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ESTAMPASOAXAQUEÑAS

CARLOS FILIO BARZALOBREOaxaca de Juárez

1926

Edición digital

Agosto de 2013

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CARLOS FILIO BARZALOBRE

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P R O L O G Ode

Carlos Arturo de la Vega

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En un alarde de bella e intensa visualidad y ostentando una policromía de vívidos colores –reminiscentes de Degás en su intensa sugerencia– y punteadas, aquí y allá, con crueles dibujos a la “aqua fortis”, a la manera de Durero o de nuestro Julio;

Carlos Filio nos da, para regalo del espíritu y a!namiento de la emoción estética, una serie de pequeñas “telas” que forman una diminuta pinacoteca de esa vida, tan rica en emociones, tan bella en todos sus aspectos y tan nuestra, de la provincia.

En sus Estampas Oaxaqueñas, Filio nos hace la dádiva íntegra de la emoción y del sutil encanto que tiene la si-lente ciudad de color de turquesa pálida. Ante nuestros ojos ávidos, pasan lentamente, suavemente, con desmayos románticos a veces y en otras con intensidad y fuerza dra-máticas, todas las escenas del pasado; de ese pasado pro-vinciano, ingenuo, sencillo y a la vez desbordante de emo-ción genuina, que es la médula de las dulces y melancólicas saudades.

Filio como escritor tiene un estilo propio, muy suyo, ya corta bruscamente la frase sintetizadora de la idea, ya deja correr el adjetivo, admirablemente manejado, en los pasa-

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jes descriptivos, ya hace que el concepto fuerte, rebelde, bronco y duro se retuerza y se enrosque en la sátira !na, elegante, pero hiriente e implacable.

En la bellísima urdimbre que el talento del autor ha te-jido de las “Estampas Oaxaqueñas” hay el hilo de oro de la emoción pura, intensa, rutilante, mezclado con la seda roja del pathos, del dolor y de la miseria. Recorriendo toda la gama de la emotividad, el escritor-pintor nos da en esta obra, hecha más con el corazón que con la técnica escueta del escritor y del retórico, toda la palpitación íntima de ese admirable pueblo de hombres fuertes de cuerpo y de es-píritu, grandes de alma, hóspitos y pródigos, parcos en la crítica y largos en el elogio y la dádiva, y de bellas mujeres que aun conservan, en muchos casos, el sutil encanto-sua-ve perfume de viejos arcones y coloniales bargueños-de las costumbres hogareñas de hace treinta años.

Como escritor y periodista, Filio tiene una reputación hecha, y de!nida su personalidad; pero como narrador, y narrador es ante todo en este encantador libro, tiene es-tupendos aciertos de descripción y a!rmaciones insospe-chadas de profundo observador, todo ello saturado de una dulce saudade que sólo rompe, de vez en vez, el grito de rebelión espiritual del eterno inconforme que hay en él, al rememorar la injusticia, la arbitrariedad, la sevicia de los poderosos, pero sin acrimonías, ni rencores.

Para el lector de esta obra, la cual indudablemente los hijos de Antequera leerán más con los labios que con los ojos, pues en cada cuadro hay una !gura, una evocación, que debe llegar al alma de los oaxaqueños y provocar con la lágrima que nubla la vista, el beso que esboza el labio, resaltará ante todo el intenso, el profundo amor del autor al “terruño”; a la vieja ciudad orlada del prestigio inmen-

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so de su leyenda y encerrada en el encanto de su misterio: tenue velo que la hace aparecer diluida en la niebla del en-sueño. Y es que Filio sabe encontrar el alma de las cosas y el encanto de la sencillez y la sugerencia de lo ingenuo. En cada descripción, en cada pasaje, como en cada concepto, siempre, siempre, se sobrepone el amor a “su Oaxaca”: des-de la sentidísima y magní!ca dedicatoria que inicia la obra, hasta la !nal descripción de los ritos hieráticos, el cariño a la provincia se impone, pero con dulzura, sin hipérboles ramplonas y exaltaciones de adjetivación.

Filio no lo dice en su obra, pequeño joyel de la vida en Oaxaca, pero nosotros sentimos que el autor rememora con tanta !delidad, con tanta acuciosidad a la vieja Ciu-dad suriana, porque al vivir en ella dejó en cada cosa, en cada piedra, en las laderas de sus admirables montañas de esmeralda, doradas por el oro del magní!co sol de esas tie-rras, en sus lujuriosas vegetaciones, en sus desconcertan-tes iglesias y en sus edi!cios coloniales, algo de su alma, girones de su espíritu, a fuerza de amarlos y verlos tanto, y por ello como un dulce y grato ritornello, en cada estampa hay un canto de amor y el sello inconfundible de una ínti-ma y dulce melancolía.

Desde la atractiva y profundamente sugestiva narración de las “Pozas Arcas”, que tiene todo el encanto de una le-yenda medioeval, hasta la picaresca aventura de Monseñor Ortiz, dicha con una !nura, con una delicadeza absolutas y denotantes del mejor gusto literario y dignas del drola-tismo Balzaciano; pasando por las intensas y fáciles, ¡oh la difícil facilidad de describir!, de los festejos provincianos; estas Estampas Oaxaqueñas patentizan el calibre literario de su autor y su profunda emotividad artística exterioriza-da en una forma y manera muy suyas y muy bellas.

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Glosando la emoción del momento vívido, en forma su-gestiva y muy personal, el autor nos ha dado un bello libro, bien escrito y bien sentido que tiene suaves fragancias de albahaca y de romero y de magnolias, y el cual al leerlo-co-mo si hubiéramos descansado bajo la mandrágora que da el “mal de amores”- nos hace sentir y amar a la vieja ciudad de leyenda.

Poeta, pintor y narrador en esta obra, Filio se da todo entero a Oaxaca; diríase que no escribe para el lector, sino para la ciudad misma, como si ésta –estupenda mujer de suavidades maternales y opulencias de hembra arrogante– pudiera leer y ver lo que su hijo, su amante, su exegeta, para ella solamente pintó, para ella rimó y para ella escri-bió.

Carlos Arturo de la Vega

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D E D I C A T O R I A

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A OAXACA, ciudad materna, suave cuna de mis mayores, pueblo fatigado de lau-reles, alerta para todo esfuerzo y austero en el dolor del sacri!cio.

A la memoria de mi madre, doña JO-SEFA BARZALOBRE DE FILIO.

Cuenta la historia que el jacobino, agitador de multitu-des, solía decir que en su vida de desterrado había siempre llevado en la zuela de sus zapatos el espíritu de Francia; y esta bronca metáfora dantoniana que no es la manufac-tura de una frase feliz, sino la expresión acertada del sen-timiento de añoranza, bien lo conocen los que han trafa-gueado fuera del hogar nativo, cuando a su simple nombre la emoción sube a los ojos en fulgurante lágrima y se hace temblar en el alma.

Al llegar a los altiplanos de la serenidad celebrada como un don de los dioses, hacemos el balance de ayer, y vívi-das surgen las esperanzas de la juventud y las ambiciones tempraneras que canalizó el determinismo llevándonos a hogares extraños, por tierras luengas, donde ejercitamos las más disímbolas actividades: educadores momentáneos, políticos de mitin y agitación, rebeldes armados y periodis-tas agresivos con la adarga de don Alonso al brazo; de todo

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hicimos y en todo también hubo la reiterada intención de agreger un honesto prestigio para la tierra cuyo solo nom-bre, preclaro y dulce, vibró el corazón al pronunciarlo. ¡OA-XACA!

Las Estampas Oaxaqueñas que aquí se publican, no preten-den ser la historia de las cosas del pasado, no tienen la vanidad de llenar un vacío en la literatura de nuestra provincia, pues son únicamente apuntes comprimidos del costumbrismo de hace cuarenta años; son cuadritos que sacamos a la exhibición pública, para verse con el deleite entretenido y sentimental con que se hojea el album de los retratos familiares.

Estas estampas se recienten en lo que toca a la exactitud histórica y !jeza en el dato cronológico, porque fueron hechas, debemos confesarlo, sin la ruta preconcebida de un plan de for-mación, coherente y sucesivo y sin contar para su empeño con datos originales; mas si les faltaren tales abrevaderos para su mejor forma, en cambio tienen en su médula el sostén de los puntales de un corazón emocionado por su tierra y la lealtad de una memoria por Cirinie. Para su composición, además, no se aprovecharon materiales de arti!cio literario, nada hay en ellas que no sean !eles reproducciones de cosas oídas y vividas y que hoy, bajo el sortilegio de la saudade, surgen un tanto re-tocadas en sus detalles de daguerrotipo, para darles los tonos de la visión contemporánea.

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Finalmente, nada hay en ellas de intensión oculta, de !n subalterno y descali!cado, porque hechas fueron con alto cari-ño y con la acción sencilla de mover la manija del estereoscopio para volver a verse sucesos olvidados y pretéritas escenas del costumbrismo oaxaqueño.

Carlos Filio

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CAPITULO I.

Inauguración del Ferrocarril Mexicano del Sur.- Don Por-!rio se emociona.- Un banquete de Periodistas.- Juan de Dios Peza y las Sábanas del Hospital General.

A la memoria del Gral. Gregorio Chávez benefactor de la Enseñanza Pública.

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La inauguración del Ferrocarril Mexicano del Sur celebrada el 12 de noviembre de 1892, fué para Oaxaca un acontecimien-to insólito realzado con la presencia del Presidente de la República, Gral. Por!-rio Díaz, a quien acompañaron algunos

miembros de su Gabinete y prominentes políticos, milita-res y diplomáticos.

Procuraremos en esta Estampa traducir la alegría que embargó a Oaxaca al realizarse la obra de sus anhelos, por la que había pugnado la locura tenazmente constructiva de su antiguo gobernador, Luis Mier y Teran

La vida de Oaxaca se desarrolla con penuria por su falta de vías de comunicación; es la causa de que sus riquezas permanezcan inexplotadas; que el millón de sus habitan-tes se desconozcan entre sí, pues sólo vive unido por el nexo romántico de la historia común y por el lazo débil de la organización política; pero sin las ligaduras establecidas por una comunidad de intereses y de un conocimiento ín-timo y social.

Colocada la capital del Estado en el centro de un vas-to polígono geográ!co, no tiene fáciles conexiones con los pueblos de la Costa, de la Mixteca y del Istmo, cuyos habi-

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tantes la consideran la ciudad asiento de los Poderes del Estado, de donde salen las autoridades y a donde van a pa-rar las recaudaciones !scales. Este papel administrativo y político es limitado y mezquino, pues deja descubiertos los renglones de la comprensión y mutuo conocimiento. Nada recibe la capital del Estado de los bene!cios de la región feraz de la Costa; el Istmo y Tuxtepec viven íntimamen-te relacionados con Veracruz; la Mixteca hace su comercio con Puebla. Igual cosa sucede en lo tocante a la vida espiri-tual; la mayoría mixteca se educa en los colegios poblanos, los istmeños y tuxtepecanos mejor conocen la ciudad de México que la capital del Estado. ¿Qué sabemos los oaxa-queños nacidos con Oaxaca de los oaxaqueños que viven en las riberas del Papaloápam; qué de la vida en su verdad económica y espiritual de las razas mixes, y qué, en !n, de los pobladores de la alta mixteca, rica en sus materias na-turales, en su arte y en su historia? Nada consistente que no provenga de la tradición y la efímera unidad política.

Oaxaca ante estas necesidades tuvo entonces motivos para celebrar con fervoroso regocijo la terminación del Fe-rrocarril Mexicano del Sur, como hoy espera con apremio, con fe comprensiva, la ampliación de sus caminos que le incorporarán nuevos oaxaqueños. Toca a los hombres de la generación revolucionaria sostener la unidad oaxaqueña y fortalecerla para que en una an!ctionía fraterna resplan-dezca, como la cabeza de vanguardia, la ciudad materna, grande y enaltecida por el concurso amoroso de sus hijos.

Días antes de la inauguración o!cial, el Gral. Gregorio Chávez había puesto en una sencilla ceremonia el último rail

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del ferrocarril. Esta ceremonia que pudo haber pasado como un acto de importancia casera, tuvo su resonancia nacional y de ella se ocupó con regocijada largueza la prensa de opo-sición. Sucedió que nuestro buen don Gregorio, quien no se distinguía por la facilidad de los prontos oratorios, vióse aturullado para encontrar las palabras precisas para expre-sar su regocijo, y es fama entonces que el viejo soldado, que en los combates hablárale de tú a la muerte, todo emociona-do solamente pudo exclamar: “¡Gloria in excelsis Deo!”

Huelga decir que los periódicos lo hicieron motivo de sus chungas. El “Hijo del Ahuizote” lo presentó vistiendo traje talar y lanzado con ademán monacal la litúrgica fra-se. Oaxaca también se sonrió de la salida peregrina de su gobernante, hizo motivo de ironía la bíblica aleluya; pero sin encono, sin mordacidad, como que a través de aquella frase estaba el amor de un hombre, que traducía su verdad; la sinceridad de una esperanza.

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Los festejos de la inauguración se celebraron con unas sencillas maniobras militares hechas por los alumnos de la Escuela Correccional, mandados por su director, el Te-niente Coronel Juan Orozco, frente a la Estación. En el mismo lugar tuvo efecto otra !esta popular el día 10 de noviembre; al siguiente día llegó a las once y media de la noche el primer tren directo de Puebla, con los represen-tantes y corresponsales de la prensa, señores Darío Ba-landrano, director del Periódico O!cial de la Federación; Enrique Santibáñez, por el “Nacional”; Bernabé Bravo, por “El Partido Liberal”; Ramón Murgía, por “El Universal”; Ignacio Dublán Montesinos, por “El Sigo XIX”; Mastillo Clarke, por “"e Two Republics”; N. Sampson, por “L´E-cho de Mexique”; J. Arreola, por “El Tiempo”; N. Galindo, por el Periódico O!cial de Puebla y Benjamín Mora, por el “Diario”, de Puebla.

El doce de noviembre Oaxaca amaneció engalanada, las casas lucían adornadas sus fachadas, arcos triunfales da-ban la nota decorativa, reinaba verdadero júbilo y se hacía sentir una emoción cálida para recibir al hijo pródigo, al amigo fraterno, al camarada de viejos tiempos. La llega-da del Gral. Díaz despertaba en los por!ristas un mundo de íntimo pasado que les aceleraba el corazón y anublaba los ojos con la emocionada cordialidad de los recuerdos. Quien recordábalo de mozo canijo, cenceño y de piel mo-rena, siempre paseando su bohemia provinciana con su in-separable amigo el Lic. Manuel Pazos; quien, ya hecho sol-dado republicano, cuando llamábanle “El Botudo”, por las grandes botas federicas que gastaba, narraba los episodios valerosos del primer sitio contra las fuerzas de Brincourt; quien contaba por enésima vez la fuga del convento de Santo Domingo y quien refería, en !n, el romance de amor

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de doña Del!na Ortega y las ocurrencias peregrinas de “El Coloradito”: el Doctor Ortega, “Suegro del Ejecutivo”. Y el nemoroso “te acuerdas” brotaba con melancólico orgullo, con íntima ufanía de los labios de los viejos por!ristas.

–¿Cómo vendrá? Dicen que ahora ya es blanco y colo-rado.

–Desde que se caso con Carmelita se ha vuelto entonado y muy catrín. Desde que se tumbó la piocha se ve más joven.

–Los que han ido a verlo a México dicen que se acuerda muy bien de todos, que no se le ha subido y todavía gusta de comer los antojos de la tierra. Toma “verde”, “mole ne-gro”, “chichilo”, “coloradito” y tortillas clayudas con “asien-to” que de aquí le mandan sus amigos.

–¿Se acordará de tí?–Yo creo que no ha de haber olvidado lo último, lo de

San Mateo Sindihui, donde nos dieron el gano los juchite-cos de Benigno Cartas.

–Pues yo no lo veo desde Tecoac, cuando escolté a To-lentino.

–Si éste no se voltea con sus federales, nos pega el ge-neral Alatorre.

Estas y atrás añoranzas del ayer eran referidas con na-turalidad, sin asomo de adulación, con voz de camaradas que no eran políticos, ni esperaban graduarse de turifera-rios del Dictador.

Y la multitud fuée incontenible, inquieta, atropellada y alegre desde las primeras horas de la tarde. Por !n se es-cuchó lejanamente el silbato del tren de invitados, y paso a paso, a vuelta de rueda entró a la estación a las cuatro de la tarde, bajando entre salutaciones de bienvenida los licenciados Rosendo Pineda, Félix Romero, Emilio Pimen-tel, Cutberto Castellanos, Roberto Núñez, Ramón Prida y

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Justo Sierra; el Prof. Apolinar Castillo, el poeta Juan de dios Pera; el Gral. Rafael Cravioto; el coronel Lauro Carri-llo; Francisco Pérez y Rosalino Martínez; los señores mi-nistros de la República Dominicana, del Salvador y Guate-mala; los señores Antonio Ramos, Alberto Díaz Rugama, Manuel Guillén, Ricardo Honey, Eduardo Morcom, Carlos Lecoq, Guillermo Shewart y Juan Díaz.

El tren presidencial llegó horas después con algún re-traso, por las demoras que tuvo en las estaciones donde el pueblo y las autoridades se disputaban, por curiosidad y por honor, saludar al primer Magistrado de la República. En el camino el Gral. Díaz venía de excelente buen humor, su memoria se manifestaba absolutamente lúcida, relata-ba a sus compañeros de viaje el hecho que le evocaba algún paraje o la presencia de algún viejo camarada, para quien hallaba la palabra oportuna y el halago del nombre rápi-do en los labios. Hasta dentro de su habitual compostura, apegada a conservar distancias, se permitió provocar una ligera broma del Lic. Juan Bolaños, hombre de carácter fes-tivo y de rápidos a propósitos, cuando al aproximarse el tren a Oaxaca, dijérale el jurisconsulto:

–Compañero, hemos llegado a nuestra tierra.–¿De qué somos compañeros, señor licenciado?–De viaje, mi General.A las siete y veinte minutos de la noche el tren presiden-

cial entró a la estación en medio de un entusiasmo popular, tumultuoso, férvido, sin nombre; las campanas tocaban con locura, la artillería disparaba sus salvas ensordecedo-ras y todos los labios traducían en vivas el entusiasmo de sus corazones. Cuando salió el viejo caudillo de las guerras liberales, fué saludado conmovedoramente, con estridente cariño, con unánimes aplausos.

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Pasó erguido, solemne; pero cordial y conmovido por entre una lluvia de #ores y de vítores, acompañado por sus ministros Manuel Romero Rubio, Joaquín Baranda, Matías Romero y Francisco González Cosío; seguíanle después los señores Gral. Martín González, mayor Manuel González Jr. y los jefes políticos de Tecamachalco, Tehuacán, Teotit-lán del Camino, Cuicatlán y Etla.

Los tranvías que solamente corrían de la estación a la Alameda, se extendieron hasta Palacio y se arregló un ca-rro especial para el Presidente. Cuando el Gral. Díaz subía al carro, se dió cuenta de que un numeroso grupo de gente de la clase humilde pretendía desenganchar las mulas para arrastrarlo; pero, rápidamente, con cariñosa energía, se opuso a que tal cosa hicieran y después prosiguió su mar-cha rumbo a palacio.

Los festejos presidenciales se caracterizaron por su sen-cillez. La misma noche se dió en palacio una cena organi-zada por los jefes y o!ciales de la guarnición federal, que fué ofrecida en un brindis conceptuoso por el general Julio Cervantes, jefe de la 10 ª. Zona Militar, y contestado por el presidente con su natural prosopopeya.

El 13 de noviembre fué día para recibir a la familia oa-xaqueña. El Gral. Díaz se presentó a las diez horas en el salón de recepciones del Palacio del Estado. Rafael Bolaños Cacho, Ignacio Candiani, regente de la imprenta o!cial y Perfecto Nieto, hicieron uso de la palabra y a todos les con-testó en tono cordial, íntimo, casi conmovedor, con esa su emoción, sincera o !ngida de la que sabía hacer buen uso hasta llegar al llanto.

Después hizo una visita a la Casa de Cuna, a la Escue-la Normal para Profesores, a la Escuela Correccional y !-nalmente a la Escuela Normal para Profesoras, donde fué

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objeto de una !esta literario-musical. Los mejores núme-ros del programa fueron los que estuvieron a cargo de Ju-lita Guerrero de Navarrete, de María Banuet, del Maestro Abraham Castellanos, que produjo inspirados versos y de Adalberto Carriedo que dijo un estupendo discurso. La Es-cuela Normal para Profesoras, Academia de Niñas, como siempre se le llamó, era plantel de un importante historial educativo: fué pródigo almácigo de beneméritas maestras llamadas Dolores Rodríguez, Soledad Escalante, Guadalu-pe Rojas, Aurora Ramos, Asunción Hernández, Edelmira Cuevas, Soledad Brachetti, Soledad Robles, María Zana-bria, etc. En recuerdo de que el Gral. Díaz le hubo dispen-sado cariñosa preferencia a la Academia durante su esta-da en el gobierno de Oaxaca, el cuerpo docente acordó la imposición de una medalla de oro, comisionando al ame-ritado Prof. Eliseo Granja, ciudadano que pertenecía a la vieja falange de los severos mentores integrada por Deme-trio Navarrete, Fernando Arjona Mejía, Patricio Oliveros, Eduardo Aguilar, Carlos Cerqueda, para que fuera quien expresara los sentimientos de reconocida gratitud de la Escuela, para el Presidente de la República.

Después de ese acto escolar, se registraron por la noche festejos populares y los estudiantes del Instituto organi-zaron una manifestación, donde algunos de ellos hablaron más de la cuenta. Fuera de ese incidente causado por la vehemencia libertaria de la juventud escolar, las !estas presidenciales se dieron por bien terminadas, saliendo el Presidente y algunos miembros de su comitiva, la mañana del catorce de noviembre.

Para los visitantes que permanecieron se organizó un paseo a las Ruinas de Mitla, presidido por el ministro de Gobernación Manuel Romero Rubio, habiendo sido bas-

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tante agasajados por el jefe político de Tlacolula, Manuel Bustamante.

Los representantes de la prensa capitalina fueron ob-sequiados el día quince por sus colegas de Oaxaca con un banquete en la huerta del Gral. Zertuche, donde dio la nota de galantería literaria el poeta Juan de Dios Peza, produ-ciendo una amable poesía, cuya primera estrofa decía:

“Por esta tierra heroica, tan querida,a la que Juárez grande galardona……La amistad es el alma de la vida,y nos da su amistad como corona.”

En la noche del mismo día quince se organizó una tertulia de con!anza en honor del Lic. Romero Rubio, a la que asistió el Oaxaca distinguido del mundo o!cial y aristocrático.

Leyendo las crónicas dulzonas de la prensa de enton-ces, hechas con retórica altisonancia descriptiva y donde se valorizaba con adjetivos de encumbrada cotización, se encuentra, sin embargo, que el cali!cativo hiperbólico es una justicia para las virtudes de nuestras matronas, como delicada alabanza admirativa para la morocha hermosura de las oaxaqueñas.

El claro abolengo de nuestras mujeres lució aquella no-che galanamente en el salón palaciego: cada dama invitaba al homenaje, dijeron los cronistas, y todas y cada una de ellas merecieron la admirativa reverencia que se traduce en largo y comedido murmullo.

En la lista de la crónica social se apuntaron los nombres respetables de las señoras: Carriedo de Canseco, Guergué de Zorrilla, Mariscal de Mercado, Romero de Sodi, Rodrí-guez de Zertuche, Prieto de Meixeueiro, Ortega de Cama-

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cho, Barrudia de Zorrilla, Filio de Rodríguez, Robles de Fe-ria, Bolaños de Garmendia.

Y en los apuntes del rosado carnet del cronista social aparecieron escritos los nombres de la patricia juventud femenina, honestidad y hermosura en maridaje fragan-te, de: Clotilde Esperón, Ignacia Canseco, Luisa Chávez, Juanita Chávez, María Rueda, Del!na Rueda, Fidela Ro-dríguez, María Barrenqui, María Santibáñez, Elena Santi-báñez, Isabel Aguirre, Luz Mariscal, Luisa Meixueiro, Lola Barrundia, etc.

Los festejos de la inauguración del Ferrocarril termi-naron con una nota de galante cordialidad de la sociedad oaxaqueña para con los invitados. Al retornar los viajeros a sus destinos, se les brindó una !esta de tono sencillo, donde pudo Oaxaca mostrar el relicario de su vida en el galano pudor de sus mujeres y en la franca cortesía de sus hombres, ya que adelantadamente se llevaban, como todo viajero que visita la Nueva Antequera, la visión serena de un cielo constantemente diáfano, la prodigalidad de los vergeles, la contextura monumental nutrida de historia de los templos, donde el oro y la encajería de Churrigue-ra son pasmo para los ojos y meditación interesada para el espíritu, como en el monasterio de Santo Domingo; la majestad del árbol del Tule, que certi!ca el pasado de una #ora gigantesca, y las ruinas que vocean el arte fuerte de los hombres epónimos de la raza.

Para que las crónicas de las !estas fueran completas no faltó la nota regocijada de la murmuración, la anécdota zumbona de alegre corolario, como la que se re!rió acerca de las sábanas que se destinaron para algunos de los invi-tados. Cuéntase a tal respecto que el Gobierno del Esta-do, por autorización del Secretario General, Lic. Agustín

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Canseco, funcionario que gozó fama de severo en el gasto de los fondos públicos, ordenó que las sábanas nuevas del Hospital General se destinaran al servicio de ropa de cama para los invitados.

El poeta Juan de Dios Peza, que fuera objeto de expre-sivas atenciones, se hizo lenguas de la gentiliza o!cial al observar que las sábanas ostentaban dos letras: “H.G.” bordadas con hilo rojo. El poeta no salía de su confundido asombro y en su halagada y candorosa vanidad, llegó a de-cirle al Lic. Rosendo Pineda, que si aquellas rojas iniciales querrían hombres grandes.

Pineda no aclaró de momento las dudas del Cantor del Hogar, pero tiempo después, cuando la murmuración llegó hasta la Capital, se cuenta que el famoso “eje de diaman-te” de la política por!rista, preguntó con zumba al vate de “Fusiles y Muñecas”.

-¿Qué dicen las letras de sábanas para “Hombres Gran-des”, mi querido poeta?

-Que yo me quedo con ellas, aún cuando otros las tra-duzcan por Hospital General.

Gran verdad, liróforo doliente; es amable traducir en veces las letras rojas de la vida bajo el prontuario de una ilusión, con la e!cacia de una esperanza. El candor de un ensueño, como !ltro de un divino estupefaciente es de absoluta incapacidad para los trajinantes de las ventas de Sancho. No por !ngida deja de ser belleza la amplia men-tira del azul del cielo, que dijo el clásico, que ni es cielo ni es azul.

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CAPITULO II.

Una anécdota olvidada del Presidente Juárez. –Don Ma-nuelito Maza. –Los viejos maestros de escuela.

A la niñez oaxaqueña, quien tiene el deber de mejorar el esfuerzo del pasado.

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Hace algunos años murió en la ciudad de París, el Mariscal Fernandino Foch, que durante la gran guerra mandó los ejér-citos aliados de Europa y de los Estados Unidos, contra Alemania.

Las proezas del general francés fue-ron signi!cadas, pero cuando se piensa que la guerra es el terrible azote de los pueblos, entonces sólo se admira a los caudillos para quererse a los hombres pací!cos y de buena voluntad. Por eso el Mariscal de Francia, aún cuando fué ilustre por sus campañas en defensa de su patria, más nos conmueve por su conducta de soldado de la paz y la del general muerto en la pobreza que por su victoria sobre los Imperios Centrales.

Sus cualidades de hombre pací!co y honrado lo enalte-cen más que sus laureles de guerra. Luchar por la fraterni-dad de los hombres es una preciosa virtud, como lo es vivir honestamente cuando se han manejado muchos millones de dinero, porque ambas cosas son superiores a toda ac-ción militar.

Cuando un ministro de Inglaterra, el prominente políti-co Lloyd George, fué a Francia, el Mariscal Foch se vió pre-cisado a cumplimentar a su amigo, ofreciéndole en su casa

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una modesta comida. Para cubrir los gastos del banquete, el generalísimo de los ejércitos de Europa tuvo la necesidad de empeñar sus acciones de los ferrocarriles de Francia.

¿Verdad que estos apuros, reveladores de la clara hon-radez del hombre, valen más que todos los laureles de sus batallas?

Para fortuna y ejemplo nuestro la Historia de la Patria nos cuenta de mexicanos que habiendo tenido bastante poder en sus manos y todo el dinero de sus puestos públi-cos, vivieron humildes y salieron limpios de toda mancha.

Durante la guerra de tres años, llamada también de Re-forma, se desató una lucha tremenda que dividió a los mexi-canos en conservadores y liberales, es decir, entre los que querían que siguieran los privilegios de los soldados, de los ricos y de los curas –eran los conservadores– y los liberales que deseaban leyes iguales para todos; libertad para todos; libertad para escribir, libertad en las creencias, libertad de sufragio, libertad para escoger el trabajo que a cada quien mejor le conviniera, obligación de ir a la escuela primaria y otras libertades y derechos que ahora disfrutamos gracias a ellos. Fué la lucha del progreso contra la ignorancia, del esclavo contra su señor, del rico contra el pobre a quien no querían darle su parte de felicidad que le correspondía.

Entre los liberales que deseaban el adelanto de México, hubo hombres valerosos y sin codicia a quienes hoy se les admira por haber sido paladines del pueblo, como se les venera también porque supieron ser honrados y de buenas costumbres.

Santos Degollado, por ejemplo, que fué un general sin fortuna en los combates, pero que siempre organizaba ba-tallones al siguiente día de su derrota, vivió pobremente, siempre escaso de recursos. A “don Santitos”, como le lla-

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maban cariñosamente, lo sorprendieron una vez sus o!-ciales remendándose los pantalones.

Otro hombre honrado que prestó grandes servicios al país, fué el poeta Guillermo Prieto, autor de cantos de gue-rra y de lindas estrofas populares, y que llegó a ser minis-tro de Hacienda, diputado, profesor de escuelas superiores y que, no obstante haber ocupado tan elevados puestos, murió pobre, dejando solamente una casita en Tacubaya.

Y entre todo este grupo de liberales ilustres y honrados, nadie tan grande por sus virtudes cívicas y de hombre de hogar, como Benito Juárez, el Benemérito de las Américas.

Cuando el Presidente Ignacio Comonfort desconoció la Constitución del año 57, el licenciado Benito Juárez asu-mió, por ministerio legal, la Presidencia de la República, y la defensa de los principios liberales.

Precisado a abandonar la ciudad de México, salió para Guadalajara, donde iba a ser asesinado; de allí continuó para el puerto de Manzanillo y se embarcó con rumbo a Panamá.

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Como don Benito no podía abandonar al pueblo en ma-nos del clero y del ejército, volvió al país, desembarcando en Veracruz, amparado por el patriota Gobernador del Es-tado, Manuel Gutiérrez Zamora.

Los reaccionarios fueron a combatirle, Miramón atacó por tierra Veracruz, y por mar atacarían los barcos del capi-tán Marín. Los ataques de los “mochos” no tuvieron buen resultado, pues Miramón tuvo que levantar el sitio para ir en auxilio de la Capital, que estaba amenazada por las fuer-zas de Santos Degollado. Veracruz era una vez más heroica, y Juárez expedía las famosas Leyes de Reforma, entre las que estaba la nacionalización de los bienes del clero, los bienes de manos muertas.

Durante los días de la guerra y los escasamente tran-quilos que vinieron al triunfo de la República, don Benito conservó sus costumbres austeras y sencillas. Los puestos públicos no le marearon la cabeza y fué siempre afable y de carácter sociable.

En Oaxaca se le recordaba, a ese respecto, como sien-do el excelentísimo señor Gobernador del Estado, vestido con la negra levita cruzada; al pasar los indios de la sierra, sus paisanos, no se avergonzaba de saludarlos en idioma y en la forma respetuosa que usan los indígenas de llevar la mano del superior a los labios y con la otra descubrirse en señal de cortesía.

Cuando un indio de Oaxaca pasa por un colegio, cuando logra elevar su plano de cultura, no hay quien le ponga pie adelante en el vestir, ni en el exacto empleo de las más de-licadas y ceremoniosas formas de la cortesía.

En los días de guerra, de los problemas políticos que se habían de resolver con todo patriotismo, don Benito aún tenía tiempo para hacer una modesta vida social, a cuyo

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efecto tenía la costumbre de comer periódicamente con sus ministros.

Para uno de estos pequeños banquetes, que al triunfo de la República serían famosas comidas de Estado que se dieron en el Palacio Nacional, en cierta ocasión se vió en aprietos el Benemérito por falta de recursos.

Don Benito no encontraba la manera de sacar dinero para los gastos en ese día de la comida o!cial. El hombre reservado, que se complacía en guardar con esmero sus grandes angustias como sus pequeños problemas, tuvo su rato de desasosiego económico.

Hombre que sabía guardar las distancias y la honesta majestad de la Primera Magistratura, no apeló a hacer uso de su puesto para obtener fondos del Tesoro Público para sus gastos particulares, sino que hizo lo que hacemos to-dos los pobres: emplear los bienes para remediar los males.

Y al efecto, el caudillo de la Reforma, el hombre que aca-baba de allegar al Tesoro de la Nación los inmensos bienes de manos muertas, se vió precisado a empeñar una alhaja para cubrir sus compromisos sociales.

¿Verdad que esta anécdota es ejemplar? ¿Verdad que es una lección que no debe ser olvidada?

Pues con la sencillez agradable con que cuentan los vie-jos el pasado, oímos referir a Manuelito Maza, algunas de las anécdotas de la vida íntima de su cuñado Benito Juárez. A escuchar esas charlas de don Manuelito muchas veces nos detuvimos en la sastrería de Severo Arce, situada en la esquina de la Avenida Morelos y calle del 5 de mayo, en los bajos de la casa habitación del Lic. Benjamín Peralta.

Frecuentemente al caer la tarde, Manuelito Maza, vi-niendo de su casita de cerca de la iglesia de las Nieves, y de paso para la escuela nocturna de Santa Catarina, se detenía

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a conversar con don Severo, que era un deslenguado profe-sional, que de todo mundo murmuraba con una acrimonía incontenida que denunciaba que el hombre se vengaba por los adefesios con que la cruel naturaleza le había ornado al hacerlo de baja estatura, patizambo, desbordante barriga y una cara de color trigueño toda picada de viruelas.

La pulcritud de don Manuelito se asustaba de las des-templanzas del amigo sastre, pero cuando la charla tocaba los planos de los recuerdos históricos, entonces el cuñado del Benemérito era el narrador delicioso de sabrosos su-cedidos. De aquellas conversaciones episódicas sacamos el que narramos y que puede ser normativo para los hombres del presente y para los niños de hoy, ciudadanos futuros. Y don Manuelito contaba sencillamente sus recuerdos como quien hace sin saber una aportación histórica ni menos un panegírico interesado.

Nuestro narrador fué un modesto pintor, sencillo y lla-no en su arte de la escuela pictórica de los imagineros sa-grados de los Manso y en particular de la de Miguel Cabre-ra; pintó dentro de esa pauta cuadros murales con motivos religiosos, sacados de la vida y pasión de Cristo, y cuyos cuadros existen en el ex-convento de la Merced.

Dentro de la penuria artística de la pinacoteca de la pro-vincia, Manuel Maza representa una honesta aportación pictórica, parva en cantidad y originalidad, pero apreciable en su dibujo y colorido.

Fuera de su arte plástico, en cuyo plano no intentamos hacer obra de crítica ni una exégesis de su producción, que-da el hombre que debe conocer la niñez oaxaqueña, queda el maestro que fué dulcemente paciente, obstinado en di-fundir los secretos del dibujo entre un alumnado de obre-ros menesterosos, en la sala de la iglesia de Santa Catarina,

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sala larga, umbría y apenas iluminada por quinqués de mal oliente petróleo. En esta labor de difusión fué secundado Manuel Maza por mi maestro José Irigoyen, artista humil-de de su época que ofrendó la vitalidad de su juventud en las bregas cotidianas de la enseñanza.

Al referir la anécdota de la vida jugosa en orientaciones de ética privada y pública del Patricio Benemérito de las Américas, no desaprovechamos la oportunidad de presen-tar a Manuel Maza como un educador de ayer, y como él, también recordar al maestro Irigoyen, como tiempo ten-dremos para decir de la obra buena de los maestros de es-cuela, antecesores al normalismo, y cuyos nombres fueron: Demetrio Navarrete, Eliseo Granja, Carlos Cerqueda, Ma-nuel Martínez, Gonzalo Cabrera, Eduardo Aguilar y Fer-nando Arjona Mejía.

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CAPITULO III.

Una casta de poetas. –Miguel Varela, el primer cantor de la Jornada del 5 de mayo.

A mi maestro, el Lic. Manuel Brioso y Candiani.

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Esta Estampa, colocada reverentemente en el vitral oaxaqueño, no corresponde, en realidad, al album de la provincia, porque aún cuando su marco encierra una !gura que creció en el hogar de la Nueva Antequera, ella pertenece por su

amplitud, a los fastos de la Historia Nacional.Nuestra pleitesía pone su fervor para extraer admirati-

vamente, por entre las crónicas chinacas, esa personalidad que tuvo como culminación cimera, los atributos singula-res de saber pulsar la lira como esgrimir la espada. Porque poeta y soldado, como los trovadores de acordado laud y bien templado acero, el rimador oaxaqueño vive en el me-ridiano de la lucha en donde le tocó actuar, como los Alta-mirano y los Riva Palacio, sin dejar a la mano las #ébiles gracias de las musas por los broncos o!cios de Belona.

En el período apasionado por las luchas de Reforma, en los días inciertos y duros del Imperio, a Miguel Varela le tocó vivir esa existencia de solicitudes entre las amenazas de la ortodoxia y los apremios de los chinacos. De aquella juventud que tenía tiempo para ensayar mensajes líricos, dándose a las aventuras metafísicas, salía el trovador oa-xaqueño para las !las liberales con la urgencia del patriota.

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Hurgando la genealogía de los Varela, encontramos que en ella hubo hombres que supieron enriquecer los valores literarios y culturales de Oaxaca. Posterior a nuestro poeta y soldado, brilló en la poesía y en la judicatura Manuel Ra-mírez Varela, de quien el Instituto de Ciencias del Estado se ufana con particular orgullo.

Como los personajes de Balzac que salían de la provin-cia para ir a la conquista de Paris, el poeta fué a México con una credencial de diputado que le expidió el camino para el éxito. Desgraciadamente este poeta, que entre otros atri-butos tenía el de poseer una memoria estupenda de la que hacía gala en la Cámara, llamando de presente a los dipu-tados sin tener que ver la lista, y de quien se cuenta que repetía una poesía con sólo oírla por una vez, murió re-lativamente joven, víctima de un exceso de dosi!cación alcohólica.

De este mismo tronco de sedas fué rama frondosa la personalidad, más popular que lírica, del poeta Joaquín Varela, a quien faltáronle lo !ltros de la ciencia y los conocimientos de las hu-manidades para clari!car la linfa de su abundante inspiración. Más que poeta, que cincelador de estrofas y paciente pulidor del estilo, fué un trovero versi!cador, fogoso rimador espontá-

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neo. Esta misma cualidad hizo que Joaquín Varela llegara con su poesía más adentro del alma de la multitud, que sus versos contaran con el privilegio del aplauso callejero y el entusiasmo cálido de los zaraos domésticos.

Su lira en las festividades patrióticas daba a veces con entono la nota tricolor, en otras gustó de excursionar con donaire por los campos droláticos de la sátira, y, !nalmen-te, en la intimidad de la camaradería, su musa era repen-tista, fácil y espontánea para la improvisación, y en cuyo terreno solamente era igualado por Celso Sánchez, otro oportuno versi!cador de felices aciertos.

De tal progenie lírica fué ascendiente Miguel Varela y de quien contó la historia esta proeza singular que consumó el Cinco de Mayo del año de 1862:

En aquel amanecer cargado de obscuras inquietudes, la primavera de mayo con sus gráciles encantos lozanamente se entreabría sobre las llanuras de Puebla. En el valle de esmeralda, en los empinados volcanes, en la Ciudad pávi-da, corría un temblor único, se sentía en todas partes la tremante agitación precursora de las tragedias colectivas.

Nada difícil era prever que los resultados de la lucha nos tendrían que ser adversos al combatir con un enemigo tan valeroso como sabio en el arte de la guerra; pero dentro de nuestra debilidad nos sentíamos fortalecidos de espíritu, en heroica a!rmación de vida.

En aquella mañana de nuestros ortos de primavera, del lunes 5 de mayo de 1862, el invasor francés, aliado cons-tante de la victoria, fustigador de toda bélica fortuna, se acercaba a Puebla con paso de triunfo entre polvaredas de bridones, relampagueantes destellos de aceros y cintilado en el pecho de sus bravos las cruces de Magenta y Solferi-no.

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Los nuestros son soldados de la “leva”, indios cetrinos que visten harapos de dril moreno y con paños de sol en la nuca, nada le deben a la prestancia guerrera, son artesanos, labradores y estudiantes, y entre ellos los hay originarios de toda la República: poblanos de la sierra que defendieron los fuertes de Loreto y Guadalupe; serranos y mixtecos de Oaxaca, traídos por el Chato Díaz y Mariano Jiménez y que ha venido a mandarlos el diputado y general Por!rio Díaz; los ri#eros de San Luis, de Berriozabal; los cazadores de Morelia y los dragones de Costa Chica, de los Alvarez. To-dos son soldados improvisados e inexpertos, pero con una intuición profunda de que de!enden algo muy de ellos que los estimula para el combate.

El general Zaragoza va y viene desarrollando dinámico entusiasmo, cuando le sorprende, a las once de la mañana, el trueno del cañón de Loreto, e inmediatamente sale de la iglesia de la Resurrección, en donde acaba de dar sus últi-mas órdenes, y montando pequeño corcel bayo seguido de su secretario Garza Ayala y el Jefe del Estado Mayor, gene-ral Colombres, va en busca de aquella novedad y se le in-forma que todo se ha reducido a un movimiento inicial que han efectuado los franceses. Todos los jefes de los puestos avanzados con!rman la noticia de que el enemigo está pre-parando su movilización de ataque desde sus posiciones de Tepozuchil y de la garita de Amozoc, con intención de echarse sobre las trincheras de Loreto y Guadalupe.

Las fuerzas republicanas, a su vez, siguen ocupando sus posiciones de la Boca de Xonaca, El Paje, Los Remedios, la Plazuela de Román, Aranzazú y cubren el frente del cami-no de Veracruz. Las caballerías de O´Horán han salido a perseguir a una partida de traidores que anda por Atlixco, mandada por el gachupín José María Cobos.

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Todo es ajetreo de gentes de armas que corren por las calles de Puebla, y en todas partes también se mira al ex-celentísimo señor Gobernador del Estado, general Tapia, secundando las órdenes de la suprema jefatura. Pasan las ambulancias a los puestos de socorro donde ya están listas para prestar sus servicios las enfermeras poblanas, cuyos nombres no podrán olvidarse por patriotas, y que se llamaron Guadalupe Prieto, Asunción Garay de Falcón, Rosario Rivera de Zerón, Juana Arauz de Tapia y Teresita Zahaone.

Al mediar el día, el vigilante Alejo Ruíz, apostado en las torres de la Catedral, informa que de!nitivamente los franceses se mueven de sus posiciones. Como en un cuadro de pintura bélica, desde allí se descubre un brillante corte-jo de parada; espejean los marrazos rutilantes y son nota colorida en el paisaje los rojos dormanes, los pantalones azules y las blancas polainas.

Son las doce y media del día. Nuestros clarines dan sus trémulas notas de guerra y suenan las primeras descargas de los fusileros franceses dirigidas sobre los fuertes. El aire se llena de duros gritos de aliento, de polvo, de humo, de ruido de bridones y de aceceos de pechos que se in#aman. La tradicional furia francesa se desata, y la columna enemi-ga parece que se desarticula, que se aclara al paso de cada metralla, pero sigue adelante, siempre subiendo la cuesta empinada de los fuertes.

Los soldados de Miguel Negrete están untados a la tie-rra, permanecen inmóviles, como las !eras de su montaña brava en el instante cauteloso del asalto, y con toda su in-dígena paciencia así permanecen hasta que truena la voz del patriarca, el grito vibrante de ¡Viva Tetela! ¡Arriba Za-capoaxtla!

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Y el arrogante francés, hombre de tradición guerrera, allá va cuesta abajo, mal herido y asombrado, camino de sus posiciones.

En tanto, en la ciudad corren los más desconcertantes rumores con la retirada momentánea de los ri#eros de San Luis, atacados por el camino de México; la llegada de Juan Méndez, todo sangrante; del comandante de la policía, So-lís, casi destrozado, y de muchos soldados heridos. Ade-más, ya rehechos los franceses han vuelto a generalizar el combate en toda su línea de asalto, hasta desorganizar a las fuerzas de Mariano Jiménez, salvadas por la oportuna presencia de los lanceros de Oaxaca, a cuyo frente iba la alentadora impetuosidad del Chato Díaz, hermano mayor de Por!rio Díaz.

En esta función de la Ladrillera los lanceros de Oaxaca tuvieron que lamentarse de algunas bajas, siendo las más sensibles las de los abanderados González y Varela, muy popular este último entre toda la o!cialidad por sus dotes caballerosas y su numen de poeta. Porque Miguel Varela, descendiente de una casta de trovadores inspirados, era en Oaxaca el amable recitador de los festines públicos y ca-seros, y más de una reja de novia enamorada supo de los decires galanos del poeta.

Se cuenta que Varela, en el último día del vivac, bajo la techumbre clara de la noche de primavera, en torno de las fogatas a cuyo derredor departían en grupos separados soldados y o!ciales, tuvo el presentimiento de que él no saldría con vida, pero que el triunfo sería de las armas re-publicanas.

Así lo presentía el poeta al amor de las fogatas del vivac, cuando se cantaban melancólicas valonas del bajío, broncas canciones norteñas, picarescos corridos campiranos, y se

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hacían, naturalmente, conversaciones banales, íntimos se-cretos y rojos a propósitos para caer a la postre, en el tema indispensable sobre la suerte que cada quien correría.

Nombre juventud fue aquella que vivió su vida de apa-sionamiento y que de todo renegó como exponente de su fuerza espiritual, y sólo juicios desdeñosos y ácidos le me-reció el pasado.

El poeta, anonadado por la materia dió a la patria, como aquella juventud, toda su vida hecha una ofrenda lírica y roja. Fué en los momentos decisivos, entre los débiles re-ductos de la Ladrillera, cuando muerto el teniente Gon-zález le correspondió por jerarquía inmediata empuñar la bandera de su regimiento. El combate es encarnizado, bronco y terrible en toda su fuerza. Varela lucha como los buenos, es audaz como los jóvenes, es tenaz como los hombres de su estirpe zapoteca. Pero el destino le ha sido adverso, se siente herido, ya no puede empuñar el arma y antes de caer para siempre, tiene el supremo valor de re-concentrar su espíritu y en la trinchera humeante, cayendo escombros, cruzando las balas, debatiéndose los soldados en estertores de muerte, dice con inspiración mexicana, con patriótico arrobo, en agónico gesto de victoria, el poe-ma del heroísmo sorprendente de la Patria vencedora.

El poeta anonadado por la materia que se derrumba, se sobrepone a sus dolores de muerte hasta marcar con tem-blores de alma en agonía, el primer canto bélico del 5 de mayo de 1862.

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CAPITULO IV.

“El Milagro de su Señoría”. – Ignacio Merlín e Hipólito Ortiz y Camacho. –Los santos protestantes–. Las confusiones de José María Montes.

Al Senador Francisco Arlanzón.

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Con maliciosa intención se cuenta en Oa-xaca un lance escabroso que ocurrió en-tre una piadosa doncella y un clérigo que pasó por venerable. El anecdotario oaxa-queño es copioso en el renglón picaresco, parece informar, por su sabrosa malicia,

por su colorido y gracia, en el espíritu inquieto de Facundo. Excluyendo las vidas accidentales de sus honorables

hombres máximos, Benito Juárez y Por!rio Díaz, que por interesantes llenan con holgura las páginas de la historia, Oaxaca tiene leyendas nutridas de interés; truculentas y pávidas como las del Chato Díaz, el viejo; sugestivas como las de la fastuosa Juana Catarina, tan opulenta y noble como una princesa zapoteca; risibles como las de Martín González, “Caclito”, gobernante ñoño y lúbrico; pero siem-pre todas ocurrentes, como las de algunos personajes que vivieron hasta el último tercio del siglo pasado, tales como las de aquel zumbón de Luis Fernández del Campo, biblio-tecario o!cial, que con donaire y gracejo hacía rabiar a todo mundo con su deslenguada musa y de quien se recuerdan aquellos versos en donde salían a colación el dentista José Calvo, el periodista José María Vidaña y la popular Mer-cedes Rodríguez, alias “La Araña”, famosa señora por su

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comadrería y que por su condición de propietaria de una surtida tienda de sabrosas fritangas, se hizo de una clien-tela masculina esencialmente nocturna y parrandera.

Y nuestro gracioso pícaro Fernández del Campo, glo-sando un pleito que hubiera por los escabrosos amoríos de cierta dama de por el barrio de la Sangre de Cristo, endilgó una de sus trovas que principiaba:

Un Vidaña que no dañay un Calvo que no lo es,riñieron en cierta vezen la tienda de “La Araña”. Otro de los tipos con personalidad fué Benjamín Peral-

ta, que gozaba de un crédito bien cimentado de hombre rico, de copiosa cultura mundana y de proverbial facilidad de palabra. Además, gustaba de la buena vida, de la buena mesa y de brindar las hospitalidades de su casa, siempre cordialmente abierta para todas sus amistades. Cuéntase que cierta vez el rumboso y culto abogado, que de paso debe decirse que estaba casado con una señora gentilísima, pero quien a la hermosura nada le debía pues las gracias no le habían sido gratas, fué urgido por su esposa doña Luz Clara Valver-de, para que dijera algu-nas palabras o algunos versos de los que él sabía hacer, en honor de los contertulios. Nuestro

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don Benjamín aceptó y fuese a tomar su sombrero. Esta actitud no sorprendió a nadie conociendo el carácter fes-tivo del an!trión y lo dado que era a las sorpresas de buen humor. Y el jacarandoso don Benjamín, ante los expectan-tes contertulios, se dirigió a su consorte y le endilgó esta singular redondilla:

Eres Luz y no eres clara; eres Clara y no eres luz;Pero tienes una caraque todos dicen: ¡Jesús!

Oaxaca conserva sus amables costumbres, las de!ende y practica con cariñosa aplicación y encantador cuidado; quien en ella vivió no olvida el cielo divino que la cubre, la diafanía de sus noches claras, el azul de sus días rutilan-tes: Cielo de raso sobre la Nueva Antequera, la que un día fundaron los Tercios de Castilla; ciudad que vive y palpita con donaire fervoroso en el regocijo de sus !estas popula-res, en la amplitud de sus casonas en#oradas y en el blasón artístico de sus iglesias maravillosas y únicas, como el por-tento de Santo Domingo.

Las tardes del lunes del cerro, enjoyadas de sol y colma-das de nardos y azucenas; los paseos en carreta al árbol del Tule, donde se baila alegremente; las noches de los rába-nos, olorosas a violeta y furtivos amores, los chachacuales, donde se toman buñuelos y se rompen platos, son alegrías que conserva la hazañosa y buena Ciudad de los presiden-tes.

Oaxaca, como todas las viejas poblaciones mestizas, te-nía su vida dedicada a trabajar poco y a celebrar demasiado

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las festividades religiosas. La conmemoración de los muer-tos, el aniversario de la Virgen de la Soledad, las calendas de la Merced, Consolación y San Juan de Dios, con sus “marmotas” de luces y sus canastas desbordadas de dalias y amapolas; y los “encuentros” de Jalatlaco, el Marquesa-do, Xochimilco, eran los asuntos que movían su modorra de población acogida al remanso del por!rismo.

Entre los sucesos que en su tiempo conmovieron a Oa-xaca, se encuentra la muerte del señor obispo Fermín Már-quez y Carrizosa, hombre humilde y virtuoso que tuvo el respeto y cariño de los oaxaqueños. Toda la ciudad lamen-tó la muerte del prelado; por varios días los templos dieron la llamada de sede vacante para recordar que el obispo ha-bía fallecido.

Automáticamente surgió entre clero y creyentes el pro-blema de la sucesión episcopal. Dos fueron los candidatos que señalaron el clero y la grey religiosa: los canónigos Ig-nacio Merlín e Hipólito Ortiz y Camacho; Ignacio Merlín era un sacerdote de gran signi!cación social, probo, auste-ro, y de abundante cultura. Hipólito Ortiz y Camacho era todo un señor canónigo, de varonil prestancia, alto de es-tatura y cautivador como un abate.

Los partidarios de uno y otro desplegaron grandes acti-vidades a favor de sus candidatos, extendiéndolas en torno del Papa Pío IX. La propaganda fué creciendo hasta hacer-se delirante e incontenida. Clero y católicos se dividieron en sendos grupos: Merlinistas y Orticistas. A la postre, se salieron de la cordura los combatientes, pisaron el campo de la intemperancia y sembraron el desasosiego en el Esta-

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do. Fueron tan grandes las pasiones, tan desbordadas, que Por!rio Díaz, que inauguraba su dictadura, tomó discre-tamente cartas en el asunto y con su tacto peculiar, aten-to a que no hubiera trastornos espirituales en la Repúbli-ca, encargó al Ministro mexicano en Italia, Juan Sánchez Azcona, de que explorara la opinión del Vaticano sobre el con#icto religioso de Oaxaca e insinuara la conveniencia de que se nombrara obispo a Eulogio Gregorio Gillow y Za-valza, presbítero poblano colocado al margen de las dife-rencias clericales oaxaqueñas.

El mismo asunto fué tratado por el Guardasellos de la Se-cretaría del Estado del Vaticano, Monseñor Angelini, clérigo in#uyente en la corte Ponti!cia y que sostenía muy cordiales relaciones con el General Díaz. Este mismo diplomático de tonsura desempeñó, hasta las postrimerías de la dictadura tuxtepecana, el cargo honorario de Consul de México en Roma, en compensación a la licencia especial que obtuvo del papado para que el ex-cura de Tehuantepec, Fray Fernández, pudiera seguir o!ciando en su calidad de manco. Este fraile por faltarle un brazo fué suspendido por la curia mexicana: pero amigo particular del Gral. Díaz, a quien le había pres-tado signi!cados servicios en sus andanzas guerreras por el Istmo, consiguió la revocación del acuerdo eclesiástico.

Logrado el nombramiento de obispo a favor de Monse-ñor Gillow, el partidarismo amainó en parte, pero sin de-jar de subsistir hasta la muerte de los pretensos. A esa cir-cunstancia obedeció que los primeros años del episcopado del señor Gillow fueran difíciles en conseguir el equilibrio entre las corrientes encontradas de los partidos que lo so-licitaban. La prudencia del nuevo prelado suavizó relativa-mente las acometidas de los vencidos y de las que alguna vez él mismo fuera víctima, pues hasta se le señaló de poco

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fervoroso por tener un apellido extranjero y haber traído reliquias de “santos protestantes” como las de un san Gau-dencio, colocadas en San Felipe Neri.

Re!riéndonos al señor canónigo Ortiz, motivo esencial de esta leyenda, se cuenta que sus partidarios tenían tanta seguridad en que su candidato sería el obispo, que dieron por ganado el asunto y le principiaron a dar el tratamiento de “señoría”.

El señor Ortíz compartía la misma creencia que la de sus simpatizadores y tan segura y a mano creía tener las codiciadas bulas ponti!cias, que entre otras cosas y prepa-rativos de espera se dió a remosar su amplia casona sola-riega de la calle de Colón donde los que la visitaban podían ver que en el medio punto del interior del zaguán y en los arquitrabes de los arcos de los corredores del primer pa-tio, estaban colocados medallones, a manera de escudos heráldicos, rematados con la mitra y el báculo episcopales, signos de la futura alcurnia eclesiástica. Pero ni el opulento Hipólito Ortiz y Camacho, ni “tío Merlín” como se le llama-ba popularmente al austero, pero bilioso Ignacio Merlín, contaban con la huéspeda, es decir, con la oculta intromi-sión del Gral. Díaz, quien en lo tocante a andar de agua!es-tas siempre se escupió la mano sin que para ello fuera óbi-ce la palabra empeñada, ni los afectos de la amistad, pues tal lo hizo con su antiguo secretario Justo Benítez a quien desengañó en víspera de las elecciones de que él no era el llamado a substituirlo en la Presidencia de la República. La verdad la conoció Benítez en forma insólita y en manera desaprensiva, pues habiéndole ofrecido la Cámara de Co-

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mercio de la ciudad de México una extraordinaria comida en el Tívoli del Eliseo, al ser impresas las invitaciones, el Gral. Díaz ordenó que fuera substituido el nombre de Be-nítez por el del Gral. Manuel González.

Y “su señoría”, Hipólito Ortiz y Camacho, acostumbrado a descansar de las ocupaciones espirituales a que lo obliga-ban sus deberes de canónigo penitenciario de la Iglesia Cate-dral, como las de capellán del templo del Patrocinio, pasaba largas horas en la casa de su cordial amigo José María Mon-tes, donde entre cigarrillos de “La Opera” y tazas de buen café pochuteco, se entretenían en displicente charla.

Noche por noche, al !lo de las nueve,”su señoría” salía pausada y arrogantemente, cubierto con su amplia capa de vueltas de seda, tomando camino para su casa por la calle de San Agustín. Toda Oaxaca sabía que José María Montes, comerciante en artículos piadosos, era el amigo de con!anza del señor Ortiz y el único varón a quien abría la muni!cencia de su casa.

Montes, indígena de raza pura y comerciante laborioso, era viejo católico y llevaba una vida solitaria, de honesta viudez, en compañía de su única hija, impúber y recatada doncella. En aquel ambiente de sosiego, de recogimiento, donde la niña de mansos encantos se había hecho señorita, sucedió algo insólito que inquietó al sencillo José María.

Y con azoro razonaba: en la casa no somos más que tres, “su señoría”, el burrito y yo. ¿Cómo sucedería esto? ¿Se ha-bría repetido el milagro bíblico de la paloma espiritual?

Y urgida la cándida niña por los imperativos paternales, ruborosa, compungida, al oído de su progenitor hizo en-trecortada confesión: ¡De su señoría!

El viejo cristiano inclinóse reverente, musitando: ¡Ben-dito vientre!

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CAPITULO V.

Las !estas patrias.- El “Grito”.- “La América”.- Manifes-taciones de estudiantes.- Los oradores espontáneos.- Los bailes populares y los saraos palaciegos.

Al Ing. Ricardo Luna.

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En Oaxaca tuvieron en su tiempo las !es-tas religiosas un grande interés colecti-vo. El santoral de sus barrios se celebra-ba con una religiosidad que dijéramos jocunda, porque a su amparo y pretexto había pública alegría, la gente estrenaba

su ropa y los vecinos organizaban bailecitos rociados con el mezcal de la tierra, dulces mistelas y sabrosa cerveza de piña. En las calles ardían luminarias, había des!le de carros en#orados; mucha música, cohetes, ruedas catari-nas, palo ensebado y cucañas por la tarde en la esquina de la iglesia. La !esta era motivo de expansiones, causa para riñas de lengudos con catrines y escaparate para que lucie-ran su belleza las chinas y las catrinas.

Mas, tampoco, no fueron menos entusiastas las !estas del quince y el dieciséis de septiembre, hasta llegar a ser tan importantes, que su celebración obligaba a estrenar al-guna prenda de vestir, como en las de Semana Santa, Año Nuevo y Lunes del Cerro.

Los programas de las !estas patrióticas se !jaban en las esquinas de los portales y grupos de curiosos comenta-ban los números de más interés. Los programas eran vis-tosos, impresos a dos tintas, con una redacción literaria

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constantemente igual en las frases patrióticas y siempre principiando con el anuncio de que una salva de veintiún cañonazos saludaría a la aurora del glorioso día y que mú-sicas y bandas recorrerían las calles de la ciudad. Después seguía la enumeración de los festejos y concluía el progra-ma !rmado por el Gobernador y el Secretario de Gobierno y con el pie de la imprenta del Estado autorizado por Igna-cio Candiani o José María Pereyra.

Al rayar la aurora, la chiquillería se echaba a la calle a se-guir a las músicas de la guarnición y a la famosa Banda del Estado. El número matutino de más emoción era el de los veintiún cañonazos. La artillería salía de su cuartel de San-to Domingo con sus o!ciales y soldados de gala, bajaban por las empinadas calles de Benito Juárez caminando con estrépito marcial, doblaba por la Avenida Independencia para entrar al atrio de la Catedral, y tras de maniobras muy espectaculares para el público madrugador de cargadores, humildes menestrales, comerciantes, detallistas, gatas y placeras, la artillería en!laba sus bocas hacia la Alameda y al sonar exactamente las campanadas de las seis en el viejo reloj, el grave capitán Sierra bajaba su rutilante ace-ro y escuchábase horrísono disparo cuyo taco de petate, al golpear los fresnos producía una lluvia de verdes hojas.

Qué grave, qué grande nos parecía el capitán Sierra cuando señalaba la pieza que le tocaba disparar. Su cuerpo chaparro, adiposo, ventrudo, la color trigueña, ornado el indiado rostro con recios mostachos y breve perilla negra, tomaba épicas proporciones dentro del vistoso dormán que le cinchaba la barriga rotunda.

A medio día se reunían en Palacio los políticos de altura a redactar un telegrama para el Presidente, felicitándolo y deseándole “que con su mano experta siguiera llevando el

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timón de la nave del Estado”. Este cariñoso telegrama para el paisano era !rmado por los amigos que pudieran ser Gre-gorio Chávez, licenciados Agustín Canseco y Nicolás López Garrido; Francisco Uriarte, Carlos Sodi, Guillermo Sodi, doctor Francisco Hernández, Pascual Fenochio, Francisco Pérez, Feliciano García, Romualdo Zárate.

Los habitantes continuaban preparándose para los fes-tejos que principiaban sustancialmente, la noche del quin-ce. En las esquinas de los portales se daban los últimos retoques a los arcos triunfales, unos hechos con bastido-res forrados de manta pintada, otros manufacturados de carrizo tejido; pero los había también de verdes ramas con amapolas y dalias y todos ostentando frases patrióticas y con los retratos de los caudillos insurgentes.

Las tiendas de ropa “Las Fábricas de Francia”, “La Ciudad de México”, “El Pabellón Nacional”, etc; las sombrerías de José Pacheco y Miguel Díaz; las sastrerías, desde las encope-tadas de Manuel Vega y Francisco Martz, hasta las del más humilde remendón; las peluquerías “La Rubia”, de Miguel He-rrera y “El Buen Tono” de Francisco Llaguno –personaje im-

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portante que en tiempos de Emilio Pimentel llegó a regidor del H. Ayuntamiento y a vestir levita y a tocarse con sombrero masóu– hasta las del mercado de la “La Industria”, donde los peluqueros calzonudos con casquete de hoja de lata y su vela de sebo por las noches, cobraban cuartilla por la pelada y me-dio por hacer barba y pelo y poner loción de toronjil, todos tenían una actividad que cumplir, sin que olvidemos las de las coheterías que también tenían bastante trabajo.

La ciudad iba siendo invadida por los vecinos de los pue-blos cercanos, la plaza se adornaba con farolitos de colores y de poste a poste se prendían guías de festones de laurel o de musgo. A las seis de la tarde los serenos de blanco uni-forme, que volvían de las canteras de Ixcotel de hacer la vi-gilancia de los presos rematados, salían, despachados por Barriguete, llevando al hombro una escalera de tijera y en la mano una alcuza con petróleo para encender los faroles de los barrios.

De las siete de la noche en adelante, los estudiantes del Instituto organizaban una manifestación que resultaba siempre simpática para el vecindario. Provistos de hacho-nes, y vestidos con los trajes peorcitos que tenían, reco-rrían las calles pronunciando arengas que terminaban con vivas a los héroes de la Independencia y los indispensables mueras a los gachupines.

Al grito de suban a fulano, el presunto orador pretendía escabullirse entre los manifestantes, pero como general-mente era alcanzado, lo subían en hombros y sin escuchar sus protestas, tenía que hablar como Dios le diera a en-tender. El orador casi siempre era interrumpido por anota-ciones hechas a gritos y por las ocurrencias de chacota del auditorio; y si para su desgracia la forzada improvisación no era del agrado del concurso, se le bajaba sin comedi-

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miento, sobre su cabeza menudeaban golpes y caía al suelo achuchado y maltrecho. ¡Qué simpático era todo ésto! Las manifestaciones eran desfogue de la inquietud moza que sentía ahogadas sus confusas ideas dentro de las prácticas normativas del por!rismo. Fué íntegramente simpática la turba de estudiantes ensayando sus mensajes bajo las noches patrióticas, diciendo con atropellos el entusiasmo lírico de su canción de libertad.

Sin intentar a!rmar ñoñamente que los tiempos pasa-dos fueron mejores porque en ellos vivimos, sí puede de-cirse que aquellos muchachos fueron rebeldes a su manera, como sólo podían serlo dentro de un sistema pasivo, y a lo más, solamente clerófobo, insumisos a las disciplinas en su misión de vanguardia.

Juventud de blanco penacho que habló al pueblo sin retorcimientos retóricos ni !cciones de sabiduría, se le re-cuerda por el romántico entusiasmo que puso en su indoci-lidad para las aprobaciones incondicionales. “Desventura-da juventud que principia renegando, –dijo Barrés– que no tiene en sus actos el tic del nerviosismo, que no tiene en la voz de su mensaje la in#exión resuelta, aguda y áspera de la virilidad espiritual”.

Evocar, no es solamente recordar el tiempo que fué, sino penetrar en lo que ha muerto, para sentir la palpitación de la vida que lo animó. Hay poesía en el #uir de esa fuente misteriosa que resucita e ilumina un mundo extinguido, que evoca los entusiasmos del pretérito.

En ese mundo de ayer viven los entusiasmos de las mani-festaciones nocturnas del quince de septiembre, del veintiu-no del marzo y del dieciocho de julio, llenas de los mensajes premiosos de una juventud escolar, vehemente y tumultua-ria. Es José Ma. Vidaña, con Aquiles García, Aguirreolea y

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Celso Sánchez, que con el interés de la palabra intranqui-lizan la pasividad social; fueron un pretexto las noches de literatura tricolor para que hicieran sus ensayos oratorios Adalberto Carriedo –malogrado después en el encierro im-propicio de la provincia, cuando ya era poseedor cuajado de la palabra– para que José Joaquín Varela diera sus versos efusivos, y apuntando años después, viniera la musa cleró-foba y festiva del pollo Carranza; las estrofas bien declama-das de Adolfo Arias; los poemas de Severo Castillejos, hoy estrati!cado en una lamentable esterilidad de producción; las poesías decorosas de Francisco Echeverría; las oraciones sentidas de Alberto Vargas, como la bellamente inspirada ante la tumba de Herlinda Calderón; las rimas tropicales de Enrique Cervantes Olivera y de tantos otros que hicieron preeminentemente la inquietud literaria y social de su épo-ca, ¿verdad mi querido Peje Luna?

Y después de recorrer los estudiantes las calles princi-pales, hacían su alto en el zócalo, aparecía la comitiva de la “América” llegando frente a Palacio, momentos antes de la hora solemne de las once de la noche. Vieja costumbre fué en Oaxaca que la noche del quince de septiembre se hiciera antes del “grito” una procesión de antorchas con la “Améri-ca”, la cual llegando frente al balcón central del Palacio de los Poderes del Estado, cantaba un himno con música y versos especiales. La representación de la “América” fué asunto que tuvo sus bemoles, su encuentro estuvo sujeto a un proceso habilidoso, para que no hiriera la suspicacia de los gremios obreros femeninos que lo hacían cuestión de vanidad y de amor propio. La “América” era buscada entre el gremio de

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las cigarreras de las fábricas “La Opera”, de Manuela Orozco y de “La Sorpresa”, de Francisco Murguía, y debía reunir es-peciales condiciones: juventud, belleza y no escasa voz. Una vez encontrada la singular doncella, de quien podríamos de-cir con el clásico: “infelíz de la que nace hermosa”, porque generalmente, del carro alegórico pasaba a la categoría de bocado de funcionarios de escaleras arriba, se comenzaban los ensayos en la casa del profesor Cosme Velázquez, con asistencia del personal del coro y de curiosos que hacían ro-mería por conocer a la nueva “América”.

Cuando caen las once campanadas del reloj de Catedral sobre el rumoreo de la multitud, las músicas se callan, la gente se arremolina, se hace un momento de silencio y apa-rece decorativo, el balcón central de Palacio, el señor Gober-nador, seguido de funcionarios de alto presupuesto. Empu-ñando la bandera de la Patria, ondeándola, el Ejecutivo dice breves palabras y las remata con emocionados vítores para la Independencia y sus héroes. El pueblo responde con vi-vas, las bandas tocan el Himno Patrio, truenan los cañones, estallan las bombas, arden luminosos cohetes que se desgra-nan en el espacio en lluvia de feéricos colores y las campanas aturden con sus largos repiques. La ceremonia del “grito” ha terminado, pero el júbilo sigue y hay baile en el mercado “Por!rio Díaz” y acto o!cial en la primera demarcación.

El acto o!cial que preside el Comisario, tiene importan-tes números: discursos, recitaciones, piezas de música y tribuna libre, que es lo mejor de la !esta, por los oradores espontáneos y su público de buen humor que la emprende con los mismos, poniéndose al tú por tú con ellos.

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Autor de uno de estos sucedidos de orador de tribuna libre, fué cierta vez el popular Manuel Renero, ciudadano maduro, por los años de 1900, y muy dado a trabar amistad con estudiantes alegres y bromistas a pesar de que ya des-empeñaba las serias funciones de maestro de una escuela nocturna y de amanuense de la Secretaría General del Go-bierno del Estado, en cuyo puesto se distinguía como su contemporáneo Carlos Magro, por la pulcritud en el vestir jaquette de cola de pato y brillantes zapatos de charol ma-nufacturados por el maestro Cervantes.

Este Manuel, a quien guardé particular estima desde que lo conocí en la casa de Mamá Chole, (Soledad Filio, es-posa del historiador Manuel Martínez Gracida) fue obliga-do en una noche de !estas patrias a tomar la palabra en la tribuna libre de la primera demarcación por unos endiabla-dos muchachos, graduados de buen humor, que se llama-ban Cecilio Ortiz, Anselmo Cortés, Paco Ballesteros, “La Rana Vasconcelos”, el “Cuete Cervantes”, el “Peje Luna”, Luis Martínez Gracida, el “Tijerilla”, el “Cabezón Martí-nez”, Fausto Márquez, Emilio García, etc.

Habían ya terminado los números del programa o!cial, cuando estudiantes y plebe principiaron a gritar que subiera el “Sordo Renero”. –“Sí, que suba, que hable “El Sordo”– gri-taban, y Manuel, apesar de su sordera, no pudo hacerse el sordo y no tuvo más remedio que dejarse subir a la tribuna.

El forzado orador procuró reponerse, dominar la emo-ción, entrar en quietud, darle largas a la situación para coordinar ideas y palabras; pero aquello era imposible, lo urgían demasiado los gritos de –¡ándale!, ¡ya está bien!, ¡ahora!, ¡lo que te salga!– Y al !n principió diciendo:

–“Teñor Comisario, teñores: Era una noche de tetiem-bre, hermota…

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–¡Muy bien, no te detengas, síguele!–“El tol en el cenit resplandetía…” y mal acaba la frase

cuando el público se encrespa, le grita, le lanza chacotas, y entonces Renero vacila, se aturulla, quiere continuar; pero traga camote y pierde su buen humor y queriendo reaccio-nar ante los gritos que piden ¡abajo, abajo!, levanta la dies-tra que extiende con índice y cordial, y grita: ¡tos palabras, tos palabras, nada más!

–Bueno, que hable, déjenlo que hable; pero dilas pronto, le gritan. Y Renero, empinándose, sacando el cuerpo de la tribuna, sin cerrar los dedos de la mano que los ha tenido extendidos, deja caer desde todo lo alto posible, estas pa-labras:

–“¡Tois brutos y pendejos!”Esto es agua sobre hierro en ascuas, se hace el juicio !-

nal, brincan los dicterios, le bambolean la tribuna y apenas se le oye decir a Renero, que está en posición decúbita:

–¡Mi tombero, mi tombero!– Le habían volado el som-brero al orador.

El dieciséis de septiembre se despertaba con idéntico programa al del día quince: músicas militares en las ca-lles y cañonazos en el atrio de Catedral. A las diez de la mañana salía la comitiva de Palacio presidida por los se-ñores Gobernador y general Jefe de la Zona, quien atraía la curiosidad de los espectadores por su uniforme y su sombrero montado con albas plumas. El acto o!cial era como todos los de entonces, muy largo, mucho discurso con citas de historia, pesados considerandos de Filosofía y declamados ampulosamente, la música era incompren-

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siblemente seria, absolutamente aburrida por su factura de importación alemana, con mucha tambora y trepida-ción de latones.

Venía el número cumbre del día que era el des!le militar presenciado desde Palacio por las autoridades, los señores acomodados y los familiares de los altos empleados. Pasa-ban primero los carros en#orados, seguía despés el de la “América”, y entonaba su patriótico canto.

Al toque del bélico clarín, la columna militar principiaba a movilizarse; aparecía la descubierta formada de rurales de la Federación y atrás el Jefe de la columna, que se apostaba con su Estado Mayor frente a Palacio. La Banda de músi-ca del Estado pasaba tocando marcial paso doble, forman-do delante la infantería y artillería de la Guardia Nacional, mandada por su jefe el mayor Demetrio Tello. Los rurales del Estado, los famosos “Perros Rabiosos” iban pie a tie-rra; la policía urbana, con sus largos fusiles de un solo tiro, quepis con quitasol y blanca polaina de lona, era mandada por o!ciales malfajados que caminaban montando #acas ca-balgaduras; los muchachos de la Correccional, llevando ban-da de música y de guerra, los mandaba el Teniente Coronel Juan Oronós, y !nalmente venían las tropas regulares: un batallón con sus cuatro compañías de soldados vestidos de paño azul, alto chacó de cuero opaco con franjas acharoladas que terminaban en púrpura borla de estambre y al frente el número de la Corporación. Aquella vistosa columna forma-ba su retaguardia con un regimiento de caballería. El regi-miento llevaba su banda de trompetas, claras y sonoras; la banda de música, acompasada por las trompetas, tocaba su clásica marcha dragona, luego venían los pesados escuadro-nes con soldados que portaban gruesos sables y en lo alto de los chacós vistosos pompones; los dormanes vistosos de

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obscuros alamares de los jefes y o!ciales y todo el regimien-to, levantando una bélica polvareda y produciendo acompa-sado ruido los cascos de los corceles sobre las baldosas. A la una terminaba el vistoso des!le y la “América” se soltaba cantando por su cuenta en las puertas de las casas grandes, las casa de los ricos, seguida de una turba admirativa.

Las !estas terminaban con la clásica serenata con fue-gos arti!ciales. Damas y caballeros paseaban por la calle exterior de la Plaza de Armas; y el público de gleba; gatas, indios y artesanos, por dentro de las pequeñas avenidas de los camellones, pero con mucha alegría comiendo pepi-tas, calientes molotes y dulces canutos de caña, mientras arriba, en el quiosco, tocaban alternándose las bandas de música.

En esta noche la clase media y la humilde se iban a ver los fuegos y a pasearse al zócalo para oír la serenata, excep-tuando la gente rica que concurría al baile de Palacio donde lucía sus encantos la belleza femenina de la aristocracia.

Si leyéramos las notas sociales de aquellos tiempos no sería extraño que encontráramos un adorable cronicón donde se dijera que al baile de Palacio habían concurrido las respetables señoras Romero de Sodi, Carrasquedo de Chapital, Pimentel de Hernández, Larrazábal de Sandoval, Álvarez de Vasseur, Barrundia de Zorrilla, Gay de Parada, Tejada de Larrañaaga, Valverde de Esperón, Gómez de del Valle, etc., etc. Y el cronista cursi y amaneradamente ram-plón, haciendo poesía menuda con palabras almibaradas y adjetivos de usual circulación, no era remoto que escribiera diciendo que por el patio central de Palacio, convertido por la mano embrujada de un mago en un edénico salón, en un paraíso luminoso de las fantásticas mil y una noches, vieron cruzar la grácil !gura de Rosita Gavito vestida con

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un traje azul de ensueño; por allí, cabe alto tibor de rosas #orecidas, estaba causando el enojo de las #ores, ese capu-llo del vergel de Antequera que se llama Octavia Barrundia; y que podríamos decir nosotros, humildes revisteros, de la hermosura incomparable de Rosa Cajiga, de la nórdica !gura, diáfana y leve de Clarita Fenochio y de las señori-tas Hinrichis? Y en verdad, fuera de toda altisonancia que tanto usaron las hojas de aquel entonces, sí que fueron hermosas aquellas sutiles damitas de nombres patricios en la aristocracia oaxaqueña, y que se llamaron Sodi, Es-perón, Gavito, Santaella, Grandisson, García Manzo, Ma-gro, Larrañaga, Tejada, Barrundia, Bolaños Cacho, Serret, Iñárritu, Figueroa, Sandoval, Canseco, Mimiaga, Gómez, Dominguez, etc.

Al doblar el cabo de la vida donde las pasiones se encal-man, como las olas que fueron encrespadas mar adentro y dóciles llegan a la playa !nal, gratamente formamos esta estampa tricolor con sus cohetes detonantes y a colores; con la algarabía que pasa entre arcos pintorescos; con el paso acompasado de los soldados; con el rumor de la ale-gría de los humildes y de los bailes palaciegos; pero que por su estructura interna corre quietamente la melancolía del pasado, la linfa de la añoranza que se !ltra en cada pasaje de las !estas de ayer y que son, para quienes las vivieron, el remanso que permite nuevamente oír el eco de la vaga dulzura del ayer lejano.

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CAPITULO VI.

Los viejos teatros de Oaxaca.

Para el capitán Aviador David Chagoya.

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Cuando el ferrocarril ideado por la tor-mentosa locura de Luis Mier y Terán, pasa el bochornoso Cañón de Tomellín y con el cambio del paisaje, de hosco y molesto, aparecen las frescas planicies envueltas en una atmósfera luminosa,

entonces se comprende aquella cálida alegría que los ca-minantes experimentaban antaño al contemplar, desde las cumbres de San Juan del Rey, la ubérrima llanura del ver-gel oaxaqueño.

Como el camino, en parte es desolado, de continua monotonía, de sierras duras y yermas, sucesivamente ro-tas por la terquedad del Río de las Vueltas, el famoso Río Tonto que no encuentra su salida y que anda y desanda su mismo camino, haciendo eses inverosímiles- el viajero se sorprende con agrado al encontrar la ciudad, hoy toda-vía tremante de dolor y angustia, que lo recibe con cariño hóspedo y dulce que lo hace olvidar sus ideas de tránsito por las de quietud que brinda el hogar. Así es de acogedora y amorosa la suave Antequera, la ciudad extendida como una sorpresa entre las aguas del Atoyac y el cerro vigilante del Fortín, y en cuya cumbre se destaca la estatua de Beni-to Juárez, en su perentoria actitud de una sola pieza.

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Al cruzar las calles que fueron los dominios del Mar-qués del Valle de Oaxaca, brota la sugerencia del pasado, el recuerdo se mece en el columpio azul de la emoción, y nuevamente se abre la compuerta del viejo manantial para dejar caer el agua cantarina a cuyo rumor despiertan los recuerdos. Entramos a vivir el ayer, nos ha salido a recibir el pasado que va desarrollando, con habilidosa prestidigi-tación, la cinta luminosa de la juventud.

Estamos en la ciudad fragante, de sencillez apacible y tan propicia a toda la capacidad del ensueño, que sentimos que su quietud es un alto para remansar la existencia.

La ciudad va prendiendo sus luces, y lentamente el rúti-lo crepúsculo desfallece, y la noche clara y azul de mayo apenas deja brillar el oro de las estrellas.

Y aquí surge un hecho de candorosa sencillez que ha-bíamos perdido; allí, por esos jardines, vivieron los amores de las noches de retretas militares; y en estas calles empe-numbradas fueron las aventuras onerosas, y en esta caso-na glosamos una iniciación literaria, y en toda cosa y lugar habla la voz emocionada del pasado.

Entre el desbordamiento de sugerencias que provoca nuestro Oaxaca, hallamos algo que reclama de nuestra parte, detenida complacencia, los coloquios del Teatro No-riega.

En Oaxaca hubo varios teatros, el “Juárez”, que todavía subsiste y era el preferido de las empresas de verso, de zar-zuela y de ópera, y en cuyas temporadas brillaban los ta-lentos inspirados del maestro José Alcalá y de sus músicos Amando Fuentes, Pepe Vargas, Gabino García, Gregorio Caballero y los hermanos Sánchez.

El Teatro “Juárez” fué el coliseo de postín, el foro único para el arte de categoría principal, como fué el escogido

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para los concier-tos caritativos de largos programas; las reparticiones de premios, que siempre eran so-lemnes, como re-zaban las invita-ciones; y lo que no obstaba para que de vez en cuando fuera asiento de prestidigitadores de la alcurnia de los Mésmeris y los Onofrof. Además, nunca se llamó teatro “Juárez” a secas, pues los señores periodistas le hacían frases adjetivas lla-mándole siempre: “vetusto coliseo”, “viejo palomar”, etc. ¡Pobre teatro “Juárez”, todavía sigue en pie y los cronistas con la misma zaña de sus cali!cativos.

Otro teatro era el de Francisco Bado, el popular “Chato Bado”, un viejecito que hizo mucho por la alegría de la in-fancia oaxaqueña con su compañía de títeres. Los mucha-chos se solazaban con los a propósitos escénicos de dicho viejecito; eran enredos sencillos, intrascendentes los que vivían sus héroes, tales como el pícaro de Pascualillo, la viejecita marrullera nana Catarina, el simplón de Colás y el imprescindible gendarme gruñón y atrabiliario.

Los niños se extasiaban con candorosa alegría en aquel teatrito ingenuo, cuando aún el cine no aparecía y apenas si se conocía la linterna mágica con sus panoramas de ciu-dades o con cuadros de la Pasión de Cristo. El cine con su

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penumbra celestina aún no abría su tela luminosa donde el niño de ahora se adelanta a la vida, para ver las artes de los pícaros habilidosos, cómo corren o persiguen los em-pistolados rancheros del Oeste americano entre huracanes de polvo y de humo, o cómo las mujercitas andróginas e inquietas de locura, rematan las escenas de amor con el ineludible beso tremante de deseo.

Durante los entreactos no sonaba la música para los pies, que hoy se manufactura; era música para alegría o de-leite del espíritu, como hecha por músicos de saber a la par que de corazón. Los abuelos seguían siendo humanos en sus gustos, no conocieron el salto atrás de la zoología mu-sical, procuraron conservar el sentido de la distancia entre el hombre y el simio que hoy impone esa música silvestre.

Pero volviendo a aquellos teatros oaxaqueños nos queda por mencionar el teatro de más color por su construcción particular, sus sencillos actores, sus actrices que eran, a la par, costureras y menestrales y su repertorio candoroso y emotivo. Tal fué el teatro de Perfecto Noriega, propietario permanente de un taller de hojalatería y empresario tea-tral por las temporadas de Navidad y Pascuas, de su teatro de dramas, zarzuelas y pastorelas.

El Teatro Noriega estuvo situado en la esquina de las calles de Colón y Ocampo, por el barrio de la Defensa; era una casa con un patio tapado con tejamanil, su lunetario era de largas bancas corridas sobre un piso de tierra suelta cubierto de petates y en su derredor se alzaban los palcos y la galería.

En las noches de función, qué cuadro tan movido presen-taba el teatro iluminado con lámparas de petróleo, con su público heterogéneo por su variedad social; pero todo uni-forme por sus hábitos durante la representación y por su

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deseo de divertirse. Y decíamos que había uniformidad en las costumbres, porque desde la señora decente, el rico co-merciante, el grave funcionario, el pundonoroso militar, el sabio catedrático del Instituto de Ciencias y Artes del Esta-do, hasta el lengudo de sombrero de pelo, camisa albeante y pantalón apretado hasta el martirio y la donairosa china es-tanquera, rivalizaban en tomar durante la comedia sendos vasos de nieve de leche o de limón rematados con copos de nieve de roja tuna, o se comían semillas de calabaza y sabro-sas cañas de los trapiches de la Noria y de Candiani.

A las seis de la tarde se encendían luminarias de ocote frente al teatro, tocaba una música de viento hasta las nue-ve, hora en que se daba la última llamada y, con demoras propias de todo espectáculo donde va un público de con!an-za, principiaba la farsa que podía ser el drama truculento de “Lázaro el Mudo”, donde hacía el gasto de los aplausos Manuel Mondragón, primerísimo actor de carácter en el teatro y competente maestro de escuela en la calle. Cuando se representaba el personaje bíblico de “Sansón, Juez de los Hebreos”, era la noche de Diego Noriega, un hombrachón adiposo y sencillo. Con ansia se esperaba el momento !nal cuando el desventurado Sansón, ciego y colérico de celos por la in!el Dalila, llegaba al pórtico del templo de Dagón y abrazando una de las columnas gritaba con voz de dolor y venganza: “¡Aquí morirá Sansón y todos los !listeos!”

Hay un derrumbe de terremoto, el polvo inunda la sala, y el público emocionado aplaude y hasta pide la repetición de la escena a gritos de: ¡otro! ¡otro!

Estos espectáculos eran los jueves y domingos; se re-presentaba “El Paso de Adán y Eva”, “Las Riñas de Bato y Gila”. “La Vida, Pasión y Muerte de Cristo” y otras más, como “El Ángel Caído o la Rebelión de Luzbel”, que dió lu-

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gar a un gracioso sucedido. Y sucedió, que como entre la gente menuda y de comparsa sobresalía, por desenvuelto y guapo, Juanito Chagoya –que fué con el tiempo el esti-mado doctor Juan Manuel Chagoya– se le dió el papel del Arcángel San Miguel. Llegó la noche de la representación y con ella el parlamento entre el angel y el réprobo Luzbel. El niño vestía una túnica de esplendente tisú, en su frente brillaba el fulgor de una estrella, de sus hombros brotaban blancas alas y en su diestra #ameaba la espada vengadora. Así estaba en la escena el pequeño actor, cuando princi-piaron a oírse ruidos tremendos y a salir lenguas de fuego que anunciaban la llegada del temible rey de los demonios. Era el enorme Luzbel, sus ojos brillaban con resplandores siniestros, sus manos eran !losas garras, y tenía una pata de mula y en la cabeza le nacían cuernos de chivo.

Aquel demonio tremebundo se detiene en seco frente a la cándida hermosura del arcángel y con su voz infernal, de ca-vernoso acento, exclama:

–¿Quién eres tú, que tanto pavor me causas?Y el débil angelito, que ha creído que no se las ve con un

diablo de mojiganga, sino con un real y verdadero, princi-pia a hacer pucheritos y sollozante, le dice:

–Soy Juanito Chagoya, hijo de Pedro Chagoya el escue-lero.

El público se rio mucho tiempo del incidente entre Die-gote y Juanito, y tan marcado quedó el incidente, que toda-vía a la fecha sigue haciendo el gasto entre el anecdotario de la provincia.

Pero si el teatro de Perfecto Noriega se vió siempre con-currido, la verdad es que el éxito de taquilla y el artístico también, por qué no decirlo, fué la deslumbrante pastorela “La Adoración de los Santos Reyes”.

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Año por año era costumbre anunciar con un programa especial la extraordinaria pastorela; a las seis de la tarde salía el convite del Marquesado llevando por delante una estrella luminosa de grandes proporciones; seguían dos !las de muchachos con hachones encendidos, y después venía una banda de música, cerrando la procesión los San-tos Reyes con sus pajes que caminaban sobre enjaezadas cabalgaduras.

El convite cruzaba la ciudad de un extremo a otro, re-partiendo volantes durante su recorrido, la música no ce-saba de tocar, ni de irse quemando cohetes hasta la puerta del teatro donde, a esa hora, ya no era posible encontrar buen acomodo.

La pastorela atraía a todo Oaxaca, nadie quería que-darse sin ver el momento arrobador en que los poderosos monarcas del oriente se rendían de hinojos ante la grácil majestad del hijo del humilde Carpintero de Nazaret.

Pero la función de los recuerdos no tiene !n y la noche actual de la vieja Antequera es toda silencio; las estrellas

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parpadean esperando el alba y el caleidoscopio del pretéri-to todavía sigue desenvolviendo sus saudades sin ventura, porque en mi juventud no aprisioné la ilusión azul, la que llena de rosas #orecidas el camino.

Los dolores de arraigo se encierran pudorosos y serena-mente suben los peldaños de la vida, ¿no fué acaso al pié de la torre sagrada donde se dice al peregrino que debe subir-la de rodillas? Pues de vuelta de las andanzas donde hubo más pesadumbre que fortuna, el corazón sube de hinojos por tu torre de dolor, suave Antequera.

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CAPITULO VII.

Famosos lances de honor. –Díaz y Fernández del Campo. –Zavala y Medrano.

A Félix Fagoaga.

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De las noticias de escándalos publicadas por la prensa el año de 1894, ninguna nos sedujo tanto como la que se re!rió al duelo registrado entre José Verástegui y el coronel Francisco Romero. Con curiosa atención seguimos las fases del duelo en

todos sus detalles, que deben haber sido bastante fuertes, porque a través de treinta y nueve años de sucedido aún se conservan diáfanamente en la memoria: tal recordamos la !gura del coronel Romero ejercitándose en la escuela de tiro de la calle de San Felipe, donde con balas escribía su nombre en la pared; la escena culminante, dramática y te-rrible de la muerte de Verástegui, antecedida por las voces de mando del general jurista Sóstenes Rocha.

Bastante movidas fueron las escenas del jurado instrui-do por el Lic. Manuel de la Hoz a los autores de la tragedia desarrollada en los campos del Panteón Español; profundo interés causó el des!le de los padrinos: Lic. Apolinar Casti-llo, Lic. Ramón Prida, coronel Lauro Carrillo, Dr. Casimiro Preciado y Gral. Sóstenes Rocha, como también fueron de interés los sendos discursos de los defensores de Romero, los Lics. Justino Fernández, Manuel Lombardo y Heriber-to Barrón. La lectura de las cartas de picante intimidad de

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la esposa del pulquero Natalio Barajas; los motes pinto-rescos con que llamaron al coronel Romero periodiquero y político ocasional que en Oaxaca había únicamente trona-do cohetes y mandado telegramas para México en favor de Martín González; y, !nalmente, la regocijada declaración del Lic. Prida, asegurando que había visto pasar la bala ro-sando la cabeza de Romero, fueron otros tantos incidentes que atrajeron nuestra curiosidad, un poco malsana quizá, pero honda y precisa.

Al triunfo de la República tuvo la prensa demasiada li-bertad en la expresión del pensamiento escrito, hasta lle-gar a veces a incursionar por los campos de la vida de algu-nos ciudadanos, que sintiéndose lastimados, buscaron en el duelo la reparación de su honor.

Tiempos fueron aquellos en que los escritores tuvieron que ser espadachines para sostener sus ideas con la hoja del #orete. Sonados fueron los duelos entre gente de plu-ma, como los de Reyes Espíndola con José Ferrel; como también lo fué el que se registró entre el poeta Santiago Sierra y el periodista Ireneo Paz, Director de “La Patria”, donde pereció el primero.

El romanticismo francés de 1832 seguía privando por inercia en nuestra literatura, y con a!ncado empeño se de-fendía contra las innovaciones de forma que introducía la prosa fragante de Manuel Gutiérrez Nájera. Esta ideología romántica, deshecha y caconímica, seguía fuera de las ór-bitas del arte, privando en las costumbres, en los gustos de las damas melancólicas que ponían sus marginales de suspiros, de lágrimas furtivas, a las páginas de la “María”

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de Jorge Isaac, o a las dolientes de la “Carmen” de Pedro Castera. Con estas condiciones de ambiente circundante no podía escaparse de la in#uencia romántica la vida mas-culina; la divisa caballeresca del medioevo de “por Dios y por mi dama”, seguía siendo el camino de la hombría y del honor indeclinables. Dentro de esa organización que se desmoronaba en los últimos años del siglo diez y nue-ve, tenía natural cabida la práctica del duelo, como única forma resolutiva para los con#ictos del honor y a la que se apelaba como desiderátum para la más mínima ofensa.

A pesar de que estas ideas absurdas del duelo formaban la ética de la sociedad de aquellos tiempos, afortunada-mente en Oaxaca no llegaron a prosperar.

Apuntados estos comentarios de menuda sociología, ya podremos imaginar la sensación pávida y profundamente curiosa que causó en Oaxaca la noticia del duelo registrado el año 1894, entre dos mozalbetes de la clase bien, abande-rados de precoces caballeros.

Por esa época aún no se despertaba en nosotros la cu-riosidad reporteril, la acuciosidad de historiador en agraz que llevamos y quizá por tales circunstancias ignoramos por entonces los móviles de aquel duelo juvenil, como tam-poco pudimos catarlo en su aspecto social, pues ni aún co-nocíamos, como primaria orientación de ética, la página del duelo escrito por el Barón de Montesquieu, y que des-pués leeríamos en Nicolás Estévanez, el literato y Ministro de la primera República Española.

Pues bien; el pues como oaxaqueñismo, ha venido a pelo; aquel duelo fútil causó una dolorosa impresión al resolverse en la muerte de uno de los jóvenes comba-tientes. Los duelistas Díaz y Fernández del Campo eran muy conocidos en la sociedad oaxaqueña: el primero, Au-

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relio Díaz, era hijo de aquella señora que alcanzaron los hombres de mi época y a quien llamaban cariñosamente “Mamá Meche”, y el segundo era hijo de Nicolás Fernán-dez, prestamista al por mayor, hombre famoso por su carácter violento y a quien se acusaba de haber matado a mansalva al señor Ortega, en el camino de Tlacolula a Santa Lucía.

El duelo se registró en las cercanías de la Hacienda de Candiani; actuaron como padrinos Aquiles García Agui-rreolea, Antonio Márquez y Manuel Güendulain, con re-sultados mortales para Díaz. La consternación fué tremen-da; las autoridades apresaron al homicida y lo internaron a la escuela Correccional en atención a su menor edad. Más tarde Férnandez del Campo pasó algunos años en un bata-llón de línea, sin que nada valieran las in#uencias para que saliera de las !las. Castigo duro fué para el homicida aris-tócrata, a quien por mucho tiempo se le vió por las calles de Oaxaca con su mochila a la espalda y fusil al hombro, marchando con los juanes de la gleba.

En los primeros años de la administración del General Martín González se registró un lance de honor entre los se-ñores Zavala y Medrano, cuyo hecho causó gran sensación y fué origen de muchos comentarios por la calidad de los duelistas, la causa que lo motivó y sus deplorables conse-cuencias.

En el ambiente frívolo del régimen gonzalista, donde el Jefe de la administración pública era un tenorio impeni-tente, el duelo Zavala-Medrano puede considerarse como un producto de elaboración palaciega, pues es de saberse

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que en achaques femeninos el gonzalismo era un gallo en rijo que campeaba con descarada intemperancia ofendien-do la honestidad de los hogares.

El duelo principió a marginarse en una noche de fun-ción en el Teatro Juárez, el viejo gallinero de todas las so-lemnidades; posiblemente esa noche tocó afuera la banda del Estado para darle más lucimiento al espectáculo; pero lo que indudablemente no faltó en la banqueta fueron los puestos de quesadillas y molotes, de dulces, de suaves ma-mones y de los indispensables mueganitos; en las tiendas de la esquina la clientela debe haber tomado sabrosas tor-tas compuestas rociadas con gaseosas de tapón de verde canica o con botellas de cerveza “Pilsner” que ventajosa-mente sustituía a la cerveza de la “T” de Juan Sú#ita.

Por la puerta que da a la galería y a la cazuela entraba el público humilde integrado por la china, el lengudo, el dependiente de tienda de poca monta, el estudiante bruja, las busconas pintarrajeadas y los pilletes que se cuelan de contrabando, constituyendo un mundillo que gusta de los esparcimientos teatrales, como otros buscan un escaparate para su mercancía.

Las cinco grandes arañas de bronce principiaban a ser subidas; la servidumbre da toda la luz a los quinqués de petróleo !jados en columnas. Van llegando con sus instru-mentos enfundados, bajo el brazo, los músicos conocidos: este es el maestro Alcalá, bonachón, calvo y vestido de levi-ta obscura y desgarbada; los otros son, Gabino García, Gre-gorio Caballero, el panzón Vargas, segundo de a bordo del maestro Alcalá, José García, el más hábil tocador de pistón y el bizco Coronado, el de los timbales y el redoblante, que es un maestro en eso de la batería, como hoy llaman a los chismes de la música para los pies.

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El gusto periodístico de la época obligaba a los gacetille-ros a hacer en verso una exaltación, férvida y galante, de los encantos de las damas que concurrían a una !esta de importancia.

Curiosa e histórica es esta loa del poeta Juan de Dios Peza, manufacturada en quintillas de versos octosílabos:

¡En Oaxaca……! ¡Por San Juan!allí está Vasconcelos y es verdad, con celos vanlos ángeles de los cielos que contemplándola están.

En ese heroico vergelde Juárez hay un lucerode gracias, Pérez Raquel; y como rosas de miel una Rosaura Rivero.

¡María Arias! por discretatodos la quieren allí;¡es el sueño de un poeta!y un ángel: Carmen Ezeta, y un astro: Amalia Sadí!

Tres luces de encanto llenasy de hermosura sin parcon las tardes más serenas: Luz Mariscal, Luz Arenas, Luz Ramírez de Aguilar.

Una Aurora Figueroaque ¡vamos! de quicio saca

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no digo a un hombre, a una boa; ¡Ni aquí ni en Guanabacoase tiene lo que en Oaxaca!

Mojando su pluma el cronista de antaño en las corte-sanías de cajón, pudo quizá haber hecho crónica de aque-lla noche de función teatral, diciendo que el teatro era un vergel, un paraíso o un cielo, donde cruzaba la femenina belleza de Oaxaca. Naturalmente que en su lista rosa no dejaría de mencionar a Isabel y a Rosita Larrañaga Teja-da, tocadas de candor, negrísimos ojos, donde en las largas pestañas se columpia la ilusión; las muchachas Gavito eran pequeñas, diminutas “como todo primor” y sonantes como cascabelitos de oro, las Barrundia eran estatuarias, con la serena hermosura de las diosas; Nancy Canseco, toda una damita de bibelot de los cuadros de Rousard, arrancada de las escenas de los Luises; Paca Uriarte, toda blancura como la pluma de la garza soñadora, luciendo el alto lis de su cuerpo; Soledad Cajiga, era rosa fragante; María Cajiga, era arrogancia seducida por su misma belleza; Lola Romero una mujer de inquietud que en su garganta llevaba el ritmo de la resaca del mar; las Sodi, todas eran bellas, eran genti-les, pero más lo era aquella dama doña Refugio Romero de Sodi, en quien resplandecía la virtud de la señora con los encantos de la hermosura; y el cronista apurando adjetivos seguiría enumerando a la Trinkar, a las Grandisson, a las Fenochio, bellas entre las bellas, a las Bolaños Cacho, y, sin olvidar a las Figueroa, a las Gómez, a la bellísima María Sandoval, a Jose!na Serret, a María Magro, a María Bus-tamante, Berta Canseco, etc. Naturalmente que cuando las niñas no poseían encantos físicos, el cronista las llamaba discretas, virtuosas, inteligentes, etc.

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En una de esas noches en que todo Oaxaca se reunía en el Teatro Juárez para disfrutar de los placeres espirituales del arte escénico, los asistentes pudieron observar en uno de los palcos a una dama elegante, de bellos y singulares atractivos.

Esta dama de belleza criolla tenía el atractivo de su ex-quisita sociabilidad y la seducción de una historia de “#irts” galantes, frívolos amores y equívocos devaneos.

En el lunetario, los caballeros discretamente enfocaban la insistente impertinencia de sus gemelos hacia el palco de la dama, distinguiéndose un joven español, quien recibía en correspondencia las miradas furtivamente complacientes de la gentil señora. Cuéntase que esa misma noche, por esas fatales coincidencias del destino, asistía a la función teatral, otra dama, también hermosa y seductora, que llevaba a mal traer al señor Medrano, O!cial Mayor de la Secretaría de Gobierno, y hombre muy afecto a los amores prohibidos. Ce-losa la istmeña de su nueva rival, aprovechó la oportunidad para castigar al veleidoso enamorado y principió a coquetear ostensiblemente con el caballero español. Medrano al sen-tir herida su vanidad de Don Juan, buscó un fú-til motivo para quitar de en medio al importuno contrincante y pronto lo encontró en el pretexto de un vulgar pisotón. Vi-nieron las reclamaciones, las negativas a las ex-plicaciones por parte de Medrano, quien a todo trance buscaba una reso-

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lución violenta y a esto se sucedieron las palabras gruesas y pronto se llegó, por el camino resbaladizo de las injurias, a la concertación de un duelo, como única !nalidad. Medrano fué descomedido, altanero, se sintió respaldado por su posi-ción o!cial; Zavala se dió cuenta de su situación desventajo-sa y apesar de ser el agraviado, expuso razones y explicacio-nes comedidas; todo fué estéril y el duelo se formalizó como única satisfacción.

El grupo de duelistas formado por Luis Renero, el doc-tor Luis Flores Guerra, Aquiles García Aguirreola y el doc-tor Antonio Márquez, se dirigió a la casa de Medrano, en la calle de Humboldt, donde se ultimaron los detalles del lance de honor.

A la madrugada, después de muchas discusiones, los pa-drinos dieron por terminado con fortuna el lance, en virtud de haberse llegado a una solución pací!ca y satisfactoria y al efecto, ya llegaban a la esquina de la casa, cuando ines-peradamente salió a alcanzarlos Medrano, manifestando deseos de hablar con!dencialmente unas breves palabras con Zavala. Los padrinos se quedaron en la esquina y pu-dieron ver que se alejaban los contrincantes por la calle del Paseo del Llano, hasta casi perderse en las sombras de la madrugada. Minutos después, a favor del silencio de aque-llas horas, principiaron a escuchar que las voces se hacían fuertes y !nalmente oyeron sonar un tiro. Todos corrie-ron hacia aquel lugar, donde más tarde construyó su casa el licenciado Emilio Pimentel, y encontraron a Medrano ya moribundo, y a Zavala todavía empuñando humeante pis-tola. El resultado de este suceso se redujo a que Zavala ante una inminente agresión de su contrincante, se apresuró a disparar: Medrano murió por su imprudencia valentona, lo mató el miedo de Zavala.

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Vino el escándalo y el suceso fué tema de constantes y variables comentarios por muchísimo tiempo. Irritado Martín González, descargó su furia sobre el infeliz homici-da, quien fué recluído en los lóbregos calabozos de la cár-cel de Santa Catarina, donde, juzgado por el Lic. Manuel Zamora, pasó largos años de duro cautiverio. Sombrío, perseguido, acosado en su misma prisión, Zavala comen-zó a enfermar, a enloquecerse, hasta acabar sus días en el Hospital General. El hombre que había llegado a Oaxaca en plena juventud, con su caudal de ilusiones, concluía aban-donado, desecho, perseguido por el odio de los hombres, sacri!cado por las veleidades de una mujer de seductora hermosura.

Como en los cuentos de moraleja trascendente, concluí-mos esta relación recordando que la mayoría de los que in-tervinieron en esta tragedia, murieron en plena juventud: Aquiles García Aguirreolea, que era fuerte esperanza espi-ritual, cayó en dipsómano y loco en una casa de orates en México; Luis Flores Guerra moría en plena virilidad, cuan-do era poseedor de una estimación médica talentosamente conquistada; y !nalmente, Antonio Márquez moría ejer-ciendo su profesión médica en los días rojos de la decena trágica.

Y de la dama que vivió en su melancolía, no hubo que turbar la paz de su ancianidad dolorosa; la mujer, que hizo de su vida una llama de amor, merece la gracia lustral del perdón nazareno.

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CAPITULO VIII.

“Tras de acorneado apaleado”. –Pepe Larrañaga. –De Juan de León “El Mestizo” a Juan Marcotínez, (a) “Juan Crudo”.

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La !esta brava que subsiste todavía en al-gunas poblaciones de la República y en particular en la ciudad de México, en Oa-xaca también tuvo su apogeo y su público que supo de las tardes de color, de seda y de bravura, en las corridas celebradas en

la plaza del Marquesado. El Gobernador Gregorio Chávez, con ideas de renova-

ción social, dió al traste con las corridas de toros, supri-miéndolas en un decreto expedido el año de 1892. Los considerandos del decreto o!cial sustentaban la argumen-tación de la !ereza del espectáculo, la muerte ignominiosa de los caballos de pica, el peligro mortal de los diestros y el proceso de sangre que in#uye malé!camente en la educa-ción moral. Sin hacer líneas de refutación sobre la in#uen-cia de las corridas en el espíritu colectivo, nadie negará la emoción fuerte de la !esta taurina con su público deliran-te, el des!le garboso de los diestros al compás de una mú-sica gitana, la !era domeñada que embiste obedeciendo los vuelos de la capa, los puyazos de los picadores, las banderi-llas prendidas a pasos pinturescos y la muerte del toro, tras de la faena coreada por la multitud.

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Suprimidas las corridas de toros, solamente quedaron las capeadas de las !estas de los pueblos. Una de estas co-rridas es la que anualmente se celebra en la población de Xoxo, en el famoso jueves de la ascensión.

En el citado jueves, Oaxaca se trasladaba a Xoxo para asistir a la corrida que se hace en la plaza. Esta es muy espaciosa, está circuida de frondosos árboles: en uno de sus costados se levanta un templete para las autoridades municipales, los invitados de honor y la música de viento. Anexo a la plaza está el toril del ganado de lidia (?) y la plaza queda cerrada con morillos y vigas que forman los tendidos para el público.

Todos los que se sienten con ánimo para sacar una vuel-ta al toro, que son por lo general los que tienen una copa de más, brincan a la arena de la improvisada plaza. Entre una grita ensordecedora sale el toro, se procede a lazarlo, y ya caído, se le coloca en cada asta una bola de cuero rellena de crin para suavizar los golpes de la embestida; después se le suelta y la bestia se levanta, brinca, repara y la lidia prin-cipia llena de barullos, de atropellos, de caídas y de sustos que son el regocijo del público. Los que se han sentido con cuerpo de torero ya han brincado a la plaza llevando una cobija a manera de capa; otros, por carecer de tan necesa-rio adminículo, sólo presentan su sombrero en la mano, !ados en su habilidad taurina o en su inconsciencia para torear a cuerpo limpio. El toro, además de estar imposibi-litado para herir, no es un animal de lidia propiamente, es ganado remontado, bronco y suelto, que llega a embestir por acoso, por la aglomeración de los diestros (?) que lo llevan a mal traer. La parte verdaderamente interesante de esta corrida campirana es su ambiente, su colorido: los músicos descamisados, la autoridad municipal signada en

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un ciudadano muy poseído de sus funciones edilicias, que se encarama en lo alto del tablado; el público que se mete con los toreros, que se convierte frecuentemente en actor, y la nota de todo interés que son los improvisados lidia-dores que hacen sus quites a la diabla y siempre los termi-nan achuchados por el toro y por el gendarme municipal, llamado auxiliar. El topil o auxiliar es un individuo de im-portancia, que viste camisa y calzón blanco, usa sombrero de palma o de panza de burro; lleva su machete atado al hombro con una correa, y en los toros se encarga de vigilar que no toreen los borrachitos. Sucede con frecuencia que los tales borrachitos son tercos y vuelven a saltar al ruedo y en una de esas el toro la emprende con ellos; y cuando acaba de darles su revolcón el toro, cae entonces sobre el diestro levantándolo a planazos, y si él se pone pesado va a dar a la cárcel. Este espectáculo, repetido con frecuencia, es de un efecto gracioso para los espectadores, porque a veces en estas averiguaciones y jalones entre torero y alguacil, suele volver el toro y hace correr de espanto a los dos. Pro-bablemente, ante esta costumbre de retirar a golpes a los por!ados toreros, nació el proverbio de !losofía popular que dice “tras de acorneado apaleado”.

Las corridas llamadas formales, las organizó en Oaxa-ca José Larrañaga, comerciante muy conocido en aquellos tiempos y que tenía una tienda de ropa, donde hoy está el Casino Español, y, además, otra de abarrotes, muy acre-ditada y con particular clientela, que estaba situada en el mismo Portal de Clavería, donde estuvo “El Pabellón Na-cional”, de Luis Bustamante, junto a la pequeña tlapalería

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del señor Martínez, padre del popular estudiante Felipe Martínez, (a) “El Cabezón”. Dadas estas señas propias de la provincia, pero que encierran todo un Badeker de anti-gua geografía municipal, es de saberse que la citada tienda de abarrotes del señor Larrañaga, era de las buenas tiendas de ultramarinos por su variado surtido en latas, de buenos vinos extranjeros y por su clientela sui géneris y pintores-camente abigarrada.

A medio día, a la hora de la clásica copita, llegaban los asiduos concurrentes y amigos de don Pepe: el güero Oro-nós, teniente coronel de Caballería y Director de la Escuela Correccional; el general Ignacio Vázquez –cuando venía a Oaxaca de su ínsula de la Mixteca;– Antonio Martínez, a quien decían “El Francesero”, porque tenía una panadería especialista en la fabricación del pan llamado francés; el coronel Jitio Ramírez, con su brazo baldado, cuya mano llevaba metida en la bolsa del saco o en la del pantalón; su paternidad el cura Zamora, quien se presentaba con capa pero sin sotana y en la boca un eterno puro; y también no eran extraños concurrentes Esteban Chapital, el teniente coronel Antúnez, Fortino Figueroa, Chico Canseco, Ma-nuel Larrazábal, Chico Camacho, etc. Después era curioso observar a eso de al !lo de las tres de la tarde, al ronro-neo de los santos o!cios en Catedral, en el ajetreo de los horteras de las tiendas de ropa, al paso de los amanuenses del Gobierno rumbo a Palacio, de la chiquillería camino de la escuela, cómo salían tomados del brazo del coronel Ji-tio Ramírez, inválido soldado de las guerras de Reforma y del Imperio, con el presbítero Zamora, llevando a la zaga a José de la Luz Domínguez, “Pico de Oro”, famoso por sus andanzas de plateado y a Benjamín Rodríguez, perpetuo comisario de la Primera Demarcación.

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A nuestro empresario de toros, Pepe Larrañaga, es-pañol de origen, todo rostro encendido, rubicundo, con buena barba y copiosos bigotes castaños chamuscados por la tagarnina del puro, le debe ratos agradables la an-tigua a!ción taurómaca de Oaxaca. Por sus esfuerzos se conocieron los toreros de más tronío en aquellos tiempos, que se aventuraron a hacer la caminata desde Tehuacán, soportando las incomodidades de las famosas literas re-genteadas por Demetrio Garmendia. Gracias, pues, a los esfuerzos de Pepe Larrañaga, la a!ción oaxaqueña conoció a algunos de los buenos toreros de aquella época, como a Juan León, “El Mestizo”, al “Americano”, a Juan Moreno, originario de Córdoba, Veracruz; a Diego Prieto, “Cuatro Dedos”, que causó gran entusiasmo, y al más popular y ad-mirado de todos los que pisaron el ruedo del Marquesado, a Rebujina, con su valiente banderillero “El Cuquito”. El “Americano” llevó un famoso picador y notable caballista, el “Negro Conde”, quien, en un día de borrachera, montan-do el famoso caballo careto llamado “El Corcho”, propie-dad de José Larrañaga, subió las escaleras del hotel hasta el cuarto del matador Juan Moreno.

Los toreros se hospedaban general-mente en el Hotel Na-cional, propiedad de Manuel Téllez, y los espadas hacían tertu-lia casi siempre en el casino administrado por Federico Fodas-qui, un italiano que hacía cuentas famosas

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con las del Gran Capitán. Los toreros llamaban profunda-mente la atención pública por sus peculiares trajes de ca-lle, tan distintos de los que hoy se usan, parecidos a los de cualquier !fí. El torero antiguo, además de ser profun-damente masculino en su arte, pues desconocía el toreo suave y aseñoritado de hoy, gustaba en vestir el traje de su o!cio: clásico sombrero cordobés, chaquetilla corta y pin-turera y pantalón de talle que caía sobre las botas de una sola pieza. Además, los toreros peinaban tufos y llevaban la tradicional coleta.

El domingo era costumbre que saliera el convite de las puertas del Hotel Nacional; abría el des!le una música con el pintoresco zarzo de las banderillas de lujo, luego seguían los carruajes descubiertos, con el capitán y la cuadrilla y a los lados los picadores montados en #acos rocines. El con-vite salía a las once de la mañana a recorrer las principales calles; en el trayecto se tocaban alegres piezas, pasos do-bles, corridas de moda, y se repartían los programas de la !esta.

Mientras se hacía la entrada, la música tocaba en las afueras de la plaza de las tres en adelante. Otro de los nú-meros públicos era la salida de la cuadrilla con sus trajes de luces en coches descubiertos, del hotel a la Plaza del Marquesado, causando su paso por las calles, curiosa ad-miración. A las cuatro de la tarde, los coches hacían su entrada al ruedo, descendían los toreros a los acordes de un #amenquísimo paso doble ejecutado por la Banda del Estado, y se hacía el paseo de la cuadrilla. Después la co-rrida tenía todas las fases peculiares a su desarrollo. Los gritos de entusiasmo coreando las faenas de los diestros, las protestas por el ganado malo, por las torpezas o por las cobardías de los artistas formaban el conjunto de entusias-

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mo que caracteriza al deporte taurino. Naturalmente que no faltaban los gritos, los apodos dichos a voz en cuello, las salidas ocurrentes, el adjetivo bien puesto para el que iba entrando, sin que escaparan de las guasas las poquísimas mujeres que se aventuraban a ir a la corrida.

Las señoras casi nunca ocurrían a este espectáculo re-servado para el sexo masculino; pero, no obstante, no era extraño ver a señoras de la clase humilde y algunas mu-jeres maleantes, no de las de conducta equívoca, como se dice en los eufemismos de las ordenanzas sanitarias, sino perfectamente catalogadas como profesionales del placer oneroso.

Así fueron las corridas formales que entusiasmaron al público de aquel pretérito y del que el autor de estas es-tampas tiene un vago recuerdo, desdibujando en sus de-talles y colores; pero al lado de estas corridas postineras, parécenos pertinente evocar las corridas modestas que en el mismo Marquesado hicieron nuestros a!cionados en competencia con las de los profesionales. Mencionaremos la cuadrilla del célebre “Juan Crudo”, torero desgarbado, espontáneo, silvestre en el arte taurómaco, pero que en el ruedo era torero escalofriante en sus desafíos con la muer-te.

“Juan Crudo” era un hombre del pueblo humilde, de o!cio pintor de ollita, usaba bigote según la costumbre de los toreros mexicanos de la escuela del carro Ponciano Díaz; tenía un gran partido entre la gleba, y, además, la ori-ginalidad de modi!car su nombre en los programas, pues llamándose Juan Marcos Martínez, apocopaba su nombre, llamándose Juan Marcotínez. Pero el pueblo no entendía del apelativo del cartel y por abreviada con!anza le llama-ba Juan Crudo.

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Y Juan Crudo, en las tardes de toros del Marquesado, se traía su público que le aplaudía sus bravuras y sus atre-vimientos homicidas, hijos de su desconocimiento de las leyes taurómacas, de su a!ción y de su valor, factores que el mismo público estimulaba al grito de: ¡ora Juan Crudo! ¡viva Juan Crudo!

La plaza del Marquesado quedó un día sola, por obra del decreto del señor gobernador; se cerró con tristeza de los tauró!los; su maderamen principió con el tiempo a enve-jecer, a retorcerse, a quemarse por el sol, a pudrirse con el agua, hasta que un día fué totalmente desmantelada. Sólo quedó la barda que daba a la calle, con su puerta chaparro-na de entrada y sus dos cuadritos enrejados destinados a la venta de los boletos. Por aquellos cuadros de luz, como pupilas cuadradas, parecían asomarse, casi salirse, los re-cuerdos de un pasado que moría lentamente, que desapa-recía en de!nitiva.

Venían otros tiempos, otros hombres y otras costum-bres de importación, quizá mejores; aquellos rumbosos y bravos tiempos habían pasado. Los hombres ya no serían el famoso “Pico de Oro”, plateado histórico y bravucón; ya no discurriría por los tendidos la !gura pequeñita del co-misario popular Benjamín Rodríguez (a) “Vinagrillo”, ni las arrogancias del arrendador Taurino Feria, ni las de Che-repe Filio, caballista y loco; de Varelita, que nunca atinaba a darle ni al caballo ni al violín; de Anselmo Cortés, vestido de jaquette y con sombrero hongo de anchas alas, ni todo ese mundo que se agitaba de toreros, a!cionados, tratan-tes de ganado, !jadores, desocupados y falenas condueñas de tienditas de barrio donde se trinca y se rinde homenaje a la complaciente Venus.

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¡Pobre placita de toros de mi provincia! Alineada su pa-red a la vera de la calzada asfaltada, su derrumbe inminen-te no conmueve la indiferencia urbana. Hoy la calle huele a gasolina, verdes árboles la decoran municipalmente y en los domingos cae sobre ella una metódica melancolía como de tardes de biblia presbiteriana. Ya no es su calle con ho-yancos y con polvo atosigante de las tardes quemadas de sol que vió llegar a su público !estero en las buenas calesas o bajar de los tranvías de mulitas.

Los tiempos que vienen empujando traen consigo otras modalidades; hoy se ejercita el músculo para hacer una ju-ventud fuerte y sana; pero lástima que la alegría sea cir-cunspecta, placer de importación, metódicamente extran-jero y hablado en una lengua dura que desarmoniza con el suave ritmo de nuestro dulce idioma.

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CAPITULO IX.

Curarse en salud.- Las clásicas poblanas.- Las humildes falenas del Barrio de las Zacateras.

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Parecenos pertinente prevenir que esta estampa no tiene escabrosidades que pusieran ofender la moral pudibunda del lector, nada hay en ella de soez por-nografía, pues solamente capta un ritmo que modi!có el compás de la vida galante

de Oaxaca, que había sido hasta entonces, empenumbra-da, pacata y ejercitada a través de celestinas vergonzantes. Lejos estará quien piense encontrar en ella escenas de lu-dibrio, momentos descriptivos de pasiones en rijo, instan-táneas de la comedia sensual de las daifas, como se pudiera suponer por su enunciado.

Para formar esta estampa se desecharon los motivos ásperos de la sensualidad zoológica, todo el colorido que trascendiera a copia de un Decamerón infortunado o a la intención descomedida de hacer crudas imitaciones de escenas droláticas de un Boccaccio al menudeo, pues úni-camente se buscó la oportunidad objetiva de no dejar de exhibir, por crudo que haya sido, un momento del costum-brismo oaxaqueño.

Principiaremos por contar que poco tiempo después de haberse inaugurado el Ferrocarril Mexicano del Sur, Oaxa-ca presenció un espectáculo extraordinariamente descon-

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certante con el arribo de una partida de mujeres galantes organizada en la ciudad de Puebla.

Las tales mujeres con la inquietud de su belleza peca-dora, el desenfado suntuario de sus trajes aparatosos, pro-dujeron expectante curiosidad en la recoleta sencillez de la ciudad y fueron origen de serios estragos entre los viejos rabos verdes de cansada masculinidad, como lo fué tam-bién entre la juventud precoz que sólo conocía furtivamen-te los pecados caseros con domésticas tomadas por sorpre-sa, con chinas de tienditas de barrio o con indias palurdas, matreras y difíciles.

Aquellas mujeres de altos peinados, complicadas peine-tas y moños extraordinarios, eran una teoría de tentación, una nota restallante en la monotonía ciudadana. Todo en ellas era un deslumbramiento de promesas y de encantos de tentación, pues sus rostros los llevaban, adelantándo-se a la actual moda femenina, totalmente enharinados con insolente descaro, avivados los colores de las mejillas, sombreadas las ojeras con abismales oscuridades y todas vistiendo trajes con profusión de holanes y encajería como manolas de pandereta y ciñéndoselos para detallar las cur-vas de sus #ancos y mostrar apenas el nacimiento de la pierna, un poco arriba de la lustrosa bota, lo que era un desacato de cumbre inmoralidad. Rostros de tlapalería y vestidos de escándalo, que fueron inquietudes asustadizas para !nes del siglo pasado, hoy resultan de una boba inge-nuidad ante las enchamariladas desnudeces de las chicas ambiguas del cine y del deporte.

“¡Qué barbaridad! Esto es el !n del mundo, es el enemi-go malo que anda suelto por la tierra. Es el mismo Satanás el que mueve estos tiempos de perdición. Son los bene!-cios del decantado progreso; esto es lo que nos ha traído

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el famoso tren; sólo gente arribeña, gente soez, inmoral y sin vergüenza”. Tales eran las diarias exclamaciones que se oían cuando se llegaba a hablar de las infortunadas mujeres mostrencas, a quienes se les llamaba poblanas por haber sido reclutadas en Puebla, y cuyo nombre en Oaxaca corrió la triste fortuna de hacerse genérico para toda pecadora.

Las famosas poblanas las trajo una señora llamada Joa-quina, se establecieron sucesivamente por el barrio de Con-solación, de allí pasaron a una casa de la Avenida Hidalgo, casa que ocupó después la escuela de párvulos dirigida por las señoritas Martz y !nalmente fueron a recalcar a una casa del Barrio del Peñasco, donde al !n se estabilizaron.

La novedad, el lujo de presentación y la belleza de algu-nas de las poblanas, atrajeron una numerosa clientela in-tegrada por un público de capacidad económica, único que podía solventar la onerosidad del espectáculo, pues siendo de bienestar medio nuestra ciudad, sólo era para acomoda-dos el visitar a las señoras poblanas. Aquellas mujeres que habitaban una casa amueblada con lujo, con sala de baile, con buen comedor, con cantina bien surtida y que vestían con amplias quimonas y batas de seda, no podían menos que costar un potosí y ser inasequibles para los meneste-rosos.

El salón de baile era una novedad de atracción nunca vista en la parvedad humilde de los lenocinios vergonzan-tes de la provincia; aquel piso de madera, limpio y terso como un espejo; los cortinajes suntuarios de puertas y ventanas; las claras lunas encerradas en gruesos marcos dorados; la sillería austriaca, alineada en las paredes em-papeladas y un piano al fondo que sonaba toda la noche un pianista, a quien las pupilas llamaban “profesor”, era algo extraordinario y de un provocador incentivo.

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Al mediar las primeras horas de la noche, la casa de “las poblanas” rebosaba de clientela; corredores, cantina y sala de baile se inundaba de luz, era aquello un enjambre de hombres que se movía tras del mariposeo de las pecadoras envueltas gentilmente en la tela de las batas coloridas y fragantes, y que respondían a los nombres de guerra, de Elena la Cubana, Juana la Garrocha, Soledad la Charrita, y otros más que pudiera recordar con sus nombres verda-deros la buena memoria de Fortispián y seguramente la del inevitable Chilachas, como la no menos feliz del buen mozo de Arturo Miranda, si viviera. En las mañanas de los viernes, después de la obligada visita municipal, la autori-dad tenía permitido a las hetairas, que fueran al centro en carruajes cerrados a hacer sus compras. Con tal motivo no era extraño ver en la esquina del Ayuntamiento, a un gru-po de chulitos esperando la salida de sus amigas para irse con ellas de paseo por los pueblos cercanos y rematar al medio día o por las primeras horas de la noche en la tequi-lería de Alejandro Ornelas, tequilería situada en la primera calle de Trujano y que estaba a cargo del tuerto Alejandro Iglesias, un hombres famoso por sus bebidas preparadas con tequila y por su enorme verborrea. El hombre hablaba por los codos, tenía una conversación por episodios, pinto-resca e inacabable.

El éxito pecuniario obtenido por “las poblanas” esti-muló a los dueños de los antiguos lenocinios a mejorar la presentación de sus negocios, estableciendo en sus casas el mismo aparato escénico: sala de baile, cantina y mujeres con mejor guardarropa. Los propietarios cambiaron de in-dumentaria; Marcelino, que siempre había vestido camisa y calzón blancos, con roja tilma de lana en los hombros, se ponía holgados pantalones de casimir y su camarada

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de o!cio, Manuel, se vestía de catrín. Igual camino siguió Goyo, modi!cando si vestidura de indígena avecindado en la ciudad.

Las casas de estos desventurados quedaron catalogadas como de segunda clase en el escalafón del vicio. Las últi-mas permanecieron al margen de la evolución suntuaria y continuaron por el Barrio de las Zacateras conservando su aspecto sórdido, vergonzante y miserable. Estas casucas infectas, sombrías, metidas en el riñón del arrabal, fueron pintorescas en su funcionamiento y en el personal femeni-no que las atendió.

Las casucas del vicio humilde estaban en una barriada pobre, desmantelada y terrosa, con calles sin banquetas, sin empedrar y abiertas en el centro por un caño lleno de lamas, zacatillo y verdolagas en tiempo de lluvias; y re-pleto de basura y de inmundicias en los meses de secana, estando atravesadas por puentes hechos de vigas de madera. El vecindario era de gen-te pobre: menestrales dedicados a los o!cios de la alfarería, de la cohetería, y pequeños propietarios de ín!-mas posadas. En cada accesoria había un ta-ller de modesta piro-tecnia anunciado por un torito o por un sol rodeado de cohetes y de bombas.

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La mayoría de las casas eran ventas para tra!cantes, mesones de poca monta, para indios trajinantes del Valle Grande, yopes de Zaachila y Zimatlán que venían a la plaza los sábados a vender capisayos y aceite de higuerilla; ven-dedores de loza de Azompa y Coyotepec; cortadores de te-jamanil, morillos y ocote de la sierra, cargados en burritos; vendedores de carbón y sarapes de Teotitlán, indígenas que traían hielo del cerro de San Felipe; todos, comerciantes de pobreza ín!ma, eran los que constituían la parroquia de aquellos mesones, donde se encontraba la comodidad de un grueso petate de Etla para pasar la noche bajo techo y un pozo de agua para las bestias, por el módico precio de medio real.

Todo el barrio era un aposentamiento para comercian-tes ín!mos que buscaban las comodidades del precio, las de la proximidad al mercado y acomodo para sus hatajos. Otra de las garantías de la barriada era la facilidad que ha-bía para encontrar pasturas, pues cuando no se vendían en el propio mesón, era fácil hallar el zacate en la primera puerta. Seguramente por la abundancia de los expendios de zacate se llamó a esta parte de la ciudad, Barrio de las Zacateras.

Conocida la calidad de los personajes y su escenario, fácilmente se comprenderá como sería la catadura de las meretrices. ¡Qué sórdidos eran aquellos lupanares, y cúan plebeyas como espantables eran aquellas desventuradas pecadoras de la baja barriada!

A dos cuadras de San Juan de Dios, haciendo esquina con un mesón, se miraba una casa de adobes donde estaba una tiendita con el piso hundido y mal alumbrada por la noche con una vela de sebo colocada en una botella. Un armazón mugroso de madera de ocote, que había sido pin-

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tado en un pretérito lejano, mostraba en sus divisiones, botellas de gaseosas, de mezcal, de mistela, de amargos de ruda, de naranja y algunos frascos de chiles en vinagre y otros con azúcar y especias; pero todo en pequeño y con una lamentable parvedad de aseo, donde se destacaba una amarillosa cartulina con un letrero escrito con lápiz de co-lor que decía: “Hoy no se fía, mañana sí.”. Más arriba del armazón estaba una imagen del santo de la devoción y al frente un mostrador pringoso, forrado con lámina retorci-da y con amarillas franjas de orín.

La trastienda era húmeda, sombría, infecta; sus pare-des, hinchadas por el adobe revenido por las aguas, esta-ban pintadas con lechada de cal amarillenta, donde hacían sus nidos las chinches que moteaban de puntos negros las orillas de los agujeros; en las mismas paredes había largos dedazos de sangre de las voraces chinches y negras man-chas cónicas que dejaban las #amas de las velas consumi-das. El ajuar eran petates en el suelo, que valían real y me-dio, y una cama con petate y mugrosa almohada que era para los que pagaban dos reales.

Sentadas las mujeres en el alto umbral de la puerta de entrada para la tienda, ofrecíanse a los transeúntes, lla-mándolos con cariñoso requerimiento.

¡Pero qué espantables eran estas pobres mujeres! aun vistas con los turbios anteojos del deseo, o con la miseri-cordiosa complicidad de la luz amarillenta de una vela de sebo, tenían caras agresivas, rostros innobles, máscaras de brujas adiposas en actitudes de un aquelarre en brama.

Peinadas a dos trenzas con raya en medio, alisados los cabellos brillantes de manteca oliente a insoportable to-ronjil, la cara pintada con rojo escarlata de papel de china y frecuentemente zurcada por la hendidura de una cuchi-

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llada presidiaria, albeante la camisa adornada con tejidos de hilo, cubierto el pecho rotundo y bofo, con la impres-cindible mascada; una amplia y crujiente de almidón ho-lanuda falda de jareta sostenida sobre un vientre en auge, completaba el vestuario de estas mujeres descalzas, de pies anchos, dedos abiertos, nudosos y con calcañales ásperos y profundamente agrietados.

Así fué el trazo de tipo ín!mo de la buscona autóctona, muy alejado de la que pudiéramos llamar de importación, traído a Oaxaca por el Ferrocarril Mexicano del Sur. Que-daban las “tapaditas”, las que podrían encontrarse por el zócalo en las noches de las retretas ingenuas solazadas por la música de la Artillería; o como podrían vérselas en la galería baja del Teatro Juárez, en los entreactos de aquellos melodramas llamados “El Loco Dios”, “Mariana”, “El Gran Galeote”, “Juan José”, y que eran representados con emo-ción estentórea por la Compañía de los hermanos Mar-tínez; o !nalmente, en los chachacuales de las verbenas, como en las trastiendas celestinas de los tendejones y en los bailes de candil alegrados con cerveza de piña y música del maestro “Piernitas”.

Estas muchachas no eran profesionales en el estricto sentido de la función social, eran ocasionales del amor, ca-tacúmenas vergonzantes de los ritos de Venus a quienes se les abordaba por interpósita persona, o por los medios dilatados y adorables de la espera, del recato comedido y hasta el de la pasión !ngida, pero que tenía todo aquello del sabor de una aventura, la gozosa inquietud de una con-quista.

Noches de pláticas bajo la alta fresnada o los jardinci-llos del barrio, bajo el claro efectivo de la luna, sin las pro-miscuidades luminosas de los focos municipales; horas de

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largos paseos intermitentes de subidas y bajadas de ena-moramiento por la calle terrosa y matizados con silbidos convencionales de urgencia, momentos de espera en la es-quina y charlas ingenuas en torno de las fuentes de verde cantera de los atrios y jardines.

El ferrocarril había traído mujeres suntuarias, locas dia-blesas que se movían en un tinglado de música y de luz; pero como eran mujeres poseídas de la !nalidad del o!cio, de sus funciones por tarifa, eran groseras en su sensua-lidad y estaban, con ser tan sabias en las sutiles madejas del amor, despojadas del señuelo del cariño, del !ngido entusiasmo del corazón rendido. Con las mujeres incom-plicadas, espontáneas y sencillas, nos hemos quedado a la postre; con lo que da la tierra; las chinas modositas, las nitas cantarinas fragantes a agua fresca, oaxaqueñas de los barrios pintureros, las de las tiendas de arrabal, a quienes, acodadas al mostrador mientras bebíamas la gaseosa con catalán, les planeábamos una aventura de amor intrascen-dente.

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CAPITULO X.

La Calzada de las Lágrimas.- Prisciliano Benítez, el famo-so “Treinta y Vuelta” .- Los padrecitos sin ventura.- Los repiques de a cien pesos de un cura irascible.

Al compañero periodista Rómulo Velasco Ceballos.

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Con histórica crudeza se hace repetida mención, en algunas estampas, del ge-neral Martín González y debe saber el lector que no es por meditado menos-precio para el ex gobernante, ni por el deseo de darle notoriedad a quien en

su tiempo la supo conquistar; sino porque algunos de los elementos tomados para confeccionarlas tienen conexión con su persona, principal partícipe en los sucesos notorios de su Gobierno. Además, por sus particulares caracterís-ticas, Martín González será siempre que se haga historia costumbrista de Oaxaca, una !gura seductora para el hu-morismo, un subrayado irónico, la nota pintoresca de la gravedad decorativa de su tiempo entre el conjunto auste-ro de los gobernadores por!ristas.

Por eso es que dentro de la crueldad de esta estampa, hecha con el dolor de los humildes y la insolencia castigada de la clase pri-vilegiada, que no estaba acostumbrada a sentirse medida por un mismo ra-sero, pasa Martín Gonzá-

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lez por la calzada “Por!rio Díaz”, malmodiento y gruñón con los forzados alarifes, como chuleador impenitente de las mocitas madrugadoras. Mas, sin embargo, es oportu-no manifestar que nuestro don Martín no desentona entre los gobernantes oaxaqueños en lo tocante a hombría, ni menos se sonroja en lo que atañe al manejo de los cauda-les públicos, asunto en que sus pares fueron modelos de honestidad: desde Albino Zertuche, a quien confusamente recordamos en su varonil guapeza de soldado.

No todo fué desorganización en el Gonzalismo, ni to-dos sus colaboradores fueron tocados de deshonestidad, pues que los hubo unos honorables y otros de grandes lu-ces, como el licenciado Eutimio Cervantes, Secretario Ge-neral de su Gobierno, y que, como abogado, honró la ju-risprudencia y como Procurador General de la República dejó huellas interesantes en los códigos y en los procedi-mientos jurídicos del país. Al lado de funcionario tan culto como probo, aún a despecho de sus intermitentes viajes por los campos dionisíacos, !gura preeminentemente en el comando de la Jefatura Política del Distrito del Centro, el coronel Prisciliano Benítez, personaje de muchas cam-panillas, bien visto en las esferas o!ciales de altura e ínte-gramente odiado en Oaxaca.

Buen representativo del por!rismo que ocultaba su de-bilidad bajo pavorosos arreos de combate, como el Caba-llero de la Noche de Tennyson, llegó a Oaxaca a sofrenar con aspereza todo desmán policíaco y a hacer una admi-nistración constructiva, dentro del socorrido programa de las obras materiales. El #amante Jefe Político no creó conexiones que pudieran entorpecer su programa, se aisló de la vida social, a!nó su carácter severo y se dedicó a me-jorar la ciudad a toda costa, aún apelando a los medios del

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escarnio y del dolor públicos. Con su drástica inhumana de militaroide se dió también a la tarea de moralizar la so-ciedad, creando respeto para los ordenamientos policíacos. Visto en este ángulo de enfoque, indudablemente que la personalidad del coronel Benítez merece comedida aten-ción. Benítez inmisericorde, rígido, odioso, tuvo un acierto social que lo absuelve de sus yerros, fué igualitario en sus procedimientos; el que la debía la pagaba. De haber vivido en otros tiempo y en otras latitudes, habría sido un nazista en Alemania o menchevique en Italia, porque tenía alma organizada de disciplinado intransigente.

Este hombre rectilíneo en sus acuerdos, concentrado y voluntarioso en sus propósitos administrativos, fué ene-migo profesional del desorden. Su exterior era hosco, de mediana estatura, blanco de rostro, con bigote entrecano, absoluta calvicie y con perpetuo sorbete de político, toda-vía lo recordamos, con esa minuciosidad de detalles con que se imprimen las imágenes en la juventud, salir muy de mañana seguido de sus favoritos: secretario, comandante y ayudantes y encaminarse a vigilar los trabajos de la Cal-zada “Por!rio Díaz”.

A esta calzada se le llamó Calzada de “Las Lágrimas”, porque se hizo con el dolor de los pequeños delincuentes, con la miseria de los infractores menesterosos, con la ver-güenza de los reos incidentales. Calzada hecha con dolor para hermosear la ciudad, tal como los viejos monumentos cuya arquitectura quizá no fué totalmente hija del fervor cristiano, sino quizá producto de una labor de imposición atormentada.

Los llanos de Aguilera y los del Campo de Marte, era imposible transitarlos en la temporada de lluvias; en los días de largas sequías, de abril y mayo, eran abundantes en

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nubes de polvo; se miraban desolados, apenas punteados por una vegetación ceniza, enana, constituida por cardos y espinos agrupados en pequeños matorros. Convertir aquel yermo en una carretera de placer, facilitar la comunicación con el pueblo de San Felipe, de huertas pródigas y fecundas en frutas y #ores, teniendo como fondo la crestería azul de la sierra, fué un propósito de comodidad y ornamentación para Oaxaca, adquirido con procedimientos crueles, ácidos e inhumanos. Por algo el pueblo, con el buen sentido de canalización de su encono y su dolor sumisos, gritaba en las noches de libertad !ngida del quince de septiembre: “¡Muera Treinta y Vuelta!”

Al contemplar el paseo alineado y fragante de hoy, con sus rotondas de descanso señaladas por fuentes y monu-mentos de historia, recordamos el paraje hosco y desolado que fuera antes, pero por asociación viene también el des-!le lúgubre de miseria y de ludibrio que presenciamos.

En las mañanas frías, cuando sopla el viento del cerro de San Felipe difundiéndose por las llanadas escuetas de Aguilera, los peones forzados, desarrapados, canijos y fe-briles por los excesos alcohólicos, parecían seres sonám-bulos, grotescos y dolidos, llevando con penuria física los cubos con agua, arrastrando las pesadas carretillas y gol-peando los marros bajo la mirada de los capataces. Se ex-plotaba el trabajo del dolor, el del vicio humilde, el de los seres caídos, hechos andrajos, bagazos humanos sin ner-vio, perfectamente agostados por el alcohol.

Al !lo de medio día, quemado de lumbre, de solana re-verberante, de calor que as!xiaba; en medio del páramo barroso, desolado por la ausencia de todo árbol que pu-diera abrigar, la peonada de los presos sentía la fatiga del trabajo y los imperativos del alcohol que les atenaceaba la

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garganta con sus sequías y era entonces apenas, cuando se les concedía un momento de reposo bajo las arcadas del puente o junto a las piedras lamidas por las aguas del arro-yo de Jalatlaco.

Y a la tarde, con glorias de crepúsculo, en la feérica or-namentación del Valle, a la hora del ángelus, que decían armoniosamente las campanas oaxaqueñas, la caravana recogía la herramienta, se ponía entre las !las de los vigi-lantes y a paso cansino atravesaba las calles, llegaba a la co-misaría y se arrojaba sobre los ladrillos infectos de los ca-labozos, saturado el ambiente con su pesado olor de fatiga.

Esta absurda visión de aquella cuerda estremecida de dolor, integrada por hombres que el vicio desvalorizaba, que la vida había quebrado en sus esperanzas, roncaba ti-rada en el suelo con sueño pesado, con sueño hondo, con el sueño de las horas que los cansados escamotean a la reali-dad de la existencia.

Esta exhibición cotidiana tenía su faz escarnecedora, porque no sólo era castigo reservado para el borrachín im-penitente, bestia de mal trabajo, sino que adosado a esta cohorte de leproserías, iba aparejado el hombre a quien la desventura de su pobreza le había impedido pagar la multa impuesta a su falta de policía. El artesano que tuvo una riña intranscendente, el lengudo que no pudo pagarle la capacitación a “Juan Borlacas”, el juerguista ocasional que no pudo solventar el pago de unas copas, el infractor míni-mo de los bandos municipales, eran arrojados al escarnio de ir a la “Calzada de las Lágrimas” a purgar una condena de “diez días y vuelta”, de “quince y vuelta”, hasta de “trein-ta y vuelta”.

Con ese criterio severo, cruel, igualitario para el castigo, Oaxaca pudo presenciar casos inconcebibles ejercitados en

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personas de calidad, que fueron tratadas a igual que los ciudadanos humildes. Pero lo que llenó de sorpresa fué que hasta algunos ministros eclesiásticos fueran a dar a la “Cal-zada de las Lágrimas” a purgar sus intemperancias. ¿Cómo es posible que “Treinta y Vuelta” no se detenga ante los señores sacerdotes? ¡Qué grave desacato, qué atentado tan horrendo! ¡El “cabeza de tunillo” tendría que arder en los apretados in!ernos!

Por aquellos tiempos vivieron en Oaxaca algunos pres-bíteros, que por su vida poco edi!cante, estaban al margen de la curia, por orden del arzobispo Eulogio Gregorio Gi-llow y Zavalza, prelado escrupuloso en lo tocante a la vida pública y privada de los servidores de la Iglesia.

En el grupo de curas maleantes, ebrios y simoníacos, que los hubo muy populares, podríamos citar a muchos, tal a los curas Orozco, Aquino, etc.; pero para los !nes de esta estampa, es bastante mencionar al padre Fermín, hombre de cuerpo rechoncho, indiado y con ojos estrábicos, que gustaba de empinar el codo más de lo aconsejado por las concesiones de la temperancia y a quien era frecuente en-contrar por las tienditas de barrio alternando con borra-chitos de baja ralea. Las autoridades eclesiásticas nunca pudieron controlar al padre Fermín; de nada bastaron los apremios, los castigos, la suspensión y la férrea disciplina del Gobernador de la Mitra, Ignacio Marlín.

Compañero de parrandas y visitas tabernarias del padre Fermín lo fué el cura Chanito Heredia; tipo opuesto a su colega, en lo tocante al físico, pues Chanito era delgado, bajito y siempre vestido de jaquette y con estropeada y alta chistera.

Ninguna autoridad profana había osado molestarlos, pero habiendo entrado a la Jefatura Prisciliano Benítez,

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sucedió que a la primera guarapeta que se pusieron los presbíteros, sus paternidades fueron a dar al bote y sin mi-ramientos ni circunloquios cayeron clavados en los traba-jos de la calzada. Los reverendos, como cualquier profano hijo de Eva, cargaron el palo del barril del agua, sudaron bajo los rayos del sol y pasaron entre !las a mañana y tar-de, de la prisión a la calzada.

En aquellos tiempos las severidades que tuvo el coro-nel Benítez para los curas, fueron tomadas como clerofo-bia, pero juzgadas con serenidad, desaparece la supuesta furia del jacobino para quedar el sereno aplicador de una pena para todo delincuente de ebriedad, escándalo, etc. El pueblo no pudo hacer ningún distingo para con el que su-ponía detentador de los respetos para los curas, y en tal virtud, vació su encono en el Jefe Político, nombrándolo en la intimidad, o aprovechando el anonimato solapado de las manifestaciones públicas, con el epíteto de: ¡”Treinta y Vuelta”!

Este odio se extendió hasta uno de sus familiares, a quien se le dió un apodo equívoco, llamándolo: ¡Leonor! Este hijo del coronel Benítez era entonces un joven apues-to, distinguido, en su persona muy atildado y poseedor de una bonita voz de tenor que lucía en conciertos y festivi-dades teatrales organizados por José Alcalá, Julita Cruz de Navarrete o por Merceditas Rey, donde también se oía, frecuentemente, cantar a Ernesto Iñárritu.

Entrado Benítez en todas las ramas administrativas, or-denó el cumplimiento exacto de las disposiciones policía-cas en lo relativo al toque y repique de las campanas. Esta disposición afectó a los curas y causó revuelo entre los feli-greses. Los curas se negaban a ceñirse a los mandatos de la autoridad, creyendo que podrían con sus in#uencia hacer

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a un lado las órdenes de la Jefatura; pero, contra todo su pensar, la ordeno principió a cumplirse. Sólo el cura Anto-nio Vargas Molano, párroco de San Francisco, célebre por su carácter atrabiliario y bilioso, se negó a sujetarse al re-glamento y siguió tocando sus repiques de costumbre. In-mediatamente fué aprehendido y llevado a la Jefatura, en-tre el escándalo del viejerío y del beaterío del barrio, donde se le impuso una multa de cien pesos por haber repicado más de la cuenta. El colérico padre Vargas pagó la multa y preguntó al Jefe Político: “Si vuelvo a repicar ¿qué pasa?”

-“Que tendrá que pagar otros cien pesos,” – contestó el #emático Benítez.

Y fama es que el párroco de San Francisco, Antonio Var-gas Molano, sacando cien pesos, replicó:

-“Pues ahí van otros cien pesos por otro repique”.Próxima a !nalizar la administración del general Martín

González, el coronel Benítez se retiró de Oaxaca, pasando a Guadalajara, donde años después murió de diabetes.

La obra de Benítez es de un espíritu de elevación y de severidad social tan en desentono con su tiempo de dis-tingos y componendas que bien puede merecer el grito de ¡Viva Treinta y Vuelta”! de las noches tricolores del quince de septiembre.

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CAPITULO XI.

El novenario de San Juanito.- La clásica !esta de La Soledad.- La Noche de los Rábanos, la Nochebuena y el Año Nuevo.

Para Jacobo Dalevuelta.

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El mes de diciembre en todas partes tiene múltiples encantos de carácter religioso y profano, pero en ninguna parte es celebra-do con una sucesión de !estas tan espe-ciales como las del novenario de San Jua-nito, las calendas de La Soledad, la noche

de los rábanos, la nochebuena y la del año nuevo, en OaxacaMañanitas diáfanas de claro cristal que descubren los

azules picos del cerro de San Felipe, la suave pendiente de Aguilera y las llanuras labradas y olorosas del valle, ¡quién pudiera nuevamente saborear tus encantos madrugadores, luminosos de sol, sonoros por los arpegios monocordios de las golondrinas que bebían el agua clara que enantes corría por los caños de verde cantera!

Mañanitas de luz y del lucero #ojo, las de la estrella ma-tutina que miraron salir a comerciantes y romeros por el camino de Zimatlán para ir hasta Juquila, mientras noso-tros íbamos por la carretera polvosa, bordeada de sauces, de chamizos y de arbustos con rojas manzanitas, del cami-no de la compuerta o del puente del río Atoyac, rumbo a San Juanito. Mañanitas frescas, todas llenas de pretextos ingenuos para ir a todo, menos a rezar a la Virgen de la !esta, ¡cómo os recordamos!

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Desde lejos se oían los alegres repiques que se difundían por la llanura al reventar de los camarazos, el traquetear de los cohetes y de las bombas de las ruedas catarinas, cuyas humaredas se levantaban en blancos grumos de nubecitas que se diluían en el azul del horizonte.

San Juanito es un pueblo pequeñito que se desparrama por las laderas de un montículo, sobre el que se levanta su escuela, su casa municipal, su iglesia con la humildad de su pequeña categoría y sus casas de adobe con un aire de sencillez cordial y acogedor.

Desde la aurora del primer día de diciembre, las campa-nas del pueblo se vuelven locas, la placita se llena de coci-nas, de expendios de bebidas, de carcamanes baratos y de loterías de poca monta. Después de la misa los visitantes se desparraman por los puestos de la pequeña feria para tomar el almuerzo, el más sabroso y bien sazonado que se pueda imaginar. La levantada tan de mañana abre el ape-tito y sentados los paseantes en bancas de madera, frente a rústicas mesas de albo mantel o en veces sobre el mismo pasto, se come el buen pollo asado, las enchiladas con rue-das de blanca cebolla, abundante queso y ramitas de fresco perejil; los sabrosos tamales de guajolote con mole negro, los de dulce y los de chepile y como complemento la taza de caliente chocolate o de atole blanco con granillo.

Esto se repite durante nueve días; en el penúltimo viene la noche de los fuegos y de los maitines. Una noche alegre, abundante en ruido de cámaras, en canciones, en jarabes zapateados bajo las enramadas de chamizo y de petate, alumbradas por lámparas de petróleo; mucho trajín en los merenderos y en los puestos de cañas de Candiani, nueces de Cuilápam, jamoncillos de la costa, tejocotes, jícamas de Valle etc. Después de los fuegos, a la media noche, los ro-

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meros emprendían el regreso, unos a pié, guardándose la cuartilla para pasar al puente –un puentecillo de vigas con terrado, puesto sobre el río– otros en carretas, las carretas tardas, de colchones de zacate con un petate encima, que eran cómplices de alegrías y de atrevimientos discretos, mientras el guitarrista a!cionado cantaba canciones amo-rosas o corridos que hacían la emoción de los oyentes.

Al día siguiente era la !esta titular con su programa idéntico al de todos los pueblos, porque el atractivo de las !estas de San Juanito era el novenario con el viaje matu-tino.

Cuando todavía no concluía la !esta suburbana de San Juanito, ya estaba encima la de la Virgen de Guadalupe. Pero esta !esta no tenía arraigo en sus manifestaciones externas. A la !esta guadalupana sin calendas, ni chacha-cuales, sucedía la !esta de la Virgen de La Soledad, la cele-bración que llevaba gente de todo el Estado y de algunos de los vecinos: costeños de Veracruz, comerciantes de Puebla, gente marinera de Guerrero, sin faltar las clásicas tehua-nas, pintorescas y admiradas.

El convite para anunciar la festividad salía entre repiques de campanas, tocando músi-cas que venían de Zaachila, de Zimatlán y la Banda del Esta-do con sus mú-sicos vestidos

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de paisanos, al frente de muchachos portando verdes ca-rrizos embanderados, y de trecho en trecho se quemaban cohetes y se repartían los programas de la !esta.

Desde el primer día se instalaban, en la calle y en las es-caleritas, los chachacuales, carpas de manta, de tejamanil o de carrizo para restorancitos, ruletas, cotón-pintos, rifas, loterías y carcamanes; los puestos de fritangas y sabrosas carnitas, los de verdes cañas con un tripié por delante for-mado con rabos de cañas y con un ladrillo por anafre o bra-sero donde ardían pedazos de ocote; también había pues-tos de refrescos, apaxtles de chilacayote, de calabaza con maíz reventado, de nieve de tuna, leche y limón; y !nal-mente los puestos de mueganitos, turrones y bien olientes y apetitosos molotes y quesadillas y los petatitos tendidos en el suelo con pepitas tostadas de calabaza.

Entre los puestos de frutas, dulces y comestibles, ningu-nos tan concurridos como los de los buñuelos. Estos pues-tos eran la nota típica y pintoresca. La buñolera, sentada frente a la sartén servía los buñuelos en platos reventados, desechados por algún defecto o sin vidriar, que tenía a la mano o formados en pilas enormes. Los buñuelos se ven-dían con todo y plato, y el gusto del cliente era arrojar el plato por los aires, cuando terminaba la colación. A esto se le llama ir a romper platos: -“vamos a romper platos”- era la invitación de aquellos días de !esta que se prolongaban hasta después de la Navidad.

Las calles de la Independencia, desde la Alameda hasta las escaleritas, se ponían intransitables; las casas se ador-naban con ramas, #ores, cortinas y listones. De uno a otro extremo de la calle pendían festones de laurel o de papel con farolitos de colores y en el centro ardían luminarias colocadas frente al zaguán de cada casa, en cuyo torno los

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chicos del barrio encendían triquitraques, cohetitos corre-dores, y jugaban al toro y a San Miguelito.

Los chachacuales se llenaban de concurrentes, en ellos se hablaba, se discutía con el coimero, se tocaban piezas y en medio de aquella algarabía se escuchaba distinta la voz del coime de la lotería:

“Éntrenle y váyanle entrandocomo abejas al panaldespués no diga yo la ganaba¿pero con qué?si nomás los ojos pelaba”.

Y el coime sigue gritando los cartones:

“Ya te vide calavera y horita voy a sacarte”……………“La cobija de los pobres”……………“Al nopal lo van a ver sólo cuando tiene tunas”.

En los primeros años de la Colonia aparece el culto de Santa María de La Soledad envuelto en candorosas tradi-ciones exaltadas por la fé. No hay que repetir la historia de aquellos trajinantes que un día, al seguir a la del alba su camino para la Puebla de los Ángeles, se encontraron con que una de las bestias que traían cargadas desde Guatema-la la Antigua se negaba a caminar, se resistía a levantarse y era rehacia a las maldiciones, resignada y sufrida a los golpes. Como fuera trasladada la carga a nueva bestia y se

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hubiera de repetir el mismo caso de resistencia, los arrie-ros procedieron a abrir el bulto para ver la causa de aquella obstinación de las bestias y cuánto no se sorprenderían, sigue contando el candor de aquellas gentes, cuando des-cubren que era por el peso de la imagen de Santa María de La Soledad.

Ante aquel milagro de singular portento, re!eren los exegetas de la aparición, principió desde ese mismo día a construirse el santuario en las laderas del cerro que hoy se llama del Fortín.

Desde entonces, año por año, llegan romeros de los puntos más equidistantes a rendirle pleitesía a la patrona oaxaqueña; marinos salvados en trágicos naufragios que traen en sus alforjas perlas del Pací!co, que miden por al-mudes; gentes del ardiente istmo venidas con el oro de sus joyas de !ligrana; labriegos del Valle Grande que llevan re-verentes el diezmo de sus cosechas, como los de las tierras frías de la Mixteca que llegan con el fruto de sus trigos a pagar la vieja manda que hicieron en los días de escasez de lluvia, de heladas, de plagas destructoras. Y también lle-gaban los enfermos de padecimientos incurables, hombres que ponían su fé en la Madre de Dios, que llegaban febrici-tantes, dolidos, esperanzados en curarse de sus males.

Días de máximo júbilo religioso fue siempre en Oaxaca la fecha del 18 de diciembre; las calles se llenaban de gentes de toda condición social luciendo nuevas prendas de ropa, se adornaban las casas y por las escaleritas, en el atrio ex-tenso, en los patios del curato y en el interior del templo, había plétora de peregrinos venidos con fé y esperanza.

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Las !estas de Navidad principiaban inmediatamente con las tradicionales posadas que se celebraban en las igle-sias y en las casas. Ya se sabe que las posadas se hacen en las iglesias con el rosario de costumbre, la procesión de los peregrinos y la petición de posada con acompañamiento de música y pitos de agua. Las posadas caseras se distribuían entre los amigos, teniéndose en cuenta las posibilidades de cada quien. Otras veces era la suerte la que decidía el pa-drinazgo por medio de una rifa que se hacía al terminar la posada y que era motivo de emoción, carreras, escondites y algunas trampas. El agraciado, si podía llamarse afortu-nado al que tenía que solventar los gastos de música, bebi-das, juguetes, dulces y piñatas, procuraba rebasar el rumbo de su antecesor, produciéndose con mayor esplendidez y buen gusto.

De fama fueron en Oaxaca las posadas celebradas en las casas de Andrés Portillo, de Joaquín Malverde y de las San-taella.

La penúltima noche de Navidad, llamada de “Los rába-nos” era una !esta exclusivamente oaxaqueña. Esa noche se alegraba el mercado; se hacía la venta de la lisa, de la hueva, del camarón; los puestos de verdura eran un regalo para la vista con sus colmados de lechugas, rábanos, cebo-llas, nabos, coles y coli#ores, teniendo al lado sendos ca-nastos de dalias, amapolas, violetas y trinitarias.

La !esta social de esa noche es celebrada en la Plaza de Armas, adornada igual que en las noches patrióticas: mucha iluminación y mucha música que tocaban la Banda del Estado y las Federales. Alrededor del zócalo se instala-ban los puestos en mesas con palos a los lados, de donde pendían como zarzos de banderillas, rábanos de grandes proporciones, rábanos rojos, roji-blancos, púrpuras, con la

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corteza levantada en escamas, representando seres huma-nos y animales. Los compradores los llevaban como pre-sente para sus hogares, otros para obsequiar a algunas de sus amistades que paseaban por el zócalo y la muchachada se aprovisionaba de ramos de violetas y de trinitarias para las damas de su predilección.

La noche de Navidad oaxaqueña es encantadora, la mis-ma naturaleza convida a gozar de la !esta brindando una temperatura fresca bajo un cielo sereno, diáfano, donde los astros brillan con fulgores extraordinarios. ¡Qué noches tan bellas! cómo se llenaban de jocunda alegría, del sentido de la vida que renace en #orecida ilusión de epifanía.

En las casas de hacía el baile de la temporada termi-nando a las primeras horas de la mañana siguiente. En el centro de la sala colgaba la piñata adornada con papel de china, manufacturada a domicilio y a veces comprada en la tienda de Juanico Torres; alineadas en las paredes las sillas, bien estirada la alfombra y encendidas grandes lám-paras de petróleo. En los corredores se ponían sillas para descanso de los hombres después de cada pieza, pues es de saberse que los jóvenes, terminando de bailar, soltaban a la pareja y salían a hacer corrillos, dejando en lamentable abandono a las muchachas, siempre vigiladas por las mira-das de sus padres y familiares. Pero a los primeros acordes de la mazurca, del schotis, de la polka, la corrida, la danza o los lanceros, la muchacha irrumpía en el salón y con el recato de la época, que imponía bailar despegadamente de la pareja, se danzaba con deliciosa alegría.

A las once y media de la noche se daba en los templos el primer repique para la misa de gallo; a esa hora salían de las casas principales del barrio las procesiones, las cofra-días, las hermandades, con velas apagadas, presentándose

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a las doce frente a la puesta de la iglesia donde la señora madrina descubría sobre bandeja de plata cubierta con rico mantel bordado, al niño Dios. El capellán revestido de capa pluvial y a los acordes de alegre música sagrada, llevaba el niño hasta el nacimiento, hecho con oloroso musgo y fra-gantes ramas; no faltaban los peregrinos, los reverentes pastores y la clásica mulita y el paciente asno. Qué júbilo tan cándido e inocente se desparramaba, qué fervor tan emocionado cuando se oía la frase evangélica de Gloria a Dios en las alturas, sonaban pitos, campanitas, música y se quemaba perfumado incienso.

Las muchachas se salían para danzar hasta la madruga-da, y a continuar haciendo las rimas azules del amor.

El año tocaba a su !n con dominante alegría entre las !estas de la iglesia y las profanas. Con esa tradición de que con el año que concluye se entierran los desengaños y olví-danse las pesadumbres, el año venidero se celebraba como augurio de felices ilusiones. Por eso la llegada del año nue-vo es siempre motivo de regocijo, de esperanzada alegría de un nuevo vivir, más amable y optimista.

La última noche del año tenía aspectos encantadores, se abrazaba al amigo, se besaba a los padres, y a la amada se le decían renovadas ternezas. Época romántica fué aquella de bailes, de música cordial y marginada con poesía. En aque-llos bailes de año nuevo no era extraño que al sonar las doce campanadas los poetas dijeran versos en medio de la sala, entre la atención emocionada. Fué entonces cuando era gra-to oír las palabras de felicitación de Adolfo Arias, poeta ga-lano y hermoso él como un efebo; la de Severo Castillejos, pequeño buido, encerrando su mirada tras de gruesos ante-ojos; la atildada de Alberto Vargas, siempre lírica, elevada y fogosa y la de Francisco Echeverría, pulcra y retórica.

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ENVIO Mi querido Jacobo Dalevuelta, esta Estampa no es una

crónica completa de la vida popular de nuestra edad de pelo largo y entendimiento corto, que dijera Hugo; pero sí puede ser, como decimos ahora, una “!lm” de nuestro Oaxaca, cuyo ayer vivimos con intenso cariño.

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CAPITULO XII.

Periódicos y periodistas.- El famoso “Huarache”.- Juan Leperada y el ortodoxo Lic. Lorenzo Mayoral.- “El Estan-darte”, periódico pre-revolucionario.

Al Lic. Heliodoro Díaz Quintas.

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En la portada de estas estampas hemos dicho que los cuadros de costumbres con los hombres de nuestro tiempo, están evocados con la emoción de un recuerdo sin odios; también advertimos que no es historia la que hacemos, sino reproduc-

ciones de las instantáneas que nos tocaron ver. Tal será la estampa de los periódicos y de los periodistas que leímos y conocimos.

Alejados por el tiempo y la distancia de toda apasiona-da predilección, creemos estar en un plano sereno cuando escribimos sobre cosas del ayer; mas si en el desarrollo de la narración nuestras palabras llegan a molestar a alguien, rogamos, como en el prólogo de aquel bilioso Antonio de Balbuena que tanto conocimos, no se den por escritas con intención subalterna.

Mis a!ciones por la lectura, que me llevarían por deri-vación al periodismo, las cultivó a la diabla una mi pariente política, muy viejita, muy locuaz y fumadora, como suelen serlo algunas mujeres de la Costa Chica, que fué la que puso ante mi curiosidad unos novelones que hacía por entregas baratas, de a real por cuaderno, un señor Ayala, agente de los Pastelín. Mi viejita no reparaba en la calidad moral de

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las obras que ponía en mis manos, ni en sus di!cultades prosódicas que tenían para leerse; pero sí recuerdo que los primeros libros que leí fueron los de Enrique Pérez Escrich y los de Luis de Val; sin faltar, naturalmente, los de “El Mártir del Gólgota”, “La Mujer Adúltera” y, cosa increíble, hasta “La Magdalena”, de Sandeau. Mi a!ción por la lectura me hizo devorar cuanta revista o periódico se ponía a mi alcance; así recuerdo la avidez con que iba a la casa de Tomás Heredia, el precursor en Oaxaca de la moderna agencia de publica-ciones, a esperar por las noches la llegada del correo de Mé-xico, para leer los diarios, particularmente “El Imparcial”, y “El Mundo Ilustrado”, de Reyes Espíndola; “El Combate”, de Sóstenes Rocha; “La Patria”, de Ireneo Paz.

Tomás Heredia tenía una agencia cerca de donde hoy está un salón de billares, frente a la antigua mercería de los señores Frieben, y era, además, un centro de frívolo chis-morreo en donde se podían ver, hasta las nueve de la noche, a los hermanos Posada, al poeta Portillo, al escritor Adal-berto Carriedo, al licenciado Pancho Ma-gro, al pagador Villaseñor, al general Juan M. Durán, a Tomás Morán, arrogante y buen mozo; a Mario Saavedra, encumbrado ama-nuense de Emilio Pimentel; al literato Rafael Bolaños Ca-cho, de pulcritud espiritual; a Alejandro Rueda Camacho, bajito y muy decoroso en su persona y a otros personajes de la época. De los periódicos de la provincia recordamos bien pocos; su vida era efímera y

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precaria, no llegaba a prender en el público por su falta de información, por el carácter clerófobo de unos o por el dog-matismo ortodoxo de otros, pero la mayoría aburridos, por su espíritu de clase. Los periódicos de información, con di-namismo, no existían: los llamados de oposición surgían con di!cultades, la psicología o!cial los extorsionaba y concluía pronto con ellos.

Al !nalizar el periodo del señor Chávez surgieron dos candidatos al Gobierno del Estado: los generales Guada-lupe López, jefe de la zona en Guadalajara y Martín Gon-zález, del Estado Mayor del Presidente de la República. A la postre quedó como candidato único González, aceptado con la pasividad de la imposición. Una cadena de desacier-tos o!ciales y personales del nuevo mandatario le acarrea-ron el desprestigio a su administración, encargándose la prensa en re#ejar el malestar popular.

El notable abogado y escritor Esteban Maqueo Castella-nos y el tabasqueño Darío Pérez, periodista con pasta de agitador, fundaron el periódico independiente “El Estado”, llamándolo después “El Estado de Oaxaca”. En su cuerpo de redacción !guraron muchachos atrevidos como Chico Canseco y Aquiles García Aguirreolea, estudiantes turbu-lentos y de arrastre dinámico.

Por considerarse el periódico desde su primer número como opositor circunspecto del Gonzalismo, contó con la benevolencia pública, como con el natural desagrado del Gobierno. Paralelamente al “Estado de Oaxaca” apareció “La Libertad”, periódico de moderada independencia di-rigido por Juan Ocampo, quien tuvo la particularidad de

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pagar a sus redactores un sueldo de veinte pesos, cosa ex-traordinaria para aquellos tiempos en que la valorización literaria tenía una cotización sin importancia.

Como los actos públicos y personales del Gobernador Martín González eran cada vez más deshonestos, a pesar de los sanos años de esfuerzos de sus sucesivos secreta-rios, los licenciados Eutimio Cervantes y Miguel Bolaños Cacho, se formó una atmósfera de menosprecio que apro-vechó el periodismo independiente, editando el profesor Carlos Bravo una hoja violenta, explosiva y congestionada de acritud que denominó “El Huarache”.

El primer número causó turbadora sensación en el pú-blico por su valentía, por el gracejo de su lenguaje y por la intención que llevaba en su mismo nombre. Uno de sus ar-tículos políticos de ataque apareció con una cabeza que alu-día intrínsecamente al señor Gobernador, pues con gran-des caracteres decía: “Ahora lo verás huarache ya apareció tu correa”. Pero lo que determinó el desbordamiento de la cólera y de la paciencia del gobernante a quien le recorda-ban su apodo de “Caclito”, fué la publicación de unos ver-sos hirientes y cuya paternidad se le achacó a Aquiles Agui-rrolea. De estos versos solamente recordamos dos estrofas y las intercalamos como curiosidad política y ejemplo de la virilidad de los escritores jóvenes de aquella época:

“Cuando vino don Eligio nuestro pueblo a gobernar, salieron los estudiantes y pelados a gritar: Salió Tortugo del arenal!

Lo fueron a recibir al Mexicano del Sur

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subió Aquiles, subió Ernesto, Director de “El Imparcial”, y todos la mar diciendo: Salió tortugo del arenal!”

El Gobernador ordenó al Jefe Político, Mariano Bona-vides, la aprehensión de los redactores de “El Huarache” y que fuera recogida la edición de la imprenta de Honorato Márquez, el único impresor que se atrevía a servir a los escritores de oposición. La orden se cumplió en parte en lo tocante a la detención de los redactores, porque algunos se ocultaron por haber tenido oportuno conocimiento de ella, como Chico Canseco que se escondió en una casa de por el Marquesado; Carlos Bravo que huyó hasta Tuxtepec y de donde nunca volvió a salir; Aquiles García que tam-bién pudo escapar con oportunidad, y solamente fueron aprehendidos José Ma. Vidaña y Darío Pérez, y encarce-lados en el “Toro Negro” de la cárcel de Santa Catarina. Se movieron muchas in#uencias en favor de los jóvenes pe-riodistas, pero fueron ine!caces, todas se estrellaron ante la cólera del gobernante y como consecuencia, se les sacó subrepticiamente durante la noche y fueron consignados al servicio de las armas: Vidaña a un batallón destacado en Juchitán y Pérez a las fuerzas que hacían la campaña contra los Mayas de Yucatán.

Este grosero atropello al pensamiento escrito fué for-mando, con otras destemplanzas o!ciales, una situación de malestar para el Gonzalismo, tal que llegó a amedrentar momentáneamente, abriendo un compás de espera y de si-lencio entre la prensa; pero pasado el estupor, pronto apa-recieron nuevas hojas, un poco atemperadas, pero no me-nos valientes y razonadas en sus conceptos, con el anhelo

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de modi!car la situación política del Estado, los escritores no dejaron a la mano la pluma, no renunciaron a sus fun-ciones depositarios de las esperanzas públicas y se dedica-ron, como derivación ornamental y fecunda, al cultivo de las bellas letras. En este interregno, formado por la presión o!cial, surgieron dos periódicos dogmáticos y opuestos en su ideología: “El Ferrocarril” y “La Voz de la Verdad”, liberal jacobino el uno, ortodoxo intransigente el otro.

En Oaxaca, todavía persistía como rumor de resaca la pasión de las luchas entre conservadores y liberales, y esa pugna seguía en el sector ideológico y social. Organizada la reacción al amparo tolerante del por!rismo, procuró in-!ltrarse en el ejército; la burguesía ciudadana y campesina respaldó su fuerza económica en la brutalidad tradicional de los Jefes Políticos, y el clero se adueñó de la juventud acomodada, apoderándose de la enseñanza, para cuyas !nalidades abrió sendos colegios, presentando un frente con organizada capacidad de resistencia y de conquista.

En cambio, el liberalismo era una fuerza que disgrega-ba, apenas se manifestaba en el misterio intrascendente de las logias masónicas de Santa Catarina; en las líricas manifestaciones de los estudiantes; en la tribuna o!cial de las festividades patrióticas y en el recogimiento de la cátedra; pero en los planos de la acción era absolutamente nulo. Quedaba el liberalismo en la categoría de palabra de literatura o!cial, de señuelo del que en veces se servía el régimen de la dictadura para satisfacer las vanidades de los viejos jacobinos.

Bajo estas condiciones parecería extraño que pudieran surgir y medrar las hojas liberales en la provincia; más sin embargo, el liberalismo oaxaqueño pudo exteriorizarse en periódicos de tesis anticlerical, manufacturados por el licen-

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ciado Manuel Brioso y Candiani y Juan de Esesarte, profe-sor de saneada reputación como hablista y matemático.

Manuel Brioso y Candiani no fué un diarista en toda la ex-tensión de la palabra, pero extendió las ideas liberales en la cátedra del Instituto y de la Normal, escribió folletos, opús-culos de controversia literaria e histórica y en la literatura del periódico o!cial desterró la aridez curialesca, poniendo en todos sus trabajos su decencia y su sinceridad espiritual.

Juan de Essesarte, gramático y retórico a la manera de los hombres que salían de las aulas con un gran acervo de humanidades, doctos en las lenguas muertas del griego y latín, fué el prototipo del escritor de provincia que escribió in#uenciado por el estilo periódico y editorialesco de los hombres que entonces ponti!caban en las letras.

La corriente periodística venida del centro a la periferia provinciana, encontraba obsecuentes imitadores en artí-culos extensos y manufacturados en un tono de pedestre su!ciencia. Dentro de tales normas apareció “El Ferroca-rril”, con un programa de clerofobia que espantaba por su iracundia, por su temeridad demoníaca y por su irreveren-te descompostura para el dogma. Los azufres infernales de esta hoja, causaron un pávido revuelo en las conciencias tímidas, sacudía la modorra de los indiferentes y aceleraba el ritmo de la inquietud por la prosa tajante con que he-ría al fanatismo. El clericalismo reconoció la fuerza de “El Ferrocarril” y salió a defender sus intereses aprovechando toda la fuerza de que disponía, inclusive la de su ascen-diente espiritual y doctrinario. En este campo tortuoso de encrucijadas quedó maltrecha la hoja liberal, sintió la de-rrota del vacío, la penuria de la circulación, la indiferencia asustada de los lectores y cuyo conjunto dió por resultado su desaparición.

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Dentro de la política clerical del por!rismo, encubierta con el eufemismo de política de tolerancia, era imposible que viviera el periodismo jacobino y en consecuencia, “El Ferrocarril” tuvo que pasar a la categoría de periódico fra-casado. Pero en la historia de los esfuerzos culturales, en un balance periodístico, Oaxaca siempre pondrá en sus lis-tas de presente al pan#etista iracundo y recio, a quien se llamó Juan Leperada por su carácter explosivo, congestio-nado de fuerza y que, por su adelantada visión, parece vivir el ritmo contemporáneo.

El valeroso Juan Leperada pasa por esta estampa su alta !gura de Quijote absolutamente fúnebre; alto sombrero de copa, lustrado por la pobreza decorosa; magro el rostro y tanto buido; ligeramente encorvada la nariz como la de una halcónida, y envuelto en la amplitud de su eterno saco cruzado, con los imprescindibles pantalones de fantasía, va amargado, bilioso, incomprendido por entre el pavor monacal, que tuvo recelos de contemplar al hombre que llevaba en el rostro, como el Dante, los pavores del in!erno de la ignorancia.

Frente al inestable periodismo de los liberales apareció perfectamente organizado el de la facción conservadora, destacándose la hoja ultramontana llamada “La Voz de la Verdad”, dirigida por el Lic. Lorenzo Mayoral, fervoroso católico, hombre casuísticamente preparado por sus luces intelectuales para la polémica doctrinaria y poseedor de notable dinamismo. Este periódico se fundó con todas las comodidades económicas que podían disponerse en-tonces en Oaxaca, pues tuvo su despacho, sus talleres y su personal de paga, cuyos gastos sufragó con largueza la tesorería del Episcopado. Está por demás comprender que sus !nes fueron los de la propaganda sectorial y la defensa

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de los intereses clericales, y en cuya labor se destacó el Sr. Mayoral, por su pasión y por su inquietud batallona, que arremetía con todo coraje contra los jacobinos y hetero-doxos.

Próxima a terminar la administración del general Mar-tín González, la opinión pública principió a manifestarse contraria a su continuismo recogiendo este malestar el pe-riódico oposicionista llamado “El Estandarte”, redactado por jóvenes cultos y de valor civil, entre los que recordamos al Dr. Luis Flores Guerra, Dr. Ramón Pardo, Dr. Manuel Pereyra Mejía, profesor Adolfo G. Gurrión, Lic. Heliodoro Díaz Quintas, etc.

Don Martin, que sabía bien cómo se arreglaban las elec-ciones, salió para México a buscar la venia del Centro, y cuando suponía tener los sacramentos o!ciales que le ase-guraban su continuación en el Poder, volvió a Oaxaca. Sus partidarios le organizaron con tal motivo una notable ma-nifestación de bienvenida; desde las primeras horas de la tarde todos los empleados formaron en la Estación y en los momentos de su llegada hubo repiques, vítores, discur-sos y des!le hasta Palacio, donde presenció el candidato la manifestación de sus partidarios y escuchó los discursos laudatorios de rigor.

La oposición se encauzó buscando un candidato de arrai-go popular, y creyó encontrarlo en el mayor Félix Díaz, ciu-dadano que a sus limpios antecedentes de elemento joven del Ejército, tenía la herencia brava de su estirpe por!ris-ta, que tan seductora, le era al pueblo oaxaqueño. Ninguna candidatura, ni antes ni después, contó con la unanimidad popular que tuvo la del mayor Félix Díaz, pues hombres de todos los sectores sociales se abanderaron de Felixistas y hasta nuestras mujeres, que de por sí son ajenas a las

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campaña políticas, tomaron una entusiasta participación, ostentando el rojo clavel del Felixismo y fotobotón del can-didato.

Fué una campaña delirante donde se puso de relieve la fuerza espiritual de la prensa oposicionista contra la ree-lección del general Martin González, quien a pesar de estar bien quisto con el dispensador supremo de las gracias o!-ciales, tuvo que retirar su candidatura ante las demandas de la opinión pública. El pueblo obtuvo un triunfo a medias porque Félix Díaz no respondió a los sacri!cios hechos du-rante la campaña electoral y tuvo que aceptar al candidato cientí!co Lic. Emilio Pimentel.

Esta conducta del mayor de Ingenieros Félix Díaz, tan imparalela con la de sus electores, bien la recordó el pueblo de Oaxaca, cuando consumada la traición de la Cuidadela, vino el candidato a su tierra con la esperanza de encontrar un respaldo en la opinión pública. Terratenientes renco-rosos, reaccionarios ejecutoriados de contumaces, indíge-nas sencillos, fueron los únicos que entonces respondieron al llamado de Félix Díaz. Su herencia por!rista la había pulverizado, nada quedaba de aquellos arrestos del viejo Chato Díaz peleando contra los invasores en los campos veracruzanos, de aquellas campañas legendarias de Por!-rio Díaz, señaladas por los jalones de Miahuatlán y de la Carbonera, todo quedaba deshecho en las manos del can-didato que no interpretó el valor civil de Oaxaca en la lucha electoral de 1902.

“El Estandarte” fué el último periódico pre-revoluciona-rio de mayor consistencia dentro del régimen de la dicta-dura y aun cuando hubo otras hojas a posteriori de !lia-ción independiente, como “El Bien Público” redactado por el abogado Ismael Puga y Colmenares, hay que convenir

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que, en la historia periodística de la Provincia, él tuvo la visión de ser el encauzador de la corriente oposicionista, el fertilizador de un campo donde nuevos hombres con ideología más amplia y ademán resuelto, constituyeran el mínimo núcleo del maderismo oaxaqueño, germen de la Revolución Social contemporánea.

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CAPITULO XIII.

La feria de Tlacolula.- El árbol del Tule.- Guillermo Reimers Fenochio. -Maniáticos célebres.- El Farmacéutico Carlos Cruz.

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La tradicional !esta del Rosario se celebra anualmente en Tlacolula con todo entu-siasmo, era una !esta de romeros fer-vorosos, de trajinantes andariegos y de algunos pícaros y enredadores tahures, peregrinos de Oaxaca, comerciantes, la-

briegos y ganaderos con vecindad en los pueblos del Valle Grande, en los de la Sierra de Ixtlán, de San Carlos Yaute-pec y hasta en los del Istmo, venían a tra!car en generos mantas y creas de Xía, Vista Hermosa y San José; en café de Villa Alta y de Pochutla; en trigo de las Mixtecas, en compra-venta de ganado costeño y en lanas y esquilmos. En los paréntesis los romeros iban a la iglesia, pero pocos eran los que olvidaban jugar en la partida, gozar de los di-vertimientos de los gallos, apostar en las carreras de caba-llos y escanciar el buen mezcal que dan los magueyes de la tierra.

Ocho días duraba la feria y a su !nal era costumbre es-tablecida en Oaxaca, salir a encontrar a los viajeros hasta el pueblo de Santa María del Tule. Ignórase la época en que se estableció esta costumbre, pero posiblemente nuestro Martínez Gracida podría haberla contestado con su ejem-plar acuciosidad; nada remoto sería también que el maes-

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tro Brioso y Candiani la tuviera en el acervo de su rica biblioteca y si mucho apuramos nuestra curiosidad, quizá guarde la respuesta Guillermo Reimers Fenochio, cuyo es-píritu se desequilibra al contacto de estos tiempos satura-dos de pestíferos hidrocarburos, como alejados de aquella edad de suave modorra, fragante al lináloe de los miniados arcones y al incienso y estoraque, por cuyo ambiente cami-naron las procesiones de las hermandades de los domini-cos, franciscanos y mercedarios oaxaqueños.

Habitantes con relieve, con personalidad folklórica, con trazos hondos, pocos subsisten ahora en Oaxaca, no obstante que ayer fué rica en procrearlos como lo podrían atestiguar los contemporáneos de nuestra juventud, y que se llamaron el licenciado Manita, hombre de vestimenta estrafalaria, ojos estrábicos, con enorme tulipán rojo en el ojal del pringoso jaquette, con su mano caída y su caracte-rística expuesta en una indeclinable debilidad amorosa; los hermanos Azpe, alto uno, bajito del otro, pero ambos ridí-culos y desmayados como haciendo una anticipada carica-tura de “Mut and Je$”; Varelita, músico de bailecitos noc-turnos, por el día era vendedor de caballos con ribetes de arrendador, fué un hombre de popular importancia por su personalidad de artista y caballerango, pero con tan escasa fortuna en sus o!cios que era fama que cuando desa!naba el violín o cuando los caballos lo ponían en tierra, era co-rriente que exclamara: “mi fuerte es el caballo o mi fuerte es el violín”, según le fuera mal en lo que desempeñaba de momento. Podríamos recordar una serie de cuentos de los tipos populares, desde lo que oímos contar de Loaiza, fa-moso invertido; los de Nana Andrea, una vieja estrafalaria, tuerta y ensortijada, que pasó su apodo a cierto jefe políti-co de la época de la dictadura, hasta los que alcanzamos a

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oír referentes a tío Chico Hueso, don Panchito el Aguador, Mambrú, etc., locos de cabotaje que fueron gracia de vie-jos y muchachos, y son faltan a la pleitesía femenina, no se podría olvidar a aquella tendajonera de por el barrio de las Nieves que era un adefesio en auge y a quien llamaban Merced la Perra, señora notable por gorda, bofa y chaparra y que se adelantó a su tiempo pintándose endiabladamen-te; y ya que de mujeres se habla pondremos punto !nal ci-tando a la mujer del con!tero Juanico Torres, la tremenda Lupe torres, señora avecindada en el barrio de San Pablo, de locuacidad de merolico, con ridiculeces de caracteristica y con unos intrusos desplantes que constituyeron la alar-ma regocijada de Oaxaca.

Nuestra ciudad tuvo en su renglón folklórico muchas sorpresas que mostrar al viajero curioso: bellezas natura-les, monumentos, ruinas, pero, además, costumbres pro-pias, notas coloridas en la regularidad del ambiente, tipos monomaniáticos con apodos sembrados; festividades reli-giosas con sus alegres calendas, !estas del 16 de septiem-bre catalogadas de típicas por el característico carro de la “América”, y tantas otras cosas que han desaparecido o se han modi!cado substancialmente hoy, a la fecha, según confesión de los mismos oaxaqueños, hacen que sus nota-bilidades hayan quedado reducidas al árbol del Tule, Santo Domingo, Mitla, Monte Albán y a las señoritas Quintanar.

Reimers Fenochio que no es un adefesio ni una ruina, ni una dama popular, no sé por qué lo olvidan entre las cosas notables del Oaxaca contemporáneo, cuando a ello le dan lugar sus originalidades de desorganizado superior. Dentro de la inclinación que Reimers Fenochio tiene por el pasado, en cuya tarea se siente ayudado por su fértil me-moria que lo orienta en achaques retrospectivos, el vulgo

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lo ha tomado por un avaro que solamente sabe de los true-ques de la quincallería, pero dentro de su #ematismo que le a#ora, con la reserva de un judío anseático de Bremen o de Harlem, venida esa misantropía por la sangre teutona de su línea paterna, a pesar de que aquel Maximiliano Re-imers parecía por su dinamismo y conversar a gritos, un estudiante universitario de Munich, o un súbdito alegre-mente encervezado de la gentil Baviera, mi amigo es un pintoresco oaxaqueño de quien Artemio del Valle Arizpe puede glosar cosas peregrinas con su agudo regocijo.

Pero sin poder precisar la fecha en que quedó instituida la costumbre de ir a recibir a los viajeros de la feria de Tla-colula, la verdad es que año por año, por el mes de octubre, Oaxaca, alegremente se trasladaba al Tule. Los rematada-mente pobres emprendían el viaje a pié, los charritos a ca-ballo, lucían sus trajes pintorescos y sus buenas monturas, y la mayoría yendo en carretas de dos o tres pesos por viaje redondo. Lo típico era ir en carreta, tarda, rechinadora, de ovalado y alto toldo de petate, con grueso colchón también de petate y ya en ella emprenderla por un camino lleno de piedras, pleno de hoyancos, abundante polvo, y que hoy se ha transformado en una buena carretera.

Al Tule principiaban a llegar los primeros pasajeros al rededor de las once del día y lo más rezagados al !lo de la una o las dos de la tarde. Debajo del árbol se organizaba un baile, reservado para las niñas bien y para algunas de la clase media que solían colarse. No era raro que el señor Gobernador del Estado y los altos funcionarios concurrie-ran a la romería y que algunos de ellos se entregaran, como el general Martín González a los deleites de la danza, del schotis o del valse coreado por las voces de ¡abran sala!, a cuyo mandato las parejas formábanse para que cada quien

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luciera sus habilidades coreográ!cas, premiadas al termi-nar con los aplausos de la concurrencia. En esta ocasión, como en otras similares, mucho se distinguía el boticario Carlos Cruz, porque desbordaba la jácara de su alegría y hacía gala de su infatigable destreza para el baile. Y como aquel ateo que al poner punto y coma sobre una discusión teológica, se despedía diciendo: “mañana, si Dios quiere continuaremos nuestra plática”, nosotros repetiremos la parodia diciendo también: “mañana, si Dios quiere, hare-mos una estampa sobre Carlos Cruz, cuyo nombre ha ve-nido de golpe a la memoria, juntamente con una frase que teníamos olvidada del Oaxaca alegre y juvenil”.

¡Ah! porque este simpático farmacéutico de Carlos Cruz, era cojo como Alcibiades y como Lord Byron y como Bru-mel, era notoria su elegancia por el decorado de su levita con rojo clavel en el ojal y todo él saturado de abundante perfumería de botica.

Al llegar la temporada de carnestolendas, Carlos Cruz organizaba comparsas ruidosas, bien trajeadas y formadas. Las mascaradas salían los domingos por la tarde de su casa del Carmen Alto, recorrían las calles en coches descubiertos y a veces montadas a caballo, terminando por las noche en un baile que se hacía en su propia casa, en la de Manuel Bo-navides o en la de “Las Culebras”, donde él sobresalía por su entusiasmo, su locuacidad y el júbilo incontenido que ponía para bailar los lanceros o las danzas calabaceadas.

A los viajeros que por vez primera visitaban el árbol del Tule considerado como el primero en América por el espe-sor de su tronco y a quien el Barón de Humboldt estimara sólo inferior al castaño del Etna, se les pedía que !rmaran el album de registro de visitas. El album es un documen-to curioso por el número de sus !rmas, por la calidad de

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los suscritos, por la belleza y profundidad de alguno de los pensamientos que guarda y por las frases peregrinas y san-dias que contiene y de las que algunas se hicieron notables, como las que se le achacaron al general Chávez: “¡Oh, árbol, eres un Dios!” y que un guasón parodió escribiendo: “¡Oh Chávez, eres un palo!”

El ferrocarril, el auto y el camión acabaron con dos as-pectos de la tradicional !esta del Tule: la ida y la vuelta, pues ambos tenían peculiares características; el primero, la alegría del viaje, la sorpresa del camino mañanero por campos yermos por el otoño, el cruzar los ríos exhaustos que pueden pasarse a saltos, por pequeños, la vista de mí-nimos poblados situados al margen de la carretera y el ho-rizonte azul que se recorta por montes amarillosos y agrios en espeluncas enanas. La vuelta tenía para unos la emo-ción esperada, por sedante, del descanso, para otros era el continuar la iniciación de una complicación erótica, de una amistad adquirida y para todos el saborear el epílogo de un viaje que rompía el ritmo de la vida de la ciudad.

Cuando los paseantes habían comido el clásico mole negro de guajolote y las sabrosas empanadas y ya habían-se surtido del indispensable manojo de ver-des guayabas peruleras, ata-das con ramas de ahuehuetes, se emprendía la vuelta en las pri-meras horas de la tarde. El auto

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y el camión han restado ahora un número atrayente a esta festividad, hoy se viene de prisa, no hay tiempo bastante para seguir enhebrando la charla principiada bajo el árbol del Tule, ni para prolongar las canciones cantadas en coro. Aquella vuelta entre tolvaneras, a brincos de la tarda ca-rreta, con charlas con los jinetes galantes que ponían sus caballos al paso de las ruedas, fueron alegres, movidas den-tro de la lentitud y propicias a la con!anza que se formaba entre pasajeros que iban por un mismo camino. Y en las noches claras, con embrujo de la luna, el viaje se hacía más cálido y había algo de ingenuo romanticismo, algo de ho-nesta emoción que dejaba recuerdos en el espíritu.

La fuga del tiempo que tergiversa los rostros y las almas, nada pudo en nosotros, porque hemos sabido conservar con lealtad el amor por la tierra, por los mayores y por las tradi-ciones en nuestro Oaxaca, constantemente amada. Integro el recuerdo, claro y preciso a pesar de nuestros ajetreos de impenitentes andariegos, cuando no sabíamos en qué lecho de azar apoyaríamos la frente en el siguiente día, hemos sa-bido conservar el cuadro de la vuelta del paseo al Tule. Vuel-ta con su tolvanera que se extendía por el espacio en un halo de alucinación campirana y que arriba, en la divina noche de otoño, se hacía magni!co torbellino de polvo y humo de estrellas. Con aquel camino endiablado, pavimentado como el lecho de un torrente, cuántas veces el amor hizo que golo-sos, como #ores salpicadas de rocío, turgidos se levantaran los labios en una ofrenda de beso, en tanto la carretera daba tumbos y sonaba el cantar de la alegría.

¡Oh agridulce añoranza del ayer, endecha sencilla del pasado, que puedes repetir con la saudade del poeta la es-trofa que oímos en noche lejana, en una canción extraña que casi nos mató.

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CAPITULO XIV.

Una Ley impopular.- Motines sangrientos.- El !nal de un Sábado de Gloria.

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El por!rismo, el año de 1896, se encontra-ba completamente estabilizado, garanti-zaba la propiedad, estatuía el orden, el trabajo y el miedo en la República. Las guerras, las alteraciones públicas y los motines estaban en los planos de la his-

toria; las luchas de los chinacos contra la mochitanga y los franceses; el periodo de los atracos escénicos de los platea-dos a las diligencias y las sublevaciones de los generales, eran cosas ornamentales de conversaciones domésticas, de pláticas que se hacían en las intimidades caseras al calor de un recuerdo pluscuamperfectamente pasado.

En nuestros hogares, era cosa frecuente nombrar con reverencia a Benito Juárez, narrar a diario su existencia humilde, los afanes batalladores de su juventud, las bon-dades de su administración en el cargo de Ejecutivo del Estado y su lenta elevación a las cumbres de la fama. Al descubrir el ejemplo de su vida íntima, resplandecían las honestas cualidades de su hogar, donde todo era virtud doña Margarita Maza.

Por!rio Díaz constituía otro tema biográ!co de las na-rraciones hogareñas, era seductora la aureola de sus he-chos militares y la prestancia de su persona que, siempre a

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caballo como en los cuadros napoleónicos, surgía yendo en acoso del laurel llevando en la diestra la espada vencedora.

Guerrero afortunado en las batallas contra el Imperio, rebelde contra el continuismo de Juárez y de Lerdo de Te-jada, después Cincinato habilidoso en su retiro de La No-ria, volvía a la vida pública llamado por la opinión nacional ante el desastre organizado de la administración del gene-ral Manuel González.

No era únicamente el relato de las vidas epónimas de es-tos dos hombres máximos de la historia las que con cariño se recordaban; pues no podían olvidarse las de otros que también a Oaxaca honraron con sus luces y su patriotismo. De los labios de nuestros viejos oímos palabras reveren-tes para Bernardino Carvajal, sembrador de pensamientos profundos; para Carlos Ma. Bustamante, historiador que escribió con la pasión de la aventura política; para Félix Ro-mero, escritor, jurisconsulto y constituyente; para Ignacio Mariscal, ciudadano patriota y de clara honradez intelec-tual; para Matías Romero, trabajador incansable que dió orientación a la economía pública; para Justo Benítez, Ma-nuel Dublán, Apolinar Castillo y para otros más que en el campo del saber, de las artes y de la guerra supieron honrar a Oaxaca como los generales León, Mejía, Carbó, Díaz Or-daz, etc., que en los tiempos de lucha hicieron circular en el pueblo el estremecimiento del patriotismo.

Como escribían los cronistas de antiguallas, diremos que corría el año de gracia de 1896, cuando hubo en Oa-xaca una perturbación del orden público originada por la inconformidad para cubrir un nuevo impuesto que gravaba la propiedad rural. A fuer de verídicos, la ley hacendaria no tenía las proporciones extorsionadoras que se le atri-buían, sino que por falta de preparación, de comprensión,

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se prestó para que los enemigos del régimen gonzalista enderezaran sus pasiones por los caminos de la rebelión. Por esta maniobra de soliviantación de que fueé acusado el licenciado Adolfo Soto se le detuvo por algún tiempo en los calabozos de la segunda demarcación de policía.

El movimiento tomó un carácter grave en los distritos de Jamiltepec, Juquila, Villa Alta y Zimatlán, donde se consumaron actos sangrientos que sembraron la intran-quilidad en el Estado y particularmente en Oaxaca.

Finalizaba la semana santa del mes de abril de 1896 con sus días de recogimiento, abstención de toda !esta y prohi-bición de concurrir a bailes y serenatas. El teatro Juárez se cerraba, el de las Delicias había concluido su temporada de pastorelas desde el día dos de febrero y los habitantes, vesti-dos de luto el viernes santo, tenían que cumplir con los pre-ceptos de la confesión y del ayuno. En los hogares se hacía oración, no se tocaba ningún intrumento musical, las tertu-lias se suprimían, los coches, los carruajes abiertos llamados “victorias”, de Anselmo Cortés, de José García y del doctor Gildardo Gómez, suspendían sus actividades; pero cuando llegaba el solemne momento de las ocho de la mañana del sábado santo, al tocar a gloria las campanas de la Catedral, todo era regocijo, volvía la alegría, en las calles se quema-ban los “judas” y en la Alameda de León tocaba la Banda de música del Estado, desde las once del día hasta la una de la tarde, haciéndose un paseo elegante y concurrido.

Muy estrenada toda la gente se echaba a la calle vistien-do trajes de color, los muchachos sonabas sus matracas y hacían corro en torno de los “judas”; la clase humilde liba-ba más que de ordinario en las tiendas de los barrios, y la acomodada inundaba las mesitas de la pastelería y cantina “El Edén”, situada en los bajos del Portal de Flores.

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Todo el mundo celebraba el sábado de gloria con diver-siones honestas y sencillamente alegres.

Festejabanse pues, en Oaxaca, el sábado de gloria del año de 1896, pero no con el regocijo de otros años, porque había noticias de la sublevación de los indios de Zimatlán y de Zaachila, de quienes se decía habían rechazado hasta el pueblo de Cuilápam a las fuerzas de la Guardia Nacional mandadas por el capitán Severo Ruíz.

Preparado el ánimo de la población para recibir cual-quiera alarma, no fué extraño que al caer la tarde del sába-do de gloria pudiera circular como cosa verdad el rumor de que los sublevados venían por el puente, ya entrando por las calles del mercado, por donde se escuchaban algunos disparos.

En un santiamén se hizo verdad la noticia; hubo gentes que aseguraban haber visto a los rebeldes saqueando las tiendas de San Juan de Dios, otras que ya iban camino de Palacio; el terror substituía a la re#exión; los pací!cos ve-cinos huían atemorizados; puertas y ventanas se cerraban con presteza y con la fuga de las últimas luces de la tarde aumentaba la zozobra; de las esquinas desaparecían los guardianes y en las calles sólo se escuchaban los pasos pre-surosos de los retardados o los de las patrullas de los solda-dos. La ciudad estaba callada, pávida, inquieta, esperando por momentos que entraran los alzados, que se oyeran sus gritos, que se escucharan los disparos…pero afortunada-mente pasó la noche y todo quedó en calidad de alarma.

La fresca del nuevo día restableció la paz en el vecinda-rio, las explicaciones se tomaron como lógicas y el terror de la noche anterior fué motivo de chacotas, puesto que lo que había marginado el escándalo quedaba reducido a risibles proporciones.

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Sucedió que a las seis de la tarde del sábado, cuando aún la gente hacía sus últimas compras, un borrachito rehacio a ir a la comisaría se lió con el gendarme y en las enredadas y forcejeos se le cayó la pistola al policía, produciéndose un disparo. Oírse el disparo y correr la gente, fué cosa ins-tantánea; los primeros corrían sin saber lo que realmente pasaba, los segundos sólo corrían porque aseguraban que algo muy serio ocurría por San Juan de Dios, los terceros porque decían que podían ser los sublevados y los últimos ya a!rmaban que los habían visto entrar por el puente. En otras circunstancias en que no hubieran mediado las de es-pecial alarma en que se encontraba el espíritu colectivo de la ciudad, seguro es que el incidente de marras habría que-dado en la categoría de escándalo sin importancia, pero la proximidad de los rebeldes y las noticias verdaderas que se tenían de sus movimientos, fueron la causa de tan grande alarma.

La opinión pública se pro-nunció tan categóricamente contra la ley hacendaria, que el gobernador Martín Gonzá-lez se vió obligado a derogarla, pero cuando desgraciadamente la sangre había corrido y consu-mádose actos delictuosos.

Los indígenas de las ran-cherías de Juquila, capitanea-dos por Orosio, invadieron la cabecera del distrito en forma tumultuosa, lanzando denues-tos al Gobierno del Estado y a las autoridades locales. El jefe

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político, Sebastián Núñez, el licenciado González, juez de primera instancia, el Recaudador de Rentas, el Director de la Escuela de Niños y los jefes de las o!cinas federales se refugiaron en la casa municipal para buscar una solución al con#icto que se les presentaba. En tanto, los sediciosos tomaban una actitud cada vez más amenazadora; los co-mercios eran saqueados, aquéllos se amotinaban frente al edi!cio municipal. Como en medio de la gritería oyéranse vitorear a Octavio Gijón, este señor creyó conveniente salir a aplacarlos y con!adamente se presentó ante los rebel-des; pero al manifestarles los medios pací!cos que debían emplear para la solución del impuesto hacendario, los in-dígenas voltearon sus armas para Gijón, dejándole muerto juntamente con dos de sus hijos.

El señor Gijón fué un hombre que gozó de notoria esti-mación en la costa sur del Estado, varias veces desempeñó el puesto de Jefe Político en el distrito de Juquila, y en las guerras de Reforma y contra el Imperio estuvo a!liado al Partido Liberal, al lado del general Díaz.

Estos sucesos sangrientos en los que perdió la vida Se-bastián Núñez, tuvieron su repercusión en Villa Alta y Zi-matlán. Por sugestiones de Joaquín Morales secundaron el movimiento anti-hacendista los causantes de Villa Alta. Esta actitud fué pasajera, pronto concluyó con la apre-hensión de los jefes del movimiento: Morales y Jiménez, quienes fueron traídos a Oaxaca para ser internados en la cárcel del Estado. Poco tiempo después Joaquín Morales murió misteriosamente asegurándose que había sido ase-sinado en el interior de la cárcel de Santa Catarina.

Los indígenas de Zimatlán también se pronunciaron y cometieron graves atentados; asesinaron al Jefe Políti-co Perfecto Nieto y a su hijo y consumaron en sus demás

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familiares actos bochornosos. Un piquete de soldados del 3er. regimiento de caballería, mandado por el teniente To-rreblanca, fué materialmente arrollado y obligado a refu-giarse en la torre de la parroquia, de donde más tarde pudo escapar a vivo fuego por entre los amotinados.

Como los habitantes de Zaachila secundaron la actitud de sus vecinos de Zimatlán, el Gobierno mandó una frac-ción de las fuerzas de la Guardia Nacional, a las órdenes del teniente Severo Ruiz, para reprimirlos, pero momentá-neamente fueron rechazadas hasta Cuilápam, de donde se rehicieron volviendo sobre ellos. Por esta circunstancia la tarde del sábado de gloria del mes de abril de 1896, la ciu-dad de Oaxaca se llenó de terror al suponer que los alzados estaban a sus puertas.

Las autoridades federales ordenaron la inmediata salida de una columna mixta rumbo a los pueblos del Valle Gran-de, integrada por fuerzas del 3er. regimiento y del 8º. bata-llón, mandado por el teniente coronel Joaquín de la Llave. Por su parte, la Secretaría de Guerra ordenó que fuerzas federales de guarnición en Guerrero entraran a Oaxaca por Ometepec. La presencia de estas fuerzas del 4º batallón, del coronel Lauro Cejudo, sosegaron desde luego la rebe-lión de la Costa Chica, y pronto se dió por terminada con la aprehensión y fusilamiento del cabecilla Orosio.

De este Orosio, que se adelantó a su tiempo, se cuenta que era un hombre que gozaba de grandes prestigios en-tre la gente de campo y que por la historia de sus haza-ñas temerarias había logrado obtener la jerarquía del va-lor. Metido en una aventura peligrosa la aceptó con todas sus responsabilidades y quizá en forma confusa, hasta la conceptuó de absoluta justicia; como un desafogue de la vida de expoliación que el indio sufría en aquellas latitu-

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des, donde las autoridades y los terratenientes disponían en forma premiosa y lacerante de todos sus intereses. La rebeldía de 1896 fué el grito de reivindicación social que no correspondió a la actitud de rebelión de la época, que no supo canalizar a la gleba, todavía sin rumbo, sin orien-tación, pero con el instinto explosivo de su dolor y de su miseria.

Orosio fué capturado y llevado que fué a Juquila no negó su participación en el pronunciamiento y, tras de las formalidades de la sumaria averiguación militar, fué pa-sado por las armas. Cuentan que Orosio no se inmutó ni por un momento en la prisión, ni en los últimos instantes cuando conducido al lugar de su fusilamiento y caminando entre las !las de sus ejecutores, fama es que dirigiéndose a uno de los soldados le dijo: “Toma este taco que yo ya no tengo tiempo.”

Así concluyó su vida el indio Orosio a quien el por!-rismo de la provincia pintó como un troglodita que des-parramaba en la jungla costeña el terror de sus crímenes. Se le hace surgir a Orosio como un hombre de enconos sombríos, con persistentes absurdos, pero dentro de esa !ereza, sus contemporáneos no quisieron oír el dolor del indio en el acento jadeante, en los vocablos penosamente urdidos del oprimido cabecilla.

A través de la fuga del tiempo que precisa los contor-nos de los sucesos del ayer, Orosio pasará, no como el in-dio bandolero que purga una existencia de crímenes en el patíbulo, sino quizá, adentrándonos humanamente en su intención, se descubra en su médula al precursor de glebas.

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CAPITULO XV.

El IV Centenario.- El Lunes del Cerro.- Visión retrospectiva.- El esfuerzo por superar el pasado.

Al Dr. Alberto Vargas, orador y poeta.

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Una feliz circunstancia nos llevó a nuestra tierra durante los días en que Oaxaca ce-lebraba el Cuarto Centenario de su ele-vación al rango de ciudad, concedido en cédula por el Emperador Carlos V.

Creíamos encontrar una ciudad a#igi-da rumiando su espanto y plañendo sus dolores; pero con sorpresa conmovedora Oaxaca vencía su tragedia, oculta-ba austeramente sus pesadumbres y se disponía a celebrar sus cuatro siglos de existencia.

Como el programa era sencillamente popular, resultó atractivo para todos, se suprimieron ¡loada sea la pobre-za! las pantagruelicas comilonas con levita, discursos de oratoria improvisada durante varios días, los saraos para la corte del presupuesto, como se hacía en los tiempo pasa-dos; pero para el bien de la colectividad, todo se redujo a un paréntesis de alegría, a certámenes de cantos populares, a exhibiciones de cerámica, a una exposición de objetos tra-bajados en paja y de tejidos de lana, donde sobresalían los sarapes que han salvado las fronteras oaxaqueñas; como también hubo manifestaciones de cultura física, constitu-yendo todo un exponente de trabajo, de arte y de esfuerzo por mejorar la herencia de los antepasados.

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Cuando se hizo la reseña de los festejos, hubo de seña-larse el acto celebrado en el Fortín en homenaje a la ciu-dad por las siete regiones del Estado. Los que tuvimos la fortuna de presenciar el Homenaje Racial, conservamos el recuerdo de aquella tarde caliginosa, cuando a cielo abier-to, bajo los rayos postreros de un sol candente, des!laron juntas, como en las pretéritas teorías, la gracia femenina con la sencillez austera de los hombres.

Escritores y músicos hicieron un arreglo escénico que llamaron Homenaje Racial y que resultó un logrado a pro-pósito de oblación para Oaxaca; fueron Alberto Vargas y Jacobo Dalevuelta los que tuvieron la iluminación de con-feccionar un apoteósis superbo, secundados por la música de Rosas Solaegui y la intuitiva cooperación de los actores.

No querríamos mencionar a todas las damitas que, al rededor de Margarita Santaella, vinieron de sus tierras a presentar su ofrenda, porque enumerar es distinguir, ni queremos tampoco olvidar el conjunto: niños, labriegos, profesores, que dieron realce al homenaje.

Este espectáculo plasmó con fuerza el momento aquél de que habla la leyenda, cuando las vírgenes impúbe-res moviéndose en la gracia de su juventud, al compás de los cuernos broncos, de los tambores recios y las chiri-mías melódicas fueron, en-tre la escolta de los guerreros de Ahuitzotl y el mayestático ambular de los sacerdotes, toda solemnidad, a ofrecer sus #ores y mirras y a hacer

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danzas y a entonar sus cantos ante el poderoso Tlaloc, el dios poseedor de los destinos del agua fecunda.

Año por año subía la suplicante caravana a impetrar de Tlaloc sus bienandanzas, a que no dejara de mandar la gra-cia de la lluvia sobre la tierra del valle nutricio.

Como los conquistadores no suprimieron la tarde del “lunes del cerro”, pudo conservarse la !esta en su aspec-to social durante la dominación y seguir después bajo el nombre popular de “lunes del cerro” hasta llegar a nues-tros tiempos modi!cada con el nombre de “feria de la azu-cena”.

Fiesta de Tlaloc, sagrada peregrinación o “feria de la azucena”, el “lunes del cerro” supervive en su origen sus-tantivo y en su gracia, hasta llegar a la categoría de fecha en el almanaque oaxaqueño. Porque, ¿quién no tiene en su yo el recuerdo de un “lunes del cerro”? ¡Oh, las tardes la-vadas de julio, tardecitas fragantes de perfumes de azuce-na, de nardos que se doblan al dulce peso de sus #ores, de maduras granadas reventonas y de membrillos odorantes con pelusa de terciopelo! ¿Quién que ha nacido en la vieja ciudad no guarda la sencillez de su recuerdo?

Qué alegría era el no ir a la escuela desde la mañana del lunes, con qué alborozo subíamos a la azotea de la casa para ver que los puestos se instalaban y oír las lejanas ca-dencias de la música en las notas altas del cornetín ma-ravilloso del maestro Garzón. Y salir a escape de la casa, atravesar jubilosamente las calles del Peñasco, las empina-das del Carmen Alto, continuar ascensando hasta trepar al cerro, correr de aquí para allá con gritos jocundos de envi-diosa alegría al encontrar entre los matorros el tallo de la blanca azucena escondida entre los riscos. Y en la cumbre asomarnos al estanque para ver sus aguas verdosas donde

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brincaban ranas y se deslizaban culebrillas a las que nues-tro miedo daba peligrosas proporciones.

En la cumbre, donde había quedado como recuerdo de las guerras de la Intervención y el Imperio un viejo cañón, se llenaba uno de aire, de luz y de un panorama de sorpren-dentes adivinaciones al encontrar la calle nuestra, el templo conocido, el jardín o el camino que salía por el ajedrez del plano de las calles rectilíneas. Qué grande es Oaxaca, excla-maba la vanidad cariñosamente ignorante de nuestra infan-cia. Con qué delectación contemplábamos la ciudad mater-na, dulcemente asentada en el valle, mirándose en las aguas del Atoyac y en las pequeñas del Jalatlaco, el arroyuelo de los trágicos destinos que abultó la tradición de la fé ofendida. Y allá los panteones, la garganta del valle de Tlacolula, el cerro árido como espelunca, de San Antonio de la Cal y en frente Monte Albán, con sus sorpresas históricas y a cuya falda va haciendo culebrinas empolvadas el camino del Valle Grande, por donde enantes vinieran los indios de Zaachila, cuyo re-cuerdo plasmó con zumba el refranero de los viejos tiempos, cuando dijo: “Zaachila quiere, pero caballo no entra”. Qué previsores eran en la acometividad los indios de las caballe-rías del Ejército de Oriente.

Por el norte la mole siempre azul, empinada, asaetean-do el cielo de la montaña de San Felipe y abajo las lomas de Aguilera que son el !ltro de una agua fresca y clara. De por esas lomas, que otean la llanura pródiga del Valle de Oaxa-ca, han bajado las indiadas serranas al acoso del derecho.

Nuestra fantasía en viaje retrospectivo voltea las pági-nas de la historia y desde esta pequeña cumbre que tiene a su derecha el feudo del Conquistador Cortés, Marqués del Valle de Oaxaca, qué de cosas descubrimos en la rue-da sin !n de los años, cómo des!lan estampas antañonas,

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cuadros con la pátina caída sobre las refulgencias de las es-padas epónimas, sobre el rojo escarlata de la sangre, sobre el verdor de los laureles, sobre las hecatombes de las trage-dias colectivas.

Por allí entró la indiada pinta y gloriosa del generalísimo Morelos quien tiene la vanidad de vestir por vez primera, el traje de su alcurnia guerrera, todo oro, azul y escarlata.

¿Y qué de aquella polvareda que se levanta bajo el sol mañanero de un día del año terrible del cuarenta y siete? Es que salen a defender la Patria los Guardias Nacionales mandados por el excelentísimo general Antonio de León, mixteco que convivió con Morelos y fué par de Valerio Tru-jano y que hoy ya viejo, todavía conserva la garra insurgen-te para estrujar las águilas invasoras.

Siguen pasando en el caleidoscopio retrospectivo los más variados cuadros, mas no siempre son de caudillos ni de políticos con raigambre pública o con estructuras de inconsistencia oportunista: pues hay también el del pasar del humilde cuya esperanza se cuajó o se deshizo al contac-to inhóspito de las tierras extrañas.

Mas la obsesión de las gestas bélicas vuelve a llenar el dis-currir de los años pasados y se oyen las clarinadas, los toques de fuego, los sones de arrebato, el estruendo horrísono de las artillerías del Fortín y de Santo Domingo y de la fusilería de la iglesia de la Compañía, acompañados por los gritos de los chinacos acosados inútilmente por el francés Briocuort, hasta después caer prisioneros del mariscal Aquiles Bazaine.

Mas, ¿por qué no rememorar también las horas buenas? la salida de los Reyes Magos con su convite nocturno; las tardes de las corridas de toros de “Cuatro Dedos” y de “Re-bujina”, en la plaza del Marquezado; y aquella vez primera en que el silbato del tren movilizó la pereza provinciana,

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cuya estridencia hizo exclamar, “Gloria in excelsis Deo”, al general Chávez.

Loado sea aquel buen gobernante del cuerpo rotundo, la barba luenga y blanca asentada sobre el amplio rostro de color broncíneo, a quien parece que lo vemos en las !estas o!ciales llevando el áureo uniforme de general y el gorro negro de blanco plumaje. En las mañanas frescas del pa-seo del llano lo miramos en sus años postreros pasear un poco meláncolico, meditabundo, bajo la sombra de la verde fresnada, con el semblante entristecido, pensando en su dorado abandono en el desvío de los tiempos.

Incontenido el recuerdo nos muestra la barrida alta de la ciudad desde el Chorro hasta el Carmen Alto, donde todo es bullicio, la gente se sienta en sillas adosadas a las ban-quetas, hace tertulia y estrado en los zaguanes, llena las ventanas y encarama su curiosidad hasta en las azoteas.

A las cuatro de la tarde la gente es una mancha polícroma en la medianía del cerro, y el aire de la tarde trae los rumores del paseo. Los muchachos corren y brincan con la alegría de un rebaño; las señoritas dan la nota de sus sonrisas, son una complicación sus altos peinados de roles, visten trajes con mangas de abullones a la altura del hombro y la falda larga recatadamente descubre la levedad breve de la botita de cha-rol; la cara sólo lleva polvos de arroz, todavía no saben del rimel en las ojeras, del rouge en los labios y en las mejillas. La nota sepia, en la verdura del paisaje, la dan los catrines tocados con el indispensable sombrero de bola y algunos lle-vando el largo jaquette de cola de pato, que fué tan caro para los hombres con título o con categoría en la Secretaría de Gobierno. También pasean los lengudos metidos en la im-posibilidad de sus pantalones, con banda de seda a la cintu-ra, blanca camisa con alforcitas en la pechera, sombrero de

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castor con letras realzadas en oro y plata. No falta, natural-mente, la que es gala y ornamento de la barriada humilde, la china donairosa de peinado a dos trenzas con sus arracadas de !ligrana y limpia camisa bordada bajo la roja mancha de la mascada, y en la espalda rebozo de seda o bolita y plan-chada la enagua y crujiente el refajo almidonado.

Principiaban a bajar los paseantes con la noche que se venía, terminando la !esta con algún baile improvisado con música de piano o con la de las mandolinas, las que estaban muy en boga entonces, y le hacían competencia a las orquestas de Piernitas y Varelita.

Así se celebraba en mis tiempos el “lunes del cerro”; no sé si se habrá modi!cado en sus detalles, porque sé que si-gue celebrándose; pero también creo que aquello de “pedir el remojo” cuando uno llega a estrenar viene sin duda de las mojadas que se recibían a la subida o bajada del cerro, porque el aguacero se desataba casi siempre.

Probablemente esta !esta amable no se perderá en el devenir de los años, porque los oaxaqueños sabemos de-fender las costumbres del pasado, cultivar con cariñoso empeño la herencia de bondad y de alegría, que es el en-canto del recuerdo de los que ya vamos siendo viejos.

Ciudad mía, Oaxaca mía, por mi admiración y por mi amor, quiero volver a verte en la tardecita de julio, en la tarde de varas de nardos, en la tarde de membrillos odo-rantes y de verdes granadas, en la tarde empapada de llu-via.

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CAPITULO XVI.

Droguistas y boticarios.- Médicos de antaño.- El loco Barzalobre.- Fernando Soluguren y su bicicleta.- El Dr. Varela.- Los médicos sin estrella.

A Indalecio Valverde, médico.

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Desde los tiempos aromados de leyenda de la suave Grecia, sin mencionar los fabu-losos del docto Egipto, donde el culto fu-nerario hizo prosperar el arte y la ciencia del embalsamamiento, los médicos rigen el afán de la supervivencia humana. Ciu-

dadanos de sapiencia, con un algo de brujos, de astrólogos y de taumaturgos, su raigambre inicial está en mitológico Esculapio, el hijo infortunado de Apolo y de Coronis, sacri-!cado por el irascible Júpiter hasta encontrarlo encarnado en el espíritu de Hipócrates, hombre sabio y rebelde a los halagos de Artajerjes el intruso.

El médico en el medioevo fué físico con ribetes de qui-romántico herbolario y adivino que medró al amparo de una ignorancia circundante, de la que a veces también fué victima, pues aparece chamuscado en las llamas de la into-lerancia, cuando se llama Miguel Servet.

Pero mientras la vida sea la lucha contra la muerte, mientras exista el bien del dolor en sus funciones defensi-vas de centinela que exista el bien del dolor en sus funcio-nes defensivas de centinela que avisa, la humanidad bus-cará la ilusión de las fuentes de Juvencio y andará con afán a caza de una terapia de esperanza. Aferrados los hombres

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a la vida, amándola con denodado interés, ponen en ejerci-cio hasta el carácter como fuerza de conservación. Tal es el caso de Mirabeau que dicta agónico el estupendo discurso que diría al siguiente día en la convención el señor de Ta-lleyrand; y el de Voltaire, que deshecho, decrépito, aún tie-ne alientos para dirigir “Irene”, su último drama. Por algo la voluntad de curar está a un paso de la curación, que dijo Steevenson; el paciente que tiene fé en la cura, dice Ampi-bilo$, es el mejor médico; “cúrate tú mismo”, dice en China el doctor mandarín Co-man-fu; “toma agua de esperanza”, dice en la India el doctísimo médico John Bull.

Al a#orar a la memoria los nombres de los médicos que en la noble y leal ciudad de la Nueva Antequera se dedica-ron a la cura de las dolencias físicas, no los dibujamos en el ejercicio de sus funciones humanitarias, porque no es el intento hacer monografía de ellos sino solamente evo-carlos tras de los apuntes de sus humorismos y que nos hace contemplarlos en la truculencia del “Médico a palos”, de que habló la sátira del clásico o quiza en la gracia estu-pefacta de los doctores del “Rey que rabió”, pero con un interés admirativo y respetuoso que nos lleva hasta la ve-neración emocionada.

Aquellos médicos que conocimos conservaban la in-dumentaria del o!cio, eran decorativos y espectaculares; con su alta chistera, grave levita e inseparable bastón, se presentaban a sus visitas y formulaban sus recetas en un incomprensible latín. No olvidaban que en el espíritu del enfermo se encuentra el factor moral que se crece con la presencia del médico, hasta interesar la fé y constituir una esperanza. El médico que se debe a la socialización impe-rante, a la sencillez regulizadora que todo estandariza, está actualmente fuera de la antigua “misce en escene”, sin que

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por esto ignore que la profesión requiere la e!cacia de un buen mostrador.

En Oaxaca, pues, el médico de la época tuvo su fase ex-pectante, pero no dejó, a pesar de las apariencias externas, de ser un profesionista serio, docto, modesto y además po-seyó la moral caritativa, que suele perderse en la marejada del mercantilismo fenicio. Los médicos tenían algo de la vibración angélica de Martín de Tours, eran profesionistas de la caridad. Cobraban un peso por visita a los acomoda-dos, un tostón a los pobres y a los rematadamente indi-gentes les daban en sus boticas la receta y la medicina: el remedio y el trapito.

Nuestras boticas eran del tipo de las de toda provin-cia con su característica de centros de reunión y de charla para amigos desocupados. Las mejores droguerías y boti-cas de entonces eran la de Camilio Tolis, súbdito italiano, comerciante honorable y muy cuidadoso de su persona y de quien, por tener como socio a Luis Renero, se refería a cierta persona incorporada a su hogar, que se presentaba llamándose: Tolis y Renerís.

Otra droguería de importancia fué la llamada “Drogue-ría Roja”, propiedad de Pomposo Ruiz, señor sobre quien recayó una petu-lante ocurrencia. Por lo visto parece que los familiares de los droguistas oaxaqueños eran muy propensos a los dislates gracio-sos, pues fué cosa bastante conoci-

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da en Oaxaca que la niña del citado Pomposo, cuando era presentada, siempre agregaba después de dar su nombre, que era pariente de Pomposo Ruiz, dueño de la “Droguería Roja”, quien tenía muchos pesos. Otra de las droguerías de importancia fué la situada en la esquina de las calles de Guerrero y San Francisco, hoy Carlos Ma. Bustamante, su existencia fué breve y llamó la atención por el buen gusto con que la arregló el doctor Gildardo Gómez, socio del cura Gil y con quien terminó en un enredo judicial de sonada murmuración.

En la categoría de droguerías y boticas estaban la “Bo-tica del Sagrario”, atendida por el doctor y farmacéutico Juan Chagoya; la botica de “San Felipe”, a cargo del pro-fesor José Núñez, situada en los bajos del famoso colegio católico del canónigo Ignacio Merlín; la botica de Gregorio Peña, un viejecito siempre vestido de largo guardapolvo de dril ruso y poseedor de una notabilísima joroba; la “Bo-tica Guadalupana”, que tenía por responsable al profesor en Farmacia, Gonzalo Ramírez; la “Botica Central”, de los doctores Cervantes y Varela y !nalmente, entre otras que posiblemente olvidamos, la botica de Manuel de Esesarte, distinguida de sus similares, porque su propietario no ad-mitía corrillos ni visitas de larga permanencia, pues apenas toleraba la constante de Joaquín Valverde, siempre enfras-cado con el relato de las aventuras amorosas del boticario Manuel Sánchez Peña y las no menos interesantes de Jesús Alezón, el famoso “Charifo” a quien dimos popularidad en una “calavera” del año de 1904.

Volviendo a nuestros médicos, recordamos que en Oa-xaca supieron dejar buena memoria, Francisco Hernández, Aurelio Valdivieso, Antonio Alvarez, Próspero Alvarez, Fernando Sologuren, Enrique Montero, José Ma. Palacios,

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Manuel de Esesarte, Severo Cervantes, Nicolás Varela, etc. No abocetamos la personalidad de los médicos que sustitu-yeron a la generación de los médicos que citamos, porque está relativamente cerca de nuestra época, pero sí recorda-mos, y a algunos con acendrado cariño, a nuestros maes-tros Gildardo Gómez y Adalberto Carriedo; a Luis Flores Guerra, Herminio Acevedo, Manuel Pereyra Mejía, Ramón Pardo, Macario Bribiesca, Perico Fuentes, Alberto Vargas, Severiano Avendaño, etc.

Francisco Hernández era un señor diminuto, un poco lleno de carnes, y tenía la amabilidad de los viejos de vida serena. Era poseedor de una encumbrada popularidad entre la pobrería, donde no se le llamaba con la ceremoniosidad del título, sino con la respetuosa sencillez de “don Panchito”.

Y don Panchito Hernández, médico de las tropas libe-rales del general Díaz, fué director del Hospital General y un médico que recetaba por cuatro reales o por nada a sus clientes de los barrios pobres. ¡Qué bueno fué este don Panchito!

Antonio Alvarez, en todo Oaxaca se le llamaba senci-llamente don Tonche Alvarez, fué un poco político, pues tenía frecuentemente una curul en el Congreso del Estado. Poseedor de propiedades rústicas, era por correlación algo a!cionado a la agricultura y a la cacería. Aun cuando fué eterno profesor del Instituto, no se contagió de la petulan-cia dogmática e inquebrantable de los sabios muy viejos, pues siempre fué con el ritmo de su tiempo dentro de toda innovación.

Alto, delgado, vestido siempre de terno negro de gran levita, tenía la característica de llevar, con desentono per-sonal, el desenfado de un gran gasnet, a manera de bufan-da, sobre el cuello. Su hermano Próspero era alto como

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él, vestía con la misma manera de holgura fúnebre, pero siempre tocado de brillante sorbete; los ojos claros brilla-ban en su miopía tras de los espejuelos de arcos de oro; volábale al aire la barba grave y plena y tenía la caracterís-tica de rascarse la mejilla y de toser constantemente. En la Escuela Normal para profesores, donde fue catedrático de Higiene y de Antropología, se le llamaba cariñosamente “Licurgo”. Ignoro por qué se le dió tal nominativo, quizá, pienso ahora, porque invariablemente al iniciar su clase de principio de año, con aquella su voz gravemente cantarina, comenzaba diciendo: “No se te ipso”. O tal vez, porque su cara y su bondadoso yo, alto y austero de cuerpo, daban la sensación de un sabio heleno paseando su gravedad bajo la sombra de los jardines de Academus.

Dentro de la sencillez habitual de los doctores oaxa-queños para hacer sus visitas, los hubo quienes se distin-guieron por los medios de transporte que emplearon, tales como el doctor Barzalobre, quien, caballero en su caballo alazán, recordaba a los médicos aldeanos que en los folle-tones de las novelas costumbristas paseaban sus !guras sabias y paternales.

Barzalobre fué un médico apreciable, hoy lo recordamos como en una borrosa estereotipia cabalgando en su ama-rillo rocinante, o apurando la memoria, paréceme oír sus gritos estentóreos que salían bajo la regadera del Hospital General, en donde pasara sus últimos días curándose de mortal locura.

A semejanza del doctor Barzalobre, sin su !n de para-nóico incurable, Fernando Sologuren hacía también sus visitas a caballo y le seguía un peón de estribo que lo ayu-daba a subir y a bajar de la cabalgadura y a detener la brida de la taquilla acémila. Levemente abultado el vientre, por

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la natural obesidad de los años, Fernando Sologuren vestía jaquettes de colores claros, era un inteligente médico, era un temible platicador de motivos arqueológicos, y además, por su viudez impenitente, era de una debilidad incorregi-ble por las domésticas.

En materia de transportes, Sologuren estuvo siempre con el último invento, así un día se conoció en Oaxaca la bi-cicleta, y rápido Sologuren, la utilizó para hacer sus visitas, como otros la adoptaron por “sport”, magüer sus puestos o!ciales y la madurez de sus años, como los señores Pan-cho Magro y Antonio Iturribarría, graves funcionarios que hacía “pandant” a la juvenil belleza de las ciclistas: Jose-!na Atristain, María Magro, Soledad Iturribarría y Alicia Trinker.

En aquellos tiempos vestía mucho tener una bicicleta, su posesión era un anzuelo para las conquistas de amor, un pasaporte que expeditaba el camino para llegar a los cora-zones más indiferentes como hoy lo es el auto, para todas las complicidades rectas o celestinas. Y las mejores bicicle-tas respaldaban a Alfonso Trápaga, al Chivo Herrera, a Fer-nando Isunza, a Enrique Zavaleta, a Manuel R. Canseco, a los abogados Agustín y Enrique Canseco, mozos elegantes de la época.

Siguiendo la trayectoria de nuestro médico, un día pa-saron de moda de las bicicletas y entonces a Sologuren se le vió hacer sus visitas en cómoda carretela tirada por un tronco de mulas. Lástima es que nuestro doctor no hubiera alcanzado estos tiempos de vehículos de gasolina, porque seguramente habría de sustituir el auto por el avión.

En la relación de los doctores no puede olvidarse aque-lla !gura severa, al descubrir, de Manuel de Esesarte, pero tan llena de bondad y de llaneza en la intimidad de la ca-

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becera del dolor. Volándole los faldones del jaquette, con su constante quitasol verde en la mano, caminando con su natural rapidez, con su característica violencia de formida-ble peatón que le hiciera conquistar el nombre del “doctor ferrocarril”, el señor de Esesarte, que parecía gruñón, ás-pero y duro en su pequeño consultorio de la calle de Benito Juárez, era una bondad, era un hombre que subrayaba la severidad de su rostro encerrado en el óvalo de la barba negra, con la dulzura de su atención comedida, de su cari-dad silente.

La ciencia médica que tiene mucho de impresionista porque en sus funciones juega importantísimo papel la personalidad de quien la ejerce, tuvo un magni!co repre-sentante en el doctor Nicolás Varela, quien cuidó mucho de la representación. Su cuidado personal le procuró clien-tela ¡y cómo no iba a tenerla! si llegaba en un buen carrua-je, brillándole la chistera de ocho re#ejos, albo el cuello, desbordada la corbata de plastrón, sujeta con prendedor y perdida entre el buen chaleco de fantasía y apoyada la mano en el bastón de puño de oro. De verlo tan médico, el paciente se confortaba, sentía que estaba delante de un doctor. Y qué bueno para curar debía ser aquel gran señor con sus anteojos quevedianos, barba rubia, #orida como la de un nazareno de cuadro bonito, que al recetar cintilábale un brillante de la mano taumatúrgica. El doctor Varela fué un trabajador de la medicina que supo su o!cio.

Con cuidada intención hemos dejado para el !nal de nuestra estampa médica este apunte comprimido del doc-tor Aurelio Valdivieso, porque le somos deudores de una reverencia personal desde los años de la infancia. Médico eminente, cirujano distinguido, pedagogo de in#exibles severidades, en todo puso la claridad de su saber, la morali-

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dad de su espíritu encumbrado, el esfuerzo de su voluntad orientada hacia el bien colectivo. Director del Instituto de Ciencias y Artes del Estado, médico del Hospital General, senador de la República, llena con su vida las más intere-santes páginas de la historia médica, educativa y política del Oaxaca de su tiempo.

El señor Valdivieso tenía una !gura inconfundible y personal: cuerpo montañoso, sin torpezas para el andar, ojos desorbitados, con vivaces movimientos escrutadores; rostro de rubicunda tez, congestionadamente sanguíneo y barbas encrespadas, borrascosas que se abrían dejando en descubierto el mentón ovalado a la manera cesárea de los káiseres austriacos.

Y después, ¿por qué no recordar la memoria de otros médicos que tuvieron la desventura de ejercer su profesión con mala estrella? Tales médicos tuvieron una popularidad negativa que el público les formó por nimias apariencias externas; así recordamos que la clientela de que dispusie-ron no fué todo lo grande que pudo haber sido por sus lu-ces, debido al sambenito que se les colgó. Uno de ellos fué indiado, chaparro, con cara bondadosa, pero toscamente vaciada en gruesos per!les, que producían la imprensión de un simio domesticado. De este doctor se contaba que le apestaban los pies y por tal detalle, tan a!rmativo, el vulgo con su lógica concluyó por tomarlo como signo de incom-petencia. ¿Cómo podía ser buen médico, quien no podía curarse tan fea lacra?

Y a propósito de piés, cierto médico por un defecto pa-recido tuvo que luchar para imponerse; pues como andaba con grandes di!cultades,- casi arrastraba su cuerpo dolido por los juanetes y los callos,- el pueblo huía de él conside-rándolo incapaz en su profesión, a quien no podía curarse

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de sus propias dolencias. No deberían faltar en esta “es-tampa” los curanderos con ungüentos y cataplasmas, ni los populares componedores de huesos y luxaciones, pero este intento sería acreedor a una estampa propia de picaresco colorido.

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CAPITULO XVII.

El Istmo y los istmeños.- La fastuosa Juana Catarina Romero.- El popular “Cónsul” de Tehuantepec, Anselmo Cortés.- Una jaculatoria célebre y un discurso político.

Al señor Lic. Anastasio Garcia Toledo. Gobernador Constitucional

del Estado de Oaxaca.

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La región del Istmo constituye una tierra de interés por sus relieves propios y so-bresalientes. Su estructura física es de una prodigalidad que se mani!esta en la exhuberancia de sus árboles de maderas preciosas y variados frutos y en una fau-

na rica en sus exponentes tropicales. Su clima, ardoroso en los meses del verano, se suaviza con las brisas marítimas y con las lluvias frecuentemente torrenciales.

A pesar de tales bienandanzas, el Istmo sufre hondo malestar económico, afectando desde enantes, por la de-gradación de su puerto: Salina Cruz, venido a la categoría de puerto de pescadores. Sin embargo, su actividad agrí-cola ha encontrado su compensación en el cultivo del plá-tano, y cuenta para su futura economía, además, con los recursos codiciados del petróleo.

Las características raciales del istmeño han sido falsea-das al mirárselas a través de un prisma de absoluta sensua-lidad irisada por los colores del huipil y del jicalpextle; o dentro de la frívola circunscripción de los aires populares, que han marginado el error de tomar al istmeño en perpe-tua actitud de zandunga.

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En cuanto a la mujer del Istmo, el concepto social va más allá de la equivocación hasta hacerse deprimente, pues corre fama de ser mujer de pecado, clasi!cada como producto exclusivo de consumo sexual. No es extraño que los que dicen conocer a la mujer istmeña la hayan tomado como una mujer de factoría de oriente; mercancía de zoco berberisco. Lamentable equivocación es la de suponer que la istmeña es una hembra baldía, una mujer de tarifa que ofrece la dádiva de sus encantos, porque obligada por el clima, mal encubre con la levedad de las pintadas telas, la turgencia desbordada de su hermosura criolla; por el con-junto voluptuoso de su cuerpo grácil, que subraya con el ritmo de su paso; por su llaneza unánimemente costeña y por el embrujo, en !n, de su voz cálida que canta, al hablar la dulce lengua nativa.

El romero acostumbrado a vivir de las limitaciones paz-guatas de las distancias gazmoñas, no comprende la psi-cología del ambiente, y toma como síntoma de libertad absoluta las maneras joviales de estas mujeres que saben derrochar el tesoro inefalable de su alegría. Virtudes dis-tinguidas tienen las istmeñas, pues además de poseer las innatas a toda mujer mexicana, tienen también, las del en-canto superbo de su raza y la gracia hóspita y seductora de las costeñas.

En el mercado social corren sus hombres con fama de perezosos y de seres taimadamente peligrosos. Se les pin-ta como seres sin nervios, que viven en una Isla de San Balandrán, donde las mujeres desempeñan las faenas del taller y del campo. Crueles en sus venganzas, poseídos de odios ocultos, que para satisfacerlos apelan a expedientes sombríos, a los medios violentos de la puñalada canallesca o a los calculados del bebedizo que suministran con la frial-

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dad pavorosa de unos Borgias silvestres. Esta fama corrió en Oaxaca con la muerte de Albino Zertuche y el suplicio del Chato Díaz. La muerte del general Félix Díaz es pro-ducto del fanatismo exasperado, es la represalia política para quien mete la ganzúa de la intolerancia en la puerta sellada de la conciencia. La escuela socialista, el periódico rojo, la tribuna social, el mitin de clase, el cooperativismo obrero y campesino, son los factores revolucionarios que hacen obra de persuasión y de conocimiento de un mundo humano y generoso.

Separando toda digresión, repetimos que no hay que ver al istmeño en su clasi!cación arbitraria de hombre perezo-so, ni en su aspecto de !era acosada donde lo ha colocado la comodidad de una sociología ín!ma, hay que buscarlo ejerciendo su calidad de factor de vida, su categoría de ciu-dadano en las lides cívicas, de camarada defensor de los principios societarios, de soldado inigualado por su valor y capacidad de resistencia.

En el Instituto de Ciencias, en la antigua Escuela Normal para Profesores, suenan con la grata leyenda del recuerdo los nombres de Rosendo Pineda, Nicolás López Garrido, Por!rio Ruiz, Lisandro Calderón, Mau-ro Carrasco, etc.; en el viejo es-calafón de los defensores de la República se leen los nombres de Robles, Martínez, Toledo, etc., y en el de las !las revo-lucionarias los de los Charis, López, Salinas, sin olvidar el

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nombre bravo de Adolfo C. Gurrión y el del inquieto polí-tico Ché Gómez.

Cuando se hace lista de presentes de los istmeños, que en cualquier orden han sabido prestigiar la tierra de Oaxa-ca, siempre tendrá que recordarse a aquella gran señora de muni!cencia real y de afanoso amor por su terruño, que se llamó Juana Catarina Romero. Al mencionar a Juana Cata-rina, viene en espontánea asociación la vida costumbrista del Istmo, a la que se dedicó, para su bien, todo su entu-siasmo, convirtiéndose hasta en una productora de alegría en la organización de las suntuosas “velas”.

Interesantes han sido estas festividades religiosas y profanas, denominadas “velas”. Las hay grandes y chicas, siendo la más grande la que se hace en honor del patrón San Vicente, de Juchitán, y a la que siguen en importancia las de la Asunción y San Jacinto. Estas festividades tuvie-ron su origen en el viejo barrio de San Blas, el pueblo pater-no de los demás pueblos istmeños, y se anuncia saliendo jóvenes muchachas a repartir entre los vecinos principales la clásica leche con marquesote. El mayordomo de la iglesia reune a los feligreses en su casa con sus amistades, llevan-do vinos, refrescos y colación para la “Vela”. Y es entonces cuando todo el pueblo es alegría, la música toca sin cesar los sones de la tierra; los más lindos rostros danzan cons-tantemente, se mueven con eurítmico donaire, se agita la belleza estatuaria de los cuerpos femeninos envueltos en la vaporosa encajería de los bajos y altos huipiles, y en el revuelto escarlata, verde y oro de las amplias faldas que concluyen en albos tableados, se asoman, como alígeras palomas, los breves pies calzados con zapatillas de seda. Gentil y pintoresca fué Juana Catarina, que con ser tan in-teresante en sus desenfados, en sus discretos amoríos con

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personas de calidad, en sus costumbres un tanto cuanto libres para el trato con los hombres y en la suntuosidad decorativa de su lujo de leyenda, todo queda empequeñe-cido y en calidad de arbitraria intrascendencia cuando se descubre el cálido amor que tuvo para su tierra, la bondad inagotable de su fuerza de impulsión para todo proyecto colectivo, el entusiasmo tesonero para difundir la ense-ñanza y hasta en sus caprichos femeninos va siempre inví-vito el bienestar de su terruño, cuando rendidamente obli-ga a quien lo puede, a que pase por los aledaños del pueblo natal el Ferrocarril de Tehuantepec.

Para la fama de que gozó Juana “Cata”, tanto como la de su contemporáneo Rosendo Pineda, conviene decir que nuestra estampa no es para personas de tanta calidad, sino para istmeños humildes, que no por haberlo sido, dejaron de ser interesantes, ni su contribución menos valiosa para el enriquecimiento del anecdotario oaxaqueño.

En la colonia de tehuanos y juchitecos avecindada en Oa-xaca sobresalían Arnulfo García, Celso Cortés. Emilio Gar-cía, Gerardo Toledo, Severo Castillejos, Adolfo C. Gurrión, Eduardo Dehesa, Por!rio Ruiz, Manuel Calderón, Ismael gurrión Pineda, etc. y particularmente se distinguieron istmeños colocados en planos distintos y con disímbolas jerarquías, pero a!nes en lo tocante a popularidad.

Consuelo Molano fué una tehuana humilde, de colorida y estallante nota por su traje regional en el claro ambiente de la Nueva Antequera. Tehuana comadrera e insinuante, desde temprano se la veía trafaguear y caminar, con su pe-culiar donaire, llevando en alto el revuelto del huipil enca-rrujado, almidonado y blanco, en contraste violento con el rojo escarlata de la falda. Y con el largo pañuelo de color en la mano, marcando el ritmo de su andar con los brazos

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morenos y desnudos, subía y bajaba calles, entraba a esta o aquella tienda, salía de casas y o!cinas llevando la mer-cancía de sus alhajas en venta. La Molano era un comer-ciante ambulante, comisionista al menudeo y corredora de chácharas de ocasión, que tenía un corazón y un modesto hogar siempre abiertos para sus paisanos.

Entre un paréntesis que encierra la !gura austera del magistrado Nicolás López Garrido, la recia y bizarra del mayor de ingenieros Alberto Canseco, la conocida del ca-pellán Azcona, encargado del templo de La Soledad, se sale la de un tehuano que llegó a encumbrada popularidad por la amplitud de su carácter y por el sano divertimiento con que tomó la vida. Ese tehuano singular, que puso el humo-rismo de sus tics a la teoría engolada de nuestras estampas fue Anselmo Cortés, hombre ya de edad madura cuando sale al tinglado de los recuerdos. De complexión delgada, pero de calidad correosa, era de proporcionada estatura, locuaz, insinuante, seductor y con sus prontos comprome-tedores cuando pasaba por los campos de Dionisos, porque entonces arremetía contra todo lo instituído, sin temor de los preceptos municipales y bandos de buen gobierno.

Decíamos que era, entonces, un hombre cuarentón; te-nía vivaces los ojos, buen bigote, pequeña barbilla caprípe-da, a la manera francesa de la época, y con una vestimenta que denunciaba poco escrúpulo para observar los dictados del buen gusto, pues llevaba pantalones estrechos, semi-charros, alto chaleco desabrochado en los botones de arri-ba, corbata de cinta negra y delgada puesta bajo el albo cuello volteado, a grandes picos, amplia levita volandera llevada a la diabla y la cabeza tocada con un sombrero de anchas y #exibles alas, que le daban un aspecto singular, con un desenfado personal y pintoresco; mas no hay que

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suponer que por su vestir arbitrario fuera un Ferruco, un Azpe, un licenciado Manita o como el estrafalario Juan Rebollar, personaje de verde quitasol y amplio levitón de Holanda o de dril riso; ni menos era un Pablito el aguador que se trajeaba ridículamente los “lunes del cerro”, no; An-selmo Cortés era un hombre serio que se distinguía por la incongruencia de su sombrero hongo sobre la levita y el pantalón charro, prendas que establecían un desentono característico y de sello personal.

En lo íntimo era un hombre con sus prontos, pero a la postre hablaba al corazón; para sus paisanos era el cicerone cuando entraban a la ciudad; era el CONSUL para ellos, el que ponía su hogar y sus relaciones al servicio de los suyos. Hombre trabajador, entregado al comercio de los negocios de toda índole, se ocupaba preferentemente de contratas postales, en arrendamiento de bestias de carga, #etes, al-quiler de carruajes y todavía se daba tiempo para hacerla de picapleitos, porque algo conocía de las tortuosidades de la ciencia de Papiniano y de los sutiles hilos de las mallas de Anacarsis.

Por el carácter camorrista de sus vecinos valentones y la guapeza de sus mujeres recargadas de anillos, de largos be-jucos de !ligrana, guardapelos ostentosos y grandes arraca-das incrustadas con perlas, ha sido famoso en las crónicas urbanas el barrio de Coyula. Pues en este Coyula, que tam-bién lleva el nombre de barrio de Consolación, sucedió que un día Anselmo Cortés tuvo sus dimes y diretes con uno de los vecinos matanceros hasta hacerse el escándalo con in-tervención de la policía. Inútiles fueron las explicaciones de las partes para evitar ser arreados a la primera demarcación.

Los celosos guardianes del orden, que siempre son cum-plidos como los abogados son ilustres jurisconsultos; como

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los médicos, sabios galenos; como los obispos, ilustres pre-lados; como los maestros de escuela, abnegados mentores de la niñez; como las señoritas feas y sin gracia, inteligen-tes y virtuosas, tuvieron que vérselas negras con Cortés, que era de una complicada seriedad cuando andaba en la paseada. Después de largos circunloquios el “reo” aceptó, en apariencia, ser llevado a la comisaría. Huelga decir que todo el barrio se puso en movimiento y la curiosidad de las comadres se asomó por ventanas y zaguanes.

Los policías con di!cultades ya conducían a los faltistas, cuando Cortés, recordando el viejo derecho de asilo, creyó que era llegado el momento de ejecutarlo, y para su prose-cución pretextó que le permitieran rezar frente a la iglesia de la Defensa. Nada tuvieron que oponer los custodios al piadoso ruego del fervoroso “reo” que así era tentado por el espíritu bueno, y a#ojándole los brazos, elevó con arrobo la vista hasta la imagen y principió diciendo humildísima y tierna jaculatoria: “Madre Santísima de la Defensa, dame fuerzas para”… (aquí cambió rápido la voz, de contrita se vuelve bronca, los policías caen al golpe inesperado de los brazos que se han abierto con fuerza y Cortés echa a correr cuando en forma tan inesperada termina su oración) “lí-brame de estos….”

Otra de las aventuras de Anselmo Cortés, fué la que ocu-rrió en el pueblo de Ocotlán, acompañando en su jira política al licenciado Benito Juárez Maza. El candidato popular ¿qué candidato no lo es? fué recibido con la alegría organizada por sus partidarios y con la curiosidad de los indiferentes. Los repiques, cámaras, cohetes y música, indispensables en todo arribo de propaganda no faltaron ni el mitin en la plaza pública, la comilona con discursos y por la noche la serenata y el bailecito en la casa del vecino principal.

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Posiblemente de todo esto debe haber habido en Ocot-lán, pero de lo que sí hubo seguridad fué de que Anselmo Cortés abordó la tribuna y produjo los naturales elogios para el candidato, entusiasmando a los ocotlaneros cuando habló pestes de los jefes políticos poniéndolos de todos co-lores. Sólo santos no los llamó, pero de arbitrarios, crueles y pícaros, no les hizo ni una rebaja, acabando por decirles que eran unos “uñas largas”.

El orador no contaba con la huéspeda; el señor jefe po-lítico lo había oído todo y andaba que echaba chispas. No podía tolerar que en su cara y en su propia casa, vinieran de fuera a decirle dos o tres frescas. Anselmo Cortés se dió cuenta de su situación y se fué directamente a tomarla de los cuernos, abordando al señor autoridad del distrito. Nada le importó que el jefe político José Cervantes, a quien en con!anza sus amigos le llamaban el “Cuete” Cervantes, estuviera hecho una cámara, porque en llegado hasta él, en tono patético, díjole con los brazos abiertos:

–“Mi querido “Cuete”, ven: déjame que te estreche, dame tu mano de hombre honrado. Quiero que mi saludo sea la prueba de que no todos los jefes políticos son unos pillos, pues si los hay, tú eres el mirlo blanco de toda esa cálifa de bribones”.

Y el habilidoso Anselmo Cortés, seguía y seguía, y el ai-rado jefe político, susceptible como todo humano a ceder a la alabanza, fue desarrugando el entrecejo, las palabras las oyó con timbre de buena ley, las aceptó como verdaderas y concluyó convencido de que era una autoridad de excep-ción.

El jefe político quiso extremar sus atenciones para con su amigo Anselmo acompañándolo en particular a la esta-ción, y sacándole su pasaje para Oaxaca.

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En los momentos en que el tren iniciaba su marcha, rá-pido Cortés se dirige a la plataforma del carro, levanta la voz y grita estentóreamente: ¡mueran los jefes políticos!; Mueran todos, sin quedar uno!.

Y como en esta efímera vida todo pasa, años después le tocó su turno de muerte a Cortés, y con él se enterró a uno de los vecinos de personalidad interesante que tuviera nuestra hidalga ciudad de la Nueva Antequera.

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CAPITULO XVIII.

Sugerencia romántica.- La bendición de los animales.- El viernes de la Samaritana.- La Pila de Juan Diego.

Al poeta Enrique Othón Díaz.

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El autor de las “Diablas”, Julio Barbey D´aurevilly, narrador de la bella hazaña del Cid de que hablara Rubén, cuenta que a despecho de mirarse la nieve de los años que blanqueaba sus cabellos, no sentíase viejo; pero que habiendo trope-

zado cierta vez con la mujer que había querido en los días de su juventud, hasta entonces se sintió viejo al contem-plar el rostro destrozado de la novia olvidada.

Este melancólico episodio lo recordamos como un a propósito cruel que tuvo su realización en Oaxaca, cuando al volver después de largos años de ausencia nos encontra-mos con que la ciudad materna no había sufrido modi!ca-ciones substanciales en su característica material, en su es-píritu romántico y noble; sus calles silentes, adormiladas, abanquetadas de verde cantera; caserones de amplias ven-tanas guardadas con rejas de miniados que supieron callar las ternuras apasionadas del amor en las noches quietas, en las noches divinas con embrujos de lunas de plata; jar-dines de fresnada rumorosa, fresca y con hojas de eterno verdor que vieron el inquieto discurrir de los años mozos, todo parecía lo mismo y, sin embargo, qué melancolía tan

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honda, qué desengaño tan rectamente hirió el corazón al encontrarnos destrozada a la colegiala quinceañera que furtivamente nos concedió su amor.

Los hombres van cambiando, van siendo otros y por inercia, se mueven las costumbres y con leyes variantes se reproducen las mismas escenas que hoy se celebran. Entre esos cuadros populares que anualmente siguen saliendo a la pública delectación, !gura el del día 31 de agosto, de-dicado a la bendición de los animales en el templo de la Merced.

Costumbre fué entre los frailes de la orden militar y reli-giosa de la Merced, bendecir a los animales el 31 de agosto para celebrar la memoria de San Ramón Nonato, miembro distinguido de la comunidad y de quien los libros hagio-grá!cos cuentan que fué un varón santo y sabio que llevó a edad temprana el capelo cardenalicio.

En los tiempos a que nos referimos, se encontraba en-cargado del antiguo ex - convento de la Merced, el canónigo penitenciario Manuel Aguirreola, sacerdote que conquistó fama de virtuoso en Oaxaca y que puso todo su entusias-mo en la ornamentación interior del templo y en darle lu-cimiento a las festividades religiosas.

Principalmente la semana santa y la celebración de la !esta titular del 24 de septiembre, día consagrado a la Vir-gen de la Merced, se celebraban con fervor y entusiasmo inusitados. Pero había otras festividades mínimas de ín-dole popular que atraían la atención de la barriada y aún de toda la ciudad, como la de la bendición de los anima-les. Esta !esta era de escasa importancia religiosa, su acto litúrgico es breve y su acción se repetía por varias veces desde el alto de una pequeña ventana sin reja del segundo piso del convento, de donde el capellán lanzaba la bendi-

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ción sobre los animales llevados por sus dueños, quienes, con ellos, se arremolinaban en la plaza.

La parte profana de la !esta de San Ramón era la nota popular y pintoresca: desde las primeras horas de la tarde principiaban los vecinos a des!lar con sus animales por las calle adyacentes al templo, arreglándolos de mil maneras y a cual más originales y divertidas: briosos caballos con la crin y la cola rizadas, dorados los cascos, moños en la fren-te y buenas mantillas en los lomos; gallinas pintarrajeadas; perros vestidos con prendas ridículas o pintados con fuer-tes colores; pájaros encerrados en jaulas en#oradas; chivos y borregos bañados y con los cuernos y cascos dorados o plateados; pericos y guacamayas, conejos, gansos y patos, todos los especímenes de la fauna doméstica, desde el buey corpulento hasta los pequeños dípteros representados por la pulga y la mosca, encerrados en jaulas hechas ex profe-so. Su des!le constituía una !esta curiosa para los vecinos de la calle de Independencia y para los de la barriada de la Merced, en cuya plaza se improvisaba una romería que concluía en las prime-ras horas de la noche.

Entre las peque-ñas !estas religiosas celebradas en la Mer-ced, con ambiente popular, sobresalía la del viernes de cuares-ma llamado de la Sa-maritana. En el viejo convento, casi derrui-do desde entonces, representábase el pa-

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saje bíblico de la mujer de Samaria dándole de beber a Je-sús, el peregrino divino. En el corredor que corresponde al zaguán, poníase hasta el fondo y a dar con la sacristía, el altar que representaba “el paso”, con un decorado de con-vencional panorama de oriente, indispensables palmeras, macizos de verdes plátanos sombreando el brocal del pozo, y a su vera la compasiva Samaritana extendía su mano en actitud de brindarle, en jarra cincelada de plata, el agua que pedía el sediento caminante. Abajo, y a los lados, se colocaban grandes y ventrudas ollas adornadas en el cuello con coronas de laurel matizadas con rosas, y llenas, rebo-santes de agua bendita, la cual tenía privilegiadas virtudes: aliviaba los vitandos padecimientos del cuerpo, resanaba las dolencias espirituales y ahuyentaba a los male!cios.

Las señoras connotadas del barrio, pertenecientes a las hermandades de la capellanía, encargabanse de repartir el agua bendita entre los feligreses, mujeres y niños, general-mente, que llevaban jarros y ollitas de loza verde adorna-dos con pequeños ramos de chamizo y de laurel.

Para el público, constituido por mujerucas y muchachas de arrabal, se destinaba el agua ordinaria, el “acua fontis”, vulgar y corriente, mas para los elegidos, los cofrades con arraigo y acomodo en el barrio, se les tenía reservada la auténtica horchata de semilla de melón, los refrescos de chía, de roja jamaica, de tamarindo y de limón. Esta falta de igualdad no era óbice para que el barrio se pusiera en alegre movimiento, que se animara con el ir y venir de los chicos y de las mujeres que caminaban presurosos a llenar de agua bendita sus ollas y jarros adornados con ramas de fresno o de chamizo; que la plaza de la Merced, la plaza vieja, pringosa y decorativa en su sórdida mugre de arra-bal, con sus “sombras” de petate para los puestos, sus me-

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sas mantecosas destinadas al expendio de carnes y sobre cajones los verdes y grandes apaxtles de chilacayote y de calabaza batida con maíz, presentaba una pintoresca ani-mación.

Ingenuos y primitivos divertimientos de los viernes de cuaresma. Todos los viernes de pasión tenían un programa de festejos peculiares, pero en ninguno de ellos faltaba el paseo matinal al “llano”, jardín que en esa época del año ostentaba con más regalo la frescura de su arboleda, el or-nato fragante de sus rosales #orecidos y la dádiva de las violetas que circundaban los camellones. De las siete a las nueve de la mañana tocaba la música del Estado, las ave-nidas interiores se llenaban de transeuntes y en las calles que cerraban el jardín se hacía un des!le de carruajes y de paseantes en bicicleta o a caballo.

Tenía mayor importancia profana dentro de su religio-sidad, el llamado viernes de Dolores porque se festejaba con una matiné especial en la Alameda de León que con-cluía hasta el medio día, haciéndose un mercado de #ores y el indispensable concierto de la banda de música dirigida por el maestro Germán Canseco.

Cada día tenía su típica manera de celebrarse; el martes santo se repartían aguas frescas en Xochimilco, al termi-nar el rezo del viacrucis que se hacía en el cementerio de la iglesia; y el más famoso viernes entre todos, exceptuando el viernes santo, era el quinto viernes, llamado en Oaxaca del señor de las Peñas y que era celebrado con una romería religiosa en la Villa de Etla, lugar de veneración especial para el santo, cuya leyenda de aparición exaltaba el fervor de los creyentes. Las !estas eran muy alegres por sus atrac-tivos populares, pues procuraban acrecentarlas interesan-temente los curas y las autoridades. Jefe político hubo que

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llegó a hacerse de fama por el empeño que puso en hacerlas llamativas y por la manera tan sui generis con que encabe-zaba los programas, pues les ponía por cabeza estas pala-bras a grandes letras: ¡SIEMPRE LA VILLA DE ETLA!

Parece que esta forma de propaganda, que resultaba una galleada de provincialismo comprimido, la legó Jus-to Franco a sus sucesores, pues el licenciado Manuel Díaz Chávez no la encontró despreciable y fué consecuente con su uso.

En el barrio más típico de Oaxaca, llamado barrio de China, porque la mayoría de sus vecinos se ocupan en la fabricación de loza, imitación de la cerámica de Talavera y de China, se encuentra, a la mediación de una de las últi-mas calles de Trujano, una pequeña fuente conocida con el nombre de “Pila de Juan Diego”. La calle es amplia, fresca y regada por la mañana, polvosa y ardiente al medio día, cuando el sol pone tonos de oro en la tierra amarilla, y por la noche se llena con el trajín obrero y se alegra con los cantos que salen de las trastiendas con rasgueos de melan-cólica guitarra.

La fuente surte de agua a la barriada. A ella van por agua muchachos canijos y descalzos, mujerucas con el clá-sico rebozo y enaguas holanudas, que son todo murmura-ción en el vecindario; mocitas que tienen un pretexto para hacer su romance callejero oyendo los decires del lengudo enamorado; y aguadores profesionales que cargan sobre el cojín de cuero atado al hombro, el cántaro de agua que ven-den en la casa de la “niña”.

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Esta pila se dedicó a Juan Diego y los ciudadanos agua-dores que en ella trabajaban tenían la costumbre de ha-cerle una !estecita, en cuyo día la adornaban con carrizos prendidos de banderas de papel y colocaban en el centro una estatua de barro que representaba al venturoso indíge-na. En el citado día del patrono, los aguadores quemaban cohetes desde el alba, una musiquita tocaba por algunas horas y después el resto del día los camaradas aguadores la seguían de juerga y de holgorio.

Esta !esta de la pila de Juan Diego celebrada el 24 de junio, no trascendía, por la pobreza de su programa, en toda la ciudad, quedaba circunscrita a las limitaciones de la calle de su ubicación, pero trasladamos su apunte para esta estampa, por la calidad del escenario donde tuvo su desarrollo, por el carácter propio del barrio en sus activi-dades, que han salido de los límites del Estado, llamando la atención su loza brillante, original en el dibujo, armónica en la forma y en las líneas. Además, dentro de las tradicio-nes de Oaxaca, el barrio de China fué almácigo de hembras rumbosas y de charritos de temple bravucón y pinturero.

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CAPITULO XIX.

Periódicos Lerdistas y Por!ristas.- El Gobernador José Esperón.- Una compañía de Opera.- Las crónicas de “Don Catarino”, treinta años después.

Para Guillermo Reimers Fenochio.

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Hurgando bibliotecas casualmente, a las que por desgracia no acudimos para for-mar estas estampas, nos hemos encon-trado curiosos documentos de la vida teatral que se llevaba a efecto en Oaxaca, por los años de 1874, durante el Gobier-

no de José Esperón. Más que en ninguna parte de la República, en Oaxaca

palpitaba el espíritu por!rista de oposición al régimen del presidente Lerdo, el cual desaparecería por la impopula-ridad que le formó la prensa por la e!caz traición de Te-coac, cuyo acto modi!có el por!rismo señalándolo como un hecho de armas glorioso para su caudillo. Es sabido que el general Tolentino, jefe de las caballerías lerdistas de la división del general Ignacio Alatorre, traicionó al Gobierno pasándose a las facciones por!ristas; pero quizá algunos ignoran que la !liación de los oaxaqueños nació con aque-lla deslealtad, contándose a tal propósito, que la noche que tuvo el general Díaz la entrevista con su compadre el gene-ral Francisco Tolentino, este militar, al terminar de confe-renciar con el futuro caudillo, se le ocurrió una pregunta muy natural del momento.

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--“¡Ah! ¿y cómo reconoceré sus fuerzas?”-“Muy sencillo, compañero; todos los que vea chapa-

rros, prietos y cabezones, son de Oaxaca.” Y la media !liación parece que corrió buena suerte por-

que los oaxaqueños que no tienen las características seña-ladas por el vencedor de Tecoac, no es raro que se les diga: “caramba, no parece usted de Oaxaca”. Por algo nuestro pueblo, haciendo uso de su buen humor, rimó en un dístico las señas de marras, diciendo:

“Chaparro, cabezón y trigueño,De seguro que es Oaxaqueño”. La administración del presidente Lerdo, apegada a un

espíritu legalista, fué respetuosa de la libertad de impren-ta, permitiendo que los periódicos de oposición se expresa-ran hasta la irreverencia, como lo hizo en “El Ahuizotle” la pluma irónica de Riva Palacio, gra!cada por el lápiz violen-to de Villasana. Esta línea de combate tuvo sus imitadores en la provincia, y natural es que en Oaxaca no escasearan las hojas oposicionistas como “El Diablo” y “Tía Toribia”, caracterizados por su destemplanza, y el periodiquito titu-lado “Don Simón”, que fué circunspecto y moderado.

Para contrarrestar la labor de los periódicos facciosos, el lerdismo oaxaqueño tuvo sus órganos de defensa, sus hojas o!ciosas como “Don Catarino”, dirigido por Juan Santaella y editado en la imprenta de M. Ruiz y Cía, cuya imprenta estaba a cargo de Gabino Márquez y sus talleres estableci-dos en la tercera calle de San Nicolás, hoy Avenida Morelos. “Don Catarino” era un periódico disfrazado de revista de va-riedades, pero entre sus columnas enderezaba al!lerazos a los por!ristas, poniéndolos como no digan dueñas.

Gobernaba por aquellos tiempos nuestro Estado el se-ñor José Esperón, hombre enérgico, recto y con notorias

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capacidades administrativas. Físicamente, nos cuenta la tradición y nos los con!rman los viajeros retratos que de él se conservan, era un sujeto de singular guapeza, de atrac-tiva prestancia, de modales señoriales y con un especial don de gentes. El por!rismo le negó muchas de sus cua-lidades espirituales y al calor de la lucha de partido, hasta las características masculinas. El populacho hizo chunga del sambenito que le colgaban al gobernador lerdista y en renglones rimados que se repitieron en su tiempo, decía:

“No es pera ni es peróndon José Esperón”.

Cuando invadieron Oaxaca los serranos, secundando el plan de Tuxtepec, ellos tradujeron a su manera el dístico en cuestión, gritando: “muera la Esperona”.

Entre esa oposición, que caldeaba la atmósfera política y entorpecía la acción administrativa, tuvieron cabida, no obstante, las manifestaciones de cultura y las del arte lí-rico-dramático, pudiendo gozar la sociedad de Oaxaca de espectáculos inusitados para los tiempos de turbación que reinaban y cuando las comunicaciones con la capital de la República eran de una di!cultad aterradora. No obstante las inquietudes causadas por los atracos de por!ristas, Oa-xaca abría sus paréntesis para llenarlos con distracciones espirituales, y así recibía con entusiasmo a la compañía de ópera representada por Julio Compagnoli, y en la que ac-tuaban como primeras !guras el maestro director, Enrique Lombardi; primera donna, Luisa Marchetti; contralto, Eli-sa D´Aponte; tenor, César Cornazanni; violín concertino, Constantino Agüero, y primer violín y director de escena, nuestros artistas de casa, Bernabé Alcalá y Julián Arias, respectivamente.

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A mediados del año de 1874, la compañía llevó a escena las obras clásicas del repertorio italiano; el coliseo se vis-tió de gala en las noches de función, con la concurrencia selecta de las abuelitas que entonces eran gentiles damas, y los viejos señorones que alcanzamos a ver, caballeros en plena juventud. Es lástima que el periódico “Don Catari-no” no diga en sus crónicas almibaradas, rebosantes de adjetivos superadmirativos, los nombres de aquellos dis-tinguidos asistentes a las veladas de la ópera, pero indu-dablemente que deben haber concurrido aquellas bellas oaxaqueñas que se llamaron Concha Larrazábal, Consuelo Noriega, Sabina de Bolaños Cacho, Josefa Castellanos de Maqueo, Matilde Ocampo, Consuelo Guergué, etc.; y entre la concurrencia masculina, seguramente asistió el excelen-tísimo señor gobernador José Esperón, el licenciado José Inés Sandoval, los poetas Andrés Portillo y José Blas San-taella, Guillermo Carbó, José Antonio Alvarez, Francisco Fenochio, el coronel Manuel Rueda, jefe del 2o. batallón de Oaxaca, el doctor Manuel Bustamante, Esteban Chapital, Francisco Camacho, Arturo Miranda, etc.

En el bene!cio de Luisa Marchetti, que se celebró la no-che del domingo 16 de julio de 1874, la compañía de ópera cobró doce reales por luneta y dos reales por cazuela; se can-taron dos actos de Lucía de Lamermoor y uno de Guillermo Tell; los músicos oaxaqueños, el profesor Cosme Velásquez compuso para la bene!ciada una bella romanza titulada: “Pensando en ti” y el profesor Francisco Torres ejecutó unos motivos sobre el último acto de Lucía en la trompa marina y corno sin émbolos, instrumento que tocaba con perfección.

Inolvidable maestro Pancho Torres, quien a dos gene-raciones de maestros normalistas enseño a solfear derra-mando mucha bilis para desbravarlos en el arte musical.

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Viejo, cansado, el maestro tenía ya el ánimo desaprensivo cuando fue a dar de catedrático de solfeo a la Escuela Nor-mal para Profesores; el músico había agotado su esfuerzo enseñando a varias generaciones de !larmónicos; había dirigido la banda del batallón de Auxiliares de Oaxaca y concluía, todavía con aliento, organizando la banda de los reclusos de Santa Catarina.

La memoria lo previene y lo presenta con la barba blan-ca caída sobre el pecho, bajo de cuerpo, estorboso de mo-vimiento, caminando pausadamente a las tres de la tarde desde su casa de “El Peñasco” hasta la escuela, llevando bajo el brazo los cuadernos de coros y solfeos y apoyando la mano regordeta en nudoso bordón.

Bienaventurado Pancho Torres, qué diabluras le hicie-ron los normalistas; le descomponían el órgano reventán-dole las cuerdas; ya le hacían sordos murmullos para in-terrumpir la clase, ya la aventuraban proyectiles de papel para causarle incontenido malestar; pero prontamente le pasaba el súbito de la cólera y surgía acallador el sentido de la vejez en su calidad de instinto paternal. Tal era el mú-sico, que joven entonces y briosamente enamorado de su arte, tocaba en el bene!cio de la Marchetti.

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¿Se acuerda usted de todo esto del señor Torres, mi querido profesor Fidel López? Usted debe sonreír melan-cólicamente ante este recuerdo y tengo seguridad que por asociación le vienen a la memoria otros nombres y muchos sucesos del ayer de nuestra Escuela Normal. Podría ase-gurar que la mencionar a Francisco Torres cree usted que olvidé los “roleos” de José Irigoyen, las violencias del inge-niero Navarro Luna, las brusquedades de Alberto Canseco, el platicar sabroso y picante del doctor Gildardo Gómez, las incongruencias de Briosito, las elegancias brumelescas de aquel gran señor que se llamó Manuel Morán, las suavi-dades de Perico Rodríguez y aquella afectuosidad del sabio entre los sabios, que de tanto saber nos dejaba turulatos y que en vida fué el gran químico, Manuelito Gómez Olava-rri; pues, no hay nada de eso, ya ve usted que a través de treinta años estos hombres siguen con toda lozanía en mis recuerdos y que no olvido, naturalmente, al maestro máxi-mo, a Casiano Conzatti, recto, pedagogo sin interlíneas, bastante agrio, muy cuidadoso de las distancias o!ciales, pero bajo la corteza de sus severidades, el hombre guarda, porque vive, un corazón jugoso y vibrante de bondad.

Un suceso social y artístico constituyó el bene!cio del director de la orquesta, Enrique Lombardi, y en verdad que debe haber sido grande el alboroto, ya que el numen poé-tico de los bardos de casa se manifestó en todas las formas de la métrica, como lo comprueba la octava que Zabaleta, expendedor de boletos en el teatro, le endilgó al bene!cia-do:

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“AL DISTINGUIDO VIOLINISTAENRIQUE LOMBARDI.EN SU FUNCIÓN DE GRACIA.----------------

OCTAVATú, a cuyo imperio los acordes suaves,Que al alma llenan de indecible encantoHaces nacer, cual de canoras avesEl variado trinar o amante llanto:Tú, que al divino arte sin orgullo sabesDarle belleza y atractivo tanto,No hallarás en mi voz la del poeta;Pero sí la ovación de ZAVALETA. Oaxaca, julio 30 de 1874”.

Parece que en las noches de bene!cio les #uía la vena poé-tica a los versi!cadores, porque en la “serenata d´onore” del tenor Cornazanni, también se manifestó en forma inconte-nida, con dísticos de autor anónimo e impresos en papel de color, que fueron arrojados, desde las altas localidades, al pi-sar la escena el bene!ciado. De estos dísticos, reproducimos algunos como exponentes de aquella literatura:

“Tú tienes, Cornazanni, ya en la frente Aureola de historia refulgente.

Del trabajo los hijos, en tu frente Colocan un laurel resplandeciente.

Recibe las humildes ovacionesDe sinceros y humildes corazones.

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Corónente las musas con las #oresQue no pierden en esencia y sus colores.

No es la amistad quien habla, es la justiciaQue castiga o que premia sin malicia”.

Hechas las transcripciones anteriores, creemos que se-rán leídos con curiosidad algunos de los párrafos escritos por el cronista de “Don Catarino”, y lamentamos que el ro-mántico articulista calle los nombres de las damas, pero indudablemente por la descripción que hizo de las toaletas y el entusiasmo que puso narrando los encantos de las mis-mas, los lectores de aquel tiempo supieron bien a quienes hacía referencia la pluma del cronista.

“Tres bellas y modestas vírgenes, perlas de nuestra so-ciedad, graciosamente ataviadas de blanco y color de rosa, nos causaron la primera impresión al recrear nuestros ojos, por aquel #orido vergel: la mirada de una era altiva, la de las otras apacible. En seguida una aérea amazona, cir-casiana gentil, descollaba entre dos simpáticas amigas: su traje era blanco, escotado y una banda de #ores cruzaba su turgente seno: sus ojos revelaban más fuego que el que agitaba su pecho; era esquiva como la camelia de los climas ardorosos. Veíase en seguida otra modesta niña de afable mirar y pequeña boca; su traje lo podéis suponer, pues en la generalidad eran blancos con adornos rojos, dando así a todos los palcos al aspecto de una corona de azahares y mirtos ligeramente matizados con otras puras y fragantes #ores”.

“El oscuro color de la polonesa que revestía las formas de otra joven, parecía eclipsar su cándida hermosura; pero sus ojos no eran menos humildes ni sus labios menos pur-

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purinos. La gracia y la elegancia se ostentaban después, y más allá, junto a una voluptuosa ondina de cabellos de oro, se veían sonreír los labios de rosa de la virgen del aura”.

“Aquellos querubines que otra vez vimos engalanados por vaporosas alas de color de cielo, son ahora dos jardines por su fragancia y dos mirtos azotados por sus atavíos”.

“¡Allí está!” ... gallarda como la palmera del desierto, pura como la linfa cristalina que retrata el cielo, rubia si-rena como la virgen mexicana que cautivó la admiración de Humboldt, se erguía majestuosa otra beldad, corona-da por una diadema de pequeñas rosas; su elegante traje como las nubes de invierno que tiñen los rayos del oca-so, re#ejaba el color de sus mejillas; era quizás el mismo con que el jueves santo la vimos cruzar vaporosa por los altares del Supremo Ser; su mirada radiante como la de la bella czarina Catalina II no se velaba sino por los ayes conmovedores de delirio de Lucía. Emblema de la aurora, lucero de la tarde, contrastaba con la apacible imagen de la noche que se veía a su lado”.

“Seguid: esos dos nítidos lirios que se elevan sobre su blando tallo, es vírgenes modestas siempre, pero siempre graciosas y elegantes, cifran en nuestro corazón el recuer-do de los encantos infantiles, desde donde contemplamos su fantástica carrera”.

“El ébano y la nieve de armonioso contraste, la noche y el día, he aquí el aspecto que presentaba otra beldad de mórbido y bello conjunto….”

Y así continúa la crónica, exaltada en romanticismo de alfeñique, nutrida con imágenes pueriles que fueron ayer de circulación forzosa en la literatura periodística y que hoy nos hacen sonreír como cuando se mira a la luz del día un !gurín de miriñaque.

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Al reproducir la crónica de antaño no nos mueve el de-seo literario de presentarla como un modelo de la ramplo-nería sentimental de su tiempo, sino el que se mire a su través la a!ción que Oaxaca tenía por el arte escénico y cómo el público respondía a su reclamo, llenando las loca-lidades de nuestro coliseo.

Treinta años después, como en la novela que leíamos a las horas hurtadas a la realidad bajo la sombra de nuestros amados rincones del paseo del “Llano”, se llevó a cabo una función teatral organizada por el licenciado Constantino Chapital, a bene!cio de la Casa de Cuna.

Para curiosidad de la gente nueva y deleite agridulce para los supervivientes que actuaron en el Teatro Juárez, llevando a escena el año de 1904 la zarzuela “Marina” y el sainete có-mico titulado “La Lluvia de Oro”, se ilustra este capítulo con dos fotos de conjuntos de las “actrices” y ”actores”.

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CAPITULO XX.

La famosa procesión de lunes santo en La Soledad.- Las aguas frescas de Xochimilco.- Las tinieblas.- La seña en Catedral.- Los monumentos.- Los encuentros.- Los oradores.- La Gloria.- Los judas.- Las matracas.

A Ezequiel Canseco.

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Semana santa oaxaqueña olorosa a trébol y a laurel, decorada con áureos panes vo-ladores, fervorosa y recogida en oración, que fué encantamiento, asombro y arro-bo de la infancia. Luminosos días de abril con ortos de oro y noches con embrujos

de luna, que guardaban el sortilegio de recordar los éxta-sis niños ante los altares solemnes, aquellos sofocos en las iglesias apretujadas, las carreras por ir a los encuentros, las inquietudes por estrenar un vestido, por poseer una matraca de tejamanil y gozar con la alegría de la hora de la gloria con la quema de los judas.

¡Con cuánto embeleso descubrimos la tradicional sema-na santa de la provincia para vivir el minuto de ayer que se desgrana de admiración ante los cuadros de la pasión de Cristo!

La semana mayor principiada en Oaxaca, como en to-das partes, con la bendición tradicional de las palmas en recuerdo de la entrada de Jesús a Jerusalén.

Por la tarde del lunes santo se celebraba en el templo de La Soledad un acto religioso que concluía con una vistosa procesión. ¡Qué suntuosidad revestía la tal procesión! Al caer la tarde y terminar los o!cios del rosario con el indis-

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pensable sermón y Te Deum, salía de la iglesia la procesión a recorres el atrio. El capellán, acompañado de las altas dignidades eclesiásticas, presidía la ceremonia saliendo bajo palio y caminando entre salmos y nubes de oloroso incienso. Seguíanle las hermandades con sus insignias, los cofrades con sus escapularios en el pecho, otros cargando faroles o los grandes estandartes de rica felpa, bordados, llenos de amuletos y milagrería y que ostentaban un relica-rio de plata con la imagen de la devoción de la parroquia. Todos los !eles de Oaxaca concurría a este acto para cuya mayor solemnidad la Banda tocaba sus mejores piezas de música sagrada.

Entre las !las de los creyentes, por entre una noble ca-dena de luces, que se movía lentamente, iban en alto las imágenes colocadas en sus andas. La virgen lucía su mejor traje de gala y su manto negro bordado con hilos de oro y perlas. El señor del Rescate vestía una túnica guinda de terciopelo, la cabeza la llevaba coronada de espinas y del cuello a los pies colgábale un cordón esmaltado con ricas gemas: esmeraldas, brillantes y diamantes de gran belleza y valor.

El martes santo se celebraba con una !esta religiosa y popular en Xochimilco. Desde las primeras horas de la tar-de se hacía una romería que era un cordón de gentes que iba de la ciudad hasta las calles del pueblo. Todo mundo iba a las “aguas frescas de Xochimilco”, donde era costum-bre que, al terminar el rezo del viacrucis, hecho en el atrio de la iglesia, con acompañamiento de de faroles y de los estandartes de las mayordomías, de las autoridades mu-nicipales y del señor mayordomo en turno, se obsequiaba a los visitantes con vasos de agua de limón, de tamarindo, de chía y de melón.

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El miércoles santo no había ninguna festividad de am-biente popular, pero ese día la iglesia celebraba un acto im-presionante que llamaba de “las tinieblas”. Esta ceremonia se hacía en varios templos, pero la más concurrida era la que se celebraba en la catedral. La iglesia se llenaba de cre-yentes silenciosos, contritos, trémulos. Una emoción de pavura salía de las cortinas que cubrían las pilastras y tem-blaban las doce llamas de las doce velas que representaban a los apóstoles. Todo era recogimiento, dolor y angustia, que se movía entre las sombras salidas de los muros, lle-nando el túmido recinto mientras un rezo lúgubre, agóni-co, lacrimoso, gangueado desde el púlpito se esparcía con trémula angustia. Conmovidamente los asistentes reza-ban en voz de sofoco, sus cuerpos se movían con epilepsia, se arrojaban en el suelo para besar las baldosas o elevaban sus manos impetrando el perdón para sus culpas y llenos de arrepentimiento se disciplinaban ardorosamente.

Afuera de la ciudad se afanaba en los talleres, velaban los operarios hasta las altas horas de la noche para cumplir sus compromisos; porque el jueves santo todo el mundo principiaba a estrenar.

Amanecía el jueves san-to y las campanas dejaban de oír sus voces. Desde ese momento sólo se oía sonar en las torres el tableteo de las matracas llamando a los !eles a los actos sagrados. Los altares lucían atractivos decorados, en el centro es-taba la urna que aprisiona a

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Jesucristo, dentro de un incendio de luces; a los lados es-taban colocadas las graves !gurar de los profetas barbudos y en las graderías había una simétrica profusión de mace-tillas de rojo barro sembradas con verde o amarillo trigo, erectos tallos de maíz y retorcidos !lamentos de chía. Los muros se decoraban con ramos de verde laurel y de los can-diles con velas pendían toronjas y naranjas adornadas con banderitas de oro volador.

Después de los o!cios se celebraba el acto del lavatorio, que recuerda la humildad de Cristo lavando los pies de sus discípulos. Para esta celebración se escogía a los niños o a los viejecitos pobres del barrio, siguiendo la costumbre de regalarles traje y calzado nuevos. Posiblemente de tal prác-tica salió la burleta de que es objeto algún individuo que se presenta estrenado de pies a cabeza cuando de él se dice: “éste salió de apóstol”.

Como todo mundo estrena en semana santa, es cosa fre-cuente encontrar a gentes de condición humilde que llevan en la mano los zapatos que se han quitado por incómodos y los que al llegar a la casa curan untándoles sebo o ape-lando al procedimiento sui géneris de llenarlos de orines y ponerlos de punta a escurrir durante la noche.

Terminado el lavatorio, que era muy concurrido en la Merced, en San Felipe Neri y en San Francisco, se celebraba a las tres de la tarde la ceremonia de la “seña” en Catedral. Este acto era de mucha impresión por la solemnidad de su liturgia; los canónigos después de hacer unos rezos y can-tos en el coro salían revestidos de negras capas, con vueltas de moaré en el pecho y una cauda larga, que monaguillos desenvolvían con habilidosa destreza, hasta hacerla llegar al barandal del ciprés, donde uno de los o!ciantes toma-ba una bandera y moviéndola lentamente, de uno a otro

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lado, la abatía sobre los !eles. Esta ceremonia debe tener su signi!cado en la liturgia de cuaresma, pero nosotros, ayer como hoy, lo seguimos ignorando y sólo recordamos la respuesta que a nuestra curiosidad le diera un presbíte-ro de buen humor, asegurándonos que aquello servía para recordar “que en este mundo todos nos tapamos con las mismas frasadas”.

La tarde y la noche del jueves santo los creyentes se de-dicaban a visitar los altares y los “pasos” de la vida y pasión de Jesucristo. En originalidad y esplendor se disputaban los monumentos de la Merced, San Francisco, San Felipe, las Nieves y el Carmen Alto. Los “pasos” de la Merced eran objeto de la más detenida contemplación; se formaban en los corredores del convento, comenzando desde la entrada donde, en un cuarto sombrío tras de la reja prisionera, es-taba Jesús, vendados los ojos y atadas las manos. Un chico hacía al paso de los visitantes un tétrico ruido de !erros y cadena y con voz plañidera decía: “Una limosna para el señor del aposentillo”. Excuso decir que el truco era de re-sultados positivos, pues no había visitante que conmovido por el espectáculo que representaba el divino preso, no se apresurara a depositar su limosna. En los demás “pasos”, hechos con imágenes de tamaño natural, se representaba la vida de Jesús: aserrando las maderas en el taller del pa-triarca José; entrando a Jerusalén montado en paciente rucio; bendiciendo el agua y el vino en las bodas de Caná rodeado de sus discípulos, sin faltar el malé!co Judas; la Oración en el Huerto de los Olivos y !nalmente su muerte en el cerro del Calvario cruci!cado entre Dimas y Gestas.

El sentimiento religioso se exaltaba el viernes santo, la ciudad vivía en los templos; era todo oración, y desde tem-prano sus habitantes, todos de luto, se iban al encuentro de

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Xochimilco y al de Jalatlaco; a las once al del Marquesado y a las doce al de la Merced. Los oradores sagrados como Ma-riano Palacios, Natalio Parada, Luis Santaella, tenían a su cargo al panegírico del acto en que Jesús encuentra a Ma-ría en la calle de la Amargura, La decoración de esta escena se arreglaba sacando a las imágenes por lados opuestos y llevándolas en andas cargadas por penitentes con sotana rematada en largo picurucho y con hendiduras a la altura de los ojos. Jesús salía escotado por soldados romanos, por centuriones a caballo, que llevaban las banderas invenci-bles de Tiberio y las tradicionales tablas grabadas con la orgullosa divisa “El pueblo, el Senado y la Curia Romana”, y llegado al patético momento del encuentro, el orador, colo-cado en el púlpito, cabe la sombra de algún árbol del atrio, hacía un sermón doliente y emotivo. Naturalmente que en todos estos actos no faltaban los aditamentos profanos traducidos en romerías hechas en torno de los templos, donde se instalaban puestos de aguas frescas, vendimias de frutas, dulces, globos de colores y matracas ensartadas en gruesos carrizos.

Las siete palabras, el descendimiento y el pésame, eran ceremonias patéticas, de emoción a toda intensidad y en donde los curas oradores hacían gala de conmovida elo-cuencia. El descendimiento tenía su máxima solemnidad cuando salían los representantes de Nicodemus y Juan de Arimatea a desclavar el cuerpo de Jesús para ponerlo en los brazos de la madre dolorosa.

La semana mayor terminaba con la alegría del sábado de gloria, la quema de los “judas”, el paseo indispensable de la Alameda y el estreno de un traje de color.

En nuestra Alameda, que allá por los años de José Ma-ría Esperón, el cronista de “Don Catarino”, le llamó por-

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tuguesamente Pequeño Bosque de Bolonia, era cita de nuestros elegantes, paseo del mejor gusto para oír buena música y hacerles a las damas presentes de ramos de #ores y matracas de mar!l y cedro, talladas y caladas bellamente. Aquellas matracas cinceladas iban a guardarse en el ropero de laca y fragante a lináloe, junto a los abanicos de plumas de avestruz y los retratos desvaídos por tiempo, que había hecho el fotógrafo Leguísamo. Discretos recuerdos de las abuelas que sorprendíamos con curiosidad y sin valoriza-ción y que hoy ya sabemos catar el deleite perfumado que tuvieron.

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CAPITULO XXI.

Las calendas.- Los danzantes de Marcial Salina y la Fiesta del Cogollo.- Las danzas del 16 de septiembre.- El pasajuego.- Las pozas arcas y los estanques.

Al Lic. Eduardo Vasconcelos.

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Hace tiempo que las disposiciones munici-pales suprimieron las calendas, en aten-ción a que eran manifestaciones de culto externo que chocaban con el espíritu de nuestras leyes. Es verdad que las calen-das fueron convites religiosos, pero por

su decorado y composición tan únicos, !guran siempre en las páginas de todo album oaxaqueño, por laico que se le suponga.

Cuando llegaba la celebración de la !esta de la imagen titular de un barrio, se organizaba un modesto convite con música y verdes carrizos adornados con banderitas, que recorría por las tardes las calles de la ciudad para anunciar el novenario. Un día antes de la !esta, después de a diario repicarse las campanas y de quemarse cohetes y ruedas ca-tarinas en el atrio del templo mañana a mañana, salía la calenda a anunciar la función religiosa.

Las calendas se hacían por la tarde y por la noche, sien-do las nocturnas más populares, movidas y rumbosas. Todo el barrio vibraba de entusiasmo, se adornaban las calles adyacentes a la parroquia, se colgaban de la pared festones de papel multicolor, la música tocaba en la calle frontera a la iglesia, se lanzaban cohetes y las campanas,

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con largos repiques, anunciaban que la calenda iba a salir. Los músicos y los coheteros iban por delante, los seguían muchachos con carrizos y pequeña marmotas forradas de papel de china y en el centro iba un carro con niños ves-tidos con trajes de fantasía que eran la admiración de los transeuntes, y a cuyo paso, por la medianía de alguna calle, abríase una gran esfera, cayendo una lluvia de #ores, de papelitos y de blancas palomas. A los lados caminaban las #oreras de la Trinidad de las Huertas llevando en la cabe-za unas canastas redondas, amplias y bajas. Las canastas tenían un armazón de carrizo, representando un gallardo cisne, una caprichosa jardinera o un buque de a!lada proa, cuyas !guras se cubrían de amapolas y dalias. Para el con-vite nocturno se agregaban marmotas de manta ilumina-das en su interior, que daban la apariencia de esferas de luz movidas entre las llamas cárdenas y humeantes de los hachones. Las calendas más notables fueron de las de la Merced, organizadas por las Cortés; la de la Consolación, hecha por gente brava y de acomodo; y la de la Soledad que se caracterizó por su aparato y por unas marmotas que re-presentaban a tehuanas con jicalpextles en la cabeza, lle-nos de #ores y frutas.

El curtidor Marcial Salinas fué un hombre de singular importancia en el barrio de “Los Alzados” y en el pueblo de Jalatlaco. Fué un hombre de extracción popular, que en la época de las “refolu!as” de “mochos” y “liberales” pres-tó signi!cados servicios a los por!ristas coadyuvando a la formación del Batallón “Libres de Oaxaca”, hombre de eje-cutoria de valiente en los combates contra el Imperio.

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Aquel Marcial Salinas, de mediana estatura, cenceño, de color moreno, blanco bigote y calzado con zapatos de gamuza y descuidado en el vestir, llegó a ser presidente municipal de Oaxaca y a ocupar varias veces una curul en el Congreso de la Unión. Su amistad con el Dictador y su carácter sencillo le crearon una gran consideración entre la sociedad de su tiempo.

Metido en la política por manera circunstancial, nunca olvidó las actividades de su o!cio de curtidor, pues hasta sus últimos años siguió trabajando en sus pilas de Jalatla-co.

Año por año tenía la costumbre de celebrar el día de la virgen del Refugio con grandes !estas consistentes en ac-tos religiosos, comida y baile con muchos invitados en su casa, y para el público había palo ensebado, fuegos arti!-ciales y baile de danzantes. El mejor número, el que todo Oaxaca no dejaba de ver era el de los danzantes, el de la famosa danza de pluma, cuyo di-vertimiento se conserva en algunos pueblos.

Los danzantes llevaban en la cabeza un gran penacho ovalado hecho de plumas pintadas de color escarlata o púrpura y adornado con pequeños espejos y sartas de cuen-tas multicolores. Los danzantes se pintaban la cara como la de un piel roja y se prendían enormes aretes de bisutería en las orejas. Cubrían sus cuerpos con camisetas y cal-zoncillos de punto de algodón de color ocre, se adornaban los puños

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y los tobillos con plumas coloradas, y llevaban la sonaja y el indispensable pañuelo en las manos. Dentro de una so-lemnidad hierática hacían la danza con pasos precisos, con un movimiento de rito, y su cantar y la música !ngían un trasunto de gesta bárbara, de mayestático atavismo de ce-remonia idólatra.

La celebración del diez y seis de septiembre tuvo siem-pre un número que gustaba al público sencillo y que con-sistía en una reproducción teatral dramático-bailable, de una de las fases de la conquista. En el desaparecido por-tal de la Alhóndiga o en uno de los cobertizos del mercado “Por!rio Díaz”, generalmente, la comparsa de danzantes, disfrazados de indios guerreros y de soldados españoles, representaba el pasaje histórico de la entrevista del Empe-rador Moctezuma con Hernán Cortés.

Caballeros tigres y caballeros águilas, graves sacerdotes, hechiceros y esclavos aparecían escoltando al gran empe-rador, que pávido y amedrentado posaba en un escabel de rica pedrería, caminaba bajo la sombra de abanicos de jo-yantes plumas de quetzal.

Entre ruido de arcabuces, de atabales y de trompetería, el conquistador, blandiendo su refulgente acero y dando al aire sus banderas, llega con el estrépito de sus armas, con el cortejo rubio de sus capitanes y a su vera la pér!da Malintzin.

Colocados frente a frente el emperador y el conquista-dor, se iniciaba la pantomima con danzas de simbólicas evoluciones, cantos guerreros y rogativas para arrojar al invasor. Todo inútil; Moctezuma no responde a los llama-dos del pueblo y de los guerreros; está perdido en el nir-vana de los augurios de Quetzalcoatl; está apocado por el aparato extraordinario de los hijos del sol y es en vano que

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clamen a sus oídos diciéndole: “despierta monarca, no es-tés dormido”.

Por supuesto que esta es la !cción histórica, pero la ver-dad de la representación, apartando el conjunto de los dan-zantes, que está bien, el grupo que la hacía de conquistado-res era de un adefesio anacrónico e irrisible por su !gura y vestuario. Indígenas catrines vestidos con trajes que se les caen como a espantajos de sembradío, que hacen con ese garbo el papel de conquistadores sin prestancia guerrera y con desentonados movimientos. Pero esto no choca, por el contrario, es la gracia, es el subrayado de sonrisa del sim-plicismo escénico que representa la página de la conquista.

Nuestro candor infantil quedaba en babia, miraba en suspenso a los emplumados danzantes sin ser menos ad-mirativa para los soldados vestidos de mamarrachos. ¡De cuántos momentos de placer sencillo les somos deudores a los humildes danzantes de nuestra provincia!

Al lado izquierdo de donde termina el paseo del llano, doblando por la calle de Gómez Farías, se extendía la plani-cie de los llanos de Guadalupe, toda borrosa y amarillenta en la temporada de secas y cubierta de verde pasto en la época de lluvias. En ese lugar estuvo ubicado el juego de pelota, cuyo deporte se jugaba todas las tardes con mucho entusiasmo. El pasajuego comprendía dos secciones, la pri-mera era un campo raso para los deportistas a!cionados, la segunda una pista en forma de paralelógramo destinada a los jugadores profesionales y donde se hacían las apuestas de interés. Uno de los lados mayores del cuadrilátero esta-ba cubierto por una alta pared de adobe, en el lado opues-

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to se levantaban unas gradas para el público y en el fondo había otra pared, también bastante alta, quedando al des-cubierto uno de los lados. El piso del frontón, como hoy se dijera, estaba pavimentado de ladrillo; de trecho en trecho se pintaban grandes rayas transversales y se colocaban en los lugares llamados de saque, unas piedras cuadradas de mármol.

Después de concertar los jugadores sus partidos pro-cedían a quitarse sombrero, saco, chaleco, paliacates y en seguida se ataban unos guantes de pergamino, largos, con-vexos, parecidos a las cestas vascas. La pelota era de hule cocido, de color negro, sumamente elástica y de una gran resistencia y dureza. El espectáculo para los mirones tenía sus peligros, pues una pelota que desviara el jugador podía ser de consecuencias para los concurrentes.

En este deporte jugaban hombres de toda condición económica y social, pues había artesanos, o!cinistas, in-dustriales como Marcial Salinas y hasta ministros del altar, como el padre Mateo, quien a pié, descalzo y con la cabeza tonsurada, al aire, no era raro verlo entregado, tarde por tarde, a los deleites del saque y del rebote. Además, el pa-sajuego era un centro de vaguitos, de aprendices de jugado-res de rayuela, de “volados” de águila o de sol y de no pocos escolares que hacían sus pininios de “jalar la escuela”.

Vendedores de frutas, de cañas, de charamuscas, de “trompadas”, neveros con garrafas de nieve de limón, de leche y de tuna, hacían improvisada placita. Una inquieta muchacha sana y plebeya, se daba de moquetes, jugaba al toro a gritos o lanzaba al aire sus palabrotas.

Todos eran alegres, acometedores y prontos para la riña. Hoy, los que viven de aquel tiempo, van siendo viejos y se han puesto graves por el estorbo de los años.

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Las Pozas Arcas fueron las preferidas para las holganzas de los escolares, por su situación especial; pues, separadas de la ciudad por un camino de veredas pedregosas, escue-tas, asoleadas y hundidas en las abras de un yermo lomerío, los chicos podían estar en ellas a cubierto de importunas vigilancias saboreando con largueza los deleites del baño. La tradición les formó a las pozas una leyenda sombría, como hecha para contener las escapadas de los chicos, pero rehacios a la credulidad, seguíanlas frecuentando, a pesar de que sobre la super!cie de sus aguas nadaban los genios infernales.

Las Pozas Arcas son tres: la del “diablo”, que es redonda, profunda y pequeña, está hundida bajo una techumbre ro-callosa que la cubre y rodea de tétrico misterio, esta poza es la de las leyendas malignas, la que devuelve sin vida al temerario o imprudente que llega a clavarse en sus aguas. Las otras pozas se abren a plena luz, tienen un suave decli-ve, sus aguas son diáfanas hasta dejar ver el color de oro de la arena, y llevan nombres será!cos, pues se llaman de la “virtud” y del “ángel”.

El solo nombre de las Pozas Arcas es evocador de an-danzas juveniles; la “jalada” de la escuela, los pininos en la natación, el corte de las azucenas y los desahogos de la pubertad practicados al amparo de la soledad.

Los baños públicos fueron lugares que no sólo eran fre-cuentados por cuestiones de aseo, sino también para gozar de sus huertos y jardines. Los baños de más fama en aque-llos tiempos fueron los primitivos que tuvo Juan Prieto en la Avenida Independencia, frente al jardín de San Pablo; los de Rosita González, que continúan defendiéndose de los años; los Morelos, llamados también de Zertuche, por encontrarse en la casa que fuera del gobernador Albino

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Zertuche. Todos estos baños eran de lujo, con su clientela de altura que metódicamente se bañaba los domingos, oía su misa, por la tarde se paseaba por el “Llano” y se recogía después de gozar la retreta del zócalo.

Los otros baños eran modestos, populares y con un pú-blico en su mayoría constituído de muchachos traviesos, nadadores que pasaban largas horas echando clavados des-de el trampolín, haciendo el “muerto” o sacando centavos con la boca desde el fondo del estanque. Estos baños de clientela popular fueron los del Tívoli, de Agustín Arenas; los de la alberca de Eduardo Ramírez, llamados de la “Grin-ga”, porque la esposa del administrador era una italiana – en Oaxaca a todo extranjero, que no era francés o español, se le llamaba gringo- los de Mariano Bonavides, los del Es-tanque del Toro, de Francisco Figueroa y los llamados de Salmo, por el Carmen Alto.

Al hablar de baños no se pueden olvidar los chapuzo-nes que nos dábamos en las pozas que se hacían debajo del puente del río de Jalatlaco, ni aquellas bañadas en el río Atoyac, largas, jubilosas, hechas a pleno sol y a cuyo regreso por el camino de la compuerta nos esperaban las sabrosas empanadas de “amarillo” y “verde” con carne de puerco.

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CAPITULO XXII.

Una “calavera” del Autor.- La calabaza, el mole y los altares.- El viejo panteón.- El hombre del salterio.- Patricio Oliveros.

Para el Prof. Fidel López.

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En los gratos y melancólicos atardeceres de los primeros días de otoño principian a caerse las hojas de los árboles del Llano y la Alameda; la campiña toma un tinte amarillento y la atmósfera se aclara de manera tan diáfana y sutil, que las cres-

tas de las montañas parecen recortarse en el vacío. En este cuadro romántico de los últimos meses del año se desarro-llan las festividades que en Oaxaca se hacen en honor de los muertos.

Los actos en conmemoración de los difuntos fueron un pretexto para endilgar puyas a media humanidad ponién-dola al desnudo en los pasquincillos llamados “calaveras”. Algunas de esas hojas, escritas con picante gracia, fueron causa de enojos trascendentales como los de la “calavera” llamada “El Nicochurrias” –apodo dado a Nicolás Tejada– que se supuso escrita por Enrique Vasconcelos.

En nuestra juventud tuvimos la ocurrencia de escribir una “calavera” para que sonriera el público con las peque-ñeces de los personajes del tinglado político y social. Pero sucedió que nuestra “calavera” desconoció la valorización de las distancias y situaciones, se puso a decir las verdades

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del barquero, por cuya circunstancia se nos apresó en la cárcel de Santa Catarina, donde, mal de nuestro agrado, fuimos huéspedes de los calabozos del “toro negro”.

La “calavera” molestó al Lic. Pimentel y encolerizó a su secretario particular Luis Saavedra, porque entre las rimas del epita!o se transparentaban las inteligencias que tenía con cierta dama. Los versitos decían:

Don Luis Mauro Sandíahombrecito de mucho artevino a ocuparse hoy en díade los dineros de Ugarte.

Esto de Ugarte tenía su miga y fué lo que causó escozor al señor Saavedra.

Con la malcriadez del muchacho que se goza en su pro-pia travesura, la “calavera” se metió además, con Tirso Inurreta, jefe político de estatura montañosa, quien había prohibido que se cantara en las tiendas de los barrios, pero como la tal ordenanza fuera letra muerta para la condue-ña de un tendejón de por Santo Domingo, el público dió en murmurar que Inurreta tenía sus dares y tomares con la tendajonera. Otro de los ofendidos fué el párroco de la Sangre de Cristo y !nalmente, Luis García Nájera, quien se sintió lastimado porque se ponía en duda su coronelato, en los siguientes versos:

Es este el coronel vejiga ingrata? Con qué se ha salvado? Así exclamaba, sin que fuera lata, Gorrión y Compañía consternadoEse pan de salvado solamenteFué el único galardón que ornó su frente!.

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La curia, el clero y el ejército se sintieron lastimados y buscando un hombre que canalizara su desagrado, lo en-contraron en García Nájera. En principio no quiso el señor Pimentel concedernos la beligerancia, poniéndose al tú por tú con nuestra mínima persona, pero pronto encontró quien nos echara la reciedumbre del Código y este fué, re-petimos, el señor García Nájera.

La agresividad para con los funcionarios nos acarreó di!cultades con los impresores para que hicieran la “ca-lavera”, logrando al !n que la tirara Honorato Márquez. Nuestras idas y venidas por imprentas y talleres pusieron en conocimiento a las autoridades de nuestros propósitos y tan al corriente de todo, que la misma noche del 29 de oc-tubre de 1904, fue recogida la edición. “La Calavera” salió bajo el nombre de “EL VERDADERO CHARIFO”, apodo con que se le llamaba a Jesús Ramírez Aleson, muchacho man-cebo de la Botica de Manuel de Esesar-te y muy dado a las conquistas femeni-nas a pesar de su fí-sico sin fortuna. “EL VERDADERO CHA-RIFO” tuvo un éxito de publicidad por la persecución de que habíamos sido objeto, habiéndose vendido en México a buen precio los pocos ejemplares que se salvaron.

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Con la melancolía de la inquietud juvenil que pasó evo-camos este suceso de nuestro ayer sin guardar ningún ren-cor, pues solamente lo estimamos como la canalización imperfecta de nuestros ensayos de rebeldía.

La tradicional !esta de todos santos y la del día de !-nados, se celebraban de manera especial en Oaxaca y eran origen de prácticas sui generis. El día treinta y uno por la noche, se improvisaba en el patio de las casas y en los so-lares de las vecindades, un fogón para cocer la calabaza, dulce que no falta en esos días en ningún hogar; se condi-menta el rico mole de guajolote, único por su sabor en la cocina nacional; se compraba el pan de muertos, poroso, blando y sabroso y sin faltar, naturalmente el indispen-sable “nicuatole”, las untuosas tablillas de chocolate, las cañas de verdes panojas, las olorosas y amarillentas man-zanitas, las jícamas frescas y jugosas, los cacahuates y las dulces anonas. Con una mesa se arregla el altar en una de las habitaciones principales de la casa y con la fruta y los dulces por adorno, se iluminaba con velas que se prendían para el descanso de los difuntos.

El día dos se hacía el paseo al panteón por la mañana y por la tarde. El paseo se hacía entonces únicamente al panteón viejo, el panteón número 2 se acababa de inaugu-rar y pocas eran las personas que deseaban que sus deudos fueran allí enterrados.

Hace cuarenta años el viejo panteón nos parecía intere-sante dentro de la lobreguez de su calidad de fúnebre mo-rada, con sus corredores largos y silentes y sus patios que señalaban las diferencias sociales: el primero con un am-

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biente de jardín, mausoleos de mármol y de cantera, calle-citas alineadas y ornadas de #ores y cipreses decorativos, el patio segundo tenía un ambiente de pobreza decorosa, tumbas modestas y escasos jardincillos; el tercer y último patio era el refugio de la miseria, tumbas sin lápidas, unas cuantas #ores matizaban la negrura de la tierra, #ores de amarillo mastuerzo, alfombrillas pródigas y verdes jarama-gos. Los patios eran exponentes de la burguesa clasi!ca-ción impuesta por el dinero.

Las criptas de los generales, de los políticos y adinerados tenían para nosotros la candorosa admiración de las pro-porciones del sarcófago del rey mausoleo; nos asombraban las proezas que se narraban en las leyendas de biografía comprimida escritas en las placas y quedábamos estáticos ante los túmulos de los caudillos locales.

De aquella bazo!a de fúnebre literatura de que todos los panteones están hartos, se ha perdido para desdicha de la historia y de la veneración pública, la loza que cubrió los restos de los patricios Ignacio y Zacarías Heras, fusilados el año de 1812. Aquella loza perdida guardaba esta cuarteta:

“Fueron para la Patria brazo fuerte,Para la libertad timbre de gloria, Por eso sobreviven a su muerte,Por eso los conserva nuestra historia”.

Y entre las leyendas sentidas es de recordarse el soneto que el coronel Manuel Alonso hizo escribir en la lápida de la tumba de su esposa:

“Este el túmulo es donde imploroPiedad a Dios con alma adoloridaSoledad para mí fué tu partidaY por tí, Soledad, por tí es mi lloro.

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Recuerdo del ayer, visión que adoro, Tú que fuiste la antorcha de mi vidaTe has podido alejar sin despedida,Mi dicha, mi ilusión y mi tesoro.

Eso no puede ser porque la muerte No basta de mi pecho a separarte, Se resigna mi espíritu a no verte:

Mas no por eso dejaré de amarte,Nunca en mi corazón de poseerteNi cesarán mis ojos de llorarte”.

Nuestro antiguo panteón tiene en sus corredores unos nichos que dan la impresión de una tétrica colmena. Hay nichos con placas de mármol, otros tienen pequeñas ofren-das de coronas de porcelana encerradas tras de vidrieras historiadas con dibujos en oro y en negro. De todas estas criptas, las que nos llenaban de terror, eran las pintadas de color rojo, que indicaban que allí habían enterrado una víctima del cólera.

Las escenas de dolor de aquellos años de epidemia se nos representaban terrorí!cas; las caravanas de cadáveres llevadas en carretones, camino del panteón; la desolación en que quedaban sumidos los hogares por la desaparición súbita de sus deudos y a veces de toda la familia; el silencio mortal que caía sobre la ciudad, cuyo silencio era turbado por el lloro de los supervivientes y el paso de las ambulan-cias en un cuadro de pesadilla.

La contemplación de aquellos nichos de paredes rojas y con leyendas negras, nos sugería un mundo de recuerdos que extraíamos de las pláticas hogareñas. Como recuerdo

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de aquella hecatombe quedó discurriendo por las calles de Oaxaca, un hombrecillo tocado de bombín, enjuto de car-nes, de rostro magro, de lacios bigotes y breve perilla. El hombre era una impresión de eternidad que ambulaba con un salterio para sostener su vida.

–Ahí viene el del salterio.– Y los chicos salíamos des-tapados y lo contemplábamos, más que seducidos por las melodías que tocaba, por las historias que de él se referían, pues contábase que habiendo sido uno de los atacados por el cólera había estado a punto de ser enterrado vivo. Con las prisas que había por enterrar a los apestosos del cólera, no se daban las largas salvadoras a veces del entierro pre-maturo. Para fortuna de nuestro hombre, aquel día de su “muerte”, los sepultureros estaban recargados de trabajo y le tocaba su turno con retraso. Los enterradores estaban haciendo su tarea, cuando de uno de los montones de ca-dáveres salió un leve quejido, a continuación principió a moverse uno de los muertos, y haciendo un esfuerzo por sacudirse el peso de los cuerpos de sus “compañeros”, se incorpora y se levanta por sus propios pies ante el terror de los peones y no menos de él mismo.

Y si continuamos haciendo recuerdos de nuestro viejo panteón, allí estuvo un nicho que guardó los restos morta-les de la esposa de Patricio Oliveros. La presencia de aquella tumba nos hacía recordar la vida sin ventura del poeta que en sus últimos años se hizo callejero y dipsómano, derra-mando por el arroyo la dulzura de su numen melancólico. Los poetas de su tiempo hicieron versos de arte métrica; la musa que los inspiró fué hija de las humanidades y de las lenguas muertas, que bien se las sabían; pero poetas con pulcritud artística, con acervo de inquietud y de inspira-ción diáfana, solamente quizá, Patricio Oliveros.

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¡Pobre Patricio Oliveros!, tan comedido en la tristeza de su constante embriaguez en sus años postreros; su memo-ria literaria en su consistencia poética se esfuma para que-dar solamente el recuerdo del repentista feliz, que fuera solaz de la vulgaridad municipal.

Día vendrá en que , libertado de la bazo!a de la leyenda de la calle, podamos presentar al que fué maestro sensiti-vo, poeta íntegro, que tuvo la capacidad de cincelar la joya de estructura gramatical con alma de poesía y de dolor y que tituló “La vaca prieta”.

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CAPITULO XXIII.

La capitación y “Juan Borlacas”.- Un inspector de sanidad.- Los gendarmes rebajados y “los sacri!cios”.

A Francisco Moreno.

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El sistema tributario del “ per capite” de los romanos, adoptado por los ingleses en el siglo XVI, fué implantado más tar-de por los reinos de Castilla y de León, de donde fué traído a su vez por los con-quistadores, superviviendo en Oaxaca

hasta !nes del siglo pasado. Por su carácter desigual fué rechazado el impuesto di-

recto por artesanos y campesinos, quienes eran víctimas de cárceles y trabajos forzados cuando se resistían a pagar-lo. La capitación era un impuesto que se pagaba mensual-mente y su destino era cubrir las erogaciones administrati-vas y las exclusivas de la enseñanza primaria.

En encargado de cobrar el impuesto tuvo un apodo de etimología arbitraria que confesamos ignorar; mas lo que sí sabemos es que fué popularmente odiado, y que se lla-maba “Juan Borlacas”, que desempeñaba con rabiosa dili-gencia sus funciones exactoras y que era chaparrón, cascor-vo, trigueño de color, de bigotes lacios, de recia pelambre, vestía en “pechos de camisa”, holgados pantalones de dril, sombrero pequeño y con un lápiz en la oreja y que se hacía acompañar por un ayudante que le servía para aprehender a los remisos y para que lo cuidara de los malcriados.

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“Juan Borlacas” detenía a todo artesano que se le atra-vesaba en su camino. Cuando llegaba a algún taller su pre-sencia se hacía sentir por el revuelo que causaba entre los operarios, como la del milano entre las palomas. Los que no podían escapar no tenían más remedio que cubrir el im-puesto; otros pedían esperas que cuando no las conseguían terminaban en disputas, pues “Juan Borlacas” era duro, in-transigente como un negrero; en él no cabía ninguna com-ponenda: el que la debía la pagaba. Su rudeza contribuyó a hacer intolerable la capitación y a que los causantes, exas-perados, le pusieran las manos mandándolo al hospital.

El odio para la capitación formó honda huella en la in-quietud atribulada de las masas. La capitación y la cuerda fueron los medios de explotación y castigo empleados por la burocracia por!rista oaxaque-ña para conservar la miseria y el dolor de la gleba. Juan Yescas (a) “Juan Borlacas”, fué el verdugo más leal que tuvo la explo-tación organizada y por esta circuns-tancia el pueblo ca-nalizaba su furia en las manifestaciones gritando: ¡muera “Juan Borlacas”!.

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La historia sacada de nuestros recuerdos nada nos dice acerca de cómo fueron los últimos días de la existencia de “Juan Borlacas”; quizá murió en su casa rodeado de los suyos; pero de lo que sí estamos seguros es que entre los empleados mínimos fué el representativo de su época ab-surda, que fué temido de la plebe y que su nombre llegó a la jerarquía de servir de banderín en los tumultos callejeros.

De los empleadillos que prestaban sus servicios en los tiempos a que nos contraemos, seguramente que los más aborrecidos, más sórdidos por su mugre y su parda moral, fueron los escribientes de la jefatura de policía y los del mu-nicipio. De esos empleados recordamos a un sujeto oriun-do de Tlacolula, que tuvo en su existencia la condición del gallo-gallina entre las aves del corral ya que los hombres lo despreciaban y lo miraban con rencor las meretrices, las daifas que saben defender el pudor de las doncellas. Nues-tro empleado desempeñaba las utilísimas funciones de envenenador de los perros callejeros y de vigilante de las mujeres públicas; era inspector de sanidad, como lo llama la terminología o!cial con un literario eufemismo. Igno-rando el pueblo los trapujos lingüísticos de la covachuela o!cial, pues gusta de llamar a las cosas por sus verdaderos nombres, al inspector de sanidad, Nacho Aguilar, le llama-ba tranquilamente “Nacho el putero”, como si el adminícu-lo de sus funciones formara parte de su patronímico.

El ejercicio de sus funciones de cuidador de la higiene de las prostitutas, hicieron que el inspector de marras fuera perdiendo su nombre de pila y por antonomasia fuera co-nocido con el popular remoquete apuntado.

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Aguilar cargó en vida con las odiosidades femeninas y con el menosprecio de los varones, como si hubiera sido un eunuco, pues aun cuando propiamente no desempeñaba las funciones de los que cuidan los serrallos ni las escabro-sas pero necesarias casas de las proxenetas, su calidad de verdugo lo equiparaba con aquellos infelices.

Aguilar era un hombrachón de edad madura, de vestir desfajado, algo rotundo del vientre por la iniciación de la obesidad de los años, al aire daba sus largos y crespos mos-tachos y en su diestra blandía grueso bastón de madera.

Nacho, en el desempeño de sus funciones visitaba los lenocinios de toda categoría; era áspero y un voluptuoso del dolor, había en su alma de mestizo algo del sadismo del inquisidor en amasiato con la !ereza idólatra del indio, porque se complacía en escarnecer a las caídas, en recor-darles su condición de tra!cantes de caricias valorizadas por tarifa. El hombre tenía en Oaxaca una popularidad acre y nauseabunda y aun cuando sus funciones no eran las de un eunuco, no tuvo, ni en ese aspecto, las prebendas del o!cio que desempeñara Eusebio cerca del rey de Cons-tancio, las de Eutropio favorito de Arcadio, ni menos las de Narsés, que llevó a la corona de Justiniano los laureles de la guerra de Italia contra los bárbaros y los de las conquis-tas de África contra los vándalos.

Su ferocidad de criollo higienista, mezclada con la vio-lencia del exactor; le atrajo el desprecio de los hombres y la pesadumbre de las mujeres sin honra. Por tener precisas las características de los empleados menores, a Nacho bien le valen unos renglones de la estampa de un sector de la nómina o!cial.

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Los investigadores de curiosidades históricas a!rman que el gendarme tuvo su nacimiento en los antiguos hom-bres de armas, de los “gens d’arms” de la nobleza medioe-val que constituyeron la escolta o gendarmería de los reyes de Francia ; pero entre nosotros su prosapia genealógica es más humilde, viene transformándose a través del tiempo y de las instituciones, del corchete y del ministril de la co-lonia, hasta llegar a convertirse en el tiempo presente en el guardián del orden público, con su nombre escueto de gendarme.

En el México de la República, el gendarme se ha recluta-do entre los sectores de humilde capacidad social, por cuya circunstancia posee escasamente el sentido de la respon-sabilidad y es fácil al mareo de la jerarquía. Desempeña sus funciones de manera ruda y violenta y se constituye en el azote de borrachitos incontinentes, de muchachos vaga-bundos y de mujeres malentretenidas. Hombre za!o, za-parrastroso y con las lacras de su casta de ín!mos burócra-tas, procura ir tirando de sus obligaciones en la forma más cómoda, sin importarle nada al cumplimiento honesto de sus funciones preventivas.

Así fueron aquellos gendarmes hasta que Prisciliano Benítez los mejoró en disciplina y les dió una presentación decorosa calzándolos con altas polainas, uniformándolos con chaquetín de blancos cordones y con kepis y quitasol, sin faltarles la macana, la pistola, una linterna para los servicios nocturnos y armas largas para las revistas y los des!les cívicos.

En torno del gendarme la venganza popular ha forjado una leyenda indeseable de arbitrariedad, por ser la auto-ridad de su inmediato contacto con la primera que suele tropezar el infractor y el delincuente. Pero a pesar de es-

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tos prejuicios, el pueblo tolera y acepta al gendarme, con-siderándolo como un empleado molesto, pero necesario. Cuando el gendarme se despoja de su uniforme y pasa a la categoría del emboscado que quiere pasar inadvertido, en-tonces ya tiene en Oaxaca para vivir amargado por el resto de su vida y no habrá poder humano que le quite el sambe-nito del desprecio.

Con su ágil humorismo para determinar las caracte-rísticas sintéticas de los individuos, el pueblo de Oaxaca encontró pronto la manera de vengarse de los agentes de la reservada llamándoles despectivamente gendarmes re-bajados. Los gendarmes que no visten el uniforme de su o!cio merecen infamante desprecio, piensa el simplista ra-zonar del pueblo.

Los gendarmes rebajados tuvieron su origen en la for-ma empleada por algunos jefes políticos para castigar a los policías que no cumplían con su deber, pues les imponían como castigo que salieran a desempeñar sus servicios ves-tidos de paisanos. Y así la ofensa más despectiva que en-contró el pueblo para escarnecer a los policías reservados, fué llamarlos “gendarmes rebajados”.

Ya que de apodos hablamos nos parece pertinente y cu-rioso recordar el mote que se les da a los de la clase sub-me-dia, porque no pertecen ni a la clase de los catrines ni a la de calzón y camisa de manta. Estos mis paisanos se visten con todas las prendas del catrín, a excepción del chaleco y el saco cuyas prendas, si la fortuna no les es adversa, llega-rán a vestir. El esfuerzo de estos hombres que desempeñan

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el papel de batracios sociales, mereció la chunga del pueblo llamándolos “sacri!cios”.

Desaparecida la linda china oaxaqueña, para ser subs-tituida por la pelona colicorta, desvinculada de tradición; como ausente de los cuadros populares la !gura sui géneris del charrito mujeriego y matasiete, sólo ha quedado el “sa-cri!cio” como representativo de un momento de evolución social que destruyó el colorido de nuestros barrios altivos, bulliciosos en sus romerías.

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CAPITULO XXIV.

El sacramento.- El confesor y el notario.- Un momento patético de perdón y arrepentimiento.- La estufa y el viático.- Los entierros con música.- La carroza fúnebre.

A Demetrio Bolaños Cacho.

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Nuestras escapadas a la tierra oaxaqueña nos proporcionan el deleite de sumirnos en las aguas de Juvencio, para sentirnos remozados de espíritu, como Juan Faus-to, y hablar golosamente de las cosas ju-veniles del pasado.

Charlando con los hombres que vivieron nuestro ayer y que nos parece un milagro de resurrección encontrarlo adorable, descubrimos dentro de las sombras de su pátina el cuadro del viático para los enfermos, cuya escena había-mos olvidado.

El espíritu de agilidad retrospectiva de Heliodoro Díaz Quintas, que nos hace un reproche de estímulo por no haber hecho la estampa de los agonizantes, es el que des-envuelve con su charla la animación episódica de los mo-mentos sucesivos que se desarrollaban en los últimos mo-mentos de un moribundo.

El agónico de voluntad laxa y perdida, convenía en irse de esta tierra desde que sus familiares principiaban a ha-blarle con diplomacia susurrante, conmovedora y a#igida, de la necesidad de llamar al padre para que se reconciliara con la iglesia; y si el paciente tenia bienes de fortuna, en-

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tonces era indispensable que hiciera su testamento ante el señor notario, quien para tal caso, era Octaviano Díaz, Jesús Acevedo o Pancho Parada.

El cura de la parroquia era recibido por caras a#igidas de ojos enrojecidos por lloros incontenidos. El presbítero pa-saba a la recámara del enfermo, lo saludaba con voz puesta al tono del momento y después de los circunloquios de ri-gor, entraba en el terreno de la confesión de los pecados. Si el enfermo encontrábase en un momento de reposo, el ministro le hablaba de que la confesión había sido instituí-da por Cristo y a!rmada por la iglesia en sus concilios; que era un sacramento integrante de la penitencia y que prac-ticada con fervor y !rmeza de arrepentimiento, se obtenía la gracia celestial y la puri!cación del espíritu.

En la recámara sólo se oía el ronroneo de la voz del con-fesor, la tarda y difícil articulación de las palabras del mo-ribundo y el leve rumor de la #ama de la lámpara de aceite cuyas trémulas luces realzaban la livideces del cruci!cado y los rútilos oros de los bordados del manto de la virgen de La Soledad.

El cura se retiraba prodigando palabras de resignación para los deudos y ofreciendo que llevará el viático a esta o aquella hora, según la gravedad del paciente. Los familiares quedaban en parte consolados porque el enfermo se había confesado como los buenos cristianos, había tenido la dicha de hacer confesión de sus culpas a un ministro del Señor. El no confesarse en aquellos tiempos era algo insólito, propio solamente de masones y de gente protestante, endiablada y sin creencias. Todo mundo estaba atento de que el enfer-mo se confesara y sacramentara, pues desventurado del que se rehusara a recibir los sacramentos de la extremaunción, porque ya tenía para arder en las lenguas candentes de la

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beatería y en las llamas del in!erno, o para ser azotado en la iglesia, por descreído, masón y judaizante.

La confesión y comunión eran algo necesario para estar bien con los hombres y con Dios, sobre todo con los prime-ros que pensaban que era imperdonablemente herético irse al otro mundo sin haber cumplido con ese mandato juzgado necesario por el Concilio de Trento y negado por la herejía de Juan de Wiclef, pero cuya falta era origen de serias com-plicaciones religiosas y sociales para los familiares del difun-to. Necesaria la confesión una vez al año, por lo menos, se-gún los instituye el concilio de 1215 de San Juan de Letrán, su cumplimiento era algo de fundamento tan imprescindi-ble para la religiosidad de aquella sociedad, que el que no lo cumplía le formaba a su familia una atmósfera de repulsa y de terror considerándola como descendiente del réprobo de la peor calaña. El oaxaqueño que voluntariamente moría sin confesión, era un monstruo de herejía cuya falta trascendía hasta el último de sus descendientes. Tan grandes eran las consecuencias de la falta de los auxilios cristianos que fué considerando como el peor de los castigos terrenos y celes-tiales, por eso en algunos países católicos de Europa subsis-tió hasta !nes del siglo XIV la costumbre de negar la confe-sión a los reos condenados a muerte, como seres indignos y que debían morir sin la absolución de sus pecados.

Siguiendo aquellas costumbres, hijas de la reciedumbre de una fe exaltada, llegaba el momento de contrición para el enfermo cuando pedía perdón para sus faltas y hacía arrepentimiento solemne de sus mundanos yerros. No era extraño oír entonces las cosas y casos más insólitos; qué de sorpresas y revelaciones hacía el pobrecito moribundo, quien tenido por una alma de Dios, resultaba un saco de picardías y de concupiscencias.

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El ministro con su sacristán salían de la parroquia lle-vando el Santísimo; a su paso, en una carroza cerrada, abu-llonada con felpa azul y bordadas estrellas de oro, la gente por la calle se arrodillaba y las más piadosas lo seguían des-cubiertas y musitando oraciones.

Tiempos aquellos de exaltada religiosidad católica que salía a exhibirse con ardiente fe; cuando los vecinos de la Nueva Antequera adornaban las calles con carrizos, #ores y banderines para celebrar el paso de la estufa del Domingo del Buen Pastor. Piadosos tiempos de una liturgia que ha-cía solemne la procesión del señor del Rescate, en el atrio de la Soledad, en los que la fe, la creencia, se echaban fuera de los templos para seguir rigiendo en la calle la vida de los feligreses, mandándolos a que se descubrieran reverentes al paso de la carroza del Arzobispo; que detuviesen su paso al toque de las doce y que también se descubrieran al sonar las campanas de la oración: la hora azul y evocadora del misterio de la encarnación.

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Bajaba el sacerdote a las puertas de la casa del enfermo y entraba musitando sus preces, sonaba la pequeña cam-pana, se regaban #ores a su paso, lo envolvían nubes de incienso y sonaban los cantos de los salmos glosados por la música del maestro Velásquez o de Alcalá, según los posi-bles de la familia, y el sacerdote llegando al altar, conforme al libro del Romano de Paulo V, administraba el sacramen-to.

El enfermo seguía más malo y cuando entraba en ago-nía, las campanas principiaban a tañer, a doblar lenta, pau-sadamente, como dolorosa y atribulada plegaria que ator-mentaba y aplanaba los espíritus.

Los llantos desgarradores indicaban que el enfermo ha-bía muerto y que se procedía a tenderlo cristianamente. Vestido con un sayal franciscano se le tendía en el suelo, sobre una cruz hecha con polvo de cal y allí permanecía hasta que se consumieran las primeras ceras, y en seguida se trasladaba a la cama para el velorio. Las exequias se ha-cían según los recursos de la familia: eran largas, breves, rezadas, cantadas o acompañadas a toda orquesta con tres padres con capa pluvial y manguillos de cruz alta. Los fu-nerales se celebraban generalmente en el Sagrario, porque era la única parroquia; más tarde se crearon las de Conso-lación y la Sangre de Cristo, sin contarse las del Marquesa-do, Xochimilco y Jalatlaco, que estaban consideradas como foráneas.

El sepelio era solemne o modesto según la alcurnia del difunto; mas si era de los de alto copete, entonces los se-ñores acompañantes eran particulares vestidos de levita y sombrero masón que caminaban por el centro de la calle y llegaban hasta el panteón a los acordes de una música, que a veces era la propia Banda del Estado.

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Así quedaba cristianamente cumplido el deber de dar sepultura a los difuntos, ese deber general creado por el concepto moral y piadoso del que habla Orígenes el !ló-sofo y que se encuentra ya consignado desde las leyendas judías en los tiempos de Abraham.

Considerando la muerte como un reposo del hombre en su peregrinación por la tierra, las sociedades primitivas formaron los dormitorios llamados cementerios, los cuales la iglesia hizo inviolables creando el viejo derecho de asilo de la jurisprudencia medioeval.

En aquellos tiempos fué costumbre conducir los cadáve-res en andas, cuya práctica se conservó hasta !nes del siglo pasado, fecha en que se estableció el servicio de la carroza fúnebre. Esta práctica, higiénica y cómoda, contrarió las costumbres establecidas y fué causa de que en los prime-ros entierros hubiera sus di!cultades y disputas entre los dolientes y la empresa funeraria. El encargado de los servi-cios fúnebres en carroza fué Joaquín Rivera, y muy negras se las vió con los primeros servicios que prestó su agencia, hasta ser necesaria la intervención de la policía.

Después la práctica hizo costumbre el entierro en carro-zas, dejaron las campanas de tocar el melancólico doble. Y los muertos ya no van al panteón a los acordes del vals “Sobre las Olas”.

FIN

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PrólogoDedicatoriaCAP. I.- Inauguración del Ferrocarril Mexi-

cano del Sur.- Don Por!rio se emo-ciona.- Un banquete de Periodistas.- Juan de Dios Peza y las Sábanas del Hospital General.

CAP. II.- Una anécdota olvidada del Presidente Juárez. – Don Manuelito Maza.- Los viejos maestros de escuela.

CAP. III.- Una casta de poetas.- Miguel Varela, el primer cantor de la Jornada del 5 de Mayo.

CAP. IV.- “El Milagro de su Señoría”. – Ignacio Merlín e Hipólito Ortiz y Camacho.- Los santos protestantes.- Las confu-siones de José María Montes.

CAP. V.- Las !estas patrias.- El “Grito”.- “La América”.- Manifestaciones de estu-diantes.- Los oradores espontáneos.- Los bailes populares y los saraos pala-ciegos.

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CAP. VI.- Los viejos teatros de Oaxaca. CAP. VII.- Famosos lances de honor.- Díaz y Fer-

nández del Campo.- Zavala y Medra-no.

CAP. VIII.- “Tras de acorneado apaleado”.- Pepe Larrañaga.- De Juan de León “El Mes-tizo” a Juan Marcotínez, (a) “Juan Crudo”

CAP. IX.- Curarse en salud.- Las clásicas pobla-nas.- Las humildes falenas del Barrio de las Zacateras.

CAP. X.- La Calzada de las Lágrimas.- Priscilia-no Benítez, el famoso “Treinta y Vuel-ta” .- Los padrecitos sin ventura.- Los repiques de a cien pesos de un cura irascible.

CAP. XI.- El novenario de San Juanito.- La clá-sica !esta de La Soledad.- La noche de los Rábanos, La Nochebuena y el Año Nuevo.

CAP. XII.- Periódicos y periodistas.- El famoso “Huarache”.- Juan Leperada y el or-todoxo Lic. Lorenzo Mayoral.- “El Es-tandarte”, Periódico pre-revoluciona-rio.

CAP. XIII.- La feria de Tlacolula.- El árbol del Tule.- Guillermo Reimers Fenochio.- Maniáticos célebres.- El farmacéutico Carlos Cruz.

CAP. XIV.- Una ley impopular.- Motines san-grientos.- El !nal de un Sábado de Gloria.

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CAP. XV.- El IV Centenario.- El Lunes del Cerro.- Visión retrospectiva.- El esfuerzo por superar el pasado.

CAP. XVI.- Droguistas y boticarios.- Médicos de antaño.- El loco Barzalobre.- Fernan-do Sologuren y su bicicleta.- El Dr. Va-rela.- Los médicos sin estrella.

CAP. XVII.- El Istmo y los istmeños.- La fastuosa Juana Catarina Romero.- El popular “Cónsul” de Tehuantepec, Anselmo Cortés.- Una jaculatoria célebre y un discurso político.

CAP. XVIII.- Sugerencia romántica.- La bendición de los animales.- El viernes de la Sa-maritana.- La pila de Juan Diego.

CAP. XIX.- Periódicos Lerdistas y Por!ristas.- El Gobernador José Esperón.- Una com-pañía de Opera.- Las crónicas de “Don Catarino”, treinta años después.

CAP. XX.- La famosa procesión del lunes santo en La Soledad.- Las aguas frescas de Xochimilco.- Las tinieblas.- La seña en Catedral.- Los monumentos.- Los encuentros.- Los oradores.- La Gloria. Los judas.- Las matracas.

CAP. XXI.- Las calendas.- Los danzantes de Mar-cial Salinas y la !esta del Cogollo.- Las danzas del 16 de septiembre.- El pa-sajuego.- Las pozas arcas y los estan-ques.

CAP. XXII.- Una “calavera” del Autor.- La calaba-za, el mole y los altares.- El viejo pan-

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teón.- El hombre del Salterio.- Patri-cio Oliveros .

CAP. XXIII.- La capitación y “Juan Borlacas”.- Un Inspector de Sanidad.- Los gendarmes rebajados y “los sacri!cios”.

CAP. XXIV.- El Sacramento.- El confesor y el nota-rio.- Un momento patético de perdón y arrepentimiento.- La Estufa y el Viá-tico.- Los entierros con música.- La carroza fúnebre.

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