francisco beltrán llavador

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Francisco Beltrán Llavador (Universitat de València) ¿Por qué ha de hacer frente la pedagogía, hoy, a la lectura de Hannah Arendt? ¿Qué pueden aportar las obras de esta filósofa malgre lui a la reflexión contemporánea en torno al hecho escolar? ¿Se puede esperar que ilumine los pensamientos y la acción de los educadores? Aunque la respuesta a estas preguntas puede encontrarla cada cual a través de su propia lectura de los trabajos arendtianos, me permitiré sugerir unas cuantas claves para guiar esa tarea. Al hacerlo, asumo la responsabilidad de seleccionar algunos aspectos que pueden resultar, al menos en apariencia, más próximos a las circunstancias generales en las que se desenvuelve la tarea educativa institucional en el presente. En tal sentido, y para no rehuir desde el principio la polémica, parto de reivindicar una dimensión política para la tarea educativa, algo que me parece necesario en tiempos de eclipse de lo público a la vez que lo considero suficientemente digno como para reclamar su atención durante unos minutos. Tómese, pues, como punto de partida de esta breve reflexión la pregunta que a propósito de la obra de Arendt se formuló, hace casi una década, Fina Birulés: “¿Cómo pensar un espacio político en el que tenga cabida la pregunta “¿quién eres?” a todo/a recién llegado/a?” Desde mi punto de vista, Dewey, a quien he parafraseado hace un momento, constituye un contrapunto apropiado para revisar las reflexiones de Arendt en torno al hecho educativo, aunque sólo fuera porque resultó indirectamente aludido por ella en su texto sobre la crisis de la educación. En cierto modo, se trataría de contraponer el pensamiento de la infancia y lo escolar en Dewey y Arendt, teniendo en cuenta las diferentes posiciones de ambos en relación a sus concepciones de la dimensión público-política de la vida, pues la sospecha que se instala tras la lectura del alguno de los textos de Arendt es que los supuestos en los que, según ella, se basa la crisis de la educación desconocen las posiciones de Dewey y forman parte de los lugares comunes que acerca de las mismas se difundieron y pusieron en práctica desde el fin de la segunda gran guerra. Para ello se me excusará que comience por resumir los principales argumentos del texto más directo donde Arendt expone sus argumentos sobre la educación: el conocido artículo “La crisis en la educación”, publicado junto a otros en un volumen bajo el título “Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política” (todas las citas literales de Arendt se ofrecerán en cursiva; pero, en las correspondientes a este texto en particular, se han omitido las referencias de paginación para hacer más fluída la lectura). I La crisis contemporánea en la educación es, según la autora, un aspecto más de la crisis generalizada del mundo moderno y se caracteriza por “un declive de las normas elementales a través de todo el sistema escolar” y en la invalidez de las respuestas habituales . Si un signo de la crisis es la desaparición del sentido común y, en consecuencia, la destrucción de una parte del mundo, el factor principal de la misma es la extensión del principio de igualdad política al seno de las instituciones escolares; un intento, pues, de borrar las diferencias, que se cumple a costa de la autoridad del profesor como también a costa de los estudiantes más dotados.

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Sobre Hannah Arendt - Universidad de Valencia

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Francisco Beltrán Llavador

(Universitat de València)

¿Por qué ha de hacer frente la pedagogía, hoy, a la lectura de Hannah Arendt? ¿Qué pueden aportar las obras de esta filósofa malgre lui a la reflexión contemporánea en torno al hecho escolar? ¿Se puede esperar que ilumine los pensamientos y la acción de los educadores? Aunque la respuesta a estas preguntas puede encontrarla cada cual a través de su propia lectura de los trabajos arendtianos, me permitiré sugerir unas cuantas claves para guiar esa tarea. Al hacerlo, asumo la responsabilidad de seleccionar algunos aspectos que pueden resultar, al menos en apariencia, más próximos a las circunstancias generales en las que se desenvuelve la tarea educativa institucional en el presente. En tal sentido, y para no rehuir desde el principio la polémica, parto de reivindicar una dimensión política para la tarea educativa, algo que me parece necesario en tiempos de eclipse de lo público a la vez que lo considero suficientemente digno como para reclamar su atención durante unos minutos. Tómese, pues, como punto de partida de esta breve reflexión la pregunta que a propósito de la obra de Arendt se formuló, hace casi una década, Fina Birulés: “¿Cómo pensar un espacio político en el que tenga cabida la pregunta “¿quién eres?” a todo/a recién llegado/a?” Desde mi punto de vista, Dewey, a quien he parafraseado hace un momento, constituye un contrapunto apropiado para revisar las reflexiones de Arendt en torno al hecho educativo, aunque sólo fuera porque resultó indirectamente aludido por ella en su texto sobre la crisis de la educación. En cierto modo, se trataría de contraponer el pensamiento de la infancia y lo escolar en Dewey y Arendt, teniendo en cuenta las diferentes posiciones de ambos en relación a sus concepciones de la dimensión público-política de la vida, pues la sospecha que se instala tras la lectura del alguno de los textos de Arendt es que los supuestos en los que, según ella, se basa la crisis de la educación desconocen las posiciones de Dewey y forman parte de los lugares comunes que acerca de las mismas se difundieron y pusieron en práctica desde el fin de la segunda gran guerra. Para ello se me excusará que comience por resumir los principales argumentos del texto más directo donde Arendt expone sus argumentos sobre la educación: el conocido artículo “La crisis en la educación”, publicado junto a otros en un volumen bajo el título “Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política” (todas las citas literales de Arendt se ofrecerán en cursiva; pero, en las correspondientes a este texto en particular, se han omitido las referencias de paginación para hacer más fluída la lectura).

I

La crisis contemporánea en la educación es, según la autora, un aspecto más de la crisis generalizada del mundo moderno y se caracteriza por “un declive de las normas elementales a través de todo el sistema escolar” y en la invalidez de las respuestas habituales. Si un signo de la crisis es la desaparición del sentido común y, en consecuencia, la destrucción de una parte del mundo, el factor principal de la misma es la extensión del principio de igualdad política al seno de las instituciones escolares; un intento, pues, de borrar las diferencias, que se cumple a costa de la autoridad del profesor como también a costa de los estudiantes más dotados.

El núcleo de las posiciones arendtianas relativas a la relación entre educación y política es que “la educación no debe tener un papel en la política, porque en la política siempre tratamos con personas que ya están educadas” y estas personas no pueden fundar un orden político nuevo. Si ha llegado a extenderse el pensamiento contrario a éste es porque, a partir de Rousseau, la educación se convierte en instrumento de la política y la actividad política en una forma de educación.

Los tres supuestos básicos que permiten explicar lo que precipitó la crisis son:

A) La creencia según la cual el mundo infantil es autónomo, por lo cual su gobierno corresponde a los propios niños. Esto lleva a que se rompan las relaciones reales entre niños y adultos, surgidas de su coexistencia; como consecuencia, el niño queda liberado de la autoridad de los adultos pero queda a merced de la autoridad tiránica de la mayoría.

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B) La construcción de la pedagogía como ciencia, bajo la influencia de la psicología moderna y de los “dogmas del pragmatismo”; la liberación respecto a la materia, sin embargo, agota la fuente de legitimidad del profesor.

C) La teoría moderna sobre la enseñanza (basada en el pragmatismo) según la cual sólo se puede saber y comprender lo que uno mismo ha hecho (sustitución del aprender por el hacer); el empeño en borrar la distinción entre juego y trabajo a favor del primero conducirá a una infantilización prolongada.

Una condición para reformar esa situación es “determinar qué podemos aprender de esa crisis en cuanto a la esencia de la educación”. La respuesta de Arendt al respecto es bien conocida: “La esencia de la educación es la natalidad, el hecho de que en el mundo hayan nacido seres humanos”. Estos seres humanos “nuevos” se han de integrar en la comunidad de los adultos, algo que, a juicio de Arendt, ha sido malinterpretado por la institución escolar. “El niño, el sujeto de la educación, tiene para el educador un doble aspecto: es nuevo en un mundo que le es extraño y está en proceso de transformación, es un nuevo ser humano y se está convirtiendo en un ser humano”. Esto corrresponde a su relación con el mundo y a su relación con la vida; por eso la educación no es sólo una función vital, porque los seres humanos no sólo traen a sus hijos a la vida sino que los introducen en el mundo. Al asumir la responsabilidad de la vida lo hacen también de la perpetuación del mundo; pero estas responsabilidades pueden ser entrar en conflicto porque tanto el recién llegado como el mundo se protejen uno del otro. De ahí la protección de la familia y la vida privada: “en el mundo público cuenta el trabajo, pero allí no interesa la vida por la vida”.

Contrariamente a esto, “La educación moderna, en la medida en que aspira a establecer un mundo de niños, destruye las condiciones necesarias para el desarrollo y el crecimiento vitales”. La razón de este estado de cosas “Hay que buscarla en los criterios y prejuicios acerca de la naturaleza de la vida privada y del mundo público y de la interrelación de ambos” características de la edad moderna que se aceptaron como supuestos evidentes cuando la propia educación empezó a modernizarse. La sociedad moderna, al considerar la vida el bien supremo, expone todas las actividades relacionadas con ésta a la luz del mundo público. Mientras en los adultos (trabajadores, mujeres) ello significó el reconocimiento de sus derechos en el mundo público, para los niños fue una traición porque en esa etapa la vida supera a la personalidad. Cuando la esfera social borra los límites entre lo público y lo privado las cosas se ponen difíciles para los niños, quienes necesitan un espacio recogido, protegido, oculto, para su maduración. Dado que “el niño entra en el mundo cuando empieza a ir a la escuela”, cuando ésta se hace cómplice de esa traición a la infancia fracasa en su misión y ese fracaso se convierte en un problema que requiere ser abordado con urgencia. Porque, señala Arendt, “la escuela no es el mundo ni debe pretender serlo; es la institución que interponemos entre el campo privado del hogar y el mundo para que sea posible transitar de la una al otro. En relación con el niño, la escuela viene a representar al mundo en cierto sentido, aunque no sea de verdad el mundo”. “Como el niño no está familiarizado aún con el mundo, hay que introducirlo gradualmente en él; como es nuevo, hay que poner atención para que este ser nuevo llegue a fructificar en el mundo tal como el mundo es.”

“Los educadores representan para el joven un mundo cuya responsabilidad asumen, aunque ellos no son los que lo hicieron y aunque (...) preferirían que ese mundo fuera distinto”. “En la educación, esta responsabilidad con respecto al mundo adopta la forma de autoridad” la cual “descansa en el hecho de que asume la responsabilidad con respecto a ese mundo”. Pero hoy en día la autoridad no tiene ningún papel en la vida pública ni en la política, lo que quiere decir que “la gente no quiere que cualquiera reclame o reciba la responsabilidad de ocuparse de todo”. Eliminar la autoridad implica la exigencia a cada uno de una responsabilidad idéntica respecto del curso del mundo; pero también puede significar el repudio a las exigencias de que haya un orden en el mundo. En educación no caben tales ambigüedades porque supondría negarse a asumir la responsabilidad del mundo al que han traído a sus hijos. Esta pérdida se corresponde con otra pérdida semejante en el mundo privado, donde el desencanto se expresa en la negativa a asumir responsabilidad frente a sus hijos.

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Dejemos, por ahora, la última palabra a Hannah Arendt: “Quiero evitar malentendidos: me parece que el conservadurismo, en el sentido de la conservación, es la esencia de la actividad educativa”, aunque “esto vale sólo en el campo de la educación, o más bien de las relaciones entre personas formadas y niños, y no en el ámbito de la política, en el que actuamos entre adultos e iguales y con ellos” “Para preservar al mundo del carácter mortal de sus creadores y habitantes hay que volver a ponerlo, una y otra vez, en el punto justo”: ese el papel de la educación, que tiene que preservar cada elemento nuevo e introducirlo en un mundo viejo. “Para el educador es muy difícil sobrellevar ese aspecto porque su tarea consiste en mediar entre lo viejo y lo nuevo”.

En defintiva, y según Arendt, “El problema de la educación en el mundo moderno se centra en el hecho de que, por su porpia naturaleza, no puede renunciar a la autoridad ni a la tradición, y aun así debe desarrollarse en un mundo que ya no se estructura gracias a la autoridad ni se mantiene unido gracias a la tradición”. De lo que la autora deduce: “Debemos separar de una manera concluyente la esfera de la educación de otros campos, sobre todo, del ámbito público, político” (“para aplicar sólo a ella un concepto de autoridad y una actitud hacia el pasado que son adecuadas en ese campo, pero no tienen una validez general y no deben reivindicar una validez general en el mundo de los adultos”).

II

Hasta aquí la síntesis de la crisis de la educación. Probablemente lo que más sorprenda de este artículo es el modo en que Arendt lo concluyó señalando que “el objetivo de la escuela ha de ser enseñar a los niños cómo es el mundo y no instruirlos en el arte de vivir”. Esta afirmación y algunas aseveraciones anteriores que Arendt eleva a categoría general se derivan de un diagnóstico del sistema educativo americano y sus efectos formulado a partir más de las opiniones que se expresaban en los medios de comunicación masivos que por un cuidadoso análisis de supuestos teóricos fundamentantes. Por otra parte, la argumentación de su crítica parece descuidar los diferentes resultados que se derivan de utilizar desigualmente la doble acepción de público como mundo común y como esfera luminosa e iluminada, donde “todo lo que aparece en público puede verlo y oirlo todo el mundo y tiene la más amplia publicidad posible”. El primer significado se encuentra próximo a Dewey y su idea de comunidad, si bien éste, como veremos, extrae conclusiones diferentes. El segundo, visibilidad o publicidad, resulta más afín a Bobbio, aunque en este caso se definiría por una oposición a privado que no se encuentra en Arendt quien, por el contrario, se empeña en mostrar la interrelación entre los dos ámbitos (como señala Benhabib).

Pero el aspecto principal que a mi juicio merece ser discutido es la tajante separación que Arendt propone entre educación y política o, de manera más precisa, entre la esfera de la educación y la esfera público-política. La cuestión no es tanto aplicar a la esfera de la educación conceptos de autoridad o actitudes hacia el pasado que le sean específicos, cuanto determinar en qué radica su especificidad respecto al mundo adulto. La respuesta de Arendt es proponer una radical separación entre ambas esferas, aplicando un criterio cuya validez se funda en una equiparación de hecho entre la topología social y la cronología de los individuos. Como el Walzer de “Las esferas de la justicia” matiza: “Las escuelas llenan un espacio intermedio entre la familia y la sociedad, y también un tiempo intermedio entre la infancia y la edad adulta. Se trata sin duda de un espacio y un tiempo para la capacitación y la preparación, el ensayo, las ceremonias de iniciación, para los “comienzos” y cosas semejantes; pero ambos constituyen también un aquí y un ahora que posee importancia propia. La educación distribuye a las personas no sólo su futuro sino también su presente” (p. 209).

La perspectiva de casi medio siglo permite avanzar que las críticas de Arendt a la educación del momento y lugar en que las escribió (años cincuenta en los Estados Unidos) no son tanto a las tesis deweyanas o, por extensión, pragmatistas, como a las políticas y prácticas, esto es, a la aplicación que se hizo de las mismas por parte de políticos, administradores y aun profesorado. De hecho, una cuidadosa lectura de otros textos capitales de Arendt, confrontados con los de Dewey, muestra similitudes que incluso para la autora resultarían asombrosas. Pero existen también diferencias que pueden descubrirse, sobre todo, entre sus posiciones respecto a la relación entre lo social y lo político. El diagnóstico de Arendt

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relativo a la subsunción de lo político a lo social coincide con el de Dewey, así como con Flores d’Arcais: “El monopolio de la comunicación, consecuencia de la absorción de la esfera pública dentro de la lógica de lo privado, funciona como eclipse de la política y las libertades.” (1996: 24). Pero Arendt hace una valoración negativa de la esfera social, que no sería pública ni privada, cuya emergencia vincula al proceso de modernización capitalista y que se enfrenta así a la esfera política; por el contrario Dewey, si bien diferencia lo social de lo público (político), no los contrapone.

Es posible apreciar en los usos arendtianos del concepto de público una especie de nostalgia de las definiciones históricas, lo que reclama la conveniencia de revisar, actualizar o reconstruir el concepto de lo público en el presente interrogándonos sobre el papel que en ese reparto corresponde a la escuela. En trazos muy breves cabe recordar que el término tiene actualmente que ver más que con el mundo griego con su refundación romana, donde se expresa por primera vez la oposición público/privado y, además, se le otorga sanción legal (Cabo de la Vega, 1997). La transformación moderna, estudiada con todo detalle por Habermas, dota al concepto de público de un significado dual. A partir de entonces se referirá a lo social, relativo a las actividades de superviviencia, el trabajo, el mercado, procedentes de la esfera privada, y a lo que se atribuye interés general; por otro lado se refiere también a lo político, relativo a la organización de lo colectivo, sus libertades y los poderes que lo representan. En definitiva, en su acepción contemporánea: “a) lo público es un modo de relación entre el individuo y el conjunto del que forma parte, que hace referencia a una organización visible de lo común (...); b) los límites entre lo público y lo privado son siempre imprecisos; c) existe una pluralidad de públicos y de espacios públicos; d) los distintos públicos pueden tener lógicas de funcionamiento distintas” (Beltrán, 2001: 194).

La relación, que no oposición, entre público/privado, la diferenciación entre lo social y lo político y la especificidad de la esfera de la educación respecto al mundo adulto, pueden permitir interpretar mejor las críticas de Arendt a la acción y el pensamiento pedagógico contemporáneo. De ellas es sin duda la tercera la que mejor resume la posición de Arendt que desemboca en su propuesta conservadora de separar la esfera de la educación de otros ámbitos, en especial del político y el público. ¿En qué consiste esa especificidad? La respuesta de Arendt apunta a la necesidad de instituciones que busquen desinteresadamente la verdad y la salvaguarden del contraste de opiniones propio del espacio público, tras las cuales podría esconderse esa verdad o quedar destruida. Para ello debe ponerse entre paréntesis el mundo, ese espacio de aparición en el que lo privado (en el sentido de privativo: privado de la presencia de los otros, pero también de la realidad que el reconocimiento de los otros le confiere) sale a la luz, se expone a la luz del público. Porque hay aspectos de la vida del individuo que no pueden ser expuestas a ese “resplandor de lo público” (Hilb) que no sólo nos expone sino que priva a los débiles y los excluidos de toda protección (a este respecto es de interés el estudio de Scott acerca de “los dominados y el arte de la resistencia”). La institución escolar ofrece ese resguardo al tiempo que prepara para el acceso al dominio público.

Nacer es aparecer y el mundo dado es un espacio de aparición. Si aparecer es hacerse visible en un mundo ya preexistente y las escuelas serían lugares desde los que se prepara la aparición. “Lo que aparece, señala Birulés (1995: 7), constituye la realidad política”; pero, añade, las apariencias también ocultan; simulan a la vez que disimulan. Ni el que llega ni los que ya estaban son del todo transparentes a sí mismos ni a los otros. Elegir deliberadamente cómo nos mostramos a través de la acción y la palabra es un proceso que se aprende primero y se cumple luego siempre a lo largo de la vida; es la vida -humana. La aparición tiene que ver con la visibilidad que reclama el espacio público. El mundo es el escenario. ¿Qué añade el neonato al mundo? y ¿de dónde extrae aquello con lo que contribuirá a lo ya construido? ¿Acaso son la educación primero y la política después esferas del mundo que requiere apariciones sucesivas? ¿cuál es, entonces, la relación entre ellas? ¿cuándo se produce, y cómo, la transición entre ambas? ¿clausura cada una a la otra? ¿Cómo separar la palabra y la acción preparatorias para la inserción política en el mundo de aquellas que habrán de hacerse visibles en esa otra esfera?

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La nueva acuñación del concepto de público hace que se tambalee la interpretación de Arendt según la cual el hogar es un espacio privado que protege a los niños frente al mundo (frente al aspecto público del mundo). Porque el mundo, como destaca Benhabib (1996(b): 136), entra en el hogar con los padres. De hecho, existen muchas otras vías, además de una escuela “traidora”, a través de las cuales lo público-político penetra en la vida de niños y jóvenes; o, si acaso preferimos expresarlo en otros términos, la socialización infantil se produce en muchos lugares y a través de medios que saltan todas las barreras que quiera imponerles el mundo adulto, desde la economía, en sus términos más cotidianos, hasta la televisión. Recurriendo una vez más a las reflexiones de Walzer (“El carácter de una institución mediadora puede determinarse sólo con referencia a las fuerzas sociales entre las cuales media”, op. cit.: 227) hay que plantearse la efectividad de las defensas que preserven a los niños frente a las relaciones de desigualdad, abuso u opresión. ¿Qué hay de aquellas escuelas, lamentablemente cada vez más, a la vez que más olvidadas, donde los niños acuden llevando consigo los déficits y problemas producidos por “el mundo”?, un mundo que de antemano ya los ha excluido y al que habrán de incorporarse; pero ¿en calidad de qué?

Una vez más, el mismo argumento que aproxima las posiciones de Arendt y Dewey al tiempo las separa. Porque, en el prefacio a “Hombres en tiempo de oscuridad”, Arendt afirma: “Si la función del reino público es echar luz sobre los sucesos del hombre al proporcionar un espacio de apariencias donde puedan mostrar de palabra y obra, para bien o para mal, quiénes son y qué pueden hacer, entonces la oscuridad ha llegado cuando esta luz se ha extinguido por “lagunas de credibilidad” y un “gobierno invisible”, por un discurso que no revela lo que es sino que lo esconde debajo de un tapete, por medio de exhortaciones (morales y otras) que, bajo el pretexto de sostener viejas verdades, degradan toda verdad a una trivialidad sin sentido.” (p. 10). Lo público no es sólo el mundo de la aparición (lo que se muestra ante los demás) sino también el de la apariencia, que constituye la realidad para cada ser humano en la medida que éste nunca puede estar seguro de la realidad del mundo salvo por el testimonio de los otros. Pero la construcción por parte de cada quien del otro diferenciado exige autonomía; el mundo compartido es, en realidad, un espacio desolado, una tierra yerma que reclama ser progresivamente cultivada como condición para nuestra supervivencia. No es el mundo de los objetos y de lo ya hecho, sino un terreno selvático ganado por la vegetación en cuanto deja de limpiarse y aclararse. Es este el papel de la escuela? ¿porporcionar las herramientas para el desbroce? En cualquier caso, la institución escolar se instala en un dilema: ¿aprender para integrarse al mundo común preexistente y preservarlo o aprender para la contribución personal a la construcción de un mundo común? y este dilema es de naturaleza política.

La ley, respecto a la cual se definirá la autonomía, cumple el propósito de delimitar un espacio (institucional) en el que pueda realizarse la acción política, integrar las novedades en el mundo común, a la vez que preservarlo (Amiel, 2000: 40). Autonomía personal y política sólo pueden pensarse relacionados entre sí. Según recuerda A. Honneth, para Dewey, a diferencia de Arendt (y, después, Habermas), “la idea de que la vida social debe realizarse con anterioridad a la formación de la unidad política sin ninguna asociación previa entre los individuos es (...) completamente irreal, una mera ficción” (p. 17). La gran conquista del principio deweyano reside “en haber propuesto, en lugar de una distinción esencialista entre lo privado y lo público, una diferenciación procedimental: ‘que, en efecto, la frontera entre lo privado y lo público tiene que ser trazada sobre la base del alcance y extensión de aquellas consecuencias del actuar que por razón de su importancia precisan de su control’ ” (p. 25). La esfera pública no es en Dewey, como sí lo es en Arendt, el lugar de un ejercicio comunicativo de libertad sino el medio a través del cual la sociedad intenta de manera experimental solucionar sus propios problemas para la coordinación de la acción social. A la vista del estado de desintegración de las sociedades complejas se requiere una forma de asociación prepolítica, la comunidad, donde cada individuo coopera en la realización de metas comunes al pequeño grupo que, a su vez, cooperará con todos los otros grupos. En este contexto el término “privado” adquiere es sentido de privación de pertenencia a una comunidad. Quien es incapaz de integrarse en una comunidad se convierte en un hombre masa, caracterizado por su sentimiento de inutilidad, su neutralidad política, su ausencia de convicción, desinterés o desprecio (Amiel, 2000: 32).

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Dado que la cooperación comunitaria se construye en una esfera prepolítica, la democracia no puede reducirse a la política; sus presupuestos sociales deben quedar asegurados más allá de ella misma, donde existan tantos aspectos comunes entre los ciudadanos que pueda surgir un interés colectivo, lo que para Dewey tiene lugar en las experiencias derivadas de las necesidades de cooperar en el trabajo.

Para Arendt el trabajo trasciende el mundo de la necesidad a diferencia de la labor que, orientada a mantener viva la especie, aparece y desaparece, “privada” de un mundo estable. Mediante los objetos elaborados por el trabajo se edifica un mundo no natural, construido por encima y a veces en contra de la naturaleza. Es ese mundo humano el que me trasciende; siendo más viejo que yo, hace que quien nazca llegue a un mundo siempre nuevo para él/ella. En este mundo el ser humano puede actuar en calidad de tal mediante una acción que significa influencia sobre el resto de los seres humanos (vita activa, política). “El hecho de que el hombre sea capaz de acción significa que cabe esperarse de él lo inesperado, que es capaz de realizar lo que es infinitamente improbable” (1993: 202) lo que es debido a la entrada en el mundo de lo singularmente nuevo que supone cada nacimiento. Pero, a continuación, para dar pluralidad, reconocimiento al nuevo como nuevo, está el discurso: “Mediante la acción y el discurso, los hombres muestran quiénes son, revelan activamente su única y personal identidad y hacen su aparición en el mundo humano” (1993: 203). La acción cobra su carácter específico al revelarse (mostrarse) el agente en el acto.

El trabajo, regido por la utilidad, crea un mundo público; pero sólo la acción crea un mundo político y es en éste donde, por medio de la palabra, el individuo “aparece”, se muestra, se revela distinguiéndose de los otros. Por la acción y la palabra asumimos nuestra entrada en un mundo creado por nosotros y siempre amenazado de transformación por vía de nuestros actos y palabras. El agente, sin embargo, no es dueño de su apariencia porque su acción se inserta en una red de otras acciones y relaciones humanas. Actuar supone insertar la propia acción en la red tejida con las acciones de los otros. Puede ser que sólo uno comience la acción, pero no es posible llevarla adelante o culminarla sin los otros. Cualquier acción conlleva siempre la posibilidad de desmesura, amenaza al límite, imprevisibilidad (imposibilidad de predecir las consecuencias) y, desde luego, irreversibilidad. Por eso precisamente salir de lo privado y exponerse (mostrarse y arriesgarse) requiere coraje.

A diferencia de Arendt, para quien la acción tiene los atributos de imprevisible e irreversible, Dewey funda la acción inteligente en la previsión de las consecuencias. En Arendt, la incapacidad de predecir es el precio de la libertad; en Dewey, la libertad radica, al contrario, en su capacidad de predecir. El reconocimiento de problemas comunes por parte de un colectivo constituye, según Dewey, el germen de un público; la definición de éste incorpora a los otros desde el momento que son las consecuencias de las acciones sobre ellos las que lo constituyen como tal público. Es la acción de A la que comienza a articular a B como público, poniendo de manifiesto que B tiene intereses legítimos en las acciones emprendidas por A. Mientras para Arendt lo público es un lugar, un espacio que permite a los sujetos actuar y, en consecuencia, constituirse como tales, para Dewey la propia constitución y actualización de los sujetos sociales, genera un campo de acciones que se reconfigura de manera permanente como reacción inteligente a otras acciones de los diferentes grupos sociales. Para Dewey el origen de lo público se encuentra en la vida cotidiana y en las interacciones que emergen de la misma; en cambio, para Arendt es la acción libre (ajena al reino de la necesidad o desprendida del mismo) la que da nacimiento al espacio público. La concepción de Arendt, a diferencia de la de Dewey, exige precondiciones: son los individuos sometidos a necesidad y atados al mundo privado los que, liberándose del trabajo y pasando a la acción libre, dan lugar a lo público. Para Dewey es la servidumbre impuesta por la necesidad, inherente a la vida compartida (porque no se puede concebir al hombre en aislamiento sino como especie), el trabajo y no la acción, la que hace emerger un mundo público.

 “El espacio de aparición cobra existencia siempre que los hombres se agrupan por el discurso y la acción, y por lo tanto precede a toda formal constitución de la esfera pública...” (1993: 222) y lo que lo preserva es el poder (que cabe entender como potencia). Pero, si el espacio de aparición de los seres humanos precede a la esfera pública ¿cómo

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puede ser ésta un producto de la misma humanidad que la necesita como precondición para constituirse como tal? De nuevo se aproximan las posiciones de Arendt y un Dewey, a quien, por cierto, podría objetarse que haga emerger lo público de los intereses privados. Pero, como señala Arendt, es precisamente la interacción con los otros “donde palabra y acto no se han separado” la que genera un poder cuyo ejercicio se resuelve en su constitución como público y en el mantenimiento de la existencia de la esfera pública. Sin interacción no habría mundo humano sino pura presencia de individuos animales. La interacción puede darse también en la labor, si bien es la comunicación lo que la hace pasar a ser trabajo y de aquí, nuevamente a través de mediaciones discursivas, acción. Y no, en un caso ni en otro, porque exista acuerdo o condiciones de inteligibilidad previos, sino precisamente porque en la comunicación se pone de manifiesto la condición agónica (en sentido de Mouffe) de los hablantes. Es en la constitución de pequeñas comunidades que tienen como germen su autoidentificación como “afectados” (públicos) donde emerge la capacidad de interlocución con los otros públicos ya organizados que monopolizan el poder institucionalizado. Por ello la comunicación que hace posibles la discusión, el debate y la formación de acuerdos, es la verdadera condición de posibilidad de la vida pública. La institución de la sociedad, como estableció Castoriadis, es posible por la existencia de signos o símbolos, de significados compartidos –significaciones imaginarias sociales- relativos a la acción y sus resultados. Así pues, no puede haber vida pública sin publicidad, esto es, sin aparición ante los otros. La política pasa a ser, de este modo, el conjunto de aquellos procesos a través de los cuales se organiza un público. Esos procesos puedan ser puestos en marcha por funcionarios delegados por el público para cumplir las funciones que éste les encomiende (por ejemplo, la educación de niños y jóvenes) en instituciones públicas cuya superviviencia tendrá como condición que se expongan al sistemático escrutinio y crítica por parte de los nuevos públicos emergentes. “A quien dice querer ser libre y no tener nada que ver con la institución (o, lo que es lo mismo, con la política) se les debe volver a enviar a la escuela primaria” (Castoriadis, 1993: 86). Pero ¿a qué deben vovler a la escuela primaria? ¿qué ha de hacer con ellos la escuela? ¿qué relación tiene la escuela con el proyecto de libertad de los seres humanos?

III

Señala Manuel Cruz: “Si a los ojos de los jóvenes los adultos en general y los educadores en particular aparecen como representantes del mundo es porque esos jóvenes han sido introducidos precisamente por los adultos en un mundo en cambio continuo” (1995: 24). Repárese, en primer lugar, en que adultos y educadores se muestran frente a los jóvenes como los representantes del mundo en el cual éstos han de aparecer. Hay, pues, una doble aparición: del mundo (representado por los educadores) frente a los jóvenes y de éstos frente al mundo. Doble, sí; pero no consecutiva. No se aparece primero el mundo ante los jóvenes porque éstos son exhibidos frente al mundo y quedan expuestos al mismo desde su nacimiento. El mundo no sólo se muestra a los nuevos a través de los adultos sino que éstos son responsables del mismo ante los que no habiendo pedido su presencia biológica, han de quedar incorporados en la trama de la humanidad. A su vez, cuando sean miembros plenos de este mundo, se harán responsables ante los que vengan. pero para asumir esa responsabilidad se requiere poder, el mismo poder que es necesario para mantener la existencia de la esfera pública, y para cobrar poder se necesita autonomía: “Autonomía, hoy, significa mucho más que la mera capacidad para valernos por nosotros mismos: equivale a sostener que poseemos un cierto poder. Ello es precisamente lo que nos convierte de pleno derecho en responsables.” (Cruz, 1995: 26).

La autonomía, dirá Castoriadis en “El mundo fragmentado”, “es el actuar reflexivo de una razón que se crea en un movimiento sin fin, de una manera a la vez individual y social” (p. 84). De igual modo que “La educación (...) es una dimensión central de toda política de la autonomía” (pág. 90), siendo la política misma un “proyecto de autonomía” (p. 87). La escuela, al igual que el hogar y, por extensión, el resto de instituciones socioeducativas, son propiamente hablando, espacios de aparición y, en consecuencia, lugares de construcción de la esfera público-política. Se trata de lugares en los que se acompaña a los nuevos habitantes del mundo en la progresiva construcción o, si se prefiere, conquista, de su autonomía. La escuela, no siendo espacio público contribuye a fundarlo. Es la institución educativa, aquella que tiene por mandato dotar a los individuos de capacidad instituyente.

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En este sentido es la escuela un espacio de aparición. Lo que en ella aparece, progresivamente, es el individuo autónomo, que se obedece a sí mismo. Como la condición del hombre privado es la heteronomía, la esfera pública, entendida en términos de auténtica democracia participativa, debe salvaguardarse, así como instituirse por vía de instituciones políticas, pues en ella se funda la posibilidad de autonomía. Sin ésta podrá haber individuos, pero no personas, sujetos. No hay sujeto sin formación. el individuo no tiene forma; es un conjunto de pulsiones y preferencias arbitrarias. Lo que da forma al ser humano como sujeto es, precisamente, la sujeción, es decir, sujetarse a una forma en un régimen de vida colectiva.

La política exige sujetos autónomos; si o cuando la actividad queda sujeta a reglas, como en lo técnico-instrumental, en las cuales no caben opiniones, la actividad será heterónoma y en consecuencia, no política. En el mundo tecnificado ni siquiera puede decirse que exista acción sino obra y el obrar está regido por las categoría de medios y fines porque cada objeto no es un fin en sí mismo. Además, la sociedad de consumo transforma las obras, destinadas a durar más que nosotros mismos, en consumibles. Aquello que tenía como función sacarnos de las determinaciones biológicas entra a formar parte de la biología misma. Y este sí que parece el verdadero rostro de la crisis de la educación, porque ¿de dónde la deriva su legitimidad una institución cuyas actividades educativas sólo se orientan a lo profesional y al consumo, pero no a dotar a los individuos de forma política? ¿Dónde puede encontrarse el lugar de la escuela y de los sujetos en un mundo que es sólo producción y consumo? ¿en un mundo en que los individuos ya están con-formados biológicamente y no requieren de un proceso de formación humana? En esta situación, lo único que todavía preserva a la escuela y la justifica es su función instrumental, su pretensión de servir a la inserción en el mecanismo de producción-consumo: aprender un oficio o profesión para ganar dinero que me permita consumir aquello que produzco. Y cuando se divulgue que la escuela no lo hace tan pronto, tan bien, tan barato ni con tan poco esfuerzo personal, etc. como lo hacen otras instancias... estallará la frustración acumulada y el sentimiento de haber sido engañados y la escuela será inmolada. La única vía para evitar ese estallido es comenzar a mostrar que la escuela no trabaja con personas ya conformadas sino con seres biológicos a los que hay que transformar en sujetos sociales. Subsiste la duda de para qué sociedad, si ésta, a su vez, se constituye cada vez más por referencia a las actividades laborales y el mercado y menos a la organización de lo colectivo, constituyente de la política.

El déficit de comunicación que conduce al “eclipse de lo público” deviene de la falta de reconocimiento de lo común. Pero ¿cuál es ese mundo común al que Arendt nos invita a introducir a nuestros niños y jóvenes? ¿No habría primero que reconstruir espacios de “comunalidad” donde se haga posible la capacidad de intralocución para luego poder ser reconocidos como interlocultores? Y, en tal caso, ¿cuál habría de ser el papel de las instituciones educativas de la sociedad? Entre tanto ruido del mundo, ¿dónde encontrar lugares de silencio donde cultivar la atención? Aquí cobra sentido, nuevamente, la apelación de Arendt. No es la preocupación por la eficiencia ni por la adaptación al mundo del trabajo (precario, desigual, injusto y deshumanizado) lo que resolverá los problemas de comunicación ni dará fin al eclipse de lo público. Ni tampoco el orwelliano doble lenguaje utilizado por la clase política, ni la interesada reconstrucción de la historia o la desmemoria. La fábrica del mundo común se encuentra en el conocimiento inteligente del estado de cosas, e inteligente quiere decir aquí, nuevamente en sentido deweyano, definido a partir de las consecuencias previsibles de nuestras acciones. Construir mundos comunes es construir relatos comunes del mundo, narraciones, cuentos donde todos contemos, donde todos seamos protagonistas de la narración y formemos parte del cómputo. ¿Dónde quedan en nuestro relato las voces silenciadas, los cuerpos negados, las historias ocultadas? ¿A quién es, entonces, común el mundo común? ¿a una humanidad que para definirse se atrinchera en la ignorancia del otro? ¿Cómo se puede ayudar a los nuevos a construir el significado de sus propias vidas si el cuerpo de “significaciones imaginarias sociales” (Castoriadis) que son nuestras instituciones es un cuerpo infectado en el que sólo crean significados algunas de sus células que se expanden incontroladamente a costa del resto?

Si entre trabajo, labor y acción sólo exise una diferencia nominal, puesto que están estrechamente interrelacionados, ¿cómo puede plantearse una educación que excluya

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alguna de esas dimensiones? La crítica de Arendt a la educación contemporánea parece ignorar la imprecisión de los límites entre lo público y lo privado sustanciados, quizá, en una concepción esencialista de esas dimensiones. Como dice Benhabib (1996(a): 9) “una de las contribuciones fundamentales de Arendt a la historia de la filosofía del siglo XX es la tesis de que el espacio humano de las apariencias está constituido por la ‘red de relaciones y de historias vividas’”, y esa red se comienza a tejer en la familia y la escuela. Pero si familia y escuela no son independientes de otros aspectos y ámbitos de la sociedad como el mercado ¿podrán preservar a los niños de ese mundo público? No sólo el mercado sino también el resto de relaciones sociales, y sobre todo la lógica que las preside, permean la vida familiar. La desigualdad, incluso los abusos, que se dan en esos ámbitos ¿no exigen, además de algún tipo de defensa privada frente a los mismos, intervenciones públicas que los eviten? En todo caso, ¿habrá de abstenerse la escuela de incorporar argumentos que contribuyan a “tramar” nuevos relatos de los asuntos humanos? Flores d’Arcais recuerda que “... la protección de la democracia exige el compromiso sistemático hacia las instituciones que garanticen la herejía, custodien el disenso, exalten la conciencia crítica individual, en lugar de anularla en una anestesia videocrática.” (p. 30) y Keane: “Tiene que ponerse de relieve que la teoría y la práctica de la desobediencia siguen siendo fundamentales para cualquier defensa de la vida pública” (1992: 292).

Aconseja Guttman: “Que una escuela democrática ideal no sea tan democrática como una sociedad democrática ideal no debe desencantarnos ni de la escolaridad ni de la democracia, ya que las democracias dependen de las escuelas para preparar a los alumnos para la ciudadanía” (2001: 124). Es muy tentador, cito de memoria a Maxine Green, concentrarse en la instrucción más que en la educación, en las habilidades demandadas por los puestos de trabajo más que en la felicidad o en la conciencia de sí y en los otros, manteniendo el acuerdo tácito de la preparación para entrar a formar parte de una comunidad donde prima la competitividad y, donde el norte se sitúa en cómo son las cosas y cómo deben seguir siendo. ¿Dónde encontrar el contrapunto que muestre cómo podrían ser mejores las cosas, que nos enseñe lo que está equivocado o falta en el actual orden? También el Freire de la Pedagogía de la Esperanza cree que la educación democrática supone disponer a las personas ordinarias para que desarrollen su propio lenguaje, un modo de hablar del mundo que se desprende de la lectura que ellas hacen de sus propias realidades sociales y de sus anticipaciones de lo que habría de ser un mejor estado de las cosas (nuevamente, es un registro memorístico y no literal). En eso, precisamente, consiste la asunción de su responsabilidad por parte de los adultos respecto a los “nuevos”. Si la esperanza puede reencontrarse todavía en los pequeños movimientos sociales es porque han sabido reconstruir las relaciones sociales en una dimensión verdaderamente humana (que no es la de los medios, por ejemplo, o la gran economía o la alta política); es en las pequeñas comunidades como la escuela y no en el gran mundo, donde se pueden encontrar y cultivar la tolerancia, la solidaridad, el autocontrol, la amistad, la pertenencia, la aceptación, en fin, de las pequeñas y cotidianas responsabilidades.

En lugar de lamentar, pues, la imprecisión de los límites actuales entre lo público y lo privado, ¿no tendríamos que aprovechar esa situación para reconquistar esos espacios, llámense como se llamen, donde diferentes clases de personas puedan implicarse juntas en tareas colaborativas orientadas a conseguir lo que nos falta o corregir lo que está equivocado en nuestro mundo común? El problema ¿no sigue siendo hoy, como para Arendt, la idealización de lo preestablecido y el optimismo, tan fácil como falso, de la glorificación del actual estado de cosas? Esta es, precisamente la reflexión que puede extraerse para la educación de la obra de Arendt, más allá de las palabras poco informadas que pronunciara en su artículo sobre la crisis. Y en este punto se encuentra y da la mano con Dewey, a quien aludió indirectamente, pues ambos prestaron atención a los problemas derivados de una sociabilidad vacía e impersonal y ambos enfatizaron la necesidad de la acción consciente. No nos han de importar demasiado sus posibles desavenencias sino confrontar sus contribuciones con nuestro presente; aprender de ellos y con ellos a dar nombre a los desatinos contemporáneos.

Valencia, noviembre 2003