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Los orígenes eran la nada y esta nada era el vacío, un abismo, donde la nada era el caos y el caos era la nada. Así conocemos Ginnungagap. Hacía frío aquel día que Odín llegó a Ciudad Herrería. La tierra estaba cubierta de nieve y el sol brillaba a través de una débil neblina. A un lado del camino, un grupo de niños patinaba en un lago helado y, detrás de una valla, al otro, tres caballos de pequeña estatura y muy peludos se restregaban entre ellos para conservar el calor del cuerpo. Delante de él, hacia abajo, en el estrecho camino borrado por la nieve, podía divisarse un puñado de casas con tejados de algas y espeso humo borboteando de sus chimeneas. El resto, solamente campos y más campos en todo lo que alcanzaba la vista. Odín miró a sus dos caballos de pie a su lado. Bueno, de pie era sólo un decir, porque mientras uno se mantenía erguido, totalmente seguro con el peso repartido por igual entre sus cuatro sólidas patas, el otro se inclinaba alarmantemente hacia la izquierda para evitar el peso en su pata derecha delantera que ahora, sin fuerza, colgaba en el aire. Era una triste imagen, un caballo fuerte con una pata rota y la cabeza gacha de aflicción. Odín suspiró profunda- mente. ¿Qué podía hacer? Contempló de nuevo el paisaje a su alre- dedor, pero aparte de los niños no se avistaba una sola alma. –Sí, realmente, no hay duda de que hoy no pasaremos de aquí –dijo a los caballos y se dispuso a desatarlos del pequeño trineo verde. ¿Quién sabe si Baltasar, que seguía teniendo sus cuatro patas en buen estado, podría arrastrar él solo el trineo? No porque Odín pensara en abandonar a Rigmarole. No, de ninguna manera, I GINNUNGAGAP

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Los orígenes eran la naday esta nada era el vacío,un abismo, donde la nada era el caosy el caos era la nada.

Así conocemos Ginnungagap.

Hacía frío aquel día que Odín llegó a Ciudad Herrería. La tierraestaba cubierta de nieve y el sol brillaba a través de una débilneblina. A un lado del camino, un grupo de niños patinaba en unlago helado y, detrás de una valla, al otro, tres caballos depequeña estatura y muy peludos se restregaban entre ellos paraconservar el calor del cuerpo. Delante de él, hacia abajo, en elestrecho camino borrado por la nieve, podía divisarse un puñadode casas con tejados de algas y espeso humo borboteando de suschimeneas. El resto, solamente campos y más campos en todo loque alcanzaba la vista.

Odín miró a sus dos caballos de pie a su lado. Bueno, de pie erasólo un decir, porque mientras uno se mantenía erguido, totalmenteseguro con el peso repartido por igual entre sus cuatro sólidaspatas, el otro se inclinaba alarmantemente hacia la izquierda paraevitar el peso en su pata derecha delantera que ahora, sin fuerza,colgaba en el aire. Era una triste imagen, un caballo fuerte con unapata rota y la cabeza gacha de aflicción. Odín suspiró profunda-mente. ¿Qué podía hacer? Contempló de nuevo el paisaje a su alre-dedor, pero aparte de los niños no se avistaba una sola alma.

–Sí, realmente, no hay duda de que hoy no pasaremos de aquí–dijo a los caballos y se dispuso a desatarlos del pequeño trineoverde. ¿Quién sabe si Baltasar, que seguía teniendo sus cuatropatas en buen estado, podría arrastrar él solo el trineo? No porqueOdín pensara en abandonar a Rigmarole. No, de ninguna manera,

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pero se veía obligado a pedir ayuda. Odín aflojó el tiro del trineo ysoltó al caballo cojo. Pero ¿cómo podría evitar ahora que Baltasararrastrara el trineo hacia el lateral de la barra a la que estabansujetos sus arreos y cayera en la zanja de la vereda? Odín vio claroque así no llegaría muy lejos.

En ese instante los jóvenes patinadores vieron al extranjero que, derepente, estaba ahí parado, en mitad del camino, con sus doscaballos y un trineo, como si hubiera salido del helado aire azul.Uno tras otro abandonaron su actividad y se arremolinaron juntoa la orilla del lago desde donde observaban, llenos de curiosidad,al parapetado hombre. Eran doce, de edades entre los tres y losdiez años. Primero clavaron la mirada en aquella insólita visiónguardando absoluto silencio. Al rato, como por obra de encanto,empezaron a hablar atropelladamente, todos a la vez.

–Su caballo está a punto de caerse –dijo uno llamado Einar.–Qué graciosos son esos caballos. Apostaría que con esas patas

tan gordas no pueden correr, ni con mucho, tan rápido como Rufus–añadió otro llamado Lauge.

–¿Y si es peligroso el hombre? –preguntó uno chiquito y empezóa llorar.

–Nunca antes había visto ninguno con una barba tan larga–dijo una chica dando dos pasos atrás.

–Y con un abrigo tan raro.–¡De cualquier modo no irá a ninguna parte con ese caballo, eso

está claro!–¡Quién sabe de dónde viene! –murmuró una chica de nombre

Ida-Ana rascándose pensativamente detrás de la oreja. Tenía elaspecto de ser la mayor y, para demostrar su liderazgo, enderezó laespalda y declaró con voz segura–: Tenemos que hacer algo.

–¡Tenemos que hacer algo! –repitieron inmediatamente losdemás a modo de eco, primero mirándose unos a otros, insegurosde lo que sucedería después, y luego dirigiendo todos la miradahacia Ida-Ana como esperando que ella decidiera qué suerte ibana correr el extranjero y sus dos caballos.

–Dos de nosotros corren a casa en busca de ayuda, dos seacercan allí para averiguar mejor lo que ocurre y los demás espe-ran aquí.

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Se dejó oír un murmullo de insatisfacción, pero nadie pronun-ció palabra y la mayoría asintió con la gravedad que requería lasituación.

–Bien –continuó Ida-Ana–. Lauge y Troels, corred a casa. Decidal Herrero y a Tío Eskild que vengan de inmediato. Ingolf, tú te vie-nes conmigo. Y Einar, tú eres el responsable aquí de los demás.–Satisfecha de su propia decisión, tomó de la mano a su hermanopequeño, Ingolf, y sin asomo de reparo se dirigió hacia donde estabael extranjero con los dos caballos, uno de ellos con la pata rota.

Mientras tanto, a Odín se le había ocurrido una idea. Había sol-tado el tiro del trineo del lado de Baltasar y estaba intentandoatarlo a un trozo del tiro desatado del correaje de Rigmarole, demanera que, a pesar de que sólo hubiera un caballo, los dos ladosdel trineo tuvieran la misma tracción. Pero el cuero se había que-dado tieso y duro debido a la fuerte helada y le resultaba difícil unirlas correas. Estiraba y apretaba haciendo esfuerzos tremendos.Pronto el sudor cubrió su frente y le nubló la vista. Sin embargo, elobstinado nudo no se dejaba apretar ni un solo milímetro. Rigma-role contemplaba los esfuerzos de su amo con ojos afligidos a la vezque luchaba porfiadamente para mantener el equilibrio apoyán-dose en sus tres patas útiles. Así que fue Baltasar el que percibióa la chica y al chaval acercarse al trineo. Giró la cabeza para ver-los mejor y el movimiento provocó que Odín alzara la vista.

–Bueno, bueno –murmuró sin abandonar lo que estaba haciendo.Ida-Ana e Ingolf se detuvieron a una decena de metros del tri-

neo. A pesar de no querer reconocerlo, estaba preparada para girarsobre sus talones y echar a correr si ocurría algo inesperado. Perono fue así. El extranjero continuó intentando unir el correaje engrandes e informes nudos mientras silbaba una extraña melodía ylos caballos permanecían totalmente tranquilos. Avanzaron conprecaución, titubeando un instante antes de atreverse a dar unpaso más. Sólo cuando estaban a unos pocos metros del extranjerose dieron cuenta de lo pequeñito que este era. No mucho más altoque ellos. Tampoco los caballos, que de lejos parecían colosales degrandes, eran mucho más altos que aquellos pequeños del campode enfrente. Pero los del extranjero eran los más fuertes que Ida-Ana había visto jamás. Sus patas eran tan robustas como elHerrero, sus lomos tan anchos como la mesa del comedor de su

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madre y el pelaje, tupido e hirsuto como su propia melena. Pero lomás insólito era el color. Los dos caballos eran amarillos con lascrines y las colas negras. Más que amarillo, ese tono se asemejabaa la luz del sol. Y el negro era más parejo al color de la noche queal negro en sí mismo. Ida-Ana movió la cabeza llena de asombro;jamás había visto algo semejante.

Odín no percibió a los niños que ya estaban cerca, enfrascadocon el correaje. Ida-Ana e Ingolf avanzaron todavía un par de pasosmás. Si Ida-Ana estiraba la mano ahora, podía tocar a Rigmarole que,desconfiada, la miraba de reojo sin saber exactamente qué pensar dela situación. Pero la yegua tenía buen temple y, a pesar de su lamen-table estado, levantó la cabeza y lanzó un suave y amistoso resoplido.La naturaleza del gesto le hizo perder a Ida-Ana su miedo y estiró lamano tal y como el Herrero le había enseñado, con la palma abiertahacia arriba. No tenía nada que temer. La yegua se la olisqueó concuidado a la vez que soltaba aire por las fosas nasales, lo que le pro-dujo muchas cosquillas y no pudo contener la carcajada.

–Bueno, bueno. Quizá has hecho amigos. –Odín se enderezó yacarició el cuello de su yegua. Después miró a los niños. Ibanforrados con gruesa ropa de abrigo de pies a cabeza y sólo se lesveían los rostros de rojizas mejillas. Los dos de ojos azules, naricesrespingonas y flequillos rubios cobrizos sobresaliendo por debajode los gorros grises, se parecían enormemente. La niña sobresalíasólo unos centímetros por encima del chaval y daba la inequívocaimpresión de ser la que mandaba. Odín se dirigió a ella con la ama-bilidad que sentía que exigían las circunstancias–: Buenos días,buenos días. –Hizo una reverencia tan profunda que casi barrió lanieve con la cara.

–Buenos días –murmuró Ida-Ana, y porque no sabía qué decira un extranjero, pero hubiera sido de muy mala educación no pro-nunciar palabra alguna, emitió un par de sonidos consoladores alcaballo que se había roto la pata.

Odín se secó la frente con la manga.–Perdone, señorita –dijo tirándose a la vez de su larga barba–.

En verdad, nos hemos extraviado y andamos sin rumbo. Si me per-mite la libertad de la pregunta, ¿podría decirme en qué lugar delmundo nos encontramos yo y mis dos caballos?

Ida-Ana se rió desbordada por un repentino valor.

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–¿No sabe usted que se encuentra en Ciudad Herrería, la aldeamás importante al este de Ciudad Correos?

Ida-Ana acababa de descubrir que el extranjero sólo tenía unojo. En el lugar donde había estado, o debería haber estado, el otro,el párpado estirado tapaba la cavidad hueca. Observó detenida-mente a aquel extranjero. Era viejo, más que ninguna otra personaque ella hubiera conocido jamás y quizá todavía más. Su cabelloera largo y blanco; la piel de su cara, oscura y repleta de arrugas ysurcos, como si hubiera estado expuesto al sol durante largotiempo. Llevaba un abrigo largo de un material parecido a la pielde cordero y rudas botas cuya piel parecía haber pertenecidoantaño también a algún cordero. Realmente aquel era un hombresingular. La información que Ida-Ana le dio no pareció ayudarle enlo más mínimo. El anciano arrugó aún más su ya enormementearrugada frente y preguntó:

–¿Acaso podría usted ofrecerme una posición más precisa delas estrellas que nos rodean? Mire, mi caballo se ha roto una patay me encuentro en un lamentable aprieto. –La última frase la aña-dió porque sentía que le pedía demasiado a la avispada chiquilla yno deseaba parecer ni inoportuno ni descortés.

Llegados a este punto, la conversación fácilmente podía tomarderroteros erróneos, teniendo en cuenta que Ida-Ana no sabíanada de estrellas y su situación, ni tampoco de caballos con patasrotas. Pero, afortunadamente, Lauge y Troels, entretanto, habíanido corriendo, todo lo aprisa de lo que eran capaces, a la aldea enbusca de los adultos, y ahora el Herrero y el Tío Eskild se acerca-ban a toda prisa acompañados de una comitiva compuesta de todala población, con excepción de la Anciana Madre Rikke-Marie, quese sentía lo suficientemente anciana para opinar que el mundodebía acudir a ella en vez de ella al mundo.

El Herrero era un hombre desmesuradamente corpulento, comomínimo sobresalía una cabeza de altura por encima de los demás;y de anchura, medía muchos centímetros más que ninguna otrapersona de Ciudad Herrería. Se paró a un par de metros de Odíne inmediatamente lo hicieron también los demás.

–Ejem, ejem –tosió el Herrero intentando formarse una idea deconjunto de la situación. Con una manifiesta tranquilidad, que no

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guardaba relación con su sentir real, apartó de su boca una pipaprolijamente humeante y carraspeó de nuevo.

–Ejem, ejem. ¡Sin ánimo de ser descortés, pero su caballo tieneuna pata rota! –declaró sonoramente señalando a Rigmarole con laboquilla de su pipa, para seguidamente mirar a sus conciudadanos.Todos asintieron corroborando, y después continuó–: Como todossaben, si se me permite la libertad de hablar con franqueza, los habi-tantes de Ciudad Herrería se jactan, y no sin razón si se me permitedecirlo, de ser gente muy hospitalaria, pero ¿usted quién es?

–Mi nombre es Odín –dijo este, e hizo una profunda reverencia.Pero al ver que a los aldeanos no les producía ningún efecto visi-ble, se sintió obligado a añadir más detalles–: Vengo de muy lejosy todavía me queda mucho camino por recorrer. Pero me extraviéen una lluvia de meteoros. Rigmarole se rompió una pata y, miren,aquí estamos.

El Herrero, que era muy consciente de que había cosas en estemundo que se escapaban a su conocimiento, pero no tenía ganasde dar señales de ello a los demás habitantes de la aldea, se des-preocupó cuando escuchó a Odín nombrar una lluvia de meteoros,y, más tarde, cuando otro sacó el tema a relucir, él insistió en queuna lluvia de meteoros no era más que otro término para nombrar unatormenta de nieve particularmente fuerte. Por el momento, pre-fería concentrarse en las cuestiones referentes al caballo, dado quenadie sabía más de caballos en Ciudad Herrería que el Herrero.

–Sin ánimo de ser descortés, pero un caballo con una pata rotano es en realidad un caballo –dijo altisonante.

–Sí –asintió Odín–. Me encuentro en un lamentable aprieto, yalo ve usted. En verdad ando muy apurado de tiempo. Y ahora tengoque esperar a que la desgraciada pata de Rigmarole se restablezcay sane. –Odín miró con preocupación a su caballo.

–Sin ánimo de ser descortés, pero sé de lo que hablo. Lo mejorque puede usted hacer es sacrificarlo. –El Herrero dirigió otra vezla pipa hacia Rigmarole, que de puro pánico cayó redonda dandocon la tripa en el suelo.

–¡Mira ahora eso! ¡Mira ahora eso! –exclamó Odín y le puso lamano en el lomo.

–Sí, es mejor poner fin a su dolor de una vez por todas –trató deconsolarle el Herrero.

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–No, no. ¡Ni pensarlo! –Odín se tiró de la barba. ¿Cómo llegaríaél a su destino con sólo un caballo?–. ¿Habrá seguramente algúnespecialista que pueda remediar la pata de Rigmarole?

Ahora el Herrero no encontraba las palabras adecuadas; sabíamuy bien qué siente uno por su caballo, pero también que no habíaningún médico en Ciudad Herrería, y que el de Ciudad Correos,que algunas veces hacía milagros, no se había acercado nunca aun caballo y se negaba de por vida a hacerlo. No, no servía de muchopensar en ello. Por primera vez en la memoria de la gente, incluidala suya propia, ocurría que el Herrero no sabía qué contestar.Y mientras buscaba la mejor forma de no decir nada, Madre Marie–cuyos hijos eran Ida-Ana e Ingolf– decidió que alguien debía haceralgo. Ella empezaba a tener frío y además tenía un buen guiso depato en el fuego que seguramente se quemaría a no ser que lo reti-rara con prontitud.

–Mientras se especula sobre qué hacer con el pobre animalillo,es hora de que alguien invite a nuestro huésped a calentarse alhogar y a un vaso de cerveza navideña. Pese a todo es Navidad, nolo olvidemos –dijo Madre Marie, y todos los aldeanos del lugar asin-tieron con prontitud para corroborar la enorme alegría que sentíaninvitando a aquel extranjero a una jarra de cerveza navideña. No envano Ciudad Herrería tenía muy buena fama por su hospitalidad.

Madre Marie no esperó respuesta; resolutiva, tomó a Odín delbrazo y se puso en marcha camino abajo, hacia la aldea. La madrede Ida-Ana era una mujer robusta, con una barriga redonda y doslargas y fuertes piernas. Más que ir a su lado, Odín colgaba de subrazo con la punta de sus botas rozando la nieve.

Con pánico de quedarse a solas con ese hombre que opinabaque lo mejor era sacrificarla –y que además pensaba que era unmacho–, la yegua Rigmarole inició un movimiento de patas tanveloz que parecía estar en posesión de ocho, de las cuales nadamás que una fuera inservible, lo que levantó una gran polvareda denieve en el aire y obligó a los aldeanos a retirarse hacia atrás unospasos. De forma asombrosa, se elevó del suelo, voló –los aldeanosde Ciudad Herrería jurarían más tarde a sus vecinos de CiudadCorreos que cuando decían voló, lo decían literalmente– por el airehasta el trineo y se dejó caer en él deslizándose sobre el ancho ymullido asiento. Tan pronto como su compañera estuvo bien apo-

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sentada, Baltasar se echó hacia delante, hundió sus pezuñas sóli-damente en la nieve y reunió todas sus fuerzas. Su musculaturaresaltaba bajo su dorado pelaje, las venas de su cabeza y patasquedaban visiblemente marcadas. Con un chasquido quedaron losindómitos nudos apretados y el trineo empezó a avanzar lenta-mente, pero seguro, en pos de Odín.

Desde la cabeza de la comitiva, Madre Marie y Odín no habíanpodido ver lo ocurrido, pero los demás aldeanos estaban total-mente perplejos. Jamás habían visto a un caballo elevarse sobre elsuelo y volar. Y jamás nadie, ni siquiera el Herrero, que por otraparte sabía todo lo que había que saber sobre caballos, había vistoque un caballo fuera arrastrado por otro en un trineo. Los lugare-ños se frotaron los ojos para demostrarse a sí mismos que no soña-ban. Volvieron la mirada hacia el Herrero. Pero él no pronunciópalabra. Y dado que no comentaba el caso, nadie se aventuraríaa ello tampoco. En medio de un rotundo silencio, nunca antes vistoen Ciudad Herrería, desfilaban los aldeanos por la nieve con losniños detrás de Madre Marie, el hombrecito anciano y el caballo enel trineo arrastrado por otro.

Sólo al llegar a la primera hilera de casas de la aldea, el Herrerodijo algo, pero limitándose a murmurar al oído del Tío Eskild unpar de palabras. Afortunadamente, el Tío Eskild oía mucho peor delo deseado, así que tuvo que repetirlas cinco veces, y la quinta tanalto que el Panadero que iba detrás no pudo evitar enterarse.

–Debe venir del Continente.El Panadero repitió inmediatamente la prodigiosa expresión a

la gente de su alrededor, que a la vez la dijeron a los de atrás, hastallegar a los niños, que enviaron el mensaje a las filas de más atrás,y así pronto todos en Ciudad Herrería supieron lo que había dichoel Herrero: «El extranjero viene del Continente». Realmente era todauna noticia, puesto que la última vez que llegó alguien del Conti-nente la tatarabuela de la Anciana Madre Rikke-Marie era niña.Y de antes no había nadie que pudiera acordarse.

No obstante, no se podía confiar sin más en lo que los adultosdecían, así que los niños se aglomeraron alrededor de Ida-Ana, quese había quedado rezagada. Se había mantenido inusualmentesilenciosa desde la charla con el extranjero; en realidad, no habíapronunciado palabra. Mientras estaba acariciando el caballo del

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extranjero había descubierto algo muy extraño: en la nieve nohabía huellas ni del esquí del trineo, delante o detrás, ni tampocode herradura de caballo. Durante todo el camino de vuelta al pue-blo había estado especulando sobre esta insólita cuestión y ahorahabía dado con el porqué. En susurros les dijo a los otros niñosque no quería explicárselo allí donde podían oírle los adultos.Pero más tarde, exactamente después de que las ovejas entrarana los establos para resguardarse de la noche, podían reunirsetodos en el granero del Tío José. Allí les explicaría las averigua-ciones que había hecho.

La procesión había llegado al centro de Ciudad Herrería, unespacio oval alrededor de un pequeño estanque para patos, heladoy totalmente cubierto de nieve con excepción de un agujero en unode los lados. En total ocho casas encaradas al estanque, todasconstruidas con grandes e irregulares bloques de piedra, torcidospostigos de madera y tejados de algas que llegaban completamentehasta la puerta. Junto al estanque se alzaban unos pocos árbolesdesnudos sobresaliendo entre los montones de nieve. La casa deMadre Marie estaba situada al norte del estanque y, justo detrásde ella, había un establo que Odín podía usar. Ayudado buena-mente por el Herrero, el Tío Eskild y ocho hombres más traslada-ron a Rigmarole del trineo al establo. Se le aposentó lo más cómo-damente posible en un mullido lecho de paja y a Baltasar lo atarona su lado. Ida-Ana trajo un poco de heno e inmediatamente los doscaballos se pusieron a triscar satisfechos.

Los habitantes de Ciudad Herrería se apretujaron todos en elestablo, empujándose para acercarse lo más posible al extranjerodel Continente. Pero Odín no se daba cuenta de su presencia.Entonaba una plácida melodía como si estuviera solo. Se agachó ydeslizó su mano con delicadeza por la pata de su desgraciadayegua; no tenía sólo una rotura, sino dos. Ida-Ana trajo ropa delino de su madre y Odín la rasgó en tiras largas y con ellas se pusoa vendársela. Eso tomó un buen tiempo, y los lugareños pululaban asu alrededor observándolo. Nadie decía nada excepto el Herrero,que con intervalos regulares pronunciaba palabras de asenti-miento para dejar claro a todos y cada uno que el Herrero de Ciu-dad Herrería sabía perfectamente qué había que hacer con unapata rota de un caballo; a pesar de que la misma tarde hubiera afir-

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mado que no se podía hacer nada. Al fin, la pata de Rigmarolequedó totalmente vendada con los paños de Madre Marie; Odínacarició a la yegua y se levantó; así aguantaría un tiempo. En esemomento, Madre Marie se acercaba abriéndose paso entre lagente.

–¡Ahora que los caballos ya han sido atendidos, es hora de quelo sea el dueño! –sentenció tomando a Odín del brazo.

Nadie, ni siquiera el Herrero –al que, por otra parte, segura-mente de buena gana le hubiera gustado seguir conversando conel extranjero sobre el caballo, su enfermedad y otras cosas de inte-rés–, se atrevió a contradecir a la madre de Ida-Ana, y Odín desa-pareció rápidamente hacia el interior de la casa. Los aldeanos semiraron unos a otros. Alguno dio un paso al frente, otros unoatrás. Pero les faltó tiempo para que la curiosidad venciera a laeducación y entraran todos en tropel detrás de Madre Marie y delextranjero del Continente.

Madre Marie se sentía muy orgullosa de que se hospedara ensu casa y no en la de otros aldeanos de Ciudad Herrería. Con todo,le pareció razonable y correcto. Ella había perdido a su marido enel mar mientras los niños eran todavía pequeños. Desde entonceshabía trabajado duro y ahora era dueña de varias ovejas, cabras ygallinas, más de las que poseía nadie en la aldea.

A pesar de que sólo era media tarde, empezaba a oscurecery Madre Marie había encendido cinco pequeñas velas para asegu-rarse de que el extranjero del Continente pudiera contemplar yvalorar toda la belleza y riqueza de su hogar. Un fuego vivo ardíaen la chimenea y los olores a pato asado y a fuerte cerveza navi-deña se expandían desde la cocina al resto de la casa. Madre Mariecondujo a Odín al mejor y más grande sillón de la sala de estar.Llenó una jarra grande con cerveza navideña y se la ofreció paraque bebiera. Pero, nada más haberse sentado, antes siquiera depoder agarrar la jarra, se quedó profundamente dormido.

Muchos de los aldeanos que habían tenido la suerte de poderapretujarse en casa de Madre Marie se llevaron una gran decepcióny –a pesar de no querer reconocerlo– también se sintieron una pizcaofendidos porque el hombre del Continente hubiera abandonado elestado de vigilia con tanta premura. El hecho acarreó una serie depreguntas acerca de la vida y costumbres del Continente, pero no

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hubo más remedio que conformarse con contemplar al extranjerodormido.

Puesto que era el hogar de Madre Marie, ella tenía el privile-gio de ser la primera. Aquella robusta mujer echó una ojeada alpato, se secó sus manos grasientas con el paño y pasó apretu-jándose contra los aldeanos hasta llegar al sillón donde dormíaOdín. Se inclinó hacia delante, tan cerca de su cara que sintiósu cálido aliento. El extranjero del Continente había dejadoatrás sus mejores años mozos. Su piel era ruda, casi coriá-cea; su rostro, arrugado y lleno de surcos; y tanto su largo pelocomo su barba, completamente blancos. Pero, fuera de su cortaestatura, su piel atezada y la ausencia del ojo izquierdo,su aspecto no era muy diferente al de los habitantes de CiudadHerrería. Madre Marie se sentía un poco decepcionada. Y nisiquiera los pocos rasgos excepcionales lo eran tanto, sino bas-tante comunes para los habitantes de Ciudad Herrería. En todocaso, ella no quería ser de los que se asombran de cosas segu-ramente normales del todo para la gente que ha recorridomundo. Cuando se sació de mirarlo, retrocedió para permitir alos demás acercarse y, después de que todos los aldeanos hubie-ran satisfecho su curiosidad, les pidió amablemente que se reti-raran para que el extranjero del Continente pudiera dormir enpaz.

Apenas el último aldeano hubo abandonado la casa de MadreMarie, antes de que las ovejas trotaran hacia el corral para res-guardarse de la noche, Ida-Ana se echó un suéter gordo y unabufanda al cuello y corrió hacia el granero del Tío José atravesandola aldea. Abrió la pesada puerta, entró y vio que todos los demásniños ya habían llegado. El granero del Tío José era grande yoscuro. Olía a heno viejo y a algo indefinido, una mezcla de melaza,excrementos de pájaro y pan rancio. El techo quedaba tan altosobre sus cabezas como el cielo. El viento silbaba entre las rendi-jas de las paredes y los ratones chillaban y hacían crujir las vigaspor las que se paseaban. La rendija de luz crepuscular grisácea

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que se introducía a través de una ventana del techo no era sufi-ciente para ahuyentar la oscuridad. Los niños sabían de sobra quelos fantasmas acudían a los graneros los días de luna llena y nor-malmente nadie se atrevía a acercarse a ellos; precisamente poreso, Ida-Ana había escogido ese lugar para reunirse.

Desoyó las apagadas protestas y condujo a sus amigos al fondodel espacioso granero. Allí las gavillas redondas estaban dispues-tas en un círculo e Ida-Ana invitó a los demás a sentarse, mientrasacercaba una al centro y se encaramaba a ella.

–Ha ocurrido algo grande hoy –murmuró con voz ronca y tonoceremonioso, y los pequeños se apretaron contra los mayores–. ¡Hallegado un hombre a Ciudad Herrería de procedencia distinta aCiudad Correos! –Ida-Ana deslizó la mirada interrogante sobre losrostros que tenía delante para asegurarse de que se hacían total-mente la idea de la importancia del hecho.

–El hombre dice llamarse Odín –bajó la voz y una chiquilla sepuso a llorar–. ¡Ssh! –susurró un poco irritada y Bodil sentó a suhermana pequeña en el regazo–. ¡Dice que se llama Odín! –repitió–.Pero Odín no es su verdadero nombre.

Inspeccionó de nuevo las caras en medio de la penumbra.–Tenéis que jurar que no diréis una palabra de lo que os voy a

contar ahora, porque, de lo contrario, no lo haré –dijo.–¡Suéltalo ya! –irrumpió Einar haciendo una mueca de impa-

ciencia.–¡Juradlo! –insistió Ida-Ana señalando al primer niño del

círculo–. ¡Júralo por el alma de la tatarabuela de la Anciana MadreRikke-Marie! Levanta la mano izquierda y jura: «Nunca, nuncajamás diré una palabra de esto a nadie. Nunca, nunca jamás, oseré engullido por la serpiente!».

Troels se levantó, alzó la mano derecha y musitó el jura-mento. Uno tras otro se levantaron todos, alzaron la mano y ju-raron.

–Venga, continúa –la apremió Einar. Él tenía seis meses menosque Ida-Ana y ya estaba cansado de que ella decidiera siempre.

–¡Silencio! –dijo para hacerle callar y esperó a que todos sehubieran sentado de nuevo.

–Esta noche es Nochebuena.–¡Sí!, ¡sí!

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–Pero ¿qué tiene que ver eso con el extranjero? –preguntó Laugeintercambiando una mirada impaciente con Einar.

–Todos sabemos que Santa Claus nos traerá regalos estanoche –continuó ella haciendo caso omiso de las interpelacio-nes de los chicos–. Y sabemos también que Santa Claus es unhombre anciano con pelo y barba blancos que viaja por el cieloen su trineo.

Poco a poco empezaban a entender dónde quería ir a parar yvarios se levantaron con ojos rutilantes.

–Y hoy, sólo un par de horas antes de que Santa Claus llegaraa Ciudad Herrería, apareció un extranjero. Le ocurrió una desgra-cia, uno de sus caballos se rompió una pata, y por eso se vio en lanecesidad de llegar antes de tiempo. Es tan claro como el hielo: ¡elextranjero es Santa Claus y no otra persona!

De golpe todos saltaron y bailaron. De pura excitación se olvi-daron de guardar silencio. Gritaban y hablaban interrumpiéndoseunos a otros y a Ida- Ana le llevó tiempo recuperar el orden.

–¡De uno en uno! –gritaba–. ¡De uno en uno!–Pero ¿si el extranjero es Santa Claus, por qué dice que se

llama Odín? –objetó Einar.–¡Porque es su nombre secreto, tontorrón!–Pero Santa Claus lleva renos y el extranjero sólo lleva caballos

–interpuso Lauge.–Eso es solamente lo que nos han dicho los adultos para que

no le pudiéramos reconocer cuando llegara –replicó Ida-Ana deinmediato–. Y eso demuestra que bajo ningún pretexto se puedeconfiar en los adultos.

–Pero ¿dónde están los regalos? –preguntó el pequeño Pallemuy preocupado.

–Es muy sencillo –dijo Ida-Ana–. Santa Claus iba de caminoal Continente para recoger los regalos cuando se extravió debido almal tiempo y su caballo se rompió una pata. Eso es lo que pasó.

Hubo un momento de silencio, y seguidamente se levantóEinar.

–No concuerda, porque en el armario de mi padre ya he visto eltambor que me van a traer de regalo de Navidad –dijo triunfante.

Eso no lo tenía previsto Ida-Ana. Pero enseguida encontró unaexplicación.

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–Eso es porque ese tambor es un regalo de tus padres y no deSanta Claus. –Y se rió–. Santa Claus no viene cada año. Realmenteél no ha estado nunca antes en Ciudad Herrería ni tampoco enCiudad Correos, de la que no hay que olvidarse. Eso es porque estremendamente difícil encontrar el camino. Me lo contó él mismocuando hablé con él.

Ida-Ana miró a su alrededor segura de salir vencedora.Algunos niños asintieron con la cabeza. Y cuando les habló

de la ausencia de huellas de esquíes y de herraduras en lanieve ya no tuvieron dudas: ¡Santa Claus había llegado a Ciu-dad Herrería!

–Pero –continuó Ida-Ana– el caballo de Santa Claus no podrádar ni un paso en mucho tiempo, y el mismo Santa Claus ha dichoque él no va a ninguna parte sin su caballo. Entonces, si no encon-tramos la manera de que se restablezca, no tendremos nuestrosregalos de Navidad. Y no sólo este año, sino el próximo y el añodespués y el siguiente. Y, en el peor de los casos, si el caballo essacrificado como dijo el Herrero, ¡no habrá más Navidades!

–¡Oh, no! –gritaron los niños asustados.–Podéis daros cuenta vosotros mismos –dijo Ida-Ana con una

pizca de superioridad–. ¡Tenemos que hacer lo imposible para ayu-dar a Santa Claus y, por lo tanto, para ayudar a su caballo!

–Sí, sí –la apoyaron los niños a modo de eco–. ¡Queremos hacertodo lo posible! ¡Tenemos que ayudar a Santa Claus!

–Pero ¿qué podemos hacer? No sabemos nada ni de caballos nide patas rotas. Y tú misma has oído lo que dijo el Herrero –protestóEinar.

–Por una vez tienes razón, Einar –dijo Ida-Ana casi amigable-mente–. Pero mientras yo pienso en qué vamos a hacer, al menoshay que vigilar el caballo de Santa Claus, no sea que el herreroquiera sacrificarlo.

–Hagamos guardias en el establo por turnos –propuso Bodil.–Sí, y si viene alguien, damos aviso tocando la flauta de Lauge

–añadió Ingolf.Los niños idearon un plan que consistía en no perder de vista

el establo ni de día ni de noche y seguirse reuniendo allí despuésde recoger las ovejas. Troels haría la primera guardia, porque supadre trabajaba en correos de Ciudad Correos y llegaba tarde a

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casa. Por ello en ella la cena de Navidad se celebraría más tardeque en las demás de Ciudad Herrería. Una vez ultimados losdetalles todavía no pudieron abandonar el tétrico granero. Antesde que Ida-Ana les dejara marchar tuvieron que pronunciar otravez el juramento por el alma de la tatarabuela de la AncianaMadre Rikke-Marie.

–¡Nunca, nunca jamás diré una palabra de eso a nadie. Nunca,nunca jamás, o seré engullido por la serpiente!

Un olor cálido, mezcla de comida y fuerte cerveza navideña, des-conocido para Odín, le despertó. Madre Marie estaba en la puerta;había llegado la hora de que el extranjero del Continente se arre-glara para poder servir la cena de Navidad. Madre Marie le indicóuna pequeña habitación en la primera sala, amueblada con unacama estrecha, una silla y un armario. Una chimenea en laesquina chisporroteaba acogedoramente y sobre la mesa se habíadispuesto una tina con agua y jabón para el huésped.

–La cena estará lista en un momento; entonces, por favor, noolvide acudir tan pronto como haya usted terminado –dijo MadreMarie y abandonó la estancia.

Cuando pocos minutos después Odín entró en el salón yahabían llegado los demás invitados. Madre Marie se los presentó.Se trataba del Herrero y el Tío Eskild, a los que Odín ya conocía,Ida-Ana e Ingolf naturalmente, la Tía Maren, que era la hermanade Madre Marie además de la mujer del Tío Eskild, y la AncianaMadre Rikke-Marie, la persona más mayor de Ciudad Herrería ymadre del Herrero. La mujer del Herrero se sentó a su lado, peropequeñita como era y sin pronunciar palabra, pasó inadvertidacomo de costumbre. Odín saludó con una reverencia sintiéndosemuy honrado de poder entablar amistad con cada uno de los pre-sentes.

Entonces Madre Marie les pidió que se sentaran a la mesa y,después de que el Herrero hubo cortado el ave de corral y ellapasado el aliño para que diera la vuelta a la mesa, comieron ensilencio. Odín tenía buen apetito, devoraba la comida y, entre

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bocado y bocado, se aclaraba la boca con cerveza navideña comoera la costumbre. Estaba tan ocupado con la tarea que ni notabalas miradas furtivas de los demás invitados. Lo que no sabía esque mientras él dormía y los niños escuchaban a Ida-Ana en elgranero del Tío José, los adultos habían acudido a la herreríapara determinar cómo debían actuar ante la imprevista visita delextranjero del Continente. Después de largas discusiones, porno nombrar algún que otro caldeamiento, se pusieron deacuerdo en que el más alto signo de amistad y hospitalidad seríatratarle como si fuera uno más entre ellos. El Herrero habíainsistido en que nadie debía mostrar la más mínima sorpresasobre lo que hiciera o dijera, porque eso le haría sentirse extran-jero; naturalmente, además de descubrir el desconocimiento quelos aldeanos tenían del mundo.

Odín estuvo comiendo durante un tiempo dilatado, y puestoque a los habitantes de Ciudad Herrería les parecía de poca consi-deración interrumpir a una persona en mitad de la comida, elHerrero tuvo que refrenar su impaciencia. Cuando al fin no que-daba nada en la mesa y delante del plato de Odín había sólo unapila de huesos pelados, el extranjero del Continente se secó lasmanos y se recostó hacia atrás en la silla. La conversación podíaempezar.

–Ejem, ejem –carraspeó el Herrero, e intentó poner sus ideasen orden mientras hacía una pausa para encender la pipa–.Ejem, ejem. Sin ánimo de ser descortés, señor Odín, de ningunamanera, pero no puedo dejar de hacer especulaciones sobre quéquiere usted hacer con el caballo; ejem, ejem, con su pata rota yeso.

El Herrero señaló con la cabeza en dirección al establo deMadre Marie.

–Me encuentro en el más lamentable de los aprietos –dijo Odínrevolviéndose la larga barba blanca–. En verdad, en el más lamen-table de los aprietos.

Valoró la situación durante un momento.–¿Creí entender que aquí no hay nadie apto para poder unir

huesos de caballo?–No –dijo el Herrero–. Sin ánimo de ser descortés, pero me temo

que ni en Ciudad Herrería, ni en Ciudad Correos, ni en lugar alguno

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entre las dos, exista nadie que pueda restablecer la pata de uncaballo una vez rota.

Siempre es mejor decir la verdad, pero era Nochebuena y elHerrero no quería desanimar a un huésped en una noche comoesa. A saber las costumbres que tendrían la gente y sus caballosen el Continente. Después de una pausa corta le dio unas palma-ditas de consuelo en la espalda y añadió:

–Sin ánimo de ser descortés, pero haría usted mejor en volveral Continente en busca de alguien que pudiera hacer ese trabajo.

–¿El Continente?–Sí, de donde usted procede.–Ah, ah, sí, el Cielo.Odín gesticulaba terriblemente para esconder lo que acababa

de descubrir: en la lluvia de meteoros, en realidad, no sólo habíaperdido la orientación, sino toda idea precisa sobre la situación desu hogar.

–Naturalmente, el Cielo.El Herrero asintió fervientemente. «El Cielo, naturalmente.» Se

rió en alto de su propia cortedad. El Cielo era seguramente unaimportante ciudad del Continente.

–¿Y usted anda con prisa, según he entendido? –le preguntó,más que nada para mantener la conversación mientras intentabaencontrar algo mejor que decir.

–Iba de camino a entregar malas nuevas.Ahora, por primera vez, se percataba de que había olvidado a

quién, qué nuevas y si eran tan malas, y se rascó la barba conpreocupación.

Ah, un cartero, pensó el Herrero, y entendió en toda su dimen-sión el accidente del extranjero. Tanto el cartero de Ciudad Herre-ría como el de Ciudad Correos, de la que no había que olvidarse,eran absolutamente necesarios tanto en los días de diario como enfiestas u otros momentos del año.

El Herrero se apresuró a convencer a Odín de que se haría todolo posible para ayudarle. Sí, puntualmente al día siguiente convoca-ría a todos los habitantes tanto de Ciudad Herrería como de CiudadCorreos, de los que no había que olvidarse, y les pediría entregarse encuerpo y alma para encontrar una manera de que el señor Odín, lomás pronto posible y sin más dilación, pudiera volver al Continente.

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El resto de la velada transcurrió como otras Nochebuenas encasa de Madre Marie. Todos, con excepción de la Anciana MadreRikke-Marie, cantaron canciones de Navidad, y a los niños se lespermitió comer los dulces y golosinas escondidas debajo de lamesa. La pipa del Herrero soltaba humo, mientras Madre Marieleía en voz alta el bello relato de la Biblia sobre el día en que nacióel Hijo de Dios. Y al final de todo se repartieron los regalos, unopara cada uno. Puesto que habría sido bastante descortés no tenerun regalo para el extranjero del Continente, Madre Marie habíapedido al Herrero que trajera consigo una herradura.

–Esta herradura le traerá toda la suerte que usted necesita –ledijo y se la entregó.

–Sí, en realidad no hay contratiempo que con un poco de suerteno se pueda remediar –respondió Odín y cálidamente le dio las gra-cias mientras se entretenía haciendo rodar la herradura en su mano.

Era una herradura poco habitual, tallada en madera y con unaarista de pedernal clavada en la cara inferior. Odín se la puso en elbolsillo que tocaba al pecho, excusándose seguidamente de notener regalos para sus anfitriones. «Pero tan pronto como la patade Rigmarole esté en buen estado, os traeré exactamente lo quemás deseéis.»

Ida-Ana guiñó el ojo a Santa Claus para darle a entender quecomprendía en qué apuro se encontraba y que no se sentiría resen-tida por el retraso.

Se había hecho tarde, la velada tocaba a su fin y se levantarontodos. La Anciana Madre Rikke-Marie, que se sentía contentísimade encontrarse con una persona tan mayor como ella, había estadoobservando a Odín toda la noche sin decir palabra. Pero ahora,después de muchas jarras de cerveza navideña y de que los demás,visiblemente, hubieran dicho todo lo que tenían que decir, le pusola mano en el brazo y le preguntó en un chirriante susurro sialguna vez se había topado con un hombre rubio cobrizo llamadoRichard. Él, Richard el Rubio Cobrizo, era su propio padre –peroesa era una historia demasiado larga e íntima para ser contada enNochebuena– que había abandonado la isla hacía muchos años,antes de que ella viniera al mundo, y nunca había vuelto.

–No, no, lamentablemente. No lo creo –respondió Odín des-pacio, retorciéndose la barba, ante la inquietante evidencia de

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que ya no podía recordar con quién se había cruzado o delo que se había enterado antes de llegar a Ciudad Herrería esatarde.

Una sombra cayó sobre el rostro de la Anciana Madre Rikke-Marie y entonces Odín dejó de pensar en su propia situación y con-tinuó amablemente:

–En adelante me complacerá, realmente, intentar su búsquedapor donde quiera que vaya.

–Si no tuviera el cuerpo tan viejo y rígido, iría yo personalmentecon usted –dijo la anciana mujer, y sonrió dejando a la vista suboca desdentada, como si, a pesar de todo, no estuviera del tododescontenta con el estado del mismo.

–Cuando la pata de Rigmarole sane, iremos juntos en busca desu familia –le prometió Odín, y le estrechó la mano dándole lasbuenas noches.

A la mañana siguiente, puntualmente como había prometido,el Herrero convocó a reunión, en la herrería, a todos los habi-tantes de Ciudad Herrería y de Ciudad Correos, a los que nohabía que dejar de lado. La sala era grande, pero normalmentealbergaba varios caballos y coches de caballos, por lo cual esamañana se estaba bastante apretado allí. Todos y cada unotenían su opinión respecto al extranjero del Continente. Elespectáculo era ensordecedor. Pero, tan pronto como el Herrerose personó, se hizo el silencio.

–Ejem, ejem. –El Herrero se instaló cómodamente con las pier-nas ligeramente espatarradas–. Ejem, ejem. –Se apartó la pipa dela boca–. Bien, bien. Sí, sin ánimos de ser descortés, pero mejorempiezo por el principio.

Odín había entrado en la herrería tras el Herrero y estaba justoal lado de un montón de piedras grises y una pila de trozos redon-deados de madera. De la pared colgaban algunas herraduras demadera con la arista de pedernal, idénticas a la que había recibidode Madre Marie la noche anterior. Fuera de esto, su situación no lepermitía ver otra cosa que la ancha espalda del Herrero.

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–Os he convocado a todos hoy, tanto a los habitantes de CiudadHerrería como a los de Ciudad Correos, a los que no hay que dejarde lado, a mi herrería, porque tenemos una tarea que nos honramás que cualquiera que ninguno de nosotros pudiera pensar reali-zar en el más sagrado de los días de la Navidad. –El Herrero deslizóla mirada sobre su público–. ¡Como todos ya sabéis, ayer llegó unhombre a Ciudad Herrería de procedencia distinta a CiudadCorreos!

Los lugareños empezaron a murmurar y a hablar entre ellos,creándose un barullo total; se empujaban y apretaban unos con-tra otros prodigándose pisotones en el intento de atisbar aunquefuera una parte del pequeño extranjero del Continente escondidotras la espalda del Herrero.

–Este hombre, el señor Odín, sin ánimo de ser descortés...El Herrero se dio la vuelta y con un fogoso y simple movimiento

de sus brazos lo alzó y lo depositó en la mesa de trabajo, de maneraque todos lo pudieran ver. Entonces se hizo el silencio.

–Este hombre ha recorrido un largo camino para entregar unimportantísimo mensaje. Pero fue víctima de una fuerte tormentade nieve y uno de sus caballos se rompió la pata.

Para no olvidar nada sacó un trozo de papel del bolsillo, dondehabía escrito todo lo que quería decir. Había llegado a la parte máscomplicada del discurso.

–En nombre tanto de los habitantes de Ciudad Herrería comode Ciudad Correos, a los que no hay que dejar de lado, he invitadoal señor Odín a permanecer con nosotros todo el tiempo quequiera. Sin embargo, el señor Odín tiene un cometido de natura-leza urgente y, de inmediato y sin más dilación, tiene que partir. Espor eso, y estoy seguro de que todos estaréis de acuerdo conmigo,que es sumamente importante que se trate a su caballo lo máspronto posible.

El Herrero paseó una aguda mirada por el rostro de los aldea-nos como para advertirles que no mentaran, ni mucho menos, quehasta ayer él había afirmado que no había forma alguna de resta-blecer una pata rota de caballo.

–Bien, sin ánimo de ser descortés, pero porque es un hechodesafortunado que nadie desde Ciudad Herrería a Ciudad Correos,ni de camino de vuelta, pueda sanar la pata del caballo del señor

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Odín, no queda otra posibilidad que el señor Odín vaya al Conti-nente en busca del veterinario que pueda realizar semejante tarea.

El Herrero levantó la voz y repitió la palabra extranjera.«¡Veterinario!» Sabía muy bien que ninguno de sus interlocuto-res conocía esta grandiosa palabra. Él mismo la había descu-bierto bien entrada la noche pasada mientras ojeaba un gas-tado diccionario que estaba abandonado en el desván desde lostiempos de la tatarabuela de la Anciana Madre Rikke-Marie.Con esa grandiosa palabra el Herrero esperaba recuperar sufama de hombre con más conocimientos de Ciudad Herrería,tras el accidental despropósito sobre la curación de la pata rotadel caballo de Odín.

–Como todos sabemos muy bien, nadie ha abandonado la isladesde que la Anciana Madre Rikke-Marie era joven. Y hasta el díade ayer no había llegado nadie desde la Batalla entre los Extranje-ros, que tuvo lugar en una época todavía anterior a la juventud dela tatarabuela de la Anciana Madre Rikke-Marie. Y, como todossabemos muy bien, los desfiladeros de rocas impiden tanto zarparcomo atracar en nuestras costas, aunque alguien lo deseara, loque no ha pasado en muchos años en estos confines desde CiudadHerrería a Ciudad Correos, de manera que nadie está en situaciónde contarlo. Por eso, y porque el señor Odín debido a manifiestasrazones no puede beneficiarse de sus buenos caballos, debemosentregarnos en cuerpo y alma a encontrar para él una forma deregresar al Continente.

El Herrero dobló cuidadosamente el papel y se lo metió denuevo en el bolsillo. Reinaba un silencio total en la herrería. Era,como había dicho, todo lo que había que decir: el extranjero debíair al Continente y volver, cosa imposible. Incluso los niños losabían. Pero la forma como él lo había expresado llenaba de admi-ración a los lugareños. Todos sabían que el discurso del Herreroestaba dedicado exclusivamente a la honra del extranjero, parademostrarle la buena voluntad y diligencia que caracterizaban nosólo a los habitantes de Ciudad Herrería, sino en particular, tam-bién, a los de Ciudad Correos, a los que no había que dejar de lado.El discurso había sido tan elocuente que sus palabras habíanhecho mella en el corazón de los lugareños, que se dedicaron aaplaudir y repetir determinados pasajes del mismo.

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–¡Todos tenemos que entregarnos en cuerpo y alma! –gritó elMaestro Panadero.

–¡No puede beneficiarse de sus buenos caballos! –gritó LangeLaust de Ciudad Correos saltando.

–¡Tiene que volver al Continente! –vociferó otro.–¡Se ve obligado a ir en busca del veterinario! –repitió Tío Eskild

para acentuar que sabía exactamente lo que pensaba el Herrero,aunque no tuviera ni la más mínima idea de ello.

–¡Veterinario, veterinario! –sonaba acompasadamente desdetodos los recodos del granero, pensando que la pura fuerza de suspalabras podría producir este milagro cuya naturaleza continuabasiendo poco clara.

Después de un rato, el Herrero levantó la mano y el espectáculose apagó.

–Sin ánimo de ser descortés, pero teniendo en cuenta la acu-ciante premura del caso, cuanto antes encontremos una solución,mejor. Y bajo ningún pretexto ni un minuto más tarde de mañanapor la mañana, para que el señor Odín llegue con certeza al Conti-nente ni un minuto más tarde de mañana por la tarde, y para queesté de vuelta aquí con el veterinario ni un minuto más tarde depasado mañana por la tarde.

El silencio se redobló, como si todos los aldeanos contuvieran larespiración a la vez. Sólo se oía un leve chisporroteo en el horno. No,esta vez el Herrero había ido demasiado lejos, era obvio para todos.No era posible encontrar una solución antes de mañana tempranopor la mañana. Pero también era obvio que el Herrero mismo lo sabíade sobra. Entonces, ¿qué es lo que pretendía? Se miraron unos aotros con la interrogación en el rostro y gradualmente, uno tras otro,lo entendieron. ¿Habría existido alguna vez un Herrero tan fantás-tico como este? Lentamente la sonrisa les ensanchó los rostros. Nopodían de ninguna manera ayudar al extranjero; pero, de momento,que él pensara que ponían todo su empeño en ello, así esperaría con-tento y paciente con el convencimiento de estar entre gente entre-gada y servicial. Y un buen día, cuando se diera cuenta de que nuncapodría volver al Continente, estaría ya tan acostumbrado a vivir enla isla y a los habitantes de Ciudad Herrería que no desearía irse.

–¡Hurra al Herrero! –gritó alguien, y los demás asintieron inme-diatamente–. ¡Hurra! ¡Hurra!

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El Herrero dejó que le vitorearan un par de minutos antes deintervenir otra vez.

–El trabajo nos reclama –dijo.–¡El trabajo nos reclama! ¡El trabajo nos reclama! –se oyó desde

todos los rincones de la herrería, y los lugareños se apresuraron asalir y volver a sus casas para demostrar al extranjero del Conti-nente su buena voluntad y celo.

–¿Cómo les podré agradecer esto alguna vez? –preguntó Odín,todavía en la mesa.

–No tiene importancia, faltaría más –respondió el Herrero ani-mado–. Sin ánimo de ser descortés, pero tanto los habitantes deCiudad Herrería como los de Ciudad Correos, a los que no hayque dejar de lado, siempre harán todo lo posible para ayudar a quealguien cumpla con su trabajo.

Odín sonrió y dijo que a pesar de lo poco que hacía que se cono-cían, era como si ya fueran viejos amigos. A eso el Herrero rió debuena gana, totalmente satisfecho y convencido de que su estrate-gia estaba dando ya sus primeros frutos; no pasaría mucho tiempoantes de que el extranjero del Continente deseara establecerse enCiudad Herrería. Los dos hombres se estrecharon la mano de cora-zón. Entonces el Herrero bajó a Odín de la mesa, y empezó a tra-bajar un trozo de madera con un afilado cuchillo, mientras Odín sedirigía al establo de Madre Marie para ver cómo andaban sus caba-llos. Baltasar triscaba un poco de heno y Rigmarole estaba tran-quila, acostada del lado derecho con su desgraciada pata descan-sando en la paja.

–Mejor que intentemos hacer algo con esta pata para que no tecree complicaciones más graves todavía mientras no encuentre alveterinario –parloteaba Odín mientras miraba a su alrededor enbusca de algo que pudiera servir de puntal.

Ida-Ana, que le había seguido al establo, cogió un viejo palo deescoba y se lo entregó sin comentarios. Estaba de mal humor. Todoslos niños habían escuchado a sus padres cómo elogiaban el magní-fico discurso del Herrero y ya no creían en lo que ella les había con-tado el día anterior en el granero del Tío José. Las guardias se habíananulado; los demás niños habían perdido interés por el extranjero ya todos les parecía mejor jugar con los regalos de Navidad.

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Ida-Ana dedicó sus energías a restregar el pelaje de Balta-sar con un manojo de paja, y lentamente, al compás del cre-ciente brillo del pelo, fue reapareciendo su buen humor. ¿Quéle importaba que se burlaran y no la creyeran? Así tendría aSanta Claus para ella sola. Ida-Ana se fue acercando paulati-namente a Odín, que estaba trabajando con la pata de Rigma-role. Mira, ahora tenía la oportunidad de contar a Santa Clauslo mucho que deseaba que en Navidad le regalaran un caballopara ella sola. Pero primero de todo debía acordarse de jurarque no desvelaría el verdadero nombre de Santa Claus a losadultos. Levantó su mano derecha.

–Nunca, nunca jamás diré una palabra de ello a nadie.Nunca, nunca jamás, o seré engullida por la serpiente –dijo sin-ceramente.

Tenían algunas costumbres divertidas en ese lugar, pensóOdín. Y debido a que deseaba comportarse con corrección y ama-bilidad, así como les había deseado la feliz Navidad a los lugare-ños siguiendo su ejemplo y había cantado las canciones, a pesarde no entender los textos, levantó ahora la mano derecha y repi-tió el juramento por el alma de la tatarabuela de la AncianaMadre Rikke-Marie. Ida-Ana se rió. Mira si no llevaba razón ellatodo el tiempo. Pero justamente cuando se disponía a confesarlesu deseo, apareció su madre en el establo diciendo que el desa-yuno estaba esperando en la mesa.

La misma tarde, el Herrero fue de visita a casa de Madre Marieseguido de la Anciana Madre Rikke-Marie, que había decidido que,de vez en cuando, si el mundo no acude a uno no es tan mala ideaacudir a él.

–Ejem, ejem. –Tosió el Herrero mordiendo la boquilla de supipa–. Ejem, ejem, señor Odín, sin ánimo de ser descortés, pero mehace sumamente feliz anunciarle que todo está a punto para sumarcha. –Y enderezó la espalda para señalar que tenía la situaciónbajo control total–. Si no ocurre nada inesperado, señor Odín,podrá con certeza partir mañana temprano, con los primeros des-tellos del amanecer.

Odín dio las gracias al Herrero y le dijo que estaría eternamenteagradecido a los habitantes de Ciudad Herrería y de Ciudad

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Correos, a los que no había que olvidar. Pensó interrogarle despuéspor las gestiones que se habían hecho, pero dado que él no le expli-caba los detalles, no quiso demostrar falta de tacto preguntandoalgo tan poco sustancial. En todo caso, la Anciana Madre Rikke-Marie tuvo tiempo ahora para contar el resto de su historia y, sinpreámbulo alguno, retomó el hilo donde lo había dejado la nocheanterior.

–Era una fría mañana de septiembre y hacía viento.Todos se volvieron hacia la anciana, a pesar que ella se dirigía,

sin duda, sólo a Odín.–Richard el Rubio Cobrizo fue en busca de mi madre y le dijo

que había llegado la hora. La besó, le juró amor eterno y le prome-tió volver muy pronto. Decía que había encontrado un canalizonavegable entre las altas rocas y quería demostrar que era posiblezarpar por él hacia el Continente y volver. Nadie sabe si alcanzónunca el Continente, pero lo que sí se sabe con seguridad esque nunca volvió. Y solamente después de su partida, mi madrereveló que esperaba a quien un día sería yo.

La anciana señora se recostó en la silla y cayó en un sueño pro-fundo realmente abrumada con su emocionante historia.

Madre Marie se levantó: era hora de acostarse para todos. Eraya noche avanzada y al señor Odín le esperaba un largo viaje al díasiguiente. Guiñó el ojo al Herrero, que aún aseguraba al extranjerodel Continente que podía dormir tranquilo y seguro, sin dudaalguna de que alcanzaría el Continente antes de llegar la noche delsiguiente día.

Entonces ocurrió que durante la noche cayó la peor helada quepueda recordarse en Ciudad Herrería y Ciudad Correos. Habíantenido un diciembre frío, el más frío que había vivido la AncianaMadre Rikke-Marie. Pero nunca antes había hecho tanto frío comoesa segunda noche en la que el extranjero del Continente dormíaen Ciudad Herrería. Cuando Odín se levantó, mucho antes delamanecer, no sólo se había helado el agua de la tinaja de encimade la mesa, sino que la capa de hielo que cubría los postigos de la

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ventana había engrosado tanto que era imposible divisar nadaafuera.

Acudieron todos al desayuno con ropa gruesa de lana, bufanday guantes, a pesar de tener la chimenea al lado. Madre Marie insis-tió en prestarle a Odín una bufanda que había pertenecido a sumarido fallecido; de otra manera no le sería posible mantener elcalor en el cuerpo durante el viaje. Puesto que no sabía cuándoel Herrero pensaba desvelarle que no podría partir ese día, y paramostrar su buena voluntad y celo, le había preparado un colosalatadijo con un bocadillo, insistiendo para que se lo llevara. Ingolfterminó muy rápido su desayuno y salió a jugar afuera, pero Ida-Ana permaneció sentada a la mesa, esperando impaciente que sumadre abandonara el salón. Sólo necesitaba un instante. No le lle-varía más de un minuto confesarle su deseo. Pero, en el precisoinstante en que finalmente su madre fue a la cocina para traermás agua caliente e Ida-Ana adelantó el cuerpo tosiendo leve-mente –tal y como había aprendido del Herrero– llegó Lange Laustde Ciudad Correos atravesando intempestivamente la puerta sinllamar.

–¡El mar se ha helado! ¡El mar se ha helado! ¡El extranjeropodrá partir hacia el Continente hoy! –gritó Lange Laust sinaliento de tanta excitación y de la carrera que se había dadodesde Ciudad Correos.

Lange Laust había perdido su juventud, pero la infancia habíasobrevivido en su cerebro. Sólo después de gritar más de una vein-tena de veces «el mar se ha helado», saltando de puro entusiasmo,se percató de la ausencia del Herrero. Y sólo cuando Madre Mariele ofreció una taza de sopa humeante mientras discretamente lepellizcaba el brazo, se dio cuenta de que no debía habérselo con-tado al extranjero antes de tener la autorización de aquel.

Era demasiado tarde. Después de escuchar las palabras deLange Laust, Odín se levantó a toda prisa de la silla, cogió el ata-dijo con el bocadillo y dio las gracias a Ida-Ana y a su madre porsu hospitalidad. Clareaba y había llegado el momento de ponerseen camino. Con la herradura bien guardada en el bolsillo del pecho,se echó encima su pesado abrigo y salió. Ya había acordado conIda-Ana que ella cuidaría a Baltasar y a Rigmarole en su ausencia,así que sólo le quedaba despedirse de sus caballos.

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De camino al establo se tropezó con el Herrero. Le tomó surobusta mano y se la estrechó cálidamente.

–Miles, miles de gracias –le dijo, e hizo una reverencia–. ¡Quégente tan fantástica son ustedes! ¡Tanto los habitantes de CiudadHerrería como los de Ciudad Correos, a los que no hay que dejarde lado! ¡Nunca podré agradecérselo lo suficiente!

–No tiene importancia, de ninguna manera –respondió elHerrero jovialmente. Él todavía no se había enterado de lo del marhelado, pero le dijo adiós con la mano al extranjero del Continenteque ya iba camino abajo hacia Ciudad Correos y hacia la costa.

Odín caminaba apresuradamente hacia el oeste y llegó a CiudadCorreos en menos de veinte minutos. En todas las puertas habíagente que le saludaba agitando la mano. Él a su vez les devolvía elsaludo y les gritaba «gracias por la ayuda». Eso en todo el trayectoque atravesaba la aldea y que no consistía en más de un puñadode casas, una tienda y en medio una pequeña, pero muy bien cui-dada, oficina de correos. En un par de minutos llegó a la costa, enuno de los extremos de la isla, con el mar enfrente. O, mejor dicho,con el mar detrás de una hilera de rocas colosales que cubríantotalmente el horizonte.

Odín puso un pie y después otro en el agua helada. El hielocrujió y retumbó, pero aguantó. Todavía con precaución dio un parde pasos más; la idea de que el hielo se quebrara y él pudieracaerse a las oscuras aguas no le resultaba nada agradable. Pero elhielo parecía suficientemente seguro y muy pronto apretó el pasosin otra preocupación que la de llegar al Continente lo más prontoposible para poder encontrar el veterinario para Rigmarole.

Al principio, las altas rocas como torres le daban cobijo, perotan pronto como llegó a mar abierto, un fuerte viento le azotó lacara. Se apretó la bufanda de Madre Marie al cuello y se inclinóhacia delante para intentar esquivarlo. Pero su progresión se fuedebilitando significativamente y además tuvo que sentarse variasveces en el hielo para no resbalar hacia atrás debido al ímpetu delas ráfagas. El aire era tan frío que el aliento se le helaba tan prontocomo salía de su boca, y no pasó mucho tiempo antes de que suslabios quedaran tiesos y azulados como las amenazadoras rocasque dejaba atrás. Su pelo y su barba, que estaban cubiertos de

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escarcha desde que había abandonado Ciudad Correos, quedaronconvertidos en auténticos carámbanos de hielo después de pocosminutos de andar por el mar abierto. De vez en cuando el hielo cru-jía y gemía bajo sus pies. Trataba de recuperar la respiración dete-niéndose a menudo; realmente no era un viaje nada confortable,pero no podía ni pensar en volver sin el veterinario.

–El que se arriesga quizá sucumba en el intento. Pero el que nose arriesga ha sucumbido ya –murmuró Odín para sí mismo aca-riciando la herradura en el bolsillo del pecho.

Ya desde que hubo pasado la formación rocosa, pudo divisarvagamente el horizonte de tierra que tanto los habitantes de Ciu-dad Herrería como los de Ciudad Correos, a los que no había quedejar de lado, llamaban Continente, y que él no había previstopisar. Pero en eso se había equivocado totalmente. Hora tras horacaminó sin descanso, se comió su bocadillo y bebió su agua hastaque se convirtió en hielo. No disminuyó el ritmo ni un ápice y, apesar de ello, no parecía alcanzar nunca al horizonte.

Por la tarde empezó a nevar y el frío le caló hasta la médula delos huesos. Casi no podía moverse, y parecía que cada simple pasole exigiera todas las fuerzas que le quedaban. Ya no estabaseguro de poder alcanzar nunca la línea de costa que ahora seescondía detrás de la cortina de nieve. Pero, por fin, mucho des-pués de haber llegado la noche y mucho después de que la nevadase hubiera convertido en tormenta, casi sin darse cuenta, Odínpuso el pie en el Continente.