escandalos de sociedad 02 - elizabeth bailey - falsas apariencias
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Falsas Apariencias Elizabeth Bailey
(2° Saga Escándalos de Sociedad)
CAPÍTULO 1 Octubre, 1811.
El tictac del reloj de la repisa parecía aumentar de volumen a medida que el silencio
se alargaba. El hombre más joven observó al mayor con una creciente sensación de
disgusto. ¿Lo había entendido mal? Los ojos grises de Wyndham se cubrieron con una
fría expresión de incredulidad.
Con una estatura ligeramente superior a la media, iba impecablemente vestido para
la ocasión con chaqueta oscura y pantalones negros, que cubrían su esbelta figura con la
elegancia que caracterizaba a cualquier seguidor de la moda de Brummell. Pero nadie
podría acusar a George Lyford, vizconde de Wyndham, de ser un dandi. A pesar de su
pelo castaño oscuro cuidadosamente peinado, ni su atuendo ni sus costumbres podían
considerarse extravagantes. A sus veintisiete años renunciaba a cualquier
amaneramiento a la última moda, como los monóculos y las cadenas de oro, y
demostraba el cinismo propio de un hombre de mundo.
Lo último que se esperaba era sucumbir al encanto natural de una debutante con una
melena de rizos dorados. Y aún se esperaba menos, aunque no era ningún petimetre
ingenuo, que pudieran rechazarlo al pedir la mano de la señorita Serena Reeth.
Wyndham no sabía qué decirle a su anfitrión. El golpe lo había dejado anonadado, y
no sólo había afectado a su orgullo.
-¿He entendido bien, señor? - consiguió preguntar tras el desconcierto inicial-. ¿Ha
rechazado mi proposición?
Lord Reeth carraspeó, ligeramente irritado.
-Mi hija no es para usted, señor.
-Pero ¿por qué? -espetó el frustrado pretendiente.
Reeth no respondió, y el vizconde apartó la mirada del viejo para echar un
impaciente vistazo a la biblioteca. La habitación era amplia y espaciosa, y las estanterías
con puertas de cristal proyectaban una atmósfera triste y desapacible que impregnaba la
estancia. O tal vez se debiera a la llovizna de principios de octubre que caía al otro lado
de las ventanas.
Wyndham se acercó al escritorio de roble, sobre el que lord Reeth había encendido
un candelabro. A la luz de las velas, el montón de papeles y correspondencia atestiguaba
la diligencia del barón.
El vizconde le dio la espalda a su anfitrión, quien permanecía junto a la chimenea
con una mano en la repisa. Lord Reeth tenía una figura imponente, con una reluciente
cabellera de oro bruñido y una nariz romana que, gracias a Dios, no había heredado su
hermosa hija. Era un hombre de buena estatura y su vestuario correspondía a su edad
madura. Pantalones negros y chaqueta cómoda.
Su voz fuerte y poderosa servía muy bien a las dotes oratorias que exigía su
profesión política... en la que Wyndham no tenía el menor interés.
-¿Me está rechazando porque no me involucro en la política, quizá? -Preguntó,
buscando desesperadamente una razón.
Lord Reeth soltó una breve carcajada.
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-Si me preocupara por eso, dudo mucho que pudiera encontrar a un pretendiente
adecuado para mi hija.
-¿Y qué me convierte a mí en un pretendiente inadecuado? -Preguntó el vizconde,
agraviado-. No quiero parecer arrogante, pero normalmente se me considera un buen
partido.
Aquella observación era del todo innecesaria. Ni por un solo instante había
imaginado que él, heredero del condado de Kettering y dueño de una inmensa fortuna,
pudiera recibir un desaire de un simple barón. Y sin embargo se había encontrado
precisamente con eso. Y estaba perplejo.
Reeth no respondió y Wyndham probó con otra cosa.
-¿Puede ser por alguna calumnia sobre mí? ¿Le han contado algo para
desprestigiarme, señor? Si es así, le ruego que me conceda una oportunidad para...
-¡Nada de eso! -lo interrumpió lord Reeth en tono impaciente.
Se apartó finalmente de la repisa y se acercó a una mesa en la que su mayordomo
había dejado una bandeja de plata con bebidas.
-¿Le apetece un madeira?
-No, gracias.
El vizconde vio cómo se servía una copa con el líquido rubí y la apuraba de un
trago. De repente se le ocurrió que Reeth se sentía avergonzado, y una inquietante
explicación al rechazo le atravesó la mente.
-Si nada de lo que he sugerido explica su negativa, señor -dijo lentamente-, me veo
obligado a suponer que ha sido la propia señorita Reeth quien...
-¡Ah, sí! -Exclamó Reeth. Dejó el vaso en la bandeja con tanta fuerza que casi lo
hizo pedazos y se volvió rápidamente hacia su invitado con una expresión de curiosidad
y arrepentimiento-. ¡Ha dado en el clavo! No quería decírselo con esa franqueza, pero
me temo que mi pequeña Serena le ha retirado su afecto.
Wyndham creía haber experimentado todas las emociones posibles durante aquella
amarga entrevista. Pero se equivocaba. Una sensación de rencor brotó en su interior,
seguida por un arrebato de indignación.
-¡Su hija ha sido muy atenta conmigo!
-Es posible, señor -concedió Reeth, aguijoneando el aire con su nariz romana-. Pero
mi hija es pura y virginal, como corresponde a una joven de dieciocho años.
-Lo sé, señor. Fue eso mismo lo que...
Se calló antes de decir algo totalmente fuera de lugar. A lord Reeth no le haría
ninguna gracia saber que el vizconde había dudado en poner su corazón a los pies de
Serena sólo porque era muy joven. Wyndham no había tenido el menor deseo de casarse
con una chica recién salida de la escuela, y al verse a sí mismo rendido ante la
encantadora inocencia de Serena se había quedado tan sorprendido que había
desperdiciado la última temporada intentando convencerse a sí mismo de que no había
ocurrido nada.
El verano sin su presencia le había parecido tan triste y desolado como un desierto
estéril. La había echado terriblemente de menos, y había sido incapaz de disfrutar de
una estancia con sus amigos en su refugio de caza de Bredington, y mucho menos de
una corta visita a su hogar ancestral de Lyford Manor, en Derbyshire.
A su madre, como era de esperar, no le había costado averiguar el motivo de su
ensimismamiento. Lo que resultó del todo inesperado fue que lady Kettering le diera su
visto bueno respecto a Serena y lo animara a declararse.
Era el acicate que Wyndham necesitaba. Había regresado a la ciudad el día anterior,
sabiendo que lord Reeth estaría en casa por la sesión parlamentaria, y se había
presentado sin pérdida de tiempo en Hanover Square.
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Pero parecía que todo había sido en vano. Había dudado durante demasiado tiempo.
-Si hubiera venido a verme con esta proposición en mayo o junio, milord,
seguramente se habría encontrado con una respuesta diferente -dijo lord Reeth, quien
parecía estar leyéndole el pensamiento.
Wyndham apretó los dientes.
-¿Me está diciendo que hace meses contaba con el favor de la señorita Reeth pero
que desde entonces me ha retirado su afecto?
Para su sorpresa, lord Reeth volvió a aclararse la garganta. ¿Qué demonios pasaba
que tanto parecía avergonzarlo? ¿Acaso sentía que las emociones de su hija eran tan
inconstantes como el propio Wyndham percibía? Wyndham había estado convencido de
los sentimientos de Serena hacia él. Era su deliciosa ingenuidad lo que tanto lo había
cautivado, aquella mirada tan emotiva de sus ojos pardos, rodeados por una exuberante
melena de mechones dorados. El singular encanto de Serena radicaba precisamente en
que no parecía ser consciente de su propio atractivo.
Pero por hermosa que fuera, no habría llamado la atención del vizconde si no
hubiera sido por su estimulante naturalidad. Al principio lo había divertido, pero luego
lo había conmovido al mostrarse incapaz de demostrarle su atracción por él. ¿O acaso
había sido su propia vanidad la que le había hecho malinterpretarla?
-Es muy joven, Wyndham -la voz de lord Reeth lo sacó de sus pensamientos-. Es
natural que se enamore de muchos caballeros antes de tener claros sus sentimientos.
-Desde luego -dijo Wyndham fríamente-. Pero yo no deseo una mujer de corazón tan
voluble, milord -se dirigió hacia la puerta e hizo una ligera reverencia-. Que tenga un
buen día.
Invadido por la furia y el resquemor, el vizconde salió de la habitación y bajó
rápidamente las escaleras.
Desde su camuflada posición estratégica en el piso superior, Serena Reeth observaba
absolutamente perpleja cómo lord Wyndham se ponía su abrigo y recibía el sombrero
del mayordomo. ¿Cómo era posible? ¿No había ido a pedir su mano?
La puerta principal se cerró tras el vizconde y Serena corrió al pequeño salón
privado qué había sido su sala de juegos cuando era niña. Llegó a la ventana a tiempo
para ver al vizconde subiéndose a una calesa y alejándose. Desolada, vio cómo torcía en
la esquina de la plaza y se perdía de vista.
Se quedó inmóvil junto a la ventana. Ofrecía un aspecto triste y recatado, ataviada
con un vestido de muselina de mangas largas y muñecas alechugadas. La gorguera
también adornaba el escote en de pico que se ceñía a su curvilínea figura. Su pelo
dorado, sujeto con una simple cinta, le caía por los hombros, y sus ojos pardos
contemplaban tristemente la llovizna que caía en la plaza desierta.
¿Cómo había podido Wyndham marcharse sin haberla visto? Serena había dado un
respingo al oír los golpes en la puerta... como había hecho cada vez que llamaban desde
su regreso a Londres. Cuando se había asomado desde la ventana, con la nariz
presionada al cristal, y lo había visto en los escalones, el corazón había empezado a
latirle desbocadamente.
Pero Laura, su prima y carabina, no había ido a buscarla como normalmente hacía
cuando su presencia era requerida en el salón, y Serena se había aventurado finalmente
a salir en busca de Lisset.
-Su señoría está con lord Reeth en la biblioteca, señorita Serena -le había respondido
el mayordomo con un brillo paternalista en los ojos.
Serena se había quedado enmudecida por unos segundos.
-Oh, Lisset, ¿crees que...?
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-Tranquila, señorita Serena, vaya a esperar al cuarto de juegos... Quiero decir, al
salón. La avisaré si su señoría solicita su presencia para hablar con lord Wyndham.
Pero ninguna llamada había recibido de su padre, y lord Wyndham había
abandonado la casa mucho antes de lo previsto. Invadida por una amarga desilusión, se
apartó de la ventana. Tenía que haber estado confundida. El vizconde no le había pedido
su mano a su padre.
Pero entonces, ¿qué había ido a hacer allí?
La intriga era insoportable. Salió del salón y bajó las escaleras para dirigirse hacia la
biblioteca. Antes de llamar a la puerta tuvo que esperar a que se le deshiciera el nudo
que se le había formado en la garganta y que le impedía respirar con normalidad.
Entró y se quedó un momento en el umbral, mirando en silencio los severos rasgos
de su padre. Entonces se dio cuenta de que su prima Laura también estaba allí.
Seguramente había acudido por la misma razón.
Su carabina era una dama de edad incierta, enfundada hasta el cuello en un discreto
vestido de seda perlada, un gorro de encaje en el pelo canoso y unas gafas en la mano,
que solía agitar cuando estaba inquieta por algo, como en ese instante. No parecía saber
si ponérselas o no en la nariz mientras se lanzaba hacia delante para estrechar a Serena
entre sus brazos.
-¡Pobre chiquilla! ¿Qué maneras son ésas de marcharse? Es inaudito. ¡Y yo que
pensaba que era un caballero!
Aquellas palabras desconcertaron aún más a Serena, quien apartó amablemente a su
prima
-¿Qué quieres decir, Laura? No estarás hablando de Wyndham, ¿verdad?
Laura la miró con expresión de enojo, cerrando la puerta mientras volvía a ponerse
las gafas. Serena se giró hacia su padre y vio que estaba frunciendo el ceño.
-Papá, ¿qué significa esto? Pensaba que lord Wyndham había venido a... a...
-A pedir tu mano -concluyó su padre con voz grave-. Y lo ha hecho, pequeña.
Lamento decirte que me he visto obligado a negarle mi consentimiento.
Serena sintió que se le encogía el corazón.
-¿Lo has rechazado? -Preguntó, horrorizada.
-Cariño, no debes apenarte -le dijo su prima. Intentó abrazarla de nuevo, pero Serena
se resistió.
-No puedo creerlo. Papá, tú sabes... tú sabías lo mucho que... -la voz se le quebró y
sacó frenéticamente su pañuelo.
-No pienses que soy un insensible, Serena -dijo Reeth, sin abandonar su tono
profundo y solemne-. La culpa es mía. Si hubiera conocido la verdadera personalidad de
Wyndham, jamás te habría permitido conocerlo ni que le hubieras tomado afecto.
¡Pero ella le había tomado afecto! ¿Y por qué su padre se refería ahora a su
personalidad? Sorbió para contener las lágrimas y se guardó el pañuelo en el bolsillo.
-No te entiendo. Es el mejor de los hombres... ¡Y el más amable!
-Puede que sea tan amable como a ti te plazca, Serena, pero en cuanto a ser el mejor
de los hombres, te has dejado engañar igual que yo. ¡Pero puedes estar segura de que no
entregaré a mi hija a un libertino que sigue los pasos del mismísimo marqués de Sywell!
Laura mascullaba al fondo, pero Serena apenas la oía. ¿Wyndham era un libertino?
¡No era posible! Y además...
-No conozco al marqués de Sywell.
-¡Y ojalá no lo conozcas nunca! -Espetó Laura-. No creo que haya una criatura más
maligna en la tierra.
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-Pero ¿quién es? -Preguntó Serena. ¿Y qué tenía que ver Wyndham con él? Pero no
formuló esa pregunta en voz alta, porque un hormigueo se propagó por su estómago
sólo de pensarlo.
Oyó que Laura chasqueaba con la lengua tras ella, y vio inquieta cómo Lord Reeth
se acercaba a la chimenea con un suspiro.
-No debería hablar de este tema contigo, pequeña, pero me siento obligado, dadas
las circunstancias. Durante muchos años, Sywell ha sido el azote de la región que rodea
su casa, en la abadía Steepwood. Desde que se instaló allí a principios de la década
pasada ninguna mujer ha estado a salvo. Las historias sobre sus prácticas obscenas son
legendarias. No quiero asustarte con ellas, pero te diré que no hay vició del que no haya
pecado... ni él ni ninguno de los jóvenes a los que ha corrompido.
-¡Pero lord Wyndham no es uno de ellos! -protestó Serena sin poder evitarlo-. ¡No
puede ser cierto!
-Tienes que aceptarlo. Wyndham es dueño de un refugio de caza en Bredington, a un
par de millas de la diabólica abadía. Pasó allí el verano en compañía de unos cuantos
amigos de dudosa reputación. Como comprenderás, la clase de mujeres que frecuentan
Bredington en esas ocasiones no es la compañía que querría para mi hija.
Serena no podía soportarlo más.
-¡No lo creo! ¡No puedo creer algo así de él!
Se dio la vuelta y salió llorando de la biblioteca. Sin apenas ser consciente de lo que
hacía, subió corriendo las escaleras, buscando el refugio de su salón privado. Cerró con
un portazo y se arrojó en el sofá, incapaz de controlar los sollozos.
No podía aceptar que Wyndham fuera un hombre tan despreciable. Su padre debía
de estar equivocado. ¿Cómo podía saber esas cosas? ¿Y por qué no las había
descubierto la última temporada? ¡No podía ser cierto!
Pero una semilla de duda se había alojado en su corazón. Si no era cierto, ¿por qué
su padre lo había rechazado?
¡Wyndham había ido a pedir su mano! A pesar de todo, un arrebato de emoción la
traspasó al pensar que se había interesado por ella. Al final de la última temporada se
había desasosegado al esperar la visita del vizconde. Los meses de verano habían sido
los más desgraciados de su vida. O al menos así se lo había parecido. Al recordarlo,
podía ver que sus sentimientos no podían compararse a lo que sentía en esos instantes.
Saber que el vizconde quería casarse con ella y que la obligaran a aceptar que aquel
hombre no era merecedor de su afecto... ¡Aquello sí que era triste!
La puerta se abrió y entró su prima Laura. Serena se incorporó rápidamente y se
enjugó las lágrimas delatadoras. Pero fue en vano. Su prima se acercó al sofá y se sentó
para tomarla de las manos.
-Mi pobre niña. Lo siento mucho por ti.
Serena la miró a los ojos.
-¿Es cierto, prima?
Laura suspiró y le apretó las manos.
-Me temo que sí. Verás, resulta que sé muchas cosas sobre el marqués de Sywell.
Serena retiró las manos bruscamente.
-¿Cómo es posible?
-Mi padre era clérigo, como ya sabes...
-El reverendo Geary, sí. ¿Qué tiene eso que ver?
-Es lo que quiero explicarte, querida. De niña me enviaron a una escuela para hijas
de clérigos. Mi mejor amiga era la señorita Lucinda Beattie. Su hermano vivía en Abbot
Giles. Ahora está muerto, pero Lucinda aún vive allí. Siempre nos hemos escrito con
regularidad...
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-Pero, ¿qué tiene todo esto que ver con lord Wyndham? -Preguntó Serena con
impaciencia.
-Abbot Giles es una de las cuatro aldeas que rodean la abadía Steepwood. Lucinda lo
sabe todo sobre el marqués de Sywell, y en su última carta mencionó que lord
Wyndham estaba en Bredington con algunos amigos. No pensé mucho en ello, pero
ahora que...
-¿Cómo puedes saber que Wyndham está relacionado de algún modo con el
marqués? -La interrumpió Serena-. Sólo porque se le haya visto en la región...
-Oh, no hay duda de que había mujeres de mala reputación en el refugio de caza.
Estoy segura de que no era la primera vez. Lord Buckworth estaba allí, querida, quien,
además de ser el compañero de fechorías de Wyndham es un famoso libertino.
-Pero Wyndham no es un libertino. No puedes haber oído nada de él, porque yo no
he oído nada.
-No, pero sí sabemos lo que hace en Bredington. Lucinda me ha hablado muchas
veces de los jóvenes que acuden a las orgías que se celebran en la abadía.
Serena se levantó del sofá y se acercó a la chimenea, donde se aferró a la repisa
hasta que los nudillos se le pusieron blancos. No quería creer ni una sola palabra, y tuvo
que hacer un gran esfuerzo para contenerse mientras se volvía hacia su prima.
-Por lo que a mí respecta, prima, no deberías darle mucho crédito a esas historias.
¿No fuiste tú quien me dijo que había ciertos aspectos en la vida de un caballero qué
una esposa no debería conocer? Me has advertido muchas veces que debería mirar hacia
otro lado si algún día descubro que mi marido está envuelto en algún tipo de actividades
censurables.
-Hay una diferencia -dijo su prima-. No se pueden comparar los simples pecadillos
que se podrían esperar de cualquier hombre normal con las depravaciones que llevan a
cabo el marqués de Sywell y sus compañeros.
-¿Qué diferencia es ésa? -Preguntó Serena-. Mi padre no quiere hablarme de estas
cosas, y si tú tampoco lo haces, prima, ¿cómo voy a tener opinión?
-Oh, cariño, no pretenderás que yo...
-Muy bien, ¡entonces hablaré directamente con Wyndham!
-¡Serena! ¿Dónde está tu sentido de la vergüenza? Además, él no te diría nada.
Ningún caballero que se precie osaría ofender a una dama con...
-Bueno, si el vizconde es tan atento y considerado con los oídos de una joven dama,
no puedo creer que sea capaz de ese... libertinaje -declaró Serena en tono desafiante-.
Sería muy interesante oír lo que tenga que decir al respecto.
Su prima se levantó del sofá, muy nerviosa.
-¡Serena, te prohíbo terminantemente que le hables de esto! ¡Señor, no puedo ni
imaginarlo! ¿Qué harás, acusarlo de violación? ¿Le preguntarás si ha participado en las
orgías del marqués? ¡Tal vez podrías hablarle incluso de los hombres y mujeres que
retozan desnudos en los restos del templo romano del bosque Gües!
Serena se puso pálida.
-¿Desnudos? ¿Orgías?
-¡Ya está, me has hecho hablarte de ello! -Exclamó Laura. Volvió a sentarse y se
puso a agitar sus gafas-. Tal vez sea lo mejor.
Serena sintió que las rodillas le temblaban y tuvo que sentarse en un sillón a la
izquierda de la chimenea.
-Dímelo, te lo ruego. Si no lo haces, me imaginaré lo peor.
-Me gustaría pensar que tu imaginación no se desata hasta ese punto -dijo su prima,
inclinándose hacia delante con una expresión de angustia-. Mi pobre niña, no sabes lo
que estás pidiendo... Todas las mujeres que entraron a trabajar en la abadía fueron
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seducidas o violadas. Nadie supo si esas mujeres eran doncellas o... rameras. Y ninguna
hija de ningún comerciante se ha visto a salvo de su vileza. Y todo eso en fiestas tan
salvajes que hasta el caballero más liberal quedaría horrorizado. Hombres y mujeres
haciendo muestra pública de lujuria y decadencia en las posturas más denigrantes.
Créeme, Serena, ese hombre está irremediablemente perdido. Por no hablar de su
afición incontrolada al juego. Sywell ha sido repetidamente condenado por el reverendo
William Perceval, quien lo ataca todos los domingos desde su iglesia en Abbot Quincey
-hizo una pausa para tomar aliento, mirando a su prima con una congoja que Serena
nunca le había visto-. Mi querida niña, si existe la más remota sospecha de que
Wyndham esté envuelto en esas actividades, tu padre tenía toda la razón del mundo para
rechazarlo.
Serena se sintió inclinada a corroborarlo. Las náuseas y el asco ahogaban su
angustia. Jamás había pensado algo así de Wyndham, quien siempre se había mostrado
tan exquisitamente amable y jovial.
Una imagen apareció en su mente. Su prima Laura le seguía hablando, pero no podía
oírla. Delante de ella estaba lord Wyndham, con una sonrisa que brillaba en sus ojos
grises, la primera vez que había bailado con ella.
Lady Sefton se lo había presentado en Almack’s, y los dos habían quedado frente a
frente para el baile. Al principio, Serena había sido demasiado tímida para entablar
conversación con él.
-Es costumbre, señorita Reeth, intercambiar algunas palabras con tu pareja en
ocasiones como ésta.
Serena había levantado la mirada, y al encontrarse con sus cálidos ojos grises se
había echado a reír.
-¡No sé qué puedo decirle, señor!
-Vamos, vamos, señorita Reeth, ¿y usted es la hija de un político? Seguro que puede
contarme algo interesante sobre el gobierno.
-Creo que usted sabe mucho más sobre eso que yo, milord -había respondido Serena.
-¿En serio, señorita? Yo no soy más que un dandi. Uno de esos caballeros frívolos
que siguen la moda de Brummell.
-Dudo que usted siga a nadie -dijo Serena con una sonrisa-. Y tampoco creo que sea
un dandi.
-Me halaga, señorita Reeth.
-Oh, no. Lo admiro mucho, señor, pero no se me ocurriría halagarlo.
Se había sonrojado por aquel comentario tan descarado. Pero, para alivio suyo, el
vizconde se había echado a reír.
-Es usted encantadora, señorita. Sería un honor disfrutar de su compañía en otra
ocasión.
Y así había sido. A Serena le había resultado muy agradable conversar con él, pues
nunca parecía ofenderse ni molestarse por lo atrevida que ella pudiera ser. Al contrario;
en vez de censurarla había optado por disfrutar de su franqueza. Ella no había tenido
intención de ser tan sincera, pero no podía evitarlo. Decía lo que se le pasara por la
cabeza. Sabía que no estaba bien, y le había suplicado a Wyndham que no la animara.
-Mi querida señorita Reeth, tendrá que disculparme, pero no pienso desanimarla para
que deje de hacer algo que tanto placer me reporta.
-Pero no debería ser así, señor. Tendría que estar muy disgustado por las cosas que
digo.
-¿Quién lo dice?
-Mi prima Laura.
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-Con todos mis respetos a su prima Laura, no pienso hacerle el más mínimo caso. ¡Y
a usted le ruego que no renuncie a su exquisito candor!
Sin embargo, Serena dudaba que aquella apertura mental se extendiera a las
impertinentes preguntas sobre sus excesos. Su prima tenía razón. No podía
preguntárselo. Y tampoco tenía el menor deseo de hacerlo.
Tras pasarse buena parte de la noche luchando contra la intromisión de los
recuerdos, Serena decidió que no podía escatimar esfuerzos en sofocar el afecto que se
había permitido sentir por lord Wyndham.
Aquella decisión demostró ser mucho más difícil de lo que había esperado. Al
tomarla había dado por hecho que Wyndham no volvería a colocarse en su camino. Pero
el viernes por la noche se dio cuenta de que había sido excesivamente ingenua.
No se esperaba encontrárselo en la aburrida fiesta que ofrecía una de las amigas de
su padre, pero en cuanto lo vio a lo lejos recordó que lady Camelford era una dama muy
conocida en los círculos sociales, además de ser la esposa de uno de los socios de lord
Reeth en el gobierno.
Pero no pudo seguir pensando en ello, porque la presencia del vizconde barrió
cualquier otra consideración salvo la desesperada necesidad de evitar cualquier tipo de
confrontación. Estaba tan elegante como siempre, vestido con unos pantalones de color
crema y una chaqueta azul, con su pañuelo atado en un nudo intrincado.
Serena anhelaba su sonrisa, pero sabía que si empezaba a hablar con él acabaría
yéndose de la lengua. Y sin embargo no podía dejar de buscarlo con la mirada.
Se le acercaron muchas personas, pero les respondió al azar. El corazón le latía
frenéticamente, y se vio obligada a pensar en la escabrosa historia que le había contado
su prima para intentar controlar sus deseos desatados.
Fue inútil. Había conseguido intercambiar un par de frases coherentes con el
honorable señor Camelford, el hijo de la casa, pero en cuanto éste se apartó, Serena se
encontró cara a cara con Wyndham.
Fue incapaz de articular palabra. Los ojos de Wyndham eran fríos como el acero, y
de ellos emanaba una intensidad abrumadora. Serena se estremeció y sintió que una
corriente de angustia se propagaba por sus venas. Apartó rápidamente la mirada, pero
llegó a ver cómo cambiaba la expresión del vizconde.
-Discúlpeme, milord -dijo con un susurro ronco, y se perdió velozmente entre los
demás invitados. Creyó que él la llamaba, pero el tono era tan débil que seguramente se
lo había imaginado.
Buscó instintivamente a su prima Laura, quien, fiel a su costumbre, se había perdido
entre las carabinas. Sabía que su compañía la protegería de cualquier intento de
Wyndham por abordarla.
Pero él no tenía la menor intención de abordarla. En realidad, Serena creía que la
ignoraba deliberadamente. Cada vez que se atrevía a mirarlo, él estaba mirando hacia
otra parte. La velada se hizo interminable y Serena acabó con un terrible dolor de
cabeza.
Se alegró de retirarse relativamente temprano, acuciada por la recomendación de su
prima de olvidar todo lo referido al vizconde. Pero, lejos de conseguirlo, se vio asaltada
por los bonitos recuerdos del pasado... y todos culminaban en la horrible imagen de la
gélida mirada de Wyndham durante la fiesta del viernes. El martes estaba tan alterada
que quería gritar. Tenía que hacer algo para distraerse o acabaría volviéndose loca.
Pensó en buscar una novela interesante para leer y fue con su prima Laura a la
librería Hatchards, en Piccadilly. Tras pasarse un cuarto de hora muy agradable
rebuscando en los estantes, encontró un libro del que había oído muy buenas críticas.
Era de una autora nueva y había sido publicado aquel mismo año.
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Abrió el primer volumen y ojeó una página al azar. Le gustó el estilo y levantó la
mirada con la intención de hacerse con los otros dos volúmenes... para encontrarse con
el rostro que había estado atormentando sus pensamientos.
-Nos volvemos a encontrar, señorita Reeth -dijo Wyndham secamente.
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CAPÍTULO 2
Serena dejó caer el libro que tenía en las manos. Wyndham se aprestó a agacharse
para recogerlo y notó que le temblaban los dedos. Parecía estar muy nerviosa, pues le
arrebató rápidamente el libro y se puso a mirar en todas direcciones como si buscara una
salida.
-Gra... gracias, señor -balbuceó con voz jadeante.
Wyndham intentó ahogar la furia que aún sentía por su felonía. Cuando se encontró
con ella en casa de Camelford, había estado a punto de explotar. No lo había
sorprendido encontrarla tan confusa. Pero al verla con aquella expresión de angustia se
había olvidado de sus propias emociones. Y luego ella se había apartado sin darle la
oportunidad de indagar.
El recuerdo del recibimiento que se había acostumbrado a recibir de ella lo había
carcomido desde entonces. Era muy gratificante ver cómo se le iluminaban los ojos por
su llegada y cómo esbozaba aquella sonrisa tan encantadora. Su imagen lo había
embelesado cuando la vio por primera vez entre las debutantes de la última temporada
social. Parecía muy satisfecha consigo misma, sin esa indiferencia tan fríamente
estudiada que caracterizaba a esas jóvenes adoctrinadas en el conformismo por sus
severas madres.
Cuando el vizconde consiguió que se la presentaran, se esforzó al máximo por
hacerle perder su timidez inicial. Pero en cuanto Serena empezó a relajarse, lo dejó
asombrado al confesarle su regocijo porque la hubiera elegido un miembro tan
distinguido del beau monde. Si al principio había pensado que se sentía turbada por
adularlo, no tardó en darse cuenta de que Serena era demasiado ingenua para pensar de
esa manera, y había escuchado encantado cómo soltaba un comentario tras otro sobre su
mundo... y no precisamente halagadores.
Serena le confesó también que muchas matronas le parecían horriblemente gordas
con sus cinturas tan altas a la moda, que después de haber visto al príncipe regente le
había parecido un tipo bastante regordete, que las patronas de Almack’s eran todas unas
damas con un orgullo insufrible y que era imposible tragarlas, y que aunque sabía que la
aprobación del señor Brummell era esencial para hacerse un hueco en la sociedad,
temblaba ante la posibilidad de que hablara con ella.
-Porque seguro que le diría algo horrible y me deshonraría a mí misma.
Entonces había recordado que el vizconde era un conocido de Brummell y sus
mejillas se habían cubierto de un rubor adorable.
-Oh, Dios mío, ¿qué he dicho? ¿Ya me he deshonrado? ¿Va a delatarme, señor?
Wyndham la había tranquilizado, pero no había podido evitar una carcajada. Ella le
había preguntado el motivo de su risa, y él le había asegurado que, lejos de deshonrarse,
había conseguido lo que ninguna otra mujer había logrado al sacudirle el hastío de su
existencia.
-Bueno, no me imagino cómo podría hacer algo así -había dicho ella, mirándolo con
perplejidad.
Su relación había florecido desde entonces, puesto que él había empezado a buscarla
con mayor asiduidad de la que pretendía, hasta que se dio cuenta de que estaba
provocando expectativas que no sabía si estaba preparado para cumplir. Eso lo había
llevado a una actitud vacilante que parecía haber sido la causa de que la hubiese
perdido. No había sabido hasta qué punto llegaría a arrepentirse hasta que Serena lo
saludó de una manera tan poco natural en ella que evidenciaba su caída.
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Estaba preciosa con un vestido de algodón cuya parte superior azul realzaba su
figura. Tenía las mejillas coloradas y los ojos fijos en el libro que aferraba fuertemente
entre sus dedos enguantados. Siguiendo un impulso, Wyndham alargó el brazo y le
quitó el libro para leer el título.
-Veo que has sucumbido a los dictados de la moda -comentó-. Una elección muy
apropiada, creo.
Levantó la mirada del libro y se encontró con los ojos de Serena fijos en él con una
expresión de alarma y abatimiento.
-¡No pongas esa cara! Si he entendido bien a tu padre, te has comportado con mucho
sentido común y delicadeza.
-Me temo que no, señor. Me sobra de una cosa y me falta de la otra.
Sus palabras estuvieron acompañadas por una lenta sonrisa y por un destello de
encantadora timidez en sus ojos. Una punzada de dolor traspasó a Wyndham, quien tuvo
que contenerse para no preguntarle la verdadera razón de su rechazo.
-No eres la única -dijo fríamente, devolviéndole el libro-. Casi todas las mujeres
demuestran más delicadeza que sentido común. ¿O querías decir lo contrario?
La frialdad de su voz la golpeó en el corazón, obligándola a soltar el caos que
reinaba en su mente.
-¡No me hable así! No puedo soportarlo. Le ruego que me perdone, señor. ¡No era
ésa mi intención! Yo nunca... no fue por voluntad mía... ¡Pero no puedo hablar de ello!
-Y sin embargo has hablado de ello -se apresuró a remarcar el vizconde-. ¿Qué
quieres decir, Serena?
Ella sintió que la sangre le ardía en las venas. ¿Cómo podría responderle?
-¡Oh, esto es muy difícil!
Wyndham vio cómo aferraba con fuerza el libro y entonces supo que lord Reeth se
había inventado su excusa. Serena no estaba actuando como una doncella que se
enfrentaba a un hombre por quien ya no sentía el menor afecto.
-Vamos, señorita Reeth -dijo, suavizando el tono-. Conmigo no solías atarte la
lengua -le sonrió burlonamente-. Más bien todo lo contrario.
Serena no pudo resistirse a aquella sonrisa. Le buscó los ojos con su franca mirada y
fue incapaz de seguir refrenando su lengua.
-¿Es cierto que posee un refugio de caza cerca de una abadía? La abadía Steepwood,
¿no?
Wyndham frunció el ceño, sorprendido.
-Sí, es cierto. Está situado en el bosque Steep, a un par de millas de la abadía
Steepwood.
Serena apretó el libro entre las manos, como si buscara cualquier punto de apoyo.
-¿Estuvo... estuvo allí el verano pasado? ¿Con lord Buckworth y... y otros?
Wyndham frunció aún más el ceño.
-Estuve, sí. ¿De qué se trata? Siempre pasó allí los meses de verano.
-Entonces hace años que va a ese lugar - dijo ella en tono aséptico, retrocediendo un
par de pasos.
-¿Por qué me preguntas esto, señorita Reeth? -Preguntó él con voz cortante,
desconcertado por sus modales y sus preguntas.
La brusquedad de sus palabras convenció a Serena de que estaba ocultando algo.
-¡Ya sabe por qué se lo pregunto! -Exclamó, permitiendo que su lengua desatada la
traicionara. Enseguida recobró la compostura y miró nerviosa a ambos lados, antes de
empezar a soltar las palabras atropelladamente-. Le... le ruego que me perdone, se...
señor. No... no pretendía... no tenía que... Oh, ¿por qué ha tenido que decírmelo? -acabó
desesperadamente.
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Wyndham estaba absolutamente perplejo por las contradicciones en la actitud de
Serena. Pero no podía ignorarlas.
-¿Qué ocurre, Serena? Me temo que no entiendo nada.
-Pero sí entiende al marqués de Sywell, sin duda -espetó ella, con sus ojos grises
ardiendo de ira-. Y por favor, no me diga que no debería haber pronunciado su nombre,
porque eso ya lo sé.
-Lo que me extraña es que te hayas atrevido a pronunciarlo. Sywell es un nombre
nefasto para los delicados oídos de una mujer.
-¡Pero no para los bastos oídos de un hombre!
El silencio cayó sobre ellos. El vizconde la miró fijamente, aturdido. No sabía cómo
responder a esos comentarios, pero no iba a entrar en una discusión sobre un hombre
cuyo nombre nunca debería haber llegado a los oídos de una joven de dieciocho años.
-¿Vas a encontrarte con la señorita Geary? ¿Me permites que te acompañe? -le
preguntó en un tono frío y cortés.
Serena seguía escuchando horrorizada el eco de sus propias palabras en su cabeza.
¿Cómo podía haber sido tan imprudente? Había acusado a Wyndham y había
mencionado al marqués de Sywell. Sin embargo, había comprobado con extraña
decepción que el vizconde había ignorado sus comentarios. Aquel silencio denotaba una
culpabilidad manifiesta.
-No, gracias -dijo, en un intento por imitar la frialdad de Wyndham-. Puedo ir yo
sola.
Sus palabras le sonaron más enfurruñadas que sofisticadas. Sin acordarse de recoger
los otros dos volúmenes de la novela, hizo una ligera reverencia y pasó junto a
Wyndham camino del mostrador.
Para su horror, y satisfacción, él la siguió. Pero sólo para entregarle los otros
volúmenes que él mismo había sacado del estante.
-Creo que vas a necesitarlos -le dijo. Asintió cortésmente y salió de la librería.
Estaba furioso, pero decidido a no permitir que Serena lo viese. Su actitud lo había
convencido de que su padre no le había dicho la verdad. No sabía si le había transferido
su afecto a otro hombre, pero no tenía ninguna duda de que algo la había inducido a
despreciarlo. ¿Lo había relacionado de algún modo con el infame marqués de Sywell?
¡Imposible! Su reputación no permitía asociarlo con un hombre de esa calaña.
Antes de que pudiera darle más vueltas al asunto, vio a Serena saliendo de Hatchards
con una bolsa de libros. Se quedó en la puerta de la librería, dudando un momento
mientras miraba la aglomeración de carruajes de la calle.
Wyndham estaba a punto de ofrecerle una vez más su compañía cuando vio a un
caballero separándose del grupo de hombres reunidos en la acera y dirigiéndose hacia la
señorita Reeth.
Era un hombre con el rostro rojizo, los miembros nacidos y un atuendo bastante
descuidado. El vizconde lo reconoció de inmediato, sin que aquello lo complaciera en
absoluto. Sabía que Hailcombe era un lord sin tierra, de treinta y pocos años, que vivía
gracias a su ingenio y al juego. Había servido en la Armada de su majestad, y se
rumoreaba que había sido licenciado con deshonor.
Wyndham observó intranquilo cómo se aproximaba a Serena. Si aquél era el tipo por
quien ella lo había sustituido, se sentiría gravemente ultrajado.
Serena vio acercarse a Hailcombe, y tampoco ella pareció muy complacida. No le
gustaba aquel amigo de su padre, y lamentaba que su padre lo hubiera invitado a cenar
con ellos. Hailcombe tenía un comportamiento muy brusco, totalmente desprovisto de
elegancia y refinamiento. A Serena le parecía muy grosero y ordinario. Había cenado
con ellos en más de tres ocasiones desde que volvieran a la ciudad, y en cada una de
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esas ocasiones había dedicado la mayor parte de su atención a Serena. Ella había
respondido con una indiferencia cortés a sus torpes intentos por entablar una
conversación.
-Ah, la encantadora señorita Reeth -la saludó con tosca galantería-. La señorita
Geary la espera. Permítame escoltarla hasta su coche. Nada podría reportarme un mayor
placer.
Para Serena era todo lo contrario, pero se abstuvo de soltar un comentario semejante.
Seguía tan absorta en el encuentro con el vizconde que aquella interrupción no era más
que una ligera molestia.
-Sólo está a unos pasos de aquí, señor. Puedo ir sola.
-¿Cómo? ¿Y exponer su belleza a los babosos de Londres? -se descubrió y le quitó
la bolsa con los libros.
Serena no tuvo más remedio que tomarlo del brazo, apenas rozándolo con la punta
de los dedos, y echó a andar a un ritmo acelerado.
-Debo darme prisa, señor. Ya he hecho esperar demasiado a mi prima.
El carruaje estaba a poca distancia de ellos, y Serena se alivió al llegar y
desprenderse de su inoportuna escolta. Pero lo peor estaba por llegar.
-¡Lord Hailcombe, qué amable es usted! -Exclamó Laura en un tono excesivamente
amistoso, según le pareció a Serena-. ¿Se dirige a pie a alguna parte? ¿Podemos
llevarlo? Si quiere, podemos pasar por Half Moon Street y dejarlo en su casa.
Para disgusto de Serena, lord Hailcombe aceptó con entusiasmo y se aupó al
birlocho para ocupar un asiento frente a ella, desde donde empezó a comérsela con los
ojos a través de sus gafas.
Era muy desagradable despertar un interés semejante en un hombre que casi le
doblaba la edad. Su aspecto no la repugnaba especialmente, aunque sus mejillas tenían
una tendencia natural a enrojecerse... según su padre, por los años tan duros que había
pasado en el mar. Pero sus labios carnosos y espesas cejas le daban un aspecto lascivo,
sobre todo cuando sonreía.
Ahora le estaba sonriendo, curvando los labios en una expresión que le revolvió el
estómago a Serena.
-Es una suerte que me haya tropezado con usted, señorita Reeth. Mañana se celebra
un baile informal en casa de una amiga mía. La señora Henbury. Seguro que ha oído
hablar de ella.
Serena no conocía a esa mujer y miró instintivamente a su prima, sabiendo que su
padre se la había asignado como carabina para que sólo acudiera a las fiestas de la
aristocracia.
Por tanto, se quedó asombrada cuando su carabina pareció dispuesta a aceptar la
invitación.
-¿La señora Henbury? Creo que no la conozco. Pero, ¿un baile informal? ¡Es una
ocasión muy divertida para los jóvenes!
-Lo mismo pienso yo. ¿Cree que mi amigo Reeth permitirá acudir a nuestra joven e
inocente damita? Bajo su supervisión, naturalmente.
Indignada, Serena oyó cómo su prima aceptaba la invitación, supeditada únicamente
al permiso de su padre. «Nuestra joven e inocente damita»... ¿Cómo se atrevía a
llamarla de esa manera? Como si fuera su tío o algo por el estilo. Se tranquilizó un poco
al pensar que su padre no le permitiría acudir al baile, pero sólo consiguió esbozar una
vaga sonrisa cuando su prima la conminó a aplaudir la invitación.
La casa de la señora Henbury resultó estar situada en un barrio poco elegante de
Bloomsbury, lo que era de esperar en una dama desconocida... incluso para Lisset, quien
conocía a todo el mundo.
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-No, señorita Serena, nunca he oído ese nombre. Debe de ser uno de esos parásitos
que viven al margen de la sociedad.
Tampoco recibió ayuda de su padre. Para su asombro y desconcierto, lord Reeth no
sólo accedió a la invitación, sino que decidió acompañarla para asegurarse de que su
hija se comportara respetuosamente con lord Hailcombe.
-No quiero que me avergüences por esa tendencia que tienes a decir siempre lo que
piensas. Su señoría es un buen amigo mío, y quiero que te comportes como es debido.
Sintiéndose traicionada, Serena apenas había podido contenerse para aceptar la
severa advertencia. Se limitó a murmurar lo que su padre podía tomar como un
asentimiento, hizo una reverencia y corrió a refugiarse en su cuarto, donde se permitió
una pataleta inútil contra Wyndham por no haberla rescatado con su petición de mano.
Pero allí estaba, en una gran mansión amueblada con opulencia y pésimo gusto a
base de sofás egipcios y empapelado de brocado. El único consuelo que tuvo Serena fue
que no conocía a ninguno de los invitados, pues la falta de decoro y los excesos que
demostraban muchos de los presentes eran ciertamente deplorables.
Su prima se había unido a otras ancianas, dejando a Serena sin más alternativa que
aceptar el baile que le proponía Hailcombe. La sala habilitada para tal efecto no era muy
grande, y la multitud que se congregaba bajo las dos pesadas arañas hacía que el
ambiente fuera opresivo y excesivamente caluroso.
Al menos podía estar agradecida de haber elegido un vestido modesto y discreto de
color amarillo limón y que apenas mostraba piel, porque se quedó horrorizada al
descubrir que los pasos de baile ofrecían a su pareja incontables oportunidades para
tocarla, apretarla y deslizar el brazo alrededor de su cintura. Incluso llegó a rozarle la
curva del pecho con los dedos.
-¿Qué está haciendo, señor? -explotó, olvidándose de la advertencia de su padre.
-¿Haciendo, señorita? -Repitió él con una expresión de inocencia bajo sus pobladas
cejas-. Bailando, naturalmente.
-¡Me ha tocado!
-Pero mi querida señorita Reeth, ¿cómo voy a evitarlo? Sólo es un baile. ¿Qué ha
querido decir?
-Lo sabe muy bien -espetó ella.
-No, no lo sé, pero lo dejaré pasar. Lamento haberla ofendido. Le aseguro que no era
mi intención. ¡Pero hay tanta gente que es difícil moverse!
Serena se vio obligada a aceptar su excusa. No podía provocar una escena en
público. Pero se esforzó para alejarse de él todo lo posible durante el resto del baile,
aunque lord Hailcombe no intentó más que tomarla de la mano para los movimientos
requeridos.
Acabó aliviándose un poco, pero no pudo evitar comparar el comportamiento de
Hailcombe con el de Wyndham. Nunca se había tomado la menor libertad con ella. Con
él se había sentido tan segura que en ningún momento se le había ocurrido que pudiera
abusar de su confianza.
Pero ahora tenía que admitirlo por la fuerza. Un libertino, como a él lo habían
acusado de ser, se comportaría de esa manera. ¿O lo haría únicamente con las mujeres
de una cierta clase? Según le había contado su prima Laura, los caballeros podían tener
una amante en las capas más bajas de la sociedad, y sin embargo no les permitían a sus
esposas e hijas que hablaran de esas mujeres. A Serena le dolía pensar que Wyndham
fuera tan hipócrita.
Pero Wyndham nunca la había tocado, y, por un inquietante segundo se lamentó de
que no se hubiera tomado ninguna libertad con ella. Si hubieran sido los dedos de
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Wyndham los que se hubieran posado en su cintura, no se habría mostrado indignada en
absoluto.
Serena se pasó el resto de la velada poniendo tanta distancia entre ella y Hailcombe
como fuera posible sin incurrir en una ofensa, abanicándose de tal manera que mantuvo
oculto su rostro casi todo el tiempo. Rechazó todas las invitaciones para bailar, y se
alegró al ver la creciente decepción que reflejaban los rasgos de su acompañante. Con
un poco de suerte, lord Hailcombe acabaría dándose cuenta de que sus atenciones no
eran bien recibidas.
Las esperanzas de Serena se vieron desbaratadas el viernes. Al acudir al teatro de
Drury Lane, acompañada de su padre y su prima, vio a lord Hailcombe en un palco
frente al suyo que solía ocupar una famosa cortesana. Se la había señalado su prima
Laura, junto a las otras mujeres de su clase, para impedir que Serena metiera la pata por
culpa de la ignorancia.
Serena se había contenido para no comentarle a su prima las semejanzas que había
advertido con ella misma. No porque tuviera ningún deseo de salvar a lord Hailcombe
de los merecidos reproches, sino porque tenía miedo de que su prima pudiera
reprenderla por su conducta. Pero estaba convencida de que su padre no aprobaría la
exhibición de su amigo con aquella mujer. Sabía que lord Reeth lo había visto, porque
había visto su mirada fija en Hailcombe cuando ella se disponía a llamarle la atención.
Y la expresión de su padre no era precisamente de complacencia.
Sin embargo, cuando lord Hailcombe entró en su palco en el descanso siguiente,
Serena observó horrorizada cómo su padre lo saludaba con una gran muestra de
afabilidad. El barón incluso llegó a levantarse de su asiento, alegando que Hailcombe
desearía conversar con su hija.
Serena apenas se había repuesto de la impresión, y estaba intentando evitar los
atrevidos comentarios dirigidos a ella cuando vio al vizconde de Wyndham de pie en la
platea, con la mirada fija en su palco. Al estar situado en el nivel más bajo, Wyndham
estaba a corta distancia de ellos y sin duda habría reconocido a su compañero.
Vio con una mezcla de sentimientos cómo se reflejaba la desaprobación en su rostro,
y se avergonzó porque la hubiera descubierto en compañía de Hailcombe. Pero, al
mismo tiempo, la irritó que se atreviera a mirarla con reproche cuando, según se
contaba, el propio comportamiento del vizconde dejaba mucho que desear.
La situación se hizo más incómoda cuando Hailcombe se refirió a ella.
-¿Ve los celos que provoca, señorita Reeth?
Serena se volvió para mirarlo, sintiendo cómo se sonrojaba.
-No lo entiendo, señor.
Hailcombe ahogó una risita, frunciendo sus gruesos labios en una mueca lasciva.
-Me refiero al pretendiente al que rechazó, que está ahí mismo. Casi siento lástima
por el pobre tipo...
Un destello de ira se encendió en el pecho de Serena.
-¿Cómo sabía que Wyndham fue rechazado?
-Simple deducción, señorita Reeth -respondió él con una sonrisa altanera. Se inclinó
hacia ella en un gesto inquietantemente íntimo y bajó la voz-. Me alegro de que sus
gustos sean distintos. Es usted una joven muy sensata que puede apreciar las ventajas de
la madurez.
Serena se quedó azorada, sin saber qué responder. El significado implícito de
aquellas palabras era inconfundible, y el estómago se le revolvía de asco al pensar en lo
que debía de estar pasándole por la cabeza a Hailcombe.
Miró desesperada a su alrededor en busca de ayuda, y su frenética mirada se
encontró con los ojos de lord Wyndham. Había cambiado de posición y ahora estaba a
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pocos metros de ella. Sin pensar, Serena desplegó el abanico y ocultó
momentáneamente su rostro a la vista de Hailcombe para gesticular un ruego con los
labios.
-Ayúdeme, por favor...
No supo si Wyndham la había entendido o no, pues en aquel instante la obra se
reanudó en el escenario.
Por suerte, lord Reeth volvió a su asiento mientras Hailcombe salía del palco.
Cuando Serena volvió a mirar a su alrededor en busca del vizconde, éste había
desaparecido.
El sábado amaneció con el cielo encapotado, y la ligera llovizna que golpeaba la
ventana contribuyó a mantener el malhumor de Serena. No sabía si estaba más
disgustada por insinuaciones de Hailcombe o porque Wyndham hubiera ignorando su
petición de ayuda.
Llamó a la doncella con la campanilla y le pidió que le llevara el desayuno en una
bandeja.
-Me siento demasiado débil para levantarme tan temprano, Mary. Creo que me
quedaré en la cama y leeré mi novela.
-Oh, pero su señoría me ha preguntado si se había levantado, señorita Serena -dijo
Mary-. Dice que quiere hablar con usted tan pronto como baje.
No eran noticias tranquilizadoras. ¿De qué querría hablar su padre con ella? ¿Había
visto la mirada que le lanzó al vizconde? Tal vez le había llegado el rumor de que su
hija había estado hablando con él en Hatchards. Su padre no podía pretender que evitara
a Wyndham, ya que ambos solían acudir a los mismos eventos. Pero si sospechaba que
Serena estaba quebrantando sus órdenes, podía mostrarse muy severo.
Perdió por completo el apetito y ordenó a Mary que la ayudara a vestirse. Le pareció
que transcurría una eternidad hasta que consiguió embutirse en un vestido de muselina
blanco de manga larga, con un manto de estampados floridos que proporcionaba un
color adicional.
La mente de Serena no paraba de evocar horribles imágenes del enojo de su padre y
las posibles razones de su enfado. Cuando estuvo enteramente vestida, se había
convencido de que la esperaba una reprimenda, y la angustia agravó sus náuseas.
Pero cuando entró en la biblioteca, su padre se levantó tras el escritorio y la saludó
alegremente. Demasiado alegre para la comodidad de Serena.
-Serena, hija mía, qué rápido has venido. ¿Has desayunado? ¿No? ¿Qué pretendía
Mary acuciándote con tantas prisas? Podía haber esperado hasta después del desayuno.
-Estaba... estaba impaciente por saber qué querías, papá -respondió ella.
Reeth soltó una carcajada que a Serena le sonó falsa y forzada.
-Mi querida niña, no tendrás miedo de tu padre, ¿verdad? Sabes que siempre busco
lo mejor para ti.
Serena no supo cómo responder a eso. ¡No era habitual que su padre la hiciera
llamar sólo por el placer de su compañía! No se podía decir que adorase a su hija. La
única persona que se merecía el afecto de lord Reeth era el único hermano que le
quedaba a Serena. El pequeño Gerald, cuyo nacimiento había sido la causa de la muerte
de su madre, tenía cinco años y era el heredero del patrimonio familiar de Suffolk,
donde su padre se retiraba siempre que podía tomarse un descanso de la política. Tal vez
fuera un niño tan querido porque eran sus hombros los que soportaban la herencia de
Reeth. Pero Serena sabía que el afecto que ella misma sentía por su hermano no excedía
al de su padre.
-Siéntate, Serena. -le pidió lord Reeth, acomodándose en uno de los grandes sillones
junto a la chimenea.
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Hecha un manojo de nervios, Serena se sentó en el borde del otro sillón y miró con
recelo a éste.
No le costó darse cuenta de que su padre estaba inusualmente incómodo. No paraba
de cruzar y descruzar las piernas mientras alternaba la vista entre el fuego y el gran reloj
que adornaba la repisa.
Finalmente, se aclaró la garganta y volvió la mirada hacia su hija. Serena esperó con
la respiración contenida.
-Te he pedido que vinieras, hija mía, porque he tomado una decisión para tu futuro.
A Serena le dio un vuelco el corazón, y aunque hubiera tenido algo que decir, no
habría podido abrir la boca.
-Fue una torpeza por mi parte no haber dispuesto un arreglo semejante desde el
principio -siguió lord Reeth-. Si tu madre aún viviera, esta responsabilidad no recaería
sobre mí. Y Laura no ha demostrado ser capaz de manejar estos asuntos.
Serena empezó a sospechar adonde quería llegar su padre.
Se trataba de Wyndham y su indigno papel como pretendiente. ¿La intención de su
padre era buscarle un marido? Una funesta premonición la invadió.
-¡Me has concertado un matrimonio! -espetó.
-No, no es eso. -Se apresuró a aclarar su padre-. De ninguna manera. Jamás se me
ocurriría imponerte un marido a la fuerza.
Cortó el aire con su nariz romana, y su semblante se ensombreció con una expresión
de severidad.
-No obstante-dijo con voz grave-, tengo que decirte que me llevaría una amarga
decepción si contravinieras mis deseos al respecto.
Serena tragó saliva con dificultad.
-¿Quién...? ¿Puedo preguntar quién…? -balbuceó a través del nudo que se le había
formado en la garganta.
Fue incapaz de acabar la pregunta por culpa del miedo que la estaba ahogando. Una
imagen espeluznante cruzó su cabeza. ¡Su padre no podía haber elegido...! Ni siquiera
podía pensar en su nombre.
Lord Reeth volvió a carraspear y Serena vio, con una vaga sensación de inquietud,
que seguía removiéndose con un nerviosismo impropio en él.
-Lo he pensado detenidamente, hija mía, y he decidido que lo mejor para ti será
casarte con un hombre de edad madura. Un hombre que, estoy seguro, podrá darte lo
que mereces. Me ha pedido permiso para dirigirse a ti, y le he ofrecido todo mi apoyo y
consentimiento.
Serena no pudo contener la lengua por más tiempo.
-¡No puede ser lord Hailcombe! ¡Oh, papá, te lo ruego... dime que no estás hablando
de lord Hailcombe!
Horrorizada, vio cómo las mejillas de su padre se cubrían de rubor.
-Por Dios, ¿cómo puedes hablar así? Espero que no vayas a decirme que lord
Hailcombe te desagrada. ¿No te he dejado claro que es un buen amigo mío? ¡Sólo por
eso debería ser merecedor de tu simpatía!
Serena se puso en pie.
-¡Por favor, papá, no te enfades conmigo! Lo siento mucho, pero no me gusta lord
Hailcombe. Y en cuanto a casarme con él... ¡Jamás podría hacerlo!
Reeth también se levantó y se dirigió hacia su escritorio. Su paso acelerado
demostraba lo poco complacido que estaba por la actitud de su hija.
-Deberás aprender a que te guste, Serena -dijo, sin darse la vuelta-. No sólo es mi
deseo. Es una orden.
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-Pero, papá -murmuró desesperadamente, siguiéndolo-, ¡antes has dicho que no me
impondrías un marido!
Reeth se volvió hacia ella, echando fuego por la mirada.
-¿Te atreves a arrojarme mis propias palabras a la cara? ¡No me provoques, Serena!
Sé muy bien cuál es la razón de tu rechazo. No sentirías esa aversión por Hailcombe si
no fuera por ese ridículo afecto que pareces haberle tomado a Wyndham.
-¡No... no es eso, papá! -protestó ella con voz temblorosa-. Por favor... créeme, lord
Hailcombe no me habría gustado de ninguna manera, aunque no sintiera nada por lord
Wyndham.
-¡Tonterías! ¿Me tomas por estúpido?
-No, papá, pero...
-¡Silencio! -La cortó su padre, alejándose de ella como si no fuera capaz de mirarla-.
¡Mi propia hija plantándome cara! ¿Cómo puedes decir que no te gusta? ¡Ni siquiera lo
conoces! ¿Es que no te das cuenta de que si te niegas a cumplir mi voluntad me pondrás
en una situación muy embarazosa? Le he dado mi palabra a Hailcombe... -se
interrumpió bruscamente y miró a Serena-. Eso no viene al caso. ¡Pero no pienses que
cambiaré de opinión respecto a Wyndham, porque no lo haré!
Serena estaba temblando, pero debía mostrarse tan decidida como su padre. ¡Era su
futuro lo que estaba en juego! Tenía que intentar apaciguarlo de alguna manera.
-No estoy pensando en lord Wyndham, papá. La prima Laura me contó algo de... del
marqués de Sywell, y sé que no es la persona adecuada para mí.
-En ese caso, no deberías tener ninguna dificultad en sustituirlo.
-No, ¡si fuera cualquier otro y no lord Hailcombe! -Exclamó ella sin poder
contenerse.
Demasiado tarde. Sus palabras enfurecieron aún más a su padre, que marchó hacia la
puerta y la abrió de un tirón.
-¡Fuera de mi vista! No quiero volver a verte ni hablar contigo hasta que no me
obedezcas y te comportes como es debido.
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CAPÍTULO 3
Aturdida por el ultimátum, Serena observó la severa expresión de su padre. Sus
rasgos permanecieron duros e implacables. Una imagen del rostro de Wyndham
apareció en su mente... odiosamente fría. El corazón se le encogió con una sensación de
soledad. Bajó la mirada y pasó rápidamente junto a su padre para salir de la biblioteca.
Oyó cómo la puerta se cerraba tras ella y subió corriendo las escaleras para refugiarse
en su salón privado. Se secó las lágrimas que resbalaban indecentemente por sus
mejillas y se sorprendió a sí misma con un ataque de furia tan salvaje como el que
acababa de ver a su padre.
¿Cómo podía tratarla así? ¿Qué le había pasado para tomar aquella decisión tan
repentina y mostrarse inflexible? Nunca había demostrado tan poca consideración por
las preferencias de su hija.
¡Y entre todas las personas había tenido que obsesionarse con Hailcombe! Ni
siquiera podía considerarse un pretendiente. El título del que se había jactado ante ellos
no era antiguo ni prestigioso. Su predecesor, según había contado, había malgastado su
herencia y perdido las tierras que acompañaban la baronía. Incluso había presumido de
la suerte que tenía a las cartas, lo que supuestamente debía de convertirlo en un
caballero. ¡Era un hombre al que su padre tendría que despreciar! Wyndham era mil
veces mejor que él. Pero su padre había despreciado al vizconde, aun sin pruebas reales
de su culpabilidad. Serena estaba convencida de que su padre velaba por su futuro, pero
viendo cómo defendía a Hailcombe había empezado a dudar.
La puerta se abrió y entró su prima Laura, vestida de seda gris. Serena se puso rígida
al instante, temiendo recibir un sermón por haber defraudado a su padre. Pero su prima
no parecía haberse enterado de nada.
-Mi querida Serena, ¿qué te parece? -Dijo con entusiasmo, mientras agitaba una
carta en la mano-. Nos han invitado a una fiesta en Lacey Court. El viernes de la semana
que viene.
Serena nunca había oído hablar de Lacey Court, pero la idea de salir de Londres en
aquellos momentos no podía ser más oportuna.
-¿Quién vive en Lacey Court, prima?
-Es la casa de sir Lucius Lacey. No, no lo conoces. Muy rara vez viene a Londres.
Es posible que hayas conocido a su mujer y su hija, que estuvieron aquí la temporada
pasada. Pero creo, mi querida niña, que debe de haber sido cosa de lady Camelford,
porque he recibido una nota muy amable informándome de que estará en la fiesta, junto
a su hijo -frunció el ceño y se quitó las gafas-. No entiendo cuáles pueden haber sido sus
motivos. Su hijo acaba de formalizar su compromiso, por lo que no puede esperar que
sea un pretendiente para ti.
Serena se abstuvo de decir que habría sido un intento inútil por parte de lady
Camelford, aunque su hijo no hubiera estado comprometido. Ya habría tiempo para que
su prima descubriera el destino que su padre le tenía preparado.
Pero el aliciente de la libertad la obligaba a pensar. Era de vital importancia
descubrir si lord Hailcombe estaría también en Lacey Court. No era probable, pues no
parecía que se moviera en esos círculos sociales, lo cual hacía aún más incomprensible
la parcialidad demostrada por su padre. Si Hailcombe no estaba presente, tal vez su
padre le retirara su aprobación. Sobre todo si creía que su hija seguía siendo rebelde.
El domingo por la mañana, quedó totalmente claro no sólo que Laura había recibido
instrucciones de su padre, sino que éste se mantenía inflexible. La familia siempre
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desayunaba junta los domingos, antes de ir a misa a la iglesia de St. George, pero aquel
día lord Reeth no miró a su hija ni le dirigió una sola palabra. Laura le dedicó miradas
nerviosas de vez en cuando y se refugió en su desayuno mientras le lanzaba un tropel de
absurdos comentarios a Serena, acompañados por unas muecas de advertencia que casi
hicieron reír a su prima... a pesar de la incomodad provocada por la seriedad de su
padre.
Cuando lord Reeth salió del comedor, tras apremiarlas para que se dieran prisa,
Laura aprovechó para reprenderla en voz baja:
-¡No lo hagas enfadar más, niña! Hablaremos de esto cuando volvamos de la iglesia,
y espero que pueda convencerte para entrar en razón.
Serena esperó la conversación con una fuerte ración de inquietud e impaciencia. Era
obvio que su padre había sobornado a su prima para que lo apoyara en su decisión. La
pobre de Laura no tenía elección, pues dependía de la plena voluntad de su padre. Lo
había servido al atribuirse el papel de madre de sus hijos, pero Serena sabía que su
padre era capaz de expulsarla si se volvía en su contra. Y entonces Laura sólo podría
aspirar a convertirse en acompañante o gobernanta, como ya había sido antes de que su
padre la llamara al quedarse viudo.
Pero el apoyo de Laura a su padre no era razón suficiente para que Serena tuviera
que sucumbir a su tiránica voluntad. Y así lo expresó cuando se reunió con su prima en
el cuarto.
-Mi querida niña, no puedes ir contra la voluntad de tu padre -protestó Laura-. Y es
injusto que lo acuses de tirano.
-¿Entonces cómo lo llamarías tú? -Demandó Serena en tono beligerante-. ¡Soy su
hija y puedo ser tan testaruda como él! Su prima ahogó un gemido.
-Por favor, Serena, abandona esta actitud. Es una situación muy embarazosa para
todos. ¿Por qué no intentas al menos que lord Hailcombe te guste?
Serena respondió condenando la actitud y la escasa moralidad de lord Hailcombe, y
relatándole a su prima las libertades que se había tomado con ella en el baile de la
señora Henbury.
-¿Por qué no me lo dijiste antes, Serena? -Exclamó Laura, horrorizada-. Quizá
debería contárselo a tu padre.
-No servirá de nada -dijo Serena, cayendo bruscamente en el abatimiento-. A mi
padre ni siquiera le gusta lord Hailcombe. Desconozco la verdadera razón que lo ha
empujado a concertar este matrimonio, pero está decidido a llevarlo a cabo.
De repente se le ocurrió que su prima debía de haberlo sabido desde días antes.
-Mi padre te dijo que animaras a Hailcombe, ¿verdad, prima? -la acusó-. De lo
contrario, no lo habrías invitado a subir a nuestro coche aquel día en Piccadilly. ¡Ni me
habrías llevado a aquel tugurio de la señora Henbury!
Su prima se quitó las gafas y empezó a pasárselas entre los dedos, visiblemente
culpable.
-Tu padre me dijo que lord Hailcombe le parece un hombre sensato -dijo, eludiendo
la respuesta-. No es culpa suya que su herencia haya sido malgastada, y Bernard opina
que un hombre que ha sufrido penurias y carencias económicas es capaz de desarrollar
el hábito del ahorro y la prudencia. Tu padre sólo quiere tu felicidad, mi niña, y por eso
ha elegido para ti un caballero sin atender a consideraciones mundanas.
-Si estuviera pensando en mi felicidad, no me obligaría a aceptar un matrimonio en
contra de mi voluntad -replicó Serena con escepticismo.
-Pero no te está obligando, pequeña. Sólo te ha pedido que...
-No me lo ha pedido, prima, ¡me lo ha ordenado! Y me ha hecho muchísimo daño
con su ultimátum.
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Laura estaba desesperada, y no paraba de ponerse y quitarse las gafas. Finalmente,
consiguió calmarse un poco y mirar fijamente a Serena:
-¿Sabes, Serena? Creo que a tu padre le dolió mucho que te negaras a escuchar su
proposición. Eres muy impulsiva, querida. Si le hicieras ver que estás dispuesta a ser
obediente, tal vez accediera a escucharte con más paciencia.
-Pero yo no estoy dispuesta -protestó Serena-. ¿Por qué debería fingir que
Hailcombe me interesa si por nada del mundo aceptaría a un hombre como él?
Su prima volvió a ponerse las gafas y le clavó la mirada.
-Me temo que si no haces las paces con tu padre, no podrás ir a Lacey Court.
Serena observó los ojos de su prima a través de los cristales redondos. ¿Su prima
Laura empezaba a ponerse de su lado? ¿También ella se había dado cuenta de que un
movimiento semejante podía ofrecer un respiro de la intolerable exigencia de su padre?
Laura no dijo nada más sobre el asunto, se disculpó y salió de la habitación. Y
Serena se propuso averiguar si Hailcombe estaría en Lacey Court.
Su oportunidad se presentó al día siguiente, cuando Hailcombe llegó a Hanover
Square para invitarla a dar un paseo por el parque. Veinticuatro horas antes, Serena se
habría negado sin dudarlo, pero con la advertencia de su prima rondándole la cabeza,
decidió matar dos pájaros de un tiro.
-Gracias, señor. Será un placer para mí. Permítame un momento para ponerme el
sombrero y la pelliza.
Hizo caso omiso del asombro de su prima y subió corriendo a su dormitorio. Cinco
minutos después estaba de vuelta en el vestíbulo, ataviada con una bonita toca provista
de una pluma y que combinaba admirablemente con la pelliza verde. Lord Hailcombe le
hizo una reverencia y se dispusieron a salir, pero Serena se detuvo en la puerta.
-Oh, Lisset, dile a mi padre que me he ido al parque con lord Hailcombe -le pidió
despreocupadamente al mayordomo.
-Como desee, señorita Serena.
Su acompañante la ayudó a subir al carruaje, que estaba tirado únicamente por un
par de caballos.
Hailcombe, vestido con un abrigo amarillo, tomó las riendas. El palafrenero soltó a
los caballos y se aupó con destreza a la parte trasera del coche.
Durante el trayecto, Serena adoptó una actitud fría y reservada hacia Hailcombe para
no animarlo a que se tomara más libertades. Se abstuvo de hacer comentarios
comprometedores y respondió con una tranquila indiferencia a los continuos intentos de
Hailcombe por flirtear con ella.
Cuando traspasaron las puertas de Hyde Park, Serena vio con inquietud cómo
Hailcombe prescindía de los servicios del mozo. No deseaba que la vieran a solas con él
ni que se abriera la posibilidad de un téte a téte, como lo confirmaron las primeras
palabras de Hailcombe.
-Creo, señorita Reeth, que su cabeza está en otra parte -la acusó con petulancia.
Serena lo miró directamente a los ojos.
-De ningún modo, señor. No se me ocurriría ser tan grosera para desviar la atención
de mi acompañante.
Hailcombe guardó silencio unos segundos, rumiando sus dudas. Serena saludó con
una reverencia a un conocido que pasaba en un birlocho. Al menos, el frío impediría
que muchos miembros de la aristocracia salieran a tomar el aire y pudieran verlos.
Cuando Hailcombe volvió a dirigirse a ella, lo hizo de una manera excesivamente
brusca.
-Me preguntaba si su padre había hablado con usted.
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-Últimamente no -respondió ella-. No veo mucho a mi padre -se apresuró a añadir,
consciente de lo delatadora que podía resultar su respuesta-. Rara vez está en casa, y
apenas nos acompaña a las fiestas.
-Me refiero a si le ha hablado de mí - dijo Hailcombe con voz más dura.
Serena lo miró con ojos muy abiertos.
-Por supuesto, señor. Habla de usted con mucho afecto y respeto.
-No, quiero decir si...
Se calló y puso una mueca de malhumor. Serena confió en haberlo hecho desistir.
Saludó con la mano a una joven conocida y decidió atacar el tema que la había llevado
hasta allí.
-Debo decirle que he recibido una invitación muy halagadora, milord.
-¿Sí? -gruñó él, aparentemente distraído.
-A una fiesta en Lacey Court. ¿La conoce?
-Creo que no.
-Es la casa de sir Lucius Lace, y creo que fue lady Camelford quien me recomendó.
-¿Se quedará mucho tiempo allí? -Preguntó Hailcombe, claramente descontento.
-No sabría decirlo -respondió ella-. Una semana o dos, tal vez.
-Supongo que Reeth le habrá dado permiso, ¿verdad?
Sus palabras parecían ir acompañadas de un vago atisbo de amenaza. Serena se
sintió impelida a mentir, porque estaba segura de que Hailcombe le preguntaría a su
padre al respecto.
-A mi padre no le gustaría que ofendiera a lady Camelford. Es la esposa de uno de
sus socios más cercanos, como sin duda usted sabe.
-Pero su padre no tiene ninguna obligación con sir Lucius Lacey.
Serena guardó silencio, incómoda. Hailcombe había abandonado su aire de
seducción y fruncía el ceño en una expresión tan severa que Serena se alegró de haberse
rebelado contra su padre. Le resultaba inconcebible que lo hubiera elegido como
pretendiente.
-Entonces, ¿no sabe nada de la relación de lord Wyndham con sir Lucius? -le
preguntó él en tono despectivo.
A Serena le dio un vuelco el corazón al oír el nombre de Wyndham.
-No... no sabía nada -balbuceó, confusa-. ¿Qué... qué relación es ésa?
-Sir Lucius Lacey es el tío de Wyndham, como seguro que su padre sabe.
La insinuación estaba muy clara, como la profunda confianza que su padre le tenía a
Hailcombe. Ya se había enterado del rechazo del vizconde, y ahora también parecía
saber la razón. Un destello de ira prendió en su pecho. ¡Hailcombe no tenía derecho a
juzgar a Wyndham! ¿Cómo se atrevía a advertirle, aunque fuera indirectamente, que su
padre podía negarle su consentimiento? Sin duda se preocuparía de informarlo de la
fatídica relación, en caso de que su padre aún no supiera nada.
La desesperación fue su fuente de inspiración.
-En tal caso, dudo que su señoría esté presente. No podría soportar la situación tan
embarazosa que se produciría al estar cerca de una dama que lo ha rechazado.
Hailcombe la miró fijamente.
-¿Lo ha rechazado?
-Puesto que parece saberlo todo sobre la relación entre mi padre y lord Hailcombe,
señor, sabrá muy bien que mi rechazo es firme -señaló ella, olvidándose de refrenar su
lengua-. No sé por qué mi padre confía tanto en usted, milord, pero es obvio que lo
hace, y por lo tanto no tengo el menor escrúpulo en mencionar las circunstancias que me
obligaron a rechazar a lord Wyndham.
-Unas circunstancias horribles, ¿no le parece?
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Serena se contuvo para no escupir una réplica acalorada.
-No conozco los detalles.
-Pero si sabe lo suficiente para rechazar a su señoría.
Serena estuvo a punto de refutarlo. Por desgracia, se dio cuenta de que ni el peor de
los excesos que le había contado su prima Laura había conseguido que dejara de pensar
en el vizconde. Pero no estaba dispuesta a admitirlo.
-Lo he sacado de mi cabeza.
Una sonrisa irónica curvó los carnosos labios de Hailcombe.
-Me gustaría creerla, querida, pero no sabe mentir.
Serena no pudo aguantar más y acabó perdiendo la compostura.
-Me da igual que me crea o no, lord Hailcombe. Pero sí quiero dejarle muy clara una
cosa: por mucho que me desagrade el estilo de vida de Wyndham, ¡no se podría
comparar ni de lejos a lo que me desagrada usted!
Se produjo un silencio lleno de tensión, en el que Serena tuvo tiempo para
arrepentirse de sus propias palabras y para encogerse de miedo por las posibles
consecuencias.
-En ese caso -murmuró Hailcombe finalmente-, será mejor que la lleve a casa
enseguida.
Serena no respondió, y el trayecto de vuelta a Hanover Square fue cubierto en
completo silencio. Al entrar en la casa, la invadió una dolorosa sensación de culpa por
haber arruinado sus propios planes. Tal vez su grosería hubiera hecho retirarse a lord
Hailcombe, aunque no era muy probable, pero no había duda de que él hablaría con su
padre, quien le prohibiría ir a Lacey Court.
Apenas había puesto un pie en la escalera cuando vio que Lisset, quien le había
abierto la puerta, se acercaba a ella con intención de hablarle.
-¿Quieres algo, Lisset?
El mayordomo hizo una reverencia.
-Su señoría ha pedido que vaya al salón en cuanto regresara, señorita Serena.
Aquellas funestas palabras le congelaron la sangre a Serena, que miró aturdida los
amables rasgos de Lisset.
-¿De... desea verme?
-Así es, señorita Serena. Le transmití su mensaje, como usted me pidió -respondió
Lisset con una sonrisa tranquilizadora-. Su señoría parecía complacido.
¿Y de qué le serviría, si su conducta posterior iba a enfurecerlo de modo inevitable?
Pero su padre aún no sabía nada, de modo que Serena hizo acopio de valor, le dio las
gracias al mayordomo y subió corriendo las escaleras al encuentro de su padre,
olvidándose con las prisas de cambiarse de ropa.
El elegante salón de la primera planta estaba decorado en tonos crema que ofrecían
una luminosa sensación de amplitud. Serena entró como una exhalación y se detuvo
bruscamente, desconcertada al ver que su padre no estaba solo.
Lord Reeth ocupaba un sillón junto a la chimenea, frente a un sofá en el que estaban
sentadas su prima Laura y una mujer de edad madura, vestida a la moda en color
morado y con un turbante amarillo.
-¡Lady Camelford! -Exclamó-. Creí... creí que...
-¡Por Dios, Serena! -la interrumpió su prima Laura, horrorizada-. ¿No podías haberte
quitado el sombrero y la pelliza? ¡Lady Camelford pensará que eres una retozona
indecente!
-Nada de eso -la contradijo la señora con una sonrisa cortés.
-Le... le ruego que me perdone, señora -balbuceó Serena, desabrochándose el abrigo-
. El mayordomo me comunicó que mi padre deseaba verme enseguida, y...
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-Y naturalmente te apresuraste a atender su llamada. Lo entiendo muy bien. Pero ¿no
crees que deberías llamar a tu doncella?
-Sí, gracias -respondió Serena. Se acercó rápidamente a la chimenea, evitando la
mirada de su padre, e hizo sonar la campanilla. Entonces se volvió hacia la visitante e
hizo una reverencia-. ¿Cómo está usted, señora?
La matrona la miró con expresión divertida.
-Muy bien, gracias, Serena -le tendió la mano y Serena la tomó, sintiendo cómo sus
cálidos dedos le envolvían los suyos-. Estaba convenciendo a tu padre para que te
permita acudir a la fiesta en Lacey Court.
La mirada de Serena voló hacia su padre, quien parecía más relajado de lo que se
había mostrado hasta ese momento. No sonrió, pero asintió con la cabeza.
-Puedes ir -dijo, levantándose-. Si me disculpa, señora, tengo mucho trabajo.
-Sí, sí, váyase -lo apremió lady Camelford, soltando la mano de Serena-. ¡Ya estoy
acostumbrada a que me abandonen por la política!
Para alivio de Serena, su padre se echó a reír e hizo una ligera reverencia antes de
retirarse. Ella se quitó la pelliza y la dejó sobre una silla, revelando el vestido blanco de
muselina.
Su prima se levantó para ayudarla a quitarse la toca.
-Tu padre ha sido muy amable, ¿verdad, Serena? Y usted ha sido muy generosa al
interesarse por la chica, lady Camelford.
-Sí, le estoy muy agradecida, señora -corroboró Serena, ocupando el sillón que había
dejado su padre-. Aunque me extraña que haya pensado en mí para algo así.
-¡Serena! -la reprendió su prima, que estaba recogiendo las prendas.
Lady Camelford se echó a reír.
-Podría mentir y decirte que sólo quería complacer a tu padre, pero la verdad es que
me ha costado mucho convencerlo. No estaba dispuesto a perderte de vista, ¿verdad,
señorita Geary? ¡No sabía que fuera un padre tan cariñoso!
Tampoco lo sabía Serena, pero se abstuvo de decirlo. Estaba maravillada por la
buena suerte que lady Camelford le había llevado con su visita, antes de que su padre
pudiera enterarse de lo grosera que había sido con Hailcombe.
-Es una suerte que su señoría estuviera particularmente complacido con la conducta
actual de su hija -dijo Laura, mirando significativamente a Serena mientras volvía a su
asiento-. Estarás de acuerdo, mi niña, en que merecías este trato.
¿Significaba eso que su padre había sido inducido a creer que Serena había
cambiado de opinión por haber salido de paseo con Hailcombe? Si así fuera, estaba a
punto de llevarse una amarga decepción. Serena no se atrevía a albergar esperanzas de
que mantuviera su palabra y le permitiera ir a Lacey Court.
Unos golpes en la puerta anunciaron la llegada del mayordomo, y Laura le pidió que
fuera a avisar a Mary.
La interrupción sirvió para intensificar el desconcierto de Serena, que esperó a que
Lisset se marchara para poder expresarla en voz alta.
-Si mi padre se ha mostrado tan difícil de persuadir, entiendo aún menos, señora, las
molestias que se ha tomado por mi causa.
Vio que su prima Laura fruncía el ceño en expresión reprobatoria, pero lady
Camelford se anticipó a cualquier comentario.
-Espero que no te ofendas, querida. No estoy actuando en tu beneficio, sino en el de
mi futura nuera.
-¡Oh, su hijo va a casarse con la señorita Lacey! -Exclamó Serena-. Hasta este
momento no se me había ocurrido que estuviera emparentada con sir Lucius.
Su prima Laura dio un respingo.
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-¡Claro que sí! Es su hija.
¡Y por tanto la prima de Wyndham! Pero Serena se calló ese detalle. El pulso se le
aceleró frenéticamente. ¿Podía ser que aquella invitación fuera obra del vizconde?
-Pero yo no... yo no conozco a la señorita Lacey -arguyó-. Sólo...
-Veo que tendré que confesarlo todo - dijo lady Camelford con un suspiro. Sus
labios bailaban en una mueca burlona-. Melanie es una chica encantadora. Le tengo
tanto cariño como a mi querido John. La temporada trajo muy pocos de sus amigos a la
ciudad. La pobre vino sólo para hacerme una breve visita y me suplicó que pensara en
algunos jóvenes que pudieran asistir a la fiesta, porque, según ella, iba a estar atestada
de «viejos franchutes» - lady Camelford no pudo contener una carcajada-. Es una chica
terrible, pero es imposible no adorarla.
-Y por eso pensó en Serena -intervino Laura.
-Como es natural, pensé entre los hijos de sus conocidos políticos, -corroboró lady
CaIpelford- Pero fue Mel quien te eligió, mi querida Serena. Dijo que tenía la impresión
de de podrías añadirle un toque especial a la fiesta.
Ni lady Camelford ni su prima parecían comprender por qué, pero a Serena no la
inquietaba ese asunto. Lo que sí la preocupaba era que la hubiesen elegido al azar.
Wyndham no podía tener nada que ver.
Lacey Court era una mansión grande y caótica de edad y estilo indefinidos. Parecía
que sus habitantes hubieran ido añadiendo alas y dependencias sin la más mínima
consideración por la arquitectura. Y así había sido, según le contó la señorita Lacey a
Serena.
-Toda la casa es una locura -dijo Melanie-. Puede parecerte que estás en el ala Tudor
y de repente pasar a la habitación siguiente y encontrarte en Italia. Y hay que ver los
caprichos arquitectónicos de los jardines para poder creérselos. Ese jardinero tan
famoso, Capability Brown, debía de estar mal de la cabeza.
Serena no pudo evitar una carcajada mientras seguía a su joven anfitriona por los
desconcertantes pasillos y corredores hasta el dormitorio que se la había sido asignado.
Melanie le había resultado encantadora al instante, y era fácil comprender por qué lady
Camelford había sucumbido a sus ruegos.
La señorita Lacey la había recibido con un grito de delicia y un efusivo abrazo.
Tenía los rasgos propios de una reina, con un rostro alegre y una melena castaña que
llevaba recogida con algunos tirabuzones cayéndole por la espalda. Era deliciosamente
jovial y despreocupada y embarazosamente sincera.
-Estaba deseando conocerla, señorita Reeth. Oh, no... Ya está bien de formalismos
ridículos. ¿Te importa si te llamo Serena? ¡Eres preciosa! Tendré que reprender a
George por haberte dejado escapar, el muy estúpido.
Aturdida por su elocuente franqueza, Serena apenas había podido murmurar un
tímido agradecimiento.
-Gra... gracias, señorita Lacey. Ha sido muy amable al...
-¡Tonterías! Estoy encantada con tu presencia. Y llámame Mel, por favor. Todo el
mundo lo hace. Vamos a ser muy buenas amigas.
-¿En... en serio? -había preguntado Serena dubitativamente.
Melanie se había echado a reír. -¡No pongas esa cara! Claro que sí -le había
asegurado, tomándola del brazo para llevarla hacia las escaleras, con la prima Laura
pisándoles los talones-. He oído hablar tanto de ti que es como si ya te conociera.
Serena no sabía cómo su anfitriona había oído hablar de ella, y así se lo había dicho.
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-Por George, naturalmente -fue la respuesta de Melanie, asombrada-. Me dijo que
eras muy tímida, y puedo ver que no se equivocaba. También dijo que solías decir todo
lo que se te pasa por la cabeza... «Igual que yo», dijo. Pero George siempre ha sido así,
mientras que yo he desarrollado la costumbre de decir lo que pienso sin importarme lo
que piensen de mí. Tú, en cambio, te arrepientes de las cosas que dices. Y eso, según
George, es uno de tus rasgos más atractivos. Como te podrás imaginar, lo reprendí
severamente por no haberse decidido hace meses, cuando aún tenía la oportunidad de
comprometerse contigo. No sé en qué estaría pensando, porque cualquiera puede ver
que habrías sido la esposa perfecta para él.
A esas alturas, a Serena le había quedado claro que aquel «George» mencionado por
Melanie no era otro que su primo, George Lyford, vizconde de Wyndham. La libertad
que se tomaba Melanie para hablar de él había enmudecido a Serena, que oyó cómo su
prima Laura chasqueaba con la lengua tras ella. Por suerte, su anfitriona no se callaba en
ningún momento y había seguido hablando de Lacey Court, demasiado absorta en su
propio discurso para darse cuenta de nada.
Serena fue instalada en un soleado dormitorio de la primera planta, con vistas a los
jardines laterales. El arquitecto responsable de aquella ala de la mansión era un claro
adorador de Adán, como demostraba la decoración a base de hojas de parra en la repisa
y entrepaños en las paredes de color pastel. Los muebles Sheraton eran de madera clara
con patas sinuosas, y la cama de columnas estaba coronada con un dosel circular del que
colgaban cortinas de seda rosa.
Su prima fue hospedada en una habitación contigua de dimensiones similares, pero
con un mobiliario muy distinto, que corroboraba las críticas de Melanie. Paneles de
madera oscura y cortinas de terciopelo rojo le conferían un aire de lujo y elegancia, así
como la sensación de haber entrado en otra época. Laura miró a su alrededor con
disgusto, pero, acuciada por la indiscreta charla de Melanie Lacey, le recordó a su prima
la orden que le había impuesto su padre.
-No podré olvidarlo tan fácilmente, prima -repuso Serena. Los horrores de los tres
últimos días tardarían mucho en borrarse de su memoria.
El barón, después de oír la versión de Hailcombe sobre el fatídico paseo por el
parque, había irrumpido en la habitación de su hija para echarle un sermón y acabar con
las esperanzas de Serena de poder asistir a la fiesta. La había amenazado, entre otras
cosas, con enviarla a Suffolk, y le había prometido que, aunque ya no era una niña a la
que se pudiera azotar con una vara, aquél sería su merecido castigo si Hailcombe volvía
a quejarse por su impertinencia.
Dejando a su hija enmudecida y muerta de miedo, había acabado prohibiéndole
acudir a Lacey Court y se había marchado dando un portazo. Laura, que había
presenciado horrorizada la escena, sorprendió a Serena dándole un fuerte abrazo y
condenando a su padre, a Hailcombe y a todos los hombres en general.
-No soporto esta injusticia -había declarado con vehemencia-. Una mujer nunca
tiene mucha elección, pero cuando estos brutos se ven obligados a recurrir a la
intimidación, abusando de quienes son más débiles... ¡Es inadmisible!
Sorprendentemente, Laura había conseguido que su padre acabara cediendo. Había
esperado a que se enfriaran los ánimos y se había enfrentado valientemente al león en su
guarida.
-No tuve el menor escrúpulo en fingir -le había confesado a su prima con
sentimiento de culpa-. Ahora te toca a ti cumplir con tu parte, mi niña, y todo saldrá
bien.
Su padre había comprendido que una semana le daría a Serena tiempo suficiente
para reflexionar, y Laura se había comprometido a enderezarla... aunque no tenía la
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menor esperanza de que su prima le prestara atención. Se había atrevido a sugerir que
los métodos de Reeth sólo habían servido para avivar el espíritu rebelde de Serena, y le
había insinuado que un enfoque más suave podría ser más efectivo.
También había señalado que lady Camelford se sentiría gravemente ofendida si
Serena no acudía a la fiesta.
Serena había fingido una actitud de agradecimiento hacia su padre y había accedido
humillantemente a escribirle una disculpa a Hailcombe. No estaba de acuerdo, pero lo
había hecho. Y el resultado había sido el que más temía. Su pretendiente las había
invitado a ella y a Laura al teatro, donde sus asiduas atenciones en público estaban
destinadas, en opinión de Serena, a convencer a todo Londres de que se estaba
formalizando un compromiso.
Temiendo que pudiera ser obligada a casarse contra su voluntad, había dejado
Middlesex con un gran alivio. Al menos tendría una semana de libertad. Pero cualquier
atisbo de esperanza secreta se había borrado con la última orden de su padre.
-Si Wyndham está presente en la fiesta, Serena, tendrás que mantenerte apartada de
él. ¿Me has entendido?
La amenaza subyacente le había recordado su promesa de recurrir al castigo físico si
la desobedecía. Estremeciéndose por dentro, se había mostrado lo suficientemente
sumisa para que su padre quedara satisfecho.
Por tanto, fue todo un susto cuando, en la cena de aquella primera noche, se
encontró sentada entre un anciano clérigo y el vizconde de Wyndham.
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CAPÍTULO 4
Los síntomas que invadieron a Serena fueron radicalmente contrarios a las
advertencias de su padre. El corazón le latía desbocado, y sintió que iba a desmayarse.
Afortunadamente, ya estaba sentada cuando se percató de la presencia de Wyndham a
su lado. Estaba pendiente de la dama que se sentaba al otro lado, pero no tardaría mucho
en volverse hacia Serena.
Apretó las manos en el regazo y se esforzó por mantener la calma. Su mirada se
encontró con la de su prima Laura, quien la observaba con el ceño fruncido. Serena
asintió ligeramente para convencerla de que sabía cuáles eran sus obligaciones, aunque
no sabía cómo podía guardar las distancias en unas circunstancias semejantes.
Le sirvieron un palto de cangrejo con mantequilla y pan tostado. Serena miró la
comida como si no supiera qué hacer con ella.
-¿No le gusta el cangrejo, señorita Reeth?
Serena dio un respingo y giró la cabeza. La cálida sonrisa del vizconde le derritió los
huesos y la dejó sin habla, y sólo pudo pensar en la expresión que debían de estar
reflejando sus ojos.
Wyndham había previsto maliciosamente aquel momento. Había sabido que Serena
se asustaría, e incluso esperaba recibir una reprimenda... pues ella se habría imaginado
sin duda que era su mano la que estaba detrás de la inesperada invitación a la fiesta.
Lo que no se esperaba era el vuelco que le dio el corazón por la expresión de
desconcierto en sus preciosos ojos. Se vio sacudido por un deseo irrealizable de tomarla
en sus brazos, pero en vez de eso se limitó a arquear las cejas en una mueca burlona y a
colocarle entre los dedos el tenedor apropiado.
Serena se sonrojó, apartó la mirada de él y se puso a pinchar el caparazón del
cangrejo con tanto frenesí que amenazaba con arrojar la carne con todas direcciones.
Wyndham buscó rápidamente algún tema que pudiera tranquilizarla.
-¿Le gustó “Sentido y sensibilidad”? -le preguntó en un tono cuidadosamente neutro.
-¿Qué? Oh... sí, gracias -respondió ella en voz baja. Enseguida pareció darse cuenta
de que su respuesta no era la adecuada y lo miró fugazmente-. No, no quería decir eso.
Yo... ¿Qué me ha preguntado?
-La novela que compró en Hatchards -le recordó él.
-¡Oh, sí! ¡Qué tonta soy! Pero aún no la he leído. La empecé, pero...
Volvió a quedarse sin voz, incapaz de explicarle las circunstancias que le habían
impedido acabar la novela. Al menos el pulso se le había calmado ligeramente, y pudo
hacer un esfuerzo para empezar de nuevo con la comida. Hundió cuidadosamente el
tenedor y extrajo un sabroso pedazo de carne. Wyndham vio cómo sus dedos
temblorosos se llevaban el tenedor a la boca. Permaneció un momento inmóvil y
devolvió bruscamente la carne al plato.
-¡No puedo comerme esto!
-Entonces no lo haga -le aconsejó él-. Debo decir que a mí tampoco me gusta mucho
el marisco.
-No es eso -masculló Serena, pero se arrepintió al instante y se volvió hacia él para
hablarle en voz baja-. ¡No podemos estar el uno junto al otro! ¿Es obra suya, milord?
Él no respondió, pero sus ojos grises la miraron de un modo muy revelador.
-¿Recuerda nuestro último encuentro... en Drury Lane? Aunque tal vez no debería
considerarlo un encuentro, ya que no nos dirigimos la palabra.
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Serena lo miró con perplejidad. -¿De qué me está hablando, milord? Un brillo se
encendió en los ojos de Wyndham.
-Pero, señorita Reeth, ¿cómo ha podido olvidarlo? ¿Me cree capaz de resistirme a
una atracción semejante?
De repente Serena lo recordó. Aquella mirada que le había lanzado, protegida detrás
de su abanico... Sintió que las mejillas le ardían y apartó rápidamente la mirada.
-Lo había olvidado. Han pasado muchas cosas desde entonces... -recordó cuál era su
amarga situación actual y volvió a mirarlo-. No hay nada que usted pueda hacer por mí
ahora. En su momento, tal vez, pero ya es demasiado tarde.
Aquella expresión de angustia en sus ojos pardos y aquella nota de desesperación en
su voz era más de lo que Wyndham podía soportar. Se inclinó hacia ella y bajó la voz a
un murmullo.
-Señorita Reeth... Serena... no pongas esa cara. ¡Te lo ruego! Sea lo que sea, te doy
mi palabra de que haré cualquier cosa que esté en mi mano por ayudarte.
-¡Oh, no, no debe hacer eso! -murmuró ella, turbada-. Por favor, no me hable si
puede evitarlo. Sólo conseguirá empeorar las cosas.
Wyndham oyó consternado sus palabras. No había duda de que Serena estaba en
apuros, lo cual trastornaba considerablemente sus planes. Había contado con la ayuda de
su prima para asegurarse de que Serena acudiera a la fiesta y así alejarla de Hailcombe.
No temía que aquel tipo supusiera una amenaza seria, y confiaba demasiado en Serena
como para creerla capaz de sucumbir a un hombre semejante, pero albergaba la
esperanza de volver a ganarse el favor de Serena. Su intención era recuperar su
confianza y averiguar, y a ser posible erradicar, la razón que la había alejado de él. Pero
su angustia actual no podía atribuirse a que estuviera en su presencia. Tenía que
descubrir qué le pasaba y ayudarla a superarlo.
-Hablaremos mañana -dijo tranquilamente-. Lo arreglaré todo para que no sufras
ningún daño, te lo prometo.
Se dio la vuelta y retomó la conversación con la dama que estaba sentada al otro
lado, dejando a Serena con el anciano clérigo, quien a esas alturas ya se había percatado
de la presencia de aquella «preciosa jovencita» a su lado.
Serena se unió con una mezcla de sentimientos a un paseo a caballo con los
invitados más jóvenes y la hija de la casa.
Melanie había ido a buscarla a su dormitorio una hora antes, acompañada de una
chica morena y risueña, para reclamar su presencia.
-Tienes que darte prisa, porque si no salimos antes del desayuno, pasarán horas antes
de que podamos montar sin que se nos revuelva el estómago. Y no me digas que no has
traído tu vestido porque...
-Pues claro que lo he traído -la interrumpió Serena, aún medio dormida-. ¡Pero no
tengo caballo, Mel!
Su anfitriona se echó a reír, y lo mismo hizo su compañera. Era una amiga de la
escuela de Melanie, llamada Fanny Gullane, a quien se la habían presentado a Serena la
noche anterior. Era una chica muy bonita, aunque un poco simple, y parecía una fiel
seguidora de su efusiva amiga.
-No te hace falta un caballo, tonta -la reprendió Melanie-. Nosotros te ofreceremos
uno, como es natural. ¿Sabes montar? No importa si no sabes. Seguro que George se
cuidará mucho de elegirte un caballo dócil y seguro.
-Oh, sí -Exclamó lady Fanny-. Los hombres nunca se creerán que una mujer pueda
montar un caballo grande y fuerte. Félix siempre me está agobiando con sus
restricciones, insistiendo en que monte una potra.
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Félix era lord Horsmonden, el joven caballero con quien lady Fanny se había
prometido recientemente. Apenas había alcanzado la mayoría de edad, y aunque su
compromiso se había fijado desde hacía mucho tiempo se había retrasado hasta
entonces.
Los comentarios de Fanny provocaron una animada discusión entre las dos jóvenes
damas sobre los ridículos tópicos que sus respectivos novios les atribuían. Pero cuando
Serena terminó de despejarse, comprendió las verdaderas implicaciones del paseo a
caballo.
Según Melanie, era el vizconde quien tenía el caballo de Serena. Melanie estaba
dispuesta a concederle a su primo la autoridad que sólo se le podía conferir a un
pretendiente que hubiera sido aceptado. Aquella suposición hizo que brotara una semilla
de rencor en su interior. A menos que fuera idea del propio Wyndham. ¿Había elegido
aquel método para asegurarse un encuentro a solas con ella? La perspectiva de tener una
conversación íntima con él la había mantenido en vela durante horas.
No tuvo ocasión de indagar en el tema, pues Melanie y su amiga la acuciaron para
que se vistiera a toda prisa. Las dos se atribuyeron momentáneamente el papel de
doncellas, lo que sólo sirvió para entorpecer más que para acelerar la tarea. Pero,
finalmente, Serena salió del dormitorio enfundada en un vestido azul celeste que
realzaba tanto su belleza que dos de los tres caballeros que las aguardaban en las
caballerizas se quedaron ensimismados al verla.
El tercero, cuya mirada fue la que buscaron involuntariamente los ojos de Serena, le
ofreció una sonrisa de bienvenida que le provocó un estremecimiento.
-Permíteme ayudarte a montar -le dijo-. ¡Estás preciosa! -añadió suavemente.
-Gra... gracias -murmuró ella, ruborizándose.
Wyndham la tomó de su mano enguantada y la condujo hacia un rucio a cargo de
uno de los mozos. Serena aceptó su ayuda en silencio, demasiado aturullada para darse
cuenta de que John Camelford y lord Horsmonden estaban dispensándoles la misma
atención a sus respectivas novias.
-Gracias por haber venido -le murmuró Wyndham mientras los demás montaban-.
Encontraremos un momento para hablar.
Serena se disponía a agarrar las riendas, pero se detuvo y lo miró con una expresión
tan vulnerable que Wyndham tuvo que contenerse para no besarla.
-¡Arriba! -la animó rápidamente, y la aupó a la silla.
Serena se acomodó de manera instintiva y deslizó el pie en el estribo. Wyndham se
lo colocó correctamente y ella tuvo que respirar hondo para intentar calmarse, ya que la
cercanía y la presión de sus manos en la cintura le había acelerado frenéticamente el
pulso.
Su determinación estaba hecha pedazos. Era tristemente desalentador recibir unas
atenciones semejantes del hombre al que no quería entregarle su corazón, y de quien
tenía que mantenerse alejada por órdenes de su padre. La ayuda que le ofrecía era el
bálsamo prohibido que ella debía rechazar rotundamente. Si Wyndham se aprovechaba
de la ocasión para intentar entablar una conversación íntima, ella podría rechazar
dignamente cualquier intento por ganarse su confianza.
Aquella idea la absorbió de tal manera que apenas fue consciente de cómo el
vizconde montaba con agilidad en un gigantesco alazán. Los demás ya estaban saliendo
al trote de las caballerizas. Parpadeó unas cuantas veces para despejar la vista, le asintió
al mozo que aún retenía al caballo y salió detrás de los otros.
Wyndham la seguía a una distancia prudente que, de momento, impedía mantener
una conversación. No intercambiaron ninguna palabra mientras el grupo atravesaba las
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tierras de Lacey por un camino de herradura que conducía, según le había dicho
Melanie, a un campo abierto donde podrían lanzarse al galope.
Serena tuvo la ocasión de descubrir que, lejos de humillarla con una montura lenta y
propia de una dama, el vizconde había elegido para ella una enérgica potra que la obligó
a emplearse a fondo para domarla. No obstante, era muy consciente de la cercana
presencia de Wyndham, y supuso que estaba dispuesto a intervenir si fuera necesario.
Por delante, las otras dos mujeres, que montaban con las cabezas juntas detrás de sus
novios, también habían recibido sendas monturas de calidad.
Serena tuvo mucho tiempo para tranquilizarse y controlar a su potra. Cuando
llegaron al camino de herradura, tan estrecho que el vizconde se vio obligado a cabalgar
a su lado, pudo responderle sin apenas temblar. Aunque no pudo evitar que el corazón le
palpitara con fuerza.
-Mi tío entiende mucho de caballos -empezó él.
-Por supuesto -corroboró Serena, mirándolo de reojo-. ¿Eligió usted esta montura
para mí?
Él arqueó las cejas.
-¿Tienes alguna objeción?
Serena se estremeció, pero consiguió responder con bastante calma.
-Al contrario. Le estoy muy agradecida, teniendo en cuenta que su prima me había
asegurado que elegiría para mí una montura... segura.
-Te pido disculpas en su nombre -repuso él.
-Oh, no, por favor. Su prima me gusta mucho. No sé a quién no podría gustarle,
siendo tan simpática y cariñosa.
-Sí, por eso se le pueden perdonar sus excesos lingüísticos.
Serena respondió con una tímida sonrisa. Por fin se estaba relajando.
-No soy el más apropiado para condenarla -dijo él, devolviéndole la sonrisa-. Pero
esa misma indiscreción en ti resulta encantadora, señorita Reeth... como ya te he dicho
en otra ocasión.
Serena se puso colorada y apartó rápidamente la mirada.
-Es... es mejor olvidarlo, señor.
La opresión de su voz advirtió a Wyndham que tenía que andarse con cuidado. De
nuevo se encontraba con aquel inexplicable retraimiento que tanto lo había irritado al
principio. Si había conseguido aplacar su ira y preguntarse por el cambio de actitud de
Serena era sólo porque le resultaba evidente que ella luchaba contra sus propios
instintos.
No podía sacar el tema directamente. Y tampoco estaba preparado para indagar en la
alusión al marqués de Sywell. Además, la necesidad de absolverse a sí mismo había
sido suplantada por la desazón que había percibido la noche anterior en Serena. Su
misión actual no era justificarse ni recuperar la confianza de Serena, sino averiguar la
razón de su angustia.
-Fue usted quien hizo que me invitaran a esta fiesta, ¿verdad? -la voz acusatoria de
Serena lo sacó de sus pensamientos.
-Porque quería tener la oportunidad de recuperar nuestra amistad -respondió
Wyndham sin la menor duda.
Serena guardó silencio, mirando al frente, pero la rigidez de sus hombros era muy
reveladora. Wyndham se preguntó si debía insistir. ¿Qué podía perder? Aunque la
hiciera enfadar, al menos conseguiría romper la intolerable barrera que se había
levantado entre ambos. Y esa barrera tenía que ser derribada si quería llegar a alguna
parte.
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-Tu padre me dijo qué habías volcado tu afecto en otro. Lo cual me indujo a creer
que, en un tiempo, fui yo el afortunado de contar con ese afecto. Disculpa mi
brusquedad, señorita Reeth, pero debes saber que mi mayor deseo sigue siendo que me
concedas tu mano.
-¡No! -Exclamó ella con voz ahogada-. No diga eso, por favor. No se me permite...
Quiero decir, usted no puede... no puede ser su deseo... mortificarme con...
-¡Jamás! -declaró él-. Pero me parece que ya hay algo que te mortifica, Serena, y no
por mi culpa.
Incapaz de contenerse, Serena giró la cabeza para mirarlo directamente a los ojos. La
compasión que se reflejaba en el rostro de Wyndham era demasiado convincente.
¿Cómo podía ser aquel hombre el monstruo que le habían descrito? Wyndham esperaba
una respuesta, y Serena no pensó ni por un instante en negársela.
-Mi padre y yo nos hemos peleado, eso es todo.
Pero al vizconde no lo satisfizo aquella respuesta tan breve y evasiva.
-¿Por qué? Espero que no tenga nada que ver con mi proposición.
-Oh, no. Al menos... no directamente.
Serena se dio cuenta de que estaba en peligro de revelar más de lo que pretendía y se
mordió la lengua. Era muy difícil obedecer a su padre, sobre todo cuando toda ella
pugnaba por hacer lo contrario a sus órdenes.
-Mi padre no... no quería que saliera de la ciudad en estos momentos -improvisó, en
un desesperado intento por alejarse de la peligrosa verdad-. Quiere que... que haga algo
que... Me temo que me he rebelado contra su orden expresa y no sé cómo voy a
solucionarlo.
Se habría quedado horrorizada de haber sospechado que Wyndham sabía lo que
aquella mentira ocultaba. Pero Serena no podía saber que el mejor amigo del vizconde
lo había informado de sus últimos movimientos.
Sebastian Moore, lord Buckworth, era un hombre mucho más corpulento que su
amigo, pero ambos compartían el mismo sentido del humor y un talento natural para la
esgrima, lo que había supuesto el origen, años atrás, de una sólida amistad. Buckworth
era mayor que el vizconde y lo trataba con la sana ironía que lo caracterizaba. Pero se
había tomado muy en serio el descubrimiento de que la mujer que su mejor amigo había
elegido como novia, después de haberlo rechazado, se había convertido en el objetivo
de un hombre cuya reputación le había granjeado el desprecio de la aristocracia.
-Si quieres saber mi opinión -le había dicho Buckworth en un tono ligeramente
compasivo-, es el padre más que la hija quien está interesado en ese tipo.
Buckworth había visto a Serena en compañía de Hailcombe, tanto en el parque como
en el teatro, y no había visto ningún signo de compromiso ni entusiasmo. La carabina,
en cambio, no había podido mostrarse más esperanzada. Lo cual hubiera sido
sorprendente, si Buckworth no hubiera visto a lord Reeth y a Hailcombe juntos en dos
ocasiones distintas.
Por todo ello, a Wyndham le quedó muy claro que la pelea entre Serena y su padre
guardaba alguna relación con Hailcombe. Que Reeth lo hubiera rechazado con la pobre
excusa de que había perdido el favor de Serena ya era bastante malo. Y si lo pensaba
detenidamente, ¿Lord Reeth no se había mostrado visiblemente avergonzado cuando
Wyndham, le pidió una explicación al rechazo? ¡Estaba decidido a entregar a su hija a
un hombre como Hailcombe! Era absolutamente inconcebible.
Un grito de su prima informó a Wyndham de que se acercaban al campo. Unos
segundos más y perdería la oportunidad para hablar en privado con Serena.
La miró y la sorprendió observando su rostro con el ceño fruncido.
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-Te agradezco tu confianza, señorita Reeth -le dijo con una sonrisa-. Seguiremos
hablando más tarde.
Incómoda por haberse delatado más de lo que pretendía, Serena se quedó silenciosa
e intranquila. Pero las sombras de su mente se disiparon en cuanto los seis caballos
empezaron a galopar por el prado, levantando con los cascos el barro y la hierba. Serena
no tardó en sentirse agradecida por la elección del vizconde, pues la potra dejó atrás a
las monturas de las otras dos mujeres y se mantuvo a la par con el alazán. Consciente de
que Wyndham estaba refrenando a su caballo para mantenerse a su ritmo, Serena frenó
hasta un medio galope.
-¡Dele brío! No se preocupe por mí. Iré despacio.
Wyndham se lo agradeció con un chasquido del látigo y el alazán se alejó a galope
tendido. Serena oyó un grito a sus espaldas y giró la cabeza para ver a los otros dos
caballeros que los seguían de cerca. Tiró de las riendas para apartarse y mantuvo un
paso tranquilo, siendo alcanzada por las otras dos jóvenes.
-Vaya, ¡nunca me lo habría esperado de George! -Exclamó Melanie-. ¡Ya es
bastante humillante que Camel me abandone, pero no sabía que Wyndham pudiera ser
tan egoísta!
-Oh, no digas eso -le pidió Serena, consternada-. Yo lo animé a hacerlo, porque me
pareció que su caballo estaba impaciente por galopar. Y es mucho más fuerte y rápido
que esta pequeña damita.
-Oh, en ese caso no pasa nada -aceptó Melanie alegremente-. Si te digo la verdad, es
muy aburrido estar siempre sometida a las Órdenes y restricciones de Camel.
-Sí, piensa en todo lo que podemos divertirnos sin ellos -corroboró lady Fanny-.
Podemos criticarlos a nuestro antojo.
Serena no quería criticar al vizconde, pero se abstuvo de decirlo cuando las otras dos
chicas empezaron a enumerar los defectos de sus desdichados héroes. En realidad,
tenían muy poco de lo que quejarse. Era evidente que tanto John Camelford como lord
Horsmonden eran unos caballeros afables y honestos. ¡Era impensable que cualquiera
de ellos hubiese sido corrompido por un deplorable marqués! Como también lo era que
cualquiera de las dos damas no esperase con ilusión su matrimonio.
El ánimo le decayó al pensar en Hailcombe. Aunque se permitiera disfrutar de la
compañía de Wyndham, parecía inevitable que acabaría accediendo a la voluntad de su
padre. Estaba muy bien rebelarse contra sus órdenes, pero ¿por cuánto tiempo podría
seguir haciéndolo?
Vio a Wyndham cabalgando de regreso hacia ella. En un mundo perfecto, estaría
esperando con ilusión el regreso de su prometido, igual que las otras dos mujeres. Pero
el mundo distaba mucho de ser perfecto, y era una estupidez perderse en fantasías
inútiles.
Aquel pensamiento estuvo acompañado por una ola de emoción, y Serena se sintió
incapaz de intercambiar más palabras con Wyndham. Hizo girar a la potra antes de que
el vizconde la alcanzara y la espoleó para que iniciara un medio galope. El alazán de
Wyndham llegó junto a ella, pero Serena no lo miró e ignoró su llamada para que lo
esperara.
Sin embargo, Wyndham se puso a su lado y agarró las riendas de la potra para
detenerla.
Un arrebato de furia sofocó la angustia de Serena.
-¿Qué demonios te pasa, Serena? -le preguntó él en tono irritado-. Creía que
habíamos llegado a un acuerdo hace unos momentos.
Serena no tuvo más remedio que girar la cabeza y mirarlo a los ojos.
-Le ruego que suelte mis riendas -le pidió en voz baja y tensa.
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-Lo haré cuando me respondas.
A Serena se le hizo un nudo en el pecho que le dificultaba el habla y la respiración.
Pero nada podía detener sus palabras.
-No puede haber ningún acuerdo entre nosotros, Wyndham. Cada vez que me acerco
a ti, estoy agravando mi situación.
-Estoy intentando ayudarte.
-No puedes ayudarme. ¡Ni siquiera puedo hablar contigo!
Wyndham la miró con ojos entornados.
-¿Por orden de tu padre?
Serena lo miró fijamente.
-Y por decisión propia.
Se produjo un silencio lleno de tensión. Wyndham le sostuvo la mirada sin
pestañear, y a Serena se le encogió el corazón de dolor al ver la dura expresión de sus
ojos grises. Cuando finalmente Wyndham habló, lo hizo con una voz fría y severa.
-Una vez mencionaste el nombre de un marqués. No sé lo que te habrán contado
para desprestigiarme, pero me duele que me conozcas tan poco, Serena.
Soltó las riendas y desvió bruscamente a su caballo para alejarse.
Apenas había recorrido unos metros cuando se detuvo y con un gesto irónico la
invitó a que pasara ella delante para seguir a los otros, que ya se dirigían de nuevo hacia
el camino de herradura.
Después de haber puesto la excusa de un dolor de estómago para no unirse a una
excursión matinal a una finca vecina, Serena esperó a que los carruajes se hubieran
perdido de vista, se puso la pelliza verde y salió a pasear su tristeza.
Laura estaba en el salón, donde le había dicho a su prima que se ocultaría para
escribirle una larga carta a su amiga, la señorita Lucinda Beattie de Abbot Giles. Al oír
aquel nombre y recordar el doloroso origen de su desgracia.
Serena se había echado a llorar desconsoladamente.
Los jardines de Lacey Court estaban salpicados por varias glorietas y cenadores que,
junto a las innumerables grutas y laberintos componían la extravagante ornamentación
paisajística creada durante el siglo pasado.
Oculta en uno de los quioscos, Serena pudo liberar finalmente el cúmulo de
emociones que habían estado atormentándola. No sabía cómo había podido participar
del regocijo exhibido por las otras jóvenes, y le resultaba sorprendente que nadie se
hubiera percatado de que lord Wyndham sólo se acercaba a ella para cumplir con las
mínimas reglas de cortesía.
Wyndham ya no la miraba con su expresión burlona habitual ni su cálida sonrisa, y
Serena pensó que debería sentirse agradecida, pues de aquella manera le resultaría más
fácil acatar las órdenes de su padre. Pero lo único que podía sentir era dolor y
desesperación. Si Wyndham se había sentido herido por la errónea atribución de culpa,
su venganza había sido consumada.
Pero aún peor había sido la actitud anterior. El vizconde le había dado a entender
que aún quería casarse con ella y que la ayudaría en todo lo que pudiera. Ella había
rechazado ambas cosas, y con aquella negativa parecía haber sellado su destino.
Tendría que ceder a las exigencias de su padre. ¿Qué otra alternativa le quedaba? Ni
siquiera podía pensar en ninguno de los caballeros que habían intentando cortejarla en el
pasado. Lord Reeth estaba decidido a que su novio fuera Hailcombe. Aunque, si no
podía casarse con Wyndham, poco importaba quién fuera el pretendiente, pues todas sus
esperanzas de felicidad se habrían borrado para siempre.
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Un nuevo torrente de lágrimas inundó sus ojos y mejillas, y Serena intentó
secárselas con su pañuelo de bolsillo, completamente empapado e inservible para un
grado de aflicción semejante.
-Toma el mío -dijo una voz surgida de la nada. El corazón de Serena dio un vuelco
con tanta violencia que se le cortaron las lágrimas.
Sobresaltada, levantó la cabeza y se encontró con Wyndham. Sin sombrero y con un
pie en el pequeño escalón del cenador, se inclinaba hacia ella y le tendía un pañuelo
genuinamente blanco.
-¡Me has dado un susto de muerte! -clamó, agarrando el pañuelo sin pensar.
Wyndham pareció arrepentido.
-Te ruego que me perdones. Llevaba un rato observándote, y no parecía que fuera a
haber un momento propicio para manifestarme.
-¡Tendrías que haberlo hecho! -lo acusó Serena sin poder contenerse, intentando
reparar los estragos que sus emociones habían provocado en su rostro.
Sabía que tenía los ojos hinchados, la nariz colorada, las mejillas contraídas y el pelo
revuelto. Sintiéndose horriblemente humillada, intentó darse la vuelta para evitar la
mirada de Wyndham. Pero el cenador, con sus columnas de hierro calado y un asiento
semicircular destinado a dos personas, era tan pequeño que no podía ofrecer protección
alguna.
-¡No te apartes! -le suplicó Wyndham. Subió el escalón y pareció llenar con su
presencia el reducido espacio.
Serena estaba profundamente consternada.
-No, por favor... Te ruego que te marches, señor.
-De ninguna manera -dijo él, sentándose junto a ella en el estrecho asiento y
tomándola de la mano-. No puedo dejarte en este estado. Y menos si soy yo el
responsable.
Claro que era el responsable, pero no serviría de mucho decírselo. Serena intentó
retirar la mano, jadeando por el pulso frenético.
-Su... suéltame, por favor. No... no estoy llorando por algo que hayas hecho.
Wyndham le retuvo la mano con firmeza.
-Pero podría ser el caso. El otro día me ofendí sin razón. Te di mi palabra de que te
ayudaría y luego te abandoné. Sólo me queda suplicarte que me perdones.
Aquellas palabras, acompañadas del roce turbador de sus dedos, consiguieron aliviar
un poco la angustia de Serena. Pero una parte de ella se obstinó en una actitud
desafiante y le hizo apartar la mano de un tirón.
-¿Por qué debería perdonarte? Me has traído aquí para... tus propios propósitos, sean
cuales sean. Me has sonsacado mis secretos, aunque te dije que no podía aceptar tu
ayuda. Luego me acusas de haberte juzgado, cuando he intentado por todos los medios
no hacerlo. ¡Y no puedo averiguar la verdad ni preguntarte nada, porque las mujeres no
debemos saber esas cosas!
Se dio cuenta tardíamente de que su lengua volvía a estar traicionándola y se calló
con un gemido ahogado. Se levantó de un salto, pero una fuerte mano la agarró y la
obligó a sentarse de nuevo.
-¡Escúchame! -le ordenó con firmeza, haciéndola girarse para encararlo-. No
conozco ni me importan las historias que hayas oído sobre mí, pero no estoy dispuesto a
tolerar estos insultos. ¡Lo que haya hecho o no en mi vida no es asunto tuyo! Si hubieras
aceptado mi proposición y mi conducta te hubiera resultado criticable en el futuro,
habrías tenido razones para quejarte. Pero en la situación actual...
Serena no podía aguantar más y se retorció con violencia para apartar las manos de
Wyndham de sus hombros.
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-¿Cómo te atreves a hablarme así? ¡No me imaginaba lo horrible que podías llegar a
ser! Creía que eras un hombre bueno y amable, y ahora veo lo equivocada que estaba.
-Y yo creía que eras una joven inocente y encantadora -replicó Wyndham-. No me
imaginaba el carácter tan arisco que se ocultaba tras esa preciosa fachada.
-¡Entonces estarás contento de que mi padre no me permita casarme contigo!
Se puso en pie y salió rápidamente del cenador. Pero apenas se había alejado unos
pocos metros en dirección a la casa cuando Wyndham volvió a agarrarla de la mano.
-¡Detente! No huyas, Serena.
Antes de que Serena adivinara sus intenciones, Wyndham la había hecho girarse y le
sujetaba el rostro entre sus dedos mientras con la otra mano le acariciaba los cabellos.
Los ojos le brillaban con tanto calor y remordimiento que el rencor de Serena se mitigó
un poco.
-Perdóname. No lo he dicho en serio. No me he portado de un modo razonable. Si
me permites una excusa, te diré que la decepción me provoca unos cambios de humor
muy desagradables.
Al oír aquella justificación, que contenía la vana promesa de ver realizados sus más
profundos deseos, Serena volvió a sentirse desdichada y miserable.
-Si tú estás decepcionado, ¿cuál no será mi desgracia por la elección que me han
impuesto a la fuerza?
La voz se le quebró y vio cómo a Wyndham le cambiaba la expresión.
-No llores...
Los dedos se apartaron de su rostro y Serena se encontró a sí misma rodeada por sus
brazos, tan cerca de él que podía sentir el roce de sus piernas contra las suyas. Un
temblor la sacudió, acompañado por un ligero mareo.
Wyndham la abrazó por un momento, mirándola a la cara.
En algún recóndito rincón de su mente sonaba una voz de alarma, conminándola a
apartase. Pero sus músculos no le respondían y no pudo hacer otra cosa que clavarle la
mirada, hipnotizada.
-Mi dulce Serena -murmuró él-. Tan hermosa e inocente... ¡Que Dios me ayude!
Y entonces cerró los ojos y la besó en los labios. El roce fue tan ligero y suave como
una pluma, pero bastó para que las rodillas de Serena flaquearan y la cabeza le diera
vueltas. Un pensamiento flotaba en su mente... Así era como debería haber sido si se
hubieran prometido.
Pero no estaba prometida a Wyndham. Abrió los ojos y se apartó en una reacción
instintiva, balanceándose al perder el apoyo de sus brazos.
-¡Me has besado! -lo acusó estúpidamente.
Wyndham fue incapaz de reprimir una temblorosa carcajada.
-Sí, eso me temo.
-No tenías derecho a besarme.
Una imagen cruzó su cabeza. Wyndham besando a otras mujeres. Mujeres cuya
posición social permitía esas libertades.
-No tenía ningún derecho... salvo mi deseo por ti -añadió él-. ¡Y es un deseo muy
real!
Al segundo siguiente Serena se encontró atrapada en un abrazo mucho más fuerte
que el primero.
La boca de Wyndham volvió a buscar la suya, esa vez sin la menor delicadeza, sino
con una presión que la obligó a separar los labios. Serena supo, instintivamente, que
aquel segundo beso estaba provocado por la pasión irrefrenable.
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Pero aquel pensamiento fue rápidamente sofocado por la impresión de estar
estallando en llamas. Era una reacción tan intensa que la llenó de pánico. Alarmada,
luchó por liberarse.
Entonces Wyndham pareció darse cuenta de lo que estaba haciendo y la soltó. Ella
se apartó y lo miró horrorizada.
-Serena... perdóname, por favor -balbuceó él, tendiéndole la mano-. No sé qué me ha
pasado.
Pero era demasiado tarde para pedir disculpas. Sacudida por un temblor
incontrolable, Serena se llevó los dedos a la boca y se tocó los labios como si quisiera
comprobar que no estaban heridos.
-¿Cómo has podido, Wyndham? -Espetó con voz ronca-. ¿Cómo has podido?
Se dio la vuelta y se alejó corriendo. La poca fe que le quedaba en él se había hecho
añicos.
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CAPÍTULO 5
El carruaje de Reeth se alejó lentamente de Lacey Court. Laura, que había estado
mirando por la ventana, se recostó en el asiento y se volvió con un suspiro hacia Serena.
-Me lo he pasado muy bien en este viaje. Es una pena que hayas decidido regresar
un día antes, querida. Ahora te quedarás sin compañía joven para tus excursiones.
-No importa -murmuró Serena con indiferencia. Le daba igual tener compañía o no,
pues no esperaba la menor satisfacción en ninguna excursión, y con gusto se quedaría
en casa.
-No entiendo por qué quieres marcharte -insistió su prima en un tono ligeramente
malhumorado, mientras manoseaba su manto gris-. La estancia estaba siendo muy
divertida y habías conseguido guardar las distancias con Wyndham, de modo que...
-Te ruego que no vuelvas a mencionar ese nombre, prima -le pidió Serena-. Hubo un
tiempo en que pensé bien de su señoría, pero eso se acabó.
No le gustó nada que su prima la mirara con atención en la penumbra del carruaje y
giró rápidamente la cabeza hacia la ventana. No estaba dispuesta a hablar de las
circunstancias que la habían llevado a admitir que su padre tenía razón. De lo contrario,
Wyndham no la habría abrazado con un ardor reservado para otra clase de mujeres.
Las rodillas le seguían flaqueando al recordar el espeluznante suceso, lo cual
avivaba el rencor hacia él. ¡No tenía derecho a hacerla sentirse de esa manera! Pero
aquello no era lo peor. Hasta que la besó, Serena había creído que era demasiado
caballeroso como para ser culpable de las acusaciones de Laura. No había podido estar
más equivocada.
Y todavía peor. Wyndham había declarado que la vida que había llevado antes de
conocerla no era de su incumbencia. Aquello la convenció de que, a ojos del vizconde,
las actividades que había llevado a cabo con el marqués de Sywell eran unos simples
pecados sin importancia como los que, según Laura, podían ser fácilmente perdonados.
Aún seguía desconcertada por las palabras del vizconde, cuando le dijo que se sentía
herido por sus críticas. ¿Acaso no podía ver cómo le repugnaba su conducta licenciosa?
A menudo se había referido a ella como a una joven inocente, y sin embargo creía que
debía consentir su comportamiento. O, al menos, ignorarlo.
Serena había llegado a la conclusión de que, a pesar de sus sentimientos
equivocados hacia Wyndham, eran polos opuestos. Su padre había estado en lo cierto.
Cualquier esperanza de felicidad estaba condenada. El amor había muerto.
Se dio cuenta de que su prima estaba hablando e intentó concentrarse en sus
palabras. Comprendía la decepción de Laura por marcharse de Lacey Court, porque
durante su estancia Serena apenas había necesitado a una carabina, por lo que su prima
había tenido, por una vez en su vida, plena libertad para dedicarse a sus cosas.
-Me he leído tres novelas, por lo menos. Lady Lacey tiene una colección espléndida.
Y he descubierto que a lady Camelford le encanta el ajedrez. Ya sabes que es una de
mis pasiones, gracias a las enseñanzas de mi padre. Hemos echado varias partidas, y
confieso que experimenté una gran satisfacción al ganarle dos más que ella a mí.
Serena deseó poder compartir su entusiasmo, pero aunque había participado en los
juegos y actividades de los invitados más jóvenes... sobre todo para demostrarle a lord
Wyndham que podía seguir muy bien sin él, se había sentido demasiado apesadumbrada
para disfrutar de nada. Después de dos días había empezado a fingir, y finalmente
encontró una excusa para marcharse el miércoles, un día antes que el resto de invitados.
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Se había quejado de unos fuertes dolores en el estómago y se había negado
rotundamente a que avisaran al médico. Melanie, naturalmente, no la había creído.
-No quiero que él... quiero decir, que los demás piensen que no me siento bien -
había alegado Serena-. Sólo conseguiría aguarles la fiesta a todos.
-Pero si te vas antes de lo previsto, Serena, los «demás» pensarán que ocultas algo -
le había advertido Melanie-. ¿Qué se supone que debo decirles a «ellos»?
El énfasis especial de la última palabra le había dejado muy claro a Serena que
Melanie no se había tragado la mentira, pero se negó a admitirlo y persistió en su
empeño.
-Cuando me vaya, puedes decir lo que quieras.
-¿Y qué explicación me sugieres antes de irte? -le había preguntado Melanie.
Serena había soltado un profundo suspiro.
-Podemos decir que un trastorno recurrente me obliga a regresar a Londres para
consultar a mi médico. Está familiarizado con mi caso.
-Por supuesto, y si me permites que te lo diga, creo que tu «caso» supone algo más
que un dolor de estómago.
Aquel comentario incisivo casi había sido la perdición de Serena, pero Melanie era
tan bondadosa como descarada y le había dado un fuerte abrazo a su invitada.
-¡No llores! Vete si quieres. Pero, por favor, no intentes hacerme creer que George
no tiene nada que ver con tu malestar. Si pensara que pudiera servir de algo, le echaría
un buen rapapolvo.
-¡No lo hagas, por favor! -le había suplicado Serena, horrorizada.
-No lo haré, porque de todos modos no me escucharía -le había asegurado Melanie-.
Creo que Buckworth es la única persona que puede influir en George, y su consejo sería
completamente inútil.
Serena estaba de acuerdo. Un libertino como Buckworth, según se lo habían
definido, sólo podía animar ese lado oscuro de Wyndham que Serena tanto lamentaba
haber conocido y que la había sumido en una profunda apatía. Sólo tenía un futuro por
delante, y estaba decidida a aceptarlo.
El vizconde estaba tan distraído que, por segunda vez en el duelo, permitió
tontamente que un simple movimiento rompiera su guardia. Buckworth se echó hacia
atrás para mantenerse fuera de su alcance y tiró una estocada que alcanzó limpiamente a
su oponente.
-Hasta un niño podría alcanzarte, Wyndham. No estás prestando atención. ¡En
guardia!
Reanudaron el duelo y Wyndham, siempre a la defensiva, se batió de una manera
casi mecánica. La cabeza seguía dándole vueltas a su precaria situación.
Después de que Serena se marchara de Lacey Court, la fiesta le había resultado a
Wyndham insoportablemente aburrida, a pesar de que ella lo había estado ignorando
durante los dos últimos días. Había intentado convencerse a sí mismo de que había
estado perdiendo el tiempo. No le correspondía a él solucionar los problemas de la
señorita Reeth. Podía arreglárselas muy bien ella sola.
Pero desde que volviera a la ciudad la había visto varias veces durante la última
semana, y se había sorprendido con un ataque de celos al encontrarla asida del brazo de
Hailcombe. Se había obligado a concentrarse en sus cosas, pues lo esperaba un
inminente viaje a Brighton. La costumbre exigía que los caballeros de la aristocracia
siguieran al príncipe, quien ya había abandonado la ciudad para pasar una temporada en
Brighton con sus amigos.
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Wyndham estaba pensando que Brighton no le suponía el menor atractivo en esos
momentos de su vida, cuando vio que Buckworth se disponía a tirar un ataque en cuarta,
directo al hombro. Intentó bloquearlo con una parada, pero fue demasiado tarde y la
punta abotonada lo tocó en el hombro izquierdo.
-Touché -admitió, retrocediendo.
-No ha tenido ningún mérito -señaló Buckworth, levantando una mano para quitarse
la máscara protectora-. Tu guardia es pésima, y lo sabes.
-Cierto -suspiró Wyndham, quitándose la careta-. Creo que ya he tenido suficiente.
-¿Qué te ocurre, mi joven amigo? -le preguntó Buckworth. Le quitó el florete y lo
dejó junto al suyo en el armero.
Wyndham se limitó a responder con un gruñido, le tendió la careta a uno de los
sirvientes y se dirigió hacia el vestuario. Más le valdría a Buckworth haberle preguntado
qué no le ocurría. ¿Por dónde podía empezar? ¿Diciéndole que había sido un estúpido?
Eso no hacía falta ni decirlo. Se había mostrado precipitado, irreflexivo e imprudente. Y
lo había pagado muy caro.
Un brazo grande y fuerte se posó en sus hombros.
-¡Vamos, hombre, suéltalo! -lo animó Buckworth! -¿Se trata de la pequeña Reeth?
Wyndham miró rápidamente a su alrededor, pero los vestuarios estaban desiertos.
Casi todos los que frecuentaban la academia de Angelo debían de seguir practicando en
la gran sala habilitada para tal efecto.
-Lo que tú digas -murmuró.
Se apartó de su amigo y fue a llenar de agua una jofaina.
-No voy a olvidarme del tema, amigo mío -dijo Buckworth, llenando otra jofaina-.
Así que ya puedes ir contándomelo.
Wyndham se quitó la camisa y se vertió agua sobre el cuerpo.
-No sé por dónde empezar -admitió-. Pero puedo decirte que la he fastidiado.
-Eso ya lo he deducido yo solo -repuso su amigo-. Nunca he conocido a un hombre
que haya sufrido un desamor que no se haya disparado a sí mismo en el pie.
Wyndham soltó una áspera carcajada y agarró el jabón. Con unas pocas frases puso
a su amigo al corriente de los hechos más destacados. No se guardó ninguna
información relevante, pues con Buckworth podía desprenderse de los formalismos
sociales. No en vano, confiaba en él más que en ninguna otra persona.
-Tendría que habérmelo imaginado - concluyó amargamente-. Sólo tiene dieciocho
años.
-Eso no quiere decir nada, George. He conocido a muchas chicas de dieciocho años
que no se inmutarían ante nada. Todo depende de la educación recibida.
-Su padre es muy estricto. Y ella es demasiado inocente e infantil. Basta escucharla
para darse cuenta. ¡Sabe Dios la clase de historia que Reeth se habrá inventado en
interés de su hija! Y justo cuando creía haberla convencido de lo contrario...
Apretó los dientes al sentir cómo volvía a invadirlo una furia ciega. Sabía que
Serena había huido aterrorizada por culpa del beso y que ahora lo miraba con desprecio.
Estaba casi convencido de que había decidido creerse todas las historias que le habían
contado para ponerla en su contra. Y si a eso le añadía las prohibiciones impuestas por
su padre, no le quedaba la menor esperanza de recuperarla.
Miró a Buckworth, que se estaba frotando vigorosamente con una toalla mientras lo
observaba con expresión divertida.
-¿Qué te hace tanta gracia? -Preguntó Wyndham-. ¡Mi vida está hecha pedazos y a ti
sólo se te ocurre reírte!
Buckworth le sonrió y le arrojó una de las toallas que colgaban del toallero.
-Siempre pensé que encajarías muy mal el golpe.
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-¿Qué golpe?
-El amor.
Wyndham se quedó inmóvil, con la toalla sobre el hombro desnudo. Miró
tranquilamente a los brillantes ojos de su amigo, que había conseguido llamar su
atención con una única palabra. Lo sorprendía que, a pesar de todo, nunca hubiera
admitido la verdad.
Al haber sufrido el rechazo de Reeth había intentado olvidarse de todo el asunto.
Pero le había resultado imposible. Había creído que eran los problemas y angustias de
Serena lo que lo impulsaba a actuar. ¿Se había estado engañando a sí mismo todo el
tiempo?
-Estoy desesperadamente enamorado de ella, Buckworth -murmuró, aturdido-. ¿Qué
demonios voy a hacer?
Octubre llegaba a su fin, y la solitaria semana que transcurrió desde que Serena se
marchara de Lacey Court pareció durar una eternidad. Hailcombe había sido su
acompañante en todos los eventos a los que había acudido, y Laura le había revelado,
con bastante satisfacción por su parte, que todo el mundo esperaba con impaciencia la
noticia del compromiso.
Serena no había oído los rumores porque vivía en un mundo aparte donde nada
parecía ser real. Las palabras y gestos le salían de un modo casi mecánico, y no podía
recordar lo que había dicho a los cinco minutos de tener una conversación.
Sólo había una cosa que traspasara la nube de abstracción con la que se había
envuelto. A pesar de su empeño por sacar de su vida y de su recuerdo a un caballero de
nombre impronunciable, en las tres ocasiones en que lo vio, asistiendo a los mismos
eventos que ella, una dolorosa punzada la había puesto en alerta.
El recuerdo de la semana anterior saltaba de uno a otro de esos encuentros
inoportunos. El problema era que Wyndham se mostraba tan agradable como siempre,
con aquella sonrisa y afabilidad que tanto lo caracterizaban... aunque no fuera hacia ella.
¡Tendrían que haberle crecido cuernos y una cola! Era intolerable que ocultara su
verdadera personalidad bajo aquella fachada tan encantadora que la había cautivado. Su
conducta no podía ser más hipócrita.
Pero aquellas reflexiones no conseguían aliviar su profundo desánimo. Más bien al
contrario. Su expresión decaída acabó por provocar las protestas de Laura.
-¡Mi querida niña, cualquiera diría que estás al borde de la muerte! Intenta mostrarte
un poco más animada. Hailcombe vendrá esta mañana a ver a tu padre, y sin duda
tendrás que recibirlo.
Serena apenas fue consciente de la advertencia.
-¿No estuvimos con él anoche, en la ópera?
Laura chasqueó con la lengua y se quitó las gafas.
-Me gustaría que salieras de ese estúpido letargo, Serena. Anoche le oíste decir que
vendría esta mañana a ver a tu padre. Y no me digas que no te enteraste, porque te
mostraste de acuerdo con la visita.
Serena no recordaba haber dicho nada, pero la noche anterior había sido una prueba
muy dura para ella. El vizconde había ocupado un palco frente a ella. Parecía estar
acompañado por su tía, lady Lacey, pero Serena no pudo asegurarlo, ya que había
mantenido la mirada fija en el escenario. De nada le sirvió. Hasta ese momento no había
sabido lo mucho que podía abarcar la visión periférica, ni lo molesta que podía ser una
sola figura a lo lejos.
Unos golpes en la puerta anunciaron la llegada de Lisset.
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-Su señoría quiere que se reúna con él en la biblioteca, señorita Serena.
Serena lo miró inexpresiva.
-¿Te refieres a lord Hailcombe?
-Lord Hailcombe está en el salón del primer piso. Es lord Reeth quien desea verla en
la biblioteca.
-Muy bien, voy enseguida.
El mayordomo se retiró y Serena se levantó del sillón, pero su prima la detuvo.
-Un momento, niña -dijo, dándole unos retoques a sus rizos dorados y al recatado
vestido de muselina-. Ya está, con esto será suficiente. Y ahora, Serena, vas a cumplir
con tu deber, ¿verdad? No te servirá de nada huir.
Serena reprimió las náuseas.
-Estoy preparada, prima.
Laura le lanzó una mirada dubitativa, pero la acompañó por el pasillo y las escaleras
hasta la biblioteca. Abrió la puerta y le dio un pequeño empujón para meterla en la
habitación.
Lord Reeth estaba de pie junto a la chimenea, con una mano en la repisa. Al oírla
entrar, giró la cabeza y la apuntó con su nariz romana. Su mirada no dejaba lugar a
dudas, y una punzada de inquietud traspasó el reconfortante manto de irrealidad que
rodeaba a Serena.
-¿Querías verme, papá?
Su padre siguió mirándola en silencio durante unos momentos, como si intentara
satisfacer alguna duda. El escrutinio resultó tan inquietante que Serena bajó la mirada.
-No me imagino lo que ha podido pasar en Lacey Court para ejercer este cambio en
ti, Serena -empezó Reeth, en un tono tan grave que a Serena se le encogió el estómago-.
Laura me ha asegurado que desde tu regreso has mostrado una obediencia intachable.
Confío en que sea cierto.
Serena mantuvo la cabeza gacha, con las manos entrelazadas a la espalda y los
labios sellados, como una colegiala. No había nada que decir.
Su padre siguió hablando tras una pausa.
-Lord Hailcombe ha decidido mostrarse magnánimo y olvidar el comportamiento tan
ofensivo que tuviste con él al principio. Me ha dicho que en estos últimos días ha
podido ver en ti esa docilidad sobre la que puede sustentarse el tipo de alianza que desea
-su voz se endureció-. En otras palabras, Serena, quiere una esposa que sepa cuáles son
sus obligaciones y de la que pueda esperar obediencia.
La neblina que oscurecía la mente de Serena empezó a disiparse, barrida por una
creciente sensación de inquietud parecida a la que sintió cuando oyó hablar por primera
vez de la proposición de Hailcombe.
Mantuvo la mirada fija en el suelo, para que los penetrantes ojos de su padre no
pudieran penetrar en el vacío secreto de su pecho.
-¿No tienes nada que decir? -le preguntó con escepticismo.
Serena respiró hondo para intentar sofocar la ola de pánico y levantó la mirada.
-¿Qué quieres que diga, papá?
-¡Santo Dios! ¿Es que no lo sabes? No pienses que no te he observado de cerca.
Puede que te muestres sumisa, pero te conozco muy bien, Serena, y sé que esa actitud
no es natural en ti. ¿A qué estás jugando?
El dolor acució a Serena a hablar.
-De verdad, papá, que no sé a lo que te refieres. Estoy lista para cumplir tu voluntad.
Cambié de opinión hace un tiempo.
Reeth frunció el ceño.
-¿Aceptarás a Hailcombe?
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-Si ése es tu deseo -respondió ella.
Pero su padre no parecía satisfecho.
-Te lo advierto, Serena. Si vuelves a avergonzarme, no tendré clemencia contigo.
La advertencia no podía ser más clara y barrió los restos de la coraza protectora de
Serena. El corazón le golpeó dolorosamente las costillas. Su intención era obedecer a su
padre sin rechistar. No había necesidad de amenazarla.
-No hace falta que me lo digas -respondió con reproche-. Te he dado mi palabra.
-¡Pues más te vale cumplirla! -insistió su padre.
Pasó junto a ella y abrió la puerta de un tirón. Serena se giró y vio a su prima
esperando en el pasillo.
-Llévatela al salón, Laura. Pero tú espera fuera. Déjale que lo vea a solas.
Hailcombe estaba de pie tras uno de los sofás, aparentemente absorto con lo que
sucedía en la plaza. Serena volvió a sentir una oleada de náuseas, pero se recordó que su
determinación era inquebrantable. Caminó en silencio hacia el centro del salón,
mientras la puerta se cerraba tras ella.
Hailcombe levantó la cabeza y la miró con expresión ceñuda. No era un rostro feo,
pensó Serena. Recia mandíbula y rasgos proporcionados. Si al menos sus cejas no
fueran tan pobladas y su sonrisa fuera más agradable...
¿Era una sonrisa la mueca de sus labios? Mostraba sus dientes, pero sus ojos no
brillaban de calor. Eran grises, como los de Wyndham. Pero muy distintos.
Serena contuvo el aliento. ¿Por qué había pensado en él? Aquélla era la clase de
comparaciones en las que no debía pensar. Sintiendo cómo perdía el control, bajó la
mirada e hizo una reverencia.
-¿Quería verme, señor?
Hailcombe rodeó el sofá y caminó hasta la chimenea, quedándose a corta distancia
de Serena.
-¡Mírame!
Era una orden. A Serena le dio un vuelco el corazón, pero obedeció y volvió a
levantar la mirada. La pose y expresión de Hailcombe denotaban una arrogancia
sarcástica.
-¿Has renunciado ya a seguir rebelándote?
Serena no supo qué contestar. ¿Hailcombe estaba investigando si tenía el camino
libre o sólo se estaba burlando de ella? Su figura emanaba fuerza y poder, a pesar de
tener un cuerpo fofo y flácido.
Al no recibir respuesta, Hailcombe siguió con su despreciable sarcasmo.
-No pienses que estoy celoso. Eres muy joven, y los jóvenes son muy caprichosos.
Sabía que con el tiempo acabarías por entrar en razón.
Desprovista de la coraza de insensibilidad que la había mantenido dócil y sumisa,
Serena no pudo evitar la réplica.
-Mi cambio de opinión, señor, no tiene nada que ver con usted.
Hailcombe se echó a reír.
-¿Crees que eso me preocupa cuando, sea como sea, me seguiré llevando el premio?
De no haber sucumbido a su aciago destino, Serena habría rechazado con asco
aquella suposición. ¿No había pasión ni sentimiento en aquel compromiso? ¿Todo había
sido mentira? Pero de ser falsa su declaración, ¿por qué quería casarse con ella?
-Parece estar muy seguro de ello, señor.
-Tengo razones para estarlo, ¿no crees? Te has portado muy bien conmigo estos
últimos días. Me has hecho albergar esperanzas.
¿Acaso no había sido ésa la intención de Serena? Entonces, ¿por qué se sentía tan
mal? Sin saber qué decir, hizo otra reverencia.
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-Oh, eso sí que es sumisión -dijo él, muy satisfecho de sí mismo-. Un buen augurio
para el futuro en común que nos espera, señorita Reeth... ¿O puedo llamarte ya por tu
bonito nombre... Serena?
Se apartó de la repisa y dio un par de pasos hacia ella.
-Me parece que me estoy precipitando. Vamos a hacerlo como es debido.
Le hizo una torpe y exagerada reverencia y Serena se preguntó si lo estaba haciendo
en serio.
-Señorita Reeth, ¿me concedería el honor de ser mi esposa?
A Serena se le formó un nudo en el pecho. Sabía que debía darle una respuesta, pero
era incapaz de articular palabra. Tragó saliva con dificultad y se limitó a hacer otra
reverencia. No podía hacer otra cosa.
Lord Hailcombe pareció encantado de aceptar aquel gesto como respuesta, y se
irguió en toda su estatura frente a ella. Serena se hundió en sí misma, sintiéndose cada
vez peor. Los ojos grises de Hailcombe la miraron con dureza bajo sus pobladas cejas,
aunque una sonrisa curvaba sus labios.
-Eres preciosa... -dijo, tomándole la barbilla-. Tu belleza me lo ha puesto muy
difícil, pero no me quejo. ¡Ahora soy el hombre más feliz del mundo!
Los labios carnosos sobresalieron en una mueca horrible. Antes de que Serena
pudiera adivinar sus intenciones, Hailcombe le había puesto las manos en los hombros y
había bajado el rostro hasta quedar a su altura.
Un segundo después, una porción de carne húmeda y correosa se había pegado a su
boca, y una lengua aceitosa se había abierto camino entre sus labios.
Durante unos instantes Serena se quedó rígida e inmóvil de puro espanto. Pero
entonces el estómago se le revolvió y una frenética sacudida le dio las fuerzas para
liberarse. Con el dorso de la mano intentó borrarse la huella obscena del beso y no pudo
seguir conteniendo las sensaciones que la consumían.
-Es inútil. ¿Cómo podría casarme con usted? ¡Lo único que me provoca es asco!
Se dio la vuelta y salió corriendo del salón, pasando junto a su horrorizada prima.
Con una mano pegada a la boca y con la otra levantándose las faldas, corrió a buscar
refugio en su dormitorio, convencida de que empezaría a vomitar de un momento a otro.
Los violentos golpes en la puerta cesaron finalmente, y las coléricas órdenes de su
padre para que Serena saliera habían dejado paso a una conversación en voz baja en el
pasillo. Como había arrastrado, no sin mucho esfuerzo, el pesado aparador de roble
hasta la puerta para formar una barricada junto a su mesita de noche y dos sillas, Serena
no podía acercarse lo suficiente para pegar la oreja a la madera... aunque tampoco se lo
hubieran permitido sus piernas temblorosas. Por tanto, no podía oír lo que se estaba
diciendo, pero sí le quedó claro que quienes hablaban eran su padre, su prima y la
víctima de su violento rechazo.
Aún estaba temblando por la furiosa diatriba que se había desatado al otro lado de la
puerta. La ira de su padre no conocía límites, y Serena podía estar agradecida de haber
sido lo bastante previsora para cerrar con llave. En su frenética huida no había podido
hacer otra cosa que cerrar con un portazo, echar el cerrojo y correr hacia la mesilla. Con
las prisas había dejado caer la jarra de agua, que afortunadamente estaba vacía, y había
conseguido sujetar la jofaina con ambas manos.
Los mareos habían remitido, pero las náuseas seguían invadiéndola de vez en
cuando. Había permanecido en la cama unos minutos repulsivos, aferrando con fuerza la
jofaina y sacudida por fuertes arcadas, hasta que oyó las amenazadoras pisadas de su
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padre. Al primer golpe y grito, Serena se había levantado con dificultad de la cama y se
había quedado de pie, temblando de pánico.
-¡Serena, abre esta puerta!
La orden fue repetida varias veces. Pero Serena, lejos de obedecer, y recordando las
amenazas de su padre, había atrancado la puerta con los muebles.
-¡Avisa a alguien para que echen la puerta abajo, Laura! -había exigido su padre,
pero su prima se había negado rotundamente.
-Te ruego que no recurras a esos extremos, Bernard. No puede quedarse ahí dentro
para siempre. Sólo debes tener paciencia.
-¿Paciencia? ¡Yo le enseñaré a tener paciencia!
Aquella amenaza había sido el preludio de una furiosa retahíla de imprecaciones e
invectivas, acompañada por el estruendo de los puños aporreando la puerta. Cuando su
padre se quedó sin aliento, Serena se encontró arrinconada contra la pared, con la cama
entre la puerta y ella, como si pretendiera refugiarse en el interior de la mampostería.
Podía distinguir la voz de Hailcombe y la de su prima entre los gruñidos de su padre,
pero no entendía las palabras.
Finalmente las voces se apagaron, y el ruido de pisadas indicó que se habían
retirado.
Las piernas dé Serena acabaron por ceder y se desplomó contra la base de la pared.
Durante lo que le pareció una eternidad fue incapaz de moverse del sitio, mientras su
cerebro empezaba a asimilar lo sucedido. Y con la dolorosa asimilación llegaron
también las preguntas. ¿Cómo podría unirse a una repugnante criatura como
Hailcombe? ¿Y cómo conseguiría escapar de él? ¿Qué podía hacer? Su prima Laura
tenía razón: no podía quedarse allí para siempre. ¿Su padre se mostraría más indulgente
cuando se hubieran enfriado los ánimos? El castigo la esperaba, por mucho tiempo que
pudiera retrasarlo. Y retrasarlo sería lo que hiciera, pues prefería morir antes que casarse
con Hailcombe. ¿Cómo iba a soportar una vida de asco a su lado? ¡Mejor sería tirarse
por la ventana!
Aquel pensamiento tan absurdo la hizo entrar en razón. La muerte no era la solución.
Debía pensar en alguna manera para aplacar a su padre y convencerlo de que era
imposible acceder a sus demandas.
Las perspectivas eran tan desalentadoras que dejó escapar un profundo suspiro,
maldiciendo la raíz de todos los males.
-¡Oh, Wyndham! ¿Por qué tenías que ser un libertino?
Entonces recordó su beso. En su momento la había horrorizado, pero ¡qué distinto
había sido a los fríos y babosos labios de Hailcombe! El beso de Wyndham la había
traspasado con una llamarada de calor. Si tuviera que enfrentarse otra vez a su abrazo y
a la invasión de su inocencia, lo preferiría mil veces antes que soportar un solo segundo
en los brazos de Hailcombe.
Pero no podía elegir, pensó desconsoladamente. Se levantó del suelo y se arrojó en
la cama. Poco a poco sintió que desfallecía y cerró los ojos.
Agotada, física y emocionalmente, no recuperó la consciencia hasta que oyó unos
golpes suaves en la puerta. Se incorporó y, sin acordarse de las circunstancias que la
habían llevado a encerrarse en el dormitorio, preguntó quién era.
-Soy Mel, Serena. Abre la puerta, por favor.
Desconcertada, miró la barricada que había levantado contra la puerta. ¿Qué estaba
haciendo Melanie allí? ¿Y qué hacía ella acostada en mitad del día?
Pasaron unos momentos antes de que lo recordara todo. Se levantó sobre pies
temblorosos y cruzó lentamente la habitación.
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-¿Me oyes, Serena? -le preguntó Mel-. Sal enseguida, por favor. La señorita Geary
está aquí, y cree que tendrías que venirte a mi casa esta noche.
Serena alcanzó la puerta y sintió que la esperanza brotaba con las palabras de
Melanie. No obstante, se mostró desconfiada. ¿Sería una trampa?
-¿Mel? ¿De verdad eres tú?
-¡Pues claro que soy yo! He venido con mi madre a la ciudad para encargar mi traje
de novia. Pero eso no importa ahora. Déjame ayudarte, mi querida Serena. No puedes
que darte ahí dentro para siempre. Además, pronto empezarás a tener hambre.
Hasta ese momento Serena no había pensado en ello. Pero ahora que se le habían
pasado las náuseas empezaba a sentir la punzada del hambre. Sin embargo, debía
proceder con cautela.
-¿Laura?
-Mi pobre niña -dijo su carabina con voz ansiosa-. No tienes nada que temer. Tu
padre ha salido. Vamos, Serena, abre la puerta.
-¿Y Hailcombe? ¿Está aquí?
-Claro que no. Se marchó hace unas horas, muy ofendido.
Melanie volvió a suplicarle que saliera.
-Serena, no sé lo que ha pasado aquí, pero te prometo que estarás a salvo en mi casa.
Aún costó un poco más, pero finalmente se dejó convencer. Con mucho esfuerzo
retiró los muebles y abrió sigilosamente la puerta.
Al encontrarse con las dos mujeres a cuyos ruegos había sucumbido, se arrojó en los
brazos de Melanie sin poder contener las lágrimas.
Laura también tenía los ojos humedecidos, pero la acució para que se diera prisa.
-Tienes que marcharte enseguida, antes de que tu padre regrese. Cerraré la puerta
por fuera y Lisset y yo fingiremos que te has negado a abrir o a hablar.
-Pero ¿qué pasará por la mañana? -Quiso saber Melanie, enderezando su sombrero
rosa mientras las tres entraban en el dormitorio para hacer apresuradamente el equipaje-.
No podréis fingir para siempre que Serena está en su habitación.
Laura se irguió con firmeza.
-Mañana confesaré la verdad... y diré muchas más cosas. Espero que Bernard se
lleve un buen escarmiento.
Serena no quiso manifestar sus dudas al respecto, pero le suplicó a su prima que no
corriera ningún riesgo.
-He llevado la paciencia de mi padre al límite y no quiero que seas tú quien lo
pague, prima.
-No conoces a tu padre, niña. En estos momentos ya se habrá calmado, y te aseguro
que le estará remordiendo la conciencia. Créeme, Serena, si se pasa una noche
convencido de que estás encerrada en tu habitación por miedo a sus represalias, por la
mañana será un hombre nuevo.
Alentada por las prisas de Laura, las dos jóvenes no tardaron en bajar las escaleras.
El mayordomo hacía guardia en el vestíbulo y les indicó que el camino estaba
despejado.
Con una pequeña bolsa que contenía las prendas más necesarias, ataviada con una
pelliza verde oscuro y una piel al cuello, y con la mano libre enfundada en un manguito
a juego, Serena se despidió agradecida de su prima y salió corriendo de la casa hacia el
carruaje que la aguardaba.
La casa que los Lacey poseían en la ciudad estaba situada en Hay Hill, a corta
distancia de Hanover Square. A pesar del breve trayecto, Melanie se las ingenió para
sonsacarle a su amiga un resumen de los hechos, prometiéndole que todo saldría bien...
en cuanto hubiera superado el inevitable interrogatorio de su madre.
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-Mi madre se preguntará por qué te he invitado a quedarte conmigo si tienes una
casa propia, sobre todo ahora, que estamos tan ocupadas con los preparativos de la
boda.
-¿No sería mejor que volviera a casa, Mel?
-¡Ni hablar! -Declaró Melanie con vehemencia-. ¿Has olvidado que estás huyendo?
Mira, ya estamos en Berkeley Square. Llegaremos a casa en un santiamén. No tengas
miedo, Serena. Me inventaré una historia que sea creíble para mi madre.
Serena no conocía muy bien a Melanie, pero la semana que había pasado en su
compañía le había bastado para confiar en ella. Además, le estaba tan agradecida por su
ayuda que no puso más reparos. Aunque no era tan optimista con la determinación
mostrada por su prima para apaciguar a su padre.
El carruaje se detuvo frente a una bonita casa, mucho más pequeña que la mansión
Reeth de Hanover Square, pero idónea para vivir en la ciudad. Las dos jóvenes se
bajaron y las puertas se abrieron de par en par para recibir a la hija de la casa.
No sin cierto escrúpulo, Serena permitió que el criado se hiciera cargo de su bolsa y
pelliza.
-Súbelas con mis cosas, Bordón, y dile a la señora Pawley que prepare la habitación
contigua a la mía para mi invitada -ordenó Melanie, y condujo a Serena hacia una puerta
en la planta baja, a la derecha del vestíbulo-. Será mejor que nos presentemos ante mi
madre cuanto antes -le susurró antes de entrar.
Serena siguió a su anfitriona a un gran salón con empapelado de rayas azules y
cremosas y encaje dorado. El esquema de color se repetía en los cojines y tapizados de
los sillones y sofás. En uno de ellos estaba sentada lady Lacey, pero a Serena no le
produjo una gran impresión, pues no tardó en descubrir que la señora de la casa no
estaba sola.
En un sillón junto al fuego estaba el señor Camel Ford, quien se levantó para saludar
con entusiasmo a su prometida. Y de pie junto a la ventana había otro caballero, de
modo que solamente su perfil era visible desde la puerta. Serena apenas había avanzado
unos pasos cuando el caballero se volvió y ella descubrió que no era otro que
Wyndham.
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CAPÍTULO 6
Tan absorta había estado Serena en la huida de Hanover Square que no había
pensado ni por un momento que la presencia del primo de Melanie en aquella casa era
más que previsible.
La reacción que le provocó no estuvo precisamente dictada por el deber o el sentido
común, pues su primer impulso fue correr hacia él y arrojarse en sus brazos en busca de
protección.
Afortunadamente, pudo reprimir aquel deseo cuando lady Lacey se dirigió a ella
para saludarla.
La madre de Melanie era una mujer madura de aspecto juvenil, que aún conservaba
una buena figura y parte de esa calurosa despreocupación que caracterizaba a su hija.
-Es un placer volver a verte, señorita Reeth. ¿Has venido a cenar con nosotros? Fue
una lástima que te marcharas la semana pasada. Te echamos mucho de menos.
-Sí, y por eso he invitado a Serena a quedarse un par de días, mamá -declaró
Melanie, apartándose rápidamente de su prometido.
-¿A quedarse? Pero, ¿qué pasa con tu traje de novia, cariño? No quiero decir que no
seas bienvenida, Serena, pero...
-Serena me ayudará a elegir el vestido, mamá. ¡Es muy aburrido ir sola de compras!
Sé que ibas a acompañarme tú, mama, pero será mucho más divertido si también viene
mi nueva amiga -cruzó el salón y rodeó con los brazos a una avergonzada Serena-. No
lo pongas difícil, mamá, porque quiero hacer esto a mi manera.
-Siempre haces las cosas a tu manera -comentó Wyndham, dando un par de pasos
hacia Serena para hacer una ligera reverencia. Hablaba con naturalidad deliberada,
como si no hubiera sucedido nada entre ellos.
-¿Cómo está, señorita Reeth? Le ruego que no tenga en cuenta esta cháchara.
Conozco a mi tía Lacey y sé que no la dejará en la calle.
-¡Claro que no! -Exclamó lady Lacey, riendo-. De verdad, querida, que estoy muy
contenta de tenerte con nosotros. John, haz sonar la campanilla.
-Si es para avisar a Bordón, no es necesario, mamá. Ya me he encargado de todo.
Serena va a ocupar la habitación contigua a la mía.
Serena se encontró sentada junto a lady Lacey, quien la incluyó de inmediato en la
conversación que había estado manteniendo con su futuro yerno cuando las dos jóvenes
entraron en el salón. Serena apenas participó de la misma, ya que no pudo evitar fijarse
en que el vizconde se llevaba a su prima aparte para hablar con ella. Ojalá Melanie no la
traicionara. Si Wyndham se enteraba de las horribles circunstancias que la habían hecho
escaparse de casa, más valdría que se la tragara la tierra.
-Por amor de Dios, Mel, ¿qué ha ocurrido? -Preguntó Wyndham en voz baja y
apremiante-. ¡Tiene un aspecto horrible! Y no me cuentes otra vez esa tontería del traje
de novia. Está muy bien para engañar a mi tía, pero no te servirá conmigo.
-No puedo decírtelo -confesó Melanie con sinceridad-. Ni siquiera yo misma he
averiguado mucho. Sólo sé que la pobre Serena estaba escondida en su habitación,
muerta de miedo.
Wyndham sintió que se le encogía el corazón.
-¿Por qué razón? ¿Tiene algo que ver con ese tipo miserable... Hailcombe?
-No tengo la respuesta, George. Deberías preguntárselo a Serena.
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-¿Cómo puedo hacer eso? -Preguntó él con irritación, recordando el último
encuentro-. Tal y como están las cosas entre nosotros...
Su prima lo miró con una expresión tan severa que lo dejó desconcertado.
-¿Cómo están las cosas, George?
Wyndham adoptó una expresión de escepticismo.
-Creo que lo sabes muy bien.
-No me he ganado su confianza, si es eso lo que piensas.
-En ese caso no tienes por qué censurarme.
-¿Eso hago? -Preguntó ella con una risita-. Deberías decírselo a Camel. Está
convencido de que no tengo la menor idea de lo que es la censura.
-¡No me extraña! -Corroboró Wyndham haciendo chasquear la lengua-. Pero no
cambies de tema, Mel. Y deja de intentar convencerme de que no sabes lo que le ocurre
a Serena.
Melanie puso los ojos en blanco.
-Creo que era de su padre de quien Serena se ocultaba. Por lo poco que he
conseguido averiguar, parece que la está obligando a casarse con un hombre horrible -
una sombra de malicia le cruzó el rostro-. Pero si piensas hacer de caballero andante,
George, sé cómo ayudarte.
El salón rosado era una habitación muy acogedora, con sus paredes pintadas de rosa
y una chimenea de mármol en la que ardía alegremente un fuego. No era solamente la
cercanía de noviembre lo que le causaba escalofríos a Serena, sino el temor de que su
padre fuera en su busca.
Melanie le había prometido que allí estaría a salvo, en aquella pequeña habitación
familiar donde muy pocos invitados eran acomodados.
-Y, en cualquier caso, si tu padre se presenta, Bordón le dirá que no estás aquí.
Con una afirmación semejante, Serena podía estar tranquila. Era horrible tener que
mentirle a su padre, pero ¿qué otra cosa podía hacer? La conciencia no dejaba de
atosigarla, después de tantas mentiras. La excusa que se había inventado Melanie para
justificar su presencia ante lady Lacey había sido reemplazada por otro engaño más.
-Está claro que no te encuentras bien para salir conmigo, mi querida Serena.
Además, estoy segura de que no querrás pasearte por las tiendas. Le diré a mi madre que
te duele la cabeza.
Serena se mostró encantada por recurrir a aquella otra mentira, pues la idea de salir a
la calle y encontrarse con Hailcombe o con su padre la horrorizaba. Por otro lado,
confinada en aquel pequeño salón se sentía inquieta y nerviosa.
Se levantó del sillón y se acercó a la ventana. Desde allí empezó a pasearse entre los
dos juegos de sillas de respaldo alto y asiento de brocado y que componían el único
mobiliario del salón, además de un pequeño escritorio y un par de mesitas.
Pero tendría que volver tarde o temprano. Y si su prima no conseguía que su padre
desistiera de sus propósitos... algo muy poco probable, pues la pobre Laura no podía
ejercer la menor influencia sobre él, ¿qué pasaría entonces? Aparte del espeluznante
castigo que la aguardaba, no podía pensar en nada más. Sólo sabía que el asco que le
producía Hailcombe eliminaba cualquier posibilidad de convertirse en su esposa. Si su
padre se mostraba inflexible, ¡sería capaz de abandonarse a la merced de Wyndham!
La puerta se abrió y Serena, que en ese momento estaba junto a la ventana, se giró
rápidamente para encontrarse con el mismísimo vizconde.
-No te enfades, por favor -se apresuró a rogarle él, viendo cómo sus pálidas
facciones se contraían en una mueca ceñuda.
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-¡No deberías estar aquí!
Wyndham entró en la habitación y cerró la puerta.
-Ya sé que no está bien, pero no puedo evitarlo, Serena. Me resulta imposible
mantenerme al margen cuando te veo así.
Serena sintió que una punzada de calor le atravesaba el pecho. Sin saber lo que
hacía, se acercó a la silla más cercana y se aferró fuertemente al respaldo, como si
temiera desplomarse si no buscaba apoyo.
A Wyndham se le encogió el corazón al verla tan afligida. Tenía el pelo suelto,
cayéndole sobre los hombros, y el vestido se ceñía a sus pechos de tal manera que a
Wyndham se le secó la garganta al contemplarlos. Se obligó a desviar la mirada hacia su
rostro y se acercó a la chimenea.
-¿Qué ha ocurrido? -preguntó, poniendo una mano sobre la repisa-. ¿O debería
decirte primero lo que sospecho?
Serena sacudió la cabeza en silencio. La noche anterior había soñado con él
acudiendo en su ayuda, pero su presencia real la obligaba a afrontar la imposibilidad de
ver cumplidas sus esperanzas. Los recuerdos de su último encuentro en Lacey Gourt la
asaltaron de golpe. ¡Tanto si se casaba con Hailcombe como si le pedía ayuda a
Wyndham, estaría abocada a la desgracia!
-No sé por qué has venido -dijo, sin mirarlo-. Ni sé por qué quieres... por qué
quieres...
-¿Ayudarte? ¿Has olvidado que te di mi palabra de que te ayudaría en todo lo que
pudiera? -para luego romperla, podría haber añadido-. Quiero que te quede muy claro
que no he venido a importunarte de ningún modo. Pero espero que, al menos, puedas
aceptar mis disculpas por mi intolerable conducta. Te aseguro que no se repetirá.
Serena no supo qué decir. El recuerdo de sus apasionadas caricias la llenaba de
calor... y no solamente por vergüenza. Aquella última promesa la había dejado
ridículamente decepcionada.
Sin darse cuenta, Serena se quedó contemplando la fuerza que escondía el cuero de
ante y las botas altas, y se sorprendió a sí misma luchando contra la fuerza de la
atracción. Levantó la mirada hasta la chaqueta entallada de velarte y el pelo oscuro y
alborotado. Entonces lo miró a sus ojos grises y se quedó aturdida al ver la
preocupación que se reflejaba en ellos.
-No vuelvas a pensar en eso, por favor - dijo-. Te aseguro que yo ya lo he hecho -
¡Que Dios la perdonara por mentir otra vez!
-Gracias -respondió él en voz baja y gélida. Frunció el ceño y le indicó la silla que
Serena estaba agarrando-. ¿No vas a sentarte?
Serena se sentó, juntó las manos en el regazo y desvió la mirada hacia el fuego, en
un intento por aliviar la inquietud que le provocaba su presencia.
Wyndham se sentó frente a ella y recorrió sus rasgos con la mirada. Estaba pálida y
tenía ojeras. Por un momento pensó que aquella lozanía que tanto lo había cautivado al
principio se había borrado por completo. Sólo tenía dieciocho años y su alegría vital ya
había sucumbido a las embestidas del destino. Era una amarga ironía que la única mujer
por la que había sentido algo estuviera lejos de su alcance. Pero al menos podía hacer lo
que permitía la amistad. Abandonarla a su suerte era intolerable.
-Serena, si no confías en mí, deja que al menos te dé una advertencia.
Ella lo miró espantada.
-¿Una advertencia? ¿Qué quieres decir?
Wyndham levantó la mano en un gesto tranquilizador.
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-No es ninguna amenaza, te lo prometo. Me he tomado la libertad de hacer algunas
averiguaciones. Perdóname, pero cuando estábamos en Lacey Court y me dijiste que te
habías peleado con tu padre, sospeché que la razón era lord Hailcombe.
Un arrebato de furia sacudió a Serena.
-¡Mel te lo ha contado!
-En absoluto. Fue mi amigo Buckworth, quien te ha visto a menudo en su compañía.
También ha visto juntos a tu padre y a Hailcombe, y ha deducido que Reeth y la
señorita Geary estaban animando a ese caballero.
-¡Lord Buckworth no ha sido el único en verlo! -espetó ella-. Mi prima dice que todo
el mundo espera el anuncio de nuestro compromiso.
Wyndham se inclinó hacia delante.
-En ese caso, debo suplicarte encarecidamente que lo pienses bien antes de
comprometerte con un hombre al que se le pueden atribuir los hechos más inquietantes.
Serena estuvo a punto de refutar cualquier propósito de comprometerse con
Hailcombe, pero se tragó las palabras y, con un destello de esperanza, recordó que
Wyndham había mencionado unas averiguaciones.
-¿Has descubierto algo que pueda desprestigiarlo?
-Y no sólo eso -admitió el vizconde-. Discúlpame por hacerte esta pregunta, pero ¿tu
dote es lo suficientemente valiosa para tentar a un caballero en apuros económicos?
-Eso deberías saberlo tú -dijo Serena, sorprendida.
Wyndham soltó una breve carcajada.
-Mi proposición no llegó al punto de investigar tus circunstancias.
Vio cómo se ponía colorada y siguió hablando en tono más amable.
-En cualquier caso, no sería de ningún interés para mí.
¿Lo afirmaba porque era un hombre muy rico? ¿O porque ya no deseaba casarse con
ella?
El rechazo quizá le hubiera hecho replantearse sus sentimientos por ella. Después de
todo, le había dicho que su escandaloso comportamiento no volvería a repetirse. Tal vez
no tenía el menor deseo de repetirlo.
-Mi dote es respetable, pero no es ninguna fortuna -dijo ella, respondiendo a su
pregunta anterior-. Es suficiente para asegurar un buen matrimonio, o al menos eso
asegura mi padre.
No podía comprender cómo su padre había estimado conveniente rechazar a un
pretendiente tan espléndido. Si estaba dispuesto a entregar a su hija a un hombre como
Hailcombe, ¿por qué la obligaba a renunciar a un miembro de la nobleza sólo porque
hubiera llevado una vida inmoral y deshonesta?
-Entonces debe de ser por otra cosa - dijo Wyndham, pensativo.
Serena sintió cómo la indignación brotaba en su interior, y escupió la pregunta antes
de poder refrenarse.
-¿Insinúas que no pudo enamorarse de mí?
-Jamás se me ocurriría insinuar algo así -declaró él.
Serena ahogó un gemido. ¡Wyndham aún sentía algo por ella! Las manos empezaron
a temblarle y tuvo que apretarlas fuertemente para impedir que él lo viera.
Pero Wyndham ya se estaba arrepintiendo de su apresurada respuesta. Había sido
casi una declaración. Una declaración que no podía expresar cuando sabía que tanto
Serena como su padre estaban contra él.
-Estoy convencido de que Hailcombe no puede permitirse el lujo de un simple
compromiso -siguió, recuperando rápidamente la compostura-. No puede introducirse
en los círculos de la nobleza, como bien sabes. Seguramente tiene la esperanza de que lo
acepten gracias a esta unión. Es un aventurero, y su carrera ha tenido muchos altibajos.
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No hay por qué condenarlo por eso, pero te equivocas al suponer que es un hombre
honesto y decente.
-Es mi padre quien lo supone -respondió ella-. Me ha hecho creer que al menos es un
hombre respetable.
-En absoluto. No quiero asustarte con los descubrimientos que he hecho, pero al
menos debes saber que es un hombre que vive de su ingenio y del juego. Lo que
significa que emplea métodos más que dudosos para conseguir favores.
Serena experimentó una extraña sensación de deja vu. Le parecía haber oído antes
aquellas palabras. Su padre la había prevenido contra lord Wyndham, y ahora era
Wyndham quien la prevenía contra Hailcombe.
Se levantó de un salto, enfurecida.
-¿Cómo voy a saberlo? ¿Cuáles son esos métodos? ¿Acaso son más despreciables
que el comportamiento lujurioso de un... de un libertino?
Wyndham también se había levantado y se había quedado muy rígido.
-¿Lo dices por mí? -Preguntó con voz de hielo.
-Date por aludido, si quieres -espetó ella, dirigiéndose hacia la ventana-. Te
agradezco que me hayas prevenido contra lord Hailcombe. ¡Qué lástima que no
pensaras en prevenirme contra ti!
-¡Ya estamos otra vez! -explotó Wyndham, moviéndose hasta el centro de la
habitación para encararla-. ¿Qué te han contado, Serena? ¿Quién ha osado manchar mi
nombre? ¿De qué comportamiento lujurioso se me acusa? ¿Qué he hecho para que me
tomes por un libertino?
-¡Me besaste! -Exclamó ella, echando fuego por los ojos-. Me usaste de la misma
manera que usarías a una...
-¡No lo digas! -La cortó Wyndham-. Sé lo que estás pensando, y no quiero oír esas
palabras en tus labios. Pero tú no sabes nada de la pasión, Serena, aunque creas lo
contrario.
-¿Cómo iba a saber algo de pasión? - protestó ella-. ¡No soy una fulana!
Se quedó boquiabierta por su propio descaro. La mirada del vizconde la hizo
estremecerse de la cabeza a los pies. Y cuando habló, la deliberada tranquilidad de su
voz resultó más escalofriante que un grito de ira.
-Es una suerte que me rechazaras. Si estuviéramos prometidos, un comentario como
ése habría hecho que te abofeteara.
¡Sólo le faltaba oír eso! Serena se derrumbó contra el alféizar de la ventana y se
cubrió el rostro con las manos.
-Márchate -susurró-. Eres igual que mi padre, igual que todos los hombres. No sé
por qué pensé que podías ser diferente.
Wyndham ya se estaba maldiciendo a sí mismo. ¿Qué le había pasado para
amenazarla de aquel modo? ¡Jamás se le hubiera ocurrido hacerle el mínimo daño! Su
intención había sido ofrecerle ayuda y consuelo, no hundirla más en el lodo. ¿Y por qué
había mencionado a su padre?
Se acercó a ella y deslizó el brazo por donde se apoyaba contra la ventana. Ella hizo
un tímido intento por apartarlo, pero él lo ignoró y la llevó en silencio hacia la silla.
Acercó la otra silla y la colocó lo bastante cerca para poder tomarla de la mano.
Obedeciendo a su instinto, intentó hablar en un tono firme y autoritario, en vez de
amable y suave.
-Cuéntame lo que ha pasado.
Los dedos de Serena temblaban en su mano. No podía pensar en nada más que en su
desesperada situación, y las palabras brotaron sin que pudiera hacer nada por evitarlo.
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-Mi padre está empeñado en que acepte a Hailcombe como marido. No le importa
que odie a ese hombre. Le he suplicado que no me obligue a casarme con él, pero no
quiere dar su brazo a torcer. Incluso me ha amenazado con un castigo físico si no le
obedezco.
Respiró honda y temblorosamente y Wyndham tuvo que hacer un esfuerzo por
contener las acaloradas protestas que tenía en la punta de la lengua. Serena no lo estaba
mirando, y con su mano libre aferraba los pliegues de su vestido de muselina.
-Estaba decidida a obedecerlo -dijo, mirándolo de repente-. Cambié de opinión
después de volver de Lacey Court. Pero cuando él... -la voz se le quebró y se estremeció
violentamente, soltando su mano-. ¡Entonces huí! Me refugié en mi habitación y mi
padre estuvo a punto de echar la puerta abajo. Estaba tan asustada que no podía ni
responderle. Entonces... entonces llegó Mel y mi prima Laura me dijo que debía
marcharme con ella -se le escapó un profundo suspiro-. Pero ahora no sé qué hacer. Mi
padre se presentará aquí de un momento a otro.
-¡No podemos permitir que te encuentre! -declaró Wyndham con firmeza,
poniéndose en pie.
Serena lo miró con el pulso acelerado.
-¿Piensas esconderme?
Él la tomó de las manos y la hizo levantarse.
-No, Serena. ¡Pienso casarme contigo! Aunque tengamos que fugarnos para hacerlo,
si es necesario.
A Serena le dio un vuelco el corazón y, por un instante, todo dio vueltas a su
alrededor. Si Wyndham no la hubiera agarrado, se habría desplomado en el suelo. Pero
el impulso inicial de entusiasmo fue rápidamente sofocado por una nueva oleada de
nervios.
-Suéltame, por favor -consiguió decir-. ¿Puedes darme un momento?
-Tantos como te hagan falta -respondió él, quien también se sentía presa de una
inquietante aprensión. No la soltó enseguida, pues Serena seguía tambaleándose, pero
aflojó su agarre lo suficiente para que ella retirara las manos.
Al verla caminar lentamente hacia la ventana, se sorprendió a sí mismo conteniendo
las dolorosas sensaciones quedo habían asaltado al ser rechazado la primera vez y que
ahora volvían a resurgir.
Pero ahora era distinto, porque estaba frente a Serena en persona, no con su padre, y
estaba convencido de que iba a rechazarlo otra vez, aunque fuera en unas circunstancias
tan extremas. Pero a Wyndham no se le ocurría otra manera mejor de rescatarla.
Serena estaba confusa, desgarrada entre un impulso alocado de entregarse a
Wyndham y una obstinada convicción en que, si lo hacía, estaría renunciando a toda
esperanza de tener el futuro soñado.
Se giró para mirarlo y lo sorprendió mirándola con una emoción que no pudo
reconocer.
-¿Me estás proponiendo que nos fuguemos para casarnos? Soy menor de edad.
¿Tienes idea del escándalo que se armaría?
-Es inevitable -dijo Wyndham bruscamente-. Tu situación es desesperada, y como
tal, exige medidas desesperadas.
Serena se sintió invadida por una aflicción sobrecogedora y se dio la vuelta hacia la
ventana. No debería haber sido así. Nunca había sido una chica romántica y soñadora.
Lo único que había esperado conseguir era un matrimonio basado en el respeto mutuo,
no un afecto obsesivo por un hombre al que deseara estar prometida.
Pero el vizconde la había arrastrado a un compromiso nefasto, llenándole la cabeza
de ilusiones absurdas. Y ahora, en vez de un matrimonio que contara con la aprobación
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general, le ofrecía una boda rápida y penosa que, entre otras desgracias, le granjearía el
desprecio de su padre.
Wyndham avanzó por la habitación, acuciado por la fuerte necesidad de salvarla de
su aciago destino.
-¿Por qué dudas, Serena?
-No es esto lo que quiero -respondió ella, sin mirarlo.
-Ni yo. Ojalá hubiera un modo más sencillo, pero...
-¡Por favor, trata de entenderlo! -Exclamó ella, girándose hacia él-. No pienses que
soy una desagradecida, Wyndham. Es una oferta muy noble por tu parte, pero...
-Por amor de Dios, ¡no seas tan pomposa, Serena!
-... es una solución condenada de antemano -siguió ella, como si no lo hubiera oído-.
Aceptarla a la fuerza para evitar un destino peor, el terrible escándalo que seguiría... No
puedo hacerlo. Ni tu tampoco, milord. Nos conduciría inevitablemente al desastre.
Wyndham frunció el ceño y la miró con recelo.
-No si hay un lazo lo bastante fuerte.
Ella le sostuvo la mirada descaradamente.
-No puede haber un lazo... donde no hay confianza mutua.
¿Otra vez salía con lo mismo? El dolor estalló en el pecho de Wyndham.
-¡Debería haberlo sabido! Muy bien, arriésgate con Hailcombe.
Fue hacia la puerta y agarró el pomo. Pero antes de girarlo miró por encima del
hombro.
-Algún día te darás cuenta de que me has juzgado mal. ¡Sólo espero que no te
arrepientas demasiado!
Después de una noche inquieta, el vizconde se despertó la mañana del viernes sin
que todavía pudiera asimilar su decisión. Tras abandonar a Serena, se había refugiado
en White's para ahogar su frustración en un excelente Claret mientras despotricaba
contra los caprichos y la testarudez de las mujeres.
Lord Buckworth, que estaba a punto de salir para Brighton, había retrasado su salida
para aconsejarle a su amigo que se fuera a casa y metiera la cabeza en un cubo.
Wyndham había declarado que prefería meterla por un lazo. Buckworth se había echado
a reír y le había sugerido que lo acompañara a la costa.
-No, gracias -había respondido el vizconde con voz gruñona-. No estoy de humor
para soportar los excesos de príncipe. Además, Serena no puede pensar que la dejaré
caer como una fruta madura en manos de esa sabandija.
-¡Bien dicho! -Aplaudió Buckworth con un brillo burlón en los ojos-. Me gustaría
quedarme para sacarte del apuro en que inevitablemente te vas a meter, pero no puedo.
Si un hombre no puede conseguir una buena esposa sin la ayuda de sus amigos, no se
merece tener ninguna.
Wyndham había brindado por aquella opinión y había apurado su vaso hasta la
última gota. Pero cuando Buckworth se marchó, también lo hizo su aparente valor. Si
Serena se negaba a casarse con él en una situación tan extrema, era porque sin duda lo
despreciaba. Y él haría bien en abandonar el juego y mirar hacia otra parte.
Pero sus emociones no se le permitirían. En las largas horas nocturnas que siguieron,
no dejó de ver el rostro de Serena. Igual que había ocurrido en los primeros días de la
última temporada. Ella podía decir lo que quisiera, pero no podía negar que era
desgraciada. Y en algún rincón de su mente, Wyndham seguía teniendo la certeza de
que aún sentía algo por él.
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Tal vez fue aquello lo que lo hizo dirigirse hacia Hay Hill después de estar media
hora haciendo ejercicio en el parque.
Desmontó en la puerta del jardín trasero y llamó a uno de los mozos de Lacey Court,
a quien le dio una moneda para que cuidara de su caballo.
La íntima relación que mantenía con la familia le permitió caminar en solitario hasta
la casa y entrar por la puerta del conservatorio.
Se disponía a cruzar el vestíbulo cuando oyó la voz de Serena. Se detuvo para
prestar atención y le pareció que debía de estar en la habitación contigua. Entonces
distinguió el tono más profundo de un hombre. Pensó que debía de tratarse de
Hailcombe y dio un par de pasos hacia una abertura.
Sabía que el conservatorio estaba conectado con un salón de verano, donde los
Lacey solían recibir a las visitas cuando el tiempo era más cálido para disfrutar de la
vegetación.
Entonces reconoció la voz de lord Reeth y se detuvo antes de que pudieran verlo,
posicionándose de tal modo que podía escuchar a escondidas. El resultado fue
provechoso, aunque supuso un duro golpe para su orgullo.
Para inmenso alivio de Serena, la ira de su padre parecía haberse consumido. Su
prima Laura había hecho bien su trabajo. Se mostraba más calmado y sereno, y su
actitud hacia ella era mucho menos escalofriante:
-Laura me ha contado que te fuiste con la señorita Lacey porque me tenías miedo.
¿Eso es cierto, Serena?
Serena estaba sentada en una silla blanca de hierro forjado, en una alcoba con vistas
a los jardines traseros. El mismo salón tenía el aspecto de un jardín interior, con
palmeras en tiestos que adornaban las paredes y muchas plantas exóticas.
Melanie le había dicho que aquel salón apenas se había usado durante aquella
temporada, siendo el lugar idóneo para atender aquella temida visita. El sol de invierno
lo convertía en un invernadero virtual, lo que quizá contribuía al excesivo calor que
estaba sintiendo Serena. Fuera lo que fuera, no podía enfrentarse a su padre sin que la
asaltaran los nervios.
-Sí, papá -respondió sin aliento, viendo cómo deambulaba por el salón.
Reeth soltó un profundo suspiro.
-Lo siento. Me he portado muy duramente contigo -admitió, cubriéndose los ojos
con una mano-. ¡Mi única hija! ¡No lo puedo soportar!
Serena lo miró horrorizada, sin saber qué decir ni qué pensar. Aquella actitud era
muy extraña en su padre. ¿Y qué había querido decir? ¿Qué tenía que soportar?
Pero su padre apenas tardó un par de segundos en recomponerse. Dejó escapar otro
suspiro y se sentó en la silla más cercana. Miró a Serena y a ella le pareció más viejo y
consumido.
-¿Estás enfermo, papá? -le preguntó, inclinándose instintivamente hacia delante.
Él negó con la cabeza y pareció sacudirse de encima aquella aparente debilidad.
-Nada de eso. Pero tenemos que zanjar este asunto, Serena. No puedes huir de tu
propio padre. Tienes que volver a casa.
Serena se tragó la protesta que brotaba en sus labios por miedo a enfadarlo otra vez.
No era prudente señalar que había escapado porque necesitaba que la protegieran de él.
Pero tampoco podía someterse a su voluntad.
-Te ruego que me perdones, papá. Estaba tan nerviosa que no podía pensar en lo que
estaba bien o mal. Quiero volver a casa, pero tengo miedo de que no me escuches.
Su padre apretó los puños en los brazos del sillón.
-Parece que me estás reprochando algo.
-No era mi intención.
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-Lo sé. No tienes que darme más explicaciones. Quieres explicarme por qué has
rechazado a Hailcombe -dijo con voz grave, hundiéndose en el sillón-. Y yo podría
aceptar esas razones, porque las conozco muy bien. Hija mía, comprendo que no te
guste ese hombre, créeme.
Una oleada de indignación sacudió a Serena.
-Pero si lo comprendías, ¿por qué...?
Su padre levantó una mano.
-No me preguntes. No puedo decírtelo. Pero mi decisión obedece a una razón
especial. ¡Tienes que casarte con él, Serena!
Serena no entendía nada. Su padre comprendía que despreciara a Hailcombe y
lamentaba que se hubiera visto forzada a huir. Sin embargo, no podía eximirla de su
obligación ni le daba ninguna explicación para casarse con el hombre al que odiaba.
¡Más le valdría haberse fugado con Wyndham!
El recuerdo del vizconde la acució a soltar atropelladamente las palabras.
-Papá, te obedecí en una cosa y eso me causó un gran sufrimiento. ¿No puedes
dispensarme ahora de esta obligación? Reeth frunció el ceño.
-Supongo que te refieres a Wyndham. Una dolorosa punzada atravesó el pecho de
Serena, haciendo que la voz le temblara.
-Me... me dijiste que me... habrías alejado de él si hubieras sabido antes cuál era su
verdadera naturaleza. ¡Pero fue demasiado tarde, papá! Y sin embargo lo he
abandonado. Pero no te imaginas hasta qué punto me ha tentado la idea de
desobedecerte.
-¿Qué estás diciendo? -Preguntó su padre con severidad.
Serena se encogió e intentó moderar su tono.
-Sólo intento hacerte ver que no he desobedecido tu orden de casarme con
Hailcombe.
-Sí, pero ¿qué ha ocurrido entre Wyndham y tú?
-¡Nada, lo juro por mi honor! -aseveró Serena, reprimiendo un estremecimiento de
culpa por la mentira. Viendo que su padre distaba mucho de quedar complacido, buscó
alguna manera de evitar la pregunta-. Me resultó muy difícil aceptar lo que me contaste
de él. He intentado sonsacarle información a Melanie, su prima, pero sólo tiene buenas
palabras para lord Wyndham.
El barón soltó un bufido.
-Pues claro que habla bien de él. ¿Crees que te contaría algo aunque lo supiera... lo
cual es del todo improbable? Nadie le contaría a una chica de su edad que su primo fue
uno de los jóvenes descarriados que siguieron los vicios y la lujuria del marqués de
Sywell?
A pesar de todas sus dudas, Serena sintió cómo se avivaba la furia en su pecho al oír
una descripción semejante del vizconde. Hizo lo posible por sofocarla, pues cualquier
intento de defender a Wyndham sólo serviría para provocar a su padre. Pero no pudo
reprimir una pequeña protesta.
-No parece que sea del conocimiento general.
-¿Cómo ibas a saberlo tú? A ti tampoco te lo contaría nadie.
-Quizá se hayan exagerado los rumores - dijo ella, desesperada.
-Por mucho que desees que así fuera, Serena, me temo que nada se ha exagerado -
repuso su padre gravemente.
Serena era dolorosamente consciente de ello, pero Wyndham se había sentido
ultrajado una vez más por la acusación.
Si ella no hubiera experimentado en su propia piel una muestra de esa depravación,
habría estado dispuesta creer en su inocencia.
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Qué poco la conocía su padre... No se daba cuenta de que era precisamente su deseo
de que aquellas historias no tuvieran fundamento lo que la empujaba definitivamente a
creérselas.
-¿Es que no puedes ver, papá, que a pesar de cualquier sentimiento que pudiera
albergar hacia lord Wyndham, jamás podría casarme con un hombre cuyo estilo de vida
me repugna más que nada? ¡Y tú, sin embargo, me obligas a contraer matrimonio con
un hombre al que ni siquiera puedo respetar!
Su padre se levantó del sillón y se llevó las manos a la cabeza.
-¡Por todos los santos, Serena! ¿Es que no ves que no tengo elección?
Serena lo miró, horrorizada.
-¿Que no tienes elección, dices? ¿Tú única elección es arrojarme a los brazos de un
hombre despreciable?
Lord Reeth se paseó nerviosamente por la habitación, revolviéndose los mechones
rubios. Su angustia era evidente, y Serena sintió un escalofrío en la columna.
Entonces se volvió hacia ella y la miró con una expresión atormentada.
-Serena, lo lamento tanto como tú, o incluso más. Me equivoqué al no contártelo
antes. Hija mía, no puedo librarte de este matrimonio. Es una cuestión de honor en
juego.
La palabra «honor» golpeó a Serena corno una bofetada. El honor era algo sagrado
entre los caballeros. Era la única cualidad que aseguraba la aprobación y el
reconocimiento social, lo último que debía mantenerse en pie cuando todo lo demás se
hubiera derramando. Perder el honor era peor que perder la vida.
Miró a su padre y vio a un extraño. Corroída por una amarga desilusión, se dio
cuenta de que ya no le tenía miedo.
-Entiendo. Tienes que perdonar mi ignorancia, señor. Hasta ahora no sabía que el
honor podía obligar a un hombre a sacrificar a su hija.
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CAPÍTULO 7
Laura manoseaba nerviosamente sus gafas, pero no produjo el menor efecto en
Serena. Tendida en el diván de su salón privado, había rechazado todos los intentos por
levantarla. Se había acomodado sobre los mullidos cojines y se abanicaba suavemente,
viendo cómo su prima se quitaba y ponías las gafas mientras se paseaba sin parar entre
la puerta y la chimenea. Finalmente se detuvo y miró con reproche a Serena.
-Supongo que sabrás que has avergonzado a tu padre, ¿verdad, niña? He hecho todo
lo que estaba en mi mano, pero no hay quien lo mueva de su postura.
Serena permaneció imperturbable.
-Te dije que no cedería.
-Entonces no entiendo por qué le permitiste convencerte para que volvieras a casa.
Serena desvió la mirada hacia la ventana.
-No tenía sentido seguir oponiendo resistencia.
Su prima se acercó al diván.
-¡Pero sigues negándote a casarte con Hailcombe!
-Sí -afirmó Serena, mirando a su alrededor-. Y me seguiré negando a pesar de lo que
mi padre pueda decir o hacer.
Laura suspiró y se dejó caer en el extremo del diván. Serena movió los pies y esbozó
una pequeña sonrisa, dejando quieto el abanico.
-Es inútil intentar convencerme, prima. He tomado una decisión.
-¡Y Bernard también! -Exclamó Laura, inclinándose hacia delante para tomar la
mano de su prima-. Te ruego que reconsideres tu postura, Serena. Tu padre se ha
calmado por el momento, pero me temo que, si vuelve a enfurecerse, lleve a cabo sus
amenazas. No puedes encerrarte para siempre en tu habitación.
-No tengo intención de encerrarme. Deja que me azote si eso es lo que desea. No
pienso ceder por nada.
La expresión de desconcierto de su prima le habría resultado divertida si Serena
hubiera sido capaz de reír. Laura le soltó la mano y volvió a quitarse las gafas.
-Nunca te había oído hablar así. ¿No tienes miedo?
Los dedos de Serena apretaron brevemente el abanico.
-¿Del dolor? Claro que sí. ¡Pero lo prefiero mil veces a casarme con esa odiosa
criatura!
-Mi pobre niña... ¿es que no lo entiendes? Tu padre puede obligarte a obedecer.
-¿Cómo podría hacerlo, prima? A menos que pretenda desheredarme y echarme a la
calle, no veo de qué manera...
-No llegará a ese extremo -la cortó su prima-. Pero nada podrá impedir que te lleve
ante al altar. Incluso ha mencionado la posibilidad de traer un sacerdote a casa para
oficiar la ceremonia.
Serena no se inmutó. Su prima Laura no se imaginaba lo férrea que podía llegar a ser
su determinación. En su empeño por evitar a Hailcombe, en los tres últimos días se
había negado a recibirlo, alegando que se encontraba enferma y que debía permanecer
en cama. Había reforzado su excusa mandando disculpas por escrito a todas las personas
con las que se había comprometido para la semana siguiente. Y por si fuera poco, había
ordenado que le subieran todas las comidas en una bandeja, ya fuera en su dormitorio o
en su salón privado. Su prima entraba y salía continuamente, pero la única visita que
Serena permitió fue la de Melanie, quien se presentó el día anterior para ver cómo
estaba.
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No había vuelto a ver a su padre desde la última conversación, y no tenía el menor
deseo de hablar con él. Ya había comprobado hasta qué punto le importaba a su padre.
¿Por qué debía sentir el menor escrúpulo en desobedecerlo? No le debía respeto a un
padre que sacrificaba la vida de su hija para salvarse a sí mismo. Estaba convencida de
que su padre, sabiendo lo que le estaba exigiendo, no la buscaría. Cuantos más asuntos
asumiera ella, más firme sería su decisión. Pero nunca se había sentido tan sola en toda
su vida.
-Prima, eres tú quien no lo entiende - dijo con toda la paciencia que pudo, como si
fuera mucho mayor que Laura-. Mi padre puede hacer lo que quiera, pero no haber
ningún matrimonio sin mi consentimiento. Si me niego a pronunciar los votos, nadie
podrá casarme. Y nunca me prometeré a Hailcombe.
Gracias a las confidencias de Melanie, Wyndham había conseguido calmarse un
poco. Era jueves, a comienzos del frío noviembre, y una semana había pasado desde que
Serena abandonara Lacey Court. Su preocupación no había estado muy desencaminada.
Por mucho que aplaudía la determinación de Serena, no podía sentirse optimista con el
resultado. La decisión de Serena de refugiarse en su habitación tal vez le brindara
protección, pero sólo era una solución temporal. Y por lo que Wyndham había
averiguado, sabía que Hailcombe no se detendría ante nada para conseguir sus
objetivos.
En cuanto a Reeth... al pensar en él tuvo que recurrir a la jarra de cerveza con la que
se estaba refrescando en la taberna Castle. Había elegido aquel garito de boxeo en vez
del austero recinto de White's, con la esperanza de encontrarse con algún conocido de
Hailcombe.
El Daffy Club era frecuentado por hombres de toda condición social, y su ayuda de
cámara, Streadey, quien había sido enviado para indagar en la historia de su rival, le
había dicho que Hailcombe era un visitante asiduo de los cuadriláteros. Pero aunque los
ojos de Wyndham buscaban un rostro familiar bajo los retratos de Mendoza y Belcher,
junto a otros de la misma clase que se habían ganado la fama a base de puñetazos, su
mente estaba en otra parte.
Después de haber oído la conversación entre Reeth y su hija, Wyndham se había
propuesto averiguar por qué el matrimonio de Serena era tan importante para salvar el
honor del barón. Pasando por alto los comentarios ofensivos hacia su persona, le había
quedado claro que aquélla había sido la razón de su rechazo.
Lo había sospechado varias veces. Reeth le había mentido al decirle que Serena le
había retirado su afecto. A Wyndham se le había acelerado el corazón al oír la evidencia
en labios de Serena. Se había resistido a pensar mal de él, y Wyndham sabía que era el
único culpable de que hubiera acabado haciéndolo. Pero no podía ocuparse de limpiar
su nombre hasta que Serena estuviese fuera de peligro.
La aprobación de lord Reeth había dejado de tener importancia. El hombre que, en
palabras de Serena, podía sacrificar a su hija sólo por defender su propio honor había
perdido todo derecho a intervenir en su futuro, así como el derecho a alejarla de un
hombre que la amaba de verdad y que haría lo que estuviese en su mano para hacerla
feliz.
Pero eso pertenecía al futuro. De momento le correspondía a él descubrir, si podía,
cuáles eran las intenciones de Hailcombe. No se imaginaba cuáles serían sus alicientes,
pero si había fracasado al intentar conquistar a Serena por medios legítimos, ¿recurriría
a la calumnia? ¿Y qué clase de influencia o control ejercería sobre lord Reeth?
La última posibilidad era inquietante. Se podría suponer que le debía dinero a
Hailcombe, pero Reeth no era un jugador. Además, el deshonor insinuaba algún tipo de
escándalo. Quizá la carrera política del barón estuviese en peligro.
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Estaba pensando en algún escándalo social que pudiera amenazar a Reeth, cuando
fue asaltado por dos conocidos de sus visitas a Bredington.
-No esperaba encontrarte aquí, Wyndham -dijo uno de ellos-. Creía que preferías los
sables a los puños.
Giles Rushford era un hombre por el que Wyndham sentía compasión, ya que su
padre había derrochado toda su herencia. Rushford estaba en una situación parecida a la
de Hailcombe, pero era un hombre de honor y su posición social estaba firmemente
asentada.
Además, la reputación que le confería ser primo de Hugo Perceval, un atractivo
caballero de una ilustre familia, le brindaba una imagen de respetabilidad y decoro. El
vizconde conocía bien a Hugo, admiraba su destreza en los deportes y había compartido
unas buenas cacerías con él.
-¿Cómo estás, Perceval? No, Rushford, no soy aficionado al boxeo. He venido en
busca de alguien, eso es todo.
-¿No sigues al príncipe a Brighton? -le preguntó Hugo-. He oído que Buckworth va
a estar allí.
-Tengo algunos asuntos que resolver en la ciudad.
-¿Entonces no te has enterado? -le preguntó Giles.
-Giles, no creo que... -empezó Hugo.
-Wyndham es tan vecino nuestro como cualquiera, Hugo. Tarde o temprano tendrá
que enterarse.
El vizconde frunció el ceño, desconcertado.
-¿De qué estáis hablando?
Fue Hugo quien respondió con expresión reprobatoria.
-Ha ocurrido lo que se esperaba. Otro escándalo de la abadía. ¡Ojalá ese Sywell se
rompiera el cuello!
Wyndham empezó a comprender. Los primos vivían en Abbot Quincey, una de las
cuatro aldeas que rodeaban la infame abadía Steepwood, muy cerca del refugio de caza
de Wyndham. En aquellas circunstancias le resultaba especialmente desagradable que le
recordaran al diabólico marqués, con cuyo nombre lo había asociado Reeth.
-¿Qué ha hecho ahora?
-Ha conseguido que su pobre esposa huya espantada -dijo Giles.
-¿La hija del administrador con la que se casó el año pasado?
-La hija de Bailiff -corrigió Hugo-. Y hace menos de un año que conmovió a la
sociedad con ese escándalo. La chica apenas había cumplido los veintiún años.
-Razón de más para que escapase de ese viejo lascivo -dijo Giles-. En caso de que
sea cierto que se haya fugado.
Hugo miró con severidad a su primo. -Si estás dispuesto a creerte esa estúpida teoría
de que Sywell la ha asesinado, Giles, yo no pienso hacer lo mismo.
-Supongo que eso es lo que se rumorea, ¿no? -dijo Wyndham.
-Ya sabes cómo es la gente del campo... Además, esa teoría no concuerda con la otra
parte de la historia, según la cual también ha desaparecido una cantidad de oro.
-Eso es -concedió Giles-. Lo único cierto, Wyndham, es que la joven ha
desaparecido. Nadie sabe con seguridad cuánto tiempo lleva desaparecida. En realidad,
muy poca gente la ha visto desde que se casó con Sywell.
-Cierto -corroboró Hugo-. Podría haber desaparecido hace meses y nadie se habría
dado cuenta.
A Wyndham le asqueaban más esos detalles ahora que su propia integridad se ponía
en duda. ¿Cómo era posible que Serena lo creyera capaz de aterrorizar a una joven y
hacerla huir de su propia casa?
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-¿Cómo se sabe que ha desaparecido si nadie la ha visto en mucho tiempo? -
Preguntó, aunque apenas tenía interés en el asunto. En su opinión, Sywell merecía que
lo abandonaran todas las mujeres del mundo.
-Por el medio habitual, supongo -dijo Hugo-. Ese tipo, Burneck, se lo contó a la
limpiadora, seguramente.
-Sí. Aggie Binns es la única mujer que se atreve a acercarse estos días a la abadía -
afirmó Giles-. Y en cuanto a Solomon Burneck, me han dicho mis hermanas que otra
vez está citando la Biblia. Siempre hace lo mismo cuando Sywell incurre en algún
comportamiento especialmente escandaloso.
Wyndham había visto a Burneck, el mayordomo del marqués, en un par de
ocasiones. Era un hombre poco agraciado, con una nariz aguileña y un carácter agrio y
severo. Su extraña lealtad a Sywell había dado mucho de qué hablar.
Un profundo resentimiento invadió a Wyndham al pensar que Serena lo había creído
capaz de frecuentar ese antro de alimañas como Burneck y el marqués.
Los dos primos siguieron con sus especulaciones, pero el vizconde apenas les prestó
atención. Una duda inquietante había arraigado en su mente. ¿Cómo era posible que una
chica tan inocente como Serena supiera algo de la libidinosa conducta que se le atribuía
a Sywell? Serena se había mantenido firme en su rechazo, incluso en una situación
extrema. Debía de estar horrorizada por lo que había oído. ¿Acaso su padre o la señorita
Geary le habían dado detalles escabrosos? ¿Alguno de ellos había hablado con los
aldeanos que rodeaban la abadía? ¿Quién había decidido vilipendiarlo desde las
sombras?
Estuvo dándole vueltas a la cuestión hasta que volvió a su casa de Ryder Street.
Había dejado la casa de la familia Lyford, en Berkeley Square, pues prefería aquel
apartamento pequeño e informal. Tenía un salón austeramente amueblado con un par de
sofás tapizados en piel roja y un escritorio en cuya superficie se amontonaba la
amalgama de cosas que componían la existencia de un soltero. Revistas, guantes, una
caja de dados y varios recipientes plateados para guardar tarjetas de visita, botones y
otros objetos. El dormitorio contiguo, hacia el que se dirigió Wyndham, constaba
únicamente de una cama, un armario y una jofaina. La habitación no podía ser más
sencilla, en contraste con el lujo de su dormitorio en la casa de su familia.
Pero Wyndham disfrutaba de aquella libertad, y sólo estaría dispuesto a sacrificarla
por su matrimonio. Aquella reflexión le recordó que, por desgracia, su matrimonio
estaba muy lejos de formalizarse.
Su ayuda de cámara lo recibió y le informó que Hailcombe seguía visitando la casa
de Reeth, en Hanover Square.
-Y del modo más grosero, milord -añadió Streatley, tomando el abrigo del vizconde
y alisando los pliegues-. Parece que no tiene el menor reparo en mostrar su enojo,
porque su criado lleva dos días con un ojo morado. Según cuenta, se dio un golpe con
una puerta, pero me atrevo a suponer que fue obra de su amo.
-¿Quieres decir que Hailcombe le puso un ojo morado a su criado?
Streatley guardó cuidadosamente el abrigo en uno de los cajones del armario.
-Si no lo hizo, no hay razón para que Togworth hable tan mal de su señor. Lo hizo,
milord, no hay duda.
Wyndham le tendió el chaleco en silencio, intranquilo por el descubrimiento de que
Hailcombe era capaz de recurrir a la violencia. Si podía descargar su furia vengativa en
un criado inocente, ¿qué podría hacerle a una esposa rebelde? A Wyndham le remordió
la conciencia al recordar cómo había amenazado a Serena con abofetearla. ¿Se habría
fugado con él si no lo hubiera hecho? No, la razón no había sido aquella estúpida
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amenaza. Había sido su presunta inmoralidad lo que se había levantado como una
barrera entre ambos.
Su criado estaba tosiendo significativamente.
-¿Qué ocurre, Streatley? -le preguntó Wyndham mientras se quitaba la camisa.
El criado fue a verter agua caliente en la jofaina.
-Hay otro asunto que tal vez requiera su atención, milord.
-¿De qué se trata?
-Togworth ha estado frecuentando ciertas compañías, milord -dijo Streatley, y
esperó a que su amo sacara el rostro de la jofaina para tenderle una toalla caliente-.
Cuando fui a reunirme con él en The Feathers, lo encontré en compañía de unos tipos...
el tipo de personas que se encontrarían en los bajos fondos.
-¿Indeseables? -Preguntó Wyndham, bajando la toalla.
-Exactamente, milord.
Un escalofrío recorrió la espalda de Wyndham. Hailcombe debía de estar tramando
algo. Y no podía ser nada bueno si su criado se reunía con personajes de mala
reputación.
-Mantén los ojos bien abiertos, Streatley. A ver si puedes enterarte de algo.
-Haré lo que pueda, milord.
Wyndham pasó una noche inquieta. A la mañana siguiente, muy temprano, le envió
una nota a su prima, pidiéndole que hiciera una visita a Hanover Square a ver cómo
estaba Serena. Luego, se pasó varias horas en White's, intentando no pensar mientras
esperaba la contestación de Melanie. Pero cuando cayó la tarde y siguió sin recibir
respuesta, se presentó en Hay Hill, donde se enteró de que su prima acababa de regresar.
Melanie, tan fresca como una rosa con su vestido de muselina, lo hizo pasar
rápidamente al salón de verano.
-Mi madre querrá saberlo todo si sospecha que estamos compartiendo secretos.
-¿Has visto a Serena? -le preguntó Wyndham-. ¿Está bien? Por favor, no me digas
que se ha entregado a Hailcombe. Estoy convencido de que sus intenciones no son
buenas.
-¡Pues claro que no se ha entregado a Hailcombe! -Aseveró Melanie, mirándolo con
reproche-. Te dije que estaba firmemente decidida, aunque su padre acabe por azotarla.
-No lo hará. Pero, ¿cómo está ella?
-¿Cómo sabes que no lo hará? Ha amenazado a la pobre Serena no sé cuántas veces
y...
-Mel, dime cómo está si no quieres que empiece a zarandearte.
-No tienes por qué...
-¡Mel!
-Cielo santo, George... ¡Estás enamorado! -Exclamó su prima, y soltó una risita
cuando Wyndham avanzó hacia ella con decisión-. ¡No! Está muy bien, te lo aseguro.
Al menos...
-¿Qué quieres decir con «al menos»?
Melanie levantó las manos y se dejó caer en una de las sillas de hierro forjado.
-¡Por Dios, Wyndham! ¿Vas a dejarme hablar o no?
El vizconde dio un rápido paseo por la habitación, agitando los flecos de sus botas
altas. Finalmente se sentó y dejó escapar un débil suspiro.
-Perdóname, Mel. Si supieras por lo que estoy pasando... Pero eso no importa. Dime
sólo la verdad, por favor.
Tuvo que hacer un gran esfuerzo por con tenerse, porque su prima no podía contarle
los hechos sin adornarlos con los comentarios de su propia cosecha.
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Wyndham se vio al límite de su paciencia cuando Melanie empezó a exagerar sobre
el estado mental de Serena.
-A mí me parece, George, que se siente muy desgraciada, a pesar de la aparente
fortaleza que demuestra al rebelarse contra todos. Sus ojos tienen una expresión que...
no sé cómo describirlo, pero...
-Inténtalo, Mel.
-Bueno... -su prima frunció el ceño-. Ya que insistes, te diré que el brille de sus ojos
parece haberse apagado.
Una punzada de dolor atravesó el pecho de Wyndham. Aquella preciosa inocencia
había sido destruida... ¡Daría todo lo que poseía por recuperarla!
Con mucha dificultad, intentó prestar atención a lo que su prima estaba diciendo, y
experimentó una vaga sensación de alivio al enterarse de que Serena iba a salir de la
ciudad el martes siguiente.
-Entonces estará fuera de peligro.
-Sí, pero no será nada cómodo para ella... pobre Serena -se lamentó Mel-. Dice que
su padre está muy disgustado con ella y que la manda a su casa en desgracia.
-Nadie tiene que enterarse de esto fuera de la familia -dijo Wyndham-. ¿El martes,
has dicho?
-El día doce. ¿El martes es día doce?
Wyndham asintió.
-Dentro de cuatro días. Si permanece en su habitación, ni Hailcombe ni Reeth
podrán hacer nada en este tiempo. Lo único que importa ahora es mantenerla a salvo.
Pero aquel alivio inicial desapareció bruscamente el domingo, diez de noviembre.
Tras cenar en Limmer's con algunos de sus amigos que no habían seguido al
príncipe a Brighton, Wyndham estaba encendiendo un cigarrillo, algo que rara vez
hacía, y disfrutando de una agradable velada en aquellos momentos tan delicados de su
vida, cuando recibió una nota en la que su ayuda de cámara le pedía que volviera a casa
lo antes posible.
Sé que su señoría querrá recibir cuanto antes las noticias que tengo para usted,
decía la inquietante misiva.
Pensando en las posibilidades más escalofriantes, Wyndham se disculpó ante sus
amigos y volvió rápidamente a su apartamento.
-¡Suéltalo! -le ordenó a su ayuda de cámara, que le estaba esperando en el salón-.
¿Qué has descubierto?
-¿Recuerda, milord, que le dije que había visto a Togworth en compañía de unos
tipos a los que no querría encontrarme de noche?
-¿Qué pasa con ellos? ¡Dímelo de una vez, Streatley!
El criado le ayudó a quitarse el abrigo y el sombrero, que dejó en el respaldo de uno
de los sofás.
-He estado vigilando, milord, y esta noche he vuelto a verlos. Al principio Togworth
no estaba con ellos, de modo que me coloqué detrás para que él no me viera cuando
entrara en el local. Y aunque hablaban en voz baja, pude distinguir parte de lo que
decían.
A pesar de los nervios, Wyndham soltó una breve carcajada.
-¡Bien hecho, Streadey! No sabía que tuvieras un don para el espionaje.
Streatley hizo una reverencia.
-Me alegro de poder servirle en lo que pueda, milord -el rostro del criado se puso
serio de repente-. Aunque me temo que no va a gustarle nada lo que escuché.
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Streadey no se equivocaba en su suposición, porque lo que había oído parecían ser
los indicios de una siniestra conspiración. Pero aunque no pudo decirle dónde ni cómo,
ni siquiera lo que se estaba planeando, lo que más horrorizó a Wyndham fue la mención
de una fecha. Togworth había especificado el doce de noviembre... el mismo día en que
Serena partiría para las tierras de los Reeth en Suffolk.
No lo sorprendió en absoluto que su visita no fuera bien recibida. Wyndham vio
cómo lord Reeth atravesaba la biblioteca hasta la chimenea y se giraba para encararlo
con una mano en la repisa.
-Si ha venido a plantearme de nuevo su oferta, milord, debo decirle que no he
cambiado de opinión.
Wyndham esbozó una amarga sonrisa.
-¿Por eso se negó a verme al principio?
Le había enviado un mensaje con el mayordomo, diciéndole que no se movería de la
puerta hasta que lord Reeth accediera a recibirlo. Lo último que un político deseaba era
que se propagaran los rumores porque un destacado miembro de la aristocracia estuviera
esperando en su puerta.
-¿Qué quiere, Wyndham? -pregunto, alzando su nariz romana.
-Quiero advertirle que su hija corre el peligro de ser asaltada por una banda de
rufianes a quienes creo que ha contratado Hailcombe -dijo Wyndham sin más
preámbulos.
Su anfitrión soltó una brusca carcajada.
-¡Tonterías!
-Óigame, señor. Mi criado oyó cómo estos hombres preparaban un complot para
mañana. Y si no me equivoco, la señorita Reeth sale de viaje para Suffolk mañana.
-¿Y qué? -Espetó Reeth-. ¿Acaso se mencionó su nombre?
-No exactamente, pero el hombre que confabulaba con estos bellacos es el criado de
Hailcombe.
-¿Y eso convierte a Hailcombe en un sospechoso? Su imaginación le ha estado
jugando malas pasadas, Wyndham. Todo eso no son más que tonterías sin sentido.
El vizconde lo miró con ojos entornados.
-¿Eso cree? No me podrá negar que Hailcombe pretende casarse con su hija. Ni que
ella se muestra inflexible en su rechazo.
Las mejillas de Reeth se cubrieron de color.
-Eso no es asunto suyo, señor, pero no negaré ninguna de las dos afirmaciones.
Añadiré, sin embargo, ¡que usted es el responsable de la segunda!
Fue el turno de Wyndham de echarse a reír.
-Ojalá fuera cierto, pero creo que Serena tiene el sentido común suficiente, por no
decir el gusto, para no aceptar a un hombre semejante. Pero no he venido a intercambiar
impresiones, sino a advertirle que...
-¡Ya basta!-rugió Reeth, descargando el puño contra la repisa-. ¡No quiero seguir
oyendo estupideces! Si ha venido hasta aquí sólo para insultar a mi amigo...
-¡Me sorprende que tenga el descaro de llamarlo «amigo»!
-¿Cómo ha dicho, señor? -le preguntó Reeth en tono amenazante.
Wyndham se tragó una réplica bien merecida, recordándose que no serviría de nada
pelearse con el barón.
-Vamos a discutir esto con calma -sugirió.
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-¡No me hable! -espetó Reeth, apartándose de la chimenea-. ¿Quién se cree que es
usted para darme órdenes, como si fuera el prometido de mi hija? ¡Yo lo rechacé,
maldita sea! ¿Con qué derecho se atreve a venir aquí?
-Si no tuviera otro derecho -replicó Wyndham, incapaz de contenerse-, ¡le escupiría
mi honor a la cara! Aunque no creo que se diera por aludido, lord Reeth.
-¿Cómo se atreve? -bramó el barón, volviéndose hacia él.
-Lo sabe muy bien. Dejando todo lo demás al margen, sólo esto debería bastar.
Usted manchó mi nombre de injurias como...
-¿Está atacando mi honor? No se contenta con insultar a mis amigos y ahora me
insulta a mí... Esto no quedará así, mi joven amigo.
Volvió hacia la chimenea e hizo sonar la campanilla. Entonces se giró hacia su
visitante, respirando pesadamente.
Wyndham lo observó con el ceño fruncido. Aquella reacción era desproporcionada,
¿Era sólo un arrebato de furia o se escondía un temor tras aquellos ojos inyectados en
sangre?
Sólo una cosa estaba clara. Reeth no le daría más oportunidades para seguir
hablando. ¿Debería revelarle que sabía mucho más de lo que debería? No, porque
entonces tendría que admitir que había escuchado a hurtadillas una conversación entre
su anfitrión y Serena.
-Antes de echarme -se apresuró a decir, pues la intención de Reeth era obvia-,
¿puede al menos decirme cuáles son las virtudes de Hailcombe para hacerse digno de su
aprobación?
Para sorpresa de Wyndham, una expresión de asco cruzó los rasgos de Reeth.
-¿Virtudes? ¡Ojalá tuviera alguna!
-Por amor de Dios, ¿entonces qué demonios le ha pasado para endosárselo a su hija?
La expresión de repugnancia fui sustituida por una mirada glacial.
-No tengo nada más que decirle, milord. Wyndham quiso seguir discutiendo, pero
oyó cómo se abría la puerta tras él y se giró para ver al mayordomo.
-Lord Wyndham se marcha -dijo Reeth. Profundamente disgustado, el vizconde le
echó una mirada con la esperanza de que pudiera transmitirle sus sentimientos.
-Una última cosa. Le advierto, señor, que haré todo lo que esté en mi mano para
frustrar las intenciones del hombre de quien hemos estado hablando. Y en cuanto a los
derechos que tenga al respecto, eso lo dejó a su criterio.
Lord Reeth se limitó a responder apuntando con su arrogante nariz al mayordomo.
-¡Lisset!
El mayordomo entró en la habitación, pero Wyndham ya se había girado hacia la
puerta.
-¡No te asustes! -lo tranquilizó en tono irónico-. No será necesario que me pongas
las manos encima.
El mayordomo hizo una reverencia y Wyndham pasó junto a él para marcharse.
-Pero, ¿por qué ha venido? -Preguntó Serena distraídamente-. ¿Sólo a ver a mi
padre?
-Es inútil que me preguntes -respondió su prima, quitándose las gafas de la nariz-.
Lo único que sé es que ha sacado a Bernard de sus casillas.
Serena se paseó por los estrechos confines del cuarto, presa de la confusión. Desde
el diván con vistas a la plaza había visto al vizconde torciendo la esquina.
Debido a que la ventana estaba en el segundo piso, lo había perdido de vista en
cuanto Wyndham alcanzó la acera de la mansión, pero Serena se había levantado de un
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salto y había pegado el rostro al cristal. Con el corazón desbocado había visto a
Wyndham esperando un rato en la puerta, mientras su cabeza era un torbellino de
posibilidades. Desde el día que había rechazado su plan para salvarla de la ira de su
padre, sólo había sabido de él a través de Melanie, quien le había asegurado que seguía
pensando en ella.
Pero Serena se había negado a escuchar, sobre todo cuando Melanie había
acompañado aquella afirmación con algunos cotilleos sobre el marqués de Sywell. El
recuerdo de la depravación de Wyndham sólo podía provocarle dolor.
Pero aquel día Wyndham se había presentado en persona, y Serena se había llevado
una amarga decepción cuando no pidió una audiencia para verla.
-¿Es posible que haya venido para volver a pedirle mi mano a mi padre? -sugirió con
un atisbo de esperanza.
-No, a menos que sea un estúpido -dijo Laura, sentándose en el diván.
-¿Por qué dices eso? -Preguntó Serena.
-Mi querida niña, porque seguramente es consciente de que, con todos esos rumores
sobre la huida de la marquesa de Steepwood, tu padre no podrá olvidar que está
relacionado con su despreciable marido.
Serena dejó de pasearse por el cuarto. Había olvidado que la amiga de su prima
Laura había estimado conveniente agobiarlos con aquella horrible historia.
Era tan difícil sofocar la imperiosa necesidad de defender al vizconde que no pudo
reprimir su lengua.
-No puedes culpar a Wyndham por eso.
-Claro que no -corroboró su prima con un brillo en los ojos-. Estoy segura de que
Sywell no necesitó ninguna ayuda para ahuyentar a esa pobre chica. Aunque, según
Lucinda, nadie podría culparla si se hubiera fugado con otro hombre.
-¿Con Wyndham, tal vez? -sugirió Serena mordazmente.
-Oh, no. Si ése hubiera sido el caso, nos habríamos enterado.
No podía ser que el vizconde fuera un hombre demasiado honorable para fugarse
con la mujer de otro, pensó Serena tristemente.
-Además -añadió su prima-, no es seguro que lady Sywell haya huido. Lucinda dice
que varias personas creen que Sywell la ha matado.
-¡No lo dirás en serio! -Exclamó Serena.
Su prima asintió categóricamente.
-Me ha dicho que las Roade, quienes viven en la misma aldea, estuvieron un tiempo
buscando el cuerpo.
Serena se estremeció de horror.
-¡Qué lugar tan espantoso debe de ser Steepwood! Espero no tener que ir nunca allí.
Laura se quitó las gafas.
-Sólo hay un lugar al que vas a ir, mi niña, y admito que me alegro de corazón.
Serena también se alegraba. Apenas había podido creerse su buena suerte cuando su
padre anunció que la mandaba de vuelta a Suffolk.
-Me parece increíble que mi padre haya abandonado -dijo, sentándose junto a su
prima en el diván-. Ya sé que ha dicho que me manda a casa en desgracia, pero me da
igual. Estaré fuera del alcance de Hailcombe, y eso es todo lo que importa.
Laura volvió a ponerse las gafas y soltó un suspiro.
-Ojalá pudiera afirmar que nuestra marcha acaba con las posibilidades de
Hailcombe, pero no me atrevo a ser tan optimista. Creo que tu padre alberga la
esperanza de que cambies de opinión algún día.
-Eso no ocurrirá -declaró Serena-. ¡Antes me pondría a trabajar como cocinera!
Su prima no pareció darle mucho crédito a sus palabras.
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-Me temo que no sabes nada del servicio doméstico, niña. Una semana trabajando
como criada y hasta Hailcombe te parecería un regalo del cielo. Harías bien en
reconsiderar la alternativa antes de contrariar otra vez a tu padre.
Serena se encogió de hombros.
-¿Cuál es la alternativa?
Su prima se quitó las gafas y esbozó una triste sonrisa.
-Yo, Serena. Mírame. Mira lo que ha sido mi vida.
Habiéndolo dicho, su prima se levantó y salió silenciosamente del cuarto. Serena se
quedó inmóvil, con una sensación de vacío en el pecho, hasta que una protesta
desesperada brotó en su interior. ¡Aquél no podía ser su futuro! Él no lo permitiría. Se
había marchado sin verla, pero ¿cómo iba a verla si su padre no lo aceptaba? Sin
embargo, Serena estaba segura de que se casaría con ella delante de todos si así podía
salvarla de su triste destino.
Entonces recordó al marqués de Sywell y volvió de golpe a la realidad. ¿Cómo
podía elegir entre el fuego y las brasas?
No había ninguna solución inmediata. Fue a su dormitorio para supervisar los
preparativos de su equipaje. La tarea la ayudó a distraerse, y cuando acabó estaba tan
cansada que se tumbó en la cama y se quedó dormida.
El día amaneció con el ajetreo de la inminente salida.
Los lacayos subieron a su dormitorio para recoger el equipaje y Serena fue al salón
privado para desayunar. Estaba escribiéndole una apresurada nota de despedida a
Melanie cuando su prima irrumpió en la habitación hecha un manojo de nervios.
-¡Oh, Serena!
-¿Qué ocurre, prima? ¡Estás muy pálida!
Laura empezó a ponerse y a quitarse las gafas, en un estado de profundo
desasosiego.
-Lo más horrible que podía ocurrir... Y no sé qué hacer. No me escucha. Se lo he
suplicado encarecidamente, pero ha sido en vano. ¡No puedo convencerlo!
Serena la agarró del brazo y le quitó las gafas.
-¿Qué ha pasado? Dímelo, por favor. ¿Se trata de mi padre?
Los ojos de Laura se llenaron de lágrimas mientras asentía.
-Ha hecho sacar del carruaje todos mis baúles. ¡Creo que se ha vuelto loco!
-¿Tus baúles? -repitió Serena-. Pero, ¿por qué, prima?
-Porque no me permite acompañarte. Dice que tienes que hacer el viaje sola.
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CAPÍTULO 8
Serena se quedó boquiabierta.
-Pero... Pero tienes que venir conmigo. ¿Cómo voy a hacer este viaje sola?
-Bernard dice que tendrás a Mary, y... y que con ella te bastará. No hay quien lo
mueva de su postura. He probado con todos los argumentos que se me ocurrían, Serena.
-¿Por qué? No lo entiendo, prima.
-Ni yo. ¿Crees que no se lo he preguntado? -le quitó las gafas a Serena y volvió a
ponérselas-. ¡Nunca me he enfadado tanto con Bernard! Todo lo que dice es que
mereces un castigo y que por ello tienes que viajar sola.
A Serena empezó a latirle frenéticamente el pulso. ¿Por qué debería sorprenderse? A
un padre que anteponía su propio honor a la felicidad de su hija no debería de
preocuparle mucho su seguridad. Las tierras de los Reeth no estaban muy lejos, pero
aun así estaría viajando todo el día,
-Al menos no pasarás la noche en el camino -dijo Laura-. Aunque le he dicho a
Bernard que podrías sufrir un accidente. Con el tiempo y los caminos en tan mal estado,
¿quién sabe lo que puede ocurrir?
-Pero tendré al cochero. ¡A no ser que mi padre también se haya negado!
-No seas tonta, Serena. ¿Cómo puedes decir eso? -la reprendió su prima, demasiado
angustiada para aceptar el sarcasmo-. Oh, mi querida niña, ¿quién se habría imaginado
que a Bernard le importaría tan poco tu reputación? Tendrás que detenerte a comer.
Dios mío, ¡estarás sola en una fonda! Tienes que exigir un comedor privado, Serena, y
asegurarte de que Mary se quede contigo. Oh, querida, espero que no te vea nadie que te
conozca.
-Bueno, si eso ocurre, le estará bien empleado a mi padre -dijo Serena con voz
cortante-. No quiero anticiparme a ningún peligro, pero esto demuestra lo poco que mi
padre se preocupa por mí.
Su prima se mostró de acuerdo, añadiendo que nunca había pensado así de su padre.
-Ya era suficiente con obligarte a casarte... pero esto va más allá de todo lo tolerable.
Por desgracia, no había nada que se pudiera hacer, y así se lo recordó Serena.
-No te enfades, prima. Seguro que no me pasará nada. ¿Por qué no le pides a Lisset
que se asegure de enviar también a un mozo con un trabuco, si estás tan preocupada? Mi
padre no podrá oponerse a ello.
-Podrá oponerse a lo que quiera -replicó Laura con firmeza-. Pero no le servirá de
nada, porque no pienso decírselo.
Volvió a marcharse, muy decidida, dejando a Serena a solas con sus pensamientos.
Estaba muy bien haberle insuflado nuevos ánimos a su prima, pero aquella otra muestra
de la falta de afecto de su padre la había hundido en el desánimo.
Ningún padre que se preocupara por su hija le haría recorrer una distancia semejante
con la única compañía de su doncella. ¡Y todo por castigarla! ¿Acaso su obsesión por
casarla con Hailcombe lo había privado del sentido común? Y además era un político...
¿Qué dirían sus colegas?
Serena había estado impaciente por marcharse, sobre todo por la perspectiva de ver
al pequeño Gerald, pero ahora arrastraba pesadamente los pies mientras subía las
escaleras para ponerse la pelliza y el sombrero.
Mary también había sacado un abrigo de viaje, pues el tiempo había empeorado. El
sol brillaba débilmente, pero pronto sería tragado por la gélida niebla de noviembre, y
dentro del carruaje haría frió.
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Serena no creía que nada pudiera hacerla sentirse peor de lo que ya se sentía.
Estaba en el vestíbulo, enfundada en el manto de lana que le cubría los hombros y la
pelliza verde para añadir un poco de calor hasta la rodilla. Había llegado el momento de
las despedidas, y no había ni rastro de su padre.
-¿Dónde está mi padre, Lisset?
-Está en la biblioteca, señorita Serena - respondió el mayordomo con expresión de
disculpa.
-¿Sabe que estoy a punto de marcharme? ¿Tengo que subir a despedirme?
Lisset carraspeó ligeramente.
-Su señoría me ha pedido que le transmita sus buenos deseos para el viaje.
Serena se quedó mirando fijamente al mayordomo, sintiéndose como si una roca se
hubiera alojado en su pecho.
-¿Quieres decir que no desea despedirse de mí en persona?
El mayordomo mantuvo un silencio prudente, pero la respuesta se reflejaba en sus
rasgos contraídos.
Serena respiró honda y dolorosamente.
-Entiendo.
-¡Oh, Serena! -Exclamó su prima con voz ahogada.
Si Laura no se hubiera echado a llorar ni la hubiera abrazado, si Lisset no le hubiera
ofrecido una pequeña petaca antes de ayudarla a subir al coche...
-Un pequeño sorbo la hará entrar en calor, señorita Serena.
Serena tomó obedientemente un sorbo de brandy y le devolvió la petaca con una
sonrisa temblorosa. Mary se sentó junto a ella, llorando desconsoladamente. Llevaba
una cesta de golosinas que el cocinero había preparado para el camino.
Las muestras de amabilidad recibidas sólo sirvieron para sumirla más
profundamente aún en la herida que le había infligido la única persona que podía
consolarla en aquellos momentos. Y cuando el carruaje se puso en marcha, las lágrimas
apenas le permitieron ver los rostros que le sonreían valientemente y las manos
agitándose en señal de despedida.
Wyndham apenas era consciente de las charlas que se desarrollaban a su alrededor.
A esa hora había muy pocos caballeros en White's, pues ni siquiera eran las once. Y el
único al que había esperado ver no estaba entre ellos.
Estaba profundamente preocupado, ya que se encontraba en un callejón sin salida.
Una cosa era decidirse a proteger a Serena a toda costa contra las estratagemas de
Hailcombe, pero otra muy distinta era saber cómo debía proceder.
Sabía que aquel día Serena viajaría a Suffolk, y tenía razones para pensar que
Hailcombe intentaría algo. Pero el resto seguía siendo un misterio. Por desgracia,
Streatley no había conseguido averiguar nada más que pudiera ser de utilidad.
Había barajado la posibilidad de enfrentarse a Hailcombe y pedirle explicaciones.
Pero hubiera sido en vano, pues Hailcombe se habría mostrado aún más inflexible que
Reeth. Y lo peor era que, al ser bien recibido en Hanover Square, Hailcombe tenía
ventaja sobre él.
Wyndham no tenía modo de saber a qué hora saldrían Serena y su carabina, aunque
suponía que emprenderían el viaje muy temprano. A menos que tuvieran intención de
pasar la noche en el camino, lo cual no parecía muy probable. El trayecto era largo, pero
con unos buenos caballos podría ser cubierto en un solo día.
Pero, por rápida que fuera, una berlina siempre sería más lenta que su ligero tílburi
de dos ruedas. Estaba seguro de que podría alcanzarlas en unas pocas horas, y a medida
que pasaban los minutos se convencía de que aquélla sería la mejor solución. Mientras
tanto, la presencia de la señorita Geary le ofrecería algo de protección a Serena. Pero
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Wyndham ya había avisado a sus criados para que hicieran algunos preparativos y se
había pasado por White's con la esperanza de que Buckworth hubiera regresado de
Brighton, ya que, según había oído, el príncipe había abandonado la costa el nueve de
noviembre, tres días antes.
Sin embargo, no había ni rastro de su amigo, por lo que Wyndham tuvo que
renunciar a la idea de pedirle ayuda y consejo. Descruzó las piernas, enfundadas en unos
pantalones amarillos a la moda, y dejó el periódico que había estado fingiendo leer para
que nadie lo incluyera en la conversación. Justo en ese momento oyó el nombre de su
archi-enemigo en los labios de un caballero llamado Ingleborough.
-Nunca pensé que ese tipo, Hailcombe, tuviera éxito. Pero Boulby me ha dicho que
se lo encontró anoche en el Daffy Club alardeando de su conquista.
Uno de sus compañeros soltó una carcajada incrédula.
-¿El padre ha dado su visto bueno?
Wyndham se puso rígido. No había duda de quién estaban hablando. ¡Si alguno de
ellos osaba mencionar el nombre de Serena, no tendría la menor duda de lo que haría al
respecto!
-Supongo que sí -respondió Ingleborough-. Aunque todo este asunto me parece muy
extraño, Millhouse.
-¿Por qué?
-Bueno, Boulby me dijo que Hailcombe aseguraba que antes de que acabara el día se
habría casado con una jovencita, de la que no dijo el nombre, por supuesto.
-¿Antes de que acabara el día? ¿Qué va a hacer? ¿Fugarse con su amante?
Hubo una carcajada general, y Wyndham se sintió invadido por un arrebato de furia
y asco. ¿Cómo se atrevían a hablar de ella?
-Boulby cree que sólo es un farol. Todos sabemos lo arrogante que es Hailcombe.
-Sí, pero su presa se marcha hoy de la ciudad -dijo Millhouse-. O al menos eso he
oído.
-Si queréis saber mi opinión -intervino otro caballero a quien el vizconde no pudo
reconocer, pues estaba sentado de espaldas a él-, a esa chica rubia no le gustaba
Hailcombe ni un pelo.
-¿Y eso qué importa? -Replicó Millhouse-. Cualquiera puede ver lo unidos que están
Reeth y Hailcombe. Te apuesto lo que quieras a que Hailcombe se queda con ella.
Dos de sus compañeros aceptaron de inmediato la apuesta, agravando la inquietud
de Wyndham. El instinto lo acuciaba a llamarles la atención, pero sabía que con ello
sólo daría pie a más habladurías. Se levantó con la intención, al menos, de hacer notar
su presencia. Todo el mundo sabía que él también había pedido la mano de Serena.
Pero justo entonces el tipo que estaba sentado de espaldas a él habló otra vez.
-Me pregunto qué dirá Wyndham de todo esto.
Los que estaban frente a Wyndham y lo habían visto levantarse empezaron a toser.
El hombre giró la cabeza y abrió los ojos como platos.
-Wyndham, señor -dijo el vizconde con voz de hielo-, dirá que siempre había creído
que White's era un lugar frecuentado por caballeros, ¡no por un hatajo de cotorras!
Se disculpó con una reverencia irónica y salió del local, dejando a los caballeros en
un embarazoso silencio. Estaba rabiando contra Hailcombe y su lengua imprudente y
jactanciosa. ¿O tal vez no había sido tan imprudente?
Un escalofrío traspasó la furia ciega de Wyndham. ¿Habría sido la intención de
Hailcombe extender los rumores para dañar la reputación de Serena, y que de ese modo
no le quedara otra opción que casarse con él para salvar su honor?
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Uno de los lacayos lo ayudó con el abrigo y el sombrero de copa, y Wyndham,
perdido en sus divagaciones, estuvo a punto de chocarse en la puerta con un hombre que
entraba en ese momento. Se echó hacia atrás y murmuró una disculpa.
-No tiene importancia... -empezó el otro hombre, pero entonces se detuvo con una
expresión de asombro-. George Lyford, ¿verdad? ¿O debería decir el vizconde de
Wyndham?
Wyndham lo miró con atención y creyó distinguir un aspecto vagamente familiar en
los rasgos de aquel tipo. Era un hombre de su misma estatura, pero con los miembros
flácidos y quizá unos años más viejo. Se estaba quitando el sombrero, revelando una
rubia cabellera, y sus ojos grises brillaban en un rostro bronceado.
-Lewis Brabant -se presentó el caballero-. Solíamos cazar juntos hace algunos años,
cuando estabas en Bredington, ¿recuerdas?
El desconcierto inicial de Wyndham se desvaneció. Estaba frente a otro de los
habitantes de las aldeas que rodeaban la abadía Steepwood. Parecía que aquel siniestro
lugar quisiera hacer notar su presencia más que nunca. Sin embargo, saludó
cordialmente al recién llegado.
-Eres el hijo del almirante Brabant. Te enrolaste en la Armada, ¿no? ¿Cómo estás?
Se estrecharon las manos y Brabant le respondió que estaba muy bien, pero que se
había licenciado y que acababa de volver a casa. Wyndham hizo un esfuerzo de
memoria y recordó que su hermano había muerto un par de años antes.
-¿Te marchas? ¿Por qué no te quedas y tomas una copa conmigo? -le sugirió
Brabant.
Wyndham dudó. No quería parecer descortés, pero tenía mucha prisa.
-¿Vas apurado de tiempo, quizá? -Preguntó Brabant-. Si es así, no dejes que te
entretenga.
El vizconde detectó una nota de decepción en su voz y sintió remordimientos.
Guardaba recuerdos muy gratos de Lewis Brabant. Era mucho menos gallardo que su
hermano, pero más inteligente y tranquilo.
Pero no podía retrasarse más. Sus caballos eran veloces, pero Serena ya debía de
haber emprendido el viaje.
-Me encantaría, Lewis, pero hay un asunto muy urgente que debo atender y...
De repente se interrumpió, sacudido por un nuevo pensamiento. ¡Hailcombe había
servido en la Armada de su majestad! Era muy probable que Brabant lo conociera, o que
hubiera oído hablar de él. Quizá supiera algo que le fuera de utilidad a Wyndham.
Esbozó una sonrisa y volvió a tenderle el sombrero al lacayo.
-¿Por qué no? Me tomaré una copa contigo, Brabant. Aunque tendrá que ser rápido.
-Por supuesto -aceptó Brabant.
Después de quitarse el abrigo, Wyndham le pidió a un camarero que les sirviera un
poco de vino y entraron en uno de los salones. Prefería no encontrarse con los rostros
turbados que había dejado minutos antes.
Pasaron varios minutos intercambiando impresiones y experiencias. Entre otras
cosas, Lewis le contó que había sido ascendido a capitán de la Armada. Wyndham se
estaba devanando los sesos para sacar el tema de Hailcombe, cuando Lewis lo
desconcertó al preguntarle por sus perspectivas matrimoniales.
-He oído por ahí que pediste la mano de la debutante más bonita de la temporada,
George. ¿Tengo que darte la enhorabuena?
Wyndham puso una mueca.
-Por desgracia, no.
-Lo siento, si era eso lo que deseabas. No me enteré de su nombre, pero no me lo
digas si no quieres -se apresuró a añadir, al percibir la incomodidad del vizconde.
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-No tengo ningún problema en decírtelo - dijo Wyndham-. Su nombre es Serena
Reeth.
-¿Reeth? -Repitió Lewis-. ¿No estará emparentada con Reeth, el político?
Wyndham frunció el ceño.
-Es su hija. ¿Lo conoces?
Brabant negó con la cabeza.
-A él no, pero sí a su hermano. El teniente Reeth. Servimos juntos en el Neptune, en
la batalla de Trafalgar, a las órdenes del capitán Fremantle. ¡No le tenía miedo a nada,
Gerald! Hasta el punto de que su imprudencia le costó la vida.
-¿Cómo fue? -Preguntó Wyndham. Aquello le parecía muy interesante, aunque de
momento no le resultara útil.
La muerte del teniente Reeth. En el fragor de la batalla, un joven aspirante a oficial
había sido alcanzado y había caído por la borda.
-Cuando Gerald vio que seguía vivo intentó arrojarle un cabo, pero el chico no
consiguió agarrarlo. El mar estaba cubierto por los restos en llamas de un velero, pero
Gerald no lo abandonó. Se despojó de la casaca, me tendió su espada y se lanzó a por él
antes de que nadie pudiera detenerlo.
-¡El muy loco! ¿Consiguió rescatarlo?
Brabant asintió.
-Nadie sabe con seguridad lo que pasó después. El chico estaba semiinconsciente.
Lo subimos a bordo con el cabo atado al pecho. Pero Gerald se había hundido... y no
volvió a aparecer. Nunca encontraron su cuerpo.
Era una historia estremecedora, y el vizconde se olvidó de su misión mientras
escuchaba las especulaciones que rodeaban la muerte del teniente Reeth. La más
aceptada era que se había quedado atrapado entre los restos sumergidos y que había
ardido con ellos.
El Neptune había sido obligado a cambiar de posición poco después, por lo que
nadie pudo determinar el lugar exacto en el que había desaparecido Reeth.
-Era un buen hombre -concluyó Lewis-. De haber sobrevivido, ahora sería capitán.
Wyndham le dio una respuesta apropiada, pero no encontraba nada en aquella
historia que pudiera ayudarlo. Aquellos sucesos habían acaecido seis años antes y no
guardaban ninguna relación con el presente. Pero al menos le habían dado la vía que
necesitaba.
-Dime, Lewis. ¿Alguna vez te has cruzado con un tipo llamado Hailcombe?
El capitán Brabant estaba tomando en ese momento un sorbo de vino. La mención
del nombre pareció afectarlo bastante, porque se atragantó con el Claret y se puso a
toser fuertemente. Wyndham se levantó y le dio unos golpes en la espalda. Tardó unos
segundos en recuperarse, y Wyndham volvió a su asiento con el ceño fruncido.
-Supongo que has oído ese nombre -sugirió secamente.
-¿Que si lo he oído? ¡Lo he maldecido no sé cuántas veces!
Una oleada de triunfo recorrió a Wyndham, quien agarró la botella de Claret.
-¿Otra copa, amigo mío? Me interesa mucho lo que tienes que contarme.
Quince minutos más tarde, el vizconde salía de White's con la sensación de haber
empleado bien el tiempo, aunque eso significara haber retrasado su persecución.
Sin embargo, tuvo ocasión de reconsiderar esa opinión. En su apartamento estaba
esperándolo Melanie, junto a una señorita Laura Geary presa de los nervios.
La profunda tristeza que había asaltado a Serena desde el comienzo del viaje se
había aliviado un poco, aunque la había dejado con la sensación de tener un peso muerto
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en el pecho. Lo cual no podía atribuirse en su totalidad a la impropia conducta de su
padre. También ella había tenido la culpa, al negarse a obedecer sus propias órdenes y
seguir pensando en lord Wyndham. No tenía sentido pensar en él, por lo que le resultaba
muy frustrante y desalentador no poder sacárselo de la cabeza. Y aún lo era más que, en
vez de sentirse agradecida por alejarse de Londres y de Hailcombe, se deprimiera
contando las millas que la separaban del vizconde.
Desde la visita de Wyndham a Hanover Square, el día anterior, Serena había
albergado la ridícula esperanza de que Wyndham pudiera demostrar su inocencia contra
las terribles acusaciones que pesaban sobre él. ¿No le había dicho que se equivocaba al
juzgarlo? De no haber sido por la despreciable amiga de su prima Laura, cuya
información podía ser aceptada como imparcial, Serena creería a Wyndham, ya que no
podía seguir confiando en su padre.
¡Qué horrible era verse obligada a decir eso! Se le escapó un débil suspiro, que
llamó la atención de su doncella. La joven le tendió la cesta y retiró la servilla que
cubría el contenido.
-Tome otra golosina, señorita Serena.
Serena escogió una almendra garrapiñada y la masticó en silencio.
-¿Cuánto tiempo llevamos en el camino, Mary?
-Casi dos horas, señorita Serena. Acabamos de pasar The Bald Faced Stag, y dentro
de un momento entraremos en el bosque -respondió la chica, que pareció percibir la
tensión de Serena-. No tiene por qué tener miedo, señorita Serena. El señor Lisset le ha
dado órdenes a Harbottle para que fuera en el pescante con el trabuco.
El bosque Epping era un lugar peligroso, pero Serena sabía que no tenía nada que
temer a la luz del día. Además, sólo había seis millas hasta Epping Place.
-No tengo miedo, Mary. A esta hora no corremos peligro de que nos asalten.
Serena vio que su doncella la miraba en la penumbra del carruaje. El cielo estaba
cubierto y apenas entraba luz en el interior, y aún estuvo más oscuro cuando se
adentraron en el bosque.
-¿Qué pasa, Mary?
La doncella le puso una mano en el brazo.
-No me gusta decirlo, señorita Serena, pero no parece usted muy contenta.
-¿No? Bueno, me resulta un poco difícil estar contenta ahora.
-Oh, señorita Serena. Lo siento mucho - dijo Mary, apretándole el brazo-. Pero todo
tiene solución, ya lo verá.
-¿Seguro?-Preguntó Serena dubitativamente-. Pues esa solución parece muy lejana.
-Estaba pensando en lo bueno que es que se vaya a casa -prosiguió la doncella-. Ver
al amo Gerald... Seguro que la echa muchísimo de menos.
-Gracias, Mary -respondió Serena, apartándole delicadamente la mano-. Te
agradezco que te preocupes por mí. Y sí, estoy impaciente por ver a Gerald. Es sólo
que...
Un ruido ensordecedor la interrumpió, acompañado por una mezcla de gritos, ruido
de cascos y maldiciones. El carruaje dio un bandazo, arrojando a las espantadas
ocupantes hacia delante. Se oyó un grito desgarrador y el vehículo se detuvo
bruscamente.
Serena se enderezó en el asiento, con el corazón desbocado. Oyó un gemido a su
lado y se giró para ver a Mary formando un ovillo en el suelo del carruaje. El sentido
común le hizo tomar una rápida decisión.
-¡No te muevas, Mary! -le ordenó en un apremiante susurro-. Así estarás a salvo.
Aguanto la respiración y esperó en la oscuridad. Unas sombras pasaron junto a la
ventana, y el murmullo de voces profundas indicaba la presencia de varios hombres.
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Los segundos transcurrieron lentamente sin que nada ocurriera. Entonces la puerta se
abrió de un tirón y una figura enmascarada apareció en la abertura, bloqueando la luz.
Serena no pudo evitar un gemido de pánico, pero permaneció inmóvil, mirando la
monstruosa forma oscura que la observaba en silencio. El corazón le golpeaba
frenéticamente el pecho y su cerebro era incapaz de pensar.
Entonces la figura sé apartó de la puerta y una mano grande y enguantada le apuntó
con una pistola.
-¡Salga del coche, señorita!
-¡No, señorita Serena! -suplicó Mary desde el suelo.
-¡Cállate! -le ordenó Serena. Los asaltantes no debían saber que había dos mujeres
en el carruaje.
Se levantó y se inclinó hacia la puerta. Tuvo que agarrarse inmediatamente al marco,
pues descubrió que las rodillas apenas podían sostenerla.
Aquel momento de duda hizo que el hombre enmascarado mascullara una
exclamación de impaciencia. La agarró por la cintura y la sacó del carruaje. Serena
aterrizó en el suelo con tanta brusquedad que tuvo que emplear todas sus fuerzas para
no caerse. Pero consiguió mantener el equilibrio y pudo mirar a su alrededor.
En contraste con el oscuro interior del carruaje, la luz se filtraba a raudales entre los
árboles, a pesar del cielo nublado. El tipo que la había hecho bajar del coche seguía de
pie junto a la puerta, observándola.
En el pescante, tanto el cochero como el mozo eran vigilados a punta de pistola por
dos jinetes enmascarados. Una amenaza demasiado grande para Harbottle y su trabuco.
El pobre hombre no había tenido tiempo de abrir fuego. Otro jinete, también
enmascarado y armado, se había acercado al costado del carruaje y agarraba por las
riendas a un cuarto caballo, seguramente el que pertenecía al hombre que estaba de pie
junto a Serena.
La mirada de Serena fue de uno a otro. Todos llevaban abrigos de frisa y sombreros
de fieltro con el ala sobre los ojos, que les conferían un aspecto siniestro. Serena sintió
que estaba temblando y se arrebujó inconscientemente con la capa. Tenía que impedir
que aquellos bandoleros percibieran su miedo.
-¿Es ella? -Preguntó el hombre a caballo-. No puedo verle la cara.
-Ni yo -gruñó el hombre a pie. Se acercó a Serena y ella retrocedió-. Tranquila,
encanto. No voy a hacerte daño. Sólo quiero ver tu pelo.
Alargó el brazo y le quitó el sombrero, revelando sus mechones dorados.
-Sí, es ella -confirmó el jinete.
-Lo es -corroboró su compañero, mirando de cerca el rostro de Serena-. Pelo rubio,
ojos marrones...
Serena se obligó a no apartarse y apretó los dientes, mirando con odio a los ojos que
la examinaban sobre el pañuelo negro que ocultaba el rostro del hombre.
Una áspera carcajada brotó tras el pañuelo.
-La chica tiene agallas.
Se movió hacia el otro caballo y habló en voz baja con el jinete. Serena pudo
respirar con más calma y se preguntó por qué no le habían pedido aún dinero ni joyas.
Repasó mentalmente las pertenencias que transportaban los baúles, intentando recodar
los objetos de valor que había escogido de la colección heredada de su madre.
Vio a Mary asomándose por la puerta abierta y le hizo un gesto casi imperceptible
con los dedos para que se escondiera. Gracias a Dios, el rostro de la doncella volvió a
desaparecer en el interior del carruaje. Serena sabía muy bien que su posición social le
otorgaba un cierto grado de protección, pues no era probable que aquellos hombres
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hicieran algo más que arrebatarle sus joyas; pero no se atrevía a pensar que harían si
descubrían a Mary.
Le pareció que transcurría una eternidad mientras esperaba. Los hombres seguían
hablando entre ellos en voz baja. Entonces, justo cuando Serena se estaba preguntando
si habría alguna posibilidad de que acudiera alguien en su rescate, se oyó un retumbo
distante tras ellos. Otro carruaje se aproximaba por el camino.
Los bandoleros se pusieron en movimiento. Los que apuntaban a los criados en el
pescante apartaron rápidamente sus monturas. El hombre a pie se movió hacia la parte
trasera del carruaje, y el otro jinete guió su caballo hacia el borde del camino.
Serena pensó que estaban emprendiendo la huida, y por un momento acarició la idea
de correr hacia la puerta del carruaje. Pero el hombre a pie estaba demasiado cerca.
Durante varios segundos sólo se oyó el creciente fragor del carruaje que se
aproximaba. Pero de repente el ruido de los cascos cesó, como si el vehículo se hubiera
detenido bruscamente. El segundo jinete se acercó a los otros dos hombres montados, le
tendió a uno de ellos las riendas del otro caballo y partió al galope en dirección a los
ruidos. Serena no tuvo tiempo para especular, pues el primer hombre avanzó
rápidamente hacia ella y la agarró con una mano de hierro antes de que pudiera escapar.
-No vas a ninguna parte.
Le sujetó los brazos a la espalda. Todo aquel lió era demasiado extraño para un
simple robo, y Serena sintió que el terror la clavaba en el sitio. No podría haber luchado
aunque hubiese querido hacerlo, pues la más horrible de las sospechas dominaba sus
pensamientos.
Aquellos hombres podían ser bandoleros, pero no la habían asaltado para robarle las
joyas. La conocían. Seguramente la habían estado esperando. Ella era el precio para un
rescate, y alguien les pagaría una sustanciosa recompensa. Y ese alguien era quien se
aproximaba en el otro carruaje.
Sentada con la espalda erguida y el rostro apartado de la repugnante criatura junto a
ella, Serena reprimió otra vez el deseo de gritar.
Con una mano agarraba el asa con mucha más fuerza de la que necesitaba en la
calesa tirada por un par de caballos. La otra mano la llevaba oculta bajo la capa,
habiendo perdido el manguito en la escaramuza, y apretaba tanto el puño que las uñas se
le clavaban en la palma.
Hacía mucho rato que no hablaba. Habiendo descargado toda su rabia, se había
refugiado en un silencio total y se negaba a responder a su secuestrador.
Ni siquiera había tenido el valor de hacer él mismo el trabajo sucio. Había
contratado a unos rufianes para que la secuestraran, exponiéndola a la brutalidad de
unos simples bandoleros.
Al recibir una señal del compañero que se había alejado, el hombre la había
arrastrado hasta su caballo y la había echado sobre la silla. Serena había oído los
chillidos de Mary, que habían sido acallados enseguida, y se había preguntado con
pavor qué horribles métodos habían empleado para silenciarla. Ojalá el destino de la
pobre doncella no fuera peor del que aguardaba a su ama.
Sin aliento y tambaleándose en la silla, había recorrido una escasa distancia y había
sido arrojada al suelo sin la menor delicadeza.
Temblorosa y jadeante, ni siquiera había sido capaz de protestar cuando vio a
Hailcombe esperando junto a la calesa. Durante varios segundos había permanecido
muda e inerme. Pero en cuanto su secuestrador empezó a moverse, tirando de ella hacia
su odiado pretendiente, Serena había perdido el control y había empezado a luchar y a
debatirse salvajemente, gritando con todas sus fuerzas, hasta que el villano que la
sujetaba le puso una mano en la boca.
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La había dejado en las garras de la vil criatura que ahora la tenía a su merced y que
no había tenido ningún escrúpulo en demostrarle su poder. El escozor de la mejilla se
había mitigado, pero las magulladuras de los brazos y las muñecas tardarían en
desaparecer.
Extrañamente, el dolor había avivado su furia más que su miedo. Había desistido de
luchar, pero había vertido todo el veneno que llevaba dentro en la cabeza de Hailcombe
con palabras que nunca hubiera imaginado conocer. Sólo ahora, cuando se había
calmado lo suficiente para asimilar su situación, había vuelto a invadirla el pánico. Pero
esa vez estaba decidida a no mostrarlo.
Fuera, la espesura del bosque dio paso a un prado. A Serena le dio un vuelco el
estómago al descubrir que el terreno no le resultaba familiar, y entonces se dio cuenta de
que no había pensado en la dirección que habían tomado. Recordó que, poco después de
haber emprendido la marcha en la carroza de Hailcombe, habían pasado junto a su
propio carruaje y habían seguido la misma ruta. ¿Habían cambiado de dirección? ¿O se
le había pasado por alto el desvío a Duck Lane en el peaje de North Weald?
Olvidando su determinación de no intercambiar ni una sola palabra con el miserable
sentado a su lado, giró la cabeza para mirarlo.
-¿Dónde estamos?
Los ojos de Hailcombe destellaron bajo las pobladas cejas. Un grueso gabán y un
sombrero ladeado al estilo naval lo hacían parecer monstruosamente grande.
-Ya has recuperado tu carácter, ¿eh? ¿Aún no te has dado cuenta de que no te
conviene hacerme enfadar?
Serena tensó todos los músculos de su cuerpo.
-¿Dónde estamos? -repitió.
Hailcombe soltó una carcajada ronca.
-Tienes mucho valor, eso es innegable. Hemos pasado Woolreden y nos dirigimos
hacia la abadía de Waltham.
¿La abadía de Waltham? Un escalofrío recorrió a Serena.
-¿Y después?
-Hatfield -respondió él con una nota de satisfacción en la voz-. Great North Road.
La ruta hacia el norte, Serena. Estoy seguro de que la conoces.
A Serena le dio un vuelco el estómago.
-¡Escocia!
-Muy bien... Sí, vamos a Escocia.
Serena estaba tan horrorizada que cerró los labios y desvió su mirada desesperada
hacia el postillón, quien debía de haber sido sobornado, pues se había mostrado
indiferente a su sufrimiento, y después hacia el paisaje que se veía por la ventana. Pasó
un rato hasta que pudo controlar el deseo de llorar. No le daría a Hailcombe la
satisfacción de verla tan humillada.
Su determinación fue puesta a prueba cuando pasaron por la abadía de Waltham, y
cuando la carroza se detuvo para cambiar de caballos a dos millas de Waltham Cross,
Serena estuvo tentada de escapar. Si conseguía saltar del carruaje tal vez pudiera
ocultarse en los campos. Pero Hailcombe la alcanzaría antes de que pudiera alcanzar
cualquier refugio.
Cuando el carruaje giró en dirección a Hatfield, Serena apenas pudo reprimir un
grito de protesta. Pero para entonces la desesperación había dado paso al hambre, y
recordó que no había tomado nada más que unas cuantas golosinas desde el desayuno.
-¿Qué hora es? -Preguntó.
Hailcombe sacó su reloj de bolsillo y lo miró a la luz de la ventana.
-Las dos y media.
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-¡No me extraña que me esté muriendo de hambre! ¿No piensas parar para comer?
-Cenaremos en Welwyn, cuando nos detengamos a cambiar de caballos.
-¿Y a cuánto está Welwyn?
-A diez millas de Hatfield, más o menos.
Y para Hatfield aún faltaban otras siete millas... No contento con haber contratado a
aquellos brutos para secuestrarla, ahora le hacía pasar hambre. Serena contempló
tristemente el cielo encapotado, lo que sólo sirvió para sumirla aún más en su desdicha.
-Podrás tomar pasteles en Hatfield -ofreció Hailcombe.
Serena se sentía demasiado desgraciada para responder. El tiempo pasaba
lentamente y el estómago le rugía. Intentó pensar en alguna manera de escapar a su
fatídico destino, pero su mente estaba tan nublada como el cielo, desprovista de ideas.
Hailcombe se bajó del carruaje en Hatfield y volvió con un plato de pasteles y una
copa de vino. A Serena le habría gustado arrojárselo todo a la cara, pero tenía tanta
hambre que aceptó agradecida el ofrecimiento y se metió un pastel en la boca.
Hailcombe no parecía impaciente y ordenó al postillón que esperara con los caballos de
refresco mientras Serena engullía dos pasteles y apuraba el vino de un trago.
Cuando reanudaron la marcha, se sentía tan reanimada que empezó a pensar en un
medio de huida. Pero tras haber desechado cinco posibilidades que sólo habrían
agravado su situación, volvió a verse invadida por la ira.
-¿Por qué es necesario todo esto? -Preguntó-. Y no me digas que la culpa es mía por
haberme negado a casarme contigo.
-No lo diré -corroboró él-. Fue tu padre quien pensó que cambiarías de opinión. Yo
no me hacía tantas ilusiones.
-¿Quieres decir que lo tenías todo pensado desde el principio? -Preguntó Serena,
horrorizada. ¿Significaba eso que toda su rebeldía había sido en vano?
Hailcombe se echó a reír.
-¿El qué, llevarte a la fuerza a Escocia? No, querida. Aunque al verte obligada a huir
no tendrías más alternativa que contraer matrimonio... o enfrentarte a la deshonra.
Serena no pudo responderle. Hasta ese momento no se le había ocurrido que la huida
no le serviría de nada en cuanto aquel suceso llegara a oídos de la sociedad. Su
reputación estaría perdida para siempre y no tendría más remedio que casarse con aquel
demonio.
Pero Hailcombe no había acabado su revelación.
-Hubiera preferido casarme contigo en una aldea tranquila y cercana, pero no pude
convencer a tu querido padre para que me ayudara a conseguir una licencia especial.
Serena sintió que se le revolvía el estómago.
-¿Estás diciendo que mi padre es cómplice de este... este...?
-Esta fuga con tu novio -concluyó Hailcombe tranquilamente.
-¡Este secuestro!
-Reeth no lo llamaría un secuestro. No quería saber nada de mis planes, pero se
imaginaba que iría hasta Gretna.
Gretna Green era un pueblo de la frontera escocesa donde se fugaban los amantes
para casarse. Serena apartó la mirada de Hailcombe. Ésa era la razón por la que su padre
no había permitido que la acompañara su prima Laura. Aquello ya era bastante horrible.
Pero enterarse ahora de que lo había hecho con el propósito de que la secuestraran... No
tenía palabras para describirlo.
-¿Por qué lo ha hecho? -murmuró, más para sí misma.
-Para complacerme, querida -fue la respuesta de Hailcombe-. ¿Para qué si no? Ya
sabías lo mucho que tu padre me aprecia.
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El tono burlón de su voz era inconfundible. Serena se sorprendió mirando otra vez a
Hailcombe, impelida por la necesidad de descubrir la verdadera razón de su sacrificio.
-Lo que sé es lo mucho que se aprecia a sí mismo. Dijo que era un asunto de honor,
pero creo que hay algo más.
-Eres muy lista.
-Mi padre debe de haberte prometido algo más que mi dote. Estabas demasiado
decidido a casarte conmigo.
Hailcombe soltó una carcajada mordaz.
-Eres una joven increíble, Serena. Te aseguro que podría valorarte sólo por lo que
eres. Vamos, dime, ¿qué otra cosa me pudo ofrecer tu padre... y por qué?
-Si supiera por qué, tal vez le hubiera encontrado sentido y le hubiera ahorrado a mi
padre la humillación de vender a su hija a cambio de su honor -replicó Serena.
-¿Y habrías accedido a casarte conmigo voluntariamente? Lo dudo mucho.
También lo dudaba Serena, pero se mordió la lengua para no decirlo. Ignoró el
comentario y continuó.
-Y en cuanto a lo que te ha ofrecido, no me puedo imaginar de qué se trata.
-¡Vamos, Serena! ¿No puedes imaginarte las ventajas que supone ser el yerno de un
afamado político y destacado miembro de la nobleza? De todas las propiedades de
Reeth, al menos una irá a parar al nuevo miembro de la familia. El joven Gerald no
echará en falta una pieza menos de su herencia. Luego está el asunto de la pensión, que
irá aumentando de cuantía a medida que pase el tiempo para mantener el estilo de vida
al que está acostumbrada lady Hailcombe. Y aún más...
-¡No me digas más! -masculló Serena con voz ahogada. No soportaba oírlo. Si su
padre era capaz de llegar a tal extremo para proteger su honor, las circunstancias que lo
exigían debían de ser terribles. ¡Y su padre se había atrevido a rechazar al vizconde
acusándolo de un comportamiento lujurioso!
Al pensar en Wyndham la traspasó una punzada de dolor. En aquel momento se
quedaría gustosamente con aquel hombre de comportamiento lujurioso con tal de
escapar al futuro que la aguardaba con Hailcombe.
Un grito de protesta del postillón interrumpió sus pensamientos. La carroza redujo la
velocidad hasta detenerse por completo.
Hailcombe maldijo y abrió el pestillo para gritarle al postillón. Serena bajó la
ventana y se asomó al exterior.
Un carruaje ligero estaba atravesado en el camino, bloqueándolo. Un mozo estaba
montado en uno de los caballos, y un caballero con capa se había bajado de un salto. Y
Serena sintió un inmenso alivio cuando reconoció los rasgos de Wyndham.
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CAPÍTULO 9
Con el corazón desbocado, Serena intentó abrir la puerta. No se le ocurría cómo ni
por qué estaba Wyndham allí.
Era un milagro, y lo único que podía pensar era en salir de la carroza y arrojarse en
sus brazos.
-¡No! -gritó Hailcombe tras ella, reteniéndola con su fuerte brazo.
-¡Suéltame!
-¡Quieta! -ordenó él, y Serena vio horrorizada la pistola con armazón de plata que
apuntaba hacia la puerta.
El rostro de Wyndham apareció en la puerta abierta, ciego de ira.
-¡Suéltala, maldito bellaco!
Hailcombe soltó una cruel carcajada.
-¿Así de sencillo? ¡Atrás!
-¡Wyndham, tiene una pistola! ¿Es que no la ves?
Entonces vio que también el vizconde tenía una pistola en la mano. Pero aunque
hubiera apuntado a Hailcombe, éste estaba protegido por el cuerpo de Serena.
-Parece que esta partida la gano yo, ¿eh? - se burló Hailcombe.
Para asombro de Serena, Wyndham sonrió. Pero no era una sonrisa de
complacencia, sino de triunfo.
-No cantes victoria tan pronto, Hailcombe. Mira bien.
Serena parpadeó, desconcertada. Pero el movimiento de Hailcombe tras ella la hizo
mirar alrededor.
Con todo el ajetreo no se había percatado de que la otra puerta de la carroza había
sido abierta, por cuya abertura asomaba el cañón de un trabuco.
-Un solo movimiento y mi criado te volará la cabeza - le advirtió el vizconde -. Y
ahora suelta a la señorita Reeth.
Pero Hailcombe no hizo nada. Serena contuvo la respiración mientras él miraba el
trabuco y luego a Wyndham.
-Crees que me tienes acorralado, ¿eh? Todo dependerá de quién dispare primero.
-¡No seas estúpido! -Exclamó Wyndham, bajando levemente su arma.
-Sé muy bien que no le harás daño a Serena -observó Hailcombe-. ¿Y tu criado
arriesgará el cuello si yo te disparo a ti?
El mozo de Wyndham masculló unas palabras, dejando claro que estaba dispuesto a
matar a Hailcombe enseguida.
Este lo ignoró y retrocedió un paso.
-Estamos empatados. Pero eso se puede remediar ahora mismo.
Con un gesto ostentoso, levantó la pistola, retiró el dedo del gatillo y se la deslizó en
el bolsillo.
-Ya está. Y ahora baja del carruaje y lucha conmigo.
En el silencio que siguió, Serena miró perpleja a su rescatador, incapaz de asimilar
la rápida sucesión de acontecimientos.
Cuando Hailcombe habló lo hizo en un tono moderado, pero también ligeramente
sarcástico.
-¿Propones un duelo a espada o pistola?
-A espada. No quiero convertir esto en un asesinato.
Hailcombe acercó la boca a la oreja de Serena.
-Me toma por estúpido -susurró.
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Ella se estremeció y apartó la cabeza, mirando fijamente a Wyndham.
-No te entiendo.
-¿Qué no entiendes, Serena? ¿No sabes lo diestro que es mi rival con un florete?
Serena no lo sabía, pero aquella situación la asqueaba.
-¡Wyndham nunca ha sido tu rival! ¡Y no vais a luchar por mí!
-No creo que tengas elección, querida -murmuró Hailcombe lascivamente, aflojando
su agarre-. Pero yo sí. Y las probabilidades juegan en mi contra.
¿Se estaba rindiendo? Wyndham sabía que se había arriesgado mucho al soltar su
arma. Pero con Serena interponiéndose entre Hailcombe y él, la pistola era inútil. No
podía arriesgarse a disparar. No confiaba en el honor de Hailcombe, pues su adversario
no tenía honor alguno. Pero, a menos que se equivocara, aquel sinvergüenza valoraba
mucho su vida... y el trabuco apuntaba directamente a su cabeza.
Wyndham retrocedió otro paso y se preparó para cualquier jugada. Si Hailcombe
dejara que Serena se bajara del carruaje... Estaba tan pálida que apenas se atrevía a
mirarla, por miedo a que la imagen de su rostro lo distrajera. Hailcombe seguía
apuntándole con su arma, pero un solo movimiento bastaría para que errase el tiro.
La distracción llegó de una manera inesperada. El postillón de Hailcombe, que hasta
ese momento no había sido más que un asombrado espectador, eligió aquel momento
para protestar por aquellos procedimientos tan poco ortodoxos. En un elocuente
discurso, les dio a entender a los recién llegados que no eran mejores que los bandoleros
que habían aparecido horas antes, y desde luego mucho peores que el tipo que lo había
contratado y que estaba en el interior de la carroza.
-¿Bandoleros? -repitió Wyndham, mirando horrorizado a Serena. ¡Hailcombe podía
prepararse si aquello era cierto!
-¡En el camino del rey! -añadió el postillón.
Wyndham se volvió hacia él.
-Parece que este delito no ha empezado aquí. Y puesto que tú mismo has hablado de
bandoleros, es obvio que has tomado parte en el secuestro.
-No fue cosa mía -aseveró el postillón en tono agraviado y temeroso, apuntando
hacia la carroza de Hailcombe-. ¡El responsable fue él, no yo!
-Entonces cierra la boca y no te pasará nada.
-Seré una tumba -prometió el chico.
Hailcombe soltó un bufido de disgusto.
-¡A costa de mi dinero, maldito seas!
De repente, agarró a Serena y la empujó fuera del carruaje. Demasiado aturdida para
gritar, Serena sintió que caía sin que pudiera hacer nada por salvarse.
Wyndham saltó por instinto y la agarró a tiempo. El impacto lo hizo tambalearse y
se le cayó el sombrero. En los escasos segundos que necesitó para recuperar el
equilibrio, vio que Hailcombe aprovechaba para actuar.
Agachándose para evitar el trabuco, había saltado al camino y se había protegido
contra el costado del carruaje.
El vizconde se giró con Serena en sus brazos y se encontró frente a la pistola de
Hailcombe. Sin pensar, se puso a Serena detrás de él. ¿Dónde demonios estaba Bosham
con el trabuco? Miró a Hailcombe y vio cómo le mostraba los dientes en una horrible
sonrisa.
-Creías que me habías derrotado, ¿eh? Ahora veremos quién es el vencedor.
Wyndham no malgastó el tiempo en palabras. Con un salto inesperado cubrió la
escasa distancia que lo separaba de Hailcombe y, doblándole el brazo por la muñeca, lo
obligó a bajar el arma.
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-¡Suéltame, estúpido! ¡Está amartillada! - gritó su víctima, luchando por liberarse de
la presión de su brazo.
Serena apenas tuvo tiempo para ver lo que ocurría. Wyndham y Hailcombe estaban
enzarzados en una pelea, y al momento siguiente Hailcombe estaba tirado en el camino,
derribado por el extremo del trabuco del mozo, y con Wyndham en posesión de su
pistola.
-¡Vigílalo, Bosham!
El mozo se quedó junto al cuerpo inerte, y Wyndham se guardó la pistola de
Hailcombe junto a la suya. A continuación, se volvió hacia Serena.
-¡Vamos! No tardará en recuperar el conocimiento, y para entonces debemos estar
lejos.
Serena tendió los brazos instintivamente, y Wyndham, también por instinto, tiró de
ella y la abrazó fuertemente. ¡Estaba a salvo!
Ella se movió un poco y lo miró con una temblorosa sonrisa.
-Gracias.
Una ola de calor envolvió el corazón de Wyndham.
-¿Te ha hecho daño?
-Sí, pero no te preocupes por eso.
-¡Maldito canalla! -espetó él. La soltó y se llevó una de sus manos a los labios-.
Ahora debemos irnos. Tendremos tiempo de sobra para hablar de ello.
Los minutos siguientes pasaron como un sueño. Serena fue acomodada en el
carruaje de Wyndham, envuelta con una manta, y pronto estuvo balanceándose en el
asiento por el mismo camino que había recorrido poco antes. No podía creerse que su
calvario hubiese llegado a su fin. Aturdida y silenciosa, miró hacia atrás, incapaz de
asimilar que ya no estaba en la carroza de Hailcombe en dirección a Gretna Green. Se
estremeció y se arrebujó en la manta de lana.
-¿Tienes frío?
Serena desvió la mirada hacia Wyndham.
-No, gracias.
Wyndham tenía la mirada fija en el camino, y Serena contempló su perfil bajo el
sombrero de copa, preguntándose si estaba soñando.
Tal vez se despertara de un momento a otro y descubriera que nadie la había
rescatado. Si su rescatador hubiera sido cualquier otra persona y no el vizconde, no
habría dudado de que estaba despierta. Pero que hubiera sido él quien la hubiese
seguido... que hubiese sabido lo que...
-¿Cómo lo supiste?
Él giró la cabeza brevemente y la miró con un brillo en sus ojos grises.
-La señorita Geary fue a ver a Melanie, quien la trajo a mi casa. Pero yo ya
sospechaba que algo estaba pasando.
Serena contuvo la respiración.
-¿Por eso viniste ayer a mi casa?
Él asintió.
-Por desgracia, no conseguí que tu padre me escuchara. Mi criado había estado
vigilando al criado de Hailcombe, quien se había reunido con los rufianes que te
secuestraron. Pero no sospechaba que fuera ésa su intención.
-Entonces, ¿cómo pudiste saber que viajábamos hacia el norte?
-Lógico -respondió Wyndham con una sonrisa-. No fue difícil deducirlo cuando
supe que viajabas con la única compañía de tu doncella. Tengo que reconocer que tu
liberación ha sido relativamente fácil.
-¡Fácil!
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Wyndham se echó a reír.
-Muy fácil. No llevaba en ruta ni tres horas, aunque a una velocidad que exigía toda
mi habilidad. Mis propios caballos recorrieron las primeras veinte millas, y luego tuve
la suerte de encontrar este tiro. No son tan veloces como los míos, pero son bastante
buenos. Para serte sincero, no esperaba alcanzarte antes de llegar a Welwyn, pero las
investigaciones en Hatfield dieron su fruto y conseguí alcanzarte sin problemas.
-¡Entonces nos adelantaste! -Exclamó Serena, sin salir de su asombro-. Ni siquiera
me molesté en mirar.
-¿Por qué ibas a mirar? No tenías ninguna razón para observar a los ocupantes de
otro vehículo, ¿verdad?
-¿Y tú sí?
-Tenía que hacerlo. Pero ni siquiera al final estaba seguro de haber acertado. Al
verte me llevé un gran alivio.
Serena guardó silencio durante varios minutos.
-Así que mi prima Laura fue a ver a Melanie. Supongo que lo hizo porque mi padre
no la dejó acompañarme.
-Creo que sospechaba de las verdaderas intenciones de tu padre -dijo Wyndham con
cautela-. Le parecía que la prohibición de acompañarte era muy extraña, y empezó a
pensar, igual que yo, que Hailcombe ejercía algún tipo de control sobre tu padre.
-No sé lo que puede ser -dijo ella-. Hailcombe no me lo dijo. Sólo me dijo que
esperaba obtener una propiedad y... y dinero. Una pensión que se iría incrementando
con el tiempo, dijo.
Wyndham la miró con preocupación y descubrió que tenía las facciones tensas.
¡Maldito fuera Lord Reeth! La señorita Geary le había contado, entre sollozos
desesperados, que Serena se había quedado destrozada por la actitud de su padre. Debía
de ser horriblemente doloroso descubrir las pruebas de su perfidia.
-¿Quieres contarme lo sucedido?
Serena se estremeció.
-Hailcombe hizo que cuatro hombres enmascarados detuvieran el carruaje. Yo creía
que iban a robarnos, pero lo único que hicieron fue esperar... salvo uno, que me quitó el
sombrero para ver el color de mi pelo. Hasta ese momento, no imaginaba que tuvieran
otro motivo -la voz se le endureció-. Pero cuando vi su reacción al sonido de otro
carruaje que se aproximaba... empecé a sospechar.
Wyndham la miró con admiración.
-Te has enfrentado a todo ese horror con valor y coraje.
A Serena se le escapó una débil risita.
-Todo lo contrario. ¡Cuando vi a Hailcombe me entró un ataque de histeria!
-Pero no parecías una histérica cuando te encontré -señaló él.
El rostro de Serena volvió a tensarse.
-No, porque aunque Hailcombe me había tratado de un modo despreciable, estaba
decidida a no darle la satisfacción de verme asustada.
A Wyndham lo invadió una sensación de orgullo. Aquella mujer tenía agallas, desde
luego... Lo cual le recordaba la difícil tarea que tenía por delante. ¿Cuánto tardaría
Serena en abandonar la gratitud a favor de la lucha? Wyndham no tenía elección, pero
dudaba que Serena lo comprendiese.
¡Cuántas complicaciones lo aguardaban!
¿Sería aquella imagen del rostro encendido de Serena su única recompensa?
El salón privado asignado por la posadera a Wyndham en Cross Keys era un
pequeño apartamento. Sólo había una ventana y el ambiente estaba cargado debido al
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humo que soltaba la chimenea. Había varias sillas alrededor de una mesa que ocupaba el
centro de la habitación, y un par de candelabros de pared que apenas ofrecían luz.
Wyndham hizo pasar a Serena, pero él se quedó en el umbral, observando con
disgusto el interior. Se volvió hacia la mujer que esperaba tras él, dispuesto a exigir un
cambio. Pero antes de articular palabra vio un brillo en los ojos de la posadera, y cayó
en la cuenta de que nunca se había presentado en St. Albans acompañado por una joven
dama de la aristocracia.
Al recordar que él mismo se había buscado aquella censura se irritó aún más. Si una
simple mesonera lo creía capaz de llevar a cabo prácticas licenciosas, y le ofrecía una
habitación apropiada para la ocasión, ¿qué pensarían de él los miembros de su propio
círculo social? Por el bien de Serena cerró la boca y se abstuvo de hacer comentarios,
pensando que sería muy improbable que se encontraran con algún conocido en aquel
mesón del camino.
-Tráiganos algunas velas, si es tan amable -pidió en un tono deliberadamente
altanero-. Y le estaría muy agradecido si nos subiera algo para cenar que sea del agrado
de la señorita.
Una expresión de duda cruzó el rostro de la posadera, quien miró fugazmente a
Serena. Se había quitado la capa y estaba de pie junto al fuego, extendiendo las manos
para calentarlas.
-Bueno, señor -dijo en un ligero tono de disculpa-. No sé lo que será de su agrado.
Tenemos cerdo y pastel de pichón. O si a la joven dama le apetece, tenemos lenguado al
horno.
Serena giró la cabeza y Wyndham se acercó a ella.
-Esta mujer le ofrece varias cosas para elegir, señorita. ¿Tiene alguna preferencia?
Serena tenía tanta hambre que en las últimas millas del viaje no había podido hablar
ni prestar atención a la ruta. Eran las cuatro y media y ya casi había oscurecido por
completo. Había estado viajando durante seis horas y no podía aguantar más sin comer.
Sin embargo, la idea de ingerir cualquier tipo de alimento le provocaba náuseas. ¿Podría
ser debido al apetito voraz que le roía el estómago?
-Algo ligero -respondió con ansiedad-. No creo que pueda digerir cerdo ni pescado.
-Entonces no lo intente -dijo Wyndham, y se volvió de nuevo hacia la posadera-.
Traiga un poco de caldo o de potaje, por favor. Y quizá un poco de jamón. Yo me
tomaré el pastel de pichón -esbozó una sonrisa y comprobó con agrado que surtía efecto
en la rigidez de la posadera-. Tráiganos vino también, por supuesto, y alguna otra
golosina que dejo a su elección.
-Enseguida, señor -dijo la mujer en un tono mucho más distendido-. La señora está
fatigada, sin duda, y le costará mucho esfuerzo comer. Estoy segura de que encontraré
algo de su agrado.
Hizo una reverencia y se retiró.
Wyndham no pudo evitar una carcajada y se acercó a Serena, quien estaba
intentando desatar los cordeles del sombrero.
-Permíteme.
Serena se quedó inmóvil, mirándolo mientras él deshacía el nudo en la penumbra de
la habitación. Casi había oscurecido, y el pulso se le aceleró al pensar que estaba a solas
con el vizconde en un salón privado en una posada de un pueblo desconocido.
Wyndham guardó silencio mientras intentaba desanudar los cordeles, consciente de
la mirada de Serena. Un estremecimiento sacudió la rigidez de sus dedos cuando le rozó
la piel del cuello sin querer. Era imposible... ¿Cómo demonios iba a sobrevivir durante
los próximos días sin renunciar a su honor?
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El nudo se deshizo finalmente y Wyndham suspiró de alivio. Le quitó el sombrero y
se encontró con los rizos dorados tristemente aplastados. Sin pensar en lo que hacía,
arrojó el sombrero a un lado y llevó los dedos hacia los cabellos.
Le buscó la mirada y encontró los ojos de Serena fijos en los suyos.
Dejó quietas las manos, contemplando aquellas profundidades marrones,
insondables y al mismo tiempo cautivadoras.
Le tomó el rostro entre las manos.
-¿Qué ocurre? -le preguntó en un susurro.
Serena respondió a su calor y expresó en voz alta el pensamiento que ocupaba su
mente.
-Has ocupado su lugar.
Wyndham frunció el ceño.
-¿Hailcombe?
Ella asintió, con aquella expresión inescrutable todavía en sus ojos. Wyndham sintió
el peso de la acusación. Dejó caer las manos y se apartó rápidamente de ella. Era cierto,
pensó. En cierta manera, había ocupado el lugar de Hailcombe.
Con manos temblorosas se quitó la chaqueta y la arrojó sobre el respaldo de una
silla. Después se quitó el sombrero de copa y empezó a pasearse por la habitación,
incapaz de mirar a Serena.
Ella lo miró en silencio. ¿Por qué había dicho eso? Las palabras habían surgido de la
nada, por instinto. La garganta se le había secado inexplicablemente. Tragó saliva y
recogió el sombrero del suelo para dejarlo en la silla donde había arrojado su capa. A
continuación se desabrochó la pelliza y se sentó junto a la mesa, donde apoyó la frente
en las manos y se quedó mirando el mantel blanco. Una jaqueca empezaba a acompañar,
a las náuseas y el hambre.
-No era mi intención compararte con él -murmuró, más para sí misma.
-Pero no crees que tu situación haya mejorado -espetó él con dureza.
Serena no fue capaz de responderle. Se sentía confusa, desorientada, demasiado
débil para entrar en la discusión.
Con mucho esfuerzo, apartó las manos del rostro y se enderezó.
-¿Cuándo crees que llegaremos a Londres?
-No vamos a Londres, Serena.
Ella lo miró y él pudo ver su desconcierto, ya que sus ojos se habían acostumbrado a
la penumbra. Creía que Serena se había dado cuenta de que habían abandonado la ruta
hacia Londres, pero tal vez hubiera malinterpretado sus palabras.
-¿No vas a llevarme a casa? -Preguntó ella.
-¿A las tierras de tu padre? Sería inútil.
A Serena empezó a darle vueltas la cabeza.
-No, me refiero a Hanover Square. Ya sé que no nos dirigimos hacia Suffolk.
-Nos dirigimos a Northampton -dijo él.
Ella lo miró y lo vio aferrándose al respaldo de la silla de una manera muy extraña.
¿Northampton? Aturdida, se llevó las manos a la cabeza y empezó a masajearse las
sienes.
-Estás agotada, Serena.
-Me siento mal.
-Entonces dejemos esta conversación hasta que hayas comido. Tal vez no te lo
parezca, pero te sentirás mucho mejor cuando comas algo.
La voz de Wyndham había vuelto a cambiar. Era como si estuviese soñando. Vio
cómo retiraba una silla y se sentaba junto a ella.
Apoyó la barbilla en las manos y suspiró, mirando al vacío.
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La sensación de irrealidad persistió. Serena miró al vizconde con un creciente ardor
en el pecho. En su trance, apenas fue consciente de que hablaba en voz alta.
-Cuando nos conocimos, recuerdo que te dije muchas tonterías -él giró la cabeza y
ella le sonrió-. Debiste de pensar que era una cría estúpida. Pero sólo me comportaba de
esa manera cuando tú estabas cerca. Me robabas el juicio y la razón.
Wyndham no dijo nada. Le resultaba muy doloroso recordar aquellos días. La voz
de Serena iba envuelta con el eco de aquella inocencia perdida que él tanto añoraba. Y
ella hablaba como si todo perteneciera al pasado... como si él formara parte de su
pasado. La sospecha de que ya la había perdido le atenazó el corazón. Ahora, cuando al
fin la había conseguido y no podía dejarla marchar... por el bien de Serena.
-Pero tú siempre fuiste muy amable conmigo -prosiguió ella. Tenía los ojos
humedecidos, pero la sonrisa permanecía en sus labios, y a Wyndham le pareció
arrebatadoramente dulce-. Te encantaba hacer bromas y provocarme, pero nunca me
faltaste al respeto.
-Serena... -empezó a decir él, pero se interrumpió cuando la puerta se abrió a sus
espaldas.
Se dio la vuelta y se encontró con el resplandor de dos candelabros que portaba un
camarero y que colocó sobre la mesa. Wyndham parpadeó ante la luz de las llamas y
miró a Serena, quien se cubrió brevemente los ojos con una mano.
La intimidad se había hecho añicos. La comida fue servida y Wyndham pudo ver
que el misterioso estado de ánimo de Serena había dejado paso a una creciente avidez.
Si él mismo estaba hambriento, ella debía de estar muerta de hambre. Durante los
próximos quince minutos ninguno dijo nada más que lo estrictamente necesario
mientras saciaban su apetito. Finalmente, Serena dejó la cuchara y se recostó en la silla
con un suspiro de satisfacción. El caldo le había parecido exquisito.
-Tenías razón. Me siento mucho mejor.
-Será mejor que comas bien -le aconsejó él, sirviéndose otra porción del pastel de
pichón-. Aún nos queda un largo camino que recorrer.
Aquellas palabras hicieron que Serena perdiera el apetito por completo, invadida por
la inquietante sensación de un futuro incierto. Permitió que el vizconde le sirviera varias
lonchas de jamón y panecillos recién hechos y siguió comiendo distraídamente. El
hambre y el cansancio habían dejado de atormentarla, por lo que pudo formular la
pregunta sin vacilar.
-¿Por qué no me llevas de vuelta a Londres?
Wyndham detuvo el tenedor a medio camino de su boca y respiró hondo. Había
llegado el momento de decirle la verdad.
-Es imposible, Serena. Hasta la misma señorita Geary opinaba que no sería
prudente. Tampoco creía que fuera aconsejable llevarte a Suffolk, aunque ésa fue mi
sugerencia inicial. Hailcombe volverá a Londres e irá a ver a tu padre. Cuando ambos
aúnen sus esfuerzos, quién sabe lo que podrán llevar a cabo.
Serena dejó el cuchillo y el tenedor.
-Hailcombe dijo que mi padre no quería saber nada de sus planes.
-Pero eso no le impidió ayudar a Hailcombe para que te secuestrara -señaló
Wyndham.
Ella apartó la mirada. Agarró el vaso y tomó un sorbo de vino.
-Es horrible descubrir que tu padre está confabulado con ese hombre, Serena, pero
ésa es la verdad. Tu prima cree que lord Reeth seguirá ayudándolo en todo cuanto
pueda.
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En realidad, las palabras de la señorita Geary habían sido: «No es buena idea traerla
aquí, lord Wyndham. Ese malvado volverá a intentarlo, y puede estar seguro de que mi
primo Reeth le facilitará la tarea».
Fue ella la que le hizo cambiar de idea de llevar a Serena a Suffolk. Wyndham le
había contado su infructuoso intento por prevenir a Lord Reeth, y la señorita Geary
había exclamado que se estaba preparando una fechoría. Tras una rápida consulta,
Wyndham había elegido el camino del norte, convencido de que, tarde o temprano,
encontraría a Hailcombe en esa ruta. No se había equivocado, pero al rescatar a Serena
se había visto obligado a colocarla en una situación mucho más escandalosa.
No quería angustiarla revelándole la otra razón por la que el regreso a Londres
quedaba descartado. Lo que había oído aquella mañana en White's debía de haberse
difundido por toda la capital. La reputación de Serena ya estaba por los suelos. Más que
una misión de rescate, era un intento de limpiar su nombre.
-¿Qué propones hacer conmigo, entonces?
La pregunta lo pilló desprevenido, por lo que soltó la respuesta del modo más
directo posible, sin preliminares que pudieran suavizar su efecto.
-Voy a llevarte a mi refugio de caza en Bredington.
Serena se despertó en una habitación con entrepaños de madera que no reconoció.
Estaba en una cama con cuatro columnas y dosel de brocado amarillo. La luz entraba
por una amplia ventana y se filtraba entre las cortinas medio abiertas.
Se apoyó en un codo y lo primero que vio fue un pequeño armario frente a la cama,
sobre el que había un jarro y una jofaina. Desvió la mirada y en una silla junto a la cama
descubrió el vestido que había llevado durante el viaje. Instintivamente se miró el
cuerpo y se encontró con una prenda ridículamente grande.
Apartó las mantas de un tirón. ¡Era un camisón de hombre! Miró desconcertada los
pliegues de la prenda, incapaz de imaginar cómo había acabado vistiéndola. ¿Dónde
estaba? ¿Qué lugar era aquél?
Unos golpes en la puerta la sobresaltaron. Se volvió a meter bajo las mantas y se
cubrió hasta la barbilla. La puerta se abrió y una mujer rolliza de mediana edad se
asomó al interior.
-Ah, ya se ha despertado, señorita. Su señoría le manda saludos, y la comida la
estará esperando cuando esté lista. Joyce me acompaña con agua caliente, y se quedará
para ayudarla a vestirse.
¿Su señoría? Serena parpadeó para sacudirse los restos del sueño. Y entonces lo
recordó... ¡Wyndham! La había llevado allí la noche anterior. A Bredington. Estaba en
su refugio de caza en Bredington.
Todos los males de su situación la invadieron de golpe. Aturdida, se hundió en las
almohadas con un gemido. ¡Estaba perdida! El hombre en quien había depositado
ingenuamente su confianza la había traicionado.
-¿Se levantará ahora, señorita?
Era la chica llamada Joyce, quien hizo una reverencia y descorrió delicadamente las
cortinas de la cama. Serena se sintió horriblemente avergonzada. ¿Qué estaría pensando
aquella muchacha? La respuesta era obvia. Pensaría lo que cualquier persona pensaría al
encontrarla allí. Lo único extraño era que Wyndham no hubiese tenido el descaro de
entrar en la habitación él mismo.
Permitió a Joyce que la ayudara a levantarse y volvió a sonrojarse por su atuendo.
Pero a la doncella no pareció alarmarla lo más mínimo y vertió el agua caliente en la
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jofaina. ¿Por qué debería afectarle? Seguro que no era la primera mujer a la que se
encontraba en una situación tan comprometedora.
Los sucesos de la noche anterior empezaron a cobrar forma en su mente mientras se
preparaba instintivamente para el día. Pronto le quedó muy claro por qué llevaba un
camisón de hombre... ¿pertenecería a Wyndham? No llevaba más ropa consigo que la
que vestía cuando los rufianes de Hailcombe la sacaron del carruaje. Se preguntó cómo
había pensado Hailcombe vestirla durante el largo viaje de ida y vuelta a Gretna Green.
Pero eso ya no importaba, pues el vizconde, después de haberla salvado de un
matrimonio atroz, la había llevado al mismísimo antro de perdición. Él había insistido
en que no tenía otra alternativa, pero Serena no se había dejado convencer. En cuanto le
oyó pronunciar el nombre de Bredington, la había asaltado un aluvión de horrendas
sospechas.
El resto del viaje lo había pasado en angustioso silencio. Habían sido tres horas de
camino en un carruaje abierto que la habían dejado completamente exhausta. Debió de
quedarse dormida al final de la jornada, pues apenas recordaba la llegada al refugio. Y
no recordaba en absoluto haberse acostado en aquella cama.
Un pensamiento inquietante la asaltó.
-¿Quién me desnudó anoche? -le preguntó bruscamente a la doncella.
La chica le estaba abrochando el vestido, pero se detuvo en su tarea.
-La señora Pitchcott y yo, señorita, después de que su señoría la trajera a la
habitación. Intentamos despertarla, pero estaba muy cansada. Su señoría explicó que
había estado viajando más de diez horas.
Joyce parecía sobrecogida, pero a Serena le había dado un vuelco el corazón al oír
que Wyndham la había llevado en brazos.
-¿Qué hora es?
-Más del mediodía, señorita. Su señoría ha dicho que no debía ser molestada.
¿Eso había dicho? Sacudida por un arrebato de ira, Serena se preguntó qué más
habría dicho su señoría. ¿Qué razón había dado para presentarse en el refugio
acompañado de una dama? ¿O acaso aquellas criadas estaban acostumbradas a esa clase
de visitas?
Cuando terminó de ponerse el vestido verde y estuvo lista para seguir a la doncella
por un largo pasillo, estaba tan nerviosa que el corazón le latía frenéticamente mientras
bajaba unas escaleras. Llegó a un vestíbulo modesto desde donde se distribuían varias
habitaciones y entró en un salón, también revestido con entrepaños de madera, donde
había una mesa preparada con un mantel blanco y un cuadro en la pared de enfrente
representando una escena de caza. Wyndham se levantó de su asiento, en el extremo de
la mesa, y la saludó con una pequeña reverencia.
-Buenos días... o debería decir buenas tardes -dijo con voz rígida y excesivamente
formal-. Espero que hayas dormido bien. Siéntate, por favor.
Tras una mirada fugaz, Serena se negó a mirarlo a los ojos y se sentó en la silla que
Joyce había retirado de la mesa. La mujer que se había presentado antes como la señora
Pitchcott, el ama de llaves, empezó a servirle la comida. Café, pasteles, panecillos,
quesos y mermeladas de varias clases.
-O si lo prefiere, señorita, tenemos espárragos en conserva y champiñones
encurtidos.
Le ofreció además rebanadas de pan moreno y mantequilla casera. Serena eligió al
azar, incapaz de pensar en otra cosa que no fuera la dominante presencia del vizconde
en el extremo de la mesa.
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Por desgracia, la señora Pitchcott se retiró después de haberle servido el café. Serena
miró hacia la puerta cerrada, sintiendo que se le hacía un nudo en el estómago, y no
pudo evitar lanzarle una mirada fugaz a Wyndham.
-No tengas miedo -dijo él secamente-. De momento no corres ningún peligro. No
suelo seducir a las jóvenes damas cuando están tomando la primera comida del día.
Con las mejillas ardiéndole, Serena bajó la mirada al plato y miró distraídamente el
contenido. Buscó refugio en la taza de café y tomó un pequeño sorbo del líquido
hirviendo.
-Eso es lo que crees, ¿verdad? -le preguntó Wyndham-. Tal vez debería haber
seguido el viaje hasta Gretna contigo.
Serena dejó la taza. Respiró hondo y reunió el valor para mirarlo.
-¿Por qué no lo hiciste?
Wyndham dudó. Serena se había recogido el pelo en lo alto de la cabeza y el cambio
distraía su atención. Parecía muy joven, y a Wyndham se le ocurrió que el verde le
sentaba muy bien...
Se reprendió mentalmente. Serena le había formulado una pregunta y estaba
esperando su respuesta.
Quería decirle que había elegido aquella manera para intentar reparar el daño y
paliar el escándalo. Ir hasta Escocia habría agravado aún más la situación. Wyndham ya
había puesto en marcha sus planes, pues había enviado a su mozo a Londres con una
carta para el barón. Pero cómo no podía estar seguro de que Reeth acudiera a la cita, y
aún menos de que llevara a la señorita Geary consigo, se resistía a contarle a Serena lo
que había hecho. Estaba convencido de que Hailcombe intentaría recuperarla con la
ayuda de Reeth. El padre de Serena se resignaba al escándalo, pero Wyndham no.
-No quería que te casaras de esa manera tan precipitada -mintió.
-Eso no parecía importarte cuando me lo propusiste -le recordó ella.
-Las circunstancias han cambiado.
-¿Cómo?
Wyndham se encontró de nuevo cavilando la respuesta. No sabía por qué la estaba
protegiendo. Tarde o temprano Serena descubriría la verdad. Retrasar el momento sólo
serviría para que aumentaran sus sospechas hacia él. Aun así, se resistía a agravar su
sufrimiento. ¿Acaso no había soportado ya bastante?
-Si entonces nos hubiéramos fugado para casarnos, Serena, todo el mundo habría
creído que lo hacíamos sólo porque tu padre no consentía nuestro matrimonio.
-¿Y ahora? -Preguntó ella, mirándolo fijamente a los ojos-. ¿Qué dirían ahora?
Wyndham debería haber sabido que Serena era demasiado inteligente para permitir
que la embaucaran. Tomó un trago de la cerveza con la que se había estado refrescando
y capituló.
-Serena, no entiendes cómo funciona la mente de Hailcombe. Lo ha preparado todo
hasta el último detalle.
Serena frunció el ceño.
-¿Quieres decir que no se le puede considerar culpable ya que contrató a esos
bandidos para que me secuestraran?
-No me refiero a los bandoleros que contrató. Es lo que hizo antes de salir en tu
busca. Se ocupó de difundir los rumores por toda la ciudad.
Serena se puso pálida, y Wyndham se arrepintió al instante de haberlo dicho. Si
conocía bien a Serena, sabía que no se contentaría con aquella insinuación.
-¿Qué... qué rumores?
El temblor de su voz sacudió la conciencia de Wyndham, pero ya no había vuelta
atrás.
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-El rumor de que se casaría contigo antes de que acabara el día. Todo el mundo
podría suponer, sabiendo que no estabas en la ciudad, que os fugabais para casaros en la
frontera.
Los ojos marrones de Serena ardieron de ira.
-¿Y qué crees tú que supondrán cuando... cuando vuelva a la ciudad sin haberme
casado? ¿Cuando se enteren por Hailcombe de que ahora estoy contigo?
Él alargó el brazo como si fuera a tomarle la mano, pero Serena la retiró. Wyndham
se echó hacia atrás, dolido.
-Estoy convencido de que Hailcombe no contará nada que pueda poner en peligro
sus intereses. Si se deja ver en público, la gente pensará que tú estás en Suffolk.
-Entonces, ¿por qué no debo ir a Suffolk?
-¿Y exponerte a los planes de tu padre?
Serena apartó la mirada y, sin darse cuenta, tomó otro sorbo de café mientras la
cabeza le daba vueltas. ¡Wyndham podría haberla llevado de vuelta a Londres! ¿Por qué
pensarían mal de ella si la veían regresar a la ciudad? Podría inventar alguna historia
para justificarse. El carruaje se había dañado, su doncella se había puesto enferma... Lo
que fuera.
Pero entonces recordó que en Londres, igual que en Suffolk, estaría a merced de las
maquinaciones de su padre y de Hailcombe.
Volvió a mirar a Wyndham.
-Muy bien, pero ¿por qué me has traído aquí?
-Porque es el lugar más seguro que conozco.
-¿Seguro?
Wyndham se estremeció ante la severidad de su voz.
-Ya sé que te parece un pozo de pecado y lujuria, pero está lo bastante apartado para
ser el escondite perfecto. Nadie sabrá que estás aquí.
Serena lo miró desafiante.
-Y ahora que estoy aquí, ¿qué pretendes hacer conmigo?
Una sonrisa desconcertante curvó los labios de Wyndham.
-Casarme contigo, Serena. ¿Qué otra cosa podría hacer?
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CAPÍTULO 10
Serena dio un respingo tan brusco que casi derramó la cafetera.
-Pero ¿cómo puedes casarte conmigo? A menos que consigas una licencia especial,
sólo puedes desposarme en Escocia. Sabes que soy menor de edad.
-Ésa es una de las razones por las que no pude llevarte a conocer a mi madre a
Lyford Manor... aunque contabas con su aprobación.
Serena lo miró con recelo.
-¿Qué otras razones tenías?
Wyndham levantó la vista hacia el techo.
-Por amor de Dios, ¡está muy claro!
-Para mí no.
-¿Cuál crees que habría sido la reacción de mi padre si me hubiera presentado en
Derbyshire, en una calesa y con una debutante a mi lado, y hubiera anunciado que había
impedido que se fugara a la frontera con otro hombre y que era mi intención casarme
con ella? -Preguntó él con dureza.
El rubor cubrió las mejillas de Serena.
-¿Por qué no añades que ella ya estaba viviendo bajo tu protección, pues ésa es la
verdad?
Wyndham estuvo tentado de tirarse de los pelos.
-¿Es que no puedes ver, pequeña ingenua, que mi único deseo es llevar todo esto con
el menor escándalo posible?
-¡Lo que veo es que estás intentando engañarme! -replicó ella-. Me has dicho que no
querías llevarme a Gretna Green...
-No se trata de que no quisiera, pero...
-Y si tus intenciones son tan honestas, ¿por qué me has traído al mismo lugar al que
traes a esas mujeres que...?
-Serena, eso es completamente... -empezó a protestar él, pero ella ya se había puesto
en pie.
-¡No te atrevas a decirme que te he juzgado mal! Intenté concederte el beneficio de
la duda, Lord Wyndham. Incluso intenté convencerme a mí misma de que había sido mi
padre quien se inventó toda la historia para desacreditarte y ponerme en tu contra. Pero
ahora veo que no fue así, porque...
-¿Vas a permitirme hablar? -espetó él.
Serena se detuvo en mitad de una zancada, conteniendo la respiración. El vizconde
también se había levantado, y por un segundo ella miró con expresión desafiante sus
ojos grises. Pero su voz de hielo le había atravesado el corazón. Se dejó caer en la silla y
apoyó los codos en la mesa para cubrirse el rostro con las manos.
La furia de Wyndham se desvaneció al instante. Con un suspiro, volvió a sentarse y
agarró la jarra de cerveza para tomar un largo trago. Al dejar la jarra vio que Serena
había empezado a comer de nuevo, haciendo un notable esfuerzo para comportarse
como si nada hubiera pasado. Pero las manos le temblaban mientras intentaba untar de
mantequilla una rebanada de pan, y Wyndham tuvo que contenerse para no alargar el
brazo hacia ella. Sabía que no le permitiría tocarla.
-Te pido disculpas -dijo tranquilamente-. Estás pasando por una situación muy
difícil, y lo último que quiero es discutir contigo.
-No -murmuró ella-. No si lo que quieres es persuadirme para que sea tu amante.
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Wyndham sintió cómo empezaba a enfurecerse de nuevo y se reprimió antes de
estallar.
-¿Qué tengo que hacer para convencerte de lo contrario? ¿Por qué persistes en esa
ridícula mentira?
Serena levantó la mirada hacia él.
-No lo habría creído si sólo hubiera sido una invención de mi padre. Antes de que
Hailcombe entrara en nuestras vidas, mi padre estaba encantado de que fueras tú mi
prometido. Él mismo me contó que hasta que se enteró de que tu relación con el
marqués de Sywell...
-¿Mi qué?
-No pongas esa cara, milord -dijo Serena-. ¿Crees que te habría tomado por uno de
esos hombres a los que el marqués corrompió si no lo hubiera oído de otra fuente?
-¡Corrompidos! -Repitió Wyndham, entornando amenazadoramente la mirada-.
¿Qué otra fuente es ésa?
-Alguien que vive aquí. La señorita Lucida Beattie.
Pronunció el nombre alzando el mentón en un gesto desafiante. Era un nombre que
Serena había llegado a despreciar profundamente, pero no iba a confesarle ese detalle al
vizconde.
Wyndham frunció el ceño.
-Nunca he oído hablar de ella.
-Es amiga de mi prima Laura y vive en... Abbot... Abbot...
-¿Abbot Giles?
-Eso es.
-No importa -dijo Wyndham, mirándola torvamente-. De modo que elegiste
condenarme por unas habladurías...
-¡Yo no lo elegí!
-Claro que no -concedió él con amarga ironía-. Te has visto obligada a ello porque te
he traído a Bredington, aunque cualquiera con un mínimo de sentido común habría
entendido perfectamente mis razones.
Se levantó y arrojó su servilleta a la mesa.
-Muy bien, señorita Reeth. Cree lo que quieras. ¡Yo he acabado!
Salió del comedor y cerró tras él con un fuerte portazo.
La niebla matinal dificultaba enormemente la vista, y el frío se filtraba sin piedad a
través de la pelliza. No era una prenda confeccionada para caminar por un bosque
desconocido en invierno. Al menos Serena había llevado debajo un vestido de lana y no
de muselina cuando fue capturada. ¿Cómo había podido olvidar su manto de lana?
Empezaba a arrepentirse de haber abandonado el refugio. Sólo ahora que estaba en
medio de un bosque espeluznante dudaba de su habilidad para encontrar el camino de
vuelta. Había perdido de vista el río, por lo que tampoco podía saber en qué punto
cercano a Bredington lo había vadeado. Debía de tratarse de un punto por el que se
cruzaba regularmente, pues las piedras eran numerosas y planas, y el lecho del río era
visible bajo las aguas cristalinas.
Pero de nada le servía recordar el lugar, ya que no había manera de encontrarlo.
Estaba agotada, después de haberse pasado casi toda la noche llorando y dando vueltas
en la cama. ¿Qué otra cosa podía hacer después de un día tan horrible?
Wyndham había desaparecido después de la discusión. El ama de llaves le dijo que
había salido a caballo. Serena había pasado un día triste y miserable, refugiada en el
salón principal. La habitación tenía un aire indudablemente masculino con sus sillones
de piel y un cofre en un rincón sobre el que reposaban un látigo, varios ejemplares
atrasados de The Gentleman's Magazine, y una jarra de peltre de cerveza. En una mesa
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cercana había varias barajas de cartas, y los cuadros de las paredes representaban
escenas deportivas. No había ningún detalle femenino a la vista... aunque eso no
significaba nada.
El vizconde no había regresado hasta las cinco. Para entonces, Serena se sentía tan
sola y enfadada que había anunciado que cenaría en su habitación.
El vizconde no había puesto ninguna objeción y se había limitado a hacer una
reverencia con desdén y sarcasmo. Serena se había encerrado en su habitación, hecha
una furia, y apenas había probado la comida que le llevaron en una bandeja. Estaba tan
disgustada que la cena podría haber consistido en cenizas y no se hubiera dado cuenta.
Se pasó un largo rato escuchando atentamente por si se oían pisadas en el pasillo, con la
vana esperanza de ver aparecer a Wyndham arrepentido y dispuesto a emplear todas sus
artes para conseguir que lo creyera.
Pero Wyndham no había aparecido y Serena se había hundido en su desgracia. Y
durante su desdicha nocturna había tomado la decisión de escapar de Bredington.
Una imprudencia que la había llevado a su precaria situación actual.
El silencio sepulcral que la rodeaba fue roto por el chasquido de una ramita al
romperse. Serena soltó un grito ahogado y se quedó de piedra, encogida contra un árbol
y envuelta por el fantasmagórico manto de la niebla.
Una sombra difusa se movió ante ella. No, dos sombras. El corazón empezó a latirle
con fuerza. ¡Las formas se dirigían hacia ella! Tan silenciosamente como pudo, rodeó el
tronco del árbol para ocultarse y oyó el murmullo de unas voces.
-¿Tienes algo?
-Unas cuantas liebres, nada más.
-Una será para el puchero, ¿no?
-Es una miseria, pero esto es lo que hay.
Serena contuvo el aliento, sin atreverse a mirar mientras los hombres se acercaban.
Caminaban tan silenciosamente que no parecía que hubiese nadie más que ella en el
bosque. Pero el crujido de unas ramitas le confirmó que se estaban alejando.
Rodeó el tronco sin hacer ruido y echó un vistazo. Sólo vio sombras y niebla. Era
como si nadie hubiese pasado por allí. Serena echó a andar en dirección contraria con un
único pensamiento en la cabeza. Salir de aquel bosque aterrador.
Había avanzado unos doscientos metros cuando vio que la niebla se estaba
despejando. Más allá de los árboles se divisaba un claro. Serena se levantó las faldas y
echó a correr. Finalmente salió a campo abierto y pudo suspirar de alivio.
Se detuvo y miró a su alrededor. A poca distancia vio una casa solitaria de gran
tamaño y se dirigió hacia ella con la intención de pedir refugio o al menos una
dirección.
Una doncella de aspecto huraño y complexión robusta le abrió la puerta. Alzó las
cejas al ver a Serena y la miró de arriba abajo.
-¿Qué desea? Es un poco pronto para las visitas, ¿no?
Serena se quedó sobrecogida. No había pensado en lo extraña que debía de resultar
su repentina aparición. Pero antes de que pudiera responder, se oyó una voz enérgica
detrás de la corpulenta doncella.
-Cierra esa puerta, Janet. ¡La casa se está congelando!
-Será mejor que pase -le dijo la mujer a Serena, y se apartó para dejarla entrar.
Entonces cerró la puerta y la condujo hacia una espaciosa habitación.
Parecía ser un salón, pero aparentemente servía para otros propósitos. Había una
escalera abierta en la pared de enfrente, y una mesa de comedor junto a la ventana. Un
fuego crepitaba alegremente en la chimenea, y en un sofá había una joven con una niña
en las rodillas. Miró a Serena con clara sorpresa.
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-¿Pero qué es esto?
-A mí no me pregunte -respondió Janet-. Estaba en la puerta.
Hizo un gesto para eximirse de toda responsabilidad y desapareció por una puerta,
dejando que fuera Serena quien se explicara.
-Le ruego que me perdone, señora, pero vengo de Bredington y me he perdido en el
bosque. Quería preguntarle si...
La voz se le apagó al ver cómo cambiaba la expresión de la joven cuya casa había
invadido. Era un rostro atractivo e inteligente con unos ojos verdes que en esos
momentos la miraban con desconcierto, ¿o quizá con duda? Sus cabellos negros,
peinados hacia atrás y parcialmente cubiertos con una cofia de encaje anudada bajo la
barbilla, contrastaban fuertemente con los rizos dorados de la niña que la mujer había
estado cepillando al ser interrumpida.
-¿Bredington?
La pregunta implícita en aquel nombre era muy clara, y Serena sintió que se
ruborizaba.
-¡Oh, sé lo que debe de estar pensando! -se apresuró a defenderse-. Pero no es lo que
se imagina. Al menos, no era mi intención. He tenido que escapar de él y... ¡y no sé qué
voy a hacer!
Las oscuras cejas de la mujer se arquearon.
-¿Él? ¿Se refiere a lord Buckworth, quizá?
-Oh, no, no conozco a Buckworth. Estoy hablando de Wyndham.
-¿El vizconde de Wyndham? Pero, ¿por qué razón...? -Empezó a preguntar la mujer,
pero se detuvo y esbozó una sonrisa-. Disculpe mis modales -dejó a la niña en el suelo y
se levantó para ofrecerle la mano-. ¿Cómo está usted? Mi nombre es Annabel Lett, y
ésta es mi hija Rebecca. Becky, saluda a la dama.
La niña, que se aferraba a las faldas de su madre y que miraba a la recién llegada con
sus ojos azules abiertos como platos, escondió el rostro en los pliegues de las enaguas.
-Es muy tímida con los desconocidos -explicó su madre.
Serena sonrió para quitarle importancia y se presentó a sí misma. Annabel fue
entonces a la cocina y pidió a la doncella que preparase un poco de té. Era una mujer
vigorosa, de esbelta figura y carácter decidido. Al tomar la pelliza y el sombrero de
Serena y ver lo aterida que estaba, la hizo sentase en el sofá para calentarse junto al
fuego.
En poco rato Serena estuvo disfrutando, no sólo del té y las tostadas, sino de la
fascinante personalidad de la señorita Lett, quien le confesó que era viuda. Serena, a su
vez, le contó el miedo que había pasado al encontrarse con los dos hombres en la niebla.
-Los aldeanos, en particular los habitantes de Steepwood, son famosos por cazar
furtivamente en el bosque durante el invierno -explicó Annabel-. Sywell es un
terrateniente tan mezquino que todos creen tener derecho a cazar por su cuenta. Pero no
son peligrosos, y si la hubieran visto no le habrían hecho ningún daño, se lo aseguro.
El nombre del marqués le hizo recordar sus peores desgracias, y no pudo ocultar su
preocupación. Era un alivio poder hablar libremente, sobre todo a una mujer que no se
ponía a gritar como Melanie ni que la reprendía como su prima Laura.
-¡Pobre chica! -fue el comentario de Annabel cuando Serena acabó de relatar cómo
había acabado en Bredington.
Había reanudado la tarea de cepillar el pelo de su hija, pero había dejado a la niña en
manos de Janet después de que la voluminosa doncella les llevara el té al salón, y las
dos mujeres se habían quedado solas. Annabel sorprendió a Serena al tomarla de la
mano.
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-Has pasado por una experiencia horrible, pero creo que deberías pensarlo bien antes
de desechar esta solución.
-¿Te refieres a casarme con Wyndham? Pero él no quiere casarse conmigo.
-Me acabas de decir que te lo ha pedido.
-¡Sí, pero yo no lo creo! -Declaró Serena con vehemencia-. En cualquier caso, ¿te
casarías tú con un amigo íntimo del marqués de Sywell?
Annabel la miró sorprendida.
-¿Quién te ha dicho eso?
-Mi padre... Al principio no lo creí, pero luego me lo corroboró mi prima, a quien se
lo había contado una amiga suya, la señorita Lucinda Beattie.
Annabel le soltó la mano y se echó hacia atrás.
-Entiendo. Bueno, no quiero hablar mal de la señorita Beattie. Es una mujer muy
respetable y le tengo mucho afecto. Pero no puede vivir sin cotilleos. Yo los odio,
porque me parece que pueden hacer muchísimo daño.
Empezó a tamborilear con los dedos en el brazo del sillón, y Serena creyó ver una
expresión de tristeza en sus ojos verdes.
-Pero la pobre apenas tiene nada para entretenerse, y a la gente de por aquí le cuesta
muy poco condenar a las personas. No se la puede culpar si extrae las conclusiones
equivocadas.
Una tibia esperanza se agitó en el pecho de Serena.
-¿Estás diciendo que esos rumores no son ciertos?
Annabel sonrió.
-Lo que digo es que llevo dos años viviendo aquí y nunca he oído nada malo de lord
Wyndham. Buckworth es un notorio libertino, pero ni siquiera a él se le puede asociar
con Sywell. El marqués es una criatura excepcionalmente cruel y malvada. Me
sorprendería mucho que hombres como Wyndham y Buckworth no condenaran sus
actividades.
Serena se animó considerablemente, pero aún no estaba satisfecha del todo.
-Pero ¿no había mujeres de mala reputación en Bredington el verano pasado?
A Annabel se le escapó una risita.
-Que yo sepa, tú eres la única mujer que ha estado en Bredington. Y parece que eres
la prometida del propietario. No veo que haya lugar para los rumores.
Wyndham había pasado la que quizá había sido la peor noche de su vida. Había
supuesto ingenuamente que, una vez que hubiese puesto a salvo a Serena, el resto se
resolvería por sí solo. ¿Cómo había podido ser tan incauto? Aunque había habido un
momento, en la posada de St. Alban's, en que ella le había mostrado un atisbo de afecto.
Era evidente que sentía algo por él, pero estaba demasiado cohibida por su supuesta
relación con el marqués de Sywell, nada menos. Un hombre que, desde que el primer
momento, se había hecho merecedor de su más profundo desprecio. Ni Wyndham ni
ninguno de sus conocidos tenían una opinión favorable del marqués.
La culpa era de Reeth, pensó mientras se ataba la corbata y su ayuda de cámara se
acercaba con prendas almidonadas. ¿Dónde estaba el barón? Wyndham había esperado
que se presentara la noche anterior.
Unos golpes en la puerta del dormitorio lo sacaron de sus divagaciones. Pitchcott, el
guarda del refugio, le traía un mensaje de su esposa comunicándole que lord Reeth
había llegado y que esperaba al vizconde en el salón principal. A Wyndham se le
aceleró el pulso. ¡Al fin podría dejar las cosas claras!
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Cinco minutos después, vestido con unos pantalones de piel de ciervo y una levita
azul, entró en el salón dispuesto para la batalla.
Reeth estaba de pie junto a la ventana, mirando al exterior y con la cabeza
ligeramente hundida y los hombres encorvados. No se había molestado en quitarse el
abrigo, aunque lo llevaba abierto, revelando una chaqueta burdeos debajo. Wyndham
observó el cambio cuando el barón se giró hacia él. Parecía demacrado y consumido, y
aunque seguía apuntándole con su nariz romana, su mirada era tensa y había perdido la
expresión de arrogancia.
Wyndham se quedó sorprendido. ¿Por qué no había notado el envejecimiento del
barón en su último encuentro? Tal vez había estado demasiado absorto en su propia
inquietud.
-¿Se ha casado con ella? -le preguntó Reeth bruscamente, pero sin su agresividad
habitual.
-Aún no.
-¿Por qué no? -masculló el barón.
Wyndham frunció el ceño, sorprendido por la pregunta.
-No puedo casarme con ella sin una licencia. O sin el consentimiento de su padre.
Reeth pareció encogerse.
-¿Por qué no la llevó a Gretna Green?
Wyndham avanzó unos pasos.
-Mi intención, señor, es evitar el escándalo, no provocarlo. Así se lo hice saber por
escrito.
-Una pérdida de tiempo. Ya estamos todos condenados.
Desconcertado, Wyndham vio cómo atravesaba el salón para sentarse en un sillón y
cómo se pasaba una mano por el pelo en un gesto de cansancio. ¿Qué le pasaba al
barón?
-Discúlpeme, señor, pero me temo que no lo entiendo. La última vez que hablamos...
-¡No me lo recuerde! -lo cortó Reeth, frotándose la frente-. No sabe cuánto me ha
costado... -se detuvo y miró a Wyndham-. ¡Pero tenía una esperanza! Si conseguía que
usted se pusiera en movimiento... ¡y fue lo que hizo!, y desbarataba sus planes, esa
sanguijuela no podría poner un pie en mi casa.
Por un momento, Wyndham se quedó en blanco. Las implicaciones de todo aquel
asunto trascendían su capacidad de razonamiento. Un brote de ira se avivó en su
interior.
-¿Está diciendo, lord Reeth, que puso deliberadamente a su hija en peligro para que
yo me viera obligado a rescatarla?
Reeth levantó la mirada.
-No exactamente -dijo, recuperando un poco de su agresividad-. Yo no tomé parte
alguna en los preparativos. Únicamente intenté que pareciera obvio que se estaba
tramando algo. Y sin despertar las sospechas de ese canalla -suspiró y su voz adoptó un
tono de desprecio hacia sí mismo-. Me he visto obligado a esconderme en mi casa para
que no me encontrara, ordenándole a mi mayordomo que mintiera sobre mi paradero. Y
he salido a primera hora de la mañana para venir en la calesa con su mozo.
-Por eso no ha traído a la señorita Geary -insinuó el vizconde.
-No podía traerla. Si Hailcombe se presentaba en mi casa y descubría que los dos
nos habíamos ausentado, empezaría a sospechar. He dejado una nota. Supongo que
Hailcombe sigue creyendo que no sé nada de sus planes. ¡Y ojalá fuera así!
-Pero usted conocía sus planes, señor - señaló Wyndham-. De lo contrarió no habría
enviado a Serena de viaje sola.
Reeth lo fulminó con la mirada.
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-¿Cree que fue fácil para mí? ¿Sabe cuánto me ha costado comportarme como un
tirano con mi propia hija?
-No sólo con su hija -masculló Wyndham.
La nariz romana le apuntó con parte de su arrogancia perdida.
-Sí, a usted también lo ataqué. Tenía que hacerlo. Fue muy sencillo. Hacía mucho
que conocía a Sywell, y este refugio de caza está muy cerca de la abadía.
-De modo que obligó a Serena a que creyera que yo estaba relacionado con el
marqués... ¡Y le contó una historia escabrosa para que me despreciara!
Reeth suspiró y volvió a hundirse en el sillón.
-No fue necesario. Laura tiene una amiga que vive aquí. Otra vieja doncella. Sabía
que podía confiar en su tendencia a las habladurías y a exagerarlo todo. Entre las dos,
consiguieron que Serena se apartara de usted.
-Se equivoca -dijo Wyndham, moviéndose hacia la ventana-. Todavía sigue
luchando contra sus sentimientos. Pero su corazón se mantiene firme -se volvió hacia el
barón-. ¡A pesar de todos sus esfuerzos, lord Reeth!
El anciano se estremeció ligeramente.
-No tenía elección. No se imagina usted, Wyndham, a lo que me exponía si no daba
mi brazo a torcer.
-Pues no, no me lo imagino -admitió Wyndham con voz fría-. Le ruego que me lo
cuente. ¿De qué manera podía controlarlo Hailcombe?
Reeth se hundió aún más en el sillón y se cubrió el rostro con las manos. Era un
gesto tan parecido al de Serena que el vizconde casi sintió lástima por él. Al cabo de
unos segundos el barón dejó caer las manos. Parecía más débil y abatido que nunca,
pero para Wyndham su comportamiento no tenía excusa posible.
-Es mejor que lo sepa. El mundo no tardará en saberlo, porque he permitido que
Hailcombe cumpla sus amenazas. No lo ayudaré en nada más.
¡A buenas horas!, pensó Wyndham.
-¿Cuales son sus amenazas?
Reeth agachó la cabeza.
-Tiene que ver con mi hermano. Era un teniente de la Armada.
Wyndham dio un respingo.
-¿El teniente Reeth? Murió en Trafalgar como un héroe, según tengo entendido.
Reeth le echó una mirada fugaz.
-Eso es lo que el mundo cree. Lo que yo mismo creía. Pero la verdad es muy
distinta. Saltó del barco en vez de enfrentarse al enemigo -la voz le tembló
amargamente-. ¡Un desertor! Gerald Reeth... un hombre cuya muerte lamenté más que
la pérdida de mi propia esposa.
-¿Ésa fue la verdad que le contó Hailcombe? -Preguntó Wyndham, reprimiendo la
euforia que nacía en su interior. No tenía prisa por aliviar la desgracia de lord Reeth.
Quería que sufriera un poco más...
-Hailcombe también servía en el Neptune y vio a Gerald saltando por la borda.
-¿Y usted creyó su versión de los hechos?
Reeth soltó un bufido.
-¿Me toma por un estúpido? ¡Claro que no lo creí! Al menos, al principio. Empecé a
investigar, pidiendo ayuda a los contactos que tengo en la Armada. Pero no se imagina
cómo son los informes de guerra. Se ciñen sólo a los datos esenciales. «Murió en acto
de servicio». «Desaparecido en combate». Eso es todo lo que pudieron mostrarme. Y en
su día recibí la carta del almirantazgo. Según ella, todo el que muera en la batalla es
considerado un héroe.
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Una amarga sonrisa curvó sus labios. Wyndham era consciente de que estaba
prolongando innecesariamente su agonía.
-Muchos hombres caídos en combate son héroes de verdad... -empezó.
Reeth soltó otro bufido.
-¡Sí, pero no Gerald Reeth! No pude encontrar ninguna prueba para refutar a
Hailcombe, y no podía permitir que mancillara la memoria de Gerald. Los rumores, el
escándalo, la vergüenza... ¡No podía consentirlo! El deshonor es una mancha que nunca
se borra. Fuera cierta o no la historia de Hailcombe, mucha gente la creería. Además,
Hailcombe decía haber visto a Gerald hace dos años, en un puerto extranjero.
-¡Mintió! -Exclamó Wyndham. Fue hacia la chimenea y encaró a Reeth, quien
estaba tan sumido en su desgracia que apenas levantó la mirada-. Hailcombe le mintió,
señor. Créame, se inventó toda esa historia.
-¿Cómo lo sabe?
Wyndham no pudo reprimir una sonrisa.
-El mismo día que Serena salió de Londres me encontré de casualidad con un viejo
amigo mío. El capitán Lewis Brabant, quien también sirvió a bordo del Neptune.
Reeth se irguió en el asiento, dedicándole toda su atención.
-¿Estuvo en Trafalgar?
-Así es, y conocía muy bien a su hermano. Me habló muy bien de él, y me contó una
historia muy diferente a la de Hailcombe. Este amigo vive cerca de Steep Abbot, a dos
millas de aquí.
El barón se levantó de un salto.
-Dios mío... ¿Me está hablando en serio? ¿Es posible que su amigo pueda ayudarme
a atacar a Hailcombe?
-Cuenta con munición de sobra, señor. Le bastaría con una mínima parte de los
artículos que escribió acusando a Hailcombe por sus excesos y falta de escrúpulos.
-¡Le ruego que me lleve enseguida ante ese amigo suyo!
-Preferiría que viniera él a verlo a usted, y aque...
Unos golpes en la puerta lo interrumpieron. El ama de llaves entró en el salón,
visiblemente agobiada.
-¿Qué ocurre, señora Pitchcott?
-Es la señora, milord -dijo la mujer, azorada-. Fui a ver si se había levantado... y no
está en su habitación.
Wyndham creyó que se le detenía el corazón.
-¿La has buscado?
-Joyce y yo hemos registrado hasta el último rincón de la casa, milord. Ha
desaparecido.
La encontró de pura casualidad. A los pocos minutos de haber oído que no estaba en
Bredington, el vizconde estaba a lomos de su caballo, ignorando los gritos de su ayuda
de cámara con el abrigo y el sombrero. Su primer instinto había sido seguir el sendero
que conducía a Steep Abbot, y hacia allí se había dirigido a galope tendido.
Mientras cabalgaba frenéticamente, no podía dejar de pensar en la discusión del día
anterior, y malgastó muchas energías en maldecirse a sí mismo por permitir que se
hubiera prolongado aquel distanciamiento entre ambos. Serena había escapado sin otra
cosa que su ropa. Podría ocurrirle cualquier desgracia. ¡Ojalá sus pasos no la hubieran
acercado a la abadía Steepwood!
Afortunadamente, no tardó en recuperar el sentido común y pudo pensar con más
calma. Serena no podía haber abandonado la casa antes del amanecer, y debía de haber
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previsto que él saldría en su busca. Por tanto, no era probable que hubiera tomado el
único camino que partía de Bredington. ¿Qué opción le quedaba? El bosque de Steep
Wood rodeaba el refugio. No podía haberse aventurado en el mismo y arriesgarse a
perderse. Wyndham pensó que si él hubiera escapado de aquella manera, habría seguido
el río Steep, que discurría junto al refugio.
Hizo girar a su montura para volver atrás y cruzó por el vado, pensando que Serena
habría querido poner la mayor distancia posible entre el refugio y ella. Siguió el río
hasta que salió de los árboles y cabalgó hacia la pasarela de la que partía un sendero
hacia la aldea de Steep Ride. Seguramente Serena había tomado aquel camino. ¿Qué
haría él al llegar a la aldea? Tendría que llamar a todas las puertas si fuera necesario.
Pero una pequeña duda lo asaltó. ¿Las prisas de Serena le habrían permitido pensar
con lógica... o le habrían hecho buscar un sendero a través del bosque? De ser así, ahora
estaría perdida entre los árboles, herida y desamparada.
Aquella posibilidad lo hizo precipitarse hacia el bosque que acababa de bordear y se
adentró en la espesura. Sus ojos no tardaron en adaptarse a la penumbra, mientras una
creciente sensación de pánico le llenaba la cabeza de imágenes terribles.
Entonces giró la cabeza justo cuando pasaba por la solitaria casa de campo, y desde
entonces siempre confiaría en su instinto... porque allí encontró a Serena.
Estaba sin sombrero, con la pelliza desabrochada, persiguiendo a una niña por el
jardín vallado. Vio cómo atrapaba a la niña, quien dejó escapar un chillido de alegría. A
Wyndham se le encogió el corazón con el sonido de su risa, y giró el caballo hacia la
casa a la que pertenecía el jardín.
Cuando Serena oyó los cascos se quedó inmóvil, con la niña en brazos, viendo cómo
Wyndham se aproximaba en silencio.
Por un momento sólo fue consciente de los frenéticos latidos de su corazón.
Entonces sintió cómo le quitaban a Becky de los brazos y se encontró a Annabel junto a
ella, sonriéndole.
-Creo que ha venido a por ti.
Serena no podía hablar. El vizconde había desmontado y estaba buscando algún
travesaño adecuado en la valla para atar a su caballo. Finalmente entró por la puerta al
jardín de Annabel.
El corazón de Serena seguía latiendo desbocadamente. ¿Qué podía decirle? ¿Cómo
podía vencer la torpeza que le impedía hablar? ¿Estaría furioso con ella por haber
huido?
Se aventuró a mirarlo mientras Annabel se presentaba. Wyndham no parecía
enfadado, aunque la miraba fijamente. Serena bajó la mirada y sintió que se ponía
colorada.
Pero Wyndham no estaba enfadado en absoluto. Lo que sí sentía era un horrible
vacío en el pecho. ¡Serena ni siquiera podía mirarlo a la cara!
Él lo había echado todo a perder por culpa de su mal genio, y ella había preferido
escapar antes que casarse con él. Miró a la mujer que se mantenía al margen. Le había
dicho su nombre, pero no podía recordarlo.
-Le estoy muy agradecido por la amabilidad que le ha dispensado a mí... a Serena -
dijo, corrigiéndose a tiempo para no referirse a Serena con una palabra más íntima.
¡Ojalá aquella mujer se marchara!
La señora Lett pareció leerle el pensamiento.
-Los dejaré a solas, señor -dijo, pero no se marchó inmediatamente-. ¡Serena!
Serena dio un respingo y se volvió rápidamente hacia ella.
-¿Sí, Annabel?
Su nueva amiga se inclinó hacia ella, pero el vizconde pudo oír sus palabras.
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-Harías bien en escuchar lo que su señoría tenga que decirte.
Se apoyó a su hija en la cadera y volvió a entrar en la casa, dejando a Serena frente
al vizconde en el jardín desierto. Tenía la lengua pegada al cielo de la boca, y parecía
que el corazón se le iba a salir del pecho,
Wyndham la observó, dudando. Al menos Serena se había quedado para escucharlo,
pero su nerviosa mirada iba de un lado para otro. ¿Por dónde debía empezar?
-¿Por qué te has escapado?
Ella lo miró brevemente con una expresión de reproche, y Wyndham se reprendió a
sí mismo por haber hecho esa pregunta. No había sido lo más apropiado.
-No quería preguntarte eso -se apresuró a añadir-. Ya sé por qué lo has hecho.
Serena volvió a mirarlo, pero esa vez le sostuvo la mirada.
-¿Lo sabes?
Wyndham respiró hondo.
-Te escapaste porque habíamos discutido. Porque crees que soy un libertino.
Porque... -hizo una pausa y se encogió de hombros-. No, no lo sé. Ni siquiera sé qué
decirte, Serena.
Serena hizo un esfuerzo para hablar, consciente de la dificultad para articular
palabra.
-Fue una estupidez.
-Por supuesto que fue una estupidez. ¡Sabe Dios lo que te podría haber pasado!
-¡Sabía que estabas furioso conmigo!
Wyndham levantó una mano.
-No lo estoy, te lo prometo. Pero me has dado un susto de muerte.
Una sonrisa fugaz asomó a los labios de Serena.
-No tan grande como el susto que me di a mí misma. He tenido mucha suerte de
haber encontrado a Annabel.
Wyndham vio que se estaba relajando y sintió que sus esperanzas renacían. Decidió
arriesgarse.
-Serena, ¿habrías regresado al refugio?
La sangre le palpitó en las venas. ¡Tendría que haberle pedido que se mantuviera
alejado de él para siempre!
Pero antes de que pudiera responder, Wyndham volvió a hablar.
-¡No, no me respondas! Lo que quería preguntarte es... ¿regresarás al refugio? -bajó
la voz. -¿Conmigo?
Ella quería responderle que sí. Quería arrojarse en su pecho, y soltar toda la
desgracia que había soportado por su culpa. Pero un instinto se lo impedía. Una
necesidad femenina de la que apenas era consciente.
Sus dudas eran una tortura para Wyndham. ¿Cómo se atrevía a cuestionar su
integridad? Bueno, ahora había un nuevo elemento en juego...
-Tu padre ha llegado.
Sobresaltada por la inesperada declaración, Serena lo miró fijamente.
-¿Mi padre?
-Está en Bredington.
-¡En Bredington! -repitió, absolutamente desconcertada-. ¿Cómo lo ha sabido?
Wyndham esbozó una sonrisa irónica.
-Le escribí una nota ayer, antes de que te levantaras.
-¡No me lo dijiste!
-No me diste ocasión.
Ella se mordió el labio con una expresión de resentimiento. Wyndham volvió a
levantar rápidamente la mano.
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-¡No empecemos a discutir de nuevo! Debería habértelo dicho, pero había mucho
más que decir. Y, si te soy sincero, Serena, no estaba seguro de que tu padre viniera.
-Claro que no -corroboró ella. De repente la asaltó un pensamiento espeluznante y se
puso pálida-. ¿Ha venido con Hailcombe?
-De ningún modo -la tranquilizó el vizconde-. De hecho, está decidido a engañar a
Hailcombe, y por eso ignoró mi petición para que trajera a la señorita Geary con él.
Con unas pocas frases le resumió a Serena los últimos acontecimientos,
concediéndole más crédito a Lord Reeth del que realmente se merecía. No quería
ensanchar la brecha que se había abierto entre el padre y la hija.
Serena lo escuchó, sintiéndose más esperanzada con cada palabra. ¡Las intenciones
de Wyndham habían sido honestas, y ella se había equivocado al juzgarlo! Quería
decírselo, pero aquella extraña cautela se lo seguía impidiendo. La sensación de que
algo faltaba era cada vez más fuerte.
Entonces se dio cuenta de que, mientras hablaban, se habían alejado de la casa.
-¿Mi padre está dispuesto a permitir que nos casemos? -Preguntó sin pensar, y se
ruborizó al recordar la relación actual que existía entre ellos. Intentó desdecirse, pero
fracasó miserablemente-. Quiero decir... ¿No está...? ¿Ha dicho que...?
Wyndham se giró hacia ella y le puso las manos en los hombros.
-Serena, no es el consentimiento de tu padre lo que me preocupa. Si pudo aceptar a
un hombre como Hailcombe... aunque sólo fuera para salvar el nombre de tu tío, no me
podrá rechazar a mí, crea lo que crea.
-Pero ¿se ha retractado de todo lo que dijo sobre ti? -Preguntó ella ansiosamente.
Wyndham la soltó y echó a andar cariacontecido.
-¿No puedes confiar en mí sin que te importe lo que diga tu padre? Es él quien ha
sido víctima de un chantaje. ¿Por qué tiene que depender mi honor de su opinión? ¿Es
que no puedes confiar en mí por ti misma? ¡En mis actos, al menos!
De repente, Serena comprendió a qué se debía aquella extraña inquietud y supo por
qué había huido.
¡Wyndham se habría hecho merecedor de su confianza si tan sólo le hubiera dicho lo
único que ella anhelaba oír! Pero nunca se lo había dicho. Ni siquiera el día anterior,
cuando intentaba convencerla de que quería casarse con ella.
¿Acaso tenía ella que figurárselo? ¡De ninguna manera!
-¿Por qué me rescataste? ¿Por qué has persistido en tu empeño durante todo este
tiempo aun sabiendo que no confiaba en ti? Podrías haberme abandonado a mi destino,
Wyndham. Yo te rechacé, y desprecié tu ayuda cuando me la ofreciste. Y sin embargo
querías casarte conmigo. No lo entiendo. ¡Dime por qué!
Wyndham la miró sorprendido.
-¿Quieres decir que no lo sabes?
-¡Si lo supiera, no te lo preguntaría! -replicó ella.
Wyndham soltó una breve carcajada.
-Entonces, o eres tonta o eres más inocente de lo que pensaba. Te quiero, boba.
¿Responde eso a tu pregunta?
A Serena le dio un vuelco el corazón.
-El... el bobo lo serás tú -balbuceó-. Nunca... nunca me lo habías dicho. Si... si me lo
hubieras dicho, no me habría creído las mentiras que me contaron sobre ti. ¡Si me las
creí fue por tu... tu culpa!
El rostro de Wyndham se iluminó súbitamente.
-Serena, ¿cómo puedes decir eso? -volvió a agarrarla por los hombros y la zarandeó
ligeramente-. Por lo que dices, das a entender que ya me has eximido de toda culpa.
¿Quién te ha contado la verdad? ¿Ha sido la mujer de esta casa?
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Serena esbozó una triste sonrisa.
-Annabel, sí. Me dijo que nunca había oído hablar mal de ti, y que la señorita Beattie
era una cotilla sin remedio.
-Exactamente -corroboró él, mirándola con una expresión de severidad burlona-.
¡No sé qué castigo mereces, señorita Reeth!
-¿Por haberte juzgado mal? No me puedes culpar por eso.
Wyndham tiró de ella hacia sí.
-Tienes razón. Pero fingir que no sabías lo que sentía por ti, cuando...
-¡No lo sabía! -protestó ella-. Deseaba tanto que así fuera... Pero me parecía
imposible que pudieras amarme.
-¿Cómo? ¿Por qué crees entonces que intenté por todos los medios recuperar tu
confianza, mi pequeña boba?
-Bueno, fueron esos intentos los que me hicieron tener esperanza, ¿sabes? -dijo ella
con una pequeña sonrisa.
-¿En serio? -Preguntó Wyndham, frunciendo los labios-. Entonces, ¿por qué te
escapaste cuando tuviste la oportunidad de recibir mi afecto?
-Porqué habías desistido de convencerme de que tus intenciones eran honestas. ¿Qué
otra cosa podía hacer?
Wyndham no pudo reprimir una carcajada.
-Tu lógica me desarma por completo, mi cándida y encantadora Serena -dijo,
tomándola de los brazos-. Pero puedes estar segura de una cosa: si vuelves a confundir
mis caricias con las de un libertino, ¡tendré muy claro lo que debo hacer al respecto!
Serena le sonrió tímidamente, y las venas volvieron a palpitarle de emoción.
Al ver la mezcla de inocencia y malicia que cubrió sus ojos, Wyndham recordó los
primeros días que pasaron juntos después de conocerse.
-Primero tendrás que darme la oportunidad para cometer ese error -señaló ella.
Sus palabras provocaron irresistiblemente a Wyndham, quien le dio una oportunidad
que la dejó temblando y sin aliento. Pero ningún atisbo de miedo o rechazo pareció
inquietar a Serena, envuelta con el calor de la pasión. La única idea que palpitaba en su
mente era que el futuro podría ofrecerles muchas oportunidades para repetir el
experimento.
Abrió los ojos y se encontró con la ardiente mirada de Wyndham.
-¡Oh, George! -dijo involuntariamente, usando su nombre de pila por primera vez.
-¿Sí, cariño? -murmuró él, rozándole la mejilla con los labios.
Serena se estremeció de placer y soltó un suspiro.
-Otra vez, por favor, porque no estoy del todo segura si...
No pudo acabar la frase, y aquel segundo asalto a sus sentidos la dejó tan debilitada
que Wyndham tuvo que sujetarla por miedo a que se desplomara.
Le contempló su precioso rostro sintiendo cómo el pecho se le henchía de felicidad.
La mirada soñadora que tanto había añorado volvía a brillar en los ojos de Serena.
-¿Puedes ver ahora por qué removí cielo y tierra para conquistarte? -le preguntó,
enroscándose uno de sus mechones en el dedo.
Ella dejó escapar un profundo suspiro de satisfacción y le sonrió.
-Sí, y me alegro de que así fuera.
-Confío en que eso signifique que mis sentimientos son correspondidos -dijo
Wyndham con un brillo en los ojos-. No te los he expresado hasta ahora, pero tú
tampoco me has revelado los tuyos. Afortunadamente, ya sé que me amas. Y no intentes
negarlo, porque oí cómo tú se lo decías a tu padre.
-¿Cuándo? -Preguntó ella, apartándose bruscamente de él-. Estoy segura de que
nunca dije nada semejante en tu presencia.
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Wyndham sonrió y volvió a abrazarla.
-No lo sabías, pero te oí hablando con tu padre en el salón de verano de casa de
Melanie.
-¡Estabas escuchando a escondidas! ¡Wyndham! ¿Cómo pudiste hacer eso?
-No me arrepiento en absoluto -admitió él-. De otro modo no habría sospechado de
los motivos de tu padre para acceder a las exigencias de Hailcombe.
Serena estaba indignada.
-Eso sí. Pero en aquel momento no podías saber lo mucho que te amaba.
-¿Y ahora?
-¡Te mereces que lo niegue! -Espetó, pero enseguida cedió y le echó los brazos al
cuello-. Oh, George, te quería tanto... Y lo peor de todo era que cuanto más intentaba
negarlo, más te quería.
El vizconde le respondió con un beso, y cuando habló lo hizo con la voz cargada de
pasión.
-Me alegro de haber hecho todo lo que hice para conquistarte. De lo contrario no
habría descubierto lo enamorado que estoy de ti, Serena.
Una declaración semejante no podía quedar sin recompensa, y transcurrió un largo
rato antes de que ninguno de los dos volviera a pronunciar palabra.
Finalmente, Wyndham sugirió que deberían regresar a Bredington para tranquilizar a
lord Reeth.
Después de despedirse y darle las gracias a Annabel Lett, el vizconde montó a
Serena delante de él y la rodeó con su brazo protector. Ella se aferró a su abrigo con una
mano y al fuste con la otra, sujetando las cintas del sombrero entre los dedos.
Durante el trayecto de vuelta estuvieron haciendo planes.
Wyndham propuso que saldría para Londres aquel mismo día. Así podría conseguir
una licencia especial y llevar de vuelta a Laura con él... junto a algunos vestidos para su
prometida.
La boda debería celebrarse lo antes posible. Serena lo interrumpió para sugerir que
la señora Lett debía ser invitada a la ceremonia, y Wyndham añadió que después
tendrían que viajar a Lyford Manor para darles la noticia a sus padres.
-¿Y después? -Preguntó ella.
-Hay mucho de qué hablar y no quiero aburrirte -dijo Wyndham, besándole la
cabeza-. ¿Te gustaría ir a pasar una temporada en Italia? ¿A Grecia, quizá?
Serena se apretó contra él.
-Adonde tú quieras.
-Esto es inaudito, señorita Reeth -se burló él-. ¿De repente me he convertido en el
árbitro de tus movimientos? No sabía que pudieras ser una esposa tan sumisa.
A Serena se le escapó una risita.
-Simplemente, no se me ocurría otro destino que sugerir...
-Si sugirieras alguno, me consideraría muy afortunado si pudiera emitir mi opinión
al respecto.
-No, ¿cómo puedes pensar eso de mí?
Él tiró de las riendas, pero sólo lo suficiente para rodear a Serena con el brazo.
-Si he aprendido algo en estas últimas semanas, es que detrás de esa encantadora
inocencia que conquistó mi corazón se oculta una mujer de valor y coraje. Y... -añadió
cariñosamente, con una tierna sonrisa- a la que adoro en cualquiera de sus facetas.
El roce de sus labios confirmó sus palabras, y Serena sintió que se desvanecían los
últimos restos de duda.
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Lo había culpado por no manifestar antes sus sentimientos, pero se había
equivocado y debería estar agradecida. Porque a pesar de las pruebas a las que el destino
los había sometido, su amor había salido victorioso.
FIN