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EL COLEGIO DE MICHOACAN, A.C. CENTRO DE ESTUDIOS ANTROPOLÓGICOS Figuras de incertidumbre: una etnografía de sentidos de desprotección y su historicidad en la posguerra guatemalteca Tesis que para optar al grado de Doctor en Antropología Social Presenta: Luis Armando Bedoya Paredes Direetor: Dr. Mareo A. Calderón Mólgora Leetores: Dra. Rihan Yeh Dr. José Luis Esealona Vietoria Zamora, Michoacán, noviembre 03 de 2017

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EL COLEGIO DE MICHOACAN, A.C. CENTRO DE ESTUDIOS ANTROPOLÓGICOS

Figuras de incertidumbre:una etnografía de sentidos de desprotección

y su historicidad en la posguerra guatemalteca

Tesis que para optar al grado de Doctor en Antropología Social

Presenta:Luis Armando Bedoya Paredes

Direetor:Dr. Mareo A. Calderón Mólgora

Leetores:Dra. Rihan Yeh

Dr. José Luis Esealona Vietoria

Zamora, Michoacán, noviembre 03 de 2017

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Centro urbano desde una de las colinas del lado norte. Al fondo se aprecia la sierra Chinahá. Fotografía publicada por Elportaldefray.com.gt.

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Índice

Agradecimientos

Acrónimos

IntroducciónLa localidad y el trabajo de campo

Conceptos claveFiguras de la desprotecciónSentidos de la desprotecciónHistoricidad de las figurasÍndices de un tiempo de crisisSeguridad y desarrollo en la historia regionalConjunciones temporales

712

22222729333544

Primera Parte 47

I. SeparacionesLa turba y sus públicos Categorías para hacer separaciones El trabajo del humor Lógicas de la sinrazón y del absurdoRetorno a la posibilidad de la violencia y la idea de la manipulación Asincronicidad

484849 53 65 72 76

II. La imagen de “la turba”Manipuladores y protestas Encuentros con la “turba”Pánico que se invierte

III. La turba que linchaOperatividad del linchamiento Ambigüedad del trabajo de muerte El trabajo de los rumores

IV. AsesinatosConfusionesExplicaciones incompletas La “limpieza” y sus sentidos

V. La justicia y el mal dentro de la curaciónJusticia privada y justicia de “el estado” Producción del mal dentro de la curación

83838898

105105110115

122124134138

144144148

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Perplejidad Aclaraciones Continuidad del mal

151155158

Segunda parte

VI. Configuración del desarrollismoEncuentros en el espacio selvático Conversión de Sebol en espacio “vacío”Desencuentros al interior y en tomo al proyecto de la colonización Indicios de crisis del derecho

161

162164169176179

VII. El habla de la historia localPioneroLucas García, referente del desarrollo y de la seguridad en la región

VIII. Violencias del pasadoViolencia de contrainsurgencia, “el tiempo de Lucas”Violencias mediadas en el marco de las políticas de seguridad

IX. La violencia dentro de las razones de estadoLucas García era (también) q’eqchi’Secretos de Lucas GarcíaEl trabajo de muerte y la idea de estado

X. Desfiguraciones del desarrollismo y la seguridadDe la contrainsurgencia a la pacificaciónTransición a la democraciaEl gobierno de las diferencias y las protestas

XI. Intentos de domesticar al “salvaje”Mitologización de los q’eqchi’es Ch’ol winq[es] en el folklore selvático El retorno del salvaj e y la diferencia de razón

XII. Aspectos de la democracia que incomodanRacionalidad de las “ayudas” y de “los programas sociales” Nombrar al otro en el post desarrollismo

Conclusión generalOptimismo

183186199

208208217

230231 238 242

246247 255 258

264264271282

285290298

303308

Bibliografía 312

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Agradecimientos

Esta investigación se ha beneficiado del diálogo y de la solidaridad de muchas personas e

instituciones. Del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnologia de México (CONACYT) recibi

una beca de manutención que me permitió dedicarme exclusivamente a los estudios. En más

de una ocasión, El Colegio de Michoacán me proporcionó valiosos recursos para realizar

trabajo de campo y para las movilidades académicas. El Centro de Estudios Antropológicos de

El Colegio de Michoacán constituye un espacio de formación intelectual por demás

estimulante. Agradezco a los miembros del comité de tesis por realizar su trabajo a cabalidad.

Al doctor Marco Calderón, quiero reconocerle la libertad para pensar. Además de un agitador

de mentes, el doctor José Luis Escalona fue un excelente anfitrión durante la breve temporada

que estuve en el CJESAS-SURESTE. La doctora Rihan Yeh es quizá quien más ha influido en

mi desarrollo académico, sin sus observaciones y recomendaciones este trabajo tendría una

hechura distinta. Los doctores Paul Liffman, Jorge Uzeta, Matilde González-Izás y Marcelo

Zamora comentaron avances del proyecto y de la investigación cuando aún estaban en marcha.

En Fray Bartolomé he disfrutado de la amistad y la cooperación de muchas personas. En

2014, Blanca Campos me recibió en su casa, me presentó amigos y me compartió muchos de

sus conocimientos sobre el lugar. Luego, entre 2015 y 2016, David Quib y Myma Suram me

abrieron las puertas de la suya, y me hicieron sentir en familia. Jacobo Méndez dispuso de su

tiempo para atender mis inquietudes, conversar, e incluso dar largos paseos por el área. El

profesor Amílcar Argueta me contagió de su fascinación por la historia y la ficción del norte

selvático. Aníbal Suram, Evelia Jiménez, Francisco Raymundo, Emilio Sánchez, Luis Ico,

“Coyote”, Gustavo Gatica y Luis Rax hicieron que además de productivas, mis estancias en

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Fray Bartolomé fueran amenas y divertidas. A Alex Contreras le debo una disculpa por mi

torpeza aprendiendo q’eqchi’. Ernesto Tiul no sólo fue un excelente amigo, también fue

paciente sirviéndome de intérprete y traductor. R ocío García, Femando Alonzo y Brenda

Monterroza hicieron mucho más que ofrecerme techo y comida durante mis tránsitos por

ciudad de Guatemala. Ellos han sido desde siempre mi principal base de apoyo en aquella

ciudad. Durante el segundo semestre de 2016 estuve en la Universidad de Antioquia. Los

colegas de los institutos de Investigaciones Políticas y de Estudios Regionales, fueron

especialmente atentos e hicieron importantes observaciones a mi trabajo. Ahí, el manuscrito

empezó a tomar forma. En Medellín, Cecilia Giraldo me hizo sentir en casa. A Natalia

Quiseno y a Juan Acosta les agradezco las extravagancias a la hora de la comida. Jessica

Coyotecatl, Brenda Guevara, Sergio Zendejas, Paola Letona, Rogelio Cruz, Natalia Quiseno,

María Ochao, Irene Piedrahita y David Lutín leyeron fragmentos del manuscrito e hicieron

comentarios y sugerencias valiosísimas. Cynthia Mejía generosamente apoyó mis búsquedas

en la Academia de Geografía e Historia de Guatemala. E Ileana Gómez hizo lo propio para

que la lectura sea menos accidentada.

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CODECA

Acrónimos

Comité de Desarrollo Campesino del Altiplano

DIGESA Dirección General de Servicios Agrícolas

DIGESEPE Dirección General de Servicios Pecuarios

EGP Ejército Guerrillero de los Pobres

ENERGUATE Empresa eléctrica

FAR Fuerzas Armadas Rebeldes

FIS Fondo de Inversión Social

FONAPAZ Fondo Nacional para la Paz

FONTIERRAS Fondo Nacional de Tierras

FPH Frente Panzós Heroico

FTN Franja Transversal del Norte

FYDEP Fomento y Desarrollo de El Petén

GUATEE Empresa Nacional de Telefonía

ICTA Instituto Nacional de Ciencia y Tecnología Agrícola

IDP International Development Services

INACOOP Instituto Nacional de Cooperativas

INDE Instituto Nacional de Electrificación

INDECA Instituto Nacional de Comercialización Agrícola

INTA Instituto Nacional de Transformación Agraria

PGT Partido Guatemalteco del Trabajo (partido comunista)

URNG Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca

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Introducción

El 19 de septiembre de 2013, el cadáver de un hombre de aproximadamente 35 años apareció

entre el pasto que crece en los alrededores del salón de usos múltiples del municipio de Fray

Bartolomé. Se trataba de un comerciante del mercado local que había sido asesinado la noche

anterior. En el transcurso del día circularon rumores indicando que el comerciante muerto

había sido víctima de una extorsión, y que, entre los autores del crimen, se contaban dos

agentes de la policía nacional destacados en la comisaría local. A la explicación de las causas

del crimen se sumó otro rumor: un grupo de personas planeaba capturar a los oficiales

implicados e incendiar la subestación de la policía. Por la tarde, fiscales del ministerio público

se aproximaron para levantar el cuerpo, pero un grupo de personas que se había reunido para

custodiarlo, y según pareció, para adelantar su propia averiguación, les impidió realizar su

trabajo. Los fiscales se retiraron, pero el cuerpo continúo donde había estado. En septiembre

llueve, hace calor y la humedad es alta. Luego de casi 24 horas a la intemperie, el proceso de

descomposición del cadáver estaba en marcha. Cuando ya había entrado la noche, al pueblo

arribó un escuadrón de policías antidisturbios proveniente de la ciudad de Cobán, con la

misión de custodiar a los fiscales del ministerio público y resguardar a los policías, quienes se

habían guarecido en la subestación. Para llegar al salón de usos múltiples, en donde el cadáver

estaba, es necesario atravesar el pueblo. Fray Bartolomé únicamente tiene una avenida

pavimentada, “la calle principal”. Sobre esta arteria fluye el tráfico vehicular, ahí se ubican los

establecimientos comerciales y también residen varias de “las viejas familias” del pueblo. El

escuadrón antidisturbios, que en Guatemala es conocido como “antimotines”, fue recibido con

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una lluvia de piedras. De pronto, la calle principal se convirtió en un campo de batalla. Las

piedras fueron correspondidas con bombas lacrimógenas. El gas se expandió en poco tiempo

potenciado por la humedad. Los antimotines fueron superados en número y fuerza, en poco

más de una hora, fueron expulsados del pueblo. La pequeña victoria agitó los ánimos. El

rumor se hizo realidad: la subestación de policía fue incendiada. Para su buena fortuna, los

oficiales incriminados habían sido “rescatados” por sus colegas provenientes de la capital del

departamento. Según reportaron los noticieros capitalinos, en Fray Bartolomé, ese día, se

formó “una turba” deseosa de linchar a dos oficiales de policía sobre quienes pesaba la

sospecha de ser integrantes de una banda de extorsionistas. Las turbas no existen. Las

protestas callejeras, los cortes de caminos y otros actos colectivos sí son recurrentes. “La

turba” es sólo una imagen que alguien que está condicionado para ver, ve. Los cuerpos con

perforaciones de bala dejados entre el pasto o en los caminos, también existen, lo que no existe

es algo como una fuerza maligna que amenace con esparcirse por todo el cuerpo social. La

turba y la violencia homicida son figuras de la narración.

La formación de la turba surgió como parte de un proceso que buscaba hacer justicia. El

primer acto fue custodiar el cadáver, para evitar que fuera levantado antes de que los

responsables del crimen fueran encontrados. Careciendo de una verdad oficial, los rumores

hicieron parte del trabajo. La extorsión y el involucramiento de los agentes de policía

parecieron plausibles, más no fueron confirmados. En el transcurrir del proceso, la muerte de

otros empezó a ser deseada como una posibilidad para alejar la muerte precedida. El proceso

que buscaba hacer justicia contemplaba la posibilidad de linchar a los responsables, pero la

información disponible era insuficiente para que la figura del homicida adquiriera un nombre.

Acá, el proceso adquiere el sentido de secuencia que busca resolver un problema.

Generalmente, los linchamientos implican la producción de pruebas o evidencias. Conforme el

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día transcurrió, los rumores se intensificaron, y el impulso para hacer justicia fue dando paso a

otras inquietudes. El homicidio y la posible implicación de los oficiales en el crimen

acercaban la sospecha de que la violencia y la criminalidad podían aumentar. Pero cuando el

grupo que custodiaba el cadáver se enfrentó con la policía, la imagen de la turba adquirió

forma, biquietados, muchos vecinos se encerraron en sus casas temiendo que la violencia los

alcanzara. Para ellos, el sentimiento de desprotección se hizo doble: un homicidio había sido

cometido, y el malestar que le siguió engendro una turba. La idea de que en la quietud de la

rutina existen personas deseosas de aglutinarse para generar violencia callejera les resultó

inquietante. Al final de la noche, la violencia homicida y la “turba” parecían emparejadas.

La riqueza que ambas portan está en la mediación semántica que hacen de la violencia, y

especialmente de la capacidad de muerte. En sus significaciones, el acto de muerte se

desplazaba entre dos polos: puede ser próxima al mal, pero también constituye una modalidad

de hacer justicia. Formalmente, nos enfrentamos a dos regímenes de violencia. El primero

refiere a una violencia que es en sí misma socialmente dañina o destructiva, y que debe ser

contenida para que no desborde. El otro, a una violencia que es sanadora, y que es presentada

como anti violencia, o como intervención preventiva. Estas violencias se plantean idealmente

próximas al “mal” y a la “curación” (Cívico, 2015; Taussig, 1995 y 2002). Tales explicaciones

reposan sobre una metáfora que hace a la sociedad un cuerpo permanentemente amenazado

por agentes patógenos que deben ser extirpadas para evitar que se expandan e infesten al

organismo. La muerte curativa aspira a restablecer equilibrios que modalidades anteriores han

trastocado. Es decir, contiene una ilusión de orden, que la motiva y que quiere perpetuar. En

este sentido, es factible sugerir que dicha práctica aspira a hacer estatalidad. Por estado estoy

entendiendo una idea del orden y el desorden, tal como ha sido sugerido por Philip Abrams

(1988). Es decir como un constructo imaginario que distinguible de estructuras y prácticas de

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institucionales de gobierno. La idea del orden sirve de asidero moral para la violencia

justiciera enmarcada como parte de la práctica política local.

El homicidio del comerciante fue especialmente preocupante debido a que la noticia

vino emparejada con el rumor de la extorsión. El cadáver entre el pasto materializó el

potencial destructivo de la violencia homicida, pero también, constituyó un índice de sus

vínculos con la criminalidad. La reacción posterior dio forma al deseo de hacer justicia

mediante el empleo de otras violencias localmente conceptuadas como correctivas. Los

linchamientos son una alternativa para hacer justicia mediante el recurso de la muerte,

mientras que las ejecuciones silenciosas realizadas por sicarios, son otra. Esta vez, el

linchamiento pareció la opción más posible, sin embargo, las búsquedas no consiguieron

producir al sujeto ajusticiable. Los linchamientos están igualmente electrificados con una

densa carga semántica. Son performados por la “turba”. Si bien, la anuencia con el trabajo de

muerte que hace justicia es ampliamente compartida, la imagen de la turba resulta inquietante

para algunos sectores debido a que está adosada de prejuicios de clase, etnicidad, civilidad,

asincronicidad, etc. Frente a ella, muchos experimentan una extraña sensación de

incomodidad: al mismo tiempo que agradecen el trabajo de muerte que realiza, la fuerza de

destrucción que ella contiene les inquieta, temen pueda alcanzarlos. No se trata de antinomias,

sino de la incomodad que produce saber que su justicia implica la disrupción de la rutina, y de

cierto modo, la puesta en cuestión de las jerarquías a las que los prejuicios referidos aluden.

De haber sido matado alguien, acusado de ser el responsable de la extorsión y el homicidio, su

muerte habría adquirido otro valor. Lo más posible es que la mayoría la asumiera como un

acto de seguridad. Si la muerte del comerciante transitó por la senda del mal, esta segunda

muerte pudo aproximarse a la curación.

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En términos ideales, el trabajo de muerte que quiere hacer justicia funciona bien, pues se

articula para prevenir la dispersión del mal. Pero la separación inicial no siempre se consigue

debido a que la mayoría de las muertes toman lugar en el amplio espectro del intermedio. El

intermedio es un espacio flexible carente de estabilidad predispuesto para la indecibilidad.

Otra posibilidad que replica la destrucción, siempre en ciernes, refiere a los métodos para la

consumación del acto de justicia. Si éste está canalizado por medio de un linchamiento, que a

su vez está precedido de una turba, el mal parece acrecentarse. Cuando muchos de mis

interlocutores hablaban de homicidios y de “turbas”, tuve la impresión, cada vez más

recurrente, de que en su ser se agitaba una viscosa amalgama de temor y esperanza, de

sospechas de que el mal y la curación vienen al unisono. En estos casos, la potencia

imaginativa de la violencia destructiva hace que las separaciones, tan necesarias para el

discernimiento, colapsen. En sintesis, el impulso para alejar la muerte de uno mismo pasa por

desear la muerte de alguien más. Alguien que antes de ser matado será investido con la carga

del mal que se ansia alejar. Idealmente, la separación funciona bien, pero en la práctica ocurre

distinto. La ausencia de garantías previas para la curación social complica el trabajo curativo

de la muerte. Así como todos estamos en riesgo de ser víctimas de la criminalidad y la

violencia destructiva, nada nos separa definitivamente de la muerte que hace justicia. Cuando

se dificulta la posibilidad de distinguir la muerte que destruye de la que hace justicia, los

extremos del mal y la curación se vuelven inoperantes para el discernimiento. Más que el

aumento cuantitativo de los homicidios, lo que resulta inquietante es la dificultad de otorgarle

estabilidad narrativa a la muerte violenta. La sensación de desprotección es el resultado de la

incapacidad para lidiar con el extrañamiento que produce la ausencia de figuras estables. En

este caso existe la falta de certezas respecto a quién o quiénes son los agentes de la muerte, y

quién o quiénes constituyen los nuevos tipos matables. En ambos casos el problema se

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complejiza debido a que, tanto las amenazas como los llamados a contenerlas provienen del

ámbito local: en Fray Bartolomé, no se mata a fuereños sino a vecinos. Este es el problema

que estructura la presente investigación. La tesis analiza las maneras en que se expresan las

ansiedades que provocan la sensación de experimentar el desorden, agitado por las figuras de

la violencia homicida y la turba.

La localidad y el trabajo de campo

Fray Bartolomé se localiza en el norte del Departamento de Alta Verapaz en Guatemala.

El municipio tiene aproximadamente 65 mil habitantes. Según diversos registros

gubernamentales, 75% de la población es indigena, mayoritariamente q’eqchi’, el resto se

identifica como ladina, una categoría de adscripción que se afirma a parte de la negación de lo

indigena. Es decir, en su acepción más general, lo ladino es no indígena. Las cifras sobre

etnicidad son equivalentes a la adscripción residencial urbano-rural. Fray Bartolomé sólo tiene

un centro urbano, que funciona como cabecera política, y es donde se concentran las

actividades comerciales y los servicios. Es también ahí donde reside la mayoría de los

autodefmidos ladinos. El resto de la población, que en conjunto suman casi 75% de los

habitantes del municipio, se dispersa en poco más de cien pequeñas localidades clasificadas

como aldeas y caseríos. El municipio fue creado en 1980 para sustituir lo que hasta entonces

había sido Sebol, uno de los primeros parcelamientos, o “zona de desarrollo agrario”, creados

en el contexto de la colonización agraria de las regiones selváticas del norte.

Para llegar a Fray Bartolomé, partiendo desde ciudad de Guatemala, la ruta más utilizada

es la que pasa por Cobán, la capital de Alta Verapaz. Cobán fue un punto de inflexión en mis

incontables viajes entre 2012 y 2016. “Bajar a Fray” y “subir a Cobán”, como gustan decir en

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el pueblo para referir al viaje de ida o de vuelta a la ciudad, se convirtió en parte del ritual de

entrada y salida del campo. Después de un tiempo, cada vez con más frecuencia, me encontré

viajando con amigos y conocidos. En ese camino también hice amigos, y, no pocas veces,

obtuve información de interés para mi investigación. Cobán se localiza a 214 kilómetros de la

capital. El trayecto entre Cobán y Fray Bartolomé es de 114 kilómetros, hacerlo en transporte

público toma tres horas. Se desciende de una altitud de 1300 metros sobre el nivel del mar a

otra de 150. He ahi la razón de porqué las personas en Fray Bartolomé refieran sus viajes a

Cobán como “subir”, y los retornos como “bajar”. Partiendo de Cobán, se transita la carretera

AV-9, que luego de pasar por la cabecera municipal de Chisec se une con la Franja

Transversal del Norte (FTN) en el punto conocido como Xuctzul, o más familiarmente, “el

cruce de Playa”, en alusión al desvío para el municipio de Ixcán Playa Grande. La FTN

recorre perpendicularmente desde Gracias a Dios, departamento de Huehuetenango en el

noroccidente de la República, hasta Modesto Méndez, en el punto que marca el límite entre los

departamentos de Izabal y Petén, atravesando el norte de Quiché y Alta Verapaz. Esta

carretera, cuya construcción inició en la década de 1970 y recientemente se concluyó, es una

de las expresiones mejor acabadas del desarrollismo impulsado por los gobiernos militares de

la época. La Franja originalmente se proyectó como vía para facilitar la colonización agraria

de las extensas zonas boscosas de la región, pero su construcción estuvo siempre vinculada a

intereses militares, de terratenientes ganaderos y de las petroleras que operan en la zona, y

últimamente a la agroindustria palmera.

El viaje de Cobán para Fray Bartolomé y viceversa también puede hacerse por la RN-5

o “camino de Campur”, una antigua vía que comunicaba a Cobán con el puerto pluvial

Francisco Vela en las márgenes del rio Sebol. Si bien las dos rutas entre Cobán y Fray

Bartolomé son transitables, la AV-9 es la que más se utiliza. Durante el trayecto, de subida o

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de bajada, se aprecian varios pisos ecológicos, y, vinculados a ellos, la diversidad en formas

de ocupación y uso del espacio. El trayecto es un buen recurso para apreciar los patrones de

asentamiento humano moldeados por las contingencias de la historia y la ecología. El paisaje

circundante al camino es esencialmente agrícola con pequeños poblados dispersos. Las zonas

de montaña poseen mayor densidad poblacional y muestran patrones de asentamiento más

prolongados. En la medida en que uno se aproxima a las tierras bajas, experimenta espacios

más abiertos, el horizonte se extiende y el clima se hace más cálido. Al alcanzar el piso de la

sierra de Chinajá, los cultivos de café y plátano dan paso a los pastizales, así sabe uno que está

en las tierras bajas. La aldea Cubilguitz marca el límite imaginario entre la zona de montaña y

las tierras bajas. Adelante, está la cabecera del municipio de Chisec; y, antes de llegar a

Raxuhá, “el cruce de Playa” marca el encuentro de la Carretera CA-9 con la FTN. Luego sigue

Raxurhá. Treinta kilómetros adelante está Fray Bartolomé. El paso sobre el río Sebol marca el

punto de entrada al municipio, y ocho kilómetros después se ingresa al centro urbano.

El pueblo se dispersa a lo largo tres kilómetros, en un estrecho valle con una inclinación

casi imperceptible, a ambos costados de la FTN. Los barrios antiguos se ubican en la entrada,

circulares a lo que fue el campamento del INTA. Sobre la calle principal, que es también el

paso de la FTN por el pueblo, están los establecimientos comerciales, los bancos, dos

gasolineras, varias iglesias evangélicas y la católica, el mercado municipal, restaurantes, un

elevado número de cantinas y prostíbulos (todos o casi todos prescindiendo de permisos

legales), el salón de usos múltiples y el campo ferial. Las casas de habitación, que escasean en

el centro, se hacen mayoritarias en el otro extremo. Ahí están los barrios nuevos. Las calles y

avenidas interiores son de terracería, por lo que en la época de secas de vuelven polvorientas.

Al sur del centro urbano se ubican los campos de palma africana de mayor extensión, y al

norte, bordeadas de pequeñas colinas, se ubican varias de las aldeas más antiguas del

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municipio. Al atravesar el pueblo la carretera se bifurca. Un camino de terracería conduce

hacia San Luis Petén. En el trayecto se pasa una veintena de aldeas y caseríos. La otra vía

continúa siendo la FTN, que termina en el punto donde se encuentra con la ruta hacia El Petén,

justo en el límite de este departamento con el de Izabal.

Viajando por el río Sebol. Posiblemente a mediados de la década de 1970. Autor anónimo.

Formas de ganarse la vida

Dentro de las formas de ganarse la vida en Fray Bartolomé predominan las labores

asociadas con la agricultura. Entre las aldeas y el centro urbano existen algunas diferencias. La

mayoría de los grupos domésticos residentes en las aldeas combinan la agricultura de

subsistencia con la venta de fuerza de trabajo masculina. En las aldeas, el trabajo femenino

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asalariado es escaso. El cultivo del maiz y del frijol, vinculado al autoconsumo, es

complementado con otros productos destinados al mercado, tales como variedades de chile,

achiote y pimientas. Estos cultivos, cuyo destino suele ser el mercado nacional, se producen en

pequeña escala siguiendo modalidades basadas en la asociad vi dad. Pero el más rentable es el

cardamomo, cuya producción nacional es casi en su totalidad exportada. En las aldeas

cercanas a los campos de palma africana observé la mayor cantidad de mano asalariada.

Los criterios de eficiencia macroeconómica dictan que los alimentos son menos costosos

si se adquieren en el mercado externo, usualmente provenientes de los excedentes de la

agroindustria estadounidense. Dos terceras partes del maíz que se consume en Guatemala se

cultiva en ese país, casi todo el arroz es estadounidense, y así, sucesivamente. La escasa

tecnificación productiva en competencia con la agroindustria externa, que suple al mercado

nacional, y la de por sí raquítica productividad campesina, fallan en su intento de obtener

precios favorables. El mercado les es adverso. Lo que consiguen vendiendo sus cosechas

escasamente cubre los costos de la producción, en los que dudo se tase la fuerza de trabajo

familiar que lo sustenta. Además, las actividades productivas rentables suelen estar fuera del

horizonte campesino: palma africana, hule y ganadería. Así, la mayoría de las familias vive en

condiciones de precariedad.

El deterioro ecológico, subsecuente a la actividad agrícola y ganadera, limita las

posibilidades de obtener alimentos y otros recursos que en el pasado fueron de acceso libre. La

caza de fauna silvestre menor y la pesca, importantes fuentes de proteína, así como la

recolección de frutos, hierbas y otros comestibles, parecen alojarse en la memoria de las

generaciones mayores, junto a los recuerdos de tiempos de abundancia. Queda la impresión de

que cada vez más espacios de la vida están sujetos a las transacciones monetarias. Prestar

atención a las compras que los tenderos de las aldeas hacen en el pueblo ayuda a hacerse una

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idea respecto a la alta dependencia de bienes manufacturados y de producción industrializada:

refrescos carbonatados, sopas instantáneas, etc. La creciente monetarización del consumo

campesino, como es de suponer, ejerce presiones sobre la economía de los grupos domésticos.

De esta forma, los campesinos guatemaltecos parecen estar llamados a ser pobres,

incapacitados productivos. El horizonte no es precisamente el más alentador. El acaparamiento

de la tierra, la depresión del mercado nacional alimentario, y la degradación ecológica hacen

que la mayoría de los grupos domésticos campesinos enfrenten presiones económicas que

redundan en la acentuación las desigualdades socioeconómicas. En el área urbana, las

estrategias de sobrevivencia son más variadas. Además del trabajo agrícola propio y/o

asalariado, existe el comercio, los servicios y la administración pública. Los más jóvenes

nutren la mano de obra poco calificada que lleva al día la multitud de pequeños negocios y

servicios habituales en el ambiente comercial pueblerino: talleres de mecánica automotriz,

almacenes de bienes manufacturados, abarroterías, etc. La generación de los viejos continúa

dependiendo de las actividades agropecuarias. Son los más jóvenes, entre quienes se cuenta el

grueso de profesionistas, los que parecen estar desentendiéndose de la agricultura. La mayor

cantidad de puestos de trabajo formalizados corresponden al gobierno. Las escuelas públicas

emplean a poco más de quinientos maestros, ellos constituyen el gremio asalariado más

amplio. El hospital regional, ubicado en el centro urbano, tiene poco más de doscientos

trabajadores, exceptuando a los médicos y otros especialistas que provienen de fuera, el

personal restante es local: enfermeras, conserjes, etc. La municipalidad, por su parte, cuenta

con un plantel de igual proporción. Todos, o casi todos, los demás ministerios de gobierno

tienen oficinas en el municipio, que emplea a personal local, aunque, salve decir, su presencia

es casi nominal.

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El empleador privado más numeroso en todo el municipio es la agroindustria de la

palma africana. En la empresa instalada en el municipio trabajan, aproximadamente,

seiscientas personas, cantidad, que durante el auge de la cosecha (el último trimestre de cada

año), es triplicada por las cuadrillas de jornaleros nutridas de gente local vecina a las

plantaciones y por aquellos traídos de otros poblados, unos cercanos, otros lejanos. Los

técnicos especializados, gerentes y directivos de la empresa, suelen provenir de fuera, bien sea

de la ciudad capital o de otras ciudades, pero los oficinistas y mandos medios son locales. La

migración internacional es incipiente, no conocí más de una docena de casos de personas

viviendo fuera del país. Más común, aunque tampoco masiva, es la migración laboral hacia las

ciudades de Guatemala y de Cobán.

El trabajo de campo

El trabajo de campo lo realicé entre 2012 y 2016. Durante los dos primeros años hice

dos estancias breves de tres meses cada una. Luego, siguió una temporada prologada de poco

más de año y medio. La primera vez radiqué en Boloncó, la aldea más grande del municipio,

aprovechando vínculos previamente existentes. Lugo, a partir de la segunda estancia, me

trasladé hacia el centro urbano. Si bien durante todo el trabajo de campo radiqué en Fray

Bartolomé, regularmente me desplacé hacia Ciudad de Guatemala y a la de Cobán, la capital

de Alta Verapaz, para consultar archivos, y realizar otras actividades relacionadas con la

investigación, o simplemente para descansar. Aun cuando el uso de fuentes documentales en

el texto es escaso, el trabajo de archivo me ayudó a comprender los procesos de expansión

estatal hacia las regiones selváticas del norte durante la segunda mitad del siglo XX. Debo

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reconocer que, sin las inmersiones en este caótico mundo, y sin los extravíos en los laberintos

burocráticos, este trabajo tendría una textura distinta.

Durante las dos primeras temporadas de trabajo de campo mis interacciones con los

interlocutores no desbordaron los márgenes del trato cordial y reservado habitual para los

recién llegados. Conseguí ir poco más allá de las entrevistas previamente acordadas. Un

formato con el que he confesar, no me sentí cómodo. Luego, la rutina fue haciéndome uno

más en las localidades. La permanencia continuada por largos periodos fue mi mejor recurso

para acceder al mundo que está más allá de las entrevistas. Como se observará en el desarrollo

del texto, mucha de la información etnográfica que presento corresponde a diálogos

espontáneos o a interacciones donde mi participación, aunque siempre negociada, tomaba

lugar con relativa familiaridad. Un desafío de este tipo de etnografía es que no siempre se está

preparado para el registro o éste se hace dificultoso. El lector deberá ser generoso con el

etnógrafo cediendo crédito a su capacidad para recordar y para re-crear, permitiéndole ir más

allá de las pruebas que los instrumentos de registro le permiten. Al final de cuentas, los

etnógrafos producimos un conocimiento que es de autor y que contrapone conocimientos de

distinta índole y circunstancias. Claro, la veracidad de las voces reflejadas no está entredicha.

Al final, quizá, somos incapaces de conseguir todas las explicaciones, por lo que tal

posibilidad permanece en el terreno de lo ilusorio. A lo mejor debemos conformarnos sólo con

hacer meras “aproximaciones” (Taussig, 1999).

Mi estrategia general de inserción al campo fue sencilla: me presenté como un estudiante

interesado en la historia local, procurando interactuar con la mayor cantidad posible de

personas; participar en actividades públicas; aceptar cuanta invitación me hicieran; platicar,

observar y registrar, todo lo que las energías me permitieran. Después de año y medio de

permanecer en una localidad pequeña como Fray Bartolomé, uno consigue producir la

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información que necesita para responder las preguntas que originalmente motivaron la

investigación, pero durante ese tiempo uno también descubre temas que lo llevan a hacer

indagaciones nuevas, de éstas, la mayoría acaban en callejones sin salida, otras, en cambio, se

apilan a la cuenta de los proyectos para el futuro. Cuando uno tiene la sensación de estar

siendo incorporado al paisaje humano local, es posible que uno descubra ingeniosas maneras

de apreciar los procesos que observa. Estos momentos están marcados por una enorme riqueza

de posibilidades. El texto que ahora presento es una mezcla de viejas y nuevas preguntas, y

encuentros fortuitos producidos por la familiaridad que la estancia prolongada permite. Las

preguntas que me autorizaron para “ir a campo”, terminaron subordinadas a la emergencia de

los imprevistos que me dejaron atrapado en un corte de carretera, que me hicieron parte del

auditorio de un conato de linchamiento, o que vinieron con el pesado golpe de pecho que

causa la noticia de un conocido asesinado mientras transitaba en su motocicleta. De ese

cúmulo de anhelos, certezas apresuradas y azares, surge el presente escrito. En sintesis, la tesis

se aproxima a incertidumbres causadas por la inseguridad, analizándolas a la luz de su

condensación histórica en el presente y procurando revelar la multiplicidad de sentidos a partir

de los cuales toman forma.

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República de Guatemala con localidades de interés para la investigación. Elaborado por Ramsés Lázaro, con base en fuentes diversas facilitadas por el autor.

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Conceptos clave

Figuras de la desprotección

En las estadísticas policiales sobre homicidios y asesinatos. Fray Bartolomé ocupa la posición

78 en un rango de 340 opciones, en un país cuya tasa de homicidios por cada 100 mil

habitantes es de 34. En 2014, se reportaron 16 homicidios, la cifras de 2015 y 2016 son

similares. Seguir las estadísticas es una ruta útil si uno quiere establecer criterios de valor con

base en mediciones. En este trabajo, el camino elegido es otro. Atendiendo las ideas

propuestas por Achille Mbembe y Janet Roitman (1995) para estudiar procesos de crisis,

prestaré atención a los estados afectivos que predisponen para la desprotección. Me interesa

aprehender “los regímenes subjetivos” de la desprotección y su configuración histórica.

No puedo decir que las perspectivas sobre la violencia homicida y las “turbas” son

homogéneas, pero sí que existen significaciones ampliamente compartidas. La definición de lo

que la violencia es, y su lugar en la producción de lo social, depende de quién hable (en

términos que quién es socialmente) y del contexto desde el que habla. Ahí radica uno de los

anclajes interpretativos del acto de muerte, si no es que el primero. En un nivel general, la

anuencia con la violencia curativa es ampliamente compartida, ya sea que tome forma

mediante homicidios sigilosos (sicariato), o bien, a través de actos de mayor espectacularidad,

como los linchamientos. Aun cuando la ubicación del mal desasocia al hablante del contenido

de la narración, la práctica de matar suele ser presentada como ajena a los buenos ciudadanos.

Sin embargo, más temprano que tarde, los hablantes contrapuntean sus razones, punto seguido,

la solidez original se relaja para dar paso a las valoraciones. De ahí surgen los polos de la

destrucción y la curación, y de ella, las figuras llamadas para la eliminación de agentes

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infecciosos para ejecutar las muertes que se transforman en actos de seguridad. Al ser narrada,

la violencia va siendo desdoblada, las texturas, pliegues y quiebres, emergen develando su

porosidad. Con otras categorías ocurre lo mismo. En momentos de crisis, los sentidos pueden

agudizarse, pero las fronteras también pueden desplazarse hasta tomarse borrosas.

El habla de la muerte violenta abre un campo de interpelaciones que atrae dentro de sí a

agentes formalmente externos, cuya implicación física o moral es puesta en discusión. Al

mismo tiempo, actualiza violencias pasadas condensadas en la memoria, con la que se orientan

recíprocamente. Su tratamiento delinea modos de inteligir, cuyo mayor impulso es hacia la

producción de un conocimiento público que estabilice narrativamente los hechos. Esta labor

demanda establecer la identidad social del individuo que ha sido matado, las razones de la

muerte, y, en los mismos términos, la identidad del que ha cometido el acto. Tratar la muerte

es un medio para reelaborar al sujeto según su ubicación en el espacio social. El cadáver es un

signo que habilita cadenas de interpretación y que orienta sensibilidades respecto a la política

local de seguridad. Los cuerpos asesinados ocupan lugares sociales, condensan la historia de la

violencia, son índices de la fortaleza o debilidad de los mecanismos que, hipotéticamente,

garantizan la seguridad. Tal rugosidad no puede ser expuesta atendiendo estadísticas. En las

ecuaciones de sumas y restas todas las muertes valen igual, son homicidios o son asesinatos.

En Fray Bartolomé, como en otros contextos, cada caso tiene sus propias historias, y así

merece ser tratado. El impulso para desear la muerte de alguien más surge en contextos

marcados por la sospecha de que uno puede ser alcanzado por la potencia de la muerte

violenta. Se trata de estados subjetivos en extremo complejos, inestables y que no siempre

consiguen canalizar las inquietudes que los agitan. La necesidad de establecer las fronteras

entre mal y curación es relacional al deseo de que una fuerza superior a las voluntades

individuales mantenga las amenazas bajo control. Ciertamente, el impulso para edificar las

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separaciones erige categorías de distinción. Por un lado, están los tipos sociales matables, y,

por otro, aquellos llamados a asumir la vigilancia y el ejercicio de la justicia privada. Aunque

no se enuncien, en el medio emergen espacios de indecibilidad. Cuando las razones o los

móviles de un homicidio son desconocidos, es usual que las personas dejen fluir sus sospechas

con expresiones como “en algo andaba metido”. Elucubraciones de este tipo intentan

establecer los espacios imaginarios del crimen. Su pragmática alude a aquellas áreas que están

más allá de los mecanismos de control y vigilancia habituales. “Algo” es un territorio, es el

territorio del mal. Imaginar este espacio brinda la certeza de que el crimen ocurre en un lugar

determinado. Sabiéndolo, el yo que sabe comportarse como es debido debe evitar pisarlo. Pero

estos espacios, que son homólogos a la idea de vacío de estado, limitan las posibilidades para

conocer al sujeto criminal y para discernir sus razones. “Algo” es un pronombre indefinido.

Toda la violencia que escapa a los extremos del mal y de la curación corre el riesgo de

tornarse indecible.

Lo que está más allá de la aseveración de que “algo” es el territorio del crimen, se torna

difícil de conocer. Cuando el sujeto se enfrenta a este escenario es posible que experimente la

sensación de que sus mecanismos habituales que hacen la seguridad y la protección han dejado

de funcionar. Uno puede saber que comparte tal postura sintiendo que la seguridad se atrofia a

causa de la indecibilidad de ciertos homicidios y avistando turbas. Si otros piensan y sienten

de la misma manera, uno hace conciencia de ser parte de una esfera discursiva y de estar

experimentando estados afectivos predispuestos para la desprotección.

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En Fray Bartolomé, la turba como fuente de amenaza para la seguridad aparece en

escenarios de linchamientos y de protestas callejeras, sobre todo cuando éstas derivan en

“disturbios”. Para la mayoría de los hablantes, ambos fenómenos son propios de la posguerra

debido a que son enraizadas en la noción de vacíos de estatalidad ya revisada. Uno de los

sitios habituales para la formación de la turba son las protestas callejeras, y en la mayoría de

casos, éstas responden a motivaciones políticas. Cuando éste es su asidero existe una alta

posibilidad de que la turba sea asociada con la disidencia ideológica, aún más cuando las

protestas son encuadradas como actos protagonizados por indígenas. Este es un factor que la

distingue de la violencia homicida. La idea de que alguien mata para eliminar enemigos

políticos es prácticamente inexistente, pero la sospecha de que, quienes protestan guardan

deseos de disturbar el orden político, e incluso las jerarquías étnicas, puede, en ciertas

circunstancias, volverse creíble para muchos. Lo anterior hace que la imagen contemporánea

de la turba esté propensa a ser cargada con el potencial de peligro que en el pasado se asignó a

la insurgencia guerrillera. Si la turba contemporánea posee potencial para ocupar el sitio que

en el imaginario conservador ocupó antes la insurgencia, lo hace desposeída de sus atributos

de agente armado que aquella poseyó. Es decir, el nuevo signo de amenaza posee forma civil.

La imagen de la turba

La violencia homicida

La posguerra guatemalteca ha traído sus propios tipos sociales matables y sus agentes de

muerte, cuya existencia toma lugar en espacios que son imaginados para la realización de este

trabajo. La idea de que, después de la guerra, la criminalidad y la delincuencia han aumentado

amparadas en los “vacíos”, habilita figuras amenazantes que deben ser eliminadas. Las más

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fácilmente delimitables son la del “criminal” y la del “delincuente común”. Estas categorías

engloban un rango amplio de actos que pueden ir desde el robo de objetos de poca valía, hasta

la extorsión o el secuestro. La existencia de estas figuras justifica el trabajo de la curación.

La circulación de noticias contribuye a generar una geografía nacional imaginada de la

violencia y el crimen que representa a las zonas urbanas como espacios caóticos, en donde las

pandillas y los delincuentes juveniles acechan a los indefensos ciudadanos honrados. Muchos

habitantes de las áreas rurales temen que estas amenazan se expandan hacia sus territorios.

Esta geografía reubica a las localidades en función de las modalidades de la violencia en la

posguerra. En ella, las zonas rurales aparecen subordinadas a la potencia urbana, y los

individuos, especialmente los jóvenes, como sujetos propensos a las influencias nocivas

provenientes de fuera. Si bien, los agentes de la criminalidad pueden fácilmente ser

encamados por individuos jóvenes, los tipos sociales matables no se reducen a la dimensión

generacional, puesto que individuos de otras edades también son matados. Para que alguien se

convierta en un tipo social matable, antes debe haber sido investido con la carga maligna de la

criminalidad. Generalmente, la producción del delincuente ocurre después de que el acto

criminal ha sido consumado. Y en un contexto donde el género informativo más recurrente

son los mmores, el trabajo de incorporar la amenaza se toma por demás complicado.

Difícilmente los individuos poseen signos que anticipen su identificación con el crimen. Por

esta razón es que el trabajo de producción de pmebas se activa tan pronto como el acto

delictivo ha sido consumado. Si las fronteras de la figura no son claras, cuando la

incertidumbre aumenta, el rango de la sospecha se amplía. En estos casos, la fuerza maligna

del crimen se difumina. Así, el tipo social matable se expande para incluir no sólo al que ha

delinquido sino también a quien se aprecia capaz o deseoso de hacerlo.

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De la identificación con esta perspectiva, y con el discurso de seguridad que desde ahí se

emite, el sujeto produce categorías de proximidad y extrañamiento con base en la articulación

de “ellos” contrapuesto a “yo” / “nosotros”. Categorías de este tipo y de las distinciones que

de ellas resultan, sólo pueden ser explicadas revisando cada contexto particular. En este

sentido, el sujeto de la desprotección es el resultado de un estado afectivo causado por el

encuentro con la amenaza. Este sujeto se hace a sí mismo en relación con la amenaza, y la

amenaza sólo es potenciada por su predisposición del yo amenazable para experimentarla.

Llamará a este estado de cosas que agita incertidumbres, sensación de desprotección. Cuando

los estados afectivos de la desprotección se agudizan es bastante posible que sucedan

episodios de ansiedad colectiva derivados de la percepción de que los sentidos que organizan

la cotidianidad dejan de funcionar, o funcionan mal. Si uno siente que la seguridad dejó de

funcionar, el estado afectivo subsecuente es la desprotección, de ahí surge el impulso para

pensar que las separaciones se hacen inoperativas.

Sentidos de la desprotección

Lo familiar y lo extraño

Los discursos de seguridad habilitan al sujeto de la desprotección. Este sujeto, se

constituye a sí mismo en el encuentro con la muerte violenta, y, al hacerse, produce los

extrañamientos y las intimidades que habilitan, de maneras estereotipadas, a un yo/nosotros

que expresa sentimientos de desprotección, y a un “otro’Vellos sobre quien se asigna la

potencia negativa de la violencia. Se trata de un tipo particular de individuo que usualmente

encuadra su yo fuera del acto de matar, pero que, al manifestar su inquietud respecto a la

potencia maligna de la violencia, asiente que otros deben ser matados para que la muerte no

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los alcance. La delimitación de este sujeto no corresponde sólo a pertenencias de clase, a

identificaciones étnicas, grupos etarios, diferencias de género o a adscripciones territoriales.

Estos y otros marcadores se articulan y recrean según los contextos de la interacción. No

existen posiciones fijas, las identidades grupales a las que usualmente la etnografia recurre al

momento de delimitar a los sujetos de estudio (etnicidad, género, etc.), esta vez son de poca

utilidad. Es por esta razón que opto por conceptuarlo a partir de la noción de públicos,

aquellos que son reactivos de la violencia homicida y la turba: los públicos de la

desprotección.

Por público entiendo “un espacio de discurso organizado por el discurso” (Warner,

2012: 77), en este caso, el discurso de la muerte violenta. Una labor central de este espacio de

discurso es la habilitación de condiciones favorables para la realización de subjetividades

gramaticales expresadas a través de primeras y terceras personas. Los pronombres que sirven

para edificar las separaciones dan forma lingüística a la familiaridad y al extrañamiento. Tales

temores tienen más que ver con estados afectivos que predisponen para la desprotección que

con las certezas que las estadísticas puedan transmitir. De cierto modo, las incertidumbres

resultan de la impasividad del discernimiento. El trabajo de asir la separación se basa en un

ejercicio previo de extrañamiento. Prestar atención al uso pragmático de los estereotipos es útil

para comprender la producción de las diferencias, y, también, para entender las maneras en

que éstas edifican las desigualdades. Los sujetos predilectos de la etnografía se ubican en este

radio de producción de diferencias tendientes a hacer separaciones que erigen a un “otro” en

quien encamar los males en ciernes. La primera y la tercera persona, simple y plurales, surgen

justamente para actualizar la separación según las necesidades de cada situación. Es decir,

yo/nosotros y él/ellos, no aluden siempre a los mismos sujetos sino que cada vez se emplean

según el contexto. Sin embargo, como Sara Ahmed (2000) argumenta, que alguien o algo se

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aprecie extraño no supone que sean nuevo o desconocido. Lo extraño más bien es una

categoría de conocimiento. Desde esta perspectiva, lo que es extraño lo es porque está

predispuesto para ser conocido de esa manera, es decir, en su extrañeza resulta familiar. Lo

extraño tampoco es amenazante per se, si adquiere estas cualidades es porque el encuentro

toma lugar en escenarios en los que su apreciación está predispuesta para el peligro. En fray

Bartolomé, la muerte violenta y la turba no siempre adquieren cualidades de amenaza. Tal

cuestión ocurre en el momento en que pierden el asidero desde donde se esperaba ubicarlas.

En estos casos lo extraño pierde su familiaridad para tomarse amenazante. Lo extraño

entonces se vuelve ominoso. Como intentaré argumentar, sucede así porque ellas (la turba y la

violencia homicida) constatan que la conjunción de seguridad y desarrollo, sobre las que se

funden las ideas de orden, carecen de la fuerza que la narración histórica les atribuye.

Historicidad de las figuras

La violencia homicida y la turba condensan historicidades tan profundas como uno quiera

pensar, mas su forma también expresa inquietudes sobre inseguridad y desprotección propias

de la posguerra. Ambas figuras están hechas de tiempo histórico y hacen al tiempo histórico.

En Fray Bartolomé y en la región en general, los imaginarios populares del orden, la seguridad

y la reproducción de las jerarquías están emparejados con representaciones de la autoridad que

se basan en el ejercicio de la violencia. Tales modos de pensar y actuar fueron aprendidos en

los más amplios espectros de modos de gobierno, tanto civiles como militares, cuya

temporalidad es sincrónica a los procesos de expansión estatal hacia las regiones selváticas del

norte, a través de las iniciativas de colonización agraria y de segurízación contrainsurgente.

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Conviene anticipar que, en estas localidades, el ejército no sólo fue agente de la

violencia, también lo fue del desarrollo y de agentividad productiva. Si bien, en el contexto de

la transición hacia formas de gobierno civiles, iniciada a mediados de la década de 1980, los

agentes de la pacificación pretendieron que la asociación entre seguridad, justicia y violencia

pasara a formar parte de la prehistoria de la democracia, esto no ocurrió asi. Si bien, las formas

contemporáneas son presentadas como contención civil que sustituye una autoridad que se

cree ausentada o debilitada, la voluntad para acudir a modalidades de violencia que pretenden

hacerse curativas, no es del todo novedosa. Su configuración ha sido consustancial a la

producción histórica de la sociedad regional. Por ejemplo, durante la guerra, el

paramilitarismo y otras prácticas de higienización social fueron toleradas y en ocasiones

incentivadas por los aparatos estatales de seguridad. En las expresiones de mis interlocutores,

que hadan comparaciones temporales, habia dejos de un tiempo creído mejor: “antes” y

“ahora” son formas temporales de una misma historia. En sus voces, estas formas constituyen

coordenadas sensitivas de aprehensión histórica. Las incertidumbres del presente sólo tienen

sentido en relación con el estado de cosas en el pasado. La muerte violenta que no puede ser

estabilizada, y las turbas potencialmente violentas son inquietantes porque constatan que algo

o alguien que debía estar ahí para normarlas ha desaparecido o es incapaz de hacer su trabajo.

La muerte violenta y la idea de estado

La capacidad de dar muerte es un recurso. Quien la trasforma en un acto de justicia

intenta también convertirla en razón, una razón que busca devolver armonías aparentemente

trastocadas. Quienes desean que el recurso de la muerte esté sólo de su lado, o que presumen

que así ha sido, temen que otros la hagan suya y la ejerzan contra ellos. En poder de ese

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“otro”, la muerte, que de otro modo sería productiva, se hace amenazante. Así pues, lo que

está enjuego no es la muerte en sí, sino su uso. El dilema en ciernes es entonces: quién puede

acceder a ella y cómo la utiliza. La violencia homicida justiciera de la posguerra hace eco de

formas de curación heredadas del pasado, en específico, de la “limpieza social”. En el lenguaje

ordinario, “la limpieza” es una práctica de higienización social ejercida silenciosamente que

toma lugar cuando se da muerte a alguien cuya vida ha sido cargada con los signos de la

contaminación. La “limpieza social” no ha sido exclusiva de Guatemala. Analizando el caso

colombiano, donde también existe, Aldo Cívico apunta que la figura “designa una violencia

que limpia y purifica”. Siguiendo a Alien Feldman (1991) y a Michel Taussig (1987), Cívico

argumenta que “la idea de limpieza sugiere una noción de espacios dialécticos, construidos

como puros o impuros, que condicionan la estructura social para la reproducción de la

violencia” (2015: 108). En Fray Bartolomé continúa hablándose de limpieza, más de una de

las ejecuciones que registré fueron adosadas con esta categoría. Pero en la actualidad, los tipos

sociales matables parecer despolitizados. Si el insurgente (guerrillero) ya no existe, la única

imagen posible es la del delincuente. El malestar causado por el asesinato del comerciante, con

el que abro la presente reflexión, bien pudo encausarse por la senda de la limpieza, pero como

ya argumenté, el procedimiento quedó inconcluso debido a que las sospechas fúeron

insuficientes para que la imagen adquiera rostro. En ese instante, el impulso de la limpieza

alternó con la ansiedad de la violencia colectiva que la turba presagiaba. Si no hubo curación,

el mal continuó rondando el pueblo y el malestar con la inseguridad se hizo mayor.

En la actualidad, saber que la identidad de los artífices de la muerte y que los tipos

sociales matables se desdibujan es inquietante porque este conocimiento trae consigo la

certeza de que el acceso al recurso de la muerte se ha democratizado debido a que la fuerza

que se espera que lo aglutine, es incapaz de hacerlo. Si los tipos sociales matables no son

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claros, el yo puede sentirse inseguro pues no conoce la distancia que lo separa de la muerte.

En este escenario, una respuesta primaria es desear la muerte de alguien más, alguien de quien

se sospecha poseedor de tal recurso. Con la turba sucede lo mismo. Cuando la capacidad de

contención está menguada, ella puede irrumpir en cualquier momento. La limpieza continúa

siendo un recurso de imaginación socorrido, porque rehacen productivamente a la violencia

homicida tornándola en justicia. De ahí que matar a potenciales criminales es traducible como

acto de seguridad. En Fray Bartolomé, una porción de las muertes, que en los registros

gubernamentales aparecen simplemente como homicidios, son conceptuadas como acto de

seguridad. Tales prácticas son, de facto, antiviolencia performada mediante más violencia. En

este sentido, la posguerra parece estar produciendo mensajes contradictorios. Mientras

analistas políticos y otros sujetos entusiasmados con la desmilitarización del gobierno

celebraron el relajamiento de los mecanismos de control y vigilancia, las estadísticas muestran

que la criminalidad y la violencia homicida se elevaron (véase por ejemplo: Bateson, 2015;

Bastos, Camus y López, 2009 y 2015; González-Izas, 2016; Mendoza, 2007, entre otros). El

entusiasmo con la transición fue paulatinamente transformándose en desencanto. La idea de

que en la posguerra la criminalidad y la delincuencia han aumentado es correlaciona! a la

creencia de que la retirada de los aparatos de control y vigilancia debilitó las capacidades del

estado para garantizar seguridad en los territorios.

En Fray Bartolomé, pero también en otras localidades, es habitual que las personas

insistan en que la retirada del ejército de la vida pública, después del fin de la guerra, generó

vacíos de seguridad. Es en estos espacios imaginarios donde la criminalidad y la violencia

anidan, y es ahí donde las figuras de la desprotección se forman. Lecturas de este tipo

agudizan los sentidos sobre inseguridad, aumentan la sensación de desprotección y fortalecen

la anuencia para con el autoritarismo y el recurso de la violencia. La amplia buena voluntad

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local para con el poder militar se afirma con la aseveración de que éste es el único capaz de

corregir la inseguridad. La evocación del poder militar que condensa seguridad y el desarrollo

resulta confortante, porque asi se produce las certezas de las que el presente carece. De esta

manera, las percepciones de inseguridad convierten a la vigilancia del autoritarismo militar y

al desarrollismo agrario en objetos de nostalgia. Y al proponer que sólo su combinación

efectiva puede garantizar la seguridad, los fetichizan. Si bien existe un impulso para que las

relaciones entre muerte violenta, seguridad y justicia sean armónicas, tal cuestión no siempre

se consigue. Si la muerte, que pretende hacer justicia, se plantea como una labor de

estatalidad, en el sentido que aspira a rehacer el orden, la imagen del estado subyacente está

también hecha de violencia. Así, la narración de la muerte es la narración del estado.

índices de un tiempo de crisis

El problema de la seguridad es también un asunto de interpretación histórica. Primero, el

surgimiento de las figuras de amenaza suelen ser emparejadas con el relajamiento de los

mecanismos de control y vigilancia del autoritarismo. Tal cosa alude directamente a la

reconfiguración de la forma estatal en la región después del fin de la guerra. Segundo, la

inseguridad es pensada a partir de la desregulación de la capacidad de muerte, entendida como

el recurso más efectivo y eficaz para hacer justicia. En conjunción, el problema se aprehende,

no desde la óptica de la posibilidad de emplear medios no violentos, sino desde una

perspectiva que presiona para que los mecanismos de control y vigilancia basados en la

violencia retornen.

Estas son las razones de por qué la noción de “vacío” resulta tan habitual en el habla

pública de la seguridad. El “vacío” se transforma en una metáfora que resulta útil para explicar

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las trasformaciones históricas que el estado ha experimentado luego del relajamiento del

autoritarismo y la neoliberalización del gobierno. De la misma manera, estas son las razones

que sustentan la idealización del pasado. Seria equivocado reducir la rememoración del

desarrollismo y la contrainsurgencia a un pensamiento reaccionario que se resiste al cambio.

Como William Bisell (2005) escribe, la nostalgia puede ser tanto un apuntalador de críticas al

presente, como un potente recurso de futuridad. En Fray Bartolomé, la nostalgia importa no

sólo porque constituye una fuente de imaginación para asir el presente, sino también, por la

centralidad que el desarrollismo y el autoritarismo adquieren para la historia regional.

Recuérdese que la localidad se formó en el contexto del reparto agrario, cuya justificación se

inscribe en el más amplio contexto de la contrainsurgencia estatal de la segunda mitad del

siglo XX. Rememorar armonías pasadas se vuelve útil también, porque permite afincar una

figura de autoridad capaz de corregir los excesos, paradójicamente producidos por su propia

ausencia. La invocación del estado en la forma de aparatos de violencia produce la imagen de

un agente externo, cuya manifestación local presupone flujos que se desplazan desde el centro,

donde la fuerza es ubicada, hacia las periferias, donde los sujetos se colocan. Se trata de una

imagen que debe ser invocada permanentemente, pero por más que se desee, su incorporación

al paisaje local no acaba de afianzarse. La extemalidad y evasividad del estado acentúan las

incertidumbres. Cuando quien debe contener las amenazas se ausenta, otras figuras emergen

para sustituirlo. Así, la violencia justiciera es presentada como antídoto para la violencia

criminal. El resultado no puede ser otro que el deseo de más muerte. Pero más temprano que

tarde, la cura acaba pareciéndose a aquello que pretende sanar, entonces todo parece

viscosamente tocado por la violencia.

El tratamiento del trabajo de dar muerte condensa sentidos que nos aproximan a maneras

de experimentación de la historicidad del tiempo presente como un “tiempo de crisis”

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(Mbembe y Roitman, 1995). En este caso, la crisis radica en la sospecha de que la dominación

por medios politicos es frágil, y que, para asegurarla debe constantemente acudirse a la

muerte. Por esta razón, en Fray Bartolomé una forma de intentar corregir los males

contemporáneos es invertir en la ideación del pasado como un tiempo de armonías. En este

contexto, los afuera y los adentro de la inseguridad, del pasado y del presente, de la violencia y

del estado, con sus complejas elaboraciones, fluctúan entre el reconocimiento y el

extrañamiento según las situaciones y los contextos.

Seguridad y desarrollo en la historia regional

La colonización de las tierras baldías, propiedad de la nación, fue una alternativa al proyecto

de reforma agraria que el gobierno Jacobo Árbenz Guzmán intentó realizar, pero que fue

interrumpida luego del golpe de estado de 1954', cuando grupos conservadores nacionales y el

gobierno estadounidense acusaron a Árbenz de ser aliado del comunismo internacional. Desde

un punto de vista formal, la reforma y la colonización pretendían el mismo propósito. Dicho

con los lenguajes de la época, ambas modalidades de reparto contribuirían a solventar el

“atraso” de la economía nacional. Un punto de partida común era que éste se originaba en el

campo. La disyuntiva empezaba en el momento de la conceptualización, tanto de la idea

misma de atraso como de las acciones necesarias para superarlo. Para los ideólogos de la

reforma agraria, el problema se debía a la desigual distribución de la tierra productiva y al

“carácter feudal” de las relaciones de producción. Mientras que para los impulsores de la

colonización, el problema se debía a que la población campesina estaba mal distribuida,

' La Revolución de Octubre constituye uno de los hitos más estudiados por los historiadores. Para una breve revisión de la literatura más destacada véase: Tischler (1998) y Gleijeses (1992). Como Handy (1992) apunta, la contrarrevolución ha merecido menos atención, aun así, existe un corpus literario también amplio y variado. Al respecto véase: Handy (1992); Schlesinger y Kinzer (1982).

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mientras unos espacios estaban densamente poblados, otros estaban prácticamente

despoblados. Si la reforma agraria fue presentada como una medida transitoria que potenciaría

la industrialización de la economía nacional, la colonización de las tierras nacionales, según

sus ponentes, ampliaría la base de propietarios sin afectar los derechos de quienes ya poseían

tierras.

La “contrarrevolución”, es decir, los gobiernos que sucedieron al golpe de 1954, intentó

revertir las reformas económicas, políticas y cultuales que el gobierno de Árbenz estaba

impulsando. La reforma agraria era una de las más radicales, puesto que incluía la devolución

de la mayoría de las tierras que habían sido expropiadas. En 1952, cuando la ley de reforma

agraria fue aprobada, los grupos conservadores que luego derrocarían a Árbenz expresaron su

oposición a cualquier política que trasformara la estructura de tenencia de la tierra, incluyendo

la posibilidad de habilitar las tierras nacionales. Pero en 1954 tal oposición era inviable,

principalmente porque la agitación política en las áreas rurales amenazaba con estallar la

violencia. De esta manera, valiéndose de la asistencia técnica y financiera que el gobierno

estadounidense había proporcionado, como parte de su lucha contra el comunismo, los

gobiernos contrarrevolucionarios asumieron que la política agraria distributiva tomaría forma

a través de la colonización de las tierras nacionales^. Estas tierras se ubicaban en el norte del

país, e incluían casi la totalidad del departamento de El Petén y de la región que luego fue

nombrada Franja Transversal del Norte, el extenso cinturón tropical húmedo ubicando entre la

cadena montañosa central y El Petén, que atraviesa el territorio nacional de occidente a

La colonización agraria de las tierras nacionales, entendidas como política distributiva, ha merecido poca atención. El esfuerzo más sistemático corresponde a Melville y Melville (1975). Estos autores son enfáticos denunciando su carácter “reaccionario”. Handy (1992) por su parte, presenta una perspectiva, digamos, más balanceada; aun asi, su valoración respecto a los alcances democratizadores de la política, es poco alentadora. Los académicos guatemaltecos por su parte, han sido reacios cuando no adversos para analizarla. Situación que intuyo, se debe a que comparten la idea de que se trató de una política contrarrevolucionaria. Para la mayoría de ellos, afectivamente alineados con las causas de la revolución, estudiar la reforma agraria suele resultares más estimulante.

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oriente, desde el vértice de Santiago hasta el mar Caribe. En los términos de la burocracia del

desarrollo, esta región, hasta entonces poco valorada, regularla los desequilibrios de la nación.

Las tierras selváticas armonizarían la distribución territorial de la población y posibilitarían la

estabilidad política del régimen. Pensar a la población, y no a la tenencia de la tierra como el

problema a resolver, produjo efectos distintos e implicó modalidades de intervención

diferenciadas. Siendo así, la problemática podía solucionarse trasladando o estimulando la

movilización de población de las áreas sobrepobladas hacia las regiones despobladas.

Fundamentos de la colonización

Mientras los gobiernos contrarrevolucionarios hacían las adecuaciones legales e

institucionales que les permitieran poner en marcha el reparto, el descontento rural continuaba

aumentando . Para principios de la década de 1960, las primeras guerrillas izquierdistas

empezaban a operar en la región del oriente, justo donde la reforma agraria había tenido mayor

receptividad. En este contexto, las tesis de orientación malthusiana que sustentaban la política

agraria empezaron a teñirse de temores respecto al potencial subversivo de la población rural.

De pronto, la sobrepoblación dejó de ser un obstáculo para el crecimiento económico y pasó a

ser también un asunto de seguridad del estado. Así, las políticas de colonización de las tierras

nacionales articularon el problema del desarrollo con las preocupaciones de seguridad

derivadas del potencial subversivo, que en ese contexto se asignó a la población rural. Dicho

con otras palabras, las políticas civiles de extensión de derechos fueron también políticas de

En 1956, el gobierno naeional emitió el Estatuto Agrario (D-559). Esta ley puede eousiderarse la primera ley de colonizaeión. En 1959 fue eieada la Empresa de Fomento y Desarrollo Eeonómieo de El Petén (FYDEP), una suerte de gobierno autónomo para el departamento; y, en 1962 el Instituto Naeional de Trasformación Agraria (INTA) con su respectiva ley (D-1551). Si bien el INTA tenia jurisdicción en todo el territorio nacional, exceptuando el Departamento de El Petén, que era administrado por FYDEP, y aunque cumplía funciones de ordenación territorial a nivel nacional, se concentró en el reparto de las tierras nacionales ubicadas en la FTN, tomando a Sebol como el principal centro administrativo.

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seguridad, concretamente, de contrainsurgencia. La reforma agraria de Árbenz cambió

profundamente la imagen de lo que los grupos conservadores percibían como amenazante. La

sospecha, de que se ha mantenido latente la agitación causada por el intento de reforma

agraria, es una constante aún hasta el presente. En los imaginarios conservadores, la reforma

agraria es un hito traumático alimentado por las fantasmagóricas imágenes coloniales de

indios sediciosos. Además, conviene considerar que el reposicionamiento de la agenda de

seguridad hemisférica estadounidense trajo consigo nuevos discursos que ampliaron los

márgenes de lo potencialmente amenazador. Uno de estos fue, justamente, la idea de que la

sobrepoblación contenia gérmenes para la revolución" .

La conjunción de desarrollo y seguridad no es una experiencia particular de

contrarrevolución guatemalteca. Estas tesis políticas poseen una dimensión teórica articulada

con discursos de apariencia científica, pero lo que acá importa destacar es que, en este

contexto, sustentaron la creación de leyes e instituciones, justificaron modos de intervención

gubernamental, y más importante aún, moldearon subjetividades políticas nacionales. En

síntesis, el reparto agrario, mediante la colonización de las zonas selváticas del norte,

favoreció la expansión la base estatal promoviendo la incorporación productiva de varios

miles de familias campesinas al mercado interno, al mismo tiempo que intentó contrarrestar el

potencial subversivo que los grupos conservadores que dirigían el gobierno le atribuían a la

población rural. Hubo casos en los que la articulación falló, en otras el resultado fue

relativamente exitoso. Ixcán, el sector más occidental de la FTN, cuya colonización fue

En este sentido, cualqnier historiografía de las politicas de colonización necesariamente debe serlo de las políticas de seguridad del estado, sin embargo, esta mirada ha sido poco explorada en la bibliografía especializada. Una perspectiva teórica que intenta ampliar la discusión incorporando politicas civiles y politicas de seguridad en el mismo marco analítico, se encuentra en Kirsten Weld (2014). La autora analiza la profesionización de los archivos de la policía nacional después de 1960, encuadrándola dentro de los programas de contrainsurgencia financiados por el gobierno estadounidense.

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simultánea a Sebol, fue una de las zonas donde la guerrilla del Ejército Guerrillero de los

Pobres (EGP) encontró mayor receptividad.

Cuando la guerra de contrainsurgencia se intensificó, a finales de la década de 1970, tres

de los principales frentes de guerra en el norte estaban relativamente cerca de Sebol En

Ixcán, una de las áreas más devastadas por el conflicto, operaba el EGP; el sur de El Petén, era

el principal frente de las Fuerzas Armadas Rebeldes (FAR); y hacia el este, en el área de

Cahabón y Panzós, operaba las FAR y el Partido Guatemalteco del Trabajo (PGT). En Sebol,

en cambio, el régimen fue relativamente exitoso construyendo la dominación estatal más por

medio del consenso que por la violencia. Y las prácticas de contrainsurgencia aqui empleadas

consiguieron inhibir la implantación guerrillera, cuando menos hasta principios de la década

de 1990.

Auge y declive del desarrollismo agrario en la FTN

En Sebol, el desarrollismo agrario puede periodizarse en dos etapas: la primera

corresponde a la apertura del frente colonizador (1959-1963), y la segunda, al periodo que va

desde la creación de la FTN en 1970, hasta el golpe de estado contra el presidente Romeo

Lucas Garcia en 1982. En el intermedio hubo varios años en los que la presencia

gubernamental menguó considerablemente sin afectar las migraciones campesinas hacia la

zona, que continuaron como en los años anteriores. Durante la primera etapa, el frente de

colonización fue abierto, se trazó el parcelamiento y se inició la construcción de caminos. El

segundo periodo se caracterizó por la ampliación de las áreas de colonización, el arribo de

nuevas instituciones, la apertura de nuevos caminos y el aumento de la construcción de

’ Para una cronología detallada de la guerra véase, CEH, 1998

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infraestructura pública. Estos procesos favorecieron la densificación gubernamental en la

zona, potenciando una serie de procesos económicos, politicos y culturales que consolidaron

muchos de los imaginarios actuales sobre la región, el estado y la historia local. Este periodo

coincidió con la ampliación de los planes de colonización en el norte.

En 1970, Sebol y otras localidades fueron integradas en una sola región que fue llamada

“Franja Transversal del Norte”. La FTN fue dividida en cinco sectores; Ixcán, Lachuá, Sebol,

Modesto Méndez y Chocón Machacas. La zonificación de la FTN fue seguida por la

aprobación del primer plan de desarrollo de la Franja Trasversal del Norte, entre sus capítulos,

uno trataba sobre el reordenamiento de los asentamientos que se habían formado

espontáneamente durante los años anteriores. El relanzamiento de la colonización agraria en el

norte se encuadró en una estrategia gubernamental más amplia. Como parte de ese esfuerzo, se

creó el Sistema Público Agrario (SPA)^, un espacio de coordinación que llegó a reunir doce

instituciones de asistencia productiva, y cuyo mandato principal era dirigir las políticas de

abastecimiento del mercado nacional de alimentos .

La intensificación de la intervención gubernamental durante este periodo favoreció otros

procesos que contribuyeron al fortalecimiento de la diferenciación socioeconómica en la

región. Desde el principio de la colonización, Sebol había sido proyectado como zona

ganadera, pero antes de 1970 no hubo programas sistemáticos de apoyo a esa actividad. Aun

así, muchos colonos estaban dedicándose a esa actividad. Los planes oficiales contemplaban

que la ganadería fuera desarrollada por los propios parcelarios y no por grandes propietarios.

® Para una descripción de las instituciones que integraban el SPA y su funcionamiento, véase: Sigüenza, 2010 ’ Si bien se trataba de un conjunto amplio de instituciones, el INTA, DIGESA y DIGESEPE concentraron la mayor cantidad de recursos técnicos y financieros destinados al fomento de la producción El INTA dirigía el reparto agrario, DIGESA ofrecía asistencia para el mejoramiento y diversificación de cultivos comercializables, y DIGESEPE asistía la producción ganadera. Estas tres instituciones, además del Instituto Nacional de Cooperativas (INACOOP) fueron las principales responsables de implementar la reorganización de los asentimiento en Sebol

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Pero el auge de la ganadería fomentada por el gobierno contribuyó al surgimiento de

propiedades de gran extensión conformadas a partir de la compra de parcelas individuales.

Con ello, se produjo un proceso de acaparamiento y concentración de tierras, que a su vez

provocó que muchos de los colonos volvieran a su condición previa al reparto. Unos se

convirtieron en mozos de las fincas y otros migraron a los nuevos frentes de colonización en la

región o en El Petén. Entre los nuevos terratenientes había Cinqueros provenientes de otras

regiones que llegaron buscando espacios para extender sus empresas. Otros, eran allegados

locales del gobierno que, valiéndose de relaciones personales con los agentes del reparto y de

la contrainsurgencia consiguieron arreglos extra legales que les permitieron ampliar sus

propiedades. Los suelos planos y los que se ubicaban cercanos a los caminos fueron los más

apetecidos para el desarrollo de la ganadería. El tramo entre el centro urbano y Boloncó, en la

ruta a San Luis Petén, fue de los que más intensamente experimentó esta trasformación.

La intensificación de la intervención gubernamental dio un fuerte impulsó a la ganadería

y a la producción agrícola en general, y expandió la base del empleo asalariado en el sector

público. Paralelamente, el gobierno intentó incentivar el cooperativismo y otras formas de

asociativas campesinas. Durante este periodo, la ganadería y el empleo en las agencias

gubernamentales constituyeron las principales vías para la acumulación de riqueza en la

región. En conjunto, estos procesos, favorecieron la consolidación de una élite económica y

política que se asumió como promotora del desarrollo local y agente cercano a los intereses

gubernamentales. La mayoría de colonos que se asentaron en Sebol constituían población

flotante en sus lugares de procedencia, situación que los colocaba en posiciones relativamente

simétricas en la estructura socioeconómica local. Además del comercio y la ganadería, el

empleo en las instituciones estatales de colonización devino en otra importante vía para la

acumulación de riqueza. Además del salario, el empleo público permitía participar de la

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corrupción, más si el empleo correspondía a puestos de mando intermedio. La corrupción fue,

para muchos, el medio a través del cual prosperar. Las buenas relaciones con los agentes

gubernamentales de la colonización y con el ejército fueron claves para la movilidad sociales.

Ya sea que facilitaron las oportunidades de obtener recursos financieros provenientes de los

programas de apoyo a la producción para capitalizar pequeños negocios agropecuarios, o por

la posibilidad de emplearse en alguna de las instituciones, y, a partir de ahi, participar en las

extendidas prácticas de corrupción; hasta, la posibilidad de obtener tierras y otros bienes

despojando a otros, quienes terminaban siendo victimas de la violencia militar y paramilitar.

Por más diversas que puedan ser las fuentes de acumulación de riqueza, la ganadería parece

funcionar como base común de la acumulación. En este contexto, es también una fuente de

prestigio, de autoridad y de éxito económico, tanto o más, o, mejor dicho, indisociable de las

buenas relaciones con los agentes del desarrollismo agrario. En torno a ella se ha construido la

ideología localista de éxito, prestigio y autoridad pública desde la que se representa a Fray

Bartolomé como zona de prosperidad económica habitada por gente emprendedora.

Cualidades, que según se dice, han convertido al pueblo “en el corazón de la Franja Trasversal

del Norte”.

El desarrollismo agrario entró en declive a partir de 1982. El gobierno de Lucas García

cerró un ciclo de gobiernos desarrollistas y nacionalistas dirigidos por militares que había

iniciado en 1970 y que mantuvieron cierta coherencia programática. Durante ese periodo, el

gobierno nacional se embargó en ambiciosos proyectos de construcción de infraestructura y

ampliación de servicios básicos. La década de 1970, sobre todo la segunda mitad, fue también

una de las etapas más álgidas de la prolongada guerra de antiguerrillas. Después de 1978, la

contrainsurgencia se tornó genocida, cuando menos hasta 1984. El declive del desarrollismo

agrario coincidió con otros procesos cuyas concreciones regionales transformaron las

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Page 44: Figuras de incertidumbre: una etnografía de sentidos de ... · una etnografía de sentidos de desprotección y su historicidad en la posguerra guatemalteca Tesis que para optar al

racionalidades estatales en la región: el así llamado “retorno a la democracia”, que relajó las

formas de mando autoritarias y abrió el camino para la pacificación; la neoliberalización de la

gestión gubernamental; y, la estatización del multiculturalismo como ideología para el

tratamiento de las diferencias internas de la nación. Valga decir, la transición simultánea de la

guerra a la paz (1985-1996), del desarrollismo al neoliberalismo (1982 a la actualidad), y, de

las políticas de integración hacia las de marcamiento de la diversidad cultural (1986 a la

actualidad). En Fray Bartolomé estas transiciones son significadas como un quiebre temporal

que rehace los modos de imaginar las relaciones con el estado nacional. El resultado es un

complejo panorama, marcado por la creencia de que la autoridad estatal se ha debilitado y que

sus modos de mando están fragmentados.

Después de 1986, la inversión productiva fue paulatinamente sustituida por la

intervención para la pacificación, cuya vigencia se extendió hasta finales de la década de 1990.

La reducción de la inversión productiva y la presencia institucional del gobierno, posteriores a

la pacificación, vinieron acompañadas de nuevas inversiones privadas que ampliaron las

esferas locales para la acumulación. En la última década. Fray Bartolomé, como otras

localidades del norte, está experimentando una acelerada expansión del monocultivo de palma

aceitera. Tratándose de un cultivo extensivo, la palma tiende a agudizar la concentración de la

tierra productiva. La reconversión deprimió la ganadería y redujo los espacios dedicados al

cultivo de granos para el mercado nacional. Los primeros en hacer la transición fueron los

terratenientes. Entre ellos, más de uno ha encontrado que la palma genera tantas ganancias

como la ganadería. En la actualidad, la agroindustria es el empleador más numeroso del

municipio. Cuenta con una plantía regular de seiscientas personas, cantidad que, durante la

cosecha, es triplicada por las cuadrillas de jornaleros nutridas de gente vecina de otras

localidades, unos cercanos, otros distantes. Los técnicos especializados, gerentes y directivos

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de la empresa suelen provenir de fuera, bien sea de la capital o de otras ciudades, pero los

oficinistas y mandos medios son locales. La ampliación del mercado de trabajo asalariado

formal está favoreciendo el aumento del comercio de bienes manufacturados provenientes del

exterior. La neoliberalización del gobierno y la apertura de la economía local al capital

transnacional asedian los modos basados en el trabajo agrícola de pequeña escala. La situación

se complica debido a que el deterioro ecológico del medio selvático escasea la caza, la pesca y

la recolección. La impresión es que cada vez son más los aspectos de la vida que están sujetos

a la economía monetarizada, aunado a que los modos de vida campesinos se han precarizado.

Lo cierto es, que en Fray Bartolomé un sector importante de la población presiente que la

agroindustria y la expansión del mercado de bienes de consumo están trayendo más beneficios

que pérdidas, aunque esto sólo se de en el corto plazo.

Conjunciones temporales

El desarrollismo alimenta sus propios modos de imaginación histórica. Cuando mis

interlocutores, sobre todo los pertenecientes a las generaciones mayores, hablaban de la

historia y del lugar, solían hacer comparaciones temporales sintetizadas con las expresiones

“antes” y “ahora”. Antes refiere al periodo del desarrollismo, y ahora alude al tiempo posterior

que, sin mayor pretensión de precisión, puede corresponder al presente, es decir, a esa

temporalidad que Mbembe y Roitman (1995) denominan “contemporaneidad”. Mientras que

el pasado solía ser alineado con el orden, la seguridad y las certezas, el presente solía aparecer

asociado con antónimos. La turba y la violencia homicida son figuras presentistas que

condensan las inquietudes respecto a este quiebre temporal. La anuencia para rememorar el

tiempo del desarrollismo y del autoritarismo militar era una forma de juzgar el presente

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acudiendo al pasado, en contraposición con el tiempo en el que las certezas del desarrollo y la

seguridad se han esfumado. Las imágenes contemporáneas del desorden emergen justamente

en el punto donde el quiebre temporal se produce.

Si en el pasado la certeza devino de la conjunción de seguridad y desarrollo, la crisis del

desarrollismo dio paso a la crisis de seguridad. En el fondo, lo que se ha debilitado es la idea

aprendida en el pasado, en donde las posibilidades de la protección estaban dadas por la

conjunción de desarrollismo y contrainsurgencia. La crisis articula racionalidades, que

acentúan los procesos de extrañamiento a partir de la agudización de la desconfianza. El deseo

de seguridad cristaliza la nostalgia por el pasado, tanto como la canaliza. De cierta manera, el

impulso para desear la muerte de alguien más, acerca la ambición de rehacer todo aquello que

antes posibilitó la seguridad.

La idea de la crisis

Durante el periodo del desarrollismo agrario, la categoría central de identificación con la

estatalidad, fue la de campesino. Se trataba de una categoría fincada en cualidades productivas

de los sujetos. En el contexto local, el ser campesino fácilmente comunica las nociones de ser

pionero y ser colono. Los pioneros son o fueron aquellos sujetos que asumieron como suya la

labor de domesticar el espacio selvático para convertirlo en un espacio nacionalmente

productivo. Se trata de una categoría social que se aproxima, más no se consume, en la idea de

clase. Ellos encuentran, o encontraron, que sus deseos de convertirse en propietarios fueron

coincidentes con la iniciativa estatal de seguridad y desarrollo regional. Con el agotamiento

del desarrollismo las categorías sociales se ampliaron. La apertura electoral, la

gubemamentalidad neoliberal y el multiculturalismo habilitaron nuevos sujetos. El pionero y

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el campesino fueron, poco a poco, perdiendo la centralidad que antes tuvieron. Para muchos

individuos identificados con estas categorías, los nuevos lenguajes de la gubemamentalidad

estatal no sólo les son distantes sino que también pueden parecerles incómodos. En este

contexto, el ser pionero se enfrenta a la posibilidad de desfigurarse como una categoría de la

nación.

Si bien, la categoría de pionero perdió la centralidad que tuvo durante el desarrollismo,

la posición de los individuos que se identifican con esta categoría en la estmctura

socioeconómica permaneció prácticamente inalterada. Sus relaciones con el mercado y con los

nuevos nodos de acumulación no han sido del todo desfavorables. No obstante, es en este

sector de clase donde la sensación de crisis y el sentimiento de desprotección son más agudos.

Esta es la razón para pensar que la noción de crisis no es principalmente derivación de

afectación económica. La idea de crisis deriva, primero, de la percepción de que los

mecanismos de control y vigilancia estatal se debilitaron. Más, como estos cambios tomaron

lugar en simultaneidad con otras reformas (neoliberalización del gobierno, transición hacia

formas civiles de gobierno, estatización del multiculturalismo), la crisis es el corolario de la

conjunción temporal de dichas transformaciones. Aun cuando el porvenir económico no sea

desalentador, las expectativas de futuro político se ven perturbadas. Así, la crisis refiere a

estados afectivos que predisponen para la inseguridad y que hacen que las certezas sobre el

presente y el futuro sean endebles. La crisis se asume como el debilitamiento de los

mecanismos que brindan protección, y, en Fray Bartolomé, ésta se arraiga en la conjunción de

desarrollo y seguridad.

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Primera Parte

Presento una etnografía de las figuras de incertidumbre contemporánea. Primero, analizo la

figura de la turba que circula como categoría implícita en los discursos sobre actos de

potencial violencia colectiva, haciendo énfasis en formas de habla que articulan nociones de

extrañamiento y familiaridad articularas en tomo a primeras y terceras personas plurales.

Luego, arguyo la existencia de una economía local de violencia homicida que distingue entre

formas nocivas, potencialmente desestabilizadoras, y formas sanadoras, que pretenden realizar

justicia y curación social.

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I. Separaciones

La turba y sus públicos

Las posibilidades para la constitución de un público están mediadas por las posibilidades de

circulación del “discurso” (Cody, 2011; Warner, 2005 y 2012). Para comprender la formación

de un público, o de los públicos, se requiere prestar atención a los géneros que el habla pública

adopta, los canales por los que circula y los espacios sociales en los que éste toma forma. Otro

aspecto destacable de los públicos es su temporalidad. Los públicos actúan con base en el

discurso que le da existencia, y si la intensificación de éste depende de la activación de

episodios, lo más posible es que la vida del público de la turba se circunscriba a la duración

del encuentro. En este capitulo analizo la articulación de discursos públicos sobre separaciones

hechas mediante el uso de primeras y terceras personas, tanto singulares como plurales: “yo” /

“nosotros” frente a “él” / “ellos”. Las oposiciones “ellos” y “nosotros” constituyen un medio

para la reproducción de diferenciaciones sociales. En la misma lógica, el discurso público de

la violencia orienta aprehensiones respecto al trascurrir del tiempo histórico concretando la

sensación de que en el presente la seguridad es menos sólida de lo que fue en el pasado. Y a su

vez, cuando la “turba” se acerca al “nosotros” del público puede transformarse en una fuente

de inseguridad personal. Pero no toda aglomeración adquiere estas cualidades, como dije

antes, cuando la turba orienta su fuerza hacia la curación, puede suceder que sea bien recibida.

En cambio, las circunstancias la ubican fuera del lugar donde se espera que permanezca, sus

razones pueden hacerse irreconocibles. En estos casos se tomaría en un signo de

asincronicidad.

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La exposición sigue una serie de movimiento narrativos fijados a momentos o

situaciones que expresan modalidades de aprehender e inteligir la diferencia del otro. Primero,

analizo el trabajo del humor en la creación y actualización de diferencias y separaciones;

después me detengo en las explicaciones que el público da a los motivos del otro para

aglomerarse. Acá presto atención a las categorías despectivas, tales como la ingenuidad, el

absurdo y la sinrazón. Y luego, exploro el sentimiento propiamente angustioso que la turba

causa en aquellos que la aprehenden como una amenaza para su seguridad personal.

Categorías para hacer separaciones

En el mes de abril de 2015, un apagón de varios días dejó sin electricidad a Chisec, Raxuhá,

Chahal y Fray Bartolomé de las Casas. En la región el servicio eléctrico es de mala calidad,

aunque los apagones no suelen ser tan extensos. Después de varias horas, y a veces un día, el

servicio es restablecido. Viviendo en alguna de estas localidades uno pronto aprende que los

cortes de la energía eléctrica son parte de la rutina. Esta vez, sin embargo, “la luz se fue” seis

días. No pudo haber peor fecha para que la electricidad fallara. El apagón ocurrió en pleno

“veranos”, que es cuando el calor, de por sí elevado, aumenta. Entonces, la humedad propia de

esta latitud del trópico hace que la temperatura se eleve hasta 40° centígrados. La atmósfera de

abril hacía sentir el sopor de la temporada; el aire estaba tibio, y arriba, en el cielo, casi no se

veían nubes. “Así es aquí” [caluroso], responden los lugareños si alguien se queja del excesivo

calor; “estamos acostumbrados”, afirmará alguien más. Sin embargo, a los fuereños puede que

el calor y la humedad nos tome desprevenidos, aún más si camináramos en campo abierto al

medio día.

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Los comerciantes lamentaban la disminución en las ventas de bebidas frías, uno de los

rubros de mayor consumo en la temporada, puesto que los productos refrigerados se echaban a

perder rápidamente generando pérdidas económicas. Sin electricidad tampoco había agua

entubada, cuya distribución es también irregular, pues el sistema de bombeo depende de la

electricidad y pocas cosas confortan más el calor que la posibilidad de ducharse al medio día.

Eso, sin considerar la paralización de las cocinas. Además de la duración y de la época en la

que ocurrió, el apagón de abril de 2015 tuvo otros efectos, cuyo desentrañamiento se hace de

especial interés para lo que acá intento argumentar. Lo que debió ser un problema técnico,

pronto se transformó en un asunto político: la falla en el sistema de distribución de electricidad

hizo emerger malestares previos que fueron direccionados como un problema de

inteligibilidad y falta de raciocinio público. El segundo día del apagón empezaron a circular

una serie de rumores que indicaban que los integrantes del Comité de Desarrollo Campesino

del Altiplano (CODECA), una organización campesina que demanda la nacionalización del

negocio de la electricidad, habían atentado contra el tendido eléctrico.

CODECA promueve “la organización comunitaria” en oposición a lo que denominan

“abusos” de ENERGUATE, el consorcio privado que distribuye la electricidad. La

organización surgió en la zona de plantaciones cañeras en la boca costa del Pacífico a

principios de la década de 1990. En el norte de Alta Verapaz ha estado presente desde hace

una década. En 2015, en Fray Bartolomé, treinta y dos aldeas eran afiliadas suyas. La

situación en los municipios vecinos es similar. La mayoría de los afiliados en la zona, son

q’eqchi’es y muchos se integran a la organización más por pragmática económica que por

coincidencia con la causa estatizadora. ENERGUATE por su parte, se queja de que los

afiliados de la organización se niegan a pagar el servicio, de que hacen conexiones ilegales y

de que impiden que los técnicos de la empresa ingresen a las aldeas. La empresa

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constantemente presiona al gobierno nacional para que judicialice la situación alegando que

las conexiones ilegales y la suspensión de los pagos son causas de pérdidas económicas, y, que

las prohibiciones para que los técnicos visiten las comunidades imposibilitan mantener

funcionando adecuadamente la red. Otro apunte que en este contexto importa es que

CODECA es una organización cercana a URNG, el partido político formado de las ex

guerrillas. En muchas localidades, y así sucede en Fray Bartolomé, los dirigentes locales del

partido son también los de la organización. El segundo día del apagón, un vocero de

ENERGUATE informó, mediante una conferencia de prensa que fue transmitida a través de

páginas de Facebook, que el apagón se debía a que “personas que promueven las conexiones

directas” habían manipulado el tendido eléctrico. Además, anticipó que hacer las reparaciones

tomarían más tiempo del esperado debido al

clima de ingobernabilidad y falta de condiciones de seguridad para el trabajo de nuestros

brigadistas. [...] Los brigadistas de ENERGUATE intentaron hacer la restitución, no

obstante, fueron conminados por un grupo de personas a no realizar los trabajos. [...] No

obstante, ayer por la tarde tuvimos conocimiento de que habían hecho una manipulación.

El circuito Chisec había sido conectado de forma directa y anómala al circuito que va

para Raxuhá, Fray y Chahal, [...] un elemento importante es que esta manipulación que

promueven la conexión directa tiene sin energía eléctrica al hospital nacional de Fray

Bartolomé de las Casas, lo cual es un atentado para la seguridad y la salud de los vecinos

de la Franja Trasversal del Norte [...] la falta de electricidad también conlleva que no

funcionen las bombas de agua tampoco. [...] Las antenas telefónicas, por lo cual las

afectaciones son enormes para las actividades diarias[...] nosotros estamos a la espera

de que las autoridades[...] empiecen la creación de condiciones mínimas para el

desarrollo de nuestras actividades.

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Para muchos, en Fray Bartolomé, las declaraciones del vocero de ENERGUATE

confirmaron los rumores que circulaban en el pueblo. La noticia de la suspensión indefinida

del servicio aumentó el descontento. Aunque el representante de la empresa no mencionó a

CODECA, en este contexto, la expresión “personas que promueven las conexiones directas”

apuntaba hacia la organización campesina. Las declaraciones del vocero inhibieron la

circulación de rumores. Pero ya éstos habían allanado el camino para que el público

constituido en tomo a la noción de “afectados” constmyera una versión oficial de lo sucedido.

A partir de ese momento, el apagón fue tratado como un asunto de dos dimensiones: un

problema técnico (falta de electricidad); y, un problema político (la racionalidad de los

afiliados de CODECA). Conforme el tiempo trascurrió y la afectación se hacía mas sentida, la

dimensión política fue adquiriendo mayor importancia narrativa. Los públicos, escribe Michel

Warner (2012: 103) se auto comprenden empleando géneros específicos, “el argumento y la

polémica como géneros manifiestamente dialógicos” poseen un papel privilegiado en esta

tarea. La afirmación de que los responsables de la falla del servicio eran aquellos “que

promueven las conexiones directas” amplió el espectro del público de la “afectación”, cuyas

razones para intervenir discursivamente no devinieron del malestar respecto al mal estado de

la red de distribución eléctrica, sino de la manipulación efectuada por CODECA. El discurso

de la afectación habilitó al público, su temporalidad fue la del apagón, y su circunscripción

imaginaria alcanzó el espacio social que corresponde a la FTN.

El acotamiento de la discusión, que había iniciado con las causas de la falla, se fue

estrechando en la medida en que los argumentos políticos superaban el interés por el

componente técnico. La dimensión política de la discusión, que apuntaba a CODECA, se

amoldó al patrón de la oposición familiaridad-extrañeza. Así, “nosotros” [afectados] fue

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contrapuesto a “ellos” CODECA [causantes del apagón], y en la retroalimentación de los

argumentos, la extrañeza derivó entre ignorancia, manipulación, asincronicidad y violencia en

potencia. En sintesis, la membrecia del público se ancló a la noción de afectación y al

sentimiento de animadversión previa hacia CODECA. La ubicación de los actores del drama

fue resultado de la condensación de las sensibilidades históricas que contribuyeron a moldear

la situación. Quizá, en otras circunstancias, la noción de “afectación” pudo haber servido de

aglutinador, pero, también es posible que la critica se dirigiera a la empresa distribuidora. Que

esta vez fuera dirigido hacia CODECA, sólo se explica si se considera el sentimiento de

animadversión previamente existente. Fue este sentimiento el que posibilitó que un problema

técnico se trasformara en una cuestión política de diferencia de raciocinio. Podemos asumir la

historicidad de los públicos en dos sentidos: como condensación que orienta sensibilidades; y

como tema o contenido de las discusiones interiores. En este caso, ambas posibilidades se

hicieron presentes. En la primera acepción, las valoraciones sobre la trayectoria de CODECA,

especialmente como una organización que protagoniza protestas y que altera la rutina,

potenciaron su asociación con la afectación; y, en segundo término, la historia entendida como

modalidad temporal alusiva al pasado se hizo parte de la discusión, concretamente, ideando un

tiempo en el que agentes como CODECA no tuvieron chances de arraigarse en el paisaje

social regional.

El trabajo del humor

El apagón actualizó el sentimiento de animadversión previamente existente. El humor fue,

sino el primero, uno de los modos más socorridos para hacerlo. Días después, cuando el

servicio había sido restablecido, ElPortaldeFray, una página de Facebook que publica noticias

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de interés local, presentó una selección de memes que tituló: “memes que circulan en redes

sociales por falta de energía eléctrica”. Los memes, de autoría desconocida, habían estado

circulado en páginas personales durante los días anteriores, elaboraban el apagón como una

situación cómica. Mi conocimiento de los memes ocurrió durante el apagón. Varios

interlocutores jóvenes me habían mostrado algunos en sus teléfonos celulares. Luego de que la

colección fuera publicada, el administrador de ElPortaldeFray me dijo que los había reunido

porque le parecían divertidos y porque habían sido bien recibidos por los usuarios de

Facebook. ElPortaldeFray, y otros sitios de Facebook, posibilita que un rango amplio de temas

sea presentado y discutido a través de internet, con la intimidad localista que define a los

sitios. Los foros de comentarios son especialmente ricos en opiniones. Igualmente, los bucles

que retroalimentan las discusiones permiten aproximarse a las diversas perspectivas que son

expuestas por los usuarios. La recurrencia con que internet es utilizado no es exclusiva de esta

localidad. En los últimos años, en las áreas rurales el uso de internet se ha expandido con

rapidez, especialmente entre la población joven de las cabeceras de los municipios. Con ello,

están surgiendo de páginas de Facebook, y de otras redes sociales, identidades con la localidad

que ponen en circulación al considerarse de interés para audiencias locales. En Fray

Bartolomé, la mayoría de los usuarios acceden a la red a través de teléfonos “inteligentes”.

Una razón para poseer uno de estos aparatos es la posibilidad de entrar a internet; y, la

motivación principal para usar internet es participar en redes sociales (Facebook, Twitter y

otras). Para efectos de la exposición, entenderé a internet como una esfera de participación

política, con posibilidades diferenciadas para grupos desigualmente posicionados en el espacio

social.

Las “redes sociales” son populares debido a que aceleran la circulación de las noticias y

ponen en circulación información que no es considerada en los diarios impresos, todos

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provenientes de la capital. Además, los foros de discusión permiten tratar las noticias con

intimidad localista y regional, ayudando a la estandarización de opiniones. Además, debido a

que son alimentados con información proporcionada por personas particulares, usualmente

seguidores del sitio, estos sitios refuerzan la idea de que lo que ahi se trata es asunto de la

localidad o de la región, según sea el caso, y que así debe ser abordado. Quizá, internet no sólo

permite la comunicación con el exterior, también contribuye a reforzar lógicas localistas y de

región previas. Es posible que los sitios de internet, vinculados con localidades o regiones,

también estén generando imaginarios de nación de manera similar a como históricamente lo

han hecho los periódicos impresos. Uno de los propósitos para considerar la circulación de

discursos públicos a través de internet es explorar cómo este está redefmiendo los términos y

lenguajes a través de los cuales la violencia es tratada en contextos rurales. Una ventaja de

asociar el trabajo del humor con las noticias es que la politicidad del humor se refúerza. Como

Anna Lowenhaupt Tsing (2003) argumenta, la noticia se produce, circula y es consumida, más

la producción y la interpretación están atravesadas por líneas de diferenciación social de

distinto tipo. El consumidor de noticias es un sujeto político particular. Y en el acto de

consumir noticias éste se hace parte de un público, su posición y el discurso adquirirán desde

ahí una dimensión dialógica. Ser miembro de un público, como Warner (2012: 10) escribe, es

ser un tipo de persona, es habitar el mundo de determinada manera, tener a disposición ciertos

medios que permitan intervenir con los lenguajes que el público habla, y estar motivado por un

horizonte de normas.

En esta sección destaco el trabajo de inteligibilidad que el humor realizó para explicar el

apagón. Más que tratar el apagón como un problema técnico, el humor sirvió para elaborar y

reelaborar extrañamientos basados en estereotipos previamente existentes. De la discusión

sobre los motivos de CODECA para averiar el sistema eléctrico emergió una distinción que

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situaba a q’eqchi’es, campesinos y a los habitantes de las aldeas como sujetos carentes del

raciocinio necesario para la participación política individual e informada que, en apariencia,

estructuraban al público de la afectación. El público de la afectación se erigió en oposición a

los supuestos perpetradores del sabotaje. Como es usual en públicos con aspiraciones liberales,

la posibilidad de ser parte de éste fue consustancial al deseo de distinguirse de la

“muchedumbre” (Cody, 2001; Mazzarella, 2010) que actúa siguiendo ímpetus iracundos. Los

memes ubicaron la razón de CODECA en una posición que fluctuaba entre la ingenuidad, la

sinrazón y el absurdo. Vistos así, los memes apelan a un tipo de humor que busca restablecer

el orden, alineando a los “usuarios” con los intereses de la empresa. En este sentido, antes que

apoyar el disenso, como suele ser la tendencia interpretativa más común (Douglas, 1968;

Limón, 1989), el chiste contenido en el meme aspiró a ser correctivo de la desviación

introducida por la intervención de CODECA. Es decir, se trata de chistes que apoyan el orden

dominante.

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ASI kI s OS DE FRAY-

DECIMEKESESIENnÑOTENER LUZ POR LOS CEROnS DE CODECA???

Con el propósito de definir el tipo de signo que el meme constituye, adoptaré el término

“pictografía” utilizado por Achile Mbembe (2001: 142) en su estudio de la caricatura política

camerunesa. Las pictografías conjugan signos gráficos (imágenes) y signos lingüísticos

(palabras). Según Mbembe, las pictografías pertenecen tanto al campo de la visión como al del

habla, que expresan modos de narrar y representar, pero también, estrategias de persuasión e

incluso de violencia. El trabajo persuasivo queda a cargo del mensaje que el humor elabora.

Los memes son unidades de comunicación mínimas que juegan con las técnicas propias del

chiste (condensación, desplazamiento, unificación), que se orientan hacia la generación de

placer elaborando situaciones humorísticas, al mismo tiempo, transmiten mensajes (intentos de

persuasión) proporcionando una visión de lo ocurrido y fijando posturas políticas. Similar a la

caricatura clásica, ellos fusionan palabras e imágenes: son pictogramas; son en sí mismos

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“figuras de habla” (Mbembe, 2001), así pues, el efecto político producido proviene de esta

conjunción de signos. Puesto que estoy utilizando los términos chiste, humor y comicidad,

vale la pena explicitar qué entiendo por cada uno. Sigmund Freud, quizá el referente primario

para el estudio del humor, establece distinciones entre estas categorías. Atenderlas es útil para

ubicar al chiste en relación con la “estructura social” (Douglas, 1968: 366). El chiste es un

trabajo con palabras que alguien hace para desatar la risa propia mediante la provocación de la

risa ajena. El chiste es para quien lo idea y para aquel que lo encuentra placentero. Sus

cualidades están circunscritas al ámbito de su circulación en relación con el tipo de

implicación que los participantes tienen en la situación en la que éste es producido. La

comicidad en cambio suele apreciarse accidental para el observador, o bien no la busca o no

participa de su elaboración. Por derivación, un chiste puede ser una situación cómica para

quien lo escucha, digamos para un tercero que, sin pertenecer al contexto de la broma, lo

encuentra risible, aunque quizá por motivos distintos a los que su creador imaginó. El humor

corresponde a modalidades de goce que reelaboran circunstancias percibidas desfavorables

transformándolas en factor de risa. Para ejemplificar, alguien que no vive en Fray Bartolomé,

que no experimentó el apagón, y, más importante aún, que no se identifica con la categoría de

“afectados”, difícilmente encontrará risibles los chistes sobre el apagón. Sin embargo, puede

suceder que la disposición del pictograma u otro elemento atraiga su atención y le haga reír. Si

así sucede, el sujeto se enfrenta a una situación cómica.

Tendencia

Para comprender de mejor manera el trabajo político que el chiste realiza conviene

establecer algunas distinciones básicas. Sigmund Freud (2004a) divide a los chistes en dos

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categorías: ingenioso y tendenciosos. La distinción hecha por este autor se basa en el factor

que detona la risa y la técnica a partir de la cual éste está hecho. Para Freud la risa del chiste

ingenuo es detonada por la apreciación de la técnica narrativa. El chiste tendencioso, por su

parte, hace reír porque transmite un mensaje político que el oyente aprecia risible. Los chistes

tendenciosos pueden tomar varías direcciones: la agresión o la sátira, y la defensa; o el

desnudamiento. Siguiendo criterios parecidos a los de Freud, Mary Douglas (1968: 367)

presenta una distinción similar. Ella propone que los chistes pueden ser estandarizados o

espontáneos. El chiste espontáneo de Douglas se asemeja al chiste tendencioso de Freud. Para

esta autora, el chiste espontaneo sólo puede existir “en la estructura social”. En ambos casos se

trata de un chiste que emerge en una situación en la que es significado y a que a la vez ayuda a

significar. Como Bergson (1984) escribe, el humor es expresión social que afirma principios y

valores morales. Tras de sí, el chiste dibuja el mapa moral que hace posible su existencia. Si

en el chiste ingenuo la risa es detonada por la composición gramatical de la expresión, la

risibilidad del chiste tendencioso depende del mensaje que transmite. Es este segundo tipo de

chiste el que aspiran a realizar el trabajo de persuasión al que Mbembe hace referencia. Por lo

tanto, el chiste al que pondré atención es aquel que, emergiendo en la situación del apagón,

transmitió un mensaje sobre dicha situación. Esta distinción sirve para enfatizar las cualidades

persuasivas del chiste, es decir, su carácter tendencioso. De modo que, todo chiste tendencioso

está dirigido a un público en una situación específica, de ahí que sus cualidades placenteras

supongan cierto grado de complicidad entre creador y audiencia. Pero este tipo de chiste

implica también la existencia de un alter público que es excluido del placer del chiste. Leído

así, el chiste tendencioso es necesariamente relacional, y como tal, está también en una

situación (Douglas, 1968). Y aunque el chiste tendencioso es reproducible, no puede repetirse,

a menos que la situación se presente de nuevo con las mismas cualidades, pero eso casi nunca

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sucede. Si bien, en Fray Bartolomé los apagones eléctricos son recurrentes, los chistes del

apagón de abril de 2015 que ElPortaldeFray recopiló son irrepetibles, pues sus sentidos

emergieron en y de esa situación particular.

Idealmente el chiste tendencioso involucra a tres personas, sea éstas en singular o en

plural: quien hace el chiste; quien es tomado como objeto de la broma; y alguien más, que lo

recibe, y que lo encuentre placentero. Sin embargo, como Freud afirma, el proceso psíquico

del chiste tendencioso opera entre la primera y la segunda persona, que es plural, entre quien

lo crea y quien lo recibe. La persona objeto de la composición queda excluida del placer de la

risa, para ella, la broma puede resultar ofensiva. Como Bergson (1984) advierte, para ella el

chiste toma la forma de un insulto, un desagrado o una ofensa. En esta instancia, el chiste crea

su propia audiencia. De lo que se trata es de hacer reír a costa de un tercero en una situación

particular, que, en este caso, se juzgó adversa. El chiste presenta la situación de tal manera que

la situación se toma motivo de risa. Los chistes sobre el apagón intentaban aliviar la tensión

que la falta de electricidad imponía a la mtina. Siguiendo esta óptica analítica ¿cómo

interpretar los chistes del apagón?, ¿qué mensajes transmiten?, y, ¿a quiénes estaban

dirigidos?

Meme I

ASIKE SOS DE FRAY...

DECIME QUE SE SIENTE NO TENER LUZ POR LOS CEROTES DE CODECA???

Cerote es una expresión idiomática que compara a quien se le propicia con heces fecales.

La expresión tiene tantos usos que es difícil fijar sólo un significado. Procediendo de un

entorno de intimidad, camaradería o relativa horizontalidad entre los hablantes, usualmente

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entre hombres jóvenes, la expresión es escasamente hostil^. Mas puede ser sustitución o

complemento que adjetiva a la segunda persona advirtiendo leve protesta, pidiendo atención,

refrendando, etc.: ¡eh vos, cerote! En entornos rurales, como Fray Bartolomé, el uso de

palabras de este tipo se circunscribe a ámbitos masculinos. Pero éste no es el caso con

“cerotes” en los memes. En su maleabilidad es factible captar que la expresión se usa con otro

sentido. El articulo “los” que fija distancia advierte hostilidad. “LOS CEROTES DE

CODECA”: ellos, ‘no nosotros. Ni somos los mismos, ni los apoyamos. Entre ellos y nosotros

existen separaciones. Dicho en los sentidos del nosotros enunciante, vamos por distintas

sendas: ellos estropearon la luz y nosotros padecimos el apagón. El humor descarga la

frustración causada por la constatación de la diferencia.

Meme II

“Alguien que apoya a los codeca por acá?

No! No! No! No!

De los memes expuestos, el II es el que fija con mayor contundencia las posiciones y

funciones delineadas. Acá, el sujeto de la pregunta es concordante con el “SOS” del anterior.

Si en el primero la cuestión queda abierta, es decir, si la reacción del público no aparece, en

éste el “No” repica, mientras la obscuridad no permite ver más que los ojos extrañados de los

“afectados”. SOS contrapuesto a “LOS CEROTES” no sólo funciona dividiendo en dos a los

implicados en el apagón: “afectados”, alineado con “ser del pueblo”, versus CODECA,

causantes de la afectación. Sino que también establece funciones diferentes para unos y otros.

La forma verbal SOS (primera persona del verbo ser) alinea a los afectados con “ser de Fray”.

® Existe aquí una pista para sospechar que los creadores de los memes fueron personas jóvenes.

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Siendo “de Fray” un nosotros articulado por la experiencia común del apagón, “LOS

CEROTES DE CODECA” no sólo son excluidos de la posibilidad de integrar el nosotros

fraybartolomence enjuego, sino que también, son erigidos en la fuente de la hostilidad que los

primeros pudieran sentir. Siendo de Fray, uno respondería “no” cuando alguien pregunte si

apoya a CODECA. Para los creadores del meme, los “CEROTES de CODECA” quedaron

fuera de la posibilidad de disfrutar del chiste, pues éste estaba reservado para quienes entraron

en el “SOS [ser] de Fray”.

Meme III

“Y para qué quiero comprar tantas velas

Las voy a revender en Fray”

La escena, que toma lugar en otro sitio, es decir, fuera de Fray Bartolomé, reproduce el

diálogo entre un comerciante y una mujer interesada en comprar velas. La mujer desea sacar

ventaja comercial del apagón llevando velas al pueblo. El comerciante, por su parte,

desconoce que en Fray Bartolomé hubo un apagón o es incapaz de establecer la conexión entre

la falta de electricidad y la inusual cantidad de velas que la mujer compró. Por eso hace la

pregunta. Este meme es el único que no incluye referencias directas a CODECA, aunque sí

deja abierta la posibilidad de imaginar a los “afectados”, poniéndolos en una posición frágil

respecto a espectadores externos, quienes pudieron encontrar cómica la situación del pueblo y

de los “afectados”. La posibilidad de que otros se rían de “nosotros”, me refiero al nosotros

fraybartolomence, reintroduce a la organización en el discurso público local del apagón. Así,

el meme termina ideando un nosotros fraybartolomence hacia fuera, que aparta a CODECA.

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La posibilidad de que otros se rían de los fraybartolomences, de los defectos que CODECA les

produjo, no excluye que ellos puedan reirse de sí mismos.

Meme IV

“Cerveza FRIA A PESAR DE LOS de codeca”

Se trata de una fotografía intervenida en la que la última línea del texto original fue

borrada y reescrita con la palabra “codeca”. La fotografía no corresponde al pueblo. El

mensaje de la imagen comunica, junto con el meme anterior, afumando el ingenio de quienes

consiguieron sacar ventaja comercial del apagón: vender velas y ofrecer cervezas frías cuando

no había electricidad. Ambas son ficticias pero la representación quiere, por esta vía, de

nuevo, hacer risible a los usuarios del servicio. Si existe un atisbo de subversión en este chiste,

tal cosa ésta en la celebración del espíritu emprendedor de los comerciantes locales que se las

ingeniaron para innovar y sacar ventaja comercial del apagón. ENERGUATE se quedaría de

brazos cruzados hasta que el gobierno le proporcionara “condiciones de seguridad para el

trabajo de [...] [sus] brigadistas”, como dijo el vocero, los fraybartolomences en cambio,

fueron capaces de sobrellevar la situación y aún más, de sacar ventaja de las nuevas

oportunidades de negocios. En la ilación de secuencias alusivas, el mensaje llegaría al

gobierno: vean, somos capaces de sobreponernos. Quizá, y aunque diluida, haya aquí una leve

evocación al espíritu pionero que cunde en la retórica histórica local. De ser así, se trataría de

una suerte de contra discurso al interior del discurso, que sin anularlo busca nuevas sendas de

significación. Los memes se hicieron conocidos sólo cuando circularon. Aunque se

desconozca la identidad de quién o quiénes los elaboraron, sabemos a quién y contra quién

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fueron dirigidos. El chiste que contienen es tanto sobre los usuarios de la electricidad como

sobre CODECA. Primero, proyectan a su público poniendo enjuego el estado de afectación en

el que los usuarios nos encontrábamos. El efecto risible estaba dirigido a la relajación de la

situación para que fuera llevadera. Si uno se sentía afectado por el apagón, podia reir, y al

hacerlo, constatar que la risa propia era también “la de otros” (Bergson, 1984) que

experimentaban la situación de manera similar a como uno la experimentaba. El placer de reir,

propuesto como reemplazo del sufrimiento, devino en patrimonio del público. El goce circuló

y lo hizo constatando la afectación y caricaturizando las razones del otro, la segunda persona

implicada en el chiste. La risa fue entonces, de sí mismo y sobre el otro. Esta segunda risa o

risa de segunda instancia insultó al otro, a aquel que se responsabilizó de la “afectación”. La

tendencia hostil del chiste fue dirigida sobre el plural contenido en “ellos”, “los CODECAS”.

De esta forma, subyacente a la risa vinieron los mensajes respecto a las posiciones y las

lógicas de raciocinio de los implicados.

Los chistes sobre el apagón establecen un juego de significados doble. Después del

efecto risible, asumido acá como distención del sufrimiento causado por la falla técnica, mutan

hacia otro tipo de inteligibilidad que es más de orden político. Entonces, reproducen las

posiciones performativamente: quién hizo qué, y cuáles fueron las consecuencias, para unos y

otros. La pedagogía política de la situación afirmaba el trabajo que antes hicieron los rumores

y la conferencia de prensa: el apagón era consecuencia del sabotaje realizado por militantes de

CODECA. Si prestamos atención al texto observamos, además, que los mensajes tomaron

forma de diálogos interrogativos. Las interacciones eran entre miembros de la comunidad o

involucraban a un local en relación con un foráneo. Las interrogantes estaban dirigidas a los

“afectados”. Quien hipotéticamente respondería lo haría desde este sentir, y como el público

había sido alineado con esta posición, la respuesta seria la de todos. El diálogo en forma de

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interrogación cumplió la función de retener la atención del oyente planteando una tarea para

resolver: “¿qué se siente no tener luz por culpa de los cerotes [insulto] de codeca?”, “¿alguien

que apoye a los de codeca por acá?”.

En este intersticio de dialogicidad ideada surgieron rutas para la emisión de juicios.

Encontramos ahi uno de los aspectos más productivos de la tendencia del chiste. En este

punto, el humorismo se ancla y hace eco de la situación que busca significar. Ahi están, o

estuvieron, sus sentidos intimos. Detengámonos en los atributos asignados al otro y la

racionalidad presumida que motivó la acción de presumido sabotaje valiéndonos de la

tendencia hostil del chiste. Si bien, la proyección del público es fácilmente comprensible,

prestemos atención a la construcción de la tercera persona de la enunciación, es decir, los

responsabilizados del apagón. Que las palabras para el otro sean insultos da la pauta para

destacar la tendencia por sobre la técnica. En ella está la intimidad de su creación, de sus

significados implícitos y de sus sentidos, pero también la tendencia obra ahí sobre el contexto,

de la misma forma en la que estos le dan sentido. Es en este punto cuando los memes nos

acercan a las maneras en que durante el apagón se inteligió al otro, no sólo como

racionalmente distinto, sino también, como moralmente devaluable.

Lógicas de la sinrazón y del absurdo

Los chistes son contundentes fijando la responsabilidad en CODECA como artífice del apagón

eléctrico. Lo son también en su aspiración de antipatía generalizada contra la organización. Lo

que no hacen, ni siquiera se lo proponen, es explicar por qué CODECA averió el tendido

eléctrico, de eso ni una palabra. El apagón alteró la rutina, esa que el vocero de ENERGUATE

conceptuó como actividades diarias que depende de la electricidad. Dije antes que el servicio

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de la electricidad falla constantemente, situación que también motiva chistes, aunque no en la

intensidad y no con los sentidos de esta vez. La mayoría de las veces los apagones son

explicados como fallas técnicas, en estos casos, las críticas de los usuarios se dirigen hacia la

empresa. En cambio, con el apagón de abril de 2015, la falla técnica se hizo secundaria. Esta

vez, en el ambiente se apreciaba cierta perplejidad alimentada por la idea de que la avería al

sistema eléctrico obedecía a comportamientos irracionales. Si estas personas podían actuar así

¿qué más nos espera, “a nosotros” que sí comprendemos las razones utilitarias de la

electricidad?

El apagón pudo ser presentado como situación cómica porque representó a los usuarios,

con aspiración de abarcar un “nosotros fraybartolomence”, en la posición de la víctima tomada

por sorpresa. El público no esperaba que CODECA poseyera la capacidad para alterar la rutina

de esa manera. En otros momentos, muchos de mis interlocutores subestimaron las razones

políticas de la organización calificándolas de ingenuas, irrisorias e incluso promovidas por

agentes externos que sólo buscaban beneficios personales. Pero cuando la mayoría de los

“afectados” se convenció de que el apagón había sido causado por la organización, sus

opiniones cambiaron. De esta manera, el apagón materializó lo inverosímil: CODECA no sólo

podía plantear demandas políticas, también era capaz de afectar la rutina. En esta trama

CODECA terminó pareciéndose al personaje de rango social bajo, prototípico del subgénero

de la novela picaresca, que sorpresivamente saca ventaja de los poderosos tomándolos

desprevenidos. El componente humorístico del subgénero novelístico dicho es aportado por la

ingenuidad del picaro que altera la rutina y por la ingenuidad con la que pretende cambiar las

relaciones de poder. Pero, como también ocurre en la novela, la sorpresa dura poco y el picaro

es devuelto a la posición subordinada que intentó modificar. Así ocurrió con CODECA. Su

intervención estuvo revestida de ingenuidad y sorpresa. La ingenuidad posee su correlato en la

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ignorancia. La ignorancia es un motivo frecuente de comicidad que toma lugar en contextos y

situaciones en extremo diversas y cotidianas. En Guatemala, hacer al otro ingenuo es un modo

de reproducir la ventaja propia como certeza preexistente. Usualmente, las desigualdades

materiales son explicadas con estos términos. El mejor ejemplo de esto son chistes sobre

“inditos”, cuya comicidad radica en la ignorancia y la infantilización del personaje, a quien el

creador le otorga una pizca de tibia picardia. Chistes de este tipo son placenteros porque

enmascaran las desigualdades que mantienen al “indito” subordinado. El humorismo fincado

en la ingenuidad de CODECA fue sólo el principio. El desagrado por la falta de electricidad se

aprecia de mejor manera en el foro de comentarios de ElPortaldeFray, el sitio que publicó “la

colección de memes”. Que algo sea ingenuo no supone que también sea inofensivo. Si algo

muestra el tratamiento humorístico del apagón es que puede ser lo contrario. Al tratar los

mismos asuntos con otro género, el humor suspende momentáneamente la formalidad del

drama mediante el recurso de la risa. La traslación produce el chiste como una suerte de juego

comunicativo. Pero el chiste tendencioso confronta a su audiencia haciéndola que reflexione, y

en una situación adversa como esta, en la que la repetición actualizó el drama, el público

acabó confirmando la distorsión: el apagón apareció fuera de lugar. Dicho en términos

bergsonianos, el protagonismo asignado a CODECA terminó distorsionando la rutina;

entonces todos fuimos risibles.

El apagón, como defecto político, hizo que no sólo aquellos que usualmente son objeto

de risa, lo fueran. El cuadro más bien se asemejó una concatenación de defectos con el

potencial de desatar risas en todas las direcciones. El “nosotros”, contenido en la noción

“afectados”, fue un efecto del defecto. Pero el “nosotros”, enunciado desde la oposición a

CODECA, no estuvo dispuesto a convertirse en un defecto. En ese momento, los chistes

establecieron un punto de quiebre en el que lo estereotipadamente ingenuo se tornó

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amenazante. En este punto, CODECA fue aproximado a la idea de la turba. Así, la picardía

que en otro contexto hubiera sido solamente risible mutó para convertirse en amenaza. El

desplazamiento perceptivo tomó lugar, seguido de la constatación de que las pretensiones

políticas del otro y sus modos de actuar contravinieron el “interés común”, esta vez

representado por la electricidad. Antes, y en el transcurso el trabajo de separación, cristalizó la

diferencia de razón, que luego fue utilizada para explicar los motivos que tuvo CODECA para

atrofiar el tendido eléctrico. La diferencia hizo de la razón del otro una razón deformada.

Acudiendo a la hostilidad, un recurso fácilmente agitable en contextos de crisis, los

comentaristas del muro de ElPortaldeFray.com ubicaron a CODECA en una posición de

contrasentidos respecto a la lógica común de los usuarios: ellos y nosotros emergieron como

criterios de distinción que separaban racionalidades, unas utilitarias y otras destructivas.

La asignación del papel de detonador del drama a CODECA hizo conciencia de que la

organización tiene pretensiones políticas, y que emplea sus propios medios para hacerlos

efectivos aun cuando los chistes no dicen nada respecto a las razones de la organización para

atrofiar el sistema eléctrico. Si bien los memes no anticiparon las razones que tuvo CODECA

para atrofiar el sistema eléctrico, sí explicaron la reacción del público: nadie apoya a la

organización (“¿a caso alguien los apoya? No”). La sentencia ubicó a CODECA fuera de las

simpatías del público. “No” es contundente, es el espaldarazo que los afectados devolvieron a

la organización: lo que son y lo que hacen no es del agrado de los fraybartolomences. El

mensaje enviado condensa las apreciaciones que el público” tuvo de las pretensiones políticas

de CODECA. Desear la estatización del negocio de la electricidad puede parecer una

declaración noble, que CODECA lo exija puede parecer absurdo, debido a que rutinariamente

es percibido como carente de la razón necesaria para hacer planteamientos de afectación

común como este. El absurdo puede devenir en sinsentido, sobre todo cuando aquello que lo

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detona pone en juego modalidades divergentes de concebir los bienes comunes. En este caso,

ciertos principios de bien común tenidos como normas compartidas dejan de operar.

Catherine Alexander (2009) recomienda tratar el absurdo con cautela. Según escribe,

éste es parte integral de la existencia humana, por lo tanto, es más rutinario que esporádico.

Para la autora, esta categoría arroja luces sobre las maneras en que las personas confrontamos

la erosión de estándares morales en épocas caóticas. Para entenderlo conviene situarlo entre

los recursos de clasificación que las personas utilizamos para conocer episodios que escapan a

nuestro control. O bien, para inteligir comportamientos ajenos que riñen con los modos

habituales de razonamiento, digamos, cuando algo o alguien aparece fuera de lugar o modifica

su comportamiento inadvertidamente. Catherine Alexander analiza las maneras en que

habitantes de Almaty, una ciudad kazaja, experimentaron la privatización masiva de los bienes

públicos durante la era postsoviética. Según afirma, la privatización fue apreciada como

absurda debido a que reñía con la ética colectivista del periodo anterior. El resultado fue una

crisis de reconocimiento, tanto de objetos, de personas, como de las relaciones entre ellos y los

valores asignados a unos y otros. Si la privatización representó una situación crítica fúe porque

atrofió las posibilidades de reconocimiento y la capacidad de discriminación de los estándares

de valoración introducidos por el capitalismo. Conceptuado como modo de tratamiento, el

absurdo devino en la vía para hablar de la razón poniendo en juego su contracara. En la

Almaty postsoviética, el o lo absurdo abordó el problema de la razón a través de su opacidad.

Los procedimientos de asignación de valor del periodo socialista se hicieron obsoletos, para

muchos, el universo social se volvió intratable. El lenguaje simplemente se deslizó sobre la

superficie de los objetos y el mundo aparentó ser una ilusión artificial, arbitraría y carente de

lógica. Cuando la razón es insuficiente como modelo explicativo, escribe Alexander (2009:

49), los modos y géneros del absurdo refuerzan las explicaciones basadas en mitos, alegorías.

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magia, sueños y otros fundados en la intuición de lo que no puede ser razonado. No extrañe

entonces por qué, en escenarios de estas cualidades, los rumores y otras teorías circulen

canalizando las explicaciones basadas en hipótesis y sospechas. El desafío analítico del

absurdo radica en encontrar aquello que se conjuga para dar sentido a la aparente negación de

la razón, aquello a lo que las personas acuden para suplir los vacíos de significación dejados

por el encuentro con la crisis. Que CODECA causó el apagón sólo fue un rumor que el vocero

de ENERGUATE aprovechó, pero su fuerza fue suficiente para darle forma al público de la

afectación, que convirtió el apagón en una falla política. Ciertamente, el apagón hizo que los

deseos de CODECA fueran apreciados como absurdos, pero lo hizo rearticulando otras lógicas

de razonamiento. La posibilidad de que la organización tomara la iniciativa y modificara los

marcos de interacción en tomo a un bien común desconcertó a muchos. De ser una falla

técnica, el apagón pasó a ser una falla política. El desplazamiento semántico abrió la

posibilidad para que la organización y el público fueran apreciados habitando una

temporalidad desfasada. La asincronicidad salió a flote asaltando el presente del público de los

“afectados”.

Comicidad del absurdo

Entre el humorismo de los chistes y el absurdo existieron canales de transmisión de

significados. Théophile Gautier (citado por Bergson, 1984: 159), sugiere que la lógica del

absurdo puede derivar de modos de comicidad extravagante que admiten el impulso de

corrección que subyace al absurdo. La dimensión cómica que el absurdo adquiere intenta

explicar la distancia que el observador encuentra entre su yo social y el otro. Cierto es que

Bergson cita a Gautier pensando en absurdos bien determinados, que lejos de engendrar lo

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cómico devienen en ello, pero la idea de Gautier es que el absurdo materializa la posibilidad

de observar otros raciocinios a través de su comicidad. Esta idea me parece acertada como

fundamento explicativo que materializa la distancia de inteligibilidad en juego en las

valoraciones expuestas durante el apagón. El principal argumento de CODECA para “luchar”

(la expresión corresponde al lenguaje político de los dirigentes de la organización) por la

estatización del servicio eléctrico es monetaria: si el servicio fuera estatal los costos de la

factura disminuirían, la calidad del servicio mejoraría, y además, el gobierno se haría con las

ganancias que el negocio produce. La causa parece benéfica. Por simple que parezca, la

formulación de CODECA parece encamar la típica retórica de exigibilidad ciudadana frente a

los abusos del mercado. La aparente sinrazón de la organización es más racional que la

oposición de la que es objeto. Uno podría esperar que los usuarios del servicio convinieran con

ella, pero no sucede así. El público de los afectados prefirió atender otras razones. Antes que

la racionalidad económica, ellos parecieron más preocupados por los efectos políticos que el

protagonismo de la organización pudo traer. Uno de los más sensibles es la creencia de que la

organización posee una propensión casi ignota para volverse turba, algo de lo que el público

ansia distanciarse. Que CODECA sea propensa a convertirse en turba es consecuencia de las

ideas políticas de quien así la aprecia. Los críticos imaginan que los integrantes de la

organización son ingenuos, manipulables y dados a fundirse en muchedumbre. Es en este a

priori en donde el absurdo se arraiga. Es decir, en la constatación de que la razón del otro

(regularmente apreciada como sinrazón) está siendo capaz de estmcturar los marcos de

interacción. El apagón hizo que el otro emergiera exponiendo su razón que no pudo ser

interpretada del todo como sinrazón. El desfase lógico con CODECA es múltiple. Amalgama

separaciones de etnicidad, con nociones de raza, asincronicidad, incivilidad, etc., que al ser

conjuntados erigen la extrañeza en ciernes. La posibilidad del sabotaje retomó a CODECA, a

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sitios estereotipados donde es más habitual ubicarlos. Es decir, a la posibilidad de la violencia

tumultuaria. Se trata de prejuicios instalados desde antes de que el apagón ocurriera.

La estatización del servicio eléctrico no es absurda, como tampoco lo son las criticas a la

mala calidad y los altos precios del servicio, el absurdo es que CODECA, que es representada

como expresión de la sinrazón, formule demandas politicas que si se concretaran beneficiarían

no sólo a los afiliados de la organización sino a todos los usuarios del servicio, y eso incluye a

aquellos que elaboran lo absurdo. Dicho con otras palabras, a CODECA se le niega el derecho

de hablar en nombre de todos. Lógica del absurdo canalizada a través de la comicidad o humor

que materializa lo absurdo, en cualquier caso, el absurdo constata que el otro tiene

pretensiones politicas. CODECA detonó la comicidad que hizo de los usuarios un chiste

engendrado por sus propios prejuicios. El absurdo transitó al campo de la política, y de lo que

es político, de lo que es familiar y de lo que es extraño. En este encuadre, el apagón confrontó

la diferencia, como diferencia de razonamiento. Lo humorístico de los memes se nos asomó

entonces como efecto, como extensión y como legibilidad de la determinación del público

para hacer separaciones. La organización y lo que representa salió del lugar donde esperaba

encontrarla.

Retorno a la posibilidad de la violencia y la idea de la manipulación

Asi como los chistes pudieron producir encadenamientos haciendo que todos, y en muchas

direcciones, fueran objeto de risa, la posibilidad de la violencia se encadenó con la dificultosa

fijación de la organización del lado de la sin razón. La idea del sabotaje, cuya confirmación

vino en la voz del representante de ENERGUATE, devino en uno más de los indicios de que

las categorías que dan sentido a la estructura social estaban siendo propensas a desordenes. El

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efecto humorístico de la situación fue momentáneo, no pudo durar para siempre. No

podríamos permanecer indefinidamente en ese estado de camavalización: la regularidad debía

imponerse. Intervenir se hace imperativo. La violencia latente del sabotaje y la posibilidad de

que la sinrazón de CODECA fuera la razón de todos, motivaron reacciones. Y así fue, o así se

deseó. Así aclamaban las reacciones a la colección de memes y a otras publicaciones similares

del muro de ElPortaldeFray.com. Es su diversidad, que también hacía eco de la comicidad, los

comentaristas deseaban subsanar la deformación. La razón debía devolver a la sinrazón a su

sitio. “[Ellos] no entienden”, “se dejan manipulaf’, “fácilmente los engañan”, “son

haraganes”, “[son] violentos”, fueron calificativos que circularon en las reacciones del

público.

Yo no tengo negocio pero me siento triste cuando se va la luz [...] saben el domingo por

la tarde entre [a] comprarme una agua [un refresco] en una tienda de fray [...] me dieron

[una] Agua bien al tiempo [caliente] que ni el mismo diablo y sis [sus] hermanos los del

codeca lo toman. Ahora que vaya y q[ue] chinguen a su diez d[e] mayo [a su madre]

[...] jajaja que viva fray exepto [excepto] los de codeca [...]. (Comentario del usuario

Matías Ramírez).

Cuando el vocero explicó las causas del apagón, empleó el término “clima de

ingobernabilidad” para referirse a la situación. La queja de Matías Ramírez pareció dirigirse

también al clima, en específico, a las dificultades que la falta de electricidad imponía para

hacer llevadero el calor. ¿Acaso el clima cálido equivalía a “clima de ingobernabilidad”?

Clima es una palabra extraña. Sabe lumínica, tanto como el destellante sol de abril que hace

que la temperatura se eleve y los refrescos sin enfriar sean imbebibles. El estado del tiempo

también se llama clima, y el estado del tiempo era caluroso porque el clima es húmedo. Pero el

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clima de abril también se asia “ingobernable”. CODECA parece ser un problema climático,

tan incómodo como el aumento de la temperatura. El verano trae el calor, pero la organización

trae la inseguridad. “Mierda [...] Jijos [hijos] de satanas [...] que den la cara los codeca [...]”,

reacciona el usuario Edy Melendez a la conferencia de prensa del vocero de ENERGUATE.

Luego, en el mismo foro, respondiendo el comentario de otro participante, lamenta la falta de

discernimiento: “Lo que a mí me molesta es que ciertos candidatos a políticos le siguen dando

atol con el dedo a nuestros campesinos [engañando, manipulando] por medio de este disfraz

llamado CODECA”. “Nuestros” es posesivo, y el que Edy Melendez invoca parece resignado,

pues está dicho con la incomodidad que causa saber que se le escapan de las manos. Lo que a

Edy Melendez le “molesta” es trasferido hacia los políticos que “manipulan”. Los campesinos

acaban siendo sólo víctimas, sujetos sin capacidad de discernimiento. “Los candidatos” refiere

a un sujeto plural que está fuera de “nuestros campesinos”. Es posible que Edy Melendez

imagine que él sí podría hablar con ellos en condiciones de simetría, sin que “le den atol con el

dedo”, pues ambos habitan el mismo nivel del discurso. Pero los “campesinos” no sólo no

poseen los recursos lingüísticos para hacerlo, a ellos les dan “atol con el dedo”. Continuando

la retroalimentación que refuerza la idea de la manipulación, otro usuario escribe: “se dejan

manipular por unos cuando muertos de hambre [...] [que] les venden la idea de que el servicio

de energía eléctrica se va a nacionalizar [...] ¡pobres...!”. El escrutinio es de discernimiento,

de inteligencia, de entendimiento entre lo que es, lo que debe y lo que no puede ser. Lo que no

puede ser es que este sujeto implícito aspire a la política. Implícito, porque no sabemos si el

usuario se está refiriendo a CODECA o si está pensando en una categoría más amplia como

“nuestros campesinos”. Como sea, el objeto de su deseo se hace imposible, no porque sea

irreal, sino porque la manipulación anula la posibilidad de que sea genuino.

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En este punto, la inhabilitación politica no sólo es contra CODECA, sino también contra

aquellos riesgosamente manipulables. Y lo es por contravenir el discernimiento individual al

que los miembros del público aspiran: “son los q[ue] reciben bono seguro q[ue] el janano

malaxostumbro [mal acostumbró] a todo gratis” (Comentario de Néstor Rubén Rabos Tipol).

Néstor es maestro. El janano [otro insulto] es el ex presidente Alvaro Colom. “Bono Seguro”

fue un programa de transferencias condicionadas dirigido a familias pobres del área rural. De

nuevo la manipulación politica emerge como argumento que constata la falta de

discernimiento. La aparente frustración de los usuarios molestos con la suspensión del servicio

es la impotencia de quien presiente su ritmo temporal frenado por la inercia del otro con quien

comparte mundo. El otro, a quien se acusa de causar la asincronicidad, habita la intimidad de

la vecindad, también es uno, puede ser uno mismo. Más temprano que tarde se hace parte de

“nosotros”. El posesivo de Edy Melendez puede deslizarse fácilmente hacia un inclusivo. Es

decir, “nuestros” puede hacerse nosotros: nosotros los fraybartolomenses, nosotros los

guatemaltecos, nosotros rurales frente a ellos urbanos, etc.

Al público de los afectados no sólo le preocupó la falla de electricidad. El apagón hizo

que otras inquietudes salieran a flote. El raciocino del otro fue una de ellas, así lo muestran las

intervenciones en el foro de. ElPortaldeFray. La sensación de que el otro y el yo/nosotros

habitan un mismo espacio social convocó al público a intervenir. Quizá se trate de un

imperativo moral de un plural posesivo difícil de articular debido a su fragmentación. El

trabajo del humor acabó siendo la concreción de lo absurdo de las demandas de CODECA. El

humor buscaba descargar sentimientos desfavorables engendrados por la presentida situación

de afectación y desventaja, pero en el transcurrir habilitó campos de significación que

alimentaron relaciones por demás complejas. Lo que pareció humorístico no es ajeno a lo que

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otras veces puede ser simplemente amenazante. La productividad del chiste devino de la

confusión y la opacidad de las categorías sociales en juego. El encuadre y la técnica

favorecieron que la tendencia del chiste transmitiera los mensajes sobre la situación:

deformación, absurdo, sinrazón, asincronicidad, etc. La agentividad de CODECA desvaneció

sentidos sobre las jerarquias, permitiendo la coexistencia de tiempos históricos disimiles.

Asincronicidad

El discurso público de la afectación aproximó a CODECA con la imagen de la turba. La turba

puede emerger en una variedad amplia de situaciones, siendo las protestas una de las más

recurrentes. CODECA suele estar asociada con manifestaciones callejeras. Pero esta vez, la

posibilidad de leerle con este lenguaje fue habilitada por los rumores del sabotaje. En este

apartado amplío la noción de asincronicidad, como un valor que pretende menguar las razones

políticas del otro. La asincronicidad suele ser uno de los puntos de anclaje de los discursos

públicos sobre la turba. Por asincronicidad entiendo la cohabitabilidad de diferentes

historicidades (Bloch, 1977), unas imaginadas, pertenecientes al pasado cuya continuidad

interfiere con la temporalidad del presente (Fabian, 1983; Mazzarella, 2010). En este juego, el

público de la afectación se alineó con el presente, que es la temporalidad de la racionalidad

individual y el interés privado, mientras que CODECA fue fijado a formaciones

aparentemente superadas y retrógradas que, idealmente, debieron haber sido superadas por el

régimen temporal del desarrollo.

Una de esas sofocantes tardes de abril sin electricidad, visité a Jacobo Méndez. Jacobo

pertenece a una familia de colonos que migró a Sebol a principios de la década de 1960. Su

padre y él fueron empleados del INTA, después, él fue alcalde del municipio (1993-1998).

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Jacobo fue un importante aliado durante el trabajo de campo, desde nuestro primer encuentro

expresó interés en mi trabajo, que tomó como una “buena iniciativa”. Según su perspectiva, yo

estaba ahi para escribir “la historia de Fray Bartolomé”. Debido a que fue uno de mis

interlocutores más cercanos, y a su protagonismo en los procesos políticos locales, Jacobo

aparecerá con recurrencia en el texto. Jacobo me recibió con su habitual expresión: “¿y usted

qué se ha hecho, ya días no lo miraba?”, aun así, nuestro último encuentro hubiera ocurrido

sólo dos o tres días. El apagón surgió pronto entre los temas de conversación. Jacobo no dudó

en acusar al también ex alcalde, Ceferino de Paz, como el incitador de CODECA: “Eso fue

don Ceferino usted”, me dijo, intentando hacerme creer que Ceferino era el artífice intelectual

del supuesto sabotaje. Ceferino es el dirigente municipal de URNG, la ex guerrilla convertida

en partido político. Con él las conversaciones también eran extensas, empapadas de política

partidista y de historia revolucionaria, pero la organización nunca estuvo entre los temas de

plática, quizá porque los integrantes de CODECA prefieren mantener la identidad de los

dirigentes en el anonimato, según dicen, para evitar que sean enjuiciados.

Jacobo insistió en que CODECA había causado el apagón. Según dijo, campesinos de

una aldea pertenecientes a la jurisdicción de Chisec retiraron las cañas del tendido eléctrico y

luego negaron el paso a los técnicos que harían las reparaciones. Esta versión era una

adaptación que combinaba algunos de los rumores con información proveniente de la

conferencia de prensa del vocero de la empresa. Según Jacobo “el atentado” había ocurrido en

Chisec, no en Fray Bartolomé. Para él, todo se debió a que “los campesinos” estaban molestos

con el alcalde porque éste “no les entregó una ayuda” que les había prometido. En su versión,

el malestar no era contra ENERGUATE sino contra el alcalde por haber incumplido una

“ayuda” ofrecida. Como veremos luego, el habla de las ayudas y los favores condensa modos

de inteligir la política electoral en la posguerra. Algunos de los participantes en el muro de

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ElPortaldeFRay tuvieron reacciones similares a las de Jacobo. Néstor Rallos Tipol, por

ejemplo, escribió que quienes atrofiaron el sistema eléctrico eran “esos” acostumbrados “a

todo gratis”. Si según Jacobo el malestar de los campesinos era contra el alcalde ¿por qué

atrofiaron la electricidad, un negocio ajeno al municipio?

Las motivaciones de Jacobo para responsabilizar a CODECA tienen múltiples

explicaciones. Como Edy Melendez escribió, él también cree que estos sujetos son fácilmente

manipulables. En las palabras de Jacobo, la propensión a la manipulación pareció dejar a los

campesinos en un doble juego de engaños: primero, el alcalde incumplió el ofrecimiento; y

luego, Ceferino, también politico, los manipuló para que atentaran contra el tendido eléctrico.

Con esta explicación, los sentimientos de Jacobo hacia los campesinos radiaron entre la

compasión por su incapacidad para discernir el engaño y el malestar por su propensión para

participar en prácticas clientelares. Quizá él también pensaba en los campesinos como

“pobres”, y quizá también pudo haber empleado el posesivo que Edy Melendez utilizó. En la

inclinación al clientelismo, Jacobo también encontró una extensión para hablar de su malestar

respecto a las competencias electorales. Estando próxima la elección que se celebraría en

septiembre, en la que pretendía competir, su descontento con CODECA derivaba de la

sospecha de que la organización formaba parte de las bases electorales de Ceferino, a quien

identificaba como su principal competidor electoral.

Cuando conocí a Jacobo, una de mis primeras impresiones fue que se trataba de un

ferviente defensor del desarrollismo agrario y crítico de las políticas de ajuste estructural. Uno

esperaría que alguien así simpatizara con el reclamo estatizador de CODECA, pero no era así.

Cuando habló de las demandas de CODECA asumió una posición ambigua, relativizando los

beneficios de la estatización, y llegando incluso a decir que la privatización trajo beneficios.

Tomar una posición favorable al estatismo le era útil cuando hablaba del pasado, porque se

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asumía como agente del desarrollismo y defensor del patrimonio público, pero esa vez, lo que

más le importaba era mostrar que Ceferino manipulaba a CODECA. Cuando la conversación

sobre el apagón estaba encarrilada introduje un contrapunto, recordándole a Jacobo que el

servicio eléctrico suele ser irregular. Además, le dije que no era la primera ocasión que el

pueblo se queda sin electricidad, que en 1991 hubo un apagón que duró varios meses. En

aquella ocasión la guerrilla averió el generador eléctrico que surtía a la FTN. El “atentado de

1991” es uno de los hitos históricos de la presencia guerrillera en la zona, de hecho, él fue una

de las primeras personas que me narraron ese episodio. Jacobo asintió mi apunte diciendo:

“sí”, la electricidad falla regularmente, pero aquella vez “las pérdidas económicas fueron

menos porque entonces había menos comercio”. Valiéndose de su habilidad comunicativa hizo

lo que yo esperaba que hiciera: comparó los apagones: “es que mire usted, esas cosas son

planes de la guerrilla. CODECA es de la guerrilla. Aquella vez, le lanzaron una granada a los

generadores. Dos atentados hicieron; y ahora, lo que hicieron: fueron los mismos. Es lo

mismo.”

Los antiguos guerrilleros fueron sustituidos por CODECA. En este juego, Ceferino es

desplazado confusamente a través de la distancia temporal. Su figura permite la transición, o,

quizá, la continuación de la amenaza identificada. ¿Por qué Jacobo dice que los apagones son

“lo mismo”? O ¿qué significa que dos hechos ocurridos con una distancia temporal de más de

dos décadas, y en circunstancias distintas, sean “lo mismo”? Guilles Deleuze advierte que

sólo es prudente hablar de repetición cuando “nos encontramos frente a elementos idénticos

que tienen absolutamente el mismo concepto [...], no hay repetición sin repetidor, nada

repetido sin alma repetidora” (2012: 53). En las palabras de Jacobo, “lo mismo” apunta al

tiempo, mas no a que éste esté estancado, sino a la coexistencia de formas de pensar, actuar y

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ser vinculadas a distintas temporalidades. Pero el problema no es la coexistencia, sino la

posibilidad de que el tiempo que se juzga rezagado atrofie al otro, que él cree habitar y que es

el del desarrollo. La mismidad de los atentados está en sus sentidos. El de 1991 fue enmarcado

como acción de guerra, pero en el presente tales sentidos aparecen fuera del tiempo histórico.

Desde esta perspectiva, el apagón de 1991 importa sólo si es pensado como antecedente del

ocurrido en 2015. Pero Jacobo no lo piensa así, para él se trató más de una repetición. La

mismidad de los atentados es de significación. Lo que se repitió fue la sinrazón, el obtuso

impulso que frena el desarrollo, por eso tienen “el mismo concepto”. Los atentados son lo

mismo porque fueron realizados por los mismos sujetos históricos, aunque no necesariamente

las mismas personas; con los mismos propósitos, aunque en distinta localidad y a distinto

objeto; y, con los mismos procedimientos. La similitud está, entonces, en la repetitividad de

sus cualidades. Cierto que el tiempo está en cuestión, más no todo tiempo, sino el movimiento

del tiempo como progreso, como acumulación. La fuerza semántica del accionar de CODECA

atrofia el movimiento histórico del tiempo al que Jacobo fija la historicidad de Fray Bartolomé

como localidad de desarrollo. En la visión histórica de Jacobo, el tiempo es eso en lo que los

acontecimientos toman lugar. Metafóricamente, el tiempo es el aditivo en el que la historia

fluye. Lo que se mueve es la historia, pero la historicidad de CODECA lo hace a un ritmo y

dirección que contraviene los ritmos y direcciones de la historicidad de Fray Bartolomé.

¿Qué pretendía la URNG, y ahora CODECA, atrofiando el sistema eléctrico? Según

Jacobo, las acciones buscaban estropear, aquella vez al estado, y ahora a la empresa

distribuidora, inmovilizando parte de sus haberes, pero lo que consiguieren fue algo distinto:

“afectaron al pueblo”. Realizar sabotajes es una medida irracional, contraproducente y

peijudicial para el pueblo, quienes los realizan perjudica al pueblo, y, si uno es como Jacobo,

quien dice “buscar el bien para el pueblo”, la única posición posible es de rechazo a

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CODECA. ¿Qué o quién es el pueblo? ¿Dónde anida su fuerza si no en la potencia moral de

ponerlo al lado de las causas justas? Eso hace Jacobo. “El pueblo” puede tener varios

significados. Puede ser simplemente el conglomerado de los habitantes de Fray Bartolomé, o

un sector social, como una clase, generalmente la clase baja, o bien un ente abstracto

aglutinador de valores justos cuyos revestimientos autorizan moralmente a quienes lo invocan

(Eiss, 2010). Como sea, para Jacobo el pueblo desea la razón, habita en ella y realiza el bien

común. Lo que en sus palabras parece ser “el pueblo” es una homología del público de la

afectación, y es distinto a CODECA, debido a que la razón está de su lado. “El pueblo” de

Jacobo aspira a la construcción de un nosotros, cuya performatividad más clara se aprecia

cuando la categoría es contrapuesta a CODECA. Pero la oposición no consigue estabilizar las

fronteras, debido a que el contraste es, en cierta medida, contra sí mismo o contra alguien que

también reclama para sí el calificativo de ser el pueblo, pues CODECA también dice defender

al pueblo de los abusos de la empresa eléctrica. La oposición ellos-nosotros, manifestada en la

separación que Jacobo deseaba, aparece debilitada, más que entidades extrañas, Ceferino y

CODECA terminan asemejándose a un contrincante con quien se tienen elementos comunes.

En lo que sí parece exitoso Jacobo es fijando la asincronicidad de CODECA. Si las acciones

divergen de los sentidos de “el pueblo”, como por ejemplo averiar el sistema eléctrico, su

historicidad marcha en una dirección distinta a la de la realización del bien común.

Consecuentemente, quienes realizan estas acciones, sus propósitos y sus procedimientos

empleados, tampoco tienen cabida en el movimiento ascendente de la historia. Pareciera

entonces que, para Jacobo, y para individuos con opiniones similares a la suya, CODECA y

otros sujetos similares están atrofiados, no son armónicos, pues los sentidos de sus acciones no

concuerdan con las aspiraciones del pueblo. El apagón hizo emerger la ahistoricidad que debió

mantenerse subterránea, al emerger causó la impresión de estar sobreponiéndose a la razón de

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“el pueblo” y del “público”, con aspiraciones liberales habilitadas por el sentimiento de la

afectación.

Pero las categorías no son estáticas. El movimiento que torna gracioso lo feo, que hace

que los sujetos de vuelvan chistes, que convierte lo absurdo en humor, puede fluir por otras

sendas de interpretación. En escenarios como el apagón de abril de 2015, la constante parece

ser un impulso para producir separaciones y rehacer jerarquias mediante el recurso del

extrañamiento. Las posiciones asignadas orientan a los sujetos y definen funciones hacia

molduras civilizatorias disimiles. Las distinciones erigen separaciones, y éstas acaban re­

produciendo jerarquías. La producción de diferencias temporales, o la negación de

coetáneidad, intentan esconder las desigualdades sobre las que la distinción está construida. El

“alacronimso” (Fabian, 1983), entendido como el ejercicio de producir distinciones

temporales, hace a CODECA un agente de distorsión de orden civilizatorío. Aunque no es

sencillo definirlo, sí es factible sugerir que se aproxima a ese conjunto de separaciones

primarías y antiguas que, según Michael Taussig (2002), sustentan la política fundamental

para la reproducción de las relaciones de dominación. Y, como Diane M. Nelson argumenta,

frente a la irrísoríedad de lo absurdo sólo nos resta adherimos “al antiguo proyecto

antropológico de mostrar el núcleo racional de una aparente irracionalidad” (2009: 180).

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II. La imagen de “la turba”

La turba aparece en circunstancias específicas cuya conjunción posibilita la asignación de

atributos de amenaza. Tales circunstancias están mediadas por el discurso púbico, que

organiza al público que la aprecia amenazante. La idea de que “personas que promueven las

conexiones [eléctricas] ilegales” hayan realizado un sabotaje al sistema eléctrico, acercó la

posibilidad para el encuentro con una turba. En este capítulo analizo la imagen de la turba, que

emerge como categoría implícita en los discursos públicos de la desprotección en Fray

Bartolomé, para ello expongo situaciones en las que las capacidades de orientación se ven

menguadas debido a la extrañeza con la que el otro es aprehendido. La turba es una imagen,

antes que una narrativa. La imagen es aprehendida en el encuentro cara a cara con

aglomeraciones cuyos propósitos, para estar reunidos, no están explícitos, o, al estarlos, son

asumidos como manifestación de hostilidad.

Manipuladores y protestas

Una tarde de domingo, en agosto de 2014, David y yo transitábamos por la carretera de la

FTN con dirección a Fray Bartolomé. La lluvia, que había sido intensa toda la temporada, hizo

que el recorrido tomara más tiempo del estimado, aun así, transcurría con regularidad.

Recuerdo que conversábamos de nuestros gustos musicales. David es un joven de

aproximadamente treinta años. En el contexto de Fray Bartolomé su vida presenta algunas

singularidades: ha trascurrido entre el pueblo y la ciudad de Guatemala, donde realizó sus

estudios; trabaja como administrador de la propiedad familiar dedicada a la producción de

palma aceitera que su familia posee en el municipio; y, con regularidad viaja al extranjero. De

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ahí que muchos de su crianza y gustos podrían ser considerados como jóvenes urbanos de

clase alta. Estando próximos a Fray Bartolomé, mientras pasábamos por una de las aldeas

ubicadas sobre la ruta, David rompió el hilo de la conversación, y señalando para uno de los

costados de la carretera, dijo: “huy, mirá eso, cuando veo gente reunida así pienso que para

quemarlo a uno se están juntando”. Sus palabras atrajeron mi atención de inmediato. Fijé la

mirada sobre el costado de la carretera donde está la aldea: en el patio de una casa había un

grupo de personas. El cuadro me pareció tan rutinario como la humedad de la tarde.

Fácilmente podía presuponerse que las personas reunidas eran indígenas. La mayoría de los

habitantes de las aldeas ubicadas en ese trayecto son q’eqchi’ hablantes. En la geografía

imaginada, a partir de la cual individuos como David se desplazan, las aldeas son espacios

étnicamente más acentuados en relación a las zonas urbanas. Lo que atrajo mi atención no fue

la gente reunida, de hecho, si David no la señala es posible que no hubiera notado su

existencia. Si reaccioné fue para responder la exclamación que él había hecho según capté, sin

meditar sus implicaciones. Recuerdo que mi respuesta incluyó una tenue protesta que fue más

o menos así: no es para tanto, yo sólo veo un grupo de gente reunida. Tal vez están celebrando

un cumpleaños o quizá van a un entierro. Pero nuestras chances para conocer el motivo de la

reunión se reducían a un ligero avistamiento que difícilmente duró un minuto. Luego del

pequeño incidente, David intentó matizar la contundencia de la primera declaración diciendo

que no había querido parecer prejuicioso, que sólo había hecho un comentario.

La ruptura en el ritmo de la conversación fue abrupta. Al escuchar mi reacción, que fue

tan espontanea como su declaración, David sospechó que había cometido un exceso, que sus

palabras habían sido imprudentes o que dijo algo inapropiado. Si bien, declaraciones de este

tipo son bastante comunes en Fray Bartolomé, especialmente por parte de individuos deseosos

de mantener las separaciones basadas en estereotipos étnicos, ellas constituyen un tipo

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particular de confesión reservadas para entornos de relativa confianza. Antes de aventurarse a

generar infortunios, los individuos suelen calibrar a sus interlocutores. Si David me confesó el

temor que la gente reunida le provoca fue porque consideró que el entorno era lo

suficientemente afable para llegar a esos niveles de familiaridad, sin embargo, mi reacción le

dejó la impresión que yo podia estar señalándolo de ser hostil con “la gente”, que como dije,

en este contexto fácilmente podia ser tomada como indigena. De haber sido reprendido por

otra persona quizá la reacción de David hubiera sido otra, pero yo soy antropólogo. El lo sabia

y este fue el encuadre que habilitó su respuesta. En la posguerra, la imagen pública de la

antropología es la de una disciplina dedicada a la arqueología de la violencia de la guerra y a

la promoción del activismo político y de derechos humanos.

La incómoda posición de David, después de su declaración, se comprende mejor

encuadrándola en la secuencia de nuestros encuentros previos. Desde nuestras primeras

charlas, él había mostrado un interés especial en mí, y cada vez que platicábamos introducía

temas relacionadas con asuntos externos al pueblo. En más de una vez me había preguntado

sobre mi condición de estudiante de posgrado en el extranjero. El fin de semana anterior al

avistamiento de la gente reunida, él, tres amigos suyos y yo, nos encontramos en una fiesta en

el pueblo. Cuando llegué al lugar los muchachos estaban borrachos. Pasados unos minutos,

David empezó a confrontarme empleando un estilo agresivo inusual en él. En cierto momento

me preguntó si acaso yo era una persona “izquierdista”, a lo que respondí negativamente

explicando mi escaso interés en la política de partidos. Después, sin que yo se lo pidiera, me

aclaró que las personas con tales afinidades ideológicas no son de su agrado. Punto seguido,

en un largo monólogo insistió reiterativamente en que él “trata bien” a sus trabajadores, que

platica con ellos, que “los aconseja” para que eviten involucrarse en asuntos ajenos su

incumbencia. Cuando habló de su labor de buen patrón, estaba refiriéndose a una serie de

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protestas protagonizadas por organizaciones campesinas en contra de una ley de patentes

vegetales ocurridas unas semanas antes. En Fray Bartolomé las protestas contra esta ley

duraron dos días e incluyeron marchas por el pueblo, bloqueos de carreteras y meetings en la

plaza principal. Uno o dos días después de las manifestaciones, David me había dicho que él

también estaba en desacuerdo con la ley pero que las manifestaciones campesinas tampoco le

agradaban. La noche de la fiesta dijo que durante esos días él les había hablado a sus

trabajadores sobre la ley explicándoles sus razones para rechazarla, pero que también “los

aconsejó” para que no se sumaran a las protestas. El monólogo de descargo anti izquierdista,

al que tuve poco que replicar, se extendió por varios minutos e incluyó señalamientos a

CODECA y contra un personaje de la política local a quien acusó de promover las

manifestaciones. Para David, la ley era peijudicial pero las protestas también lo eran, y la

presencia de agentes dedicados a manipular a los campesinos le parecía especialmente

preocupante. Fue para contrarrestar a estos agentes de distorsión que “aconsejó” a sus

trabajadores.

La tarde del viaje en la carretera, antes de su infortunada declaración de confianza,

David había intentado averiguar más sobre mis razones para estar en Fray Bartolomé. Sin la

irritación de la ocasión anterior, fue directo: me preguntó si acaso en Fray Bartolomé existen

cementerios clandestinos. Entendí que estaba tomándome por antropólogo forense. Le

respondí que no, que no me dedico a desenterrar muertos. Para despejar sus dudas le expliqué

que estaba ahí para estudiar la historia del pueblo, esta fachada me había dado buenos

resultados en otras ocasiones. El diálogo centrado en mi trabajo le sirvió a David para

reubicarme en su imaginería de la política local: sabía ya que no soy activista de izquierda, es

decir, que no estaba ahí para “manipular” a la “gente”. Supo también que tampoco estaba

involucrado en averiguaciones de violaciones de derechos humanos. Con esta información,

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David despejó las inquietudes que lo habían llevado a confrontarme la noche de la fiesta. En

ese momento quizá me imaginó más próximo a él, y siendo así, se permitió bajar la guardia y

hacer declaraciones de confianza como la que ahora tratamos, pero la aproximación falló

porque yo respondí de una manera que él no esperaba. Por un instante, volví a la posición de la

que recientemente había salido. Mis palabras me desplazaron en una dirección inesperada, y

como no supo cómo reubicarme, él terminó disculpándose por el infortunio. A David le

resultaba particularmente preocupante la posibilidad de la manipulación. Si él aconseja a sus

trabajadores es precisamente para contrarrestar el trabajo de estos agentes de distorsión, pero

parecía ser poco consciente de que su labor de “aconsejador” político no distaba de aquellos a

los que criticaba. Mientras que uno aconseja a los campesinos para que se sumen a las

protestas, el otro los aconseja para que no lo hagan. El bien actuar que él predica y el mal

actuar que denuncia se estrechan hasta fundirse. De manera parecida a como ocurrió con Edy,

Nelson y Jacobo, la manipulación se hace problemática cuando es efectuada por alguien más,

alguien que es ubicado fuera de “ellos”, los manipulables, sin embargo, ambas figuras, la del

manipulador y la del “buen patrón”, se encuentran, haciéndose estructuralmente homologas.

En este punto, yo también tuve mis propias sospechas sobre mí mismo. Entre las posibilidades

que David consideró, estaba aquella en la que yo fuera un manipulador. Posicionado como

antropólogo, mi oficio me hacía propenso a la sospecha, y mi condición de connacional me

acercaba a las disputas que él esperaba distender siendo un buen patrón. Retomando la

discusión sobre la amenaza que David dijo experimentar, vale preguntar: ¿Por qué a David le

pareció inquietante ver gente reunida? ¿Qué le hizo pensar que la “gente” quiere “quemarlo a

uno”? ¿Quién es “uno”? Para proponer una explicación ampliaré la reflexión presentando

situaciones en las que el encuentro con aglomeraciones da forma agudiza la sensación de

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temor que David dijo experimentar. Es en estas situaciones donde la imagen de la turba toma

forma.

Encuentros con la “turba”

La última semana de agosto de 2015, un año después de que David avistara un indicio de

turba, una serie de bloqueos cortaron el tránsito vehicular en varios puntos de la ruta entre

Fray Bartolomé y Cobán. Los cortes estaban siendo protagonizados por grupos de campesinos,

que se habían sumado a la exigencia de que el presidente de la república renunciara a su cargo,

debido a las acusaciones de corrupción que lo implicaban a él y a varios miembros de su

gabinete de gobierno. En Alta Verapaz, las protestas se habían concentrado en Cobán, y los

cortes en la ruta hacia Fray Bartolomé empezaron el viernes 28. Ese día, por la tarde, una radio

local informó que un agente de la policía municipal de Cobán había herido de bala a un

manifestante. Se trataba de un campesino oriundo de una de las aldeas ubicadas en la ruta

hacia la FTN. Según el reporte radial, grupos de campesinos estaban instalando nuevos cortes

en la ruta, en reacción a la violencia policial. Además de los nuevos cortes, la radio informó

que “más gente” estaba “llegando a la ciudad” para sumarse a la protesta. Las manifestaciones

para que el presidente de la República renunciara al cargo, convocadas desde la capital del

país, estaban programadas para los días 27 y 28. El día veintinueve se esperaba que no hubiera

más cortes de rutas. Si bien, en otras localidades del país los manifestantes levantaron los

bloqueos ese día, en la ruta hacia Cobán ocurrió lo contrario. La noticia del herido aumentó el

descontento involucrando a personas que de otra forma hubieran permanecido al margen. El

herido invirtió la lógica de la manifestación, al convertir el descontento en un asunto

doméstico. Ahora, la cuestión no era contra el distante gobierno nacional sino contra el

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alcalde, un orden de gobierno percibido más cercano. El sábado 29 viajé de Fray Bartolomé a

Cobán. Esperaba que la carretera estuviera libre. Para ir de Fray Bartolomé a Cobán se transita

una sección de la FTN hasta un punto cercano a la cabecera municipal de Chisec, de ahí se

toma la carretera que de Chisec asciende a la ciudad. Al llegar a Chisec, el conductor del

autobús dijo que no proseguiría porque arriba, en Cubilhuitz, una aldea ubicada en las

estribaciones de la sierra de Chinahá, había un bloqueo. Esta aldea marca el inicio del ascenso

a la zona de montaña de Alta Verapaz. Haciendo una fractura imaginaria entre la zona

templada y las tierras cálidas del norte del departamento. Por estas y otras cualidades es uno

de los puntos donde habitualmente los manifestantes instalan cortes de ruta. Quedamos

varados en medio del camino era una posibilidad. Antes de salir de Fray Bartolomé, el

conductor del autobús nos advirtió que posiblemente habría cortes en la mta. El anuncio del

piloto, de que no seguiría más allá de Chisec, alteró los ánimos de más de uno de los

pasajeros. Antes de que descendiéramos del autobús, una mujer, presumiblemente

comerciante, entre murmullos y gritos despotricaba contra los manifestantes acusándolos de

ser “haraganes”, “peleoneros” y “bmtos”. En las circunstancias, el mensaje parecía claro: ella

pensaba en los manifestantes.

Poco podíamos hacer para modificar la situación, volver era una posibilidad, lo fue para

muchos. Derrotados, dos o tres pasajeros hicieron pública su decisión de suspender el viaje y

tomar el primer autobús de vuelta. Otros, en cambio, abordamos otro autobús que ofreció

llevamos “hasta donde se pueda”, según la advertencia del conductor. La mujer que protestó

por los bloqueos también abordó el segundo autobús. Mientras esperábamos la partida, alguien

que volvía de Cobán explicó que en Cubilhuitz el paso estaba abierto, pero que cuando el pasó

por ahí “se miraba gente que se estaba juntando para tapar”. La noticia de que el paso estaba

libre fue alentadora. En pocos minutos, el vehículo se llenó y partimos. Cuando abordé, junto

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al piloto identifiqué dos siluetas conocidas, eran Julio y Diego, dos muchachos de Fray

Bartolomé. Julio trabaja en un cibercafé familiar. Diego es nieto de Saúl, quien entonces era el

vicealcalde del municipio y candidato a la alcaldía por el partido en el gobierno municipal.

Ambos estudiaban en una universidad privada en la ciudad Cobán, que imparte clases los fines

de semana. Ese dia, supe, iban “a estudiar”.

La cambiante situación imprimía un tono carnavalesco al ambiente en el vehículo. El

silencio del trayecto anterior fue sustituido por una efervescente conversación. De pronto,

parecía como si estuviéramos en una esquina callejera, de esas donde la gente se reúne para

conversar los asuntos del día. No podría decir que todos estaban tan enojados como la señora

que vociferaba. Más de un pasajero acudió a la comicidad para elaborar la situación. La vía

estaba despejada, como si nos previniera que, adelante, algo fuera de la rutina pasaba.

Llegamos a Cubilhuitz en el momento justo cuando los manifestantes cerraban el paso. Sobre

la carretera se observaban rocas, pedazos de manera y restos de chatarra dispuestos para

impedir el paso. Un delgado lazo amarillo, atado entre dos postes del tendido eléctrico, sellaba

la advertencia. Su presencia era más bien simbólica, había en el color algo llamativo que

resaltaba y que parecía coquetear con la luz solar cuando el viento lo agitaba. El piloto intentó

convencer a los manifestantes para que nos permitieran pasar, pero no lo consiguió: “sólo aquí

voy a llegar, no nos quieren dejar pasar. Si alguien se quiere regresar ahorita mismo voy a dar

la vuelta”, dijo.

La señora que protestó cuando llegamos a Chisec, lo hizo de nuevo, esta vez, con más

ímpetu. Otra mujer que había abordado en la ruta, se le unió propalando insultos a los

manifestantes. Ella, según tuvo a bien ponemos al corriente, salió de Ixcán desde el día

anterior en la mañana, un municipio en la frontera nororiental a no más de tres horas de

Chisec. Su descontento se debía tanto al hecho de que el retraso le significaba

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incumplimientos laborales como a la afirmación de que la corrupción gubernamental, tema

que motivaba las protestas, no era asunto de los manifestantes: “qué tienen que ver con eso, si

ese pisto [dinero] ya se lo hueviaron [robaron] ya no lo van a devolver. ¿Qué van a ganar

tapando la calle? Sólo lo afectan a uno que anda trabajando. Gente bruta [tonta]: saber quién

les calienta la cabeza [manipula] Sí dicen todos, ahí van a tapar.” Los demás pasajeros, unos

resignados, otros fastidiados, y los menos expectantes, descendimos del vehículo y nos

dispersamos entre la muchedumbre que seguía aglomerándose en tomo al lazo amarillo atado

a los postes. Julio, Diego y yo acordamos continuar el camino a pié esperando encontrar un

vehículo que nos llevara a Cobán. Los muchachos tenían su propia historia con el corte de

carreteras. Habían salido de Fray Bartolomé el día anterior después del mediodía, pero sólo

consiguieron llegar a Chisec. Convencidos de que no avanzarían más decidieron volver a Fray

Bartolomé, pero en el trayecto encontraron otros cortes que les impidieron continuar, así que

volvieron a Chisec y pasaron la noche ahí. Igual que la mujer que venía de Ixcán, ellos

parecían frustrados por el retraso y compartían la percepción de que “los indios son bmtos, no

saben bien a lo que se meten”, dijo Diego. Julio estaba molesto porque se perdería las clases.

A Diego, en cambio, la universidad lo tenía sin cuidado pues había tomado la decisión de no

presentarse. Le molestaba más faltar a una cita con una chica que había cuadrado desde antes.

Julio se mostraba cauto al intentar explicar los cortes de carretera, como si deseara matizar sus

posiciones ubicándose dentro de la situación. Dirigiéndose a mí, dijo:

- Nosotros también tenemos la culpa de las cosas que están pasando.

- A qué cosas te referís, le pregunté.

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- Es que mira, tal vez si hubiera una educación la gente indígena entendiera que así no

va ganar nada. Yo a veces siento que uno también tiene la culpa porque no les ayuda, no

les explica que lo que están haciendo está mal ¿Vos me entendes?

- Más o menos. Pero no sé bien por qué decís que lo que hacen está mal, o qué es lo que están haciendo mal, le respondí.

- Ah, lo que pasa -prosiguió-. Lo que pasa es que la gente no entiende bien lo que está

haciendo, sólo se dejan ir, alguien les dice: miren muchá [ustedes] esto es lo que hay que

hacer y sí dicen todos, ahí van. Como que no analizan bien las cosas. Eso es por falta de educación.

- Ya pues o sea que vos pensás que si la gente tuviera educación las cosas serían

diferentes, no harían cosas como tapar la calle, le pregunté.

- Sí, afirmó. Si mirás bien es pura gente indígena y si vos ves ellos son los que menos

van a la escuela y si van, van uno o dos años. Uno es diferente porque estudia y en la

casa le dicen las cosas, no se deja llevar tan fácil, no va venir alguien a decimos hagan

esto y vamos a decir sí. No, antes uno averigua, pregunta de qué se trata y después mira

si se mete o no. Pero ellos se dejan llevar por lo que les dicen [se dejen manipular].

La partición que Julio hizo entre “ellos” y “nosotros”/“uno” fue, en primer término,

étnica: “ellos” equivalió a “gente indígena” y “nosotros”/“uno” fue afín al ser ladino.

Planteada así, la etnicidad parece fluir a través de modalidades de comunicación y

subjetividades gramaticales: “ellos” que “no entienden bien” y “se dejan ir”; y, “uno” que

“averigua, pregunta”. El “uno” enunciado es distinto, porque acude a la lógica y razona costos

y beneficios de “meterse”. En el transcurrir, las categorías y sus atributos se van dibujando,

pendularmente erigen la armazón conceptual de la diferencia y la desigualdad. Aunque Diego

no había intervenido, estaba pendiente de la conversación. Cuando Julio dudó sobre si él tenía

responsabilidad por lo que definió como “falta de educación”, Diego no ocultó su desacuerdo.

Con gestos, que indicaban negación, desaprobó la opinión de su amigo, pero no consiguió

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mantener el silencio: “sí mano [tú], ellos rápido miran si uno es de su raza, si no, ya lo

discriminan y lo tratan mal a uno, peor así como ahora que se juntan, ya se animan a montarle

verga a uno [golpearlo]”. La contundencia de las palabras dejaba pocas chances para

contrapunteos. Como David, Diego temía que “los indios” lo golpearan, sin embargo, no

observé ningún indicio que me hiciera pensar que esa fuera la intención de los manifestantes.

La quietud se extendía con cada pequeña colina que subíamos y bajábamos. Todos

sudábamos, las voces se agitaban y se tomaban nerviosas cada vez que nos aproximábamos a

una nueva “tapada”. Conforme ascendíamos nos encontrábamos con nuevos cortes de

carretera. En las “tapadas”, como suele nombrarse a los cortes de mta, había personas,

portando palos, machetes y piedras. En los rostros de los manifestantes se observaban

expresiones de júbilo y euforia, pero, como he dicho, sin mostrar intención de querer agredir a

los transeúntes. Machetes, palos y piedras son herramientas de uso común en medios mrales y

campesinos. Un machete en un campo de cultivo es sólo un instmmento de labranza, en un

corte de mta puede perder su familiaridad. Seguramente, los muchachos los han observado o

utilizado en más de una ocasión, pero esta vez, sus cualidades amenazantes devinieron del

contexto del avistamiento. La lejanía silenciosa del camino, transitado a pie, daba la impresión

de que el dominio del estado se había difuminado. Personas cargando todo tipo de objetos

caminaba en ambos sentidos del camino intercambiando noticias sobre el estado del trayecto

que dejaban atrás e interrogando sobre el por venir. Siguiendo lo que observé era norma de

camino en tiempos de bloqueos, hice mis propios interrogatorios y cooperé cuando alguien lo

hacía conmigo. ¿Qué otra autoridad existía en ese momento que no fuera la de ellos? ¿Qué

otras voluntades podían imponerse que no fueran las suyas? Diego sospechó que ninguna otra.

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y eso le preocupaba. Sudor frío que se evapora con el calor ascendente, miradas nerviosas;

corrientes eléctricas que punzan los músculos. Los muchachos estaban espantados.

Caminamos poco más de una hora avanzando cuatro o cinco kilómetros, hasta que en las

proximidades de una aldea encontramos un autobús que transportaba a un grupo de personas

que venían de la protesta en Cobán. Cuando nos acercamos supimos que dos técnicos de una

ONG, que se habían quedado varados en la ruta, intentaban convencer al conductor y a los

pasajeros para que volvieran a la ciudad. Esa era, según dijeron, la única forma de llegar.

Después de un largo rato de negociaciones, las personas del vehículo accedieron a tomar el

camino de vuelta. Dos eran las condiciones que pusieron para llevamos: pagaríamos el pasaje

y simularíamos que íbamos a la manifestación, así evitaríamos que nos detuvieran en alguno

de los cortes por los que pasaríamos. Pero los interesados en abordar superábamos la

capacidad de carga del vehículo pues en el lugar había otras personas. La solución propuesta

por el conductor fue que unos iríamos adentro y otros arriba. Julio y Diego no estaban

convencidos de abordar, pero sabían que, si no era ese, difícilmente encontrarían otro

vehículo. De hecho, hasta ese momento era el único disponible. Intentando ser discreto, Diego

se me acercó y me dijo que sólo abordaría si conseguía subirse a la parrilla. Adentro no se

sentiría seguro. Pensaba el muchacho que arriba tendría más chances de saltar y correr en caso

de que la situación se complicara. Para su mala fortuna el conductor se negó a que alguien más

subiera a la parrilla. Si querían viajar, debía acomodarnos adentro: “Mejor nos quedamos. Así,

no me animo”, me dijo. Los muchachos de nuevo enfrentaron los límites se su propia

capacidad para inteligir la situación. Abordar el autobús los aproximaría a la posibilidad de

integrarse con aquellos que en su cabeza nutrían a la turba, así que optaron por permanecer en

la carretera. En el autobús, el “uno” que Julián enunció, ese que razona, perdería su asidero, y

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tal posibilidad era más inquietante que permanecer a la deriva. Yo parti en el vehículo y ellos

continuaron a pie.

Los cortes de carretera en agosto de 2015 hicieron más que explotar la frescura matinal

de la época. Para individuos como Diego, “los indios” que bloqueaban la carretera, de golpe,

revivieron fantasmas de orden colonial cuya aprehensión predispone para las amenazas. En los

caminos intrincados de la memoria, los nombres se pierden, la vista hacia atrás no consigue

avistarlos del todo. La mayor parte del tiempo, los “indios” están físicamente cerca, pero en

situaciones como estas, la distancia parece expandirse hasta generar espanto, quizá es sólo

entonces que son realmente “indios”. Las sensibilidades políticas de individuos como Diego,

Julio y David poseen una historicidad particular. Para Charles Hale (2006), el temor de que

ahora “ellos” ejerzan discriminación contra “uno”, que Daniel experimentó, es la reacción

“ladina” al activismo cultural de los mayas en la era del multiculturalismo. Hale denomina a

estas sensibilidades como “racismo al revés”. Según el autor, estas sensibilidades se arraigan

en una mentalidad que hace agitar fantasmas sobre potenciales rebeliones de indios,

alimentada por la memoria de los motines coloniales (Martínez Peláez, 2014), cuya histocidad

es relacional a la profundidad de su ubicación en el imaginario de las clases dominantes. Otros

autores también han escrito que las mentalidades de la clase dominante están pobladas de

indios avistados iracundos, descendiendo de las montañas deseosos de ejecutar venganzas de

tipo racial (Guzmán Bocklér y Herbert, 1970; Casaúz, 1992; Taracena, 2002; 2004). El

“racismo al revés” mantiene latente la posibilidad de la violencia racial, que, según Hale, hace

a los ladinos sospechar que los indios planean ejecutar venganzas en contra suya.

En las palabras de Diego, “uno” se asemejó a lo que Aijin Appadurai (2007) definió

como “identidad predatoria”, es decir, a una forma de identificación articulada en torno a la

“construcción social y movilización que requiere la extinción de otras categorías sociales

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próximas, definidas como una amenaza para la existencia misma de determinado grupo

definido como « n o so tro s» ” (2007: 69). El riesgo que Diego enfrentaba no era otro que el

experimentar la inversión de su mundo social. En ese momento, “los indios” parecian

controlar la situación y estar haciéndose del recurso de la violencia. El temía que al poseerlo,

lo emplearan en contra suya, ya fuera por decisión propia o porque alguien más los

“manipulara”, pero la amenaza sólo era producto de su imaginación. Nada en el entorno

apuntaba hacia esa dirección. Hacerse minoría le resultó inquietante, en ese instante su

comportamiento se aproximó al de la turba que tanto temía, pues sus pensamientos estaban

siendo dominados por la sinrazón. La protesta estaba desafiando los sentidos del orden con los

que cotidianamente individuos como él movilizan.

El temor a la violencia racial puede parecer inverosímil más no lo es. Mediante

imágenes de peligro asociadas a la acción colectiva, estos individuos hacen aprehensible al

indio insurrecto como fuente de amenaza para la jerarquía racial que les favorece. Según Hale

(2007), la vulnerabilidad que los ladinos presienten en el presente se ve reforzada por una

lógica doble que presiona a favor de la disolución de los prejuicios raciales. Desafiados desde

abajo por los mayas advenedizos, y desestabilizados desde arriba por el gobierno y los

multiculturalistas mundiales, que emiten un flujo constante de discursos e iniciativas políticas

desconcertantes a favor de los mayas, muchos ladinos llegan a sospechar que la jerarquía

basada en estereotipos étnicos podría invertirse. Es de esta tesis de donde deriva la idea de que

los indios planean ajustes de cuentas raciales. Con la prudente reserva, el multiculturalismo

estatal, que Hale adjetiva como neoliberal, está forzando los viejos límites de la jerarquía

étnico-racial de la nación. Y si consideramos que estos procesos están tomando lugar en el

contexto de la pacificación, temporalidad en la que los mecanismos de contención del

autoritarismo también se han relajado, no es extraño que “los indios” adquieran la hipérbole

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aquí descrita. En apariencia, a los fraybartolomenses los discursos del multiculturalismo

estatal les son distantes, no están habituados a ellos, no más allá de las formalistas

declaraciones de buena voluntad, de los performances cívicos y del “distanciamiento

condescendiente de subordinación” reproducido por el folklore (Thompson, 1995: 14).

En Fray Bartolomé no existe un movimiento de reivindicación étnica sólido como sí

existe o existió en Chimaltenango, la ciudad donde Charles Hale realizó su estudio, de tal

forma que pocos individuos son capaces de articular discursos de este tipo. Sin embargo, la

retórica de la diversidad cultural ha ido difuminándose, metafóricamente, desde el centro hacia

las periferias de la nación. Además, hay que considerar que los acontecimientos

geográficamente distantes están sujetos a interpretaciones locales con sentidos de nación. Así

pues, los temores respecto a posibles detonaciones de violencia racial se funden con

inteligibilidades de mayor profundidad histórica, en las que la insubordinación fantasmea y

fortalece el impulso para perpetuar la separación. Lo llamativo es que el temor no se funde en

la constatación de que la violencia racial haya ocurrido, sino en la posibilidad de que ocurra.

Es decir, ésta se hace aprehensible en calidad de potencia, aun así, ordena percepciones y

marcos de interacción. Las sospechas de David y de Diego respecto a las motivaciones

violentas del otro subyacen en el encuentro, aunque se trata de situaciones de apariencia

inofensivas. Para David, la “gente reunida” fue sólo un detonador de recuerdos que le

evocaron la sospecha de que otros desean su muerte, que les gustaría ejecutar a través de un

linchamiento. A Diego y Julio, la cercanía física con los “indios” los ubicó de frente a la turba.

Los fantasmas no refieren a estados de mal soñar. Los muertos, que según David, yo buscaba,

no requerían de mi labor de desenterrador para hacerse presentes. Episodios como estos

provocan estados de ansiedad e inseguridad física, materializando la sensación de que la

jerarquía que afanosamente defienden es frágil. Además, muestran que, a pesar de la

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naturalización de las desigualdades, estas les parecen inadecuadas. Sospechando que “los

indios” desean “verguearlo”, “uno” reconoce que la separación conlleva gérmenes de

violencia que en condiciones adecuados pueden eclosionar, esa es la razón para que “uno”

procure mantenerla intacta.

Pánico que se invierte

Antes que ofrecer una definición de turba, lo que me interesa aprehender son las categorías

implícitas a partir de las cuales ésta es apreciada. Viajando en la carretera, fueron las

opiniones de mis interlocutores y no “la gente reunida”, lo que atrajo mi atención. En la

literatura clásica sobre “masas”, “muchedumbres” y “turbas” Sigmund Freud es uno de los

referentes clave. Freud (2004c2) argumenta que “la masa” posee una serie de ligazones

internas que la hacen parecer compacta y homogénea. El pánico que sus integrantes pueden

experimentar cuando ésta está en riesgo de disolverse es uno de los principales peligros. Este

sentimiento, explica el autor, se genera cuando los lazos internos se rompen, cuando la

identificación del individuo con la grupalidad ha perdido su sentido. En esta instancia, el

sentimiento da paso a un estado afectivo de enorme angustia. A Freud le interesa estudiar el

pánico porque, según escribe, éste puede ayudar a explicar las ligazones internas de “la masa”.

Sin embargo, este recurso explicativo puede ayudarnos a acercaros a ella desde el contraste

sensitivo de quien la aprecia y le otorga signos de amenaza.

Lo más posible es que la muchedumbre que bloqueó la carretera se disolvió a

consecuencia del cansancio físico y por la intervención de contingencias externas que

rompieran los sentidos individuales de unificación con el grupo. Empleando el lenguaje

freudiano, puede decirse que, cuando las ligazones internas de esa “masa” se rompieron.

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quienes formaron parte de ella no experimentaron sentimientos de pánico. Quienes sí

experimentaron tal sentimiento fueron aquellos que, como Diego y Julio, temieron que “la

masa” los violentara. Así como Freud encuentra una ligación afectiva que unifica a “la masa”,

podemos presumir que la reacción que precede a su avistamiento produce un estado afectivo

de unificación similar entre aquellos que la avistan. En este caso, el miedo a la turba se

asemeja a una condensación que alinea afectivamente a “uno” frente a “ellos”. Para Julio y

Daniel, y para otros que se encontraron en medio de la muchedumbre, el pánico constituyó un

criterio de discernimiento de las diferencias, pero también de defensa física del yo. Estando

frente a la muchedumbre, mis compañeros de viaje se sintieron minoría y no supieron a qué

atenerse. Así, quienes vieron rotas sus ligazones identitarias no fueron los individuos de “la

masa”, sino aquellos que al encontrarse con ella advirtieron que los vínculos que hacen la

seguridad se debilitaban. Experimentar el mismo estado afectivo hizo que entre ellos surgieran

sentidos de identificación que la experiencia común de la amenaza hizo posibles. Como los

“afectados” del apagón de abril de 2015, ellos se encontraron en el sentimiento de amenaza.

El temor, que hace legible la diferencia, puede transmitir el reconocimiento de que en

los motivos del otro para ser violento anidan energías producidas por añejas fricciones y que

se han acumulado, de las que “uno” posee conciencia. Para Julio, las desigualdades que la

separación produce son inadecuadas, “ellos” y “uno” debían ser sólo “nosotros”. En un acto

declarativo, él tomó parte de los procesos que hacen que “ellos” sean distintos a “uno”. Así, la

violencia del otro también puede ser la suya, pero a pesar del reconocimiento expreso del mal

compartido, la posibilidad de generar empatia es mínima “Uno” y “ellos” sigue siendo

poderoso. Las posibilidades de inclusión horizontal pueden ser consideradas, Julio lo hizo

hablando de la capacidad pedagógica del “estudio”, pero el objeto ideal de la asimetría

continúa distando de la posición que el “yo” reflexivo ocupa. Primero, cristaliza la separación

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entre “ellos” y “uno” impidiendo la conjunción de “nosotros”, luego, “uno” se confronta a la

posibilidad de que “ellos” materialicen la violencia que subyace a las tenciones interiores del

espacio social compartido.

Lo ominoso en la turba

Hasta ahora, mi punto de partida teórico ha sido el concepto de lo ominoso, cuyo origen puede

fijarse en el pensamiento freudiano. Como toda obra intelectual, el trabajo de Freud debe ser

situado en el momento de su acontecer. Haciendo una lectura de la teoría freudiana de lo

ominoso, Terry Castle (1995) plantea que el problema de historicidad tiene dos dimensiones:

una es metodológica, y la otra del problema de conocimiento en si. Según Castle, el proyecto

intelectual freudiano se sustenta en los imperativos racionalistas de la ilustración. El interés en

lo ominoso es resultado del compromiso del autor con la razón ilustrada. Además, escribe

Castle, el iluminismo produjo su propio lado obscuro cargado de indefiniciones que son

justamente las que a Freud le interesaba despejar. Dicho con otras palabras, la teoría freudiana

de lo ominoso es ilustradamente producto del iluminismo. La lectura que Castle hace de

Freud, nos permite aproximamos a lo ominoso desde una perspectiva en la que el concepto es

situado en modos de experimentación y de comunicabilidad históricamente particulares. Lo

que en determinada época es capaz de producir angustia se enraíza en su propio tiempo, en

decir, expresa la historicidad del momento en que sucede.

Samuel Weber, otro teórico que se ha interesado en lo ominoso, sugiere que el propio

Freud ofreció dos definiciones del concepto. En la primera, desarrollada en el ensayo titulado

“Lo ominoso” (1919), el sentimiento es efecto de algo familiar reprimido que retorna; en la

otra, ampliada en “Inhibición, síntoma y ansiedad” (1926), lo que resulta angustiante antecede

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a la represión. La inversión de los términos cambia la lógica del argumento. En la segunda

interpretación, el complejo de castración aparece como elemento nuclear de la explicación.

Además, sugiere el autor, la teoría freudiana del complejo de castración merece también ser

reformulada, y propone hacerlo a partir de la obra de Jacques Lacan. Para Weber, la teoría

lacaniana de la castración marca el momento de descubrimiento que confronta al sujeto con la

irrealidad del objeto de su deseo. Más que un evento material, un tema o una fijación

producida por la comprobación de que la madre carece de pene, el complejo de castración es

sólo una figuración, una idea. Se trata de una “estructura [mental]” que activa la articulación

de la identidad del sujeto, escribe Weber. Dicho de otra manera, la castración es una crisis de

fenomenalidad que ocurre cuando el sujeto encuentra algo distinto a lo que esperaba, de esta

manera, constata la diferencia. Tal prospección conlleva e implica una amenaza a la noción

que el sujeto tiene de si mismo y de su identidad. Visto así, el complejo de castración puede

ser definido como una ficción necesaria, esquiva, escabuible, difícilmente asible, pero

necesaria, pues le permite al sujeto hacer conciencia de la singularidad. La reformulación

teórica propuesta por Weber empareja el problema de lo ominoso con el complejo de

castración. De ahí que el autor sugiera que podemos entender lo ominoso como una “cierta

indecidibilidad que afecta e infecta representaciones, motivos, temas y situaciones” (1973:

1333), adosada al deseo impetuoso de develar lo que se ha percibido mal o no se ha sabido

percibir. En este sentido, es también, una suerte de curiosidad defensiva que busca prevenir

develando lo que está más allá de la apariencia y que es difícil de apreciar. Para Weber, lo

ominoso liga emociones y fija escalas afectivas, puede incluso ser situado con cierta precisión:

lo ominoso se ubica tensado en un complejo de emociones que van desde el miedo, el terror y

el pánico, hasta la intranquilidad y la anticipación (1976, pp. 1131).

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La interpretación que Weber ofrece es sólo una entre varias posibles. La antropóloga

Mary Weismantel (2001), quien emplea el concepto de lo ominoso para “interpretar el terror

inspirado por el pishtaco” y para delinear un “alienado mapa sexual y racial del paisa social

andino” (2001: xli), definió lo ominoso como un conocimiento que está presupuesto para ser

conocido extraño. Para ella, el nodo del argumento freudiano está en la articulación de la

relación entre lo extraño (unheim lich) y lo familiar (heim lich). Es importante aclarar que

Weismantel desarrolla su análisis basándose únicamente en el ensayo “Lo Ominoso”, como se

recordará, Weber sugiere que en la obra de Freud existen dos posibles lecturas de este

concepto; de ahí que para ella lo omino continúe siendo algo familiar que retoma, y no algo

cuya cognoscibilidad es dificultosa como sugirió Weber. Siguiendo el modelo freudiano, Sara

Ahmed (2002) también sugiere que lo ominoso es algo predispuesto para ser conocido como

extraño. Como Weismantel, ella elabora su interpretación a partir del ensayo “Lo Ominoso”

(1919). Y como Weismantel, también es escéptica de que la idea de lo ominoso emetja de la

represión psíquica. Para ella, el énfasis analítico debe estar en los mecanismos que posibilitan

la producción de lo extraño, antes que en los que favorecen la represión. Lo extraño, sugiere,

es una categoría de conocimiento. Cuando el sujeto se enfrenta a algo extraño,

automáticamente reconoce la categoría en la que tal objeto debe ser ubicado. Que lo extraño

sea una categoría de conocimiento y no una imposibilidad de conocimiento, no desaparece el

problema de la crisis de fenomenalidad propuesta por Weber. El punto de encuentro radica en

que lo extraño resulta inquietante y en ocasiones indecible. Y en condiciones adecuadas, la

indecibilidad puede dar paso a estados afectivos que radian entre el temor, el miedo y el

pánico. Si coincidimos en que lo ominoso está asociado a crisis de fenomenalidad, o a estados

afectivos en los que las percepciones no alcanzan para representar lo que se observa.

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coincidiremos también en que la pregunta central es: ¿cuándo o en qué circunstancias toma

lugar la crisis, es decir, en qué condiciones históricas emerge?

En las condiciones descritas, una aglomeración puede dar paso a una turba. En unas

ocasiones, la muchedumbre se articula para formular sus propias demandas politicas, pero

otras veces surge presupuesta para desatar la violencia de aparente sinsentido que muchos

temen. Cuando la turba aparece imposibilita distraer la mirada, quizá esa sea su peligrosidad

más profunda. La muchedumbre que protesta para exigir derechos emplea métodos que riñen

con el ideal del albedrío individual al que los públicos de inspiración liberal ansian. En

cambio, la turba que puede linchar agita el temor de que la colectividad desate una fuerza

difícil de contener. En cualquier caso, la acción colectiva es aprehendida a partir de nociones

de salvajismo y de la racionalidad con que la figura es aproximada. En este juego, ella emerge

como un tipo social que es imaginado a la manera de una forma arcaica. ¿Cuál es la

historicidad de la turba en Fray Bartolomé? ¿Por qué la muchedumbre puede tomarse

difícilmente cognoscible? ¿Cuál es el momento crítico subyacente a su lectura?

La turba se mueve entre el mundo de lo real y de lo fantasioso. Su fantasmagoría que

irmmpe de la obscuridad de los propios temores, que antes sólo se habían sopesado como

lejana ilusión, se acerca y diluye la división entre lo probable y lo posible. La turba es una

imagen producida a partir del extrañamiento del otro que cotidianamente es familiar. Su

producción implica una crisis de fenomenalidad: algo y alguien parecen estar fuera de lugar.

Ella trae al primer plano de la visión la diferencia temporal, aparentemente existente, entre

“ellos” y “uno”. Dicho con otras palabras, lo ominoso de la turba aprehende los desórdenes

temporales existentes entre “ellos” y “uno”/“nosotros”. El temor subyacente es que las

categorías dejen de funcionar como se espera, pues el otro fuera de lugar las ha puesto en

crisis, de ahí que uno de los primeros impulsos se oriente hacia el fortalecimiento de las

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separaciones. En Fray Bartolomé, la ominosidad de la turba deriva de su proximidad con la

asincronicidad: ella hace que un tiempo que se esperaba superado emerja amenazando con

imposibilitar la continuidad de la temporalidad que el piiblico cree habitar, que como dije, está

estructurado por el propio tiempo del estado en la región.

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III. La turba que lincha

Uno de los propósitos de los capítulos anteriores fue mostrar maneras en que el encuentro con

multitudes puede dar forma a la figura de la turba. La etnografía destacó el lugar que la

primera y la tercera persona ocupan en el trabajo de edificación de las separaciones que

producen el extrañamiento. En este capítulo, la finalidad es mostrar situaciones en las que la

turba es aprehendida como agente de la muerte que hace la justicia. Es decir, situaciones en las

que su violencia adquiere cualidades curativas.

Operatividad del linchamiento

En marzo de 2013 presencié uno de estos episodios que hacen que los extremos parezcan

acercarse. En la aldea Boloncó hubo un intento de linchamiento, que, para buena fortuna, no

se consumó. Boloncó es la aldea más grande del municipio, es también uno de los

asentamientos más antiguos de la región, puesto que existe desde antes del reparto agrario.

Según registros gubernamentales, después de la cabecera municipal, ésta es la aldea que posee

la mayor cantidad de población auto identificada como ladina. En el contexto regional, los

“ladinos de Boloncó” son reconocidos por el recelo con el que guardan las separaciones

étnicas. Históricamente, las relaciones entre colonos e indígenas fueron ásperas, a tal extremo

que es la única aldea donde “ladinos” e “indígenas” han organizado sus propios comités de

desarrollo, y, cuando por presiones del gobierno debieron fundirlos, los “ladinos” optaron por

dejar de participar. El panorama religioso no es distinto. Durante mucho tiempo, la iglesia

católica ofreció una misa en castellano por la mañana y otra en q’eqchi’ por las tardes. En la

actualidad, sólo se celebra una, en castellano para todos. Por último, Boloncó es un punto de

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convergencia para los habitantes de las aldeas y caseríos circundantes, cuestión que es

percibida con desagrado por muchos autodefmidos como ladinos.

En la tarde del jueves 7 de marzo, el conductor de un camión que distribuía bebidas

carbonatadas fue asesinado en las proximidades de un cruce de caminos conocido como

Maripec, a aproximadamente cuatro kilómetros de Boloncó. La noticia del homicidio se

difundió con rapidez. La teoría más aceptada esa tarde fue que se había tratado de un asalto

mal realizado. Aunque en la aldea nadie dijo conocer al conductor, pues no residía en el

municipio, el hecho genero indignación. Para la mayoría de los aldeanos, la prioridad era saber

quiénes habían cometido el crimen. La teoría del asalto mal ejecutado vino acompañada de un

rumor según el cual la “banda de asaltantes” era de Boloncó. El viernes, cuando la tensión

generada por el asesinato permanecía en el ambiente, circuló otro rumor indicando que los

asaltantes y asesinos del piloto habían vuelto a aparecer en las proximidades de Maripec, esta

vez, robando y violando a dos maestras de primaría que volvían con dirección a Boloncó. Este

segundo doble agravio no se confirmó, pero tampoco se desmintió. La ambigüedad que los

rumores transmiten agudiza las incertidumbres y dificulta el discernimiento. Que sus fuentes

de información sean ocultas, hace que la audiencia se sienta imposibilitada de establecer si la

información que se le presenta en verídica o falsa. El paso de los días no consiguió despejar el

malestar. En la aldea se apreciaba una sensación de incomodidad generalizada. La posibilidad

de que los asaltantes fueran de Boloncó acrecentaba la inquietud. La sospecha de que pronto

reaparecerían para cometer otra fechoría era igualmente inquietante.

El lunes 11 de marzo, por la noche, Guillermo, un muchacho originario de la aldea, me

dijo que ya se conocía la identidad de los integrantes de la banda de asaltantes y ahora

asesinos. El, dijo, sabía quién había disparado el arma. Además de ponerme al día con el

avance de sus averiguaciones, Guillermo expresó su enojo debido a que “la gente de

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Boloncó”, no estaba tomando medidas para corregir la situación: “si hubiera sido un castellano

[ladino], ya hubieran intentado lincharlo; indios malditos, como saben que el asaltante es uno

de los mismos no hacen nada”, fueron sus palabras. El martes por la mañana empezó a circular

un listado de nombres de supuestos integrantes de la banda de asaltantes, todos jóvenes y

originarios de la aldea. Por la tarde, un grupo de vecinos se organizó para rastrear el sitio

donde ocurrió el atraco con el propósito de encontrar “pruebas” que incriminaran a los

sospechosos. El grupo de rastreo continúo activo toda la tarde y noche del martes. El

miércoles amanecimos con la noticia de que los rastreadores hablan encontrado “pruebas” que

confirmaban la identidad de los asaltantes. El grupo que habia vuelto a la aldea durante la

madrugada trajo consigo una bolsa de plástico negra que contenia una muda de ropa, un gorro

pasamontaña y un trozo de papel con un número teléfono anotado. Aparentemente, alguien

marcó el número anotado en el papel mientras aún estaban en el monte, y en la aldea alguien

respondió. La noticia de que a través de la llamada hablan identificado a uno de los asaltantes

se dispersó rápidamente. El supuesto propietario del número telefónico resultó ser un

muchacho que aún no cumplía la mayoría de edad, conocido por ser “marihuano” [fumador].

Real o ficticia, la llamada produjo el efecto que se necesitaba para que el acto de justicia fuera

puesto en marcha. Los rumores aumentaron. El flujo de información se orientaba hacia la

posible captura de los incriminados y su posterior linchamiento. El sospechoso fue capturado y

llevado a la Casa Comunal con las pruebas encontradas en el monte. Junto a él fueron

expuestas la bolsa y la ropa, pero el papel con el número inscrito no estaba, aun cuando fue

propuesto como la evidencia principal. Muy temprano en la mañana, el grupo de rastreadores,

al que se le habían sumado más personas, bloqueó la entrada y la salida de la aldea. Mientras

el grupo que promovía la búsqueda de los delincuentes interrogaba al capturado para que

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revelara la identidad de sus compañeros, el alcalde auxiliar de la aldea y algunos integrantes

del COCODE (el comité local de desarrollo) improvisaron una asamblea con el propósito de

contrarrestar el impulso de hacer justicia “por propia mano”. Ellos opinaban que el detenido

debia ser entregado a la policía. Pero sus esfuerzos por llevar el caso por esa via fracasaron.

Sabiéndose en desventaja, el alcalde auxiliar y su comitiva se retiraron después de advertir que

ellos “no” se harían “responsables” de lo que en adelante ocurriera.

Aproximadamente una hora después, varios agentes de policía se presentaron a la aldea

con la intención de “rescatar” al detenido, pero no ingresaron al sitio donde este estaba. En

lugar de eso, se apostaron en la entrada de la aldea esperando que el alcalde o alguien más

retomaran la negociación. Aprovechando un momento de distracción, el muchacho consiguió

desatarse y corrió con dirección hacia donde estaban los agentes de policía. La distancia entre

uno y otros era de casi un kilómetro. Al instante, el grupo que lo custodiaba le dio

persecución, en la confusión del instante los agentes de policía interpretaron la situación como

una afrenta contra ellos. Cuando observaron que la muchedumbre corría con dirección hacia

donde ellos estaban, los policías abandonaron el puesto y huyeron despavoridos. El muchacho

tropezó y fue recapturado. Ahí recibió los primeros golpes. Entonces, dio los nombres que

hasta entonces se había reservado. Sabiendo quiénes eran los demás integrantes de la banda de

asaltantes, el grupo de dividió en dos: unos retomaron para custodiar al recapturado y otros se

dirigieron a las casas de los delatados con la intención de detenerlos. El muchacho fue llevado

al edificio del mercado, y fue atado a un poste del alumbrado público. En el transcurso entre la

segunda captura y el traslado al mercado, dos mujeres que habían salido al paso, interviniendo

en defensa del muchacho, fueron capturadas. El gmpo, que se había dirigido a las casas de los

delatados, volvió trayendo a otra mujer. Era la esposa de quien se mmoró era el cabecilla de la

banda, un individuo apodado Pichón, quien consiguió escapar en el tiempo justo. Las tres

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mujeres fueron sometidas a un breve interrogatorio y luego liberadas. Después de un rato,

otros dos hombres fueron traidos y atados a postes de luz en el patio del mercado. Eran: el

padre y uno de los hermanos menores del primer detenido.

La noticia de que en Boloncó hablan capturado y planeaban linchar a asaltantes se

dispersó rápidamente. En el transcurso de la mañana llegó gente proveniente de las aldeas

circundantes, a las once de la mañana habia más de quinientas personas reunidas acuerpando

el acto de justicia que se preparaba en el patio del mercado. Dos horas después la cantidad se

habia duplicado. Individuos salidos de la multitud, unos de Boloncó y otros de las aldeas,

fueron paulatinamente asumiendo la conducción del proceso. Paralelamente a la

fundamentación de la acusación, basada en hallazgos como la bolsa plástica, el trozo de papel

y las confesiones de los detenidos, se dictaron normas, que según pareció, tendian a estructurar

el ajusticiamiento. Una voz estableció que debia prohibirse la venta de alcohol, y asi ocurrió.

Alguien más dijo que debia impedirse que los observadores hiciéramos grabaciones de video.

El reportero de un periódico que cubre noticias regionales, que había llegado para tomar

fotografías debió retirarse; a un adolescente que, osadamente desobedeció el mandato le

decomisaron y averiaron el teléfono celular. Las restricciones fueron impuestas con el

propósito de eliminar la posibilidad del registro. Vistas desde adentro, estas medidas

estructuraron el entorno y establecieron los términos para la realización del acto de justicia que

el linchamiento consumaría. Las reglas dictadas, más parecían buscar el establecimiento de

una suerte de soberanía que delimitara el espacio donde el linchamiento tomaría lugar. Si bien,

al final de la jomada quedó la impresión de que hubo un esfuerzo por encontrar evidencia, y a

partir de ahí sostener la acusación, existió también una actitud deliberada de ocultar los

procedimientos que realizarían. Pero visto desde fuera, es decir, desde la perspectiva de

aquellos que no se sumaron, las medidas dictadas, tendientes a establecer un entorno

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controlado, dieron paso a la formación de la turba. El cierre del camino, la azarosa huida de la

policía, las prohibiciones para que se hicieran registros, fueron tiñendo la iniciativa justiciera

con el ímpetu característico de “la turba”. Conforme el día transcurría, el vilo de los detenidos

se extendía. El muchacho acusado de integrar la banda de ladrones, su padre y uno de sus

hermanos continuaban atados a los postes del tendido eléctrico. Después del medio día, la

aglomeración superaba las mil personas. Todo parecía dispuesto para un linchamiento más,

menos el clima. Para buena fortuna de los detenidos, el día estuvo lluvioso, en el filo del

medio día la lluvia se intensificó y la temperatura descendió varios grados. Así, los ánimos

justicieros fueron distendiéndose. Paulatinamente, la gente de las aldeas empezó a disgregarse.

Poco después de las cinco de la tarde, el alcalde auxiliar reapareció para renegociar la entrega

de los capturados a la policía. Los tres hombres fueron desatados, estaban exhaustos, con el

cuerpo rígido por la inmovilidad y el frío. El muchacho mayor fue trasladado al juzgado de

paz ubicado en el centro urbano. El padre y el hermano quedaron en libertad y volvieron a su

casa. Así acabó la jornada. El acto de justicia, que se pretendía hacer linchando a los

detenidos, no se consumó.

Ambigüedad del trabajo de muerte

El asalto y asesinato del vendedor ocurrieron el jueves. Después de ese día, una extraña

sensación, en la que se entremezclaban sentimientos de desprotección y deseos de hacer

justicia, se apoderó de la aldea. Si volvemos a las palabras de Guillermo, el joven que me

había expresado su malestar porque “la gente de Boloncó” no estaba haciendo lo necesario

para encontrar a los criminales, que según él debían ser “linchados”, observaremos que su

malestar condensa ambas inquietudes. Como él anticipó, el impulso para hacer justicia tomó

l i o

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forma a través de la búsqueda de un sujeto que encamara la figura del criminal a quien matar.

Asi, la muerte de alguien más empezó a ser deseada, aunque éste careciera de rostro. El

proceso de producción del criminal se extendió hasta el miércoles cuando el muchacho fue

capturado. El trozo de papel con el número de teléfono encarnó la “pmeba” necesaria para la

inculpación que muchos deseaban conocer. Como la metafórica hebra de hilo rojo que

desenreda la madeja, se convirtió en el indicio clave contra los incriminados, pero sobre él

también gravitó el dejo de certeza, que combustionó la circulación de nuevos mmores. La

llamada alineó las coordenadas afectivas de los aldeanos, inclinando los sentires en contra del

señalado. En la aldea, la mayoría aceptó que el muchacho era uno de los responsables de los

crímenes, tanto el asalto y asesinato del vendedor como la violación sexual de las maestras. Lo

que siguió pareció ser la consecuencia lógica del proceso de hacer justicia mediante el acto de

dar muerte a alguien, sin embargo, éste no se consumó, en parte, por las contingencias

climáticas.

Guillermo deseaba que la justicia fuera hecha y creía que la forma adecuada era un

linchamiento, sin embargo, se ubicó a sí mismo fuera del acto de dar muerte, ese lugar se lo

asignó a “los indios”. Como Guillermo, otros invocaron la magia justiciera de “los indios”,

pero cuando el conato estaba en marcha, la imagen de la turba se hizo demasiado próxima y

rebasó la certeza de la justicia. Entonces, el temor se esparció por la aldea con la suficiente

fuerza como para que muchos vecinos se guardaran en sus casas inquietados por el fantasma

que sus propias palabras habían traído. Las mujeres, cuya rutina incluye paseos matinales por

el mercado, ese día cogieron otras rutas; a los niños se les prohibió acercarse a la

muchedumbre; y los hombres, malhumorados, despotricaban contra la brutalidad que

anunciaba la muerte a fuego lento. El sentimiento que observé en la casa donde me alojaba, y

en las vecindades, fue de mayor intensidad que el percibido los días anteriores cuando la

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impasividad parecia dominar las palabras. El temor era visceralmente más expresivo y no

provenia sólo del conocimiento de que en la aldea habia una banda de asaltantes, ahora se

temia a los vecinos (el conato sucedió durante la temporada de campo cuando residi en

Boloncó).

Esa tarde y noche, las conversaciones con los amigos estuvieron pobladas de imágenes

traídas del pasado, cuyo índice apuntaba hacia la asincronicidad de la turba. Una tras otra, las

imágenes enlistaban la barbarie, esta vez no consumada, cuyas trasposiciones fundían las

distancias, distorsionando el tiempo y las circunstancias que las separaban. Juan Pablo pensaba

que “los indios” tienen una propensión a la violencia tumultuosa. Sus pruebas eran extensas.

Así citó varios casos. A principios de la década de 1990, en una aldea ubicada en la ruta a San

Luis Petén, un grupo de cazadores que se habían extraviado en el monte fueron tomados por

guerrilleros y asesinados. O más cercano, tres de los últimos curas que han estado en Boloncó

han debido huir de la aldea, con los minutos justos, debido a que “los indios” han intentado

lincharlos. Una y otra vez, el punto de llegada era el mismo. Todos parecían deseosos de

exorcizar la fuerza que la turba había agitado. Pero, ni Juan Pablo, ni Guillermo, se

diferenciaban de sus vecinos por ser más ricos. Como Diane Nelson (1999) y Betsy Konefal

(2010) argumentan, las condiciones de vida de muchos sujetos autodefmidos como “ladinos”

no son distintas a las de “los indios”. Frente a las clases dominantes, todos son sujetos

explotados. El recelo con la separación “indios” - “ladinos” responde a modos de

reproducción de jerarquías no fincadas en distinciones de clase. Esta separación posee su

propia lógica, que no es necesariamente de obtención de ventajas materiales inmediatas.

Haciendo al “indio” cada vez más “indio”, el “ladino” se piensa a sí mismo a partir de su anti

yo. En la medida en que la distancia se expande, la magia del otro se hace mayor. El ejercicio

mental de la separación ahonda distancias que de otra forma serían imperceptibles.

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obscureciendo su propia epistemologia. Pero la separación no puede sostenerse por mucho

tiempo, antes que ella “está el cuadro de una sociedad en conjunto” (Taussig 2002: 272)

“Ellos” y “nosotros” son poco más que instancias de discurso.

¿Por qué individuos como Guillermo o mis anfitriones pensaron que los actos de justicia

mediante linchamientos corresponden a “los indios”? ¿Por qué razón el acto de debía hacer la

justicia se tomó en un motivo de angustia y temor? Estos relatos se nutrían de la fuerza mágica

de la que, según Michel Taussig (2002), porta el “salvaje”. Escribiendo sobre “la formación y

el florecimiento de la imaginación colonial durante la bonanza cauchera en el Putumayo”

basada en la reproducción de relatos sobre canibalismo e indios sediciosos que confabulaban

rebeliones, Taussig señala que, “lejos de ser fantasías triviales [...] estas historias y la

imaginación que sustentaban era una potente fuerza política fundamental para la reproducción

de las relaciones de dominación” (2002: 157), de acuerdo con esto:

La importancia de este trabajo [...] de fabulación, continúa Taussig, se extiende más allá

de la calidad de pesadilla de su contenido. Su característica realmente fundamental

estriba en la forma como crea una realidad incierta a partir de la ficción, dando forma y

voz a la forma informe de la realidad en la cual la relación recíproca inestable de la

verdad y la ilusión llega a ser una fuerza social fantasmal (2002; 157).

Modos de imaginación y de representación de la diferencia de este tipo han aparecido en

distintos sitios y temporalidades. El otro creado así, como antípoda del “uno” que enuncia

toma sentido a partir del deseo de distanciamiento. El aura de maldad que destelló en torno a

la turba linchadora no es creación propia de “los castellanos”, contemporáneos de los que

Guillermo habló, como vimos en el capítulo anterior, la idea de la sedición es una pervivencia

del pasado colonial. El propio término “castellano” es un buen índice de su procedencia. Lo

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que sí es meritorio de ellos es el celoso resguardo de la separación. Pero la separación posee su

propia dialéctica, que, en juego con el sostenimiento de la diferencia, amasa el sustento sobre

el que el extrañamiento amenazante se erige. Elucubrando que el otro posee una propensión

para hacerse turba, y que al serlo es capaz de traer la justicia, Guillermo le otorga una fuerza

mágica que el “uno” (castellano), que él habita, no posee. Se trata de esa fuerza que, según

Taussig, es propia “del salvaje”. Esta magia es la que Guillermo estaba invocando cuando

pidió que los “indios” debían encontrar y linchar a los asaltantes. Así, “los indios” ofrendan su

cuota para la estabilidad del mundo, su actuar tumultuoso ofrece retomar el orden que ha sido

trastocado. Más, su aparición activa estados de alerta que dejan abierta la posibilidad para que

el terror y la incertidumbre vuelvan y se repitan. Si volvemos a la declaración de Guillermo,

notaremos que, en su teoría, el sospechoso de ser asaltante y “los indios” eran los mismos. La

suposición de que compartían identificación le sirvió para explicarse la pasividad de sus

vecinos. El se apoyaba en la creencia de que la separación entre “ellos” y “uno” es efectiva y

que presupone modos disimiles de inteligir y de actuar. Cuando el conato de linchamiento

estaba en marcha, para el “uno” (castellano), que Guillermo habita, la figura de la turba

desplazó las certezas y la voluntad de justicia. La carga ominosa con la que ésta es dotada se

sobrepuso al mal que debía corregir, entonces, el mal se hizo doble; además de haber una

banda de asaltantes, ese día también hubo una turba en la aldea. Como puede observarse, las

crisis de seguridad que ponen en riesgo al cuerpo social en su conjunto no funden la

separación, por le contrario, ésta se fortalece hasta convertirse en un modo de cognoscibilidad

que de hecho es tautológico. La separación ahonda la distancia y obscurece su propia

epistemología.

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El trabajo de los rumores

La muerte justiciera, ejecutada mediante el acto de linchar, depende de un proceso complejo

cuyo punto de partida es la identificación de una amenaza de seguridad. Punto seguido, se

producen las pruebas y el tipo social matable debe ser fijado a una o varias personas. Si no

existen sospechosos, el acto de muerte no puede conducirse. Para quienes participan en el

linchamiento, generalmente éste adopta la forma de un “proceso” que incluye averiguaciones,

conjunción de pruebas y deducciones, dicho con otras palabras, desde su perspectiva, el

linchamiento es todo, menos caótico y espontaneo. Los problemas comienzan desde el

momento en que la información, a partir de la cual el proceso es conducido, depende de

géneros “no institucionalizados”, según la definición de Alejandro Paz (2009). En esta sección

destacaré el trabajo que los rumores cumplen en el proceso de hacer la justicia mediante actos

de linchamiento. Si bien, existen situaciones en las que la separación se acentúa ampliando el

espacio existente entre “uno”/“nosotros” y “ellos”, las interacciones cotidianas de los

fraybartolomences ocurren en entornos de relativa afabilidad. En contextos como el del conato

de linchamiento en Boloncó, la insistencia para mantener la separación se convirtió en la razón

de la limitada cognoscibilidad. El deseo de hacer justicia, que prometía unificar a los vecinos

de la aldea, terminó siendo subsumido por la fuerza de los estereotipos desde el momento

previo a la puesta en marcha del linchamiento. En situaciones con estas cualidades, la potencia

curativa de la turba puede sustituir al mal que la muchedumbre desea corregir.

A principios de julio de 2015, dos presuntos asaltantes fueron linchados en San Benito

Calle Dos, una aldea conurbana a la cabecera municipal. Cuando el “hecho” ocurrió yo me

encontraba fuera del pueblo. La primera semana de agosto, cuando volví, el linchamiento aún

era tema de conversación. Una de esas mañanas, platiqué con Eva y con Alejandro, ambos

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eran empleados del municipio, Eva trabajaba cobrando los derechos de plaza en el mercado y

Alejandro era el juez. Intentando ponerme al día con las novedades locales Eva me hizo la

siguiente pregunta: “¿Sabe que hubo un linchamiento?”. Yo había leído la noticia en el

ElPortaldeFray, además, otros amigos me habían proporcionado sus propias versiones de lo

ocurrido^. Sin esperar respuesta, Eva me presentó una síntesis del hecho, de la que reproduciré

un fragmento.

- Eran de Chahal. Los acusaron de robo. Dicen que querían asaltar a un mototaxista.

Esos indios son malos, mire usted: les prendieron fuego y ahí los tuvieron sufriendo un

gran rato. Dicen que les echaban chorritos de gasolina y les decían, no los vamos a

matar, sólo queremos que nos digan quiénes más andan con ustedes [. . .] “El primero sí

era asaltante, pero el otro no” [...]

- Yo no fui, yo sólo estoy esperando microbús, [explicaba el inocente mientras lo

golpeaban] [...]. Ni mierda, vos también andas asaltando, pisado [insulto]. [...] Los

amarraron usted, y empezaron a verguearlos [golpearlos]. A todo esto, eran como las

seis de la tarde. Pero dilataron, un gran rato los tuvieron ahí. Primero los amarraron de

pies y de manos y los tiraron al suelo, en la pura calle. Ahí los tuvieron. Mi sobrina fue a

ver, dice que después que los amarraron, llegó un indio con un poco de gasolina y dice

que les dijo: aquí los vamos a tener, no los vamos a matar, sólo los vamos a hacer que

nos digan por qué andan chingando [robando]. Mire Luis, dice que le echaban chorritos

de gasolina y les tiraban un fósforo; subía la llamita y se apagaba. Dice que los pisados

[ladrones] se retorcían y entre ellos intentaban apagarse el fuego. La cosa es que así los

tuvieron un gran rato.

- Oiga usted ¿y no llegó la policía?, le pregunté.

- ¡Bien hombre! pero esos pisados [los linchadores] ¿qué se los iban a dar? Los

antimotines [escuadrón antidisturbios] llegaron, pero se ahuevaron [asustaron]. No

Elegí presentar la voz de Eva por dos razones principales: me interesa destacar la densidad que el rumor alcanza en el tratamiento narrativo de temáticas de este tipo y porque ella jugará un rol protagónico en la etnografía de este y los próximos capítulos.

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quisieron entrar. Si de ahí se los llevaron hasta como a las ocho, para el hospital. Dicen

que todavía iban vivos, pero ya no aguantaron porque llevaban quemaduras de 80

grados. ¿Así es verdad, de 80 grados? Ya no se lograron los pobrecitos. Pero está bueno

usted, así se les quita la maña de andar chingando [molestando/robando].

- No usted, eso es demasiado. Mejor que los entreguen, le dije, pero no conseguí

persuadirla.

- Mire Luis: se los lleva la policía ¿qué pasa? A los días andan ahí sueltos otra vez: ¡a las

mismas! Esa gente no apriende [aprende] usted, así quiere, me respondió.

- Usted ¿pero ni la jueza [de paz] o el alcalde; nadie llegó?

- ¡Qué putas! [No]. Al ver ese gentío ahí cualquiera se ahueva [asusta]. Aunque sea

autoridad, esos no respetan, capaz que también le prenden fuego. [...] Si aquí hay que

tener cuidado, ya lo queman a uno. Si yo un día le salvé la vida a un muchacho en el

mercado. El pisadito [muchacho] era de esos que venden pomadas y babosaditas de esas

[artículos menores]. Puso su puesto ahí en el mercado. Yo acababa de ir a cobrarle,

cuando llegó un pisado [individuo], así canche [rubio] grandote: ¡mirá vos hijueputa, vos

me robaste la billetera: devolvédmela! ¡Yo no fui, yo no soy ladrón! ¡Bien, cerote

[insulto]! una señora me dijo que vos fuiste. ¡Este es ladrón!, ¡me sacó el pisto [dinero]!

Se empezó a juntar la gente, en un ratito así hacía el gentillal, una rueda le habían hecho.

El pobre patojo [muchacho], ahuevado [...]. Quémenlo, quémenlo, decían. Y yo

ahuevada ¿saber en qué vergueo [problema] me iban a meter? En eso me metí

[intervino] y le metí un su vergazo [le dio un golpe], le quité la canastita y le dije:

ahorita te vas a la mierda [que se retirara], ¡ándate!, ¡no te quiero ver aquí! Yo estoy

tratando de ordenar las ventas y vos sólo problemas me estás causando. Lo agarré a

empujones y me lo llevé entre el gentío. El muchacho no había sido. La vieja lengona

[chismosa] saber qué vio. Yo lo vi que no se había movido desde que llegó, si le acababa

de ir a cobrar. A punto que lo quemaran estuvo. Después, no hace mucho lo vi: gracias

usted, me dijo, aquel día me salvó. Pero mire, le juro que no soy ladrón, yo ni había visto

a ese señor.

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En su relato Eva empleó las formas impersonales, “dice” y “dicen” para referir sus

fuentes de información. Ella no presenció el linchamiento de San Benito Calle Dos, lo que me

contaba provenia de voces ajenas que no identificó. Supe así que estaba contándome un rumor.

Según ella, el linchamiento se debió también a un rumor: alguien alertó sobre la presencia de

asaltantes en la ruta: “están queriendo asaltar a un tuctuquero/mototaxista”. Además, dijo, una

de las víctimas del linchamiento era inocente. Del segundo episodio sí fue protagonista.

En Fray Bartolomé, los rumores emergen en contextos que abordan incertidumbres

sobre seguridad, en algunos casos, alcanzando altos grados de densidad narrativa. Los rumores

constituyen un género de habla “no institucionalizada” (Paz, 2009), pues transmiten

información que escapa a la posibilidad de la verificación. Un rumor confirmado o desmentido

deja de ser rumor. Los rumores se intensifican en momentos de crisis, cuando los canales por

los que la verdad oficial debe transitar fallan, o cuando no existe verdad oficial. Creando o

replicando un rumor, uno está dando paso a la posibilidad de que algo haya sucedido o que

suceda, y con ello, reclamando para sí “un lugar en el circuito que hace posible la circulación”

(Rafael, 1995: 117-118). Las formas verbales “dicen” y “se sabe”, que Eva empleó,

impersonalizan la autoría de la información, en su lugar, refieren a voces ajenas y anónimas.

El tratamiento discursivo de los linchamientos, ya sea a través de rumores, materializa la

sensación de que existen fracciones de la vida social propensas a convertirse en nodos de

crimen y delincuencia, la existencia de estos espacios amenaza la continuidad de los frágiles

órdenes sociales. De ahí que muchos relatos presentan los linchamientos como contestaciones

a la (in)capacidad para garantizar la protección que fuese únicamente a través de medios que

no sean violentos. Así, matar puede también ser un acto de justicia. La retórica sobre

linchamientos intenta llevar a la sociedad a un estado idealizado de armonía, restableciendo

equilibrios mediante el ejercicio de su propia violencia privada, mas como el acto de matar

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suele asirse a partir de la incertidumbre que el propio crimen trae, los rumores terminan siendo

la principal fuente de información a partir de la cual se discierne. En estos contextos, ellos

cumplen un doble juego comunicativo: contribuyen a producir la figura del tipo social matable

y a orientarlo hacia aquellos en quienes la figura puede corporizar; y, consecuentemente,

elaboran el linchamiento como un acto de seguridad y de interés común.

La dimensión de segurízación que el linchamiento adquiere, aspira a presentarlo como si

se tratara de actos de contestación civil a la incapacidad de la justicia gubernamental para

contener al crimen y la delincuencia. En los relatos sobre linchamientos, ésta suele ser

presentada inadecuada, no por lo que es, sino por la ligereza de sus procedimientos. Como dijo

Eva: “a los dias andan ahi sueltos otra vez”, refiriéndose a que cuando la policía detiene a

delincuentes, pronto los deja en libertad. Efectivamente, el sistema penal es ineficiente y la

corrupción policial es elevada. Conviene señalar que según las propias estadísticas

gubernamentales, sin embargo, el impulso para hacer la justicia mediante el acto de matar, no

es sólo reacción a la ineficiencia de la justicia oficial. De hecho, el adjetivo “ineficiente”

puede estar inadecuado, pues, en la cultura popular, los tribunales no son un referente para

hacer justicia clara. En muchos casos, cuando las personas ansian la justicia estatal, antes que

imaginar tribunales y jueces, piensan en los aparatos de control y vigilancia del autoritarismo

militar, cuestión que de nuevo nos vuelve al recurso de la violencia. Aún así, en esta localidad,

los rumores sobre linchamientos ponen en circulación alter teorías que develan inquietudes

locales de (in)segurídad, articulando percepciones sobre las transformaciones políticas, que la

gente resiente como adversas. Efectivamente, los rumores muestran una tendencia que elabora

al estado como agente de la seguridad, las más de las veces, a partir de nociones de ausencia,

debilidad o incapacidad.

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Quienes trasmiten rumores aspiran a producir la información necesaria para el

discernimiento social de la situación, sin embargo, debido a que ésta se arraiga en espacios

movedizos y confusos, rápidamente puede ser contradicha muchas veces por otros rumores.

De ahi que entre más diverso sea el espectro de rumores en circulación, mayor es la dificultad

para hacer conducir el proceso de producción de pruebas y de fijación de la figura del

criminal. En el relato de Eva, el segundo linchado de julio de 2015 era inocente. De los dos,

uno fue sacrificado por la turba, y el otro, salvado; salvado por ella, que, aunque aprobó la

muerte de alguien más, juzgó malvados a los linchadores. En cambio, para Jonás, otro

interlocutor, quien dijo conocerlo, éste era culpable. Jonás es profesor en la escuela primaria

de San Benito Calle II. Con Jonás platiqué de los linchamientos varios meses después, cuando

otro linchamiento ocurrido en una localidad distante, nos hizo recordar el caso. Según él,

haber conocido a los linchados le autorizaba para confirmar su historial delictivo: el primero

era hijo de un amigo de su familia, un individuo dado a las estafas; el otro habia estado en la

cárcel por una acusación de robo. Desde su perspectiva, y aunque nuestra plática tomó lugar

varios meses después del linchamiento, la información que él poseía despejaba las dudas sobre

la responsabilidad criminal de dos individuos. Para él, no se trataba de rumores sino de

verdades venidas a través de las relaciones con su parentela. A su manera, estaba aportando las

pruebas que hacían justo el acto de muerte.

Jonás no sólo se esforzaba para argumentar la causa contra los linchados, también

intentó justificar las muertes como una suerte de designio organizado con base en premios y

castigos advirtiéndome lo siguiente: “si usted no se mete en nada, nada le pasa [...]; al que

algo le pasa es porque en algo andaba metido”. Él, por supuesto, en nada se “mete”, por lo

tanto, a él “nada le pasa”. Los sujetos matables, en cambio, sí andaban “metidos en algo”. Con

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la vehemencia que exculpó los linchamientos, como lo había hecho Eva, Jonás rechazó la

posibilidad de sumarse a uno. Declaraciones contradictorias como las suyas, que aprueban el

acto de matar pero rechazan la posibilidad de ser parte de él, son comunes en el habla de la

muerte justiciera. Un linchamiento, siempre o casi siempre, es algo que se descarga en otros.

El hablante ubica a su yo en una posición distante. La muerte a través de linchamientos

corresponde al dominio de “ellos”. Esta contradicción se hilvana en la compleja dialéctica

entre la constitución moral del yo social y la producción de la seguridad como bien público e

impersonal. Mientras hacer la justicia mediante la muerte del criminal es un acto de

aprobación social, la implicación individual aparece moralmente sancionado. Por esta razón, la

potencia justiciera necesita del anonimato o de la impersonalización del sujeto dador de la

muerte. Con esto no quiero decir que quienes linchen sean desconocidos, sino que en el

discurso así son elaborados. En este escenario, la significación ambivalente del linchamiento

potencia la mística justiciera que lo reviste, pero también lo hace moralmente incómodo para

el yo hablante. Si la autoría del linchamiento se individualizara, posiblemente el hablante

presentiría que él ha cometido una infracción moral. Entonces, el mal lo habría alcanzado y lo

convertiría en un sujeto matable. La sentencia de muerte no puede depender de su propia

conciencia, para que el acto sea justicia debe ser impersonalizado.

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IV. Asesinatos

Movamos la atención hacia prácticas de muerte menos espectaculares que en el sigilo eliminan

a sujetos peligrosos. Pensemos en asesinatos y en sicariato. Veamos qué otros fantasmas hacen

aparecer. Por asesinatos entiendo un acto de muerte premeditado; sicariato, por su parte,

corresponde a un asesinato realizado por encargo de alguien más, usualmente implicando un

pago. El sicariato implica un nivel de profesionalizadón del trabajo de la muerte. Los índices

de asesinatos de Fray Bartolomé están por debajo de la media nacional, según los registros

policiales de 2014 y 2015, Fray Bartolomé ocupó la posición 78 de 340 opciones, reportando

un promedio de 16 asesinatos anuales. Las estadísticas gubernamentales compartimentan los

casos en una serie reducida de categorías que poco dicen del contexto de la muerte. La

información más detallada ofrecida corresponde a las causas de la muerte y al tipo de objeto

que la causó. En estos términos, todas poseen los mismos valores: son números que por sí

mismos indican alzas o bajas en las tasas de violencia. Sin embargo, el tratamiento local hace

que las estadísticas pierdan la ligereza y que los números adquieran biografías.

El conocimiento de cada asesinato trae consigo el deseo de estabilizar el acto de matar

mediante la producción de una verdad, lo que se desea saber es la causa o la razón de la

muerte. La mayoría de las veces esta información es producida con facilidad, generalmente

sucede así cuando asesino y asesinado poseían una historia previa. Los motivos que instan un

asesinado de este tipo son diversos, pueden ir desde respuestas a agravios patrimoniales,

defensa del honor personal y familiar, deudas, conflictos, etc. Así, las muertes que resultan de

pasiones efímeras generan poca expectación, más allá del malestar con el excesivo número de

casos. En síntesis, ellas dan forma a un amplio abanico de prácticas de violencia cuyo

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tratamiento narrativo se hace con términos de familiaridad, antes que de extrañeza. En un

contexto en el que desear la muerte de alguien puede funcionar más como recurso de

distención social, la muerte también puede ser contemplada entre las alternativas para la

resolución de diferencias y conflictos personales. Dicho de otra manera, matar a adversarios es

una opción cuando las medidas de persuasión no violentas dejan de funcionar. Si el otro

dispone de iguales recursos de muerte, quizá ésta sea asumida solamente como un trágico

desenlace de un drama sin otro final posible. Existe, sin embargo, otro amplio espectro de

muertes violentas cuyo tratamiento narrativo es distinto. Linas corresponden a actos

conceptuados como “limpieza social”, otras aparecen inexplicables, debido a que no existe o

no se posee la información necesaria para conocerlas a cabalidad, y están aquellas que

materializan el actuar criminal. La “limpieza” y la muerte producida por el crimen pueden

aprehenderse como extremos de una misma relación. Si las muertes derivadas de conflictos

personales son inteligidas como recursos extremos, la limpieza social es recibida como acción

sanadora y de desinfección social, contrapuesta a la acción criminal. Las muertes que se tornan

dificultosamente cognoscibles pueden desplazarse entre uno y otro extremo, intensificando los

sentidos de la desprotección. Ocurre cuando el conocimiento previo es insuficiente para

estabilizarla. Si bien, el esbozo anterior sirve para ordenar los extremos, en la práctica, la

situación es confusa y no pocas veces caóticas. Las más de las veces, los casos radian entre

una y otra opción generando tantas certezas como inquietudes. En este capítulo, la atención

está puesta en este amplio espectro de formas de muerte violenta que se desplazan entre el mal

y la curación, intentando ponerlas en diálogo y tensión con el trabajo de muerte y de curación

realizado a través de linchamientos. La discusión busca mostrar momentos en los que las

categorías de mal y sanación limitan las posibilidades para la cognoscibilidad de las fronteras

del trabajo de muerte.

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Confusiones

Entre agosto y diciembre de 2015, sucedieron varios asesinatos que dispersaron sensaciones

de expectación e intranquilidad. Además de las muertes, durante ese periodo hubo varios

robos y algunas protestas callejeras, similares a las revisadas en los capítulos anteriores. En

medio de la agitación, también surgieron rumores que anticipaban la articulación de un grupo

de limpieza social que traería de nuevo la calma al pueblo.

Primero fue un comerciante de abarrotes de más de cincuenta años, a quien

desconocidos dieron muerte cuando volvía de su trabajo. El crimen ocurrió cerca de su casa de

habitación, entre las ocho y las nueve de la noche. A pesar de haber ocurrido en una calle que

a esa hora aún estaba transitada, nadie reportó los disparos. El cadáver fue descubierto horas

después por unos amigos a quienes la ubicación del vehículo les pareció irregular. El fallecido

era un individuo que gozaba de reconocimiento local por ser “un hombre trabajador”. La suya

era una historia de éxito económico, de las que gustan a los pioneros. Había llegado de un

pueblo lejano buscando un lugar donde ganarse la vida, y, en el lapso de dos décadas, se

convirtió en uno de los comerciantes abarroteros más exitosos del municipio. Su vida era casi

ejemplar: “no se metía con nadie”, replicaron varias voces de asombro. La historia personal de

este individuo ubicó su muerte fuera del radio de la “limpieza”, y de aquella derivada de

conflictos de índole personal, pues no existían indicios que apuntaran en esta dirección. De las

categorías conocidas, la más próxima fue el crimen. Las primeras búsquedas, canalizadas a

través de rumores, indicaban que todo se debía a una extorsión mal realizada.

El primer día de septiembre, una mujer fúe acuchillada en el prostíbulo sin licencia en

donde trabajaba. De ella no hubo mucho qué decir, pues tenía poco tiempo en el pueblo. Su

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nombre de pila era desconocido para los vecinos, quienes sólo supieron de ella después de que

había sido asesinada. Pronto se supo que era hondureña y que el pueblo sólo había sido un

punto en su tránsito hacia Estados Unidos.

Una tarde de domingo, después de que los primeros dos crímenes habían ocurrido, me

encontré con Eva. Recostada en la hamaca, ella intentaba aliviar el calor de la temporada. Ese

día, Eva estaba especialmente preocupada por el desarrollo de los “hechos” (un término que

alude a actos de violencia en formato de noticia). En ambos casos, había emociones

comprometidas. Varios rumores que habían estado circulando en el pueblo ubicaban a un

amigo suyo como sospechoso del asesinato de la chica, y otros, implicaban a su hijo en el

asesinato del comerciante. Con base en nuestra conversación hago la siguiente reconstrucción.

- Beto [su amigo] no fue.

- Por qué está segura que él no fue, le pregunté.

- Yo sé por qué se lo digo.

La teoría de que Beto era el asesino se difundió desde el día siguiente del “hecho” y fue

atribuida a algunos de los clientes del prostíbulo. Aunque la policía acudió al lugar y tomó

declaraciones a la propietaria y a otras trabajadoras, ninguna identificó al responsable. En los

siguientes días, las acusaciones contra Beto se fortalecieron y pronto surgieron rumores que

indicaban que el asesinato había sido el desenlace de un conflicto relacionado con menudeo de

drogas. A la siguiente semana, Beto abandonó el pueblo, cuestión que, para muchos de mis

interlocutores, confirmaba su responsabilidad en el homicidio. Las personas que me hablaron

de este homicidio dijeron no haber tenido conocimiento de la chica hasta después de que fue

asesinada, Eva, en cambio, sí la conoció. Beto y ella eran asiduos del lugar, además, la

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propietaria del establecimiento era amiga suya. De alguna manera, Eva presentía que ella

también estaba involucrada en el asesinato. Aquella tarde, antes de introducirse a un laberinto

de historias que involucraba envidias y robo de drogas entre compañeras de trabajo y desfalcos

al establecimiento, Eva intentó persuadirme de que el asesinato de la chica era un asunto de

poca trascendencia. El asesinato del comerciante, en cambio, le era más cercano y

preocupante, pues involucraba a su hijo. Eva tiene una propensión particular para atribuir a las

mujeres cierto potencial de perversidad que envicia a los hombres. Nunca conseguí

comprender a cabalidad sus motivos para hacerlo. En esta localidad no es extraño que algunas

madres juzguen a otras mujeres como causa de los males de sus hijos, pero ella se exacerbaba,

a veces hasta el punto de escandalizar a su audiencia. Así, encuadró la participación de su hijo

en el asesinato del comerciante:

- Cállese Luis, Abel [su hijo] tuvo que irse huyendo.

- ¿Cómo así?, ¿él qué tiene que ver?

- Miré pues, lo que pasa es que le dijeron que los familiares de don Remigio [el

comerciante asesinado] lo andan buscando para quebrarle el culo [asesinarlo] porque

creen que él era de los que le daban droga a la patoja bruta [muchacha tonta] [está

refiriéndose a una de las hijas de don Remigio].

¿A cuál patoja?

La hija de don Remigio, hombre. ¡Hay Luis, ¿usted no sabe cómo está esa mierda

[asunto] pues?!

-No.

- Mire pues: la hija de don Remigio, esa patoja era compañera de Paty [amiga de Eva],

por ella fue que expulsaron a la Paty del colegio porque le hallaron droga y para salvarse

dijo que Paty ¡bruta! se la había dado; como sólo juntas andaban [...]. Esa patoja era

novia de El Chatio [uno de los amigos de Abel] [...] Don Remigio le halló droga a la

patoja. Le metió una gran vergueada [castigar a golpes] y la hizo que le dijera quién se la

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daba. La patoja metió a Abel, dijo que él y El Chatio se la daban. El domingo pasado

llegaron dos hombres armados, son familiares de don Remigio, a querer sacarlo de la

iglesia [a Abel], pero ahi estaba el papá de mi hija [segundo esposo de Eva]. Salió y dice

que les dijo: qué quieren con Abel, yo a este patojo lo quiero como que si fuera mi hijo

[su padrastro]; esto es una iglesia, aqui no pueden venir a estar molestando. En la noche,

cuando Abel llegó [a casa de Eva] me lo traje a que viniéramos a aclarar ese chisme con

la vieja [la viuda de don Remigio]. Mire usted, le dije yo; quiero que aclaremos esas

habladas [rumores], llame a su hija y aqui delante de mi cara quiero que diga si es cierto

que Abel le daba la droga. Salió la patoja, toda bruta [tonta], solo agachó la cara, no dijo

nada. Puras mentiras.

Ya. Pero si la hija de don Remigio le dijo a la mamá que Abel no era el que le daba

droga, entonces ¿por qué Abel se fue?, le repliqué.

Porque los familiares siguen necios, dicen que ellos fueron [que Abel y sus amigos

cometieron el crimen]. Como esos andan juntos fumando marihuana. Por eso.

Si pues. Pero no entiendo, qué tiene que ver la patoja [la hija de don Remigio] con que

hayan matado al señor.

Lo que pasa es que a los familiares les fueron a decir que El Chatio mandó a matar al

viejo porque le había dicho mierdas [calumniado] de que le estaba dando droga a su hija.

Ah. Quiere decir que El Chatio mandó a matar al viejo porque ya traían problemas,

pregunté.

Sí. Pero dicen que también lo estaban extorsionando.

No entiendo, protesté.

Es que al viejo lo estaban extorsionando. Ese día que lo mataron le estaban exigiendo

veinte mil quetzales (US$ 1600). Por eso lo mataron, porque no los dio [...]. Pero él,

dicen que no le había dicho nada a la mujer [su esposa], para no preocuparla. Entonces,

los familiares creen que Abel y sus amigos eran los que lo estaban extorsionado, pero

esas son pajas [mentiras]. Lo que dicen los familiares es que fue el grupo de patojos

mariguaneros, por eso los andan buscando para quebrárselos [asesinarlos]. El Chatio,

dicen que dice que él no se va a ir porque no fue él. Ahí anda para arriba y para abajo como si nada.

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Del complejo enredo protagonizado por el grupo de amigos de Abel, del que la hija del

difunto formaba parte, Eva formuló una teoría del crimen fundada en los rumores que

circulaban en el pueblo. Según esta teoría, a la amenaza de la extorsión, que sólo el difunto

conocia pero que después se popularizó, los parientes sumaron el malestar familiar hacia Abel

y sus amigos, derivado del hecho de que “ellos” iniciaron a la chica en el consumo de

marihuana. En un juego por demás confuso, ambos factores se funden: los amigos que le

daban la droga a la chica son también los extorsionadores. Si bien, la hipótesis de la extorsión

no pagada como móvil del crimen se hacía cada vez más popular, debieron pasar varios días

antes de que alguien más vinculara a los muchachos con el crimen. Ciertamente, Abel y sus

amigos generaban suspicacias, no sólo por su consabido habito de consumir y menudear droga

en el pueblo (marihuana, cocaína y crack), sino también porque eran asiduos protagonistas de

peleas callejeras. Yo conocía a los muchachos acusados de ser los extorsionadores. Abel y El

Chatio visitaron una de las casas donde me alojé durante el trabajo de campo, que fue también

donde conocí a Eva. Los muchachos contaban historias que yo tomaba como fantásticas

alucinaciones de sus deseos de grandeza. Muchas de las opiniones, que sobre ellos había

escuchado en el pueblo, les eran desfavorables. Así que, asociarlos con el crimen, como

ocurrió después, no sería difícil. Ellos encarnaban al tipo criminal sobre quién posaba el deseo

de muerte, de forma similar a como lo hicieron los hermanos de Boloncó acusados de haber

asesinado al conductor del camión en Maripec, en marzo de 2013. Los días pasaron y la teoría

de la extorsión no pagada, como móvil del asesinato, tomaba fuerza. La extorsión es uno de

los delitos que más intranquilidad genera entre quienes presienten que pueden ser víctimas de

los criminales. Su existencia acercaba la posibilidad de que alguien más fuera extorsionado, y,

más aún, que fuera asesinado. La muerte del comerciante adquiría cada vez más esta doble

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carga de negatividad. Fundamentar la existencia de una banda de extorsionadores en el pueblo

era clave para activar los mecanismos de la “limpieza”. La explicación requerida, además de

aclarar lo sucedido, debia traer consigo un halo de sanación capaz de unificar bajo su manto

un poco del mal aquejado. La muerte de un hombre como él era de un peso particular, los

causes narrativos que buscaban hacer sentido no podian ser distintos: el mal habitaba cerca y

debia ser expulsado. Como Eva me comentó esa tarde de domingo, mientras la hamaca

chillaba en hipnótica frecuencia, Abel y dos de sus amigos habían dejado el pueblo porque

temían ser ajusticiados. Con ellos fuera, los ánimos justicieros se calmaron momentáneamente,

aunque el malestar no despareció. El ambiente continuó apreciándose distendido.

El catorce de septiembre, mientras la conmemoración de la independencia nacional

embelesaba a los vecinos, “desconocidos con el rostro cubierto”, según el reporte presentado

por ElPortaldeFray, asaltaron las oficinas de una cooperativa de mujeres ubicada en una aldea

conurbada al pueblo. Tres mujeres y una niña que estaban en el lugar fueron amedrentadas por

los delincuentes.

A principios de noviembre, los cadáveres de dos jóvenes aparecieron flotando en el río

Fray, o más bien dicho: reposaban en un remanso junto a otros desechos (ramas y hojas caídas,

plásticos, etc.). Pocas personas vieron los cadáveres, y no los pudieron reconocer. La mayoría

sólo supo de ellos atreves de los rumores que los sucedieron. Yo sólo supe de ellos después de

que habían sido levantados, cuando su identidad seguía siendo desconocida. La explicación

más socorrida fue que “quizá” eran ladrones ajusticiados, posiblemente alimentada por las

inquietudes previas. Un día después del hallazgo hablé con Francisco, un muchacho de poco

más de 20 años, con quien regularmente me encontraba en grupos de amigos y quien trabajaba

en la municipalidad. El estaba seguro de que los chicos, a quienes no conoció, “en algo

andaban metidos”. Para él, esa debía ser la causa de la muerte. En este contexto, la expresión

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funciona como instancia de descargo que asocia al cuerpo con el crimen. Funciona asi porque

no habian sido identificados y porque los sucesos recientes favorecian el desear la muerte de

alguien más, alguien que pudiera ser aproximado con la figura del criminal a quien debia

matarse. Pero Francisco estaba tranquilo, pues sentía que la muerte violenta no estaba cerca de

él. Es más, pensaba en los cuerpos que flotaron en el rio como actos de seguridad. Para él,

alguien los mató debido a que “en algo andaban metidos”. Estas muertes fueron asi, indicios

de “la limpieza”, aun cuando la identidad y los motivos permanecían desconocidos. Unos días

después de haber platicado con Francisco, Jeremías y yo caminábamos por la orilla del río,

cerca de donde los cadáveres fueron encontrados. Jeremías es un maestro de primaria de la

misma edad que Francisco. Ese día, el río estaba especialmente crecido a causa de las lluvias

de la temporada. Fuimos porque yo deseaba ver la fuerza de la corriente. Estando en el sitio

donde los cadáveres “aparecieron”, le pregunté que si sabía por qué los habían asesinado y

cuánto tiempo pudieron haber permanecido en el río antes de que los encontraran.

- Es que mirá vos, eso es algo que alguien lo hace, reflexionó refiriéndose a que habían

sido ajusticiados.

- ¿Quién es ese “alguien”? le pregunté.

Como Francisco, Jeremías también opinaba que los muertos “en algo andaba metidos”,

pero él tampoco los conoció. Todo era presunción, que atendía a los estados afectivos del

momento y a las circunstancias de la muerte.

- Hay contactos que les informan a estos señores de lo que está pasando y les piden que

se deshagan de ciertas personas”. [Ellos] “investigan las acusaciones que le llegan y si

las confirman, ordenan a sus sicarios que actúen”.

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- Pero ¿quiénes son los señores?

Jeremías era esquivo. No podía nombrar, no porque no quisiera sino porque las certezas

no le alcanzaban para hacerlo. La posibilidad más cercana era expandir el territorio de los

rumores, y el encuadre de nuestra conversación exigía otro tipo de fuentes. Aun así, se atrevió

a avanzar un discurso que lo hacía sentirse empantanado a causa de que las palabras no fluían

como él hubiera deseado. Existen nombres que es difícil pronunciar, y otros, cuando designan

fuerzas opacas, son difícilmente aprehensibles. Se trata de fuerzas que se escabullen, que en el

tránsito de la mente a la lengua se evanecen: a eso nos enfrentamos aquella mañana. Jeremías

titubeó antes de dar un nombre, que, después de un momento de silencio, sustituyó por otro; si

no había sido el primero, entonces fue el otro, pero “alguien” ordenó la muerte.

-Sí. Ese también hace eso, dijo para sí mismo.

Le pregunte entonces si “los contactos” son accesibles. Digamos, si uno quiere encargar

algo ¿puede llegar a ellos?

-Sí, respondió.

-De nuevo pregunté: acaso él puede acceder a ellos.

La respuesta volvió a ser afirmativa, seguida de una advertencia.

- Sabiendo, uno llega.

Dos días después del hallazgo de los cadáveres en el río, cuando volvía de la casa de

unos amigos que me habían invitado a cenar, me encontré a otro Moisés, otro muchacho no

mayor que Jeremías y Francisco.

- No andés en la calle a estas horas. Dicen que van a empezar a rondar, no quieren que

nadie ande en la calle después de las nueve, me dijo.

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- ¿Quién te dijo?, le pregunté.

- “Así me dijeron. Mejor tené cuidado, respondió.

Mi encuentro con Moisés tomó lugar en “la calle principal”, en el centro del pueblo,

poco después de las nueve de la noche. El volvía de un partido de fútbol, yo volvía para mi

casa. Como íbamos en la misma dirección caminamos juntos dos o tres calles. Cuando Moisés

me advirtió que “van a empezar a rondar”, no pregunté a quién se refería porque supe que

estaba pensando a alguien difícil de identificar. La expresión me era conocida, pues la había

escuchado antes. La brevedad de sus palabras dejaba espacio para intuir que aludía a una

figura de seguridad y no a una persona en particular. El enunciado omitió al sujeto, o este

quedó implicó en la acción “van a empezar a patrullar”. La forma pronominal refiere a “ellos”

(tercera persona del plural). En este contexto, el sujeto es mesurable a “los señores” de

Jeremías. Aquellos que patrullan y “los señores” constituyen un tipo social que, junto a

cuerpos como los encontrados en el remanso del río, habilitan “la limpieza social”. Como

veremos luego, la limpieza no es nueva, pero sí se aprecia actualizada.

El día 14 de noviembre ocurrió otro asesinato. Un hombre fue muerto al interior de una

cantina cercana a la terminal de autobuses. Esta muerte no trascendió. La noticia parecía traer

en sí misma la explicación necesaria para hacerle sentido: había sido producto de una riña

entre borrachos.

El 27 de noviembre mataron a Abel, el hijo de Eva, sobre quien pesaban sospechas de

haber participado en el asesinato del comerciante. Hacía sólo dos semanas que había vuelto al

pueblo. Abel, el Chatio y otro de sus amigos volvían en sus motocicletas de uno de los

prostíbulos ubicados en las afueras del pueblo. El asesinato ocurrió en la calle principal, en el

centro del pueblo, poco después de las 11 de la noche. A esa hora son pocas las personas que

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permanecen despierta, más cuando la lluvia es intensa, y esa noche fue torrencial. Aún asi,

hubo “testigos”. La dueña de un puesto callejero de papas fritas, localizado en las cercanías de

donde ocurrió el crimen, explicó que dos hombres desconocidos, que también viajaban en

motocicleta, perseguían a los amigos y que, al darles alcance, le dispararon a Abel. Las

descargas fueron certeras. El muchacho quedó tendido sobre el asfalto con el cráneo

perforado.

El 14 de diciembre, cuando ya habia obscurecido, otro joven, de 21 años de edad, fue

asesinado mientras transitaba en su motocicleta por las cercanías del salón municipal. El

muchacho pertenecía a una familia reconocida como una de las más antiguas del pueblo y era

propietario de una agencia de motocicletas. El era un “muchacho trabajador”, me dijo alguien.

Pocos tenían algo qué decir respecto a su muerte, él “no andaba metido” en nada. Primero,

escuché que “quizá” se debia a una venganza derivada de una infidelidad amorosa, luego, que

“tal vez lo estaban extorsionando”, sin embargo, ninguna hipótesis consiguió conducir a una

verdad que alcanzara el grado de coherencia que a muchos les hubiera gustado. Las muertes

merecieron distinta atención y buscaron, según cada caso, sus propias explicaciones, cuya

conducción fue desigualmente exitosa, dependiente de los recursos comunicativos y las

posibilidades de los hablantes para asir “pruebas”. Unas fueron acalladas en el instante de las

circunstancias, otras, en cambio, fueron más especuladas, especialmente la del joven

propietario de la agencia de motocicletas y la del comerciante. Sobre estos individuos no se

expusieron indicios de que anduvieran “metidos en algo”. Los cadáveres aparecidos el

remanso del río, y Abel, fueron aproximados al fantasma de la “limpieza”. Su disposición en

el paisaje local de la muerte los hizo uno de sus signos. Los tres jóvenes dieron forma a la

muerte violenta que puede ser conceptuada como justicia.

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Explicaciones incompletas

El interés analítico en la violencia criminal durante la posguerra da forma a un creciente

campo de discusión académico. Los primeros trabajos explicaban el aumento de la violencia

criminal como resultado de la ruptura del tejido social provocada por la guerra interna

(MINUGUA, 2002, 2004; Snodgrass, 2002). A estas explicaciones de corte funcionalista se

han sumado otras de mayor complejidad que exploran una amplitud de inquietudes, entre

estas: los vínculos de las violencias pasadas y las formas actuales; la desigual relación entre

geografías de la criminalidad, la pobreza y la etnicidad; los vínculos entre las modalidades de

violencia criminal, la capacidad de respuesta del estado y las formas alternativas de aplicación

de justicia basadas en concepciones culturales indígenas (Burrel, 2014a, 2014b; Bateson,

2013; Camus, Bastos y López, 2009 et. al. y 2015, et. al.; Handy, 2004; Flores, 2012;

McAllister y Nelson, 2013; Mendoza, 2007; Reda, 2015; Sharp, 2014; Sieder, 2011).

Pero este campo no es homogéneo. Algunos autores critican el excesivo peso que el

pasado ha merecido en las explicaciones de la violencia contemporánea (Juárez, 2015). Otros

sugieren tratar la violencia más como una regularidad histórica que como una excepción. En

esta línea, Regina Bateson (2013) argumenta que, en escenarios de posconflicto, las

percepciones de la violencia y la (in)seguridad suelen estar alimentadas por las experiencias

acumuladas durante el tiempo de guerra. Para ella, las guerras civiles dejan más que

consecuencias destructivas: equipan a los civiles para pensar en la seguridad a partir de nuevos

parámetros. Este es el caso guatemalteco. Bateson propone que la variabilidad de los patrones

de violencia, y de las reacciones civiles observables en la actualidad, guardan relación con las

experiencias de guerra localmente diferentes, pero, también, que se nutren de formas de

control social continuadas de tiempos anteriores y que se han adaptado a las nuevas

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circunstancias. Desde esta perspectiva, la violencia no es sólo una práctica nociva, sino que

también contribuye a producir lo social. El interés analítico de la autora está puesto en el

“vigilantismo” privado, es decir, en prácticas de seguridad y justicia no estatales o que son

ejercidas por los propios ciudadanos. Según argumenta, estas prácticas toman forma en dos

variables: vigilantismo individual y vigilantismo colectivo. El vigilantismo colectivo, escribe,

inhibe la criminalidad individual, pero es propenso a incentivar formas especulares de castigo,

como los linchamientos. El vigilantismo individual, por su parte, opera a la inversa: es

sigiloso, busca pasar desapercibido, pero es más letal.

Bateson articula su argumentación a partir del cruzamiento de una serie de variables,

entre las que se incluyen: estadísticas policiales de asesinados, homicidios y linchamientos;

mapas de pobreza, etnicidad y densidad institucional del sistema de justicia ordinaria;

estadísticas de violaciones a derechos humanos pertenecientes a la guerra; entre otras. El

resultado es una compleja cartografía de la criminalidad y de las reacciones locales. Es de ahí

de donde surgen los tipos de vigilantismo. Uno de los principales resultados del estudio de

Bateson es que los mapas de pobreza y de criminalidad no son coincidentes. Otro es que la

geografía de la violencia homicida y la criminalidad contemporánea son distintas a la de la

violencia de la guerra. Las coincidencias, según la autora, poseen otra orientación: las zonas

más afectadas por la guerra son también las que mayor población indígena poseen, y suele ser

ahí en donde los índices de linchamientos son más altos. En la misma lógica, las localidades

cuyos índices de homicidios y criminalidad son altos, también son las que menos afectaciones

de la guerra muestran, y es ahí en donde la población ladina es más numerosa. Con base en

estos hallazgos, Bateson plantea que, los patrones de vigilantismo están étnicamente

moldeados: el vigilantismo colectivo es más afín a las formas de organización indígena,

mientras que el vigilantismo individual es más común en contextos de predominancia ladina.

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Para hacer esta afirmación, la autora se apoya en el trabajo de Carlos Mendoza (2007), otro

politólogo, para quien el aumento de la violencia en la posguerra es resultado de la “debilidad

del estado”. Mendoza plantea que, cuando el estado es institucionalmente débil, las formas de

organización y acción local tienen a suplir sus funciones. Según escribe, después del fin de la

guerra, cuando el ejército fue retirado de los territorios, las poblaciones asumieron como suyas

las labores de seguridad y vigilancia que antes éste cumplía. Tanto para Bateson como para

Mendoza, el vigilantismo privado es un fenómeno propio de la posguerra que expresa la

debilidad del estado.

Si bien, el esquema explicativo de Bateson explícita la geografía nacional de la

criminalidad y la violencia homicida, también muestra varios puntos críticos. Uno es el

tratamiento de la etnicidad como variable analítica. Tanto ella como Mendoza, de quien toma

la idea, piensan la relación entre violencia y formas de organización local desde enfoques que

plantean la separación, antes que la coexistencia, y la competencia de posibilidades de hacer

justicia. Bateson analiza las particularidades de cada extremo y luego busca comparaciones.

Así, sin proponérselo, la autora termina reforzando las nociones de sentido común que dan

vida a la separación. Otro aspecto problemático del trabajo de Bateson, y que es común en la

literatura especializada, es el dificultoso tratamiento del pasado, y su peso, al momento de

formular conclusiones. Como el antropólogo Mariano Juárez (2015) nos previene, si las

violencias contemporáneas carecen de las motivaciones ideológicas que engendraron la

guerra, la posibilidad de sostener continuidades se torna dificultosa. Para este autor, la

violencia actual “es una mezcla de cicatrices mal cerradas e infecciones de largo recorrido,

pero también de nuevas y letales heridas donde se ahogan los espacios -políticos y sociales-

alejados de una violencia convertida en norma” (2015: 03). En su normalización, las

violencias contemporáneas anidan el espanto que perpleja y que engendra confusión. Aun así.

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sus significaciones develan lógicas subyacentes históricamente configuradas, que han

moldeado los imaginarios locales de seguridad. Quizá Juárez tenga razón. Posiblemente las

violencias contemporáneas no sean sólo continuación de la guerra, quizá tampoco se trate de

anómicos traumas del pasado.

Si intentamos hacer distinciones entre las racionalidades que la mueven llegaremos a

otros entendimientos. Muchas de estas violencias son significadas localmente como

intervenciones sanadoras que buscan desinfectar a la sociedad de los excesos, de los males que

la hacen fenoménicamente inasible cuando en el panorama se avizoran otras crisis. Bateson

acierta al afirmar que la violencia no sólo destruye, sino que también contribuye a producir lo

social, y que las experiencias del pasado preparan a los sujetos para hacer la seguridad y para

imaginar el orden y el desorden. En este sentido, el impulso para desear la muerte de alguien,

más como un reflejo de la desprotección, es uno de esos aprendizajes del pasado. La

performatividad de estas violencias es por demás compleja. Su tratamiento discursivo está

sujeto a una serie de procesos de cognición y recognición, que incluyen: nociones previas de

bien y de mal; elaboraciones metafóricas de la sociedad como algo orgánico vulnerable a

infecciones, pero también capaz de sanación; procesos de creación de evidencias y pruebas;

etc. Los procesos de cognición de la violencia y la criminalidad contemporáneas no siempre

consiguen la nitidez conceptual deseada por los sujetos. Así, cuando la inteligibilidad no

consigue articular las separaciones, o bien, cuando engendra confusión, la idea misma de

violencia emerge desestabilizando las categorías locales de seguridad. Situaciones de este tipo

dan paso a estados afectivos de ansiedad compartida, signando el presente como tiempo de

incertidumbres. En este punto, la violencia homicida y la turba que lincha se desplazan entre la

certeza del acto de hacer justicia y la incertidumbre de su escena violenta y caótica. Son estos

escenarios los que dan forma a la idea de la “limpieza social”.

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La “limpieza” y sus sentidos

En Guatemala, “limpieza social” es una expresión que refiere a la eliminación física de

individuos potencialmente peligrosos. La expresión correspondió, primero, a los lenguajes de

la violencia de la guerra interna. En aquel contexto, la limpieza fue una práctica realizada por

grupos paramilitares y otras organizaciones de extrema derecha. En la posguerra, el concepto

no sólo mantiene su vigencia, pero se ha enfocado en la criminalidad. Defensores de derechos

humanos constantemente denuncian que “la limpieza social” continúa, de igual forma,

periodistas escriben y hablan de casos de “limpieza social”. Muchos de los asesinatos

ocurridos en Fray Bartolomé suelen ser encuadrados como actos de limpieza. La limpieza

descansa tanto en la voluntad de unos para asumir y tomar como suya esas tareas, como en la

anuencia de otros para otorgar el derecho de muerte a agentes privados, que a la vez es

mandato moral para actuar. Las figuras justicieras y los tipos sociales matables, es decir,

aquellas personas que debido a su comportamiento se hacen eliminables, se hacen

dialécticamente. En la actualidad, los agentes, privados de la violencia justiciera, prescinden

de la legalidad del estado, de hecho, la vuelven inútil. Figuras como “estos señores” y otras,

que se organizan para sanear a la sociedad en silencio, forman parte de la imaginería popular

sobre seguridad. Ellos no ejecutan los asesinatos directamente, según la explicación de

Jeremías: investigan y “ordenan a sus sicarios que actúen”. Figuras como estas son las que

ocupan la posición del agente que realiza la “limpieza”. Tanto para Moisés como para

Jeremías, y como ocurre con el habla de los linchamientos, el trabajo de la muerte curativa es

realizado por alguien más. En ambos casos, el hablante ubica a su yo en una posición distante

del de aquel que mata. Como se observa, el agente de la muerte y el yo que reconoce su labor

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son sujetos distintos, es decir, entre ellos existen separaciones, mas estas separaciones no se

traducen en extrañamiento. A Jeremias, “estos señores” no le parecian amenazantes, él sabia

de ellos y conocia los modos a través de los cuales hadan su trabajo, pero dudo que él temiera

que los “contactos” que informan a los señores se interesaran en él. Moisés, en cambio, me

advirtió que tuviera “cuidado”, pero él tampoco se imaginaba a si mismo encamando al tipo

social matable, y dudo que él pensara que yo pudiera ser tomado como un criminal. Si me

previno fue para que yo evitara estar en el espacio en donde la acción sanadora podría tomar

lugar: la calle, después de las nueve de la noche. Como ocurrió con los linchamientos, el

trabajo sanador de la limpieza produce sus propias pmebas y aspira a hacerse “proceso”.

Durante el conato de linchamiento en Boloncó se dictaron reglas y se condicionó el entorno

buscando inhibir interferencias que estropearan la ejecución, en las palabras de Moisés, la

limpieza requiere que el espacio sea despejado: “que nadie ande en la calle”. Andar en la calle

después de esa hora puede tener dos consecuencias: la primera es que uno sea sospechoso de

estar involucrado en actividades criminales, y la otra, que si uno no es sospechoso pueda

interferir con el trabajo de muerte dispuesto para ser realizado ahí.

Escribiendo sobre modalidades de violencia paramilitar en Colombia, también

conceptuadas como prácticas de “limpieza”, Aldo Cívico argumenta que, más que una

violencia destmctiva, la “limpieza” es presentada como práctica de purificación social. “Los

actos de limpieza[...] pueden interpretarse así como un ritual político en el cual el poder se

manifiesta y se expande. A través del castigo, estos actos afirman una verdad. Como tal, están

destinados a educar” (Cívico 2015: 116). Así, la limpieza adquiere una dimensión ortopédica

que transita en dos sentidos: corrige fallas sociales mediante la eliminación de agentes

infecciosos, y anticipa a otros para que no delincan.

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Para comprender por qué “la limpieza” se mantiene en la posguerra conviene introducir

matices que aclaren sus usos en el pasado. Tales distinciones, que son ideales, también aportan

indicios para entender los sentidos contemporáneos de la desprotección. Durante la guerra, la

categoría englobó dos tipos de muerte. Una, que buscaba la eliminación de sujetos cuya sola

existencia se apreciaba como nociva para la salud del cuerpo social (ladrones, pandilleros

juveniles, vagabundos, etc.); otra, la eliminación de la insurgencia, entiéndase acá a militantes

y simpatizantes de las guerrillas izquierdistas que pudieron ser incorporados a las tareas de la

limpieza. En la primera excepción, la tarea de muerte parecía más próxima a una labor de

higienización, motivada por preocupaciones morales de apariencia despolitizadas, mientras

que la violencia contra la insurgencia explicitaba la diferencia política ideológica, dando la

impresión de ser direccionada contra objetivos más delimitados. Pero ellas también tuvieron

mucho en común. Además de esparcir el temor que la incertidumbre de sus orígenes acarrea,

producían otredades cuya existencia estaba dada en la posibilidad del exterminio. Como

Michael Taussig escribe, “esto está relacionado con la terrible función semántica de la

limpieza que crea fronteras firmes donde sólo existe la lobreguez para que haya más

lobreguez, purificando la esfera pública de los elementos contaminante” (1995: 42).

Ahora, la agentividad de la limpieza corresponde a ciudadanos particulares y no a los

cuerpos de seguridad del estado y a grupos paramilitares. Estas figuras son esquivas, difíciles

de corporizar, cosa que no ocurrió en el pasado, pues entonces “se sabía” qué era “el ejército”.

En el relato de Jeremías, “los contactos” son como “los orejas” de la guerra (informantes

particulares que delataban a supuestos subversivos), y “estos señores” se aproximan a la

imagen de los jefes militares que ordenaban las ejecuciones. La imagen de patrulleros,

proyectada por Moisés (“van a empezar a rondaf’), arroja luz sobre los escuadrones de la

muerte que se activaban después de los toques de queda, un estado casi permanente durante

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los años de mayor algidez de la guerra. En conjunción, si en el pasado, el acto de delatar se

realizaba frente a agentes estatales, ahora, el acto es imaginado como un performance frente a

agentes privados que habitan la comunidad y que asumen como suya la labor de eliminación

de los nuevos sujetos indeseables. La limpieza puede darse a través de asesinatos directos, o

bien, a través del sicariato, pero éste no es sinónimo de limpieza. Comparativamente, los

linchamientos difícilmente son definidos como actos de limpieza, aun cuando compartan

propósitos. Quizá sea así porque desde sus orígenes la limpieza ha estado vinculada al sigilo y

a la acción rápida y anónima, aun así, ambos se encuentran en el espacio donde la muerte

violenta adquiere cualidades curativas. Incluso puede tratarse de regímenes de muerte que

pretenden hacerse justicia en competencia. El sigilo actúa en silencio, con discreción, gusta de

la discreción y prefiere la noche, también es más letal, aunque carente de espectacularidad;

mientras que la acción rápida y anónima está hecha en la muchedumbre, es pública, actúa con

la luz del día y se alimenta de la espectacularidad del castigo. De estas distinciones surge una

mayor, que intenta distanciar a los linchamientos de la limpieza. Me refiero a la idea misma de

la turba, cuya posibilidad parece implícita al linchamiento. Para aquellos que temen a la turba,

“la limpieza” resulta menos amenazante, quizá porque frente a ella no presienten la hostilidad

de la separación étnica, comúnmente agregada a la muchedumbre.

En lo que pocos parecen reparar es en que la limpieza también suma a la cuenta de los

muertos. Cada nuevo ajusticiamiento, mas cuando las dudas no son completamente

despejadas, y cada muerte con causas desconocidas, sentenciada con la expresión “en algo

andaba metido”, acercan la posibilidad de que las distinciones entre el bien y el mal colapsen.

Más temprano que tarde, la curación termina fundiéndose con el mal que pretendía desterrar.

El resultado suele ser una viscosa mezcla de esperanza y de desconcierto difícilmente

discemible. Así ocurrió entre agosto y noviembre de 2015. Entonces, la sucesión de eventos

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sin explicación, o con explicaciones a medias, aumentaron la confusión, “la ola” que agitó la

violencia pareció hacerse cada vez más alta. Las nociones de limpieza que registré en Fray

Bartolomé son coincidentes con algunas formas de sicariato que Regina Bateson (2013)

definió como “vigilantismo individual”. Mientras que los linchamientos fácilmente pueden ser

emparejados con nociones de colectivismo indigena, pero mi experiencia en esta localidad me

hace pensar que la principal diferencia entre linchamientos y otras formas de violencia

justiciera no radica en la asignación de cualidades étnicas, tal cosa supondría reproducir los

ejercicios de separación que los sujetos hacen. Quizá, la clave tampoco esté en la edificación

de dicotomías del tipo “colectivismo” versus “individualismo”. A su manera, todas son

elaboradas como actos públicos, y todas producen distintas nociones de responsabilidad

individual. Que los indígenas posean formas de organización colectivas y los “ladinos” sean

individualistas puede ser más bien un efecto producido por los puntos de partida analíticos.

Los problemas de reconocimiento a los que la gente común se enfrenta, tratando estas

violencias, son diversos. El primero es cómo nombrar. En espacios poco claros, cuando no se

habla directamente o cuando los significantes están dominados por el silencio como garantía

de la efectividad de la fuerza, las palabras sólo pueden fluir en la lejanía, como la vez que

Jeremías y yo platicamos en el río, o cuando Moisés me advirtió que debía cuidarme de una

fuerza que me era ajena pero que él tampoco consiguió delimitar. La particularidad de estos

escenarios es que lo que desea nombrarse no se conoce bien, se conoce mal, o su disposición

para la extrañeza fácilmente lo inclina hacia la confusión y el caos. Parte del problema radica

en la propia constitución de las figuras. El agente que elimina sujetos socialmente perniciosos

emerge en una zona de distención moral cuya fortaleza permite el accionar silencioso. El

silencio envía un mensaje claro: lo que haga permanecerá donde sucedió, a oscuras y en

silencio. “Estos señores”, en las palabras de Jeremías, están ocultos y protegidos de la potencia

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del mal que combaten y de la debilidad de las averiguaciones judiciales que difícilmente se

adelantarán.

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V. La justicia y el mal dentro de la curación

Justicia privada y justicia de “el estado”

El 4 de marzo de 2016, sentados en la sala de su casa después de la cena, Jonás y yo

observamos a través de un telenoticiero capitalino cómo la comisaría de Cabañas Zacapa, una

localidad en el oriente del país, se iluminaba por el fuego de un incendio intencional. Frente al

edificio se observaban los restos de dos radiopatrullas también en llamas. Las tomas circularas

mostraban calles vacías. Según el presentador del telenoticiero, el incendio y los destrozos

habían sido causados por “una turba” que intentaba extraer a cuatro ladrones capturados por la

policía, a quienes deseaban linchar. A Jonás le pareció que la situación en Cabañas era

“grave”. La escaza iluminación del entorno televisado, sumado al dramatismo del presentador,

parecían darle la razón. Moviendo el rostro de un lado para otro, me dijo: “deberían dárselos,

que hagan justicia. La situación no se compone.” En el lenguaje del momento, “la situación”

nombró a la inseguridad; y hacer “justicia” devino en un eufemismo de linchamiento. ¿Qué le

entreguen los ladrones a la gente? Le pregunté en seguida. “Sí. La policía ya los va a soltar”,

me respondió.

La noticia de “los disturbios” en Cabañas nos hizo revenir en los sucesos de San Benito

Calle Dos, de julio de 2015. Coincidió que él era maestro en la escuela de esta aldea.

¿Qué sabe usted de ese caso? me preguntó.

Poco. Que eran dos muchachos que asaltaron a un mototaxista; que la gente se reunió

y los agarró. Aunque alguien, no recuerdo quién, me dijo que uno de los muertos no

era asaltante, no más iba pasando.

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- Grandes mañosos eran; sinvergüenzas. Uno era de Chamelco y el otro de Chahal. Aquí

entre nos, aquí entre nos, a ese [el individuo que según Eva era inocente], Wilmar (un

primo suyo que es abogado), lo había sacado del bote [cárcel] hacía como dos semanas.

La vez que Eva me habló de este linchamiento, en el encuentro también estuvo presente

Alejandro (el juez de asuntos municipales). Mientras ella hablaba, Alejandro se mantuvo

callado, luego intervino intentando ejercer la autoridad que la abogacía y que su puesto le

otorgaba. Volteando para donde yo estaba, dijo: “Sí, usted. Ese es un tema delicado. La

población toma medidas fuera de la ley. Eso es un delito pues, pero mire: todo por la

inactividad de las instituciones”. Diciendo esto, Alejandro anticipó una teoría que explicaba

los linchamientos como concreciones, trágicas si se quiere, de ideales de justicia que las

personas se han formado pero que no alcanzan a realizarse, y que en momentos de crisis se

canalizan a través de violencia escarnecedora. Para él, los linchamientos ocurren para sustituir

a aquella que deben ejercer el sistema judicial ordinario. Él no asintió, pero tampoco

contravino la práctica de dar muerte como acto de justicia, simplemente intentó explicar por

qué ocurren linchamientos. Además, los identificó como actos “delitos” o “fuera de la ley”.

Eva y Jonás, en cambio, sí estaban de acuerdo en que los linchamientos hacen justicia. Para

ellos, la legalidad no representó ningún problema, simplemente expresaron su insatisfacción

con los procedimientos del sistema penal, al que acusaron de no ser lo suficientemente

contundente con los castigos.

La teoría de Alejandro partía de la identificación de la “inactividad de las instituciones”:

“la población” lincha porque las “instituciones”, que deben inhibir la criminalidad, no actúan.

Visto así, el argumento de Alejandro no es distante de las teorías de la ciencia política liberal

que explican la violencia justiciera como efecto de “la ausencia de estado” (véase, por

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ejemplo, Mendoza, 2007 y Bateson 2013). Desde esta óptica, los linchamientos ocurren

porque el estado está ausente o porque sus instituciones son débiles. Es decir, se trata de

contextos con estatalidad insuficiente, aunque quizá hablar de gobierno sea más preciso. De

manera similar a aquellos discursos que emplean la expresión “en algo andaba metido”, para

identificar los territorios del crimen, las explicaciones basadas en teorías sobre la “debilidad

del estado” ubican los linchamientos en espacios que escapan al control gubernamental, ya sea

porque sus agentes están ausentes, porque los ejecutores de la muerte los han expulsado, o por

cualquier otra causa. Como también hemos observado, en Fray Bartolomé, muchas personas

ofrecen sus propias elaboraciones de la idea de “vacío” de estatalidad, fundamentadas en la

percepción de que los mecanismos de control y vigilancia del autoritarismo se han retirado de

los territorios. En este punto, teorías liberales, declaraciones a favor de la expansión de la

gubemamentalidad, y nociones de sentido se encuentran en tomo a la misma imagen: la

justicia ordinaria está incapacitada para contener el crimen y la violencia. Las razones para

pensar de tal manera pueden ser diversas, pero las conclusiones son las mismas: existe otra

justicia, que se instmmenta a través de la muerte. Unos pensarán que es correcta, otros

intentarán explicar sus razones, y otros la juzgarán contraproducente y pedirán mayor

gubemamentalidad estatal. Las teorías del “estado débil” son recursos analíticos útiles para

entender formas de imaginar al estado, pero como instmmentos de análisis son inadecuadas.

De manera parecida a como ocurre en el sentido común, ellas proyectan al estado a la manera

de un agente externo que desea, y se desea que, recubra la sociedad, pero que fracasa en su

intento. Cómo Irvin Goffman expone, la capacidad de contención es sólo un “reclamo para sí

[de] la autoridad final sobre el control de las amenazas a la vida” (1981:181) que los

individuos hacemos efectivo en la medida en que moldeamos nuestros actos, ateniéndonos a la

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sanción de sus representantes. Sin embargo, si tomamos estas explicaciones como expresiones

que moldean estados afectivos, quizá podamos avanzar un poco más. Las ideas de “vacíos”,

expresadas por la “gente común”, y las tesis liberales del estado débil, transitan caminos

similares, pero sólo nominalmente, pues transitan sus propias sendas semánticas.

Cuando la gente habla no está pensando necesariamente en la capacidad judicativa del

sistema penal. En Fray Bartolomé, la alusión es a los mecanismos de control y vigilancia del

autoritarismo, que hacían el trabajo de muerte que “ahora” recae sobre agentes privados. Las

cualidades deseadas son la eficacia y la eficiencia, atributos negados a la justicia civil. Si el

deseo, de mis interlocutores, de un estado se realizara, lo haría colmando el mundo con más

violencia y no con legalidad, como parecen presumir los teóricos de la ciencia política y como

Alejandro quiso explicarme. Ciertamente, en los discursos sobre inseguridad que escuché en

Fray Bartolomé, la idea de “vacíos” sirve para explicar los infortunios de la justicia estatal,

pero ellos también sirven para fincar la violencia justiciera que apacigua otras violencias. Fue

en estos espacios, imaginados y decolorados, en donde la muerte justiciera se encuentra con

aquella que ansia desterrar. La “debilidad de las instituciones”, que Alejandro lamentó, o la

expresión “la policía ya los va a soltaf ’ de Jonás, les dan materialidad. En síntesis, si la idea de

“debilidad del estado” importa es porque contribuye a habilitar los discursos de la

desprotección, bien sea porque fija la ubicación de la acción criminal o porque autoriza las

reacciones de quienes actúan para frenarla mediante el trabajo de muerte. Las figuras de la

muerte curativa no son sólo necesariamente reactivas a la idea del estado, implicada en las

teorías de la ciencia política revisadas. Ellas comparten el patrimonio cualitativo del estado,

entendido como imagen del orden. Todas son presentadas como intervenciones que hacen o

buscan cumplir tareas para el bien común, en este caso, garantizando la seguridad. Siendo así.

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la justicia privada y la justicia de “el estado” (débil) son menos antinomia de lo que a primera

vista puede parecer.

Producción del mal dentro de la curación

El linchado, producido como una victima propiciatoria, cuyo sacrificio es cruel y espectacular,

debería apuntar a “restaurar el orden y la paz porque reunifica[ria] a todos los ciudadanos

contra una sola víctima. La expulsión ritual de esa víctima [...] [sería] la expulsión de la

violencia misma” (Girard, 1984: 131), pero no ocurre así. El círculo nunca se cierra, pues la

hechura de la muerte curativa no es distinta a la del mal que pretende combatir. Además, el

recuerdo, de aquel que es asesinado o que es expuesto al vejaminoso tratamiento de “la turba”,

trae consigo la sospecha de que la curación se ha cometido con excesos. Y como el tipo social

matable es producido principalmente a partir de rumores, la mayoría de las veces la

culpabilidad del ajusticiado se mantendrá en ciernes. Así, Eva produce a los inocentes de sus

dos relatos, uno, ciertamente sacrificado en la premura del ajusticiamiento, y el otro, salvado

casi de milagro gracias a su reacción. Ella lo salvó diciéndole: “te vas a la mierda; ándate, no

te quiero ver aquí”. También pudo haber dicho: vete, no quiero que me causes “problemas” en

el trabajo. La muerte que elimina a potenciales delincuentes se desplaza entre la familiaridad y

el extrañamiento. Al mismo tiempo que acerca la seguridad, suma nuevos casos al historial de

violencia, que da paso al sentido de desprotección.

El trabajo de muerte es anhelado, pero también temido. Eva lo sabe. Aun cuando para

ella una de las victimas del caso de San Benito Calle Dos era inocente, ella aprobó que los

“indios”, a cuya fuerza tumultuosa teme, maten. Ella dijo que lo harían, y que quienes lo hacen

son “malos”, pero alguien deber hacerlo. En esta instancia, el mensaje buscado es claro: “así

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se les quita la maña de andar chingando”. La muerte justiciera, a través del linchamiento, es

pronta, eficaz y eficiente, no sólo porque elimina sujetos peligrosos sino también porque

alecciona a otros. Eso la vuelve atractiva, aun si quien la ejerce también engendre temor. La

muerte justiciera consuma la violencia en sí misma, es como imagen dialéctica. Es “una

manera de ver a través de una manera de hablar [de] imaginar el mundo a través de un diálogo

que aparece vivo con una súbita fuerza transformativa en los intersticios de las pautas y

yuxtaposiciones de la vida cotidiana” (Taussig, 2002: 265). Puede moralizar el acto de matar,

o expulsarlo del ámbito de vida del yo narrador y ubicarlo en el dominio de otros: “ellos”, “la

gente”, “los indios”, “estos señores”, etc.

En Boloncó, los días previos al conato de linchamiento, la mayoría de la población

compartía el deseo de justicia. Muchos esperaban que “los indios” tomaran la iniciativa, y así

ocurrió. Pero cuando el linchamiento estaba en marcha, un halo de temor se dispersó

arremolinando la sensación de desprotección entre aquellos que le temen a las turbas. La

noche que me reuní con Gerónimo, él estaba molesto por la pasividad de “la gente”. En sus

palabras, los llamados a actuar eran “los indios”, indios que debían linchar a otro indio. ¿Por

qué linchar es atribución de indios?, ¿también él estaba convencido de que las maléficas

cualidades de los indios, a las que Daniel y David temieron en la carretea, eran las únicas

capacitadas para hacer la justicia? Y si fue así, ¿cómo interpretar la amalgama de temor, odio

y anhelo, en la misma evocación? ¿Por qué individuos como Gerónimo, Eva o Jonás, validan

la violencia que, punto y seguido, denuncian porque temen detone en contra suya?

En ocasiones, la figura de la turba está hecha de la separación étnica, sobre todo cuando

es adjetiva como cosa de “indios”, otras veces, en cambio, su arraigo está en otro sitio. El

estereotipo indica que “los indios” son propensos a aglomerarse y así son fácilmente

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manipulables. La aglomeración es investida con una energia cuya potencia es superior a

cualquier otra conocida. Asociada a actos de seguridad y de impartición de justicia, se espera

que esta energia canalice la curación social. Ubicándose uno en la posición de “ladino”, de “el

pueblo”, la gente “que estudia”, etc., presiente que carece del poder que el colectivismo

aporta. Estela, una mujer cuya residencia es cercana al lugar donde se escenificó el conato de

linchamiento en Boloncó, lamentó que “los ladinos” no tengan la capacidad de aglutinarse

para actuar como lo hacen los “indios”. Si ellos quieren algo “fácil se organizan y lo

consiguen, pero uno no”, fueron sus palabras. Pero esa propensión es también la que

combustiona la organización que subyace a las protestas callejeras. Imaginándolo cargado de

una fuerza que él no posee, el hablante hace que el otro sea superior a él. Esta fuerza es el

dorso de la justicia que Gerónimo invocó, y que Eva y Jonás aprobaron como la única capaz

de despejar al crimen, pero es también la que engendró el temor que David, Diego y Julián

experimentaron en la ruta.

Si el linchamiento pudo ser pensado como salvación, cuando la multitud se apresta a

consumar el acto de muerte, lo más posible es que con ella venga la figura de la turba.

Entonces, el temor puede contaminar al deseo, pues los límites entre ellos no siempre están

claros. Así, “los extremos de la destrucción y la curación” (Taussig 2002: 275) parecen

juntarse, y si el mal sólo puede ser contenido por un mal mayor, la justicia pierde estabilidad.

Por esta razón, si no ocurre la muerte es imposible restaurar “el orden y la paz”. Como René

Girard (1984) sugirió, dicho con otras palabras, matar al criminal no expulsa al crimen. La

muerte justiciera deja abierta la posibilidad para el retomo y la repetición, tanto de aquello que

la motivó como del acto mismo de su realización. El conato de linchamiento de Boloncó dejó

dos recuerdos: que en la aldea existen asaltantes capaces de asesinar y cometer violaciones

sexuales, y que el fantasma de la turba es fácilmente agitable.

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Perplejidad

A Abel, el hijo de Eva, lo asesinaron cuando “la ola de violencia” aún iba en ascenso. Hacia

sólo dos semanas que el chico había vuelto de su exilio. Eva sí que sabe de hombres muertos,

de sus hombres fueron asesinados. Su primer esposo, el padre de Abel, fue acuchillado en

medio de una riña en uno de los prostíbulos del pueblo, cuando el niño aún no caminaba. A su

padre, un hombre que muchos recuerdan por su talento coral, al que apodaban “mil amores”,

lo mataron a principios de la década de 1980. Según Eva, fue “en el tiempo cuando estaban

matando gente”. El cuerpo, con dos perforaciones de bala dados a corta distancia, apareció

junto al de un maestro en las afueras del pueblo. Ella sabe que el asesino fue Edgar, uno de los

sobrinos del general Romeo Lucas García. Es bastante posible que el padre de Eva haya sido

colaborador de la guerrilla, de eso ella no habla, quizá porque era muy niña para enterarse o tal

vez porque lo desconozca. Durante el velorio de Abel, Eva aparentaba una fortaleza

inquebrantable. Estaba incólume, como si nada pasara. En el fondo, sabíamos que el dolor, la

rabia, el odio y la tristeza le carcomían las entrañas. El chico estaba muerto, tenía sólo

diecinueve años, ya no volvería a andar “metido en algo”. La noche que velaron a Abel, varios

de sus amigos estuvieron presentes. Por prudencia, segregación o simple deseo de unidad, los

muchachos buscaron un espacio distante de donde se concentraban los demás dolientes. En un

transitivo estado, producido por la ingesta de alcohol, marihuana y no sé qué otras substancias,

al que debe agregarse la afectación emocional por la pérdida, los muchachos asumieron el

drama doloso. Los momentos de llanto eran alternados por recuentos de andanzas y travesuras

que, contadas así, parecían carentes de maldad. Más de uno temía correr la misma suerte, mas

tratándose de los señalados de estar implicados en la muerte del comerciante. Después de un

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rato, cuando la concurrencia empezó a menguar, me acerqué a donde ellos estaban. ¿Cómo

interpretaban estos muchachos la muerte de su camarada, de todos, quizá, el más

estigmatizado? Escuché sus criticas y el malestar que las prácticas de control social local les

provocan. Su rabia era no sólo por la pérdida de un amigo, en ella había también críticas

directas a la moral que sanciona su disonancia; a la ética económica que simula la riqueza

como resultado de los méritos pioneros o que celebra la riqueza mal habida; a la insistencia de

los adultos en normar las jerarquías al interior de los grupos domésticos, y que sanciona los

gustos y comportamientos juveniles, según ellos “modernos”. En fin, sus críticas parecían dar

en los flancos de una sociedad cuyas formas de organización e ideología les parecían

incómodas. Ellos hablaban como si quisieran pertenecer a otro mundo. Su malestar no era

únicamente una cuestión de diferencia generacional, sus visiones del mundo y sus aspiraciones

parecían no encontrar cabida en este pueblo. La muerte del amigo era más que la desaparición

física de una persona. Ellos tenían sus propias incertidumbres, tal vez más con el porvenir que

con el presente, pero que al ser verbalizadas volvían sobre la retórica de éxito local.

Al encontrar que las incertidumbres contemporáneas no radican sólo en lo que se

verbaliza como peligroso sino en la conciencia de que la seguridad nunca ha estado

garantizada, comprenderemos que ésta es una sociedad acostumbrada a acudir a la violencia

preventiva para suprimir sus propios excesos. Tras la insistencia en remarcar la senda del

progreso local, cuyos indicios reposan en el afán de ser un lugar exitoso y en la presunción de

un lustroso pasado de glorías ganadas a costa de esfuerzos y sacrificios que sí traen

recompensas, está la violencia que hace posible la dominación. El trabajo de muerte se

extiende desde el pasado para purgar disidencias, como las que aquella noche expresaron los

amigos de Abel. Vidas, como la de Abel, se ajustician, no sólo para el bienestar personal y

familiar de quienes lo aprueban, sino también para el beneficio de esa metáfora organicista

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que es la sociedad: un cuerpo que reprime la memoria de su propia violencia con la facilidad

con la que elimina los anticuerpos que lo infectan.

La última vez que platiqué con Eva habían pasado cuatro meses después de la muerte de

su hijo. Además de no superar el dolor y la rabia que sentía, seguía intentando encontrar las

explicaciones que le ayudaran a sobrellevar la pérdida. La incertidumbre no era menos

trascendente que el dolor. Parte del problema consistía en que, en ese lapso, ella se había

construido distintas versiones que no consiguió hacer creíbles. Primero, había aceptado la

teoría de la venganza por el asesinato del comerciante. Luego, más o menos un mes después

del asesinato de Abel, quiso pensar que se había tratado de un ajuste de cuentas por un

infortunado trasiego de drogas. A esta versión siguió otra, que fue la que me presentó durante

nuestro último encuentro:

Abel peleó con un muchacho de la Nueva [una ladea conurbada] ¿se acuerda que anduvo

con una mano vendada? Es que [el otro muchacho] le quebró un huesito de la mano. Esa

noche [la noche del asesinato] se encontraron. Abel le pidió revancha pero el otro no

quiso pelear. Se fue, regresó con la pistola y lo mató. A traición lo agarró.

De las tres versiones que le escuché, ésta me pareció la menos realista. Quienes

observaron el asesinato describieron una escena distinta: dos individuos que disparan desde

una motocicleta en marcha. Recursos y habilidades de este tipo, no están al alcance de un

muchacho de barrio. Cuando Eva acabó su relato, le pregunté que por qué continuaba

haciendo averiguaciones, que si acaso pensaba tomar alguna medida al respecto. Levantó la

vista, me miró fijamente y me dijo: “no pregunte porque ya sabe lo que quiero hacer.” Entendí

que planeaba vengarse. No supe qué responder. Pero sí pensé en la dificultad que enfrentaba

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para estabilizar su narrativa. Ella necesitaba identificar una figura que le diera sentido a la

muerte de su hijo, que fijara el quiebre que se produciría cuando el relato alcanzara la fatídica

noche del 27 de noviembre, fecha en la que Abel fue abatido. Ella sólo tenía rumores, como

hemos visto, su habla ha estado repleta de ellos: a veces confrontándola con la violencia de la

turba, que aprueba y rechaza; excluyéndola y haciéndola participe del público anuente a la

violencia justiciera; y por último, devastándola por sus propias predicciones. Conseguir

estabilizar la narrativa es importante para la soltura del habla, ella la necesitaba para

reconfigurar su propio mundo de vida. Eva conocía las figuras de las que Jeremías y Moisés

me advirtieron, de hecho, en más de una ocasión ella las insinuó, pero éstas eran insuficientes

para asir el conocimiento que necesitaba. Ella quería un nombre, y no conseguía obtenerlo.

Así que, como los buenos vecinos que temían a “la ola de violencia”, ella enfrentó la

impotencia. Al final, Eva permaneció atrapada en las redes de significación confusa de los

rumores que ella alimentó, y que a partir de los cuales inteligió las situaciones previas. La

potencia vengativa que le oprimía el pecho no encontraba curso en esta dirección, además, ella

no poseía las capacidades para dar muerte de la manera como le hubiera gustado. Quienes

encaman las figuras que dieron muerte a Abel, difícilmente estarían a su alcance, y, hasta

donde supe, nadie estuvo dispuesto a matar a alguien más para hacer justicia a su asesinato.

En su solipsismo, Eva experimentó “la ola”, justo en la forma de esa mixtura de

“cicatrices mal cerradas e infecciones de largo recorrido” que a ratos parecen ahogar los

espacios de esperanza, que Mariano Juárez (2015) parece estar profetizando. A su padre, lo

mató el más célebre de los matones integrante de la familia Lucas. Edgar actuaba cobijado por

el manto de impunidad que la fuerza estatal le ofrecía: era el sobrino del presidente. Ahora su

hijo, y en el intermedio su esposo. ¿Qué fuerza cobija a los asesinos de Abel?, ¿cuál es su

magia?, ¿cómo nombrarla de tal manera que despeje la incertidumbre, de la que

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paradójicamente se nutre? Eva parecía estar sin respuestas, cuando menos así presentí la

última vez que platicamos. Aunque ella no posea respuestas, la sanación es consustancial a la

reproducción del mal que busca combatir. Mal y curación se hacen mutuamente. Quizá esa

también sea una verdad que necesita conocer.

Aclaraciones

Escribiendo sobre cacería de brujos en Java, como derivación de crisis de recognocibilidad

luego de cambios políticos abruptos. James Siegel (2001 y 2006) apunta que la muerte de la

persona acusada de practicar brujería no despejó el temor al mal que ella había encarnado. En

Java, la palabra “brujo” estaba dirigida a algo innombrable, y no a aquel que se acusa de serlo.

“La palabra “brujo” galvanizó la atención sólo cuando está fue cargada con ominosidad, y este

no siempre fue el caso (2006: 216). De forma parecida, en Boloncó, la develación de la autoría

del robo no trajo la calma esperada. Tal constatación sólo desató una fuerza mayor, que

durante un tiempo se mantuvo zozobrando en la aldea, tanto porque el proceso de

enjuiciamiento no fue concluido como por el hecho de que la turba casi literalmente tomó la

aldea. La violencia justiciera establece sus propios procesos de creación y validación de

evidencia incriminatoria. Las detenciones, y aún las ejecuciones, preceden imágenes de este

tipo. En Boloncó, el trozo de papel con el número de teléfono, cuya existencia no conseguí

verificar, hizo que las sospechas previas confirmaran la culpabilidad del muchacho detenido.

Jeremías tuvo un gesto similar cuando describió la justicia de “estos señores” que “deciden”

después de que los que “averiguan” les “informan” para que “actúen”.

Tanto la “limpieza” como los linchamientos presumen indicios de proceso. Sin embargo,

el tratamiento de las pruebas no es el mismo. Para la “limpieza” es más difícil probar la

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culpabilidad de los implicados, debido al sigilo que caracteriza al acto de dar la muerte. Las

pruebas, que sobre ellos se cargan, no son expuestas públicamente, como sí ocurre

regularmente en juicios de linchamiento, cuya muerte trabaja exponiendo sus evidencias y

abriendo la participación en el acto sumario. Además, el acto suele tomar lugar al poco tiempo

de que el crimen ha sido cometido. El linchamiento quizá sería más efectivo si se despejaran

las sospechas. Esta fue la razón de porqué, como intenté mostrar, “la ola” estuvo cargada de

tanta incertidumbre, y de porqué los rumores devinieron en el medio para su tratamiento. Aun

así, quienes blandieron alegatos de culpabilidad, lo hicieron siguiendo la lógica de la

irregularidad que rodeó las muertes. En este sentido, la elaboración del delincuente, como un

tipo social encamador de mal, empezó antes, cuando la idea del mal se hizo aprehensible. En

el caso del conato de linchamiento, el papel con el número de teléfono sólo le puso nombre a

una imagen, que, como los brujos que Siegel analiza, estaba ahí antes de que alguien fúera

nombrado. Pero con los ajusticiados por “la limpieza”, la fundición entre la idea y la persona

es más complicada. La propia operatividad del acto lo impide. En estas circunstancias, cuando

la información es escasa, los rumores se hacen prolíferos.

Aquellos que fueron matados, tanto linchados como por “la limpieza”, eran individuos

con perfiles sociales cercanos. En unos casos, se trató de personas cuyos comportamientos

reñían con la moralidad social predominante, de ahí porqué fuesen ellos quienes encarnaron al

tipo social matable. Es decir, no todos los muertos y acusados eran responsables de los hechos

que se les incriminaron. Los supuestos integrantes de la banda de asaltantes de Boloncó eran

todos jóvenes. Abel y sus amigos también lo eran, igual que los desconocidos cuyos cadáveres

aparecieron en el río. Siendo que muchos potenciales ajusticiables son jóvenes, no sería

extraño suponer que el trabajo de la muerte justiciera posee una dimensión generacional

importante. John y Jane Comaroff escriben que, las presiones causadas por crisis económicas

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y políticas externas pueden ser canalizadas a través de conflictos generacionales. (Comaroff y

Comaroff, 1999). En contextos de este tipo, los jóvenes pueden percibir que los mayores

limitan las posibilidades para consolidar sus propios modos de ganarse la vida y sus posiciones

sociales. En contrasentido, es posible que los adultos asuman los comportamientos juveniles

desafiadores como conductas ilícitas merecedoras de destierro. Jim Handy (2004) acude a un

argumento similar para explicar el aumento de linchamientos, al argüir que el fenómeno no es

sólo cuestión de seguridad. Siguiendo teorías de economía política inspiradas en la así llamada

“acumulación primitiva”, Handy argumenta que el fin de la guerra fue acompañada de un

proceso de ajuste estructural que hace que los modos de vida campesina entren en situaciones

de crisis económica. Para ese autor, los linchamientos no sólo expresan la herencia de la

violencia estatal del pasado sino que también transmiten la descomposición de formas de

organización y de moralidades campesinas.

En el planteamiento de Handy, las trasformaciones económicas y políticas adversas

afectan las nociones de seguridad y justicia. La violencia es entendida como el efecto de las

tensiones provenientes de otros ámbitos de la vida. Pero en Guatemala el trabajo de la muerte

sanadora no es novedosa. Jóvenes como Abel y sus amigos, o los muchachos de Boloncó, sólo

actualizan figuras de desorden cuya historicidad es más profunda que las políticas de ajuste

coetáneas de la pacificación. Es posible que exista una mayor propensión para que hombres

jóvenes sean ubicados en la posición del tipo social matable, y es factible también que esta

tendencia responda a tensiones originarias fuera del ámbito local, sin embargo, no sólo se mata

a hombres jóvenes. Los dos individuos linchados en San Benito Calle eran adultos, y en

Boloncó, también mantuvieron retenidas a dos mujeres y a un anciano. En las acusaciones

contra Abel y los muchachos de Boloncó se conjugan imputaciones de consumo de droga,

falta de interés en el trabajo, entendido las más de las veces como trabajo agrícola, y gusto por

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pautas de vestimenta y géneros musicales “extraños”. Ellos parecían tanto criminales como

portadores de la potencia subversiva del “mal educado” (Goffman, 1981: 196), que fuerza los

marcos morales conservadores.

Continuidad del mal

Cuando ocurrió el apagón eléctrico, en abril de 2015, Jacobo insistió en que era “lo mismo”,

aludiendo al atentado guerrillero contra el generador eléctrico de 1991. En su imaginación,

una visión atrófica del mundo, un espíritu destructivo volvía volando al ras sobre los tejados

de óxido y mugre acumulada. Pero cuando “la ola de violencia” se agitó meses después, nadie

emparejó esta violencia con el pasado. Ella sí parecía novedosa, no porque antes no haya

habido violencia homicida, sino a causa del trabajo que la represión ha realizado para

ocultarla. Pero el ocultamiento no ha sido del todo exitoso, tras los cadáveres que el río

arrastra queda el trazo de su desplazamiento. Los muertos de “ahora” son también los de

“antes”, ellos condensan el desquicio de lo sobrenatural, flotan en la obscenidad, en el

traspatio de lo que se oculta para que no oscurezca el progreso que se cuenta. Los muertos sin

explicación retoman, ellos reaparecen en el sitio en donde fueron arrojados: ya sea entre el

pasto que crece en las veredas, bajo la luminosidad de colinas vibrantes de sol y de árboles

siempre verdes, lanzados al río, o tendidos en la carretera con la sangre fresca fluyendo rápida,

pero sin irse lejos. Su regreso es casi profético, y, como durante la “ola de violencia”, su lugar

entre los vivos no está asegurado. En la visión de Jacobo no hay lugar para ellos, pero el

tiempo los arroja delante del sopor de la noche, cuando otros son ajusticiados como criminales

sin cura. Entonces, se posarán imaginariamente sobre las cabezas de aquellos que creían

haberlos olvidado. Pero la aflicción de los muertos no está del todo perdida. Parafraseando a

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Max Horkheimer (1986), digamos que realmente fueron asesinados y que para ellos debió ser

amargo morir y yacer en la obscuridad. Mas, ahora sólo generan espanto, y temo que asi siga

siendo por un tiempo. Carentes de causas utópicas, que otros deseen empujar hacia adelante, la

mayoría de los asesinados contemporáneos difícilmente serán las víctimas de la historia que

alguna generación futura reivindique. No existe garantía de que sean nombrados con las

palabras del sacrificio que colman las biografías de los héroes. La suya, no es violencia

ejercida por o en contra del estado, no se presenta revestida de ideología política, tampoco es

instrumento de la revolución ni garante del régimen de gobierno. La violencia actual es

“invertebrada, celular, nodal” (Juárez, 2015: 35), son estas cualidades las que dan paso a la

sensación “de desborde” (Camus, Batos y López, 2009).

En Guatemala, las prácticas y representaciones alrededor de la violencia contemporánea,

escribe Mariano Juárez, tamizan el orden moral, descarnando la paz como estado natural de la

sociedad. Más temprano que tarde, acaban colonizando aspectos de la vida que antes parecían

a salvo. Su presencia pegajosa “supone un proceso de incardinación [...] que niega cada vez

más los espacios al margen [...] Las categorías analíticas al margen se resisten entonces a

separar tipos y espacios [. . .] en una particular paradoja: cuando todo está lleno de violencia,

esta se vuelve más presente e inevitable que nunca” (2015: 34-5). Así la situación, lo más

posible es que “los criminales” y “los parias” continúen estando proclives a ser clasificados en

el lado de los ajusticiables, y no en el lado de los judicializables. Como sea que ocurra, en

Fray Bartolomé, los muertos participan activamente en la construcción del pasado que hace al

presente un tiempo novedoso. Aquellos a quienes la vida les ha sido tomada violentamente no

están perdidos para la historia. Sin rostro, y aún con los nombres borrados, ellos seguirán ahí

para mover “la ola” desde el fondo, desde la deriva, cada vez que ésta se agite. Ellos flotan.

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similar a como lo hacen los cadáveres aparecidos en el rio, se mantienen en suspenso, sólo

para ser echados a la corriente cuando la razón del desarrollo consigue encausarlos. Para la

historia, que prescinde de errores, los muertos se apilan con las pequeñas ruinas del desarrollo.

La narrativa pionera devora los muertos como lo hace con otros recursos que, enfilados hacia

el futuro, realizan el designio de su empresa civilizatoria. La colonización no está hecha sólo

de batallas ganadas a la selva, si uno la confronta, cita a los ajusticiados de antes y de ahora,

pero la citación refrenda el pasado haciendo de él la senda por la que las certezas transitan, y

una de éstas es que la violencia sanadora debe mantenerse oculta.

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Segunda parte

Las imágenes de inceitidumbre del presente portan signos de su propio tiempo, pero también

contienen la pesada carga del pasado. Ese pasado que reposa sobre “las cabezas de los vivos”

(Marx, 1968: 11), no está liquidado, sus fronteras más bien son confusas. Formas arcaicas,

alacrónicas según la expresión de Johannes Fabian (1983), pueden surgir para dar forma a la

in-civilidad callejera. Los fantasmas siempre son fantasmas para alguien dispuesto a

recordarlos. “Los indios” que cortan caminos, “la gente” que se junta para “quemarlo a uno”, o

aquellos que atentan contra el sistema eléctrico, son signos de un tiempo no superado. Como

expresiones de infortunios nacionales, ellos elaboran las dificultades para el reconocimiento

mutuo. Hacia ahi continuará la reflexión, martillando el historicismo del presente que acoraza

las categorías de seguridad y desarrollo, poniendo en discusión la conjunción de “factores”

históricos” (Siegel, 2006) que “estructuran la experiencia” sociales del extrañamiento, de lo

angustioso y de la desprotección (Middleton, 2013). Aunque el ejercicio interrogue por el

pasado continuará motivado por inquietudes contemporáneas. O dicho con el lenguaje de

Walter Benjamín (2005: 465/ N 3, 1): se tratará de hacer historia del presente, de “aquellas

imágenes que le son sincrónicas”.

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VI. Configuración del desarrollismo

La colonización agraria de las tierras selváticas del norte, aseguran sus promotores, haría

justicia a los pobres y “engrandecería a la nación” realizándola, el gobierno nacional

mostraría su capacidad para organizar y movilizar la fuerza productiva de sus súbditos y su

maquinaria burocrática y técnica. Pero los espacios seleccionados para realizar los planes de

reparto agrario no estaban “vacios”, como los agentes gubernamentales decian. Asi, los actos

de justicia y de engrandecimiento nacional sólo podian ocurrir si otros, a quienes no se

nombró, eran excluidos de los espacios que se someterían a la transformación. Dotación y

desposesión fueron sólo momentos de una relación, de ella emergió una de las primeras

separaciones. Por un lado, están aquellos que fueron beneficiados por el reparto y

consiguieron ser ubicados en el centro de la intervención del desarrollismo. El otro extremo

fue ocupado por quienes ya habitaban la región pero que fúeron expulsados cuando las

instituciones de colonización dispusieron la privatización del espacio selvático. Esta

separación funcionó como el principio general que organizó las jerarquías de clase y de acceso

a la autoridad y los recursos gubernamentales en la región. Así, como razón que pretendía

hacer justicia, la colonización fue también la violencia de la desposesión. A la manera de un

“secreto público” (Taussig, 1999), esta violencia fundacional reposa en el fondo de la

imaginación histórica oficial, comunicando con otro cúmulo de violencias implícitas en la

producción de lo social.

Expresiones de este tipo, y alusiones a los campesinos como clase, constituyeron parte central de los recursos discursivos que modelaron el reparto agrario.

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En este capítulo analizo la configuración del desarrollismo agrario regional, examinando

la iniciativa estatal de la colonización de las tierras bajas del norte como un contrato entre el

estado y los colonos pioneros. Pensada como contrato, la colonización fundó un derecho

(Benjamín, 2010c; y Derrida, 1997) basado en una triada de violencia, referida a: el espacio,

que fue representado como espacio vacío; a los sujetos que lo habitaban antes del reparto, que

fueron convertidos en población excedente; y al ofrecimiento gubernamental de regular las

nociones de seguridad y orden, mediante la aplicación combinada de políticas de desarrollo y

políticas de seguridad. La formulación de este triada de violencia funcionó como “el bajo

fondo del poder” que autorizó a los pioneros para que reclamaran preeminencia en la

dedicación de las nociones locales de orden, seguridad y bien común.

Walter Benjamín inicia su crítica a la violencia aseverando que esta “puede afirmarse

como la exposición de su relación con el derecho y con la justicia” (2010c: 153). Páginas

adelante advierte que “toda violencia es, como medio, poder que funda o que conserva

derecho. Si no aspira a ninguno de estos dos atributos, renuncia por sí misma a toda validez”

(2010c: 164). El concepto de derecho que uso no es sólo jurídico. Lo entiendo más bien como

mandato de ordenación contenido, principalmente, en relaciones de fuerza que pretenden

regular el acceso desigual a recursos y bienes de uso común. En su crítica a la violencia,

Benjamín establece una diferencia entre la violencia que funda derecho y aquella que lo

conserva. Si bien, la distinción puede ser útil, a algunos de sus críticos tal separación se les

presenta problemática. A Jacques Derrida (1997), por ejemplo, la violencia fundadora le

parece un punto cero, como si no requiriera de lealtades previas. Lo que más bien parece

ocurrir, escribe, es que ésta ignora el derecho preexistente, al que, por cierto, destruye para

fundar el nuevo. Buscando salvar la dificultosa separación hecha por Benjamín, Derrida

propone que fundación y conservación se constituyen relacionalmente; que entre ellas sólo

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existe “una contaminación diferencial” (1997: 98). Extendiendo la critica derridiana, es

factible argumentar que, pensada como derecho, la colonización agraria no es el punto cero de

la historia de Sebol. Lo que la privatización del espacio selvático hizo fue destruir un derecho

para fundar uno nuevo. Para que el nuevo derecho pudiera hacerse, los agentes de la

colonización debieron representar las zonas selváticas del norte como espacios inhóspitos y

despoblados. Esta retórica materializa el punto de partida para la fundación del derecho de la

colonización. En Fray Bartolomé, el estado que fundó el derecho de la colonización suele ser

percibido como una fuente de poder con voluntad propia. En la representación, su inmanencia

precede a los sujetos y sus fuerzas individuales. Otorgando el mandato de colonizar la selva, el

estado guatemalteco hizo de la ficción una realidad politica tangible, provocando así esa

“erótica atracción, casi fascinación combinada con disgusto” (Taussig, 2007: 144) que ejerce

sobre sus súbditos en la región. El ejercicio sitúa la definición de violencia en el centro de la

producción de lo social, del poder y de las jerarquías.

Encuentros en el espado selvático

Los agentes estatales, los técnicos y los especialistas extranjeros^^ que cooperaban con el

gobierno guatemalteco en el diseño de los programas de colonización, intentaron fundamentar

las políticas de colonización agraria de las zonas selváticas acudiendo a dos nociones básicas:

que la población campesina estaba mal distribuida en el espacio nacional; y, que existían

enormes extensiones de tierras despobladas que requerían de la intervención gubernamental

" En su mayoría fueron delegados del gobierno estadounidense, pero también los hubo de otras nacionalidades que llegaron al país como parte de los equipos de trabajo de organismos multilaterales de cooperación. En la década de 1970, el gobierno israelí se convirtió en un importante aliado de los gobiernos militares. Parte de la ayuda civil recibida se enfocó en el fomento del cooperativismo campesino, la constracción de infraestructma productiva y la diversificación de cultivos.

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para ser desarrolladas. Adoptando estas tesis, estatizaron una nueva forma de conceptuar lo

que en el lenguaje de la época se llamó “problema del desarrollo nacional”. Según esta

perspectiva, “el atraso” de la nación se debia a la mala distribución de la población en el

territorio, y no a la desigual distribución de la propiedad de la tierra productiva. Pensar en la

población, y no a la tenencia de la tierra como el problema a resolver, produjo efectos distintos

e implicó modalidades de intervención diferenciadas. Quienes sostenian estas tesis proponían

que la problemática podía solucionarse trasladando o estimulando la movilización de

población de las áreas sobrepobladas hacia las regiones despobladas. Así explico por qué los

gobiernos militares, que sucedieron al golpe de estado de 1954, adoptaron la colonización de

las tierras nacionales como política agraria distributiva.

Los programas de colonización basados en este modelo empezaron a ser integrados a la

legislación agraria a partir de 1954^ . Las tierras baldías propiedad de la nación se ubicaban

unas en la costa del mar pacífico, y otras en el norte: en la vertiente del atlántico, en lo que

después fue la FTN, y en El Petén^ . En 1956, el gobierno emitió el Estatuto Agrario (D-559),

que puede ser considerado la primera ley de colonización agraria. En 1959, el presidente

Miguel Ydígoras Fuentes anunció que un técnico español estaba preparando la ley agraria que

había ofrecido cuando fue electo presidente. Se trataba de Emilio Lamo de Espinosa y

Decreto no. 31 de la Junta de gobierno. En el Capítulo I, principios fundamentales 11, el decreto estableció que: “es obligación ineludible del Estado abrir a la explotación agrícola, técnica y racional, aquellas regiones del territorio que permanecen al margen de una actividad económica próspera por falta de comunicaciones, de riego, de saneamiento o de habitantes. En consecuencia, será política fundamental del Estado consagrar cuantos medios y recursos le sea posible a fin de construir vías de comunicación y hacer toda aquella otra obra material que haga factible el aprovechamiento de la tierra y una intensa colonización del territorio nacional”.

Una publicación patrocinada por el INTA, publicada en 1963, presenta el desarrollo del programa colonizador en dos etapas. La primera fase correspondió a los parcelamientos ubicados en la costa del pacífico, diecisiete en total, que fueron implementados en el periodo 1956-1959. La segunda etapa correspondería a los parcelamientos en el norte, la mayoría en proceso de planificación y de mayor extensión. Entre estos se incluía a Sebol (Alvarado Pinetta, 1963).

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Enríquez de Navarra, un abogado español experto en derecho agrario " . Lamo de Espinoza

redactó un “informe técnico” sobre la situación agraria del pais y propuso cuatro leyes, que

fueron rechazadas en el Congreso de la República ese mismo año. El “informe técnico” es un

recurso valioso que permite leer conceptualmente la retórica estatal de la colonización.

El documento condensa una serie de ideas que circulaban en las discusiones politicas en

torno al problema de desarrollo nacional. Entre éstas, sobresale la propuesta para sustituir el

término “reforma agraria” por el de “ordenación agraria”. La resemantización buscaba, según

el ponente, hacer concordar los términos con el espíritu armonizador de la ley. Este

movimiento conceptual cambió al sujeto de la política, tanto en términos de sus relaciones con

el gobierno como en términos de sus cualidades de agente productivo. Los campesinos sin

tierra fueron elaborados como sujetos “intervenibles” para la formación de una clase social de

vocación empresarial, comprometida con el resguardo de la estabilidad política del régimen.

Según el experto, esta “clase social” garantizaría el resguardo de las jerarquías sobre las que

descansaba la “sociedad nacional”. Entre líneas, puede leerse que Lamo de Espinoza está

aludiendo al potencial amenazante que luego se le atribuiría a la población rural. Los esfuerzos

gubernamentales para “armonizar la sociedad” hacían eco del descontento rural generalizado,

causado por las desigualdades en la tenencia de la tierra. Vale recordar también que las

primeras guerrillas izquierdistas empezaron a operar en 1960. La presencia de Lamo de

Espinoza en este escenario importa porque su trabajo representaba una posibilidad de dar

sustento, conceptual y legal, al anhelo de orden y estabilidad proyectado por el régimen de la

contrarrevolución. En términos generales, Lamo de Espinoza delinea “el problema agrario”

Lamo de Espinosa perteneció a la Falange y fue militante franquista. La falange fue un importante vehículo de comunicación entre el clero español, el clero guatemalteco y otros grapos conservadores nacionales. Es posible que Lamo de Espinosa haya llegado a Guatemala atendiendo a relaciones previamente existentes entre estos grapos.

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siguiendo un esquema general de tres peldaños. Primero divide a “los agricultores” en dos

categorías: los que tienen aptitudes empresariales y los que no. Los segundos, escribe,

prefiere[n] obtener lo indispensable para su propia subsistencia y vagar el resto del tiempo, a

trabajar para abastecer las necesidades del mercado y mejorar el nivel de vida. No todo

hombre se mueve a impulso de la lícita ambición de superar [...] y de aquí que no todo

agricultor está capacitado para ser trasformado en empresario agrícola de un día para otro (pp.

10). Seguidamente, delinea la geografía humana de la nación en función de las cualidades

agroecológicas del medio y de las capacidades productivas de la población. De esta manera,

reforzó la tesis de la mala distribución de la población como el problema a resolver: “mientras

determinadas regiones del altiplano mantienen una densidad de población casi “europea” otras

aparecen casi despobladas [...], el elemento humano es el que dificulta más intensamente el

desarrollo económico del país”. Pero el asunto no acaba ahí. Además de la existencia de

agricultores sin vocación empresarial y del desequilibrio poblacional, la nación presentaba

otro problema: la mayoría era indígena. Según escribe: “el indio ha adoptado una actitud

defensiva, ofreciendo gran resistencia a dejarse llevar por influencias externas y amoldarse a

formas de vida actuales”. Lamo de Espinoza se las ingenia para fusionar sus tres hallazgos,

haciendo que el sujeto carente de vocación empresarial y el sujeto étnico sean el mismo, pero

además los ubica habitando los espacios densificados. Si recordamos que la colonización se

proponía descongestionar las áreas sobrepobladas, y éstas eran mayoritariamente indígenas, la

conclusión lógica sería que el sujeto predilecto de la colonización debía ser indígena. Pero éste

no poseía las cualidades productivas deseadas. Imbuido en la ideología de la separación étnica

(Taracena, 2002 y 2004), el experto terminó sugiriendo la bifurcación de la política agraria.

Mientras que el primer sujeto (étnicamente no marcado) se presentaba preparado para ser

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encausado en el capitalismo agrario, el indio aún requeria de la benevolente tutela para superar

su lasciva resistencia al cambio. La solución propuesta no fue otra que la aculturación, cuya

variante doméstica tomó forma en la “ladinización”: “sólo por la via de la protección -es decir,

solo concediendo ayuda generosa al que siga el camino que se cree mejor- será posible la

integración del indio en un quehacer nacional”.

Si el Estatuto Agrario fue la primera ley de colonización, la ley del ESÍTA fue,

esencialmente, el instrumento legal para ejecutar la expansión estatal hacia el norte a través de

los programas de colonización. Aunque el ESÍTA tenía jurisdicción en todo el territorio

nacional, exceptuando el Departamento de El Petén que era administrado por FYDEP, y

aunque cumplía funciones de ordenación territorial a nivel nacional, se concentró en el reparto

de las tierras nacionales ubicadas en la FTN, tomando a Sebol como el principal centro

administrativo. Así, el reparto agrario mediante la colonización de las zonas selváticas del

norte siguió dos criterios estrechamente vinculados: favorecer la expansión de la base estatal,

promoviendo la incorporación productiva de varios miles de familias campesinas al mercado

interno; y, contrarrestar el potencial subversivo que los grupos conservadores que dirigían el

gobierno le atribuían a la población rural. Dicho con otras palabras, estos programas

emergieron de la articulación entre desarrollo y seguridad. En este sentido, las políticas de

colonización agraria pueden también ser leídas como componentes centrales de la estrategia

civil de la contrainsurgencia, especialmente las que se implementaron en los espacios

selváticos del norte después de 1962.

Sintetizando, la política de colonización conceptuó el problema a resolver como una

cuestión de mala distribución de la población en el espacio nacional. Dentro de esta

concepción, no todos los sujetos carentes de tierra estaban preparados para convertirse en

propietarios: el sujeto ideal de la colonización, aquel que ocuparía la posición de pionero, sería

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el no indígena. La idea de la sobrepoblación rural hizo que la formulación de la política de

colonización agraria adquiriera una dimensión de segurízación, derivada del espíritu

malthusiano que inspiró las tesis del subdesarrollo nacional. Así, es factible afirmar que las

tesis malthusianas del desarrollo nacional que orientaron los criterios de la ley ayudaron a la

conversión de la población en un problema de seguridad estatal, debido a las atribuciones de

peligrosidad que se asignaron a la sobrepoblación rural. Lamo de Espinosa, por ejemplo, es

claro respecto a los objetivos últimos de la política de colonización de las tierras nacionales: se

trataba de una política de seguridad del estado. La formación de una clase rural de propietarios

importaba en la medida en que se alineara políticamente con el régimen. El imaginaba una

clase social vinculada a la tierra, en un nivel de vida decoroso y capaz de servir a los fines de

producción y de mercado. Esa clase social será una garantía de continuidad y de firmeza del

orden político general del país, reacia a toda propaganda disolvente (pp. 35). Si bien, estas

tesis eran parte del sentido común de los expertos. Lamo de Espinosa consiguió, como pocos,

reelaborarlas, articulándolas con discursos de apariencia científica que luego sustentaron la

creación de leyes e instituciones. Su extenso informe técnico sirvió de base para que, en 1962,

los diputados discutieran la Ley de Trasformación Agraria que creó el ESÍTA.

Conversión de Sebol en espacio “vacío”

Las áreas en donde se implementarían programas de colonización agraria fueron nombradas

“parcelamiento” o “zona de desarrollo agraria”. Se trató de figuras creadas para efectos del

reparto. Aunque los parcelamientos no eran autónomos, o independientes de los municipios,

estuvieron regidos por la autoridad del ESÍTA. Esta institución administró la ordenación

territorial y dirigió los componentes urbanísticos y de infraestructura de los parcelamientos;

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también, coordinaba los servicios que otras instituciones debían prestar a los colonos

(educación, salud, etc.). Según la ley del INTA, las zonas de desarrollo agrario o

parcelamientos se establecerían en espacios despoblados, ya fuesen tierras baldías nacionales o

bien, fincas adquiridas en nombre del estado . Por sus cualidades, los parcelamientos

constituyeron espacios de intervención gubernamental diferenciada respecto al resto de la

nación; acá, la ley mandataba que el estado interviniera de manera intensiva. La invocación de

la capacidad transformadora del “estado” que, como la misma ley establecía, “supera la

capacidad privada”, condensaba la fuerza para hacer el desarrollo que muchos colonos le

asignaban. Imaginadas así, las zonas de desarrollo agraria contendrían mayor densidad estatal,

en consecuencia, quienes las habitarían serían también excepcionales; ellos serían sujetos de

estado especiales. Como el espacio, ellos también serían intervenidos para hacerlos

nacionalmente productivos y estatalmente leales. La enunciación legal que creó extensiones de

territorio “susceptibles de una profunda transformación”, y que invocó la capacidad

interventora del estado, fue la misma que habilitó las zonas selváticas del norte como “espacio

vacío”.

La noción de “vacío” alineó a estos espacios (carentes de desarrollo) con los campesinos

como sujetes nacionales (carentes de medios de producción). La concurrencia de la doble

ausencia desvanecería el vacío, haciendo de él el espacio para el desarrollo nacional.

Ciertamente, el vacío sólo fue creado para ser disuelto, pero sin él, o, dicho de otra manera, sin

esta acción, la tesis del desequilibrio poblacional perdería sentido. La ley habilitó el espacio

selvático como territorio intervenible, pero también autorizó a un tipo social para que lo

Decreto Ley, 1551, artículo 40: “para los efectos de esta ley, se entenderá por áreas del territorio nacional de gran extensión, susceptibles de una profunda transformación de sus condiciones económicas y sociales, que exigen para su ejecución obras y trabajos complejos que superando la capacidad privada hacen necesario el apoyo técnico, financiero y jurídico del Estado”.

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poseyera y lo hiciera productivo. Este sujeto fue el colono. Creado a partir de la reelaboración

de la categoría del campesino sin tierra, el colono fue, prototipicamente, un sujeto habilitado

en y para transformar el espacio vacio. Su existencia se circunscribe a la historicidad del

desarrollismo agrario, y si el desarrollismo agrario puede ser tomado como forma civil de

hacer contrainsurgencia, el colono fue, a su manera, también sujeto de la contrainsurgencia.

Hasta las primeras etapas de la colonización, el norte del país aparecía representado en

los lenguajes estatales como una región improductiva, insalubre y poco conocida. Estos

imaginarios se alimentaban de una serie de ficciones sobre la frontera y la civilización maya

que la habitó siglos atrás^ . Para 1960, la sección de la FTN, que corresponde a Alta Verapáz

era casi en su totalidad selva. Los dos asentamientos de mayor tamaño correspondían a las

cabeceras municipales de Chisec y Chahal. Según el censo de población del año 1955, Chisec

tenía 1414 habitantes, mientras que Chahal, 3559. En ambos municipios, el 98% de los

habitantes eran indígenas. Además de estos asentamientos, que funcionaban como cabeceras

de municipios, había varias aldeas y caseríos de menor tamaño, pero la mayoría no estaban

reconocidos en los registros gubernamentales. El parcelamiento de Sebol se fundó en la

jurisdicción de Cahabón. La situación demográfica de este municipio era bastante similar a la

de Chahal y Chisec. Sebol era, para entonces, la sección menos poblada de Cahabón, aun así,

los registros estatales de la época reportan asentamientos humanos en el área. El Diccionario

Geográfico Nacional, del año 1961, por ejemplo, da cuenta de una aldea y trece caseríos. Si

bien, es factible sugerir que la cantidad de personas que habitaban este espacio era mucho

mayor del que los registros proyectaban, no es posible precisar cifras. Un factor que también

debe considerarse refiere a los patrones de asentamiento anteriores al reparto. Aquellos que

Para una lectura de los procesos de colonización agraria en El Petén, véase: Paz Hurtado 2010; y, Rodas 2009a, 2009b y 2010; y, Samayoa, 1997.

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habitaban las zonas selváticas, es decir, fuera de la égida de los centros urbanos de los

municipios, llevaban formas de vida seminómadas basadas en la agricultura familiar de

pequeña escala, la caza, la pesca y la recolección. Los grupos domésticos extendidos se

desplazan según la disponibilidad de recursos de libre acceso. Los asentamientos eran

abandonados con la misma facilidad con la que habian sido formados. Muchos colonos narran

que, cuando tumbaron la selva, solian encontrar arboles de cacao y otros cultivos que habian

sido plantados años antes. Lo anterior presupone que, quienes habitaban el espacio selvático,

prescindian de nociones de propiedad privada del suelo. Si bien, Chahal y Chisec disponian de

tierras para uso común de los habitantes de los centros urbanos, que eran utilizadas para hacer

cultivos, la mayoría de la población no poseia títulos sobre los terrenos que ocupaba. De

hecho, una de las principales razones para rechazar el reparto, fue justamente esta. Como

veremos luego, muchos de ellos pensaban que el espacio selvático no debía ser prívatizado.

La antropóloga Liza Grandia (2009) argumenta que las regiones selváticas del norte,

cuyos niveles demográficos fúeron menguados drásticamente por las iniciativas fallidas de

conquista durante el siglo XVI, empezaron a ser repobladas después 1870. La autora identifica

tres grandes momentos o ciclos de estas migraciones hacia el norte, todos vinculados a

transformaciones políticas y económicas de alcance nacional: el primero, fue incentivado por

la expansión cafetalera y la desamortización de las tierras comunales; el segundo, estuvo

asociado a la aplicación de las leyes de vagancia y vialidad implementadas durante el gobierno

de Jorge Ubico (1930-1942), cuando los campesinos eran forzados a trabajar para las fincas

cafetaleras y a prestar servicios gratuitos en obras de infraestructura pública; y el tercero, tomó

lugar en el contexto de la guerra de contrainsurgencia y la colonización agraria. En este

esquema, las migraciones hacia Sebol corresponden al segundo ciclo. Si bien, mis datos de

campo parecen asentir su propuesta, mi intención para rastrear el poblamiento previo al

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reparto agrario tiene otro propósito: pretendo argumentar que, aun cuando no existieran títulos

de propiedad privada, la zona estaba habitada, y que la retórica del “espacio vacio”, que

sustentó el reparto, sólo fue posible mediante el borrado de dichas poblaciones.

En 1961, In tern a tion a l D evo lp m en t S erv ice (IDS), la consultora contratada por el

gobierno estadounidense para que asesorara los programas de desarrollo rural en Guatemala

después de 1954, presentó el primer plan para la colonización de Sebol, titulado: Plan de

Desarrollo de la Zona Sebol-Chinajá^^. Aunque el plan fue elaborado por agentes de la

cooperación estadounidense, su implementación estaría a cargo de la DGAA. Los contenidos

del Plan versan sobre aspectos técnicos para la habilitación de la producción y el poblamiento

de la zona. Sé que una descripción de los componentes del plan sería útil para entender

aspectos técnicos de la colonización, mas para efectos del argumento que quiero mostrar,

destacaré el plano cartográfico del parcelamiento .

La consultora llegó al país como parte de los programas de ayuda técnica ofrecidos al gobierno de la contrarrevolución.

El plano que aquí presento corresponde a una reproducción digitalizada del original, que el responsable de la oficina de FONTIERRAS, en Fray Bartolomé, me facilitó

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El plano cuadricula el espacio, es decir, traza las parcelas que serian entregadas a los

colonos. La geometría es sólo alterada por los ríos Sebol, Santa Isabel o Cancuén, que

serpentean con dirección al norte hasta reunirse y dar forma al río La Pasión. En el plano

aparecen únicamente dos aldeas: Sepur y Boloncó. Boloncó, porque era la aldea más grande y

antigua del área. Sepur, un caserío pequeño en donde, en el tiempo de las madereras, hubo un

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campamento. Fue reconocido porque ahí, según el criterio de los técnicos, era el mejor sitio

para instalar el campamento y fundar el centro urbano principal del parcelamiento. Ambos

asentamientos estaban comunicados por un camino rústico que conducía del puerto hacia San

Luis Petén. Este es el camino al que Oscar del Valle hace mención en su escrito. Antes del

inicio del reparto, únicamente dos propiedades de gran extensión estaban registradas:

Hacienda Sebol y la finca que la familia Lucas poseía en Tuilá. Siguiendo el criterio de

respeto a la propiedad privada, ambas fincas quedaron fuera de los planes de colonización.

El plano es uno de los dispositivos gráficos que hicieron posible la representación del

espacio vacío. Mapas, estadísticas y demás artefactos similares emergieron como potentes

dispositivos de legibilidad, a través de los cuales, los agentes de la colonización proyectaron al

espacio y a los sujetos. La cartografía destaca, no sólo como recurso de representación sino

también porque el mapa pasó pronto a trasferir su saber a la legalidad del reparto. El plano del

parcelamiento se hizo un instrumento catastral, y de ahí fincó los límites de las posesiones de

unos y de otros. Este documento continúa siendo el patrón básico de los registros

gubernamentales de propiedad. Así, el plano, que fue presentado como documento técnico

(técnico acá significa opuesto a político) aspira a ser neutral. La representación que hace,

busca ser fiel a la realidad externa, al acto de representación. Como Matthew Hull (2012: 13)

escribe, los signos gráficos son, tanto como los discursos verbales, mediadores entre los

sujetos y el mundo. En este juego, el plano aspira anular el proceso mismo de la mediación

que lo produjo. La proyección buscaba fijar la idea de que, en efecto, el espacio estaba

disponible para que los colonos lo ocuparan. Validado como documento técnico, el plano

incorpora la autoridad de la cartografía y la agrimensura, y al hacerlo, adquiere cierta

autonomía. Parafraseando la fraseología Peirciana empleada por Hull, puedo decir que, el

objeto (plano) se hizo signo (espacio vacío), y que el signo se hizo objeto. El documento

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significó por sí mismo. Su capacidad para movilizar significados, y para mediar otros procesos

semióticos, hizo de él un índice de veracidad. Una verdad de estado previamente existente

pero que debió ser actualizada para que la colonización simulara razón, o para que dejara de

ser simple violencia.

Desencuentros al interior y en torno al proyecto de la colonización

Los primeros años de la década de 1960 fueron decisivos para definir las lógicas de

(re)espacialización impulsadas por la colonización. Ese periodo también fue clave para la

configuración de las relaciones de dominación. La mayoría de las actividades administrativas,

políticas y comerciales del parcelamiento se concentraron en el centro urbano I, que pasó a ser

nombrado “Fray Bartolomé de las Casas”. Las residencias de los colonos fueron

disponiéndose en espiral, alrededor de las oficinas de gobierno. Las parcelas fueron

distribuidoras de manera similar. Si bien, en su formalismo, la ley no incluía criterios de

distinción según la procedencia de los solicitantes, en la práctica, el reparto terminó

favoreciendo a campesinos provenientes de fuera. Primero, la política estaba diseñada para

descongestionar lo que se definía como sobre poblamiento en otras regiones; segundo, los

trámites para acceder a una parcela se realizaban en la ciudad capital; y tercero, los interesados

debían sortear los intrincados laberintos burocráticos del INTA.

Ya instalados en Sebol, los colonos pronto encontraron coincidencias morales entre su

deseo de convertirse en propietarios y la retórica desarrollista de los agentes gubernamentales.

A partir de su trato diario con los agentes estatales supieron que ellos habían llegado

convocados por el estado para llenar los vacíos y hacerlos nacionalmente productivos; así

supieron que ellos eran los sujetos predilectos del agrarismo. Para los recién llegados, el

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porvenir, que la colonización les ofrecía, era alentador aun cuando el presente se les presentara

surtido de dificultades por sortear. En contrasentido, aquellos que habían habitado la zona,

prescindiendo de títulos de propiedad, supieron que con la privatización del espacio selvático,

sus modos de vida, relativamente al margen de la dominación estatal y de la economía de

plantación imperante en otras regiones, pronto quedarían imposibilitados. Para ellos, la

colonización se hizo aprehensible en la forma de una serie de encuentros que transformaron

sus modos de vida, arraigados en el acceso libre a los recursos selváticos: los colonos que

reclamaron derechos de propiedad privados; las instituciones gubernamentales que normaron

el acceso a los recursos selváticos y las interacciones; y el mercado de bienes que expandió los

aspectos de la vida sujetos a transacciones monetarias.

Aquellos que habían vivido en la selva, no estaban familiarizados con la burocracia

agraria y carecían de los recursos lingüísticos para adelantar trámites de dotación. Además,

muchos de ellos se esforzaron para mantenerse fuera de la iniciativa estatal de colonización

negándose a aceptar que el estado ejerciera autoridad sobre el espacio selvático. El motivo del

malestar era la idea misma de la privatización, es decir, la posibilidad de que la tierra pudiera

“ser de alguien”, y más aún, que la redefinición de derechos se estableciera por medio de

transacciones monetarias. Pedro, el padre de la primera reina indígena del municipio, quien

llegó a Boloncó procedente de Cahabón poco antes del inicio de reparto, lo explica de la

siguiente manera: “La gente que hubieron aquí tenía miedo de la parcela. Como no lo conoce

que la parcela es para ellos, no quería pagarlo la parcela. La tierra es de dios no es para

vender; que no sé cuánto, decían, porque la gente estaba acostumbrada a trabajar así en baldío,

en tierra libres.”

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La renuencia para aceptar la colonización se fundaba en la defensa de la tradición de uso

común de los recursos selváticos, pero también, en el conocimiento de los efectos que el

predominio de los pioneros produciría en sus modos de vida. Los q’eqchi’es que habitaban la

zona antes del reparto sabían que la privatización del espacio selvático supondría restricciones

para el aprovechamiento a recursos que, hasta entonces, habían sido de libre acceso. Conforme

el reparto avanzaba, y más colonos se asentaban, muchos q’eqchi’es abandonaron las aldeas

trasladándose a sitios alejados, intentando mantenerse al margen de los planes estatales. Este

desplazamiento de corta distancia dio forma al actual patrón de asentamiento de la zona.

Comparando la escasez actual de tierra, Pedro habla de cómo muchos abandonaron Boloncó,

para trasladarse a sitios fuera del parcelamiento: “Cuando el INTA empezó a repartir las

tierras la gentes salieron. Se fueron en Petén, se fueron en Belice. Ahora bastante gente están

en Belice [. . .] gente que vivían aquí venía de Cahabón; salía de Cahabón para aquí, salía de

aquí para San Benito [El Petén] o sea en Belice, que es por no recibir tierra.”

Si bien, el principal flujo migratorio hacia Sebol estaba integrado por colonos que

llegaban para tomar posesión de las parcelas que el INTA les había asignado, la privatización

del espacio selvático implicó otros movimientos de población. Para efectos de la exposición,

es factible distinguir dos lógicas: una de llegada y una de expulsión. La primera refiere a

aquellos que arribaron para recibir dotaciones agrarias, generalmente provenientes de fuera de

Alta Verapaz, y a los continuadores de las migraciones hacia el norte, identificadas por Liza

Grandia. Los campesinos, provenientes de la zona de montaña, también buscaban tierras

libres, pero su desplazamiento no necesariamente respondía a los ofrecimientos del reparto;

ellos fueron los principales pobladores de los baldíos. A la lógica bifurcada de llegada, hay

que sumar la movilización de aquellos que fueron desplazados por el parcelamiento. La

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llegada de colonos y la expulsión de aquellos que vivían en el área dispuesta para el

parcelamiento se constituye como un sólo proceso de dos movimientos simultáneos. Así lo

interpretan aquellos que hablan del reparto conceptuando el rechazo a la privatización del

espacio selvático. La privatización del espacio selvático produjo tensiones y formas de

violencia novedosas en la región. Estas tensiones y violencias en tomo al control de los

recursos selváticos animan la producción de separaciones sociales, como aquellas que

sostienen la idea de que “la turba” es animada por “indios”; o que detrás de la facilidad con

que “la gente” se aglomera existe un impulso para ser violentos. Pero ellas también vitalizan la

memoria de aquellos que comparten la experiencia de habar habitado la zona antes del reparto

agrario, y que narran el tiempo previo a la colonización o que expresan el rechazo a la

privatización del espacio selvático. En estas narraciones existen indicios que permiten

reelaborar, relativamente, las formas de vida al margen de la dominación estatal y de la

economía de plantación.

Indicios de crisis del derecho

La colonización sólo pudo tomar lugar después de que la representación del espacio vacío se

hizo efectiva, no obstante, el ejercicio semántico había comenzado antes y de manera distante,

cuando técnicos y expertos, al estilo de Lamo de Espinoza, descubrieron que en el norte, no

sólo existían enormes extensiones de tierras deshabitadas, sino que estas eran ideales para

regular lo que llamaron mala distribución de la población. Afirmar que se trataba de espacios

vacíos fue parte sustancial de la ideología que sustentó “la trasformación” productiva de la

región y la regulación poblacional de la nación. Así, la representación del espacio vacío fue el

primer principio de la colonización como derecho. La extensión de derechos de propiedad a

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campesinos provenientes de otras regiones sólo fue posible mediante el despojo de aquellos

que habitaban el espacio selvático, quienes, debido a sus modos de vida, quedaron fuera de las

prioridades de la hegemonía estatal. En este sentido, la política de extensión de derechos, que

buscaba transformar a campesinos empobrecidos (provenientes de otra región) en propietarios

“leales al régimen”, fue también un acto de violencia en contra de quienes vivían en el espacio

selvático, pero sin poseer títulos de propiedad. Esta violencia, que en términos de Derrida

(1995) transitó en un principio a través de la representación, constituye uno de los nodos

fundacionales de lo que aquí llamo derecho de la colonización.

Como acto de fundación, la colonización reposa sobre el despojo. Como tal, está

incorporada a lo que el estado es en la región, al derecho y al ser pionero. Pero, en la

narración, su existencia está subsumida bajo capas y capas de otras historias. En las voces

pioneras, ella constituye un tipo de conocimiento inarticulado del que no se habla o se habla

oblicuamente. Entre dotación y despojo existe una dialéctica que se suma a los estratos de

violencias de antes y de después. El desarrollo, y todo aquello que los colonos signan como

éxito, sólo es posible porque antes estuvo la violencia. Así, desarrollo es otra manera de

nombrar a la violencia. Siendo relatos de progreso, “las historias” de desarrollo y de “pujanza”

tienen la particularidad de que se esfuerzan por resaltar la armonía. Ellas están forjadas a partir

de la exclusión de los conflictos y de todo aquello que reste brillo al éxito que buscan

transmitir. Que la narración los deje fuera de la historia no presupone que estos no existan. Así

sucede con la violencia de la colonización, la narrativa pionera la oculta, mas sabe de ella y

ella se le filtra por las ranuras de lo imprevisto. Si en la actualidad ciertas modalidades de

violencia se aprecian ominosas es porque aparecen existiendo fuera del tiempo histórico. La

idea de que los linchamientos, y algunas formas de asesinatos, son socialmente amenazantes,

reposa sobre la creencia de que algo o alguien que debía contenerlos no lo está haciendo.

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Vistos así, terminan siendo asumidos como fallos de la historia, como expresiones de

desfiguración de promesas pasadas. Pero las distinciones, entre la violencia que funda derecho

y aquella que lo destruye, no siempre son claras. Puede ocurrir que algo que debía ser familiar,

porque es fundacional, acaba no siéndolo debido a que ha sido parcialmente ocultado, o lo que

se narra es insuficiente para reconocer el todo, que ha sido soterrado por “el desarrollo” y “la

pujanza”. Para concluir, volveré sobre una idea expresada por Walter Benjamín (2010c: 167-

8), que me será útil para continuar elaborado la sensación de desfiguración histórica que la

noción de quiebre temporal expresa. Siempre discutiendo la relación entre violencia y derecho,

Benjamín escribe que tras el temor a la violencia se constituyen indicios de que el derecho está

en crisis. La crisis engendra

“una falta de confianza en sí mismo”. El derecho comienza así a plantearse

determinados fines con la intención de evitar manifestaciones mas enérgicas de la

violencia conservadora del derecho [...] como este temor se opone al carácter de

violencia del derecho mismo, que lo caracteriza desde sus orígenes, los fines de esta

índole son inadecuados para los fines legítimos del derecho. En ella se expresa no sólo la

decadencia de su esfera, sino también a la vez una reducción de los medios puros

(2010c: 167-8).

La renuencia para que el otro se exprese esconde el temor de que otra violencia funde

un derecho distinto al que está en crisis. Para que la violencia no sea amenazante debe estar

del lado del derecho, así se hace legítima y se alinea con la justicia, convirtiéndola en

instrumento del orden. Y ¿qué es el derecho sino otra forma de nombrar el poder? En el

momento en que la sospecha hace presente la violencia del otro, cuando la relación es con la

violencia propia, el panorama puede asirse inquietante.

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VII. £1 habla de la historia local

En esta sección ofrezco una breve revisión de “la historia” local de Fray Bartolomé,

conceptuándola como “un género” discursivo particular (Bajtin, 1986). En términos concretos,

analizo la retórica pionera de la colonización agraria como concreción regional del

desarrollismo agrario de los regímenes militares de la segunda mitad del siglo XX. Narrativa

es un concepto feliz para pensar la historia como conocimiento. Imagen lo es para figurar el

contenido de los relatos. La historia integra imágenes como condensación de experiencias que,

fluyendo por las palabras en su súbito relampagueo, como escribe Benjamín (2007b; 61), fijan

el pasado antes de que se desvanezca con cada presente que no se reconozca en ellas. No hay

historia sino historias: fragmentos, irrupciones que se imponen y que se posesionan del

tiempo, que lo hilan y lo encausan con la dificultosa lógica de los recuerdos. Preguntémonos

con Bergson (2004): ¿de qué otras existencias podemos dar cuenta que no sea la nuestra? Pero

sabemos que no estamos solos, que antes que nosotros hubo otros y que después de nosotros

también habrá otros. Así es como conocemos que existimos, porque nos encontramos en los

otros, en sus actos, en sus objetos.

En la cabeza tengo una historia de Fray Bartolomé, construida a partir de las que me han

contado, de lo que por azar he conocido, de lo que he olvidado, y de lo que he imaginado, en

ocasiones sin reparar en ello. La que voy a contar de otros es también mi historia, no así

porque trate de mí sino porque la mayoría los relatos fueron producidos para mí, aunque otras

veces simplemente formé parte de la audiencia de la narración. Lo que intentaré hacer es

representar maneras de representar el pasado como “un diálogo interpretativo” entre el

presente y el pasado (Carr, 1978), es decir, modos de hablar de la historia de Fray Bartolomé

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situándome en Fray Bartolomé. La narración de la historia es una labor intelectual autorizada

y autoritativa que crea su propia audiencia. El término más cercano es “historia del pueblo”.

Pueblo, acá, adquiere un significado distinto al que Jacobo le otorgó durante el apagón de abril

de 2015: se arraiga en la localidad y tiene como referentes temáticos a las iniciativas

gubernamentales del desarrollismo agrario, la colonización y la contrainsurgencia. Si bien,

todos, o casi todos, pueden hablar de la historia, la autoridad para hacerlo se distribuye de

manera desigual. En Fray Bartolomé, la autoridad sobre el pasado se establece con base en un

amplio conjunto de valores cuyas conjugaciones posicionan diferencialmente a los narradores.

Individuos no calificados para hablar de un tema pueden estarlo para hablar de otro. Si bien,

los criterios son diversos, la experiencia de vida del hablante suele funcionar como el principio

básico de reconocimiento de autoridad. Los relatos más extensos suelen correr a cargo de

personas adultos, en su mayoría, hombres que han vivido la mayor parte de su vida en el

pueblo. Ellas y ellos, en primera persona, asumiendo posiciones activas en los sucesos. Haber

“estado ahí”, o haber “visto lo que pasó”, parece otorgarle veracidad a sus palabras.

Desde la primera vez que estuve en Fray Bartolomé haciendo trabajo de campo, me

llamó la atención que cuando sugería hablar del pasado, usualmente se me refería a individuos

distinguidos como “conocedores de la historia”. Luego supe que se trataba de hombres que en

el pasado estuvieron vinculados a las instituciones de la colonización agraria, del

desarrollismo y el poder militar. Comprendí luego que, para muchos de mis interlocutores, la

historia local es un género narrativo que incorpora las iniciativas de gubemamentalización

estatal como componentes protagónicos. De ahí por qué, los individuos referidos como

conocedores de “la historia” eran, en su mayoría, ex agentes gubernamentales. Cuando ellos

hablaban, lo hacían desde su experiencia como partícipes y como testigos del estado. Sus

historias adquirían una dimensión experiencial individual que pretendían traducir como

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conocimiento público compartido. Narrada por estos individuos, la historia de Fray Bartolomé

adquiere forma episódica y temática. De todos, la colonización agraria es el motivo temático

más recurrente. A la pregunta ¿cuál es la historia de este lugar? puede suceder una respuesta

con un relato de ese tipo, organizado a partir de una linea temporal más o menos continua,

poblada por figuras como el ESÍTA, el ejército, la guerrilla, la electrización, las carreteras, etc.

La colonización agraria es el motivo temático que estructura los relatos de la historia

local y regional. Entendida como proceso de gubemamentalización regional, la colonización

incorpora el espacio regional en la narrativa histórica nacional con términos de intimidad y

encuentro de intereses comunes. Además de servir de encuadre para la narración de la historia

del lugar, y en relación con su posición en el espacio regional y la nación, la colonización

estmctura el pasado como tiempo en el que los intereses locales y las iniciativas de

gubemamentalidad eran coincidentes. Dicho con otras palabras, para estos individuos. Fray

Bartolomé ocupó una posición privilegiada al interior de los proyectos del desarrollismo

agrario y de la contrainsurgencia militar. Si en el presente se habla de la colonización agraria

con tanta vehemencia es porque así se sostiene el anhelo de cercanía con el estado nacional.

Pero los discursos históricos, que representan a la colonización como un proceso de encuentro

armónico entre el lugar y las iniciativas gubernamentales, poseen sus propias contra narrativas

cuyos nodos de argumentación muchas veces se establecen en el despojo y la violencia que

subyacieron a la privatización del espacio selvático. Trataré éstas contra narrativas más

adelante.

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Pionero

Pionero es una categoría social que se aproxima, más no se consume, a la idea de clase

dominante. Si bien, la élite económica local está integrada por familias pioneras, ni todos “los

ricos” fueron pioneros ni todos los pioneros son “ricos”. Los pioneros son, o fueron, aquellos

sujetos que asumieron como suya la labor de domesticar el espacio selvático convirtiéndolo en

un espacio nacionalmente productivo. Ellos encuentran, o encontraron, que sus deseos de

convertirse en propietarios fueron coincidentes con las iniciativas de seguridad y desarrollo

regional. La categoría se comprende mejor si se le define como un sujeto de estado, es decir,

que se constituyó en relación de intimidad con el desarrollismo agrario y la contrainsurgencia

de la segunda mitad del siglo XX. Muchos de mis narradores fueron pioneros o se identifican

con la perspectiva histórica pionera. El ser pionero quiere ser sinónimo de adaptación, de

resistencia a las inclemencias del medio selvático, y, en muchos casos, indicador de éxito

económico. Aunado a ello, la distinción que los pioneros reclaman para sí aspira a convertirse

en criterio para la elaboración de explicaciones respecto a una serie de desigualdades que dan

sentido a las jerarquías sociales: arraigo, etnicidad, vecindad, etc. En síntesis, el ser pionero

aspira a incorporar al estado nacional en la historicidad de la región, y, a su vez, a contener la

historicidad de la región en las nociones de desarrollo y seguridad, impulsadas por la

gubemamentalidad hecha mediante la colonización y la contrainsurgencia.

La perspectiva narrativa pionera es la que elabora con mayor detalle la colonización

agraria como motivo principal de la historia local. Esta perspectiva posee dos características

que, al ser conjuntadas, la aproximan a algo parecido a la historia oficial del lugar: es la que

mayor coherencia interna muestra; y es la que más circula en la esfera pública local. Nombraré

a éstas, narrativas maestras de la historia local. Hablando en primera persona, los narradores se

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ubican en el punto de apertura de la historia local, que es el mismo que da paso para la

incorporación del espacio selvático a la nación. La integración se narra en distintos planos:

productivos, administrativos, afectivos, etc. Ellas y ellos se alzan con el mérito de haber

conseguido que ese espacio, hasta entonces “vacio”, sea ahora un lugar comunicado, afable

para la vida; con “desarrollo”.

Familia de colonos en Sebol dniante nn dia de fiesta, posiblemente a principios de la década de 1970. Autor anóinmo

Si bien, muchos de los individuos reconocidos localmente como “conocedores de la

historia” son personas mayores, las narrativas pioneras no necesariamente representan una

perspectiva discursiva generacional. No se trata de un género que sea exclusivamente un

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“habla de viejos”, como la que Charles Briggs describe (1988), menos, de anacronismos que

rondan la añoranza de los buenos tiempos de juventud. Que los narradores prototípicos sean

viejos expresa la existencia de correlaciones entre la autoridad discursiva y su predominio en

las jerarquías locales. Personas jóvenes pueden acudir a ellas creando o reproduciendo relatos

y anécdotas de distinto tipo, pero no alcanzan la misma autoridad que los viejos, en sus voces

los relatos pertenecen a terceras personas. Ciertamente, las narrativas maestras de la historia

local adquieren una dimensión “pedagógica” (Briggs, 1988), o bien, una dimensión de

“ciudadanización” (Stack, 2012), e incluso, de producción de sujetos locales (Appadurai,

2001).

En Fray Bartolomé, el habla del pasado está colmada de nostalgia, de deseo que quiere

retornar lo que se recuerda, usualmente algo que ya no se tiene. Para Marilyn Ivy (1995:10),

este sentimiento está atravesado por la imposibilidad y por la incapacidad para restablecer lo

que se cree perdido. La propensión para narrar el pasado, en estos términos, es justamente eso:

una evocación tardía, idealizada si se quiere, de las bondades del pasado. Lo que en el pasado

fue, no es más. El objeto de la narración está frío y encorvado, pero ellos se resisten a

olvidarlo y quieren conservarlo; narrarlo es una manera de mantenerlo presente, de traerlo

sobre el presente. La facilidad y el agrado con el que hombres y mujeres pertenecientes a las

primeras generaciones de colonos hablaban de la historia, simplemente me fascinó. Existe en

ellos una suerte de atracción por el pasado que parece resultarles placentera. ¿Se convierte así

la narración histórica en un ejercicio de goce que anhela algo que se tuvo pero que no existe

más? como Freud escribe, “dados los estrechos vínculos entre conocer y reconocer, no es

osado el supuesto de que existe también un placer del recuerdo” (2004a: 177). Pero la

nostalgia también es un potente recurso para la producción del presente. Según William Bisell

(2005: 239), las reconstrucciones populares del pasado poseen el potencial para establecer

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puntos de crítica en el presente. Si descartáramos la nostalgia como engañosa o reaccionaria,

correremos el riesgo de ignorar la forma en que crea un espacio de posibilidades para una

política que no puede ser conducida en otras formas o por otros medios.

Para los propósitos de esta exposición, el pasado que importa es aquel que es producido

como recurso para juzgar el presente, especialmente tratando la seguridad. En estos casos, el

contraste entre “antes” y “ahora” es más contundente. Es en estos contextos cuando “antes” y

“ahora” hacen el discurso que aprehende las categorías del orden y el desorden. Es este uso

narrativo del pasado el que me interesa destacar: cuando “antes” se hace presente historizando

y al hacerse, calibra categorías y figuras del orden y del desorden. La relación histórica de

“antes” con “ahora” se asemeja a la imagen dialéctica de Walter Benjamín, en el sentido de

que no se trata de una yuxtaposición en donde un tiempo “arroje luz sobre el otro”, sino que

“lo que ha sido se une como un relámpago al ahora en una constelación [. . .] mientras que la

relación del presente con el pasado es puramente temporal, continua, la de lo que ha sido con

el ahora es dialéctica: no es un discurrir, sino una imagen <,> en discontinuidad” (Benjamín,

2005: 464 [N2^ 3]).

Quiero despejar la propensión a establecer relaciones mecánicas entre formas de narrar y

sensibilidades históricas, tanto como deseo explicitar que no encuentro correspondencias

exactas entre posiciones de clase, etnicidad, o cualquier otra, y modos de imaginación

histórica. Los vínculos que sugiero son aproximados, y muchas veces sólo adquieren sentidos

a partir de mi trabajo de mediación intelectual. Lo que quiero argumentar es que entre las

sensibilidades históricas pioneras y los afectos de la desprotección existen vasos comunicantes

posibilitados por la ilación narrativa del tiempo histórico. Sólo si uno piensa que antes estaba

protegido puede presentir que ahora no lo está.

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Historia pionera

Así como no todas las persona poseen la misma autoridad para hablar de “la historia”, y no

todos los personajes y sucesos gozan del mismo valor histórico, la relación entre lo que se

considera historia y el tiempo calendárico tampoco es homogéneo. Mientras unos periodos

poseen alta densidad narrativa, otros parecen prácticamente vacíos. En estas narrativas, la

densidad histórica del tiempo se vincula con las lógicas de la intervención gubernamental en la

localidad. La apertura del frente colonizador en Sebol (1959-63) y el periodo de gobierno del

general Romeo Lucas García (1978-82) son tiempos que ocupan mayor espacio narrativo.

Me introduciré en el discurso histórico local que textualiza el lugar como narrativa pionera.

Luego, desde adentro, mostraré aspectos críticos que desmontan las certezas del propio

discurso. El ejercicio busca puntos de encuentro, contrastes y desfases, procurando mostrar la

polisemia de lo local en referencia a sus construcciones espaciales y temporales en relación

con la región y la nación. Así como la colonización da sentido a la narración del pasado, la

retórica pionera tiñe la historia local pintándola de futuro. Alfredo Molano lo sabe bien. Él

escribe sobre los campesinos que poblaron los montes del Guaviare colombiano:

La colonización es siempre un apasionante episodio que se alimenta del futuro. [. . .] Hay

en [el colono] una silenciosa conciencia de que sus privaciones serán recompensadas.

Vive de esa esperanza. Asume su adversidad cotidiana con la entereza de quien se sabe

un pionero. En sus soledades, la creencia de estar escribiendo un libro abierto lo sostiene

y lo acompaña. Todo colono registra escrupulosamente los sucesos, grandes y pequeños,

que hilvanan su mundo; sabe quién fue el primero que llegó, el primero que trajo un

becerro, el primero que sembró un níspero. Vive al acecho de un viajero para hacerle un

recuento de sus andanzas y desventuras, porque un viajero es el reconocimiento que por

fin llega. Es un fundador y por ello el historiador rústico de una experiencia que no tiene

historia (2010: 16).

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No todos podemos presumir ser los primeros habitantes de los lugares que habitamos.

No todos narramos la historia de nuestros lugares en primera persona. Para muchos, estas

“historias” flotan a la deriva del tiempo, se han perdido, o simplemente no nos atraen. Mas, en

Fray Bartolomé ocurre distinto. Acá, las generaciones mayores hablan desde la posición de

quien está escribiendo “una experiencia que no tiene historia”. Oscar del Valle es un excelente

exponente de lo que intento explicar. El gusta presentarse como el primer habitante de Fray

Bartolomé, y muchos así lo reconocen. Para satisfacer las demandas de su audiencia, Oscar

preparó un relato, testimoniando su presencia en el lugar, que ofrece a quienes se interesen en

conocer “la historia”. La vez que lo invitaron a la televisión local para que contara “la historia

de Fray”, lo hizo siguiendo este guión. Cuando lo consulté, me entregó el manuscrito para que

yo lo copiara: “ya he hablado mucho de eso”, me dijo. Transcribo a continuación un

fragmento del escrito^ .

Óscar del Valle, primer vecino. Llegué a estas tierras selváticas como en el año 1954.

Nací en Carchá A.V., en el año 1930. En ese tiempo comencé a talar madera para hacer

mi casa, que hice de madera rustica y manaco. Mi casa estuvo donde ahora está Banrural

y la escuela primaria. Entonces sólo existían monos, pavos, jabalíes y coches de monte.

Poco a poco fui conquistando a personas como don Felipe Quej, Salvador Moran y

Alberto Saer (+), para que me hicieran compañía y trabajaran. A dos kilómetros de aquí

pasaba una brecha que habían hecho los tractores que acarreaban madera. La brecha

pasaba por Champa de Guano, Boloncó y Tuilá. Ya estando instalado aquí, me traje a mi

señora y a [nuestros] cuatro hijos. En total procreamos diez hijos, por lo cual me siento

orgulloso, porque logré educarlos y hacer una familia distinguida de Fray Bartolomé.

Aquí en Fray, en ese tiempo, conocimos al teniente Lucas García, quien estaba de alta en

® Para facilitar la lectura edité la ortografía y la puntuación sin alterar la semántica. Las supresiones corresponden a segmentos ilegibles o a frases reiterativas.

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el Ejército de Guatemala. Él pasaba por la brecha porque iba a ver su finca Tuilá. Nos

contó que quería ayudar a la gente de esta zona, pero tenia que pedir permiso al ejército

para conseguir una curul en el Congreso. Él pensaba que, si ganaba, estando en el

Congreso podía [ordenarle] a la Dirección de Asuntos Agrarios que hiciera un

parcelamiento en esta zona [...]. De 1955 a 1960 fui alcalde auxiliar por parte de

Cahabón, que era a donde pertenecíamos. El primer mercado que existió estuvo en

Sebol, después, el mercado estuvo donde ahora está el parque. También voy a mencionar

que en aquel tiempo esta región pertenecía al municipio de Cahabón. Nuestros hijos

están registrados en el registro del municipio de Cahabón. Más o menos en el año de

1970, vino el Instituto Nacional de Transformación Agraria, y en 1974 vino el Batallón

de Ingenieros del Ejército de Guatemala. El INTA se dedicó a parcelar la tierra y a la

urbanización del parcelamiento del que hoy día es el pujante municipio de Fray. El

Batallón de Ingenieros del Ejército se dedicó a construir carreteras, principalmente de

Cadenas a Modesto Méndez y a Playa Grande, la carretera que hoy día es la Franja

Transversal del Norte.

La historia de Oscar está colmada de ímpetu fundacional. Se trata de una discursividad

histórica que parte habilitando el espacio y el tiempo en el que lo narrado sucederá. La voz en

primera persona es de un tipo particular, es épica, como el narrador. Oscar no acude a voces

ajenas, la suya hace que todo ocurra. Las situaciones se suceden, buscando el onírico

desenlace que desenrede la trama, marcando momentos de pausa, quiebres y nuevos

comienzos. El lugar no existía, él lo creó: soy “el primer vecino”, escribió. Para Oscar, y en

términos generales, para otros narradores pioneros, la historia de Fray Bartolomé inicia con la

apertura del frente colonizador a finales de la década de 1950, o bien, unos años antes. Este es

el caso de Oscar, quien prefiere preceder al proyecto de colonización. Él “conquistó” a otros

“para que le “hicieran compañía y trabajaran”. El estado llegó después, y lo hizo incorporado

en Romeo Lucas García. Hasta el punto en el que incorpora a Lucas a la historia, Oscar venía

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escribiendo la primera persona en singular. Pero en ese momento, el sujeto de la narración

cambió: “conocimos al teniente Lucas Garcia, quien estaba de alta en el Ejército de

Guatemala”. ¿Quién es ese nosotros que conocía al teniente y a quién él le “contó que quería

ayudar a la gente de esta zona? En primera instancia son aquellos que, como Óscar, se habían

aventurado a avanzar la apertura del espacio selvático por su propia cuenta. Ellos aún no

tenían un gentilicio. Óscar no pudo escribir fraybartolomences, tampoco pioneros, pues estas

categorías sólo surgieron después. Incorporar a Lucas le permite a Óscar hablar desde la

posición de un sujeto plural situado en el lugar. De ahí surgen los pioneros: nosotros que

estamos aquí y Lucas que quiso ayudarnos. Seguidamente, Lucas es transformado en el

promotor de la incorporación productiva del espacio selvático a la nación. Luego, la iniciativa

colonizadora, que es atribuida a la buena voluntad del militar, antes que a una proyección

estratégica del gobierno nacional, asienta las bases para la temporización de la historia local.

En síntesis, Lucas es el primer agente estatal identificado que hace posible la identificación del

“nosotros” fraybartolomence, aun si en este momento sea incipiente. Pensado como acto de

reconocimiento, el sujeto implícito de “conocimos” o el de “nos contó”, toma lugar con

relación a las iniciativas de colonización. Así, en la narración de Óscar, el primer acto de

reconocimiento social de los fraybartolomences es frente al estado nacional incorporado en

Lucas. Acto que, subsecuentemente, es actualizado en cada una de las coyunturas que dan

forma a la temporización de la historia local.

Después de la aparición de Lucas, la narración histórica de Óscar parece transitar desde

el espacio personal y familiar hacia otro orientado al ámbito público: la alcaldía auxiliar, el

mercado, el registro civil, etc. “Hoy día” Fray es un “pujante municipio”, impulsado por la

intervención del INTA y del “Batallón de Ingenieros del Ejército”. El devenir es consecuencia.

“Todo suelo tuvo una vez que ser rotulado por la razón, limpiado de la maleza, de la locura y

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del mito”, escribe Benjamin (2005: 460). Las historias de colonización estás destinadas a ser

historias de progreso, a dejar que el concreto, que antes fue “madera rustica y manaca” suceda

al “monte”. La historia pionera de Fray Bartolomé es una de esas. Pero, como veremos más

adelante, el progreso de los pioneros sólo fue posible a costa del despojo de otros. Los

nombres usualmente son soterrados bajo los escombros. Ellos dan paso a los rótulos que

ensanchan la sensación de próspero porvenir. Jacobo Méndez, a quien ya he presentado, es un

buen exponente de las narrativas maestras sobre la historia local. Jacobo pertenece a la

primera generación de “nacidos” en Sebol. Sus padres llegaron a Sebol a principios de la

década de 1960 para recibir una dotación agraria que el INTA les habia aprobado. El siguiente

fragmento, extraido de una de nuestras primeras conversaciones, en 2013, abunda en

expresiones relativas a los méritos pioneros de aquellos que se asentaron en Sebol, “cuando

todo era montaña”.

Pensamos que iba ser una vida muy buena por lo que se sonaba. El problema fue cuando

se acabaron los víveres y cuando se acabó el dinero [...] la situación fue dura. Era difícil

vivir sólo de la venta del maiz [...] personas venían y se iban [...] Como no había los

servicios básicos optaban por regresarse a sus lugares de origen, pero nosotros sí

aguantamos y pudimos ver el desarrollo [. . .] No había carretera, muchas veces sufrimos

ahí porque muchas veces los caminos se hacían bajo las montañas, no se descombraba

donde se iba hacer el caminito, que por la sombra. Pero ahí pasaban bestias, pasaba

ganado [. . .] pasaban personas, era un atascadero que, en épocas de invierno, cuando

llovía era difícil que uno caminara [...] de hecho [...] antiguamente había unas personas

que hacían un su caminado bien hamaqueado [imitación del vaivén de la hamaca] pero

no era porque así fueran sino porque el mismo camino donde caminaban los hizo agarrar

esa forma de caminar porque caminaban sobre el lodo [...]. Las mejoras que ha habido

se las debemos ahí sí que al general Femando Romeo Lucas García [ex presidente de la

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República, 1978-82], que metió el agua, el drenaje, la luz, el teléfono, hizo un centro de

salud tipo A, que hoy es hospital [...] Después del golpe de estado a Fernando Romeo

Lucas Garcia sufrimos un revés de parte del estado porque como él era de acá nos

abandonaron. Las instituciones de aquí, las sacaron y dejaron abandonado. Yo le

agradezco a Ramiro de León Carpió [ex presidente de la República, 1993-96] todo el

apoyo que nos dio; que ahí para acá, yo pienso que empezó el desarrollo [. . .] de ese

tiempo para acá, usted va al mercado encuentra de todo: es alegre. Aunque la gente

lamentablemente no lo entiende, uno siente bien que los resultados de un proyecto están

en todo lo que se ve ahorita, que la gente tiene otro sistema de vida, antes andaban a

caballo, salían a caballo, otros a pie y hoy salen en vehículo. Lo único que hemos hecho,

yo he tratado de hacerlo, pero es difícil porque no entienden las personas, yo le he dicho

a la gente que, si ya les llegó carretera, eso no implica que van a poner su hamaca y se

van a echar a dormir, sino que el desarrollo como que nos absorbe a todos y nos

involucra y tenemos que trabajar más.

Cuando Jacobo dice “pensamos que iba ser una vida muy buena” lo hace imaginando o

replicando lo que otros le dijeron. El no pudo pensar en las cualidades de la vida que esperaba

a los colonos antes de asentarse en Sebol, simplemente porque él nació ahí, sus padres sí

“aguantaron”. Es posible que sus padres sí hayan imaginado al espacio selvático como una

fuente extensa de provisiones. El “nosotros”, con el que Jacobo abre su discurso histórico, es

distinto al que Oscar emplea. El suyo es parental. Pero este uso de la primera persona plural

también ubica al hablante como parte de la comunidad, la cual fue hecha con base en la

experiencia del colonato. Ellos parecen anticuerpos que el trópico húmedo rechazó: “gente

venía y se iba; no todos aguantaban” o, “sólo lo más valientes se quedaron”. Son estas

expresiones que refieren a la lucha por la sobrevivencia, que enfrentaba a las personas con el

objeto del deseo pionero. Si uno no poseía las cualidades adaptativas necesarias, corría el

riesgo de ser literalmente derrotado, sucumbir a las inclemencias, a las enfermedades

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tropicales, a la desesperación, e incluso a la locura. Un sueño pionero es también una pesadilla

darwinista. La ingenuidad se pagaba con creces, incluso con la vida. Muchas personas, como

los padres de Jacobo según intuyo, pueden identificarse con el predicamento “pensamos que

iba ser una vida muy buena”. Mas la experiencia del colonato está sujeta a separaciones

posteriores. Están, según Jacobo, los que “aguantaron” y los que se “regresaron”. Esta

separación hace a los pioneros. Los distingue de otros cuyas capacidades para sobrellevar

“situaciones duras” fueron insuficientes para la empresa colonizadora.

Asi, la capacidad adaptativa deviene en una, cuando no la primera, cualidad del ser

pionero. La dureza de la experiencia pionera está incorporada. Debilidad alude a falta de

capacidad adaptativa, y dureza lo hace a fortaleza. Los colonos son personas duras porque

poseen fortaleza. Los derrotados quedan fuera de la historia, o sólo son recordados para

atestiguar el triunfo de los que permanecieron. La resistencia premia, a ellos, según Jacobo,

con “poder ver el desarrollo” y “las mejoras”, todo aquello que, en las palabras de Óscar, da

forma a la “pujanza” del municipio. El sacrificio pionero hizo a los cuerpos. Unos modificaron

la forma de caminar, que se volvió “hamaqueado” [que se balancea similar al movimiento de

la hamaca]. Pero eso fue antes, “ahora” hay caminos. Cargado con los atributos que Jacobo le

asigna, el desarrollo arrojó a los fraybartolomences hacia al presente para que anden firmes y

erguidos. “Ahora” uno puede enderezar la espalda, ser esbelto. No dijo que, con la frente en

alto, mas sospecho que la idea le parecería placentera.

Jacobo se expresó con la materialidad del concreto, la electricidad y la mecánica, etc. El

presente puede ser firme si volteamos la mirada hacia los caminos, el hospital y demás, o

incierto, en la medida en que la sensación de inseguridad establezca el estado subjetivo que

predispone para el peligro. En realidad, ningún valor es estático. Las cualidades del tiempo se

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dirimen más bien en el acto de la narración. El momento fundacional del lugar, que se

establece con la llegada de los colonos, puede ser inestable, tanto como el suelo lodoso de los

caminos de “antes”, o tan certero como los encuentros morales con las iniciativas estatales de

seguridad y desarrollo. Lo mismo sucede con el presente. Rememorando los éxitos del

desarrollo, el presente es confortante. Pero si pensamos en la seguridad, la situación es

distinta. Cargado con los atributos que Jacobo le asigna, el desarrollo arrojó a los

fraybartolomences hacia al presente para que anden firmes y erguidos. Fray Bartolomé es un

lugar de desarrollo, de “pujanza”. Los pioneros, por su parte, son o fueron personas “que

aguantaron”, ellos son fuertes. Y lo son porque “conocieron” a Lucas García, o bien, porque él

llevó “las mejoras”. Las dificultades representan méritos y hacen a la experiencia pionera. La

sensibilidad de la experiencia otorga conocimientos, casi esotéricos, a los que las generaciones

nuevas sólo acceden a través de la repetición oral. En el relato de Jacobo, como en el de Óscar,

los vínculos locales con el estado, establecidos mediante la dotación agraria y la construcción

de infraestructura, aparecen mediados por la figura de Lucas García. En el caso de Jacobo,

como veremos luego, la pacificación adquiere relevancia, en parte, porque él se posiciona

como actor local de dicho proceso.

Narrando la historia local como pasado pionero, estos individuos buscan generar

sentidos especiales de identificación en y con el lugar. La posición protagónica que el yo

hablante ocupa en el relato es identificable con el protagonismo asignado a los pioneros en la

acción de hacer el desarrollo. La primera persona del relato es una vos “pionera”. La narrativa

pionera produce una primera personal plural articulada en tomo a las ideas de hacer el

desarrollo y de estrechar los vínculos de afectos políticos entre la localidad y el estado

nacional. Se trata de nosotros que, mediante la acción colonizadora consiguió incorporar a

Fray Bartolomé en la narrativa del desarrollo nacional, colocando al municipio en una

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posición privilegiada en la geografía del desarrollo agrario regional. Debido a las

coincidencias de intereses con la racionalidad estatal del desarrollo y la seguridad, este sujeto

pluralizado es presentado como el artífice de las relaciones entre la localidad y el estado

nacional. A nivel más inclusivo, el nosotros delineado por la retórica pionera puede, además,

dar forma a la categoría “fraybartolomences”. Un “nosotros” producido en la dialéctica de

hacer el lugar y ser hecho por el lugar: “somos de aquí” porque “aquí” está hecho de y por

“nosotros”. Ser pionero tiene una importancia mayor. Decirse pionero o alinearse con la

experiencia de la colonización, pues no todos los que asumen esta posición fueron pioneros en

el sentido estricto del término, presupone el reclamo de preeminencias y distinciones en la

definición de las dinámicas políticas locales con base en la identificación con el lugar. La

categoría “pionero” aspira a contener un sujeto particular, cuya posición en el espacio social es

fácilmente emparejadle con indicativos de adaptabilidad y resistencia ecológica, capacidades

para el establecimiento de vínculos políticos con el exterior, y sinónimos de éxito económico.

La retórica pionera es especialmente detallada al elaborar la conversión del espacio selvático

en espacio productivo. En este encuadre, la capacidad de sobrevivencia suele ocupar un lugar

preponderante, a tal punto que recurrentemente se emplea como motivo explicativo de la

diferenciación socioeconómica. Así, la acumulación de capital se representa como índice de

resistencia y adaptabilidad antes que resultado de la apropiación de la fuerza de trabajo de

otros. En este sentido, las narrativas pioneras que se constituyen como relatos de adaptación y

sobrevivencia, siguiendo conceptos y categorías que contraponen naturaleza y civilización en

un continuum mediado por el desarrollo, adquieren una dimensión moral o que moraliza las

desigualdades sociales. Quienes, como expresó Jacobo, sí “aguantaron”, y, más importante

aún, se sobrepusieron a las dificultades del entorno, presienten autoridad para reclamar

preeminencias, tanto en términos del acceso a recursos materiales, como en términos de la

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definición de conceptos y categorías normativas y de bien común, entre éstas, las definiciones

locales de orden y seguridad.

El pasado es producido así debido a que la narrativa es puesta en entramados de

relaciones de poder más amplios. El pasado es un recurso utilizado en las disputas de poder

locales. La producción del pasado local es un campo de disputas en sí mismo. Y las disputas

por el pasado, y a través de él, también son históricas (Trouillot, 1995; White, 1978). Es en

este nivel que la narrativa histórica pionera importa. Cuando las jerarquías y los recursos

estratégicos están en disputa, y esto incluye a la violencia, “lo que ha sido” se funde “con el

ahora”, y el pasado acude para disputar el presente. El habla de la inseguridad y la narrativa

pionera constituyen dominios discursivos de una misma historicidad. El ser pionero, como

proyección de un sujeto ideal de proximidad con el estado, armoniza con los intereses de clase

de la élite económica local. Historizando, la colonización sirve de asidero para las

pretensiones de distinción de este sector. Es entre este sector y otros afines en donde la

sensación de protección puede exacerbarse. Es también ahí donde “el abandono”, del que

Jacobo habló, se resiente más.

Lucas García, referente del desarrollo y de la seguridad en la región

Las referencias al gobierno del general Lucas se condensan con la expresión: “el tiempo de

Lucas”. En términos de imaginación histórica, la expresión alude al momento de mayor

intensidad del desarrollismo agrario, pero también, al periodo cuando la violencia de

contrainsurgencia pareció adquirir mayor maleabilidad civil. La conjunción de desarrollo y

violencia estatal y paraestatal en la misma expresión puede parecer paradójica, más no lo es.

En este apartado presto atención a las maneras en que distintos sujetos emplean la expresión

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“tiempo de Lucas”, bien sea para hablar del desarrollismo agrario, para hablar de la violencia,

o bien, para conjuntar ambas categorías. Visto desde la óptica del desarrollismo agrario, “el

tiempo de Lucas” es el momento ejemplar del desarrollo local y de la seguridad. Entonces, la

inversión agrícola, los programas de reparto agrario, la construcción de infraestructura de

servicios y la densidad institucional del estado alcanzaron su cénit. Fue durante el gobierno de

Lucas que el municipio fue creado. Para individuos ubicados en las márgenes del dominio

estatal, “el tiempo de Lucas”, además de significar desarrollo, puede también ser el tiempo de

“las desapariciones”, de los cadáveres encontrados en los caminos, los toques de queda y, al

estilo colonial, de las reducciones de la población que vivía dispersa en el parcelamiento.

Desde esta óptica, “el tiempo de Lucas” fácilmente se desliza hasta dar forma narrativa al

tiempo cuando la violencia “se alborotó”.

Correspondencias entre Lucas García y la localidad

Lucas “era de aquí”, dijo Jacobo. Adolfo, quien también fue alcalde del municipio, y

militar como Lucas, me hizo la siguiente relación sobre la vida del general Lucas.

Hubo un hombre que creció en estas montañas, incluso que fue cochero [comerciante de

marranos]. Caminó en estos caminos y bebió agua en los hoyos que dejaron los

animales. Le estoy hablando del general Lucas [...] Ese hombre fue creciendo, hizo un

gran esfuerzo y empezó a estudiar, llegó a una escuela militar y se hizo general. Ya

siendo diputado, empezó a luchar por el desarrollo. Entonces esto [Fray Bartolomé] era

un campamento. Naturalmente él era de aquí. Ya siendo presidente, le debemos muchas

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de las obras que tenemos: GUATEL^°; correos; el hospital, un centro de salud tipo A; y

otras que ahora no recuerdo.

En el escrito de Oscar del Valle, Lucas es el héroe nacional que tomó la iniciativa para

transformar “las tierras selváticas” en “pujanza”. En el relato de Jacobo, él “introdujo” “las

mejoras” que los fraybartolomences disfrutan. Los méritos visionarios de Lucas equivalen a

las cualidades adaptativas y a las capacidades pioneras para hacer empatia con la racionalidad

estatal desarrollista. Los méritos son de uno y de otros, son patrimonio compartido que hace

común el goce del desarrollo. ¿Quién era Lucas? O dicho de mejor forma ¿quién es? En la

historia de Fray Bartolomé, él es el soplo que cunde el espíritu que mueve la historia. Lo es

igual en sus materialidades, que son mundanas: las calles, la luz, el hospital, los teléfonos, etc.

A Lucas se le ha nombrado para que “quede en la historia”. Así está inscrito, por ejemplo, en

uno de los libros de actas del despacho municipal. No en cualquiera, sino en el de las actas

especiales. Se le nombra para reconocer, para que se sepa que él estuvo ahí, que habitó donde

los fraybartolomences habitan y que hizo y fue hecho por la historia del lugar. En 1981, antes

de que el municipio cumpliera un año, el Concejo Municipal acordó mandar hacer “tres placas

para honrar a las personas que participaron para que Fray se hiciera municipio”. La primera

debía ser para el General Lucas; la segunda para Salvador Flores, su secretario; y la otra, para

Luis Felipe Escobar, el presidente del INTA. En una fecha posterior, el mismo Concejo acordó

una decisión similar.

[Mandó comprar] un marco adecuado para una fotografía grande, la mejor que se

obtenga del General Lucas García y se coloque en un lugar preferente, con carácter de

PERMANENTE en el despacho municipal, la cual como se indica no deberá ser

Empresa nacional de telefonía

201

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removida, sino permanecerá junto a futuros gobernantes, juntamente con la fotografía

del PRIMER CONCEJO MUNICIPAL de Fray Bartolomé de las Casas^\

Es posible que las placas no hayan sido fundidas, pues no están en ningún sitio, pero el

marco sí fue comprado y la imagen colgada en el despacho municipal. Pero no hubo

fotografía. En su lugar, fue una de las litografías producidas en serie, que la oficina de

propaganda de la presidencia distribuía. El cuadro tampoco permaneció en el despacho como

el Concejo ordenó. En un momento posterior que no conseguí fechar, la fotografía, o mejor

dicho, la litografía, fue trasladada a la Casa de la Cultura, en donde se encuentra actualmente,

rodeada de las fotografías de los ex alcaldes. En la instalación, los cuadros están dispuestos

reproduciendo la jerarquía que entre los personajes existe. La primera vez que los vi, Lucas

estaba al centro, tiempo después, como si el mensaje no fuera lo suficientemente claro, la

instalación fue rehecha. Ahora, los cuadros forman una pirámide, de la que él es la cúspide.

Investido con la banda presidencial, el general mira al horizonte. Sereno, avista el porvenir,

casi dejando escapar una sonrisa que el grado militar suprime. Las fotografías de los otros

personajes son austeras, de formato más pequeño, ninguna tiene la gama de colores que la

litografía posee. Los ex alcaldes miran a la cámara, no al horizonte. Junto a ellos, en un

grabado donado a la municipalidad por los frailes dominicos, aparece el cura Bartolomé de las

Casas, distraídamente y con la mirada puesta sobre sus pergaminos. Miradas obturadas. La

iluminación de los estudios es así, a veces ciega

, pero qué importa la fotovoltaica frente a la historicidad de estos hombres. ¿Acaso las

diferencias técnicas entre las imágenes son también sígnicas del mensaje que la instalación

quiere transmitir? Lucas, al centro o arriba, los ex alcaldes, a sus costados o abajo. El cuadro

Acta no 40-81, de fecha 30.10.81, las mayúsculas son del original.

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está completo. Tiene armonía. Es una sólo pieza: ellos y él, ellos y el fraile. Sabrá alguien de

él, pero su presencia equilibra el universo aportando una pizca de bondad religiosa^^.

Litografía de Lucas García, Gravado de Fray Bartolomé y fotografías de alcaldes en la Casa de la Cultura de Fray Bartolomé. Fotografía del autor, 2014.

El Concejo advirtió que la imagen del general que se colocaría en el despacho no debía

removerse. En un punto anterior, de la misma acta, el Concejo acordó entregar al presidente de

la República una medalla, y ofrecer un banquete a su comitiva con motivo de la inauguración

de varios proyectos en el municipio: “la pista de aterrizaje, el asfalto de la avenida principal y

el servicio de agua potable”. Colocar una fotografía suya en el despacho municipal; hacerle

una placa; entregarle medallas; ofrecerle banquetes, etc. Agradecimiento, felicidad, fortuna.

Los proyectos obtenidos se interpretan como relaciones de reciprocidad entre el estado y la

localidad, y entre los colonos y él gobernante. Para muchos de estos individuos, el presidente

era, como afirmó Adolfo, uno de ellos. Homenajearlo era, de alguna forma, homenajearse a sí

mismos, constituidos como artífices del desarrollo y promotores de las buenas voluntades

entre el estado y la localidad. La advertencia de que la imagen de Lucas, colocada en el

El grabado de Bartolomé de las Casas está ahí, según la administradora de la Casa de la Cultura: “porque así se llama el municipio”. No tengo certeza de por qué o quién tomó la decisión de nombrar el municipio como Fray Bartolomé de las Casas. Amílcar Argueta, un historiador aficionado local, me dijo que la decisión fue tomada por el general Lucas. Según él, Lucas quería homar la memoria de los frailes domiiúcos que consiguieron conquistar la Verapaz pacíficamente. Pero él no está de acuerdo con la decisión de Lucas, debido a que Bartolomé “no anduvo” en esta zona. Amílcar cree que hubiera sido más acertado emplear el nombre de Francisco Morán, otro fraile dominico, que según sus palabras “sí estuvo” donde ahora es el municipio

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despacho municipal, no debía ser retirada, anticipa el futuro capturando el momento cuando

un fraybartolomence fue presidente de la República. Si Lucas ubicó a Fray Bartolomé en un

lugar privilegiado en la geografía imaginada del desarrollo nacional, la fotografía en el

despacho municipal indicia la centralidad del militar en la historia local. Es una metáfora de

equivalencias, la fotografía es al municipio lo que, según los pioneros, el municipio fue para el

desarrollo nacional durante el gobierno del general. Así, la fotografía de Lucas, que en

realidad es una litografía, se inscribe como una tecnología pedagógica de la historia local. En

su transcurrir, deriva en contenedor de historicidad que posibilita hablar del tiempo. Estando

donde está, enseña a las nuevas generaciones una lección sobre el lugar con relación a la

historia nacional y al estado. Parafraseando a Michel Foucault (1979: 219-232), Lucas

constituye las posibilidades para que los enunciados del desarrollo sean dichos como

acontecimientos situados. Así, con él, el desarrollo adquiere su propio “sistema de

enunciabilidad”. Las fotografías, la infraestructura, los libros de actas, los relatos testimoniales

son sólo parte de los acontecimientos enunciables.

La importancia de Lucas radica en que él, en tanto figura narrativa, articula desarrollo y

contrainsurgencia, entendidas como conjunción de “razón y violencia” (Taussig, 1995), a

partir de las cuales, la historicidad local toma forma. Y también, es ahí en donde radica el

fetiche del estado, es decir, en la afirmación de que el orden sólo puede ser garantizado si estas

ideas se conjuntan. Los vínculos morales tejidos entre el personaje y la localidad sirven de

asidero para fundar el reclamo de preeminencia pionera, al que he hecho mención antes. Al

insistir en la existencia de intereses comunes entre sus deseos de hacerse propietarios y las

iniciativas estatales de integración del espacio selvático a la nación, estos individuos están

apelando a la posibilidad de haber integrado el orden de dominación y de haber participado en

la realización de las nociones de desarrollo y seguridad concomitantes a dicho orden.

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El Kñor U ontI Addbtrto GuiUemo Dtlgado. « el nuevo Alcalde de £1 ecUvo c i u ^ n o don Oscar del Vatte Pmoral. a ^ le n se ^ b ee n d , la , Cjm, IFolo, de: ¡Mis David Alomo I. gran parte el progreso de esta importante zona de Alta Vera^z. es elF ^y Bortolomé de Las Casas. IFolosdet'Luis David Alonzo/. gran parte el [nt^eso de esta importante : m

* ' Presidente del Comité Pro-me/oramiento del municipio, (rotos deLuis David A tomo García).

Leonel Adalberto Guillermo Delgado, primer alcalde de Fray Bartolomé y Oscar del Valle, Presidente de Comité Pro-mejoramiento del municipio. Tomada del diario Nación Norte, 4 de octubre de 1981.

Para ellos, el éxito de Lucas también es suyo, pues ellos también participaron para que

así fuera. En consecuencia, la violencia que el régimen empleó para asegurar la dominación

también es la suya. Pero Lucas posee sus propios secretos (Taussig, 1999), y sólo algunos son

compartidos por su círculo local más íntimo. Su régimen no sólo se mostró interesado en

afirmar las buenas voluntades con los pioneros que estaban siendo beneficiados por la

privatización del espacio selvático, quienes, además, asumían tareas de moldeamiento de la

esfera estatal en la localidad; sino que también fue hábil para dialogar con los q’eqchi’es,

instrumentado su historia personal y familiar. Además, con la ayuda de sus agentes locales, el

régimen consiguió enmarcar una serie de conflictos agrarios dentro de la política estatal. De

estos, más de uno detonó en protestas públicas y en actos de violencia anti finquera, como la

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que en otros contextos motivó la violencia estatal. Los protagonistas de estas protestas y las

formas de acción empleadas se asemejan a la imagen contemporánea de la turba. A pesar de

las similitudes, no existen indicios de que hayan sido avistadas de esta forma, sobre ellos no

pesó tal sospecha. Exceptuando a sus protagonistas, nadie más me habló de estas protestas,

quizá porque, actuando con el consentimiento de los agentes gubernamentales, los campesinos

consiguieron despejar la sensación de amenaza que habilita a la turba contemporánea. Pero el

silencio pionero, que reposa sobre las protestas campesinas de “el tiempo de Lucas”, no es del

todo particular. En general, las narrativas pioneras son escuetas tratando la violencia, tanto la

propiamente politico-ideológica como la de otros orígenes . Ocurre asi, principalmente por

dos razones: primero, la violencia de contrainsurgencia es considerada como medio de

intervención adecuado para despejar las amenazas que el régimen enfrentaba; y segundo,

porque la narrativa de éxito y armonia demanda que la historia sea estilizada, borrando

aspectos que puedan menguar su perlocutividad. La violencia de contrainsurgencia hacía un

trabajo semejable al de la muerte justiciera privada contemporánea. Insurgentes y criminales

pueden operar como figuras homólogas, aun cuando en la narración tales conexiones sean

poco frecuentes. Y el trabajo de limpieza del relato no extraña al propio trabajo de la limpieza.

En ambos casos, se trata de eliminar los excesos. Aunque no se narre, la violencia de

contrainsurgencia, y de otros tipos, se recuerda. Si se incorporara a la narración,

desestabilizaría la progresividad y la armonía que se anhela establecer. En este sentido,

constituyen, como sugiere Taussig (1999), saberes que es preferible no saber.

Me refiero a los actos contra actores armados, ya fueran de uno y otro bando

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Audiencia del acto de creación del municipio. Fue a través de actos como este, que el general Lucas García fue entretejiendo vínculos con los campesinos de la región. Fotografías tomadas del Diario de Centro América, 5 de mayo de 1980.

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VIII. Violencias del pasado

Si bien, las narraciones históricas que tejen la relación del general Lucas con Fray Bartolomé

lo hacen elaborando el protagonismo que el militar tuvo en la promoción del desarrollo, este

no es el único vínculo imaginado entre él y la localidad. Otro, es la violencia de

contrainsurgencia. En este capítulo abordo maneras en las que el “tiempo de Lucas” es narrado

como tiempo de violencia. El propósito general de la sección es situar históricamente la

multiplicidad de formas que la violencia ha adoptado, poniendo énfasis en las maneras en que

su uso es significado en el presente.

Violencia de contrainsurgencia, “el tiempo de Lucas”

Cuando la guerra de contrainsurgencia se intensificó a nivel nacional, a finales de la década de

1970, tres de los principales frentes de guerra en el norte estaban relativamente cerca de Sebol.

En dirección noroeste, siempre en la FTN, se localiza Ixcán, una de las áreas más devastadas

por el conflicto y en donde operaba el Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP). El área de

Sayaxché y la Libertad, en el sur de El Petén, era el principal frente de las Fuerzas Armadas

Rebeldes (FAR). Hacia el este, en el área de Cahabón y Panzós, en Alta Verapaz, operaba las

FAR y el Partido Guatemalteco del Trabajo (PGT) " . Si se le compara con las áreas antes

mencionadas, en Fray Bartolomé la violencia de contrainsurgencia fue de menor intensidad. A

pesar de su posición en la geografía de la guerra, la población de Sebol fue poco receptiva a la

agitación subversiva, porque en esta localidad el régimen estaba siendo efectivo manteniendo

' Para una cronología detallada de la guerra véase, CEH, 1998

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la “voluntad populaf’ de su lado^ . El primer intento de implantación guerrillera en el área de

Sebol ocurrió a finales de la década de 1960, cuando los remanentes de la primera guerrilla de

las FAR, que había sido derrotada en el oriente del país, se trasladaron al norte buscando sitios

adecuados para reimpulsar la guerra de guerrillas (Debray, 1975; Hamecker, 1974; Vela,

2011). El norte de Alta Verapaz era un corredor valioso para la estrategia guerrillera:

comunicaba la zona de montaña con las selvas del sur de El Petén; poseía escasas vías de

comunicación que limitaban la movilidad del ejército; y, su cercanía con la frontera mexicana

permitía rápidos desplazamientos hacia el exterior. Los planes de las FAR de instalarse en el

norte de Alta Verapaz fracasaron debido a la poca receptividad de la población local. La

guerrilla debió trasladarse hacia El Petén, al área de las cooperativas en las márgenes del

Usumacinta, en donde la presencia gubernamental era prácticamente inexistente (Vela, 2011).

Aun así, esta no fue la única iniciativa guerrillera en la región. En los años siguientes, tanto el

EGP como las FAR, nuevamente intentaron organizar frentes de guerra, con resultados

también desalentadores. A finales de la década de 1970 el EGP organizó una endeble

estructura centrada en el municipio de Chisec, nombrada Frente Marco Antonio Yon Sosa,

cuya área de influencia abarcaba el centro y oriente de la FTN y una sección de la zona de

Al respecto véase la entrevista que Martha Hamecker hizo al comandante Pablo Monsanto (Hamecker 1984); véase también: Vela 2011. Otros integrantes o simpatizantes de la causa guerrillera expresaron opiniones poco entusiastas respecto al potencial revolucionario de los q’eqchi’es. Mario Payeras (1981), quizá el más brillante de los intelectuales del EGP, en Los Dias de la Selva, obra en la que testimonia su faceta de dirigente guerrillero, describe a los q’eqchi’es como taciturnos e indiferentes. Siguiendo esta valoración, Payeras justifica por qué en su primera fase, el EGP optó por acercarse a otros gmpos étnicos. Chiqui Ramirez (2001), militante de las FAR, describe una escuela politica en el área q’eqchi’ empleando un lenguaje cercano al de Payeras. Aunque no explica dónde se ubicó y cuáles fueron los resultados, se lee entre lineas que el proyecto fracasó. Contestando al escepticismo de Payeras, Richard Wilson (1995) afirma que el aparente desinterés de los q’eqchi’ para con la revolución se debió a su inexperiencia politica. Greg Grandin (2004) presenta un contraejemplo que desmonta prejuicios como los que Payeras expone. Grandin demuestra que, desde la década de 1960, los q’eqchi’es del Valle de El Polochic mantuvieron relaciones estrechas con el partido comunista, e incluso, que muchos se sumaron a la estmctura militar de esta organización.

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montaña de Alta Verapaz . El Frente Yon Sosa no consiguió consolidarse: apareció en 1977 y

para 1892 habia sido desarticulado por la ofensiva de contrainsurgencia estatal. Para 1982, el

centro urbano de Chisec estaba despoblado. Una parte de sus habitantes había huido a las

montañas escapando de la ofensiva militar. De estos, unos permanecieron con la guerrilla,

mientras que la mayoría fueron capturados por el ejército y reducidos en los campos de

concentración llamados Aldeas Modelo (Nelson, 1987). Ese año, el ESÍTA trazó la cuadrícula

urbana de Chisec con el propósito de contribuir al repoblamiento.

Urbanización de Chisec realizada por el INTA despnés de las ofensivas militares del periodo 1978-1982. Fotografía anónima, posiblemente del año 1982.

Para una visión del lugar que Marco Antonio Yon Sosa ocupó en la propia imaginería revolncionaria de las FAR, véase: Debray en colaboración con Ramírez, 1975.

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El parcelamiento de Sebol formó parte del área de operación del Frente Yon Sosa. Si

bien, la guerrilla consiguió organizar bases de apoyo, no alcanzó a convertirlas en estructuras

militares. Aun así, sí realizó acciones de guerra. Por ejemplo, una escuadra guerrillera ocupó

la finca Setzí, propiedad de uno de los hermanos del general Romeo Lucas. Setzí se localiza a

cinco kilómetros del casco urbano de Fray Bartolomé, sobre la carretera a San Luis Petén.

Durante la ocupación, los guerrilleros dieron un discurso, incendiaron una bodega y averiaron

maquinaria. Andrés, quien fue mozo colono de la finca, me habló de la “toma de la finca”. Del

discurso dado por los guerrilleros, dijo no recordar ni una palabra. A él, le sorprendió la

familiaridad con la que los subversivos se movilizaron por el terreno. Aún ahora continúa

sospechando que entre ellos había trabajadores de la finca. Si bien, la toma guerrillera de Setzi

fue más propagandística que de afectación a la infraestructura productiva de la finca, la acción

contribuyó a afirmar la certeza de que el influjo guerrillero estaba penetrando la zona. Es

conveniente anotar que, como Manolo Vela (2008) ha apuntado, después de 1978, cuando el

país experimentó una suerte de momento preinsurreccional, el ejército modificó su estrategia

antiguerrilla integrando modalidades de intervención territorial específicas según las

particularidades de cada organización. Para entonces el EGP era la guerrilla con las bases

sociales más amplias y con la mayor capacidad de fuego. Además, estaba ampliando sus áreas

de influencia a un ritmo acelerado. Por esta razón, la estrategia militar contra esta organización

se basó en la aplicación generalizada de la violencia y el terror^ . Cuando la estrategia de

contrainsurgencia contra el EGP se intensificó, uno de los principales frentes de combate de

esta organización se localizaba en Ixcán, en la sección occidental de la FTN^ . La organización

Las interpretaciones actuales del genocidio se basan en la experiencia del EGP. Las zonas, en donde el Informe para el Esclarecimiento Histórico establece que el estado cometió actos de genocidio, corresponden con áreas de influencia de esta guerrilla.

Para una interpretación de las especificidades rurales y urbanas de la contrainsurgencia véase: Weld, 2014.

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• 29 •había surgido en esta zona , y muchos de sus primeros militantes fueron campesinos colonos

que habían llegado para formar las cooperativas promovidas por congregaciones católicas .

Aunque en Sebol el activismo guerrillero era escaso, la cercanía geográfica con Ixcán y con

Chisec, donde el EGP estaba ganando fuerza, hizo que los aliados locales de la

contrainsurgencia emperezan a actuar preventivamente. Acciones como la toma de Setzí, sólo

aumentaron las sospechas. Evitar la posibilidad de que la zona cayera bajo el influjo

guerrillero, se hizo imperativo para ellos. De ahí la contundencia de la reacción militar y

paramilitar. Debido a que la presencia del EGP en Sebol era incipiente, la estrategia de

contrainsurgencia hizo énfasis en: el refinamiento de las redes de control y vigilancia civiles;

la reducción de los campesinos que vivían dispersos en el parcelamiento; y el asesinato

selectivo de posibles militantes, colaboradores y simpatizantes de la guerrilla. En términos

generales, es factible decir que se trató de una contrainsurgencia preventiva basada en la

eliminación selectiva de potenciales nexos locales de la subversión.

Orejas y chillos

Si se narrara en clave pionera, la violencia estatal y paraestatal “del tiempo de Lucas”

opacaría el heroísmo de los hombres del desarrollo, no sólo por contravenir la sincronización

del tiempo local con el tiempo del progreso nacional, sino porque mucho del trabajo de muerte

no fue necesariamente contra la subversión. Ciertamente, en Sebol, la eliminación selectiva de

los vínculos locales con la guerrilla frenó el avance insurgente, pero la lógica de prevención,

con la que la contrainsurgencia fue puesta en marcha, pronto se deslizó desdibujando sus

Para una crónica literaria de la fase de implantación del EGP en el Ixcán, basada en la crónica testimonial de imo de los dirigentes guerrilleros, véase: Payeras, 1981

Para un estudio de la relación entre las cooperativas campesinas promovidas por congregaciones religiosos y el EGP en el norte de Huehuetenango y del Quiché, véase: Melville y Melville, 1975; y, Manz, 2005.

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aparentes objetivos primarios. La memoria que elabora esta violencia se ubica en los márgenes

de la dominación estatal. Quienes hablan con mayor facilidad, suelen ser los campesinos

pobres, que entonces presintieron que sus vidas estaban en el peligroso borde de la sospecha.

La mayoría de las victimas carecían de vínculos comprobables con la subversión. Si bien, son

narradas en el encuadre de la contrainsurgencia militar, las motivaciones para buscar sus

muertes provinieron de ámbitos externos a la confrontación armada. Individuos con acceso a

los mecanismos de control y vigilancia de la contrainsurgencia instrumentaron su capacidad

para desear la muerte de alguien más y denunciaron a aquellos que luego fueron asesinados o

desaparecidos. En este escenario, destaca el rol de los “orejas” y la práctica de “chillaf’, como

acciones civiles de cooperación con la contrainsurgencia. El término “oreja” fue una

expresión de uso generalizado durante la guerra que aludia a civiles que hicieron suyas las

labores de vigilancia en sus localidades y denunciaron a otros acusándolos de ser

colaboradores de la guerrilla. “Chillar” es, o fue, sinónimo de delatar frente a los cuerpos de

seguridad del estado. El mundo del desarrollo y de la intimidad con el proyecto nacional de los

gobiernos militares requería ajustes, pero no los que anhelaban aquellos que peleaban para

rehacerlo según la utopía socialista. Lo que resultó fue algo distinto, más parecido a “ajustes

de cuentas” entre vecinos. Impulsados por causas mundanas que poco tenían que ver con la

revolución, pero sí pendientes de asuntos prácticos del diario vivir, más de uno se hizo “oreja”

y “chilló” a sus enemigos. Como “estos señores” que Jeremías me refirió cuando habló de “la

limpieza” contemporánea, la identidad de los “orejas” era desconocida. Sus nombres formaron

parte de los secretos del poder, sobre ellos sólo pesan sospechas. Los suyos fueron nombres

que era mejor desconocer. “Oreja” es, o fue, el sujeto, “chillar” es, o fue, la acción. Ambas

categorías solían estar asociadas. Chillar fue una práctica atribuida a “los orejas”, pero no sólo

a ellos. La expresión alude tanto a las denuncias recurrentes como a la trasferencia de

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información confidencial dirigida al estado, cuyo uso podía derivar consecuencias mortales.

Ser “oreja” y “chillar” se alinean con los órganos del oído y del habla. De hecho, los “chillos”

son sancionados moralmente en sentido exclamativo con la expresión “el poder de la lengua”.

La expresión suele aparecer cerrando enunciados, como si con ella los hablantes afirmaran la

capacidad de muerte contenida en el acto de denuncia. El oído también tiene lo suyo: ser

“oreja” significa utilizar la capacidad de escucha y de memoria con fines destructivos. En

síntesis, “oreja” y “chillar” traducen las prácticas civiles de vigilar y denunciar. Ambas

expresiones elaboran conflictos relativamente horizontales, pero al instrumentar la capacidad

de dar muerte traída por la contrainsurgencia, se orientaban verticalmente, metafóricamente,

hacia arriba, hacia la fuerza militar y paramilitar.

En Boloncó existe un personaje que encarna a cabalidad a este sujeto que utilizaba sus

vínculos con la fuerza militar para sacar beneficios personales. Se trata de una mujer apodada

“La Negra”. De nombre Angela, “La Negra” era una mujer soltera, propietaria de una cantina.

De ella se cuentan muchas “historias”, en todas se le relaciona con los hombres de la familia

Lucas García. En ocasiones aparece como amante del general, en otras tiene amoríos con su

secretario particular, otras veces se le vincula con Edgar, el sobrino del general, el mismo

sobre el que pesa la sospecha de haber ejecutado al padre de Eva. “Era una mujer con carácter

fuerte, eso atraía a los hombres”, dijo alguien una vez. Alimentados por prejuicios machistas,

los relatos la presentan como un ser perverso que utilizaba sus atributos sexuales para

manipular a los hombres. Los hombres que le atraían a “La Negra” eran los poderosos. Entre

sus vecinos, que no entraban en esta categoría, más bien parece que generaba otros

sentimientos. Pero ella también era una mujer poderosa, mas su poder derivaba de los hombres

con quienes se relacionaba. Edgar, el sobrino del general, también encama el mal como

contrainsurgencia distorsionada, pero ella es presentada con una maldad mayor. La imagen de

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“La Negra” como encarnación de la maldad no se debe sólo a que, como suele decirse, fue

“oreja” y “chillaba gente”, sino también a que salía del rol de subordinación femenina deseado

por muchos hombres. El poder tiene una dimensión erótica, y en ella es clave. Aun así, es

secundario si era o no amante del general, o de sus allegados. Uno de los “chillos” atribuidos

a “La Negra”, que más se rememora en la aldea, involucra a Amanda, una mujer desaparecida

por el ejército en el año 1980. Días antes del secuestro, Amanda y “La Negra” protagonizaron

una discusión callejera. El motivo del conflicto se ha olvidado, mas no así la sentencia que

sobre Amanda pesó ese día: “La Negra la “chilló”. Amanda fue secuestrada en su casa, su

cuerpo no apareció, y quizá nunca se sepamos lo que le sucedió. El caso de Amanda

conmueve a muchos en la aldea porque, en contraposición a la Negra, ella es recordada como

una mujer modesta, madre de varios niños pequeños; “era una mujer trabajadora”, lamentó

uno de sus amigos. Es posible que la distinción entre ellas esté mediada por la ética del trabajo

arduo como signo de méritos personales. Siendo Amanda una mujer trabajadora, la suya fue

una vida que no debió perderse. Ella era, en este sentido, similar a los pioneros. En

contrasentido, a “La Negra” la rodea un halo licencioso.

Juan Pablo, uno de los primeros colonos que se asentaron en Boloncó, me contó que

también él tuvo problemas con “La Negra”. Él, dijo, poseía dos lotes en el centro de la aldea,

que la mujer quería para trasladar hacia ahí su negocio. Cuando ella le dijo que estaba

interesada en los terrenos, Juan Pablo le pidió que pagara las mejoras que él había hecho. Ella

se negó aduciendo que él carecía de “papeles” (documentos legales de la posesión). Cuando

Juan Pablo narró su conflicto con “La Negra” noté que, más que el valor monetario de las

mejoras, lo que su relato ponía en juego era el temor de ser objeto de un “chillo”. Mientras

hablaba, volvía recurrentemente al mismo punto: ella era “oreja”. Dudo que el general Lucas

estuviera al día con los pormenores de los conflictos entre vecinos en Boloncó. Su presencia

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narrativa en estos contextos se parece más a modalidades de imaginación subalterna,

empleadas para representar relaciones con agentes estales. Muchos hombres que frecuentaban

la cantina de “La Negra” afirman haber visto al general participando en las rutinas domésticas.

Otros, en cambio, lo sustituyen por su sobrino o por su secretario. En todo caso, la presencia

de cualquiera de los tres hombres ubica a la mujer como personaje excepcional cuyos vínculos

con el poder militar habitaba la intimidad de su hogar.

Es difícil establecer con precisión cuántas personas fueron secuestradas por el ejército a

causa de “los chillos”. Lo mismo puede decirse respecto de quiénes y cuándo se prestaron para

ser delatores. Recordemos que “los orejas” eran anónimos y los “chillos” se mantenían

ocultos. El secretismo con el que “los orejas” operaban les otorgaba un halo de magia que

sobredimensionaba su capacidad para producir mal. No sería extraño que aquellos que

tuvieran vínculos con los agentes de la contrainsurgencia sobredimensionaran su capacidad de

denuncia, con el propósito de aumentar los beneficios que la categoría les brindaba. “Los

orejas” existieron en las fronteras de lo conocido y lo oculto. Algo parecido ocurrió con la

práctica de “chillaf’. La gente común sabe cómo se hacía, ante quién y con qué lenguajes, mas

no los presenciaron. Los individuos prestados para chillar poseían facilidades para utilizar la

escucha y el habla como pocos, y, claro, los vínculos adecuados para hacerlas efectivas. Si

bien, la mayoría de “chillos”, como los atribuidos a “La Negra” en Boloncó, son interpretados

como resultado del deseo de obtener beneficios particulares, existen casos de desapariciones

cuyos indicios permiten pensar que se trató de colaboradores de la guerrilla. Sin embargo, la

mayoría de los casos son por demás confusos. Si tomamos de ejemplo al padre de Eva quien,

según ella, fue muerto por Edgar, los indicios que sugieren que colaboraba con la guerrilla son

tan sólidos como aquellos que apuntan a que se trató de riña detonada en una cantina. El que

más solidez presenta es el de cinco muchachos, también de Boloncó, secuestrados la misma

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noche. Ninguna de las personas con quienes hablé supo decir si se trataba o no de

colaboradores de la guerrilla. La respuesta más usual acudía a la incertidumbre de la guerra: “a

saber, en ese tiempo podían chillar a cualquiera y con eso se lo llevaban”. El acuerdo común

era que los secuestros fueron cometidos por el ejército en colaboración con paramilitares

presumiblemente dirigidos por Edgar Lucas. Quien sí aseveró que los muchachos eran

colaboradores del EGP fue Ceferino de Paz. El, dijo, los conoció porque “trabajaba con ellos”.

En este contexto, trabajar significa compartir militancia. Según Ceferino, cuando el EGP

empezó a “trabajar” en la zona, además de colaborar con la FAR, él colaboró con el EGP, así

fue como conoció a los cinco muchachos desaparecidos. Como los demás secuestrados, ellos

continúan desaparecidos.

Violencias mediadas en el marco de las políticas de seguridad

Cuando fue delimitado el parcelamiento en Sebol, a principios de la década de 1960, algunas

áreas circundantes fueron delimitadas para futuras ampliaciones o para hacer reservas

forestales. Estos espacios fueron catalogados como “baldíos”. Si bien, la mayoría de los

campesinos que migraron a Sebol se asentaron dentro del área definida para el parcelamiento,

otros, incluyendo a muchos que se desplazaban siguiendo lógicas migratorias anteriores al

reparto agrario, lo hicieron en los baldíos, es decir, fuera del parcelamiento. Para explicitar el

propósito analítico de esta sección, es necesario establecer una distinción entre quienes se

asentaron dentro del parcelamiento y quienes lo hicieron fuera. Aquellos que se habían

asentado dentro del parcelamiento y accedieron al reparto, recibieron terrenos previamente

delimitados según el plano catastral. Quienes lo hicieron fuera, delimitaron sus “agarradas”

(posesiones sin títulos de propiedad) según la disponibilidad de los baldíos. Estar dentro o

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fuera del parcelamiento implicó modalidades diferenciadas de relacionamiento con la

institucionalidad del desarrollismo agrario. Aunque en las proyecciones los baldíos

aparecieran como espacios “vacíos”, muchas de estas tierras poseían propietarios legales.

Varios de los fmqueros, que reclamaban ser propietarios legales de estas tierras, habían

recibido documentos de dotación durante el gobierno del general Miguel Ydígoras Fuentes

(1959-63). Como entonces la zona carecía de vías de comunicación terrestre y no existía

fuerza de trabajo que la hiciera producir, la tierra permaneció ociosa. El poblamiento de los

baldíos coincidió con el periodo en el que el INTA menguó su presencia en la zona. Los

campesinos que se asentaron en ellas lo hicieron desatendiendo tanto los derechos legales

previamente extendidos como la clasificación hecha por la autoridad del reparto. Luego,

cuando el espacio selvático había sido despejado y ya existían caminos, varios de los

propietarios ausentistas volvieron para reclamar sus antiguos derechos, pero se encontraron

con que los colonos, quienes sentían que haber realizado el desmonte también les otorgaba

derechos, se resistían a ser desalojados. Lo que siguió fue una escalada de conflictos que sólo

se resolvió a principios de la década de 1980, cuando el gobierno nacional intervino para

solucionar la situación.

En esta sección haré una breve relación de los conflictos agrarios en los baldíos,

siguiendo las voces de los ex dirigentes campesinos. Mientas en otros contextos estas disputas

fueron resueltas a favor de los terratenientes, y en muchos casos implicaron el uso de la

violencia militar y paramilitar, en Sebol, los campesinos no sólo consiguieron ganar las

disputas, sino que, además, sus dirigentes insisten que fue el régimen del general Romeo

Lucas García el que intervino en su favor, atendiendo relaciones de cooperación mutua

previamente establecidas. Para conseguir sacar ventaja a los fmqueros, estos sujetos se

valieron de las redes de control, vigilancia y clientelismo de las que ya formaban parte. Los

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conflictos por la posesión de los baldíos iniciaron antes de que el EGP intentara introducirse

en el área, y se extendieron hasta el periodo de mayor auge de la violencia de

contrainsurgencia. Aun así, y cuando en otras regiones del país las organizaciones campesinas

estaban siendo golpeadas por la violencia estatal, en los baldíos de Sebol las protestas no sólo

se intensificaron, sino que fortalecieron los vínculos afectivos entre los campesinos y el

régimen. De esta manera, los conflictos agrarios, y la violencia que le fue implícita,

reafirmaron la autoridad atribuida a la figura de Lucas y sus allegados locales, al mismo

tiempo, los dirigentes campesinos de la zona fueron reposicionados en las redes de control y

vigilancia civil de la contrainsurgencia. El noroeste del parcelamiento, en las márgenes de los

ríos Sebol y Santa Isabel, era la zona más atomizada. Según los técnicos del INTA, los baldíos

requerían ser “ordenados”. Según los dirigentes campesinos, no podían ordenarse sin antes

dirimir los derechos de propiedad. El ordenamiento de los baldíos, al que los técnicos del

INTA aludían, se enmarcó en el relanzamiento de los planes de colonización en el norte, del

que hice mención al inicio. En 1970, el INTA elaboró un censo para calcular la cantidad de

población que habitaba los baldíos. Para Abraham, quien lideraba varios grupos enfrentados

con fmqueros, el censo marcó un punto de inflexión en las disputas. Entonces él vivía en una

aldea de reciente formación que aún no había sido nombrada. Enterados los campesinos de su

aldea de que el gobierno estaba levantando el registro, lo comisionaron para que fuera a la

oficina del INTA, en Sebol, a solicitar que los incluyeran. El jefe de la oficina le informó que

el censo había concluido. “Ustedes, le dijo, están en una finca que es propiedad privada”. En el

plano del parcelamiento, extendido sobre el escritorio del funcionario, Abraham observó la

curvatura en forma de bota que el río Sebol hace al pasar por su aldea. Un punto rojo en el

mapa señalaba que ahí había una finca llamaba San Simón. Se trataba de la propiedad de José

Alejos. El funcionario aconsejó a Abraham que visitara al fmquero y le solicitara que “les

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donara la finca, para que el INTA la midiera y se las entregara”. Los campesinos de la aldea

acordaron seguir la sugerencia, y comisionaron nuevamente a Abraham para que viajara a

Ciudad de Guatemala a hacer la gestión. El fmquero se negó a la petición, en cambio, los

acusó de ser “invasores” y amenazó con desalojarlos. A partir de ese encuentro la

confrontación se agudizó: el terrateniente construyó una casa y llevó trabajadores de fuera,

quieres frecuentemente amedrentaban a los campesinos amenazándolos con quemarles las

milpas.

Para mediados de esa década, los enfrentamientos entre campesinos y fmqueros se

habían agudizado^'. En 1976 ocurrieron una serie de episodios violentos que no se habían

presentado antes. Campesinos provenientes de distintas localidades se reunieron en la aldea La

Mojarra para expulsar a Ernesto Marroquín, quien, en varias ocasiones, les había quemado las

milpas. Luego, en San Simón, la aldea donde Abraham vive, hicieron algo similar.

Aprovechando que José Alejos estaba en la finca, echaron a andar un apresurado plan para

“retomar la negociación”. Visiblemente emocionado mientras platicábamos en el patio de su

casa, Abraham dramatizó el episodio. Después de una discusión sin acuerdos, los campesinos

detuvieron al fmquero durante varias horas. Descalzo y con las manos atadas a la espalda, lo

hicieron caminar hasta Sebol (aproximadamente a 20 km). La intención de los campesinos era

“atemorizarlo” para que no volviera. Cuando se presentaron en el centro urbano para

entregarlo “a las autoridades”, el jefe del INTA se negó a recibirlo. Ante la negativa del

funcionario, los campesinos acordaron llevar al fmquero hasta la ciudad de Cobán, en donde

Una providencia del año 1974, escrita por el jefe regional del INTA en Sebol solicita al presidente de la institnción qne intervenga a favor de nn grupo de campesinos qne estaban siendo hostigados por los fmqueros. “En representación de varias comnnidades Agrarias, “El Paraíso, Secacao, La Esperancita, La Isla, y Seacté”, se presentan a este Despacho, 110 commútarios que al mismo tiempo representan 1,500 familias, iirformando qne constantemente son molestados y maltratados por los señores: Nicolás Laj Tiul, Eduardo Prado Mapelli y otra persona qne no conocen y raegan qne el Instituto Nacional de Trasformación Agraria investigne, a efecto que no sean molestados (Providencia 117/Sl-S. 15 de noviembre de 1974).

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consiguieron que el comandante de la zona militar, quien, según Abraham, era amigo suyo, lo

recibiera “en calidad de detenido”.

La acción en San Simón surtió el efecto deseado por los campesinos. El fmquero optó

por donar una fracción de la propiedad (135 hectáreas aproximadamente) para que el INTA la

entregara a los campesinos. El éxito en San Simón animó a otros grupos que continuaron

presionando a los fmqueros. Si bien, los campesinos de San Simón “arreglaron los problemas”

en 1976, como Abraham dijo, sólo consiguieron titular sus parcelas hasta 1982. En la narrativa

de Abraham, los trámites de titulación se aceleraron cuando el general Lucas asumió la

presidencia de la República. Esto sucedió, dijo, porque el general y él eran “amigos”. Para

Abraham, otro actor clave en los conflictos fue Alfredo Delgado. Alfredo está casado con una

sobrina del general. Este individuo empezó su carrera laboral en el INTA en el año 1963,

siendo peón de caminos. Cuando el general Lucas asumió la presidencia de la república,

Alfredo fue nombrado jefe de la oficina del INTA en Sebol. Desde este puesto, Alfredo

movilizaba recursos gubernamentales que fluían a través de las redes de clientelismo político

pero que también ponían en marcha la maquinaria de vigilancia e inteligencia en las

localidades. Antonio es otro ex dirigente campesino de los baldíos. Su “historia”, como él la

llamó, dista poco de la de Abraham. El llegó a Sebol en 1965, y se asentó en las márgenes del

río Sebol, muy cerca del límite de Alta Verapaz con El Petén. En poco tiempo llegaron otras

familias y formaron un caserío al que nombraron “El Lirial”. Cuando habían desmontado el

área recibieron la visita de José Leal, quien decía ser el propietario de la tierra. Y como había

ocurrido en San Simón, el grupo dirigido por Antonio se enfrentó al fmquero y sus

trabajadores. El activismo político de estos individuos muestras similitudes que vale la pena

destacar: ambos mantuvieron relaciones de cercanía con los círculos íntimos del general

Lucas, cuestión a la que recurren para explicar la efectividad de su intermediación. Cuando

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Lucas fue candidato a la presidencia, ellos se sumaron a la campaña haciéndole propaganda en

la zona; cuando el gobierno de Lucas organizó las Patrullas de Autodefensa Civil (PAC),

ambos fueron nombrados comisionados militares y dirigieron las patrullas en sus respectivas

aldeas. Abraham recuerda que, durante la campaña presidencial de Lucas, Alfredo le “daba los

montones de propaganda para repartir en las comunidades”, tarea que él cumplía a cabalidad,

esperando que cuando el general tomara posesión del cargo le “devolvería el favor.” Y así

ocurrió. Siendo Lucas presidente, Alfredo invitó a Abraham para que lo visitara en el palacio

nacional. Abraham dice recordar con nitidez el dialogo sostenido durante aquella mañana “en

el palacio nacional”. Para afirmar la supuesta buena voluntad de Lucas con los campesinos,

Abraham repitió un fragmento de la conversación que Lucas, Alfredo y él sostuvieron aquel

día.

- Mirá, este nos ayudó así que hay que ayudarlo, dijo Alfredo dirigiéndose a Lucas.

“El general sabía de lo que se trataba”, me dijo Abraham.

- ¿Cuántas comunidades querés legalizar?, preguntó Lucas.

- Seis, respondió él. Era la cantidad de grupos que lideraba.

Unos meses después, los topógrafos del INTA se presentaron en San Simón para hacer

los deslindes y medir las parcelas. Las fincas de los baldíos fueron, en su mayoría, adjudicadas

a los campesinos; unas como micro parcelamientos (propiedad individual) y otras como

patrimonios agrarios colectivos (propiedad colectiva)^^. Los patrimonios agrarios colectivos

implicaban que los campesinos debían asociarse en cooperativas, bien fuera para producir o

para comerciar lo que producían. La aceptación de las cooperativas ofrecía la posibilidad de

La propiedad colectiva estaba asociada al cooperativismo. Impulsados por la ayuda técnica que el gobierno israelí prestaba a contrainsurgencia, el INTA y luego el Instituto Nacional de Cooperativas (INACOOP) habían estado promoviendo el cooperativismo campesino desde hacía varios años.

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recibir apoyos financieros y asesoría técnica de parte del Instituto Nacional de Cooperativas

(INACOOP), la institución encargada de promocionar el cooperativismo oficial. Según

Abraham, muchos campesinos que recibieron dotaciones en los baldíos, bajo la figura de

“patrimonio colectivo”, se sumaron al cooperativista oficial simplemente porque consideraban

que esa era la forma más directa de acceder a la tierra. Pero él no cree que “eso funcione”. El

trabajo individual le parece más cómodo, “más natural”. De tal manera que la posibilidad

misma de convertir las fincas en patrimonios agrarios colectivos causó nuevos conflictos que

ampliaron los márgenes de la violencia agraria, esta vez, generando enfrentamientos al interior

de las aldeas. Es conveniente recordar que la propiedad común de la tierra no era ajena para

los q’eqchi’es. De hecho, la retórica gubernamental recurría a ella para fundamentar la figura

legal del patrimonio agrario colectivo. Si bien, los campesinos habian alcanzado cierta

coherencia enfrentando a los fmqueros, la divergencia de opiniones respecto al cooperativismo

acabó por fraccionarlos: unos a favor de lo colectivo y los otros presionando para

individualizar la propiedad. Los entusiastas con las cooperativas eran minoría Además de las

divisiones internas, la intervención del INTA y del INACOOP aumentaba la tensión. Más de

uno presintió que, al presionar para que aceptaran las cooperativas, el gobierno estaba

interfiriendo en asuntos que consideraban asunto de elección individual. El conflicto explotó

primero en El Arenal. Al principio, todos estuvieron de acuerdo con la posibilidad de fundar

una cooperativa. Pero, tan pronto como hubo certeza de que los fmqueros no volverían, las

posiciones se fraccionaron. Cuando los topógrafos se presentaron para hacer los deslindes, el

grupo estaba tan dividido que fue imposible acordar una decisión. Según Abraham, el

INACOOP era parte del problema. Sumado a las disputas internas, los técnicos que apoyaban

la posición colectivista intensificaron las presiones para que el grupo optara por la cooperativa.

El conflicto creció a tal extremo que el grupo se dividió. En lugar de una, habría dos aldeas.

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Así nació El Arenal II: unos recibieron propiedad colectiva, y los otros, parcelas individuales.

Otros grupos, en situaciones similares, adoptaron la misma decisión. Esta es la razón de por

qué en esta sección del municipio existe más de una aldea con el mismo nombre: Arenal I y II;

Cacao I y II; Esperanza I y II; etc.

Abraham fue protagonista en la mayoría de los conflictos agrarios de los baldíos. Lideró

grupos enfrentados con fmqueros y se sumó a las tensiones al interior de los grupos

campesinos que vinieron después. La solución salomónica que desenredó la situación en el

Arenal, y que sirvió de ejemplo para que otros pusieran fin a sus diferencias, dice, fue obra

suya. La buena relación que Abraham presume, tratando al general Lucas, a Alfredo y a los

funcionarios del INTA, contrasta con el pesimismo que el INACOP le merece. El contraste no

es sólo producto de su escepticismo con el cooperativismo. Según sus propias palabras, es

resultado de su desaprobación de “los abusos” cometidos por los funcionarios del INACOP.

Abusos que dijo, padeció personalmente. Cuando el conflicto interno en el Arenal estaba aún

vigente, en una fecha que olvidó, Abraham fue detenido por un comando militar en la ciudad

de Cobán. Los militares lo condujeron a la base militar de la ciudad, ahí lo mantuvieron en una

celda subterránea a obscuras y sin alimentación durante tres días. La primera vez que me

compartió la anécdota, no supe bien hacia dónde dirigía su alegato. Mi primera impresión fue

que él estaba haciendo una suma de méritos históricos, enlistando las dificultades personales

que debió sortear siendo dirigente de los campesinos, o que quizá había en él un dejo de crítica

a la violencia de contrainsurgencia. Después de escuchar la anécdota una y otra vez, noté que

lo que estaba haciendo era criticar las desviaciones, como la capacidad de muerte contenida

del ejército, de las que pudo ser objeto cuando se instrumentaban con fines distintos a los de la

seguridad del estado. En este punto, su discurso se asemeja al de Juan Pablo y otros aldeanos

de Boloncó, para quienes los “chillos” fueron obra de individuos y no una iniciativa estatal.

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La segunda vez que Abraham habló del tema, le pregunté si acaso lo “habían chillado”.

Mi duda se debía a que él presumía haber tenido buenas relaciones con los militares y con los

burócratas del ESÍTA. “Me acusaron de actividad subversiva^^. De eso me acusaron”, fue su

respuesta. Según Abraham, los autores de la acusación fueron los individuos que lideraban la

opción favorable a la cooperativa en el Arenal, apoyados por los técnicos del ESfACOP. Su

certeza tiene dos fuentes: primero, momentos antes de que la patrulla militar lo detuviera,

observó que, en las cercanías, dentro de un vehículo particular, estaba uno de los campesinos

partidario de la cooperativa. Junto a él, estaba el jefe de la oficina del ESÍACOP en Sebol.

“Ellos fueron”, sentenció nuevamente; segundo, quien debía interrogarlo le confirmó el origen

del “chillo”. El interrogador resultó ser amigo suyo. Era “el mayor Rosales”, quien dirigía la

oficina que recolectaba la información de inteligencia que los comisionados militares

producían en las aldeas. La relación de Abraham con el mayor Rosales databa del tiempo

cuando organizaron las PAC en Sebol, es decir, de cuando él fue comisionado militar de su

aldea. El encuentro con el mayor Rosales hizo que Abraham tuviera la certeza de que él era

uno de ellos, y, aunque en ese instante estaba ahí para ser interrogado por haber sido acusado

de “actividad subversiva”, el militar continuaba siendo su “amigo”. Es más, antes, muchas

veces, él había estado en la zona militar y se había encontrado con el mayor Rosales, y quizá

esos encuentros habían tomado la forma de interrogatorio. Pero él conocía el lenguaje

empleado para hablar de “actividad subversiva”, sabía cómo responder.

El término “actividad subversiva” proviene de la jerga técnica del combate a la insurgencia, no es una expresión que los campesinos empleen con regularidad, aunque si es habitual en los discursos de los ageutes de la seguridad del estado.

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Desfases entre seguridad y desarrollo que aproximaron la muerte

En la anécdota del secuestro de Abraham no hubieron malos entendidos, pero sí malas

intenciones, y no precisamente de parte del ejército. La posibilidad de la muerte fue

instrumentada por otros campesinos y por agentes civiles de gobierno que, como él, acudían al

ejército prestando sus servicios de inteligencia. Las categorías de seguridad condensadas en el

combate a “la subversión” acabaron siendo instrumentadas por particulares con el propósito de

obtener beneficios individuales. Sin embargo, la distorsión no se consumó porque él y el

mayor Rosales eran “amigos”. En este sentido, los roles usuales de la violencia y el desarrollo

se invierten: el ejército, que en otros contextos sería identificado como la fuente de la

violencia, acá corrige la incapacidad de los agentes del desarrollismo para persuadir a los

campesinos. Así, los militares no sólo combatían a la subversión, también corregían las fallas

de los agentes civiles del régimen. Al final, la calma de la fuerza sucede a la agitación de las

palabras. El diálogo con el “amigo” revierte la mala intención, y todo vuelve a su lugar.

Después de la conversación con el mayor Rosales, Abraham retomó a su casa en San Simón.

De historias como esta, y de los relatos en Boloncó que representan a la Negra como un ser

egoísta que utilizaba sus poderes sobre los Lucas para obtener beneficios personales, surge un

predicamento: la capacidad de dar muerte de la contrainsurgencia, no es, o no fue,

amenazante, pero cuando se instmmentó con el propósito de obtener beneficios privados, el

desenlace fue distinto. Siguiendo esta lógica, los excesos no siempre son interpretados como

actos recriminables a los agentes del poder militar. Como hemos visto, antes que ellos, otros,

casi siempre civiles, son posicionados en el lugar de los promotores de la muerte.

Los relatos de campesinos que ganaron disputas a fmqueros apoyándose en la simpatía

del régimen, demandan reelaborar a Lucas como una figura de violencia. El hecho, que los

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campesinos de los baldíos en Sebol insistan es que él intervino para que el INTA los

favoreciera, puede tener múltiples explicaciones, empezando por las clásicas teorías sobre

patronazgo y clientelismo. Como algunos de sus críticos afirman, para él, Sebol fue su

dominio personal, el lugar en donde prefería presentarse como benefactor generoso, relajando

para sus “paisanos” el autoritarismo que lo caracterizó en otras regiones. Esta afirmación

puede ser válida, no obstante, conviene recordar que para que la generosidad fuera efectiva,

los campesinos debían asumirse como sujetos subordinados al régimen, y como la literatura

sobre el genocidio nos ha mostrado, esta situación pareció ser más la excepción. En Sebol, no

sólo se subordinaron, sino que, además, muchos se sumaron activamente a la

contrainsurgencia. Si en el contexto de la guerra los campesinos de los baldíos son

particulares, lo son por su habilidad para incorporar y movilizar a su favor los lenguajes de

seguridad y desarrollo. Quizá, conocer y compartir la historia familiar del militar ayudó a

generar empatia, pero antes que eso, existió, y aún existe, voluntad para alinear las causas

locales con las de la seguridad del estado, y para el mantenimiento de las jerarquías sociales en

el más amplio sentido. Cuando menos, así lo hicieron aquellos que asumieron la conducción

de los litigios. Esos fueron los términos de las buenas relaciones del militar con Sebol. Para

estos hombres, Lucas continúa siendo el hombre fuerte que encama la autoridad del estado,

tanto en términos de moralidad como en el dominio de la violencia. Individuos como Alfredo,

quien servía de vínculo con los líderes campesinos, garantizaban que las protestas no

desbordaran los límites para la acción política que el régimen delineaba. Los campesinos

fueron escuchados, siempre y cuando sus críticas estuvieran dirigidas hacia individuos

particulares y no hacia el gobierno. En la medida que lo hacía, fortalecían el aura del poder del

estado que Lucas encarnaba, y se hacían parte de la maquinaria estatal de control, vigilancia y

seguridad. Los funcionarios podían, con márgenes de maniobra amplios, presentarse como

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agentes de poder eficaces que solventarían demandas. Los líderes campesinos, por su parte,

aprendieron a hablar los lenguajes adecuados para comunicar sus demandas y reproducir los

mandatos recibidos, labor para la que no todos se sentían capacitados. Y como otros en Sebol,

ellos también aprendieron que a desear la muerte de alguien más. Si la violencia estatal, que

colmó otros escenarios cercanos, no los alcanzó, fue porque ellos estaban de su lado.

Individuos como Antonio y Abraham, ambos campesinos pobres, desarrollaron

habilidades suficientes para movilizarse en los intersticios institucionales del desarrollismo y

la contrainsurgencia. Ambos se muestran orgullosos de sus logros cuando hablan de su pasado

de dirigentes agrarios, actividad que desempeñaron al mismo tiempo que eran comisionados

militares. Para Abraham y para Antonio, como para sus vecinos, Lucas funde las ideas de

desarrollo y violencia estatal en una sola figura, de la misma manera en que gobierno y

persona aparecen unidos a él. Intentar separarlos sería tan erróneo como querer desasociar

contrainsurgencia de desarrollo. En los relatos sobre la historia de sus aldeas, Abraham y

Antonio aparecen como agentes activos. “Sus historias” convergen con la que imaginan para

Lucas. Los tres habitan un tiempo común y, aunque ellos difícilmente serían posicionados en

el centro de los relatos de aquellos que se presentan a sí mismos como promotores locales del

desarrollo, ellos también reclaman para sí un lugar en la historia. Esta tesitura es poderosísima.

Comprender su proyección contemporánea es vital para entender las circunstancias que

predisponen los estados afectivos de la desprotección. Ella arraiga la muerte como una fuerza

que hace estatalidad, que permea al cuerpo social, haciéndolo partícipe de su ejercicio y

predisponiendo a los individuos para sumarse a la contención de las amenazas. En ella, hay

una fuente de reconocimiento del yo social y una instancia para la separación del mal. El

problema en la actualidad parece ser que, con el fin de la contrainsurgencia, las tareas de

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seguridad pública fueron acorraladas dentro de los discursos de la civilidad, y el trabajo de

muerte ya no comunica con el gobierno, no con los términos de Lucas.

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IX. La violencia dentro de las razones de estado

Para los pioneros, Lucas era uno de ellos: un fraybartolomence que consiguió ser presidente de

la nación. Para campesinos ubicados en las márgenes del proyecto estatal de colonización de

Sebol, como Abraham o Antonio, que debieron disputar sus “agarradas” con propietarios

ausentistas, Lucas importa porque intervino para que ellos ganaran las disputas. Los pioneros,

sobre todo aquellos asentados en el centro urbano del parcelamiento, elaboran al personaje

desde sus experiencias de beneficiarios del reparto, desde su vinculación laboral con aparatos

administrativos de gobierno, desde el disfrute de “las mejoras”, o desde el aprovechamiento de

los programas oficiales de incentivo a la producción agrícola y ganadera. Pero ellos no son los

únicos que incorporaron a Lucas en sus propias historias. Las “historias” de Angel y Abraham

no tienen cabida en la retórica pionera de armonía y progreso, pues, aunque el final fue

satisfactorio, su punto de partida fue el conflicto y su clímax implicó el uso de la violencia

grupal. Ninguno de los individuos identificados con esta perspectiva, con los que conseguí

dialogar, mencionaron los conflictos y la violencia agraria ocurrida en los baldíos. Sólo supe

de ella cuando hablé con sus protagonistas. Luego, cuando visité el área, dimensioné su

importancia al constatar la intensidad con la que circula en las narrativas sobre las historias

aldeanas. Así, aunque cada perspectiva posea anclajes particulares, visto el asunto desde una

perspectiva más amplia, tanto pioneros como colonos de los baldíos, y otros, encuentran

puntos de identificación en su relación con Lucas, con el desarrollismo agrario y en su

incorporación, más o menos consensuada, a los componentes civiles de la contrainsurgencia.

Y si bien la retórica oficial del desarrollismo tomó forma a través de lenguajes de

productividad y de clase, condensados en expresiones tales como “campesino”, en ciertos

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momentos apeló a las identificaciones étnicas de los sujetos. Asi sucedió, por ejemplo, con el

fomento al cooperativismo que intentaba “rescatar” la tradición q’eqchi’ de tenencia y uso

colectivo del suelo. El mismo Lucas Garcia acudió a estos lenguajes, incluso en otros

momentos fue más allá, al presentarse a si mismo como q’eqchi’ mediante el uso de

fraseologías de raza: “mi raza”.

Lucas García era (también) q’eqchi’

Lucas poseía un conocimiento más detallado del paisaje sociológico local. En este punto, su

figura esconde un secreto que vuelve problemática la imaginería que los pioneros construyen

sobre él y que intentan movilizar en sus esfuerzos para afirmar su preeminencia localista.

Cuando pienso en la incorporación de Lucas en cada perspectiva, me queda la impresión que

cada una intenta hacer que el personaje parezca más familiar consigo misma que con otras.

Mas tratándose de los pioneros acomodados, que al acudir al pasado suelen hacerlo buscando

sustento moral para afirmar su preeminencia en la definición de principios comunes, la

posibilidad de que Lucas no sea sólo suyo se hace problemático. Al explorar la afirmación de

que Lucas “era q’eqchi’” o “era de q’eqchi’”, tengo dos propósitos. Primero, quiero mostrar

las limitaciones que enfrentan los pioneros para afirmar su preeminencia localista acudiendo a

su cercanía con Lucas. Saber que, para otros sujetos, Lucas adquiera otras cualidades les

presenta dos problemas: abre la posibilidad de que el personaje no haya sido tan parecido a

ellos como ellos afirman; y en consecuente, trae la sospecha de que ellos no fueron tan

privilegiados como les gusta pensar. Así como los pioneros acomodados reclaman que Lucas

era como ellos, alguien que quería “desarrollar” la región, los dirigentes campesinos de los

baldíos insisten en que el general intervenía para favorecerlos en sus disputas con los

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fmqueros. Otros, en cambio, afirman que Lucas “era q’eqchi’” o “era de q’eqchi’”. “Ser

q’eqchi’” y “ser de q’eqchi’” son expresiones idiomáticas que se enuncian en español, y tienen

dos usos posibles: que se comparte la etnicidad; o que uno es capaz de hablar el idioma con

fluidez, aun asi uno no sea identificado como indigena.

Como objeto de discurso, Lucas es esquivo a aquel que los hablantes no consiguen

aprehender totalmente. Que cada perspectiva destaque matices particulares no excluye la

posibilidad de su coexistencia con otras que resaltan cualidades de otro tipo, aun asi existan

contradicciones entre ellas (por ejemplo, que era un pionero y que era un q’eqchi’

perteneciente a una familia que habitó la zona desde antes del reparto). Además, debe

considerarse que la identificación de Lucas con los q’eqchi’ rehacia las separaciones étnicas,

tan recurrentes en los procesos de producción de diferencias y jerarquias sociales. ¿Por qué

muchos insisten en que Lucas era q’eqchi? La residencia de la familia Lucas García estuvo,

primero, en San Juan Chamelco y luego en la ciudad de Cobán, ambos municipios de la zona

montañosa de Alta Verapaz. El p a te r fa m ili, también llamado Fernando, poseía en un sitio

llamado Tuilá, en las inmediaciones del camino entre Sebol y San Luis Petén, una finca en la

que criaba ganado y cultivaba maíz, pero que funcionaba más como estación de avanzada de la

extensa red de comercio que mantenía en el norte de Alta Verapaz y el sur de El Petén. Los

pocos trabajadores que vivían y trabajaban en la finca eran todos q’eqchi’ hablantes. El

negocio principal de don Femando, el padre del general, era el comercio de cerdos y la cría de

ganado vacuno, que trasladaba hacia Cobán durante la temporada de secas. Durante su

infancia, el general y sus hermanos varones pasaron temporadas en la finca de Tuilá. Antiguos

trabajadores recuerdan que, siendo niños, los hermanos Lucas se integraban a las dinámicas de

juego de los hijos de los mozos colonos de la finca, y que siendo ya adolescentes era frecuente

encontrarlos en los caminos acompañando a su padre en sus viajes de negocio por las selvas.

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Es conveniente recordar que hasta antes de la apertura del frente colonizador, la escasa

población del norte de la Verapaz era casi en su totalidad q’eqchi’ hablante. Los Lucas, y

cualquier otro fuereño que se adentrara en la zona, necesariamente debian aprender el idioma,

pues la población local era monolingüe.

A partir de su experiencia en Tuilá, tanto el padre como los hermanos Lucas se

volvieron comerciantes astutos y desarrollaron habilidades para relacionarse con la población

local. Además, don Fernando procreó tres hijas con mujeres indigenas pertenecientes a

familias de mozos colonos de su finca. Dos de ellas aún viven en el municipio. Si bien, las

mujeres no poseen el apellido paterno, los hermanos Lucas las consideraban parte de su

familia. A la muerte del padre, el general heredó la finca familiar de Tuilá. Después, cuando el

parcelamiento se habia poblado adquirió otra finca contigua al centro urbano y construyó ahí

su residencia. Siendo presidente de la república, instaló en su finca de Sebol una oficina desde

la que tramitaba asuntos del gobierno y recibía visitas oficiales, al mismo tiempo que atendía

los asuntos diarios de la propiedad y trataba con sus vecinos. Haber vivido en Tuilá y haberse

relacionado con la población local le permitió compenetrarse con los modos de vida indígena

y manejar el idioma q’eqchi’ como segunda lengua. Pero el sentimiento de identificación no es

sólo inventiva local. Él también se esforzaba por crearlo, haciendo declaraciones públicas. Por

ejemplo, el día que tomó posesión del cargo de presidente de la República, inició su discurso

con un fragmento en idioma q’eqchi’, gesto que, según una nota de prensa, incomodó a más de

uno de los invitados al acto. Este fragmento de discurso y las reacciones de la audiencia

ocuparon la atención de los periódicos que reseñaron el acto. De todos, el periódico oficial del

gobierno fue el que más atención le prestó. Después del acto de investidura, Lucas ofreció una

conferencia de prensa, y ahí, un periodista le pidió que hiciera una traducción, pues la

“inquietud” por saber lo que había dicho era grande: “les dije a mis paisanos que en ese

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momento estaba recibiendo el mando o sea el ajnobe [...] expresé [...] que yo era un hombre

que conocía las necesidades del campesino y de mi raza. Que había “nacido en un petate” y

que había “aguantado” sed con ellos y por ello estaba en posibilidad de resolver sus

problemas” ".

Declaraciones de afinidad con “el campesinado” y con su “raza”, como las que

inquietaran a la audiencia durante el acto de toma de posesión del cargo, se fundamentaban en

su experiencia de trato directo con los sujetos aludidos. Pedro, un q’eqchi’ residente en

Boloncó, quien en 1981 presidía el comité de desarrollo de la aldea, me compartió una

anécdota que ilustra las maneras en las que Lucas entendía e incorporaba su identificación con

lo q’eqchi’. Ese año, una de las hijas de Pedro ganó el concurso de reina indígena organizado

por la municipalidad. Según Pedro, agradado por el buen desempeño de la chica, el alcalde le

sugirió que la llevara “a saludar al presidente”, quien entonces se encontraba en su casa de

Fray Bartolomé.

El secretario le [hizo] la audiencia y entramos a las cuatro de la tarde, un día sábado [...]

Como es puro q’eqchi’ ese presidente, en q’eqchi’ platicamos. En q’eqchi’ con el

presidente [...] Llevamos treinta libras de maíz blanco, dos chuntos [pavos] machos

vivos, una libra de chile seco y dos libras de cacao crudo. Es símbolo de cosecha de

cobanero [q’eqchi’]. Entramos ahí. Le hablamos al presidente que aquí trajimos unos

poquitos regalos [...] Ah bueno ¿Qué quiere decir esto? dijo [preguntó Lucas]. Esto

significa que nuestros antepasados, le dije yo, como así son las costumbres de nuestros

antepasados porque hay invitación: cuando llega uno [a donde] un su compadre, uno su

tío, una persona grande [...] tiene que llevar un animal, así vivo, le dije yo [...]. Ha

' Diario de Centroamérica, 3 de julio de 1978, pp. 4. Las comillas internas son del original.

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bueno me dijo, qué bueno, me dijo. Siéntese me dijo, y comenzamos a platicar. Entonces

asi fue platicando, platicando, platicando.

Pedro dijo que Lucas era “puro q’eqchi’. Las expresiones utilizadas por los q’eqchi’

cuando hablan en español con individuos no q’eqchi’es son: “Puro q’eqchi’” o “ser de

q’eqchi’”. Y corresponden a recursos del bilingüismo indigena. Para hablar en el idioma

materno, los q’eqchi’es poseen dos expresiones que distinguen a los sujetos según su

procedencia y alineación étnica: caxlan winq (extranjero, fuereño, forastero, o en el contexto

local: ladino), y raal ch’och’ (indigena, nativo o concretamente q’eqchi’). En el idioma

q’eqchi’ el adjetivo antecede al sustantivo. En sus múltiples usos, las partículas caxlan y

ch’och’ son descriptores que refieren a la procedencia del sujeto de la oración. Caxlan

describe personas, objetos o prácticas provenientes de fuera; ch’och’, que en solitario puede

traducirse como tierra, adjetiva a originarios del lugar. Ch’och’ winq es una persona originaria

del lugar; un “hijo de la tierra” según su traducción más cercana. En este contexto: un

q’eqchi’. Ch’och’ es extensivo a otros indígenas, siempre que sea en relación con “caxlan”.

Mis conversaciones con Pedro y otros q’eqchi’es que afirmaron que Lucas era “puro q’eqchi’”

o “de q’eqchi’” ocurrieron en español. Fue por esto que ellos utilizaron estas expresiones y no

ch’och’ winq, como quizá hubiera ocurrido en el caso que la conversación hubiese sido en

q’eqchi’.

Cuando Lucas empleó el término “mi raza”, al traducir el fragmento del discurso de

toma de posesión que dio en q’eqchi’, estaba haciendo algo similar a lo que Pedro hizo al

decirme que “ese presidente” era “puro q’eqchi’”. Estaba, con sus propios términos,

correspondiendo a su identificación con el “puro q’eqchi’. Si Lucas era “puro q’eqchi’”, ¿qué

tipo de q’eqchi’ era? Pedro estaba seguro de que el presidente era indígena como él, cuestión

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que confirmó al escucharlo hablar y notar que compartía los códigos del “símbolo de

cobanero”. Aun así, algo pareció fuera de lugar. Lucas presentaba una peculiaridad que lo

hacía diferente, una que lo hizo ser una “persona grande”. Las razones por las cuales alguien

puede llegar a ser una “persona grande” son diversas. En las palabras de Pedro, Lucas merece

esta atribución porque, además de ser presidente, fue q’eqchi’. Presidentes ha habido muchos,

no obstante, el único que hizo declaraciones de identificación con los q’eqchi’es fue él. Dicho

con otras palabras, él sólo pudo ser “persona grande” siendo antes q’eqchi’. El sentimiento que

Pedro expreso respecto a Lucas es similar al orgullo que los pioneros expresan al recordar al

fraybartolomence que fue presidente de la república. En ambos casos, se trata de

identificaciones articuladas con base en la ilación de sentidos de intimides, una de corte

localista y la otra de pertenencia étnica. El relato de Pedro, sobre su encuentro con el

presidente Lucas, continúa para incluir un diálogo en el que Lucas retribuye los regalos

ofreciendo “obras” para la aldea: “¿Qué es lo más importante para Boloncó? Me preguntó el

Señor presidente. Le dije yo: cosa más importante para Boloncó hay, pero el dinero es el que

no alcanza. ¿Cuál es? me preguntó, el agua potable.”

Luego de valorar varias posibilidades, decidieron que el mejor lugar era una laguna

ubicada al sur de la aldea. Punto seguido, Lucas ofreció visitar Boloncó el día siguiente para

inspeccionar el sitio.

Ya en el día llegó el aviso: ¿ahí está el alcalde? Sí ahí está. Ahí están los soldados y

están llamando. Que se apure el alcalde porque los soldados están bravo[s]. La gente iba

a ver la misa, iba a la misa. Le dije a tres: mucha ¿van conmigo? Qué va querer ir a

morirse, dios mío se van a llevar al alcalde [secuestrar], lo van matar, dice la gente

asustada; como no saben que va venir el presidente.

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En un momento de nuestra conversación, Pedro fechó su encuentro con Lucas

empleando la siguiente expresión: “En ese tiempo usted, cuando estaban matando gente, en

1981, el 3 de mayo de 1981”. Como un q’eqchi’ que consiguió ser “persona grande”, para

Pedro, Lucas adquiere una peculiaridad que lo transforma en una figura extraña. Ni Pedro ni

otros q’eqchi’es estaban habituados a tratar con q’eqchi’es poderosos, y sus relaciones con

hombres poderosos tomaban lugar en encuadres en los que a ellos les correspondían

posiciones de subordinación. Lucas podia entrar en este estereotipo de patronazgo, pero

también podía romperlo. El hecho de que recibiera a Pedro, le agradeciera a la reina, y a

cambio le ofreciera “obras” para la aldea, son indicios de la irregularidad de su figura. Aun

así, Pedro encontró algo más en Lucas: observó que él poseía una capacidad para organizar el

trabajo de muerte que le pareció inquietante. La presencia de “los soldados” en la aldea, alteró

la rutina generando expectación sobre las razones que tenían para estar ahí. El temor se debió

a una lectura errada. Lucas y los soldados no llegaban para propagar muerte sino para traer

desarrollo, para inspeccionar “las obras” que había ofrecido. De esta forma, aun siendo

“q’eqchi’”, Lucas no es totalmente amigable. El aura de hostilidad pareció ser constante, y

cómo ocurrió en Boloncó la vez que visitó la aldea, su llegada fue aprehendida con los signos

de la muerte. Luego, cuando el temor fue despejado se convirtió en fuente de regocijo. Así, la

posibilidad del desarrollo sólo vino después de la violencia. Que Lucas fuera “de q’eqchi’” y

que entendiera “el símbolo de cobanero”, le indicaba a Pedro que debía ser amigable, aun así,

él no consiguió aprehenderlo con la afabilidad deseada debido a que su alineación con la

fuente de muerte fue permanente.

El aura de magia que recubre a Lucas encantaba tanto como espantaba. Como q’eqchi’,

Lucas se diluye en sí mismo porque está ubicado en una posición que a Pedro se le dificultaba

sobrellevar. No muchos q’eqchi’es ostentaban la capacidad para organizar la muerte que

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Lucas poseía. Sin embargo, el personaje no está imposibilitado. Es reconocible porque se

alinea con la “raza”, habla el idioma y entiende “el símbolo”. Al mismo tiempo, es extraño

porque dirige la violencia en contra de “la gente”. Pedro se ubica del lado de “la gente”. En

sus palabras, “la gente” sintetiza a aquellos que, por las razones que fuera, podían ser víctimas

de la violencia de contrainsurgencia. El temor que Pedro expresó difícilmente está ausente en

la narrativa pionera. Tampoco está en el discurso de Abraham. Pedro pudo haber formado

parte de las lógicas civiles de la contrainsurgencia, si hubiera poseído las habilidades

requeridas para hacerlo, pero no lo hizo. Entre sus modos de ganarse la vida y los de Abraham,

por ejemplo, existen pocas diferencias. Sin embargo, sus habilidades políticas y su capacidad

para el diálogo con los agentes del régimen le fueron insuficientes. Esto no limita que él

también elabore a Lucas como benefactor de forma muy parecida a como lo hace Abraham, e

incluso Jacobo u Oscar.

Secretos de Lucas García

En Fray Bartolomé, como en otras localidades cercanas, la densidad narrativa que Lucas

posee produce modos de aprehensión histórica de alcance nacional. En Fray Bartolomé, él es

quien llevó el desarrollo. Su historia personal y familiar, vinculada a la zona, y la facilidad con

la que aparentemente conseguía relacionarse con la población, lo convirtieron en un personaje

mitificado al que se le atribuyen características extraordinarias. Parece convincente que fue un

hombre carismático, que sabía utilizar los recursos con los que contaba, y podía explotar su

habilidad para ganar empatia. En áreas rurales es común encontrar personajes con atributos

similares, quienes, al asumir roles de mediación político, son representados en papeles de

protectores por aquellos que se subordinan a su mando. Lucas parece entrar en este

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estereotipo. La representación corresponde a la del patrón que premia a quien se somete y

castiga al que se insubordina, pero él es más que eso. Su particularidad resulta de la

conjugación de una serie de categorías que lo hacen ser, tanto un buen patrón, un personaje

políticamente poderoso pero capaz de diluir su poder para hablar con los lenguajes de los

menos poderosos, pero también portador de una fuerza de muerte que requería ser encausada

contra alguien más. A partir de la elaboración de su historia personal, que lo presenta a la

manera de una “persona humilde”, distintos individuos encuentran los elementos de

identificación mínimos que les permiten imaginarlo, e imaginar la relación con él como un

encuentro de intereses mutuos. La representación de haber sido alguien que consiguió

“superarse” hasta convertirse en presidente de la República, pero haciéndolo desde dentro de

la institución sobre la que se deposita la fuerza de la violencia organizada, es clave para

entender su lugar en los procesos locales, de eso que sin mayor rigor he llamado imaginación

histórica. Lucas es indisociable del estado, y en este contexto, hablando en términos

conceptuales, el estado es dos cosas: seguridad y desarrollo. Al ser concretadas en la historia

regional, son estas las categorías que habilitan la colonización agraria y otras políticas

conexas, así como la violencia de contrainsurgencia. Si en Fray Bartolomé, Lucas es particular

en relación a otras figuras vinculadas al desarrollismo y la violencia, lo es porque en él estas

categorías se funden para producir el fetiche. Y desde esta lógica, lo que Fray Bartolomé es,

sin que importe lo que esto signifique, lo es porque Lucas fue, y fue en el lugar. Si, como

afirman los pioneros, en Fray Bartolomé, el régimen consiguió mantener alejada la amenaza

que en otras regiones detonó el genocidio, fue porque acá, el estado era él. Al final, ninguna de

las representaciones alcanza para explicar las otras, ni para develar porque el desarrollismo

agrario presuponía la violencia; ni por qué la operatividad de la contrainsurgencia se moldeaba

según las formas que el desarrollismo tomaba. Ahí está, sugiero, la amplitud y profundidad de

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la expresión “el tiempo de Lucas”, como forma de aprehensión histórica. Ciertamente, el

“tiempo de Lucas” es un acordeón de acontecimientos, móviles, ofuscados, y no siempre

conectados. Puede ser, y de hecho es un tiempo sin fechas, no circunscrito al periodo de

gobierno del general.

Esta temporización produce una imagen del estado centrada en la fuerza militar como

impulso de la seguridad y el desarrollo, y en Fray Bartolomé, Lucas está en el centro. Para

unos, es más importante destacar su perfil desarrollista, mientras que, para otros, su cercania

con la violencia emerge con la sola evocación. Mas, la densidad del personaje dificulta situarlo

con una sola expresión. Las más de las veces es un sujeto de nostálgica e inquieta celebración

del tiempo pasado y, quizá, con sutileza, de lo perdido, porque no sucedió pero se anticipó. En

él existe un futuro que no se consumó. Su imagen está, en los términos de Ivy (1995), hecha

de la imposibilidad y de la impotencia de la inconclusión de su propio tiempo. Sobre él existe

algo que no se dice, que se dice a medias o que es difícil de enunciar. Son las hebras delgadas,

quizá sólo imaginarias, en donde la seguridad y el desarrollo se conjuntan. Saber cómo se

articulaban, y que eran inseparables, fue patrimonio suyo y de su circulo más cercano. A la

manera de ese conocimiento que debe mantenerse en secreto o que es preferible no conocer,

que Taussig (2012) capta con la idea de “secreto público”, el ocultamiento de la

inseparabilidad de desarrollo y muerte violenta hizo posible que los súbditos del estado

aceptaran la especificidad histórica de Lucas, otorgándole el aura de fetiche que ahora posee.

El ejercicio de revelación y ocultamiento de la violencia fue relativamente efectivo

redireccionando las explicaciones. La efectividad combatiente al EGP durante “el tiempo de

Lucas” es observable en el disgregamiento de los móviles de la violencia estatal. Si bien, las

divisiones, entre los que fueron muertos a causa de la instrumentación privada de la

contrainsurgencia y los que fueron muertos por causas politico - ideológicas, propiamente no

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son claras. La violencia trajo consigo la certeza de que todas las muertes fueron cometidas por

agentes estatales y paraestatales. En el medio queda un espacio de indecisión que parece haber

sido reprimido. Ese espacio retoma “ahora” y contribuye a dar forma a los nuevos tipos

sociales matables. Aun asi, Lucas difícilmente es responsabilizado de ello. En este sentido, su

éxito radicó en mantener el secreto, revelando distintos aspectos del estado a distintos sujetos.

Él era lo que de él se dice, lo que se oculta y lo que se ignora: era y no era fraybartolomence;

pudo ser y no ser q’eqchi’; fue y no fue pionero; etc.

“El tiempo de Lucas” no se circunscribe al periodo de su gobierno. Más bien es un

estado de cosas generales, comunica ideas. Aun asi, existen dos ideas que le otorgan forma a

ese “tiempo”: el desarrollo y la seguridad. Las dos ideas sirven para imaginar al estado. Un

estado que redistribuye la riqueza pública pero que también ejerce la fuerza mediante el uso

inmediato de la violencia. Hasta ahi, entiendo, para los sujetos el planteamiento es claro.

Todos o casi todos reconocen este lenguaje. Los matices empiezan cuando se habla o, como

también sucede, cuando no se habla de la contrainsurgencia. Escribo violencia de

contrainsurgencia porque, al tratar el pasado, ésta es protagónica casi hasta soterrar otras

formas que han escapado de los procesos de rememoración . El impulso energético del estado

se extendió sobre los muertos, garantizando la posibilidad de enmarcar la muerte dentro de los

límites de la propia nación de estado, esto incluye el aprendizaje de que, en situaciones donde

la seguridad de hace dificultosa y cuando uno desea alejar la muerte de uno mismo, desear la

muerte de alguien más es una de las alternativas.

Esta afirmación mía se sustenta en lecturas hemerográficas y de otros documentos escritos de archivo. Me refiero en concreto, a robos de ganado, asesinatos derivados de conflictos de índole personal, y un sin fin de conflictos de diversa Índole, muchos acabados en homicidios.

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El trabajo de muerte y la idea de estado

Para afirmar que tal o cual persona fue secuestrada o asesinada por el ejército, no se requiere

saber la razón del crimen, de hecho, esta información parece merecer poca atención. Lo que se

destaca es la operatividad del acto de matar o de desaparecer. A la manera de una descarga

eléctrica que al ser liberada dibuja una linea de fuerza, la capacidad de dar muerte direccionará

la explicación. Sin importar de dónde haya provenido, quien realizó el acto pertenecía a los

cuerpos de seguridad del estado. A pesar de su maleabilidad, durante “el tiempo de Lucas”, la

capacidad de dar muerte parece no poner en vilo la seguridad, aun así, la fuerza mortal de los

“chillos” podía ser esquivada cultivando relaciones con los agentes de la contrainsurgencia.

Muchos, si no es que la mayoría, lo hicieron de distintas maneras, y la sombra de esa labor de

vigilancia y control silencioso ha sido continuada en el tiempo; ahora aporta con sutileza a los

procesos de producción de “pruebas”, moldea a los tipos sociales matables y a los agentes

aparentemente ocultos que realizan la limpieza.

El desarrollo y las ideas de que la seguridad se hace mediante la eliminación de agentes

de distorsión vienen en conjunto, es una herencia del tiempo de Lucas. Sin embargo,

desarrollo y seguridad no siempre son narradas como ideas en comunión. Los pioneros

emplean la idea de desarrollo para intentar consolidar su posición de artífices de la

reconversión productiva del espacio selvático. Esta idea sirve también para emparejar la

temporalidad local con el tiempo del desarrollo nacional, tal confluencia hace que sus

iniciativas, y las del gobierno nacional, se encuentren. La narrativa pionera aspira a cristalizar

el progreso y la armonía, razón por la cual, la violencia suele ser subsumida. La fijación

pionera con el pasado, presentado como un tiempo de estabilidad, se hace dificultosa. Si los

pioneros, como Jacobo, Oscar, Adolfo y otros, hablan con tanta vehemencia de la colonización

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y del protagonismo de Lucas, es porque así hacen creíble el anhelo de cercanía con el estado

nacional para sí mismos. Que la celebración del desarrollo venga aparejada con el

ocultamiento de la violencia estatal, cuestión que sintetizan con expresiones tales como “aquí

no pasó nada”, mengua el heroísmo de Lucas, pues si “no pasó nada”, éste no derrotó a la

insurgencia. Pero otros sí hablan del trabajo de muerte realizado por la contrainsurgencia de

Lucas, unas veces presentándola por separado como hizo Juan Pablo; y otras, asumiéndola en

su entrelazamiento con el desarrollo. Este fue el caso del relato de Pedro. Así, la

contrainsurgencia, que en primera instancia hizo justicia de combate a la amenaza guerrillera,

acaba desdibujándose y se lleva consigo a individuos que, como Amanda, la mujer de Boloncó

desaparecida a causa de “un chillo” de “La Negra”, fácilmente pudieron haber asumido como

suya la retórica pionera, quizá si no hubiera sido desaparecida por el ejército, también ella

hablaría de la grandeza de Lucas.

El habla del trabajo de muerte, que en el pasado cumplió fines particulares, abre la

posibilidad para considerar formas actuales de violencia privada. La diferencia está quizá en

que, mientras aquellas son presentadas subordinadas o en complicidad de los cuerpos de

seguridad de la contrainsurgencia, las modalidades actuales parecen darle la espalda o

sobreponerse a la incapacidad “de las instituciones” para controlar el crimen, como Alejandro

argumentó. Cuando las personas afirman que la criminalidad actual irrumpe en los vacíos

dejados por la retirada de la fuerza militar, no están diciendo que antes no haya existido

criminalidad, sino que “antes” el régimen ofrecía su capacidad de dar muerte como un recurso

de segurízación. Ciertamente, muchos juzgan que ésta fue excesiva o, como hemos visto, que

pudo ser distorsionada, mas, la salvedad no inhabilita el anhelo de la capacidad reguladora que

a la fuerza militar se le atribuye. Así pues, la criminalidad que preocupa y la violencia

homicida que se aprehende destructiva no son novedosas, pero sus expresiones

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contemporáneas no son la suma numérica de lo que antes ocurrió, como tampoco son un

fenómeno del presente, aunque así nos sea presentado. La experiencia de Fray Bartolomé

muestra que sus elaboraciones lo son también del estado, en tanto idea del orden y del

desorden. Al hablar de violencia, necesariamente nos enfrentamos a un problema de

representación. Antes que un fenómeno numérico, lo que ella pone en juego es la

inteligibilidad de la seguridad, y tales valoraciones son tan históricas como la elaboración

misma de los relatos. Lo que nos corresponde es entonces entender los procesos de producción

de sus sentidos sociales. La violencia, escribe Walter Benjamin, se convierte en un problema

“solo cuando incide sobre relaciones morales” (2010c: 153). Estas distinciones se hacen más

claras en el contraste del quiebre epocal entre el “antes” y el “ahora”. La efectividad que se

asigna a la seguridad del autoritarismo funciona como una fuerza centrífuga que estabiliza la

narración y hace que la criminalidad, y otras figuras del desorden, queden en segundo plano,

pues ésta las inhibía. La capacidad de muerte de la contrainsurgencia pareció ser más una

prerrogativa de la afirmación de la fuerza del autoritarismo. Los excesos, en todo caso, suelen

ser explicados como desviaciones causadas en el acto de su aplicación, bien sea por la

manipulación de quien la aplicó o bien como costos naturales de la guerra. Más de uno de mis

interlocutores dio justificaciones de este tipo. Los desaparecidos atribuidos a “chillos de la

Negra”, por ejemplo, suman a su cuenta, no a la del régimen. Tratándose de ella, los agentes

de éste suelen ser exculpados, ellos sólo fueron “atraídos por ella”. Los muertos no son sólo

vidas perdidas a causa del egoísmo o la manipulación de terceros; los excesos y desviaciones

en la aplicación de la fuerza pueden ser asumidos como costos implícitos que la fuerza se lleva

por delante, como algo que socialmente debe cargarse en su nombre. El exceso no se mide

sólo en las consecuencias, está también en la constitución misma del poder, en su vigor, en la

prontitud de la capacidad de respuesta. Esto no supone que la fuerza no haya sido

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intimidadora, ella fue temida y causó sufrimiento, aun así, no pareció poner en riesgo la

capacidad de los individuos para pensarla socialmente. Para quienes hablan del tema, la

contrainsurgencia produjo excesos que pueden parecer injustos, pero no perdió legitimidad, de

hecho, la anuencia con el retorno de la fuerza militar parece ganar popularidad. En el presente,

en cambio, muchos comparten la opinión de que al gobierno no le interesa ocuparse de la

seguridad como lo hizo antes. Y si este sentimiento es acompañado con la impresión de que la

criminalidad y la muerte destructiva aumentan, el panorama de la desprotección se amplía.

Así, existe una correlación entre la conceptuación de la desprotección y la capacidad de

producir seguridad mediante el uso de los recursos de muerte que antes ofreció el

autoritarismo. Su razón fue entonces la razón misma de la continuidad de la dominación.

Pidiéndola, los individuos asumen que ella hace la seguridad rehaciendo productivamente a la

muerte violenta.

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X. Desfiguraciones del desarrollismo y la seguridad

La vez que Jacobo habló del pasado pionero de Fray Bartolomé y de la centralidad del general

Lucas para la historia local, dijo: “después del golpe de estado a Femando Romeo Lucas

Garcia sufrimos un revés de parte del estado porque como él era de acá nos abandonaron” (ver

capitulo VII). Desde su perspectiva, el golpe de estado contra Lucas marca un punto de

mptura en la historia regional. De la mptura emergió el presente: un tiempo en el que las

relaciones entre el estado nacional y la localidad perdieron el vigor que “antes” poseyeron. En

términos de experiencia histórica, “la transición a la democracia”, la pacificación y la

neoliberalización del gobierno se fusionan y asi deben ser estudiadas, aun así, conviene

establecer las particularidades y lógicas propias de cada una cuando así se requiera.

Neoliberalización es un concepto amplio: puede referir a un proceso histórico que implica

reformas económicas y políticas tendientes a la desregulación y que rehace las relaciones entre

capital y trabajo; a una ideología de gobierno; o, a un marco analítico (Ganti, 2014). Mas

como dice Rudnyckyj (2009), como modo particular de gubemamentalidad tiene efectos

prácticos sobre los modos de vida y moldea subjetividades. Desde esta perspectiva, el

elemento nodal de la neoliberalización está en la combinación de una lógica que presiona para

que las instituciones y los presupuestos para la inversión productiva directa sean reducidos, y

otra que hace que cada vez sean más los aspectos de la vida transferidos hacia el dominio

individual. En este encuadre, las formas de vida y las subjetividades individuales se ven

transformadas, así sea imbricándose con modos de pensamiento y otras prácticas que se

consideren anteriores, tradicionales, etc. Lo que se transfiere a dominios particulares varía de

un contexto a otro, la generalidad está en el acto de impulsar la individuación de la vida. En

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esta región, la transición fue insuficiente para que las nociones de seguridad, basadas en los

mecanismos de control y vigilancia del autoritarismo, fueran sustituidas por otras fundadas en

nociones de democracia. Al tratarse de una región en donde el autoritarismo militar había sido

tanto un agente de violencia como de desarrollo, varios sectores de la población apreciaron

que la mengua de su protagonismo era contraproducente. Imaginativamente, es ahí donde la

noción de vacío surge. De esta manera, la noción de vacío alude tanto a la seguridad como al

desarrollo, o, dicho de otra manera, a su desunión. Hacer que las ligazones entre seguridad y

desarrollo se mantuvieran unidas fue un atributo de los regímenes militares que impulsaron los

proyectos de colonización y la contrainsurgencia regional, especialmente de Lucas García.

Localmente, estos procesos han sido experimentados a la manera de un flujo de cambios que

rehacen las maneras en que las personas habían imaginado sus relaciones con el estado

nacional. En términos de Mbembe y Roitman (1995), se trata de la configuración de un

escenario para la crisis.

De la contrainsurgencia a la pacificación

Si bien, después de 1986, la inversión del desarrollismo descendió rápidamente, la

pacificación en auge, a partir de esa fecha, hizo que otros recursos fluyeran hacia áreas que

hasta entonces habían sido poco atendidas (escuelas, sistemas de agua potable, etc.). La

pacificación adquirió forma a través de un conjunto de nuevas políticas e instituciones que

reorientaron las racionalidades de la intervención gubernamental en los territorios. Las dos

instituciones más importantes del periodo fueron: El Fondo Nacional para la Paz (FONAPAZ)

y el Fondo de Inversión Social (FIS). Estas instituciones definieron nuevas formas de

intervención territorial creando sus propias categorías. De manera parecida a como había

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sucedido con el desarrollismo y la guerra, la paz generó la suya. La intervención se concretó

con base en la definición “zona paz”. La categoría delimitaba con los territorios que el

gobierno consideró habian sido, o eran, los más afectados por la violencia de

contrainsurgencia, o donde, para ese momento, aún habia presencia guerrillera. El norte de

Alta Verapaz y el sur de El Petén, fueron definidos de este modo. Asi, Fray Bartolomé pasó de

ser una zona de “desarrollo” a ser una “Zona Paz”. La delimitación de la zona paz respondía al

hecho de que en la región operaba la guerrilla de las FAR. En el capitulo VIII observamos que

para 1982, la contrainsurgencia habia extirpado las endebles bases de apoyo que las guerrillas

tenian en la zona. En los años siguientes, el ejército continuó las campañas anti subversivas en

toda la región del norte. Para 1986, las guerrillas habian perdido la iniciativa. El frente de las

FAR, en el sur el Petén, habia sido diezmado drásticamente, aunque mantenia capacidad de

combate. Para mejorar su posición en el proceso de negociación, las organizaciones

guerrilleras requerían mostrar la mayor capacidad de fuego posible. En este escenario, en 1991

las FAR establecieron un frente de guerra con asiento en Fray Bartolomé, integrado por

combatientes que se habian desplazado desde el Petén. Este frente fue nombrado Panzós

Heroico (FPH). El relanzamiento de la iniciativa guerrillera en Sebol, fue, primero, efecto de

la rearticulación de las FAR después de la debacle sufrida en Petén (1976-1984); y segundo,

una medida táctica que buscaba consolidar la posición de URNG en las negociaciones con el

gobierno nacional. El FPH fue endeble, numéricamente reducido y con bases de apoyo

limitadas. Como habia ocurrido antes, quienes llegaron esperando impulsar la guerra de

guerrillas en la zona, lo hicieron después de haber sido derrotados en otras regiones, y como

aquellas veces, la población fue poco receptiva. El primer acto de guerra del Frente fue el

atentado contra la estación del INDE, ubicada en la cabecera municipal, que Jacobo comparó

con el apagón atribuido a CODECA ocurrido en abril de 2015. Cuando el FPH salió a la luz

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pública, estaba integrado por 17 guerrilleros. Los que llegaron de El Petén continuaban siendo

mayoria.

El FPH realizó acciones de guerra por toda la región, en ocasiones yendo más hacia el

norte para actuar en conjunto con otras células de las FAR que continuaban activas en el sur y

centro de El Petén. En Fray Bartolomé, las acciones más emblemáticas fueron, además de la

explosión de los generadores eléctricos, un atentado contra uno de los puentes ubicados entre

el centro urbano y la aldea Boloncó, y las recurrentes averias al oleoducto que transportaba el

crudo extraído en la FTN hacia un puerto en el Atlántico. Otras prácticas recurrentes fueron

los cortes de carretera. A estas acciones se les conoció como “tapadas”. Ese es también el

término empleado para referirse a los cortes de caminos realizados durante las protestas

actuales. Si bien, el FPH carecía de la capacidad de fuego para hostigar a un ejército experto

en lucha antiguerrillas, en perspectivas a la negociación de la paz, su presencia en el área

sirvió para que la región fuera reubicada en la geografía imaginada de la afectación de la

guerra. En el mismo periodo, en otros países también hubo programas de inversión definidos

como “fondos sociales”. En la mayoría de los casos se trató de políticas de combate a la

pobreza, pero en Guatemala adoptaron la forma de políticas de pacificación y de

descentralización gubernamental, pues ambos procesos tomaron lugar en simultaneidad. En la

ley, el FIS fue definido como una estrategia de intervención focalizada en “los pobres y los

“extremadamente pobres” rurales *". Si el desarrollismo nombró campesinos, los énfasis de la

pacificación estuvieron en las víctimas de “la confrontación armada”. De la misma manera, la

inversión productiva fue transformada en “resarcimiento”; y, la idea de “concertación” fue

puesta al centro de la definición de las prioridades de la política pública.

’ Decretol3-93 Ley del Fondo de Inversión Social, articnlo 2.

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El archivo de la municipalidad de Fray Bartolomé muestra que después de 1993 hubo un

incremento en la cantidad de inversiones, impulsadas en el contexto de la pacificación. Le pedi

a Jacobo me hablara de ellas. Entonces él era el alcalde del municipio (1993-98).

Nosotros [él] nos convertimos en promotores. La municipalidad servia de promoción de

FONAPAZ [. . .]. Nosotros, fuimos la primera administración aqui en Fray [...] donde se

hicieron proyectos de carreteras y escuelas. Antes no hacía nada la muni[cipalidad].

Nosotros hicimos puentes, carreteras [...] Sí, por ser zona de conflicto armado. Nosotros

éramos prioritarios [...] pero había unos municipios que sacaban más ventaja que otros,

[...]. O sea que sí había. Yo fui el presidente de la mancomunidad de la zona norte de

Alta Verapaz y el sur de El Petén [...] a todos los municipios les daban, pero dentro de

eso nos íbamos nosotros también y aprovechábamos que como yo tuve la suerte de que

Alvaro Colom, que era director ejecutivo de FONAPAZ, lo conocí del tiempo de

Serrano Elías^ .

La insistencia de Jacobo en explicar los “proyectos de FONAPAZ”, como efectos

reparadores por ser Fray Bartolomé zona de conflicto, se mezcla con su identificación con el

desarrollismo agrario previo y la retórica pionera de la colonización. En contextos discursivos

vinculados a la guerra, Jacobo presenta los proyectos de FONAPAZ adoptando la segunda

forma, pero otras veces son con acoplados a una línea temporal que lo conecta a él con el

general Lucas y con los primeros pioneros que introdujeron el desarrollo en Fray Bartolomé.

Que Alvaro Colom se convenciera de que Fray Bartolomé era una localidad “prioritaria” era,

en los términos de Jacobo, muestra de que localmente estaban siendo capaces para inteligir los

nuevos términos a partir de los cuales la inversión estatal se definía. En sus palabras, la

La mancomunidad fue creada en el eontexto de la inieiativa estatal de pacifieación e incluyó a los municipios donde operaba la guerrilla de las FAR.

La mancomunidad fue creada en el eontexto de la inieiativa estatal de pacifieación e incluyó a los municipios donde operaba la guerrilla de las FAR.

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pacificación representó una oportunidad para reubicar a Fray Bartolomé como localidad

ejemplar en las geografias imaginadas del desarrollo nación. Si en las cronotopias de la

colonización agraria la región fue ejemplar porque regularía el “desequilibrio” poblacional de

la nación, durante la pacificación lo sería por su posición en la geografía de la violencia de

contrainsurgencia.

La discursividad de afectación que justificaba la pacificación, a cuya edificación Jacobo

asegura haber contribuido, reubicó al sujeto ideal de la intervención gubernamental. La

antigua retórica desarrollista que habilitaba a los campesinos como sujetos productivos que

abastecian al mercado nacional de alimentos fue sustituida por la de las “victimas” de la

confrontación. El cambio produjo un desplazamiento doble: primero, los pioneros dejaron se

ser nombrados; y segundo, la inversión tomó otra dirección. El sentido del ser campesino está

en la capacidad productiva del sujeto. Las victimas, en cambio, producen situaciones externas

que el sujeto no controla. Asi, la pacificación pronto empezó a reñir con el triunfalismo que la

narrativa pionera intenta imprimir a la historia local. Los pioneros difícilmente encontrarían

ecos en el nuevo lenguaje. Ellos no se piensan como victimas, por el contrario, la categoría se

arraiga en la iniciativa del desarrollo que, junto a la contrainsurgencia, inhibió la

implementación de la guerrilla. Si el discurso de la afectación de la guerra no era adecuado

para los pioneros, más allá de su protagonismo como gestores locales del estado, otros,

ubicados en los márgenes de la dominación estatal y que habían experimentado la violencia

militar, encontraron que la pacificación sí era para ellos. En las aldeas, personajes como

Alvaro Colom y Ramiro de León Carpió ocupan posiciones centrales en la memoria política,

casi cercanas al lugar reservado para Lucas García. En este contexto, emergieron nuevas

categorías de identificación frente al estado nacional, y el diálogo tomó forma con lenguajes

distintos a los del desarrollismo. Para individuos como Jacobo, implicado en la estrategia de

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gubemamentalización de la paz, ésta fue una mezcla de continuidad y novedad que él

personalmente capitalizó en beneficio de su carrera politica. Para otros pioneros, la

pacificación fue simultánea a aquello que el propio Jacobo definió como “abandono”.

P a rtic ip a c ió n c iu d a d a n a

Para las clases medias, sobre todo urbanas, y para gmpos identificados con posiciones

políticas de izquierda, la idea de la transición propició una enorme inversión en imágenes de

futuro. La posibilidad de finalización de la guerra, y de democratizar el gobierno mediante la

participación de la ciudadanía y el fortalecimiento del “poder local”, hizo que los horizontes

de futuridad de la nación se expandieran. Para que fuera efectiva, la “transición” requería de la

participación de la ciudadanía, tanto proponiendo política pública como fiscalizando la

inversión gubernamental. En muchas localidades, sobre todo en aquellas donde existían

tradiciones de organización política, estos discursos fueron no sólo recibidos con beneplácito,

sino que también fueron impulsados. En Fray Bartolomé, en cambio, ocurrió distinto. Al no

existir antecedentes de organización ciudadana, los nuevos modos de gobierno quedaron

incompletos.

Cuando leía las actas en el archivo de la municipalidad de Fray Bartolomé, en las que se

hace referencia a los proyectos de FONAPAZ, me llamó la atención que todos los puntos

inician con la siguiente frase: “el estado está interesado en constmir” X o Y proyecto en tal

comunidad. En un punto continuo o en un acta posterior solía aparecer la solicitud de un gmpo

de vecinos de la aldea en cuestión para que la municipalidad les autorizara la conformación de

un comité pro escuela, pro centro de salud, o lo que fuese a constmirse. En Guatemala existe

una larga tradición de formación de comités locales de desarrollo y comités pro mejoramiento.

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por lo que a primera vista dichas solicitudes podrian parecer rutinarias. La irregularidad estaba

en que aparecian en grandes cantidades y asociadas a los proyectos de FONAPAZ y de los

otros fondos. La explicación de Jacobo fue que estos comités “era parte del paquete” requerido

para la aprobación de los proyectos. La formación de comités locales era parte de los rituales a

través de los cuales las burocracias, en este caso de la pacificación, simulaban la participación

ciudadana en la toma de decisiones sobre los recursos públicos. Además, eran un importante

vehiculo para transferir parte de los costos de los proyectos a la población local, pues los

comités firmaban convenios de cofmanciamiento de las obras. De esta forma, el gobierno

sostenia la ilusión de la efectividad de la transición y de la descentralización. El entusiasmo de

Jacobo respecto a la posibilidad de obtener “los proyectos” se agotó tan pronto como el

modelo de los fondos sociales entró en crisis. El FIS fue clausurado en los albores del nuevo

siglo. Y después de una década, FONAPAZ se habia convertido en un bolsón burocrático

dedicado a la autoreproducción. La inversión de la pacificación se concentró en las aldeas. En

Fray Bartolomé, los campesinos estaban habituados a que el INTA les construyera o reparara

caminos, les prestara maquinaria, etc. Cuando hablan de ello, suelen hacerlo en términos de

algo que el gobierno les “daba”; las referencias a las escuelas o centros de salud construidos

por FONAPAZ, en cambio, son explicadas como iniciativas locales: “gestionamos”,

“pedimos”, etc. Como Jacobo dijo: era una “oportunidad” para “aprovechaf’ los recursos del

gobierno nacional, recursos que antes debian ser disputados a nivel de la región. Como Finn

Stepputat (2001: 306) ha argumentado, a partir de la década de 1990 “la política” se trasladó a

las aldeas.

En este contexto, política puede significar cuestiones tan diversas como: la apertura de la

competencia electoral, la gestión de recursos públicos, el cabildeo con organismos

multinacionales, el activismo en organizaciones de protesta, hasta formas de violencia basadas

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en el reacomodo de anteriores modos de acción colectiva. Participando en los nuevos comités

de gestión de desarrollo, de reconciliación y de otros tipos, los aldeanos se familiarizaron con

“la política”. Stepputat denomina a este proceso: “aldeización” [village-izacion]. La

aldeización hizo que “la política” adquiriera nuevos significados, en ocasiones contrapuestos a

los que había poseído en las décadas anteriores. Si el periodo de mayor intensificación de la

contrainsurgencia fue una etiqueta que podía ser asignada a una labor peligrosa capaz de

motivar la violencia, después del “retorno de la democracia” devino en un recurso para

aquellos que deseaban impulsar transformaciones sociales. La resemantización de “la política”

amplía cada vez más el campo de competición en el que lo estatal se define. En este contexto,

actores que antes habían permanecido en los bordes de lo políticamente permisible, estaban

inventando sus propios modos para plantear sus exigencias, sin excluir la posibilidad de la

violencia. Como el mismo Stepputat nos recuerda, en escenarios de “posconflicto, cuando la

erradicación de la violencia política se convierte en un marcador de transición, la violencia es

un medio eficaz para llamar la atención de las instituciones gubernamentales e

intergubernamentales. [...] En el caso de Guatemala, muchas de estas acciones son entrenadas

en un lenguaje de derechos, igualdad y orden” (2001: 306).

La posibilidad de expandir los bordes de la política fue una de las principales

condiciones de la transición. El relajamiento de los mecanismos de control y vigilancia del

autoritarismo potenció el entusiasmo con la política, y, en entornos en donde había experiencia

articulando demandas ciudadanas, rápidamente surgieron nuevas formas de organización y

acción colectiva que presionaban por más derechos. Mas los reclamos empezaron a ser

percibidos por otros como afrentas a sus posiciones. Como Charles Hale (2006) ha mostrado,

un ámbito especialmente sensible fue el de los derechos culturales de los mayas. La apertura

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de las competencias electorales, y la posibilidad de que los habitantes de las aldeas y también

“los indios” no sólo participaran sino que al ser mayoría definieran los resultados, resulto ser

un motivo de inconformidad para muchos “ladinos” urbanos. No se trata de que los aldeanos

voten en oposición a como lo hacen los de las áreas urbanas. Tal antagonismo no existe, no

obstante, algunos insistan en lo contrario. En Fray Bartolomé, la aparición pública de estos

sujetos retrae imágenes que previamente correspondían a la prehistoria de la colonización, y al

adquirir forma, dan la impresión de que desfiguran la temporalidad del desarrollismo. La

reducción institucional y presupuestaria del gobierno, que había estado gestándose

simultáneamente, hizo que responsabilidades que hasta entonces habían correspondido al

gobierno fueran transferidas hacia el ámbito de la gestión individual y privada. Esta también

fue una transición, menos vitoreada que la democracia pero sí más acabada que ella.

Transición a la democracia

En Guatemala, los discursos políticos de la transición suponían, primero, que la conducción

del gobierno sería asumida por agentes civiles regulados por mecanismos de elección libre;

segundo, los espacios de toma de decisiones relativas al ejercicio del gobierno y los recursos

públicos serían sometidos al escrutinio público; tercero, los mecanismos de control y

vigilancia militares serían sustituidos por políticas de seguridad y justicia basadas en el respeto

a los derechos humanos; cuarto, se realizarían reformas económicas que favorecieran una

distribución de la riqueza más equitativa; y quinto, se incorporarían nuevos derechos y

categorías de ciudadanización. Estudiando varios casos en la región del oriente del país

(Zacapa y Chiquimula), la socióloga Matilde González-Izas (2014 y 2016) concluye que “las

políticas de reforma del estado guatemalteco, que pretendían en los años ochenta y noventa

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promover el desarrollo y la democratización de la politica” (2016: 219), no consiguieron los

objetivos que se habían propuesto. Según la autora, en la región oriental las redes de poder

local, los partidos políticos y la actividad gubernamental en general, continúan estando

controladas por “los cuadros de la contrainsurgencia”. En una declaración que podemos tomar

de autocrítica, González-Izas reconoce que el entusiasmo respecto a las posibilidades de la

democracia hizo que los analistas no prestaran suficiente atención a las estrategias de

continuidad implementadas por los grupos conservadores que habían venido controlando los

aparatos de gobierno.

El énfasis analítico en la democracia, las contiendas electorales y los partidos políticos,

combinado con una lectura romántica del proceso de descentralización y del poder local,

nos impidió observar cómo se produjo el reacomodo del poder militar y paramilitar

durante la apertura democrática y la implementación de las políticas de reforma del

Estado, cuyo énfasis estaba en la privatización, la descentralización y la terciarización de

la burocracia estatal (2016: 278).

El desencanto que la autora expresa es sintomático de los sectores de clase media

políticamente educados, para quienes la democratización constituyó un horizonte político

alcanzable. A pesar de las expectativas generadas, las posibilidades efectivas para la

democratización fueron más bien limitadas. Mas los desencantados con la transición no son

únicamente aquellos que se entusiasmaron con la posibilidad de democratizar el ejercicio del

gobierno. Este más bien parece ser un síntoma generalizado, pero las causas que lo motivan no

siempre son las mismas, de hecho, en muchos casos son contradictorias. Mientras unos

exclaman las limitaciones de las reformas, otros presienten que las reformas erosionaron los

asideros de sus certezas. En esta dicotomía, los sentires pioneros y de aquellos que perciben

incierta la seguridad, se alienan con la segunda forma de desencanto. El suyo, digamos, es un

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sentir que transita en contrasentido del de González-Izás. Mientras ella desea más democracia,

el público de la inseguridad en Fray Bartolomé ansia el retomo de los mecanismos de control

y vigilancia militar y paramilitar que según piensan, inhibian el crimen y la delincuencia.

Preocupaciones como las que motivan el trabajo de González-Izás o la retórica del “estado

débil” constituyen discursividades valorativas y de ciudadanización motivadas por el ímpetu

de tasar la democracia, en tanto modo idóneo al que debe aspirarse pero que por alguna razón

no se alcanza. A su manera, estos discursos se constituyen en contención por la hegemonía de

las nociones del orden y el desorden, y lo hacen con relación a aquellos que elaboran el trabajo

de muerte como el único recurso capaz de asir la seguridad.

El antropólogo Ricardo Sáenz (2013) nos recuerda que “la implantación de la

democracia” ocurrió mediante la adecuación de un nuevo “pacto de exclusión” de élites, al

que se agregaron sectores antes excluidos del gobierno. Según Sáenz, este nuevo “pacto” se

caracterizó por la continuidad de la violencia selectiva contra actores de la oposición, tanto

política como armada; cierta preeminencia de los militares en temas claves de la política

nacional; y, el acuerdo “de bloquear cualquier posibilidad de implementar política

distributiva”. A los atributos identificados por Sáenz, es pertinente agregar otro: el acuerdo de

profundizar la neoliberalización del gobierno. Tal posibilidad no sólo bloqueó la

implementación de políticas distributivas, sino que canceló muchas de las ya existentes, entre

éstas, las del desarrollismo agrario. En Fray Bartolomé, una de las manifestaciones más

latentes de este cambio con continuidades es precisamente la noción de que el gobierno civil

ha perdido capacidad para producir la seguridad con los mismos términos en que lo hizo el

autoritarismo. La idea de que, con el achicamiento institucional y la reorientación de las

racionalidades del estado, los individuos deben hacerse cargo de aspectos de la vida que antes

idealmente correspondían al estado, modula cada vez más las definiciones populares de lo

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Page 259: Figuras de incertidumbre: una etnografía de sentidos de ... · una etnografía de sentidos de desprotección y su historicidad en la posguerra guatemalteca Tesis que para optar al

público, lo estatal y lo no estatal. Así, atribuciones que durante el autoritarismo fueron

ubicadas del lado del patrimonio gubernamental, están siendo drenadas hacia el dominio de

agentes privados o formalmente separados de las labores de la gubemamentalidad estatal, el

trabajo de muerte, en tanto recurso para hacer la justicia, es uno de ellos. No se trata de que

efectivamente ahora el “estado” sea débil, sino que las representaciones populares, pero

también las académicas, transitan por esa senda. Si la transición fue sólo un efecto ilusorio del

entusiasmo del fin de la guerra ¿qué fue lo que ocurrió después de 1985? Si la transición de

formas de mando militares a formas civiles se dio simultáneamente al achicamiento

institucional y a la reorientación de las racionalidades de gobierno, es posible que nos

enfrentamos a una ecuación de cambio con continuidades en la que las continuidades son más

poderosas que los cambios. Lo que, desde perspectivas como la de González-Izás, es

conceptuado a partir del desencanto, desde otras posiciones, sobre todo entre sujetos y gmpos

cuyas historias de vida en el pasado reciente trascurrieron cercanas al poder militar, se expresa

como una suerte de fragmentación de la autoridad, que ha venido profundizándose cada vez

más; eso sí, cada vez más transnacionalizados y proclives a la criminalización.

El gobierno de las diferencias y las protestas

El relajamiento de los modos de mando autoritario se percibe en diversos aspectos de la vida.

La inseguridad es uno de los principales. La sensación de desprotección, producida por la

sospecha de que la reducción de los aparatos de control y vigilancia estatal está dando lugar

para la formación de espacio de vacío que potencian el crimen y la delincuencia, comunica

con otros malestares, como la intranquilidad que causan las protestas callejeras, en cuyos

contornos se forma la imagen de la turba. Las protestas callejeras son inteligidas en este marco

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de interpretación. Este es también el encuadre que delineó las intervenciones en los foros de

Facebook vistos en el capítulo I.

Los estados afectivos que predisponen para la desprotección comunican con el malestar

respecto a la retórica de multiculturalismo, que incentiva y habilita espacios para los procesos

de identificación étnica y cultural. Pero el reavivamiento y el reconocimiento de los derechos

culturales no son sólo efecto de la buena voluntad gubernamental para con la diversidad.

Desde la perspectiva de los actores, estos procesos son producto de sus propias luchas. Como

Elizabeth Povinelli (2002) lo ha definido, el multiculturalismo es una ideología que pretende

normar la gubemamentalidad de las diferencias basándose en principios políticos liberales,

pero que también habilita espacios para que, quienes asumen como suyos los procesos de

identificación étnica y cultural, reimaginen los proyectos nacionales en los que sus discursos

son enmarcados. Traída esta discusión al contexto guatemalteco, y más específicamente a la

experiencia en Fray Bartolomé, la retórica sobre las diferencias culturales de la nación toma

forma, principalmente, a través de la adecuación de los lenguajes para el diálogo entre

gobernantes y gobernados. Como Hale (2006) ha documentado, tales cambios ocurren en un

campo de fuerza por demás amplio y complejo que incluye presiones “desde abajo” y “desde

afuera”, es decir, desde las organizaciones panmayistas y los agentes de la cooperación

internacional. Como Povinelli apunta, el multiculturalismo adopta la forma de un mandato

moral u obligación de declararse partidario de la igualdad, aun cuando interiormente uno no

esté convencido. Pero como Charles Hale (2006) apunta, en Guatemala esta nueva moralidad

es resistida y en ocasiones, conservadoramente subvertida. Es de ahí de donde surge el

“racismo al revés”, lo que hablando de las aldeas Amílcar definió como discriminación”

contra “unos”. En Fray Bartolomé, desde la perspectiva pionera, el otorgamiento de derechos

culturales a “los mayas” es otro de los aspectos críticos de la “transición”. Desde esta

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perspectiva, el multiculturalismo extiende la crisis de autoridad porque fragmenta las

categorías de identificación frente al estado nacional. Y más preocupante aún, porque habilita

espacios para la emergencia de prácticas politicas que desafían las jerarquias étnicas. Son estas

incomodidades, antes que los procesos de identificación étnica cultural, las que me interesa

resaltar. Asi, uno de los efectos políticos más profundos del multiculturalismo es que

inhabilita los proyectos conservadores que desean la asimilación y la aculturación. Con él, las

diferencias dejaron de ser un problema, cuando menos a nivel de los discursos

gubernamentales. Para las élites conservadoras era más sencillo nombrar a los otros con

categorías más próximas a la clase, a las identificaciones localistas, o simplemente a través de

los estereotipos racializados.

La década que siguió a la “implantación de la democracia” estuvo marcada también por

el auge y florecimiento de organizaciones indianistas panmayistas (Bastos, 2003; Brett, 2006).

La mayoría de estas organizaciones surgieron influenciadas por las organizaciones

guerrilleras, no obstante, el fin de la guerra y la apertura política favorecieron escisiones

incentivadas por la necesidad de construir agendas políticas particulares. Durante el proceso

de negociación de la paz, varios sectores etnicistas que se habían sumado la lucha armada se

desvincularon de URNG. Esta fractura explica parcialmente el florecimiento de

organizaciones mayas durante este período El reavivamiento maya tuvo su epicentro en el

altiplano central y coincidió con el ciclo de la pacificación, potenciado por los recursos

financieros y contando con el respaldo político de la cooperación internacional. Según Richard

Wilson (1995), en Alta Verapaz el movimiento de reivindicación cultural maya, que tomó

lugar en el contexto de la transición, fue más débil que en el altiplano debido, principalmente,

a que la tradición de organización política en la región era insipiente. En las tierras bajas del

norte y en Fray Bartolomé, en particular, éste estuvo ausente. De forma que la élite

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conservadora local no lo experimentó, cuando menos no en términos de proximidad. Esto no

supone que les haya sido indiferente. Esta es una de las razones de por qué las protestas

actuales les resultan tan inquietantes. En esta misma linea de ideas, otro factor que debe

considerarse es el buen desempeño electoral que URNG ha tenido en el municipio. Fray

Bartolomé es uno de los pocos municipios donde el partido surgido de las ex guerrillas ha

hecho dos gobiernos. El éxito electoral contrasta con el raquítico desempeño militar de la

guerrilla, sin embargo, los triunfos han sido mérito del candidato y no resultado de

identificaciones de los votantes con el partido. Ceferino de Paz, quien ha ocupado el puesto

durante dos periodos (2000-04 y 2008-12), es un hombre carismático que ha sabido ganarse la

simpatía de los habitantes de las aldeas. Si bien, su principal fachada es la de ser un “ex

guerrillero”, también se posiciona como “campesino”, y cuando el contexto así lo demanda,

como “indígena”.

URNG ha influido en los procesos de movilización política, de los que derivan las

protestas, fortaleciendo dos lógicas que definiré como de fortalecimiento y de fragmentación

del sujeto de la acción política subyacente en la movilización. Primero, cuando el partido hizo

gobierno, sobre todo durante el primer periodo (2000-04), los dirigentes empezaron a fomentar

procesos de organización a nivel del municipio con perspectiva a articular demandas de más

amplio alcance. Producto de esto, por ejemplo, varias fincas cercanas al centro urbano,

propiedad del estado, fueron “invadidas”. Se trataba de terrenos que el INTA había destinado

para futuras construcciones. Aunque Ceferino nunca reconoció participación en las invasiones,

los dirigentes de estos grupos son o fueron militantes de su partido. Durante el segundo

gobierno (2008-12), de nuevo ocurrieron “invasiones”. Uno de los terrenos en cuestión es la

finca del INDE, en donde se ubicaba la estación de generación eléctrica ya en desuso. Fue

contra este generador que la guerrilla atentó en 1991. Cuando Jacobo habló del supuesto

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sabotaje al tendido eléctrico, ocurrido en abril de 2015, insistió en que ambos actos habían

sido cometidos por la guerrilla. Según él, CODECA, a quien responsabilizó del atentado, es

“la guerrilla”. De esta manera, las protestas son fácilmente asociables con URNG. El partido

ha estado también vinculado a la estandarización de la formación de “guías espirituales”. Fue

en este contexto, con el apoyo del gobierno municipal y de los dirigentes del partido, que

muchos practicantes de “la cosmovisión” empezaron a vinculares con organizaciones mayas

del altiplano. La trayectoria de Juan, a quien presenté en el capítulo anterior, se inscribe en

este proceso. En Fray Bartolomé, los dirigentes de URNG han realizado el trabajo que en otros

contextos realizan las organizaciones panmayistas. Estos son los espacios de maniobra

primarios en donde los guías espirituales intentan mitologizar a los q’eqchi’es

recontextualizando a los ch’ol winq(es).

Al ser vinculadas con URNG, las protestas reviven en fantasma de la subversión, lo cual

es profundo y difícil de asir porque su presencia en la localidad nunca fue sólida. Aun así,

habita en las proximidades de la imaginación estatal. Los individuos que protestan invocan a

un “nosotros” que fricciona las fronteras del ser pionero y cuestiona las jerarquías entre

grupos. Jacobo habló insistentemente de CODECA; Julio y Daniel saben que “los indios” se

movilizan con facilidad y que pueden actuar violentamente; David sospechaba de la existencia

de agitadores que incitan a la rebeldía, por un momento pensó que yo era uno de ellos. Todos

sospechan que las presiones provienen desde distintos flancos, a veces inesperados, pero la

mayoría de las veces surgen de la cotidianidad, incluso cuando todo parece calmo. En el

impulso para rehacer las jerarquías se atienen a modos habituales de producir otrifícación, y

acuden a una serie de estereotipos, prejuicios y descalificaciones fácilmente reensamblables:

“indios”, la “gente”, “manipulados”, etc. O como ocurrió cuando Nelson Rubén Ralios Tipol

opinó en Facebook sobre el apagón de abril de 2014, los “q[ue] el janano malaxostumbro [mal

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acostumbró] a todo gratis”. Los nuevos actores de la política también son parte de las arenas

electorales acudiendo a las identificaciones étnicas y culturales. Ellos, como otros, pueden ser

adjetivados de “incitadores” y/o “manipuladores” de “nuestra gente”. Los discursos reactivos a

su activismo terminan ubicándolos en las posiciones externas a los modos usuales de hacer las

jerarquías. Siendo señalados de “manipuladores” se asemejan a aquellos que, viniendo de

fuera, intentan instrumentalizar a “nuestra gente”. Como Carlota MacCallister y Diane Nelson

(2013) apuntan, en Guatemala, la idea de agentes externos que llegan para “agitaf’ o

“babosear” [engañar] “a la gente” es una añeja convicción conservadora. La idea de los

“agitadores” es un potente discurso al que fácilmente acuden los adversarios de la politización

de los indígenas y los campesinos. Las réplicas de varios de los usuarios de ElPortaldeFray,

que opinaban sobre el apagón de 2015, se orientaban en esta dirección.

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XI. Intentos de domesticar al “salvaje”

Las narraciones que elaboran el despojo consustancial a la colonización suelen recurrir a

la recontextualización de signos previamente existentes, identificados como particularidades

culturales q'eqchi'es. Una de estas figuras son los ch’ol winq(es). Los ch’ol winq(es) son

personas que habitan en la selva, usualmente en cuevas o en reductos de bosque denso, y

sobreviviendo de la caza, y la recolección. A menudo son ubicados cercanos a sitios

considerados puntos de encuentro entre humanos y los Tzuultaq’a, las deidades telúricas de los

q’eqchi’es (cuevas, nacimientos de agua y formaciones geológicas atipicas). Su asociación con

estos sitios se debe a que unos y otros constituyen para sus ponentes iconos de lo

auténticamente q’eqchi’. Los ch’ol winq[es] son personas que han mantenido formas de vida

previas a la conquista española; y, aunque humanos, poseen o conservan facultades que los

indígenas contemporáneos han perdido a causa de influencias externas (visión nocturna, olfato

y oído agudos, y en algunos casos, la capacidad para hacerse invisibles). En este capítulo la

atención está puesta en modos de habla que intentan mitificar a los q’eqchi’es a partir de las

narrativas de los ch’ol winq[es]. Sin embargo, al ser incorporados al folklore selvático que

circula a través de canales oficiales, estos esfuerzos son subvertidos, y al ser

descontextualizados pierden las cualidades políticas de memoria que antes poseyeron.

Mitologización de los q’eqchi’es

A principios de 2013, un amigo que vive en Sechaac me invitó a visitar su “comunidad”

ofreciendo presentarme a quien dijo, era el fundador de la aldea^ . Se trataba de Marcos, un

' Comunidad es un término que se emplea como sinónimo aldea. En este contexto ese es su significado.

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hombre octogenario m onolingüeM arcos creció en Boloncó, a donde sus padres habian

llegado procedentes de Cahabón. Cuando los colonos empezaron a asentarse en la aldea, a

principios de la década de 1960, él se marchó buscando un sitio fuera de su influencia. Asi

fundó Sechaac: “Yo era patojo [niño o joven] cuando me vine de Boloncó. Nos salimos de

Boloncó porque llegaron bastantes gentes. Ya no había dónde hacer más casas, ya no teníamos

lugar o terreno. Por eso me vine a Sechaac, ya en ese tiempo me vine para Secolay [aldea

vecina], me vine a pie bajo la montaña”

Según Marcos, la selva circundante a Sechaac estaba habitada. Hablando de uno de los

cerros cercanos a la aldea, dijo:

En ese cerro decían que había cacao sembrado de los ch’ol winq[es]. Ellos hacían

cacería en la noche, sólo se escuchaban los gritos y los silbidos de ellos y no los miraba

uno [...]. A veces los ch’ol winq[es]) venían cerca de la casa, gritaban, pero no los

mirábamos nosotros. Corrían [cazaban] venado, tenían perros; sólo escuchábamos.

Todavía estábamos en la parcela, no habíamos venido al lote, estábamos allá. Se

escuchaba gritos en la montaña de los ch’ol winq [...]. Antes aquí era bonito, en la

aldea: era montañoso, había animales, había tigres, había pavos de montaña. Aquí en la

aldea tenemos un cerro sagrado, que lo llamamos Candelaria, donde cada año hacemos

ceremonia. Hay otro cerro que hacemos también, donde nace el arroyo. Ahí quemamos

copal pom, hacemos ceremonias. En ese cerro donde hacemos ceremonia, hacen fiesta

ahí adentro. Tocan chirimía y arpa.

En ese momento intervino su esposa, quien también participaba de la conversación,

diciendo: “ahí gritaban gallinas y chuntos [pavos]. También se escucha arpa a las doce del

La entrevista fue realizada en q’eqchi’. La traducción estuvo a cargo de Marcelino Tiul. Respeto la estructura gramatical del traductor.

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mediodía. A veces se escuchan gritos de personas adentro, pero hemos buscado la entrada y no

la hayamos”. En esta perspectiva, los ch’ol winq[es] aparecen cohabitando el espacio selvático

contiguo a las aldeas, sin interactuar con los humanos. Para Marcos, simplemente estaban ahí

cuando él llegó, y ahí han permanecido ocultándose en los cerros y cuevas, y cazando por las

noches. Otros hablantes, en cambio, van más allá, formulando vínculos, e incluso

estableciendo ligazones históricas que les permiten presentarse como continuadores de

anteriores lógicas de ocupación del espacio selvático. La formulación de estos reclamos toma

distintas formas, puede ir desde la afirmación de vínculos de parentesco, hasta la aseveración

de derechos heredados.

Cerca de Sechaac está Sesackar, otra aldea de reciente formación. Sesackar presenta una

serie de cualidades que la distinguen de las aldeas vecinas. La “comunidad” fue fundada a

principios de la década de 1970 por Manuel y Marta. Marta es una de las hermanastras del

general Lucas, y Manuel fue mozo en la finca Tuilá, la propiedad del padre del general Lucas.

El matrimonio obtuvo una extensión de 14 caballerías de tierra (560 hectáreas), según

explican, por intermediación del militar. Marta y Manuel procrearon catorce hijos, quienes, a

su vez, han formado sus propios grupos domésticos, de forma que todos los habitantes de la

aldea pertenecen a la misma parentela. Además de poseer mayores extensiones de tierra

cultivable, los habitantes de Sesackar han sido exitosos productores de cardamomo, situación

que les permite disfrutar de niveles de autonomía poco usuales en la región. La aldea está

fundada sobre un asentamiento prehispánico, cuyos vestigios sólo fueron registrados por los

arqueólogos en 2015, pero que desde el principio han estado sujetos a una intensa actividad

ritual local. La presencia de los vestigios ha contribuido para que los habitantes de esta aldea

mantengan activa una serie de prácticas relacionadas con las deidades telúricas, con los ciclos

de cultivo, los calendarios, etc. Estas actividades son dirigidas por Manuel, quien continúa

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tutelando los aspectos comunes de la vida en la aldea. En varias ocasiones, Manuel y Marta

me hablaron de los ch’ol winq[es] empleando términos similares a los utilizados por Marcos y

su esposa. También, para ellos, estos seres, cuya permanencia es anterior a la colonización y a

su propia presencia en las aldeas, cohabitan el espacio selvático. Manuel insistió en que los

ch’ol winq[es]son sus “antepasados”, y que, por tanto, él y sus hijos descienden de los

antiguos habitantes de la zona, que también son sus contemporáneos pues continúan viviendo

en la selva.

En 2014, Fernando Orozco, un estudiante de pregrado de antropologia, estuvo

realizando trabajo de campo en esta aldea bajo mi supervisión. Originalmente, Femando

estaba interesado en las lógicas culturales que norman el acceso y uso de los recursos

naturales. Transcurrido cierto tiempo, empezó a escuchar relatos sobre ch’ol winq[es]. Con su

autorización reproduciré algunas anécdotas a las que tuve acceso a través de nuestros diálogos.

Una mañana, mientras se trasladaban a un campo de cultivo, uno de los nietos de Manuel y

Marta le presentó una perspectiva que, si bien yo conocía, no se me había expuesto con tantos

detalles. El muchacho le explicó a Fernando que todas las plantas utilizables en la aldea

crecían en el área porque habían sido sembradas por los ch’ol winq[es]. Además, le dijo, ellos

estaban ahí porque éstos le habían heredado la tierra a su parentela.

Yo había estado visitado la aldea desde el año 2013. Llegué ahí porque me interesaba

recabar información relacionada con la finca Tuilá y la familia Lucas. Aunque fui bien

recibido y rápidamente conseguí establecer conversaciones con los aldeanos, sobre todo

cuando hablamos de sus relaciones de consanguinidad con los Lucas, sólo conseguí hablar de

los ch’ol winq[es] después de un año. Rolando, el yerno menor de Manuel y de Marta, fue

especialmente generoso conmigo. El está interesado en adquirir los conocimientos de Manuel,

y desea asumir el protagonismo en la vida ritual de la aldea que ahora posee su suegro. En

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varias ocasiones, Rolando me invitó para que lo acompañara a realizar “ceremonias” a los

cerros. Durante estas ocasiones, se mostró más sensible para hablar del tema . Una

madrugada, mientras hacía una ofrenda previa al inicio de la siembra, me habló de los ch’ol

winq[es], diciendo que él sabe que su suegro se reúne con ellos en el monte. En otra ocasión,

volvió sobre el tema diciendo que se le presentan en sueños, ya sea para solicitarle

“ceremonias”, o bien, para transmitirle información relacionada con los rituales.

Uno de estos encuentros oníricos se había vuelto recurrente: un hombre grande, salía de

la abertura que se forma en uno de los cerros donde existen vestigios arqueológicos, y

caminaba con dirección hacia donde él está. El hombre estaba descalzo, tenía puesto un

taparrabos hecho de hojas de árbol y traía flores en la cabeza. El camino por el que transitaba

estaba florecido. Según Rolando, el hombre salido del cerro le hablaba: lo invita a que lo

visite. En este contexto, los sueños constituyen uno de los principales mecanismos para la

comunicación entre el mundo de los humanos y el de las deidades. Los Tzuultaq’a aparecen y

hablan a través de este medio. “Tener sueños” es índice de que la persona está predestinada

para hacerse ajq’ij o guía espiritual, como se les nombra en castellano. Los ajq’ij[es] aprenden

a inducirse sueños y a hacer consultas a través de ellos. Rolando no es ajq’ ij, el hecho de que

estuviera “teniendo sueños” me pareció coherente con su deseo antes expresado de aprender

las artes de los rituales y las ceremonias. No obstante, él no estaba totalmente seguro de quién

era el personaje de su sueño. Así como podía tratarse de un Tzuultaq’a, podía también ser un

ch’ol winq. Esta era la primera vez que alguien me decía que los ch’ol winq[es] tienen la

capacidad de aparecer en sueños. Para Rolando, esto no tenía nada de extraño: así como

pueden hacerse invisibles o permanecer en su forma regular mientras se encuentran y platican

Ceremonia es un término genérico utilizado para hablar en español de un conjunto variado de prácticas rituales relacionados con las deidades telúricas. En q’eqchi’ estas prácticas son englobadas en el concepto: mayejak.

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con su suegro, pueden también presentársele a él a través de un sueño. En seguida, le pregunté

que si pensaba atender la invitación. Sin mediar palabra, sonrió y calló. Después, entre

evasivas, me insinuó que no se siente capaz de sostener el encuentro.

Si bien, ni Manuel ni Rolando hicieron declaraciones expresas de que ellos tienen más

derechos que otros, como parece que quiso insinuar el chico que platicó con Femando, otros

hablantes sí empelan a los ch’ol winq[es] para reclamar la preeminencia de los q’eqchi’es

sobre el espacio selvático y sus recursos. Discursos de este tipo, son usuales en individuos que

militan o son afines a organizaciones de revitalización étnica. De ellos, muchos han

participado, o participan, en el proceso de estandarización de los procesos de formación de

guías espirituales que están tomando lugar en los últimos años.

En marzo de 2014 conversé con Juan, uno de estos personajes que se presenta como

“guía espiritual”. Juan vive en una aldea sobre la FTN, cerca del límite de Fray Bartolomé con

Chahal. Además de ser “guía espiritual” y activista político, se desplaza por todo el país

ofreciendo sus servicios como curandero tradicional. La ocasión en que lo visité, fue con la

intención expresa de hablar de los ch’ol winq[es]. Si bien él es bilingüe, no accedió a platicar

en español" .

A los ch’ol winq los españoles los identificaron como personas que no entienden, porque

los mayas vivían en la montaña, y ellos no entendieron qué significa eso. Por eso le

dicen así, ch’ol winq [...] Ese es el pueblo maya [...]. Las cuevas y los cerros son santos

y sagrados para ellos porque ahí vivían. Ahí vivieron los que nos crearon a nosotros, por

eso les dicen ch’ol winq [...]. Los abuelos mayas estaban preparando un lugar para

nosotros, los hijos y para nuestros padres, para que tengamos un mejor lugar. Ellos

crearon todo y ellos son dueños de la naturaleza y todo lo que vemos [...] cuando se

■ Nuevamente, Marcelino Tiúl sirvió de interprete durante la entrevista y facilitó la traducción del audio

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escucha algo en los cerros, dicen que son ch’ol winq; cuando los abuelos entran en

cacería se escuchan de lejos. Ahora, después de toda la invasión de los españoles,

entraron los caxlan winq: hubo guerra entre los caxlan winq y los mayas [...]. Son ellos,

[...] todos los que estuvieron en guerra, todos los que murieron, enfrentaron a los

españoles [...] Son ellos los que entran en cacería, pero nunca los vas a ver, porque

tienen un poder que nunca los vas a ver. Entonces nosotros nos quedamos [somos] los

hijos, que tenemos que pedirles a ellos permiso, tenemos que respetarlos a ellos porque

son los que tienen más poder que nosotros. [...] Los ch’ol winq son los abuelos y

nuestros padres [...]. Ellos dijeron: nuestros hijos tienen que pedir permiso para entran

en el cerro o en el tzuultaq’a [...]. Ellos no son dioses, pero son nuestros padres. Son

ellos los que crearon todo lo que hay acá, pero cuando vino la iglesia, ellos ya no

participaron [...] algún momento vamos a demostrar que sí tenemos poder, dijeron [...]

cuando hagan ceremonia convóquennos y nosotros llegaremos.

El nieto de Manuel le dijo a Fernando que ellos estaban ahí porque heredaron de sus

antepasados aquellas tierras. Dicho por él, o por alguien de la aldea, la expresión constata que

la parentela extendida posee un terreno de enorme extensión. Pero, en el discurso de Juan la

afirmación no es directa, y sólo fue posible asentando antes que los q’eqchi’es son “los hijos”

históricos de los “dueños” de todo lo que existe. En este sentido, los ch’ol winq[es] terminan

siendo los propietarios legítimos del espacio. Si uno es como él, quien se dice q’eqchi’, puede

permitirse afirmar que frente a otros, más si estos son alienados con los caxlan winq [es], uno

posee derechos especiales. Las herramientas comunicativas que Juan emplea para elaborar esta

presunción de derechos, venidos por continuidad en términos de un alegato histórico, derivan

de su militancia étnica y su protagonismo en los procesos de estandarización de la

“cosmovisión maya”, que institucionaliza la figura del guía espiritual. Distinto al nieto de

Manuel, quien sí puede afirmarse propietario de la tierra que habita, para Juan, la expresión

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sólo tiene sentido evocando un público, que es q’eqchi’ pero que también es maya. La alusión

a este público es relacionalmente de contestación a la retórica oficial del espacio vacio, que

funda la narrativa pionera aunque no necesariamente de manera explicita. En su discurso, el

término maya está antecedido por el de pueblo: el “pueblo maya”. Tal cosa ocurre asi debido a

que es en este encuadre en donde Juan ha adquirido la potestad de su habla política.

La afirmación de la autoridad de los ch’ol winq[es] sirve también para fijar el principio

originario de las jerarquías sociales. La primera distinción es entre humanos y ch’ol winq[es],

es decir, entre usufructuarios y dueños de los recursos. Vistos así, los ch’ol winq[es] son

puestos en contención con la autoridad del estado nacional, pues a ambos se les otorga

autoridad para disponer sobre los recursos y para que exijan lealtad y beneplácito a sus

súbditos. De la misma manera en que los pioneros intentan arraigar su preeminencia en la

autoridad del estado nacional, individuos como Juan o el nieto de Manuel invocan a los ch’ol

winq[es] para afirmar derechos por continuación. Pero, las posibilidad de unos y otros son

desiguales; al final, la legalidad y la fuerza de la violencia organizada se inclinan hacia un

ángulo, que no es el de aquellos que invocan a los ch’ol winq[es]. Estableciendo distinciones

entre q’eqchi’es y aquellos a quienes Juan definió como “caxlan winq[es]”, individuos como

Juan buscan afincar jerarquías que intentan normar el acceso a los recursos del medio

selvático. Tales distinciones son, de hecho, un modo de erigir fronteras étnicas basadas en

aparentes discontinuidades históricas.

Ch’ol winq[es] en el folklore selvático

En el mito, los ch’ol winq[es] resistieron la conquista española, se trasladaron a la selva y ahí

han vivido desde entonces. Si bien, es posible que ésa sea su profundidad histórica, en la

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actualidad los relatos sobre ch’ol winq[es] son más recurrentes en las zonas bajas del norte" .

Los ch’ol winq[es] son evocados para representar modos de vida independientes de la

dominación estatal, que prescinden de la economía monetarizada y del trabajo asalariado, y

que perviven sin relacionarse con los fuereños. Hablar de ellos es una forma de traer al

presente el conocimiento de la colonización agraria como forma de despojo. Discursos de este

tipo son usuales en individuos que militan o son afines a organizaciones de revitalización

étnica. De ellos, muchos han participado o participan en el proceso de estandarización de los

procesos de formación de “guias espirituales”, que están tomando lugar en los últimos años.

Usualmente, los relatos sobre estos personajes establecen vínculos de parentesco entre

q’eqchi’es actuales y aquellos que sobrevivieron a la colonización española. Como Richard

Wilson (1995) ha explicado, los relatos sobre ch’ol winq[es] elaboran la diferencia que la

colonización española estableció entre los q’eqchi’es cristianizados y otros grupos que

permanecieron indómitos. Mas en la actualidad, son una proyección de lo que “los q’eqchi’es

tradicionalistas consideran que ellos mismos fúeron en algún tiempo, y que, en parte, todavía

son” (1999: 73). Así, los relatos transmiten reclamos sobre un territorio colonizado, al mismo

tiempo, constituyen intentos de creación de formas alternativas de poder mediante el

establecimiento de relaciones con “hombres salvajes” (1999: 74). En las zonas selváticas del

norte, ellos forman parte del repertorio empleado para imaginar la ligazón histórica de los

q’eqchi’es con la región. El acto de actualizarlos es un intento de mitologizarse a sí mismos,

insumando la historia de no conquista de la región. En este sentido, los ch’ol winq[es] son

Mi hipótesis de que estos relatos son más frecuentes en las tierras bajas que en la zona de montaña tiene el siguiente fundamento: con las limitaciones del caso, hice mis propias averiguaciones pregnntando a amigos residentes en la región de montaña, todas las respnestas fueron negativas. Rafael Cabarrús (2006), el antropólogo que mejor ha descrito la religiosidad q’eqchi’es, quien hizo trabajo de campo en esta región a mediados de la década de 1970, no los incluye en su análisis. Otros antropólogos que han trabajado en el norte, en cambio, si los registran. Rocío Garcia, por ejemplo, quien realizó trabajo de campo en las márgenes del río Dnlce en Izabal, registró una serie amplia de relatos de este tipo cuyos contenidos son similares a los que encontré en Fray Bartolomé (comunicación personal).

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iconos de resistencia a la colonización, pues constatan que hubo personas que consiguieron

rehacer sus vidas en la selva escapando al control colonial. Poniendo en circulación estos

relatos, estos individuos están sugiriendo la posibilidad de subvertir la retórica de progreso y

desarrollo de la colonización agraria. Como Pedro expuso, las formas de vida dependientes del

acceso libre a los recursos selváticos están frescas en la memoria indigena o bien, tratándose

de las generaciones más viejas, constituyen parte de sus experiencias de vida.

Aunque los ch’ol winq[es] son legibles sólo en sus propios términos, y su circulación a

través de los canales oficiales es limitada, existen espacios comunicativos en los que los

relatos coexiste con la retorica pionera, aunque hay que anotar que la mayoria de las veces

sucede de manera deshistorizada. En algunos casos, son reinscritos como conocimientos

lúdicos, otras veces, diluidos en el folklore selvático; o bien, el mensaje de rebeldía que

intentan transmitir es revertido, con el propósito de sublimar la violencia y el despojo,

pretendiendo presentar las asimetrías como efecto de la sinrazón indígena. Así como en los

términos de Wilson, quien apoyándose en Taussig sugiere que, en las voces de los q’eqchi’es

tradicionalistas, estos relatos “constituyen intentos de creación de formas alternativas de poder

mediante el establecimiento de relaciones con “hombres salvajes” (1995: 74). Cuando la

retórica pionera incorpora relatos ch’ol winq[es] suele hacerlo intentando “domesticaf’ el

poder que otros han creado estableciendo relaciones con “salvajes”. Similar a la mimesis

taussigniana (1993), que consiste en crear una segunda naturaleza, acá se trata de crear un

segundo poder a partir de uno que es inaccesible. Estos ejercicios de creación imaginativa

transcurren en relaciones de homología con los intentos de aprovechamiento de la energía

curativa de la muchedumbre (“indios”) que lincha. En ambos casos, nos enfrentamos a formas

de habla que pertenecen a sujetos cuyo yo social es imaginado carente de este poder y esta

fuerza.

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El folklore es quizá la principal via para intentar asir este proceso de domesticación de

aquel que ha conseguido o intentado domesticar al salvaje. Veamos un ejemplo. Amílcar

Argueta es un profesor y escritor local que ha novelado su propia narrativa sobre la historia del

norte de la Verapáz, empleando un estilo bastante iconoclasta que mezcla imaginación

literaria, folklore y fuentes documentales coloniales. Los mayas que aparecen en sus novelas y

cuentos están imaginados con base en los ch’ol winq[es]. Pero, en sus escritos, éstos no están

ahí para recordarles a los q’eqchi’es los modos de vida que sus antepasados disfrutaron antes

de que el espacio selvático fuera prívatizado. En su literatura, se toman en folklore. Amílcar

ha publicado dos novelas, “de ambiente selvático”, según gusta presentarlas: Flor de Selva

(2009); y, La Hija del Pirata (2013). Ambas están ambientadas en el contexto de la conquista

española, y toman lugar en la región selvática del norte, en lo que entonces eran los márgenes

del incipiente dominio colonial español. Las obras se organizan temáticamente en torno a lo

que, en el lenguaje de Dorís Sommer, se denomina “romance fundacional basado en la unión

amorosa de parejas racialmente distintas” (2007: 63). Durante una entrevista realizada por el

canal local de televisión, TELEFRAY, Amílcar presentó a Flor de Selva en estos términos:

Esta es una obra literaria basada en la jungla, aventuras de jungla, de selva, de montaña.

Tienen mucho de historia, del pueblo que existió aquí en Fray hace trescientos años; el

famoso Toro de Acuña, fundado por los españoles pero que posteriormente fue quemado

por los lacandones, los itzaes, los ajcales. Y, esta novela relata en uno de sus capítulos

este pueblo" " .

Las novelas relatan el romance de Flor de Selva y Luis López, un joven criollo

originario de Cahabón. Flor es hija de Atz’um y de un pirata inglés naufragado en la costa

44 La entrevista está disponible en: https://www.YOutube.coin/watch?v= YCóMóLwvBO

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atlántica. Atz’um, por su parte, es hija de un “sabio maya” llamado Rax Jix, la identidad de la

madre no es develada en la obra. Las novelas representan un proceso de blanqueamiento racial

y de integración gradual a la sociedad colonial, producido mediante la unión sexual de las

mujeres con hombres blancos. Atz’um con el pirata inglés y Flor de Selva con el criollo Luis

López. Si bien, Flor de Selva crece en la selva, viviendo con su abuelo “en una caverna”,

pronto sabe que su destino es incorporarse a la sociedad colonial. El romance de su madre con

el pirata inglés ocurrió en la selva, pero el suyo con el criollo Luis López es instituido por la

iglesia católica. Flor y Luis se casan y procrean varios hijos. Al final de la segunda novela, los

descendientes de la pareja, quienes ya diluyeron su ascendencia “maya”, son presentados por

el autor como los pobladores no indígenas de Cahabón. El empeño que Amílcar muestra

elaborando “la grandeza” de los héroes y heroínas mayas que protagonizan sus obras literarias

contrastan con las opiniones que expresa cuando habla de los indígenas contemporáneos. Para

él, los vínculos históricos entre los indígenas contemporáneos y los mayas prehispánicos, que

los activistas de la etnicidad pretenden, simplemente son inexistentes. Aun así, su creación

literaria depende de la mitología q’eqchi’. Amílcar recurrentemente insiste en que la presencia

de los q’eqchi’es en la zona es reciente. Durante la celebración de la fiesta de independencia

nacional, en 2014, Amílcar pronunció un discurso público en el que nombró a los “primeros

colonos” de Sebol. La lista que leyó incluía sólo a individuos reconocidos localmente como

pioneros. Unos días después, le pregunté que por qué no había considerado en su discurso a

los q’eqchi’es que habitaban la zona antes del reparto.

Esta gente acaba de venir [...] los colonos eran todos ladinos aunque tal vez había uno

que otro sampedrano [gentilicio de San Pedro Carchá]. Aquí sólo había un hombre

[q’eqchi’]. Se llamaba Felipe Quej. Este hombre era el único q’eqchi’ que vivía en Sebol

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antes de la colonización. Cuando murió, el cadáver se descompuso en la casa porque el

juez no llegaba a levantar el acta. Se engusanó: así hacia el gusanera [mueve los dedos

en círculos]; se caían de la hamaca.

Luego, amplió su aclaración, incorporando otros elementos, intentando afirmar la

diferencia entre q’eqchi’es y colonos, que en su discurso eran también ladinos:

Esta nuestra gente indígena es resentida usted. Un gran resentimiento sobre todo en

contra del ladino [. . .] Si usted va a las aldeas lo tratan bien y todo pero, caxlan winq,

dicen. El que llega del pueblo [del centro urbano] allá le dicen caxlan: allá viene el

caxlan winq, le dicen; allá viene el hombre extranjero. Y ellos luego miran cuál es su

apellido: Caal, Choc: ah, sos de aquí; sos ralal ch’och’: hijo de la tierra. Ahora si dicen

¿cómo te llamas? [y responde] José Bedoya López: caxlan. Se ve la diferencia luego" .

Después de argumentar que los q’eqchi’es son tan recientes en la región como los

“ladinos”, cuestión que técnicamente puede convertirlos en pioneros, Amílcar recurrió a lo

que, según sus propias palabras, es el modo habitual empleado por los habitantes de las aldeas

para establecer distinciones entre fuereños y oriundos: “caxlan winq” y “ralal ch’och’”. Esta

distinción es análoga a la que él hizo cuando separó a “nuestra gente indígena” de “los

colonos”. En ambos casos, las distinciones cumplen el mismo propósito: erigen fronteras

étnicas y separan a aquellos que poseen el mérito de la colonización de otros que, aunque

llegaron en el mismo tiempo, no los poseen. Aunque Amílcar no se sumó al “nosotros”

pionero, fue claro distanciándose de “nuestra gente indígena” (en el capítulo II vimos usos

similares de este posesivo).

En esta línea, Amílcar está haciendo un jnego insertando mi primer apellido en el nombre de José López, uno de los personajes centrales de sus novelas.

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Mientras él encuentra adecuado hacer tal distinción, rechaza que “nuestra gente

indígena” la hagan. Hacer distinciones de este tipo y aun más, hacerla creíble, es para él una

prerrogativa de los pioneros, tanto como hacer distinciones que producen jerarquías. Cuando

Amílcar respondió mi pregunta, dijo que entre los colonos “tal vez había uno que otro

sampedrano” y mencionó a Felipe Quej. Este nombre es conocido para el lector. Oscar de

Valle lo incluyó en su relato (ver capítulo VII), presentándolo como una de las personas a las

que él “conquistó” para que le “hiciera compañía”. Amílcar es preciso respecto a quién, según

su perspectiva, puede o debe reclamar como suyo el mérito de haber domesticado el espacio

selvático. Pero en sus palabras, también está implícito el reconocimiento de que el mérito

pionero, que antes presumió, pierde solidez en la medida en que se aleja del centro imaginario

de su poder pionero (la cabecera del municipio). “Nuestra gente indígena”, según él, posee sus

propias maneras de hacer la distinción que él hizo, sólo que ellos lo hacen prestando atención

a la indexicalidad étnica y geográfica, contenidas en los apellidos.

En varios pasajes de Flor de Selva aparecen grupos de “salvajes”, representados a la

manera de turba que irrumpe con ímpetu destructivo. En una de las apariciones incendian la

reducción que los dominicos habían convertido en Capital del Manche (provincia colonial

ubicada en lo que ahora es el norte de Alta Verapaz y porciones de Izabal y El Petén), esta es

la estampa a la que Amílcar se refirió en la entrevista televisiva. Después, secuestran a un

compañero náufrago del padre de Flor de Selva y lo hacen prisionero. En ambos casos, “los

salvajes” actúan compulsivamente dejando a su paso una estela de destrucción y terror. Ellos

no atienden la razón que domina las palabras de Flor de Selva y de su abuelo “sabio”. Ellos

sólo reaccionan al espíritu de colectividad y anonimato que los posee. Si bien, los “salvajes”

habitan contiguos a la “cueva” del abuelo, parecen ser un tipo social distinto. Flor de Selva y

su abuelo guardan los conocimientos heredados de los “mayas”, tanto él como ella parecen

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estar satisfechos con la premonición de que sus descendientes necesariamente se integrarán a

la sociedad colonial. “Los salvajes”, por su parte, a duras penas consiguen emitir sonidos

ininteligibles y cuando aparecen, lo hacen en oposición al endeble dominio colonial. Durante

una de las andanzas de Flor de Selva y su abuela por las cercanías del litoral, el abuelo es

herido por un pirata. Sabiendo que pronto morirá, el anciano le hace una confesión a la chica

diciéndole: “Hija, mi fin ha llegado, [...] allá, lejos, muy lejos, en la casa-cueva tras una

piedra azul [...] hay joyas que yo guardé desde mi niñez, saca la piedra y llévalas, son tuyas

[...] llévame y sepúltame al pie de la gran pirámide así he de estar en paz.” En sus últimas

palabras, el anciano revela un secreto (las joyas ocultas en la cueva), y pide un deseo (volver

con sus antepasados). En el relato de Juan, los ch’ol winq[es] también esconden un secreto. El

secreto que los ch’ol winq[es] guardan y que sólo se lo revelan a aquellos que presienten más

cercanos es intangible. Ellos atesoran en la memoria modos de vida selváticos, libres de la

economía monetarizada y al margen de la dominación del estado. En la novela, lo que el

abuelo le revela a la chica también es un tesoro. Mas los procesos de cualificación de uno y

otro son disímiles y difíciles de conmensurar, pues son “significativamente diferentes” debido

a los criterios a partir de los cuales son valorados (Ferri, 2013: 56). Flor de Selva sólo podía

recibir un tesoro de ese tipo (minerales y metales), uno capaz de ser transferible según pautas

de valor de la sociedad colonial. Recuérdese que la novela es un relato de blanqueamiento

racial. El tesoro, que en la narrativa de Juan los ch’ol winq[es] revelan a los q’eqchi’es

(mensaje de rebeldía), es contraproducente para las intenciones del autor debido a que limita la

fuerza redentora del romance interracial. En la novela, tanto el anciano como los salvajes

evocan la imagen del ch’ol winq. El, incorporando el conocimiento que el mito transmite a los

q’eqchi’es contemporáneos. Los salvajes performando el carácter indómito del no

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conquistado, pero hecho violento e irracional. En el relato, conocimiento y rebeldia se funden,

pero Amilcar los ha separado, quizá, para acercar el deseo suyo de domesticar a “nuestra

gente”. La negativa de Amical para aceptar que los q’eqchi’es contemporáneos se digan

descendentes de los mayas, es rematada en la novela por el blanqueamiento progresivo de los

descendientes de los romances. Flor parece ser mestiza y batirse entre el mundo selvático en el

que ha crecido y el ímpetu por integrarse al mundo de su amado Luis López. A sus hijos, en

cambio, el olvido los ha vencido. Los hijos de Flor y Luis simplemente son criollos. Estos

individuos cortan, de una vez, la posibilidad de continuidad con aquellos que, en el mundo

real, es decir, fuera de la ficción, se dicen descendientes de los mayas. Los mayas auténticos

de Amílcar están en este tiempo narrativo, no en el presente. Se digan o no sus descendientes,

los indígenas contemporáneos son excluidos de la gloria del pasado prehispánico. Para él,

ellos no podrían, como el abuelo, pedir “descansar junto a sus antepasados”. Pero tampoco

pueden filiarse con Flor de Selva, pues ella anuló su parte indígena. Las ligaduras

consanguíneas y de afinidad, que unirían la ascendencia de la heroína de las novelas con los

indígenas actuales, están rotas. El autor las anuló desde antes de que el texto fuera creado.

Reconocer la existencia de vínculos entre los indígenas contemporáneos y los mayas del

pasado equivaldría a aceptar que los reclamos sintetizados en los relatos de ch’ol winq[es],

están históricamente fundamentados. En este encuadre, a Amílcar sólo le queda una

alternativa: la ahistoricidad del mito y la asincronicidad de los personajes al interior de la

novela. Mientras las mujeres son impulsadas hacia el futuro para fundar el crisol nacional,

posibilitado por la cópula con europeos, el abuelo es empotrado en formas de vida ya

consumidas. El anciano maya es un tipo social residual, tanto como en la vida real fue Felipe

(el hombre cuyo cadáver devoraron los gusanos). Formas residuales como estas, sintonizan

muy bien con el espíritu pedagógico de las novelas. Si los ancianos (el abuelo y Felipe)

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desearon ser auténticos, según la novela, sólo pudieron haberlo sido orientándose al pasado

remoto, uno que, distinto al tiempo de Lucas, únicamente es útil sí insuma el folklore

selvático. Otros personajes de la novela, como los salvajes, por ejemplo, no superan la forma

fantasmagórica de hordas furiosas. Ellos pronto desaparecen, disolviéndose en el paisaje, pues

sólo son uno más de los elementos agrestes del entorno selvático.

Muchos hablan de los ch’ol winq[es], pero pocos son capaces de intertextuarlos con los

procesos de reivindicación étnica, como Juan lo hace. De la misma manera, no todos los que

ficcionan el pasado han conseguido pasar del discurso verbal al escrito y hacer de esta labor un

distintivo de su trayectoria profesional, como Amílcar lo ha conseguido. Si bien, Amílcar es el

más hábil manipulando a los ch’ol winq[es], muchos pioneros suelen retomar estos relatos con

otros propósitos. Lo que en la literatura toma forma de folklore, en las voces pioneras puede

aparecer simplemente como alucinados avistamientos de hombres salvajes cuya magia

desorientaba a los incautos recién llegados. La mayoría de veces, estas narraciones surgen en

contextos de habla que tratan otros temas, o bien, se cuentan como hechos insólitos cuyos

finales parecen ir a ninguna parte. En febrero de 2013, Benito, el hijo menor de uno de los

primeros colonos que se asentaron en Boloncó, me habló de “los mayas” que vivieron en una

“cueva” que está en su parcela. El relato fue traído por el hablante con el propósito de

proponer una visión alternativa sobre el significado del nombre de la aldea. Pedro, quien me

había dicho que Lucas era “puro q’eqchi’”, escribió un pequeño relato sobre la historia de

Boloncó en el que explica que el nombre de la aldea es una referencia a un antiguo habitante

de la localidad. Un hombre llamado Santiago (Aj Coj), que solía tocar un caracol (bolom). En

el relato de Pedro, Boloncó es la castellanización de los términos Bolom y Aj Coj: el caracol

de Santiago.

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Benito dijo estar en desacuerdo con esta versión. El relato sobre la cueva y “los mayas”

fue traído para fundar su argumento. Cuando él era joven, dijo, un anciano le contó la

“verdadera historia del nombre de Boloncó”. El anciano supo “la historia” a través de su

abuelo, un comerciante de sal proveniente de Cahabón. El relato sigue así. Durante uno de sus

viajes por la selva, mientras descansaba a la orilla de un camino cercano a la cueva, un niño

“maya” se le acercó y le preguntó, qué hacía ahí. Él comerciante respondió que era vendedor

de sal y que sólo se detenía para descansar. Punto seguido, el niño lo invitó para que visitara

su aldea, diciéndole que su padre era el jefe, que seguro le compraría sal. El vendedor aceptó.

Usando trucos de encantamiento, el niño lo trasladó a la aldea. La transacción se realizó como

se había predicho. El jefe repartió la sal en partes iguales entre los aldeanos y pidió al

comerciante que volviera al siguiente día para recoger el pago, consistente en cacao. Así como

habían recibido la sal, “los mayas” entregaron el cacao. El jefe le sugirió al comerciante que

separara las semillas en dos partes y que al día siguiente estas se duplicarían. El trueque se

selló con el acuerdo de que el verano siguiente, el comerciante volvería con más sal, pero que

lo haría solo, pues los aldeanos deseaban mantener oculta su localización. Cuando estuviera en

la cueva, el comerciante debía llamara tres veces: bool coj" . Esa sería la clave para contactar

con la aldea. El verano siguiente, el hombre volvió con más sal esperando recibir una

recompensa tan generosa como la obtenida el año anterior, pero faltó al acuerdo: iba

acompañado por otro comerciante. Al llegar a la cueva, hizo el llamado: bool coj, bool coj,

bool coj, pero el niño no apareció. Luego, intentó ubicar la aldea sin conseguirlo. Benito cerró

su relato afirmando que “fue así como le pusieron nombre a Boloncó”. En su versión, la aldea

adoptó el nombre de una señal utilizada por “los mayas” para comunicarse con un vendedor de

Bool coj no existe en q’eqchi’. Quizá Benito esté retomando la expresión “bolom aj coj” que Pedro utiliza para castellanizar la toponimia de la aldea. Más que la veracidad de una u otra explicación, lo que importa es su utilización y los contextos en los que son discutidas

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sal. Benito no conoció al sujeto del encuentro con “los mayas”. Alguien más le contó la

“historia”.

El retorno del salvaje y la diferencia de razón

De los relatos sobre “mayas” que vivían en aldeas secretas, fácilmente se transita hacia otros

que expresan las fricciones entre los colonos y aquellos que ya estaban ahí cuando estos

llegaron. En otra ocasión, en la que continuamos hablando de su historia familiar, Benito me

relató una pelea entre dos hombres jóvenes, que enmarcó como derivación de fricciones como

las recién dichas. Una noche, él y un grupo de amigos suyos se encontraban reunido en la

única tienda que existía en la aldea. Ahí, estaba también un joven q’eqchi’ en estado de

ebriedad. El y sus amigos conversaban y bebían refrescos. Luego de un rato, se acercó otro

hombre “ladino” con la intención de comprar, de pronto, sin que alguien advirtiera lo que

sucedería, el primer muchacho empezó a insultar al recién llegado expresándole su malestar

con la presencia de los “ladinos” en la aldea. No conforme “con agredirlo verbalmente”, dijo

Benito, el borracho intentó abofetear al otro muchacho, quien en defensa propia desenvainó el

machete que traía a la cintura y le acertó un golpe en el rostro. La riña atrajo la atención de

otros que pasaban por el lugar o que estaban en las cercanías, casi todos “indios”. En poco

tiempo se reunió un enfurecido grupo que lanzaban insultos contra el dueño del machete y

contra “los ladinos” en general; querían que se fueran de la aldea, sentenció Benito. Si algo me

quedó claro, fue que Benito quería persuadirme de que los q’eqchi’es no sólo se negaban a

relacionarse con “los ladinos”, sino que también fueron hostiles. El relato emergió en un

contexto discursivo en el que el narrador intentaba probar las dificultades que su familia libró

para establecerse en Boloncó, y la hostilidad de los que ya estaban fue una de esas. La lucha

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adaptativa de los pioneros, de aquellos que, en las palabras de Jacobo, si “aguantaron”, no fue

sólo contra el medio selvático, también lo fue contra sus habitantes.

Al ubicar las distintas formas de ocupación y apropiación del medio selvático como

fuente de los conflictos, estas narrativas ocultan el despojo territorial de la colonización,

sustituyéndolo por supuestas discordancias civilizatorias entre la razón del desarrollo y la

sinrazón de los salvajes o los indios, según sea el caso. De relatos de este tipo se derivó una

expresión que explica por qué las casas de los q’eqchi’es tienen dos puertas: “la del frente,

dicen, sirve para entrar; y, la de atrás es para huir al monte”. La expresión suele contarse en

tono de burla, unas veces como chiste, otras como adivinanza. La mayoria de las viviendas

conservan la puerta trasera, pero ésta perdió su sentido original. Ahora es una puerta común y

corriente, tanto como la del frente, y tanto como la de cualquier casa que tenga puerta trasera.

El efecto contemporáneo de la broma está en que devela la inverosimilitud del uso pasado de

la puerta. En esta expresión, los conflictos tienen motivos irrisorios. La trivialidad de aquello

que detonó la broma convierte el rechazo a la privatización del espacio selvático en un asunto

humorístico. Puesto con los pies para abajo, el chiste pierde su inocencia y se reviste de una

ambigua mezcla de cinica celebración triunfalista y desconcierto por la inconclusa

domesticación de aquellos que ya estaban ahí antes del reparto. La anécdota de la riña de

Boloncó, narrada por Benito, termina con una multitud reunida para acuerpar al herido

siguiendo la lógica de la separación. Esta figura de apariencia opaca está más delineada de lo

que a primera vista parece: la habilita el deseo de deshacerse de los colonos, y se asemeja a la

imagen contemporánea de la turba indígena que lincha, que bloquea caminos y que es capaz

de tornarse violenta. En estos relatos, quienes habitaban la zona antes del reparto se asemejan

a los “salvajes” que en las novelas de Amílcar disturban el ímpetu colonizador. Los “salvajes”

de las novelas de Amílcar y los “mayas” de Benito se aproximan a un alter pionero. Y quienes

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ahora irrumpen en la esfera pública, mediante protestas, ejecutando linchamientos o

saboteando el servicio eléctrico, acercan la posibilidad de que el tiempo previo a la

colonización retorne. Los pioneros parecen seguros de haber conseguido domesticar la selva:

donde antes hubo plagas y caminos lodosos que hadan que la gente “se hamaqueara” al andar,

ahora hay desarrollo; pero tratando a los “salvajes” que la habitaban, el resultado fue distinto.

El salvaje no domesticado continúa ahi, y su magia también está presente. En ocasiones, como

los de la novela, que aparecen para destruir, pero en otras ocasiones lo hace para traer la

muerte justiciera. Los salvajes literarios y los mayas que conseguían encantar a los fuereños

que se acercaban a sus aldeas, y más aquellos que deseaban que “los ladinos” se fueran de sus

aldeas, agitan el fantasma que da forma a la turba. Los salvajes coloniales de Amílcar, que

después se hicieron hostiles para con los colonos, continúan estando ahí; la violencia colonial

y la hostilidad del tiempo del reparto agrario se mantienen latentes. Los salvajes de la ficción

de Amílcar y los “indios” de Benito transitan la misma vía.

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XII. Aspectos de la democracia que incomodan

Presentando situaciones observadas en el contexto de la campaña electoral de 2015, intentaré

explicar la emergencia de categorías políticas cuya enunciación suele venir aparejada a la

noción de fragmentación de la autoridad del estado nacional. Las actividades por describir

ocurrieron entre julio y agosto de 2015. Pondré especial atención a las interacciones entre un

candidato, sus ayudantes de campaña y sus públicos electorales. El candidato en cuestión, de

nombre Saúl, fungía entonces como Síndico I (vice alcalde), cualidad que lo ubicó en una

posición intersticial entre lo que el mismo definió como “adentro” y “afuera” del gobierno.

Frente a públicos campesinos en las aldeas, Saúl reelaboraba viejas promesas del

desarrollismo agrario del “tiempo de Lucas”, presentándose como heredero del desarrollismo

agrario y de las modalidades de mando autoritarias. En este sentido, su principal estrategia

retórica era productivista. Su posicionamiento frente a estos públicos se erigía, también, en

contraposición a las discursividades de “los programas sociales”, las “ayudas” y los “favores”,

aun cuando en la práctica él y sus ayudantes de campaña terminaron fortaleciendo lógicas

electorales de este tipo. Los “programas sociales” y las “ayudas” constituyen artefactos

sensibles que hacen aprehensible la reorientación de las racionalidades del gobierno después

del fin del desarrollismo y la pacificación. Ellos materializan el desplazamiento de la inversión

productiva hacia la inversión en el consumo, y recontextualizan discursividades de otrifícación

sobre las aldeas.

En Fray Bartolomé, pero también en otros contextos rurales, los programas sociales se

han convertido en factores centrales en la definición de los resultados electorales. Los

candidatos que consiguen capitalizar estos discursos suelen aventajar a sus contendientes. Así

ocurrió en las dos últimas elecciones municipales (2012 y 2015). Las campañas electorales

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abren una temporalidad espacial en la que el flujo de recursos públicos y privados hacia las

aldeas se intensifica. Los candidatos no sólo compiten por la empatia del público, lo hacen

también para poner de su lado estos ofrecimientos. Formalmente Saúl deseaba distanciarse de

los programas sociales y de las ayudas, mas, al hacerlo sus chances de triunfo disminuían. Más

temprano que tarde, “las ayudas” irrumpían ubicándose en el centro del diálogo electoral. Él

sabía que el primer acercamiento con el público es a través de dones, más cuando su posición

de candidato y vicealcalde lo ubicaba en una posición peculiar. Esos son los términos de la

contienda, como tal, están más allá de las voluntades de los candidatos. Las incomodidades de

Saúl son una excelente excusa para explorar las ambigüedades de la gubemamentalidad estatal

en la región, especialmente para observar las maneras en que imaginarios formados en los

contornos del desarrollismo agrario se desplazan y se fúnden con otras prácticas.

En julio de 2015, acompañé a dos oficiales de la municipalidad a un acto de entrega de

insumos para un vivero de clavo de olor (syzygium aromaticum) en una aldea ubicada en el

área de los antiguos baldíos. En la actividad también participó el delegado del Ministerio de

Agricultura en el municipio, quien se había sumado a la promoción de la campaña de Saúl y

del partido que lo postuló. Los tres hombres, a quienes llamaré: Antonio, Miguel e Ismael, son

jóvenes, agrónomos de profesión. Los muchachos habían estado cultivando viveros de plantas

comerciables en la aldea. Mientras íbamos para la aldea, Antonio fúe hablándome de los

proyectos productivos que estaban impulsando en las aldeas. Él dijo estar convencido de que

la municipalidad debía contribuir a la reactivación productiva de la economía campesina. Las

iniciativas de este reducido equipo intentaban emularar el trabajo que instituciones del

desarrollismo agrario (el INTA y DIGESEPE) realizaron en el pasado, no obstante, en la

práctica se enfrentaban constantemente a lógicas burocráticas y modos de relacionamiento con

los “beneficiarios de los proyectos” que parecían inhibir su buena voluntad. Los proyectos.

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como el del vivero de clavo de olor, se financiaban con recursos que Saúl desviaba de otros

rubros del presupuesto. Además, los tres promotores permanentemente expresaban su

desconfianza respecto al deseo de los campesinos de sumarse a su iniciativa. Para ellos, la

mayoria de las personas asistía a las actividades motivadas por la posibilidad de acceder a

recursos de consumo inmediato (alimentos, dinero, etc.) o bien, esperando recibir parte del

derrame en calidad de regalos, que ocurre durante las campañas electorales. Mi impresión al

escuchar el escaso entusiasmo de los muchachos con los proyectos productivos era que se

sentían empantanados en un fango que ellos mismos agitaban.

La entrega de insumos para el vivero de clavo de olor empezó como un acto de fomento

productivo. La actividad se realizó en la casa de Carmelo, un campesino que hacia de

promotor de los proyectos y de la campaña de Saúl en la aldea. Las intervenciones iniciales

hadan énfasis en las cualidades productivas del acto, pero conforme avanzaban, los discursos

viraron hacia la promoción de la candidatura de Saúl. Y al final, todo pareció reducirse a un

acto de entrega de “ayudas” y dones electorales. Antes de pasar a la sección en la que debían

dar sus discursos, Antonio y Miguel le pidieron a Ismael, el delegado del Ministerio de

Agricultura, que preparara su intervención para ser dada en q’eqchi’, y que tradujera la

explicación que Antonio daría sobre la agronomía del vivero. Ismael, asumió el mandato, pero

en lugar de explicar las técnicas, se dedicó a promover al candidato y a hacer nuevos

ofrecimientos, que sólo se cumplirían si los aldeanos votaban por su partido. Antes de que la

reunión empezara, cuando prepararon los papeles que cada uno asumiría, Miguel intentaba

persuadir a Carmelo, el anfitrión de la reunión, para que él también se sumara a las labores de

convencimiento a favor de la candidatura de Saúl.

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Mire don Carmelo, hay que hablarle a la gente que Saúl está dispuesto a apoyar, pero

quiere que ellos también lo apoyen con el voto [. . .] Hay que decirles que Saúl quiere

echar verga [trabajar] en las comunidades para que la gente tenga producción, pero que

si no lo apoyamos esas ayuda se van a perder [...] Si el viejito [Saúl] gana va poner una

oficina exclusiva para proyectos, sólo para ayudas agropecuarias. Oficina agropecuaria

municipal, se va llamar. Pero para eso tenemos que hacer que llegue [que gane la

elección].

Carmelo sabia bien a lo qué estaba refiriéndose Miguel. En uno de los fragmentos del

diálogo (suprimido en la viñeta anterior), pareció asentir con la iniciativa productivista de

Saúl, diciendo:

-Sí. Yo eso he estado diciendo a la gente: que piense que don Saúl nos ha apoyado, no

desde ahora, sino que desde hace tiempo. Mire pues, ese mandarina (indica hacia el

árbol en el patio de la casa), él nos lo dio cuando estaba en DIGESA, ¡en aquel tiempo!

Va pues: después, cuando estaba en Talita Kumi" , nos dio la pimienta, esa ya está

dando ahora. Y ahora que está en la Muni[cipalidad] nos está dando ese otro [árbol de]

pimienta, la de castilla, y los viveros también nos están dando.

Cuando la reunión finalizó y nos disponíamos a volver al centro urbano, Antonio, el otro

oficial de la municipalidad, me dijo lo siguiente:

Pobres gentes, va [verdad] vos: mirá con unas cuántas bolsas se conforman. Todos

contentos están los pisados [tontos]. Si fuera gente que ya está un poquito más avivada

[si fueran más inteligentes] a la mierda te mandarían [te rechazarían] si les llegás con

bolsitas. Pero eso hay que hacer mano: echarles la mano para que echen verga

’ Ong internacional que desarrolló programas de distribución de alimentos a bajos costos durante los años posteriores al fin de la guerra.

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[apoyarlos para que trabajen]. El mensaje llega, vos; ponéle así como estos con sus

viveros, cuando vean que hacen biete [dinero] van a querer más. Ya no va haber

necesidad de traerles cosas, solitos van a buscar qué sembrar.

En esta perspectiva, los proyectos productivos son presentados como recursos para que

los campesinos trabajen (echen verga). Pero más importante aún, en la medida que obtengan

ganancias (hagan biete) desarrollarán interés para acumular riqueza. En este sentido, el

discurso sobre las capacidades productivas de “la pobre gente”, que Antonio me presentó, se

asemeja a las ideas propuestas por Lamo de Espinosa. Según el experto, la política agraria de

la contrarrevolución debía despertar la “capacidad empresarial” en los campesinos. En ambos

casos, quien propone la política agraria parece estar motivado por el deseo de producir un tipo

particular de sujeto nacional imaginado carente de capacidades intelectuales y de iniciativa

para insertarse en el mercado. Para Antonio, los programas productivos constituyen

herramientas pedagógicas de una ortopedia social (Foucault, 1978) que se implementa

mediante el fomento del hábito y del gusto por el trabajo. Pero en sus palabras subyace una

preocupación que expresa su desacuerdo con algunas modalidades de la política distributiva

contemporánea. En específico, con los programas de transferencias condicionadas. En

Guatemala, estas políticas se conocen con el nombre de “programas sociales”. Antonio piensa

que los programas sociales inhiben el hábito y el gusto por el trabajo. Como él, otras personas

piensan que existen personas que, como escribió Lamo de Espinoza, y también dijo Jacobo

cuando habló del “desarrollo”, “no les gusta trabajar”. Esta ortopedia no sólo producirá sujetos

más productivos sino que también inhibirá la propensión a la manipulación que los

participantes del foro de Facebook, durante el apagón de abril de 2015, denunciaron y que

después Julio lamentó.

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Racionalidad de las “ayudas” y de “los programas sociales”

Desde hace una década, las políticas de inversión gubernamental en las aldeas transcurren a

través de programas de combate a la pobreza inspirados en la modalidad de transferencias

condicionadas. El gobierno nacional entrega dinero a las mujeres a cambio de que envíen a sus

hijos a la escuela y asistan a los controles sanitarios. Estas políticas son conocidas

coloquialmente como “programas sociales”, otros, en cambio, se refieren a ellos con los

nombres que se les ha dado según distintos gobiernos: “bolsa solidaria”, “bono solidario”; o,

“bolsa segura”, “bono seguro”. Los programas sociales fueron creados durante el gobierno de

Alvaro Colom (2008-12) y tuvieron dos modalidades: Mi Familia Progresa y Bolsa Solidaria.

El primero entregaba incentivos monetarios y el otro, alimentos. Los gobiernos siguientes han

implementado sus propias versiones de estos programas, aunque la inversión en ellos ha

disminuido. En la elección de 2015, Sandra Torres, quien había dirigido los programas

sociales en el periodo (2008-12), fue la candidata presidencial de la UNE, el partido fundado

por Alvaro Colom. Su campaña se centró en el ofrecimiento de expandir los programas

sociales incluyendo nuevos subsidios, atrayendo la atención de los votantes de las aldeas,

especialmente de las mujeres, a quienes identificó como su público principal. Pero entre las

clases medias y altas generó antipatía y rechazo. En Fray Bartolomé, los demás partidos

alinearon su oposición contra la candidata de la UNE, procurando contrarrestar la potencia

electoral que los programas sociales le aportaban. En términos discursivos, los programas

sociales están dirigidos a los pobres y a los pobres extremos. La inversión se orienta hacia el

consumo y no hacia la producción. Para muchos pioneros los lenguajes de la pobreza son

incómodos, tanto porque riñen con la ética del trabajo y el esfuerzo que fúnda las narrativas

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locales de éxito, como porque proyectan un sujeto productivamente pasivo que es incapaz de

garantizarse por sí mismo los recursos mínimos para reproducir su existencia. De ahí deriva la

generalizada insistencia de que estos programas “son para gente haragana” o “que no quiere

trabajar”. Para muchos, en Fray Bartolomé, quienes reciben programas sociales se fusionan

con aquellos que participan en las protestas callejeras. Así lo manifestó Néstor Rubén Ralios

Tipol en uno de los foros de Facebook en donde se discutió el apagón de abril de 2014. Para

él, los responsables del atentado contra el sistema eléctrico eran los mismos “q[ue] reciben

bono seguro q[ue] el janano malaxostumbro [mal acostumbró] a todo gratis”.

La razón de gobernar, condensada en los programas sociales, está en la producción de un

sujeto que debe ser asistido a causa de su incapacidad para garantizarse a sí mismo su propia

subsistencia. No digo que las políticas de combate a la pobreza sean novedosas, lo que intento

argumentar es que la pobreza se ha convertido en el lenguaje primario con el que el estado

habla a sujetos rurales, y que, en la región, estos son los lenguajes que sustituyeron al

desarrollismo agrario y a la pacificación. Expresiones como: “echar verga” y

“malacostumbrados a todo gratis”, condensan esta transformación discursiva de la forma

estatal en la región, que Saúl y su equipo de campaña decían querer subvertir a través de los

programas productivos. Si en el trayecto de ida para la aldea, mi conversación con Miguel

estuvo dominada por los “proyectos productivos” y el deseo de “hacer que la gente trabaje”, el

acento del retorno estuvo en la campaña, en cómo hacer para que los campesinos eligieran a su

candidato, en el intermedio, la confesión de Antonio, que reconocía la aparente facilidad con

la que “la pobre gente” “se conforma”, hizo del tránsito algo más que una metáfora.

Varios días después de la entrega de envases para el vivero de clavo de olor, el escenario

de campaña se trasladó a una aldea ubicada en el otro extremo del municipio. El acto de

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campaña se realizaría en la escuela primaría, un edificio de dos salones con paredes de madera

y piso de tierra. Mientras esperaban que los convocados se reunieran, los profesores le

expusieron al candidato el mal acondicionamiento del edificio escolar y le solicitaron que les

construyera un corredor, asi, dijo uno, evitarían que el patio se enlodar cuando lloviera.

Después de unos minutos de espera, pasamos a uno de los salones de la escuela y el acto dio

inicio: “La in ma k’a li q’eqchi’ [yo no hablo q’eqchi’], me van a disculpar: sólo castilla

[español], pero aquí está Joel [oficial de la municipalidad], él me va traducir”, dijo Saúl

después de que uno de los aldeanos lo presentó frente a la audiencia. Seguidamente, dio el

discurso que había preparado, ofreciendo ser breve para que el traductor hiciera su trabajo.

Yo vengo a presentarles una propuesta realista para la municipalidad, porque tengo

experiencia, sé de qué estoy hablando [. . .] Yo soy un hombre de servicio [. . .] Toda mi

vida he trabajado ayudado a las comunidades. Trabajé quince años en DIGESA: tuve a

mi cargo dos viveros, [...]. Muchas de las siembras que ustedes ven todavía, nosotros las

entregamos: achiote, pimienta, coco, hule, cítricos; todas esas plantas producíamos en

los viveros y eran para los campesinos. Eso es algo que nosotros creemos que es bueno y

que hay que volver a hacer [...]. Yo soy hombre de campo, lo mío es la producción [...].

Miguel, el muchacho que está sentado allá atrás, trabaja en la municipalidad [...],

desde hace más de un año está dedicado de lleno, con otro muchacho, a atender la parte

productiva de las comunidades. Ellos están haciendo un buen trabajo diversificando la

producción, están haciendo viveros con productos que ustedes pueden llevar al mercado,

productos que tienen buen precio, que generan dinero y que no llevan mucho tiempo

para empezar a producir [...] si ustedes se dejan llevar por las promesas de otros, pueden

elegir gente que no sabe gobernar o que va llegar a la muni[cipalidad] sólo a robar. Si

eso pasa, entonces sí nos va llevar la gran patria.

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Absorto, el público, compuesto en su mayoría por adultos, hombres y mujeres en

similares proporciones, que habían ocupado el medio centenar de escritorios del salón de clase

donde nos encontrábamos, esperaba la intervención de Joel, quien parecía esforzarse para no

perder los detalles de la autopresentación del candidato. Saúl tomó más tiempo del que había

prometido ocupar. Al principio hacía intervenciones breves, pero después de una hora de

alternancia idiomática, optó por retener la palabra y se extendió en críticas a los demás

candidatos. El principal blanco de sus críticas fueron los “programas sociales” y la candidata,

que para entonces parecía estar capitalizando tal promesa. Antes de terminar la intervención,

intentó abrir una discusión entre la concurrencia, según dijo, para mostrar su vocación de

servicio y apego al bien común:

Aquí tengo tres solicitudes, de las cuales hoy voy a resolver una. Les voy a pedir que

entre ustedes se pongan de acuerdo: qué es lo más importante para la comunidad [...]

Yo me comprometo a que la otra semana les mando lo que hayan decidido que es

prioritario. El profe[sor], aquí presente [moviendo la barbilla indica la ubicación del

director de la escuela] me entregó una solicitud para que los apoyemos con láminas para

hacerle un corredor a la escuela [...]. Y el comité de la iglesia [católica] me entregó otra,

también pidiendo láminas para hacer la iglesia. La otra solicitud es de más largo plazo.

Yo les digo que si votan por mí y gano, la hablamos en enero del otro año.

Presto para cumplir su papel de intermediación lingüística, Joel tradujo al instante las

indicaciones que Saúl acababa de darle. Los presentes, que entendieron el discurso del

candidato, se habían despabilado y habían empezado a cuchichiar con sus vecinos de silla. La

posibilidad de agenciarse “una ayuda”, como suele decirse en el lenguaje ordinario de la

política electoral, les resultó atrayente. “Ya nos habíamos puesto de acuerdo que preferimos

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láminas para la iglesia. Aqui el ministro de la palabra quiere decir algo”, dijo un hombre

joven, mientras señalaba a quien tenia a su costado derecho. Otro hombre, que estaba al lado

del muchacho, consiguió alborotar al público diciendo unas palabras en q’eqchi’. Una mujer

mayor, parada en la puerta, reaccionó contraviniendo la intervención del ministro. Otros, que

habían estado distraídos, siguieron su ejemplo y opinaron. El conceso, anunciado por el chico

vestido como para una fiesta, estaba siendo puesto en duda. “Es que hay un señor que no está

de acuerdo con el proyecto de la iglesia”, dijo Joel cuando Saúl, un tanto impacientado, le

preguntó de qué iba la discusión. “El señor de allá, dice que quiere que les dé las láminas para

la escuela”, prosiguió señalando la ubicación del disidente que descansaba de brazos cruzados,

recostado en la pared del fondo. Saúl no se esforzó para ocultar su desconcierto al enterarse

que los asistentes insistían en que las láminas fueran para la iglesia y no para la escuela, como

el hombre del fondo, el director y él preferían.

Miren: si por mí fuera, yo preferiría que hagamos el proyecto del corredor para la

escuela. Piénsenlo bien: aquí es donde los niños pasan la mayor parte del día; aquí

vienen a hacerse ciudadanos. La escuela es muy importante porque forma buenos

guatemaltecos; pero la decisión es de ustedes, si dicen que es la iglesia pues que sea la

iglesia. Ya les dije que vamos a apoyar el proyecto que decidan que es prioritario, dijo

intentando persuadirlos.

La decisión estaba echada: las láminas serían para la iglesia. Volteé la mirada para

donde estaba Miguel. Seguía igual que antes, como si nada hubiera sucedido. Le era indistinto

el destino de las láminas. Lo que le alegraba era que su candidato estaba complaciendo al

público regalándole otra ayuda. Como la vez anterior, cuando entregaron los envases para

hacer el vivero, los aldeanos parecían agradecidos. La camiseta y la pantaloneta azul y blanco

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que estaban recibiendo validan eso y quizá más. No fue una sino varias las fotografías que se

hicieron. Antes que me prestara a hacer las que Miguel me habia encargado, varios hombres

registraron con sus propios teléfonos el instante, con la ceremonialidad que el momento

demandaba. Saúl también quería la suya, que Joel obedientemente tomó. Todos parecian

satisfechos, el instante ayudó para que los maestros se relajaran y olvidaran por un momento

que seguian sin sus anheladas láminas que evitarían que el patio de la escuela se enlodara

cuando lloviera. Concluida la actividad, le pregunté al joven, que habia anticipado el acuerdo

sobre las láminas, sobre la decisión de priorízar la iglesia por sobre la escuela: “Ah, eso es

decisión que se habia hecho antes. Dos veces se juntó la gente de la comunidad para discutirlo.

Ya temamos el acuerdo”. Terminado el acto, Miguel y yo volvimos al pueblo. Cuando

alcanzamos la carretera, el muchacho me hizo una observación, celebrando la habilidad

discursiva de su candidato:

- Giste qué cabrón [astuto] el viejo: en dos vergazos [rápidamente] les dijo que si no

saben votar se los va llevar la gran puta [les irá mal]. Asi suave, suave: nos va llevar la

gran patria, les dijo. Pero lo que les quería decir es que se los va llevar la gran puta si

votan por El Chato o por la Lilian [Lilian era la candidata que promovía los programas

sociales. El Chato es un empresario local que estaba costeando una onerosa campaña].

- ¿Por qué crees que la gente prefirió que le pongan láminas a la iglesia?, le pregunté.

- Saber, vos. Esos pisados [los aldeanos] son brutos [tontos].

Las expresiones “nos va llevar la gran chucha” o “nos va llevar la gran puta” presagian

un porvenir inmediato adverso. Miguel obvió estos detalles y prefirió fijar los significados en

los dos contrincantes que, según su criterio, podían contrarrestar la estrategia de campaña de

su candidato. Cuando Miguel celebró la habilidad de Saúl para criticar a “otros” candidatos.

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estaba pensando en los efectos adversos que, según él, producen “los regalos” y “los

programas sociales”. La idea de fondo es que éstos hacen que “la gente no quiera trabajar”. El

aparente gusto por los regalos anularía su deseo de retraer el desarrollismo agrario, pero

negarse a entregar “ayudas” y “regalos” le resultaba electoralmente contraproducente. Como

él mismo sabía, sin “regalos” difícilmente existe público electoral, y sin ellos, ganar se vuelve

casi imposible. Quizá, en otro contexto, Saúl se hubiera negado a aceptar el acuerdo de los

aldeanos que pidieron láminas para la iglesia, sin embargo, las condiciones impuestas por las

reglas no escritas de la política electora no le dejaron otra opción que acatar el incómodo

acuerdo. De no tratarse de un contexto de contienda electoral, los aldeanos difícilmente

hubieran conseguido las láminas. Ellos conocen el escenario electoral y saben movilizarse.

Saben que, si el candidato no acepta sus condiciones, pueden presionarlo insinuando que

optarán por uno de sus contendientes, algo que ninguno está dispuesto a aceptar sin dar

batalla. Los modos de hacer proselitismo, a través de “regalos” y “ayudas”, y las exigencias

que los candidatos enfrentan para cumplir las demandas de sus públicos, se hacen

mutuamente. En la medida en que el público solicita “ayudas”, los candidatos son forzados a

ofrecerlas, y las ayudas entregadas dejan abierta la puerta para que el siguiente en aparecer

supere al que lo precedió. Las campañas se encarecen y los agentes de la terciarización ejercen

mayores cuotas de decisión sobre los presupuestos debido a que ellos financian los costos del

proceso.

La lógica de los regalos y las ayudas, como forma de relacionamiento entre partidos y

público, es consustancial al proceso de competencia electoral contemporánea. Desde la óptica

de los electores en las aldeas, las campañas se asemejan cada vez más a un tiempo especial, a

un periodo de relativa abundancia de recursos de distinta índole que fluyen y que deben ser

aprovechados. Hay en ella algo más que instrumentación de necesidades. Analizando la

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fragmentación política en Michoacán, el antropólogo Eduardo Zarate (2016: 78) describe un

panorama relativamente cercano al que acá intento presentar. Zarate escribe que muchas de las

respuestas locales a la política electoral “sólo encuentran lógica si se les observa desde las

condiciones locales de vida en que son elaboradas y que también pueden considerarse

lenguajes locales o gramáticas de la sobrevivencia”. En este sentido, la campaña puede ser una

forma de redistribución de riqueza acumulada, con base en los presupuestos públicos,

mediante la terciarización de las funciones gubernamentales. En el caso guatemalteco, se trata

de una pragmática que busca obtener lo que durante el tiempo regular escasea, que se ha

desarrollado estrechamente en correspondencia con las transformaciones políticas posteriores

al así llamado “retorno a la democracia”. La incomodidad con “los regalos y las ayudas”

traduce el malestar con “la democracia”. Para Saúl, y también para los muchachos que

promovían su campaña, este malestar se fija en la fragmentación de los procedimientos para el

acceso a los puestos de mando. Tal fragmentación no es sólo desvirtuación de la temporalidad

del desarrollismo, también es signo de la relegación política que sujetos como él han

experimentado. Tratando el autoritarismo, lo que estos individuos anhelan es la centralización

de las capacidades de decisión. Para individuos como Saúl, gobernar era más viable cuando el

mando no se sometía al escrutinio electoral.

La idea de que “los regalos” y “las ayudas” son el primer peldaño de la desfiguración de

la autoridad del gobierno, es correlaciona! a la falta de crédito a la racionalidad política del

público elector. Mas este público no es fijo, o no ocupa siempre la misma posición. En las

palabras de Miguel, radiaba entre ser “pobre gente” que se conforma con poco, y ser “brutos”,

que no saben tomar decisiones. La primera definición es alimentada por la voluntad del

hablante de intervenir para hacer “que produzcan”, y, la otra, deriva de una compleja

amalgama alimentada por prejuicios de clase, etnicidad y civilidad.

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Nombrar al otro en el post desarrollismo

El escepticismo con la “transición”, expresado por Saúl, es distinto al que Matilde González-

Izás confiesa. Mientras que los entusiastas del proceso creían que la “participación ciudadana”

democratizaría el gobierno y eficientaría el gasto público, individuos, como Saúl o Miguel,

son de la idea de que la noción de “participación ciudadana” es parte sustancial del problema.

La “pobre gente”, a la que hay que “echarles la mano para que echen verga”, puede también

ser “bruta” cuando prefiere hacer una iglesia antes que una escuela. La incomodidad con la

gente que “no quiere trabajar” no es extraña a aquella que denuncia la manipulación, y

también, a la sospecha de que “la gente” posee la propensión para sumarse a las protestas

callejeras. Más allá de sus formas, estas ideas se comunican entre sí, y lo hacen expresando la

certeza de que la democracia no es el mejor modo de organizar la autoridad del estado. No

obstante, “los brutos” se desvanecen más temprano que tarde, haciendo que los papeles se

inviertan. A finales del mes de septiembre de 2015, cuando la elección ya se había celebrado,

me encontré con uno de los maestros de la escuela. En la misma medida que yo deseaba saber

el final de “la historia” de las láminas, él ansiaba contarlo. Según el maestro, después de que

Saúl entregó el dinero, una comisión de la aldea visitó a El Chato (el candidato empresario),

quien es propietario de una ferretería, para solicitarle que les vendiera un generador eléctrico a

la mitad del precio comercial (el artefacto valía Q 5, 000). A cambio, le ofrecieron que todos

en la aldea votarían por él. El Chato aceptó el acuerdo. Se recordará que Saúl prometió

entregar Q 6, 000. Si el generador costó Q 2, 500, más de la mitad del dinero debió tener otro

destino. Le pregunté al maestro si sabía la razón del cambio de opinión. Su respuesta fue

similar a las explicaciones que Miguel se había dado a sí mismo. Aunque dijo no estar seguro,

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expresó su suposición de que la iglesia sólo fue excusa para obtener el dinero. Y, además, que

quienes votaron lo hicieron por Lilian (la candidata que ofrecia ampliar “los programas

sociales”), quien en efecto ganó la elección. Saber que pueden ser astutos puede resultar tan

desconcertante como afirmar que “no quieren trabajaf’.

Conviene en este momento volver para revisar la pragmática del posesivo “nuestra

gente”, que muchos emplean para referirse a los campesinos y a los indigenas. Esta expresión

contiene indicios para comprender el lugar que estos individuos asignan a aquellos abarcables

dentro de tal categoría. “Nuestra gente” suele aparecer revestida de la bondad paternal que

anticipa el deseo de subordinar al otro; no es de pertenencia compartida sino de posesión. El

estatus de la partícula gente es el de un objeto. Que otros la “manipulen” no sólo mengua el

poder del yo que enuncia, también da paso a la posibilidad de que el objeto disputado adquiera

cualidades distintas a aquellas que posee, mientras permanece bajo control. El temor en

ciernes es que la “gente” deje de ser nuestra, y que la potencia del mal que se le asocia sea

liberada en contra del yo hablante. Se trata del fantasma que flota alrededor de “la turba” y de

“los indios”. Los significantes que atribuyen cualidades despectivas delinean a quien enuncia

como un tipo social crítico de la racionalidad política del otro. Quien denuncia la

manipulación asume que él no es manipulable; quien rechaza las “ayudas” presume prescindir

de ellas, y se queja de la desvirtuación que tal práctica produce. Al mismo tiempo, la

enunciación de la diferencia construye jerarquías con base en modalidades disímiles de

conceptuar y de imaginar lo político. El otro es tan difícil de definir como móvil es la idea que

lo inspira. Así, el acto de sancionar el supuesto deseo del otro de hacerse legible, a través de

los lenguajes de la pobreza, de la diversidad cultural y de las ayudas, conlleva el rechazo a ser

nombrado con categorías de este tipo. Aquellos que denuncian a los “haraganes”, a los que

gustan “recibir ayuda” y a los que son “manipulados”, presuponen que los buenos ciudadanos

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deben agenciarse los recursos mínimos para la subsistencia por sí mismos. Entonces, la

retórica del trabajo duro y de los méritos personales, prototípica del ser pionero, es traída y

actualizada para hacer sentido a la nueva situación. El orgullo del “esfuerzo” es equivalente a

la vergüenza de la “la haraganería”. Poco a poco, en la medida en que atributos como esos son

puestos en juego a la luz de la nueva situación, se van dando forma y alineando categorías

sociales respecto a la historicidad del estado en la región. De la misma forma, preestablecen

anteriores desigualdades y aspiran a estabilizar las jerarquías de clase, de etnicidad, de

vecindad, etc.

La posibilidad de alinearse con la racionalidad de la autosuficiencia, para desde ahí

criticar la reorientación de las políticas estatales de extensión de derechos y el relajamiento de

los mecanismos de control y vigilancia militar, puede parecer contradictoria con el anhelo de

continuidad del desarrollismo debido a que ésta es consustancial al objeto que es criticado.

Ciertamente, lo que acá estoy llamando racionalidad de la autosuficiencia es coincidente con

la ideología de la procuración individual de bienes que el neoliberalismo propugna, pero la

contradicción sólo es aparente, pues ésta también es afín a la ética de trabajo duro que funda el

prestigio individual en la narrativa pionera. Visto así, el rechazo a los “programas sociales”

toma forma mediante la articulación de nuevos y viejos discursos sobre el trabajo, vinculados

a lo estatal. Si la alusión a la reorientación de las racionalidades del gobierno, posteriores a la

“transición”, reelabora la ética del trabajo, tal cosa ocurre simultáneamente con la creación de

diferenciaciones y jerarquías basadas en apretantes cualidades productivas. Mientras unos

trabajan y prescinden de ayudas y favores, otros prefieren no hacerlo y atenerse a las ayudas

que fluyen a través de los “programas sociales” y de los ciclos electorales. Subyacente en el

acto de nombrar al otro como “haragán”, “manipulado”, o gustoso de recibir “ayudas”, está la

inquietud de alejar de sí la posibilidad de ser asociado con atributos de este tipo. En este

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sentido, el otro sólo es significante en correspondencia a cómo el hablante se conceptúa a si

mismo, y a cómo imagina su relación con el estado nacional y con el trabajo. Acá, el hablante

es principalmente un sujeto productor. Pedir o aceptar “ayudas” o “regalos” del gobierno, o de

los partidos políticos, es negativamente valorado porque quien las recibe se ubica a sí mismo

como sujeto improductivo o incapaz de conseguir por sus propios medios lo que está

recibiendo. Aquellos que denuncian estas prácticas no se oponen a que el gobierno

redistribuya la riqueza nacional, antes que eso, lo que ponen en juego es la forma en que tal

intervención ocurre. Antes que “ayudas”, lo que ellos desean es que las políticas de fomento a

la producción agrícola sean reactivadas. Vista desde esta óptica, la crítica tensa su propio

campo semántico, delineado en tomo a lo que corresponde al campo de lo gubernamental y a

lo que no. La afirmación de la ética de gestión individual de bienes de uso privado (como las

ayudas y los favores que el gobierno y los partidos políticos ofrecen), da la impresión de

concordancia con la ideología neoliberal de desregulación. Pero la racionalidad estatal actual,

que sustenta los programas cuestionados, también está sujeta a la crítica, porque al ser

reorientada dejó descubiertas tareas que antes se consideraron prioritarias, y de cuyo

cumplimiento estabilizaba la seguridad. En síntesis, el rechazo a los “programas sociales”

expresa la negación de ser nombrado pobre y de ser vinculado con aquellos que causan

desorden. Al mismo tiempo, condensa el deseo de ser o de volver a ser nombrado con los

lenguajes del productivismo. La crítica está inspirada en el ideal de que el buen sujeto nacional

debe hacerse reconocible en el punto en donde desarrollo y seguridad se encuentran. El

problema para estos individuos comienza cuando toman conciencia de que tales signos no son

los únicos posibles para identificarse con el estado nacional en la región.

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Conclusión general

Para principios de la década de 1960, el norte de la Verapaz era una región selvática y

prácticamente despoblada. En el lapso de tres décadas, la región se convirtió en uno de los

principales nodos para los programas de transformación agraria implementados por los

gobiernos militares de la época. Los campesinos, que colonizaron las regiones selváticas del

norte, no sólo buscaban tierras libres para trabajar, ellos se desplazaban siguiendo las

promesas de futuro que los frentes de colonización abrían. En localidades como Fray

Bartolomé, muchos fueron exitosos capitalizando los recursos que el régimen les ofrecía. Tras

los colonos, o junto a ellos, según se prefiera, llegó la violencia de la guerra, sumándose a una

serie amplia de otras violencias (el despojo del que fueron objeto quienes habitaban la región

pero que fueron borrados de los planes de colonización, los conflictos entre terratenientes

ausentistas y campesinos colonos, etc.). Las iniciativas estatales de colonización en el norte,

condensadas en la expresión del desarrollismo agrario, trascurrieron en simultaneidad con las

prácticas de la contrainsurgencia, tanto civil como militar. La dotación agraria y el incentivo a

la producción agrícola favorecieron la formación de una clase media rural, vinculada a la

ganadería, al comercio, incorporada laboralmente a los aparatos del gobierno, y alineada con

las iniciativas estatales de desarrollo y seguridad en la región. Pero además de los pioneros, en

el paisaje social regional surgieron nuevas categorías sociales: campesinos propietarios que

continuaron siendo tan pobres como lo habían sido en sus localidades de origen, mozos

colonos de las fincas ganaderas, jornaleros ocasionales, etc. Categorías sujetas al impulso

nacional por construir separaciones con base en estereotipos étnicos y raciales, las jerarquías

también se hicieron con base en ellos.

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El reparto de las tierras selváticas del norte fue una más de las estrategias de

contrainsurgencia civil, así como una estrategia de extensión de derechos orientada hacia la

ampliación de la base estatal, una instancia para incorporar productivamente el espacio

selvático del norte a la nación y un proyecto para la incorporación de sectores campesinos al

mercado alimentario nacional. Para aquellos que poblaron las selvas del norte, la colonización

agraria es traducible a los lenguajes del desarrollo, de la misma manera que el vigilantismo

militar de la contrainsurgencia lo es a los lenguajes de la seguridad. Así, para estas

poblaciones, desarrollo y seguridad condensan el pasado, y lo hacen habilitando sus relaciones

con el estado nacional. En este contexto, encontrando que sus deseos de convertirse en

propietarios eran coincidentes con las iniciativas gubernamentales, la élite local construyó un

poderoso corpus de representaciones de éxito y certezas basado en su aparente cercanía moral

con los proyectos de estatalización de la región, que la hizo imaginarse a sí misma como

promotora del desarrollo y agente legítima de la estatalidad. Después de cuatro décadas, el

desarrollismo agrario entró en crisis, y los mecanismos de control y vigilancia de la

contrainsurgencia se relajaron. Simultáneamente, la inversión productiva cambió de dirección

para “reconstruir” las afectaciones de la guerra y construir la paz. Nuevas categorías ocuparon

la centralidad que los sujetos del agrarismo habían poseído antes. La subsecuente

neoliberalización del gobierno, redundante en la reducción presupuestaria e institucional del

gobierno, y en la paulatina transferencia de responsabilidades hacia lo individual y lo privado,

no sólo erosionó la legitimidad del régimen civil de posguerra, también desestabilizó los

referentes subjetivos de la seguridad y del desarrollo.

Cuando los pioneros hablan de sus experiencias asentándose en Sebol, suelen hacer

declaraciones de apariencia contradictoria. Al mismo tiempo que expresan los sufrimientos

que experimentaron (enfermedades, exceso de lluvia, malos caminos, etc.), y de los costos que

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les significó domesticar el entorno (aislamiento, carestía de bienes de consumo), también

hablan de las certezas de futuro (convertirse en propietarios, posibilidad de arraigo, solvencia

económica, etc.). La relación de méritos confluye en la afirmación del esfuerzo, el sacrificio y

la voluntad de progreso. Esta forma de imaginación histórica produce una representación del

pasado fincado en la confluencia de intereses comunes entre los pioneros y las iniciativas

estatales de seguridad y desarrollo. Mas, la reorientación de la racionalidad gubernamental,

que ya no es productivista, el relajamiento de los mecanismos de control y vigilancia que

tolera ciertas formas de protesta, y el surgimiento de nuevas categorías sociales y discursos

politicos que intentan redefmir los espacios y las nociones de bien común, hacen que el

presente se aprehenda como una suerte de distorsión de las futuridades que el desarrollismo

proyectó. La temporización constituye entonces una suerte de teoría del estado: las certezas

del pasado y las incertidumbres del presente son imágenes de su historicidad local. Aunque el

pasado es representado como tiempo de certezas, el predominio pionero sobre la definición de

las nociones locales de orden y bien común nunca ha alcanzado los niveles de estabilidad que

muchos pretenden hacer parecer. Tanto antes como ahora, estas categorías han sido movedizas

y han estado bajo constante asedio. La recurrencia narrativa de las figuras del desorden puede

interpretarse como referencia oblicua al poder de la ficción, que la conjunción de seguridad y

desarrollo produjo. Las incertidumbres contemporáneas no radican necesariamente en la

inestabilidad de las categorías sino en la sospecha de que los dispositivos de control, a los que

se confiaba la seguridad y el orden, han perdido parte de su capacidad de fuerza. Ahora, éstos

se presentan menos eficaces y menos eficientes de lo que se cree que fueron en el pasado. Más

que una imagen de pérdida de legitimidad se trata de una de debilitamiento y fragmentación.

La novedad del presente como tiempo radica entonces en la sospecha de que, si la capacidad

de fuerza se ha debilitado y si los modos de mando se han fragmentado, las posibilidades de

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identificar figuras de respaldo y de autoridad moral son cada vez más dificiles. La inseguridad

surge así después de constatar la desprotección. Entonces, la muerte violenta es actualizada

como un recurso para producir seguridad. Los tipos sociales matables en la posguerra

guatemalteca son sujetos nacionalmente fallidos, en el sentido que no consiguieron incorporar

los valores que traducen las jerarquías en orden. Contra ellos, la muerte cumple una función

correctiva. En la mayoría de los casos, se trata de individuos jóvenes “que no quieren trabajar”

o que no han sido educados correctamente. “Educar”, en este contexto, equivale a la

implementación de métodos de crianza rigurosos que contemplen el uso de castigos físicos,

incorporación de la ética de trabajo arduo y el respeto por las jerarquías.

La anuencia con el trabajo justiciero de la muerte violenta no es un asunto de anomia o

de irregularidad sociológica. Quizá, como Alian Feldman argumenta en su estudio de la

violencia política en Irlanda del Norte, los contextos de aparición de la violencia son

frecuentemente transformados por las representaciones ideológicas que de ella hacemos y por

su reproducción material. Reconocer su capacidad de desplazamiento, escribe Feldman,

implica tratarla “como una práctica semánticamente modal y transformadora que construye

nuevos polos de difusión y recepción. La violencia modal se desprende de los contextos

iniciales y se convierte en la condición para su propia reproducción” (1991:20). Y, como Aldo

Cívico (2015: 107) argumenta al extender la posición de Feldman, la violencia posee la

capacidad de transformarse y mutar las condiciones de su producción. Ella contribuye a la

producción de sujetos, habilita posiciones en el espacio social, y construye cadenas de

significación que la hacen desplazarse hasta sitios, en apariencia, sin conexión con sus puntos

de partida originales, no obstante, las representaciones populares suelen ubicarla en espacios

propios. Los supuestos criminales a los que ahora se mata, ya sea linchándolos o

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ajusticiándolos con el sigilo de la “limpieza”, le ponen rostro a una idea previamente existente

pero que requiere ser incorporada.

Los tipos sociales matables de la posguerra se mueven entre lo conocido y lo

desconocido. El pasado los alimenta, pero sus formas parecen ser de ahora; ellos se desplazan

entre lo conocido y lo aún por conocer, algo que siempre han estado ahí, que es consustancial

a la historicidad de la región y que es central en la idea del estado. Aunque la ilusión pionera

sea la de un pasado armónico, en la región, las relaciones de poder han sido estructuradas por

múltiples estratos de violencia, de forma que ésta ha sido más la norma que la excepción. Su

peculiaridad está en la continuidad de la negación. Sicarios y criminales, linchadores y

linchados, se encuentran “habilitados por la muerte” (Siegel 2001: 37). Quien mata

delincuentes, o asiente que se les mate, ansia que la muerte sanadora haga a cabalidad su

trabajo; que traiga de vuelta la normalidad, mas tal situación difícilmente ocurre. El

conocimiento de que alguien ha realizado un acto de seguridad eliminando a un criminal es

precedido por la advertencia de que la muerte continúa cerca y que los números han

aumentado. En ese momento, puede ser que la muerte ya no sea más la cura para la violencia

criminal. Si estas figuras espantan tanto es porque las posibilidades de asir la seguridad se han

debilitado, parcialmente, debido a las propias restricciones que el autoritarismo impuso. La

turba y la violencia homicida habitaron el substrato del desarrollo y la seguridad de la

contrainsurgencia, bajo los estratos de las múltiples violencias de las que el estado, en la

región, esté hecho. Cuando emergen, lo hacen en sitios en donde no se esperaría encontrarlas.

Ellas concretan la sospecha de que el desarrollo y la contrainsurgencia perdieron su actualidad.

En Fray Bartolomé no existió una sociedad civil con la suficiente fuerza para impulsar los

cambios culturales que la transición requería, digamos, en los términos de Walter Benjamin,

para expandir “las relaciones morales” más allá de la violencia, sustituible con otros recursos

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de poder. El ideal del buen ciudadano continuó reposando sobre las representaciones del ser

autoritario y en la anuencia para expulsar la disidencia. Pero el sentimiento de crisis de

seguridad no surgió inmediatamente, sino que se fue acentuando paulatinamente con el paso

del tiempo.

Optimismo

Si una lección existe, ésta es que, para amplios sectores de la sociedad nacional, la muerte

violenta continúa siendo un recurso válido para hacer la justicia. La muerte es un poderoso

recurso contra la muerte por paradójico que parezca. Mas cuando el tratamiento de desvirtúa,

ésta se torna problemática y se hace inquietante. Que la muerte sea ofrecida como medio para

desestructurar puede hacer que uno sienta el impulso para no temerle. Es posible que ese

impulso sea para volver a la concepción “jusnaturalista” criticada por Benjamin (2010c), pero

sabremos que no hay fines justos y que tampoco existen los fines injustos, salvo si nos

imaginamos habitando una temporalidad mítica. No existe justicia a priori, así que no basta

con poner a la violencia del lado de los fines “justos”. En términos de Walter Benjamin, el

problema de la violencia no se resuelve por otra vía que no sea la de su relación con el poder.

A nivel teórico, seguimos tratando con la violencia que es medio de derecho, quiero decir, que

se ejerce productivamente y no con manifestaciones de violencia antisocial. Distinto es que en

los sentimientos expuestos unas formas sean simplemente destructoras. Benjamin escribe que:

“creación de derecho es creación de poder, y en tal medida un acto de inmediata manifestación

de violencia [. . .] En ella se ve en la forma más clara que es el poder (más que la garantía

incluso más ingente de posesión) lo que debe ser garantizado por la violencia creadora de

derecho” (2010c: 174). Como estemos de acuerdo en que esta violencia está distante de

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transformarse en revolucionaria, algo debe decirse respecto a ella y el porvenir. Si “desde el

punto de vista de la violencia, que es la única que puede garantizar el derecho, no existe

igualdad, sino -en la mejor de las hipótesis- poderes igualmente grandes” (Benjamin 201c:

175). ¿Cómo gestionar la desigualdad de poder para que el porvenir sea dirimido a través de

medios políticos en lugar de medios violentos? Pero antes: ¿es factible pensar en “medios

puros de la política” “en lugar de los medios de la violencia”? En escenarios en donde la

muerte deviene en un medio socorrido para la solución de diferencias, lo más posible es que

los individuos se resistan a despojarse de tal capacidad, temiendo quedar en desventaja.

¿Puede ser vencido este temor convertido en resistencia?

Lo que hacemos pidiendo la sustitución de los medios de la violencia por los medios de

la política, es convertir a la política en un objeto de deseo. Pensando en plural, acá estoy

evocando a Lauren Berlant (2011), cuyas ideas pueden ayudarnos a comprender por qué los

asuntos de la violencia y de la política nos resultan analíticamente atractivos. Nuestra relación

con la política quizá quepa en lo que ella define como “optimismo cruel”. El optimismo es una

fuerza que nos confronta anticipando imágenes de futuro con base en apegos, y estos son

promesas, no posesiones.

Cuando hablamos de un objeto del deseo, realmente estamos hablando de un conjunto de

promesas que nos gustaría que alguien o algo nos haga y nos posibilite. Este objeto

puede incrustarse en una persona, una cosa, una institución, un texto, una norma [...], lo

que sea. La expresión “objeto de deseo” como un cúmulo de promesas nos permite

encontrar lo incoherente o enigmático de nuestros vínculos, no como confirmación de

nuestra irracionalidad, sino como explicación de nuestro sentido de pervivencia en el

objeto, en tanto que la proximidad a él significa proximidad al conjunto de cosas que ese

objeto promete, de las cuales, algunas pueden parecemos claras y buenas, pero otras no

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tanto. [. . .] Rendirse al retomo a la escena en la que merodea el objeto con todas sus

potencialidades es la operación del optimismo como forma afectiva. En el optimismo, el

sujeto se inclina hacia las promesas contenidas en el momento presente del encuentro con su objeto (2011: 23-4).

No obstante, no todos los apegos son optimistas. Algunos presagian el retomo de

episodios indeseados, y las condiciones de realización de otros, en cambio, son inciertas. Los

apegos optimistas aceleran la proximidad del sujeto con el objeto deseado encarrilándolo por

la senda de la certeza. Mas el optimismo también puede ser cmel. Lo es cuando el objeto “que

enciende un sentido de posibilidad hace realmente imposible alcanzar la transformación”

deseada, “de modo que una persona o un mundo se ve obligado a una situación de amenaza

profunda que es, al mismo tiempo, profundamente confirmante (Berlant: 2011: 02). Lo que

hace cmel a una relación de optimismo es la existencia de un obstáculo que interfiere entre el

sujeto y el objeto de su deseo. Dicho con las propias palabras de la autora: “el optimismo cmel

es la condición de mantener un vínculo con un objeto problemático antes de su pérdida”

(Berlant: 2011: 24). De cierta manera, el optimismo cmel es el temor a perder las promesas del

optimismo. Este afecto es como una desorientación, un sinsabor que causa desfases entre unas

sensibilidades y las posibilidades reales para su plenitud. Es cmel porque no alcanza a

realizarse. En Guatemala, la posibilidad de la política es así: un anhelo esquivo, que flota y se

desliza entre las manos sin desvanecerse. La posguerra guatemalteca trajo certezas, pero

también nuevas incertidumbres. Muchas promesas de la transición sucumbieron, si no es

dramático decirlo así, a la continuidad en la que el cambio se convirtió. Pero de nuevo, no todo

está perdido, por entre las grietas del “posf’ se deja avistar el porvenir, de ahí se recrearán las

figuras futuras del tiempo. Antes que cubrir el pasado, el prefijo “posf’ entreteje lo nuevo con

lo viejo. Las síntesis no siempre son alentadoras. La política no está perdida, pero la amenaza

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de su colapso acarrea un enorme cúmulo de frustraciones, que, a su vez, amenazan con hacer

colapsar los sentidos sobre el futuro de la nación que sintetizó el deseo de la paz y todo lo que

a ella se ha adherido. Las inquietudes con el prefijo de la paz añaden nuevas promesas a la

promesa originaria, sin que ninguna respuesta esté dicha. Asi, los márgenes del optimismo se

amplían desbordando lo propiamente cruel. Como la violencia en el análisis de Alien

Feldman, los contextos de aparición del deseo son frecuentemente transformados por las

representaciones ideológicas que de ellos hacemos y por su propia reproducción material. La

elaboración del deseo es también “una práctica semánticamente modal y transformadora que

construye nuevos polos de difusión y recepción”. El desplazamiento atenúa la conciencia de

pérdida. El objeto deseado tambalea y muta; se convierte en el punto de inicio de nuevos

deseos con sus propios términos para la realización. La transición sólo fue la fantasía, aun así,

nos impulsa para pensar con otros lenguajes que no sean los de la violencia. Ese es su valor

principal. Salvando la distancia que me separa de la generación encantada con la transición,

este optimismo es una condición de mi relación personal con la antropología sobre Guatemala.

El reconocimiento de la crudeza del presente, de lo que, parafraseando a Mariano Juárez

(2015), podemos, es una realidad incardinada por la violencia, que expresa la quebradiza

promesa de futuro. Las posibilidades para hacer la antropología del presente historizado

emergen de y en estas conjunciones. Acá existen múltiples posibilidades para nuevos

contactos, ojalá la labor de sobrevivir, que también es un deseo, no las sucumba. En este sitio,

quizá, la capacidad para rehacer la imagen, colmada de porvenir abierto que invierte la

crueldad, estreche los vínculos con los deseos de porvenir.

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*Periódicos, leyes, y documentos de archivo, se citan en pie de página.

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