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FOGWILL Maldito Punk Sobre Vivir Afuera Por Jerónimo Pinedo y Esteban Rodríguez. En Revista Grieta, La Plata 2000 Cuando no hay futuro / cómo puede haber pecado / somos las flores de los tachos de basura / el veneno en tu máquina humana / somos el futuro / tu futuro. Sex Pistols. Yo no creo en una mierda y allá vos que te creas lo que vos quieras. Fogwill, en Vivir Afuera. * Dicho con las palabras de Fogwill (a modo de abstracts). Quique Frog es un tipo esencialmente confuso, un poco por esa astucia que le dio fama de profundo a fuerza de empelotar las frases, y otro poco por el reviente. (...) Frog, es un drogón de quien nunca se sabe si no logró hacerse entender porque en ese momento estaba dopado, o si su razonamiento y su sintaxis fallaron porque ese día no tomo la dosis indispensable para completar su pensamiento, o porque, drogado o carenciado, tanta basura metida durante décadas en su cerebro acabó por obstruir irreversiblemente los circuitos nerviosos que comandaban el tono afectivo, o moral, o como quieran ustedes denominar a eso que, como el instinto de

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FOGWILL

Maldito Punk

Sobre Vivir Afuera

Por Jerónimo Pinedo y Esteban Rodríguez.

En Revista Grieta, La Plata 2000

Cuando no hay futuro / cómo puede haber pecado / somos las flores de los tachos de basura /

el veneno en tu máquina humana / somos el futuro / tu futuro.

Sex Pistols.

Yo no creo en una mierda y allá vos que te creas lo que vos quieras.

Fogwill, en Vivir Afuera.

*

Dicho con las palabras de Fogwill (a modo de abstracts).

Quique Frog es un tipo esencialmente confuso, un poco por esa astucia que le dio fama de profundo a fuerza de empelotar las frases, y otro poco por el reviente. (...) Frog, es un drogón de quien nunca se sabe si no logró hacerse entender porque en ese momento estaba dopado, o si su razonamiento y su sintaxis fallaron porque ese día no tomo la dosis indispensable para completar su pensamiento, o porque, drogado o carenciado, tanta basura metida durante décadas en su cerebro acabó por obstruir irreversiblemente los circuitos nerviosos que comandaban el tono afectivo, o moral, o como quieran ustedes denominar a eso que, como el instinto de las especies inferiores, o las fobias impresas de los vertebrados, disparan los humanos un mecanismo de huida ante la aparición del reflejo de sinsentido en quien atiende a su discurso.

Sociología Punk.

Sociología-Punk. Suena distorsionado ¿no?. Se produce un desacople cuando escuchamos su pronunciación. Una "irregularidad" se diría en ciertos gabinetes. "-¿Qué tiene que ver la sociología con el punk?" ¿Qué oscuro pensamiento nos empuja ha introducir violentamente una actitud

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callejera en un lavado proceso científico? ¿Qué parodia resalta cuando un elaborado concepto se acopla ha esta palabreja, aún con el vergonzoso guioncito que las pretende separar? ¿Con qué temperamento acometemos contra ese lazo que distancia, que es una de las tantas formas de asegurar el campo disciplinario? Porque si hablamos del Punk, hablamos de un temperamento. Una fuerza que se incrusta para descuajeringar el concepto. Pero también se trata de una limitación, una incapacidad de las disciplinas para atrapar esas fuerzas que se amasan en la penumbra de la sociedad, a oscuras de la sociología. No se trata de reformularla, sino de destruirla. ¡Y ha no tener miedo! Las prácticas y los lenguajes seguirán desperdigados como antes lo estuvieron en la profundidad que sobrevolaba la pretendida ilusión de las reglas del método.

La voluntad de oscurecer, o voluntad de bruma, es una actitud, el no método; es rechazar de plano que el otro pueda ser subsumido en nuestro sistema de explicaciones, este no lo soportará y se resentirá al primer giro violento de lo que se quiere contener. No decimos que la academia, la policía o la gestión, sean ignorantes de este conflicto. Porque lo saben, hace tiempo que han eludido la posibilidad de contener esos lenguajes y los han dado por inexistentes.

Pero la voluntad de bruma sabe de batallas subterráneas, de herejías que convulsionan las jerarquías institucionales, llámese prensa, academia o policía. Tres formas de investigación, que son tres formas de espiar y, por añadidura, de delatar lo que se prevée. Tres formas de recortar lo que permanece embutido. Vivir afuera es La patria vigilada de los saberes vouyeristicos.

Pero si no hay una formulación del problema tampoco se tratará de dar respuestas; mucho menos de hallar soluciones o de garantizar la veracidad de las hipótesis. Solo es la voluntad provocadora de recoger las ramificaciones de prácticas y lenguajes que incursionan en el afuera profundo de la argentina. No se trata de analizarlos, categorizarlos, tipificarlos y clasificarlos. Solo recogerlos de la penumbra; no para iluminar la parte que aún nos faltaba ver para completar el todo, sino para que estos desplacen la oscuridad a lo que ya estaba claro, definitivo, sabido de memoria. Es la bruma, la oscuridad, el agujero negro que se engulle las explicaciones.

Empecemos con la historia. De cómo "debemos" contar una historia. Contar es recoger; rejuntar los trozos de biografías para involucrarlas en un relato que a la vez que las conecta entre sí, las interpreta y disciplina. Pero para que este relato sea posible debe presumirse que el fluido de la realidad tenga la voluntad de permanecer en la unidad que supone el relato. Cuando se trata de literalizar la Argentina, nos encontramos con una falla de continuidad; cuando esta escritura se monta desde los 80 o los 90, sufre la incapacidad de encastrar todas las historias en una sola historia, de apoyar las biografías en un drama colectivo, es la carencia para contener en una forma todas las experiencias.

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En las historias de Fogwill, por el contrario, las historias individuales pierden escozor, son livianas, personajes sin densidad. Lo pesado estará en lo que ocurre y los une. Curiosamente la política como clave de lectura de esos descarriados ha desaparecido. Para Fogwill lo pesado está en la calle. Biografías que se encuentran en lugares que las unifica. El tránsito continua de manera arbitraria, como si resultara de ciertos resabios de un desquicio que ha perdurado. La densidad no se la da el ser resultado que remite a una historia mayor, sino la pesadez del acto que ocurre; no son las conclusiones ni los efectos del pasado, sino lo que ocurre ahora. Cuando la totalidad no se puede reconstruír, porque está rota y faltan pedazos, los diálogos tropiezan unos con otros, se interrumpen, no pueden dar cuenta de lo que sintiendo los despista.

Para decirlo con las palabras de Fogwill: "Volver aquella luz filtrada por pantallas (...) tiñendo todo, proyectando sombras sobre parte de cuerpos, mitades de caras y espacio huecos de pura oscuridad cerca del piso. Evocando esa luz, se imagina capaz de narrar una historia encajada en el interior de...

-¿De otra historia...?- se preguntaba Wolff.

-No: dentro de sí. Justo en el centro de sí misma y no en un pedazo de otra historia que la contiene...

En otra historia –pensaba Wolff- se traman casi todas las historias, por lo menos, desde Homero. En cambio, uno tendría que permitirse urdirlas dentro de sí."

Afuera profundo.

Dos frases que no son solamente eso, dos frases, sino también dos consignas, dos momentos que desquiciaron la Argentina, que se hicieron cargo de los desquicios que conmovieron la maqueta política. La primera es "el subsuelo de la patria sublevado" de Scalabrini Ortiz. La otra, menos conocida pero más larga, pronunciada en los albores de los setenta, pertenece a Leopoldo Marechal y está escrita en "Megafón o la guerra"; dice: "Los combates que nos importan nunca salen a la luz, ya que permanecen en el subsuelo de la historia." De frases como estas nos gustaría imaginar que salió disparado Fogwill. Porque Fogwill viene a decirnos que las sombras persisten, que es como decir que los conflictos vienen por lo bajo; aunque no los veamos, aunque intentemos desapercibirlos con todo tipo de piruetas (piruetas académicas, asistencialistas, periodísticas y policiales), la argentina se condensa en el fondo.

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La escritura de Fogwill apunta a regiones empañadas, hacia aquello que no pudiendo ser visto con claridad, no se lo puede dejar de palpar. Pero a diferencia de la Academia que ante la dificultad de visibilizar lo que le desborda opta por recortar, disciplinando así su objeto de estudio, estabilizando lo que fluye, o mejor dicho, pretendiendo anclar sus propias inseguridades; Fogwill persigue el emputecimiento en todas sus posibilidades, con el riesgo que ello implica. Si la realidad no transita por andariveles separados, habrá que asediarla desde su condición ensimismada. Por eso la escritura de Fogwill antes que a una mesa de disección se parece a una de esas vitrinas que solemos encontrar en las carnicerías del barrio, donde se acoplan y exponen todas las achuras, una al lado de la otra, mezclando los jugos que el frío todavía no ha podido coagular.

Pero se escribe también a contrapelo de la prensa oportunista, para dar cuenta de lo que late bajo la superficie mediática. Porque si la Argentina se piensa con el temperamento de buenosaires, Fogwill escoge aquello que si se precipita por proximidad, quedará siempre afuera, como resto o escoria. Basta con recordar a dos de sus novelas. La primera, "los Pichiciegos", escrita precisamente durante la guerra de Malvinas; y "Vivir Afuera"

Argentina se resiente. Hay otra Argentina que viene amasándose por debajo, desde lo bajo; reinventándose todos los días, desde ese asfalto que supura, pero también desde ese interior, que ahora llamamos afuera, pero que en el siglo pasado, Mansilla por ejemplo, llamaba adentro ("Tierra adentro").

Lo que está adentro es lo que sobra. Este desplazamiento es el que viene a narrar Fogwill.

La Argentina continua partida en dos, que pueden ser tres: Por un lado el afuera, los interiores; y por el otro el centro, aunque también abyecto en sus lucubraciones. Porque la Argentina se sigue pensando desde la duración porteña. Los intereses del país son los intereses de los servicios que se gestionan en la ciudad, de las consultas que se dispensan en ella. Es que de alguna manera la Argentina sigue para-pensándose desde el temperamento que el periodismo porteño imprime y releva como problema, como visible diario.

Fogwill da cuenta de lo que buenosaires o expulsa de sus relevos o lo retoma como "Secreto de Estado". Porque el interior no aparece en la sección de política o economía pues sencillamente si no existe, tiende a desaparecer. El pensamiento que buenosaires tiene del interior, sobre todo de ese interior que se precipita por proximidad, el conurbano, es un pensamiento que se inscribe en la crónica policial. Mientras que para el otro interior, el periodismo le reservará la anécdota incunable, la voz perdida, pintorequista, casi muerta que rescata el cronista curioso con cargo de consciencia.

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Eso en cuanto al periodismo. Porque para la política ejecutiva nacional el afuera será un dolor de cabezas, la cuenta que no cierra. Algo que mantener a raya. ¿Acaso Fogwill no estaría narrando la criminalización de la pobreza? ¿No estaría dando cuenta la forma de gestionar la criminalidad a través de la policía? La bonaerense no está para reprimir cuanto para administrar lo que por hache o por be le involucra.

Buenos Aires repensó al interior como una cuestión de estado, y más precisamente como un problema interior, que atañe al ministerio del interior, a la gendarmería. El interior es un ítem de la cartera de seguridad. El interior es sobre todo la seguridad interior. O sea, los cortes de ruta, las puebladas, las fugas, la toma de rehenes, las pistas clandestinas.

Argentina sigue partida en dos. No se descubre la pólvora cuando insistimos en el estrabismo de la política. Ocurre que después de dos siglos, el mapa de la política sigue como entonces.

El afuera, es el afuera de buenosaires, lo que se reservaba para buenosaires. Lo que expulsa o se resiste incluir. Por eso el afuera está en el afuera pero también es algo que solemos toparnos por las calles mismas de buenosaires.

"Vivir afuera" entonces es un manual del gran buenosaires. Pone nombre al indecible académico, al invisible televisivo. Da cuenta de lo que se amasa allí Adentro. Allí donde la universidad recorta y el periodismo estereotipa, Fogwill pega y mezcla.

En Fogwill no hay futuro porque en el conurbano no hay destino. Se vive al día esperando un golpe de suerte, lo que fuera sea ese golpe de suerte: un golpe exitoso al banco de la esquina, el loto, la hija afortunada, el camello del barrio. Lo que sea. La argentina ensimismada, que vive al día, que se posterga todos los días, hasta quedar rezagada otra vez, que ni siquiera tiene un destino donde recostarse y consolarse. Pero lo que queda afuera no se resigna. No se dispone a tener que aceptar con sufrimiento el lugar que le tocó. Lo va a solidarizar brutalmente. Inscribe su voluntad en un cotidiano inminente donde descargará toda su potencia con cada oportunidad. No hay futuro. El futuro ya llegó y el conurbano será la revancha de aquello que se excluye.

Voluntad de bruma.

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Hay una frase que nos atrapó, y nos parece, aún a riesgo de simplificar hasta el absurdo, que condensa toda la obra de Fogwill, y es la siguiente: "Y qué es la oscuridad sino una espesa sustancia negra que se desprende de la lámpara."

Fogwill es ese mismo ensamble, pero que sin embargo elegirá pensarse en el límite de lo que ensambla. Por eso Fogwill será fog-will: algo así como la voluntad de la niebla. Escribir entre penumbras; en el límite de la visibilidad; entre la oscuridad y la luminosidad. Ni transparente ni ilustrada, pero tampoco conspirativa: brumaria. Su escritura tantea los contornos de un cotidiano empañado, manoseado. En el mundo de Fogwill, como antes en el de Arlt, todos están enchastrados y manchan lo que tocan. La escritura patina en el barro, se va volviendo barro a medida que los personajes tropiezan y descienden.

En casi todo los libros encontramos referencias a esta perspectiva brumosa. Por ejemplo en el subtítulo a "los Pichiciegos": "Visiones de una batalla subterránea." Nuevamente los dos elementos se combinaban. Se trataba de los conflictos que acontecían en el subsuelo de la historia, sobre los cuales se proyectaba alguna forma de luminosiodad. Nada surgía a la superficie. Sea porque los medios lo tapaban primero, o porque después todo el mundo daría la espalda a la plaza llena. La pichicera es la trinchera de los Pichis. Subterfugio que queda a mitad de camino. Como corresponde a una batalla donde uno no corta ni pincha. Una trinchera que se cava profunda y en el medio. Nunca sabremos de qué lado quedaremos después de cada batalla. Por eso se vivirá en trance. A mitad de camino, dijimos: Ni una cosa ni la otra: las dos. Una visibilidad hecha de sombras, construida desde las penumbras: Si no es el humo de la batalla que se resiente desde el interior de la tierra; será el smog de la ciudad, ese perfecto olor a mierda y diez mil cosas más juntas que se desprende desde el asfalto. Esta es la materia prima, los restos que persigue Fogwill.

Haciendo pogo.

Dijimos en el límite, pero al palo. En pleno trance. Los escritos de Fogwill se escriben de un tirón, como poseídos. Si se impregnan de la velocidad del conurbano y de la guerra, también se tiñen de su prepotencia. El trance transforma al sueño en pesadilla.

Fogwill es ese jodido Punk. Siempre a contramano; que se invento a contramano. Su escritura es intempestiva, como sus intervenciones desubicadas. Fogwill es un sacado a quien se lo pretende disculpar desde la excentricidad del literato. Pero por suerte, siempre estará mandando a la puta que los parió al perfumado progresismo argentino, ese mismo que suele heder la izquierda pituca, psicoanalítica y pedante (Las tres "P").

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Intempestiva su personalidad, intempestiva su escritura. Porque no solo se trata de una pose incorrecta no recomendable para los aspirantes a buenos alumnos. Fogwill escribe a contrapelo. Nos pone los pelos de punta. Ya lo dijimos: es un jodido punk hinchapelotas. Sus escrituras son como respuestas a problemas que no tuvieron tiempo de formulación, sea porque no hubo ganas o cojones para plantearlas. Solo que esas respuestas no tienen la pretensión de la clarividencia, de ahí que tampoco podamos advertirlas como respuestas. Son exploraciones de las ramificaciones que oscurecen lo que se nos presenta de un modo ostensible.

Se sabe que el pogo es esa danza endemoniada de la punkitud. El pogo como la invasión del espacio de otro. Eso mismo hará Fogwill con las ideas. Saber anfetamínico que baja y sube constantemente, increpando al cuerpo del otro, empujándole, improvisando avalanchas. La escritura molesta. Nos toca de cerca, roza nuestra profunda hipocresía. Y todo eso a una velocidad que provoca vértigo. No hay tiempo para hacerse el minucioso. Para desmontar lo que de todos modos se está rompiendo. Las ideas se atropellan como se desencuentran sus protagonistas.

Fogwill agrede, irrita para disipar las brumas del espectáculo. Pero también para sacarnos los humos que tengamos encima. Sobreexposición que se crispa, pero que en ese crispar tuerce los moldes.

Habría que tener en cuenta que Fogwill es el inventor de los horóscopos de los chicles Bazoca. El horóscopo del pibe Bazoca preanunciaba lo que se venía amasando en la boca de todos. "Los pichiciegos" es un horóscopo: no solo nos adelanta como terminará la guerra, sino su farsesco desenlace político. "Vivir afuera" es otro horóscopo en la medida que nos anticipa el contexto para la política en las próximas décadas: una mezcla de drogas, armas, sida, asfalto, putas, punteros de cuarta, policía dura muy dura, intelectuales berretas, resentidos y anclados en los setenta. El horóscopo es la voz intempestiva, que se adelanta. El nombre que recibe el futuro en el presente. Los indicios previos de la escena que, si todavía no son, ya lo están siendo de alguna u otra manera.

Fogwill no recorta ni especifica. No es un especialista, pero tampoco pretende serlo. Fogwill denuncia al intelectual cuando se jacta. La Argentina no es un problema científico. Cuando todo se encuentra encarajinado, la mejor forma de esquivar el bulto, es diseminarlo en particularísimas hipótesis financiadas que luego nadie leerá. Por el contrario, Fogwill embute. Mezcla todo porque todo estará mezclado. Sus novelas son un collage. Está hablando desde diferentes "registros" al mismo tiempo. Son como los acoples que producen un efecto de distorsión. Voces desencajadas que se repelen tan pronto se las ponga en contacto. Que si se presienten, se relojean; y si se pispean es porque se evitan, porque se las quiere evitar.

La voluntad de penumbra tiene ansias por el diálogo, no el formalizado comunicativo del mejor argumento, sino por la conversación callejera. A la sociologíapunk –y ya nos quitamos de encima el

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fastidioso guión- le gusta que las palabras de una invadan las prácticas del otro; le encanta sacudirse en la mezcla que se amasa cotidianamente, se erotiza con el vértigo que la precipita en cada oscuro pozo de la sociedad. Sospecha que las ramificaciones construyen pervertidos vericuetos, pasadizos que las desplazan hasta lugares inimaginados para la academia. Lenguajes y prácticas que segregan cuando menos se las espera.

La pichicera.

Helada y sombría. Los obuses revientan en el suelo; el barro estalla, pega contra la cara, pringa la ropa, se seca, paspa; después el frío, escalda.

Siete un caza bombardero. Un fuera de foco proyecta sobre el hoyo negro la secuencia de escenas anteriores que arrastraron a sus personajes al interior del agujero y profetiza la secuencia sucesiva. Los diálogos sobre los ’70 que tienen los conscriptos y los discursos de capitanes y coroneles, se dan como imágenes violentamente trozadas. Apocalipsis now. Un clima de malestar que impregna nuestra época, de la misma manera que el desconcierto producido por la incertidumbre incapaz de avizorar el destino de este terreno que, aún, llamamos argentina.

La pichicera es el perpetuo trance argentino; se ubica más allá de la guerra pero más acá de la política. Una historia hecha de las guerras y las políticas que permanecen en el contrafondo enlodado, donde se depositan los restos de una nación abismal. La pichicera entonces como basurero: los desperdicios de la guerra después de la política. Los residuos de una nación que se va descomponiendo mientras otros residuos se siguen arrojando sobre esa pichicera que se expande y comienza a heder su historia.

……………………………………..

Historias del otro lado

por JUAN BECERRA en La Nación

Vivir afuera es una novela sobre las lenguas privadas marginales, esos idiomas de uso restringido en la cultura de la sociabilidad -la cultura que va de casa al trabajo-, que funcionan como prueba de que todo el mundo habla dos lenguas: la propia y la ajena; además de una tercera, que aparece como la traducción de ambas. En un momento del relato, Wolff, un sesentón perverso y materialista

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dedicado a extrañas importaciones, le dice a Mariana, que parece no entender la lengua convencional: "Te traduzco porque sos de Varela". Sostenidos por voces argentinas que mezclan lo nacional y lo extranjero, los seis personajes de Fogwill hablan un idioma de intemperie, tal vez contra las voces internas de Manuel Puig, esas lamentaciones prolongadas acerca de la pérdida del amor, el hogar, y la juventud, pero nunca de una memoria que traslada el relato con la forma de un monólogo interior que se sale de quicio. Los parias de Fogwill viven afuera no por un afán de excentricidad que los obliga a la exclusión o un programa de evasión cultural por el que puedan sostener un gesto contestatario, sino porque han descubierto -con la misma fascinación con que cierto personaje de Roberto Arlt había descubierto la astrología- los beneficios de habitar una sociedad secreta. Vivir afuera captura para la literatura cierta estética del Gran Buenos Aires y rescata una clase de arquetipo social sin arraigo. Las lenguas que produce se distancian de un centro imaginario -la lengua en uso-, pero los actos a los que remiten esas lenguas aparecen como elementos incorporados a la lógica del funcionamiento social. El tráfico de armas, las cosechas de drogas y la prostitución de lujo constituyen esas sociedades mínimas, aisladas por el lenguaje oficial del Estado, que sin embargo las reconoce en esas operaciones en las que simula vigilar o reprimir cuando, en realidad, instala sobre ellas meros controles de gestión. Una serie de planos se superponen en la construcción de la historia donde aparecen las voces de Vivir afuera: la lírica del hampón de poca monta, el delator de Estado, el sacerdote de villa, el dealer y el gato de pub. Pero también las leyes ordinarias por las que funciona el mundo: el sistema de aire acondicionado de un Peugeot 505, un protocolo de hospital, las estafas inmobiliarias avaladas por bancos oficiales y el intercambio verbal de una pareja en el transcurso de un coito con pactos de violencia. La idea de que la literatura es una composición -de que el todo está hecho de partes- y de que esa composición es sólo una glosa, es una de las ideas más firmes que sostienen la novela de Fogwill. Otra, acaso más velada, es la de que una marginalidad sistematizada en sus vínculos construye otra nacionalidad. No hay duda de que en Vivir afuera Fogwill extrae un saber de la vida cotidiana, un saber que también es marginal porque rescata materiales ordinarios y los describe en detalle como si la literatura pudiera funcionar como un ready made. ¿Qué es lo que la literatura observa del mundo? Las observaciones de Fogwill no están tamizadas por las convenciones de cierta tradición literaria, sino que aguza su mirada sobre los fenómenos que la literatura tiende a excluir, para recuperarlos por medio de un naturalismo del mal que, aun contra su voluntad, pareciera moralizar con sus revelaciones. Vivir afuera es, de algún modo, el país que no miramos: ese espacio habitado por héroes anónimos sin modelo, sujetos aislados en sus diferencias, que atraen por igual tanto la mirada del sociólogo como la de la psiquiatría. Las novelas de Fogwill -excepto Los pichiciegos (1983, reeditada por Sudamericana en 1994 y 1998), a la que podría considerarse un cuento- han sido, en general, textos basados en grandes planes literarios difíciles de sostener en una narración extensa. La buena nueva (1990) y Una pálida historia de amor (1991) recaen en esos inconvenientes, que muchas veces se les presentan a los grandes escritores (o a cualquier estratega), de no poder hacer lo que dicen. Algo de esa tensión que se establece entre el deseo de escribir y la escritura, aun salvando las distancias de género, se señala en Vivir afuera, cuando alguien refiere una frase atribuida falsamente a Perón: "Se puede decir una mentira, pero no se puede hacer una mentira". Esa incertidumbre acerca de si la literatura dice o hace -al margen de que miente por principio- se restablece en la última novela de Fogwill, donde el texto salta a los ojos de la lectura como un hecho. Vivir afuera funciona a la altura de su ambicioso programa, sabe estilizar los materiales que abundan en las calles y faltan en los libros e instala una nueva idea de marginalidad,

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ya no considerada como un espacio desquiciado en relación con un centro imaginario, sino como una pieza imprescindible que ayuda a situar a ese centro y a compensarlo tras sus desvíos. En cuanto a su componente político, es el relato de una serie de voces que reproducen el clima de cierta sociedad secreta, leído por el Estado. En la últimas páginas, una serie de miradas -de espías y monitores- se eleva sobre los personajes. Es la mirada de un control central que chequea si el flujo del delito se mantiene en su cauce, mientras incorpora la novela a una estructura superior a la de sus personajes. Como si esos materiales incluidos en la ficción de Fogwill hubieran encontrado, por fin, su razón de ser, las cosas de ese mundo marginal encuentran para sí mismas un nuevo sentido. Es allí donde el relato alcanza a esgrimir su idea de absoluto, eso a lo que Walter Murch -el sonidista del filme La conversación, de Francis Ford Coppola, al que tal vez Vivir afuera le deba algo- se refería cuando hablaba de encontrar "el punto en que se pueda ver, al mismo tiempo, el árbol y el bosque".

Seis personajes en busca de autor

por Daniel Link

Se dice que Fogwill está loco, que es insoportable, que más vale tenerlo lejos. En el mejor de los casos, se dice que Rodolfo Enrique Fogwill (1941) es “un provocador”. Lo que nadie puede decir es que sea tonto. Por eso se insinúa que es una lástima que Fogwill esté loco, porque en realidad es un tipo inteligente. En esa manera fácil de plantear las cosas, claro, no se está entendiendo nada. Es que la de Fogwill es una inteligencia “superior”, y por lo tanto un poco inhumana: como si se tratara de la inteligencia de una divinidad o de un alienígena, siempre un poco más allá de la capacidad de comprensión del común de los mortales. ¿Qué le pasa a Fogwill? Esa hermenéutica generalizada alrededor de su persona habla de una suerte de temor ante lo otro, ante otros pensamientos que la televisión o la moral pequeño-burguesa (aparatos ideológicos que el autor detesta con igual intensidad) no nos tienen acostumbrados a escuchar: Fogwill se ha pronunciado públicamente en contra del aborto y de las/los abortistas. Fogwill ha declarado su simpatía por el Papa más inculto y reaccionario de todo el siglo. Fogwill se ha manifestado en contra de las exenciones impositivas a la producción artística (teatro, libros, etc.). Fogwill siempre tiene algo que decir en contra del sentido común (sobre todo, en contra del sentido común progresista): ha decidido vivir afuera de todo lugar preconcebido del pensamiento.

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Esa exterioridad tal vez indique que Fogwill está un poco loco. Pero, ¿cómo no habrían de enloquecer un dios (por menor que sea, en el escalafón de divinidades) o un alienígena tratando de comprender -y, en su caso, tratando de consignar por escrito- este triste mundo nuestro que llamamos Argentina? Lo que resulta indiscutible es que ese hablar en contra del sentido común es lo que garantiza (lo que siempre ha garantizado) la marcha del pensamiento, su proliferación, su potencia revolucionaria.

Quique Frog es un tipo esencialmente confuso, un poco por esa astucia que le dio fama de profundo a fuerza de empelotar las frases, y otro poco por el reviente. Porque él es como ustedes dos -quitó los brazos y ahora las manos libres señalaban las sienes de las mujeres-, igual que ustedes dos, Frog es un drogón de quien nunca se sabe si no logró hacerse entender porque en ese momento estaba dopado, o si su razonamiento y su sintaxis fallaron porque ese día no tomó las dosis indispensables para completar su pensamiento, o porque, drogado o carenciado, tanta basura metida durante décadas en su cerebro acabó por obstruir irreversiblemente los circuitos nerviosos que comandan el tono afectivo, o moral, o como quieran ustedes denominar a eso que, como el instinto de las especies inferiores, o las fobias impresas de los vertebrados, dispara en los humanos un mecanismo de huida ante la aparición del reflejo de sinsentido en quien atiende a su discurso.

Fogwill no es sólo inteligente sino también sabio. Una sabiduría que le viene de experiencias múltiples que ya forman parte de su mitología: sociólogo, publicista, millonario, condenado por estafa, preso (ver Radar del 8/11/98). Todo eso transformó a un individuo cualquiera en Fogwill. De la articulación de esas experiencias y su inteligencia sobrehumana (alienígena o divina) provienen sus poemas y ficciones. La sabiduría de Fogwill se nos había revelado hasta ahora en varias áreas. En su producción publicitaria, por ejemplo: él fue el inventor, entre otras cosas, de los horóscopos que acompañaban –¿acompañan?– el chicle Bazooka, cuyas recomendaciones y predicciones inquietaron nuestra infancia: había alguien, en algún lugar, que sabía lo que nos estaba pasando. Alguien nos hablaba personalmente, desde ese papelucho satinado, de nuestros más oscuros terrores, de nuestros anhelos. La interpolación publicitaria no es azarosa: si algo caracteriza la obra de Fogwill –y en particular esta novela, Vivir afuera–, es su capacidad(su voluntad) para interpelarnos a todos y a cada uno, una capacidad que la literatura argentina parecía haber perdido al entregarse a la especialización, a los géneros, a la tontería historicista.

La sabiduría de Fogwill se nos había revelado, también, en su poesía –El efecto de realidad (1978), Las horas de citar (1979) y Partes del todo (1990)– y en sus relatos breves. Su primer libro de cuentos fue Mis muertos punk (1979), que ganó el Premio Coca-Cola (por supuesto, Fogwill se negó a aceptar las condiciones de contrato que el premio incluía). Con la plata del premio, fundó una editorial en la que publicó Poemas de Osvaldo Lamborghini y Austria-Hungría de Néstor Perlongher, entre otras maravillas de la literatura de los años 70. Música japonesa (1982), Ejércitos imaginarios (1983), Pájaros de la cabeza (1985), Muchacha punk (1992), Restos diurnos (1993) y Cantos de marineros en las Pampas (1998) son los títulos de las recopilaciones de sus cuentos, muchas veces migrantes de un libro a otro, como si la perfección de muchos de ellos (“Muchacha punk”, “Help a él”) desbordara el formato del libro y fueran, siempre, partes del todo.

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Es que para poder interpelarnos a todos, el escritor (Fogwill) debe trabajar con una cierta idea de totalidad que, luego de leer Vivir afuera, queda más clara que nunca, no sólo porque hay un personaje que viene de otra novela, Los pichiciegos, enhebrando las diferentes partes de ese todo que es la obra, sino porque la trama –delicada, volátil, prácticamente inexistente– le sirve para ordenar cada una de sus repetidas obsesiones narrativas: la droga, el sexo, la guerra y los sistemas de vigilancia, los objetos y las marcas, la juventud, su modernidad. Vivir afuera es una pieza clave de la literatura de Fogwill –como no lo fueron sus dos últimas novelas: La buena nueva, 1990, y Una pálida historia de amor, 1991–, por su capacidad para designar los textos previos como piezas de un rompecabezas tridimensional que se acerca peligrosamente a “la realidad”. Vivir afuera determina la distancia y la relación entre, por ejemplo, “Help a él” y Los pichiciegos. Pero también, la novela determina la distancia y la relación entre las investigaciones high-tech sobre el sida y los cultivos clandestinos de marihuana en la provincia de Buenos Aires. Vivir afuera quiere decirlo todo y en ese impulso heroico encuentra su grandeza. ¿Una explicación sociológica de la realidad? “No se te escapará que mi novela no tiene ninguna capacidad de diagnóstico. En todo caso, me gustaría saber si Vivir afuera es comparable con Respiración artificial”, contesta Fogwill a esa pregunta ominosa. La referencia a esa novela emblemática de la década del 80 no es casual y mucho menos lo es la elección de Ricardo Piglia, su autor, como bête noire apenas camuflado en Vivir afuera: Emilio –como Renzi, personaje y pseudónimo del propio Piglia– Millia es el que está del otro lado del espejo en el que Wolff –el Fogwill ficcional– se mira todo el tiempo.

Si Respiración artificial fue leída como la novela de los 80, no fue tanto por su capacidad para explicar la realidad sino porque la máquina paranoica que ponía en marcha servía como espejo de un estado de la imaginación (o de la conciencia social). ¿Podrá alcanzar Vivir afuera, se pregunta hoy Fogwill, ese mismo estatuto privilegiado: la novela de una década?

¿Vendrá a las once esta mina? -.se preguntaba Wolff–. No es el tipo de mina que se distrae. Algo es seguro: es gato y sabe contar. ¿Cómo se aprenderá a contar? ¿Nacerán así, sabiendo? ¿Será la histeria o algo genético? Es una lástima que a estas minas que saben contar no se les cruce por la cabeza la idea de escribir. En cambio, cada vez hay más estúpidas de esta edad que quieren ser escritoras y, hablando, no pueden contar ni un accidente de tránsito. Escribiendo, peor: tienen que contarque un ómnibus de la línea 60 atropelló un puesto callejero de venta de hot dogs y desde el primer renglón se nota que vacilan entre intentar asemejarse a Thomas Bernhard o a Dylan Thomas. ¿Vendrá a las once?

Saber contar

Fogwill es un extraordinario cuentista y él lo sabe. Ahora se siente obligado a demostrar a los demás que también puede ser un extraordinario novelista: “Escribí esta novela para divertirme y para poder pensar que estaba haciendo algo genial”, dice Fogwill. Pero es un poco escéptico acerca de la “aceptación” de su novela: “Me interesan mucho escritores como Gandolfo, Hebe Uhart, Mario Levrero. Sé que cualquiera de ellos preferiría releer un cuento mío que leer mi novela. Salvo que los convenza de que tengo algo nuevo para decir sobre la literatura... Pero en ese caso, me llaman por teléfono y me lo preguntan”. Quienes prefieran evitar la pesadilla de ese llamado

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telefónico (porque Fogwill, a lo mejor, es un poco loco) encontrarán en Vivir afuera pruebas suficientes de su maestría narrativa.

La novela es un tratado perfecto sobre la ausencia y la distancia. Su perfección deriva de la sabiduría y la inteligencia que el autor pone en juego para ordenar los diferentes bloques de relato: un contrapunto narrativo que va hilvanando las historias de seis personajes más o menos marginales –más o menos excluidos, ellos también y por diferentes razones, del sentido común– reunidos caprichosamente. Lo sabía Pirandello, lo saben los guionistas de la televisión americana (Friends, That 70’s show): seis personajes constituyen un núcleo dramático de posibilidades infinitas. Y Fogwill explota con maestría esas posibilidades manipulando a esos personajes como funciones matemáticas: distribución en clases, edades y sexos le sirven para contar todas las historias con todas las voces, para copiar o inventar todas las formas de hablar que hacen falta para entender la Argentina de los 90. “En Vivir afuera todos los bloques son auténticos, en el sentido de que respetan la voz de los narradores. Encontrar la voz narrativa es encontrar los trucos para falsificarla. Teóricamente, la mitad de las voces de la novela tienen fuentes literarias. La otra mitad son voces de personajes míos, que no existen fuera de la literatura”, dice Fogwill.

–¿En qué estabas pensando?

–En una cosa... Una curiosidad... ¿Por qué contás tan bien cualquier historia?

–¿Cómo bien?

–Bien... ¿Viste que hay gente que se rompe la cabeza para inventar historias y les salen tan aburridas que nadie se las quiere oír? –ella asentía. Wolff agregó: –Vos no... Vos contás cualquier historia y dan ganas de seguir escuchando...

Ella debió haberlo interpretado como un reproche porque lo interrumpió:

–Loco: yo no te invento nada... Te conté la verdad. ¡Me pasó! ¿Pensaste que inventaba?

–¿Y a mí qué me puede importar si es inventada o no? Yo te oigo y me gusta lo que contás y chau.

–Vos también debés contar bien tus historias... Lo que pasa es que siempre estás pensando en guita y en las giladas de esos libros y no podés pensar en otra cosa.

Piratas del papel

Pasa que yo no acepto que se burlen de mí. Las editoriales y los medios están acostumbrados a que el autor sea el último idiota. Y eso yo no lo aguanto. Un ejemplo: es habitual que las editoriales se reserven por contrato el derecho de disponer del 10 por ciento de la edición de un libro para reposición de libros fallados y servicio de prensa. Lo que las editoriales no entienden es que, aunqueesos ejemplares no devenguen derechos de autor, el autor tiene derecho a saber qué pasa con esos libros, a quiénes se los dieron. Es sólo uno de los dispositivos a partir de los cuales las editoriales roban a los autores. O el caso de Anagrama que, por incluir un relato mío en la antología

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Buenos Aires, considera que tiene la exclusividad, ¡durante quince años, loco!, para publicarlo y comercializarlo, lo que incluye los derechos de adaptación. Si a algún director de Hollywood se le ocurriera comprar cualquiera de los relatos incluidos en esa antología, Anagrama se queda con el cincuenta por ciento”. Para probar sus afirmaciones, Fogwill revuelve papeles, muestra cartas, recupera de su computadora voces grabadas en el contestador telefónico. “Con Sudamericana la cosa es así: ellos sacaron de Vivir afuera las citas de Los pichiciegos que relacionaban esta novela con aquélla y que anticipaban la Argentina menemista. Creo que eso le quita sentido a mi novela. Además, yo trabajé tres meses para hacer coincidir los bloques de relato con la paginación que habíamos acordado, en función del ritmo narrativo que quería para la novela. Después cambiaron la caja y el cuerpo de la tipografía y todo se fue a la mierda. ¿Cómo no les iba a hacer juicio?”

Alguien te está grabando Vivir afuera quiere ser tan definitiva como Respiración artificial y, tal vez por eso, adopta un punto de vista paranoico sobre la realidad y sobre la ficción. Los seis personajes de la novela –cada uno asignado a un lugar social bien diferente, como se ha dicho– convergen precisamente en el ojo vigilante de los servicios de inteligencia (estatales o privados) que monitorean todas las conversaciones y registran todos los intercambios. Como en las novelas de Manuel Puig, a quien Fogwill admira (“Sobre todo Cae la noche tropical, que es puro registro, y un libro de una honestidad absoluta”), en Vivir afuera se dan cita todos las formas de hablar y de escribir, como un catálogo monstruoso. Desde la conversación sexual hasta el lenguaje estereotipado de la burocracia policial, todo encuentra un lugar en la novela de Fogwill (como en el mundo). Un lugar, una distancia, y una relación.

“La política sanitarista sobre el sida es errónea, equivocada. Por eso es ineficaz. Lo único que consiguen los tipos que las hacen es demostrar cómo el capitalismo transforma todo (desde la guerrilla colombiana hasta una enfermedad) en fuente de negocios. Las mismas causas de ineficacia de la política sanitarista fundamentan la ineficacia de los servicios de inteligencia (demostrada por el caso Yabrán, entre otros). Los dispositivos de control en una sociedad de nuestras características requiere de dispositivos burocráticos. Y el objetivo de toda burocracia es reproducirse a sí misma, se trate de la burocracia sanitaria o de la burocracia de los servicios”, dice Fogwill.

Revisando el historial del Internet Explorer salta lo mismo. Lo bueno de la versión nueva de Microsoft que instalaron es que loguea todo lo que estuvieron navegando en cada terminal. Este tipo es el que más usa el servicio, entra todos los días, menos los sábados, siempre a las mismas horas, a los mismos sitios. No pasa un día sin que entre en la página de Duesberg. Imprimimos un índice para que alguno que sepa algo de biología lo clasifique. No se entiende bien qué dice, pero lo destacamos porque es una de las páginas que figura como objetivo en los trackings americanos y, si los gringos sospechan, por algo será. O el Infoseek o los mismos tipos que publican la página en Berkeley destacan las palabras clave, Drugs, CIA, State Department, War, CIA, o sea: Departamento de Estado, Drogas, Guerra Bacteriológica, Censura en Internet, demasiados farolitos prendidos juntos como para que a alguien se le pueda escapar como objetivo. El tipo mandó y recibió correos desde ese sitio, pero los metió en un diskette y en el server de esta red no hay modo de recuperar los datos. También mira los diarios de Israel en esta PC, cada tanto lee Clarín y el

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NYTimes y como todos los científicos es un poco pajero: no pasa semana sin que navegue por uno o dos sitios porno, siempre los mismos.

Fogwill será excéntrico y ha leído bien y mucho a Max Weber, pero no es un nihilista. “Está esa cosa de la jaula de hierro, sí, pero en última instancia, los pensamientos no se pueden controlar: ni el nihilismo de Wolff ni el sionismo de izquierda de Saúl se pueden controlar”. La hipótesis paranoica sobre la realidad que desarrolla su novela (no muy diferente, a esta altura del partido, de la de Los expedientes X) le sirve a Fogwill no tanto para “diagnosticar” la realidad sino como dispositivo narrativo. Así como en un hipotético archivo policial se guardan todas las conversaciones (las que importan y las que podrían llegar a importar en juegos futuros de la política o la economía), Vivir afuera reproduce esa lógica de archivo y recuperación: todas las voces importan, aun las que traen al libro la obscenidad y las malas lenguas, las lenguas de lo bajo y de lo impresentable, que aparecen en Vivir afuera como hace mucho tiempo no aparecían en la literatura argentina.

La máquina de follar

¿Cómo presentar, en efecto, la experiencia sexual? Como muy pocos escritores, Fogwill ha hecho del sexo una experiencia contable (narrable, pero también computable). El sexo importa en sus ficciones porque es una experiencia pura que desafía o interroga toda trascendencia, porque sirve como motor de “la juventud” –ese mito que Fogwill retoma de la literatura de Gombrowicz–, porque desencadena historias y porque desviste la imaginación del narrador.

–La verdad .-dijo él, y ya estaba tendido en el hidro-. es que desde que me colocaron el jacuzzi nunca más volví a hacerme la paja en el sillón ni en la cama...

–¿Cuántas te hacés por día...? -.preguntó ella. Envuelta en un toallón se había acercado al baño y lo miraba desde lo alto...

–Ahora cada vez menos... Antes una y a veces dos... Ahora una sola y no todos los días... ¡Es por la edad! Mi hermano tuvo tambos en Rafaela y me explicaba que con las vacas lecheras pasa lo mismo: ¡a cierta edad les baja el rendimiento!

Desnuda, la imaginación de Fogwill es la del hombre heterosexual soltero. Por eso, en Vivir afuera las “trampas” y “transas” se multiplican fragorosamente, no importa que los personajes tengan sesenta o veinticinco años. Por eso, también, en los libros de Fogwill la experiencia sexual es una

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investigación pura. Allí, en ese frenesí de la carne, en esa pérdida de toda moral y todo límite, la sabiduría y la inteligencia de Fogwill encuentran el punto de vista para hablar de todo y para todos.

Ya se sabe que el zorro sabe por zorro, pero más sabe por viejo. Fogwill llega a la literatura argentina como un hombre maduro, sabio e inteligente: publica su primer libro a los 38 años (cuando la melancolía de la carne se instala definitivamente en el cuerpo del varón). Vivir afuera, su última novela (y probablemente una de las mejores novelas de la década) viene a demostrar la vitalidad de su literatura y, sobre todo, cuánto tienen todavía que aprender de él aquellos que murmuran con condescendencia que Fogwill está loco, los pichis de la literatura. Y para Fogwill, claro, pichis somos todos.

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FFogwill saca la lengua

por Carlos Schiling en La Voz del Interior

Hay varias tentaciones a las que no se debería ceder cuando uno comenta un libro de Fogwill. La primera es vincular la figura pública del autor con las propiedades de su prosa. La segunda es remitir los datos e informaciones que saturan sus páginas a un supuesto saber sociológico, técnico o empírico que le pertenecería exclusivamente a la persona del escritor. La tercera es reducir el horizonte que abren los textos de Fogwill a los estrechos límites de lo que llamamos literatura argentina. Son tentaciones que el mismo Fogwill ha generado al construirse una fuerte imagen de autor: polémico, erudito en materias extrañas, y constantemente interesado en los debates políticos y culturales que se desarrollan en la Argentina.

Hay otras tentaciones, pero son menores, si se las compara con las tres que enumeramos y que conforman una especie de matriz desde la que siempre se han pensado los textos que Fogwill firma. Como sucede con Borges, o con Aira, o con Beckett, pareciera que la crítica queda atrapada en la enorme ficción que Fogwill ha construido en torno de su obra, y que puede verse condensada en las solapas y en las contratapas de sus libros.

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Pero la literatura de Fogwill no está allí, está afuera, aunque no en otra parte, sino en una exterioridad que es a la vez interioridad, como bien lo explica en esta novela un párrafo que tiene todas las características de una puesta en abismo: "...contando con una pelota de material suficientemente flexible... y plegándola sobre sí, o dentro de sí, ... bastaría repetir la operación muchas veces .... para acceder a un enésimo pliegue al cabo del cual, ante el supuesto espectador, aparecería un sector de la cara interna de la pelota".

No habría que extraer de esa conjetura topológica más conclusiones de las que la misma novela se permite. Pero en esa "lengûetita de goma roja", que emerge del interior de la pelota, tan parecida al gesto de sacar la lengua, es imposible dejar de ver una indicación, a la vez extrema e irrisoria, de los poderes de la literatura.

En Vivir afuera, Fogwill saca la lengua de los márgenes del sistema social en la que ésta prolifera en jergas, códigos y modismos, y la somete a una serie de operaciones que dan como resultado un idioma singular. Un idioma en el que es posible identificar los diversos niveles de lengua que lo componen, pero que al ser trasmutados por la escritura de Fogwill adquieren un grado de ebullición y de intensidad impensable en su estado original. Más que hablar, los personajes de Vivir afuera, piensan o cuentan, y en la distancia que hay entre sus pensamiento y sus relatos respecto a la oralidad se constituye lo que Natalie Sarraute llamaba "subconversación". Una clase de subconversación que aleja a Fogwill de Puig y lo acerca a Ivy Comptom-Burnett.

Pero no es en la constelación de esos dos grandes escritores menores donde habría que colocar la obra de Fogwill, sino en otro cielo, en otra noche, la misma que iluminan autores como Pynchon, Gadda o Céline, a quienes seguiremos leyendo cuando todos los demás se hayan apagado.

Fogwill,

La experiencia sensible

por Beatriz Sarlo

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Punto de Vista, diciembre 2001

Realismo 1

En los meses inmediatamente posteriores a la guerra de Malvinas, Fogwill hizo circular por varias editoriales una novela que recién se publicó al año siguiente. Leí en ese momento Los pichiciegos, la representación más inteligente, más arriesgada de la guerra y, junto a Las islas de Carlos Gamerro, su mejor denuncia hasta hoy. Fogwill, que había mostrado que le resultaban sencillos todos los ejercicios literarios al gusto de la época, escribió una narración que no renunciaba a la representación ni se sostenía sobre primeros planos de autorreflexión y metadiscurso.

Los pichiciegos todavía debe ser leída como la gran novela realista de los ochenta, aunque decir eso sea bastante poco porque los ochenta quizás tengan sólo esa novela realista, escrita como hoy puede pensarse el realismo: una situación completamente imaginaria cuyos hilos se prolongan hasta tocar las coordenadas verdaderas de la guerra. Una irrealidad ideológica y culturalmente verosímil, sobre todo porque la lengua de Los pichiciegos tiene un ajuste preciso, marcas sociales nítidas (una especie de lumpen-hemingway) y describe con una frialdad de manual técnico delirante (Fogwill hace esto con una facilidad que puede comprobar cualquiera que lea, por ejemplo, un cuento como "Japonés").

Realismo 2

En la primera página de La experiencia sensible,(1) impresa en bastardilla, Fogwill no quiere evitar una polémica interna a la literatura argentina. Denuncia la estética anti-realista que habría prevalecido desde mediados de los setenta. Por eso, sujetos a la moda anti-realista, los lectores de una supuesta primera versión de La experiencia sensible quedaron insatisfechos, y también su propio autor. Esa versión, que no se perdió como le habría correspondido si el humor de la época se hubiera impuesto, es la que ahora se publica. Sin embargo, no puede ser leída como la misma porque el tiempo ha marcado un hiato entre los hechos de la historia y el recuerdo que se tiene de esos hechos.

En esta breve introducción a su novela, Fogwill, a la manera de James, se coloca frente a dos cuestiones estéticas: el realismo no como estilo sino como un tipo de narración; y el desfasaje/desacuerdo inevitable entre lo narrado y su referencia. Toda La experiencia sensible pivotea sobre estos puntos establecidos al comienzo.

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Hacia el final de la novela, se vuelve al tema: la representación se construye sobre tramos inseguros de recuerdos. Lo narrado es lo que "otro (diferente de sus personajes) simula construir con los fragmentos de su voluntad, de su descuidada memoria y de lo que pudo suponer sobre sus rudimentarias emociones". Por lo tanto, no hay ninguna seguridad en la empresa reconstructiva, ni siquiera cuando el narrador conoce un futuro que los personajes no pueden conocer en su presente, ni siquiera cuando hay diferencias explícitas entre el punto de vista de quien sabe más y el de quienes están hundidos en las peripecias del relato. Representar es un programa condenado al desacierto y la inestabilidad. Hay que ver qué se hace con esta condena.

Como sea, el acto reconstructivo de un pasado muy próximo vale la pena sobre todo porque Fogwill encuentra claves significativas de uno de los períodos más degradados de la sociedad argentina, cuando, quiérase o no, se instalan los estilos de vida que hoy se atribuyen a la "nueva burguesía" ávida y vulgar.

Las Vegas

La experiencia sensible transcurre en Las Vegas. El lugar (decisivo en una "novela de escenario") ofrece una organización espacial que tiene mucho de alegoría. Se trata de la timba en su versión tardo-capitalista, el Paradise un hotel-casino igual a todos, verdadero campo de fronteras tan sólidas como invisibles en el que se recluyen, como monjes entregados a una sensualidad hipnótica, los personajes. Las Vegas es un sueño deforme de la razón, diseñado con todos los recursos de la razón técnica. Es la taquigrafía de una sociedad mundial con sus límites raciales, sus ricos, sus apasionados, sus marginales, drogadictos, prostitutas niñas, vigilantes, sirvientes, sus indiferentes y sus filósofos.

La experiencia sensible del casino es de un orden absoluto, de extremo control tecnológico, con circulaciones definidas por un sistema central paternalista, previsor, despótico y azarozo. El Paradise de Las Vegas es un recinto cerrado, hipervigilado, panóptico. Se vive en condiciones de control completo y se experimenta la contradictoria sensación del azar permanente. En el hotel-casino rigen leyes inapelables (nadie puede apelar el veredicto de la ruleta o el black-jack: esto es bastante obvio) que requieren de un primer pacto (aceptar ser pasajero del hotel) para que todas las consecuencias de ese pacto se impongan de un solo golpe. Bajo la imagen de una deriva interminable por salones, pasillos, corredores espejados, dormitorios simétricos, auditorios, restaurants temáticos y salas de juego, el orden del recinto es secreto y, por eso, inmodificable. Está además su orden aparente, su reserva de significados fácilmente accesibles a los turistas más distraídos: el Paradise, donde van los argentinos, es un hotel "salvajemente temático". Se respira el aire artificial de una atmósfera química donde el aire y los perfumes son inyectados a través de una máquina en movimiento perpetuo; los huéspedes nadan en el agua enriquecida de las piscinas, y los

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espejos de cristal fumé planchan las arrugas de la ropa y los rostros. Hacia el final de la novela, el hotel ofrece a sus huéspedes, la arrebatadora kermesse de un desfile de modelos top y animales.

Por ironía, los personajes de La experiencia sensible salen de la Argentina concentracionaria de la dictadura para ingresar en el ocio reglamentado de una gigantesca explosión capitalista en medio del desierto, un resplandor atómico que no se extingue (de lejos Las Vegas muestra su fuego, sobre todo si se llega de noche, por tierra, atravesando el páramo). En Las Vegas gobierna un despotismo aceptado temporariamente y con alegría por sus habitantes, también temporarios. Para los que llegan de la Argentina, ese mundo totalmente administrado hasta en los detalles cuya invisibilidad revela, de todos modos, su importancia, debería ser el reflejo glamoroso de un espacio concentracionario que ellos (turistas de la dictadura) no quieren ver en su país e, incluso, postulan como no existente. Ir a Las Vegas es el non plus ultra de la repetición. El régimen del hotel-casino escamotea su lógica. En este sentido es como una gigantografía del capitalismo (o del gobierno de los militares): sistemas que deben disimular los resortes que los hacen posibles.

Los personajes de La experiencia sensible salen de la Argentina de Videla, en plan de vacaciones forzadas (en vez de ir a su casa de Punta del Este, que se han visto obligados a alquilar a un hombre de la dictadura), para residir por un mes en un campo de ocios administrados. Esto es importante porque coloca a la novela de Fogwill fuera del realismo sociológico (la gente habitualmente iba a Miami) para ponerla en una dimensión casi alegórica. Así, la novela no necesita explicar la razón por la cual los personajes saben que esas fueron las peores vacaciones de su vida. Si el lector no se ha dado cuenta, la novela no tiene nada más que decirle.

Teorías

Apenas la historia comienza (en el aeropuerto de Miami, la familia Romano, padre, madre, dos niños y niñera, espera el vuelo a Las Vegas), Fogwill la interrumpe e intercala varias páginas con teorías: sobre la extinción de la culpa en la religión y en las instituciones modernas; sobre los supuestos resultados de una encuesta realizada entre niñas para ver cómo imaginan el más allá, los disparatados imaginarios de la muerte calcados sobre las ilusiones producidas por la estética de los medios.

Como si fueran escalones con los que alguien tropieza sin darse cuenta hasta que ha caído al suelo, estas páginas aforísticas sobre la condición cultural contemporánea interrumpen lo que ha empezado a contarse. Difícilmente podrían ser leídas como reflexiones del protagonista; pertenecen a otra voz, la de un narrador que se ha olvidado, por un rato, de su historia. La función de este olvido (al igual que otros olvidos que luego vendrán) es precisamente la de interrumpir la ilusión realista en el momento en que una situación o un diálogo pueden ser leídos como sencillamente

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realistas. Difiriendo la acción, ya que las interpolaciones "olvidan" la narración, Fogwill se separa del estatuto realista lo suficiente como para indicar desde qué distancia ese estatuto hoy es posible.

Fogwill hace, con acritud, la crítica de las ilusiones de las capas medias. Este es un terreno en el que se mueve con la acidez de un disolvente: en la familia Romano ni los chicos, ni los padres pueden ser otra cosa que la realización torpe y desfigurada de sus ilusiones. Este es un tema de La experiencia sensible: detrás de la ilusión no hay sino ilusión, sin fondo. La narración, que en cada punto parece recapitular para interrumpirse nuevamente, está intercalada con sucesivas "teorías", algunas de ellas a cargo del narrador, otras de Romano. La explicación del tonomoshi, una sociedad japonesa para la autoinmolación material y moral en el juego, regida por una especie de sorteo y licitación como los círculos cerrados para comprar autos, y también por deberes ciegos que son adjudicados a la manera de "La lotería de Babilonia", produce una especie de efecto alegórico que no podría traducirse directamente en algo "real" pero que evoca modelos de regulación excesivos y existentes.

La función de las intercalaciones es clara. La experiencia sensible trata de evitar la identificación simple de los personajes y situaciones. Atenúa el "así era", aunque Fogwill también dice que así fueron las cosas con personajes como éstos. Sin embargo toma sus recaudos: "A poco que un narrador ponga en movimiento natural y vigile la evolución de personajes como Critti, Romano y sus hijos, si pretende mantenerse fiel a los paradigmas de la verdad, terminará componiendo las figuras de auténticos imbéciles. Sin embargo, la realidad no es imbécil, y a la vista de que en el mundo real estos personajes se desempeñan con mayor eficacia, y que la sociedad –no sólo la caótica sociedad moderna, sino toda sociedad organizada- los prefiera a la hora de repartir recompensas y de proponer figuras para la emulación de sus semejantes, habría que atenuar la perspectiva y renunciar por un momento a la ingenuidad de los relatos" (144). Critti, el amigo encontrado por los Romano casualmente en Las Vegas, es una especie de conciencia despierta sobre la naturaleza del régimen militar en lo que respecta a los caminos que ofrece para maximizar las ganancias. A Romano le explica, como una especie de Settembrini degradado ante Hans Castorp, cuáles son las líneas probables de un futuro: en plena dictadura, lo ilustra sobre el posible regreso de la política y la necesidad que esa política tendrá de cultivar las reglas del espectáculo. Romano, empresario "turco-judío" no está en la posición ideológica de percibir lo que Critti (que tiene algunos millones más y por eso ha logrado saber, o viceversa: porque sabe, hizo algunos millones extra) le explica. Una línea de ese diálogo tiene la fijeza de un proverbio cínico: con los militares se trata de darles algo de comer para que se vuelvan mansitos.

Un mundo aparte

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Los hijos del matrimonio Romano y su niñera Verónica, una adolescente con una carrera como modelo si se le dieran las cosas y, por el momento, estudiante de biología, forman un "mundo aparte".

Verónica habla como un personaje de Puig del que hubieran fugado todas las represiones y quedara el deseo en estado incandescente pero, al mismo tiempo, sometido a planificación y cuantificación. Sus monólogos son la realización material de la fantasía: no hay represión sexual, no hay prohibición. Sólo hay un vacío y límpido deseo multiplicado. Verónica es impermeable a cualquier dilema moral y está completamente suelta, en un ejercicio de autonomía que es anterior a todo pensamiento sobre la libertad. Lejos de toda deliberación excepto la que requiere el cumplimiento de su deseo, Verónica está también lejos de cualquier refutación de lo dado. Es una conciencia plana, en un cuerpo excepcional que se usa como máquina.

Lo interesante en el personaje de Verónica es la soltura. Posee una gracia, una levedad un poco estólida, que otros ejercicios "modernos" de la libertad como refutación del orden ignoran por completo. La gran escena erótica de la novela, donde Verónica realiza los actos que responden a un plan desenfrenado, es contada por ella como si no existieran barreras de lenguaje: habla hiperbólicamente sobre sexo, acumulando lugares comunes: "un negro de goma que coge como a motor", "se la chupo muerta a un viejo". Verónica no usa ninguna de las lenguas que la literatura atribuye al erotismo, sino una especie de dialecto (donde se escucha Copi, Genet y la novela pornográfica) donde todas las cosas son llamadas por su nombre.

Los chicos, naturalmente, participan de este mismo encanto idiota. Lo primero que la nenita Magalí le dice a sus padres: "¿Ustedes dos sabían que Verónica se vuelve loca por los negros porque tienen la punta del pito colorada?", es una pregunta cándida y transparente que tiene valor ejemplar. Conectados con Verónica de un modo que pasa por alto a sus padres, envidiados por sus padres precisamente porque tienen esa conexión, ellos plantean al final de la novela la única pregunta que da en el centro de la lógica del lugar que están visitando. Quieren saber porqué en el hotel Paradise no se consiguen helados de Burger King, y Verónica se ve ante la circunstancia de explicarles qué es un convenio de exclusividad con MacDonald’s. Verónica instruye a los niños en el abc del mercado, donde ellos y su padres se desplazan cómo briznas de hierro atraídas por las marcas ("Caalvin, Reevlon", aúlla la madre en el duty-free).

El dinero

A la niñera se le pagan 3000 dólares por acompañar a los chicos y ocuparse de los trámites de equipaje durante un mes. Los mil doscientos dólares que cuesta el alquiler semanal de un Jaguar son "cinco centavos". Estas son las cifras de la Argentina durante la dictadura militar.

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Los tres mil dólares de la niñera son tan significativos como las comidas de ostras y Pommery que al matrimonio argentino le parecen a precio de liquidación, las propinas de quince dólares, y el fastidio con que se mira a los mozos cuando cuentan centavos para dar un vuelto. "Ni me fijé", responde Romano cuando su mujer le pregunta cuánto costó una cena. "Ni me fijé" es la consagración lingüística de una relación con el dinero para quien lo consigue fácil, en años de dictadura. La fórmula indica que las mismas personas que se mueven con el único aliciente de la ganancia rápida han adquirido un reflejo rastacuero (que todo el mundo recuerda): "ni me fijé" habla de que sólo se calcula el dinero que se adquiere, y el que se gasta queda mágicamente por encima del cálculo.

La moneda es sólo un medio para cuantificar el lucro, no para medir el gasto. Es la torsión corrompida del capitalismo, un capítulo de enajenación moral peculiarmente argentino incluso si se lo mide respecto de los hábitos de otros capitalismos. La frase "ni me fijé" tiene una significación suplementaria porque quien la pronuncia es un rico cuyos soliloquios señalan una relativa sensatez en el mundo de negocios que, de todos modos, tuvieron mucho de insensato. Romano un burgués calculador, que sabe abstenerse de ganar para no correr el riesgo de perder, un ave rara cuyos pensamientos colocan a La experiencia sensible en un registro que no es el del costumbrismo mimético que busca la exageración repetida para obtener un verosímil, sino en el de una tipificación que prefiere cierto grado de excepcionalidad para evitar la representación banal y compacta.

Romano tiene algunas grietas: por su pasado de hijo de una familia de origen árabe-judío de empresarios textiles, llega desde la producción de bienes materiales al mundo del showbiz y los servicios de imagen. Algo queda de su pasado en una estrategia de emprendedor que saca cuentas, cubierta casi por completo por el nuevo estilo de burgués triunfante para quien todas las facturas vienen en moneda chica. Romano es una bisagra en un capítulo monstruoso del capitalismo argentino. Y puede serlo porque la novela le da dos caras: una de serenidad relativa frente a una demencia social por la ganancia inmediata; la otra, del insultante dispendio de esos años locos donde la dictadura se creía tan estable como una moneda sobrevaluada que halagaba el mito de una Argentina en el centro del mundo (del cual se la expulsaba justamente por su régimen político y poco después se la expulsaría por las consecuencias de la fiesta financiera). Romano es perfectamente significativo por su oscilación entre alguna cualidad heredada y un desenfreno presente.

Los pormenores con que la novela va probando este carácter son de un verosímil perfecto y el narrador los intercala con la ironía indispensable para que de la historia de Romano no se pueda extraer ni la absolución de una vieja forma de hacer negocios ni una perspectiva blandamente moralista o irreflexivamente cínica sobre una mecánica del capitalismo periférico en condiciones de dictadura.

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El futuro

En la novela de Fogwill hay algunas líneas impresionantes sobre la muerte: "Romano, como todos los que lo sigamos, encontró la misma escenografía de la muerte, pero se vio enfrentando una sala vacía, mudo, sin libreto y, a la par de la luz yéndose, vio que se disolvía el decorado y desaparecían derecha e izquierda, no tuvo más delante ni detrás, ni piso abajo: estaba solo y sostenido por la visión –la sensación- de que cuando la última fuente de luz, arriba, terminara de apagarse, no quedaría nada. Nada más: ni él." (140). El futuro es eso, dice La experiencia sensible en un inesperado giro. De todos modos, algo de ese giro estaba anunciado en una pregunta que se hacen Romano y Critti y no pueden responder: ¿por qué están allí, en Las Vegas, si el juego los aburre y no entienden a los jugadores? La pregunta indica esa dimensión fuera de control en la que se mueven estos sujetos que, al mismo tiempo, parecen completamente al mando de sus vidas más o menos miserables.

Ese futuro que el narrador conoce, también incluye los años que siguen a la excursión por el Paradise de Las Vegas. Los chicos de la familia Romano terminan tan previsiblemente como puede terminar esa mezcla de muñecas Barbie, tablas de skate, perfumes y escuelas bilingües en la que crecieron. Los dos establecen una relación con Asia (una irónica hipótesis del porvenir): Chachi, el varón, porque compra allá chips y partes de computadoras para revender en la Argentina. Magalí, porque viaja a la India para conocer al Sai Babba y se somete a esa espiritualidad de materializaciones que evocan el mercado (relojes o pañuelos de marca) y materias que remiten al comienzo de la creación (cenizas y polvos). Esta vocación por Oriente conduce a los dos Romano junior a donde debe conducirlos: Chachi vive con su mujer en un country, Magalí los visita para contarles sobre la buena nueva de las supersticiones espirituales postmodernas. Como cuando eran chicos, el mundo está hecho de vuelos intercontinentales y límites culturales infranqueables: no pueden ver más allá del alcance de su mano. La paradoja final de los de su clase.

Este futuro, ignorado por los Romano en 1978 cuando fueron a Las Vegas, es perfectamente conocido por el narrador de La experiencia sensible. Su inteligencia y su saber le evitan que lo que cuenta sea obvio o demasiado cifrado; su perspectiva queda sin embargo bien a la vista en el tono con que narra los episodios más sorprendentes o alude al fondo brutal que sostenía el tinglado en esos años. Novela de la dictadura militar, La experiencia sensible muestra su verdad cultural y un mecanismo de su capitalismo monstruoso.

1. Fogwill, La experiencia sensible, Barcelona, Mondadori, 2001, 158 págs.

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Argentinos en Las Vegas

por JUAN A. MASOLIVER RÓDENAS

En LA VAGUARDIA DE BARCELONA, 240801

Sobre "La experiencia sensible" de Rodolfo Enrique Fogwill

En el folleto promocional que acompaña a la novela, titulado "Las Vegas" (tres textos en torno a "La experiencia sensible"), están las claves del libro y, de forma más sutil, las de la escritura de uno de los narradores más singulares de la literatura argentina actual.

Las verdaderas claves están en el primer texto. nos dice que "no hay sentido común en la palabra", y esta falta de senti-do común es la que va a poner de relieve, en la novela, la corriente subterránea que se agita bajo la más escandalosa vulgaridad, porque, si el narrador se mantiene fiel a los paradigmas de la verdad, "terminará componiendo las figuras de auténticos imbéciles. Sin embargo, la realidad no es imbécil". Y si está condicionada por la vulgaridad, tema desarrollado en el tercer texto, divertida crónica sobre Las Vegas, también lo está por el azar, tema desarrollado en el segundo texto, "Lo dado" ("Ningún lance de dados eliminará el azar").

A la naturaleza del juego (codicia y azar) y del lenguaje, centro magnético de "La experiencia sensible", hay que añadir una nueva sugerencia. Lo que hace especialmente interesante la narrativa

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de <Fogwill, desde la magistral "Los pichiciegos" hasta "La experiencia sensible", es la carga de muerte que hay en personajes que viven (en la memoria, en la imaginación, en la ilusión, en la vida real) tan activamente.

La diferencia de veinte años desde que ocurrieron los hechos (de la visita a Las Vegas en enero de 1978 al momento en que fue recuperada y escrita esta historia) carga de tempo-ralidad todo el libro, puesto que Verónica, la niñera de diecisiete años, Barbie o Lolita, tiene ya casi cuarenta en el presente, y Romano, el rico empresario de cuarenta años, posiblemente esté muerto. De este modo, en todos los personajes, incluyendo a la ninfa, "privilegiada en el relato sólo por su circunstancial encanto", hay "un contraste entre lo ínfimo y más trivial y lo que alcanza la magnitud de la tragedia, entendida como el desenlace final de los destinos colectivos".

Divertida crónica de la vulgaridad

La desnudez expresiva es esencial para denunciar la vulgaridad de los personajes y para revelar lo que se oculta bajo dicha vulgaridad. La trama es muy simple. El empresario Romano, posiblemente por miedo, se ha visto forzado a alquilar su casa de veraneo, La Nana, al brigadier Carrera. Decide pasar un mes en Las Vegas con su mujer, Mirtha, sus hijos, Chachi y Magalaí, de once y nueve años respectivamente, y la niñera Verónica Medina, estudiante de Biología. Una ciudad, Las Vegas, y un grupo familiar, el de los Romano, son el núcleo ideal para un lector "sediento de vulgaridad y repetición".

Lo que seduce de la novela es lo que hay de divertida crónica de lo trivial pero también todo lo que la vulgaridad puede sugerir, para simultáneamente afirmarse y negarse. Y aquí todos persiguen algo y confunden lo imaginado, lo deseado, lo perdido y lo rechazado. Romano es un apellido turco de origen español: una familia judía que se dedicaba a la industria textil.

En busca de una añorada unidad familiar negada por las obvias diferencias generacionales, Romano trata de regresar a las imágenes y a las palabras perdidas, se le aparece su padre muerto hace diez años, le regresan las voces familiares, busca la clave en los refranes y en las frases hechas, pero morirá "privado del don de recordar o cifrar en frases".

El mítico pasado le sumerge en los vacíos de la memoria. El presente es la realidad que le separa de las nuevas generaciones y los valores dudosos que alimentan a la suya. Es así como el juego se convierte en una reflexión sobre su propia existencia y la de la humanidad. Preguntarse por qué se juega es preguntarse por qué se vive. Y él vive, infeliz ganador, para el dinero. Como Verónica vive

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refugiada en sus fantasías eróticas con negros y Mirtha con sus fantasías con el sexo de asnos, perros o caballos. Todos, como el narrador, viven en la imprecisión de las palabras, ignorando el nombre de las cosas, buscando lo que se perdió y lo que no se deja ver al final. Y es así como un espacio de vulgaridad como Las Vegas se convierte en un espacio trágico de los destinos individuales y colectivos.

LAS CLAVES

EL AUTOR. Argentino, nacido en 1941. Ha sido profesor, sociólogo, publicitario, editor y crítico literario. Autor de numerosos libros de poemas. La imprescindible novela breve "Los pichiciegos" ha sido incorporada por Mondadori a la colección de relatos "Cantos de marineros en la Pampa". Es autor de las novelas "La buena nueva", "Una pálida historia de amor" y "Vivir fuera".

LA OBRA. Cuatro semanas en Las Vegas nos llevan a un delirante viaje por la imaginación erótica, a sórdidas relaciones, a la nostalgia por la unidad familiar y a una reflexión sobre la naturaleza del juego, la escritura y la vida.

Fogwill: sensible a la experiencia

por Juan Aguzzi en El Ciudadano, Rosario, 2002

Que sus narraciones sean un tanto desparejas, no impide afirmar que Fogwill sea uno de los mejores escritores argentinos de las dos últimas décadas. Es cierto que su impar ferocidad y su ojo avizor le permiten poner sobre el tapete las escaramuzas y la doble sensibilidad con que gran parte de los sectores que elige como sujetos de sus relatos –la clase media y media alta– ocultan o desvían sus verdaderas intenciones; también que, como pocos de sus colegas y tal vez por sus vicios sociológicos, indaga sobre esa cosmovisión a través de la incorporación de monólogos donde podría hallarse el incentivo, la preocupación sucedánea, la pulsión original que despierta el hecho

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narrativo. En La experiencia sensible, su último libro –que a diferencia de su anterior Vivir afuera viene despertando unánimes elogios– esos monólogos serán las postas en las que Fogwill se explica: "Sucedió a fines de los años setenta. Por entonces, narrarlo era uno de los proyectos con menor sentido entre tantos que se podían concebir". Y si así indica el punto de partida, más tarde esos monólogos encierran las fantasías y prácticas sexuales de uno de los personajes principales, que otorgan al conjunto del relato el ariete sensorial para descubrir las constantes de una época y de los personajes que la protagonizaban. Es como si apelara a la astucia de la razón para convenir con el lector cuál era el pulso de esos tiempos y qué es lo importante para dejarlo ahora al arbitrio de la narración. La experiencia sensible cuenta la observación detallada de un mundo diferente aunque se tenga la sensación de que resulte conocido. Para ello, Fogwill apela a la reflexión como categoría narrativa y desmenuza qué pasaba por la cabeza de un comerciante enriquecido con los negocios al calor de las ambiguas relaciones durante la dictadura del 76, cuál era la experiencia de un viaje al Estados Unidos de la plata dulce –en este caso Las Vegas– y en qué burda y oscura dimensión tenían lugar los caprichos y apetencias de esta gente, verdadero motor de un país diseñado para la "insensibilidad".

Romano, el personaje principal, se va de vacaciones a Las Vegas para jugar en los casinos; lleva a su mujer, a sus dos hijos y a una niñera, movido por una inercia inexorable atribuida a cierto triunfalismo que, sin embargo, no le sirve para penetrar el mundo de sus hijos y la niñera o al de su mujer, al que una serie de convenciones –infidelidad, fantasía zoofílica como vínculo erótico– lo atan a una gozosa pero irremediable esclavitud.

Hay un correlato por oposición que envuelve al propio Fogwill y a su personaje principal: la ambición del autor en descubrir las claves en que el azar va conformando el tejido de la existencia como una pulsió parte de la Argentina que es. Con más pensamientos que imágenes –Fogwill deja a las constataciones de orden sexual toda la voracidad de la composición icónica– La experiencia sensible se posa sobre los deseos de Romano y compañía, con tal destreza que todo parece fríamente calculado. Como los mismos cálculos que hace Romano sobre todo lo que lo rodea, admiración incluida por aquello que se le escapa, pero que Fogwill oculta en una construcción literaria de juegos chinos. Romano no puede entrar en el mundo de la muchacha y sus hijos; a su vez, la muchacha viste la perfidia de la especulación erótica con cada uno de los niños y aun con la mujer de Romano. Romano entra y sale de los juegos sin que le importe ganar verdaderamente, está atrapado como lo está de las coordenadas socio políticas en su propio país; pero de todo eso no quiere saber, en todo caso sólo quiere hacer, ir hacia adelante.

Novela vital, de hallazgos, La experiencia sensible vuelve a poner a Fogwill en la huella del relato sinfónico donde voces, pensamientos, acciones que son observados como partes del todo –Partes del todo se llamó su primer libro de poemas– pero también como libres murmuraciones sobre los infinitos cruces a que la pertenencia cultural somete. No es Romano quien se pregunta hacia dónde va, cuál es la verdad o qué es ser argentino, sino Fogwill a través de su singular experiencia sensible de narrar.

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HORROR Y AZAR

A propósito de dos libros de Fogwill: La experiencia sensible (novela, Mondadori, Barcelona, 2001) y Lo dado (tres poemas, Paradiso, Buenos Aires, 2001)

Por Horacio Gonzalez en El Ojo Mocho 16. 2002

En La experiencia sensible, Fogwill sitúa una novela allí donde se ejercen los pensamientos materiales sobre las dimensiones del espacio y del tiempo. Ya se ha dicho, Fogwill es un novelista que intenta aferrar el secreto de la materia real, hecha de energías, duraciones, longitudes oníricas, átomos de vehemencia física, impulsos sexuales que se trazan según cómputos de la razón analítica. Romano (el personaje de La experiencia sensible que viaja con su familia a un casino de Las Vegas) piensa que “entre pasajes, hotel, el alquiler de un auto Avis, los gastos de la niñera argentina que llevaron a cargo de sus hijos y el breve tour por Disneyworld, habían gastado menos que en las vacaciones de febrero en Punta del Este”. Fogwill hace su primera jugada en la superficie del texto, donde parece no ocurrir nada, o donde estamos situados en un mundo de torpor o estupidez.

Sin embargo, no demora nada en presentarse el plano interno de la calamidad. Es que yace allí desde siempre, como anuncio que compagina desde el futuro-real toda experiencia sensible. “En Grant Avenue y por los parkings de las marinas de Hartland Boats, peatones muertos de fríos hacían guardia junto a sus autos esperando el remolque de sus aseguradoras: un día a unos, otro día a otros, tarde o temprano a todos les tocaba amanecer con sus radiadores y cañerías reventados por el congelamiento de los líquidos de la refrigeración”. La imagen es sobrecogedora, releva un mundo humano circular en que rige un horror natural, mantenido por palabras que comprimen la experiencia en su ignorada materia económica, letal. Léanse las palabras “aseguradora” o “refrigeración” en ese sentido. Fogwill escribe con una suerte de programa de computación mental donde toda escena más o menos apática del presente puede traducirse a sus proporciones geométricas de terror.

Se puede decir que La experiencia sensible es una novela de terror. Pero de un terror al que sólo le basta que los objetos estén quietos, desconectados brevemente de su función, en un olvido momentáneo, como esos vetustos Douglas DC 9 en el aeropuertos, observados a través de la escarcha de la terraza, que estaban “estacionados o abandonados”. Una simple opción entre abandonados o estacionados, referida a un viejo avión, introduce el sentido de amenaza radicado en los objetos, que al cabo son la forma final de toda experiencia sensible. Se dirá que así han procedido legiones de novelistas, seguramente llamados “objetivistas” o “fenomenólogos”, o

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cualquier otra denominación de momento, pero Fogwill lo hace pensando en un fondo de terror que habita en toda exploración de una memoria. En este sentido, si es para usar otra palabra, pero ahora pensando en la experiencia colectiva argentina, es un historicista. Sin los nombres de la historia, que cuando están los vulnera como si fueran cualquier objeto estacionado o abandonado, pero historicista, historicista que reduce todo a un esqueleto pero sin que los nombres de una memoria dejen de palpitar.

La expresión “fondo de terror” es Fogwill quien la usa para decir cosas parecidas a las que aquí insinuamos. Es el momento en que comenta (el narrador: “otro”: “yo mismo”) la maraña de varillas, tubos, cables y poleas que se avistan en las maniobras de los aviones, que sugieren un espectáculo de “dilapidación de riqueza y de desaparición”, pero también una “advertencia cifrada acerca de la precariedad del vuelo, los riesgos del turismo moderno y el fondo de terror que está apenas a un paso de las remanidas escenas de las vacaciones”. Estas advertencias cifradas, una de las materias de la novelística de Fogwill, se condicen enteramente con la hipótesis general que asiste a toda la empresa de filología de las relaciones vitales en la que este autor está empeñado desde hace tiempo. Romano, su personaje en La experiencia sensible, ha sido sometido a escuchas telefónicas en la época militar y un encarcelado que luego desaparecerá es el encargado de pasar a texto la voz del “escuchado”. Este es un apunte marginal en la novela, pero basado en la idea de los signos inadvertidos del horror, pues inmediatamente todo gira hacia una reflexión sobre el modo en que se usa la expresión “pensar”.

Vocablo existencial que se halla en el interior de toda experiencia, pensar es una expresión que está en las antípodas de un discurso del método, pero no del método para hacer novelas, pues cada vez que aparece se presenta el fondo de horror, el vacío de experiencias y la necesidad de reestablecer la veracidad del presente capturando la incerteza del futuro con un verbo que pone a todo el ser en estado de razonamiento y convicción. De modo que La experiencia sensible es una novela sobre cómo actúa en la experiencia (y cómo la moldea) un acúmulo de palabras que nunca aciertan con su objeto y que se convierten en pobres dichos que apenas pueden ser capturados por la experiencia de la novela. De ahí su aire desolador y su vocación de examinar las superficies cotidianas con un demoledor ejercicio de descubrimiento de la moral oscura de las relaciones. Entre los pensamientos de Romano se encuentra una consideración sobre el personal de servicio de los restaurantes y hoteles, según sean hispanos, negros o blancos. Aquí hallamos nuevamente la reflexión sobre el servilismo como cuestión en que se revela la fibra recóndita del conocimiento.

En efecto, el acto de servir se presta a la observación de innumerables matices, en el que un fino juego de desprecio es recubierto con capas de gestos y silencios en lo que está todo lo que el poder de los sumisos o el andrajo existencial de los poderosos. Poder describir la humillación, ámbito interno de las vidas que como el utillaje interno de un avión pronostica la fragilidad que sostiene una fuerza, es lo que pone a prueba la escritura. “Romano, aunque falto de recursos y de razones para describirlas, tenía abundante experiencia y sensibilidad p la verdad última, pues ella equivale a la muerte de la relación y a la muerte en sentido lato, la reina del fin del azar.

Buscar una razón que sea más fuerte que el azar de vivir es para Fogwill una razón narrativa: es un novelista que sigue, hasta el borde de la destrucción de la novela, las razones por las cuales ésta se mantiene en un estado narrativo. Que vendría a ser un estado de adivinación de su propia bancarrota. Lo que ocurre en un casino de Las Vegas, es un juego financiero con los cuerpos y un

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intento de destronar el azar frente a las infinitas bifurcaciones del tiempo. Para hacerlo sólo queda el pensamiento, pero éste también descubre que cada vez que forja un objeto se le desvanece. El azar no deja verdades a su paso.

De todas maneras, en algún momento Fogwill parece vacilar respecto al poder supremo del azar para establecer la verdad de un modo concluyente pero volátil. “De cualquier modo, como en el juego, nada se gana con saber la verdad: porque nadie gana sólo por adivinar que la bola inerte, ya sin fuerzas, se detuvo en el número de la fortuna. Como frente a la rueda, en la vida, o en todas las cosas de la vida, recién se gana cuando la voz del que administra el juego anuncia el resultado y todos los participantes corroboran la legitimidad de su diagnóstico”. Quizás, aquí el sociólogo escéptico Fogwill traiciona al Fogwill novelista persuadido, pues la voz social y política que corrobora una ganancia no debería importar si el azar es verdaderamente salvaje, como se desea disponerlo en La experiencia sensible.

Sin embargo, decimos “sociólogo” un poco en broma. Lo que sobra sin ser broma de esta expresión es porque Fogwill hace un extraño tipo de sociología antisociológica, haciendo hablar a “posiciones sociales”, mostrando su lenguaje y sus juegos de azar lingüístico, donde al final recalan en alguna verdad hablada más allá de la cual no pueden trascender, y cuando al fin lo saben, si lo saben, estamos ante la carne viva de lo social en la oscuridad de las vidas irreflexivas. Pero en realidad, el azar al que esta novela se refiere (con riqueza de situaciones en las que un ascensor o el pasillo de los grandes hoteles son considerados parte amenazadora del sueño de los humanos), es un azar narrativo que a cada paso intenta ser atrapado en la novela. Pero no obstaculiza su paso, porque la novela de Fogwill, ésta y las demás, aunque en ellas se camina, se explora, se viaja, se captura, se traduce, se habla o se busca cómo hablar, son unas novelas sobre el obstáculo.

Y el obstáculo es lo que sin impedir la novela, conforma su propia materia de distribución de cargas y situaciones, según jerarquías de horror y azar. Detrás de lo escrito hay también escritos dados en otro tiempo, personajes que se recuperan del tiempo encerrado en que los dispuso un autor y un autor (el otro, yo mismo dice Quiquito Fogwill) que de tanto en tanto rasga el texto como si fueran las entrañas aviesas de un pájaro mecánico. Claro que esto no es novedad, muchos lo hicieron y lo siguen haciendo. Pero en Fogwill se trata de mostrar ejercicios de uso del habla largamente observados y meditados como ejemplo de una antropología novelística o de una poética trágica del vivir. La reflexión sobre los verbos degradar y denigrar lleva a las últimas consecuencias el poder del lenguaje para ordenar el mundo. Ambos vocablos significan lo mismo, aunque “uno aplicado al ámbito de los rangos militares y otro a las jerarquías de razas, dos aspectos del mundo que comparten la tarea de poner en orden a los humanos para que hagan lo que tienen que hacer”.

No se crea que esta novela es un tratado de lingüística general. Pero de algún modo lo es, aunque protagonizado por una familia argentina de vacaciones en época de la dictadura militar. Así, Fogwill es un historicista (dijimos) sin historia, un historicista defraudado, encubierto, obligado a explorar lo que llama lo dado. ¿Pero qué es lo dado? En La experiencia sensible es el pensar calculante que, a la manera de las filosofías del cogito, se vierte sobre sí mismo o sobre su misma actividad reflexiva para validarse. De esta manera, como “las cosas no se alejan demasiado de lo que intentan sugerir las metáforas de la raza y del rango militar” es evidente que los hombres “andan entre sueños y sometidos a trampas de la lengua y de otros sistemas subalternos de signos y

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que salir de eso -la promesa de despertar- sólo se consigue mediante la imposición de un nuevo sueño con nuevas trampas, siempre eficaces y pocas veces más sutiles”.

Estas fábulas fogwillianas desean encontrar el secreto de la lengua como acto de fundación de la novela, o a la inversa, se preguntan por el arte del relato para intentar desentrañar las atribuciones jerárquicas que emanan de los cuerpos y las insignias, o que crean a estas últimas, de alguna manera creando también -en su exceso inconmensurable- los propios cuerpos.

Familia porteña, los Romano en Las Vegas experimentan la inmensidad de los golpes de dados, que, como siempre en Fogwill, son articulaciones de poder, de sexo, de cálculos de un campo de fuerzas, de desplazamientos de la lengua en el espacio y el tiempo. Al explotar el azar en el lenguaje, que es una materia que oprime a los sujetos con la fuerza del destino, se desata un juego que sólo podría investigar la poesía. ¿Se pueden leer en Lo dado, tres poemas recientes de Fogwill publicados en rigurosa contemporaneidad con La experiencia sensible, los modos de dispersión del lenguaje contra las paredes de lo real?

Fogwill hace hablar a los pescados de una pecera, piensa sobre el azar como una pura forma que produce efectos de vida y muerte y juega con unas voces que salen del interior de una lengua más que marginal, reventada. Lo dado da una poética juguetona sobre lo trágico, con aliteraciones que parecen bobaliconas. Se detiene en momentos donde late una soberana filosofía de lo indeterminado, intenta hablar como se habla en un símil fisicalista (como si hablar fueran placas tectónicas que se reacomodan en una geología milenaria) y hurga burlonamente en los recuerdos que los lectores tienen adheridos de trechos ritualizados de un Eliot, de un Mallarmé o del Himno Nacional.

Lo dado trata de las formas, de la relación entre experiencias, de los efectos a través de los que se relacionan los elementos: agua, aire, tiempo, cristal, alimentos. Trata también del ritmo primordial que rige el mundo, del adentro al afuera, del ser al no ser, del vacío a lo colmado, del movimiento a la quietud. Y así va de la meditación inescrutable (“ateridos por la caricia de girar...”) al sonsonete llano: (“Buen: dale / calla pez / de una vez”). El conjunto impresiona como una inagotada consideración sobre la retórica y las armonías del mundo, como una fundación del azar por parte de la muerte y del tiempo -como en el segundo poema- o como un proyecto descabellado de narrar una historia popular rota, alrededor de un acontecimiento interno a la lengua. Una rotura a la vez de la lengua en donde surge la protoforma de un habla untada de hallazgos disparatados -como en el tercer poema, El antes de los monstruito. Hay aquí un problema con las “eses”, con comer las “eses”. Fogwill quiere imaginar la forma poética que corresponde a ese acto, que cierra o detiene que lo dado se transforme de inmediato en los dados. En su azar la lengua pide a toda la lengua, mal pronunciada o pronunciada como en el infierno.

Decimos que Lo dado trata de... “Tratar” lo usamos aquí para decir que se dispone, que se tiende ante nosotros una poética. Música del mundo, azar en la necesidad, voces que abusan de su olvido de muerte, que es una de las formas del horror que sin embargo deja tirar libremente las cartas. Horror y azar, forma de la burlería trágica de Fogwill. Forma también de confirmar cómo se consuma y ofrece el mundo, cómo se torna experiencia sensible, lo dado.

La Ficción de un Sentido

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Sobre La Experiencia Sensible

Fogwill

Mondadori

Barcelona, 2001

Carlos Schilling

en La Voz del Interio que Fogwill viene explorando desde sus primeros relatos, escritos coincidentemente en el año en que se sitúa la acción de esta novela.

En las dos décadas que pasaron desde Muchacha Punk hasta hoy, su estilo no ha cambiado, tal vez sólo se ha encontrado a sí mismo en efectos menos superficiales y en el dominio de un recurso que le permite descargar en la narración lo que pertenece a otras formas discursivas. A falta de un término más adecuado, llamaremos a ese recurso: "subpensamiento".

Así como la subconversación en Ivy Compton Burnett es lo que subyace a toda conversación, el subpensamiento sería en Fogwill lo que subyace a todo pensamiento. Tanto la novelista inglesa como el escritor argentino invierten la teoría del iceberg de Hemingway: muestran más de lo que insinúan y, en ese sentido, son pornográficos.

Romano, el protagonista de La experiencia sensible, no deja casi nunca de pensar, pero curiosamente no es él quien piensa, sino algo más amplio y poderoso que desborda los límites de su mente y piensa por él o a través de él. Se trata de un pensamiento sin sujeto que de algún modo manifiesta el estrato inferior de la realidad, esa materia ideológica por la cual el mundo es vivido de una forma determinada.

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Más allá de que Fogwill introduzca en el relato un narrador anónimo, una especie de conciencia literaria que reflexiona sobre los modos de contar y de representar la historia y los personajes, su voz desaparece en eso mismo que enuncia y lo que queda parece el resultado puro de una operación mental, un cálculo de probabilidades, un vacío, una apuesta.

Como los grandes narradores de ficciones políticas del siglo 20, Pynchon, De Lillo o Gadda, Fogwill documenta su paranoia con dudosas teorías sobre la infancia, datos de encuestas imaginarias, supuestas transcripciones de servicios de inteligencia, catálogos de modas, usos y costumbres, observaciones culturales y sociales, y en esa voracidad por explicarse todo deja atrás la novela como género para llegar a una ficción suprema, es decir a la ficción de un sentido.

Mallarmé, en un Golpe de dados y Borges en La lotería de Babilonia, habían alcanzado el mismo punto extremo: el azar infinito. Justo allí donde el narrador de La experiencia sensible deja sin respuesta la pregunta "¿Por qué se juega?", empieza un poema de Fogwill, también publicado este año y titulado Lo dado. Pero ese es otro libro y exige otro comentario.

LA EXPERIENCIA SENSIBLE

Rodolfo Fogwill

Mondadori

Barcelona, 2001

160 págs.

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POR CLAUDIO ZEIGER

de PÁGINA/12

Apenas entrando en las primeras líneas de la última novela de Fogwill, el lector que haya leído sus cuentos recuperará esa atmósfera. En un primer fragmento, impreso en cursiva, alguien identificado con el autor dice: "Sucedió a fines de los años setenta. Por entonces, narrarlo era uno de los proyectos con menor sentido entre tantos que se podían concebir". Una página más adelante, cuando empieza la novela en sí, el narrador dice: "El setenta y ocho no fue un buen año para Romano: el peor de su vida, pensó después". Imposible no acordarse de "Muchacha punk", de "La larga risa de todos estos años" y su pregunta ya clásica ("¿éramos felices?"), de "La liberación de unas mujeres", de "Japonés", en fin, de los grandes relatos de Fogwill agrupados bajo títulos como Mis muertos punks, Música japonesa o Ejércitos imaginarios, títulos que con las reediciones y antologías del autor se fueron perdiendo por ahí. Más allá de fechas y climas, lo que sucede en La experiencia sensible, quizás aquello a que se alude en el título, es la experiencia de un hombre que mira, observa y se da cuenta de "cómo sus hijos empezaban a formar un mundo aparte con la niñera". E bviamente éste no sea uno más–, las fantasías y hasta aventuras sexuales corren por cuenta de esa chica que piensa monólogos guarangos al mejor estilo Fogwill (desde "Help a él" hasta Vivir afuera). Pero este narrador no monologa ni fantasea. Recuperando un énfasis sociológico que lo ha convertido en uno de los autores argentinos con más ojo clínico para capturar los deseos imaginarios de la clase media alta nativa, Fogwill vuelve a la larga risa de todos esos años (los de la dictadura) para recuperar algunas facetas sobre las que poco se suele insistir al hablar de esos años: el viaje consumista al extranjero, el triunfalismo dolarizado de un sector social que pocos años después se horrorizaría con los crímenes de la dictadura. Ahora bien: si algo más caracterizaba también a esos cuentos de Fogwill (casi una categoría per se en la literatura argentina) era la marca metaliteraria que empezaba a hacerse tendencia en aquellos años. En La experiencia sensible, el arsenal de reflexión narrativa parece centrars los hijos se separan de un mundo para entrar en otro, él también estuviera pasando de un orden de las cosas a otro que no se termina de revelar, pero que a medida que se avanza no cuesta identificar con la nada. En ese deslizamiento del personaje, en parte, se revela una estrategia de la novela: mirar desde el presente (consumismo, globalización, clases media y alta de ahora, nuevas costumbres) provocando leves interferencias en el pasado. Ésa es la mirada que parece haber elegido Fogwill para sumergirse durante el tiempo de la novela en el año –1978– en que transcurren los hechos.

Pero dijimos además que así como en La experiencia sensible el lector asiste a la construcción de una mirada, también pasa a ser testigo de la deconstrucción de un personaje: no en el sentido de que Romano, su mujer, los hijos y la niñera pasen a ser "categorías" o "funciones" del relato; nada de eso. Pero sí hay una reflexión sobre la muerte y los muertos que puede leerse en clave literaria, como el derribo de toda ilusión de estar asistiendo a una historia excepcional protagonizada por personas singulares. De ahí, es posible deducir, el tono de la novela: neutro, descriptivo, enrarecido,

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pero alejado de efectos estilísticos o discursivos (salvo los monólogos de la niñera); si se quiere, llamativamente cool.

Fogwill, en orden de publicación, viene de una novela polifónica y llena de temas como Vivir afuera, libro que seguramente tardará años en ser procesado por el campo literario argentino, y está bien que así sea, porque no es novela lineal ni de una sola lectura. Allí, en los tramos finales, Fogwill afirmaba que escribir es pensar.

Sin que lo diga explícitamente en esta nueva entrega, La experiencia sensible bien podría decir: escribir es describir, una variante del pensamiento y una variante de la narración al mismo tiempo, en la que costumbres, ideas, personajes y sensaciones entran y salen todo el tiempo de la zona de luz hacia el lado de la sombra. Y así como aquellos cuentos de Fogwill narraban historias secretas de la *época, La experiencia sensible viene a decir, precisamente, cómo mediante la empecinada descripción se puede contar una época sin contar "la" historia de la época.

LA EXPERIENCIA SENSIBLE

POR FLORENCIA ABBATE

de REVISTA TRES PUNTOS

Basándose en una anécdota simple, las vacaciones en las Vegas que un empresario apellidado Romano pasa en el año 1978 con su esposa, sus hijos y la niñera, La experiencia sensible delinea una ostensible crítica al papel del grueso de la clase media argentina durante la última dictadura militar. Lo destacable reside en que Fogwill no elige mirar un sórdido pasado para diferenciarlo del presente, sino, por el contrario, para poner de relieve la continuidad que mantiene con éste. De ahí que la novela sea al mismo tiempo un ácido retrato del ciudadano medio occidental en el mundo de hoy: la visión de una opresiva aldea en cuyo interior cada movimiento está previsto; de una vida estandarizada, que no se hace desear.

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Al modo de un Scott Fitzgerald, preciso cronista de los años norteamericanos de euforia y riqueza pero también de la crisis que acabó con la alegría y doblegó los ánimos, Fogwill recurre a su ojo de sociólogo para tomar una radiografía del momento en que la inocente embriaguez de las dichas domésticas se convierte de repente en otra cosa. Un poco como si ese "bienestar entusiasta y despreocupado" de aquel tiempo, se revelara condición de posibilidad de una sujeción de nuevo cuño que se consolidaría en el futuro -y aliado de coches que a plena luz del día trasladaban la noche y la desgracia.

No obstante, lo singular está dado por el hecho de que el efecto crítico del texto no responde a una mirada sociologicista, ya que no apela a argumentos de tipo ideológico. Antes bien, rechaza el relativismo propio de las ciencias sociales y se inclina hacia una suerte de absoluto: el reclamo vital de intensidad o, en otras palabras, de una vida menos mezquina, más plena, más alta.

Si en novelas anteriores el presente de infelicidad que transitaban los personajes era causa de la red que ellos mismos habían ido tejiendo con "sueños equivocados", ahora la desdicha procede de la puerilidad de una organización social de la que los sueños (los verdaderos sueños) deben ser erradicados. Los personajes de La experiencia sensible sólo acceden a formas degradadas del sueño, como se advierte en los involuntarios flashes con flamantes equipos de fax que fulguran en la cabeza de Romano mientras hace el amor con su esposa.

El decorado de esta historia es el de un espacio y un tiempo administrados donde la espontaneidad aparece abolida (a duras penas consigue asomar por un instante en las risas contagiosas de los chicos) y donde la voluntad interviene solamente para acomodarse mejor al rumbo que otros han dispuesto –jamás para intentar torcerlo o siquiera interrogarlo. Por eso, si el protagonista no coartara deliberadamente su facultad pensante, su estado podría imaginarse como el de un hombre que de pronto se da cuenta de que todos sus actos ya fueron programados, y comprende que lo único que le queda hacer de allí en más es parodiarse.

de una sola imagen justa, las digresiones ocurrentes y los impecables remates, no logran aplacar la sospecha de que se trata de un narrador melancólicamente conciente de que acaso esos brillos no sean más que verbosos ejercicios sobre nada... Su inocultable desencanto, la desesperada elegancia de su estilo tenso y cortante, su pregunta acerca de si "descubrir la causa de un malestar alivia el malestar", habilitan a suponer que (aunque la soberbia le impida confesarlo) está dispuesto a asumir, con la de sus personajes, su propia estupidez, reconociéndola como el curso general de una sociedad.

Pero, por más que su pesimismo socave desde el vamos la posibilidad de cualquier consolación complaciente, es un narrador que no claudica en su propósito de hallar las palabras que permitan dar

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nombres a la experiencia sensible. Así, afina su oído y su olfato para captar momentos privilegiados de la experiencia cotidiana, donde en la inmediatez sensible del cuerpo, en una sensación -por ejemplo, de tristeza- se condensa caprichosamente todo el sentido de la época.

Ese resto de confianza en el valor del arte parece bastarle a Fogwill, a juzgar por los méritos de esta novela, para seguir acrecentando una obra insoslayable y sin duda de las más interesantes que ofrece la literatura argentina contemporánea.

POR GRACIELA SPERANZA

DE CLARÍN

Las máquinas del azar y las recetas del oficio

Las autobiografías de escritores suelen incluir alguna escena temprana de lectura que es promesa de futura vocación, prueba iniciática y fabulación retrospectiva del linaje. Es por eso que en los retratos clásicos de escritores abundan las bibliotecas como paisaje de fondo: he ahí su hábitat natural, su álbum de familia, su diario de viajes, su historia.

No es el caso de Rodolfo Enrique Fogwill, Fogwill a secas por confesa megalomanía. En los retratos con que prefiere presentarse (basta recorrer las fotos que ilustran su página Web), cuesta imaginar un libro en el fondo: Fogwill-bebé en pañales, sorprendido por el fotógrafo en obstinada succión del pulgar derecho; Fogwill-playboy vernáculo años 70, torso desnudo bronceado, barba frondosa de navegante transoceánico; Fogwill-artista díscolo años 80, pelo revuelto y ojos desorbitados.

Tampoco en su autobiografía breve escrita en el 94 (corregida y ampliada en el 98 para la antología española Cantos de marineros en La Pampa) abundan las bibliotecas. Hay allí recuerdos de voces, olores, cortinas musicales, y hasta efectos de sonido de las radios, pero los libros aparecen de soslayo (se prohiben, se postergan, se graban en la memoria o se pierden), sin ese fetichismo bibliófilo que hace del libro un sustituto prolijo y ordenado del mundo. Siempre han estado ahí, los libros, pero el énfasis se vuelve innecesario o equívoco; la iniciación que cuenta es otra, narrada en un repertorio variado de escenas de infancia que condensan magistralmente el adentro y el afuera, inseparables en la marca indeleble de la experiencia. "Mi padre me inició en la iconoclasia", se dice por ejemplo, y en seguida la anécdota lo explica: "Hacia 1946 recorriendo el centro y las estaciones

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de subterráneo, prendía-encendía cigarrillos-pitillos y me los alcanzaba-extendía para que, fingiendo inocencia, le quemara los ojos y las narices a los afiches que habían pegado con imágenes de Perón, Evita y de un coronel de su entorno, llamado Mercante." El recuento de la vida avanza en un inventario de primeras posesiones, capaz de convertir los objetos —con su nominación precisa, sus fechas, y sus marcas— en atributos personales que cifran la propia historia: la primera bicicleta en el 45; el primer revólver, un Smith & Wesson 32, en el 51; la primera moto, una Lambretta italiana, en el 53; el primer barco y la primera máquina de escribir, una Remington de fabricación argentina, en el 56; el primer diploma, de sociólogo, en el 64. Todo cuenta en la escrupulosa taxonomía de Fogwill: un catálogo de ocupaciones diversas (publicitario, investigador de mercado, especulador de bolsa, terrorista, estafador, profesor universitario y consultor de empresas), un repertorio de excesos (el sol, el psicoanálisis, la pipa, la droga) y por fin la selección de una antología personal ("lo menos peor de mi obra") que incluye los poemas de Partes del todo, algunos relatos de Restos diurnos, Pájaros de la cabeza y Muchacha punk y la novela Los pichiciegos. Hacia el final hay una confesión que es también una declaración de principios, una poética y una definición personal del realismo: "Sé que no he escrito una sola página que me atreva a publicar que no proceda del dictado de una voz. (...) No he escrito nada que merezca atención sin haber estado sintiendo en el curso de su copia al dictado alguna emoción del orden de la hostilidad, el rencor, la rabia, el odio, la envidia y la indignación: formas confusas del conflicto social que anuncian algo muy vago. A veces me creo a un paso de comprenderlo y fracaso. Ahora pienso que no dejaré de escribir hasta saber que he dado cuenta de ello."

Afortunadamente, aunque el largo silencio después de Una pálida historia de amor (1991) llevara a sospechar lo contrario, Fogwill no ha dejado de escribir. En 1998, desafiando a los cautos admiradores de sus cuentos perfectos, volvió a la novela con Vivir afuera, un abigarrado fresco de la Argentina de los 90. Sin miedo a hurgar en los márgenes sociales (excombatientes de Malvinas, gatos, sida, servicios de inteligencia, droga), fascinado más bien con la proximidad irritante del reviente, fascinó a muchos e irritó a otros tantos, obligando a casi todos a reconsiderar los ill redobla la apuesta. No sólo porque la novela, ambientada a fines de los 70 en Las Vegas, abunde en escenas de juego, sino porque desde el comienzo, desafía abiertamente el mandato antirrealista de los 80: "Nadie que se preciara de estar a tono con la época, se dice en una especie de prólogo que se cuela en la primera página de la ficción, apostaba al realismo, cada cual esperaba su turno para manifestar un refinado desprecio por la realidad..."

La displicencia de la literatura argentina frente al azar desprolijo de lo real, en realidad, es de más larga data. De los 40, quizás. Al tiempo que el alemán Erich Auerbach escribía en el exilio Mímesis, su monumental exégesis del realismo en la literatura occidental, Borges parodiaba con gusto toda empresa literaria destinada a representar lo real. El hilo certero de Auerbach pasaba en los últimos siglos por Stendhal, Balzac y Zola para alcanzar luego a Flaubert, Proust, y Virginia Woolf, mientras que para Borges la ambición realista sólo podía derivar en la arbitrariedad informe de la novela psicológica, la representación de "lo insípido de cada día" en muchas páginas de Proust o en el ejercicio imbécil de Carlos Argentino Daneri, entre los nuestros, intentando documentar toda la redondez del planeta en su poema La tierra. Y si bien es cierto que producto de esa insidia existen

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para bien de todos Ficciones y El aleph, las consecuencias prácticas de ese imperativo convertido en canon exceden la obra borgeana; el realismo se convirtió desde entonces en materia contenciosa para la literatura argentina y el antirrealismo, a menudo, en obligado programa.

Qué entendemos por realismo es cuestión delicada; el lenguaje no puede r es bajas en materia de representación, la inclusión de personas y sucesos anodinos en el fluir de la historia. Basta con ese mínimo recuento para saber de qué hablamos cuando hablamos de realismo en la literatura de Fogwill. Decididamente ajenas a ese "refinado desprecio por la realidad", sus últimas novelas devuelven a la literatura argentina la posibilidad de una búsqueda estética atenta a "las formas confusas del conflicto social", capaz de conciliar al mismo tiempo dos prácticas para algunos antitéticas, narrar y pensar.

En La experiencia sensible una familia judía porteña veranea en un hotel-casino de Las Vegas, acompañada por una joven baby-sitter reclutada entre las amistades del country. Contra cualquier expectativa previsible que esa situación podría despertar, no hay en la novela parodia social, ni regodeo en la escenografía kitsch de Las Vegas ni recurso fácil a las remanidas teorías del simulacro; Fogwill no piensa lo ya pensado. Hay sí documentación precisa de sociólogo curioso sobre las ligas de juego japonesas, los sorteos de Grandes Terminados, los tours de lisiados y otras prácticas sofisticadas del turismo en Las Vegas. Pero no es eso lo esencial. El azar y el riesgo que animan las escenas de juego impulsan en la novela el hilo del pensamiento: he ahí su modo experimental de vincular contenido y forma. La anécdota mínima se detiene a cada paso para indagar el fondo mental confuso de un aparente bienestar familiar, investigar las relaciones sutiles entre saber, poder y pensar, entre consumo y deseo, entre fantasías sexuales, generaciones y razas. Sólo Fogwill es capaz de descubrir el eros en la urgencia por la posesión de una novedosa máquina de fax, describir la sensualidad del tacto de unas medias de lana importada o el vago perfume cítrico de la mantelería de un hotel de lujo. Es cierto que reaparecen aquí sus obsesiones más recurrentes —los dispositivos de seguridad y control, la idiosincrasia judía, las mujeres vulgares, invariablemente putas— pero no alcanzan a sofocar esta vez su inteligencia y su sensibilidad para observar, pensar y narrar el mundo. Fiel a la experiencia sensible, Fogwill apuesta a renovar la mejor tradición del realismo y gana en verdad y densidad. Como un módico homenaje a la novela del siglo diecinueve, anticipa el futuro de sus personajes en las últimas páginas, más perturbador y difuso a comienzos del siglo veintiuno.

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Rodolfo Enrique Fogwill nació en Buenos Aires en 1941, sociólogo, profesor titular de la Universidad de Buenos Aires, editor de una legendaria colección de libros de poesía, ensayista y columnista especializado en temas de comunicación, literatura y política cultural.

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El cuento “Muchacha punk”, que recibiera el primer premio en un importante certamen literario en 1980, lo hizo abandonar su carrera empresaria y comenzar, según sus palabras, "una trama de malentendidos y desgracias" que lo llevaron a su actual "oficio" de escritor.

Textos suyos integran diversas antologías publicadas en Cuba, México, España y Estados Unidos.

Entre sus obras están: El efecto de realidad (1979), poemas; Las horas de citas (1980), poemas; Mis muertos punk (1980), cuentos; Música japonesa (1982), cuentos; Los Pichiciegos (1983), novela ; Ejércitos imaginarios (1983), cuentos; Pájaros de la cabeza (1985), cuentos; Partes del todo (1990), poemas; La buena nueva (1990), novela; Una pálida historia de amor (1991), novela; Muchacha punk (1992), cuentos; Restos diurnos (1993), novela; Cantos de marineros en las pampas (1998); Vivir Afuera (1998), novela; La experiencia sensible (2001), novela; En otro orden de cosas (2002), novela. Murió en Buenos Aires el 22 de agosto de 2010.

Último adiós al escritor Rodolfo Fogwill

Ilustración El Tomi (Télam, 2013)

La irreverencia, la pluma mordaz y una intuición al margen de modas efímeras, son las marcas de identidad que deja como legado el escritor Rodolfo Fogwill, que falleció ayer a los 69 años como consecuencia de un problema pulmonar.

El autor de "Restos diurnos" murió en la madrugada del sábado en el Hospital Italiano, donde se encontraba internado a raíz de un enfisema pulmonar derivado de su conocida compulsión al cigarrillo.

A tono con su fama diletante, a lo largo de su vida Fogwill ejerció múltiples oficios, entre ellos sociólogo, empresario, publicista, profesor titular de la Universidad de Buenos Aires, ensayista y editor de una legendaria colección de libros de poesía.

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También trabajó como agente de la Bolsa y fue columnista de temas políticos y culturales. Fuera de su agitada actividad pública, estuvo preso, fue adicto a la cocaína y confesó alguna vez que tuvo un revólver Smith & Wesson a los 10 años, un barco a los 15 y su primera novia a los 17.

"Por veinte años fui consultor de una tabacalera y pude librarme -en orden- primero del cine, después del dinero, del alcohol, de la marihuana y finalmente de la cocaína, pero aún sigo dependiendo de la estúpida nicotina", aseguró el autor de eslóganes y campañas publicitarias como "Suaves pero con sabor, el equilibro justo", para los cigarrillos Jockey.

Fue el cuento "Muchacha punk" -con el que obtuvo el primer premio en un importante certamen literario en 1980- el disparador que lo impulsó a abandonar su carrera empresaria para comenzar, según sus palabras, "una trama de malentendidos y desgracias" que lo llevaron a su "oficio" de escritor.

Con el dinero de ese galardón fundó una editorial con la que publicó "Poemas", de Osvaldo Lamborghini, y "Austria-Hungría" de Néstor Perlongher, entre otros.

Fogwill a secas -le gustaba firmar prescindiendo de su nombre de pila- se caracterizó por su personalidad explosiva y su pluma irreverente: de hecho, su permanente uso de la provocación le facilitó contadas enemistadas que incluso minaron la continuidad editorial de su obra.

Fragmento entrevista, julio 2006

El escritor, nacido en Buenos Aires en 1941, deja como legado una veintena de títulos que atraviesan todos los géneros pero que mantienen como marca distintiva el sentido del humor y una prosa vertiginosa cargada de referentes que funcionan para enriquecer lo que se narra y al mismo tiempo reflejar la época en que fueron escritas.

Entre sus obras más conocidas se encuentran "Los pichiciegos" -considerada la mejor novela sobre la Guerra de las Malvinas-, "Urbana", "La experiencia sensible", "Urbana2", "Runa" y "Vivir afuera", con la que consiguió el Premio Nacional de Literatura en 2004. Hace dos años publicó "Los libros de la guerra", recopilación de su trabajo en prensa.

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También escribió "El efecto de realidad", "Las horas de citas", "Mis muertos punk", "Música japonesa", "Ejércitos imaginarios", "Pájaros de la cabeza", "Partes del todo", "La buena nueva", "Una pálida historia de amor ", "Cantos de marineros en las pampas" y "En otro orden de cosas".

Uno de los temas recurrentes en su narrativa fue el amor: "No sé qué es el amor, pero sé que si hay algo que te puede salvar es el amor. Creo que tiene que ver con el amor propio, una cuestión neurofisiológica que te produce una sensación de totalidad; nada lo puede remplazar", definió en una entrevista.

"Inmediatamente después de salir por la televisión y tener éxito los cinco minutos de gloria de todos en la sociedad democrática, te das cuenta de que no existió, que fue sólo una puesta en escena y que está terriblemente desarticulado... El amor, en cambio, produce un bienestar casi neurológico", aseguró en esa ocasión.

Ganador de la prestigiosa beca internacional Guggenheim en 2003, Fogwill deja a sus lectores un puñado de textos urgentes que dan cuenta de un pensamiento ajeno a las modas y un olfato para intuir "lo distinto", que lo llevó a descubrir la obra de colegas como Alberto Laiseca, César Aira o Perlongher cuando nadie antes había apostado por ellos.

Télam, 23 de agosto 2010

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Fogwill, Quiquito

Por Horacio González*

Foto: Alejandra López

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No va a ser fácil acostumbrarse a la ausencia de Fogwill, porque estaba en todos los puntos de tensión que pudieran imaginarse en torno de cualquier falla en la imaginación pública. El mismo era una falla y la representaba con un gasto doloroso y una risa de fauno corrosivo. Hasta que largaba algo inesperado, que venía masticando entre acres agresiones, y era una relación inesperada entre las cosas y el pensamiento. Siempre a la caza, esencialmente atrapaba relaciones de fuerza, oscuras pulsiones sueltas en la vida de todos, molestas revelaciones de las potencias sombrías que están en el lenguaje.

Suplemento Radar de Página|12 dedicado a Fogwill, 29/08/10

No va a ser fácil acostumbrarse, porque queda su obra, como siempre se dice, pero su obra es como él, es como él era, una frágil membrana de la realidad que se recreaba en cada una de sus actuaciones públicas, de su teatro y comedia del existir. Cuando uno muere, cuando se muere, nos dan el nombre verdadero, nos lo devuelven como regalo póstumo en un acto funerario. Se vuelve entonces a llamar Rodolfo Enrique Fogwill, vuelve a nacer en Quilmes hace 69 años, vuelve a ser estudiante de sociología y vuelve a escribir su obra, con su genealogía correcta y adecuada a una biografía, en la que durante muchos años le dijimos “Quique” hasta que le respetamos el sacramento de su “Fogwill”.

Pero más que una biografía, manejó publicitariamente su nombre y lo convirtió en un ícono sonoro, emblema visual de mercado y epistemología errante. Usó la expresión “experiencia sensible” para decir algo que nunca dijo literalmente: que sólo rescatando la experiencia sensible, que es la más radicalizada flema lírica y musical debajo de las palabras, podemos seguir existiendo. Y la experiencia sensible es un humanismo que Fogwill no declaró nunca como tal, o que incluso lo hizo, pero negándolo. “Publicitaba” aquello en lo que no creía, como todo gran publicitario. Al hechizo del mundo técnico, tema contra el cual compuso sus novelas, lo mostró proviniendo de una ceguera formidable, y la designó como el fin de esa experiencia sensible. Pero lo que hacía parecía lo contrario, un salmo a la teoría de la emancipación con que las grandes tecnologías gustan de verse a sí mismas.

Fue poeta lírico que buscó rehacer el lenguaje vivo en medio de un cultivo fetichista de los infinitos rezagos de las tecnologías, del marketing, del habla prefabricada de las profesiones y del pragmatismo positivista con el que solemos practicar nuestros lenguajes diarios. De ahí saca sus novelas y poesías. En los Pychicyegos la guerra es el lenguaje, las posiciones en las trincheras están en el habla. La guerra primero nos exige que conversemos como ella, en estado fisicoquímico de necesidad, aunque luego nos dejaría redimirnos como poetas liberados. Cito en la vaguedad de la

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memoria otros de sus escritos: en otro orden de cosas muestra hombres aprisionados en los tejidos metálicos del poder, pero el poder decide entretener a los intelectuales dejándoles la organización de vanas utopías humanísticas. También allí la red tecnológica –alerta Fogwill– nos captura. Pero su novela ofrece la cifra de una implícita redención, sin que nos demos cuenta. Nadie debía darse cuenta, ni él, porque la existencia no puede declarar sus fines (pienso que pensaba Fogwill).

En La experiencia sensible, justamente, se propone aferrar el secreto nominalista de la materia, rebosante de amenazadoras energías, de longitudes oníricas, de átomos de excitación física, de impulsos sexuales que se trazan según automatizaciones desoladoras. Pero siempre está la sensación de la catástrofe inminente, pues el factor técnico y la administración de la materia no pueden gobernar la vida. Salvo con el terror. Fogwill logra traducir esas sensaciones salvadoras, las escribe como un cyber-alquimista en medio de cableados y probetas.

Sus poesías son el intento de encontrar, como en su héroe, Leónidas Lamborghini, el punto en donde el lenguaje se recobra en las tinieblas luego de sufrir el divino acoso de los poderes técnicos. Tituló Runa a uno sus poemarios porque solamente evocando una supuesta lengua originaria y distraída (debió pensar), se podría volver al mundo humano. Su propio nombre lo convirtió en una “runa”, en un signo burlón y profético, tomado a la chacota, pero escribiendo una de las literaturas más asombrosas del país contemporáneo. Los nombres verdaderos de las cosas debían surgir del trabajo burlón de un viejo filósofo cínico que condenaba la simulación y la practicaba a diario. Fue un filósofo del lenguaje, pero actuó como un entretenido semiólogo sesentista, mostrando que hablar era mover placas tectónicas, aunque se trataba del zumbido a veces insoportable que producía en las charlas de bar o en las conferencias que daba, con la estricta misión de anular el modo falaz con que en todo el mundo se producen esas convocatorias.

No va a ser fácil acostumbrarse a su ausencia, porque su presencia mantenía los hilos ocultos de lo que significaba una picaresca y un desértico balance del existir. Su personaje inquisidor, su socratismo doloroso, poseía un indicio de redención que sin embargo debía ser percibido –como en toda su poética-, en términos de una distracción y una humorada. Solo así podía surgir una “runa”, un signo que descifrara el presente y no generara ningún poder si eso pasara. Actuó simulando que si eso ocurriera, no debía importar, porque basta que se confesase un interés, cualquier interés, para que surgiera un problema de dominio, de hegemonías, de poderes. No solemos acostumbrarnos fácilmente a la desaparición de un gran comediante, porque pareciera que pone de inmediato en peligro su obra y la de los demás.

* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.

Página|12, 23/08/10

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Fogwill sueña con cementerios

Desde los años sesenta, con una determinación animal, Fogwill anotó las cosas que soñaba. El resultado de esa larga manía es el libro póstumo "La gran ventana de los sueños" (Alfaguara, Buenos Aires, 2013, 144 páginas).

Por Leila Guerrero

Foto: Claudio Alvarez, Madrid, 2010.

Era una tarde de mayo de 2009. Sobre la mesada de la cocina de un departamento del barrio de Palermo de la ciudad de Buenos Aires había una canasta repleta de inhaladores que contenían tres o cuatro medicamentos diferentes.

—Si no tuviera las drogas estas, cagamos. Tengo broncoespasmos. Se te cierran los bronquios y cuesta un huevo respirar.

Vestido con bermudas y camiseta gris, el escritor argentino Rodolfo Fogwill explicaba, sin el menor atisbo de lamento, todas las catástrofes a las que lo habían arrojado años de fumar tabaco —broncoespasmos, compromiso de la arteria ilíaca izquierda, un críptico diagnóstico de “claudicación intermitente”— y preparaba té entre capas tectónicas de restos de comida, yerba mate, fideos secos, tazas sin lavar, tostadas viejas.

—Estoy en el final, loca —decía, sentándose en medio de la sala repleta de botellas de agua mineral, libros, trajes que, dentro de las fundas de la tintorería, colgaban de un sistema de nudos que oficiaba de perchero—. Una gripe manda a una persona a la cama, y a mí me manda al foso.

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Después, hablando de su paso por la cárcel (seis meses en los años setenta, acusado de estafa), dijo que, durante ese período, no había escrito nada.

—Te voy a mostrar por qué no.

Rezongando —cómicamente molesto, como si su naturaleza olímpica no estuviera hecha a la medida de las curiosidades humanas— buscó algo en los estantes de una biblioteca y regresó con un cuaderno grande, espiralado.

—Son todos sueños míos, que anoté en 1971. ¿Acá qué dice? No sé. “¿Por qué se produce el degradé?”. Eso. Lo leo y de golpe hay una palabra clave que me permite reconstruir el sueño. Pero ya ves por qué no escribía en la cárcel.

Cerró rápidamente el cuaderno, en el que no había palabras sino algo ilegible, un rastro de tinta electrificado, violento, riscos y desfiladeros de rayas sin forma, y lo volvió a guardar.

—¿Te das cuenta por qué no escribí? Porque no sé qué dice.

Pero sabía. En agosto de 2010, después de pasar unos días internado en el hospital Italiano de Buenos Aires, Fogwill murió. Ahora, tres años más tarde, editorial Alfaguara publica un libro que es, a la vez, un diario de sueños y un ¿último? acto de demostración de potencia: desde los años setenta, día por día, con una determinación animal, Fogwill anotó —en cuadernos grandes, espiralados— las cosas que soñaba: tres o cuatro frases que le servían de ayudamemorias para, después, reconstruir. El resultado de la larga manía de todos esos años es La gran ventana de los sueños: citas de mi diario de sueños, un libro póstumo —el primero de dos más: una novela escrita en 1980, llamada Nuestro modo de vida; y otra, llamada La introducción— pero, sobre todo, un registro implacable de esa otra vida en la que se hundía noche a noche y de la que le costaba tanto —tanto— emerger: despertar.

—Tenía el sueño muy pesado. Levantarlo a mi papá era un gran tema. A la mañana lo llamabas para despertarlo y era “Ya voy, ya voy”.

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En la oficina de Andrés Fogwill, dueño y fundador de Landia, una de productoras de publicidad más importantes de Iberoamérica, hay estantes de madera y, sobre los estantes, pipas, una máscara de Darth Vader, libros, todo dispuesto con prolijidad serena. Tiene poco más de cuarenta años y es el mayor de los hijos de Fogwill, hermano de Vera, Francisco, José y Pilar. Es, también, el dueño del departamento donde su padre vivió los últimos años.

—Un día, cuando ya estaba en el hospital, me dijo “Traeme una lapicera Bic, caramelos ácidos de Lippo, Secotex cinco miligramos, galletitas Cerealitas”. Fue lo último que escuché de él. Que le llevara una lapicera que tenía muchas cosas que escribir. Me fui a buscar eso al departamento y cuando volví ya estaba en terapia intensiva. Yo sabía que estaba trabajando el libro de los sueños, pero no sabía si lo tenía terminado. Cuando lo leí, dije “Qué mundo tenía, qué individualidad, cómo vivió atado solamente a sus principios”. Y me dio envidia. Dije “Mirá, tenía vida también en los sueños”.

El velatorio —el 21 de agosto de 2010— se hizo en la Biblioteca Nacional. En la sala había un retrato suyo, el labio inferior corrido hacia un lado en ese gesto que era, quizás, su forma de doblegar el aire para metérselo en el cuerpo. El retrato, realizado en hilos de colores, estaba firmado por Mondongo, un colectivo de artistas a quienes Fogwill les confió, en 2004, el manuscrito de lo que entonces llamaba “el libro de los sueños” y que fue el engranaje que puso en marcha todo lo demás.

A los 11 años manejaba un arma, a los 12 tuvo su primera moto, a los 15 su primer barco, a los 16 empezó a estudiar medicina, a los 23 era sociólogo, a los 38 multimillonario, dueño de dos empresas de investigación de mercado y publicidad, y a los 40 ya no tenía nada. En 1982 escribió en siete días —dizque sostenido por veintiún gramos de cocaína— Los pichiciegos, considerada una de las grandes novelas argentinas y dotada de algo que merodea toda su obra: el carácter anticipatorio (el libro, sobre la guerra de Malvinas, fue escrito en los inicios del conflicto pero anticipa no sólo la derrota sino el estado de las tropas argentinas). Escribió, entre otras cosas, los relatos de Pájaros de la cabeza (1985) y Restos diurnos (1997); las novelas La buena nueva (1990) y En otro orden de cosas (2002); los poemas de Partes del todo (1990) y Últimos movimientos (2004); la recopilación de artículos Los diarios de la guerra (2008). En 2009, Alfaguara publicó sus Cuentos completos, que lo confirmaron como una de las voces más impresionantes de la literatura argentina. En medio de todo eso, Fogwill —que ganaba su sustento como asesor de marketing en su país y en Chile— se diseñó como una máquina de generar incomodidades: un escritor que recibía periodistas y escupía huesitos, una voz en estado de guerra. Mucho más discretamente, se preocupaba por la salud de los amigos, daba consejos de crianza, leía con generosidad a los más jóvenes, adoraba a los niños y a los barcos. Ese hombre escribió este libro que empieza, antes de empezar, con una dedicatoria (a sus cuatro psicoanalistas) y un epígrafe: “Ser viejo es haber empezado a respetar los sueños”.

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La primera vez que el manuscrito de La gran ventana de los sueños salió del departamento de Fogwill vino a dar aquí, a este taller de Palermo donde trabaja el grupo Mondongo. Manuel Mendanha y Juliana Laffitte, dos de sus integrantes, conversan bajo el enorme retrato de Fogwill hecho con hilos.

—Cuando él lo vio se shockeó, porque decía que se le veía el enfisema —dice Juliana Laffitte—. Decía “Ustedes son unos soretes, unos hijos de puta, me hicieron para que se me viera el enfisema”.

—Pero le encantaba —dice Manuel Mendanha.

El grupo Mondongo es, ahora, conocido y prestigioso (entre otras cosas, hicieron retratos por encargo de la Familia Real Española), pero Fogwill los conoció en sus inicios.

—Agustina Picasso, otra integrante del grupo, y yo, habíamos ido al Centro Cultural Recoleta, y ahí estaba él —dice Juliana—. Y se nos acercó, de mujeriego. Después vino al taller y se convirtió en una especie de crítico fundamental de la obra y de la vida.

—Era como un sparring —dice Manuel—. No se callaba nada. Una vez hicimos una serie inspirada en la historia real de la violación de una chica de quince años, y no nos habló durante seis meses. Le pareció una falta de respeto.

—La primera vez que vino acá sonaba, desde una computadora, un rock muy trash. Empezó a decir “Sacá eso”. Y nosotros “No la saco”. Y él: “Sacame esta música de mierda porque si no te rompo todo”. Le pegó una patada a la computadora que voló por el aire. Después le dio culpa, y estuvo tres horas tratando de arreglarla.

—Se quedó a comer, se pidió unos fideos chinos y de repente empezó a recitar a Pessoa —dice Manuel—. Decíamos “¿Qué es esto?”. Estábamos en otra galaxia.

—Un día llegó con una bolsa repleta de hojas. Nos dijo que era un libro de sueños, y nos lo dio para que hiciéramos algo. Pero no nos salió nada. El manuscrito era ilegible. Pasó un año, pasaron dos. Y al final se lo llevó.

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—Se enojó —dice Manuel—. Porque no surgía nada. Y en 2008 vino con el libro de nuevo, pasado en computadora. Cuando murió, me acordé que teníamos eso y hablamos con el marido de Vera, la hija, porque yo lo conocía, y le dijimos “Mirá, el papá de Vera nos dejó este libro”. Y se lo dimos.

El primer sueño, llamado “Testigos de Jehová”, sucede en Santiago de Chile mientras la ciudad está tomada por un congreso de Testigos de Jehová. Fogwill sueña con el colorado Craviotto, un compañero de colegio. Al despertar, escribe, “La primera imagen que a duras penas se configura en mi pantalla es un mail de Emilio Alfaraz invitándome a un encuentro de ex compañeros de colegio. Le respondo que iré, recuerdo el sueño, y le prometo que se lo relataré en detalle cuando nos veamos en Buenos Aires, en compañía del mismo Craviotto de la promoción 1957 y porque a mí me parecía que algo estaba anunciando sobre este encuentro, y en general, sobre todos los posibles encuentros de la gente”. El texto termina allí, sin comentarios sarcásticos, sin ironías feroces, e instala el espíritu del libro. Porque si toda la obra de Fogwill obedece a otros impulsos (“la hostilidad, el rencor, la rabia, el odio, la envidia, y la indignación”, escribió en una nota autobiográfica de 1998), La gran ventana de los sueños parece escrito no en estado de mansedumbre pero sí de serenidad.

Cuando el manuscrito que Fogwill había dejado al grupo Mondongo llegó a manos de Vera Fogwill, el razonamiento fue más o menos evidente: si La gran ventana de los sueños había pasado de manuscrito ilegible a documento impreso, debía haber algún rastro en la computadora. Y había: varias versiones que Vera Fogwill comparó con la ayuda de una amiga, la archivista e historiadora Verónica Rossi, que ahora trabaja —en una oficina prestada por el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires— en la clasificación del archivo Fogwill: manuscritos y cartas distribuidos en cajas preparadas para preservar de la humedad y el fuego. Ahora, cuatro de esas cajas están sobre el escritorio en el que Rossi trabaja.

—Mientras ordenábamos la casa, aparecieron los cuadernos de los sueños. Y a su vez en la computadora encontramos varios borradores del libro, con varias versiones de los textos, pero con diferencias mínimas entre sí.

Vera Fogwill envió la versión que creyó definitiva a dos personas en las que Fogwill confiaba: el escritor argentino Damián Ríos y el crítico español Ignacio Echevarría. Ellos coincidieron en que era un libro listo para publicar.

—Y eso fue lo que se envió a Alfaguara.

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Verónica Rossi saca, de las cajas, carpetas en las que, a su vez, hay hojas de cuadernos con el rastro licuado, indescifrable, de la caligrafía de Fogwill. En un cuaderno de 1988, con esfuerzo, se lee: “17 del 2. Sueño: hay una feria del libro. Es un lugar abierto. Yo ocupo un territorio de un rincón. Lejos. Haroldo Conti leyendo el libro. En la clandestinidad”; “Sueño: estoy en Chile viviendo y me entero que en una fábrica hay tres modelos de Ford K. Uno de ellos es de mimbre para pasear por la playa”. Las notas de los últimos años no fueron tomadas en cuadernos sino en libretas.

—Esta es la última libreta, que se llevó al hospital.

En la libreta no hay sueños, sino anotaciones: la frase Clases en literatura argentina, remarcada; una lista (caramelos, Bagovit, chocolate, galletas, agua); dos recordatorios: Rodolfo por auto; Nota perfil; teléfonos.

—La editorial me pidió una coincidencia entre los textos del libro y los textos del manuscrito. Yo lo preparé y lo envié, pero finalmente eso no se usó.

En La gran ventana de los sueños pueden verse dos páginas de esos cuadernos: una al comienzo, otra al final. Allí, con esfuerzo, se leen palabras sueltas —azteca, sueño, viento— y algunas frases completas: “Pero lo peor no es el obstáculo sino el diagnóstico”.

Fogwill sueña un paseo junto a la Presidenta Cristina Fernández de Kirchner después de la muerte de su marido, el ex presidente Néstor Kirchner (una muerte de la que Fogwill no llegó a enterarse, porque murió antes). Sueña con Gabriel García Márquez, con una pareja de hombrecitos de treinta centímetros de altura, con una bailarina de catorce años, con el mar, con pipas, con cementerios. En “El cementerio Fuentes”, escribe: “Pasé la vida soñando con cementerios. Encuentro uno que anoté en 1973. El cementerio se llamaba Fontana y estaba anexo a una colonia psiquiátrica en las afueras de la ciudad de La Plata”. Más adelante, en “Instituciones”, escribe “Para el habitante del capitalismo tardío el cementerio privado, como la medicina privada, es un componente del paraíso de libertad y autonomía que sólo puede alcanzar quien se haya situado satisfactoriamente en la red de distribución del poder y la riqueza”. Como un sistema de muñecas rusas, La gran ventana de los sueños contiene sueños que contienen significados que contienen reflexiones acerca del arte, la tecnología, el capitalismo, el dinero, la masturbación.

—Yo ya había trabajado con Fogwill, y eso me ayudó para poder armar este libro.

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Julia Saltzmann, editora de Alfaguara (que publicará las dos novelas inéditas y reeditará cinco títulos) está en las oficinas del grupo Prisa, en Buenos Aires, un piso alto en un edificio del centro. Saltzmann fue editora de Fogwill en Mondadori y, después, en Alfaguara.

—Haber trabajado con él me ayudó para poder tomar decisiones. Había cuestiones sintácticas a las que él no les daba la menor importancia, y sabiendo eso, aunque hay cosas que no están del todo bien, yo las dejé. Había unos sueños al final a los que les faltaba elaboración, y un listado de títulos de otros sueños que seguramente Fogwill pensaba desarrollar. Pero el sentido del libro, el tono, estaba ahí. Se publicó lo que él había dejado.

—¿Te acordás de la última vez que lo viste?

—Una hora antes de que muriera. Y me alegré de poder despedirme. Era una persona de una nobleza muy grande.

—Hoy se contactó conmigo una novia de mi papá —dice Andrés Fogwill—. Nos trajo las cartas de amor que mi papá le escribió. Mi viejo en los últimos tiempos estaba más manso, pero era un salvaje. Cuando yo era chico no podía decirles a mis amigos “vengan a casa a jugar”, porque era un kilombo. Había rifles de aire comprimido, abrías un cajón y había cincuenta vibradores. Era un tipo sin filtros, muy pendiente de la sexualidad. Le gustaba el caos. El otro día una novia me mandó este libro y me escribió esto: “Hola, Andy, lamenté mucho la noticia de la muerte de tu papá. En la época en que yo estuve con él, quizás te acuerdes, 1993, 1994, solía desprenderse de todos sus libros y objetos. Quizás por eso llegó a mí este libro que encontré revisando los libros de mi antiguo departamento. Como no tengo otros datos tuyos te lo dejo en la productora”.

El libro, en inglés, tiene una dedicatoria escrita en el año 1956, cuando Fogwill tenía 15 años, por su tía Delia.

—Mi viejo no tenía miedo. De nada. Al final le dije “Papá, ¿tenés miedo?” Y me dijo “¿Vos me viste a mí con miedo alguna vez?”. Y le dije “No”. Y me dijo “No, no tengo miedo”.

“Algunos sueños de cementerios y hospitales son tristes, a veces de una tristeza vecina a la emoción del llanto. Pero entre ellos, no pocos son sueños de plenitud y felicidad. Al pensarlo los comparo con la experiencia de la felicidad de las ceremonias fúnebres con su tristeza ante la pérdida y la muerte unida a la alegría —o felicidad— de compartir una misma emoción con otros pares vivos.

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Son experiencias que en la rutina de los días se nos escapan y que sólo en la gravedad de las grandes ocasiones se pueden recuperar”, escribe Fogwill en “Tonos del sueño”.

“Ser la hija de Fogwill (…) es intentar ser actor siendo hijo de Vittorio Gassman, intentar hacer cine siendo hijo de Ozu (…), intentar ser persona siendo el hijo de un animal”, escribió Vera Fogwill en un texto publicado en el suplemento Radar del diario argentino Página/12 una semana después del fallecimiento de su padre. Ese texto, y otro publicado un año después, en el que narra la tarea de desocupar la casa, es todo lo que ha dicho en público acerca de esa muerte. En ese segundo texto cuenta cómo sacó siete bolsas de residuos repletas de botellas de agua mineral, cómo tardó semanas en desanudar el complejo sistema de sogas del que colgaban los trajes en la sala. Una noche de lluvia, en esa casa, subió a la terraza para destapar los desagües. Cuando bajó, encontró a su padre sentado en la sala. “No tuve miedo —escribió—. Más bien me confirmó lo que intuía. Era mi guía. Él y yo habíamos tenido experiencia mediúmnica juntos”. Ahora, en el teléfono, declinando amable la invitación a conversar, dice:

—Pero fijate en el último sueño del libro. Dice algo de Quilmes y de Italia. Te lo digo y ya me empiezo a descomponer.

—¿Por qué?

—Porque mi papá se murió en el hospital Italiano y está enterrado en Quilmes.

El último sueño del libro son tres líneas: “Quilmes, París, Italiano con el coya karateca con manos de goma y uñas de acero inoxidable”. Su título es “Sueño de hospitales”.

01/06/13 El País, España

Fogwill en pose de combate

Entrevista por Martín Kohan, 25/03/06

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Se está por reeditar su novela sobre la Guerra de Malvinas, "Los pichiciegos". Dice que en ese relato arroja datos en clave para dar cuenta de "yo me avivé y que todos los demás son unos pelotudos". Pese a que trabaja su autoimagen se considera un escritor "sin estrategia". Sus habituales andanadas se reparten esta vez para Beatriz Sarlo, Ricardo Piglia, y es más duro aún con Alan Pauls, el autor de la novela "El pasado".

En pocos días estará en la calle una nueva reedición de Los pichiciegos y con la reedición se despierta su autor, Fogwill, escritor-personaje, famoso por cierta gestualidad calculadamente excéntrica y por sus latigazos provocativos. También por la tensión que mantiene entre deseo y rechazo hacia un parnaso literario argentino, si tal cosa existiera, y por los severos juicios que suele arrojar sobre sus pares narradores.

Cualquier novela que se reedita permite pensar en las diferencias que puede haber entre el momento en que se publicó y su relanzamiento. Pero Los Pichiciegos es un libro tan pegado a Malvinas y a la situación en 1982, en la escritura y en lo que quería ser su publicación, que es posible imaginarlo más afectado por los diferencias de las condiciones de una reedición. El, Fogwill, sin embargo, no lo ve así.

-Yo lo veo al revés. Creo que hay libros buenos -bah, buenos; del nivel de Los Pichiciegos- de aquella época, que hoy ya no se pueden leer. No voy a decir que Flores robadas en los jardines de Quilmes, de Jorge Asís, o cosas por el estilo, pero hay muchos libros que hoy resultan usados. Ningún libro de esa literatura de la desapariciología, que se puso de moda... ninguno de esos libros hoy se puede leer.

-Lo que pasa es que "Los Pichiciegos" es un libro concebido desde cierta inmediatez que también quería ser una intervención. No solamente lo escribís pegado a los hechos, sino que también estás queriendo que el libro salga lo más pronto posible.

-En esa época yo vivía en un piso décimo, mi mamá vivía en el quinto. Yo bajaba, al mediodía, y a la tardecita, a morfar algo, y estaba el televisor prendido todo el tiempo. Esa fue mi única relación con Malvinas. Y en mi laburo... Yo había salido de la cana, y me tomaron como director creativo de la agencia de publicidad que era de la familia del presidente (Roberto) Viola, que ostentaba todas las cuentas publicitarias de las empresas intervenidas por el gobierno. El presidente de la agencia era un amigo de Viola, y el vicepresidente era además el vicepresidente del Banco Central en ese momento, el brigadier Cabrera. Entonces, la agencia era también un lugar donde se reunían los generales a charlar boludeces, a tomar whisky, y a hablar sobre cómo iban a ganar la guerra. Una vez, incluso iba en remís con el brigadier Cabrera, pasamos por la estación Constitución, para tomar lo que después fue la autopista. Y le digo: "Qué buena arquitectura". Me dice: "Sí, es maravillosa".

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"¿Sabe quién tiene los planos de esto? ¿Sabe dónde están?" "No", me contesta. "Ah, le aviso que están en el Banco Lloyds de Inglaterra; porque esto está asegurado en Inglaterra. Y ellos lo pueden hacer mierda en un minuto. Y ustedes no saben dónde están los caños". Se quedó así duro el tipo, ¿no? Estaba el general Saá -un general en actividad-, porque el hijo de él laburaba en la agencia; era un abogado, Teófilo Saá. Y entonces, dice: "General, si usted odia tanto a los ingleses, ¿por qué toma tanto whisky?" Y el general dijo: "Pa''mearlo". Eran mamertos, eran curdas de cuarta.

-¿Cómo conseguís armar el registro de la novela en torno de la situación de los combatientes?

-Fue un experimento mental. Me dije: "Sé de..." Yo sabía mucho del Mar del Sur y del frío, porque yo sufrí mucho del frío navegando. Sabía de pibes, porque veía a los pibes. Sabía del Ejército Argentino, porque eso lo sabe todo tipo que vivió la colimba. Cruzando esa información, construí un experimento ficcional que está mucho más cerca de la realidad que si me hubiera mandado a las islas con un grabador y una cámara de fotos en medio de la guerra. Con la inmediatez de los hechos te perdés.

- Vos hablabas de cómo envejecen ciertas novelas. Pero también está el envejecimiento de los testimonios de los excombatientes. "Los chicos de la guerra" sale ese mismo año.

-Bueno, para mí fue un golpe lo de Los chicos de la guerra. Primero, porque me lo robaron -me lo robó la Editorial Galerna, que conste-, y segundo, porque creó una mitología, muy parecida a la de Pichis, que podía impedir la venta de mi libro. No la impidió; el libro anduvo en la escala en que puedo andar yo.

-Pero en "Los Pichiciegos" hay un principio de descreimiento en la guerra y en toda la mitología nacional. Eso en los testimonios no está, todo lo contrario.

-No está, pero... acá sumaron cuatrocientos suicidas. ¿Vos creés que el suicidio es cualquier cosa? Beatriz Sarlo escribe un artículo sobre Los Pichiciegos, que a mí no me gusta -digamos, no defiendo su interpretación-, pero dice una cosa muy inteligente. Dice que en la situación límite, todo argentino es un muerto, porque carecen de Nación. Creo que Sarlo lo escribió doce años después de su primera lectura. Escribió una segunda lectura cuando ya no estaba Alfonsín. Lo escribió bajo Menem. Cambiaron sus condiciones. Y entendió que lo que yo estaba escribiendo era contra el alfonsinismo, que yo veía, porque yo también trabajaba en Socma y sabía cómo se estaba fabricando el tránsito a la democracia. En realidad, ellos apostaban a (Italo Argentino) Luder, el candidato del peronismo, pero el plan cultural de la democracia lo escribí yo, en Socma, para Luder. Era uno de los tantos miles de papers que salían para proyectos de gobierno.

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-Es lógico que una lectura pueda cambiar diez años más tarde. ¿Qué pasó entonces cuando "Los pichiciegos" se reeditó en el año 1994, y qué idea tenés sobre cómo puede ser leído el libro en la actualidad?

-La novela tuvo al principio unos catorce ejemplares, y después fotocopias, que se editaron en Brasil. Ponele que esos catorce ejemplares los hayan leído tres personas cada uno. Hay setenta y dos lectores del libro antes de que termine la guerra, antes de que llegue el Papa a la Argentina. Muchos de ellos eran periodistas de diarios, y todo lo demás. Ese es mi crédito. Cualquier tipo que lo leyó en enero del ''84, cuando el libro llegó a las librerías, en plenas vacaciones, cuando dice que los radicales volverán al gobierno, cuando los pibes hablan de que tienen que votar, creen que está escrito después del llamado a elecciones. Y yo, el día que empezó la guerra, dije: "Esto termina con una elección". Más aún, un año antes, yo había publicado un cuento -malo, ponele que malo-, que es Música japonesa; era un costumbrismo argentino, la historia de un jubilado viejo que va al hospital, que odia a los radicales mientras se dice que van a volver al gobierno. Bueno, ahí yo ya estaba viendo las reuniones que Viola tenía con (Raúl) Alfonsín. Usé la literatura como buzón. Como en otro libro, también usé el buzón en la guerra sucia. Yo deposito en clave un montón de datitos, para que vean que yo me avivé y que todos los demás son unos pelotudos. Es la venganza del tipo que entiende. Y esos datitos tienen un valor literario, obviamente, ¿no?

-Vos tuviste también un posicionamiento en la literatura, bastante fuerte, sobre la década menemista. Vos decías: "Quiero escribir la novela del menemismo, así como otros escribieron la de la dictadura". En tu caso, además, eso estuvo muy pegado a una decisión estética, que era la de hacerlo en clave de realismo, cuando "Los Pichiciegos" no es una novela realista en lo más mínimo.

-No, no es realista, pero sin embargo hay un realismo muy fuerte, que es el peso de la esencia sobre la realidad, de alguna manera. La esencia argentina sobre la realidad. Yo no escribí la novela del menemismo; muchos dicen que - Vivir afuera- es eso, pero no, porque no logré captar eso. El menemismo está en - Los Pichiciegos- , en la imagen del turco. Aguante y merca, merca, merca. No tiene enemigos. Ese personaje es el que prefigura el menemismo. Eso lo ve, en pleno menemismo, Sarlo.

-Dejame volver a la cuestión del realismo.

-Yo creo que lo real real... para mí es mucho más real lo inaccesible e invisible, como es el genoma humano, que la condición de la corrupción política. Yo digo: nosotros tenemos un genoma histórico, por decirlo de alguna manera, y yo trabajé sobre ese genoma histórico, con el microscopio de la imaginación ficcional. Es muy así.

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-En la comparación con "Vivir afuera", o con "La experiencia sensible", se puede entender mejor hasta qué punto "Los Pichiciegos" es una novela fuertemente referencial, pero que no por eso asume una representación realista.

-No, para nada. Está escrita con doce gramos de cocaína en dos días y medio. La realidad no existía para mí. Digamos, yo resistía cuando dormía catorce horas, iba a laburar, después de tres días sin dormir, y ahí me topaba con la realidad. Entonces me decían: "No vino a la reunión de ayer", y yo no sabía dónde estuve. ¿Entendés? Digamos, no tenía realidad. En realidad Los Pichiciegos uno podría leerlo como una alegoría del sistema cultural argentino. Las acomodaciones, los intercambios, los cambios de camiseta, la sumisión a un poder autogenerado. Porque los Reyes Magos se autogeneran, por el azar de la amistad. Hoy en día tenemos un gobierno que está generado -el núcleo de poder- por el azar de la amistad. Vos mirá el gabinete, cómo se compone, y de golpe puede haber una figura -Taiana, equis-, que puede ser una figura de una carrera política o de una carrera social significativa, pero en general, son figuras de un departamentito, que se reunían hace quince años en un pueblito de provincia. Lo mismo pasa con el poema Gran Menem, que yo publiqué un año antes de que saliera la campaña publicitaria de Menem, "Menem lo hizo", y es un "Menem lo hizo". Cuando lo leía, en ese momento, antes de que saliera -porque yo lo leía en público-, se cagaban de risa, creyendo que era un delirio de un loco.

Fogwill lee a Fogwill - Audiovideoteca de Buenos Aires

-¿Y por qué decís que no funcionó esa idea que tenías de hacer la gran novela del menemismo?

-Porque Vivir afuera es una novela casi te diría intimista. Porque es eso. Ahora la leo y no veo ninguna doctrina, está escrita por un tipo que llevaba ya -y sí, bueno, ahora llevo más- quince años ausente de la realidad mediática; yo no miré televisión en quince años, no sé ni quiénes son los tipos estos que todo el mundo nombra. Entonces, si no tenés ese elemento, estás muy lejos de lo real público.

-Más en aquellos años con el peso aplastante que tenía lo mediático.

-Claro, en el 80, yo, por ejemplo, era un mediático internacional; leía la prensa inglesa, la prensa brasileña y leía Times... y cerraba con eso. Eso me llevó mucho a entender lo de Malvinas cuando apenas empezaba. En esa época, vos, con ese background, entendías todo. Entendías todo. Así empezó Los Pichiciegos. Yo estaba escribiendo una novela que se llamaba Amor a Roma, que era sobre la Logia propaganda Dos, la P2, de Lucio Gelli Y venía muy embalado, era para terminar en tres días, y llego a lo de mi vieja, a las seis de la tarde -venía de mi oficina-, y mi vieja estaba enferma, tenía cáncer, y me dice: "¡Hundimos un barco!". Y entonces, yo escribí, en esa novela "Mamá hundió un barco". Y ahí arrancó Los Pichiciegos.

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-¿En un punto no te da cierta inquietud que "Los Pichiciegos" pueda quedar en el centro de tu obra?

-No, me chupa un huevo. Bueno, si fuera, sería así. Pero no, no me preocupa. Y además, porque yo creo que lo taparé con otras cosas, ¿viste? Suponte ahora, con una ópera y una obra de cámara. Estoy armando... no una ópera de cámara, no sé, una escena de cámara, con La siesta del fauno, de Mallarmé, ambientada en el Paraná. Vos viste que Juan L Ortiz es Mallarmé. Volví a las fuentes e hice una historia de una violación, que es la historia del Fauno y las Ninfas, de Mallarmé. Todo con clichés de Mallarmé. Esas minas, las quiero eternizar, dice el chamamecero. Yo tengo esos tapones, ¿viste? No sé, un día escribiré una cueca, no sé, una zamba.

-Lo pensaba en términos de tu escritura.

-No me crea inquietud. Mi inquietud es que realmente -y estom es una confesión- la fuerza, mía y ajena, que había en Los Pichiciegos, no la voy a volver a tener nunca, porque no voy a volver a tener nunca cuarenta años, soy un viejito de sesenta y cuatro. En serio, no es chiste eso. Igual que las minas, ¿viste? Los tres polvos aquellos al hilo, se acabó. Ahora es al hilo mensual. Y sí. Y qué vas a hacer, si la realidad es así. Esa fuerza no vuelve.

-Igual es interesante porque lo seguís pensando en términos de tus condiciones de escritura. Yo había pensado más que nada en los lugares de los libros leídos, no en tu escritura.

-Yo vengo sin estrategia y seguiré sin estrategia. No te olvides que publiqué Una pálida historia de amor y La buena nueva de los libros del Caminante, con requechos de papel abrochados. Nunca tuve una estrategia. Y si al comienzo no la tuve, no la voy a tener ahora.

-Podés no tenerla en la escritura, pero sabés que en eso que se llama imagen de escritor, o figura de escritor, sos uno de los tipos a los que se considera más estrategistas.

-Sí, sí. Pero digamos que es una estrategia inconsciente, como esos boxeadores que son estrellas sin haber tenido una formación técnica. Fijate en Francia. En Francia, yo entro de la mano de Alejandro Agresti. Porque a mí me conocen por la película de Agresti -Buenos Aires viceversa-, y ahora me invitan a un congreso en Toulouse, para hablar de la memoria... En realidad, debe ser financiado por el lobby del Holocausto, porque en realidad quieren seguir mostrando judíos muertos en Polonia, asesinados por los alemanes. Y bueno, dale, total, yo ahí voy a decir mi discurso, obviamente; no voy a decir el discurso del gobierno francés.

- ¿Vas a hablar del lobby del Holocausto?

-Por supuesto. Obviamente.

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-Con respecto a la cuestión de figura de escritor, me llama la atención que se tiende a estar más atentos a lo que históricamente pasa con los libros; cómo funcionan en un momento, en otro, si se desgastan, si no se desgastan, si ganan vigencia, si pierden vigencia. Y parece quedar afuera esa construcción de figura de escritor, que en tu caso es tan fuerte. ¿Hay un desgaste también ahí, o no pensás que puede haber un desgaste?

- Si no se gastó en veinticinco años, no se va a gastar.

- Una definición muy fuerte que siempre se genera a propósito de tu lugar gira en torno de la figura del francotirador. La palabra aparece muy seguido asociada a vos ¿Seguís pensándote exactamente igual?

-Sigo tirando franco sin saberlo. El otro día publiqué una nota en La voz del Interior sobre un festival de música en el concheto balneario uruguayo de José Ignacio. Y las fuerzas vivas del pueblito José Ignacio, la Junta Vecinal, se armó de una copia, y ahora me llega el mensaje, que estaban contentísimos, que eran felices y todo lo demás, porque intervine en una interna de propiedades que yo no tengo la menor idea que existe.

-Y vos tocaste eso.

-Toqué el tema, digamos, de los paraísos artificiales de la burguesía, que celebran una vida sana, ecológica, sin velocidad, sin ruidos, sin toxinas, sin pobres, siendo que la pobreza, la toxicidad, la polución y todo eso, son producto de su propio afán de lucro. Y lo tuvieron que leer, se lo tuvieron que bancar. Pero estaban contentos.

-Hay una anécdota tuya que me pareció significativa: cuando le leen a Borges un cuento tuyo, pero lo hacen salteando en la lectura las partes demasiado fuertes...

-Ese era Enrique Pezzoni. Lo hace Pezzoni, la primera vez, y lo hace Josefina Delgado la segunda.

-Borges elogia el cuento, diciendo que sos un maestro de la elipsis.

-Ahora, vos fijate que pasado tanto tiempo, hace dos años vuelvo a leer El Aleph- , y veo cuánto más logrado está - El Aleph- que mi versión.

-Help a él.

-El que puede leer bien El Aleph, con menos palabras y una experiencia más breve, le quedan grabadas más cosas que el que lee Help a él. Porque al final, con tanta caca, y polvo, y sangre, y

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explosión y droga, con todo eso, se pierde la esencia de los celos, la muerte de la mujer. Digamos, las variables antropológicas fundamentales de lo narrativo. Se pierden. Porque al final, la coprofagia, la coprolalia, la drogología que hay en Help a él, eso sí es de época; es mucho más de época que la Guerra de Malvinas. Porque en las policiales ya no queremos saber nada del impermeable blanco, ni del Colt 38. Nos aburre. Cuando vos ves, por ejemplo, en La ciudad ausente, de Piglia, que empieza con ese Junior, con un impermeable blanco, cruzado, que busca un papel, con una clave de algo, bueno...

- De todas maneras, con ese cuento hacés el clásico gesto parricida. Sobre parricidio, en la literatura, se habla muchísimo. Sobre fratricidio, menos; sobre filicidio, menos, o no se habla. ¿Por qué no pensar que hay fratricidio y filicidios también en la literatura?

-No, fratricidio no hay porque no es necesario. Por ejemplo, a Sergio Bizzio puedo yo considerarlo alternativamente como un hermano, en cuanto a que si no somos de la misma generación, somos tipos que empezamos al mismo tiempo. Cuando Sergio publica Rabia, que es una novela mejor que la novela que yo pude haber escrito en esos años, está cometiendo, sin saberlo, un fratricidio; me está matando, me está robando el lugar. El fratricidio es parte del proceso natural de la literatura; cagar a los pares. El parricidio es una operación retórica de la estrategia. Es la vieja escena táctica del tipo que llega a un pueblo, va al bar y espera que aparezca el más malo para faltarle el respeto. Es un truco politiquero y muy usado. Si sale bien, ganaste; si sale mal, vas a otro pueblo a desafiar a otro, con lo que quede del cuerpo.

-Vos decís que el fratricidio funciona solo.

-Claro. Por ejemplo, mis hermanos, ¿cuáles serían mis hermanos? Por generación: Héctor Viel Temperley, Leónidas Lamborghini, César Aira, Sergio Bizzio, no sé... algunos más. Si yo pudiera escribir un gran libro de poemas que borre del mapa la memoria de Viel Temperley, estaría cometiendo un hermoso fratricidio.

-¿Y filicidio?

-Bueno, filicidio, si yo escribiera lo que pienso de El pasado de Alan Pauls, cometería un filicidio. Porque Alan sí, no es un par para mí, es casi un hijo, porque lo conocí a los dieciocho años, cuando él era alumno de Piglia, laburaba conmigo en mi oficina... El le dijo una vez a mi hijo que yo era como un padre para él. Si yo escribiera -que lo tengo escrito, mentalmente- El pasado leído desde adentro...

-¿Qué quiere decir "leído desde adentro"?

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-Yo soy el personaje. El primer hombre que usó calzado náutico, lapicera Mont Blanc, Dupont. Además, soy el eje, porque soy el tipo que hace aparecer después el cuadro de Ritse. Digo, él hace un parricidio malo, porque a lo largo de todo eso, hace la misma operación de Borges: que los mocasines, que la modernidad, que la droga, que esto, que lo otro, que el yate, que la regata Río de Janeiro-Ciudad del Cabo. Todo eso. Y en ningún momento dice que yo escribo mejor que él. Y eso es lo primero que tendría que decir. Yo digo, por ejemplo, él sabe mucho más francés que yo. Punto. El tiene una mejor formación académica que la mía, que es nula. Eso lo reconozco. Pero yo sigo diciendo que yo escribo mucho mejor que él. Que si vamos a un taller literario, con alguien, el alumno estrella voy a ser siempre yo, porque me van a dar un ejercicio y yo una página se la hago en tres minutos, cuando él empieza a pensar con qué estrategia abordar -abordar subrayado- el texto. ¿Entendés?

-Ahora, vos decís "si yo dijera", pero lo estás diciendo. Vos confiás en que no lo voy a poner.

- No, no, vos podés poner lo que quieras. Sobre el filicidio, yo me quedé pensando en otra cosa, que es la filifilia. Yo digo, padezco más de filifilia, porque a mí lo que más me emociona es encontrar tipos muy nuevos, muy jóvenes, que son muy buenos. Y especialmente eso me pasa en poesía, no me pasa en narrativa. Me pasa en poesía.

-Ahí vos tenés intervenciones sobre Martín Rodríguez o sobre Alejandro López.

-Alejandro López me parece un fenómeno. Me parece un fenómeno, nada más. De Martín Rodríguez, Maternidad Sardá es una obra maestra. Y te digo, me tuvo en vilo una semana; un librito chiquitito. Que no me pasa con un narrador bueno.

-¿Y el lugar que te dan a vos? Por momentos tengo la impresión de que te empiezan a copiar los gestos del escándalo.

-Está bien. Dejalos, les va a salir como el culo.

-Pero entendés a qué voy. Que en un punto, es más fácil retomar tu gestualidad de figura de escritor, que rastrear dónde está la recuperación de tu literatura, de tu escritura.

-A mí me parece que sería muy original, para un pibe que tiene una beca en Harvard, o en Columbia, escribir sobre tres textos, ya que estamos. Pichiciegos -porque ya que estamos hablando de Los Pichiciegos-, Plop de Rafael Pinedo, y La ilusión monarca, de Marcelo Cohen. En Pinedo hay dos sexos, pero La ilusión monarca también es una novela homosexual. Los Pichiciegos es homosexual, la única mujer que aparece es la Virgen María, y aparece como una... como una aparición. Y hay que bancarse una novela de intensa sexualidad, ¿no?, sin presencia de mujeres, sin testigos femeninos. ¿Notaste que María aparece como las desaparecidas?

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-Sí, y con cuentos de aparecidos. Es el momento de los cuentos de aparecidos. En ese momento hacés aparecer a Manuel Puig.

-Sí. Y a Borges; Acevedo era Borges. Para mí era mi paradigma. Mirá si pudiera sacar el diez por ciento de Borges y el diez por ciento de Puig. Yo con ese veinte por ciento hago una industria.

- ¿Seguirías pensando tu literatura o estás pensando lo que escribís en esa relación ideológica con el presente de la política argentina?

-Mirá lo que es la vejez. Estoy terminando una novela hace tiempo, y la paro siempre por razones de poesía, ¿no?, y no me acuerdo nada. Es una novela posmoderna. Está anclada en una realidad rara, está más anclada en la realidad de los desarrollos inmobiliarios. Es una historia en las Termas de Flores. Como el barrio de Flores adquiere mucho significado en el mundo, como La Boca y San Telmo, un señor que tiene tierras en Ezeiza, encuentra agua caliente, salada, que existe ahí abajo, a cuatrocientos metros de profundidad, dice que metió una bomba de cuatro mil metros de profundidad, y hace unas termas. Hace La Salada, pero de súper elite. Hace un spa, y le pone el nombre de Flores, como el barrio de Flores, donde nació Aira.

-Lo mencionaste vos, pero uno en seguida empieza a pensar en Aira.

-No, no, pero la novela empieza en la calle Bonorino, cuando el tipo va en un taxi por la calle Bonorino. Pero es una cosa completamente posmoderna. Pero está el tema de la desorganización social, del terror, del aislamiento de los ricos. Pero no hay ejes políticos que tengan referente mediático. Y no sé, creo que el ciclo ese del aparente realismo anclado en la política argentina murió.

- ¿Porque estéticamente cómo sería esto que estás escribiendo ahora?

- Y, sería tributario de La luz argentina, de Aira.

- Vos nombraste "La luz argentina", cuando decías que querías escribir la novela del menemismo. Dijiste "Yo querría escribir sobre el menemismo lo que La luz argentina fue a principios de los 80".

- Ah ¿sí?

-Sí, sí.

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-Mirá vos, tengo el trauma ése. ¿Qué querés que te diga? Una cosa con relación a tu pregunta inicial. Volví a leer, después de treinta y tres años de diferencia, Hombres de a caballo. Ojalá le pase a cualquiera con Los Pichiciegos lo que me pasó a mí con "Hombres de a caballo". Es vigente... Digamos, si uno acepta ese modelo, es vigente. Y es un trabajo titánico. Es un Vargas Llosa. Es un titán, Viñas.

"Si hay algo que te puede salvar es el amor"

Entrevista por Félix Romeo, 30/03/02

Se ha revelado como uno de los escritores más interesantes de Argentina. En España se le conoce como narrador, pero Fogwill ha escrito una gran obra poética. Ahora se publica En otro orden de cosas, la historia de la construcción de una carretera de circunvalación en la capital de Argentina.

En quien primero pensé al leer la novela fue en Kafka.

Cuando yo trabajaba en esa empresa también me acordaba de Kafka, de El castillo; sólo faltaba que llegaran mellizos. Se producían simetrías. Un día conocí a un contable de la empresa, Benvenuto Giani, y meses más tarde conocí a otro contable, Giani Benevenuti; eran distintas personas, pero uno era la inversión del otro, y pensé: «Éstos son los mellizos de Kafka». Siempre me gustó provocar el extrañamiento con mi literatura, que es una forma de negar la estúpida literatura chismosa ésa: «Él ingresó y giró sobre sus talones, encendió un cigarrillo, dijo: "¡Qué calor hace!..."» Trato ilusoriamente de que cada frase de un cuento o de una novela no se pueda suprimir sin suprimir algo del significado general de la historia. Agregar páginas por delirio, porque le agrego delirio mío, sí, pero no agregarle una página para que sea más largo el libro.

Luego me pareció un contraBartleby. Si Melville inventaba un personaje que «preferiría no hacerlo», usted inventa a un hombre fascinado por el «preferiría hacerlo».

Creo que es mucho más humano que cualquier otra mitología sobre el destino o sobre la vocación personal. Donde haya un espacio posible para el desarrollo de la voluntad de poder y alguna mítica

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gratificación que el sujeto pueda creer (la acumulación de poder, de riqueza, de número...), ya es suficiente para generar un consenso de ilusión y para insertar un hombre en el mundo.

En su novela, el sueño de la Revolución es sustituido por el sueño del...

Por el sueño del trabajo. El ideal sería, en otra novela, conseguir un trabajador y convertirlo en un revolucionario. En cualquier caso, se trata de un revolucionario de pacotilla, a la argentina.

¿El personaje revolucionario tiene mucho que ver con usted?

No, lo mío fue al revés. Fui militante universitario: capaz de matar o de poner una bomba, pero incapaz de armar una revolución; ni quería. Luego fui empresario, después fui un desclasado, quebró mi empresa, fui preso... y luego conocí La Torre, una empresa italiana, y llegó toda la historia de la construcción, la que se narra en esta novela.

La sensación es que la empresa de la novela fuera antigua, como si estuvieran construyendo la Torre de Babel.

Las corporaciones son así. Fue realmente una obra faraónica. Ustedes lo han hecho todo faraónico en la riqueza europea, pero plantearse un proyecto urbano como éste era absurdo en la Argentina. El trazado de la autopista movilizó a miles de personas, cambió la geografía de la ciudad, las relaciones sociales... Pero es verdad que hay una sensación de «esto ha sucedido y terminó». Sergio Chejfeck, un escritor venezolano, publicó una larga crítica de En otro orden de cosas donde dice que el libro le produce una sensación de estar leyendo un relato de sociedades extinguidas, como si fuera un libro histórico sobre Babilonia. Curiosamente, suele pasar al contrario con las novelas históricas, que todo parece muy reciente.

Buena parte de la novela gira en torno al amor.

En todas mis novelas aparece la pregunta ¿qué es el amor? En Urbana, que se lee en dos horas y se desarrolla en cinco, también. Me da la impresión de que el amor es sólo el amor propio. Para mí, la única experiencia del amor que tuve fue la paternidad; tengo cinco hijos. Recién puedo acceder al amor de una mujer después de haber tenido un hijo con ella cuando ya es insoportable; ése es el

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tema. No sé qué es el amor, pero sé que si hay algo que te puede salvar es el amor. Creo que tiene que ver con el amor propio, una cuestión neurofisiológica que te produce una sensación de totalidad; nada lo puede remplazar. Inmediatamente después de salir por la televisión y tener éxito -los cinco minutos de gloria de todos en la sociedad democrática, te das cuenta de que no existió, que fue sólo una puesta en escena y que está terriblemente desarticulado... Es una sensación pessoana, de ataque metafísico, que señala en su poema «Tabaquería»: para volver a ser él mismo tiene que prender un cigarrillo, y descubre que la metafísica es consecuencia de estar mal del estómago. El amor produce un bienestar estomacal, neurológico, y esa armonía del hombre con el todo, que sabés que es inalcanzable. La narrativa no puede hablar del momento del amor (sí de la angustia, del sexo, del trabajo); es el papel de la literatura erótica, sustituir el amor con una metonimia vulgar y ridícula.

Otro de los temas centrales es la «crítica de la cultura».

En la etapa de la transición democrática en Argentina escribí durante dos años más de 250 columnas sobre política cultural. Me sentí muy frustrado porque era el centro de la Prensa, me copiaban fatal y sin entenderme, y dejé de pensar en ese tema. Pasados veinte años vuelvo a pensar en ello y no tengo ninguna idea nueva, porque nada cambió: aquellas ideas siguen vigentes.

Los personajes se presentan casi como arquetipos: el japonés, la bella paisajista, el protagonista sin nombre...

Es un truco para eludir una cosa que no soporto en las novelas: que todos tengan nombre. ¿Por qué tienen que tener nombre todos los protagonistas? ¿No es mejor un rasgo físico o nada?

Avanzando en la lectura, me pareció que se trataba de una ópera o de un musical.

Mi fantasía, cuando empecé a escribir esta novela, cuando no sabía dónde iba a ir y había sólo un hombre y una mujer en una habitación con luz, era que diera un aspecto no de ópera sino de ballet, y eso que soy muy malo bailando. Un ballet escrito no para representar en el teatro, sino para ser filmado en blanco y negro, con altísima calidad de celuloide: sombras, luz, un cuerpo, el otro cuerpo... y filmado por Bresson.

¿Qué tienen en común sus ficciones con su poesía?

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En una época inventé un eslogan, que entonces era falso y ha acabado siendo realidad, que decía: «Si no se me ocurre un poema, me consuelo narrando, pero en realidad narro para ver si llega el poema». Prefiero sentarme a escribir un poema. La música alucinada del poema, aunque luego no funcione, me ayuda a escribir. Tengo esa música. Sin embargo, la música de la novela es muy difícil y acaba convirtiéndose en una obediencia a una trama, y yo detesto esa obediencia. Prefiero la música matemática de una octava real a la obediencia absurda de una trama. Voy a recomendar dos poetas argentinos: uno muy joven, Silvio Mattoni, y otro que es conocido como novelista, Juan José Saer, que tiene un único libro, El arte de narrar, con una fuerza similar a la de Pavese en Lavorare stanca. Abordar algo relacionando la poesía y la ficción, como el Pálido fuego de Nabokov, es muy difícil, y hay otra dificultad añadida, que es mi «trabajo de argentino».

Resulta inevitable preguntarle algo relacionado con su «trabajo de argentino». ¿Cómo ve la situación de su país?

Veo muy mal las cosas. No sé cómo va a ser el desenlace. No creo que haya un desenlace armado, que termine en una situación como la colombiana. La gente vive en una utopía loca. Todos se han vuelto anarquistas, como los de las vísperas de la Guerra Civil española.

Muchacha punk

SOBRE MUCHACHA PUNK - Muchacha punk fue escrito de un tirón, en tres horas, como al dictado de una voz -ajena-, al cabo de una noche de diciembre de 1978. Aunque estuve semanas corrigiéndolo, dudo que la última versión haya perfeccionado en algo lo que había ido desgranándose aquella madrugada de calor. El relato venía sobrecargado de propósitos teóricos y abunda en guiños, anagramas, provocaciones al Estado policial de la época e insidias a escritores de moda. Como suele ocurrir, todo eso pasó inadvertido a los lectores y al jurado que le concedió el primer premio en el certamen más concurrido de 1980. Paradojalmente, los auspiciantes del concurso -una fábrica de gaseosas- quisieron publicar este relato bajo el lema «Cómo crean en libertad los jóvenes argentinos». Yo era argentino, pera ya no era joven y por entonces la noción de libertad me resultaba tan hueca y banal como ahora. Creo que el relato es elocuente al respecto. Por efecto de éste y otros textos contemporáneos más, yo, un hombre grande, comprometido en una carrera empresaria, terminé creyendo que era un escritor y que debía escribir y cambiar de oficio. Visto desde la perspectiva de la especie, puedo atribuir a Muchacha punk el origen de una trama de

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malentendidos y desgracias a la que la presente publicación viene a agregar un nudo. R. F. ["Buenos Aires, una antologia de nueva ficción argentina" de Juan Forn, ©1992 Editorial Anagrama]

MUCHACHA PUNK

En diciembre de 1978 hice el amor con una muchacha punk. Decir "hice el amor" es un decir, porque el amor ya estaba hecho antes de mi llegada a Londres y aquello que ella y yo hicimos, ese montón de cosas que "hicimos" ella y yo, no eran el amor y ni siquiera –me atrevería hoy a demostrarlo–, eran un amor: eran eso y sólo eso eran. Lo que interesa en esta historia es que la muchacha punk y yo nos "acostamos juntos".

Otro decir, porque todo habría sido igual si no hubiésemos renunciado a nuestra posición bípeda, –integrando eso (¿el amor?) al hábitat de los sueños: la horizontal, la oscuridad del cuarto, la oscuridad del interior de nuestros cuerpos; eso.

Primera decepción del lector: en este relato soy varón. Conocí a la muchacha frente a una vidriera de Marble Arch. Eran las diez y treinta, el frío calaba los huesos, había terminado el cine, ni un alma por las calles. La muchacha era rubia: no vi su cara entonces. Estaba ella con otras dos muchachas punk. La mía, la rubia, era flacucha y se movía con gracia, a pesar de su atuendo punk y de cierto despliegue punk de gestos nítidamente punk. El frío calaba los huesos, creo haberlo contado. Marcaban dos o tres grados bajo cero y el helado viento del norte arañaba la cara en Oxford Street y en Regent Street. Les cuatro –yo y aquellas tres muchachas punk– mirábamos esa misma vidriera de . En el ambiente cálido que prometía el interior de la tienda, una computadora jugaba sola al ajedrez. Un cartel anunciaba las características y el precio de la máquina: 1.856 libras. Ganaban blancas, el costado derecho de la máquina. Las negras habían perdido iniciativa, su defensa estaba liquidada y acusaban la desventaja de un peón central.

Blancas venían atacando con una cuña de peones que protegía su dama, repatingada en cuatro torre rey. Cuando las tres muchachas se acercaron era turno de negras. Negras dudaron quince según dos o tal vez más; era la movida l16 ó l18, y los mirones –nadie a esas horas, por el frío–, habrían podido recomponer la partida porque una pequeña impresora venía reproduciendo el juego en código de ajedrez, y un gráfico, que la máquina componía en su pantalla en un par de segundos, mostraba la imagen del tablero en cada fase previa del desenvolvimiento estratégico del juego. Las muchachas hablaron un slang que no entendí, se rieron, y sin prestarme la menor atención siguieron su camino hacia el oeste, hacia Regent Street. A esas horas, uno podía mirar todo a lo largo de la ciudad arrasada por el frío sin notar casi presencia humana, salvo las tres muchachas yéndose.

Cerca de Selfridges alguien debía esperar un ómnibus, porque una sombra se coló en la garita colorada de esperar ómnibus y algún aliento había nublado los cristales. Quizás el humano se hallase contra el vidrio, frotándose las manos, escribiendo su nombre, –garabateando un corazón o el emblema de su equipo de fútbol; quizá no.

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Confirmé su existencia poco después, cuando un ómnibus rumbo a Kings Road se detuvo y alguien subió. Al pasar frente a nuestra vidriera, semivacío, pude ver que la sombra de la garita se había convertido en una mujer viejísima, harapienta, que negociaba su boleto.

Pocos autos pasaban. La mayoría taxis, a la caza de un pasajero, calefaccionados, lentos, diesel, libres. Pocos autos particulares pasaban; Daimlers, Jaguars, Bentleys. En sus asientos delanteros conducían hombres graves, maduros, sensibles a las intermitentes señales de tránsito.

A sus izquierdas, mujeres ancestrales, maquilladas de party o de ópera, parecían supervisarlos. Un Rolls paró frente a mi vidriero de Selfridges y el conductor hechó un vistazo a la computadora, (ensayaba la jugada 127, turno de blancas), y dijo algo a su mujer, una canosa de perfil agrio y aros de brillantes. No pude oírlo: las ventanillas de cristal antibalas de estos autos componen un espacio hermético, casi masónico: insondable.

Poco después el Rolls se alejó tal como había llegado y en la esquina de Glowcester Street vaciló ante el semáforo, como si coqueteara con la luz verde que recién se prendía. Primera decepción del narrador: la computadora decretó tablas en la movida 147. Si yo fuese blancas, cambiando caballo por torre y amenazando jaque en descubierto, reclamaría a negras una permuta de damas favorable, dada mi ventaja de peones y mi óptima situación posicional. Me fui con rabia: había dormido toda la tarde de aquel viernes y era temprano para meterme en el hotel.

El frío calaba los huesos. Traía bajo los jeans un polar–suit inglés que había comprado para un amigo que navega a vela en Puerto Belgrano y decidí estrenarlo aquella noche para ponerlo a prueba contra el frío atroz que anunciaba la BBC.

Sentía el cuerpo abrigado, pero la boca y la nariz me dolían de frío. Las manos, en los hondos bolsillos de la campera de duvet, temían tanto un encuentro con el aire helado que me obligaron a resistir a la feroz jauría de ganas de fumar, que aullaba y se agitaba detrás de la garganta, en mi interior. En mi exterior, las orejas estaban desapareciendo: tarde o temprano serían muñones, o sabañones, si no las defendía; intenté guarecerlas con las solapas de mi campera. Sin manos, llevaba las puntitas de las solapas entre los dientes y así, mordiente y frío, entré a un taxi que olía a combustible diesel y a sudor de chofer, y una vez instalado en el goce de aquel tufo tibión, nombré una esquina del Soho y prendí un cigarrillo.

Afuera, nadie. El frío calaba los huesos. El inglés, adelante, manejando, era una estatua llena de olor y sueño. Antes de bajar, verifiqué que hubiesen taxis por la zona; vi varios. Pagué con un papel y sólo después de recibir el cambio abrí mi puerta. El aire frío me ametralló la cara y la papada se me heló, pues las solapas, chorreadas de saliva, habían depositado sobre mi piel una leve película de baba, que ahora me hería con sus globitos quebradizos de escarcha.

vi poca gente en el barrio chino de Londres: como siempre, algunos árabes y africanos salían rebotando de los tugurios pomo. En una esquina, un grupo de hombres –obreros, pinches de vigilancia, tal vez algunos desgraciados sin hogar se ilusionaban alrededor de un fueguito de leñas y papeles improvisado por un negro del kiosco de diarios. Caminé las tres o cuatro cuadras del barrio que sé reconocer y como no encontré dónde meterme, en la esquina de Charing Cross abrí la puerta trasera izquierda de un taxi verde, subí, di el nombre de mi hotel, y decidí que esa noche comería en mi cuarto una hamburguesa muy condimentada y una ensalada bien salada para fortalecer la sed que

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tanto se merece la cerveza de Irlanda. ¡Lástima que la televisión termine tan temprano en Londres! Miré el reloj: eran las once; quedaba apenas media hora de excelente programación británica.

Conté del frío, conté del polar–suit. Ahora voy á contar de mí: el frío, que calaba los huesos, desalentaba a cualquier habitante y a cualquier visitante de la antigua ciudad, pues era un frío de lontananza inglesa, un frío hecho de tiempo y de distancia y –¿por qué no?– hecho también de más frío y de miedo, y era un frío ártico y masivo, resultante de la ola polar que venía siendo anunciada y promovida durante días en infinitos cortes informativos de la radio y la televisión. En efecto, la radio y la televisión, los diarios y las revistas y la gente, los empleados y los vendedores, los chicos del hotel y las señoras que uno conoce comprando discos –todos no hablaban sino de la ola de frío y de la asombrosa intensidad que había alcanzado la promoción de la ola de frío que calaba los huesos.

Yo soy friolento, normalmente friolento, pero jamás he sido tan friolento como para ignorar que la campaña sobre el frío nos venía helando tanto, o más aún, que la propia ola de frío que estaba derramándose sobre la semiobsoleta capital.

Pero yo estaba ya en la calle, no tenía ganas de volver a mi hotel y necesitaba estar en un lugar que no fuese mi cuarto, protegido del frío y protegido cuidadosamente de cualquier referencia al frío. Entonces vi, dos cuadras antes del hotel, un local que días atrás me había llamado la atención. Era una pizzería llamada The Lulu, que no existía en oportunidad de mi último viaje.

Yo recordaba bien aquel lugar porque había sido la oficina de turismo de Rumania en la que alguna vez hice unos trámites para mis clientes italianos.

Desde el taxi leí el cartel que probaba que el boliche permanecía abierto, vi clientes comiendo, noté que la decoración era mediocre pero honesta, y de las mesas y las sillas de mimbre blanco induje una noción de limpieza prometedora.

Golpeé los vidrios del chofer, pagué 60 pence, bajé del auto y me metí en la pizzería.

Era una pizzería de españoles, con mozos españoles, patrones españoles y clientes españoles que se conocían entre sí, pues se gritaban –en español–, de mesa a mesa, opiniones españolas, y frases españolas. Me prometí no entrar en ese juego y en mi mejor inglés pedí una pizza de espinaca y una botella chica de vino Chianti. El mozo, si ya había padecido un plazo razonable de exilio en Londres, me habrá supuesto un viajero del continente, o un nativo de una colonia marginal del Commonwealth, tal vez un malvinero.

Yo traía en el bolsillo de la campera la edición aérea del diario La Nación, pero evité mostrarla para no delatar mi carácter hispano–parlante. El Chianti –embotellado en Argelera delicioso: entre él y el aire tibio del local se estableció una afinidad que en tres minutos me redimió del frío.

Pero la pizza era mediocre, dura y desabrida. La mastiqué feliz, igual, leyendo mis recortes del Financial Times y la revista de turismo que dan en el hotel. Tuve más hambre y pedí otra pizza, reclamando que le echasen más sal. Esta segunda pizza fue mejor, pero el mozo me había mirado mal, tal vez porque me descubrió estudiando sus movimientos, perplejo a causa de la semejanza que puede postularse en un relato entre un mozo español de pizzería inglesa, y cualquier otro mozo

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español de pizzería de París, o de Rosario. He elegido Rosario para no citar tanto a Buenos Aires. Querido.

Masqué la pizza número dos analizando la evolución de los mercados de metales en la última quincena; un disparate. Los precios que la URSS y los nuevos ricos petroleros seguían inflando con su descabellada política de compras no auguraban nada bueno para Europa Occidental. Entonces aparecieron las tres muchachas punk. Eran las mismas tres que había visto en Selfridges. La mía eligió la peor mesa junto a la ventana; sus amigotas la siguieron. La gorda, con sus pelos teñidos color zanahoria, se ubicó mirando hacia mi mesa. La otra, de estatura muy baja y con cara de sapo, tenía pelos teñidos de verde y en la solapa del gabán traía un pájaro embalsamado que pensé que debía ser un ruiseñor. Me repugnó. Por fortuna, la fea con pájaro y cara de sapo se colocó mirando hacia la calle, mostrándome tan solo la superficie opaca de la espalda del grasiento gabán. La mía, la rubia, se posó en su sillita de mimbre mirando un poco hacia la gorda, un poco hacia la calle: yo sólo podía ver su perfil mientras comía mi pizza y procuraba imaginar cómo sería un ruiseñor.

Un ruiseñor: recordé aquel soneto de Banchs.

El otro tipo también decía llamarse Banchs y era teniente de corbeta o fragata. Era diciembre; lo había cruzado muchas veces durante el año que estaba terminando. Esa misma mañana, mientras tomaba mi café, se había acercado a hablarme de no sé qué inauguración de pintores, y yo le mencioné al poeta, y él, que se llamaba Banchs juró que oía nombrar al tal Enrique Banchs por primera vez en su vida. Entonces comprendí por qué el teniente desconocía la existencia de los polar–suit (al ver mi paquetito con el Helly Hansen, se había asombrado) y también entendí por qué recorría Europa derrochando sus dólares, tratando de caerle simpático a todos los residentes argentinos y buscando colarse en toda fiesta en la que hubiese latinoamericanos. Fumaba Gitanes también en esto se parecía al Nono.

Jamás vi un ruiseñor. Estaba por terminar la pizza y desde atrás me vino un vaho de musk.

Miré. La más fea de las gallegas de la mesa del fondo estaba sentándose. Vendría del baño; habría rociado todo su horrible cuerpo con un vaporizador de Chanel, de Patou, o de –alguna marquita de esas que ahora le agregan musk a todos sus perfumes. ¿Cómo sería el olor de mi muchacha punk? Yo mismo, como el tal Banchs, me había condenado a averiguar y averiguar; faltaba bien poco para finiquitar la pizza y el asuntito de las cotizaciones de metales. Pero algo sucedía fuera de mi cabeza.

Los dueños, los mozos y los otros parroquianos, en su totalidad o en su mayoría españoles, me miraban. Yo era el único testigo de lo que estaban viendo y eso debió aumentar mi valor para ellos.

Tres punks habían entrado al local, yo era el único no español capaz de atestiguar que eso ocurría, que no las habían llamado, que ellos no eran punk y que no había allí otro punk salvo las tres muchachas punk y que ningún punk había pisado ese local desde hacía por lo menos un cuarto de hora. Sólo yo estaba para testimoniar que la mala pizza y el excelente vino del local no eran desde ningún punto de vista algo que pudiera considerarse punk. Por eso me miraban, para eso parecían necesitarme aquella vez.

Trabado para mirar a mi muchacha –pues la forma de la de pájaro embalsamado y cara de sapo la tapaba cada vez más– me concentré sobre mi pizza y mi lectura desatendiendo las miradas

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cómplices de tantos españoles. Al termianar la pizza y la lectura, pedí la cuenta, me fui al baño a pishar y a lavarme las inanes y allí me hice una larga friega con agua calentísima de la canilla. Desde el espejo, nitré contento cómo subían los tonos rosados de los cachetes y la frente reales. Habían vuelto a nacer mis orejas; fui feliz.

Al volver, un rodeo injustificable me permitió rozar la mesa de las muchachas y contemplar mejor a la mía: tenía hermosos ojos celestes casi transparentes y el ensamble de rasgos que más irte gusta, esos que se suelen llamar "aristocráticos", porque los aristócratas buscan incorporarlos a su progenie, tomándolos de miembros de la plebe con la secreta finalidad de mejorar o refinar su capital genético hereditario. ¡Florecillas silvestres! ¡Cenicientas de las masas que engullirán los insaciables cromosomas del señor! ¡Se inicia en vuestros óvulos un viaje ala porvenir soñado en lo más íntimo del programa genético del amo). Es sabido, en épocas de cambio, lo mejor del patrimonio fisiognómico heredable (esas pieles delicadas, esos ojos transparentes, esas narices de rasgos exactos "cinceladas" bajo sedosos párpados y justo encima de labios y de encías y puntitas de lengua cuyo carmín perfecto titila por el inundo proclamando la belleza interior del cuerpo aristocrático) se suele resignar a cambio de un campo en Marruecos, la mayoría accionaria del Nuevo Banco tal, una Acción heroica en la guerra pasada o un Premio Nacional de Medicina, y así brotan narices chatas, ojos chicos, bocas chirlonas y pieles chagrinadas en los cuerpitos de las recientes crías de la mejor aristocracia, obligando a las familias aristocráticas o recurrir a las malas familias de la plebe en busca de buena sangre piara corregir los rasgos y restablecer el equilibrio estético de las generaciones que catapultarán sus apellidos y un poco de ellas mismas, a vaya a saber uno dónde en algún improbable siglo del porvenir.

La chica me gustó. Vestía un traje de hombre holgado, tres o más números mayor que su talle.

De altura normal, no pesaría más de 44 kilos. su piel tan suave (algo de ella me recordó a Grace Kelly, algo de ella me recordó a Catherine Deneuve) era más que atractiva para mí. Calzaba botitas de astrakán perfectas, en contraste con la rasposa confección de su traje de lana. Una camisa de cuello Oxford se le abría a la altura del busto mostrando algo que creí su piel y comprobé después que era tina campera de gimnasta. Ella, a mí, ni me miró.

Pero en cambio, su amiga, la más gorda, la del pelo teñido color naranja, venía emitiendo una onda asaz provocativa. No quise sugerir sexual: provocativo, como buscando riña, como buscando o planificando un ataque verbal, como buscando tina humillación, como ella misma habría mirado a un oficial de la policía inglesa. Así mirábame la gorda de pelo zanahoria. La mía, en cambio no me mira ha. Pero. . .

Tampoco miraba a sus acompañantes. Miraba hacia la calle vacía de transeúntes, con las pupilas extraviadas en el paso del viento. Así me dije: "se pierde su mirada pincelando el frío viento de Oxford Street". Era etérea. Esa nota, lo etéreo, es la que mejor habría definido a mi muchacha para mí, de no mediar aquellas actitudes punk y los detalles punk, que lucía, punk, como al descuido, negligentemente punk, ella. Por ejemplo: fumaba cigarrillos de hoja; los tomaba con el gesto exhultante de un europeo meridional, pitaba fuerte el humo y lo tiraba insidiosamente contra el cristal de la vidriera. Al pasar por su mesa había visto en sus manos una mancha amarilla, azafranada, de alquitrán de tabaco. ¡Y jamás vi manitas sucias de alquitrán de tabaco como las de mi muchachita punk! El índice, el mayor y el anular de su derecha, desde las uñas hasta los

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nudillos, estaban embebidos de ese amarillo intenso que sólo puede conseguir algún gran fumador para la primer falange del dedo índice, tras años de fumar y fumar evitando lavados. Me impresionó. Pero era hermosa, tenía algo de Catherine Deneuve y algo de Isabelle Adjani que en aquel momento no pude definir: me estaba confundiendo. Pagué la cuenta, eché las rémoras de mi botella de Chianti en la copa verde del restaurante, y copa en mano –so british–, como si fuese un parroquiano de algún pub confianzudo, me apersoné a la mesa de las muchachas punk asumiendo los riesgos. Antes de partir había calculado mi chance: una en cinco, una en diez en el peor de los casos; se justificaba. voy a contarlo en español: –¿Puedo yo sentarme? Las tres punk se miraron. La gorda punk acariciaba su victoria: debió creer que yo bajaba a reclamar explicaciones por sus miradas punk provocativas. Para evitar un rápido rechazo me senté sin esperar respuestas. Para evitar desanimarme eché un trago de vino a mi garguero. Para evitar impresionarme miré hacia arriba, expulsando de mi campo visual al pajarito embalsalmado. La gorda reía. La punk mía miró a la del pelo verde, miró a la gorda, sopló el humo de su cigarro contra la nada, no me miró, y sin mirarme tomó un sorbito de aquella mezcla de Coca Cola y Chianti que estuvo preparando en la página anterior, pero que yo, con esta prisa por escribirla, había olvidado registrar. Habló la punk con pájaro

–¿Qué usted quiere? –Nada, sentarme... Estar aquí como una sustancia de hecho... –dije en cachuzo inglés.

Sin duda mi acento raro acicateó los deseos de saber de la gorda: –¿Dónde viene usted de...? –ladró.

La pregunta era fuerte, agresiva, despectiva.

–De Sudamérica... Brasil y Argentina –dije, para ahorrarles una agobiante explicación que llenaría el relato de lugares comunes. Me preguntaba si era inglés: se asombraba "¿Cómo puede venir uno de Brasil y Argentina sin ser británico?", imaginé que habría imaginado ella.

¿Sería un inglés? –No. Soy sudamericano, lamentado –dije.

–Gran campo Sudamérica –se ensañaba la gorda.

–Sí: lejos. Así, lejos. Regresaré mes próximo –le respondí.

–Oh sí... Yo veo dijo la gorda mirando fijo a la cara de sapo que hamacó su cabeza como si confirmase la más elaborada teoría del universo. Entonces habló por vez primera y sólo para mí mi Muchacha Punk. Tenía voz deliciosa y tímbrica en este párrafo: –¿Qué usted hace aquí? –quiso saber su melodía verbal.

–Nada, paseo –dije, y recordé un modelo que siempre marchó bien con beatniks y con hippys y que pensé que podía funcionar con punks. Lo puse a prueba: –Yo disfruto conocer gente y entonces viajo... Conocer gente, ¿Me entiende?... Viajar... Conocer... ¡Gente!.. ¿Eh.? ¡Ah..! ¡Así..! ¡Gente..!

Funcionó: la carita de mi Muchacha Punk se iluminaba. –Yo también amo viajar –fue desgranando sin mirarme–. Conozco África, India y los Estados (se refería a USA). Yo creo que yo conozco casi todo. ¡Yo no nunca he ido yo a Portugal! ¿Cómo es Portugal? –me preguntó.

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Compuse un Portugal a su medida: –Portugal es lleno de maravilla... Hay allí gente preciosamente interesante y bien buena. Se vive una ola en completo distinta a la nuestra...

" seguí así, y ella se fue envolviendo en mi relato. Lo percibí por la incomodidad que comenzaban a mostrar sus punks amigas. Lo confirmé por esa luz que vi crecer en su carita aristocráticamente punk. Susurraba ella: –Una vez mi avión tomó suelo en Lisboa y quise yo bajar, pero no permitieron –dijo–: Encuentro que la gente del aeropuerto de Lisboa son unos cerdos sucios hijos de perra. ¿Es no, eso ...Lisboa, Portugal?–. La duda tintineaba en su voz.

–Sí –adoctriné, pero en todos los aeropuertos son iguales: son todos piojosos malolientes sucios hijos de perra.

–Como los choferes de taxi, así son –me interrumpió la gorda, sacudiendo el humo de su Players.

–Como los porteros del hotel, sucios hijos de perra –concedió la pajarófora gorda cara de sapo, quieta.

–Como los vendedores de libros –dijo la mía –¡Hijos de una perra!–. Y flotaba en el aire, etérea.

–Sí, de curso –dije yo, festejando el acuerdo que reinaba entre los cuatro. Entonces ocurrió algo imprevisto; la de pelo verde habló a la gorda: –Deja nosotros ir, dejemos a estos trabajar en lo suyo, eh... –y desenrolló un billete de cinco libras, lo apoyó en el platillo de la cuenta, se paró y se marchó arrastrando en su estela a la cara de sapo. Bien había visto yo que ellas habían con sumido diez o quince libras, pero dejé que se borraran, eso simplificaba la narración.

–Bay, Borges –me gritó la cara de sapo desde la vereda, amagando sacar de su cintura una inexistente espadita o un puñal; entonces yo me alegré de ver tanta fealdad hundiéndose en el frío, y me alegré aún más, pensando que asistía a otra prueba de que el prestigio deportivo de mi patria ya había franqueado las peores fronteras sociales de Londres. Pregunté a mi muchacha por qué no las había saludado: –Porque son unas ceras sucias hijas de perra.

¿Ve? –dijo mostrándome los billetitos de cinco libras que iba sacando de su bolsillo para completar el pago de la cuenta. Asentí.

Como un cernícalo, que a través de las nubes más densas de un cielo tormentoso descubre los movimientos de su pequeña presa entre las hierbas, atraído por el fluir de las libras , un mozo muy gallego brotó a su lado, frente a mí. Guiñó un ojo, cobró, recibió los pocos penns de propina que mi muchacha dejó caer en su platillo, y yo pedí otra botella de Chianti y dos de Coke y ella me devolvió un hermoso gesto: abrió la boca, frunció un poquito la nariz, alzó la ceja del mismo lado y movió la cabeza como queriendo devolver la pelota a alguien que se la habría lanzado desde atrás.

Conjeturé que sería un gesto de acuerdo. Poco después, su manera golosa de beber la mezcla de vino y Coca Cola, acabó de confirmándome aquella presunción de momento: todo había sido un gesto de acuerdo.

Me contó que se llamaba Coreen. Era etérea: al promediar el diálogo sus ojos se extraviaban siguiendo tras la ventana de la pizzería española de Graham Avenue al viento de la calle. Tomamos dos botellas de Chianti, tres de Coke. Ella mezclaba esos colores en mi copa. Yo bebía el vino por

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placer y la Coke por la sed que habían provocado la pizza, el calor del local y este mismo deseo de averiguar el desenlace de mi relato de la Muchacha Punk. La convidé a mi hotel. No quiso. Habló: –Si yo voy a tu hotel, tendrás que a ellos pagar mi permanencia. Es no sentido –afirmó y me invitó a su casa. Antes de salir pagamos en alícuotas todo lo bebido; pero yo necesito hablar más de ella. Ya escribí que tenía rasgos aristocráticos. A esa altura de nuestra relación (eran las 12.30, no había un alma en la calle, el frío inglés del relato, calaba, los huesos, argentinos, del narrador), mi deseo de hacerla mía se había despojado de cualquier snobismo inicial. Mi Muchacha –aristocrática o punk, eso ya no importaba–, me enardecía: yo me extraviaba ya por ese ardor creciente, ya era un ciego, yo. Yo era ya el cuerpo sin huellas digitales de un ahogado que la corriente, delatora, entra boyando al fiord donde todo se vuelve nada. Pero antes, cuando la vi frente a mi vidriera de Selfridges había notado detalles raros, nítidamente punk, en su tenue carita: su mejilla izquierda estaba muy marcada, no supe entonces cómo ni por qué, y el lado derecho de su cara tenía una peculiaridad, pues sobre el ala derecha de su nariz, se apoyaba –creí– una pieza de metal dorado (creí) que trazando una comba sobre la mejilla derecha ascendía hasta insertarse en la espiga de trigo, que creí dorada, afeando el lóbulo de su oreja a la manera de un arete de fantasía. Del tallo de esa espiga, de unos dos centímetros, colgaba otra cadena, más gruesa, que caía sobre su cuello libremente y acababa en la miniatura de la lata de Coke, de metal dorado y esmalte rojo que siempre iba y venía rozándole los rubios pelos, el hombro, y el pecho, o golpeaba la copa verde provocando una música parecida a su voz, y algunas veces se instalaba, quieta, sobre su hermosa clavícula blanca, curvada como el alma de una ballesta, armónica como un golpe de tai chi. Durante nuestra charla aprendí que lo que había creído antes metal dorado era oro dieciocho kilates, y descubrí que lo que había creído un grano de maíz de tamaño casi natural aplicado sobre el ala de su nariz era una pieza de oro con forma de grano de maíz y tamaño casi natural, sostenido por un mecanismo de cierre delicadísimo, que atravesaba sin pudor y enteramente la alita izquierda de su bella nariz. Ella misma me mostró el orificio, haciendo un poco de palanca con la uña azafranada de su índice, entre el maíz y la piel, para lucir mejor su agujerito en forma de estrella, de unos cuatro milímetros de diámetro. ¡Estaba chocha de su orificio... ! Del lado izquierdo, lo que temprano en Oxford Street me había parecido una marca en su mejilla, era una cicatriz profunda, de unos tres centímetros de largo, que parecía provocada por algo muy cortante. Surcaban ese tajo tres costuras bien desprolijas, trabajo de un aficionado, o de algún practicante de primer año de medicina más chapucero que el común de los practicantes de medicina ingleses y en ausencia de los jefes de guardia. Segunda decepción del narrador: la cicatriz de la izquierda, a diferencia de las cositas de oro de su lado derecho, era falsa. La había fraguado un maquillador y mi muchachita se apenaba, pues había comenzado a deshacerse por la humedad y por el frío y ahora necesitaba un service para recuperar su color y su consistencia original.

Poco antes de irnos, ella fue al baño y al volver me sorprendió cavilando en la mesa: . –¿Cuál es el problema con tú? –me preguntó en inglés–. ¿Qué eres tú pensando? –Nada –respondí–. Pensaba en este frío maldito que estropea cicatrices...

Pero mentí: yo había pensado en aquel frío sólo por un instante. Después había mirado la calle que se orientaba hacia la nada, y había tratado de imaginar qué andaría haciendo la poca gente que, de cuando en cuando, producía breves interrupciones en la constancia de aquel paisaje urbano vacío. Toqué el cristal helado; olí los bordes de la copa verde de ella para reconocer su olor, y volví a pensar en las figuras que iban pasando tras los cristales, esfumadas por el vapor humano de la

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pizzería. Entonces quise saber por qué cualquier humano desplazándose por esas calles, siempre me parecía encubrir a un terrorista irlandés, llevando mensajes, instrucciones, cargas de plástico, equipos médicos en miniatura y todo eso que ellos atesoran y mudan, noche por medio, de casa en casa, de local en local, de taller en taller, y hasta de cualquier sitio en cualquier otro sitio. "¿Por qué?" –me preguntaba" ¿Por qué será?" Trataba de entender, mientras mi bella Muchachita estaría cerquísima pishando, o lavándose con agua tibia, y cuando apenas tironeé del hilito de la tibieza de su imagen, estalló en mil fragmentos una granada de visiones y asociaciones íntimas, intensas, pero por rúas, por argentinas y por inconfesables, poco leales hacia ella. ¿Hay Dios? No creo que haya Dios, pero algo o alguien me castigó, porque cuando advertí que estaba siendo desleal e innoble con mi Muchachita Punk y sentí que empezaba a crecer en mi cuerpo –o en mi alma–, la deliciosa idea del pecado, cruzó por la vidriera la forma de un ciclista, y lo vi pedalear suspendido en el frío y supe que ése era el hombre cuyo falso pasaporte francés ocultaba la identidad del ex jesuita del IRA que alguna vez haría estallar con su bomba de plástico el pub donde yo, esperando algún burócrata de BAT, encontraría mi fin y entonces cerré los ojos, apreté los puños contra mis sienes y la vi pasar a ella apurada por la vereda del pub, zafé de allí, corrí tras ella respirando el aire libre y perfumado de abril en Londres, y en el instante de alcanzarla sentimos juntos la explosión, y ella me abrazaba, y yo veía en sus ojos –dos espejos azules que ese hombre que rodeaban los brazos de mi Muchacha Punk no era más yo, sino el jesuita de piel escarbada por la viruela, y adiviné que pronto, entre pedazos de mampostería y flippers retorcidos, Scotland Yard identificaría los fragmentos de un autor' que jamás pudo componer bien la historia de su Muchacha Punk. Pero ella ahora estaba allí, salía del texto y comenzaba a oír mi frase: ' –Nada... pensaba en este frío maldito que arruina cicatrices... –oía ella.

Y después inclinaba la cabeza (¡chau irlandeses!), me clavaba sus espejos azules y decía "gracias", que en inglés ("agradecer tú", había dicho en su lengua con su lengua), y en el medio de la noche inglesa, me hizo sentir que agradecía mi solidaridad; yo, contra el frío, luchando en pro de la consevación de su preciosa cicatriz, y que también agradecía que yo fuera yo, tal como soy, y que la fuera construyendo a ella tal como es, como la hice, como la quise yo.

Debió advertir mis lágrimas. Justifiqué: –Tuve gripe. . . además. . . ¡El frío me entristece, es un bajón...! "¡lt downs me!" traduje–. ¡Eso abájame! –¡Vayamos al hotel! –dije yo, ya sin lágrimas.

–¡Hotel no! –dijo ella, la historia se repite.

No insistí. Entonces no sabía –sigo sin saber–, cómo puede alguien imponer su voluntad a una muchacha punk. Salimos al frío; calaba. Los huesos. Ni un alma. Por las calles. Llamé a un taxi. El no paró. Pronto se acercó otro. Se detuvo y subimos. Olía a transpiración de chofer y a gas oil. Mi Muchacha nombró una calle y varios números. imaginé que viviría en un barrio bajo, en una pocilga de subsuelo, o en un helado altillo y calculé que compartiría el cuarto con media docena de punks malolientes y drogados, que a esa altura de la noche se arrastrarían por el suelo disputando los restos de la comida, o, peor, los restos de una hipodérmica sin esterilizar que circularía entre ellos con la misma arrogante naturalidad con que nuestros gauchos se dejan chupar sus piorreicas bombillas de mate frío y lavado. Me equivoqué: ella vivía en un piso paquetísimo, frente a Hyde Park. En la puerta del edificio decía "Shadley House". En la puerta de su apartamento –doble batiente, de bronce y de lujuria –decía "R. H. Shadley".

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–Es la casa de mi familia –dijo humilde mi Punk y pasamos a una gran recepción. A la derecha, la sala de armas conservaba trofeos de caza y numerosas armas largas y cortas se exhibían junto a otras, más medianas, en mesas de cristal y en vitrinas. A la izquierda, había un salón tapizado con capitoné de raso bordeaux que brillaba a la luz de tres arañas de cristal grandes como Volkswagens. El pasillo de entrada desembocaba en un salón de música, donde sonaban voces. Al pasar por la puerta ella gritó "hello" y una voz le devolvió en francés una ristra de guarangadas. Detrás pasaba yo, las escuché, memoricé nuestra oración "queterrecontra" y con una mirada relámpago, busqué la boca sucia y gala en el salón. No la identifiqué. En cambio vi dos pianos, una pequeña tarima de concierto, varios sillones y dos viejos sofás enfrentados.

Entre ellos, sobre almohadones, media docena de punks malolientes fumaban haschich disputando en francés por algo que no alcancé a entender.

Un negro desnudo y esquelético yacía tirado sobre la alfombra purpúrea. Por su flacura y el color verdoso de su piel me pareció un cadáver, pero después vi sus costillas que se movían espasmódicamente y me tranquilicé: epilepsia.

Imaginé que el negro punk entre sus sueños estaría muriéndose de frío, pero no sería yo quien abrigase a un punk esa noche de perros, estando él, punk, reventado de droga punk entre tantos estúpidos amigos punk.

Copamos la cocina. Mi Muchacha me dijo que los batracios del salón de música eran "su gente" y mientras trababa la puerta me explicó que estaban enculados ("angry", dijo) con ella, porque les había prohibido la entrada a la cocina. Ellos argumentaban que era una "zorra mezquina", creyendo que la veda obedecía a su deseo de impedir depredaciones en heladeras y alacenas, pero el motivo eran las quejas y los temores de los sirvientes de la casa, que en varias oportunidades habían topado contra semidesnudos punks que comían con las manos en un área de la casa que el personal consideraba suya desde hacía tres generaciones y en la que siempre debían reinar las leyes de El Imperio. Ese día había recibido nuevas quejas del ama de llaves, pues uno de los punks, el marroquí, había estado toqueteando las armas automáticas de la colección y cuando el viejo mayordomo lo reprendió, el punk le había hecho oler una daga beduina, que siempre llevaba pegada con cinta adhesiva en su entrepierna. Coreen estaba entre dos fuegos y muy pronto tendría que elegir entre sus amigos y la servidumbre de la casa. Vacilaba: –Son unos cerdos malolientes hijos de perra –me dijo refiriéndose a los dos franceses, cl marroquí, el sudanés y el americano, quien además –contenía "costumbres repugnantes". No pude saber cuáles, pero me senté en un banquito a imaginar media docena de posibilidades punk, mientras ella filtraba un delicioso café con canela. Cuando la cafetera ya borboteaba, me contó que aquel departamento había sido de los abuelos de su madre, que era una crítica de museos que trabajaba en New York. El padre, veinte años mayor, se había casado por prestigio, tomando el apellido de la mujer cuando lo hicieron caballero de la reina vieja en recompensa de sus 'sevicios de espía, o policía, en la India.

Vinculado a la compañía de petróleo del gobierno, el viejo había hecho una apreciable fortuna y ahora pasaba sus últimos años en África, administrando propiedades. Mi Muchacha Punk lo admiraba. También admiraba a su madre. No obstante, al referirse a las relaciones de los dos viejos con ella y con su hermana mayor, puntualizó varias veces que eran unos "hijos de perra malolientes". Creí entender que había un banco encargado de los gastos de la casa, los sueldos de

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los sirvientes y choferes y las cuentas de alimentos, limpieza e impuestos, y que las dos muchachas –la mía y su hermana recibían cincuenta libras. "Cerdos malolientes", había vuelto a decir tocándose la cicatriz y explicando que el service –que en tiempos de humedad debía realizarse semanalmente le costaba veinticinco libras, y que así no se podía vivir. Pedía mi opinión. Yo preferí no tomar el partido de sus padres, pero tampoco quise comprometerme dando a su posición un apoyo del que, a mí, moralmente, no me parecía merecedora. Entonces la besé.

Mientras bebía el café la muchacha salió a arreglar algunos asuntos con sus amigos. Yo aproveché para mirar un poco la cocina: estábamos en un cuarto piso, pero uno de los anaqueles se abría a un sótano de cien o más metros cuadrados que oficiaba de bodega y depósito de alimentos. Había jamones, embutidos y ciento cuarenta y cuatro cajas con latas de bebidas sin alcohol y conservas. vi cajones de whisky, de vinos y champañas de varias marcas.

Contra la pared que enfrentaba a mi escalera, dormían millares de botellas de vino, acostadas sobre pupitres de madera blanca muy suave.

Había olor a especias en el lugar. Calculé un stock de alimentos suficiente para que toda una familia y sus amigos argentinos sitiados pudiesen resistir el asedio del invasor normando por seis lunas, hasta la llegada de los ejércitos libertadores del Rey Charles, y al avanzar los atacantes, obligándonos a lanzar nuestras últimas reservas de bolas de granito con la gran catapulta de la almena oeste, apareció otra vez mi princesita punk, que repuesta del fragor del combate, volvía a trabar la puerta con dos vueltas de llave y me miraba, carita de disculpa.

Yo dije, por decir, que me parecía justificado el temor de sus sirvientes. "Nunca se sabe", dije en español, y le aclaré en inglés "es no fácil saber". Ella se encogió de hombros y dijo que sus amigos eran capaces de cualquier cosa, "como pobre Charlie". Quise saber quién era "pobre Charlie" y me contó que era un pariente, que se había hecho famoso cuando arrancó las orejas de una bebita en Gilderdale Gardens pero que ahora envejecía olvidado en un asilo cercano a Dundall, fingiéndose loco, para evitar una condena.

Entonces volvió a preguntar mi nombre y el de mis padres y se rió. También volvió a hablarme de su cicatriz que había costado cincuenta libras: el precio de su pensión semanal, "como una substancia de hecho". El banco le liquidaba cincuenta libras por semana a mi Muchacha y otras tantas a su hermana mayor, pero el maquillaje requería service. (Estoy seguro de haberlo escrito, pero ella volvía a contármelo y yo soy respetuoso de mis protagonistas. El arte –pienso debe testimoniar la realidad, para no convertirse en una torpe forma de onanismo, ya que las hay mejores.) Necesitaba service la cicatriz y le impedía, entre otras cosas, la práctica de natación y de esquí acuático. Coreen adoraba el esquí y las largas estadías al aire libre en tiempo de humedad y me invitó con un cigarrillo de marihuana: un joint. Lo rechacé porque había bebido mucho, me sentía ebrio de planes, y no quería que una caída súbita de mi presión los echara a perder. Mi Muchacha empapaba el papel de su pequeño joint con un líquido untuoso que guardaba en la miniatura de Coke de su colgante de oro. "Aceite de heroína", explicó. Ella había sido adicta y friendo ese juguito que impregnaba el papel y la yerba, tranquilizaba sus deseos.

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Hacía un año que venía abandonando el hábito, temía recaer en los pinchazos que habían matado a sus mejores amigos una noche en París –septicemia y ahora quería curarse y salir de aquello porque su pensión no le alcanzaba para solventar el hábito: ya bastantes problemas le traía el service de su maquilladora. Después volvió a dejarme solo en la cocina, fue al baño y yo robé del sótano una lata de queso cammembert, y a medida que me lo iba comiendo con mi cuchara de madera, hice una recorrida por las dependencias de la cocina: arte testimonial.

Amén de varios hornos verticales, y un gran hogar revestido de barro para hacer pan en la sala contigua tenían una máquina de asar eléctrica, con un spiedo que mediría tres metros de ancho por uno de circunferencia. Calculé que un pueblo en marcha hacia la liberación podía asar allí media docena de misioneros mormones ante un millar de fervientes watussi desesperados por su alícuota de dulzona carne de misionero mormón rotí. Más allá de la sala estaba el depósito de tubos de gas, leñas, carbón y especias. Olía a ajo el lugar, pero no vi ajo sino ramas de laurel y bolsas de yute con hierbas aromáticas que no supe calificar. ¿Romero? ¿Peter Nollys? ¿Kelpsias? ¡vaya uno a distinguir las sofisticadas preferencias de esos maniáticos magnates británicos...! Cuando Coreen –mi Muchacha Punk, dueña y señora de la casa volvía del –baño, trabó la puerta que separaba la cocina del office –al que ella llamaba "hogar" en inglés de los salones donde seguían gritándose barbaridades sus amigos. Ignoro lo que habrán dicho ellos, pero como resumen dijo que eran unos piojos hijos de perra; grave. Prendió otro joint con la brasa de mis 555, y –¡Achalay!– nos fuimos con él a apestar el dormitorio de su hermana, donde, dormiríamos, pues el suyo venía desordenado de la tarde anterior.

El pasillo que llevaba a los cuartos, estaba custodiado por grandes cuadros que parecían de buena calidad. Reparé en el piso: listones de roble enteros se extendían a lo largo de quince o veinte metros. Sin alfombra ni lustre alguno, la madera blanca repulida me evocó la cubierta de aquellos clippers que se hacía construir la pandilla de nobles que rondaba a Disraeli para gastar sus vacaciones en Gibraltar. ¡Un derroche! El cuarto de la hermana era amplio, sobriamente alfombrado, y en un rincón había una piel de tigre, en otro, una de cebra viel y otras pieles gruesas que supuse serían de algún lanar exótico, pues eran más grandes que las pieles de las ovejas más grandes que mis ojos han visto y que las que cualquier humano podría imaginar con o sin joints embebidos en substancias equis.

Nos acostamos. Tercera decepción del narrador: mi Muchacha Punk era tan limpia como cualquier chitrula de Flores o de Belgrano R. Nada previsible en una inglesa y en todo discordante con mis expectativas hacia lo punk. ¡Las sábanas...! ¡Las sábanas eran más suaves que las del mejor hotel que conocí en mi vida! Yo, que por mi antigua profesión solía camouflarme en todos los hoteles de primera clase y hasta he dormido –en casos de errores en las reservas que de ese modo trataron los gerentes de repararen suites especiales para noches de bodas o para huéspedes VIP, nunca sentí en mi piel fibras tan suaves como las de esas sábanas de seda suave, que olían a lima o a capullitos de bergamota en vísperas de la apertura de sus cálices. Tercera decepción del lector: Yo jamás me acosté con una muchacha punk. Peor: yo jamás vi muchachas punk, ni estuve en Londres, ni me fueron franqueadas las puertas de residencias tan distinguidas. Puedo probarlo: desde marzo de 1976 no he vuelto a hacer el amor con otras personas. (Ella se fue, se fue a la quinta, nunca volvió, jamás volvió a llamarme. La franquean otros hombres, otros. Nos ha olvidado; creo que me ha olvidado).

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Cuarta decepción del narrador: no diré que era virgen, pero era más torpe que la peor muchacha virgen del barrio de Belgrano o de Parque Centenario. Al promediar eso (¿el amor?) le largó a declamar la letanía bien conocida por cualquier visitante de Londres: "ai camin ai camin ai camin ai camin ai camin", gritaba, gritaba, gritaba, sustituyendo los conocidos "ai voi ai voi ai voi ai voi" de las pebetas de mi pago, que sumen al varón en el más turbado pajar de dudas sobre la naturaleza de ese sitio sagrado hacia el que dicen ir las muchachas del hemisferio sur y del que creen venir sus contrapartidas británicas. Pero uno hace todo esto para vivir y se amolda. ¡vaya si se amolda! Por ejemplo: Y después se durmió. Habrá sido el vino o las drogas, pero durmió sonriendo, y su cuerpo fue presa de una prodigiosa blandura. Miré el reloj: eran las 5.30 y no podía pegar un ojo, tal vez a causa del café, o de lo que agregamos al café.

Revisé los libros que se apilaban en la mesa de luz del cuarto de la hermana (le mi Muchacha Punk. ¡Buenos libros! Blake, Woolf, Sollers: buena literatura. ¡Cortázar en inglés! (¡Hay que ver en una de esas camas señoriales lo que parece el finado Cortázar puesto en inglés!) Había manuales de física y muchos números de revistas de ciencias naturales y de Teoría de los Sistemas.

Separé algunas para informarme qué era esa teoría que yo desconocía pero que justificaba tina publicación mensual que ya iba por el número ciento treinta y cuatro. Las miré. interesante: enriquecería mi conversación por un tiempo.

Andaba en eso citando llegó la hermana de mi Muchacha Punk con su novio. La chica dijo llamarse Dianne y era naturista, marxista, estudiaba biología, odiaba las drogas, despreciaba a los punks y no tomó nada bien que estuviésemos acostados en su cuarto, pero disimuló. Cuando le hablé, su expresión se hizo aún más severa como reprochando que un desnudo, desde su propia cama, se dirigiese a ella en un inglés tan choto.

No le gusté y ella no pudo disimularlo más.

En cambio el novio me mostró simpatía. Era estudiante de biología, naturista, marxista, odiaba profundamente a las punks y manifestó un intenso desprecio hacia las drogas y sus clientes.

Creo que de no haber mediado el episodio del encuentro y la irritación de su novia, habríamos podido entablar tina provechosa amistad. Me convidaron con sus frutas, algo muy delicioso, parecido al níspero y muy refrescante, que erradicó de mis encías el gustito a Coreen. Ella, a pesar de nuestra conversación en voz muy alta, mis gritos angloargentinos, mis carcajadas y 1()s mendrugos de risa que alguno de mis chistes lograron de la bióloga, no despertaba.

Dije a los chicos que me vestiría y que debía partir pues me –esperaban en mi hotel. Ellos dijeron que no era necesario, que siempre dormían en el suelo por motivos higiénicos y que yo podía seguir leyendo, pues "'la luz de la luz no nos molesta". Así dijeron. Se desnudaron, se echaron sobre una piel de oso y se cubrieron hasta los ojos con una manta hindú. De inmediato entraron en un profundo sueño y los vi dormir y respirar a un mismo ritmo, boca arriba y agarraditos de las manos. Pero yo no podía dormir; apagué la luz de la luz y estuve un rato velando y escuchando el contraste entre las respiraciones simétricas de la pareja, y la de Coreen, más fuerte y de ritmo más que sinuoso.

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Prendí la luz y revisé el reloj: serían las siete, pronto amanecería. Acaricié los pelos de mi Muchacha, su carita, sus lindísimos hombros y sus brazos, y casi estuve a punto de hacer el amor una vez más, pero temí que un movimiento involuntario pudiese despertarla. Aproveché para mirar su piel delicada y suave. Nada punk, muy aristocrática la piel de mi Muchacha. Le estudié bien el agujerito de la nariz: medía seis milímetros de ancho y formaba una estrella de cinco puntas. ¿O eran cinco milímetros y la estrella tenía seis puntas? Nunca lo volveré a mirar. Para esta historia basta consignar que estaba dibujado con precisión y que debió ser obra de algún cirujano plástico que habrá cargado no menos de quinientos pounds de honorarios. ¡Un derroche! Miré la cicatriz de la mitad izquierda de mi chica: había perdido más color y estaba apelmazada por el roce de mi mentón que la barba crecida de dos días tornó abrasivo. Me apenó imaginar que en la tarde siguiente, al despertar, mi Muchachita Punk me guardaría rencor por eso. Escribí un papelito diciendo que el service quedaba a mi cargo y lo dejé abrochado con un clip junto a un billete de cincuenta libras que había comprado tan barato en Buenos Aires, en la garganta de su botita de astrakán. Así asumía mi responsabilidad, y ella no necesitaría esperar otra semana para poner su cicatriz a cero kilómetro. Actué como hombre y como argentino y aunque nadie atine nunca a determinar qué espera un punk de la gente, yo no podía permitir que al otro día mi Muchachita se amargase y anduviera por todas las discotheques de Londres insinuando que nosotros somos unos hijos de perra que perturbamos sus cicatrices y no pagamos el service, desmereciendo aún más la horrible imagen de mi patria que desde hace un tiempo inculcan a los jóvenes europeos. Me vestí. Al dejar el cuarto apagué las luces. Para salir destrabé la cerradura de la cocina pero volví a cerrarla y deslicé la llave bajo la puerta. Los punks seguían peleando: el africano reprochaba a los otros no haberlo despertado para la cena. Otro lloraba, creo que era el francés.

Después oí una sílabas rarísimas: era alguien que hablaba en holandés.

Gracias a Dios no me vieron y encontré un taxi no bien salí a la calle, fría como una daga rusa olvidada por un geólogo ruso recién graduado en la heladera de un hotel próximo a las obras suspendidas de Paraná Medio.

La tarde siguiente, leí en The Guardian que durante la noche catorce vagabundos, a causa del frío, habían muerto, o crepado, estirando sin rencor sus veintitantas vagabundas patas inglesas, en pleno corazón de la ciudad de Londres.

Hicieron no sé cuántos grados Farenheit; calculo que serían unos diez grados bajo cero, penique más, penique menos. En el hotel me pegué un baño de inmersión y calentito y con el agua hasta la nariz leí en la edición internacional de Clarín las hermosas noticias de mi patria. Quise volver.

Al día siguiente 'volé a Bonn y de allí fui a Copenhague. Al cuarto día estaba lo más campante en Londres y no bien me instalé en el hotel quise encontrar a mi Muchacha Punk. No tenía su teléfono; su nombre no figura en el directorio de la vieja ciudad. Corrí a su casa. Me recibió amistosamente Ferdinand, el novio de la hermana: mi Muchacha estaba en New York visitando a la madre y de allí saltaría a Zambia, para reunirse con el padre. volvería recién a fines de abril, y él no me invitaba a pasar porque en ese momento salía para la universidad, donde daba sus clases de citología. Tipo agradable Ferdinand: tenía un Morris blanco y negro y manejaba con prudencia en medio de la rougb hour de aquel atardecer de invierno. Se mostró preocupado porque hacía un año le venían fallando las luces indicadoras de giro del autito. Le sugerí que debía ser un fusible, que seguramente

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eso era lo más probable que le sucedería al Morris. Rumió un rato mi hipótesis y finalmente concedió: –No lo sé, tal vez tengas razón...

Me dejó en victoria Station, donde yo debía comprar unos catálogos de armas y unos artículos de caza mayor para mi gente de Buenos Aires.

Nos despedimos afectuosamente. El armero de Aldwick era un judío inglés de barbita con rulos y trenzas negras, lubricadas con reflejos azules.

Entre él y el librero de victoria Embankment –un paquistaní– acabaron de estropearme la tarde con su poca colaboración y su velada censura a mi acento. El judío me preguntó cuál era mi procedencia; el pakistano me preguntó de dónde yo venía. Contesté en ambos casos la verdad. ¿Qué iba a decir? ¿Iba a andar con remilgos y tapujos cuando más precisaba de ellos? ¿Qué habría hecho otro en mi lugar...? ¡A muchos querría ver en una situación como la de aquel atardecer tristísimo de invierno inglés...! Oscurecía. Inapelable, se nos estaba derrumbando la noche encima. Cuando escuchó la palabra "Argentina", el armero judío hizo un gesto con sus manos: las extendió hacia mí, cerró los puños, separó los pulgares y giró sus codos describiendo un círculo con los extremos de los dedos. No entendí bien, pero supuse que sería un ademán ritual vinculado a la manera de bautizar de ellos.

El paqui, cuando oyó que decía "Buenos Aires, Argentina, Sur" arregló su turbante violeta y adoptó una pose de danzarín griego, tipo Zorba (¿O sería una pose de danza del folklore de su tierra...?). Giró en el aire, chistó rítmicamente, palmeó sus manos y (cantó muy desafinado la frase "cidade maravilhosa dincantos mil", pero apoyándola contra la melodía de la opereta Evita.

Después volvió a girar, se tocó el culo con las dos manos, se aplaudió, y se quedó muy contento mostrándome sus dientes perfectos de marfil.

Sentí envidia y pedí a Dios que se muriera, pero no se murió. Entonces le sonreí argentinamente y él sonrió a su manera y yo miré el pedazo visible de Londres tras el cristal de su vidriera: pura noche era el cielo, debía partir y señalé varias veces mi reloj para apurarlo. No era antipático aquel mulato hijo de mala perra, pero, como todo propietario de comercio inglés, era petulante y achanchado: tardó casi una hora para encontrar un simple catálogo de Webley & Scott. ¡Así les va...!

[de "Muchacha Punk", ©1992 Editorial Planeta]

Cantos de marineros en las pampas

Habló el que siempre repetía la cantilena de la flota de mar:

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–¡Por el sol..! –Le sintieron decir.

Y si alguien mas lo oyó también debió pensar que era la prImer cosa atinada de lo mucho que dijo durante todas esas semanas de marcha.

Días malgastados y leguas descaminadas en esa pampa interminable, tolerando las serenatas de los payucas y dichos hasta peores y mas desquiciados que los del marino, cuidando parecer que seguían creídos de que tarde o temprano llegarían al oeste y que alcanzarían la sierra chica y mas atrás el nacimiento del río que, corriente abajo, los llevaría justo hasta El Lugar.

Llamaban El Lugar al sitio de encuentro de todos los que seguían firmes en la idea de juntarse y volver a empezar. Se platicaba eso pero de los derroches de tiempo y del descaminar leguas y jornadas nadie en la tropa cometió la imprudencia de hablar.

Tropa: solo tanta arma y munición encajonada demorándose en las carretas justificaba llamar tropa a ese montón indisciplinado y desparejo que traía semanas y semanas de marchar, montar, apearse, ensillar y volver a montar, solo para volver a juntarse y tratar de empezar otra vez.

¿Cuántas semanas ?

Si alguno tuvo voluntad de ir llevando la cuenta supo guardarse el número y ni cuando las conversaciones daban lugar para lucirse con la cifra y amargarle la noche a todos dejó entrever que la sabía y que no la decía por respeto.

Se conversaba siempre en la comida de la noche. Se aprovechaba la poca luz de los fogones para platicar sin que alguien, por escudriñador que fuese, pudiera descubrir de la cara del que iba hablando, o del que oía, los pensamientos verdaderos que no se dicen en la conversación.

Y la hora del sueño ayudaba: se podía platicar confiado en que al momento de no querer oír mas, o decir mas, estaba a mano el pretexto de caerse dormido y Dios Guarde que mañana será otro día.

Volteaba el sueño y todos se dejaban voltear y mas cuando se andaba cerca de la cuestión de cuántos eran y del tema de de con cuántos mas sería menester contar y el de cuánto sería que faltaba en meses o años, en tropa o armas, en caballos y en plata, o en voluntad y en muertos, para la hora de ganar, o para lo que cada uno pretendiera.

Ganar era lo que querían los mas, que eran los mas ilusos. Los menos, ya desde antes de arrancar querían ganar pero se contentaban con perder siempre que les dieran ocasión de perder al modo propio y no al que elijan los favorecido por la fortuna de ganar.

Los cuándo, cuánto, y el ganar y perder eran los temas "que ni nombrar". Todavía se dice de ese modo en muchas partes.

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Y lo que "ni escuchar" era lo que agobiaba: hablar de las criaturas, las mujeres y las haciendas quedaron atrás y de cosas parecidas que no conducen a nada. Tal esa cantilena del que venían llamando El Marinero desde los primeros días de marcha.

Porque siempre repetía lo mismo: que años y años revistó en la flota de mar y que en la flota ésto o que en la flota aquello o que ellos en la flota de mar solían hacer tal o cual otra cosa de tal o cual manera y nunca pudieron pasar dos noches sin que alguien tuviera que mandarle que pare de una vez de contar y de estorbar y que deje dormir la tropa.

De día, uno que por dormirse oyéndola la voz del marinero se le había convertido en un mal sueño, le rogaba por el Sacrosanto que la termine con la historia de que en el mar los que mas cantan son los mejores marineros y que se guarde para él solo el cuento de que en la flota no es como en el campo y en los pueblos, que en la flota de mar se toma menos, y que entre los marinos el que mas canta nunca es el borracho, porque al revés: mejor y mas dispuesto a bordo se muestra un personal mas canta y menos chupa y porque, igual que en todos lados, en el mar el tomador le esquiva el bulto a la pelea y en el peligro se ve bien que los que toman se achican primero que nadie.

Y de noche, a la hora de contar, le copiaban los dichos y hasta la manera medio goda de hablar con zetas para anoticiarlo de que ya todos se sabían la cantilena de memoria.

En cuanto amenazaba empezar algún imitador le ganaba el turno y, poniendo voz de bastonero de circo, anticipaba:

–Para esta velada anunciamos a la digna concurrencia de damas, clero, nobiliario, gente de armas y chinas de culear que habremos el honor de oír a quien ha visto faluchos corsarios llenos de hindús y chinos iguales a los que la Britannia dio de escolta a San Martín, que mas semejan lazareto de leprosos o quilombo de remate de esclavos que a cosa de utilidad para la guerra y ha tripulado naves insignia con gavieros a proa que calzan botín de caucho y ostentan uniforme de -lana inglés bordado en hilos de oro y dará fe de que por igual en ambas barcas como en toda nave de mar cualquiera sea su enseña, mas canta el marinero, mejor marino es y mas se lo respeta a la hora en que a bordo se reclama personal que sirva...

Copiándolo, los imitadores agrandaban la boca cuando les tocaba decir la aés y la és, y tanto ceceaban que se sentía "abodo ze nejzezita pesoall que zirja..."

Y a fuerza de copiar la forma goda de hablar de los marinos mezturaban una que otra voz lusitana en las frases mas largas y hacían sonar las zetas mas fuerte que cualquier español que, por descuido, hayan dejado vivo los ejércitos de la Patria.

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Pocos han de quedar, si queda alguno, de los que supieron recibir al Capitán de San Martín cuando bajó por primera vez de la fragata inglesa y lo escucharon hablar como un godo.

Y no ha de haber muchos vivos que pudieron oírlo cuando fue General de estas Provincias y Gran Libertador de América y ni zetas ni eshes se le escapaban. Si hasta los mandos de batalla los profería estirando el labio para que ni oés ni ás sonaran como en la voz de un monárquico hidemilputas.

Valiente y puro sacrificio fue el puñado de criollos que se alistó en las naves de Brown y de Bouchard sin conocimiento de en dónde se metían. Las que pasaron en esas goletas de tablones podridos, calafateadas a lo bestia por gauchos y peones de herrero y mandadas por corsarios sin Dios, ni patria, ni respeto por la gente, obliga a tolerarles mañas y salvajadas a los pocos que pudieron volver.

Pero hasta en esos patriotas disgusta ésa ínfulas de hablar como asesinos virreinales: ni para burlar a un loco habría que permitir que un criollo hable así y revuelva a sus paisanos los tiempos en que el que el monárquico se creía mas y se jactaba de que siempre esta patria iba a seguir dejándose pisotear.

Pero la pampa que endurece al hombre en tantas cosas en otras lo hace mas blando y lo distrae. Por eso que hablara igual que uno de la flota era lo último que le amonestarían al marinero. Lo primero era lo peor de aquellas noches: su repetir y el agobiar repitiendo tanto y cansando.

A él que lo copiaran y burlaran no parecía bochornarlo. Mismo cuando la tropa, meta risa y palmada, estaba festejando a algún imitador, podía apersonarse ante cualquiera a pedir un chala, o el yesquero de llama pronta para prender un chala o un tabaco enrollado que algún otro le convidó: ni bochorno ni nada parecía producirle la burla al hombre.

Y menos enojo: igual que todos por esos días era capaz de perdonarle lo peor al otro con tal de que no fuese un flojo, un federal con tirador de plata, o un salvaje unitario de librea de tarciopelo y cachete entalcado.

Si cuando se empezó a oír que había unos que andaban por ahí comprando caballos y encargando reservas y encurtidos con el plan de empezar otra vez el marino se compareció en la capilla de Flores entre los primeros y ahí mismo donó unas libras de plata –que debía ser todo lo que tuvo en la vida– y reclamó que le tomasen juramento y lo contasen como enrolado porque, sin eso, –le dijo al escribiente–, y sin arrancar en la primer partida que saliera a juntarse para empezar de nuevo, nunca mas iría a dormir tranquilo.

Y ahora justo venía a ser él lo que no dejaba dormir en paz a la tropa. Mejor dicho: sería él o causa de él porque si no empezaba él con la cantilena desde lo oscuro saltaban las voces que se le anticipaban para burlarlo o incitarlo.

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No bien hablaba uno poniendo voz de godo marinero quien siguiera despierto lo festejaba y se reía. Casi todos reían cuando escuchaban a un imitador diciendo o cantando. En cambio si se lo oían a él al revés: agobiaba, daba como una tristeza y rabia y al mismo tiempo y ganas de que se calle de una vez.

Él no festejaba burlas ni imitaciones. Pero escuchaba atento y al reflejo de algún fogón o al relumbrar de la brasa de un chala que pitaba ávido daba la impresión de medio sonreír.

Y si hablaba era para corregir algo que le estaban copiando mal. Mas que enfadarlo parecía que se daba por satisfecho con que se escuche lo que quiso decir aunque diera a reír a todos y aunque el que lo repetía se estuviera burlando y no creyese nada de lo que le copió.

Había uno con jeta de mazorquero y que por eso mismo lo llamaban Mazorquero aunque se conocía que fue procurador con diploma en Chuquisaca y hasta la víspera del día que pidió juntarse con los que iban a volver a empezar figuró como letrado de la Legación del Litoral. Poco que ver con mazorqueros, pero, en el fondo, las ideas son casi las mismas: vivir de los gobiernos.

Fue el que mas le discutió la primeras veces, cuando todavía pensaban que valía la pena discutirle, y en esas últimas noches era el que lo imitaba mejor.

Poniendo voz de ceremonia para destacarse y que lo oyeran, recitaba el Mazorquero:

–Y que ningún criollo vaya a sentir que no haberlo sabido era ignorancia, porque nuestro invitado, antes de servir en la flota de mar era también de los que se creían que cantos de marineros como el "Boga Boga" o el "Mi Bonito Se Fue Por Los Mares" que las gentes entonan sin entender eran güevada que cuanto mas se las escucha mas güevada parecen. El sabe bien –decía y, alumbrado amarillo por la linterna de parafina, señalaba a la oscuridad– cuánto cuesta meterle en la cabeza a un milico pueblero o a un pajuerano de fortín que los viejos marinos no exageran cuando hablan de que al canto de los marineros nadie lo va a entender del todo hasta que padezca algún naufragio o una desgracia grande de mar...

A esa altura empezaban los gritos desde el oscuro:

–¡Naufragio ! ¡Transnluchada impestuosa ! –Podía oírse una voz.

–¡Vías de agua en el codaste que no hay quien pueda, no hay quien pueda, no hay quien pueda... Reparar.. ! –Canturreaba otro.

–¡Veráis cuando la nave encalle y tengáis que abandonalle..! –Decía alguien mas y parecía la amenaza de un fraile loco.

–Hasta la rocas, hasta las rocas os lleva el mar... –Era lo único que sabía decir el domador chileno de voz finita. Y siempre lo repetía.

–¡Que hasta las rocas arrastre la corriente al marinante y hasta las bolas se entierre entre las olas el que le cante..! –Ese era otro chileno, medio borracho pero buen payador.

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Y pocos acertaban con la gramática arrevesada del marino. Si hasta se podía oír:

–O hacerois encallar en la costa o dejarseis llevaros por las corrientes hasta que las rompientes de las rocas del mar le naufragareis..

Y así seguían hasta que el mazorquero, o alguien con mas idea y condiciones de imitador, copiaba una de las frases que mas le gustaba lucir al marino:

–¡Hasta que una tormenta desarbole ñamave y la escoree tanto que las olas se desmadren direictiño a la bodega y el hombre sepa que todo se termina, no se hará carne en nadie la veracidad del canto del marinero en estos tiempos de urbe toda alumbrada a gas y puro ferrocarril y güinchisters de repetición..!

El marino nunca había nombrado güinchisters ni reilgüeis.

Al fusil él lo llamaba "rifle" como los godos. Y a lo que ahora empezaba a nombrarse "trenes" le desconfiaba tanto que si una vez los mentó, les habrá dicho "convoys" a la manera de sureños y brasileiros.

Pero el mazorquero, como la media docena de doctores y bardos que siempre andaban revolotéandolo, estaba envenenado contra las máquinas y no desperdiciaba la ocasión para decir lo suyo antes de cerrar con un alarido que parecía en verdad grito de mazorquero y despertaba al mas cansado:

–¡Oid carajos..! ¡Escuchad ahora al hombre y no vayáis a creer que lo que habréis de oír es bolazo venido de dichos que cuentan los sabaleros de la boca del Río Reconquista..!

Sabaleros son los que viven en ranchos horcajados en postes de sauce en las orillas del zanjón del puerto.

Zarpan de noche en sus falúas para tirar la red y levantar su pesca: sábalos rechonchos cebados con las sobras que la correntada arrastra desde los mataderos. Al sábalo lo venden para hacer jabón de gelatina y velas finas a las perfumerías y parece mentira que los franceses pidan para hacer sus velitas sin olor algo tan hediondo como la pescadera que cargan esas carretas de sábalo, que, de mañana, cuando suben la barranca de El Retiro, hasta el mercado de la Victoria llega el olor a sábalo podrido, no importa el lado para el que vaya el viento.

Pero mas que de la pesca, el sabalero hace su plata por los chelines que junta en el fondeadero cuando llega una temporada de carga.

Basta que entre un barco británico para que salga el sabalero a darle servicio y así se pasa días rema que te tema parado en la falúa y cantando shangós de negros para darse ánimos y no quedarse dormido mientras carga, descarga o le hace alcahueterías a la oficialidad.

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Boga parado mirando adelante como postillón de carroza y en épocas de carga se lo ve ir y venir día y noche con las falúa atosigada de ferretería británica y cajas con ajuares de contrabando para las tiendas.

Si lo arrastra a una leva, el sabalero entra al cuartel contando como propia cualquier historia que le sintió decir a un marinero o a un peón de muelles que como él mismo nunca tripuló nada mas allá de los playones de Quilmes, o de la Banda Oriental del Uruguay en el mejor de los casos.

Bastaba que mentasen los sabaleros para que el marino saltara a corregir y arrancara de nuevo con su cantilena de la flota.

Y entonces sí mas de uno, deseoso de dormir y encarpado hasta la coronilla bajo su poncho, habrá pedido al cielo que se muriera de una vez, o que se murieran todos de una vez para no escuchar mas y hundirse por fin en el fondo de algún pozo sin ruido.

Muerto, por milagro, hasta el momento, nadie había muerto.

Y que se muera, mas que a ninguno se le debió desear al cordobés que perdió un tobiano, el potro que el fraile de Mercedes donó para que le entregase como prenda al cacique si se daba la necesidad de apaciguarlo.

–No maten pampas, no se dejen matar por un malón, esténse siempre bien lejecitos de la indiada... Y si les cruzan sean mas amistosos que ellos y van a ver que se los ganan... –Dijo el de sotana y se entendió que quería decir que cuidasen la pólvora que el Señor la creó para apurar al infierno a los herejes de Cristo y al Sanguinario Hispánico y no para asesinar salvajes que, según él, eran los inocentes mas preferidos de Dios.

Buen domador, el cordobés venía encargado de cuidar los pingos de remonta, pero chuzándolo para mostrarle a una china el corcoveo del potro, en una distracción le permitió escapar. La caballada estuvo arisca toda la jornada y pasaron muchos días y al desmontar y reunir los pingos antes de hacer noche seguía sintiéndose la falta de ese brillo nervioso del tobiano del cura.

Y quien por recordar al potro y su pelo lujoso y quien otro por acordarse del fraile, todos habrán rezado alguna vez pidiendo que el cordobés se desnuque en una rodada o que le caiga encima del cielo una de esas piedras que pasan de noche ardiendo y van a dar al valle de los cometas entre las sierras de Tandil.

Hasta dormido se le deseó la muerte. Y a nadie le pareció que la espantada fue una tontera de momento, ni un accidente que a quienquera le puede llegar a ocurrir. Pura maldad, pensaban todos.

En cambio bastaba que el marinero cerrara la boca o que se apartara a la vanguardia cuando las bestias olisqueaban salvajes cerca, para que nadie le deseara daño y todos lo respetaran, igual que cuando estaba dormido, manso.

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Era uno de esos que, haciendo, convence mas que con cualquier cosa que se le oiga decir, pero como nadie puede cerrarse las orejas basta que abra la boca para que la gente sople y busque verle la cara a otros para mirarse compadeciendo lo que van a tener que aguantar.

Pero la vez que se le oyó gritar:

–¡Por el sol..!

Y mas cuando para explicarlo refirió que hasta el pirata menos disciplinado sabía que viendo de dónde salió el sol bastaba orzar o derivar conforme al viento para rumbear al lado contrario del horizonte y así ganar el oeste, que en el Mar Sur siempre va a dar a tierra firme, los que entendieron dijeron sí. Y los mas cavilosos se dieron a pensar que, de tarde, mirando el punto por donde baje el sol, tendrían noticia justa de cuanto se fueron desviando por no tener en esa pampa nada hacia lo que enfilar y por las propias distracciones que comete el hombre cuando anda medio desorientado.

No sé si se comprende, pero esa noche a todos les resultó tan atinado que les nació como una gratitud con el marino, mas no por eso iban a dejar de escaparle cuando amenazaba empezar la cantilena, ni dejarían de festejar a los que se burlaban, que cada día eran mas y que el hombre escuchaba como si se rieran de otro.

Aunque pensándolo mejor, si por las risotadas entendió que lo estaban burlando, no es de descartar que se diera por contento con que sus dichos se repitan y que cada quien lo tome como quiera tomarlo, puesto que para eso debió haberlos repetido tanto.

Mirar de dónde sale el sol: quien mas, quien menos, todos se habrán dormido reprochándose por qué esa idea no se les cruzó por la cabeza a ellos.

Pero por cuerdo que sea el hombre, él propone las cosas y es siempre la desgracia lo que termina disponiéndolas.

Así en los pueblos como en la pampa, o al menos en esos lados de la pampa y en el tiempo contado desde la noche en que el marinero gritó la idea del sol, y hasta cuando ya nadie mas la quiso recordar, el sol nunca nació desde ninguna parte.

Amanecer en esa pampa quería decir ver de repente que el cielo negro se iluminaba y que bien alto arriba se le formaba como una cúpula de fuego anaranjado.

Por ahí debía andar ubicado el sol, pero tan lejos, y a tal distancia del piso del horizonte, que para averiguar por donde había empezado a levantarse, un hombre iba a tener que aguantarse quieto todo el tiempo, mirándose la sombra y clavando una cañita cada media hora para después seguir con un solo ojo la línea de cañas o de estacas, que, si había una lógica en todo eso, tendría que acabar apuntando justo al sitio donde debió haber iniciado su recorrida el sol.

Venía a ser una cuestión de paciencia: justo a esa altura de la marcha cuando a cualquiera se le podía pedir de todo menos paciencia.

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Al principio se habló de tener hormiga y la tropa se dió a decir que tenía hormigas, pero después uno habló de que tenía lagartijas, vino otro que por gracioso lo agrandó mas y dijo que él tenía una culebra, otro figuró que el tenía serpientes yarará y al final varios terminaron diciendo que sentían potros cimarrones galopándoles. Cada quien lo agrandaba como podía buscando la forma mas graciosa para decir que sentían un movimiento incontrolable de algo animal, justo en ese lugar, en el culo.

Venia la luz y ni matear buscaban. Pensaban nada mas que en arrancar y avanzar y ni tiempo se daban para discutir desde cual rumbo habían venido a dar al sitio donde les tocó hacer noche: saltaba uno y señalaba un lugar con su rebenque, y en cuanto terminaba de ensillar y alzar las cosas, todos apuntaban para ese lado sin que nadie se lo discutiera. Por instinto, los caballos caracoleaban, resoplaban y sacudían las crines tascando el freno y dándose ímpetus para salir galopando en esa misma dirección.

El plan de sol, para los que pudieron entenderlo, decía que cuando el sol se pusiera el lugar mismo donde lo viesen desaparecer, iría a enseñar la corrección, o sea, lo cuánto se habían venido desviando del rumbo a lo largo del día.

Pero tal como salía el sol también la noche bajaba de repente, como si además del sol, a todo lo que había sido luz y camino se lo hubiera tragado aquel vacío de la pampa.

Ese vacío que mas de uno pensó que iba a terminar chupándoselos a todos.

Y no de a uno en uno: a todos de una vez, tal como venía haciendo con el sol y como el día menos pensado estaba por hacer con el verano, con las chatas cargadas de cajas de fusiles y munición que siempre se demoraban y con todas las cosas, menos con esa tierra de pasto tan igual legua a legua y semana tras semana, que era imposible calcular como podrían hacerla desaparecer.

El sol arriba, la tierra abajo, y adelante mas tierra igual. De noche y todo alrededor, la pura oscuridad y el picoteo lustroso de las estrellas techando.

Atrás, uno que otro quejido de hombre en sueños y el griterío salteado de las chinas, que ahora que nadie se arrimaba a pedirles servicio, hacían ruido entre ellas para que se creyera que algún hombre había vuelto a solicitarlas.

Ya tendían miedo de que por no necesitarlas, una mañana los hombres les quitasen la carreta y los pingos y las dejen ahí para que se las lleven los salvajes si antes no las prendía fuego el sol o las helaba la primer noche del invierno que debía estar pronto a venir.

Pobres chinas: de tan montadas por milicos puebleros, debió habérseles hecho una doctrina el miedo al indio, y ni se les cruzaba el pensamiento de que en la toldería no la iban a pasar peor que carreteando siempre media legua o media hora atrás de la tropa.

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Porque seguro los salvajes las solicitarían menos salteado y las obsequiarían mejor que estos que mas ganas tenían de llegar y juntarse con los que iban a volver a empezar, cuanto mas seguros estaban de no estar yendo hacia ninguna parte.

Huellas, jamás ni una pudieron encontrar.

¿Quién no tiene oídas historias de baquianos que encuentran huellas donde nadie las supo ver, y van marcándolas cortando yuyos mordisqueados por la hacienda de un rodeo, mostrando raíces pisoteadas por un potrillo de dos meses, y confirmándole al descreído que andan siempre en lo cierto anticipando cuando tendrían a la vista una res carneada por la tropa, o un rescoldo de leña de una fogatas y señalando lejos el sitio donde tendrían que aparecer esos montones de bosta en seguidilla que marcan el lugar donde pampas o cristianos estuvieron haciendo noche..?

No tenían baquiano. Habían pagado un baqueano que comprometió esperarlos en un puesto de la estancia de Duarte, atrás del bañado de Tortugas.

Pero cuando pasaron por el puesto encontraron a una india feísima con que tenía un solo diente arriba. Era la mujer del baqueano.

Parecía vieja. Temblaba toda por el miedo. Pero si había parido esos dos chicos, que decian ser los hijos hijos del baquiano, tan vieja no debía ser.

Cuando pudo hablar, dijo medio en castilla medio en pampa, que los que le pagaron al marido habían pasado muchos días antes, que el jefe era un coronel y que la comitiva de mas de cuatro manos –serian cuarenta– con carretas y mucho gauchaje a la rastra había rumbeado de prisa al sur porque hacían posta esa noche misma en los corrales de Buenos Aires.

Empezaron a creerle cuando les mostró un tirador con las monedas que había dejado el coronel: libras británicas y pesos fuerte con cuño de oro, mezcladas con muchos cobres del Paraguay y contos dorados del Imperio del Brasil.

Muerta de miedo, quería devolver el tirador y dejarles el mayor de los críos que les juró que ya era muy baqueano y hasta mejor peleador que el padre.

Contenta ella y triste el chico quedaron cuando nadie aceptó sacarle las monedas y todos se jactaron de que se las iban a arreglar sin baqueano.

Después, cuando se vio que ni uno era capaz de descubrir huellas ni de adivinar cosas conforme el estado del pasto, unos se lamentaron no haber traído al chico, y otros los consolaron hablando de que estaban mejor así, porque con tan mal ánimo ningún baqueano les iba a durar y a la primer desesperanza le iban a cargar la culpa de todo y ya estaría degollado, o tan enemistado que los iría arreando directo a donde olfateara que podía estar el malón.

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De las mentadas marcas en el horizonte –el palo, el árbol, la lomada, el pastizal de un color diferente: todo lo que se enseña en la milicia– ni una vez alcanzaron a ver ejemplos en tantos días de marchar ilusionados con el punto de encuentro.

Casi seguro muchos habrán pensado en el viento. Y mas por el rencor que les quedó después del entusiasmo con el método del sol.

Sin exagerar ni un poco mas: aunque pensar, lo que se dice pensar, es algo que se le podía atribuir a pocos de los que tuvieron idea de volver a empezar, y casi a nadie entre los que se les fueron agregando, no es difícil que alguien también haya pensado en el viento.

Porque esta pampa te hace cavilador: será la forma de marchar, que a los pocos trancos acompasa a hombres, montas y animales de carga. O por el silencio de las paradas.

¿O por la tanta luz que palma y no bien se hace el oscuro, comés algo y te caés dormido hundiéndote ahí como cascote en la laguna..?

Cascotes no. Y mucho menos piedra: ni una se alcanzó a ver en tantos días de marcha. El suelo siempre igual: pasto y mas pasto. Y hurgando bajo el pasto, terrones negros y tan secos que no se entiende como se las compone el yuyal para guardar un verde tan fresco que se nota por el engorde de la monta y de la carne de reserva mas que con los ojos, que se acostumbran rápido a ver verde y todo puro verde hasta que el sol se esconde y no se ve mas nada.

Ya en una de las primeras noches, ya punto de dormirse, alguien hablaba de dar gracias al pasto porque si no ya habrían clavado guampa en la tierra, y cuando desde lo oscuro sonó una voz diciendo que a ese pasto lo regaba el rocío, y, aunque nadie había visto rocío y nunca un poncho amaneció mojado ni con ese olor a bicho que le vuelve al pelo de la vicuña con la humedad, se dijo que el hombre debía tener razón.

Varios se habían dormido. Se oía roncar de un lado y de otro, y después la cantilena del de la flota que había cantado por primera vez:

"los boniiiiiitos barcos del asia...

los boniiiiiitos barcos de aquí...

alguno me llevará lejos,

lejos, muy lejos de ti....

bon bon,bon bin

bonita no llores por mi..."

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Cantaba para el solo: nadie lo quería oír. Pero en aquellos primeros dias de marcha después de resignarse a tantas cosas con tal de ir a juntarse con los que querían empezar otra vez, era mas fácil tolerarlo que encontrar voluntad de pedir que se calle, hasta cuando se ponía mas pesado, cambiaba de tonada y poniendo voz gruesa de africano repetía:

"que mal... que mal.... que mal

que mal armé mi barco...

la proa parece un balcón...

a popa parece zapallo...

las velas parecen cartón...

y el mástil, el mástil...

que mal armé mi mástil...

parece rezarle al tifón

que venga que venga

que venga el temporal

y el barco malarmado

se vaya al carajo en el mar..."

Alguno ha de andar todavía vivo capaz de recordárselo mejor.

Tanto repitió el canto en esos primeros días de marcha que antes de que le quedara El Marino, los que no le sabían el verdadero nombre –Esteban– le decían "malarmado", y los mas puercos "el malarmeado".

Ahí en la peor la oscuridad cada cual sabía bien donde tenía su poncho porque lo que empezó como una fila tipo milicia, con cuerpos estirados a la par todo a lo largo de un potrero, los pies para el lado de los carros y la cabeza apuntando del lado del fogón, había terminado formando ese redondel, que era cada vez mas respetado y cada vez mas se parecía a un círculo dibujado, copia del horizonte igual que los tenía siempre en el medio, dando vueltas y vueltas, camino de borrachos.

Borrachos sin tomar. Por cansancio, por pampa y por desánimo: tres venenos peores que el peor aguardiente y que a cada quien le producía el peor efecto que su vida y los daños que debió haber hecho en su vida lo hicieron merecer.

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En un lado, los mas juiciosos se resistían al sueño y no era fácil hacerseló reconocer pero igual que a éste que cuenta, algo del canto del marinero se les clavaba en la memoria, y anticipaban con la mente las repeticiones de palabras y estribillos de versos pensando que alguna vez, bajo un alero en un rancho, o haciendo noche en una tierra mas amistosa, tratarían de cantarlo.

Eso, a condición de que no hubiese presente alguno de los que ahí estaban cayéndose dormidos, para no llevarles un mal recuerdo.

Se sentía alguna puteada contra el marinero, y la voz zeceosa volviendo a empezar:

"no me gusta la carne

no me gusta los libros

me voy al mar, me voy al mar

no me gusta la gente

no me gustan las casas

me voy al mar, me voy al mar

ni esa hembra ni ese crío

ni el jardín ni la estufa

son para mi...¡ me voy al mar !

prefiero las tormentas

prefiero naufragar

porque ahogado en el fondo

sabré cantar sabré cantar"

–¡Putas que los parió al marino.. ! ¡Se me pegó el cantito.. !–Protestó un teniente chiquilín, como que hablaba para si, pero a la par de unos criollos que le habían hecho custodia en una avanzada.

Se contó que lo había dicho sin rabia y que con medias palabras les dio a entender que cada vez que montaba y aflojaba las riendas empezaba a sonarle dentro de la cabeza "mi boni, mi boni, mi boni".

Que el pingo, –el suyo o cualquier otro de remonta que ensillara para darle un respiro a su zaino– también parecía conocerlo y moverse marcando el paso del cantito. Y que ni trotando ni galopando –dicen que se quejaba– conseguía parara de sonarle dentro de la cabeza y en las patas del pingo.

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Por maldad o por vergüenza, nadie lo quiso consolar y se murió mucho después, lanceado por la caballería del Imperio y sin saber que a muchos les estaba pasando igual, pero que no tenían las bolas colocadas como tendrían que estar para reconocer que a ellos también se les había metido.

Por ahí alguno, rezagado o medio alejado de la formación, se lo habrá dicho a su caballo en secreto. Pero reconocerlo era tan difícail como hablar de que no estaban haciendo mas que dar vueltas y vueltas al eje de la noria invisible del medio de la pampa. Estirando un cascarón de yuyos. Un pedazo apenas de la Ceación que dejó Dios nada mas que para que ellos y uno que otro araucano siguieran vivos, ignorantes de que ya había pasado el fin del mundo.

Guardarse para uno mismo la tonada o los versos que se le habían pegado para siempre, y hablar de formas de estar seguros de ir en línea recta aunque sea por una jornada, era la única manera de dar a entender que uno también estaba sintiendo algo parecido.

El que dos noches seguidas soñó que había un viento que quebraba mástiles altos y anchos como la torre de la catedral, y nunca en su vida había visto un mástil, habló del viento.

Se dijo que amaneciendo el viento era fresco y, tan fuerte, que era capaz de mantener un poncho medio acostado en el aire. Que después iba bajando hasta que apenas daba para que flote el gallardete de la escolta y que, cuando todos querían parar por el hambre y ya la luz que del mediodía que encandilaba no permitia ver mas, el viento ni se sentía, la bandera caía pegada a la tacuara y bajo las sombrillas de ponchos que se armaban para matear y masticar el charqui de mediodía se notaba que el humo del fogón del mate y de los cigarros de chala se iba derecho para arriba.

Hacia arriba: no al cielo, porque esos medio días el lugar del cielo lo ocupaba una plancha de luz con un centro redondo amarillo quemante, que debía ser el sol.

Cuando después del mate se siesteaba, y después, cuando a empezaba la segunda posta de la jornada, el viento volvía a empezar y seguía creciendo hasta que se hacía noche y como dormían tanto, nadie sabría hasta que hora seguía aumentando, ni a que hora empezaba a aflojar.

El último en dormirse nunca debió llegar a mas de tres o cuatro mates de los primeros ronquidos, o a la tercer pitada, en esos días en que quedaban tabaco y chalas para armar.

Los que oyeron esa conversación del viento, no bien se hizo la luz lo hablaron con todos, y hasta el momento de palmar como muertos sobre los cueros no se habló ni se pensó en otra cosa.

–El viento es lo menos de fiar que hay... –Cabildeaban y en eso estuvo de acuerdo hasta el marino.

El viento no es de fiar, es puro aire y puede ir para cualquier parte.

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Allí seguro que le pasaría como a ellos: arrancaría yendo para a cualquier parte y de a poco iría cambiando la dirección, según las horas y según vaya a saberse por cuál otra razón si hubiera alguna razón en las cosas.

El marino aprovechó para volver a la cantilena de la flota y dijo que en el mar el viento cambia y arranca del norte y termina viniendo del sur en días normales. Cuando hay tormentas, da vueltas desde el este al oeste y al norte y para ver de donde viene da a lo mismo mirar la brújula que mirar como llueve porque si está dejando de llover y refresca, seguro ya esta viniendo desde el sur, y si sigue caliente el aire seguro viene de un sitio entre el norte y el este.

Allí tampoco se comprendió la explicación, pero oír la palabra brújula y empezar todos a putear contra todos por no habérsele ocurrido a nadie traer una brújula fue casi lo mismo.

El marino apaciguó a los recriminadores cuando dijo que nunca a nadie de la flota se le ocurrió llevar bolas –las boleadoras– ni rebenque a los barcos, y por eso a ellos le sucedió lo mismo.

Eso sí se entendió pero por el calor de la siesta o por la rabia de no tener brújula y llevar en cambio tanto rebenque al pedo, ninguno lo festejó como un chiste, y si pudo haber habido uno que lo escuchó como chiste supo aguantarse las ganas de reír.

Ni hablar de las estrellas. Todos sabían reconocer las Tres Marías, el Lucero y la Cruz del Sur. Pero ahí caía la noche y al mismo tiempo que el Lucero tan verde, aparecía blanquísima y bien alta la Cruz del Sur con los brazos apuntando a los lados, el pie hacia abajo, hacia la propia pampa, y la cabecera apuntando hacia la parte del cielo donde no había ni una estrellas y debía ser sur del firmamento.

¿Pero de que iría a servirles conocer ese sur, que aunque de día se lo pudiera ver y se mantuviera todo el tiempo a la izquierda de la formación, si giraba, y tal como parecía girar, los haría hacer girar también a la par a ellos.

Y si como la cordura invitaba a pensar se quedaba quieto allí en su lugar: ¿No iba a tenerlos para siempre, igual que ahora, girando alrededor de algo que, por mas alto o lejano que fuera no podía impedir que giraran y no parasen de girar y girar..?

No pensar, mejor.

Buena señal fue que cada vez mas seguido aparecieran osamentas. Y en cabezas de vacas y caballos blanqueadas por tanto tiempo al sol casi siempre se encontraba un nido de hornero recién terminado.

Eso algo debía anunciar, aunque el yuyo seguía siendo el mismo, siempre igual, y ni señales de arroyos, lagunas, montes, taperas, ni cosa que se pareciese a restos de fortines

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Los pájaros, pobres bichos aquerenciados donde ni árbol, ni poste, ni piedra elevada hallan para anidar, se conforman con lo único que sobresale un poco de los pastos y empollan huevos y pichones al alcance de culebras, cuises y sabandijas de la tierra que ya han de haberse hecho un vicio el gustito del ave pichona y sus huevos.

El pasto seguía igual, pero nunca faltaba uno a quien le daba por decir que estaban pasando por un brocalón de tierra blanda, y pretendiendo que todos vieran pasto mas verde y fresco, detenía a la tropa para cavar y rabdomar y probar que ahí nomás había agua.

Eso pasa por tanto oír historias sobre travesías con sed y de campañas donde la sed hizo mas muertos que la indiada, la peste, y el salvajismo hispánico. Pero sobrando tinas de barro y toneles de pino con agua buena de Córdoba no había mas razón para atrasarse leguas que darle el gusto a uno que se sintió en el deber hacer noticia.

–Acá sí...

Siempre había uno que le daba la razón al que se encaprichaba en demostrar que era tierra mas blanda, pasto mas fresco, yuyo mas verde. Y siempre se formaba un pelotón que los rodeaba y les decía que no vieran visiones y que miraran siempre adelante, para no terminar de volver loca a la tropa.

Otros veían un humito, lejos, siempre en el horizonte. Al principio, se apretaba el paso, algunos arrancaban a galopar, las chinas y los reseros que venían a cargo de los animales de carnear empezaban con alaridos y reclamos porque no querían que los de buena monta los dejasen atrás, y cada humo que se creyó haber visto se producía una reyerta y a la noche, calmados los ánimos, todos, menos el que dio la voz de alarma terminaban reconociendo que no habían visto nada.

Volvieron a encontrar una calavera de caballo con su nido de horneros.

–¡Pobres bichos ! – Habló alguien.

–Al menos vuelan... –Le contestaron.

–En el fuerte de Montevideo, cuando el sitio, los franceses subían en un globo de colores, a vapor de carbón...

–¿Alguien lo vio a eso?

–No... Yo lo sentí decir a las tropas de López y Lamadrid cuando vinieron a hacer diana en el funeral del gobernador...

–¿Y lo creistes vos..?

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–Y si.. Les creí. ¿Que mi costaba creír? –Hablaba así el del funeral para que no se le notara la tonadita paraguaya.

–Yo globos vi subir, fueron tan alto arriba que ni se vieron mas, pero eran nomás así de grandes... –señalaba con la vaina del sable patrio– como una carpa de carreta a lo mas...

–Con globos de esos podés subir y ver de lejos todo lo que haya...

–En esos que yo vi, que eran así –volvía a señalar–no cabía un francés ni nadies...

–Si hicieran globos grandes se podría ver...

–Mierda verías aquí...

–Pasto y mas nada, verías aquí...

Cansados, sabiendo que de un momento a otro iba a oscurecer, a uno que le había dado la locura de apartarse encontró una cagada y se apareció al galope gritando:

–¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!

Y despues dijo señalando a un lado:

–¡Vi mierda! ¡Yo hallé mierda allí ! ¡Menos de media legua de donde estamos ahora..!

Todos, hasta uno que no entendió, se le arrimaron y desmontaron para abrazarlo, y a los que se fueron arrimando al llegar apelotonamiento de caballos apeaban y los abrazaban y les repetían "mierda mierda", locos de contentos.

Esa noche salían del oscuro voces que hablaban, sin saber bien con quien, porque tendido culo arriba y encarpado en el poncho es difícil que se te reconozca por la voz.

–Fresca al parecer era, uno que andaba bien cerquita debió ser el que la cagó...

–Lástima nos haya desertado el baquiano...

–Lo engañaron... Seguro que los que dejaron el tirador con tantas libras eran los Nacionales...

–De ser así quiere decir que alguno fue y contó...

–¿Que lo contó a qué ?

–Que íbamos...Que veníamos.. ¡Que vamos a empezar otra vez! ¿Que mas iban a necesitar saber ?

–¡Lástima no tener baquiano..!

–Por ahí mejor que no haya...¿Cuántos éramos ?

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–Trescientos, creo...

–¿Quien los contó ?...

–Nadie contó, trae desgracia contar.

–Contar sí, trae desgracia... –Era una voz de mas lejos, que acababa de meterse en la conversación.

–Ponéle que seamos cientos, raro con tanto cristiano criado en puro campo, no habemos ni uno que se dea maña para baquiano...

–Culastrones sí que debe de haber...

–Seguro que eso usté lo conoce en carne propia, paisano...

–Será cuestión de que se arrime y pruebe, aparcero... –Habló una voz cercana, que como parecía venir de arriba, a alguno mas debió darle impresión de que era uno se cabrió. Por eso salió a calmar los ánimos:

–En Mercedes, por mentar algo parecido, mataron a dos...

–Un baquiano sabría decir, mirando la suciedad, para donde iba el hombre, y si era un pampa o un cristiano... –Otro que quiso cambiar de tema.

–Baquiano es el que se da ánimos para inventar siempre, y tiene la fortuna de embocar todas las veces... –Pasó el tema de la carne propia, por suerte.

–Dice que la mierda del indio es seca, porque no come verde, nada mas carne y grasa come…

–Seca y dulzona, como la bosta de caballo es la mierda del pampa, porque el salvaje no usa sal...

–No sé... Yo no probé... –Era un chiste pero nadie lo festejó.

–Eso de no usar sal fue antes... Ahora el pampa copia todo al cristiano... ¿No es verdad?

–Sí que es verdad... Yo en la frontera vi uno que no mas le quitó el facón, la bota y las espuelas a un oficial muerto y hay mismo se los calzó...

–Yo vi indios con reloses y cadena de plata...

–No sabía andar calzado... Andaba como pisando abrojo y agarrame que me caigo... Grandote, el pampa, se pegaba en la panza como si en vez de esquilmarle, se lo hubiera comido al oficial...

–Al indio le gusta mas el aguardiente en botella que el de ellos mismos, ese de los jarritos de barro horneado... ¡Son capaces de cambiarte dos mujeres nuevas por una libra de chocolate del Brasil..!

–¿Se atreverá de veras un baquiano a sentirle el gusto a una mierda de indios.. ?

–Se atreve, o hace como que se atreve: toca con este dedo, y lo lengüetea con este otro... –Seguro que sacaba una mano de abajo del poncho, pero nadie lo iría a mirar.

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–El baquiano bolacea y acierta siempre...

–Adivinan... Hay gente que tiene el don...

–Pero ahora los indios saben ponerle sal a todo a todo... ¡Seguro que también se roban sal en los malones !

–Hacen de todo menos sembrar... Si nos vieran comer patata y chaucha, ya andarían ellos alzándose con toda la verdura en los malones...

–Podridos de lo verde tendrían que estar los pampas si se criaron aquí...

–¿Pescado comen che en la flota..?

–Casi jamás...

Fácil se reconoció la manera de hablar del Marinero y ahora se me hace que se sintió el ruido de varios acomodándose los cueros y los ponchos para taparse y aguantar mejor la cantilena que se vieron venir. SI fue así, acertaron porque el hombre fue arrancando de a poco:

– Pez casi jamás se come... El la flota de mar no hay quien quiera pescar, en la flota de mar se caza el pulpo y el pez vaca, que es como un perro que acompaña a las naves y se lo arrebata con lanza y cabo engarfiado... Sabe como a la carne de ternera... Pero el marino...

–Ahí arrancó... –Confirmó uno...

–No.. No... Oye tú... Aprende esto... ¡Que los marinos no gustan de comer al pez vaca pues cuando lo alzan con garfio y cabrestantes, gime como personas..! ¡Llora y quien lo haya oído gemir no puede hincarle el diente!

–Suerte que no canta el pez vaca...

–Te he dicho que llora y es como un perro... La carne se la dan a los prisioneros... Y el oficial de mar.... –Era la voz hispana.

–¡Canta..!

–No... El oficial pide para sí los sesos y la partes de bajo vientre, si es macho... Oid esto...¡El macho tiene sus partes como las de un burro y los oficiales las cuecen en aceite y las devoran..!

–Como los correntinos que se comen la criadilla del toro antes que nada...

–Los marinos prefieren el pulpo y la langosta canastera que se le dice la calamara... El canto dice así... –Iba a cantar.

–¡A babor en la jarcia, que la carne esta triste..!–Se le adelantó una voz áspera, como de tomador, aunque aquella noche nadie había dispuesto de ración de caña ni de vino.

– ¡Y a los libros del mar tu también los leíste! –Era alguien que habló desde lejos, y que imitaba bastante bien.

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–No es así... El canto dice:

Calamar Calamar a la mesa

que te quiero comer la cabeza

a mi pies a mis pies hubo un pez

que boqueaba diciendo tal vez

cuando bajes al fondo del mar

serás tu quien esté en mi lugar

Aquel día el Marino había andado por la vanguardia y con una monta de reposta. El caballo era un mañero de esos que mas vale dejar que engorde y venderlo para que lo cocinen vivo en el autoclave de una fábrica de velas. Medio ignorante de animales, le creyó al pingo que se había resentido una pata y, –cosa de viejos– se negó a venir de vuelta en el anca de alguno de los chiquilines que habían salido a otear con él. Ya estaba por caer noche, y se hizo sus leguas de a pata, trayendo al mañero del cabestro y con la carabina terciada en la espalda.

Debió ser por eso que se durmió de los primeros: gallegueó dos o tres veces la Calamara y no se lo escuchó mas ni entro en las ultimas conversaciones.

Eran unos que hablaban bajito pero, por eso de empujar cada palabra con el aliento, se los oye mejor que si hablaran sin miedo a despertar o a decir algo que alguien no tiene que enterarse.

Contaban que de un tiempo a esta parte la mujeres estaban diciendo "ponete en mi lugar" cada vez que protestaban por algo. Que era una manera de hablar que empezó en el teatro de los corrales, y enseguida copiaron las damas de la catedral.

–Las mas putas de todas...

–Unas mas, otras menos... Todas igual son.

–Dice mi mama que mas ricas son, mas fácil se le hace hacerse putas, porque tienen criadas que les preparan baños todos los días...

–¿De veras?

–Dijo mi mama... Cosas que dicen las mujeres...

–A mi me daba por culiar lavanderas si había morenas o mulatas..

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–Nunca yo..¿De veras son mas limpias?

–Vaya a saber... Yo nunca me fijé.

–¡Pero yo te vide unas nochecitas ir con las chinas de las carretas...!

–Y a quién no lo videron...

–Al cura... Al loco Clueco.

–El loco Clueco se culia ovejas y yeguas... Nada mas.

–El animal tiene de bueno el no pedir plata...

–Y es mas limpio... Ellos mismo se lamen entre ellos...

–Las chinas mismo se lamen entre ellas...

–Pero al ratito se vuelven a empuercar...

–Se lavan nomás cuando tienen la sangría...

–¡Que chinas puercas..! ¿Sintieron el jedor que largan cuando les viene la sangría?

–Hay quien llega a tirarle ese jedor...¡Les calienta el jedor!

–Hay loco para todo...

–A mi me gustaba culiarme lavanderas y ni pensé que eran mas limpias o menos sucias...

–Ponete en su lugar...

–¡Ponete un dedo en el bujero donde no te dio el sol y deja de hablar guevada..! –De nuevo se escuchó al que quería dormir.

–Disculpemé paisano... ¡Ni se me había cruzado la idea de que mañana tiene que madrugar para alzar la cosecha del máis..! –Le contestú uno y cantó:

A dormir... A dormir

dijo uno sin saber

que se iba a morir...

Ahora empezaban dichos de pulpería pueblera. Recitó otro:

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Negrito Negrito,

dijo el abuelo,

quedate dormidito

aqui en el suelo

antes que el perro ladre

y antes que empiece

a culiar tu madre...

Era un dicho de los payucas, que todavía hoy siguen creyendo que las negras son mejores o peores, pero distintas, tal como les mintieron en tiempos del esclavismo Español. Cantaba ahora un payuca:

por que las lavanderas

se harán tan putas...?

taran tan tan tuta

tarán tan tera

porque entran en el río

se lavan solas

me lo dijo mi tió

¡suerte que haiga olas!

–Y lavate las bolas... Y una mas y dejar dormir o cargo los trabucos y les aujereo el ponchoa todos de macramé... –Gritaba ahora la del que pretendía dormir.

–¡Cantá la del doctor...!

–No hoy canto otra mejor... La canta el Lopecito de Lamadrid que la aprendió en los viajes...

–Ya se... ¡La del portugués que se hace encima de gusto..!

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–No... Esa no me la pude todavía aprender todavía.. La de los sacristanes, sentila y aprendetelá:

la señoras pudientes

son todas putas

por que tienen sirvientes

y los disfrutan

las negras le hacen baños

de agua caliente

los negros les dan duchas

de lecheirviente

–¿Que es lechirvente?

–Algo de la parte de la ducha, con regadora en flor...¿No es eso?

–A mi me da otra idea... ¿No Viste que los negros le dicen "laleche" a la salida del varón..?

–¿Al guascazo? ¡Que asco la leche..!

–¡Que porquería la leche!

–El masónico propugna leche para los grandes... Que de grande el hombre siga tomando leche en vez de vino.

–Los masónicos pidieron una Ley de Obligación para todas las iglesias que manda a las Iglesias dice que si quieren enseñar chicos, les tienen que convidar una copa de leche todos los días...

–¡Pobres criaturitas de Dios...!

–Mi tata quiere que el hijito que tuvieron ahora vaya a la iglesia para el catecismo y la cartilla..

–Leche le van a dar...

–Se va poner gordito y de los masones...

–Dicen que el señor Mi Coronel es de los masones...

–Decir, dicen todo de todos...¿Usté acredita que el señor Mi Coronel es de los masones?

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–Ni creo ni dejo de creer.. Pero a Mi Coronel, no me lo hago de los masones...¿Y usted?

–"Dificulto dijo Orduna que a un chancho le salga pluma..." –Era otro dicho– Los masones mandan matar: el gringo Mitre, y el Cornelio Domingo Faustino que son los llevan la voz cantante de los masones y mandan matar ¡Y de que modo...!

–No me lo veo a Mi Coronel siendo de los masones y mandado a matar de gusto...

–No me lo veo al pelado Domingo Sarmiento tomando leche en copita...

–Yo me lo veo justo para eso... ¡Chupando leche..! Un tiempo que iban a nombrarlo de Plenipotenciario se lo veía todas las tardecitas en la peluquería de la avenido Real...

–Igual que el Mitre...¡Meta barbero!

–Pero el Mitre tiene pelo...El Domingo anda con toda la ropa arrugada y no tiene pelo...

–Se hacen hacer fomentos de ocalitos para salir sin arruga en los retratos... A eso van al barbero...

–Lo masones se la pasan haciéndose retratar...

–El obispo tiene toda la estancia de la catedral cubierta de daguerrotipos con la cara suya...

–El obispo dicen que culea y culea con las mujeres del club de la libertad...

–Las pintadas...¡Todas putas!

–No se me hace que un obispo se dea tiempo a culiar... Pero si culea, alla él...

–Y allá él, allá justito a la chucha de la madre puta que lo parió...

–Mas respeto... Será un obispo o lo que quiera.. Pero ese no manda nunca a matar a nadie... El obispo... –Lo interrupio el que quería dormir:

–Los voy a hacer cagar con una pedigonada de sal gruesa...Dejen de hablar güevada y dejen dormir a la gente... –Todos se callaron y escucharon que decía en voz baja: – ¡Payucas negros de mierda..!

Nadie se le retobó y nadie mas dijo ni una palabra. Se habrían creído que cargó el trabuco con perdigones de sal y se mandaron a dormir.

Eso es ser mierda: aguantarse cuando te dicen cosas así. Primero de todos se había dormido el marino: cosa muy rara. Es lo peor que hay, quedarse a pata. Mejor preso, que a pata. Mejor enfermo o apestado que a pata. Muerto podrá ser peor que a pata, pero es casi lo mismo. Aquí si vas de a pata, te comen los perros cimarrones en menos de dos días. Y si no hay perros, peor: quiere decir que va a haber zorros, jaguares y pajarracos de rapiña que te empiezan a cueriar antes de que termines de morirte.

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El tuerto Airas es tuerto de eso: lo lancearon los Asesinos Monárquicos y lo dejaron por muerto, y por hacerse el muerto estirado en el charco de sangre que le salía de un tajito chiquito así, los zorros le comieron una pata y una mano a su pingo y de noche, sintió un chillido era un carancho que le vino encima y le quito el ojo completo.

Historias que se cuentan y pueden ser así o de otra manera.

Pero lo que seguro no fue de otra manera es la cara susto que le quedó al pobre Airas para siempre: un solo ojo. Habría que apurarlo cuando toma y conseguir que diga la verdad: no sería raro que al ojo se lo hayan arrancado los húsares Hispánicos, que eran muy de hacer esa clase de daños.

Lo bueno de la guerra

ya te lo explico

que siemopre los que mueren

son los los milicos...

Siempre que los yucas cantaban esas cosas, algún oficial se ofendía y les decía que desde ahora ellos también eran milicos y ordenaba que no canten mariconadas de negros y que se reacordaran que si no fuera por los milicos del Ejército Libertador, ellos andarían yerrados en los lomos con el sello del nombre del propietario.

Los que mejor peliaron

eran los negros

por que antes de la guerra

ya estaban muertos...

Sin darse cuenta, cada vez mas, esas coplas del barrio del Arrime, se cantaban con la tonada de la música rara del marino, como si por tanto y tanto oírla se hubieran olvidado de sus candombes.

Al silencio sin viento de la siguiente siesta no había que ser baquiano ni apretar demasiado la otra oreja contra el yuyo para saber que mucho caballo galopaba cerca de ahí.

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Nadie temía al malón. Los que habían hecho campaña contra el indio sabían que un malón dura poco y que nunca termina de matar a todos. Sean pocos o bastantes, los que salen vivos de un malón salen mejor, no tienen miedo a nada y por mucho tiempo no sienten la desgracia.

Si te salvaste de un malón: ¿Qué te puede importar si vas en dirección a un lado o a otro o si estás tardando mas menos a una parte, o si no vas a llegar nunca...?

–Una guasca de burro. Una cagadita de indio. Algo menos que nada te importa cualquier cosa si te salvaste de un malón.

Cierto que el salvaje disfruta como un chico degollando, pero el instinto le manda escapar en cuanto puede alzarse con vituallas y chucherías de la tropa.

Eso lo entretiene mas que degollar.

Quien conoció lo peor de los cuarteles y de las poblaciones grandes, mucho no puede padecer si los pampas lo hacen cautivo. Sabiendo pelear y siendo macho, es mas fácil amistarse con una tribu que con los comisarios y los librepensadores de la capital.

Mal que bien de esa manera se pensaba, y hasta hubo capaces de decirlo frente a toda la tropa.

Mas dados a decir las cosas se pusieron en esos días últimos cuando aparecieron montones de ceniza, seguidillas de bosta casi fresca y telas grasientas de envolver que todavía soltaban olor a jamón con pimientos.

Por una cruz de madera, –no de palo: de madera de tablas pulidas pintadaa a con con barniz como de cajas de fusiles– marcando unos palmos de tierra removida, se notaba que habían pasado cristianos enterrando sus muertos como es debido, y de allí en mas, –pobre la caballada–, se apretó el paso y se acortaron los siesteos.

La desesperación es cosa tan complicada que no sería propio decir que alguien hubiera desesperado.

La pampa tiene algo que no permite desesperar.

Desesperanza si: lo mismo que lo pone cavilador y que no permite desesperar al hombre, causa desesperanza: la idea de volver a empezar y el plan de juntarse seguían ahí pero como algo mas certero que una ilusión: igual que el horizonte en círculo, el cielo plano, el sol que nunca se termina de ver y el subir y bajar del viento, era como si ya se hubieran juntado, o si ya hubieran empezado otra vez.

Una noche de frío, justo antes de que se iluminara el cielo, muchos se despertaron por unos alaridos o por la agitación que los alaridos produjeron en la caballada y en la hacienda.

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Era una vaca que había parido: algo normal, pero resultó extraño que entre tanto peón de campo, estanciero y entendido en animales nadie se hubiera dado cuenta de que venían arreando una preñada.

El ternero apenas se mantenía parado, y si alguien pensó carnearlo ahí mismo se lo guardó cuando una china dio la idea de que lo dejaran con la vaca y pasto para alimentarse no le iba a faltar.

Un oriental pidió que también dejaran a un novillo que ya habían visto tratando de montarse a otras bestias para que se hagan compañía entre los tres y por ahí a la vuelta encuentren un manada de cimarrones y selo puede arrear de vuelta a las poblaciones.

Sin esperar que los principales cabildearan y diesen aprobación, el oriental espantó al novillo, y el animal, como si lo hubiera oído, se apartó del arreo y, obediente, se arrimó a la vaca que los miraba mientras la cría le cabeceaba la tetas.

La pampa siempre paga, dicen.

Será un decir, pero esa misma tarde encontraron, una carreta abandonada con su carga completa de leña.

Pintura verde, y el eje partido, mostraban que alguna caravana de los nacionales la había dejado ahí por no darse tiempo o maña para arreglarla. No fue difícil hacer lugar para esos palos de quebracho en las chatas de carga, aliviadas de tanto que se comió y chupó en las primeras semanas de marcha.

Y al rato nomás, cuando empezaba a oscurecer, un barullo que oarecia subir desde abajo del pasto, asustó mucho hasta que los que habían campañas a reconocieron el tembleteo de una estampida de jabalíes.

Lo estaban explicando cuando apareció una hilera de ñandús escapando de la nube de polvo que avanzaba hacia ellos. Apenas tiempo tuvieron para contener a los artilleros que querían disparar su culebrina al bulto, como si desviándolos con el ruido se pudiera evitar que la chanchería le pase por encima a todo lo que no sea pasto. Que cebaran el gollete de los cañones con pólvora húmeda y trapos engrasados y embebidos de parafina fue la orden los fogueados en casos casi iguales.

–Había que ser una manga de cagatintas para no haber traído perros dogos… –Se dijo mientras la mayoría seguía montada, y nadie acertaba a elegir entre apearse y escapar al galope y rogar que no fallara el fulminante ni se apagaran las estopas que tanto demoró el yesquero en ponerlas a arder.

Contar dicen que llama a la desgracia, pero doscientos, o trescientos, sus montas, su caballada de reposta y otras tantas bestias de carga y de servicio quedaron envueltas en una humareda acre, con los ojos chorreando, la boca hinchada, y la cara negra del pegoteo de lágrimas y hollín.

Y el tironeo de estómago que produce el trueno del cañón cuando se ha perdido la costumbre.

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Por la humareda, pocos llegaron a ver la retaguardia de los chanchos huyendo, muchos de ellos con el lomo pegoteado de grasa ardiendo antes de perderse de vista se convertían en bolas de llamas aullantes que dejaban una estela de humo blanco con olor a pelo quemado.

La monta respondió con mas prudencia que la tropa y las chinas de atrás que lloraban a los gritos y pedían socorro y auxilio no se sabe pensando en quién las iría a escuchar.

Algunos vomitaron y quien pudo, cargó la carabina para hacerse de algún cancho paralizado que se atrasó en dar su media vuelta y emprender la disparada en sentido contrario.

–Así también nosotros… –Dijo alguien, el primero que habló desde el montón que había buscado reparo o detrás de las carretas.

Todos tosiendo o vomitando, nadie trató de averiguar a qué venia esa frase que sonaba a sermón de cura iluminado.

Pero la pampa paga, o al menos te hace sentir que asusta de repente para que cualquier cosa que después consigas sacarle te parezca un premio.

Con semanas y mas semanas de marcha carneando vaca y asando y comiendo carne de vaca las mas de las veces, y cuando no, charqui y carne de cordero o de vaca en conserva de grasa con pimiento, ver asarse a los chanchos y saborear una carne que no fuera de oveja o vaca fue para la gente una fiesta como cuando al cabo de meses de comer nada mas que ázimo y pescado hervido, un tripulante de la flota de mar llega con plata dulce a la primer posada del puerto y ve la mesa grande llena de pollo asado, cuadriles frescos y hojas verdes, manzanas y naranjas jugosas.

Horas costó cuerear y asar una docena de chanchos o jabalís de carne dura y tan fuerte que justificó meter espiches en uno de los toneles de carlón que venían reservados para el encuentro que cada vez parecía mas lejano, menos posible.

Muchos cayeron dormidos antes de que los asadores empezaran a trozar costillares crudones para alcanzarle a la cola de los mas hambrientos.

Y cuando los que tuvieron paciencia de esperar que las carnes estuviesen a punto empezaban a disfrutarla en medio de esa oscuridad, ya el vino se había terminado y los apresurados medio borrachos, se habían dormido sin tiempo de cubrirse bajo sus ponchos.

Algunos quedaron tirados lejos de sus monturas y sus cueros. Mullaban y eructaban dormidos. Hablaban en sueños. Se quejaban. Uno soltaban un grito como de terror, de mucho miedo, otro una risa larga, y entre tanto cuerpo tirado, como una aparición, se veía un fanal de parafina flotando en el aire, hamacándosé a un metro de altura, apareciendo y despareciendo por distintos lados del campamento.

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A veces la luz dejaba ver la sombra del que la sostenía. Era uno que rondaba por el campamento, buscando jarros abandonados para recuperar el restito de vino que alguno se habría dormido sin tomar.

Todo se oscurecía en los momentos cuando esa figura se inclinaba y apoyaba el fanal en el pasto para alzar un jarrro. Después, alumbrado desde abajo, se veía con cuánta paciencia trasvasaba, unas gotitas a algo que sería una bota cuero, o un cuenco de barro.

No parecía apurado: terminaba de vaciar el jarrito, lo apoyaba en el pasto sin hacer ruido, como cuidando no despertar, y recién entonces levantaba el farol y volvía a convertirse en una forma amarillenta que flotaba sobre los cuerpos.

Pasó dos y hasta tres o cuatro veces por los mismos lugares, buscando y buscando. Siguió juntando vino hasta que la luz amarilla empezó arder, chisporroteando como señal de que la parafina se acababa. Ya oscuro, se lo dejó de ver. Estaría tumbado en sus cueros tomándose el poco vino que pudo conseguir. Se habrá dormido medio mamado, creyéndose hasta el final que era el único despierto en toda la tropa. El viento soplaba bastante fresco, como siempre a medianoche.

El olor de la grasa de chancho quemada y el de la tierra y el pasto verde que algún prudente paleó para sofocar la lumbre del asado, no bastaron para limpiar el olor a pólvora de aquellos pocos cañonazos de la tarde. Es un olor que impregna el cuero de las monturas, la piel de oveja de los aperos y las lanas de ponchos casacas. Dicen que por el azufre que le ponen al explosivo el olor de la pólvora se parece al hedor que despide el Diablo: difícil que sea verdad. Pero si es cierto que ese te entra en la cabeza y no se va. Por eso debe ser que artillero tiene fama de loco: se jacta de la potencia del ruido de sus explosiones, mas bien truenos que hasta al mas curtido le revuelven las tripas y lo hacen vomitar.

Los ves apenas en medio de la cerrazón de su humareda y está saltando por los ruidos, pero él, bailándolos de contento: salta igual que vos con la música de sus explosiones.

Como el lancero, el domador, el baquiano, y como los que nunca erran un tiro con carabina o con fusil, el artillero no más por ser como es se piensa el mejor de todos.

En guerra es bueno que cada cual se crea mejor que todos los demás. Entre los artilleros abundan los que les faltan un dedos que en algún zafarrancho se quedó atravesado en un un cerrojo o se hizo de carbón en una escapada de gas de la fogonadura de un serpentín de treinta onzas. No pocos son mancos, tuertos o quedaron desfigurados por quemaduras en la cara.

Pero cada vez que vuelve la hora de juntarse a pelear, eligen de nuevo el polvorín y los cañones, aunque por méritos o acomodo les ofrezcan cargos de intendencia, que son los que codician todos porque habilitan a ser primero en todos los repartos y, a veces, quedarse con la paga de muertos y desertores.

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Chasquis, domadores, lanceros y jinetes de tiro rápido: todos tienen una ilusión de revistar una temporada en intendencia. En cambio el artillero e se empecina en no quedarse estar nunca lejos de sus fierros y polvorines.

Los artilleros cantan sus zambas:

somos los artilleros

los que al pie de un cañon

clavan rodilla en tierra

porque a la guerra

van por amor...

Como todos, hasta el mismo corneta de la banda, los de artillería saben que les puede tocar morir, pero igual que el fusilero y los de caballería rápida, viven convencidos de que ellos son los que mas mueren, o los primeros en morir. Cantan pidiendo a la mujer:

cuando recés por mí

quiero que le pidas a Dios

que si la muerte gana

me lleve a un cielo

donde estés vos

Y como todos los demás, en la guerra se la pasan pensando en la mujer, pero seguro que cuando están un tiempo con la mujer y arreglan el rancho, empiezan a pensar otra vez en la guerra y en esos truenos de la pólvora que solo ellos se pueden aguantar.

Y además, les gustan.

Los artilleros hacen cantos contra la lluvia, para ellos mas enemiga que el Odiado Enspañol, porque bastan dos días de lluvia para que la pólvora se les vuelva pelmaza y tengan que seguir cargando balas, metrallas y cañones de puro adorno, y deslomarse empujándolos en el piso barroso.

Pero en esos últimos días ni ellos han de haber pensado en la lluvia.

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La pampa tiene también eso: te malacostumbra a lo que lleva a creer que es: ni el marinero, que nunca paró de hablar de tormentas y de cantar canciones y contar dichos sobre temporales y huracanes debió haber pensado en serio en la lluvia.

Pero a final llovió.

Todo llovió.

El día siguiente de la corrida de los chanchos amaneció nublado y sin viento, y no bien se apearon a mediodía para matear, empezaron las gotas anchas.

Fue una lluvia cansina, de esas que con el calor y el poco viento, ni ruido hacen.

Pero de a poco oscureció, tronó, empezaron los refucilos, y nadie hablaba porque no se escuchaba ni lo que te decía el del costado.

Ya antes de hacerse noche los animales andaban asustados y rebeldes y, al apearse, la tropa se encontraba con el agua hasta la rodilla y el cuerpo hecho un temblor, de frío.

Cuando oscureció, fue peor: los pingos se entendían entre ellos mismos mejor que los cristianos. Como si hubieran resuelto no parar, se rebelaban al freno y elegían su camino. Y eso fue lo único acertado que hizo la tropa: resignarse a obedecerle a la caballada.

Otra vez mas resultó cierto que lo mejor que hacés resulta que lo haces cuando no podés hacer otra cosa.

Después se habló que había que agradecerle a la caballada que tan pocos se perdieran en esa noche de frío y desinteligencia.

Si no se podía ver nada: todo era oscuridad y lluvia, y no bien refucilaba o se cruzaba un rayo por el cielo, el resplandor encandilaba tanto que apenas se podían ver el borde de las sombras que venían un paso adelante.

Y escuchar, se escuchaban solo la lluvia y truenos, y de momentos, el chapoteo a los gritos de alguno que rodó y pedía auxilio o gritaba por Dios hasta que, sin querer, algún caballo que venía atrás lo pechaba y lo mandaba empujaba de vuelta a la grupa de su monta.

De cuando en cuando, una puteada se alcanzaba a oír.

Al volver la luz se supo que faltaban las carretas de las chinas, mas de la mitad de la hacienda, y dos de las chatas de munición, que por el peso se habrán clavado en el barro, y, sin nadie que las suelte, se habrán ahogado las pobres yeguas de tiro.

Caían gotas mas finas y mucho mas frías que las de la noche. El agua llegaba hasta la cinchas del caballo y la correntada se llevaba a todo lo que no supiera flotar. El agua se estaba llevando todo un

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parque de leña que parecía un camalote y se perdió de vista sin darle a nadie ganas hubo de recuperar algo de tanto que se veía perder.

Si alguien queda por ahí y cuenta que temblaba del frío y no por miedo, macanea o es de los tantos que ahora se hacen pasar por haber entrado en esta marcha, pero que a su debido tiempo no se animaron a venir.

Vos está solo y desarmado, se te viene un malón, y al menos te mueren los salvajes con el consuelo de haber hecho como que le ibas a pelear. Pero al agua puta y a la corriente que te arrastra no le podés pelar ni hacerle cara de nada para engañarla. No podés nada.

Cuando se empezó a poder oír y a hablar, algunos temerosos de que siguiera subiendo mas el agua y empezaran a ahogarse o a desbocarse del todo los caballos, pidieron subir corriente arriba, buscando tierras altas.

Como si con un solo día de lluvia se hubieran olvidado de todo lo plana que era esa pampa. Como si no se dieran cuenta que cuando los animales mandan, ya no nadie va a poderles mandar.

O por facilidad o por instinto –no se puede saber– pero la caballada solo aceptaba ir a favor de la corriente. Al paso por momentos, y casi braceando, como nadando, la mayor parte de la jornada, fueron los pingos los que decidieron el camino.

No hubo posta. Ni hubo donde parar ni motivo para parar: con las carretas medio flotando y las otras a los tumbos, tapadas de agua hasta lo mas alto de la carga, no había donde hacer fuego ni ilusión de matear. Charqui y galleta hubo para el hambre. Y nada para el frío.

Mas finas se hacían las gotas, mas clara era la visión de la pampa cubierta de agua marrón y correntada, mas frío pasaban la ropas y mas hombres se desmontaban. Esos, atados a las riendas, se hacían arrastrar como bolsa de pesca: así aliviaban a sus pingos y aguantaban mejor el frío, porque todo lo que cubriera el agua marrón, no padecía las gotitas heladas y el viento frío que venía de frente.

Porque venía del lado hacia que tiraba la corriente, que después se supo que era el sur.

–Oscurece temprano…–Dijo alguien y lo fueron repitiendo a los lados y hacia adelante como si la noticia fuese la orden de un comandante.

Pero no era que oscureciese antes de lo debido: era por el miedo de ahogarse o de perderse, que era casi lo mismo, y por no tener nada que hacer mas que dejarse llevar adelante por el agua y por el tiempo que que el susto hacía pasar mas rápido.

Mago debió ser el sargento que consiguió dar lumbre a una linterna de aceite, y, aprovechando la mecha uno que no habrá querido irse de este mundo sin una buena acción hizo aparecer una gruesa de chalas finitos que traía escondidos en un buche de ciervo y fue prendiéndolos y haciéndolos pasar, de modo que casi toda la tropa pudo fumar al menos su medio pucho húmedo y hubo momento en el que toda la tropa estuvo montada bien derecha y fumando. ¡Lástima que no hubiera

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un salvaje ni un criminal hispánico que, viéndonos desde lejos, se quedara con esa impresión de cosa digna y milicia que debimos dar en el agua !

Había parado de llover cuando se pintaron unas unas estrellas bien adelante y nadie quería mirar la oscuridad de atrás, seguros de que chatas y carretas se habían perdido.

Unos mas y otros menos, casi todos se durmieron montados, o enganchados a las riendas y quien pudo, medio se durmió tendido en el lomo de su pingo.

Si otros vieron la luz, se la callaron. Primero apareció como una llamita amarilla que se podía confundir con una estrella, pero era al sur, en el lado del cielo donde nunca hay estrellas.

Ya antes de amanecer era una luz blanca y alta y los despiertos y los que aprovechaban una atropellada de su pingo para saludar y dar noticias de que no se habían ahogado, si la vieron no dijeron una palabra.

Y si alguien despierto llega a decir que no la vio, o era ciego o se pasó a la noche con los ojos apretados de miedo.

Ahora se entiende que, no más por verla, esperanzaba.

Mas que los ruidos de galope y esos humitos de espejismo que tanto encarajinamiento provocaron antes de la lluvia, esperanzaba.

Y así como sin necesidad de hablarse y sin mirarse, los caballos supieron para donde tenían que tirar, la tropa obedeció la orden de callarse, que nadie dio, para no ilusionar demasiado y para no llamar de nuevo a la desgracia de no saber a dónde se iba yendo.

Lo que nunca se va a terminar de comprender es por qué aquella tarde, pisando de nuevo seco y colgando ponchos, chaquetas y chiripás en los tientos que les tendieron entre los postes del fortín para que, a falta de sol, el viento los secara, nadie se jactó de haber notado la señal desde el comienzo, cuando todavía goteba grueso.

–¡Estabamos seguros de que la correntada los tenía que arrimarlos..! –Dijo, mejor dicho, dijeron los varios oficiales cuando todavía contentos de agregar tanta tropa y de recibir tanto güinchister y munición de lujo como los que por milagro les salvamos del agua, andaban confianzudos entre los nuestros y todavía no habían empezado a mandonear.

–¡Por eso quemamos todo el aceite para hacer farola en el mangruyo..! –Decían, como si quisieran cobrar esa miseria de aceite que gastó el fuego.

Milicos hijos de mil putas.

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Cierto que pusieron sus peones a preparar ollas de locro y asadores, y dispusieon tientos entre las tablaestacas del fuerte para secarnos todo al viento y nos hicieron sitio para dormir en la barraca que llamaban la plaza de armas.

Pero carnearon los mejores terneros de que a puro lazo habíamos salvado del aguacero y la corriente,y escatimaron el tabaco y guardaron en el polvorín los toneles de vino y las tinas de aguardiente que trajimos.

No se niega que brindaron guitarreadas, pero tristes, porque escuchar música de verdad por primera vez en tanto tiempo, puso a los nuestros a pensar en todo lo que se había perdido, las tres carretas, unas chatas de munición, las pobres chinas y las bajas de personal que nadie quiso tomar lista porque, a no dudarlo: contar es llamar la desgracia, y para contar, en el fortín sobraban escribientes y pícaros de intendencia entre quienes, desde los oficiales hasta el último chiquilín recién incorporado de conscripto, todos andaban como si fueran los dueños de la plaza, de la sierra petisa donde a los apurones habían edificado el fuerte y de toda la pampa, que, no aquel atardecer en el que se la veía tapada por el agua, sino hasta en en el mejor momento del año, nunca serán capaces de cruzar ni de entenderla.

–Son un mal necesario, como la inundación, como la correntada... –Se dijo y muchos siguieron repitiéndolo como una novedad, aunque fue el tema de las conversaciones de esa primera noche bajo techo, pero sin chala, con poquísimo vino y con todo ese sueño que se estuvo juntando abajo del agua.

De a uno iban cayendo dormidos, mientras los mas fogueados seguían hablando de esto y de los tiempos de privación que se veían venir, disponiendo los ánimos de la gente para que fuera haciéndose a la idea de que la guerra también tiene su parte mierda de dianas, escribientes y contabilidades y de que es menester que el hombre se tome el trabajo de aprender a aguantar si de verdad pretendía juntarse con los que quieren empezar, otra vez, todo de nuevo.

[De "Cantos de Marineros en las pampas" Mondadori, España ©1998 Fogwill]

Luz mala

Para Leónidas Lamborghini

No quedan vírgenes; mujeres vírgenes. Tengo sesenta y cuatro años y puedo atestiguarlo. Hace cuarenta años, y hasta hace apenas tres décadas, abundaban las vírgenes; ahora no. Antes no podía

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terminar un mes sin que una virgen se le cruzara a alguno de nosotros por la vida. Vida distinta la de entonces en Buenos Aires: hace cuarenta años, en esta ciudad, casi no había hoteles de esos que ahora florecen como hongos y que las chicas llaman “telos”. A los pocos de entonces los llamaban “amuebladas” o “muebles” y casi no se conocían. Para meterse en ellos había que ir con el auto, y quien no tuviera auto debía contratar un remise y dejar al chofer transpirando en verano, tiritando en las noches de invierno y envenenándose de soledad por las cuatro estaciones para hacer guardia durante las cuatro horas que duraban los larguísimos turnos de aquellos tiempos. No sé por qué. Si sé que eran tiempos distintos, y que no era tan fácil encontrar sitio donde una mujer y un hombre pudieran encerrarse solos. Eso sí: los autos de antes eran enormes y también teníamos los paseos del campo y los botes que se alquilaban en el Tigre y los departamentos que iban heredando los amigos. Pero lo que más abundaba por entonces eran las vírgenes, infinidad de ellas había, y tantas, que buena parte de las personas -jóvenes y mayores- creía tenazmente en la existencia del virgo. ¿Qué sería el virgo? Para mí, el virgo era algo que existía como un animalito de lengua bífida y cuerpo de molusco surcado por gruesas arterias cuya rotura producía un ruido idéntico al de una petaca al cerrarse y desencadenaba una hemorragia más que difícil de parar. Para mí, y para cualquier muchacho de mi clase, o de mis condiciones, habría bastado con detenerse a reflexionar por un instante para concluir que en un ser humano, por más mujer que fuese, no podían habitar impunemente animalitos de lengua bífida y que si ninguna jamás moría en la noche de bodas ni al perder su “honestidad”, las famosas arterias no debían ser tan gruesas. Pero esos tiempos eran así y nadie, por mejores condiciones sociales o culturales que tuviese, iba a poner en tela de juicio la consistencia lógica de un saber que, por necesario o por justificable, había que “dar por descontado”, como solía decirse entonces. Siempre lo supe, y siempre supe que el virgo tarde o temprano debía romperse, y aprendí que romperlo era una de las misiones del varón.

Los virgos, al quebrarse, producían un ruido idéntico al de una petaca de metal cuando se cierra. Esto lo conocíamos todos. Rodney Plunkett, que era de familia agnóstica y que por tener una educación liberal nos merecía mucha confianza en estas cuestiones, después de una reunión de mi grupo de oficios de la FORA, nos explicó que a las mujeres vírgenes se las podía reconocer por el olfato, porque mientras las que habían perdido la virginidad soltaban un olor a pescado podrido que se volvía olor a carne de chancho podrida durante la menstruación -algo doloroso-, entre las piernas de las vírgenes predominaba un olor parecido al del queso roquefort y no cambiaba mayormente con la menstruación, que en ellas se manifestaba con apenas una gotita de sangre que les manchaba las bombachas y se llamaba “choni”. Años después me presentaron a una tal Choni, y aunque la vida me probó que Rodney nos había engatusado a todos, igual pensé que las ropas de esa señora tendrían, en algún pliegue, una mancha de sangre del tamaño de una monedita roja. Imagino a un lector de estos tiempos:

-¡No me venga ahora con historia de chiquilines...! -podrá decir.

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Pero ésta no es una historia de chiquilines: la FORA (Federación Obrera Regional Argentina) era una organización que hacia 1952 operaba en la clandestinidad, los que íbamos allí, Plunket, yo y no sé cuántos más, teníamos la edad de la política -diecisiete, diecinueve, veinte y hasta veintiún años- y la FORA nos atraía por el prestigio de haber generado, por así decir, la Semana Trágica y el de albergar a los sobrevivientes de los grupos Antorcha y de las gloriosas bandas de Di Giovanni y Scarfó, y hasta a sobrevivientes de la guerra de España, entre ellos, a comandos destacados de la brigada Durruty, que se batió en Guadarrama. Éramos grandes; cualquiera de esas noches, a la salida de las reuniones, algunos armados con revólveres .32, los más fuertes con Star 9 mm españolas, o con pistolas Mauser .765 que tiraban aquellas balas “botella”, inconseguibles, todos salíamos convencidos de que éramos hombres.

Y éramos hombres: ninguno de nosotros era virgen. Para estudiar, para trabajar y estudiar y además militar y conspirar contra el gobierno, la libertad sexual era algo tan necesario como el aire que respirábamos. Y aunque vivíamos rodeados de mujeres vírgenes, ninguno de nosotros era virgen, porque cada mes, generalmente los primeros viernes de cada mes, íbamos al departamento de Raúl, que conseguía mujeres.

Hacíamos dos o tres turnos. Raúl citaba a las dos mujeres a las ocho, y los cuatro, o los seis de ese viernes, recién volvíamos a reunirnos en la confitería de la esquina a las doce de la noche. Esas noches, después de haber tenido nuestro desahogo sexual, íbamos a comer a Chiquín. Era una norma: comer ensalada, un bife ancho, huevos fritos, papas, un gran helado de postre, y tomar medio litro de vino, y al día siguiente dormir hasta las dos de la tarde para recuperar la energía. Al departamento de Raúl estuve yendo desde los dieciséis hasta los veinte años. En esa etapa, algunas veces, conseguí citas, pero me las llevé a la amueblada de Viamonte.

Como me parecía peligroso ir en el auto de la familia, iba en remise y todo el trámite salía costando el equivalente de diez horas de vuelo en el club universitario, más o menos el precio de una guitarra de buena calidad. De vuelta del hotel, llegaba al bar, y viéndome bajar de un auto con chofer todos sabían que venía de un desahogo. Pero en esos años habré ido al hotel no más de cuatro veces. Lo más común era que las reuniones con los socialistas de Agronomía se hicieran en un café de Chacarita, y cuando llegaba al bar todos imaginaban que venía de una cita y algunos, los más viejos, me decían que me iba a volver tísico.

De mi tío Pablo se decía que había muerto tísico, pero murió loco por negarse a comer. Vivía doblado de dolor, y tenía el color de la tiza, así que vengan ahora, pasados los sesenta y siete años de edad, a librarme de la asociación entre la tisis y el color blanco. Todavía hoy, queda gente que

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cree que algunas prácticas sexuales -la masturbación, por ejemplo- predisponen a las enfermedades infecciosas. Yo estaría muerto, en ese caso. Hacia 1952 no éramos tan ingenuos como para creer que la masturbación produjese tisis, pero estábamos convencidos de que afectaba el pulso, y de que por masturbarse se perdía la puntería.

Colombo decía que los católicos se masturbaban, porque eran masoquistas, para sentir pecado a solas con Dios. Después se hizo psicoanalista y dejó la política. Por entonces era anarquista, y sostenía que masturbarse era aceptar el juego de la burguesía, que privaba a los pueblos del placer sexual. Los anarquistas viejos no conocían nuestras idas al departamento de Raúl, pero como algo debían sospechar siempre repetían que pagarse una mujer era falsificar el amor y ser como cualquier capitalista, cómplice de los explotadores. Colombo decía que el fin del acto sexual justificaba cualquier medio, y que había que practicarlo porque los revolucionarios necesitaban tener todo el tiempo la cabeza fresca. Papá una vez me reprochó que no sabía en qué cosas andaba yo y pidió que me cuidase. Yo di vuelta la cara, sentí que me atragantaba, creyendo que el viejo se refería a la revolución de Rawson y Menéndez, que después no se hizo, pero más tarde me di cuenta de que pedía que me cuidara de las enfermedades. Porque en aquellos tiempos los que tenían actividad sexual podían enfermarse.

Enfermos, tísicos, con el pulso alterado y las ideas confusas, y días y noches enteros rodeados por un ejército de mujeres que había que desvirgar: así vivíamos. La revolución necesitaba mentes claras y pulsos serenos y los hombres debían desvirgar. Y yo quería hacer la revolución y soñaba con un confuso olor y con el ruido de la petaca que se cerraba hermética sobre mí.

Fue durante el verano de 1953, poco después de Navidad, cuando encontré la petaca.

Era una cajita de bronce, bañada en oro. Estaba en un baúl del altillo de la casa Tudor del campo. Tenía un espejito de cristal, un cisne de tela algodonosa casi impalpable, y todavía guardaba restos de un talco de color lila y con perfume de magnolias. Recuerdo que me llevé la polvera al cuarto y que unas cuantas veces usé su espejo para mirarme entre las piernas mientras olía el polvillo lila y usaba el tacto suavísimo del cisne para invocar la sensación de algo muy suave, de algo muy tenue y delicado como capullo o nube rozándome la pija y las pelotas.

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Escondí la petaca en el cajón donde guardaba mis espejos de aumento, los condones y una caja de balas Mauser que habíamos rellenado con mercurio y corcho molido para volverlas explosivas y venenosas. Mi hermana las había visto un día y las llamábamos “las balas de Perón”.

Por esos días, cerca del bebedero de los potreros del fondo, encontré una culebra. Cuando la vi en el pasto creí que era una pulserita de Victoria. Tenía una serie de cuentas verdes, como bolitas unidas por bandas color magenta, amarillo y blanco. Desmonté y, cuando iba a agacharme, la pulserita se movió. Me dio miedo. Quise pisarla, pero se protegía bajo los tallos secos de pasto, duros como cañas. Se erguía toda haciendo equilibrio sobre la cola y sacaba su lengüita doble, de un color que parecía una llamarada de fuego.

Uno podría preguntarse qué otra clase de llamarada hay, pero en aquel momento, con el corazón encabritado, medio ciego por una mezcla de rabia y miedo que ni sentí en las peores manifestaciones de la FUBA, pensé así -que la lengua tenía el color de una llamarada de fuego- y me convencí de que yo no sería un hombre si no era capaz de cazar viva una culebra. “Si la cazo, desvirgo; si la cazo, volteamos a Perón; si la cazo, hacemos la revolución social”, me comprometí con el corazón galopándome en la garganta, agachado, cerca del bebedero del que una manada de chivitos, que habrían olfateado el miedo, empezaban a alejarse despacio. Traté de taparla con el pañuelo del cuello; se me escapaba. La perseguí, todo agachado. Los chivos apuraron el paso. Yo sudaba y me ahogaba, agachado, hasta que ella llegó a una parte de tierra -barro seco- apisonada por las vacas y allí jugué entero y la aplasté con el taco de mi bota contra aquel piso polvoriento de bosta.

No murió. Para que dejase de retorcerse y para matarla definitivamente, la ahogué en un frasco de remedio contra las garrapatas, pero aun sumergida en ese líquido aceitoso tardó un buen rato en dejar de sacudirse y recién cuando me aseguré de que estaba muerta, la saqué y la enjuagué bajo el chorro de la bomba del jardín. No fue fácil quitarle todo ese olor a DDT.

Medía doce centímetros de largo. Tenía el calibre de una balita 22 y cuando estuvo seca se acortó y se afinó más o menos a la mitad, pero seguía pareciendo una pulsera. Los ojitos se le habían hinchado por causa del veneno, y la lengua, que le había quedado afuera, pronto perdió su color de llama y fue poniéndose marrón. En los labios, mirándola con atención, podían descubrírsele dos puntitos blancos, que serían los colmillos. Revisándola con lupa y hurgando con la aguja, no se podía hallar nada parecido a una glándula de veneno. Desde la primera noche la guardé en la petaca.

Al día siguiente la culebra se había impregnado del olor a flores podridas del cisne lila. Apreté con rabia la petaca, porque empecé a sentir que pronto esa culebra que tanto susto me había dado se reduciría a la forma de un gusano podrido y quedaría pudriéndose como testimonio de la

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irracionalidad de los miedos y de las rabias (Perón, Desfloración, Revolución) y el ruido de los resortes de la trabita de la petaca al cerrarse me pareció la burla de las cosas contra algo que nunca podría llegar a ser un hombre.

Yo acababa de cumplir dieciocho, estaba en segundo de Derecho, quinto de violín, séptimo curso de la Alliance. Esa mañana, me la pasé tirando tiros con la carabina halcón de Funes, el administrador de papá. Apuntando a monedas de cincuenta centavos, a veinticinco metros, con un pulso pésimo, dilapidé mas de cien balas inútiles que después hubo que reponerle a Funes.

A la siesta se me ocurrió que el virgo podía ser una culebra así, no un molusco. Busqué la polvera. La olí: magnolia triste. Guardé el cisne lila entre los libros, lavé la polvera muchas veces con coñac hasta que se le fue el olor a magnolia y le quedó tan sólo tufo a borracho y bajé a buscar roquefort en la heladera. No había. En casa siempre teníamos roquefort en alguna heladera, pero en la Tudor del campo sólo había queso mantecoso y queso de rallar. A la tarde vi que no había nadie en la casita del capataz, y busqué en su heladera a querosén. No tenían roquefort, pero había quesillo de cabra. Robé un pedazo. El queso de cabra no olía a roquefort, pero era lo más parecido a roquefort a mi alcance. Yo sabía algo de quesos: mezclé miga de pan con quesillo de cabra, le agregué una pizca de levadura y un chorrito de cuajo para hacer yogur de nuestra cocina, amasé el queso y lo guardé en vuelto con papel dentro de la petaca.

Durante varios días estuve guardando la petaca con el quesillo fermentando bajo la tierra. Mientras, la culebra seguía secándose en mi cajón escondida en un sobre de fotografías. Se había afinado; estaba dura y quebradiza. El magenta y el amarillo de las bandas se había opacado; en cambio, el verde estaba más brillosos y viéndolo con la lupa se le notaban las vetas de un tono más claro, que señalaban el nacimiento de las escamitas. La lengua ya se había convertido en una tirita marrón que iba deshilachándose por donde antes aparecían las dos vertientes de la llamarada de fuego.

Ayer, sábado 2 de julio, en el nuevo diario de los Bulgheroni, el escritor argentino de más éxito se jactaba de que su personaje Samantha era “muy creíble”, como si la verdad tuviera alguna importancia en los libros, ahora que la ha perdido en las cosas del mundo. Imagino al crítico que lea esto, pensando que es imposible que alguien que escribe como yo a los sesenta y nueve años, a los dieciocho anduviera todavía haciendo conjuros con petacas, fermentos y culebras. Y sin embargo fue posible. Yo, a los dieciocho, escribía bien, redactaba arengas y manifiestos que siguen siendo piezas de valor en su género, componía los poemas de amor que publiqué en 1957 y ya había escrito partes que después salieron en mis novelas de los años sesenta, y sin embargo, fermentaba queso en mi petaca y estudiaba mi culebra como el salvaje que tranquilo interroga las vísceras de un enemigo

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muerto. La vida es un raro aprendizaje que se produce a saltos desiguales y combinados, como repetía Hermes Radio cuando trataba de influir sobre Colombo y sobre mí con sus ideas marxistas.

Se fueron unos parientes, llegaron otros. Osorio cazó un puma justo la noche que no quisimos acompañarlo y a la madrugada lo ayudé a cuerearlo y a salar la cabeza para mandarla al embalsamador del pueblo. Al día siguiente desenterré por última vez la petaca. Se había impregnado del olor del quesillo. En algo se estaba pareciendo al roquefort, pero, como no había roquefort en el campo, y las pocas veces que fui al pueblo lo hice de noche y el almacén estaba cerrado, ya no tenía más que la memoria para comparar.

Tiré el papel con el queso antes de que acabara de pudrirse, guardé la culebra en la petaca y volví a esconderla en el cajón. La llevaba en un bolsillo cuando salíamos al campo de noche, y de tanto menear y sacudir la caja, a la culebra se le soltó la lengua, que ya suelta parecía un alambrecito de cobre retorcido contra el espejo.

Durante alguna de mis inspecciones debió caerse al abrir o al cerrar la petaca, porque no sé bien cuando desapareció. A la culebra, en lugar de ojos, le quedaron dos agujeritos oscuros. Los labios ni se le notaban. El olor era fuerte y podía impregnar el pañuelo y el forro del bolsillo en un ratito.

Tendría que volver a dedicarme a la música: “ratito” me parece una palabra pésima.

Mi violín en el campo sonaba mejor. Por el aire seco, llegaba al campo y las cuerdas se estiraban y se desafinaba rápido. Pero después, cada día sonaba mejor y empezaba a exhalar el olor de esa resina que los ópticos llaman “bálsamo de Canadá”. Cada vez que me encuentro con ese olor recuerdo el violín y el estuche del violín, pero sólo me los represento sobre mi cómoda en el cuarto piso alto de la Tudor del campo. No en otra parte. Aquel olor emanaba solamente en Córdoba.

De vuelta a Buenos Aires, no se sentía más el olor, solía desafinarse menos pero sonaba muy mal. Dice Kröpfl que mi violín no sólo se modificaba con el cambio del tenor de humedad, sino que los

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mensajes químicos de la zona -sería el polen de los quebrachos y jacarandáes, la resina volátil del bosquecito de cedros o las sales que el viento traía desde las cuestas- alteraban los solventes naturales que hacía más de noventa años habían impregnado mi viejo Schmidt & Hapte en Stuttgart. Le digo: ¿Te imaginás si el campo le hace esto a un violín de noventa años, lo que puede llegar a producirle a una persona de dieciocho? y la mujer de él dice que no, que nada, que a las personas sólo les hacen efecto las cosas que ellas quieren, y que los efectos que hacen las cosas son sólo cosas que inventan los otros, y alguien opina lo contrario y todos se ponen a opinar sobre el poder y terminan hablando de Alfonsín y de Pony Rodríguez Larreta y me recuerdan a la FUBA de 1952. Por eso subí al cuarto a escribir, aunque ahora interrumpo porque alguien se ha puesto a improvisar en el piano eléctrico de Andrés y desde el living me llega el olor de los cigarrillitos de porro que estuvo armando Paula, y aunque rían con estrépito y estén gritando como imbéciles, me vienen ganas de bajar.

En los tiempos de mi petaca y de los fermentos de la libertad, una tarde que no pude usar mi canasto, porque Funes había entrado a ducharse en mi baño, fui a dejar mi camisa en el canasto del baño de mamá. Había una blusa de Magdalena -la amiga de Victoria-, varios pares de medias de mujer y una bombacha. ¿A qué olería? Sentí curiosidad, la toqué y ya estaba a punto de olerla cuando se me ocurrió que podía ser de mamá y la hice desaparecer envolviéndola entre los pliegues de una sábana arrugada. Era negra, de una de esas telas elásticas gruesas como las que se usan para confeccionar trajes de baño. Podía ser de Vicky, de Magdalena o de mamá, pero pensar en esta última posibilidad me impidió avanzar con la prueba. Me prometí esperar otra oportunidad y revisar aquel canasto todos los días hasta que apareciesen los pantalones de brin que usaban las chicas.

Mamá sólo usaba breeches; al atardecer, después del baño, volvía a sus polleras y a sus zapatos de taco alto y por eso jamás bajaba al campo de noche.

Nosotros sí: después de la comida, tomábamos el café en la galería, tocábamos música y más tarde bajábamos al campo. Yo iba con Vicky y con su amiga Magdalena a los potreros de alfalfa y nos sentábamos a mirar las estrellas y buscar luz mala.

Era toda una historia: como la gente de la zona temía a la luz mala, papá nos había llevado una noche con unos chicos del pueblo, amigos de los hijos de Leoni -el capataz-, y con un tal León, compadre de Leoni, que al viejo le caía simpático porque era conservador. Nos había hecho buscar luz mala, para convencernos de que eran fosforescencias naturales que salían de los huesos de animales en ciertas condiciones, y aunque eso había ocurrido mucho antes -por el cuarenta y seis-, la costumbre de ir a buscar luz mala nos duró muchos años, durante los cuales los peones, Leoni y

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hasta los hijos de Leoni, que ya eran grandes, seguían recelándole a luz mala y siempre estaban encontrando excusas para evitar andar solos de noche por el campo.

La mayoría de las noches encontrábamos luz mala: eran huesos desparramados de vacas muertas en la sequía del cincuenta, o esqueletos todavía enteros de vizcachas que mataron los perros, o que los cazadores habrían herido en la cuesta y que vinieron a morir al llano. A la vizcacha recién muerta la devoran los perros hasta dejar sólo huesos pelados, pegados entre sí por los cartílagos y sostenidos como en un envase por el cuero duro y áspero del lomo. Cuando hubo mucho sol, y al anochecer refrescó de golpe, los restos de vizcacha fosforecen y son la fuente más común de luz mala que se puede descubrir por esas zonas. La hija de Leoni, que era feísima, cuando nos veía pasar pos su casita yendo al alfalfar se escondía en la cocina, y la vez que la invitamos no se atrevió a venir. Como toda la gente de la región, temía no sólo a la luz mala, sino a La Viuda, que se aparece a medianoche, al hombre tigre, que dicen que baja desde Catamarca a robar chicos y mata a todo el que se le cruza por el camino, y especialmente tenía terror a la niña Juana.

-¿Pero no es milagrosa? ¡Si se le reza!

-Sí -decía ella-, le rezan pero igual se puede aparecer y matarte del susto

Nos reíamos. Yo llevaba la linterna y una pistola del .12 que me había regalado papá. Cargada con cartuchos comunes, podía arrancarle la cabeza a un cordero a veinte metros de distancia; tenía dos caños.

Raro, papá: nos quería tanto y sin embargo, si yo tuviera un hijo -y a veces imagino que un hijo idéntico a mí cuando tenía doce años me acompaña mientras duermo solo- jamás le dejaría usar un arma tan tentadora. No entiendo cómo yo mismo no me...

Pero en aquella época a mí no se me hubiera ocurrido. Además, era muy prudente, llevaba los cartuchos en el bolsillo de la campera y, en la oscuridad, siempre volvía a hurgar con un dedo en las recámaras para confirmar cada tanto que la Webley seguía descargada.

Tomábamos: algunas noches traíamos vino blanco cordobés, otras guindado. Tomábamos guindado, que les gustaba más a ellas que a mí, o vino -que ellas aceptaban sólo las noches de calor-, y nos sentábamos a fumar.

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Primero prendía yo. Fumábamos American Club, la mejor marca de la época. Cada nuevo cigarrillo lo iba prendiendo con la brasa del otro. Un fósforo, o la llamita corta del Monopol, bastaba para encandilar a cualquiera dejándolo fuera de combate por varios minutos hasta que los ojos se volvían a acostumbrar a la negrura.

Jugábamos a quién descubría antes una luz mala y acertaba a marcar justo su posición. Después jugábamos a encontrar la osamenta o el cuero con huesos pegados que la había producido.

Cada uno elegía un sector. Yo prefería el de la cuesta, que aunque tenía menos luz mala permitía ver la región norte del cielo, la más poblada de estrellas. Vicky prefería mirar hacia la casa, para ver cómo iban apagando las luces a medida que la gente se iba a dormir, hasta que sólo quedaba prendido el farolito de querosén amarillo de la galería. A Magdalena le dejábamos la parte más fácil, donde era más común ver la luz mala, la del llano.

Cuando nos sentábamos, yo sacaba los American Club y los ponía cerca de Magdalena; dejaba la pistola delante de mis pies, y volvía a abrirla para volver a revisar si estaba descargada. Después ponía la linterna entre Vicky y yo. No nos veíamos: cada uno miraba su sector. Nos pasábamos los puchos para prender. Nos pasábamos la botellita de guindado o el termo de vino blanco para tomar, y hablábamos de cualquier cosa. A veces discutíamos. Me gustaba sentir la espalda flaca de Vicky, en contraste con los músculos de Magdalena. Magdalena practicaba atletismo en el colegio; las paletillas -esas placas de huesos subcutáneos que se llaman omóplatos y que jamás alguien nombraría en un relato literario sin una justificación- eran fuertes y redondas. Las mías y las de Vicky tenían ese corte típico de huesos de la familia Wolf. Los hombros de Magdalena eran redondeados y fuertes. Practicaba disco y jabalina; para arrojar piedras tenía más fuerza y más puntería que yo.

En esa época hablábamos en voz baja, aunque discutiéramos por cosas importantes. No como ahora. Me sube desde el living un diálogo entre Diana y Carlos: hablan de un general Merlo, de un almirante Massera y de otras cosas que ni a ella ni a él tendrían que importarles, y gritan. Interviene por momentos Marcelo y también él alza la voz: nosotros hablábamos en voz bastante baja... A menudo veíamos caer estrellas y, cuando descubría una, yo pedía tres gracias. Generalmente, pedía primero la muerte de Perón, después desvirgar y por último dirigir la revolución. Si caía otra estrella les avisaba a las chicas:

-¡Miren! -decía, tocando a Magdalena para orientarle la cabeza hacia el lugar del cielo donde había aparecido la estrella.

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-¡No tenés que avisar...! ¡Pedí tres gracias! -me reprochaba ella, o Vicky, y yo les contestaba que era una estupidez, que no creía en esas supersticiones y que si estuviera dispuesto a creer en pavadas me habría hecho cura para dedicarme al violín en un monasterio alpino.

Otras veces, al caer la estrella me olvidaba de Perón y de la revolución y pedía amor, dinero y pareja libre. Yo quería tener una pareja libre. Hablábamos de eso.

-¿Qué es una pareja libre? -me preguntaba Magdalena.

Les explicaba que mi amigo Gellon tenía una pareja libre: se amaban, vivían juntos, eran fieles, pero no se casaban ni se casarían nunca y siempre imaginaban que al día siguiente podrían separarse y ser felices con otro hombre o con otra mujer. Trataba de que Vicky comprendiera que el amor era algo demasiado noble para permitir que el Estado lo regulase. Magdalena compartía conmigo la opinión de que la Iglesia no debía intervenir: le bastaba saber que los curas eran peronistas y que su jefe -el cardenal Copello- estaba siempre cerca de Perón, para odiar a los curas, pero pensaba que había que casarse por civil, porque si no los hijos “pagaban el pato”.

-¿Qué pato...? -preguntaba yo, y Vicky, mi hermana, decía que yo siempre seguiría siendo un idiota.

Pero una noche apareció un pato. Estaba nublado, no se veían estrellas, sentimos un aleteo sobre nuestras cabezas y yo busqué la pistola y estuve a punto de cargarla. Pensé que sería un carancho o un buitre que se acercaba entusiasmado, creyendo que nosotros éramos tres animales muertos. El aleteo volvió a pasar dos veces cerca de nuestras cabezas y fue como si unas enormes alas blancas nos echaran encima un viento helado: el terror.

Vicky gritó. La espalda de Magdalena se endureció y su garganta soltó un chillido. Yo rastreé el cielo con la linterna y nos pareció ver una forma descomunal, huyendo hacia la cuesta. Pero pronto las alas bajaron a la alfalfa y vimos que era un pato, casi pichón.

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Cuando nos acercamos, hinchó las alas y tiraba picotazos amenazantes, pero no se animó a volar. Tendría el tamaño de un pollo de tres meses. Era blanco. Temblaba.

Aquella tarde habíamos oído tiros cerca del dique. Tal vez los cazadores lo habían herido, pero resultaba muy raro que anduviese volando en la oscuridad, y fue una pena que no apareciese la noche de nuestra discusión sobre los hijos y las parejas libres.

Como le sucedía al violín, la oscuridad, el olor de la alfalfa temprana crecida a fuerza de riego y tozudez, el silencio de las noches sin viento, el humo de los rubios, el guindado o el vino, según las noches, todo eso actuaba sobre nosotros. Por ejemplo, Vicky, que en Buenos Aires siempre quería discutir y acababa llorando cuando mis opiniones se imponían, durante esas noches de campo abierto escuchaba callada y hasta a veces me daba la razón. Tal vez porque quería lucir a su hermano ante su amiga, que era hija única, tal vez por el “mensaje químico”, como diría Kröpfl.

Fumábamos, tomábamos, a Magdalena se le erizaba la piel de los brazos y yo sentía su hombro contra mi espalda, y fingiendo mirar el cielo buscaba que sus huesos rozasen contra mi espalda y contra mi brazo, y a veces me volvía hacia su lado buscando que su pelo suelto me hiciera cosquillas y se enredase en las puntas de mi barba de dos días.

Dejaba la pistola a unos centímetros de los pies y la linterna bien cerca de mi mano derecha. Tomaba la linterna y la alejaba, la ponía junto a la pistola. Tocaba los cartuchos en mi bolsillo. Ponía la cantimplora entre mis piernas y me soltaba los botones del pantalón, y después de tomar un trago de vino o de guindado, me pasaba el pico de vidrio de la cantimplora por la cabeza inflamada de la pija. El vidrio frío me estimulaba más y cuando Magdalena me reclamaba la cantimplora, volvía a frotarle el pico contra la pija.

-¿Cómo está...? -preguntaba, imaginando que ella, como hacía con todas las cosas, olería primero el pico antes de llevárselo a la boca-. ¡Delicioso! -decía ella si era guindado. Cuando era vino tomaba apenas un sorbito y decía con repugnancia-: ¡Ej vino cordobé...!

Que imitara la tonada de la zona me excitaba más, porque oyéndola podía imaginar que era una chica de la región -una criada de la casa- dispuesta a obedecer mis órdenes, y yo siempre le hablaba en cordobés para que ella me respondiera como una cordobesa y me ayudara a pensar que si le

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exigía que me tocara o que me la besara, de puro sumisa, sería capaz de hacerlo. Así se me hacía más fácil acabar.

Porque en aquella posición, tocando apenas con la mano para que el movimiento no se reflejase más allá de la muñeca y no fuese percibido por ellas, sentado mirando el cielo negro y fingiendo buscar una luz mala en la cuesta invisible, se hacía difícil terminar. Algunas noches se volvía imposible.

Necesitaba sacudir, hacer fuerza y estirar las piernas, porque pasaba el tiempo, venía llegando la hora de volver a casa y quería terminar.

A veces aullaba. Imitaba el bramido de un puma, haciéndoles creer que quería asustar a las vacas y a las ovejas, y aprovechaba el ruido y los sacudones de mi cuerpo imitando a un puma para acabar dentro de mi pañuelo.

Y otras veces me paraba, diciendo que necesitaba estirar las piernas, y cerca de ellas, mirando por encima del hombro la brasa del cigarrillo de Magdalena que por momentos alumbraba su cara, acababa sobre la alfalfa y recién después buscaba mi pañuelo para secarme los dedos antes de enjuagarlos con guindado, o con vino.

Una vez Magdalena me tocó la mano para alertarme de una luz mala y preguntó qué tenía:

-Guindado -dije yo, y le acerqué la mano a la boca, para que la oliese, y le dejé una gota de guindado en la punta de la nariz. Pensando en eso tuve que volver a empezar, pero como era la segunda vez me fui a terminar cerca del bosque de cedros. Ellas habrán pensado que había ido a mear.

Otra noche llevé la petaca. La abrí sobre la alfalfa y volví a abrirla y cerrarla varias veces. Ellas escucharon el ruido, pero no preguntaron nada. Después, antes de volver a casa -no habíamos visto estrellas ni luz mala esa vez-, volví a abrir la petaca y la alumbré con la linterna. El espejo reflejó un chorro de luz directamente hacia el cielo: los tres quedamos encandilados por un rato. Después las hice mirar.

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Se arrodillaron sobre la alfalfa seca para mirar la culebra, Magdalena se acercó y dijo que despedía un olor horrible. A mí, que estaba arrodillado, pensando que el olor que salía del espejo era una nube que le entraba a ella por la nariz y por la boca, se me paró.

-¿Qué es? -preguntaba Victoria.

-No sé... me la dio Menditeguy... dicen que se llama Tirgo.

-¿Tirgo? ¡Es una viborita! -dijo Magdalena.

-Un lagarto -dijo Vicky y se puso a porfiar que la petaca era una vieja polvera suya.

Dije que no, que era mía, que hacía años que la venía guardando en un baúl y que ahora la usaba para guardar el Tirgo.

Seguíamos arrodillados, sentía el olor a petaca resaltando sobre el fondo de la alfalfa y sentía desde atrás un enorme toro invisible que me estaba montando, y entraba un tubo de carne caliente para inundarme con su sangre, que bajaba a la bolsa de mis bolas haciéndome crecer y crecer tanto la pija que se me hizo muy fácil acabar arrodillado, mientras ellas avanzaban por el camino de los alambrados hacia casa.

-Me la arruinaste con ese bicho podrido... ¡Qué olor! -se quejaba Vicky cuando las alcancé. Se olía la mano-: Ahora devolvémela -pedía.

Yo le decía que no.

-¡Devolvésela! -reclamaba Magdalena.

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-¡Es mía...! -insistí yo. Y Vicky, enojada, apuró el paso y se alejó adelante, seguida por el halo de mi linterna. Mag volvió a insistir y en un momento debió estirar una mano tratando de quitármela del bolsillo trasero del pantalón. Oí un grito: el brazo atlético se encogió, chupado por su hombro.

-¿Qué pasa? -pregunté.

-¡Asco! ¡Te sentaste arriba de algo! Tenés pegado algo atrás...

Palpé. Eran los bordes de mi pañuelo empapados de semen. Alumbré mis dedos pegajosos.

-¿Qué algo? -pregunté.

-Algo pegajoso... Asqueroso... ¡Mierda de un pájaro...! -aseguró.

Me olí los dedos. Dije que no con la cabeza.

-Un huevito... ¡Ya sé...! ¡Aplastaste un huevo...!

Vicky, curiosa, se quedó esperándonos en la barranca del cerro, y cuando la alcanzamos, olió mis dedos, alumbró mi pantalón con la linterna y también opinó que al sentarme había reventado un huevo o un animalito.

Bromeando, me puse una gota en la punta de la nariz, y le puse otra en la punta de la nariz a Mag, que se limpió con la manga de su blusa, enojada. Siguieron caminando adelante y cuando entramos en la casa se fueron a dormir sin saludarme.

Yo estaba cansado. Subí a bañarme, me puse el pijama, tiré la ropa sucia en el canasto de la lavandera y me encerré en el cuarto, lleno de planes de leer algo y dormir. Prendí mi lámpara de querosén, porque a las once y media dejaba de llegar la luz de la Cooperativa, y me acosté a leer. Había escondido la polvera en mi cajón, previendo que en algún momento Vicky trataría de recuperarla. No se la pensaba dar: en Buenos Aires le compraría una nueva.

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Estaba leyendo un libro inglés y acababan de cortar la luz eléctrica cuando me golpearon la puerta. Adiviné que vendría Vicky a buscar su polvera. Las dejé entrar. Ya estaban vestidas para dormir, con esos camisones largos que por entonces usaban las chicas.

-¡La polvera! -reclamó Vicky al entrar. Había acertado. Mag me miraba.

-¡Es mía! Está guardada. ¡No molesten! -les ordené.

Magdalena se acercó y levantó la lámpara sobre mi cabeza. Su brazo había formado una línea, como un solo músculo, que arrancando de su largo pulgar se sumergía en la bocamanga alta del camisón y bajaba hasta el pecho.

Pensé que no tendría corpiño. Ella, desde arriba, me miraba con rabia:

-No seas turro y devolvésela, o te chorreo el querosén encima -amenazó destornillando la tapa del tanquecito de bronce.

Justo en ese momento la llama titiló y creció de golpe. Me cubrí con la manta y aproveché para tocarme. Fue instantáneo: mi pija, limpia, recibió por tercera vez en la noche -sería tal vez la cuarta del día- un envión de sangre y se hinchó. Asomé la cara cuando ella inclinaba más la lámpara. Exigía que le dijera a Vicky dónde estaba su petaca, o me quemaría vivo. Gritó a Vicky pidiéndole los fósforos. Vicky revisaba como loca los cajones de la cómoda y sacudía la cabeza.

-¡Traé fósforos -gritaba Mag- y lo quemamos con querosén...!

Cayó una gota de querosén sobre mi almohada. Vicky, que había tomado la pistola, nos dio la espalda y sentí el ruido del cerrojo al trabarse y los dos ruidos de los martillos al levantarse. Era una Webley, no tenía seguro de gatillo. Mucha gente debe de haber muerto destrozada al cabo de una escena así.

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Magdalena corrió hacia la ventana y dejó la lámpara sobre el piso. La luz de querosén transparentó el camisón y las tetas se le movieron al saltar, pero ya mi erección había desaparecido: sólo sentía miedo y la certidumbre de que muchos, antes de mí, debieron de haber muerto en el desenlace de alguna escena parecida.

-¡No apuntés, esa pistola no tiene seguro! -grité.

-¡Callate o tiro! -me gritaba sosteniendo la Webley con las dos manos. Se había sentado sobre la cómoda y apuntaba directo hacia mi cara. Nada puede quedar de lo que fue una cara al cabo del impacto de una andanada de perdigones de un cartucho de 12.

Mag, desde la ventana, se mordía un dedo mientras la boca se le estiraba en una mezcla de sonrisa y de miedo. Aquella noche habían tomado mucho. Detrás del vaho de querosén y de mecha quemada creí percibir el aliento a guindado de las dos, y ahí sentí como nunca que mi iban a matar. Vicky insistía:

-Ya mismo: la polvera o tiro...

No me iba a ser posible llegar hasta la cómoda sin peligro. Salí de la cama lentamente, para no provocarla. Las piernas me temblaban; quise hablar pero no me salió la voz. El aire frío entró por la bragueta floja de mi pijama, pero encontró sólo vacío. Mag miró hacia el campo.

-Y no se te ocurra hacernos trampa... -dijo Vicky. Nunca le había oído esa voz tan gruesa de borracha o de loca. Me acuerdo que a la luz del farol me pareció verle la comisura de los labios empapada de espuma blanca, como la de un perro rabioso. No podía hablar, pero dentro de mí sonó mi voz gritando “perra rabiosa” mientras mis piernas se disolvían abajo y me sentía derrumbar. Cuando pude llegar al ropero, busqué la llave y abrí el cajón, evitando que mirasen; pedí despacio que no apuntara más y le pasé la polvera a Mag.

Vicky me seguía apuntando. Pensé que recibir el tiro desde atrás sería lo menos peligroso, y que verme con la cabeza cubierta por la almohada, la cara contra la sábana y el cuerpo extendido la impulsaría a dejar la pistola. Me acosté. Mordí la almohada.

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Seguía mordiéndola y temblando cuando se acercó Mag. Reía. Traía los dos cartuchos bailoteando entre sus dedos. Desde la cómoda, Vicky se reía y me miraba, y sacudiendo la cabeza y sin dejar de apuntarme, disparó los dos gatillos y entre sus carcajadas pude entender que decía maricón:

-Maricón... cagón... -volvió a decir después, cuando depositó la Webley sobre la cómoda, mostrando las dos recámaras vacías.

Entonces empecé a gritar -no me importó que mamá oyera los gritos- que eran unas hijas de puta, que les iba a cortar las tetas y que las iba a matar. Vicky se acercó y me tapó la boca con la mano tratando de callarme, de tranquilizarme. El corazón, ahora, me latía, loco. La mano de ella también temblaba, pero olía a petaca, a culebra y a queso podrido, y seguía riéndose. Magdalena salió y cuando cerraba la puerta me gritó “boludo”, de modo que toda la casa debió de haberla oído.

Nunca antes una mujer me había dicho boludo: se me volvió a parar. La rabia continuaba: pensé que si apretaba más el bracito de Vicky podría llegar a arrancarle uno de sus delgados músculos. Debía dolerle, pero no se quejaba. Se me pasaba el miedo. Le clavé las uñas cuando sentí que se me estaba volviendo a parar. Ella me miraba el pijama con los ojos enormes y seguía riéndose cuando a los gritos llamó a la otra:

-Vení... ¡Vení pronto... Magda...!

Yo pensé que desde la otra ala del piso mamá estaría oyéndolas, que la despertaría el ruido que hizo Mag con la puerta cuando entró atropellando todo, porque venía a defender a mi hermana. Pero la expresión le cambió cuando Vicky le dijo, señalándome casi hasta tocarme con la uña:

-¡Mirá, Maggy! ¡Es enorme...!

Y la otra miró, después subió e farol para mirar de nuevo, se le transparentó el camisón, y me calentó más cuando dijo, sin dejar de alumbrarme:

-¡Es horrible...!

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Quería decirles que si me tocaban era capaz de seguir creciendo, pero no tenía voz, no pude hablar. Maggy apoyó el farol en el piso y salió al balcón. Yo seguía apretando el brazo de Victoria, en una mezcla de odio, rabia y confusión. Al fin pude hablar:

-¡No hay que apuntar...! ¡Nunca hay que apuntar, puta...! -le dije, y ella dejó de reír, seguía mirándome, pero por la sombra que proyectaban la mesa de noche y el borde de la cama, mucho no podría ver.

Con la llamita del farol temblequeando en el piso, había oscurecido en ese momento, yo podía mirarle el pelo y el brazo que le seguía torciendo y apretando, y pensar que era Magdalena, no Victoria, la que estaba sobre mi cama. Tomé su mano libre y la acerqué a mi pija.

-¡Tocá! -pedí, guiándole la mano y procurando aflojar sus dedos para que me acariciasen.

Tocó mal. Yo puse mi mano entre sus piernas, jugué a que mis dedos le subían caminando y empecé a tocar a través de la bombacha como me había enseñado Anita, una de las chicas de Raúl. Fue todo simultáneo: empezó a aparecer una materia untuosa, que en ella me pareció más limpia, su voz empezó a quejarse y a jadear y sus dedos se crisparon torpes, alrededor de la base de mi pija. La mano se había muerto: ella seguía jadeando y yo pensaba que sus dedos, que imaginaba que eran los dedos de Mag, se iban a endurecer, que después se iban a encoger y a retorcer como culebras muertas anudadas a mí. Le hablé contra la oreja:

-¡No hay que apuntar... puta! ¿Ves, puta, lo que pasa por apuntar...?

Y apretaba la boca contra su oreja, porque tenía miedo de besarle la boca, o porque no quería verle la cara. Empecé a moverme. Mi mano se había librado de la bombacha y seguía acariciándola. Mi dedo índice se había internado en un tubito de carne húmeda. Me ubiqué entre sus piernas. Tardé en liberarme de la torpe presión de sus dedos y con la mano izquierda libre empecé a frotar mi pija contra la sábana, justo debajo de sus nalgas. Ella jadeaba más. La posición no era muy cómoda, ya sólo podía acariciarla con el pulgar y sentía que en cualquier momento mi cuerpo perdería el equilibrio sobre esa cama demasiado elástica. Ella sacudía la cabeza a los lados de la almohada, el largo pelo se le volaba a los costados y yo, para detenerla, hacía fuerza con la boca contra su oreja, sintiendo cómo el tornillo de su arito se le clavaba en la piel del cuello.

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-¡No apuntar! ¿Ves que no hay que apuntar? ¿Ves? -repetía yo, frotando, ya sin tocarla, porque sus piernas se cruzaron tras mis piernas, obligándome a caer sobre ella cuando ya ni el pulgar cabía entre nosotros. Con mi mano inmovilizada levanté la pija y la froté en su zona húmeda. Ella se sacudía más, jadeaba más, y la cabeza de mi pija estaba entrándole -sin ruido- justo cuando yo empezaba a terminar y corría leche en su tubito de carne, y desde la zona de sus pelos de rulos apretados y ásperos desbordaba sobre la colcha. Debió de haber sido la cuarta vez que acabé aquel día.

Y ahora pueden pasar día y semanas enteras sin que acabe ni una sola vez.

¿Habría oído algo mamá? Tuve miedo. Sentía ganas de mear. Vicky seguía sentada a los pies de mi cama, quejándose, jadeando. Estaba empapada del sudor suyo y el mío, mezclados. Mi pija se había vuelto un animalito muerto, infinitesimal, sin ojos. Toda su zona y el pantalón alrededor eran una sola humedad de los dos. En el cuadro de la ventana del balcón, se veía la cabeza de Mag, amarilla por el reflejo del farol: el pelo seco se hinchaba por el viento. Había muy poca luz. Ella, mucho no debió de habernos visto desde el balcón, si es que había mirado.

Al rato, una ráfaga de viento entró en la pieza. Atrás llegaba Mag. Levantó el faro, y mientras nos miraba, atornillaba con indiferencia la tapa del tanquecito de querosén. Sentí frío y vacío en la bragueta cuando ella inclinó la lámpara para mirarme. Debí justificar:

-¡Se murió! -le expliqué.

-¿A ver cómo es...? -miraba ella, pero como no podía ver, le saqué el cigarrillo de los dedos y puse su mano en mi pelambre. ¿Tendría asco?, temí, pero ella dejó su mano quieta mientras la sangre comenzó a hincharme, y le quité el farol, lo apoyé sobre la mesa de noche, y después le abracé la cintura para hacerla sentar entre Vicky y yo.

Ya la tenía bien dura cuando Vicky fue a la cómoda a buscar cigarrillos. Yo me abracé con Mag y apoyé la cara contra su pelo amarillito y sentí un pecho elástico apretándose contra mi cuello. No tenía corpiño y sus dedos acariciaban mejor que Vicky. Pero yo ya sentía unas ganas insoportables de mear.

Vicky nos dio cigarrillos y guindado, y cada sorbo parecía caer dentro de mi vejiga como la última gota que desborda un lago de dolor. Fumábamos. Los movimientos de la mano de Mag me

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repercutían dentro y las ganas de mear ya eran sólo un dolor terminal. Pero, ¿podría salir? Si dejaba la pieza ya no podría volver a empezar con la mano de Mag. Recordé la llave, que estaba sobre la cómoda, y salté de la cama.

Las chicas debieron de asustarse al verme correr hacia la puerta y salir dejándolas encerradas con dos vueltas de llave. Cuento esto porque cuando, como un fantasma loco y apurado volvía del baño trayendo la llave del cuarto en la mano, una parte del pantalón, enchastrado por la humedad de Vicky, y la rodilla y las bocamangas chorreadas por el pis a causa del apuro, en el instante en que cruzaba frente al cuarto de ellas, iluminado a pleno por uno de esos faroles a gas de querosén que se llamaban “sol de noche”, vi que se abría una puerta del cuarto de mamá, y mi corazón, que venía agitado, tuvo un cambio de compás que me detuvo en el aire. Mamá estaba parada frente a su espejo. Tenía puesta una peluca rubia, un vestido muy corto de tela negra, los labios pintarrajeados sostenían un cigarrillo humeante mientras sus manos hacían el gesto teatral de llamar a alguien desesperadamente. Vi que emergía una sombra del cuarto y el capataz Leoni, arreglándose la ropa, pasó a mi lado sin notarme y se perdió en la oscuridad de la escalera. Bajaba teniéndose de los dos pasamanos, para pesar menos sobre las tablas y no hacer ruido. Estoy seguro de que no me vio. Tampoco mamá me había visto, pero yo seguí viendo por mucho tiempo aquella escena, el vestidito negro birllante, con una puntilla de color colgando de la pollera corta, la cara tan pintada y los pelos ajenos y largos. Puedo seguir viendo esta escena inolvidable porque fue la única vez que vi fumar a mamá.

La vieja odiaba el tabaco. Mandaba lavar los ceniceros cada vez que alguien apagaba un pucho y amargó los últimos años de papá obligándolo a abrir las ventanas del living en invierno para hacerlo cagar de frío mientras fumaba su cigarro de sobremesa.

En mi cuarto, las otras dos habían abierto mi caja de alfajores y los comían desparramando las miguitas sobre la sábana. Les quité la botella de guindado, después trabé la puerta, guardé mi caja de alfajores y volví a sentarme entre las dos. Cuando abracé a Mag, Vicky se puso a hacer sombras en la pared imitando con los brazos los movimientos de baile de Mag, una especie de ejercicio de atletismo desarrollado en tiempos asombrosamente lentos. Mag reía. La abracé más y volví a llevar su mano a mi entrepierna. La explosión de sangre fue más fuerte esta vez, porque cuando mis dedos descubrieron que se había quitado la bombacha, pensar que ella había estado esperándome todo ese tiempo me hizo sentir que se me hinchaban también el pecho y la garganta. Me tendí sobre ella, le dije “amor”. No sé por qué, pero le dije “amor” y busqué su boca y encontré su lengüita ágil. Tenía gusto a guindado y estaba cubierta de cascaritas de azúcar de mis alfajores: a ella sí pude besarla en la boca.

Mag era virgen, pero resultaba más fácil entrar en ella que en Vicky. No jadeaba. Apenas le temblaba la mandíbula cuando los brazos fuertes me apretaban, clavando las uñas con una fuerza

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que solamente ella podía tener. También con Mag acabé en el momento en que estaba entrando, mientras sus ojitos despistados recorrían el cuarto buscando las sombras de mi hermana, que seguía moviéndose a la luz de la llamita amarilla. Y era la quinta o quizá la sexta vez que terminaba aquella noche: pensarlo ahora me parece un sueño, algo que nunca ha sucedido, pero que pronto puede volver a producirse.

Después quedamos abrazados. Había más viento afuera, vibraba la ventana y entraban corrientes de aire helado al cuarto. Vicky llegó a cubrirse con mi manta. Los tres teníamos frío. Prendimos American Clubs y fumamos tirando las cenizas al suelo, alrededor del farol, entre papelitos y migas de alfajores. ¿Qué me importaba la limpieza del cuarto en una noche como aquélla?

Varias veces Vicky me dijo al oído:

-¡Qué bien me tocaste...! -parecía muy borracha y se abrazaba a mí.

Y cuando Mag quiso saber qué me decía, y ella le dijo que nunca lo sabría, porque eso era un secreto de familia y volvió a tocarme la pija, yo sentí que se me estaba volviendo a parar aunque tocaba con torpeza.

Cuando noté que no iba a poder terminar le pedí a Mag que ella también tocase. Las dos tocaban, riéndose.

Pero tampoco ella servía. Las mismas manos, que en otra ocasión podían haber sido un estímulo, en ese momento no eran más que un obstáculo para mí. Entonces, copiando algo que había leído alguna vez, empecé a frotarme con el ruedo del camisón de Mag. Era suave, de tela livianísima. Ella se quejó:

-¡Asqueroso! -me dijo y trató de correrse, pero Vicky le exigió que me dejara en paz y dijo que ella me iba a defender porque yo era su hermanito, y las dos se rieron de mí, mientras jugaban a tocarme como si yo tuviese un botón comandando los mecanismos. Al acabar me salieron apenas unas gotitas transparentes, absurdas: era la quinta, o sexta vez que terminaba. En cambio ahora no puedo terminar ni una sola vez, aunque evoque todos los recuerdos de aquella noche.

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Cuando emponchándonos los tres en mi manta de viaje salimos al balcón, el aire frío nos quitó toda la borrachera del guindado. Apretados, temblando, fuimos por el balcón a espiar el cuarto de mamá: nos arrodillamos en el piso de mosaicos. Yo les abrazaba las cinturas y las dos me hablaban al oído echándome el vapor caliente de sus bocas.

Adentro, en el calor de nuestra casa, con sus tetas chatas y desinfladas, mamá le estaba bailando al pobre Leoni, que vestido sólo con su camisita empinaba el porrón de ginebra y se chorreaba el cuello. Ella lo llamaba; él hacía que no con la cabeza -¿no se atrevería a acercarse a la señora del patrón?- y ella le bailaba y le gritaba algo que después coincidimos los tres en que era la frase “Dale, puto” y él seguía negándose -creo que no fingía- hasta que ella fue a la cama y se le montó encima y se le reía, mientras yo bajaba la mano derecha y acariciaba la conchita de Mag que volvía a empaparse, y los tres tratábamos de contener la risa que nos daba ver la cara seria de papá, que desde la sillita enana del rincón, vestido solo con su saco pijama de rayas azules y coloradas, trataba de tener enfocada la linterna sobre la peluca rubia que mamá le sacudía encima al pobre Leoni.

Mag me abrazaba, me acariciaba la espalda, el cuello y las pelotas y a cada instante me buscaba la cara para meter su lengua entre mis labios y los dientes, pero como no pude convencerla de que me chupase la pija -tendría asco, o no querría dejar de espiar lo que ocurría en el cuarto- empecé yo mismo a pajearme de nuevo con la derecha, mientras metía un dedo de la izquierda en el tubito tibio de Vicky y seguía acariciando con el pulgar esa conchita cálida, que se empezaba a mover acompasadamente aunque el resto del cuerpo le temblaba de frío. Acabé pronto, contra la manta impregnada por el olor de la conchita de Vicky, donde mi piel sentía esa humedad nueva y tibiona que me pareció más limpia que cualquiera de las que hasta entonces, con mis otros hermanos, habíamos besado y acariciado tantas veces en el departamento de Raúl.