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PRIMERA PARTE

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PRIMERA PARTE

SOBRE LOS INICIOS DEL M O D E R N I S M O EN C O L O M B I A

En el año 1888 publicó el periódico La Palabra de Bogotá un artículo sobre la poesía de Rafael Pombo en el que se tomaba al célebre poeta romántico de Colombia como una especie de símbolo y condensación de "las cualidades, conflictos y debili­dades de la poesía de Hispano-Araérica". Todo el ensayo se desarrolla sobre el supuesto de que existen en aYmérica dos tendencias en pugna: una tradicional, apegada a los moldes hispánicos, y un "espíritu nuevo", más libre y osado que el español. Pombo se ha limitado, afirmaba el articulista, "a ceñir en formas estrechas y convencionales el rebosante espíritu de .América, cjue se puso en él como en uno de sus privilegiados voceros". El cambio de formas es una necesidad de la expresión. Cada espíritu nuevo debe traer sus propias formas. El espíritu de América, por su luminosidad, opulencia y hermosura, exige una lengua áurea, caudalosa y vibrante. La fantasía poderosa v original de Pombo exigía una renovación de los moldes tradi­cionales. Pero él no se atrevió a innovar en el grado que debía. Por ello, señalaba el crítico, se da en su obra esa imperfección del estilo, esa "oposición entre el pensamiento extraordinario y lujoso y la rima timorata o común".

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Lo que Pombo representa, pues, en la literatura americana de finales de siglo es el apego a lo tradicional, el escrúpulo casticista, que echa a perder para la poesía el caudal de su imaginación y la osadía de su mente. Gran parte de la obra de Pombo consiste en un ajuste forzado del pensamiento a un lenguaje que no le es natural. Escribe en verso lo que hubiera debido escribir en prosa. "El verso se le queja", según el articulista. Y.si bien es cierto que en sus mejores momentos alcanza "una belleza original y segura" aunque imperfecta, con frecuencia cae en lo nimio, lo irregular, lo confuso, y el descuido de la forma hace que se escape la belleza.

El interés del artículo es notable. El año de publicación coincide con la aparición de Azul, considerado por algunos el inicio del modernismo. El nombre del crítico es José Martí, con lo que las afirmaciones anteriores se cargan de mayor sentido polémico. El gran modernista cubano sostiene que la renova­ción formal en las letras del continente es una necesidad histó­rica de expresión espiritual. Pombo encarna lo mejor de la vieja poesía: la imaginación americana en viejos e mapropia-dos moldes. Martí, que por entonces cumplía treinta y cinco años, r inde un homenaje al romántico de la generacic'm anterior. Pombo tenía entonces cincuenta y cinco años y representaba la vieja alma caballeresca, apegada a lo desapa­recido. En el artículo no se habla de modernismo: se apunta a la necesidad de modernización.

Dos años antes, había aparecido en Bogotá una antología de jxielas contemporáneos, con un título que algo tenía de "manifiesto": La lira nueva. En su prólogo, firmado por José María Rivas Groot, se advierte que la intención es proporcio­nar una visión de conjunto del "movimiento intelectual que de años a esta parte se verifica entre nosotros". El libro es una recopilación de poemas, casi todos recogidos de pericAlicos

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y revistas, o inéditos. Rivas Groot insinúa la importancia de un balance: mediante la evaluación del camino recorrido, enseñar el cjue debía transitarse en lo venidero. El adjetivo "nueva" del título parece aludir a otra antología que había empezado a circular dos años antes, en fascículos, y que fue editada en dos volúmenes entre 1886 y 1887. Su título es también significativo: Parnaso colombiano. Los poemas que lo integran fueron seleccionados JTOT Julio Añez, pero el prc'do-go es del mismo José María Rivas Groot. El Parnaso colombiano reúne a los escritores de la tradición poética nacional, desde la Colonia hasta los últimos románticos. La jjresencia más avasalladora en la colección, j:>or la cantidad y la significacicAí de sus obras seleccionadas, es la de Rafael Pombo. Esto resulta más diciente si se pone en relación con otro dato: la figura que, con el tiemjao, se destacaría en t re los anto-logizados en La lira nueva es la de José Asunción Silva, por entonces un joven poeta desconocido de veintiún años.

El prólogo de La lira nimia llama la atención sobre algunos rasgos sobresalientes de la poesía reciente que, en conjunto, parecen contraponerla a la jaoesía del pasado. Uno de ellos es "la asjDiración a los asuntos filosóficos", al contrario de cierta tendencia anterior a lo baladí, a las confesiones íntimas, al lamento desconsolado. "Los temas sin trascendencia, ya eróticos o epigramáticos, al par que ciertos rasgos de sujetivismo invero­símil" predominaban en la poesía colombiana de finales del romanticismo. En el estudio preliminar que acompaña al Par­naso colombiano, Rivas Groot había advertido que el tema "eró­tico" se había convertido en"guarida de lugares comunes". Preferible le parecía la influencia objetívista del parnasiano Leconte de Lisie o el recurso a "inusitadas extravagancias", que continuar con las "frases estereotijaadas" de los "exangües can­tares de amor". El prologuista concibe la modernidad, según lo expresa al final de su escrito introductorio a la antología de los "nuevos", ligada a temas como la historia, el {jasado nacional, las conquistas sociales, los sufrimientos del pueblo, los abismos de la fe. del dolor y del conocimiento, la poesía "científica" y

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sobre todo, al descubrimiento de "correspondencias misterio­sas" en la naturaleza, "revelaciones de sus anteriores génesis, verbos de sus primitivos arcanos". En un lenguaje que recuerda a Baudelaire pero que también tiene ecos del romanticismo anglosajón, habla de la poesía como "inmersión sagrada" en la naturaleza para arrancarle "vibraciones desconocidas, co­rrientes ignoradas, ritmos ocultos dignos de nuevas liras".

En el prólogo del Parnaso colombiano, Rivas Groot había llamado la atención sobre la tendencia a lo epigramático y lo festivo, tan ligada a la tradición costumbrista, para declarar que ya no era del gusto contemporáneo. Y lo mismo afirmaba de los temas heroicos, mitológicos y didácticos, así como de los aracaísmos, de los símbolos cristianos y de las moralejas. Ya Pombo había señalado en 1881, en su prólogo a las poesías de Gutiérrez González, un exceso de "poesía parroquial" y de ocasión dent ro de los hábitos literarios de la época. Pero Pombo aboga, a propósito de la Memona sobre el cultivo del maíz en Antioquia, por una "poesía descriptiva más directa y pura, más despreocupada y mejor sentida", una poesía que fuese, en su sobriedad y exactitud, "espejo de la naturaleza". Ese elogio de lo directo, de lo espontáneo, de lo "despreocupado" e inmediato ya está lejano de la nueva propuesta que Rivas Groot apenas insinúa pero que pocos años más adelante recibirá formu­laciones más atrevidas: la poesía no es para describir en forma realista lo que ven los ojos sino para sugerir lo que no se puede ver, el misterio de las "correspondencias ocultas". Silva lo expresa en uno de los ocho poemas1, que publicó en La lira nueva, "A Diego Fallón". Allí dice:

Tendrán vagos murmullos misteriosos el lago y los juncales, nacerán los idilios

1. Los ocho poemas de Silva que aparecen en La lira nueva son: "Estrofas", "La voz de marcha", "Estrellas fijas", "El recluta", "Resurrecciones","Obra humana", "La calavera", "A Diego Fallón".

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entre el musgo, a la sombra ríe los árboles, y seguirá forjando sus poemas naturaleza amante que rima en una misma estrofa inmensa los leves nidos y los hondos valles.

Silva va a ser, en Colombia, el primer abanderado de una poesía sin propcísitos didácticos, desprovista de fines utilita­rios, ya sean éstos de inculcación moral o religiosa, de exal­tación pa t r ió t ica o c o n m o c i ó n pol í t ica . C a m i n o que directamente conduce a la idea de la "poesía pura". Pombo, a la inversa, cree en la función educativa de la poesía y en la necesidad de utilizarla para mejorar las costumbres y promo­ver las buenas causas, como el nacionalismo y la fe cristiana. Todavía el prologuista de La lira nueva creía en esa función del poeta y a su manera, lo formulaba en estas palabras: "El bardo, como nadie altivo, será el guardián de todas nuestras libertades, al par que el que unja en la frente todos nuestros deberes", proposición muy poco modernista, jjor cierto.

El 12 de octubre de 1892 se dio a la circulación la primera entrega de la Revista Gris, bajo la dirección de Max Grillo. Las palabras de presentación con que se inicia el número son una toma de posición muy exjjlícita: "Quizás en esta revista se revele el ingenio de un escritor 'decadente ' , de un poeta 'parnasiano'; difícilmente un filólogo o un humanista". Y explica el editorialista por qué en los tiempos que corren es ya imjxisible esj3erar de los hombres trabajos de inteligencia demasiado laboriosos, como los del sabio Rufino J. Cuervo. Es la hora de la prisa y del placer, según él. La civilización contemporánea {proporciona todos los progresos imagina­bles pero no puede detenerse demasiado en un punto . Hav una especie de fiebre, de curiosidad por saberlo todo y

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gozarlo todo. La poesía que pueda expresar esto tiene que ser "decadente", no clásica. Sin embargo, hay cjue anotar que por las jíáginas de la Revista Gris pasaron, al laclo de los "modernos" como Silva, Londoño y Sanín Cano, los clásicos y humanistas como Miguel Antonio Caro, Diego Fallón y Rafael Pombo.

Las líneas preliminares cjue comentamos van dirigidas a la juventud. Se enfatiza allí que los más eminentes prosadores y poetas del país, la generación inmediatamente anterior, han venido cayendo uno a uno en los campos de batalla de las guerras civiles. No se ve quiénes vendrán a reemjolazarlos en la liza intelectual. La juventud colombiana, según el editoria­lista, ha iniciado su participación en la vida del país en un momento de ardientes luchas políticas que parecen agotar todas sus reservas intelectuales y morales. El propósito de los editores es invitar a los jóvenes a dedicar una parte de sus horas al cultivo del arte. "Fecunda será nuestra labor y satis­fechos quedaremos de ella si en las páginas de esta revista se; forma siquiera un escritor que haya de darles gloria a las letras y a las ciencias en nuestra patria". Formar un escritor, y quizá precisamente un escritor modernista, viene a ser, en últimas, el j^royecto de la Revista Gris, desde su primera entrega.

Ya que se trata de una de las jmblicaciones literarias más imjx)rtantes que ha habido en la historia de Colombia, y en consideractón a que con ella se abre camino en el país una mentalidad más moderna en cuanto al estilo y la concepción de la literatura, es interesante repasar brevemente algunos pasos del desarrollo de esta revista.

Al comienzo de su segundo año de existencia, en enero de 1894, el tono del comentario editorial se mantiene optimista. Un grupo de jóvenes ha escuchado el llamado inicial y se ha unido a la tarea intelectual de la revista. La guerra ya ha "levantado su tienda" y la paz invita, al parecer, a trabajar por la literatura. Pero al año siguiente, en enero de 1895, el tono varía. La indiferencia del público parece ser apabullante. La azarosa vida j3olítica y la ataxia moral que consumen al país

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han creado una atmósfera de desaliento que se refleja en la producción cultural. "Un corruptor elemento se ha introdu­cido en nuestras venas y ha envenenado la sangre cjue alimen­taba en el corazón los ímpetus caballerescos y las ideas generosas". Una capa de silencio va formándose alrededor de los que trabajan sinceramente en las letras, anulando sus esfuerzos. Y recuerda el editorialista, con patetismo exacerbado, el consejo platónico de desterrar a los jioetas de la república: al menos, comenta, deberían ponerlos en la frontera y darles auxilios de marcha para otras tierras. Los soñadores, los empecinados en ideales, han de buscar otras regiones, según él, para acariciar sus exóticos sentimientos; por ejemplo, la (mina, agrega, con un eco baudeleriano que habría podido concluir con el célebre "lejos de aquí, a cualquier parte, pero fuera de este mundo".

El joven escritor Max Grillo, tal vez el hombre que más hizo, con Víctor Manuel Londoño y Sanín Cano, por la difusión de la literatura moderna en Colombia, comenzaba a sentir, a sus veintiséis años, el JDCSO de la contradicción que entonces también agobiaba a Silva y lo llevaría al año siguien­te al suicidio: la mutua hostilidad entre el arte y la vida práctica en la sociedad burguesa. Grillo lo exjoresaba así en la nota editorial que comentamos: "Al que tenga el mal gusto de amar la belleza y rendirle culto, que derribe al ídolo de sus altares y dedique el incienso que para él destinaba a un objeto más positivo".

Durante estos tres primeros años de vida, la Revista Gris publicó artículos sobre Nietzsche, Schopenhauer, Huysmans, Tennyson, Bécquer, Clarín, Gómez Carrillo, entre otros. Traduc­ciones de textos poéticos o en prosa de José María Eleredia, Paul Bourget, Sainte-Beuve, Francois Coppée, así como poemas de fosé Santos Chocano, Julián del Casal y José Martí. Allí aparecie­ron por primera vez, en 1892, las "Transjjosiciones" de Silva y su "Carta abierta". Además de ser un lugar de encuentro donde convivían páginas de Jorge Isaacs v de Julio Flórez con otras de escritores más jóvenes como (Arlos Arturo Torres, Ismael Enrique Arciniegas o Federico Rivas Fracle.

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En septiembre de 1894 apareció en La Revista Gris un artículo de Baldomcro Sanín Cano, titulado "De lo exótico", que bien puede considerarse un primer acercamiento a las ideas estéticas del modernismo en Colombia. Comienza el ensayo por poner en duda las artificiales denominaciones de las literaturas por nacionalidades. Insinúa Sanín Cano que se trata más bien de etiquetas para su circulación en el mercado de los valores literarios. Desde el título mismo, el objetivo contra el cual se dirige la argumentacicSn es el nacionalismo como opositor cerrado a las ideas de modernización. Mante­ner una literatura nacional incontaminada de todo influjo extranjero, en el momento actual de la civilización, es no sólo imposible sino indeseable. Los esfuerzos por extender una especie de "cordón sanitario alrededor de las provincias literarias" son ineptos. El ensayista afirma que lo malo no es imitar autores extranjeros sino elegir mal los modelos. Sus­tenta no sólo la legitimidad de todas las corrientes literarias, sino también la conveniencia de abandonarlas cuando ya no las encontramos satisfactorias. El amor a la patria y la estre­chez de miras, con mucha frecuencia, resultan ser la misma

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cosa. En materias literarias, el patriotismo consiste en tratar de enriquecer la literatura nacional con formas o con ideas nuevas. De ahí que Sanín Cano emprenda su inteligente defensa de lo exótico.

Para el romanticismo, el exotismo estaba en los ambientes y los paisajes de los países lejanos, del oriente o del medio día. Para el modernismo existe una forma más trascendental de exotismo: el de las ideas, el de los estados del alma, el de los sentimientos inexplorados. El modernista no anda en busca de colores: tiene nostalgia de aquellas regiones del pensamiento o de la sensibilidad que aún no han sido explo­radas.

El punto fundamental en el argumento del ensayo es éste: "Los modernos que dejan su tradición para asimilarse otras literaturas se proponen entender toda el alma humana. No estudian las obras extranjeras solamente por el valor qrre en sí tienen como formas o como ideas, sino por el desarrollo que su adquisición implica. Lo otro, la imitación ciega, lo han hecho los humanistas, los letrados de todos los tiempos". En su polémica contra la tradición humanista del país, Sanín Cano sugiere que los clásicos imitan porque suponen que existen modelos eternos1. En esta forma de pensar consiste, básicamente, el carácter estático de nuestra tradición. Los modelos elegidos son casi siempre estrechos, o asumidos de manera estrecha. Es a eso a lo que el gran ensayista moderno llama nuestra "miseria intelectual". Una tradición que parece condenar a los suramericanos a vivir exclusivamente de Espa­ña en cuestiones de filosofía y de literatura. Con una formu­lación literaria muy cercana a la que empleará Borges tres

I. Años después, bien entrado el siglo XX, aún se escuchaban voces como la de Antonio Gómez Restrepo, que exigían una vuelta a los "modelos eternos" greco-latinos y a la tradición hispánica, un destino que "los escritores colombia­nos deben no olvidar", según él, pues les corresponde por naturaleza y esencia (La literatura colombiana. Biblioteca de Autores Colombianos, Bogotá, Im­prenta Nacional, 1952, págs. 164-166).

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décadas más adelante2, Sanín (Ano afirma: "Las gentes nue­vas del Nuevo Mundo tienen derecho a toda la vida del pensamiento". Y agrega que tampoco es conveniente dete­nerse en Francia, cuando la literatura rusa o escandinava, por ejemplo, presentan una riqueza tanto o más grande que la francesa. Escoger bien los modelos es lo que importa. Y nunca absolutizarlos. Todo modelo es relativo, al contrario de lo que pensaban los clásicos. Ycon un ojo crítico realmente sorpren­dente, el maestro Sanín ejemplificaba así: ¿Cómo escoger a Mendés en una literatura que tiene a Baudelaire? ¿Cómo es posible preferir a Daudet cuando se tiene a Flaubert? "Vivifi­car regiones estériles o aletargadas de su cerebro debe ser la grande preocupación, la preocupación trascendental del hombre de letras. Para este fin sirven a las mil maravillas las literaturas distintas de la literatura patria".

Ensanchar el gusto no es simplemente una cuestión de snobismo o de esteticismo. Para Sanín Cano representa una {posibilidad de explorar el alma humana universal, precisa­mente en aqucnos puntos cjue resultan mas oesconociuos para quienes están aprisionados en los límites de una sola cultura y una sola lengua. Sanín Cano era un convencido de la idea de Goethe: "Que bajo un mismo cielo todos los pueblos se regocijen buenamente de tener una misma ha­cienda". Es la hora de la literatura universal: comprender lo y obrar en consecuencia es, para los modernistas, entrar en la modernidad. Aun en ciudades materialmente aisladas del resto del mundo , como Bogotá en esa época, son necesarias las colonias intelectuales donde se fomente el espíritu mo­derno.

2. La formulación exacta de Borges se encuentra en Discusión y dice así: "Creo que nuestra tradición es toda la cultura occidental y creo también que tenemos derecho a esta tradición, mayor que el que pueden tener los habitantes de una u otra nación occidental" (Obras completas. Buenos Aires. Ed. Emecé. i974. pág. 272).

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El otro punto fundamental en la argumentación de Sanín (Ano es el siguiente: mientras se pensó en términos de tradiciones nacionales y de diferencias de razas, la literatura tuvo como fin servir a ia causa oci aislamiento y oe ia diferen­ciación nacional. Pero hoy, "la obra de arle ha venido a ser considerada como un fin y no como un medio". La literatura ya no es más un arma política ni "un recurso de dominación o de exterminio".

Parái, los modernistas fue de vital importancia poder pensar en términos de literatura universal y de espíritu universal del hombre . En todas partes, a lo largo del continente, enfrenta­ron este debate contra las diferentes tradiciones nacionalis­tas. En todas partes su cosmopolitismo fue tachado de desarraigo y su esteticismo de evasión. En Colombia, ia polé­mica se prolongó durante ias tres primeras décadas del siglo XX y en ella tomaron parte personajes tan intelectualmente agudos y radicales como Tomás Carrasquilla. No en vano, el ensayista de "De lo exótico" concluye su artículo citando a Paul Bourget cuando dice que sentiría vergüenza si se diera cuenta de que existe una forma de arte o de vida que le fueran indiferentes o desconocidas. Para Sanín (.ano, para los mo­dernistas, esta actitud es mucho más humana y más elegante cjue la del nacionalismo que pretende cerrar sus puertas a todo lo extranjero.

Pero ei rasgo más inquietante en la actitud de los moder­nistas, y particularmente en Sanín Cano, era su eclecticismo y su relativismo. No existen valores absolutos; toctos los valo­res, no sc'do literarios y estéticos sino también ios morales, están en devenir. La manera de entender el mundo , cíe apreciarlo, es ana cuestión de perspectiva, afirmaba Sanín ( 'ano, probablemente pensando en Nietzsche, {3ero sin citar­lo. La literatura no puede vivir e ternamente de los mismos valores. La experiencia acumulada de la humanidad, el co­nocimiento filosófico v científico, implican una modificación de las perspectivas morales v de su expresión en el arte. El malestar en ia cultura que hov se siente por donde quiera,

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nace de esta necesidad, no satisfecha, de "revaluar todos los valores", escribe Sanín aludiendo esta vez al "filósofo inmise-ricorde". Para esta tarea, nada mejor que confrontar los valores de la tradición con los que se expresan en las obras de otras literaturas.

II

Años más tarde, Ricardo Tirado Macías recoge el tema en un ensayo titulado "De la literatura nacional y del criollismo". Fue publicado el primero de enero de 1905, en el número 313 de FI Cojo Ilustrado, revista venezolana que tanta impor­tancia tuvo para la discusión y difusión de las ideas modernis-<^.„ „ „ . ^ , , „ „ » „ „ „ „ , , • ; „ , „ „ » „ T ^ „ „ , U : , Í „ T " : „ . , , i „ A T .-„„ : .. icva ran n u t j u o n j i u i n c i i i c . i t i i n u i c i i i i ic ie iu ivicteicts, q u i e n a

jorojíósito fue por un tiempo codirector de la Revista Gris, descree de las literaturas nacionales. Por encima de la lengua, dice él, hay otra cosa más honda y escondida que es el talento. Lo decisivo en lo oue se llama* arte nuevo no es tanto la manera de ejecutar sino la manera de sentir, pues la factura resulta del sentimiento artístico. Es inútil tratar de asimilar j)rocedimientos técnicos si se carece de la sensibilidad indis-¡Tensable para gustar de lo bello. Yejemplifica de esta manera: antes los pintores perseguían la línea severa y vigorosa; hoy prefieren la languidez del contorno, la rareza de lo inacaba­do. Hace cuarenta años privaba en lo musical el gusto por la melodía; hoy se ¡prefiere la armonía. Los endecasílabos ina­centuados o los alejandrinos con acentos en monosílabos fueron un sacrilegio y ahora cautivan a los oídos refinados. "Es el tiempo —concluye Tirado—, el t iempo en que vivimos sin apego a nada como verdad, como bien absolutos. De un Sí y de un No están colgadas nuestras hamacas ideales, por desgracia. Porque tener ideas de inconmovible asentamiento debe ser. entre las fortunas de la vida, la mayor. No haber sentido en el cerebro, allí en donde moran como reinas en sus tronos diminutos las ideas preconcebidas, los perniciosos

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efectos de los ácidos corrosivos, ha de ser inefable ventura. Beatus Ule. Es el tiempo en que vivimos, es este vendaval que se llevó todas las hojas y las flores del árbol del espíritu conturbado ante ei constante revaluar ideas que parecían incontrovertibles".

La metáfora del vendaval es en extremo diciente. Una imagen de desolación que surge cuando el mundo manso de la tradición, de lo recibido y conservado, se enfrenta al soplo destructivo de una filosofía relativista y permanentemente cuestionadora que pasa arrasando hasta los viejos cimientos. Vivir sin arraigo en nada como verdad y como absoluto: este desapego comenzaba a hacer estragos en las metas de algu­nos, pero la sociedad se mantenía, aparentemente, intacta. Y en ese desajuste, al que se refería en su escrito Sanín Cano, el poeta moderno pierde su conexión con el todo social y se arrincona en su singularidad orgullosa, como un desterrado. Que es la figura diseñada por Max Grillo en su artículo de la Revista Gris, citado anteriormente.

La coincidencia con Sanín Cano no es más que la manifes­tación de una profunda convicción ideológica, común a casi todos los modernistas. O a todos ellos, pues algunos casos, como el de Guillermo Valencia, quien fue un conservador en estética tanto como en política y mantuvo inalterado su apego a la "filosofía perenne", no pueden considerarse una excep­ción dentro del espíritu modernista sino una adhesión limi­tada a las apariencias formales'5. M o d e r n o sólo p u e d e llamarse, y aquí retomamos el artículo de Tirado Macías, quien refleja las angustias y torturas del vivir tormentoso de la época. Quien no haya padecido esas crisis, propias de la mente moderna, tratará, pero en vano, de hacer obra de arte representativa de; la época. Porque la cuestión no es de

3. "Soy conservador por estética", declaró Valencia, citado por Felipe Lleras Camargo (Estudios: edición en homenaje a Guillermo Valencia, Cali, Carvajal. 1976. pág. 376).

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factura, de procedimientos formales, sino de la más honda raíz ideológica.

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La superioridad de la poesía clásica sobre la poesía moder­na consiste, para muchos, en su capacidad para celebrar ideales de índole universal. De este tema se ocupa Max Grillo en un ensayo, "De ios poetas", cjue publicó en 1905, en el número 314 de El Cojo Ilustrado. La poesía moderna, dicen quienes la rechazan, ha perdido su fuerza para conmover multitudes, para adoctrinarlas y conducirlas a un fin deter­minado. Lía dejado de ser útil a las naciones. Los poetas clásicos cantaban lo que sentían los pueblos. Ei poeta moder­no canta io que siente el individuo aislado.

En este aislamiento radica, sin duda, lo esencial del debate. Cuando se aflojan los nexos sociales y comienzan a destruirse ios lazos cjue atan a ios hombres entre si para formar una familia, una patria, una humanidad, el poeta pierde toda garantía de expresar un sentimieno solidario y general. Aquí está la base histórica de lo cjue se llame') entonces "decaden­tismo", tal vez la palabra más utilizada a finales de siglo para referirse al arte moderno.

En el número 7 de la revista Trofeos, otra de ias excelentes publicaciones del modernismo en Colombia, dirigida por Víctor Manuel Londoño, aparece, en marzo de 1907, una reseña de ia traducción que hizo el poeta español Eduardo Marquina del libro Las flores del mal. El comentario incluye una larga cita del estudio de Gautier que sirve como ¡urólogo a ia obra de Baudelaire, precisamente- para respaldar una afirmación del reseñador, segrín la cual "la idea de decaden­cia corre unida al nombre de Baudelaire". Lo que Gautier se complace en destacar al respecto es cabalmente la relación del estilo de decadencia con lo anormal, io enfermizo, io cjue se sustrae a ia clara formulación v se retira hacia los límites

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del lenguaje. No solamente el sentir del individuo aislado, como decía Grillo, sino del individuo "depravado" y a punto de enloquecer. De ahí que el "decadente" se vea obligado a buscar las formas "en sus contornos más fugitivos y móviles", pues se trata de expresar el pensamiento en lo que tiene de más inefable, y de traducir "las confidencias sutiles de la neurosis, las confesiones de la pasión envejecida que se deprava y las alucinaciones estrambóticas de la idea fija que tiende a la locura".

Todo esto es lo que está en juego cuando se liga la palabra modernidad con la idea de "decadencia". Silva lo sabía muy bien y su novela De sobremesa intentó ser un breviario deca­dente en el sentido baudeleriano: expresión de las ideas y las cosas modernas en su "infinita complejidad y en su múltiple coloración", medias tintas donde se agitan "los fantasmas odiosos del insomnio", "los terrores nocturnos", "los sueños monstruosos", "todo lo más tenebroso, deforme y vagamente horrible que esconde el alma en el fondo de su más profunda caverna".

Por este camino, que es el que le señalan el simbolismo francés y el esteticismo finisecular de Inglaterra, va el moder­nismo al desencuentro del público más amplio, alejándose de él en busca de "las ideas nuevas con formas nuevas" y de las "palabras que no han sonado todavía". El protagonista de la novela de Silva es un poeta y afirma que no ha vuelto a escribir porque el público no puede entenderlo. Su concep­ción "decadente", singularizadora, de la poesía, lo lleva a ideas y formas que exigirían un"lector artista", un lector con la misma sensibilidad y los mismos nervios sobreexcitados del poeta1.

4. No habían pasado dos décadas tras la muerte de Silva, cuando ya Gómez Restrepo lamentaba los avances del gusto "decadente" entre los jóvenes "inicia­dos" y e' terreno cedido por la poesía declamatoria, dominante en Colombia durante casi todo el siglo XIX: "No está hoy de moda la poesía heroica y el

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IV

Uno de los escritores europeos más leídos, admirados y

citados por los modernistas colombianos fue Rémy de Gour­

mont . Un texto suyo, aparecido en El Gofo ilustrado, número

316, y titulado "El que no comprende", comienza así: "De

todos los placeres que puede procurarnos la literatura, el más

delicado es ciertamente éste: 'No ser comprendidos ' . Esto

nos vuelve a nuestro puesto, al delicioso aislamiento de que

inútil actividad nos había hecho salir; nos confina en nuestra

casa y nos obliga a tocar el violín sólo para las arañas, que ellas

sí son sensibles a la música"5. No todos los escritores fueron,

probablemente, tan despectivos como Gourmont; sin embargo,

lirismo oratorio tiene menos adeptos que hace veinte años. La juventud iniciada en nuevos cánones artísticos, rehuye el contacto con el alma colectiva y se complace en la expresión refinada y sugestiva de personalísimas y extrañas emociones. El público suele dejarse fascinar por el atractivo de estas sutiles impresiones, de estos no definidos estados del alma; pero cuando libre del peligroso hechizo vuelve a la realidad y presta el oído a los cantos robustos de otros poetas, cuya inspiración corre por los campos de la literatura patria, a la manera de los grandes ríos del trópico, vasta, solemne y profunda, revive el antiguo entusiasmo y los corazones se van detrás del vate que ha sabido conmover sus más hondas fibras, y tratar esos grandes temas, siempre antiguos y siempre nuevos, como Dios, la patria, la libertad, únicos que conmueven el alma popular" (Crítica literaria, Bogotá, Editorial Minerva, 1935, págs. 140-1).

5. Este escrito de Gourmont aparece ya citado por Rubén Darío, en sus "Palabras liminares" de Prosas profanas. Allí se menciona "la absoluta falta de elevación mental de la mayoría pensante de nuestro continente, en la cual i mpera el universal personaje clasificado por Rémy de Gourmont con el nombre de Celui-qui-ne-com.prend-pas. Celui-qui-ne-comprend-pas es, entre nosotros, profesor, académico correspondiente de la Real Academia Española, periodista, abogado, poeta, rastaquouer" (Obras Completas. Poesías. Buenos Aires, Edi­ciones Anaconda. 1958, pág. 188). Y Eduardo Castillo termina su poema "Profesión de fe literaria" con estos dos versos que son como un recuerdo a vuela pluma dei texto de Gourmont, al parecer siempre presente en la memoria de los modernistas: "Y como al olvido ya estoy resignado. / para las arañas toco mi violín".

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éste fue el aspecto más sobresaliente, más aparente, de la mode rn idad para un público habi tuado a otra clase de l i teratura. Silva, sin ir más lejos, fue objeto de una hostili­dad general por su manifiesto desprecio a una masa de lectores que él consideraba inepta e incapaz de e n t e n d e r su arte.

Sanín Cano respondía, en 1906, desde las páginas de la revista Alpha, números 8-9, de Medellín, a un lector indigna­do que lo acusaba de "desprecio por la gran masa del públi­co", haciendo una interesante distinción. El corresponsal había afirmado que "uno de los más enfadosos lugares comu­nes puestos en moda entre cierta clase de escritores por los modernistas franceses, es el decantado desprecio por la gran masa del público, lo que pudiéramos llamar la mesocracia intelectual, por todos aquellos mortales de hábitos ordena­dos, respetuosos de las leyes civiles y de las conveniencias sociales, a quienes se llama burgueses, filisteos y con otras designaciones más o menos despectivas". Sanín Cano replica diferenciando entre "mesocracia intelectual" y "gran masa del público". Ésta última comprende la parte del pueblo que no lee o que lee poco y el gran crítico declara que le parece más digna de respeto en sus apreciaciones que la mesocracia intelectual o clase media "medio letrada". El pueblo, afirma, carece de dogmas retóricos y es por ello más fácilmente educable y mejor dispuesto para el verdadero arte. La meso­cracia, en cambio, adora la retórica, es elocuente, sentimen­tal, intolerante y propensa a todo contagio literario. A esos mortales, ordenados en su vida práctica y respetuosos de la ley civil y de las convenciones sociales —declara el modernis­ta— no los desprecia: simplemente, lo tienen sin cuidado. Son los que no ent ienden nada, excepto lo que halague "el sentido común de los imbéciles". No por nada lo llamó alguien "El heraldo feroz de Zaratustra".

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V

"Para los hombres de letras, son los lugares comunes las gradas de la popularidad", había escrito Sanín Cano en 1888, refiriéndose a la poesía de Rafael Núñez, en un artículo que marcó época por su virulencia. Allí aparece la expresión "turbas semiletradas" que fue, como sabemos, una consigna de los modernistas en su batalla contra el conformismo y la tradición. Afirma Sanín que hay dos clases de escritores: los que halagan a sus lectores empleando el lenguaje y las ideas en boga, reconocibles para la mayoría, y con ello obtienen el aplauso general. Son los que, en sus palabras "arrullan sabro­samente" al público, cantándole lo que él cree sentir. "Espe­culadores del lugar común" los llama el implacable crítico, y entre tales especuladores concede un lugar prominente a Rafael Núñez. La otra clase de escritores, los verdaderos, no se cuidan del público y si alguna vez ob t ienen la estima de éste, no se debe , por lo general , a razones válidas sino a algún equívoco derivado de oropeles formales. Tener sólo un círculo reducido de admiradores y recibir las pedradas de la mul t i tud comienza a ser por entonces , también en Colombia, el sello inconfundible del genio artístico. En Francia esto había comenzado cuarenta años antes, con Baudelaire. Es él quien se lanza dec id idamente a escribir "contra todos sus lectores". De él afirma Sartre que "vende sus producciones pero desprecia a quienes las compran y se esfuerza por decepcionar sus deseos; da por supuesto que vale más ser desconocido que célebre y que el triunfo, si llega por casualidad en la vida, se explica por una equivo-cacion ().

Los escritores del primer grupo desarrollan, según Sanín Cano, una "triste sagacidad" de explotadores. Su mina se

6. Jean Paul Sartre, ¿ Qué es la literatura?. Buenos Aires, Ed. Losada, 1950, pág. 121.

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llama "lugar común" y de allí extraen un falso metal que venden a las "gentes menos entendidas" como si fuese oro puro. Tal es, por ejemplo, la popularidad fabricada por Núñez como "poeta filósofo". El escepticismo se había puesto de moda y se consumía con igual fervor que la religiosi­dad católica unos años antes. Núñez lo dispensa sagazmente —así lo ve Sanín— en poemas como "Que sais-je", donde la duda no es sincera ni alcanza la profundidad de una verdad sujetiva. Se reduce a ser un "utensilio" para atraer mentes ingenuas.

"El arte en su más honda concepción es comida indiges­ta para el mayor número": ésta es quizás una de las formu­laciones más extremas de la cuestión que venimos examinando. Igual que en Francia hacia 1850, esta contra­dicción de la poesía con el público medio no puede disi­mularse e irrumpe en escena con violencia. Lo que Sanín llamaba "mesocracia intelectual semiletrada", el peor sec­tor del público para los modernistas, es precisamente el grupo social que se siente más directamente injuriado por los nuevos poetas. Sartre ha advertido que, a mediados del siglo pasado, los escritores franceses comenzaban ya a distinguir un "público virtual" en las capas sociales deno­minadas con el título genérico de "pueblo". Ya vimos cómo Sanín Cano manifestaba esa misma esperanza en Colom­bia: el pueblo iletrado, el que no lee, desprovisto por ello mismo de dogmas retóricos, podría constituir un público mejor para la nueva literatura. Para ello habría que confiar en los progresos de la instrucción gratuita y obligatoria. Esa promesa de un lector futuro espera todavía su cumpli­miento. Los modernistas siguieron apegados a la idea del "grupo selecto", del "círculo selecto de los exquisitos" y proclamaron que el camino de la celebridad no estaba sembrado de flores ni tampoco de espinas sino simplemen­te empedrado de lugares comunes.

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VI

Entre tanto, la "mesocracia intelectual", la que se considera a sí misma "burguesa", tiene sus exigencias a la literatura, ligadas, precisamente, al "lugar común". Pero sus mejores formulaciones no son tan simples ni tan torpes como podría preverse por los ataques de Sanín Cano. A los jóvenes escri­tores que se han dejado "seducir" por las "exageraciones" del "nuevo evangelio del arte", por la "escuela delicuescente de Baudelaire y los simbolistas á outrance del artificioso y enig­mático Mallarmé", un crítico de la época, Félix Betancourt, los exhorta de esta manera: "conservando de ese procedi­miento la libertad y la audacia, el culto por la forma exquisita, la inspiración y el verbo, darán vida en el arte, expresiva y clara, al alma moderna, traduciendo —de un modo preciso— la complicación de las ideas y los matices infinitos del senti­miento, en una forma comprensible para toda inteligencia cultivada y sana, si se renuncia a proseguir el diálogo de la quimera y la esfinge..." (Revista Alpha, No. 21, Medellín, septiembre de 1907).

La función de la poesía, para Betancourt, es, como se ve, traducir la experiencia del hombre "moderno" en una forma a la vez "exquisita" y "clara", entendiendo este último adjetivo en un sentido muy preciso: "comprensible para toda inteli­gencia cultivada y sana". Los calificativos de la cita parecen escogidos muy cuidadosamente: el hombre sano y cultivado n o es otro que el burgués medio. Él constituye el público "natural" de la literatura en cualquier país civilizado. Todo lo que él no entiende, lo que esté por fuera de su alcance, es un diálogo entre la esfinge y la quimera, como la poesía de Mallarmé, modelo por excelencia de lo "enigmático" y lo "artificioso", negación de todo lo claro y lo sano. Aquí bien vale la pena traer a cuento un comentario de Sartre, según el cual la exigencia burguesa a la literatura consiste en que ésta le ayude a "digerir" su experiencia del mundo , propor­cionándole de él imágenes normales y tranquilizadoras; la

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rechaza, en cambio, cuando lo que le ofrece es una impresión de extrañeza y opacidad.

Hay en la poesía moderna, según lo ve el crítico de Alpha, un orgullo malsano de "aristócratas del arte que no consien­ten en rebajar el precio divino de su obra" para hacerla accesible a la multitud. Véase que el reproche tiene muy claras connotaciones de clase: "rebajar el precio" es excelente como expresión burguesa para atacar desde una posición democrática al enemigo calificado de "aristócrata". Éste no lo rebaja porque lo considera "divino". Los términos de la discusión no podían ser más explícitos.

Los Verlaine, Baudelaire y Mallarmé son artistas verdade­ros, no obstante la exageración de su estética personal, afirma Betancourt. Pero el camino que trazaron es eqrúvocado. La flexibilidad, la riqueza y audacia que aportaron a las formas de expresión no compensa por los funestos extravíos de sus inteligencias "perturbadas". El deseo de originalidad los llevó al rebuscamiento de sensaciones malsanas, a Ea corrup­ción del cuerpo y del espíritu, a la despreocupación por el valor moral de la obra literaria. Los jóvenes escritores de nuestro país harán bien en apreciar las cualidades sin dejarse seducir por los excesos. El verdadero modernismo no consis­te en torturar la inteligencia y los nervios, en extremar la perversidad de la sensación para encontrar lo nuevo, sino en traducir, en formas renovadas, modernas, el espectáculo de nuestras costumbres, la belleza de la naturaleza que nos es familiar, y leer en el interior de las almas las complejidades de pensamiento y sensibilidad que trae la vida moderna . Para el crítico ant ioqueño, este arte libre y renovador ya estaba en camino, en ese momento , en Hispanoamérica. Sus realizado­res se llaman, según él, Rubén Darío y Leopoldo Lugones, dos poetas que él p ropone como paradigmas de modernidad, no sólo a los "decadentes" colombianos, sino a los mismos realistas que , en su opinión, descuidan con frecuencia la perfección del arte por buscar la sinceridad de la expre­sión.

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No está demás consignar lo que Félix Betancourt entendía por realismo. En esa categoría incluye todas aquellas obras en las que "aparece el hombre con sus pasiones, sentimientos e ideas, y la naturaleza apreciada con una justa visión de su sentido exterior o íntimo", para lo cual es preciso que la obra no sea "fruto del capricho y del artificio" sino que encuentre sus "raíces en las luchas constantes de nuestra condición y en el cuadro de la naturaleza circundante". Se diría un discípulo temprano de Georg Lukács, si estas ideas no hubieran sido expresadas tres décadas antes de que el teórico marxista del realismo formulase su propia concepción. Y para una más sorprendente coincidencia, léase la lista de autores que Be­tancourt incluye como representantes del "arte verdadera­mente realista": "desde Homero y Lucrecio hasta Goethe; de Cervantes y Shakespeare a Balzac y Zola". El maestro húngaro sólo habría excluido el último nombre .

Vil

Uno de los libros más consultados y esgrimidos por nues­tros modernistas colombianos fue el célebre Essais de Psycho­logie Gontemporaine de Paul Bourget. Esta obra se constituyó en una especie de breviario para Silva, Valencia y Sanín Cano. Era para ellos, en palabras de Maya, "su profesor de ciencia sicológica, el intérprete de su tiempo y el amable guía que hubo de llevarlo (s) por todos los círculos de la conciencia humana"7 . Allí aprendieron, sobre todo, sus nociones sobre lo que se entiende por decadencia y cómo ésta se ejemplifica en Baudelaire. Bourget les había dicho que es la sutileza del pensamiento, la morbidez de la sensación y la singularidad de la forma lo que hace ininteligible el estilo de los decaden-

7. Rafael Maya, Los orígenes del modernismo en Colombia. Bogotá, Imprenta Nacional, 1961. pág. 69.

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tes. "Nos deleitamos en lo que vosotros llamáis nuestras corrupciones de estilo y deleitamos con nosotros a los refina­dos de nuestra raza y de nuestra hora. Falta saber si nuestra excepción no es una aristocracia, y si, en el orden de la estética, la pluralidad de los sufragios representa otra cosa que la pluralidad de las ignorancias"8.

El contrapunto aristocracia-democracia no deja de resonar en este debate. La tendencia a integrar una especie de sociedad simbólica de espíritus selectos, de refinados, es tan evidente entre los modernistas americanos como entre los franceses. "Desde la cumbre gloriosa en que se habían situa­do veían con desdén la pobre multitud de poetas y escritores que melancólicamente aún transitaban por los viejos sende­ros"9, comenta con la amarga ironía de los excluidos don Luis María Mora, escritor de secta conservadora y adversario en­conado de los "decadentes". El odio de Mora por las sutilezas y las novedades de los modernistas sólo era comparable al desprecio de Sanín Cano por el lugar común. Frente a la cofradía de improvisadores y espontáneos a que pertenecía el primero, el círculo de los "estetas" debía parecer de una insolencia intolerable. Como toda sociedad simbólica, ésta estaba hecha de exclusiones. Curiosamente, la tertulia de Mora, contraria en todo al grupo de los modernos, se deno­minaba La Gruta Simbólica, y su objetivo fundamental era conservar la "genuina tradición castellana, la cual se oponía a la escuela decadente".

En sus análisis sobre la poesía de Baudelaire, Bourget señalaba que la extrañeza es un elemento indispensable de la obra artística y que la belleza es siempre un poco singular. Sin asombro no hay efecto estético, no se produce el "sorti-

8. Traducido de Paul Bourget, Essais de Psychologie Contemporaine, París, Plon-Nourrit, 1901, págs. 28-29.

9. Luis María Mora, Los contertulios de la Gruta Simbólica. Bogotá, Ed. Minerva, 1936, pág. 134.

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legio poético". Místico y libertino, Baudelaire era además un analista de la conciencia. Su cerebro descomponía las sensa­ciones con la precisión de un prisma al descomponer la luz10. Razonamiento y éxtasis convivían en esa obra inquietante, modelo de modernidad. Silva y Valencia tuvieron muy en cuenta estas enseñanzas. Ambos intentaron mantener unidos los dones de la inteligencia y de la sensualidad. En dosis diferentes, la obra de esos dos poetas manifestó la morbidez de las sensaciones, el escepticismo delicado y la inconstancia del dilettantismo que son rasgos esenciales de la decadencia, según el maestro de los Essais.

Es innegable que la pretensión aristocrática y los manifies­tos antidemocráticos en el campo del arte y la literatura terminaron por volverse un lugar común. Ese falso aire de superioridad no correspondía, con demasiada frecuencia, a n inguna realidad artística y sí a una pose que provocó encen­didas reacciones. Véase, por ejemplo, este fragmento de una reseña aparecida en El Cojo Ilustrado, firmada por A. Fernán­dez García. Se hace referencia en ella a ia revista hondurena Esfinge, que publicaba el poeta Froilán Turcios, con el afán de divulgar en sus páginas lo más selecto de la literatura francesa de fines de siglo, desde Flaubert hasta los Goncourt . El reseñador comenta: "su labor es una labor de artista y su propósito es educar los bastos nervios del público, dándole a gustar las obras más finas y a la vez más altas. Ésta, a nuestro modo de ver, no pasa de ser una ilusión de poeta. Tratar de educar al público, en estas repúblicas tan odiosamente demo­cráticas en su gusto literario, es trabajo efímero y predicar en desierto. Cuatro o cinco almas verán la nobleza de su obra, pero la legión estulta encogerá los hombros desdeñosamen­te. La aristocracia del arte es su único galardón".

Podría pensarse que se trata de una defensa del escritor contra la hostilidad del medio. Se siente "descastado" y de allí

10. Paul Bourget, op. cit.. pág. 8.

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su necesidad de crear una "casta" apartada de la vulgaridad de la clase social a la que realmente pertenece. Esa separación es meramente simbólica. De hecho, en Colombia no se produjo el fenómeno francés de una ruptura radical, como la que llevó a Verlaine a la mendicidad, o a Rimbaud al autoexilio y la ferocidad de su destino, o a Lautréamont a las fronteras de la locura. Silva fue un comerciante de oficio hasta el final de su vida, y quizá no tan inepto en el manejo de los negocios como podría pensarse. Si bien fue alternativamente un poeta que detestó al burgués y cuyo suicidio atestigua que llevó esa contradicción hasta sus últimas consecuencias. Sanín Cano ejerció en varios empleos, diferentes de escribir, su talento de hombre práctico, en nada inferior al más competente de los administradores. Integraban una sociedad espiritual que pretendía levantarse por encima de las mediocres circunstan­cias reales, hacia un lugar privilegiado cuya denominación más aproximada era para ellos "aristocracia del arte". Su enemigo no podía llamarse de otra manera sino "democracia del gusto". Con Bourget pensaban que la mayoría de votos en el arte no podía representar sino la ignorancia de las mayorías y que ser excepcional es pertenecer a un orden superior, por encima de las diferencias sociales. Lo que representó Poe para Baudelaire, significó éste para Silva, al igual que Nietzsche para Valencia: un culto de iniciados y una filiación mística a esa "casta" superior que rebasa toda fron­tera geográfica e histórica.

VIII

Una y otra vez se plantea la pregunta: ¿qué tiene que ver la decadencia en el arte y en la vida con los países apenas nacientes de América Latina? Se entiende la decadencia en Europa, como producto de viejas y cansadas civilizaciones. Pero, en América, en naciones incipientes y semicultas, ¿cómo puede explicarse el florecimiento de un arte refinado y sutil?

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Éste es el tema, entre otros, de las famosas 'Homilías" de Carras­quilla. Y el blanco más común del ataque contra el modernis­m o en Colombia.

Para muchos no fue más que "cuestión de moda", un reflejo de imitación que, en poco tiempo, estabaya en camino de "caer en la vulgaridad", segrín sentencia de Saturnino Restrepo desde las páginas de El Montañés (No. 15, febrero de 1899). Acusar a los decadentes de "vulgares" por la repe­tición de lugares comunes, de "recetas", es precisamente un golpe de gracia. Llamar "adeptos" a quienes se vanagloriaban de su individualismo y echarles en cara que reducen la poesía a "fórmula preestablecida" cuando su pretensión era, por el contrario, la mayor originalidad, es situar el debate en su punto más agudo.

Ei escritor venezolano Pedro Emilio Coll, director de la revista Cosmópolis, reclamaba una mirada más benigna para los decadentes de nuestras tierras: "Tal vez visto con mejores intenciones y más comprensivamente, sea un hermoso espec­táculo el que ofrecen en America algunos espíritus que afinan y cultivan su sensibilidad en medio de las más ásperas y rudas costumbres. Tal vez la nombrada 'decadencia ' ameri­cana no sea sino la infancia de un arte que no ha abusado del análisis, y que se complace en el color y en la novedad de las imágenes, en la gracia del ritmo, en la música de las frases, en el perfume de las palabras, y que, como los niños, ama las irisadas pompas de jabón"11. Pero adversarios como ei crítico de El Montañés no admiten reclamos de benignidad. Si en Francia el fin de siécle ha producido "una neurosis general superaguda", como consecuencia de la tensión nerviosa a que somete la civilización a la masa de los hombres, no es extraño que tal situación se revele en las letras y dé como resultado a los Verlaine y a los Huysmans. Pero en Colombia,

1 1. "Decadentismo y americanismo", incluido en El modernismo visto pol­los modernistas, comp. Ricardo Gullón, Barcelona, Guadarrama. 1980, pág. 85.

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la situación es distinta: "con nosotros, los colombianos, ei caso entendemos que no es de enfermedad sino de vicio y, io que es más deplorable, de vicio de educación. No es la neurosis; es el snobismo". Con excepciones, se trata, según Restrepo, de "sensibilidades fingidas", de "necios" que se dan "aires interesantes de hiperestésicos, de degenerados, de héroes de novela". Con excepciones —afirma— y éstas son, básicamente, Silva y Valencia. De éste último, por ejemplo, dice, coincidencialmente acaso, io mismo que Gautier dijo de Baudelaire: que su amaneramiento era 'natural", era su modo de ser. "Ei tiene el derecho de ser decadente en poesía — escribe—, como So tiene un nictálope de abrir los ojos en la noche para ver entre las sombras" {El Montañés, No. 16, marzo de 1899). En cuanto a Silva, el crítico se esmera en demostrar que no fue un decadente. Era "un tipo de neuró-sico, un enfermo de arte" y como tai, pudo haber sido un decadente "por la naturaleza de su temperamento". Tuvo m u c h o en común, según Restrepo, con Baudelaire y en esto se acoge al análisis que Bourget dedica al poe ta fran­cés en sus Essais. Silva fue un buscador de formas raras para sensaciones igualmente raras. "Solicita una expresión nue­va para lo cjue siente, como debe solicitar la o rqu ídea también nueva, la última curiosidad de ios ja rd ines , para el ojal de su frac". Como los simbolistas, insinúa sin comu­nicar c laramente . Los decadentes lo r e d a m a n como suyo, pero no lo era, pues "en el fondo estaba el drama", y aquí parece estar lo esencial para ei crítico. La sensibilidad de Silva era "cálmente excepcional , su d rama inter ior era autént ico y su talento poético ve rdaderamente original. No era un rebuscador, era un"raro" . Los decadentes lo han tomado jjor modelo y amenazan imitarlo en todo, "menos en ei suicidio". Se le ha plagiado, sobre todo, en lo que hay de ext raño e inusitado en sus versos. "Toda la admiración —concluye Restrepo— ira sido para ei ánfora, en tanto que aden t ro hervía en fermentación activa ei vino generoso de las ideas v de las pasiones".

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Silva mismo tuvo actitudes contradictorias con respecto al "decadentismo", que explican la ambigua percepción que se tiene de su figura al respecto. "Un filósofo engastado en un petimetre", lo definió Pedro Emilio Coll, después de descri­birlo "la caña en una mano, los guantes en la otra, la gardenia en el ojal, perfumado con opoponax, brillante el pelo". El círculo de la revista Cosmópolis, especie de capilla decadente en Venezuela, recibió la noticia de la llegada de Silva a Caracas con juvenil exultación. Después de leer el "Noctur­no", su "música de oro y azul oscuro", como si fuese la realización suprema del arte decadente, esperaban adecuar la obra de la imaginación a la existencia real del autor. Y no fueron defraudados. Su aureola incluía desde la leyenda

equívoca del amor por su hermana Elvira, hasta una supuesta r,w,-,r.*„A „ r .„ iv/r^ii^v-^-í A „ „ , , ; „„ u r . u c ..r.„;u;A^ . . „„ ^,,,„.,^i.. ¿ l i l i l ^ L í l V l l ^ W l l LMtXllíXL 1 1 1 L , VIV. Ll L i l i l í HCXUICX 1 L, L. 1IJ1 VA W Lt l l íX L Í U U L l d

en tintas de varios colores como respuesta a una orquídea que Silva le había enviado.

¿Cómo veía el autor del "Nocturno" al g rupo de los decadentes venezolanos? En carta a Baldomcro Sanín Cano desde Caracas, en octubre de 1894, comenta: "como en todas partes sucede, hay un grupo cosmópolis que toma té, se lava con Pear's soap, se viste en Londres , lee a Bourget , etc. Eso bien visto no es interesante y lo encuen t r a usted en toda capital". Habla de los "rubendaríacos", "imitado­res de Catulle Menciés", y señala que el sello característico de su producción literaria es la imitación de alguien, por falta de "vida interior" y, por consiguiente, de "necesidad de formas personales". Su crítica está, pues, del mismo lado y exhibe los mismos argumentos de quienes atacaban al decadent i smo. Ni una sola página, dice, ni una sola l ínea rea lmente "vividas, sentidas o pensadas". El mismo año en que fue escrita esta carta apareció, en El Heraldo de Bogotá, el célebre poema paródico "Sinfonía color de fresa con leche", dedicado "A los colibríes decadentes" , d o n d e el adjetivo " rubendar íaco" vuelve a hacer su aparición como sinónimo de decadente .

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A mediados de 1894 había comenzado a aparecer la revista venezolana Cosmópolis. La presentación del número 10, mayo de 1895, firmada por P. E. Coll, es bien diciente, más si se proyecta sobre las críticas ya transcritas de Silva: explica los porqués de la tendencia cosmopolita de la publicación; no se trata, dice, de "fatuo snobismo", ni de "garrulería presuntuo­sa de rastaqouére muy a la moda" sino de algo más serio, de una auténtica necesidad interior que impele a explorar en las literaturas extranjeras "no sensaciones sino ideas", solu­ciones a problemas, horizontes para la inteligencia, univer­salidad. "Es una labor más bien ética que estética la que acometemos". Y más diciente aun: esta página editorial insiste en una idea de solidaridad social al servicio de la cual debe ponerse la literatura, según el autor. Zola y Tolstoi aparecen mencionados como modelos. Los "cimientos de la sociedad futura", se dice allí, se están p o n i e n d o conjun tamente por manos de la clase obrera y de los pensadores y hombres de letras. Tal es la solidaridad a la que se refiere el art ículo. Insospechadamente , la proclama decaden te se torna en su contrar io: en proclama social y en propuesta de alianza ent re los artistas y el prole tar iado para construir u n a nueva sociedad. Razón tenía al precisar, en su ensayo "Decaden­tismo y americanismo", cjue "lo que se llama 'decadentis­m o ' en t r e nosotros no es quizá sino el romant ic ismo exacerbado por las imaginaciones americanas", y en cuan­to al ideario, lo resumía en esta breve fórmula: individua­lismo en literatura, l ibertad del arte, a b a n d o n o de las fórmulas enseñadas, personal originalidad. Todo el que profese la sinceridad artística, concluye, estará dispuesto a aceptar este programa.

En Colombia predominó, sin interrupciones, la idea de oposición entre poesía moderna y solidaridad social. Ni Silva, ni Valencia, ni Londoño, ni (Astillo, tuvieron dentro de sus proyectos estéticos el de dar voz a sentimientos y anhelos colectivos. Carrasquilla fue uno de los cjue más duramente censuró esa posición de los modernistas colombianos, que no

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fue necesariamente la de tocios los congéneres del continen­te. Darío y Lugones, por citar sólo dos ejemplos, ampl iaron su registro hasta alcanzar resonancias sociales, sin ceder lo más mín imo en sus presupuestos estéticos. Precisamente en respuesta a Carrasquilla, en una "Contrahomil ía" publi­cada en Alpha (Medellín, mayo de 1906), Max Grillo acen­tuaba el carácter aristocrático de Sa poesía de Silva. Decía del "Nocturno" que era "esencialmente decaden te" y que, en consecuencia, nunca sería popular. "Dios nos libre •---añadía— de los poetas cuyos versos son todos canta­bles al son del tiple y la bandola" . Nada dice de los versos recitables, pero es ele suponerse cjue clasifican en la misma categoría. Y hoy se sabe qué tan recitables son los poemas de Valencia e, incluso, los de Silva. Y qué tan profunda-m £*T\ iar7i n p r í P T I / ^ r ! f± r n i i n n r ' . i n t p u n fi /=> TTI i~\r\ l u v m v . p v i L V , I I V , L I V . I V I I , H C I I U H I L ' . . L*. J. I L i v . . i u p \.s ,

popular. Siempre se dijo, y todavía hoy se repite, que hay una

palmaria incompatibilidad entre el florecimiento de una literatura tan refinada y exquisita como la de ios moder­nistas y las condiciones histórico-sociales del país en ese momento. "En Colombia sucedió un curioso fenómeno. digno de anotarse toda vez que se estudie la corriente modernista. Esta modalidad literaria tuvo su florecimiento mas extraordinario, y desperté) los más apasionados fervo­res en momentos en cjue, dividida la nación en dos bandos implacables, la guerra civil se extendía sobre todo e! haz de la república. En aquellos días aciagos, cuando llegaba .hasta Sos cenáculos el eco de los episódicas sangrientos. nuestra literatura alcanzó el más alto grado de refinamien­to, y la extravagancia uno su templo y sus admiradores". La afirmación anterior se encuentra en un articula de M. A. Carvajal, "El modernismo literario en América Launa", publicado en la revista Cultura de Bogotá en marzo cíe 191 5. Todo parecería indicar que estos países "incipientes" v "serricultos" eran los menos propicios para la aparición de una literatura sutil y complicada como la de los mocler-

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nistas. Sin embargo, Carvajal sostiene una tesis verdadera­mente paradójica: el contraste entre las clases cultas y las masas que vegetan en la más extrema ignorancia, la monoto­nía de la vida ordinaria asaltada a intervalos por motines y revoluciones frecuentes, la "abulia de la raza" y la "lan­guidez" que produce un paisaje de natural exuberancia, la deficiencia y superficialidad de la instrucción son todos factores qtie "fomentan el análisis desprovisto de método, excluyen la continuidad de esfuerzo que exige el cultivo de la literatura clásica, conducen a la desordenada lectura de poetas y literatos de diversas lenguas, a la exaltación imaginativa, a la exageracicm de las tendencias, a la fina percepción de los matices, a la creación fragmentaria y múltiple, a la delicuescencia emocional, en fin, a una literatura decadente". La teoría de Taine, que si alguna vez pareció francamente desmentida en su presupuesto de una fatal concordancia entre medio y creacic'm artística, lo fue sin duda en estas democracias turbulentas que pro­crean, según F. García Calderón, escritores de estilo precioso, poetas refinados y analistas, resultaría com­probada, con los argumentos de Carvajal, por la vía más indirecta y tortuosa. El decadentismo no sería esa cosa exótica, en abierta pugna con el medio, sino el producto "natural" del mismo, dados los supuestos de tal análisis. Mezclando elementos sociales como la educación, natu­rales como el entorno geográfico, raciales e, inclusive, políticos e históricos, el articulista llega a una conclu­sión de todas maneras nada convincente.

En el otro extremo, más persuasivo por la seducción de su gracia v su estilo, Tomás Carrasquilla asegura que toda flor decadente cpie se dé en estas tierras es flor de inver­nadero, obtenida por medios artificiales, pues el ambiente-no da para tales "chifladuras" y excentricidades. Puesto que ninguna analogía es posible encontrar entre Medellín v París, puesto que alguna diferencia va del alma de los franceses a la de los colombianos, y más aún del carácter

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y el es tado de cu l tu ra de la u n a a la o t ra , Carrasqui l la concluye q u e la inf luencia na tu ra l del m e d i o ha sido sust i tuida, a r t i f ic ia lmente , po r la inf luencia y suges t ión de los l ibros ex t ran je ros . Ni s iquiera Bogotá sería, según el novelista a n t i o q u e ñ o , tierra propicia para tales tras­plantes. Y si la j a rd ine r í a decadentis ta ha logrado algún resultado, ha sido por medio de incubadoras e invernácu­los. El modern i smo es, para Carrasquilla, un proceso anti­natural , violatorio de "las leyes inmutables de la vida". Sin embargo , lo que este autor condena con el n o m b r e de decadent i smo no coincide exac tamente con lo que hoy en t endemos por l i teratura modernis ta . Sus objeciones van dirigidas a la imitación de los autores europeos en tonces de moda, no cont ra los cambios formales o cont ra la novedad en sí. Carrasquilla tenía una concepción muy c laramente histórica de lo literario y se compor taba como un enemigo de las verdades absolutas, tanto o más que los mismos modernis tas . El núcleo esencial de su pensamien to se sostenía soure una concepción universal del h o m b r e , expresada en cada caso bajo las apariencias regionales y de época cor respondientes a cada escritor y a cada obra. Habr ía suscrito, por ejemplo, los principios que P. E. Coll formuló como ideario del decadent i smo. No así los que Max Grillo consideraba básicos de esa tendencia : fatiga con lo existente y búsqueda de originalidad, cultivo de la sensualidad y ref inamiento de las emociones, interés por el detalle con pr ior idad sobre el conjunto, l ibertad indivi­dual en menoscabo de autor idades y modelos , cosmopoli­tismo y debi l i tamiento de las nociones de patr ia y raza ("Literaturas en decadencia", en Revista Contemporánea, Bogotá, No. 2, noviembre de 1904). Individualismo, liber­tad y expresión personal serían u n a adecuada formulación de lo que Carrasquilla en tend ía por "mode rno" en litera­tura. Cosmopoli t ismo, ref inamiento y sensualidad como programa le resultaban no sólo ajenos sino chocantes . Prefería a Silva; encon t raba artificioso a Valencia. Hoy no

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LAS IDEAS MODERNISTAS EN COLOMBIA

vemos a Carrasquilla tan lejos del modernismo; lo que él rechazó como decadentismo nos sigue pareciendo, casi siem­pre, el lado verdaderamente caduco de ese movimiento12.

12. "A más de este poder mágico de hacer surgir la palabra con todas sus cualidades de ente vivo y soberanamente libre, poseía Carrasquilla la virtud maravillosa del ritmo de la prosa (...) En Carrasquilla había una correspondencia armónica entre el sentido de las voces por él usadas y su secreto valor prosódico. Es arriesgado en su prosa cambiar la posición de una palabra. Se corre el riesgo de trastornar el valor sugestivo, la significación íntima de la frase". En estas apreciaciones, escritas por Sanín Cano en 1952, la obra de Carrasquilla aparece juzgada con categorías que pertenecen evidentemente al modernismo: libertad, ritmo, armonía entre el sentido de las palabras y su valor prosódico, poder mágico y sugestivo. Es decir, exaltada por sus cualidades estéticas, inde­pendientemente de los atributos realistas que ios críticos acostumbran resaltar en ella.

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"El arte verdadero", escribió Sanín Cano en su célebre artículo "Néiñez poeta" publicado en La Sanción el 21 de abril de 1888, es el arte "sin mezcla de tendencias docentes", "el arte por el arte", el que "antepone el sentido de lo bello a toda otra clase de consideración"1. Era, probablemente, la primera vez que se argumentaba de esta manera en Colom­bia, poniendo la belleza como objeto exclusivo del arte, excluyendo cualquier finalidad docente y utilizando un con­cepto tan extraño a la tradición literaria colombiana como el de "arte por el arte". Años más tarde, en su aun más radical ensayo "De lo exótico"2, insiste Sanín en que el arte ha de ser considerado un fin en sí mismo y no como un medio. Y, con la intención de trazar una frontera entre la literatura moder­na y la tradición, afirma que el arte ya no podrá ser utilizado como "un recurso de dominación" ni como un servidor de

1. En este número de La Sanción aparece solamente la primera parte del artículo. Puede leerse completo en Escritos, Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura, 1977. págs. 41-64.

2. Revista Gris, Bogotá. No. 9. septiembre de 1984, págs. 281-292.

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cansas políticas. El argumento más enfáticamente subrayado contra Núñez es jjrecisamente ése: "para él, el arte, más que otra cosa es un utensilio político de que ha hecho uso con muy buena pro", algo que, sin duda, podría afirmarse de cual­quier escritor de la época, con la posible excepción de Silva. Sin olvidar que tan venerable tradición se prolonga, invenci­ble, hasta nuestros días.

La sensibilidad jíara la forma artística en sí misma, tomada como "una flor inútil", lo bello en su autonomía respecto de toda finalidad moral, religiosa o política, se presenta como el sello mismo de la modernidad, en contraposición al concep­to de "lo verdadero en lo bello", sostenido por Tomás Carras­quilla en su primera "Homilía". Y en contradicción abierta con las posiciones escolásticas del otro adversario implacable del modernismo en Colombia, Luis María Mora: "La verdad —escribe Mora— es lo que buscamos en los escritores gran­des y pequeños. Es ése el pan con que queremos nutrirnos, y si él falta en los libros, de nada nos sirven nuestras largas horas de vigilia. La verdad, o por lo menos el deseo de buscarla en las cosas y en nosotros mismos, entre el confuso vaivén de nuestras sensaciones, es la marca de fuego que hace duradero el pensamiento de los hombres de genio'"'. Las concepciones de Carrasquilla y de Mora parecerían idénticas a primera vista, pero difieren radicalmente. AI novelista ant ioqueño habría que ponerlo hoy, y ya no hay paradoja en ello, mucho más cerca del lado modernista que de la orilla opuesta pomposamente denominada por Mora "humanismo clásico". Para Carrasquilla, lo "verdadero" es la fidelidad a la realidad, a la vida cambiante y múltiple; para Mora, es la fidelidad a un principio eterno, teológico, cjue imjjlica la sujeción del arte al dogma y a la ortodoxia religiosa: "sólo es bello lo que siempre es bello", afirma Mora con un laconismo digno de

3. Luis María Mora, Los maestros de principios de siglo, Bogotá, Ed. ABC, 1938, pág. 92.

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una sentencia eterna1. Para él carecía de sentido la pregunta de algunos de sus contemporáneos: "¿cómo ser moderno?" Y más aún la imagen baudeleriana de la modernidad como una rueda cjue gira sin cesar. No se le habría ocurrido tomar en serio la afirmación de que lo bello intemporal no es sino la idea de lo bello, cont inuamente producida y abandonada por el pensamiento del hombre, en perpetua transformación, molida en la rueda implacable de la historia5. El clásico, para él, es el que imita modelos eternos; el moderno, el que imita "no lo mejor, sino lo líltimo'A

Refiriéndose a los escritores de Antioquia, afirmaba el modernista Víctor Manuel Londoño, cjue "entre éstos no medrará esa estética sutil que supone belleza intrínseca en los vocablos, aparte de todo significado ideológico"7. La in­sensibilidad de los antioqueños para la belleza de las formas sin utilidad era un axioma por aquellos años iniciales del siglo en los que ya comenzaban a aparecer los primeros poemas de León de Greiff. Carrasquilla salía por entonces al paso a las concepciones esteticistas con su idea de un realismo arraigado en la vida social concreta. Si no hay verdad, decía, no queda sino juego formal, "obra imaginativa curiosa, eru­dita si se quiere, divertible acaso; pero sin trascendencia, sin filosofía, sin utilidad". El arte, según él, ha de tener "fines altrnísticos y humanitarios", ha de ser maestro de la vida, ejemplo de belleza moral, lazo de comunión entre los hom­bres. Carrasquilla fue, en la época del modernismo, y contra

4. Ibid., pág. 91. 5. En "Le peintre de la vie moderne" dice Baudelaire: "C'esí id une belle

occasion. en vérité, pour étahlír une théorie rallo/melle et historique du beau en opposition avec la théorie du beau iinique et ahsolu" (Oeuvrcs completes. Paris, Gallimard, 1961. pág. 1164). Sobre este tema, véase H.R. lauss. "Tradi­ción literaria y conciencia actual de la modernidad, en La literatura como provocación, Barcelona, Península, 1976.

6. Luis María Mora. op. cit.. pág. 95. 7. Revista Trofeos. Bogotá, mayo de 1907.

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él, uno de los más fervientes defensores de la utilidad social de la literatura, con argumentos que se apartaban definitiva­mente del moralismo a ultranza o del dogmatismo escolás­tico que aún sobrevivía, r enuen te a cortar los vínculos que hacen de la l i teratura una "sierva de la teología".

Carrasquilla desata el nudo que sujeta el arte a lo inmutable y trascendente. El compromiso del realista es con la historia, con lo real en su acepción de un aquí y un ahora socialmente determinados. "En este columpiarse de las almas, de aquí para allá —escribe Carrasquilla en una carta al poeta moder­nista ant ioqueño Abel Fariña—, en este invertirse de posturas y lugares; de hallar puntos distintos de vista y nuevas condi­ciones de observación, debe consistir, Fariña amigo, el palpi­tar febricitante de todas las existencias. El cristal es muy límpido y hermoso; pero es la imagen de la muerte"8 . El maestro del realismo comparte con los modernistas lo que éstos tienen de verdaderamente modernos: como no encuen­tra valores ideales inconmovibles y todo lo ve invertirse según posturas y lugares, puntos de vista y condiciones de observa­ción, proclama como líltimo reducto firme de la literatura, precisamente, lo cambiable, lo que se columpia de aquí para allá.

Razón tenía José Manuel Marroquín en sus Lecciones elemen­tales de retórica y poética, publicadas en 1893 y destinadas a servir de guía pedagógica a la juventud, en sus advertencias contra el realismo. Éste, según Marroquín, es "como todos los modos de escribir nuevos", un "hijo del hastío" propio de "los hombres de nuestra época". Realismo y decadentismo se hermanan en su falta de idealidad, es decir, de valores eter­nos. Por ello, las obras realistas tampoco son recomendables para la juventud, pues "pintan la naturaleza en toda su verdad, sin idealizar nada" y, según el precepto de Marro­quín, "no admitimos que la representación viva de los desór-

8. Revista Alpha. Medellín No. 7, agosto de 1906, pág. 280.

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denes morales sea buen medio de corregir las costumbres. Es demasiada candidez pretender que los hombres (señalada­mente los jóvenes) se pongan a sacar consecuencias morales cuando se les hace contemplar el vicio cara a cara. Lo natural es que los incentivos de las pasiones perversas que se les ponen delante exciten en ellos esas mismas pasiones. Nada corrompe como los malos ejemplos, y ¿qué es recibir un mal ejemplo, sino contemplar el vicio en alguna de sus manifes­taciones?"9. También Miguel Antonio Caro pensaba que "el arte requiere como elemento esencial la idealidad"10, según Antonio Gómez Restrepo. Esta es condición indispensable para que su contenido se mantenga "religado" a lo trascen­dente. "Todo ideal —escribe Caro— es directa o indirecta­mente religioso, porque todo ideal es en sí mismo superior a la materia, y supone en quien lo concibe una elación, un arrobamiento"11 . Pero es el discípulo, como suele suceder, quien extrae las últimas consecuencias de la enseñanza del maestro y las exjrresa sin atenuantes: "el amor a ciertos j^rincipios, fundamentos inconmovibles de ia ciencia, ia mo­ral y el arte, no pueden existir sino en ciertos espíritus de antaño, que aún aman la religión, profesan la doctrina de Tomás de Aquino y leen con deleite los clásicos latinos"12, especie de síntesis, en blanco y negro, que adeudamos a la prosa inequívoca de Luis María Mora.

9. José Manuel Marroquín, Lecciones elementales de retórica y poética. Bogotá. Librería Colombiana Camacho Roldan & Tamayo, Imprenta La Luz, 1893. págs. 100-101.

10. Antonio Gómez Restrepo, Crítica literaria (Biblioteca Aldeana de Co­lombia), Bogotá, Ed. Minerva S.A., 1935, pág. 24.

11. M. A. Caro, "La religión y la poesía", Artículos y discursos, Bogotá, Ed. Revista Bolívar, 1951, pág. 367.

12. Luis María Mora. op. cit., pág. 139.

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II

Argumentos parecidos se escucharon en el debate sobre el impresionismo en Bogotá, a propósito de la exposición de Andrés de Santamaría en 1904. Es de nuevo Sanín Cano quien pone los términos de la discusión en el punto más agudo, frente a sus moderados contrincantes Max Grillo y Ricardo Hinestrosa Daza. "Cuando los impresionistas vinie­ron a representar las cosas como ellos las veían, ya era t iempo de que la pintura se atreviese a ser lo que no había sido sino pocas veces y eso a manera de ensayo. Era tiempo de que la pintura fuese sencillamente la pintura. ¡Había sido tantas cosas! La habían usado para enseñarnos. La habían sometido a torturas extrañas para que representase sistemas filosóficos o enmarañadas concepciones teológicas. Sirvió para transmi­tir al futuro las hazañas de los héroes. Y el poema de la luz, los acordes misteriosos de las notas del color resultaban de cuando en cuando en la obra de los videntes, pero el pintor no se había puesto todavía a hacerlos concienzudamente y ex profeso"13. Autonomía de la pintura, destrucción de sus antiguos lazos de dependencia con respecto a la historia, las ideas, las creencias, la "verdad": tanto el lenguaje como los conceptos utilizados hacen pensar en una proyección de la polémica literaria sobre el campo del arte pictórico. El repro­che más grave que se hace a los impresionistas tiene que ver con la representación de la realidad "tal cual es". La estética de la reproducción exacta, responde Sanín Cano, termina en un atolladero: "¿sabemos nosotros cómo es el mundo real?" Y añade algo que ya había dicho con respecto a la poesía: "lo que importa, en materias de arte, no es hacer verdadero o real, ni siquiera semejante, sino hacer hermoso".

de ! 3. La polémica tuvo lugar en las páginas de la Revista Contemporánea _.. Bogotá, dirigida por Sanín Cano, en los números 2 y 4 del volumen I, y 1 y 3 de! volumen II, 1905.

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Max Grillo había lamentado en la pintura de Santamaría cierta ausencia de emoción. Sanín Cano advierte en tal recla­mo una velada nostalgia de la anécdota, de la lección de historia, del elemento literario, todo ello extraño, en esencia, al arte de la pintura, y resultado de una "transposición". El valor de los impresionistas consiste, precisamente, según él, en que "lograron desinteresarse de cuanto no fuera la armo­nía del color, la belleza del mundo , la transparencia del aire, la inasequible vibración luminosa de las auroras, y el dulce esplendor con que nos iluminan los fríos arreboles del oto­ño". Ni más ni menos que el modernismo en pintura, el arte puro, expresado, para que no queden dudas, en una serie de sinestesias, imagen favorita de los simbolistas. La pintura académica, por el contrario, vacila "entre la lección de histo­ria, ia enseñanza moral y ia obra de arte pictórico". Hablar de emoción cuando se trata de arte es, para Sanín, "excusar con una palabra suave la invasión de un elemento literario en la obra pictórica".

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lado de Grillo, confiesa que los argumentos de Sanín Cano le parecen "una mera realidad verbal, sin sentido". Y agrega: "qué pueda ser la hermosura divorciada de lo verdadero, de lo real y aún de la semejanza; mejor dicho, cómo pueda haber hermosura, sin ninguno de estos elementos, es un concepto extraño a las capacidades de mi espíritu". Hinestrosa no duda en emparentar el impresionismo con la "decadencia", pala­bra que fue por mucho tiempo la punta de lanza contra el modernismo en Hispanoamérica. "Hay en la obra del impre­sionismo mucho de extravagancia nacida de la necesidad en que están quienes lo han probado todo de que venga algo nuevo a liberarlos de su hastío". Se trata, pues, en el fondo, de la misma polémica sobre la autonomía del arte y los escozores que produce son los mismos que ya había suscitado en la palestra literaria, si bien es cierto que los adversarios del impresionismo se sitúan en un contexto mucho más moder­no que Mora o Marroquín. Eran, de hecho, defensores del

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modernismo literario, colaboradores de la Revista Contemporánea y, en el caso de Grillo, poeta "decadente" y director de la publicación quizá más importante del movimiento en Colom­bia: la Revista Gris. Sin embargo, frente al radicalismo de Sanín Cano, nunca temeroso de ir hasta las implicaciones últimas de una posición teórica, aquéllos parecían moderados y deseosos de rescatar algo del naufragio histórico de la tradición.

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El tema regresa, pues, constantemente, a los debates lite­rarios y artísticos de la época en Colombia. Una discusión que, en Europa, se había iniciado durante el romanticismo y ocupado gran parte del siglo XIX. Delacroix, el gran pintor romántico, había sido acusado por Máxime du Camp de ser el inventor de "el color por el color". La historia de la humani­dad, según el crítico, le habría servido al artista sólo como pretexto para la combinación de matices. Y Lamartine, con ocasión de la muerte de Alfred de Musset, en 1857, lamentaba que éste, como la mayoría de sus contemporáneos, no se hubiese preocupado por expresar las creencias religiosas y patrióticas de su época, olvidando los fines sociales de su arte por cuidar excesivamente las cuestiones de la forma.

La fuente, sin embargo, de donde provenían más inmedia­tamente las ideas del "arte por el arte" era Baudelaire. Gautier escribe sobre él que "defendía la autonomía absoluta del arte y no admitía que la poesía tuviese otro fin que ella misma y otra misión que cumplir que excitar en el alma del lector la sensación de lo bello, en el sentido absoluto del término"14. De Baudelaire proceden directamente afirmaciones como aquélla

14. Baudelaire por Gautier, Gautier por Baudelaire. Madrid, Nostramo, 1974, pág. 40. Introduje variantes en la traducción para lograr una mayor cercanía al texto original.

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de que el fin de la poesía no es la verdad sino ella misma y que aun en el caso de hallar juntos lo verdadero y lo bello, éste serviría únicamente para quitarle todo el poder y la autoridad al primero. Cuando el poeta busca un fin moral con su obra está condenándola, por anticipado, al fracaso, según él, pues lo que le espera como pena por invadir terrenos ajenos, ya sean éstos morales, religiosos o científicos, es la muerte. "El principio de la poesía es, estricta y sencilla­mente, la aspiración humana hacia una belleza superior"15. No puede haber poema más noble, ni más digno de su nombre, ni mejor, que el que se escribe únicamente por el placer de escribir un poema. Lo demás, según Baudelaire, es herejía. Ante todo, la "herejía de la enseñanza": creer que la finalidad de la poesía es enseñar algo, perfeccionar las costumbres o demostrar algo útil. Y luego, como corolarios inevitables, la herejía de la pasión, de la verdad, de la moral.

En realidad, es difícil, por no decir imposible, encontrar en Colombia, y aun en Hispanoamérica, un poeta dispuesto a suscribir las formulaciones baudelerianas en términos tan radicales. El mismo Sanín Cano matiza convenientemente sus afirmaciones que son, sin embargo, las más audaces de la época en nuestro medio. Rubén Darío, que debió defenderse de acusaciones exageradas de decadente, confesaba en su prólogo a El canto errante (1907): "Jamás he manifestado el culto excesivo de la palabra por la palabra". Con un grano de ironía trae Sanín Cano la cita y comenta: "no hay para qué sincerarse: el culto excesivo de la palabra en el artista literario está justificado por las mismas razones, por los mismos senti­mientos que el culto excesivo del color y la línea de parte de los pintores"10. Uno de los ensayos más conocidos del gran crítico colombiano, "El descubrimiento de América y la hi-

15. Baudelaire, "Nuevas notas sobre Edgar Poe", en Escritos sobre literatu­ra, Barcelona, Bruguera, 1984, pág. 261.

16. "Rubén Darío", en Escritos, pág. 610.

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giene", contiene una afirmación desconcertante: dice que en la América precolombina se conoció, por parte de algunas civilizaciones indígenas, un esteticismo muy cercano al de los más refinados decadentes europeos del siglo XIX, pues "da­ban más valor a lo bello que a lo útil", en lo cual coincidían con Gautier, con Flaubert y con el cenáculo de los estetas ingleses. Estas opiniones, precisa el autor para despejar du­das, no son producto del humor ni de la imaginación. Y cita a renglcm seguido un serio tratado de etnografía en alemán17. Las raíces históricas del esteticismo en América serían, según eso, bastante más profundas que la influencia decadentista europea. Con razón los Caro y los Marroquín y los Gómez Restrepo, en su lucha contra las tendencias modernistas en la literatura colombiana, se empeñaron en resaltar la heren­cia clásica hispana. Las amenazas decadentes se encarnaban hasta en los fantasmas de la prehistoria.

IV

En el prólogo de La lira nueva (1886), antología que señala para algunos el inicio del modernismo en Colombia18, Rivas Groot no toma en consideración para nada la cuestión de la autonomía como rasgo definitorio de lo moderno. Por el con­trario, refuerza la idea de una poesía "comprometida", guardia-na de las libertades civiles, abierta al progreso científico, en lucha por las conquistas sociales, religiosas y patrióticas. Todo lo con­trario de lo que exigía Sanín Cano. El modelo de poeta para Rivas Groot era, sin duda, Víctor Hugo y no Baudelaire19.

17. Ibid.. pág. 162. 18. Héctor Orjuela. La obra poética de Rafael Pombo. Bogotá. Instituto

Caro y Cuervo, 1975. pág. 59. 19. losé María Rivas Groot, La lira nueva. Bogotá, Imp. de Medardo Rivas.

1886.

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Un hombre como Juan de Dios "El Indio" Eiribe, revolu­cionario en política pero convencional en sus preferencias literarias, no encontró en La lira nueva nada que ofendiese sus gustos. Apenas alcanzó a notar una cierta tendencia al artificio —y no especialmente en los poetas de esta antología sino ya flotando en el ambiente— que amenazaba, según él, con asfixiar las ideas "bajo el peso de la pompa". En el artículo que publicó en el periódico La Siesta, el mismo año de la aparición del libro, se muestra complacido por la preeminen­cia que mantiene Víctor Hugo entre los jóvenes poetas y sobre todo, por la aureola de benefactores humanitarios y de abanderados de la libertad que atin conservaban éstos sobre sus cabezas. "Es grato —dice en su peculiar estilo— escuchar los cantos de la juventud llena de vida, para pensar que el rigor prevalece y que en la borrasca no se han ido las bellas y generosas canciones", aludiendo al turbulento ambiente de guerra civil que vivía entonces la nación20.

Silva mismo, en De sobremesa, pieza maestra del decadentis­mo si las hay en nuestra nistoria literaria, nace exclamar a su personaje José Fernández, invocando precisamente a Victor Hugo y lamentando que los poemas de éste hubiesen caído en el menosprecio o en el olvido: "Moriste a tiempo, Hugo, padre de la lírica moderna; si hubieras vivido quince años más, habrías oído las carcajadas con cjue se acompaña la lectura de tus poemas animados de un enorme soplo de fraternidad optimista; moriste a tiempo; hoy la poesía es un entretenimiento de mandarines enervados, una adivinanza cuya solución es la palabra nirvana"21. Sin embargo, éste es sólo un momento en la continua oscilación del personaje. Más frecuente es el contrario: la fascinación por la forma rara

20. Juan de Dios Uribe, "La lira nueva" en Su Obra. Medellín. Ed. Universo. 1972, págs. 331-336.

21. José Asunción Silva, Poesía y prosa, Bogotá. Instituto Colombiano de Cultura, 1979, pág. 252.

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y sugestiva, que se dirige a la sensibilidad antes que al racio­cinio; jDor el arte que hace soñar e imaginar, como es el caso de la poesía simbolista, mejor que por aquél que incita a la acción, como lo sería la poesía de Hugo. Haciendo eco a Mallarmé, Fernández llega a pensar que no es la poesía la que tiene un propósito diseñado por fuera de ella misma, en el mundo real, sino al contrario, "que el universo tenía por objeto producir de cuando en cuando un poeta que lo cantara en impecables estrofas"22.

Pedro Henríquez Ureña, en su obra Las corrientes literarias en la América Hispánica, denomina "Literatura pura" el perío­do comprendido entre 1890 y 1920. "Los jóvenes —dice— adoptaron una actitud severamente estética frente a su arte y decidieron escribir poesía pura (...), una poesía liberada de esas impurezas de la vida cotidiana que tantas veces arrastra­ron consigo los versos románticos"23. Después del modernis­mo, la literatura del continente siguió, según el mismo autor, dos caminos: "uno en el que se persiguen fines puramente artísticos; otro en el cjue los fines en perspectiva son socia­les"24.

En Colombia, los fines sociales tenían una tradición aún viva en la poesía de Rafael Pombo, quien murió dieciséis años después de Silva, en 1912. Todo un programa social que incluía la defensa de la tradición, el mejoramiento de las costumbres v, ante todo, el inculcamiento de la doctrina

22. Ibid.. pág. 162. 23. Pedro Henríquez Ureña, Las corrientes literarias en la América Hispá­

nica (Obras completas, tomo X, Santo Domingo. Universidad Nacional P .H. U., 1980, pág. 216.

24. Ibid., pág. 232,

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católica en la conciencia de los hombres, da contenido y uso a la obra del escritor romántico, aún considerado por mu­chos como la cumbre de la lírica colombiana. De tales fines estaba imbuida su estética hasta el punto de identificar poesía y religión como "dos revelaciones de una misma verdad", "dos faces de un mismo astro".

No hay razón para sorprenderse con las actitudes y convic­ciones de Pombo. La habría, tal vez, para desconcertarse con las de Guillermo Valencia, él sí un representante, al menos por contemporaneidad, del período señalado como "litera­tura pura" en la cita de Henríquez Ureña. A menos que se comprenda que, en Valencia, el conservatismo en estética y el conservatismo en política son también "dos faces de un mismo astro". "Soy conservador por estética", confesó él mismo alguna vez.

Para Valencia, la autonomía poética no es posible, pues la poesía no es más que "la forma graciosa en que culminan procesos anteriores de mayor trascendencia"25. Siempre man­tuvo ei maestro payanes un concepto oecorativo UC ia poesía, como si la función de ésta consistiera en "revestir de galas" un pensamiento "anterior y trascendente". La belleza poética es "la flor del árbol de la sabiduría", efímera vestidura, por tanto, en relación con el firme tronco de los "valores eternos" al que adhiere. Esta metáfora vendría a aproximar, inespera­damente , a dos enemigos en apariencia irreconciliables: el "modernista" Valencia y el "clásico" Luis M. Mora. Aunque éste último no lo reconoció así y vio enlazados en aquél, "a maravilla", "el poeta anarquista y el político reaccionario"26.

Una extraña alegoría utilizó el poeta de Rilospura. dilucidar las conexiones entre forma y contenido en el arte: "los indígenas del África austral —escribió en su famosa "Réplica

25. "Réplica a don Lope de Azuero". en Panegíricos, discursos: artículos, Armenia, Villa Ramírez y Marín Editores, 1933. pág. 72.

26. Luis María Mora, op. cit.. págs. 138-139.

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a don Lope de Azuero"— advierten la decadencia del león al notar en su eliminación alimenticia, presencia de vegetales. Las páginas literarias han servido para determinar la deca­dencia creadora del tipo humano antivisual, filosófico y cons­tructivo abstracto"27. La eliminación alimenticia depuesta en las publicaciones literarias permitiría, en consecuencia, de­tectar que la nutrición espiritual ha rebajado en calidad: de la carnívora dieta de las ideas se ha pasado a la vegetariana del arte puro que se reduce a meras sensaciones. Llamar "decadencia" a este cambio de "hábitos alimenticios" no carece de implicaciones, más aún si lo referimos a otras metáforas empleadas por Valencia para designar la moderni­dad. Si el arte es expresión de la sensibilidad, las reacciones de ésta se definen por su carácter inestable y sujetivo. Sensi­bilidad traducida a imágenes es la poesía; el contenido uni­versal no puede venirle, por tanto, sino de las ideas. Todo el valor artístico está, pues, en "el exterior ropaje de cada pensamiento"28 , ya que las ideas no son patrimonio del poeta sino que se gestan en otras esferas de la actividad humana .

La literatura moderna se distingue por lo "engañoso" de su saber, según Valencia; y la compara con esas "fosforescen­cias de las plantas marinas que flotan deslumhrando con reflejos extraños a los ojos incautos"29. La cita se encuentra en el "Discurso ante el cadáver de Miguel Antonio Caro", circunstancia no casual si se tiene en cuenta que fue Caro la figura que encarnó, por excelencia, el antimodernismo en Colombia. Y Valencia lo destaca, al contraponer a las fosfo­rescencias engañosas de las plantas que flotan a la deriva en el mar, otra vez la imagen del árbol de la "ciencia sólida", robustamente asentada, que hunde sus raíces en el suelo clásico. Los "alimentos terrestres" de que se nutre no podrían

27. Guillermo Valencia, op. cit. pág. 72. 28. Ibid.. pág. 82. 29. Ibid., pág. 117.

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ser otros sino "aquellos jugos misteriosos" de la antigüedad. Con lo cual se esclarece el sentido de la alegoría leonina. "Me he nutr ido de raíces griegas", es lo que pudo haber respon­dido el "león clásico", Miguel A. Caro, a la pregunta por la causa de "tanta lozanía en sus producciones literarias", mien­tras que el moderno tendría que contestar señalando el "manzanillo envenenado" de las impresiones fugaces, com­paradas también por el orador poeta con un "caleidoscopio" que se agita y cambia y no permite discernir lo accesorio de lo esencial, lo mudable de lo permanente . Este fundamental antimodernismo se da en Valencia simultáneamente con su condición —apuntarlo es ya un lugar común— de "orfebre enamorado de la forma".

La modernidad, empero, no consiste tanto en "pulir un verso" sino en "sacrificar un mundo", para decirlo con pala­bras del mismo Valencia30. Ser moderno es sospechar que la realidad ya no puede comprenderse en términos de totalidad armónica llena de sentido; es, utilizando de nuevo un verso del mismo poema, "amando los detalles, odiar el Universo". El verdadero esteticismo, como lo fue el de Silva, ve en el m u n d o sólo formas, y detrás de ellas nada más que interro­gantes sin respuestas precisas, "fuerzas ocultas, silenciosas, luces, músicas y sombras", "pasos de caducas formas", "senos ignorados" donde "vida y muerte se eslabonan", según escri­be Silva en un poema tan temprano como "Resurrecciones", publicado en LM lira nueva. O como en aquél otro que se titula "¿...?", donde las estrellas —"mundos lejanos, flores de fan­tástico broche, islas claras en los océanos sin fin ni fondo de la noche"— tiemblan en el vacío y se niegan a revelar su secreto. ¿Cómo leer estos poemas si entendemos su forma en el sentido de "bello ropaje" para una idea anterior y ajena?

30. Guillermo Valencia, "Leyendo a Silva", en Obras poéticas completas. Madrid, Aguilar, 1952, pág. 45.

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¿No es su forma, precisamente, la interrogación, y su conte­nido los puntos suspensivos entre los dos signos de pregunta?

Fue Nietzsche, tan leído y citado por Sanín Cano, por Silva y por Valencia, quien escribió que "se es artista a condición de que se sienta como un contenido, como la 'cosa misma', lo que los artistas llaman la forma. Por ese hecho se pertenece a un mundo invertido; pues ahora todo contenido nos resulta como p u r a m e n t e formal c o m p r e n d i d a nues t ra p rop ia vida"31. Es de ese sentir, vivamente experimentado por Silva, de donde procede el sacudimiento de sus poemas citados. Un mundo invertido en el que las estrellas no son más los puntos de referencia dantescos de un viaje por la trascenden­cia, sino los instantes luminosos de una suspensión en el vacío. Nada hay en la poesía de Valencia que atestigüe una experiencia así.

VI

De un artículo sobre Julio Flórez, aparecido en la Revista Gris en 1893, entresacamos la siguiente cita, en la que se evidencia el terreno cedido por el moralismo y el didacticis-mo en la literatura colombiana de fin de siglo: "en igualdad de circunstancias, soy de los que prefieren una poesía de hermosa forma y sin mucha 'alma' a una incorrecta y desati­nada, por grande que se advierta su fondo"32. Adviértase lo que esto significa en una evaluación crítica sobre la poesía de Julio Flórez, cuyo desaliño formal fue la expresión ideológica de una sobrevaloración romántica de la espontaneidad y del sentimiento. Así comenzaban a penetrar las nuevas concep-

31, Aforismo de 1887-1888, citado en Nietzsche 125 años. Bogotá, Temis, 1977, pág. 249.

32. Salomón Ponce Aguilera, "Julio Flórez y sus 'Horas'", en Revista Gris, Bogotá No. 10, 1893.

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ciones estéticas en el campo de la crítica. Sin el tajante rigor de Sanín Cano, comentaristas como Ponce Aguilera, autor del artículo mencionado, ponen de presente un cambio en la valoración literaria, cuyas implicaciones no deberían subes­timarse.

A decir vedad, la doctrina del arte por el arte no logró penetrar del todo en la literatura colombiana de finales de siglo. Pero sí lo suficiente para preocupar a muchos que la veían como una tendencia inmoral, o por lo menos amoral, en vías de invadir terrenos tradicionalmente ocupados por otras doctrinas de más ortodoxa filiación.

A comienzos de siglo, Carlos Arturo Torres desarrolla una concepción de la literatura opuesta a la idea modernista de la autonomía. En defensa de la "literatura de ideas", proclama u n a nueva alianza de la belleza y la verdad, disociadas en el modernismo. Lejos de pensar, como Baudelaire, que en la poesía "sólo hay que ver lo bello", Torres pensaba que hay que buscar también lo verdadero, pues la poesía, según él, n o es más nue "la nrovección, en el nlano superior de la inteli­gencia y del sentimiento, de los supremos trances de la vida de los pueblos, de las crisis políticas decisivas, de las concep­ciones filosóficas, de las luchas religiosas"33.

El "gusto innato de la belleza", el "instinto de la forma" y, más aún, de "la perfección de la forma", distinguen al verda­dero artista, según Baudelaire. Quien no lo es, necesita aderezar la poesía, para hacerla digerible, con los condimen­tos de la política, de la religión y de la moral. Pero éstos le son esencialmente extraños, pues el objeto de la poesía es la belleza pura y nada más. Carlos Arturo Torres sostiene, por el contrario, que la correlación entre el "pensamiento poéti­co" y la actividad política es íntima y necesaria. Cita, para ilustrar, los ejemplos de Walt Whitman, a quien llama "evan-

33. Carlos Arturo Torres, Literatura de ideas, Caracas, Emp. El Cojo, 1911, pág. 9.

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gelista de la democracia americana"; de Kipling, "revelación" del alma británica en su impulso imperialista; y el de Bernard Shaw, expresión literaria de las audacias socialistas de Lloyd George. La poesía es una fuerza esencialmente "civilizadora", según Torres, incluso "militante" de las causas sociales. Y señala que en la historia de Colombia ha sido así, desde los tiempos de Vargas Tejada, Julio Arboledayjosé Eusebio Caro, hasta los de Núñez y Miguel Antonio Caro. La obra literaria de todos esos hombres ha sido "la expresión extrema, la más característica y relevante acentuación de dogmas políticos", según Torres31. Un destino del que no escapan en Colombia sino muy pocos poetas, entre ellos Silva, el más representativo y el más puro. Después de él vendría Eduardo Castillo. Ni Pombo, ni Isaacs, ni el mismo Valencia, quedan por fuera de la caracterización hecha por Torres y que muy bien podría sintetizarse en esta breve fórmula: "cada uno de esos poetas, más que un portalira, ha sido un portaestandarte"35. De Santiago Pérez Triana, su predecesor en la Academia Colom­biana de la Lengua, elogie') Torres, en su discurso de posesión, la capacidad para armonizar la verdad y el arte, la enseñanza y el encanto, lo poético y lo trascendental, lo bello y lo fecundo. Estas palabras contienen toda su concepción estéti­ca: lo bello no es en sí mismo fecundo y trascendente; es sólo el encantamiento que atrae a la verdad. Lo "fecundo", pala­bra clave en Torres, es el pensamiento que debe vivir y alentar bajo la forma "primorosa"36.

Sin embargo, el escritor se apresura a aclarar que la "lite­ratura de ideas", como él la concibe, no necesariamente es didáctica o de tesis, sino que consiste esencialmente en poner el arte al servicio de las eternas aspiraciones humanas, de las grandes causas que son las que, en últimas, hacen grande y

34. Ibid., pág.23. 35. Ibid. 36. Ibid., págs. 35-36.

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noble la literatura. Torres viene, pues, a invertir el concepto de modernidad. Si ésta consistía, j^ara Sanín Cano, en la "emancipación" del arte con respecto a la tutela de la ciencia o de cualquier dogma, para Torres es a la inversa: "Distingüe­se nuestra época por la innegable penetración que la política, la moral, la sociología, la ciencia en fin, operan en el campo de la literatura", escribió en 191037. No se trata aquí, por supuesto, de las verdades eternas cjue proveen su esencia a las bellas formas, sino de la literatura como esjTado del debate y la confrontación de las ideas contemporáneas. Desligarse de éstas con la pretensión de que "el arte se basta a sí mismo" es un acto suicida. La amenaza consiguiente es la "infecundi­dad". Se iniciaba apenas el siglo y ya forres proclamaba cerrada la época de las "torres de marfil" que distinguieron el período modernista. A grandes rasgos, distingue ei autor tres etapas: el romanticismo francés, época de caudillos, luchadores y apóstoles, como Lamartine, Hugo y Benjamin Constant; luego vino el divorcio entre la poesía y la acción social, el retiro del j^oeta a su torre y la proclamacón del arte por el arte, con Gautier, Baudelaire y Mallarmé. La reacción no tardó demasiado. Torres cree que el momento en el que escribe marca un regreso a la acción por parte de los escrito­res y esto trae consigo una necesidad de proyectar en la obra artística ideas y anhelos, doctrinas y esperanzas, todo aquello por lo que el hombre lucha en la historia. "No son ya la política y la filosofía social las que toman a la literatura sus ideales y sus hombres —dice—, sino por el contrario, es la literatura la que invade el campo de aquéllos y a su contacto se hace más humana, más grande y más fecunda"38. La política, la filosofía y la acción humanizan la poesía. La concepción del arte por el arte tiene, en cambio, un efecto deshumanizador. Tal parece ser, entre líneas, la conclusión de la cita precedente.

37. Ibid.. pág. 40. 38. Ibid.. pág. 39.

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En los comienzos del siglo XIX prime') la "actitud militante de la poesía" y su presencia activa en la elaboración de la historia. En los años finales del siglo y en los inicios del XX, prima la influencia de las ciencias y de los problemas sociales en la literatura, de donde proviene la inspiración de los más grandes: Ibsen, Maeterlinck, Ada Negri, Guyau, éste último, por cierto, fuente de la que procede gran parte de las posi­ciones teóricas del escritor colombiano.

La materia de la que se nutre la literatura no puede ser sino la realidad viviente y las ideas cjue agitan, en un momento determinado, las mentes de los hombres. De ahí se sigue, forzosamente, que la finalidad de la literatura no puede ser otra sino consignar las aspiraciones y necesidades de una generación, por una parte; y por otra, depurarlas y ennoble­cerlas con la belleza y el brillo de la forma artística. Concep­ción eminentemente utilitaria, pero que comjDarte por lo menos un rasgo con el modernismo: no admite la imposición dogmática, pues toda afirmación aparece relativizada por la historia y sometida a análisis por un espíritu crítico que viene a ser como la impronta definitiva de la modernidad.

El legado modernista no se pierde del todo. Los maestros del modernismo crearon en el público un gusto poético del cual ya no es dado prescindir. El gran poeta del siglo XX, en su primera mitad, según lo presagia Torres al final de la j3rimera década, tendrá que ser un poeta de ideas, pero no podrá expresarse en forma oratoria, resonante y triunfal; el gusto moderno exige ahora matices, "escala cromática", suti­leza, cualidades de las que carecían los líricos anteriores a la renovación modernista, como José Joaquín Ortiz o Rafael Núñez, por ejemplo. El gusto del día podrá ser fugitivo, como una moda intelectual, pero revela de todas maneras una psicología, no fija y definitiva, pero sí válida para un momento de la historia. El gusto moderno, modelado por poetas como Silva y Darío, tiende a la exquisitez y al refinamiento, a la disociación progresiva, a lo impreciso y complicado, como reflejo del alma contemporánea. Ya quedó atrás, superada,

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la época en que predominaba el concepto de lo absoluto, las convicciones definitivas expresadas en formas tenidas por irrevocables, "la conciencia moldeada en un patrón inmuta­ble"39. Palabras como "impreciso" y "evanescencia", innecesa­rias en aquellos tiempos, se imponen hoy como el síntoma de una necesidad espiritual, propia de una generación satu­rada de cultura y presa de dolorosas inquietudes y vacilacio­nes.

"La teoría del arte por el arte, bien interpretada, y la teoría cjue asigna al arte una función moral y social, son igualmente verdaderas y no se excluyen"10, {pretende Carlos Arturo To­rres, en una aserción imposible de sostener. Otra cosa muy distinta es su convicción de que el literato no puede ser sólo un cincelador de la forma sino también, y al mismo tiempo, un educador y un pensador. Sin renunciar al esteticismo de la forma, ponerla al servicio del magisterio social. Pero esta formulación sintética, que por lo demás ya había sido pro­puesta tres décadas antes por el modernista Martí, no deja mtocada la sujouesta "verdad" dei arte jjor el arte. La niega y, a cambio, vuelve a una concepción utilitaria, más refinada sí, porque recoge la exigencia estética de los modernistas, dán­dole otro sentido. El eclecticismo de Torres lo lleva a un intento de conciliar lo inconciliable: arte por el arte con finalidad social es una contradicción en los términos.

En todo caso, su intención es proponer un nuevo ideal de escritor en Hispanoamérica, por entero diferente de la ima­gen modernista. En contraposición al "aristócrata del arte", desdeñoso del vulgo y alejado de la vida práctica, el artista comprometido en la formación de una conciencia colectiva fundada en la democracia, la tolerancia y la cultura. "La noble austeridad en el pensar, el sentimiento amplio y generoso, la honradez y dignidad del escritor, pueden ser parte no peque-

39. Ibid.. pág. 47. 40. Ibid., pág. 41.

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ña en la exaltación de los destinos intelectuales y sociales de nuestros Estados de la América Hispana", afirma41.

Si entre los escritores de la época modernista {predominó el "nietzscheísmo", Torres destaca la influencia de Guyau sobre la generación siguiente, en especial sobre José Enrique Rodé) y Francisco García Calderón. Sin mencionar las decla­raciones de un Guillermo Valencia sobre la soledad "enhies­ta" donde habita el poeta, en la más alta cima, a donde no alcanzan los aullidos de la plebe12, Torres sostiene que los nietzscheanos de América Latina no pasaron más allá de extasiarse con la belleza lírica de los sermones de Zaratustra y de adoptar poses inofensivas de soberbia desdeñosa y de adusto aislamiento propio de los fuertes ("sólo los débiles se asocian"). Guyau, por contraste, es el filósofo de la solidari­dad. De él escribió el peruano García Calderón: "Las nuevas generaciones leen a Guyau y lo comentan sin cesar, y un joven pensador, defensor brillante del idealismo y del latinismo en América, José Enrique Rodó, ha hecho graneles elogios de él en su libro Ariel, cuyo título es ya un símbolo de renacimiento y de generoso idealismo" A

Guyau, no hay que olvidarlo, ya había sido leído antes por los modernistas. Una carta de Silva a Sanín Cano, fechada en Caracas el 7 de octubre de 1894, atestigua la admiración de ambos por el pensador francés. Rubén Darío, igualmente, lo menciona varias veces en Los raros como "el admirable joven sabio" que "sacrificó en las aras de los nuevos ídolos científi­cos" y lo coloca al laclo de Max Nordau, el célebre médico vienes, en el diagnóstico del arte moderno. Darío incluye una cita textual de Guyau en la que éste se refiere a "esas literatu-

41. Ibid. 42. Guillermo Valencia, "La parábola del monte", en Obras poéticas com­

pletas, págs. 156-157. 43. Citado por Torres en Idola Fon. Valencia. Sempere y Cía. Ed. (s.f.), pág.

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ras de decadencia que parecen haber tomado por modelos y por maestros a los locos y los delincuentes"44, opinión que, por supuesto, Darío no compartía.

Torres atribuye una decisiva importancia a la contraposi­ción Nietzsche-Guyau y al influjo de éste último, "con todas sus proyecciones en el campo de la literatura, del arte, de la moral y de la política"45, como señal de un cambio de rumbo en el pensamiento hispanoamericano. Un nuevo tono se impone, mezcla de sermón laico y prosa de artista, elevado en alas de un seguro convencimiento: que el escritor está llamado a una misión histórica de alcance universal, como educador del pueblo y como apóstol de serias causas políticas y sociales. En Torres se percibe tanto como en Rodó.

El 15 de febrero de 1915 aparece en Medellín el primer número de ia revista Panida, dirigida por ei joven poeta León de Greiff. No debe carecer de significado el hecho de que en la primera página, debajo de la fecha y el nombre del director, se lea lo siguiente: "Alaben otros, ¡oh poeta!, la perfección #-| ¿i* 1 , i c - m l A r - i o í - i n / - o l i / T i e V / ' A T I T - Í I T I ¿ Í * - / - V #T ¿ Í r . . *-*- r . .—• i , n t-. . * . ¡ r . v £ . í ^ \ ^ X ^ c y x n a m v y i a o ^ . l l i v , ^ l í l \ JLCXr, . 1 W U l L i l ^ l V J U V . L 1 I LV. U U - ^ CU. V C 1 5 U

sabe hacer pensar y hacer sentir; que tu poesía tiene un ala que se llama emoción y otra ala que se llama pensamiento". Lo firma, desde luego, José Enrique Rodó. A comienzos del 900 vuelve, pues, a escucharse el llamado a la responsabilidad social del escritor, cuya resonancia parecía haberse perdido, después del romanticismo, "entre la anarquía ideológica, el pesimismo y la delicuescencia decadentista", afirma Carlos Real de AzúaA

La forma artística sirve para embellecer la idea, para refor­zar su capacidad de persuasión, de seducción: "enseñar con gracia", según la breve sentencia de Anatole France, citado

44. La carta de Silva puede leerse en Poesía y prosa, págs. 156-157. La cita de Rubén Darío en Los raros. Madrid. Aguilar, s.f., pág. 236.

45. C. A. Torres, Idola Fon, pág. 161. 46. Prólogo de Ariel (Biblioteca Ayacucho), Caracas, 1976, pág. XI.

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por Rodó. Y es el mismo escritor uruguayo quien se vale de un símil prestado a Los trabajadores del mar. se dice que los campesinos de Jersey consideraban el fuego y el agua dos elementos irreconciliables, destinados a discordia eterna, razón por la cual maldijeron el primer buque de vapor que vieron cruzar el Canal de la Mancha. Parecida enemistad atribuyen algunos a lo útil y lo bello47. Rodó, igual que Carlos Arturo Torres, está por la reconciliación de los opuestos, pero su síntesis, tal como la formulan, difícilmente sobrepasa la tradicional concepción de la bella envoltura o, con la manida imagen utilizada por Torres, del "sagrado vaso de la forma" en el que se vierte "el divino licor del pensamiento".

VII

Tal vez ningún poeta colombiano acogió tan literalmente el llamado del "arte por el arte" como Eduardo Castillo. Fue él quien mejor encarné) en Colombia la imagen del poeta ajeno a intereses y aspiraciones no estéticas y quien defendió hasta el final ese "orgullo real de ser inútil" que veía como prerrogativa esencial de la obra artística. La inutilidad es, para él, la condición necesaria de la perfección y así lo declara en el poema "La copa" que podría leerse como una especie de "arte poética" a este respecto. "Nadie con torpe labio te profana": la negativa al uso, la "intacta" belleza preservada de toda finalidad no estética, la revisten de un aura legendaria de tesoro encantado y la convierten en metáfora de la poesía. El deseo de emancipar el arte de las demandas del pt'iblico fue proclamado por Castillo insistentemente, tanto en sus poemas como en sus artículos críticos. De ello hizo una especie de profesión de fe: "éste será tu credo, artífice que

47. Ibid., pág. 22.

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labras / tu obra para ti mismo, con humildad altiva" ("Arte poética").

En un comentario sobre "Mallarmé y su poesía", incluido en el libro Tinta perdida4^, el poeta colombiano dejó consig­nada esta inequívoca reflexión sobre el valor y la función de la poesía: "¿por qué? —dirán los partidarios del arte docente y de que la poesía tenga una misión social distinta de realizar la Belleza—, ¿por qué esos versos especulativos y abstractos y esa criptografía intencional? ¿Por qué esas expresiones elíp­ticas que es menester descifrar con clave cuando la vida debe ser reproducida en imágenes concretas que se modelen lo más fielmente posible sobre la realidad de ella y cuando el poeta debe ser sencillo y diáfano para poder ejercer su acción educativa e instructiva sobre las multitudes? ¿Por qué? Senci­llamente porque ésa es tarea del profesor y del moralista. El arte, lo mismo que las flores y tantas otras cosas inútiles y bellas, no debe tener más objeto que deleitar los espíritus. Si ese deleite, por su naturaleza noble y contemplativa, mejora la condición humana, tanto mejor, pero no es ésa su misión, aunque así lo predique William James, quien —a fuer de buen yanqui— preconiza un arte utilitario y docente que sería precisamente la negación del arte". En Colombia, fue­ron Silva y Castillo quizá los tínicos que practicaron de esa manera el arte de la poesía, como una finalidad en sí misma, negándose a ponerla al servicio de cualquier otra causa que no fuese el arte mismo. Castillo traspuso estas ideas sobre la poesía a su propia imagen de poeta y la representó también en su vida, enmarcada en el modelo "decadente" de gratui-dad, desdeñoso retiro y solidaridad espiritual con una simbó­lica soc iedad de art is tas , p r e f e r i b l e m e n t e m u e r t o s y reencontrados en la soledad de la lectura a puerta cerrada. Acentuaba, a la manera de Baudelaire y Verlaine, los lados

48. Eduardo Castillo, Tinta perdida, Bogotá, Ministerio de Educación, Im­prenta Nacional, 1965, pág. 211.

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oscuros de la existencia poética, despojándola de cualquier aspecto pragmático, para enfatizar los ceremoniales del atuen­do, los paraísos artificiales del opio, las fantasías oníricas, el culto de la belleza pura. Por todo ello es Eduardo Castillo un poeta finisecular, aunque la mayor parte de su obra haya sido escrita ya bien entrado el siglo XX, entre 1915 y 1935 aproxi­madamente.

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"La sátira es lección, la parodia es juego", afirma Vladimir Nabokov. La sátira es una lección moralizadora, con inten­ción de mejorar la vida. La parodia es un juego de imitación, sin pretensión de trascendencia más allá del placer de imitar. En la sátira hay casi siempre indignación, en la parodia sólo burla sutil, ligereza y regocijo. Con free rienda, sin embargo, se encuentran juntas o se pasa de la una a la otra: la parodia se transforma en sátira o viceversa. En el campo del arte, la parodia suele tornarse a m e n u d o en una forma de crítica: bajo la imitación, apa ren temen te inocente , del estilo y los amaneramientos de un escritor o de una escuela de escri­tores o de una época, se desliza una reprobación satírica cjue pone en ridículo los lugares comunes , los trucos técnicos repetidos, los recursos estilísticos va gastados del modelo parodiado .

En la historia del arte tiende a convertirse en ley cjue la acogida a lo nuevo por parte de lo ya establecido se dispense con los brazos abiertos de: la parodia y la sátira. Las tendencias conservadoras, sus representantes más alerta, tienen el ojo rápido para captar los aspectos ridículos de la novedad. Los "nuevos", por su parte, son dados a exagerar su "moderni­dad", a ostentarla hasta convertirla en jjose. Surgen así los dos clásicos adversarios: el tradicionalista y el snob.

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El contraste entre las imágenes del pasado y los énfasis del presente producen, por lo regular, parodias, aveces involun­tarias. Sátira y parodia transitan los caminos cjue comunican lo viejo y lo nuevo, en las dos direcciones: el tradicionalista parodia o satiriza al snob, lo mismo que el modernista se burla del conservador con igual saña. Es más imperiosa, sin embar­go, la tentación de parodiar lo nuevo. La aparente falta de raíces, la arbitrariedad, los caprichos formales con que va configurándose la novedad sin el prestigio de lo antiguo, hacen del arte "moderno" un objeto más apropiado para la risa.

De sobremesa, la novela de Silva, es sin duda el testimonio más desgarrado, en nuestra literatura, del sufrimiento que conlleva la intención de ser moderno. El protagonista de esta novela, un verdadero snob, inteligente y autocrítico, se ve en ocasiones a sí mismo como un "muñeco" amanerado, una falsa imitación de modelos decadentes en boga entonces en Europa. Piensa de sí mismo, en momentos de crisis, que es una mala parodia, por inauténtico y grotesco. Silva era ple­namente consciente del problema de la modernidad y llegó lejos por ese camino, no sin volver de vez en cuando la mirada hacia atrás para medir la distancia. Se veía, entonces, dema­siado lejos de sus contemporáneos compatriotas y la diferen­cia se le manifestaba, a ratos, como una deformación. Es la conciencia agudizada de esta situación lo que lo lleva a poner en boca de su personaje palabras como éstas: "venir a con­vertirme en el rastaquoére ridículo, en el snob grotesco que en algunos momentos me siento". Si la parodia es un juego, como dice Nabokov, sentirse una parodia debe ser bastante menos divertido.

Parodiar es una actividad literaria que implica un senti­miento de superioridad frente al texto parodiado, se afirma con frecuencia. Quizá no siempre sea así. Pero en Colombia, a finales del siglo XIX, toda fiesta literaria traía en su jolgorio una gran carcajada paródica contra las formas modernas en poesía. Tertulias y academias coincidían en este sentimiento de superioridad del que ríe con respecto al objeto de la risa.

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Los "defensores de las normas literarias antiguas", escribe uno de ellos, Luis María Mora, empleaban las "finas y múlti­ples armas de que su fecundo ingenio disponía: el artículo vivaz, el punt iagudo epigrama, el inesperado equívoco". Y, a modo de ejemplo, cita ese soneto donde se blanden las "finas armas" contra el enemigo modernista:

SONETO PROFÉTICO

Esto pasa en el año tres del siglo presente: de una nevada esteárica a los rubios reflejos en descifrar se empeña sonetos suyos viejos y cojos, de tres años, un bardo decadente.

¡Nada! ¡Ni él mismo sabe lo que soñó su mente! Está perplejo el que antes a otros dejó perplejos: Como olvidó los símbolos y ve las claves lejos... No entiende nada... nada... nada absolutamente.

Vuelve al anüguo oráculo por la explicante cifra... mas tampoco el oráculo sus enredos descifra y ordénale que a estrofas claras su afán consagre.

¡Oh poetas! Del Numen el jugo cristalino verted en limpias ánforas, y así del genio el vino sin mistificaciones nunca será vinagre.

La sátira es lección, sabemos por Nabokov. El terceto final no lo olvida: j u g o cristalino en limpias ánforas, pen­samiento claro en formas claras, es la enseñanza en contra de los simbolistas, "maestros de la noche oscura". Los versos paródicos son sólo dos: "de u n a nevada esteárica a los rubios reflejos", d o n d e la imitación burlesca está en la adjetivación, y "no ent iende nada... nada... nada absoluta­mente", parodia de la manía repetitiva de los modernistas. Lo demás es sátira.

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Más interesante como parodia es lo que escribió el sacer­dote ant ioqueño Nazario Restrepo, en un alarde técnico de construcción métrica y rítmica, con rimas internas regulares al final de cada verso, a la manera de ciertas composiciones de Rubén Darío, pero en un contexto de sonoridad macha­cona, apropiado para suscitar la burla:

El que por musa delincuente cuente la del pintor de pincelada helada y, por ser loca rematada atada, diga que debe estar duermiente, ¿miente?

No, ni es poeta el decadente ente de cuya voz alambicada, cada forma, de puro avinagrada, agrada, mas no fascina a inteligente gente.

Haz que te inspire tu guardiana Diana; tus versos huelen a olorosa rosa; que sea tu lira castellana llana.

No sea tu numen la insidiosa diosa de la moderna caravana vana, que el verso convirtió en leprosa prosa.

En el penúlt imo verso, la imagen de "la moderna caravana vana" contiene una alusión velada al poema "Los camellos" de Valencia. La lectura en filigrana que exige la parodia, pasando cont inuamente de la obra paródica al texto o los textos parodiados, invita al lector a remitirse al símbolo de los camellos que atraviesan la llanura vasta, incomprendidos como los artistas en la sociedad moderna. La dignidad do­liente del original se cambia en trivialidad burlesca en la parodia.

El verso "mas no fascina a inteligente gente" nos devuelve a la idea enunciada más arriba de la superioridad implícita en la actitud paródica. Refiriéndose al poeta costeño Abra-

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ham Zacarías López Penha, célebre a comienzos de siglo por sus exageraciones modernizantes, asegura el académico Luis M. Mora que los versos "decadentes" empezaron a llegar a la capital en "periodiquillos de nuestra Costa Atlántica". En la culta Atenas de Sudamérica fueron, por supuesto, mirados con indiferencia, cuando no con profundo desprecio. Y agrega que "las sutiles e inteligentes burlas" que provocaron en los "muelles hijos de esta ciudad y corte" no fueron más que la reacción natural de "un pueblo en que hay humanistas y escritores tan eminentes como don Rufino Cuervo y don Miguel Antonio Caro". El "buen gusto" predominante en Bogotá era incompatible, según el ilustrado criterio de Mora, con"el pésimo gusto de esas bárbaras estrofas".

Frente a Baldomcro Sanín Cano, cabeza intelectual del movimiento modernista en Colombia, tuvo Mora una actitud igualmente despectiva, pero bastante incómoda debido al tamaño del contrincante. Luego de calificarlo de "autotidac-ta", agrega: "vino de Rionegro (en Antioquia), y según pare­ce, allí hizo algunos estudios en una excelente escuela pública superior que confería título de maestro", manera poco sutil de descalificarlo como crítico, por falta de "estu­dios". Acepta, a regañadientes, el conocimiento de varias lenguas que poseía Sanín, pero lo comenta de esta forma: "es un poligloto, lo que quiere decir que a una finísima organi­zación del aparato fonético se agrega la memoria fiel de los sonidos". Reduce así a memoria mecánica y aparato fonador un cúmulo de conocimientos que, en la realidad de nuestra historia literaria, significaron una orientación nueva, cosmo­polita y abierta a la cultura mundial.

Le disgustaban al académico bogotano las inmensas posi­bilidades de vuelo de su adversario. Este leía demasiado, según él, con mV'afán morboso" y eligiendo los libros más exóticos. En cambio, afirma, "no asienta sus conocimientos en escuela filosófica ninguna", ni posee "conocimiento pro­fundo de las lenguas sabias", lo cual, traducido al sistema de valores de Mora, significa que Sanín Cano ni profesaba la

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ortodoxia tomista en filosofía ni era un filólogo clásico al estilo de Miguel Antonio Caro o gramático al estilo de Marco Fidel Suárez.

Una vez demostrados los principios que explican la "igno­rancia" de Sanín Cano, se sucede una serie de jocosas ocu­rrencias, muy propias del satírico que quisiera, al t iempo que señala el camino correcto, prenderle fuego al equivocado. Para Sanín, dice, sólo es nuevo un libro si el único ejemplar reposa en su biblioteca. Cuando llega a ser del dominio de dos personas, ya pierde su novedad. Yconcluye irónicamente: el día que establezcamos intercambio cultural con Marte, Sanín (Ano será el primero en tener un libro de las prensas marcianas.

El modernismo chocó de frente contra mentalidades que ocultaban, detrás de una fachada clásica, una terrible rigidez intelectual. Personajes que unían a la ortodoxia religiosa más militante, una total desinformación sobre la literatura y la filosofía modernas. Y, sobre todo, que carecían de sentido histórico, convencidos, como estaban, de la perennidad tan­to de sus creencias como de las instituciones que se asentaban sobre aquéllas. El fanatismo político no fue sino una conse­cuencia más de su inflexibilidad mental. Luis M. Mora no vaciló en esgrimir contra Sanín Cano el peligroso epíteto de "comunista", infiriéndolo de una sencilla operación: yuxta­poner las convicciones liberales de Sanín a la intolerable modernidad de sus posiciones estéticas: "Sanín Cano —escri­be— que en política parece un socialista, vino a ser en Colombia el padre del comunismo literario".

La parodia es siempre más amable, más lúdica, más inge­niosa y más civilizada que la sátira. No recurre a argumentos de tan dudosa validez como los anotados anteriormente. Sus embates guardan la proporción que implica el hacerlos con las mismas tácticas y armamento que el enemigo. En 1894 apareció en El Telegrama de Bogotá una parodia anónima con el título de "Novela exótica modernista a vapor ilustrada". Comienza así:

9.°,

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Anochea...

Ella a través del azulino, asomaba como lises su cabeza rubia circundada de una gloria glauca, roseada por un rayo de la solitaria viuda que correteaba por el agujereado éter, en una noche gélida y medrosa.

Oscuros nubarrones ladrando gaviotalmente se escurrían por el espacio inhabitado.

En el alado techo de la pagoda vecina currucuquean dos albas palomas de ebúrnea nuca, que poco antes por las frondas erraban meditabundas y compungidas.

Ella, la virgen gélida de pasiones eólicas, muellemente recli­nada en una otomana del vendah pujante y ebúrneo, más de una vez ha juntado sus esferas carnéales al mantel sedeño atornasolado de la mesa olímpica y apoyado sus pies berme-jo-musicales sobre un triclinio marroquí. Sus niváceas manos se esponjaban como copos de nieve que albea, haciendo mágico y clandestino contraste con sus pestañas negras, su nariz azul, azul, sumamente azul, y su rizada cabellera castaño oscura que caía como lluvia de felicidad alrededor de su faz trigo y rosa.

La gracia de la parodia consiste en su capacidad para absorber gran cantidad de sustancia del género parodiado: figuras, léxico, procedimientos, etc. El pasaje citado acierta con la atmósfera de exotismo y de lujo, tan del gusto "deca­dente": pagodas, otomanas, marroquíes. La adjetivación lo­gra también su doble función: es moderna en su peor sentido, es decir, extravagante y arbitraria ("una gloria glauca", "ebúr­nea nuca", "pasiones eólicas") pero, además, exagerada al máximo, llega al ridículo que es su fin último, anulando el sentido en una festiva exaltación del absurdo ("sus pies bermejo-musicales","su nariz azul", "su faz trigo y rosa"). Los neologismos ("anochea", "gaviotalmente") y las repeticiones ("azul, azul, sumamente azul") completan el efecto buscado:

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parecer modernista y ser ridículo, como si los dos términos se implicaran mutuamente.

Décadas más tarde, Arturo Jaramillo imagina un cumplea­ños de Rubén Darío, blanco favorito de la parodia y la sátira antimodernista en Colombia. Entre los jjlatos que se sirven en la cena están: soupe á la Mimi, espárragos cetromorfos, comed beef á la Mallarmé, frommage opalino renaissance, vinos luminosos, éter, hachís, opio, absynthe gome, etc. Elay una orquesta de perfumes y lirios sollozantes de inaudita polimorfía. Uno de los convidados al banquete de cumplea­ños, autor de "Creprisculo opalino" y de "Lágrimas rubias", declama, como es de rigor, un poema cuyos versos culminan­tes son éstos:

Qué rubias son tus lágrimas... Y tus cabellos largos, tus cabellos qué amargos...

Rasgo modernista tal vez de los más molestos para el gusto tradicional era la utilización frecuente de la sinestesia. Los antimodernistas no vieron en ella más que confusión de sensaciones y arbitrariedad en el uso de leas adjetivos. De allí la particular atención de todos los parodistas a este distintivo del estilo moderno, para tratar de desfigurarlo con la mayor saña. Las sinfonías de colores y de perfumes abundaron, al igual que las blancas armonías y los grises tedios. Rubén Darío escribió su "Sinfonía en gris mayor" y José Asunción Silva su célebre parodia: "Sinfonía color de fresa con leche", dedica­da con sorna "a los colibríes decadentes". Apareció esta última en 1894, en El Heraldo de Bogotá. Silva, tenido en su época por uno de los más grandes exponentes deE'decaden-tismo", hace burla, en estos versos, de las manías literarias "decadentes":

Rítmica Reina lírica! Con venusinos cantos de sol v rosa, de mirra y laca

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y policromos cromos de tonos mil oye los constelados versos mininos, escúchame esta historia Rubendariaca de la Princesa verde y el paje Abril Rubio y sutil.

En las vAidas márgenes que espuma el Cauca áureo pico, ala ebúrnea, currucuquea de sedeñas verduras bajo cl dosel do las perladas ondas se esfuma glauca cs paloma, es estrella o azul idea?... Labra el emblema heráldico de áureo broquel Róseo rondel.

Vibran sagradas liras que ensueña Psiquis son argentados cisnes, hadas y gnomos y cdenales olores, lirio yjazmín y vuelan entelequias y tiquismiquis de corales, tritones, memos y momos del horizonte lírico nieve y carmín Hasta ei confín.

Nótese la coincidencia de la segunda estrofa, en imagen y epítetos, con la prosa que comienza "Anochea...", citada anteriormente: la paloma, los adjetivos "ebúrnea","glauca", "sedeña", el verbo "currucuquea" utilizado con intención de comicidad. Los dos textos aparecieron el mismo año, el de Silva en abril 10, el otro en mayo 21, aunque éste último fue publicado originalmente en Panamá, un mes antes. Sin duda el anónimo prosista tuvo como modelo inmediato la parodia de Silva. Ésta se divulgó rápidamente y gozó de popularidad, incluso fuera de Bogotá, según lo atestigua el mismo Silva en carta que envió desde Cartagena a su madre y a su hermana, cuando iba rumbo a Caracas, con un cargo diplomático, en septiembre de ese año, 1894. La "Sinfonía color de fresa con leche" fue firmada inicialmente con el seudónimo de Benja­mín Bibelot Ramírez, pero la autoría de Silva está hoy fuera de duda. "Los versos a Rubén Darío —-escribe en la mencio-

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nada carta— los dicen veinte o treinta. 'Rítmica Reina lírica' forma parte del saludo que me hace cada persona a quien me presentan". Silva se muestra muy complacido por la popularidad de estos versos y la disfruta, con algo de malig­nidad, por lo que ellos contienen de solfa contra su contem­poráneo Darío, cuya grandeza Silva se negó a reconocer: "no lo estimaba o, por lo menos, detestaba a sus imitadores", advierte Rafael Maya. Acuñó el adjetivo "rubendariaco" que repite en diferentes contextos, todos ellos negativos. Desde Caracas escribe una carta a Sanín Cano donde critica áspera­mente el gusto dominante en las revistas y periódicos litera­rios de Venezuela en ese momento . "De rubendariacos —dice— están llenos el diarismo y las revistas". El sello de la producción literaria, se queja Silva, es la imitación. Todos imitan a alguien. "Si usted tiene la paciencia de leer no encontrará una sola línea, una sola página, vividas, sentidas o pensadas".

Cuando se lee a Silva, se tiene con frecuencia la impresión de que o d i a todo aquello en lo que teme verse reflejado. El fastidio que siente por los "decadentes" venezolanos hace pensar en la incomomidad frente al espejo de quien pone a prueba sus disfraces. Cuando llegc') a Caracas, fue mal recibi­do en la legación colombiana y nunca estuvo a gusto en su puesto de diplomático. En cambio, fue bienvenido con sin­cera admiración por los jcSvenes poetas "imitadores rubenda­riacos". Ellos habían leído el "Nocturno" y veían en Silva a un "decadente" mayor. El aspecto de Silva, su modo de vivir, sus hábitos y maneras {personales, no contradecían esa imagen. El joven poeta venezolano Pedro Emilio Coll, quien llegó a ser su amigo, lo describe así: "Era alto y pálido, vestía de negro, la caña en una mano, los guantes en la otra, la gardenia en el ojal, perfumado con opoponax, brillante el pelo. Un filósofo engastado en un petimetre". Este retrato del "petimetre", detrás del cual se ocultaba un filósofo y un poeta, es el que Silva temía, porque era una parodia viviente. A veces se complacía en acentuarla, a veces reaccionaba

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apasionadamente en su contra, autodestructivamente, por tanto. Al mismo Pedro Emilio Coll, más joven que el autor del "Nocturno", le mostraba su colección de zapatos de charol, comentando con ironía: "No puedo vivir sin amigos, y los zapatos me atraen la simpatía de muchas personas excelentes. El brillo de las botas, créalo, es más importante que el de las ideas. Unas zapatillas de charol y una pechera blanca, ya tiene usted un hombre completo, seguro de triun­far en la sociedad". Ese "snob grotesco" que aveces se sentía José Fernández, el personaje de De sobremesa, es un fantasma que persigue a Silva, el hombre que temía ser una parodia. Igual que el Juan de Dios del poema "Lentes ajenos" que amó siempre a través de los libros y nunca supo lo que es el amor, el miedo de Fernández, y de Silva, era vivir a través de leas libros, ser una imitación imposible como lo fue Juan de Dios haciendo de Rafael con una Julia de Choachi o de Armando Duval de una asquerosa Margarita Gautier o de Rodolfo Boulanger de una Madame Bovary criolla, sin llegar a vivir una vida propia.

Entre los imitadores y "rubendariacos" mencionados en la carta de Silva a Sanín Cano figura el nombre de Abraham Zacarías López Penha, ya nombrado en párrafos anteriores. El fue el introductor en nuestras costas, según Clímaco Soto Borda, de los "versos mirrinos que inventó don Rubén Da­río". Publicaba en Barranquilla un periódico llamado Flores y Perlas, "especie de órgano de los intereses de una casa de orates", según Soto Borda. "Cada quince días —sigue dicien­do—, asoma por esos mundos, dando saltitos y ostentando en sus seis páginas toda una ola mayor de mariposas, gérme­nes, sinfonías exangües, inacciones, kakemonos, iridiscencias y otras yerbas de tonos mil". López Penha logró suscitar, como poeta, los más furibundos rechazos. Su novela, Camila Sán­chez, ya poco se lee y ha terminado por parecerse más a una paródica broma que a un escrito original. Clímaco Soto escarnece en los siguientes términos el estilo poético del barranquillero:

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En Flores y Perlas, el señor de los Cromos y de las Abigaíles blondas como una espiga, es decir, Macse Zacarías, publica una "Sinfonía de las olas", en la cual, por medio de una docena de pa.sajes, esoecie de versículos bíblicos, entona aquel cantar. Allí hay olas de todas clases y tamaños: olas de zafiros y perlas, olas que desgarran, olas de plata, olas soberbias, negras, pérfidas, en viaje, humildes, esmeraldinas, ígneas, gigantes, y cuanto usted quiera; y lodo como la gallina del cuento, para anunciar que pone un huevo.

Luis María Mora veía en la cultura santafereña una especie de "cordón sanitario" contra el "contagio" del modernismo que venía de la Costa. El bogotano Silva no era, para él, un "decadente". Era un exquisito, un aristócrata que nunca se "aplebeyó" ni cometió un "solecismo", al contrario de Valen­cia que sí fue un cabecilla de la turbamulta decadente y discípulo de ese "frecuentador de manicomios" llamado Fe­derico Nietzsche. Paradójicamente, en Antioquia, por la mis­ma época, se veía a Bogotá como el centro del snobismo decadente de Colombia. Desde las páginas de la revista El Montañés, un crítico retoma en 1899 los epítetos acuñados por Silva, "rubendariacos y mirrinos", para calificar la litera­tura que "viene floreciendo desde hace algún tiempo, sobre todo en Bogotá, al amparo de la bendita presunción que hace a los candidos santafereños soñar que son los parisienses de Sudamérica". Saturnino Restrepo, nombre del crítico citado, menciona a Silva y a Valencia como poetas auténticos dentro de la caterva de los modernistas. De sus imitadores dice que son buenos "para no leídos en absoluto". Tomás Carrasquilla los miraba como "simuladores natos", gentes con la "manía de fingir" por dárselas de "raros, excéntricos, demoníacos". En algún momento se refiere a Alaría Bashkirtseff, la escritora y pintora que Silva introduce en su De sobremesa con fervor casi religioso, aprendido de Maurice Barres. Carrasquilla comenta: "mucha bulla han metido los intelectuales con las memorias de María... no sé qué, ni recuerdo cómo se escribe. Ésta sí que fue criatura vana, supuesta e inventora de cosas".

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Y añade, aludiendo a la temprana muerte de la artista: "¡qué tal si se cría y saca libros! ¡Dónde nos hubiéramos metido!". El exotismo de los modernos, siempre "a la caza de asuntos peregrinos", registrando y "desentresijando" ritos, cosmogra­fías, religiones, mitologías, era comparado por el maestro an t ioqueño con los "trasteos" de "beata loca" por entre reta­blos antiguos y sacristías apelilladas. Con su sorna caracterís­tica la emprende contra los temas "universales" de Valencia, sin mencionarlo, y afirma, con esa voluntad de contradicción tan suya, que son "regionalismos extranjeros". Para él, todos somos regionalistas y no hay temas que no lo sean. Pero, para n o quedarse atrás en la errante caravana de los modernistas, "todo perdido en el desierto y con el monolito a cuestas", declara que cualquier día el escritor ant ioqueño también podría recurrir a la receta del "regionalismo remoto" y escri­bir, por ejemplo, sobre las "hileras de camellos fatigados, hileras de esfinges silenciosas, remolinos de ibis en bandadas, el Nilo que se desborda, los cocodrilos que asoman, los cocodrilos que se hunden , el loto expansible que flota sobre

la onda pavorosa, las moles faraónicas, allá en el confín desvanecido del desierto, el templo... Isis... la sombra de Cleopatra".

En Bogotá, dice el novelista de Antioquia, se cultiva la jardinería decadente en invernáculos o incubadoras, en todo caso, con métodos artificiales. ¿Y en Medellín? ¿Y en Maniza­les? "¿Podrá pelechar acaso la planta decadente?" El decaden­tismo, responde, "no pega en este ambiente burgués y montañoso, sórdido e incipiente, así como no dan palmeras en los páramos ni carámbanos en los ardientes valles. Traba­j a r en este sentido es violentar las leyes inmutables de la vida".

Entre todas las parodias del modernismo colombiano, la más afilada y mordaz, aunque no la menos ingeniosa, fue la de Lorenzo Marroquín y José María Rivas Groot en la novela Pax. Silva, que tan duramente trató a los "colibríes decaden­tes", no se habría asombrado, sin embargo, si hubiera alcan­zado a verse parodiado en algunas páginas de esta novela.

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Antes de S. C. Mala, personaje de Pax, ya fosé Fernández tenía mucho de parodia del poeta decadente. Y quizá no tan involuntaria. La palabra misma es clave en De sobremesa. Apa­rece unas pocas veces, pero con significación resaltada. Una vez se aplica a la religión fin de siécle, al neomisticismo, como subterfugio para buscar sensaciones fuertes relacionadas con el misterio, llamándola "asquerosa parodia", "plagio de los antiguos cultos". En otra ocasión se aplica al amor al estilo decadente: "halagar a una mujer, idealizarle el vicio, ponerle al frente un esj)ejo donde se mire más bella de lo que es, hacerla gozar de la vida j}or unas horas y quedarse sintiendo desj)recio ¡3or ella, asco de sí mismo, odio por la grotesca parodia del amor y ganas de algo blanco, como una cima de ventisquero, para quitarse del alma el olor y el sabor de la carne!".

Fernández, poeta de las decadencias, es el cantor y el gozador de los amores perversos, buceador de lo absoluto en el teosofismo, el ocultismo, el espiritismo, en fin, todos los "plagios" modernos de las viejas y venerables religiones, pero sin fe, pues el cielo está vacío y todos los dioses han muerto.

S. C. Mata, a pesar de la alusión al suicidio contenida en su nombre, tiene poco que ver con Silva. Algo más con Fernán­dez, aunque no demasiado. Sus énfasis, su retcSrica gestual, su misma muerte, pertenecen mejor al romanticismo tardío que al decadentismo. El suicido de Silva es "fin de siglo" diecinueve; el de Mata, fin de siglo dieciocho, parodiado. El poeta de Pax y el de De sobremesa comparten eí uso de las drogas y de algunos adjetivos, la lectura de Nietzsche y pare de contar. Mata y Silva nada tienen en común, excepto que los versos del primero son, parcialmente, parodias de poemas del segundo.

Los dos poemas jxuódicos que aparecen en la novela de Marroquín y Rivas Croot se titulan: "Nostalgia egipcia" v "Balada de la desesperanza". Ambos mantienen como ante­texto o modelo imitado, simultáneamente, diversos poemas de Silva y de Valencia. "Nostalgia egipcia", escrito en alejan-

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drinos pareados de rima consonante, remite, j:>or su forma, al poema de Valencia "Leyendo a Silva", el cual a su vez remite, por la misma razón, a "Un poema" de Silva:

En el triunfo cenizo de evanescentes pintas, Al surgir la apoteosis para las medias tintas,

Yo cjuicro que se rompa cl canto de mi lira Junto a la lija Esfinge cjue mira, mira, mira,

Y en el arenal cálido, que un sueño blanco finge, Ser el eterno novio de la silente Esfinge

Allí do cl sol, lustrando los oros de su magia, Desata la escarlata de su roja hemorragia;

Do erigen los camellos el cuello corvo y largo Cual los interrogantes de un gran poema amargo.

Tema, imágenes, léxico, aproximan estos versos a la poesía de Valencia más claramente que a la de Silva. El decorado exótico, el mismo que parodia Carrasquilla: esfinges, arena­les, oasis, jeroglíficos, j3roviene de "Los camellos". El nombre de la revista donde fueron supuestamente publicados, La Pagoda Nietzsche, recuerda de inmediato La cueva de Zaratustra, tertulia frecuentada por el maestro payanes en Bogotá.

La "Balada de la desesperanza" imita burlescamente dos modelos obvios: "Palemón el estilita" de Valencia y el "Noc­turno" tercero de Silva, con algunos ecos menores de otros poemas como la "Marcha triunfal" de Rubén Darío:

Frav Martín de la Cogulla, El prior de Calatrava Que agoló las penitencias, los cilicios, los ayunos, asjaerezas,

disciplinas y con garfios Desgarró sus carnes pálidas, Castigó sus apetitos, Y con santas

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Reflexiones y lecturas en misales y breviarios que pintaron los maestros mosaístas,

Dominaba Las pasiones de alma y cuerpo, Cuerpo y alma, Y era un monje venerable con su barba blanca v noble, Noble y larga.

Como suele suceder en muchos casos, la parodia actúa aquí como un desfigurador de los textos parodiados. El juego pierde su gratuidad para volverse feroz invectiva. Cada referencia que reconocemos de un texto anterior se convierte en tajo mortal. No hay razón para pensar, sin embargo, que Silva haya sido caricaturizado en la figura de S. C. Mata. Véase, j3or ejemplo, la circunstancia personal que acompaña la recita­ción de la "Balada" al final del capítulo VIII: tambaleante, con los ojos turbios y la voz opaca, el versificador hace esfuerzos para simular energía, pero se doblega y palidece, como si estuviera a punto de caer en convulsiones. El secreto está unas páginas más atrás: es la morfina, inyectada en instantes furti­vos durante la reunión, lo que lo mantiene con bríos momen­táneos y luego lo sume en la atonía. Este grotesco retrato del escritor que a su escaso talento une un grosero oportunismo político y una manía exhibicionista de declamador de feria, nada tiene que ver con el autor de De sobremesa. En cambio, la parodia del "Nocturno" es tan obvia como corrosiva:

Una noche, Una noche, A la una, a las dos de la mañana, A la una, A las dos, A las tres de la mañana, Desvelado el penitente por las ranas y las ratas, Por las ranas que en los fosos del convento Crotoraban, Por las ratas que roían,

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Que roían con sus dientes en los bordes de las páginas De un antiguo pergamino cjue, con gonces y con llaves, Refería los prestigios de la vieja Calatrava, El buen monje, desvelado, Meditaba, Meditaba, Meditaba, Y en aquella noche gris, y en la mística vigilia Entre austeras penitencias, y entre las visiones candidas, Presentósele de pronto, toda llena de dulzuras y de encantos

y ternuras y promesas, Doña Sancha, Doña Sancha de Almudéjar que en un tiempo, en los ágiles

torneos, A Martín, cl noble y fuerte, coronara.

Los procedimientos rítmicos, la alternancia de versos muy cortos con otros excesivamente largos, las aliteraciones, son objeto de imitación en un contexto nuevo, destinado a pro­ducir risa. Las repeticiones son ridiculizadas mediante la inversión de los términos ("la silueta larga y negra / negra y larga"). Hay fragmentos de frases literalmente tomados de Silva, como "toda llena de perfumes" o "fina y lánguida". Otros, sutilmente variados con intención burlesca, como "en los cielos infinitos y verdosos", allí donde Silva había escrito "por los cielos azulosos, infinitos y profundos".

La función de la parodia es, con frecuencia, demostrar el carácter convencional de toda forma artística y, por ende, la posibilidad y necesidad de superarla. En Colombia, durante la época del modernismo, ese objetivo fue menos claro que el de destruir a un enemigo que amenazaba un orden vene­rado, llámese clasicismo, tradición conservadora o, incluso, humanismo.

El juego paródico cumple, según Bajtin, tareas históricas de desacralización. Muchos mitos cayeron de su verdad eter­na por la profanación de la parodia. Esta, con su fiesta verbal, rebajó al nivel de meras convenciones humanas las más

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sagradas tradiciones, los géneros más nobles, las entonacio­nes más elevadas. Así nació la novela, así surgió la literatura moderna, de las ruinas de un Verbo desdivinizado. En Co­lombia, en las últimas décadas del siglo XIX, la parodia sirvió fundamentalmente a fines opuestos a la modernización. Fue, por el contrario, el arma de la reacción ofendida. Hay que esperar hasta 1906 para encontrar una obra donde los ecos finales del modernismo comiencen a resonar paródicamen­te, como signo histórico de superación y desenfado: De mi villorrio, de Luis Carlos López. El soneto inicial del libro comienza con estos dos versos tan modernistas: "Flota en el horizonte opaco dejo / crepuscular. La noche se avecina", seguidos por éstos dos que son ya definitivamente un guiño humorístico: "bostezando. Y el mar, bilioso y viejo, / duerme como con sueño de morfina".

Dos tonos que se sujíerponen, se cruzan, se fusionan: tal es, etimológicamente, la parodia. En Luis C. López hay una voz modernista que se escucha al tiempo con su contracanto. Una música ya conocida —Silva, Darío, Valencia— entra en relaciém de acorde disonante con otra que es su cómica imita­ción o su desmitificación. El sol, por ejemplo, sigue personi­ficado en el mito egipcio de Osiris y el paisaje sigue siendo el lienzo de un pintor sobrenatural, como en los modernistas, pero ahora

el viejo Osiris sobre cl lienzo plomo saca el paisaje lentamente, como quien va sacando una calcomanía...

El lugar favorito del parodista, se ha dicho, está situado en la línea de intersección entre lo sublime y lo trivial. Sólo que en ese punto lo sublime ya no es tan sublime y lo trivial ya no es tan trivial.

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