el instante de claire dyer. primeros capítulos

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«Preciosa, cada página transmite vívida emoción en cada página, con un estilo y un ritmo perfectos » Hilary Boyd

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El instante

Claire Dyer

Traducción de M.ª del Puerto Barruetabeña Diez

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EL INSTANTEClaire Dyer

Hora punta en una de las estaciones más transitadas de la inmensa ciudad deLondres. Marea de gente en movimiento, pero entre todas las personas sobresa-le una cara conocida, solo porque de alguna manera nunca pudo olvidarla.

Así es como se reencuentran Fern y Elliott, una pareja que se separó hace vein-ticinco años, en medio del drama y el trauma al que te arrastra la juventud. Pero¿y si ahora, pasado todo ese tiempo, cuando el dolor ha cicatrizado, se vuelvena encontrar? La cantidad de posibilidades que se abren ante ellos, el repaso delpasado, el plantearse su presente y el futuro incierto que se les presenta consti-tuyen este puzle fascinante. El instante consigue crear intriga y plantear todas ycada una de las preguntas correctas. Lo que Fern y Elliott contestan es lo que ellector tendrá que descubrir entre sus páginas.

ACERCA DE LA AUTORAClaire Dyer es novelista y poeta. Nació en Guildford, Reino Unido, y estudióHistoria y Literatura inglesas en la Universidad de Birmingham, tiene un másteren literatura victoriana por la Universidad de Reading, y está completando susegundo máster, esta vez en poesía, por la Universidad de Londres. Su poesíaestá ampliamente publicada en revistas literarias, antologías y publicaciones enInternet y su primer volumen en solitario, Eleven Rooms, está a punto de editar-se en Reino Unido así como su segunda novela después de El instante.

ACERCA DE LA OBRA«Preciosa, transmite vívida emoción en cada página, con un estilo y un ritmoperfectos.»HILARY BOYD

«Un hombre, una mujer y un momento en el que se piensa “¿y si?” conseguiránponer la carne de gallina al lector.»LOUISE CANDLISH

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Para Jez, Jared y Liam

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Al amor volverás, caminando al revés, con un pie detrás.

ROBERT SEATTER, Tango

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Así empieza el día.Hay un hombre corriendo por el vestíbulo de la

estación de Paddington. Obviamente, llega tarde.Tal vez viene desde alguna otra parte y no ha cogidoel tren de las ocho y diez, sino el de las ocho y die-ciséis, y por eso corre hacia las escaleras que llevanal metro, y lo hace con los faldones de la chaquetadel traje sacudiéndose tras él como si fueran alas,con el maletín golpeándole el muslo. En el instanteen que esquiva el tablón en el que se alerta a los pa-sajeros de que ir en patinete y en bicicleta está pro-hibido y de que hay carteristas en esa zona, la chica,una estudiante de Bellas Artes en la Universidad deGreenwich, que intenta ganarse un dinerillo y queva vestida, para su horror, como alguien sacado deuna novela de Thomas Hardy, se gira de repentepara volver al quiosco que lleva el nombre de la em-presa que ha decidido regalar yogures esa mañanade marzo y choca con el hombre. La bandeja se es-trella contra el suelo y el hombre grita: «¡Oh!», ha-ciendo que Fern Cole, que ya tiene el pie levantadopara pisar la escalera mecánica que baja adonde se

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cogen las líneas Circle y District, mire por encimadel hombro.

Es justo en ese instante, brevísimo y extraordi-nario, que no dura más de lo que tarda en caer unamoneda, cuando ve en el otro extremo de la esta-ción, bajo la pantalla de salidas, al hombre al que enotro tiempo amó, y que ahora está mirando en sudirección.

Fern tiene que decidir si apartar el pie, volverse eir hacia él mientras intenta pensar en algo elegantey sofisticado que decirle, algo como: «Dios mío,Elliott, qué sorpresa encontrarte aquí», y despuésacercarle la mejilla de una forma que ha estudiadomuy bien durante sus largas tardes en la peluque-ría, hojeando las páginas de sociedad de las revistas,o si fingir que no le ha visto y seguir su camino ha-cia el metro para cogerlo hasta la estación Victoria,donde ha quedado con Juliet.

¿Sería mejor si pasara su abono de transporte porel sensor de la barrera y siguiera andando muy de-cidida por el pasillo, fingiendo mirar los anuncios delas paredes? Después de todo, ha conseguido noacordarse de él durante los últimos veinticincoaños, ¿no?

Pero tiene tiempo suficiente para cruzar la esta-ción hasta donde él está; todavía le queda una horapara su cita con Jules, en Victoria. Así se habían or-ganizado los trenes: Fern cogía uno desde Reading;Jules, desde Kent. Y después las dos cogían la líneaDistrict del metro hasta Chiswick. Mirándose lasbotas, que son nuevas y todavía le aprietan un poco,piensa qué extraño es que el estudio le cambiara lafecha de la clase de alfarería. Si hubiera sido el mar-tes, como estaba previsto, no estaría ahora allí, en

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ese limbo, enfrentándose a tal decisión. Si hubieranelegido cualquier otro día, no estaría allí, en ese ins-tante, así.

Es una decisión que no quiere tener que tomar.Esa mañana, se ha despertado arropada por las cer-tezas de su vida: la respiración regular de Jack a sulado, la silueta de él en su cama, la seguridad de quecuando sonara el despertador él se estiraría paraapagarlo y después extendería la mano y se la pon-dría suavemente en la cadera. Eso era lo de siemprey está bien. Es lo que ha elegido.

Más tarde, cuando estaba a punto de irse a traba-jar, cuando estaba junto al fregadero enjuagando labotella de leche, Jack le tocó el brazo.

—No creo que llegue tarde esta noche —dijo.—Oh, vale —respondió ella, girándose para son-

reírle. No necesitaba examinarle la cara: sus faccio-nes estaban grabadas en el fondo de sus ojos.

—Espero que tengas un buen día —añadió él,dudando al llegar a la puerta.

Fern supo que estaba intentando recordar quéera lo que iba a hacer ella aquel día; no importabaque no se acordara. Ya se lo contaría después. Nohabía problema.

—Gracias —contestó alegremente mientras élcerraba la puerta.

Esperó en el silencio que siguió hasta oírle arran-car el coche, con su ronroneo distante, y dar marchaatrás para salir del garaje. Puso la botella de leche enel escurridor y se secó las manos. No sintió su au-sencia, porque él seguía estando por todas partes.

En ese instante, en la estación, Fern piensa quéhacer. Sabe que sus hijos, sea lo que sea lo que es-tén haciendo, no piensan tanto en su madre como

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ella en ellos, y así es como tiene que ser. No parecentener incorporado el mismo tipo de barómetro queFern lleva injerto justo bajo la piel y que le permitesentir cómo están, a pesar de los muchos kilóme-tros que los separan. Es como si tuviera una pre-sentación de diapositivas en la cabeza que no dejarade reproducirse sin parar: imágenes de ellos co-rriendo, el sonido de sus risas, las formas que hanadoptado en la vida de su madre. No les importaríaque su madre saludara a un viejo amigo de caminoa ver a Jules; eso no significaría nada para ellos.Tampoco para ella, y a Jack no le importaría. Ya hancompartido demasiadas cosas. Aquello no pondríanada en riesgo.

Así que comienza a mover el pie para apartarlode su posición, justo encima de la escalera mecánica,se vuelve y dice: «Lo siento», al esquivar a una mu-jer con cara de enfado, que lleva un abrigo rojofuerte y que la mira mal. El cabello de esa mujerestá muy mal teñido, con un tono cobrizo apagadoque contrasta horriblemente con el color de suabrigo y le da una apariencia enfermiza.

Mientras cruza el vestíbulo hacia donde estáElliott, Fern se siente un poco como si fuera una vi-ruta de hierro atraída hacia un imán. Siente curiosi-dad, admite, y ante esa curiosidad las certidumbresque apuntalan su vida parecen tambalearse momen-táneamente. Eso no se lo esperaba.

También le parece que, esa mañana, el aire estámás viciado de lo normal. Siempre es un poco ex-traño, lo sabe, como si alguien introdujera a propó-sito cierta cantidad de aire artificial: reciclado y gra-nulado, falsamente cálido. Paddington es, para ella,un lugar de paso. Nadie se queda ahí: es un destino

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o un punto de partida, un lugar de saludos, despedi-das o tránsitos. Y ahora que se han descubierto losnuevos andenes, haciéndola vasta y mucho más lu-minosa, la estación tiene todavía un mayor aire detemporalidad; todo el mundo se apodera de ella du-rante un instante, pero a la vez no es de nadie.Mientras va de camino hacia la pantalla de salidas yhacia Elliott, piensa que es el lugar perfecto paraeste instante, un instante que, tiene que admitirlo,ha imaginado, aunque muy ocasionalmente, en losbreves momentos de silencio que, a veces, han sur-gido en su maravillosa vida con Jack y los chicos.

Elliott no deja de cambiar el peso de un pie aotro y de mirar impaciente a la pantalla como siestuviera deseando que anunciaran su andén. Fernse pregunta si la habrá visto y quiere escabullirserápido para evitarla. Tal vez no quiere que nadie lerecuerde lo que pasó entre ellos, ni siquiera indi-rectamente. Quizá no quiera recordar cómo, mu-cho tiempo atrás, él se tumbó sobre ella, cómo larodeó con las piernas, cómo besó la suave piel de sucuello mientras le hacía promesas que después nocumplió.

Esos no son los mejores pensamientos, se dice.En ese momento, nota que, desde la distancia al me-nos, parece que él no ha cambiado mucho: siguesiendo alto y de hombros anchos, y eso le resultaextrañamente reconfortante.

Se ha apartado el pelo de la cara, apenas salpicadopor unas pocas canas; lo ha hecho con el mismogesto natural que tenía cuando era joven. Duranteun segundo, cuando se atreve a apartar la mirada deél para fijarla en los expositores de tarjetas que hayen el exterior de la tienda de Funky Pigeon, se pre-

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gunta quién la habrá estado viendo hacer justo esodurante todos los años que han pasado desde enton-ces. De repente se siente absurdamente celosa. Laexaspera todo aquello que no conoce y los separa.No tiene derecho a sentirse así, ningún derecho.

Cuando todavía le quedan unos veinte pasos parallegar, percibe un olor que, por alguna razón que nologra explicar, le recuerda a Jack. Es un olor dulce yfísico, como la cercanía bajo las sábanas o el olor re-sidual del metro que se queda impregnado en suscamisas y que ella percibe cuando las prepara paralavarlas. Jack es, después de todo, un buen hombre.¿No le debe a él haber dejado el pasado en paz?

Se imagina su conversación durante la cena esanoche.

—Oh, por cierto —dirá ella—, ¿a que no sabes aquién me he encontrado esta mañana en Padding-ton?

Mirando al otro lado de la mesa donde está ella,él respondería:

—Ni idea. ¿A quién?—Oh, a un amigo de la universidad. Me ha he-

cho pensar en todo el tiempo que ha pasado desdeentonces.

Ella se reiría al decir eso y le daría un sorbo alvino. Entonces volvería a sentir el mundo como unlugar seguro.

Con esa imagen de Jack en su cabeza, vacila, fin-giendo buscar algo en el bolso. Casi le cuesta respi-rar. Siente que ha empezado a sudar bajo el cuellodel abrigo. De repente, se pregunta qué ha sido de lajuventud y de la belleza. Se da cuenta de que unchico de la edad de sus hijos, con el pelo mal cortadoy desgreñado, y con los pantalones caídos, camina

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delante de ella con una guitarra colgada cómoda-mente a la espalda, con un resplandor de confianzay alegría envolviéndole como un halo brillante. Alverlo alejarse, vuelve a rebuscar en el bolso, apartael monedero, encuentra el pintalabios, toca la tapalisa y brillante. Y, en ese instante, nota una mano enel brazo. Levanta la vista.

—Dios mío, ¿Fern? —Es Elliott. Está ahí. Y leestá sonriendo.

—¡Tú! —Es todo lo que ella es capaz de respon-der con el pintalabios todavía agarrado en la mano.

—¿Qué haces por aquí? —Su sonrisa es como laque un padre le dedicaría a un niño que acaba de sa-car un diez en un examen de matemáticas. Eso laenfurece, aunque no sabe por qué. ¿Cómo se atrevea quedarse ahí parado y mirarla así?

—Una escapadita. He quedado con una amiga.—Señala hacia el metro con el pintalabios—. Iba…—Hace una pausa, mete el pintalabios en el bolsilloy se pregunta cómo puede explicar que iba en la di-rección contraria adonde se supone que tenía queir—. Allí. —Y señala el cartel del baño de señoras,esperando haberlo dicho con la suficiente convic-ción para parecer joven y despreocupada, como legusta pensar que fue una vez, no como una mujerde mediana edad con familia, una hipoteca y ungato, o sea, lo que es ahora. Aunque no es que esotenga importancia alguna: es quien es, después detodo, ¿no?—. ¿Y tú? ¿Adónde vas? —pregunta mi-rando instintivamente a la pantalla, como si inten-tara adivinar qué tren iba a coger.

—Voy de camino a Gales —contesta, sin dar másinformación.

Esa brevedad no le gusta. Piensa en lo que una

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vez significaron el uno para el otro y de cuánto le hacostado a ella cruzar la estación para ir a su encuen-tro: le debe una explicación más completa.

—Oh, Gales. —Así pues, se va a casa, a casa desus padres, de vuelta a la casa donde la llevó a ella,donde hicieron el amor despacio y en silencio de-lante de un fuego de carbón casi apagado cuandotodo el mundo se había ido a la cama, con la únicacompañía de los ruidos y los crujidos nocturnos deaquel lugar—. ¿Y de dónde vienes? —pregunta, in-tentando mantener el tono despreocupado y conuna leve risa tímida adivinándose tras sus palabras.

—Peterborough. Ahora tengo mi residencia allí.Por su forma de decirlo, suena más como un des-

tino militar que como un hogar. Fern no es capaz dedistinguir por su tono si esa «residencia» significauna casa familiar con la valla blanca, un cortacéspedcon asiento y un perro, probablemente mezcla delabrador, o un refugio de soltero en la ciudad, conpuertas de cristal esmerilado y gruesas alfombrasde color crema. Una burbuja de rencor que preferi-ría no sentir crece en su pecho.

—¿Y qué tal estás? ¿Qué ha sido de tu vida?Formula las preguntas como si fuera un entre-

vistador. Durante un segundo, los ve a los dos, unoa cada lado de una mesita de café, sentados en unasbutacas de cuero negro. Él lleva un traje gris impe-cable; ella, un vestido vaporoso de estrella de cine.En su imaginación, él se acerca a ella, conspirador.Durante un segundo, ella es Emma Thompson; él,Michael Parkinson. Los dos saben que están fin-giendo, pero no importa.

Pero ¿cómo responderle? ¿Cómo resumir todosesos años, semanas y momentos que hay en el aire,

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suspendidos entre ellos justo en ese instante? ¿De-bería decirle que ayer fue un dulce día de prima-vera, que se acercó un poco a los arces de su jardín yvio que empezaban a desplegarse sus hojas como lasdiminutas manos de un bebé recién nacido? ¿Debe-ría describirle la forma en que Jack le ha tocado elbrazo esta mañana antes de irse a trabajar, que olíaa pasta de dientes y que le ha visto cruzar la cocinacon la camisa metida en los pantalones y ha recor-dado cómo la estiró antes de plancharla el domingopasado? ¿Y qué hay de sus hijos? ¿Cómo puede ha-cerle entender la conexión que tiene con ellos, quese queda embelesada con su belleza y que experi-menta momentos de puro pánico pensando quepueda pasarles algo horrible? No, no puede contarlenada de eso, así que se limita a contestar:

—Estoy bien, gracias. Muy bien.—Se te ve bien —apunta él.Pero no es así, no en comparación con otro

tiempo, cuando estaba tendida en su cama en Tur-quía, cubierta solo con una chaqueta de cuero y supiel bronceada. Ahora se siente más pequeña, másgorda, con un cuello que podría pertenecer perfecta-mente a su abuela.

Carraspea e intenta dirigir su mente de vuelta aalgo tangible, algo a lo que pueda aferrarse. Saca elpintalabios del bolsillo y lo devuelve al bolso. Sientela mano extrañamente vacía sin él.

—¿Peterborough? —pregunta—. ¿Cuánto tiempollevas viviendo allí?

La multitud que los rodea va y viene, como en laspelículas, cuando los personajes principales se que-dan congelados y la acción a su alrededor se acelera.Le parece que los minutos pasan volando y que, a la

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vez, se alargan eternamente, acelerándose y ralenti-zándose mientras se van acercando a un momentoque no sabía que fuera a llegar, a una decisión queno esperaba tener que tomar, al menos no hoy, se-guramente nunca.

—Oye… —dice él sin contestar a su pregunta.Mira el teléfono, que ha sacado del bolsillo con unmovimiento ensayado. Sus manos todavía tienenesa solidez de antes y, de repente, la asalta un re-cuerdo de cuando intentó quitarle una astilla delpulgar y él se encogió como un niño y se puso a aca-riciarle con la mano libre los pezones hasta que pos-pusieron lo de sacarle la astilla para después—.¿Tienes tiempo para tomar un café? No tiene sen-tido que nos quedemos aquí plantados. Si no tienesprisa, quiero decir —añade.

Sí que la tiene, reconoce, algo sofocada por el re-cuerdo.

Sin duda ha de tener prisa, así tiene que ser,piensa Fern. En estos días, ¿no tiene todo el mundoque estar ocupado, con cada minuto del día lleno areventar de cosas satisfactorias? Así es como ha sidosu vida con Jack hasta ahora. Pero esta mañana no.Hoy Fern tiene media hora de sobra, que pretendíainvertir leyendo un libro en uno de los bancos delandén de la línea Circle. Iba a contemplar a las palo-mas pasar cabeceando y a inventarse historias sobrela gente que estuviera esperando el metro. Despuéslo cogería hasta Victoria, donde se encontraría conJules. Ambas se abrazarían y cogerían otro metro; seacomodarían juntas, casi pegadas, en sus asientospara ir hasta Chiswick. Claro que podía haber ido encoche hasta Chiswick, pero Jules y ella iban a to-marse unas copas de vino después. Además, sería di-

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fícil encontrar donde aparcar, y así podía pasar másrato con Jules. Eso era lo que quería. Últimamente,habían pasado muy poco tiempo juntas, un tiempobreve y efímero.

—Me parece bien —le responde a Elliott—.Siempre y cuando «tú» tengas tiempo. ¿A qué horasale tu tren?

—Oh, puedo coger el siguiente. Hoy no tengo unhorario muy estricto.

De nuevo no da detalles. Pero, en esta ocasión,Fern se siente aliviada por ello. De lo contrario, lehabría parecido que sabía demasiado, que se habíaacercado excesivamente, y eso no está permitido,ahora no, no después de todo.

Pero cuando él dice: «Vamos, ¿por qué no nos sen-tamos allí?», y señala el Sloe Bar, a la salida de la es-calera mecánica, al lado de la librería WH Smith’s,Fern se pregunta qué habría pasado en Breve en-cuentro si Trevor Howard hubiera dicho: «Cariño, note preocupes. Cogeré el siguiente tren», y si ese gestoinsignificante, ese pequeño retraso, les hubiera dadoel tiempo suficiente para cambiar de idea. ¿Habríavuelto a casa Celia, se habría sentado junto al fuego yhabría terminado la labor que estaba haciendo? ¿YTrevor se habría quedado en Inglaterra? Con eltiempo, ¿habría dejado Celia a su familia, por él?

Fern y Elliott caminan en silencio y ella recuerdaotros paseos, como el primero que dieron alrededordel lago del campus. ¡Qué poco se conocían poraquel entonces! Y, después, aquella última vez en laque no caminaron, sino que ella salió corriendo dela habitación y él la siguió, intentó hablar con Fern,pero no logró decir gran cosa.

Hacía muchos años que no pensaba en aquel día,

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pero ahora se da cuenta de que la herida y el peso detodos los «y si…» nunca llegaron a desaparecer. Talvez solo había tapado aquella herida. Casi la habíacurado, pero no del todo. Debajo todavía estaría ro-sada, sana y escociendo un poco. Es un shock, unaimpresión inesperada. Fern desea con todas susfuerzas que desaparezca.

—Aquí estamos —dice Elliott, que se aparta paraque ella acceda a la escalera primero.

Él la sigue. Fern siente el calor de su mirada en laespalda. Ahora desearía haberse puesto otra cosa; noesa ropa vieja, sino algo más bohemio y artístico.Las instrucciones que le envió el estudio aconseja-ban ropa cómoda, algo que pudiera acabar salpicadode arcilla sin mayor problema, aunque especificabanque habría monos para todos los alumnos. Así pues,se había puesto unos vaqueros, un jersey morado ybotas cómodas (aunque un poco apretadas). Al me-nos se había arreglado el peinado y se había maqui-llado. Y, en una concesión al hecho de que ella yJules iban a ir a Chiswick, se había puesto joyas,pero no la alianza, que apenas se ponía última-mente. No parecía que hiciera falta, pues Jack eracomo su huella dactilar, algo tan inherente a ellaque ya era imborrable.

Encuentran una mesa en el nivel superior. Elliottse sienta mirando a la parte de atrás de la estación;ella, a la parte delantera. En la mesa de al lado, unhombre teclea en su portátil. Fern siente curiosidadpor saber lo que está escribiendo y desearía que le-vantara la vista, le sonriera y dijera: «Hola, ven aecharle un vistazo a esto: me encantaría saber qué teparece». Pero el hombre no lo hace. Solo le ve la co-ronilla, donde la lámpara del techo hace juegos de

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luz en su calva. Mira a Elliott y sonríe, o al menoscree que lo hace; no está del todo segura de si tienecontrol sobre sus músculos faciales. ¿Qué está ha-ciendo ahí? ¿Cómo es que ha cambiado tanto y tanrápido el curso de su día?

—Bien —dice él—. ¿Qué quieres tomar? —Cogela carta y la examina.

—Un caffè latte, por favor —dice Fern buscandoen su bolso para sacar el teléfono—. Perdona, ¿teimporta si le mando un mensaje a una persona? Nopasa nada, en realidad. Voy bien de tiempo. Soloquiero que ellos lo sepan, eso es todo.

¿Por qué ha dicho «ellos» y no «ella»? ¿Ha sidouna cosa instintiva, autodefensa tal vez? Quizá hasido porque es Jules. ¿Habría dicho algo diferente sihubiera sido otra persona? O tal vez es porque unagran parte de ella todavía quiere permanecer miste-riosa y distante, mientras que solo una pequeñaparte quiere poner su mano sobre la de él y decir:«Oye, vamos a dejarlo, ¿eh? Vamos a dejar de fingirque somos unos conocidos educados que se han en-contrado por casualidad en la estación de Padding-ton un martes de marzo y que han retomado las co-sas donde las dejaron. La verdad es que, si te soysincera, Elliott, y aunque no me he dado cuentahasta ahora, todavía estoy terriblemente furiosacontigo. La verdad es que lo he estado siempre».

Pero, por supuesto, no dice nada de todo eso,solo:

—De verdad que no hay problema. Voy bien detiempo. Solo quiero que lo sepan, nada más.

Y él responde:—Claro, envíalo. —Y le hace una seña al cama-

rero, que llega a la mesa deslizándose con maestría.

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—Un americano y un caffè latte, por favor —pideElliott señalando con un dedo la carta.

De todas las cosas que no han cambiado en él, suvoz es lo que menos. Si cierra los ojos, puede volvera cuando empezó todo.

—Muy bieeen —responde el camarero—. ¿Al-gún dulceee? —Obviamente es del este de Europa.Su acento es profundo y gutural; hace que a Fern lecosquillee la nuca.

Elliott levanta una ceja inquisitiva mirando alotro lado de la mesa. Ella sonríe, y el corazón le daun extraño vuelco. Ese gesto suyo siempre la ha de-jado casi sin respiración. ¿Son esas las mejores pala-bras para describirlo? Le parece un poco tópico, pero¿cómo se puede describir, si no, esa sensación aguday afilada que le interrumpe la respiración cuando vede nuevo las comisuras de sus ojos arrugándose y ellento calor de su sonrisa? Es una mirada que unavez atesoró con amor y que sentía casi como suya.Niega con la cabeza. Ahora mismo, no podría comernada. De hecho, siente que no sabe si podrá volvera comer.

Su teléfono vibra. El mensaje que le ha escrito aJules se ha enviado. Decía: «Tal vez llegue un pelíntarde, pero te veo en Victoria, como quedamos».Dispone de unos quince minutos antes de que lle-gue el momento de irse. El camarero se marcha, des-lizándose de nuevo.

—¿Sabes cuándo sale el siguiente tren? —pre-gunta jugueteando con un sobrecito de azúcar, gol-peándolo contra la palma de la mano hasta que elazúcar desciende para formar un bulto consistente.

—Creo que hay otro a las nueve y media. Tengoun billete abierto, así que no importa.

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—¿Cuánto tiempo vas a estar fuera?—No estoy seguro. No sé si volveré esta noche o

mañana por la noche.—¿Qué tal están tus padres? —continúa pregun-

tando. Para ella son personas rotundas y ocupadas, con

unas voces suaves y cadenciosas, gente amable. Fue-ron los primeros que le hicieron pensar que el amorpodía durar. Siempre había estado demasiado unida asus padres para poder evaluar con cierta perspectivasu relación, pero los de Elliott eran personas agrada-bles y risueñas. Al verlos, sintió cierta envidia.

—Mi madre murió hace unos cinco años —res-ponde Elliott mirándose las manos.

—Oh, Dios mío, lo siento —contesta ella conunas palabras que resultan totalmente inadecuadas.

Hay una pausa. El camarero llega con los cafés ylos pone sobre la mesa. Elliott coge su cucharillay golpea con ella un lado de la taza.

—Sufría una enfermedad cardiaca —dice en unsusurro—. Nos lo ocultó durante años. Hasta quefue demasiado tarde. No sé… —Hace una mueca dedolor— si podré perdonárselo alguna vez.

Fern no tiene ni idea de qué decir.—Y tu padre —aventura—. ¿Todavía…?—No está muy bien, la verdad. Por eso voy para

allá hoy. Está en una residencia y hay cosas que solu-cionar en la casa. Va a ser algo difícil, supongo. —Aldecirlo, ríe con una carcajada breve y sin humor.

—¿Y no podía ir nadie contigo? Para ayudarte,quiero decir. ¿Y tu hermano? —Fern deja la pre-gunta en el aire. Querría continuar diciendo: «¿O tumujer?», pero no lo dice. Lo que dice es—: ¿Y tu fa-milia?

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—Dan está en los Estados Unidos ahora mismo.Tiene un contrato con la NBC. No lo puede dejaren este momento. Lo entiendo y, la verdad, no meimporta.

Otra vez evita mencionar la presencia (o ausen-cia) de una mujer o de unos hijos; esa forma de es-quivar el tema se convierte en algo sólido que sequeda en la mesa entre ellos. Elliott apoya los codosjunto a los platillos de las tazas y le sonríe burlona-mente a Fern. Ojalá pudiera hacerlo desaparecer. Noes algo que necesite, para nada.

—Pero, bueno… —Elliott se yergue y sus hom-bros llenan la chaqueta verde oscuro. Estira las pier-nas. Él también lleva vaqueros, aunque los suyosparecen más una segunda piel que los de ella; el do-bladillo de la pierna derecha está un poco raído. Ah,vaya, ahora lo recuerda: su pierna izquierda era unpoco más larga que la derecha—. Bueno —repite—,ya hemos hablado bastante de mí. ¿Y qué me dicesde ti? ¿Qué planes tienes hoy? ¿Qué ha pasado con-tigo estos años? ¿Todavía estás casada?

¿Todavía? ¿Cómo sabe que se casó? Le mira ysiente una punzada de impaciencia que nace bajolas costillas. «Oh —piensa—, vamos a acabar conesto, ¿no?»

—Sí —contesta—, sigo casada. ¿Cómo lo sabes?—Dan me lo dijo. Piers se lo dijo a él, creo. Toda-

vía son amigos. Mi hermano me dijo que te casaste.Fue hace años, ¿no? Se llama… Jack, ¿verdad? Peronunca supe cuál es tu apellido ahora. Dan no me lodijo.

Sí, se llama Jack. Es Jack. Es su marido y es unbuen hombre. Asiente.

—Sí. Jack. Vivimos en Reading. Tiene su propio

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negocio de gestión de grandes proyectos de cons-trucción, sobre todo en Londres, pero también enotros sitios. Tenemos dos hijos; los dos están fuerade casa ahora. En la universidad. ¡Y también tene-mos un gato! —Suelta una breve carcajada al de-cirlo, y piensa: «¡Ja! Ya lo sabes todo». Se preguntasi verá la ironía en lo que acaba de decir, si lo re-cordará.

Coge su café con las dos manos, porque no confíaen el resultado si usa solo una, y le da un sorbo. Estácaliente y suave. Siente ganas de irse a dormir. Derepente, se da cuenta de que está muy pero que muycansada.

Mientras bebe se pregunta si Elliott la habrábuscado alguna vez en Google o en Facebook. Ellanunca lo ha buscado a él, pero allí sentada no sabecon seguridad si ha sido porque no ha tenido nece-sidad o porque le daba demasiado miedo lo que po-día encontrar.

Se siente observada, no solo ahora por sus ojosverde grisáceo, sino siempre. Es como si hubiera lle-vado consigo una cámara durante todos esos años yahora le estuviera mostrando a él imágenes que lerevelaban sus pensamientos y sus logros. Se estre-mece.

Suena el móvil de Elliot, que contesta pulsandoun botón.

—¿Sí? —Su voz es suave, cómplice. Fern oye quequien habla al otro lado de la línea es una mujer; nodistingue las palabras, pero el tono es agradable yagudo, joven y acelerado—. Ajá, sí, vale. —Elliottintercala respuestas en el torrente de palabras quellega desde el otro lado de la línea. Levanta la vistapara mirar a Fern y se encoge de hombros en forma

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de disculpa. Por fin dice—: Ya te llamaré desde eltren, cuando haya podido pensar un poco en misplanes. ¿Te parece bien?... Sí, bien, vale. Sí. Adiós,cariño… Sí, hablamos luego.

Vuelve a poner el teléfono en la mesa. Fern vefugazmente la hora que es. Dentro de cinco minutostendrá que irse.

—Mi hija —aclara Elliott—. Tiene una vida muycomplicada. Todo tiene que hacerse ahora, justo eneste momento. ¿Sabes lo que te quiero decir? —Ríe,algo tímido, y se aparta el pelo de la cara.

No le dice nada más: ni el nombre de su hija, ni elde la madre de la niña, ni si está casado, ni con quién.Si lo está, no lleva anillo; le parece que se ha dadocuenta de ese detalle antes, cuando lo vio al otro ladode la estación. Pero no sabe cómo es posible.

Pero sí, sabe lo que quiere decir. Sus hijos,cuando están en casa, la llenan con sus grandes piesy sus prioridades aún más grandes, pero hay mu-chas cosas de ellos que no sabe: sus amistades estánen Facebook y se ponen en contacto con mensajes demóvil; la gente ya no llama al teléfono de casa niviene a la puerta montada en su bicicleta. Lo únicoque consigue es algún detalle furtivo, un abrazoocasional; cuando no la miran, ella estudia las ex-presiones de sus caras en busca de pistas, y es comosi su mente tuviera dedos que los exploraran como sifueran mapas, identificando cualquier sombra deduda o preocupación, e intentando recordar cómoeran de pequeños.

Sonríe a Elliott.—Sí —responde—, lo sé. —Hace una pausa. La

taza de café está vacía y la de Elliott también—. Oye—prosigue—, creo que tengo que irme ya, y tú tie-

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nes que coger un tren. Me ha encantado verte, deverdad.

Se pone de pie y aparta la silla. Él también se le-vanta, tose, busca unas monedas en el bolsillo y dejaunas cuantas en el platillo con la cuenta que ha apa-recido sin que ninguno de los dos se diera cuenta.Fern piensa que tal vez llegó cuando él estaba ha-blando por teléfono. Ambos estaban absortos en elmomento, ajenos a todo lo demás.

—Ha sido estupendo, de verdad —dice él—, y teveo… bien…, te veo muy bien. Me alegro mucho.

Ese último comentario la enfurece. ¡Cómo seatreve…! ¿Cómo se atreve a juzgarla, a darle vir-tualmente una palmadita en la espalda por sobrevi-vir tan bien sin él? ¿Y cómo habrá conseguido ha-cerlo?, se pregunta cáusticamente. Contra todaprobabilidad, ha conseguido llevar una vida razona-ble y próspera después de que él la dejara en aquellaesquina y le diera la espalda tras decidir que no que-ría luchar por ella. «Es increíble —piensa—. ¡Estáclaro que le he sorprendido!»

Aunque no dice más que:—Gracias.Y el aire se queda cargado con las cosas que no se

han dicho; los sonidos del bar se oyen amortiguadosy alguien anuncia que el tren de las 9.28 saldrá delandén tres, pero la voz suena turbia y lejana.

—¿Podemos…, puedo…? —empieza a decirElliott. Ella nota que le cuesta encontrar las palabrascorrectas—. ¿Podemos seguir en contacto? Ya sabes,ahora que nos hemos vuelvo a encontrar. Sería unapena no hacerlo, ¿no crees?

Esto es lo que estaba temiendo. ¡Sí!, querría gri-tar. Sí, claro que tendríamos que hacerlo. Sin em-

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bargo, algo desde el fondo de su cerebro intenta lla-mar su atención: duda, culpa, la palabra «equivoca-ción». ¿No sería mejor dejar las cosas como están?Dejar que hoy sea lo que debería ser, solo un pe-queño oasis, un instante congelado, como él decidióque tenía que ser, cuando la dejó hace tantos años,cuando eran jóvenes. Ahora no le necesita; tiene mu-chas cosas que no guardan relación alguna con él.

—Si me das tu teléfono —sigue diciendo—, tepodría mandar un mensaje luego. Para ver qué vas ahacer esta noche, por ejemplo. Si regreso hoy, po-dríamos quedar para tomar algo y acabar de poner-nos al día. Todavía hay muchas cosas que no sé sobrelo que has estado haciendo todo este tiempo, ya sa-bes.

Esto se parece mucho a la primera vez, cuando lainvitó a salir. Entonces, fue un concierto en el centroestudiantil. El tono de su voz es exactamente elmismo, solo que su cara está más envejecida… ymás prudente, espera ella.

—Oh, está bien —contesta sin saber si de verdadestá bien, y saca un bolígrafo del bolso, coge unaservilleta del dispensador de la mesa y escribe rápi-damente su número.

Piensa en darle un número equivocado, como di-cen en las películas que hay que hacer en las situa-ciones en que a la chica no le interesa, pero no lohace. Continúa sintiendo curiosidad sobre él, toda-vía quiere intentar hacerle entender. No está segurade qué quiere que entienda, solo que sepa, más omenos, cómo ha sido esta vida, la que ha vivido sinél. Supone que también quiere, en último término,juzgarle, ponerle una puntuación sobre diez a lavida que él ha vivido sin ella. No debería querer

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ninguna de las dos cosas, pero es como estar en unamontaña rusa: ahora que ya ha subido, no tiene niidea de cómo bajar.

—Gracias —dice él doblando la servilleta y me-tiéndosela en el bolsillo.

Ella se prepara para irse. Ya siente el impulso ha-cia delante de su cuerpo, la distancia que va cre-ciendo entre ellos. Se ve encontrándose con Jules, aél en su tren de camino a Gales; sabe que este episo-dio casi ha acabado y teme lo que vendrá después.

Elliot se apoya sobre la mesa y le da un besosuave en la mejilla.

—Ha sido maravilloso verte —dice—. Maravillosode verdad. Te escribo un mensaje después, ¿vale?

No hay una respuesta para esa pregunta. Fern secuelga el bolso del hombro, se vuelve y se aleja deél. En el lugar donde le ha dado el beso, su cara pa-rece cantar bajito. Resiste la imperiosa necesidad detocarse ese lugar y sigue andando sin mirar atrás.

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Noviembre de 1986

—Hola —saludó Fern, que bajaba las escaleras asaltitos, al encontrarse con Jules que iba de vueltaen la cocina.

—Hola —respondió Jules, que miraba por en-cima del hombro, con el pelo hecho una maraña derizos—. ¿Ya te has tomado algo?

—No, todavía no. —Fern tuvo que levantar lavoz por encima de la melodía y el ritmo de A-ha.

Fern se había pasado un rato de pie en su dormi-torio, mirando la ropa que colgaba en su armario.Tenía media hora antes de que llegaran los primerosinvitados. La casa estaba más que preparada: sobrela mesa de la cocina había montones de vasos deplástico, varias botellas de bebidas alcohólicas yvino barato. Además, Jules había repartido cuencoscon patatas fritas por el salón. La música atronaba.

Fern se pasó los dedos por el pelo corto teñido ydespués escogió una blusa blanca de encaje, unafalda larga de terciopelo granate y, para terminar, sepuso sus botas Doctor Martens. Por alguna razónque no podía explicar tenía la piel hipersensible.

En aquel momento, se notaba un aire de descon-

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tento que llegaba del piso de arriba, de las habitacio-nes de las otras dos chicas con las que Jules y ellacompartían la casa. Les habían dicho lo de la fiesta,pero, por alguna extraña razón, ellas habían prefe-rido quedarse encerradas allí y no salir. Tal vez seunieran a la fiesta más tarde. Fern casi esperaba quelo hicieran, pero se sentiría igualmente aliviada sino lo hacían.

El olor dulce del humo del cannabis ya flotabapor la casa. El hermano de Jules, Piers, estaba sen-tado en el sofá. Se había quedado allí unos días yhabía traído cosas que Fern nunca antes había visto.

—¿Cómo te va? —saludó, y esquivó sus enormespies.

Él murmuró una respuesta echando la ceniza delporro en una lata de cerveza vacía que tenía sobre elreposabrazos del sofá. La ceniza chisporroteó al ate-rrizar en el poso que quedaba en el fondo.

—Ah —dijo cuando Fern alcanzó la puerta de lacocina—, he invitado a un colega que conocí enHackney. Se llama Dan. ¿Hay algún problema? Creoque tiene un hermano que estudia aquí o algo así.

—No, ninguno —contestó Fern sin saber quéotra cosa decir.

El hermano de Jules siempre había sido unenigma para ella; parecía impredecible, fascinante,pero peligroso. Se revolvió en el sofá y en la pausaentre dos canciones se oyó una especie de crujidoprovocado por su chaqueta de cuero.

La gente fue llegando en un flujo constante ypronto la casa estuvo llena de vaqueros y calor. Portodas partes, se oían las risas y el retumbar de lamúsica. En un momento, Fern se encontró en el pa-sillo con una copa de vino blanco caliente en la

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mano y con la cabeza dándole vueltas: esa sensibili-dad exagerada de su piel se había apagado un poco.Estaba hablando con alguien, pero no le oía bien.Entonces, esa persona debió de decir: «Me apeteceotra copa. ¿Te apuntas?», y ella siguió a quien fuerahasta la cocina.

Al cruzar el umbral, oyó a alguien decir algo sobreNew Order y otra voz que respondía; después, las vo-ces se desvanecieron mientras ella miraba hacia laventana y la música volvía a empezar en el salón.

Fuera estaba oscuro y la condensación que ibagoteando por el cristal le recordó las cabañas dePapá Noel en las que había estado cuando era pe-queña. Se tambaleó un poco y se agarró al marco dela puerta; debía de haber bebido más de lo que creía.El movimiento de su brazo, el breve silencio des-pués de la discusión sobre New Order y la engañosapausa entre dos canciones debieron de producirse almismo tiempo; un chico que estaba apoyado en lanevera —ojos verde grisáceo y cabello castaño— sequitó el pelo de la frente con un gesto fluido de lamano con la que no estaba sujetando una jarra decerveza, y eligió justo ese momento para mirar ha-cia donde ella estaba, al otro lado de la habitación.Sonrió y Fern le devolvió la sonrisa.

Fue como sentirse arrastrada por la inercia deuna banda elástica, pensó cuando sus pies la lleva-ron al otro lado de la cocina. El suelo estaba pega-joso por las bebidas derramadas y oyó a Julesreírse, la vio sacudirse el pelo. Un segundo des-pués, estaba delante del chico de los ojos verde gri-sáceo. Él la saludó:

—Hola, soy Elliott.—Fern, yo me llamo Fern.

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—Soy el hermano de Dan —añadió con una vozque era como agua cálida—. Segundo de Económicas.

Y entonces rio, su cara se iluminó y algo en ellacambió; su piel recuperó la sensibilidad, pero eramás intensa en ese momento, más insistente. No te-nía ni idea de lo que estaba pasando. Nunca habíasentido nada como eso.

—Oye —continuó él—, ¿quieres que vayamos aalgún sitio más tranquilo?

Debió de asentir, porque lo siguiente que recor-daba era que le estaba siguiendo al piso de arribaimpulsada por un instinto y por una necesidad queno reconoció. Parecía no tener voluntad. En un mo-mento dado, él extendió el brazo y le cogió la mano;su contacto era eléctrico. Se tropezó y preguntó:

—¿Estás bien?Ella asintió.Estaban en su habitación. Su cama estaba cu-

bierta de abrigos. Fuera se oía el lejano sonido deuna sirena y el retumbar de la música de abajo. Es-taban a oscuras y los abrigos de la cama parecíanuna especie de gigante durmiente. Él cerró lapuerta, se acercó y se quedó detrás de ella. Entoncessintió sus dedos apartándole el pendiente y los la-bios rozándole la piel justo bajo la oreja. Fern se es-tremeció.

—¿Quieres? —preguntó poniéndose delante deella. Pero seguía sin abrazarla, sus manos no esta-ban sobre su cuerpo.

Le dio la sensación de que había viajado miles dekilómetros y había conocido a ese chico durantecien años.

—Sí —logró decir, y se inclinó hacia delantehasta apoyar la cabeza contra su pecho. Era amplio

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y cálido, y olía un poco a detergente y a humo detabaco.

Él le acercó la cara y le dio un beso en la boca.Después le cubrió los pechos con las dos manos y lefrotó los pezones con los pulgares. A ella se le tensóel vientre.

—Fóllame —le susurró. No tenía ni idea de dónde había salido esa pala-

bra ni de lo que significaba de verdad. Había tenidorelaciones antes, en su primer año; sexo cauteloso einsatisfactorio con un estudiante de Medicina. En-tonces, empezó a tomar la píldora, y no había dejadode hacerlo, pero tenía la sensación de que aquello enlo que se estaba metiendo, fuera lo que fuera, iba aser algo completamente diferente. La necesidad eraprimitiva; empezaba entre sus piernas. Su cerebroestaba lleno de calor y de color blanco.

—¡Creía que no me lo ibas a pedir nunca! —ex-clamó él riendo un poco.

Y la llevó hasta la cama, la tumbó, se movió so-bre ella, le levantó la falda, le apartó las bragas conla lengua y entonces la rodeó y algo creció en ellacomo el mar. Era algo insaciable, salado y enorme,que rompió como una ola; todo su cuerpo latió y ellajadeó en la oscuridad con las manos entre su pelo.

Él se apartó, pero ella tiró de él para acercarle.—¿Necesitamos usar algo? —preguntó besán-

dole el cuello.—No, lo tengo controlado —aseguró Fern. Entonces entró en ella con las manos apretadas

sobre la pila de abrigos. Cuando se corrió, desde elfondo de su garganta salió un sonido de victoria yliberación. Era algo a medio camino entre la alegríay la desesperación.

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Después, no hablaron mucho, solo se vistierondespacio y en silencio, mirándose. La habitación se-guía a oscuras, la música debía seguir sonando abajoy les llegaba el sonido de voces. El corazón de ellairradiaba luz como si estuviera lleno de fuegos arti-ficiales y le latía tan fuerte que a veces era lo únicoque oía.

Después, abajo de nuevo, él fue a por una bebidapara Fern y se quedaron en el salón junto a la ven-tana, con la mano de él en su cintura. Ella se apoyóen él. Sintió que había llegado a un lugar al quenunca había sabido que tenía que ir; sin embargo,ahora que estaba allí, parecía claro que era el únicolugar de la Tierra en el que podría estar. La gente seacercaba y se iba, algunos hablaron con ellos y otrosno. Fern no veía a Jules, ni a Dan, ni al hermano deJules por ninguna parte. Tal vez estuvieran fuera,pensó. Se imaginó sus alientos formando nubes devapor en el frío aire de noviembre mientras mira-ban las estrellas.

—¿Puedo volver a verte? —preguntó Elliottcuando los últimos invitados empezaron a irse y noquedó más que penumbra, botellas vacías y dos per-sonas en el salón bailando algún tema que solo so-naba en sus cabezas—. Hay una cosa en el centroestudiantil mañana por la noche. ¿Te apetece venir?

—Sí. Allí nos veremos, ¿vale?Él asintió y la besó en la boca, con la lengua re-

corriéndole los dientes y una mano en el hombro.Después, ella durmió con la ropa puesta, porque olíaa él, y recordó su boca sobre la de ella y la quiso sen-tir de nuevo, diez mil veces más.

A la noche siguiente fue al centro estudiantil, su-bió los escalones de piedra hasta la puerta principal,

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pagó la entrada y lo buscó en el bar. No se había per-mitido ni un momento pensar que él pudiera no estarallí. Entonces lo vio, sentado a una mesa bajo unaventana. El asiento a su lado en el banco estaba vacío.

—Hola —saludó quedándose delante de él.—Hola —respondió sonriéndole, y verle sonreír

otra vez fue como un relámpago. El corazón le dioun vuelco; era justo como se lo había imaginado,justo como necesitaba que fuera.

Más tarde la acompañó a casa; la noche era claray fría. Las orillas del lago estaban salpicadas de es-carcha y el aire se les pegaba a la cara; era comocuero sobre su piel. El agua era negra como la pez yestaba tranquila. Parecía antigua, mística.

Aquel era, pensó mientras cruzaban el puentepara coger el atajo hasta Abbey Road, donde estabala casa que compartía con Jules. Aquel era el ins-tante alrededor del cual iban a orbitar todos los de-más instantes. Nunca iba a tener otro como aquel.Estaba convencida de ello.

—Me muero por saber qué estás pensando —lepreguntó él, justo en ese momento.

—Oh, no estaba pensando en nada, la verdad—mintió.

—Vamos, seguro que sí. Parecías estar a muchoskilómetros de aquí.

—Bueno, solo me estaba preguntando cosas.—¿Qué cosas? —Él la detuvo y la miró a la cara.

Después la empujó suavemente contra la barandillafría del puente y apretó sus piernas contra las deella; le llegaba el calor de su cuerpo y notaba su res-piración en el cuello.

—Cosas como si esto todavía puede mejorar —res-pondió en voz baja.

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—¡Oh, seguro que sí! ¡Te prometo que lo hará!—Y entonces rio y la besó—. Vamos, es tarde. Serámejor que te lleve a casa.

Y con los brazos entrelazados caminaron en si-lencio. Durante ese silencio, ella se permitió empe-zar a creer en él y en la promesa que acababa de ha-cerle. Tenían toda una vida por delante para vivirlajuntos. Aquella forma fortuita de conocerse en lafiesta, el intercambio de miradas y su sonrisa, el sexoen la oscuridad de su habitación y, ahora, esa noche,la seguridad de él y de ese paseo en el frío de una no-che de noviembre, esos pasos que estaba dando conél, por él. Todo había sido perfecto, pero habría otrosmomentos perfectos. Creía que así iba a ser con to-dos y cada uno de los átomos de su cuerpo cuandometió la llave en la cerradura y él dijo:

—Te veo mañana, ¿vale?—Vale —respondió; se sintió feliz de pasar la no-

che sola para poder recordarle e imaginar todas lasnoches que iba a tener para conocerle, la sucesióninfinita de ellas.

—Dios mío, chica —dijo Jules cuando Fern entróen el salón, tropezando con un par de latas vacíasque todavía no habían limpiado—, cualquiera diríaque has visto un fantasma.

—No —respondió Fern—, un fantasma no, perohe visto algo. Algo que creo que va a ser bueno.

—Qué tonterías dices —contestó Jules. Estabasentada en el sofá con las piernas enroscadas bajo sucuerpo—. Nada más que tonterías, pero por eso tequiero.

Esa noche, soñó con el olor de la hierba y vio ga-viotas volando muy alto por encima de su cabeza.Tenía siete años y estaba en las dunas, con sus pa-

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dres por allí cerca. El mundo sabía a limón y ella lle-vaba unos pantalones cortos azules y corría con elviento enredándole el cabello.

Después había caballos, enormes criaturas quepateaban el suelo y tenían el pelo de color castaño.Estaba galopando y ella volaba sobre ellos, agitandolas alas al ritmo de los cascos. Veía el subir y bajarde sus cabezas, y las colas extendiéndose tras ellos.Ella deseaba más que nada en el mundo posarse enel lomo de uno y rodearle el cuello, sentir su calorsobre la piel, agarrarle el grueso pelo de la crin conlos dedos y cabalgar hasta el lugar donde la tierra seencuentra con el cielo.

Y después estaba tumbada junto a Elliott. Podíasentirle más que verle. Era una presencia y una si-lueta. Oía el latido de su corazón y sentía sus manossobre ella. Estaba en todas partes y en ninguna. Ellaquería gritar, pero cuando abría la boca no salía nin-gún sonido.

El despertador la sacó del sueño, se estiró en lacama intentando recordarlo y se tocó fugazmentedonde él la había tocado dos noches atrás, que-riendo, de repente y de forma urgente, tenerlo todo:haber vivido su vida con él, tener cuarenta y tantosy la vida hecha, saber que iba a haber momentosmejores que el que habían pasado junto al lago. Ymás que nada, allí y en ese momento, esa mañanaen la que la escarcha era dura, afilada y profunda,quiso estar segura de todo eso.

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Título original: The Moment

© 2013 Claire Dyer

Primera edición en este formto: octubre de 2014

© de la traducción: M.ª del Puerto Barruetabeña Diez© de esta edición: Roca Editorial de Libros, S. L.Av. Marquès de l’Argentera 17, pral.08003 [email protected]

ISBN: 978-84-9918-892-8

Todos los derechos reservados. Quedan rigurosamente prohibidas,sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajolas sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcialde esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidosla reprografía y el tratamiento informático, y la distribuciónde ejemplares de ella mediante alquiler o préstamos públicos.