hannah bond

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HANNAH BOND

Tengo tiempo para pensar. Recuerdo cómo me adoraban en la escuela. A los

13 años soy la chica más popular de mi colegio. Desde hace unos meses, me

corto con una hojita de afeitar algunas partes de mi cuerpo. Mis piernas son las

zonas favoritas. Un breve sangrado, un gran alivio. La belleza solitaria debía ser

minimizada. Encontré quienes amaron mi corazón sin alabar ni mi cara ni mi

cuerpo. Sólo yo y mi alma sensible y mi cabeza que piensa y piensa. Me corté el

pelo, me lo teñí de negro, tengo un mechón lacio que me cae en la parte

izquierda de mi rostro, escucho nuestro himno, Welcome to the black parade,

de la banda Chemical Romance. Como mis nuevos amigos, mi tribu, mi planeta

de amor. No estoy más sola. Tarareo:“Do or die/ you'll never make me/

Because the world will never take my heart”; “Hacer o morir. No me vas a

vencer. Porque el mundo nunca tomará mi corazón”.

Todavía estoy lúcida. No es lo que creen mis padres, pobres ignorantes,

distraídos imperdonables: los Chemical enarbolan un canto esperanzador, la

salvación a través del amor. Y yo lo encontré en él, pero él no lo sabe, está

ocupado en amarnos a todos. Somos una tribu de la que me gusta ser parte.

No quiero estar sola como lo estoy en esta falsa casa de cuento de hadas que

arman los pelotudos que me engendraron.

Todavía mi cuerpo se zarandea y puedo seguir pensando.

Esa noche llegué a casa con un pedido inocente. Le dije a mi madre que quería

dormir en la casa de mi mejor amiga. Me dijo “no” secamente, como en piloto

automático. “No” era una palabra que le gustaba. Me lastimó más que cualquier

tajo, no alcanzó la calma de los temas de mi banda favorita. Me iba a encontrar

con él, a solas por fin. No pude. Me tienen encerrada como la joya fabulosa de

la casa familiar: para exhibirme por mi éxito escolar, por mi belleza, por todos

los fans que quieren ser mis novios. Alardean de mí, pobres fracasados;

soberbios sin tener con qué. Le digo a mi madre que me quiero matar, me

contesta que no sea estúpida. No soy estúpida.

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No soy estúpida me repito mientras la corbata parece estar ya quebrando mi

cuello. Molesta mucho, el aire se esfuma. Veo la cara de él. Una imagen que

me lleva. Odio que no me crean capaz. No seas estúpida. Ya van a ver. Paso

por el cuarto de ellos y elijo cualquier corbata de mi padre. Me dirijo a mi

habitación. Cuelgo la corbata del barral de mi cama que casi toca el techo y

hago como puedo un nudo donde introduzco mi cabeza. Pateo el banquito con

el que me subí al barral. Viejos pelotudos. Esto no es una película y la soga se

convierte en algo incómodo de lo que me gustaría desprenderme. Mis tajos me

ayudaron a ser fuerte, mis tajos me ayudaron a aguantar: aguanto. No hay

glamour en esta escena como venden los que nos descalifican y temen,

nosotros, chicos emocionales.

Seguiré siendo la más linda de mi escuela. Seré una mártir. Se los dedico. No

hay despedida. A cagar con las emociones lábiles. Soy fuerte, soy bella: fui la

mejor. No me dejaron amarte.

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Horacio Quiroga

La envenenada, la ahogada, la tuberculosa. Mis tres mujeres. La primera, mi

gran amor. Pienso en ella mientras miro, absorto, el techo con algo de moho en

este hospital porteño. Después de largos meses de internación, el médico por

fin me lo dijo. El cáncer me come el cuerpo desde el estómago y lo roerá hasta

devorarme. Será más o menos pronto. No me lo puede asegurar.

Necesito tomar aire y rumiar la situación. Pido permiso para salir. Me lo dan

fácilmente. Tomo mi abrigo y me voy a la calle. Es otoño en Buenos Aires y

aunque los colores mutan en una belleza elocuente, nunca alcanzarán el

esplendor de los de la selva, de dónde nunca debí haber partido para sentirme

arrumbando y solo en ese lugar donde nada se cura.

Rumio y decido. Visito a un amigo, él no sabe que será nuestro último

encuentro. Paso a darle el último beso a mi hija que no me pregunta nada.

Hago dos compras. Entro al hospital como si fuese un hotel. Me saco el abrigo

y me pongo el pijama. Mi compañero de cuarto me dice algo mientras me sirvo

un vaso con whisky. No le hago caso. Me trago el cianuro y luego vacío el vaso

con whisky. Devoro mis dos compras. Espero. Mi cuerpo se convulsiona. Estoy

fuera de control. Mi compañero de cuarto no sabe qué hacer. Me sujeta con sus

brazos, mueve los labios en unas palabras que, seguramente, deben ser

tranquilizadoras. Ahora quisiera escucharlo y no puedo. La piel se me hiela, la

piel se me moja. El corazón bate fuerte y apenas puedo respirar. No termino de

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ahogarme. No termino. Me quema todo. Hace frío. Me congelo. Extraño el calor

de la selva. Mis ojos quieren volver a ella. Yo seré pronto el hombre muerto, el

envenenado.

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PERIANTRO No quiero que encuentren mi cuerpo mientras se pudre, no quiero que nadie

profane mi cadáver. Sólo las pestes de la tierra donde yo decida enterrarme. Lo

harán otros por mí, por encargo mío. A su vez ellos mismos caerán, atrapados

por su ingenuidad y a causa de la imprudencia de su obediencia debida. Yo elijo

mi última puntada antes de que otros se atribuyan este adagio inevitable ,

antes de que se jacten de su autoría. Seré yo y sólo yo.

Camino ahora con los verdugos amaestrados por mi, atravesamos el bosque.

Yo, adelante; ellos, detrás. Y lo hacen muy bien. Me sorprenden cuando todavía

no estoy preparado ni lo espero. Me acorralan con los golpes de una masa. Soy

incapaz de contar con cuántos golpes lo consiguen. Cavan mi tumba y me

entierran sin mayor dificultad. Apenas terminan de calar el hoyo, llegan otros

dos que los liquidan y otros dos que terminan con los segundos y otro par que

hace lo mismo con los terceros.

Queda sólo el silencio del bosque.

Mi secreto está muy bien guardado, tan bien como mi cadáver. Mi vida valió la

muerte de esos ochos hombres. Soldados sumisos que no dudaron en acatar

mis órdenes sin plantear ni una sola pregunta. Su docilidad calma mis

remordimientos. Yo valgo por ocho, yo valgo por miles. Yo, el sabio.

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El futuro probablemente decretará que urdí una masacre. El futuro no se

equivocará.

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John Elliot Viajo en primera clase, desde Sydney, donde viví toda mi vida y me recibí de

médico, hacia Zurich. Sufro de melanoma múltiple. Conozco perfectamente las

etapas de degradación que esta enfermedad ofrecerá a mi cuerpo. Ahora

apenas camino, estoy lúcido y desde el diagnóstico lo tengo decidido. Elijo una

muerte digna, enfurecido porque el Estado donde ejercí mi práctica toda la

vida, atropelle mi privacidad y considere que un suicidio asistido es un crimen.

Por eso viajo a Zurich, para no violar ninguna ley del hombre, por más injusta

que sea, porque allí la eutanasia es legal, porque existe una clínica que me

proporciona la posibilidad de dejar este mundo sin dolor, rápidamente,

inyectándome, yo mismo, nembutal. Me acompaña mi esposa, cuya indignación

por la violación de mi derecho a morir supera a la mía. Llego a Dignitas, en un

barrio lateral de Zurich, una organización a la que debí asociarme para tener el

derecho a clavarme la aguja. Todo es muy limpio en todos los sentidos, cuidado

al extremo, con una rigurosidad que me enorgullece como profesional de la

salud. Ningún médico o enfermera de la institución puede provocar mi muerte,

pero sí pueden acercarme eso con lo que moriré en paz, como lo he elegido.

Sin la trepidación insultante de ver mi cuerpo descomponerse hasta que me

quite el habla, el movimiento y mi capacidad de reflexionar sobre la situación.

Ingreso a la clínica en una silla de ruedas. Me ubican en una habitación. Me

preguntan tres veces si estoy seguro de lo que voy a hacer. Decido que graben

una carta que escribí para este propósito para que se difunda en los medios.

Quiero que mi muerte ayude a crear conciencia sobre este derecho. La ley suiza

permite el suicidio asistido, pero debe quedar claro que fue mi decisión. La

insistencia del trámite me irrita, por eso la carta es también una salida digna a

este trámite exigido por la institución. Podría haber obviado los miles de euros

de esta transacción y conseguir yo mismo con qué terminar con mi vida. Pero

generaría sospechas sobre mis familiares y amigos y quizá sanciones legales.

Sé que cuando yo mismo me pinche el brazo, todo será cuestión de minutos. La

enfermera me recuerda que tengo el derecho de arrepentirme en cualquier

momento del proceso, le confirmo que lo tengo decidido, que por favor se

apure. La cámara se apagará y mi mujer volverá a Sidney con mi cadáver, en

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otro vuelo de primera clase. Esta vez sola, cargando la tristeza de mi muerte y

el disparate de no haberme permitido decidir sobre ella, cuando a un perro o a

un caballo, por mucho menos, los matamos para que no sufran. Somos

animales con menos derechos que nuestras mascotas. No me quejo. Pude

organizar este final según mi necesidad y mi deseo. Ningún chantaje a nadie.

Sidney me espera en otro formato. Elegí cómo vivir, esto es también parte de

mi vida.

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José A. Contreras

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Siempre amé el río Paraná, que bordea la costa de la ciudad donde nací, mi

entrañable Goya. El médico me lo dijo, sin muchos cuidados: “cáncer de

pulmón”. A los pocos días los dolores ametrallaron mi cuerpo. Decido no

esperar más disparos que éste que voy a elegir. Siempre fui una persona

meticulosa. Di de baja el cable, la luz y el gas. Puse mi celular sobre la mesa de

la cocina y adjunté un papel donde escribí “dar de baja”. Dejo pago mi sepelio

y la orden estricta de que me cremen. En la funeraria no hacen preguntas.

Pago en efectivo.

Tomo el arma calibre 22 que siempre estuvo en mi casa. Nunca imaginé que

tendría que usarla para defenderme de las batallas que no soy capaz de dar

para seguir vivo con dignidad.

Voy a la costa. Apunto a mi sien izquierda y disparo. Un hilo de sangre es

escupido por mi cabeza dura. Quedo atontado, sorprendido. Quedo. Me

recompongo rápidamente y, con esmero y temblor, apunto a mi sien derecha.

La vida parece convertirse en una promesa tortuosa y perpetua. Estoy aterrado

de no poder lograrlo, mareado por la vida que me secuestra. Hasta que se me

ocurre. Giro la muñeca de mi mano derecha y apunto al corazón, al menos a

donde creo que se encuentra. ¡Bang! Y el río se salpicará de sangre y también

la costanera. Espero volver a la tierra de donde dicen que venimos. Pago mi

rescate.

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SILVIA PLATH

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La escena va a ser perfecta. Empiezo. Acuesto a los chicos y consigo que se

duerman pronto. Les dejo un vaso con leche a cada uno y pan untado con

manteca sobre sus mesitas de luz. Suelen despertarse con hambre. Hoy no

deben hacerlo, hoy no deben gritar la palabra “mamá”. Cierro la puerta de sus

habitaciones y cubro las hendijas de debajo de las puertas con toallas

húmedas. Sigo con el armado de la escena casual y efímera. Esta vez será

diferente a la primera, ésa de mis 19 años, cuando devoré cincuenta pastillas

que le robé a mi madre. Fui rescatada, internada, inducida a la vida con shocks

de electricidad. Seguí aquí. A veces triste, otras exultante o apasionada,

siempre jodida, siempre quemada. Empecé a escribir poemas, conocí a Ted. Me

enamoré. Nos casamos. Nada fue mejor. Otra vez jodida. No pude nada. Mis

poemas, esa mierda que no me redimía. No pude con nosotros, conmigo, con

las palabras atragantadas. Mi vida: esa obra fallada. Mientras me ahogaba con

mi propio desprecio, dije otra vez basta y entonces me subí a mi camioneta y

quise estrellarla contra un muro junto a mi cuerpo. Sólo conseguí rasguños y

una nueva humillación. Seguí jodida y con Ted y sus otras y la poesía tildada en

palabras imposibles, desparramada en largos días de limbo. “Morirse / es un

arte / como todas las otras cosas”, escribí, boceté y supe. Casi toda mi vida,

este borrador barato de treinta y un años, esa repetición incómoda de fracaso,

impotencia y traición. Y el ruido de la cabeza que no dejó de recordármelo.

Fallé dos veces. Hoy va a ser distinto porque dejé de esperar.

La escena va a ser perfecta. Hoy hay calma y silencio. La cabeza se calla.

Sincronizo todo. Le dejo una nota al vecino de abajo para que llame al médico.

Y vendrá Ted y me volverá a amar sólo a mí y estaré orgullosa de mis

palabras tejidas en busca de una belleza que me ataje: “He sufrido la atrocidad

de los atardeceres… /No me muevo, la escarcha hace una flor,/ el rocío hace

una estrella, /la campana muerta, la campana muerta. / Alguien está

terminada… ¿Puro? ¿Qué significa? /Las lenguas del infierno son lerdas… ¿Mi

calor no te asombra? ¿Y mi luz? La mujer es perfeccionada, su cuerpo muerto

lleva la sonrisa de su logro. (…) De las cenizas me levanto, y me devoro los

hombres como el aire”. Devoraré mientras mastico el alivio. Es temprano y hace

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mucho frío. También el ardor helado pasará. Despertaré y estará Ted, el eterno

infiel, mi amado. El dolor fuera de mi cuerpo se esfumará para siempre.

Cuando mis hijos abran los ojos, volveré a mirarlos.

Ahora entro a la cocina, abro la llave del horno y abro su puerta. Me recuesto

en el piso y apoyo mi cabeza bien adentro. Inspiro. Aguardo que el dulce sueño

me purifique.

Algo se tuerce. No conté con que el vecino leyera mi nota tarde, ni con que la

niñera no tirase la puerta abajo, ni con mis párpados rebeldes e inertes como

mi corazón y mi cuerpo larva. No quise que Ted recibiera un llamado telefónico

con cuatro palabras: “Su esposa ha muerto”.

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THIERRY COSTA

No habrá sobrevivientes. Me sale una letra de enajenado. Probablemente lo

esté. Esta lapicera azul pierde tinta y el papel del Hotel Sokha Beach, aquí en

Camboya, no se lleva bien con los trazos de mi letra torcida. No dejo esta nota

para los que me aman, la dejo para los que me odian. Los que escupieron

sobre mi nombre y me empujan al precipicio. Mierda, tengo sólo 38 años. Es

verdad; lo que dicen es verdad. Escribo, miento: “Yo traté a Gerard como a una

persona en peligro de muerte, no con la rutina negligente que me endosan.

Hace 20 años que soy médico y desde hace diez trabajo con solvencia en la

producción de este programa como médico de emergencias”. Es verdad, no

hice todo lo posible. Nunca pensé que el tipo fuese a morirse. Es verdad,

pagaban demasiado bien y los participantes eran jóvenes sanos, porqué este

imbécil tuvo que tener un ataque al corazón tratando de cruzar un río

imposible. Él puso su cuerpo en subasta, más allá de sus límites, y lo hizo por

plata, como yo me até hasta hoy a este trabajo. Somos iguales y, en un rato,

aún lo seremos más. Gente codiciosa. Maldito Gerard. Survivors, ese programa

despiadado que se tragó tu porvenir. Ahora toda la carga de tu muerte cae

sobre mi vida. Me acorrala. Por tu culpa, el resto de mis días podrían sólo

diseñarse en el habitáculo cruel de la celda de una cárcel. Los sabuesos de la

prensa descubrieron la falla, huelen bien, y yo ya no voy a poder volver a París,

mi ciudad, y mirar de frente y a los ojos a nadie. No puedo volver y aquí me

quedo, en este rincón barato de la tierra.

Voy a terminar de una vez esta nota. No lo hago por mi honor, lo hago porque

soy cobarde. Tacho y escribo, tacho y pongo mi firma sin apellido. Thierry.

¿Acaso habrá otro hospedado aquí que se llame como yo? Lo dudo como dudo

que esta aguja que ahora me clavo para que me estalle la vena en una burbuja

de aire, funcione. Tomo la jeringa, reviso la aguja. Está todo en orden.

Entonces la clavo. Entonces, me voy.

Algo se tuerce. No conté con que el vecino leyera mi nota tarde, ni con que la

niñera no tirase la puerta abajo, ni con mis párpados rebeldes e inertes como

mi corazón y mi cuerpo larva. No quise que Ted recibiera un llamado telefónico

con cuatro palabras: “Su esposa ha muerto”.

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Yukio Mishima

“La vida humana es breve pero quisiera vivirla siempre”. Dejé el papel blanco

donde escribí esta frase sobre la mesa, esa frase que encerraba un deseo que

no me resultaba posible cumplir. Las cámaras de televisión, inesperadas,

grababan todo y no lo notaron. Sí registraron mi ira y mi impotencia ante el

imperio del sol caído. Un mundo horrible se empieza a construir y no quiero ser

parte de él. Siempre supe que este final sería el atajo para mi honor. La muerte

es mi honra. No esperé estas cámaras y su registro perpetuo de lo que debe

ser íntimo. Yo, solo con mi espada, acompañado por el hombre que amo,

Masakatsu, y al que le encomendé la conclusión del ritual, su acto de amor

hacia mí. Me rogó que no lo obligase, me dijo que era pedir mucho, pero nada

es mucho cuando el amor nos envuelve. Lo convencí malamente. Mi joven

amante, mi bello amor: qué cosa mejor que sea tu rostro la última imagen que

me lleve de este mundo arruinado.

Afuera el griterío aumenta cuando sujeto mi espada con decisión, miro de

frente y me tomo unos segundos antes de clavármela en la parte izquierda de

mi vientre. El dolor es insoportable, sigo mirando de frente. Necesito que mi

cara sea una máscara que no delate este sufrimiento. Nada de esto es

inesperado. No me arrepiento, pero es intolerable. El tiempo se alarga, el

tiempo no termina nunca. Mi tiempo. Masakatsu quiere intervenir, quizá

salvarme, apenas puedo detenerlo con un cansino movimiento de mi mano

derecha. El no sabe que esto que hago es la salvación. La sangre tiñe mi

hachimaki blanco, puro como el país que soñé; manchado ahora como el país

que abandono. Sé que en minutos perderé la conciencia y entonces Masakatsu

cortará mi cabeza. Debe ser un golpe preciso e infalible, tal como corresponde

al rito samurai, un rito que abrazo y que me abrasa. Sigue el ardor, todavía. Mi

muerte es mi protesta y mi triunfo, una enseñanza. No sé qué harán los

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camarógrafos con estas imágenes. ¿Venderán los detalles de mi cuerpo

decapitado? Exijo respeto, que sólo quede mi visión del vacío. Sí, mi vida fue

breve. Que nadie me juzgue.

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UNA De chica me gustaba sentarme en un asiento con vistas a la ventanilla, a contramarcha de la dirección del tren. Lo tomaba puntualmente dos veces por semana para ir a mis clases de inglés. Siempre tuve fascinación por las puertas automáticas, por los paisajes urbanos y diversos que me permitía barrer con mi mirada y esa sensación de caída libre que me producía la ubicación particular en un asiento que iba hacia atrás cuando el tren marchaba hacia delante. Fue así que, cuando decidí que ya era tiempo, no dudé en buscar un entrecruzamiento de vías, rieles torcidos sobre los cuales caerían los pesos de muchos vagones para, finalmente, aplastarme y llevarme a esa terminal desconocida. Durante varios meses busqué el lugar adecuado. Debía estar lejos de cualquier estación, preferiblemente en alguna curva lejana a las barreras e invisible para los transeúntes. Encontré el lugar perfecto y la hora ideal, estudié también las frecuencias de los viajes. A las cinco y treintaicinco de la tarde, de lunes a viernes, en el entrevero de un torniquete de cuatro vías pasaban dos trenes en direcciones opuestas. Si ponía mi cuerpo mitad en un pasaje y el resto en otro, el resultado tenía que ser infalible. No había forma de que me vieran los maquinistas, ni los pasajeros ni los transeúntes. Estaba yo sola para partir al infierno. Así que un miércoles de abril me dirigí al lugar largamente buscado. Coloqué alejado de las vías un paquetito en el que ubiqué mis documentos y una carta de descargo con una línea manuscrita y firmada por mí. “Esto es una decisión mía. Ningún chantaje a nadie”. Sobre las cinco y media mi escena ya estaba armada, descontaba los minutos que faltaban para que los trenes se cruzaran sobre mi cuerpo. Los minutos se hicieron largos hasta que por fin los escuché venir y los divisé en sus horizontes duplicados. Cerré los ojos entre aterrada y expectante. Nada sucedió. Los trenes , los dos, se detuvieron a pocos metros de mí. Al abrir los ojos, estupefacta, vi como un policía me agarraba de un brazo y me retiraba de la zona. Me llevó a rastras, caminando, a una oficina oscura de la estación más cercana. Me hizo pagar una multa por obstrucción al libre tránsito del transporte público. No le importaron las discretas lágrimas que derramé mientras pagaba, las que vuelven mientras escribo esto, el mayor de mis fracasos.

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