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Expresión Oral y Escrita II
Antología de cuentos y poemas
Expresión Oral y Escrita II
Antología de cuentos y poemas
Índice
Cuento
Autor
Página
-La noche de los feos Mario Benedetti 3
-La lluvia y los hongos Mario Benedetti 6
-El otro yo Mario Benedetti 8
-El muerto ajeno Mónica Lavín 9
-El abuelo Mario Vargas Llosa 12
-Cero en geometría Frederic Brown 14
-Algo muy grave va a suceder
en este pueblo
Gabriel García Márquez 15
-El clis del sol Manuel González Zeledón 17
-Cruzan la plaza Mónica Lavín 19
-La herencia de Matilde Arcángel Juan Rulfo 21
-Rubén Luis Britto García 26
-Pasear al perro Guillermo Samperio 27
-Los jueves Mónica Lavín 28
-Lingüistas Mario Benedetti 30
Poema
Autor
Página
-Concordancias: las personas -
del verbo
José Emilio Pacheco 31
-Fluir José Emilio Pacheco 31
-Un puñado de polvo José Emilio Pacheco 32
-Ver la luz José Emilio Pacheco 32
-Rostros de vos Mario Benedetti 33
-Hagamos un trato Mario Benedetti 34
-Parpadeo Mario Benedetti 35
-Tú me quieres blanca Alfonsina Storni 36
-Odio Alfonsina Storni 37
-La loba Alfonsina Storni 38
-Primavera a la vista Octavio Paz 40
-Poema 9 Pablo Neruda 40
-Poema 15 Pablo Neruda 41
-El primer beso Amado Nervo 42
-Tanto amor Amado Nervo 42
-Soneto de amor XXX William Shakespeare 43
-Corazón nuevo Federico García Lorca 44
-El vino de los amantes Charles Baudelaire 45
-Morir Alfonso Reyes 45
-Canción de otoño en primavera Rubén Darío 47
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CUENTOS
La noche de los feos
Mario Benedetti
1
Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los
ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una
quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.
Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los
que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de
ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación
con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la
palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su
propio rostro.
Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos
cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura
solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas
soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos,
novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien.
Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.
Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad.
Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla
encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una
ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.
Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero
yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada.
Era la oreja de su lado normal.
Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la
suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la
reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros
espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como
espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un
pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera
una costura en la frente.
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La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me
miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una
confitería. De pronto aceptó.
La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que
pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis
antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese
inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero
esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para
registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene
evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos
mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una)
de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.
Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del
bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.
"¿Qué está pensando?", pregunté.
Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.
"Un lugar común", dijo. "Tal para cual".
Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada
permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una
franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi
equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.
"Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?"
"Sí", dijo, todavía mirándome.
"Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado
como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a
juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida."
"Sí."
Por primera vez no pudo sostener mi mirada.
"Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a
algo."
"¿Algo cómo qué?"
"Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una
posibilidad."
Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.
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"Prométame no tomarme como un chiflado."
"Prometo."
"La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me
entiende?"
"No."
"¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su
cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?"
Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.
"Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca."
Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando
desesperadamente de llegar a un diagnóstico.
"Vamos", dijo.
2
No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era
una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.
Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera.
Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión
estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.
En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo
mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No
éramos eso.
Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente
hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida
caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente
serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.
Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el
costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.
Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.
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La lluvia y los hongos
Mario Benedetti
¿Sinceridad? Cuidado con la palabrita. Por lo pronto, querida, no era éste nuestro convenio de
hace cuatro horas. ¿Recordás lo que dijimos? No existe el pasado. Claro que es difícil abolirlo.
Pero reconocé que hubiera sido lindo quedarnos con nuestra imagen de hoy, vos y yo en aquel
zaguán oscuro, provisoriamente resguardados del aguacero, vos y yo mirándonos, vos y yo
sintiendo que de pronto circulaba entre ambos la corriente milagrosa, vos y yo inscribiéndonos
tácitamente en el compromiso de venir aquí, o a cualquier habitación tan sórdida como ésta,
para repetir, como siempre con fundadas esperanzas, la búsqueda del amor.
Después de todo, ¿qué crees que es la sinceridad? ¿Que yo te diga lo que te gusta y vos me
digas lo que me revienta? Cuidado con la palabrita. La sinceridad (cuando es sincera, porque
también hay una sinceridad falluta) siempre nos llevará a odiamos un poco. Ahora me da
lástima verte así, tan indefensa, tan iluminada. ¿Querés apagar la luz? Conviene que te cubras,
por lo menos. Además, ya no llueve. A lo mejor, tenés razón. Terminada la lluvia, el pasado
vuelve a nacer, como los hongos. ¿Querés que empiece por la infancia con padres, con libros y
sin ternura? No, esa parte es más bien tediosa. ¿O querés que empiece por la zona de
amistad? Ya sé, estarás pensando: cuántas ventajas para el hombre, Dios mío (porque vos
decís a menudo diosmío), no cultivan la virginidad ni tienen los pies fríos ni soportan la
menstruación, y, como si eso fuera poco, poseen la necesaria ingenuidad para creerse amigos,
nosotras en cambio sabemos a qué atenemos: nos encontramos, nos reímos con cierto
escándalo, nos besamos simbólicamente con los labios en el aire, decimos pestes de las
cuñadas, de las primas, de las presuntas amigas ausentes, comparamos detalles de nuestros
novios, amantes o maridos, intercambiamos falsas confidencias y besamos otra vez el aire
antes de separamos con la misma sorna, con la misma envidia contenida. Sí, estarás pensando
eso, y quizá tengas un poco de razón. Pero la verdad es que a mí no me ha hecho feliz la
amistad. Simplemente compruebo. Tuve exactamente tres amigos. Ya ves que no es tan fácil.
Sólo tres. El primero se quedó con un sobre que contenía mi sueldo y nunca más supe de él.
Con el segundo me tomé a golpes, y las cicatrices respectivas (ésta del pómulo, otra en su
hombro derecho) nos impiden olvidarlo todo. En cuanto al tercero, me quitó una novia. No,
esa vez yo no estaba realmente enamorado. Lo importante vino después. Fue la única ocasión
en que me sentí vivir en pleno, como un animal nuevo y despierto, ágil, sensible, aunque
horriblemente preocupado. Estaba, cómo explicarte, deslumbrado ante esos inesperados
matices de posesión y de ternura que descubría en los menos comunicables de mis
pensamientos. Pasaba como un fantasma por mi empleo, por la calle, por mi casa. Estaba
enamorado como puede estarlo un chico de su maestra, o de la amiga de su hermana mayor.
¿Cómo era ella? Bah, era inculta, primaria, pero tenía una sabiduría instintiva que la hacía
intocable, una sensibilidad que convertía en perfecto todo cuanto hacía. Hablaba sin gran
elocuencia, un poco a balbuceos, pero poseía la elocuencia más difícil: la de las actitudes.
Frente al problema más intrincado, su actitud era siempre irreprochable. Tenía un increíble
olfato de lo que estaba bien. Un desequilibrio que a la postre me resultó intolerable. Ella me
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quería, estoy seguro, pero había una suerte de juego mezclado a su amor. Yo tenía una
horrible conciencia de no ser tomado en serio. Pero mi amor, llamémosle así, tampoco era
limpio. Estaba, cómo te diré, contaminado de respeto. Y así no se puede, claro. Quizá ella tenía
la horrible sensación de ser tomada en serio. Nunca se sabe. De todos modos, era un
desequilibrio. Un día no pude más y la golpeé. Tuve que hacerlo. La golpeé, la humillé, la
obligué a cometer acciones que eran denigrantes en nuestra relación. Tenía que verla alguna
vez en una postura horrible, en una actitud absurda, reprochable. Ya sé que es difícil de
comprender, no precisa que me mires así. No lo conseguí, claro. Porque ella pudo resistir. ¿No
te digo que la obligué? En ese momento pensé que lo había conseguido. Estaba allí,
asombrada y despreciable, y yo podía mirarla sin respeto, como si hubiera verdaderamente
prostituido su pasado. Pero al día siguiente ella adoptó de nuevo la única actitud
irreprochable, la única que podía purificar la inmundicia de la víspera. ¿Todavía no
comprendes? Abrió el gas. La maté, claro. ¿Querías decir eso? Fui el culpable, el único, ¿te das
cuenta? Y ahora, por favor, hablemos de otra cosa. De tus amores, por ejemplo.
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El otro yo
Mario Benedetti
Se trataba de un muchacho corriente: en los pantalones se le formaban rodilleras, leía
historietas, hacía ruido cuando comía, se metía los dedos a la nariz, roncaba en la siesta, se
llamaba Armando Corriente en todo menos en una cosa: tenía Otro Yo.
El Otro Yo usaba cierta poesía en la mirada, se enamoraba de las actrices, mentía
cautelosamente, se emocionaba en los atardeceres. Al muchacho le preocupaba mucho su
Otro Yo y le hacía sentirse incómodo frente a sus amigos. Por otra parte el Otro Yo era
melancólico, y debido a ello, Armando no podía ser tan vulgar como era su deseo.
Una tarde Armando llegó cansado del trabajo, se quitó los zapatos, movió lentamente los
dedos de los pies y encendió la radio. En la radio estaba Mozart, pero el muchacho se durmió.
Cuando despertó el Otro Yo lloraba con desconsuelo. En el primer momento, el muchacho no
supo que hacer, pero después se rehizo e insultó concienzudamente al Otro Yo. Este no dijo
nada, pero a la mañana siguiente se había suicidado.
Al principio la muerte del Otro Yo fue un rudo golpe para el pobre Armando, pero enseguida
pensó que ahora sí podría ser enteramente vulgar. Ese pensamiento lo reconfortó.
Sólo llevaba cinco días de luto, cuando salió la calle con el propósito de lucir su nueva y
completa vulgaridad. Desde lejos vio que se acercaban sus amigos. Eso le lleno de felicidad e
inmediatamente estalló en risotadas. Sin embargo, cuando pasaron junto a él, ellos no notaron
su presencia. Para peor de males, el muchacho alcanzó a escuchar que comentaban: «Pobre
Armando. Y pensar que parecía tan fuerte y saludable».
El muchacho no tuvo más remedio que dejar de reír y, al mismo tiempo, sintió a la altura del
esternón un ahogo que se parecía bastante a la nostalgia. Pero no pudo sentir auténtica
melancolía, porque toda la melancolía se la había llevado el Otro Yo.
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El muerto ajeno
Mónica Lavín
No es fácil deshacerse de un muerto, mucho menos de un muerto ajeno. Tal vez si comienzo
desde el principio, comprenderán que no había otro remedio y entonces lo de la carrera en el
andén a media noche tendrá sentido. Íbamos en el tren a Zacatecas cuando la conocimos,
cuando los conocimos para ser preciso, porque esa noche a la hora de la cena en el carro
comedor éramos cuatro: mi mujer, Gonzalo, Silvia y yo. Nosotros íbamos por el aniversario de
bodas de los padrinos de mi mujer y de paso a recorrer la ciudad, Gonzalo y Silvia viajaban
desde Mérida y parecían estrenar noviazgo. De hecho la conversación empezó cuando en el
salón fumador, mientras mi mujer y yo bebíamos una cerveza, y con la cercanía inevitable que
dan esos vagones estrechos -que si alguno tuvo la fortuna de ser viajante de nuestros carros
pullman me seguirá-, miré las piernas de Silvia. Entonces las mujeres usaban medias y faldas
estrechas justo a la rodilla, la informal apariencia del pantalón de mezclilla no era hábito del
viaje. Gonzalo sintió mi intromisión visual pues de golpe colocó su mano sobre el pedazo de
muslo entre dobladillo y rodilla para signar su propiedad. Con la intención de evitar toda
ofensa -y ahora que lo pienso por tener a Silvia a la vista, quién iba a suponer lo que luego
vendría- les pregunté qué querían beber y ordené al camarero copas para todos. La tarde se
había vuelto noche; no sólo disfrutamos del aperitivo juntos si no que en el comedor
compartimos la mesa. Gonzalo era un empresario yucateco visiblemente mayor que Silvia
quien no tendría más de 35 años y a quien ese pelo oscuro y recogido le daba una elegancia
despreocupada. Mi mujer estaba entretenida con las anécdotas de Gonzalo que era un tipo
divertido y yo con la belleza de Silvia quien se sabía portadora de una suave sensualidad. Nos
despedimos pensando que seguramente aún tendríamos la oportunidad de compartir el café
de la mañana y nos refugiamos en nuestros compartimentos. Mi mujer me dijo que le parecía
que no eran casados, tal vez sean recién casados agregué yo, por salvar de alguna manera la
reputación de Silvia. Ella no usa anillo, advirtió con su sagacidad habitual. Ni siquiera habíamos
llegado a Zacatecas cuando tocaron a la puerta quien creímos sería el portero para anticipar
nuestro arribo. Era Silvia, con el pelo suelto, y literalmente en bata frente a nuestra alcoba. Es
Gonzalo -dijo entrecortada- no respira. Mi mujer se puso el saco encima del camisón y salió
tras ella, yo me enfundé los pantalones y las alcancé. Hubo que cruzar al vagón siguiente sin
hablar y con prisa. Lo único que se metía en nuestra impaciencia era el ruido metálico del
bamboleo del tren entre las puertas. Por suerte Gonzalo estaba en la cama de abajo; alguna
consideración de la edad por parte de Silvia, supuse. Estaba muy pálido. Le tomé la muñeca,
como había visto hacer en las películas. Silvia lo miró llorando. Mi mujer tocó su frente como si
fuera la de un niño. Frío, lívido y sin pulso. Llamamos al portero mientras mi mujer abrazaba a
Silvia. Yo miré a Silvia contra el paisaje seco tras la ventana; se veía tan desprotegida con su
bata de seda azul marino. La imaginé en el trajín de la noche anterior. No pude evitarlo, el
escote, el pelo revuelto. Profanaba a un muerto pensando la causa.
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Tuvimos que esperar mucho tiempo sentados en el vagón. Las afanadoras subían para hacer el
aseo, ya habíamos colocado las maletas en el corredor, hasta la de Gonzalo. Silvia lloró
mientras le ponía los zapatos. Ninguno nos atrevimos a cubrirlo con esas sábanas estrechas de
litera de tren. Vino alguien del Registro Civil, también un doctor y allí se firmó el acta de
defunción que Silvia no quería cargar. Afortunadamente todo el papeleo fue a bordo porque
Silvia sostuvo que era su mujer y así no hubo que avisarle a nadie mientras cremaban a
Gonzalo y ella pagaba con el dinero que le había sacado del bolsillo del pantalón. Nosotros no
tuvimos corazón para dejarla sola en todos esos trámite por demás engorrosos. Mi mujer, que
es buena y solidaria, le dijo que se hospedara en nuestro hotel cuando salimos del crematorio.
Silvia llevaba con parsimonia la urna metálica en la que Gonzalo persistía entre nosotros. ¿Le
habrá hecho mal la cena?- pregunté con torpeza. Es que después discutimos- se atrevió Silvia y
comenzó a sollozar. Mi mujer consignó con la mirada mi desatino. Y si viene con nosotros al
festejo por la noche- le dije para animarla. Mi mujer de nuevo reprobó mi sugerencia. Tal vez
quiera volverse con los suyos a Mérida, dijo. Silvia me miró buscando protección. No, no puedo
volver con los suyos ni con los míos. Nos quedó claro que nadie sabía que Gonzalo La Puente
no sólo viajaba acompañado sino que había muerto y ahora era un montón de cenizas en el
regazo de su amante.
Así que Silvia fue a la cena y la presentamos como vieja amiga de mi mujer y no contamos a
nadie lo sucedido, mientras mis cuñados, primos políticos y una parentela desconocida me
daba codazos y me insinuaba que tenía suerte de acompañar a mujer tan guapa. Yo -aunque
con razón desaprueben- en ese momento me sentía afortunado, le veía las piernas y me
sonreía de que nadie pudiese poseerlas más que mi mirada. Si hubiese sabido el alcance de lo
que entonces me parecía fortuna. Era una mujer simpática, mi esposa la adoptó satisfecha de
ese acto caritativo que su conciencia católica aplaudía. Regresamos los tres en el tren, digo los
cuatro, pues Gonzalo viajaba en el neceser de Silvia junto a sus cremas, perfumes y el spray de
pelo. Imaginaba que esa noche debía ser dolorosa para quien había iniciado un trayecto en
pareja y ahora volvía con un hombre vuelto recipiente de bronce. Seguramente lo pondría a
dormir en la cama baja y ella se recostaría en la alta para aligerar el recuerdo del trayecto
mortal. Debía estar acostumbrada a lo pasajero, a la relación de a pedazos, en fragmentos
pues mi mujer esa noche me contó que desde hacía ocho años era pareja de Gonzalo quien
efectivamente estaba casado. Habrá que informar a la señora La Puente- dije con lo propio en
esos casos. No es nuestro asunto- contestó mi mujer. ¿Y qué hará Silvia?- le pregunté con la
certeza de que ellas dos ya lo habían hablado. Se quedará en casa unos días, mientras lo
piensa, mientras resuelve qué hace con Gonzalo.
Mi mujer me sabía inofensivo pues sino habría ideado otra solución así que al llegar a
Buenavista partimos a casa en taxi donde instalamos a Silvia en la habitación de Mariela,
nuestra hija, que no tuvo más remedio que aceptar cuando escuchó la historia. A la semana,
Silvia mudó su vestuario negro por tonos más claros y empezó a salir con mi mujer a misa, al
mercado, a jugar a las cartas. Descubrimos que cantaba boleritos yucatecos y que se ponía
simpática cuando bebía dos cubas. Un domingo hasta nos cocinó cochinita pibil. Yo dormía con
dificultad, tenía unas ganas irresistibles de espiar su sueño, de mirar su cuerpo desparpajado
sobre las sábanas. Mariela le dijo a su madre que ya llevaba dos semanas pernoctando en el
sofá cama del estudio. Que cuándo se iba esa señora. Mi mujer le dijo que se sentía incapaz de
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echarla después de tan grande desgracia y que era una caprichosa. El caso es que para
complacer a Mariela le dijimos a la sirvienta que la queríamos de entrada por salida aunque
resultara más costoso y adaptamos la habitación para Silvia. Luego nadie nos atrevimos a
decirle a Silvia que se mudara, ni la propia Mariela que la veía rezarle a la urna que ahora
estaba en su tocador, junto a un french poodle de peluche rosa que le dio Javier. Así que una
mañana en que Silvia estaba en el salón, nuestra hija entró por sus cosas más queridas para
hacerse un nicho agradable en el cuarto de servicio. Al mes mi mujer empezó a perder su
espíritu caritativo. Vete a La Villa por un nicho para la dichosa urna, me dijo con total
irreverencia.
Toqué en la habitación de Silvia una tarde en que los dos nos habíamos quedado solos, pues
mi mujer ya no la invitaba ni a las tiendas ni con sus amigas y mi hija evitaba estar en su nueva
habitación con vista al patio de servicio. Silvia, encontré un nicho para Gonzalo. Me miró con
los ojos acuosos y volteó hacia el amante pulverizado. No sé si puedo vivir sin él. Sé que estoy
siendo una carga para ustedes que han sido tan amables. Me voy a ir pronto. Estoy esperando
una carta de mi tía de Campeche. Me sentí tan afligido por su destino que le insistí que no se
preocupara. Mientras le hablaba le miraba los labios temblorosos que mudaban a sonrisa en el
irresistible carmín que siempre lucía. Pero es usted tan hermosa que hará pronto otra vida, le
dije para animarla. Entonces me dio un beso en la mejilla, un beso de hija mala.
Le dijiste lo de la urna, me preguntó mi mujer esa noche caminando por la acera después de la
cena. No había manera de hablar a solas dentro de casa. No se quiere separar de él, di por
respuesta. Me miró incisiva. Sabía que me tocaba demoler la caridad que ella había ostentado.
Esa noche Mariela antes de irse a su habitación preguntó también. Le habrás dicho lo del nicho
¿verdad?
No pude dormir, me quedé mirando el foco apagado del techo pensando que no había
comprado la lámpara para ocultarlo desde que nos mudamos a esa casa quince años atrás. De
pronto, animado por el ultraje, encontré la solución. Así que entré a su habitación girando el
picaporte con toda mesura y la contemplé con el pelo oscuro revuelto y el mismo camisón que
asomaba por el escote de la bata azul marino con que nos informó de su infortunio hacía dos
meses. Las rodillas estaban al descubierto y sus pies que parecían tersos me incitaban a
acariciarlos, que digo a acariciarlos, a pasar mi lengua por entre sus dedos. Se movió un poco y
recordé el motivo, la misión a la que me orillaba mi papel de padre y jefe de familia. Así que la
tomé del tocador, observé mi reflejo en el espejo mientras desprendía a su amante de la
intimidad de la alcoba. Perdón, susurré al muerto y después me hinqué a los pies de la cama,
para mirar de cerca aquel arco y los tobillos rosados y estirar mi mano en la falsa pretensión de
la caricia. Salí deprisa sin cerrar la puerta de nuevo. La ciudad estaba vacía así que no me tomó
mucho tiempo llegar a la estación, correr al andén como si se me fuera a escapar un tren y
dejarlo allí en la escalinata de uno de los vagones del Tapatío. Volví deprisa pero en casa ya
habían notado la ausencia de Gonzalo. Mi mujer abrazaba a Silvia que lloraba sobre su cama y
Mariela colocaba al french poodle rosa sutilmente en el tocador. Me podrían haber dicho que
me fuera, espetaba Silvia entre sollozos. Esas no son maneras. Ustedes que habían sido tan
gentiles. No pude más y me hinqué frente a ella, frente a sus gloriosos pies y sus rodillas sin
importar la presencia de mi mujer, ni su compasión de última hora. Lo tuve que llevar a la
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estación, tuve que desprenderme de él. Sabe Silvia me dolía Gonzalo, yo también lo quise en
esos kilómetros de conocerlo. Nos dolía a todos en casa. Fue un acto de amor por no condenar
a Gonzalo al oscuro espacio de un nicho. Necesitamos su alegría Silvia. Y mientras mi mujer
soltaba los hombros que antes sostuviera con fervor maternal, miré los pies de Silvia con la
certeza de que bien valían un muerto.
El abuelo
Mario Vargas Llosa
Cada vez que crujía una ramita, o croaba una rana, o vibraban los vidrios de la cocina que
estaba al fondo de la huerta, el viejecito saltaba con agilidad de su asiento improvisado, que
era una piedra chata, y espiaba ansiosamente entre el follaje. Pero el niño aún no aparecía. A
través de las ventanas del comedor, abiertas a la pérgola, veía en cambio las luces de la araña
encendida hacía rato, y bajo ellas sombras imprecisas que se deslizaban de un lado a otro, con
las cortinas, lentamente. Había sido corto de vista desde joven, de modo que eran inútiles sus
esfuerzos por comprobar si ya cenaban o si aquellas sombras inquietas provenían de los
árboles más altos.
Regresó a su asiento y esperó. La noche pasada había llovido y la tierra y las flores despedían un agradable olor a humedad. Pero los insectos pululaban, y los manoteos desesperados de don Eulogio en torno del rostro, no conseguían evitarlos: a su barbilla trémula, a su frente, y hasta las cavidades de sus párpados, llegaban cada momento lancetas invisibles a punzarle la carne. El entusiasmo y la excitación que mantuvieron su cuerpo dispuesto y febril durante el día habían decaído y sentía ahora cansancio y algo de tristeza. Le molestaba la oscuridad del vasto jardín y lo atormentaba la imagen, persistente, humillante, de alguien, quizá la cocinera o el mayordomo, que de pronto lo sorprendía en su escondrijo. "¿Qué hace usted en la huerta a estas horas, don Eulogio?" Y vendrían su hijo y su hija política, convencidos de que estaba loco. Sacudido por un temblor nervioso, volvió la cabeza y adivinó entre los macizos de crisantemos, de nardos y de rosales, el diminuto sendero que llegaba a la puerta falsa esquivando el palomar. Se tranquilizó apenas, al recordar haber comprobado tres veces que la puerta estaba junta, con el pestillo corrido, y que en unos segundos podía escurrirse hacía la calle sin ser visto.
"¿Y si hubiera venido ya?", pensó, intranquilo. Porque hubo un instante, a los pocos minutos de haber ingresado cautelosamente a su casa por la entrada casi olvidada de la huerta, en que perdió la noción del tiempo y permaneció como dormido. Sólo reaccionó cuando el objeto que ahora acariciaba sin saberlo, se desprendió de sus manos y le golpeó el muslo. Pero era imposible. El niño no podía haber cruzado la huerta todavía, porque sus pasos asustados lo hubieran despertado, o el pequeño, al distinguir a su abuelo, encogido y dormitando justamente al borde del sendero que debía conducirlo a la cocina, habría gritado.
Esta reflexión lo animó. El soplido del viento era menos fuerte, su cuerpo se adaptaba al ambiente, había dejado de temblar. Tentando los bolsillos de su saco, encontró el cuerpo duro y cilíndrico de la vela que compró esa tarde en el almacén de la esquina. Regocijado, el
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viejecito sonrió en la penumbra: rememoraba el gesto de sorpresa de la vendedora. El había permanecido muy serio, taconeando con elegancia, batiendo levemente y en círculo su largo bastón enchapado en metal, mientras la mujer pasaba bajo sus ojos, cirios y velas de diversos tamaños. "Esta", dijo él, con un ademán rápido que quería significar molestia por el quehacer desagradable que cumplía. La vendedora insistió en envolverla pero don Eulogio no aceptó y abandonó la tienda con premura. El resto de la tarde estuvo en el Club Nacional, encerrado en el pequeño salón del rocambor donde nunca había nadie. Sin embargo, extremando las precauciones para evitar la solicitud de los mozos, echó llave a la puerta. Luego, cómodamente hundido en el confortable de insólito color escarlata, abrió el maletín que traía consigo y extrajo el precioso paquete. La tenia envuelta en su hermosa bufanda de seda blanca, precisamente la que llevaba puesta la tarde del hallazgo.
A la hora más cenicienta del crepúsculo había tomado un taxi, indicando al chofer que circulara por las afueras de la ciudad; corría una deliciosa brisa tibia, y la visión entre grisácea y rojiza del cielo seria más enigmática en medio del campo. Mientras el automóvil flotaba con suavidad por el asfalto, los ojitos vivaces del anciano, única señal ágil en su rostro fláccido, descolgado en bolsas, iban deslizándose distraídamente sobre el borde del canal paralelo a la carretera, cuando de pronto lo divisó.
-"¡Deténgase!" -dijo, pero el chofer no le oyó-. "¡Deténgase! ¡Pare!".
Cuando el auto se detuvo y en retroceso llegó al montículo de piedras, don Eulogio comprobó que se trataba, efectivamente, de una calavera. Teniéndola entre las manos, olvidó la brisa y el paisaje, y estudió minuciosamente, con creciente ansiedad, esa dura, terca y hostil forma impenetrable, despojada de carne y de piel, sin nariz, sin ojos, sin lengua. Era pequeña, y se sintió inclinado a creer que era de niño. Estaba sucia, polvorienta, y hería su cráneo pelado una abertura del tamaño de una moneda, con los bordes astillados. El orificio de la nariz era un perfecto triángulo, separado de la boca por un puente delgado y menos amarillo que el mentón. Se entretuvo pasando un dedo por las cuencas vacías, cubriendo el cráneo con la mano en forma de bonete, o hundiendo su puño por la cavidad baja, hasta tenerlo apoyado en el interior entonces, sacando un nudillo por el triángulo, y otro por la boca a manera de una larga e incisiva lengüeta, imprimía a su mano movimientos sucesivos, y se divertía enormemente imaginando que aquello estaba vivo...
Expresión Oral y Escrita II
Antología de cuentos y poemas
Cero en geometría
Frederic Brown
Henry miró el reloj. Dos de la madrugada. Cerró el libro con desesperación. Seguramente que
mañana sería reprobado. Entre más quería hundirse en la geometría, menos la entendía. Dos
fracasos ya, y sin duda iba a perder un año. Sólo un milagro podría salvarlo.
Se levantó ¿Un milagro? ¿Y por qué no? Siempre se había interesado en la magia. Tenía libros.
Había encontrado instrucciones sencillísimas para llamar a los demonios y someterlos a su
voluntad. Nunca había hecho la prueba. Era el momento, ahora o nunca.
Sacó del estante el mejor libro sobre magia negra. Era fácil. Algunas fórmulas. Ponerse al
abrigo en un pentágono. El demonio llega. No puede nada contra uno, y se obtiene lo que se
quiera. Probemos.
Movió los muebles hacia la pared, dejando el suelo limpio. Después dibujó sobre el piso, con
un gis, el pentágono protector. Y después, pronunció las palabras cabalísticas. El demonio era
horrible de verdad, pero Henry hizo acopio de valor y se dispuso a dictar su voluntad.
- Siempre he tenido cero en geometría -empezó.
- A quién se lo dices … -contestó el demonio con burla.
Y saltó las líneas del hexágono para devorar a Henry, que el muy idiota había dibujado en lugar
de un pentágono.
Expresión Oral y Escrita II
Antología de cuentos y poemas
Algo muy grave va a suceder en este pueblo
Gabriel García Márquez
Imagínese usted un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno
de 17 y una hija de 14. Está sirviéndoles el desayuno y tiene una expresión de preocupación.
Los hijos le preguntan qué le pasa y ella les responde:
-No sé, pero he amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va a sucederle a este
pueblo.
Ellos se ríen de la madre. Dicen que esos son presentimientos de vieja, cosas que pasan. El hijo
se va a jugar al billar, y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el otro
jugador le dice:
-Te apuesto un peso a que no la haces.
Todos se ríen. Él se ríe. Tira la carambola y no la hace. Paga su peso y todos le preguntan qué
pasó, si era una carambola sencilla. Contesta:
-Es cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi madre esta
mañana sobre algo grave que va a suceder a este pueblo.
Todos se ríen de él, y el que se ha ganado su peso regresa a su casa, donde está con su mamá o
una nieta o en fin, cualquier pariente. Feliz con su peso, dice:
-Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla porque es un tonto.
-¿Y por qué es un tonto?
-Hombre, porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado con la idea de que su
mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo.
Entonces le dice su madre:
-No te burles de los presentimientos de los viejos porque a veces salen.
La pariente lo oye y va a comprar carne. Ella le dice al carnicero:
-Véndame una libra de carne -y en el momento que se la están cortando, agrega-: Mejor
véndame dos, porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado.
El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de carne, le
dice:
-Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se están
preparando y comprando cosas.
Expresión Oral y Escrita II
Antología de cuentos y poemas
Entonces la vieja responde:
-Tengo varios hijos, mire, mejor deme cuatro libras.
Se lleva las cuatro libras; y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora
agota la carne, mata otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento
en que todo el mundo, en el pueblo, está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades
y de pronto, a las dos de la tarde, hace calor como siempre. Alguien dice:
-¿Se ha dado cuenta del calor que está haciendo?
-¡Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor!
(Tanto calor que es pueblo donde los músicos tenían instrumentos remendados con brea y
tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos.)
-Sin embargo -dice uno-, a esta hora nunca ha hecho tanto calor.
-Pero a las dos de la tarde es cuando hay más calor.
-Sí, pero no tanto calor como ahora.
Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la voz:
-Hay un pajarito en la plaza.
Y viene todo el mundo, espantado, a ver el pajarito.
-Pero señores, siempre ha habido pajaritos que bajan.
-Sí, pero nunca a esta hora.
Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo, que todos están
desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo.
-Yo sí soy muy macho -grita uno-. Yo me voy.
Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central
donde está el pobre pueblo viéndolo. Hasta el momento en que dicen:
-Si éste se atreve, pues nosotros también nos vamos.
Y empiezan a desmantelar literalmente el pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo.
Y uno de los últimos que abandona el pueblo, dice:
-Que no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa -y entonces la incendia y
otros incendian también sus casas.
Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en un éxodo de guerra, y en medio de ellos
va la señora que tuvo el presagio, clamando:
Expresión Oral y Escrita II
Antología de cuentos y poemas
-Yo dije que algo muy grave iba a pasar, y me dijeron que estaba loca.
El clis del sol
Manuel González Zeledón
No es cuento, es una historia que sale de mi pluma como ha ido brotando de los labios de ñor
Cornelio Cacheda, que es un buen amigo de tantos como tengo por esos campos de Dios. Me
la refirió hará cinco meses, y tanto me sorprendió la maravilla que juzgo una acción criminal el
no comunicarla para que los sabios y los observadores estudien el caso con el detenimiento
que se merece.
Podría tal vez entrar en un análisis serio del asunto, pero me reservo para cuando haya oído las
opiniones de mis lectores. Va, pues, monda y lironda, la consabida maravilla.
Ñor Cornelio vino a verme y trajo consigo un par de niñas de dos años y medio de edad,
nacidas de una sola "camada" como él dice, llamadas María de los Dolores y María del Pilar,
ambas rubias como una espiga, blancas y rosadas como durazno maduro y lindas como si
fueran "imágenes", según la expresión de ñor Cornelio. Contrastaba la belleza infantil de las
gemelas con la sincera incorrección de los rasgos fisonómicos de ñor Cornelio, feo si los hay,
moreno subido y tosco hasta lo sucio de las uñas y lo rajado de los talones. Naturalmente se
me ocurrió en acto preguntarle por el progenitor feliz de aquel para de boquirrubias. El viejo se
chilló de orgullo, retorció la jetaza de pejibaye rayado, se limpió las barbas con el revés de la
peluda mano y contestó:
–¡Pos yo soy el tata, más que sea feo el decilo! No se parecen a yo, pero es que la mama no es
tan pior, y pal gran poder de mi Dios no hay nada imposible.
–Pero dígame, ñor Cornelio, ¿su mujer es rubia, o alguno de los abuelos era así como las
chiquitas?
–No, señor; en toda la familia no ha habido ninguno gato ni canelo; todos hemos sido
acholaos.
–Y entonces, ¿cómo se explica usted que las niñas hayan nacido con ese pelo y esos colores?
El viejo soltó una estrepitosa carcajada, se enjarró y me lanzó una mirada de soberano desdén.
–¿De qué se ríe, ñor Cornelio?
–Por no había de rirme, don Magón, cuando veo que un pobre inorante como yo, un
campiruso pión, sabe más que un hombre como usté que todos dicen qu’es tan sabido, tan
leído y que hasta hace leyes onde el Presidente con los menistros?
–A ver, explíqueme eso.
–Hora verá lo que jue.
Expresión Oral y Escrita II
Antología de cuentos y poemas
Ñor Cornelio sacó de las alforjas un buen pedazo de sobado, dio un trozo a cada chiquilla,
arrimó un taburete, en el que se dejó caer satisfecho de su próximo triunfo, se sonó
estrepitosamente las narices, tapando cada una de las ventanas con el índice respectivo,
restregó con la planta de la pataza derecha limpiando el piso, se enjugó con el revés de la
chaqueta y principió su explicación en estos términos:
–Usté sabe que hora en marzo hizo tres años que hubo un clis de sol en que se oscureció el sol
en todo el medio; bueno, pues, como unos veinte días antes Lina, mi mujer, salió habelitada de
esas chiquillas. Dende ese entonces le cogió un desasosiego tan grande que aquello era cajeta:
no había cómo atajala, se salía de la casa de día y de noche, siempre ispiando pal cielo; se iba
al solar, a la quebrada, al charralillo del cerco, y siempre con aquel capricho y aquel mal que no
había descanso ni más remedio que dejala a gusto. Ella había sido siempre muy antojada en
todos los partos. Vea, cuando nació el mayor jue lo mesmo; con que una noche me dispertó
tarde de la noche y m’hizo ir a buscarle cojoyos de cirgüelo macho. Pior era que juera a nacer
la criatura con la boca abierta. Le truje los cojoyos; endespués otros antojos, pero nunca la
llegué a ver tan desasosegada como con estas chiquitas. Pos hora verá, como l’iba diciendo, le
cogió por ver pal cielo día y noche, y el día del clis de solo, qu’estaba yo en la montaña apiando
un palo pa un eleje, es qu’estuvo ispiando el sol en el breñalillo del cerco dende buena
mañana.
Pa no cansalo con el cuento, así siguió hasta que nacieron las muchachitas estas. No le niego
que a yo se m’hizo cuesta arriba el velas tan canelas y tan gatas, pero dende entonces parece
que hubieran traído la bendición de Dios. La mestra me las quiere y les cuese la ropa, el
Político les da sus cincos, el Cura me las pide pa paralas con naguas de puros linoses y
antejuelas en el altar pal Corpus y, pa los días de la Semana Santa, las sacan en la procesión
arrimadas al Nazareno y al Santo Sepulcro; para la Nochebuena las mudan con muy bonitos
vestidos y las ponen en el portal junto a las Tres Divinas. Y todos los costos son de bolsa de los
mantenedores, y siempre les dan su medio escudo, gu bien su papel de a peso, gu otra buena
regalía. ¡Bendito sea mi Dios que las jue a sacar pa su servicio de un tanta tan feo como yo...!
Lina hasta que está culeca con sus chiquillas, y dionde que aguanta que no se las alabancén. Ya
ha tenido sus buenos pelitos con curtidas del vecindario por las malvadas gatas.
Interrumpí a ñor Cornelio, temeroso de que el panegírico no tuviera fin, y lo hice volver al carril
abandonado.
–Bien, ¿pero idilla?
–¿Idilla qué? ¿Pos no ve que jue por haber ispiao la mama el clis de sol por lo que son canelas?
¿Usté no sabía eso?
–No lo sabía, y me sorprende que usted lo hubiera adivinado sin tener ninguna instrucción.
–Pa qué engañalo, don Magón. Yo no jui el que adevinó el busiles. ¿Usté conoce a un mestro
italiano que hizo la torre de la iglesia de la villa: un hombre gato, pelo colorao, muy blanco y
muy macizo que come en casa dende hace cuatro años?
–No, ñor Cornelio.
Expresión Oral y Escrita II
Antología de cuentos y poemas
–Pos él ju el que m’explicó la cosa del clis de sol.
Cruzan la plaza
Mónica Lavín
Pero ahora el tiempo corrió más pronto, adelgazando sus últimas horas.
(Viaje a la semilla, de Alejo Carpentier)
Un hombre y una mujer cruzan la plaza. Van tomados de la mano. Es de noche en una
ciudad ajena, hace sólo unos instantes que las manos se encontraron, y así el andar uno al lado
del otro, pareciera un proceder familiar. Apenas se conocen, dos días hay en su haber, y es tan
dulce y desesperado ese cruzar la plaza tomados de la mano que es de pronto esperanza como
final. ¿Qué hay en esa toma que se repite una y otra vez? Entran a la plaza como a un ruedo;
caminan altivos, las manos entrelazadas, orgullosos de poseerse en ese espacio anónimo y
solitario de la ciudad. Y aunque sólo se estrujan las manos, la posesión de los más callados
anhelos ha quedado atrapada entre sus palmas, soltarse es impensable, soltarse es comenzar
la despedida. Un hombre y una mujer con abrigo cruzan la plaza: poderosa estampa que
destapa futuros inciertos y abismos no invocados.
En la discoteca las sillas están puestas sobre las mesas, alguien barre y la música ha
cesado. Los últimos habitantes del bar se levantan de las mesas donde una música se ha
encargado de dar a la pareja la posibilidad del abrazo. Ella puede recargarse en el hombro y
sentir el calor tibio de su mejilla, él la puede tomar por la cintura mientras la otra mano se
anuda con firmeza con la de ella, las bocas audaces, sedientas se separan y vuelven a su deseo
palpitante, al pudor sometido, a la duda del encuentro. Regresan a la mesa donde comienzan
los primeros acordes de una música suave.
Se sientan en el taxi donde sus manos sobre el sillón apenas rozan los dedos, es el
inicio de la complicidad. Al llegar al bar se unen al resto que no sospecha que suben por la
escalera donde ella lo ha esperado y él la ha alcanzado. Bailan un ritmo latino y ella le explica
cómo moverse, beben hasta volver al restaurante donde a los postres siguen la carne y el paté
de salmón. Caminan uno al lado del otro, platican, él la presenta a otras personas pronunciado
su nombre con precisión. Ella lo mira y se acerca. Hola. Él finge no darse cuenta cuando ella
entra y se sigue de largo, ella siente un salto en el corazón cuando descubre que allí está. Toma
el elevador y en el cuarto se cepilla el pelo muchas veces, se pone perfume, se quita el vestido
y lo cuelga, guarda las medias negras en un cajón; se despinta el carmín y la ralla del ojo, por
último el maquillaje. Se da un duchazo. Guarda en su piel la algarabía del encuentro, se sume
en el ritual de la espera.
Expresión Oral y Escrita II
Antología de cuentos y poemas
El día es tan largo, ha dormido muy poco, la noche ha sido ocupada por la presencia de
un hombre intrigante y abrazable. Es de madrugada cuando sube al tren, él duerme ajeno. Ella
se mira en el espejo, tiene una brizna blanca en los labios, le preocupa no saber desde cuando
la trae allí colocada y que él no se haya atrevido a quitársela. Él viene por el pasillo, con el
deseo de no alejarse muy rápido, no vaya a ser que el beso se le caiga entre las vías. La mujer
sale de su dormitorio con el deseo de que él vuelva sobre sus pasos. En el pasillo él le da un
beso tímido junto a los labios y le dice que espera con ansias volverla a ver. Caminan juntos
por el pasillo que los hace contonearse suavemente. Ella quiere que la detenga, él no sabe lo
que ella quiere pero siguen hasta el salón fumador y hablan de lo que hacen, del mundo, están
solos y eso les agrada. Se acercan a la barra y beben coñac, platican con otras personas, pero
se miran de cuando en cuando, se escuchan como si los demás no existieran. Se van al carro
comedor a cenar y cada cual está por su lado. Ella lo busca con la mirada, no puede ser muy
obvia, nadie lo es después de cruzar una plaza de la mano al cobijo de la noche. Lo busca con la
mirada como la noche siguiente cuando tocan esa música y algunos bailan, lo busca pidiendo
el encuentro de los ojos. Tan sólo una hora después están en la misma mesa cada cual
diciendo su nombre y su procedencia, añorando ya la caminata en la plaza dos días antes, con
el silencio de sus manos aferradas.
Cruzan la plaza y llegan al lobby de un hermoso hotel y él la acompaña a su habitación.
Ella deja que él la acompañe. Las manos siguen atadas entre alfombras y números del
elevador. El corazón late con prisa. Pasan besos, pasan frases y los deseos los sofoca el reloj y
la despedida. Ella piensa que fue bueno compartir la misma mesa, él dice que se hubieran
encontrado de cualquier manera. Las manos se desatan y la tristeza se instala mientras él
cruza la plaza de nuevo y ella lo mira desde la ventana de la habitación.
Una pareja cruza la plaza, se poseen las manos un instante y en ese instante el mundo
es todo suyo, y en ese instante el mundo se ha detenido, sólo por ese instante, sólo por ellos
que cruzan la plaza de la mano.
Expresión Oral y Escrita II
Antología de cuentos y poemas
La herencia de Matilde Arcángel
Juan Rulfo
En Corazón de María vivían, no hace mucho tiempo, un padre y un hijo conocidos
como los Eremites; si acaso, porque los dos se llamaban Euremios. Uno, Euremio Cedillo; otro,
Euremio Cedillo también, aunque no costaba ningún trabajo distinguirlos, ya que uno le sacaba
al otro una ventaja de veinticinco años bien colmados.
Lo colmado estaba en lo alto y garrudo de que lo había dotado la benevolencia de Dios
Nuestro señor al Euremio grande. En cambio al chico lo había hecho todo alrevesado, hasta se
dice que de entendimiento.
Y por si fuera poco el estar trabado de flaco, vivía, si es que todavía vive, aplastado por el odio
como por una piedra; y válido es decirlo, su desventura fue la de haber nacido. Quien más lo
aborrecía era su padre, por más cierto mi compadre; porque yo le bauticé al muchacho.
Y parece que para hacer lo que hacía se atenía a su estatura. Era un hombrón así de grande,
que hasta daba coraje estar junto a él y sopesar su fuerza, aunque fuera con la mirada. Al verlo
uno se sentía como si a uno lo hubieran hecho de mala gana o con desperdicios. Fue en
Corazón de María abarcando los alrededores, el único caso de un hombre que creciera tanto
hacia arriba, siendo que los de por ese rumbo crecen a lo ancho y son bajitos; hasta se dice
que es allí donde se originan los chaparros; y chaparra es allí la gente y hasta su condición.
Ojalá que ninguno de los presentes se ofenda por si es de allá, pero yo me sostengo en mi
juicio.
Y regresando a donde estábamos, les comenzaba a platicar de unos fulanos que vivieron hace
tiempo en Corazón de María.
Euremio grande tenía un rancho apodado Las Ánimas, venido a menos por muchos trastornos,
aunque el mayor de todos fue el descuido.
Y es que nunca quiso dejarle esa herencia al hijo que, como ya les dije, era mi ahijado. Se la
bebió entera a tragos de "bingarrote", que conseguía vendiendo pedazo tras pedazo de rancho
y con el único fin de que el muchacho no encontrara cuando creciera de dónde agarrarse para
vivir.
Y casi lo logró. El hijo apenas si se levantó un poco sobre la tierra, hecho una pura lástima, y
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más que nada debido a unos cuantos compadecidos que le ayudaron a enderezarse; porque su
padre ni se ocupó de él, antes parecía que se le cuajaba la sangre de sólo verlo.
Pero para entender todo esto hay que ir más atrás. Mucho más atrás de que el muchacho
naciera, y quizá antes de que Euremio conociera a la que iba a ser su madre.
La madre se llamó Matilde Arcángel. Entre paréntesis, ella no era de Corazón de María, sino de
un lugar más arriba que se nombra Chupaderos, al cual nunca llegó a ir el tal Cedillo y que si
acaso lo conoció fue por referencias. Por ese tiempo ella estaba comprometida conmigo; pero
uno nunca sabe lo que se trae entre manos, así que cuando fui a presentarle a la muchacha, un
poco por presumirla y otro poco para que él se decidiera a apadrinarnos la boda, no me
imaginé que a ella se le agotara de pronto el sentimiento que decía sentir por mí, ni que
comenzaran a enfriársele los suspiros, y que su corazón se lo hubiera agenciado otro.
Lo supe después. Sin embargo, habrá que decirles antes quién y qué cosa era Matilde
Arcángel. Y allá voy. Les contaré esto sin, apuraciones.
Despacio. Al fin y al cabo tenemos toda la vida por delante.
Ella era hija de una tal doña Sinesia; dueña de la fonda de Chupaderos; un lugar caído en el
crepúsculo como quien dice, allí donde se nos acababa la jornada. Así que cuanto arriero
recorría esos rumbos alcanzó a saber de ella y pudo saborearse los ojos mirándola. Porque por
ese tiempo, antes de que desapareciera, Matilde era una muchachita que se filtraba como el
agua entre todos nosotros.
Pero el día menos pensado, y sin que nos diéramos cuenta de que modo, se convirtió en
mujer. Le brotó una mirada de semisueño; que escarbaba clavándose dentro de uno como un
clavo que cuesta trabajo desclavar. Y luego se le reventó la boca como si la hubieran
desflorado a besos. Se puso, bonita la muchacha, lo que sea de cada quien.
Está bien que uno no esté para merecer. Ustedes saben, uno es arriero. Por puro gusto. Por
platicar con uno mismo, mientras se anda en los caminos.
Pero los caminos de ella eran más largos que todos los caminos que yo había andado en mi
vida y hasta se me ocurrió que nunca terminaría de quererla.
Pero total, se la apropió el Euremio.
Al volver de uno de mis recorridos, supe que ya estaba casada con el dueño de Las Ánimas.
Pensé que la había arrastrado la codicia y tal vez lo grande del hombre. Justificaciones nunca
me faltaron. Lo que me dolió aquí en el estómago, que es donde más duelen los pesares, fue
que se hubiera olvidado ese atajo de pobres diablos que íbamos a verla y nos guarecíamos en
el calor de sus miradas. Sobre todo de mí, Tranquilino Herrera, servidor de ustedes, y con
quien ella se comprometió de abrazo y beso y toda la cosa. Aunque viéndolo bien, en
Expresión Oral y Escrita II
Antología de cuentos y poemas
condiciones de hambre cualquier animal se sale del corral; y ella no estaba muy bien
alimentada que digamos; en parte porque a veces éramos tantos que no alcanzaba la ración,
en parte porque siempre estaba dispuesta a quitarse el bocado de la boca para que nosotros
comiéramos.
Después engordó. Tuvo un hijo. Luego murió.
La mató un caballo desbocado.
Veníamos de bautizar a la criatura. Ella lo traía en sus brazos.
No podría yo contarles los detalles de por qué y cómo se desbocó el caballo, porque yo venía
mero adelante. Sólo me acuerdo que era un animal rociíllo. Pasó junto a nosotros como una
nube gris, y más que caballo fue el aire del caballo el que nos tocó ver; solitario, ya casi
embarrado a la tierra. La Matilde Arcángel se había quedado atrás, sembrada no muy lejos de
allí y con la cara metida en un charco de agua. Aquella carita que tanto quisimos tantos, ahora
casi hundida, como si se estuviera enjuagando la sangre que brotaba como manadero de su
cuerpo todavía palpitante.
Pero ya para entonces no era de nosotros. Era propiedad de Euremio Cedillo, el único que la
había trabajado como suya. ¡Y vaya si era chula la Matilde! Y más que trabajado, se había
metido dentro de ella mucho más allá de las orillas de la carne, hasta el alcance de hacerle
nacer un hijo. Así que a mí, por ese tiempo, ya no me quedaba de ella más que la sombra o sí
acaso una brizna de recuerdo.
Con todo, no me resigné a no verla. Me acomedí a bautizarles al muchacho, con tal de seguir
cerca de ella, aunque fuera nomás en calidad de compadre.
Por eso es que todavía siento pasar junto a mí ese aire, que apagó la llamarada de su vida,
como si ahora estuviera soplando; como si siguiera soplando contra uno.
A mí me tocó cerrarle los ojos llenos de agua; y enderezarle la boca torcida por la angustia: esa
ansia qué le entró y que seguramente le fue creciendo durante la carrera del animal, hasta el
fin, cuando se sintió caer.
Ya les conté que la encontramos embrocada sobre su hijo. Su carne ya estaba comenzando a
secarse, convirtiéndose en cáscara por todo el jugo que se le había salido durante todo el rato
que duró su desgracia. Tenía la mirada abierta, puesta en el niño. Ya les dije que estaba
empapada en agua. No en lágrimas, sino del agua puerca del charco lodoso donde cayó su
cara. Y parecía haber muerto contenta de no haber apachurrado a su hijo en la caída, ya que se
le traslucía la alegría en los ojos. Como les dije antes, a mí me tocó cerrar aquella mirada
todavía acariciadora como cuando estaba viva.
La enterramos. Aquella boca, a la que tan difícil fue llegar, se fue llenando de tierra. Vimos
Expresión Oral y Escrita II
Antología de cuentos y poemas
cómo desaparecía toda ella sumida en la hondonada de la fosa, hasta no volver a ver su forma.
Y. allí, parado como horcón, Euremio Cedillo. Y yo pensando:"Si la hubiera dejado tranquila en
Chupaderos, quizá todavía estuviera viva."
Todavía viviría - se puso a decir él-si el muchacho no hubiera tenido la culpa." Y contaba que al
niño se le había ocurrido dar un berrido como de tecolote, cuando el caballo en que venían era
muy asustón. Él se lo advirtió a la madre muy bien, como para convencerla de que no dejara
berrear al muchacho. Y también decía que ella podía haberse defendido al caer; pero que hizo
todo lo contrario: "Se hizo arco, dejándole un hueco al hijo como para no aplastarlo. Así que,
contando unas con otras, toda la culpa es del muchacho. Da unos berridos que hasta uno se
espanta. Y yo para qué voy a quererlo. Él de nada me sirve.
La otra podía haberme dado más y todos los hijos que yo quisiera; pero éste no me dejó ni
siquiera saborearla." Y así se soltaba diciendo cosas y más cosas, de modo que ya uno no sabía
si era pena o coraje el que sentía por la muerta.
Lo que sí se supo siempre fue el odio que le tuvo al hijo.
Y era de eso de lo que yo les estaba platicando desde el principio.
El Euremio se dio a la bebida. Comenzó a cambiar pedazos de sus tierras por botellas de
"bingarrote". Después lo compraba hasta por barricas.
A mí me tocó una vez fletear toda una recua con puras barricas de "bingarrote" consignadas al
Euremio. Allí entregó todo su esfuerzo: en eso y en golpear a mi ahijado, hasta que se le
cansaba el brazo.
Ya para esto habían pasado muchos años. Euremio chico creció a pesar de todo, apoyado en la
piedad de unas cuantas almas; casi por el puro aliento que trajo desde al nacer. Todos los días
amanecía aplastado por el padre, que lo consideraba un cobarde y un asesino, y si no quiso
matarlo, al menos procuró que muriera de hambre para olvidarse de su existencia.
Pero vivió. En cambio el padre iba para abajo con el paso del tiempo. Y ustedes y yo y todos
sabemos que el tiempo es más pesado que la más pesada carga que puede soportar el
hombre. Así, aunque siguió manteniendo sus rencores, se le fue mermando el odio, hasta
convertir sus dos vidas en una viva soledad.
Yo los procuraba poco. Supe, porque me lo contaron, que mi ahijado tocaba la flauta mientras
su padre dormía la borrachera.
No se hablaban ni se miraban; pero aun después de anochecer se oía en todo Corazón de
María la música de la flauta; y a veces se seguía oyendo mucho mas allá de la media noche.
Bueno, para no alargarles más la cosa, un día; quieto, de esos que abundan mucho en estos
Expresión Oral y Escrita II
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pueblos, llegaron unos revoltosos a Corazón de María. Casi ni ruido hicieron, porque las calles
estaban llenas de hierba; así que su paso fue en silencio, aunque todos venían montados en
bestias.
Dicen que aquello estaba tan calmado y que ellos cruzaron tan sin armar alboroto, que se oía
el grito del somormujo y el canto de los grillos; y que más que ellos, lo que más se oía era la
musiquita de una flauta que se les agregó al pasar frente a la casa de los Eremites, y se fue
alejando, yéndose, hasta desaparecer.
Quién sabe que‚ clase de revoltosos serían y qué‚ andarían haciendo. Lo cierto, y esto también
me lo contaron, fue que, a pocos días, pasaron también sin detenerse, tropas del gobierno. Y
que en esa ocasión Euremio el viejo, que a esas alturas ya estaba un tanto achacoso, les pidió
que lo llevaran. Parece que contó que tenía cuentas pendientes con uno de aquellos bandidos
que iban a perseguir. Y sí, lo aceptaron.
Salió de su casa a caballo y con el rifle en la mano, galopando para alcanzar a las tropas.
Era alto, como antes les decía, que más que un hombre parecía una banderola por eso de que
llevaba el greñero al aire, pues no se preocupó de buscar el sombrero.
Y por algunos días no se supo nada. Todo siguió igual de tranquilo.
A mí me tocó llegar entonces. Venía de abajo, donde también nada se rumoraba. Hasta que de
pronto comenzó a llegar gente. Coamileros, saben ustedes: unos fulanos que se pasan parte de
su vida arrendados en las laderas de los montes, y que si bajan a los pueblos es en procura de
algo o porque algo les preocupa. Ahora los había hecho bajar el susto. Llegaron diciendo que
allá en los cerros se estaba peleando desde hacía varios días. Y que por ahí venían ya unos casi
de arribada.
Pasó la tarde sin ver pasar a nadie. Llegó la noche. Algunos pensamos que tal vez hubieran
agarrado otro camino. Esperamos detrás de las puertas cerradas. Dieron las nueve y las diez en
el reloj de la iglesia. Y casi con la campana de las horas se oyó el mugido del cuerno.
Luego el trote de caballos. Entonces yo me asomé a ver quiénes eran. Y vi un montón de
desarrapados montados en caballos flacos; unos estilando sangre, y otros seguramente
dormidos porque cabeceaban.
Se siguieron de largo.
Cuando ya parecía que había terminado el desfile de figuras oscuras que apenas si se distinguía
de la noche, comenzó a oírse, primero apenitas y después más clara, la música de una flauta. Y
a poco rato, vi venir a mi ahijado Euremio montado en el caballo de mi compadre Euremio
Cedillo. Venía en ancas, con la mano izquierda dándole duro a su flauta, mientras que con la
derecha sostenía, atravesado sobre la silla, el cuerpo de su padre muerto.
Expresión Oral y Escrita II
Antología de cuentos y poemas
Rubén
Luis Britto García
Traga Rubén no brinques Rubén sóplate Rubén no te orines en la cama Rubén no toques
Rubén no llores Rubén estate quieto Rubén no saltes en la cama Rubén no saques la cabeza
por la ventanilla Rubén no rompas el vaso Rubén, Rubén no le saque la lengua a la maestra
Rubén no rayes las paredes Rubén di los buenos días Rubén deja el yoyo Rubén no juegues
trompo Rubén no faltes al catecismo Rubén amárrate la trenza del zapato Rubén haz las tareas
Rubén no rompas los juguetes Rubén reza Rubén no te metas el dedo en la nariz Rubén no
juegues con la comida no te pases la vida jugando la vida Rubén.
Estudia Rubén no te jubiles Rubén no fumes Rubén no salgas con tus amigos Rubén no te
pelees con tu hermana Rubén, Rubén no te montes en la parrilla de las motos Rubén estudia la
química Rubén no trasnoches Rubén no corras Rubén no ensucies tantas camisetas Rubén
saluda a tu tía Paulina Rubén no andes en patota Rubén no hables tanto, estudia la
matemática Rubén no te metas con la muchacha del servicio Rubén no pongas tan alto el
tocadisco Rubén no cantes serenatas Rubén no te pongas de delegado de curso Rubén no te
comprometas Rubén no te vayas a dejar raspar Rubén no le respondas a tu padre Rubén,
Rubén córtate el pelo, coge ejemplo Rubén.
Rubén no manifiestes, no cantes el Belachao Rubén, Rubén no protestes profesores, no dejes
que te metan en la lista negra Rubén, Rubén quita esos afiches del cheguevara, no digas yankis
go home Rubén, Rubén no repartas hojitas, no pintes los muros Rubén, no siembres la zozobra
en las instituciones Rubén, Rubén no quemes caucho, no agites Rubén, Rubén no me agonices,
no me mortifiques Rubén, Rubén modérate, Rubén compórtate, Rubén aquiétate, Rubén
componte.
Rubén no corras Rubén no grites Rubén no brinques Rubén no saltes Rubén no pases frente a
los guardias Rubén no enfrentes los policías Rubén no dejes que te disparen Rubén no saltes
Rubén no grites Rubén no sangres Rubén no caigas:
No te mueras, Rubén.
Expresión Oral y Escrita II
Antología de cuentos y poemas
Pasear al perro
Guillermo Samperio
Amaestrados, ágiles, atentos, bucólicos, bramadores, crespos y elegantes, engañosos y
hermafroditas, implacables, jocundos y lunáticos, lúcidos, mirones, niños, prestos, rabiosos y
relajientos, sistemáticos, silenciosos, tropel y trueque, ultimátum y veniales, vaivienen,
xicotillos, zorros implacables son los perros de la mirada del hombre que fijan sus instintos en
el cuerpo de esa mujer que va procreando un apacible, tierno, caliente paisaje de joven trigo
donde pueda retozar la comparsa de perros inquietantes. Su minifalda, prenda lila e
inteligente, luce su cortedad debido a la largueza de las piernas que suben, firmes y generosas,
y se contonean hacia las caderas, las cuales hacen flotar paso a paso la breve, ceñida a la
cintura aún más inteligente y pequeña, de la que asciende un fuego bugambilia de escote oval
ladeado que deja libre el hombro y una media luna trigueña en la espalda. La mujer percibe de
inmediato las intenciones de los perros en el magma de aquella mirada, y el hombre les habla
con palabras sudorosas, los acaricia, los sosea, los detiene con la correa del espérense un poco,
tranquilos, no tan abruptos, calma, eso es, sin precipitarse, vamos, y los echa, los deja ir,
acercarse, galantes, platicadores, atentos, recurrentes. Al llegar a la esquina, la mujer y su
apacible, tierno, caliente paisaje de joven trigo, y el hombre y su inquieta comparsa de
animales atraviesan la avenida de la tarde; a lo lejos, se escuchan sus risas, los ladridos.
Expresión Oral y Escrita II
Antología de cuentos y poemas
Los jueves
Mónica Lavín
No debí hacerlo. No pude evitarlo, me bastaba verlos entrar con ese paso excitado y cauteloso:
ella con el cuerpo garboso y las piernas largas y bien formadas, él, esbelto, con la mirada
protegida por los lentes oscuros y el brazo asido a la cintura de la mujer. Yo los espiaba por el
pasillo oscuro, tras la puerta entornada de otra habitación, y sentía alivio cuando después de
los pasos sigilosos verificaba que eran los mismos. Los del jueves a las cinco de la tarde, los de
la habitación 39. Esa repetición semanal me reconfortaba. En el torbellino de los encuentros
pasajeros que atestiguaba todas las tardes, éste hilvanar jueves tras jueves con puntadas de
amor y deseo exhalaba continuidad. Quién pudiera como ellos robarle unas horas a la tarde,
una tan solo, y encontrar cierta dulzura entre unos brazos. Quién pudiera olvidarse del Chino,
de Nachito y la Lola, de los frijoles hirvientes y, con las piernas enfundadas en medias suaves,
dejarse recorrer las pantorrillas y los muslos con el interés de quien mide y palpa las formas;
quién pudiera ser objeto de deseo respondido y consumado.
Antes ni pensaba esto, ni siquiera me veía las piernas, sólo servían para llevar mi andar por
todos sitios. Ni con las inacabables parejitas que deambulaban por estos pasillos, sofocando
sus gemidos tras las puertas cerradas, había hecho yo conciencia de mi abandono. Ahora sabía
que tener marido no era ningún consuelo. Y si no, ¿por qué iban a volver los del 39 con ese
gesto de inevitable engarzamiento?, ¿por qué iban a venir aquí una vez a la semana si
tuvieran otra posibilidad, por qué los lentes, por qué la hora, por qué la prisa?
A las siete se abría la puerta del 39, él atisbaba el pasillo e indicaba a la mujer que no había
peligro. Volvía de nuevo a mirarlos. Ahora por las espaldas, con las manos apretadas
deteniendo la despedida, prolongando el encuentro. Yo también lo prolongaba, me atrevía a
acercarme a la escalera para ver sus cabezas desaparecer por el pasillo que daba a la calle. De
prisa entraba a su habitación, no quería que me la ganara Teresa que a esa hora rondaba el
mismo piso. Cerraba la puerta y miraba el desarreglo, el mismo que en otros cuartos me
producía hastío y a veces repulsión. Entonces me tiraba boca abajo sobre la cama y aspiraba
los aromas atrapados entre las sábanas gastadas, extraía el perfume de olor a hierba de ella y
la loción leñosa de él, olfateaba los sudores que humedecían esos paños relavados y rastreaba
Expresión Oral y Escrita II
Antología de cuentos y poemas
las gotas de semen escapadas de la vagina repleta y saciada de la mujer. Con la sábana
descompuesta, mi corazón se violentaba y una ola de sangre me ponía en éxtasis. Entre las
evidencias, asistía al ritual del amor.
Después de un rato salía de nuevo a la penumbra del pasillo y depositaba en el cesto
rebosante de blancos el atado de sábanas con más delicadeza que la usual. Agradecía
profundamente esas visitas semanales, me resistía a cualquier cambio de horario, de piso. Esos
meses se habían convertido en una sucesión gozosa de jueves. Así que me atreví. Se nos
insistió al entrar a ese trabajo que debíamos ser discretas y nunca tener contacto con los
clientes, evitar ser vistas, no hablar con ellos. Pero yo quería manifestar mi contento por su
presencia, como en una boda cuando se abraza de corazón a los desposados. Entonces se me
ocurrió lo de la flor. Las muchachas choteaban que si me la había dado un galán o que si a
poco el Nacho era tan romántico.
Era una rosa color coral a punto de abrir. A las cuatro y media el cuarto se desocupó, entré
presurosa a hacer el aseo y pensé en no salirme hasta unos minutos antes de la hora, No
quería arriesgar la posibilidad de una ocupación ajena a la pareja, a pesar de que Tomás ya
tenía la consigna en recepción de tenerla libre los jueves a las cinco. Llené un vaso con agua y
con la rosa, lo coloqué sobre la cómoda despostillada. La rosa se reflejó en el espejo, las
paredes desnudas y la colcha con huellas de cigarro se iluminaron con el rubor de la flor. El 39
parecía un cuarto de otro lugar. Aspiré el aroma de la flor que esta vez celebraría la fiesta con
los humores y secreciones de los cuerpos de los amantes. Salí al minuto para las cinco,
excitada, nerviosa por aquella irrupción que tambaleaba el anonimato de la pareja. Me
encomendé a dios, quien, después de todo, los había puesto en mi camino. Durante las dos
horas de amorío mi corazón no estuvo sosegado. Tendí camas, puse papeles de baño, toallas
limpias, barrí, caminé. Y todo el tiempo la imagen de la rosa fresca y colorida presenciando sus
cuerpos desnudos y la entrega desbordante me persiguió como si yo misma tuviera los pies
metidos en aquel vaso de agua.
Escuché el ruido de la puerta y me asomé desde otra habitación. Noté que la mirada de él
escrutinaba el pasillo con mayor insistencia. Respiré y contuve la tentación de correr a
presentarme y confesar que yo era la de la rosa y esperaba no haberlos molestado. Apreté los
puños y no me atreví a observar como se perdían al final de la escalera. Entré en la habitación.
El mismo desarreglo tributario. Bajo el vaso de agua, sin flor, estaba un billete. Era una forma
de respuesta. Lo tomé después de soslayarme entre los aromas familiares y el rito al que añadí
mi rosa. Salí gustosa con el itacate fuertemente pegado al pecho para abandonarlo con dolor
en el montón de sábanas manchadas.
El jueves siguiente dieron las cinco treinta y los del 39 no aparecieron. Esperanzada supuse
algún contratiempo pasajero, pero el siguiente jueves me confirmó la ruptura del hábito. Aún
así me aferré a la posibilidad de un cambio de horario, después de locación, tal vez ella tuviera
un marido que la hubiese descubierto, o él una mujer que se interpusiera. Tal vez se enfermó
alguno, tal vez se murieron, tal vez.
Expresión Oral y Escrita II
Antología de cuentos y poemas
Desde entonces las sábanas gastadas me parecen una tortura y penitencia y el olor a rosas me
enferma.
Lingüistas
Mario Benedetti
Tras la cerrada ovación que puso término a la sesión plenaria del Congreso Internacional de
Lingüística y Afines, la hermosa taquígrafa recogió sus lápices y papeles y se dirigió hacia la
salida abriéndose paso entre un centenar de lingüistas, filólogos, semiólogos, críticos
estructuralistas y desconstruccionistas, todos los cuales siguieron su garboso desplazamiento
con una admiración rayana en la glosemática.
De pronto las diversas acuñaciones cerebrales adquirieron vigencia fónica:
¡Qué sintagma!
¡Qué polisemia!
¡Qué significante!
¡Qué diacronía!
¡Qué exemplar ceterorum!
¡Qué Zungenspitze!
¡Qué morfema!
La hermosa taquígrafa desfiló impertérrita y adusta entre aquella selva de fonemas.
Sólo se la vio sonreír, halagada y tal vez vulnerable, cuando el joven ordenanza, antes de
abrirle la puerta, murmuró casi en su oído: ''Cosita linda".
Expresión Oral y Escrita II
Antología de cuentos y poemas
POEMAS
Concordancias: Las personas del verbo
José Emilio Pacheco
Una vez Y por breve tiempo Hace mucho tiempo Tú y yo Fuimos de pronto hasta muy adentro Nosotros. «Nosotros dos» podía yo decir En las horas voraces que fueron nuestras. Desde hace tiempo Si hablo de ti Sólo puedo emplear La tercera persona: Ella. El yo empobrecido se hunde Entre las concordancias de la Nada.
Fluir
José Emilio Pacheco
Corre bajo los puentes. No regresa. Su vuelo horizontal Arrasa el tiempo. Para nosotros Esa eterna huida Lo dice todo.
Expresión Oral y Escrita II
Antología de cuentos y poemas
El agua no lo sabe Y no le importa. Se limita a fluir Y a despedirse.
Un puñado de polvo
José Emilio Pacheco
Todos quisimos la corona del rey Nadie pudo encontrarla entre el fragor de la guerra. En esa busca nos entrematamos. Por sanguinarios les dimos asco a las fieras. Siglos después, cuando encontré la corona, Vi que era sólo un puñado de polvo.
Ver la luz
José Emilio Pacheco
¿Qué se verá originalmente en el útero? Acaso nada resulte claro. Somos como otros peces que han nacido del agua, Totalidad de su visión. Para hablar del nacer decimos siempre: «Vio la luz» o bien: «abrió los ojos». Somos sujeto y objeto De esa luz que dibuja la realidad Y nos obliga a inventarla. Y por ello al final todo se apaga.
Expresión Oral y Escrita II
Antología de cuentos y poemas
Entre la sombra sólo queda espacio Para los cirios funerales: última luz que siempre abre camino A las tinieblas del origen.
Rostros de vos
Mario Benedetti
Tengo una soledad tan concurrida tan llena de nostalgias y de rostros de vos de adioses hace tiempo y besos bienvenidos de primeras de cambio y de último vagón. Tengo una soledad tan concurrida que puedo organizarla como una procesión por colores tamaños y promesas por época por tacto y por sabor. Sin temblor de más me abrazo a tus ausencias que asisten y me asisten con mi rostro de vos. Estoy lleno de sombras de noches y deseos de risas y de alguna maldición. Mis huéspedes concurren concurren como sueños con sus rencores nuevos su falta de candor
Expresión Oral y Escrita II
Antología de cuentos y poemas
yo les pongo una escoba tras la puerta porque quiero estar solo con mi rostro de vos. Pero el rostro de vos mira a otra parte con sus ojos de amor que ya no aman como víveres que buscan su hambre miran y miran y apagan mi jornada. Las paredes se van queda la noche las nostalgias se van no queda nada. Ya mi rostro de vos cierra los ojos y es una soledad tan desolada.
Hagamos un trato
Mario Benedetti
Compañera usted sabe puede contar conmigo no hasta dos o hasta diez sino contar conmigo si alguna vez advierte que la miro a los ojos y una veta de amor reconoce en los míos no alerte sus fusiles ni piense qué delirio a pesar de la veta o tal vez porque existe
Expresión Oral y Escrita II
Antología de cuentos y poemas
usted puede contar conmigo si otras veces me encuentra huraño sin motivo no piense qué flojera igual puede contar conmigo pero hagamos un trato yo quisiera contar con usted es tan lindo saber que usted existe uno se siente vivo y cuando digo esto quiero decir contar aunque sea hasta dos aunque sea hasta cinco no ya para que acuda presurosa en mi auxilio sino para saber a ciencia cierta que usted sabe que puede contar conmigo.
Parpadeo
Mario Benedetti
Esa pared me inhibe lentamente piedra a piedra me agravia ya que no tengo tiempo de bajar hasta el mar y escuchar su siniestra horadante alegría ya que no tengo tiempo de acumular nostalgias debajo de aquel pino perforador del cielo ya que no tengo tiempo de dar la cara al viento y oxigenar de veras el alma y los pulmones voy a cerrar los ojos y tapiar los oídos y verter otro mar sobre mis redes y enderezar un pino imaginario
Expresión Oral y Escrita II
Antología de cuentos y poemas
y desatar un viento que me arrastre lejos de las intrigas y las máquinas lejos de los horarios ylos pelmas pero puertas adentro es un fracaso este mar que me invento no me moja no tiene aroma el árbol que levanto y mi huracán suplente ni siquiera sirve para barrer mis odios secos.
Tú me quieres blanca
Alfonsina Storni
Tú me quieres alba,
Me quieres de espumas,
Me quieres de nácar.
Que sea azucena
Sobre todas, casta.
De perfume tenue.
Corola cerrada
Ni un rayo de luna
Filtrado me haya.
Ni una margarita
Se diga mi hermana.
Tú me quieres nívea,
Tú me quieres blanca,
Tú me quieres alba.
Tú que hubiste todas
Las copas a mano,
De frutos y mieles
Los labios morados.
Tú que en el banquete
Cubierto de pámpanos
Dejaste las carnes
Festejando a Baco.
Tú que en los jardines
Negros del Engaño
Vestido de rojo
Corriste al Estrago.
Expresión Oral y Escrita II
Antología de cuentos y poemas
Tú que el esqueleto
Conservas intacto
No sé todavía
Por cuáles milagros,
Me pretendes blanca
(Dios te lo perdone),
Me pretendes casta
(Dios te lo perdone),
¡Me pretendes alba!
Huye hacia los bosques,
Vete a la montaña;
Límpiate la boca;
Vive en las cabañas;
Toca con las manos
La tierra mojada;
Alimenta el cuerpo
Con raíz amarga;
Bebe de las rocas;
Duerme sobre escarcha;
Renueva tejidos
Con salitre y agua;
Habla con los pájaros
Y lévate al alba.
Y cuando las carnes
Te sean tornadas,
Y cuando hayas puesto
En ellas el alma
Que por las alcobas
Se quedó enredada,
Entonces, buen hombre,
Preténdeme blanca,
Preténdeme nívea,
Preténdeme casta
Odio
Alfonsina Storni
Expresión Oral y Escrita II
Antología de cuentos y poemas
Oh, primavera de las amapolas,
tú que floreces para bien mi casa,
luego que enjoyes las corolas, pasa.
Beso, la forma más voraz del fuego,
clava sin miedo tu endiablada espuela,
quema mi alma, pero luego, vuela.
Risa de oro que movible y loca
sueltas el alma, de las sombras, presa,
en cuanto asomes a la boca, cesa.
Lástima blanda del error amante
que a cada paso el corazón diluye,
vuelca tus mieles y al instante, huye.
Odio tremendo, como nada fosco,
odio que truecas en puñal la seda,
odio que apenas te conozco, queda.
La loba
Alfonsina Storni
Yo soy como la loba.
Quebré con el rebaño
Y me fui a la montaña
Fatigada del llano.
Yo tengo un hijo fruto del amor, de amor sin ley,
Que no pude ser como las otras, casta de buey
Con yugo al cuello; ¡libre se eleve mi cabeza!
Yo quiero con mis manos apartar la maleza.
Mirad cómo se ríen y cómo me señalan
Porque lo digo así: (Las ovejitas balan
Expresión Oral y Escrita II
Antología de cuentos y poemas
Porque ven que una loba ha entrado en el corral
Y saben que las lobas vienen del matorral).
¡Pobrecitas y mansas ovejas del rebaño!
No temáis a la loba, ella no os hará daño.
Pero tampoco riáis, que sus dientes son finos
¡Y en el bosque aprendieron sus manejos felinos!
No os robará la loba al pastor, no os inquietéis;
Yo sé que alguien lo dijo y vosotras lo creéis
Pero sin fundamento, que no sabe robar
Esa loba; ¡sus dientes son armas de matar!
Ha entrado en el corral porque sí, porque gusta
De ver cómo al llegar el rebaño se asusta,
Y cómo disimula con risas su temor
Bosquejando en el gesto un extraño escozor...
Id si acaso podéis frente a frente a la loba
Y robadle el cachorro; no vayáis en la boba
Conjunción de un rebaño ni llevéis un pastor...
¡Id solas! ¡Fuerza a fuerza oponed el valor!
Ovejitas, mostradme los dientes. ¡Qué pequeños!
No podréis, pobrecitas, caminar sin los dueños
Por la montaña abrupta, que si el tigre os acecha
No sabréis defenderos, moriréis en la brecha.
Yo soy como la loba. Ando sola y me río
Del rebaño. El sustento me lo gano y es mío
Donde quiera que sea, que yo tengo una mano
Que sabe trabajar y un cerebro que es sano.
La que pueda seguirme que se venga conmigo.
Pero yo estoy de pie, de frente al enemigo,
La vida, y no temo su arrebato fatal
Porque tengo en la mano siempre pronto un puñal.
El hijo y después yo y después... ¡lo que sea!
Aquello que me llame más pronto a la pelea.
A veces la ilusión de un capullo de amor
Que yo sé malograr antes que se haga flor.
Expresión Oral y Escrita II
Antología de cuentos y poemas
Yo soy como la loba,
Quebré con el rebaño
Y me fui a la montaña
Fatigada del llano.
Primavera a la vista
Octavio Paz
Pulida claridad de piedra diáfana,
lisa frente de estatua sin memoria:
cielo de invierno, espacio reflejado
en otro más profundo y más vacío.
El mar respira apenas, brilla apenas.
Se ha parado la luz entre los árboles,
ejército dormido. Los despierta
el viento con banderas de follajes.
Nace del mar, asalta la colina,
oleaje sin cuerpo que revienta
contra los eucaliptos amarillos
y se derrama en ecos por el llano.
El día abre los ojos y penetra
en una primavera anticipada.
Todo lo que mis manos tocan, vuela.
Está lleno de pájaros el mundo.
Poema 9
Expresión Oral y Escrita II
Antología de cuentos y poemas
Pablo Neruda
Ebrio de trementina y largos besos,
estival, el velero de las rosas dirijo,
torcido hacia la muerte del delgado día,
cimentado en el sólido frenesí marino.
Pálido y amarrado a mi agua devorante
cruzo en el agrio olor del clima descubierto.
Aún vestido de gris y sonidos amargos,
y una cimera triste de abandonada espuma.
Voy, duro de pasiones, montado en mi ola única,
lunar, solar, ardiente y frío, repentino,
dormido en la garganta de las afortunadas
islas blancas y dulces como caderas frescas.
Tiembla en la noche húmeda mi vestido de besos
locamente cargado de eléctricas gestiones,
de modo heroico dividido en sueños
y embriagadoras rosas practicándose en mí.
Aguas arriba, en medio de las olas externas,
tu paralelo cuerpo se sujeta en mis brazos
como un pez infinitamente pegado a mi alma
rápido y lento en la energía subceleste.
Poema 15
Pablo Neruda
Me gustas cuando callas porque estás como ausente,
y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca.
Parece que los ojos se te hubieran volado
y parece que un beso te cerrara la boca.
Como todas las cosas están llenas de mi alma
emerges de las cosas, llena del alma mía.
Mariposa de sueño, te pareces a mi alma,
y te pareces a la palabra melancolía;
Me gustas cuando callas y estás como distante.
Y estás como quejándote, mariposa en arrullo.
Y me oyes desde lejos, y mi voz no te alcanza:
Expresión Oral y Escrita II
Antología de cuentos y poemas
déjame que me calle con el silencio tuyo.
Déjame que te hable también con tu silencio
claro como una lámpara, simple como un anillo.
Eres como la noche, callada y constelada.
Tu silencio es de estrella, tan lejano y sencillo.
Me gustas cuando callas porque estás como ausente.
Distante y dolorosa como si hubieras muerto.
Una palabra entonces, una sonrisa bastan.
Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto.
El primer beso
Amado Nervo
Yo ya me despedía.... y palpitante
cerca mi labio de tus labios rojos,
«Hasta mañana», susurraste;
yo te miré a los ojos un instante
y tú cerraste sin pensar los ojos
y te di el primer beso: alcé la frente
iluminado por mi dicha cierta.
Salí a la calle alborozadamente
mientras tu te asomabas a la puerta
mirándome encendida y sonriente.
Volví la cara en dulce arrobamiento,
y sin dejarte de mirar siquiera,
salté a un tranvía en raudo movimiento;
y me quedé mirándote un momento
y sonriendo con el alma entera,
y aún más te sonreí... Y en el tranvía
a un ansioso, sarcástico y curioso,
que nos miró a los dos con ironía,
le dije poniéndome dichoso:
-«Perdóneme, Señor esta alegría.»
Tanto amor
Expresión Oral y Escrita II
Antología de cuentos y poemas
Amado Nervo
Hay tanto amor en mi alma que no queda
ni el rincón más estrecho para el odio.
¿Dónde quieres que ponga los rencores
que tus vilezas engendrar podrían?
Impasible no soy: todo lo siento,
lo sufro todo...Pero como el niño
a quien hacen llorar, en cuanto mira
un juguete delante de sus ojos
se consuela, sonríe,
y las ávidas manos
tiende hacia él sin recordar la pena,
así yo, ante el divino panorama
de mi idea, ante lo inenarrable
de mi amor infinito,
no siento ni el maligno alfilerazo
ni la cruel afilada
ironía, ni escucho la sarcástica
risa. Todo lo olvido,
porque soy sólo corazón, soy ojos
no más, para asomarme a la ventana
y ver pasar el inefable Ensueño,
vestido de violeta,
y con toda la luz de la mañana,
de sus ojos divinos en la quieta
limpidez de la fontana...
Soneto de amor XXX
William Shakespeare
Cuando en sesiones dulces y calladas
hago comparecer a los recuerdos,
suspiro por lo mucho que he deseado
y lloro el bello tiempo que he perdido,
la aridez de los ojos se me inunda
Expresión Oral y Escrita II
Antología de cuentos y poemas
por los que envuelve la infinita noche
y renuevo el plañir de amores muertos
y gimo por imágenes borradas.
Así, afligido por remotas penas,
puedo de mis dolores ya sufridos
la cuenta rehacer, uno por uno,
y volver a pagar lo ya pagado.
Pero si entonces pienso en ti, mis pérdidas
se compensan, y cede mi amargura.
Corazón nuevo
Federico García Lorca
Mi corazón, como una sierpe,
se ha desprendido de su piel,
y aquí la miro entre mis dedos
llena de heridas y de miel.
Los pensamiento que anidaron
en tus arrugas, ¿dónde están?
¿Dónde las rosas que aromaron
a Jesucristo y a Satán?
¡Pobre envoltura que ha oprimido
a mi fantástico lucero!
Gris pergamino dolorido
de lo que quise y ya no quiero.
Yo veo en ti fetos de ciencias,
momias de versos y esqueletos
de mis antiguas inocencias
y mis románticos secretos.
¿Te colgaré sobre los muros
de mi museo sentimental,
junto a los gélidos y oscuros
lirios durmientes de mi mal?
¿O te pondré sobre los pinos,
libro doliente de mi amor,
Expresión Oral y Escrita II
Antología de cuentos y poemas
para que sepas de los trinos
que da a la aurora el ruiseñor?
El vino de los amantes
Charles Baudelaire
¡Hoy el espacio es fabuloso!
Sin freno, espuelas o brida,
Partamos a lomos del vino
¡A un cielo divino y mágico!
Cual dos torturados ángeles
Por calentura implacable,
En el cristal matutino
Sigamos el espejismo.
Meciéndonos sobre el ala
De la inteligente tromba
En un delirio común,
Hermana, que nadas próxima,
Huiremos sin descanso
Al paraíso de mis sueños.
Morir
Alfonso Reyes
En el más cariñoso lecho
me siento morir,
Expresión Oral y Escrita II
Antología de cuentos y poemas
cuando en la naturaleza,
toda mansa como jardín.
Muelle, el ala del ángel blanco
¡qué piedad, que ternura al fin!—
primera vez roza mis hombros
como el arco roza el violín.
Esta frescura de saber
que también nos vamos de aquí,
¡qué novedad en la conciencia,
qué persuasión blanda y sutil!
¡Qué conformidad, que tersura,
qué dejarse ir!
Sus filos y puntas los actos
redondean al llegar a mí.
Ni la sangría del estoico
que se amenguaba sin sentir,
ni el áspid que penas besaba
el botón de ansioso carmín:
Lento declive, y tan seguro
—hinchado de sí—
que ni da lugar a lamentos
ni a temores, ni
siquiera al vago cosquilleo
de ese minuto por venir
en que se ha de abrir a mis ojos
algo que se tiene que abrir.
¡Qué natural lo que se acaba
cuando ya se acaba por sí!
Voy con la razón satisfecha,
dormido, contento, feliz.
¡Y yo que viví tantos años, tantos años como perdí, sin dar oídos a la esfinge que susurraba junto a mí! Yo no sabía que la vida se reclina y se tiene así
Expresión Oral y Escrita II
Antología de cuentos y poemas
en esa gula de la nada que es su diván, es su cojín.
Canción de otoño en primavera
Rubén Darío
¡Juventud, divino tesoro, ya te vas para no volver! Cuando quiero llorar, no lloro, y a veces lloro sin querer...
Plural ha sido la celeste historia de mi corazón. Era una dulce niña en este mundo de duelo y aflicción.
Miraba como el alba pura, sonreía como una flor. Era su cabellera oscura, hecha de noche y de dolor.
Yo era tímido como un niño; ella, naturalmente, fue para mi amor hecho de armiño, Herodías y Salome...
¡Juventud, divino tesoro ya te vas para no volver! Cuando quiero llorar, no lloro, y a veces lloro sin querer,
La otra fue más sensitiva, y más consoladora y más
Expresión Oral y Escrita II
Antología de cuentos y poemas
halagadora y expresiva, cual no pensé encontrar jamás.
Pues a su continua ternura una pasión violenta unía. En un peplo de gasa pura una bacante se envolvía...
En sus brazos tomó mi ensueño y lo arrulló como a un bebé... Y le mató, triste y pequeño, falto de luz, falto de fe...
¡Juventud divino tesoro, te fuiste para no volver! Cuando quiero llorar, no lloro, y a veces lloro sin querer...
Otra juzgó que era mi boca el estuche de su pasión; y que me roería, loca, con sus dientes el corazón;
poniendo en un amor de exceso la mira de su voluntad, mientras eran abrazo y beso síntesis de la eternidad;
y de nuestra carne ligera imaginar siempre un Edén, sin pensar que la Primavera y la carne acaban también...
¡Juventud, divino tesoro, ya te vas para no volver! Cuando quiero llorar, no lloro, y a veces lloro sin querer...
¡Y las demás! En tantos climas, en tantas tierras, siempre son, si no pretextos de mis rimas, fantasmas de mi corazón.
En vano busqué a la princesa que estaba triste de esperar. La vida es dura. Amarga y pesa. ¡Ya no hay princesa que cantar!
Mas, a pesar del tiempo terco, mi sed de amor no tiene fin;
Expresión Oral y Escrita II
Antología de cuentos y poemas
con el cabello gris me acerco a los rosales del jardín...
¡Juventud, divino tesoro, ya te vas para no volver! Cuando quiero llorar, no lloro, y a veces lloro sin querer...
¡Mas es mía el Alba de oro!