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Ensayos sobre lectura, escritura, pedagogía y arteterapia.

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Page 1: Hacia Una Escuela Dulce -Diego Gil Parra

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HACIA UNA ESCUELA DULCE

Ensayos

sobre Lectura y Escritura, Pedagogía

y Arteterapia

Diego Gil Parra

Santiago de Cali, 2012

Hacia una escuela dulce by Diego Gil Parra is licensed under a Creative Commons

Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported License. Creado a partir de la obra en http://diegogparra.blogspot.com.

Permissions beyond the scope of this license may be available at http://edicionesprometeo.blogspot.com.

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3

La vida del hombre sólo se justifica por el esfuerzo,

aun desdichado, para comprender mejor.

Y la mejor comprensión es la mejor adherencia.

Cuanto más comprendo, más amo;

porque todo lo comprendido es bueno.

Louis Pauxels

No todo discípulo está preparado en diez años;

algunos ni siquiera lo estarían en diez vidas,

y otros estarán listos en diez segundos.

No es algo mecánico. Depende de la calidad,

de la intensidad de la conciencia del discípulo.

A veces se da:

basta una mirada del maestro, y el discípulo está listo.

Si está abierto, si no hay barrera,

si se ha abandonado, entonces un solo momento alcanza.

Ni siquiera eso es necesario, porque la cosa se produce

por fuera del tiempo.

Osho

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Índice

Agradecimientos, 4

Prólogo, 5

Sobre Lectura y Escritura

Comunicación y comprensión, 7

Breve elogio de la lectura, 11

El estatuto artístico de la creación literaria, 13

Sobre el género epistolar, 20

El Día del Idioma en tanto que celebración, 25

Algunas anotaciones sobre el idioma español o castellano, 29

Sobre la vocación retórico-barroca y antifilosófica del castellano, 33

Los talleres literarios y la solidaridad de grupo, 39

Escribir en el trópico, 44

Cine y literatura, 46

Consideraciones sobre el ensayo en tanto que género, 50

Creación literaria y retribución económica, 61

Sobre Pedagogía

Nuevo cuestionamiento al rito pedagógico, 69

¿Evaluar o evacuar? Reflexiones sobre la Evaluación escolar, 71

¿Qué es un Maestro?, 77

Sobre la noción de Maestría, 85

Consideraciones generales sobre Enseñanza y Pedagogía, 88

Homenaje a un pedagogo: Estanislao Zuleta, 94

Hacia una Escuela Dulce, 99

Sobre Arteterapia

Arteterapia, el arte como sanación, 121

Literapia, curación a través de la escritura y la lectura, 126

Referencias bibliográficas, 132

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5

Agradecimientos

Por la realización y feliz publicación de este libro,

expreso mis más sentidos y sinceros agradecimientos

a la vida que –parodiando la canción- me ha dado tanto,

a mi familia (que siempre ha estado presente), a mis amigos (igual),

a mis profesores, a mis estudiantes, a mis colegas (profesores y escritores),

a las diversas instituciones educativas

en las que he tenido la oportunidad de estudiar y de enseñar,

a los Talleres literarios Xeherezada, Botella y Luna

y Los bardos de las escalinatas,

a la Fundación Manos a la Obra, Arteterapia, Un lugar para Habitar.

Page 6: Hacia Una Escuela Dulce -Diego Gil Parra

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Prólogo

Este libro es el registro parcial de nuestra experiencia como lectores, como

profesores, como escritores, asimismo, de nuestro contacto reciente con el

Arteterapia, el arte como vehículo de sanación.

Los ensayos que lo componen han sido redactados para propósitos distintos y en

momentos diversos a lo largo de los últimos veinte años. Además, son muy breves

casi todos. No creemos que la brevedad constituya en sí misma un atributo

literario, pero en las condiciones culturales de nuestra época resultan

imponderables sus virtudes. No en vano la brevedad en la literatura es

mencionada por Italo Calvino como una de sus seis propuestas para el presente

milenio.

El volumen aparece dividido en cuatro apartados. El primero, Sobre Lectura y

Escritura, recoge doce ensayos; el segundo, Sobre Pedagogía, siete; y el tercero,

Sobre Arteterapia, dos.

El nombre del ensayo que le da título al libro, “Hacia una Escuela Dulce”, proviene

del de un reportaje del escritor colombiano Germán Castro Caycedo: Colombia

amarga. Como una forma de réplica a esa amargura que describe Caycedo, y que,

referida en principio a la sociedad colombiana, la encuentro perfectamente

trasladable a las realidades escolares: locales y no locales.

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Sobre Lectura y Escritura

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Comunicación y Comprensión

Un escritor publica un artículo o un libro, y sus lectores lo leen y creen comprender

algo; un orador dice un discurso, y sus oyentes creen comprender algo; un

profesor dicta su cátedra, y sus estudiantes creen comprender algo; un realizador

audiovisual hace un cortometraje o una película, y sus espectadores creen

comprender algo; un conversador expone su opinión, y su interlocutor cree

comprender algo; un cantante interpreta una canción, y su auditorio cree

comprender algo.

Ahora bien, podríamos preguntarnos qué es lo que real y verdaderamente “capta”

el destinatario de cada uno de estos mensajes. ¿Qué distancias podríamos

advertir entre los sentidos de quien emite unos signos y los que “reconstruye” un

receptor? ¿Qué se mantiene del sentido “original” y qué se distorsiona? ¿Qué se

pierde definitivamente en el proceso de la descodificación? ¿Qué se agrega?

Es evidente que hay “discursos” (emisiones verbales o semióticas) más claros que

otros, o más elaborados. Pero aun en ellos se presenta un grado de “ruido” en el

proceso comunicativo. No hay al parecer, para ningún mensaje, coincidencia plena

entre los contenidos que se emiten y los que se reciben. A lo sumo, podríamos

pensar en porcentaje semántico que nunca alcanza el cien por cien.

Los motivos de esta pérdida comunicativa son muchos, pueden ser muchos. Hay

razones materiales que atañen a las condiciones de la emisión (por ejemplo,

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deficiencias en la voz, o en la letra, o en la imagen audiovisual); razones culturales

(por ejemplo, poca familiarización con un tema, o con un recurso comunicativo

específico); razones inconscientes (por ejemplo, una identificación imaginaria

negativa con el emisor, o resistencias fuertes a determinado tema y/o recurso

comunicativo). Pueden mencionarse otras muchas razones.

Una de las tareas de disciplinas como la lingüística, la semiótica, el análisis del

discurso, etc., consiste en estudiar este fenómeno de la comunicación humana en

la complejidad de sus manifestaciones.

En el ámbito incipiente de la lingüística, Roman Jakobson planteó una descripción

más o menos acertada de los diversos elementos presentes en la comunicación.

Esos elementos serían: Emisor: quien emite el mensaje; Receptor: quien lo

recibe y lo descodifica; Código: el “lenguaje” en el que está cifrado el mensaje;

Canal: el medio físico a través del cual es emitido; Mensaje: el contenido (verbal

escrito, verbal oral, icónico, gestual, audiovisual) que se pretende comunicar;

Referente: el o los tema(s) a que se alude en el mensaje; y Contexto: las

circunstancias generales (internas y externas) que rodean la transmisión del

mensaje.

Entre emisor y receptor, con la mediación de un canal específico, el auxilio de un

código convencional, la presencia de un referente y la concurrencia de un

contexto, “circula” un mensaje que sufrirá algunos accidentes en el recorrido.

Tales accidentes son los que hacen que no se dé una transmisión plena,

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fidedigna. Entre las intenciones del emisor (conscientes e inconscientes) y la

recuperación del receptor, obligatoriamente algo se ha “perdido”. De ahí que ante

la pregunta: “¿Me has comprendido?”, nunca se podrá responder con un sí

absoluto. Además, los mensajes permanecen abiertos a nuevas interpretaciones,

a nuevos añadidos culturales.

Cuando el mensaje de una canción dice, por ejemplo, “Yo nací en el

Mediterráneo”, o “Sentir que veinte años no es nada”, o “Necesito tu calor”, o “Me

amarás bajo la lluvia”, o “Las caleñas son como las flores”, o “¿Qué estás

haciendo en casa?”, o “Era una chica plástica”, o “Pero sigo siendo el rey”, o “Yo

nací en Nueva York en el condado de Manhatan”, o “Qué será que cantan los

poetas más delirantes”, o “Tengo la camisa negra”, o “Viejo farol que alumbraste

mi pena, hoy yo te veo cansao de alumbrar...”, o “Es que tiene corazón de poeta”,

“Te busqué en cuadros de Botero, en mi monedero”, o “Cuando Dios hizo el edén,

pensó en América”, o “Te busqué en cuadros de Botero, en mi monedero”, una

cosa es lo que quiso expresar el artista y otra lo que se pro-mueve en el espíritu

de cada oyente; o incluso del mismo en circunstancias distintas.

No hay, pues, no puede haber una coincidencia absoluta entre intención y

captación, aunque sí un margen de coincidencia, un porcentaje de fidelidad

semántica en la transmisión; de lo contrario, no habría comunicación alguna ni

mensajes propiamente dichos; ni siquiera habría cultura. Decía un lingüista que no

tiene sentido alguno afirmar que “La comunicación no existe” porque al hacer tal

afirmación ya me estoy comunicando.

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En efecto, hay efectos. Efectos reales que inducen a actitudes específicas: una

respuesta verbal, por ejemplo, o una subida de la adrenalina, o un gesto de

aprobación (o de reprobación), o un deseo de seguir recibiendo el mensaje (o lo

contrario).

La comunicación como hecho de cultura es una realidad constatable a diario. Lo

que no hay es la plenitud, la comunicación perfecta, la inteligibilidad total. El primer

destinatario de todo mensaje es el propio emisor, y ya ese miso emisor no es

nunca completamente dueño del sentido de sus mensajes. Pero sí puede aspirar

al menos a la ilusión de la comunicación De esa ilusión nos hemos alimentado

desde que somos, y es precisamente gracias a ella que somos.

El sentido mismo de este texto que hemos titulado “Sobre la Comunicación y la

Comprensión” rebasa nuestras propias posibilidades comprensivas. Hay en él algo

que podemos dominar y algo que se nos escapará. Con el lector ocurre lo mismo

(en otras proporciones), e igual cabe aseverar respecto del resto de cada uno de

nuestros escritos y de nuestras palabras y de nuestros gestos.

No podemos ambicionar a comprenderlo todo, pero, al mismo tiempo, deberíamos

esforzarnos por comprender lo máximo posible aquellos mensajes que nos

conciernen, que nos concitan, que nos agradan. O que, simplemente, sería

interesante conocer.

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Breve elogio de la lectura

Leer es un placer, una forma de la felicidad, como una y otra vez lo repitiera

Borges. No tiene mucho sentido asumir la lectura como una obligación (tal como

ocurre en la Escuela) ni como un acto de inutilidad, de gratuidad, ni menos aún de

aburrimiento.

Carece de sentido recomendarle a alguien aquello que ya le place. Por ejemplo,

recomendarle el sexo o la buena comida a quien ya pondera los beneficios lúdicos

de estas experiencias. Elogiar y recomendar la lectura se justifica si se hace frente

a quienes o no la ponderan suficientemente o no la disfrutan en alto grado.

No leer puede ser grave; no disfrutar leer es perderse de una opción invaluable de

felicidad. No disfrutar de la lectura es perderse la posibilidad de disfrutar una parte

considerable del mundo. En ese sentido, a los niños no habría que imponerles la

lectura; bastaría con invitarlos a ella, con inducirlos a una experiencia gratificante

como las que más.

Eso por una parte; por la otra, está el hecho de que permanecemos en situación

constante de lectura. No solo se leen los signos gráficos que aparecen fijos sobre

el papel de los libros, de los periódicos, de las paredes. Todo en la realidad puede

ser un signo, todo puede asumido como un texto.

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Pareciera un contrasentido recomendar lo que no puede evitarse, y la lectura es

tan inevitable como la respiración o como la circulación sanguínea. No podemos

no leer. Lo que se podría promover es el disfrute de leer. Pasar de lo inevitable a

lo plácido, de lo constitutivo a lo gratificante.

Leer es exquisito, o puede serlo, por muchas razones, incluso a veces

contradictorias, o aparentemente contradictorias. Leyendo se “pierde” el tiempo,

pero también se “gana” tiempo; leyendo aprendemos, pero también olvidamos (y

el olvido es tan fundamental como el más valioso de los aprendizajes); leyendo

podemos acelerar el sueño, pero también provocar un agradecido despertar.

No leer puede ser un síntoma de inhibición, como de alguna manera lo señalara

Freud. Aprender a disfrutarlo sería, por tanto, un acto de liberación.

Que viva la lectura, que viva el placer, porque son una sola y misma cosa. Leer es

exquisito, del mismo modo en que amar y vivir también lo son.

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El estatuto artístico de la composición literaria

La escritura es un arte, o puede llegar a serlo. Para ello sin embargo debe

sobreponerse a una dificultad particular: casi todo el mundo escribe. En nuestras

sociedades modernas prácticamente todos los individuos conocen el alfabeto y por

tanto pueden reconocer, como mínimo, cuándo una frase está bien hecha y

cuándo no. Nótese que eso no ocurre con las otras modalidades artísticas: solo un

conjunto muy restringido de personas han sostenido alguna vez una paleta en sus

manos o sabe preparar una mixtura o dispone del criterio suficiente para valorar

un cuadro. Y algo similar ocurre respecto de la arquitectura, la escultura, la

música, el teatro, la fotografía, el cine.

Puede parecer paradójico, pero hacer de la escritura un producto estético es difícil

justo por la cercanía excesiva que mantenemos en la cotidianidad con sus

elementos primarios: las palabras. Una dificultad que la literatura comparte con la

oratoria: puesto que todos hablamos, ¿cómo remontarse a un nivel en el que ese

acto tan común adquiera particularidades artísticas? Tanto el escritor como el

orador, pues, deberán trabajar doblemente.

Dice con razón Truman Capote en el Prólogo a su Música para camaleones que

existen tres clases de escritores: los que simplemente escriben, los que escriben

bien y los que hacen arte.

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Escribe todo aquél que conozca el alfabeto y las normas básicas de la gramática,

todo aquél que haya pasado por la escuela primaria; y escribe bien (o podría

hacerlo) el redactor de noticias de un periódico o de una revista, el académico que

redacta su proyecto de investigación, el abogado que prepara su defensa o su

acusación jurídica, y también quien de modo habitual o esporádico hace una

reseña, un resumen, un artículo de prensa.

¿Y qué haría falta para remontarse más allá de simplemente escribir y de apenas

escribir bien y empezar a hacer arte, arte literario? No creemos que sea preciso

detenerse en extensas y prolijas consideraciones sobre qué es o qué debería ser

el arte para responder esta pregunta. Bastará con partir de una constatación

sencilla, intuitiva: el arte se presenta allí en donde, además de la comunicación, se

produce un efecto en el que concurren el placer, un sentido de trascendencia y un

cúmulo de sensaciones que de uno u otro modo, y en diversos grados, están

llamados a promover un cambio subjetivo en la consciencia de quien contempla la

obra artística.

Es una definición muy general y sin duda precaria, pero con ella podemos formular

unas mínimas consideraciones sobre lo que ocurre con la escritura considerada

desde el punto de vista estético.

En principio, para que un texto escrito sea artístico no es suficiente con que lo

haya escrito un artista, o alguien que haya tenido la reputación de serlo. Hay

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escritores, incluso excelsos escritores, que eventualmente componen malos

textos, o textos de simple comunicación. Es lo que pasa cuando dicho escritor

debe redactar, por ejemplo, una nota periodística apresurada, o una carta de

compromiso, o un mensaje para su portero; pero también cuando al componer una

novela o un cuento o un ensayo por algún motivo no logra remontarse más allá de

un nivel medio de composición. Es en el texto mismo, y no en su origen, en donde

ha de constatarse la presencia o no de arte.

Ahora bien, ¿desde qué lugar, y con qué argumentos, calificar a un texto como

artístico? ¿Deben verificarse condiciones objetivas específicas? Y, de ser así,

¿cuáles serían esas condiciones?

Podemos mencionar, de pasada, algunas de esas condiciones.

No podrá ser calificado artístico un texto con deficiencias en la composición, bien

sea en el plano sintáctico, en el semántico o en el léxico; no podrá ser artístico un

texto demasiado visiblemente poco original (con todo y lo difícil que sería enjuiciar

sobre el asunto); no podrá ser artístico un texto en el que no se advierta un trabajo

cuidado en la enunciación: figuras literarias, fluidez o deliberada "oscuridad”,

combinación efectiva de las palabras y de las frases, acicalamiento expresivo, etc.

Y, por último, no podrá ser artístico un texto que no nos conmueva, que no nos

induzca a reflexionar o a transformarnos o a hacernos ver de otro modo algo que

hasta entonces veíamos de una determinada manera.

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Será artístico el texto que nos muestre una manera inédita de contemplar el

mundo (interior o exterior) y que, al hacerlo, nos transforme y que, al

transformarnos, genere goce o angustia, o los dos efectos entremezclados.

Y hay también otro elemento fundamental, válido para el resto de las artes. Me

refiero a esa sensación que experimentamos al verificar que otro (el autor) ha

conseguido decir aquello que nosotros, los lectores, hemos sentido, pensado o

intuido, pero que no podemos, o nos hemos atrevido a expresar por nuestra

cuenta. El escritor está ahí para proveer un alivio, el nada desdeñable alivio que

proviene de la verbalización, del triunfo sobre la inefabilidad. Por eso nos

identificamos con ciertos escritores. Aunque asimismo nos identificamos con los

modos, con los estilos, con la manera particular que tienen los escritores para

decir las cosas: o la musicalidad, o la consistencia, o la meticulocidad descriptiva,

o la fragmentariedad, o la plasticidad, o la visualidad…

Por otra parte, escribir es cada día más difícil, como han repetido pocos cultores

de las letras. Y es cierto, porque al tomar la pluma no podemos ignorar del todo lo

mucho que ya se han escrito: para no repetirlo o para aportar un nuevo matiz; hay

que ser lo suficientemente lúcidos para decir de modo inédito algo que promueva

placer o que induzca al lector a buscarse. Y, al igual que todos sus antecesores, el

escritor deberá poseer un dominio, una destreza, en la manipulación del material

con que trabaja: la lengua, el idioma.

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Tal vez a lo largo de la historia haya habido muy pocos verdaderos artistas de

entre el amplio número de los escritores que han existido. Sin embargo, al margen

de si se hace arte o no –con todo lo relativo y lo histórico y lo subjetivo que ello

es-, el acto de escribir está llamado por sí solo a reportar infinidad de beneficios.

Al escribir con cierta regularidad (la suficiente como para no perder la destreza),

podremos hacer por nosotros mismos lo que habitualmente hacen los autores:

iluminar un poco más la realidad; proveernos de ese sentimiento valiosísimo que

proviene de saberse creador; ordenar los propios pensamientos y los propios

sentimientos; cualificarnos como lectores de los textos de otros; aliviarnos,

distensionarnos, por la vía de lo que el psicoanálisis freudiano llama sublimación

(esto es, la canalización por vías simbólicas de afectos negativos, destructores).

Escribir, en síntesis, es una práctica beneficiosa en más de un sentido, así no se

logre llegar a los niveles de lo llamado artístico. Si todos escribiéramos un Diario,

por ejemplo, estaríamos mucho más cerca de nosotros mismos y de nuestra

historia personal; si todos escribiéramos a menudo cartas, y las enviáramos,

estaríamos más cerca de los otros; si todos nos “venciéramos” un poco

abocándonos a la disciplina, a la aplicación que exige la lectura y la escritura,

ganaríamos en fortaleza interior, en autocontrol, en creatividad, en autoestima.

El cine, la radio, la televisión y la internet presentan una desventaja enorme en lo

que respecta a la posibilidad humana de crear. Observemos que respecto de esos

sistemas de comunicación (y potencialmente de arte) casi todos estamos en una

disposición de pasividad. Son muy pocos los individuos que saben o pueden emitir

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mensajes mediante estos sistemas; es decir, que saben cómo manejar una

consola, una cámara, un aparato de edición, o diseñar una página web. Eso tal

vez continúe así por algún tiempo. Por lo pronto, seguimos teniendo la escritura; a

todos nos está dado ser Víctor Hugo o Tolstoi o Cervantes. Vale la pena. Es difícil,

pero vale la pena.

Aunque no es necesario remontarse a esas alturas. Podemos dejarles el arte a los

artistas, y asumir el reto de ser solo escritores aficionados. Para conseguir lo cual

no hay medio más idóneo que la frecuentación de los llamados “buenos libros”; es

mucho lo que éstos están llamados a enseñarnos.

Reemplacemos el arte de escribir por el hábito de escribir; y es muy posible que al

hacerlo con asiduidad y cuidado podamos pasar, sin apenas darnos cuenta, del

hábito al arte. Pero no tiene que ser el objetivo único: no todos tenemos por qué

ser artistas, mientras que todos sí tenemos el deber de ser mejores hombres,

mejores mujeres. La escritura, en efecto, está llamada a hacernos mejores: más

conscientes, más despiertos, más libres, más creativos, más autónomos, más

respetuosos, menos reprimidos, más tolerantes, menos inciertos, menos

dependientes, menos ignorantes, más felices.

Pocas cosas más difíciles que enseñarle a escribir a alguien; pocas cosas más

difíciles que enseñarle cualquier cosa a alguien. Es más viable promover la

escritura que enseñarla, recomendarla que transmitir sus secretos.

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Deberemos cuando menos advertir que no en vano la escritura ha sido

considerada el invento más radical de la historia; de hecho, es a partir de su

invención que se habla de final de la Prehistoria e inicio de la Historia propiamente

dicha.

Atrevámonos a escribir, aventurémonos a escribir. Cuesta algo –en términos de

tiempo y de concentración y de esfuerzo, y hasta de soledad-, pero esos costos

resultan mínimos comparados con lo que podríamos ganar: nosotros y nuestros

probables lectores.

Bienaventurados los que escriben, así no escriban demasiado ni con pretensiones

de hacer arte.

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Sobre el género epistolar

Tal vez en la vida no se nos presente nunca la obligación de escribir un poema o

un artículo periodístico o un ensayo filosófico o una novela; es posible, incluso,

que no nos resulte necesario redactar un discurso ni una nota necrológica ni una

tesis de grado. Pero difícilmente la vida nos perdonará vivir sin escribir cartas.

La carta es a la vez un género de la literatura y uno de los mayores deleites del

espíritu. Su dignidad de género literario no puede discutirse ya, en especial a la luz

de ciertos Epistolarios célebres de personajes no menos célebres: piénsese en los

de Rousseau, Voltaire, Schiller, Göethe, Beethoven, Bolívar, Flaubert, Nietzsche,

Van Gogh, Tolstoi, Kafka, Hese, Mann o Freud.

Infinidad de obras literarias y filosóficas están construidas a base de cartas; de

igual modo, los epistolarios de no pocos autores y personajes insignes de la

historia constituyen verdaderas obras de arte, además de ser un acopio invaluable

como testimonio del pasado común de la humanidad. Hombres como los

mencionados, y otros muchos, dieron lustre a sus obras y a sus vidas

acompañándolas con una prolífica correspondencia: la carta ha sido en ellos un

pasaporte adicional en el tránsito hacia la memoria de los siglos. Como dijera uno

de los más afamados clásicos, no hay mejor espejo del espíritu de un hombre que

la calidad de su correspondencia.

Page 22: Hacia Una Escuela Dulce -Diego Gil Parra

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Por mucho que los géneros literarios hoy se difuminen, se mezclen, se amplíen, el

arte de escribir cartas sigue reclamando sus adeptos y sigue siendo una urgencia

en muchos ámbitos de la vida moderna (pública y privada).

Dice Nietzsche en un apartado de La cultura de los griegos:

“Todavía hoy es característica de un buen autor el dejarse llevar por una idea muy

precisa de su público, de igual manera que el pintor pinta para una determinada

distancia y una determinada fuerza de visión. Todo artista quiere comunicarse, y

todos sus medios están escogidos, consciente o inconscientemente, en

consideración a aquél o aquéllos con quienes quiere comunicarse. Es algo

antinatural escribir para un público “mixto”, porque la idea del mismo es muy vaga

y no suministra criterio alguno al autor. Pero incluso también es muy general el

criterio si se escribe para lectores de una determinada cultura o de una

determinada clase social. El autor que, de ordinario, escribe mejor, es aquél que

sabe “este o aquel lector es mi medida, y con él quiero comunicarme”. Por eso

quizá también, no hay género literario en el que se produzca con mayor perfección

relativamente que en el género epistolar, en las cartas, que son un diálogo. En

cambio, ¡cuán insegura es la idea del público que pueden tener los poetas

actuales!” (Nietzsche, 1965: 55)

En efecto, la carta es un diálogo, y, como tal, supone un destinatario específico en

quien se busca producir una impresión específica; lo que es definitivo, en la

medida en que determina elementos de forma como el tono, el estilo y hasta la

extensión. Es también el más natural de los géneros, el más auténtico; aquél en el

que más podemos permitirnos la libertad de ser sinceros.

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Pero la carta no es solo un género entre los otros; de algún modo es el que los

subsume a todos: una novela o un poema son en primera instancia cartas (las

que el novelista o el poeta les han enviado a sus lectores). Y otro tanto cabría

afirmar respecto del cuento, la fábula, el ensayo, el tratado, el artículo, el aforismo,

la crónica o la epopeya.

El género epistolar es muy amplio. Están, en principio, las cartas privadas

(familiares, amorosas, de amistad…) y las cartas públicas (comerciales,

empresariales, diplomáticas, literarias, filosóficas…). Pero se habla también de

cartas “abiertas”, “cifradas”, “colectivas”, “cruzadas”, “anónimas”…

Es imponderable el servicio que ha prestado la carta a la cultura, desde tiempos

inmemoriales hasta nuestros días. Es a la vez uno de los géneros más antiguos

(probablemente el primero de los inventados) y uno de los más vigentes y

vigorosos en la cotidianidad contemporánea. Han variado los formatos materiales,

y hasta los protocolos, pero no la esencia ni la función.

El psicoanalista francés Jacques Lacan ha complementado el viejo proverbio de

Buffon (“El estilo es el hombre”), diciendo: “El estilo es el hombre… a quien me

dirijo.” La imagen del receptor resulta determinante a la hora de la emisión verbal,

y en la carta mucho más, pues -con la sola excepción de las llamadas “cartas

abiertas”- la epístola está dirigida a un destinatario concreto y tal característica le

imprime un sello particular, decisivo: el mismo que ha llevado a Nietzsche a

situarla por encima de los demás géneros.

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Una carta a tiempo, y en el tono y la forma convenientes, puede, más que el

caballo del famoso monarca, salvar un reino; también, por supuesto, salvar una

amistad, consolidar un amor, clarificar los términos de una contratación laboral, o,

simplemente, eliminar las distancias entre dos seres humanos cualesquiera en

una situación determinada. La función básica de la carta es la de socializar:

conferirle altura ética y democrática a un conflicto, fortalecer la dimensión

simbólica de los hombres al garantizarles el recurso de la verbalización y la

explicitación de sus intereses, de sus querencias y malquerencias. Daniel

Cassany (1995: 30) lo dice en sus términos: “La carta es el más esencial recurso

de la democracia.” (Cassany, 1994: 78)

Pero la carta no es solo un hábito socia; también constituye la posibilidad y la

certidumbre de un placer. Un placer del que no hay motivo para que nos privemos,

así como no deberíamos privarnos tampoco de la incursión en otros géneros,

susceptibles todos de proveernos ese placer del texto tan desconocido en la

escuela o tan pobremente promovido. En la confección de todo texto hay un

horizonte de placer, una alternativa de felicidad, y la carta se ha presentado

siempre como una modalidad textual particularmente propicia al deleite de la

comunicación, del encuentro con los otros y con nosotros mismos. Escribir cartas,

cartearse, hace realidad infinidad de posibilidades humanas: la invención, el juego,

el coqueteo verbal, el crecimiento intelectual y ético, la diversión.

Page 25: Hacia Una Escuela Dulce -Diego Gil Parra

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Nuestros antepasados se dirigían cartas prolíficamente; ellas eran el vehículo

predilecto para ejercer la crítica y la valoración positiva, expresar la ira y el festejo,

manifestar la petición y la dádiva, comunicar la opinión y la consulta, imprimir la

sugerencia y el mandato, dirimir los odios y los amores. Hoy, el correo electrónico

y la internet reinventan la necesidad y el goce de escribir.

Todos hemos sentido alguna vez, con la vehemencia de los más altos impulsos, el

deseo de dirigirle una carta a alguien, conocido o no, pero lo lamentable es que

ese deseo –como a la casi la totalidad de los humanos deseos- optamos por

sofocarlo, olvidarlo, ignorarlo, desviarlo, posponerlo.

Sabemos por experiencia que escribir, en general, no es un acto fácil. Pues bien,

tampoco lo es cuando de lo que se trata es de escribir cartas. Sin embargo, no

sospechamos lo mucho que vale la pena intentarlo y persistir en el intento.

Uno de los poderes más singulares de la carta –y que a su vez explica buena

parte de nuestras reservas y reticencias- reside en que nos permite conocernos un

poco mejor a nosotros mismos –nuestro carácter, creencias y preferencias- al

igual que a quienes nos rodean: todo un mundo de sentimientos, ideas e ideales,

inquietudes, perplejidades, pasiones y paisajes, afloran a la consciencia cuando

decidimos asumir el riesgo gozoso de escribir cartas y, por tanto, de abrir el

espacio para que nos las escriban.

Page 26: Hacia Una Escuela Dulce -Diego Gil Parra

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El Día del Idioma en tanto que celebración

El acto de celebrar es un acontecimiento esencialmente humano; en esa medida,

aparece como uno más de los elementos que señalan nuestra diferencia radical

con los animales, en cuya naturaleza no está prevista ni la posibilidad ni la

necesidad de celebrar.

Es por el hecho de disponer de una memoria colectiva que a los hombres nos ha

sido conferida esa facultad tan peculiar. En el fondo, lo que hacemos al celebrar

no es otra cosa que encontrarnos de nuevo con el objeto común de la memoria; y

en ese sentido, la celebración del 23 de abril, para los hispanoparlantes, posee

toda la carga emocional de un reencuentro grandioso: el reencuentro con la

lengua, con el idioma.

Un reencuentro muy singular y muy extraño. Porque, ¿cómo puede uno

“reencontrarse” con aquello que ha tenido y tiene todo el tiempo al alcance de la

mano? De hecho, no hay nada que tengamos más cerca que la lengua: con ella

no solo hablamos a diario, sino que con ella amamos y soñamos, con ella nos

alimentamos y respiramos, con ella vivimos.

Sin embargo, ocurre la paradoja de que justamente aquellas cosas de las que más

cerca nos encontramos son las que más solemos desconocer, las que

permanecen a mayor distancia. De ahí que sea importante (e incluso urgente)

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emprender un camino de reencuentro, a fin de recuperar cada una de esas

realidades a la vez tan cercanas y tan distantes.

Con frecuencia se repite (sobre todo en los escenarios escolares) que el Día del

Idioma es una fecha en la que básicamente debemos hacer dos cosas: rendir

homenaje al señor Miguel de Cervantes Saavedra, y hacernos propósitos para

aprender a escribir tan bien como él y a hablar con correctamente como su

personaje Don Quijote de la Mancha.

En cuanto a lo primero (el homenaje a Cervantes), creemos que es algo que

debiera perpetuarse, pues se trata del justo tributo honorífico a quien se ha

considerado, por amplio consenso, como el más grande exponente de la literatura

en lengua española de todos los tiempos. Pero en lo que respecta a lo segundo (la

“corrección” en la escritura y el habla), valdría la pena señalar que hay allí la

expresión de un mito que ha logrado consolidarse a través de las generaciones: el

mito de la presunta “pureza” de la lengua.

En realidad no existen lenguas puras ni impuras; lo que hay son códigos de signos

verbales que hacen posible la comunicación entre los individuos que conforman

una comunidad determinada. El hecho de que haya gentes “cultas” y gentes

“incultas” no es de ningún modo una razón para pensar que los primeros hablarían

una lengua “pura” y los segundos no. Desde el punto de vista de la comunicación,

del intercambio comunicativo, lo que verdaderamente cuenta es que unos y otros

puedan hacerse entender y puedan establecer un vínculo social. Se da el caso de

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que muchas personas de escasa formación cultural hacen un mejor uso del idioma

que otras de mayor cultura, pues mientras los primeros pueden no presentar

grandes dificultades para comunicarse abiertamente, los segundos (los mismos

especialistas en lingüística y gramática, por ejemplo) podrían dificultar demasiado

la comunicación debido al exceso de complejidad con que se expresan.

La cuestión de la pureza lingüística no pasa de ser un mito. Hay maneras distintas

y más realistas de ver las cosas. Creemos que lo que hay que estimular no es solo

un uso académico de la lengua, sino una utilización cada vez más rica, más

efectiva y sobre todo más estética de la misma. No se trata, como pretenden los

puristas, de hablar el español de Cervantes, o el de Góngora, o el de Lope de

Vega, o el de cualquier otro autor clásico; lo que hay que hablar es nuestro

español, el de nuestro país, el de nuestra región y el de nuestro tiempo. A

condición de que procuremos hablarlo y escribirlo con eficacia, con esmero, con

sentido estético.

Hablar y escribir bien no significa que debamos retroceder cuatro siglos en la

historia, ni que debamos acomodarnos a modelos preestablecidos tildados de

“correctos”. Hacer un apropiado uso de la lengua es ante todo esforzarse por

alcanzar la máxima claridad y concisión al expresarnos oralmente, y el máximo

grado posible de belleza y armonía al hacerlo por escrito.

El lenguaje en su totalidad puede entenderse, y vivirse, como un acontecimiento

estético, es decir, como una alternativa posible de alegría para los sentidos. Todo

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hombre, por el solo hecho de que habla, es ya un poeta en potencia. Y más aún:

es un soberano en potencia, pues todo aquel que posee el don del habla gobierna

sobre el más poderoso y amplio reino que pueda imaginarse: el del lenguaje.

No hay poder humano por encima del poder de la palabra; es por ella que e hace

posible la consolidación de las ciudades y de los imperios, así como de los

ejércitos y de las leyes. Solo por mediación de la palabra amamos y somos

amados, construimos y somos construidos, educamos y somos educados. “La

palabra –sostiene un connotado pensador del siglo XX- es la que funda el ser del

hombre; es la morada del ser”.

Es sobre este tipo de asuntos, a la vez tan remotos y tan cercanos, sobre los que

sería interesante reflexionar. Y no solo durante las limitadas 24 horas del 23 de

abril.

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Algunas anotaciones sobre el idioma español o castellano

El principal vínculo que mantienen las repúblicas americanas colonizadas por

España es sin duda el idioma. No porque los otros elementos culturales carezcan

de valor, sino porque de algún modo todos están incluidos en el idioma, en la

lengua.

Una lengua es mucho más que un repertorio de expresiones y de normas

gramaticales para usos comunicativos: es una cosmovisión, un imaginario social,

un modo de concebir y de asumir el mundo. Un poema célebre de Pablo Neruda

resume esto de modo definitivo. Dice Neruda que:

“Los españoles se llevaron todo y nos dejaron todo: nos dejaron las

palabras”.

En efecto, durante más de tres siglos, los españoles (junto con otros pueblos

europeos: ingleses, franceses, portugueses, holandeses, alemanes…) asolaron

nuestras tierras, se llevaron de América los metales preciosos (oro, plata, cobre,

etc.), las cosechas (tanto las de productos autóctonos como las que ellos mismos

lograron aclimatar en el nuevo territorio), la madera, parte de la flora y de la

fauna… Y no solo eso: también diezmaron -con la fuerza de las espadas, la

inclemencia de las hambrunas y de los trabajos forzados- a una parte considerable

de la población aborigen; y esclavizaron a africanos e indígenas…

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El largo proceso de Conquista y de Colonización supuso a la vez un brutal

sometimiento del hombre y un no menos brutal despojo de la Naturaleza, todo ello

dictado por la codicia, por el afán de poder y de lucro.

A cambio de eso, los europeos nos trajeron las palabras: no solo los idiomas de

los colonizadores (el español, el inglés, el francés, el portugués, el holandés, el

alemán…), sino el resto de idiomas tanto del mundo Occidental como del Oriental.

Y, de paso, el resto de avances técnicos, científicos, artísticos, teológicos,

atesorados hasta ese momento por las distintas civilizaciones: el cristianismo (su

ética, sus rituales, su heráldica, su arquitectura…), la imprenta, la brújula, la

navegación marítima avanzada, el reloj, el álgebra, el almanaque, el calidoscopio,

el derecho romano, la literatura griega, la pintura renacentista, la astronomía, el

espejo, técnicas para la fundición de metales, técnicas agrícolas, el ajedrez,

sistemas de administración política y judicial, los juegos de azar, el papel, nuevos

deportes, nuevos instrumentos musicales, nueva fauna, nueva flora, un largo

etcétera.

La Conquista y la Colonización fueron, en síntesis, un “encuentro de culturas” o

mejor sería decir, para recalcar el marco de violencia en que se dio, un “choque de

culturas”. Pero al fin y al cabo un enriquecimiento mutuo.

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En cuanto al idioma español o castellano, es una de las diversas derivaciones del

llamado “latín vulgar”, el cual da origen al resto de las llamadas “lenguas

romances”: italiano, portugués, francés, leonés, aragonés, gallego, etc. Estas

lenguas se consolidan como parte del proceso de la formación de los Estados

nacionales, fenómeno iniciado en Alemania entre los siglos XV y XVI, es decir,

hacia la misma época del Descubrimiento del continente americano. El último de

esos idiomas en consolidarse es precisamente el español.

En Latinoamérica se dice indistintamente “español” o “castellano”, pero en

España, por razones de susceptibilidades nacionalistas (dado que en su territorio

se hablan otras lenguas: catalán, vasco, gallego…), es más generalizado el

término “castellano”, a pesar de que en los años 20s ese término fue suprimido por

el Diccionario de la Real Academia. En 1954, durante un Consejo de Académicos

en México, se oficializó el nombre “español” para los latinoamericanos. Sin

embargo, como anotábamos, hoy en Latinoamérica se dice indistintamente

“español” o “castellano”.

Dentro de las múltiples variantes dialectales del español, se reconocen dos

grandes ramas: la andaluza (caracterizada por el seseo, el yeísmo, la pérdida final

de la “s”…) y la castellana (caracterizada por el ceceo, la aspiración, la abertura de

las vocales…). De esas dos ramas, en la Latinoamérica hispánica se impuso la

primera: es por eso que, entre otros detalles fonéticos, nosotros, desde México

hasta Argentina, pronunciamos del mismo modo la “c”, “z” y “s” (fonemas

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palatales, según el punto de articulación vocal), mientras que para los

peninsulares la “c” y la “z” son fonemas interdentales.

Pero hay otras muchas diferencias léxicas y morfológicas; solo en el nivel

sintáctico no hay ninguna variedad.

Por último, dato curioso y revelador: De acuerdo con recientes estudios

lexicográficos, en el español hablado en Hispanoamérica solo figuran 240

indigenismos constatados.

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Sobre la vocación retórico-barroca y antifilosófica del castellano

Ha llegado a convertirse en un lugar común, al menos en ciertos medios, la

afirmación según la cual el castellano es un idioma altamente proclive a la retórica

y al barroquismo. Se sabe que el inglés es llano, directo, puntual, pragmático; y el

francés, sin ser tan llano como el inglés, no es tan retórico ni tan barroco como el

español.

Es de dominio público también la idea de que el español no es un idioma en el

cual se pueda filosofar; esa función sería privilegio de quienes se expresan en

alemán, en inglés, en francés, quizá en italiano. La evidencia, se dice, está a la

vista: ninguno de los grandes pensadores de la tradición filosófica occidental ha

nacido en España o en alguna de las naciones en que se habla español. Ese

idioma –prosiguen- ha dado excelsos poetas, admirables narradores y vigorosos

ensayistas, pero no se ha prestado para que en ella se haga filosofía. Las únicas

excepciones tal vez sean Séneca (quien de todos modos escribió en latín), Ortega

y Unamuno (pero ni uno ni otro logran ser pensadores de la talla de los grandes,

tipo Descartes, tipo Kant, tipo Hegel).

La lengua castellana habría estado ocupada en otros menesteres muy distintos de

la filosofía y del alto pensamiento. Ha estado esta lengua, sobre todo,

componiendo piezas de retórica, unas en prosa y otras en verso, unas breves y

otras extensas, unas en primera persona y otras en tercera. Hacemos retórica una

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y otra vez, de un modo y del otro: siempre altisonancia, siempre ruido, siempre

afectación, siempre incendio, siempre retórica.

¿Cómo va a ser posible filosofar en un idioma tan incompleto, tan descarriado, tan

caprichoso, tan retórico y tan barroco? En español se componen deliciosas coplas,

se cincelan emotivos versos y se relatan ceñudas aventuras, pero silogismos no,

ideas no, profundidades metafísicas no. Eso, al parecer, es jurisdicción y privilegio

de los germanoparlantes, de los angloparlantes, de los francoparlantes, acaso de

los italoparlantes...

“Es tan raro y absurdo un filósofo español como un torero alemán”, dice una vieja

boutade, cuya autoría se le adjudica a muchos. ¿Y qué hay detrás de la alusión

jocosa? La suposición de que en español no se puede pensar, no se puede

filosofar; ese idioma no parece prestarse para transmitir las categorías de la razón

o los argumentos en pro y en contra del infinito. En ese idioma inapropiado, el

castellano, no se podría conjeturar ni refutar ni deslizar una alusión sutil.

Imposible, porque no hay toreros alemanes ni hay opciones para en la lengua de

Castilla filosofar.

Todo lo cual es desde luego ampliamente cuestionable. En principio, decir que en

español no se puede filosofar porque no hay filósofos que podamos señalar con el

dedo es equivalente a proferir aseveraciones del tipo: las mujeres no pueden

filosofar, porque ¿dónde está la dama, las damas, de la Razón?; o los panaderos

no pueden filosofar, porque en parte alguna figura el nombre de un panadero que

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haya cultivado la filosofía; o los niños no pueden filosofar, porque hasta ahora no

hemos conocido a un niño filósofo.

Sostener, de otra parte, que la imposibilidad del discurso filosófico es inherente a

la constitución formal (fono-morfo-sintáctico-semántico-semiótica) de la lengua

castellana, es una prueba de barbarie teórica. Cada lengua es un abanico de

opciones. De opciones y de restricciones. Hay una coincidencia entre la apertura

semántica de una lengua y las posibilidades cognoscitivas que facilita a sus

usuarios.

Ahora bien, ¿son tan pobres las opciones que para sus hablantes-oyentes ofrece

el idioma de Cervantes, de Lope y de Góngora? ¿No podemos conceptualizar

haciendo uso de sus verbos, de sus adjetivos, de sus declinaciones, de sus

tropos, de sus legislaciones sintácticas, de su retórica (admitiendo que los

hispanohablantes somos fundamentalmente retóricos)?

Ha sido distinta la historia de España a la de Alemania, de Francia, de Italia y del

Reino Unido. La modernización española es tardía en comparación con la de las

otras naciones mencionadas. España fue la cuna de la Contrarreforma; el influjo

del clero y del pensamiento escolástico medieval fue más fuerte, más rudo y más

duradero en la península ibérica que en los grandes pueblos del Este europeo. De

ahí la otra expresión despectiva: “Europa termina en los Pirineos”, mediante la

cual se pretende excluir al pueblo español (y de paso a toda Hispanoamérica) del

enorme prestigio que significa la europeidad. A los europeos no ibéricos los une a

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lo sumo un sentimiento de simpatía por la república hispánica, pero es una

simpatía subvaloradora que en lo español y en lo portugués reconoce a lo sumo

un venerable vestigio del pasado.

Respecto de Hispanoamérica, la mirada europea es a la vez más excluyente y

más impertinente. América Latina (incluyendo al Brasil) en buena medida no ha

pasado de ser para el imaginario europeo un lugar vacacional, con sus selvas

hiperbólicas y su fauna de Trópico y sus dictadores de fábula y su macondismo

irremediable. No se ven ni se buscan filósofos por acá. Aunque hace algunas

décadas descubrieron que había escritores, y también han reconocido por acá a

algunos buenos músicos y a algunos aceptables pintores y escultores. Filósofos,

en cambio, parece que no.

Entre tanto, seguimos haciendo retórica con el español, y seguimos

barroquizando, sobre todo esto: barroquizando. Algunos críticos han afirmado que

toda nuestra poesía es retórica, con dos o tres versos de excepción.

Pero lo cierto es que esa poesía –retórica y barroca o no- ha producido y sigue

produciendo voces como las de Lugones, Ibarborou, Rubén Darío, José Asunción

Silva, Porfirio Barba Jacob, Oliverio Girondo, César Vallejo, Jorge Luis Borges,

Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Octavio Paz, Ernesto Cardenal, Delmira Agustini,

Nicolás Guillén, Eduardo Carranza, Fernando Charry Lara, Rafael Maya, Gutiérrez

Nájera, Arturo Camacho Ramírez, Álvaro Mutis, Nicanor Parra, Alejandra Pizarnik,

Juan Manuel Roca, José Emilio Pacheco, León de Greiff… Y la narrativa ha

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producido plumas como las de José Hernández, Jorge Isaacs, Tomás

Carrasquilla, Soledad Acosta de Samper, José Eustacio Rivera, Horacio Quiroga,

Rómulo Gallegos, Juan Rulfo, Alejo Carpentier, Arturo Uslar Pietri, Borges, Julio

Cortázar, Ernesto Sábato, Eduardo Galeano, Mario Benedetti, Juan Carlos Onetti,

Gabriel García Márquez, Álvaro Cepeda Samudio, Mario Vargas Llosa, Carlos

Fuentes, José Lezama Lima, José Donoso, Isabel Allende, Rafael Humberto

Moreno-Durán, Germán Arciniegas, Gustavo Álvarez Gardeazábal, Fernando Cruz

Kronfly, Augusto Monterroso, Mempo Giardinelli, Guillermo Cabrera Infante,

Rosario Castellanos, Bryce Echenique... Y el ensayo nos ha dado a Vasconcelos,

a Enríquez Ureña, a Mariátegui, a Carpentier, a Borges, a Paz, a Sábato, a Rama,

a Zuleta, a Téllez, a Cruz Kronfly, a Braunstein...

El español, pues, nos ha permitido cantar, contar y ensayar; lo único que al

parecer sigue sin permitirnos es filosofar.

Así eran las cosas al menos hasta hace unos años. Porque han empezado

cambiado de modo notorio. Tenemos mucho de europeos los latinoamericanos. La

mayoría de las lenguas habladas aquí son de origen europeo, herencia de los

procesos de conquista y colonización. Nuestras cosmovisiones han sido edificadas

a la luz de modelos euroasiáticos y de otras latitudes. No obstante, seguimos

siendo del lado de acá, de América. Somos una síntesis, un mestizaje. Triple,

además, porque figura también el elemento africano, el aporte de las negritudes

traídas por la fuerza a estas tierras por los colonizadores españoles, franceses,

ingleses, holandeses y portugueses. Nuestro castellano es distinto del que se

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habla en España, pero es la misma lengua, las mismas estructuras sintácticas, y la

base léxica es común en un elevado porcentaje.

La comunicación Europa-América fue desigual hasta hace poco tiempo. Antes

éramos los americanos quienes solíamos “asimilar” los legados y las enseñanzas

de la culta europea, de la vieja Europa, de la prestigiosa y sabia Europa. En el

momento presente esa relación tiende a ser más igualitaria, y en algunos casos a

la inversa. En materia de cultura, hemos sido capaces de producir creaciones de

innegable originalidad que se exportan para consumo de los europeos. El

movimiento Modernista, hacia finales del siglo XIX, fue sin duda el primer gran

producto de exportación cultural americano.

Quizá nuestro idioma siga siendo retórico y barroco, pero es en esas

circunstancias que los pueblos americanos, de habla hispana y de habla

portuguesa, hemos logrado superar la antigua dependencia que nos ligaba

respecto de Europa.

Es claro que hemos adquirido una mayoría de edad cultural. No solo en México,

Cuba, Argentina y Brasil, que son los países que suelen mencionarse a manera

de ejemplo de vanguardia cultural; también en Honduras, en Guatemala, en

Puerto Rico, en Nicaragua, en Venezuela, en Ecuador, en Jamaica, en Chile, en

Costa Rica, en Colombia… En fin, en más de veinte países que conforman una

amplia región geográfica que algunos han denominado, retóricamente, “el

continente de la Esperanza”, y en el que tal vez un día veamos florecer filósofos y

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pensadores originales, antes incluso de que empiecen a nacer y a triunfar toreros

en Alemania.

Los talleres literarios y la solidaridad de grupo1

Asistimos al taller porque escribimos, y en alguna medida escribimos para ir al

Taller, para no llegar con las manos y la cara vacías. Ese goce privado, incluso

secreto, que es la escritura se convierte en el taller en un ejercicio público,

exponiéndonos, o bien a la crítica adversa o bien al comentario favorable. Aunque

con el tiempo vamos convenciéndonos de que tanto el halago como el reproche

son formas distintas de comentario favorable, siempre y cuando aprezcan

coheremente justificados: en ambos casos hemos estado expuestos, texto y autor,

a la escucha, a la valoración, a la compañía de los otros. He ahí una definición

posible de lo que es un taller literario.

En un taller, en mayor o en menor medida, todos partimos de un principio: la

dificultad intrínseca y extrema de este acto ilimitadamente gozoso que se llama

escribir. ¿No es en buena parte a raíz de esa constatación que nos reunimos, que

auscultamos nuestros mutuos haceres, que instauramos una microsociedad

1 Este texto fue compuesto en el marco de las fogosas sesiones del taller literario “Botella y luna”, que ha estado funcionando en la ciudad de Cali, Colombia, desde 1992.

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fraterna, una segunda familia, unificada por la comunión de sangre y por la

identidad de vocaciones en torno de la tinta? La escritura nos concierne, y

estamos de continuo concernidos por ella; es nuestro oficio íntimo, uno de

nuestros mejores modos de ser humanos, nuestra tarea de la vida, nuestra cosa

nostra. Es eso lo que nos hermana, lo que nos agrupa, lo que nos provee motivos

para seguir viviendo y para seguir haciéndolo con orgullo.

Escribir solo es fácil para tres tipos de individuos: los facilistas, los irresponsables

y los genios. El tallerista detesta el facilismo, huye de la irresponsabilidad y sabe

que el suyo no tiene que ser necesariamente el camino del genio.

Se ha repetido con suficiente frecuencia que el ejercicio de la literatura es el más

solitario que pueda concebirse. Eso no parece discutible, pero es justamente lo

que permite definir al taller literario como una respuesta, contundente y

humanamente bella, a la soledad. Si todo escritor es un lobo estepario, el tallerista

(que también es escritor) es un lobo que apuesta aún por esos valores cada vez

más ausentes en nuestras sociedades contemporáneas: la solidaridad, el

encuentro con el otro, la complicidad; en una palabra, la Amistad.

En efecto, un taller literario es la más hermosa excusa para la consolidación,

mantenimiento y enriquecimiento de la amistad, excusa que debería ser su fin

primordial y su motor permanente. El intercambio incesante de letras se convierte

así en otro modo (y no cualquiera) de seguir siendo amigos. ¿Y qué es en últimas

un amigo? Es ante todo alguien en cuya presencia la pasamos bien. Un Taller es

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un sitio al que, bajo la devoción común por la literatura, vamos a pasarla bien. Si

ha tenido razón Cioran cuando dijo que “todo escritor es un Dios”, el taller literario

no puede ser otra cosa que un banquete olímpico. Y Cioran, el pequeño Dios

Cioran, tiene razón a este respecto.

El encuentro tallerístico, además, es la oportunidad para el desempeño de dos

actos complementarios de generosidad: por una parte, el compartir de las lecturas

de la semana, del día, de la hora, de la vida; y, por la otra, el comentario crítico,

fruto de la atención sostenida, la escucha amorosa al escritor-tallerista de al lado,

el apunte destinado a la mejoría del texto del otro, texto que pasa, así, de ser

propiedad privada para convertirse en propiedad colectiva.

Este hecho, unido al cúmulo de prácticas anexas propias del protocolo ritual del

encuentro (el comentario eventual sobre una película, sobre un artículo

periodístico, sobre una exposición de pintura, sobre una obra de teatro, así como

las relajantes mareadas de humor), definen el ambiente de una actividad en la que

se dan cita los ingredientes de la Academia con los aditamentos propios de la

tertulia y de la bohemia. De no existir las escuelas, los colegios, las universidades,

el taller serviría por sí solo para cumplir la función de formar recreando, de recrear

creando y de crear gozando.

Asistir a un taller literario es reafirmar un sentido de pertenencia e identidad, en

función de unas preferencias estético-culturales, de adscripción generacional, de

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simple o compleja afinidad de gustos. Todo ello como un rito en el que la figura

central es la escritura.

Ahora bien, el hecho de ser un tallerista (incluso un buen tallerista) no garantiza en

ningún sentido el ser un buen escritor; pero es sin duda un camino, tan válido

como otros, para llegar a serlo. Ningún taller literario, por excelso que sea, está en

condiciones de enseñarla a nadie cómo componer un buen verso o cómo elaborar

una narración eficaz o cómo adquirir la maestría en el dominio de una técnica

determinada. Todo esto pertenece al orden de lo que es posible aprender, pero no

de lo que es factible enseñar. El taller se erige, más bien, como un escenario

abierto en el que los aprendizajes, siempre personales, tienen un lugar y

proporciona la invaluable cercanía de otros aprendices que a la vez son un espejo

confiable y un estímulo constante.

En el espacio de un taller efectivo, pues, se lucha sin descanso contra una múltiple

superstición: la superstición del pudor, de la soledad, de la insolidaridad. Y el no

poder situarse a la altura de esa lucha cotidiana es lo que explica en buena parte

el hecho nada infrecuente del fracaso. Un grupo, al igual que un matrimonio, tiene

al menos dos formas de fracasar: una de ellas (de alguna manera la más digna) es

la disolución; la otra es la continuidad forzosa, esa continuidad que se mantiene

por inercia, bajo una evidente desnaturalización de funciones y rutinas. El taller

literario ideal es aquel que se funda con entusiasmo, se clausura con regocijo y se

vive con inquietud permanente.

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Por otra parte, en un taller es inevitable la inminencia del llamado “narcisismo de

grupo”, pero ese sentimiento (argumento esencial de quienes se han opuesto

siempre a todo intento de colectivización de la literatura y del arte) es sobrepujado

constantemente por el espíritu contrario: la “humildad de grupo”, la “solidaridad de

grupo”, vale decir, la congregación por el afecto.

Estas anotaciones no aspiran desde luego a una validez universal. Toda

agrupación humana instaura, implícita o explícitamente, una ética, es decir, unos

principios de regulación interna, unos acuerdos sobre valores, prácticas y

comportamientos. No estamos obligados a nada; a lo sumo, a intentar la

originalidad. De ahí que las mejores reglas para el funcionamiento de un Taller

serán aquellas que surjan de la imaginación de cada grupo.

Y esa imaginación está alimentada por los intereses particulares, la formación

cultural de los miembros, las expectativas (individuales y colectivas), los prejuicios,

los juicios y los postjuicios sobre uno de los oficios más extraños y más

apasionantes que haya ideado el homo sapiens: la escritura.

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Escribir en el trópico

No es lo mismo escribir en Sudamérica que en Europa o en Estados Unidos. No

es lo mismo hacer cualquier cosa en Sudamérica que en Europa o en Estados

Unidos.

Por razones de todo orden: el clima, el paisaje, la tradición cultural, los idiomas,

los ritmos de vida...

En Colombia, por ejemplo, en pleno Trópico, resulta difícil cualquier actividad que

implique concentración y persistencia. No existen esos grises y prolongados

inviernos europeos, ni esas frescas primaveras. El calor es excesivo, la luz muy

intensa, cunde la sensualidad, la piel llama de continuo… Abundan los motivos de

distracción.

Eso por una parte. Por la otra, está el hecho de que nuestra cultura es en lo

esencial herencia y reflejo tardío de la europea y de la norteamericana;

permanecemos a la zaga en materia de ciencia, de tecnología, de política, de

filosofía, hasta de religión.

Hace algún tiempo que las cosas han empezado a cambiar a nuestro favor,

aunque todavía sigue siendo cierta, y teniendo sentido, la expresión Tercer

Mundo.

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En el imaginario europeo, asiático y norteamericano, sin embargo, las cosas

aparecen distorsionadas, exageradas. Continúan imaginando a Sudamérica, y de

paso a toda América Latina, como una enorme selva poblada de seres

semiprimitivos y semibárbaros; una selva plagada de incultura y de atraso, pero

que puede resultar grato y divertido para pasar las vacaciones de verano.

Y a la inversa: nosotros seguimos representándonos esos lugares desde una serie

de estereotipos que no en todos los casos se corresponden con la realidad. Ni en

lo que atañe al nivel cultural de sus pobladores ni en lo que atañe a su civilidad, ni

siquiera en lo que atañe a su riqueza. También hay ignorancia allá, y mucha

inteligencia culta acá; también hay violencia y barbarie allá, y lugares de paz y

concordia aquí; también hay pobreza allá, y demasiada riqueza acá; también hay

desilusión, tristeza y nihilismo allá, y esperanza, positivismo y alegría aquí.

El mito de nuestro atraso y de nuestra “inferioridad” ha ido cambiando ante la

inminencia de los hechos. Desde los países latinoamericanos no solo se exporta

azúcar, café, madera, banano, metales, petróleo, algodón, flores; también

excelente música, excelente literatura, excelente teatro, excelente cine, excelente

danza. En toda la gama de los deportes se han logrado éxitos mundialmente

relevantes. Hay, dispersas y/o expatriadas, enormes personalidades de las

ciencias físicas, astronómicas, químicas, biológicas. Y existe ya una copiosa

producción de sociología, teología, lingüística, semiótica, antropología, etnología,

psicoanálisis, crítica literaria. Tenemos 5 Premios Nobel de literatura, y varios

candidatos actuales.

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Cine y literatura

Ha pasado ya la época en que ponía en cuestión el estatuto artístico de la

cinematografía. Hoy no solo el cine ha obtenido tal estatuto, sino que puede

pensarse incluso que lo ha rebasado: algunos autores consideran que todo el arte

contemporáneo puede ser planteado “bajo el signo del cine”, lo cual nos da más

que una idea acerca de su importancia como fenómeno cultural. A la literatura, por

ejemplo, de quien se nutrió en un principio, ha hecho aportes significativos, tanto a

nivel de la prosa como de la poesía. De las posibles relaciones entre literatura –

específicamente la novela- y el cine nos ocuparemos aquí.

A primera vista, el punto más fuerte de cercanía entre el cine y la novela está en la

utilización común de los procedimientos narrativos: tanto en el filme como en el

texto novelesco se maneja una estructura del acontecer. La focalización de la

cámara en cine registra, al igual que la figura del narrador en la novela, el suceder

de una serie de acontecimientos que, con o sin reticencias, configuran lo que

siempre hemos entendido por “relato”. En ambos caso se presenta un conjunto de

secuencias doblemente temporales, pues mientras transcurre el tiempo de las

acciones está pasando también el tiempo del relato y el de la proyección fílmica,

respectivamente. Esta cercanía se hizo evidente desde el comienzo mismo del

cine de ficción; es decir, aparece ya en el cine mudo: si hablamos de cercanía a

propósito de lo narrativo, no es la palabra, en su sentido liter-ario, lo que cuenta;

se trata de homologías estructurales de fondo. Aunque en la novela se relate y en

el cine se represente, los dos son artes de acción.

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Desde luego la obvia precedencia histórica de la literatura respecto del cine le creó

a este, en sus inicios, una clara dependencia de los materiales narrativos

preexistentes, así como de los propios del teatro. Pero pronto el cine encontró su

propia autonomía y consiguió invertir la relación: ahora la novela acude con

frecuencia a enriquecer su acervo narrativo con procedimientos descubiertos por

la cinematografía, creándole al escritor, por ejemplo, la exigencia de una fuerte

imaginación visual. El caso más notable a este respecto quizá sea el de los

novelistas del llamado “Nouveau Roman” en Francia, los que realizaron el proceso

contrario de un Eisenstein, quien nos dice que aprendió los recursos del montaje

leyendo a Flaubert. Y no solo eso: los requerimientos de la creación fílmica, desde

la inserción del sonido, hicieron necesaria la invención de un nuevo género

literario, el guión, dada la inadecuación de los conceptos narrativos habidos hasta

el presente.

Las diferencias entre una y otra modalidad artística se evidencia desde las

condiciones mismas que cada una instituye para su recepción: el cine implica el

agenciamiento de un verdadero ritual social frente a la pantalla, mientras que la

literatura ha sido fundamentalmente un ejercicio solitario.

Pero es a propósito de los códigos en que se emiten los mensajes respectivos

donde hallamos las distinciones más irreductibles: el cine cuenta con la ventaja

que representa la universalidad de la imagen; la literatura está más restringida, en

tanto que sus mensajes están sujetos a las limitaciones lingüísticas –y por ende

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ideológicas- de una lengua determinada (vale la pena señalar que la presencia en

el cine del lenguaje verbal desarrolla solo una parte, y no la principal, de la

comunicación fílmica). La imagen, además, tiene la particularidad de que su

comprensión requiere una operación mucho menos compleja que la de la palabra

escrita; esta implica un proceso de abstracción especial que no es necesario, al

menos en principio, en la descodificación de la imagen.

Por otra parte, el hecho de que la literatura pueda definirse como la

“transfiguración estética de la función designativa” y el cine como la

“transfiguración estética de la función mostrativa” hace que la primera se sirva de

signos lingüísticos y el segundo de signos icónicos, lo que, a su vez, conlleva a

que ambos configuren códigos de emisión distintos. La manera como se

estructuran los mensajes en la novela corresponde a lo que se denomina un

“código digital”, en tanto que el cine lo hace en un “código analógico”. El primero

debe su nombre a que está constituido por dígitos (unidades discretas de sentido),

que se expresan en forma separada, tal como ocurre con el alfabeto, las notas

musicales y el sistema numérico. En los códigos de este tipo, dada la fuerte

arbitrariedad entre las series gráficas, sonoras y conceptuales, es muy acentuado

el proceso de abstracción. Esto no sucede con los de naturaleza analógica,

caracterizados por la idea implícita que hay en ellos de “simulacro” o “imitación”;

la pecualriedad de sus signos, los iconos, es la similitud entre el significante

(secuencia que representa) y el significado (representación mental del referente);

son ejemplos de ellos la pintura, la escultura, la fotografía y el cine. En los códigos

analógicos, por su carácter de calcación, se promueve un grado mínimo de

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abstracción; de ahí el impacto masivo de la televisión, el cine, el video. La

diferencia, en el fondo, radica en que el lenguaje verbal opera una categorización

de la realidad que en su analítica divide (sustantivo, adjetivo, artículo...) y luego,

en el transcurso del texto, vuelve a unir esa realidad, lo que imposible en el filme.

Así, las adaptaciones televisivas o cinematográficas de textos literarios afrontan

ese problema de discrepancia de códigos: puesto que los procedimientos

expresivos son semióticamente distintos en igual forma los resultados, desde el

punto de vista de la estética y de la comunicación misma, serán obligatoriamente

diferentes (en último término, una obra literaria solo se aprehende “literariamente”

y un filme “fílmicamente”). Por eso el acierto de una adaptación no estará en

dependencia nunca de la fidelidad al texto primitivo, sino que dependerá por

entero del uso apropiado o no que se haga de unas posibilidades de expresión

enteramente distintas: las específicas de la cinematografía.

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Consideraciones sobre el ensayo en tanto que género

Sólo se debe escribir

para escritores,

y sólo el que escribe

Realmente lee

Friedrich W. Nietzsche

El ensayo surge casi a la par con la novela hacia el final de ese fervor cultural

europeo que conocemos como Renacimiento. La época que siguió al

Renacimiento, y que se extiende hasta nosotros, ha sido designada por algunos

pensadores como la Modernidad, a la cual la distinguen varios hechos: el ascenso

del capitalismo y de la ideología burguesa que le es correlativa; la proliferación de

regímenes democráticos que van sustituyendo a los monárquicos junto con sus

esquemas feudales de concepción del mundo; la asunción y promoción de los

ideales de la Revolución Francesa; la lenta pero firme secularización del

pensamiento; la libertad de prensa; muchos otros. Es ese el contexto que ha

servido de terreno fértil al entronamiento progresivo del ensayo; este es signo y

síntoma de la época Moderna, y como tal ha ayudado a consolidar sus

presupuestos y a divulgarlos.

No obstante, luego de la muerte de Montaigne hubo un largo silencio, tanto sobre

su obra como sobre el género que había inventado. Ese silencio es curiosamente

muy parecido al que sucedió a Cervantes, el primer novelista en el sentido

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moderno de la palabra. Las primeras novelas importantes luego de Cervantes

fueron escritas entre finales del siglo XVIII e inicios del XIX en el marco del

Romanticismo, y los primeros ensayos agudos después de Montaigne tal vez

fueron los de los enciclopedistas franceses, bien avanzado ya el siglo XVIII. No

hemos querido decir desde luego que antes del Romanticismo no se hubieran

escrito novelas (de hecho hubo algunas notables, como las de Göethe y la de

Defoe) ni afirmamos que antes de los enciclopedistas no se hubieran redactado

ensayos (ahí están los de Bacon, por ejemplo). Lo que sostenemos es que sólo a

partir del Romanticismo y de la Enciclopedia estos dos géneros se popularizan y

se consolidan.

Pero hay un hecho que enturbia el paralelismo. Así como la novela y la poesía

vivieron una fase clásica y una fase moderna, el ensayo se ha mantenido más o

menos inalterado desde su invención hasta nuestros días, y es un hecho que

Montaigne, así se haya hecho ilegible para nosotros en algunos puntos, sigue

siendo superior a casi todos sus continuadores.

Ahora bien, para que el ensayo llegara a convertirse en el vehículo predilecto de la

transmisión social del saber tuvo que darse una lucha –no siempre honesta- con

otros géneros, en especial con el tratado. El resultado de esa lucha ha sido la

relegación de este y la sobreinflación de aquél, lo cual ha traído consigo una serie

de efectos en el ámbito general de la cultura. Es como si para legitimarse a sí

mismo el ensayo hubiera necesitado demeritar a su rival, minimizarlo, fustigarlo,

calumniarlo. Quizá mantenga una vergüenza de fondo, una secreta conciencia de

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su propia precariedad, de su flaqueza, pues de otro modo sería difícil explicar ese

desespero por validarse a sí mismo a costa de la desacreditación injusta de un

género vecino.

Nada más ingenuo que pretender promover la actitud contraria, y continuar

quedando presos del mismo círculo y de la misma injusticia. Habrá que seguir

promoviendo las virtudes del ensayo, que no son pocas, y habrá que estar

dispuestos a reconocer sus aportes a la cultura. Sería necio desconocer esas

virtudes, las cuales han sido suficientemente divulgadas en todos los tonos y

desde todas las lenguas. En principio, la historia de la literatura sería inimaginable

sin nombres como Montaigne, Emerson, Voltaire, Carlyle, Chesterton, Stevenson,

Wilde, Nietzsche, Spencer, Ortega y Gasset, Vasconcelos, Reyes, Borges, Cioran,

Paz o Sábato. Además, es invaluable el aporte de los ensayos, de los ensayistas,

en asuntos como la promoción de la libertad de pensamiento, la democratización

del saber y la lucha contra los dogmatismos; el ensayo no puede concebirse en

una sociedad feudal y menos en una esclavista.

Pero para que esas virtudes se mantengan, ¿era necesario recurrir a la

desacreditación del tratado? De todos es conocida la multitud de calificativos

mediante los cuales se denigra de los tratados: son farragosos –se dice-,

pedantes, pesados, dogmáticos, solemnes, demasiado serios.

Tales acusaciones merecen al menos dos aclaraciones: primero, que no todos los

tratados ameritan estos calificativos (abundan los contraejemplos), y, segundo,

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que esos ataques tenían más razón de ser en la época de Montaigne (en la que

cundían los tratados, ciertamente pesados y dogmáticos, tanto de los teólogos

cristianos como de los filósofos escolásticos) que en épocas posteriores.

El tratado merece una y más que una reivindicación. Esa reivindicación pasa hoy

por una ineludible denuncia de los géneros con los que se le compara con la

intención de desacreditarlo. Se ha reducido el tratado a un ingrato y fastidioso

museo de letras, a un pasatiempo inútil de eruditos poco gratos y aburridos; en su

reemplazo, ya los señores Francis Bacon y Michel de Montaigne encontraron la

receta, el salvavidas, la panacea: el ensayo.

En la época actual, si observamos bien, la secular hostilidad por los géneros

rigurosos, en tanto contrapartida necesaria a la exaltación del ensayo, no se

expresa ya como rechazo explícito a los formatos sino a su lenguaje

especializado. Pero no cabe duda de que los lenguajes técnicos, propios de las

ciencias fácticas y de las disciplinas humanísticas con vocación científica

(sociología, lingüística, psicología, antropología, psicoanálisis…) presentan un

grado alto de dificultad. Pero eso es inherente a los grados de saber que se

manejan en el interior de esas disciplinas. Además, valdría la pena traer a cuento

una precisión como la que hiciera Roland Barthes cuando se le interrogó alguna

vez sobre el asunto de las jergas de los intelectuales. Al respecto dijo: “Me parece

muy bien que existan, no sólo las jergas de los intelectuales, sino las de todos los

grupos de la sociedad. Ojalá en el interior de cada lengua existieran miles de

lenguajes” (Barthes, Roland, 1982: 89).

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De otro lado, ¿no hay en esa repulsa por los lenguajes especializados la confesión

implícita de una incapacidad que no se quiere admitir y que por el contrario se

quiere hacer pasar por un reclamo, por ejemplo, de esteticidad? ¿No se da a este

propósito la misma situación ilustrada en la vieja fábula de la zorra y las uvas:

¿Puesto que no puedo comprender estos textos de Lukacs, de Adorno o de Lévy-

Strauss, entonces los declaro mal escritos, pedantes, indigestos, fastidiosos,

indeseables, verdes, demasiado verdes?

“No existen textos fáciles; lo único que hay son lectores fáciles”, sostenía

Estanislao Zuleta. (Zuleta: 1994: 56). Ni Descartes ni Leibniz ni Marx ni Derrida

son ilegibles; lo que ocurre es que son escritores que plantean con sus textos una

alta exigencia al lector, al generalmente cómodo y facilista lector. Un caso

particular y reciente de escritura para lectores que se exigen es el de Lacan, quien

se impuso la dificultad como un propósito deliberado, casi como una provocación.

Ahí está su libro fundamental, al que en gesto ciertamente provocador llamó,

simple y llanamente, Escritos (Ecrits, en francés). Lacan hizo de su estilo lo que,

según Camus, habría hecho Kafka del suyo: una estratagema para obligar al lector

a releer. Fue consecuente con nuestro epígrafe de Nietzsche: “Sólo se debe

escribir para escritores, y sólo el que escribe realmente lee”. Los textos de Lacan

son densos, inimaginablemente densos, pero tienen coherencia y tienen sentido;

un sentido que hay que ganarse, que hay que merecerse, pasando antes por la

ardua prueba de la paciencia, de la relectura, de la cotejación, y ojalá de la propia

escritura. Hay párrafos, frases o digresiones en su discurso que a primera vista (a

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primera lectura) parecen inabordables, y uno sólo se entrega a ese juego de gozo

y suplicio que es la interpretación porque sabe, por experiencias previas, que

arrojándose y persistiendo llegará a alguna parte, y no ciertamente a

cualquiera, porque Lacan es un autor de una profundidad inaudita, una

profundidad sólo comparable con la muralla que es preciso remontar para poder

escuchar su voz. Pero es que Lacan no hace ensayos; hace ciencia, y de la mejor.

El discurso lacaniano es una fiesta del pensamiento, y después de pasar por el

éxtasis de su interpretación queda uno con la sensación de que el ensayo, el fácil

y ameno ensayo, tal vez no sea más que un género para los mediocres.

El hecho inobjetable es que los saberes de la ciencia sólo se pueden transmitir en

lenguajes formalizados. Y en último extremo, en matemáticas. Pero no sólo en el

ámbito de las ciencias naturales; en las humanas, o antroposociales, empieza a

ocurrir lo mismo. El psicoanálisis –el de la Escuela de Lacan, precisamente- ha

alcanzado ya un considerable grado de formalización, de matematización.

¿Deberemos rebelarnos contra esta tendencia, por lo demás indetenible, a favor

de la santa espontaneidad y la santa legibilidad y la santa “facilidad” de los

ensayos?

Algo similar ocurre con los filósofos. Las obras de Spinoza o de Kant o de Hegel

no son complicadas, son complejas; no son incoherentes, son exigentes; no son

inaccesibles, son arduas; no son ilegibles, son difíciles.

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No puede negarse, desde luego, que hay tratados insulsos, así como encontramos

ensayos rigurosos.

Ahora bien, lo que hay de fondo de esta disputa secular entre el tratado y el

ensayo es una querella filosófica muy antigua. Si miramos el desarrollo del

pensamiento occidental, desde sus inicios hasta nuestros días, encontramos que

los pensadores se han alineado siempre o bien del lado del sujeto o bien del lado

del objeto. Subjetivistas u objetivistas: esa ha sido la opción hasta hoy para todos

los filósofos, al menos desde Sócrates y de Platón. Los ensayistas obviamente

reclaman para sí las banderas del subjetivismo, mientras que los tratadistas (en

especial los científicos) implícitamente se definen como objetivistas.

En el interior mismo del género ensayístico, desde muy temprano se evidenciaron

dos grandes tendencias: una de línea montaigniana (subjetivista, intimista, proclive

a la poesía) y otra de línea baconiana (más objetiva, más rigurosa, más “seria”).

En el fondo, sin embargo, ambas líneas siguen siendo subjetivistas y en ambas

se presentan mezclas.

De esa opción por el subjetivismo y de su condición híbrida (recordemos que

Alfonso Reyes llamaba al ensayo “el Centauro de los géneros”) se derivan muchas

consecuencias. ¿No ha sido el exceso de intimismo, unido a esa mezcla, a esa

anarquía, a esa irresponsabilidad en nombre de la poesía y del librepensamiento,

una clara amenaza a la marcha del pensamiento epistemológicamente

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decantado? Mientras el ensayo siga viendo en el tratado un enemigo, la única

gran perdedora en la contienda será la cultura misma.

El ensayo ha sido responsable de muchos males. Reparemos.

Universalizó la pereza de pensar, a nombre de un propósito de todos modos

encomiable: el acceso de las grandes masas al mundo del saber y a las

preocupaciones de los intelectuales. Uno de los precios de la masificación de los

saberes fue el facilismo, la pereza, la espontaneidad, la irresponsabilidad…

Justamente aquello que los ensayistas nos ufanamos en llamar con otros

nombres: informalidad, sencillez, coloquialidad, poeticidad…

También contribuyó el ensayo a que se extendiera la propensión hacia el confort y

el inmediatismo; de alguna manera el ensayo es un género desechable, una

mercancía fungible que se consume y se arroja luego al cesto de la basura, es

decir, del olvido.

Los ensayistas, en fin, nos han enseñado la gran lección de la mediocridad. El

lector medio terminó por acostumbrarse a optar por el escrito ligero frente al

escrito riguroso, por el ensayo de divulgación (ameno, sencillo, informal) frente al

texto científico (riguroso, complejo, formal). No cabe duda: el ensayo es el género

estrella; de ningún modo el que nos ha estrellado.

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De otro lado, en tanto género por excelencia del escepticismo, el ensayo ha tenido

su parte en la propagación de esa tendencia.

Es claro que ningún tratadista ni ningún científico pueden adelantar una

investigación con escepticismo. Para investigar hay que creer, y es justamente esa

creencia, esa esperanza, la que sirve de motor a la investigación y la que induce a

supeditarse a los cánones investigativos, con todo lo que implican en términos de

paciencia, rigor y sometimiento a los acuerdos intersubjetivos de las comunidades

científicas. Para hacer un ensayo, en cambio, estamos autorizados a relajarnos

mucho más. Estamos autorizados a jugar, a trocar, a poetizar, a transgredir, a

manipular, a mentir. El ensayo todo nos lo perdona y a todo nos invita. Es un

género simpático, y, por eso mismo, por exceso de simpatía, es también un

género peligroso.

Cada época tiene el género literario que se merece. Nosotros nos merecimos el

ensayo, elegimos el ensayo.

Sin duda, desde luego, hay que desear que se sigan escribiendo y que los

sigamos leyendo. Tal vez fue necesario que surgieran en algún momento de la

historia, y quizá fue inevitable que se propagaran del modo en que lo han hecho.

Pero hemos de estar advertidos respecto de sus efectos que no por ser indirectos

resultan menos nocivos. Y mucho más en un momento en que se ha hecho tan

omnipresente. En efecto, el ensayo ha escapado de su otrora modesto lugar de

pasatiempo y de percepción subjetiva de las cosas para convertirse en el más

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omnipresente de los géneros. Vivimos hoy un verdadero omniensayismo: en las

revistas, en las universidades, en los coloquios.

Y no sólo eso; también asistimos a una proliferación de ensayos que reflexionan

sobre los ensayos, sobre el ensayo, lo cual puede interpretarse como un síntoma

del inicio de su declive. Un género que se interroga con tanta premura sobre sí

mismo, sobre su constitución y sus límites, es un género que empieza a dar

muestras de agonía. Formulo la inquietud ateniéndome a la afirmación de

Heidegger a propósito de la poesía: “Cuando el objeto de la poesía es la propia

poesía, estamos ante un evidente signo de decadencia del género” (Heidegger:

1978: 125). Decadencia que habría empezado, según el filósofo alemán, con

Hölderlin (“el poeta de los poetas”) en el siglo XIX.

Algo similar ha venido pasando con la novela desde hace algunas décadas. La

novela se pregunta sobre sí misma, se parodia a sí misma, se deshace a sí

misma. Después de Unamuno (quien propalaba que sus relatos largos no eran

novelas, sino nivolas), pero en especial después de Proust, de Kafka, de Wolf, de

Joyce, de Lezama, de Cortázar, ¿no estamos ante la ruptura de los códigos

novelescos, y ante la muerte progresiva de la novela en tanto que tal?

Ha llegado la hora también de que nos interroguemos sobre la muerte de su

género gemelo. No digo extender un certificado de defunción sino plantear un

interrogante. El ensayo tendrá que morir alguna vez porque esa parece ser la

suerte histórica de todos los géneros; no sólo el de la oda y la epopeya.

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Esa muerte tal vez se prolongue por más tiempo en una lengua como la española,

debido a que a ella ingresó muy tardíamente; de hecho, se sabe que las primeras

traducciones peninsulares de Montaigne se dan apenas hacia finales del siglo XIX.

¿Y cómo vamos a reemplazar este género cuando sobrevenga su declive

definitivo? Nadie está en condiciones de augurarlo. El ingenio de unos, unido al

genio de otros, habrá de entregarnos nuevas formas de expresión mediante las

cuales seguir registrando la sempiterna perplejidad ante la existencia y ante el

hecho de existir, tema recurrente de todos los ensayos y de todos los escritos que

conocemos hasta hoy.

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Creación literaria y retribución económica

En un apartado de su Autobiografía, dice Freud (Sigmund Freud) que su vocación

juvenil más fuerte era la literatura, pero que una vez terminados los estudios

secundarios se inscribió en la Facultad de Medicina, pues sabía que la carrera

literaria no le proporcionaría los ingresos económicos necesarios para garantizar

la subsistencia.

No deja de sorprender al literato de hoy una declaración y una actitud semejante

en la segunda mitad del siglo XIX y, sobre todo, en el seno de la culta Austria, de

la culta Europa: en una época en que la literatura pasaba por uno de los

momentos más felices de la historia, y en un continente particularmente proclive a

la palabra escrita, cuyo reinado aún no debía disputárselo a otros medios de

expresión pública como el cine o la televisión.

Que alguien como Freud decida optar por la medicina en detrimento de la

literatura (su confesa pasión más fuerte), solo por razones económicas, es algo

que desanimaría a cualquier prospecto de escritor de nuestros días. Porque nadie,

por joven que sea, ignora que las condiciones actuales resultan más difíciles a ese

respecto que en el siglo antepasado. Si en aquel entonces la medicina garantizaba

un futuro más próspero que el arte literario, con mayor razón hoy. Para un padre o

una madre de familia resulta mucho más alentador que su hijo o su hija quiera

hacerse médico(a) que novelista o poeta o cuentista. Esta última opción

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profesional tal vez pueda parecer encomiable, por idealista o por romántica, pero

sin duda hace prever un futuro incierto, más aún en estos tiempos en que la

noción de éxito se mide cada vez más en términos de posesiones pecuniarias,

financieras.

La literatura no es rentable, o al menos no tanto como una profesión liberal. Quizá

pueda citarse uno que otro caso de excepción, pero se sabe que son

precisamente las excepciones las que confirman las reglas. Y esas excepciones,

además de ser muy escasas, se refieren o bien a unos cuantos genios precoces o

bien (lo más frecuente) a individuos que alcanzaron el éxito, y la solvencia

económica concomitante, a una edad avanzada: después de los 30, 40 ó 50 años,

cuando los profesionales de otras áreas habitualmente ya han consolidado su

fortuna y están incluso en situación de retirarse a gozar de su pensión de

jubilación. Sin olvidar que buena parte de los escritores consagrados no

necesitaron nunca de la renta proveniente de su trabajo, dado que proceden de

estratos socioeconómicos altos, o derivan su sustento de otra actividad ejercida de

modo simultáneo a la creación literaria.

Vivir de la literatura, del producto de la venta directa de la propia producción

literaria, constituye, pues, un reto nada fácil de alcanzar. Pero es el sueño de casi

todos los que concebimos la escritura con la seriedad suficiente como para no

entenderla como una simple afición o pasatiempo.

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Si bien la literatura es un arte, también es un objeto susceptible de entrar en el

circuito de los bienes de consumo, en el mercado. Solo que es relativamente más

fácil “vender” los servicios como especialista en otorrinolaringología, o en

pediatría, o en dermatología, o en cirugía plástica, que como especialista en

fabular historias, o en rimar sentimientos, o en hilar argumentos filosóficos. La

literatura y la filosofía no hacen parte de los artículos de primera necesidad de la

canasta familiar; es un producto suntuoso, un lujo al que solo se recurre una vez

se haya atendido a lo más inmediato y lo más urgente: la alimentación, el

vestuario, la vivienda, la salud.

No es que necesariamente al arte y al pensamiento se les vea como algo inútil,

pero sí está claro que no hace parte de las prioridades a la hora de consumir. Lo

que no significa que la oferta no sea cada vez más abigarrada, más amplia. Los

estantes de las librerías permanecen atestados, a diario se imprimen millares de

nuevos libros, o se reeditan nuevas versiones de los antiguos, y es un hecho

probado la creciente pujanza de la llamada industria editorial. Son muchos los

millones que se mueven día a día alrededor de la producción literaria.

De esos dividendos millonarios, empero, se lucran más los libreros y los editores,

y a veces los publicistas, que los escritores mismos. Tales son las reglas en el

interior de una sociedad de consumo como la nuestra. No acatarlas, no inscribirse

en la lógica de sus presupuestos, podría resultar fatal.

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Freud lo hizo, por ejemplo. No solo consiguió su propósito de estudiar medicina, y

de graduarse con honores, sino que ejerció como escritor, de los más esmerados

por cierto, hasta el punto de haber sido galardonado con el Premio Göethe, el más

prestigioso en lengua alemana. Una a una, sus obras -al menos la mayoría en

vida del autor- fueron entregadas a la imprenta, pronto empezaron a ser

traducidas a varios idiomas y obtuvieron un considerable margen de popularidad.

Logró, en fin, el anhelo de todo escritor: el de ser leído, el de ser comentado e

incluso, en su caso, el de ser continuado por infinidad de otros autores.

¿Dónde radicaría el secreto para cumplir ese anhelo? ¿En la calidad de lo que se

hace, de lo que se escribe? ¿En la cantidad? ¿En el grado de utilidad práctica de

las obras? ¿En el nivel cultural de la sociedad en que se vive y se publica? ¿En el

grado de capacidad adquisitiva de esa sociedad? ¿En la efectividad de los

mecanismos publicitarios? ¿Es cuestión de suerte? ¿Es cuestión de carisma

personal? ¿Es cuestión de diligencia? ¿Es cuestión de coyunturas culturales? ¿Es

cuestión de méritos?

¿Por qué hay escritores de aceptable e incluso excelsa calidad, a juzgar por la

opinión de los especialistas, y fecundos, que no obstante permanecen en el

anonimato y/o en la precariedad? ¿Y por qué otros menos buenos, y de

producción más escasa, logran más fácilmente la fama y el reconocimiento

público?

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Muchas preguntas válidas para otras tantas respuestas no menos válidas. En el

éxito de un escritor inciden, o podrían incidir, la calidad, la cantidad, la utilidad

práctica, la capacidad adquisitiva de los lectores, el nivel cultural de la población,

las estrategias publicitarias, la suerte, el carisma personal, la diligencia, las

coyunturas culturales, los méritos. Y sin duda otros varios elementos.

La historia de las letras registra casos de notoria injusticia. En un doble e inverso

sentido: autores extraordinarios que pasaron desapercibidos para sus

contemporáneos y autores mediocres (o al menos menores) que gozaron de

reputación excesiva en su momento. Kafka es un ejemplo extremo de la primera

situación; de la segunda, es preferible abstenerse de mencionar nombres propios,

no solo por razones de cortesía sino porque el terreno de los juicios valorativos

(siempre subjetivos) permanecerá abierto siempre a toda suerte de discrepancias,

de desacuerdos.

El asunto de la gloria es uno de los asuntos humanos más difíciles de abordar, y

de los más enigmáticos. La gloria supone el éxito, pero va sin duda más allá de él.

La gloria se busca, pero también se le rehúye; genera satisfacciones, pero

también terribles decepciones.

Para los propósitos de estas líneas, sin embargo, no es tan relevante el tema de la

gloria como el del éxito; el éxito en el sentido específico de la retribución

económica. El hecho puntual es que a este respecto vemos que hay escritores a

quienes les va bien (incluso demasiado bien) y escritores a quienes les va mal (a

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veces demasiado mal). O, dicho en otros términos: escritores que venden y

escritores que no venden, escritores que se enriquecen y escritores que no solo

no se lucran sino que notoriamente se empobrecen.

Es claro que no todo autor de literatura, ni todo artista, se considera

necesariamente frustrado ante la circunstancia de que su obra no le genere

grandes ingresos financieros. O porque no requiere de tales ingresos o porque

considera que la sola ejecución artística es en sí misma recompensa suficiente. En

este último caso, la verdadera frustración sería no poder hacer la obra, o no

quedar satisfecho con ella, o no disfrutar del proceso de su realización.

El vínculo esencial de un artista es con su obra; solo en un segundo momento lo

será con el contemplador de la misma (el lector, en el caso de la literatura); y solo

en un tercer momento lo será con el mundo del mercado. Ahí reside, creemos,

buena parte del secreto que descifra el hecho de que unos autores sean exitosos

y otros no: en la manera como asume ese tercer momento, el del contacto con el

mercado, con el comercio; es decir, con un mundo enteramente antiliterario,

antiartístico. Porque, como debería ser obvio, el oficio esencial del escritor es

escribir, no comercializar, tarea propia del comerciante. Es un elemental principio

de división social del trabajo.

Incluso la forma misma de administrar los recursos monetarios supone a menudo

el concurso de un asesor financiero, sobre todo en un medio como el de los

literatos. Comentaba una vez el escritor peruano Mario Vargas Llosa para una

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entrevista que no era infrecuente que algunos autores dilapidaran en poco tiempo

las más grandes fortunas obtenidas tras un sonoro éxito editorial.

¿Qué escritor tiene éxito, en definitiva? Aquél que además de hacer su trabajo,

dispone de habilidades comerciales, o contactos personales con quien las posea,

y que además esté en condiciones de administrar responsable y eficientemente

sus bienes.

El escritor, si aspira al reconocimiento y a la remuneración, deberá descender de

su torre de marfil, o de su buhardilla, y aceptar involucrarse en las redes

mercantiles, de modo directo o por mediación de un especialista: un impresor, un

editor, un librero; o un Agente literario, que sería la situación idónea. En otras

palabras, debe estar en condiciones de aceptar un pacto que desborda el que ha

establecido desde el principio con su arte. Que le vaya o bien o no, dependerá de

una serie de circunstancias, algunas de ellas aleatorias, como las que

mencionábamos arriba.

Entre tanto, sigue siendo válido el consejo del famoso adagio. “Zapatero, a tus

zapatos”. Escritor, a tu página, que de lo otro se encarga el especialista

correspondiente.

Ahora bien, ¿para qué sirve el dinero que gane un escritor con su empeño, más

allá de que le permita cubrir las necesidades básicas de la cotidianidad? Sin duda,

para garantizar la posibilidad de seguir creando. El dinero, pues, puede

entenderse como un motor adicional de la creación, casi a la par con los otros: el

pasado del artista, sus experiencias, su formación cultural, sus pasiones.

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Sobre Pedagogía

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Nuevo cuestionamiento al rito pedagógico

Todo proceso de enseñanza/aprendizaje se inscribe dentro del marco de un rito;

toda actividad humana se inscribe dentro del marco de un rito.

En el caso de la pedagogía, ese rito supone (e impone) unos protocolos, a partir

de los cuales se va dando la transmisión del saber. Los alumnos hacen parte del

protocolo, lo mismo que los maestros, los implementos educativos y el escenario

escolar.

Pero el saber no se transmite impunemente; supone jerarquías, implica el poder y

hace parte de procesos sociales en los cuales están implicados fenómenos como

el de la promoción: se estudia par aprender, pero también para obtener un grado y

para granjearse un margen de respetabilidad social.

Todo esto, repetimos, en el marco de un serie de rituales. Tradicionalmente, se

entiende por rito “el orden establecido por las ceremonias de una religión”. Aquí

hacemos, pues, un uso connotativo del término.

El rito pedagógico no solo merece ser descrito; también requiere ser cuestionado.

Con el propósito, ambos gestos, de que sea mejorado.

Parece que vivimos hoy, a escala global, una crisis generalizada de las

instituciones sociales y, por tanto, de los rituales, de los protocolos. La Educación

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no solo no es una excepción sino que es uno de los ámbitos más críticos. Están

en crisis tanto la educación formal como la informal, tanto la primaria como la

secundaria, tanto la tecnológica como la universitaria.

Y la crisis no afecta solo al rito de la transmisión como tal sino al aparato en su

totalidad. Es el sentido mismo de lo educativo lo que está en cuestión: su

proyección, su especificidad, sus presupuestos.

Ser estudiante, ser profesor o ser directivo era relativamente sencillo hasta hace

unos años. Hoy es un problema, un conflicto. Aquí y allá, en todos lados. .

De momento lo más importante es entender que se trata de una crisis, y, por tanto,

de una situación transitoria, de ninguna manera de un fracaso

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¿Evaluar o Evacuar?

Reflexiones sobre la Evaluación escolar

Mirar es evaluar. No podemos, humanamente, contemplar el mundo sin al mismo

tiempo “expresar o declarar un juicio” sobre él, definición literal del término. Y en

ese mismo orden, al permanecer cada quien expuesto a las miradas de los otros,

se está sometido de continuo a sus juicios apreciativos, a sus evaluaciones. Las

relaciones sociales se apoyan, se alimentan y se posibilitan, sobre la base de las

miradas-evaluaciones que los hombres se dirigen entre sí.

Entre sí y hacia sí. Porque todo gesto de introspección, de mirada hacia adentro,

por mínimo que sea, es correlativo del acto de la autoevaluación. También pensar,

reflexionar, es evaluar.

Esto ocurre en la vida y ocurre todo el tiempo. Todos los objetos, abstractos o

tangibles, y todos los sujetos en torno, son blanco de valoración: el árbol y sus

colores, aquel insecto, un libro o un refrán, un automóvil, un postre, los amigos, la

ciudad, el vestuario, nuestros actos del día, nuestros maestros, nuestros alumnos.

Esta serie indefinida de juicios podrá ser consciente o no, consistente o no; lo que

cuenta es que se producen, que están allí.

A continuación procederemos a proponer un tratamiento comparativo entre los

modos de concebir la evaluación por parte de la llamada pedagogía tradicional –

buena parte de cuyos parámetros perviven aún- y lo esencial de los múltiples

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enfoques modernos; no se hará alusión a ninguno en particular, pero se tratará de

aprovechar tanto los cuestionamientos críticos al esquema tradicional como las

propuestas positivas, la mayoría de las cuales siguen siendo ideales, ideales en

espera de realización.

En nuestro medio colombiano, al igual que en otros, puede observarse la más

diversa y heterogénea combinación de estilos de evaluación, que se corresponden

con otros tantos modos de entender lo que es educar. Intentos innovadores

conviven con los modelos más retrógrados y autoritarios, aun dentro de una

misma institución. Pero es claro que se toma cada día más distancia respecto de

estos últimos.

No pretendemos con estas reflexiones llegar a conclusiones definitivas; solo a

dilucidar algunas problemáticas indesligables de nuestra acción educativa

cotidiana. Con ello aspiramos a clarificar algunos principios y de paso a mejorar

nuestra labor docente, así no sea más que nutriéndola con inquietudes nuevas.

Cualquier manual sobre el tema empieza aclarando que la evaluación es parte

integral de “todo el proceso educativo”; para algunos incluso -eso puede leerse

entre líneas- es la parte fundamental del quehacer en la escuela. Un adagio

afirma: “La escuela no educa, evalúa”; también -prosiguen los manuales- es un

proceso continuo, permanente, no ejecutable solo al final. Fundada en pruebas

“objetivas”, entrevistas, cuestionarios, investigaciones, lecciones orales y escritas,

experimentos, análisis y solución de problemas, la evaluación en la escuela

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implica dos operaciones complementarias: verificación y valoración. Lo primero

apunta a determinar el grado de “asimilación” o “aprovechamiento” de los saberes

impartidos; lo segundo está destinado a valorar las consecuencias o efectos de la

docencia en función de resultados reales concretos.

Tanto en una operación como en la otra, la educación tradicional se impone un

propósito: el control. Hay que controlar la apropiación de conocimientos y los

ritmos de esa apropiación; y hay que controlar los efectos que la acción escolar

progresiva va sedimentando en los educandos. Estos efectos en la práctica

jerarquizan lo comportamental (buena conducta, obediencia, sociabilidad) sobre lo

propiamente instruccional o académico (conocimientos específicos, cultura

general, habilidades).

Hoy se trata de dialectizar más el proceso de construcción del saber, partiendo del

principio de que el alumno no es una entidad nula, una tábula rasa, y de que, por

su parte, el maestro tampoco está investido con esa aura de sapiencia que desde

siempre ha sido el fundamento de sus seguridades y de sus poderes; cada vez

resulta más claro que en la relación pedagógica el alumno tiene infinidad de cosas

por enseñar -a veces incluso demasiadas- y que el profesor muchas por

aprenderle. Esto es válido en todas para todas las áreas del conocimiento,

incluidas las más especializadas.

En este nuevo contexto, el peso de la verificación y de la valoración tiene

necesariamente que situarse en otros términos: darles más cabida a los procesos

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que a los resultados, al análisis conjunto que a la memorización mecánica, a la

construcción conjunta del saber que a la repetición. La jerarquía que situaba al

maestro por encima del estudiante comienza a ceder frente a una relación más

democrática y solidaria, menos centrada en la obsesión del control y la

normatización.

La evaluación, en este nuevo orden de cosas, supone una concepción orgánica,

integral, de verdadera formación personal; funciona como un análisis del proceso,

con lo cual da cabida no solo a los éxitos sino también a los “fracasos”, a las

dificultades, a los retrocesos, a las dudas y a los errores.

Antes evaluar equivalía a la emisión de un juicio, o punitivo o absolutorio; ahora

pretende ser una observación apreciativa del maestro, observación que integra al

aprendiz, al docente, a la escuela, a la familia, a la comunidad. Ya no se quieren

estudiantes que pasen pruebas, se buscan sujetos que produzcan conocimientos,

que adquieran criterios para afrontar problemas y tomar decisiones, que restituyan

su autoestima, que avancen en la consecución de su propia identidad; en fin, que

pongan en marcha sus potencialidades creadoras y críticas.

El compromiso esencial de la educación debe ser el de construir conocimiento.

Desde este paradigma, no solo ha de evaluarse el grado de saberes producidos,

el dominio de un método y la capacidad analítica, sino también valorar los grados

de transformación personal que vivencia cada estudiante en su relación con el

saber y con el medio. Este tipo de valoración, por tanto, va más allá del simple

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acto de promover o no a los alumnos apelando a una medición cuantitativa y

competitiva.

Por lo demás, dado que la educación es un proceso social complejo que no se da

aislado de los otros fenómenos sociales, una evaluación solo será eficaz si

consulta: los conflictos cognoscitivos, los intereses personales, la aplicación

práctica de conocimientos, la adquisición de hábitos, las actitudes psico-sociales,

los valores éticos, las expectativas íntimas: la vida de los sujetos evaluados.

En cierto sentido, podría decirse que evaluar es evacuar, hacer evacuar. Entre la l

y la c de este par de términos se juega todo el sentido de la evaluación tradicional.

El maestro-evaluador efectivamente induce al alumno-evaluado a que evacue un

cúmulo de nociones, principios, reglas, fórmulas, ejemplos, datos aislados, títulos,

nombres propios y comunes, consignas, recetas, un larguísimo etcétera. La

concepción de educación implícita en este modo de entender la labor evaluativa

es esta: el maestro entrega unos saberes al alumno, los introduce en su cabeza, y

luego, al “evaluar”, mide lo que el estudiante recuerda de esa acumulación

heteróclita. En otras palabras: educar consistiría en vaciar unos contenidos

inconexos en un saco vacío para verificar más tarde qué tan lleno ha quedado ese

saco.

Pero lo cierto es que los conocimientos específicos (en las ciencias, las artes, la

técnica, la cultura) “crecen en proporción geométrica mientras que nuestra

capacidad de operar con ellos crece en proporción aritmética.” (Bustamante, 1987:

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3). De ahí que el nuevo ideal parte de concebir la educación en tanto práctica que

tiene como objeto el proceso de conocimiento, no informaciones específicas. La

labor del maestro ha de estar más próxima a la acción de “enseñar a aprender”, y

la evaluación debería proponer un acercamiento a las formas como los

estudiantes asumen la resolución de los problemas que les plantean los textos, la

vida cotidiana, los profesores, los compañeros, el medio socio-cultural.

En últimas, la aspiración -enturbiada todavía en grados mayores o menores por

infinitas causas- es la de posibilitar la emergencia de un sujeto que logre tal grado

de autodeterminación y posicionamiento crítico-creador que sea capaz de

evaluarse a sí mismo sin demasiado temor a resultar “rajado” o relegado, pues

comprende que éstos son estigmas que ya no dicen nada.

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¿Qué es un Maestro?

1. El Maestro no puede enseñar nada a nadie que no esté dispuesto a enseñarse

a sí mismo.

2. Nadie que no sepa hablar puede ser Maestro; tampoco nadie que no sepa

callar, y, en especial, nadie que no sepa escuchar.

3. El Maestro es experto en ayudarle al alumno a vencer las resistencias

inconscientes al saber. Una resistencia vencida vale más que un millón de

datos transmitidos.

4. Hay Maestro si hay discípulo, y viceversa. Es patética la figura del Maestro sin

discípulo, pero lo es aún más la del discípulo sin Maestro.

5. Si el Maestro no aprende algo mientras imparte una enseñanza, ha

malgastado su tiempo.

6. El Maestro enseña siempre desde el amor, y solo se aprende de él si es desde

el amor que se le escucha.

7. Un Maestro sabe que en la transmisión formal del saber concurren incidencias

intelectivas y hormonales; sabe, también, cómo sortear el escollo.

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8. Un Maestro verdadero carece de vanidad. No pronuncia su cátedra para que

lo amen o para que lo odien; solo nos invita a que cuestionemos asuntos como

el amor, el odio, la vanidad.

9. Hay Maestro allí en donde se usa de todos los medios y no se excluye ningún

método en el asedio conjunto a la verdad.

10. No es Maestro quien deja huellas, sino quien sigue huellas; quien respecto del

saber está siempre en actitud de cazador.

11. Maestro es todo aquél que se comporte con Maestría, es decir, con una mezcla

de impecabilidad, sapiencia y destreza.

12. El Maestro ordena, pero solo en el sentido de que dispone, organiza.

13. Hay Maestro si hay discípulo, y viceversa. Es patética la figura del Maestro sin

discípulo, pero lo es aún más la del discípulo sin Maestro.

14. Ningún discípulo supera al Maestro; a lo sumo podría igualarlo.

15. “El” Maestro no es un individuo concreto; Maestro puede ser cualquiera de

nosotros en un determinado momento; los niños suelen ser Maestros

ejemplares.

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16. Si nos vemos en la situación de escoger entre un Maestro y otro, da igual

elegir a cualquiera: lo que todos enseñan es en el fondo lo mismo, y uno solo el

propósito que los guía.

17. El único objetivo que persigue un Maestro es procurar que sus discípulos

también lo sean.

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Sobre la noción de Maestría

De acuerdo con un Diccionario de la lengua castellana, el vocablo Maestría tiene

dos acepciones:

1. Arte, habilidad, destreza

2. Título o dignidad de Maestro.

A lo cual habría que agregar dos adicionales:

1. Curso de Postgrado, profundización de estudios.

2. Nuestra acepción: Fluidez, impecabilidad, dominio, potestad,

autoridad... Maestría.

En nuestro concepto, la Maestría va más allá (aunque los supone) del arte, de la

habilidad y de la destreza. Y, claro, también más allá de las dignidades y títulos

académicos. Fluidez e impecabilidad constituyen un grado extremo en relación

con la habilidad, y suponen un ingrediente ético nada fácil de explicar, y menos

aún de poner en práctica.

Para serlo, un Maestro ha de ser hábil, diestro; y ha de conocer a fondo los

secretos de un arte. O de una ciencia. O de una práctica ascética.

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Eso supone una obviedad: para devenir Maestros hay que haber pasado por un

proceso de aprendizaje, lo cual a su vez supone que haya pasado por la “cátedra”

de otro o de otros Maestro(s). En fin: para ser Maestro es preciso haber podido ser

un discípulo, un alumno, un aprendiz. Y si no es un Maestro concreto, entonces es

la vida, las bibliotecas, las tertulias, la calle, el mundo, quien instruye, quien forja,

quien enseña, quien nos convertirá –tarde o temprano, fácil o difícilmente- en

Maestros.

Maestro no es el que enseña, el que imparte una cátedra. Maestro es el que hace

las cosas bien. Las que eligió o las que le tocó hacer.

Se ha adquirido Maestría cuando una persona (artista, artesano, filósofo,

científico, ingeniero, político, médico...) puede estar en condiciones de decir algo

similar a lo que algunos escritores han dicho respecto de su arte:

Me creo en capacidad de hacer con el lenguaje lo que me dé la gana

Un ingeniero, por ejemplo, que esté en condiciones de “hacer lo que le dé la gana”

en materia de edificaciones, de acueductos, o un abogado en materia de

acusaciones y defensas. O un pintor o un médico o un fotógrafo que en sus

campos respectivos estén en condiciones de afirmar lo propio.

Hay pedagogos que solo son profesores, y hay otros que asumen con Maestría su

oficio.

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Un Maestro no es ni más ni menos que nadie. Un Maestro, en nuestro concepto,

es un hombre afortunado. Afortunado porque puede ejercer su deseo. Eso es

mucho, es demasiado, es todo.

Por lo demás, no tiene sentido hablar de buenos Maestros (eso es una tautología)

ni de malos maestros (eso es una contradicción). Tampoco creemos que haya

Maestros mejores o peores que otros; tal comparación solo tiene sentido respecto

de nosotros mismos: hay momentos en que no somos tan buenos en lo que

hacemos, y momentos en que sí.

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Consideraciones generales sobre Enseñanza y Pedagogía

La palabra Pedagogía proviene etimológicamente de dos vocablos griegos, uno de

las cuales significa “conducir”, “llevar”, y la otro “niño”, “infante”.

Un pedagogo, o una pedagoga, sería, pues, “quien conduce al niño”, quien lo

lleva, paso a paso, desde un punto de partida (la ignorancia) a un punto de llegada

(el saber, el conocimiento). En otros términos, “quien le enseña el abc de una

materia o de un comportamiento o de un oficio”; porque no solo se “transmiten”

saberes, sino también valores (actitudes, conductas), habilidades…

Ahora bien, “enseñar” y “aprender” no son prácticas ni sencillas ni naturales;

implican una serie de elementos constitutivos y suponen una trama de relaciones

a menudo extremadamente complejas.

No es sencilla, por ejemplo, la figura misma del Maestro (o del Profesor, o del

Instructor, o del Docente, como quiera que se le llame) y no es sencilla la figura

del Discípulo (o del Alumno, o del Estudiante, o del Aprendiz, o como quiera que

se le llame). Como no son sencillas las relaciones instauradas entre unos y otros,

y entre ellos y la Escuela en tanto que institución social. Tampoco son simples las

relaciones de estos agentes respecto del Saber.

Pero en la realidad pedagógica entran en juego otros múltiples factores. Por

ejemplo, el o los lugar(es) en donde tiene lugar la enseñanza-aprendizaje. Por

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ejemplo, la especificidad misma de la materia que se imparte (que se intenta

“enseñar” y que se intenta “aprender”). Por ejemplo, los tiempos (en el sentido

cronológico) estipulados como necesarios para la apropiación adecuada de ciertos

saberes o de ciertas habilidades. Por ejemplo, los instrumentos pedagógicos

requeridos…

En fin, podrían mencionarse otros aspectos implicados en el proceso

aparentemente muy sencillo, y muy obvio, el de la Enseñanza-aprendizaje. De la

Enseñanza Formal, queremos decir, porque también hay otros diversos tipos de

Enseñanza y otros diversos tipos de Aprendizaje: naturales (o genéticos)

informales (desescolarizados), espontáneos, etc.

Podría afirmarse sin temor a exagerar que tanto Aprender como Enseñar son del

orden de lo inevitable. Es decir, que no podemos no Aprender y no podemos no

Enseñar. Todo el tiempo, toda la vida. Así como permanecemos en estado de

Lectura y de Escritura permanente, también estamos en situación de Aprendizaje

y de Enseñanza constante.

Por otra parte, y esto es determinante y afianza todavía más la comparación

anterior, todo acto pedagógico concierne a la Lectura y a la Escritura.

De modo categórico, puede afirmar que en la Escuela no puede enseñarse ni

puede aprenderse nada que no pase por el leer y por el escribir. En tal sentido,

abundan los intentos, o bien publicitarios o bien coactivos (así como infinidad de

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ensayos, de tratados, de manuales…), consagrados a valorar la lectura, a

promoverla, a enseñar a “leer bien” o a “leer rápido” o a “leer con provecho” o a

“leer con placer”, etc.

Pero a pesar de ello en la Escuela, en nuestras formas tradicionales de Escuela,

solo de modo muy ocasional, casi como un milagro, ocurre que a un estudiante le

apetezca leer, extraiga satisfacción y provecho de la lectura. Esta, en general, no

goza de buena fama, aunque sí de de muchos propagandistas que la promueven,

la enseñan, la imponen, o que se lucran de ella. No goza de buena fama porque

en promedio son muy pocos los individuos (adultos y niños, hombres y mujeres,

de países avanzados o en vías de desarrollo) que disfruten la lectura de

periódicos, de revistas, de libros, de enciclopedias. Casi una secta minúscula, una

especie “en vía de extinción” que hace recordar la fábula terrible de Ray Bradbury,

en donde los pocos lectores apasionados que quedaban en el mundo, ante la

inminente desaparición de los libros, se dan a la tarea desesperada de

aprenderlos de memoria a fin de “rescatarlos” del olvido.

Y respecto del escribir, quizá la obsesión propagandística no es tan fuerte, pero de

todas maneras existe.

Sea como sea, el hecho es que culturalmente se repite que leer y escribir son

actividades muy importantes. O muy valiosas. O muy instructivas. O muy

placenteras. El gran escollo ha sido, sigue siendo, y probablemente seguirá siendo

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¿cómo enseñar a leer y a escribir? ¿Mediante qué técnica? ¿Con qué

metodología? ¿En qué grado de intensidad? De modo más dramático aún: ¿Cuál

es la mejor técnica pedagógica existente para la enseñanza de cualquier saber,

actitud o habilidad, incluyendo la pedagogía misma (es decir, ¿cómo enseñar a

enseñar?)?

No son preguntas necias, y tampoco fáciles. Pero es de ellas de las que se ocupa

la Pedagogía, o las Pedagogías (porque son y han sido muchas).

De momento, adelantaremos algunas consideraciones, muy generales, en torno

de las problemáticas que hemos planteado: la innegable importancia conferida al

lugar de la Lectura y la Escritura en el ámbito pedagógico.

En un apartado de El viajero y su sombra, dice Nietzsche que si la Educación

consigue enseñar a hablar bien, a leer bien, a escribir bien y a pensar bien, habrá

alcanzado su función esencial. . (Nietzsche, 1981: 45)

“Hablar bien”, “Leer bien”, “Escribir bien”, “Pensar bien”… ¿Podrá en realidad

declararse “bien educado” o “culto” un individuo que aprendió estas habilidades? Y

en el caso de que convengamos en que así sea, ¿qué significa “bien” todas y cada

una de estas actividades intelectuales? Porque ante todo son eso, actividades

intelectuales, o mentales, o abstractas.

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Nietzsche no dice en su frase que la Educación deba preocuparse por adiestrar a

los individuos en otro tipo de habilidades o de prácticas: por ejemplo físicas o

matemáticas o financieras o éticas o jurídicas o estéticas o sensoriales-eróticas o

espirituales. No, para él una persona habría logrado su formación si está en

capacidad de probar su destreza en el conocimiento y práctica de cuatro

operaciones intelectuales: habla, lectura, escritura y pensamiento.

En las condiciones actuales del desarrollo cultural (y también pedagógico, claro)

esta afirmación nietzscheana a todas luces resulta insuficiente. Sin considerar que

ni siquiera las llamadas “habilidades intelectuales” podríamos limitarlas a estas

cuatro que sugiere Nietzsche. Hoy es frecuente oír mencionar, en el ámbito de la

Psicología Cognitiva moderna, las llamadas “inteligencias múltiples”, o, un poco

antes, las diversas operaciones intelectivas realizadas por los niños de acuerdo

con su edad, en el ámbito de las investigaciones de Jean Piaget y en muchas

otras.

Lo comúnmente llamamos “inteligencia” no es ni un valor homogéneo ni una

condición estática de aquellos a quienes llamamos “inteligentes”. Alguien podría

ser “muy inteligente” en un desempeño determinado (en las matemáticas, por

ejemplo) y sin embargo demostrar su falta de inteligencia en otros: en el campo

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musical, v.g., o en el sentimental, o en el corporo-espacial, o en el financiero, o en

el verbal.

Nietzsche solo le exige a su hombre culto que sepa hablar, que sepa leer, que

sepa escribir, que sepa pensar… ¿Y en la apropiación de esas destrezas

intelectivas se agotaría la Educación de un individuo? Creemos que no. Estamos

convencidos de que no. Nuestra época está convencida de que no.

Difícilmente podría dársele el título de “culto” o de “bien educado” (o cualquier

expresión similar) a una persona que no cultiva su cuerpo, que no se interesa por

las leyes de su comunidad, que no valora la importancia de la vida sentimental-

amorosa, que carece de los mínimos conocimientos matemáticos, que se sitúa al

margen del arte en cualquiera de sus manifestaciones, o que descuida por

completo su crecimiento espiritual.

La Educación lo es si logra ser interdisciplinaria, integral, holística. La Educación

no empieza en la Escuela, es verdad, porque ya ha empezado en el Hogar, pero

es la Escuela la Institución llamada a cumplir la función de brindar al individuo la

opción de desplegar todas sus potencialidades como seres humanos:

potencialidades intelectuales (hablar, leer, escribir, pensar, calcular, negociar…)

corporales, artísticas, emocionales, cívicas, ético-morales, espirituales…

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“Educar es imposible”, decía Freud con algo de razón. Pero si no es del todo

“imposible”, al menos sí resulta un tanto arduo. Cambiar la Escuela, construir una

Nueva Escuela no implica “destruirlo todo”, sino “mejorarlo todo”: Mejorar la

Calidad (profesional y personal) del Profesor, lo cual pasa por restituirle su status

social, incrementar sus ingresos salariales y respetar todos y cada uno de sus

derechos laborales; mejorar nuestros instrumentos pedagógicos, y también, claro,

mejorar las condiciones políticas e ideológicas de la sociedad.

Homenaje a un pedagogo: Estanislao Zuleta2

En cierta ocasión, un amigo, Octavio Victoria, lanzaba una propuesta que me

pareció y me sigue pareciendo no solo interesante sino valiosa. Proponía que

escribiéramos un libro conjunto en el que los discípulos de la “tercera generación”

de Estanislao Zuleta expresáramos el modo particular en el que nos influyó tanto

su cátedra directa como la lectura de sus textos.

La expresión “tercera generación” –aclaraba Octavio, y creo entender- alude al

hecho de que pueden identificarse al menos tres.

La primera estaría conformada por aquellos contertulios (de alguna manera

“discípulos”) más o menos contemporáneos al Maestro; aquellos que tuvieron la

oportunidad, el privilegio, de conocerlo más íntimamente; aquellos que lo

2 Conferencia pronunciada en un homenaje conjunto a la vida y obra de Estanislao Zuleta en la ciudad de Buenaventura, Colombia, el 14 de septiembre de 2007.

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acompañaron en sus célebres jornadas de bohemia, y que fueron sus

colaboradores en algunas de sus varias quijotescas empresas culturales, bien sea

alrededor de la discusión filosófica, literaria, artística, o del activismo político, o de

la promoción de la teoría y la práctica psicoanalíticas. Fueron discípulos

extracurriculares, por decirlo de algún modo.

La segunda correspondería a quienes habiéndolo conocido en calidad de

estudiantes o de asistentes a sus conferencias, terminaron intimando y trabando

amistad con el conferenciante.

La tercera sería la de sus últimos epígonos; la de quienes éramos aún muy

jóvenes al momento de su muerte (la mayoría ni siquiera nos habíamos

graduado); la de quienes mantuvimos un contacto más distante con Estanislao, un

contacto que reducía a la asistencia a sus charlas, a la lectura de sus libros o de

los ensayos suyos que circulaban en fotocopias, y, a veces, a algún cruce de

palabras a la salida de una clase o en una cafetería.

Hay, pues, un Estanislao para cada una de estas generaciones, pero también un

Estanislao para cada una de las personas de la respectiva generación.

No sé si algún día nos decidamos a emprender un proyecto editorial como ese; lo

cierto es que, de hacerlo, sería sin duda un apasionante cúmulo de anécdotas, de

aprendizajes, de gratitudes.

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Ha sido tal el efecto de Estanislao en nuestra formación cultural, y hasta en

nuestras vidas, que la biblioteca personal de muchos de nosotros fue

constituyéndose a base de las recomendaciones bibliográficas suyas: tanto las

que aparecen en sus textos publicados como las que le escuchábamos de viva

voz.

Estanislao Zuleta fue muchas cosas, como todos los hombres, pero ante todo fue

un pedagogo. En el sentido etimológico de esa palabra, que deriva de los términos

griegos paidos (niño) y agein (conducir). Pedagogo, dice el Diccionario, es “quien

instruye o educa a los niños”; por extensión, es quien imparte el abc, el

fundamento, de una disciplina: artística, científica, deportiva, etc; quien lo hace

parte por parte, con claridad, con certeza, con rigor y con paciencia.

Estanislao tenía el don de la pedagogía, el don de transmitir el saber con absoluta

claridad y con absoluto dominio. Era claro, certero, riguroso, paciente, buen

ejemplificador. Y, como si fuera poco, poseía un don adicional: el humor. Al

escucharlo, a la vez se aprendía y se reía; íbamos venciendo la ignorancia al

tiempo que nos divertíamos y nos relajábamos. En eso residía buena parte del

secreto de su encanto personal, de su magisterio sin igual. Sobre el particular, hay

un recomendable ensayo de William Ospina, titulado “Zuleta y el arte de la

conversación”.

Sus virtudes pedagógicas, pues, eran imponderables. Dueño de una notable

capacidad oratoria, Zuleta literalmente hechizaba a sus escuchas. Jesús Martín-

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Barbero, un importante intelectual español fundador de varias Escuelas de

Comunicación, y quien fuera su amigo, dijo alguna vez que habiendo asistido a

charlas y coloquios intelectuales en muchas partes del mundo (México, Argentina,

Brasil, Inglaterra, España, Francia, Alemania…), no había encontrado un orador

académico más carismático y cautivante que Estanislao. No es posible contradecir

esa apreciación con solo haber asistido a una clase o a una conferencia de este

antioqueño que decidió vivir sus últimos años en el Valle del Cauca, en Cali, en

donde creó, en los años 70s, del primer centro de estudios psicoanalíticos del

país, el Centro Sigmund Freud.

Ahora bien, ¿de qué se ocupaba en sus cursos, en sus conferencias, en sus

ensayos, en sus libros? En principio, nos puso en contacto con las grandes

corrientes del Pensamiento contemporáneo; en especial con los tres autores con

los que se abre lo fundamental de la episteme humanística del siglo XX: os Marx,

Nietzsche y Freud. Los había leído con pasión y con rigor, lo cual supone que

había tomado ciertas distancias con ellos. Además, nos aportó lecturas

esclarecedoras de algunos escritores, como Shakespeare, Göethe, Poe,

Dostoievsky, Tolstoi, Kafka, Mann, De Greiff, entre otros muchos. Hizo también

agudas observaciones sobre algunos pintores universales a los que conocía en

detalle.

Poseía, asimismo, una probada solvencia en antropología, historia, economía

política, crítica literaria y lingüística, así como en historia de la filosofía: conocía

bien a Platón, a Kant, a Nietzsche, a Sartre.

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Es claro que no es lo mismo ser un intelectual en Europa que serlo en América del

Sur, en Colombia. Se está aquí supeditado a las traducciones, que no siempre son

fiables ni oportunas; pero sobre todo se está supeditado a las vanguardias

intelectuales del Viejo Mundo, las cuales, obvio, llegan siempre rezagadas y, más

obvio aún, distorsionadas. Lo propio ocurre respecto de los Estados Unidos, y no

solo en el ámbito de las Humanidades sino en el de las ciencias naturales y el de

las lógico-matemáticas. Como dice el poema colombiano, todo nos llega tarde.

Pero llega de todos modos, termina por llegar. Si algo debemos agradecerle a

Estanislao Zuleta es que contribuyó como ninguno a la divulgación de un acervo

cultural al que difícilmente habríamos tenido acceso por otros medios; y lo hizo

con pasión, con perseverancia, con humor y con solvencia.

Por último, hay que consignar que Zuleta fue objeto también de reservas y de

enconadas críticas: por parte de algunos intelectuales y de algunos colegas. Se le

reprochaba, por ejemplo, su autodidactismo, el hecho de no haber cursado

estudios formales ni de licenciatura ni de postgrado ni de doctorado; ni siquiera

había obtenido el título de Bachiller. Igualmente se le criticaba que recurriera en

sus análisis a “fuentes secundarias”, es decir, que no leyera en su idioma original

a algunos autores que estudiaba. Otros reproches no tenían que ver con lo

intelectual sino con lo personal; por ejemplo, su vocación por la bohemia.

Respecto de esto último, solo habría que agregar que si bien Estanislao fumaba y

bebía mucho, no menos cierto es que también leía mucho, demasiado, y

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enseñaba mucho, demasiado. Como solo muy pocos, desde la Antigua Grecia

hasta hoy, han aprendido a hacerlo.

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Hacia una Escuela Dulce

Malestar escolar, Pereza escolar

Han llegado a convertirse en verdaderos y frecuentes lugares comunes

expresiones del tipo: “La Educación es la mejor inversión social de un Estado”, “Si

no educas al niño de hoy, tendrás que castigar al delincuente del mañana”, “El

mejor capital del que disponen los pueblos es la Educación”, etc.

Sin embargo, una cosa es valorar la Educación, o promoverla, o esperarlo todo de

ella, o idealizarla, y otra son las realidades escolares concretas. Tales realidades

están más allá del Presupuesto que un Estado pueda asignar, y está más allá de

la valoración que tengamos del hecho educativo, y está más allá de cualquier

consideración a priori.

Consideremos otros de estos lugares comunes:

“La Educación es importante para el individuo”. No parece haber objeción posible

a tal aserto.

“Sin Educación, un individuo carece de oportunidades, o ve disminuidas

notoriamente esas oportunidades”. Tampoco parece discutible.

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“Hay que destinar un rubro importante del Presupuesto (Nacional, Regional o

Local) a las necesidades educativas”. Tampoco es objetable.

“La Escuela es como el segundo hogar de los niños”. Tampoco hay duda.

“Educando la generación de hoy, garantizaremos el bienestar de la de mañana”.

Incontrovertible también.

Digamos que esas son las premisas de las que partimos, y que nadie

mínimamente sensato podría contravenir. Otro asunto, como anotábamos, es

mirar de cerca la realidad de lo que ocurre en nuestras Instituciones de

Enseñanza. Lo que ocurre en los Jardines Infantiles, en los Centros de formación

Primaria, en los Bachilleratos, en los Institutos Técnicos, en las Universidades.

Para decirlo de una vez, y de modo un tanto radical: En el interior de estas

Instituciones, por regla general, no se está tan convencido de aquellos

encomiables principios. No es que se esté en explícito desacuerdo con ellos, o

que se los critique; es que no parecen verse encarnados, y por consiguiente

parecen mera retórica, demagogia.

Porque hay una malestar muy profundo en el interior de las escuelas, de de los

colegios, de los institutos de formación media y, aunque en menor grado, dentro

de las Universidades. No solo porque la valoración social de formarse

académicamente no tenga ya la misma consideración que en épocas pretéritas,

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98

sino por otros motivos. El hecho es que ese malestar es sentido por parte de

todos los integrantes de la llamada Comunidad escolar.

Mientras los Estados (al menos algunos) realizan ingentes esfuerzos por hacer

llegar recursos a las Instituciones de Enseñanza, crecen fenómenos como el de la

Deserción escolar y del Ausentismo, o fenómenos como el de la Pereza escolar.

¿A qué llamamos “Pereza escolar”? No es una actitud generalizada, desde luego;

muchos alumnos no la experimentan, y muchos profesores tampoco, y muchos

directivos. Pero sí es muy fuerte. Al decir Pereza escolar nos referimos no solo a

hechos como la falta de concentración de los estudiantes en las clases o a la falta

de motivación para determinadas áreas (o para todas ellas en bloque); nos

referimos a una pereza más profunda, más primaria. Nos referimos a que los niños

ya no quieren ir a la Escuela. Y si quieren (porque algunos siguen queriéndolo) no

lo hacen con el mismo entusiasmo que en otras épocas.

Los padres de familia deben hacer enormes esfuerzos a menudo para “obligar” a

su hijo(a) a que haga las tareas o para que no falte a clases. O para que cumpla

satisfactoriamente con las normas, con los reglamentos, con la llamada Disciplina.

No nos digamos mentiras, ni los estudiantes mismos ni los profesores ni los

directivos: No es la misma emoción la que se experimenta cuando nos

preparamos para ir al Colegio que la que sentimos cuando nos preparamos para ir

de paseo, o para ir a cine.

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Hay Jornadas Diurnas, Jornadas Vespertinas, Jornadas Nocturnas y Jornadas

Continuas… Por consiguiente, o bien necesidad de madrugar, o bien necesidad de

acostarse temprano, o bien necesidad de no “perder” tiempo en otras actividades

“extraescolares” (ver televisión, ver cine, consagrarse a los juegos electrónicos (o

de otro tipo), ir de paseo…).

Todas estas prácticas no-escolares son reprimidas, o en todo caso no bien vistas,

en alguna proporción, tanto por la Familia como por la Escuela misma; tanto por

los Padres o los Acudientes como por los Profesores y los Directivos escolares.

Independientemente esta actitud de si se trata de una Institución Pública o

Privada, Laica o Religiosa.

Ni los padres ni los profesores ni los directivos quieren saber nada de “perder el

tiempo”, de dedicarse a asuntos que no tengan que ver con el estudio.

El tiempo de la Escuela es un tiempo controlado, medido, calculado con escrúpulo:

se verifica la Asistencia, la hora de Ingreso y de Salida, la hora y la duración del

Recreo, la extensión de la hora de Clase.

E igual ocurre con el espacio. Se procura un control riguroso sobre las aulas, las

oficinas, los sitios deportivos, las puertas de entrada, de salida, los baños… Y se

diseña una especie de valoración afectiva de esos sitios. Por ejemplo, la piscina o

la cancha de fútbol suelen ser agradables, mientras que la Oficina del Rector o la

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del Director de Disciplina suele ser más bien desapacible, cuando no francamente

hostil. Dependiendo, claro, de la disposición caracterial de cada estudiante, de

sus gustos, sus temores, sus expectativas. Pero lo cierto es que el Espacio (en su

estructura física más inmediata) de un establecimiento educativo está marcado

afectivamente. Espacios que proporcionan calma, relajamiento, espacios que

inducen protección, espacios que generan sensación de libertad, espacios que

producen temor, espacios que no generan interés…

Y, sobre todo, espacios que producen aburrimiento: justamente el “más

importante” de todos, el salón de clases.

Al proferir esta palabra (aburrimiento) arribamos a lo esencial de nuestro

planteamiento: La Escuela moderna produce tedio, indispone los cuerpos,

constriñe las mentes, le cierra alas al espíritu. Ya no se va a la Escuela con la

misma Alegría de antes. Eso lo corroboramos todos: desde los alumnos hasta los

profesores. La Escuela ha perdido encanto, aquel encanto mágico que alguna vez

tuvo.

A la Escuela se va a estudiar, y estudiar no es precisamente el verbo predilecto de

los niños y de lo adolescentes. Hay infinitas cosas más interesantes para un joven

o para un niño que ir a estudiar. Incluso en el evento de que esté de acuerdo con

sus padres o con sus profesores o con su sociedad en que “Estudiar es

importante”. Sí, dicen ellos, es importante pero es aburrido.

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Y si este no es el caso, al menos queda la sensación de que podría ser más

interesante, más divertido, más lúdico, más cargado de sentido, más creativo, más

grato…. Menos coercitivo, menos impositivo, menos tedioso, menos inútil…

¿No queda una sensación de “inutilidad” cuando un muchacho le dedica 12 meses

del año, 365 días, a aprender fórmulas matemáticas de memoria, cuya única

finalidad práctica es que le sirvan para responder bien un examen y granjearse

una nota aprobatoria? Para nada más parece servir el álgebra al muchacho. O la

química. O la física. O la gramática. O la biología. O la Historia. O e Dibujo técnico.

Pero esos saberes no solo son inútiles (o con un margen de “utilidad” muy leve

sobre todo si se los compara con la cantidad de horas que debe dedicarse a ellos),

sino que son impuestos, están definidos de antemano. Ha sido el Ministerio de

Educación quien los ha determinado, o en el “mejor” de los casos el Curriculum

interno de la Institución. En fin, son saberes que “alguien” consideró que eran

necesarios, útiles, importantes, imprescindibles.

Y así ese “alguien” esté muy autorizado, o así ese “alguien” sepa con exactitud

cuáles son los saberes importantes y en qué “dosis” habría que impartirlos, y así

ese alguien esté colmado de las mejores intenciones, no dejan de ser saberes que

no se han pedido, que no sea han demandado. Son saberes ajenos al deseo del

sujeto. Al deseo de saber del sujeto.

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A un muchacho hay que enseñarle, por ejemplo, la geografía. Y no importan en

principio si al muchacho(a) le interese o no la asignatura, si tiene disposición para

aprenderla; o ganas de conocer las islas Canarias, o la costa de Marfil o el

desierto del Sahara; o si alguna vez quiso enterarse de la razón por la que llueve o

por la que truena o por la que hay meteoritos en la noche o cuál es la causa de las

mareas o de la erupción de los volcanes… No. Debe estudiar geografía porque

todo el mundo siempre ha estudiado geografía, y porque hay profesores idóneos

consagrados al tema; y en especial porque así está estipulado en el Curriculum.

Hay infinidad de razones para que un estudiante, al margen por completo de su

deseo de saber, tenga que aprenderse de memoria las capitales de su país, de su

continente, y los nombres de los ríos del Asia Meridional o el de las lagunas del

Perú.

A la Institución, a la Escuela, y a veces al profesor mismo, no le incumbe, en

principio, si hay interés o no por parte de los estudiantes en saber geografía. Se

imparte tal materia porque siempre se ha impartido, o porque es inadmisible no

tener nociones aunque sea generales sobre el particular, o porque esto o porque

lo otro. Es obvio que debe aprenderse geografía. No se permite que primero haya

un deseo de saber y luego la oferta correspondiente. Es como darle de beber a

quien no tiene sed o de comer a quien no tiene hambre, o como proporcionarle

una chaqueta a quien no tiene frío.

Pero incluso en el evento de que haya sed, hambre o necesidad de abrigo, el

hecho es que no se ha consultado previamente. Porque en el caso (por fortuna no

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infrecuente) de que a un alumno en efecto le interese la geografía (para

quedarnos con este ejemplo perfectamente extensible a las matemáticas o a la

biología o a la literatura o a la química o a la filosofía o a la religión o a la historia),

eso no cuenta para quien está “al otro lado”. Eso no importa para el Curriculum.

Esto es lo que se llama una imposición arbitraria. Independientemente de que

haya o no interés por parte del estudiante: si a Juanito sucede que sí le gusta la

materia, para el Otro de la Educación, para la Institución, eso es irrelevante.

En esas condiciones, tendremos que admitir que la Escuela (para llamar con ese

nombre genérico todo el Aparato Educativo) es un dispositivo Autoritario. Y

cuando decimos Autoritario no estamos queriendo decir que se “maltrate” allí a los

alumnos o que se los someta a vejaciones; simplemente que es Autoritario el

hecho de que me tengan preparada de ante mano una serie de respuestas (un

Programa Académico) a una serie de preguntas que nunca he formulado.

¿Cómo va a formarse un científico en tales circunstancias? ¿O un artista? ¿O un

profesional realmente idóneo? ¿O un ciudadano con sentido de sus

responsabilidades y de sus libertades?

Escuela Vieja, Escuela Nueva; Escuela Amarga, Escuela Dulce

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Muchos pedagogos, a lo largo de muchos años, han hecho esta misma crítica, con

un matiz más, con un matiz menos, y no han vacilado en proponer Alternativas, en

proponer una Escuela distinta.

Unos hablan de Escuela Inconclusa, otros de Escuela democrática, otros de

Escuela abierta, otros de Escuela para la libertad, otros de Escuela lúdica, otros

de Escuela no represora… De uno u otro modo, desde un aparato teórico u otro,

se apunta, en síntesis, a plantear modelos de lo que se ha dado en llamar con la

expresión Escuela Nueva.

Por nuestra parte, proponemos y abogamos por lo que podría llamarse Escuela

Dulce. Una Escuela Dulce para oponerla al concepto de Escuela Amarga.

El propósito esencial de la propuesta está dirigido en el sentido de minimizar hasta

donde sea posible la “amargura” de la Escuela, esa “amargura” que hace que nos

produzca pereza acudir a ella, bien sea en calidad de aprendices o de instructores,

de alumnos o de maestros.

Una Sociedad Amarga se produce, entre otros muchos motivos, porque hay una

Escuela Amarga. Si la Escuela fuera menos amarga, menos amarga será la

sociedad.

Si nuestros niños, si nuestros jóvenes, vivieran la experiencia de una Educación

no castrante, no restrictiva, no autoritaria, no impositiva, aunque tampoco

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anárquica, desorganizada, muy probablemente su lugar en la sociedad sería

distinto. Más comprometido, más creador, menos escéptico, más lúdico, más

responsable.

Una Escuela Dulce sería una Escuela en la que se prepararía, sí, para el

desempeño laboral, pero en la que no se “impartirían” o “dictarían” saberes, sino

en los que estos se discutirían, se investigarían en conjunto; es decir, se

producirían dialógicamente en un contexto en el que habría cabida para el goce y

la pasión, para el error y la rectificación, admitiendo –realistamente- que los

ingredientes de tribulación (propios de toda búsqueda y en especial la del

conocimiento) tal vez no sea posible excluirlos de todo.

Una Escuela Dulce formaría para el Arte, para la Ciencia, para la Ética, para la

Investigación, para el Deporte, para el Civismo, para el Diálogo, para la

Solidaridad, para la Creatividad, para el Crecimiento espiritual, para la Paz, para el

Amor, para el Servicio a la Comunidad, para la Libertad, para la Autonomía… Para

la Felicidad, en definitiva.

Porque, en nuestro concepto, más que un Templo del Saber, la Escuela debería

ser un Templo de la Felicidad.

Por pretenciosa que sea esa palabra. Es de pretenciosidades que hemos vivido

siempre. Hablar de “Templo del Saber” es ya bastante pretencioso, bastante

aparentemente utópico.

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El origen del malestar escolar, creemos, está en el hecho de que si bien la

Escuela es el lugar donde se transmiten saberes, a esos saberes los “educandos”

pueden acceder, y de hecho lo hacen, por otros medios más expeditos, menos

tediosos, más sofisticados: los Medios Masivos de Difusión: la prensa, la radio, la

televisión, el cine, el vídeo, la internet (y mañana quién nos dirá cuál otro).

La Escuela como Edificio, como esa construcción arquitectónica con salones y

patios, con canchas y salas de profesores, con baños y campanas, parece que ha

cumplido ya buena parte de su cometido histórico.

Decir esto, por lo demás, no es decir nada nuevo. Lo vienen diciendo los

pedagogos hace años. Si hay una Institución que haya merecido críticas de este

talante es precisamente la institución escolar.

Nosotros hablamos de Pereza escolar, de autoritarismo, de vigilancia del tiempo y

del espacio, de arbitrariedad, etc., pero otros hablan y han hablado de otros miles

de inconvenientes: las relaciones entre los grupos, la relación maestro-alumno,

maestro-institución, los énfasis memorísticos de las asignaturas, los sistemas de

evaluación, la función de las áreas lúdicas, la relación Escuela-Sociedad, Escuela-

Política, Escuela-Religión, Escuela-Economía, Escuela-Medio Ambiente, etc.

Vivimos hoy una crisis institucional generalizada, como lo han señalado no pocos

sociólogos, filósofos, psicólogos, estadistas… Y muchos utopistas también, hay

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que admitirlo; es decir, aquellos individuos que sueñan con instaurar el Paraíso en

la tierra, con la posibilidad humana de solucionar, mesiánicamente, todos los

problemas e instalarnos en una especie de Reino de Jauja en el que no habría

problemas de ningún tipo ni malestares de ningún orden.

La nuestra no es una propuesta utópica. El utopista se alimenta de sueños (a

veces alcanzables, a veces no), pero en principio de sueños…. Menos que una

Utopía, proponemos una Realidad aplicable, una Sensatez vivible, una

Transformación realizable.

Tampoco hablamos de una Revolución, de una Revolución Educativa, que por lo

demás no han sido pocas. Pensamos, simplemente, en que es viable, y necesario,

acentuar un cambio que ya la fuerza de los tiempos ha empezado a impulsar a

ritmos distintos.

No proponemos cambiar por completo la Institución Educativa; solo acelerar una

serie de cambios que han venido operándose ya, pero que necesitan una

resolución más firme, más decidida, menos tímida, menos vacilante.

Son muchos y de diverso orden los progresos que se han hecho en este último

siglo, para no ir más lejos, en materia de perfeccionamiento de los instrumentos de

transmisión del saber (empezando por la noción misma, actualmente

problematizada, de “transmisión”).

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Por ejemplo, los centros educativos están mejor equipados que antes: más

cómodos, más amplios, más aseados, más acogedores, más diversificados.

Desde el viejo esquema de un profesor haciendo Dictados a un grupo indistinto de

alumnos de distintas edades y en completo orden y silencio, se ha llegado hasta la

inserción de los más sofisticados aparatos tecnológicos. Desde la rígida relación

maestro-alumno se ha pasado a una más dialógica, más amigable. Desde

aquellas jornadas extenuantes, se han conquistado espacios para el deporte, para

las elecciones vocacionales (artísticas, científicas, etc.). Desde los antiguos

dogmatismos tanto de los docentes como de los libros de texto (o libros-guía)

hasta modernos manuales en formatos clásicos o digitales colmados de láminas a

todo color, imágenes en movimiento, etc. Desde aquellas distancias kilométricas

de antaño, a las comodidades del transporte escolar. Desde la indiferencia frente a

la vida personal de los estudiantes hasta la incorporación de profesionales de la

psicología y del trabajo social, y hasta de la medicina y la enfermería, como parte

integrante del equipo escolar. Desde las distancias entre los alumnos entre sí

hasta la camaradería. Desde la prohibición de ciertas amistades y de los

noviazgos, hasta la tolerancia hacia ese tipo de manifestaciones afectivas. Desde

la imposición de un atuendo específico y homogéneo hasta la admisión de aretes

y de cabellos largo para los hombres y de faldas por encima de la rodilla para las

mujeres...

En fin, la Escuela, las Escuelas, han progresado. Y mucho. Sorprende ese

progreso en especial cuando se miran los contrastes, cuando se compara “lo que

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fue” con “lo que es”. Lo cual hace que cualquier “lo que será” no posea visos de

utopismo ni de idealismo irrealizable.

Una presumible Escuela Dulce, como preferimos llamarla provisionalmente, ya se

está aplicando, o empezando a hacerse, en diversos lugares del orbe.

Pero antes de proseguir con Propuesta, volvamos sobre el Diagnóstico: el del

malestar en la Escuela, el de la Pereza escolar, del tedio escolar, etc.

Sirvámonos de una afamada frase de Pablo Picasso:

“Yo abandoné mi Educación a los 7 años… para ir a la Escuela”.

Más allá de que la frase genere hilaridad, o de que nos parezca extraña o

paradójica, habría que decir que a los 7 años un niño o una niña en la Escuela es

un alivio para la Sociedad, y para la Familia, sí. Pero puede ser una tragedia para

el infante.

A los tiernos 7 años no estamos, tal vez, en condiciones de sumarnos a la

Institución Escolar, a la Academia, al menos no en calidad de estudiante normal,

con todas las responsabilidades de un “estudiante normal”. A los 7 años de edad

es casi un crimen que un niño o una niña deba levantarse a las 5 de la mañana (o

a las 6) para ir a un Edificio, la Escuela, en donde van a “enseñarle” una serie de

conocimientos que perfectamente puede aprender, a veces mejor, en la

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comodidad de su casa (por la televisión, por ejemplo, o por una Enciclopedia) o en

la calle, en la esquina con sus amigo(s). A los 7 años un niño es “castrado” para el

saber, para el saber creador; y lo es justamente por la Institución que dice estar

encargada de su “instrucción”, de su “preparación para el futuro”. A los 7 años de

edad es un despropósito atiborrar de datos e informaciones la mente aún fresca y

llena de sueños de un niño.

Definitivamente, como dijera alguien, no tiene sentido hacer que los niños

adquieran la perfección en aquello que los atormenta.

La Escuela no responde ya a su finalidad esencial, aquella para la que fue

diseñada: la de servir de vehículo no solo a la transmisión del saber, sino a su

producción.

Es por pura casualidad, como una excepción (es decir “a pesar de” y no “gracias

a”) que de pronto se forma en la Escuela un artista, un deportista competitivo de

relieve, o un científico de importancia, o un gobernante capaz.

La Escuela está mal hecha. Puede que estuviera alguna vez “bien hecha”, pero ha

dejado de estarlo. Ya no responde a las exigencias del hoy, a las expectativas

sociales, culturales, laborales, de nuestra época.

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La Escuela aburre hoy a los niños, o si no los aburre en todo caso no los

entretiene suficientemente. Como ellos esperarían, como ellos merecen, y, sobre

todo, como sería posible hacerlo.

Pero aburre también a los profesores y a las profesoras. Y aburre a los padres de

familia, a los acudientes. Y aburre a los directivos.

La Escuela, por ejemplo, parte de una mala distribución de los placeres y de las

responsabilidades: solo le consagra al tiempo del disfrute, del juego (al Recreo, al

Descanso) unos escasos 30 ó 45 minutos, mientras reserva para la clase (para lo

serio, lo arduo) el resto del tiempo: 6 horas, 8 horas, 9 horas… Eso es inequitativo.

No porque haya que valorar en exceso el descanso y el juego, sino porque

también puede aprenderse jugando, descansando, recreándose… Hay, o puede

haber, un valor heurístico, pedagógico, didáctico en un Recreo, al que solo se le

destinan unos pocos minutos. Unos minutos en los que no se puede socializar

suficientemente con los compañeros; no se puede comer de modo tranquilo; no se

puede establecer una relación de pareja (en el caso de los colegios mixtos); no se

puede interactuar ampliamente con los docentes en otras condiciones distintas a

las jerárquicas de la hora de clase; no se puede aprender, porque el Recreo se

hizo al parecer para olvidarse por un momento de aprender tanto, de estudiar

tanto. La nuestra suele ser (con algunas excepciones, porque las hay) una

Escuela del “No se puede”…

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¿Por qué no instituir Recreos más largos: de 2 horas, por ejemplo, o de 3, y que le

restemos a la hora de matemáticas esas 2 horas, y a la de gramática, y a la de

geografía? Más aún: ¿por qué no vulnerar, en la práctica, la idea misma, tan

generalizada, de que en el Recreo se disfruta y en la Clase se bosteza? El Saber,

creemos, no debería ser ni aburrido ni molesto ni impuesto ni tan severamente

evaluado.

La Evaluación es otra práctica escolar a la vez necesitada y susceptible de

cambios. Aunque se ha modificado mucho, ha venido modificándose. En diversos

sentidos: reconocer más valor a lo cualitativo que a lo cuantitativo; a lo grupal que

a lo individual; a lo acordado en democracia que a lo impuesto arbitrariamente; a

habilidades cognitivas como las Competencias (relacionales, operacionales…) que

a habilidades cognitivas como la Memoria… Y se han ensayado fórmulas de

Autoevaluación y de Evaluación grupal. Pero persisten aún los conceptos del

Aprobado y del Reprobado.

El saber es una fiesta, podría ser asumido como una fiesta. Y a una fiesta no se va

a aburrirse, a bostezar. Ni se va a ella para que nos califiquen con un 4, o con un

5, o con un 3. Y a una fiesta no se va a pedir permiso, ni a otorgarlo.

Si el saber es una fiesta, ¿por qué tendríamos que ir en su procura a un sitio

lúgubre, sin música, sin lo propio de los bailes y las fiestas y los jolgorios y los

carnavales? Un sitio que tal vez sea exagerado llamar “lúgubre”, pero en el que no

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se valora ni la risa ni el erotismo ni la libertad. Antes bien, estas actitudes son

tildadas de inapropiadas, fuera de lugar.

Una Escuela Dulce no permitiría que sus estudiantes tengan que levantarse a las

5 de la mañana; permitiría que lo hicieran a las 7 ó a las 8, y que llegaran a clase

luego de contemplar un par de buenos programas de televisión o luego de haber

escuchado la música de su predilección, o luego de haber dormido un poco más.

El sueño no solo relaja y distensiona; también podría enseñar.

En una Escuela Dulce, la clase de Deporte, la Educación Física, no podría ser una

asignatura decorativa, o una simple prolongación del precario Recreo; podría

impartirse una o dos veces a la semana, o, mejor, todos los días; y capacitar a los

estudiantes no en uno o en dos deportes sino en muchos más… E incluir el yoga,

incluir la meditación, incluir la asistencia a eventos deportivos de la ciudad:

partidos de tenis, de fútbol, carreras de autos, carreras de ciclismo. Que el deporte

se practique y se vea practicar por los profesionales, para formar espíritus fuertes

en cuerpos sanos y fuertes. Además, podría enseñarse en las mañanas, antes de

la primera clase del día, como una terapia para evitar que el muchacho se duerma

en clase de trigonometría o de física, y que al contrario esté tan relajado y tan

dispuesto que se entregue a esas materias con mucha más devoción que si llega

bostezando a las 7 al colegio luego de una mala noche de preocupaciones…

En un centro educativo, de cualquier nivel, podría haber, además de la Biblioteca,

una Huerta casera. Podría enseñarse a los estudiantes a sembrar hortalizas,

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legumbres, a cultivar flores ornamentales. No solo a aprender en un libro cómo se

siembran, sino a hacerlo efectivamente. ¿No relaja en extremo permanecer en

contacto con la tierra, ensuciarse de tierra, de noble tierra, tocar el tomate recién

cogido, rociar con agua una planta, palpar la raíz de una zanahoria, de una col, o

acariciar el pétalo de una astromelia?

Una Educación divorciada del deseo de saber, por una parte, y castrante en grado

sumo, por la otra (a causa de los horarios, de la jerarquización de las relaciones,

de la normatividad de lo espacios y de los cuerpos), no produce precisamente

Investigadores, ni para la ciencia ni para el arte ni para la política ni para el

deporte. No puede sino producir frustraciones (profesionales, intelectuales y

espirituales).

En el mejor de los casos, apenas sirve para la reproducción de la fuerza de

trabajo. Y ni siquiera suficientemente “calificada”. Apenas produce Individuos

aptos para que un día sean ingenieros, abogados, profesores, gerentes,

enfermeras, arquitectos… Pero difícilmente (y más por excepción que por regla)

ingenieros creativos, abogados creativos, profesores creativos, gerentes creativos,

enfermeras creativas, arquitectos creativos.

Una Educación represora solo produce sujetos reprimidos. O, en el otro extremo,

sujetos demasiado des-reprimidos, díscolos, extraviados…

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Pero los profesores no solo nos aburrimos en la Escuela, sino que no cansamos

en ella, nos fatigamos. No deberíamos permanecer en ella tanto tiempo. Toda una

mañana es la mitad de la vida. Toda una tarde es la mitad de la vida… Deberían

diseñarse horarios flexibles. Menos tiempo en el edificio llamado Escuela y más

tiempo en la cancha de fútbol o en la piscina o en la sala de baile o en la sala de

pintura o en la sala de cine, o el cuarto de meditación, o en el campo sembrando

tomates, o flores… O conociendo la ciudad, sus alrededores. O el departamento.

O el país.

Sería grato también, y muy instructivo, restituir el valor de los excursiones. ¿Por

qué no conocer el país con una excursión por vía terrestre programado cada dos

meses, o cada mes? No precisamente a “perder tiempo”. No. A aplicar o a

corroborar la geografía que enseñan los textos y los maestros, o la historia, o las

ciencias naturales. A respirar aire puro, a mirar animales de verdad, no animales

de cartilla; plantas de verdad, no plantas del herbario… En pocas palabras: a

conocer el propio país, y, por qué no, los vecinos; para reafirmar el sentido de

pertenencia.

Un estudiante colombiano, por ejemplo, no tendría por qué esperar 10 meses para

conocer Medellín o 6 meses para ir al Parque del Café en Armenia, o 7 meses

para conocer la Guajira, o 5 años para conocer Chile, Argentina, Costarrica, Cuba,

Puerto Rico, o cualquier país Europeo…

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A este respecto, valdría la pena retomar una propuesta como la del Premio Nobel

de Literatura Camilo José Cela: él proponía que se incluyeran como requisito de

graduación para todos los estudiantes que terminaran su bachillerato en España,

un viaje a uno o varios países de Latinoamérica; y, correlativamente, para quienes

se graduaran en Latinoamérica, un viaje a España o a cualquier otro país europeo.

Viajes que deberían ser financiados por los Estados de los graduandos y que sería

la culminación de su proceso formativo.

La Escuela, el edificio escolar, se justificó hace muchos años, cuando solo había

muy pocos señores (los profesores) que “conocían una materia” y entonces

convocaban a un grupo de estudiantes poco informados, a que la recibieran. Hoy

los estudiantes pueden saber más que sus mismos profesores, porque consultan

internet, porque leen Enciclopedias, porque ven programas televisivos

especializados. De modo que la Escuela como edificio habría que aprovecharla

para menesteres muy distintos a los de simplemente aprender cosas que

podemos conocer por otros medios, más divertidos, más cómodos, más

accesibles y hasta menos costosos.

Una Escuela Dulce es construible. Porque no es introducir una Revolución

Educativa; es procurar llevar más lejos muchas de las ya iniciadas. Ahora bien,

¿cómo llevar a la práctica todo esto, o al menos una parte, u otras sugerencias de

otras procedencias? Poco a poco, lentamente, sin afanes, atreviéndose a

equivocarse, no teniéndole miedo al cambio y discutiendo, concertando.

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Una Escuela Dulce solo podrá dar lugar algún día (puede que no mañana o

pasado mañana o dentro de 3, pero sí alguna vez) a una Sociedad Dulce, una

sociedad menos violenta, menos intolerante, más democrática, más creativa; una

sociedad conformada por sujetos más autónomos, más sabios, más vigorosos,

más dinámicos, más felices…

Sobre Arte terapia

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Arteterapia, el arte como un medio de sanación

El arte, además de su tradicional e intrínseca función estética, posee

propiedades al servicio de la sanación. Es justamente de lo que se ocupa el

Arteterapia, una disciplina relativamente nueva que se fundamenta en la unión de

los conocimientos y la práctica del arte con ciencias como la psicología y el

psicoanálisis. Se parte del principio de que todas las personas tenemos la

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119

capacidad de proyectar en forma artística nuestras imágenes internas, en las

cuales podemos aprender a leer las claves simbólicas de nuestro inconsciente.

El Arteterapia viene utilizándose, sin dársele aún ese nombre, desde culturas

ancestrales: en la mitología griega, por ejemplo, en la que los dioses son

representaciones de roles y posiciones que, al poder ser observados fuera de

nosotros, facilitan la comprensión de aspectos internos de la personalidad. Ya

Aristóteles analiza los efectos de las representaciones públicas de la tragedia

(“catarsis”, alivio de emociones): podría mencionarse también las pinturas de

diversos pueblos aborígenes en las que plasman intuiciones y sueños, que

ordenan y dirigen la vida de la tribu.

Más recientemente, a comienzos del siglo XX, tras las indagaciones de

investigadores como Steiner, Gurdjieff, Ouspensky, Mondrian, Gropius, entre

otros, se plantean maneras de aunar conocimientos de Oriente y de Occidente,

buscando la interrelación de las artes entre sí y de estas con el desarrollo humano.

Fue inmediatamente después de la segunda Guerra Mundial cuando, ante la

necesidad de ofrecer alguna ayuda psicológica a los soldados ingresados en los

hospitales, las investigaciones realizadas anteriormente por médicos, filósofos,

pedagogos y artistas se concretaron en lo que se dio en llamar “Arteterapia”, que

si bien en sus comienzos se mantuvo en el ámbito hospitalario (ocupando un lugar

intermedio entre terapia ocupacional y herramienta para el diagnóstico), muy

rápidamente amplió su campo de aplicación a tratamientos en patologías diversas

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y como apoyo a otras terapias con niños o personas con dificultad de realizar

psicoterapia verbal.

El Arteterapia hoy es una disciplina adscrita al campo de la Psicoterapia, y se

practica siguiendo una estricta metodología y bajo un marco terapéutico definido.

Su objetivo es utilizar herramientas que faciliten la expresión y comunicación de

aspectos internos del individuo, cuya puesta en palabras resulta incompleta o

dificultosa por diversas causas, apelando a medios no verbales.

El Arte terapia utiliza el potencial creativo del participante para convertirlo en

protagonista de su propia obra que, a su vez, se transforma en una libre

proyección personal de sus emociones, vivencias, dificultades o conflictos, todo lo

cual, debidamente encauzado, conduce a un alivio de los síntomas y a la

recuperación del bienestar. Es a la vez una intervención de carácter artístico,

pedagógico, terapéutico y espiritual, cuyo propósito esencial es ayudar en los

casos de conflictos emocionales, deficiencias psíquicas y sociales, baja

autoestima, desestructuración personal y familiar. Se apunta a la generación de un

proceso de dignificación personal que se traduzca en efectos como disminución de

ansiedad, aceptación y valoración de sí mismo, mejoramiento de la imagen propia

(física y emocional), inclusión progresiva la medio social, fortalecimiento del

sentidote pertenencia, adquisición de hábitos como la tolerancia, mejoramiento de

la concentración, etc., al tiempo que se descubren destrezas para la ejecución

artística.

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Lo que importa no es la habilidad técnica de la persona en la composición de sus

obras, sino lo que se manifiesta en el proceso de su realización, tanto en su

mundo interior como en su relación con quien conduce la terapia y con el medio,

familiar y social, circundante.

La ampliación actual del campo de acción del Arteterapia permite la intervención a

niños con dificultades de integración, a personas con baja autoestima, a víctimas

de malos tratos y a quienes padecen trastornos de la alimentación, depresiones,

adicciones, etc. Pero no solo es útil para quienes estén pasando por un mal

momento físico o psicológico; también puede serlo para personas sanas que

quieran profundizar en su desarrollo, al emplearse como herramienta de auto-

conocimiento y ampliación de la conciencia, permitiendo el acceso a las capas

más profundas de la psique con la liberación de material inconsciente que

posteriormente puede ser contemplado, analizado e incorporado.

A las consultas de Arteterapia suelen acudir personas que atraviesan por

momentos difíciles, o que entre los reajustes que quieren hacer en sus vidas han

decidido explorar e incorporar su creatividad y también, cada vez con más

frecuencia, personas que experimentan un vacío en su existencia a pesar de que

todo a su alrededor parece funcionar dentro de lo habitual; es decir, personas que

han cubierto sus necesidades básicas, pero no lo que Maslow (creador de la

Psicología Humanista) denominó “metanecesidades”: armonía, belleza, sentido de

la vida, en fin, espiritualidad.

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En general, el Arteterapia está indicado para personas que debido a sus

circunstancias o a la enfermedad que padecen encuentran difícil la articulación

verbal de sus conflictos y emociones. Puede utilizarse con cualquier colectivo de

cualquier edad siempre y cuando exista la voluntad de la persona de iniciar una

psicoterapia en la que se le va a animar a emprender a su vez un proceso

artístico. Se realiza en grupos y en sesiones individuales, y con objetivos

terapéuticos muy distintos.

Mediante las prácticas arteterapéuticas se abren nuevas posibilidades en la

comunicación de preocupaciones, ilusiones, sueños, miedos, etc. que de otra

manera sería difícil hacer salir especialmente en niños y jóvenes.

La música, la literatura, la pintura, el trabajo con la arcilla, la escultura, el teatro,

etc., implican la manipulación de los materiales con los cuales es posible entrar en

contacto desde una disposición espiritual. Al producir una obra de arte, nos

producimos de algún modo a nosotros mismos; además, se nos da la posibilidad

de conocernos, de mirarnos, y mirar una zona recóndita de sí mismo es darse la

oportunidad de iluminarla. Aunque no es propiamente el arte o la artesanía los

llamados a producir estos efectos, sino una manera particular de asumirlos: desde

una intención meditativa, desde un propósito que va más allá del diseño de una

pieza decorativa o de entretenimiento.

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Las condiciones actuales de la sociedad reclaman mucha atención a la parte

material de la existencia, dejándonos con poca disponibilidad para atender otras

áreas, como el contacto emocional profundo con otras personas, la riqueza de

nuestro mundo interior y la creatividad. A estas carencias psicoafectivas responde

el Arteterapia, recurso que ha probado su eficacia en el intento por hacer de

nuestras vidas algo más pleno de sentido, de potencialidades, de autorrealización,

de felicidad personal.

Literapia, curación a través de la escritura y la lectura

Un grupo de médicos, psicólogos, periodistas y escritores acuñaron recientemente

el término “Literapia”, cuya definición es: “el empleo de la lectura y de la escritura

como instrumento para aliviar o ayudar en la curación de enfermedades”.

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Otras denominaciones son: “Bibliosanación”, “Biblioterapia”, “Clínica literaria” y

“Terapia literaria”. Bajo cualquier denominación, se trata del uso de la letra escrita

como recurso terapéutico, sea prosa, poesía, canciones, aforismos o reflexiones.

Desde las diferentes corrientes de la psicología, varias explicaciones apoyan la

utilidad de la escritura como instrumento para acelerar el proceso de cura y para

mantener luego un trabajo terapéutico propio e íntimo que permita la progresiva

separación e independencia del terapeuta.

Algunos de los principales enfoques de la Literapia son:

• La escritura y la mejora de la comunicación.

• La escritura como válvula de escape emocional.

• La escritura como actividad creativa que trae asociados todos los

beneficios vitales que el aumento de la creatividad contiene: autoestima,

actividad, aspectos lúdicos, nuevas formas de expresión y relación con el

mundo, visiones alternativas de la realidad.

• La escritura y los métodos de solución de problemas.

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No se apunta desde luego a soluciones mágicas. No se pretende que escribiendo

o leyendo se encuentre la cura definitiva de afecciones psíquicas demasiado

graves, pero sin duda que un tratamiento apropiado que combine la lecto-escritura

orientada y compartida en el marco de un tratamiento con un equipo de

profesionales será un complemento beneficioso.

En la labor litoterapéutica, como en cualquier intervención desde el Arteterapia, lo

que cuenta en últimas no es la calidad de la obra literaria producida sino lo que se

rebela en su composición. En especial, se sugiere mezclar la escritura con artes

plásticas, dibujos anotados, textos ilustrados, interacción entre texto escrito e

imagen, o entre texto escrito y expresión oral. Afirma Laura Rico:

Los ejercicios pueden ser tan simples como:

Colócate en una situación cómoda, rebaja la luz, busca una música, relajante de

fondo, cierra los ojos y deja que la mente vague. Deja que viaje y localice una

experiencia en el conjunto de tu vida o de la vida de otro que te llame la atención,

que te provoque curiosidad o sentimientos intensos, o de perplejidad, o inquietud…

puedes usar la metáfora o la ficción en tu relato. Empieza a narrarlo por cualquier

punto del suceso. No te preocupes por el orden de la narración, la ortografía o la

objetividad… Busca solo el volcar lo que vas sintiendo y pensando, podrás analizar

más tarde si lo deseas. Déjate llevar por los pensamientos más íntimos y las

emociones, quizás esas cosas que no te atreverías a decir en alto… ¿cómo te

sientes? ¿Por qué crees que sucede? y cuando lo relees ¿cómo lo ves?

Puedes leérselo a una o dos personas de confianza si lo deseas. Si deseas

cambiarlo puedes hacer cualquier otro día una nueva versión. Quizás quieras

guardarlo en un sitio especial e incluso llevarlo a algún lugar lejano y dejarlo

perdido o depositado en algún escondrijo.

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Antiguas civilizaciones tenían un ritual interesante que quizás quieras seguir:

escribían los sucesos negativos, desagradables, los miedos, en un papel y

después, en una ceremonia secreta, quemaban lo escrito y depositaban las

cenizas en una planta de la que luego ingerían los frutos. Puedes comprar una

pequeña planta de menta, verter las cenizas e ir haciendo infusiones con las hojas

en los meses siguientes en una especie de ritual de conversión e integración.

Nos interesará saber, después del ejercicio, qué sentimientos, estado de ánimo y

perspectivas se tuvieron antes del trabajo, durante una hora después y en el

transcurso de la semana. En qué grado lo que se escribió resulta novedoso para el

autor Si se había retraído de contarlo a otras personas, qué piensa ahora sobre

ello ¿Ha habido mejoría en el estado ánimo o físico tras la práctica habitual del

ejercicio de escribir tres veces en semana, por ejemplo?

La utilización de la lectura y la escritura como terapia debe contar con unas base

profesionales que incluyan conocimientos de salud y fundamentos psicológicos o

psicoanalíticos. Además, han de adaptarse los ejercicios a cada individuo

concreto, a sus problemáticas y capacidades personales, e ir supervisando lo que

va ocurriendo con el fin de reconducir el proceso y evaluar sus resultados.

Este tipo de intervención terapéutica, sin embargo, no se encuentra aún

suficientemente desarrollada ni cuenta con un aparato teórico sólido que lo

respalde. Lo que se ha probado hasta ahora es el inminente efecto curativo de la

lectura y escritura dirigidas en la disminución de afecciones emocionales negativas

y de realidades traumáticas.

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La conclusión provisional, sobre la base de las experiencias realizadas, es que la

Literapia fortalece el sistema inmunológico y sirve como herramienta en el alivio de

diversos tipos de afecciones patológicas. Es una terapia que cura el cuerpo y el

alma, activa la inteligencia, estimula la creatividad y funciona como criterio para la

interpretación de dolencias físicas, psíquicas y espirituales. Constituye, en fin, un

ejercicio benéfico para la salud general, y ha sido usado con pacientes

hospitalizados como una forma de paliar el dolor de sus enfermedades y el

sufrimiento derivado de la hospitalización misma; de hecho, otro de los nombres

de este tipo de terapia es “Clínica literaria”.

Sin embargo, el tratamiento literapéutico no está dirigido exclusivamente a

personas hospitalizadas o con enfermedades graves; también es aplicable a

individuos sanos que simplemente encuentra muy difícil o muy doloroso dar

expresión a sus sentimientos, conflictos o traumas del pasado; individuos que

intentar remediar viejas “heridas del alma” que se manifiestan bajo la forma de

estados internos desagradables, sensaciones de desasosiego, insatisfacciones,

desadaptaciones, temores, incertidumbres o angustias cuyo origen se desconoce.

El recurso a la escritura en estos casos puede resultar eficaz, y de ello dan cuenta

algunos de los escritores profesionales cuya obra ha surgido como respuesta,

creativa y sanadora, a estos estados. Dice Counselor Susana Nicolini:

Escribir sobre un determinado problema es una forma de trabajar en él, asimilarlo,

descubrir nuevos aspectos que se nos habían escapado y sacarlo al exterior, de

forma que al objetivarlo, podemos mirarlo desde fuera.

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Pero esta no es la única forma de utilizar la escritura como terapia. La poesía, los

relatos, los cuentos, las novelas... constituyen también una forma efectiva de

hurgar en el inconsciente y sacar de allí historias que son en realidad narraciones

sobre nosotros mismos o el mundo que nos rodea.

Crear un personaje que vive una determinada situación y expresa unos

sentimientos concretos de una manera particular, puede ayudar al escritor a

comprenderlos y manejarlos, tanto si le pertenecen como si pertenecen a otras

personas de su entorno.

¿Por qué nuestro protagonista reacciona de una forma determinada? ¿Por qué se

comporta de esa manera? ¿Por qué se siente así?

Quien lo escribe sabe responder a estas preguntas. Por este motivo, mientras

escribe está profundizando en el alma humana y también en la suya.

Convertir las distintas facetas de nuestra personalidad en personajes de un relato,

cuento o novela, por ejemplo, constituye una buena forma de conocerlas mejor y

de integrarlas, y además, y por sobre todo, convierte “al escritor” en un ser

artístico, creativo y dispuesto a vivir con mayor alegría y satisfacción, sintiendo que

“lo producido” por él cobra entidad propia, tal como lo hace cualquier obra de arte

cuando ha nacido.

Leer, como sabemos, es una práctica que puede resultar divertida, hermosa y

práctica, pero también puede ser una actividad terapéutica y educativa.

Mediante la lectura elegida a voluntad de obras literarias, un niño o un adulto

pueden transportarse por el tiempo y el espacio dejando al margen cualquier

sufrimiento corporal o psicológico. La inmersión plácida en la fantasía, permita que

el lector ingrese a un mundo imaginario en el que puede ser el protagonista,

alejándose así durante un intervalo de tiempo de las presiones, fatigas y dolencias

de la realidad.

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Esto ha dado lugar al surgimiento de otra modalidad llamada “Lectoterapia”, que

ha tenido su origen en centros hospitalarios en donde se ha iniciado la práctica de

leerle a los pacientes historias, cuentos, leyendas, chistes o anécdotas que

estimulen el mejoramiento emocional por medio de la palabra contada y sobre

todo por las narraciones escuchadas.

Estas sesiones pueden variar de acuerdo con la composición de los grupos al que

están dirigidas. Algunos pacientes aprovechan el recogimiento de sus

habitaciones para leer, mientras que otros se reúnen en salas habilitadas

especialmente para este efecto.

Con la Lectoterapia los pacientes también pueden ser parte activa en las historias,

ya que se espera que en ocasiones interrumpan al lector para ser terminadas de

ser contadas por ellos mismos.

Y, al igual que lo ocurrido con el Arteterapia, surgido en los hospitales europeos de

la postguerra, la Lectoterapia es aplicable también en otros contextos y en

beneficio de personas no enfermas.

En la búsqueda de materiales de apoyo en Lectoterapia, se priorizan aquellos

textos en los que, ya sea por semejanza o por contraste, se haga referencia,

directa o indirecta, a la situación particular del individuo atendido. De ese modo, se

espera que mejore el autoconocimiento y se generen soluciones o aproximaciones

intuitivas que hagan posibles los cambios positivos deseados.

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