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Fragmento
Juego Siniestro
Nelson De Almeida
JUEGO SINIESTRO
Nelson De Almeida
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PRÓLOGO
Las luces titilaban, haciendo que su fulgor llenara los espacios oscuros por minúsculos segundos.
El olor a moho impregnaba cada rincón del solitario corredor. Apoyando su peso contra la pared,
para mantenerse en equilibrio, Clara avanzaba con el terror dibujado en su rostro, mientras que la
sangre le manaba de una profunda cortada que se extendía por toda su pierna.
El sonido de un golpe se escuchó a sus espaldas, bastante lejos de su posición. Las lágrimas
se mezclaban con el sudor y la sangre. La joven tragó en seco y continuó su camino hasta llegar a
un cruce de tres pasillos. Estaba pérdida, sola, y segura de que los otros cinco, que habían
comenzado el terrible juego junto con ella, yacían muertos en algún lugar de aquel laberinto en el
que se encontraba atrapada.
El débil llanto hizo su terrible acto de presencia al recordar como el cazador le arrojaba la
cabeza sin vida de su novio Samuel. No podía apartar aquella aterradora escena: la cabeza entre
sus manos y la mirada sin vida de aquel muchacho que alguna vez la llenó de rosas y chocolates.
Clara decidió probar suerte con el pasillo de la derecha y los gritos salieron como una fuerte
explosión al chocar de bruces con una figura que venía a toda velocidad.
—Soy yo, soy yo —la calmó Rubi entre gritos y gimoteos. Ambas chicas se abrazaron en
un momento de felicidad y alivio, ya que estaban seguras de que no había nadie más con vida. Al
separarse, Rubi rasgó la manga de su suéter de lana blanco, manchado con su sangre y la de un
chico que apenas conocía. Seguidamente, vendó la herida de su amiga lo mejor que pudo—. Eso
será suficiente. Vamos, tenemos que intentar salir de aquí —finalizó, con voz temblorosa.
Ambas chicas prosiguieron su camino, entrando al pasillo que se extendía a la izquierda de
Clara, el del centro.
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Sólo avanzaron unos pocos pasos, cuando la brillante hoja de un hacha rosó el rostro de
ambas chicas y vino a alojarse en la pared. Ambas cayeron al piso, profiriendo fuertes gritos de
terror.
El cazador estaba frente a ellas, vestido con su túnica negra con capucha, manchada con la
sangre de las víctimas; cubriendo su rostro, una máscara negra, sin facción alguna, también
manchada del mismo brebaje.
Sin pensarlo más de una vez, Rubi se puso de pie y comenzó a correr en dirección
contraria. Los gritos de Clara la detuvieron. Se volvió y vislumbró como su amiga se arrastraba
por el piso, llorando y suplicándole su ayuda.
—Por favor —gritaba Clara con mucho desespero—. No me dejes. ¡Rubi!
El miedo había paralizado a la muchacha. Clara seguía arrastrándose con la poca fuerza que
le permitían sus cansados brazos. El cazador recuperó su arma y se dispuso a caminar lentamente
hacia la joven que imploraba por ayuda.
El enmascarado levantó el hacha. Rubi reaccionó y gritó el nombre de su amiga justo
cuando corría hacia ella… Pero era demasiado tarde. Clara chilló al momento en que la afilada
hoja se adentraba en su espalda.
Rubi se detuvo y contempló como el cazador enterraba su peligrosa arma por todo el
cuerpo de la joven: la espalda, los brazos, las piernas y, finalmente, la cabeza. El cazador alzó la
cabeza y observó a Rubi, quien no se movía en lo absoluto. La muchacha no paraba de ver el
cadáver de su amiga; no dejaba de escuchar el asqueroso sonido de la sangre salpicar y del filo
del arma cortar la blanda carne humana. El asesino acarició la ensangrentada melena azabache de
Clara, extrajo el hacha del cráneo y se dispuso a continuar con Rubi.
Rubi, la última presa de la partida, corría con desespero, llorando y pidiéndole perdón a su
amiga por haberla abandonado. Al doblar en una esquina, accedió a un estrecho núcleo de
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escaleras de acero. Las subió hasta llegar al final, donde se topó con una puerta que no dudó en
atravesar.
Finalmente, la aterrorizada joven llegó a una enorme estancia, donde se encontraban cientos
de vehículos de carga pesada. La luz del día se filtraba débilmente por el techo del enorme
galpón, lo que le indicó que estaba a pocos pasos de salir de aquel horrible lugar y ganar el juego.
A toda velocidad, marchó hacia el enorme portón que se localizaba a un extremo de la
extensa estructura. Para su desgracia, estaba cerrado. Un candado le impedía conseguir su
libertad.
—Maldición —escupió entre dientes.
Una embestida la derribó al suelo. Se escuchó el sonido del metal caer. Todo se había
convertido en un torbellino de extremidades. El asesino rodeaba el cuello de Rubi con sus manos
enguantadas sin dejar de aumentar la presión. Él estaba sobre su presa final, disfrutaba extinguir
la vida de la jovencita con sus propias manos. Se mordía los labios. Estar en esa posición le
causaba cierto morbo… Morbo que Rubi le apagó al despacharle un fuerte golpe en la
entrepierna.
Tras liberarse de las garras de su atacante, la joven corrió hacia donde descansaba el hacha
y la tomó con ambas manos. Se volvió hacia el personaje que se había encargado de ponerle fin a
la vida de Clara y la de muchas personas más. Pensaba matarlo. Sangre por sangre. Pero estaba
débil y el cazador era más fuerte que ella. Existía la gran probabilidad de que él le quitara el
hacha y se la enterrara en medio de la frente.
Rubi no era estúpida y se fue por lo más seguro: destrozar el candado.
El cazador se recuperó, extrajo un enorme cuchillo de su túnica y corrió hacia Rubi para
darle el golpe final y acabar con el juego. La joven presa destrozó el candado, abrió el portón y el
cazador hundió el cuchillo en la carne de la muchacha.
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La sangre manaba de la herida y Rubi dejó escapar un fuerte grito de dolor… Pero la
punzada no fue suficiente para detenerla. Con la fuerza que le quedaba, empujó al cazador y lo
golpeó con el mango del hacha. Éste retrocedió, al igual que Rubi, quien perdió el equilibrio y
cayó al suelo.
Despacio, el cazador se incorporó y, de pie, veía fijamente a su indefensa presa. No movía
ningún musculo y Rubi se preguntaba el por qué. Parpadeó un par de veces hasta percatarse de
que no estaba en el interior del campo de juego… había salido, lo que significaba la victoria.
—Gané —le dijo a su agresor con voz temblorosa—. Estoy afuera. No puedes hacerme
nada.
El enmascarado asintió con la cabeza y, de un portazo, cerró el portón de la edificación,
dejando sola a una magullada, ensangrentada y llorosa Rubi Ferrer.
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UNO
Un solo de guitarra se hizo escuchar a toda potencia cuando el reloj dio con las seis de la mañana.
Con toda la pereza del mundo, Adrián le bajó el volumen a la música antes de abandonar la
desordenada cama. El joven de dieciséis años había tenido una mala noche; pesadillas, pero sólo
fue eso, un mal sueño.
Tras arrastrar los pies al baño, Adrián activó su energía al máximo con una buena ducha
fría. Se sentía fresco y energizado, listo para enfrentar el nuevo día que se le brindaba.
—¡Adrián! —Llamó su madre—. Ven a comer.
Una vez vestido con el uniforme del instituto al que asistía, tomó su mochila y la llenó de
forma apresurada con los libros y cuadernos que necesitaba para ese día, se dio una rápida mirada
en el espejo y bajó ruidosamente al comedor, el cual se encontraba integrado con una amplia
cocina. Su madre odiaba que hiciera ruido al transitar por las escaleras, mientras a él le hacía
gracia que a ella le fastidiara.
—Sabes muy bien que eso me molesta —le reprochó, apartando el periódico.
—Lo sé —contestó con una amplia sonrisa, justo cuando tomaba su asiento en la mesa—, y
yo disfruto ver que te moleste.
—Tu desayuno —le soltó, depositando un tazón con una extraña baba pálida. Adrián lo vio
con mucho asco y preguntó que era—. Lo llamo “Desayuno de escaleras ruidosas”.
—Apetitoso —procuró decir con todo el desagrado que pudo generar.
Su madre sonrió.
—Amo borrarte esa sonrisa —Luego de unos pocos chistes, su madre decidió darle el
verdadero desayuno: Una enorme tortilla repleta de vegetales—. No te metas con tu mamá. —le
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recordó ella. El teléfono llamó y, tras una corta charla con la persona que se encontraba al otro
lado de la línea, colgó—. Era Sara. Dijo que llegaba en…
Sus palabras fueron interrumpidas por el timbre.
—¡Pasa! —gritó Adrián, con un pedazo de tortilla en la boca.
Se escuchó el abrir y cerrar de la puerta. En cuestión de segundos, Sara entró a la cocina
saludando alegremente a los presentes. Tras acomodar su bolso en el espaldar de una de las sillas,
la joven tomó asiento junto a su amigo.
—Comete algo —se burló ella, al ver los enormes pedazos que Adrián se llevaba a la boca.
Sara era un poco baja… Si no fuera por el uniforme del instituto, fácilmente podrían
confundirla con una niña recién salida de la primaria. Llevaba el cabello suelto, y tampoco es que
lo tuviera largo (no le pasaba de los hombros); un broche de calavera se aferraba a un extremo de
su negra cabellera y, en el otro lado, un broche de carita feliz hacía lo mismo. Era una extraña
combinación. Una combinación que a Adrián le gustaba mucho.
—Un pajarito me dijo que —comenzó Sara, clavando una mirada divertida con la madre
del chico— saldrá con alguien esta noche.
Adrián la fulminó con la mirada.
Por otro lado, la madre le dedicó una mirada de “eres un chismoso” a su hijo, sonrió a Sara
y le explicó, con todos los detalles, como conoció al hombre con quien planeaba salir esa noche,
las largas charlas por teléfono, los mensajes que se enviaban… Incluso le había escrito un poema.
—Adoro cuando me escribe para darme los buenos días, las buenas noches, para
preguntarme si ya comí —explicaba, con un deje de romanticismo en la voz.
—Parece muy entusiasmado contigo —comentó Adrián, una vez que se deshizo del último
bocado de su desayuno. Por un momento sintió que se ahogaba, pero un buen trago de jugo de
naranja resolvió el problema.
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—Pues claro que lo está —dijo su madre con una amplia sonrisa, tratando de imitar una
pose de modelo arrogante—. Esta morenaza es el sueño de todo hombre. Y tú, mi morenito bello,
heredaste estos fantásticos genes, así que has uso de ellos.
—Olvida esa idea —contestó, alejándose de la mesa con la vajilla sucia en sus manos—.
Nadie se fija en mí. Y puede que todo siga igual cuando entre a la universidad.
—Eso no es cierto —interrumpió Sara, sirviéndose un trago de jugo en uno de los vasos
que reposaban sobre la mesa—. Hay muchas chicas que se fijan en ti. El problema es que eres
muy despistado —Dio un trago a la fría bebida, sin dejar de ver como su amigo se disponía a
lavar la vajilla; le parecía interesante.
—Lo dices porque eres mi amiga. —aseguró él, tras secar sus manos.
—¿Los ojos del cariño? —preguntó, con una amplia sonrisa.
—Los ojos del cariño —concluyó Adrián, marchando al cuarto de baño para lavar sus
dientes.
—¿Los ojos del cariño? —terció la mujer, sintiéndose fuera de lugar.
—Es nuestra frase —explicó Sara, tras acabar de beber su jugo.
—Como sea. Lárguense —dijo la mujer, un poco sonriente. Tomó las mochilas de los
muchachos y se las arrojó a la puerta de entrada. Sara dejó escapar una risita, le agradaba el estilo
de la madre de Adrián—. Se les va a hacer tarde y no quiero que pierdan el transporte.
Los muchachos tomaron sus cosas y, tras darle un abrazo de despedida, abandonaron la
casa y fijaron su rumbo hacia la parada del autobús.
***
Una vez sola, la madre de Adrián caminó hacia la laptop que descansaba en la mesita de la
sala. Despacio, se sentó en el suelo alfombrado, abrió el equipo y tecleó en el buscador el famoso
enlace de una página de internet bastante perturbadora.
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—Maldito internet —soltó en voz baja al ver que la página tardaba en cargar.
El teléfono sonó y la mujer dio un respingo por la sorpresa. Con algo de pereza, gateó hasta
la otra mesita que estaba junto al sofá de su espalda y tomó el estrepitoso aparato. Al contestar,
escuchó el saludo de un viejo amigo.
—Arturo, me acabas de asustar.
—Sólo quería saber si estabas bien —dijo Arturo, quien era uno de los cientos de oficiales
de policía de la localidad. Su voz era serena. Podía tranquilizar a cualquier bestia—. Ayer inició
la etapa de los secue…
—No lo menciones —lo interrumpió. Se hizo un largo silencio entre los dos. Ella podía
escuchar perfectamente el estrés que abrumaba la estación de policía; aquellos sonidos le traían
los recuerdos más horribles de su vida. Por un momento recordó la sangre saliendo de su cuerpo.
Parpadeó y volvió al presente—. Sé que a mí no me pasará nada. Salí de ese horrible lugar y…
estoy a salvo, pero mi hijo no lo está —Tomó una bocanada de aire y prosiguió—. No te voy a
mentir, Arturo. Estoy muy nerviosa… No, aterrada, eso es lo que estoy. Todos los años es lo
mismo... pero este año es peor.
—Rubi, trata de tranquilizarte —Arturo seguía sonando sereno, pero en el fondo estaba
asustado por lo que podría suceder ese año—. No voy a dejar que nada malo le ocurra a tu hijo.
Tengo dos patrullas rondando el colegio y dos oficiales de mi confianza vigilando muy de cerca a
Adrián.
—No sé cómo agradecértelo —Rubi estaba siendo fuerte, no quería que Arturo la escuchara
llorar. Tuvo suficiente años atrás, cuando se desplomaba a gemir a cada momento por la muerte
de su mejor amiga, Clara. No pudo salvarla. El miedo se lo impidió. La vio morir frente a sus
ojos y rogando por su ayuda… una ayuda que nunca le ofreció.
—No tienes por qué. Eres mi amiga y los amigos siempre están para ayudarse.
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—¿Piensas en ella? —inquirió con la voz a medio quebrar.
—Todos los días —contestó—. Aún sigo mirando esa foto que nos tomamos aquel día en el
Ávila —hizo una pausa. Se escucharon voces y luego volvió con su amiga—. Rubi, tengo que
colgar. Tremont acaba de llamar a una reunión.
—Bien… Arturo. Gracias —y colgó.
Tras calmar sus demonios con un simple ejercicio de respiración, la que una vez fue la
presa del cazador, se ganó un pequeño alivio al mirar la pantalla de la laptop: La lista fatal estaba
vacía. La página web seguía sin ser actualizada.
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DOS
—¿Y qué tienen para contarme mis dos queridísimos amigos? —preguntó Fernando Alfaro,
apoyando sus brazos sobre los hombros de Adrián y Sara.
—Nada interesante —contestó Sara, apartando el brazo del muchacho con su bolígrafo—.
Pero tú sí tienes algo que contarnos.
—¿Cómo qué? —inquirió el chico, frotándose la barbilla.
—No lo sé, tal vez sobre la noticia que figura desde ayer en tu blog —soltó Adrián, algo
molesto con su amigo—. ¿Por qué escribiste eso de Jessica? Ella no te ha hecho nada.
—Micaela —contestó Fernando, decepcionado de sí mismo—. Amenazó a todos los
bloggers si no lo hacíamos. Ya sabes cómo es ella. Tiene a todo el colegio en su poder.
—¿Cómo es que esa zorra puede controlarnos a todos? —La furia comenzaba a invadir
cada célula que componía a Sara—. Nosotros somos muchos, ella sólo es una… sin contar a sus
tres lame botas.
—El poder de los secretos —contestó Adrián—. Micaela conoce muy bien los secretos de
todos nosotros.
El autobús apareció y se detuvo frente a la parada. Despacio, y dejando escapar un molesto
chillido, se abrieron las puertas, permitiéndole al enjambre de estudiantes abordar el interior de la
unidad. Una vez que la parada quedó desolada, las puertas volvieron a cerrarse y el autobús
siguió su camino.
Casi al final del pasillo, Adrián encontró un lugar donde sentarse junto a la ventana, Sara se
acomodó a su lado y Fernando se dejó caer en el asiento de al lado, junto a Katherine Flores, una
guapa estudiante de cuarto año. Fernando sentía cierta atracción por la joven pelirroja.
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—Hoy estás mucho más guapa, Katherine.
—Ni en tus más agradables sueños, Fernando —le soltó la jovencita, procurando añadir
cierta cantidad de veneno a cada palabra. Pero eso no evitó que el chico le siguiera sonriendo.
Fernando coqueteaba a Katherine todos los días, pero la muchacha se limitaba a rechazarlo.
El trayecto resultó igual que siempre: El autobús deteniéndose en cada una de las paradas
de la ruta, estudiantes subiendo a la unidad y cada grupo conversando de un tema distinto. Adrián
se encontraba mirando a la nada por la ventana, pensando en lo que debió de haber sufrido su
madre durante el sangriento juego del cazador. La fecha para la nueva partida se acercaba cada
vez más; se desconocía el cuándo, pero todos sabían que ya estaba próxima.
El juego en el que estuvo su madre era algo distinto al que se desarrollaba actualmente,
pero la regla se mantenía: “Salir del campo del terror para ganar”. Con el tiempo, el juego fue
evolucionando, el cazador añadió trampas y cámaras para que transmitieran cada momento del
horror por internet. La policía era incapaz de dar con el psicópata y, como siempre, llegaban al
campo del terror cuando la masacre culminaba y el asesino se esfumaba sin dejar rastro.
Se desconocía el móvil de estos juegos. Existía la sospecha de que se trataba de dos sujetos
trabajando juntos, ya que una carnicería de tal magnitud no podría organizarse con una sola
persona… el juego estaba diseñado a la perfección. Ni siquiera habían podido rastrear el
ordenador que usaba el cazador para administrar su página web. Lo que sí estaba claro, era que
no se trataba del mismo psicópata que comenzó todo hace muchos años atrás, aquel personaje
seguía siendo un misterio para todos.
—Adrián —Sara extrajo al muchacho de sus pensamientos—. Ya llegamos. ¿Acaso no
piensas bajar?
—Ah… Sí. Estaba… —balbuceó. Dio una rápida mirada al otro lado del cristal y vio que
las casas, los amplios canales navegables y los pequeños edificios de la ciudad habían sido
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sustituidos por la fachada del instituto—. Sólo estaba pensando —contestó, con un deje de
abandono en la voz.
Sara y Fernando intercambiaron miradas, luego miraron con preocupación a su amigo, pero
le restaron importancia cuando el chofer del autobús les pidió que se bajaran.
—Bien, es hora de entrar a prisión —advirtió Fernando, estirándose al igual que un gato.
Los árboles se alzaban desde los floridos jardines, bañando de sombras todas las fachadas
del edificio y algunas zonas del patio de acceso. Cientos de estudiantes caminaban en ese
momento de un lado a otro, saludando a compañeros y amigos. Podía observarse numerosos
grupos conversando alegremente sentados en los bancos, de pie junto a los árboles o caminando
hacia el interior del edificio. Las voces de los presentes se extendían por toda el área.
Bajo la sombra de un árbol, Adrián conversaba alegremente con sus dos amigos sobre la
fiesta de la fogata que se celebraría esa misma noche. Fernando no paraba de decir que era la
oportunidad para que Adrián intentara algún movimiento con Laura Lunar, la chica por la que
vivía babeando desde el segundo año. Sara ponía los ojos en blanco cuando Laura aparecía en los
temas de conversación.
—Y mira quien viene ahí —advirtió Fernando.
Adrián dirigió la mirada al lugar que su amigo le indicaba y, a varios metros de distancia,
divisó al grupo de las populares, cuatro chicas que cursaban, al igual que ellos, el último año
escolar: la adepta al último grito de la moda, Ligia Briceño; la adicta a las redes sociales, Abrielle
Arneri; la hermosa e inteligente Laura Lunar; y la temible líder del grupo, Micaela Olivares,
conocida como “la reina oscura”.
Adrián no podía apartar la mirada de Laura. Era la chica que constantemente visitaba sus
sueños. Los nervios lo invadían cuando estaba cerca de ella. Una vez, en tercer año, fueron
compañeros de trabajo en el laboratorio de química… fueron las dos horas de clases más felices
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de su vida: pudo entablar una conversación con ella, sobre química, claro; deleitarse con su voz y
esbozar una pequeña sonrisa cuando ella pronunciaba su nombre; le fascinaba lo inteligente y
aplicada que era con cada una de las materias. Aquel día obtuvieron la calificación máxima en la
prueba de laboratorio y, para su sorpresa, Laura le había obsequiado un bonito grafiti de su
nombre.
—Zorras a la vista —anunció Sara.
Adrián volvió a la realidad.
—No digas eso —dijeron sus amigos, quienes tenían las hormonas como un grupo de
hormigas al que le vacías un poco de agua.
Sara volvió a poner los ojos en blanco.
—¿Disfrutando de la vista? —El pequeño grupo dio un respingo al escuchar la voz de
Gerardo Tremont a sus espaldas—. ¿Y cómo están mis perdedores favoritos?
—Vete al diablo, Gerardo —le espetó Sara.
—¿Qué es lo que quieres? —preguntó Adrián.
—Sólo vine a hacerle un pequeño y divertido favor a Micaela —Seguidamente, el matón
del colegio le regaló un fuerte golpe en el estómago a Fernando y otro a Adrián—. Eso es por no
publicar en tu blog lo que se te ordena, Fernando —La mirada del matón pasó a Adrián, quien
estaba de rodillas sobre el suelo, intentaba recuperar el aliento. Despacio, Gerardo se arrodilló
frente al muchacho—. Vuelve a negarle las respuestas de un examen a Micaela y el castigo será
peor, ¿entendido? —le amenazó, con una voz sumamente cortante. Volvió a ponerse de pie, con
una sonrisa de superioridad—. Los veo luego.
—Eres un cretino —le soltó Sara, mientras se agachaba para ayudar a sus amigos—. Sólo
eres el títere de Micaela.
La sangre del muchacho comenzaba a hervir de la furia.
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—Cierra tu asquerosa boca —le dijo el matón—. Sólo eres una perra resentida que no sabe
lo que dice.
—Y tú un imbécil que se vende a cambio de sexo —le gritó.
Sara miró con mucha furia a Gerardo, mientras éste le hacía lo mismo. El matón se dio
cuenta que tenía todas las miradas sobre él, así que decidió darles una amenaza a los tres chicos y
retirarse en silencio.
Tras ponerse de pie y recuperar el aliento, los chicos se dispusieron en calmar la rabia de su
amiga. Al volverse, los tres vieron al otro lado del patio a una sonriente Micaela, quien parecía
disfrutar del espectáculo. Antes de retirarse, presenciaron como la reina oscura los saludaba de
manera divertida.
***
—Adoro el sonido de las peleas mañaneras —comentó la reina, al mismo tiempo que se
enroscaba un mechón de su oscuro cabello en el dedo. Micaela era el tipo de chica que le gustaba
dominar a todo el mundo; su arma para hacerlo: la información. Todo el cuerpo estudiantil se
encontraba bajo el mando de la chica gótica, sin embargo, para el alivio de ellos, su reinado
acabaría ese año—. Es tan… —soltó una diminuta bocanada de aire— gratificante.
Micaela volvió a darle un vistazo al patio que reinaba con puño de hierro. Extrañaría aquel
lugar cuando se graduara, pero estaba dispuesta a llevar su regencia a la universidad; sería un
gran reto.
—Tienes gustos muy raros —comentó Laura. Se hallaba sentada en el borde de una
jardinera, mientras dibujaba tranquilamente en su cuaderno personal un osito alado que sostenía
un corazón.
—Mide tus palabras, Laura —le advirtió la reina oscura—. Bien. Reporte de progreso —les
pidió a sus chicas.
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A toda velocidad, Abrielle y Ligia se despegaron de la jardinera donde se hallaban
descansando y, con mucha profesionalidad, le expusieron a su reina los detalles de la fiesta de la
fogata.
Abrielle, la joven de descendencia italiana, informó sobre el Dj que contrató, las buenas
referencias que poseía y mostró algunas fotografías de los trabajos del joven músico. Micaela
alzó un pulgar, pero sin borrar su expresión de superioridad.
Ligia siguió con un punto de gran importancia para Micaela: bebidas alcohólicas.
—Mi hermano nos consiguió una buena cantidad —explicó la sonriente joven—. Tenemos
cuatro choperas llenas hasta el tope. Si nos quedamos cortos, puedo conseguir tres más en la
noche.
—Ya era hora de que tu hermano nos sirviera para algo —dijo. Seguidamente, deslizó la
mirada hacia su rubia amiga. Sonrió de manera fría—. Laura, Laurita. ¿Qué tienes para mí? —
preguntó, acercándose a la joven dibujante. Extendió su pálido brazo y, con sus largas y rojizas
uñas, le quitó el pequeño broche de mariposa que se aferraba en la dorada cabellera de su amiga.
Laura tragó en seco, su mirada era sumamente seria. Tenía toda la información que Micaela
deseaba escuchar, pero siempre se sentía un poco intimidada por aquella gótica que la doblaba en
altura. Siempre se preguntaba por qué su amiga de la infancia había cambiado… No quedaba
pizca alguna de la dulce niña que solía ser.
El timbre se hizo escuchar, lo que indicaba que era hora de entrar a los salones de clase.
—Hablemos con más calma durante el receso —dijo Laura, tras relajar los hombros y
guardar su cuaderno. Le costaba mantenerse firme ante Micaela. Posteriormente, el grupo de
chicas entró al edificio y marchó por el pasillo con rumbo al aula de clase. Los estudiantes se
apartaban para dejarles el pasillo completamente libre, cosa que alimentaba el ego de las chicas—
. Por cierto, creo que te excediste con Adrián y Fernando. ¿Por qué no los dejas en paz?
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—Eso es asunto mío —soltó Micaela, sin apartar la vista del frente.
—Al menos Sara estuvo ahí para ayudarlos —dijo en forma de agradecimiento.
Micaela desenganchó un bufido de frustración.
—Tengo que hacer algo con esa maldita zorra.
Cuando llegaron a la puerta del salón donde Laura y Micaela entrarían a su clase de
biología, la gótica les pidió a las otras dos chicas que terminaran de una buena vez cobrar las
entradas que faltaban, haciendo énfasis en que nadie podía devolverlas.
—O las pagan, o que se atengan a las consecuencias.
—Pero… ¿Y si se niegan a pagar? —preguntó Abrielle, dejándose dominar por los nervios.
—Dudo mucho que lo hagan. Pero si es así, di que Gerardo y yo morimos por desaparecer a
alguien —Las chicas se alejaron y la reina oscura se volvió hacia su rubia amiga, quien le
dedicaba una mirada seria y, al mismo tiempo, triste—. Se gobierna con puño de hierro, Laura.
Es la única manera de conseguir lo que se quiere.
Laura negó con la cabeza, sus manos se aferraron con mucha fuerza a la correa de su
mochila de cartero.
—Es nuestro último año. Deberías de ser menos…
—¿Menos qué? —la interrumpió de manera cortante.
—Nada —contestó Laura en voz baja—. Olvídalo.
Tras aquellas palabras, la muchacha se volvió y entró al salón de clases, con Micaela
siguiéndole.
***
En resumen, la clase de biología consistió en que el profesor adulara a los extremos la
presentación y el informe que Laura había expuesto la semana pasada, escuchar las
presentaciones de Adrián Ferrer y la alegre Delia Guevara, repasar algunos de los temas para la
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prueba que tendría lugar el lunes y las correcciones del proyecto final. Antes de que la clase
llegara a su fin, Delia pasó al frente de la clase para recordarle al grupo estudiantil sobre la feria
de golosinas que harían el lunes con la finalidad de recaudar los fondos de la promoción. Micaela
no la soportaba, constantemente pensaba en que el cazador le haría un gran favor a la humanidad
si se llevara a la gorda de Delia a su sangriento juego.
—Sé que ganaremos una buena fortuna con la fiesta de la fogata que Micaela ha planeado
para esta noche —anunciaba alegremente Delia, paseándose por el frente del salón al igual que
un profesor—. Necesito que mañana lleven a mi casa las golosinas que cada uno ofrecerá para la
feria. Así podré sacar el inventario y la lista de precios. Esta promoción tiene que ser la mejor que
esta ciudad haya visto.
—Eso, sin contar a los seis muertos de este año —soltó Micaela, palabras que callaron
inmediatamente a la entusiasta chica. En ese momento, todos los ojos estaban fijos en la reina
oscura.
El profesor le llamó la atención y, de muy mala gana, Micaela se disculpó.
Por otro lado, Adrián no le quitaba de encima la mirada a Laura, quien estaba concentrada
en terminar el dibujo de un osito alado. Para él, sólo existía aquella rubia.
—Escúchame bien, Olivares —le dijo Delia a Micaela—. No voy a dejar que un psicópata
arruine nuestra graduación…, y eso no sólo incluye al cazador —finalizó, con una mirada
sumamente intensa y decidida a convertir en realidad aquellas palabras.
***
Es la era de la tecnología.
Las redes sociales se han convertido en partes fundamentales de la vida de cada individuo.
Son millones de personas las que usan este medio para mantenerse en contacto con amigos y
familiares, hacer nuevas amistades, mantenerse informados de lo que sucede en el mundo y
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compartir cada segundo lo que disfrutan o no de sus vidas. La mayoría de las personas, en
especial los adolescentes, son vanidosas; muchos lo niegan, alegando que son diferentes al resto,
pero es sólo una manera más de pertenecer al montón… o a algún otro montón.
En fin, viven publicando en todas sus redes sociales fotografías de sus vacaciones, salidas
con amigos o familia, lo que van a comer, si están aburridos se hacen una “selfie” y la publican
con algún tonto “hashtag”… no importa lo que sea, siempre publican cualquier pequeñez en su
perfil para que cientos de personas vean el vivir de su día a día.
Si ellos lo hacen, ¿por qué no puedo hacerlo yo también? ¿Por qué no compartir mi modo
de vida? ¿Por qué no compartir con el resto del mundo mi pequeño y grandioso juego?, pensó el
cazador, mientras tecleaba comandos en su ordenador.
La oscuridad reinaba en la habitación en que se encontraba, sólo la pantalla del computador
cortaba un poco el espeso manto de la penumbra. Estaba emocionado por el juego que había
planeado. Se hallaba feliz por el nuevo campo del terror que había armado.
Deslizó su lengua por los labios resecos.
Detuvo el tecleado y admiró su obra: El nuevo diseño de su sitio web.
Tras estirar los brazos, tomó la libreta que descansaba a un lado del escritorio. La abrió en
la última página escrita y sonrió al escudriñar la lista fatal de ese año. Le gustaba leer aquellos
seis nombres, sus nuevas presas. Ansiaba apoderarse de ellas, hacerlas sufrir de miedo y dolor
para luego reclamar sus vidas.
Mordió su labio al deslizar el índice derecho por el nombre de una de las presas.
—Te ansío —susurró, con algo de morbo en la voz. Bajó el dedo y llegó hasta otro
nombre—. Y a ti… A ti quiero hacerte sufrir más que a nadie.
Sonrió y, antes de cerrar la libreta, le dedicó una gran olfateada a su preciada lista fatal.
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TRES
La estación de policía estaba bastante ajetreada. Saber que el retorcido juego del cazador pronto
daría inicio en Puerto Valle volvía loco a cada uno de los oficiales; sólo dos factores podían sacar
de quicio al personal:
1: Las víctimas. Era bastante frustrante el no saber quiénes serían los trágicos concursantes.
El cazador elegía a sus víctimas al azar, lo único que compartían en común era que asistían al
mismo colegio y cursaban el último año. Se reducía un poco la lista, pero seguía siendo extensa,
ya que Puerto Valle alojaba cuatro institutos educacionales.
2: El tiempo. Era el peor enemigo que se podía tener. ¿Cuánto tiempo disponían para
capturar al cazador antes de que volviera a desaparecer, o antes de que tomara a su primer
participante?
El comandante Tremont, un fornido hombre de mediana edad, de expresión dura y cabello
entrecano, con voz fuerte y autoritaria, no paraba de dictar órdenes al resto de los oficiales que
formaban parte de su jurisdicción.
—… Y el escuadrón cuatro patrullará el norte de la ciudad. Ustedes —señaló a un grupo de
sesenta oficiales. Sus músculos se tensaron cuando Tremont se dirigió a ellos—, registrarán todas
y cada una de las edificaciones abandonadas o que estén en proceso de construcción. Salazar —
Una mujer de baja estatura y cabello castaño dio un paso al frente—, escoge treinta oficiales,
serás la cabeza de ese grupo. Bueno, liderarás a los otros treinta —Un oficial de espesa barba
oscura asintió en silencio—. Es todo. A trabajar —Y la multitud se dispersó.
Mientras Isabel y Bueno organizaban los grupos, al otro lado de la estación policial, de pie,
el oficial Arturo Rivera se hallaba devorando su segundo desayuno, sin dejar de estudiar el mapa
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de la ciudad y sus alrededores. Analizaba la ubicación de los campos de juego de años anteriores,
así, trataría de armar una teoría y encontrar el posible campo del terror de ese año. Pensaba que
era una tontería, debido a que era el mismo plan que llevaba a cabo desde hace tres años y
siempre fallaba, excepto en la edición pasada. Estuvieron muy cerca de atraparlo.
—¿Crees que lograrás conseguirlo esta vez? —le preguntó Tremont al detenerse a un lado
del mapa.
—No lo sé, pero es mejor que hacer nada.
—En eso estamos de acuerdo —Hizo una pausa para tomar una bocanada de aire y
masajear el cuello—. Los grupos ya están. Puedes trabajar con Salazar o Bueno, o con ambos si
lo deseas.
Arturo asintió y su jefe se despidió en silencio para regresar a la calma de su oficina
privada.
Todos los días, Arturo rogaba a Dios para que Adrián no fuese un participante más de
aquella matanza sin sentido; le tenía un inmenso cariño a ese muchacho. No sólo era el hijo de su
mejor amiga, también era su ahijado y estaba decidido a proteger su vida a como dé lugar. En su
mundo, primero estaban Adrián y Rubi, luego el resto. En ese momento, recordó que Tremont
tenía un hijo de diecisiete años de edad y pensó que estos días no sólo serían duros para él.
—Esto es ridículo —soltó la oficial Isabel Salazar con suma frustración—. Estamos
trabajando a ciegas. Lo único que sabemos es que los campos del terror suelen ser edificaciones
abandonadas. Me siento estúpida —finalizó resignada, sentándose frente a su escritorio junto a
Arturo, quien frotó sus sienes con la esperanza de que eso lo ayudara a relajarse un poco. No
funcionó.
—Entiendo la sensación —dijo finalmente, tras arrojar el envoltorio de su sándwich a la
papelera—. Siempre es lo mismo. No tenemos ninguna pista, así que es difícil comenzar… o
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seguir con el caso —añadió, deslizando la mano por su cabello castaño—, pero no podemos
darnos por vencido.
—Ya ha muerto mucha gente y no tenemos nada de ese psicópata.
—Sólo cadáveres —contestó con voz fría—. Nunca logramos dar con el lugar correcto,
salvo cuando ya es obvio.
—Eso no es cierto. El año pasado lo descifraste a tiempo, pero Tremont no confiaba en la
palabra de un novato. Creo que aún sigue sin perdonárselo —Los músculos de Arturo se tensaron
con las palabras de Isabel, debido a que los recuerdos comenzaron a invadir sus pensamientos.
Despacio, tomó asiento. La mujer trabó la mirada con su compañero—. Ese año… el campo del
terror fue diferente.
Isabel tenía razón. Un año atrás, gracias a Arturo, la policía logró encontrar el campo del
terror de aquella edición; lastimosamente, para cuando le hicieron caso al oficial, sólo quedaba
una presa con vida, una chica llamada Zoe. El campo había sido un estadio de baloncesto. Las
víctimas se encontraban atrapadas en el ala que se estaba remodelando. Tras la caída de cinco
adolescentes, Zoe había logrado llegar al área de las graderías, la policía entró al recinto, pero fue
en ese momento cuando el cazador apareció y abrió una fisura en la garganta de la chica, la arrojó
a la cancha de juego y huyó de la escena. La policía registró el lugar sin dar con el culpable. El
cazador había escapado y Zoe se desangró en los brazos de Arturo.
—Ese lugar no estaba del todo abandonado —indicó Isabel.
—Intentaba probar que era más listo que todos nosotros. Y lo consiguió —finalizó él,
anclando sus ojos en el mapa de la ciudad.
El celular sonó, advirtiéndole a Isabel que había recibido un mensaje. Tras leerlo, frunció el
ceño.
—¿Sucede algo? —le preguntó Arturo a su compañera, sin apartar la mirada del mapa.
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—Es mi hermana. Se va esta noche de la ciudad —respondió, con algo de nostalgia en la
voz—. Tiene miedo de que su hija pueda participar este año.
—No la culpo —Dirigió toda su atención a Isabel y posó su mano en el hombro de la mujer
para hacerle saber que tenía su apoyo—. Piensa en esto: Al menos tu sobrina estará segura.
***
El receso había comenzado y, al igual que su padrino, Adrián se encontraba devorando su
segundo desayuno en compañía de Sara y Fernando. Por alguna razón, las escaleras solían ser
extremadamente cómodas para sentarse a comer y charlar sobre cualquier tema.
—No puedo esperar más —Fernando se encontraba emocionado por la fiesta de esa noche,
no paraba de repetir que ingeriría enormes cantidades de alcohol como premio por haber
sobrevivido a las tediosas clases de biología y geografía—. Necesito esa fiesta. Necesito alcohol.
—Aún falta entrar a castellano y matemáticas —le recordó Sara.
—Gracias, señorita mata entusiasmos.
A Sara no le gustaban las fiestas; para ella, un viernes en la noche significaba ir al cine,
escuchar música con sus amigos o escribir poesía en la soledad de su alcoba… ese último
significado se lo tenía bien guardado. La única razón por la que asistiría a la fiesta tenía nombre y
apellido: Adrián Ferrer. A ella le fascinaba estar con él.
—Pienso hablar con Laura esta noche —soltó Adrián de manera repentina, tras darle el
último trago a su jugo de naranja. Aquel comentario fue un golpe fuerte para Sara.
—Te… Te gusta mucho esa chica, ¿no es así? —preguntó Sara, intentando no mostrar
interés en el asunto.
—Pues claro que le gusta —terció Fernando—. ¿Acaso no ves como babea por la rubia?
Adrián rió algo avergonzado, pero su amigo estaba en lo cierto. Laura lo volvía loco y no
quería ser para ella un simple conocido, quería ser algo más. Quería ser su novio.
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—Me gustaría saber qué es lo que piensa de mí —dijo, tras arrojar el vaso a la papelera.
—No deberías de hacerte muchas ilusiones —le recomendó Sara con total amabilidad. Con
fuerza, amarraba sus celos dentro de ella. No les permitiría que se asomaran ni un poquito.
—Sara tiene razón. Pero ánimo, amigo mío. Tienes todo nuestro apoyo. Mente positiva.
—Tienes razón —afirmó el joven enamorado, con una amplia sonrisa dibujada en su
rostro—. Laura será mi novia.
—Esa es la actitud.
—Demasiada actitud diría yo —soltó la muchacha, con algo de amargura—. Recuerda que
Laura es una chica popular, además, es muy amiga de Micaela.
—¿Crees que una chica como Laura no se fijaría en mí? —Una punzada de furor se alojó
en Adrián. Odiaba cuando sus amigos le arrebataban la poca confianza que lograba ganar.
Sara sintió el cortante filo de cada una de las letras que conformaban aquella pregunta.
—Sólo digo que no te adelantes a los hechos. Eso siempre suele ser fatal.
—Supongo que tienes razón —dijo algo flexible. Se puso de pie—. Nos vemos en clase,
necesito dar una vuelta —anunció antes de borrarse entre la multitud de estudiantes.
—¿Me acompañas a ver a Katherine? —le preguntó Fernando a Sara una vez que quedaron
solos. Sara soltó un bufido al instante en que ponía los ojos en blanco. Sin pensárselo dos veces,
se alejó de su amigo—. ¿Qué?
***
—¿Por qué esa cara larga? —le preguntó Delia a Adrián. La muchacha se encontraba
pegando en las pálidas paredes los coloridos carteles que anunciaban la feria de golosinas. Adrián
se detuvo y la ayudó con la tediosa labor—. Gracias —agradeció la entusiasta chica cuando el
muchacho le quitó el peso de los carteles de su brazo—. Se supone que Leonel y Jessica me
ayudarían con esto, pero ninguno de los dos se molestó en venir hoy.
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Adrián preguntó por el motivo y Delia dejó escapar un suspiro que se escuchó claramente, a
pesar del bullicio de los estudiantes que transitaban por el amplio pasillo. Al terminar de adherir
el estrambótico afiche en la pared, ubicó un mechón de cabello castaño detrás de su oreja, soltó
otra diminuta bocanada de aire y contestó:
—Micaela —Avanzaron unos pasos más y se detuvieron—. Ayer, Jessica se negó a pagar
la entrada de la fogata. Quería devolverla y, como Micaela odia que le digan “no”, difundió unas
fotos muy comprometedoras por todo Facebook.
Adrián recordó la breve charla que tuvo con Fernando en la parada del autobús. Lo que
Micaela le había obligado a escribir sobre aquella chica era bastante malo.
—Y Leonel —prosiguió Delia, mientras tomaba otro de los carteles que Adrián sostenía—
está en el claro. Micaela le ordenó que se encargara de la iluminación —siguió la joven, mientras
volvían a avanzar un poco más—. A ver, Adrián, te vuelvo a preguntar: ¿Por qué esa cara triste?
—No es nada —dijo él, tras esbozar una media sonrisa—. Sólo una tontería.
Delia sonrió, retiró el papel que protegía el lado adhesivo y fijó el aviso en su lugar
correspondiente. Giró hacia el chico, se cruzó de brazos y lo escrutó con la mirada.
—A mí nadie me engaña. Problemas con chicas, ¿no? —Adrián se ruborizó por completo y
Delia soltó una risita divertida al mismo tiempo que se apoderaba de otro cartel—. Sólo dile que
te gusta. Invítala a salir y ya. Y si te dice que no, bueno… es obvio que te pondrás un poco mal,
pero vivirás para contarlo.
***
En el momento en que Micaela y sus seguidoras accedieron a la terraza, el pequeño grupo
de estudiantes de segundo año que se encontraba en el lugar desapareció en un abrir y cerrar de
ojos. Micaela adoraba su reinado y el poder que ejercía sobre los demás. La chica se acomodó en
su trono, un esbelto banco de madera, y le pidió a Laura que la informara sobre sus números.
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—Espero que sean buenos.
—La fiesta de este año se extendió a los otros colegios —comenzó Laura, recostando el
peso de su cuerpo en un fino barandal de acero. Su voz era suave y tenía algo de culpa—.
Vendimos algunas de las entradas al doble. Todas están pagas y el dinero se encuentra en tu
cuenta.
—Y las de aquí también —añadió Abrielle, mostrando el efectivo.
—Lo sucedido con Jessica alteró a todo el mundo —terció Ligia con voz maliciosa.
Recordaba la expresión de la chica al ver que sus fotos se habían propagado por todas las redes
sociales. Ligia se había sentido poderosa en aquel momento—. Eso nos ayudó bastante.
Micaela hizo un delicado gesto con la mano para darle el visto bueno a la pequeña
información de Abrielle, seguidamente, le pidió a la rubia que continuara con su excelente
informe.
—En conclusión —prosiguió Laura, sin apartar la mirada de los ojos de la reina oscura. No
quería demostrarle miedo—, con lo que recolectamos hoy, más lo que tienes en el banco, te da un
total de sesenta grandes. Mucho dinero para alguien de tu edad, y eso que no te estoy contando el
porcentaje de los intereses y las ventas del examen de matemáticas.
Micaela esbozó una diminuta sonrisa, al tiempo que arrancaba una flor que se derramaba a
su lado. La hizo una bolita y su sonrisa se amplió un poco más.
—Esta fiesta será inolvidable.
***
Junto a Isabel, y treinta oficiales de policía, Arturo salía de la comisaría para llevar a cabo
las rondas que habían planeado, sin embargo, no imaginó que su amiga de toda la vida lo
esperaba de pie junto a una de las patrullas.
Sonrió.
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—Les daré unos minutos —dijo Isabel en voz baja antes de marcharse a la patrulla que
compartía con Arturo.
El oficial se acercó a su amiga y le regaló un fuerte abrazo.
A Rubi le encantaban los abrazos de Arturo; eran mágicos, porque la devolvían a algunos
momentos felices de su vida, momentos donde las preocupaciones eran mínimas. Luego de
sobrevivir al juego, Arturo fue el pilar de Rubi, él estuvo con ella en todo momento, era el único
que podía calmar las temibles pesadillas que invadían los sueños de la chica. Con el pasar del
tiempo, la amistad se fortaleció a tal punto que, en un soleado día de clases, decidieron ser una
pareja en toda la regla, sin embargo, la relación no duró mucho, aun así, continuaron siendo
amigos. Se habían percatado de que ambos habían confundido el amor que sentían hacia el otro…
No era un amor del tipo romántico el que habían sentido, sino, el del tipo fraternal.
—Hace mucho que no te veía frente a estas puertas. ¿Quieres que te ponga unas esposas
para que vayas a juego? —bromeó él
—Quise ser yo quien te visitara esta vez —explicó Rubi, acercándose a su amigo con una
amplia sonrisa—. Supongo que no lo planeé bien, porque parece que vas de salida.
—Voy a hacer mis rondas, cuando termine paso por tu casa, ¿te parece? —propuso.
—Necesito salir —se apresuró a decir. Le explicó que su casa la agobiaba, su cita le había
cancelado hace unas horas atrás y necesitaba alejar su mente del fantasma de Clara y todo lo que
se relacionara con el juego del cazador—. De verdad necesito salir, Arturo. Necesito relajarme un
poco.
Arturo la sujetó por los hombros. Rubi no se había fijado en que había estado temblando
mientras hablaba. Se tranquilizó y dejó escapar una bocanada de aire para luego dibujar una
fugaz sonrisa en sus labios.
—Disculpa…
29
—De acuerdo. Conozco un buen restaurante —dijo el oficial. Sacó su celular, buscó en el
navegador y le mostró a su amiga una foto del lugar al que deseaba llevarla. A Rubi le gustó la
idea y aceptó sin pensárselo dos veces.
***
Había llegado el mediodía y, en un espacioso claro internado en el bosque, Leonel se
hallaba cableando el sistema luminario, mientras que un par de chicos universitarios, entre ellos
el hermano de Ligia, amontonaban la madera en una gran columna. Leonel ansiaba ver aquella
fogata cortando la oscuridad con su flameante danza, sólo le faltaba una chica a quien abrazar y
besar para esa noche, pero estaba seguro de que eso no pasaría. Su baja estatura y la extrema
delgadez que lo asemejaba a una pata de pollo se lo impedían.
El celular sonó y al segundo repique contestó. Era la reina oscura, pedía un reporte de cómo
iban los preparativos. Tras una breve charla, la chica le colgó y Leonel siguió con su trabajo.
Odiaba a Micaela, pero también le temía… si no quería acabar destruido, tenía que seguir sus
órdenes.
—Ya instalé las antorchas como pediste —le hizo saber Carlos a Leonel. Eran los mejores
amigos. Se habían conocido hace poco más de un año en un curso de fotografía, pero la amistad
creció gracias a que ambos disfrutaban leer las mismas historias mangas—… y las del bosque
también.
—¿Las probaste? —preguntó Leonel, acomodando sus gafas.
—Síp, y funcionan muy bien. Espero que todo salga de acuerdo a lo planeado, o Micaela
clavará nuestras cabezas en una pica.
—Deberíamos de formar un ejército y acabar con su reinado —sugirió Leonel, sin apartar
la mirada de su trabajo—. Una rebelión contra la reina oscura.
—Para ponerle fin a su oscuro reinado y traer un nuevo orden al instituto.
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—Que conversación tan friki —los interrumpió Nicole, sentándose en el borde de la tarima
y depositando una enorme bolsa que contenía el almuerzo de los tres—. Es por eso que ambos
siguen solteros.
—Tú no puedes hablar mucho.
—Pero a mí me encanta hablar demás —dijo la chica, sacando tres hamburguesas y tres
bolsitas con papas fritas—. Ahora cállate y come —finalizó, lanzándole la hamburguesa a Carlos.
Leonel se alejó de los cables y fue a sentarse junto a Nicole. Moría de hambre y le
agradeció a su amiga por traer el almuerzo. Su estómago sonó estrepitosamente y los chicos
soltaron carcajadas ante aquel concierto estomacal.
—Mi estómago también te lo agradece.
Nicole se ruborizó ante aquellas palabras.
—Descuida —contestó la chica, apartando el flequillo que entorpecía la visión de su ojo
derecho—. Me gusta traerte la comida.
Leonel también se ruborizó, quizá un poco más que Nicole.
Carlos sonrió al fijarse en la situación y no dudó en marcharse para darles tiempo a solas.
Hace mucho que veía esa atracción entre ambos y, constantemente, se lo comentaba a su amigo;
lo alentaba a que se le declarara y la invitara a salir, pero Leonel sólo se limitaba a evadir el tema.
***
La brisa nocturna barría las hojas que dormitaban en las calles de la localidad. Las copas de
los árboles se movían al ritmo de la corriente de aire y las ramas de un enorme cedro arañaban la
ventana del cuarto de Adrián, quien se alistaba para la fiesta de la fogata, la cual había
comenzado hace una hora.
El celular sonó. En la pantalla se leía un mensaje de Sara:
“Ya estamos en la fiesta. Muévelo”
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Los nervios invadían cada parte del cuerpo del muchacho. Gracias a Delia, estaba decidido
a hablar con Laura durante la fiesta para ganar confianza y pedirle una cita. ‹‹Poco a poco››, se
decía Adrián en sus pensamientos.
Se sintió un poco mal debido a que le habían cancelado a su madre, pero se contentó al
saber que Arturo la llevaría a un bonito restaurante. Adrián siempre había sentido un gran afecto
hacia el amigo de su mamá; de pequeño deseaba que él fuera su padre, deseo que aún sigue
anhelando. Estaba seguro de que ellos acabarían juntos. El sonido del timbre lo sacó de su
ensimismamiento. Escuchó el grito de su progenitora ordenándole que se apresurara y, con
mucha prisa, se puso una camisa de cuadros abierta sobre una camiseta blanca, tomó el celular y
bajó rápidamente las escaleras. Aún le resultaba extraño ver a Arturo sin el uniforme de oficial,
pues, iba de etiqueta, pero le resultaba más raro ver a su madre luciendo un largo y hermoso
vestido de raso.
—Mamá —dijo con estupor, sin quitarle la mirada—, estás muy linda.
Arturo apoyó aquel cumplido.
Rubi dio una grácil vuelta sobre sus talones para lucir la delicada prenda de vestir, mientras
una amplia sonrisa abarcaba su rostro. Tras un breve y sonoro aplauso del pequeño público
presente, la aludida se aferró al grueso brazo de su cita.
Al salir y cerrar la puerta de la vivienda, se dispusieron a caminar hacia el auto, con Adrián
pisándole los talones a la elegante pareja. Una vez dentro del vehículo, Arturo hizo ronronear el
motor y el corazón del muchacho comenzó a latir con más fuerza. En pocos minutos estaría en la
fiesta, lo que significaba que pronto hablaría con Laura.
***
El auto se detuvo frente a una larga pared de árboles, dos oficiales de policía custodiaban
cada extremo y, en el centro, a unos tres metros de altura, se vislumbraba una extravagante
32
pancarta que anunciaba la fiesta de la fogata. Dos brillantes antorchas ardían debajo del cartel,
señalando la entrada al bosque.
—Se ve muy solo —advirtió Rubi—. Será mejor que te acom…
Aquellas palabras de madre sobreprotectora alertaron a Adrián.
—Ni se te ocurra —la interrumpió—. Será mejor que se vayan o matarán lo poco que tengo
de vida social.
—Descuida, Rubi. Tremont asignó a dos unidades para que custodiasen la fiesta —le
aseguró Arturo, calmando ligeramente los nervios de su amiga—. Los chicos estarán seguros.
—Sí. Bien —se apresuró en decir Adrián, mientras salía del auto—. Y… váyanse antes de
que alguien los vea.
Tras unas largas despedidas por parte de su madre, Arturo puso en marcha el vehículo y se
esfumaron por completo del campo visual de Adrián. El chico se volvió y advirtió como el
bosque se alzaba ante él. Entre el espeso follaje, podía vislumbrar algunas de las brillantes
antorchas que debía de seguir para llegar al claro donde se llevaba a cabo la fiesta.
Tomó una bocanada de aire.
—Supongo que no iré sola después de todo —dijo la voz de una chica.
A Adrián se le detuvo el corazón por un instante. Conocía esa voz. Al volverse, se ruborizó
por completo al ver a Laura, de pie frente a él, bajo la luz de una farola.
—La-Laura —tartamudeó. Tragó en seco y controló los nervios—. Hola. Pensé que ya
estabas en la fiesta.
—Mis padres me trajeron tarde —explicó—. Me da miedo cruzar el bosque yo sola, y más
en estas fechas, así que esperé en casa de mis tíos a que alguien llegara —dijo, señalando una de
las viviendas que se encontraban al otro lado de la calle—. Jamás imaginé llegar a la fiesta con
Adrián Ferrer.
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Adrián no dejaba de ver a Laura. Estaba muy guapa. Sobre una camiseta rosado pálido
llevaba, completamente desabotonado, un suéter amarillo, lo que realzaba el azul de sus ojos.
Lucía sumamente hermosa y delicada; Adrián pensaba que la mariposa escarlata que colgaba de
la dorada cabellera de su acompañante le brindaba algo más de inocencia.
—¿Hola? Laura llamando a Adrián —decía la chica, agitando suavemente la mano para
sacar al muchacho de su trance—. ¿Estás aquí?
—Disculpa —se apresuró en contestar. Adrián se encontraba totalmente avergonzado. Se
había desconectado por completo al ver a tal hermosa muchacha—. ¿De… decías?
—Decía que ya es hora de entrar —repitió ella, tras soltar una risa divertida.
Sin perder más tiempo, ambos se adentraron en el laberinto forestal. El follaje era tan
espeso que la luz que desprendía la luna no penetraba al interior del bosque. Con la mirada,
Adrián ubicó la llama de una de las antorchas. Despacio, avanzaron hasta la brillante señal.
Tardaron unos segundos en localizar la siguiente.
—Cuidado —le advirtió el joven enamorado a su acompañante. Éste le dio la mano y Laura
cruzó un trecho de raíces sin problema alguno—. Hiciste bien en traer zapatos deportivos.
—Siempre los llevo conmigo —confesó ella, acomodándose el cabello detrás de las
orejas—. Incluso a fiestas formales.
Continuaron su trayecto. Las antorchas iban apareciendo con más facilidad, iluminando
débilmente el sendero a seguir. El celular de Laura se hizo escuchar entre el reinante silencio y la
muchacha se detuvo para darle una rápida mirada.
—¿Todo bien? —preguntó Adrián.
—Sólo eran mis amigas —contestó, volviendo a guardar el artefacto en el bolsillo de su
suéter—. Tienes algo en el cabello —advirtió entre risas. Sin vacilar, se le acercó y retiró del
cabello de Adrián un enredo de telarañas.
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Ambos rieron al ver que la telaraña se había adherido en los dedos de Laura. Tras
deshacerse de ella, se escuchó un ruido proveniente de entre los árboles. Pisadas. Laura dio un
respingo y se aferró al brazo del muchacho, quien sacó su celular e iluminó hacia los árboles,
pero no era suficiente como para distinguir algo entre aquella penumbra. La joven utilizó la luz
del suyo, sin embargo, la mejora no fue gran cosa.
—De seguro se trata de algún animal.
—Será mejor que sigamos —susurró Laura. Su voz tembló un poco, lo que demostraba que
estaba asustada.
Se volvieron a escuchar las pisadas, esta vez más cerca, y la muchacha insistió en seguir el
camino a la fiesta. Adrián estuvo de acuerdo con el plan y marcharon rápidamente.
A medida que avanzaban, el ruido de la música, los alaridos de las personas y las luces de
la fiesta se hacían notar. Tras atravesar una cortina de hojas, los nervios de los dos adolescentes
desaparecieron al ver el ambiente que se desarrollaba en el claro: Una enorme pila de madera se
imponía en el centro de la fiesta; sobre las cabezas de los asistentes guindaban cientos de luces de
colores y guirnaldas hechas con papel crepe; a un extremo del claro se alzaba una pequeña
tarima, con el Dj y todos los equipos que despedían la fuerte música; al otro lado se hallaba la
interminable mesa de bocadillos y bebidas; el resto del espacio era llenado por cientos de
personas bailando, comiendo, bebiendo y charlando. Todo el mundo parecía pasarla bien.
—Oye, gracias por acompañarme.
—Eh… Cuando quieras —dijo, regalándole una sonrisa nerviosa.
—Por cierto, hoy en la tarde recordé el dibujo que te hice en tercero —comentó, mientras
escondía las manos en los bolsillos de su suéter de lana. La mente de Adrián no tuvo que
maquinar mucho, porque ese recuerdo siempre lo llevaba consigo con mucho cariño—. ¿Aún lo
tienes?
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Abrielle y Ligia gritaron muy alegres el nombre de Laura, mientras marchaban rápidamente
hacia ella. Le reprocharon el haber ignorado los mensajes antes de tomarla de las manos y
arrastrarla hasta perderse entre el enjambre de personas. Lo último que escuchó Adrián fue que
las chicas le decían a Laura que Gerardo no paraba de preguntar por ella.
Repentinamente, Fernando apareció y se encaramó en la espalda de su amigo; no paraba de
felicitarlo por haber llegado a la fiesta con la chica más guapa del colegio. Adrián, riendo, logró
sacárselo de encima y, al volverse, vio a Sara con una diminuta sonrisa dibujada en los labios.
En menos de un minuto, los tres se hallaban bebiendo, charlando y riendo como un trío de
locos. Adrián no recordaba cuando fue la última vez que había ingerido alcohol, pero Sara se lo
recordó con una historia bastante vergonzosa, que incluía bailes eróticos y vomito.
***
En el bosque, a varios metros de la fiesta, el círculo de velas estaba completo. Despacio, el
sujeto de la capucha se dispuso a encenderlas una por una. Las llamas danzaban con cierta
delicadeza en la oscuridad. Seguidamente, tomó el enorme cuchillo, el cual yacía en el centro del
círculo, reflejando débilmente las luces de las llamas.
Por un momento había sentido pánico, pensó que aquellos dos adolescentes lo habían visto,
pero sólo lo escucharon; por suerte culparon del sonido a algún animal. Del bolsillo de su
chaqueta extrajo seis pequeñas fotografías, las observó por un momento y una sonrisa morbosa se
dibujó detrás de la máscara. Con mucho cuidado, las deslizó por el fuego de una de las velas y
terminó depositándolas en el interior del círculo. Seguidamente, hizo un pequeño corte en su
mano derecha y dejó que la sangre goteara un poco sobre las ardientes fotografías.
Vendó su mano y, sin hacer el más mínimo movimiento, observó como el fuego consumía
poco a poco las fotografías hasta dejarlas reducidas en un montículo de cenizas.
El ritual de apertura había culminado.
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En el círculo yacían las cenizas de las presas de ese año, junto con la sangre que las
reclamaría.
—El juego comienza ahora.