta una prueba contundente de esta tesis. Cuando digo que no aporta una prueba contundente, lo que quiero decir es que no remite a la causa, a los principios o axiomas. Aristóteles asienta el tò hóti sin remitir al tò dióti; lejos está de elaborar una prueba matemática.

¿Por qué es imposible ser feliz sin amigos? ¿Implica el concepto de felici-dad la amistad? Aristóteles se contenta con apuntar el hecho, la amistad está implicada en la felicidad, y, a partir de la necesidad de la amistad se desarrolla toda una teoría.

No estoy afirmando que Aristóteles no argumente; sí que lo hace, pero no al modo de los Elementos de Euclides.

En la Ética escasean las demostraciones apodícticas. En la filosofía de las cosas humanas, Aristóteles privilegia los recursos dialécticos sobre los recur-sos apodícticos, por ello, la diaphorá juega un papel fundamental en la Ética Nicomáquea. Al fin y al cabo, la diaphorá no es un tipo de demostración, sino de análisis.

El quid de la ética es diferenciar entre la felicidad y las condiciones para la felicidad (salud, riquezas, honra, etc.). En geometría, la demostración reina como instrumento metodológico; en las ciencias humanas la habilidad para diferenciar es tanto o más importante. Qué fácil es confundir el placer con la felicidad, la incontinencia con el vicio o la prudencia con la astucia.

El acto de diferenciar está íntimamente ligado a la labor de esclarecer, has-ta el punto de que parecen identificarse135. Esto vale tanto para el esclareci-miento de conceptos, como para el de percepciones. Esclarecer es discernir. En Sobre las cosas escuchadas, Aristóteles habla de percepciones auditivas y olfativas poco claras. La mezcla de sonidos obscurece la percepción auditi-

135 Cfr. Etic. Nic. I, 7, 1097a 25ss. Cfr. también Ret. II, 22, 1395b 23ss.

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va136. Mutatis mutandi, dos problemas medulares de la ética son: saber dife-renciar entre felicidad y placer, entre felicidad y amistad. Placer y amistad aparecen en el estado felicidad, sin embargo, no constituyen la felicidad. Esta es la “obscuridad” de los asuntos humanos, complejidad que no aparece en la geometría. El triángulo no es el rectángulo y no hay vuelta de hoja. Para decir-lo cartesianamente, Euclides maneja “ideas” (proposiciones) claras y distintas. En la ética, felicidad, placer, honor son realidades que se traslapan constante-mente. Están unidas en la vida humana y el entendimiento humano no las ha separado, como sí acontece con las figuras geométricas, que han sido separa-das de sus condiciones reales de existencia. La esfera del geómetra no es ni de bronce ni de mármol; carece de materia o, si se prefiere, está sustentada en la enigmática hýle noeté.

Pero así como las matemáticas logran su exactitud y claridad prescindien-do de las condiciones sensibles (particularmente de las cualidades), los asun-tos humanos no pueden ser comprendidos prescindiendo de accidente reales tales como la edad, el sexo, la nacionalidad. Hablar de la amistad, de la justi-cia, de la felicidad sin ponderar las circunstancias de los individuos es una faena inútil y etérea. La política no es especulación sobre la virtud de la justi-cia, es estudio práctico para alcanzar tal virtud. Por eso escribe Aristóteles en la Ética Nicomáquea que la experiencia no es indispensable para las matemá-ticas, y sí para la ética. En consecuencia, los jóvenes pueden ser diestros ma-temáticos, pero no buenos maestros estudiosos de política y ética. No por ca-sualidad, la prudencia es virtud de viejos.

Insisto: los objetos de la ética no se consideran separadamente de la mate-ria. Su contingencia y su singularidad son relevantes para el saber práctico. La experiencia, y no la aphaíresis geométrica, es la llave para interpretar correc-tamente las realidades humanas. La claridad epistemológica de la ética no descansa en divisiones, distinciones, definiciones establecidas por diaíresis, sino en el reconocimiento de las diferencias de la acción humana.

En Tópicos. I, 13, 105a 24ss se habla de la diaphorá como una dýnamis, un poder especialmente valioso para distinguir los sentidos de una expresión. Pues bien, esta capacidad es continuamente ejercitada por Aristóteles. Todo el corpus, desde la Metafísica hasta la Ética Nicomáquea introduce diferencias. La metodología ideal aristotélica no es una metodología binaria, es el arte de discernir, no de excluir. La diaíresis, por estar amparada en la exclusión de especies dentro de un mismo género, tiende a ser disyuntiva. En este sentido, el viejo adagio escolástico “separar sin confundir, distinguir sin separar” hace justicia a Aristóteles137.

136 Cfr. De las cosas escuchadas 801b 8ss; 801b 10ss; 801b 21ss; 802ª 13. Vid. también Physiognomicos 1, 805b 19ss; 2, 806ª 33ss. 137 Cfr. Top. I, 3, 101b 18ss. Un pasaje donde diaphorá se utiliza en el sentido de añadir la diferencia al género para obtener la definición se encuentra en Top. VI, 1, 139a 29ss. Un lugar donde se percibe la cer-

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21. Asápheia en la Retórica

a) Algunos presupuestos

La retórica estudia los medios para persuadir en cada caso concreto; no es una ciencia teórica, sino un conocimiento práctico. La retórica es, por tanto, una habilidad o facultad para persuadir ad casum138. Y así como la dialéctica estudia el silogismo y el silogismo aparente, así la retórica estudia lo creíble y lo que parece creíble139. El rétor y el orador deben ser capaces de distinguir entre las proposiciones verosímiles, es decir, aquellas que están sostenidas por argumentos retóricos adecuados, y aquellas que carecen de garantías argu-mentativas.

Para ser más precisos, hay que decir que la verosimilitud de algunos hechos no requiere de argumentos retóricos. La verosimilitud de tales hechos es “evidente”: “...lo persuasivo lo es para alguien, y o bien es persuasivo y creíble inmediatamente y por sí mismo, o bien porque parece que es probado por razonamientos que son tales”140.

A su vez, los argumentos pueden dividirse en: 1. No técnicos: “a los que no son logrados por nosotros, sino que preexis-

ten, como los testigos, confesiones en tormento, documentos y los semejan-tes”141.

2. Técnicos, es decir, aquellos son articulados intencionadamente y si-guiendo las reglas y método del arte de la retórica. Estos argumentos se sub-dividen en tres clases:

a) Argumentos que persuaden en virtud del prestigio del orador. El oyente acepta el argumento no por el valor intrínseco del razonamiento, sino por la autoridad de quien lo detenta142.

b) Argumentos que persuaden moviendo las pasiones de los oyentes143. c) Argumentos “lógicos”. “Por los discursos creen cuando mostremos la verdad o lo que verdad parece según los persuadible en cada particu-lar”144.

canía entre diaíresis y diaphorá es An. Post. I, 5, 74a 37ss. La observación filológica de Ross al lugar cita-do no es de escasa importancia. Cfr. su comentario al loc. cit. 138 Cfr. Ret. I, 2, 1355b 25ss. 139 Cfr. Ret. I, 1, 1355b10ss. 140 Ret. I, 2, 1356a 28ss. 141 Ret. I, 2, 1355b 35. 142 Ret. I, 2, 1356ª 5ss. 143 Ret. I, 2, 1356ª 14ss. 144 Ret. I, 2, 1356ª 20ss.

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b) Claridad y dicción retórica

En la Retórica, como en el resto del Corpus, no se acuña un uso técnico de los adjetivos phanerós y dêlos.

Por ejemplo, Retórica I, 6: “A qué objetivos hay que exhortar como futuros o existentes, y de cuales hay que disuadir, está claro (phanerón)”145.

Y un uso derivado de dêlos: “El tener buenos y muchos hijos no es cosa obscura (ádela)”146.

En cambio, el término saphés goza de mejor fortuna. Transcribo un pasaje más o menos largo, pero que servirá de matriz en este inciso. Hay que tener presente que al inicio de Retórica III, Aristóteles advirtió que el discurso tiene tres aspectos: elocución, acción y dicción: “Definamos que virtud de la dicción es que sea clara; la prueba es que el discurso (lógos), si no manifiesta algo (dêlos), no producirá su propio efecto (érgon); el estilo no ha de ser ni bajo ni por encima de lo debido, sino adecuado; en cuanto al estilo poético ciertamente no es bajo, pero no es adecuado al discurso. De los nombres y de los verbos lo hacen claro (saphés) los específicos; no bajo, sino adornado, los otros nombres que se han dicho en los libros Sobre la poética, pues el variar lo ordinario hace que la dicción sea más digna; porque lo mismo que les ocurre a los hombres con los extraños y los ciudadanos, les ocurre también con el estilo. Por eso es necesario hacer algo extraña la lengua, ya que se admira lo de los que están lejos, y lo que causa admiración es agradable. En la poesía esto lo producen muchos medios y conviene muy bien en ella, porque se sale más de lo ordinario en asuntos y personas de que habla, mas en la prosa sencilla conviene mucho menos, porque el asunto es inferior (... ) también en los discursos estará la expresión apropiada en concentrar o amplificar; por eso habrá que hacerlo sin que la gente se dé cuenta, y no parecer que se habla artificiosamente, sino con naturalidad”147.

La claridad es una condición necesaria del érgon del discurso. Es una condición necesaria, pero no suficiente, porque resulta muy difícil persuadir en el ámbito de la verosimilitud si se atiende exclusivamente al discurso y se soslayan las circunstancias y carácter del auditorio.

La claridad del mensaje es, sin embargo, absolutamente necesaria, i. e. si el auditorio no entiende nuestro discurso estamos perdidos. Pero para comprender un discurso hace falta familiaridad con los nombres y palabras que lo integran. Tal familiaridad no es, en manera alguna, un problema de pura semántica. Aristóteles enfoca el problema desde la pragmática. El sentido semántico no lo es todo en la retórica; los gustos y costumbres de los oyentes son determinantes en la transmisión del mensaje.

145 Ret. I, 6, 1362ª 15ss. Cfr. también III, 2, 1404a 35ss. 146 Ret. I, 5, 1361ª 38ss. 147 Ret. III, 2, 1404b 1ss.

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Aunque el Estagirita reconoce la importancia de la dimensión pragmática, muy pronto recomienda la moderación. Los jóvenes y los esclavos, por ejemplo, gustan de los discursos recargados y estrambóticos. El rétor y el orador, aunque está al tanto, no se entregan cabalmente a los gustos de su auditorio. A la larga, las preferencias estilísticas de los oyentes en materia de discursos, pueden volverse en contra de la claridad. Si un orador únicamente pretende complacer a sus oyentes, difícilmente logrará transmitir un mensaje.

Por ello, Aristóteles recomienda la sencillez. “El nombre específico y el corriente, y la metáfora es lo único que conviene para el estilo de los discursos de prosa sencilla. La prueba es que sólo de éstos se sirven todos, ya que todos hablan con metáforas, con los nombres corrientes y con los específicos, de manera que es evidente que si uno hace bien su discurso, resultará algo extraño, como dijimos, y cabe que pase el arte inadvertido y el estilo sea claro. Y ésta decíamos que era virtud (areté) del discurso oratorio”148.

En la retórica, la claridad está en un incómodo bamboleo, pues debe “complacerse” al auditorio, adaptándose a su temperamento y educación, pero no tanto que se ponga en peligro la semántica del discurso.

La metáfora es la concesión que hace Aristóteles a la pragmática. Este recurso atiende a las circunstancias de los oyentes, pero también está sujeto a ciertas “reglas” que facilitan su moderación. “Y claridad y agrado y giro extraño los presta especialmente la metáfora”149.

Claridad, porque si bien la metáfora admite una multitud de interpretaciones, –como se ha indicado en Tópicos– es igualmente cierto que el contexto discursivo y la cultura de los oyentes restringe la multitud de interpretaciones150.

Agrado, porque las metáforas facilitan el conocimiento. Nos llevan a entender lo desconocido a través de objetos y situaciones familiares151. “Las metáforas hay que sacarlas de ahí: de cosas hermosas, o por el sonido o por la significación o para la vista o algún otro de los sentidos”152.

Giro extraño, pues las metáforas juegan con el lenguaje ordinario y le dan elasticidad. Aunque, una vez más, Aristóteles insiste, “no hay que traer las metáforas de lejos, sino de cosas que son del mismo género y especie, al dar nombre a lo que no lo tiene”153.

Se podría objetar, que aún no se ha dado ninguna “regla” firme sobre el uso de la metáfora. A ello hay que responder que, en efecto, la retórica maneja

148 Ret. III, 2, 1404b 31ss. 149 Ret. III, 2, 1405ª 8ss. 150 Virginia Aspe me sugirió que no dejará de hacer anotación. Cfr. William VELOSO, “Il problema dell’imitare in Aristotele”, Quaderni Urbinati di Cultura Classica, nuova serie 65, (2000), 63ss. 151 Sobre imagen y metáfora Cfr. Ret. III, 4, 1406b 20ss y 10, 1410b 18ss. 152 Ret. III, 2, 1405b 18ss. 153 Ret. III, 2, 1405ª 35ss.

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valores epistemológicos como “claridad” y “agrado”, que muy difícilmente puede ser regulados. ¿Quién puede estar seguro a priori de que su discurso va a ser aplaudido? Certeza matemática no la hay.

Quizá la única regla definitiva sobre la metáfora en los discursos retóricos sea la siguiente: “Es preciso siempre que la metáfora por analogía se pueda convertir a ambos términos del mismo género; por ejemplo, si la copa es el escudo de Dionisio, también está bien decir que el escudo es la copa de Ares”154.

Esta sencilla regla garantiza aceptablemente que los oyentes comprenderán el sentido de la metáfora y, por tanto, el discurso cumplirá con una de las condiciones para alcanzar su érgon, la persuasión. Al mismo tiempo, esta convertibilidad contribuye a restringir la interpretación de la metáfora, aunque, nunca, de una manera absoluta.

A esta regla se podría sumar otra, menos exacta: “Es preciso sacar la metáfora, como se ha dicho, de cosas propias, pero no obvias; según también en la filosofía contemplar lo semejante aún en lo que se diferencia mucho es propio del sagaz”155. Si la metáfora es obvia, pierde su atractivo y deviene un recurso superfluo. El valor de la metáfora es que insinúa, da pie a que los oyentes comprendan el mensaje, sin que el orador lo enuncie explícitamente. Es una especie de razonamiento, donde se deja al auditorio la inferencia de la conclusión.

Por esto –porque puede ser esquematizada– la metáfora no es per se obscura. Así como un interlocutor razonable deducirá de las premisas de un silogismo correctamente enunciado, la conclusión correcta; así, un auditorio razonable interpretará correctamente la metáfora.

22. La cuestión de los cognoscibles quoad se y quoad nos

He dejado intencionadamente un cabo suelto: la distinción entre lo eviden-te quoad nos y lo evidente quoad se.

Ya me he referido a Física I, 1 como un locus clásico para la metodología aristotélica. En 184b16-21 se explica cómo nuestro conocimiento comienza por lo más claro quoad nos. También me he referido a Tópicos VI, 4 141b 5ss, donde la definición se compara con la demostración. Definición y demostra-ción deben partir de lo más evidente. Por ejemplo, De anima II, 3, 413ª11ss: “Puesto que aquello que en sí es claro y más cognoscible, desde el punto de vista de la razón, suele emerger partiendo de lo que en sí es obscuro pero más

154 Ret. III, 5, 1407ª 11ss. 155 Ret. III, 11, 1412b 10ss.

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asequible, intentemos de nuevo, de acuerdo con esta práctica continuar con nuestro estudio en torno al alma. El enunciado definitorio no debe limitarse, desde luego, a poner de manifiesto un hecho –esto es lo que expresan la ma-yoría de las definiciones–, sino que en él ha de ofrecerse también y patentizar-se la causa”156.

Este texto es importante pues conecta la propiedad “claridad” con la defi-nición causal, tal y como se ha sugerido en De Anima.

El pasaje príncipe para la teoría de la demostración ya ha sido referido con ocasión de la discusión de Física I. Aristóteles explica en Analíticos Posterio-res I, 2 las condiciones que deben tener los principios de la demostración, a saber, (1) causales, (2) anteriores y (3) conocidas: “Ahora bien, son anteriores y más conocidas de dos maneras: pues no es lo mismo lo anterior por natura-leza y lo anterior para nosotros, ni lo más conocido y lo más conocido para nosotros. Llamo anteriores y más conocidas para nosotros a las cosas más cercanas a la sensación, y anteriores y más conocidas sin más a las más leja-nas. Las más lejanas son las más universales, y las más cercanas, las singula-res: y todas éstas se oponen entre sí. <Partir> de cosas primeras es <partir> de principios apropiados: en efecto, llamo a la misma cosa primero y principio. El principio es una proposición inmediata de la demostración”157.

Analíticos Posteriores se afana para que en la mente coincida lo más cog-noscible por naturaleza con lo más cognoscible quoad nos. Demostrar consis-te ni más ni menos que en lograr que los principios “obscuros” y “ocultos” pa-ra nosotros, sean cabalmente conocidos como causa y esencia de los hechos. Comenta santo Tomás: no sólo se trata de saber que hay un eclipse, y que un eclipse es el ocultamiento del sol. El científico debe demostrar que el obscu-recimiento es producido por la interposición de la luna entre la tierra y el sol. Está interposición está “oculta”, no es evidente, pues no se trata ni de una ver-dad axiomática (P=P), ni de una evidencia sensible (La nieve es blanca). La tarea científica consiste en demostrar que un eclipse en la interposición de la luna entre el sol y la tierra, a partir del hecho percibido en la tierra.

Ética Nicomáquea I, 4158 brinda una perspectiva también interesante, pasa-je, por cierto, donde Aristóteles reconoce en passant, que Platón fue quien in-trodujo la distinción entre demostración quia y propter quid: “No se nos pase por alto, sin embargo, el hecho de que los razonamientos diferirán según que se parta de los primeros principios o que se tienda a ellos como a término fi-nal. Con razón Platón andaba perplejo en este punto, inquiriendo si el mejor método será el de partir de los principios o el de concluir en ellos, al modo

156 Utilizo la traducción de Tomás Calvo, Gredos, Madrid, 1988. 157 An. Post. I, 2, 71b 33ss. 158 Tomás de Aquino anota: lo propio del ser humano es el discurso, la ratio, la argumentación. Por tan-to, debemos proceder metodológicamente de lo más conocido quoad nos. Sólo en pocos casos, como en matemáticas, lo “más conocido” quoad nos coincide con lo más conocido quoad se. Cfr. In Eth. Nic. I, lect. IV, n 52. Utilizo la edición de Marietti, al cuidado de R. A. Gauthier, Roma-Turín, 1968.

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como si en el estadio los atletas hubieran de correr desde los jueces hasta la meta o viceversa. Sea de ello lo que fuere, lo incuestionable es que es preciso comenzar partiendo de lo ya conocido. Pero lo conocido o conocible tiene un doble sentido: con relación a nosotros unas cosas, en tanto que otras absolu-tamente; y siendo así, habrá que comenzar tal vez por lo más conocible relati-vamente a nosotros”159.

Y a continuación Aristóteles explica porque los hábitos morales condicio-nan nuestra aprehensión de los principios éticos, que no es sino el lugar co-mún: “Quien no vive como piensa, terminará pensando como vive”. Por ejemplo, los adolescentes –”secuaces de sus pasiones”, traduce Gómez Ro-bledo–, no son sujetos aptos para desarrollar la ciencia ética y política.

En otras palabras, la claridad epistemológica del punto de partida de la éti-ca es muy relativa; depende de las condiciones de los sujetos, por eso es quoad nos. Un individuo vicioso y un caballero virtuoso no ven con igual “claridad” los principios éticos. Esto no significa que principios tales como “Haz el bien y evita el mal” no sean evidentes, lo que Aristóteles sugiere es que el temperamento natural y los hábitos adquiridos condicionan la aprehen-sión de este principio.

Esta idea es de innegable prosapia platónica. Aristóteles aprendió en la Academia que las pasiones inciden profundamente en los juicios de los humanos. Basta pensar en que el tratado Retórica es una teoría de las pasio-nes, un estudio de la relación entre silogismo, elocución y pasión. El rétor domina los mecanismos psicológicos para modificar las creencias del audito-rio a partir de pasiones, entimemas y ejemplos.

Sin embargo, el pasaje recién citado de la Ética es engañoso, pues podría insinuar que las pasiones son negativas para el razonamiento humano, tesis que no es aristotélica. El Estagirita sencillamente piensa que: (1) Las pasiones influyen en nuestros razonamientos. (2) Algunas disciplinas, como la ética, exigen un mayor dominio de las pasiones para que no tergiversen nuestros ra-zonamientos.

Como hace notar Fortenbaugh, la intervención de las pasiones no juega un papel extra racional sino que están involucradas en nuestra manera natural de pensar. Nuestra racionalidad es emotiva, para decirlo en terminología de best-seller. El retórico persuade y dispone la pasión del auditorio para que acepte sus argumentos160. De esta suerte, la claridad y la obscuridad de la ética están profundamente emparentadas con las técnicas retóricas. La evidencia de la re-tórica está en franca dependencia de las pasiones. En política, retórica y ética los argumentos han de comenzar por lo más claro y cognoscible para el audi-

159 Etic. Nic. I, 4, 1095ª 31ss. 160 Cfr. W. W. FORTENBAUGH, Aristotle on Emotion. A contribution to Philosophical Psychology, Rhetoric, Poetics, Politics and Ethics, Duckworth, Londres, 1975, 18. He tenido a la vista el capítulo III, inciso 2 el erudito texto de Luis Xavier LÓPEZ-FARJEAT, Teorías aristotélicas del discurso.

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torio; de ahí la importancia de estar familiarizado con las costumbres, hábitos e inclinaciones de las personas.

Por su parte, se lee en Metafísica VII, 4: “Y, puesto que hemos comenzado distinguiendo los diversos sentidos que damos a la substancia, y uno de éstos parecía ser la esencia, detengamos nuestra consideración en él. Pues es con-veniente avanzar hacia lo más fácil de conocer, ya que el aprender se realiza, para todos, pasando por las cosas menos cognoscibles por naturaleza a las que son más cognoscibles. Y así como en las acciones, partiendo de las cosas buenas para cada uno, hay que hacer que las cosas universalmente buenas sean buenas para cada uno, así también es necesario, partiendo de las cosas más conocidas para uno mismo, hacer que las cosas cognoscibles por natura-leza sean cognoscibles para uno mismo. Pero las cosas cognoscible para cado uno y primeras son muchas veces apenas cognoscibles, y poco o nada tienen del ente”161.

Aristóteles liga “entidad” y cognoscibilidad; existe una relación entre la substancia y la evidencia. Las substancias –el ente par excellence es ousía– son más cognoscibles por naturaleza que los accidentes. Primero conocemos las operaciones y cualidades de la substancia, y después conocemos la esen-cia. De aquí a la “verdad ontológica” de la escolástica no hay mucho trecho.

Un pasaje que se sale del tono de Ética Nicomáquea I, 4, Analíticos Poste-riores I, 2 y Metafísica VII, 4 está en Ética Eudemia I, 6: “Relativamente a todas estas cuestiones hemos de esforzarnos por tratar de convencer mediante argumentos racionales, sirviéndonos de hechos comprobados (toîs phainémo-nois) como de testimonios y ejemplos. Lo mejor sería sin duda el que todos los hombres parecieran dar su asentimiento a todo cuanto diremos, pero si es-to no es posible, por lo menos un acuerdo unánime de algún modo, y podrán hacerlo si mudan en algo su orientación. Todo hombre, en efecto, tiene cierta tendencia propia hacia la verdad, de cuya constatación habrá que partir para acreditar de algún modo nuestras demostraciones sobre estas cosas. Partiendo de proposiciones verdaderas, aunque no claras (ou saphés), a medida que avancemos vendrá la claridad, deduciendo siempre proposiciones de mayor evidencia (tá gnorimótera) en lugar de aquellas que se suele exponer confu-samente. En toda investigación los argumentos difieren entre sí según que se expongan de manera filosófica o no filosóficamente. De ahí que ni en materia política deba tenerse por superflua una investigación semejante, en forma tal que no sólo se haga patente (tò tí phanerós), sino también el porque, ya que éste es el comportamiento filosófico en cualquier investigación”162.

Aristóteles hace las siguientes afirmaciones: 1. “Los argumentos pueden partir de fenómenos, testimonios y ejemplos”.

161 Met. VII, 4, 1029b1ss. 162 EE, I, 6, 1216b 26ss. Utilizo la traducción Antonio Gómez Robledo, Universidad Nacional Autó-noma de México, México, 1994.

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La crítica ya ha demostrado sobradamente que los “fenómenos” a los que aquí se refiere Aristóteles son una variedad de los éndoxa. Este matiz ayuda a despejar muchas de las dificultades de este desconcertante pasaje.

2. “Todo humano tiende a la verdad”. Esta afirmación no procede de una romántica concepción del ser humano;

es una consecuencia de las teorías naturales. La naturaleza no hace nada en vano. Es así que el ser humano posee entendimiento, luego existe una inclina-ción natural a conocer y, por ende, los humanos poseen una capacidad natural para aprehender la verdad.

3. “El razonamiento procede de disposiciones verdaderas, aunque poco claras, para llegar a proposiciones de mayor evidencia”.

Esta proposición es “la manzana de la discordia” del pasaje. Aristóteles se contradice aparentemente, pues según los pasajes arriba citados, el conoci-miento inicia con premisas obscuras, aunque verdaderas. La claridad se va in-crementado en el proceso científico, conforme se demuestran las causas.

1. “La investigación política no debe contentarse con lo evidente, debe buscar también la causa”.

Esta tesis también parece oponerse a lo que se ha dicho en la Ética Nico-máquea. Según tal tratado, el pepaideúmenos sabe contentarse con establecer el tò hotí y no exige el tò dióti en materia tan contingente.

El pasaje es problemático y podría pensarse que es un indicio de la evolu-ción del pensamiento del Estagirita. No dudo de la evolución de las ideas de Aristóteles, pero creo que las posibles inconsistencias de estas líneas con otros lugares del Corpus pueden superarse sin el recurso a la teoría genética-evolutiva.

Son dos las tesis que “hacen ruido”: la número (3) y la (4). Intentaré despe-jar las dificultades.

El problema planteado por (4) es relativamente sencillo de resolver. En Ética Nicomáquea I, no se dice que nunca se debe buscar el tò dióti; Aristóte-les afirma simplemente que eventualmente hay que conformarse con la evi-dencia de lo hecho. En Eudemia, Aristóteles aspira a que, en la medida de lo posible, se indaguen las causas de una manera filosófica.

En cambio (3) sí que plantea graves problemas de interpretación. El punto no es que “obscuridad” y verdad sean compatibles en una misma proposición, pues Aristóteles ha indicado que una proposición puede ser verdadera y si-multáneamente obscura quoad nos. El nudo gordiano está en que Aristóteles sugiere que la investigación comienza por lo menos claro y no por lo más cla-ro.

Se pueden encontrar dos soluciones a este pasaje. La primera es suponer que cuando Aristóteles escribe: “partiendo de proposiciones verdaderas, aun-que no claras”, lo que en realidad quiere decir es “no claras quoad se”. Esta lectura tiene en su favor la sencillez.

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No obstante, me inclino por una segunda interpretación. Algunos éndoxa se corresponden con proposiciones cuya verdad es intuida por la multitud. Pe-ro el vulgo carece de un conocimiento claro de esas creencias, pues la misma multitud que las acepta es incapaz de aducir una demostración. Sería el caso de la teoría de la amistad. Los grandes principios sobre la philía son aceptados grosso modo por los hombres. Sin embargo, si exigimos a la multitud un aná-lisis y una explicación, caeremos en la cuenta de que esos éndoxa no están respaldados por la ciencia. El sentido común, la sensatez, generalmente reco-noce lo verdadero, aunque carece del aparato epistemológico adecuado para dar respaldo a sus creencias. La ciencia aristotélica –la ética muy en primer lugar– reconcilia la claridad quoad se con la claridad quoad nos, es decir, hace respaldar los éndoxa con argumentos.

Próteros y gnórimos son las dos cualidades epistemológicas más estudia-das por Aristóteles. La distinción entre el orden de la naturaleza y el orden del tiempo es crucial y recurrente en el Corpus163. No quiero dejar de insistir en el tema.

Tampoco quiero dejar de apuntar la relevancia de esta distinción para la fi-losofía medieval. Los escolásticos detectaron la utilidad que este concepto podía reportar para la teología cristiana. Dios es lo más cognoscible quoad se y nuestro pobre entendimiento –decían los medievales– no puede comprender su grandeza. Los objetos sensibles, las flores, las moscas, las piedras son más cognoscibles para nosotros que los atributos divinos.

23. ¿Qué significa cognoscible háplõs?

Me temo que el cognoscible háplõs es una versión rebajada del eîdos de los platónicos. Este eîdos camuflado se cuela en el Corpus a través de la dis-tinción entre lo más conocido quoad nos y quoad se. El mundo sensible, de los atributos y accidentes, de las sensaciones y los singulares, es el reino de los cognoscible quoad nos. Nosotros, los seres humanos, estamos hechos para contemplar las penumbras de la tierra. Más allá del mundo sublunar están los cuerpos celestes, las substancias separadas y el motor primero; objetos metafí-sicos, que difícilmente comprendemos y que sólo vislumbramos después del arduo ejercicio de la filosofía primera.

Las entidades metafísicas son lo más cognoscible quoad se, pero, de nin-guna manera, lo más cognoscible quoad nos. La ciencia dura estudia los cuer-pos celestes, incorruptibles y eternos, los objetos matemáticos y las substan-cias separadas, no los animales, las plantas ni la pólis. Es muy difícil superar

163 John J. CLEARY en Aristotle on the many Senses of Priority, Southern Illinois University Press, Carbondale and Edwardsville, 1988, habla de la raíz platónica-académica de esta distinción, pág. 99, nota 7.

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la dóxa al hablar del mundo sublunar164. ¿No es una reminiscencia platónica? ¿No nos recuerda a Parménides y sus dos vías?

Pero Aristóteles no acepta la existencia separada de las Ideas. ¿Qué es, en-tonces, lo cognoscible quoad se? ¿Cuándo podemos decir que una proposi-ción o un concepto es más cognoscible o evidente en sí? ¿No es el conoci-miento una relación? Si es así, qué sentido tiene hablar de que un objeto es más cognoscible o evidente para sí. Encuentro dos interpretaciones de lo cognoscible háplõs o quoad se165.

a) Primera interpretación

X es más cognoscible quoad se porque “tiene más ser” (frase ambigua). En otras palabras, porque la entidad (ousía) de X admite que un sujeto S obtenga más conocimientos. Un ejemplo pedestre: la definición de hidrógeno es me-nos cognoscible quoad se que la definición del alma animal. El perro es una substancia cuyas operaciones son variadas, mientras que el comportamiento de átomo de hidrógeno es mucho más simple.

Un ejemplo menos coloquial: el motor primero es lo más cognoscible quoad se, pero no es lo menos cognoscible quoad nos. Marcelo Boeri comen-ta con claridad meridiana: “Hay un pasaje muy importante del tratado De par-tibus animalium (644b22ss), que suele citarse como texto paradigmático para mostrar la importancia que tenían para Aristóteles los estudios de filosofía na-tural, y, en particular, la relevancia de la biología en el campo de los estudios naturales. En este texto se examina una cantidad de cuestiones que, efectiva-mente, muestran de una manera bastante precisa no sólo los intereses de Aris-tóteles, en la investigación de la naturaleza sino también los fundamentos que justifican el rango e importancia que se atribuye a esa área de investigación. El pasaje en cuestión comienza por describir la distinción aristotélica tradicio-nal entre substancias inengendradas e incorruptibles (i.e., los cuerpos celestes) y aquellas substancias que están sujetas a generación y corrupción. En el caso del primer grupo de substancias se dice, ‘por ser dignas y divinas, no hay mu-cha posibilidad de investigarlas con precisión, ya que la evidencia sensible con la que contamos (...), es insuficiente’.

En lo que respecta a las substancias que nacen y mueren, en cambio, con-tamos con muchos mejores medios de obtener datos precisos, ‘pues nosotros vivimos entre ellas’. Aristóteles está aquí enfatizando el valor de la experien-cia sensible y, en general, de los datos de los sentidos, como medio de acceso a un conocimiento seguro. (Cfr. Phys. I, 1). Pero pese a que aquí parece estar

164 Un pasaje curioso donde la opinión de la mayoría y la ciencia coinciden es De coel. I, 3, 270b 4ss. Todos los hombres piensan que el cielo es divino. 165 Soslayo los matices que distinguen háplõs de kath’ autó.

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otorgándose una importancia especial al ámbito de las substancias corrupti-bles, Aristóteles se preocupa por señalar que ambos dominios –tanto el de las substancias corruptibles como el de las incorruptibles– tienen su propio inte-rés e importancia.

En efecto, aun cuando nuestra comprensión de los cuerpos celestes es pe-queña, por ser tan valioso y divino, su conocimiento nos proporciona un esta-do mucho más placentero que el de cualquier conocimiento que podamos te-ner en el ámbito de nuestra experiencia. (...) Esta afirmación es bastante pla-tónica y recuerda el pasaje del Timeo 27d ss y 29b-c, en que se enfatiza la in-ferioridad en que se encuentra cualquier explicación que tenga que ver con el mundo del devenir. Sin embargo, las substancias corruptibles tienen la ventaja de que, al ser más rápida y fácilmente accesibles, podemos obtener más y me-jor información sobre ellas.

A lo dicho sigue un largo discurso en el cual se intenta mostrar la impor-tancia del estudio de todas las formas animales, aun cuando alguna de ellas no sea agradable a nuestros sentidos. En efecto, las obras de la naturaleza ofrecen un extraordinario interés para aquellos que pueden reconocer las causas en las cosas y que, al mismo tiempo, tienen una inclinación natural a la filosofía (645ª7-10). Esto último es bastante sugerente de la asociación que hace Aris-tóteles entre el filósofo y el estudio de la naturaleza como un campo propicio para el desarrollo de las capacidades filosóficas.

Al parecer se ve la naturaleza como un medio adecuado para despertar el interés por lo que, según Aristóteles, debe ser uno de los pilares principales de la actividad filosófica: la búsqueda de las causas que fundamentan y explican de un modo acabado cada fenómeno. De este modo, continúa Aristóteles, hay que darse cuenta de que en todas las cosas naturales hay algo maravilloso; ahí se cuenta la anécdota de Heráclito y ciertos extranjeros que habían ido a visi-tarlo. Cuando los extranjeros vieron a Heráclito en la cocina intentando calen-tarse, aparentemente, esta visión del filósofo produjo cierta perplejidad entre los visitantes, pero Heráclito les dijo: “No temáis y pasad, pues los dioses habitan en este lugar” (645ª16-21). Del mismo modo, concluye Aristóteles, debe llevarse a cabo la investigación de cualquier especie animal por más desagradable que sea a los sentidos, pues en ellas hay algo natural, y, conse-cuentemente, hay también algo bello”166.

Existe una relación entre “cognoscibilidad” y substancialidad o, si se pre-fiere, entre verdad y ente. Aunque hay que evitar un malentendido: compleji-dad y entidad no se identifican. La ousía por antonomasia es simple. La com-posición de partes hace que un objeto sea más cognoscible quoad nos, pero no quad se. Que a nosotros nos parezca más “interesante” lo compuesto que lo simple es una consecuencia de nuestras limitaciones. Siguiendo el ejemplo de Metafísica, nuestra inteligencia es a lo cognoscible quoad se como los ojos de los murciélagos a la luz del sol.

166 Marcelo BOERI, Introducción Aristóteles, Física I-II, editorial Biblos, Buenos Aires, 1988, 11ss

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Desafortunadamente, el poder explicativo de este pasaje de la Metafísica suele sobrevalorarse. Aún queda en el aire la pregunta por la aparente austeri-dad epistemológica sobre lo simple. ¿Por qué “agotamos” tan pronto la “pro-fundidad” de lo simple? Lo de los ojos de los murciélagos es una metáfora, no un argumento. No resisto la tentación de citar a Teofrastro: “También es ab-surdo que unos animales vean más de día y otros de noche; pues el fuego me-nor es destruido por el mayor, por lo que no podemos mirar de frente al sol y al fuego totalmente puro; de modo que aquellos que son más deficitarios de luz, necesariamente deberían ver menos de día; o bien si lo semejante aumen-ta (la visión), como dice, mientras lo contrario la destruye y obstaculiza, nece-sariamente todos deberíamos ver mejor los colores blancos de día, tanto en los que la luz es menor como en los que es mayor, y los negros de noche. Ahora bien, todos ven mejor el día, a excepción de unos pocos animales; en estos el propio fuego interior refuerza verosímilmente esta capacidad, igual que hay cuerpos que por su color brillan más de noche”167.

La observación de Teofrastro no me parece, de ninguna manera, irrelevan-te. El valor demostrativo de la comparación de Metafísica, II, 1 993b 9ss es precario. Teofrastro “desarma” la metáfora (o analogía) a partir de una expli-cación física: los murciélagos ven de noche porque su fuego interior refuerza su vista. El que estos animales sean cegados por el sol, no recoge la causa por la cual los objetos simples y “cognoscibles haplôs” sean menos congnoscibles quoad nos.

b) ¿Un tercer estado de la esencia?

Una segunda interpretación es de raigambre árabe. X es más cognoscible quoad se, pues constituye un tercer estadio de la esencia. Avicena ya habló de él. Lo cognoscible quoad se no es una substancia separada metafísica (dios, los motores celestes), ni una substancia sublunar. Es un estadio intermedio, algo así como las substancias matemáticas, cuya existencia es intencional.

Desafortunadamente, la expresión “cognoscible quoad se” sugiere esta lec-tura. Mi argumento es: Conocer implica un sujeto S cognoscente, un acto u operación de conocer, y el objeto C conocido168. Es decir, el conocimiento es

167 Sobre las sensaciones, edición, introducción, traducción y notas de José SOLANA DUESO, Antr-hopos, Barcelona, 1989, par.18. El traductor remite a los siguientes pasajes del Corpus aristotelicum, De sensu, 439ª 30 y De anima II, 7, 419a 6. 168 Sé que el magnifico promanuscripto de Patricia Moya estaría en desacuerdo conmigo, pues interpre-to el conocimiento como una relación. Cfr. Patricia MOYA, La intencionalidad como elemento clave de la teoría del conocimiento de Tomás de Aquino, promanuscrito, documento de trabajo Nº 31, Universidad de Los Andes, Santiago de Chile, 1999, 4ss. La autora invoca el comentario de Aquino, In De anima ex-positio III, (II, 64-70 en la edición leonina). Sin embargo, considero claro que el conocimiento es una rela-ción, peculiar, pero al fin y al cabo una relación. Phys. VII, 247b 1 ss. El conocimiento, lo dice Aristóteles, no es génesis ni metabolé, ni kínesis.

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una relación. Considero que las expresiones quoad se y quoad nos se corres-ponden con la noción “relación” apuntada en Categorías 7169.

Se trata, ciertamente, de una relación muy peculiar, como ha puesto de manifiesto el tema de la intencionalidad, pero, al fin y al cabo, el conocimien-to es una relación170. Lo diré de otra manera, la expresión “el objeto C es más cognoscible quoad se” significa que C posee más propiedades y que, por tan-to, potencialmente, es más cognoscible. Los términos quoad se y quoad nos se prestan a confusiones y, hasta cierto punto, son irrelevantes. Afirmar la existencia de objetos tipo C es una verdad de Pero Grullo. ¿Qué problema re-solvemos afirmando la existencia de seres que potencialmente son más cog-noscibles que otros?

24. Cognoscible quoad nos y metáfora

Ahora enfocaré el tema de los órdenes del conocimiento a través de la me-táfora. Aristóteles desconfía de la metáfora, pues esta figura es obscura. La definición metafórica no es primera ni máximamente conocida. Cuando no definimos a partir de lo próteros y lo gnórimos en sentido absoluto (háplõs) propiciamos la asápheia. El pasaje príncipe es Tópicos VI, 4, que, aunque lar-go, considero conveniente transcribirlos: “Así pues, si se define bien o no, es algo que hay que examinar por estos y tales medios; en cambio, si se ha defi-nido y se ha enunciado el tò tí ên eînai o no, es algo que se ha de examinar a partir de lo siguiente: Primero <ver> si no se ha construido la definición a par-tir de las cosas anteriores y más conocidas (próteron kaì gnorimotéron). En efecto, cuando la definición se da en vista de conocer lo definido, no conoce-mos a partir de cualquier cosa, sino a partir de las cosas anteriores y más co-nocidas, tal como en las demostraciones (en efecto, así procede toda enseñan-za y todo aprendizaje) es evidente (phanerós) que el que no define mediante tales cosas no ha definido. Y, si no, habrá varias definiciones de la misma co-sa: es evidente, en efecto, que también el que ha definido mediante cosas ante-riores y más conocidas ha definido, y mejor, de modo que ambas serán defi-niciones de lo mismo. Ahora bien, tal cosa no parece admisible: pues, para cada una de las cosas que existen, el tò tí ên eînai es una sola cosa. De modo que si hay varias definiciones de la misma cosa, el ser de lo definido será idéntico a lo que indica según cada una de las definiciones. Pero estas cosas no son las mismas, puesto que las definiciones son distintas. Así, pues, es evi-

169 Cfr. Cat. 6b 1ss. La nota (a) de la pág. 46 al loc. cit. de la edición de Harold P. Cooke me parece muy atinada (Harvard University Press, William Heinemann LTD, Cambridge, Mass.-Londres, 1949). Son in-teresantes los comentarios a 6b2 de Amonio (On Aristotle´s Categories, trad. S. Marc Cohen y Gareth B. Matthews, Cornell University Pres, Ithaca, 1991, 79, num 8-19). 170 Cfr. Richard SORABJI, “From Aristotle to Brentano: The Development of the Concept of Inten-tionality”, Oxford Studies in Ancient Philosophy, vol. sup. 1981, 227-259.

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dente que, el que no ha definido mediante cosas anteriores y más conocidas, no ha definido”171.

Según este pasaje, la definición debe remitir a objetos o propiedades cono-cidas con facilidad. De lo contrario la definición es “obscura”. A continuación ataré algunos cabos sueltos a partir del pasaje citado.

a) La claridad de la definición matemática

Aristóteles parte de un concepto relativamente matemático de definición172. El paradigma de horismós es el matemático; lo muestra su proclividad a ejemplificar continuamente con casos aritméticos y geométricos. Podrá obje-tarse contra mi observación que Aristóteles utiliza estos ejemplos precisamen-te por ser claros y contundentes: el teorema de Pitágoras y la definición de triángulo son ejemplos selectos.

Revierto la supuesta objeción con sus propios argumentos: porque tales ejemplos son precisos, Aristóteles entroniza la nitidez de las matemáticas. Que entre la multitud de ejemplos que hay en las ciencias el Estagirita elija una y otra vez los ejemplos geométricos, es una actitud elocuente. Un círculo es definido como una figura bidimensional tal que todos los puntos de la cir-cunferencia equidistan del punto llamado centro. Todas las demás propieda-des, v. gr., las características de π (número de veces que el radio cabe en la circunferencia de todo círculo) son posteriores a la esencia de círculo. Una vez entendida la esencia, tò tí ên eînai, es posible demostrar el resto de las propiedades173. En las definiciones matemáticas se puede establecer con rela-tiva facilidad una jerarquía entre las propiedades del definiendum y la esencia, por eso es la definición par excellence.

b) El orden didáctico y el orden sistemático

No violentamos el Corpus si sugerimos la distinción entre un orden didác-tico174 y un orden expositivo o sistemático. El orden didáctico se corresponde

171 Top. VI, 4, 141a 23ss. Cfr. An Post. I, 1 71a 1ss. 172 Es obvio que no afirmo que el razonamiento dialéctico sea un razonamiento matemático ni que la definición según Tópicos se identifique sin más con la definición de la geometría. Cfr. Robin SMITH, Ar-istotle Topics. Books I And VIII, Clarendon Press, Oxford, 1997, xvi 173 Resulta interesante la sugerencia de Jorge Morán: “Demostrar” propiedades no equivale a “deducir-las”. La deducción sería algo propio del racionalismo y no de la epistemología aristotélica. Convendría rastrear en el Corpus para documentar esta sugerencia. Cfr. “Los momentos metodológicos en Aristóteles” en AAVV: Ensayos aristotélicos, Publicaciones Cruz, México, 1996, 61ss. 174 Con toda intención soslayo por ahora la distinción entre orden de la naturaleza y orden del tiempo de Met. V, 11, 1081b 9ss.

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con el orden psicológico, i. e., el modo como aprendemos los conocimien-tos175. En cambio, el orden de la demostración no se corresponde exactamente con el orden de la educación; de ordinario, los niños memorizan la figura cír-culo y, sólo mucho después, son capaces de deducir su ecuación. El orden di-dáctico podrá ser todo lo imperfecto que se quiera desde un punto de vista de lógica axiomática, pero es una realidad; nuestro aprendizaje no inicia con de-mostraciones a partir de axiomas y reglas. El niño aprende que la infusión de camomila es astringente a partir de experiencias concretas. Una tarde merien-da churros con chocolate y sufre un cólico; su madre le proporciona alivio con la infusión caliente. Otra noche el niño se intoxica con pescado huachinago; la benéfica manzanilla es un paliativo para sus dolores. Una tercera ocasión una taza de camomila aminora su colitis nerviosa en vísperas de ingresar al cuartel para cumplir el servicio militar. A partir de estas experiencias, de ese contacto con una serie de atributos empíricos, el joven se forja una idea sobre la natura-leza de la flor de manzanilla. Si el joven fuera interrogado por otro adolescen-te neoyorkino sobre la “esencia” de la manzanilla, el joven hispanoamericano respondería:”es una infusión medicinal para los males gastrointestinales”.

Pensemos ahora en el joven neoyorkino o mejor aún, un estudiante de In-diana, un chico educado en alguna ciudad del Midwest norteamericano. Este muchacho jamás ha bebido la infusión de manzanilla por considerarla un re-medio casero de pueblos subdesarrollados; cuando enferma levemente, nues-tro joven norteamericano ingiere algún antiespasmódico industrial.

La paradoja es que el enfermo estudia botánica y conoce la definición científica de la flor de manzanilla. Sabe con exactitud la clasificación de Li-neo de la flor; es capaz de identificar el orden y la familia de la mazanilla. Como botánico posee algunos intereses médicos y ha leído sobre las cualida-des astringentes de esta flor. No obstante, su conocimiento del tò tí ên eînai de la manzanilla no fue utilizado con fines medicinales. El chico del Midwest ca-recía de un conocimiento práctico de la manzanilla, pues no había experimen-tado su utilidad.

Acierta Aristóteles al distinguir entre conocer la esencia y conocer sus atri-butos más “evidentes”. Podemos estar familiarizados con las propiedades te-rapéuticas de la manzanilla y desconocer su esencia. Ello no significa que seamos ignorantes; algo sí que sabemos de la flor de manzanilla, conocemos en la práctica sus poderes curativos.

Y viceversa, puede conocerse la esencia del triángulo y no conocer in actu una de sus propiedades, v. gr., que sus ángulos interiores suman 180º. A partir de la esencia se puede inferir el teorema de los ángulos internos iguales a dos rectos, pero ello no implica que necesariamente actualicemos esta posibilidad. Análogamente, el estudiante de botánica no aplica su conocimiento universal

175 Sólo así se explica, por ejemplo, que Aristóteles se conceda el derecho de explicar ambiguamente la relación entre aire y agua, aduciendo que más tarde explicará con claridad el asunto. Cfr. Phys. IV, 213a 1ss. Cfr. De Gen. et Corrupt. I, 3.

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al hic et nunc. Sabe en teoría que la manzanilla es astringente, pero no prepara una infusión para remediar sus cólicos.

El orden sistemático se corresponde con la demostración y la definición. A partir de esencias, el sabio procede a explicar de una manera científica los fe-nómenos. Sin embargo, la ciencia no se agota en apódeixis; en la ciencia han lugar, además, diaíresis, diaphorá, epagogé y, syllogismós. De esta suerte, Analíticos primeros no es una metodología de la investigación sino la meto-dología para exponer la ciencia terminada, algo así como una lógica docens. Una disciplina explicada según los cánones de los Analíticos sería una especie de vadecum, prontuario, enciclopedia, no un libro de texto. Lo característico de una enciclopedia es su sistematización, no sus ejercicios para aprendizaje. Nadie en su sano juicio critica el orden de una enciclopedia y nadie en sus ca-bales memoriza una enciclopedia. El hábito científico no se adquiere leyendo una enciclopedia.

Aristóteles sugiere algo más en Tópicos VI, 4: existe un paralelismo entre las demostraciones y las definiciones. Una demostración puede ser construida a partir de lo más conocido quoad nos, como quien demuestra que Xantipa parió porque está pálida. La palidez es sémeion de haber dado a luz, es causa cognoscendi de nuestra aseveración sobre el estado de Xantipa, pero no es causa essendi. Una “definición” articulada exclusivamente a partir de propie-dades sensibles puede ser muy cognoscible quoad nos y no por esto propor-cionan el tò tí ên eînai. Los atributos son cognoscibles quoad nos, pero no son lo más evidente quoad se.

Las metáforas suelen ser cognoscibles quoad nos, sin embargo, no son evidentes quoad se. La metáfora, aunque sea rectamente interpretada por una comunidad hermenéutica, no enuncia claramente esencia; es un lógos indirec-to del tò tí ên eînai. Las buenas metáforas resultan fáciles de entender porque remiten a otra realidad más familiar, como el poeta que describe a la mariposa como “Candil del parque”176, pues el artefacto candil es más familiar para el citadino que las mariposas del campo. Definir a la mariposa por su brillo, se-mejante al candil encendido, o a la flor de manzanilla por sus virtudes curati-vas, no es ni científico ni claro quoad se. En verdad, la mariposa es semejante al candil del parque, y en verdad la manzanilla es medicinal, pero lo propio de la mariposa es su condición de insecto y de la manzanilla su condición fane-rógama.

176 Joaquín Antonio PEÑALOSA, “Meditación a las mariposas sobre la muerte”, Cantar de las cosas leves, Fondo de Cultura Económica, México, 1999, 43.

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c) La eficacia de la metáfora

En el orden del aprendizaje, i. e., desde el punto de vista de lo más conoci-do quoad nos, la metáfora puede ser un camino eficaz para construir la defini-ción. El hombre de la calle está acostumbrado a lo sensible, a los ejemplos. Una buena metáfora puede guiar eventualmente al sujeto hacia lo esencial; las metáforas suelen ser didácticas. Entre la copa de Dionisio y el escudo de Ares existe una semejanza: ambos son emblemas de poder. Por ello, la metáfora “la copa es el escudo de Dionisio” pone de manifiesto quoad nos que el cáliz dionisiaco es un instrumento de fuerza. El ciudadano piadoso era capaz de re-conocer la semejanza entre el escudo y la copa. La metáfora ponía ante los ojos del devoto de Baco la función de la copa y de esta manera marcaba un límite, hóros. Copas y escudos eran objetos familiares para los griegos.

La objeción que lanza el Estagirita contra la metáfora como método para alcanzar la definición radica precisamente en esta grandeza y miseria del co-nocimiento quoad nos. Ya lo he comentado previamente. Una proposición P no es igualmente cognoscible para todo el mundo. Lo advirtió Aristóteles en Metafísica II: “El resultado de las lecciones depende de las costumbres de los oyentes. En efecto, queremos que se hable como estamos acostumbrados a oír hablar, y las cosas dichas de otro modo no nos parecen lo mismo, sino, por falta de costumbre, más desconocidas y extrañas. Lo acostumbrado, en efecto, es fácilmente cognoscible. Y cuanta fuerza tiene lo acostumbrado, lo mues-tran las leyes, en las cuales lo fabuloso y lo pueril, a causa de la costumbre, pueden más que el conocimiento acerca de ellas”177.

Para un adolescente educado en la era de Internet y de la genética, la refe-rencia a Dionisio es excéntrica y rara; poco o nada sabe del Olimpo y sus habitantes. A su vez, el teenager posmoderno puede componer metáforas que resultarían incomprensibles para el más aguzado de los efebos áticos: “La vi-da es un software, basta un virus nuevo para destruirla”. Cualquier metáfora construida a partir de la cultura informática es hermética para las mentes más privilegiadas de Grecia. Siempre necesitamos del contexto para la interpreta-ción de definiciones y demostraciones; pero la metáfora es particularmente dependiente de las costumbres de los lectores. Una metáfora es más difícil de interpretar que una definición geométrica, pues las “reglas” de interpretación de la metáfora son muy informales e involucran muchos aspectos vitales de los individuos a quienes va dirigida. Una metáfora puede ser muy “clara” para la comunidad y muy obscura para otro grupo humano.

La metáfora es una comparación, analogía del tipo a/b:c/d. Las analogías “aclaran” ideas pues explican lo desconocido poniéndonos en contacto con realidades familiares, las mariposas, las computadoras, los cálices. De nuevo un ejemplo sobre computadoras; el poeta Peñalosa se refiere a ellas como:

177 Met. II, 3, 994b 33ss.

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“Sibila electrónica de Cumas/ tecnificada Pitonisa de Delfos”. Si no sabemos qué es una pitonisa y qué el oráculo délfico, tampoco entenderemos qué es una computadora. En cambio, si Pericles o Temístocles hubiesen oído estos versos, sí que algo habrían entendido. Eso –”la computadora”– es un objeto muy sabio, pues el poeta la compara ni más ni menos que con la mujer inspi-rada por Apolo. La metáfora perfecta permite cierta convertibilidad: la com-putadora es pitonisa y la pitonisa es computadora; la mariposa es candil del parque, el candil del parque es mariposa luminosa178.

d) La diversidad de interpretaciones de la metáfora

Además del problema de la relatividad de lo evidente quoad nos, hay otra dificultad. Las metáforas pueden recibir múltiples interpretaciones y esta di-versidad de sentidos da pie a la obscuridad.

Bien es cierto que las metáforas son menos farragosas que las definiciones y las demostraciones científicas, pero la pesadez de una definición y una de-mostración es consecuencia de su carácter científico. Su interpretación está regulada; la univocidad de la definición compensa su escaso atractivo litera-rio.

Por otra parte, con cierta facilidad podemos distraernos en aspectos acce-sorios de la metáfora en lugar de captar el quid. Por ejemplo, podemos que-darnos con la idea de que lo propio de eso que se llama “computadora” es la magia, pues el poeta comparó la máquina con la sibila de Cumas y con la pi-tonisa délfica. La metáfora no nos indica cómo discernir los elementos acci-dentales de los “esenciales”. ¿Cuál es el tò tí ên eînai de la computadora? ¿Su relación con los dioses? ¿Sus poderes proféticos? ¿Acaso no es una pitonisa y una sibila?

La metáfora no es adecuada para expresar definiciones, pues cabría una in-finidad –al menos un número muy grande– de enunciados de la esencia. Es posible forjar un gran número de metáforas sobre un objeto X. Protágoras habría ganado la partida. “El hombre sería la medida de todas las cosas”179.

178 “Es preciso siempre que la metáfora por analogía se pueda convertir a ambos términos del mismo género; por ejemplo, si la copa es el escudo de Dionisio, también está bien decir que el escudo es la copa de Ares”. Ret III, 5 1407a 14 ss. 179 Seamos justos con Protágoras. Recojo las palabras de Hannah Arendt: “Theatetus, 152C y Cratylus, 385E. En estos ejemplos, al igual que en otras antiguas citas de la famosa frase, a Protágoras siempre se le cita como sigue panton chrematon metron estin antropos (véase DIELS: Fragmente der Vorsokratiker, 1922, B1.) La palabra chremata no significa ‘todas las cosas’, sino específicamente las cosas usadas, o ne-cesarias o poseídas por el hombre. La supuesta frase de Protágoras, ‘el hombre es la medida de todas las cosas’ sería el griego anthropos metron panton, correspondiente por ejemplo al polemos pater panton de Heráclito (‘la lucha es el padre de todas las cosas’)”. Hannah ARENDT: La condición humana, trad. Ra-món Gil Novales, Paidós, Barcelona-Buenos Aires, 1993, 195, nota 23. Creo que Aristóteles se inclina por la interpretación platónica de Protágoras. Esto explica, en parte, el temor aristotélico contra la metáfora

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Nunca podríamos llegar a una definición par excellence, pues cada comuni-dad humana podría exigir otra definición más adecuada para sus categorías culturales.

La univocidad mantiene a raya la asápheia; la metáfora analógica le da rienda suelta. A menor margen para la diversidad de interpretaciones, menor obscuridad y viceversa.

Un corolario: para expresarlo en nomenclatura de Kripke, la metáfora no es un designador rígido180, en cambio, tò tí ên eînai sí es un designador rígido, al menos eso parece prima facie. La definición como cognoscible quoad se es análogo a un designador rígido. Cuando el científico ha capturado en una de-finición el tò tí ên eînai del definiendum, se ha llegado a un “algo” que per-manece idéntico, una entidad necesaria.

e) ¿A favor de la univocidad?

Asumo el ideal aristotélico de evitar las metáforas como modo de defini-ción, pues son una fuente de asápheia. Sin embargo, detrás de esta prevención hay que preguntarse si la objeción de Aristóteles contra la metáfora no es un alegato implícito en favor de la univocidad.

Resulta extraño –no inconsistente– que un autor tan proclive a la analogía muestre tal desconfianza con la metáfora181. Aristóteles conoce el mecanismo de la metáfora y es conciente de la facilidad con la cual se cuela la ambigüe-dad por las fisuras de las analogías. Supongo que este riesgo lleva a Aristóte-les a restringir tan decididamente el uso de la metáfora fuera del ámbito poéti-co y retórico.

No obstante, la pregunta crucial es si el uso analógico del lenguaje no de-viene metáfora. ¿No está lleno nuestro lenguaje ordinario de metáforas?182 Al fin y al cabo el metalenguaje de los lenguajes científicos es nuestro lenguaje ordinario. Es así que nuestro lenguaje ordinario está plagado de metáforas, luego, la última palabra no la tiene la univocidad científica.

como recurso argumentativo, incluso en el ámbito de los Tópicos. Cfr. por ejemplo Met. IX, 3, 1047ª 4ss y en general IV, 5, 1015ª 20ss. No obstante, ahí está De anima, III, 3, 428b 21ss. 180 Una comparación entre la teoría de la esencia aristotélica y la teoría de Kripke se encuentra en Char-lotte WITT, Substance and Essence in Aristotle, Cornell University Press, Ithaca (USA)-Londres, 1989, cap. 6. 180ss. 181 La actitud de Aristóteles respecto a la metáfora es titubeante en Top. I, 17 108ª 11ss. Me ha hecho caer en la cuenta de ello André LAKS: “Aristote sur la Métaphore” en Aristotle’s Rethoric. Philosophical Essays, edit. David J. FURLEY y Alexander NEHAMAS, Princeton University Press, New Jersey, 1994, 288ss. 182 Me parece sobradamente probado por Erogue LAKOFF y Mar JOHNSON, Metáforas de la vida cotidiana, trad. Carmen González Marín, Cátedra, Madrid, 1995. Passim. Evidentemente, los autores van mucho más allá de lo que yo quisiera ir.

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25. Conclusiones

a) La claridad como ideal filosófico

La filosofía analítica tuvo el mérito de revalorar el papel de la “claridad” y denostar la “obscuridad” en el discurso filosófico. Algo hubo en algunos herederos de Hegel que propició la complicación del discurso filosófico y el paulatino abandono del ideal cartesiano de “ideas claras y distintas”. Hoy por hoy, no es raro que los estudiantes de filosofía confundan la falta de orden y rigor con “profundidad y originalidad”. Los ideales de la filosofía analítica fueron una bocanada de aire fresco en algunos ambientes enrarecidos por la falta de silogismos y argumentos.

De esta suerte, fomentar un ideal de claridad no sólo es encomiable, sino una verdadera obra de caridad filosófica, especialmente en aquellos lugares donde los posmodernos han sembrado la desconfianza indiscriminada hacia la lógica y la argumentación rigurosa.

No obstante, el apelativo “obscuro” fácilmente deviene un insulto irracio-nal, una descalificación injustificada y retórica. Adjetivar un discurso, una de-finición como “obscuro”, supone –quiero pensar– que somos capaces de des-cribir las condiciones bajo las cuales una proposición P o una definición D es “obscura” o “clara”. Si somos capaces de criticar la obscuridad de los filóso-fos rivales, tenemos la obligación de explicar nuestros parámetros de “lumi-nosidad”.

Aristóteles parece consciente del papel que juega en la filosofía. Resulta llamativa su perspectiva de la historia del pensamiento. Desde el primer mo-mento se sitúa en una atalaya y, desde ella, juzga a sus predecesores con base en varios criterios, entre ellos, el de claridad.

El ejercicio aristotélico de la filosofía está vinculado al cultivo de su histo-ria. Repasar las doctrinas de sus predecesores no es arqueología filosófica; Aristóteles no relata “aventuras y tanteos filosóficos”, sino que explora argu-mentos e hipótesis. La filosofía se vale de la dialéctica; pensar soslayando la tradición en aras de la “neutralidad” es iluso y pretencioso.

El respeto por la historia no hace a Aristóteles un coleccionista de antigüe-dades filosóficas. Muy al contrario, sus juicios sobre los presocráticos y los platónicos son generalmente duros. Sin embargo, el Estagirita estudia las teo-rías de sus predecesores.

En otras palabras, la claridad filosófica no está peleada con el estudio de la historia de la filosofía. Prescindir de las condiciones históricas, de los contex-tos culturales, para quedarnos sólo con las ideas y los argumentos –viejo ideal cartesiano– no garantiza per se la claridad filosófica. Aristóteles no práctica la epojé fenomenológica, al menos en lo que respecta a la historia. El filósofo no cede a la tentación de ganar “claridad” a costa de prescindir de tradiciones culturales y filosóficas.

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b) Los defectos de la metáfora

Un reproche constante de Aristóteles hacia los antiguos es la obscuridad. Ya he señalado que en el Corpus no se acuña un término técnico para hablar de claridad epistemológica. Los términos saphés, délos, phanerós se usan in-distintamente y no es pertinente hablar de un uso especializado. Aristóteles utiliza estas palabras cuando considera que una tesis, un fenómeno, un hecho es relativamente fácil de conocer. Si revisamos el Corpus, caeremos en la cuenta de que délos y phanerós se utilizan la mayoría de las veces en torno a la argumentación. Cuando Aristóteles desarrolla un argumento y considera que ha cumplido su cometido, suele recurrir a estos adjetivos. El término sap-hés, en cambio, suele estar asociado al ámbito de la definición y la metáfora. No obstante, insisto, Aristóteles no acuña el término preciso.

Asaphés, délos y phanerós son cualidades escurridizas. El Estagirita no elabora una caracterización universal y unívoca de ellas. Por una paradoja, su teoría de la “obscuridad epistemológica” es obscura. Hablar de obscuridad y claridad en epistemología, ya es un recurso metafórico, pues el sentido primi-genio de la palabra pertenece al ámbito físico. La noche es oscura y el día es claro.

Aunque carecemos de una teoría de la obscuridad en el Corpus, contamos con multitud de ejemplos de lo que Aristóteles considera obscuro. Seré iróni-co: para el Estagirita son obscuros la mayoría de sus predecesores. No se tien-ta el corazón y califica de palabrería vana y vacía lo mismo a la teoría de la participación de los platónicos, que la de los cuatro elementos de Empédocles, y qué decir de las doctrinas de los pitagóricos.

La falta de método científico es la perdición de las doctrinas anteriores y Aristóteles piensa que él está cerca de dar con la metodología adecuada. El Fi-lósofo intenta poner en práctica sus principios metodológicos; los ideales de los Analíticos están presentes en el Corpus, aunque no siempre los silogismos brillen por su nítida redacción.

Su pluma censura implacablemente la falta de rigor en la demostración y en la definición. De ordinario, Aristóteles advierte que sus predecesores han definido de una manera “obscura”; por ejemplo, el típico defecto de los pre-socráticos es valerse de las metáforas en lugar de definiciones estrictas. La metáfora es una comparación, una analogía y no es simpliciter falsa; sin em-bargo, la metáfora no capta el tò tí ên eînai. Por tanto, es defecto epistemoló-gico.

Además, la metáfora admite una multiplicidad de interpretaciones y, por ende, no es un instrumento óptimo para la ciencia. En la tragedia, en la épica, la variedad de interpretaciones no es un defecto, pues el objetivo fundamental de la poesía no es demostrar un conjunto de tesis, sino la imitación y la catar-sis. Y aún así, Aristóteles es proclive a las metáforas sencillas y fáciles de ex-

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plicar, y no al rebuscamiento, de lo que hoy llamaríamos anacrónicamente “barroquismo”. El Estagirita es promotor de la sencillez, incluso en poesía.

Las demostraciones metafóricas tampoco son explicativas. Una caracterís-tica de la definición científica aristotélica es su capacidad (sic) para dar cuenta de las propiedades y de los efectos. No olvidemos que el silogismo perfecto se vale de la esencia como término medio. Esto significa que las propiedades se atribuyen a un sujeto gracias a la garantía del tò tí ên eînai, y a su vez, las de-finiciones no son arbitrarias, porque están garantizadas por la demostración. En la teoría aristotélica de la ciencia, la suerte de los silogismos científicos es-tá vinculada a la suerte de la demostración.

Demostración y definición son principios de la ciencia. Las metáforas son un torpedo debajo de la línea de flotación del barco de la ciencia aristotélica, pues anula la exactitud de tales principios Si Aristóteles admitiese la metáfora como instrumento de explicación científica, desarticularía el edificio de su ciencia. Perdido el tò tí ên eînai se ha perdido el valor explicativo de las de-mostraciones y de las descripciones. La ciencia aristotélica no es un saber eminentemente descriptivo, sino un saber kath’autó.

La obscuridad que tanto teme Aristóteles se produce cuando una propiedad o hecho no es explicado kath’autó a través de sus principios y causas, sino que simplemente se consigna o, peor aún, se proporciona una pseudo explica-ción. La metáfora parece que explica pero, en realidad, no lo lo hace, pues no remite a una demostración.

Obscura es una explicación en la cual un hecho Q no es demostrado a tra-vés de su principio P. Nótese que P no es necesariamente anterior a Q en el orden de la naturaleza; P puede ser anterior a Q en el orden del tiempo. La demostración que procede del tò hóti es válida, aunque la demostración que procede del tò dióti es más perfecta. Por ello, la geometría es una ciencia par-ticularmente clara; no por casualidad Aristóteles acude constantemente a ejemplos de esta disciplina.

Obscura es una definición cuando no captura el tò tí ên eînai del definien-dum y, sin embargo, el enunciado se antoja científicamente válido. La metáfo-ra es típicamente obscura, pues da la impresión de que es una definición, cuando en realidad no lo es.

Los presocráticos –y a su modo Platón– fallaron en la claridad de sus ex-plicaciones. Empédocles acertó al consignar que la tierra y el fuego son prin-cipios de vida; pero no supo explicar la manera como agua, aire, fuego y tierra son principios del alma. En las ciencias aristotélicas existe una jerarquía de principios, hay principios comunes y principios próximos y la explicación científica utiliza los principios con orden y concierto. Los elementos son prin-cipios materiales que requieren de explicación formal.

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c) La claridad en ética y política

En geometría, la mera consignación de un hecho (a2+b2=c2) no es un co-nocimiento científico. Poner en evidencia una proposición, aclarar una tesis, significa hallar la aitía del hecho o de la propiedad, y viceversa, la ausencia de la explicación causal implica asápheia. En cambio, en la ética no siempre hace falta una explicación causal. La asápheia epistemológica en la ética es distinta de la aspaheía en las ciencias especulativas. La ética no es un saber eminentemente demostrativo, sino práctico. Estas dos consecuencias: (1) La finalidad última de la ética no es explicar la virtud de la justicia, sino facilitar-nos su adquisición; (2) La necesidad de las proposiciones éticas (e. gr. “entre amigos todo es común”) no es de tipo matemático.

Consecuentemente, la claridad en el discurso ético y político está ordenada a la acción. Lo importante de un razonamiento ético es que facilite la vida vir-tuosa, por eso la retórica es importante. No es aventurado afirmar que los cri-terios de claridad epistemológica dependen más de la Retórica que de los Analíticos. Quien pone en duda si los padres deben ser respetados merece cas-tigo, no demostración. Esto quiere decir que algunos “hechos éticos” (e. gr. el respeto a los padres) son tan evidentes que la explicación causal es superflua. El pepaideúmenos no exige demostración de las evidencias morales. Su edu-cación le permite discernir entre aquello que en el ámbito de la vida buena re-quiere de silogismos de aquello que no necesita demostraciones.

Discernir correctamente entre lo que debe ser demostrado y lo que no es difícil. La ética aristotélica no es tanto un saber sobre lo universal, cuanto so-bre lo particular. El phrónimos detenta la última palabra. La virtud de la pru-dencia aclara lo que es obscuro y declara lo que debe ser aceptado como bue-no. El individuo prudente es capaz de tomar los ejemplos en lo que valen, de pedir consejo y actuar con la deliberación debida. La prudencia es una virtud epistemológica; el phrónimos acierta en la acción buena; tales aciertos proce-den de su claridad de mente y de sus virtudes morales.

Las pasiones pueden perturbar la “claridad” en el conocimiento ético. La sophrosýne es un requisito para el phrónimos. Coloquialmente decimos que “la pasión ciega” o que “las pasiones obnubilan el entendimiento”. El cono-cimiento sobre lo práctico implica decisiones. Prudente es quien actúa conve-nientemente, esto es, quien conoce el bien y actúa en consecuencia.

No obstante, el discurso retórico –típico instrumento del político– no es pura habilidad subjetiva. En Retórica, Aristóteles enlista los tres aspectos que el orador debe tener en cuenta para fabricar un buen discurso: elocución, dic-ción y acción.

La claridad es una cualidad que corresponde fundamentalmente al discur-so. De esta suerte, Aristóteles asiente que claridad y obscuridad son propieda-des del lógos, más que del temperamento de la cultura.

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En Retórica, un discurso claro es un discurso que es comprendido por el auditorio. El énfasis está, por tanto, en los contenidos del discurso más que en las condiciones psicológicas del auditorio. Con esto no quiero decir que Aris-tóteles soslaye tales aspectos subjetivos y culturales. Basta revisar un índice de la Retórica para convencerse de la insensatez de esta afirmación.

Lo que sí quiero decir, es que Aristóteles –acaso preocupado por rebatir a Isócrates– se esmera por subrayar que el poder persuasivo del discurso debe descansar fundamentalmente en las ideas

Como mecanismo para facilitar la claridad, Aristóteles recomienda el uso de los nombres simples y metáforas. Esta recomendación apuntala mi hipóte-sis de que la claridad se refiere fundamentalmente a la simple aprehensión y no a los argumentos.

d) Apaideusía y asápheia

Existe un paralelismo entre el pepaideúmenos en ética y el pepaideúmenos en metafísica; ambos son capaces de distinguir los principios indemostrables de los teoremas demostrables. Metafísica IV es una larga diatriba contra quien solicita demostración del principio de no contradicción, i.e., contra quien no sabe distinguir lo evidente, lo claro de lo obscuro.

Resulta curioso que haya personas que pidan demostración de lo evidente. Si un principio es claro, manifiesto y evidente, ¿por qué algunos sujetos se empeñan en exigir pruebas? ¿Realmente no captan la verdad de tales princi-pios? Aristóteles no se pronuncia al respecto de una manera tajante, aunque sugiere que no son personas sinceras o que se trata de una duda afectada. Quien sinceramente niega el principio de no contradicción es como planta, no se puede hablar con ella. Protágoras y Heráclito no dudan realmente de ese primer axioma, pues hablan, discurren, piensan. Hoy diríamos que se trata de una duda metódica. Duda real o fingida, Aristóteles censura la apaideusía. Preguntar sobre lo evidente no es pertinente, ni siquiera como una actitud me-tódica.

Lo importante es que Aristóteles enfrenta el problema de una manera indi-recta. Como el principio de no contradicción es evidente y claro, lo único que podemos hacer es mostrar las falsedades y absurdos en que incurren sus ene-migos. Para decirlo de una manera metafórica, la luz no se puede iluminar más; lo que podemos hacer es cerrar las ventanas de la habitación para darnos cuenta de que sin luz no podemos ver. En este sentido, me parece especial-mente afortunada la expresión de Fernando Inciarte y Alejandro Llano cuan-do se refieren a Metafísica IV como la “deducción trascendental del principio de no contradicción”. La metodología para explorar el principio de claridad no es “clarificar”, sino mostrar que la luz es condición de posibilidad de la vista, y la no contradicción condición de nuestro pensamiento.

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Pensar sobre lo evidente es hacer deducciones trascendentales. Quien no sigue esta metodología suele reducir la investigación metafísica a una acumu-lación de adjetivos sobre un sustantivo. No encuentro otra manera de “mostrar la evidencia” como no sea el esquema de Metafísica IV.

Queda, ciertamente, el recurso a la inducción y al noûs. El pepaideúmenos conoce las evidencias de una manera inmediata. Sin embargo, el pepaideú-menos aristotélico está dispuesto a dialogar con pensadores “necios” como Protágoras y Heráclito. Está dispuesto a ayudar a que otros entiendan lo evi-dente y en esos momentos claves, Aristóteles no recurre a la metáfora, sino a la reducción al absurdo.

e) Metáfora y claridad en el ‘Corpus’

Desconcierta la dureza con que Aristóteles descarta a sus predecesores en física y metafísica, tan proclives a las metáforas. Digo que resulta curioso porque Aristóteles también utiliza metáforas en algunos momentos claves de su pensamiento. Es obvio que el Estagirita está lejos de ser un romántico em-pedernido, ávido de misterios inescrutables. Incluso la metáfora es sometida al rigor lógico. En la Retórica, Aristóteles prefiere la metáfora con preferencia a otros recursos, pues ésta puede ser relativamente regulada. La metáfora puede ser interpretada de diversas formas, y por ello es impropia para la cien-cia. Pero ya en el ámbito de la retórica, la metáfora es el menos “caprichoso” de los recursos del orador. Aristóteles se esmera en enunciar algunos requisi-tos de la metáfora. Entre estos requisitos, destacan dos: 1) La metáfora analó-gica debe ser convertible (“La copa es el escudo de Dionisio”, “El escudo es la copa de Ares”); 2) La metáfora debe ser fácil de entender por el auditorio, aunque nunca vulgar ni trillada.

Aún así, sorprenden sus palabras: “El que ama el mito es en cierto modo filósofo, pues el mito se compone de elementos maravillosos”183. El origen de la filosofía es el thaûma, lo admirable, el descubrimiento de lo maravilloso; pero el filósofo explica, argumenta, analiza, busca lógos, razón, motivo, cau-sa. Nunca renuncia al argumento, ni siquiera en el caso del principio de no contradicción. He aquí la claridad de la filosofía: el discurso. La otra claridad, la de la “intuición”, cede paso a la discusión. La asápheia es un truco para evitar explicaciones. Este es el riesgo de la metáfora: dar gato por liebre, retó-rica por ciencia.

Por ello, el filósofo es eminentemente discursivo, mientras que el poeta no está obligado a dar explicaciones de sus metáforas.

Y “sin embargo se mueve”; en momentos cruciales del Corpus, Aristóteles utiliza la metáforas para expresar sus teorías. Ni más ni menos que cuando es-

183 Met. I, 2, 982 b 19 ss.

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tá discurriendo sobre la epagogé como vía de conocimiento de los primeros principios, el Estagirita recurre en Analíticos posteriores II, 19 a la metáfora del ejército en desbandada que recobra el orden de batalla. También es llama-tiva la metáfora de Metafísica XII, 10, 1075a 11ss donde Aristóteles recurre también a una referencia bélica con ocasión del sumo bien y el universo.

En todo caso –lo escribió santo Tomás, comentando la Metafísica–, el poe-ta y el filósofo se asemejan en que ambos tratan con lo maravilloso. Y lo ma-ravillo es aquello que nos desconcierta, rompe parcialmente nuestros esque-mas y reglas. Maravilloso no es lo absurdo, lo contradictorio, sino aquellos que nos parece razonable, que siempre habíamos tenido frente a nuestros ojos, y que no habíamos “visto”.

No es casualidad que poetas y filósofos hablen frecuentemente de los mismos asuntos: la vida, la divinidad, la afectividad. Hablan de aquello que no cabe plenamente en las categorías (substancia y accidentes). Y ambos –poeta y metafísico– están especialmente habilitados para conocer las analo-gías. La analogía metafísica es más exacta, pero menos entrañable. La analo-gía poética es más confusa, pero más íntima. Aristóteles optó por la exactitud. Platón –en algunos lugares de su obra– por la intimidad.

La tensión, la dialéctica o titubeo entre un lenguaje preciso y un lenguaje metafórico, está presente incluso en la Metafísica, muy a pesar del genio cien-tífico de Aristóteles. No nos debe extrañar. Lo raro sería que el lenguaje humano se adecuará perfectamente para hablar de las cosas divinas, asunto propio de la filosofía primera. No nos extrañe que la obscuridad esté acechan-do continuamente nuestro discurso sobre el Motor inmóvil y los cuerpos ce-lestes.