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Un reality show de máxima audiencia. Un thriller desenfrenado que arrastrará al detective Julián Ortega y a la periodista Leire Castelló a una situación sin escapatoria.

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Esta es tu vida

José Sanclemente

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ESTA ES TU VIDAJosé Sanclemente

Un reality show de máxima audiencia. Un thriller desenfrenado que arrastrará aldetective Julián Ortega y a la periodista Leire Castelló a una situación sin escapa-toria.

El pequeño pueblo de la costa barcelonesa de Alella está conmocionado: el cadá-ver de una mujer brutalmente asesinada ha aparecido en el campanario de la igle-sia el mismo día de la ceremonia de inauguración de las nuevas campanas.

La mujer —Lucía, una concursante de Esta es tu vida, un reality show de granpopularidad— presenta tres heridas mortales y las cuencas de los ojos vacías.Cuando el inspector de policía Julián Ortega se hace cargo de la investigación, des-cubre que el asesino parece haber utilizado un antiguo ritual de martirio que usa-ban los romanos contra los cristianos, el mismo que mató a santa Lucía deSiracusa…

Por su lado, Leire Castelló, periodista que trabaja en los servicios informativos dela cadena de televisión que emite Esta es tu vida, se verá obligada por sus jefes aparticipar en un programa sensacionalista especial que trata el caso, lo que le daacceso directo a la historia.

Sin embargo, los asesinatos no han hecho más que empezar…

ACERCA DEL AUTORJosé Sanclemente nació en Barcelona y es economista y experto en medios decomunicación. Ha sido consejero delegado de Grupo Zeta y consejero de Antena3 TV, presidente de la Asociación de Editores de Diarios Españoles, promotor yfundador del diario ADN y consejero de la Casa Editorial El Tiempo de Bogotá.También es presidente de eldiario.es y socio fundador de la revista Alternativas

Económicas. En la actualidad se dedica a la asesoría de empresas periodísticas.En su blog, Entre medios, analiza la situación de los medios de comunicación. Viveen Alella (Barcelona). Tienes que contarlo fue su primera novela y en ella presen-taba a los dos personajes que también protagonizan No es lo que parece y Esta

es tu vida: el inspector Julián Ortega y la joven periodista Leire Castelló.

@josesanclementejosesanclemente.com

ACERCA DE SU OBRA ANTERIOR NO ES LO QUE PARECE«Con solo dos novelas José Sanclemente me ha convertido en adicto a sus intri-gas periodísticas. Lean esta novela, no esperen a que hagan la película.»JORDI ÉVOLE

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A mi padre

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«Una de las pocas cosas buenas del mundo moderno: si mueres en televisión no morirás en vano.

Habrás entretenido a mucha gente.»

KURT VONNEGUT

* * *

«Ahora se suele criticar a la televisión por transmitir tanta violencia, cuando más cruel ha sido la Biblia: en sus páginas se come a niños, se llama a matar a los enemigos, se queman casas, se sacan los ojos

a los hombres. Los dueños de la televisión moderna no han inventado nada nuevo.»

RYSZARD KAPUSCINSKI

* * *

«Me siento interpelado a hacerme cargo de todo el mal que algunos sacerdotes han hecho, bastantes,

bastantes en número, no en comparación con la totalidad… hacerme cargo de pedir perdón del daño que han hecho por los abusos sexuales

de los niños.»

JORGE BERGOGLIO, PAPA FRANCISCO

* * *

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Capítulo uno

Noviembre de 2013

No había un alma en las calles de Alella. El silencio solose veía interrumpido por los silbidos de las ráfagas deviento al colarse entre las troneras y por algún que otrogolpe seco de los postigos mal cerrados. En la oscuridad dela noche, las farolas aportaban una engañosa calidez al fríoque lo paralizaba todo y proyectaban contra los muros dela iglesia las sombras de unos árboles que, empujados sinpiedad por el intensísimo viento del este, parecían ensayaruna fantasmagórica danza.

En la casa rectoral, Dimas Pascual no conseguía conci-liar el sueño. El nerviosismo por el acontecimiento quetendría lugar en pocas horas lo mantenía desvelado; recos-tado sobre la almohada y con la luz de la mesita de nocheiluminando con tibieza una habitación espartana, el sep-tuagenario párroco sujetaba entre sus manos el programade bendición y repique de las nuevas campanas de SantFeliu, mientras anhelaba con ansiedad que llegara el alba.Llevaba cuarenta años en la diócesis y nunca había tenidola oportunidad de reunir a las principales autoridades civi-les y eclesiásticas en su iglesia.

Dimas Pascual había conseguido hacía tres años que sedescolgaran las campanas de la parroquia para fundir denuevo el bronce limeño con el que se habían fabricado ha-

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cía cinco siglos. Ajadas y maltratadas por el paso deltiempo y el incendio provocado por un rayo que cayó en laespadaña, quería resucitarlas suplementándolas con unaaleación de cobre y estaño que debería hacerlas tañer conun sonido grave que llegara hasta los confines del pueblo.

Los vecinos de Alella y el arzobispado de Barcelona—este a regañadientes, pues era difícilmente justificableun gasto tan importante en momentos de crisis — habíancosteado a partes iguales las obras de albañilería necesa-rias para apuntalar los arcos del campanario, la cabria paraapear las diez toneladas de metal y el transporte en la cajade carga de un camión articulado, un vehículo que ocupóbuena parte de la plaza donde se alza la iglesia. Una cin-cuentena de habitantes de Alella se desplazaron en auto-bús hasta la empresa de fundición cerca de Düsseldorf, enAlemania, donde se celebró la ceremonia de entrega de lascampanas, que fueron bendecidas por Dimas Pascual.Como si de una incineración humana se tratara, las cam-panas entraron en el horno, a través de un portón, parainiciar el proceso de fusión y permitir que el colado delvetusto bronce pudiera mezclarse con la nueva savia me-tálica que las devolvería a la vida con una inédita musica-lidad. En tres o cuatro meses las piezas, ya remozadas, volve-rían a colgar del campanario románico.

Pero al poco tiempo el párroco se encontró con proble-mas económicos: muchas de las aportaciones prometidaspor sus feligreses para llevar a cabo la reparación no se lle-garon a realizar. Muchos alellenses estaban también afec-tados por la crisis y a duras penas podían atender con sol-vencia sus comercios y mantener sus puestos de trabajo.Además, el obispo no estaba dispuesto a asumir de su pre-supuesto los trescientos mil euros que reclamaba la fundi-ción alemana como condición necesaria para entregar lascampanas, que ya estaban restauradas, y tampoco habíadinero para pagar la motorización de estas, ni siquiera elordenador al que se conectarían, y que se encargaría dehacerlas sonar con treinta melodías variadas.

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Durante dos largos años, el campanario de Alella es-tuvo huérfano de campanas y el párroco se consumía en ladesesperación cada vez que alzaba la vista y contemplabala luz de los dos arcos románicos obstruida por los hierba-jos que habían crecido en las fisuras de sus dovelas y quese cimbreaban cuando el viento los agitaba en las alturas.

Sin embargo, y de un modo diríase que milagroso, ha-cía escasamente dos meses, Dimas Pascual había conse-guido los recursos para asumir las facturas e instalar lascampanas que en pocas horas se iban a bendecir, en el quedebía ser el día más importante de su vida y una gloriosafiesta para todos los alellenses.

—¡Jehová Jireh! —le había dicho por teléfono emocio-nado al secretario del arzobispo de Barcelona, utilizando laexpresión hebrea del Génesis «¡Dios proveerá!»—. De-mos gracias al Señor… La buena de la señora Francisca,que ha fallecido reconfortada por el Santísimo Sacra-mento, ha testado a favor de la diócesis y nos deja más dedoscientos mil euros. Solo serán necesarios cien mil eurosmás del presupuesto de Su Eminencia para completar elgasto comprometido.

El arzobispado no tuvo más remedio que soltar el restodel dinero y así el párroco Dimas pudo levantar el em-bargo alemán de las campanas y asumir su transporte einstalación, programa musical y ordenador incluidos.

El cura miró de nuevo el despertador: faltaban diez mi-nutos para las cinco de la madrugada. El viento no dabatregua. El apocado y lastimero sonido de las campanas lehizo pensar que alguna ráfaga más fuerte de lo común lashacía gemir así, pero al momento pensó que era imposibleque siquiera el aire pudiera mover semejante peso ni unmilímetro. Cada una de ellas pesaba algo más de cuatro to-neladas y estaban bien sujetas al yugo y a las asas reciénrenovadas. Él mismo había visto como los operarios, conayuda de una grúa gigantesca, habían reforzado la espa-daña del campanario con viguetas de hierro y las campa-nas habían quedado afianzadas de tal manera que solo pu-

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dieran moverse con el automatismo mecánico conectadoal ordenador.

Aguzó el oído. La disposición de la casa rectoral, en unasola planta y comunicada por una puerta de aglomeradocon la capilla del Santísimo, donde oficiaba la misa de dia-rio y donde se encontraba la entrada a la torre del campa-nario, le permitía advertir cualquier ruido en el interior dela iglesia. Oyó el crujir de lo que intuyó podría ser un pel-daño de la escalera que ascendía hasta el campanario.Luego nada. Silencio.

Pero al cabo de unos instantes le sobresaltó otro cru-jido de la madera sobre el rastrel de pino de la escalinata…Y otro más. Le parecieron pasos que descendían de lo altode la torre con lentitud. El párroco se incorporó de lacama, se calzó unas desgastadas zapatillas de piel de cor-dero y se ajustó el cinturón del batín de franela. La casaestaba bien caldeada por varios radiadores de agua ca-liente, pero en la iglesia estaban desconectadas las estufasde infrarrojos y debía de haber una diferencia de tempera-tura considerable. Al acercarse a la puerta, que conducíadesde el salón de la casa al altar auxiliar, sintió en sus piesun aire helado que se colaba por el hueco inferior de lamisma. Empujó la puerta hacia el interior de la iglesia ynotó una inexplicable resistencia. Con la mano en el pica-porte y cargando con el hombro su peso contra el panel decontrachapado de madera —el párroco no era muy corpu-lento, pero sí conservaba una fuerte complexión ósea—consiguió abrirla.

Una corriente de aire fresco le sacudió en la cara comouna bofetada. Estaba desconcertado, recordaba perfecta-mente que había cerrado con llave el portón principal de laiglesia, aunque era posible que el fuerte viento le hubieradado tal sacudida que hubiese desencajado el pasador infe-rior y este quedara entreabierto. Palpó a tientas en la pa-red de piedra de la capilla a la altura del interruptor de laluz y lo apretó varias veces. Nada, no parecía haber elec-tricidad. Para llegar hasta el cuadro eléctrico y rearmar los

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diferenciales, por si estos hubieran saltado, debía sortearlos bancos de la capilla, cruzar hasta la nave principal y di-rigirse hasta un lateral del altar mayor. Sin luz, solo con lamemoria de las incontables veces que había cubierto esetrayecto, le iba a resultar difícil. Pensó en volver sobre suspasos hasta la rectoría en busca de una linterna que guar-daba en el cajón de la mesita de noche. Fue cuando denuevo oyó el crepitar de la madera a escasos diez metrosde donde se hallaba, y al momento también percibió el dé-bil tañido de una de las campanas. Sus manos, ahora tem-blorosas, tentaban a oscuras en los respaldos de los bancosde los feligreses, que rodeó golpeándose los tobillos repe-tidas veces con las patas de madera. Tras uno de los confe-sionarios distinguió el débil chispear de una vela. Se diri-gió hasta el punto de luz. Era una imitación de un ciriopascual que funcionaba con una batería; el artilugio a pilasapenas iluminaba a un metro de los pies del párroco, perole ofreció seguridad para caminar hasta el pórtico por elque se llegaba hasta el campanario.

De pronto tomó conciencia de que no estaba solo: habíaalguien muy cerca de él, en la capilla. Aguzó la vista perono vio a nadie, y sin embargo sintió un intenso olor a azu-fre, o quizás fuera algún perfume floral amargo y hú-medo, que le recordaba al de los crisantemos que conte-nían algunas de las coronas de flores que cubrían losféretros de los muertos y que pedía a los familiares quedejaran fuera de la iglesia para evitar los efluvios marean-tes durante las ceremonias de los sepelios que celebraba.Sufrió un ligero vahído y dirigió titubeante la vela en di-rección al lugar de donde provenía la fuerte fragancia.

Fue entonces cuando se topó con un ser que no le pare-ció humano. Lo tenía a pocos centímetros de su cara y solopudo distinguir, en los escasos segundos que duró la apari-ción, un rostro enorme, amorfo y desfigurado. Soltó ungrito ahogado y la vela rodó por el suelo, pero antes acertóa ver cómo el extraño desaparecía a gran velocidad por elportón principal de la iglesia que, como sospechaba, estaba

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abierto. El párroco, sin apenas respiración por el pánico quele sobrevino a continuación, vio a contraluz de la farola quealumbraba la calle que aquel hombre era desproporcionada-mente corpulento y que asía en su mano una enorme horcade tres puntas. Le pareció la viva imagen del demonio.

Se santiguó mientras corría a cerrar la puerta de laiglesia, luego se dirigió hasta el cuadro eléctrico de la sa-cristía y armó los diferenciales, que inexplicablemente es-taban bajados. La iluminación de la nave le tranquilizó. Laaparición de los vitrales con la imagen del encarcela-miento y el martirio de Sant Feliu, torturado y arrastradopor los caballos, le sosegó. Encendió las luces. Todo parecíaestar en su sitio… Todo menos esa melodía que proveníade lo más alto del campanario, como si algo rozara deforma intermitente una de las campanas.

Subió por la escalera que serpenteaba por el angostotorreón hasta lo alto del campanario. Iba sujetándose conla mano a la barandilla de hierro forjado y, aunque ascen-día con prudencia y de vez en cuando miraba hacia los pel-daños, no pudo evitar que sus zapatillas resbalaran en unode ellos: había pisado un líquido viscoso que teñía de ma-rrón oscuro los escalones de madera de iroko.

Llegó hasta arriba y levantó la trampilla para acceder alas campanas. De nuevo sintió en su tez la ráfaga gélidadel viento y tras ella el reiterado lamento musical. Encen-dió los focos del campanario, coronado por arcos románi-cos bajo los que colgaban las campanas, y contempló la es-cena más espantosa que habría de ver en toda su vida.

El cuerpo desnudo y sin vida de una joven colgabaatado por su muñeca al badajo de una de las campanas yoscilaba como un títere por efecto del viento, chocando orasu torso ora su espalda contra los bordes interiores delbronce recién aleado. Ahí estaba el origen de aquella sór-dida musicalidad que había inquietado al cura.

Le sobrevino una arcada y a punto estuvo de caer debruces desde la trampilla escaleras abajo. Y sin embargo,no podía dejar de mirarla. Se percató de que en su costado

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derecho tenía tres orificios profundos por los que le bro-taba la sangre, tres heridas que bien podrían haberse pro-vocado con una horca de tres puntas como la que habíavisto en manos de aquel ser endemoniado que había huido.El viento encaró la mirada del cadáver con la suya. Era unamirada oscura y vacía. Dimas Pascual se dio cuenta enton-ces de que no tenía ojos. Pero la reconoció al instante.

La sangre se le quedó tan helada como el viento quegolpeaba inclemente.

Nada podía hacer ya por aquella mujer. Miró hacia elhorizonte y contempló desde la altura, entre las sombras,el enjambre de tejados de las casas de Alella y al fondo eldébil brillo del mar bajo un hilo de luna. Descendió cabiz-bajo hasta el altar mayor y se arrodilló ante el Jesús cruci-ficado que pendía del techo sujeto por varias sirgas deacero tensadas y ancladas en las paredes.

—No esperaba que me castigaras a estas alturas de mivida, Señor —dijo con voz alta y compungida—. Sabes loque he luchado para que este día fuera de gloria para ti.Pensaba que con mi sacrificio darías por expiados mis pe-cados. Oré para no caer en la tentación… El espíritu estádispuesto… pero la carne, la carne, Señor… —citó a sanMateo y de repente un sollozo irrefrenable se apoderó deél; de la posición de genuflexión pasó a tenderse en elsuelo musitando en latín «caro autem infirma». La carnees débil.

Estuvo tendido en el suelo un buen rato, quizá cerca deuna hora en la que creyó haber perdido el conocimiento;luego se levantó, entró en la casa rectoral, se dirigió al re-cibidor y descolgó el teléfono para llamar a la policía. Elsol aún no había salido y el viento parecía remitir. Ya no seoía el lamento de la campana.

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Capítulo dos

Diez días antes

Pedro Cabañas llegó a la estación de Francia a las ocho.El viaje en tren desde Almería le había requerido untransbordo en Linares-Baeza para enlazar con el Talgo quele llevaría hasta Barcelona. Más de treinta paradas en eltrayecto y trece horas en el vagón de turista le dierontiempo suficiente para reflexionar sobre cómo debíaafrontar la situación.

Había aterrizado en Madrid hacía tres días procedentede Ciudad de México y las reuniones que había mantenidocon los grupos ecologistas en la capital de España habíanresultado algo decepcionantes. Le dijeron que las causaspor las que debían luchar priorizaban otros temas me-dioambientales, como la preservación de los acuíferos delDelta del Ebro, en peligro por el proyecto Castor para em-bolsar gas natural, o las prospecciones petrolíferas en lasBaleares en las que se había empeñado el gobierno. Green-peace, además, tenía datos de que los cultivos transgénicos,por los que Cabañas estaba interesado, eran poco impor-tantes, a pesar de que en España gozaban de mayor exten-sión, en su conjunto, que en toda la comunidad europea.

Los datos que Pedro Cabañas había recabado sobre lasempresas fabricantes de herbicidas y semillas tratadas conbiotecnología no parecieron resultarles tan graves a los

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ecologistas como se le antojaban a él. La inminente fusiónde la hispano mexicana Simentia con la multinacionalamericana Agra iba a multiplicar, según Cabañas, el riesgode contaminación de los sembrados, con consecuenciasdramáticas para la salud de la población. Al parecer, Agrahabía utilizado un herbicida para arrasar las cosechas delos campesinos en muchos países y luego venderles unassemillas resistentes a esos mismos productos químicos, enuna práctica monopolística ética y legalmente discutible.Pero el asunto no quedaba ahí: el pesticida había provo-cado la contaminación de alimentos y miles de personashabían muerto, además de los centenares de niños quenacieron con malformaciones por culpa de semejantedesatino.

—Hay miles de pleitos en todo el mundo contra Agrapor el efecto naranja de su herbicida, es cierto. Hay quedejar que se sustancien y que se les condene por ello; esaes una causa ganada sobre la que no merece la pena aco-meter actuaciones llamativas —le dijeron los responsablesde agricultura industrial de Greenpeace.

—Sí, ya sé que el pasado importa poco: niños que na-cieron con deformaciones, personas con cáncer y agricul-tores arruinados por la devastación del herbicida de Agralo fueron en el contexto de la guerra de Vietnam, y esoqueda lejos, pero les aseguro que siguen con sus prácticas.Sus productos químicos permanecen en la tierra duranteaños, no son biodegradables, y las semillas resistentes aesos campos infectados están adulteradas y representanun problema para la salud. Hay que actuar y denunciarsus prácticas —insistía con vehemencia Cabañas exhi-biendo un buen fajo de documentos como prueba.

—Estamos dispuestos a colgar sus estudios en nuestrapágina web, pero no nos pida una acción de concienciaciónporque apenas tendría repercusión en la gente. Nuestraspresiones en Bruselas han dado sus frutos y en este mo-mento apenas el uno por ciento de los cultivos son trans-génicos; y en cuanto a los herbicidas de Agra, que acaban

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con todas las plagas, están siendo retirados de toda Europa—le dijo el director para Europa de Voz Natura.

—Pero en España siguen creciendo, y con esta fusiónse va a incrementar su influencia —insistió Cabañas.

—Es cuestión de tiempo. La Unión Europea dictará unanormativa que acabará acatando España —le replicaron.

No pudo hacer nada. Ni siquiera consiguió que apoya-ran su súplica ante el Tribunal de Defensa de la Compe-tencia para que paralizara la fusión entre las empresas. Laconsideraban una causa perdida.

Pedro Cabañas viajó desde Madrid hasta El Ejido, enAlmería. Allí tenía Simentia la mayoría de cultivos de se-millas transgénicas estériles. Lo hizo con la convicción dequien tiene toda la razón para luchar en solitario contra loinexpugnable.

En primera instancia no le quisieron recibir, y cuandopudo despistar a los guardias de seguridad se encaramó alo alto del tejado de las oficinas de la empresa y colgó unapancarta gigante frente al despacho del director general enla que se leía: «Simentia y Agra: Las semillas asesinas».

Los guardias intentaron reducirle y bajarlo de la cu-bierta con tan mala fortuna que durante el forcejeo res-baló y cayó rodando varios metros por la techumbre hastaun patio interior. Afortunadamente solo se lesionó el tobi-llo, y se lo vendaron en la misma enfermería de la em-presa. Dolorido y cojeando lo condujeron ante el director.

—Te conocemos de sobra, Cabañas. Sabemos quién tefinancia y a qué intereses respondes, y te aconsejo que de-jes de incordiar con tus patrañas. Eres un iluminado a losojos de todos, incluso a los de los que son de tu mismacuerda. Nada de lo que escribes en tus blogs contra noso-tros nos impresiona ni va a paralizar nuestra estrategia.Estás ofuscado y vas contra el futuro en tu absurda cru-zada —le dijo el directivo.

Conocían a Pedro Cabañas porque había trabajado enla planta de Simentia en México como responsable de de-sarrollo de nuevos híbridos de hortalizas de gran rendi-

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miento para el área de Centroamérica, uno de los proyec-tos estrella de la compañía. Fue despedido por resultarsospechoso de filtrar a la prensa información confidencialsobre los procesos de fabricación. Había descubierto que losinsectos se habían vuelto inmunes a las toxinas que con-tenía el maíz transgénico y que, sin embargo, en los hu-manos podían ser altamente lesivas. Las plagas que sequerían haber evitado con las alteraciones biológicas delas semillas se volvían a combatir con herbicidas contami-nantes. La política de hermetismo ante los medios de co-municación de la empresa de semillas frente a las constan-tes denuncias de Cabañas era la mejor arma para impedirque sus argumentos calaran en la población. Tambiénpudo comprobar que la mayoría de medios no querían en-trar en una guerra con un gigante que tenía raíces bienasentadas en el gobierno mexicano y que había compradoa buena parte de los periodistas especializados en temasmedioambientales.

Su cruzada en solitario le había llevado a la ruina. Losúltimos pesos que le quedaban los había cambiado por eu-ros en el aeropuerto de Barajas, a su llegada a Madrid, ydebía emplearlos con mesura para sufragar la estancia enla capital catalana.

Cabañas veía el viaje a Barcelona como su última opor-tunidad. En el trayecto en tren se quedó ensimismadocontemplando la campiña sembrada de olivares que desfi-laban velozmente cuando se asomaban al vagón, enhiestosy con los troncos retorcidos. Le vino a la memoria elpoema de Machado que su madre solía recitarle de niño, ysin embargo no consiguió recordarlo completo: «Viejosolivos sedientos bajo el claro sol del día… Olivares cente-lleados en las tardes cenicientas, bajo los cielos preñadosde tormentas…».

Su pasado se le antojaba como el de los viejos olivaresque se encaramaban sobre lomas infinitas bajo un cieloraso que de tan azulado, casi añil, se parecía al color delmar de la Bahía de Santa Cruz en Huatulco, donde pasó

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los veranos con sus padres hasta que murieron en un acci-dente de aviación. Había saltos en el tiempo que hacíamuy poco había sido capaz de alinear, como los olivos so-bre los cerros.

En el recuerdo más lejano, con tan solo cinco o seisaños, se veía abrazado a una niña que, llorosa, le pedía queno se separara de ella. Y de pronto se veía en una nuevacasa, silenciosa, sin la algarabía de los patios con niños,que, bajo un sol de justicia, peleaban por un espacio deagua en la alberca.

Se veía junto a unos padres que llegaron tardíos y que,aunque humildes, le dejaron a su muerte suficientes re-cursos como para realizar estudios de física y química enla universidad privada del Norte, en Ciudad de México. Yal acabar la licenciatura el propio rector le facilitó su pri-mer sueldo en Simentia, donde fue escalando cargos conrapidez.

Demasiadas facilidades en su vida de estudiante y de-masiadas recompensas en la multinacional de las semillas,que hasta hace poco no supo descifrar. La mano que habíamecido su pasado era, sin duda, la misma contra la que élse había rebelado: los propietarios de aquella universidady los de la empresa eran los mismos. Quienes le dieron losestudios, el trabajo y hasta unos padres tenían un motivopara hacerlo. Un solo motivo, del que Pedro Cabañas nohabía tenido conocimiento hasta hacía bien poco.

Si viajaba hasta Barcelona sabía que no era solo paraimpedir con su activismo las malas prácticas de sus vale-dores, sino para hurgar en lo más recóndito e íntimo de suvida. Reencontrarse con su pasado, por doloroso quefuera, era la única forma de liberarse de la angustia que lehabía producido conocer sus orígenes.

Salió de la estación de Francia sin destino preconce-bido. Caminó cojeando sin rumbo hasta el parque de laCiutadella. Las horas sentado en el vagón del tren le ha-bían aliviado el dolor del pie, que ahora despertaba entu-mecido e hinchado.

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Hacía frío y el parque estaba poco iluminado, y al pocovolvió renqueante sobre sus pasos. Se apercibió de que leseguía un pequeño terrier que seguramente había perdidoa su amo, pues llevaba un collar que no tenía identifica-ción alguna. Quizá lo habían abandonado, pensó. No se lopodía quitar de encima y se le colaba entre las perneras delpantalón, haciéndolo trastabillar en su ya de por sí dificul-toso caminar.

Sacó de su bolsa un mendrugo que le había sobrado dela comida y el perro se lo zampó de un bocado. A pocosmetros vio el rótulo iluminado de un hostal. Se dirigió ha-cia él. El perro le siguió hasta la recepción.

—No admitimos mascotas —le dijo la joven recepcio-nista nada más verle entrar.

Pedro Cabañas contempló al pequeño terrier, que sehabía sentado a sus pies y le miraba meneando la cola.

—Pagaré una semana por adelantado —replicó sin sa-ber bien por qué. No le sobraba el dinero precisamente.

La recepcionista consultó por teléfono al jefe.—Está bien, pero tiene que ser en efectivo —comentó

al colgar.Sacó del bolsillo cinco billetes de cincuenta euros y los

dejó sobre el mostrador de la recepción.—Ponga la habitación a nombre de Simentia. —Sacó

una antigua tarjeta de la empresa que aún conservaba trassu despido.

La recepcionista se encogió de hombros y le dio la llavede la habitación 102.

—¿Podría darme el teléfono del arzobispado de Barce-lona? —preguntó Cabañas.

—En el primer piso hay un listín telefónico. Búsqueloen él —contestó secamente la encargada.

Subió hasta la primera planta con el perrito pegado asus pies y tras consultar el listín telefónico llamó al arzo-bispado de la ciudad y preguntó por monseñor Ibáñez.

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Capítulo tres

Los primeros en llegar a la iglesia fueron una pareja deagentes de la Policía Local de Alella. Lo hicieron en menosde diez minutos; estaban retirando un dispositivo de con-trol de alcoholemia establecido a cien metros de una dis-coteca, a la salida del pueblo, que se había saldado con tresvehículos inmovilizados en la cuneta y media docena demultas a jóvenes, sobre todo por consumo de drogas.

Los policías sabían que las sanciones de tráfico eranuna mera excusa para realizar aquella vigilancia: el verda-dero motivo por el que habían estado soportando estoica-mente el frío durante toda la noche —ellos y dos patrullasmás— era el de disuadir a los posibles grupos de manifes-tantes que pudieran reventar el acto de las campanas en elque iban a estar presentes las principales autoridades y to-dos los medios de comunicación.

Recibieron el aviso por radio desde la emisora centralde la Policía Local y la agente que estaba de guardia les ha-bló excitada y nerviosa.

—Se trata de un homicidio: una mujer. La ha encon-trado el cura colgada en el campanario de la iglesia conheridas incisas en el cuerpo. Ha llamado muy nervioso.Decía algo sobre las campanas…, algo sobre que han en-suciado las campanas… —dijo la voz femenina desde laemisora.

—Bien, entendido, vamos hacia allí, pero creo que de-

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beríamos llamar a… —La agente no dejó acabar la fraseal cabo.

—¿A la policía? ¿A emergencias médicas? Sí, ya lo hehecho, y ambos van de camino. También he avisado al jefe.Irá allí en un santiamén, o sea que daos prisa. Los de ho-micidios quieren que ayudéis a acordonar la zona y que notoquéis nada… Ya sabéis, que nadie entre a husmear porahí —concluyó la agente.

Los agentes de la Local sabían bien cuáles eran sus co-metidos ante una escena de crimen en la que se iban apresentar ipso facto los forenses de la Científica y los ins-pectores de la Brigada de Investigación Criminal. Ade-más, en este caso coincidía que el comisario Rojas, el jefede la División, era vecino de Alella, pues vivía desde hacíapoco más de un año en una urbanización a las afueras delpueblo, en un adosado desde el que se divisaban al frentela línea azul del mar y al suroeste el perfil silueteado delos edificios de Barcelona. Rojas había cumplido así susueño de retirarse, junto a su mujer, a un lugar más apa-cible que la ciudad cuando le faltaban menos de dos añospara jubilarse.

Alella era un pueblo tranquilo, situado a pocos kilóme-tros de Barcelona, que contaba con varias urbanizacionesen su periferia. Los asuntos de seguridad no habían preo-cupado hasta la fecha a los vecinos, la localidad disponía deuna dotación suficiente de agentes con dos coches de pa-trulla bastante nuevos. Solo el auge que estaba adqui-riendo la zona del puerto deportivo, situado en El Mas-nou, a tres kilómetros del centro, con la proliferación derestaurantes, bares de copas y una discoteca, ocasionabaalgunos alborotos sin importancia durante el fin de se-mana, que se atajaban sin problemas por parte de la Poli-cía Local y, de vez en cuando, con algún control de estupe-facientes por parte de la Policía Nacional.

Pero un crimen como aquel al que se iba a enfrentar elcomisario no se recordaba en toda la comarca.

A Rojas le llamó el subinspector Barreta desde la comi-

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saría de Les Corts, en Barcelona. Barreta supuso que susuperior querría estar informado de un homicidio ocu-rrido en su propio pueblo. Le dijo que iban de camino va-rios efectivos que se desplazaban desde la comisaría dePremià de Mar hasta Alella, que eran los más cercanos allugar y los que estaban más preparados para estas actua-ciones. Casi al mismo tiempo que Barreta le resumía lopoco que sabía del suceso, sonaba el timbre de la casa. EraPlanas, el jefe de la Policía Local.

—Voy a la iglesia, ¿le llevo? —le dijo cuando Rojas leabrió en pijama, aún con el teléfono móvil en la mano, y Pla-nas dio por supuesto que ya estaba al corriente del suceso.

—Sí, deme dos minutos. ¿Qué coño ha pasado?—No tengo ni idea. Mis agentes han acordonado la

iglesia. Han subido al campanario y dicen que hay unamujer colgando de una de las campanas, las que se teníanque inaugurar hoy. Todo esto es una mierda… ¡Póngasealgo de abrigo encima del pijama que hace un frío de lahostia! Precisamente hoy, tenía que pasar hoy, que vienentodos… —El jefe estaba nervioso y de mal humor.

Rojas miró a la calle y vio aparcado en la acera el cochepatrulla con el que el jefe de la Local había pasado a bus-carle. Un agente, que le pareció muy joven, estaba al vo-lante con el motor en marcha. Invitó a entrar a Planashasta el vestíbulo de la casa para poder entornar la puertae impedir que se colara el frío, pero el otro prefirió espe-rarle dentro del coche.

Subió las escaleras y se vistió. En menos de cinco mi-nutos estaba presto para marchar, pero antes de bajar yreunirse con el jefe de la Policía Local buscó entre los con-tactos de su teléfono el del inspector Julián Ortega, lellamó y oyó su voz grabada en el contestador. Colgó sindejarle ningún mensaje. La llamada había sido instintiva,puesto que, como le había dicho el subinspector Barreta,ya estarían en la escena del crimen los policías de Premiàde Mar; sin embargo, Rojas tenía una confianza ciega enJulián Ortega y por un momento tuvo la sensación de que

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iba a necesitarle. Presentía que el hecho de que en un díatan señalado, con todas las autoridades y medios de comu-nicación convocados, y con él, máximo responsable de ladivisión de investigación criminal de Cataluña, viviendo aescasos metros del lugar del crimen, se produjera ese ho-micidio le iba a ocasionar problemas y pensó que seríamejor tener la situación controlada con alguien que leaportara plena seguridad.

En cinco minutos estaban en la iglesia de Sant Feliu. Elreloj situado en la fachada, a la derecha del campanario,marcaba las siete en punto. Las primeras campanadas seactivaban a esa hora para no molestar durante la noche alos vecinos y sonaron agudas y contundentes. Aparcadossobre la acera había un coche patrulla de la Policía Local,otro de la brigada de investigación criminal, una ambu-lancia y un furgón de la Científica. Las luces estroboscópi-cas azules y amarillas de los vehículos iluminaban las ca-sas colindantes y despertaron a varios vecinos, que seasomaron a los balcones para curiosear.

Dos agentes de la Local que custodiaban la entrada dela iglesia les franquearon el paso y se cuadraron ante ellos.Rojas le pidió a Planas que se quedara con los curiosos enla puerta. En el interior, sentado en uno de los bancos, vioal párroco, que estaba siendo interrogado por dos policías.Se dirigió a él, pero en ese momento salió a su encuentroun subinspector de policía y le tendió la mano.

—Subinspector Delgado, señor… Arriba —señaló conel mentón hacia el campanario—, ha subido un equipo dela Científica. Apenas hay espacio para tanta gente. —Trasél salieron dos policías más.

—¿Qué tenemos, subinspector? —preguntó Rojas.—Algo espeluznante, comisario. Quien haya cometido

semejante crimen debe de ser un enfermo mental. Se haensañado con la víctima. Tiene varias heridas punzantesen el costado derecho. No sé qué dirá el forense, pero paramí que la han dejado desangrarse hasta su muerte, le hanvaciado los ojos y la han colgado de la campana. El cura

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dice que oyó ruidos y entró en la iglesia. Notó un olorcomo a azufre, eso dice… No deja de repetir que se encon-tró cara a cara con Lucifer, ya sabe, el diablo, y que este sa-lió corriendo por ahí. —Señaló la puerta de la iglesia.

—Conozco a Dimas, seguro que está bajo el efecto delshock, porque de lo contario no diría algo así. ¿Se sabequién es la víctima?

—Pues el caso es que me suena.—¿Le suena? —dijo Rojas atónito—. ¿Qué quiere de-

cir con que le suena, subinspector Delgado?—Pues, no sé, me recuerda a alguien que no hace mu-

cho he visto por televisión. —El policía debió de deducirante el gesto de extrañeza del comisario que este no teníani idea de qué le hablaba—. Creo que la víctima es unapresentadora o alguna famosa de la tele —insistió.

—Mire, déjelo —le interrumpió Rojas impaciente—,me refería a si sabe quién es la víctima, no a quién le suenaque pueda ser… Déjelo, Delgado, déjelo. Si ese es su mé-todo para identificar a un cadáver…

—Lo siento, comisario, pero es que a los compañe-ros que la han visto también les parece alguien cono-cido —volvió a decir Delgado—. Además, tiene un tatuajeen un hombro: una flor de lis, como alguien de la tele queno recuerdo.

—Vaya, muy original… ¿Será Milady de Winter, laagente de Richelieu, la que quería matar a D´Artagnan?Ya sabe, la de los Tres Mosqueteros. ¡Ande, no me joda!—El comisario estaba fuera de sus casillas; volvió a pensaren el inspector Julián Ortega y en dónde estaría en esosmomentos. Necesitaba que se pusiera al frente del caso enseguida.

—Bueno, a lo mejor es un tatuaje muy común, comisa-rio, pero que coincida en una mujer morena de pelo cortoy con el mismo parecido que la de la tele es ya más difícil,¿no le parece? Mis compañeros también creen… —Miróhacia los policías que estaban junto al inspector y estosasintieron.

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—Está bien, está bien. —Rojas alzó ambas manos paraimpedir que Delgado prosiguiera con sus explicaciones.

Los dos policías que estaban interrogando al párrocoreclamaron al alimón la presencia del médico de la ambu-lancia. Al parecer, el cura había entrado en estado catató-nico: estaba rígido, respiraba con dificultad y tenía los ojoscomo platos mirando al infinito. El comisario autorizó aque se lo llevaran al hospital de Can Ruti, en Badalona, yordenó que un coche patrulla le escoltara y que le vigila-ran en todo momento.

La camilla en la que se llevaron los sanitarios al curaobstruyó el paso del juez de guardia, que entraba en eseinstante en la iglesia para levantar el cadáver. Rojas le sa-ludó con un gesto y Delgado hizo un ademán para que loacompañara escaleras arriba hasta el campanario. Depronto el juez volvió sobre sus pasos como si olvidaraalgo. Fue hasta la pila de agua bendita, introdujo en ellala yema de los dedos de su mano derecha y se los llevó a lafrente para santiguarse; después siguió a los policías y seperdió tras el portón por el que se accedía a la torre delcampanario.

Rojas reparó en que seguramente ninguno de los poli-cías habría seguido la liturgia a la entrada de la iglesia; in-cluso algunos llevaban puesta la gorra de plato en la capi-lla. Cuando entraba la policía en cualquier escenario de uncrimen el lugar perdía toda relevancia institucional, lo im-portante era obtener pruebas y, si era necesario ponerlotodo patas arriba, se ponía sin ningún miramiento. Aun-que él era del mismo parecer que su mejor hombre, el ins-pector Julián Ortega, que prefería que, antes de revolver ytrasegar las cosas alrededor de un cadáver para introducir-las en bolsitas de plástico, había que escrutar cuidadosa-mente el lugar y sus alrededores sin tocar nada, ni si-quiera con guantes de látex.

Eso le hizo pensar en que todavía no había subido a verel cadáver. ¿Estaría perdiendo fuelle e interés por la inves-tigación sobre el terreno? Se sintió mal. Era cierto que lle-

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vaba varios años encerrado en un despacho y visitando elde muchos políticos, y que su labor, desde que le habíanpuesto al frente de la División de Investigación Criminal,se ceñía más a tareas de coordinación con las otras áreas dela Dirección General de la Policía que a perseguir los casosde homicidios. Sin embargo, el hecho de que este crimense hubiese producido a pocos metros de su casa y a pocashoras de que llegasen las autoridades estaba paralizandosu instinto de policía. Era consciente de que estaba máspreocupado de cómo debía desmontar un acto en el quehabían puesto el foco muchos medios de comunicaciónque en entender lo que allí había pasado.

Últimamente Rojas había sonado como director gene-ral de la policía catalana. Su currículum era intachable:como comisario había conseguido desactivar las principa-les bandas de extorsión y narcotráfico tanto de la mafiarusa como de la rumana, y lo había hecho con una ejem-plar armonización entre las competencias e intereses delos distintos departamentos y unidades, incluidas las delresto del Estado. El comisario no veía impedimento en quefluyera la información si eso iba a favor de acabar con ladelincuencia organizada.

Pero de ahí a ocupar un cargo netamente político ibaun largo trecho que no estaba dispuesto a recorrer. Tuvoque justificar su renuncia a un puesto más político ante elconsejero de Interior en más de una ocasión. Había to-mado la decisión de retirarse en el momento adecuado, yademás en Alella, un pueblo en el que se sentía muy agusto.

Estaba en estos pensamientos cuando vibró su teléfonoen el bolsillo. Era el inspector Julián Ortega.

—¿Dónde cojones te habías metido? —le soltó Rojas, ysu voz reverberó entre las paredes de la capilla—. Te nece-sito aquí en quince minutos.

—¿Aquí? ¿Dónde comisario? ¿Qué pasa? —Julián pa-recía desconcertado.

—¿Que qué pasa?… Pues que tenemos a Milady de

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Winter colgada de una campana de la iglesia de Alella, lamisma campana que pretenden tocar en pocas horas elpresidente del gobierno catalán y el arzobispo. Pasa queno me fío de los que están al frente de esto y… Espera, es-pera un segundo. —Rojas interrumpió la conversación,pues tenía al juez delante de él. Este apenas había estadounos minutos en la azotea de la torre.

—Bueno, yo ya he hecho mi labor, comisario —le dijocon una sonrisa que pretendía ser amigable—, ya puedenllevarse a la pobrecilla. ¿Sabe?, no sé qué le parecerá a us-ted, pero yo creo que si es la que pienso no hubiese ga-nado… Era demasiado, demasiado… tímida y apocada, esocreo.

Rojas no entendía lo que le estaba diciendo el circuns-tancial juez de guardia.

—¿No hubiese ganado qué? —Pues que si finalmente la identifican como la del

concurso de la tele, como sugieren sus policías y… La ver-dad es que yo también, creo que, aunque le parezca humornegro, no lo habría ganado. ¿Cree que su muerte tiene quever con el programa?

—Yo… —En su confusión, el comisario no fue capazde articular una respuesta.

El juez se volvió hacía la pila y ungiéndose la frentecon el agua bendita se santiguó para acto seguido desapa-recer.

Al otro lado del teléfono, Julián Ortega había oído laconversación y estaba tan desconcertado como el propiocomisario.

—Estaré ahí en pocos minutos —le dijo a su superior.

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Capítulo cuatro

Leire Castelló salió del vestuario con el vestido corto decolor azul que le había sugerido la estilista para presentarlas noticias. Se dirigía con paso decidido hacia el set televi-sivo desde donde se emitiría el informativo de las nuevede la mañana y se detuvo a curiosear en los platós uno ydos del canal de ADN TV, en los que revoloteaba un en-jambre de operarios.

Eran los dos estudios de mayor tamaño de los cuatro deque disponía la cadena de televisión. Contiguos y separa-dos por gigantescas mamparas correderas, al abrirse, per-mitían disponer de casi dos mil metros cuadrados diáfanoscon una altura de quince metros. Eran ideales para emitirgrandes producciones televisivas, como los macro concur-sos o los late show, y podían albergar doscientas personasen las gradas construidas para el público.

Leire vio un equipo de electricistas que tiraba cablesbajo el suelo de caucho y otro comprobaba desde el techolas varas fijas de los focos, dispuestas cada dos metros parailuminar los distintos sectores del estudio.

Desde la sala de control, un técnico hacía pruebas desonido con el ordenador de mezclas, abriendo y cerrandolos micrófonos inalámbricos de varios empleados disper-sos por diferentes rincones del edificio.

Una pantalla de plasma de considerable tamaño, si-tuada tras unos sillones ergonómicos de diseño ultramo-

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derno, emitía en tres dimensiones las imágenes de la cabe-cera del programa Esta es tu vida, unas pupilas gigantesque se dilataban y contraían compulsivamente, como sisufrieran el impacto brusco de la sorpresa o el terror, bajola atenta mirada de dos trabajadores que ajustaban los re-gistros con sendos mandos a distancia. Sonó con fuerza lamelodía del programa. Era la versión en español de unacanción de un grupo californiano de rock que a Leire leencantaba, Switchfoot, pero la letra no era la misma: el«Don’t close your eyes…This is your life, are you whoyou want to be?» se había traducido por «No cierres losojos… Esta es tu vida, y no la que crees haber vivido».

El ir y venir de los utilleros descargando cajas yabriéndolas para desembalar plafones, pantallas, cuadrosy ornamentos de metacrilato que se iban a emplear enaquel escenario era dirigido por los responsables de atrezzo,que daban órdenes a voz en cuello para ser oídos desdecualquier rincón de aquel colosal espacio.

A Leire le pareció que todo aquello era un enorme des-propósito, y sin embargo se quedó boquiabierta cuandovio que del suelo emergían unas plataformas que aupabanuna especie de fuentes que proyectaban rayos láser simu-lando chorros de agua de colores. En el centro de esa lu-miniscencia aparecieron unas mesas psicodélicas con unrótulo de neón con las palabras «Jurado Popular».

Pudo comprobar, tal como se rumoreaba, que laapuesta económica que la cadena había hecho por aquelconcurso de telerrealidad era la más alta que se conocía enla historia de la televisión española; incluso se decía que laproductora externa que lo realizaba, Nómada Films, es-taba obligada a renovar la decoración del estudio cada se-mana. Se comentaba también que el programa debía al-canzar una cuota de pantalla del 20 por ciento para poderser rentable. Los anunciantes habían contratado las tresprimeras entregas a precios altísimos, pero las tarifas pu-blicitarias serían moduladas a posteriori en función de laaudiencia; había sin duda mucho dinero en juego.

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El caso es que se había emitido ya una primera entregahacía una semana y se habían superado las previsiones másoptimistas: «Esta es tu vida» había sido lo más visto de la te-levisión, con una cuota media de pantalla del 35 por cientoque había llegado a picos del 51. Eso quería decir que algomás de la mitad de los telespectadores se habían conectadoen algún momento al concurso de ADN TV. Leire sonriópara sí pensando en que ella apenas había alcanzado a reuniral 10 por ciento en la franja horaria de los informativos ma-tinales. En los estudios uno y dos se jugaba en otra división,sin duda; incluso a otro deporte y con otras reglas.

Estaba ensimismada, apoyada la cadera en la jamba de lapuerta, cuando la sobresaltó el roce de una mano sobre sucintura. Se giró y vio a Víctor Comella, el jefe de programasde ADN TV.

—¿Qué te parece? ¿Te animas a concursar? —Comellasoltó una risita y se acercó a los labios un vaso de plásticoblanco con café humeante. A Leire le extrañó verle a esashoras tan tempranas de la mañana.

Comella era un zorro viejo en las lides de la producciónaudiovisual a pesar de que no había cumplido los cuarenta.Su carrera profesional ya le había dado como para abrir y ce-rrar dos productoras propias y trabajar en tres canales de te-levisión. Lo último en que se había empleado con ahínco eraen externalizar muchas de las tareas que se llevaban a cabodesde la cadena: los cámaras habían sido despedidos con es-cuálidas indemnizaciones y vueltos a contratar por hipotéti-cas empresas externas, pues se rumoreaba que estaban par-ticipadas por ADN TV, a precios más baratos; los estudiosestaban cedidos a las productoras, que tenían la obligaciónde alquilarlos si querían colocar sus contenidos en la cadena,y hasta las azafatas, maquilladoras y buena parte del perso-nal técnico de control, que habían pertenecido a la plantillade ADN TV, estaban integrados en otras sociedades con sa-larios reducidos. El papel de Comella se había vuelto más ad-ministrativo, pues debía coordinar las minutas de decenas deempresas a la par que velar por que se cumplieran los cáno-

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nes de calidad y los objetivos de audiencia que había fijado eldirector general.

—Me parece un engendro, ¿qué quieres que te diga?—respondió Leire haciendo ademán de marcharse, mien-tras miraba su reloj como si el tiempo la apremiara. Co-mella la detuvo sujetándola por el brazo.

—Espera, espera, aún tienes unos minutos antes de en-trar en los informativos. ¿Te ha contado Ruiz lo del apoyoque nos tenéis que dar y todo eso?

Arturo Ruiz era el responsable de informativos y eljefe de Leire, y esta no sabía a qué venía eso del apoyo.Tanto Ruiz como Comella estaban en el mismo nivel en elescalafón de directivos y ambos dependían del director ge-neral, Marcos Palazzi, un especialista en marketing cuyolema decían que era «Todo lo que el espectador se tragahay que cebarlo para engordarlo». Con esa política habíaordenado llenar la parrilla de programas del corazón y su-cesos, además de saturar el prime time de la cadena conreality shows y tertulias calificadas de barriobajeras pormuchos medios de comunicación, a pesar de que decenasde periodistas pugnaban por aparecer en ellas. A cambio,dejaba que los informativos fueran plurales y «críticos»,pues de lo contrario creía que se hacían repetitivos y te-diosos, y alentaba con frecuencia algunos reportajes de in-vestigación de elaboración propia. Esa combinación le es-taba dando un buen resultado a Palazzi, que se habíaconvertido en un gurú de la televisión.

—¿A qué te refieres? ¿Qué tienen que ver los infor-mativos con este circo? —inquirió Leire sorprendida.

—Bueno, ya sabes que hemos batido el récord de au-diencia de la cadena, y esto no ha hecho más que empezar.La semana pasada fue el casting de aspirantes y esta, yacon la criba hecha, empieza el espectáculo. Necesitamosseguir calentando el ambiente y el pacto con Ruiz es quedurante todo el día los informativos van a incluir unapieza breve refrescando la memoria de nuestros infielesespectadores para convocarlos de nuevo esta noche a las

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diez. ¡A por ellos! Ya conoces el lema: hay que cebarlos…—Rio con ganas. Leire lo notaba feliz y relajado, como siel éxito, tras algunos ensayos fracasados, le hubiera libe-rado de repente de todas las vicisitudes que había vividoen los últimos meses. Ella, sin embargo, se iba poniendoen tensión.

—¿Y qué se supone que voy a contar en mi informa-tivo?

—Bueno, eso ya es asunto vuestro. Yo ya le he dadolos datos a tu jefe. Incluso os hemos producido unas cáp-sulas con los aspirantes que han quedado cojonudas. Tene-mos unos participantes que van a dar mucho juego, ya ve-rás.

—Mira, de verdad que no sé de qué me hablas. Ni si-quiera sé muy bien cómo funciona este concurso, o lo quesea. Te confieso que mi interés es nulo, y perdona porquea lo mejor debería haberte felicitado… ¿Es idea tuya lo deEsta es tu vida?

—Sí, es idea mía. Y no, no es un concurso. Es un for-mato muy exportable y le hemos metido muchas horaspara que todo funcione como un reloj. Trabajamos conmaterial muy sensible, tenemos un equipo de reporterosde investigación de primera, asesores legales, psicólogos,detectives, expertos en redes sociales…

—¿Qué investigan esos reporteros?—Básicamente la vida del concursante hasta el más ín-

fimo detalle. Te puedo asegurar que lo sabemos todo sobreellos. De hecho, el programa consiste en saber más que ellos.Su apuesta es contra los que creen que saben de su vida yla de los suyos. En el fondo les abrimos los ojos a la reali-dad, les servimos en bandeja las falsedades y engaños enlas que han vivido. Todo lo que sale en pantalla está per-fectamente documentado y hasta filmado. —A Comella sele notaba orgulloso por el trabajo realizado.

—¿Y la gente se presta a que se hurgue en su intimi-dad y se airee su vida y la de los suyos? ¿Todo por dinero?¡Joder, cómo están las cosas!

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—Por dinero, seguro, pero algunos buscan también lafama. Mira, no me parece que a estas alturas nos la tenga-mos que coger con papel de fumar. Te aseguro que no haymucha diferencia entre los métodos de investigación demis reporteros y los que utilizáis los que estáis en el altardel predicamento protegidos por el prestigio y el privilegiode trabajar en los servicios informativos. —Comella co-menzaba a molestarse y pronunció las últimas palabrascon menosprecio.

Leire, que llevaba colaborando un tiempo con ADN TVy al final había conseguido, con treinta y cinco años cum-plidos, que le hicieran un contrato fijo en la redacción delos informativos, se sintió ofendida. Se tomaba muy a pe-cho su profesión de periodista y aceptaba que era un pri-vilegio poder informar a la gente, pero no en el sentidocon que el jefe de programas lo estaba diciendo. Su trabajoen la televisión tenía que compaginarlo con artículos so-bre sucesos en el diario La Nación para poder vivir del pe-riodismo con modestia, compartiendo el alquiler de unpiso con su amiga Paola y comiendo en la cafetería de latele, que tenía un menú de seis euros para empleados, ollevándose la comida de casa en una fiambrera. No se que-jaba, sobre todo si se comparaba con otros periodistas queno tenían trabajo, pero discrepaba en que los medios deque disponía en su área fueran mínimamente equipara-bles con aquel dispendio para un programa de ocio de du-dosa catadura moral.

Era tarde y al final decidió no entrar en una discusiónestéril con Víctor Comella.

—Está bien. Lo veré ahora y lo plantearemos para elinformativo del mediodía —dijo Leire.

Sonó el teléfono del jefe de programas y este le mostróufano la pantalla iluminada para que viese que quien le lla-maba era el director general. Lo descolgó y tapó el micró-fono para que este no le oyera decir a Leire susurrando:

—¿Ves lo que te digo? Mejor será que lo deis tambiéna las nueve. Te dará tiempo. Está todo preparado y Palazzi

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así lo espera. —Le dio la espalda y entró en el plató paracontestar la llamada.

Leire se quedó pensativa y al instante decidió que no leiban a amargar el día por algo así. Pondría el vídeo y haríauna locución en off para salir del paso, sin afección y condistancia suficiente como para no incomodarse. Eran cercade las ocho y quedaba una hora para salir en antena. Nohabía temas relevantes aquel día, salvo que pasadas lasnueve aparecerían los nuevos datos del Instituto Nacionalde Estadística sobre el desempleo.

El repiqueteo de los tacones de Leire por el largo pasi-llo que conducía hasta la sala de redacción se hizo patenteen medio del silencio que reinaba a aquellas horas en ladesierta cadena, a solo pocos metros del frenético ajetreode los estudios de Esta es tu vida.

Cuando llegó frente al ventanal desde donde se veíanlas primeras mesas ocupadas por sus compañeros de losinformativos, se contempló en el reflejo. Se sentía cómodacon el vestido azul de punto que le caía un palmo por en-cima de la rodilla y mostraba sus piernas estilizadas. Lamelena rubia, que la tenía en duda permanente sobre sidebía recortarla, resaltaba sobre la chaqueta blanca de lanacon la que se cubría los brazos y que había comprado enZara. Pensó que su tercera temporada le pedía ya una re-posición en cuanto cobrara a fin de mes.

Leire cuidaba de su físico con la alimentación más quecon el deporte, que practicaba erráticamente apuntándosey desapuntándose de los gimnasios. Salvo el exceso de do-nuts del desayuno, siempre con un buen tazón de café, co-mía todos los alimentos cocinados en la plancha y sin pro-bar el pan. En cuanto le parecía que asomaba un pequeñopliegue en su barriga optaba por alguna dieta entre se-mana que podía pasar incluso por los sobres de proteínas.

Se sabía deseada por muchos hombres, que miraban desoslayo sus ojos azules y al momento lo hacían con des-caro sobre los pechos o las piernas cuando lucía algún es-cote o minifalda. Arturo Ruiz, su jefe, era uno de ellos. A

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veces la incomodaba cuando se sentaba sobre la mesa paracomentarle cualquier simpleza y aprovechaba para mi-rarla por encima de la abertura de su camisa o le decía bro-meando que el olor de su perfume lo trastornaba. Pero ellalo mantenía a raya. Ruiz era un cincuentón casado conMaría Clara, una de las secretarias de dirección de la ca-dena, con la que tenía dos hijos. Poco le costaba a Leirenombrársela cuando le hacía algún comentario que la im-portunaba para que automáticamente saltase como un re-sorte y la dejara en paz.

Leire tenía una relación con el inspector Julián Ortegaque no acababa de ser estable. Tras varios intentos de con-vivencia parecía que ahora las cosas iban mejor entreellos, aunque no tanto como para dejar el piso que ellacompartía con su amiga Paola. Los horarios de ambos eranbastante incompatibles pero procuraban verse los fines desemana.

La periodista entró en la sala. El despacho de Ruiz es-taba cerrado. Al parecer no había llegado todavía. Miriam,la redactora de deportes, estaba viendo unas imágenes defútbol en su ordenador y la saludó levantando la manocon una sonrisa. Flavio, el de sociedad, estaba junto a lamáquina de café y le ofreció uno; Leire asintió dándole lasgracias. Fue a su mesa y enseguida Marc, el coordinadordel informativo, le dejó sobre ella un resumen de los prin-cipales diarios y agencias de noticias. Sacó un donut de subolso y le quitó el envoltorio para darle un bocado mien-tras le echaba un vistazo al informe. En las otras mesas,una decena de redactores tecleaban en sus ordenadores. Enpoco menos de una hora la escaleta con las noticias ya es-taría lista y los textos dispuestos para ser corregidos y en-viados al teleprompter situado en la cámara.

Leire no se sentía cómoda con el sistema que la obli-gaba a leer las noticias en la pantalla, pero sabía que lostiempos estaban medidos al segundo y que al realizador leiba mejor para sincronizar las imágenes que ella leyera lostextos y no improvisara sobre ellos. Cuando trabajaba en

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la radio se negaba a leer siquiera los editoriales; con lasnotas que tenía sobre la mesa le era suficiente para condu-cir con fluidez su sección de sucesos y hasta un magazínmatinal, como le tocó hacer durante una sustitución deverano en Radio Ciudadana.

Volvió la vista hacia el estudio y la sala de control, con-tigua a la redacción y separada por un grueso ventanal devidrio a prueba de cualquier ruido que la insonorizaba porcompleto. Los focos estaban encendidos y un técnico hacíapruebas con el panel de croma verde sobre el que aparece-ría el espacio del tiempo.

Juan Cabrerizo, el meteorólogo, se situó de espaldas ala pared pintada de verde y abrió sus brazos sobre la nada.Frente a él aparecía una pantalla con el mapa de Españasustituyendo el espacio de color, con las isobaras y lastemperaturas que marcaban con una gran D la depresión,climatológica, en la que estaba sumido el país.

Era hora de acudir a la sala de maquillaje y Leire sellevó hasta allí los textos que iba a leer. Laura, la esteticistay peluquera, la sentó en el sillón, frente a un espejo conun marco silueteado de bombillas.

—¿Tengo ojeras, verdad?—Estás guapísima. Ya me gustaría a mí tener ese cutis y

esos ojos —le dijo con una sonrisa de condescendencia Laura,que ya conocía las manías y fijaciones de la periodista.

—Es que este espejo es el enemigo. Parece que tengaaumentos. Se ven todos los detalles. Ni por todo el oro delmundo me lo llevaría a mi casa, me deprimiría.

—Dicen que lo que aparece en este espejo es lo quesale por la cámara, jeje… Por si acaso, te voy a poner untapa ojeras, pero que conste que no lo necesitas, niña. Es-tás hecha un bombón, no como esa presentadora de Estaes tu vida, que necesita sesión triple de capa y pinturapara aguantar dos horas de programa. Susi, mi compa-ñera del turno de noche, me dice que la hace ir de culo conel maletín de polvos a cuestas: que si se le caen los párpa-dos con el calor de los focos, que si le brilla el bigote, que

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si ahora se le corre el rímel… Lo que pasa es que sudacomo un demonio.

—¿Tú también has visto el programa ese? —A mí no me va esa basura, pero en casa se empeñan.

Mi hija y mi marido ya están pendientes de esta noche. Tevoy a recoger algo el pelo. Lo tienes muy largo…

Leire desvió la vista hacia uno de los folios y leyó ensilencio:

Minuto 19: Esta cadena ha batido todos los récords de audien-cia con su programa de entretenimiento Esta es tu vida. Más de lamitad de los españoles han seguido el primer programa de ADNTV, reforzando su indiscutible liderazgo. Esta noche serán selec-cionados cinco de los diez participantes entre aquellos que confe-saron que no habían sido infieles a su pareja. El programa ya hademostrado lo contrario entre aquellos que creían que las perso-nas de su entorno, familiares, amigos, compañeros de trabajo, co-nocidos…, no les habían mentido en la serie de preguntas y prue-bas que les hicimos. Nuestro equipo de investigación ha descubiertodiversas falsedades y engaños. En fin, buscamos abrir los ojos delos concursantes que creen que su vida es de una forma, aunqueesta resulte ser de otra bien distinta. Buscamos en síntesis la ver-dad. (Entra vídeo de un minuto con imágenes y sonido de mo-mentos estelares del primer programa.)

No lo olviden, esta noche, a las diez en punto, aquí en ADN TV,Esta es tu vida… Y recuerden que pueden seguir votando por elloshasta el inicio del programa en los teléfonos que aparecen en supantalla.

Le llegó a la garganta el sabor agridulce del donut azu-carado que acababa de tomarse con el café. Al principio in-tentó corregir con un rotulador el texto, tachando lo de lamitad de los españoles para poner la mitad de la audiencia,pero al volver a leerlo todo lo dejó.

—Dios santo. Se han vuelto locos. «Buscamos en sínte-sis la verdad.» Me pone enferma —dijo en voz alta mien-tras se levantaba de la silla.

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—Espera, espera —gritó Laura—, me falta quitarte unpoco de brillo de la frente con la toallita. —Pero Leire ya sehabía ido con prisa en dirección al despacho de Arturo Ruiz.

El jefe de informativos mantenía su despacho cerrado acal y canto. Leire fue en busca de Pedro Marín, el realiza-dor. Lo vio en la pecera de control, departiendo amigable-mente con sus ayudantes; parecían distendidos y de buenhumor. Entró en la sala.

—Buenos días, Pedro, ¿sabes dónde está Arturo? Nece-sito hablar un minuto con él.

—Anda por la casa. Me dijo que empezáramos sin él.Creo que está con los jefazos. Algo gordo deben de estarpreparando cuando se reúnen a estas horas, ¿no crees?

—Pues no sé. A lo mejor tú lo puedes arreglar… Es so-bre el asunto del minuto 19, ese en el que tengo que ha-blar del reality en el que…

—Intocable —la interrumpió Marín—, eso es lo quedijo Ruiz. Ese tema se da tal y como viene montado. Túlees la entradilla, yo pongo el vídeo y cierras con la reco-mendación de que llamen a los números de teléfono quesaldrán sobreimpresos.

—¿No es negociable? El texto, aparte de muy publici-tario, es inexacto porque…

—In-ne-go-ci-a-ble —deletreó con énfasis el realizador.—Está bien, está bien.Leire arrugó la nariz malhumorada y volvió a su mesa

para entrar en las páginas webs de diarios y agencias, yconsultar las últimas noticias; luego llamó a Julián, peroeste no le cogió el teléfono. Él solía calmarla cuando sesentía agobiada en su trabajo, aunque pintaba que no iba acontar con su acción terapéutica antes de empezar el in-formativo.

Decidió que lo mejor era centrarse en la salida de las ci-fras oficiales de desempleo que se anunciarían en breve.Las filtraciones y rumores bien informados apuntaban aque bajaría la tasa de paro, porque habían cambiado el mé-todo de la encuesta y actualizado el censo. Tenía previsto

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conectar en directo con la Secretaría de Estado de Empleo ydar paso al redactor jefe de economía para que expusiera endos minutos un análisis de los datos. Era algo habitual a prin-cipio de mes, como también lo era desde hacía muchos mesesconectar con la Bolsa y ofrecer los datos de apertura delIbex 35 y de la prima de riesgo. Todo le pareció controladocuando Marc le dijo que faltaban cinco minutos para lasnueve y se dirigió a la mesa ovalada del estudio.

Laura la perseguía con unas toallitas con polvos translúci-dos para quitarle los brillos de la frente y el mentón, al tiempoque Marín le pedía que fijase la vista en la cámara tres y com-probara si en su ordenador portátil aparecía con claridad eltexto del teleprompter que estaba bajo el objetivo. Ella asintiócon el pulgar hacia arriba.

Un ayudante de realización levantó la mano e inició elconteo desde cinco hasta cero con los dedos, y la carátula conla sintonía de ADN TV-Noticias apareció sobre las dos panta-llas que Leire tenía delante.

—Buenos días y bienvenidos a ADN TV-Noticias. Estosson los titulares de las informaciones más destacadas de hoy.

Una voz en off pregrabada y perfectamente sincronizadacon las imágenes daba cuenta de las noticias que más tarde ibaa desarrollar Leire. No habían transcurrido ni treinta segun-dos cuando la periodista oyó en sus auriculares inalámbricosla voz angustiada de Marín.

—Leire, Leire, abortada la información del minuto 19.¿Me has oído? Salta a la siguiente noticia. Hay órdenes de pa-rar la información de Esta es tu vida. ¿Me has entendido?¡Salta a la siguiente noticia!

Leire asintió con la cabeza y puso un gesto de extrañezacuando miró al realizador, que estaba en la cabina de control.Este, por toda explicación, gesticuló con el teléfono en la manoseñalando el auricular con el dedo. A ella le pareció que habíarecibido órdenes de arriba de parar la información.

¿Qué estaba pasando?

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Page 39: Esta es tu vida de José Sanclemente. Primeros capítulos

© 2014, José Sanclemente

Primera edición en este formato: octubre de 2014

© de esta edición: Roca Editorial de Libros, S. L.Av. Marquès de l’Argentera, 17, pral.08003 [email protected]

ISBN: 978-84-9918-890-4

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