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“ESPACIOS Y SOCIEDADES” – Mendez y Molinero - Ed. Ariel, 1991 CAPÍTULO VI EL ESPACIO DEL CAPITALISMO NORTEAMERICANO 1. AMÉRICA DEL NORTE, UN ESPACIO DOMINANTE América del Norte, denominada también en ocasiones América anglosajona en relación con el poblamiento y la cultura dominantes en contraste con Iberoamérica, se extiende desde la frontera del río Grande hasta las proximidades del Polo Norte, comprendiendo una superficie total de 19,3 millones de kilómetros cuadrados repartidos casi por mitad entre Canadá (9.976.000 km2) y Estados Unidos (9.363.000 km2), dos de los países más grandes del mundo y que se sitúan hoy en lugares de privilegio por lo que se refiere a su potencial económico, o a los niveles de renta y bienestar de que disfruta la mayoría de su población. La frontera norteamericano-mexicana es, pues, más que un simple límite político, una divisoria entre las áreas desarrolladas y subdesarrolladas que se acusa en una brusca transición, además de un límite entre dos culturas y dos modelos de colonización históricamente contrastados. De este modo, los 272 millones de habitantes estimados en 1988, equivalentes al 5,3 % del total mundial, presentan unos rasgos de conjunto plenamente identificables con los del mundo desarrollado. Afectada por un progresivo estancamiento demográfico que reduce su natalidad al 16 %o y su crecimiento vegetativo anual al 7 %c, con una esperanza media de vida cifrada en 75 años, una práctica inexistencia del analfabetismo y los mayores niveles de PNB per capita (más de 17.000 dólares) entre los grandes conjuntos regionales del globo, además de valores también muy elevados en lo referente a dotaciones asistenciales, América del Norte se configura como la primera potencia económica del panorama internacional y centro rector de uno de los dos bloques político - militares que dividieron nuestro mundo durante casi medio siglo. Finalmente, su carácter dominante se reafirma al considerar que aquí se genera el 27 % de la producción mundial global y se consume el 31 % de la energía, lo que equivale a decir que esta región mantiene un nivel de actividad que exige utilizar una parte importante de los recursos disponibles, tanto en el interior como en el exterior, para lo que sus empresas han llevado a cabo una creciente penetración en buena parte de las regiones del globo. En consecuencia, Estados Unidos y Canadá se constituyen hoy en ejemplo paradigmático del modelo de desarrollo capitalista que ha presidido su evolución en el último siglo y medio; el primero de ambos Estados, en particular, simboliza hoy los vicios y virtudes de un sistema que encuentra aquí su máximo valedor y exponente. Pero las semejanzas entre ambos países desbordan las simples cifras económicas o los efectos derivados de las grandes dimensiones y la escasa presión sobre los recursos, para incorporar otros aspectos igualmente significativos. De modo similar a lo ocurrido en Australia y Nueva Zelanda, aunque en fecha bastante anterior, los territorios norteamericanos fueron dominios coloniales de las potencias europeas (Inglaterra, Francia y España), basando lo esencial de su dinamismo en la inmigración procedente del otro lado del Atlántico, tanto de Europa como, secundariamente, de África. Desde los puertos, y durante cuatro siglos, tuvo lugar un proceso de colonización en dirección al oeste que supuso 1

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“ESPACIOS Y SOCIEDADES” – Mendez y Molinero - Ed. Ariel, 1991

CAPÍTULO VI EL ESPACIO DEL CAPITALISMO NORTEAMERICANO

1. AMÉRICA DEL NORTE, UN ESPACIO DOMINANTE

América del Norte, denominada también en ocasiones América anglosajona en relación con el poblamiento y la cultura dominantes en contraste con Iberoamérica, se extiende desde la frontera del río Grande hasta las proximidades del Polo Norte, comprendiendo una superficie total de 19,3 millones de kilómetros cuadrados repartidos casi por mitad entre Canadá (9.976.000 km2) y Estados Unidos (9.363.000 km2), dos de los países más grandes del mundo y que se sitúan hoy en lugares de privilegio por lo que se refiere a su potencial económico, o a los niveles de renta y bienestar de que disfruta la mayoría de su población. La frontera norteamericano-mexicana es, pues, más que un simple límite político, una divisoria entre las áreas desarrolladas y subdesarrolladas que se acusa en una brusca transición, además de un límite entre dos culturas y dos modelos de colonización históricamente contrastados. De este modo, los 272 millones de habitantes estimados en 1988, equivalentes al 5,3 % del total mundial, presentan unos rasgos de conjunto plenamente identificables con los del mundo desarrollado. Afectada por un progresivo estancamiento demográfico que reduce su natalidad al 16 %o y su crecimiento vegetativo anual al 7 %c, con una esperanza media de vida cifrada en 75 años, una práctica inexistencia del analfabetismo y los mayores niveles de PNB per capita (más de 17.000 dólares) entre los grandes conjuntos regionales del globo, además de valores también muy elevados en lo referente a dotaciones asistenciales, América del Norte se configura como la primera potencia económica del panorama internacional y centro rector de uno de los dos bloques político - militares que dividieron nuestro mundo durante casi medio siglo. Finalmente, su carácter dominante se reafirma al considerar que aquí se genera el 27 % de la producción mundial global y se consume el 31 % de la energía, lo que equivale a decir que esta región mantiene un nivel de actividad que exige utilizar una parte importante de los recursos disponibles, tanto en el interior como en el exterior, para lo que sus empresas han llevado a cabo una creciente penetración en buena parte de las regiones del globo. En consecuencia, Estados Unidos y Canadá se constituyen hoy en ejemplo paradigmático del modelo de desarrollo capitalista que ha presidido su evolución en el último siglo y medio; el primero de ambos Estados, en particular, simboliza hoy los vicios y virtudes de un sistema que encuentra aquí su máximo valedor y exponente. Pero las semejanzas entre ambos países desbordan las simples cifras económicas o los efectos derivados de las grandes dimensiones y la escasa presión sobre los recursos, para incorporar otros aspectos igualmente significativos. De modo similar a lo ocurrido en Australia y Nueva Zelanda, aunque en fecha bastante anterior, los territorios norteamericanos fueron dominios coloniales de las potencias europeas (Inglaterra, Francia y España), basando lo esencial de su dinamismo en la inmigración procedente del otro lado del Atlántico, tanto de Europa como, secundariamente, de África. Desde los puertos, y durante cuatro siglos, tuvo lugar un proceso de colonización en dirección al oeste que supuso desplazar el frente pionero más de cuatro mil kilómetros, expulsando a las poblaciones asentadas y ocupando de manera efectiva una serie de regiones naturales dispuestas en sentido perpendicular a la dirección del avance, que han favorecido la diversidad y complementariedad de las actividades productivas implantadas en cada una de ellas.Al tiempo, la sociedad norteamericana se muestra hoy plenamente urbanizada e inserta en la denominada fase postindustrial de desarrollo, concomitante con la expansión del capitalismo monopolista. Pese a ocupar apenas el 1,5 % del suelo, las ciudades retinen hoy a tres cuartas partes de la población norteamericana, en tanto las áreas rurales han sido también profundamente transformadas por el propio impacto de la urbanización, que alcanza así mayor significación cualitativa que cuantitativa. La formación de grandes aglomeraciones (conocidas como «Standard Metropolitan Statistical Areas» por la Oficina del Censo en Estados Unidos), puntos focales de la vida norteamericana, centros rectores donde se gestan las decisiones políticas y económicas, y máximo exponente de las contradicciones de esta sociedad, es, por tanto, un elemento esencial en cualquier análisis sobre su realidad actual. El declive que bastantes de ellas experimentan desde hace ya más de dos décadas supone, por tanto, uno de los procesos con mayor trascendencia territorial y obligado análisis de los últimos tiempos. El dominio que un pequeño número de grandes corporaciones ejerce sobre una parte creciente de la economía nacional y la paralela concentración del potencial productivo en unas cuantas áreas, materializan los procesos de centralización financiera y de decisiones en contraste con la intensa descentralización espacial que conocen hoy los sectores y tareas más triviales. La progresiva terciarización de la población activa, frente al estancamiento del porcentaje ocupado en el sector manufacturero, es un último rasgo distintivo; la mejora de la productividad industrial, el desarrollo de las actividades de intercambio y transporte que exige la creciente especialización productiva, la demanda cada vez mayor de servicios en sustitución de la de bienes, etc., son factores explicativos del fenómeno (cuadro VI.1). Si en 1960 el sector terciario empleaba al 55 % de la población ocupada en ambos países, hoy esa proporción se aproxima al 70 % (y el 75 % del PIB), representando también más del 80 % de los puestos de trabajo creados en los veinte últimos años.

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Pero junto a los rasgos comunes, también es notoria la existencia de importantes contrastes entre ambos países, siendo el primero de ellos la posición latitudinal, que impone severas restricciones a la ocupación de una buena parte del territorio canadiense, particularmente por lo que se refiere a las regiones del Gran Norte. Mayores diferencias se observan aún en cuanto al peso específico de cada Estado, tanto en el plano demográfico como económico. Si Estados Unidos cuenta con 246,1 millones de habitantes, lo que le supone una densidad de 25 habs./km2, Canadá reúne tan sólo 26,1 millones —prácticamente el equivalente a la población del estado de California— con una densidad de tan sólo 2,5 habs./km2, mucho más homogénea además desde el punto de vista étnico, frente a la heterogeneidad que introducen en Estados Unidos las minorías negra, iberoamericana, mediterránea o asiática, que representan en conjunto casi la quinta parte del censo total y crecen a un ritmo bastante superior al del conjunto. Así, por ejemplo, la población hispana pasó de 14,7 a 19,9 millones entre 1980 y 1988, cuadruplicando el ritmo medio de incremento demográfico en el país. Similares desigualdades se aprecian respecto al potencial económico: con un PNB cifrado en 4,49 billones de dólares en 1987, los Estados Unidos son, con mucho, el país más poderoso en el contexto económico internacional, representando por sí solo el 28 % de la producción obtenida en el mundo en 1987, para un volumen de población equivalente únicamente al 4,8 %, en tanto Canadá cuenta apenas con la décima parte de esa cifra (390.052 millones de dólares), ocupando el octavo lugar entre los estados del mundo, con el 2,3 % de la producción global (España ocupaba el duodécimo, con el 1,5 %). Finalmente, el papel ejercido en el mundo y el tipo de relaciones mantenidas con el exterior también suponen evidentes distancias. Frente al carácter hegemónico ostentado por EE.UU. desde comienzos de siglo, con un área de influencia política, militar y económica que abarca más de la mitad del planeta, Canadá mantuvo durante mucho más tiempo su estatus colonial, visible aún parcialmente en la dependencia múltiple respecto a su poderoso vecino, así como en las características de su comercio exterior, en el que los productos agrarios, forestales y minerales siguen ocupando un lugar destacado (32 % del valor de las exportaciones en 1987). Esto le configura como una periferia inmediata del capitalismo estadounidense, beneficiándose de los flujos financieros, tecnológicos o turísticos procedentes del sur, lo que unido a sus inmensos recursos y su bajísima presión demográfica permite que su población disfrute de unos elevados niveles de renta y bienestar, si bien a costa de un alto grado de dependencia. El modelo de relaciones ya analizado en Europa se repite aquí, incluso con rasgos más acusados, ante la escasa entidad real de la frontera como obstáculo a estos desplazamientos. La constitución de una Zona de Libre Comercio en 1989 tiende a reforzar, aún en mayor medida, esos vínculos (el 76 % de las exportaciones y el 68 % de las importaciones canadienses tuvo como destino u origen los Estados Unidos). Pero si la distancia que separa a ambos países es un hecho de gran significación geográfica, no le van a la zaga las desigualdades existentes en el reparto regional y el disfrute personal del bienestar alcanzado por ambas sociedades en su conjunto, particularmente por lo que se refiere a Estados Unidos, donde los estudios sobre las «bolsas de pobreza» aún patentes han dejado de valorarse como meramente anecdóticos o demagógicos, para constituirse en una importante línea de investigación para la mayoría de ciencias sociales en los últimos años. Si la gran extensión latitudinal, el carácter compacto del continente o el proceso colonizador justifican los contrastes en los modos de ocupación entre el norte y el sur, o entre las regiones interiores y litorales, los efectos del proceso industrializador, en coherencia con la lógica del sistema, no han hecho sino acentuar la concentración de efectivos en ciertas áreas debido a sus ventajas comparativas desde la perspectiva de la rentabilidad empresarial, agravando así los desequilibrios interregionales. La historia de este proceso, los efectos generados y sus perspectivas de futuro ante la reestructuración del modelo territorial precedente que se apunta en la actualidad son temas esenciales para un análisis inicial de la geografía norteamericana.

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II. Los fundamentos del desarrollo y la diferenciación regional en Norteamérica

1) EL PROCESO COLONIZADOR Y LAS ETAPAS DEL POBLAMIENTO La presencia humana en Norteamérica parece remontarse al menos unos veinte mil años, con una ocupación que a través del estrecho de Bering, y en dirección al sur, fue afectando las diferentes regiones desde Alaska a la costa del golfo de México. Las densidades de población debieron mantenerse muy bajas, estimándose entre un millón y un millón y medio el número de habitantes al finalizar el siglo XV, si bien las condiciones del medio, traducidas en las formas de actividad dominantes en cada caso, establecían notables diferencias, desde las áreas agrícolas de la costa oriental, a la caza en las llanuras interiores más secas, o la pesca en buena parte de los sectores litorales, sobre todo del Pacífico (De Blij, H. 1., 1974, 103). Durante los siglos XVI y XVII, el asentamiento en las primeras colonias instalada por los europeos en la costa atlántica introdujo una primera división del territorio en áreas de influencia bastante bien delimitadas, pues mientras los españoles dominaba un Vasto territorio que por el sur, y desde Florida a California, prolongaba el imperio mexicano, los franceses ocuparon Quebec y Louisiana, en tanto los colonos británicos, más numerosos, se establecieron en los sectores centrales de la costa (a partir de la fundación de Virginia en 1607), desde la desembocadura del San Lorenzo hasta Georgia implantando incluso algunos asentamientos al norte de los Grandes Lagos, cerca de la bahía de Hudson. Durante el siglo XVIII, la constante pugna entre las potencias europeas supuso una modificación en el reparto territorial americano, sobre todo tras el Tratado de París (1763), por el que Francia cedió a los ingleses sus derechos sobre el territorio de Canadá y los situados al este del Mississippi, mientras España cedía Florida a cambio de Louisiana. El proceso culminó en 1776, cuando las trece colonias británicas de la costa este (New Hampshire, Massachusetts, Rhode Island, Connecticut, Nueva York, New Jersey, Pennsylvania, Delaware, Maryland, Virginia, Carolina del Norte, Carolina del Sur y Georgia) rechazaron la sujeción a la metrópoli, iniciando una guerra que acabó en 1783 con la independencia de los Estados Unidos de América, en tanto las colonias al norte del San Lorenzo decidían permanecer vinculadas a la corona británica como dominio del Canadá, y, por el sur, España mantenía sus posesiones desde Florida (recuperada en 1783) hasta California. En el momento de la independencia estadounidense, tanto la sociedad como la geografía norteamericana distaban mucho de ser tal como hoy las conocemos. Tanto en Canadá como en EE.UU., los asentamientos europeos se limitaban a una franja relativamente estrecha desde el valle del San Lorenzo y siguiendo la llanura litoral hacia el sur, con tan sólo algunas tímidas penetraciones hacia el interior siguiendo el curso de algunos ríos, pero manteniendo los Apalaches como frontera natural, más allá de la cual las densidades se reducían notablemente y el predominio de las poblaciones amerindias se mantenía casi intacto.

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Los 4,5 millones de habitantes existentes en 1790 (3,9 millones en los Estados Unidos y unos 600.000 en los dominios canadienses), unidos al millón aproximado de amerindios que poblaban las regiones interiores, suponían una densidad media inferior a 0,5 habs./km2. Los colonos europeos constituían una sociedad esencialmente agraria, con un claro predominio de los pequeños propietarios que cultivaban reducidos lotes de tierra cuya producción se destinaba prioritariamente a la propia subsistencia, asentados en pequeños núcleos relativamente próximos e interconectados, junto a una minoría de comerciantes y banqueros, generalmente británicos, que mantenía los contactos con la metrópoli. La única excepción a este tipo de organización social y económica eran los estados del Sur, desde Virginia a Georgia, donde desde el siglo anterior se había establecido el predominio de la economía de plantación basada en una abundante mano de obra importada desde África, y que por estas fechas se cifraba en unas 800.000 personas, suponiendo alrededor de una quinta parte de la población total del país. Aquí la gran propiedad y una agricultura orientada esencialmente a la exportación, inicialmente del tabaco y más tarde del algodón, generaban una estructura social mucho más jerarquizada y unas densidades inferiores a las existentes en los territorios al norte de Maryland, dando lugar a una dicotomía que se iría profundizando con los años y, particularmente, tras el inicio de la industrialización.La evolución seguida durante el siglo XIX supondrá una progresiva divergencia en el rumbo seguido por ambos países, que consolidan entonces buena parte de los rasgos que definen su presente.La historia de los Estados Unidos en la pasada centuria estuvo presidida por dos fenómenos esenciales, la Revolución Industrial desencadenada en la primera mitad del siglo, coetáneamente con la Europa noroccidental, y la expansión continua hacia las costas del Pacífico y del golfo de México, que permitió integrar definitivamente el territorio nacional al acabar el siglo, ampliando su superficie desde los 2,3 millones de kilómetros cuadrados de 1790, a los 7,7 millones en 1950, y los 9,4 millones en la actualidad, al convertirse en Estados de la Unión los territorios de Alaska y las Hawaii (fig. 6.1).Una parte importante de esa expansión se hizo por compra (en 1803 la Louisiana a Francia, en 1819 la península de Florida a España, en 1867 Alaska a Rusia), anexión o conquista, tanto a costa de México como de las diferentes tribus autóctonas que fueron exterminadas o confinadas en reservas localizadas, esencialmente en las regiones áridas del Medio Oeste, desde Dakota y Montana, hasta Arizona y Nuevo México (Watson, J. W., 1979, 20-48). El impulso definitivo que permitió desbordar los Apalaches y su piedemonte occidental, desplazando el frente pionero hacia las llanuras centrales y abriendo inmensas posibilidades al desarrollo agrario del país tuvo lugar tras la Guerra de Secesión (1861- 1865), apoyado en la expansión de los tendidos ferroviarios, al tiempo que se desarrollaban también de manera autónoma otros focos secundarios de poblamiento en la costa del Pacífico, desde Seattle a California, alentados por el descubrimiento de oro a mediados de siglo, y escasamente conectados con el resto del país ante el grave obstáculo impuesto por las cordilleras y desiertos occidentales. La ocupación de las llanuras centrales se hizo mediante la venta de tierras por parte del gobierno a precios muy bajos a los colonos, que se instalaron así de manera efectiva en el territorio en un típico proceso de «colonización de poblamiento», muy distinto a la «colonización de explotación» que se llevó a cabo en Iberoamérica, basada en el control de la población autóctona, utilizada como fuerza de trabajo esencial por una minoría europea, y el reparto de grandes encomiendas. La colonización de estas regiones tomó como modelo el sistema township («Homestead Act» de 1862), en el que, apoyándose en la horizontalidad del propio terreno, éste se dividía en cuadrículas regulares, con secciones de una milla de lado, cada una de las cuales se subdividía en cuatro lotes de 64,6 hectáreas, que constituía la explotación- tipo, si bien a medida que se fue avanzando hacia regiones más secas el tamaño se amplió hasta representar una sección completa (260 ha) e incluso más. Un poblamiento disperso y muy laxo, basado en granjas instaladas en el interior de las explotaciones, y una red vial ortogonal, en cuyos nudos de interconexión surgían algunos pequeños centros de servicios, completaban un modelo de organización territorial de gran sencillez, que promovió el desarrollo de una clase media campesina, cuyo papel en los inicios de la industrialización fue decisivo.El impulso que hizo posible esta ocupación provino de una inmigración masiva, cifrada en más de 40 millones de personas desde comienzos del siglo XIX y hasta la 1 Guerra Mundial, que unida al dinamismo demográfico de una población joven permitió elevar los efectivos del país desde menos de 4 millones en la fecha de la independencia, hasta 23 a mediados de siglo y 76 al finalizar la centuria, con una tasa media anual de crecimiento cifrada en un 2,7 % (cuadro VI.2). Si en las primeras etapas los colonos británicos e irlandeses, junto a los esclavos africanos, constituyeron la práctica totalidad de las llegadas, desde la segunda mitad del XIX, a medida que la «revolución demográfica» se extendía por Europa, el predominio pasó a los procedentes de los países mediterráneos y balcánicos, ampliando con ello la variedad étnica, que los reducidos contingentes asiáticos y la inmigración iberoamericana de los últimos tiempos ha completado. No obstante, la implantación de una política restrictiva tras la 1 Guerra Mundial y, sobre todo, la Depresión del veintinueve, con el establecimiento de cuotas anuales, ha ido reduciendo su participación en el crecimiento global hasta cifras poco importantes en la actualidad si se exceptúa la creciente atracción de inmigrantes desde México y Centroamérica, cifrada en unos 300.000 anuales, de los que 140.000 lo hacen ilegalmente, así como de población asiática. De los 6,7 millones de inmigrantes llegados oficialmente entre 1971 y 1984, el 82 % tuvo una de esas dos procedencias.

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La ocupación del territorio canadiense se realizó siguiendo unos pasos similares, si bien el retraso con que se produjo y los escasos contingentes inmigratorios fueron sus rasgos originales junto a la brusca ruptura respecto a su lugar de origen que ha tenido lugar durante las dos últimas décadas: si en 1950 casi el 90 % de las llegadas procedían de Europa o Estados Unidos, en 1980 más deI 50 % lo hicieron de Asia, frente a tan sólo una tercera parte ligada aún de esos dos focos tradicionales (Guinness, P.; Bradshaw, M., 1985, 99). Entre 1981 y 1986, el saldo migratorio neto se redujo a sólo 23.000 personas, apenas el 2,5 % del crecimiento demográfico total, frente a una proporción que alcanzaba el 34,4 % una década antes, como respuesta a los problemas económicos del país. Al comenzar el siglo XIX, la población total apenas alcanzaba los 600.000 habitantes, instalados a lo largo del San Lorenzo y hasta Terranova, con una economía basada en la agricultura de subsistencia y la comercialización de algunas materias primas, en particular las pieles, tanto en el Québec francófono, como en las Provincias Marítimas o en Ontario, de predominio anglosajón. El único rasgo original lo constituyó la organización del sistema agrícola conocido como rang, predominante en las áreas de colonización francesa, en donde el terrazgo dispuesto a lo largo del valle se organizó mediante lotes alargados y

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uniformes de unas 20 ha, perpendiculares al río que constituía la vía esencial de comunicación, y con un hábitat alineado a lo largo de los ejes de comunicación, que ha pervivido en gran parte hasta nuestros días. El primer impulso significativo para ocupar las llanuras centrales, correspondientes a las actuales provincias de Alberta, Saskatchewan y Manitoba (denominadas genéricamente ALSAMA), sólo se produjo en la primera mitad del siglo XIX, acentuándose con la instalación de los ferrocarriles, lo que, unido a un aumento en el ritmo inmigratorio desde la metrópoli que redujo la población francófona al carácter de minoría y la amerindia a poco más del 1 %, le permitió alcanzar 3,5 millones de habitantes en 1857 y 5,4 millones en 1901. En cualquier caso, al crearse la Confederación de Canadá en 1867, el país continuaba manteniendo al 80 % de su población en el medio rural y basaba el 50 % de su PNB en el sector primario, centrando sus exportaciones casi exclusivamente en las materias primas (madera, cereales, pieles, potasa...), en contraste con lo que ocurría al otro lado de la frontera. Las dificultades climáticas y las bajas densidades de población frenaron la expansión hacia el Gran Norte, que sólo tras el descubrimiento de oro en el Yukon registró algún movimiento en este sentido.

Tanto en uno como en otro país, pues, el avance de la colonización sólo se completó con la instalación de los ferrocarriles transcontinentales, el primero de los cuales quedó inaugurado en 1869, al unirse en Promontory Point el tendido de la «Unión Pacific» procedente de la costa este a través de Nebraska, con el de la «Central Pacific», procedente de San Francisco. En 1883 se inauguraron otras dos líneas, una al sur, desde Los Ángeles a Nueva Orleans, y otra al norte, entre Portland y los Grandes Lagos (Chicago), en tanto el «Canadian Pacific», hasta Vancouver, lo hizo en 1885. En este sentido, los transportes jugaron un papel esencial en el proceso de poblamiento, marcando sus etapas y facilitando la progresiva integración y especialización regional.

2. LA RED DE TRANSPORTES Y LA INTEGRACIÓN TERRITORIAL EN NORTEAMÉRICA

El movimiento hacia el oeste, que presidió parte importante de la vida norteamericana durante decenios, no fue, en esencia, sino un proceso de difusión espacial, tanto de la población como de las innovaciones y de las relaciones capitalistas en su conjunto, cuyas fases esenciales han sido modelizadas por Johnston tal como recoge la figura 6.2 (Johnston, R. 1., 1982, 71), extrapolando en cierto modo las ideas expuestas por Taaffe, Morrili y Gould sobre la evolución teórica de una red de transportes (Taaffe, E. J.; Gauthier, H. L., 1973, 48). El proceso tuvo su origen en una serie de centros impulsores, identificados con los principales puertos de la costa atlántica, y se difundió a lo largo de unos ejes que inicialmente fueron los ríos navegables, para ceder luego su primacía a los ferrocarriles, alterando profundamente en su transcurso el modelo territorial anterior, tanto por la ampliación del área ocupada y el traslado del centro de gravedad, como por la modificación que el descenso en el coste de desplazamiento o transferencia supuso en la funcionalidad y el peso específico de cada región. Según el esquema utilizado por Taaffe para Estados Unidos, pueden distinguirse cuatro etapas esenciales (Taaffe, E. J., 1973).

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En una primera fase, que denomina «era del transporte local», el escaso desarrollo de estas infraestructuras y, por consiguiente, el rápido aumento de los costes con la distancia, impedía la especialización regional; cada puerto organizaba en su entorno un pequeño hinterland, con densidades de ocupación decrecientes hacia la periferia, de dimensiones variables en relación con las facilidades de penetración hacia el interior o el dinamismo desarrollados por sus comerciantes y banqueros, actuando como punto de interconexión con la metrópoli, y con escasas relaciones entre ellos.

Una segunda fase, identificada con la de desarrollo del transporte a partir de los ejes fluviales, se inició en 1825 con la inauguración del canal del Erie, que permitió enlazar los Grandes Lagos con el río Hudson y Nueva York, potenciando de este modo el desarrollo de este puerto frente a sus competidores al expandir notablemente su hinterland. Una red secundaria fue a este respecto, la del Mississippi-Ohio, con vértice en Nueva Orleans, ya utilizada anteriormente, pero que cobró verdadera importancia ahora, permitiendo el rápido crecimiento de una serie de ciudades interiores emplazadas en sus orillas como San Luis. Cincinnati o Pittsburgh. En conjunto, esto supuso la incorporación del sector oriental de las grandes llanuras (Ohio, Indiana, Kentucky...) a la economía del intercambio, con tierras fértiles y abundantes que pronto se especializaron en la producción de granos, forzando a los granjeros de Nueva Inglaterra a especializarse a su vez en producciones más intensivas o cuyo coste a larga distancia resultase aún prohibitivo (horticultura, lácteos...). Al comenzar la segunda mitad del siglo se asiste al inicio de la «era del dominio ferroviario», marcada por una rápida expansión del tendido, que si en 1830 se limitaba a 37 kilómetros, veinte años después alcanzaba ya 14.432, para rebasar los 60.000 en 1869, año de interconexión de la red transcontinental, y llegar a 385.000 en 1910; en pocos años, el ferrocarril monopolizó casi todas las formas de transporte, tanto de mercancías como de pasajeros, y lo mismo a corta que a larga distancia, en detrimento de caminos y canales. Su expansión hacia el oeste se aceleró tras la guerra civil, formando una densa red en la mitad oriental del país, que disminuía rápidamente al alcanzar las Rocosas, y enlazaba con la costa del Pacífico mediante tres ejes paralelos que potenciaron el desarrollo de sus estaciones terminales (fig. 6.3). El auge ferroviario supuso una profunda alteración del modelo territorial. Ante todo, permitió ampliar extraordinariamente las áreas de influencia de las ciudades orientales e incrementar el volumen de intercambios, potenciando de manera directa el fenómeno urbano e industrial registrado en esas fechas en la costa nordeste, donde ya a comienzos de nuestro siglo se dibujaba una densa red de núcleos en rápida expansión y un cinturón manufacturero de forma aproximadamente rectangular, cuyos vértices podrían situarse en Milwaukee, Boston, Washington y San Luis, que engloba ciudades tan importantes como Nueva York, Chicago, Detroit, Filadelfia, Cleveland, Pittsburgh, Buffalo, etc. Si en 1800 un buen número de puertos del Atlántico seguían manteniendo una importancia y dimensión similares, un siglo después la competencia había acentuado la jerarquización, con Nueva York a la cabeza de una gran aglomeración extendida desde Boston a Baltimore. Secundariamente, en los principales nudos de la red ferroviaria se expandieron con rapidez ciudades como Denver o Chicago, convertida en segundo centro financiero e industrial del país, organizando vastos espacios regionales de escasa densidad, en tanto otros como San Luis —que en 1850 era aún la principal ciudad al oeste del Mississippi— o Cincinnati, perdían su anterior primacía. Pero el cambio de mayor relevancia geográfica lo supuso la plena incorporación del territorio norteamericano a la economía de intercambio, potenciando con ello la especialización regional, la producción en gran escala, y configurando un sistema espacial integrado que se organizaba jerárquicamente a partir de los centros urbanos. Hasta la llegada del ferrocarril, sólo la ganadería extensiva del Medio Oeste, organizada en grandes ranchos, mantenía su viabilidad económica a base de ocupar enormes extensiones de terreno y desplazar las cabezas de ganado incluso varios miles de kilómetros hasta los mercados de consumo. Ahora, la apertura de las nuevas rutas fue seguida inmediatamente por la instalación de colonos que desplazaron la frontera cada vez más hacia el oeste, incorporando una agricultura extensiva, tempranamente mecanizada, y orientada desde sus orígenes a la comercialización prácticamente total de las cosechas, sin rémoras de estructuras heredadas. El impulso llegó incluso a dejarse sentir en la agricultura de California, enlazada ya a los grandes mercados consumidores de la otra costa gracias a la reducción de las tarifas ferroviarias, impulsando extraordinariamente con ello los cultivos hortofrutícolas, particularmente los cítricos, junto al paralelo desarrollo de la explotación forestal en los Estados de Washington y Oregón, de la minería en las Rocosas, etc. En resumen, si desde la época colonial y hasta entonces los flujos dominantes se habían organizado en sentido norte-sur, siguiendo la costa atlántica o la red del Mississippi, desde esta época, la ampliación de la escala territorial y el predominio de la organización general en sentido oeste-este modificaron profundamente las estructuras espaciales del país. Desde los años veinte de nuestro siglo, la progresiva sustitución del ferrocarril por la carretera, sobre todo en el tráfico de pasajeros y para cortas distancias, y la constante mejora tecnológica en este campo, permitieron el paso a la «era del transporte en competencia» que, al aumentar la fluidez del espacio y reducir progresivamente los costes de desplazamiento, originó un incremento progresivo de la concentración, al ampliar las áreas de influencia urbana y convertir las economías de aglomeración en el principal factor de atracción empresarial, según parecen apuntar los

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diversos estudios realizados sobre la evolución de las áreas metropolitanas estadounidenses en los años sesenta (Moseley, M. J., 1977, 152-154).

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3. LA DISTRIBUCIÓN DE LAS GRANDES REGIONES NATURALES Y SU SIGNIFICADO GEOECONÓMICO El proceso de poblamiento que acaba de describirse estuvo parcialmente condicionado desde sus inicios por las características de un medio físico heterogéneo que, además de limitar y orientar el avance, estableciendo en algunas áreas graves obstáculos a la penetración, introdujo posibilidades diversas en su explotación, aspecto éste que ha incidido directamente sobre la especialización regional, las densidades de población, etc., exigiendo por tanto un breve comentario respecto a la distribución de los grandes conjuntos naturales y su reflejo actual en la organización del territorio.

Dentro de este bloque continental de forma cuadrangular y perfil compacto, las unidades de relieve suponen el elemento fundamental que sirve de base a la definición y delimitación de las regiones naturales. Con un predominio de la orientación meridiana, los grandes conjuntos estructurales se organizan en torno al Escudo canadiense o laurentino, bloque precámbrico que ocupa el cuadrante nororiental, con centro en la bahía de Hudson, que alcanza por su flanco sur los Grandes Lagos y por el oeste el río Mackenzie. Rodeando este sector, que representa el «núcleo» originario de Norteamérica, aparece un cinturón constituido por terrenos paleozoicos dispuestos diagonalmente desde el Artico al golfo de México, en cuyo interior contrastan hoy las amplias llanuras, dominantes sobre todo en Estados Unidos, con la cordillera de los Apalaches y sus prolongaciones occidentales. El conjunto queda cerrado al oeste por una amplia franja montañosa, que desde Alaska se prolonga de forma continua en dirección al istmo centroamericano, incorporando los relieves más abruptos y complejos, responsables del tradicional aislamiento que ha afectado a la fachada del Pacífico. La configuración presente es resultado de una larga evolución geológica, cuyos eslabones básicos permiten comprender la diversidad actual. El desplazamiento del continente laurentino o escudo canadiense-groenlandés durante el Paleozoico, y la compresión a que se vio sometido en la aproximación a otros bloques emergidos hasta constituir finalmente la Pangea, originaron la emersión de una amplia banda montañosa en sus márgenes, desde los Apalaches y hacia el oeste, posteriormente arrasado por la acción prolongada de los agentes erosivos. La individualización continental que supuso la apertura del Atlántico Norte durante el Mesozoico, inició un movimiento divergente en su flanco oriental, contrarrestado por la compresión a que se vio sometido su frente occidental contra la placa del Pacífico. El resultado fue la emersión de una serie de cordilleras perioceánicas adosadas, desde el eje que forman los montes Brooks, Mackenzie y las Rocosas hacia el oeste, que aún constituyen un área dinámica de la corteza afectada por sismicidad, particularmente en su sector suroccidental (falla de San Andrés), al tiempo que se fracturaban intensamente los sectores orientales más antiguos, individualizándose una serie de unidades según su comportamiento ante los esfuerzos tectónicos. El glaciarismo cuaternario, que en diversos episodios llegó a recubrir algo más de la mitad

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septentrional del territorio, supuso un último elemento de importancia en la evolución geomorfológica norteamericana (fig. 6.4).

Como consecuencia de este proceso, América del Norte queda dividida hoy en cinco grandes conjuntos morfoestructurales, que al propio tiempo orientan la distribución de unos dominios bioclimáticos en los que, junto a la disposición meridiana del relieve, son la latitud, la continentalidad y las corrientes oceánicas (cálidas del Golfo y Kuroshio, frías del Labrador y California), los factores determinantes, favoreciendo una gran variedad —desde climas árticos a subtropicales áridos— y una clara disimetría de las fachadas costeras (fig. 6.5). La conjunción de todos estos

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elementos permite dibujar con bastante precisión las regiones naturales, cuyos rasgos básicos se resumen de forma esquemática en el cuadro VI.3.

El Escudo canadiense constituye un típico zócalo precámbrico de casi cinco millones de kilómetros cuadrados, que se continúa en la Tierra de Baffin y Groenlandia, en el que afloran los materiales cristalinos y metamórficos que constituyen el fondo de antiguos geosinclinales, con un relieve tabular basculado hacia su centro hasta quedar sumergido en la bahía de Hudson, y presentando un frente abrupto hacia la periferia, que en su día supuso un cierto obstáculo a la penetración, junto a la existencia de escarpes de falla visibles hoy en fenómenos tan espectaculares como las famosas cataratas del Niágara. La morfología actual aparece profundamente retocada por la erosión glaciar, generadora de multitud de lagos por sobreexcavación, depósitos morrénicos, etc.Si los sectores más septentrionales aparecen dominados por la tundra ártica vinculada al permafrost, la mayor parte de su superficie se ve afectada por un clima continental bastante extremo y de rasgos subárticos, en el que el efecto de los centros de acción térmicos estacionales se corresponde con una fuerte oscilación de las temperaturas (más de 500 en el Territorio del Noroeste) y cierta escasez de precipitaciones, esencialmente estivales, de modo similar al caso siberiano. También aquí, las grandes superficies ocupadas por el denso bosque boreal de coníferas (más del 50 % del territorio) se constituye en uno de los rasgos más característicos de identificación nacional, acompañando al bosque mixto o laurentino que aparece como formación de transición en el valle de este río y los Grandes Lagos, hasta Terranova. Espacio inhóspito para los asentamientos agrícolas debido a los rigores climáticos, que justifican las bajísimas densidades de población existentes, el Escudo laurentino constituye, en cambio, un pilar esencial en la economía canadiense, tanto por la abundancia de minerales explotables que aquí se encuentran (hierro, níquel, plomo, uranio, cobre, cinc, oro...), como por los recursos forestales e hidroeléctricos con que cuenta, aprovechados sólo parcialmente en sus áreas marginales más próximas a los mercados de consumo y los puertos. En el caso de minerales como el hierro, su localización próxima al cinturón manufacturero estadounidense ha favorecido su exportación masiva por vía fluvial, que aun así resulta hoy insuficiente para cubrir su demanda, obligando a importaciones desde países más alejados como Venezuela, Brasil e, inluso, el África occidental.

La Llanura atlántica constituye una estrecha franja sedimentaria extendida latitudinalmente desde New Brunswick hasta Florida y la costa del golfo de México (a 25° N aproximadamente) donde, sin solución de continuidad, entra en contacto con las grandes llanuras centrales o del Mississippi. Esta pequeña unidad conoce, dentro de una notable abundancia de precipitaciones, una rápida alteración de sus condiciones térmicas, pues mientras su mitad septentrional, sometida a un proceso de subsidencia que ha posibilitado la formación de buenos puertos naturales en los estuarios, está afectada por un clima continental húmedo influido por la corriente fría del Labrador, con promedios invernales inferiores a los cero grados, su mitad meridional presenta inviernos muy suaves (l00l50 en enero), reflejo del efecto suavizador ejercido por la corriente del Golfo, en tanto los veranos son cálidos y lluviosos, con esporádicas llegadas de ciclones tropicales procedentes del Caribe. Además de condicionar la progresiva sustitución del bosque caducifolio oceánico como formación climática por el subtropical (magnolios, palmeras...) y los pinares, que se enseñorean de los arenales existentes en la península de Florida, este contraste térmico justificó históricamente la oposición entre los sistemas mixtos agrícolas-ganaderos desarrollados en las colonias del Norte, con cultivos similares a los europeos, y las plantaciones del Sur, apoyadas ambas en una topografía de formas suaves y suelos aluviales relativamente fértiles.

Los Apalaches representan la única cordillera paleozoica de Norteamérica, dispuesta de nordeste a suroeste a lo largo de 3.600 km, rejuvenecida en bloque a partir de una serie de grandes líneas de falla tras la última orogénesis, y organizada por erosión diferencial en alineaciones paralelas que corresponden a crestas resistentes (cuarcitas, areniscas...), separadas por depresiones que los ríos han labrado en los materiales más deleznables (esquistos, margas...). Su escasa altitud, apenas superior a los dos mil metros en su punto culminante, el desgaste ocasionado por la erosión glaciar en su mitad norte, y la incisión de la red hidrográfica actual, limitan su carácter de barrera para el desplazamiento, pese a lo cual se constituyeron hasta la independencia en la frontera de la colonización británica. Al propio tiempo, su estructura disimétrica ocasiona un contacto brusco entre el sector cristalino oriental con la llanura atlántica mediante un escarpe de falla («Fail Line»), que ha facilitado la instalación de centrales hidroeléctricas para el abastecimiento de las cercanas aglomeraciones urbanas, en tanto su margen occidental presenta un suave escalonamiento, localizando en particular unos importantes yacimientos hulleros sobre los abundantes sedimentos del Carbonífero, que complementan los metalíferos de la otra vertiente y sirvieron como soporte a la primera Revolución Industrial estadounidense. Así surgieron los típicos «paisajes negros», y se desarrollaron algunos centros industriales de especialización siderometalúrgica como Pittsburgh (Pennsylvania), aunque esta región sólo suponga hoy el 20 % de las reservas estimadas (fig. 6.6). También en el sur de la cordillera se localizan los únicos yacimientos de bauxita norteamericanos con una cierta entidad, lo que obliga a cubrir el 93 % de las necesidades estadounidenses en este mineral, hoy esencial,

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acudiendo a importaciones (Jamaica, Australia, Surinam), al igual que en el caso del manganeso (98 %), cobalto (97 %), cromo (92 %), níquel (77 %), etc.Las abundantes y bien repartidas precipitaciones, siempre superiores a los mil milímetros, hacen posible una densa cobertera forestal, mucho mejor conservada que en las áreas circundantes, dominada por una gran variedad de especie caducifolias, sin que la reducida altitud posibilite un escalonamiento demasiado significativo salvo en sectores muy concretos, coronados por coníferas, pero favoreciendo en cualquier caso el desarrollo de una economía complementaria a la de las llanuras.

Una cuarta región corresponde a las Llanuras centrales. Situadas entre los Apalaches y el Escudo de un lado, y las Cordilleras occidentales de otro, las grandes llanuras centrales norteamericanas adoptan una forma triangular, desde Canadá y ensanchándose progresivamente hacia el golfo de México, dominadas por un relieve de formas planas, aunque ligeramente basculado desde sus sectores noroccidentales, donde se superan los 500 metros de altitud, hacia el sureste, donde se sumergen suavemente bajo las aguas del Golfo, originando una plataforma continental bastante amplia. Fragmento continental paleozoico hundido por efecto de la tectónica de fractura, se convirtió en una gran cuenca de colmatación, recubierta hoy por paquetes sedimentarios de gran espesor que engloban desde depósitos paleozoicos a cuaternarios, alterados tan sólo por algunos horsts como el que representan los montes Ozark y Wachita, y recorrida por la red del Mississippi-Missouri que la vertebra, desembocando en uno de los mayores deltas existentes en el mundo. El abundante caudal y la escasa pendiente han favorecido su navegabilidad, de particular importancia en el transporte de productos agrícolas y materias primas industriales, convirtiendo a la red del Mississippi en la más importante de Estados Unidos en cuanto al volumen de mercancías transportadas, superando ya con creces a la red organizada en torno al San Lorenzo y los Grandes Lagos (cuadro VI.4 y fig. 6.7).Al mismo tiempo, los sedimentos que tapizan estas llanuras contienen también importantes recursos naturales, tanto en hidrocarburos (sedimentación marina paleozoica y cenozoica), como en carbón (sedimentación paleozoica). Los yacimientos de hidrocarburos forman un cinturón casi continuo desde Alberta y Saskatchewan, en Canadá (que en 1986 fue el décimo productor mundial, con 82 millones de toneladas), hasta la plataforma continental del golfo de México, afectando los estados de Wyoming, Illinois, Colorado, Kansas, Nuevo México y Oklahoma, con Texas y Louisiana como principales productores en la actualidad (45 % del total), mientras los yacimientos de Pennsylvania (que en 1913 suponían el 75 % de la producción total) y California resultan excéntricos, pero de gran interés económico por su proximidad a los principales centros consumidores. Respecto a los hulleros, forman también una banda desde el piedemonte de las Rocosas, que hoy representa las mayores reservas, hasta los Apalaches, que aún supone la principal cuenca en función de su proximidad a los grandes centros siderúrgicos, si bien con tendencia a decrecer. Las condiciones climáticas vienen presididas por la continentalidad, cuyos rasgos extremos se ven acentuados por la facilidad de avance a las masas de aire polares y tropicales de carácter continental que trae consigo la disposición meridiana del relieve, traducida en frecuentes olas de frío y calor, que alejan extraordinariamente los valores térmicos máximos y mínimos registrados en el año. Las diferencias latitudinales a este respecto justifican que mientras los sectores más septentrionales, de inviernos muy fríos y veranos templados, están ocupados por el bosque de coníferas que no hace sino prolongar las formaciones dominantes en el Escudo canadiense, al sur del paralelo 52°, con temperaturas estivales superiores a los 200 de promedio y mayor ETP, se entre en el dominio de la pradera herbácea dominada por las gramíneas en un 95 %, similar a la estepa rusa, y favorable como aquélla a la explotación agrícola sobre suelos generalmente fértiles y bien drenados, que ha eliminado casi por completo la vegetación originaria. Por su parte, la disminución de las precipitaciones estivales que se registra al aumentar la distancia al Atlántico (menos de 500 milímetros anuales al oeste del meridiano 100°), se traduce en el paso hacia especies herbáceas de rasgos xerófilos cada vez más acusados, con aparición incluso de plantas espinosas que preludian la aridez del piedemonte oriental de las Rocosas y las cuencas intramontanas, y que han forzado sistemas de explotación muy extensivos (dry farming), artífices de la personalidad tradicional de este Medio Oeste.

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Las Cordilleras occidentales constituyen la última unidad a considerar. Desde el estrecho de Bering y hasta la Sierra Madre mexicana, todo el oeste de Canadá y Estados Unidos aparece constituido por un conjunto particularmente complejo de tierras altas, surgido en la compresión con la placa del Pacífico y generador de una evidente disimetría continental. Su progresivo ensanchamiento hacia el sur se acompaña de una creciente complicación estructural, con una serie de cuencas interiores cerradas que individualizan ejes montañosos de características diversas. La alineación oriental, surgida desde finales del Mesozoico, se inicia en los montes Brooks y Mackenzie para alcanzar su pleno desarrollo en las Rocosas, cordillera de gran entidad, con cumbres por encima de los 4.300 metros, erosionada y rejuvenecida con posterioridad a partir de una serie de fallas visibles hoy en el trazado ortogonal que presenta la red fluvial. La relativa abundancia de precipitaciones que asegura el efecto orográfico permite el desarrollo de un bosque de coníferas en las zonas altas y particularmente a barlovento, con una rápida degradación al disminuir la altitud. Su significado en el proceso de organización espacial llevado a cabo por el hombre ha sido contradictorio, pues si de una parte ha constituido el principal obstáculo a la comunicación interior, la abundancia de menas explotables en los

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sedimentos paleozoicos y en el roquedo cristalino y metamórfico que la constituye, convierte hoy a las Rocosas en la primera región mineralógica de Estados Unidos, con recursos muy variados, desde uranio a esquistos bituminosos, hierro, cobre, plomo, carbón, etc. Al oeste de esta primera alineación, el relieve se resuelve en un rosario de depresiones, desde la del Yukon en Alaska —la única abierta al océano— a la de Columbia Británica en Canadá, las mesetas de Columbia y Colorado y, sobre todo, la Gran Cuenca, de hasta mil kilómetros de anchura entre sus márgenes oriental y occidental, en torno al Gran Lago Salado («Great Salt Lake»), testigo del endorreísmo que las afecta. Con altitudes que suelen rebasar los 1.500 metros, pero cerradas a toda influencia externa por las grandes barreras montañosas que las circundan, estos bloques fracturados y hundidos, individualizados por algunos horsts y macizos volcánicos que actúan como interfluvios, se ven afectados por un clima fuertemente continentalizado y con una aridez que acentúa sus rasgos a medida que se avanza hacia latitudes más cálidas, originando verdaderos desiertos que han reducido el escaso poblamiento actual a ciertos enclaves en la red de comunicaciones, destacando en este sentido Salt Lake City, Phoenix, Las Vegas o Spokane. La localización de recursos minerales en el contacto con los hatolitos graníticos de las Rocosas, no impide que estas cuencas sean, junto con el extremo septentrional del continente, las regiones más inhóspitas y deshabitadas. Finalmente, en contacto ya con el litoral del Pacífico, aparece otra serie de cordilleras más recientes, desde los montes McKinley en Alaska (con 6.187 metros como punto culminante), continuándose hacia el sur por las Cadenas Costeras, que a partir de la frontera entre ambos países vuelven a bifurcarse (Cascadas-Sierra Nevada en el interior y Cadena Costera al oeste), aislando otras dos fosas tectónicas correspondientes en este caso a la depresión Seattle-Willamette (Vancouver-Portland) y al Gran Valle de California, separadas por macizos volcánicos que, junto a la elevada sismicidad, nos recuerda la inestabilidad tectónica de la región, inmersa en el «cinturón de fuego» peripacífico.El escalonamiento bioclimático de las vertientes montañosas, con precipitaciones que superan los 3.000 milímetros en las fachadas a barlovento que se oponen a los vientos del oeste, posibilita el desarrollo de un denso bosque de coníferas (cedro rojo, abeto Douglas, sequoia...), de porte espectacular en algunos casos, que contrasta con la aridez del Gran Valle de California y con la vegetación arbustiva mediterránea (chaparral) característica del litoral de ese Estado en las proximidades de la frontera mexicana Junto a la facilidades para la navegación y las actividades pesqueras que ofrece la costa de Alaska y Canadá, formada por fiordos y afectada además por la corriente cálida del Kuroshio que suaviza térmicamente el clima y evita los hielos, se suman las posibilidades agrícolas de los sectores meridionales, ampliadas con la irrigación del Gran Valle de California a partir de los ríos que nacen en Sierra Nevada, para justificar la temprana instalación de focos poblados que se beneficiaron notablemente de la integración con el resto del territorio. Desde la II Guerra Mundial, algunos de ellos, en especial California, han pasado a convertirse en las áreas más dinámicas del territorio norteamericano, reflejando el progresivo desplazamiento del centro de gravedad mundial desde el Atlántico al Pacífico. Los yacimientos petrolíferos californianos y la hidroelectricidad obtenida en Cascadas-Sierra Nevada no han hecho sino ampliar la gama de re- cursos disponibles. En resumen, la amplitud y diversidad que presenta el territorio norteamericano ha favorecido la abundancia y variedad de recursos naturales disponibles (cuadro VI.5). El contraste con las bajas densidades de población ha resultado sin duda uno de los factores impulsores del desarrollo, permitiendo también un cierto despilfarro en su uso, tanto por lo que se refiere al carácter muy extensivo de una buena parte de la explotación agrícola, con escasas inversiones, como a la intensa polución de las principales arterias fluviales, o la ocupación indiscriminada de tierras fértiles para usos urbanos e industriales, que eliminan anualmente entre 0,8 y 1,2 millones de hectáreas (Jackson, R. H.; Hudman, L. E., 1982, 178).

4. LA ECONOMÍA NORTEAMERICANA: DEL «DESPEGUE» AL «NUEVO ESTADO INDUSTRIAL»

La conjunción de recursos naturales y humanos, junto a otra serie de condicionessociales e institucionales, hicieron posible una temprana y rápida incorporación de Estados Unidos al proceso de industrialización y crecimiento económico, hasta lograr modo decisivo a estructurar el actual sistema de relaciones internacionales. En Canadá, el fenómeno industrializador es mucho más tardío y de connotaciones diferentes, asimilándose en bastante aspectos al que habrá ocasión de analizar en el caso australiano, tanto por las fechas, como por la importante participación exterior, primeramente británica y luego norteamericana, o la vinculación inicial a sus recursos naturales (industrias alimentarias, papeleras, primera transformación de minerales...), seguida de una posterior diversificación orientada prioritariamente hacia sectores de tecnología avanzada (químicas, material eléctrico, automóviles...). Durante el período colonial, Gran Bretaña procuró limitar el desarrollo de las actividades manufactureras en sus dominios norteamericanos y mantener con ello la tradicional división del trabajo. Para ello, desde mediados del siglo XVII se creó todo un cuerpo legislativo de inspiración mercantilista para regular el comercio colonial, imponiendo desde 1663 unos derechos aduaneros muy elevados a los productos importados por las colonias americanas que no procediesen de la metrópoli o fuesen transportadas en barcos extranjeros, y prohibiendo también la exportación de sus productos (tabaco, algodón, azúcar, índigo) a terceros países (Niveau, M., 1974, 67). Esta dependencia comercial, unida

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a la financiera, supuso un importante freno a la industrialización, que sólo tras la independencia comenzó a superarse.

Desde comienzos del siglo XIX, Estados Unidos se incorporó a la Revolución Industrial desencadenada en Europa, iniciando un crecimiento progresivamente acelerado que contó con una serie de condicionamientos favorables. En primer lugar, la estructura social imperante, con una amplia base de pequeños propietarios agrícolas con capacidad de compra e, incluso, de inversión en las nuevas actividades, y sin las rémoras institucionales heredadas en algunos países del Viejo Continente, actuó como soporte del proceso, a excepción de los Estados del Sur. Al tiempo, el rápido aumento de la demanda de materias primas industriales como el algodón, y de alimentos que originó la industrialización británica, favoreció una intensificación de los intercambios comerciales y la acumulación de importantes excedentes de capital líquido en manos de una burguesía mercantil y financiera, pronto interesada en la implantación de unas industrias cuyas expectativas ante la progresiva ampliación del territorio, los recursos y la población disponibles, no hacían sino mejorar. En este sentido, la integración creciente del mercado nacional posibilitada por la navegación a vapor y el tendido de los ferrocarriles transcontinentales jugó un papel esencial, posibilitando tempranamente la obtención de economías de escala en la producción, acompañadas por una intensa concentración económica en grandes trusts, que permitieron elevar la tasa de inversión global. Finalmente, pese a los importantes contingentes inmigratorios, la relativa escasez y carestía de la mano de obra que presidió las primeras fases industrializadoras, impulsó las mejoras tecnológicas tendentes a elevar la productividad, haciendo rentable la pronta incorporación de innovaciones, algunas de ellas autóctonas, siendo la principal de todas la implantación del trabajo en cadena y la producción en serie desde comienzos de nuestro siglo. Si hasta 1840 la industria textil ocupó un lugar hegemónico, el desarrollo de los ferrocarriles, la siderurgia y la fabricación de maquinaria a partir de esa fecha permitieron diversificar la producción, para ser más tarde la construcción naval, el material eléctrico, el automóvil y la química los sectores que tomarían el relevo, desencadenando fuertes efectos multiplicadores sobre el conjunto de la actividad económica al tratarse de sectores con gran capacidad de «arrastre». Al mismo tiempo, si ya desde sus inicios la actividad manufacturera tendió a localizarse entre los Grandes Lagos, el San Lorenzo y los puertos del Atlántico, la victoria de la Unión en la Guerra de Secesión impulsó definitivamente el contraste con los territorios del Sur, promoviendo la emigración de un número importante de los antiguos esclavos hacia las ciudades de este «cinturón manufacturero», donde pasaron a engrosar las filas del proletariado, al tiempo que se generalizaban las relaciones capitalistas en todo el país y se promovía la especialización regional, tal como ya se ha analizado. Apoyada en este movimiento industrializador, la economía norteamericana ha conocido un proceso de rápida expansión, afectada tan sólo por crisis cíclicas como las iniciadas en 1929 y 1973, cuyos resultados en lo que afecta a la evolución del PNB y su distribución por habitante se muestran en el cuadro VI.6. Este crecimiento ha ido acompañado de una profunda transformación en la estructura sectorial de la población

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activa, con un agudo retroceso de los empleos en el sector agrario, que de representar aún más de la mitad del total a mediados de siglo pasado, redujeron su participación al 13 % en 1950 y apenas al 3 % en la actualidad, frente a una cuarta parte de trabajadores en la industria, y un amplio predominio del sector terciario, característico de toda sociedad postindustrial. El crecimiento de las magnitudes macroeconómicas vino acompañado por una profunda transformación de las estructuras capitalistas, que, a su vez, impulsaron acumulativamente el proceso. El fenómeno más significativo ha sido, sin duda, la progresiva concentración empresarial registrada desde la segunda mitad del pasado siglo, dentro de la más pura ortodoxia del sistema, con objeto de beneficiarse de las economías de escala que proporciona la amplitud del propio mercado norteamericano. Este proceso de concentración se produjo tanto en sentido horizontal como vertical, acentuándose en los períodos de crisis coyuntural (décadas de 1870 y 1890), que acabaron con muchas pequeñas empresas. De este modo, en 1902 unos 300 trusts dominaban más de 5.000 establecimientos comerciales e industriales (Banco Exterior de España, 1983, 32), ampliándose el fenómeno en fechas posteriores, acompañado además por una creciente diversificación productiva, hasta alcanzar en la actualidad unas dimensiones que evitan todo comentario más allá de las simples cifras recogidas en el cuadro VI.7b. Mientras la empresa individual continúa siendo ampliamente dominante en el sector agrario (95 % del número total y 64 % del volumen de negocios) y los servicios (82 y 26 % respectivamente), disminuye al 47,7 % en la industria manufacturera que es, en cambio, el sector donde el peso de las sociedades anónimas (45,7 y 98,8 %) es mayor. La concentración resulta aún más evidente si se considera que en un país que es hoy la primera potencia industrial del mundo, casi la mitad de la producción está concentrada en tan sólo 200 empresas, cuyas dimensiones resultan a veces gigantescas, con cifras de ventas superiores al PNB global de algunos países europeos. En concreto, de las 100 mayores empresas industriales por sus cifras de ventas en 1988, un total de cuarenta eran estadounidenses, lo que supone un ligero retroceso respecto a la situación vigente a comienzos del decenio, pero manteniendo aún una indudable hegemonía. Ante el retroceso de las compañías petroleras, el primer puesto pasó a ser ocupado por la General Motors, cuya cifra de ventas sólo fue inferior al PNB alcanzado por diecinueve países en el mundo en 1987, representando el 51,9 % del español. Al igual que en el Japón, el modelo del «nuevo estado industrial» dominado por las grandes corporaciones que dibujó Galbraith, alcanza aquí su mejor expresión (Galbraith, J. K., 1980). Según este mismo autor, la actuación gubernamental ha impulsado, en cierto modo, el proceso, apoyando en ocasiones la penetración exterior de estas empresas o destinándolas una parte esencial de sus contratos de compra: así, por ejemplo, en 1976, el Departamento de Defensa suscribió el 69 % de sus contratos de compra con 100 de las grandes empresas del país. La célebre y repetida frase de que «lo que es bueno para la General Motors, es bueno para los Estados Unidos», no hace sido reflejar esta frecuente identificación. La economía estadounidense aparece así dominada por la gran empresa, generalmente multinacional, que sustenta también su situación hegemónica en el mundo y ha generado nuevas estrategias de localización al tratarse de firmas que cuentan con más de un establecimiento y sirven mercados muy amplios a partir de una sede central, que actúa como centro rector del que emanan las decisiones principales, y una red de filiales que cubren en ocasiones una parte importante del mundo. Como señala Caves, «para entender la importancia económica de la moderna empresa gigante, además del control de su propio mercado hay que analizar las actividades emprendidas fuera del mismo a través de la diversificación, integración vertical y multinacionalización» (Caves, R., 1977). La crisis iniciada en los años setenta, que debilitó la posición de algunos sectores industriales y favoreció nuevas estrategias de actuación (innovación tecnológica masiva en países/regiones centrales, descentralización de tareas triviales en áreas con menores costes salariales, búsqueda de nuevos mercados...), ha reforzado el protagonismo de estas grandes corporaciones transnacionales como motor esencial del proceso de reestructuración global que conoce la economía mundial.

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4. LA CONVERSIÓN DE ESTADOS UNIDOS EN POTENCIA HEGEMÓNICA Y SUS INTERESES GEOESTRATÉGICOS

Si ya desde los años veinte de nuestro siglo Estados Unidos se convirtió en la primera potencia económica del globo, su posición hegemónica en el panorama internacional se logrará plenamente tras la II Guerra Mundial, estableciendo una serie de estrategias espaciales que han posibilitado asentar esa posición, acentuar la importancia de las decisiones que aquí se toman sobre la evolución de otras áreas del planeta, y concretar el carácter disimétrico de los flujos que articulan las diversas estructuras espaciales derivadas.En una simple aproximación al tema, pueden destacarse dos indicadores particularmente expresivos de esta situación, como son las inversiones directas realizadas por empresas estadounidenses en el exterior, y la instalación de bases militares junto al establecimiento de tratados de esta índole con numerosos países que multiplican su presencia en los cinco continentes.Aunque ya en 1900 Estados Unidos suponía el 30 % de la producción industrial del mundo, y consiguió elevar esa cifra hasta el 42,2 % entre 1926 y 1929, controlando además en gran parte los mercados de algunos productos básicos como el trigo, el maíz, el cobre, el plomo, los fosfatos, etc. (Banco Exterior de España, 1983, 33), sólo a partir del período de entreguerras el país comenzó a ser exportador neto de capitales, en un proceso de expansión constante que se aceleró espectacularmente al término de la II Guerra Mundial, convirtiendo al dólar en la base del sistema monetario internacional. El desplazamiento de capital desde la producción interior para la exportación hacia la captación directa de los mercados exteriores es así una constante de los últimos cuarenta años, de tal modo que el 88 % de las empresas con una cifra de negocios superior a mil millones de dólares tiene al menos una unidad de producción en el extranjero (Soppelsa, E.; Lachmann, M. G.; Frayssé, 0., 1983, 64). Europa occidental, Canadá y América Latina son las tres áreas que concentran lo esencial de estas inversiones (cuadro V1.8), con un 84 % del total, si bien merece destacarse que el peso relaLa tivo de la primera creció extraordinariamente tras la formación de la CEE, retrocediendo por contra la participación del Tercer Mundo, que hoy sólo representa la cuarta parte del total.Pero el actual poderío estadounidense no se basa tan sólo en la capacidad económica de sus empresas. Ha sido la simbiosis entre aspectos económicos, políticos y militares la que le ha conducido hasta la posición de liderazgo que hoy ocupa dentro del llamado mundo o hemisferio occidental, convirtiéndole también en centro difusor de modelos, tanto culturales, como de comportamiento o espaciales. Uno de los aspectos de mayor relevancia en este sentido es la progresiva configuración de un modelo espacial de base militar que, con vértice en Estados Unidos, alcanza hoy dimensiones internacionales.

A las necesidades estratégicas de defensa que exigen los nuevos medios técnicos de que dispone la actual industria armamentista, se han unido en su diseño los deseos de consolidar su posición hegemónica y de rodear al territorio soviético de un cinturón de países con los que se mantienen tratados militares (OTAN, SEATO, ANZUS...), y una serie de bases dispuestas tanto en los océanos como en los continentes eurasiático, africano y australiano. De este modo, y siguiendo hasta cierto punto las antiguas ideas de Mackinder y Spykman adaptadas a los supuestos de la guerra actual, pueden establecer- se hasta tres cinturones sucesivos en torno al heartland o corazón de Eurasia, identificado con el territorio de la URSS (Méndez, R.; Molinero, F., 1984): la primera línea rodea las costas propias, desde Terranova al Caribe (Puerto Rico, Trinidad, Guantánamo...), el canal de Panamá y Alaska; la segunda comprende un conjunto de bases en los archipiélagos del Atlántico (Islandia, Azores, Bermudas, Cabo Verde...), Pacífico central (Aleutianas, Guam, Hawaii, Tahití) e Indico (Diego García), que suponen el mantenimiento de la antigua estrategia británica de una red insular de bases en torno a Europa (CoutauBégarie, H., 1984, 68); la tercera se sitúa en, o frente a las costas

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opuestas, desde Europa occidental y el Mediterráneo, a Turquía, Arabia Saudí, Paquistán, Bangla Desh, Tailandia, Australia, Filipinas, Taiwán, Okinawa o Corea del Sur. Junto a las repercusiones geopolíticas de esta intervención, los flujos económicos generados no le van tampoco a la zaga, siendo suficiente destacar en ese aspecto que las exportaciones de material bélico ascendieron desde 1.500 millones de dólares en 1970 a más de 9.300 millones en 1981, con una tasa anual de incremento cifrada en un 18 %, muy superior a la del conjunto de las exportaciones. Como ha señalado Watson, el papel de Estados Unidos en el mundo forma parte esencial de su geografía, y ya sea bajo el argumento de la «defensa del mundo libre» (Watson, J. W., 1982, 338), o en su consideración de potencia imperialista, lo que no cabe de ningún modo es ignorarlo, El debilitamiento actual del conflicto Oeste-Este, simbolizado por el derribo del Muro de Berlín en 1989, obliga a una revisión de esas alianzas y esquemas geoestratégicos para adaptarlos a lo que ya se vislumbra como una nueva estructura multipolar, donde los conflictos regionales —insertos, con frecuencia, en la oposición Norte/Sur— pueden adquirir un creciente protagonismo como elementos de tensión internacional en el momento en que declinan las dos grandes superpotencias que marcaron la bipolaridad anterior (Kennedy, P., 1988). El Golfo Pérsico se ha convertido, en 1991, en un primer test para definir los rasgos de ese «nuevo orden mundial» de perfiles aún difusos.

III. Los espacios productivos y la profunda integración del sistema territorial 1. LOS ESPACIOS AGRARIOS EN NORTEAMÉRICA: UNA AGRICULTURA SIN CAMPESINOS El sector agrario norteamericano sorprende por una aparente contradicción inicial: con una participación del 2 % en el PIB de 1987 y una proporción similar de la población activa total (2,5 %), que representa en cifras absolutas apenas 3,1 millones de trabajadores (frente a 1,7 millones en España), estos dos países ocupan posiciones destacadas por lo que se refiere a ciertos productos agrarios básicos como el trigo (12,7 % de la producción y 50,3 % de las exportaciones mundiales en 1988), la soja (47 % y 75 %, respectivamente), el maíz, los agrios, o las cabezas de ganado bovino y porcino (cuadro VI.9). Estas simples cifras nos sitúan ya en presencia de una agricultura con altas cotas de productividad, vinculadas a una intensa capitalización y tecnificación, e inmersa plenamente en los circuitos económicos, que ha hecho frecuentes los apelativos de «agricinturón cultura sin campesinos» o «agricultura especulativa» para referirse a un sector plenamente integrado con la actividad industrial. Este hecho, unido a la abundancia de tierras disponibles con unas condiciones ecológicas favorables, sobre todo en Estados Unidos, y a la existencia de amplios mercados de consumo, que en algunos casos desbordan las fronteras nacionales (exportación del 25 % de la producción global, particularmente en cereales-pienso, trigo, soja y algodón), justifican los sorprendentes resultados obtenidos que, sin evitar un retroceso relativo constante en el conjunto de la actividad económica, permiten ejemplificar en ella el modelo de la agricultura capitalista de nuestros días. En el plano geográfico, dos son los aspectos más significativos, reflejo de la lógica inherente a este tipo de espacios productivos orientados hacia una maximización de la rentabilidad a partir de una reducción de los costes de producción: el predominio de las grandes explotaciones mecanizadas, y la especialización regional de los cultivos, con la formación de grandes «cinturones agrícolas». Frente a las estructuras agrarias del Viejo Mundo, donde una larga historia abocó a una progresiva densificación de la población agraria, a un proceso de división de las explotaciones con su consiguiente intensificación, y a un reparto muchas veces desequilibrado de la tierra, América del Norte ha conocido un poblamiento relativamente reciente y de características muy distintas, con una ocupación de vastísimos espacios semivacíos de los que se expulsó a la población indígena, unas densidades siempre bajas, y un reparto de la tierra relativamente igualitario y en explotaciones bastante grandes, trabajadas directamente (salvo las plantaciones), que han conocido una concentración progresiva a lo largo del tiempo. Por ello, las dimensiones medias de la explotación, con 182 hectáreas en Estados Unidos y 186 en Canadá, representan un primer rasgo de identificación visible en la fisonomía de los paisajes agrarios, pero de incidencia igualmente notable en las estructuras sociales y en los altísimos niveles de productividad imperantes. El predominio evidente de las unidades de tamaño medio o grande hunde sus raíces en los orígenes mismos de la colonización, desde la implantación del sistema rang en las márgenes del San Lorenzo, a las granjas de Nueva Inglaterra, y particularmente tras la ocupación de las praderas centrales mediante el sistema township, la instalación de plantaciones en el Sur, o la creación de ranchos ganaderos en las regiones áridas del Oeste (Utah, Wyomig, Montana...), con promedios de varios miles de hectáreas. El desarrollo industrial y la fuerte elevación de los costes laborales vinculada a la mejora en el nivel de vida, impulsaron una intensa mecanización, forzando a su vez un aumento constante en el tamaño de las explotaciones para hacerlas rentables, posibilitado por el intenso éxodo rural que ha ido eliminando una buena parte de las de carácter marginal. De este modo, el número de explotaciones ha disminuido a la mitad desde 1950, pasando en Estados Unidos de 5.300.000 en esa fecha a 2.700.000 en 1982, por 300.000 en Canadá, en tanto que el parque de tractores crecía hasta representar 1.535 por cada mil agricultores, frente a sólo 668 en Europa occidental y 24 en el promedio mundial para 1988.

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No obstante, subsisten aún importantes contrastes en el tamaño de las explotaciones y en su distribución espacial, siendo particularmente representativa a este respecto la situación estadounidense, donde un 11 % de las existentes obtienen el 86 % de la renta agraria. Por su parte, el tamaño medio según regiones, recogido en la figura 6.8, también está sometido a desigualdades evidentes, tendiendo a ser inversamente proporcional a la densidad de población y al volumen anual de precipitaciones, lo que equivale a un aumento regular de este a oeste hasta alcanzar su nivel máximo en las áreas más secas y despobladas del país, con un promedio ampliamente superior a las 400 hectáreas (Dakota del Norte y Sur, Montana, Wyoming, Colorado, Nuevo México, Arizona y Nevada). Se ha escrito mucho sobre el carácter de la explotación agraria americana, pronosticando, incluso, la desaparición de la explotación familiar, absorbida por la gran explotación empresarial o capitalista. Sin embargo, como han señalado Revel (1985, 188) y otros autores, la mayor parte de las grandes explotaciones que se configuran jurídicamente como sociedades son, en realidad, grandes explotaciones familiares que prefieren adoptar la forma de sociedad por acciones para no tener que llevar a cabo su división cada vez que, por herencia u otras causas, se produce una transferencia de la propiedad (Molinero, F., 1990, 227). Ello no es obstáculo para que exista un progreso real del número representado por las grandes sociedades capitalistas. Si todos estos rasgos se conjugan para alejar al agricultor norteamericano de la tradicional imagen del campesino apegado a la tierra, aproximándole en cambio a la de un verdadero empresario agrario, la penetración que hoy se observa por parte de las grandes empresas capitalistas en el sector contribuye a completar el panorama esbozado. Aunque el fenómeno es ya antiguo, ha adquirido una dimensión nueva desde los años sesenta, particularmente en Estados Unidos, donde en 1980 se contabilizaron cerca de 30.000 sociedades anónimas vinculadas a estas actividades, de las que unas 5.000 se incluían entre las de grandes dimensiones, con un volumen de ventas siempre superior al medio millón de dólares (Dorel, G., 1984, 41). En cuanto a su organización, suelen integrarse por lo común en grandes firmas nacionales que controlan determinados sectores agro-industriales, concretamente los de mayor rentabilidad, muy relacionados con el incremento de la demanda que se registra en ciertos alimentos de calidad (frutas y legumbres, hortalizas, vino, carne de vacuno y lácteos, caña de azúcar...). Si la orientación de sus producciones resulta, pues, altamente selectiva, lo mismo puede decirse de su localización, que adquiere particular importancia en regiones como California, donde se apoya en una mano de obra abundante y barata procedente en su mayor parte de la sobreexplotada inmigración clandestina desde México, cifrada anualmente entre 100.000 y 300.000 personas (Jones, R. C., 1982, 77), o Florida, donde el fenómeno es más reciente.

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Notable interés geográfico posee también la distribución de los usos del suelo agrario. Excluyendo las regiones septentrionales y occidentales del Canadá, ocupadas por la tundra o el bosque boreal, y de algunos sectores áridos o montañosos de Estados Unidos (la superficie agrícola supone el 7 % y el 50 % de cada país, respectivamente), el resto del territorio, desde ALSAMA-San Lorenzo a la frontera mexicana y la costa del Golfo, aparece organizado en grandes áreas especializadas en las que, a partir de las ventajas comparativas que establecen las condiciones del medio y la proximidad a los mercados, se distribuyen las diferentes actividades agrarias, con una amplia re- presentación del monocultivo en cada una de ellas. No obstante, esta clásica organización en cinturones agrícolas homogéneos, generadores de intensos flujos de mercancías hacia los diferentes mercados nacionales e internacionales, y dispuestos de norte a sur y desde la costa hacia el interior, con predominio de sistemas extensivos del tipo dryfarming, ha evolucionado en los últimos tiempos, tanto por una progresiva diversificación de las producciones que limita los riesgos ecológicos y económicos inherentes al monocultivo, como por una intensificación y adaptación progresiva a la evolución de la demanda de alimentos, aunque sin alterar las señas de identificación esenciales (fig. 6.9). El primero de ellos es el cinturón lechero (dairy belt), extendido desde el estuario del San Lorenzo, a la región de los Grandes Lagos y Nueva Inglaterra, que constituye el área con un sistema de explotación tradicionalmente más intensivo. A partir de un clima húmedo y de temperaturas estivales relativamente bajas, y teniendo en cuenta que aquí se localizan los principales mercados urbanos de ambos países, se ha desarrollado una mar- cada especialización ganadera orientada a la producción de lácteos y derivados, con un policultivo en el que se entremezclan cereales-pienso, forrajeras y pastos, que en los últimos tiempos han conocido una notable expansión en detrimento del porcentaje de tierras arables. La misma presión de la demanda ha permitido el mantenimiento de cinturones hortícolas periurbanos de carácter muy intensivo, pese a la competencia creciente de las regiones meridionales. El área Vancouver-Portland, en la costa del Pacífico y con un típico clima templado oceánico, constituye una región de importancia secundaria debido a su aislamiento relativo y un mercado propio mucho más limitado.

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Al sur de este primer cinturón, allí donde manteniendo una humedad estival suficiente se incrementa la integral térmica y la insolación anual, aparece el cinturón maicero (corn belt) extendido desde Iowa y Missouri a Ohio, en el Medio Oeste, con un pequeño apéndice en el sector más seco de la margen canadiense de los Grandes Lagos, en torno a Toronto y Ottawa. Las favorables condiciones climáticas, unidas a los buenos suelos, permiten obtener elevados rendimientos y unos niveles de renta agraria que se cuentan entre los más elevados de ambos países, habiéndose extendido desde los años cincuenta el cultivo de la soja, que hoy comparte el terrazgo agrícola casi en condiciones de igualdad con el cultivo principal, empleándose ambos prioritariamente para la elaboración de piensos que permiten alimentar una cabaña bovina y porcina destinada a la producción de carne, además de exportar en proporción muy elevada. Hacia el sureste (Kentucky, Tennessee, Virginia Occidental), a estos dos cultivos se les une una proporción creciente de cereales secundarios hasta ofrecer un típico ejemplo de sistema mixto agrícola-ganadero, que alcanza las vertientes occidentales de los Apalaches.Al oeste de estos dos cinturones, y formando un semicírculo en franca regresión superficial desde Alberta y Saskatchewan, hasta Kansas, Oklahoma y el norte de Texas, que tiene como límite occidental el meridiano 1000, se extiende el cinturón triguero (wheat belt), en áreas de clima más seco y temperaturas más contrastadas, que impusieron tradicionalmente una explotación de carácter extensivo y largo barbecho, con escasas inversiones en abonado, e intensamente mecanizada (dry farming). Al monocultivo sobre inmensas superficies, que abarcaba desde los cereales de primavera dominantes en el sector septentrional, a los de invierno en los Estados meridionales más cálidos, permitiendo escalonar las cosechas, le ha ido sustituyendo una progresiva diversificación de los paisajes agrícolas, tanto por la rotación del trigo con el girasol, como por la extensión del regadío mediante perforación, que ha permitido introducir cultivos como la remolacha.El cuarto cinturón característico de la agricultura estadounidense correspondía al algodonero (cotton belt), afincado en los Estados del viejo Sur, desde Texas y Louisiana, hasta Carolina del Norte, en el que junto a este vestigio de las antiguas plantaciones esclavistas de algodón y tabaco, se sumaba la existencia de áreas hortofrutícolas junto a la costa atlántica. Es éste, sin duda, el que mayores transformaciones ha conocido en los últimos decenios, pues al retroceso del algodón que provocan el desgaste del suelo y la competencia, tanto exterior como interior (California), se ha sumado la posibilidad de implantar otros cultivos más rentables como la soja, el cacahuete o los cereales-pienso en las regiones interiores, acompañando a un evidente desarrollo ganadero, en tanto la costa del Golfo y Florida han conocido una rápida expansión de la horticultura y de una serie de cultivos subtropicales con alta demanda como los críticos, la caña de azúcar o el arroz, cultivados generalmente en grandes explotaciones capitalistas. Casi la mitad occidental del

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territorio estadounidense constituye una última unidad homogénea, dominada por los pastos extensivos sobre tierras bastantes áridas que continúan sirviendo como soporte a una cabaña ganadera bovina y ovina destinada a la producción de carne, en tanto el terrazgo agrícola se reduce a pequeñas franjas regadas junto a los ríos y manantiales que tienen como cabecera los sectores montañosos próximos. Las mejoras tecnológicas y un volumen elevado de inversiones, tanto públicas como privadas, han permitido su expansión constante, que alcanza el máximo desarrollo en el Gran Valle de California, principal área hortofrutícola y vitícola del país, en don- de el clima cálido, los bajos costes salariales y las reducidas tarifas del transporte han permitido el desarrollo de grandes explotaciones intensivas que sitúan a ese Estado a la cabeza del país en cuanto a renta agraria total. En resumen, la evolución reciente de los espacios agrarios norteamericanos no es sino el reflejo de la adaptación a las cambiantes condiciones técnico-económicas que registra el sector, incidiendo directamente sobre la viabilidad de unas explotaciones que orientan toda su producción a la venta en amplios mercados de creciente competitividad. La modificación en el tipo de cultivos relacionada con los cambios en los modelos de consumo alimentario, la defensa contra los riesgos de erosión y degradación edáfica que conllevaba el monocultivo extensivo, o el progresivo aumento en el tamaño de las unidades productivas, responden a ese esfuerzo de adecuación que ha alterado profundamente los paisajes agrarios en el curso de apenas tres décadas, reduciendo la entidad de los tradicionales cinturones, vigentes desde hace más de un siglo, y evidenciando la elasticidad y capacidad de respuesta de unos empresarios agrarios guiados por criterios de estricta rentabilidad y escasamente apegados a cualquier tipo de inercia. Sin embargo, la saturación de los mercados internacionales durante los años ochenta provocó una guerra sin cuartel por parte de los Estados Unidos para mantener su cuota de exportaciones agrarias. Así, la Política Agraria Americana (PAA) reciente ha entablado una guerra comercial sin precedentes con la CEE en el seno del GATT. El problema básico radica en la consolidación del aumento de los rendimientos, que ha motivado la aparición de excedentes estructurales desde antes de la II Guerra Mundial. La respuesta oficial consistió en subvencionar el abandono de tierras (set aside), proceso que llegó a afectar a 25 millones de hectáreas en 1972, pero que se redujo a un millón en 1974 a consecuencia de la escasez mundial de alimentos que se produjo en esas fechas. Posteriormente volvió a aumentar hasta los 32 millones de hectáreas de 1984, aunque estos programas no han reducido apenas la producción por abandonarse las tierras de peor calidad. La tensión que genera el mantenimiento de unas rentas agrarias elevadas con unos precios subvencionados para los productos del campo y la presencia de elevados excedentes ha llevado a buscar, de modo creciente, mercados exteriores, lo que explica el actual enfrentamiento con la CEE, habida cuenta, además, de que los costes de producción en la agricultura norteamericana son inferiores a los europeos.

2. LA ESTRUCTURA Y EL DINAMISMO DEL SISTEMA INDUSTRIAL: ¿HACIA LA DISPERSIÓN DE LAS ACTIVIDADES PRODUCTIVAS? En un sistema económico en donde el principio de libre empresa y de laissez-faire han dominado lo esencial de la actividad productiva, la distribución y el dinamismo de los espacios industriales estuvieron caracterizados durante casi siglo y medio por la progresiva concentración en un fragmento reducido del territorio, la jerarquización y especialización crecientes de los centros fabriles que permitieron consolidar un sistema industrial progresivamente integrado, y una creciente vinculación exterior en forma de suministros básicos en energía y materias primas, cada vez más necesarios ante el ritmo de expansión registrado y la frecuente tendencia a conservar los recursos propios, bien por causas económicas (mayores costes) o estratégicas.Tal como se apuntó en un epígrafe anterior, la concentración espacial en gran escala de los efectivos industriales y el inseparable desarrollo de metrópolis multifuncionales en la región situada entre los Grandes Lagos y el litoral atlántico, tuvo su origen en el desarrollo de la red ferroviaria y el rápido incremento demográfico que siguieron a la Guerra de Secesión. Si desde los inicios del proceso industrializador la proximidad a determinados recursos, de particular importancia en el caso del carbón, la existencia de una base poblacional abundante en forma de mercado consumidor y de trabajo, o la elevada accesibilidad que caracteriza a los principales nudos de la red de transportes fueron los factores de atracción esenciales para la implantación de las fábricas, progresivamente las economías derivadas de la propia aglomeración, con los efectos acumulativos de carácter circular que se generan, pasaron a ocupar el primer plano. El predominio creciente de las grandes empresas, que tendían a localizar sus sedes sociales y, con frecuencia, su principal centro productivo en estas aglomeraciones del nordeste de Estados Unidos, prolongadas muchas veces de forma simétrica al otro lado de la frontera para beneficiarse del trato fiscal otorgado por las autoridades canadienses, sólo consolidó y reforzó el proceso, ampliando las ventajas iniciales en beneficio de estas regiones (Pred, A. R., 1973, 45-47). La dependencia cada vez mayor de las importaciones también contribuyó a reforzar el papel de los puertos como puntos de ruptura de carga y asiento, por tanto, de una serie de industrias básicas. De este modo, a mediados de los años sesenta una fuerte desigualdad en el re- parto de la producción y el empleo manufacturero eran la característica geográfica principal. En Estados Unidos, según el censo de 1967, sólo siete estados (New York, Cali- fornia, Ohio, Illinois, Pennsylvania, Michigan y New Jersey) reunían más de la mitad del empleo (51,09 %) y de la producción industrial (52,81 %) globales, mientras en el extremo opuesto un total de once estados localizados en las regiones centrales del país, además de Alaska y Hawaii, apenas suponían en conjunto el 1 % del valor obtenido. Según muestra la

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figura 6.10, la principal región fabril seguía siendo, con mucho, el «cinturón manufacturero» del Nordeste, con densidades de empleo en el sector muy superiores al promedio, disminuyendo éstas de forma regular con la distancia hasta ser prácticamente nulas en torno a las Rocosas, y surgir algunos centros secundarios en la costa del Pacífico, principalmente en California. La hegemonía del «cinturón manufacturero» se gestó en la segunda mitad del pasado siglo, alcanzando su punto culminante a comienzos del presente, momento en que llegó a reunir casi las tres cuartas partes del empleo y la producción totales, para retroceder posteriormente a medida que se iniciaba la difusión hacia el entorno inmediato y, sobre todo, en el estado de California. En su interior, la distribución de los distintos tipos de industria fue configurando progresivamente una marcada especialización territorial, aspecto de gran importancia en la estructuración de un espacio particularmente denso, integrado y complejo. Por un lado, la diversificación productiva se convirtió en la principal característica de los estados orientales (New York, Massachusetts, New Jerpor sey, Pennsylvania...), donde los sectores más tradicionales como el textil o la confección, herencia de la primera Revolución Industrial y afectados por deficiencias estructurales importantes, coexistían con los de tecnología más avanzada vinculados a su carácter de principal región innovadora del país. Por su parte, entre los Apalaches y la orilla meridional de los Grandes Lagos (Michigan, Wisconsin, Illinois, Indiana, Ohio) dominó desde el principio la especialización siderometalúrgica, tanto en actividades básicas de primera transformación, como en industrias derivadas, ante la proximidad de los yacimientos hulleros localizados en la vertiente occidental de los Apalaches y del mineral de hierro procedente del Escudo canadiense y transportado por vía fluvial, generando con ello un denso tráfico en direcciones contrapuestas que se completaba con el de hidrocarburos, trigo y otros productos minerales. El desarrollo de complejos industriales integrados, con efectos similares a los ya analizados en otras regiones, potenció en particular la expansión de sectores como la maquinaria, los automóviles o los transformados metálicos, y el rápido crecimiento de ciudades como Chicago, Detroit, Cleveland, Buffalo, etc. Frente a esta región, convertida en el centro industrial por excelencia, las restantes mantenían un carácter de periferias, destacando tan sólo como excepción el caso de California, con un 9 % del empleo y la producción. Aquí la variedad de recursos, sobre todo energéticos (hidroelectricidad y petróleo), la existencia de un mercado en crecimiento y muy alejado de los restantes, y el particular impulso que le otorgó la II Guerra Mundial al trasladar al Pacífico uno de los teatros de operaciones más importantes, permitieron la creación de una amplia base fabril en la que junto a la producción de bienes de consumo para la población, surgieron pronto otros de alta tecnología y elevados efectos multiplicadores como la aeronáutica, la electrónica o la construcción naval, muy vinculados desde el principio a las actividades bélicas. Otros centros industriales con carácter de verdaderos enclaves se localizaban en el noroeste (Seattle-Portland) y la costa del golfo de México (muy dependiente de la petroquímica y sus derivados), alcanzándose los niveles mínimos de empleo fabril en las llanuras centrales y sectores montañosos occidentales, orientados aún casi de forma exclusiva hacia las actividades agrarias y extractivas, en una clara relación de dependencia. Desde los años sesenta, el mapa industrial de Estados Unidos ha conocido profundas mutaciones que parecen cuestionar hoy la hegemonía de las regiones manufactureras tradicionales ante el importante trasvase de efectivos realizado en favor de algunas áreas periféricas durante los últimos veinticinco años, invirtiendo hasta cierto punto las tendencias polarizadoras anteriores, en un amplio proceso de difusión. Según muestran el cuadro VI.10 y la figura 6.11, entre 1963 y 1982 un total de once estados, localizados en el entorno de los Grandes Lagos, los Apalaches y la costa atlántica, vieron disminuir de modo apreciable su volumen de empleo industrial. Las pérdidas fueron máximas en New York (—434.000 empleos, equivalentes al 24 % de la cifra inicial), Pennsylvania (—212.000 y 15 %) e Illinois (—142.000 y 11 %), al sumarse los efectos de la desindustrialización general experimentada en el país (disminución de 900.000 empleos entre 1979-85), a la reconversión de sectores «maduros» como la metalurgia pesada o el textil. En el extremo opuesto, los estados de Arizona, Nevada, Dakota del Norte, Nuevo México, Florida, Texas y Oklahoma —que partían de niveles industriales modestos— duplicaron con creces sus efectivos en sólo dos décadas, siendo también importante el ritmo de crecimiento mantenido en la costa del Pacífico y las regiones del antiguo Sur. La oposición entre el «cinturón del sol» (sunbelt) y el de nieve (snowbelt) se ha convertido así en elemento central del cambio territorial que ha conocido la industria estadounidense, generando un cierto reequilibrio en la distribución regional de la población y el empleo (Sawers, L.; Tabb, W. L., 1983).

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Este proceso se enmarca dentro de una estricta lógica relacionada con la evolución de los comportamientos empresariales en materia de localización, particularmente desde el inicio de la crisis económica. En primer lugar, la saturación de las infraestructuras, la escasez y altos precios del suelo, y las deseconomías generadas en las áreas más congestionadas del país han impulsado un movimiento de difusión hacia la periferia que sigue las líneas básicas ya señaladas en los modelos teóricos al respecto. Al propio tiempo, el peso creciente de las grandes empresas, abastecedoras del mercado nacional en su conjunto y que suelen contar con más de una factoría, ha supuesto la incorporación de nuevas estrategias adaptadas a la escala territorial que afectan sus decisiones. Apoyándose en la creciente fluidez de un espacio en el que los costes de transporte resultan cada vez menos importantes, sobre todo para aquellas actividades que utilizan como inputs productos semielaborados de alto valor por unidad de peso o volumen, y en el deseo de controlar los diferentes mercados regionales, muchas empresas han implantado sus factorías en regiones con expectativas de crecimiento, aunque manteniendo por lo general la sede central en alguna de las metrópolis del Nordeste o, en su caso, de la costa californiana, dentro de un proceso de «deslocalización» o dispersión de la actividad productiva que potencia indirectamente la terciarización de las grandes ciudades. Aspectos como los bajos niveles salariales y la escasa conflictividad laboral que caracterizan a los Estados del Sureste, las favorables condiciones del entorno físico, la proximidad a los recursos como en el caso del petróleo de la costa del Golfo, o el simple deseo de fragmentar la fuerza de trabajo limitando con ello la eficacia reivindicativa, parecen haber jugado un importante papel en este sentido (Bailly, A. S., 1984, 3). De forma complementaria, debe mencionarse el efecto indirecto de las políti7 cas federales en los ámbitos aeroespacial o de defensa, generadoras de una fuerte demanda para sectores avanzados, y concentradas espacialmente en áreas como California o el Medio Oeste.

Ahora bien, esto no significa la desaparición de la división territorial del trabajo, de la especialización productiva regional o de las relaciones centro-periferia, como un diagnóstico apresurado pudiera derivar del análisis anterior. La

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modificación profunda que afecta al mapa industrial de Estados Unidos, como la que afecta al conjunto mundial en la actualidad, supone una nueva división del trabajo y unas nuevas relaciones de intercambio desigual tendentes a combatir la reducción en las tasas de beneficio empresarial: frente a la anterior dicotomía entre industria y agricultura, se perfila ahora otra no menos importante entre industrias «de punta», que emplean tecnología avanzada, exigen fuertes inversiones en capital fijo y obtienen los máximos niveles de productividad, e industrias «tradicionales», con una relación capital/empleo inferior y menores rendimientos. De este modo, el «cinturón manufacturero» y California, que es ya el primer estado en cuanto a empleo y producto industrial, se especializan de modo creciente en sectores de alta tecnología (electrónica, informática, industria aeroespacial, química ligera, mecánica de precisión...) reuniendo el mayor número de áreas con alta densidad tecnológica (fig. 6.12a), entre las que el Silicon Valley, en Santa Clara (California) y la carretera 128, en las proximidades de Boston (Massachusetts) han alcanzado un significado casi emblemático. Son también esas regiones las que ostentan la hegemonía en lo referente a la distribución de las tareas de mayor rango (decisión, gestión, investigación y desarrollo...) que realizan las empresas industriales. De ese modo, un total de 296 sedes sociales correspondientes a las 367 grandes corporaciones censadas en 1984 se concentraban en sólo 19 áreas metropolitanas, con un evidente desequilibrio en favor de New York y Chicago respecto a todas las demás (fig. 6.12b), y similar estabilidad territorial define la localización de los centros de I+D (fig. 6.12c). La acumulación de infraestructuras, servicios avanzados, mano de obra cualificada, universidades, etc., en las grandes metrópolis genera toda una serie de beneficios «intangibles» que frenan la descentralización de ese «terciario industrial», tan importante hoy en la dinamización de todo sistema económico. Entre ambos tipos de regiones industriales, la de los Grandes Lagos mantiene una mayor vinculación con sus rasgos tradicionales, siendo también la que presenta hoy unos mayores coeficientes de especialización industrial, con una densa red de núcleos fabriles entrelazados por vía fluvial y terrestre tanto con el litoral atlántico como con el sureste de Canadá, orientados prioritariamente hacia las actividades metalúrgicas de base (Pittsburgh, Gary, Youngstown...) y, sobre todo, de transformación (Detroit, Chicago, Milrdwaukee, Cleveland, Buffalo...). Es, por ello, la que ha padecido un declive más agudo, cifrado en una pérdida de 350.000 empleos en el sector entre 1963 y 1982. En resumen, el espacio industrial estadounidense se reorganiza, pero el desbordamiento desde el centro a la periferia que se observa en los últimos tiempos ha sido acompañado por un incremento de las relaciones de dependencia que relativiza notablemente la supuesta tendencia a la homogeneización progresiva del territorio. La política federal en este ámbito, orientada a mejorar las infraestructuras y ofrecer algunos incentivos financieros y fiscales a las empresas que se instalasen en los condados más deprimidos, ha supuesto una ayuda adicional al movimiento emprendido por la iniciativa

privada.

La situación en Canadá ha experimentado una evolución mucho menor en lo que respecta a los aspectos distributivos. A lo largo de un proceso que se inició con la 1 Guerra Mundial y se consolidó con la de 1939-1945 (cuadro VI.ll), la distribución de los efectivos ha mantenido sin apenas variaciones de importancia unos profundos desequilibrios regionales. Aún hoy, más de un tercio de la población y la mitad del empleo industrial continúan concentrados en Ontario, junto a otro 30 % en Quebec, prolongando de este modo el «cinturón manufacturero» estadounidense en la orilla septentrional de los Grandes Lagos y a lo largo del San Lorenzo, formalizando así un eje casi continuo desde Quebec, por Montreal, Toronto y Hamilton, hasta Windsor. La importancia que aquí reviste el capital exterior, esencialmente de Estados Unidos, que aún controla más de la tercera parte de las empresas, principalmente en los sectores más dinámicos como el automóvil y el caucho, la petroquímica y la química de base, la electrónica, etc., junto a las bajas densidades del país, justifican la escasa movilidad espacial de la industria. Sólo en los últimos años, la provincia de Alberta ha comenzado a conocer un cierto auge industrializador vinculado a sus abundantes recursos naturales, pero aún en 1980 el 51,5 % de las nuevas inversiones de capital y ampliaciones realizadas en el país tuvieron a Ontario y Quebec como destinatarias, quedando en un tercer lugar la Columbia Británica, que debido a su relativo aislamiento ha mantenido una evolución hasta cierto punto autónoma. Dentro de la región industrial del sureste, sólo cabe reseñar como dato significativo la existencia, también, de una cierta especialización regional de la producción, pues mientras en Ontario domina la industria pesada (siderurgia, aluminio...) y algunos sectores derivados como la maquinaria o el automóvil, en Quebec siguen manteniendo una alta participación algunas industrias ligeras tradicionales como el textil, con menores niveles de inversión por puesto de trabajo y mayor participación del capital nacional. El carácter dominante de Ontario se ha visto reforzado con la reestructuración industrial, al concentrarse allí buena parte de los sectores innovadores, vinculados a las nuevas tecnologías, y de los servicios avanzados.

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Mientras en 1974 acumulaba ya el 55,2 % de la producción industrial canadiense, tal proporción se elevó al 57,7 % en 1983 para ascender al 59,5 % por lo que hace refer enci al valor añadido generado por los servicios empresariales. En un sector tan im meno portante hoy como el de los servicios informáticos, su participación se sitúa en el 52 % del empleo y el 54 % del valor añadido totales correspondientes a Canadá (Villeneuve, P., 1986).

3. AMÉRICA DEL NORTE, ESPACIO DE CONTRASTES

Las desigualdades observadas en la distribución de las actividades productivas inciden directamente sobre el distinto grado de poblamiento regional y las condiciones de vida que caracterizan a la población norteamericana. Una primera manifestación de que nos hallamos ante un espacio contrastado lo ofrece el reparto de los efectivos demográficos.

Tanto en Canadá como en Estados Unidos, el área de máximas densidades se localiza en las proximidades de la costa atlántica y los Grandes Lagos, disminuyendo de forma bastante regular en relación con la distancia, si bien el gradiente es más acusado en dirección al norte y noroeste, donde los niveles de ocupación se reducen hasta

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los 0,3 habs/km2 de Alaska, los 0,04 del Yukon y los 0,01 de los Territorios del Noroeste. De este modo, en el interior del triángulo Quebec-Chicago-Washington, que apenas representa el 5 % de la superficie regional, viven hoy cerca de 90 millones de personas, con densidades generalmente superiores a los 100 habs./km2. La existencia de algunas concentraciones periféricas en Florida, Texas y, sobre todo, el Pacífico (California y Washington), completan el modelo de distribución (fig. 6.13). El análisis por separado de ambos países ofrece un panorama también similar: si en EE.UU. los trece Estados más poblados, con el 24,7 % de la superficie nacional, reúnen en 1986 cerca del 60 % de la población total en Canadá las provincias de Ontario y Quebec, que representan idéntica proporción territorial, se reparten el 61,8 % de los efectivos demográficos. Las dificultades impuestas por el clima son, indudablemente, un factor esencial para explicar los principales vacíos que se observan, desde Alaska y el norte de Canadá, hasta Montana o Wyoming, pero en el resto del territorio la estrecha correlación con los niveles de industrialización y urbanización alcanzados parece fuera de toda discusión, sin que los movimientos migratorios que en las últimas décadas acompañan la difusión de las fábricas, tanto hacia Columbia Británica y Alberta en el caso canadiense, como hacia los Estados del Sur o California, hayan sido capaces aún de invertir la anterior relación de fuerzas. Aunque las cifras absolutas sean aquí menos espectaculares, Canadá es un buen exponente de esa concentración de efectivos que se registra en favor de los grandes centros urbanos, localizados además en porciones exiguas del territorio: las diez mayores aglomeraciones metropolitanas del país sumaron más de 12 millones de habitantes en 1986, equivalentes al 48 % de la población total (sólo Toronto y Montreal ya suponen un 25 %), siendo también reseñable que casi tres cuartas partes de los habitantes del país viven a menos de 300 kilómetros de la frontera meridional. Pero sin duda es la Megalópolis del nordeste de Estados Unidos la que mejor ejemplifica esta imbricación. El término «megalópolis», definido por Gottmann en 1961, hace referencia a un conjunto de centros urbanos entrelazados, con escasas soluciones de continuidad, que se extiende desde Boston a Washington englobando varias áreas metropolitanas. Constituye el caso más representativo del modelo territorial fuertemente polarizado que ha acompañado el crecimiento económico durante el último siglo, generador de una gran aglomeración espacial de población, actividad y riqueza, junto a intensos movimientos internos y externos, tanto de mercancías como de personas, información, capitales y decisiones, que estructuran un verdadero subsistema urbano afectado durante décadas por un extraordinario dinamismo. La Megalópolis estadounidense se constituye en la primera región urbana del mundo junto con la del sur del Japón (Tokaido), englobando una serie de áreas organizadas en tomo a metrópolis millonarias, desde Boston (3,9 millones de habitantes en 1980) a New York (17,6 millones), Filadelfia (5,7 millones), Baltimore (2,2 millones) y Washington (3,2 millones), que agrupan en conjunto casi 50 millones de personas a lo largo de un eje paralelo a la costa de apenas 650 kilómetros de longitud, junto a la cuarta parte de la producción manufacturera y un tercio de los intercambios comerciales. Pese a las pérdidas de población que registran la mayoría de estas aglomeraciones en los últimos años (fig. 6.14a) y al cambio de tendencia en los desplazamientos norte-sur que tiene lugar desde los años sesenta, la Megalópolis continúa siendo el centro de gravedad del país y de una parte del mundo, particularmente por lo que se refiere a la concentración de los centros de poder político y financiero, así como de investigación e innovación, repartidos en buena parte entre New York y Washington, que el rápido desarrollo de otras metrópolis como Los Ángeles (11,5 millones), Chicago (7,9 millones), San Francisco (5,3 millones), Houston (3,1 millones) o Dallas (2,9 millones), sólo ha sido capaz de moderar.

No obstante, mayor importancia aún que la distribución de la población o los centros urbanos reviste el reparto de la riqueza y el bienestar entre regiones, grupos sociales y étnicos en esta «sociedad de la abundancia» que personaliza América del Norte. A este respecto, el mayor número de estudios existentes y el carácter dominante que presenta la economía de Estados Unidos justifican su consideración particular. Tomando como base el estudio realizado por Smith sobre la distribución del bienestar social en ese país a comienzos de los años setenta (Smith, D. M., 1973), en el que establece un indicador general del bienestar social mediante el sistema de normalización de variables ya descrito en los capítulos segundo y tercero, pueden comprobarse las desigualdades más significativas al respecto. En concreto, Smith aplicó como criterios para su definición una serie de indicadores agrupados en seis epígrafes básicos (Smith, D. M., 1980, 413):

I. Renta, riqueza y empleo. II. Medio ambiente vital (vivienda, barrio...). III. Salud física y mental. IV. Educación. V. Orden o desorganización social (grado de integración familiar, delincuencia...). VI. Pertenencia social (participación, segregación...).

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El grado de correlación entre los diversos indicadores y de cada uno de ellos respecto al índice medio de bienestar es el recogido en el cuadro VI.12, en donde utilizando el coeficiente de Pearson (r) se pudo demostrar el alto nivel de correlación positiva entre todos ellos con excepción del «orden social», apuntalando al propio tiempo la interpretación del bienestar social como fenómeno multidimensional. Los resultados globales alcanzados, recogidos en la figura 6.14b, muestran una clara dicotomía en sentido norte-sur, con los valores positivos (superiores al promedio) más altos en algunos Estados del «cinturón manufacturero» y de la costa occidental, en contraste con las condiciones imperantes en la mitad meridional, identificada con el área pobre del país, particularmente los estados del «viejo Sur» o antiguo «cinturón algodonero», desde Carolina del Norte y del Sur, a Georgia, Alabama, Mississippi y Louisiana, acompañados por Tennessee, en la vertiente suroccidental de los Apalaches. Resulta de gran interés comprobar que los estados con niveles inferiores de bienestar social se corresponden en esencia con los que mayores contrastes internos presentaban en cuanto a distribución de la renta según el estudio realizado por Williamson unos años antes (Williamson, J. G., 1965), lo que supone que una parte importante de la población residente en ellos contará con unas condiciones de vida reales muy por debajo de las que indica el promedio estadístico. Finalmente, también se observa una significativa correlación negativa entre los niveles de bienestar y la proporción correspondiente de población negra y de origen hispano (fig. 6.14c), que en total suman ya más de 45 millones de personas, frente a una población india casi testimonial, reducida a 1,5 millones en Estados Unidos y 290.000 en Canadá. Esto supone en evidencia el carácter de minorías marginadas que ambas ostentan, cuya expresión más flagrante son sin duda los ghettos urbanos. La segregación étnica y racial se superpone, pues, a la socio-profesional y espacial en el esfuerzo por delimitar las actuales bolsas de pobreza que aún existen en el país más rico del globo, afectadas por unos niveles de ingresos y asistenciales deficientes. En 1981, en Estados Unidos 31,8 millones de personas fueron considerados oficialmente por debajo del «umbral de pobreza», lo que supone el 14 % de la población total del país, de los que casi el 60 % eran de raza negra. Como señala el propio Smith, «hay detrás de todo esto un sistema económico que permite asignar grandes recursos a la exploración espacial y a los armamentos sofisticados, mientras que niega la satisfacción de las necesidades básicas de asistencia médica, educación y empleo a millones de personas porque la economía no puede proporcionarles un trabajo adecuadamente remunerado» (Smith, D. M., 1980, 450).Es evidente que la actual oposición entre las regiones del norte y del sur apareció desde los inicios del asentamiento europeo y se fue profundizando con el tiempo si bien las tendencias ya comentadas al trasvase de población y empleos han atenuado algunos de los contrastes más evidentes. Así, por ejemplo, si en 1940 los niveles de renta por habitante en los grandes conjuntos regionales de Estados Unidos oscilaban entre un máximo de 135 (promedio igual a 100) en el Pacífico, y un mínimo de 49 en el Sudeste Central (Kentucky, Tennessee, Mississippi, Alabama), en 1980 esos valores extremos se redujeron a 113 y 79 respectivamente (Guinness, P.; Bradshaw, M., 1985, 66). En

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Canadá, la situación de 1950 (Columbia Británica 125; Newfounland 51) evolucionó hacia una similar moderación de los contrastes treinta años después (Alberta 112; Newfounland 64). Si bien otros indicadores tan significativos como las tasas de desempleo no han seguido esa tendencia, pues en 1987 la correspondiente a la provincia de Newfounland (18,6 %) triplicaba la de Ontario (6,1 %), duplicando también con creces el promedio estatal (8,9 %). Las actuaciones llevadas a cabo por los poderes públicos al objeto de paliar estas desigualdades sólo pueden calificarse de escasas, aunque algunas de ellas tengan un carácter pionero como es el caso de la labor desarrollada por la «Tennessee Valley Authority» en los años treinta, dentro del «National Planning Board» creado en 1933 con el fin de desarrollar una planificación integral de la cuenca de ese río con vistas al aprovechamiento de sus recursos. Si las medidas de carácter social iniciadas en esos años con el New Deal como respuesta a la Gran Depresión y tendentes a asegurar unos determinados niveles asistenciales a toda la población no son comparables, por lo general, a las llevadas a cabo en Europa, las de índole estrictamente territorial son, asimismo, de escasa entidad, poniendo de manifiesto una evidente desconexión entre el desarrollo de la teoría llevada a cabo por los científicos y la práctica concreta de los políticos, inspirada en principios liberales opuestos al intervencionismo (Friedmann, J.; Weaver, C., 1981).

4. EL MOSAICO URBANO NORTEAMERICANO

Es evidente que América del Norte constituye hoy una región ampliamente urbanizada, con tres cuartas partes de su población residiendo en núcleos censados como tales y una práctica generalización de los valores y comportamientos urbanos al conjunto de la sociedad. Las dimensiones alcanzadas por el proceso urbanizador, indisolublemente unidas a la industrialización y al crecimiento económico registrados, han desbordado en numerosas ocasiones el estrecho concepto de ciudad por el de área metropolitana (denominadas «Standard Metropolitan Statistical Areas» por la Oficina del Censo de EE.UU.), y éste por el de región urbana, cuyo mejor exponente es la Megalópolis del nordeste. No obstante, desde los años setenta se hizo patente un importante cambio en las pautas de asentamiento de la población, generalizándose el término de «contraurbanización» para aludir al progresivo descenso en las tasas de crecimiento experimentadas por las ciudades, hasta llegarse a una evolución negativa en algunas de las principales aglomeraciones metropolitanas. Según muestra el cuadro V1.13, entre 1970 y 1980 los mayores aumentos intercensales de población se produjeron en las áreas que contaban con 100.000-500.000 habitantes, disminuyendo progresivamente con el tamaño urbano. Se produjeron pérdidas en ciudades tan significativas como Filadelfia, Detroit, Cleveland, Pittsburgh, St. Louis, Buffalo y, sobre todo, New York (—654.000 habitantes), si bien en esta última se recuperaron los valores positivos (+0,4 % anual) en el lustro siguiente. La mayor expansión tuvo lugar en metrópolis del Sunbelt como Phoenix (+55 %), Houston (+43 %), Miami (+40 %), San Diego (+37 %), Atlanta (+27 %), Dallas-Fort Worth (+25 %) o Los Angeles (+15 %). Por ver primera desde el inicio de la industrialización, la población no metropolitana del país creció con más rapidez que la metropolitana (1,4 % y 1,0 %, respectivamente), estableciendo con ello una ruptura en tendencias que parecían plenamente consolidadas.

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En la formalización de esos espacios urbanos, cualquiera que sea su tamaño, hay que contabilizar una serie de fuerzas o factores condicionantes que ayudan a interpretar su actual estructura interna. Por un lado, en el plano socio-institucional, la escasa intervención del poder público como agente activo en la construcción de la ciudad, limitada a una política de vivienda y renovación urbana puntual y de carácter asistencial, con la consiguiente hegemonía de los agentes privados, ha convertido el mecanismo de los precios en el mercado del suelo e inmobiliario en el dispositivo esencial para su asignación entre los diferentes usos y clases sociales. De este modo, aspectos como la accesibilidad, la complementariedad o incompatibilidad de usos, etc., condicionan el asentamiento de funciones y grupos sociales, generando una marcada especialización o zonificación espacial resultado de la competencia. En segundo lugar, las condiciones técnico-económicas, relacionadas en particular con la mejora del transporte y la difusión del automóvil privado, junto a los altos niveles de renta, han permitido la liberación de las antiguas servidumbres espaciales, sustituyendo el modelo decimonónico de «ciudad hongo» ligado al ferrocarril, por el actual de «ciudad dispersa», extendida sobre grandes superficies y desbordando sobre su entorno inmediato en forma de extensas franjas rururbanas de hasta 100 kilómetros de radio, en las que se producen intensos movimientos diarios de carácter pendular entre las áreas de residencia, trabajo y ocio (los daily urban systems o sistemas urbanos diarios de Berry). De este modo, cuanto más reciente es el crecimiento de una ciudad, menor resulta su densidad de población (Berry, B. J. L., 1975, 74). Los crecientes problemas de polución, congestión o delincuencia que registran las ciudades centrales han impulsado extraordinariamente este movimiento en los últimos tiempos, en beneficio de los cinturones rururbanos, las ciudades pequeñas e, incluso, algunas áreas rurales. Finalmente, hay que tener en cuenta la intensa movilidad espacial de la población norteamericana, que según Packard cambia en promedio unas 14 veces de residencia a lo largo de su vida, particularmente en los grupos de status superior. El desplazamiento de población se produce ya mucho menos entre el campo y la ciudad que en el interior de las propias urbes y refleja, según McClelland, el particular modo de vida norteamericano en el que una elevada movilidad social se acompaña por un cambio de vivienda y de barrio como medio de marcar el nuevo status social adquirido y materializar un nuevo estilo de vida en consonancia con el nuevo vecindario. Esto otorga un particular dinamismo a los procesos de invasión-sucesión que modifican con cierta rapidez la fisonomía de ciertos barrios y, sobre todo, su contenido social. La ciudad norteamericana se configura, pues, en expresión de Park, en un verdadero mosaico de «pequeños mundos que se tocan, aunque sin interpenetrarse» (Park, R. E., 1952). Según Ghiglia d’Hauteserre, las grandes aglomeraciones urbanas se estructuran a partir de una serie de nudos que aglutinan las actividades económicas (tanto productivas como de gestión e intercambio), conectados por una densa red de comunicaciones, y rodeados por extensas áreas residenciales caracterizadas esencialmente por la segregación, tanto en relación con la distancia como con la dirección (Ghiglia d’Hauteserre, A. M., 1984, 39). La primera de estas áreas de actividad, particularmente importante en la metrópoli moderna, es el centro de negocios o CBD (Central Business District). Emplazado generalmente en un espacio con buenas condiciones de accesibilidad relacionadas con el trazado de la red vial, ha conocido una expansión directamente relacionada con el rango funcional de cada ciudad. En él, la elevada demanda de suelo por parte de actividades muy necesitadas de esa accesibilidad, de la posibilidad de contactos interpersonales o del valor simbólico que conlleva (Administración, finanzas, grandes almacenes, lugares de ocio y esparcimiento, sedes sociales de grandes empresas...), se traduce en unos precios muy elevados para los solares, la progresiva expulsión de los usos residenciales y un crecimiento en altura que aquí alcanza sus exponentes mejores y más conocidos, con la isla de Manhattan como prototipo. Los intensos movimientos pendulares que generan problemas de congestión diurna en contraste con el semiabandono durante la noche, marcan uno de los efectos más visibles ocasionados por la centralidad. Un segundo elemento de importancia muchas veces decreciente ante el impulso arrollador de las actividades terciarias lo constituyen los espacios industriales. En la ciudad norteamericana surgida de la primera Revolución Industrial, las

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fábricas se asentaban frecuentemente en las proximidades del ferrocarril, particularmente en torno a las estaciones, y una parte de esos inmuebles se han mantenido en el interior de las ciudades actuales, sirviendo como asiento, por lo general, a empresas de tamaño pequeño o medio, a veces marginales, que exigen pocos inputs en energía o materias primas y utilizan el espacio de forma relativamente intensiva (talleres de confección, imprentas, talleres mecánicos...), mientras en otras ocasiones han sido objeto de remodelación. La mayor parte de la industria, no obstante, ha conocido un desplazamiento hacia los espacios suburbanos, particularmente la de mayor entidad y necesidades de suelo, en cuya explicación se combinan los precios más bajos de los solares, los centros comerciales y de servicios en algunos nudos de comunicaciones. Las condiciones del emplazamiento y la calidad de la vivienda suelen asociarse estrechamente con el nivel económico de los residentes: «los integrantes de un estatus elevado eligen zonas especialmente atractivas: con arbolado, próximas al agua, lejos del humo y de las fábricas, y en las periferias más alejadas pero accesibles. Los vecindarios de un estatus medio tratan de mantenerse tan próximos como sea posible a los anteriores. Para los estatus más bajos quedan las áreas menos apreciadas, adyacentes a las zonas industriales, que irradian del centro de la ciudad a lo largo de líneas férreas y ríos, con índices muy altos de polución, y viviendas viejas y deterioradas» (Berry, B. J. L., 1975, 92-93).En resumen, la ciudad norteamericana se muestra también como espacio de contrastes en el que un rápido crecimiento físico y del potencial productivo se ha acompañado por una heterogeneidad creciente en las condiciones de vida de sus residentes. Los criterios socio-económicos, los étnicos-raciales y las edades medias de los residentes suelen asociarse con la diferente «calidad del espacio» que habitan (accesibilidad, dotaciones asistenciales y equipamientos, deterioro ambiental...) y con el reparto de las externalidades positivas y negativas que genera la ciudad, facilitando la definición de áreas homogéneas, sin que hasta el presente ningún organismo gubernamental en Canadá o Estados Unidos haya ejecutado una verdadera política urbana que altere ese modelo, pues sólo pueden citarse en tal sentido intervenciones puntuales que no alteran la esencia ni la vigencia de los principios liberales. Si en 1937, y dentro de la labor asistencial que inauguró el «New Deal», el «National Resources Committee» elaboró un informe sobre las ciudades de Estados Unidos en donde se afirmaba que «las mayores desigualdades de renta y de riqueza se encuentran en el seno de la comunidad urbana» y que «en conjunto, ha habido más negligencia con respecto a nuestras ciudades que en ninguna otra área de nuestra existencia nacional» (Berry, B. J. L., 1975, 62-63), la situación no parece haber variado sustancialmente en lo que a solución de estos problemas se refiere.Paralelamente, el análisis a distintas escalas geográficas permite poner una vez más de manifiesto los peligros de «falacia ecológica», es decir, la aplicación indiscriminada al conjunto de la población de los valores promedio observados en unidades amplias, que conlleva todo estudio en ámbitos tan extensos como el que aquí se realiza.

IV. Conclusión: un espacio contrastado para una sociedad plural

América del Norte es hoy la primera región del mundo si atendemos a su potencial económico, la que detrae en su beneficio un mayor volumen de recursos procedentes de otras áreas y genera la mayor cantidad de riqueza, cifrada hoy en más de una cuarta parte de la producción mundial. La hegemonía político-militar de EE.UU. y su capacidad de influencia en el ámbito internacional también parecen fuera de toda duda. Pero más allá de las consideraciones estrictamente económicas o políticas, el análisis de las realidades espaciales, de su geografía, permite matizar y profundizar estos elementos iniciales. En este sentido, los evidentes contrastes que se establecen entre un país y otro, y dentro de cada uno entre el este y el oeste, las regiones centrales o los extremos septentrional y meridional, tienen una

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evidente importancia más allá de todo «geografismo» o utilización mecanicista de argumentos espaciales, pues reflejan algunas de las condiciones en que se ha producido el desarrollo de estas sociedades y sus contradicciones actuales. A lo largo de un característico proceso de colonización de poblamiento que consolidó la hegemonía de la población de origen europeo en detrimento de las minorías indígena y africana, funcionalmente distintas y espacialmente separadas, se fue integrando progresivamente el territorio a partir de unos centros organizadores situados en la costa atlántica, cuyas funciones de dominación se reforzaron de manera paralela. El resultado actual es una evidente desigualdad tanto en las densidades de ocupación como en el tipo de actividades, la importancia de la urbanización, los niveles de renta y bienestar, etc., entre un área central identificada con el valle laurentino, los Grandes Lagos y el nordeste atlántico, respecto a su periferia. El proceso de difusión, particularmente intenso en Estados Unidos durante los últimos veinte años, tiende a modificar estas relaciones en beneficio de las costas occidental y del Golfo, muy dinámicas, pero manteniendo las diferencias esenciales tanto respecto al norte de Canadá, prácticamente des- habitado, como con las áreas agrícolas, ganaderas y extractivas de las llanuras centrales, o con los Estados del sureste. En cualquier caso, el sistema territorial de ambos países muestra un alto grado de integración, especialización y jerarquización, dentro de la nodalidad que lo caracteriza, sin que la frontera tenga a estos efectos ninguna relevancia. Un segundo elemento a destacar se relaciona con el esfuerzo realizado para elevar la rentabilidad y competitividad de las distintas actividades productivas, reflejado tanto en la tendencia a la concentración en grandes unidades —ya sean explotaciones agrarias, empresas industriales o entidades financieras— como en el alto nivel de inversión e innovación que registran. Ambos procesos han supuesto una constante evolución en las estrategias de localización o en los usos del suelo dominantes de cada región. Pe- se a que algunos analistas señalen ciertas deficiencias por lo que se refiere al despilfarro de recursos, el deterioro del medio ambiente, el peligro que conlleva la concentración de centrales termonucleares en la proximidad de los centros de consumo, etc., es indudable que los criterios de eficacia y rentabilidad guían la organización general del espacio económico norteamericano.Un tercer aspecto significativo lo constituye el carácter eminentemente urbano de esta sociedad, con 20 ciudades por encima de los dos millones de habitantes y una importancia real muy superior a la que reflejan las simples cifras oficiales. El desarrollo del modelo de «ciudad extensa», afectada por importantes movimientos centrífugos en dirección a las áreas suburbanas y rururbanas colabora en este proceso. La detención del crecimiento que registran hoy muchas de las grandes metrópolis está poniendo en evidencia que para llevar una vida urbana (trabajo, modos de vida...) ya no es preciso vivir en lo que entendemos por ciudad, que fenómenos como la polución, la congestión o el incremento de la delincuencia tienden a desprestigiar. Se asiste, pues, al surgimiento de un nuevo modelo de asentamiento que parece invalidar definitivamente la tradicional dicotomía campo-ciudad, al que la generalización del automóvil, la movilidad social y los altos niveles de vida hacen viable. Pero junto a esta imagen de riqueza y dinamismo, América del Norte, particularmente Estados Unidos, ofrece otra perspectiva muy distinta que complementa la anterior. En un país de abundantes recursos, con un PNB per capita de 18.430 dólares en 1987, la pobreza sigue siendo una realidad, asociada espacialmente con los estados del Sur y las áreas centrales de las ciudades, así como vinculada socialmente con las minorías étnicas y raciales del país. Considerando que aquí la libertad de empresa, el triunfo del individualismo y la hegemonía del sistema de precios en el mercado reducen la intervención de los poderes públicos en la consecución del welfare state, los bajos niveles de renta inciden muy directamente sobre las posibilidades de recibir adecuada asistencia sanitaria, educativa, etc., en mayor medida que en otras áreas desarrolladas. Los recortes presupuestarios en gastos sociales, característicos de la «era Reagan», no han hecho sino agravar tal situación. No es extraño, por tanto, que la mortalidad infantil de EE.UU. se sitúe en el 10 % para 1988, cifra que resulta baja en el contexto mundial, pero aún bastante superior a la de Canadá (7,9 %c) y otros países altamente industrializa e dos como Suecia (8,9 %o), Francia (8 %o), Japón (7,7 %o), Suiza (6,8 %o) e, incluso, España (9,0 %c); igual ocurre con aspectos como el número de personas por médico, que en 1984 era de 470 (y 510 en Canadá), frente a 390 en Suecia, 380 en Alemania o 270 en la URSS. En ambos casos, los valores globales encubren además la existencia de minorías alejadas aún de unos niveles asistenciales en consonancia con las posibilidades económicas de que disfruta el conjunto de la sociedad, agrupadas por lo general en determinados espacios a los que otorgan una personalidad definida. La sociedad norteamericana refleja, pues, sus logros y sus contradicciones, es decir, su imagen, en el territorio sobre el que vive, así como en el modelo de relaciones internacionales que organiza.

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