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FILANDÓN NEGRO ( Cinco cuentos y medio ) Fernando Montes Pazos

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Portada y primeras páginas del libro "FILANDÓN NEGRO (Cinco cuentos y medio)" del autor Fernando Montes Pazos

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FILANDÓN NEGRO(Cinco cuentos y medio)

Fernando Montes Pazos

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PRÓLOGO de Ramiro Pinto Cañón

Para mí el prólogo a una obra consiste en dar pistas sobre lo que cuenta el autor. En ocasiones sirve para dar un contexto de lo que cuenta el libro en cuestión, porque hacer un resumen me parece lo más desastroso para un texto que abre sus puertas al lector para que entre en él.

Es difícil definir los cinco cuentos (y medio) de este libro porque es una lectura que resbala, sorprende y las historias escapan de lo previsible para convertirlas en otra historia dife-rente a la que cuenta y que luego sigue desarrollando, pero con otro sentido. Alguien dijo que “el estilo es el autor”, entonces yo diría que es un libro socarrón, en el que resplandece esa sonrisa a medias que dibuja Fernando Montes en su cara, sin saber si empieza o termina de sonreír.

En varios cuentos he observado que sucede como en esas películas en las que quienes dan prestancia e interés son los actores secundarios. Este aspecto es más que una anécdota. También sucede que el autor se recrea en los detalles, algunos aparecen como de pasada y sin embargo empujan al texto hasta cobrar relevancia para entender qué cuenta.

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Es en los recovecos de las diversas narraciones donde se trasluce la retranca, no sólo a modo de un estilo, sino que sirve para deshacer una determinada historia a través de plantear paradojas que hacen visibles las contradicciones. Al menos hace que quien lea el libro quede pensativo y sonría de vez en cuando, lo cual se podrá traducir como: “¡mira lo que dice!”.

Varios cuentos señalan a los clientes de máscaras espiritua-les. ¿Alguien imagina el comienzo de un cuento de la siguiente manera: “No tiene sentido suicidarse cuando se está muerto”? Es el comienzo de un juego de sorpresas en el que el lector se implica, porque la respuesta es una pregunta: ¿y yo qué pienso de esto?, sin que forzosamente tenga que haber una respuesta.

El contraste de las paradojas se asemeja al humor inglés, callado, disimulado con la sonrisa frenada, pero que asoma dando lugar a un rictus característico. No son cuentos de car-cajada, ni de chistes explosivos. A veces provoca que el lector no sepa si reír o no, si va en serio o es guasa lo que indica, si provoca o interroga.

Siempre me he preguntado ¿por qué escribe un autor lo que escribe? No es una pregunta baladí. El historiador francés Roger Chartier ha investigado la historia de la lectura y se re-trotrae al 22 de febrero del año 1969, cuando Michel Foucault lanza desde la Sociedad Francesa de Filosofía una pregunta: ¿Qué es el autor? La tesis del filósofo francés es que el autor ha muerto en la sociedad moderna, digamos que como concepto debido al lenguaje impersonal. Pienso que hay una rebelión a esta circunstancia por parte de quienes escriben porque les sale escribir sin responder a pregunta alguna, simplemente escriben. La literatura en este sentido ya no es la construcción de un cuento, ni se fabrica una novela o un poema como hace el

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escritor de la sociedad industrial. La cual ha construido al lector igualmente, de manera que se crean gustos de los que es difícil salir. Sucede como cuando vamos al pueblo, a los niños ya no les gusta la leche de la vaca recién ordeñada después de hervirla, la tienen que beber liofilizada, o el pollo de corral les parece duro y grasiento... Quieren lo que se compra en el supermercado. Algo similar sucede con la literatura.

Los cuentos que forman este “filandón negro” desconcier-tan porque están escritos desde la cercanía. El autor cuenta qué es lo que sucede en la trama y a la vez se sumerge en sus palabras, porque no es ajeno a ellas. No da al lector una serie de historias, sino que nos acompaña con sus comentarios, con sus dobles intenciones en las frases. Disparar contra una muñeca o que no suceda lo que cuenta que ha sucedido, ¿es como para no sorprender?

Otra característica de estos cuentos es que los detalles co-tidianos, aquellos que cualquiera podemos vivir cada día, los transforma el autor en algo trágico y cómico para que no pase desapercibida la narración, pero también, ya fuera de la lectu-ra, nos empuja a fijarnos en aquello que nos hace reír y que tenemos al lado, lo cual somos cada uno de nosotros, como si la lectura y lo escrito se entrelazasen. De la misma manera el lector se puede dar cuenta de situaciones ridículas en las que está inmerso.

No me pidan definiciones de estilos ni que anime a leer desde un prólogo, tal es la labor del lector y nunca será la suya la de clasificar, sino la curiosidad. Nadie debiera interferir en ella, tan sólo señalar. Es la casualidad de asomarse a una lectura lo que nos hará descubrir una idea, una paradoja, una distancia, ¡incluso ante el fin del mundo!, para reírnos, pensar o mirar.

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¿Es ésta la función del autor? No, es la del lector. El autor lo ha hecho previamente y por un impulso difícil de detectar ha escrito aquello que le sale y persigue porque quiere hacer visible lo que cuenta.

Toda narración es un paisaje, no siempre de un lugar, sino también de una situación social, de una característica psicoló-gica, de territorios intermedios, de sentimientos inacabados, de una sexualidad monótona y ausente. Los personajes pue-den convertirse de esta manera en paisajes del mundo y entre ellos hay muchos que no vemos, pero sabemos que existen, que acompañan a los personajes vivientes que observamos. Lo mismo que en un paisaje campestre las hormigas, cuando miramos una llanura o un valle. No las vemos, pero se deduce que están cumpliendo su labor. Estos cuentos sugieren esos personajes que no vemos, pero que se supone que existen. ¿Por qué un personaje es como es? Su madre está en él. O ¿quién ha enseñado a predicar a alguien? ¿No hay nadie cuerdo en estos cuentos? Estará por ahí, en el fondo de lo que escribe Fernando, pero no lo vemos y, sin embargo, forma parte del paisaje de lo narrado porque sin lo normal y racional no destacaría lo otro, no lo cuenta porque se supone, pero está. A veces el canto de un pájaro nos hace saber que hay alguno, aunque no lo veamos. O pasa volando y sin embargo nos llama más la atención que todo lo que contemplamos quieto.

El título nos desvela que si de un filandón se trata lo es entre el lector y quien escribe. Y negro, pero no como drama, sino al contrario es lo que nos hace reír de lo dramático que expresamos a cada a paso. Otra ironía. Recuerdo algo de cuando fui un niño pequeño en un lugar de veraneo. Pasaron a mi casa unos pregoneros del fin del mundo, como alguno que aparece

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en estos cuentos. Querían preparar a las personas para cuando llegase ese momento y enseñar la verdad. Mi abuelo dijo, a los dos que se dirigieron a él muy educadamente, que no cree en el Dios verdadero, ¡como para creer en uno falso! Y el caso es que fue todos los domingos a misa. Y al comentar con amigos y vecinos lo sucedido, todos, incluido él, se reían a carcajada de que llegase el fin del mundo. Yo con mi susto de niño pequeño me pregunté: ¿y si llega?, ¿no les da miedo? Me quedé sorpren-dido. Al recordarlo no sé que me hizo más gracia: si mi abuelo con sus comentarios jocosos, o la pareja de predicadores de la salvación eterna que hicieron su labor muy serios y trajeados.

Si al leer estos cuentos no sabes si reír o llorar: ríe. La elec-ción es sencilla. Creo que el autor nos hace cosquillas con sus palabras.

Dixit.

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EL CORREDOR DE LA MUERTE (I)

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En mi mundo siempre es de noche. No hay celda más oscura que el propio cuerpo ni condena más terrible que el recuerdo permanente del pasado cuando, como yo, se ha sido autor de hechos tan terribles. Y mis verdugos lo saben muy bien. Por ello se obstinan en prolongar mi estancia en el corredor de la muerte, sabedor de que no hay tortura más despiadada para el reo que la propia espera. No es la ejecución en sí lo que temo, sino precisamente su dilación. Carece de sentido tenerle miedo a la muerte, puesto que la muerte es algo que existe fuera de nosotros. Cuando ella toma posesión, deja de existir tanto el “yo” como el “nosotros”, el “ellos”, o cualquier otro pronom-bre. Lo verdaderamente terrible es saber que vamos a morir. Aunque, por un lado, pienso que es curioso que sólo los con-denados tengamos ese temor, cuando es algo que debería estar plenamente afianzado en la totalidad del género humano. Y sin embargo no es así. Las personas realizan sus rutinas normales de espaldas a la muerte, como si les fuera completamente ajena. Van al trabajo, ven una película, echan un polvo o se toman sus vinos en la convicción absurda de que esas cosas van a ser

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eternas. De que la muerte no está ahí. Es como si estuvieran drogadas. El equivalente a que yo me quedara dormido el día de la ejecución, mientras el verdugo ultimara los preparativos para la silla eléctrica o la inyección letal. En el fondo, me siento supe-rior a ellos. Porque estoy siempre alerta, aunque sea una alerta angustiosa. Pero lo que gano en angustia, lo gano también en lucidez. No como mis desdichadas víctimas. El recuerdo más punzante de todos es el de su estólida expresión se asombro en el momento en que las disparaba, con aquel gesto pueril de incredulidad. No sé por qué se demoran tanto con apelaciones, peticiones de conmutación de pena, etc., cuando yo mismo me he declarado mil veces culpable y reiterado otras tantas que era perfectamente consciente de lo que hacía. A veces pienso que todos (abogados, fiscales, jueces y demás patulea) forman parte de la misma maquinaria implacable, de la misma conspiración para alargar mi sufrimiento porque, insisto, no es la pena en sí sino la espera lo que en realidad me desgarra. Esta insoportable tensión entre la incertidumbre y la extraordinaria vivacidad de los recuerdos, que se enroscan en torno a mi memoria con la tenacidad de los percebes. Y no quiero que se me entienda mal. No es arrepentimiento lo que siento. El arrepentimiento es, además de hipócrita, algo contradictorio, puesto que todos nuestros actos, buenos o malos, integran eso que de modo tan difuso llamamos conciencia y, por lo tanto, son igualmente irrenunciables. Es como tratar de imaginarse la vida siendo otra persona. Un esfuerzo tan inútil como baladí. No aspiro a la redención, palabra para mí totalmente vacía de significado, sino tan sólo a la comprensión. Que alguien haga un míni-mo esfuerzo por romper sus endebles clichés conceptuales y entienda por qué tuve que matarlas a todas ellas, a Patricia, a

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Raquel, a Diana, a Lourdes, a Jennifer, a Ángeles, a Mariví, a Marta, a Isabel, a Rosa, a Mary Carmen, a Ana (creo que no se me olvida ninguna, aunque no fuera éste el orden) cuando me rechazaron. Todas nuestras vidas caminamos por el filo de una navaja, sin ser conscientes de lo tenue que es la línea divisoria que separa el bien del mal, el amor desmedido del odio más acérrimo. Una sola palabra, un triste monosílabo, lo mismo que puede bastar para sanarnos, puede corromper nuestro mun-do entero. Y hacerlo una y otra vez. Ah, qué ingenuos somos los seres humanos al creernos dueños de nuestro destino y de nuestros actos, ignorando (muchas veces deliberadamente) hasta qué punto somos juguetes de las circunstancias, simples marionetas manejadas a capricho por un invisible e implacable demiurgo, que escribe el guión de nuestras vidas agazapado en su atalaya, desde donde nos observa con la curiosidad con que un científico examina a las bacterias a través de su microscopio ¿Que si estoy hablando de Dios? Ni mucho menos pretendo ponerme tan transcendente, ni darme a mí mismo o a él tanta importancia. Me refiero tan sólo al capullo que escribe estas líneas y teje este relato, bien protegido por la condición de inac-cesibilidad que le proporciona el estar al otro lado de la pantalla y el teclado del ordenador, a salvo de miradas acusadoras e impertinentes. Tiene que ser cojonudo lo de ver sin ser visto, como esos cristales que hay en las comisarías, que por un lado son ventanas y por el otro espejos, donde el reo tan sólo puede aspirar a ver su propia imagen reflejada.

Oigo ruido de pasos. Creo que vienen a buscarme. Otra vez. Espero que sea, ahora sí, para llevarme a la sala de ejecución, y no para hacerme pasar por otro de esos soporíferos e inútiles interrogatorios…

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© Fernando Montes Pazos© EOLAS EDICIONES

Diagramación: contactovisual.esISBN: 978-84-15603-41-2Deposito legal: LE-385-2014Impreso en España - Printed in Spain

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