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Introducción Este engargolado, se creó para conocer más acerca de los cuentos de los Autores latinoamericanos y comprender el porqué se están reconcociendo en la literarura a nivel mundial, ya que creíamos que eran Aburridos. Además de generar interés en la lectura latinoamericana, analizaremos las ideas de los relatos y evaluaremos si los autores que estamos estudiando coinciden en el manejo de ideas o plasman estilos totalmente diferentes unos con otros o en su defecto coinciden en el manejo de corrientes o han sido influenciados por otros autores. Las historias que encontraremos, en general relatan una serie de actos irreales combinados con la realidad, en donde se plasman y refleja la cultura de la vida en Latinoamérica, para lo cual buscamos conocer más acerca de las vivencias o ideas de estos países. Roberto Andrés Suárez GutiérrezPágina 1

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Introducción

Este engargolado, se creó para conocer más acerca de los cuentos de los

Autores latinoamericanos y comprender el porqué se están reconcociendo en

la literarura a nivel mundial, ya que creíamos que eran Aburridos.

Además de generar interés en la lectura latinoamericana, analizaremos las

ideas de los relatos y evaluaremos si los autores que estamos estudiando

coinciden en el manejo de ideas o plasman estilos totalmente diferentes unos

con otros o en su defecto coinciden en el manejo de corrientes o han sido

influenciados por otros autores.

Las historias que encontraremos, en general relatan una serie de actos irreales

combinados con la realidad, en donde se plasman y refleja la cultura de la vida

en Latinoamérica, para lo cual buscamos conocer más acerca de las vivencias

o ideas de estos países.

Roberto Andrés Suárez Gutiérrez Página 1

José Emilio Pacheco

(México, 1939) Poeta, narrador, ensayista y traductor mexicano, cuya cultura literaria y sensibilidad poética lo convirtieron en uno de los miembros más destacados de la llamada Generación del Medio Siglo.

Estudió derecho y letras en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y allí comenzó a colaborar con la revista Medio Siglo. Más tarde formó parte de la dirección del suplemento Ramas Nuevas de la revista Estaciones, junto a otro reconocido autor mexicano, Carlos Monsiváis, y de la redacción de la Revista de la UNAM. Fue asimismo jefe de redacción del suplemento México en la Cultura, en colaboración con Fernando Benítez.

José Emilio Pacheco

Profesor en varias universidades de México, Estados Unidos, Canadá e Inglaterra, se dedicó también a la investigación en el Departamento de Estudios Históricos del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH); como resultado de esta labor de investigación y reconstrucción de la vida cultural mexicana de los siglos XIX y XX, publicó numerosas ediciones y antologías. Sus libros han sido traducidos al inglés, francés, alemán y ruso.

La poesía de Pacheco se caracteriza por una depuración extrema. Sus versos carecen de ornamentos inútiles y están escritos con un lenguaje cotidiano que los hace engañosamente sencillos. La conciencia de lo efímero es uno de sus temas centrales, pero su poesía es a menudo irónica, llena de notas de humor negro y parodia, y muestra una continua experimentación en el plano formal. Para Pacheco, el poeta es el crítico de su tiempo y un metafísico preocupado por el sentido de la historia. Cree en el carácter popular de la escritura, que carece de autor específico y pertenece a todos.

Roberto Andrés Suárez Gutiérrez Página 2

Su producción poética alterna así lo trascendente y lo inmediato, siempre con un estilo muy personal. Ello se aprecia en Los elementos de la noche (1963), El reposo del fuego (1966), No me preguntes cómo pasa el tiempo (1964) y Los trabajos del mar (1983). Respecto a sus traducciones, que incluyen poemas de diversas lenguas, el autor prefirió llamarlas "aproximaciones", por estar convencido de la intraducibilidad del género.

Roberto Andrés Suárez Gutiérrez Página 3

¡La zarpa¡[Cuento. Texto completo]

José Emilio Pacheco

Padre, las cosas que habrá oído en el confesionario y aquí en la sacristía… Usted es joven, es hombre. Le será difícil entenderme. No sabe cuánto me apena quitarle tiempo con mis problemas, pero ¿a quién si no a usted puedo confiarme? De verdad no sé cómo empezar. Es pecado alegrarse del mal ajeno. Todos lo cometemos ¿no es cierto? Fíjese usted cuando hay un accidente, un crimen, un incendio. Qué alegría sienten los demás porque no fue para ellos al menos una entre tantas desgracias de este mundo.

Usted no es de aquí, padre, no conoció México cuando era una ciudad pequeña, preciosa, muy cómoda, no la monstruosidad que padecemos ahora en 1971. Entonces nacíamos y moríamos en el mismo sitio sin cambiarnos nunca de barrio. Éramos de San Rafael, de Santa María, de la colonia Roma. Nada volverá a ser igual… Perdone, estoy divagando. No tengo a nadie con quién hablar y cuando me suelto… Ay, padre, qué vergüenza, si supera, jamás me había atrevido a contarle esto a nadie, ni a usted. Pero ya estoy aquí. Después me sentiré más tranquila.

Mire, Rosalba y yo nacimos en edificios de la misma calle, con apenas tres meses de diferencia. Nuestras madres eran muy amigas. Nos llevaban juntas a la Alameda y a Chapultepec. Juntas nos enseñaron a hablar y a caminar. Desde que entramos en la escuela de párvulos Rosalba fue la más linda, la más graciosa, la más inteligente. Le caía bien a todos, era amable con todos. En primaria y secundaria lo mismo: la mejor alumna, la que portaba la bandera en las ceremonias, bailaba, actuaba o recitaba en los festivales. “No me cuesta trabajo estudiar”, decía. “Me basta oír algo para aprendérmelo de memoria.”

Ay, padre, ¿por qué las cosas están mal repartidas? ¿Por qué a Rosalba le tocó lo bueno y a mí lo malo? Fea, gorda, bruta, antipática, grosera, díscola, malgeniosa. En fin… Ya se imaginará lo que nos pasó al llegar a la preparatoria cuando pocas mujeres alcanzaban esos niveles. Todos querían ser novios de Rosalba. A mí que me comieran los perros: nadie se iba a fijar en la amiga fea de la muchacha guapa.

En un periodiquito estudiantil publicaron: “dicen las malas lenguas que Rosalba anda por todas partes con Zenobia para que el contraste haga resplandecer aún más su belleza única, extraordinaria, incomparable”. Desde luego la nota no estaba firmada. Pero sé quién la escribió. No lo perdono aunque haya pasado más de medio siglo y hoy sea muy importante.

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Qué injusticia ¿no cree? Nadie escoge su cara. Si alguien nace fea por fuera la gente se las arregla para que también se vaya haciendo horrible por dentro. A los quince años, padre, ya estaba amargada. Odiaba a mi mejor amiga y no podía demostrarlo porque ella era siempre buena, amable, cariñosa conmigo. Cuando me quejaba de mi aspecto me decía: “Qué tonta eres. Cómo puedes creerte fea con esos ojos y esa sonrisa tan bonita que tienes”. Era sólo la juventud, sin duda. A esa edad no hay quien no tenga su gracia.

Mi madre se había dado cuenta del problema. Para consolarme hablaba de cuánto sufren las mujeres hermosas y qué fácilmente se pierden. Yo quería estudiar Derecho, ser abogada, aunque entonces daba risa que una mujer anduviera en trabajos de hombre. Habíamos pasado juntas toda la vida y no me animé a entrar en la universidad sin Rosalba.

Aún no terminábamos la preparatoria cuando ella se casó con un muchacho bien que la había conocido en una kermés. Se la llevó a vivir al Paseo de la Reforma en una casa elegantísima que demolieron hace mucho tiempo. Desde luego me invitó a la boda pero no fui. “Rosalba, ¿qué me pongo? Los invitados de tu esposo van a pensar que llevaste a tu criada.”

Tanta ilusión que tuve y desde los dieciocho años me vi obligada a trabajar, primero en El Palacio de Hierro y luego de secretaria en Hacienda y Crédito Público. Me quedé arrumbada en el departamento donde nací, en las calles de Pino. Santa María perdió su esplendor de comienzos de siglo y se vino abajo. Para entonces mi madre ya había muerto en medio de sufrimientos terribles, mi padre estaba ciego por sus vicios de juventud, mi hermano era un borracho que tocaba la guitarra, hacía canciones y ambicionaba la gloria y la fortuna de Agustín Lara. Pobre de mi hermano: toda la vida quiso hacerse digno de Rosalba y murió asesinado en un tugurio de Nonoalco.

Pasamos mucho tiempo sin vernos. Un día Rosalba llegó a la sección de ropa íntima, me saludó como si nada y me presentó a su nuevo esposo, un extranjero que apenas entendía el español. Ay, padre, aunque no lo crea, Rosalba estaba más linda y elegante que nunca, en plenitud, como suele decirse. Me sentí tan mal que me hubiera gustado verla caer muerta a mis pies. Y lo peor, lo más doloroso, era que ella, con toda su fortuna y su hermosura, seguía tan amable, tan sencilla de trato como siempre.

Prometí visitarla en su nueva casa de Las Lomas. No lo hice jamás. Por las noches rogaba a Dios no volver a encontrármela. Me decía a mí misma: Rosalba nunca viene a El Palacio de Hierro, compra su ropa en Estados Unidos, no tengo teléfono, no hay ninguna posibilidad de que nos veamos de nuevo.

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A esas alturas casi todas nuestras amigas se habían alejado de Santa María. Las que seguían allí estaban gordas, llenas de hijos, con maridos que les gritaban y les pegaban y se iban de juerga con mujeres de ésas. Para vivir en esa forma mejor no casarse. No me casé aunque oportunidades no me faltaron. Por más amolados que estemos siempre viene alguien a nuestra espalda recogiendo lo que tiramos a la basura.

Se fueron los años. Sería época de Ávila Camacho o Alemán cuando una tarde en que esperaba el tranvía bajo la lluvia la descubrí en su gran Cadillac, con chofer de uniforme y toda la cosa. El automóvil se detuvo ante un semáforo. Rosalba me identificó entre la gente y se ofreció a llevarme. Se había casado por cuarta o quinta vez, aunque parezca increíble. A pesar de tanto tiempo, gracias a sus esmeros, seguía siendo la misma: su cara fresca de muchacha, su cuerpo esbelto, sus ojos verdes, su pelo castaño, sus dientes perfectos…

Me reclamó que no la buscara, aunque ella me mandaba cada año tarjetas de Navidad. Me dijo que el próximo domingo el chofer iría a recogerme para que cenáramos en su casa. Cuando llegamos, por cortesía la invité a pasar. Y aceptó, padre, imagínese: aceptó. Ya se figurará la pena que me dio mostrarle el departamento a ella que vivía entre tantos lujos y comodidades. Aunque limpio y arreglado, aquello era el mismo cuchitril que conoció Rosalba cuando andaba también de pobretona. Todo tan viejo y miserable que por poco me suelto a llorar de rabia y de vergüenza.

Rosalba se entristeció. Nunca antes había regresado a sus orígenes. Hicimos recuerdos de aquellas épocas. De repente se puso a contarme qué infeliz se sentía. Por eso, padre, y fíjese en quién se lo dice, no debemos sentir envidia: nadie se escapa, la vida es igual de terrible con todos. La tragedia de Rosalba era no tener hijos. Los hombres la ilusionaban un momento. En seguida, decepcionada, aceptaba a algún otro de los muchos que la pretendían. Pobre Rosalba, nunca la dejaron en paz, lo mismo en Santa María que en la preparatoria o en esos lugares tan ricos y elegantes que conoció más tarde.

Se quedó poco tiempo. Iba a una fiesta y tenía que arreglarse. El domingo se presentó el chofer. Estuvo toca y toca el timbre. Lo espié por la ventana y no le abrí. Qué iba a hacer yo, la fea, la gorda, la quedada, la solterona, la empleadilla, en ese ambiente de riqueza. Para qué exponerme a ser comparada de nuevo con Rosalba. No seré nadie pero tengo mi orgullo.

Ese encuentro se me grabó en el alma. Si iba al cine o me sentaba a ver la televisión o a hojear revistas siempre encontraba mujeres hermosas parecidas a Rosalba. Cuando en el trabajo me tocaba atender a una muchacha que tuviera algún rasgo de ella, la trataba mal, le inventaba dificultades, buscaba

Roberto Andrés Suárez Gutiérrez Página 6

formas de humillarla delante de los otros empleados para sentir: Me estoy vengando de Rosalba.

Usted me preguntará, padre, qué me hizo Rosalba. Nada, lo que se llama nada. Eso era lo peor y lo que más furia me daba. Insisto, padre: siempre fue buena y cariñosa conmigo. Pero me hundió, me arruinó la vida, sólo por existir, por ser tan bella, tan inteligente, tan rica, tan todo.

Yo sé lo que es estar en el infierno, padre. Sin embargo, no hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague. Aquella reunión en Santa María debe de haber sido en 1946. De modo que esperé un cuarto de siglo. Y al fin hoy, padre, esta mañana la vi en la esquina de Madero y Palma. Primero de lejos, después muy de cerca. No puede imaginarse, padre: ese cuerpo maravilloso, esa cara, esas piernas, esos ojos, ese cabello, ser perdieron para siempre en un tonel de manteca, bolsas, manchas, arrugas, papadas, várices, canas, maquillaje, colorete, rímel, dientes falsos, pestañas postizas, lentes de fondo de botella.

Me apresuré a besarla y abrazarla. Había acabado lo que nos separó. No importaba lo de antes. Ya nunca más seríamos una la fea y otra la bonita. Ahora Rosalba y yo somos iguales. Ahora la vejez nos ha hecho iguales. 

Roberto Andrés Suárez Gutiérrez Página 7

¡La estatua de efímera¡[Cuento. Texto completo]

José Emilio Pacheco

Aquella noche los empleados de Telas León celebraron el cumpleaños de su jefe. Para darle una sorpresa habían ordenado esculpir en un bloque de hielo el animal que daba nombre a la empresa y apellido de su dueño. En la sala de fiestas todos bebieron demasiado. El señor León ya estaba ebrio gracias a los brindis en la oficina. Del brazo de sus agentes vendedores, entre empellones, risotadas, confidencias, entró en el salón cuando la orquesta iniciaba Besame mucho. Canturreo en español y en ingles aproximativo. Acarició a las secretarias y pidió que le tomaran fotografías.

Sobre un carro impulsado por cuatro meseros llegó el gran León de hielo. Tambaleante susurrando incoherencias, el jefe se levanto de la mesa, se acerco a la estatua, se aferro a la melena de hielo y subió al pedestal. Ordeno al fotógrafo que lo retratara en la actitud de los grandes domadores: la cabeza metida entre los colmillos de la fiera.

Los comensales empezaron a celebrar la ocurrencia. Luego creyeron ver un acto de ilusionismo, la broma excesiva solo justificable en la noche que rompía una vez al año el tedio y rigidez cotidianas. Porque sin rugido, la estatua cerro sus fauces y cercenó la cabeza del señor León.

El fotógrafo recibió en sus brazos el cuerpo decapitado. Afirmo que debido a la brusquedad del movimiento quizá la foto iba a salir borrosa. Nadie supo que actitud asumir. Ahora se culpan mutuamente por haber ordenado un león de hielo sin calcular ni el peligro que representaba ni la mala fama que rodea al cocinero.

Acababan de apresarlo bajo cargo de esculpir efímeras estatuas en exceso realistas y a menudo vivientes

Roberto Andrés Suárez Gutiérrez Página 8

Juan José Arreola

Jalisciense, como Juan Rulfo y miembros ambos de la generación de escritores que transformó la literatura mexicana y puso dentro del panorama mundial, Juan José Arreola fue el escritor que con mayor libertad permitió que la imaginación se desbordara de su causes y consiguió una escritura que se apropia de las convenciones genéricas para trastocarlas y dar vida a una literatura novedosa y sorprendente. Borges dijo que "desdeñoso de las circunstancias históricas, geográficas y políticas, Juan José Arreola, en una época de recelosos y obstinados nacionalismos, fijó su mirada en el universo y en sus posibilidades fantásticas"; también dijo que aunque nació en México en 1918, "pudo haber nacido en cualquier lugar y en cualquier tiempo". En una época que nuestro país se decidía por el realismo y las tendencias la literatura de la tierra, Arreola, sin desdeñar realmente esos temas, construyó alegorías universales de la vida nacional.

La narrativa de Arreola fue durante un largo tiempo un problema para los especialistas en literatura. Sin afiliarse a un movimiento, ni siquiera a una vanguardia específica, fue una apuesta por la imaginación y el ludismo. Por otra parte, el sentido del humor y las formas de la ficción breve que cultivó Arreola condicionaron durante un tiempo que su literatura fuera vista con recelo. Sin embargo, en cuentos como "El guardagujas", "La migala", "El miligramo prodigioso", "Baby H.P.", "Botella de Klein" es posible encontrar las huellas que dieron origen a una nueva tradición de literatura mexicana. De hecho, la importancia de Arreola en el campo de la legitimación de la ficción breve para el canon de la gran literatura apenas se empezó a reconocer hace unos diez años.

Roberto Andrés Suárez Gutiérrez Página 9

La migala[Cuento. Texto completo]

Juan José Arreola

La migala discurre libremente por la casa, pero mi capacidad de horror no disminuye.

El día en que Beatriz y yo entramos en aquella barraca inmunda de la feria callejera, me di cuenta de que la repulsiva alimaña era lo más atroz que podía depararme el destino. Peor que el desprecio y la conmiseración brillando de pronto en una clara mirada.

Unos días más tarde volví para comprar la migala, y el sorprendido saltimbanqui me dio algunos informes acerca de sus costumbres y su alimentación extraña. Entonces comprendí que tenía en las manos, de una vez por todas, la amenaza total, la máxima dosis de terror que mi espíritu podía soportar. Recuerdo mi paso tembloroso, vacilante, cuando de regreso a la casa sentía el peso leve y denso de la araña, ese peso del cual podía descontar, con seguridad, el de la caja de madera en que la llevaba, como si fueran dos pesos totalmente diferentes: el de la madera inocente y el del impuro y ponzoñoso animal que tiraba de mí como un lastre definitivo. Dentro de aquella caja iba el infierno personal que instalaría en mi casa para destruir, para anular al otro, el descomunal infierno de los hombres.

La noche memorable en que solté a la migala en mi departamento y la vi correr como un cangrejo y ocultarse bajo un mueble, ha sido el principio de una vida indescriptible. Desde entonces, cada uno de los instantes de que dispongo ha sido recorrido por los pasos de la araña, que llena la casa con su presencia invisible.

Todas las noches tiemblo en espera de la picadura mortal. Muchas veces despierto con el cuerpo helado, tenso, inmóvil, porque el sueño ha creado para mí, con precisión, el paso cosquilleante de la aralia sobre mi piel, su peso indefinible, su consistencia de entraña. Sin embargo, siempre amanece. Estoy vivo y mi alma inútilmente se apresta y se perfecciona.

Hay días en que pienso que la migala ha desaparecido, que se ha extraviado o que ha muerto. Pero no hago nada para comprobarlo. Dejo siempre que el azar me vuelva a poner frente a ella, al salir del baño, o mientras me desvisto para echarme en la cama. A veces el silencio de la noche me trae el eco de sus pasos, que he aprendido a oír, aunque sé que son imperceptibles.

Roberto Andrés Suárez Gutiérrez Página 10

José Luis González

(Santo Domingo, 1926 - México, 1997) Escritor puertorriqueño. Marxista militante, partidario activo de la independencia de Puerto Rico, su producción narrativa refleja los problemas de las clases menos favorecidas de su país.

La primera infancia de José Luis González transcurrió en la República Dominicana, hasta que la llegada al poder del dictador Leónidas Trujillo (1930) obligó a toda la familia a trasladarse a Puerto Rico, donde recibió su formación primaria y secundaria y se licenció por la Universidad de Puerto Rico (más tarde obtendría en México el doctorado en Filosofía y Letras).

Al tiempo que realizaba sus estudios, se inició en la literatura con el volumen de narraciones breves En la sombra (1943), obra a la que pronto se sumaron otras dos recopilaciones de relatos: Cinco cuentos de sangre (1945), libro premiado por el Instituto de Literatura Puertorriqueña, y El hombre de la calle (1948). A finales de los cuarenta se trasladó a los Estados Unidos; fijó su residencia en Nueva York y amplió sus estudios. Por esa época recibió el influjo de narradores norteamericanos y europeos (Ernest Hemingway, William Faulkner, John Steinbeck, Franz Kafka o Jean Paul Sartre), que marcaron su producción.

El precoz reconocimiento que recayó sobre la figura de José Luis González pronto se vio perjudicado por su postura política. Desde 1943 se había convertido en uno de los primeros intelectuales puertorriqueños que hacía profesión pública de su ideología marxista. Ello le condujo a un período de exilio en el que se acentuó su obsesión por los espacios y tiempos fragmentarios, rotos por continuos desplazamientos. La experiencia de la salida forzosa de la isla se convirtió también en su obra en una constante preocupación temática.

El exilio se inició en 1950, cuando José Luis González, entonces militante del Partido Comunista, se desplazó hasta Checoslovaquia para participar en un congreso marxista como delegado estudiantil. Durante su ausencia se desató una ola de represión política que obligó a González a permanecer durante tres años en Europa. Su situación política empeoró a partir 1953: con la creación del Estado Libre Asociado, el macartismo emprendió en el país sus persecuciones anticomunistas.

Roberto Andrés Suárez Gutiérrez Página 11

José Luis González hubo de marchar a México, donde compondría y publicaría la mayor parte de su obra. Las autoridades de Inmigración, dependientes de la administración estadounidense, le negaron el regreso durante más de veinte años. Obtuvo la nacionalidad mexicana en 1955, y se ganó la vida como editor y traductor de obras relacionadas con la política (como las biografías de Stalin y Trotski), la historia de la filosofía y la crítica literaria. Posteriormente se doctoró con una tesis titulada Literatura y sociedad en Puerto Rico. De los cronistas de Indias a la generación del 98 en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), en la que fue catedrático.

Roberto Andrés Suárez Gutiérrez Página 12

La carta[Cuento. Texto completo]

José Luis Gonzales

San Juan, puerto Rico 8 de marso de 1947

Qerida bieja:

Como yo le desia antes de venirme, aqui las cosas me van vién. Desde que llegé enseguida incontré trabajo. Me pagan 8 pesos la semana y con eso bivo como don Pepe el alministradol de la central allá.

La ropa aqella que quedé de mandale, no la he podido compral pues quiero buscarla en una de las tiendas mejores. Digale a Petra que cuando valla por casa le boy a llevar un regalito al nene de ella.

Boy a ver si me saco un retrato un dia de estos para mandálselo a uste.

El otro dia vi a Felo el ijo de la comai María. El está travajando pero gana menos que yo.

Bueno recueldese de escrivirme y contarme todo lo que pasa por alla.

Su ijo que la qiere y le pide la bendision.

Juan

 Después de firmar, dobló cuidadosamente el papel ajado y lleno de borrones y se lo guardó en el bolsillo de la camisa. Caminó hasta la estación de correos más próxima, y al llegar se echó la gorra raída sobre la frente y se acuclilló en el umbral de una de las puertas. Dobló la mano izquierda, fingiéndose manco, y extendió la derecha con la palma hacia arriba.

Cuando reunió los cuatro centavos necesarios, compró el sobre y el sello y despachó la carta.

FIN

Roberto Andrés Suárez Gutiérrez Página 13

Elena Poniatowska

Periodista y narradora, nacida en París, Francia, el 19 de mayo de 1933. Radica en México desde 1942. Fue becaria del Centro Mexicano de Escritores, de 1957 a 1958; ingresó al Sistema Nacional de Creadores Artísticos, como creador emérito, en 1994. Nació en París, hija de una mexicana, Paula Amor, y un noble polaco, Jean Poniatowska. El estallido de la Segunda Guerra Mundial hizo que su madre tomara una decisión que cambió sus vidas. Madre e hija partieron para México mientas su padre luchaba con el Ejército francés y participaba en el desembarco de Normandía. La guerra los separó durante cinco años. Fue francesa hasta que casó y se nacionalizó mexicana.

Su carrera se inició en el ejercicio del periodismo y ha publicado una obra muy amplia que incluye varios géneros.

Entre sus textos destacan: las novelas Hasta no verte Jesús mío (1969), Querido Diego, te abraza Quiela, (1978), La flor de Lis (1988), Tinísima (1992) y La piel del cielo (2001); los ensayos: Todo empezó el domingo (1963), La noche de Tlaltelolco (1971), Gaby Brimmer (testimonio,1979), Fuerte es el silencio (1980), El último guajolote (1982), ¡Ay vida, no me mereces!, (1985), Nada, nadie. Las voces del temblor (1988), Juchitán de las mujeres (testimonio, 1989); las colecciones de cuentos: Lilus Kikus (1954), De noche vienes (1979), Métase mi prieta entre el durmiente y el silbatazo (1982) y los libros de entrevistas: Palabras cruzadas, Era, (1961), Domingo 7 (1982), Todo México (1990 ) y Todo México, vol. II (1994). Ha recibido múltiples premios entre los que pueden citarse: Premio Mazatlán, 1970, por Hasta no verte Jesús mío, Premio Xavier Villaurrutia, 1970 (rechazado), por La noche de Tlatelolco. Premio Nacional de Periodismo (fue la primer mujer que recibió esta distinción) por sus entrevistas, (1978), Premio Manuel Buendía (otorgado por varias universidades de México), por méritos relevantes como escritora y periodista (1987), Premio Mazatlán de Literatura, (1992), por Tinísima y, el más reciente, Premio Alfaguara de Novela 2001, por La piel del cielo.

Roberto Andrés Suárez Gutiérrez Página 14

Las lavanderas[Cuento. Texto completo]

Elena Poniatowska

En la humedad gris y blanca de la mañana, las lavanderas tallan su ropa1. Entre sus manos el mantel se hincha como a medio cocer, y de pronto revienta con mil burbujas de agua. Arriba

sólo se oye el chapoteo2 del aire sobre las sábanas mojadas. Y a pesar de los pequeños toldos de lámina, siento como un gran ruido de manantial. El motor de los coches que pasan por la calle llega atenuado3; jamás sube completamente. La ciudad ha quedado atrás; retrocede, se pierde en el fondo de la memoria.

Las manos se inflaman, van y vienen, calladas; los dedos chatos, las uñas en la piedra, duras como huesos, eternas como conchas de mar. Enrojecidas de agua, las manos se inclinan como si fueran a dormirse, a caer sobre la funda de la almohada. Pero no. La terca mirada de doña Otilia las reclama. Las recoge. Allí está el jabón, el pan de a cincuenta centavos y la jícara4 morena que hace saltar el agua. Las lavanderas tienen el vientre humedecido de tanto recargarlo en la piedra porosa y la cintura incrustada de gotas que un buen día estallarán.

A doña Otilia le cuelgan cabellos grises de la nuca; Conchita es la más joven, la piel restirada5 a reventar sobre mejillas redondas (su rostro es un jardín y hay tantas líneas secretas en su mano); y doña Matilde, la rezongona,6 a quien siempre se le amontona la ropa. – Del hambre que tenían en el pueblo el año pasado, no dejaron nada para semilla.

– Entonces, ¿este año no se van a ir a la siembra, Matildita?

–Pues no, pues ¿qué sembramos? ¡No le estoy diciendo que somos un pueblo de muertos de hambre!

– ¡Válgame Dios! Pues en mi tierra, limpian y labran la tierra como si tuviéramos maíz. ¡A ver qué cae! Luego dicen que lo trae el aire.

– ¿E1 aire? ¡Jesús mil veces! Si el aire no trae más que calamidades. ¿Lo que

trae es puro chayotillo! 7 Otilia, Conchita y Matilde se le quedan viendo a doña Lupe que acaba de dejar su bulto en el borde del lavadero.

Roberto Andrés Suárez Gutiérrez Página 15

– Doña Lupe, ¿por qué no había venido? – De veras doña Lupe, hace muchos días que no la veíamos por aquí.

– Ya la andábamos extrañando. Las cuatro hablan quedito.8 El agua las acompaña, las cuatro encorvadas9 sobre su ropa, los codos paralelos, los brazos hermanados.

– Pues ¿qué le ha pasado Lupita que nos tenía tan abandonadas?

Doña Lupe, con su voz de siempre, mientras las jícaras jalan el agua para volverla a echar sobre la piedra, con un ruido seco, cuenta que su papá se murió (bueno, ya estaba grande)10 pero con todo y sus años era campanero, por allá por Tequisquiapan11 y lo querían mucho el señor cura y los fieles. En la procesión, él era quien le seguía al señor cura, el que se quedaba en el segundo escalón durante la santa misa, bueno, le tenían mucho respeto. Subió a dar las seis como siempre, y así, sin aviso, sin darse cuenta siquiera, la campana lo tumbó de la torre. Y repite doña Lupe más bajo aún, las manos llenas de espuma blanca:

–Sí. La campana lo mató. Era una esquila,12 de esas que dan vuelta.

Se quedan las tres mujeres sin movimiento bajo la huida del cielo. Doña Lupe mira un punto fijo: – Entonces, todos los del pueblo agarraron la campana y la metieron a la cárcel.– ¡Jesús mil veces!

– Yo le voy a rezar hasta muy noche a su papacito…Arriba el aire chapotea sobre las sábanas.

Roberto Andrés Suárez Gutiérrez Página 16

Julio Cortázar

(Bruselas, 1914 - París, 1984) Escritor argentino. Hijo de padres argentinos, a los cuatro años Julio Cortázar se desplazó con ellos a Argentina, para radicarse en la provincia andina de Mendoza.

Tras completar sus estudios primarios, siguió los de magisterio y letras y durante cinco años fue maestro rural. Pasó más tarde a Buenos Aires, y en 1951 viajó a París con una beca. Concluida ésta, su trabajo como traductor de la Unesco le permitió afincarse definitivamente en la capital francesa.

Por entonces Julio Cortázar ya había publicado en Buenos Aires el poemario Presencia con el seudónimo de «Julio Denis», el poema dramático Los reyes y la primera de sus series de relatos breves, Bestiario, en la que se advierte la profunda influencia de Jorge Luis Borges.

La literatura de Cortázar parte del cuestionamiento vital, cercano a los planteamientos existencialistas, en obras de marcado carácter experimental, que lo convierten en uno de los mayores innovadores de la lengua y la narrativa en lengua castellana. Como en Borges, sus relatos ahondan en lo fantástico, aunque sin abandonar por ello el referente de la realidad cotidiana, por lo que sus obras tienen siempre una deuda abierta con el surrealismo.

Para Cortázar, la realidad inmediata significa una vía de acceso a otros registros de lo real, donde la plenitud de la vida alcanza múltiples formulaciones. De ahí que su narrativa constituya un permanente cuestionamiento de la razón y de los esquemas convencionales de ensamiento.

El instinto, el azar, el goce de los sentidos, el humor y el juego terminan por identificarse con la escritura, que es a su vez la formulación del existir en el mundo. Las rupturas de los órdenes cronológico y espacial sacan al lector de su punto de vista convencional, proponiéndole diferentes posibilidades de participación, de modo que el acto de la lectura es llamado a completar el universo narrativo.

Roberto Andrés Suárez Gutiérrez Página 17

Los amigos [Cuento. Texto completo]

Julio Cortazar

 EN ESE JUEGO todo tenía que andar rápido. Cuando el Número Uno decidió que había que liquidar a Romero y que el Número Tres se encargaría del trabajo, Beltrán recibió la información pocos minutos más tarde. Tranquilo pero sin perder un instante, salió del café de Corrientes y Libertad y se metió en un taxi.

Mientras se bañaba en su departamento, escuchando el noticioso, se acordó de que había visto por última vez a Romero en San Isidro, un día de mala suerte en las carreras. En ese entonces Romero era un tal Romero, y él un tal Beltrán; buenos amigos antes de que la vida los metiera por caminos tan distintos. Sonrió casi sin ganas, pensando en la cara que pondría Romero al encontrárselo de nuevo, pero la cara de Romero no tenía ninguna importancia y en cambio había que pensar despacio en la cuestión del café y del auto.

Era curioso que al Número Uno se le hubiera ocurrido hacer matar a Romero en el café de Cochabamba y Piedras, y a esa hora; quizá, si había que creer en ciertas informaciones, el Número Uno ya estaba un poco viejo. De todos modos la torpeza dé la orden le daba una ventaja: podía sacar el auto del garaje, estacionarlo con el motor en marcha por el lado de Cochabamba, y quedarse esperando a que Romero llegara como siempre a encontrarse con los amigos a eso de las siete de la tarde. Si todo salía bien evitaría que Romero entrase en el café, y al mismo tiempo que los del café vieran o sospecharan su intervención. Era cosa de suerte y de cálculo, un simple gesto (que Romero no dejaría de ver, porque era un lince), y saber meterse en el tráfico y pegar la vuelta a toda máquina. Si los dos hacían las cosas como era debido —y Beltrán estaba tan seguro de Romero como de él mismo— todo quedaría despachado en un momento. Volvió a sonreír pensando en la cara del Número Uno cuando más tarde, bastante más tarde, lo llamara desde algún teléfono público para informarle de lo sucedido.  Vistiéndose despacio, acabó el atado de cigarrillos y se miró un momento al espejo. Después sacó otro atado del cajón, y antes de apagar las luces comprobó que todo estaba en orden. Los gallegos del garaje le tenían el Ford como una seda. Bajó por Chacabuco, despacio, y a las siete menos diez se estacionó a unos metros de la puerta del café, después de dar dos vueltas a la manzana esperando que un camión de reparto le dejara el sitio. Desde donde estaba era imposible que los del café lo vieran. De cuando

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en cuando apretaba un poco el acelerador para mantener el motor caliente; no quería fumar, pero sentía la boca seca y le daba rabia.   

A las siete menos cinco vio venir a Romero por la vereda de enfrente; lo reconoció en seguida por el chambergo gris y el saco cruzado. Con una ojeada a la vitrina del café, calculó lo que tardaría en cruzar la calle y llegar hasta ahí. Pero a Romero no podía pasarle nada a tanta distancia del café, era preferible dejarlo que cruzara la calle y subiera a la vereda. Exactamente en ese momento, Beltrán puso el coche en marcha y sacó el brazo por la ventanilla. Tal como había previsto, Romero lo vio y se detuvo sorprendido. La primera bala le dio entre los ojos, después Beltrán tiró al montón que se derrumbaba. El Ford salió en diagonal, adelantándose limpio a un tranvía, y dio la vuelta por Tacuarí. Manejando sin apuro, el Número Tres pensó que la última visión de Romero había sido la de un tal Beltrán, un amigo del hipódromo en otros tiempos.

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Manuel Payno

(México, 1810 - San Ángel, Distrito Federal, 1894) Escritor mexicano. Terminados sus estudios, Manuel Payno trabajó como meritorio en la aduana de su ciudad natal. Después pasó al Ministerio de Guerra con el grado de Teniente Coronel como jefe de sección. En 1842 se le nombró secretario de la Delegación Mexicana en Sudamérica e hizo su primer viaje a Francia e Inglaterra. Más tarde, el presidente Santa Anna lo envió a Nueva York y Filadelfia para estudiar el sistema penitenciario.

En 1847 combatió contra los norteamericanos y estableció el servicio secreto de correos entre México y Veracruz. Durante la administración de José Joaquín de Herrera fue ministro de Hacienda (1850-1851) y durante el gobierno de Comonfort fue secretario de esa misma cartera. Payno contribuyó al golpe de Estado de 1857, por lo que se le procesó y apartó de la política. Restaurada la República, fue varias veces diputado.

En 1882, con el gobierno de Manuel González, fue enviado a París. En 1886 fue nombrado cónsul de Santander y después cónsul general de España. A su regreso al México en 1892, fue senador.

La obra de Manuel Payno, aunque cultivó la poesía en su juventud y escribió para el teatro, la mayor aportación literaria de Manuel Payno está en el campo de la novela. Con la novela folletinesca El fistol del diablo (1845-1846) inició en México la modalidad de la edición por entregas, e inauguró el cultivo de la novela romántica, a la que aproximó al realismo. Su obra más importante, escrita durante su estancia en España, es Los bandidos de Río Frío (1889-1891), recreación del México de la primera mitad del s. XIX.

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Amor secreto [Cuento. Texto completo]

Manuel Payno

Mucho tiempo hacía que Alfredo no me visitaba, hasta que el día menos pensado se presentó en mi cuarto. Su palidez, su largo cabello que caía en desorden sobre sus carrillos hundidos, sus ojos lánguidos y tristes y, por último, los marcados síntomas que le advertía de una grave enfermedad me alarmaron sobremanera, tanto, que no pude evitar el preguntarle la causa del mal, o mejor dicho, el mal que padecía.

—Es una tontería, un capricho, una quimera lo que me ha puesto en este estado; en una palabra, es un amor secreto.

—¿Es posible?

—Es una historia —prosiguió— insignificante para el común de la gente; pero quizá tú la comprenderás; historia, te repito, de esas que dejan huellas tan profundas en la existencia del hombre, que ni el tiempo tiene poder para borrar.

El tono sentimental, a la vez que solemne y lúgubre de Alfredo, me conmovió al extremo; así es que le rogué me contase esa historia de su amor secreto, y él continuó:

—¿Conociste a Carolina?

—¡Carolina! … ¿Aquella jovencita de rostro expresivo y tierno, de delgada cintura, pie breve?

—La misma.

—Pues en verdad la conocí y me interesó sobremanera… pero…

—A esa joven —prosiguió Alfredo— la amé con el amor tierno y sublime con que se ama a una madre, a un ángel; pero parece que la fatalidad se interpuso en mi camino y no permitió que nunca le revelara esta pasión ardiente, pura y santa, que habría hecho su felicidad y la mía.

“La primera noche que la vi fue en un baile; ligera, aérea y fantástica como las sílfides, con su hermoso y blanco rostro lleno de alegría y de entusiasmo. La amé en el mismo momento, y procuré abrirme paso entre la multitud para llegar cerca de esa mujer celestial, cuya existencia me pareció desde aquel momento

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que no pertenecía al mundo, sino a una región superior; me acerqué temblando, con la respiración trabajosa, la frente bañada de un sudor frío… ¡Ah!, el amor, el amor verdadero es una enfermedad bien cruel. Decía, pues, que me acerqué y procuré articular algunas palabras, y yo no sé lo que dije; pero el caso es que ella con una afabilidad indefinible me invitó que me sentase a su lado; lo hice, y abriendo sus pequeños labios pronunció algunas palabras indiferentes sobre el calor, el viento, etcétera; pero a mí me pareció su voz musical, y esas palabras insignificantes sonaron de una manera tan mágica a mis oídos que aún las escucho en este momento. Si esa mujer en aquel acto me hubiera dicho: Yo te amo, Alfredo; si hubiera tomado mi mano helada entre sus pequeños dedos de alabastro y me la hubiera estrechado; si me hubiera sido permitido depositar un beso en su blanca frente… ¡Oh!, habría llorado de gratitud, me habría vuelto loco, me habría muerto tal vez de placer.

“A poco momento un elegante invitó a bailar a Carolina. El cruel, arrebató de mi lado a mi querida, a mi tesoro, a mi ángel. El resto de la noche Carolina bailó, platicó con sus amigas, sonrió con los libertinos pisaverdes; y para mí, que la adoraba, no tuvo ya ni una sonrisa, ni una mirada ni una palabra. Me retiré cabizbajo, celoso, maldiciendo el baile. Cuando llegué a mi casa me arrojé en mi lecho y me puse a llorar de rabia.

“A la mañana siguiente, lo primero que hice fue indagar dónde vivía Carolina; pero mis pesquisas por algún tiempo fueron inútiles. Una noche la vi en el teatro, hermosa y engalanada como siempre, con su sonrisa de ángel en los labios, con sus ojos negros y brillantes de alegría. Carolina se rió unas veces con las gracias de los actores, y se enterneció otras con las escenas patéticas; en los entreactos paseaba su vista por todo el patio y palcos, examinaba las casacas de moda, las relumbrantes cadenas y fistoles de los elegantes, saludaba graciosamente con su abanico a sus conocidas, sonreía, platicaba… y para mí, nada… ni una sola vez dirigió la vista por donde estaba mi luneta, a pesar de que mis ojos ardientes y empapados en lágrimas seguían sus más insignificantes movimientos. También esa noche fue de insomnio, de delirio; noche de esas en que el lecho quema, en que la fiebre hace latir fuertemente las arterias, en que una imagen fantástica está fija e inmóvil en la orilla de nuestro lecho.

“Era menester tomar una resolución. En efecto, supe por fin dónde vivía Carolina, quiénes componían su familia y el género de vida que tenía. ¿Pero cómo penetrar hasta esas casas opulentas de los ricos? ¿Cómo insinuarme en el corazón de una joven del alto tono, que dedicaba la mitad de su tiempo a descansar en las mullidas otomanas de seda, y la otra mitad en adornarse y concurrir en su espléndida carroza a los paseos y a los teatros? ¡Ah!, si las mujeres ricas y orgullosas conociesen cuánto vale ese amor ardiente y puro que se enciende en nuestros corazones; si miraran el interior de nuestra organización, toda ocupada, por decirlo así, en amar; si reflexionaran que para

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nosotros, pobres hombres a quienes la fortuna no prodigó riquezas, pero que la naturaleza nos dio un corazón franco y leal, las mujeres son un tesoro inestimable y las guardamos con el delicado esmero que ellas conservan en un vaso de nácar las azucenas blancas y aromáticas, sin duda nos amarían mucho; pero… las mujeres no son capaces de amar el alma jamás. Su carácter frívolo las inclina a prenderse más de un chaleco que de un honrado corazón; de una cadena de oro o de una corbata, que de un cerebro bien organizado.

“He aquí mi tormento. Seguir lánguido, triste y cabizbajo, devorado con mi pasión oculta, a una mujer que corría loca y descuidada entre el mágico y continuado festín, de que goza la clase opulenta de México. Carolina iba a los teatros, allí la seguía yo; Carolina en su brillante carrera daba vueltas por las frondosas calles de árboles de la Alameda, también me hallaba yo sentado en el rincón oscuro de una banca. En todas partes estaba ella rebosando alegría y dicha, y yo, mustio, con el alma llena de acíbar y el corazón destilando sangre.

“Me resolví a escribirle. Di al lacayo una carta, y en la noche me fui al teatro lleno de esperanzas. Esa noche acaso me miraría Carolina, acaso fijaría su atención en mi rostro pálido y me tendría lástima… era mucho esto: tras de la lástima vendría el amor y entonces sería yo el más feliz de los hombres. ¡Vana esperanza! En toda la noche no logré que Carolina fijase su atención en mi persona. Al cabo de ocho días me desengañé que el lacayo no le había entregado mi carta. Redoblé mis instancias y conseguí por fin que una amiga suya pusiese en sus manos un billete, escrito con todo el sentimentalismo y el candor de un hombre que ama de veras; pero, ¡Dios mío!, Carolina recibía diariamente tantos billetes iguales; escuchaba tantas declaraciones de amor; la prodigaban desde sus padres hasta los criados tantas lisonjas, que no se dignó abrir mi carta y la devolvió sin preguntar aun por curiosidad quién se la escribía.

“¿Has experimentado alguna vez el tormento atroz que se siente, cuando nos desprecia una mujer a quien amamos con toda la fuerza de nuestra alma? ¿Comprendes el martirio horrible de correr día y noche loco, delirante de amor tras de una mujer que ríe, que no siente, que no ama, que ni aun conoce al que la adora?

“Cinco meses duraron estas penas, y yo constante, resignado, no cesaba de seguir sus pasos y observar sus acciones. El contraste era siempre el mismo: ella loca, llena de contento, reía y miraba al drama que se llama mundo al través de un prisma de ilusiones; y yo triste, desesperado con un amor secreto que nadie podía comprender, miraba a toda la gente tras la media luz de un velo infernal.

“Pasaban ante mi vista mil mujeres; las unas de rostro pálido e interesante, las otras llenas de robustez y brotándoles el nácar por sus redondas mejillas. Veía unas de cuerpo flexible, cintura breve y pie pequeño; otras robustas de formas atléticas; aquellas de semblante tétrico y romántico; las otras con una cara de

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risa y alegría clásica; y ninguna, ninguna de estas flores que se deslizaban ante mis ojos, cuyo aroma percibía, cuya belleza palpaba, hacía latir mi corazón, ni brotar en mi mente una sola idea de felicidad. Todas me eran absolutamente indiferentes; sólo amaba a Carolina, y Carolina… ¡Ah!, el corazón de las mujeres se enternece, como dice Antony, cuando ven un mendigo o un herido; pero son insensibles cuando un hombre les dice: ‘Te amo, te adoro, y tu amor es tan necesario a mi existencia como el sol a las flores, como el viento a las aves, como el agua a los peces.’ ¡Qué locura! Carolina ignoraba mi amor, como te he repetido, y esto era peor para mí que si me hubiese aborrecido.

“La última noche que la vi fue en un baile de máscaras. Su disfraz consistía en un dominó de raso negro; pero el instinto del amor me hizo adivinar que era ella. La seguí en el salón del teatro, en los palcos, en la cantina, en todas partes donde la diversión la conducía. El ángel puro de mi amor, la casta virgen con quien había soñado una existencia entera de ventura doméstica, verla entre el bullicio de un carnaval, sedienta de baile, llena de entusiasmo, embriagada con las lisonjas y los amores que le decían. ¡Oh!, si yo tuviera derechos sobre su corazón, la hubiera llamado, y con una voz dulce y persuasiva le hubiera dicho: ‘Carolina mía, corres por una senda de perdición; los hombres sensatos nunca escogen para esposas a las mujeres que se encuentran en medio de las escenas de prostitución y voluptuosidad; sepárate por piedad de esta reunión cuyo aliento empaña tu hermosura, cuyos placeres marchitan la blanca flor de tu inocencia; ámame sólo a mí, Carolina, y encontrarás un corazón sincero, donde vacíes cuantos sentimientos tengas en el tuyo: ámame, porque yo no te perderé ni te dejaré morir entre el llanto y los tormentos de una pasión desgraciada.’ Mil cosas más le hubiera dicho; pero Carolina no quiso escucharme; huía de mí y risueña daba el brazo a los que le prodigaban esas palabras vanas y engañadoras que la sociedad llama galantería. ¡Pobre Carolina! La amaba tanto, que hubiera querido tener el poder de un dios para arrebatarla del peligroso camino en que se hallaba.

“Observé que un petimetre de estos almibarados, insustanciales, destituidos de moral y de talento, que por una de tantas anomalías aprecia y puede decirse venera la sociedad, platicaba con gran interés con Carolina. En la primera oportunidad lo saqué fuera de la sala, lo insulté, lo desafié, y me hubiera batido a muerte; pero él, riendo me dijo: ‘¿Qué derechos tiene usted sobre esta mujer?’ Reflexioné un momento, y con voz ahogada por el dolor, le respondí: ‘Ningunos.’ ‘Pues bien —prosiguió riéndose mi antagonista—, yo sí los tengo y los va usted a ver.’ El infame sacó de su bolsa una liga, un rizo de pelo, un retrato, unas cartas en que Carolina le llamaba su tesoro, su único dueño. ‘Ya ve usted, pobre hombre —me dijo alejándose—, Carolina me ama, y con todo la voy a dejar esta noche misma, porque colecciones amorosas iguales a las que ha visto usted y que tengo en mi cómoda, reclaman mi atención; son mujeres inocentes y sencillas, y Carolina ha mudado ya ocho amantes.’

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“Sentí al escuchar estas palabras que el alma abandonaba mi cuerpo, que mi corazón se estrechaba, que el llanto me oprimía la garganta. Caí en una silla desmayado, y a poco no vi a mi lado más que un amigo que procuraba humedecer mis labios con un poco de vino.

“A los tres días supe que Carolina estaba atacada de una violenta fiebre y que los médicos desesperaban de su vida. Entonces no hubo consideraciones que me detuvieran; me introduje en su casa decidido a declararle mi amor, a hacerle saber que si había pasado su existencia juvenil entre frívolos y pasajeros placeres, que si su corazón moría con el desconsuelo y vacío horrible de no haber hallado un hombre que la amase de veras, yo estaba allí para asegurarle que lloraría sobre su tumba, que el santo amor que le había tenido lo conservaría vivo en mi corazón. ¡Oh!, estas promesas habrían tranquilizado a la pobre niña, que moría en la aurora de su vida, y habría pensado en Dios y muerto con la paz de una santa.

“Pero era un delirio hablar de amor a una mujer en los últimos instantes de su vida, cuando los sacerdotes rezaban los salmos en su cabecera; cuando la familia, llorosa, alumbraba con velas de cera benditas, las facciones marchitas y pálidas de Carolina. ¡Oh!, yo estaba loco; agonizaba también, tenía fiebre en el alma. ¡Imbéciles y locos que somos los hombres!”

—Y ¿qué sucedió al fin?

—Al fin murió Carolina —me contestó—, y yo constante la seguí a la tumba, como la había seguido a los teatros y a las máscaras. Al cubrir la fría tierra los últimos restos de una criatura poco antes tan hermosa, tan alegre y tan contenta, desaparecieron también mis más risueñas esperanzas, las solas ilusiones de mi vida.

Alfredo salió de mi cuarto, sin despedida

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Luis Britto García

(Caracas, 1940) Escritor venezolano. Su obra de ficción, formalmente experimental, elabora una crítica de la situación política y social de su país (Rajatabla, 1970; Abrapalabra, 1980; La orgía imaginaria, 1983). También se ha dedicado al ensayo, entre cuyos títulos cabe citar El imperio contracultural: del rock a la posmodernidad (1991). Premio Casa de las Américas en 1970 y premio nacional de literatura en 1980.

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¡ Rubén¡ [Cuento. Texto completo]

Luis Britto García

Traga Rubén no brinques Rubén sóplate Rubén no te orines en la cama Rubén no toques Rubén no llores Rubén estate quieto Rubén no saltes en la cama Rubén no saques la cabeza por la ventanilla Rubén no rompas el vaso Rubén, Rubén no le saque la lengua a la maestra Rubén no rayes las paredes Rubén di los buenos días Rubén deja el yoyo Rubén no juegues trompo Rubén no faltes al catecismo Rubén amárrate la trenza del zapato Rubén haz las tareas Rubén no rompas los juguetes Rubén reza Rubén no te metas el dedo en la nariz Rubén no juegues con la comida no te pases la vida jugando la vida Rubén.Estudia Rubén no te jubiles Rubén no fumes Rubén no salgas con tus amigos Rubén no te pelees con tu hermana Rubén, Rubén no te montes en la parrilla de las motos Rubén estudia la química Rubén no trasnoches Rubén no corras Rubén no ensucies tantas camisetas Rubén saluda a tu tía Paulina Rubén no andes en patota Rubén no hables tanto, estudia la matemática Rubén no te metas con la muchacha del servicio Rubén no pongas tan alto el tocadisco Rubén no cantes serenatas Rubén no te pongas de delegado de curso Rubén no te comprometas Rubén no te vayas a dejar raspar Rubén no le respondas a tu padre Rubén, Rubén córtate el pelo, coge ejemplo Rubén.Rubén no manifiestes, no cantes el Belachao Rubén, Rubén no protestes profesores, no dejes que te metan en la lista negra Rubén, Rubén quita esos afiches del cheguevara, no digas yankis go home Rubén, Rubén no repartas hojitas, no pintes los muros Rubén, no siembres la zozobra en las instituciones Rubén, Rubén no quemes caucho, no agites Rubén, Rubén no me agonices, no me mortifiques Rubén, Rubén modérate, Rubén compórtate, Rubén aquiétate, Rubén componte.

Rubén no corras Rubén no grites Rubén no brinques Rubén no saltes Rubén no pases frente a los guardias Rubén no enfrentes los policías Rubén no dejes que te disparen Rubén no saltes Rubén no grites Rubén no sangres Rubén no caigas:No te mueras, Rubén.

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Juan Rulfo

(Sayula, México, 1918 - Ciudad de México, 1986) Escritor mexicano. Juan Rulfo creció en el pequeño pueblo de San Gabriel, villa rural dominada por la superstición y el culto a los muertos, y sufrió allí las duras consecuencias de las luchas cristeras en su familia más cercana (su padre fue asesinado). Esos primeros años de su vida habrían de conformar en parte el universo desolado que Juan Rulfo recreó en su breve pero brillante obra.

En 1934 se trasladó a Ciudad de México, donde trabajó como agente de inmigración en la Secretaría de la Gobernación. A partir de 1938 empezó a viajar por algunas regiones del país en comisiones de servicio y publicó sus cuentos más relevantes en revistas literarias.

En los quince cuentos que integran El llano en llamas (1953), Juan Rulfo ofreció una primera sublimación literaria, a través de una prosa sucinta y expresiva, de la realidad de los campesinos de su tierra, en relatos que trascendían la pura anécdota social.

En su obra más conocida, Pedro Páramo (1955), Rulfo dio una forma más perfeccionada a dicho mecanismo de interiorización de la realidad de su país, en un universo donde cohabitan lo misterioso y lo real, y obtuvo la que se considera una de las mejores obras de la literatura iberoamericana contemporánea.

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¡ Diles que no me maten¡ [Cuento. Texto completo]

Juan Rulfo

-¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan por caridad.

-No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti.

-Haz que te oiga. Date tus mañas y dile que para sustos ya ha estado bueno. Dile que lo haga por caridad de Dios.

-No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero volver allá.

-Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.

-No. No tengo ganas de eso, yo soy tu hijo. Y si voy mucho con ellos, acabarán por saber quién soy y les dará por a fusilarme a mí también. Es mejor dejar las cosas de este tamaño.

-Anda, Justino. Diles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles.

Justino apretó los dientes y movió la cabeza diciendo:

-No.

Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato.

Justino se levantó de la pila de piedras en que estaba sentado y caminó hasta la puerta del corral. Luego se dio vuelta para decir:

-Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mi mujer y de los hijos?

-La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué cosas haces por mí. Eso es lo que urge.

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Lo habían traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él seguía todavía allí, amarrado a un horcón, esperando. No se podía estar quieto. Había hecho el intento de dormir un rato para apaciguarse, pero el sueño se le había ido. También se le había ido el hambre. No tenía ganas de nada. Sólo de vivir. Ahora que sabía bien a bien que lo iban a matar, le habían entrado unas ganas tan grandes de vivir como sólo las puede sentir un recién resucitado. Quién le iba a decir que volvería aquel asunto tan viejo, tan rancio, tan enterrado como creía que estaba. Aquel asunto de cuando tuvo que matar a don Lupe. No nada más por nomás, como quisieron hacerle ver los de Alima, sino porque tuvo sus razones. Él se acordaba:

Don Lupe Terreros, el dueño de la Puerta de Piedra, por más señas su compadre. Al que él, Juvencio Nava, tuvo que matar por eso; por ser el dueño de la Puerta de Piedra y que, siendo también su compadre, le negó el pasto para sus animales.

Primero se aguantó por puro compromiso. Pero después, cuando la sequía, en que vio cómo se le morían uno tras otro sus animales hostigados por el hambre y que su compadre don Lupe seguía negándole la yerba de sus potreros, entonces fue cuando se puso a romper la cerca y a arrear la bola de animales flacos hasta las paraneras para que se hartaran de comer. Y eso no le había gustado a don Lupe, que mandó tapar otra vez la cerca para que él, Juvencio Nava, le volviera a abrir otra vez el agujero. Así, de día se tapaba el agujero y de noche se volvía a abrir, mientras el ganado estaba allí, siempre pegado a la cerca, siempre esperando; aquel ganado suyo que antes nomás se vivía oliendo el pasto sin poder probarlo.

Y él y don Lupe alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo. Hasta que una vez don Lupe le dijo:

-Mira, Juvencio, otro animal más que metas al potrero y te lo mato.

Y él contestó:

-Mire, don Lupe, yo no tengo la culpa de que los animales busquen su acomodo. Ellos son inocentes. Ahí se lo haiga si me los mata.

"Y me mató un novillo.

"Esto pasó hace treinta y cinco años, por marzo, porque ya en abril andaba yo en el monte, corriendo del exhorto. No me valieron ni las diez vacas que le di al juez, ni el embargo de mi casa para pagarle la salida de la cárcel. Todavía después, se pagaron con lo que quedaba nomás por no perseguirme, aunque de todos modos me perseguían. Por eso me vine a vivir junto con mi hijo a este otro terrenito que yo tenía y que se nombra Palo de Venado. Y mi hijo creció y

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se casó con la nuera Ignacia y tuvo ya ocho hijos. Así que la cosa ya va para viejo, y según eso debería estar olvidada. Pero, según eso, no lo está.

"Yo entonces calculé que con unos cien pesos quedaba arreglado todo. El difunto don Lupe era solo, solamente con su mujer y los dos muchachitos todavía de a gatas. Y la viuda pronto murió también dizque de pena. Y a los muchachitos se los llevaron lejos, donde unos parientes. Así que, por parte de ellos, no había que tener miedo.

"Pero los demás se atuvieron a que yo andaba exhortado y enjuiciado para asustarme y seguir robándome. Cada vez que llegaba alguien al pueblo me avisaban:

"-Por ahí andan unos fureños, Juvencio.

"Y yo echaba pal monte, entreverándome entre los madroños y pasándome los días comiendo verdolagas. A veces tenía que salir a la media noche, como si me fueran correteando los perros. Eso duró toda la vida . No fue un año ni dos. Fue toda la vida."

Y ahora habían ido por él, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en el olvido en que lo tenía la gente; creyendo que al menos sus últimos días los pasaría tranquilos. "Al menos esto -pensó- conseguiré con estar viejo. Me dejarán en paz".

Se había dado a esta esperanza por entero. Por eso era que le costaba trabajo imaginar morir así, de repente, a estas alturas de su vida, después de tanto pelear para librarse de la muerte; de haberse pasado su mejor tiempo tirando de un lado para otro arrastrado por los sobresaltos y cuando su cuerpo había acabado por ser un puro pellejo correoso curtido por los malos días en que tuvo que andar escondiéndose de todos.

Por si acaso, ¿no había dejado hasta que se le fuera su mujer? Aquel día en que amaneció con la nueva de que su mujer se le había ido, ni siquiera le pasó por la cabeza la intención de salir a buscarla. Dejó que se fuera sin indagar para nada ni con quién ni para dónde, con tal de no bajar al pueblo. Dejó que se le fuera como se le había ido todo lo demás, sin meter las manos. Ya lo único que le quedaba para cuidar era la vida, y ésta la conservaría a como diera lugar. No podía dejar que lo mataran. No podía. Mucho menos ahora.

Pero para eso lo habían traído de allá, de Palo de Venado. No necesitaron amarrarlo para que los siguiera. Él anduvo solo, únicamente maniatado por el miedo. Ellos se dieron cuenta de que no podía correr con aquel cuerpo viejo, con aquellas piernas flacas como sicuas secas, acalambradas por el miedo de morir. Porque a eso iba. A morir. Se lo dijeron.

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Desde entonces lo supo. Comenzó a sentir esa comezón en el estómago que le llegaba de pronto siempre que veía de cerca la muerte y que le sacaba el ansia por los ojos, y que le hinchaba la boca con aquellos buches de agua agria que tenía que tragarse sin querer. Y esa cosa que le hacía los pies pesados mientras su cabeza se le ablandaba y el corazón le pegaba con todas sus fuerzas en las costillas. No, no podía acostumbrarse a la idea de que lo mataran.

Tenía que haber alguna esperanza. En algún lugar podría aún quedar alguna esperanza. Tal vez ellos se hubieran equivocado. Quizá buscaban a otro Juvencio Nava y no al Juvencio Nava que era él.

Caminó entre aquellos hombres en silencio, con los brazos caídos. La madrugada era oscura, sin estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y traía más, llena de ese olor como de orines que tiene el polvo de los caminos.

Sus ojos, que se habían apenuscado con los años, venían viendo la tierra, aquí, debajo de sus pies, a pesar de la oscuridad. Allí en la tierra estaba toda su vida. Sesenta años de vivir sobre de ella, de encerrarla entre sus manos, de haberla probado como se prueba el sabor de la carne. Se vino largo rato desmenuzándola con los ojos, saboreando cada pedazo como si fuera el último, sabiendo casi que sería el último.

Luego, como queriendo decir algo, miraba a los hombres que iban junto a él. Iba a decirles que lo soltaran, que lo dejaran que se fuera: "Yo no le he hecho daño a nadie, muchachos", iba a decirles, pero se quedaba callado. "Más adelantito se los diré", pensaba. Y sólo los veía. Podía hasta imaginar que eran sus amigos; pero no quería hacerlo. No lo eran. No sabía quiénes eran. Los veía a su lado ladeándose y agachándose de vez en cuando para ver por dónde seguía el camino.

Los había visto por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteñida en que todo parece chamuscado. Habían atravesado los surcos pisando la milpa tierna. Y él había bajado a eso: a decirles que allí estaba comenzando a crecer la milpa. Pero ellos no se detuvieron.

Los había visto con tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver con tiempo todo. Pudo haberse escondido, caminar unas cuantas horas por el cerro mientras ellos se iban y después volver a bajar. Al fin y al cabo la milpa no se lograría de ningún modo. Ya era tiempo de que hubieran venido las aguas y las aguas no aparecían y la milpa comenzaba a marchitarse. No tardaría en estar seca del todo.

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Así que ni valía la pena de haber bajado; haberse metido entre aquellos hombres como en un agujero, para ya no volver a salir.

Y ahora seguía junto a ellos, aguantándose las ganas de decirles que lo soltaran. No les veía la cara; sólo veía los bultos que se repegaban o se separaban de él. De manera que cuando se puso a hablar, no supo si lo habían oído. Dijo:

-Yo nunca le he hecho daño a nadie -eso dijo. Pero nada cambió. Ninguno de los bultos pareció darse cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Siguieron igual, como si hubieran venido dormidos.

Entonces pensó que no tenía nada más que decir, que tendría que buscar la esperanza en algún otro lado. Dejó caer otra vez los brazos y entró en las primeras casas del pueblo en medio de aquellos cuatro hombres oscurecidos por el color negro de la noche.

-Mi coronel, aquí está el hombre.

Se habían detenido delante del boquete de la puerta. Él, con el sombrero en la mano, por respeto, esperando ver salir a alguien. Pero sólo salió la voz:

-¿Cuál hombre? -preguntaron.

-El de Palo de Venado, mi coronel. El que usted nos mandó a traer.

-Pregúntale que si ha vivido alguna vez en Alima -volvió a decir la voz de allá adentro.

-¡Ey, tú! ¿Que si has habitado en Alima? -repitió la pregunta el sargento que estaba frente a él.

-Sí. Dile al coronel que de allá mismo soy. Y que allí he vivido hasta hace poco.

-Pregúntale que si conoció a Guadalupe Terreros.

-Que dizque si conociste a Guadalupe Terreros.

-¿A don Lupe? Sí. Dile que sí lo conocí. Ya murió.

Entonces la voz de allá adentro cambió de tono:

-Ya sé que murió -dijo-. Y siguió hablando como si platicara con alguien allá, al otro lado de la pared de carrizos:

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-Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto. Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó.

"Luego supe que lo habían matado a machetazos, clavándole después una pica de buey en el estómago. Me contaron que duró más de dos días perdido y que, cuando lo encontraron tirado en un arroyo, todavía estaba agonizando y pidiendo el encargo de que le cuidaran a su familia.

"Esto, con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es llegar a saber que el que hizo aquello está aún vivo, alimentando su alma podrida con la ilusión de la vida eterna. No podría perdonar a ése, aunque no lo conozco; pero el hecho de que se haya puesto en el lugar donde yo sé que está, me da ánimos para acabar con él. No puedo perdonarle que siga viviendo. No debía haber nacido nunca".

Desde acá, desde fuera, se oyó bien claro cuando dijo. Después ordenó:

-¡Llévenselo y amárrenlo un rato, para que padezca, y luego fusílenlo!

-¡Mírame, coronel! -pidió él-. Ya no valgo nada. No tardaré en morirme solito, derrengado de viejo. ¡No me mates...!

-¡Llévenselo! -volvió a decir la voz de adentro.

-...Ya he pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de muchos modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado, siempre con el pálpito de que en cualquier rato me matarían. No merezco morir así, coronel. Déjame que, al menos, el Señor me perdone. ¡No me mates! ¡Diles que no me maten!.

Estaba allí, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra. Gritando.

En seguida la voz de allá adentro dijo:

-Amárrenlo y denle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan los tiros.

Ahora, por fin, se había apaciguado. Estaba allí arrinconado al pie del horcón. Había venido su hijo Justino y su hijo Justino se había ido y había vuelto y ahora otra vez venía.Lo echó encima del burro. Lo apretaló bien apretado al aparejo para que no se fuese a caer por el camino. Le metió su cabeza dentro de un costal para que no diera mala impresión. Y luego le hizo pelos al burro y

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se fueron, arrebiatados, de prisa, para llegar a Palo de Venado todavía con tiempo para arreglar el velorio del difunto.

-Tu nuera y los nietos te extrañarán -iba diciéndole-. Te mirarán a la cara y creerán que no eres tú. Se les afigurará que te ha comido el coyote cuando te vean con esa cara tan llena de boquetes por tanto tiro de gracia como te dieron.

Bárbara Jacobs

Nació en la ciudad de México en 1947, en el seno de una familia de emigrantes libaneses. Es licenciada en psicología por la Universidad Autónoma de México.

A partir de 1970 publicó cuentos y ensayos en revistas y suplementos literarios.

Entre sus cuentos se publicó: Doce cuentos en contra (1982) y Antología del cuento triste con Augusto Monterroso (1992). Cuenta también con ensayos: Escrito en el tiempo (1985) y Juego limpio(1997), que incluye también apostillas. Entre sus novelas destaca Las hojas muertas (1987) que ganó el premio Villaurrutia y ha sido traducida al inglés, al italiano y al portugués; así mismo fue seleccionada para el Correo del libro mexicano de la Secretaría de Educación Pública, en edición de treinta mil ejemplares fuera de comercio, destinada a bibliotecas de las secundarias públicas del país.

Otras novelas publicadas son: Las siete fugas de Saab, alias el Rizos(1992), Vida con mi amigo (1994) y Adiós humanidad (2000).

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CONCLUSIÓN

A lo largo de los días, nos fuimos dando cuenta de la importancia de leer

cuentos de Autores Latinoamericanos, estos son muy conocidos a nivel

mundial e interesantes por el manejo y combinación de ideas realistas y

ficticias que nos envuelven con el relato y hacen correr nuestra imaginación,

además de involúcranos con la historia y ubicarnos en ese espacio, también

percibí en lo personal, que dentro de algunas historias se plasman mediante

frases, un conjunto de sentimientos y manejo de valores tales como la amistad,

la lealtad, además de la lucha por superar miedos, temores o incertidumbres

que afrontamos día con día.

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CRUCIGRAMA

1 2               3            

                                                              4                                                                                              5                                                                                          6                                          7                                                                                  8                                                           

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Horizontal

1. TEMA principal de diles Que no me maten.

3. Meten A Quien a la cárcel en el cuento de Las lavanderas 

4. Cuento de José Emilio Pacheco

5. Cuento de Julio Cortazar

6. Historia de una tarántula

8. Cuento de Manuel Payno

Vertical

2. Reconocimiento Que Causo la Muerte

7. Cuento de Luis Britto García

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