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Gracias por su visita 3 A mi abuela

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Gracias por su visita

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A mi abuela

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GGrraacciiaass ppoorr ssuu vviissiittaa Índice

Introducción..................................................................................7 Sólo una copa más........................................................................11 Y curiosamente lo hizo..................................................................19 Otro día igual................................................................................37 Odio irracional..............................................................................45 El grito silencioso.........................................................................57 El vigilante...................................................................................75 No hay milagros............................................................................95 El entrometido............................................................................125 Volverá a suceder…………………………………………145 Notas sobre los relatos................................................................165

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Introducción:

Hace ya algún tiempo, un buen amigo me dijo que las

historias que escribía no decían nada. Que eran

entretenidas, pero sólo eso. Y yo le contesté:

– ¿Y qué más quieres?

Yo en mis historias no trato de decir nada más que lo que

escribo. Escribo porque me divierte. Desde que una idea

pulula por mi cabeza, hasta que acaba impresa sobre un

folio esa historia me tiene que entretener, y por eso la

escribo. Si al hacerlo consigo que la gente también se

entretenga leyendo mis historias, yo me doy por

satisfecho.

Hubo un tiempo en el que me sentaba en la mesa de un

bar, al amparo de una copa, y me pasaba largas horas en

soledad garabateando con un bolígrafo las servilletas de

papel que, una tras otra extraía de un servilletero

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Introducción

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preparado para otros menesteres. Cuando ya había

acumulado un buen montón de servilletas, pagaba mi

consumición y salía del bar con ellas en el bolsillo.

Esas servilletas eran leídas únicamente por las amistades

más cercanas, y como vi que gustaban, me decidí a

plasmarlas sobre folios blancos, por medio de una

maquina de escribir que utilizaba con dos dedos. Luego

llegaría la era de la informática, y con ello, el bolígrafo y

la máquina de escribir pasaron a ocupar su lugar en el

olvido. Ahí estábamos solos, mi imaginación y yo frente a

la pantalla del ordenador, desarrollando las historias que

me surgían.

En este libro he seleccionado algunas de las pequeñas

historias que escribí en esas servilletas de papel de los

distintos bares de Valladolid en los que me sentaba a

escribir. Algunas serán mejores, otras peores, y la mayoría

parecen extraídas de la mente de algún desequilibrado.

Pero todas ellas están aquí gracias a esos camareros que

me permitieron en su día destrozarles las servilletas de

papel.

Por eso a la hora de recopilarles y poner un nombre al

libro tuve que hacer referencia a esos orígenes. La

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característica principal de las servilletas en las que

escribía, es que en casi todas aparecía impresa la frase

“Gracias por su visita”, y a mí siempre me pareció un buen

título para un relato. Pero como no me surgió ninguno,

pensé que quedaría mucho mejor como el título del libro

de relatos que los agrupara.

Quisiera dar las gracias a todos los amigos que, leyendo

mis historias me animaron a continuar escribiendo. Son

demasiados los nombres, y probablemente, me olvidara de

alguno que luego me lo echaría en cara. De modo que

generalizo, TODOS, y así, todos contentos.

También quisiera dar las gracias a mi esposa Pathy y a mi

familia, por su gran acogida y apoyo en mi primera

novela. Especialmente a mi mayor admiradora: Rosalía

Vara, mi abuela.

Y ahora, a todos los que lean los relatos hasta el final,

gracias por su visita.

Ángel J. Blanco

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Introducción

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Sólo una copa más

Ya llegó.

Ya estaba en ése punto de la borrachera en que la realidad

se confunde entre las sombras, los sonidos se mezclan en

el cerebro y, éste, es incapaz de diferenciarlos.

Con la copa en la mano Pedro intentó averiguar cuántas

copas llevaba tomadas, quién estaba a su alrededor y

dónde se encontraba; pero todos esos pensamientos daban

demasiadas vueltas en su destrozada mente como para que

pudiera hallar la solución.

Vio una pareja frente a él y se acercó a ella para

comprobar si los conocía, pero los efectos del alcohol le

causaron la pérdida del equilibrio y, en consecuencia,

acabó con la cara en el escote de la chica.

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Sólo una copa más

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Su acompañante; un joven de anchas espaldas que resultó

ser su novio, después de la sorpresa le agarró por el

pescuezo y le arremetió un fuerte empujón que le llevó

con sus posaderas al suelo.

– ¡Déjale! Está borracho –dijo la chica agarrando del

brazo al enfurecido muchacho, que regresó a la barra de

mala gana.

– ¿Borracho yo? –pensó–. Tururú.

Pedro se levantó con grandes esfuerzos y regresó sin saber

cómo al lugar donde estaba su copa. La tomó en su

temblorosa mano y tragó su contenido de un golpe.

Pero inmediatamente escupió la bebida de nuevo a la copa

al sentir algo sólido en la boca.

Observó el líquido y descubrió, en efecto, que algo

flotaba en su anís.

– ¡Qué asco de moscas! –dijo con rabia.

Con gran dificultad logró fijar su vista en ese extraño

elemento. Lo que flotaba no aparentaba ser una mosca.

Lo estudió con más detenimiento. El objeto se movía.

Parecía emitir un sonido. Pedro podía oírle gritar...

¡Socorro!

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Pudo ver que el objeto tenía cuatro extremidades.

Tenía... ¡brazos y piernas! ¡Era un hombre!

De pronto Pedro descubrió horrorizado que el hombrecillo

tenía su rostro. ¡Era él mismo! ¡Un diminuto Él, pero él

al fin y al cabo!

Se alejó de la copa gritando y, tambaleándose, cayó de

nuevo al suelo. El camarero salió de detrás del mostrador

y levantándole bruscamente le echó a empujones del local.

– ¡Ya está bien de borrachos! –le dijo cerrando la puerta.

Pedro se quedó sentado con expresión estúpida sobre el

pavimento bañado por la lluvia. Fue levantándose poco a

poco, y mientras se le pasaba el sobresalto, se encaminó

bajo el aguacero por las oscuras y húmedas calles de la

ciudad.

– Tranquilo –se decía a sí mismo–. Sólo ha sido una

alucinación.

Las calles se sucedían una tras otra, pero él ni las veía.

Varias personas le miraron con extrañeza, pero él no se

fijó en ellas. Entre las calles únicamente buscaba una cosa.

Su cerebro tan solo le producía una imagen. Buscaba un

bar.

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– Una copa me tranquilizará –dijo al localizar el letrero

tras el que andaba.

Entró apresuradamente y pidió una cerveza. Miró a su

alrededor después de beber un largo trago, pero no

pudo retener ningún detalle del local.

Paulatinamente se fue olvidando de la visión, pero al

momento un nuevo chillido llamó su atención.

– ¡Socorro, socorro!

Un escalofrío le recorrió la espalda. No quería mirar, pero

sus ojos se tornaron irremediablemente hacia la jarra.

– ¡Socorro, socorro!

¡De nuevo esa visión! ¡De nuevo Él se estaba ahogando en

la cerveza!

Pedro dio un grito de terror y soltó la jarra que estalló en

mil pedazos al encontrase con el suelo.

¡No podía creer lo que veían sus ojos! Entre los

fragmentos de cristal esparcidos por el piso, cientos de él

mismo se ahogaban pidiendo socorro. Sus vocecillas

agudas penetraban en su cerebro produciéndole un fuerte

dolor.

Pedro se tapó los oídos, pero seguía oyendo esas voces.

Retrocedió gritando y tropezó con un alto joven con

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cazadora de cuero que le devolvió un fuerte empujón. De

pronto se vio embestido una y otra vez por los mismos

tipos, pero con distintos rostros. Y continuaba sintiendo

esas horribles voces en su interior.

– ¡Socorro, Socorro!

Creía estar viviendo una terrible pesadilla.

El último empujón le mandó directamente a los

adoquines de la calle. Se levantó rápidamente del suelo y

corrió sin rumbo fijo gritando bajo el torrente de lluvia que

caía.

Las vocecillas le acosaban torturándole, y aunque apretaba

tenazmente las manos contra sus orejas no conseguía

hacerlas callar.

– ¡Socorro, socorro!

Pedro tropezó con su propio pie y cayó de bruces delante

de un charco. Se golpeó la mandíbula contra el empedrado

y un hilillo de sangre brotó de su labio.

Su sangre se mezcló con el agua del charco y, en pocos

segundos, todo él se volvió de un rojo intenso. Pedro pudo

ver otra vez a los pequeños "Él" pataleando, gritando,

ahogándose.

– ¡Socorro, Socorro!

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Se levantó gritando y se alejó de aquel maldito charco lo

más deprisa que sus piernas le permitieron. Corrió hasta

que no pudo avanzar ni un solo paso. Agotado, se

desplomó sobre un alambrado.

Estaba jadeando, y su corazón latía a tal velocidad que

parecía que fuera a estallar de su pecho en cualquier

momento.

Pero eso no importaba. Lo importante era que ya estaba a

salvo. Las voces habían cesado. Ahora lo único que se oía

era su entrecortada respiración y el constante golpeteo del

agua contra el asfalto.

Pero entré estos sonidos Pedro captó otro que no pudo

identificar. Miró a su alrededor intentando descubrir su

procedencia. Tuvo la desgracia de averiguarlo.

Delante de él se acercaba una inmensa avalancha de

líquido amarillento.

– ¡Cerveza! –gritó horrorizado.

Saltó la cerca y echó de nuevo a correr.

La tromba se le acercaba por detrás con rapidez. El ruido

era ensordecedor; como si estuviese debajo de las

mismísima cataratas del Niágara.

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Enfrente de él se encontró con una escalera que se alzaba

hacia el cielo.

– ¡Oh! Dios me envía la salvación –pensó el aterrorizado

Pedro.

Alcanzó la escalera y trató de trepar por ella, pero los

mojados peldaños de metal le hicieron resbalar. Su

espinilla se quejó al golpearse con un travesaño.

Oía la avalancha mucho más cerca, y su nerviosismo

aumentó borrando casi por completo el dolor.

Tras varios frenéticos intentos consiguió ascender por la

escalera, que se bamboleó considerablemente al ser

alcanzada por la cerveza. Pedro sintió cómo pasaba por

debajo de él mojándole los pies.

– ¡No puede alcanzarme! –gritó con gran alborozo.

La escalera terminó y se encontró ante una estrecha tabla

de madera. Mirando hacia abajo pudo ver cómo la cerveza

transitaba cada vez más despacio hasta que cesó.

– ¡Estoy a salvo! –gritó entre histéricas risas–. ¡Estoy a

salvo!

Pedro empezó a saltar jubiloso sobre la tabla que se

movió haciéndole perder el equilibrio; cayó sobre la tabla

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Sólo una copa más

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y consecutivamente fue lanzado hacia el vacío, para verse

a continuación envuelto en líquido.

Pedro se hundió. Sus pies no tocaron fondo y empezó a

patalear desesperado. Consiguió elevar ligeramente la

cabeza sobre la superficie, el tiempo suficiente como para

poder verse dentro de una inmensa copa de anís.

– ¡Socorro, Socorro! –gritó al rostro de un enorme él

mismo que presenciaba atónito su propia muerte.

Las aguas le sumergieron de nuevo y, poco a poco, el aire

fue abandonando sus pulmones.

En algún lugar; sin importar mucho cual, una voz

femenina anuncia por la radio:

– Las persistentes precipitaciones que nos han

acompañado estos días, y que produjeron el

desbordamiento del río a su paso por la ciudad la pasada

noche, se han saldado con una víctima mortal. El cuerpo

de un hombre, identificado como Pedro M. S. que al

parecer fue arrastrado por la riada, ha sido hallado a

primeras horas de la mañana en la piscina municipal

situada en el barrio de La Mudarra.

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Y curiosamente lo hizo

El le dijo:

– No tienes huevos para matarme.

Y, curiosamente, lo hizo.

Fue simple. Un ligero movimiento del brazo hacia él, y el

filo del cuchillo penetró en sus entrañas como en la

mantequilla.

Jaime mostró una mueca de espanto y de sorpresa a la vez,

que a Ángel le pareció ridícula.

– ¿Qué has hecho? –preguntó Jaime llevándose las manos

al vientre.

– ¿Y todavía lo preguntas? –contestó Ángel con fingida

sorpresa.

Jaime cayó al suelo tan largo como era, y un cúmulo de

sangre salió por su boca.

– ¡Lo ha matado! –gritó una mujer que rondaría los

cincuenta, y que lucía una teñida melena rojiza.

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Ángel se giró hacia ella.

– Señora –dijo–. ¿Usted se creé que aquí la gente es ciega?

Todos lo han visto. Es una cosa que no pasa desapercibida

para que vaya usted dando la noticia.

Unos hombres corrieron hacia la puerta de salida, pero la

atenta mirada de Ángel los localizó de inmediato.

– ¿Dónde cojones creen que van? –gritó enérgicamente

consiguiendo que se detuvieran en seco.

Por el rabillo del ojo, Ángel vio una sombra a su espalda.

Se giró, y con gran agilidad agarró del brazo al individuo

que intentaba golpearle y, con una extraña llave de Karate,

lo lanzó por los aires estrellando su espalda contra el

suelo. Seguidamente tomó una botella de la barra, la

golpeó contra el canto y, agarrando por la cabeza a su

agresor, seccionó su yugular con los puntiagudos bordes

de la botella rota. El hombre comenzó a convulsionarse de

una forma espantosa mientras la sangre brotaba por su

garganta, tiñendo su blanca camisa de un rojo intenso.

La camarera emitió un chillido histérico.

– ¡Cállese, hostias! –gritó Ángel–. Cállese o la mato.

Y curiosamente, se calló.

Ángel saltó la barra y se acercó a la asustada camarera.

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– ¿Vas a ponerte a llorar? –preguntó usando una suave

modulación de su voz.

La joven entre sollozos negó con la cabeza.

– ¿No? ¿Seguro? ¿Y por qué te oigo gimotear?

– No… no lloro –logró decir la camarera balbuceando.

– ¡Mentira! –gruñó Ángel agarrando a la muchacha por la

cintura.

– ¡No! ¡No! ¡Suélteme! –suplicó la chica.

– ¡No llores! –vociferó Ángel asiéndola de su rubia

melena.

De pronto una voz a su espalda detuvo su acción.

– ¡Alto! No se mueva y ponga las manos sobre la cabeza.

Ángel se dio la vuelta asqueado para encontrarse con un

guardia jurado que le apuntaba con un revolver del 38

especial.

– ¿Pero es que no puede uno trabajar tranquilo? –dijo

Ángel socarronamente–. Señores, por favor. ¡Qué soy un

profesional!

– No se mueva –advirtió el guardia una vez más. El

revolver le temblaba en las manos como si le quemara.

Parecía ser la primera vez que se encontraba en una

situación de peligro.

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Ángel apartó ligeramente la vista del guardia mientras

dejaba escapar un sonoro suspiro.

– ¡Lo que tengo que aguantar! –susurró.

En un abrir y cerrar de ojos, Ángel tomó un platillo de

café y lo lanzó contra el guardia con tal fuerza que, lo

siguiente que vieron los asistentes, fue al guardia cayendo

de espaldas con el plato incrustado en la boca. Varias

piezas de su dentadura se esparcieron por el suelo.

Ángel se dirigió hacia el derrumbado guardia y le pisó el

cuello hasta que se escuchó un crujido, que paralizó los

movimientos de defensa del hombre. Ese fue el momento

elegido para que los mismos individuos de la vez anterior

intentaran de nuevo la huida. Ángel los descubrió de

nuevo, y en esta ocasión, fue menos magnánimo.

– ¿Pero estos tíos son idiotas ó qué?

Cogió el arma del guardia y descargó dos tiros que

derrumbaron a los fugados. El que estaba más cerca de la

puerta corrió mejor suerte, porque la bala atravesó su

cabeza esparciendo sus sesos por la pared. El otro quedó

tendido en el suelo sangrando de una pierna.

Ángel extrajo el cuchillo del cadáver de Jaime y se dirigió

hacia el hombre herido.

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– ¿Dónde te duele? –Preguntó Ángel–. ¿Aquí?

Entonces, y sin más dilación, clavó el cuchillo en la pierna

dañada del hombre; que lanzó un grito ensordecedor.

Ángel fue rasgando su pierna hacia la parte interna del

muslo. La sangre manaba a borbotones por la herida.

– ¿O tal vez te duele…? ¡Aquí!

Y sacando el cuchillo de la desgarrada pierna, se lo

incrustó en un brazo, abriéndolo lentamente del mismo

modo. El hombre, tras chillar tan fuerte que el resto de los

rehenes se vio obligado a taparse los oídos, se desmayó.

Ángel extrajo el cuchillo de su cuerpo y se incorporó.

– ¡Ya era hora de que te callaras, coño! –dijo. Tras lo cual

asestó dos tiros con el revolver destrozando la cabeza del

moribundo.

Se acercó a la puerta de entrada y vio como la gente se

agrupaba en torno a la cafetería. Un policía se refugiaba

tras un coche patrulla, mientras sostenía su arma en una

mano y hablaba por la emisora con la otra.

– Dentro de poco tendremos visita –anunció Ángel–.

Tendré que apresurarme.

Descolgó de la pared un enorme tablón de corcho en el

que se podían ver varios carteles con las promociones del

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bar. Lo colocó delante de la puerta, luego entró de nuevo

al fondo del local, en el que sólo quedaban con vida la

mujer del pelo rojo, la atractiva camarera, y un joven

elegantemente trajeado.

– ¿Dónde estaba? –se detuvo Ángel dudoso–. ¡Ah, sí! Ya

recuerdo.

Corrió hacia la barra, pasó por encima de ella de un brinco

y regresó junto a la llorosa camarera. Era de apariencia

delicada por la extrema delgadez de su cuerpo. Tenía los

brazos y las piernas como palillos, pero en cambio sus

caderas y sus pechos eran de un tamaño perfecto. Y su

pelo rubio tan cortito y esos profundos ojos azules

bañados en lágrimas le daban una familiar imagen de

delicada dulzura que a Ángel le recordó a la popular actriz

Meg Ryan.

– Te dije que no lloraras, cariño –dijo Ángel en un tono

amenazador.

Asió a la muchacha de un brazo y la atrajo hacia él

apresándola por la cintura. Luego, sin importarle la

resistencia que ella ofrecía, la besó en los labios. Ella

forcejeó intentando zafarse, y únicamente lo consiguió,

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cuando su rodilla impactó en los testículos de Ángel, que

cayó al suelo en redondo.

– ¡Mala zorra! –consiguió decir Ángel mientras se

revolcaba gimiendo en el suelo con las manos en la

entrepierna, como si el frotarse le fuera a calmar el dolor.

La chica se alejó llorando, pero Ángel, visiblemente

dolorido aún, se levantó y en un par de zancadas la dio

caza, para después abofetearla con el dorso de la mano. La

chica cayó al suelo con el labio sangrando.

– ¿No le da vergüenza portarse así con la pobre chica? –se

sublevó la mujer del pelo rojo–. ¡Déjela! ¿No ve que tan

sólo es una niña?

– Una niña que está muy buena, señora –contestó Ángel–.

¿La importaría dejar de tocarme los cojones? ¡Que

bastante me los ha tocado ya la niña!

– ¡No! –Dijo la mujer sosteniéndolo del brazo–. No te voy

a dejar en paz, sinvergüenza. Esto que estás haciendo es

una canallada.

Ángel giró el brazo 360 grados y con ese movimiento el

brazo que le sometía pasó a ser el sometido.

– Señora –dijo Ángel en un tono burlesco que imitaba la

paciente modulación que se emplea con un niño–. Sé de

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sobra que lo que estoy haciendo no está bien. Es más, sé

que lo que hago es malo. No hace falta que venga usted

aquí a darme clases de moralidad, señora. Y además, que

yo no tengo que aguantar esto. Así que, ¿Qué coño hago

hablando con usted?

Posó la pistola sobre la barra, cogió una cucharita de café,

la incrustó en el ojo de la mujer y a continuación la volvió

a sacar. La mujer lanzó un grito agudo intensamente

molesto. Una sangre espesa y oscura brotó de la cuenca

donde, momentos antes, había estado su ojo.

El ojo había caído sobre el mostrador y botó dos veces

sobre él antes de que Ángel lo tomara en su mano y se lo

introdujera en la boca de la mujer para hacérselo tragar.

– ¡Cállate! –Aulló Ángel–. ¡Sabes que no me gustan los

gritos! ¡Calla, vieja puta!

El joven tan bien vestido, que hasta entonces había

permanecido inmóvil en todo momento, vomitó sobre una

mesa.

– ¡Pero será cerdo y asqueroso el tío! –dijo Ángel en un

tono de real indignación.

Una voz del exterior llamó la atención de Ángel.

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– Le habla la policía. Está rodeado. Salga con las manos

en alto y no sufrirá ningún daño.

– ¡Bien! Se acabó el juego –dijo Ángel soltando a la mujer

que quedó tendida en el suelo.

Ángel alargó su mano hacia el revolver, pero no estaba

donde lo había dejado. La camarera le apuntaba con él.

– ¡Exacto! Se acabó el juego, maldito cabrón –dijo la

camarera descargando en cada sílaba toda su rabia.

A diferencia del guardia, la chica mantenía el arma con

firmeza. No obstante, a Ángel le pareció graciosa la

imagen que tenía ante él. Una llorosa muchachita, que le

amenazaba con un arma que, probablemente, no sabía

usar, y que sostenía con sus enclenques brazos. Ángel

empezó a reír sin poder contenerse, y avanzó hacia ella.

– Vamos mi niña –decía entre carcajadas–. ¿No pensarás

dispararme?

Y curiosamente lo hizo.

El balazo atravesó el pecho de Ángel, y él, salió despedido

por los aires hacia atrás, cayendo de espaldas sobre una

mesa que quedo hecha añicos.

La chica sostuvo el revolver durante unos segundos en las

manos, y sólo cuando se percató de que Ángel no se

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movía, lo bajó y se dejó caer de rodillas al suelo sin poder

contener el llanto.

El joven trajeado se acercó tambaleándose hasta donde

estaba la joven y la estrechó entre sus brazos. Ella

correspondió el abrazo agradecida y sollozó con mayor

intensidad.

– ¡Vamos! ¡Vamos! –Intentaba consolar el chico–. ¡Ya

pasó todo!

Ella respondió agarrando con fuerza su cuello, mientras él

acariciaba su nuca. De pronto la mujer tuerta gritó:

– ¡Cuidado!

El chico al incorporarse, no pudo esquivar la silla que se

rompió en mil pedazos al encontrarse con su cabeza.

Ángel, con el pecho ensangrentado, le golpeó una y otra

vez hasta dejarle inconsciente en el suelo.

La chica aterrada, retrocedió a rastras sin perder de vista a

Ángel, que se acercaba a ella intimidándola con el

cuchillo.

– ¡Estas muerta, zorra! –susurraba.

– Tiene tres minutos para rendirse –se oía la voz de un

megáfono procedente del exterior.