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Del agrupamiento temático de los muy numerosos estudios renacentistas que jalonan la fecunda tra ­yectoria intelectual de ERNST H. GOM BRICH nacieron tres volúmenes, englobados bajo el título general de Estudios sobre el arte del Renacimiento: El legado de

Apeles (AF 23), sobre el papel de la tradición clásica en el arte occidental; Norma y form a (de próxima aparición en la colección), sobre las cuestiones del estilo, el mecenazgo y el gusto, y este IMAGENES SIMBOLICAS, que está dedica­do a problemas de interpretación simbólica.Junto a los estudios que analizan el potencial simbólico de imágenes creadas por Botticelli, Rafael, Mantegna, Poussin y otros maestros, destacan de manera especial en este volumen su integradora introducción, en la que se plantean los objetivos y límites de la iconología, e «Icones Symboli- cae», el ensayo que da título al libro, donde partiendo de la situación en el arte clásico y medieval Gombrich contempla las implicaciones filosóficas del simbolismo visual del Renacimiento.Sir Ernst H. Gombrich fue hasta 1976 director del W arburg Institute y catedrático de Historia de la Tradición Clásica en la Universidad de Londres. A utor de enorme influencia entre las generaciones posteriores de historiadores del arte, entre sus obras mayores figura la Historia del arte (AF 5).

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ALIANZA EDITORIAL

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Imágenes simbólicas

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E. H. Gombrich Imágenes simbólicas

Estudios sobre el arte del R en acim ien to

V e r s i ó n e s p a ñ o l a d eR e m ig io G ó m e z D íaz

A l i a n z a E d i t o r i a l

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Titulo original:Symbolic Images - Studies in the Art o f the Renaissance I I

© 1972, by Phaidon Press Ltd.© Ed. cast.: Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1983

Calle Milán, 38; T f 200 00 45 ISBN: 84-206-7034-0 Depósito legal: M. 11.973-1983 Papel fabricado por Celupal, S. A.Impreso en GREFOL, S. A., Pol. II - La Fuensanta Móstoles (Madrid)Printed in Spain

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I n d i c e

P refacio ................................................................................................................................... 9Introducción: objetivos y límites de la icono log ía ................................................... 13

La indefinición del significado - Iconografía e iconología - La teoría del decorum - La falacia del diccionario - Filosofías del simbolismo - ¿Niveles de significado? - La óptica psicoanalítica - Códigos y alusiones - Los géneros.Apéndice: El program a de Annibale Caro para Taddeo Zuccaro 48

Tobías y el á n g e l.................................................................................................................. 53Las m itologías de Botticelli: Estudio sobre el sim bolism o neoplatónico

de su c ír c u lo ................................................................................................................... 63Una postdata a m odo de prefacio 63 Introducción 68 «La primavera» 69

•Interpretaciones anteriores - La óptica histórica: la carta de Ficino al mecenas de Botticelli - Venus, según Apuleyo - ¿Interpretaciones erró­neas del texto? - Descripción y simbolismo en Apuleyo - Las Graciasy el problema de la exégesis - Explicación tip o ló g ica ..........................................

La Academia platónica y el arte de Botticelli 102Ficino y el mecenas de Botticelli - M arte y Venus - Palas y el C en­tauro - El nacimiento de Venus - Los frescos de la Villa Lemni - Fi­cino y el arte.

Apéndice: Tres cartas de Lorenzo de Pierfrancesco de Médicis no publicadashasta ahora 118

Una interpretación del «Parnaso» de M antegna........................................................ 131La Stanza delta Segnatura de Rafael y la índole de su sim b o lism o ...................... 135H ipnerotom aquiana........................................................................................................... 175

Bramante y la Hypnerotomachia Poliphih 175 El jardín del Belvedere com o arboleda de Venus 177 Giulio R om ano y Sebastiano del Piom bo 188

La Sala dei Venti del Palazzo del T e ................................................................................ 191

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8 Imágenes simbólicas

El asun to del Orion de P o u ss in ............................................................................................ 209Icones Symbolkae: Las filosofías del s im b o lism o y su re lac ió n co n el a rte . 213

Introducción 213I. La personificación de las ideas 216

II. La tradición didáctica 219La sociedad de los conceptos - Los atributos - La descripción y la definición en el arte medieval - Ripa y la tradición aristotélica.

III. El neoplatonismo: Giarda y sus antecesores 233El universo platónico - La interpretación cristiana - Dionisio el Areo- pagita - Las dos vías - El simbolismo analógico - La imagen mística.

IV. La confluencia de tradiciones 263La filosofía de la impresa - La función de la m etáfora - La paradoja y la trascendencia del lenguaje.

V. El significado y la magia 273El poder del símbolo - Efecto y autenticidad - Apariciones y por­tentos - Arte y creencia.

VI. La herencia 281De Giarda a Galileo - La Era de la R azón - Alegoría versus símbolo - El resurgim iento del neoplatonism o, de Creuzer a Jung.

Apéndice: Introducción a C hristophoro Giarda, Bibliothecae Alexatidrinae Icones Symboiicae 292

N o ta s ........................................................................................................................................ ....297N ota bibliográfica................................................................................................................ ....333Lista de ilustraciones........................................................................................................... ....335Indice a lfa b ético .................................................................................................................. ....339

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P r e fa c io

En el prefacio de m i obra Norm and Fomi, dedicada a los problem as del estilo, el m ecenazgo y el gusto en el R enacim ien to italiano, decía que se hallaba en preparación una segunda parte sobre el tem a del sim bolism o renacentista. R esu ltó luego que tardé más tiem po del previsto en term inar esta continuación, pues decidí apartarm e del principio al que m e había atenido en el libro an terior y tam bién en Meditations on a Hobby Horse. Eran éstos recopilaciones de trabajos ya publicados, m ientras que más de un tercio de la presente obra es m aterial nuevo. Sentí la necesidad de actualizarla, no ya añadiendo referencias bibliográficas (que nunca pueden ser com pletas), sino tratan­do de clarificar la situación actual de esta im portan te ram a de los estudios sobre el R enacim iento.

Para el siglo X IX el R enacim ien to era un m ov im ien to de liberación del frailuno dogm atism o m edieval que expresaba su recién hallado goce del placer sensual en la celebración artística de la belleza física. A lgunos de los historiadores más im portantes de la pin tura renacentista, tales com o B erenson y W ólfílin , se m an tuv ieron bajo el hechizo de esta in terpretación, para la que ocuparse del sim bolism o resultaba una p e ­dantería irrelevante. U n o de los prim eros eruditos en reaccionar enérgicam ente contra este esteticism o f in de siecle fue A by W arburg , fundador del Instituto W arburg , al que he estado ligado duran te la m ayor parte de m i vida académica. En su biografía intelectual, publicada po r m í recien tem ente, he puesto de relieve lo penoso que le re ­sultó em anciparse de esta óptica histórica para hacernos com p ren der la im portancia que los m ecenas y artistas de la época concedían a ciertos asuntos que ya no se pueden explicar sin recurrir a tradiciones esotéricas olvidadas.

Fue esta necesidad la que dio origen al estudio sistem ático del sim bolism o del R e ­nacim iento, estudio que frecuente y un ilateralm ente se suele identificar con las actividades del Instituto W arburg . T u v o su representante más influyente en el gran Erw in Panofsky, a quien debem os que esta nueva y fértilísima disciplina sea conocida con el nom bre de Iconología. Este nu evo p lanteam iento tam bién hubo de m odificar necesariam ente el carácter de la literatura artística: m ientras que a los antiguos m aes­tros del género les era dado analizar las arm onías form ales de las obras maestras del R enacim ien to en fluidas páginas de lúcida prosa, los estudios iconológicos tienen que llevar un nu trido n ú m ero de notas a pie de página en las que se citan e in terpretan textos oscuros. Este trabajo detectivesco tiene, por supuesto, sus peculiares em ociones,

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10 Imágenes simbólicas

y espero que m i extenso y po lém ico ensayo sobre Las mitologías de Botticelli transm ita parte de la alegría que sentí al reem p ren der este tipo de investigación después de seis años de trabajo duran te la guerra.

Sin em bargo , ya en aquellos m om entos tuve la sensación, y dejé constancia de ello, de que la relativa facilidad con que podía recurrirse a tex tos neoplatónicos para encontrar las claves de las pinturas m itológicas renacentistas planteaba un p rob lem a de m étodo: ¿cóm o decidir si en un caso concreto estam os autorizados a usar esta clave y cua'l de las m uchas posibilidades que se nos ofrecen elegir? El p rob lem a se agudizaba cuando distintos expertos nos presentaban in terpretaciones dispares, todas ellas susten­tadas po r un en o rm e caudal de erudición. El n ú m ero de relaciones nuevas en tre pinturas y textos que un tribunal de justicia aceptaría com o prueba resultaba lam enta­b lem ente bajo. El paso del tiem po y la asiduidad con que se ha aplicado el m é to d o sin los controles adecuados no han hecho más que alim entar estos recelos. El m ism o E r- w in Panofsky m anifestó sus escrúpulos con su cortesía y agudeza inagotables en una observación que he adoptado com o lem a de la In troducción a la presente obra. Esta nueva in troducción sobre Objetivos y limites de la iconología va dirigida principalm ente a los colegas estudiosos de una técnica que seguirá siendo indispensable para los historia­dores del arte. En m i conferencia hasta ahora no publicada sobre la Stanza della Segnatura de Rafael, el más im portan te de los ciclos sim bólicos del R enacim ien to , se exam ina una cuestión estética que puede preocupar más aún al am ante del arte.

Por incom pleta que pueda resultar esta conferencia, basta para p o n er de m anifies­to, creo yo, que los reparos que tantas veces se le han form ulado a la iconología por concentrarse supuestam ente más en los aspectos intelectuales del arte que en los fo r­males nacen de un m alentendido. N o podem os escribir la historia del arte sin ten er en cuenta las distintas funciones que las diferentes sociedades y culturas asignan a la im a­gen visual. En el prefacio de Ñ onn and Form señalaba yo que la creatividad del artista sólo puede desenvolverse en cierto clima, y que éste tiene sobre las obras de arte re ­sultantes tanta influencia com o el clima geográfico sobre la form a y la índole de la vegetación. Podría añadir aqu í que la función que se pre tende cum pla una obra de arte puede orien tar el proceso de selección y rep roducción no m enos de lo que lo hace en jard inería y agricultura. U na im agen con la que se pretenda revelar una reali­dad superior, religiosa o filosófica, adoptará una fo rm a d iferen te de otra cuya finalidad sea la im itación de las apariencias. Lo que nos ha enseñado la iconología es hasta qué pu n to esc ob jetivo de reflejar el m un do invisible de los entes espirituales se daba p o r supuesto no sólo en el arte religioso, sino tam bién en m uchas disciplinas del secular.

Tal es el tem a de m i trabajo Icones Symbolicae, del que recibe no m b re la presente obra. Es el más largo y m e tem o que el más técnico de los ensayos aqu í reunidos. En su form a originaria trataba concretam ente del concepto neoplatón ico de las im ágenes com o instrum entos de una revelación mística. Luego he aum entado considerable­m ente su alcance para tener más en cuenta las tam bién influyentes enseñanzas de la filosofía aristotélica, que relacionan la im agen visual con los m ecanism os didácticos de las escuelas m edievales y con la teoría retórica de la m etáfora. H e ensanchado asimis­m o el espacio cronológico de esta investigación para m ostrar la supervivencia de estas ideas en el rom anticism o y hasta en las teorías del sim bolism o propuestas po r Freud y Jung.

En esto, confío, reside la justificación de hacer accesibles al público en general es­

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Prefacio 11

tudios tan especializados. El interés de las tradiciones que analizan va más alia' del puram ente arqueológico. Influyen aún en nuestro m od o de hablar y pensar sobre el arte de hoy. C uando estaba trabajando en esta obra recib í una invitación para acudir a una exposición individual en el R oval C ollege o f A rt que llevaba una cita tom ada de la in troducción a su catálogo (de Peter Bird): «Una im agen de algo trascendente que apunta hacia un m un do invisible de sen tim ien to e imaginación». La alabanza con ven­cional de los enigm áticos sím bolos creados po r los artistas con tem poráneos sigue siendo un eco de los antiguos conceptos m etafísicos aqu í exam inados. C onociendo sus antecedentes y connotaciones podrem os determ inar con más facilidad la m edida en que conviene aceptar o rechazar tales pretensiones.

Deseo po r ú ltim o agradecer a los editores de las publicaciones en que aparecieron po r vez prim era estos ensayos, sobre to do a mis colegas del Consejo Editorial del Jour­nal oj the Warburg and Courtauld Institutes, el haberm e perm itido reproducirlos. El Sr. David T hom ason y la Srta. H ilary Sm ith tu v ieron la am abilidad de ayudarm e a preparar el m anuscrito, y el Dr. I. Grafe, de la Phaidon Press, se m ostró tan incansable y perspicaz com o siem pre con su apoyo y su consejo.Londres, ju n io de 1971

E.H.G.

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Introducción:O bjetivos y lím ites de la ico n o lo g ía

H ay que reco n o cer q u e existe el pe lig ro de que la iconología n o sea lo q u e la e tno log ía fren te a la e tnografía , sino lo q u e la astro logía fren te a la astrografi'a.

Erwin Panofsky, Meaning in the Visual Arts, [El significado de ¡as artes visuales, Alianza Editonal|, Nueva York. 1955, pág. 32.

La indefinición del significado

En el cen tro de Piccadilly Circus, el corazón de Londres, está la estatua de Eros (figu­ra 1), lugar de encuen tro y distintivo de los barrios de diversión de la m etrópoli. Las celebraciones populares que en 1947 saludaron el regreso, com o señor de los festejos, del dios del am or, p rocedente del lugar seguro a que había sido trasladado el m o n u ­m en to al com enzar la guerra, dem ostraron lo m ucho que este sím bolo había llegado a significar para los lond inenses1. Sin em bargo , se sabe que la figura del jo v en alado que lanza sus flechas invisibles desde lo alto de una fuen te no representaba en la in tención de su au tor al dios del am or terreno. La fuente fue erigida en tre 1886 y 1893 com o m o n u m en to a un gran filántropo, el séptim o conde Shaftesbury, paladín de la legisla­ción social cuya conducta en este te rren o le había convertido , en las palabras de la inscripción de G ladstone en el m on u m en to , en «un ejem plo para su orden , una bendi­ción para este pueblo y un no m bre que siem pre será recordado po r él con gratitud». La declaración que hiciera el C om ité p ro -m o n u m en to dice que la fuente de A lbert G ilbert «es pu ram en te simbólica, y representa la Caridad cristiana». En palabras del p rop io artista, recogidas diez años más tarde en una conversación, su deseo fue cierta­m ente sim bolizar la obra de lo rd Shaftesbury: «el A m o r con los ojos vendados lanza indiscrim inada, pero deliberadam ente, sus proyectiles de bondad, siem pre con la cele­ridad que al ave le dan sus alas, sin detenerse nunca a tom ar aliento o a reflexionar críticam ente, sino elevándose cada vez más, insensible a los riesgos y peligros que corre».

O ch o años más tarde, otra afirm ación del artista nos lo m uestra inclinándose li­geram ente hacia la in terpretación popular de la figura. «El conde llevaba en el corazón la idea del m ejo ram ien to de las masas», escribió en 1911, «y sé que le preocupaba eno rm em en te la población fem enina y su em pleo. P or ello, sum ado este conocim ien­to a m i experiencia de las costum bres continentales, p royecté la fuente de m anera que una especie de im itación de la alegría foránea pudiera tener cabida en el som brío Lon­dres». ¿N o será Eros, a fin de cuentas, Eros?

P ero existe todavía un m o tiv o más de confusión. U n persistente ru m o r ha atribu ido al artista la in tención de aludir al no m bre de Shaftesbury presentándonos a un a rquero con su arco apuntando hacia abajo, com o si la flecha (shaft) hubiera q u e ­

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14 Imágenes simbólicas

dado enterrada (buried) en el suelo. Por lo m enos un testigo decía en 1947 haber escuchado esta explicación de labios del artista antes de descubrirse el m onum ento . Por desgracia el p rop io G ilbert, en su in fo rm e de 1903, situaba este «tonto ju eg o de palabras» de «algún ingenioso Solón» en tre las m uchas afrentas que tu v o que soportar cuando se exh ib ió la fuente, que no le habían dejado term inar con arreg lo a su proyecto . Su idea era constru ir una fuen te de agua potable, y reconocía en el m ism o con tex to que las cadenas que sujetaban las cubetas las había proyectado basándose en las iniciales de Shaftesbury, idea que ev iden tem en te consideraba m uy superior a la que con tal vehem encia rechazaba.

Pese a lo próx im a a nuestros días que es esta historia — G ilbert m urió en 1934— el concienzudo au to r del Survey o f London a cuya investigación debem os los datos an­tedichos confiesa que existe cierto grado de incertidum bre. ¿Cuánto significado tenía en m ente el artista? Sabem os que era enem igo de la «escuela de chaqueta y pantalón» de m on um en tos públicos y que se esforzó po r convencer al C om ité para que aceptase una im agen diferen te para el m on um en to . Había ganado fam a esculpiendo tem as m i­tológicos com o «Icaro», y le cautivaban a todas luces las posibilidades artísticas de incorporar al m o n u m en to otra de esas figuras que ex 'g ían levedad de toque; su Eros sosteniéndose de puntillas constituye una variante del fam oso p rob lem a escultórico del que es ejem plo tan brillante el Mercurio de Juan de Bolonia (figura 2). ¿N o sería ló­gico decir que fue éste el significado de la obra que con tó para el artista, independ ien­tem ente de la referencia sim bólica o de las alusiones con juegos de palabras que han pasado a ser preocupación del iconólogo?

Pero cualesquiera que fueran los m otivos que de term in aro n a G ilbert a elegir este tem a, tam bién se vería obligado a convencer al C om ité adaptando sus deseos a un en ­cargo y a una situación dados. La disputa sobre si fue el C om ité o el artista quien de term in ó el «verdadero» significado de la escultura no nos llevaría a parte alguna. Lo que tras semejante discusión podríam os sacar en lim pio sería tan sólo que «significado» es un té rm ino escurridizo, especialm ente si se aplica a im ágenes en lugar de a afirm a­ciones. En realidad el iconó logo puede m irar con m elancolía la inscripción de Gladstone an terio rm en te citada. T od o el m un do entiende lo que significa. Tal vez a algunos de los que pasan por delante haya necesidad de explicarles la frase de que Shaftesbury fue «un ejem plo para su orden», pero n inguno pondrá en duda que tiene un significado que es posible determ inar.

Es com o si las im ágenes ocuparan una curiosa posición a m edio cam ino en tre las frases del idiom a, que se pre tende transm itan un significado, y los seres de la naturale­za, a los que tan solo podem os atribu ir un significado. Al ser descubierta la fuente de Piccadilly, uno de los oradores la calificó de «m onum ento a lord Shaftesbury de lo más apropiado, pues siem pre da el agua por igual a ricos y pobres...». U na com paración fácil de hacer, un tan to trivial incluso; nadie sacaría de ella la consecuencia de que las fuen­tes sim bolicen la filantropía — dejando aparte el hecho de que el darle al rico sería algo no cub ierto por este concepto.

Pero, ¿y el significado de las obras de arte? Parece bastante plausible hablar de va­rios «niveles de significado» y decir p o r ejem plo que la figura de G ilbert tiene un significado representacional — un jo v en alado— , que esta representación puede rem itir­se a un jo v en concreto , a saber, el dios Eros, que la convierte en ilustración de un m ito , y que a Eros se le utiliza aqu í com o símbolo de la Caridad2. Pero, miradas las cosas más

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Objetivos y limites de la iconología 15

de cerca, esta m anera de en tend er el significado se viene abajo a todos los niveles. En cuanto com enzam os a fo rm u lar preguntas delicadas desaparece la aparente trivialidad del significado representacional y nos sentim os tentados a cuestionar la necesidad de rem itir invariab lem ente la form a del artista a alguna significación imaginada. A algu­nas de estas form as, po r supuesto, se las puede designar y clasificar, com o es el caso de un pie, un ala o un arco, pero otras se zafan de esta red de clasificación. N o cabe duda de que se ha p retendido en parte que los m onstruos ornam entales que rodean la base (figura 3) represen ten criaturas marinas, pero en sem ejante com posición ¿dónde te r ­mina el significado y dónde em pieza el esquem a decorativo? En la in terpretación de las convenciones representacionales hay m ucho más de lo que «ve el ojo» literalm ente. El artista depende m ucho más que el escritor de lo que en A rt and Illusion he llamado «la participación del espectador». Es característico de la representación el que nunca se pueda llevar la in terpretación más allá de un cierto nivel de generalidad. La escultura no sólo excluye el color y la tex tura, sino que tam poco puede denotar escala de tam a­ño alguna más allá de sí misma. En la im aginación de G ilbert lo m ism o pudo ser Eros un niño que un gigante: no podem os decirlo.

A unque al in térp re te ansioso de llegar al significado del con junto puedan parccer- le de poca im portancia estas lim itaciones de la im agen, el siguiente nivel de ilustración presenta problem as más graves. Es eviden te que se ha buscado que algunos aspectos de la figura faciliten la identificación; el jo v en a rquero alado (figura 143) evoca, en la m ente del occidental culto, una ünica figura: la de C upido. Esto es aplicable a las im á­genes exactam ente igual que al tex to literario. La diferencia crucial en tre los dos reside por supuesto en el hecho de que una descripción verbal nunca puede dar tantos detalles com o necesariam ente ha de darlos una im agen. De aquí que cualquier tex to ofrezca m ultitud de posibilidades a la im aginación del artista. U n m ism o tex to se p u e­de ilustrar de incontables maneras. Por eso nunca es posible reconstru ir a partir de una única obra de arte dada el tex to que ilustraba. Lo único que sabem os de seguro es que no todas sus propiedades pueden figurar en el tex to , pero sólo podrem os averiguar cuáles sí y cuáles no una vez hayam os identificado el tex to po r otros medios.

M ucho se ha hablado sobre la tercera tarea de la in terpretación, el establecim iento de referencias simbólicas en nuestro caso particular, tratando de dem ostrar lo esquivo que es el concepto de significado. Eros significaba una cosa para los juerguistas londi­nenses y o tra para el C om ité p ro -m o n u m en to . El ju eg o de palabras de las flechas enterradas parece dar cuenta tan cabal de las circunstancias que se podría afirm ar que no puede tratarse de un m ero accidente. Pero, ¿por qué no? La esencia del ingenio consiste en explo tar tales accidentes y descubrir significados donde nadie p re tendió que los hubiera.

¿Pero im porta eso? ¿Es realm ente la in tención lo que p rim ero ha de preocupar a un iconólogo? Se ha puesto casi de m oda el negarlo, y más aún desde que el descubri­m ien to del inconsciente y de su papel en el arte parece haber socavado el concepto usual de in tención, pero yo diría que ni los tribunales de justicia ni los de la crítica po ­drían seguir funcionando si verdaderam ente prescindiéram os de la noción de signifi­cado intencional.

A fortunadam ente esta op in ión la ha sostenido ya con eno rm e acierto D. E. H irsch en una obra sobre crítica literaria, Validity in Interpretation1. El principal ob jetivo de este sobrio libro es precisam ente el de rehabilitar y justificar la vieja idea de sentido

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16 Imágenes simbólicas

com ún de que una obra significa lo que su au tor p retendió que significase, y que es esa in tención la que el in té rp re te debe hacer lo posible por averiguar. Para dar cauce a esta restricción del té rm ino significado p rop on e Hirsch in troducir otros dos que tal vez prefiera usar el in térprete en ciertos contextos: significación e implicación. H em os visto po r ejem plo que la significación de la figura de Eros ha cam biado desde la época en que íue erigida hasta hacerse irreconocible. P ero precisam ente en razón de tales situaciones rechaza Hirsch la fácil idea de que una obra signifique sim plem ente lo que significa para nosotros. El significado era el pretendido de sim bolizar la Caridad de lo rd Shaf­tesbury. Sin duda puede decirse tam bién que la elección de la figura de Eros ha tenido implicaciones que explican tanto su significado com o su posterior cam bio de significa­ción. Pero m ientras que la in terpretación del significado puede dar po r resultado una afirm ación sencilla com o la realizada por el C om ité p ro -m onum ento , la cuestión de la im plicación siem pre queda abierta. Y así hem os visto que G ilbert se oponía a la «es­cuela de chaqueta y pantalón» y deseaba con su elección aportar una nota de alegría foránea a la cargada atm ósfera de la Inglaterra victoriana. Para explicar e in terpretar una in tención de este tipo habría que escribir un libro, y ese libro no haría más que arañar la superficie, aborde la herencia del puritanism o o la idea del «júbilo foráneo» prevaleciente en la penúltim a década del XIX. Pero esta característica de ser in te r­m inable la in terpretación de las im plicaciones de ninguna m anera es exclusiva de las obras de arte, sino que es aplicable a cualquier declaración inserta en la historia. Glads- tone, se recordará, calificaba a lord Shaftesbury en la inscripción del m o n u m en to de «ejemplo para su orden». N o todos los lectores m odernos captarán de inm ediato el sig­nificado de ese térm ino , pues ya no solem os decir que los pares constituyen un orden. Pero en este caso, com o siem pre, es eviden te que el significado que buscam os es el que Gladstone se propuso transm itir. Q uería exaltar a lord Shaftesbury com o alguien a qu ien los que eran pares com o él podían y debían em ular.

Las im plicaciones de la inscripción, por otra parte, están quizás más abiertas a la es­peculación. :Se insinuaba una polém ica política al llamar al conde «ejemplo para su orden»? ¿Quería G ladstone dar a en tend er que otros m iem bros de su orden se in te re­saban dem asiado poco po r la legislación social? Investigar y explicar estas im plicacio­nes nos llevaría de nuevo a una inacabable vuelta atrás.

Hallaríamos sin duda de cam ino testim onios fascinantes sobre Gladstone y sobre la situación de Inglaterra, pero esa tarea excedería con m ucho la m era interpretación del significado de la afirm ación de Gladstone. Refiriéndose com o lo hace a la literatura más que al arte, Hirsch llega a la conclusión de que el significado pretendido de una obra sólo lo podem os determ inar una vez que hayamos decidido a qué categoría o género li­terario se pretendió que perteneciera la obra en cuestión. Si p rim ero no tratam os de averiguar si se pretendió que una determ inada obra literaria fuera una tragedia seria o una parodia, es probable que nuestra interpretación resulte errónea. Puede parecer a pri­m era vista sorprendente que se insista tanto sobre la im portancia de este paso inicial, pero Hirsch dem uestra de m odo m uy convincente lo difícil que resulta volver sobre los propios pasos una vez em prendido un cam ino falso. Se sabe de algunos que se han reído de una tragedia por haberla tom ado por una parodia4.

A unque las tradiciones y funciones de las artes visuales difieren considerablem ente de las de la literatura, la im portancia que para la interpretación tienen las categorías o géneros es la misma en ambas esferas. U na vez establecido que Eros pertenece a la tradi­

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Objetivos y límites de la iconología 17ción o institución de las fuentes conm em orativas, ya no es probable que nuestra interpretación resulte gravem ente errónea. Si lo tom ásem os por un anuncio de la zona teatral londinense nunca podríam os encontrar el cam ino para vo lver al significado p re­tendido.

Iconografía e iconología

Podría argüirse que las conclusiones sacadas de un ejem plo tom ado del arte victoria­no tardío difícilm ente pueden aplicarse a la situación m uy diferente del arte renacentista que, al fin y al cabo, constituye el tem a principal de estos estudios. Pero siem pre convie­ne al historiador proceder de lo conocido a lo desconocido, y le sorprenderá m enos toparse con ese carácter esquivo del significado que asedia al in térprete del arte del R e ­nacim iento después de haberse encontrado con un problem a equivalente a la puerta misma de su casa.

Además, los principios m etodológicos sentados por Hirsch, en especial el principio de la prim acía de los géneros — si así puede llamarse— son aplicables al arte del R enaci­m iento con m ayor propiedad aún que al del siglo XIX. Si no existieran tales géneros en las tradiciones del arte occidental, la labor del iconólogo sería en verdad desesperada. Si una im agen cualquiera del R enacim ien to pudiera ilustrar un tex to cualquiera, si no pu­diéramos presum ir que una herm osa m ujer con un niño en brazos representa a la Virgen con el N iño Jesús, y ello fuera una posible ilustración de cualquier novela o re­lato en el que nazca un hijo, o incluso de un m anual sobre crianza de niños, nunca podríam os in terpretar las imágenes. Gracias a que existen géneros tales com o el retablo y repertorios tales com o leyendas, m itologías o com posiciones alegóricas, es factible identificar los temas. Y aquí, lo m ism o que en la literatura, un erro r de partida en la de­term inación de la categoría a que pertenece la obra o, peor todavía, el desconocim iento de las diversas categorías posibles, causará el extravío del más perspicaz de los in térpre­tes. M e acuerdo de un estudiante m uy dotado al que tan lejos llevó su entusiasm o por la iconología que in terpretó a Santa Catalina con su rueda com o una im agen de la F ortu­na. C o m o la santa había aparecido en el ala de un altar que representaba la Epifanía, de ahí pasó a especular sobre el papel del Destino en la historia de la salvación, línea de pensam iento que fácilm ente le hubiera llevado a p retender la presencia de una secta he­rética de no habérsele señalado su erro r de partida.

Se suele suponer que identificar los textos ilustrados en una im agen religiosa o secu­lar dada es m isión de la iconografía. Igual que ocurre en los demás trabajos de investiga­ción histórica detectivesca, para resolver los rom pecabezas iconográficos hace falta suerte además de cierto bagaje de conocim ientos básicos. Pero si esa suerte se tiene, los resultados de la iconografía pueden a veces alcanzar las cotas de exactitud exigibles a una prueba. Si se puede hacer corresponder una ilustración compleja con un tex to que dé cuenta de sus principales rasgos, puede decirse que el iconógrafo ha dem ostrado lo que pretendía. Si existe una serie com pleta de tales ilustraciones que se corresponde con una serie análoga en un texto , la posibilidad de que esta correspondencia se deba al azar es verdaderam ente rem ota. C reo que en esta obra hay tres ejem plos que satisfacen este re­quisito. U n o de ellos identifica el tex to o textos ilustrados en la Sata dei Venti del Palazzo del T e (págs. 191-207); el segundo explica la versión de la historia de Venus y M arte

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18 Imágenes simbólicas

del m ism o palacio (págs. 188-189); y el tercero relaciona el Orion de Poussin con un tex to que no sólo narra, sino que tam bién explica la historia, explicación que Poussin in corpo ró a su ilustración (págs. 209-212).

O tros ensayos se detienen en interpretaciones más especulativas, pero en ese caso los problem as que abordan son más iconológicos que iconográficos. N o es que la distinción entre estas disciplinas sea m uy clara, o que im porte m ucho clarificarla. Pero a grandes rasgos entendem os por iconología, desde los estudios pioneros de Panofsky, la recons­trucción de un program a más que la identificación de un tex to concreto.

N o hay más que explicar el p roced im ien to para que se evidencien tanto su interés com o sus riesgos. Existen en el arte del R en acim ien to italiano c ierto n ú m ero de im á­genes o ciclos que no pueden explicarse com o ilustración directa de un tex to existen­te dado. Sabem os además que ocasionalm ente los m ecenas o se inventaban tem as que querían ver representados o, las más de las veces, se agenciaban la colaboración de al­guna persona culta que le diera al artista lo que llam am os un «programa». R esulta difícil averiguar si esta costum bre estaba o no tan generalizada, sobre to do en el si­glo XV , com o parecen señalar algunos estudios m odernos; pero es cierto que ha llegado a nosotros una gran cantidad de ejem plos de esta especie de «libretos» p roce­dentes de la segunda m itad del siglo XVI en adelante. Si estos program as a su vez con tuv ieran creaciones originales o fantasías, la em presa de reconstru ir el tex to perd i­do a partir de la im agen vo lvería a tener m uy pocas posibilidades de éxito. P ero no ocu rre así. El gén ero de los program as estaba basado en ciertas convenciones, con ven ­ciones firm em en te enraizadas en el respeto renacentista po r los textos canónicos de la relig ión y de la A ntigüedad. C onociendo estos tex tos y conociendo la im agen, el ico- nó logo procede a ten d er un puen te en tre ambas orillas para salvar el foso que separa la im agen del tem a. La in terpretación se convierte en reconstrucción de una prueba perdida. Esta prueba, además, no sólo debe ayudar al iconó logo a determ inar cuál es la historia ilustrada, sino que su ob jetivo es averiguar el significado de esa historia en ese con tex to concreto : reconstru ir — en el caso de nuestro e jem plo— lo que se pretendía significase Eros en la fuente. T end rá pocas posibilidades de éx ito si no sabe hacerse cargo del tipo de prog ram a que es probable im pusiera a un artista un com ité p ro ­m o n u m en to de la época victoriana. Pues, po r lo que respecta a la obra com o tal, no hay lím ites en cuanto a las significaciones que pueden leerse en ella. H em os dicho que las figuras com o de pez que rodean la fuente eran ornam entales pero, ¿no podrían ha­cer alusión al pez-sím bolo de C risto o, a la inversa, representar a m onstruos de los que triunfa el Eros-Caridad?

U n o de los ensayos de esta obra aborda los problem as derivados de esta incerti- d u m b re m etodológica. Plantea la cuestión de si las in terpretaciones de la Stanza della Segnatura de R afael no habrán ido con frecuencia dem asiado lejos. A un cuando es im ­probable que sus planteam ientos concretos alcancen asentim ien to universal, no puede dejarse de abordar el p rob lem a de los lím ites de la in terpretación en una obra dedica­da al sim bolism o en el arte del R enacim ien to . Pues toda investigación iconológica depende de nuestra idea previa respecto a lo que estabam os buscando o, en otras pala­bras, de nuestra op in ión sobre lo que es o no plausible en el seno de una época o un am biente dados.

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Objetivos y limites de la iconología 19La teoría del decorum

V olvem os de n u evo a la «primacía de los géneros» antes postulada. N o es este lu­gar, ev iden tem ente , para ensayar la catalogación de todas las categorías y usos del arte que puedan docum entarse en el R enacim ien to . N o es que tal catalogación no fuera a tener éxito: Em ile M ále5 ha m ostrado los principios que podrían servir de base a tal em presa en el te rren o del arte religioso, y P ig le r6 y R ay m o n d van M arle7 la han co­m enzado al m enos para tem as seculares. P ero esto es de más utilidad para el iconógra­fo, que así puede contar con una lista de posibles tem as, que para el iconólogo.

A fortunadam en te los autores del R en acim ien to no han perm anecido to talm en te silenciosos acerca de los principios que debían reg ir la aplicación de estos tem as en con tex tos con ',n dom inan te en toda latradición clásica: el concepto de decorum. Este té rm in o tu v o en el pasado una aplica­ción más am plia que hoy en día. Significaba «lo adecuado». Hay una conducta adecua­da en determ inadas circunstancias, una m anera de hablar adecuada en ciertas ocasiones y, po r supuesto, tam bién unos tem as adecuados en con tex tos concretos.

Lom azzo presenta, en el sexto libro de su Trattato%, una lista de sugerencias para lugares diversos com enzando, curiosam ente, po r los cem enterios, para los que p ro p o ­ne varios episodios bíblicos tales com o la m uerte de la V irgen, la m uerte de Lázaro, el D escendim iento de la Cruz, el en tie rro de Sara, Jacob agonizante profetizando, el en ­tie rro de José y «esas historias lúgubres de las que tantos ejem plos encontram os en las Escrituras» (cap. X X II). Para las salas de consejo, por su parte, utilizadas p o r los «prínci­pes y señores seculares», recom ienda tem as tales com o C icerón hablando sobre Catili- na ante el Senado, la asamblea de los griegos antes de em barcarse para T roya, las disputas en tre m ilitares y sabios tales com o Licurgo, P latón y D em óstenes en tre los griegos y B ru to , Catón, P om pey o y los Césares en tre los rom anos, o la controversia en tre A yax y Ulises p o r las armas de Aquiles. Prosigue con una lista aún más larga de asuntos bíblicos y de la A ntigüedad para los tribunales de justicia y de hazañas de valor m ilitar para los palacios, en tan to que las fuentes y jardines exigen «historias de los am ores de los dioses» en las que aparezcan «el agua, los árboles y otras cosas alegres y placenteras», tales com o Diana y A cteón, Pegaso dando nacim iento a las fuentes de Castalia, las Gracias bañándose en un m anantial, N arciso ju n to al pozo, etc.

EstaS y otras historias sem ejantes estaban ordenadam ente archivadas en el cerebro de las gentes del R enacim ien to , de tal m anera que les era fácil enum erar, po r ejem plo, relatos bíblicos en los que in tervin iese el fuego, o narraciones de O v id io en las que in­terviniese el agua. Y no quedó en letra m uerta este principio del decorum. La Fuente de O rio n de M ontorso li (figuras 4-6), en Mesina, constituye un ejem plo tan bu eno com o el que más para m ostrar cóm o funciona este principio, con sus relieves decorativos en m árm ol descritos po r V asari9 que presentan vein te episodios m ito lógicos en los que desem peña algún papel el agua, com o Europa cruzando el m ar, Icaro cayendo al m ar, Aretusa convertida en fuente, Jasón surcando el m ar, etc. (figura 6), po r no m encionar las diversas ninfas, dioses fluviales y m onstruos m arinos que, en consonancia con las reglas del decorum, com pletan la decoración.

A lo que este ejem plo apunta, po r tanto, es a un sencillo principio de selección que es fácil de detectar. Podríam os llam arlo principio de intersección — ten iendo en m en ­te la utilización de letras y núm eros dispuestos a los lados de un tab lero de damas o de

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20 Imágenes simbólicas

un plano al ob jeto de determ inar con juntam ente un cuadrado o zona concreta. El ar­tista o el asesor artístico del R enacim ien to albergaba en su m ente una colección de tales planos en los que figuraban, pongamos, narraciones de O vidio a un lado y tareas típicas al otro . Igual que la letra B en uno de esos planos no determ ina una zona, sino una banda que solo quedará restringuida tras consultar el núm ero , la historia de Icaro, por ejem plo, no posee un significado único, sino una gam a de significados sobre la cual se particulariza luego en función del contex to . Lom azzo se sirvió de este asunto a causa de su relación con el agua, en tanto que el hum anista que actuó de consejero en la decoración del ayuntam ien to de A m sterdam la seleccionó para el T ribunal de Q uiebras (figura 7) com o advertencia fren te a la am bición que vuela dem asiado alto, m ientras que el rescate de A rión po r un delfín sim boliza no el agua, sino los seguros contra naufragios (figura 8).

N o es que la intersección de dos de tales requisitos hubiera necesariam ente de sa­tisfacer al m ecenas del R enacim ien to que exigía una im agen adecuada. El m anto de chim enea de B enedetto da R ovezzano (figura 9) constituye un ejem plo de in terac­ción aún más rica: para una chim enea era ev iden tem ente de rigor algo en que in terv i­niese el fuego, siendo el tem a más convencional la herrería de Vulcano (figura 10). Pero tenem os tam bién aqu í la historia de Creso y C iro en la que la pira satisface el re­quisito de un asunto adecuado, en tanto que la de la advertencia de Solón de «recordar el fin» responde a la igualm ente im portan te especificación de una historia con moraleja.

Había tam bién que tener en cuenta otros requisitos, entre ellos no poco las prefe­rencias y aptitudes de los artistas con que se contaba. Se suele dar po r sentado que los program as del R enacim ien to no prestaban ninguna atención a las inclinaciones creati­vas del artista, pero ello no siem pre es cierto. Era tan rico y variado el repertorio donde elegir que resultaba fácil adaptar la selección final tan to a las exigencias del deco- nim com o a las preferencias del artista. Y tam poco aqu í resulta a veces fácil decir dónde, en estas intersecciones, había que buscar la prioridad. C uando describe a A reti- no sus frescos sobre la vida de César, em pieza Vasari por hablar de la predilección que su m ecenas siente por este héroe, y que le llevaría a cubrir todo su palacio de historias sobre la vida de César. Había com enzado po r el episodio en que César huye de P to lo- m eo y cruza las aguas a nado perseguido po r los soldados. «Com o puede verse, he p in­tado un tropel de figuras desnudas luchando, p rim ero com o m uestra de dom inio del arte, y segundo para ceñirm e a la historia»10.

En este caso tal vez Vasari fuera su prop io am o y le estuviera perm itido com pla­cerse a sí m ism o, pero sabem os que los artistas no se som etían dócilm ente a cualquier idea que se les impusiera. En este aspecto, com o en tantos otros, m erecen la considera­ción de paradigm a los program as redactados por A nnibale C aro para las decoraciones de Taddeo Zuccaro en el Palazzo Caprarola. El del do rm itorio , con figuras m ito lóg i­cas relativas a la noche y al sueño, se encuentra en la Vida de T addeo Zuccaro de V asari". El o tro , para el estudio del príncipe, tiene unas connotaciones sobre las cua­les tal vez al iconólogo le m erezca más aún la pena m e d ita r12. D esgraciadam ente, a estos hum anistas eruditos les sobraba el tiem po y eran m uy aficionados a hacer alarde de su erudición. Sus escritos, deb ido a ello, suelen poner a prueba la paciencia de los lectores del siglo XX, pero sí que podem os echar un vistazo a algunos pasajes com o m uestra de su m odo de proceder, relegando el tex to com pleto a un apéndice

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Objetivos y limites de la iconología 21(págs. 49-51) en el que los expertos en este género podrán explorarlo en p ro fu n ­didad.

Es necesario que los temas que se van a pintar en el estudio del ilustri'simo m onseñor Far- nesio se adapten a la disposición del pintor, o la disposición de éste a vuestro tema: com o se ve que él no quiso acomodarse a vos, por fuerza tendrem os que acomodarnos nosotros a él para no dar lugar a desorden y confusión. A m bos temas se refieren a cosas apropiadas a la soledad. El divide la bóveda en dos partes principales: espacios vacíos para las historias y ornam entos alrededor.

C aro prosigue sugiriendo para el espacio central «la clase principal y más ensalzada de soledad, la de nuestra religión, que es d iferente de la de los gentiles, po rque los nuestros salen de su soledad para instruir al pueblo , m ientras que los gentiles en tran en la soledad alejándose del pueblo». Por ello C risto ocupará la posición central, y luego aparecerán San Pablo, San Juan Bautista, San Je ró n im o y otros, si queda sitio (figu­ra 11). E ntre los paganos que se retiran a la soledad señala a algunos platónicos que se sacaron los ojos para que la vista no les distrajera de la filosofía, a T im ón , que tiraba piedras a la gente, y a otros que daban sus escritos al pueblo , pero evitando su contacto (figura 12). Dos espacios m ostrarían la concepción de la Ley en la soledad: N u m a en el valle de Egeria y M inos saliendo de una cueva. C uatro grupos de erm itaños debían ocupar los rincones: los gim nósofos de la India adorando al Sol (figura 13), los h iper­bóreos con bolsas de provisiones (figura 15), los druidas «en los bosques de robles que veneraban... vístalos el p in to r com o desee, con tal que todos vayan igual» (figura 14), y los esenios, «una secta judía dedicada ún icam ente a la contem plación de las cosas di­vinas y éticas.., y se les podía m ostrar con un alm acén de las vestiduras que tienen en com ún» (figura 11).

Los diez espacios rectangulares de la decoración, p rop on e C aro que los ocupen fi­guras reclinadas de filósofos y santos, cada uno de ellos con un lema apropiado, en tanto que los siete pequeños espacios verticales albergarán figuras históricas que se retiraron a la soledad, en tre ellos el papa Celestino, Carlos V (figura 11) y D iógenes (figura 15).

Quedan doce espacios más, m uy pequeños, y com o en ellos no caben figuras humanas, yo pondría algunos animales, com o grutescos y al tiem po com o sím bolos de este tema de la so le­dad. [En las esquinas aparecerán Pegaso (figura 13), un grifo, un elefante vuelto hacia la Luna (figura 13), y un águila prendiendo a Ganímedes]; habrán de significar la elevación del alma en la contem plación; en los dos cuadraditos, uno frente al otro... pondría al águila solitaria miran­do al Sol, que de tal guisa representa la especulación, y de por sí es animal solitario, y de las tres crías que tiene siempre expulsa a dos, y só lo a una saca adelante. En el otro pondría al ave fénix, vuelta tam bién hacia el Sol, que representará la altura y el refinam iento de los concep­tos y también la soledad, por ser única.

De los seis pequeños espacios circulares que quedan, uno de ellos alberga la ser­p iente que represen ta la astucia, el anhelo y la prudencia de la contem plación, y se le concedió po r ello a M inerva (figura 11), el de al lado un go rrió n solitario, el tercero otra ave de M inerva, com o es el búho , el cuarto un eritaco, otra ave que se dice busca la soledad y no tolera com pañeros. «No he conseguido averiguar todavía qué aspecto tiene, así que encom iendo al p in to r que lo haga a su m anera. El qu in to un pelícano

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2 2 Im age n es sim bólicas

(figura 11), al que David se com paró en su soledad cuando huía de Saúl: que sea un pájaro blanco, y delgado, po r la sangre que de sí m ism o saca para alim entar a sus crías... Por ú ltim o una liebre, pues se dice que este anim al es tan solitario que nunca descansa más que si está solo...»

Faltan los ornam entos, que dejo a la imaginación del pintor, pero convendría aconsejarle que acom ode si puede en algunos lugares, com o grutescos, instrumentos de los solitarios y es­tudiosos tales com o globos, astrolabios, esferas armilares, cuadrantes, sextantes..., laureles, mirtos y... artilugios por el estilo n .

Salvo en este aspecto, el p in to r siguió a Caro, que posib lem ente añadió las inscripcio­nes posteriores y ejem plos que exigirían algunas m odificaciones en la distribución.

Al leer este program a y com pararlo con la pin tura definitiva, nos v ienen a la m en­te dos cuestiones relacionadas. Prim era, si podríam os haber descubierto el significado de las pinturas sin ayuda de este tex to o, en otras palabras, si habríam os logrado re ­constru ir el p rogram a a partir de ellas solam ente. Si la respuesta es no, com o yo pienso que tiene que ser, lo más u rgen te pasa a ser preguntarse por qué habría fracasado tal em presa en este caso particular, y cuáles son los obstáculos que en general im piden esta labor de traducción inversa de las pinturas al program a.

Algunas de las dificultades son fortuitas pero típicas. C aro dice no saber cóm o ves­tían los druidas, y deja el asunto a la fantasía del pintor. Tendría uno obviam ente que gozar del poder de adivinar el pensam iento para reconocer a unos druidas en estos sacerdotes. Lo m ism o cabe decir del ave «eritaco», de la que C aro sabe po r sus lecturas de Plinio, que habla de su afición a la soledad. Hasta el día de hoy no sabem os a qué ave se refería, si es que a alguna, y po r ello C aro vuelve a dar perm iso al p in to r para representarlo según le dicte su im aginación. N o podríam os saberlo, y no podríam os averiguarlo.

Hay otros casos en que el p rogram a de C aro p rop on e unas escenas tan fantásticas que al p in to r le resultó difícil reproducirlas de una m anera legible: ¿Seríamos capaces de adivinar que uno de los filósofos platónicos aparece representado en la acción de sacarse los ojos o que con la tablilla que surge del bosque se pre tende evitar a su p ro ­pietario el m en o r contacto con las gentes? ¿Le vendrían a la m ente, ni siquiera al más erud ito de los iconólogos, estas historias y su relación con la escuela platónica?

En cualquier caso, Vasari no fue capaz. A unque estaba excepcionalm ente bien in­form ado sobre Caprarola y era am igo de A nnibale Caro, aunque sabía que el tem a principal del ciclo era la Soledad y reprodu jo correctam ente m uchas de las inscripcio­nes de la sala, identificando a Solim án (figura 12), in terp re tó érroneam ente algunas de las acciones de ese paño (figura 12), que describió así: «Muchas figuras que v iven en los bosques huyendo de la conversación, a los que otros tratan de m olestar tirándoles piedras, m ientras que otros se sacan los ojos para no verlos»l3.

Pero aun allí donde la tarea de identificar historias y sím bolos encuentra obstácu­los m enos form idables de los que C aro y Zuccaro pusieron en este ejem plo, p roba­blem ente nos seguiríam os viendo en un m ar de confusiones respecto al sentido que había que asignar a cada sím bolo concreto de no ven ir a ilum inarnos el tex to de Caro.

Pues aunque todos ellos han sido reunidos aqu í por su relación con la soledad, tie­

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Objetivos y Im ites de la iconología 23

nen tam bién, en su práctica totalidad, otras connotaciones distintas. El elefante adorando a la luna (figura 13) lo usa el m ism o Caro en el vecino d o rm ito rio po r su relación con la n o c h e 14; Pegaso, com o hem os visto, puede asim ism o decorar una fuente por su conexión con la fuente Castalia, y resulta innecesario decir que igual se le puede relacionar con la Poesía o con la V irtud. El fénix, por regla general, represen­ta la Inm ortalidad, y el pelícano la Caridad. V er en ellos sím bolos de la Soledad parecería m uy poco verosím il si no tuviéram os las palabras en que C aro lo afirma.

La falacia del diccionario

El program a confirm a lo que venim os señalando desde un principio: que tomadas aisladamente y con independencia del con tex to en que están insertas, ninguna de estas im ágenes se podría haber in terpretado correctam ente. N o es que esta constatación re ­sulte sorprendente. A fin de cuentas, hasta las palabras de una inscripción cobran sentido tan sólo en el seno de la estructura de una frase. H em os dicho que es eviden te lo que quería decir Gladstone cuando calificaba a lo rd Shaftesbury de «ejemplo para su orden», pero sólo del con tex to se deduce el significado exacto del té rm ino «orden». Suelto, podría significar un m andato, una estructura, o una condecoración po r algún m érito. C ierto es que los que aprenden un idiom a se hacen la ilusión de que «el signi­ficado» de cualquier palabra se puede encontrar en el diccionario, y rara vez se dan cuenta de que lo que antes he llam ado principio de intersección opera tam bién aquí. Se les ofrece una am plia gam a de posibles significados de en tre los que han de escoger el que parezca pedir el sentido del contex to . D e haber sido lo rd Shaftesbury un m o n ­je , el té rm ino «su orden» hubiera ten ido una in terpretación diferente.

Lo que enseña el estudio de las im ágenes en contex tos conocidos es tan sólo que esta m ultiplicidad es aún más im portan te para el estudio de los sím bolos que para los asuntos del lenguaje cotidiano. Es este hecho crucial el que a veces queda oscurecido por el m od o en que los iconólogos han venido presentando sus interpretaciones. C o m o es lógico, la docum entación que aportan en sus textos y notas a pie de página justifica con pelos y señales el significado que ha de tener un sím bolo dado — el signifi­cado que apoya su interpretación. Y aquí, com o en el caso de los idiomas, la im presión que se ha creado entre los incautos es la de que esos sím bolos constituyen una especie de código con una relación biunívoca entre signo y significación. Tal im presión la ve corroborada el que se entera de que hay varios textos m edievales y renacentistas con­sagrados a la in terpretación de sím bolos, en los que a veces aparecen citados al estilo diccionario.

El más frecuen tem en te consultado de estos diccionarios es la Iconología de Cesare R ipa, de 1593, que presenta una lista de personificaciones de conceptos por o rden al­fabético, y sugiere diversas m aneras de facilitar su identificación dotándolos de atributos sim bólicos15. Los que se sirven del R ipa com o si de un diccionario se tratase, en lugar de leer la in troducción y las explicaciones — hay lecturas más entretenidas en la literatura m undial— , fácilm ente llegan a la conclusión de que lo que R ipa les o fre ­ce es una especie de código pictográfico para reconocer imágenes. Pero si le dedicasen al libro un poco más de tiem po se darían cuenta de que no fue esa la in tención del au­tor. En realidad el m ism o «principio de intersección» postulado para program as com o

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24 Imágenes simbólicas

los de C aro resulta tam bién aplicable a la técnica de sim bolización de Ripa. Por fo rtu ­na en tre los conceptos m encionados figura el de Soledad, y su descripción es com o un resum en de la m ucho mas am plia caracterización de Caro: la A legoría ha de represen­tarse com o «una m ujer vestida de blanco, con un solo go rrión encaram ado en lo alto de la cabeza y llevando una liebre en el brazo derecho y un libro en la m ano izquier­da». T an to la liebre com o el go rrión figuran en tre los sím bolos de C aro y, aunque a nosotros el go rrió n no suela parecem os una criatura solitaria, R ipa cita el Salmo C X X , que dice «Factus sum sicut passer solitarias in tecto». Sin em bargo , qu ien quisiese acto seguido in terp retar que todas las liebres y todos los gorriones que aparecen en la p in tura renacentista sim bolizan la Soledad com etería un trem end o error.

R ipa deja sentado explícitam ente que los sím bolos que utiliza com o atributos son m etáforas ilustradas. Las m etáforas no son reversibles. En determ inados contex tos se puede recurrir a la liebre y al go rrió n po r su relación con la soledad, pero tam bién p o ­seen otras cualidades, y a la liebre, po r ejem plo, se la puede asociar con la cobardía. R ipa tenía tam bién m uy claro que el m étodo sólo daba resultado con la ayuda de las palabras. «Sin saber los nom bres es im posible llegar al conocim ien to de la significa­ción, salvo en el caso de im ágenes triviales que po r el uso se hayan hecho general­m ente reconocibles para todos». Si nos preguntam os entonces po r qué R ipa se tom ó la m olestia de idear estas personificaciones irreconocibles, la respuesta habrá que bus­carla en una teoría general del sim bolism o que vaya más allá de la tarea inm ediata de descifram iento.

Filosofías del simbolismo

A este p rob lem a está dedicado el más im portan te de los ensayos de este volum en. En Icones symbolicae se distinguen dos de tales tradiciones, pero ninguna de ellas consi­dera el sím bolo com o un código convencional. La que he llam ado tradición aristo té­lica, a la que pertenecen tanto C aro com o Ripa, se basa en realidad en la teoría de la m etáfora y se p ropone, con ayuda de ésta, llegar a lo que pudiéram os llam ar un m é to ­do de defin ición visual: vam os conociendo la soledad al estudiar sus asociaciones. La otra tradición, que he llam ado in terpretación neoplatónica o mística del sim bolism o, se opone más radicalm ente todavía a la idea de un lenguaje-signo convencional, pues en ella el significado de un signo no es algo que provenga de un convenio , sino que está ahí, oculto , para los que sepan buscarlo. E n esta concepción, cuyo origen está más en la relig ión que en la com unicación hum ana, el sím bolo aparece com o idiom a m is­terioso de la divinidad. El augur que in terp reta un presagio, el m istagogo que explica el ritual decretado po r la divinidad, el sacerdote que com enta la im agen en el tem plo, el m aestro ju d ío o cristiano que reflex iona sobre el significado de la palabra de Dios tenían al m enos una cosa en com ún: consideraban que el sím bolo era un m isterio que sólo en parte podía ser desentrañado.

Esta concepción del lenguaje de lo d iv ino se elabora en la tradición de la exégesis bíblica. Su exposición más racional se encuentra en un fam oso pasaje de Santo T o m á s16.

Una verdad puede manifestarse de dos maneras: por cosas o por palabras. Las palabras sig-

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1. A lbert Gilbert: Eros. Londres, Piccadilly Circus.

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3. Detalle de la basa de Eros (figura 1).

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4. Giovanni Angelo M ontorsoli: La fuente de Orion, 1548. Messina.

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5-6. Europa encima del loro y La caída de Icaro. Detalles de La fuente de Orion de M ontorsoli (figura 4).

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7-8. La caída de Icaro; Arión sobre un delfín. Am sterdam , A yuntam iento. Grabados de Jacob van Campen,AJbeelding van’t stadt huis van Amsterdam, 1661.

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9. B enedetto da Rovezzano: Manto de chimenea. Florencia, M useo Nazionale. 10. Bernardino Luini: La fragua de Vulcano. Milán, Brera.

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P O ST 1N N VM 1 RO* L á S O I U 0 l | 0 > * M , |V > i m M C t V J f A M¡X i s a a v x r r

11. Taddeo Zuccaro: Cristo con santos ermitaños; a la izquierda, Los esenios; abajo, Séneca, Carlos V y Aristóteles. Caprarola, Palazzo Farnese.

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12. Taddeo Zuccaro: Anacoretas paganos; abajo, Catón y Solimán. Caprarola, Palazzo Farnese.

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r13. Taddeo Zuccaro: Losgimnósofos; abajo, Cicerón. Caprarola, Palazzo Farnese.

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14. Taddeo Zuccaro: Los druidas. Caprarola, Palazzo Farnese.

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15. Taddeo Zuccaro: Los hiperbóreos; arriba, Diógenes; abajo, Solimán y Eurípides. Caprarola, Palazzo Farnese.

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16. Van Eyck: La Anunciación «Friedsam». N ueva York, M etropolitan M useum o f Art.

17. Botticelli: La Madotta de la Eucaristía. Boston, Isabella Stewart Gardner M useum.

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18. Botticelli: Madona con San Juan Bautista y San Juan Evangelista. Berlín, Staaliche Museen. 19. Leonardo da Vinci (copia de): Madona con la devanadora. Col. del

duque de Buccleuch.

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20. Leonardo da Vinci: La Virgen y el Niño con Santa Ana. París, Louvre. 20a. Luca di Tom m é: La Virgen y el Niño con Santa

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21. B envenuto Cellini: Saliera. Viena, Kunsthistorisches Museum.

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22. G. M. B utteri y G. Bizzelli: Grutescos del techo del prim er pasillo de los Ufíizi, Florencia, 1581.

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Objetivos y límites de ¡a iconología 41

nifican cosas, y una cosa puede significar otra. El Creador de las cosas, sin em bargo, puede no sólo significar algo mediante las palabras, sino también hacer que una cosa signifique otra. Por eso las Escrituras contienen una doble verdad. Una reside en las cosas aludidas por las palabras utilizadas, es decir, el sentido literal. La otra en la manera en que las cosas se convierten en fi­gura de otras cosas, y en esto consiste el sentido espiritual.

Se hace aqu í alusión a las cosas m encionadas en la narración bíblica que se conside­ran signos o presagios de las cosas del futuro. Si las Escrituras nos dicen que a la vara de A aron «le habían bro tado yemas, había florecido y p roducido almendras» (N úm eros, 17, 8) podía in terpretarse que esto era una prefiguración de la cruz, y que la alm endra misma constituía un sím bolo, siendo su cáscara am arga com o la Pasión, pero el núcleo dulce com o la victoria de la R edención.

Pero Santo T om ás nos advierte que no tom em os esta técnica po r un m étodo de traducir signos no am biguos a un lenguaje discursivo. N o existe un diccionario au to ri­zado de la significación de las cosas, en tanto que distintas de las palabras, y en su op in ión no puede existir:

N o se debe a un defecto de autoridad el que del sentido espiritual no pueda deducirse un argumento eficaz, sino más bien a la naturaleza de la semejanza en que se funda el sentido espi­ritual. Pues una cosa puede tener semejanza con muchas, y por esta razón es im posible extraer de una cosa mencionada en la Sagrada Escritura un significado no am biguo. El león, por ejem ­plo, puede representar al Señor por una semejanza, y al dem onio por otra.

Santo Tom ás, com o puede verse, vuelve a relacionar esta falta de un significado defin ido de las «cosas» con la doctrina de la m etáfora. P ero si nos convencem os de que las m etáforas son de origen divino, esta misma am bigüedad se convierte en un reto para el lector de la Palabra Santa. N os parecerá que el in telecto hum ano nunca puede agotar el significado o los significados inherentes al lenguaje de la Divinidad. Cada uno de tales sím bolos m anifiesta lo que podríam os llam ar una plenitud de significados que la m editación y el estudio nunca podrán desvelar más que parcialm ente. C o n v en ­dría recordar aqu í el papel que la m editación y el estudio desem peñaron antaño en la vida de las personas ilustradas. El m onje tenía en su celda sólo unos pocos textos que leer y releer, para reflex ionar sobre ellos e in terpretarlos, y el descubrir significados constituía una de las m aneras más satisfactorias de em plear estas horas de estudio. N o era ésto solam ente un en tre ten im ien to para espíritus ociosos que buscasen algo en qué aplicar su ingenio. U na vez aceptado que la revelación se había com unicado al hom bre en enigm as; éstos, incorporados a las Escrituras y tam bién a los m itos paganos, tenían que ser resueltos una y o tra vez para dar respuesta a los problem as de la natu ­raleza y de la historia. La técnica de descubrir significados ayudaría al sacerdote a redactar sus serm ones día tras día a partir de unos textos dados que había de aplicar a los cam biantes acontecim ientos de la com unidad, sancionaría la lectura de los poetas pa­ganos, que en o tro caso debieran haber estado excluidos de las bibliotecas monásticas, y dotaría de una significación aún m ayor a los enseres eclesiásticos y a la realización de los ritos sagrados.

A nadie que haya consultado textos medievales y renacentistas relativos al simbolis­m o habrán dejado de im presionarle y deprim irle la erudición y el ingenio desplegados en esta tarea de aplicar las técnicas de la exégesis a una eno rm e variedad de textos,

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42 Imágenes simbólicas

im ágenes o sucesos. Es una tentación en verdad grande para el iconólogo la de im itar esta técnica y aplicarla a su vez a las obras de arte del pasado.

¿Niveles de significado?

Pero antes de sucum bir a esta tentación deberíam os al m enos detenernos a pensar hasta que p u n to es esto adecuado a la hora de in terpretar las figuras o im ágenes del pa­sado. Supuesto que se pueda constatar que estas im ágenes podían ser portadoras de to do tipo de im plicaciones — po r usar la term inología de H irsch— , -se p retendió que portaran más de un significado? ¿Se pretendió , com o a veces se ha postulado, exponer los cuatro sentidos distintos que la exegesis atribuía a la Sagrada Escritura y que el m ism ísim o D ante quiso aplicar a la lectura de su poema?

N o sé de n ingún tex to m edieval ni renacentista que aplique esta doctrina a las obras de arte pictóricas. A unque tal argum en to ex silentio nunca puede llevar a una convicción com pleta, indica po r lo m enos que hay que exam inar más a fondo la cues­tión. Tal exam en bien podría tener su pu n to de partida en la ya citada distinción que establece Santo T om ás en tre el m od o en que se puede decir que significan las palabras y las cosas. Las publicaciones recientes sobre iconología han prestado intensa y ju stifi­cada atención a las potencialidades simbólicas de las cosas representadas en las pinturas religiosas, especialm ene en las de la Edad M edia tardía.

Panofsky, en particular, ha subrayado la im portancia de lo que él llama «simbolis­m o disfrazado» en el arte de los p rim itivos flam encos 17. Las «cosas» representadas en ciertas pinturas religiosas respaldan o construyen el significado. La luz que penetra por la ventana del tem p lo en la Anunciación de Fnedsam (figura 16) constituye una m etáfo ­ra de la Inm aculada C oncepción, y los dos estilos del edificio otra del A ntiguo y el N u ev o T estam ento. Aun cuando sería deseable contar con más pruebas de que se en ­cargó que fueran pintados estos sím bolos y m etáforas, no cabe duda de que los cuadros religiosos incorporan verdaderam ente cosas en calidad de símbolos. P or algo cierta­m ente Botticelli represen tó al N iñ o Jesús bendiciendo las uvas y el vino, los sím bolos de la Eucaristía (figura 17), y las filacterias con citas de las Escrituras atestiguan que los árboles del fondo de la M adona de Berlín (figura 18) constituyen deliberadam ente sím bo los18.

C om o cedro en el Líbano m e elevé, com o ciprés en las montañas de H erm ón. C om o pal­mera m e elevé a orillas del mar, com o plantel de rosas en Jericó, com o bello o livo en la llanura, com o una platanera m e eleve (Eclesiástico 24.3, 12-14).

La posibilidad de hacer que «las cosas» signifiquen no se perdió en m aestros tales com o Leonardo, que represen tó al N iñ o Jesús ju gan do con una devanadera (figura 19) que recuerda la fo rm a de la c ru z 19. P ero ¿hasta qué pun to constituyen estos y otros ejem plos análogos aplicaciones del principio de los diversos significados? Se ilus­tra un suceso y las cosas que figuran en el suceso se hacen eco del significado y lo am ­plían. Pero este sim bolism o puede sólo funcionar en apoyo de lo que he propuesto llam ar el significado dom inan te , el significado pretend ido o el propósito principal del cuadro. Si el cuadro no representase la A nunciación, las ventanas nada significarían de

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Objetivos y limites de la iconología 43por sí, y si las espigas de trigo y las uvas no fueran ob jeto de bendición en una M ado­na, no se hubieran convertido en el sím bolo de la Eucaristía. El sím bolo funciona nue­vam ente com o m etáfora que sólo adquiere su sentido específico en un con tex to dado. El cuadro no tiene varios significados, sino uno solo.

En m i opinión esto no se ve contradicho po r la m ejo r aplicación de la exégesis a una pin tura que se conoce en la época del R enacim ien to , la famosa descripción de la Santa A na (figura 20) de Leonardo realizada po r Fra Prieto da N ovellara.

Representa al N iñ o Jesús, a la edad aproximada de un año, com o escapándose de los brazos de su madre y cogiendo un cordero, con ademán de abrazarlo. La madre, com o si estuviera a punto de alzarse del regazo de Santa Ana, coge al N iñ o para alejarle del cordero, el animal sa­crificial que representa la pasión. Santa Ana, incorporándose levem ente de su asiento, parece querer evitar que su hija separe al niño del cordero; quizás se aluda con esto a la Iglesia, que no desea ver impedida la pasión de C risto20.

Al erud ito frate, vicegeneral de la O rd en C arm elitana, p robab lem en te le sorpren­día el eno rm e m ov im ien to in troducido po r L eonardo en un tem a que venía tradicio­nalm ente representándose en form a de grupo hierático. Tal vez el artista tuviera preparada una respuesta para los que le pidieran una explicación. P ero el in terp retar la interacción de las figuras en térm inos del dram a de salvación ven idero no in troduce, po r sí solo, un nivel de significado diferente. El g rupo tradicional, tal com o aparece en un altar sienés del siglo XVI (figura 20a), jam ás había sido concebido com o una rep re ­sentación realista. N o se pretendía que nadie creyera que la V irgen se hubiera sentado nunca en el regazo de su m adre con el N iñ o Jesús en brazos. El n iño es el a tribu to sim bólico de la V irgen, y la V irgen a su vez el a tribu to de Santa Ana. Es el m ism o tipo de nexo sim bólico que se estudia en el ensayo sobre Tobías y el A ngel recogido en este vo lum en (págs. 53-61). Su sim bolism o no es oculto, sino m anifiesto. H ay que re­conocer que N ovellara, al p rop on er la identificación de Santa Ana con la Iglesia, in troduce un elem ento ex traño que posib lem ente fuera ajeno a la in tención de Leo­nardo.

En este aspecto la in terpretación de N ovellara difiere sensiblem ente de la ofrecida po r G iro lam o Casio en un soneto sobre el m ism o cuadro, soneto que concluye:

Santa Ana, que era la que sabía que Jesús había adoptado forma humana para expiar el pecado de Adán y Eva, dice a su hija con piadoso celo: no se te ocurra pensar en apartarlo, que su sacrificio es voluntad del C ie lo 21.

Se observará que en esta in terpretación nada apunta hacia un doble significado. Lo único que se supone es que Santa Ana gozaba del don de la profecía e in terpretaba el presagio de las «cosas» de aquel entonces. En esta versión, por tanto, todavía se puede seguir considerando el cuadro más ilustración pura que alegoría.

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44 Imágenes simbólicas

La óptica psicoanalitica

Casualm ente el ejem plo que acabamos de exam inar ha sido tam bién paradigm áti­co para la in terpretación psicoanalitica de las obras de arte. Freud, en su fam oso ensayo sobre Leonardo, veía en esta com posición un recuerdo de la ju v en tu d del artista, pues el hijo ilegítim o había sido adoptado po r la familia, y había ten ido «dos madres», una de las cuales tal vez tuviera m otivos para ocultar su am argura tras una forzada sonrisa. Puede dem ostrarse que a Freud le influyó m ucho la lectura del relato que sobre la ni­ñez de Leonardo hace D. M erezhkovsky en su novela histórica22 y que desconocía casi por com pleto la tradición iconográfica de la que bebió L eonardo23. Pero si insistimos dem asiado en estas fuentes de erro r nos desviarem os de la cuestión m etodológica más interesante de en qué consiste in teprctar una im agen, pues aunque la lectura de Freud de esta situación estuviera apoyada en pruebas más sólidas, aunque se hubiera dem os­trado incluso en el canapé del psicoanalista que Leonardo relacionaba la situación de su niñez con este cuadro concreto , seguiría siendo obvio que el propósito del m ism o no es aludir a su m adre y a su m adrastra, sino que representa a Santa Ana y a la Virgen. C onv iene dejar esto bien claro, po rque los hallazgos del psicoanálisis han con tribu ido ciertam ente a generalizar la costum bre de buscar diversos «niveles de significado» en una obra dada. Pero con este m éto d o se suele confund ir la causa con el propósito. T o ­das las acciones hum anas, y en tre ellas la de pintar un cuadro, son la resultante de un elevado, infinito en realidad, n ú m ero de causas coadyuvantes. Al psicoanálisis le gusta hablar en este con tex to de «sobredeterm inación», y el acierto del concepto estriba en recordarnos que en la m otivación de todo lo que decim os, hacem os o soñam os se su­perponen m uchas m otivaciones. P ero en rigor to do suceso que acaezca está «sobrede- term inado» si nos tom am os la m olestia de buscar todas las cadenas de causas, todas las leyes de la naturaleza que en tran en juego . Si la experiencia de la niñez de Leonardo fue verdaderam ente una de las causas de que aceptara el encargo de pintar a Santa Ana y a la V irgen, podem os suponer que tam bién lo fueron otras presiones cuyo origen, cabe pensar, podría rastrearse. Tal vez le atrajera la dificultad del problem a, o quizás anduviera necesitado de d in e ro 24. Lo que im porta en cualquiera de estos casos es so­lam ente que de n ingún m odo pueden confundirse las innum erables cadenas de causas que confluyeron en la creación de la obra con su significado. El ob jetivo del iconólo- go es este últim o, en la m edida en que sea posible determ inarlo. El historiador debe seguir siendo consciente de que aquéllas, las causas, son en o rm em en te com plejas y esquivas.

Tal vez sea preferib le salir del atolladero que plantea el p rob lem a de la in tencio­nalidad insistiendo con más firm eza de lo que H irsch lo hiciera en que el sentido pretendido no es de ninguna m anera una categoría psicológica. De serlo, una frase es­crita por un ordenador no podría ten er sentido alguno. N os interesan más las categorías de acogida social, com o ocurre con todos los sím bolos y sistemas de signos. Son éstas las que al iconólogo le im portan , sea cual sea la penum bra de vaguedad que necesariam ente las envuelva.

La descripción que hizo B en ven u to Cellini de su Saliera (figura 21) puede servir­nos para aclarar este punto. C onstituye una aplicación directa y convencional del principio del decorum. C om o estaba destinada a contener sal y pim ienta, productos del m ar y de la tierra, la decoró, com o convenía, con las figuras de N ep tu n o y una perso­

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Objetivos y límites de la iconología 45

nificación de la T ierra. Pero al ir a describir su famosa obra m aestra quiso dejar sentado que esto no era todo: «He dispuesto las piernas del h o m bre y la m ujer graciosa y hábilm ente entrelazadas, una extendida y la otra recogida, lo que representa las montañas y las llanuras de la T ie rra25». Sería vano preguntar si este toquecito de inge­nio estuvo en su m ente desde el principio, igual que no sería elegante inqu irir si las rodillas de N ep tu n o representan las olas del mar. Es eviden te que el artista está en su derecho de herm osear sus ideas a posteriori y de racionalizar lo hecho recurriendo a tales explicaciones. Lo que im porta aquí es seguram ente que la obra no se resiste a esta proyección de significado concreta. La in terpretación no da lugar a contradicción, a ruptura discorde alguna. Al con tem plar una obra de arte siem pre proyectam os alguna significación suplem entaria que en realidad no viene dada. Hasta es necesario que lo hagamos si la obra ha de decirnos algo. La penum bra de vaguedad, la «apertura» del sím bolo, constituye un com ponente m uy im portan te de las auténticas obras de arte, y de ella hablarem os en el ensayo sobre la Stanza della Segnatura de R afae l26. P ero el historiador debe seguir siendo hum ilde ante la evidencia, y darse cuenta de la im posi­bilidad de llegar a trazar una divisoria exacta entre los elem entos que significan y los que no. El arte siem pre está abierto a nuevas reflexiones, y si éstas cuadran bien nunca podrem os decir hasta que p u n to form aban parte de la in tención original. R eco rdem os los contradictorios datos sobre el ju eg o de palabras de «shafts-bury», que o se le había colgado al Eros de G ilbert o había entrado en su in tención original.

Códigos y alusiones

Por cierto que hasta al ejem plo del ju eg o de palabras se le puede encontrar equ i­valente en el R enacim iento . C uenta Vasari que V incenzio da San G im ignano realizó una p in tura en una fachada, según un diseño Rafael, en la que figuraban los Cíclopes forjando el rayo de Júp ite r y V ulcano trabajando en las flechas de C u p id o 27. C on ello, leem os, se pretendía aludir al n o m b re del prop ie tario de la casa del Borgo de R om a que adornaban estas pinturas, un tal Battifeno, que significa golpear el hierro. D e ser cierta la historia, se eligió el tem a com o lo que en heráldica se llama «divisa parlante». La historia de tales alusiones debería constitu ir una m uy saludable lectura para el ico- nó logo, pues hem os de adm itir una vez más que nunca lo hubiésem os adivinado.

D escribe tam bién Vasari el aparato festivo ideado po r A ristotile da San Gallo en 1539 para la boda del duque C osm e de M édicis y E leonora de T o le d o 28. Las pinturas, inspiradas en un vasto reperto rio histórico, heráldico y sim bólico, ilustraban episodios de la ascensión de la familia M édicis y de la carrera del duque m ism o. Pero en tre la historia de la elevación al ducado de C osm e y la de la conquista por éste de M onte M urió figuraba representada una narración del libro X X de Livio sobre los tres im ­prudentes enviados de la Cam pania, expulsados del Senado rom ano por sus exigencias insolentes, alusión, com o explica Vasari, a los tres cardenales que tram aron en vano despojar del poder al duque Cosme. Se trata en verdad de una lectura «alegórica» de la historia, ya que «alegoría» significa literalm ente «decir otra cosa». Constatam os una vez más que posib lem ente nadie hubiera podido adivinar el significado de la p intura de haberse ésta conservado fuera de su contex to. Pero hasta en un caso tan ex trem o com o este resultaría equ ívoco hablar de diversos niveles de significado. La historia

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46 Imágenes simbólicas

hacc referencia a un suceso, igual que Eros hace referencia a la Caridad de Shaftesbu­ry. En su con tex to tiene un significado pretendido , aunque se pensase que era conven ien te que tal significado no quedara dem asido explícito, pues tal vez hubiera sido m ejor no criticar acerbam ente a los cardenales.

R esulta sintom ático, sin em bargo , que se recurriera a este expediente del código en el con tex to de una decoración festiva, que sería desm ontada de inm ediato. Los có­digos secretos y las alusiones de esta especie se dan m ucho m enos en las obras de arte creadas con el propósito de constituirse en realizaciones perm anentes.

Los códigos, además, no pueden descifrarse tan solo con ingenio. Al contrario: el riesgo que corre el experto en claves es el de ver códigos por todas partes. C ierto día, en los oscuros tiem pos de la Segunda G uerra M undial, un científico recibió en Ingla­terra un telegram a del gran físico danés N iels B ohr pidiéndole «noticias de M aud»29. C o m o B ohr había sido uno de los prim eros en hablar de la posibilidad de aprovechar la fisión nuclear para constru ir una superbom ba, el científico dio po r seguro que se trataba de un telegram a cifrado. Era obvio que lo que B ohr solicitaba eran noticias de M -A -U -D , Military application o f uranium disintegration (Aplicación m ilitar de la desin­tegración del uranio). La in terpretación parecía tan oportuna que posterio rm ente se acabaría po r adoptar el té rm ino com o palabra clave para los trabajos sobre la bom ba atóm ica, pero era errónea. En realidad lo que quería B ohr era saber de una antigua ni­ñera que vivía en el sur de Inglaterra y que se llamaba M aud. Indudablem ente siem pre es posible dar un paso más, postular que N iels B ohr se refería a la vez a su ni­ñera y a la bom ba atóm ica. N unca resulta fácil dem ostrar la falsedad de una in te rp re ­tación de esta índole, pero po r lo que concierne a la iconología, habría que excluirla a m enos que pudiera aducirse un caso d o cu m en tad o 30.

Q ue yo sepa, ni en el de Vasari ni en n ingún o tro tex to de los siglos XV y XVI se afirm a que se hubiera p re tend ido que determ inada p in tura o escultura tuviera dos sentidos d ivergentes o que representara dos hechos d iferentes m ediante el m ism o con junto de figuras. La ausencia de tal testim onio m e parece que tiene todavía más peso dada la m anifiesta afición de Vasari por sem ejantes com plicaciones, tan to en su prop io arte com o en las creaciones de sus colegas. R esulta verdaderam ente difícil im a­ginar a qué propósito pudiera servir una doble im agen de ese tipo en el con tex to de un ciclo o decoración dados. La cjcrcitación del ingenio, tan del gusto del R enaci­m iento, reside precisam ente en la a tribución de un significado a una im agen que pudiera verse actuar a una luz insospechada.

Los géneros

V olvem os a la cuestión del decorum y a la función institucional de las im ágenes en la época estudiada. Pues ciertam ente la exteriorización de la am bigüedad y la m anifes­tación de la plenitud tenían su lugar en la cultura del R enacim ien to , pero pertenecían a una ram a peculiar del sim bolism o: la impresa. La com binación de una im agen y un lem a escogido por un m iem bro de la nobleza no solía ser ingeniosa, sino las más de las veces acicate para el ingenio de los demás. H e exam inado el trasfondo filosófico de esta tradición en el ensayo sobre las Icones Symbolicae31. P ero los sím bolos o m etáforas flotantes a los que cabe asignar diversos significados con tanta facilidad y entusiasm o

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Objetivos y limites de la iconología 47difieren tan to en estructura com o en finalidad de la obra de arte encargada a un m aes­tro. A lo más se aplicaban a las cubiertas de pinturas o se desarrollaban en los ciclos de frescos centrados en tales imágenes.

Pero si el iconólogo ha de prestar atención a la técnica de la impresa y a sus aplica­ciones, no po r ello debe desatender el ex trem o opuesto del espectro del arte renacentista, el libre ju eg o de la form a y el grutesco que igual de bien podrían cuadrar con la teoría del decorum. Al con trario que un gran salón, un pasillo, y especialm ente la loggia de un jard ín , no tienen que aparentar gravedad. Estaba aqu í perm itido que el alegre grutesco volara a su arbitrio, y autores del R enacim ien to tales com o Vasari no sólo concedían, sino que recom endaban a los artistas abandonarse a su capricho e in­ventiva y hacer alarde de ellos en estas «pinturas sin regla»32. La configuración enigm ática, los m onstruos e híbridos de los grutescos constituyen declaradam ente el p roducto de una im aginación festiva y sin com prom isos. Si considerásem os aislada­m ente una de estas im ágenes y la colocásem os en lugar destacado en un edificio solem ne, cualquiera estaría en su derecho de buscar una significación sim bólica p ro ­funda. El grutesco se convertiría en un jerog lífico que habría que descifrar (figura 22). C ierto es que hasta en el R enacim ien to algunos autores se burlaron de esta afinidad entre el grutesco y los sím bolos sagrados de los antiguos m isterios, pero fue solam en­te en defensa de un tipo de arte por el que la teoría del decorum sentía m uy poco resp e to 33. A diferencia de los letterati serios, los legos disfrutaban con el ju ego de las form as y las inconsecuencias com o oníricas de los significados que engendraban. N o conozco do cum en to que ilustre de m anera más notable la liberación de las trabas de la lógica posible en un jard ín renacentista que la descripción realizada po r G iovanni R u - cellai de los arbustos tallados de su Villa di Quaracchi, donde podían verse «barcos, galeras, tem plos, colum nas y pilares... gigantes, hom bres y m ujeres, animales heráldicos con el estandarte de la ciudad, m onos, dragones, centauros, camellos, diamantes, pequeños espíritus con arcos y flechas, copas, caballos, asnos, vacas, perros, venados y aves, osos y jabalíes, delfines, caballeros justando, arqueros, arpías, filósofos, el Papa, cardenales, C icerón y más cosas po r el estilo»34.

N o es de extrañar que el p rop ietario nos diga que n ingún visitante podía pasar por allí sin detenerse un cuarto de hora a con tem plar tal exposición. Q ueda claro una vez más que si esta colección de im ágenes se diera en un con tex to distinto del de un jardín le plantearía al ingenio de cualquier iconólogo el reto de descubrir un significado en esta yuxtaposición del Papa y los cardenales con C icerón y los filósofos, gigantes, ca­m ellos y arpías.

V em os una vez más confirm ada la regla m etodológica subrayada por Hirsch: la in ­terpretación avanza paso a paso, y el p rim er paso, del que depende todo lo demás, estriba en determ inar en qué género cabe encuadrar una obra dada. La historia de las in terpretaciones está sem brada de fracasos originados por un erro r inicial. Si dam os en considerar que las filigranas de los libros del siglo XVI constituyen el código de una secta secreta, nos parecerá posible, fácil incluso, la lectura de las filigranas a la luz de se­m ejante hipótesis35; no es necesario aducir ejem plos que nos tocan más de cerca, ni procede hacer m ofa de tales fracasos. Después de todo, si no supiéram os por testim o­nios independientes que el ciclo de frescos de T addeo Zuccari a cuyo program a, redactado por Caro, nos hem os referido se diseñó para el acostum brado studiolo, al que el príncipe podía retirarse del bullicio de la corte, y que po r eso se halla dedicado al

Page 46: Estudios sobre el arte del Renacimiento · PDF fileDel agrupamiento temático de los muy numerosos estudios renacentistas que jalonan la fecunda tra­ yectoria intelectual de ERNST

48 Imágenes simbólicas

tem a de la soledad, casi con toda seguridad hubiéram os convenido en que la habita­ción constituía el lugar de culto de una secta sincretista.

La iconología debe partir de un estudio de las instituciones más que de un estudio de los símbolos. Hay que reconocer que resulta más apasionante leer o escribir histo­rias de detectives que leer libros de cocina, pero son estos últim os los que nos explican la m anera en que se hacen corrien tem en te las com idas y, mutatis mutandis, si es de es­perar que alguna vez se sirvan los dulces delante de la sopa. N o podría excluirse un arbitrario banquete en el que to do ordenam ien to quedase invertido y diese razón del enigm a que tratam os de resolver. Pero si postulam os tan extraord inario aconteci­m iento, necesario es que tanto nosotros com o nuestros lectores sepam os lo que estamos haciendo.

Hay en cualquier caso una regla m etodológica que debe respetarse en este ju eg o de desentrañar los m isterios del pasado. Por osadas que puedan resultar nuestras conje­turas — ¿y quién querría con ten er al audaz?— , ninguna de ellas debe constituirse nunca en escalón para saltar a otra hipótesis todavía más osada. D eberíam os exigir al iconólogo que después de cada uno de sus vuelos volviera a su base y nos explicara si los program as del tipo de los que ha disfrutado reconstruyendo pueden docum entarse con fuentes prim arias o sólo con las obras de sus colegas iconólogos. De lo contrario correrem os el peligro de estar construyendo un m od o m ítico de sim bolism o, casi igual a com o el R enacim ien to construyó una ciencia ficticia de los jeroglíficos basada en una falsa idea de partida acerca de la naturaleza de la escritura egipcia.

En esta obra hay al m enos un ensayo al que es aplicable esta adm onición: la in te r­pretación de las pinturas m itológicas de Botticelli a la luz de la filosofía neoplatónica resulta tan conjetural que ciertam ente 110 debería ser citada para apuntalar una poste­rior in terpretación neoplatónica que de po r sí no pudiera sostenerse en pie. La razón de incluir este trabajo a pesar de lo arriesgado de sus hipótesis la he dado en una nueva y breve in troducción. Espero que reciba una nueva apoyatura en algunas de las consi­deraciones generales adelantadas en el ensayo sobre las Icones Symbolicae. Pero afor­tunadam ente las conclusiones de este trabajo no dependen a su vez de la aceptación de m i in terpretación de este con jun to de pinturas concreto. A unque M aud realm ente no significara más que M aud, algunos de los telegram as rem itidos en época de guerra sig­nificaban más de lo que decían.