hagamos un cuento entre todos

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Actualizado el 1 de Diciembre de 2010 Iniciativa puesta en marcha por Plumabierta el 17 de Diciembre de 2009 a propuesta de MariÁngeles HAGAMOS UN CUENTO ENTRE TODOS

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hagamos un cuento entre todos

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Page 1: hagamos un cuento entre todos

Actualizado el 1 de Diciembre de 2010

Iniciativa puesta en marcha

por Plumabierta

el 17 de Diciembre de 2009

a propuesta de MariÁngeles

HAGAMOS UN CUENTO ENTRE TODOS

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PARTE 1: El caso de la Sra. Méinz (aportación de MariÁngeles)

Aquel pueblo parecía estar inmerso en un eterno invierno gélido, donde el

frío parecía haber tensado los rostros inexpresivos de sus gentes. Todo un manto gris cubría a la población, un manto aquel que se mantenía intacto desde que

ocurriese el misterioso caso de la Sra. Méinz, un caso aquel del que nadie quería

hablar, todos recordaban e intentaban olvidar diariamente.

Para poder contaros esta historia, tenemos que viajar unos treinta años atrás

en el tiempo, cuando aún la primavera decoraba con flores el bello valle y sus prados, cuando los muchachos iban a bañarse al lago Sansa y las mujeres lavaban

sus ropas a orillas del río Trent, un río por el que bullía la vida en cada estación

del año…

Por aquel entonces, los oficios más destacados entre los hombres del

pueblo eran el de talar árboles, curtir pieles y sazonar las carnes de las cacerías, también había un importante sector dedicado a la artesanía: alfareros, zapateros,

carpinteros, etc., que llenaban todas las mañanas la plaza mayor del pueblo con

sus puestos y donde se podía encontrar todo tipo de artículos hechos en el lugar, además, les acompañaban en la venta agricultores ambulantes de todo el condado

que vendían hermosos tomates, ricas lechugas, sabrosas patatas y demás frutas y

hortalizas. También estaban los apicultores con garrafas de diferente peso para la miel, pasteleros, floristas, sastres y todo lo que podía necesitarse en aquel lugar

para vivir confortablemente.

En aquellos años, el pueblo contaba con unos cinco mil aldeanos, era la

época de mayor esplendor, ya que nunca habían sido tantos los que poblaban la

aldea; habían construido con el tiempo una escuela, una iglesia, un cementerio, un hospital, un ayuntamiento, habían acondicionado los caminos, se preocupaban

por la limpieza de sus calles, en fin, era un pequeño lugar en el mundo donde se

podía vivir en armonía y en paz con sus habitantes, todo esto, claro, fue antes de que sucediera el trágico episodio de la Sra. Méinz, un caso que todavía

sobrecogía y atemorizaba a la población, ya que … nunca se supo realmente qué

ocurrió con certeza, nunca nadie entendió, racionalmente, cómo pudo suceder todo aquello.

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PARTE 2 (Aportación de Niti)

El pueblo se encontraba a los pies de una loma, una loma desde la que se

divisaban todas las casitas blancas con sus tejados de pizarra. Los más ancianos

del lugar comentaban que tiempo ha, existió un enorme roble en su cima, pero que de la noche a la mañana el árbol se pudrió y con sus restos la gente hizo leña

y carbón para calentarse. En cualquier caso, fuese verdad o fuese leyenda

aquello, lo cierto es que la parte más alta de la loma no tenía rastro alguno de ningún árbol.

Nadie sabe muy bien quién la encontró, la gente como en tantas cosas nunca se puso de acuerdo. Y todavía hoy, cuando las abuelas quieren asustar a

sus nietos con un cuento a medianoche, cuando acurrucados por la lumbre los

hombres empiezan a hablar en voz baja, las versiones difieren. Hay quién gusta de decir que el primero que vio a la Sra. Meinz fue un pastorcillo con sus ovejas,

otros que un anciano que iba al bosque cercano a coger setas, aquellos que fue

una pareja de novios rezagada en la noche cómplice, los más que había sido un cazador con su hijo, los menos que fue una mujer ya entrada en años que había

salido de su casa a echar grano a las gallinas... El caso es que a pesar de que aún

la noche no se había ido y el día todavía no había llegado, muy pronto el griterío, las voces y el nudo en la garganta lo inundaron todo. Allí en aquella loma desde

la que se veían los tejados de las casas y a la que todo el mundo señalaba con

miedo, había alguien crucificado, como un Cristo. El globo rojo que era el sol despuntaba con sus rayos por detrás de la loma y no fueron pocos los que muy

pronto reconocieron a la Sra. Meinz.

PARTE 3 (aportación de Erpereh)

Estaba allí, perfectamente vestida como para ir a misa de domingo. Su

limpia cara reflejaba un extremo cuidado en la escenografía del cruel acto, pues sus cuencas vacías miraban a los temerosos aldeanos que se habían acercado a

ver qué era lo que producía tanto revuelo, sin que ni una gota de sangre marcara

su horrible rostro. La única sangre que punzaba la vista de sus vecinos era la que aún goteaba de sus muñecas y pies cruelmente clavados a la madera no por uno,

sino por tres clavos de gran tamaño. Dos atravesaban su pálida carne de adelante

a atrás pero el tercero lo hacía a la inversa y su punta sobresalía escandalosamente hacia los temerosos espectadores debido a su enorme tamaño.

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La Sra. Méinz nunca había sido demasiado bonita pero aun así había sido

pretendida años atrás por un comerciante de lana que venía todos los años recorriendo las fincas de los alrededores en busca de género. La cosa iba bien

encaminada. Incluso William, que así se llamaba el comerciante de lana, estaba

buscando una casa para asentarse allí en Musselburg y así poderse casar con ella. La Sra. Méinz (Caroline en su juventud) era la única hija del difunto alcalde

Richard, el principal artífice de la reciente prosperidad del pueblo. Huérfana de

madre desde hace años y heredera de una modesta fortuna, Caroline se había convertido en un buen partido para cualquiera que no buscara una esposa

excesivamente guapa. William no pensaba dejar pasar aquella oportunidad,

incluso últimamente había empezado a pensar que podría llegar a enamorarse de ella.

Una tarde se oyeron unos lastimeros aullidos de dolor en la casa de Caroline y la hallaron desmayada en la entrada con la cara y las manos

seriamente quemadas. Necesitó meses de intensas y dolorosas sesiones con

ungüentos y cataplasmas que le sanaron sus heridas pero que no pudieron disimular las profundas cicatrices que le surcaban el rostro. Desde entonces

Caroline quedó profundamente alterada y nunca más le dirigió la palabra a nadie

aunque se sabía que por las noches lloraba y se lamentaba por sus habitaciones. William no pudo soportarlo y un día desapareció del pueblo lo cual sólo

consiguió acrecentar las habladurías de las gentes que no lo tenían en demasiada

estima, y aumentar la pena y alteración de Caroline. Con el pasar de los años Caroline quedó cada vez más aislada de los demás que empezaron a llamarla Sra.

Méinz, adoptando su apellido de soltera, más por respeto a su edad que por su

estado civil.

Como digo, todo iba bien hasta que pasó aquel terrible “accidente”, el cual, visto desde la distancia, no fue más que el primero de una serie de extraños

sucesos que concluirían su progresiva escalada allí, en la loma, en aquella fría

mañana………...

…...………en la cruz.

PARTE 4 (Aportación de Julián Candón)

Treinta años de silencio era mucho tiempo. Pero lo que más le sorprendía

era la complicidad sepulcral que envolvía todo aquello y cómo, a pesar del largo

paso de los años, cual condena, el misterio seguía presente a diario en cada uno

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de los aldeanos. Y así, envuelto en esa sorpresa que atravesaba los muchos

kilómetros hasta llegar al lugar de su procedencia, llegó a Musselburg, Andrew Merholz, el nuevo párroco.

Recién salido del seminario. Su juventud descubría la cara asustadiza del que llega a un nuevo lugar sabiendo ser el centro de todas las miradas. Hacía

mucho que no se veía una cara nueva por allí. Pero, aún así, la cara de los que

seguían con sus ojos su recorrido hasta la iglesia era como la de quien veía pasar a un perro, libre de cualquier guiño de sorpresa o novedad.

La Sra. Frampton, quien guardaba la llave de la iglesia, le dio la bienvenida de una forma tan cordial como seca y le acompañó al interior de lo que sería,

desde es día, su nuevo lugar de trabajo. Mientras la Sra Frampton le explicaba

donde estaban las diferentes habitaciones de la capilla, Andrew iba visualizándolo todo y recordaba las conversaciones que había tenido, a través de

correspondencia postal, con el Padre Murray. Fue la tumba de éste, situada en la

parte de atrás, lo último que le enseñó la Sra Frampton.

Tras recordarle el horario de los servicios la Sra Frampton se despidió.

Andrew entró en su habitación y guardó el poco equipaje que tenía. Seguidamente se dirigió al despacho pastoral y empezó a ordenar los libros y

documentos que portaba consigo que, sin duda, superaba al bulto de sus ropas.

No era casualidad que Andrew acabase en aquella parroquia. El Padre Murray era un viejo amigo de la familia Merholz. Él casó a los padres de Andrew y le

bautizó. Murray apadrinó a Andrew para su ingreso en el seminario y

mantuvieron su amistad, escribiéndose cartas muy frecuentemente. Gracias a las cartas de Murray, Andrew sabía del extraño misterio que envolvía a aquella aldea

por el cual sentía tanta atracción. El de la Sra. Méinz.

Andrew fue el primero en su promoción con diferencia. Su meticulosidad

fue una de sus principales herramientas. Y aquello le llevó a tener le más alto nivel académico. Haciendo uso de esa cualidad Andrew empezó a examinar las

notas que encontró del Padre Murray. Tras varias horas escudriñando Andrew

quiso tomarse un descanso. Y fue entonces, cuando apartó la mirada del escritorio para dirigirla a la ventana que tenía a su derecha, que se percató de una

pequeña apertura que separaba el sinfonier de la pared. Andrew quiso empujarlo

para acabar de acercarlo hasta la pared, pero no pudo. Hizo un nuevo intento con más fuerza y, de la presión, notó como se le abrió un poco uno de los cajones.

Andrew entendió que había algo tras ese cajón que impedía que se cerrase

correctamente. Así que optó por separar, de nuevo, el sinfonier. Cuando lo tuvo

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completamente separado vio como la estrecha madera que cubría la parte de atrás

del mueble se arqueaba por la parte central, justo a la altura del cajón que no acababa de cerrar. Buscó algo que le ayudase a quitar la contratapa. Tras quitarla

descubrió una caja metálica del tamaño de un joyero. La cogió muy despacio, la

puso sobre el escritorio y la examinó sin tocarla, como si esperase a que le dijese algo. Mientras la miraba pensaba por qué el Padre Murray tenía una caja

guardada con la intención de que nadie la viese. Al fin se decidió a abrirla pero

estaba cerrada bajo llave. Buscó en el manojo de llaves que le dio la Sra. Frampton, pero no encontró ninguna llave tan pequeña. Se reclinó en la silla y

volvió a pensar. De repente vio el crucifijo que había en un lado del escritorio y

se acordó de cómo Murray se despedía en todas sus cartas: “Y recuerda hijo: la clave está en la cruz.”

Agarró el crucifijo por la parte central con la mano izquierda y puso la mano derecha en la base de éste, que lo aguantaba de pie. Hizo un pequeño

esfuerzo y, tras un leve crujido, empezó a desenroscar la base justo por la mitad.

Cuando acabó, allí, envuelta en una bolsita de terciopelo, se encontraba una pequeña llave que encajaba a la perfección con la cerradura de la caja.

PARTE 5 (Aportación de Pedrín)

-William, por favor... Yo sola no puedo hacerlo. Alguien tiene que ayudarme, alguien fuerte, como tu.

Caroline lloraba mientras suplicaba, y William, sin dar crédito a lo que acababa de escuchar, negaba rotundamente con la cabeza mientras contenía las

lágrimas.

- ¿Tienes idea de lo que me estas pidiendo? ¿Desde cuando soy yo un

asesino? Caroline, estas enferma. Necesitas un medico. Déjame que te lleve a la capital, por favor, allí se encuentran los mejores especialistas.

- ¿Realmente piensas que un medico puede hacer algo por mi? ¿De verdad

lo crees? ¡Mira! ¡Mira y dime que esto es cosa de médicos!

Caroline se desnudo bruscamente. William no se atrevía a mirar.

Finalmente había llegado a amar a aquella mujer. Conocía todas sus quemaduras y cicatrices como si estuviesen marcadas en su propio cuerpo; verlas le producía

el más profundo dolor.

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- ¡Mira, te he dicho! -grito Caroline- ¡Mira y dime que esto es cosa de

médicos y no que es obra del mismísimo Diablo! ¡Mira!

William alzo lentamente la vista y contemplo el cuerpo desnudo de

Caroline. Eran tantas las heridas que lo colmaban que ya apenas quedaba espacio libre en su piel. Las más recientes aparecían montadas sobre otras anteriores

conformando una serie de estratos de carne semisangrienta y deforme, siendo

imposible el cierre completo de ninguna de las heridas, que a menudo se reabrían o se infectaban con facilidad.

- ¿Por qué? ¿Por qué, Caroline? ¿Por qué te haces esto?- pregunto William llorando.

- ¿Que insinúas? -dijo ella molesta- Aun piensas que esto es cosa mía, que

estoy loca o algo así? Dime, ¿es eso lo que piensas, que estoy loca y que me dedico a provocarme quemaduras y a darme de cuchilladas? Dime, ¿es eso lo que

realmente piensas? Porque si es así, no me explico cómo es que sigues viniendo a

verme.

William, por prudencia, guardo silencio durante unos segundos. Quizás no

debió decir aquello, ya que ella parecía estar totalmente convencida de la presencia de la mano del Diablo.

- Sigo viniendo a verte porque me importas, me importas mucho y lo sabes- dijo finalmente.

- ¿Me quieres? -pregunto Caroline.

- Bien sabes que sí. - Pues entonces debes acabar con todo esto. Llévame a La Loma del Viejo

Roble, allí fue donde empezó todo y allí es donde debe acabar. El Diablo llego a Musselburg la misma noche que acabo con el viejo roble. Lo pudrió por

completo para así anunciar que con su venida la calamidad se ceñiría sobre este

pueblo. Pero años más tarde llego mi padre. Mi padre trajo prosperidad y felicidad a esta tierra, y eso Satanás jamás se lo perdonaría, de ahí que ahora haya

venido por mí.

William se sentía agotado. Ya había oído bastante por aquella tarde y, sin

decirle una palabra a Caroline, tomo la firme determinación de ir a la capital a

localizar un especialista que estuviese dispuesto a acompañarle a Musselburg para atenderla.

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Estaba convencido de que Caroline sufría alguna extraña enfermedad, no

obstante, antes de partir, considero conveniente hacer una visita al Padre Murray. Nadie mejor que el conocería la naturaleza del Diablo en caso de que este se

manifestase.

Bajo secreto de confesión le contó detalladamente todo lo que estaba

sucediendo con Caroline, así como su intención de ir a la capital en busca de

ayuda médica. El cura, conmovido por la historia, mostró su total apoyo a William y le sugirió que visitara a un colega suyo que había trabajado en casos

similares, y cuya experiencia seguramente le seria de bastante utilidad.

- Estoy seguro de que el estará dispuesto a echaros una mano, de hecho, le

llamare para comentarle que vas en camino. Con sus conocimientos y la ayuda de

Dios todo saldrá bien, no te preocupes. Ve, pues, en paz, hijo, y cuando te sientas desamparado, recuerda lo que digo siempre: Reza, la clave está en la cruz.

Pero William jamás regreso de la capital. Desapareció, desapareció y jamás se supo nada de él.

Sus ojos, junto con los de la Sra. Meinz, aparecieron años más tarde dentro de un frasco que Andrew, el párroco que acababa de llegar a Musselburg, hallo

en el interior de una caja metálica del tamaño de un joyero.

El joven sacerdote quedo horrorizado: aquellos ojos, anónimos para él,

parecían mirarle fijamente como si clamasen justicia.

PARTE 6 (Aportación de Mariscal)

Ojos conservados perfectamente en una especie de aceite viscoso, de color

igual al vino que utilizaba para sus misas diarias, también un pergamino muy bien doblado, descolorido y mal oliente en el que se podía leer: “La maldición

está por llegar, pero la salvación está en la cruz…” el resto estaba manchado muy

posiblemente del mismo aceite y era imposible leer mas. Al joven Andrew le recorrió un frío escalofrío, no podía creer que su mentor y amigo guardara tal

secreto, ahora empezaba a entender que las cartas podrían ser su confesión. Pero

es imposible que el Padre Murray tuviera que ver con tal crueldad.

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Pasados unos días poco a poco se fue adaptando e intentando asimilar su

macabro descubrimiento, no había un solo día que no intentara leer algo más del pergamino.

En el domingo de resurrección, día en el que a la Iglesia solía ir mas gente de lo usual, incluso que desde el frío mármol del Altar era imposible ver el fondo

de la Iglesia.

Durante la comunión, una mujer con vestiduras y mal aseada se le acerco.

- El cuerpo de Cristo

Se inclino sobre él y sobre su oído susurro: “La clave está en la Cruz, y sus ojos nos vigilan…amen”

Se volvió y entre la gente se disipó…

PARTE 7 (aportación de Miguel Duran)

Desde el comentario de aquella mujer anónima, Andrew no podía apartar el

tema de su cabeza. Todo el día no dejaba de darle vueltas al asunto y solía

despertarse en mitad de la noche sobresaltado con la imagen del terrorífico frasco con esos ojos desafiantes clavados en su mirada.

Andrew cada vez se encontraba más desquiciado, apenas comía... no tenía

apetito. Siempre estaba rondando en su cabeza la necesidad de hacer algo, su compromiso con la religión llevaba implícito la ayuda a todas las personas, vivas

o....muertas.

Una tarde Andrew se encontraba pensativo sentado en su escritorio, sin

quitar la vista al sinfonier que durante tanto tiempo guardó el secreto. Ahí pasaban las horas solo acompañado con la monotonía del tictac continuo del

viejo reloj de pared. El tiempo transcurría de forma lenta y constante. Hasta que

llegó la noche y la oscuridad invadió el exterior. De repente sintió un golpe junto a la ventana, Andrew volvió rápidamente la mirada hacia ella y sorprendido

divisó a aquella mujer, que no había visto desde el momento de la comunión.

Corrió hacia la ventana y la vio como se alejaba por el camino, por el camino que sube a la Loma del Viejo Roble.

Andrew no se lo pensó, cogió su abrigo, una linterna y salió detrás de ella.

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