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GUARAGUAO Revista de Cultura Latinoamericana CECAL Centro Montserrat Peiró i Vilà de Estudios y Cooperación para América Latina

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GUARAGUAORevista de Cultura Latinoamericana

CECAL

Centro Montserrat Peiró i Vilà de Estudios y Cooperación para América Latina

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GUARAGUAO

Revista de Cultura LatinoamericanaEditora invitada: Raquel Chang-RodríguezDirección: Mario Campaña Subdirección: Daniel GamperCoordinación: Mireia Mateo Consejo Editor: Martín Guerra Muente, Elena Santos y Francesco ZattaConsejo Asesor: Constantino Bértolo, Esperanza Bielsa, Susana Carro Ripalda, Antonio Cillóniz, Wilfrido H. Corral, Américo Ferrari, David Frisby, Bridget Fowler, Mike Gonzalez, Román Gubern, Jesús Martín Barbero, Carlos Monsiváis ✝, Julio Ortega, Ulrich Oslender, Rossana Reguillo, Hum-berto Robles, José Sanchis Sinisterra, Vivian Schelling, Andy Smith, Meri Torras, Fernando Valls

GUARAGUAO es una publicación del Centro Montserrat Peiró i Vilà de Estudios y Cooperación para América Latina (CECAL)Dirección: Apartado postal 9002, 08012 Barcelona, España.Página web: http://www.revistaguaraguao.orgDepósito legal: B-45.842-1996ISSN: 1137-2354

Revista indexada en:LATINDEX- Sistema Regional de Información en Línea para Revistas Científicas de América Latina, el Caribe, España y Portugal.HAPI - Hispanic American Periodicals Index, UCLA - EE.UU.HLAS - Library of Congress Handbook of Latin American Studies Online, Washington - EE.UU.ISOC - Bases de datos Bibliográficas del CSIC – Consejo Superior de Investigación Científica, Madrid – España.GUARAGUAO es miembro de JSTOR, el archivo académico interdisciplinar, en formato digital e impreso, de ITHAKA.GUARAGUAO es miembro de la Asociación de Revistas Culturales de España (arce)

Versión digital de la revista: http://revistasculturales.publidisa.comDiseño de portada y maquetación: Carolina Hernández TerrazasCorrección: Martín Guerra MuenteImpresión: Book Print Digital, S. A.

«El cecal, a los efectos previstos en el artículo 32.1, párrafo segundo del vigente trlpi, se opone expresamente a que cualquiera de las páginas de Guaraguao. Revista de Cultura Latinoamericana, o parte de ellas, sean utilizadas para la realización de revistas de prensa. Cualquier acto de explotación (reproducción, distribución, comunicación pública, puesta a disposición, etc.) de la totalidad o parte de las páginas de Guaraguao. Revista de Cultura Latinoamericana, precisará de la oportuna autorización, que será concedia por cedro.»

«Esta revista ha recibido una ayuda de la Dirección General de Libro, Archi-vos y Bibliotecas del Ministerio de Cultura para su difusión en bibliotecas, centros culturales y universidades de España, para la totalidad de los núme-ros del año».

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Índice

Editorial 5

Ensayo 7

Leer por gusto 9Gustavo Pérez Firmat

Las pesadillas criollas en Secretos entre el alma y Dios(c. 1760) de Catalina de Jesús Herrera 15Karen Stolley

Desvelando tramoyas: La relación feliz (c. 1640) de María de Estrada Medinilla en la fiesta barroca de la Nueva España 34Erja Vettenranta

Avatares de la Perricholi... De «actricilla pizpireta» a personaje de novela 49Oswaldo Estrada

Domesticando la frontera: mirada, voz y agencia textual de dosencomenderas en el Perú del siglo xvi 69Rocío Quispe-Agnoli

Recuperación 89

La lírica en la Lima virreinal: Clarinda y el Discurso en loor 91de la poesía (1608) Introducción y edición de Raquel Chang-RodríguezDiscurso en loor de la poesía 106

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Creación 147

Poemas, de Isel Rivero 149Poemas, de Marialuz Albuja Bayas 152Wagner, de Diego Cristian Saldaña Sifuentes 155

Arte 161

Ética y estética de un animal políticoEntrevista con Santiago Roldós, por Fabián Darío Mosquera 163

Libros 169

Fusión, de Yulino Dávila, por Eduardo Moga 171Hambre de forma. Antología poética de Haroldo de Campos,de Andrés Fisher (ed.), por Benito del Pliego 173Las teorías salvajes, de Pola Oloixarac, por Paco Marín 177Los sinsabores del verdadero policía, de Roberto Bolaño,por Elena Santos 180La vida doble, de Arturo Fontaine, por Fernando Balseca 183Catálogo de ilusiones, de Raúl Serrano Sánchez,por Byron Rodríguez 186Casa, cuerpo. La poesía de Blanca Varela frente al espejo, de Camilo Fernández, por Paul Guillén 188La imaginación novelesca, de Oswaldo Estrada, por Rafael López López 191Repertorio dariano..., de Jorge Eduardo Arellano, por Moisés Elías Fuentes 193

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El apartado dedicado a «Ensayos» de este número de Guaraguao se centra en las mujeres que vivieron y escri-bieron en las Indias españolas en los siglos xvi, xvii y xviii. Los trabajos recopilados conjugan direcciones crí-ticas donde se evidencian intereses clásicos relacionados a la textualidad del discurso, tanto como nuevas ten-dencias orientadas hacia sus aspectos culturales. El ensa-yo de Karen Stolley nos lleva a los escritos de una monja guayaquileña del siglo xviii, Catalina de Jesús Herrera;

Editorial

su examen se centra en la nota disonante de esta autobiografía espiritual: la percepción de la monja de cómo el siglo amenaza al claustro e irrumpe en su vida. El estudio de Erja Vettenranta nos dirige a otra geografía y a circunstancias diferentes. Se acerca a la Nueva España por medio de La relación feliz de María de Estrada Medinilla, una descripción de los fes-tejos que marcan la entrada en México del nuevo virrey, el Marqués de Villena. Esta voz secular y femenina de una coetánea de Sor Juana Inés de la Cruz, enfoca detalles ausentes en las tradicionales descripciones de estas celebraciones y de este modo ofrece otra dimensión de la fiesta ba-rroca. La reinterpretación de un personaje de la Lima colonial, Micaela Villegas, conocida como La Perricholi, nos la brinda Oswaldo Estrada. Su análisis recorre dos siglos y, concentrándose en textos literarios, nos entre-ga las cambiantes valoraciones suscitadas por esta figura tanto como los curiosos entresijos desde los cuales se la aprecia o desprecia. Por su parte, Rocío Quispe-Agnoli abre una puerta al mundo de un sector singular de la población femenina: las encomenderas, mujeres obligadas por las cir-cunstancias a aceptar un rol social reservado para los hombres. Sus voces nos llegan desde los archivos notariales en disímiles documentos y cartas; prestarles atención, o «escucharlas con los ojos» recordando a Quevedo, nos permitirá acercarnos a otra faceta de la vida en la América colonial y percatarnos de cómo las encomenderas manejaron la hacienda recibida y la vida doméstica dejando una honda huella en el archivo cultural. En

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la sección dedicada a «Recuperación» ofrezco una introducción al que-hacer poético de la Lima virreinal centrándome en el Discurso en loor de la poesía, joya de la lírica peruana atribuida a Clarinda. Subrayo cómo el carácter femenino de la voz poética va configurándose por medio de va-riadas alusiones y recursos retóricos que muestran la cultura literaria de la presunta autora. La versión modernizada de este poema cierra este dossier donde se ha querido destacar la presencia de la mujer en la celda y en el siglo y, a la vez, mostrar los asedios posibles a tan rico conjunto de voces. Todo ello está enmarcado por un gozoso ensayo donde Gustavo Pérez Firmat destaca la importancia de la valoración estética de la literatura, el placer de leer por gusto, de entregarnos al «feeling». A esa lectura invitan los textos comentados aquí desde horizontes críticos donde lo estético no riñe con otras apreciaciones. Gracias a Mario Campaña, director de Gua-raguao, cuyo interés en el tema ha hecho posible esta publicación

Raquel Chang-Rodríguez

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Ensayo

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Leer por gusto1

Gustavo Pérez Firmat

GUARAGUAO ∙ año 15, nº. 36, 2011 - págs. 9-14

En el prólogo a La rosa profunda (1975), Borges afirma que un verso tiene el deber de «comunicar un hecho preciso y tocarnos físicamente,

como la cercanía del mar.»2 Tratándose de Borges, no es raro que la limpi-dez de la afirmación sea engañosa. En primer lugar, cabe preguntarse qué tipo de «hecho preciso» es el que comunican los versos de un poema. Nin-guno de los versos que Borges cita —de Virgilio, de George Meredith y de Leopoldo Lugones— anotan un hecho preciso, si por «hecho» entendemos un acontecimiento con lugar y fecha; todos sí registran, en cambio, re-flexiones con un sesgo implícitamente personal: vivencias y no efemérides. El verso de Lugones, por ejemplo, proviene de uno de los poemas de Los crepúsculos del jardín (1905) y dice: «El hombre numeroso de penas y de días.»3 No es de sorprender que el Borges de setenta seis años destaque este alejandrino de entre la voluminosa obra poética de Lugones. Lo mismo sucede con el epigrama de Meredith: «Not till the fire is dying in the grate, / Look we for any kinship with the stars.»4

En segundo lugar, es curioso que, según Borges, es la cercanía del mar, y no el contacto directo, lo que nos toca físicamente. Al fundir sensación y sentimiento, el sentido fisico y el afectivo de tocar, Borges propone que el otro deber de la poesía es zanjar distancias, hacernos sentir lo ajeno como propio. La poesía es contacto sin tacto, goce sin roce. La poesía es un baño de mar que nos moja sin anegarnos.

El último ejemplo borgiano de un verso que cumple con su doble de-ber es la conocida queja de Eneas en el primer libro de la Eneida. Borges la cita en latín; en castellano sería: «Hay lágrimas en las cosas, y el dolor humano toca nuestro espíritu.» («Sunt lacrimae rerum et mortalia mentem tangunt» [I.462]). No es casualidad que la frase de Virgilio evoque preci-samente ese contacto sin tacto que, según Borges, es uno de los deberes del verso. Al llegar a Cartago, Eneas inesperadamente se encuentra frente a

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unos murales inspirados por la Guerra de Troya. La lección que deriva de las sangrientas escenas —«sunt lacrimae rerum»— es un ejemplo del poder del arte —eso que Eneas llama una «vana pintura»— de tocarnos física-mente. Y si las imágenes en el templo cartaginense conmueven a Eneas, la emoción de Eneas conmueve al lector de la Eneida.

Así el hexámetro de Virgilio cumple cabalmente con sus dos deberes: el primer hemistiquio anota un hecho con la precisión que sólo es asequible mediante la metáfora: hay lágrimas en las cosas. El segundo hemistiquio describe el impacto de este atisbo en el espectador: el dolor humano toca nuestro espíritu.

Estas escuetas observaciones sobre Borges y Virgilio encierran mi mo-desto aporte a esta tan especial sesión, que nació de mi pesadumbre, ya no ante los murales de Cartago, sino ante el espectáculo del latinoamericanis-mo actual, a veces casi tan tétrico como los murales.

En los últimos quince años o veinte años en algunos departamentos de español ha aparecido un personaje pintoresco: el profesor de literatura que desprecia la literatura, el profesor de literatura que se abochorna de ser literato, el profesor de literatura para quien decir «belleza», decir «placer», decir «gusto», decir «goce», es cometer un crimen de lesa cultura. Pero para evitar esta infracción, cae en una peor: el esteticidio.5 Por supuesto, el profesor esteticida incluso tiende a evitar la palabra literatura, que prefiere denominar «producción cultural».

Ahora bien, ¿de dónde viene este desprecio hacia lo literario? Sin duda que las causas son múltiples, pero tal vez la más profunda yace en la sensa-ción de precariedad, de falta de legitimidad, que siempre ha acompañado el ejercicio de la crítica literaria. Los historiadores escriben libros de histo-ria, los filósofos filosofan, los sociólogos practican la sociología. Nosotros, sin embargo, no escribimos literatura; somos hacendosos, mas no somos hacedores. A diferencia de lo que ocurre en otros campos, el discurso que producimos no se incorpora al de nuestro objeto de estudio. Pensamos en seco sobre lo mojado.

Podría argumentarse que lo mismo sucede con los críticos de arte o de música. Sí, pero la diferencia es que en estos casos el cambio de medio establece una separación natural entre el objeto de estudio y el discurso del crítico. Puesto que no hay equivalencia, no hay competencia, no hay com-paración. Pero nosotros usamos los mismos instrumentos que los poetas y los novelistas, el lenguaje, lo cual fomenta una inseguridad que a veces se

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Gustavo Pérez Firmat • Leer por gusto

manifiesta en hostilidad hacia los creadores —¿cuántos departamentos de español tienen writers in residence?— y otras veces en la remisión a un vo-cabulario importado de otras disciplinas, en particular las ciencias sociales. Últimamente hasta el término «Siglo de Oro» ha caído en desgracia, en parte porque entraña un juicio de valor estético. Para estar al día hay que decir: La Modernidad Temprana en España.

Hace un tiempo asistí a una conferencia de un conocido scholar postco-lonialista que disertaba sobre la dificultad de aproximarse al célebre «sujeto subalterno.» Para ilustrar su tesis, acompañó la conferencia con un power point de imágenes precolombinas. Durante la sesión de preguntas, pasó algo imprevisto. Alguien comentó que las imágenes eran muy bellas. Des-pués de unos momentos de incómodo silencio, el conferenciante contestó: «Yes, I guess they are, but I hesitate to aestheticize them.» «Sí, supongo que son bellas. Pero no quisiera estetizarlas.» Ahora bien, el valor histó-rico de esas imágenes es indudable, y por supuesto que es perfectamente apropiado usarlas para plantear dilemas epistemológicos. Pero ¿por qué esa renuencia a verlas también como objetos estéticos, como fuentes de placer? Lo cortés —en este caso lo Hernán Cortés— no quita lo valiente.

En un libro póstumo, Late Style, Edward Said menciona lo que él llama «the rights of the aesthetic», los derechos de lo estético.6 La frase surge a propósito de la obra tardía de Bethoven, que según Said se resiste a ser vista como testimonio biográfico o documento de época. A pesar de ser una figura cimera de los estudios culturales, Said entendía que la aprecia-ción estética no está reñida con otros tipos de valoración. No se excluyen, se complementan. Lo que Said señala a propósito de Bethoven se aplica a nuestra actividad docente. En tanto profesores de literatura, tenemos la obligación de defender los derechos de lo estético.

Un amigo mío, también distinguido hispanista, contaba un día que su hijo de diez años no se había querido ir a acostar la noche antes porque esta-ba absorto en la lectura de las últimas páginas A Tale of Two Cities. Después de mencionar el apasionamiento de su hijo con la novela de Dickens, mi amigo añadió: «Pero no quiero mitologizar la literatura.» Evidentemente, al muchacho el relato sobre la revolución francesa lo había entusiasmado, lo había captado, lo había tocado físicamente —tanto, que hasta le quitó el sue-ño. Pero su padre sintió la necesidad de disculparse ante nosotros por haber tenido la torpeza, el mal gusto, de insinuar que la literatura tiene gancho, que la literatura nos jala y nos zarandea como el vaivén el mar.

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Estas anécdotas, que se podrían multiplicar, son indicios de la atmósfe-ra que se respira en algunos sectores de nuestra disciplina. No es sólo una atmósfera anti-estética; lo que es peor, es una atmósfera anestésica.

Recorriendo los índices de revistas hispanistas, me llama la atención la cantidad de palabrotas en los títulos de los artículos: Nación, Cultura, Mo-dernidad, Modernidad Tardía, Modernidad Temprana, Post-Modernidad, Globalización, Diáspora —términos todos que tienen el efecto, si no el propósito, de erigir un muro entre nosotros y el mar. Atrincherados detrás de ese muro, perdemos la inmediatez, la intimidad de la experiencia esté-tica, del encuentro entre el lector y el libro. Los acercamientos críticos se convierten así en alejamientos críticos, en ejemplos del fenómeno que W. T. Mitchell ha llamado «overstanding» una práctica de lectura que sitúa o que parece situar al crítico en una posición de superioridad cognoscitiva respecto al texto. Desde las almenas del overstanding, no se pueden ver las menudencias, los matices, los pequeños detalles que conforman toda obra de arte. A mí me emocionan los detalles, dice un personaje de Sábato. Y así es: en el detalle está el detalle, o sea, la emoción, el temblor, el goce. Lo nuestro —o al menos lo mío— es buscar la sabiduría en el sabor, como dijo una vez Lezama. Lo nuestro —o al menos lo mío— es leer por gusto, que no es igual que leer en vano.

Una vez un joven le preguntó a Raymond Carver si le aconsejaba seguir la carrera de escritor. Carver le contestó con otra pregunta: «Do you like sentences?» «¿Te gustan las oraciones?» Esta sencilla pregunta cala mucho más hondo que todos los writing samples habidos y por haber. A aquéllos de ustedes que hayan venido al mla a entrevistar candidatos para puestos, les sugiero humildemente que den comienzo a la entrevista con la pregunta de Carver: «Do you like sentences?» Porque para practicar la crítica de la literatura, lo primero es cultivar el gusto por el lenguaje, querer las palabras de los demás como si fueran propias, disfrutar de la cercanía del mar.

Empecé comentando un memorable verso de Virgilio, y ahora quisiera terminar con otro verso, igualmente memorable, pero no de Virgilio, sino de Gilberto Santa Rosa, El Caballero de la Salsa. Es parte de la letra de una canción que dice:

Entre tus ojos y los míosardiente y fuerte escalofrío, estoy temblando, igual que lo haces tú.

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Gustavo Pérez Firmat • Leer por gusto

Entre tus manos y mis manos indicios de eventual te amo,dos corazones a punto de estallar, a punto de alcanzar el cielo.Estoy a la distancia de un te quiero para tocarte el alma con el primer beso; estoy a la distancia de un te quieropara poder sentir lo que tanto soñé sentir.Estoy a la distancia de un te quieropara adorarte tanto y tanto sin remedio.Estoy a la distancia de un te quieroy ya no puedo, me desespero, casi me muero por llegar a ti.7

El verso que quisiera destacar es el que sirve de estribillo: «Estoy a la dis-tancia de un te quiero.» Y digo verso porque se trata de un rotundo en-decasílabo, de un endecasílabo heroico por más señas, prosódicamente indistinguible, por ejemplo, de «En tanto que de rosa y azucena» o «El dulce lamentar de dos pastores.» El tema del endecasílabo santarrosiano es —para decirlo con Borges— la cercanía del mar, ya que aquí también se trata de una distancia engañosa, que en vez de separar, vincula. En la canción, la distancia entre los dos amantes queda marcada, precisamente, por la palabra «distancia», que se interpone entre el «yo» del «estoy» y el «tú» del «te quiero»: por eso, «Estoy a la distancia de un te quiero.» Pero la cadencia del verso nos dice que esa distancia no es insalvable, y la palabra misma, al repetir la «t» del «estoy» y anticipar la «t» del «te quiero» tiende un puente entre el hablante y su pareja.

Frente a un poema, a una novela o a la letra de una canción, nos ha-llamos a la distancia de un «te quiero.» El poema nos llama, nos convida, nos encariña. Para responder a su invitación, tenemos que dejarnos tocar, y hasta toquetear. Hay que perderle el miedo al agua. Pero esto no suce-derá si nos negamos a estetizar, a mitologizar, o sencillamente, a sentir la literatura.

Dice el poeta cubano Manuel Díaz Martínez que a él se le da mu-cho mejor sentir que pensar. Basta ya de críticos anestésicos. Basta ya de teóricos y meteóricos. Basta ya de especialistas en globalización, en estu-dios culturales, en intervenciones trasatlánticas, en comunidades diaspóri-cas. Bienvenido sea el crítico cursi, el sentidor empedernido, el Ph.D. en

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feeling, ése que se deshace en lágrimas escuchando una balada de Gilberto Santa Rosa. Distancia es ansia. Abandonemos el empeño de hacerle la gue-rra al mar.

Inicié mis estudios universitarios en un community college en Miami donde tuve un profesor de español que lo único que hacía en sus clases era leer poemas y exclamar, después de cada estrofa, «¡qué precioso, qué precioso!» Decir «qué precioso» sin preguntarse por el por qué del qué precioso no es suficiente. Mas he llegado a creer que es mejor que teorizar a diestra y siniestra. En sus clases mi antiguo profesor, que se llamaba —y no miento— el doctor Del Mar, vivía tan cerca de la orilla que siempre estaba empapado —para su bien, y sobre todo, para el de sus alumnos. Porque más vale la humedad admirativa que la reflexión a secas. Más vale el em-pape que la aridez. Más vale ser Afrodisio Aguado que Anestesia General.

Y ahora me voy con mi música —y con la del mar— a otra parte.

Notas 1.Este trabajo fue presentado en el panel, «Toward the Aesthetic Re-Education of Latin Americanists», en la reunión de la Modern Language Association, Los Ángeles, California, 7 de enero de 2011.2. «Prólogo», La rosa profunda, en Obras completas 1975-1985, Vol. 3 (Buenos Aires: Emecé Editores, 1989), 77. 3. El verso proviene de «Historia de Phanión», en Los crepúsculos del jardín, ed. Ana María Amar Sánchez (Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, 1980), 49. Borges altera ligeramente el verso, que aparece en la evocación de la Phanión por parte de Dryops: «Recordando el perfume de viejas alegrías, / Al hombre nu-meroso de penas y de días, / Phanión revive a veces en mi alma taciturna / Como indecisa nébula de quietud nocturna.»4. Modern Love (London: Rupert Hart-Davis, 1948), 4.5. Tomo el término de Geoffrey Hartman, A Scholar’s Tale (New York: Fordham University Press, 2009), 89. 6. Edward Said, On Late Style: Music and Literature Against the Grain (New York: Vintage, 2006), 9.7. Del disco compacto Expresión (1999). La canción, «A la distancia de un te quiero», fue compuesta por Yoel Enríquez.

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Las pesadillas criollas en Secretos entre el alma y Dios (c. 1760)

de Catalina de Jesús Herrera

Karen StolleyEmory University

Introducción: «Qué hago yo con este alboroto?»

Tras las paredes del claustro en el Quito dieciochesco, una monja dominica redacta su autobiografía espiritual, cumpliendo con la obli-

gación de poner por escrito las batallas y tentaciones enfrentadas y supe-radas en su camino de perfección.1 Los eventos que ocurren más allá del claustro —las catástrofes y crisis de orden natural y humano— interrum-pen frecuentemente la soledad tranquila de la escritura. Catalina de Jesús Herrera incorpora estas interrupciones en su autobiografía como una es-trategia para ilustrar la relación privilegiada de la que goza con Dios y para consolidar su propia autoridad narrativa. Cuando una tormenta poderosa amenaza la ciudad con tremendos vientos y lluvias, Catalina recordará más tarde que los habitantes aterrados de Quito salieron a la calle, impulsados por los rumores de un tsunami iminente:

...se abrieron todas las Iglesias, porque a una voz decía toda la Gente que se per-día la ciudad con una Reventazón de donde decían venía ya un mar a inundarla. El ruido del viento era tan grande, que por eso se debieron de atemorizar, y la aprensión les hizo parecer mucho, para que tan desprevenidos saliesen de sus casas, pidiendo misericordia, a las Iglesias a esperar la muerte. (1954: 261)

Catalina observa y comparte el clima general de miedo; sus recuerdos le comunican al lector una sensación viva del pánico que experimentan tanto los quiteños religiosos como los seculares. Frente a este gran peligro, las iglesias, los monasterios, y los conventos ofrecen una posible esperanza de salvación para quienes, en horas de desesperación humana, buscan cual-quier refugio de la tempestad.

GUARAGUAO ∙ año 13, nº. 31/32, 2009 - págs. 94-102 GUARAGUAO ∙ año 15, nº. 36, 2011 - págs. 15-33

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Catalina reflecciona sobre el papel que juega la Iglesia en momentos tan precarios:

Yo me asusté más, viendo a las monjas que en el Coro no sabían qué hacerse con las imágenes. Más discurriendo despacio, pensé: Qué avenida de agua es ésta que tanto se tarda? Y más como oí dentrar a la Iglesia borbollones de gente, y que unos decían que ya de la plaza se venían escapando del agua, tal fue la aprensión que el susto les puso, pensé por último: Qué hago yo con este alboroto para morir o vivir? (1954: 261)

Mientras las otras monjas luchan por proteger las imágenes de santos de la tormenta, Catalina encuentra su propio refugio al considerar las posibili-dades de su propia capacidad de acción: «qué hago yo?».

La autobiografía espiritual que se entitula Secretos entre el alma y Dios representa los intentos que hará Catalina a lo largo de varios años para res-ponder a este interrogante. Catalina escribe no sólo para trazar su propio viaje espiritual sino también para proporcionar un contexto local —con-ventual, urbano, regional— para sus desafíos y preocupaciones y, al hacer-lo, responder al «alboroto» de la vida en el Quito dieciochesco. Los escritos de Catalina de Jesús Herrera deben situarse no sólo dentro de la tradición hispánica de los escritos de convento (sobre los que hay una voluminosa y creciente bibliografía) sino también dentro de su época y lugar geográfico.2 En este ensayo me propongo mostrar cómo los escritos de la monja en-claustrada reflejan las preocupaciones criollas durante el período colonial tardío en la Audiencia de Quito.

Catalina de Jesús Herrera Campusano nació en Guayaquil en 1717, hija legítima del capitán Juan Delfín Herrera-Campusano y de la Bárcena y de María Navarro-Navarrete y Castro —una familia distinguida de esa ciudad colonial. Su fuerte vocación religiosa se hizo sentir tempranamente, y Catalina pasó sus primeros años bajo la tutela espiritual del padre confe-sor dominico, Carlos García de Bustamante (Pérez Pimentel 1987-88: II; 101). Guayaquil había experimentado una serie de calamidades a comien-zos del siglo dieciocho que seguramente afectaron a la familia de Catalina. Un incendio destruyó la mayor parte de la ciudad en 1705; en 1708 una epidemia diezmó la población urbana; y en 1709 el puerto fue atacado por piratas (Vargas 1979: 17). Sin embargo, algunos de los peligros con los que se enfrentaba la joven Catalina eran de orden doméstico o íntimo.

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Catalina describe en sus cuadernos los riesgos a los cuales se exponen las doncellas en las visitas sociales, por ejemplo, y las atenciones lascivas de un sacerdote que la solía importunar cada vez que se encontraba con ella. En otra ocasión incluye el detalle espeluznante de cómo su hermano le había quitado la vida a su mujer... hecho que aumentó la ansiedad de Catalina para refugiarse en el claustro (Herrera 1954: 34, 67, 109; Stolley 2000).

En 1740, cuando notó que su ciudad natal todavía carecía de monas-terios, la joven realizó el arduo trayecto hasta Quito, asumiendo la respon-sabilidad para el «largo y peligroso viaje por los escabrosos lugares que de-bía recorrer desde Guayaquil» (Muriel 1992: 279). Entró en el Convento de Santa Catalina como terciaria, después de conseguir la dote —«media arroba de cera que se daba a la Profesión»— gracias a la generosidad de un caballero benefactor (Herrera 1954: 94; Paniagua Pérez 1995: 275; Muriel 1992: 279).3 Tomó los votos el 23 de abril de 1741. A lo largo de sus años en el convento se le asignaron varias responsabilidades: escucha (es decir, compañera de las monjas en el locutorio), Maestra de Novicias, y Priora (Vargas 1979: 24-31).4 Catalina murió en 1795.

La monja tardó varios años en escribir el extenso manuscrito de los Secretos entre el alma y Dios. Según nos cuenta, comenzó la relación auto-biográfica por orden de su padre confesor, fray Tomas Rosario Corrales, el 8 de febrero de 1758 y dejó de escribir el 29 de agosto de 1760. El título hace referencia a la naturaleza particular del proyecto autorial de Catalina que, como Dios mismo ha mandado, será una confesión selectiva y exclu-siva, dirigida al Señor. Catalina describe así la inspiración para el título de su autobiografía:

Otra vez me animaste, oh mi Dios, estando yo pensando y diciendo en mi in-terior: Ay, mandarme escribir cuando ya no hay cosa nueva que poder escribir, ya todo está dicho! Y cuando yo escribiere lo que Dios ha hecho conmigo ¿qué título dizque se pondrá a los escritos cuando ya todos los títulos se los han llevado y puesto los demás libros y así no lo hay para éste? Luego arrebataste un breve instante mi alma, Señor, y le dijiste clara y distintamente: El título de estos escritos ha de ser: Secretos entre el Alma y Dios (1954: 82).

Hay en el texto repetidas referencias a una versión anterior, iniciada una década antes, que su padre confesor le mandó destruir. Tales referencias son un tópico común en las autobiografías espirituales; en el caso de Catalina

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sirven para crear un texto fantasma que se evoca a veces con vergüenza y otras veces con nostalgia y hasta un desafío orgulloso. Catalina debe obedecer la orden del confesor y quemar sus escritos. Pero cumple con su deber con poco entusiasmo, e incluye en su narrativa la promesa que Dios le hace en ese momento tan conflictivo: «Tú volverás a escribir» (1954: 15). La cita funciona casi como un contrato divino que ratifica la relación privilegiada entre Catalina y Dios.

Los cuadernos que contenían la autobiografía de Catalina, igual que muchas otras vitae redactadas por monjas enclaustradas en España e His-panoamérica, quedaron casi totalmente olvidados durante siglos. Almace-nados en la biblioteca del Convento de Santa Catalina, fueron recuperados a comienzos del siglo veinte por el padre Juan María Riera, quien se dedicó a copiarlos, primero a mano y después mecanográficamente. Fueron trans-critos y publicados en 1954 (Herrera 1954:10; Pérez Pimentel 1988-1989: 2:103, 4:287).5 Como en el caso de Sor Juana Inés de la Cruz, lo poco que sabemos de la vida de Catalina de Jesús Herrera —con la excepción de unas breves notas y algunos documentos oficiales que se conservaron en los archivos conventuales— viene de sus escritos autobiográficos. A pesar de la voluminosa bibliografía crítica sobre los escritos de monjas que se ha publicado en las últimas dos décadas, la obra de Catalina apenas se conoce fuera del Ecuador.6

En otra ocasión hemos explorado cómo Catalina recurre a las conven-ciones de la autobiografía espiritual para crear una genealogía femenina para sí misma y para su convento —un proceso narrativo en el que Ca-talina figura como protagonista (Stolley 2000). Ahora quisiera explorar cómo los Secretos reflejan las ansiedades más arraigadas de la élite criolla de la región andina a mediados del siglo dieciocho. En sus páginas hay una aguda conciencia de las epidemias, los terremotos, las sublevaciones populares, y las tensiones económicas y políticas ocasionadas o agravadas por las reformas borbónicas. La convergencia de crisis naturales, políticas y económicas que presencia y narra Catalina hace temblar no sólo los muros del claustro sino también el mismo andamiaje virreinal.

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Karen Stolley • Las pesadillas criollas

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«Una Casa que a toda prisa se iba arruinando»: el Convento de Santa Catalina en crisis

Si bien la historia tradicionalmente los ha relegado a una posición mar-ginal, los conventos juegan un papel importantísimo en lo que Kathryn Burns ha denominado la economía espiritual colonial (1999: 3). Burns propone que los conventos reflejaban las jerarquías de raza y clase social que regían en los centros urbanos coloniales, y, por tanto, el comporta-miento de las monjas mostraba prominentemente las relaciones sociales de poder y prestigio en la colonia. Monasterio y urbe se entrelazaban en una dependencia mutua que se puede vislumbrar en el sistema de patronazgo monástico, las contribuciones de las órdenes a las obras de caridad pública, la vida ceremonial virreinal y las frecuentes intrigas políticas en las que resultaban cómplices tanto seculares como eclesiásticos (Lavrin 1986:167-172; Vera Tudela 2009: 197).

Elsa Sampson Vera Tudela nos recuerda en Colonial Angels que las au-tobiografías espirituales eran necesariamente narrativas de la cotidianidad, marcadas por la división y el conflicto, y tal es el caso de los Secretos de Catalina (Vera Tudela 2009: 89). En las páginas que escribe la monja se ven reflejadas las costumbres impiadosas, la indolencia, la administración corrupta, y las intrigas y rencillas entre las monjas (que frecuentemente res-pondían a divisiones generacionales). También se vislumbran los esfuerzos por reformar «la vida común» y la resistencia provocada por tales reformas (Vera Tudela 2009: 97).7 Escribana fiel de esta cotidianidad conflictiva, Catalina finalmente se dirige a Dios para exclamar con exasperación, «Oh, qué dolor es ver estos desórdenes en Casas de Esposas vuestras! Es posible, Señor, que con este dolor he de morir de no lograr ver mi Monasterio en la mejor Observancia! o verme, ya que esto no sea, en otro, donde se ob-serve Religión?» (1954: 110). El lector nota que en la narrativa de Catalina hay ocasiones en que sus quejas sobre el desorden político monástico, la inestabilidad arquitectónica del convento, y las catástrofes naturales pare-cen concentrarse para respaldar su autoridad, como, por ejemplo, cuando Catalina nota que una de las paredes del convento se derrumba justo en el momento en que ella debe responder a las murmuraciones y acusaciones injustas de algunas de las otras monjas (1954: 239).

Hay que recordar que el Convento de Santa Catalina había sufrido de fallas estructurales desde la época de su fundación en 1593. Una deposición hecha

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en 1600 incluye la siguiente asesoría de la condición física del edificio: «la iglesia está muy vieja y abierta de los temblores y por causa de estar el dicho convento tan pobre y la casa tan vieja, el año pasado se cayó una parte de las casas de dicho convento que sale a la calle y por no tener con qué alzarla no se ha edificado y se está por acabar de alzar» (Vargas 1942: 191). Cuan-do ocurrió un terremoto poderoso el 26 de abril de 1755, desmoronando las paredes del convento, la vida de relativa paz y tranquilidad que Catalina había esperado encontrar en el convento quedó también arrasada.

En la región andina, por cierto, los terremotos eran inevitables y fre-cuentes. La vida del Quito dieciochesco se vio sacudida repetidas veces no sólo por los temblores sino también por las erupciones del volcán Cotopaxi. Este erupcionó por primera vez en el período colonial en 1534. Después de más de un siglo durante el cual había permanecido inactivo, entró en erupciones varias veces en 1742, y luego en 1744, 1755, y 1768 (Herrera 1860: 61). Un observador describió la explosión de 1769 con estas palabras: «la más terrible de sus erupciones; pues no sólo ocasionó violentos terremotos sino que aumentó la consternación y el terror general con espantosos truenos, con densas nubes de ceniza que apagaron la luz del sol, con relámpagos y globos de fuego que lanzaba á los aires, y con ruidos subterráneos que retumbaban y se dilataban á grandes distancias» (Herrera 1860: 62). Los terremotos que con regularidad sacudían la re-gión andina creaban temblores secundarios que se sentían físicamente y también creaban repercusiones en el orden social, económico, político y religioso (Vargas 1962: 391; Burns 1999: 94; Walker 2008). Después de cada terremoto, las autoridades civiles y eclesiásticas se enfrentaban con el desafío considerable de reconstruir la ciudad física y moralmente.

El terremoto de 1755 obligó a las monjas de Santa Catalina a abandonar el convento que había sido dañado irreparablemente por fuertes temblores. Dispersadas por este éxodo forzoso, las monjas quedaron fuera de los mu-ros del convento y expuestas a los peligros del mundo externo: «solo en la Clausura éramos vistas como Esposas tuyas,» escribe Catalina, «...y fuera, el desprecio de todos como personas de las más ruines, experimentando desaires y desprecios…» (1954: 292). Lo que es más, había poca esperanza de poder reconstruir el convento, dado el extenso daño sufrido. El prelado le previene a Catalina, «Que de mi Convento no tuviese esperanza, porque fuera de estar, lo más, arruinado, con la continuación de los temblores que habían se acabaría de arruinar» (1954: 295). Por ello Catalina anuncia su

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intención de partir inmediatemente para Lima, donde espera entrar en el convento de su modelo e inspiración, Rosa de Lima. En la autobiografía, Catalina describe una de sus visiones de Rosa de Lima, haciendo hincapié en su «modo y habla de limeña» (1954: 352).8 Pero debido a una serie de complicaciones (entre ellas, sus responsabilidades familiares: su madre también había quedado expósita a causa del terremoto), el viaje anhelado nunca se realizó.

En lugar de viajar a Lima, Catalina se aleja: huyendo de las ruinas qui-teñas eventualmente encuentra refugio en el pueblo cercano de Pomasqui. Se hospeda con una negra anciana muy piadosa cuya humilde choza y pobre comida Catalina comparte con otra monja, también refugiada. La anciana le proporciona un hogar a Catalina para que pueda iniciar la labor de reconstruir el convento, desafiando el consejo tan pesimista del prelado (Herrera 1954: 391).9 Dado este compromiso, no es de extrañar que los intervalos proféticos o místicos de Catalina frecuentemente incluyeran vi-siones del monasterio arruinado (Vargas 1979: 88). Ampliando el alcance de sus esfuerzos, Catalina hasta se ofrece a Dios como sacrificio para salvar la ciudad de Quito: «me ofrecía, si de alguna utilidad era, a llevar yo sola los tormentos en esta vida, a fin de que perdonases los moradores de esta ciudad» (1954: 260).10

Las quejas que expresa Catalina sobre el desorden de la vida monástica, los terremotos, y los desafíos de la reconstrucción abren un espacio textual donde reclama una autoridad que no puede conseguir fuera de sus escritos. La excusatio que ofrece para sus limitadas capacidades ordenadoras —«Yo, Señor, que soy una pobre ignorante, qué sé dónde y cómo se puede escribir en orden las cosas, sino sólo hacer lo que yo pueda con tu ayuda!» (1954: 100)— desmiente el grado de control narrativo ejercido a lo largo de la autobiografía. Lo que sirve para imponer orden en la vida de Catalina no es —como se podría esperar— la vida del convento (esos muros resultan haber sido construidos en base de una fundación poco estable) sino su propia narativa, por medio de la cual Catalina organiza su respuesta a la catástrofe. A lo largo de la autobiografía, Catalina utiliza los momentos de crisis para demostrar tanto la firmeza de su fe como la confianza magistral con la que enfrenta la situación crítica.

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«Todo en alboroto y guerras»: la Audiencia de Quito en crisis

Hay que recordar que, junto con los desastres naturales que la ciudad de Quito experimentó durante el siglo xviii, también ocurrieron una serie de crisis económicas y administrativas. Quito fue azotado por la plaga en varias ocasiones. Además, se dieron cambios atmosféricos que causaron tanto sequías como inundaciones; éstas se fueron alternando a partir de finales del siglo xvii con repercusiones devastadoras para la producción agrícola y, en consecuencia, para el desarrollo urbano. La combinación de cambios paradigmáticos en las prácticas virreinales bajo los Borbones y las particulares circunstancias locales dio lugar a una desestabilización econó-mica, política y social que terminó afectando a toda la población —élite y plebe; criollos, indígenas y mestizos (Andrien 1990: 130). Existía además una complicada red de intereses donde se involucraban facciones de la élite criolla y peninsular. Las dificultades económicas se agravaron en parte por las reformas borbónicas que intentaban imponer nuevos impuestos sobre los productos agrícolas; Vargas menciona el «descontento producido por la imposición de la aduana y el estanco de aguardientes» (1962: 399). Final-mente, las tensiones se desbordaron en 1765 en la llamada «rebelión de los barrios,» es decir, las insurrecciones en los barrios populares de la ciudad (Andrien 1995: 180ss; Vargas 1962: 232-233, 347-348).11

Otros factores contribuyeron a la singular mezcla étnica y geográfica en la Audiencia de Quito —una convivencia, por así decirlo, con todas las complejidades jerárquicas que conlleva ese término. El siglo xvii había sido un período de expansión económica y demográfica en la región durante el cual Quito fue convirtiéndose en un centro urbano importante. Ya para mediados del siglo dieciocho se había desarrollado una economía diversifi-cada basada en la minería, los productos textiles, la agricultura y el comer-cio. Pero la geografía montañosa circundante dificultaba las relaciones con el exterior y definía los límites de la ciudad. Los picos andinos cerraban la ciudad; profundas quebradas separaban los barrios urbanos y exacerbaban las divisiones entre sus vecinos.

Las jerarquías basadas en la raza y la etnicidad proporcionaban la base del orden social, pero esta fundación contaba con fallas. A medida que en los siglos xvii y xviii se veía una aceleración de la miscegenación, los habitantes de Quito eran cada vez más una mezcla de mestizos, mulatos y zambos que ocupaban un territorio borroso tanto legal como económi-

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camente.12 Las categorías raciales, por más nítidamente que se trazaran, siempre abarcaban la posibilidad de alguna renegociación económica o legal —la «cédula de gracias al sacar», por ejemplo— y como resultado, las castas, gozaban de cierta movilidad social.13 Los cambios demográficos seguramente contribuían al prejuicio contra estos grupos, dando lugar a ansiedades criollas cada vez más agudas sobre la inestabilidad social (Phe-lan 1967: 238; Gauderman2003: 5). Estas tensiones forman el telón de fondo de los escritos de Catalina y se reflejan en los Secretos.

«Me causa horror aún, escribirlo...»: las pesadillas criollas

La reflexión más extremada con respecto a las fisuras políticas y sociales que subyacían en la vida cotidiana en el Quito dieciochesco se encuentra no en los Secretos sino en algunas cartas que escribió Catalina encontradas junto con el manuscrito de la Autobiografía (no tenemos ninguna idea de cómo las cartas volvieron al convento; o quizás nunca las envió. Estas cartas no fechadas se dirigen al padre confesor de Catalina, quien, cuando Catalina las escribía, se encontraba fuera de Quito. Catalina expresa una y otra vez una sensación de abandono y desasosiego ocasionada por su au-sencia, y el lector no puede evitar sospechar que la redacción de las cartas reemplaza para ella el sacramento confesional. Catalina siempre trata al confesor cariñosamente, llamándole «Taita mío de mi alma y de mi cora-zón», y en cada carta le pregunta cuándo volverá a Quito. En las misivas Catalina incluye la descripción de varias visiones suyas, y las analiza para el padre confesor como una muestra de su maestría hermenéutica y teológica ya conocida por el lector de los Secretos.

La penúltima carta abre con una expresión de preocupación por las repetidas enfermedades con las cuales el confesor ha lidiado. Catalina se preocupa porque los achaques podrían relacionarse con una epidemia que en Quito ha causado grandes sufrimientos y muchas muertes, y ofrece mandarle alguna medicina. Pero sin dilatarse demasiado en estas preocu-paciones cotidianas, la monja pasa a narrar otra visión —un escenario dan-tesco del fin de Quito que, según confiesa Catalina, teme que pueda ser una anticipación del porvenir de la ciudad. Cuenta que la noche anterior, afligida por haber pensado en la «peste de evacuaciones» de su confesor pero sin querer mostrarse demasiado egoísta frente a su interlocutor divino,

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había rezado no sólo por la salud de su padre confesor y la de ella misma, sino también por la salud de todos los habitantes de Quito. Al amanecer, o se queda dormida o se desmaya (frecuentemente el estado físico no queda claro cuando se trata de una de sus visiones) y tiene una visión que describe con detalles horrendos:

Vi apoderado de Quito a tanto indio infiel, y tan feroces, que me causa horror aún, escribirlo. Todos armados de flechas y otros varios instrumentos. Y éstos, unidos con todos los indios de Quito y christianos, hacían un destrozo terrible. Hablaba [sic] una lengua que nadie se la entendía ni aun los mesmos indios de acá. Luego vi que, unidos con estos, se entraban un mar de negros y negras infieles y herejes, que yo conocía era generación de los que de la christiandad se habían remontado y vivían unidos con aquellos indios. Estos, de que fueron visto [sic] se unieron con ellos los negros de Quito. Y eran peores así los unos y los otros, que si hubieran venido los infieles de Guinea. Y hacía [sic] peor destrozo que los indios, porque lo primero que comenzaron estos etíopes a hacer, fue apoderarse de las iglesias y cogerse cuantos libros encontraban, y refundirlos....Quitáronme los papeles que paran en mi poder, comenzando a escribir un cuaderno... (Herrera 1954: xv)

Los terrores más profundos del criollo andino salen a relucir en este cuadro escatológico: el mestizaje racial, la confusión babélica, la idolatría, la ame-naza de una rebelión indígena. Y sobre todo, la destrucción de la propia historia, representada por el cuaderno apenas comenzado de Catalina que los sublevados le arrancan de las manos.14

En esta visión Quito se ve atropellada por bárbaros que hablan un idio-ma incomprensible y quienes azotan la ciudad —«una mar de negros y negras»— como los vientos y las olas de las catástrofes meteorológicas an-teriores.15 Catalina ya había articulado en otros momentos lo imposible que resultaba la misión evangelizadora en un contexto en el cual la po-blación indígena no comprende el español y los misioneros no hablan su idioma. En otra de las visiones descritas en los Secretos, Catalina se halla en «un pueblo de Indios gentiles donde no había otra lengua sino la suya que hasta ahora no la entiendo yo, ni intérprete ninguno, que ellos me habla-ran, yo no les entendía ni ellos a mí, en gran aprieto me viera y parara en que me mataran» (Herrera 1954: 302). Esto conlleva una reflexión sobre los desafíos que enfrentan quienes sirven en las misiones alejadas y aisladas, y el reto de poner en práctica el proyecto imperial de la cristianización.

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Luego hay otra visión en la que Catalina y un pequeño bando indómi-to de monjas intentan cruzar un puente peatonal estrecho y desvencijado para poder llegar a una de esas misiones. El puente, según la descripción de Catalalina, «estaba lleno de tropiezos, precipicios, resbaladeroso, unos lodazales terribles», —enfatizando aun más los peligros y las dificultades de la evangelización entre una población indígena andina resistente o hasta hostil (Herrera 1954: 338).

La amenaza del Otro en las visiones de Catalina se define tanto religiosa como étnicamente. Los indios infieles se unen con los indios de Quito (aparentemente cristianizados) para atacar la ciudad con flechas y otras armas. Pero el mayor peligro parece sobrevenir cuando los indígenas y los negros se alían. Su confederación va mucho más allá de la alianza entre una población urbana marginalizada y los habitantes indígenas de las zo-nas montañosas cercanas —una alianza que desemboca en un espectáculo violento. Catalina utiliza repetidas veces la palabra «unirse» para describir lo que está pasando. Este verbo, además de sugerir la concurrencia de una muchedumbre ruidosa y fuera de control, evoca el peligro de la miscege-nación y la herejía. Viendo la «mar de negros y negras infieles y herejes,» Catalina insiste, «yo conocía era generación de los que de la christiandad se habían remontado y vivían unidos con aquellos indios» (Herrera 1954: xv).

Utilizando una terminología que hace eco de lo que vemos en los en-sayos del fraile benedictino Benito Jerónimo Feijoo, la monja dominica se refiere a los negros como «etíopes» o «guineos.» Es una manera de conver-tirlos en extraños, en forasteros, de enfatizar que no son oriundos de Qui-to. Estos extraños son cómplices en la emergencia de nuevas generaciones que, por el hecho de ser una mezcla, son profundamente desestabilizantes para el orden social y político.16 Catalina hace una clara diferenciación en sus escritos entre «los indios de acá» y «aquellos indios»; los negros que irrumpen en su pesadilla son diferentes de los otros personajes domesti-cados que figuran en su autobiografía, como la vieja piadosa que le ofrece refugio después del terremoto, o una joven sirvienta que le ayuda en el convento.17

Juan Pablo Dabove abre su estudio de los bandidos en la literatura decimonónica hispanoamericana con la siguiente declaración sobre los monstruos que pueblan la ciudad letrada: «The Latin American lettered city is haunted by monsters. These monsters turn the lettered city’s no-ble dreams into nightmares» (2007: 1). Dabove sostiene además que estos

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monstruos siniestros representan el inconsciente político nacional, y que se juntan para poner en peligro la comunidad ilustrada de las élites. Al leer las narrativas autobiográficas y epistolares de Catalina, se puede identifi-car los inicios dieciochescos de estas agitaciones del inconsciente político —muestra temprana de la teratología mencionada por Dabove.

En la carta donde describe su pesadilla, Catalina nota que los subleva-dos «Quitáronme los papeles...» (Herrera 1954: xv). Los Secretos contienen numerosas referencias a la precariedad del texto escrito —los escritos de Catalina tanto como los de otros.18 En una de las primeras visiones que tiene Catalina del Diablo, éste aparece en su celda y derrama un tintero que estaba sobre el escritorio. Explica la monja:

Lo primero que tuve escrito dentro de un escritorio que tenía una raja en medio de la tapa, me derramó esta bestia el tintero encima y cayó toda la tinta adentro. Y Vos, mi Dios, que sabéis guardar tus cosas los librastes, haciendo que no cayese una gota a los papeles que estaban encima, y la tinta no sé cómo fue a dar al fondo a mojar unas Bulas viejas y cartas que tenía allí (Herrera 1954: 17)

En este incidente el Diablo intenta maliciosamente borrar los escritos de Catalina, derramando sobre ellos el tintero. Pero los escritos se salvan mila-grosamente cuando la tinta termina manchando sólo algunos documentos viejos en el fondo del escritorio, dejando a salvo sus propios papeles. El incidente sirve para afirmar la importancia de la producción literaria de Catalina con respecto a la tradición cuyas reglas y convenciones la monja debe seguir. Pero en la visión que Catalina describe en su carta, cuando el tumulto político amenaza la ciudad de Quito, resulta imposible impedir el saqueo de las bibliotecas eclesiásticas ni defender su cuaderno. Aquí la maestría autorial que Catalina había podido ejercer en otros momentos llega a sus límites. Si en las pinturas de casta del siglo xviii podemos leer un intento de contener y categorizar la miscegenación, de enmarcarla y ponerle una etiqueta mediante el retrato y la taxonomía, la visión de Ca-talina resiste ese esfuerzo, y se esparce por todo el paisaje como la tinta del Diablo sobre los papeles, desbordando así los límites de la ciudad virreinal.

Catalina concluye su carta con otra visión profética: «Quedó Quito hecho una obscuridad. Los blancos no parecían: escondidos unos, y sin po-derse escapar de donde estaban escondidos, y muertos otros. Y todos está-

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bamos esperando la muerte. Aquí se me quitó el miedo de la peste, porque mejor nos estuviera el morir que ver toda esta funestidad» (1954: xv). La ciudad letrada virreinal se ve totalmente eclipsada por una oscuridad que para Catalina es tanto atmosférica como racial. La monja pasa del reportaje historiográfico en tercera persona —«los blancos»— al uso de la primera personal plural —«nosotros»— en el que ella misma se implica. Finalmen-te inserta una confesión individual tersa, pero hondamente expresada, en la que regresa a la preocupación epidemiológica evidente en el inicio de la carta —«se me quitó el miedo de la peste». Al describir cómo el peligro de la epidemia se extiende por todo el paisaje quiteño hasta convertirse en una patología general, Catalina revela la situación precaria de sus coetáneos criollos que en esta visión aparecen incapacitados para defenderse del des-moronamiento del orden virreinal. Si en otros momentos Catalina intenta edificar mediante su narrativa un baluarte textual e institucional contra la inestabilidad de la época, en este paréntesis epistolar ese impulso construc-tivo y ordenador claudica, y la monja se inscribe como testigo aterrado de esta pesadilla de crisis y caos en la que el orden imperial borbónico cede frente al desorden americano.

Notas

1. Este ensayo tiene sus orígenes en otro ensayo, «Llegando a la primera mujer»: Catalina de Jesús Herrera y la invención de una genealogía femenina en el Quito del Siglo xviii,» que fue publicado por la Colonial Latin American Review (9.2, 2000; 167-185). Más recientemente he presentado estas investigaciones ampliadas en el congreso de lasa (Latin American Stu-dies Association) que tuvo lugar en Toronto en septiembre del 2010. Mis investigaciones sobre Catalina de Jesús Herrera habrían sido imposibles sin la generosa colaboración de Peter Bakewell y Frank Graziano, quienes durante una visita a Quito en el verano de 1997 me con-siguieron un ejemplar de la Autobiografia de Catalina de Jesús Herrera (1954) que las monjas del Convento de Santa Catalina les entregaron a través del torno del convento.2. Para mi lectura de los Secretos entre el alma y Dios debo reconocer una deuda fundamental con las investigaciones sobre los conventos coloniales hispanoamericanos hechas por las historiadoras Asunción Lavrin y Josefina Muriel. También han resultado sumamente va-liosas las numerosas publicaciones de Electa Arenal, Kathryn Burns, Margaret Chowning, Stephanie Kirk, Kathryn McKnight, Kathleen Myers, Stacey Schlau, Elisa Sampson Vera Tudela, Sherry Velasco y Alison Weber. El ensayo bibliográfico que incluye Myers en Word from New Spain es particularmente relevante (1993: 209-214). 3. El Convento de Santa Catalina fue fundado en 1593 por doña María Siliceo, quien proporcionó una donación inicial de 12,000 pesos y más tardé consiguió fondos reales para

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comprar vinos, velas, aceite y medicinas (Paniagua 1995: 274-276). En 1613 el convento se trasladó a su actual local (Vargas 1942: 188ss). Para una detallada descripción de un convento dominico en la Nueva España, véase Muriel 1946: 317-328. La dote variaba de acuerdo con la época y el lugar. Según la historiadora Asunción Lavrin, «The amount of money required as dowry changed over time and varied from area to area. In the sixteenth and seventeenth centuries dowries ranged from 1,000 to 2,000 pesos. Inflation and the greater financial requirements of convents in the late seventeenth century resulted in an increase up to 3,000 pesos, and by the end of the colonial period some convents were de-manding 4,000 pesos» (1986: 177).4. Kathryn Burns explica que las monjas sólo podían conversar con las visitas durante horas especificas, a través de una reja, y en presencia de otra monja (la escucha) que debía vigilar la conversación e informarles a las autoridades eclesiásticas de cualquier comunicación sos-pechosa o indiscreta (1999: 102).5. Según Vargas, la fecha de esta primera edición es 1950, pero podría tratarse de un error de su parte o de la existencia de una edición anterior a la que he podido consultar (1979: 8). Al notar que la autobiografía contiene «datos de mucho interés acerca de la vida religiosa y civil de la segunda mitad del siglo xviii», Vargas sugiere las muchísimas maneras en que los conventos participaban en la vida colonial (1962: 363). 6. Hay escasas referencias a Catalina y su autobiografía en las historias del Ecuador colonial y en las historias institucionales de la orden dominica. Pablo Herrera incluyó fragmentos de los Secretos en Prosistas de la Colonia, y José Ignacio Checa y Barba parece hacer conoci-do el texto (Vargas 1979: 8; Pérez Pimentel 1987-88: II, 103 y IV, 287). Lavrin hace una breve mención de la monja (1986: 185). Muriel también habla de Catalina de Jesús en Las mujeres de Hispanoámerica (1992: 279-284). Cita varios fragmentos de la Autobiografía y concluye: «Sus escritos, de los que sólo conocemos párrafos, están allá en el monasterio de Santa Catalina de Quito, esperando su publicación completa, en honor de las letras ecuatorianas» (Muriel 1992: 284). En 1984 Hernán Rodríguez Castelo incluyó un breve fragmento de los escritos de Catalina en Letras de la Audiencia de Quito. En el prólogo de esa colección, Rodríguez Castelo ofrece una visión panorámica de la hagiografía quiteña del siglo dieciocho; sus observaciones sobre el léxico, la construcción narrativa, y los giros esti-lísticos de los Secretos constituyen el acercamiento más riguroso a la obra que se haya hecho hasta la fecha (Rodríguez Castelo 1984). Falta por hacer una edición anotada de los Secretos.7. Vargas enumera las diferentes medidas que se tomaron para reformar el Convento de Santa Catalina (1979: 26-28). Véase también la Historia general de la república del Ecuador de Federico Gónzalez Suárez (1890-1903: IV, 283-295). El historiador ecuatoriano se refie-re a una época en que «entre las monjas reinaba la desunión y la desconfianza...» (González Suárez 1890-1903: IV, 283). Los abusos eclesiásticos, por lo visto, incluían la presencia de capellanes que vagaban por el convento, la negación de las autoridades a permitir que nadie —incluso las monjas moribundas— se confesara al no ser que fuera con un fraile dominico, y las demandas que las monjas hiciesen para los frailes dominicos tareas «propias de las más humildes esclavas» (González Suárez 1890-1903: IV, 284). El conflicto duró de 1676 hasta 1681 (véanse también Martín 1983: 243-279; Londoño López 1995: 93-98; y Paniagua Pérez 1995: 277). Para una discusión de las reformas monásticas en el Perú en los siglos xvii

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y xviii, ver Martín 1983: 230-242. Lavrin (1965) estudia las reformas monásticas en la Nueva España dieciochesca; mucho de lo que dice es pertinente para otros centros urbanos virreinales. Chowning (2006) ofrece una discusión fascinante de las rencillas políticas inter-nas de un convento mexicano durante finales del siglo xviii y comienzos del xix.8. Al buscar los modelos espirituales, Catalina recurre a las figuras ejemplares, creando su propia santa trinidad de Teresa de Ávila, Catarina de Siena (muy importante para la orden dominica), y Rosa de Lima. Rosa es la que más la inspira, sin duda por su proximidad geográfica: «Que mi inclinación iba muy lejos, porque solo me inclinaba a irme a Lima a rendirme a los pies del Arzobispo, para que me metiese en el Convento de Santa Rosa, para no volver más» (Herrera 1954: 295).9. «Sin recursos, en la pobreza de toda la población entre la cual se incluía su madre, logró levantar el edificio conventual y reorganizar a la comunidad de la que entonces era priora» (Muriel 1992: 282; Vargas 1979: 89). La reconstrucción del Convento de Santa Catalina fue financiada por un patrón generoso: «El Marqués de Selva Alegre costeó de su peculio la reconstrucción del Monasterio de Santa Catalina» (Vargas 1962: 392). Charles Walker en Shaky Colonialism (2008) ofrece una relación detallada de los esfuerzos que se hicieron para reconstruir la ciudad de Lima después del terremoto de 1746. 10. En más de una ocasión Catalina reclama la responsabilidad por haberle persuadido a Dios de no castigar ni a su convento ni a la ciudad de Quito (Herrera 1954: 263). A lo mejor se trata de un caso de imitatio: se cuenta que una coetánea de Catalina, Mariana de Jesús Paredes y Flores, ofreció su vida en 1645 cuando Quito se veía amenazada por una serie de terremotos. Inspirada (o quizás mejor dicho irritada) por un sermón interminable en el que un predicador jesuita dramáticamente ofrecía sacrificarse para apaciguar la ira di-vina presunta causante de los temblores y erupciones volcánicas, los presentes contaron que Mariana gritó, «Dios mío, mi vida porque cesen en Quito vuestros enojos.» Murió poco después y fue canonizada en 1950 (Pérez Pimentel 1987-1988: V, 220; González Suárez 1890-1903: IV, 222). Para una discusión de la expiación en Rosa de Lima, véase Graziano 2004: 133ss.11. «It was a time of endemic political conflict. Persistent economic malaise in the King-dom of Quite made matters of public policy particularly disruptive in this highly charged political environment» (Andrien 1995: 165). Andrien ofrece un análisis detallado de las tensiones políticas y económicas del período que va desde 1690 a 1778 en su libro, The Kingdom of Quito (1995: 165-189), con particular atención a algunos casos emblemáticos de la tensa situación, entre ellos la insurrección quiteña de 1765, hecho que seguramente le habría preocupado a Catalina en el momento en que escribía su autobiografía. Para una discusión de cómo las reformas borbónicas afectaron a la élite colonial en la Audiencia de Quito, véase Milton 2007. 12. Como explica John Leddy Phelan, «Although they belonged to the república de los españoles and in law enjoyed the same rights of Whites, the castes were in fact socially inferior to those of European descent» (1967: 237).13. En otras palabras, la «blancura» se compraba de la Corona. Por tanto quienes adquerían la «cédula de gracias al sacar» por fuerza estaban económicamente privilegiados y represen-taban un grupo no muy amplio de indios, mestizos, negros y mulatos.

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14. En este pasaje hay numerosos pequeños errores gramaticales, un reflejo tal vez de la falta de reflexión, el apuro en escribir, o sencillamente el miedo.15. Hay algo de ansiedad antropófaga en esta visión, aunque Catalina no lo desarrolla ple-namente en sus comentarios. Carlos Jáuregui, hablando del papel que juegan los salvajes y los caníbales en el siglo dieciocho, propone que, «el salvaje fue el cuerpo simbólico que la Ilustración criolla le disputó a la europea y también el signo ambivalente de la asincronía americana frente a la Modernidad occidental...» (2008: 223). Continúa: «El salvaje fue la extrañeza familiar o amena y el locus del terror; el espejo de idílicas citas arqueológicas y el reflejo turbio de la mala conciencia de la colonialidad. Pero, sobre todo, el salvaje— buen salvaje o caníbal —funcionó como máscara y guardarropía cultural: de la sumisión política y de la insurrección, del mestizaje y del blanqueamiento, de aspiraciones de unidad y de ansiedades frente a la heterogeneidad y la fragmentación» (2008: 223).16. Más tarde, según lo esboza Silva en Mitos de la Ecuatorianidad (1992), este temor crio-llo se rescribe en el mito fundacional que surge en el Ecuador decimonónico, basado en la creencia en el blanqueamiento étnico y cultural de la población ecuatoriana. 17. Esta niña se le aparece a Catalina en otra visión más positiva y más íntima del mestizaje. La niña —una esclava negra, o ‘negrita’ que había acompañado a Catalina en el convento y después murió del ‘tabardillo’— viene en una visión donde le explica a Catalina que ha pasado cuatro años en el Purgatorio. En la visión lleva un collar con una esmeralda enorme. Cuando Catalina le pregunta (algo indignada) dónde ha conseguida la joya, la niña explica que Dios se la ha regalado «por la buena voluntad con que había dejado a sus padres y patria por venirse a estar en mi compañía, encerrada» (Herrera 1954: 160).18. Catalina no controla la disposición de sus cuadernos y expresa en varias ocasiones en el texto la ansiedad que siente con respecto a su seguridad (Herrera 1954: 340, 472).

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Desvelando tramoyas: La relación feliz de María de Estrada Medinilla

en la fiesta barroca de la Nueva España

Erja VettenrantaGraduate Center, CUNY

Introducción

En 1640 se publica en México La relación escrita por Doña María de Estrada Medinilla a una religiosa monja prima suya de la feliz entrada en

México del Excelentísimo Señor Don Diego López Pacheco Cabrera y Bobadi-lla, Marqués de Villena, Virrey, Gobernador y Capitán de esta Nueva España.1 Impreso por Francisco Robledo, este poema forma parte de una obra más extensa de Cristóbal Gutiérrez de Medina titulada Viaje de tierra y más feliz por mar y tierra2 donde se describe tanto en prosa como en verso el viaje del nuevo virrey Marqués de Villena a la capital novohispana y los diversos festejos en su honor a lo largo de su trayecto. Si bien las fiestas virreinales servían para reforzar la autoridad política y las jerarquías sociales de la co-lonia, la voz poética de este texto presenta una subjetividad claramente no-vohispana que logra matizar el mensaje imperial de la procesión virreinal. En primer lugar, se observan ecos del barroco novohispano de Bernardo de Balbuena en la alabanza a la Ciudad de México, junto con la nobleza y la capacidad artística de sus habitantes —equiparados y hasta superpuestos a los mejores logros culturales de la metrópoli y de la antigüedad—. Ade-más, el retrato elogioso de la élite criolla se diversifica marcadamente por el espacio y la voz otorgados a las mujeres de la «chusma», así como por los vocablos coloquiales adoptados por la poeta. Desde este punto de vista di-námico y original la pluma de Estrada Medinilla nunca se deja engañar por las apariencias fantásticas de la procesión virreinal. En cambio, arma un espectáculo alternativo, confiriéndole a la fiesta novohispana un sentido de carnavalización que la relativiza y, hasta cierto punto, la subvierte. De esta manera, la mirada de María de Estrada Medinilla va anunciando la reivin-dicación de la heterogeneidad novohispana de Sor Juana Inés de la Cruz.

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Una poeta en la ciudad letrada virreinal

Se desconoce casi toda la biografía de María de Estrada Medinilla, salvo los pocos datos que se pueden deducir de su obra literaria conocida o de lo que se sabe de estas composiciones. Con un título de doña, Estrada de Medini-lla disfrutó, obviamente, de una posición privilegiada en la capital virreinal y una situación económica favorable como observa Josefina Muriel: «[p]or cómo habla de su manera de vestir y de la de otras, y por las reseñas y valoraciones que hace de lo que ve, se muestra como una mujer de mundo, elegante y culta» (1982: 124). También se ha especulado su parentesco con algún alto funcionario de la ciudad del siglo xvi,3 por lo cual ella perte-necería a la clase de criollos nacidos y establecidos en la Nueva España y vinculados con la cúpula del poder colonial, si bien con una identificación y postura ya notablemente mexicanas.

De la obra poética de Estrada Medinilla también se conoce poco, pero todo apunta a una dama integrada a los círculos letrados de su ciudad y muy versada en sus gustos literarios. En la dedicatoria de su Relación, dis-culpa con la falsa modestia de los poetas de su época «el desaseo de estos borrones»,4 lamentando el riesgo que estos le puedan causar a su «crédito». Con esto da a entender, como señala Raquel Chang-Rodríguez, que ya gozaba de cierta fama (2005: 26). Según las investigaciones de Nicolás Rangel sobre el toreo en México, Estrada Medinilla escribió y publicó, por acuerdo del Ayuntamiento, otro poema, escrito en octavas reales y dedicado a los toros y juegos de cañas que también se ofrecieron en honor del virrey Marqués de Villena en 1640. Sin embargo, esta Reseña, como indica Rangel, se ha perdido, quedándonos sólo el dato bibliográfico de ella (1924: 75). También se documenta la participación de la poeta en los certámenes poéticos de la Ciudad de México con los mejores vates de su tiempo, ganando «la singularísima y aplaudida Musa de Doña María» (en Méndez Plancarte 1940: xxxxix) el tercer lugar en un concurso de la Real y Pontificia Universidad de México en 1654. En uno de los primeros reco-nocimientos modernos del talento de Estrada Medinilla, Alfonso Méndez Plancarte la alaba como «la primera mujer que aquí [en México] imprimió una obra lírica de importancia ... , allanando la senda a nuestra Décima Musa y a sus hermanas menores» (xxxxix-xl).

Todo esto nos confirma la presencia y la participación de las mujeres en los círculos ilustrados de la época colonial. Como sugiere Georgina Sabat

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de Rivers, la utópica tradición de la literatura pastoril de mujeres fuertes y dispuestas a defender su libertad y derecho a expresarse parece trasladarse con facilidad al terreno virgen, también utópico, del Nuevo Mundo (1994: 160). Obviamente, esto no quiere decir que ellas tenían igual derecho que los hombres a la intelectualidad o acceso a expresarse en poesía, hecho bien documentado en la Respuesta a Sor Filotea (1692) de Sor Juana Inés de la Cruz. El ejemplo de Clarinda y Amarilis —dos poetas anónimas de prin-cipios del siglo xvii en el Virreinato del Perú— nos indican que muchas poetisas se vieron obligadas a mantener sus nombres en secreto además de tener que justificar sus actividades literarias en sus escritos, insertándose en la tradición de poetas femeninas históricas o mitológicas.

En el caso de María de Estrada Medinilla, Juan de San Miguel —el religioso de la Compañía de Jesús que aprobó la Relación estradiana para su publicación— compara a su autora con las más destacadas escritoras, filósofas y científicas de la antigüedad:

He leído y, más que leído, he admirado en esta Relación de Doña María de Es-trada y Medinilla el término a que puede llegar lo sublime, conciso y numeroso de lo heroico y lírico; y tanto más admirable en tal sujeto cuanto menos imi-table aun de más varonil estudio... Ya no tendrá que envidiar México a Atenas su Corinna, a Lesbos su Sapho, a Milesia su Aspasia, a Grecia su Cleobulina, a Alexandria su Hypathia, a Lydia su Sofipatra, a Palmira su Cenobia, ni a Roma su Proba Valeria porque en sola esta hija suya compendió la naturaleza y gracia cuanto dispendió raro y admirable en todas. No hallo cosa digna de censura [en la «Relación»], de admiración mucho, de aplauso todo. Así lo siento. (en Gutié-rrez de Medina 1640)

Teniendo en cuenta esta integración, si bien marginal, de la mujer en la cúpula ilustrada del virreinato, las ideas de Ángel Rama sobre la función de la ciudad letrada nos sirven de marco teórico para acercarnos al texto de Estrada Medinilla dentro del sistema colonial de la Nueva España. Según Rama, la tarea sociopolítica de los intelectuales novohispanos se caracteriza por su capacidad de manejar los lenguajes simbólicos privilegiados, por lo cual «[n]o sólo sirven a un poder, sino que también son dueños de un poder» (2002: 31). Esta ambigüedad inherente a la construcción de las subjetividades en los contextos coloniales se debe, sobre todo, a que mien-tras la élite criolla sufre con los demás grupos dominados —los indíge-nas, mestizos, afro-mexicanos, etc.— la discriminación ante la hegemonía

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peninsular, también se considera por encima de ellos por su ascendencia española. Por tanto, como observa Mabel Moraña, la perspectiva criolla del letrado americano se marca por su «posición de relativo privilegio dentro de la estratificación colonial, y a partir de los modelos de la cultura domi-nante, apropiados y redefinidos (. . .) en el marco de su propia lucha por el reconocimiento y el ascenso social dentro de los parámetros de la sociedad virreinal novohispana» (2002: 66).

La fiesta barroca y el poder imperial en el Relato

En concordancia con su tema imperial, el Relato de Estrada de Medinilla —compuesto de 400 versos pareados de siete y once sílabas— exalta la majestad de la figura del virrey y de las autoridades coloniales, reforzando, hasta cierto punto, el mensaje político de las fiestas barrocas virreinales que sirvieron tanto para asombrar al público como para legitimar el poder político del virrey.5 Si bien la voz poética quiere aparentar humildad de nacimiento con la falsa modestia ya comentada, establece, como explica Josefina Muriel, una identificación con los estamentos altos de la sociedad, demostrado por la mención de poseer coche —lo cual requiere recursos económicos para mantener caballos y cocheros también—(124). Por lo tanto, se queja de la molestia de tener que salir a pie, no obstante su estatus social; reconoce, sin embargo, la obligación impuesta por la llegada del nuevo virrey y presenciar una de las celebraciones más importantes de las colonias hispanoamericanas:6

Que para daño nuestro pregonaronQue carrozas no hubiera:¡Oh más civil que criminal cansera!Lamentélo infinito;Puesto que por cumplir con lo exquisito,Aunque tan poco valgo,Menos que a entrada de un virrey no salgo. (125-126)

Según el análisis de Antonio Maravall sobre la cultura del Barroco de Es-paña, las ostentosas fiestas reales se hacían tanto para distraer al pueblo de sus males como para llenarlo de admiración hacia el poder de la persona que podía ofrecer tanta refulgencia y diversión (1975: 483-7). En las In-

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dias españolas, el virrey no sólo era el representante más importante del monarca, sino que, efectivamente, era un símbolo del poder imperial de éste. Como afirma Alejandro Cañeque: «On his displayed body, exhibited in processions, surrounded with brilliance and splendor, royal authority was legible to all» (2004: 121).

De hecho, Gutiérrez de Medina documenta en El viaje por mar y tierra cómo el Marqués de Villena, al entrar en la capital mexicana vestido de riquí-simas telas entretejidas con oro, se parecía al mismo sol montado a caballo; elevado por encima de su cabeza, se veía el palio,7 asimismo bordado con hilos de oro y plata, con que se recibía a los virreyes en el Nuevo Mundo (en Curcio-Nagy 2004: 16). Del mismo modo, la figura del Marqués de Villena asume en el poema todas las dimensiones celestiales o divinas atribuidas a un rey cuando se describe el efecto deslumbrante de su apariencia física:

¿Viste el solio divinoDel sol, que desde el orbe cristalino,Dorando las florestas,Hace con providencias manifiestasFlamantes bizarrías,Como desperdiciando argenterías,Y aunque le gozan todos,Si le quieren mirar, por varios modosTal resistencia hallanQue ciegos a su amago se avasallanY nadie aquello puedeQue a un águila caudal se le concede? (131)

Si bien el público general parece quedarse completamente pasmado ante tanto fulgor, la voz poética tampoco permanece impasible:

Así me ha sucedido8

Lo mismo; pues poniendo en tanto olvidoDe mi ser la bajeza,Llevada del fervor y la viveza, Quise, bebiendo rayos,Sembrar alientos y coger desmayos;Y cuando cerca llega,Flamígero furor mi vista ciega. (131)

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Estas reacciones de los espectadores de la procesión parecen confirmar la exitosa legitimación del poder imperial que se procuraba proyectar en las fiestas barrocas a través de los estímulos sensoriales. El sentimiento de ren-dición ante el sistema político se confirma más adelante por las reacciones de las mujeres al ver pasar al virrey ante ellas. Como describe la voz poética sus «murmullo[s] cobarde[s]»:

Las mozas le dijeron: «Dios te guarde;Qué lindo y qué galano»;Las viejas: «Dios te tenga de su mano;Qué bien que resplandece;A el mismo rey de España se parece.» (132, énfasis mío)

Expresando su admiración por el virrey de esta manera, las mujeres de la «chusma» —¿así llamadas por su inferioridad social y racial?— se con-vierten en lo que Curcio-Nagy llama vasallos perfectos; su papel, en el esquema oficial de la fiesta virreinal, era «to accept not only the concept of rule by a virtuous and divinely inspired Spanish colonial government but also the social and ethnic hierarchy of the capital that reinforced Spanish control» (42). Aun así, es interesante cómo esta conjetura se altera por la ambigüedad de las «higas» (132), obsequiadas al virrey junto con las ben-diciones, señalando quizás una variedad de actitudes entre los habitantes de la ciudad. Una de las acepciones de la palabra «higa» es un amuleto en forma de puño, utilizado contra el mal de ojo. Por otro lado, sin embargo, «hacer la higa» es un gesto despectivo hecho con el puño cerrado hacia una persona, y hasta puede tener connotaciones eróticas.

Desde luego, la extraordinaria heterogeneidad de la población de la Ciudad de México y las tensiones y conflictos que se manifestaban entre las diversas castas, son aspectos que las celebraciones públicas del virreinato intentaban pasar por alto. Como indica Cañeque, mientras la realidad de la vida política se presentaba a menudo como desordenada y antagonística, en la procesión virreinal, «the city was put in order; it was an occasion when the ideal of a society both hierarchical and harmonious, both strati-fied and unified, attained momentary reality» (124). Estrada Medinilla nos documenta cómo los emblemas del arco triunfal que la ciudad ha levanta-do en honor del virrey celebran al:

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[. . .] ilustre marqués, cuya excelencia Da con celebraciones Glorias a España, al mundo admiraciones; De suerte todo unido, Que diera suspensiones al sentido. (127, énfasis mío)

En efecto, a primera vista la Relación de María de Estrada Medinilla parece reforzar la visión utópica simulada por el «teatro» barroco de la llegada de la autoridad virreinal; es decir, la imagen de una sociedad jerárquica, unificada en su aceptación del poder absoluto de la monarquía española. Según el análisis de Ángel Rama, esto es obra singular de la ciudad letrada: «Sólo ella es capaz de concebirla, como pura especulación, la ciudad ideal, proyectarla antes de su existencia, conservarla más allá de su ejecución ma-terial, hacerla pervivir aun en pugna con las modificaciones sensibles que introduce sin cesar el hombre común» (38). Desde este punto de vista, el mensaje de la fiesta se concreta en la programación cuidadosa de la pro-cesión virreinal en la cual se reflejaba la estructura social y política de la colonia en orden ascendente. Así se la describe en el poema: «Gentiles hombres, oficiales, pajes, / Iban según su grado / Cada cual en el suyo aven-tajado» (133, énfasis mío) hasta que el «suspense» del gran teatro de la llegada culmina en la última persona de la procesión: el virrey.9

La contra-conquista de la poeta

Como otros intelectuales del Nuevo Mundo, María de Estrada Medinilla seguramente buscaba ser reconocida en términos del gusto estético de la metrópoli y por la corte virreinal donde sus homenajes podrían conseguirle la protección de un posible mecenas. En el caso de esta obra, es necesario recordar asimismo su contexto laudatorio y el carácter ceremonial de las «relaciones» donde se describían las celebraciones y fiestas novohispanas (Véase Bravo Arriaga, 2002). Sin embargo, otros aspectos de la Relación estradiana la insertan firmemente dentro del Barroco de Indias que tam-bién se ha llamado de contra-conquista.10 Apropiándose de los recursos del Barroco español —el culto a la palabra, la pasión por lo raro, énfasis en la aparencia y el deseo de recrear la realidad de modo sorprendente y novedo-so— los escritores criollos buscaron expresar tanto su propia subjetividad,

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condicionada por los diversos procesos de hibridación, como un orgullo manifiesto por lo americano que se equipara y hasta se superpone a lo eu-ropeo (Chang-Rodríguez 2002b: 161-4).

La «contra-conquista» de María de Estrada Medinilla se realiza en pri-mer lugar a través de un lenguaje hiperbólico con que la voz poética pinta la opulencia y belleza de la Ciudad de México y la nobleza y dignidad de sus habitantes, continuando así la agenda claramente novohispana de La grandeza mexicana (1604) de Bernardo de Balbuena. Por ejemplo, la poeta se detiene a describir el diseño del arco triunfal, el componente más espec-tacular de todas las festividades de la llegada del virrey.11 Lo compara, nada más ni nada menos, con los monumentos arquitectónicos y esculturales más destacados de la antigüedad:

Grandeza en quien contemploLo raro de tres templos en un templo,Pompa de Mauseolo,Ciencia de Salomón, plectro de Apolo. (126)

Las hazañas de los pintores que han decorado el arco son igualmente in-superables, puesto que «No quedó en todo el cielo / Signo que el arte no bajase al suelo» (127). Como señala Josefina Muriel, la poeta llega a reiterar la superioridad de los artistas coetáneos a los de la antigüedad por-que aquéllos se han desarrollado en las tierras americanas, fecundas en lo ingenioso (140):

Aténgome al primor de los modernos,Pues se han aventajado Cuanto va de lo vivo a lo pintado.Honor maravillosoFue de américo suelo lo ingenioso.12 (132)

El mismo tono laudatorio continúa a través del poema para describir las diversas estructuras y obras de arte exhibidas en la fiesta. En cuanto a sus habitantes, la voz poética exalta el mérito de la labor de los conquistadores que sigue brindando gloria tanto a España como a la aristocracia novo-hispana:13 «Gloriosamente ufana / Iba la gran nobleza mexicana, / [. . .] / Mostrando en su grandeza / Que es muy hijo el valor de la nobleza» (128).

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Como los nobles mexicanos, los miembros de la Audiencia —comparados con gobernantes y legisladores ejemplares de la antigüedad— se presentan como dignos de servir de modelos para cualquier administración:

Mostraban su eminenciaPompilios y Licurgos de la Audiencia,De quien hoy fuera amagoLa docta rectitud del AreópagoQue Atenas tanto aprecia,De Roma ejemplo y atención de Grecia. (129)

Más adelante se confirma el buen juicio y distinción cortés de los adminis-tradores, puesto que «[. . .] los principales / Del cabildo, palomas raciona-les, / Rigen con gallardía / A tanta religiosa clerecía (133-4). Como observa Chang-Rodríguez, estos valores perdurables de los súbditos novohispanos sugieren que son «tan capaces de gobernar el virreinato como los funciona-rios venidos de la metrópoli» (2005: 28).

De esta manera, el poema de Estrada Medinilla se inserta en la tradi-ción europea de laudes civitatum, o alabanza de la ciudad, utilizando el re-curso barroco del sobrepujamiento para colocar a México en una situación de igualdad y hasta superioridad con la metrópoli europea. En fin, y de acuerdo con los fines de la élite criolla, la capital mexicana recibe al virrey, «Siendo a su dignidad tan competente» (133). Pero la hipérbole más audaz se guarda para el final del poema donde se elogian tanto los recursos ma-teriales como la capacidad imaginativa de la capital virreinal, porque hasta «Mayores fiestas México promete: / Máscaras, toros, cañas / Que puedan celebrarse en las Españas» (135).

Para resumir: si bien la Relación de María de Estrada Medinilla se es-cribió y publicó para dar a conocer la llegada a México del nuevo Virrey Marqués de Villena y para enaltecer a su persona, el elogio de la Ciudad de México y de sus habitantes hace manifiesta una subjetividad claramente criolla que logra matizar considerablemente el mensaje hegemónico de la fiesta virreinal. El uso de los recursos literarios europeos le permite a la autora reinstaurarse dentro del centro cultural de la metrópoli para buscar reconocimiento artístico mientras se apropia de esta cultura letrada para exaltar la competencia de la civilización criolla y para crear un nuevo pro-ducto cultural marcado por la experiencia americana.

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La carnavalización criolla de la fiesta

Veamos ahora cómo este sujeto colonial se apodera del lenguaje transfor-mador del Barroco para lograr una hibridación y hasta una carnavalización de la fiesta virreinal que van anunciando la reivindicación de la hetero-geneidad novohispana de Sor Juana Inés de la Cruz. En primer lugar, la reinvención barroca que María de Estrada Medinilla plasma de la Ciudad de México en su Relación manifiesta la misma voluntad de originalidad de Bernardo de Balbuena cuando éste declara en el «Argumento» de su Grandeza Mexicana que «todo en este discurso está cifrado» (2001: 59). El gusto barroco tanto por lo ornamental e insólito como por lo com-pendiado se observa en la manera en que Estrada Medinilla transforma el desfile de la universidad en Minerva, hecho ya señalado por Sabat de Rivers (1992: 168). Sin embargo, la poeta nunca menciona el nombre de la diosa romana de la sabiduría, sino la evoca indirectamente al designar a la sabiduría mexicana como «[l]a doctísima madre de las ciencias» (129). La figura de la diosa, por su parte, se desdobla como un «vistoso ramillete» donde se resume:

Lo raro y lo diversoDe la Universidad y el universo,Compendio mexicano,Emulación famosa del romanoEn quien se ve cifradaLa nobleza y lealtad más celebrada [. . .] (129, énfasis mío)

Esta visión particular de Estrada Medinilla no sólo resalta una conciencia criolla donde predomina la diversidad de la realidad novohispana. Más aún, la representa con una agudeza típicamente barroca donde se alternan la paráfrasis y la cifra, de manera que el texto mismo adquiere la forma de un «vistoso ramillete» para sus lectores. Con igual fuerza imaginativa se describen las bellezas que ornamentan las ventanas y los balcones de las casas:

Era cada ventanaJardín de Venus, templo de Diana,Y desmintiendo Floras,

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Venciendo mayos y afrentando Auroras,[. . .]En fin, todo es riqueza,Todo hermosura, todo gentileza.¿A opulencia tan raraQué babilonio muro no temblara? (127-8)

La abundancia de los encantos «raros» indica otra vez la heterogeneidad de las maravillas americanas, sean éstas las mujeres asomadas a las venta-nas —como plantean Muriel y Chang-Rodríguez (2005, 2008)— o los lujosos tapices colgados de los balcones de los edificios gubernamentales alrededor de las arboledas recreadas por los indígenas en el zócalo de la ciu-dad. Curcio-Nagy aclara que esta distribución estratégica de los elementos culturales en la fiesta virreinal servía para señalar tanto la subordinación como la incorporación de la población indígena en la colonia (49). Si bien la entrada de la procesión virreinal dentro de la Ciudad de México no in-cluyó la participación directa de los indígenas,14 esas recreaciones arbóreas representaban su presencia en la misma, aumentando todavía la «variedad hermosa» (128) de las riquezas mexicanas que hacen temblar hasta el muro babilonio.

Más aun, el espacio y la voz que en el poema estradiano se les otorga a los sectores sociales generalmente marginados por la alta cultura logran se-ñalar «el signo disyuntivo de la sociedad colonial», característica atribuida a la obra de Sor Juana (Chang-Rodríguez 2002b: 163). Como anota Mu-riel, el poema expone la pronunciación seseante al estilo sevillano (135), rasgo típico del habla hispanoamericana; por lo tanto «preciso» rima con «caballerizo» (133). Luego, además de las voces femeninas de la «chusma» mexicana ya mencionadas, Estrada Medinilla inserta en su Relación voca-blos coloquiales que le dan al texto un decisivo carácter dialógico. Veamos estos versos llenos de juegos de palabras donde la poeta parece sumergirse, momentáneamente, en la muchedumbre y sus giros lingüísticos populares:

Dimos la vuelta luegoY en un abismo de rumor me anego;Al discurrir la calleNo hay paso donde el paso no se encalle;El número de gentePresumo que no hay cero que tal cuente

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Pues tomar fuera en vanoLa calle, como dicen, en la mano:Iba, aunque aquí se note,De lo que llama el vulgo bote en bote. (127, énfasis mío)

En efecto, al bajar —literalmente— a la calle desde las alturas de su esfera social, la voz poética logra aliviar el tono grandioso del arte culto y darle un toque de carnavalización discursiva a su Relación. Mabel Moraña describe este tipo de práctica representacional en la obra de Sor Juana, y la siguiente cita nos parece igualmente apropiada para caracterizar el poema de Estrada Medinilla:

Con su trabajo sobre la lengua, ella relativiza la invisibilidad de vastos sectores de la población, marginados de los privilegios representacionales de la alta cultura. Les otorga presencia que llama la atención sobre su ser social y sobre las costumbres, creencias y agendas específicas de estos grupos, que obligan a la élite a recordar la naturaleza especialmente heterogénea y transculturada de la colonia. (2002: 60)

Con estos recursos del Barroco virreinal, La relación de Estrada Medinilla logra desmentir considerablemente el gran teatro político de la fiesta virrei-nal y el mensaje hegemónico que se pretendía proyectar en ella. Desde el momento en que la poeta sale a la calle, como declara ella, sin el guardain-fante15 (126) para poder moverse con más facilidad, la voz poética crea una subjetividad dinámica y original que no se deja engañar por las apariencias. Incluso, cuando la flameante figura del virrey la marea y le ciega la vista (131), ella inmediatamente se adueña de su capacidad racional, procla-mando: «[. . .] aun bosquejarle puedo / Si al rayo y a la espuma pierdo el miedo» (131). Con confianza, Estrada Medinilla sigue observando con agudeza las maravillas de la procesión, y lo hace desvelando su carácter ilusorio. Por ejemplo, matiza la gallardía del caballo el cual monta el virrey cuando revela: «Bien que a la fantasía / Ya tigre de tramoya16 parecía / Y ya pavón de Juno, / Aunque en lo cierto no tocó ninguno» (130, énfasis mío).

En fin, María de Estrada Medinilla nos arma con su pluma barroca un espectáculo alternativo dentro de la realidad mexicana, y el valor de su Relación feliz estriba en esta subjetividad individual y claramente criolla. En la escena que ella pinta de la fiesta de la llegada del nuevo virrey, la

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espléndida Ciudad de México y sus ilustres habitantes nobles se convierten en el centro de atención mientras que éstos comparten su protagonismo con los grupos marginados que ganan voz y espacio en la representación es-tradiana. Así, esta Relación se ubica firmemente entre el manierismo criollo de Bernardo de Balbuena y el apogeo del barroco americano de Sor Juana en la tradición literaria hispanoamericana.

Notas

1. Josefina Muriel (1982) reproduce la Relación completa en su Cultura femenina novohis-pana, México: unam. En este trabajo cito esta versión del poema, indicando las páginas correspondientes en la Cultura femenina.2. Esta obra con el impreso original de Juan Ruyz de la Relación de María de Estrada Me-dinilla se conserva en la biblioteca de la Hispanic Society of America de Nueva York donde la he consultado.3. Muriel nota que el nombre de María de Estrada se conoce en México desde la conquista y también propone que quizás fuera nieta de Pedro de Medinilla, regidor y diputado en el Ayuntamiento a mediados del siglo xvi (124).4. Esta dedicatoria se encuentra al principio de la publicación de Gutiérrez de Medina de 1640. He modernizado la ortografía, la acentuación y la puntuación de todas las citas que tomo de esta publicación. 5. Me apoyo a este respecto en los conceptos de Antonio Maravall (1975) sobre la cultura del Barroco española y los estudios de Alejandro Cañeque (2004), Linda A. Curcio-Nagy (2004) y Mabel Moraña (1988) sobre sus manifestaciones en la Nueva España.6. La relación íntima entre la política y los festivales virreinales se trata en el libro de Linda A. Curcio-Nagy. Ella observa la importancia que las autoridades coloniales les otorgaban a las llegadas de los virreyes, lo cual se puede inferir de la cantidad de dinero que se gastaba en estas celebraciones, siendo el costo promedio entre los años 1585 y 1700 unos 23.000 pesos de oro, casi una vez y media el presupuesto anual de la ciudad de México, y en 1640 se llegó hasta 40.000 pesos (2004: 19); «[w]here some viceroys and monarchs saw excess [in the cost of the festivities], the councilmen saw a festival absolutely essential to maintaining and reinforcong the political and social status quo in the colonial capital» (37).7. Curcio-Nagy ilumina la importancia simbólica del palio que en España se reservaban exclusivamente al uso de los reyes y que las autoridades coloniales juzgaban imprescindible para otorgarles a la fiesta y a la figura del virrey autoridad e inviolabilidad real (36).8. Muriel transcribe «A mí me ha sucedido», pero me parece más apropiada esta versión en la publicación de Gutiérrez de Medina de 1640.9. Sobre el aspecto teatral de la procesión, véase, por ejemplo, Curcio-Nagy (20) y Cañeque (132).10. José Lezama Lima (1977) introduce la idea en su artículo «La curiosidad barroca», Obras completas, t. 1, Madrid: Aguilar. Por su parte, Alfredo A. Roggiano define el Barroco

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«como resistencia a lo estable, permanente, incambiable de la concepción clásico-medieval y como salida en busca de lo propio y no legitimado por una autoridad única a la que hay que obedecer para ‘ser’» (1994: 9).11. Dorado, cubierto de estatuas de bronce y de pinturas enormes, Curcio-Nagy documenta que, según las Actas del Cabildo, el arco de 1640 tenía 90 pies de altura y 70 de ancho (21, 165).12. En este verso sigo la versión en la publicación de Gutiérrez Medina de 1640. Muriel transcribe «Fue de América suelo lo ingenioso».13. Véase al respecto los comentarios de Muriel (139) y de Chang-Rodríguez (2005: 27).

14. Cañeque señala que si bien la participación de los indígenas y otros grupos étnicos de la colonia fue prominente en las festividades generales en homenaje del nuevo virrey, no formaron parte de la procesión virreinal dentro de la ciudad propia, puesto que el objetivo de esta entrada oficial era, sobre todo, subrayar la autoridad política (124). Para el papel de los indígenas en las fiestas de recibimiento al Virrey Marqués de Villena en 1640, véase el estudio de Solange Alberro.15. Josefina Muriel (1982) reproduce la Relación completa en su Cultura femenina novo-hispana, México: unam. En este trabajo cito esta versión del poema, indicando las páginas correspondientes en la Cultura femenina.16. ‘Máquina usada en el teatro para efectuar apariencias y efectos escénicos’, Diccionario de autoridades.

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GUARAGUAO ∙ año 11, nº. 26, 2007 - págs. 9-20 GUARAGUAO ∙ año 15, nº. 36, 2011 - págs. 49-68

Avatares de la Perricholi...De «actricilla pizpireta» a personaje de novela

Oswaldo EstradaUniversity of North Carolina at Chapel Hill

Perricholi la dicen en esta tierra,y el virrey que la adora se despepita

cuando canta con gracia mazamorrerala canción del «Milagro» y «La tapadita»

«La Perricholi,» vals de Luciano Huambachano

No es ninguna exageración afirmar que después de Santa Rosa de Lima, la Perricholi es la mujer más recordada del Perú virreinal. Aun

cuando sabemos que otras mujeres de la colonia enriquecieron el mundo literario peruano con composiciones como el Discurso en loor de la poesía (1608) y la Epístola a Belardo (c. 1619), atribuidos a las anónimas Clarinda y Amarilis,1 sin lugar a dudas Micaela Villegas, conocida como la Perri-choli (1748-1819), se distingue de otros personajes femeninos porque con sus transgresiones se impone en la colectividad de su entorno histórico, adquiere nuevas interpretaciones a lo largo de dos siglos, y sigue transfor-mándose en la actualidad. Su figura, como bien señala Sara Castro-Klarén, no es una más del archivo histórico sino la de la amante del virrey don Manuel de Amat y Junient, la cómica que vive del teatro y de hacer teatro con su vida, la mujer atrevida y altanera que, pese a ser iletrada y provenir de un ambiente poco ventajoso en un cerrado ámbito colonial, emerge «entre los espacios reservados a la aristocracia y los destinados a constituir la plebe» (1996: 88, énfasis en el original). Su estampa está hecha de mitos y leyendas, elude precisiones e invita a imaginarla de muchas maneras. Si bien sabemos de su bautizo en Lima un «primero de diciembre de mil setecientos cuarenta y ocho», como hija legítima de «don Joseph Villegas y de Da. Theresa Hurtado» (1977: 115), su lugar de nacimiento es impro-bable.2 En su testamento firmado en Lima, la Perricholi se declara «natural de esta ciudad» (1977: 130).3 No obstante, la memoria colectiva registra su

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origen en Huánuco;4 promueve su aparente mestizaje como hija de padre arequipeño y madre limeña;5 y la enaltece como actriz extravagante de la comedia virreinal.

Pensando en estas mismas particularidades, a principios del siglo pasa-do Luis Alberto Sánchez la retrata como una «actricilla pizpireta», la única mujer del virreinato peruano que hace de las tablas su trono, con un do-naire e insolencia que encandilan al sesentón virrey catalán y despiertan las habladurías, los chismes, la envidia, la admiración y el odio de toda una co-munidad (1989: 777-93). La pasión que su figura histórica ha despertado en diversos poetas, cantantes, compositores, historiadores, dramaturgos, ensayistas y novelistas, desde finales del siglo xviii hasta nuestros días es comparable a aquélla que Sor Juana Inés de la Cruz (1651-95) despierta en la Nueva España, desde el período colonial hasta la actualidad.6 Como en el caso de la ilustre monja jerónima, también el arte y la crítica se han encargado de imaginar a la Perricholi más allá de cualquier prueba escrita. A principios de los sesenta, por ejemplo, el erudito colombiano Germán Arciniegas no sólo la describe como una virreina por la mano izquierda, o como una chola que domina en palacio para diversión del público, sino como toda una experta en el teatro del siglo de oro, por lo cual sostiene que dicha educación le otorgaría en el siglo xx «el grado de doctora en letras» (1999: 67).

Más allá de probar o desacreditar la validez de enunciados como éstos, me interesa rastrear la manera en que llegamos hasta ellos a través de di-versas rearticulaciones artísticas que traspasan varios géneros literarios y distintas épocas históricas, hasta inscribirse indeleblemente en la memoria colectiva. Estudiar a la Perricholi como personaje literario que sufre una serie de transformaciones a lo largo del tiempo es también analizar el lugar de la mujer en la colonia; su presencia como objeto del deseo masculino; su papel como transgresora en medio de espacios cortesanos y domésticos; las múltiples maneras en que desde su lugar asignado puede enfrentarse al poder; y la ambigüedad con que ésta se inscribe dentro de ciertos discursos hegemónicos. Si, como afirma Mabel Moraña, «el espacio vital y discursi-vo de la mujer colonial fue siempre un ámbito acotado y controlado por estrategias y retóricas que le asignaron valores y funciones precisas e inape-lables destinadas a confirmar y fortalecer el lugar del Poder» (1996: 7), los discursos masculinos que establecen el santo y seña, o la vida y milagros de la Perricholi confirman este hecho a tal punto que para el momento en

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que ella habla con voz propia, como sucede en la reciente novela de Jeamel María Flores Haboud, lo hace de manera accidentada y sin mucho éxito. En parte esto es así porque la representación literaria no se ajusta a la talla del personaje, pero también porque tenemos otra imagen de ella, porque estamos acostumbrados a escucharla en voz de otros, o a leerla desde otras perspectivas.

La chusca bien ataviada

¿Dónde comienza la historia de la Perricholi? Se sabe gracias a algunas cartas de la época colonial de la existencia de varias piezas satíricas contra Amat y su amante. «Las más graciosas de estas versainas», señala Ricardo Palma, «son las tituladas Testamento de Amat, Conversata entre Guarapo y Champa, Tristes de doña Estatira y Diálogo entre la Culebra y la Ráscate con vidrio» (619-20). La primera evidencia literaria con la que contamos, sin embargo, es el anónimo Drama de los palanganas Veterano y Bisoño, supuestamente representado en julio de 1776 en las gradas de la catedral, en contra del virrey don Manuel de Amat y Junient que acaba de dejar el mando del Perú después de quince años de gobierno. Ahí, hablando de «putahería[s],» el oculto escritor se refiere a Micaela Villegas, como «la Perri […] de baja aborigine» y como mujer de principios «muy puercos en manejo de su cuerpo y trato de su Oficio» (59). En el injurioso documento hacia Amat, el primer retrato que tenemos de «la Mica» o «la Choli» es el de una meretriz «chusca bien ataviada, y lucida» por la cual se cometen escándalos en el teatro y en la calle, la mujer por quien mueren o son des-terrados varios hombres (59-60). Es tan atrevida, según Veterano, uno de los narradores del drama, que en plena función agrede a Maza, el director de la compañía de teatro, cruzándole la cara con un chicotazo; urde en contra de la actriz «Ynesita» (61); se viste de hombre y monta a caballo para acompañar a su amante en distintas faenas, donde, ante el escándalo de to-dos, «Mica cantaba, bailaba, se sentaba entre sus piernas, tomaba dulce en el plato, y con el tenedor que él sobraba, pasándolo de su mano el mismo al de ella» (62-63). Su máxima provocación, sugiere el anónimo, es hacer que la gente crea que «el Asno de Oro, cazaría con ella […] y que no se iría de aquí nunca por vivir maridablemente, o que se la llevará para lucirla en la Corte» (64).

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Lo interesante de esta primera articulación es que a priori fija el perfil de la Perricholi fuera del ámbito doméstico donde comúnmente la historia ha situado a la mujer, debido a imposiciones culturales, funciones bioló-gicas asociadas con la maternidad y diversas diferencias de género en un mundo hecho por y para los hombres (Lavrin 1994: 153). Esta ubicación, empero, no la salva de la crítica y el desprestigio. La Perricholi que nos en-tregan Veterano y Bisoño a todas vistas traspasa la norma moral, transgrede barreras de clase y burla las restricciones impuestas a las personas de su etnia, pero sus transgresiones en ningún sentido cancelan su marginalidad. Esto se debe, me atrevo a decir, a que el trazo literario de su persona se hace con el bagaje de las pícaras del siglo de oro español —pensemos, por ejemplo, en La pícara Justina (1605)—, cuyas aventuras y engaños giran en torno a sus hazañas sexuales. Al ingresar a la Lima virreinal por la puerta de la sátira, las pícaras o cualquiera de sus derivados funcionan como espejo del estereotipo misógino de toda una sociedad (Johnson 1996: 289). De-bido a su origen plebeyo, a su oficio público de dudosa moral, o porque la vida la consagra como maestra en el arte de la seducción, como embustera y amenaza para la normal social, Micaela Villegas aparece en este primer tratado como el personaje corregido y aumentado de un drama picaresco. Situada en una esfera liminar, porque aun estando en el centro sigue siendo periférica, Micaela descubre —incluso sin quererlo— las virtudes y mise-rias de su entorno colonial. Tal vez apuntando en esta misma dirección crítica, en su prefacio al Drama de los palanganas Luis Alberto Sánchez observa que el texto «revela cierta modalidad alusiva, satírica, propia del ingenio lime-ño, así como la indignación que la aristocracia de la capital peruana sintió contra el virrey galante y contra su audaz y pizpireta amiga» (1938: 6).

Tomando como punto de partida este drama anónimo, la comedia de Prosper Mérimée, Le Carosse du Saint-Sacrement, de 1829 y el retrato que de Micaela Villegas hace José Antonio de Lavalle en 1861, Ricardo Palma consolida definitivamente la imagen de la Perricholi en una de sus tradi-ciones de 1872. Importa detenernos ante su descripción detallada porque a ella volverán a lo largo del siglo xx Raúl Porras Barrenechea, el ya mencio-nado Luis Alberto Sánchez, Guillermo Lohmann Villena, Pablo Macera, Alberto Flores Galindo, y en lo que va del siglo xxi: Jeamel María Flores Haboud.7 Con el salero evidente en sus Tradiciones Peruanas, Palma nos entrega a una «Miquita» que si bien no es bella por «la regularidad de las facciones y armonía del conjunto», en cambio tiene toda la gracia nece-

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saria para «cautivar a todo hombre de buen gusto» (616). Valiéndose del supuesto testimonio de un viejo que la conoció, el tradicionista la pinta de la siguiente manera:

De cuerpo pequeño y algo grueso, sus movimientos eran llenos de vivacidad; su rostro oval y de un moreno pálido lucía no pocas cacarañas u hoyitos de vi-ruelas, que ella disimulaba diestramente con los primores del tocador; sus ojos eran pequeños, negros como el chorolque y animadísimos; profusa su cabellera, y sus pies y manos, microscópicos; su nariz nada tenía de bien formada, pues era de las que los criollos llamamos ñatas; un lunarcito sobre el labio superior hacía irresistible su boca, que era un poco abultada, en la que ostentaba dien-tes menudos y con el brillo y limpieza del marfil; cuello bien contorneado, hombros incitantes y seno turgente. Con tal mezcla de perfecciones e inco-rrecciones podía pasar hoy mismo por bien laminada o buena moza (616-17).

En el resto de su breve pero certera narración, Palma recoge muchos de los datos provenientes del Drama de los palanganas, y además sitúa a la Perricholi en el eje amoroso de su relación con el viejo virrey Amat, a quien Lima entera detesta por sus múltiples gastos fiscales y excesivos lu-jos personales, aun cuando contribuye notablemente al engrandecimiento de la ciudad.8 No está de más recordar que en este mismo espacio Palma la pinta orgullosa, dándole el famoso chicotazo al actor Maza en 1773 y recibiendo la censura del sentido virrey, quien, lleno de ira y «con muy marcado acento catalán», insulta a su concubina llamándola «perri-choli» en vez de «¡perra-chola!» (618). El harto conocido episodio es importante porque luego de la esperada reconciliación, la Perricholi vuelve a instalarse como primera dama del teatro. Cuando se celebra la fiesta de la Porciún-cula, la amante del virrey tiene la osadía de pasearse triunfante en una carroza arrastrada por doble tiro de mulas, «privilegio especial de los títulos castellanos» (621). Aparentemente, ese mismo día encuentra el camino de la santidad que la hace donar su suntuosa carroza a la parroquia de San Lázaro, al ver que un sacerdote conduce a pie el sagrado Viático. «Su corazón», indica Palma citando a Lavalle, «se desgarró al contraste de su esplendor de cortesana con la pobreza del Hombre-Dios, de su orgullo humano con la humildad divina; y, descendiendo rápidamente de su carruaje, hizo subir a él al modesto sacerdote que llevaba en sus manos el cuerpo de Cristo» (621).

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A partir de ahí se acaban las transgresiones de la Perricholi, como si el destino de la mujer colonial tuviera que ser la renuncia al mundo material y la salvación espiritual, el arrebato místico o el encuentro con la poster-gada pero inevitable religiosidad.9 Esto se aprecia en la última descripción de Palma sobre la Perricholi, donde señala que «[a]l retirarse Amat para Es-paña, donde a la edad de ochenta años contrajo en Cataluña matrimonio con una de sus sobrinas, la Perricholi se despidió para siempre del teatro, y vistiendo el hábito de las carmelitas hizo olvidar, con la austeridad de su vida y costumbres, los escándalos de su juventud» (621). Este retrato final es del todo previsible. Como se sabe, también a Sor Juana la vistieron de santidad sus primeros biógrafos, tratando de borrar con dos pinceladas sus múltiples transgresiones como mujer e intelectual, porque sólo así debía pasar a la historia: no por sus versos amorosos o por su pluma combatiente con la que traspasara los muros de su convento, sino por arrepentirse de todas sus acciones mundanas en el último tramo de su vida, hasta declarar-se «la peor de todas».10

Se trata en ambos casos del afán de encajar dichas historias dentro de un marco hegemónico en que el poder masculino, consciente o incons-cientemente (re)construye una historia femenina de tal forma que ésta, pese a sus desviaciones y contradicciones, tenga un final feliz, un lugar apropiado, seguro, armonioso y aceptable dentro de una sociedad patriar-cal. Esto no quita, desde luego, que la Perricholi conjugue diversas ten-dencias emancipadoras de la cultura colonial por transgredir su clase y género, por moverse entre la calle y el teatro, entre el decir popular de su tiempo y el de los letrados que la retratan, actuando en distintos momen-tos los papeles de reina, ninfa y diosa pagana (Castro-Klarén 1996: 98). Pero el retrato de sus últimos días, como aquél que nos entrega Palma al recoger diversos testimonios, retocado con un halo de santidad en pro de una Micaela Villegas que muere consagrando sus tesoros «en socorro de los desventurados» y «cubierta de las bendiciones de los pobres» (621), inevi-tablemente nos hace pensar en el género que fija tales percepciones. Porque de alguna manera Palma se acerca a la figura de la Perricholi como lo hacen los sacerdotes de la colonia con las místicas, no sólo en tanto que extrae de ella la materia prima de su propia escritura, sino porque al hacerlo orga-niza, corrige y codifica su vida dentro de un proyecto dominante (Franco 2004: 29; Moraña 1996: 7). Si gran parte de las Tradiciones Peruanas están teñidas de una consabida nostalgia por un tiempo perdido, su retrato de

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la Perricholi nos sitúa en un cuadro rígido que aun cuando sortea ciertas transgresiones, a fin de cuentas mantiene el orden establecido, las jerar-quías, las expectativas de la clase dominante, e incluso el determinismo de un personaje femenino que, al verse sin el amparo del virrey, suspira incon-solable en un «romancillo», al parecer recuperado por el tradicionista: «Ya murió la esperanza / de mis deseos, / pues se ausentan las luces / del mejor Febo. / Ya no logran las tablas / cadencia y metro, / pues el compás les falta / a los conciertos» (620).

Cholita limeña, actriz de vocación y profesión

Al acercarse a Micaela Villegas, en su novela La Perricholi (1936) Luis Alberto Sánchez funde intención histórica y vocación literaria, de tal for-ma que nos entrega un retrato multifacético no sólo de la cómica más famosa del teatro colonial sino de las costumbres, dimes y diretes de toda una época que aunque se fue, sigue haciéndose presente en el Perú con-temporáneo. Si toda construcción de una posible verdad histórica gira en torno al esfuerzo o la intención por conocer ciertos hechos del pasado (Aínsa 2003: 51), Luis Alberto Sánchez pone a nuestro alcance una novela biográfica o biografía novelada que borra las divisiones entre historia y ficción, demostrando en la práctica literaria, mucho antes que Hayden White lo hiciera en sus teorizaciones de los años ochenta, que la historia y la literatura comparten una misma narratividad.11 Lo digo porque en La Perricholi el contenido se desborda de la forma. En un mismo espacio die-gético se funden las metáforas históricas y literarias que, en un principio y de acuerdo a algunos narratólogos, deberían producir saberes diferentes. Siguiendo el ejemplo de Palma, Luis Alberto Sánchez escribe aprovechan-do la retórica y temática de una tradición oral y de un archivo histórico de dudoso origen (o en el mejor de los casos improbable), proveniente de una o varias fuentes que sin dejar de ser históricas son innegablemente literarias. Esta segunda o doble rearticulación artística de la Perricholi se logra porque el autor nutre su propio discurso «de la retórica chispeante del chisme, la brevedad y la picardía de la maledicencia, del léxico del escándalo, la psicología del catecismo, la lección del sermón, el ritmo diabólico y dialógico de la conversación del sátiro y el lunfardo» (Castro-Klarén 1996: 93-94).

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En las páginas de Luis Alberto Sánchez poco importa si la literatura pro-duce metáforas más convincentes o poderosas que las del discurso histórico, o que pueda existir una diferencia palpable en los sistemas de significación que son creados por la narrativa histórica o la literaria.12 Lo primordial de su discurso, que parece desplegarse en la página impresa con la musicali-dad de un viejo vals, es que a través de él entramos a un mundo de callejas polvorientas y acequias rumorosas, de amancaes a las faldas del Cerro San Cristóbal, de «tapadas» de saya y manto por las calles de Lima. De la mano del narrador ingresamos a un mundo literario de certámenes poéticos, co-rrales y comedias, pero también de vicios y virtudes, procesiones religiosas, pasiones desenfrenadas y temblores espirituales. Pasando por un nuevo tamiz los discursos de los ya citados Lavalle y Palma, pero también, entre otros, el de Max Radiguet —quien en su Souvenirs de l’Amérique Espagnole se refiere a Micaela Villegas como «una cholita» caprichosa que se hace amante del virrey Amat para «vengar sobre la persona del más grande dignatario del Estado el desprecio y los insultos con que el orgullo español agobiaba a los de su casta» (1938: 113-14)—,13 Luis Alberto Sánchez termina de dar las últimas puntadas textuales con que hoy recordamos a la Perricholi.

En su relato, el pensador peruano retoma y adereza los misterios en torno al lugar y la fecha de nacimiento de la Villegas: que nació en Lima y no en Huánuco, como afirmara Ricardo Palma en su tradición, el 28 de septiembre de 1748;14 que proviene de una familia modesta y escala las gradas del teatro limeño hasta quitarle el papel principal a la Inesilla; que se gana el favor del longevo Amat, quien le llevaba varias décadas cuando ella comienza a estrenar su turbulenta juventud; y que tiene un hijo con él, causando un escándalo mayor en la sociedad limeña. Luis Alberto Sánchez la muestra paseándose por Lima como una virreina chola del brazo de su amante catalán; reconstruyendo su vida al verse sin el amparo del virrey, a partir de 1776, e impidiendo el matrimonio de su hijo Manuel con una pobre costurera. El final es parecido a los anteriores, sólo con un par de gi-ros novedosos y entrañables. Esta vez la Perricholi muere el 16 de mayo de 1819, rica, rodeada de nietos y propiedades, como una leyenda viva, feliz de que alguien aún la reconociera por la calle y la llamara ya no «Señora de Echarri», en recuerdo de su difunto marido, o «señora Villegas», sino más bien «¡Señora doña Perricholi!» (128-29).15

Llama la atención el retrato retocado que Luis Alberto Sánchez nos en-trega de la Perricholi porque lo desarrolla en un mundo «posible», completo

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y autónomo, verosímil, y no en un «escenario momentáneo» que ante el menor descuido se delata como tal (Doležel 2010: 31). Cierto es que en un comienzo se refiere a la Perricholi como «una mocita inquietante», de «aterciopelados ojos [que] revelaban pasiones violentas», capaz de desper-tar amor en «innumerables pretendientes» y envidia en un sinnúmero de mujeres (41). Al pasar las páginas, sin embargo, el narrador nos interna en un «imaginario alternativo» que por estar bien construido nos convence (Doležel 2010: 33), pese a su agregado ficcional y a su innegable ubicación en un plano dominante. El narrador imagina que con el tiempo la Villegas adquiere caderas mejor «definidas» y un paso «redoblante y conversador», tanto así que, al verla pasar, «camino de la Comedia o de su casa, los ga-lanes hinchaban la nariz y enarcaban el pecho, a lo majo; reventaban los piropos como botones en primavera, con esa plural y bravía espontaneidad del verbo en trance de hacerse carne» (47). La Perricholi de Luis Alber-to Sánchez es una mujer «de muchos encantos y mayores poderes» (54): sabe moverse en los círculos privilegiados con los suntuosos ropajes que tanto anheló desde la pobreza; supera su condición de «cholita limeña» y trasciende su papel de «actriz de vocación y profesión», situándose en un mundo de mayor prestigio (54).

No sólo eso. Atraído por su perfil excepcional, el autor de La Perricholi propone su figura como emblemática de un «mestizaje ‘racial’ y cultural correspondiente a la emergencia de un sujeto nacional» (Castro-Klarén 1996: 91). Eso se percibe cuando Luis Alberto Sánchez deja que en ella se fundan todas las etnias, clases y géneros de un Perú en proceso de cuajar su independencia: «Los cholos la tenían por corrupta; los chapetones, por de-seable; los negros, por vengadora; los criollos… quizás ¿por qué la tendrían los criollos? Para los amigos de Amat ella era una ‘gracia’ del Virrey; para sus enemigos, un delito; para los frailes, una maldición; para las mujeres del pueblo, una diosa» (67-68). Además, sorteando todo lo que es y no es Micaela Villegas, Luis Alberto Sánchez arropa a su personaje con preguntas que nos hacen pensar en su posible interioridad: «¿qué era ella? ¿Por qué aquel esa es [con que la difama la gente]? ¿Qué querían decir? ¿la amante del virrey? ¿la ramera de turno? ¿la actriz de moda? ¿la mujer más gastado-ra? ¿la de mayores pecados? ¿la dispendiosa? ¿la sensual? ¿la calculadora? ¿la chola? ¿la mestiza? ¿la qué?» (68).

Conjugando una vez más la voluntad objetiva del discurso histórico, «entendida como ‘búsqueda de la verdad’ que lleva al historiador a esta-

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blecer una separación nítida entre sujeto que relata y objeto relatado», con la ficcionalidad propia de la creación literaria que presupone un discurso «plurisémico y equívoco, aunque intente ser persuasivo y convincente al modo del histórico» (Aínsa 2003: 53-55), el narrador compone un retrato multidimensional de la Perricholi, uno de intención introspectiva, realista y testimonial. Lo hace desplegando un conocimiento histórico que, para llegar hasta los lectores, se personaliza, percibe y anuncia desde cierta sub-jetividad. A través de esta maniobra narrativa, el perfil que encontramos en La Perricholi es, como señala el narrador, el de una mujer atrapada en el devenir de la historia con «las contradicciones [que] constituyen la esencia del comercio humano», a veces «entregada a repudiables excesos eróticos» y otras «sin temor a falsedades, como una provocadora de hombres, bien torneada de cuerpo y muy risueña de ánimo» (84).

Sea cual fuera su verdadera imagen, la escogida por Luis Alberto Sán-chez es la de una mujer «apetitosa», de senos «firmes y erectos; pese a la maternidad,» con un vientre carente de «protuberancias», con una boca reveladora de sabiduría «en el menor de sus gestos», una «pecaminosa som-bra» de vellos levísimos sobre el labio superior, y una «sombra azulenca en torno de sus ojos», delatora de su cansancio (95). Sobre esa imagen com-puesta desde la posteridad, el autor imagina también que en el interior de la Perricholi se esconde: «la conciencia de ser mestiza» (107). Así es como Luis Alberto Sánchez confunde en un mismo ámbito narrativo el destino individual con el tiempo colectivo del Perú virreinal. Y confunde, valga el recordatorio, la historia y la ficción: la figura del historiador que «juzga y describe las acciones individuales desde una perspectiva social, nacional o supranacional» y la del novelista que, pese al contenido social de su obra, nos muestra «el destino y la voluntad individual» como materia prima de su narración literaria (Aínsa 2003: 68).

La rosa del virreinato

¿Dónde termina esta historia? En la hora final, Luis Alberto Sánchez di-buja a la Perricholi como dueña de sí misma y de su historia, dejando una herencia nada despreciable de «64,137 pesos más 2 reales y medio, cuyos usufructuarios fueron Manuel de Amat y Villegas, hijo; y Tomasa de Amat y García Mancebo de Jáuregui, nieta, esposa de José Jáuregui, alférez de

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Carabayllo» (157). Él también, empero, imagina una última reconciliación con la vida:

¡Nuevo proscenio, el lecho de muerte, exhibía a la Perricholi, ya no triunfan-te, sino vencida, pero protagonista principal de su intransferible drama! […] Desde la puerta, cien ojos avivaron su fulgor. El cura descubrió los piececillos menudos, de arqueado empeine, para aplicarles el óleo bendito; y nadie pudo apartar la vista de aquel trocito de tentación, deleite ido de otros tiempos. So-bre el cuerpo pecador de otrora, extendía su protección el bálsamo consagrato-rio. Entre los labios ayer nido de besos, se deslizó tierna y solemne la hostia de harina candeal, vehículo de la Divina Gracia (157).

En un fragmento más, Luis Alberto Sánchez deja correr el tiempo y nos lle-va a las puertas de la independencia. Ahí deja que un 9 de julio de 1821, al entrar en Lima, don José de San Martín bese en el rostro nada menos que a la nieta de la Perricholi, en señal de su gratitud hacia todas las limeñas que lo halagan. Pocos días después vemos al hijo, Manuel de Amat y Villegas, estampando su rúbrica en el Acta de la Independencia, «entre los centena-res de ciudadanos que juraron lealtad a la nueva Nación peruana» (160).

A partir de este final surgen otros comienzos. La vida de la Perricholi seguirá recreándose a lo largo del siglo xx en diversos tonos y letras, y en cierto momento incluso vemos a la antigua amante del virrey Amat pro-tagonizando el papel estelar en el drama La Perrichole, escrito en 1959 y en francés por el autor peruano Ventura García Calderón. Dichas trans-formaciones también encuentran su contraparte en el cine, la televisión y otros medios artísticos. Si en 1953 la Perricholi es representada en La Carrouse d’Or del cineasta francés Jean Renoir, ya para los noventa apa-rece en una miniserie peruana de Eduardo Adrianzén y Michel Gómez, como también en el ballet La Perricholi (1992) del coreógrafo Jimmy Ga-monet de los Heros. En una nueva adaptación de la película The Bridge of San Luis Rey, producida primero por Charles Brabin (1929) y luego por Rowland V. Lee (1944) —en base a la novela del mismo nombre del estadounidense Thornton Wilder (1927)—, la Perricholi ingresa al nue-vo milenio protagonizando la película El puente de San Luis Rey (2004) de Mary McGuckian. Además de estas representaciones, en el 2011 la televisión peruana estrena la telenovela La Perricholi, de Michel Gómez, con las actuaciones estelares de Melania Urbina como Micaela Villegas y

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Hurtado, y Alberto Ísola protagonizando al virrey don Manuel de Amat y Junient.

Menciono estos detalles porque dan cuenta del complejo archivo his-tórico-literario que reformula la autora peruana Jeamel María Flores Ha-boud al recrear a la Perricholi en su novela La rosa del virreinato (2007). Aprovechando el bagaje cultural con el que se viene tallando la figura de la Miquita Villegas desde la era colonial, esta obra nos vuelve a entregar la historia de una mujer transgresora, sólo que desde una perspectiva marca-damente femenina. A manera de nueva novela histórica, compuesta por tres discursos complementarios —el de un supuesto manuscrito novelesco de la primera mitad del siglo xix; otro conservado en un documento que cen-sura la publicación del mismo; y un tercero surgido de la transcripción que de ellos hace un profesor de Harvard en el 2004, agregando material de su propia cosecha— la obra de Flores Haboud reconstruye a la Perricholi de antaño con cambios que entremezclan mitos nacionales y leyendas popu-lares, nostalgias coloniales y un problemático presente poscolonial. Si en un principio nos divierte su nuevo perfil —ha cambiado, por ejemplo, la nariz ñata por una «perfilada» (43), a veces es presentada como «un cuerpo ávido de caricias» y otras como «un alma necesitada de socorro» (72), sin que ninguna de las dos facetas le impida vestirse como hombre para entrar al primer café público de Lima, «El Francisquín» (65)— lo que más nos sorprende es cómo la autora nos interna en su conciencia, cuando, al borde de la desesperación, confiesa: «Mi vida está hecha de historias inconclusas» (82, énfasis en el original).

Hablo de La rosa del virreinato como nueva novela histórica porque si bien en términos amplios toda novela es histórica, o aun cuando la prácti-ca misma de novelar con la historia pueda encontrarse en los orígenes del género novelístico, así como el cuestionamiento implícito o explícito de las diferencias entre historia y novela, entre el arte de historiar y el de inventar, o entre el relato verdadero y el que abiertamente destaca su falsedad, las nuevas ficciones históricas reformulan el pasado de manera abierta y au-toconsciente, valiéndose de diversos recursos narrativos que ponen en tela juicio el conocimiento histórico. Esto se sabe.

Si bien el subgénero ha evolucionado mucho en las últimas dos déca-das —lo cual desde luego pone en tela de juicio su «novedad»— todavía observamos, como lo hacía Seymour Menton en 1993, que la mayoría de los novelistas contemporáneos empeñados en reconstruir ciertos episodios

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históricos, sitúan la acción novelística en un pasado que ellos no han ex-perimentado directamente; corroboran la naturaleza cíclica de la historia y su lado impredecible; la distorsionan por medio de omisiones, exagera-ciones y anacronismos; reconfiguran el perfil de famosos personajes his-tóricos; y recurren con frecuencia a la metaficción, la intertextualidad y típicos conceptos bajtinianos como el dialogismo, el carnaval, la parodia y la heteroglosia, con la finalidad de crear una multiplicidad de discursos complementarios y contradictorios en el camino de la narración (1993: 16-25). Siguiendo a Juan José Barrientos, también podemos destacar que en muchas de las nuevas modalidades históricas los personajes aparecen detrás de las cámaras para dejarnos ver cómo se hace una historia al dere-cho y al revés; así, la prosa por momentos se torna alucinante y subjetiva, anacrónica y desafiante, después de haber pasado por un largo proceso de depuración (2001: 14-20). Como sostiene Fernando Aínsa a principios del 2000, el propósito de estas reconstrucciones del pasado es eliminar la dis-tancia épica de la novela histórica tradicional; propiciar una revisión crítica de los mitos constitutivos de la nacionalidad; orientar a los lectores por el lado de la micro-historia; y brindar relatos periféricos, introspectivos, inconscientes, secretos e íntimos (2003: 28, 40-42).

La rosa del virreinato encaja dentro de esta nueva tendencia por muchas razones. Instalados en la conciencia de la Perricholi, los lectores conoce-mos mucho más de cerca a la Villegas en una narración crítica donde la colonia se presenta como «una moral relajada; una magistratura venal; un comercio y una industria raquíticos; una religión endeble que no fomentó creencias, sino absurdos; una nobleza carente de influencia social e intelec-tual; un pueblo pasivo y obediente» (50). Lo paradójico de esta crítica en un principio bienvenida es que, aun cuando refleja la libertad de la nueva novela histórica para imaginar más allá del discurso histórico tradicional, contradecir la historia documentada y proporcionar nuevas alternativas a un pasado previamente solidificado, lamentablemente nos orienta de-masiado pronto hacia el centro de discursos políticos y sociológicos no siempre verosímiles. En otras palabras, la novela cae en un abismo cuando olvida su meta de ficcionalizar la historia con conocimiento de causa para privilegiar la propaganda, el sermón innecesario y pintoresco sobre las vir-tudes del virreinato, o la explicación ensayística de cuestiones irresolubles con respecto a la marginación étnica y la división de las clases sociales. Afir-mar, por ejemplo, que la esclavitud colonial es sólo «una formalidad» y que

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los esclavos «eran hombres libres, trabajadores y bien educados, cuyos bue-nos modales confundían a los viajeros y formaban casi parte del atractivo de la Lima de antaño» (24), convence muy poco al lector contemporáneo, si bien es obvio que el enunciado intenta subvertir un discurso histórico monolítico para luego asignarle un destino diferente a la Perricholi.

Después de haber llevado una vida pecaminosa en sus años mozos; de tener otro amante, aun antes de que Amat se fuera del Perú; y de separar a su hijo de la costurera que pudo haber sido el amor de su vida, en La rosa del virreinato la Perricholi se vuelve «asidua visitante de la biblioteca de las Carmelitas» (99), dona su casa a las religiosas de esta orden y se queda a vivir con ellas como una monja más. Debido a ese estudio solitario tras las rejas de un convento, la Perricholi de Flores Haboud se construye con algunos atisbos de feminismo temprano, como si siguiera el ejemplo de Sor Juana. En este caso, sin embargo, poco funcionan las buenas intenciones de dotar a la cómica peruana de una intelectualidad que no encaja con su perfil de actriz, amante del virrey y transgresora de diversas marginalidades. Aunque es bueno el intento de distanciar a la Perricholi de los documentos históricos o literarios que han calcificado su imagen, lo menos favorable de la novela es realizar este distanciamiento en forma de proclama, tesis feminista, o disertación fallida sobre el destino de una mujer transgresora del Perú colonial. Si en un comienzo la Perricholi de Flores Haboud es atrevida y revolucionaria, en su nueva comunidad religiosa reflexiona sobre su lugar y el de otras mujeres dentro del orden colonial. Esta propuesta feminista podría considerarse positiva, porque presenta a la Perricholi bajo una nueva luz. Pero el proyecto ficcional muestra sus costuras teóricas y deja de convencernos como un producto estético. Esto no sucede con las narraciones de Ricardo Palma y Luis Alberto Sánchez, porque sus finales felices y ajustes hegemónicos desde una mirada masculina jamás descuidan la verosimilitud del cuento o la historia entre manos. ¿Resulta verosímil, en cambio, un pasaje como éste?:

En el convento, Micaela aprendió que toda opción es radical, que toda elec-ción es excluyente y que todo deseo es positivo y no tiene por qué ser realizado […] Por esa época andaba anímicamente vacilante, intelectualmente atrevida, corporalmente saludable, y psíquicamente aturdida. La consciencia de su na-turaleza femenina la empezó a inquietar como complementaria, contrapuesta y semejante a la masculina. «Había que propugnar la igualdad a través de la

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consciencia de la propia diferencia,» se dijo. «¿Cuánto tiempo faltaba aún? ¿Por qué el sexo femenino andaba tan desacreditado en materia de letras? ¿Cómo la mujer podía obtener un lugar digno en la sociedad?,» pensaba (138).

Con su traje de «novicia no enterada» (140) y estrenándose como practi-cante del «misticismo» y la «piedad» (146), la Perricholi de Flores Haboud intenta ser crítica de su mundo. Pero su discurso no proviene de sí misma como personaje ficcional, sino más bien de la voz autoral que delata su intención crítica o propuesta teórica. Como si el viaje espiritual le hubiera abierto nuevas puertas al conocimiento, al final la Villegas entiende que el teatro sólo sirve para lucirse en público, que el virreinato estaba compuesto de farsantes y «que habían hecho de ella un mito para tener de qué hablar, y que se desharían de ella en el momento mismo que no les resultase ren-table» (141). Como observadora del mundo dentro y fuera del convento, en una última carta a su confesor, el padre Manuel Pasmino, la Perricholi se defiende con palabras que, aunque pretenden reflejar su interioridad, logran el efecto opuesto, pues la actriz de teatro ya no habla como tal sino más bien como siguiendo un guión político, ideológico, externo a cualquier causa personal:

En América, hemos olvidado la responsabilidad que tenemos frente al des-tino de los demás y, por eso, sacamos siempre el dedo acusador para señalar al Otro con la facilidad que otorga la ignorancia. No somos capaces de rei-vindicar nuestros derechos frente a los malos gobernantes; sin embargo no dudamos cuando se trata de destruir la vida íntima y personal de alguien. He sido víctima de las murmuraciones y los desprecios por causa de mis errores, lo admito. Pero, cuando el Nuevo Perú, ese constituido por criollos […] por mestizos […] no quiso ver a una representante suya en el trono, no quiso ver su encanto personal y su inteligencia, sino su arribismo; entonces, ya se estaba despreciando.[…] La negación ha sido el camino de América. Como los niños hemos cam-biado nuestra rabia, sin atrevernos a hacer justicia. ¿He sido la depositaria de un resentimiento que no pudo ser odio para ser expulsado? ¿Seguiremos siendo víctimas de nuestros propios miedos? ¿Tendremos algún día el valor de hacer temblar los principios mismos de la civilización que nos dio origen para encontrarnos? ¿Debemos ser los autómatas de la obediencia pasiva o los rebeldes sin causa, no hay algo fuera de esta dialéctica dramática e imperece-dera? (149-51).

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La Perricholi que hallamos en La rosa del virreinato busca desesperada-mente una interioridad mayor a la de sus antecesoras. Pero cuanto más lo intenta, menos lo consigue. Curiosamente, si bien esta figura histórica intenta deshacerse de las viejas caracterizaciones con las que ha pasado a la memoria oral y escrita, al final de su vida la Perricholi de Flores Haboud se ajusta a la muerte piadosa que le adjudican escritores como Ricardo Palma y Luis Alberto Sánchez. Valiéndose de la flexibilidad de la nueva novela histórica para «prescindir de la lógica y la verosimilitud, seleccionar sus materiales documentales de una manera más arbitraria, imaginar o enfo-car de manera primordial la vida privada y emplear con la mayor libertad cualquier recurso retórico o estrategia textual a su disposición» (Corona 2001: 93), en el convento la Perricholi trastoca su lecho de virreina con columnas torneadas por un pequeño catre de madera, y desde ahí analiza su futuro lejano o nuestro presente más cercano. «Si seguimos apreciándo-nos tan poco», señala la Perricholi poco antes de morir, «presiento que la reina de las ciudades virreinales se convertirá en una mendiga polvorienta y haraposa y yo seré el símbolo de la argucia con que Lima quiso crecer a toda costa; pero, no será verdad; yo soy solo el deseo escondido de una ciudad que necesita ser mejor» (152). En este último trance, vestida con el hábito y cuerda de San Francisco, la Perricholi espera «reivindicar con la muerte que me dará vida, la vida que me dio muerte» (155), y muere en su ley, «abierta al devenir» (158).

Esta apertura, lo sabemos, es signo de que volveremos a encontrarnos con ella en un futuro próximo, en manos de un hombre o de una mu-jer. En breve, seguramente alguien la tomará como estandarte para algu-na causa honorable o la repudiará por otras tantas. Si las nuevas novelas históricas sirven para reflexionar sobre la historia, aprovechando su crisis posmoderna para definir espacios y fronteras, sujetos, objetos y procedi-mientos discursivos (Perkowska 2008: 335-38), esperemos que las próxi-mas representaciones de la Perricholi sean más convincentes que la última. Si bien los nuevos narradores deben seguir sus propias agendas ideológi-cas —como en su momento lo hicieron otros— no deben olvidar que las mejores narrativas son aquellas que nos parecen posibles. Mientras dure la espera, seguiremos buscando a la Miquita Villegas en el período colonial y en nuestro tiempo, imaginándola como virreina ilegítima, como actriz y amante, a veces piadosa y otras veces altanera, tan genial como la retrató Ricardo Palma o tan seductora y apasionada como la pintó Luis Alberto

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Sánchez. ¿Cuál de todas será la verdadera? Si bien sabemos cómo comienza la historia, desconocemos cuál será su destino en los espacios fronterizos de la historia y la literatura, en el mundo del cine y el teatro, o en las letras de alguna canción que intente captar el genio y figura de uno de los persona-jes femeninos más enigmáticos del Perú virreinal.

Notas

1. Sobre la identidad de estas mujeres y sobre la construcción de voces marcadamente feme-ninas dentro de sus respectivos discursos, véase el artículo «Gendered Voices from Lima and Mexico» (2005: 279-82) de Raquel Chang-Rodríguez, así como sus estudios introductorios en «Aquí, ninfas del sur…» (2008: 48-49;193-94; 237-38) y por supuesto el «Estudio preli-minar» (2009: 13-79) en su edición del Discurso en Loor de la poesía y la Epístola a Belardo.2. Tomo como referencia la «Partida de bautismo de Micaela Villegas».3. Al respecto, véase el «Testamento de doña Micaela Villegas».4. Sobre las leyendas en torno al nacimiento de la Perricholi, véase el estudio de Guillermo Lohmann Villena, Un tríptico del Perú virreinal (1976: 184-88).5. Si bien es muy probable que la condición de mestiza de la Perricholi provenga únicamente de su mote, la incertidumbre sobre su verdadera etnia y posible mestizaje se propaga tanto en libros de historia como en diversos textos de creación y crítica literaria. Mientras Luis Alberto Sánchez la llama chola y otras veces criolla en distintas obras, en su estudio sobre la Perricholi Castro-Klarén hace referencias a su condición de «criolla (mestiza)» y recalca sus contradic-ciones, transgresiones e hibridez cultural en un mundo racista que «prohíbe los enlaces entre la aristocracia y la plebe, las castas de arriba y las de abajo» (1996: 90-91). Curiosamente, Jorge Basadre estudia a la Perricholi como «mujer criolla, producto de la lascivia del mestiza-je» (1992: 142). En su análisis histórico sobre el árbol genealógico de la Perricholi, Gustavo Bacacorzo señala que los parientes de Micaela Villegas son de «raza española (blanca)», no sin antes sugerir que al menos los Barreda de su línea paterna «tenían alguna mezcla de sangre aborigen» (1994: 25). Como sus únicas evidencias para tal afirmación son ciertos óleos de la familia de la Perricholi en los que observa rasgos indígenas, Bacacorzo concluye con una expresión del tradicionista Ricardo Palma que nos retorna al mismo dilema de estudios ante-riores: «¡En el Perú, quien no tiene de inga tiene de mandinga¡» (1994: 25).6. Sobre los avatares de Sor Juana en el ambiente crítico y/o artístico, desde la época colo-nial hasta nuestros días, véase el sexto capítulo de Los límites de la femineidad (2004: 93-125) de Rosa Perelmuter; la introducción de Sigilosos vuelos epistemológicos (2007: 13-27) de Verónica Grossi; y el artículo «Traces of Sor Juana» (2007: 256-64) de Sara Poot Herrera.7. En su artículo, Castro-Klarén pasa revista a algunos de estos hombres intelectuales en conexión con la Perricholi, prestando particular atención al diálogo que establece Luis Al-berto Sánchez con Palma y Lavalle.8. Durante su gestión como virrey Amat realizó varias obras de infraestructura en Lima: la reconstrucción de la Alameda de los Descalzos, la Plaza de Acho, La Quinta de Presa, el

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Templo de las Nazarenas que albergaría la imagen del Señor de los Milagros, el Paseo de Aguas, así como la fortificación del Real Felipe.9. Pensando en el contexto específico de la Nueva España, en los primeros tres capítulos de su libro Las conspiradoras Jean Franco analiza esta compleja situación femenina, que sólo en ciertas ocasiones se vuelve contestataria y/o subversiva.10. En mi artículo «Exploraciones del conocimiento místico» retomo el debate en torno a la religiosidad y el supuesto misticismo de Sor Juana. En «Three Hundred Years of Con-troversy» Nina M. Scott resume diversas posturas sobre los últimos años de Sor Juana, su posible conversión religiosa, o su sostenida resistencia desde su lugar asignado.11. Sobre el género al cual pertenece su obra La Perricholi, véase el comentario de Luis Alberto Sánchez, en su prefacio al Drama de los palanganas (1938: 5).12. Pienso aquí en Kalle Pihlainen, quien recalca las diferencias textuales en la historia y la ficción, defendiendo que aun cuando los factores narrativos puedan ser los mismos, el resultado metafórico es diferente en cada discurso, dependiendo del lugar desde donde éste se origina (2002: 43).13. Cito del «Apéndice» al final del Drama de los palanganas, donde Luis Alberto Sánchez incluye las páginas que Radiguet le dedicara a la Perricholi en su obra Souvenirs. 14. Siguiendo a Palma, en la versión original de su novela Luis Alberto Sánchez señala que la Perricholi nació en 1739, pero después de la exhumación de la partida de nacimiento de la cómica en 1944 por Luis Antonio Eguiguren, él mismo corrige la fecha, poniendo la definitiva de 1748. Véase esta aclaración en la «nota final» de su edición de 1955, citada en la bibliografía.15. En este trabajo sigo la edición de 1955.

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Domesticando la frontera:mirada, voz y «agencia» textual

de dos encomenderas en el Perú del siglo xvi

Rocío Quispe-AgnoliMichigan State University

En este trabajo examino el rol que las mujeres españolas desempe-ñaron como agentes de domesticación de un mundo desconocido y

la formación de la sociedad colonial del Perú en el siglo xvi y su relación con la palabra escrita como medio para ejercer su influencia en su épo-ca. Como bien sabemos hay un conjunto amplio de textos que residen en los archivos coloniales hispanoamericanos que fueron producidos a instan-cias de mujeres en el virreinato del Perú provenientes de diferentes grupos sociales y étnicos. Las autoras directas o indirectas de dicho conjunto tex-tual no se limitan a las mujeres que llevaron una vida religiosa, ni tampoco a las mujeres nobles. Las mujeres a las que me refiero a continuación no eligieron el convento como estilo de vida. Por el contrario, estas mujeres se convirtieron en esposas, madres de familia, amas de casa, al mismo tiem-po que asumieron otros roles socialmente asociados a los hombres. No obstante, estudiosos de esta época, como el historiador Luis Martín, han observado a las primeras generaciones de mujeres no religiosas en las Indias en primer lugar como amas de casa que facilitaron la vida de sus familias y sus maridos conquistadores. Y es justamente en su rol de amas de casa que estas mujeres funcionaron como mediadores interculturales en el territorio hispanoamericano del siglo xvi.

Los estudios históricos sobre la conquista europea del Nuevo Mundo suelen relegar a la mujer a un rol de testigo pasivo en las crónicas de esta época una vez que la domesticación del territorio ha tomado lugar. Sin em-bargo, y a pesar de la diferencia genérica, la mujer es también un sujeto que descubre la diferencia en el Nuevo Mundo y la construye en sus textos de acuerdo con su mirada particular. Entiendo «mirada» aquí como la forma en que un determinado grupo humano, que está condicionado por su género, identidad nacional, profesión y lugar social, percibe y entiende el mundo.

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Las mujeres de las que me ocupo en este trabajo pertenecieron a la élite encomendera del siglo xvi en el Perú y llevaron a cabo la administración de sus bienes así como transacciones comerciales y legales en múltiples ocasiones a lo largo de sus vidas. Estas mujeres produjeron cartas de re-lación, probanzas de méritos y de nobleza, cartas de dote, testamentos y contratos de servicios, demostrando de esta manera que eran portadoras de un conocimiento plasmado en estos documentos. Es así como estos sujetos textualizaron su participación en la conquista y colonización de América y nos dejaron conocer su mirada y su voz acerca de estos eventos.

A principios del siglo xvi, el embarque de mujeres al Nuevo Mundo estaba permitido sólo a las casadas que iban a su lugar de destino a reu-nirse con sus esposos. Observadores de la época, como Gonzalo Fernán-dez de Oviedo, señalan el ennoblecimiento de la tierra por la presencia de las mujeres castellanas, así como el cambio de hábito del colonizador aventurero en esposo y padre de familia. En la sociedad iniciada por los conquistadores, las mujeres europeas y sus descendientes cumplieron fun-ciones estabilizadoras al plantearse como el centro de irradiación de los valores familiares que hicieron posible el paso de la conquista a la colonia. Además, en el primer siglo de su presencia en las nuevas tierras, mientras el proceso domesticador y civilizador de las Indias tomaba lugar, las mu-jeres accedieron a espacios de poder económico y social, tradicionalmente reservados a los hombres.

Entre 1534 y 1620 había por lo menos 102 encomenderas en Perú. Las encomenderas del siglo xvi recibieron sus encomiendas del rey de España como recompensa a sus servicios, y/o el de sus maridos, en la conquista del Perú. Dichas encomiendas no incluían tierras, sino el trabajo y los tributos de cientos o miles de trabajadores indios que eran entregados al encomendero en un sistema muy semejante al servicio feudal. El enco-mendero se comprometía a enseñar religión cristiana a los indios para la salvación de sus almas, y los indios le entregaban los frutos de su trabajo y pagaban tributo. Las mujeres que se convirtieron en cabeza de sus enco-miendas fueron viudas o hijas de los primeros encomenderos a la muerte de los mismos. Debido a su aislamiento en el Nuevo Mundo, estas viudas e hijas de encomenderos aprendieron a actuar de manera independiente para proteger sus riquezas y administrar sus encomiendas; se convirtieron en más de una ocasión en sujetos políticos que podían actuar de manera independiente según sus propios intereses. La amplia producción de textos

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legales por parte de las encomenderas nos demuestra que hubo mujeres con gran riqueza y poder en un momento y lugar de transiciones inter- y transculturales como lo fue el virreinato del Perú del siglo xvi. En la nueva e incipiente sociedad colonial formada a la distancia del imperio español en tierras nuevas y extrañas, las diferencias de género de los europeos de la modernidad temprana se relajaron lo suficiente como para permitir la «agencia» de mujeres en esferas más allá del espacio doméstico. Es el ejerci-cio de esta capacidad de acción —rastreada en su producción textual— lo que nos ayuda a entender cómo estas mujeres utilizaron los medios dispo-nibles a su alcance no sólo para sobrevivir sino para mantener una posición rica y poderosa que pudiera pasar a su descendencia. Esta «agencia» se des-cubre también como una alternativa al silencio de las historias oficiales en lo que respecta a la producción textual de mujeres en la colonia. Entiendo «agencia» como la capacidad del individuo que se coloca en una posición textual desde la cual hace escuchar su voz y motiva, o tiene la intención de mover, a sus destinatarios a la acción. Para estudiar la «agencia» de la en-comendera en el Perú del siglo xvi, parto de la noción de «agencia textual» que Margarita Zamora emplea al analizar las voces taínas en los textos co-lombinos en su artículo de 1999. En este trabajo Zamora considera «agen-cia» y «agente textual» a partir de la propuesta teórica poscolonial de Homi Bhabha en The Location of Culture (1994). Zamora adapta estos conceptos para aplicarlos de manera pertinente al análisis de textos coloniales hispa-noamericanos: «El foco aquí será la cuestión de «agencia», entendida como el acto o el habla que influye el curso de los eventos o modifica las actitudes de otros. Según Homi Bhabha, un agente es aquél que es capaz de una acción deliberativa e individual (de palabra o acción)» (191).

Teniendo en cuenta «agencia textual» y «mirada» analizo aquí textos producidos por dos miembros de la primera generación de encomende-ras en el Perú: doña Inés Muñóz, cuñada de Francisco Pizarro y tutora de los hijos que el conquistador tuvo con Inés Huaylas; y doña Jordana Mejía, encomendera de Cajamarca y una de las vecinas fundadoras de la ciudad de Trujillo en la costa norte de Perú. Mi objetivo es analizar sus acciones y voces en tanto expresiones individuales de una «agencia» y po-der en los textos que producen. Por lo general las «voces de mujeres» no «se escuchan» en los textos escritos por hombres y, cuando aparecen, los escritores masculinos se refieren a ellas en tercera persona. Sin embargo, como vemos aquí, las voces de mujeres pueden rastrearse en el uso de una

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primera persona gramatical («Yo digo aquí y ahora») que se alterna con la tercera persona utilizada por el notario para referirse a la misma persona. De esta manera cuando uso el término «voz» en este estudio me refiero a la expresión individual femenina en el texto escrito. Con esta aproximación espero también observar la relación que estas mujeres tenían con el acto de la escritura y la producción de textos legales en su tiempo. Ni Inés Muñóz ni Jordana Mejía sabían leer o escribir, pero ambas aprendieron a firmar los documentos que ordenaron producir. En su libro With Our Labor and Sweat (2007), Karen Graubart ha demostrado cómo las mujeres andinas de esta época aprendieron a usar el discurso legal para defender sus propias causas, a pesar de la mediación del notario. Extiendo esta observación a las mujeres españolas del Perú del siglo xvi que adquirieron el conocimiento suficiente del aparato retórico jurídico de su época para dictar sus pen-samientos al escriba y, a pesar de la mediación de la pluma del notario, utilizaron la escritura legal como medio de expresión individual. Teniendo en cuenta el contexto anterior analizo a continuación una carta de relación producida por doña Inés Muñóz en 1543 en la que reclama el despojo de los indios de su encomienda: «Carta de Doña Inés a su Majestad pidiendo la devolución de unos Indios.» El uso de temas domésticos en esta carta me lleva a su vez al análisis del contrato de servicios que elaboró Jordana Mejía en 1568, después de la muerte de su marido: «Recomendaciones caseras de Da. Jordana Mexía a su administrador.» En estos textos las voces de doña Inés y doña Jordana revelan agentes femeninos de colonización con una consciencia del rol que desempeñan en la expansión europea a través de la domesticación de lo desconocido y también a través de su uso del aparato legal patriarcal para su propio beneficio. Para comprender el alcance de sus acciones es necesario hacer un breve repaso de la encomienda en el virrei-nato del Perú del siglo xvi.

El sistema de la encomienda organizó la economía, la sociedad y la po-lítica del Perú colonial temprano. Basado en el modelo feudal de control indirecto de la tierra, la corona española creó el sistema de encomienda en 1493 (Chamberlain 1939: 20), aunque las asignaciones de encomiendas se empezaron a hacer efectivas en 1503 o 1504 (Kirkpatrick 1971: 431). Se trataba de un sistema de trabajo por el cual el rey otorgaba o confiaba un número de trabajadores y tributarios indios a individuos españoles como recompensa por su participación en la conquista de Perú. Antes de la llega-da de los europeos al Perú, durante la época del gobierno Inca, los indios

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de diversos grupos étnicos estaban organizados en comunidades a cargo de un jefe local o curaca. El curaca funcionaba como mediador entre su comunidad y el gobierno Inca. Con la imposición de la encomienda, los indios que eran asignados a un encomendero trabajaban al lado de su cura-ca quien reportaba los tributos y los frutos del trabajo de los indios al enco-mendero. Si bien la encomienda no consistía en una apropiación territorial, los indios de una encomienda vivían dentro de los límites de determinada región, de tal manera que el encomendero tenía no solo acceso a su trabajo y al tributo sino también a sus tierras y recursos. Como parte del intercambio de servicios asumidos en el sistema de encomienda, el encomendero se com-prometía a instruir a sus indios en la fe cristiana y propiciaba su aculturación a los modos españoles de vida (Chamberlain 1966: 5).

Como he indicado antes, muchas mujeres españolas se convirtieron en encomenderas por ser viudas o hijas de encomenderos o, en casos muy excepcionales, por haber provisto servicios inusuales a los conquistadores. Un ejemplo es el caso de María Escobar cuyo segundo marido, el conquis-tador Francisco de Chaves, murió al lado de Francisco Pizarro cuando éste fue emboscado por los almagristas en su casa. El esposo de Escobar había recibido dos encomiendas de Pizarro en 1536 y 1538 por sus servicios en la conquista. Según la Historia del Nuevo Mundo ([1639] 1956) del historiador colonial Bernabé Cobo, en algún momento del año 1540 Es-cobar había recibido un saco de trigo cuyo contenido distribuyó entre los granjeros de Lima. Tres años más tarde la cosecha de trigo hizo posible la producción de pan. Por este servicio, se le otorgó una tercera encomienda a Escobar en el valle de Lima. Aunque muchos historiadores reconocen el poder económico de las encomenderas, su acceso a la encomienda se suele explicar por medio de una herencia que recibe de un padre o marido enco-mendero. En casos como el de Escobar, el servicio que ha prestado la mujer se enmarca como una iniciativa doméstica que mejora las condiciones de la vida diaria de los colonos, haciendo posible un elemento de la dieta europea. El área temática de la domesticidad es inevitable en los estudios sobre mujeres en general. En el caso que nos ocupa aquí, he podido obser-var un movimiento de ida y vuelta en el proceso de domesticación cuando hay participación de la mujer en situaciones socialmente inestables. Por un lado se hacen necesarias para ayudar a ordenar la sociedad que entra en conflicto con lo desconocido y, en estas circunstancias, se les permite movilidad y actividad social. Sin embargo, una vez que la domesticación

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de lo desconocido se ha establecido convenientemente y la sociedad está en orden, la domesticación se ejerce sobre la mujer al confinarla de nuevo al espacio del hogar y excluirla del espacio público. La sociedad colonial del siglo xvi en el virreinato del Perú es una sociedad inestable debido a los conflictos que inaugura la conquista, las guerras civiles entre conquistado-res, y luego entre encomenderos y los oficiales de la corona. Luis Martín ha estudiado las características de las primeras mujeres españolas que llegaron al Perú en su rol de esposas catalizadoras de la incivilidad de sus maridos con el fin de crear y mantener una sociedad estable y saludable (1983: 9). Martín documenta la actividad de mujeres españolas que ejercen su «agen-cia» en situaciones extremas como la guerra civil entre los conquistadores, así como aquellas mujeres que recibieron encomiendas como herencia de sus maridos o padres. Una vez que la incipiente sociedad peruana se esta-biliza, estas mujeres vuelven al espacio doméstico del hogar en el cual se recluyen. Otras mujeres que ejercieron públicamente su «agencia» fueron consideradas excepcionales y se les caracterizó como mujeres varoniles.

Los conquistadores españoles tenían más posibilidades de obtener o retener sus encomiendas si estaban casados y tenían una familia. Asimis-mo, las viudas de encomenderos tomaban posesión de la encomienda del marido, pero estaban obligadas a casarse en menos de tres o cuatro años. Cristóbal Vaca de Castro y Francisco de Toledo fueron dos de los oficiales españoles más conocidos que no veían con buenos ojos que una mujer se hiciera cargo de una encomienda por sí sola. Doña Inés Muñóz y doña Jordana Mejía tuvieron sus desacuerdos jurídicos con cada uno de estos oficiales debido al control de sus encomiendas y los recursos derivados de éstas.

Las circunstancias que trajeron a doña Inés Muñóz y doña Jordana Me-jía al Nuevo Mundo sentaron las bases para sus miradas de lo desconocido por domesticar: su «agencia» textual y la voz manifestada en sus textos. Inés Muñoz cruzó el Atlántico a principios de la década de 1530 con su marido, Francisco Martín de Alcántara, quien era medio hermano de Francisco Pi-zarro. Nacida en Sevilla en el seno de una familia rural antes de 1500, tuvo una vida larga y próspera a pesar de los turbulentos eventos que le tocó vivir; murió en Lima el 3 de junio de 1594. En 1529 el conquistador Piza-rro reclutó hombres en Sevilla para regresar al Nuevo Mundo y explorar las tierras del sur que tenían fama de estar llenas de oro (Porras Barrenechea 1978: 116-123). Inés Muñóz y su marido trabajaron para Pizarro como

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sus sirvientes personales durante estos años. El 16 de noviembre de 1532 Pizarro y sus hombres llegaron a la costa norte de Perú y avanzaron tierra adentro hacia Cajamarca, donde capturaron al Inca Atahualpa. Un año después de conquistar Cuzco, la capital del imperio Inca, Pizarro fundó Jauja en los Andes centrales en 1534. Inés Muñóz se había quedado en Pa-namá a la espera de las novedades de los conquistadores y, cuando recibió las noticias, se unió a su marido ese mismo año. Jauja fue pronto reempla-zada por Lima como capital que se fundó como la «Ciudad de los Reyes» el 18 de enero de 1535. Inés Muñóz llegó con Francisco Martín de Alcántara a Lima ese mismo año y ambos participaron en la distribución de solares para construir sus casas en la nueva ciudad. Según su propio relato, corro-borado por otros cronistas de la época, la poderosa persona de doña Inés Muñóz empezó a tomar forma a partir de este momento. El 23 de mayo de 1541, Inés y su marido recibieron tres encomiendas de Francisco Pizarro —con una cantidad aproximada de 3.000 indios tributarios— y se con-firmaron como gente de su absoluta confianza (Pizarro 1541). Inés se hizo cargo de los hijos que el conquistador tuvo con Inés Huaylas, también co-nocida como Quispe Sisa, hija de la curaca de Huaylas con la cual Pizarro había hecho una alianza. Francisca y Gonzalo Pizarro, los hijos mestizos del conquistador del Perú, fueron separados de su madre —a quien Pizarro casó con uno de sus hombres poco después— y entregados a Inés Muñóz para que recibieran una educación española y cristiana. Ambos niños eran pequeños cuando su padre fue asesinado por los seguidores de Diego de Almagro el 26 de junio de 1541. En este episodio, el marido de Inés Mu-ñoz murió también. Como consecuencia de estos eventos, Inés, quien ya detentaba el título de «Doña» porque su marido había sido reconocido por el rey de España con un escudo de armas (Alcántara 1540), se convirtió en cabeza de las tres encomiendas que ella y su marido habían recibido un mes antes de la muerte del segundo.

Luis Martín ha descrito a doña Inés Muñóz como una mujer fuerte que respondió a la muerte de su marido y cuñado con gran estoicismo y valen-tía. Ella y otras viudas confrontaron a los asesinos y rescataron los cuerpos de sus maridos para darles cristiana sepultura (1983: 41). A continuación doña Inés se hizo cargo de los hijos de Pizarro y huyó con ellos a la costa norte de Perú para evitar el peligro de los almagristas. En la costa norte ella se encontró con la comitiva del licenciado Cristóbal Vaca de Castro, quien había sido enviado al Perú para mediar y poner orden en las disputas

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de los conquistadores. Informado del asesinato de Francisco Pizarro y sus hombres, Vaca de Castro formó un ejército y avanzó a Lima. Una vez que el Licenciado trajo cierto orden a la caótica situación entre los conquista-dores, Inés Muñoz regresó a Lima con los hijos de Pizarro y al poco tiempo se casó con Antonio de Ribera quien se convirtió en el guardián legal de los hijos del conquistador. Es así como la encomendera pasó a llamarse doña Inés Muñoz de Ribera. Sin embargo, durante su ausencia forzada de Lima, doña Inés fue depojada de parte de sus encomiendas por Vaca de Castro quien las distribuyó entre sus aliados españoles como recompensa por ha-berlo asistido en su campaña militar. Doña Inés presentó varias peticiones a las autoridades de Lima sin obtener respuesta y, por ello, escribió una car-ta al rey de España en la que estableció su reclamo. De manera semejante a la carta que escribió Isabel de Guevara a la princesa Juana en 1556 y que es conocida ahora gracias a la divulgación de este documento por varios estudiosos (Tieffemberg 1989; Marrero-Fente 1996; Scott 1999; Quispe-Agnoli 2006), doña Inés Muñoz de Ribera produjo una breve carta de relación en la que exponía sus servicios a la corona y reclamaba la restitu-ción de su encomienda como parte de la recompensa que había recibido tres años antes, cuando era la esposa de Francisco Martín de Alcántara. La carta que analizo aquí no solo narra una historia, sino forma parte de una constelación de documentos producidos por Inés Muñoz a partir de este momento. A su vez, esta carta se inserta en un grupo textual amplio pro-ducido por encomenderas del Perú durante los siglos xvi y xvii.

Una lectura atenta de «Carta de Doña Inés a Su Majestad, pidiendo la devolución de unos indios (1543)» nos revela elementos de la retórica de la carta de relación que examino a continuación. El primer elemento refiere al acto de escribir como medio de expresión que usa la pluma, tinta y papel para informar. Este acto utiliza el género de la carta de relación de Indias y emplea temas de un repertorio que varía según los antecedentes étnicos, sociales y genéricos de la persona que dicta la carta de relación. Como la carta de relación forma parte de un conjunto de discursos jurídicos, este género textual se asocia típicamente con agentes masculinos. Si bien el me-diador de la palabra escrita —el notario— es un hombre, tanto hombres como mujeres utilizaron la carta de relación de manera semejante y con objetivos similares, sino iguales: contar sus historias personales en la explo-ración, conquista y colonización de las nuevas tierras en las cuales prestan servicios al rey y, por lo tanto, pedir una recompensa por dichos servicios.

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En la carta de doña Inés distingo tres partes frecuentemente compar-tidas por la carta de relación del siglo xvi: la introducción del asunto a discutir, que puede verse como un resumen del documento; la descripción de sus servicios a la corona con referencias autobiográficas que apoyan su caso; y la petición de recompensa. En la introducción de esta carta, doña Inés afirma que ella busca reparación por las pérdidas que ha tenido a causa de la intervención de Vaca de Castro en sus encomiendas. Doña Inés tam-bién afirma su derecho de restitución porque, además de sus servicios a la corona en la conquista y colonización de Perú, ella ha cuidado de los hijos de Pizarro después de su muerte:

Como todos los subditos y naturales de V. M no tienen en esta vida otro rrefugio/ y rremedio después del de Dios si no es el de V. M acuden con sus trabajos y/ nescesidades para ser remediados y manparados dello y por la bon-dad divina/ todos allan el rremedio que esperan Y an menester y la voluntad de V. M nunca/ se arta ni deja de azer semejantes mercedes y buenas obras especialmente en/ fabor de huerfanos y viudas y pobres como lo soy yo y estos hijos del Marques don/ Francisco… Pizarro de cuya causa… quenta de quien/ soy y de mis trabajos y perdidas y de algunas sin razones que se me an hecho y azen/ a mi a estos hijos del marqués y suplicarle que me haga merced de mandar[me] venir por estos/ hijos del marqués don Francisco Pizarro y por mi y mandar que nos tornen lo que nos/ an tomado. (Muñóz de Ribera 1543)

A continuación, doña Inés enfatiza que ella estaba casada con don Fran-cisco Martín de Alcántara, hermano del Marqués, quien participó muy activamente en la conquista de los Incas y murió defendiendo la vida de su hermano ante los almagristas, los cuales habían empezado una guerra ilegal contra la corona española. Observemos aquí que, además de su afiliación con los conquistadores, doña Inés enfatiza su rol femenino distintivo en la conquista:

Soy la primera muger casada que en ella entró/ y comenzó a poblar sirvio mucho A V. M. asy en toda la conquista y alçamientos/ desta tierra y pacifica-ción della en lo qual aventuro muchas beces su vida y derramo/ mucha de su sangre y todo a su costa y mision El marques su hermano en rrecon/pensa de algo desto le encomendó tres mill yndios visitados para que se sustentara (…) (Muñóz de Ribera 1543)

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En el momento en que doña Inés dicta esta carta, es viuda y ha perdido a sus hijas. Por lo tanto su referencia a «poblar» la tierra indica más bien su participación activa en la conquista. Esta observación se refuerza con la afirmación siguiente en la cual ella se presenta como una valiente gue-rrera que pelea para rendir al ejército inca. Por esta razón ella y su marido recibieron tres encomiendas, concesión aprobada por decreto real. Según las expectativas del sistema de encomienda, doña Inés deja claro que ella ha actuado como una encomendera justa con sus indios: «yo me servy algunos dias dellos quieta y / pacificamente» (Muñóz de Ribera 1543). Sin embargo, la colonización pacífica que doña Inés describe fue violen-tamente interrumpida por los almagristas cuando asesinaron al Marqués y amenazaron con matar a los hijos de Pizarro a quienes ella juró prote-ger y criar según los preceptos cristianos y españoles. Doña Inés tuvo que huir de Lima y buscó la protección del rey de España por medio de su representante, el Licenciado Vaca de Castro. Pero un año después de estos acontecimientos, doña Inés se ve forzada a acusar a Vaca de Castro ante el rey porque éste la ha despojado, tanto a ella como a los hijos del Marqués, de sus bien merecidas encomiendas sin razón alguna:

y estando ausentes y muy lejos desta cibdad el licenciado/ vaca de castro que por V. M gobierna al presente sin causa ni razon al/guna y sin ser oida me a quitado y despojado de los yndios de guanuco y los/ ha dado a un pedro de Puelles lo que me deja son tan pocos y tan trabaxados y al //cançados Que no bastan ni tienen para sustentarme y a los hijos del marques le a quitado/ y despojado de todos los yndios que su padre les avia dado sin dejarles mas. (Muñóz de Ribera 1543)

Es importante notar aquí que doña Inés indica en esta carta que los indios de sus encomiendas fueron asignados en tres partes: 600 indios en Jauja, 200 en Lima y 2,200 en Huánuco. La diferencia entre 800 (los indios de Jauja y Lima que quedaron en posesión de doña Inés) y los 2,200 restantes otorgados a Pedro de Puelles y otros encomenderos nuevos de León de Huá-nuco, ayuda a aclarar la insistencia de doña Inés cuando afirma que no tiene suficientes indios para su sustento. Recordemos que los indios encomenda-dos no solo suponían trabajo sino también tributos para el encomendero. Cuando doña Inés señala que 800 indios —a diferencia de los 3000 que originalmente le habían sido asignados— no son suficientes para su mante-

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nimiento, ella insiste en el privilegiado estatus económico y social que tenía en ese momento. Doña Inés no está sola en esta lucha con los oficiales es-pañoles. Otras encomenderas como María de Escobar y María Sánchez, La Millana, también pelearon en la corte para que les devolvieran sus indios (Martín 1983:47). Veinte años más tarde, vemos una situación similar entre Jordana Mejía y Francisco de Toledo. Aunque Vaca de Castro justificó su de-cision contra doña Inés Muñoz aduciendo su preocupación por la seguridad de estas mujeres, su actitud estaba motivada más bien por la idea de que la mujer no podía tener tal poder económico, especialmente en territorios que eran tan difíciles de controlar debido a la extrema lejanía con España. La opinión que Vaca de Castro tiene de estas mujeres me lleva al siguiente pun-to: el insulto a las encomenderas como doña Inés se convierte en un agravio al rey. En el párrafo final de su carta, doña Inés considera que el despojo de sus derechos y propiedades por parte de Vaca de Castro es un insulto grave a una conquistadora del Perú y a sus servicios a la corona. La carta concluye con un pedido de restitución de las encomiendas para ella y para los hijos del Marqués: «Suplico a V. M. mande acatar/ do todo lo que tengo dicho que los dichos yndios se tornen a los dichos hijos del Marqués y a mi/ y se nos den algunos mas para con que podamos remediar mas nescesidades y no / permita que se nos haga tan gran sin rrazon ni quedar tan mal galardonados/ ellos y yo.» (Muñóz de Ribera 1543)

Entre los hombres de Cajamarca que participaron en la captura del Inca Atahualpa en 1532, Melchor Verdugo, según Francisco Pizarro, se distin-guió a tal punto que en 1535, cuando apenas contaba con 22 años, recibió una de las encomiendas más extensas de ese momento. Verdugo peleó a favor de los Pizarro durante la guerra civil entre los conquistadores y en 1538 el rey le concedió un escudo de armas. El mismo año tomo posesión oficial de su encomienda: las Siete Guarangas de Cajamarca. Esta enco-mienda se encontraba en lo que es hoy el territorio central de la provincia de Cajamarca en el Perú. En tiempos prehispánicos, las comunidades de la región estaban organizadas en grupos de cien familias («pachaca» en que-chua) y grupos de diez pachacas o mil familias («guaranga» en quechua). Con este dato es posible deducir que Verdugo recibió por lo menos 7,000 familias tributarias con esta encomienda. Más adelante Verdugo, muy a su pesar, se vio obligado a participar en la campaña militar de Vaca de Castro contra Gonzalo Pizarro. Insatisfecho con su participación en la campaña militar contra el hermano de Francisco Pizarro, Vaca de Castro le quitó

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casi la mitad de su encomienda en 1542 y otorgó tres de las siete guarangas a Hernando de Alvarado, vecino de Chachapoyas (del Busto 1981: 76).

Verdugo viajó a España para hacer trámites relativos a su encomienda cuando conoció al capitán Rodrigo Mejía. Acordaron entonces el matri-monio de Verdugo con doña Jordana, hija del capitán Mejía (del Busto 1959: 42) quien era aproximadamente veinte años más joven que el enco-mendero. Gracias a la promesa de matrimonio, Verdugo obtuvo la licencia para regresar al Perú donde celebró el matrimonio con doña Jordana en 1553 (Zevallos Quiñónez 1996: I, 422). Durante el tiempo que estuvieron casados, Verdugo tuvo que ausentarse varias veces y de manera prolonga-da. En su ausencia, doña Jordana llevó las riendas de la encomienda sin mayores vacilaciones (Zevallos Quiñónez 1996: I, 423). El matrimonio de Melchor Verdugo y doña Jordana Mexía parece haber sido un matrimonio forjado por la conveniencia de ambas partes. Por una parte, doña Jordana venía de una familia hidalga pero empobrecida. Por otra, Melchor había recibido reconocimientos del rey y tenía una gran riqueza, pero necesitaba casarse para mantener su encomienda y el matrimonio con una mujer es-pañola de familia noble —aunque fuera de la baja nobleza empobrecida— era ideal para afianzar su estatus en la élite encomendera del Perú.

El 13 de febrero de 1567 Verdugo murió y doña Jordana heredó su enco-mienda a los 34 años de edad (Zevallos-Quiñónez 1996: I, 422; Almorza Hi-dalgo 2010). En su testamento redactado en noviembre de 1566 en presencia de su mujer, el encomendero declaró como herederos universales de todos sus bienes a doña Jordana así como a los indios de su encomienda. De manera semejante a doña Inés Muñoz, doña Jordana se convirtió en una viuda muy rica, propietaria de una de la encomiendas más grandes del norte del Perú. Al año siguiente de la muerte de su marido, la encomendera empleó a un nuevo administrador para que se encargara de su casa y asuntos en Cajamarca. El documento que examino a continuación fue producido y firmado por doña Jordana en Zumba (sur de Ecuador, a menos de 100 kilómetros de Cajamarca, Perú) en 1568 y se trata de un contrato de servicios para dicho administrador: «Recomendaciones caseras de Doña Jordana Mexia a su administrador.» Si bien estamos ante una carta de asiento y/o de obligación, el título nos introdu-ce de inmediato al aspecto doméstico de la encomienda y su administración. En este texto encontramos temas relacionados con el manejo de la encomien-da y de sus indios, así como la privacidad y distancia que deben mantenerse en relación a los aposentos de la encomendera y la necesidad de mantenerla

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informada en todo momento de los acontecimientos y correos que lleguen a Cajamarca. El texto termina con la asignación de salario y la fecha en que se han iniciado las labores de Ximenez de Ocampo. A diferencia de la carta de relación de doña Inés, este texto es un contrato de servicios al que se añade un detallado inventario de tareas y expectativas. Este inventario comienza con la frase «memoria para entender Ximenez docampo lo que ha de hazerse en la casa.» Según el diccionario de Sebastián de Covarrubias una de las acepcio-nes de «memoria» es «la petición que se da al Iuez, o al Señor para recuerdo de algún negocio» (1611: II, 215). En la actualidad, el diccionario de la Real Academia define «memoria» como «recuerdo, aviso, relación de gastos (inven-tario), libro, cuaderno, papel en el que se apunta algo para tenerlo presente.» La definición actual de «entender», según el diccionario de la Real Academia, es «tener una idea clara.» A su vez, el diccionario de Covarrubias incluye la siguiente definición de «entender»: «entender como querer juzgar cada uno en derecho de su dedo, entender en algo es trabajar» (1611: I, 480). De esta ma-nera observamos que mediante esta «memoria para entender» la encomendera establece un inventario de expectativas y obligaciones, en principio «caseras,» que acompañan al contrato de servicios que se enuncia en el último apartado del texto. Por lo general, los contratos de servicios llamados también cartas de asiento y cartas de obligación en el virreinato del Perú durante el siglo xvi consistían en documentos breves, usualmente de media página, que incluían el nombre de los contratantes, la descripción breve del servicio y la paga co-rrespondiente durante un tiempo específico. Esta información se encuentra al final del documento de doña Jordana:

en todo esto que aquí digo y en to(do lo) demás que se ofreciere os obligar Ximenez a escrivir y yo me obligo a os pagar alrespecto por cada un año ciento y ochenta pesos de plata corriente. Corre vuestro salario desde seis dias del mes de Noviembre deste presente año de mill e quinientos y sesenta y ocho años y porque así lo cumpliré lo firmo de mi nombre fecho en Zumba a doze de Noviembre de 1568 años. (Zevallos-Quiñónez 1996: II, 260)

Las primeras expectativas de la encomendera tienen que ver con el man-tenimiento de la casa y la privacidad de sus aposentos: «Tener cuenta con la casa muy limpia y muy guardada. Mucha cuenta conque no se me abra ni llegue al aposento enladrillado donde yo tengo mi hato porque es cosa en que yo recibiré mucho enojo y no lo tendré por bueno.» (Zevallos-Quiñónez 1996: II, 259). Siguen tareas relacionadas con la administración

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de bienes en la encomienda (cómo y cuándo preparer y traer leña, carretas, bueyes, trigo; mantener la huerta; controlar la acequia que provee agua; cómo repartir las raciones de comida y sebo para alumbrar para aquéllos que trabajan en su casa) así como el control del trabajo de los indios que le han sido encomendados: «Tener mucha cuenta con los yndios que an-dubieren en la obra y pedirlos siempre al corregidor después que yo enbie recaudo por que los mandara dar» (Zevallos-Quiñónez 1996: II, 259). Es interesante notar aquí cómo doña Jordana distingue entre los indios que trabajan para el corregimiento de Cajamarca y aquéllos que trabajan en su propiedad. La encomendera presta especial atención al mantemiento de su huerta, la cosecha del trigo de su «chácara», y la alimentación de los yanaconas y esclavos que trabajan directamente para ella. Insiste asimismo en que el nuevo administrador responda al Corregidor y que la mantenga informada con puntualidad: «Tener mucha cuenta con saber las nuebas que de Panama binieren y de Lima y escribirmelas muy largas y con aviar-me todas las cartas que para mi vinieren sinque se me pierda ninguna» (Zevallos-Quiñónez 1996: II, 259).

Llama la atención en este documento el anuncio de represalias de doña Jordana si sus órdenes no se cumplen: «porque es cosa que recibire mucho enojo y no lo tendré por bueno,» «porque si otra cosa se me enojare por-que no es mi voluntad mis carretas y mis bueyes anden en mas de lo que yo mando,» «y no se me enbie a quexar que me pesara de ello» (Zevallos-Quiñónez 1996: II, 259). Asimismo, la encomendera no tiene problema en apuntar que el Corregidor le devuelva los indios necesarios para atender sus intereses: «y si no hubiere gente (h)basta hablar al Señor Corregidor para que mande dos mitayos los quales se pasaran de la tasa.» Por último, las instrucciones a su administrador hacen referencia a otros documentos que ella declara haber escrito a otros empleados suyos que también se de-ben cumplir y, sobre todo, concordar entre sí:

saber del licenciado Godoy si hizo dar la yndia al Beneficiado Viejo (…) [y para que] no se me gaste de ello, yo escrivo a Francisco Gómez las probea y tener cuenta se siegue [el trigo] que no se hurte y segarlo todo junto (…) Yo escribo a Francisco Gómez que de la carne que fuere menester para cada día y también escrivo que de el trigo que fuere menester para cada semana. También le escribo de sebo para alumbrase (…) Ración para los yanaconas yo escribo a Francisco Gómez que se la de en cada mes media fanega» (Zevallos-Quiñónez 1996: II, 259-260).

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Es interesante observar en las declaraciones anteriores la relación con el acto de escritura que ha desarrollado Doña Jordana: no solo lo escrito le permite describir las tareas del inventario sino también dar órdenes. «Es-cribo» aquí se convierte en un sinónimo de «ordeno, mando.» La enco-mendera está ya familiarizada con transacciones fiduciarias y el recurso de la escritura legal para proteger sus propiedades. Cuando Melchor Verdugo escribió su testamento en 1566, ella lo asistió y dio su aprobación (Zeva-llos- Quiñónez I, 422). En 1567, unos meses después de enviudar, doña Jordana realizó varias transacciones de compra y venta, traspaso de bienes, otorgamiento de escritura de poder a su tío materno para que la represen-tara en España y continuó la pelea para recuperar la encomienda de las tres guarangas que había iniciado Melchor Verdugo en 1560 contra la viuda de Garcí Holguín, doña Beatriz de Isásaga (420-427). En 1567 sostuvo además un pleito judicial con Estefanía Verdugo, hija natural de Melchor, quien demandaba su derecho a la herencia dejada por su padre así como alimentos. Todas estas transacciones y su respectiva producción textual preceden al documento que examino aquí, demuestra que el manejo de la escritura jurídica en manos de esta encomendera no se limita a un evento aislado. Para evitar que le quitaran su encomienda, contrajo segundas nup-cias con Alvaro de Mendoza Carbajal, un funcionario de la administración virreinal que había sido gobernador de Popayán, bastante más joven que ella; eventualmente se mudó a Lima con su segundo marido. Este matri-monio fue conveniente para doña Jordana porque la acercaba al centro de poder virreinal en Lima y tener un marido hidalgo la elevaba en la escala social. Ella, a su vez, proveía un rico patrimonio así como la conexión con la élite encomendera. Doña Jordana eventualmente pierde la encomienda de las cuatro guarangas, no puede recuperar la encomienda de las tres gua-rangas que había pertenecido originalmente a su primer marido, enviuda por segunda vez antes de 1581 y presencia el remate público de los bienes de Melchor Verdugo en 1582.

La voz poderosa de encomenderas como doña Inés Muñóz de Ribera y doña Jordana Mejía no aparece en textos aislados como los que he comen-tado hasta ahora. La carta de 1543 que doña Inés dirige al rey constituye la primera evidencia en la producción textual de esta encomendera. Su nombre ya había aparecido en la probanza de méritos y servicios de su primer marido y en la concesión de encomiendas de 1541. Sin embargo, su voz en primera persona aparece en una serie de documentos que preceden a la carta de 1543

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que he comentado más arriba. El del 2 de abril de 1542, por ejemplo, doña Inés solicitó una copia certificada de la concesión de encomiendas de 1541 (Harkness 1936: 153-156) y el 5 de mayo del mismo año, extendió una carta poder a Hernando Pizarro y Sebastián Rodríguez para pedir la devolución de sus indios (Harkness 1936: 163-164). En esta carta doña Inés presenta su si-tuación con una voz asertiva al mismo tiempo que dicta una expresión común de la ley romana mediante la cual confirmaba su responsabilidad jurídica en este asunto. A su vez, el 31 de marzo de 1543, doña Inés obtuvo una copia del acta de posesión de sus encomiendas, que certificaba cómo los indios fueron formalmente entregados a doña Inés y su marido el 11 de junio de 1541. Todos estos documentos ayudaron a doña Inés a construir su caso para la carta de 1543. De este modo inicia una extensa producción textual en la que se escucha su voz cada vez con más fuerza en el ejercicio de una «agencia» política y social. Una década más tarde volvemos a encontrarla en una batalla legal contra tres ciudadanos de Huánuco a quienes se les había entregado indios de su encomienda (Muñóz de Ribera 1553-1559).

Doña Jordana tampoco desapareció de los archivos coloniales ni dejó de producir textos legales después de la pérdida de sus encomiendas. De manera semejante a doña Inés Muñóz, doña Jordana aprendió a usar la labor de sus indios encomendados para sentar las bases de un imperio económico que la sustentaría por el resto de su vida. Ambas encomenderas aprendieron a invertir las rentas de sus encomiendas en diversos negocios como la com-pra de nuevas propiedades luego alquiladas, y la fundación de obrajes. En 1545 doña Inés Muñóz de Ribera fundó el obraje de Sapallanga en el valle del Mantaro. Esta empresa le reportó continuos beneficios económicos que sustentaron no solo su vida personal sino la fundación del Convento de La Concepción en Lima. En 1630 el obraje de Sapallanga pasó a ser propiedad del Convento de la Concepción y fue por mucho tiempo uno de los princi-pales medios de sustento para esta institución religiosa. De manera similar, hacia 1575, doña Jordana Mexía fundó un obraje en Cajamarca respaldado por las rentas que había recibido de las Cuatro Guarangas. Sin embargo, Francisco de Toledo detuvo las operaciones del obraje de acuerdo con las nuevas medidas contra los encomenderos, quienes no podían servirse de sus indios para beneficio propio. Doña Jordana apeló la decision del virrey y argumentó que su obraje era beneficioso para los indios que trabajaban en él ya que se les daba un salario con el que podían pagar el tributo y los ayudaba a mantenerse. Además, según la encomendera, se les trataba bien. En 1579,

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Toledo aceptó las razones de doña Jordana y le concedió 150 indios para que trabajaran en el obraje. En 1580 Pedro de Arévalo, apoderado de la enco-mendera, presentó la debida provisión ante Pedro de los Ríos, escribano real, para que el corregidor de Cajamarca proveyera los 150 indios solicitados por doña Jordana (Pereyra Plasencia 1996: Anexo 3).

Entre los últimos documentos significativos que producen ambas en-comenderas, es necesario mencionar sus testamentos ya que en ellos se despliegan claramente sus voces asertivas mediante las cuales toman deci-siones, cambian reglas y dan órdenes para la disposición de sus bienes y los de sus maridos. Doña Inés dictó su testamento en 1582 y añadió un codi-cilo en 1592. En este momento de su vida, sus parientes cercanos habían fallecido y sus principales beneficiarios fueron las monjas del Convento de La Concepción. En su testamento, doña Inés se aseguró no solo de que su voluntad se efectuara después de su muerte, sino también las voluntades de sus maridos y el de su fiel apoderado, Pedro de Miranda. Por su parte, Jordana Mejía dictó su testamento en 1600 y añadió un codicilo en 1601, aunque no murió sino hasta 1624. Al no tener hijos con ninguno de sus maridos, su heredera principal fue su hermana Isabel Mejía. El obraje de Cajamarca pasó a Nicolás de Mendoza, su sobrino, y una vez que éste fa-lleció en 1630, pasó a los indios del obraje. Otro personaje importante en su testamento es su cuñado, Alonso de Vargas Carbajal, padre de Nicolás Mendoza. En 1566, su primer marido, Melchor Verdugo, había nombra-do como herederos de su encomienda y bienes a su esposa y a sus indios tributarios. Sin embargo, como he mencionado antes, doña Jordana no pudo mantener la propiedad de Las Siete Guarangas por mucho tiempo. Aun así, el testamento de esta encomendera es tan extenso —más de 250 páginas— que nos sirve para entender la riqueza acumulada gracias a la administración de la encomienda y los diversos negocios que emprendió con los tributos y el trabajo de los indios encomendados.

Para concluir, las encomenderas del Perú colonial del siglo xvi compar-tieron la capacidad de textualizar sus poderes sociales, económicos e inclu-so políticos por medio de la retórica legal que ponen a su servicio personal. Una de las diferencias que he observado entre los documentos producidos por mujeres poderosas como estas encomenderas y sus contrapartes mas-culinas, radica en el repertorio de temas que eligen para dar forma a sus historias y persuadir a su destinatario. En muchas ocasiones, las mujeres españolas utilizaron temas semejantes a los hombres como los trabajos du-

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ros, el hambre, las experiencias dolorosas, los conflictos con los indios, los peligros de una naturaleza desconocida y la inspiración divina. Pero, además, las mujeres añadieron temas que suelen caracterizarse como feme-ninos como la fragilidad física, la domesticidad y la maternidad. El uso de estos temas dentro del marco retórico legal revela las preocupaciones dia-rias que tenían las mujeres en esta época y cómo ellas percibían la diferen-cia de género así como su complementariedad. De esta manera podemos observar cómo las mujeres de esta época insertaron sus voces y miradas en la retórica notarial para enfatizar aparentes debilidades que se convirtieron en prueba de su fortaleza, obtener un premio o reconocimiento y proveer una base fundacional para la sociedad colonial que empezó a formarse en el virreinato del Perú durante el siglo xvi. A pesar de la extensa producción textual que reside en los archivos coloniales, los nombres de estas mujeres no se mencionan en las historiografías oficiales de Hispanoamérica.

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Recuperación

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GUARAGUAO ∙ año 15, nº. 36, 2011 - págs. 91-105

La lírica en la Lima virreinal:Clarinda y el Discurso en loor de la poesía (1608)

Raquel Chang-RodríguezCity College-Graduate Center, City University of New York (CUNY)

Una de las contribuciones más singulares del Perú a las letras hispá-nicas es el Discurso en loor de la poesía atribuido a Clarinda,1 anónima

poeta cuya identidad no ha sido precisada. El culto bardo sevillano Diego Mexía de Fernangil (¿?-1618)2 lo incorporó como prólogo en la Primera Par-te del Parnaso Antártico de obras amatorias (Sevilla, 1608),3 obra que recoge su traducción del Ibis y de las Heroidas4 de Ovidio. En la carta dedicada a sus amigos incluida en los preliminares de su primer Parnaso, Mexía se siente compelido a explicar por qué publica esta obra: «Confieso mi temeridad en enviarlas a España a imprimir: Mas es justo que se entienda, que habiendo ella [España] con tanta gloria pasado sus columnas con las armas, de los lími-tes que les puso Alcides, también con ella pasó las ciencias y buenas artes, en las cuales florecen con eminencia en estos Reinos muchos excelentes sujetos» (Dedicatoria).5 Confirmando así el translatio studii o movimiento hacia al oeste del conocimiento, y cumpliendo con el propósito de darles presencia geográfica y literaria a los «riquísimos reinos del Pirú» (Portada) y ofrecer no-ticias de quienes allí se dedican a las «buenas artes», el poeta sevillano incluye el Discurso en loor de la poesía en su Parnaso Antártico. Los tercetos de Clarin-da así como las traducciones de Mexía, pretenden mostrar la capacidad inte-lectual de los ingenios del sur, y a la vez prestigiar al traductor y poeta quien ha alternado con ellos en una peña —la Academia Antártica— reunida en Lima en torno a don Juan de Mendoza y Luna, Marqués de Montesclaros, virrey, primero de la Nueva España (1603-07) y después de Perú (1607-15), y sujeto muy aficionado a la poesía.6

El Discurso reconfirma cuán rápidamente viajaban a América las modas literarias peninsulares, ya que los versos de la incógnita autora testimonian su conocimiento de las ideas coetáneas sobre la creación poética. Coinci-diendo con lo expuesto por los más divulgados preceptistas del mundo

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clásico —Horacio y su Arte poética, Aristóteles en su Poética—, y de la época moderna —el Marqués de Santillana (1398-1458),7 Juan del Encina (¿1468?-1529),8 Alonso López Pinciano (¿1547-1627?)—,9 en el Discurso la autora afirma el origen divino de la poesía y da cuenta de su dignidad y utilidad; asimismo, reconoce su vínculo con otras artes y la labor civi-lizadora de los poetas. Escrito en tercetos encadenados, metro favorecido entonces para tratar materias serias, el poema se desarrolla de acuerdo a los sistemas tópicos de los elogios de las artes. Como era frecuente, Clarinda enlaza su persona y quehacer con la tradición a través del aprovechamiento de ciertos motivos —la falsa modestia, la debilidad femenina, las armas y las letras—, y de un catálogo de congéneres ilustres de la historia clásica y bíblica. En el último apartado destacan dos tipos de mujeres: las guerreras y las poetas.10

Mexía presenta y justiprecia a Clarinda y, a su vez, la anónima poeta ca-racteriza al bardo español. Los ecos de esta recíproca valoración nos llevan más allá de las tradicionales alabanzas porque cuando los méritos de ambos

Portada interior de la Primera parte del Parnaso Antártico de obras amatorias. Cortesía de la Hispanic Society of America, Nueva York.

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poetas se comparan e igualan, también se equipara la capacidad de hom-bres y mujeres para acceder a las letras; del mismo modo, como observó Barrera, al parangonar América y España, y encumbrar a la primera en su región antártica y a la segunda en la ciudad de Sevilla, se prestigian ambas zonas y sus cenáculos literarios (Barrera 1990, 8). El catálogo de poetas antárticos consignado por la anónima se resemantiza en tanto la labor de estos bardos engrandece la zona desde la cual emiten su canto.

Vistos así, el Parnaso y el Discurso nos permiten incursionar en el te-rreno de las sutiles negociaciones de quienes escribían desde América y, conscientes de su ajenidad, buscaban con ahínco el reconocimiento ultra-marino.11 Tomando en cuenta la influencia italianizante en la lírica espa-ñola de entonces, así como el aporte de los investigadores que se han ocu-pado del Discurso en loor de la poesía, me propongo señalar cómo la obra aprovecha y amplifica la tradición para configurar un yo lírico femenino y acotar un espacio intelectual americano donde puede interactuar con voces de diferente género y procedencia. Todo ello nos ayuda a reubicar la Primera parte del Parnaso Antártico en el contexto de las preocupaciones que marcan el debate crítico en el campo de los estudios coloniales, por ejemplo, las formas de significación de la geografía americana y del que-hacer literario en esas inéditas zonas; la apropiación del saber europeo y su matización a través de la experiencia indiana; el nuevo alcance de milagros y apariciones religiosas; los medios por los cuales los heterogéneos sujetos coloniales —en este caso los letrados— se sitúan frente al poder colonial y negocian con éste.

Arachne y la araña

Para entonar su canto, Clarinda, al comienzo del Discurso, pide ayuda a las musas, a Apolo y al propio Mexía; a la vez, magnifica su tarea: «Bien sé que en intentar esta hazaña / pongo un monte mayor que Etna el nombrado, / en hombros de mujer que son de araña» (vv. 52-4).12 La imagen contrasta una gran proeza (loar a la poesía) con la debilidad de la persona a realizarla (una mujer con hombros tan débiles como los de una araña). Sin embargo, la comparación trae sorpresas. Como bien sabemos, las arañas son conoci-das por una tarea: tejer redes (telarañas) donde cazan insectos. El resultado de esa labor ha sido caracterizado por Sebastián de Covarrubias en su Te-

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soro de la lengua castellana como digno de encomio: «Verdaderamente es mucho de considerar ver una tela de araña urdida en un árbol con el con-cierto que van todos los hilos, y la labor que hazen tan igual y tan regular que no discrepan un punto» (T). Enlazando la comparación de Clarinda y el comentario de Covarrubias, podemos colegir que así como la insignifi-cante araña urde la tela perfecta, también la débil mujer es capaz de llevar a término la tarea o «hazaña» propuesta —en este caso, el poema—. Si la acabada red de la primera atrapa a los insectos, el atrayente Discurso de la segunda cautiva a lectores y escuchas. Ambas acciones (urdir y escribir) y su resultado (tela y poema) respectivamente destacan la labor de la araña y la poeta; a la vez, nos conminan a reconocer su talento ora en el mundo natural, ora en círculos letrados. Entonces, en un primer nivel de interpre-tación la comparación puede leerse como un vehículo aprovechado por la voz lírica para enaltecer la habilidad de seres denigrados por su debilidad o alteridad.

El parangón invita, sin embargo, a otra lectura más atrevida. Al definir «araña» Covarrubias nos indica el vínculo de ese nombre con Arachne, la tejedora que se atrevió a desafiar a la diosa Palas o Minerva; vencida por ésta, Arachne optó por el suicidio; después la compasiva diosa la convirtió en araña y así nos lo recuerda Covarrubias en su Tesoro, basándose en las Metamorfosis de Ovidio (T). En efecto, cuando leemos el episodio en el li-bro seis de las Metamorfosis nos percatamos de otro desatino de la tejedora: en la competencia, mientras Palas dibujó escenas dentro de la temática de estas mutaciones para así glorificar a los dioses, Arachne representó sus sen-suales engaños con la intención de ridiculizarlos. Los dibujos de Arachne describen las transformaciones de Júpiter y Neptuno para seducir a varias mujeres. Entre las del primero se mencionan sus transfiguraciones: en toro, para raptar a Europa; en águila, para perseguir a Asteria; en sátiro, para seducir a Antíope; en Anfitrión, el esposo de Alcmena, para engañar a ésta; en oro, para poseer a Danae; en fuego, para unirse a Egina; en pastor, para engañar a Mnemósine; en serpiente, para unirse a su hija Perséfone. Entre las del segundo, o sea Neptuno, figuran sus metamorfosis: en toro, para conseguir a Cánace; en río, para seducir a Ifimedía; en carnero, para sedu-cir a Teófane; en caballo, para unirse a Deméter; en pájaro, para seducir a Medusa; en delfín, para unirse a Melanto. En su tela Arachne también re-presentó transformaciones de Apolo, Baco y Cronos, respectivamente dio-ses de la poesía, el vino y el tiempo, motivadas por desmesurados apetitos

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sexuales. Según la relación ovidiana de estos sucesos, tal atrevimiento enojó a Palas (Minerva) quien con su lanza destruyó la tela y el telar, y golpeó varias veces a Arachne; humillada, ésta se ahorcó; entonces la diosa, com-pasivamente, le devolvió la vida pero transformándola en araña. Si bien la leyenda parece representar a Arachne como víctima, Ovidio la describe como una figura arrogante y transgresora por su desafío a la diosa Palas y su intento de mostrar los deslices de Júpiter y Neptuno. En última instancia, este episodio de las Metamorfosis muestra las flaquezas de la propia Palas quien resiente la crítica a los dioses cuyo comportamiento parece aprobar.

Propongo que la empresa de Clarinda es igualmente trastornadora. Como Arachne y su tela antes desafiaron a Palas y se burlaron de los dioses detallando sus apetitos sexuales y tramposas transformaciones, Clarinda y sus tercetos encadenados retan ahora a los bardos varones al entrar en su coto cultural y mostrar la competencia de una voz lírica femenina capaz de cantar la nobleza de la poesía. Así como la red tejida por la araña nos lleva al reto de Arachne ejemplificado en su tela, las palabras «tejidas» por la mujer poeta con hombros de araña, nos conducen a la tradición, recreada y enriquecida en el Discurso por una voz lírica femenina localizada en un nuevo espacio geográfico. Tal recreación y reubicación afirman la singula-ridad del Discurso. No debe sorprender entonces que Clarinda haya traído a la araña, asociada con una figura tan desafiante como Arachne, al centro del discurso. Años después en México, Sor Juana Inés de la Cruz (1651-95) se identificó con Faetón, el hijo del Sol (Apolo) que no pudo controlar los caballos de su padre y casi abrasa la tierra. A través de este castigado perso-naje mitológico,13 la monja mexicana articula la propia inconformidad así como su reto a las normas impuestas por la sociedad virreinal novohispana. Pero volvamos al Discurso y veamos cómo el sujeto lírico desvela el soterra-do significado de dos insectos (la mariposa y la hormiga) reafirmando así el carácter femenino de la voz poética.

La retórica entomológica

Clarinda privilegia a las mariposas y las hormigas. En cuanto a las prime-ras, nos dice, «Con gran recelo a tu esplendor me llego, / Luis Pérez Ángel, norma de discretos, / porque soy mariposa y temo el fuego» (vv. 601-03). Esta comparación cae nuevamente dentro del tópico de la humildad pues

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como la mariposa porfía por acercarse a la luz hasta quemarse, Covarru-bias, entre otros, la caracteriza como el «más imbécil» de todos los insectos (T). En este caso la «luz» es Luis Pérez Ángel, prominente poeta y miembro de la Academia Antártica, mientras la mariposa sería Clarinda. Tomando en cuenta el anterior análisis de la araña, la alusión a la mariposa, dispuesta a cualquier riesgo por llegar a la luz, también invita a la relectura. Como ésta, la voz lírica no teme arriesgarse; acepta el reto no por ser simple, sino por acercarse al «esplendor» asociado con el poeta y sus versos, en suma, a la belleza, divinidad y perfección de la poesía.14 De este modo el atrevido vuelo del insecto hacia la luz y la muerte, se convierte, como antes la araña y su tela, en emblema del riesgo que tanto la mariposa como la voz lírica proponen en su búsqueda: la primera del brillo de la luz, la segunda del esplendor de la poesía —del «arte» de quien es capaz de producirla—.

Situada precisamente en la porción del Discurso dedicada a destacar las múltiples bondades de la poesía, la mención a las hormigas de la anónima reitera la contribución de otras criaturas insignificantes, vistas aquí como paradigmáticas. Ella explica, «no sólo es de importancia un elemento, / mas una hormiga, pues su providencia / al hombre ha de servir de docu-mento» (vv. 655-57). O sea, la prevención de la hormiga para sobrevivir y paulatinamente lograr su objetivo, puede servirles de ejemplo a los seres humanos. Siguiendo esta argumentación, el tenaz esfuerzo de las hormigas y el resultado de su labor son dignos de reconocimiento y admiración. De este modo la voz lírica realza el aprecio que merecen insectos y personas tradicionalmente ignorados o descalificados. Por medio de estos asertos y comparaciones, Clarinda, tan atrevida como la araña/Arachne, tan arries-gada como una mariposa, tan tenaz como una hormiga, exige la atención debida a su labor, o sea, a su poesía, e igualmente afirma su lugar —y el de la mujer— en círculos letrados limeños.

El catálogo de heroínas

Con el propósito de enaltecer a poetas antiguos y modernos, el Discurso ofrece un catálogo de variada procedencia (la tradición clásica, la histo-ria sagrada, la Patrística). Cuando presenta esta lista el yo lírico afirma su pertenencia al sexo femenino y su sintonía con el reconocimiento debido a las mujeres poetas: «Mas será bien, pues soy mujer, que de ellas / diga mi

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Musa, si el benigno cielo / quiso con tanto bien engrandecellas» (vv. 421-23). Vale indicar enseguida que la inclusión en una obra de un repertorio de figuras ejemplares no era ninguna novedad. La vertiente femenina de estos catálogos se popularizó en la temprana era moderna por el prestigio de Boccaccio quien en su De claris mulieribus (c.1362) recogió la biografía de 106 heroínas, comenzando con Eva y terminando con Joanna, reina de Nápoles, Sicilia y Jerusalén. En España varios autores siguieron los pasos del escritor florentino y relataron la vida de mujeres ilustres ya de la Biblia, ya del mundo clásico, ya de las hagiografías. Entre ellos se destaca el fran-ciscano Juan Rodríguez del Padrón (o de la Cámara) (c.1390-c.1450),15 con su Triunfo de las donas, una larga narración donde ofrece argumentos en defensa y alabanza de la mujer, y don Álvaro de Luna (c. 1388-1453), poderoso consejero de don Juan II de Castilla, con su Libro de las virtuo-sas e claras mujeres (1446). Luna, en contraste con Boccaccio, incluyó en su catálogo a santas con cuyas leyendas se familiarizó a través de los Flos sanctorum. Tales inventarios se insertaron en el antiguo debate sobre la capacidad intelectual y posición social de la mujer.16 Por un lado, estaban quienes defendían su derecho a educarse y a gobernar; por otro, los que, siguiendo postulados aristotélicos, la veían como un ser inferior y pasivo cuya insaciable lujuria y carácter veleidoso debían ser controlados por los varones (el padre, los hermanos, el esposo). Ambas tendencias, la apologé-tica y la misógina, coexistieron y fueron representadas en la literatura y en las artes visuales del Renacimiento. El propio Boccaccio escribió uno de los tratados misoginistas por excelencia, Il Corbaccio (c. 1355, 1ra ed. 1487). En España, el libro más popular durante los siglos xv y xvi, Cárcel de amor (1492) de Diego de San Pedro (c. 1437-c.1498),17 incluye tanto un ataque a las mujeres como una apología donde Leriano, el protagonista, expone quince razones en su defensa. Sus argumentos siguen muy de cerca el Tra-tado en defensa de virtuosas mugeres (c. 1443) del escritor castellano Diego de Valera, quien, particularmente en sus notas, emula De claris mulieribus de Boccaccio. Que el interés en el tema persistió, lo prueba la publicación, casi un siglo después en el virreinato del Perú, de la Defensa de damas (Lima, 1603)18 de Diego Dávalos y Figueroa (c. 1551-1616), soldado, poeta y encomendero español residente en La Paz. En los seis cantos en ottava rima de este poema el autor contradice a quienes veían a las mu-jeres como seres débiles, marcados por su predisposición a la traición, la inconstancia, la cobardía y la locuacidad. Conjeturo que probablemente

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Mexía y Clarinda tuvieron noticias de esta obra tanto como de la Mis-celánea Austral (terminada en 1601 y publicada en 1603)19 de Dávalos y Figueroa, tratado donde dos personajes, Delio y Cilena, también asumen una postura de defensa de la mujer y dialogan sobre la importancia de la poesía y otros temas humanísticos.20 En el Discurso la anónima peruana encomia a Dávalos y lo llama «honor de la poesía castellana» (v. 600).

Grabados y óleos poblados con heroínas tales como Débora, Judith, Cleo-patra y Lucrecia apoyaban esta postura apologética; otros, sin embargo, siguie-ron las ideas misoginistas y ridiculizaron a la mujer en representaciones gro-tescas. Curiosamente, a medida que la polémica avanzó, estas figuras se fueron masculinizando en indumentaria y musculatura hasta convertirse en «mujeres varoniles»;21 éstas, a su vez, tuvieron su contraparte literaria en el drama espa-ñol de los siglos áureos (Garrard 1989, 144-45).22 Pintoras renacentistas como la italiana Artemisia Gentileschi (1593-1652), entraron de lleno en el debate al representar a las heroínas tradicionales en estilo más realista en cuanto a atuendo y emociones así como en arreglos pictóricos que mostraban sus ideas sobre el carácter de la mujer (Garrard 1989, 144-47).23 Conviene señalar que la larga querella sobre la posición y capacidad femeninas se movió dentro de los parámetros de la sujeción matrimonial, y, por tanto, de las virtudes más apreciadas en la esposa ejemplar: la castidad, la fidelidad y la obediencia. Si bien humanistas de la talla de Juan Luis Vives (1492-1540) recomendaron la educación de la mujer, dicho entrenamiento privilegió modelos tradicionales de conducta. Así, en su Instrucción de la mujer cristiana (c. 1529) el tratadista valenciano establece limitaciones a la educación femenina cuando explica:

El tiempo que ha de estudiar la mujer yo no lo determino más en ella que en el hombre, sino que en el varón quiero que haya conoscimiento de más cosas y más diversas, así para su provecho dél como para bien y utilidad de la república y para enseñar a los otros. Pero la mujer debe estar puesta en aquella parte de doctrina que la enseña virtuosamente vivir y pone[r] orden en sus costumbres y crianza y bondad de su vida ([c. 1529] 1936, 26-27).24

Estos catálogos de figuras femeninas ejemplares y los argumentos en torno a la capacidad de la mujer tan frecuentes en círculos letrados, no afectaron ni su vida ni su posición en la sociedad de la temprana era moderna.25 Sin embargo, la llamada querelle des femmes26 proyectó la mirada de los intelec-tuales sobre estos temas así como su replanteo por mujeres letradas que, al

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Anciana grotesca (c. 1525-30) de Quentin Massys (c.1466-1530). Galería Nacional de Londres.

defender su derecho al estudio, a formar parte de la «república de las letras», mostraron tanto su inteligencia como la falacia de los argumentos empleados contra ellas por autoridades masculinas.27 Revelando un conocimiento de este debate así como de la tradición literaria que lo informa, la anónima poe-ta antártica incluyó en su inventario de figuras famosas en el Discurso en loor de la poesía a mujeres de la historia sagrada (la Virgen María, Jael, Judith) y de la tradición pagano-cristiana (Safo, Damófila, Pola Argentaria, Proba Va-leria, las Sibilas y Elpis). Conviene repasar quiénes son estas personalidades para después precisar la función del catálogo en la configuración del yo lírico.

Como de costumbre, la Virgen abre la lista de mujeres ejemplares. Sin embargo, en contraste con otros catálogos que resaltan su santidad y materni-dad, la composición de Clarinda presenta a María como poeta: «¿La madre del señor de lo crïado / no compuso aquel canto que enternece / al corazón más duro y obstinado?» (vv. 205-07).28 La siguen Débora y Jael, las protagonistas de la campaña del pueblo hebreo contra el rey cananeo Jabín. La primera unifica y alienta a los israelitas en la lucha contra el poderoso soberano; sin embargo, es la quenita Jael quien le da muerte a Sísara, el general cananeo. Ella le da

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hospitalidad en su tienda, y después lo mata enterrándole un clavo o una estaca en la sien. Ambas figuras desafían las normas. En su carácter de lideresa y jueza de Israel, Débora usurpa papeles tradicionalmente reservados a los varones. En el caso de Jael, olvidándose de la hospitalidad beduina, asesina al general enemigo cobijado en su tienda; al matar a Sísara, igualmente se apropia de la gloria debida a Barac, general y jefe del ejército israelita en la lucha contra los cananeos (vv. 165-80). Por medio de sus acciones Jael oblitera al enemigo, y a la vez usurpa la fama de un militar de alto rango.

Clarinda incluye en el catálogo a Judith, una matrona viuda de la ciu-dad de Betulia. Según una versión de la tradición, ésta preparó un plan secreto para salvar a su pueblo, a punto de ser vencido por el cerco del general asirio Holofernes. Ataviada en sus mejores galas, llamó la atención de los soldados enemigos quienes la llevaron ante su general. Holofernes la invitó a cenar; sin embargo, aduciendo restricciones dietéticas, Judith co-menzó a preparar los alimentos que llevaba en un saco. Siguiendo algunas versiones, borracho, Holofernes intentó violarla; sin embargo, Judith se resistió, lo decapitó, metió la cabeza del general en un saco y abandonó el campo enemigo. La valiente y virtuosa viuda salvó así a su pueblo y, según

Jael asesinando a Sísara, grabado de Jaen Saenredam (1565-1607).

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explica Clarinda, «al cielo empíreo [Judith] aquella voz levanta, / y dando a Dios loor por la victoria, / heroicos y sagrados versos canta» (vv. 190-92).

Entre las mujeres pagano-cristianas están Safo, la poeta de Lesbos a quien Platón calificó de «Décima Musa», y Damófila (del vi a. C.), poeta del círculo de Safo, presunta autora de himnos en honor de Artemisa o Diana y de poesía erótica. Figuran en esa lista Pola Argentaria, la esposa de Lucano (39-65 d. C.) que terminó de escribir el poema épico Farsalia (Belli Civilis Libri) después del suicidio de este autor hispano-latino; Proba Valeria, poeta pagana convertida después al cristianismo; las Sibilas, pitonisas griegas que formulaban sus profe-cías en verso;29 Tiresias Manto, hija del adivino/a a quien los dioses obligaron a cambiar de sexo; como su padre, ofreció vaticinios versificados por los cuales era muy temida; Elpis, esposa del filósofo y poeta latino Boecio (c. 480-524 d. C.), y autora de dos himnos dedicados a los apóstoles San Pedro y San Pablo, cantados después en la liturgia eclesiástica. Clarinda concluye el catálogo con una alabanza general a las poetas toscanas de entonces:

Pues que diré de Italia que adornadahoy día se nos muestra con matronas que en esto exceden a la edad pasada;

tú, oh Fama, en muchos libros las pregonas,sus rimas cantas, su esplendor demuestras,y así de lauro eterno las coronas; (vv. 451-56)

No obstante, retorna a América para terminar la parte femenina del listado con un revelador terceto —«también Apolo se infundió en las nuestras, / y aun yo conozco en el Pirú tres damas, / que han dado en la Poesía heroicas muestras» (vv. 457-59)— donde implica a mujeres poetas residenciadas en el virreinato del Perú y nota la excelencia de sus versos.

El espacio intelectual femenino

Cuando examinamos este catálogo observamos que las heroínas de la historia sagrada (Débora, Jael, Judith, la Virgen María) se destacan, como era de es-perarse, por acciones extraordinarias así como por su capacidad para inspirar o producir poesía. Aquéllas del mundo pagano-cristiano están asociadas con vaticinios versificados (las Sibilas, Tiresias Manto) o son alabadas por su lírica

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(Safo, Damófila, Pola Argentaria, Proba Valeria, Elpis). Un examen del primer grupo de personalidades de la época pagano-cristiana muestra cómo la volun-tad divina se expresa en verso a través de figuras femeninas elegidas; el segundo grupo destaca la capacidad de la mujer para incursionar en la poesía lírica, épi-ca y sacra, las modalidades más apreciadas del género durante la temprana épo-ca moderna. Consecuente con la tradición, el Discurso se vale del catálogo para mostrar a las mujeres como personas admirables en varios campos. Algunas de las heroínas citadas han cambiado el curso de la historia e inspirado a poetas y pintores; otras se presentan como figuras escogidas para revelar en verso los designios divinos, o para escribir poesía sacra y secular. Aparecen como mujeres pensantes y activas. Junto a ellas, Clarinda y las aludidas poetas antárticas son tan dignas de alabanza como los bardos varones. Ciertamente las figuras cata-logadas están muy alejadas de la aparente «debilidad femenina» anunciada por el yo lírico al comienzo del Discurso.30 Entonces, contraponiendo dos motivos muy apegados a la tradición (la falsa humildad y el catálogo de figuras ilustres), la voz poética realza su conocimiento de ésta y su carácter de sujeto femenino activo y pensante. Así facultada, reclama un espacio intelectual para la mujer en la naciente poesía del virreinato del Perú.31

En suma, como los antiguos, los poetas del polo antártico son dignos de beber las aguas castálidas que ahora fluyen de nuevos surtidores; así inspirados, sus versos llevarán la impronta de los manantiales americanos. Valiéndose entonces de varias vertientes de la tradición lírica europea —los temas de la falsa humildad y de las armas y las letras, los lugares comunes del Parnaso y la apología de la mujer— pero al mismo tiempo asumiendo, a través del traslado al polo Antártico de la pluma de Apolo y la mención de sus «ninfas», la novedad del nuevo espacio geográfico e intelectual, el yo lírico del Discurso en loor de la poesía se configura como una voz que lleva el doble cuño de lo femenino y lo americano. Avalado por la tradición y renovado por la alfaguara del Nuevo Mundo, el canto de Clarinda llegará al Viejo y allá podrá parangonarse con las admiradas voces europeas.

Criterio de la edición

La edición anotada de Clarinda y su Discurso en loor de la poesía, se basa en: Diego Mexía de Fernangil, Primera parte del Parnaso Antártico de obras ama-torias, Sevilla, Alonso Rodríguez Gamarra, 1608. El ejemplar de la edición

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príncipe de esta obra que me sirvió de texto base se encuentra en los fondos de la Hispanic Society of America en Nueva York, cuya institución me permitió consultarlo. En el curso de la investigación, particularmente en el proceso de fijación del texto y la elaboración de las notas, he compulsado las ediciones de Alberto Tauro y Antonio Cornejo Polar así como la actualización de esta última llevada a cabo por José Antonio Mazzotti. Consulté igualmente la edi-ción facsimilar del Parnaso Antártico de Trinidad Barrera. Los datos específi-cos sobre estas ediciones figuran en la bibliografía. Una primera versión de esta edición anotada y modernizada se publicó en la colección «El Manantial Oculto» (Pontificia Universidad Católica del Perú), dirigida por Ricardo Silva-Santisteban a quien agradezco su atenta lectura del texto original y esmerada atención a numerosos detalles editoriales. Igualmente agradezco el interés de Mario Campaña, director de Guaraguao, en difundir esta edición.

Con el propósito de llegar tanto al público académico como al general he modernizado la ortografía y la puntuación, excepto cuando la rima o el ritmo interno del verso exigía la conservación. Por ello se encontrarán vocablos como: desta, aqueste y sus variantes de género y número, y también: do, perfeto, ima-ginalde, estimallo, celebrallo, asille, pedille, conceto, dallo, enseñallo, otorgallo, pulicía, engrandecellas, loallos, ofendellos, oscurecellos, nombrallos, disminui-lla, eternizallo, pretendello, hazella. No he separado los pronombres enclíticos en, por ejemplo, déte, parecídote, parézcate, quédote y otros casos. He anotado los vocablos desusados y las referencias históricas y mitológicas. He revisado la puntuación, puesto al día muchas de las notas conocidas y añadido otras, ne-cesarias para la mejor comprensión de los versos. El trabajo pionero de Alberto Tauro y Antonio Cornejo Polar me sirvió de guía en esta tarea. Su labor editorial logró afinar la lectura de los poemas y orientó mis decisiones; por ello mi deuda con estos investigadores es grata y permanente. Espero que esta edición moder-nizada y anotada facilite el acercamiento y la lectura de esta joya poética del Perú virreinal. Sin duda el canto de Clarinda muestra el continuado intercambio lite-rario entre España y América, y a la vez confirma el singular sitial que la poesía ocupó en el siglo xvii tanto en el viejo como en el nuevo mundo.

Notas

1. Este nombre se lo otorgó Marcelino Menéndez Pelayo (1948 [1911], 2: 80) retomando la men-ción a Salcedo, otro vate antártico, y sus alabanzas a una poeta denominada Clarinda: «Pues nunca sale por la cumbre Pinda / con tanto resplandor, cuanto demuestras / cantando en alabanza de Clarinda» (vv. 268-270). Sobre los avatares de este nombre véase Mazzotti, Introducción (2000).

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GUARAGUAO

2. Pasó a América en 1582 (Barrera 1990, 9-10); se dedicó al comercio en Lima y México; en Potosí ocupó el cargo de ministro del Tribunal de la Inquisición. En esta ciudad altiplá-nica concluyó la Segunda parte del Parnaso Antártico de divinos poemas (Riva Agüero 1962 [1914] 2: 107-164). Para una extensa revisión biográfica, véase Gil (2008). 3. La Segunda Parte del Parnaso Antártico de divinos poemas (c. 1617) reposa, inédita aún, en la Biblioteca Nacional de Francia. La Tercera Parte del Parnaso Antártico se ha perdido; le dedicó ambas obras a don Francisco de Borja y Aragón, Príncipe de Esquilache y Virrey del Perú (1615-21). Sobre Esquilache como poeta, véase Jiménez Belmonte (2007).4. Sobre la traducción de esta obra al español, véase Bursario de Juan Rodríguez del Padrón en la edición de Pilar Saquero y Suárez-Somonta y Tomás González Rolán (1984).5. Cito a Mexía por la copia de la edición príncipe en los fondos de la Hispanic Society of America, Nueva York; modernizo la ortografía y la puntuación.6. Sobre Mendoza y Luna, véase Miró Quesada (1962).7. En sus Sonetos fechos al itálico modo, los primeros escritos en España, imita a Dante y Petrarca. A su Proemio e carta (1499) a don Pedro, condestable de Portugal, se lo considera uno de los primeros y más importantes tratados poéticos de la literatura española.8. Su Arte de la poesía castellana apareció como la introducción a su Cancionero (1496).9. Médico y humanista español autor de Philosophía antigua poética (1596) tratado donde, por medio de epístolas, recoge las ideas de Aristóteles y Horacio. Está incluido entre los pre-ceptistas aristotélicos. Para una revisión de las ideas de los tratadistas más apreciados, véase Kohut (1973), y para su aprovechamiento en el Discurso, véanse Cornejo Polar ([1964], 2000) y Barrera (1990). Trabajos de Elias L. Rivers y Francisco Javier Cevallos (2002) del primero (1996a y 1996b,) y de Georgina Sabat de Rivers (1996), se ocupan del impacto de las poéticas peninsulares en las Indias españolas.10. Vale notar que los personajes femeninos citados por Clarinda, como observó Sabat de Rivers, están colocados en un lugar de preferencia: ocupan el centro del poema (1992, 117).11. No es por casualidad que Mexía se dirige a sus amigos quejándose de lo difícil que es escribir con perfección desde las Indias (3-4); o que, identificándose con Ovidio y su exilio, explique: «ha veinte años que navego mares y camino tierras, por diferentes climas, alturas y temperamentos, barbarizando entre bárbaros, de suerte que me admiro como la lengua materna no se me ha olvidado» (4). Sobre el tema véase Berrera (2009).12. Barrera notó la centralidad de esta comparación y de la referencia araña/Arachne en una ponencia leída en el XXX Congreso del Instituto Internacional de Literatura Iberoamerica-na (1994), que después amplió (1998). 13. Para evitar el desastre, Júpiter envió uno de sus rayos y Faetón cayó en el Erídano (el actual río Po).14. En el mundo clásico la mariposa representaba el alma y su inconsciente búsqueda de la luz (Cirlot [1962] 1981, 35), o sea, de la perfección. La imagen de la mariposa la usó Petrarca, por ejemplo, en los sonetos 140 y 141, para caracterizar su irresistible amor por Laura: la seguirá mirando y amando aunque el hacerlo le cause dolor; el vate compara esta acción a la de la mariposa que vuela hacia la luz, ciega ante el riesgo. Agradezco por esta clarificación a mi colega Vittorio Rotella.15. Es autor de una de las primeras novelas sentimentales, El siervo libre de amor (1439). Cf. la edición de César Hernández Alonso (1982).

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Raquel Chang-Rodríguez • La lírica en la Lima virreinal

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16. Para una revisión de estas posturas en la literatura española, véase Ornstein (1942) y Maeso Fernández (2008).17. Tuvo veinticinco ediciones en los siglos xv y xvi, y se tradujo a otras lenguas europeas.18. He consultado la edición príncipe de 1603 en los fondos de la Hispanic Society of America, Nueva York. La edición moderna, acompañada de un estudio preliminar, se la debemos a Luis Jaime Cisneros (1955).19. Si bien la Defensa de damas apareció con otra portada, formaba parte de la Miscelánea Austral.20. Para un estudio de esta obra véase Colombí de Monguió (1985).21. Sobre esta transformación, se ha observado: «In antiquity and the Middle Ages, women of surpassing spiritual achievement had been masculinized, as the female rulers and scho-lars and fictitious heroines of the Renaissance would be later. The Fathers of the Church had hailed the manliness of virginal women, adopting the classical ideal of the virago... Many of the female saints, like the bellicose Amazons, were pictured wearing or indeed wore men’s clothing» (M. King 1991, 192).22. Sobre el tema véase Bravo-Villasante (1955) y McKendrick (1974).23. Véanse, por ejemplo, los comentarios de Garrard (1989) sobre la obra pictórica de Gentiles-chi, en particular sobre las composiciones donde ésta pinta a Judith decapitando a Holofernes.24. Son bien conocidas las ideas de Vives sobre el impacto de los libros «vanos» o fantasio-sos en las lectoras. (Cf. el capítulo 5 de su Instrucción).25. Margaret King ha señalado: «Such catalogues of illustrious women, which repeatedly rehearsed stories from biblical and classical antiquity as well as the more recent past, were unable to provide the reconceptualization of women’s role... The parades of exceptional women left no legacy for the ordinary woman, or women as a sex. Their proliferation is notable, however, in an age nearly obsessed with the task of defining the proper role of women» (1991, 183).26. Se inició con el libro de Christine de Pizan (c.1365-c.1430), La ciudad de las mujeres (1403-1404), en parte en respuesta al misoginismo de Le Roman de la Rose (1ra parte, 1237; 2da parte, 1275-1280). La primera parte —4,058 versos— de este poema de más de 22,000 versos es de Guillaume de Lorris; como quedó inconclusa, la terminó Jean de Meun. Sus temas oscilan entre la alegoría del amor y la perpetuación del género humano.27. Sobre el tema véase Merrim (1999), especialmente la introducción y el capítulo 3.28. Referencia al Magnificat, la canción de la Virgen María que comienza Magnificat anima mea Dominum [mi alma magnifica al Señor], en Lucas 1.46-55. En el Panegyrico por la poesía (1627) atribuido a Fernando de Vera y Mendoza, la Virgen María figura como poeta (Rivers 1996b, 276-77).29. En el libro segundo, capítulo 76 de su obra, Álvaro de Luna alaba a Rutea, una de las Sibilas.30. Recuérdense, por ejemplo, los siguientes versos: «Mas ¿en qué mar mi débil voz se hun-de? / ¿A quién invoco? ¿Qué deidades llamo? / ¿Qué vanidad, qué niebla me confunde?» (vv. 37-9); o «Bien sé que en intentar esta hazaña / pongo un monte mayor que Etna el nombrado / en hombros de mujer que son de araña» (vv. 52-4).31. En la Respuesta a Sor Filotea de la Cruz (1691), documento en defensa de la mujer y su derecho a educarse, Sor Juana Inés de la Cruz hace referencia a los aportes femeninos al discurso humanístico y religioso. Para un estudio detallado, véase Scott (1994).

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GUARAGUAO ∙ año 11, nº. 26, 2007 - págs. 9-20 GUARAGUAO ∙ año 15, nº. 36, 2011 - págs. 106-146

Discurso en loor de la poesía

Clarinda

dirigido al autor y compues / to por una señora principal deste reino, muy ver /sada en la lengua toscana y portuguesa, por cuyo / mandamiento y por justos respetos no se escribe / su nombre; con el cual discurso, por ser / una heroica dama, fue justo / dar principio a nuestras / heroicas epístolas.

La mano y el favor de la Cirene1 a quien Apolo2 amó con amor tierno,y el agua consagrada de Hipocrene,3

y aquella lira con que del avernoOrfeo4 libertó su dulce esposa, 5suspendiendo las furias del infierno,

la celebre armonía milagrosa5

de aquel cuyo testudo pudo tanto que dio muralla a Tebas la famosa,

el platicar süave, vuelto en llanto 10y en sola voz, que a Júpiter guardabay a Juno entretenía y daba espanto,6

el verso con que Homero7 eternizaba lo que del fuerte Aquiles8 escribía,y aquella vena9 con que lo dictaba, 15

quisiera que alcanzaras, musa mía,para que en grave y sublimado versocantaras en loor de la Poesía,

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Clarinda • Discurso en loor de la poesía

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que ya que el vulgo rústico, perverso,procura aniquilarla, tú hicieras 20su nombre eterno en todo el universo.

Aquí, ninfas del Sur, venid ligeras;pues que soy la primera que os imploro,dadme vuestro socorro las primeras;

y vosotras, pimpleides,10 cuyo coro 25habita en Helicón,11 dad largo el pasoy abrid en mi favor vuestro tesoro;

del agua medusea12 dadme un vaso,y pues toca a vosotras, venid presto,olvidando a Libetras13 y a Parnaso.14 30

Y tú, divino Apolo, cuyo gestoalumbra al orbe, ven en un momento, y pon en mí de tu saber el resto;

inflama el verso mío con tu alientoy en la agua de tu trípode15 lo infunde, 35pues fuiste del principio y fundamento.

Mas ¿en qué mar16 mi débil voz se hunde? ¿A quién invoco? ¿Qué deidades llamo?¿Qué vanidad, qué niebla me confunde?

Si, oh gran Mexía,17 en tu esplendor me inflamo, 40si tú eres mi Parnaso, tú mi Apolo,¿para qué a Apolo y al Parnaso aclamo?

Tú en el Pirú, tú en el austrino polo18

eres el Delio, el Sol, el Febo santo;se pues mi Febo, Sol y Delio solo.19 45

Tus huellas sigo; al cielo me levanto;con tus alas defiendo a la Poesía;febada20 tuya soy; oye mi canto;

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tú me diste preceptos; tú la guíame serás; tú que honor eres de España, 50y la gloria del renombre21 de Mexía.

Bien sé que en intentar esta hazañapongo un monte mayor que Etna22 el nombrado,en hombros de mujer que son de araña.

Mas el grave dolor que me ha causado 55ver a Helicona23 en tan humilde suerte,me obliga a que me muestre tu soldado,

que en guerra que amenaza afrenta o muerte,será mi triunfo tanto más gloriosocuanto la vencedora es menos fuerte. 60

Después que Dios con brazo poderoso dispuso el caos y confusión primera,formando aqueste mapa milagroso;

después que en la celeste vidrierafijó los signos, y los movimientos 65del Sol compuso en su admirable esfera;

después que concordó los elementosy cuanto en ellos hay, dando preceptoal mar que no rompiese sus asientos;

recopilar queriendo en un sujeto 70lo que crïado había, al hombre hizoa su similitud, que es bien perfeto.

De frágil tierra y barro quebradizofue hecha aquesta imagen milagrosa,que tanto al autor suyo satisfizo; 75

y en ella, con su mano poderosa,epilogó de todo lo crïado la suma y lo mejor de cada cosa.

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Clarinda • Discurso en loor de la poesía

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Quedó del hombre Dios enamorado,y diole imperio y muchas preeminencias,24 80

por vicedios dejándole nombrado;

dotóle de virtudes y excelencias,adornólo con artes liberalesy diole infusas por su amor las ciencias;

y todos estos dones naturales 85 los encerró en un don tan eminenteque habita allá en los coros celestiales.25

Quiso que aqueste don fuese una fuente26

de todas cuantas artes alcanzase,y más que todas ellas excelente; 90

de tal suerte que en él se epilogasela humana ciencia, y ordenó que el dalloa solo el mismo Dios se reservase;

que lo demás pudiese él27 enseñalloa sus hijos; mas que este don precioso, 95sólo el que se lo dio pueda otorgallo.

¿Qué don es éste? ¿Quién el mar grandiosoque por objeto a toda ciencia encierra28

sino el metrificar dulce y sabroso?

El don de la Poesía abraza y cierra, 100

por privilegio dado de la altura,las ciencias y artes que hay acá en la tierra;

ésta las comprende en su clausura;las perfecciona, ilustra y enriquece con su melosa y grave compostura; 105

y aquel que en todas ciencias no florece,y en todas artes no es ejercitado,el nombre de Poeta no merece;

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y por no poder ser que esté cifrado todo el saber en uno sumamente,29 110

no puede haber Poeta consumado;

pero serálo aquel más excelenteque tuviere más alto entendimientoy fuere en más estudios eminente;

pues, ¿ya de la Poesía el nacimiento 115y su primer origen fue en el suelo,30 o tiene acá en la tierra el fundamento?

Oh, musa mía, para mi consuelo,dime dónde nació que estoy dudando; ¿nació entre los espíritus del cielo?31 120

Éstos, a su criador reverenciando,compusieron aquel trisagros32 trino,que al trino y uno33 siempre están cantando.

Y, como la Poesía al hombre vinode espíritus angélicos perfectos, 125que por conceptos34 hablan de contino,35

los espirituales, los discretos sabrán más de Poesía, y será ella mejor mientras tuviere más conceptos.

De esta región empírea,36 santa y bella 130se derivó en Adán37 primeramente,como la lumbre délfica en la estrella.

¿Quién duda que advirtiendo allá en la mente las mercedes que Dios hecho le había,porque le fuese grato y obediente, 135

no entonase la voz con melodía,y cantase a su Dios muchas canciones,y que Eva38 alguna vez le ayudaría?

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Clarinda • Discurso en loor de la poesía

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Y viéndose después entre terrones,comiendo con sudor por el pecado 140y sujeto a la muerte y sus pasiones,

estando con la reja y el arado,¡qué elegías componía de tristeza,por verse de la gloria desterrado!

Entró luego en el mundo la rudeza;39 145con la culpa hincheron40 las maldadesal hombre de ignorancia y de bruteza;

dividiéronse en dos parcialidades las gentes: siguió a Dios la más pequeña,y la mayor a sus iniquidades. 150

La que siguió de Dios el bando y señatoda ciencia heredó, porque la cienciafundada en Dios, al mismo Dios enseña;

tuvo también, y en suma reverencia,al don de la Poesía, conociendo 155su grande dignidad y su excelencia;

y así el dichoso pueblo, en recibiendo de Dios algunos bienes y favores,le daba gracias, cantos componiendo.

Moisés queriendo dar sumos loores41 160y la gente hebrea a Dios eterno,por ser de los egipcios vencedores,

el cántico hicieron dulce y tiernoque el éxodo celebra, relatandocómo el rey faraón bajó al infierno. 165

Pues ya cuando Jael42 privó del mandoy de la vida a Sísara, animoso,a Dios rogando y con el mazo dando,

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¡qué poema tan grave y sonorosoBarac43 el fuerte y Débora44 cantaron 170por ver su pueblo libre y victorioso!

La muerte de Golías45 celebraronlas matronas con versos de alegría,cuando a Saúl46 con ellos indignaron;

el rey David47 sus salmos componía 175y en ellos del gran Dios profetizaba,de tanta majestad es la Poesía;

él mismo los hacía y los cantabay más que con retóricos extremos,a componer a todos incitaba: 180

«Nuevo cantar a nuestro Dios cantemos»,48 decía, «y con templados instrumentossu nombre bendigamos y alabemos;

cantadle con dulcísimos acentos,sus maravillas publicando al mundo, 185y en él depositad los pensamientos».

También Judith,49 después que al tremebundoHolofernes cortó la vil gargantay morador lo hizo del profundo,

al cielo empíreo aquella voz levanta, 190y dando a Dios loor por la victoria,heroicos y sagrados versos canta;50

y aquellos que gozaron de la gloriaen Babilonia estando en medio el fuego,51

menospreciando vida transitoria, 195

las voces entonaron con sosiego,y con metros al Dios de las alturashicieron fiesta, regocijo y juego;

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Clarinda • Discurso en loor de la poesía

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Job52 sus calamidades y amargurasescribió en verso heroico y elegante, 200que a veces un dolor brota dulzuras.

A Jeremías dejo, aunque más cantesus trenos53 numerosos, que ha llegadoal Nuevo Testamento mi discante.54

¿La madre del Señor de lo crïado 205 no compuso aquel canto que enterneceal corazón más duro y obstinado?55

«A su Señor mi ánima engrandece,y el espíritu mío de alegríase regocija en Dios y le obedece». 210

Oh, dulce Virgen, ínclita María,no es pequeño argumento y gloria pocaesto para estimar a la Poesía,

que basta haber andado en vuestra bocapara darle valor, y a todo cuanto 215con su pincel dibuja, ilustra y toca.

Y ¿qué diré del soberano canto,de aquel a quien dudando allá en el templo,quitó la habla el Paraninfo santo?56

A ti también, oh Simeón,57 contemplo 220que abrazando a Jesús con brazos píos,de justo y de poeta fuiste ejemplo.

El hosanna58 cantaron los judíosa aquel a cuyos miembros con la lanza después dejaron de calor vacíos.59 225

Mas ¿para qué mi Musa se abalanzaqueriendo comprobar cuánto a Dios cuadreque en metro se le dé siempre alabanza?

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Pues vemos que la Iglesia, nuestra madre, con salmos, himnos, versos y canciones, 230pide mercedes al eterno padre;

de aquí los sapientísimos varoneshicieron versos griegos y latinosde Cristo, de sus obras y sermones.

Mas ¿cómo una mujer los peregrinos 235metros del gran Paulino60 y del hispanoJuvenco61 alabará siendo divinos?

De los modernos callo a Mantüano,62

a Fiera,63 a Sannazaro,64 y dejo a Vida65 y al honor de Sevilla, Arias Montano.66 240

De la parcialidad que desasidaquedó de Dios, negando su obediencia,es bien tratar pues ella nos convida;

ésta, pues, se apartó de la presenciade Dios, y así quedó necia, ignorante, 245bárbara, ciega, ruda y sin prudencia;

seguía su soberbia el arrogante,amaba la crueldad el sanguinoso,y el avariento al oro rutilante;

era Dios la lujuria del vicioso, 250adoraba el ladrón en la rapiña,y al honor daba incienso el ambicioso;

no había otra deidad ni ley divina sino era el propio gusto y apetito,por carecer de ciencias y doctrina. 255

Mas el eterno Dios incircunscrito,67

por las causas que al hombre son secretas,fue reparando abuso tan maldito:

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Clarinda • Discurso en loor de la poesía

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dio al mundo, indigno de esto, los poetas,a los cuales filósofos llamaron, 260sus vidas estimando por perfetas.

Estos fueron aquellos que enseñaronlas cosas celestiales, y la altezade Dios por las criaturas rastrearon;68

Estos mostraron de naturaleza 265los secretos, juntaron a las gentesen pueblos y fundaron la nobleza;

las virtudes morales excelentespusieron en precepto, y el lenguajelimaron con sus metros eminentes; 270

la brutal vida, aquel vivir salvajedomesticaron, siendo el fundamentode pulicía69 en el contrato y traje.

De esto tuvo principio y argumentodecir que Orfeo70 con su voz mudaba 275 los árboles y peñas de su asiento,

mostrando que los versos que cantaba fuerza tenían de mover los pechos,más fieros que las fieras que amansaba.

Conoció el mundo en breve los provechos 280de este arte celestial de la Poesía,viendo los vicios con su luz deshechos;

creció su honor y la virtud crecíaen ellos, y así el nombre de Poetacasi con el de Jove competía, 285

porque este ilustre nombre se interpretahacedor, por hacer con artificionuestra imperfeta vida más perfeta,

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Y, así, el que fuere dado a todo vicio Poeta no será, pues su instituto71 290

es deleitar y doctrinar su oficio;

¿Qué puede doctrinar un disoluto?¿Qué pueden deleitar torpes razones,pues sólo está el deleite do está el fruto?

Tratemos, Musa, de las opiniones 295que del poema angélico tuvieron las griegas y romúlidas72 naciones,

las cuales, como sabias, entendieronser arte de los cielos descendida,y así a su Apolo dios lo atribuyeron. 300

Fue en aquel siglo en gran honor tenida y como don divino venerada,y de muy poca gente merecida;

fue en montes consagrados colocada,en Helicón, en Pimpla y en Parnaso, 305donde a las musas dieron la morada;

fingieron que si al hombre con su vaso73

no infundían el metro, era imposibleen la Poesía dar un solo paso,

porque aunque sea verdad que no es factible 310 alcanzarse por arte lo que es vena,la vena sin el arte es irrisible.74

Oíd a Cicerón75 como resuenacon elocuente trompa, en alabanzade la gran dignidad de la Camena.76 315

El buen Poeta, dice Tulio,77 alcanzaespíritu divino, y lo que asombraes darle con los dioses semejanza;

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dice que el nombre de Poeta es sombray tipo de deidad santa y secreta, 320y que Ennio78 a los Poetas, santos nombra;

Aristóteles diga qué es Poeta,Plinio,79 Estrabón,80 y, díganoslo Roma,pues da al Poeta nombre de Profeta;

corona de laurel, como al que doma 325 bárbaras gentes, Roma concedíaa los que, en verso, honraban su idioma;

dábala al vencedor, porque vencía,y dábala al Poeta artificiosoporque a vencer, cantando persuadía. 330

Oh Tiempo, veces mil y mil dichoso,digo, dichoso en esto, pues que fuisteen el arte de Apolo tan famoso,

cuán bien sus excelencias conociste,con cuánto acatamiento la estimaste, 335en qué punto y quilates la pusiste;

a los doctos Poetas sublimaste,y a los que fueron más inferiores,en el olvido eterno sepultaste;

de monarcas, de Reyes, de señores 340sujetaste los cetros y coronasal arte, la mayor de las mayores.

Y siendo aquesto así, ¿por qué abandonasagora a la que entonces diste el lauroy levantaste allá sobre las Zonas?81 345

Del Nilo al Betis, del Polaco al Mauro,hiciste le pagasen el tributo,y la encumbraste sobre Ariete82 y Tauro.83

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A Julio César vimos, por quien luto se puso Venus, siendo muerto a mano 350del Bruto en nombre y en los hechos bruto,84

en cuánta estima tuvo al soberano metrificar, pues de la negra llamalibró a Marón,85 el docto Mantüano,86

y en honor de Calíope,87 su dama, 355escribió él mismo la sentencia en verso,por quien vive la Eneida y tiene fama.

Y el Macedonio,88 que del universoganó tan grande parte sin que agüerole fuese en algo su opinión adverso, 360

no contento con verse en sumo imperio,del hijo de Peleo89 la memoriaenvidió, suspirando por Homero;

no tuvo envidia del valor y gloriadel griego Aquiles, mas de que alcanzase 365un tal Poeta y una tal historia,

considerando que aunque sujetaseun mundo y mundos, era todo nadasin un Homero que lo celebrase.

La Ilíada, su dulce enamorada 370en paz, en guerra, entre el calor o el frío,le servía de espejo y de almohada;90

presentáronle un cofre en que Darío91 guardaba sus ungüentos, tan preciosocuanto explicar no puede el verso mío; 375

viendo Alejandro un cofre tan costoso,lo aceptó, y dijo, «aqueste solo es buenopara guardar a Homero, el sentencioso»;92

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poniendo a Tebas93 con sus armas freno,a la casa de Píndaro94 y parientes 380reservó del rigor de que iba lleno.

Siete ciudades nobles, florecientes,tuvieron por el Ciego95 competencia,que un buen Poeta es gloria de mil gentes;

Apolo en Delfos pronunció sentencia 385de muerte contra aquellos que la dierona Arquíloco,96 un poeta de excelencia;

A Sófocles97 sepulcro honroso abrieronlos de Lacedemonia,98 por mandadoexpreso que del Bromio dios99 tuvieron. 390

Mas ¿para qué en ejemplos me he cansadopor mostrar el honor que a los Poetas,los dioses y las gentes les han dado?

Si en las grutas del báratro100 secretas,los demonios hicieron cortesía 395a Orfeo por su arpa y chanzonetas,

no quiero explique aquí la Musa mía los latinos que alcanzan nombre eternopor este excelso don de la poesía,

los cuales con su canto dulce y tierno, 400a sí101 y a los que en metro celebraron,libraron de las aguas del Averno;102

sus nombres con su pluma eternizaron,y de la noche del eterno olvidomediante sus vigilias se escaparon. 405

Conocido es Virgilio que a su Dido103

rindió al amor con falso disimulo,y al tálamo afeó de su marido;

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Pomponio,104 Horacio,105 Itálico,106 Catulo,107

Marcial,108 Valerio,109 Séneca,110 Avieno,111 410

Lucrecio,112 Juvenal,113 Persio,114 Tibulo,115

y tú, oh Ovidio, de sentencias lleno,que aborreciste el foro y la oratoria,116

por seguir de las nueve el coro ameno;117

y olvido al Español118 que en dulce historia 415el farsálico encuentro nos dio escrito,por dar a España con su verso gloria;

pero ¿dó voy? ¿A dó me precipito?¿Quiero contar del cielo las estrellas?Quédese, que es contra un infinito. 420

Mas será bien, pues soy mujer, que de ellas diga mi Musa, si el benigno cieloquiso con tanto bien engrandecellas.

Soy parte, y como parte me recelono me ciegue afición; mas diré sólo 425que a muchas dio su lumbre el Dios de Delo,119

léase Policiano,120 que de Apolofue un vivo rayo, el cual de muchas canta, divulgando su honor de Polo a Polo;

entre muchas, oh Safo,121 te levanta 430al cielo por tu metro y por tu lira,y también de Damófila122 discanta;123

y de ti Pola124 con razón se admirapues limaste a Lucano aquella historia,que a ser eterna por tu causa aspira. 435

Dejemos las antiguas. ¿Con qué gloriade una Proba Valeria,125 que es romana,hará mi lengua rústica memoria?

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aquesta de la Eneida mantüana,126

trastrocando los versos, hizo en verso 440de Cristo, vida y muerte soberana;

de las Sibilas127 sabe el universolas muchas profecías que escribieronen metro numeroso, grave y terso,

estas del celestial consejo fueron 445 partícipes, y en sacro y dulce canto,las febadas128 oráculos dijeron;

sus vaticinios la Tiresias Manto,129

de divino furor arrebatada,en versos los cantó poniendo espanto. 450

Pues qué diré de Italia que adornadahoy día se nos muestra con matronasque en esto exceden a la edad pasada;

tú, oh Fama, en muchos libros las pregonas,sus rimas cantas, su esplendor demuestras, 455y así de lauro eterno las coronas;

también Apolo se infundió en las nuestras,y aun yo conozco en el Pirú tres damas,que han dado en la Poesía heroicas130 muestras,

las cuales, mas callemos, que sus famas 460no las fundan en verso;131 a tus varones,oh España, vuelvo, pues allá me llamas.

También se sirve Apolo de leones,132

pues han mil españoles florecidoen épicas, en cómico y canciones, 465

y muchos han llegado y excedidoa los griegos, latinos y toscanos,y a los que entre ellos han resplandecido;

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que como dio el dios Marte con sus manos al español su espada porque él solo 470fuese espanto y horror de los paganos,

así también el soberano Apolole dio su pluma para que volaradel eje antiguo a nuestro nuevo polo.133

Quien fuera tan dichosa que alcanzara 475tan elegantes versos que con elloslos poetas de España sublimara,

aunque loallos yo fuera ofendellos, fuera por darles lustre, honor y pompa,oscurecerme a mí, y oscurecellos; 480

la fama, con su eterna y clara trompa,tiene el cuidado de llevar sus nombres,a do el rigor del tiempo no los rompa,

y ellos también, con plumas más que de hombres,a pesar del olvido, cada día 485eternizan sus obras y renombres.

Oh España venerable, oh madre pía,dichosa puedes con razón llamarte,pues ves por ti en su punto a la Poesía;

en ti vemos de Febo el estandarte, 490 tú eres el sacro templo de Minerva,134

y el trono y silla del horrendo Marte;135

glóriate de hoy, mas pues la proterva136 envidia se te rinde y da blasones,sin que los borre la fortuna acerba. 495

Y vosotras, antárticas regiones,también podéis teneros por dichosas,pues alcanzáis tan célebres varones,

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cuyas plumas heroicas, milagrosas,darán y han dado muestras como en esto 500alcanzáis voto, como en otras cosas.

¿Dónde vas, Musa? ¿No hemos presupuesto137

de rematar aquí nuestro discurso,que de prolijo138 y tosco es ya molesto?

¿Por qué dilatas el difícil curso? 505¿Por qué arrojas al mar mi navecilla?Mar que ni tiene puerto ni recurso.

¿A una mujer que teme en ver la orillade un arroyuelo de cristales bellos,quieres que rompa al mar con su barquilla? 510

¿Cómo es posible yo celebre a aquellos,que asido tienen con la diestra manoal rubio, intonso dios de los cabellos?139

Pues nombrallos a todos es en vano, por ser los del Pirú tantos que exceden 515a las flores que Tempe140 da en verano.

Mas Musa, di de algunos141 ya que pueden contigo tanto, y alza más la prima142

que ellos su plectro143 y mano te conceden.

Testigo me serás, sagrada Lima, 520Que el doctor Figueroa144 es laureadopor su grandiosa y elevada rima,

Tú, de ovas145 y espadañas146 coronado, sobre la urna transparente147 oístesu grave canto y fue de ti aprobado; 525

y un tiempo fue que en tu Academia148 visteal gran Duarte, al gran Fernández digo,149

por cuya ausencia te has mostrado triste;

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fue al cerro donde el Austro es buen testigo,150

que vale más su vena que las venas 530de plata que allí puso el cielo amigo.

Betis151 se ufana que éste en sus arenasgozó el primero aliento, y quiere parteel Luso de su ingenio y sus Camenas.152

Quisiera, oh Montesdoca,153 celebrarte, 535mas estás retirado allá en tu Sama,cuándo siguiendo a Febo, cuándo a Marte;

pero como tu nombre se derramapor ambos polos, has dejado el cargode eternizar tus versos a la fama. 540

Del Tajo154 ameno por camino largo, un rico pescador las aguas de oro trocó por Tetis155 y su reino amargo,

mas no pudo el Pirú tanto tesoroganar sino ganando a ti, oh Sedeño,156 545regalo del Parnaso y de su coro,

ya el mundo espera que del grave ceñode Glauca157 el pescador tuyo le cante,mostrando el artificio de su dueño.

Con reverencia nombra mi discante158 550

al licenciado Pedro de Oña;159 Españapues lo conoce, templos le levante;

espíritu gentil, doma la sañade Arauco, pues con hierro no es posible,con la dulzura de tu verso extraña. 555

La volcánea,160 horrífica, terrible,y El militar elogio,161 y la famosa Miscelánea162 que al Inga es apacible,

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La entrada de los mojos milagrosa,163

la Comedia del Cuzco, y Vasquirana164 560tanto verso elegante y tanta prosa,

nombre te dan y gloria soberana,Miguel Cabello,165 y está redundando por Hesperia,166 Archidona167 queda ufana.

A ti, Juan de Salcedo Villandrando,168 565 el mismo Apolo délfico se rinda,a tu nombre su lira dedicando,

pues nunca sale por la cumbre Pinda169

con tanto resplandor, cuanto demuestrascantando en alabanza de Clarinda.170 570

Hojeda171 y Gálvez,172 si las plumas vuestrasno estuvieran a Cristo dedicadas,ya de Castalia173 hubieran dado muestras;

tal vez os las ponéis, y a las sagradasregiones os llegáis tanto que entiendo 575que de algún ángel las tenéis prestadas,

el uno está a Trujillo enriqueciendo,a Lima el otro, y ambos a Sevillala estáis con vuestra musa ennobleciendo.

Deme su ingenio, Juan de la Portilla,174 580para que ensalce su fecunda vena,que temo con mi voz disminuilla,

la Antártica región, que al orbe atruenacon Potosí, celebrará su nombre,nombre que el cielo eternizallo ordena. 585

Gaspar Villarroel,175 digo aquel hombreque, a pesar de las aguas del Leteo,176

con verso altivo, ilustra su renombre,

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aquel que en la dulzura es un Orfeo, y un griego Melesígenes177 en ciencia, 590y en majestad y alteza un dios Timbreo,178

éste, por ser quien es, me da licenciaque abrevie aquí las alabanzas suyas, que es símbolo el callar de reverencia.

Mas, aunque tú la vana gloria huyas, 595que por la dar mujer será bien vana, callar no quiero, o Avalos,179 las tuyas;

y cuando calle yo, sabe la indiana América muy bien cómo es don Diegohonor de la poesía castellana. 600

Con gran recelo a tu esplendor me llego,Luis Pérez Ángel,180 norma de discretos,porque soy mariposa y temo el fuego;

fabrican tus romances y sonetos,como los de Anfión un tiempo a Tebas, 605muros a Arica,181 a fuerza de concetos.

Y tú, Antonio Falcón,182 bien es te atrevasla Antártica Academia, como Atlante,183

fundar en ti, pues sobre ti la llevas;

ya el culto Taso,184 ya el oscuro Dante,185 610tienen imitador en ti, y tan diestro,que yendo tras su luz, les vas delante.

Tú, Diego de Aguilar,186 eres maestro en la escuela cirrea187 graduado,por ser tu metro honor del siglo nuestro. 615

El renombre de Córdoba ilustradoquedará por tu lira, justa pagadel amor que a las musas has mostrado.

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No porque al fin, Cristóbal de Arriaga,188

te ponga de este elogio, eres postrero, 620ni es justo que tu gloria se deshaga,

que en Pimpla189 se te da el lugar primero,como al primero que, con fuerza de arte,corres al parangón do llegó Homero.

De industria quise el último dejarte, 625don Pedro ilustre, como a quien Apolo,por ser Carvajal,190 dio su estandarte,

ni da el Pirú, ni nunca dio Pactolo191

con sus minas ni arenas tal riqueza,como tú con tu pluma a nuestro Polo. 630

Elpis Heroida,192 préstame la altezade tu espíritu insigne porque cantede otros muchos poetas la grandeza,

mas, pues humano ingenio no es bastante,saquemos de lo dicho este argumento: 635si es buena la Poesía, es importante.

Ser buena, por su santo nacimiento y porque es don de Dios y Dios la estima,queda arriba probado nuestro intento;

ser importante, pruébolo; la prima 640siento que se destempla y voy cansada,mas la razón a proseguir me anima.

Será una cosa tanto más preciaday de más importancia cuanto fueremás provechosa y más aprovechada; 645

es de importancia el Sol porque, aunque hiere,193 con sus rayos alumbra y nos da vida, crïando lo que vive y lo que muere;

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la tierra es de importancia porque anidaal hombre, y así a él como a los brutos 650les da, cual justa madre, la comida;

todos los vegetales por sus frutosson de importancia, y sonlo el mar y el vientoporque nos rinden fértiles tributos;

no sólo es de importancia un elemento, 655mas una hormiga, pues su providencia194

al hombre ha de servir de documento;195

cada arte importa, importa cada ciencia,porque de cada cual viene un provecho,que es el fin a que mira su existencia; 660

pues si una utilidad hace de hecho ser cada cosa de por sí importante,¿qué importará quien muchas nos ha hecho?

Es la Poesía un piélago abundantede provechos al hombre, y su importancia 665no es sola para un tiempo ni un instante;

es de provecho en nuestra tierna infancia,porque quita, y arranca de cimiento,mediante sus estudios, la ignorancia;

en la virilidad es ornamento, 670y, a fuerza de vigilias y sudores,pare sus hijos nuestro entendimiento;

en la vejez alivia los dolores,entretiene la noche mal dormidao componiendo, o revolviendo autores; 675

da en lo poblado el gusto sin medida,en el campo acompaña y da consuelo,y en el camino a meditar convida;

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de ver un prado, un bosque, un arroyuelo,de oír un pajarito, da motivo, 680para que el alma se levante al cielo.

Anda siempre el Poeta entretenidocon su Dios, con la Virgen, con los Santos,o ya se abaja al centro denegrido,196

de aquí proceden los heroicos cantos, 685 las sentencias y ejemplos virtüososque han corregido y convertido a tantos;

y si hay Poetas torpes y viciosos,el don de la Poesía es casto y bueno,y ellos los malos, sucios y asquerosos. 690

El lirio, el alelí del prado ameno,son saludables; llega la serpientey hace de ellos tósigo y veneno,

por esto el ignorante y maldiciente,tanta seguida viendo y zarabanda,197 695infame introducción, de infame gente,

la lengua desenfrena y se desmandaa condenar a fuego a la Poesía,como si fuere herética o nefanda.

Necio, ¿también será la teología 700mala porque Lutero,198 el miserable,quiso fundar en ella su herejía?

¿Acusa a la escritura venerable, porque la tuerce el mísero Calvino,199

para probar tu intento abominable? 705

¿Quita los templos donde al Rey divinole ofrecen sacrificios, porque en elloscomete un desalmado un desatino?

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¿Del oro y plata, dos metales bellos, condena al Hacedor excelso y sabio 710pues tantos males causa el pretendellos?

¿Contra todas las cosas mueve el labio,pues todas, si de todas hay mal uso,hacen a Dios ofensa, al hombre agravio?

Si dices que te ofende y trae confuso 715ver en la Iglesia llenos los poetasde dioses, que el gentil en aras puso,

las causas son muy varias y secretas,y todas aprobadas por católicas,y así en las condenar no te entremetas; 720

las unas son palabras metafóricas,y aunque mujer indocta me contemplo,sé que también hay otras alegóricas.

No es esto para ti; por un ejemplome entenderás: ya has visto en cualquier fiesta 725colgado con primor un santo templo,

allí habrás visto por nivel dispuesta, rica tapicería y tela de oro,por más grandeza a trechos interpuesta;

habrás visto doseles y un tesoro 730grande de joyas y otros mil ornatos,con traza insigne y con igual decoro;

habrás visto poner muchos retratos, y aun es el aderezo más vistosoen semejantes pompas y aparatos; 735

cual sería de Alcides,200 el famoso,otro de Marte,201 y de la Cipria diosa,202

y cual del niño ciego riguroso,203

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La prosapia de Césares famosa,y el turco Solimán204 allí estaría, 740y la bizarra turca, dicha Rosa.205

Pues ¿cómo en templo santo, en santo día,y entre gente cristiana de almas puras,y donde está la sacra Eucaristía,

se permiten retratos y figuras 745de los dioses profanos, y de aquellos,que están ardiendo en cárceles oscuras?

Permítense poner, y es bien ponellos,como trofeos de la Iglesia, y ellacon esto muestra que se sirve de ellos. 750

Así, esta dama ilustre206 cuanto bellade la Poesía, cuando se componeen honra de su Dios, que pudo hazella

con su divino espíritu, disponede los dioses antiguos de tal suerte 755que a Cristo sirven y a sus pies los pone.

Más razones pudiera aquí traerte, oh, ignorante, mas siéntote turbado,que es fuerte la verdad como la muerte.

Oh poético espíritu, enviado 760del cielo empíreo a nuestra indigna tierra,gratuitamente a nuestro ingenio dado,

tú eres, tú, el que haces dura guerraal vicio y al regalo, dibujandoel horror y el peligro que en sí encierra; 765

tú estás a las virtudes encumbrando, y enseñas con dulcísimas razoneslo que se gana, la virtud ganando;

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tú alivias nuestras penas y pasiones,y das consuelo al ánimo afligido 770con tus sabrosos metros y canciones;

tú eres el puerto al mar embravecidode penas, donde olvida sus tristezascualquiera que a tu abrigo se ha acogido;

tú celebras los hechos, las proezas 775de aquellos que por armas y ventura,alcanzaron honores y riquezas;

tú dibujas la rara hermosurade las damas en rimas y sonetos,y el bien del casto amor y su dulzura; 780

tú explicas los intrínsecos concetos del alma, y los ingenios engrandecesy los acendras, y haces más perfetos.

¿Quién te podrá loar como mereces,y cómo a proseguir seré bastante 785si con tu luz me asombras y enmudeces?

Y dime, oh Musa, ¿quién de aquí adelantede la Poesía viendo la excelencia,no la amará con un amor constante?

¿Qué lengua habrá que tenga ya licencia 790para la blasfemar sin que repare,teniéndole respeto y reverencia?

¿Y cuál será el ingrato que alcanzare merced tan alta, rara y exquisita,que en líbelos y en vicios la empleare? 795

¿Quién la olorosa flor hará marchita,y a las bestias inmundas del pecadoarrojará la rica margarita?207

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Repara un poco, espíritu cansado,que sin aliento vas, yo bien lo veo, 800y está muy lejos de este mar el vado.

Y tú, Mexía, que eres del febeobando el príncipe, acepta nuestra ofrenda,de ingenio pobre, rica de deseo;

y pues eres mi Delio, ten la rienda 805al curso, con que vuelas por la cumbre de tu esfera, y mi voz y metro enmiendapara que dignos queden de tu lumbre.

Notas

1. Ninfa o princesa de Tesalia amada por Apolo, dios de las musas. Éste la encontró luchan-do con un león que había atacado el rebaño de su padre. El dios se prendó de ella y la llevó a Libia donde después reinó en la ciudad que Apolo creó y nombró en su honor.2. O Febo, dios de la inspiración artística y musical; símbolo del sol.3. Según nos cuenta el mito griego, cuando las Piérides se enfrentaron a las Musas en un concurso poético al pie del monte Helicón, éste, inspirado por la belleza del canto, empezó a crecer de manera desmesurada amenazando con llegar al cielo. Poseidón observó el peligro y le pidió a Pegaso, el caballo alado, que golpeara al monte con su casco para que volviera a su tamaño inicial. Como el golpe de Pegaso hizo brotar este manantial, también se lo conoce como fuente «del caballo»; consagrada a las musas y notable por dar inspiración, la fuente estaba situada en las laderas del monte Helicón, en Beocia.4. Orfeo es el hijo de Apolo y de la musa Calíope; según el mito, las bestias feroces se detenían a escuchar su canto; las personas se asombraban al oírlo y hasta los seres inanimados se conmo-vían. Con la armonía de su canto, Orfeo logró liberar del infierno a su esposa Eurídice; la perdió para siempre al contravenir la exigencia de Hades, señor de los muertos, de no mirar hacia atrás.5. Se refiere al poeta y músico Anfión, hermano gemelo de Zetos, ambos criados por un pastor. Recibió de Hermes el don de pulsar la lira. Levantó las murallas de Tebas con la ayuda de este instrumento, a cuya música las piedras se movían y se colocaban por sí solas.6. Recuerda la conversación amorosa entre Júpiter y Juno, cuando el primero vence la reti-cencia de la segunda a sostener relaciones sexuales.7. El más antiguo poeta de Occidente de nombre conocido, autor de la Ilíada y la Odisea.8. Héroe tesálico, rey de los mirmidones y modelo cultural griego, inmortalizado por Homero en la Ilíada. En la guerra de Troya fue el más valiente de los héroes griegos; Paris identificó la única parte vulnerable de su cuerpo –el talón— y le disparó allí la flecha que lo mató.9. Facilidad para componer versos (da); inspiración.10. Otro nombre para las musas; se asocia con el monte Pimplea en Macedonia. La voz poética les pide que abandonen sus espacios tradicionales y respondan a su invocación.

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11. Monte consagrado a Apolo y a las musas; allí están las fuentes de Hipocrene y Aganipe.12. El agua de las fuentes donde beben las musas. O sea, el agua que transforma y hechiza en referencia a la Medusa.13. Alusión a un monte preferido por musas y ninfas. Lo menciona Giovanni Boccaccio en su tratado de geografía clásica, De montibus, silvis, fontibus, lacubus fluminibus, stagnis seu paludibus, et de diversis nominibus maris liber (1473).14. Monte donde habitaban Apolo y las musas. 15. Se refiere al santuario de Apolo en Delfos y su famoso oráculo; desde el trípode, la sacerdotisa emitía en verso los vaticinios del oráculo.16. El mar, como observó Trinidad Barrera (1998), se presenta como un lugar de incerti-dumbre.17. Se refiere a Diego Mexía de Fernangil, el poeta sevillano autor de Primera parte del parnaso antártico de obras amatorias en el cual se incluye el Discurso.18. De la región o zona austral con la cual se asociaba entonces al virreinato del Perú.19. Nombres por los cuales se conocía a Apolo. Apolo Délfico alude a Delfos, lugar donde se encontraba el santuario más importante consagrado a su culto y el oráculo más famoso.20. El sujeto lírico se declara sacerdotisa o seguidora de Mexía, a quien parangona con Febo o Apolo, de ahí que se caracterice de «febada», como las sacerdotisas del culto a Apolo también conocido como Febo.21. El apellido (da).22. Volcán activo entonces y ahora, localizado en la moderna Italia23. La Poesía, por asociación con Helicón, el monte sagrado de las musas.24. Privilegios (drae).25. Se refiere a la poesía como regalo o don divino.26. Siguiendo a Tauro, a partir del verso 85 la voz lírica manifiesta conceptos aristotélicos donde la Poesía es capaz de expresar armónica y gratamente verdades científicas (1948, 50). 27. El ser humano.28. Abarca, comprende. 29. Compendiado, resumido. 30. ¿Error por «cielo»? 31. Referencia a los ángeles.32. O trisagio. Se refiere al canto de los serafines en honor de la Trinidad en que repiten tres veces el nombre Santo («Santo, Santo, Santo Señor Dios de los ejércitos...»); por extensión, cualquier actividad repetida durante tres días (da y drae).33. Referencia a la Trinidad.34. Idea o imagen que forma el entendimiento; se toma por agudeza y discreción (da).35. De continuo.36. El cielo o las esferas concéntricas donde los antiguos creían que se movían los astros (drae).37. Referencia a Adán como el primer hombre y poeta.38. Eva, la compañera de Adán, es la primera mujer y poeta. De este modo se realza la capacidad de la mujer para la lírica. 39. Falta de entendimiento (da).40. Llenaron (drae).

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41. Himno de agradecimiento a Dios entonado por Moisés y los israelitas cuando el Faraón y su ejército fueron sepultados por las aguas del Mar Rojo (Éxodo 15): «Cantaré al Señor que se ha coronado de triunfo...».42. Episodio del libro de Jueces 4 donde se relata el triunfo de los hebreos sobre los cana-neos. Jael le ofrece hospitalidad a Sísara, el general cananeo; mientras este duerme, lo mata clavándole una estaca en la sien. 43. General israelita aquí representado como poeta.44. La única mujer que llegó a imponerse como caudillo y llegó a gobernar y juzgar en el periodo cubierto por el libro de Jueces (1220-1050 a. C.). Aquí figura como poeta.45. Episodio del Antiguo Testamento (Samuel 1, 17) donde se cuenta la historia de Goliat, un guerrero gigantesco derrotado por David. Su triunfo ejemplifica lo que pueden lograr los débiles. El canto de las matronas de nuevo presenta la habilidad de la mujer para ver-sificar. 46. El primer rey de los hebreos (1030-1010 a. C.) (Samuel 1, 18: 6-8). Estaba indignado porque, al triunfar sobre los filisteos, las matronas cantaban: «Saúl destruyó a un ejército, ¡pero David aniquiló a diez!». 47. Se lo representa como poeta más que como guerrero.48. Resumen de los primeros versículos del Salmo 149.49. Viuda de Betulia que, según la tradición, para salvar al pueblo hebreo, entró subrepti-ciamente en el campo enemigo y decapitó al general asirio Holofernes quien se emborrachó después de cenar. El episodio figura en el libro apócrifo del Antiguo Testamento que lleva su nombre. 50. Judith, como Eva, Débora y las matronas, alaba a Dios en versos.51. Referencia a Sadrac, Mesac y Abednego, jóvenes israelitas que rehusaron adorar la esta-tua de oro del rey Nabuconodosor, y éste los mandó meter en un horno. El Dios de Israel los salvó del fuego y las llamas no los tocaron (Daniel 3, 1-30).52. Personaje del antiguo testamento famoso por su fe, paciencia y larga vida.53. Canto o lamentación fúnebre, y por antonomasia las lamentaciones del profeta Jere-mías (drae).54. Discantar equivale a componer versos (da).55. Se refiere al «Magnificat» (Lucas 1:46). La anónima representa a María como poeta. Agradezco esta referencia a Georgina Sabat de Rivers.56. Referencia al episodio de Zacarías, el padre de Juan el Bautista, quien cuando recuperó el habla para la circuncisión de su hijo, alaba al Señor (Lucas 1:20; 67-79). 57. Personaje del evangelio de San Lucas. Cuando Jesús se presentó en el templo, lo procla-mó como el Mesías y le pidió al Señor la muerte porque ya había visto al salvador de Israel (Lucas 2: 21-32).58. Salve, del hebreo. Canto de júbilo con el que se daba la bienvenida a un líder que debía liberar al pueblo judío del yugo romano. En este caso se refiere al canto de alabanza a Jesús cuando entró en Jerusalén. (Mateo 21:6-10)59. Se refiere a la muerte de Jesús.60. San Paulino de Nola (354-431), prelado y poeta franco que llegó a ser obispo de Nola; sus cartas testimonian la historia religiosa de la época; su poesía sirve de puente entre el paganismo y el cristianismo.

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61. Juvenco, poeta y sacerdote de estirpe hispánica que vivió durante el reinado de paz de Constantino. Fue el primer poeta cristiano dedicado a cantar en hexámetros la vida de Cristo en su influyente Historia evangélica. La poeta acude aquí al motivo de la falsa modestia.62. Battista Mantovano (1447-1516), conocido como Johannes Baptista Spagnolo o el Mantuano por ser originario de Mantua, fue un poeta religioso de la orden del Carmen. Es-cribió en latín y se lo conoció como el «Virgilio cristiano». Entre sus obras destaca Partheni-ce Mariana, colección de siete poemas hagiográficos sobre la Virgen María, Santa Catarina de Alejandría y otras santas, y Adulescentia, una colección de diez églogas de tipo virgiliano aderezadas con alegorías cristianas.63. Giovanni Battista Fiera (1450-1540) médico, poeta y teólogo de Mantua.64. Jacobo Sannazaro (1458-1530), autor de la Arcadia, novela fundadora del género pastoril.65. Marcos Girolamo Vida (c.1490-1566), humanista italiano a quien el papa León X le en-cargó escribir un poema épico en latín sobre la vida de Cristo; lo concluyó en 1535. Ars poetica, su composición más admirada, propone el regreso a la tradición clásica, en particular aVirgilio.66. Benito Arias Montano (1527-98), poeta en latín y castellano; hebraísta notable, profe-sor de lenguas orientales en El Escorial y, a petición de Felipe II, responsable de su biblio-teca. Promovió la publicación de la Biblia Políglota (Amberes, 1569-1572), escribió una Retórica (1569) y Salmos de David y otros profetas (1571), una colección de poemas en latín.67. Sin términos o límites; se usa en referencia a la inmensidad de la presencia divina (da).68. Los poetas se presentan como figuras ejemplares, doctos en asuntos celestiales y hu-manos.69. O «policía»; el cumplimiento de las leyes y ordenanzas para el buen gobierno (da).70. Véase la nota 4.71. Regla o método (da); en este caso se refiere a una de las reglas que guían la conducta del poeta.72. Referencia a la fundación legendaria de Roma (753 a. C.) por Rómulo, su primer rey, y a los pueblos que después formaron parte del imperio romano.73. Capacidad o amplitud del genio (da).74. Despreciable, que mueve a risa (da). O sea, el poeta verdadero debe conocer los precep-tos (arte) y tener la inspiración o genio (vena) para componer versos.75. Para estos elogios véase Pro Archia Poeta, su defensa de Aulas Licinas Archias, poeta de origen griego acusado de no tener la ciudadanía romana. En la defensa, Cicerón destaca la importancia de la poesía en la cultura romana y sus vínculos con otras artes.76. La poesía, por asociación con las camenas, ninfas romanas asimiladas con las musas griegas, con el concepto de poesía, canto y jardín.77. Invoca otra vez a Marco Tulio Cicerón (106-43 a. C.), maestro de la retórica latina y autor del famoso tratado sobre la elocuencia, De oratore.78.Quinto Ennio (239-169 a. C.), bardo latino, autor de Los anales, un poema épico sobre la historia de Roma donde adoptó el hexámetro griego. Según explica Tauro, como atribuye a Ennio «la homologación entre los santos y los poetas, el Discurso califica la santidad como una elevación sobre el común nivel de las virtudes y las ciencias» (1948, 64). 79. ¿Plinio Secundo, el viejo, o Plinio Cecilio Secundo, el joven?80. Filósofo, geógrafo e historiador (63 a. C.- 19 d. C.), famoso por su Geografía, obra donde describe las civilizaciones conocidas destacando la historia, los mitos y la gente.

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81. Referencia a las cinco zonas que, según los astrónomos, conformaban la esfera (da).82. Aries, el primer signo zodiacal representado por un carnero.83. Tauro, el signo zodiacal representado por un toro. O sea, a la Poesía se la reverencia en la tierra y ocupa el lugar más alto en la esfera celeste.84. Referencia a Cayo Julio César, general que extendió el imperio romano hasta el Atlán-tico al conquistar la Galia. Se convirtió en dictador vitalicio y fue asesinado por varios se-nadores entre los cuales estaba Bruto, su hijo adoptivo. Tenía fama de buen orador y poeta. 85. Publio Virgilio Marón, el poeta más importante de la literatura romana; autor de la Eneida.86. Otra referencia a Virgilio quien nació cerca de Mantua y se lo conocía como «el Mantuano». 87. Musa de la poesía épica; se la representa con corona de oro y con un libro o un rollo de papel en la mano. Virgilio la invoca al comenzar la Eneida.88. Alejandro III de Macedonia (356-323 a. C.), que pasó a la historia como el Magno por sus conquistas e indisputable genio militar.89. Aquiles, también llamado en la mitología griega «El Pélida», por ser hijo de Peleo; su madre fue la nereida Tetis. Alejandro anhela que sus hazañas sean inmortalizadas por Ho-mero, como las de Aquiles.90. Subraya el aprecio de Alejandro por Homero y el reconocimiento de cómo la poesía puede otorgar fama imperecedera.91. Darío III Codomano, rey de Persia (336-330 a. C.); Alejandro lo derrotó en la batalla de Issos.92. Muestra su aprecio por la obra de Homero al guardarla en tan exquisito cofre.93. En la antigüedad fue la ciudad más grande de la región de Beocia, famosa por las siete puertas que la resguardaban.94. Uno de los grandes poetas líricos de la Grecia clásica; nació cerca de Tebas y allí vivió en su adolescencia. Según la leyenda, cuando Alejandro Magno arrasó esta ciudad en 336 a. C., prohibió que se destruyera la casa de Píndaro.95. Homero a quien se le conocía como «el ciego»; se refiere a las ciudades que reclamaban ser la cuna del poeta.96. Bardo griego que nació en Paros (712- 644 a. C.) y luchó como mercenario; ejemplo del poeta soldado. Algunos le atribuyen ser el creador del verso yámbico.97. Poeta trágico griego (496-406 a. C.); le dio al género su forma definitiva. Durante la guerra entre Atenas y Esparta, se concertó una tregua para que sus funerales se llevaran a cabo.98. Laconia, región del Peloponeso cuya capital fue Esparta.99. Baco, el dios del vino. Se lo conoce como Bromio por el nombre de su nodriza, Brome.100. En la mitología, el infierno.101. A sí mismos.102. Lago que en la antigüedad se consideraba la entrada a los infiernos. En la Eneida de Vir-gilio, Eneas desciende al infierno por una caverna cercana al lago Averno; los romanos creían que era la entrada al mundo de las tinieblas. En sus orillas también estaba la cueva de la sibila de Cu. Realza el poder de la poesía para otorgar fama. 103. O Elisa, princesa de Tiro, fundadora legendaria de Cartago y su primera reina. En la Enei-da de Virgilio el protagonista fue su amante. Por orden de Júpiter, Eneas abandonó a Dido. Al subir a la pira funeraria y acostarse en el lecho, ésta se suicidó clavándose la espada del héroe.

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104. Escritor y geógrafo hispanorromano del primer siglo d. C., natural de la antigua ciudad de Tingentera en la actual provincia de Huelva, España. Su obra más conocida es Chorografia donde intenta describir, basándose en diversas fuentes, el mundo conocido.105. Hijo de un esclavo manumitido, Quinto Horacio Flavio (56-8 a.C.), fue uno de los poetas más importantes de la literatura escrita en latín. Estableció en Roma una estrecha amistad con Virgilio y Mecenas. Su estilo directo fue imitado por los poetas de la temprana modernidad.106. Tiberio Casio Asconio Silio Itálico (25-101 d. C.), político y poeta romano famoso por su obra épica sobre las segundas guerras púnicas donde reconstruye las luchas de Roma contra Aníbal, desde su expedición a España hasta el triunfo de Escipión. 107. Hijo de una familia muy influyente de Verona, Gayo Valerio Catulo (87-54 a. C.) se estableció en Roma y allí comenzó a escribir poesía lírica y satírica. Dedicada a su amigo el historiador Cornelio Neponte, su obra nos ha llegado con el título de Catulli Veronensis liber. En ella encontramos poemas de gran lirismo dedicados a Lesbia, su musa, y otros de vituperio, contra sus enemigos. 108. Marco Valerio Marcial (40-104 a.C.), poeta hispanorromano famoso por sus epigramas donde mezclaba el ingenio y la sátira. Fue amigo de Quintiliano y Juvenal. 109. Puede refererise a Valerio Máximo, historiador latino y autor de Hechos y dichos memo-rables, obra dedicada a Tiberio.110. Lucius Annaeus Séneca (3 a. C.-65 d. C.), poeta, filósofo y dramaturgo hispanorro-mano nacido en Córdoba. Fue preceptor de Nerón; se lo acusó de estar involucrado en una conjura, y se suicidó cortándose las venas. Caracterizada por la filosofía estoica, su obra ha tenido una gran influencia en el pensamiento occidental.111. Su nombre es Postumius Rufius Festus pero se lo conoce como Avieno. Vivió en Roma en el siglo iv d.C. y formó parte de un círculo literario cercano a la corte que promovía el cultivo de la poesía. Conocido por Ora marítima, obra donde describe las costas del medi-terráneo basándose en fuentes muy antiguas.112. Tito Lucrecio Caro (96-55 a. C.) uno de los representantes del epicureismo, es famoso por su De rerum natura [De la naturaleza de las cosas] escrita en hexámetros. Allí presenta las ideas de Epicuro. 113. Se desconocen las fechas de Decimus Junios Juvenalis. Es famoso por sus dieciséis sátiras escritas en hexámetros contra las costumbres romanas de su tiempo, incluyendo un vituperio contra las mujeres. Acuñó frases como «panen et circenses» para describir el gusto de los romanos. En España, Antonio de Nebrija se ocupó de editar sus obras.114. Persio (34-62 d. C.) debe su fama a seis sátiras donde, con un hábil manejo del len-guaje, critica faltas como la avaricia y la falsa religiosidad. Propuso un modo de vida estoico. 115. Albio Tibulo (55-19 a. C) poeta elegíaco cuyos dos libros tratan temas como el amor, la muerte, el rechazo de la guerra y de las riquezas. Se caracteriza por su sencillez, claridad y la ausencia de erudición mitológica.116. Ovidio abandonó otros estudios para dedicarse completamente a la poesía.117. La poesía. Referencia al coro de las nueve musas, sus portaestandartes. 118. Lucano (39-65 d. C.), poeta cordobés autor de la épica histórica La Farsalia donde trata en diez cantos la guerra civil entre Julio César y Sexto Pompeyo; la batalla tuvo lugar en el campo de Farsalia, en Grecia, y dio fin a la República con el triunfo de César. Con-

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trariamente al modelo de Virgilio, Lucano evita incluir elementos fantásticos. Revisó los primeros tres libros; los otros siete estuvieron a cargo de su esposa, Pola Argentaria. 119. Se refiere a Apolo porque nació en la isla de Delos; el dios de la poesía inspiró tanto a mujeres como hombres.120. Su nombre es Angel Ambroginis (1454-94); como era de Montepulciano, se lo llamó Policiano. Particularmente en su Silva nutricia y en sus Epístolas alabó a las mujeres de la antigüedad y de su época. 121. Poeta griega (del siglo vi a. C.). Nació en la isla de Lesbos de donde partió precipi-tadamente al exilio en Sicilia (a. C. 604-592); si bien desconocemos los motivos, algunos han conjeturado que fue por política y otros por amor. En Lesbos organizó un grupo de mujeres que rindió culto a Afrodita y se dedicó a la música y a la poesía. En sus versos hace referencia a su familia noble, a tres hermanos y a su amante, el poeta Alceo. Modernamente se la asocia con el amor heterosexual y lésbico.122. Poeta y maestra de Panfilia, presunta discípula de Safo. También hubo una sibila de ese nombre; por la mención a Safo, parece referirse a su discípula. 123. Cantar, componer versos (da).124. Pola Argentaria, la esposa de Lucano a quien se le atribuye el haber revisado y conclui-do La Farsalia después de la muerte del marido.125. Poeta pagano-cristiana (s. iv) muy admirada en la Edad Media y también conocida como Proba Valeria Flatonia y otros nombres. Su nacimiento en Roma es incierto. De ella se conserva únicamente el Cento Virgilianus de laudibus Christi basado en textos de Virgilio. Se le atribuyó incorrectamente la autoría del Homerocentones.126. Referencia a Virgilio, conocido también como el Mantuano, cuyos versos aprovechó Proba Valeria.127. Sacerdotisas griegas que caían en trance al profetizar en hexámetros; sus vaticinios versificados se conservaban y transmitían por escrito. 128. Seguidoras de Febo o Apolo; en general, las mujeres poetas.129. Hija del adivino/adivina Tiresias que vivió como mujer y como hombre. Los vaticinios de Manto eran muy temidos.130. Con el sentido de ilustre y excelente (da).131. Se refiere a la prosapia de las mujeres que cultivaban el verso en el virreinato del Perú. 132. Españoles, por asociación con los reinos de Castilla y León.133. El tema del translatio studii.134. O Palas Atenea, cuya sabiduría se igualaba a la de su padre Júpiter. 135. El conocido motivo de las armas y las letras donde se debate cuál es mejor, la vida activa o la contemplativa.136. Malvada, perversa. 137. Acordado (da).138. Abundante; en este caso, largo.139. Con los cabellos sin cortar; adjetivo asociado al dios de la poesía, Apolo.140. Valle de Tesalia admirado por su belleza y buen clima, el lugar preferido por Apolo y las musas.141. Menciona a algunos poetas de la región antártica.142. En algunos instrumentos de cuerda, la primera en orden y la más delgada; produce un sonido muy agudo (drae).

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143. Instrumento para tocar las cuerdas de la lira (da); en este caso, inspiración. 144. El dominico Francisco de Figueroa (¿Huancavelica-Lima, 1616?), de quien se con-serva poesía circunstancial en los preliminares del Arauco domado de Pedro de Oña y la Miscelánea austral de Dávalos y Figueroa. Tuvo también una vena mística evidente en Tra-tado breve del dulcísimo nombre de María, reproducido en cincuenta discursos (1642). Otros escritos suyos se han perdido.145. Tipo de hierba ligera que se cría en la mar y en los ríos (da); algas.146. Hierba cuyo tallo, parecido al del junco, no tiene nudo. Sus hojas asemejan una espada (da).147. La celeste esfera.148. Referencia a la Academia Antártica, la tertulia patrocinada por el virrey marqués de Montesclaros en la cual participan muchos de los poetas mencionados.149. Según Clarinda, Juan Duarte Fernández fue natural de Sevilla, de familia portuguesa. Se recibió de leyes en su ciudad natal y ejerció esta profesión en Lima y Potosí. Sus obras se conocen únicamente por referencia.150. Potosí.151. Nombre antiguo del río Guadalquivir.152. Musas; de su inspiración.153. Pedro Montes de Oca (¿Sevilla -Camaná, 1620?) fue elogiado por Cervantes y Vicente Espinel.154. El río más largo de la Península Ibérica que atraviesa en su parte central en rumbo este a oeste.155. Ninfa del mar, una de las cincuenta nereidas; cuando fue dada en matrimonio al mor-tal Peleo, engendró a Aquiles quien la recuerda en La Ilíada (vv. 365-412). 156. Podría referirse al fraile dominico Francisco Sedeño Fariñas, conocido como «el Esco-to» por su agudeza. Se le han atribuido unas redondillas que figuran en los preliminares de Arte de la lengua quechua general de los indios de este Reino del Pirú (Lima, 1616) de Alonso de Huerta de quien fue discípulo (Leoni Notari 2003, IX, 4, 1616 [pp.100-101]).157. Podría referirse a un pescador adorado por los griegos. La tradición explica que comió unas yerbas y se metamorfoseó: su barba y su melena de color verde oscuro, simulaban al color de las algas marinas; sus piernas se convirtieron en cola de pez. Después se sumergió en el mar. También podría referirse a la princesa Glauca, desposada por Jasón y a quien Medea le envió un bello vestido que, al ponérselo Glauca, la incendió.158. Canto.159. Autor del Arauco domado (1596).160. Poema épico atribuido a Miguel Cabello de Balboa (Archidona, Málaga ¿1530/35?-Ca-maná, 1608); lo conocemos sólo por referencia.161. Poema épico atribuido a Cabello de Balboa; lo conocemos sólo por referencia.162. Miscelánea antártica (1576-86), obra de Cabello de Balboa terminada en Lima o Ica y dividida en tres partes (la creación del mundo, el origen de los indios, la historia de los Incas). 163. Obra atribuida a Cabello de Balboa; se trata de: Verdadera descripción y relación larga de la provincia y tierra de las Esmeraldas, orden y traza para descubrir y poblar la tierra de los chunchos y otras provincias, editada por Jijón y Caamaño en 1945. Agradezco esta referencia a Sonia Rose. Hay ed. más reciente (2001) de José Alcina Franch.

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164. Obra dramática atribuida a Cabello de Balboa y conocida por esta referencia. Se des-conoce si constituye una o dos obras.165. Miguel Cabello de Balboa. De la poesía de este clérigo agustino solo tenemos dos muestras: un soneto laudatorio y una paráfrasis del salmo 26. Es más conocido por la Mis-celánea antártica y por la citada Verdadera descripción y relación larga de la provincia y tierra de las Esmeraldas.166. Otro nombre de España. Originalmente una tierra mitológica al oeste de Europa; allí estaban las manzanas de oro de Hera, guardadas por siete mujeres jóvenes e inmortales. 167. Lugar de nacimiento de Miguel Cabello de Balboa.168. Probablemente pasó al Perú en el séquito del virrey Toledo. Residió primero en Lima y después en La Paz donde fue «vezino feudatario» y regidor. Fue elogiado por Cervantes en El canto de Calíope. De él se conocen sonetos en los preliminares de: la Miscelánea austral de Dávalos y Figueroa; de Vida, virtudes y milagros del nuevo apóstol del Pirú, el venerable P. F. Francisco Solano (Lima, 1630) de Diego de Córdoba; de Poema de las fiestas que hizo el Con-vento de San Francisco de Jesús, de Lima, a la canonización de los veintitrés mártires del Japón (Lima,1630) de Juan de Ayllón (1630); de la Concepción de María Purísima (Lima, 1631) de Hipólito Olivares y Butrón; y en Ordenanzas del tribunal del consulado desta Ciudad de los Reyes y Reynos del Perú, Tierra Firme y Chile (Lima, 1630) (Leoni Notari 2003 IV, 15, 1502 [pp.57-58]; XIV, 9, 1630 [pp. 152-153]; XVI, 23, 1631 [p. 178]. 169. Monte donde se adoraba a Apolo.170. Basándose en esta referencia, Menéndez Pelayo denominó Clarinda a la autora del discurso.171. Diego de Hojeda (Sevilla, c. 1517-Huánuco, 1615), sacerdote dominico, autor de la épica religiosa La Christiada (Sevilla, 1611).172. Probable referencia a Juan Gálvez (¿Sevilla?-Lima, 1618), clérigo de la orden de Santo Domingo. Fue acusado de díscolo y trasladado a Trujillo. De él se ha conservado un soneto dedicado al Marqués de Montesclaros. Se le atribuye una Historia rimada de Hernán Cortés hoy perdida. 173. Ninfa que Apolo transformó en una fuente situada en la base del monte Parnaso. Quienes bebían sus aguas o escuchaban su alegre sonido, resultaban inspirados para su labor poética. Tradicionalmente, es un lugar de inspiración de los poetas. Las sacerdotisas del culto de Apolo en Delfos bebían de la fuente Castalia antes de pronunciar sus profecías.174. Para 1612 se encontraba en la provincia de Los Charcas, en el Alto Perú. Se conocen unas estancias suyas en los preliminares de Defensa de damas (Lima, [1602] 1603) donde elogia a Diego Dávalos y Figueroa (Leoni Notari 2003, IV, 7, 1603 [pp. 74-75]).175. Gaspar de Villarroel y Coruña (Guatemala, 1550-¿Lima?). Como representante de la Academia Antártica, saludó a Oña por la aparición de Arauco domado (Lima, 1596). Se conocen otros tres sonetos laudatorios suyos en Primera parte de las Elegías de varones ilustres de Indias (Madrid, 1589) de Juan de Castellanos, y en Los sonetos y canciones del poeta Francisco Petrarca (Madrid, 1591) de Enrique Garcés (Leoni Notari 2003, I, 9, 1596 [pp.38-39]).176. Río del olvido cuyas aguas bebían los muertos para no recordar sus pecados.177. Homero; un aspecto de la tradición fija su nacimiento en la rivera del Meles, en Ionia, y por ello se lo llama Melesígenes o Melesígeno.

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178. Apolo, también conocido como Timbreo porque en Timbrea, ciudad de la Troade, estaba ubicado un famoso templo en su honor. 179. Diego Dávalos y Figueroa (Ecija, c.1551 -La Paz, 1616), es autor de Miscelánea austral concluida en La Paz (1601) y publicada en Lima (1603). La conforman 44 coloquios en prosa y verso sobre, entre otros temas, el amor y la poesía. Su segunda parte titulada Defensa de damas (1603), es un poema dividido en seis cantos con un total de 471 octavas donde el autor ofrece una apología de la mujer.180. No hay otra noticia de él.181. Villa en el sur del virreinato del Perú; hoy día pertenece al moderno Chile.182. No hay otra noticia de él.183. Atlas o Atlante, el gigante que Zeus condenó a llevar el peso de la celeste esfera sobre sus hombros; en muchas estatuas figura sosteniéndola. Aparentemente, Antonio Falcón lleva el peso, o sea, la dirección, de la Academia Antártica.184. Torquato Tasso (1544-95) famoso por su poema épico Jerusalén libertada (1581).185. Dante Alighieri, su obra maestra, la Divina Comedia, se divide en tres partes compues-tas en diferentes épocas, Infierno (c.1304), Purgatorio (c. 1307) y Paraíso (c. 1313). Según Clarinda, Falcón puede competir favorablemente con estos dos ingenios (Tasso y Dante).186. Diego de Aguilar y Córdoba (¿Córdoba, 1560-Lima, 1614?), bardo elogiado por Cer-vantes. Se le atribuyen La soledad entretenida, obra desconocida presuntamente en forma dialogada, y El Marañón, terminado durante su estancia en Huánuco. De esta última, véase la ed. de Lohmann Villena (1990).187. Referencia a quienes cultivaban la poesía porque Cirreo fue otro nombre dado a Apo-lo, por Cirria, localidad cercana al oráculo de Delfos.188. Cristóbal de Arriaga y Alarcón (San Clemente, Cuenca, c.1545-Lima, 1617) llegó al Perú en el séquito del virrey Fernando de Torres y Portugal y se estableció en Lima donde fue encomendero, regidor perpetuo (1611-17) y participante en actividades literarias. Un soneto suyo se encuentra en los preliminares de Arauco domado (Leoni Notari I, 8, 1596 [p. 38]).189. Monte donde vivían las musas.190. Su obra literaria se desconoce.191. Río de la antigua Lidia donde, según la leyenda, se bañó el rey Midas y desde entonces arrastraba pepitas de oro y curaba todo mal.192. Noble romana, autora de la letra para los himnos en honor de la fiesta de San Pedro y San Pablo: «Aurea luce et decore roseo» y «Felix per omnes festum mundi cardines»; casada con el filósofo y poeta latino Boecio (c. 480-524 d. C.), famoso por su influyente tratado Consolación de la filosofía.193. Comentario al margen de Mexía de Fernangil: «No basta una cosa para ser importante que sea de provecho, sino que podamos aprovecharnos de ella». Tauro apunta que el poeta expresó similares ideas en los Preliminares de la obra: «la Poesía que deleita, sin aprovechar con su doctrina, no consigue su fin como lo afirma Horacio en su Arte y, mejor que él, Aristóteles en su Poética» (1948, 84). 194. En el sentido de prevención, para lograr algún objetivo (da). 195. En da, «Doctrina o enseñanza con que se procura instruir a alguno en qualquiera materia, y principalmente se toma por el aviso u consejo que se le da, para que no incurra

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en algún yerro u defecto». Clarinda le da el sentido de «ejemplo».196. De color oscuro (drae); se refiere a la tierra.197. Tanto la seguida como la zarabanda son bailes antiguos; el segundo fue censurado por los moralistas en los siglos xvi y xvii (drae). En cuanto a la zarabanda, es una danza alegre, asociada con movimientos lascivos; por extensión el vocablo se usa para designar todo aquello que cause ruido o molestia (da).198. Martín Lutero (1483-1546), fraile y teólogo alemán de la orden agustina cuyas ideas sirvieron de fundamento a la Reforma Protestante. 199. Juan Calvino (1509-64), teólogo protestante francés quien, con otros reformadores, puso el acento en el juicio de Dios sobre todas las cosas, negando la autoridad de la iglesia romana. Expuso su doctrina en Institución de la religión cristiana (1536). 200. O Alcida, otro nombre de Hércules por asociación con Alceo, su abuelo paterno. Siguen referencias a los retratos de figuras famosas.201. Dios de la Guerra.202. Otro nombre dado a Venus porque se creía que la diosa había nacido en Chipre.203. Cupido.204. Referencia al sultán otomano Süleyman Kanuni o «el legislador» (1494-1566) conocido en el Occidente como Solimán el Magnífico. Gobernó un vasto territorio entre 1520 y 1566, y fue enemigo acérrimo de Carlos I de España, o Carlos V del imperio romano-germánico.205. Probable referencia a Roxelana o Hürrem (ca. 1505-61), la esposa favorita de Solimán, famosa en las cortes europeas por su influencia y belleza. 206. La Poesía. 207. Referencia a Mateo 7: 6: «No den lo sagrado a los perros, no sea que se vuelvan contra ustedes y los despedacen; ni echen sus perlas a los cerdos, no sea que las pisoteen». Relacio-nando el versículo bíblico con el poema: ¿Quién se atreverá a ofrecer lo valioso, en este caso, la Poesía, a quienes no saben apreciarla?

Ediciones

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GUARAGUAO

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Creación

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El valor de los derechos de autor

Manifiesto de CEDRO en su vigésimo aniversario

En el vigésimo aniversario de la creación de CEDRO, manifestamos que: 1. El trabajo de escritores, traductores y editores es una de las bases de la riqueza intelectual de la sociedad.

2. La dignidad profesional de autores y editores tiene su fundamento en el Derecho de Autor. Es legítima su aspiración a obtener una remuneración por el uso de sus obras, y a que su trabajo creativo se respete y se proteja.

3. El acceso a la información y a la cultura no puede ni debe realizarse sacrificando los derechos de autor. 4. Las obras de autores y editores constituyen un valor insustituible para la educación, la formación permanente y la innovación en empresas, organismos públicos y centros educativos.

5. El sector del libro y de las publicaciones periódicas tiene en España una relevancia estratégica: contribuye de forma significativa al producto interior bruto, a la creación de puestos de trabajo, a la mejora de la balanza comercial y a la generación en el extranjero de una imagen positiva de nuestro país.

Por todo ello:

1. Reclamamos a los poderes públicos un decidido apoyo a los creadores de la cultura escrita y una defensa enérgica y activa de sus derechos de autor, para alcanzar los mismos niveles de respeto que existen en otros países europeos.

2. Demandamos el mantenimiento de la compensación para los autores y editores por la copia privada de sus obras, que se lleva a cabo masiva e indiscriminadamente en una gran variedad de aparatos y soportes.

3. Instamos a todos los centros de trabajo y de formación en los que se utilizan reproducciones de libros y publicaciones periódicas mediante fotocopia o digitalización, a obtener la autorización previa de los titulares de derechos, tal y como exige la ley, mediante una licencia de reproducción de CEDRO.

4. Expresamos nuestro compromiso con el desarrollo educativo, científico y cultural español, así como con el necesario progreso de las bibliotecas en nuestro país y con las políticas de fomento de la lectura.

5. Manifestamos nuestra voluntad de continuar trabajando para consolidar e incrementar los importantes logros obtenidos en los últimos veinte años en materia de reconocimiento de los derechos de autor, de remuneración a autores y editores por la reproducción de sus obras, y de educación a los jóvenes acerca del valor de la creación original, objetivos para los que pedimos la comprensión y la colaboración de la sociedad.

Madrid, 1 de julio del 2008

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Otras canciones (de Libro Abierto)

Isel Rivero

i.

Estamos juntas.

Las nubes corren desbocadas hacia el abismo.

Tú y yogolondrina y mujerentregadas a los volcanes en flordonde acudimos a las espirales tontas

Hemos llegado a comprenderlos graznidos una de otralos nidos tejidos de arcillanos esperan.

ii.

Vinieron en la madrugaday ya habían cazado una avispaal vuelo que pegaron con hilos de arañaolvidados por las esquinas

Encontraron una ventana abiertay por allí entraron hacia este mundoruidoso y estérilpero aquí querías quedarteno hubo disuasión posible

Entiéndemenos han entregado sus vidas

GUARAGUAO ∙ año 15, nº. 36, 2011 - págs. 149-151

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ya que el llegarlas hará volverhasta la muerte.

iii.

La sangre anegó la bahíael azul del cielo enrojeció.Una encerrona.

Perseguida desde los mares fríos del norte o del surtodas las latitudes son cómplices

Esta vez no traigas maletas que no hay donde ponerlas

La habitación es estrechaLos delfines rehusan cantary yo tengo el cuerpo húmedode calor Cada zancadilla que dasal volver de la caceríaes un áspid en tus labios.

iv.

El reloj en tu muñecauna noria de números

Así, mis canas, más duras que el resto del cabello.

La sonrisa esa de medio ladola da el tiempo

Los dientes ya no brillanLos cirujanos marcanprótesis en tus rodillas

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GUARAGUAO

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Las pestañas se achicanLas cuerdas de la músicamás lejanas

Al anotarla mano se comporta como si escribiera en un tren a toda marcha

El sueño regresa a sus anchasnunca cuando lo llamas

El puente se ha gastadocon tanto cruce

v.

Las orcas sin cabezano lo son.

Y nosotras?

vi.

Amiga,te digo hoy,urge la barca y el perroDéjame una calderillapara el remerono sea que me dejetirada en esta orilla.

Isel Rivero • Otras canciones

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Isel l. RIveRo y Mendez (Isel Rivero) l941 La Habana, Cuba. Ha publicado poesía: Fantasías de la Noche y La Marcha de los Hurones, La Habana; Tundra, Nueva York; El Banquete, Nacimiento de Venus, Aguila de Hierro, Las Noches del Cuervo, Madrid; Songs, Palmsonntag, Viena; Night Rained Her, Alabama. En los años 2003 y 2010 aparecieron en Madrid, Relato del Horizonte y Las Palabras son Testigos.

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GUARAGUAO ∙ año 11, nº. 26, 2007 - págs. 9-20 GUARAGUAO ∙ año 15, nº. 36, 2011 - págs. 152-154

Poemas

Marialuz Albuja Bayas

y sólo entonces

Concédeme la liviandad de la neblina la luz de la abejael invisible despertar del páramo

y mi alma cantará tus alabanzas. Desde la lengua más dichosala más libresurgirán voces que hasta ahora no han hablado. Concédeme el fluir de la palmera su danza siempre abierta al resplandory extenderé todo mi ser sobre las aguaspara que impregnes por completo tus señales. Descenderá la poesía con que tú me guiarásen el estrecho precipicio de la duda.Será banquete en mis entrañas el vocablo pronunciado con el soplo que le diste cuando nada estaba hechoy podré reconciliar en mi balcónal colibrí que juguetea con su sombra.No temeré por el destino de la arañaque teje y tejea la intemperiesu modesta perfección

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Marialuz Albuja Bayas • Poemas

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sin importarle la bellezao su contrario.

Ya nunca más preguntaré dónde mi casa.El mundo entero acunará mis titubeos.Galoparé, en pos de tu nombre,a reencontrarme con la nubecon el pastocon la ola. ConcédemeSeñorlo que te pido

sin olvidar que en el dintel estará ellaesa muchacha que jugaba con el barroaquella tarde en que perdió la liviandad de la neblinala luz de la abejael invisible despertar del páramo… Y entonces mi alma cantará tus alabanzas.

vengo del reino

Vengo del reino de la luz.Y pese a tanta oscuridadla luz ocupa espacio en mídefinitivo.

Nadie la mueve de mi lado.Si un pájaro cantaallí estoyaunque en la noche haya herido a mi esposoy después me cortara las venaso a los quince

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GUARAGUAO

un puñado de píldoras blancasme entrara en el cuerposeguido de un falso disparo en la sien.

Y qué si una tarde me pude lanzar de un balcón…

Vengo del reino de la luz.Amo la vida.

MaRIaluz albuja bayas Quito, 1972, ha publicado los poemarios Las naranjas y el mar (1997), Llevo de la luna un rayo (1999), Paisaje de sal (2004), La voz habitada (2008) y La pendiente imposible (2008), obra con la que obtuvo el Premio Nacional otorgado por el Ministerio de Cultura del Ecuador. Sus textos han aparecido en revistas literarias y en antologías nacionales e internacionales (Argentina, México, España, Venezuela y Perú). Es traductora del inglés y del francés. Se desempeña como profesora en la Universidad de los Hemisferios (Quito). Sus textos han sido traducidos al inglés, portugués, francés y euskera. Correo electrónico: [email protected]/[email protected]

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GUARAGUAO ∙ año 11, nº. 26, 2007 - págs. 9-20

Todas las mañanas iba a la biblioteca para ver a Clara, para pedirle un libro. Me hice un experto en entomología por considerar que eso le

parecería interesante. Su amiga me había dicho que le gustaban las mari-posas. Yo nunca le gustaría, y muy bien lo intuí desde el principio, aunque no quise creerlo.

Fue en esa biblioteca que conocí al viejo doctor. Lo había visto antes rondar por los pasillos y era difícil olvidar ese rostro con la piel azulada y seca, con los párpados pesados como enormes bulbos colgando de una rama marchita.

Lo traté con cordialidad y fingí no conocerlo. Él simuló creerme, aun-que fuera imposible. En este país todos lo conocen. Los intelectuales hacen cola para tomarse una foto con él. Los científicos no pueden contener su fascinación cuando lo ven de cerca. Incluso el niño que en principio sintió temor, se enorgulleció enseguida de haberlo descubierto mientras se escon-día (antes de la leucemia fulminante, claro está).

—Disculpe, ¿me dejaría ver ese libro un momento? —le pregunté un día en que logré tomar asiento a su lado. Lo empecé a hojear y noté que me dejaba encima sus pupilas inmutables, casi grises, sin pigmento.

—¿Te gustan las polillas?No me gustaban. Pero ya que la entomología no había funcionado, qui-

zás la amistad del vejete ayudaría. Sentí los ojos curiosos de Clara rozar mi frente desde el aparador, atraídos por el murmullo. Entonces a mi frente tocada se le escaparon por completo las polillas y de mi boca sólo surgió un aleteo incomprensible de palabras ciegas.

El viejo pudo leer la razón de mi aturdimiento y esbozó una sonrisa. Miró a Clara. Volvió a mi rostro y cerró el libro. Sin preguntar mi nombre, me invitó a su casa. Ahí tenía algunos textos que podrían interesarme.

Confundido, ya sin el azul de Clara sobre la frente, dije que sí.

Wagner

Diego Cristian Saldaña Sifuentes

GUARAGUAO ∙ año 15, nº. 36, 2011 - págs. 155-159

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GUARAGUAO

La vi por primera vez mientras regresaba en el suburbano al departa-mento. Ella se bajaba dos estaciones antes que yo. A fuerza de reiterar su rostro en ese trayecto rutinario, su rostro se fue reiterando en mis noches de insomnio. Un día quise saber más de sus labios. En lugar de continuar mi recorrido, me bajé tras ella.

Yo no sabía que esa persecución se prolongaría por meses enteros. Que no era suficiente con obtener su nombre, su dirección, su lugar de trabajo. Que ne-cesitaba conocer todas sus sonrisas y leer cada una de sus palabras para entender cómo un ángel puede posarse en el mundo sin romper el orden de la vida diaria.

Mas descubrí que un ángel no puede posarse en el mundo sin romper el orden de la vida diaria y eso me sembró la locura que envilece el senti-miento más noble. Muchos otros la invitaban a salir y con todos iba sin entregarle a nadie su dulzura plena, sin conceder a ninguno un solo beso; y tal vez ahí radicaba el encanto o el reto que a tantos convocaba. Y yo, el falso entomólogo, podía ver cómo transformaba sus sonrisas y palabras a capricho para alimentar así el anhelo en cada rostro.

Menos el mío.Para mí sólo reservaba una indiferencia llena de crueldad y de desidia.

Seguí al viejo impacientemente entre las calles de un barrio antiguo. La tarde caía ya sobre las ruinas de la ciudad, cansada de teñir otra vez las mismas calles con sus grietas creciendo como arrugas en un rostro a punto de desmoronarse. Su andar era tan lento y desastroso que de la biblioteca a su casa se me acabaron las mentiras y tuve que decirle que yo de polillas no sabía nada, pero que me gustaría aprender.

—Me queda claro —dijo, y se soltó en una carcajada que derivó en carraspeo, después tosido breve y de vuelta a la mofa:—, sólo cuídate de no volverte una, Ícaro.

—Ya le dije que me llamo Wagner.—No te creo. Pero da igual.Abrió la puerta de madera podrida con una llave enorme. Todo en ese

cuarto era un souvenir del pasado. Eran recuerdos de otros siglos que lo habían olvidado a él como él se olvidó de vivirlos. Y pudo haber seguido ahí, amortajado entre sus propias memorias, de no ser por el escándalo que desató el niño. Después de las pruebas, le cayó la modernidad de un solo golpe, con sus cámaras y sus entrevistas y sus shows escandalosos, para rectificarle su misantropía milenaria.

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Yo ya había visto las bodegas de la casa en los noticieros de la tele. Pero era diferente estar ahí, respirar el olor a insectos antiguos, sentir en el aire un perfume de otra época ya ahogada bajo guerras y descubrimientos.

—¿Haz visto a una polilla quemarse por volar hasta el aceite de una fa-rola, Ícaro? —sirvió vino de una redoma en una copa. Me ofreció un trago.

—Las he visto quemarse con las bombillas eléctricas. Sabía que aquel líquido podía o no ser vino. Quise probar, de todos

modos, las pócimas que el doctor guardaba en su memoria y desmentir su alquimia de niños tontos. Bebí de la copa.

—Los insectos nocturnos usan la luz de los astros para orientarse. Cuando a una esfinge le cae luz sólo en un ojo, un acto reflejo le hace ale-tear más rápido con esa ala. Su naturaleza la obliga a ir hacia la luz.

La noche había caído y sólo quedaba una farola alumbrando las paredes frías del salón. Los objetos se amontonaban melancólicamente unos contra otros. También en sus ojos había una capa de polvo. Continuó hablando:

—Tú piensas que me engañas, porque a ti te importan un carajo las polillas. Estás equivocado.

Me pareció oír un cuchicheo desde la ventana y voltee de reojo. Afuera debía estar soplando un viento fuerte. La llama de la farola crepitaba con su arrullo suave y yo mismo no sabía exactamente qué estaba haciendo en esa casa con el vejete más vejete del universo. Las mariposas nocturnas me importaban un carajo. Sólo la incomodidad sobrevenía.

—Ten cuidado con lo que te obsesiona, Wagner. Por encontrar una sola idea puedes perder el sueño para siempre. Y hay insomnios que per-sisten más allá de la noche, que no te permiten ni siquiera el descanso de la muerte.

El barullo regresó detrás de las ventanas y sentí un escalofrío. Algo en todo ese discurso demente me ponía los pelos de punta. Tal vez las fac-ciones casi desalmadas de su rostro. Tal vez su piel muerta cubriendo las mejillas. Tal vez la amargura de su voz al callar.

—No querrás convertirte en mí, Wagner. No querrás condenarte a la convivencia interminable con esta monstruosa humanidad. Si eres una sa-turnia… y la luz te llama… apágala.

Entonces dejó de parecerme casual el ruido en las ventanas. Las polillas se apretaban unas a otras y se estrellaban contra el cristal.

Eran cientos. La luz roja del cuarto las convocaba, el sortilegio de ese an-ciano extravagante, o sus estupefacientes medievales.

Diego Cristian Saldaña Sifuentes • Wagner

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GUARAGUAO

Unos días más tarde, el viejo envolvió a Clara con sus habladurías. Un grupo de estudiantes entró en ese momento a la biblioteca y no pude escuchar con precisión sus palabras. Para cuando ella salió de trabajar, el doctor la esperaba afuera.

Clara lo acompañó hasta su casa. Los dos bromeaban en el trayecto, miraban de reojo hacia atrás, y de pronto entendí que era un observador observado. Sus risas, entonces, caían sobre mí con infinita vergüenza, y aún con eso mis pasos no dejaban de seguirlos, agazapándome entre la gente o detrás de los árboles.

Estuvieron dos horas dentro de su estudio, bebiendo los vinos antiguos del doctor. Con la ayuda de un espejo, yo los espiaba detrás de la ventana, una polilla más convocada por la farola. Hablaban en susurros, con sendas copas en las manos, y sus labios parecían tan próximos y tan dispares que amenazaban con pronto fundirse en una misma sonrisa desquiciante.

Tal vez mi respiración contenida los contuvo. Seguí observándolos con la certeza de que ellos podían oír el revolotear de mis celos, y entendí en aquel momento que jamás podría llegar a esa fuente de luz, que un cristal se interpondría siempre entre yo y mi anhelo.

La esperé a la salida, dispuesto a demostrarme lo contrario. El viejo la despidió en la puerta y ella se fue caminando con el rostro

sostenido por una sonrisa plácida, sospechosísima, inexplicable. Ya solos en la calle, no había vuelta atrás. En cualquier momento le lla-

maría, la dejaría jugar conmigo como lo hacía con todos los hombres que la deseaban. Y fui postergando el momento de capitular mi dignidad ante ella. Lo fui postergando hasta que me quedé sin dignidad que capitular.

Llegamos a una casa de estudiantes. Ella tocó un timbre. No me atreví a confrontarla, aunque intuía que esa era mi última oportunidad. De la entrada al edificio salió un enorme africano con la cabeza rapada. Parecía confundido de ver frente a su puerta, en medianoche y con ese rostro, a una mujer tan recatada. Un hilo de vacilación o de miedo cruzó sus ojos. Clara se acercó y le secreteó algo al oído. El negro sonrió lentamente mien-tras asentía con la cabeza.

La llevó adentro. La esperé dos horas escuchando sus gritos en el si-lencio de la noche, especulando sobre los vinos de aquelarre añejados en redoma, con la luna en creciente como los cuernos de un macho cabrío o un rictus de burla.

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Diego Cristian Saldaña Sifuentes • Wagner

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dIego CRIstIan saldaña sIfuentes (Ciudad de México, 1990) Compositor, guitarrista, bajista, escritor. Estudió guitarra clásica en la Escuela Nacional de Música y es egresado de la Sociedad General de Escritores Mexicanos (sogem). En el ámbito literario ha participado en diversos concursos de cuento y poesía entre los que destacan: primer lugar en el concurso de cuento universitario «Me duele cuando me río» (dgacu, 2007); segundo lugar en el concurso nacional «Tinta y Whisky» (Dwars, Ediciones Urano y la fil de Guadalajara, 2009); y segundo lugar en el concurso nacional preuniversitario de cuento «Juan Rulfo» (Universidad Iberoamericana, 2008). Ha publicado en la revista virtual Punto en Línea, en Amphibia Editorial, en la revista electrónica Justa, en la revista Atemporia y como colaborador en la columna «La Chulanga» de la revista Tiempo Libre.

Al salir, el gesto de placidez se había acentuado en su rostro. Mas el suplicio se postergaría para mí hasta la madrugada. Casa tras casa conocí a otros tres inmigrantes. Africanos todos. Enormes. Siempre desconcer-tados de su presencia hasta que ella vertía en un secreto el agua dulce del indecoro. Y ya la locura me invadía, pues en cada sonido de la noche creía escuchar su voz entrecortada por la dicha de la sangre, aun cuando desistí de seguirla y me interné en una taberna para no salir nunca.

Por más que bebí no logré conciliar el sueño. El viejo brujo había trans-mutado la materia de mi vida y yo seguiría su consejo. Una a una iba a destruir todas las farolas encendidas durante la velada. Todas, menos una:

Una momentánea lucidez alcohólica me había develado el secreto.Por mí, que él se pudriera en vida. Después de lo que me hizo esa no-

che, yo no le concedería su eutanasia.

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Arte

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GUARAGUAO ∙ año 15, nº. 36, 2011 - págs. 163-168

Algo del muchachito de las fotografías setenteras permanece en su rostro, hoy de cuarenta años. En las imágenes, dispuestas en la sala de

su casa guayaquileña, se ve, en un blanco y negro poco contrastado, bajo una luz perpendicular, a la familia entera posando con cierta esbeltez: el padre, Jaime, presumiblemente ya como presidente del Ecuador, sentado, junto con su esposa Martha. De pie, Santiago, serio, hombro con hombro junto a su hermana mayor, llamada como la madre.

Esta íntima imagen de familia es también un fragmento visual de la historia política reciente del Ecuador. Jaime Roldós es uno de los presi-dentes más respetados en la historia de un país inestable y desencantado en materia democrática, y alrededor de su muerte (ocurrida el 24 de mayo de 1981, en un accidente aéreo) giran rumores diversos; el más comenta-do —incluso por exagentes de la cia—, que fue un atentado de la inte-ligencia norteamericana para ponerle un alto a su «proyecto de soberanía regional». El mismo Santiago ha expresado que la muerte de su padre no se ha aclarado lo suficiente... Pero hoy no quiere hablar de aquello —de lo cual, además, no solo ha hablado sino escrito bastante— sino de cómo su compromiso político, su condición inevitable de animal político (por sus antecedentes, su genealogía), ha tomado forma en los vericuetos del arte, específicamente en el teatro.

A pesar de haber comenzado estudiando filosofía en México, de haber ejercido el periodismo en Ecuador, lo suyo es, indefectiblemente, el teatro. Hace una década fundó el grupo Muégano (junto con la actriz mexicana, hoy su esposa, Pilar Aranda), con el que trabajó por algunos años en Espa-ña. Conciliando textos de Pessoa, Brecht y otras referencias escribió la obra Juguete acerca de la violencia, presentada en España y América Latina, pero fue con Karaoke (Orquesta vacía) que se estrenó, de lleno, como dramaturgo. Desde luego, todas sus íntimas inquietudes (que, por su circunstancia de vida tan especial, son en parte las de la identidad política del Ecuador recien-

Ética y estética de un animal políticoEntrevista con Santiago Roldós

Fabián Darío Mosquera

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GUARAGUAO

te) están consignadas allí. Santiago Roldós se anima a hacer una lectura del compromiso político del artista, hoy, en la sociedad latinoamericana.

Teniendo la oportunidad de quedarte en México o en Barcelona, regresaste a Guayaquil, tu ciudad natal, donde no parecía haber un panorama creativo que explorar profundamente, ¿por qué tomaste esa decisión? ¿Cuál crees que es —o puede ser— el rol del intelectual en una sociedad como esa (y, en términos generales, como la latinoameri-cana)? ¿No crees que ciertos intelectuales del exilio llegan con una idea a veces demasiado paternalista del Ecuador, diciendo que no encuen-tran interlocutores?

No acabo de sentirme cómodo hablando como intelectual, porque asumo esa categoría apenas en tanto artista. No soy específicamente un pensador, o un teórico… Soy intelectual como puede serlo un escritor de ficción, y desde ese punto de vista creo que la función política de un artista es —y valga aquí el perogrullo— mantener una independencia del poder. Esto, que se ha dicho tantas veces, debe entenderse desde la siguiente pers-pectiva: en el cabildeo político crudo el artista es un perdedor, es alguien que no quiere el poder. No ese poder. Su forma de relacionarse con las utopías se enmarca en un lenguaje que se aleja del de la política conven-cional... En el último sentido de tu pregunta, una vez le dije a Arístides Vargas que desde los 17 años ya me había sentido huérfano de interlocu-tores, y él, que es un hombre muy sabio y muy importante en mi decisión de regresar al Ecuador como un programa personal, me dijo: ¿pero quién tiene interlocutores?. Entonces volví dispuesto a cuestionarme esa idea de que era imposible producir aquí un pensamiento alternativo; es decir, a contracorriente, democrático, progresista. Luego pensaba en ese texto de Derrida sobre política que reza: ‘amigos míos, no hay ningún amigo’, un pensamiento atribuido a Séneca o Aristóteles y que ilustra bien esa situa-ción constante de hablarle a alguien que, en realidad, no existe. Creo que hay, en Ecuador, una dinámica, ya sea en la intelectualidad como en la empresa privada o incluso la familia, que produce una suerte de burocra-tización activa y permanente de varios de los valores de la vida. Es decir, vivimos en un estado que no asume del todo sus diferentes dimensiones… No es que no tiene rockeros, Drag Queens, dramaturgos o poetas; parece, simplemente, que eso no acaba de significar. Esas categorías ‘significan’ cuando una institucionalidad visible, un tanto anquilosada, oficial, les

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Fabián Darío Mosquera • Entrevista con Santiago Roldós

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confiere un supuesto reconocimiento. Este panorama implica, pues, una idea del intelectual como una especie de funcionario que debe hacer cosas preestablecidas para ser, precisamente, intelectual; lo cual me parece terri-ble. Una de las cosas que me ha producido mayor desazón en los últimos tiempos, por ejemplo, es ver a Julio Echeverría, el hermano de Bolívar, firmando, adhiriéndose a un espacio en el que está presente Osvaldo Hur-tado… Yo estudié en un lugar (México, desde mayo de 88 a marzo de 96) en donde Monsiváis, o incluso Paz —que era un tipo muy veleidoso con el poder—, eran en sí mismos. Uno hasta en el bus decía Paz, Monsiváis o Fuentes y, más allá de las coincidencias o desavenencias, decía algo, había allí una legitimidad. Aquí, un tipo sensato y valioso como Julio Echeverría es totalmente desconocido, y recién parece poner en marcha una función social cuando aparece vinculado con una figura visible de un espectro polí-tico conservador. El otro día hablé de esto en el Consejo Directivo del itae (Instituto Tecnológico de Artes del Ecuador), que está padeciendo mucho el problema de la burocratización, y, en efecto, nadie sabía quién es Julio Echeverría. Pero, en fin, frente a ese panorama en donde las cosas están siempre por hacer, mi presencia y mi lucha cotidiana se vuelven relevantes.

Muchas veces, cuando se habla de la relación entre política y arte, se pondera la necesidad, como dices, de una independencia inalienable del artista frente a la controversia política cruda, o se tacha cualquier com-promiso ideológico visible como panfletista. Suele decirse también que la genuina militancia política del artista está dada estrictamente en el plano de la naturaleza de su obra y su lenguaje; es allí donde el artista es subversivo, o revolucionario. No en el ser abanderado concreto de causas sociales objetivas, menos partidistas. Sin embargo, hay una suerte de casta —desde Brecht hasta Glauber Rocha— que ha logrado apuntalar lo que podríamos llamar una visión política dura, sin perder fuerza en su estética, su apuesta formal, su destreza. Me atrevo a decir que tu tra-bajo se enmarca en ese linaje, en el que te inscribes a partir, sobre todo, de la interiorización de la teoría brechtiana. ¿Cómo es que tu relación no sólo con el concepto de política, sino con la historia de la política nacional va tomando la forma de discurso artístico? Aquí me refiero a una especie de revisión biográfica en clave crítica...

Me cuido mucho, por mi propia historia, de no deslegitimar la acti-vidad política per se. Me quejo de los políticos en concreto, y creo, desde

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GUARAGUAO

luego, que mi lugar no está, como ya te he dicho, en el campo de la política convencional, por llamarlo de alguna manera. Me veo como un caso obvio de algo que ha ocurrido mucho en América Latina, específicamente en el teatro. Alguna vez, hablando con Santiago García y, de nuevo, Arístides Vargas, a quienes considero precursores de una tradición que recoge la exigencia moral brechtiana de pedirle algo de orden político a la estética, me decían: «El teatro en América Latina siempre ha sido como un depósito del detritus de las utopías.» Vuelvo a mis estudios en México: estuve allí en el momento de la adhesión del país al neoliberalismo radical. El lla-mado teatro universitario, ese teatro de búsqueda, ya había desaparecido. Aunque tuve como profesores a los últimos exponentes de esa tradición, lo primero que varios otros te decían era: no hagas grupo, que era como una invitación, en definitiva, a una visión individualista enmarcada en ese pulso capitalista y competitivo. Y había una contradicción muy fuerte en la escuela mexicana, un problema que se fue complejizando con mi gene-ración, en referencia a esa perversión de la técnica stanivslaskiana, en la que te exigían desde el primer momento verdad, poner en juego tu biografía, pero en realidad buscando hacer de ti un bruto sensible, capaz de llorar para la industria de la tv. Muchos de nuestros profesores trabajaban, en ese entonces, para la industria de las telenovelas… Yo venía con toda esa información, esa ética deplorable, y es en España, donde viví desde el 98 al 2004, que realmente descubro el teatro latinoamericano, en tanto dis-curso altamente comprometido con las causas populares; un teatro que, a pesar de que había recibido muchos golpes con la caída de las utopías y demás, mantenía en su espectro grupos que se estaban replanteando las co-sas, comprometidamente, en este nuevo mundo. Yo escogí esa tradición… Eso es algo muy interesante de nuestra condición latinoamericana: nuestra historia, nuestras herencias diversas y sus procesos de mestizaje parecen propiciar que aquí uno pueda «escoger a sus padres»; que uno pueda decir: yo pertenezco a eso.

Hablas de grupos como La Candelaria o Malayerba, por supuesto, capitales en tu formación dramatúrgica...

Sí… En términos políticos, son grupos con una larga cadena de des-encuentros con lo que sería la izquierda oficial, sistémica. Y más allá de lo que una supuesta crítica de vanguardia pueda decir hoy (que La Candelaria ya tiene más de cuarenta y pico de años, que ya no está en su momento o

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Fabián Darío Mosquera • Entrevista con Santiago Roldós

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no sé qué), a mí me parece muy importante la historia, el hecho de que no haya renunciado a su militancia; que es, desde luego, la singular militancia del teatro, en un país —Colombia— en que sigue siendo particularmente problemática la relación de los artistas, de los intelectuales, con su realidad política. En el caso de Malayerba, lo que me interesa es que ha «subjetiva-do» magistralmente la política. Si uno ve, por ejemplo, su última obra, La república análoga, se da cuenta de que es la lectura más lúdica, liberadora y atinada que podría hacerse del momento actual del Ecuador, de su socialis-mo del siglo xxi. Pero ellos no se proponen eso; lo que realmente intentan es reírse de ellos mismos, y creo que allí hay un componente importante de mi propia historia. Lo pongo así: la capacidad de transformar la derrota, que es específicamente la derrota de la historia de mis padres, de ese proyecto, en algo productivo para los otros. Y, como te he dicho, lo hago en el plano que siento que me corresponde. Pienso que lograrlo en la política convencional, en la estructura social del Ecuador, es imposible. El discurso de mi padre ha podido ser tomado, en secuencia, por Abdalá Bucaram, Sixto Durán Ballén y Rafael Correa. Claro, hablo de su versión light, de recurrir al slogan de la Patria. Pero hay una tarea profunda consignada allí, en esa herencia, que re-solver en el plano de la política ortodoxa, tomando en cuenta las estructuras de poder del Ecuador de hoy es imposible. Para mí el asunto adquiere senti-do en el campo del arte; en el campo de la creación de sensibilidades… De mí se ha reído mucha gente, intelectuales de mi ciudad que han dicho: «este huevón cree que en el itae, su escuela de arte, está haciendo la Revolución». Y yo digo: «sí, una pequeña revolución, en la dimensión de lo posible; una revolución que compete a decenas, por lo menos.»

Bueno, lo que diferencia a Rafael Correa de los otros dos nombres de la política ecuatoriana post-Roldós que has mencionado, es —coincida-mos ideológicamente con él o no— su nivel de aceptación popular. Esto responde a la capitalización de ciertos réditos sociales históricamente postergados, ya fuera por el populismo estridente del bucaramato o por el neoliberalismo posterior. Alguna vez, cuando conversamos de esto, me dijiste que el «progreso» propuesto por este Gobierno era el mismo «desarrollo velasquista» que ya hemos visto... Aquello de hacer carrete-ras, puentes, infraestructura social, en función de una anhelada moder-nización estatal y una reducción de la brechas de pobreza, pero sin salir de una dinámica clientelar. Sin embargo, ¿no crees que en un país tan

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desigual como Ecuador, resolver esos elementales problemas sociales y, luego, infraestructurales, es el primer paso obvio en el proceso de cons-trucción de una plataforma que permita discutir después las posibilida-des «revolucionarias» del arte o de la acción cultural?

Pienso que la plataforma no debe estar divorciada de un fortalecimien-to simbólico, o, más bien, creo que dicho fortalecimiento debe ser parte de ella de manera honesta. Actualmente tenemos un Ministerio de Cultura haciendo programas de «entretenimiento ciudadano» con las figuras más elementales del humor televisivo nacional… ¿eso es revolucionario? A mí me gustaría vivir del arte, y creo que es necesario que la gente sepa que se puede. Fíjate tú, para no ir muy lejos: Mario Campaña, quien está al frente de esta revista, forma parte de una generación —la inmediatamente anterior a la mía— en la que casi todo el mundo tuvo que irse. Un montón de gente valiosa se fue de este país, o de esta ciudad (sabemos que Quito ofrece, quizás, otras condiciones para el arte, aunque tampoco es que haya un desarrollo substancial), por no encontrar horizontes. Al decir esto no estoy pidiendo ningún tipo de asistencialismo paternalista estatal o algo por el estilo, pero sí establecer las condiciones para un debate crítico, de volumen. Recordemos, por ejemplo, a la Revolución Cubana de los prime-ros años: logró hacer lo que ninguna democracia capitalista en la Historia, en términos crítico/artísticos, con la película Memorias del subdesarrollo. Ese es un documento jodidamente crítico y autocrítico de la situación cubana de aquel entonces. Claro, luego ese pulso crítico se perdió, pero si uno compara esa obra con el cine latinoamericano de hoy, con Iñárritu, por ejemplo, que posee un discurso secuestrado simbólicamente por un conservadurismo hollywoodense, pues nota una diferencia en términos de predisposición crítica y estética. Uno ve allí la posibilidad de un compro-miso... Cuando me dicen: «y usted, ¿por qué no es político?», yo digo: «soy artista, hago política». Alguna vez lo afirmé durante un festival alternativo de teatro en Colombia: esta es nuestra política. Nuestra forma de entender el poder, de relacionarnos con él y de entender la utopía. Se trata de una militancia que consiste en una activación cotidiana del imaginario.

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Fusión seguido de Diapasón de lo inverosímil en la carneYulino DávilaArmargord, Madrid, 2010, 75 pp.

¡EL SEXO, EL SEXO!Yulino Dávila (Lima, 1952) prosigue

la tradición de la gran poesía peruana, cuyas raíces se hunden en la literatura colonial, pero que encuentra sus gran-des nombres en el siglo xx, con César Vallejo, Martín Adán, Emilio Adolfo Westphalen —tan admirado por José Ángel Valente—, José María Eguren, Rodolfo Hinostroza y Enrique Veráste-gui. Verástegui es, precisamente, uno de los adalides de Hora Zero, el más impor-tante movimiento poético de vanguardia surgido en los 70 en su país, al que se adscriben otros autores destacados como Jorge Pimentel, Juan Ramírez Ruiz, Tu-lio Mora, Jorge Nájar, Carmen Ollé y el propio Yulino Dávila. Dávila, residente en España desde 1978, ha construido una poesía sustancial aunque silenciosa —El tratante, en 1995; Hebras de Ma-lasaña, en 1998—, entreverada con una

obra gráfica que ha dado a conocer en el Perú, España y Francia. Publica ahora Fusión seguido de Diapasón de lo invero-símil en la carne, dos poemarios escritos con cierta distancia —el primero, en 2007; el segundo, en 2000—, pero coin-cidentes en muchos aspectos, temáticos y estilísticos. Fusión puede definirse como un canto a la mujer o, dicho con más precisión, a todo cuanto la mujer aporta existencialmente al poeta: deseo, ampa-ro, satisfacción y vida. Sin embargo, ese canto no es un elogio, ni una invocación abstracta, sino una realidad encarnada, una presencia claroscura y sensual, a la que se accede mediante el sexo: la mujer es un barro moldeado por la pasión. Y en esta labor de alfarería se cifra también la formación del yo y del mundo: el poeta y su palabra surgen del afán por poseer algo siempre huidizo, del diálogo entre el ser deseante y el ser deseado, del embate adusto de aquél y la incitadora elusión de éste. La resistencia que ofrece la mujer a la acometida del poeta es, en Fusión, una metáfora de la lucha por penetrar en la oscuridad del mundo, o por que haya mundo. «Allí donde no te encuentro empieza la palabra», escribe Dávila. Y ese «no te encuentro» alude a la destinataria de su deseo, pero también a él mismo y a cuanto lo rodea. La pulsión erótica se convierte, pues, en una herramienta para dar vida a lo existente, en un instrumento mayéutico, que se derrama en las cosas, y las atraviesa: «sólo tu piel, / el sexo en la piel, el sexo del afecto,/ el de la guadaña y el del ahorcado,/ (…) el sexo de dios en

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la casa del ateo,/ el sexo cornucopia, el sexo fumarola, el sexo poesía/ y, por lla-marlo de algún modo, ¡el sexo del sexo/ que da vida a estas palabras!», afirma Dávila. Sin embargo, este trabajo no es solo una tarea individual. El poeta rebasa las fronteras de la intimidad y se adentra en los parajes de la historia, para recorrer esa misma ausencia —o presencia frus-trada— de la mujer. Sus composiciones aparecen llenas de figuras femeninas, literarias o históricas, que han determi-nado nuestra cultura y nuestra imagina-ción, pese a ser ellas mismas, en muchos casos, marginadas u olvidadas: «Bilis negra/ Poema curvo», la primera pieza del libro, cita, por ejemplo, a Lucrecia y Dorotea, a la Magdalena y Beatriz, a Eloísa y Zenobia, a Briseida y Cordelia, a Isolda y Sophie Germain, a Helena y Ninon de L’Enclos. La reivindicación de lo femenino formulada en Fusión se con-vierte en Diapasón, subtitulado «tránsito y perspectiva del desamparo», en una reivindicación paralela y simultánea de la utopía, de lo reprimido y orillado en la sociedad, de lo colonizado, cuya metáfo-ra por excelencia es el sur: «El sur duele sin el menor esfuerzo», dice Dávila; y también: «el sur, pariente de lo oscuro», «anémica alegría». Se trata, como señala Benito del Pliego en su certero prólogo, de un «programa de encarnación revolu-cionaria», en el que «la mujer es el gran extranjero, el primer exiliado de la histo-ria oficial, el Sur del Sur». Yulino Dávila busca a la mujer para dar consigo, para alojarse en una realidad, personal y co-

lectiva, que no reniegue de su suerte: que no lo expulse. Y esa mujer encuentra la forma arquetípica de la madre, represen-tación de la naturaleza, imago de la fe-cundidad universal: «¡Gracias a ti, madre natural, que estás en todas las mujeres!», proclama Dávila en el último verso de Fusión, con ecos del Avemaría católico. Sin embargo, en esa naturaleza respira la muerte, espejo negro de eros, reverso indefectible de la creación. Fusión seguido de Diapasón… conforma un libro excla-mativo y jubiloso, pero también amargo, en el que el planear ominoso de la des-aparición embrida el empuje de la carne. Las «aguas estancadas» de un poema de Fusión, aunque referidas a las arbitrarie-dades del poder, contienen también una metáfora universal de la muerte, como ha definido Gaston Bachelard. Y el kafkia-no «todos somos Josef K», de la pieza si-guiente, revela «el hedor de los jerifaltes», pero asimismo el sinsentido de una vida lastrada interminablemente por el dolor.

Fusión seguido de Diapasón…, co-herentemente con su exposición de una realidad signada por un anhelo insatis-fecho de materialidad, se presenta como una propuesta irracional, fracturada, en la que las asociaciones operan por llama-radas fónicas y resonancias subterráneas, refractarias a la denotación. Los numero-sos sangrados, espacios, barras, paréntesis y juegos tipográficos que salpican —e interrumpen— el texto, y que colabo-ran en el descoyuntamiento visionario de la sintaxis, dan cuenta de esa misma dislocación existencial. A idéntico fin se

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endereza la mezcla de lenguajes: el co-mún y el lírico, el poético y el político, el erótico y el científico, el castellano y las lenguas indígenas, cuyas anómalas in-crustaciones se producen, sobre todo, en Diapasón. También el idioma visual del cine, con su vigor cinético, y el musical del jazz, sincopado, en fuga, imprevisible, contribuyen a la edificación de este decir mestizo, anfibio, que comunica una poe-sía asimétrica y disociada, como el yo que la enuncia. Las imágenes, por su parte, estallan sin descanso, en una constante crepitación de paradojas y analogías, en un amontonamiento polícromo y corpo-ral de hechos e invenciones, que, como señala Del Pliego, citando a Deleuze y Guatari, vuelven a hacernos extranjeros en nuestra lengua. El poema se prolonga en un fraseo discontinuo y anfractuoso, como un cruce multitudinario de torren-tes en un solo fluir quebrantado. Es una fuerza centrífuga, que esparce destellos de realidades inverosímiles pero veraces, de fragmentos de sentido desquiciado, de posibilidades ontológicas, de añicos de la imaginación. Por eso escribe Dávila, en una suerte de poética emboscada en un poema de Fusión, que la poesía «es corre-lato / y calco vibrátil del existir (…) niti-dez y laberinto; / es ese algo que sucede / se vive (como la vida), / no es algo para entender». Y por eso afirma también, como ya hiciera Valéry, que todo poema es inacabado: porque siempre aspira a su-ceder otra vez, roto y distinto, en el ojo del lector.

Eduardo Moga

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Hambre de forma.Antología poéticade Haroldo de CamposEdición, selección y prólogo de Andrés Fisher. Trad. de varios autores. Veintisiete Letras, Madrid, 2009, 360 pp.

Hacer una nota sobre una antología comprehensiva de la poesía de Harol-do de Campos traducida al español es una tarea contradictoria, en el sentido de que se trata de presentar a un autor cuya escritura ha tenido una amplia re-percusión en los derroteros de la poesía escrita desde la segunda mitad del siglo xx que no necesita (o no debería ne-cesitar) presentación. Resulta extraño, por tanto, sentirse tentado de hablar de un creador parangonable en estatura a coetáneos como Octavio Paz o Nica-nor Parra, como si no fuera lo que es: uno de los poetas más importantes del siglo xx. Sin embargo, esta evidencia no necesariamente se ha traducido en un reconocimiento público y unánime ni había hecho que la traducción de su

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obra al español dejase de ser dispersa y de acceso complicado.

Hambre de Forma. Antología poé-tica bilingüe de Haroldo de Campos, volumen editado, seleccionado y en buena parte traducido por Andrés Fisher, cumple el papel fundamental de resolver esa carencia al ofrecer una muestra precisa y coherente de la poesía de este intelectual de Sao Paulo naci-do en 1929 y desaparecido hace ya 8 años. Hasta ahora solo contábamos en versión castellana con la muestra ofre-cida (en 1987 y 2000) por la editorial mexicana El tucán de Virginia en la que Manuel Ulacia y Eduardo Milán mostraban este recorrido de forma más resumida y con exclusión del primer y el último libro del autor: Auto del pose-so y La máquina del mundo repensada, de 1950 y 2000 respectivamente. En Hambre de Forma estos 50 años de poe-sía quedan dispuestos ante el lector en portugués y español, de manera clara, equilibrada y representativa, haciendo uso de las traducciones (nuevas o ya existentes) de destacados poetas lati-noamericanos. Entre ellos, y además del editor y el propio Eduardo Milán, nos encontramos a Néstor Perlongher, Gonzalo Aguilar, Roberto Echevarren, Reynaldo Jiménez, Marcelo Pellegrini y Daniel García Helder. Además, el estu-dio introductorio de Andrés Fisher es de gran utilidad e interés. Sus páginas, incisivas y bien documentadas, facili-tan la comprensión de las claves de la obra, así como del complejo diálogo

que esta mantiene con la poesía de sus coetáneos dentro y fuera de Brasil.

Quizás el principal motivo por el que este paulista alcanzó pronto un lugar prominente en el mundo de la poesía tiene que ver con su participa-ción fundacional en uno de los hitos de la vanguardia de posguerra, la poesía concreta. Junto con su hermano Au-gusto y el también poeta Decio Pigna-tari pusieron en marcha a principios de los 50 la revista-libro Noigrandes, que se convertiría en el principal órgano de expresión de dicho movimiento hasta el comienzo de su expansión interna-cional de la década siguiente. Los ha-llazgos del grupo, a quien también se debe la redacción de poéticas y mani-fiestos extraordinariamente lúcidos, ofreció la evidencia incontestable de que en Latinoamérica los caminos de la vanguardia no se habían truncado ni su espíritu de indagación cesaba: su capacidad de síntesis y sincretismo (in-disociables de las raíces modernistas de Brasil que Oswald de Andrade volvía a relanzar en su manifiesto antropofágico de 1928) abrieron en las décadas de los 60 y 70 espacios creativos de inusitado rigor y libertad cuya irradiación afectó incluso a sociedades poéticas tan con-servadoras como la española. Los lec-tores de esta antología encontrarán una muestra sustancial de las aportaciones que de Campos hizo a este movimien-to. Su economía expresiva, la explora-ción de los recursos gráficos del texto, el fortalecimiento de una poética em-

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parentada con la vanguardia construc-tivista, son rasgos que vuelven a quedar patentes en los poemas seleccionados de los libros más cercanos a Noigrandes, como Ajedrez de estrellas y Signantia: quasi coelum, originalmente publicados en 1976 y 1979.

Pero Hambre de forma también hace posible asomarse a logros que van más allá del concretismo. Como subraya el prólogo, la contemplación del conjunto de la obra facilita la posibilidad de esta-blecer conexiones significativas entre el desarrollo de este movimiento y otros rasgos fundamentales de la escritura ha-roldiana, como los que surgen de la re-cuperación crítica de la tradición barro-ca latinoamericana que, como se puede comprobar ahora, se manifestaban ya en poemas anteriores a la fundación de los concretos y vuelven a presentarse en distintos grados a lo largo de toda su escritura.

Un capítulo descollante de este fi-lón neobarroco es Galaxias (cuya pri-mera versión se publicó en portugués en 1984). Hambre de forma anticipó parte de las nuevas traducciones de la edición completa del libro que acaba de publicar en Uruguay la editorial Flauta Mágica en versión castellana —admira-ble y necesaria— del poeta argentino-peruano Reynaldo Jiménez. La «marea verbal» de Galaxias nace de la conver-gencia de elementos lingüísticos de muy diverso origen, trenzados en una corriente incesante de sonoridades y paranomasias en las que se engasta un

léxico de labrados neologismos, tan amplio en referentes temáticos como preciso en marco prosódico.

Los textos de Galaxias ponen a Ha-roldo de Campos en el centro de otra tendencia revolucionaria para la poe-sía de latinoamericana: el neobarroco o neobarroco, cuya heterogeneidad formal Medusario —la antología de Echevarren, Sefamí y Kozer que ahora reedita la editorial argentina Mansal-va— supo definir y proyectar en 1996. No es sólo que algunos de los textos de Galaxias aparecían ya recogidos en esta muestra, sino que en ella también se incluía el trabajo creativo de algunos de los autores que aportan las traducciones de la presente antología, mostrando así que de Campos constituía uno de los centros gravitacionales de la corriente neobarroca/neobarrosa.

La red de complicidades, conver-saciones y referencias que teje la obra del brasileño compone, en sí misma, otro de los elementos que aúnan su trayectoria y determinan su intención y alcances. Hay en ella un diálogo de profunda originalidad y extensión sor-prendente con algunos hitos (clásicos y modernos) de la literatura mundial: de los haijin japoneses a la Biblia, de Ho-mero a Joyce, de Dante a Mallarme, de Pound a Paz... En este sentido, la selec-ción de textos de la antología permite incardinar la poesía de Haroldo en la estela de precedentes que el autor creó para orientar sus propias búsquedas. El gusto por la intertextualidad y la

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insistencia una tradición autodefinida, se emparenta con otras de las activida-des destacadas de la obra haroldiana, que también subraya prólogo de Fis-her: la dedicación a la traducción que, desde los presupuestos de su teoría de la «transcreación», el autor desplegó en paralelo al desarrollo de su propia obra. El portugués le debe traduccio-nes verdaderamente originales de textos esenciales como La ilíada, el Eclesiastés o La Divina Comedia. Mediante la in-corporación en su propia poesía de re-ferencias, citas o formas desarrolladas en estos y otros hitos (como ocurre en «Finismundo: el último viaje» o en La máquina del mundo repensada donde el modelo es Dante), su obra se convierte en nudo de una trama literaria inme-morial en el que el principal protago-nista es un decir poético no subyugado a lenguas, lugares o épocas.

Otra muestra de esta extraordina-ria capacidad de conciliación queda de manifiesto en esta antología y atañe a lo que algunos siguen viendo como es-pacios o actitudes poéticas antagónicas. Poemas como «Servidumbre de paso» o «Oda (explícita) en defensa de la poesía en el día de San Lukács» son recorda-torios de que la preocupación de corte social y política puede manifestarse en poesía sin supeditaciones al didactismo paternalista y la ramplonería verbal. En de Campos se concilia el cultivo van-guardista de la forma con una ideología política comprometida con la transfor-mación de la realidad social (especial-

mente la de Brasil). Aquí descubrimos que Haroldo de Campos fue también un lúcido hombre de izquierdas, com-prometido con las luchas sociales de su tiempo.

Finalmente, quienes ya hayan teni-do la oportunidad de leer La Educación de los cinco sentidos y la versión (parcial) de Crisantempo que habían aparecido traducidas en España (en 1990 y 2006) por Andrés Sánchez Robayna, podrán contrastar en las páginas de Hambre de Forma los aciertos de estos libros. No solo porque se propicia la posibilidad de leer diacrónicamente una obra que no cesa de buscar nuevos horizontes, sino también porque esta trayectoria se observa a la luz de un trabajo de tra-ducción polifónico que añade una di-mensión coral a una obra en sí misma abierta a multitud de interpretaciones y lecturas.

Así, esta antología, además de su-plir una lamentable carencia previa, acrecienta las ganas de ver traducciones que nos recuerden la importancia de la faceta teórica y ensayística del autor. Ojalá esta publicación sirva de incenti-vo para este trabajo. Y ojalá este acerca-miento a la obra del maestro brasileño nos recuerde a los hispanohablantes la altura que se puede alcanzar cuando la poesía se convierte en riguroso canal de búsqueda. El ejemplo de Haroldo de Campos es hoy más necesario que nunca.

Benito del Pliego

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Las teorías salvajesPola OloixaracAlpha Decay, Barcelona, 2010, 275 pp.

La mayor singularidad de esta novela de Pola Oloixarac (Buenos Aires, 1977) es la habilidad mostrada en el manejo de claves literarias presuntamente prove-nientes de algunos de los grandes narra-dores latinoamericanos (muy en especial Borges y Cortázar), entreveradas con largas digresiones de carácter antropoló-gico, sociológico y psiquiátrico, y todo ello empapado de una clara sensibilidad generacional en la que series de televisión, experimentos sexuales e iconografía friki (nerd para los lectores del otro lado del Atlántico) desempeñan un importante papel. El cóctel resultante de ese guiño a la alta cultura literaria y académica, recorrido por un enfoque desdramati-zado de alguien formado en una época en la que los grandes dramas sociales de los setenta han comenzado a ser un mal recuerdo, proporcionan a Las teorías sal-vajes una originalidad que sigue viva tres

años después de su primera publicación, y que curiosamente se basa en una im-postura: mientras al comienzo del libro el lector cree que lo relevante de la obra es su entronque cultural y pseudocientífico, cuando cierra la última página lo hace convencido de que lo que le acaban de proporcionar es un viaje por la sensibili-dad post.

Familiarizada con la inmediatez de lo virtual y el manejo de la red (en la sola-pa del libro se da la dirección web de su blog; este crítico recomienda vivamente que no dejen de visitarla), Pola Oloixarac ha entendido que los tiempos están cam-biando de veras; que ella puede estudiar el pasado con la indiferencia, o la falta de peso, de quien observa lo acaecido antes de su nacimiento como algo sucedido en la lejana dimensión donde sólo lo real era real. El mundo de ahora (como bien saben los seguidores de Lost o Fringe) es más amplio, y la posibilidad de que algo ocurra es tan importante como el hecho mismo de que se produzca en la realidad. Podría afirmarse de un modo totalmente irónico que con Las teorías salvajes nace un nuevo posmodernismo gaucho en el que se constata cierta afinidad con autores como Dave Eggers o Jonathan Lethem, excelentes escritores norteame-ricanos a quienes nunca se nombra pero que están allí, mientras se alude a Borges o Cortázar, con quienes en realidad el li-bro muy poco tiene que ver.

Utilizando de manera brillante la pri-mera y la tercera persona del singular, y ocultando con habilidad la identidad de

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la narradora bajo diferentes disfraces que juegan con las sombras más que con el disimulo total (la autora llega a incluir bromas acerca de su identidad que van en direcciones contrapuestas), Pola Oloixa-rac analiza una historia de amor y noveli-za una investigación académica, y lo hace desde un distanciamiento que se regodea con los aspectos deformes de ambas. El puente que se tiende para unir sendas tramas arranca con un antropólogo ho-landés perdido en la selva ecuatorial lle-vando consigo una teoría social llamada a cambiar la visión contemporánea de lo humano y que bien podría ser un home-naje naif a H.W. Hudson y su maravillosa Mansiones verdes. El otro lado del puente desemboca, muchas décadas después, en una universidad argentina actual donde un mediocre profesor trabaja en una tesis que ganaría en peso si aceptara la cola-boración razonablemente desinteresada de una jovencita conocedora por azar de las teorías del holandés, y a la que no le importa utilizar ciertas técnicas de aco-so para imponerle su presencia. Ambos extremos delimitan un amplio escenario donde se desarrolla la novela propiamen-te dicha. Una novela formada por un sin-fín de elementos que van desde referen-cias a El libro de Manuel, de Cortázar, a un gato llamado Montaigne y un pez lla-mado Yorick; enrevesadas páginas dedica-das a la antropología y que en algún mo-mento amenazan con tomar identidad propia, segregada del volumen, pero que no dejan de enriquecer la trama de un modo lateral; experimentos sexuales que

incluyen intercambios de parejas bastan-te pacatos y en los que, muy de acuerdo con los tiempos light en que transcurre la acción, predominan el voyerismo y la masturbación como prácticas princi-pales; páginas dedicadas a unas cartas al presidente Mao (cándidamente escritas por una maoísta atraída por un monto-nero) que contextualizan la ingenuidad de los referentes entre los que se movía la fe de los perseguidos bajo la dictadura argentina, y que inspiraron la portada de la primera edición del libro…, y así todo un cúmulo de elementos que acaban por configurar una novela que gracias a la vi-vacidad con que se mezcla todo adquiere un valor muy superior al que estamos acostumbrados en las novelas nacidas bajo el marchamo generacional al que, por otro lado, Pola Oloixarac se acoge quizás de manera abusiva.

El que de en medio de ese marasmo surja una obra coherente con una plurali-dad de lecturas engarzadas con inteligen-cia, se debe, además de a esa vivacidad narrativa a la que he aludido, al peso que el lenguaje adquiere en la novela de la argentina. Estamos ante una mujer que sabe escribir con una fluidez y una gracia nada comunes. Posee una mirada que no se estanca en los hallazgos, una verborrea nada amanerada, y una gran ductilidad que introduce giros imprevistos en la trama rompiendo el esquema previo de novela con manuscrito que se podía sospechar al iniciar la lectura. Gracias al placer que todo ello provoca, el lector supera con cierta facilidad pasajes que,

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sacados de contexto, adolecerían de una aridez innecesaria, pero que entendidos en el conjunto de la novela proporcionan a ésta una hondura mayor y una vertiente irónica lo bastante corrosiva como para retratar su mundo (sus orígenes familia-res, en realidad) con espíritu libre que siendo corrosivo no cae en el escarnio. En ese sentido, Pola Oloixarac recorre una línea difícil, la que es capaz de dis-criminar nítidamente lo perteneciente al mundo del ayer y al mundo del ahora. No se replantea la Historia con mayúscu-las, pero intuye o reclama la posibilidad de reescribirla aunque sea (y acaso no quepa hacerlo de otro modo) en clave de parodia; es como si hubiera aprendido y adaptado la vieja lección de Marx y se ne-gara a aceptar revivir el pasado como una comedia impuesta. Esa es quizás la razón de cierto sentimiento de incomodidad que acompaña la lectura de este libro: al literaturizar una época entrevista bajo la lente de lo paródico, la autora ha marca-do un territorio que quedará por siempre estigmatizado por la falta de substancia. En su huida del drama, los padres e hi-jos de Pola Oloixarac están separados por algo tan fatuo que podría considerarse que es la diferencia producida por las modas en el vestir y las músicas, las series o las revistas consumidas, y sobre todo, los soportes con los que son consumidas, lo que determina los grandes cambios de este mundo. Y aunque los libros están presentes físicamente en todo el relato como una referencia a la identidad de cada personaje, es difícil dudar de que es

la red –como icono y tabla de salvación del cambio hacia delante que respira la obra–, con toda su información servida de inmediato, la que nutre la falsa com-plejidad de la novela.

Esa ligereza global de la obra está acompañada de un componente autobio-gráfico que en muchos aspectos convierte Las teorías salvajes en un roman à clef en el que los conocedores de la Facultad de Fi-losofía y Letras de la Universidad de Bue-nos Aires (entre los que desgraciadamente no me cuento) encontrarán una familia-ridad que al público más amplio les va a resultar difícil disfrutar. En ese marco, se levanta un andamiaje que tiene la apa-riencia de una novela filosófica, pero que, como muy bien apunta Beatriz Sarlo en una medida reseña de la obra publicada en Perfil, habría que considerar de apren-dizaje; un matiz que diferencia claramen-te entre el espejo que refleja a los suyos y la pátina cobriza con que muestra todo lo demás, y que se prolonga en un recorrido detallado por la nocturnidad bonaerense en la que los elementos de moda y la de-formidad friki conviven con una banda sonora (léase una sensibilidad) de ahora mismo. Si a ello se añade la impresión de que estamos ante una obra que funciona por centrifugación y de la que más de un lector se puede sentir expulsado en el gi-rar vertiginoso de la trama, este crítico no puede dejar de preguntarse si el futuro de esta excelente escritora pasa por la novela o por otras formas mixtas de creación aún en fase experimental.

Paco Marín

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Los sinsabores del verdaderopolicíaRoberto BolañoAnagrama, Barcelona, 2011323 pp.

¿Qué es una novela? ¿Qué materia-les autorales tienen un valor puramente filológico y qué otros forman parte con pleno derecho de la obra de un escritor? En contadas ocasiones una lectura nos da la oportunidad de plantearnos estas con-sideraciones de naturaleza estrictamente literarias, que nos ayudan a comprender la génesis de una producción narrativa como la de, por ejemplo, Roberto Bo-laño (1953-2003), hasta el punto de que cabe plantearse la perspectiva desde la que abordar un texto que nos encara por momentos ante este tipo de interrogan-tes. En cuanto a la primera pregunta, no estamos hablando de dilucidar las borro-sas fronteras de ese territorio premedita-damente resbaladizo en el que se mue-ve la ficción posterior a la eclosión del posmodernismo, con su contaminación entre lo narrativo y lo ensayístico, sino

de algo mucho más simple pero no por ello menos estimulante, como veremos a continuación.

Por lo que se refiere a la segunda, Los sinsabores del verdadero policía, sin entrar en valoraciones sobre la operación de rescate póstumo de la obra inédita de Bolaño, es una especie de work in pro-gress, la suma de una serie de apuntes que formaban parte de un proyecto del chileno y que fueron aparcados e incluso, con el tiempo, incorporados en mayor o menor medida a su universo narrativo, sobre todo a su indiscutible «novela to-tal», 2666.

Ese carácter de borrador germinal inconcluso de Los sinsabores del verdade-ro policía, iniciada hacia la década de los años ochenta y que Bolaño continuó re-dactando hasta 2003, año de su muerte, permite una interpretación a la luz de los logros posteriores, detectando, con todas sus ricas variaciones casi jazzísticas, cómo ciertos personajes, situaciones y pasajes reaparecen más o menos depurados en la que ya está considerada la producción de madurez del narrador. Sin embargo, ol-vidémonos de este interesante cometido, ante la inevitable tentación de detectar ahora, al hilo del análisis, el estilema au-toral, puesto que ya lo ha llevado a cabo Ignacio Echevarría, con la elocuencia y la pericia de un conocedor privilegiado, partiendo de la afirmación de que las claves estructurales de la obra de Bola-ño estaban prefiguradas desde hacía más de veinte años. Se trata de una visión a largo plazo de un proceso literario casi

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proustiano —que culmina también en una verdadera cosmogonía—, donde las partes, a escala, funcionan como el todo. Que, en el prólogo del libro, Juan Antonio Masóliver Ródenas sostenga la adscripción del relato al canon no-velístico no deja de ser una voluntaria reafirmación de lo que a todas luces se presta, como poco, a cierto debate sobre algo tan delicado a la par que sugerente: la mítica de un corpus creativo de fuste, que también incluye, no lo olvidemos, ensayo, cuentos y poesía.

Pero no nos precipitemos. Lo cierto es que Los sinsabores del verdadero policía reivindica en sí misma, por méritos pro-pios, su autonomía intertextual. El des-tino vital de Óscar Amalfitano, maduro profesor universitario, exiliado político chileno, que se ve obligado a abandonar la facultad de Letras de Barcelona por un velado escándalo homosexual, es el pun-to central de una sinuosa trama en la que convergen los vaivenes de su accidentada trayectoria familiar —marcada por su viudez y el deber paternal hacia su hija Rosa—, el descubrimiento de su nueva orientación sexual, iniciado por un joven escritor y alumno, Padilla, junto con su posterior periplo sentimental y profesio-nal durante el ejercicio de la docencia en Santa Teresa, una ciudad del norte de México. A partir de ahí otras derivas, como la romántica historia de amor en-tre Rosa y Jordi Carrera (enamorado sin remedio de la joven), todo lo relativo a las novelas de Arcimboldi (imaginario novelista francés al que Amalfitano ha

traducido), o los episodios protagoniza-dos por agentes de la policía mexicana (relacionados con unos sucesos de vio-lencia acaecidos en Santa Teresa, trasun-to poco velado de la cruda realidad de Ciudad Juárez) son líneas tangenciales que se imbrican vagamente merced a ese catalizador de indudable atractivo que es la figura del mencionado Amal-fitano. Sin detenernos en subrayar las coincidencias con sus dobles especulares, desarrollados en su verdadera cristaliza-ción en 2666, los meandros del relato, desplegados con esa peculiar facilidad fabuladora de Bolaño para desgranar se-cuencias y digresiones, propician que el lector entregado olvide rápidamente el peso de su innegable reelaboración y se deje llevar por el poderío torrencial de un auténtico torbellino narrativo.

Porque Los sinsabores del verdadero policía, cuyo título tan poco afín al gusto de Bolaño fue no obstante de su propia invención, tal como atestiguan quienes bien lo conocían, repite a menor escala el esquema conceptual de 2666 o Los detec-tives salvajes, ya que se distribuye en par-tes relativamente independientes, cinco en total, que evolucionan siguiendo una leve línea cronológica. Cada parte puede incluir a su vez diversas variaciones es-tructurales, lo cual favorece una especie de «transgénero» que le permite asimilar con comodidad novela, anécdota, relato corto, poemas, sinopsis argumentales de autores apócrifos, bellísimas transcrip-ciones epistolares —uno de los grandes hallazgos de la novela—, y, en general,

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esas historias que nos remiten a otras y a su vez cuentan una tercera donde más que la introspección triunfa el placer por la superposición de lances casi folletines-cos, algo así como un recuento de datos, terreno en el que el escritor se mueve con absoluto dominio actuando por acumu-lación argumental. Se diría que la enu-meración (falsamente) caótica se erige en figura de estilo donde el tejido me-taliterario (el relato no escatima las más descabelladas listas de autores a modo de inventario), las referencias literarias de todo tipo o la abundancia de persona-jes artistas (pintores, escritores, aunque también profesores de humanidades), apunta también hacia la autorreferen-cialidad del discurso plasmada en una especie de visión redentora de la literatu-ra (desde una óptica melancólicamente irónica, no lo olvidemos) como vía de conocimiento a la vez que paradigma de una forma de existencia proteica que, de alguna manera, atempera el fracaso y la desolación vital del desarraigo.

En ese sentido resulta curioso que el texto no despliegue demasiados artificios en cuanto al tratamiento formal se refie-re. En su prosa destacan un discreto es-tilo indirecto libre, unos breves diálogos insertos dentro de la narración y la trans-cripción de sueños o fragmentos donde predomina el punto de vista de un na-rrador omnisciente casi decimonónico, a medio camino entre el pastiche y el ho-menaje a la narrativa más clásica, pese a que en ocasiones se entremezclen dos vo-ces narradoras tan potentes como las de

Amalfitano y Padilla. Del mismo modo se combinan con audacia episodios lí-ricos y cómicos, así como secuencias breves con capítulos más extensos que actúan como contrapunto estructural y temático, conservando todos ellos un regusto episódico dentro de su continui-dad temporal, como sucede por ejemplo con algunos flashbacks completivos.

Lo cierto es que en Los sinsabores del verdadero policía, inevitablemente, nos movemos en el imaginario habitual de Roberto Bolaño, apareciendo casi inventa-riados sus motivos de siempre (la violen-cia, la desaparición y el enigma), a los que hay que añadir una visión metafórica a la vez que certera de la enfermedad (en este caso, el sida) y la muerte, personificada en Elisa, un inquietante personaje, toxicó-mana y enferma terminal, a la que acoge Padilla, también herido de muerte, que a su vez reparte su tiempo entre los cuidados que prodiga a la joven y la redacción de El dios de los homosexuales, ficción semiauto-biográfica que supone su testamento vital y que apunta como una obra maestra en ciernes a la que el joven escritor alude ob-sesivamente, sin transcribir ningún pasaje.

Por otra parte, Amalfitano, ese perso-naje a medio camino entre el héroe épico- trágico (la estampa del profesor izquier-dista acompañado por su hija, vagando por un entorno hostil, en lucha contra el mundo y en perpetuo exilio, adquiere por momentos resonancias shakespea-reanas) y el perdedor nato, adquiere las características típicas de tantos otros alter ego del autor: indeciso pero carente de

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La vida dobleArturo FontaineTusquets, Barcelona, 2010304 pp.

La gran literatura –aquella que per-dura– consigue desestabilizar las creen-cias dominantes que propugna una época determinada. La vida doble, novela del chileno Arturo Fontaine, puede ser com-prendida como un esfuerzo, del lenguaje y de las ideas, por extender una visión íntima y adolorida sobre ciertos aconteci-mientos supuestamente heroicos con que la política busca trascender en aquellas sociedades latinoamericanas que no han adquirido adecuados niveles de bienestar democrático para las mayorías.

La vida doble se sitúa en la postura de defensa de lo humano, independien-temente de en dónde esté ocurriendo el drama que le afecta y le interesa al es-critor. Por eso es una de las novelas más profundas, extraordinarias, desgarrado-ras y lúcidas que se han escrito en los últimos años latinoamericanos, que, an-tes bien, han prohijado narradores más atareados en ‘superar’ al Boom de los

vacilaciones, guiado por un fátum que parece precipitarlo hacia una conclusión enigmática, un abismo que no acabamos de presenciar pero intuimos por el carác-ter abierto e inacabado de toda la intriga argumental, su figura simboliza en última instancia que no hay sentido último, sólo una agregación de indicios que se presen-tan de un modo fragmentario, sin llegar a una conclusión absoluta.

A partir de esa ausencia de desenlace podemos ahora contestar las dudas me-todológicas que abrían nuestra reflexión. Resulta paradójico que, además de su incontestable valor intrínseco, la propia poética de la incertidumbre del chileno justifique la lectura de Los sinsabores del verdadero policía. Si el arte especula, con toda la distancia posible, sobre las ilusio-nes, y la literatura es la única búsqueda posible para «aguantar el desorden ato-londrado de la vida», en palabras de un creador tan próximo a Bolaño como el barcelonés Enrique Vila-Matas, el texto atestigua este aserto en sí mismo desde el momento en que considerarlo una nove-la, en el estricto sentido del término, su-pone una estrategia redentorista, el justi-ficante de la publicación de una obra que derrocha ráfagas de auténtica literatura. Sin embargo, inevitablemente, se disfruta con verdadero placer como un espléndi-do adelanto de lo que fue y será, en toda su complejidad, la obra magna de un autor tan prematuramente desaparecido como los fragmentos de su propia obra, siempre avance de lo que estaba por venir.

Elena Santos

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patriarcas, a través de mercados trans-nacionales, que a producir obras con un decidido trabajo con la lengua y con el pensamiento que desafíe el paso de los años. Esta novela de Fontaine está lla-mada a perdurar porque apuesta, como lo hace el gran arte, por la asunción de una nueva lógica para observar los actos pequeños y los mayúsculos de la políti-ca. Al ser leída, la novela provee de un marco renovado para mirar de otra ma-nera los acontecimientos del pasado.

Debido a la precariedad de sus con-diciones de existencia, las sociedades la-tinoamericanas están altamente politiza-das en el discurso. Por eso la política es enredada y engañosa porque, sobre todo, funciona como un instrumento de domi-nación antes que de liberación. En este terreno lodoso que traza la política lleva casi toda su existencia la protagonista de la novela (¿Irene?, ¿Lorena?), como atada a una gran deuda que nunca termina de pagar. Ya en la madurez, lo que leemos es el recuento reelaborado por alguien que la entrevista en su exilio sueco, adonde han ido a refugiarse muchos latinoamericanos defensores de causas progresistas. La pro-tagonista se abre a las variadas posibilida-des de la conversación que sostiene con un confidente desconocido, justamen-te para permitir que su relato de amor/odio pueda transformarse en uno cuyo estatuto de verdad pueda ser soportable. Porque, a fin de cuentas, aquello que se narra es insoportable: las vicisitudes de una militante que decide, en aras de pre-servar la vida de su pequeña hija, delatar y

traicionar a sus camaradas en tiempos de la dictadura de Augusto Pinochet.

En cierto sentido, este es un relato de horror: aquel que le infligen los investi-gadores cuando detienen a la mujer, que hace que la persona interrogada y tortura-da anhele la muerte. Es, de una parte, el horror frente a los otros, los «malos». Pero este texto repasa también el horror que, desde el lado «bueno», se puede propinar a los compañeros de una misma organiza-ción. El horror de la tortura y del maltrato a lo humano –que reduce a la víctima a una condición animal– no tiene, pues, ninguna justificación: los delatores y veja-dores, de cualquier bando, se hacen daño a sí mismos. Y esta es la novela de una mujer lesionada por varios factores, entre ellos, el de haber participado en contra de sus camaradas como recurso desesperado para evitar que se ataque al ser amado.

Fontaine describe los avatares de la entrega y del compromiso de la militan-cia de los años 1960 y 1970 que creció pensando en que estaba a punto de tocar el cielo con sólo organizarse clandestina-mente, y las contradicciones que se vi-vieron entre la «revolución de papel» y la de verdad –la de «la causa»– que se hacía en las calles, las plazas, los sindicatos, las centrales obreras, la lucha armada… La personaje Clementina, en una tertulia, afirma que «El artista… es el inventor de espectáculos desequilibrantes» (87). Esta concepción podría bien aplicarse a los alcances de esta novela, que consigue mostrar con brillantez un espetáculo que desequilibra los conceptos ya prees-

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tablecidos con respecto a nociones duras como: revolución, militancia, izquierda, traición a la causa, etc. Todos estos con-ceptos-dogmas son desestabilizados por la fuerza narrativa de la novela.

Otro de los triunfos de este relato es que logra que un personaje muestre su traición y, aun así, nos parezca merecedor de compasión. Es literatura que rebasa las ideas y se sitúa en el plano del lenguaje. Podríamos decir que quien habla en la no-vela es el lenguaje del ser, instalado en la voz de Irene/Lorena; el ser trizado por una dura realidad que no tiene una sino mu-chísimas interpretaciones y justificacio-nes, paradójicamente, todas válidas según la perspectiva en que se las enuncie y se las escuche. En el fondo, la novela despliega la intimidad de todo aquel que trate de responder a la pregunta que nos pone en una búsqueda incesante: ¿quién soy?

Si nos detuviéramos a pensar en nues-tra finitud, veríamos innecesaria la inmola-ción y sí, en cambio, una vida con las cuen-tas saldadas a diario. ¿Cómo responder a la militante que, después de haber pasado por la experiencia espantosa de la dictadu-ra pinochetista, muestra su ira frente a los antiguos ideales? ¿Es que alguien conoce la forma consecuente y legítima de compor-tamiento de un ciudadano progresista? La traición es, simplemente, una salida toma-da desesperadamente para defender los es-pacios más queridos y trascendentes de la familia y la descendencia. Por eso, la perso-naje Irene/Lorena conmueve de la primera hasta la última línea porque –y esto es lo increíble– se juega por entero en su papel

de militante revolucionaria y en su papel de traidora que colabora con la dictadura.

¿Quién puede juzgar el recorrido por el que debe pasar una persona, apresada en un intento de asalto a una casa de cambios para financiar la lucha antidictatorial, a un ser que se pone una máscara y delata, en-trega e interroga a sus camaradas de antes? El sujeto casi disuelto que no acaba por di-luirse, y lo que queda de él, es una mons-truosidad que nos habita a todos. La as-tucia narrativa de Fontaine es exasperante, irritante, y acaso por eso mismo, da cuenta de uno de los poderes más notables de la literatura: acercarnos al horror que somos capaces de producir y aceptar la contradic-ción en medio de la cual vivimos. La vida doble interroga por los extremos: «Todo era desproporcionado: nuestra retórica en la lucha armada y la crueldad implacable de la respuesta militar» (157).

Las razones de pasarse al bando con-trario son expresados de manera escalo-friante: «Quiero castigar… a los irrespon-sables que nos han metido en esta lucha imaginaria, pero con muertos de verdad» (181), lo que significa que la novela pro-pone una escrupulosa autocrítica de los procesos revolucionarios latinoamerica-nos que, en nombre de la conquista de una nueva sociedad, llenaron a más de una generación con fantasías sublimes pero mortales. Esto es lo interesante de la gran literatura: que siempre piensa de otro modo. Ya en el exilio, Irene/Lorena expresa una queja crucial: «Desapareció el mundo en el que yo había nacido y cre-cido, esa Guerra Fría que dividió a Berlín

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Catálogo de ilusionesRaúl Serrano SánchezFinal Abierto, Buenos Aires,2010, 126 pp.

Catálogo de ilusiones, una vitrina de bellos horrores

Raúl Serrano Sánchez es un demiur-go de la palabra. Con minuciosidad y asombro va construyendo sus universos inquietantes, situados en mansiones en decadencia, en medio del barullo de la urbe, o en falansterios de provincia en las cuales sus personajes alucinados in-tentan sobrevivir a la soledad, a un pasa-do de apolilladas glorias y a un presente en el que las máscaras y los sortilegios in-tentan burlar a la muerte, al olvido, a las obsesiones más oníricas, como las que desencadena aquel personaje que adora y cuida a una pierna de mujer, siempre atento al posible asedio de la dueña coja. Son antihéroes que habitan en la pe-numbra de hoteles de medio pelo, en el albur de espejos y laberintos.

Claudio, el personaje de ‘Una garza en la esquina del cielo’, uno de los cuentos

en dos y al planeta en dos, esa maldita guerra de los imperios que llegó hasta el culo del mundo, a Chile, y nos contagió y nos partió por el eje» (247).

En un tiempo en que los latinoame-ricanos somos convocados, en distintos lugares y con diferentes intensidades, a radicalismos políticos desde el Estado, la novela de Fontaine es un canto a la vida y una alerta ante las formas ideológicas que obligan a visiones únicas y oficiales de la realidad. Como otras novelas –Carne de perro (2002) del chileno Ger-mán Marín o Muertos de amor (2007) del argentino Jorge Lanata–, cuestiona desde adentro con severidad lo que fue la aventura revolucionaria del siglo xx. Estéticamente elabora una apuesta por lo humano, como un mecanismo va-lioso para defenderse de la sinrazón que la política muchas veces exhibe. ¿Fue necesario el sacrificio? ¿Valen tanto en verdad los ideales por los que peleamos? ¿Qué significa el heroísmo en socieda-des desheroizadas? Fontaine nos pone en guardia ante el sectarismo y los modelos acabados de pensamiento, porque nos dice que siempre es posible, con la litera-tura, romper un esquema aplaudido por millones en una nación. La literatura en lengua española encuentra en La vida doble otra fuerza basada en la pregunta y en la indagación por el interior humano, por las razones de nuestros actos, y nos enrostra con lo cercana que ha sido la traición, vista aquí, como una explicable consecuencia para mantener una vida.

Fernando Balseca

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más logrados, se obsesiona por las piernas de mujer, las sueña, quisiera coleccionar las más originales de la ciudad. Pero tiene una, su mimada, a la que frota ungüentos para que no se dañe y da instrucciones a un personaje coadyuvante, ¿o esa voz está agazapada en su conciencia?, cómo debe cuidar a la pierna, a quien llama ‘la hués-ped’. «Tienes que cumplir con sus órdenes para no atentar contra su felicidad y no se empecine en volver a esos hoteles en los que llegan extranjeras cuyas piernas has fotografiado según el gusto e instrucciones de Claudio […]».

Fantástico. Contundente. De bien hilvanado humor negro, así es este tex-to sugestivo, pues aquella pierna, que remite, como un guiño al lector, a las perfectas e inigualables de Marlene Die-trich, le quita el aliento a Claudio, le ex-pulsa a una telaraña de la noche citadina para volver a encontrarla en una oscura habitación, mientras tal vez escuche los pasos huecos de una coja, parecida a La Bruja, otro personaje, que sube por las escaleras para cobrarse su venganza.

La primera y segunda personas en-tran en juego mediante ágiles cambios del punto de vista narrativo. Salvo un fraseo un tanto manido, que quita ritmo, como «Claudio, que allí suelta la palabra con lujo de detalles […]»; o a «Claudio no le gusta desempolvar el pasado», esta ficción envuelve y seduce hasta el final.

‘Indicios en la niebla’ es ambiguo y fantasmal. El personaje narra, en pri-mera persona, su paso por una casona derruida de la ciudad, llena de sombras.

Ahí vive una mujer y un gato que tiene los ojos de cuarzo. Él toma un periódi-co arrugado y da con la dirección de la casona. Va por el empleo, cuidar la casa, velar por la seguridad y acompañar a la dama que vestía de lila y aparecía con un puñado de margaritas en sus manos. Hay una misteriosa conexión entre ella y el gato, porque de entrada el personaje vislumbra que el animal tenía algo que le pertenecía al cuerpo de la dueña... De a poco, él va adentrándose en ese ámbito de pesadilla, de malicia sensual.

En principio, él la vio como a una madre. Y de a poco se habituó a vivir entre reliquias, joyas, cuadros, libros, «y esos frascos de tamaño mediano llenos de ojos que alguna vez vieron lo que quiere asegurarse se quede ahí como prisione-ro». La mujer es un desafío, un abismo, un mar de bruma. Usa un vestido trans-parente. Él es un pez que quiere caer en su red. Tal vez al final sus ojos irán a los botes para que no cuente lo que vio.

Octavio, un viejo charlatán y suspi-caz, mueve la trama de ‘La tarde trae ho-jas rotas’. En este texto el quiebre viene en la voz de una niña, personaje tierno que cae en las trampas de Octavio, quien logra ser inquilino de la casa a pesar de los recelos de la tía de la chica, la due-ña seria, adusta. Es un cuento divertido que apela al humor (el viejo se cree un fantasma). La voz de la chica, coloquial y dramática, da espesor narrativo y piz-cas de humor, «El señor Octavio, más necio que mandado a hacer», confiesa ella en un pasaje histriónico.

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En ‘Estación de ceniza’ hay un ojo avi-zor que desvela la pasión de dos abuelos. Una pasión desbordada entre cortinajes al ritmo de las canciones añejas de Gardel, como «El día que me quieras»… Valdo, un pintor, azorado y sorprendido, inten-tando plasmar en sus lienzos el delirio senil que se dispara por algún impreciso alcaloide. El amor cobra sus más invero-símiles formas –tal es la oscura condición humana. De hecho, el amor, donde se funden cielos y purgatorios aviesos, se manifiesta en las más insólitas manifes-taciones. ¿Un obsesivo envía a una mujer orejas, muchas orejas, como una muestra de su pasión? Lo hace. Ella se desconcierta ante los inusuales regalos, las orejas inde-centes, que tal vez irán a parar al baúl de los objetos disecados sin antes haber lleva-do a los límites de la pesadilla a la mujer adorada. Los recuerdos de la guerra del 41 en la que Perú despojó a Ecuador la mitad de su Amazonía, otro acierto de estas cria-turas decadentes y angustiadas.

Son 10 cuentos concisos, narrados con oficio y pasión. Y, claro, una paciencia que desafía tiempos y espacios. Basta ver las fechas de la escritura de los textos, tres, cuatro, cinco años. Por algo Catálogo de ilusiones, con merecida consideración, ha sido reeditado por la prestigiosa casa Final Abierto, de Argentina, en su Colección In-édito. Y Raúl Serrano Sánchez se consolida como uno de los narradores más lúcidos y enigmáticos de Ecuador por sus personajes bien estructurados y por su mundo único, autónomo, circular, ambiguo y polisémico.

Byron Rodríguez Vásconez

Casa, cuerpo. La poesía de Blanca Varela frente al espejo.Camilo Fernández CozmanUniversidad San Ignacio de Loyola, Lima, 2010

Crítico literario, profesor universita-rio, traductor y miembro de número de la Academia Peruana de la Lengua, Fer-nández Cozman desde hace algunos años viene publicando libros que abordan a diferentes poetas peruanos (Westphalen, Eielson, Hinostroza, Watanabe, Varela) con el objetivo de sentar las bases para una investigación seria y totalizante sobre la poesía peruana contemporánea. Este nue-vo libro está conformado por cuatro sec-ciones. En el primer capítulo «La crítica y la poesía de Blanca Varela» se hace un ma-peo general de los ensayos, tesis, números especiales de revistas y libros dedicados a Varela. Dentro de esta producción crítica se pueden detectar diferentes concepcio-nes, un primer momento de esta exégesis estará caracterizada por ideas que propo-nen que Varela prefiere la economía léxica unida a una densidad semántica, se en-marca dentro de un clima para-surrealista

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y utiliza la voz masculina en el poemario Ese puerto existe; un segundo momento, donde se vincula la propuesta de Varela con el existencialismo y con lo femenino, será el punto de partida para las posteriores miradas a partir de la teoría de género; un tercer momento que se dará con la publi-cación de libros íntegramente dedicados a nuestra poeta, destaca aquí Espacio pictó-rico y espacio poético en la obra de Blanca Varela (2003) de Modesta Suárez, donde, según Fernández Cozman, la investigado-ra realiza una «interpretación intertextual de la poesía vareliana confrontándola con obras de las artes plásticas» (58) y centra su análisis a partir de las «poéticas moder-nas de la mirada y para ello se sustenta en Michel Collot, quien alude a la estructu-ra del horizonte del poema, a través del cual existe ‘una articulación móvil entre lo que es percibido y lo que no está pre-sente’» (48). Habría que añadir en este apartado un dato que no se consigna, se trata del libro La esfinge de la escritura: la poesía ética de Blanca Varela (2005) de Silvia Bermúdez. El crítico al final de este capítulo intenta una periodización de la crítica: 1) Recepción inicial (1959-1986); 2) Enfoques filosóficos y lecturas a partir de la teoría de género (1986-2002) y 3) Lecturas intertextuales y consolidación de la hermenéutica de género (desde 2002 hasta nuestros días).

En el segundo capítulo «Campos figurativos, tradición y modernidad en Ese puerto existe (1949-1959)» se trata de ubicar a Varela en el campo retórico de la poesía peruana de los años 50, en

esos años son importantes la lectura de Vallejo, Neruda, Rilke, Baudelaire, Rim-baud, Mallarmé, Valéry. Las tendencias de la poesía de esos años serían: 1) Instru-mentalización política del discurso (Ro-mualdo, Valcárcel y el grupo Poetas del Pueblo); 2) Neovanguardia nutrida del legado simbolista (Eielson, Varela, So-loguren y Bendezú); 3) Vuelta al orden, pero con ribetes vanguardistas (Belli); 4) Lírica de la oralidad, nutrida del legado peninsular (Delgado y Rose) y 5) Polifo-nía discursiva (Guevara). Llama la aten-ción que el crítico privilegie una imagen canónica del 50, según esta clasificación: ¿dónde quedarían las otras tendencias del 50?, como por ejemplo, el legado surrea-lista (Fernando Quíspez Asín, Augusto Lunel, Julia Ferrer), la poesía reflexiva o trascendentalista (Raúl Deustua, Edgar Guzmán), la poesía con influencia de la poesía quechua o andina (Efraín Mi-randa) o los casos particulares de Raúl Brozovich, José Ruiz Rosas o Américo Ferrari. Otro punto importante es la pe-riodización de esta poesía: 1) Los inicios (Ese puerto existe y Luz de día), 2) Desmi-tificación de instituciones oficiales (Valses y otras falsas confesiones y Canto villano) y 3) Relevancia del cuerpo como centro de reflexión (Ejercicios materiales, El libro de barro, Concierto animal y El falso tecla-do). El capítulo finaliza con el análisis de «Puerto Supe» y «El observador», donde se evalúa la dispositio, la elocutio, los in-terlocutores y la inventio.

En el tercer capítulo «La desmitifica-ción y el campo figurativo de la antítesis

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en Valses y otras falsas confesiones (1964-1971)» se estudia dicho libro a partir del concepto de desmitificación de Eco, que define esta categoría ligada a «una crisis de lo sagrado y a un empobrecimiento simbólico de aquellas imágenes que toda una tradición iconológica nos había acos-tumbrado a considerar como cargadas de significados sacros» (121). A partir de este concepto, se pasa a analizar los temas del libro (el amor, la escritura, la maternidad, lo onírico). El capítulo se cierra con el análisis de «Vals del Ángelus» y «A rose is a rose»; dentro de un análisis intertextual y de desmitificación tal vez faltó profun-dizar en la teoría de género, pues solo se apunta que en este poemario funciona-ría una desmitificación de la sociedad patriarcal, pero no se analiza cómo esto incide en la visión del mundo.

En el cuarto capítulo «La desmitifica-ción del libro como objeto de sabiduría en El libro de barro (1993-1994)» se hace un recorrido desde la antigüedad para explicar cómo, en la concepción occi-dental, la escritura sería la portadora del saber. Se apuntan los temas de este libro (el cuerpo, el tiempo circular, la desacra-lización de la imagen de los dioses). En este capítulo hay varios temas y concep-tos debatibles, cuando se dice que Varela «desmitifica la noción occidental de que el libro tiene consistencia, transmite sa-biduría, puede alcanzar la perfección y encarna un mensaje de la naturaleza» (160), se añade que «ello es testimonio de la actitud crítica del sujeto en el mundo moderno y de la construcción de una mo-

dernidad periférica», en primera instancia, no se conceptualiza ese término. Más adelante, el crítico puntualiza que Varela: «asume su condición de mujer y recusa la modernidad hegemónica» (161), se utiliza otro término sin ubicarlo en un contexto. Estos conceptos no están articulados a la problemática entre modernidad y post-modernidad.

Una de las críticas notorias que se le puede hacer al libro de Fernández Coz-man es que a partir de los aportes de la Retórica se pudo llegar a utilizar otros aportes de la pragmática literaria, los te-mas tratados y el método de estudio así lo exigían, creemos que en futuros libros esta metodología puede nutrirse de otros enfoques. Por ejemplo, el único párrafo que intuye un componente de la prag-mática es: «En la última parte tenemos a la locutora personaje dando un mensaje a su alocutario representado: ‘Anótalo en tu libro’. Es importante considerar las relaciones entre los signos y los usuarios. Aquí se trata de una orden o sugerencia. El yo busca modificar la conducta del ‘tú’ y hacer que este actúe en determinada di-rección» (170), entonces, como comple-mento del análisis retórico era necesario incluir a los actos de habla, los contextos, las implicaturas, etc. Por todo lo expresa-do, este nuevo libro de Fernández Coz-man con una exposición clara y sistemáti-ca se constituye en un aporte importante para los estudios sobre la obra de Blanca Varela y, en general, sobre poesía peruana contemporánea.

Paul Guillén

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La imaginación novelesca, Bernal Díaz entre géneros y épocasOswaldo EstradaMadrid/Frankfurt, Iberoamericana /Vervuert, 2009, 207 pp.

Oswaldo Estrada pone sobre la mesa los elementos que hacen de la Historia ver-dadera la conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo una obra que si-gue siendo polémica, repasando las lectu-ras que culminaron en la también polémi-ca aseveración de Carlos Fuentes de que la Historia verdadera es la primera novela hispanoamericana. A pesar de que retoma esa conceptualización para referirse a la carga de ese pasado novelesco en la no-velística contemporánea, Estrada no par-te exclusivamente de ella, y por ende sus cinco capítulos se ocupan progresivamen-te de explicitar la historiografía indiana, las características del lenguaje novelesco, las «personalidades» que Bernal terminó legando a la prosa (ficticia y no), cómo se novelizan el tiempo y el espacio en la Historia verdadera y, en el último capítulo, como todo lo anterior se ha convertido en

una base genética para la «nueva ficción histórica» mexicana.

Retrocediendo, y teniendo en cuenta el prototexto de Díaz del Castillo, La ima-ginación novelesca analiza con fundamento la búsqueda de la recreación histórica del soldado, situándose frente a posturas como la de Juan Miralles, cuyo análisis detallado confirma la vacilación en algunas fuentes sin tener en cuenta, como sí hace Estrada, cuál es el sentido de «verdadero», lo cual sólo puede surgir a través de una visión de conjunto como la de Bernal Díaz, cuyos empeños en verificar sus propios conte-nidos a través de apelaciones continuas al lector pasan por elementos históricos que Estrada analiza en su obra; pues apunta que Bernal «salta la barda constantemente, al redefinir el lenguaje de la verdad, de lo posible, de lo probable» (42).

El objetivo de Estrada es observar cómo la obra de Bernal Díaz, frente a otras Historias de la época como la de Gó-mara, no está concebida como la historia de un gran hombre, según una asevera-ción de Menéndez Pelayo de 1962, sino como una visión de conjunto, conseguida gracias a la pluralidad de personajes los cuales toman las riendas de la narración, en una especie de carrera de relevos, que dan cuenta de las visiones de las personali-dades más representativas de la conquista. A la vez, esa suma de personajes, temas y paisajes, y sobre todo voces es lo que ha ocasionado ver la Historia verdadera como novela, cuando en realidad se pude coger otras crónicas y establecer similares co-nexiones de composición novelística.

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Si bien es verdad que Estrada afirma que Bernal Díaz pueda escribir por re-compensa, contrapone su escritura a las cartas de Cortés –quien debía justificarse como conquistador ante la Corona– en el sentido en que el motivo principal de la escritura de Bernal Díaz es el placer. Esto sólo puede ser interpretado a través del análisis del lenguaje novelesco de la obra del soldado, y se hallan ejemplos en la caracterización de Cortés, al que, como soldado, debería rendir homenaje. Pese a mostrarlo como un conquistador capaz, se aleja éste de los héroes de las novelas de caballerías –con las que el soldado in-tertextúa–, pues Bernal Díaz se encarga también de mostrar su lado sentimental, al llorar tras la trágica Noche triste en el Texcoco; y su lado ambicioso, al manifes-tar su provecho en la disparidad en el trato con los indígenas. Estrada verifica además su punto de vista, puesto que en la bús-queda de pretensión histórica, Bernal da voz también a los vencidos, utilizando có-dices indígenas. Es decir que, situándose en su rol de soldado, va más allá y busca la verdad de su tiempo.

Así pues, Estrada divide su obra a par-tir del análisis de dichos elementos nove-lescos de los que destaca la incursión de la literatura popular –en las coplas de Cer-vantes «el Loco»–, las marcas de oralidad para captar la atención del lector –propias del medievo– la herencia literaria greco-rromana y caballeresca o la pluralidad de voces que puebla la narración.

Sin embargo, Estrada se encarga de señalar aquello que hace de toda narra-

ción una novela, y que Bernal Díaz usa en su Historia, y es la capacidad de crear una complicidad con el lector a través de un suspense, de establecer un juego con el lector a través de lo no dicho, de no conceder la impresión de una obra acaba-da –Estrada cita a Lukács–, sino de una obra por hacer o que se va haciendo entre el que escribe y el que lee –ya Iser pro-puso que una novela es un espacio lleno de huecos que el lector debe llenar– del mismo modo, Bernal Díaz propone una Historia en la que no pretende dar la im-presión de un espacio absoluto, sino de un espacio en construcción, el único modo de llegar a la verdad. La verificación del análisis de Estrada surge de las propias afirmaciones de Bernal Díaz: «Porque yo sé más de esto que he dicho» (CLX, 394), de lo que se talla un eco quijotesco.

Pero el espacio se construye también a través de un tiempo que no es el mera-mente cronológico, sino que debe ser –lo que confirma la caracterización novelesca de la obra de Bernal– un tiempo psicológi-co, que se estira con la visión de los perso-najes, que se modula a través de estos y re-corre la narración «un discurso elástico que transgrede el tiempo lineal y se ensancha o adelgaza según las preocupaciones más íntimas del narrador» (117), por ejemplo cuando los indios los rodean en la batalla de Grijalba, el terror, el trauma, congela el tiempo o lo estira hasta la eternidad.

Como colofón, para completar su obra crítica, Estrada propone un capítulo en el que analiza obras actuales que dia-logan abiertamente con la obra de Bernal

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Díaz, como en Llanto de Boullosa donde el personaje pregunta a Moctezuma por el historiador, y el mexica, al bajar la cabeza y responder con el silencio pone en tela de juicio la Historia del soldado.

Retomando la visión con la que par-tíamos, si bien es verdad que Bernal Díaz se propone como testigo incluso cuando narra el estado de ánimo del gobernador de Cuba en un momento en el que se halla lejos de éste, esto es porque debe situarse en un espacio en la Historia de su tiempo, y dicha pretensión que Juan Miralles juzga como mentira, Estrada la observa desde el lugar de la búsqueda de lo objetivo, desde el lugar que quiere ser completado, no por el discurso siempre insuficiente, siempre subjetivo, sino por el propio lector, pues el espacio del silencio está situado dentro del espacio histórico, y lo que está sugeri-do habla con mayor amplitud que lo que está dicho, en este sentido la obra de Es-trada viene a analizar con lucidez no sólo la Historia verdadera, sino cómo debemos analizar una Historia de la época colonial, a sabiendas de que será tratada de manera distinta en cada época, pues la obra –y no hace falta citar a Barthes–, es también un diálogo interminable entre el autor y su espacio socio-histórico y los distintos lec-tores y sus distintos espacios.

Si Estrada no llama «novela» a la Histo-ria verdadera –aunque en última instancia la califica de tal, de manera velada, pues muestra con acierto cómo comparte todos sus mecanismos–, sí analiza con detalle su caracterización novelesca, buscando a través de la época de Bernal Díaz, no sólo

el sentido que contiene en el espacio colo-nial, sino, asimismo, el procedimiento de resignificación de la obra desde el espacio de la crítica y narrativa mexicana contem-poránea. Por supuesto, está por verse si las coordenadas que según Estrada estableció Bernal son igualmente transferibles a otras reescrituras históricas en la narrativa hispa-noamericana, lo cual confirmará los pos-tulados presentados por este crítico.

Rafael López López

Repertorio dariano 2010. Anuario sobre Rubén Daríoy el modernismo hispánicoJorge Eduardo Arellano (comp.) Academia Nicaragüense de la Lengua. Managua, 2010, 355 pp.

Repertorio dariano: perspectivas de Rubén Darío

Editado, según declara la «Adverten-cia» correspondiente, «…en saludo al V Congreso Internacional de la Lengua Española, celebrado en Valparaíso…», Repertorio dariano 2010. Anuario sobre Rubén Darío y el modernismo hispánico (Jorge Eduardo Arellano, compilador.

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Academia Nicaragüense de la Lengua. Managua, 2010. 355 pp.) convoca vo-ces nicaragüenses y extranjeras con un aspecto común, su interés y admiración por la obra del poeta modernista.

Compilado por el presidente de la Academia Nicaragüense de la Lengua, el volumen procura la reunión ecléctica de posmodernistas, vanguardistas, posvan-guardistas y miembros activos y margina-les de las generaciones de 1960 y 1970, tanto de la América hispana como de Eu-ropa, en principio como muestrario am-plio de las inquietudes y avenencias que Darío ha despertado y mantenido alerta a lo largo de ya casi un siglo desde que acae-ció su muerte, el 6 de febrero de 1916.

Trabajo lúcido en cuanto a su rigor académico, Repertorio dariano 2010 también responde a los afanes de liber-tad creativa y discursiva de los autores convocados. No podría ser de otro modo, toda vez que Arellano es un in-telectual pero también un creador lite-rario, además de que es acompañado en este esfuerzo por otros académicos y creadores literarios, como Julio Valle-Castillo y Carlos Tünnermann.

Dividido en doce secciones, que reco-rren homenajes en verso, rescate de textos y un singular fichero de darianos —térmi-no que en lo personal prefiero—, a quie-nes se adjetiva como «dariístas», Repertorio dariano destaca por el equilibrio de pers-pectivas respecto de Darío y su obra, por lo que se transita en un mismo espacio de la voces lúcidas pero no exentas de arrebatos de Carlos Tünnermann y Francisco Are-

llano Oviedo, a la claridad no exenta de ironía sutil propia de Gonzalo Rojas.

Para un acercamiento totalizador a la obra dariana debemos por un lado valo-rarlo como escritor respecto de su época, respecto del momento histórico que le tocó vivir, y por otro valorarlo a partir de su vigencia en nuestro tiempo. Si bien no siempre de manera completa, Repertorio dariano 2010 cumple con ambos aspectos.

La valoración histórica de Rubén Da-río está avalada por la «Cronología básica» de Valle-Castillo, y los ensayos «Darío: lírico perdurable de nuestra lengua» de Arellano y «Darío, cronista cosmopolita» de Günther Schmigalle. En los tres traba-jos se denota la madurez obtenida después de años de franquearse con la vida y obra del poeta, como para plantear con nuevas perspectivas los temas «clásicos» —me atreveré a llamarles así— de la producción literaria del adalid modernista.

Claro está, las apreciaciones sobre Darío y el modernismo no se limitan al aspecto histórico, y es de destacarse el ensayo de Carlos Tünnermann, «Rubén Darío: puente hacia el siglo xxi» en el que aborda con singular agudeza no sólo el tema de la importancia de la obra dariana en la literatura de lengua española, sino también su vigencia, toda vez que la «im-portancia», establecida como una cues-tión institucional, indubitable, termina por anquilosar la obra artística, y nos es-camotea mezquinamente su vigencia, su presencia viva entre nosotros.

Repertorio dariano 2010 cumple con creces su cometido de acentuar la actua-

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lidad de Rubén Darío en nuestra cultura y su figura entre los escritores nicara-güenses contemporáneos, el «paisano inevitable» al que se refería el poeta José Coronel Urtecho, toda vez que su obra ha moldeado hasta cierto punto la iden-tidad nacional del nicaragüense.

Pero he aquí que también Darío es hispanoamericano por derecho propio, como lo muestran las reflexiones de fi-guras tutelares como Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Nicolás Guillén y Gon-zalo Rojas, quienes, como Darío, de-ben valorarse tanto en su importancia como en su vigencia.

Volumen que me ha parecido grato y enriquecedor, tengo para mí dos reparos respecto de Repertorio dariano 2010. El primero es la ausencia casi total de auto-res jóvenes, habida cuenta de que hoy por hoy existen escritores que están leyendo a Darío con nuevos arrestos, con un ánimo fresco que lo rejuvenece y vigoriza. El se-gundo se refiere a los óleos que sirven de portada y contraportada al volumen.

Mientras que el «Retrato de Rubén Darío», fechado en París en 1907 y fir-mado por Juan Téllez —pintor hispano-

mexicano a quien se debería estudiar con mayor atención—, que ilustra la contra-portada, presenta a un Darío de múlti-ples significados, vestido de negro a la usanza de los hombres del Siglo de Oro, pero iluminado el rostro de tal forma que los rasgos particulares se subrayan y difu-minan a un tiempo, como lo hacen las manos que sostienen un libro de cubierta negra, manos que preconizan las despro-porciones de la pintura cubista.

En cambio, el óleo «Retrato de Rubén Darío», fechado en 2009 por Ilich Guillermo López Chávez se deno-ta demasiado estático, para mi gusto, a pesar de la indudable habilidad técni-ca del pintor para darle movimiento al personaje. La oscuridad y el deliberado anacronismo de Téllez diversifican a Da-río. La profusión de elementos de López Chávez, lo limitan.

En todo caso, estos son juicios estric-tamente personales, que no demeritan la calidad y la calidez del Repertorio daria-no 2010, ingente labor que nos hace no-tar la profundidad de nuestras raíces aún jóvenes pero ya vívidas y vividas..

Moisés Elías Fuentes

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