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 HELIO PIÑÓN EL FORMALISMO ESENCIAL DE LA ARQUITECTURA MODERNA 

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  HELIO PIÑÓN

EL FORMALISMO ESENCIALDE LA ARQUITECTURA MODERNA

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  HELIO PIÑÓN

EL FORMALISMO ESENCIALDE LA ARQUITECTURA MODERNA

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ÍNDICE

7 PRÓLOGO

9 PRESENTACIÓN

11 PRIMER ENCUENTRO CON LA ARQUITECTURA

17 CAMBIO DE HORIZONTE: LA OBJECIÓN REALISTA

27 LOS AÑOS SETENTA

33 FLASH BACK : ESBOZO TEÓRICO

DEL HUMANISMO EN EL ARTE

37 SUJETO, JUICIO Y FORMAEN LA ESTÉTICA KANTIANA

43 LA ESTÉTICA ROMÁNTICAY LAS TEORÍAS FORMALISTAS DEL ARTE

43 Idea y expresión en la estética hegeliana46 Las teorías ormalistas del arte46 Herbart, Zimmermann y von Marées51 Konrad Fiedler 55 Adol von Hildebrand62 Alois Riegl68 Heinrich Wölin72 Wilhelm Worringer 

79 LAS VANGUARDIAS CONSTRUCTIVAS79 Sobre la noción de vanguardia81 Kasimir Malevich87 Wassily Kandinsky93 Piet Mondrian98 Charles Edouard Jeanneret y Amedée Ozenant103 Coda orteguiana

105 ARTE ABSTRACTO Y ARQUITECTURA MODERNA

115 ARTE, GUSTO Y JUICIO

119 EL EDIFICIO Y SUS ALEDAÑOS

131 A MODO DE CONCLUSIÓN

 

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PRÓLOGO

El texto que sigue corresponde al trabajo presentado antela Real Academia de Doctores de Barcelona, con motivo demi incorporación a dicha institución. El discurso de ingreso,pronunciado el 13 de marzo de 2003, se centró en la glosade algunos aspectos de este ensayo: su título –“El humanis-mo esencial de la arquitectura moderna”– revela el aspectoen que centré mi argumentación.

Naturalmente, la acción de la subjetividad, característicadel proyecto arquitectónico moderno, no debe verse como

una mera exhibición de acultades, ajenas a cualquier co-metido concreto: es precisamente la construcción de univer-sos ormales –dotados de consistencia específca, en cadacaso– el objetivo de la acción del hombre, a cuya glosadediqué mi intervención oral.

En realidad, el humanismo, que traté de mostrar comoun rasgo característico del modo de concebir que inaugurala modernidad, a menudo obviado –cuando no discutido–,debe enmarcarse en una condición determinante de la ar-

quitectura moderna que, en tanto que asumida por el sujeto,al margen de convenciones tipológicas, marca la dierenciaundamental con respecto al clasicismo: la naturaleza intrín-secamente ormal de sus productos.

El ormalismo esencial de la arquitectura moderna es,por tanto, un intento de undamentar el cambio radical quesupone la modernidad arquitectónica en el modo de conce-bir que inaugura: más allá de los intentos de explicarlo entérminos de contexto social, innovaciones técnicas o marco

de civilización, propongo un punto de vista desde el cual laconcepción, orientada hacia una idea nueva de orma, esla instancia sintética que, al estructurar la materia, introduce

como circunstancias contextuales las condiciones que la crí-tica convencional plantea como determinantes.

En ese propósito, trato de establecer la genealogía deuna idea de arte que, si bien emerge a principios del sigloxx, encuentra su antecedente remoto en la estética de Kanty ahonda sus raíces en la teoría ormalista del arte que sedesarrolló a lo largo del siglo  xix, como alternativa a la es-tética tradicional de carácter flosófco.

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9Mis primeras palabras son de agradecimiento a la Academiay a su presidente, el Excelentísimo Doctor Josep Casajuana,por acogerme como miembro de tan ilustre corporación.Nunca pensé que un día pudiera encontrarme en esta tesi-tura: reconozco que siempre he asociado estas distincionesa otras personas a quienes considero con más méritos.

He de conesar, de todos modos, que cuando recibí lanotifcación de mi nombramiento, una vez superados losprimeros instantes de desconcierto que provoca la respon-

sabilidad, me alegré de que uera precisamente la Real Aca-demia de Doctores la que me acogía. No se trata de unainstitución que reconozca la excelencia en una u otra disci-plina o actividad, como las hay tantas y tan dignas, sino queinvoca el grado de doctor por lo que tiene de compromisocon el conocimiento, entendido como actividad suprema delespíritu. En aquel instante, percibí una leve resonancia en miinterior, producida por alguna aceta de mi personalidad.

No me ue diícil escoger el argumento de mi intervenci-

ón: decidí desarrollar una idea que había esbozado en unpequeño texto años atrás pero que, en realidad, me ha per-seguido desde que empecé los estudios de arquitectura, hamadurado conmigo y se ha desarrollado paralelamente ami conciencia arquitectónica. En el límite, la idea central deldiscurso es que no se puede hablar de una arquitectura ge-nuinamente humanista hasta bien entrado el siglo  xx. Coin-cidiendo con la “edad de la máquina”, aparece una maneraautónoma de concebir la orma, liberada tanto del tipo dis-

tributivo como del sistema clásico de elementos, coaccionescuyo eecto combinado garantizó la legalidad ormal de laobra a lo largo del ciclo histórico del humanismo.

Frente a quienes pregonan que el arte moderno es ru-to de una práctica deshumanizada, por su matriz abstractay sus procedimientos mecánicos, trataré de argumentar elhumanismo congénito de la arquitectura moderna, por laimplicación de la subjetividad en los juicios que undamen-tan tanto la concepción como el disrute de sus obras. Unasubjetividad que, lejos de entenderse como simple reejode lo personal –como a menudo se considera–, supone laculminación de lo humano, pues, al orientarse hacia lo uni-

versal, vincula lo personal con lo que es genérico por elhecho de pertenecer a la especie.Pero la dimensión humanística que, a mi juicio, caracte-

riza el proyecto moderno –es decir, la asunción de la sub-jetividad en la concepción– no se entiende en mi discursocomo un pretexto para convertir la arquitectura en un vehí-culo de expresión de experiencias u obsesiones personales:por el contrario, la subjetividad en que se basa el proyectomoderno tiene que ver con la acción ormativa del arquitec-

to moderno. Es mi propósito, por tanto, elaborar la gene-alogía del ormalismo esencial de la arquitectura modernay argumentar la plausibilidad del punto de vista en que seapoya mi planteamiento.

Un discurso de estas características no ha de pretender convencer a nadie: sólo ha de tranquilizar a los que me hanaceptado en la Academia, haciéndoles ver que con mi incor-poración no han cometido una travesura que pudiera poner en peligro la solvencia intelectual y social de la institución:

no negaré que, en este momento, entiendo mejor aquellasensata conesión de Groucho Marx: “Nunca pertenecería aun club que aceptase como socio a un tipo como yo.”

PRESENTACIÓN

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10 Trataré, pues, de no deraudarles, traicionando la con-fanza que han depositado en mis méritos. No trataré, encambio, de demostrar que conozco mi ofcio de arquitec-to y proesor de una manera razonable, ni les pronunciaréuna conerencia: ello, además de resultar impertinente por la naturaleza del acto, podría resultar muy aburrido para lamayoría. Trataré de adoptar, pues, el tono del discurso, gé-nero que, como dice el diccionario, consiste en un razona-miento pronunciado en público con el fn de convencer a los

oyentes y mover su ánimo. Como en este caso no se tratade convencer, según hemos convenido, intentaré desplazar un ápice su espíritu, por escasa que sea su disposición a esetipo de viajes.

Dicho esto, creo que lo mejor que puedo hacer paraacercarme al argumento básico del discurso es hablarlesde mí: como he dicho, la idea que les quiero sugerir es casibiográfca para mí; por otro lado, haciéndolo así, pondré aprueba mi consistencia como persona que, a fn de cuentas,

es de lo que se trata. Pero no se preocupen; no les habla-ré de mi vida: intentaré esbozar lo que algún pedante untanto añejo habría llamado “genealogía de mi concienciaarquitectónica”, por lo que tiene que ver con la peculiaridaddel punto de vista que quiero mantener en este parlamento.No lo denominaré tesis, porque no es el caso y porque,en defnitiva, mi argumento central es un corolario de uncriterio teórico que considero esencial para mi manera deentender el arte moderno y plantear su práctica: la arquitec-

tura moderna, más allá de las consideraciones estilísticas ysimbólicas a las que a menudo se reduce, basa su acciónormativa –creadora, en sentido estricto– en un acto especí-

fco de concepción ormal que, partiendo del sujeto, aspiraa lo universal, condición en la que reside la esperanza deque sea reconocido por los demás como un dominio orde-nado.

Trataré de ir intercalando, pues, el reejo que han idoteniendo en mi conciencia los episodios de los que les ha-blaré, procurando que las reerencias a mi proceso perso-nal vayan desvaneciéndose poco a poco, absorbidas por lalógica del discurso teórico.

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11Empezaré por hacer una breve reerencia a mi primer con-

tacto con la arquitectura, que ue un episodio ortuito, comoacostumbra ocurrir. Decidí que quería ser arquitecto a loscatorce años, decisión algo extraña, tanto por la época enque tomé la decisión, como por mis antecedentes perso-nales; en mi amilia no había ningún arquitecto: la tradi-ción proesional de mi entorno la conormaban abogadosy médicos. Es más, hasta aquel momento, prácticamenteno tenía una idea clara de lo que era un arquitecto: donde

nací y pasé la inancia –Onda, ciudad industrial de la PlanaBaixa– no habían; probablemente intervenían en las nuevasconstrucciones, pero el caso es que no tenían una presenciapública que los identifcara. Después supe que venían deCastellón o de Valencia, pero lo hacían sólo en contadasocasiones; a lo sumo, un par de veces por edifcio: al “chu-rrasco del replanteo” y a la “paella del fnal de obra”. Estoyconvencido de que ese carácter lúdico que yo atribuía a sucometido tuvo su inuencia en mi decisión.

Supongo que no se excedían en visitas para que la gen-te no se acostumbrase a verlos con demasiada recuencia:convenía que todo el mundo identifcara su intervención conalgo mágico. Eran la encarnación de una técnica homolo-gada que venía a corregir –o, en su caso, a confrmar– lassoluciones experimentadas de los maestros de obras: elloseran hasta entonces, a ojos de todo el mundo, los auténti-cos constructores de edifcios.

Un libro de los que inorman sobre las materias y cursos

de las dierentes carreras universitarias me abrió los ojos:los estudios de arquitectura incluían, entre otras materias,“perspectiva y sombras”. Aquello resultó defnitivo; entendí

que la carrera de arquitecto estaba hecha para mí: la ob-

sesión rotuladora que a menudo aecta a los estudiantes delos últimos cursos de bachillerato debió de tener su inuen-cia en una decisión tan compulsiva.

El primer arquitecto que conocí ue José M. Bosch Ayme-rich: vínculos amiliares pero, sobre todo, el aecto mutuoentre nuestras respectivas amilias hacían que nos encon-trásemos en Blanes durante los veranos. Así pues, resultaque el doctor Bosch Aymerich, miembro veterano de esta

 Academia, está en el origen de que yo me encuentre hoyaquí, en este trance.Empecé los estudios de arquitectura en la Escuela de Ar-

quitectura de Barcelona en 1960, un momento en el que lamodernidad comenzaba a estar seriamente cuestionada: enrealidad, si bien el edifcio de la Facultad de Derecho toda-vía olía a pintura –en 1958 se le concedió el Premio FAD almejor edifcio construido aquel año–, se iba desarrollandoa la vez una mentalidad propicia a agradecer a la arqui-

tectura moderna cuanto había hecho por la humanidad y aencontrarle un relevo histórico –y, por tanto, estético. Todoparecía presagiar que el testigo sería recibido por las actitu-des realistas de aquellos que se mostraron desde el principiomás interesados en concebir la arquitectura como reejoinmediato de las distintas determinaciones de la realidadque en proundizar en la consistencia ormal del objeto: enello radicaba la distancia que los separaba de quienes pro-yectaban desde la modernidad internacional. El cambio de

marco de reerencia ue, en defnitiva, determinante para elabandono del empeño ormativo moderno a avor de fgu-raciones de carácter mimético. Aunque percibí el enómeno,

PRIMER ENCUENTRO CON LA ARQUITECTURA

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12 no tuve plena conciencia de su sentido histórico y estético

hasta más tarde.Un hecho sin importancia aparente, pero que me aec-

tó de verdad cuando sólo tenía dieciocho años, explica elorigen de mi experiencia del enómeno que comento. To-davía a veces me viene a la mente y me crea desconcierto:habíamos de proyectar un banco para sentarse, en un lu-gar que cada alumno escogía previamente; se trataba delprimer ejercicio de Elementos de Composición, que en mi

grupo dirigía Federico Correa. Todas mis uentes eran, por un lado, ejemplares sueltos de la revista alemana ShönenWohnen que comprábamos de ocasión en el Mercat de Sant

 Antoni y, por otro, lo que pudiera aprender en mis visitasesporádicas al estudio de José M. Bosch.

No sé exactamente dónde lo recogí –porque estoyconvencido de que no ue idea totalmente mía–, perome encontré dibujando en un papel un murete de mam-postería de piedra, de un metro de altura y tres metros

de longitud, recibía un tablón de madera de 5 cm degrosor, 45 cm de anchura y 2 m de longitud, ijado enposición horizontal por unos periles metálicos al murete,y dispuesto a 40 cm del suelo. La disposición del tablónno coincidía con la del muro, sino que estaba desplaza-do de éste, sobresaliendo por un extremo una dimensiónequivalente a su anchura. Una alombra de listones de1 m de anchura y longitud correspondiente al tablón deasiento protegía el césped del suelo de la acción de los

pies y ormaba un diedro con el murete inicial, si bien losuperaba en un extremo, debido a su correspondenciacon el tablón.

Para mí, aquello era un banco moderno, es decir, propio

del tiempo que corría, tal como yo desde mi joven intuiciónentendía las cosas: naturalmente, era algo más que un ban-co y respondía tan bien a la necesidad de sentarse como alpropósito de satisacer al espíritu por la consistencia de lasrelaciones visuales que lo defnían como objeto: acaso eraeso lo que me ascinaba de mi descubrimiento. No sé cómoue, pero alguien me convenció de que no lo presentase: “Esdemasiado artifcioso”, me dijo un buen amigo. Lo guardé,

un poco avergonzado por mi ingenuidad, pero me quedóel episodio en la conciencia y, de vez en cuando, me vuelvea la mente.

El banco que presenté no tenía nada que ver con el quehabía desechado: dos prismas de hormigón actuaban desoporte de un tablón de madera, que actuaba como asien-to, y de dos ejes de acero que soportaban un segundotablón, más estrecho, que servía de respaldo. Tampoco séde dónde salió, porque no me cabe duda de que a esa

edad no estaba capacitado para concebir, pero estoy con-vencido de que, si bien cumplía con la lógica analítica queentonces empezaba a adquirir vigencia, el banco no estababien; Federico Correa así lo debió entender y lo aceptó sinentusiasmo: la puntuación con que lo califcó reeja la in-trascendencia de mi ejercicio.

No hice cuestión de mi renuncia –no acostumbro aobsesionarme con las decisiones que considero irrever-sibles–, pero no entendí por qué se me aconsejó que me

olvidara de mi primer banco –concebido con criteriosrealmente modernos, como supe después– para plan-tear un banco “más lógico”, con una lógica deductiva

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13parecida a la que permite suponer que lloverá cuando

el cielo oscurece.Creo que ue entonces cuando entendí que en la arqui-

tectura concurren lógicas dierentes; –dos, cuando menos:una relacionada con la constitución específca del objetocomo ente autónomo y otra que tiene que ver con la ade-cuación del arteacto a los usos, materiales y medios técni-cos relacionados con su producción. Pronto me di cuenta deque, mientras la primera aecta a la identidad del arteacto,la segunda se relaciona, en el mejor de los casos, con elsentido común y las normas de la buena construcción, yque la síntesis, lejos de acortar la distancia que media entreambas lógicas, ha de incorporar la tensión que provoca sudesplazamiento.

El primer banco, a mi entender, estaba bien pues, aun-que iba más allá de ser un objeto concebido para sentarse,su constitución no podía prescindir de esta circunstancia: enrealidad, el hecho de ser un banco era sólo una condición,

sin duda defnitiva desde el punto de vista uncional, entrelas cualidades dierentes que determinaban tanto su sentidocultural como su consistencia ormal. Esa condición de ser un banco no debía suponer, en cambio, ningún prejuicio encuanto a su confguración como arteacto.

 A los dieciocho años resultaba tranquilizador, a pesar detodo, que la arquitectura pudiera llegar a ser algo tan ra-zonable que permitiese hablar de sus productos en términosde lógica deductiva. Al fn y al cabo, la razón es la acultad

que incluso los jóvenes usan con más recuencia y naturali-dad: casi todas las actividades de la vida tienen que ver conel uso de la razón. Pero, de todos modos, el primer banco,

a mi juicio, estaba bien, y no entendí entonces por qué lo

había de retirar por el mero hecho de estar concebido concriterios de orma que trascendían –sin contravenir– la lógi-ca de la razón.

 Ante una obra de arte, me intereso por dos atributos queme parecen esenciales: el sentido y la consistencia. En elcaso del banco, el sentido lo daba el hecho de pertenecer a un sistema estético –el moderno o, mejor, el neoplástico–que, más allá de las maniestaciones iniciales más progra-máticas de la vanguardia pictórica, empezaba a dar sus ru-tos en la concepción del mundo construido; la consistenciatenía que ver con la dimensión ormal del arteacto que losprincipios del reerido neoplasticismo garantizaban: aquelobjeto era algo en sí mismo; se trataba de una entidad or-mal que, a pesar de estar relacionada con su utilidad y suconstitución material, no podía de ningún modo reducirse auna consecuencia directa de ellas. Naturalmente, entoncesyo no era capaz de explicar todo esto con las palabras con

que lo hago hoy, pero tenía la sensación de que las cosasdebían ser más o menos como digo.Después supe que el modo de ver la arquitectura que se

iba imponiendo paulatinamente en la Escuela de Arquitec-tura de Barcelona –y en el mundo entero– se llamaba realis-mo y trataba de reconducir la producción de objetos haciacriterios vinculados a la realidad inmediata, ruto del uso dela razón y de la moral. Actuando de ese modo, intentabanneutralizar los “excesos estilísticos” en que –según se decía

por entonces– habían incurrido los arquitectos modernos, ala sazón identifcados con el califcativo de racionalistas, conun sesgo que los asociaba a lo obstinado y artifcioso.

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14  Aparte del episodio del banco, apreciaba la capacidad

de algunos proesores de proyectos para encajar ragmen-tos de programa –a veces, el programa entero– con unahabilidad que yo admiraba: observaba, boquiabierto, cómolos espacios se acoplaban, aparentemente sin esuerzo niviolencia, dentro de una lógica que mi ojo comprendía ymi razón no rechazaba; lógica que, como es natural, no selimitaba a lo uncional, sino que contemplaba el conjuntode aspectos que conuyen en la construcción ormal y ma-terial de una obra. Me parecía entender los criterios que lepermitían ordenar las dependencias de modo que la cohe-rencia interna de la estructura ormal avorecía el desarrollode la actividad, sin que la tensión entre los dos criterios –elde orden y el de utilidad– dejase jamás de ser un atributoestético, pero sin que la ausencia de tensión convirtiera laoperación en un simple acto de deducción lógica.

 A lo largo de los estudios asistí, como digo, a la sustitu-ción de una orma de concebir: lo que me sorprendió en el

primer curso se convirtió, con el tiempo, en habitual, y todohacía suponer que asistíamos al inicio de otra época. Noshabían dicho que la arquitectura moderna respondía a uncambio de mentalidad, que era la expresión del espíritu deltiempo, que reejaba la idea del espacio en la edad de lamáquina. Nos lo creíamos todo sin hacernos más pregun-tas: los que así pensaban eran reconocidos teóricos y cro-nistas de la arquitectura llamada moderna; no había, pues,motivo para la desconfanza.

El paso del tiempo hizo que tanto sus explicaciones delundamento teórico de la modernidad como las descripci-ones de sus obras características me parecieran cada vez

más extravagantes: yo veía la arquitectura moderna sobre

todo como un modo de concebir el orden del espacio que,aunque es distinto del clasicista, me parecía amiliar. El re-conocimiento de esa nueva noción de orden me producíaun placer que, si bien tenía su origen en la visión, incorpo-raba una dimensión intelectual; a la sazón no conseguíaexplicarlo de otro modo. Los libros hablaban de simbolismoy de impulso ético para justifcar lo que a mí me parecía elresultado de la aplicación de unos criterios de orma quepermiten ordenar el espacio sin recurrir a la simetría, laigualdad, la centralidad: me pareció advertir que la identi-dad de los nuevos edifcios ya no se apoyaba en la nociónclasicista de jerarquía.

Con los años, además de reconocer la dierencia esenci-al entre la tipología clasicista y la concepción moderna, heaprendido que el hecho de ser autor de un libro, incluso sise es amoso, no presupone necesariamente que se tengamuy claro aquello de lo que se habla. Eso me ha tranquili-

zado, al liberarme del sentido de culpa que me provocó ladesconfanza progresiva con que me acercaba a los manu-ales con que nos adiestraron a los arquitectos de mi gene-ración en el sentido estético y en la génesis histórica de laarquitectura moderna.

Progresivamente, se ue generalizando el uso de códigosoperativos que trataban de llenar el vacío que había pro-vocado el abandono de los criterios modernos de orden.Los nuevos instrumentos de proyecto garantizaban objetos

de fgura pintoresca –que se proponía como interesante– yormalidad blanda –que se califcaba de amable: la simpleidentifcación del trasondo sistemático de los razonamien-

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15tos que iba modelando la apariencia de los nuevos edifcios

era considerada un valor indiscutible. Una idea de calidadentendida como cantidad de atención particularizada, ajenaa cualquier impulso de síntesis ormadora, se imponía pre-cipitadamente. Simultáneamente se eclipsaban los criteriosvisuales de la modernidad y, con ellos, la capacidad de re-conocer la ormalidad de los objetos mediante un procesode intelección visual: todo estaba preparado para la cruza-da conceptual a la que abocó el realismo.

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17Cuando me refero a los realismos que en los años sesenta

se proponían como superación histórica de la arquitecturamoderna, me estoy refriendo, en realidad, a tres doctrinasque surgieron en ámbitos culturales bien distintos, con elpropósito similar de corregir lo que –a juicio de sus ormu-ladores– era un desarrollo patológico de la misma. Entreellas, hubo a menudo enrentamientos teóricos puesto que,aunque su objetivo era análogo, sus planteamientos respec-tivos podían dierir en cuestiones tácticas. La denominacióncomún de realismo con la que me refero a los tres plantea-mientos obedece a que desde cada uno de ellos se discutía,acaso sin tener conciencia de ello, el undamento estéticode la modernidad –el principio de la consistencia ormaldel objeto–, desde criterios que trataban de incorporar laautoridad de lo real.

El brutalismo, teorizado por Reyner Banham en una se-rie de artículos cuyo contenido se plasmó en la publicaciónde The New Brutalism (1966), surge como denuncia de la

contradicción entre la lógica del objeto de la arquitectura yla del sujeto que utilizará sus productos: el uncionalismo,entendido como una doctrina estética que se identifca conla ase inicial de la arquitectura moderna, se basa, desdesu perspectiva, en una racionalidad undamentada en losprincipios de pureza y simplicidad, mientras que el uncio-nalismo real –dice Banham– tiene que ver con la expresiónde los valores de la vida.

La pureza y la simplicidad, en cambio, tienen que ver con

los criterios de economía, rigor, precisión y universalidad,que Le Corbusier había propuesto desde el principio comolos atributos específcos del arte nuevo. La máquina sería

el paradigma de esta idea de arte, en la medida que su

constitución culmina el ideal de máximo ajuste y consisten-cia: repugna a la mente la idea de una máquina a la quesobran piezas porque no tienen un cometido específco enel sistema que garantiza su uncionamiento.

 A partir del brutalismo, se discuten los principios de laarquitectura moderna desde dos perspectivas dierentes: por una parte, se hace énasis en el concepto de tolerancia ren-te al de precisión, en tanto que determinantes de la produc-ción industrial y, por otra, se lamenta la alta de simbolismode una arquitectura cuyos autores se obstinan en concebir mediante ormas puras y rigurosas. En tales objeciones estáimplícita –y, en ocasiones, explícita– la idea de que el idealde ajuste y precisión entorpece la producción, de modo quela tecnología sería la encargada de incorporar la “rebaja”que la realidad empírica impondría a la ideología y la esté-tica maquinistas.

 Al relacionar el ideal de precisión con los sistemas de

producción industrial, no se está entendiendo, como se ve,el carácter metaórico de la reerencia de Le Corbusier ala máquina como modelo de cohesión interna. Se conun-den constantemente los principios estéticos con los criteriosproductivos de la realidad industrial: la idea de ajuste tieneque ver con un modo de plantear la orma, no con una téc-nica determinada para articular las piezas de un productomanuacturado.

Por otra parte, cuando Banham niega la capacidad sim-

bólica a la arquitectura precisa y rigurosa, se está limitan-do el concepto de simbolismo a la relación aectiva que seestablece entre el público y determinados universos icono-

CAMBIO DE HORIZONTE: LA OBJECIÓN REALISTA

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18 gráfcos, caracterizados por el peso que adquiere en ellos lo

peculiar y lo inmediato.¿Cómo se puede ser moderno sin incurrir en el abuso

de la ría estética de la máquina? Ésta es la cuestión que seplanteaban Banham y los arquitectos jóvenes de su entornoque, como Alison y Peter Smithson, participaron en la cruza-da. La máquina se había convertido en un mito que el pasodel tiempo había puesto en crisis: como se ha visto, por una parte, se considera superado el ideal de precisión querepresenta y, por otra, resulta ya anacrónica la iconograíaque la tomaría como modelo. Los años sesenta marcan elpunto en que un mito sustituye a otro: la máquina deja pasoa la tecnología; si bien la modernidad aprecia la primera yel realismo explota la imagen de la segunda.

Si la arquitectura del primer período del MovimientoModerno se había caracterizado por unos edifcios que pa-recían máquinas –dirá Peter Smithson–, la arquitectura bru-talista se ha de inscribir en la estética de la tecnología. De

ese modo, la maniestación de las huellas que la técnicadeja en el edifcio se considera ahora un valor signifcativode la calidad de la obra. Hay que advertir que la reerenciaal Movimiento Moderno no es irrelevante: es signifcativa dela creencia en un proceso más amplio y trascendente queel que designa el mero enunciado de arquitectura moderna.Supongo que la identifcación de la nueva arquitectura conun movimiento de alcance más amplio tiene que ver conla difcultad de los críticos para entender en ese momento

las bases teóricas y estéticas de la nueva arquitectura: eneecto, era más sencillo considerarla el eecto inmediato einevitable de un enómeno más amplio.

Probablemente, la noción de movimiento, orientado ha-

cia objetivos de carácter ideológico, de contenido conuso,justifcaba, a ojos de los reormadores, la difcultad paraidentifcar el sentido histórico y estético de la nueva arqui-tectura, lo que, en cierto modo, los exculpaba de las sim-plifcaciones sobre las que planteaban tanto sus críticas a lomoderno como sus alternativas particulares. De este modo,si la estética de la máquina se entiende como la reerenciafgurativa a entes mecánicos de todo tipo, la estética tecno-lógica sería –no podía ser de otro modo– la determinadapor la incidencia de la tecnología en los pormenores delproducto.

En su propósito de acercarse “a la realidad” o, mejor, desituar los estímulos de lo inmediatamente dado en el origende la orma, el brutalismo se identifca con ciertos esquemasde planeamiento urbano de carácter claramente organicis-ta: la idea de conectividad y la estructura en clúster sonormas típicas de relación utilizadas por los arquitectos bru-

talistas: el realismo explota así su aceta más naturalista, yaque utiliza estructuras orgánicas, pues las considera tambiénormas naturales de organización social.

No hay ninguna duda, pues, de que el brutalismo cons-tituyó un intento de rectifcación de carácter realista, tantoen su teoría como en la manera de ser interiorizado por los arquitectos: en el ondo, su propuesta teórica consisteen poner al día, con criterios realistas, una interpretaciónequivocada de la arquitectura moderna. Su argumento un-

damental podría sintetizarse como sigue: si la arquitecturauncionalista era estricta y rigurosa con el fn de aproximarsea la máquina, en los últimos años cincuenta, cuando la má-

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19quina ya es sólo un mito del pasado, hay que cambiar de

modelo y hacer una arquitectura en la que se reconozca lahuella de la técnica que se ha utilizado para producirla.

Desde un ámbito aparentemente alejado de la técnica,Ernesto N. Rogers plantea simultáneamente otro proyectode rectifcación de la arquitectura moderna, basado en laconvicción de que el uncionalismo ha pervertido los au-ténticos ideales de los arquitectos que iniciaron la moder-nidad genuina.

El punto de partida de sus reexiones es la necesidadde hacer una arquitectura más humana: la cuestión unda-mental se basa en la convicción de que es posible tender alos ideales de belleza sin renunciar a una humanidad un-damental. Una belleza que poco antes ha defnido como“verdad, coherencia, intransigencia”.

El marco de estas reexiones es la situación italiana delos años de posguerra, que, en palabras de Rogers, está“enerma del más petulante nacionalismo, en el que algu-

nas corrientes del pensamiento arquitectónico internacionalcreían lícito que desembocara el maremagno de un len-guaje indierenciado, una especie de esperanto destinado alograr la comunión de los espíritus”.

En estas palabras se contienen las ideas iniciales de laintroducción a la selección de textos que, con el título de Ex-periencia de la arquitectura (1958), expresan el pensamien-to de Rogers durante los últimos años cincuenta, cuandola aparición de alternativas a la modernidad arquitectónica

ue más insistente. Como temía que se interpretara mal suposición, se apresuró a advertir, poco después, que nadiedudara de su adhesión al Movimiento Moderno, no sólo por 

identidad histórica o por contagio, sino por convicción es-

tricta: convencimiento relacionado con un talante compro-metido con una idea vaga de progreso, relacionado sobretodo con la excelencia moral de lo sincero.

Conceptos como los de tradición y estilo son recuentesen sus escritos. De modo que entiende la tradición comopresencia unifcada de las experiencias, y añade que en Ita-lia la tradición se cumplió en el intento de realizar un estilo“que no se cerrara en la tautología de las ormas”. No in-siste tanto en la raíz maquinista de la orma moderna comoen su vacuidad: el rechazo al ormalismo vacío y mecánico–por el abuso repetitivo que le atribuye, no por su relacióncon la iconograía de la máquina– es un argumento recur-rente en su discurso.

De todos modos, considera que el estilo es el medio conque tratamos de exaltar poéticamente las estructuras lógi-cas que nos sugieren los datos específcos de cada acon-tecimiento: el estilo se entiende, así, como composición de

relaciones siempre nuevas. No orece dudas su percepciónde la problemática de la modernidad: por una parte, la ne-cesidad de atender a la singularidad de cada situación deproyecto; por otra, la necesidad de disponer de un métodoque garantice la coherencia de la situación y evite la disper-sión de respuestas a que la variedad de situaciones puededar lugar.

Este método, al que se refere constantemente sin acabar jamás de defnir, no presenta en cambio dudas acerca de

su cometido en el proceso de proyecto: es evidente –dice–que no basta para garantizar la belleza de las obras, perosólo del método podemos esperar que las obras contengan,

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20 implícitamente, en germen, impulsos positivos para la vida

moral y social de nuestra época.Resulta claro, por tanto, que las situaciones patológicas

que amenazan la arquitectura en ese momento son actitu-des que, a su juicio, polarizan el campo de lo que, denomi-na “arquitectura uncionalista”, es decir, el “dogmatismo”,que establece ormas a priori, sin relación con el resto decomponentes arquitectónicos, y el “esteticismo hedonista”,que destruye dogmas pero a la vez rompe la unidad de losproblemas, porque los considera sólo desde el punto devista personal.

Estas reexiones se basan en la convicción de que eluncionalismo está superado, puesto que no evolucionó:está muerto en aquellos en los que ya nació muerto, porqueconvirtieron en dogmas sus opiniones e hicieron imitacionesincompetentes de las obras de los maestros. El MovimientoModerno –insiste– tuvo unos principios excelentes que tar-daron en diundirse y que incluso ueron mal interpretados.

El pensamiento de Rogers se centra en el objetivo de en-contrar el método que permita trascender la realidad proundade las situaciones de proyecto y traducirla en actos poéticosque, además, conviene hacer explícitos al público: considerael manierismo que la vía por la que la arquitectura de un perí-odo se concreta en su generalidad, y la preexistencia ambien-tal y cultural el contexto en el que la razón prounda adquirirácuerpo material, lo que evitará la tabula rasa que muchoscreyeron que suponía la emergencia de la modernidad.

Rogers no hace una crítica undamentada a la arquitec-tura moderna: parte de la complicidad con los “maestros”y, a partir de ahí, presupone que el resto de producción

moderna es, en el mejor de los casos, una réplica incompe-

tente y dogmática de sus obras. Al identifcar el MovimientoModerno –de nuevo, el proceso ideológico, no el sistemaestético– con un procedimiento heurístico, que llega a unosresultados a partir de datos mediante la aplicación de unmétodo, le basta con insistir en la atención necesaria a loque es undamental en cada caso, con la mínima sensibili-dad para alcanzar la “belleza”. La atención debida a los ele-mentos iconográfcos de la tradición procura la continuidadde la historia; el uso del método garantiza –a su juicio– lacontinuità con el Movimiento Moderno.

Naturalmente, con tal idea de lo moderno, no es extrañoque tuviera enrentamientos con Banham: éste lo califca-ba de historicista y Rogers acusaba a Banham de deensor de una arquitectura de rigorífcos. No se daban cuenta deque, aunque partían de perspectivas culturales dierentes,convergían en una operación que tenía el propósito bienin-tencionado de regenerar la arquitectura moderna, pero que

acabó provocando su práctica desaparición.Mientras Banham y Rogers planteaban sus contrarreor-mas en Londres y Milán, respectivamente, en Barcelona OriolBohigas llevaba a cabo un programa análogo de revisión. Sibien no ue hasta 1961 cuando publicó su texto de reerenciaCap a una arquitectura realista, en los últimos años cincuen-ta ya había publicado una serie de artículos que anunciabanexplícitamente lo que el texto de 1961 contenía.

En Barcelona, a lo largo de la década de los años cin-

cuenta se desarrolló un proceso de debate con el propósitode revisar la arquitectura moderna desde la perspectiva delorganicismo de Alvar Aalto, a la sazón en ranco ascenso. El

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21Grupo R tuvo en sus inicios una clara orientación organicis-

ta, que entró en crisis hacia la mitad de la década, cuandoJosep M. Sostres reconocía en su Creación arquitectónica ymanierismo (1956) que no se podía cambiar la arquitecturaen cada generación y que a la suya le correspondía practi-car un buen manierismo moderno.

La construcción del nuevo edifcio de la Facultad de De-recho (1958), obra de Giráldez–L. Iñigo–Subías, ue un gol-pe duro para los ideales del Grupo, como reconoció Antonide Moragas en un artículo en el que hacía balance de losdiez años de existencia de la asociación.

El sentimiento de inevitabilidad de la arquitectura mo-derna, teorizado por Sostres y ejemplifcado por el nuevoedifcio de la Facultad de Derecho, no ue compartido por Oriol Bohigas, quien cargaba las tintas contra el “unciona-lismo”, tendencia que todos coinciden en recusar como eladversario estético común.

En los textos de Oriol Bohigas, la desautorización de

la arquitectura moderna tampoco es de grandes vuelos: laacusaba de idealista porque, en su opinión, contradecía larealidad tecnológica del país y, por tanto, era ideológica-mente reaccionaria. La alta de categorías críticas más sol-ventes le hacía recurrir, a menudo, a criterios ideológicos omorales para undamentar el juicio.

La propuesta es similar a las anteriores; en realidad, es-toy convencido de que es una hábil síntesis de las otras dos.No hay alusiones explícitas a la tecnología y a la historia,

sino que la reerencia es, en este caso, la tradición construc-tiva del país. En lo que respecta al repertorio de soluciones,también se aprecia una voluntad similar de síntesis: el realis-

mo catalán tuvo un componente plástico claramente cerca-

no al brutalismo, pero a medida que se ue desarrollando, alo largo de los años sesenta, ue adquiriendo una dimensiónhistoricista más próxima a las propuestas de Rogers, que, enalgunos casos, adquirió resonancias modernistas evidentes.

La maniestación de los pormenores de la construcción,la atención al episodio como criterio de calidad, el gustopor la ragmentación y, a la vez, cierto espíritu sistemáti-co que disciplina un talante claramente orientado hacia losingular, ueron derivando hacia fguraciones que los ar-quitectos italianos del momento habían conseguido hacer canónicas. De este modo, el realismo pasó de una actitudde carácter más bien moral a un estilo que en los últimosaños sesenta caracterizaba cierta arquitectura de la ciu-dad, razón por la que se lanzó al exterior con el nombrede “Escola de Barcelona”.

Con los tres intentos de reorientación de la modernidadque, aunque brevemente, he tratado de describir, se puede

decir que se pasó de plantear el proyecto como un acto deconcepción estructurante, ormador, a entenderlo como unproceso de deducción sistemática: el objetivo de consisten-cia ormal del arteacto se cambió por la aplicación de unoscriterios orientados a garantizar una apariencia amable einteresante a la vez. En pocos años, se vio el eecto del rea-lismo, aquella doctrina que, sin saber por qué, en el iniciode mis estudios me hizo retirar el banco moderno en la clasede Elementos de Composición. Un modo de proceder según

el cual las condiciones de la coyuntura sociotécnica eranseleccionadas mediante juicios de carácter moral y conver-tidas inmediatamente en material de proyecto: la manies-

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22 tación de los detalles de la construcción, la reinterpretación

de la iconograía de determinados mitos de la historia o larecuperación de técnicas de la tradición constructiva eranlos caminos por los que se trataba de reencontrar la verdadde la arquitectura a la que una modernidad “pervertida por el estilismo” habría renunciado defnitivamente.

Los críticos que se aanaron en explicar la génesis de laarquitectura moderna y el sentido de su proyecto estéticolo hicieron, a mi juicio, más por responsabilidad proesio-nal –algo habían de decir acerca del enómeno, dada sucondición de guías de la conciencia colectiva– que porquesupieran realmente de qué se trataba. Hasta hace poco, hevivido asediado por un sentimiento de culpa debido a miincapacidad de relacionar el pabellón alemán de Montjuïccon los estampados orales de William Morris o con la RedHouse de Philip Webb. Ver en estos productos del hombreuna similar honestidad de procedimiento –creo que ese erael argumento– no me parece sufciente para relacionar, sin

más, objetos a todas luces tan diversos.En realidad, la arquitectura moderna no se había en-tendido: incluso hoy, con una perspectiva histórica deochenta años, dudo que se entienda, en la mayoría de loscasos. Me permitirán que dedique unos minutos a señalar algunos vicios que, a mi entender, han contribuido a crear y diundir las explicaciones desorientadas sobre las que sehan construido la teoría y la práctica de la arquitecturade la segunda mitad del siglo  xx. Quisiera detenerme en

el sentido que generalmente se da a dos conceptos clavepara entender la modernidad arquitectónica: uncionalis-mo y racionalismo.

El primero se identifca, a menudo, con el puro determi-

nismo de la unción, es decir, la arquitectura moderna seríauncionalista porque sus productos “siguen la unción”. Na-turalmente, quien comulga con esta idea admitirá que, al fny al cabo, el producto tiene inevitablemente algún atributoque la mera unción no puede controlar; pero, en todo caso,éste no es el aspecto sustantivo de la modernidad: entre la f-guración cubista y una pretendida “estética de la máquina”,un universo de apariencia equívoca se suele orecer comouente indiscutible de los aspectos de la obra que escapan alcontrol del programa. Es decir, desde esta perspectiva, quepodría califcarse de “uncionalismo ingenuo”, la estructuradel objeto está determinada directamente por el programa,y el aspecto, por el uso instrumental de criterios fgurativostomados de la pintura o la industria.

No hay duda de que el estatuto del programa en la gé-nesis de la orma arquitectónica cambió radicalmente enla segunda década del siglo  xx: el tipo había sido, hasta

entonces, el ente que, al tiempo que incorporaba el usodel edifcio, daba estabilidad ormal al proyecto. Escoger el tipo de un edifcio, trámite previo a cualquier proceso deconstrucción, suponía la asunción explícita de la conven-ción sociocultural y, a la vez, la garantía de que el uso deledifcio quedaría garantizado. En este aspecto, la arquitec-tura moderna no subsume el programa en ninguna instan-cia intermedia: el tipo ha perdido vigencia y el programa,eectivamente, se hace explícito, pero sólo como criterio de

identidad de la obra, entre otros motivos, porque el progra-ma, por si solo, es incapaz de determinar orma alguna: losintentos de tratamiento científco del programa con el uso de

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