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Episodios Nacionales El Grande Oriente Benito Pérez Galdós Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Episodios NacionalesEl Grande Oriente

Benito Pérez Galdós

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Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.

Luarna lo presenta aquí como un obsequio asus clientes, dejando claro que:

1) La edición no está supervisada pornuestro departamento editorial, de for-ma que no nos responsabilizamos de lafidelidad del contenido del mismo.

2) Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

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-I- Sí; era en la calle de Coloreros, en esa oscura

vía que abre paso desde la calle Mayor hasta laplazuela y arco de San Ginés. Allí era, sin dudaalguna, y hasta se puede asegurar que en lamisma casa donde hoy admira el atónito públi-co fabulosa cantidad de pececillos de coloresdentro de estanques de madera y muestras pre-ciosas de una importantísima industria: las jau-las de grillo. Allí era, sí, y no es fácil queningún contemporáneo lo niegue, como hannegado que Francisco I estuviese en la torre delos Lujanes y que Sertorio fundara la Universi-dad de Huesca (que es achaque de los moder-nos meterse a desmentir la tradición). Allí era,sí, en la calle de Coloreros y en la casa de losrojos peces y de las jaulas de grillos, donde viv-ía el gran D. Patricio Sarmiento.

En lugar de los estanques de madera, vie-rais, corriendo el año 1821, una ventana baja

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con rejas verdes a la derecha del portal. Aplicadel oído, ya que la cortineja de indiana rameadano permita dirigir hacia dentro la vista, y oiréisuna voz sonora y grandilocuente, ante cuyamajestad las de Demóstenes y Mirabeau seríanun pregón desacorde. Oíd sin cuidado. Es dedía. Detiénense los curiosos y atienden todossin que nadie les estorbe.

«Cayo Graco, hijo de Tiberio SempronioGraco y de Cornelia, era liberal, señores; tanliberal, que se rebeló contra el Senado. Decid,niño: ¿qué era el Senado en aquella época?

Una voz infantil contesta:

-El Senado era una camarilla de serviles yabsolutistas que no iban más que a su negocio».

-«Muy bien... Porque habéis de saber queCayo Graco fijó el precio del trigo para que lospobres tuvieran el pan barato. Como que era unhombre que no vivía sino para el pueblo y por

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el pueblo. Luego les probó a los senadores queestaban robando el tesoro del Reino... digo, dela República. Así es que aquellos tunantes noquerían que Cayo Graco fuese elegido diputa-do... Decid, niño: ¿cómo llamaban entonces alos diputados de la Nación?

-Les llamaban Aglaé, Pasitea y Eufrosina.

-Zopenco, ésos son los nombres de las tresGracias... De rodillas, pronto, de rodillas... ¡Va-liente borriquito tenemos aquí!... Tú, Gallipans,responde.

-Les llamaban tribunos de la plebe, y habíacuatro órdenes de ellos, a saber: el toscano, eljónico, el dórico y el corintio.

-Has empezado como un sabio y concluyescomo una mula. ¿Qué berenjenal es ese quehaces mezclando a los diputados de Roma conlos órdenes de arquitectura?... Pues bien: lesllamaban tribunos de la plebe. El Senado, aquella

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pandillita de hombres ambiciosos, que acapa-raban los destinos gordos, las superintenden-cias, las secretarías y, ¿por qué no decirlo?, losministerios, no querían que Cayo Graco fuesetribuno y estorbaban su elección por medio deintriguillas. ¿Qué habían de querer, si en todaslas sesiones de Cortes les ponía de hoja de pere-jil? No se mordía la lengua el gran patriota, yen plazas y cafés, y en el foro y en los pórticosde las iglesias, por doquiera, señores, convoca-ba al pueblo para enseñarle las doctrinas consti-tucionales y condenar la tiranía y los tiranos...Decidme ahora, niño: ¿quién era el cónsulOpimio?

-El cónsul Opimio.

-Muy bien dicho. Un fatuo, un pedante, uncobarde, un servilón, una especie de persa quesalía siempre a la cal e escoltado por una cohor-te de candiotas, o idiotas, que es lo mismo, paraque los partidarios de Graco no pudieran zu-

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rrarle la pavana. Decid, niño: ¿cómo se llamabael amigo de Cayo?

Todas las voces infantiles responden a untiempo:

-Flaco.

-Ese nombre no se os olvida, picarones, por-que os hace reír. Muy bien; pues sabed que undía los partidarios de Opimio, después del sa-crificio, que es como si dijéramos al salir demisa de doce, insultaron a los de Graco, loscuales asesinaron a un alguacil, macero, lictor ocomo quiera llamársele. Vierais allí, cual en-crespadas olas de un mar borrascoso, chocarunos con otros, pueblo y tropa, democracia ytiranía, patriotismo y servilismo. La sangrecorría por las calles de Roma como corre en lade Coloreros el agua cuando llueve. Se degolla-ban unos a otros e iban arrojando cabezas al río.Quién gritaba viva la Constitución, quién acla-maba a los cónsules diciendo vivan los verdugos,

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y hasta los niños pequeñitos tomaban parte enla encamizada refriega, no de otra manera quelos tiernos cachorros del león, cuando se dispu-tan un huesecillo para jugar. Retíranse Graco yFlaco... (Risas en el menudo auditorio).

¡Silencio, digo... o ninguno sale hoy de aquí.¿Qué risas son ésas? Periquito, Chatillo, Ro-que... ¿no os da vergüenza de profanar esteaugusto recinto con vuestras ridículas bufona-das?... Orden, compostura, atención, silencio...Pues decía que se retiraron todos al monteAventino, que era un monte, pues... un monteque se llamaba Aventino. Pero, ¡ay!, los cónsu-les les cercan, envían numerosa y aguerridatropa para que a cañonazos les destruyan allí, ytienen que marcharse, señores, al otro lado delManzanares, o sea el Tíber, que todo viene a serlo mismo, a un sitio que bien podría nominarsela Fuente de la Teja, y que estaba consagrado alas Furias, o si se quiere con más propiedad, alos demonios. Los partidarios de Graco empie-

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zan a desertar porque el Gobierno les ofrecedestinos y dinero. ¡Perfidia inaudita, escandalo-sa traición que no volverá a pasar, yo os lo ju-ro!... Al mismo tiempo, Opimio y sus infamescómplices ofrecen pagar a peso de oro la cabezadel gran tribuno. Éste se ve perdido. Dice a suesclavo Filócrates que lo mate. Filócrates vaci-la... ¡momento de angustia y dolor supremo!Los sicarios llegan, los serviles se acercan ru-giendo, cual manada de famélicos lobos.Consérvase sereno y tranquilo Cayo. La fuga lees imposible. Suplica a su esclavo por segundavez que le dé muerte. Éste obedece. Hiérese élmismo con el estilete, que era una pluma de lasque empleaba aquella gente para escribir sobrepapel de cera, y cae, bañando el suelo con susangre preciosa. Los del cónsul llegan, córtanlela cabeza, y van con ella a pedir el vil premio desu hazaña. Decidme, niño: ¿de qué materia lle-naron la cavidad cerebral de la patriótica cabe-za para que pesara más y aumentase el valor detan cruento trofeo?

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Todas las voces a un tiempo:

-De plomo.

-Perfectamente. Y pesó diecisiete libras.Ahora... basta de historia romana y pasemos ala retórica. Ea, niños: divídanse los dos bandos.Roma, a la izquierda; Cartago, a la derecha.Veremos quién ciñe el lauro de la victoria yquién muerde el polvo en esta honrosa lid de laretórica.

Gran tumulto. Corren unos a este lado, otrosal contrario, y agrúpanse en dos bandos al piede los estandartes españoles con sendos carteli-llos, en uno de los cuales se lee Roma y en otroCartago. Susurro murmurante, parecido al delas colmenas, precede a las primeras preguntas.Los combatientes esperan con ansia el inicialencuentro, y los juveniles corazones palpitan,vacilando entre el miedo y un honroso tesón.

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-Veamos... Comience este pindárico certa-men por una proposición máxima. Decid, niño:¿de cuántas clases son los pensamientos?

-De dos: claros y oscuros.

-Bien por Cartago. A ver, responda ahora lagran Roma. ¿Qué son pensamientos claros?

No se había pronunciado aún la respuesta,cuando oyose gran tumulto en la calle, y unavoz gritó en la reja: -¡Hoy no hay escuela!

Y esta voz se confundió con alaridos de labulliciosa turba, que corriendo decía:

-¡A Palacio, a Palacio!

-II-La escuela quedó en un instante vacía, y D.

Patricio Sarmiento salió a la puerta de la calle.

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Sesenta años muy cumplidos; alta y no muygallarda estatura; ojos grandes y vivos; morenay arrugada tez, de color de puchero alcorconia-no y con más dobleces que pellejo de fuelle;pelo blanco y fuerte, con rizados copetes enambas sienes, uno de los cuales servía parasostener la pluma de escribir sobre la oreja iz-quierda; boca sonriente, hendida a lo Voltaire,con más pliegues que dientes y menos plieguesque palabras; barba rapada de semana en se-mana, monda o peluda, según que era lunes osábado; quijada tan huesosa y cortante quehabría servido para matar filisteos y que teníapor compañero y vecino a un corbatín negro,durísimo y rancio, donde se encajaba aquéllacomo la flor en el pedúnculo; un gorrete, dequien no se podía decir que fue encarnado, sibien conservaba históricos vestigios de estecolor, la cual prenda no se separaba jamás de lacúspide capital del maestro; luenga casaca cas-taña, aunque algunos la creyeran nuez por lodescolorida y arrugada; chaleco de provocativo

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color amarillo, con ramos que convidaban arecrear la vista en él como un ameno jardín;pantalones ceñidos, en cuyo término comenza-ba el imperio de las medias negras, que seperdían en la lontananza oscura de unos zapa-tos con más golfos y promontorios que punta-das y más puntadas que lustre; manos velludas,nervudas y flacas, que ora empuñaban cruelesdisciplinas, ora la atildada pluma de finos gavi-lanes, honra de la escuela de Iturzaeta; queunas veces nadaban en el bolsillo del chalecopara encontrar la caja de tabaco, y otras bucea-ban en la faltriquera del pantalón para buscardinero y no hallarlo... Tal era la personalidadfísica del buen Sarmiento.

-¡A Palacio! -exclamó, viendo la mucha genteque bajaba hacia San Ginés por delante de sucasa y la muchísima que seguía la calle Mayorhacia Platerías-. Hoy tendremos otra gresca. ¿Acuántos estamos?

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-A 5 de Febrero -repuso un joven que junto aD. Patricio apareció, con mandil de sastre, sos-teniendo en la izquierda mano dos pedazos detela y en la diestra una aguja-. Parece ser queNarices ha escrito un papel al Ayuntamientoquejándose de los insultos, y para que rabiemás, hoy le van a dar más música.

-Aparte de que no me gusta que se hable delSoberano con tan poco respeto -dijo el maestro-,lo que has dicho, querido Lucas, me parecemuy bien. Pues que no quiere música, déselemás música. Si no, que cumpla sus deberes derey constitucional y marche francamente por lasenda aquella de que nos habló el 10 de Marzodel año pasado... Va mucha gente. ¿Por qué nodejas la obra y corres allá? Tal vez ocurra algúnacontecimiento digno de ser transmitido a laposteridad. Yo iré después a la Cruz de Malta, aver qué se decide esta noche respecto a la expo-sición que se proyecta dirigir al Rey contra elMinisterio. Me parece admirable idea, querido

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Lucas, porque has de saber que yo combato aArgüelles.

-Y yo también -replicó el sastre-. O nos danun Ministerio liberalísimo, que de una vez aca-be con todos los tunantes, o el pueblo soberanodecidirá en su sabiduría... ¿Dejo el trabajo?¿Cierro el puesto?

-Deja el trabajo, dimitte laborem, y cierra elpuesto, que tiempo hay de mover el paño. Díallegará en que la patria más necesite de bayone-tas que de agujas. Si no tuviera que copiar esospliegos, también husmearía un poco. Ponte eluniforme, hijo, que en estos sucesos públicosbueno es que cada cual se presente con losarreos de su jerarquía. Los uniformes dan res-petabilidad. Procura que la muchedumbre nose desborde; amonéstala, que, al verte, ella res-petará la gloriosa institución a que perteneces.No grites, no vociferes, que eso no es propio dequien representa la autoridad, la fuerza públicay la soberanía armada. Consérvate sereno en

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medio del tumulto, y si tocan a formar y haylucha con los guardias y demás cohortes delabsolutismo, despliega, querido hijo, todo elvalor de tu pecho, todo el brío de tu raza, y sécual indomable león, que no conoce riesgo yhace estremecer al cobarde lobo sólo con el ru-gido de su cólera.

El joven sastre, mientras esto decía su vene-rable padre, vestíase a toda prisa en el mismoportal que era albergue de la sastrería. En elmomento de abandonar la tienda para mezclar-se al popular tumulto, un hombre llegó a lapuerta y se detuvo en ella, saludando cariño-samente al señor Sarmiento.

-¡Hola, hola... Sr. Monsalud! -dijo éste-. ¿Tanpronto de vuelta? ¿No va usted a Palacio? Di-cen que habrá tocata de trágalas y sinfonía demueras y vivas.

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-¿Ha salido mi madre? -preguntó el jovensin hacer caso de las observaciones de su ami-go.

-No he visto salir a la señora Doña Fermina -replicó Sarmiento-. Debe de estar arriba, acom-pañando a doña Solita y al Taciturno.

-Subiré a decirle que no salga esta tarde.

-Aguarde usted, D. Salvador. Si no va ustedmás que a eso, le mandaré un recado con Lucas.Quédese usted aquí. Vámonos a la esquina aver pasar la gente y hablaremos un rato. ¿Quéme dice usted de estas cosas?

-¿Pero no tiene usted escuela?

-He soltado al infantil rebaño. Si no lo hicie-ra, me alborotaría la escuela, y mis lecciones seperderían en la algazara como semilla que searroja al viento. Es preciso transigir un pococon la inquietud bulliciosa y la precocidad pa-

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triótica de estos chiquillos que han de ser ciu-dadanos. De esta manera les voy educando sintiranías, y mansamente les inculco sus deberesy les preparo para que ejerzan la soberanía enlos venideros años venturosos, en los cualesnuestra Nación se ha de empingorotar por en-cima de todas las Naciones.

El amigo y vecino de nuestro excelente D.Patricio sonrió.

-No crea usted -continuó el maestro- queimitaré la conducta de ese pedante insoporta-ble, émulo y antagonista mío, el maestro Na-ranjo, de la calle de las Veneras, el cual, cadavez que hay bullanga o revista de milicianos uotra cualquier función vistosa, encierra a loschicos y no les permite ver ni que regocijen sustiernas almas con las emociones de la cosapública. Pero bien sabe usted que Naranjo es unpoco y un mucho servilón, hombre forrado enoscurantismo y encuadernado en intolerancias,amigo de los enemigos de la Constitución, indi-

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ferente en efigie, pero absolutista en esencia,con vislumbres de persa vergonzante y amagosde realista monacal. ¿Qué ha de hacer con lospobres chicos un hombre de estas cualidades?Tiranizarlos, ennegrecer su espíritu, imbuirlesideas despóticas, educarles en el desprecio de laConstitución y en el amor al servilismo. ¡Des-graciada nación la nuestra si prevalecieran enella los alumnos de Naranjo! Vea usted, Sr. D.Salvador, una cosa de que el Ministerio debieraocuparse sin levantar mano: extirpar esas infa-mes cátedras, suprimiendo todos los maestrosde escuela que con su conducta están sembran-do la cizaña del servilismo, para que en lo ve-nidero estorbe y ahogue la frondosa planta dela Constitución.

-Sí, es preciso poner mano en eso-respondiódistraídamente Monsalud-. Me parece que yano pasa tanta gente.

-Si no tuviera que barrer la escuela y copiarunos pliegos, señor D. Salvador, nos iríamos

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usted y yo a meter nuestro hocico en la plazade Palacio y oír algo de la rechifla... pero ¡cómoha de ser!... Primero es la obligación que la de-voción.

Diciendo esto, D. Patricio entró en el aula, ytomando la escoba que detrás de la puerta esta-ba, empezó su tarea.

-Si usted me lo permite -dijo Salvador, si-guiéndole también adentro-, escribiré una cartaaquí en la mesa de usted.

-Gran honor es para mí... Aquí tiene usted lapluma que he cortado hace poco; aquí, la tinta;aquí, el papel. Me callaré para que usted puedaescribir tranquilo... Pues, como iba diciendo, yome alegro de que a Su Majestad, de quiensiempre hablaré con mucho respeto, le den es-tas lecciones de constitucionalismo. Los reyes,amigo mío, no aprenden de otra manera. Lesdice uno las cosas, y nada; se las repite, se lasvuelve a repetir, y ni por ésas; es preciso gritar

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y manotear para que fijen la atención... ¡Ah!...Perdone usted. Estoy levantando mucho polvo.Regaré un poquito.

Salvador Monsalud escribió lo siguiente:

«A L.·. G.·. D.·. G.·. A.·. D.·. U.·.

Pod.·. Sob.·. Gr.·. Com.·. y Secr.·. Gran Ma-est.·. del Gran Oriente de España.

S.·. F.·. U.·.Aristogitón.·. gr.·. 18.

(SALVADOR MONSALUD.)»

Después se quedó un rato pensativo mor-diendo las barbas de la pluma.

-Cuidadito; retire usted un poco los pies,que mojo -dijo Don Patricio, agitando la rega-dera junto a la mesa-. Ahora se puede barrer sincuidado... No de otra manera la benéfica lluviade la libertad impide que se levante el suciopolvo de la tiranía... Vea usted, Sr. D. Salvador,

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qué poco aprenden los reyes. Como los chicos,no entienden sino a palos. Yo digo que la Cons-titución con sangre entra. En Octubre del añopasado, cuando Su Majestad no quería sancio-nar la reforma de monacales, por instigación deD. Víctor Sáez y del embajadorcillo de Su San-tidad, el pueblo amenazó con una revolución yFernando no] tuvo otro remedio que sancionar.¿Pero sirviole de enseñanza este suceso? No,señor, porque en El Escorial conspiraba contrael Gobierno, y el nombramiento de Carvajal endecreto autógrafo era un proyecto de golpe deEstado. ¡Iniquidad funesta! Pero el pueblo no seduerme. Cuando Fernando entró en Madrid...¡qué día, qué solemne día! ¡qué 21 de Noviem-bre! En vez de vítores y palmadas, galardónpropio de los sabios monarcas, Fernando oyógritos rencorosos, mueras furibundos, amena-zas, dicterios, oyó ternos como puños y viopuños como ternos. No ha presenciado Madriduna escena tan imponente. Allí era de ver elpueblo ejerciendo el soberano atributo de amo-

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nestación; allí era de oír el trágala, cantado porlas elegantes mozas del Rastro. Miles de brazosse agitaban amenazando y todas las bocas es-pumarajeaban de rabia. Los que llevábamos enla mano el libro de la Constitución, lo besába-mos en presencia del Rey. Un fraile pronuncióvarios discursos que encendían más los ánimos.De repente, por entre apiñadas cabezas, se al-zan multitud de manos que sostienen un niño.Es el hijo de Lacy. La multitud soberana grita:«¡Es el vengador de su padre! ¡Es el hijo delgran patriota! ¡Mueran los tiranos! ¡Viva laConstitución!» El Rey oía todo, y su semblanteechaba fuego... Pues bien: ¿cree usted que estalección fue provechosa? Nada de eso. La cama-rilla sigue conspirando; la Corte desafía a lanación, al mundo y al linaje humano con la in-fame conspiración y plan de D. Matías Vinuesaque ha escandalizado a Madrid días pasados.

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Salvador prestando escasa atención a las pa-labras del maestro, escribió despacio y con lar-gos descansos lo siguiente:

«Dispensad, H.·. y M.·. Q.·. H.·. la libertadcon que os manifiesto mi pensamiento despuésde saludaros con los s.·. y b.·. c.·. en este Or.·.de Madrid.

«Faltaría a los más altos deberes si no menegara a aceptar vuestros ofrecimientos y lamisión que me encomendasteis, porque estan-do convencido de que ese Or... es un centro delibertinaje y de anarquía, y tal como está orga-nizado produce efectos contrarios a los verda-deros principios liberales, deseo que se me con-sidere como H.·. D.·. y se aparte mi humildepersona de todos los trabajos de la O.·. Quizássea mío el error y no de los de V.·. H.·. pero...».

Al llegar a este punto se detuvo, recorrió conla vista lo escrito, hizo un gesto de disgusto, y,rompiendo el papel, empezó a escribir otro.

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-¿No sale, no sale la cartita? -dijo D. Patricio,sonriendo-. Se conoce que es de amores. No atodos los mortales es dado manifestar elegan-temente sus pensamientos en forma literaria.¿Quiere usted que vea si puedo yo sacarle delpaso?

-Gracias; no es preciso... ¿Con que decía us-ted, Sr. D. Patricio, que el Rey...?

-No aprende nunca. Veremos qué tal efectoproduce la amonestación de esta tarde. Observepuntualmente la Constitución; sea amigo delpueblo; ame la libertad como la amamos todos,y entonces no habrá más que aclamaciones yflores... Pero ¿estuvo usted anoche en Malta?

-Yo no voy a ese manicomio.

Y en La Fontana? Dicen que van a cerrar loscafés patrióticos.

-Harán bien.

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-Bien sé que usted al hablar de este modo, lohace por espíritu de oposición, y que dice locontrario de lo que piensa. Es particular que leparezcan a usted detestables esas sociedadestan propias de un pueblo libre, y que se le anto-jen majaderos y charlatanes los hombres emi-nentes que en ella derraman el fructífero rocíode la palabra constitucional. Si no conociese elgran entendimiento de usted...

El joven siguió escribiendo sin atender a laspalabras del dómine. Pasó un rato, durante elcual uno y otro callaron. Después, Monsaludrompió por segunda vez el papel escrito y em-pezó otro.

-Vamos, que está durilla esa oración primerade activa. Ya van dos pliegos rotos.

-Antes me dejaré matar -dijo Monsalud enun arranque espontáneo- que contribuir a estedesorden y figurar en una sociedad que es unhormiguero de intrigantes, una agencia de des-

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tinos, un centro de corrupción e infames com-padrazgos, una hermandad de pedigüeños...

-¡Ah, ya veo, ya comprendo de quién hablausted! -exclamó Sarmiento, soltando rápida-mente la escoba y sentándose frente a su ami-go-. Esos intrigantes, esos compadres, esos pe-digüeños, esos hermanos son los masones.Bien, muy bien dicho; todas esas picardías lashe dicho yo antes que usted y las repito a quienquiera oírlas. El Grande Oriente perderá a Es-paña, perderá a la libertad, por su poco demo-cratismo, sus transacciones con la Corte, surepugnancia a las reformas violentas y prontas,su templanza ridícula, su orgullo, su justo me-dio, su doceañismo fanático, su estancamientoen las pestíferas lagunas de lo pasado, su repul-sión a todo lo que sea marchar hacia adelante,siempre adelante, por la senda constitucional.O hay progreso o no lo hay. Si lo hay, si se ad-mite, fuerza es que demos un paso cada día,que a cada hora desbaratemos una antigualla

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para construir una novedad, que a cada instan-te discurramos el modo de dar al pueblo unanueva dosis de principios, y que no se apartede nuestra mente la idea de que hoy hemos deser más liberales que ayer y mañana más quehoy... Pero ¿se ríe usted?

-No, no me río. Oigo al Sr. D. Patricio conmuchísimo gusto.

-Adelante, siempre adelante -añadió Sar-miento con calor-. En virtud de este criterio, yoy todos los verdaderos patriotas hemos dadode lado a la masonería para fundar la grande yaltísima y por mil títulos eminente y siempreespañola sociedad de Los Comuneros.

-He estado mucho tiempo fuera de Madrid -dijo Salvador-, y al regresar he oído hablar mu-cho de esa nueva hermandad. Por lo visto, el Sr.Sarmiento pertenece a ella. Sírvase usted expli-carme en qué consiste.

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-¡Explicar! ¿A qué vienen esas explicaciones?¿Por qué no ha de conocer usted de visu lo quedifícilmente podrá comprender ex audita?Véngase usted conmigo. Le presentaremos enla sociedad, le haremos caballero de Padilla, ypara mí será tan grande honor presentarle co-mo para la Confederación recibirle.

-¡Confederación! ¡Padilla! ¿Qué ensalada esésa?

-En el primer artículo de los estatutos se diceque nos reunimos y nos esparcimos por el territo-rio de las Españas con el propósito de imitar lasvirtudes de los héroes que, como Padilla y Lanuza,perdieron sus vidas por las libertades patrias.

-¿Y la Confederación se divide en talleres?

-¿Qué talleres? Eso es cosa de artesanos.Aquí todos somos caballeros. Llámase nuestrojefe el Gran Castellano; la Confederación se di-vide en Comunidades, éstas, en Merindades; éstas,

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en Torres, y las Torres en Casas Fuertes. Todo escaballeresco, romancesco, altisonante. Si la ma-sonería tiene por objeto auxiliarse mutuamenteen las pequeñeces de la vida, nosotros nos re-unimos y nos esparcimos, asimismo se dice... pa-ra sostener a toda costa los derechos y libertades delpueblo español, según están consignados en la Cons-titución política, reconociendo por base inalterablesu artículo 3.º Nada de empeñitos; nada de llo-riqueo de destinos ni de asidero de faldones. Elartículo 17 del capítulo 2.º, dice que ningúncaballero interesará el favor de la Confederaciónpara pretender empleos del Gobierno. ¿Qué tal?Esto se llama catonismo. ¡Hombres incorrupti-bles! ¡Pléyade ilustre! Tenemos Código penal,alcaides, tesoreros, secretarios. Nuestras logiasse llaman Fortalezas, a las cuales se entra porpuente levadizo nada menos. La admisión espeliaguda. Está mandado que al iniciar a algu-no no se revele nada del objetivo y modo de laConfederación; pero yo le digo a usted todo,

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todito, porque confío en su discreción y pru-dencia.

-¿Y se puede ver eso? ¿Se puede ir allá? -dijoSalvador, demostrando curiosidad-. Supongoque habrá juramentos y pruebas...

-Le presentaré, Sr. D. Salvador. NuestraConfederación se honrará mucho con que ustedentre en ella.

-No; preguntaba si se puede ir a las Fortale-zas como se va al teatro, para ver, para reírseun rato.

-Amigo mío -dijo Sarmiento con gravedad-,no es cosa de risa una sociedad donde se juramorir defendiendo a la patria y donde se cum-ple lo que se jura.

-Eso es lo que no se ha probado todavía.

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-Yo se lo probaré a usted, se lo probaré -exclamó vivamente Don Patricio, apoyándoseen la escoba como un centinela en el fusil.

-Si usted me hiciera el favor... -indicó son-riendo Monsalud.

-¿De probárselo?

-No; de callarse. Un momento nada más,queridísimo amigo mío.

-Si no digo una palabra... Escriba usted -indicó el maestro, recomenzando su interrum-pida tarea-. Voy a purificar mi escuela, a barrer,digámoslo así, mientras usted escribe la carta.¿Quiere usted que se la dicte?

-No, gracias. El asunto es delicado; pero a latercera ha de salir.

Y en efecto, salió.

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-III-Es indispensable el conocimiento de todas

las familias que vivían en aquella casa. Ocupa-ba el principal Salvador Monsalud con su ma-dre, y el segundo, un señor taciturno y reserva-do, del cual los vecinos, a excepción de Salva-dor, no conocían más que el nombre, ignorandosus antecedentes y sus ideas políticas, a pesarde las impertinentes pesquisas que por averi-guarlo hacía diariamente el curioso Sarmiento.Este y su hijo Lucas, sastre de oficio, ocupabanuna de las habitaciones del piso tercero, sir-viendo la otra de morada a Pujitos, gran maes-tro de obra prima, miliciano nacional, patriota,cuasi orador, cuasi héroe, y un si es no es redac-tor de diarios políticos, que para todo había enaquel desmesurado entendimiento.

El habitante del cuarto segundo era unhombre decente, con indicios en toda su perso-na de pobreza decorosamente combatida y di-

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simulada por el aseo, la economía, las cepilla-duras de la ropa y otros artificios que no siem-pre realizaban el fin deseado. Tenía más decincuenta años, aspecto débil y enfermizo, ros-tro muy melancólico, apagados ojos, ademanescorteses y fríos, escasísima propensión comuni-cativa y costumbres tan tranquilas como metó-dicas. Jamás anochecía sin que estuviese dentrode su casa. A horas fijas salía y a horas inaltera-bles entraba. Era rarísimo acontecimiento quealguien le visitase, y su morada era silenciosa ytriste, como vivienda de cartujos.

Antes de que penetrara en ella cualquier ex-traño, tomábanse minuciosas precauciones, ydos ojos negros miraban por la cruz del venta-nillo, examinando atentamente al inoportuno.Estos ojos negros eran los de una señorita, hijadel señor Gil de la Cuadra (que así llamaban altaciturno) y única compañera suya, a más deuna criada, en la triste mansión. Todo lo quetenía de antipático el padre entre los habitantes

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de la casa, lo compensaba en simpatías la hija.A todos agradaba; solía conversar con D. Patri-cio al entrar y salir, y muy a menudo pasaba ala habitación de Doña Fermina Monsalud, char-lando con ella largas horas. Tenía por nombreSoledad, pero como su padre la llamaba Solita,así la decían todos, y más comúnmente doñaSolita; que entonces las señoritas cargaban to-davía con un Doña no menos grande que el decualquiera quintañona.

Como cronistas sentimos tener que decir queSolita era fea. Fuera de los ojos negros, queaunque chicos eran bonitos y llenos de luz, nohabía en su rostro facción ni parte alguna queaisladamente no fuese imperfectísima. Verdades que hermoseaban la incorrecta boca finísi-mos dientes; mas la nariz redonda y pequeñadesfiguraba todo el rostro. Su cuerpo habríasido esbelto si tuviera más carne; pero su del-gadez exagerada no carecía de gracia y aban-dono. Mal color, aunque fino y puro, y un me-

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tal de voz delicioso, apacible, que no podía oír-se sin sentir dulce simpatía, completaban suinsignificante persona. Es sensible para el na-rrador que su dama no tenga siquiera un par demaravillas entre la raíz del cabello y la punta dela barba; pero así la encontramos y así sale, talcomo Dios la crió y tal como la conocieron losespañoles del año 21.

El gran misterio de D. Urbano Gil de laCuadra, lo que traía en gran inquietud a losvecinos, y principalmente a D. Patricio, era laignorancia en que todos estaban acerca de susideas políticas. ¿Era liberal?¿Era servil? Enigmaterrible que daba vueltas como una rueda pi-rotécnica dentro del febril cerebro de Sarmien-to, sin ser descifrado jamás. A veces, fundándo-se en conjeturas, en palabras sueltas, en la letrasui generis del sobre de una carta recibida porGil, Sarmiento le declaraba absolutista. Otrasveces, fundándose en iguales datos, diputábalerevolucionario. Causaba desesperación al buen

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preceptor que Monsalud lo supiese todo, y nolo revelase a los vecinos.

-O este hombre es un emisario de la SantaAlianza -solía decir Sarmiento-, o un apoderadode los republicanos franceses. A estos viejosojos que tanto han visto, no se les escapa nada.

Al anochecer de aquel día en que nuestra re-lación comienza, entró, como de costumbre, ensu casa el padre de Solita. Ésta, que se hallabaacompañando a Doña Fermina, subió a su habi-tación cuando sintió los pasos de Gil. Al pocorato subieron también Sarmiento y Monsalud,acompañados de Lucas, que a la sazón volvíade la plaza de Palacio, y los tres entraron en elprincipal, porque el maestro de escuela gustabade platicar con Doña Fermina sobre la cosapública, en que él era, como el lector sabe, tanexperto.

Reunidos los cuatro, Lucas contó los sucesosde aquella tarde, que consistían en dos piedras

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arrojadas al coche de Su Majestad, en diversosgritos patrióticos, en un miliciano herido porun guardia, y algunas contusiones y corridas deescasa importancia.

-A pesar de eso -dijo Sarmiento gravemente-, no aprenderá. Seguirá oponiéndose a la planti-ficación lógica del sistema constitucional; fo-mentará la superstición y el fanatismo. Si yofuera llamado a regir los destinos de la nación;supongan ustedes que lo fuera... ¿eh?, puesbien: mi primer decreto sería suprimir el cuer-po de Guardias. Mientras la camarilla tenga laprobabilidad de ese apoyo, la libertad noechará profundas raíces en el hispano suelo.

-Esta tarde se ha dicho -indicó Lucas- que elGobierno va a disolver la guardia.

-¿Lo ven ustedes? Mi idea... es idea mía.

-Y a cerrar las sociedades patrióticas.

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-Ésa no es idea mía. La rechazo. Por el con-trario, Sr. D. Salvador, Doña Fermina, yo abrir-ía en cada calle dos por lo menos, dos caféspatrióticos, y los subvencionaría con fondos delEstado, para que se propagase la idea constitu-cional. ¿Qué le parece al Sr D. Salvador miidea?

-Excelente -respondió el joven, ocupado a lasazón en hojear varios libros que sobre la mesade la habitación había.

-Ya que está aquí el Sr. D. Patricio -dijo DoñaFermina, después de hablar un rato con la cria-da-, no se irá sin tomar chocolate. Y lo mismodigo a usted, Lucas.

Sarmiento que, dicho sea en honor de laverdad histórica, no había ido a otra cosa, res-pondió de este modo:

-No se moleste la señora... Siento haber ve-nido; pero si se ha de enojar usted con nuestra

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negativa, aceptamos... Madre e hijo son tanamables que, la verdad, cuando uno entra enesta casa, no encuentra la puerta para salir.

-Gracias, Sr. D. Patricio.

-¿Saben ustedes -dijo con aire misterioso Lu-cas-, que esta tarde vi en la plaza de Palacio alvecino del cuarto segundo? Estaba hablandocon un guardia.

-¿Pero no saben ustedes lo mejor? -indicóSarmiento, padre-. Pues ya me olvidaba... Quetengo nuevos datos para juzgar de las opinio-nes políticas del Sr. Gil de la Cuadra.

Monsalud miró fijamente al preceptor.

-Un precioso dato. Tengo por seguro que esdespótico.

-Vamos, no hable usted mal de los vecinos, ymenos de ese buen sujeto -dijo Doña Fermina-.

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Él y su niña son personas muy decentes quemerecen el mayor respeto.

-¿Respeto? No se lo niego. Oiga usted el da-to, Sr. D. Salvador. Ayer tarde entró en mi aca-demia para que le cortase una pluma. Ya sabeusted que en la pared de enfrente tengo unbuen retrato de Riego. Como el Sr. Gil le miraseatentamente, yo dije: «ése es el grande hom-bre». Advertí en el semblante de nuestro vecinouna sonrisa picaresca. Mirome, y con muchasuficiencia y pedantería, exclamó: «Es un maja-dero».

-Lo mismo dice mi hijo -manifestó la Monsa-lud, ofreciendo el chocolate a sus dos vecinos.

-¿Lo mismo dice? Será por broma. ¡Riego, D.Rafael del Riego! Inmensa figura que se alzasobre el suelo de la patria, y con su majestuosacabeza toca las nubes! ¡Riego, sol refulgente quetodo lo inunda con su luz! ¿A quién sino a él sedebe la libertad que gozamos? ¿A quién sino a

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él debe España el haberse puesto por monteradel mundo y el estar por encima de toditas lasNaciones?

-Pues Salvador dice que es una cabeza llenade viento -dijo Doña Fermina, gozando en mor-tificar al maestro.

-Bromas; son bromas, Sr Sarmiento -dijo eljoven con benevolencia.

Monsalud había encendido una luz y exa-minaba cartas y papeles.

-Como bromas pueden pasar; pero son demal género. Esas bromas puede oírlas cualquie-ra que no sepa discurrir... Yo no me tengo porignorante; yo creo haber leído algo; creo poseeralguna ciencia... digo, me parece a mí...

-Por de contado.

-Algo sabe uno de lo que ha pasado en elmundo: memorables hechos y preclaras accio-

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nes, o sea lo que los eruditos llamamos historia.Y si no, que lo diga el Sr. D. Salvador.

Monsalud no dijo nada.

-Pues bien -añadió Sarmiento sorbiendo lamitad de lo que contenía la jícara-, yo declaroque conozco pocos varones de la antigüedad (yahí está Plutarco que lo certifique...) sí, conozcopocos que se igualen a este atrevido comandan-te, que desafió al absolutismo, a toda la Europa,señora; a la Santa Alianza, a los Borbones to-dos, a los serviles todos. Y tan gran fin realizósin derramamiento de sangre, porque... veanustedes la historia: Harmodio y Aristogitónderramaron mucha sangre; las sediciones de losGracos también fueron cruentas; Bruto mató aCésar; Robespierre y Danton, ya sabemos quecortaban cabezas como yo plumas; Cromwelldegolló a Carlos I, etc. Pero nuestro hombre hadicho: Sea la libertad, y la libertad ha sido. Suespada no ha necesitado herir para vencer. Consu vívido fulgor deslumbráronse los tiranos, y,

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despavoridos, huyeron cual asustadas liebres.¿No es verdad, señor D. Salvador? ¿No es ver-dad esto?

Monsalud tampoco dijo nada, ni hacía casode la disertación sarmentil.

-¡Y a hombre tan insigne, a este campeónque le dijo a España, como el ángel a María: ElSeñor o la Libertad es contigo; a ese apóstol, seño-res, se le tiene alejado de la Corte, como si fuerauna plaga, un pedrisco u otra calamidad ate-rradora! Se le desterró primero a Asturias; se ledesterró después, porque destierro es, a la Ca-pitanía General de Aragón... ¡Oh! si yo llegase aregir los destinos de la España; si yo... ponga-mos por caso, llegase a ser ministro... mi prime-ra disposición sería para recompensar digna-mente a ese héroe inaudito...

-¿Más todavía?... -indicó festivamente Mon-salud.

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-¿Pues qué? -dijo Sarmiento con ciceronianoademán, poniendo sobre la mesa la jícara vacía-, acaso se le han tributado honores correspon-dientes a sus servicios? Ni aun en la jerarquíamilitar ha tenido la elevación a que es acreedor.Él era comandante: le plantaron en mariscal decampo... Bueno; pues eso, digan lo que quieran,es bien poco, es poquísimo; y aún me parecíanuna bicoca los tres entorchados. Usted tengapresente cómo recompensó Inglaterra a LordVellintón después de la campañita aquella enque derrotó a Bonaparte. Así se premian losgrandes servicios, no con estas mezquindadesde aquí.

-Tiene razón el Sr. Sarmiento -dijo DoñaFermina-. Si por lo de militar merece los tresentorchados, por lo que tiene de orador y dehombre discreto se le puede señalar una renta.Vaya, que la escena y los discursos aquellos delteatro fueron cosa bonita.

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-Extraordinariamente buena, aunque usted,señora mía, lo diga con cierto tonillo zumbón.Lucas, ¿te acuerdas?... Nosotros fuimos desdemuy temprano a la cazuela. ¡Qué tumulto, quépalmadas, qué entusiasmo! Yo me puse tanronco que en ocho días no pude dar lección alos chicos. Aún me parece que veo a nuestroquerido General levantarse del asiento conaquella majestad que él sólo tiene, y echarnosun discurso que me pareció de perlas, si biencon el mucho alboroto no se oía una palabradesde arriba. Aún me parece que estoy oyendola pomposa música del himno que entonó elpúblico. Riego, con aquella gracia suma queDios le ha dado, levantose y dijo: «La músicadel himno no es así, sino de esta otra manera».Y se puso a cantarlo. Sus ayudantes llevaban elcompás.

-¡Estaría bonito!...

-Después, uno de los ayudantes cantó eltrágala, perro, y aquí fue Troya. Yo creo que has-

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ta las figuras pintadas en el techo cantaron enaquel instante. ¡Sublime momento, señora!...Pero los envidiosos no faltan en ninguna parte.Empéñase el jefe político en decir que aquelloera un desorden. Quiere hacernos callar;encréspase el público como el Océano agitadopor rabioso Noto; empiezan las puñadas, losdimes, los diretes, los ternos de pimentón, lascantáridas gramaticales. Riego mira con desdénal jefe político. Algunos de sus ayudantes, mos-trando una impavidez pasmosa, le insultan.Aporréanle dos o tres paisanos, Paco Rincón yBlas Cortada, si no me engaño; el teatro parecíauna caldera hirviendo; el General se retira alfin, y, ¡oh, pavor!, las calles están llenas de gen-te, la tropa se encierra en los cuarteles, y todo eszozobra y miedo de trifulcas. Sin la impruden-cia del jefe político, nada habría pasado. Pero eldespotismo es así: no le gusta oír el himno ni eltrágala; no quiere ver la faz del libertador delhesperio suelo, y aquí tienen ustedes el resulta-do: guerras, asolamientos, fieros males, como dijo

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el poeta. Nada, nada; según esa gente estólida,a la Libertad debe ponérsele bozal para que nomuerda.

-Bozal para que no muerda -repitió tacitur-namente Monsalud.

-De la cosa más sencilla, del desahogo másingenuo -continuó el vehemente preceptor-,toma pie el despotismo para extender su férreodominio... Volvamos a nuestro invicto DonRafael. De nada vale el popular deseo. Se em-peñan en que ha de salir de aquí, y le echancomo se echa un perro que incomoda. Las so-ciedades patrióticas dejan oír su autorizada vozen contra de tal vilipendio; pero no son oídas.Manifiesta el pueblo su voluntad de mil mane-ras; fíjanse pasquines; gritamos, pedimos, su-plicamos, amenazamos. Yo pongo a todos losniños de mi academia la cinta verde con el lemaConstitución o muerte. Ni por ésas. ¿Cómo con-testan a nuestras honradas exhortaciones?Echando los cañones a la calle; lanzando de los

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cuarteles la caballería para que pisotee al pue-blo; acuchillando sin piedad a la gente indefen-sa. En tanto Argüelles habla en las Cortes de lascélebres páginas, y Feliú habla de los hilos; sealborotan también los diputados, y cuando ungran patriota como Romero Alpuente se dispo-ne a defender al pueblo, ahogan su generosavoz los chillidos de los serviles. Riego es deste-rrado, y ¡qué ignominia! disuelven el ejército dela Isla, que había proclamado la Constitución; ypor este camino volveremos a la tiranía y oscu-rantismo del año 14, y al despotismo puro, elcual, después de todo, es mejor que el mixto,vergonzante, tibio o moderado que ahora te-nemos. ¿No es verdad, Sr. D. Salvador?

-Sí, amigo D. Patricio; todo lo que ustedquiera. ¡Y pensar que tantas cosas malas se re-mediarían con que el Sr. D. Patricio fuese mi-nistro media docena de días!...

-No se burle usted -dijo el preceptor, algopicado-. Yo no seré ministro, yo no puedo ser

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ministro, porque soy muy honrado, porque nosoy intrigante, porque no soy ambicioso. Si tu-viera un duro por cada vez que me he negado aaceptar este o el otro destinillo, sería un Fúcar...Pero supongamos que fuera ministro, y sente-mos esa atrevida hipótesis...

-Silencio -dijo Monsalud-. Están llamando ala puerta.

Atendieron todos. Oyéronse fuertes golpesen la puerta de la casa.

-¿Quién será? -murmuró con temor DoñaFermina-. Aquí no viene nadie después de ano-checido.

-Iré a ver -dijo Lucas, a quien los golpes sor-prendieron descabezando un sueño.

Pocos momentos después entraba Solita, consemblante pálido y consternado, sin aliento,encendidos de llorar los ojos.

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¡Mi padre está enfermo! -exclamó, dirigien-do a todos una mirada suplicante.

-Iremos a buscar un médico -dijo D. Patriciocon oficiosidad-. ¡Lucas!... Corre al momento.

-No es preciso médico -dijo Solita, detenien-do a los Sarmientos con un expresivo ademán.

-Yo entiendo algo de medicina...

-No necesitamos cosa alguna -añadió la jo-ven, mirando a Doña Fermina-. Lo que tiene mipadre es muy singular.

-¿Congestión cerebral, ataque de gota,síncope, jaqueca...?

-Mi padre está enfermo del ánimo -dijo tris-temente Soledad-. No quiere médicos ni medi-cinas; lo que quiere es hablar con el señor Mon-salud, y por eso vengo a rogarle que pase ahoramismo a casa.

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Asombráronse todos de ver enfermedad quese aliviaba hablando.

-También puede que tenga algo que reve-larme a mí -dijo Sarmiento, dando algunos pa-sos-. Voy allá corriendo.

-No, usted no -replicó la joven, deteniéndo-le-. Salvador solo. Mi padre desea verle yhablarle ahora mismo, ahora mismo.

Salvador subió sin tardanza al segundo piso.

Malísimo humor tenía Sarmiento cuando seretiró a su casa. No pudiendo refrenar la abra-sadora curiosidad que le consumía, detúvosejunto a la puerta del misterioso vecino, y aplicóel oído, anhelando percibir algo de la conversa-ción o confidencia que dentro se efectuaba; pe-ro ni una sílaba llegó a sus grandes orejas. Re-signose a no saber nada, y al entrar en su casa,dijo a Lucas:

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-Insisto en que es absolutista, hijo; un infamepersa que nos ahorcaría a todos si le dejáramos.

-IV-Halló Monsalud al Sr. Gil de la Cuadra en

un gabinete estrecho, donde tenía cama y mesade escribir. Estaba el taciturno sentado en unviejo sillón, donde se hundía su flaco y misera-ble cuerpo, y todo en él revelaba perniciosamezcla de abatimiento y exaltación, cual si suespíritu aumentase en actividad y la perdiera atoda prisa el cuerpo, reclamando el final des-canso de la sepultura. Sus ojos brillaban, mo-viéndose en los irritados huecos, y con vague-dad calenturienta y voluble fijábanse en todoslos objetos. Movía la cabeza y los brazos sindescanso, asemejándose su inquietud a tentati-vas de acciones concebidas rápidamente y des-echadas antes de la realización. Cada segundo

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determinaba en aquella alma llena de zozobraun nuevo proyecto, un nuevo plan, un nuevodeseo. Las luchas de insomnio le conmovían,pugilato horrendo que el alma sostiene consigomisma creyéndose otra, y en el cual hay formi-dables encuentros, caídas y elevaciones, unespantoso temblor de congojas, contra las cua-les no hay voluntad ni razón que prevalezcan.

El personaje que ahora nos ocupa no es des-conocido para los lectores de estos libros. Apa-reció brevemente cuando describimos la retira-da de los franceses en 1813. Entonces abando-naba el suelo patrio como adicto al Intruso, aquien había servido, desempeñando una plazade oidor en la Chancillería de Valladolid. Esta-bleciose con su esposa, doña Pepita Sanahúja,en un pueblecillo del Poitou, y poco después deestar allí hizo que le llevaran su única hija, So-ledad, a quien, por no exponerla a los peligrosde la retirada, dejó en el pueblo natal confiada alos parientes de su primera esposa. Gil de la

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Cuadra había sido casado dos veces, y Solitaera hija del primer matrimonio, pues la señoraque el lector conoció en los campos de Álava notuvo prole. La emigración fue tristísima para eloidor de la Chancillería de Valladolid, a pesarde la dulce compañía de su adorada hija, por-que después de haber perdido casi toda su for-tuna en el gran conflicto de la monarquía ex-tranjera, tuvo el dolor de ver expirar a su se-gunda mujer en el invierno del año 18.

De regreso a España, cuyas puertas abrió pa-ra los infelices renegados la revolución de 1820,se estableció con su hija en La Bañeza; perocircunstancias funestas que él mismo nos dará aconocer le obligaron a trasladarse a Madrid,donde la casualidad le llevó a la misma casaque habitaba Salvador Monsalud, cuya suertetan unida estuvo después de la batalla de Vito-ria a la del fugitivo matrimonio. A pesar de laamistad contraída en la fatal jornada del 21 deJunio y de las buenas relaciones que sostuvie-

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ron en la emigración, pues Salvador vivió tam-bién algunos meses en Poitiers, Gil de la Cua-dra se mostraba en Madrid muy poco comuni-cativo y afectuoso con su vecino. Era su carác-ter en verdad inclinado a la reserva, a ciertaaspereza misantrópica que entibiaba las amis-tades. Visitábanse, sí, con frecuencia, y Soledadpasaba algunos ratos acompañando a DoñaFermina; pero Gil de la Cuadra, en sus entrevis-tas con el antiguo jurado, mostraba el singularrecato y la estudiada sobriedad de palabras queindican empeño de ocultar ocupaciones o de-signios. Por esta misma razón causó sorpresa aljoven verse llamado tan a deshora y con tantoanhelo.

Indicándole con una seña que se sentara a sulado, Gil de la Cuadra le habló de este modo:

-Dispénseme usted si me he tomado la liber-tad de hacerle subir para confiarle un asuntograve. Sepa usted que yo soy muy desgraciado,el más desgraciado de los hombres... Necesito

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el amparo de un ser generoso, de un buen ami-go, de una persona discreta y al mismo tiempopoderosa.

-Yo no puedo ni valgo nada -replicó Salva-dor-, pero lo que de mis escasas facultades de-penda, está a disposición de usted.

-Revelaré todo y decidiremos -dijo Gil de laCuadra con esforzada voz-. Mi estado nervioso,la furia y exaltación de mi cerebro son tales estanoche que creo moriré si no tomo una determi-nación salvadora... ¿Quiere usted que le hablecon toda franqueza? Pues, amigo mío, yo soymuy cobarde.

Después de esta declaración, Monsaludcreyó que el Sr. Gil iba a poner en su conoci-miento cualquier contrariedad insignificante.

-Muy cobarde -añadió el extraño enfermo-.Verdad es que lo que me pasa es gravísimo. Sino tuviera una hija a quien adoro, a estas horas,

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Sr. Monsalud, ya me habría dado muerte. Enun momento de exaltación, casi llegué a olvi-darme de mi pobre Solita, y abrí esa ventanapara arrojarme a la calle. Vivir así, no es vivir.

-Dígame usted con calma lo que tanto lemortifica, y resolveremos.

-Ante todo debo recordarle a usted unadeuda que conmigo tiene -indicó el taciturno,fijando en su amigo los ojos con expresión paté-tica-. Mi esposa, que en gloria esté, y yo le sal-vamos a usted la vida en aquellos aciagos díasde Junio de 1813, que no puedo recordar sinespanto.

-Tampoco yo -dijo Monsalud palideciendo.

-Le salvamos a usted la vida -añadió Gil dela Cuadra complaciéndose en esta idea funda-mental de su argumentación-. Después de ocul-tar a usted diferentes veces, yo autoricé a miesposa para que, cediendo todas sus alhajas,

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que eran gran parte de nuestra fortuna, le res-catara a usted del poder de aquellos malvadosguerrilleros que querían sacrificarle.

-¡Es cierto! -murmuró Salvador con voz gra-ve.

-¿Cabe mayor abnegación tratándose de undesconocido?

-No, no cabe más. Cien vidas de agradeci-miento no bastarían para pagar eso que ustedllama deuda, y como tal, con todo mi corazónla reconozco.

-¿De modo que usted, amigo mío, se halladispuesto a hacer por mí, si me veo en un con-flicto supremo, lo que mi esposa y yo hicimospor usted cuando peligraba su vida?

-Dispuesto con toda mi alma -afirmó el jo-ven lleno de piedad y efusión-. Ordene usted loque debo hacer. Cuanto tengo, cuanto valgo, mi

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vida y mi nombre están a disposición de usted.No es un sacrificio, es un deber; y si no recuer-do mal, no ha sido preciso que llegaran ocasio-nes supremas para hacer este ofrecimiento,porque desde nuestra primera entrevista enMadrid me declaré deudor eterno de usted.

-Es verdad; gracias, gracias -dijo el enfermo,estrechando con sus flacas y amarillas manoslas de Monsalud-. Mucha atención a lo que voya referir. Creo haber indicado a usted cuandoestábamos en Francia que mis ideas han sidosiempre favorables a los derechos absolutos dela Corona y a la monarquía pura tal como du-rante siglos la disfrutaron las más gloriosasnaciones de la tierra. La ambición de mi segun-da esposa y debilidades mías, que deploroamargamente, me indujeron a reconocer y ser-vir al intruso Bonaparte. No necesito recordarla ignominiosa caída del partido afrancesado.Yo, que no pertenecí a él de corazón, sino porlas sugestiones de mi mujer, tengo más derecho

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que los demás a quejarme de mi detestablesuerte. Volví del destierro sin que mis ideassufriesen mudanza alguna, y es singularísimo,y a la par muy triste, que los absolutistas del 14,con quienes mi corazón simpatizaba, me cerra-ran las puertas de la patria, y me las abriesenlos liberales, a quienes tengo la desgracia deaborrecer. Esta contradicción real y molestaentre mi modo de pensar y mi gratitud, obli-gome el año pasado a huir prudentemente delas cosas políticas.

»Retireme a mi pueblo natal, La Bañeza.Como allí conocían todos mis ideas, un día losliberales me acometieron con palos, ordenán-dome que diese vivas a la Constitución; ne-gueme a tal vilipendio, y aquella deuda quepara con ellos contrajeron mis honrados labios,pagáronla mis costillas con buenos cardenales.No obstante, tuve paciencia, señor y amigomío, y seguí pacíficamente en mi casa, pidién-dole a Dios que ponga fin a esta insoportable

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tiranía del populacho, mas sin buscar vengan-za, resistiéndome a tomar parte en los trabajosque algunos realistas traían entre manos paralevantar partidas. En estas andadas, organizoseen La Bañeza la llamada Milicia Nacional, queyo llamaría Infernal hablando propiamente, ypara dar pruebas de su existencia y hacer elestreno de su bárbaro poder, emprendiendocon brillo el camino de la gloria, creyó que lomejor era adjudicarme una nueva paliza, comolo hizo el 3 de Septiembre del año pasado, pre-textando que yo conspiraba.

-Ya van dos, Sr. Gil. En verdad que admirola resignación y sufrimiento de usted.

-Mes y medio de cama me costó la hazañade los milicianos de mi pueblo. ¿Creerá ustedque ni tales razones pudieron persuadirme aque dejara mi pacífico y santo retiro? Aguanté,callé y esperé. Mi actitud digna y cristiana de-bió ponerme a cubierto de nuevos ataques,¿verdad?

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-Seguramente.

-Pues no fue así. Precisamente por la razónde que yo sufría y callaba, debieron aplacarseen ellos la feroz intolerancia y salvajismo; perono fue así, sino que mi humildad les hacía másbravos cada vez; y alegando conspiraciones quesólo en su obtusa mente existían, me atacaronde nuevo...

-¿Otra vez?

-Sí, señor, y se lo digo a usted francamente.A la tercera paliza ya no pude aguantar más, ylo que no había hecho hasta entonces, lo hicedesde aquel día.

-¿Conspirar?

-Justamente. Ellos se empeñaron en queconspirara, y conspiré. Aquí tiene usted la sa-biduría de los liberales. Con su imbécil sistemade apalear a los que no piensan como ellos, van

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poco a poco convirtiendo en enemigos a todoslos españoles. Yo, que había hecho propósitofirme de no mezclarme en la política activa, nicontribuir al levantamiento de partidas, niconspirar, salí de mi casa decidido a todo, atodo absolutamente; vine a Madrid, y mi malasuerte deparome aquí el encuentro con un ami-go de mi juventud, D. Matías Vinuesa, cura quefue de Tamajón, y a quien Su Majestad, enpremio de los méritos que contrajo durante laguerra, hizo capellán de honor y arcediano deTarazona.

-Ya sé a dónde va usted a parar -dijo Monsa-lud con benevolencia-. Vinuesa le indujo a us-ted a intervenir en esa descabellada conspira-ción que le ha llevado a la cárcel y que proba-blemente le llevará también al patíbulo.

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Al oír esto, el enfermo palideció y sus labiospronunciaron algunas palabras a guisa de ora-ción.

-Puesto que todo se lo he de confesar a usted-añadió, exhalando un suspiro-, diré que, enefecto, he sido confidente y amigo de D. MatíasVinuesa. Obra de muchos es el célebre plan,cuyo descubrimiento ha ocasionado la prisiónde ese bendito, y que, con perdón de usted, noes descabellado ni mucho menos, y nos habríaconducido al glorioso objeto que anhelamos losbuenos españoles, si la imprudencia, el sobornoo la traición no lo hubieran descubierto. Pre-sumo yo que alrededor del Trono, donde tantose trabaja por derrotar al Gobierno y a los libe-rales, existen la venalidad y la corrupción másque en parte alguna, y que de los mismos quenos han incitado a conspirar partió la infamedenuncia, fundada en móviles que no com-prendo. Ya estoy aburrido, desengañado de lamala fe de todos, convencido de que tan pícaro

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es Juan como Pedro, y de que no es posible to-mar parte activa en la cosa pública sin meterseen el fango hasta el cuello.

-Es lamentable que no lo conociera usted an-tes de pringarse en la desdichada conjuraciónpalaciega de Vinuesa, que es, según he oído,una de las mayores aberraciones que puedeconcebir la imaginación.

-Siento que usted califique tan duramenteun plan que no conoce -repuso Gil de la Cuadraen el tono del amor propio herido-. Y como nopuede conocerlo si yo no se lo revelo, lo haré,porque después de la prisión de mi amigo, nohay en ello inconveniente. La primera condi-ción de nuestro plan era el secreto. Sólo debíantener noticia de él Su Majestad, el infante D.Carlos, el duque del Infantado y el marqués deCastelar, como los únicos encargados de poner-lo en ejecución. Llegado el momento del golpe,Su Majestad debía llamar a los ministros, alCapitán general y al Consejo de Estado, y una

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vez que los tuviera a todos bien agazapados enla real cámara, debía entrar una partida deguardias de Corps, mandada por el serenísimoseñor Infante, y prenderlos a todos, luego queel Rey saliese de la estancia. Vea usted qué ar-did tan sencillo y al mismo tiempo tan fácil.

-Sí; todo es fácil y sencillo en las cabezas delos conspiradores. Prosiga usted.

-Inmediatamente después el mismo señor in-fante D. Carlos debía pasar al cuartel de guar-dias y mandar arrestar a todos los individuospoco afectos a Su Majestad y a nuestras ideas.

-¿También es eso fácil y sencillo?

-Déjeme usted seguir. Al mismo tiempo elseñor duque del Infantado... bien le conoce us-ted ¡qué imponente figura, qué aire marcial!Sólo con presentarse inclina los ánimos a laobediencia... Pues digo que el señor Duquedebía marchar en el mismo momento a Leganés

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a ponerse al frente del batallón de guardias quehay allí.

-Suponga usted que los guardias de Leganésle recibieran a tiros, que también puede ser...

-No es probable que a tan grande prócer ycumplido caballero le faltaran de ese modo...Pero aún resta algo... Excuso decirle a ustedque todo debía hacerse en el mismo momento.

-Es natural, y en un mismo momento dadotambién debía hundirse todo. Adelante.

-Se sobrentiende que lo referido había deacontecer por la noche -continuó el anciano-.Dado el primer golpe, veamos ahora su desa-rrollo. A las doce en punto, ni minuto más niminuto menos, debía ponerse en camino paraMadrid el batallón de Leganés, entrando enesta Corte a las dos. A las tres en punto, el re-gimiento del Príncipe, con cuyo coronel se con-taba, debía ocupar todas las puertas de la villa,

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y a las cinco y media, ni minuto más ni minutomenos, debían las tropas y el pueblo empezar adar vivas a la Religión, al Rey, a la patria, y mue-ras a la Constitución y a los ministros... Luego,el plan contenía una multitud de determinacio-nes, consecuencia natural del triunfo. Debíanordenarse varias cosas, verbigracia: que se cele-brase un Concilio nacional... que los cabildos seencargaran otra vez de la administración delNoveno... que hubiese tres días de rogativas...que se rebajase la tercera parte de la contribu-ción... que los gastos de iluminaciones y festejosfueran muy moderados... que los milicianossirvieran en el ejército ocho años o pagaranveinte mil reales de redención... que se trasla-dara al obispo de Mallorca... que se imprimie-ran por cuenta del Estado las cartas del padreRancio... que el obispo auxiliar, portador dellibro de la Constitución el año 20, lo llevasetambién ahora, y con su propia mano se lo di-ese al verdugo para quemarlo... en fin, ya veusted que nada faltaba.

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-Nada faltaba, a no ser sentido común. ¿Sontambién obra de usted los papeles El Grito de unEspañol y La Papeleta de León?

-En esta misma mesa he escrito parte deellos -repuso el enfermo con disgusto-. Pero nodisputemos ahora sobre la ruindad o excelenciadel plan. Yo sigo creyendo que sin los infamessobornos y traiciones que han mediado, nuestraobra nos habría proporcionado un verdaderotriunfo. No es posible formar juicio de lo queno ha podido pasar del pensamiento a la irre-cusable prueba de los hechos. Lo real, lo positi-vo, lo que vemos y tocamos, amigo mío, es queyo me encuentro comprometido, expuesto aperder la libertad y quizás la vida, si no halloun hombre discreto, astuto, hábil y poderosoque me ampare en trance tan aflictivo.

-Pero la Corte, esa Corte que es la que alien-ta, paga y sostiene las conspiraciones realistas,no le abandonará a usted...

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-¡Ah! Sr. Monsalud de mis pecados -exclamóGil de la Cuadra con amarga tristeza-, la Corte,o no puede nada, o teme comprometersedándome el amparo que de ella he solicitado.Preso D. Matías, sin que ni Rey ni Roque lohayan podido evitar, hecha pública la conjura-ción, no hay ningún prócer ni potentado dePalacio que no proteste de su adhesión al libe-ralismo. ¡Pecador de mí! ¡Mil veces pecador! Lacircunstancia de haber sido afrancesado mehace sospechoso a los absolutistas. Ésa es mifatalidad; ésa es mi estrella negra; ésa es la fu-nesta herencia que me dejó mi esposa. ¡Si vierausted cuántas puertas se han cerrado hoy antemí! Es particular: de la noche a la mañana yanadie me conoce. Soy un extraño, un importu-no; creen, sin duda, que les voy a pedir un so-corro pecuniario, y me reciben de malísimotalante. La única muestra de benevolencia quehe recibido es muy triste, señor Monsalud.Diomela un caballero de Palacio, avisándomehoy el peligro que corro, porque halladas varias

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cartas y notas mías entre los papeles de Vinue-sa, no han de tardar en venir por mí para em-baularme en la cárcel, donde, si Dios no lo re-media, nos pudriremos el cura y yo, a no serque nos cuelguen en la plazuela de la Cebada.¿No es verdad, Sr. Monsalud, que debí preferirel tratamiento de los milicianos de La Bañeza?

-¿Usted espera que le prendan? ¿Lo sabe us-ted?

-Lo sé.

-Pues en tal caso -dijo Salvador con asom-bro-, ¿por qué no huye usted? ¿Por qué no seoculta al menos?

-Precisamente de eso quiero hablarle-manifestó Gil de la Cuadra, cayendo de nuevoen el lúgubre abatimiento en que Salvador leencontrara-. ¡Huir!... Creo que no habrá otroremedio.

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-Es el más seguro por ahora.

-Mis achaques me hacen de tal modo cobar-de, que no acertaré a dar un paso... ¡Si pareceque me convierto en un niño!... ¡Si se me opri-me el corazón!... Luego doy en pensar en ladesdichada suerte y desamparo de mi pobrehija... ¿Qué será de ella si muero? De tal manerase perturba mi alma y se enflaquece mi razónpensando en esto, que no puedo discurrir losmedios de mi fuga o escondite. Piense ustedpor mí, pues no con otro objeto he solicitado suamparo; dígame usted lo que debo hacer...tráceme un plan.

-No sólo indicaré lo conveniente, sino queharé cuanto pueda para que usted quede ensalvo esta misma noche. Es preciso tomar unaresolución pronta. Ánimo, Sr. Gil, no acobar-darse, y triunfaremos.

-¡Oh!, gracias, gracias mil -exclamó el enfer-mo, estrechando las manos de Salvador.

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-El infeliz conspirador lloraba.

-No perdamos tiempo... Saldremos juntospara que vaya usted más tranquilo -dijo Mon-salud, restaurando más a cada palabra la energ-ía moral y física de su vecino-. No carecerá us-ted de nada.

-¡De nada!... ¡Qué bendición de Dios! Ustedme devuelve la vida... Yo que empezaba a care-cer de todo, hasta de lo más preciso...!

-El conflicto de usted, amigo D. Urbano, espoca cosa. Creo que nadie nos estorbará la fu-ga. Le llevaré a usted a un paraje seguro, dondevivirá tranquilo y oculto hasta que podamosconseguir un sobreseimiento, una absolución...allá lo veremos.

-¡Benditas mil veces sean esa boca y esasmanos! -dijo Gil de la Cuadra con emoción pro-funda-. Usted me salva; yo me arrojo en susbrazos como en una playa hospitalaria después

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de ser juguete de las olas... ¿Con que usted,después que me ponga en lugar seguro, conse-guirá un sobreseimiento, una absolución?...¡Cuánto lo agradeceremos mi hija y yo!... Sola,Solita, ¿dónde estás?... Ven, corre a abrazar aeste caballero.

-Vale más que nos dediquemos sin perderun instante a preparar todo lo necesario... ¿Quéhora es?

-Las once -dijo el anciano, levantándose condificultad-. Me siento mejor; me siento másligero; se me ha despejado la cabeza; muevo laspiernas con flexibilidad; en fin, soy otro... ¿Conque a disponer...?

-Sí, a disponerlo todo. Arregle usted lo queha de llevar de su casa. Yo me encargo de todolo demás.

-¡Oh!, idolatrada hija mía, ya tienes padreotra vez; viviremos tú y yo... -exclamó Gil de la

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Cuadra con viva excitación de espíritu-. Lo queva a hacer por mí, Sr. Monsalud, supera a cuan-to hicimos por usted en aquel horrendo día. Siconsigue ponerme en salvo esta noche, me pa-recerá que resucito, y el horroroso aspecto de lacárcel dejará de atormentar mi imaginación...Con que apresurémonos. Soledad, hija mía,ven... Una vez que esté libre de las garras deesos infames, fácil le será a usted sacarme delatolladero de la causa. Las sociedades secretas aque usted pertenece lo hacen y deshacen todo.Además, el señor duque del Parque, de quienes usted secretario, administrador o no sé qué,pasa por uno de los hombres de más valimientoque existen en España.

-Antes de medianoche estaremos fuera deMadrid -dijo Monsalud, haciendo sus cálculos-.No conviene perder tiempo.

-Ese ánimo y decisión me regeneran -dijoCuadra, dando algunos pasos vacilantes por lahabitación-. Déjeme usted que antes de ocu-

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parme en los preparativos de la fuga le dé austed un abrazo, un estrecho abrazo de amigo...así... Ahora veamos lo que se lleva... ¡Soledad,Solita!

La muchacha apareció de repente, pálida,desconcertada. Su semblante expresaba el te-rror más vivo, y sus descoloridos labios noacertaban a pronunciar palabra alguna. El pa-dre participó al punto por simpatía natural delpavor de su hija; miró a Monsalud; éste for-muló con ansiedad una pregunta.

No pudo dar contestación la atribulada niña.Oyéronse terribles golpes que resonaban en lapuerta de la casa, haciendo retemblar a ésta delos cimientos al tejado... Oyéronse al mismotiempo pasos de mucha gente, palabras, unrumor soez que llenó de espanto el alma de lostres personajes.

-¡Ahí están! -murmuró con voz tétrica Gil dela Cuadra.

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-¡Ahí están! -repitió Monsalud, golpeando elsuelo con tanta fuerza que la casa redobló sutemblor convulsivo y profundo, como contes-tando a las llamadas de los polizontes.

-V-El amigo de Vinuesa cayendo en el sillón, se

oprimió con ambas manos la desnuda calva.

-Se me ha partido el alma... -exclamó sorda-mente-. Parece que me han arrancado la últimaraíz de la vida... ¡Yo me muero!... ¡Pobre hijamía!...

Solita corrió hacia él. Hija y padre se unieronen estrecho abrazo.

-Ya no hay remedio -dijo el segundo conamargura.

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Los golpes se repetían con más fuerza. Sal-vador, agitado por violenta cólera y despecho,se golpeaba la frente con el puño. En algunosmomentos se sentía impulsado a una resolu-ción desesperada; pero tenía demasiado buensentido para no refrenarse al punto.

-No hay remedio -dijo Gil de la Cuadra conacento solemne-. Hija mía, oye lo que voy adecirte. ¿Ves este hombre?...

Solita fijó en Monsalud sus ojos llenos delágrimas.

-Salve usted a mi padre -gritó-. Discurra us-ted algún medio para ocultarle, para sacarle dela casa sin que esos malditos le vean.

El tétrico silencio del joven indicó claramen-te que no podía discurrir medio alguno que nofuese una locura.

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-No puede ser, no puede ser -dijo el anciano-. ¿Ves este hombre? Es el único que puedehacer algo por mí, por nosotros. Mientras vi-vamos separados, recuérdale un día y otro quetu padre está en la cárcel. Se me figura... se mefigura que será un buen hermano para ti.

Los golpes redoblaron. Parecía que cien pu-ños de hierro martillaban la puerta, y la cam-panilla sin cesar movida, cayó de su sitio.

-Es preciso abrir al instante -manifestó convivísima agitación Gil de la Cuadra-. Una pala-bra más, amigo mío, hija de mi alma. Mientrasviene de Asturias tu primo Anatolio, que ha deser, amén de tu marido, tu único amparo des-pués que yo falte, te dejo encomendada a estebuen amigo. Él será tu padre y tu hermano. Sr.Monsalud, si acepta usted el encargo, me voymás tranquilo a la cárcel, y de allí...

-Acepto -dijo con grave acento el joven-. So-lita será mi hermana. Además juro por todos

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los santos y por Dios, que es mi padre, que lehe de sacar a usted de la cárcel a donde va estanoche.

Los tres se abrazaron sin añadir una palabramás. En el mismo instante, despedazada lapuerta de la casa, entró en la estancia un hom-bre brutal y grosero, uno de estos que no creenrepresentar bien a la autoridad si no la hacenantipática y aborrecible.

-¿Quién es aquí el bribón de Gil de la Cua-dra? -dijo mirando alternativamente al joven yal anciano-. ¡Ah! Conozco al mozo, que es Mon-salud... Supongo que Cuadra será el vejete...Véngase usted conmigo a la cárcel de Villa...no, a la de la Corona, porque en aquélla no cabemás gente.

-El señor es Gil de la Cuadra -dijo Salvador-.Por el bribón no preguntes, que aquí no hayotro que tú.

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Dos, tres, cuatro individuos no menossimpáticos que su lindo jefe, penetraron en laestancia.

-¿Y a esta tortolilla, la llevamos también? -preguntó uno, atreviéndose a poner la mano enel hombro de la joven.

-Para preguntar una estupidez -repusoMonsalud, rechazándole violentamente- no senecesita dar coces.

-Juan Violín, no seas bruto -gruñó el jefe-.Deja a esa señorita y alcánzame las esposas.

Gil de la Cuadra al ver que le iban a atar lasmanos huyó despavorido a la pieza inmediata.Siguiéronle todos. Rogole Salvador que se so-segase, no haciendo resistencia a sus bárbarosaprehensores, y cedió al fin el anciano, y ofreciósus manos a las argollas de hierro. Abrazoleestrechamente Solita, diciendo con lastimerosayes y lamentos que no se apartaría de él, y fue

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necesario separarla. En la sala, Gil de la Cuadraagobiado por la amarga pena, exánime y atur-dido, cayó al suelo. Los polizontes tiraron de élcomo se tira de un perro que se detiene a hoci-quear en el suelo. Ayudole Salvador a levantar-se y salieron de la casa.

Cuando bajaban la escalera, D. Patricio y suhijo salieron a ver la tristísima comitiva, y Fer-mina Monsalud quiso que Soledad entrasedesde luego en su casa. Detuviéronla todos,procurando consolarla; pero ella insistió enbajar, y luchando con todas sus fuerzas, que noeran muchas, procuraba desasirse de los brazosde Sarmiento y Doña Fermina.

-Le soltarán pronto... No llore usted, niña -ledecía el preceptor-. Este Gobierno es como Dioslo ha hecho... no persigue más que a los libera-les... ¿Con que el señor Gil de la Cuadra era lamano derecha de Don Matías Vinuesa?...

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Soledad bajó rápidamente, y tras ella Sar-miento. En la calle arrojose otra vez la joven enbrazos de su padre, manifestando inquebranta-ble resolución de seguirle; pero las fuertes ma-nos de los corchetes la separaron. Gil de laCuadra, negándose a dar un paso en compañíade la soez cuadrilla, dejose caer en el suelo, yotra vez el egregio polizonte tiró de la soga.

-Tengo sed -dijo el anciano, respirando conansia.

Delante de él estaba D. Patricio, con las ma-nos a la espalda, fijando en el reo una miradamaliciosa y nada compasiva.

-Tengo sed -repitió Gil de la Cuadra.

-Sr. Sarmiento -dijo Monsalud vivamente-,en la escuela de usted hay una alcarraza conagua...

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-Mire usted qué demonches de casualidad -repuso Sarmiento, sin moverse del sitio en queal anciano contemplaba-; se me ha olvidadodónde puse esta tarde la dichosa alcarraza.

-Subiré yo -dijo Soledad procurando sobre-ponerse a su pena.

-Subiré yo -dijo Monsalud tomándole la de-lantera con rapidez suma-. Aguarde usted aba-jo y procure calmar al pobre viejo.

Pocos instantes después, Salvador daba debeber a su amigo.

-La noche está fría -manifestó imperturbabley sin dejar su sonrisa picaresca el gran Sarmien-to-, y cuando la noche está fría... y el tiempofresco... pues no se tiene sed.

Los polizontes tiraron de la soga, acompa-ñando su movimiento de ese chasquido de len-gua que tan bien entienden los animales.

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-Ánimo, amigo -le dijo Monsalud-. No olvi-de usted mi promesa.

Pareció que el infeliz colega de Vinuesa re-cibía ánimo y vida al oír estas palabras.

-¡Pobre hija mía! -exclamó, bebiéndose laslágrimas que copiosamente corrían por sus me-jillas.

-Solita es mi hermana -dijo Salvador,abrazándola-. Vamos: esto debe acabarse. Sereúne gente.

Cuadra se levantó con dificultad. En su espí-ritu había seguramente poderoso anhelo decolocarse a la altura de su situación, sofocandola ruin pusilanimidad que le abatía.

-¡Mi hija!... ¡Mi pobre hija! -gritó, clavandolos tristes ojos en el semblante de su joven veci-no.

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Con aquella mirada, su afligido corazón depadre dijo cuanto las circunstancias exigían quedijera.

Solita perdió el conocimiento. Sarmiento,que estaba a dos pasos de ella, la sostuvo en susbrazos.

-¿En dónde pongo esto? -murmuró festiva-mente.

-Subiré a Soledad a mi casa -dijo Salvadortomando en brazos a la joven como si fuese unniño-, y después, Sr. Gil, le acompañaré a usteda la prisión.

Como lo dijo lo hizo, y poco después de me-dianoche todo estaba terminado.

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-VI-Todavía no se había descubierto el templo. No

era aún la hora de la tenida, y los Hijos de la Viu-da, descansando de las fatigas políticas en suscasas o en los cafés, esperaban que la luz astralde la noche marcase la hora propia para lostrabajos del Arte Real. Los Maestros SublimesPerfectos, los Valientes Príncipes del Líbano o deJerusalén, los Caballeros Kadossch, los que anta-ño se llamaban Gerográmatas, los Hierorices, losEpivames, los Dadouques, los Rosa-Cruz de hoga-ño, los hermanos todos, desde el Terrible hastael Sirviente; los aprendices, compañeros y maes-tros, desde los de mallete hasta los de cuchara,estaban ocupados en el ágape doméstico, o bienconversando con sus mopsses, jugando con suslovatones o matando el tiempo en las reunionesprofanas, lejos de la verdadera luz. Las estrellasno se habían encendido todavía, ni el mirto elu-siaco exhalaba su aroma. Imperaba la rosa, em-blema del silencio, y la imponente exclamación

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Ossé no había resonado aún bajo las bóvedasorientales. En una palabra (y hablando con cla-ridad para inteligencia de los ignorantes), lasesión de la logia no había empezado todavía.

En la Caverna del Mithra, o sea el Universo,hay un punto que se llama Mantua, o Madrid,en cuyo punto es evidente la existencia de unacalle llamada de las Tres Cruces. En esa calle,cualquier curioso, aunque no tenga sus oídosabiertos a la verdadera luz, podrá ver una tiendade sastre, y si penetra en ella para que el su-premo arquitecto de las levitas le tome medidade una; si durante esta fastidiosa operación alzalos ojos a la bóveda del firmamento, vulgo cieloraso, verá sin duda que por aquellos descolori-dos y descascarados yesos se pasean soles, lu-nas, rayos que fueron de oro, cordones, trián-gulos, estrellas pitagóricas y otros signos. Alver esto, sentirá en su alma profundísima emo-ción de respeto, y dirá: «Aquí estuvo el gran

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templo masónico en los tres llamados años, del20 al 23».

Siguiendo nuestra relación (y dejando quepasen algunos días después de las escenasúltimamente referidas, lo cual nos lleva a losúltimos de Febrero de 1821), nos dirigimos allá.Es temprano: es la hora en que hierven losclubs, la hora en que Lorencini, La Cruz de Maltay La Fontana son otras tantas ollas donde bur-bujean con rumoroso y mareante zumbido laspasiones políticas, entre el chisporroteo de lasenvidias y el resoplido de las ambiciones. To-davía es temprano, porque los trabajos masóni-cos se abren (este tecnicismo obliga frecuente-mente a no hablar en castellano) a hora másavanzada.

Aún está a oscuras el edificio de la calle delas Tres Cruces. Reconocemos el vestíbulo, lasala de Pasos perdidos, donde campean los Cua-dros lógicos, y no hallamos persona viva. Óyensetan sólo los pasos de un hermano sirviente que

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va y viene, poniendo en su sitio las lámparas deaceite que bien pronto se han de llamar estrellaspolares, astros o nebulosas. Por último, vemos queentra un hombre con ademán resuelto, comopersona muy hecha a semejantes lugares, yobservando que adelanta sin recelo alguno, nosapresuramos a seguirle, tomándole por guía enel laberinto de galerías y salas. El desconocidose acerca al sirviente, y después de saludarle consignos que no nos es posible determinar, pro-nunciando una especie de santo y seña, le haceesta pregunta:

-¿Está el Sr. Canencia?

-En la Cámara de Meditaciones le hallará us-ted, Sr. Monsalud.

Le seguimos denodadamente, aunque elnombre de Cámara de Meditaciones nos da ciertacomezoncilla de miedo, por haber oído que esun recinto pavoroso que hace enflaquecer elánimo más esforzado. A pesar de esto, pene-

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tramos detrás del gallardo joven, y desde elmismo instante sentimos temblores y escalofr-íos al ver una habitación toda colgada de negro,no puede decirse que alumbrada, sino entriste-cida por macilenta luz. Damos diente con dien-te y el cabello se nos eriza al observar que endiversas partes de la triste estancia cuelgan,cual objetos en testero de tienda, cantidad dehuesos y calaveras, y que medio esqueleto seapoya contra la pared, mirando con desconsue-lo al otro medio, o sea los fémures y tibias quefueron de su pertenencia y ora yacen en el sue-lo.

En la sepulcral pieza hay una mesa, y junto aesta mesa se ocupa en burilar una plancha, o seaextender un acta (hablando a lo cristiano), unviejo de cabellos blancos. No atendemos a lasdemostraciones amistosas que hace a nuestrointroductor ni a las palabras de éste; por ahora,atentos sólo al conocimiento del local, fijamoslos atónitos ojos en algunos letreros que entre

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hueco y hueco adornan las paredes, y leemos:«Si vienes impulsado por una mera curiosidad o porotro móvil aún peor, retírate; no trates de descubrir-la, porque penetraremos tus intenciones». Volve-mos la cabeza, y nos sale al encuentro otro pa-rrafillo: «Si tu conciencia está tranquila, ¿por quésientes disgusto ante estos despojos que te recuerdanel fin de tu vida?» Otro letrero dice: «¿Siente tualma temor? Pues retírate, porque sólo un espíritufuerte puede soportar las pruebas a que has de sersometido». «¿Te hallas dispuesto a sacrificar tu vidaen aras del progreso humano?»

Poco a poco nos vamos familiarizando con elfúnebre y medroso espectáculo, y echamos dever que la Cámara, lo mismo que su extrañomueblaje, tienen cierto sello de arrinconadoscachivaches de teatro, dicho sea con perdón delas humanas calaveras. El polvo que los cubre,el desorden y abandono con que están coloca-dos los huesos y las inscripciones indican quetodo aquello está en lamentable desuso. Era laCámara de las Meditaciones un recinto donde

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encerraban al catecúmeno para que prepararasu ánimo antes de ser recibido como aprendizpor la congregación masónica. Lo primero quetenía que hacer el pobre profano, una vez quelo metían bonitamente allí, era otorgar su tes-tamento y contestar por escrito a varias pregun-tas, con objeto de mostrar su manera de discu-rrir y los gramos de sal que tenía en la mollera.Formuladas las respuestas, un hermano entrabacon el rostro cubierto en la Cámara, y recogien-do aquéllas, las entregaba al Venerable, que yaestaba presidiendo la sesión o tenida. Leíanselas pruebas del talento del neófito, y si no resul-taba alguna barbaridad estupenda, concedíanleel goce de la verdadera luz. Aquí empezabauna serie de ceremonias de que la gente de to-dos tiempos se ha reído mucho; pero dicen losmasones que hasta sus más insignificantes ges-tos y signos tienen un sentido no menos pro-fundo que los ritos de las religiones india, ju-daica y cristiana. Digan lo que quieran, las ce-remonias de estas religiones, aun consideradas

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tan sólo bajo el punto de vista artístico, tienenun sello especial de grandeza e idealidad; lasmasónicas, que sólo vagamente responden auna idea filosófica, parecen, por lo general, unjuego de chiquillos, dicho sea con perdón de losValerosos y Soberanos Príncipes.

Cuando se acordaba que el profano teníabastante entendimiento para ser masón (y nodebían de ser grandes las exigencias del tribu-nal), vendábanle a mi hombre los ojos paraconducirle a la logia, que estaba comúnmente ados pasos de la Cámara de Meditaciones. Daba élun golpecito en la puerta, y un masón, a cuyocargo corrían las funciones de primer celador,decía con la voz más campanuda posible: «Ve-nerable, llaman profanamente a la puerta deltemplo».

El Venerable, aunque sabía quién llamaba ypor qué llamaba, se hacía el sorprendido, di-ciendo con acento solemne: «Ved quién es».Intervenía entonces otro funcionario, que se

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llamaba el guarda interino. Éste salía en averi-guación del profano forastero que a deshoraturbaba la tranquilidad augusta de la logia, yentonces el hermano que acompañaba al neófi-to decía: «Es un profano que desea ser iniciadoen nuestros secretos».

Por fin, después que habían mareado bas-tante al pobre lego, le dejaban entrar, no sin quedijera antes su nombre, edad, naturaleza, esta-do, religión, profesión y domicilio. El hermanoque le presentaba ponía fin a su alta misión conestas palabras: «Ahí os lo entrego; ya no res-pondo de él».

Sería molesto y ocioso referir la serie de pre-guntas que el Venerable, desde la celeste lumi-nosa altura del Oriente, dirigía al neófito. Des-pués de las preguntas empezaban las pruebas,a fin de ver, según el código masónico, hasta quépunto la tortura física influye en la lucidez de lasideas del neófito, y conocer su energía, su carácter,etc. Aquí venían las figuradas copas de sangre;

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los homicidios de mentirijillas; los testarazosque no pasaban de broma; los cálices de amargu-ra, cuyo licor ha sido siempre muy conocido enla Fuente del Berro; las abluciones en un pilóndenominado Mar de bronce, y otros sainetes,algunos de los cuales recibían el nombre deviajes, y lo eran en efecto, por los imaginariospaíses de Babia. Al recién nacido le asistía entales actos un individuo a quien llamaban elhermano terrible, siendo común que desempeña-ra tal comisión y llevase el atroz mote algúnbonachón tendero de la plaza Mayor o mansoescribientillo de cualquier oficina.

En seguida juraba el recipiendario, prome-tiendo realizar cosas muy buenas, para las cua-les no es preciso seguramente hacer el payaso,pues multitud de personas socorren a sus her-manos en la Caverna del Mithra, vulgo mundo,sin necesidad de que se lo mande un Venerableni de que le mareen con preguntas vanas des-pués de bailar el minueto entre un Caballero

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Kadossch y un Príncipe del Líbano. El juramentono era la última ceremonia, pues ningún profa-no podía dejar de serlo, hasta que no le sobabande lo lindo. Al golpe de los malletes, o sea mar-tillos de palo, caía la venda de los ojos del neó-fito, y se encontraba rodeado de llamas y espa-das.

¡Tremendo, crítico instante para aquel quecreyera iba a ser mechado y asado culinaria-mente!... Pero las llamas eran pintadas, y lasespadas, de hojalata. El Venerable, compadeci-do entonces sin duda de la situación de aquelpobre hermano metido dentro de una hogueray entre punzantes aceros, procuraba tranquili-zarle, diciéndole que las llamas y espadas noeran otra cosa que una imagen del remordi-miento que desgarraría el alma del recién nacido sillegaba a vender los secretos de la sociedad.Con esto quedaban terminadas las fórmulas, yrespiraba con libertad el iniciado viendo con-cluidas las pesadeces del rito. Pero a lo mejor

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tomaba la palabra el Venerable, que era por locomún un hombre, si no digno de veneración,muy convencido de la importancia de aquellascomedias, y le espetaba un discursazo, llamadoentre ellos pieza de arquitectura, encareciendo lasublimidad de la masonería y revelándole algode lo concerniente al grado primero o deaprendiz. Éste dejaba de llamarse Juan o Pedro,y tomaba con singular modestia el nombre deCatón, Horacio Cocles, Leibnitz u otro cual-quier personaje célebre.

No puede formarse juicio exacto de la maso-nería por lo que esta institución ha sido en Es-paña. Los masones de todos los países declaranque la sociedad del compás y la escuadra existetan sólo para fines filantrópicos, independien-tes en absoluto de toda intención y propagandapolíticas. En España, por más que digan lossectarios de esta orden, cuyos misterios hanpasado al dominio de las gacetillas, los maso-nes han sido en las épocas de su mayor auge,

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propagandistas y compadres políticos. Tampo-co puede formarse juicio de la masonería espa-ñola de antaño por los restos de ella que existenhoy, y que, al decir de los devotos, se reducen aunas juntillas diseminadas e irregulares, sinorden, sin ley, sin unidad, aunque cumplenmedianamente su objeto de dar de comer a treso cuatro hierofantes. Esta antigualla oscura, quealgunos sostienen como una confabulación cari-tativa para fines positivos o menudencias indi-viduales y para protegerse en uno y otro conti-nente (por lo cual son masones casi todos losmarineros que hacen la carrera de América), notiene nada de común con la asociación de 1820.

Era ésta una poderosa cuadrilla política queiba derecha a su objeto; una hermandad utilita-ria que miraba los destinos como una especiede religión (hecho que parcialmente subsiste enla desmayada y moribunda Masonería moder-na), y no se ocupaba más que de política a lamenuda, de levantar y hundir adeptos, de im-

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pulsar la desgobernación del Reino; era un cen-tro colosal de intrigas, pues allí se urdían detodas clases y dimensiones; una máquina po-tente que movía tres cosas: Gobierno, Cortes yClubs, y a su vez dejábase mover a menudo porlas influencias de Palacio; un noviciado de lavida pública, o más bien ensayo de ella, puespor las logias se entraba a La Fontana y La Cruzde Malta, y de aprendices se hacían diputados,así como de Venerables los ministros. Era, enfin, la corrupción de la masonería extranjera,que al entrar en España había de parecerse ne-cesariamente a los españoles.

Durante la época de persecución, es notorioque conservó cierta pureza a estilo de catacum-bas; pero el triunfo desató tempestades de am-bición y codicia en el seno de la hermandad,donde al lado de hombres inocentes y honradoshabía tanto pobre aprendiz holgazán que de-seaba medrar y redondearse. Apareció formi-dable el compadrazgo, y desde la simonía, el

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cohecho, la desenfrenada concupiscencia delucro y poder, asemejándose a las asociacionesreligiosas en estado de desprestigio, con la dife-rencia de que éstas conservan siempre algo delsimpático idealismo de su instituto original,mientras aquélla sólo conservaba, con su em-brollada y empalagosa liturgia, el grotesco apa-rato mímico y el empolvado atrezo de las llamaspintadas y las espadas de latón.

A medida que iba avanzando el triunfo ibadecayendo el ritual masónico, simplificándoselos símbolos, relajándose la disciplina en lorelativo a juramentos, pruebas, iniciación. Poreso hemos visto tan empolvados y rotos lostarjetones y huesos le la Cámara de Meditaciones,cuya inutilidad empezaba a ser reconocida. Espropio de gente tocada del afán de codicia el nopreocuparse de detalles tontos, y bien se sabeque hambre o ambición no tienen espera.

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-VII-Gracias a Dios que se te ve por aquí -dijo

Canencia dando un apretado abrazo al joven-.Sé que has venido de Francia hace más de vein-te días... ¡tunante! y no te has dignado dar unavuelta por la logia... ¡cuando sabes que te que-remos tanto; cuando sabes que los señores teestiman mucho y desean hacerte hombre depro...!

-Por tener ocupaciones graves no he podidovenir -repuso Monsalud sentándose-. Me handicho que esto anda muy revuelto, papá Ca-nencia.

-No es esto un modelo de paz y concierto -dijo Canencia con cierto desconsuelo-. Las di-versiones crecen, y la reciente fundación de loscomuneros ha hecho mucho daño a la socie-dad... ¿Y tú en qué piensas? Me han dicho que

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los negocios del duque del Parque te dan decomer... lo celebro.

-Vivo regularmente; no como ustedes, loshombres mimados de la situación, que estánhechos unos bajás.

-¿Lo dices por mí? ¡pobre Aristogitón! -exclamó Canencia con filosófica humildad-. Yono disfruto otras delicias de Capúa que lasemanadas de un miserable destino en Correos.Pero estoy contento, contentísimo. Ya sabes queno soy ambicioso, que me precio de filósofo enla verdadera acepción de la palabra... Hijo mío,un pedazo de pan, un vaso de agua clara, unbuen libro, un tiesto de flores: he aquí mis teso-ros, he aquí mis necesidades, he aquí mi sibari-tismo. Recordarás lo que dice el gran Juan Jaco-bo acerca de...

-Yo no recuerdo nada.

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-Pues el filósofo de los filósofos dice que nohay verdadera felicidad sin sabiduría... ¡Oh!,¿de qué sirven las grandezas humanas? Hastael heroísmo es cosa que no tiene simpatías,porque, como dice el Ginebrino, «la continui-dad de pequeños deberes bien cumplidos noexige menos fuerza moral que las accionesheroicas». Mira tú cómo un hombre humilde,que no va más que de su casa a la de Correos yde la casa de Correos a la suya o a la logia, ycarece de esposa y de prole, puede ser un gran-de hombre, es decir, un sabio, o si lo quieresmás claro, un hombre feliz... Que suban loscomuneros, que bajen o suban o se estén que-dos los masones... es cuestión que no me im-porta mucho. El zoquete de pan, la cántara deagua, el tiesto de flores y el buen libro no hande faltar. Convéncete, ¡oh joven inexperto!, deque la ambición no ocasiona más que disgustosy enfermedades en el hépate... en el hígado,para hablar claramente... Se me figura que túestás carcomido por la ambición, ¿eh? Tú traes

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algo entre manos. Dime -añadió poniéndole lamano en el hombro con patriarcal cariño-, ¿porqué has escrito aquella carta a Campos, dicién-dole que te retiras de la masonería y poniéndo-nos de oro y azul?... ¿Tratas de pasarte a loscomuneros? Ahí tienes una apostasía que meparece tonta. Pareces un chiquillo. El creer queesto es una casa de locos no es motivo paraquerer salir de ella, señorito Aristogitón. Qué-date aquí, quédate sin perjuicio de que, in foroconscientiae, te rías un poquillo de la parte ex-terna, ¿entiendes? Yo también, si he de decirtela verdad, me río algunas veces.

-Pues si usted se ríe, amigo D. Bartolo -dijoMonsalud siguiendo el consejo del anciano-, esun hipócrita, porque usted es el hermano secre-tario y orador de la sociedad; usted es el erudi-to, el que explica las leyes de la masonería, elconsultor general, el que lo sabe todo dentro deesta casa, el que ordena los ritos, el que explicalo que los demás

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no entienden; usted es el sacerdote, el mago,el patriarca, el senescal, el archimandrita, elsantón, el hierofante o no sé qué nombre darle,porque no sé todavía qué especie de religión,secta o jerigonza es ésta. Usted es el que predi-ca cosas enrevesadas y enigmáticas que no en-tendemos; usted es el que dibuja garabatos enlos diplomas; usted, asistido de su ayudante, elseñor Regato, fue quien puso aquí esos huesosy esas calaveras que están abriendo la boca pa-ra decir que las vuelvan a la tierra; usted escri-bió estos tarjetoncillos y puso las granadasabiertas, las columnas, los triángulos y la soga,y lo que llaman el Delta, el Sol, la Luna, el dosel,la J y la B, el cirio y demás signos y majaderías.Si después de hacer esto se ríe usted de los ma-sones... vamos, se comprende en qué consiste elser sabio y filósofo.

Durante el discursillo, el anciano Canenciasonreía socarronamente, acariciándose la barba.Cuando le tocó hablar volvió a poner su mano

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en el hombro del amigo, y bondadosamente ledijo:

-Tú no sabes que al pueblo, al vulgo, alcomún de las gentes, o como quiera llamarse aesa turbamulta ignorante e impresionable, espreciso meterle las ideas por los ojos? Ya es ungran adelanto que hayamos desterrado lossímbolos y fórmulas absurdas de las religiones.Para inculcar en esas cabezas de estuco el cultoy veneración del Ser Supremo hay que proce-der con paciencia. ¿Hemos de decirles que lomejor es adorar a Dios bajo la bóveda de loscielos? No, mil veces no; mientras haya hom-bres es preciso que haya simbolismos, y mien-tras haya simbolismo es preciso que haya imá-genes, o a falta de imágenes, garabatos, cositasraras y de difícil inteligencia... Vaya, amiguito,no repitas la vulgaridad de que soy un farsante.Equivaldría esta calumniosa especie a llamarfarsantes al Papa y demás gigantones del cato-licismo, y no lo son: dentro de su esfera, bajo su

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punto de vista, no lo son... Lo que yo siento esque la gente va perdiendo el respeto al ritual, yllegará día en que miren todo esto como miranlos curas dentro de la sacristía los objetos de suoficio. ¡Pícara humanidad! Verdaderamente esuna bestia. No se la puede tratar sino a palos.Acá para entre los dos, Aristogitoncillo de mildemonios, desde que se planteó aquí la liber-tad, voy creyendo que Atila, Omar, Felipe II yBonaparte han tratado a los hombres como semerecen. ¡Mientras todo no vuelva al estadoprimitivo!... Pero tú no entiendes de esto, ¿no esverdad? ¡El estado primitivo! ¡Ah! ¡Imagínate elestado anterior a este funesto pacto que hemoshecho para destrozarnos los unos a los otros yhacernos todo el daño posible!... No hay nadacomparable al pacto. La verdadera sabiduríadebe dirigirse a ese fin; un fin, muchacho, queconsiste en volver al principio. Mas no puedeformar idea de esto quien está devorado por laambición y tiene lleno el espíritu de ansiedadesmundanas, en vez de conformarse a vivir mo-

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desta y primitivamente con un pedazo de pan yun vaso de agua cristalina, un tiesto de flores yun buen libro...

Monsalud no podía tener la risa. Durante unrato, Canencia, poniéndose las antiparras, si-guió burilando, o sea escribiendo la plancha, omejor, el acta.

-Tú te ríes -dijo en el momento en que echa-ba polvos para volver la hoja- porque crees queganarse la vida de esta manera no cuesta traba-jo. Niño mimado de la fortuna, yo quisiera sa-ber qué sería de ti sin la prebenda que tienes encasa del duque del Parque.

-Las prebendas -repuso Salvador- no existenhoy sino en este manejo de la J y la B, y en estecepillo o tronco masónico, que es el mejor delmundo después del de las Ánimas. ¡Ah, papáCanencia, ya podía usted echar un remiendo aestas pobres calaveras, que están diciendo con

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sus bocas sin lengua la inmensa tacañería delsacristán mayor de este templo?

-Así como no tienen lengua para pedir -dijoD. Bartolomé con malicia-, tampoco tienen pa-ladar, y puesto que no comen más que polvo,no puede haber cocina más económica, y lim-piarlas sería ponerlas a dieta. Bien dijo el otroque en polvo nos hemos de convertir.

-No lo dije por usted, que se está convirtien-do en momia de Egipto forrada en oro y plata,por obra y gracia de los misterios de Isis, deEleusis o de Patillas.

-Ésa es la opinión de esos bobos de comune-ros -dijo Canencia, algo amostazado-. ¿Por ven-tura este granuja se nos ha hecho comunero?

-Tal vez -replicó Salvador-. Allá parece queestán por la formalidad. ¿Hay también cepillo ycolectas?

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-Más que aquí. Pregúntaselo al Sr. Regato,que ha contribuido a fundar aquella sociedaddespués de haber comido a dos carrillos ennuestro plato y hecho salvas con nuestra pólvora.

Los masones llamaban al vino pólvora roja, alvaso cañón, y a los brindis salvas. No es fácilcomprender la misteriosa relación simbólicaentre la embriaguez y la artillería.

-Pero te advierto -continuó Canencia-, por sies tu intención pasarte a los comuneros, queaquí no tienes más que boquear para obtener loque mejor te cuadre. Campos te quiere mucho...Anoche mismo habló mucho de ti, y aun se mefigura que te va a sorprender con un buen rega-lito. Has hecho bien en venir esta noche.

-Lo celebro, porque vengo a pedir.

-¿A pedir?... Gracias a Dios, hombre. Eres delos nuestros. Veo que entras en el buen camino-dijo Canencia mirando su reloj-. El acta está

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lista. Ya es hora de empezar la tenida. ¿Y quépides?

-Dígame, Sr. Canencia -preguntó Monsaludcon gran interés-: ¿cuál es el criterio del Ordenrespecto a la suerte de los que están presos porconspiraciones absolutistas?

-¿Cuál ha de ser? Que los ahorquen. ¿Te hasechado a filántropo? ¿Hay algún pariente tuyoen la cárcel de Villa?

-Sí, señor; hay un pariente mío en la cárcelde la Corona -repuso Salvador con firmeza-, yes preciso sacarlo de allí.

-¿Es rico?

-Es pobre.

-Pues veo muy difícil que tu pariente comalos buñuelos de San Isidro de este año... Sinembargo, puedes trabajar. Campos te quieremucho. El Duque pertenece al Supremo Conse-

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jo. Ya sabes que lo que aquí se ata, atado seráen el Gobierno, y lo que allá dentro desatemos,desatado será... allá arriba. Esta noche, despuésde la tenida ordinaria, hay tenida de Príncipes delgrado 31. Creo que se tratará de cosas muy al-tas. Si consigues tener de tu parte a Campos...

-En la tenida ordinaria, ¿quién preside estanoche?

-El mismo Campos... Ya comienza a venirgente. Señor Aristogitón, orden y compostura.

Ambos personajes se trasladaron a la sala dePasos perdidos, donde encontraron varias perso-nas. La concurrencia aumentaba cada instantecon la entrada de nuevos hermanos, entre loscuales los había de todas clases, edades y figu-ras; muchos militares, aunque sin uniforme, yno pocos clérigos, aunque sin hábitos. El her-mano Aristogitón, que por espacio de algunosmeses había estado dormido, saludó a sus com-pañeros de taller. Pasó algún tiempo en anima-

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das conversaciones particulares hasta que eltemplo fue descubierto, mejor dicho, se abrió unapuertecilla que daba entrada a la logia.

-VIII-La logia era un salón cuadrangular, muy mal

alumbrado y peor ventilado, de techo plano yno muy alto, de paredes sucias y más parecidoa cuadra o almacén que a templo de una reli-gión que dicen tenía entonces en todo el mundoocho o diez mil logias. En los cuatro testerosotras tantas palabras de doradas letras indica-ban los puntos cardinales, correspondiendo elOriente a la presidencia, presbiterio, santa-sanctórum, altar mayor o como quiera llamárse-le, a cuyo sitio, más elevado que el resto dellocal, se subía por tres escalones. Para que todose pareciera a un recinto religioso serio, habíaun doselete de terciopelo, en cuyo centro res-plandecía un triangulillo, al cual, para hablar

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con la menor claridad posible, llamaban ellosDelta. Dentro de él se veían unos garabatos queindicaban el nombre de Dios puesto en hebreo,también para mayor claridad; pero ya es sabidoque ningún signo masónico ha de estar al al-cance de los tontos. Lo que sí se entendía per-fectamente era el Sol y la Luna, dos caricaturasde aquellos astros pintadas a derecha e izquier-da del Delta, o como si dijéramos, al lado delEvangelio y al de la Epístola.

En igual disposición respecto al presidenteestaban los sitios del hermano Orador y delsecretario. Cierto es que las mesillas de que seservían fueran más útiles teniendo la formacuadrada; pero era indispensable no abandonarel triangulillo siempre que se pudiera, y poresto las mesas eran de tres picos. También ten-ían un poco más abajo bufetes trípicos el Teso-rero y el Hospitalario. En el remoto Occidente,es decir, junto a la puerta, se elevaban dos co-lumnas rematando en granadas entreabiertas.

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Una columna tenía la J y otra la B, letras que alparecer querían decir Juan Bautista, pues tam-bién al precursor del Mesías le metieron decabeza en la heterogénea liturgia masónica,donde los misterios egipcios y mil desabridasfábulas se mezclan gárrulamente con el mo-saísmo, el paganismo, la religión cristiana, larevolución inglesa y la filosofía del siglo deFederico. Junto a las columnas se repetían lasmesillas triangulares, una para el primer vigi-lante y otra para el segundo.

El techo no carecía de interés. Por encima deldoselete destinado a guarecer la calva del Pre-sidente, asomaban unas listas doradas repre-sentando los rayos del sol con dudosa fideli-dad. En el friso había varios garabatos, obra deindocto pincel, a los cuales se atribuían inten-ciones de querer expresar los signos del zodia-co; y por debajo de ellos corría, también pinta-da, una soga, símbolo de unión y fuerza. Laestrella pitagórica andaba también de paseo por

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aquellos altos cielos, testimonio de grandezadel Supremo Demiurgos (Dios), y en su centrollevaba la letra G, significando gnos, palabrejaque hasta los niños entienden, sin necesidad deaprender, que significa generación. Completa-ban el sublime ajuar cuatro candelabros consendas estrellas, que en el mundo ordinario lla-mamos velas, y por último, la consabida bateríade trastos, espada ondulante, compás, escuadray el ejemplar de los Estatutos. No había venta-nas ni más puertas que la de entrada, porqueera de rito el ahogarse.

El Venerable o Presidente era un hombrecomo de sesenta años, de agradable y aún her-mosa presencia, fisonomía simpática, sonrisaesculpida, más bien de cortesía que de burla.En todo él había marcadísima expresión decontento de la vida, un singular convencimien-to de que el mundo era bueno, y si se quiere, deque el Arte Real era óptimo. Vestía con elegan-cia, y los atributos y arreos de la masonería, que

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no tienen comúnmente nada de airosos, le sen-taban a maravilla. Había en su bizarra aposturacorpulenta cierto aire de obispo y también algode hombre de mundo, sin que pudiera adivi-narse cómo se verificaba la síntesis de estos dostérminos tan diversos.

Aquel personaje, que a pesar de su induda-ble influjo en los sucesos de su época ha esca-pado, por extraño fenómeno, a las fiscalizacio-nes entrometidas de la Historia, se llamaba D.José Campos. Éste era su verdadero nombre, yno anagrama impuesto por el novelador paratapar una celebridad; mas no lo busquéis en laHistoria, como no sea en algún olvidado y os-curo libro de masones; buscadlo en la Guía deforasteros, porque era director general de Corre-os.

A pesar de la poca resonancia de su nombre,a pesar de no estar asociado a ningún ministe-rio, a ningún gran discurso, ni menos a batallaso sediciones, es indudable que el portador de él

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fue uno de los hombres más importantes delcélebre trienio. A él se debió la organización dela Masonería en aquel pie de ejército poderoso.Lo que no se comprende fácilmente es la razónde su modestia. Campos no quiso nunca salirde la Dirección de Correos, aunque su familia-ridad con ministros, generales y consejeros leponía en la mejor situación del mundo parasatisfacer su vanidad si la hubiera tenido. Delas más verosímiles tradiciones masónicas sedesprende que el Venerable en cuestión era delos que se agachan para dejar pasar las turbo-nadas y los pedriscos, conservando siempre elmismo sitio y no dejándose arrastrar por la fu-ria de las pasiones, con lo cual, si aparentemen-te adelantan poco, en realidad salen siempreganando y no están sujetos a las caídas y vaive-nes de la gente muy visible y muy talluda. Máshábil vividor no lo conocieron los pasados niconocerán los venideros siglos.

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Los anales masónicos están conformes conasegurar que Campos tenía en las logias elnombre de Cicerón.

Tomaron todos asiento, siendo de notar quealgunos tenían mandil y banda, y otros no.Hubo no pocos pasos de baile francés, toca-mientos y signos que no describiremos por serdemasiado conocidos. La patriarcal fisonomía yespesa cabellera blanca de Canencia se destaca-ban al lado de la Epístola, y al verle tan cir-cunspecto y hasta con cierta expresión beatífica,se creería que los templos elevados a la Gloriadel Gran Arquitecto Iod, también tenían sussantos. El Venerable, usando las fórmulas ritua-les, mandó al primer vigilante que se asegurasesi el templo estaba a cubierto, y el primer vigilan-te, después de hacer la pantomima de salir yvolver a entrar, declaró que no llovía, es decir,que el templo estaba libre de entrometidos yque podían empezar los trabajos. Un martillazopresidencial abrió éstos en el grado convenido.

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El Maestro de ceremonias, que era uno de losoficiales dignatarios, recorrió los asientos pre-sentando el saco de las proposiciones. Algunosmasones depositaron un papelillo como los quese usan en las rifas domésticas. El Venerableextrajo todas las proposiciones, y escogiendo laque le pareció más grave, leyó lo siguiente:

«Proposición de Aristogitón. -Gr.·. 18: SalvadorMonsalud.- Pido a este Grande Oriente de Ma-drid, se sirva declarar que reprueba las prisio-nes ordenadas por el Gobierno con motivo deinofensivas conspiraciones absolutistas, y quese apresure a interponer su mediación benéficapara que D. Matías Vinuesa y los demás infeli-ces encarcelados por causa del ridículo plandescubierto el 21 de Enero, se libren no sólo deejecución capital, sino del largo cautiverio a quelos condenará la pasión política».

Cuando el Venerable concluyó de leer, ru-mores de desaprobación sonaron en la logia;pero el martillo del Venerable impuso silencio,

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y algunos instantes después, Aristogitón seexpresaba en estos términos:

-He presentado esa proposición por purafórmula y para cumplir con los Estatutos delOrden, que disponen sean tratados todos losasuntos en sesión reglamentaria, y no en conci-liábulos reservados entre dos o tres hermanosbullidores que arreglan el mundo y la naciónpara su uso particular.

Nuevos rumores interrumpieron al orador, yCicerón, después de acallarlos a golpes, reco-mendó a todos moderación.

-Temprano empiezan las interrupciones-prosiguió el masón del gr.·. 18-, y lo siento, nopor mí, que estoy dispuesto a decir todo lo quesea preciso, sino por mis queridos hermanos,que van a perder la paciencia y la voz, si con-tinúan haciéndome coro hasta el fin de mi dis-curso... Decía que desconfío de que mi proposi-ción tenga éxito aquí, a pesar de ser la expre-

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sión más leal y clara del espíritu y de las prácti-cas constantes de este respetable Orden en to-dos los países del mundo; y no tendrá éxito,porque este Gran Oriente y los individuos queen diversos grados dependen de él, han olvi-dado completamente los fines benéficos, desin-teresados y filantrópicos de tan antiguo Institu-to, para desvirtuarlo y corromperlo, haciéndoleinstrumento de intereses políticos y de la codi-cia...

El martillo del Venerable, interpretando eldescontento de la asamblea, advirtió al oradorque hablaba con la pasión y vivacidad propiasde un Congreso. Cicerón rogó en breves pala-bras al orador tuviese presente que aquello eraun templo y no un club.

-Hermano Venerable -indicó Aristogitón-; sila condición de templo impide a este local oír laverdad, me callaré. Cuantos me escuchan sabenya por su conciencia lo que yo estoy diciendo.¿Por qué no me lo han de oír a mí, si ya lo sa-

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ben, y no les digo nada nuevo?... Continuaré,pues, procurando ser breve y herir lo menosposible la susceptibilidad de mis hermanos, aquienes ofende más lo dicho que lo sentido;más las palabras que los hechos... Al proponeral Oriente que temple en lo posible el ardor delas luchas políticas, he querido protestar contrala tendencia a fomentarlas y exacerbarlas. ElInstituto masónico debe ser extraño a la políti-ca, debe ser puramente humanitario, debe pro-teger a los desvalidos sin pedirles cuenta de susideas, y aun sin conocer sus nombres. Está fun-dado en la abnegación y en la filantropía. Lodicen así su historia, sus antecedentes, sussímbolos, que o no representan nada, o repre-sentan una asociación de caridad y protecciónmutua. Lejos de practicarse estos principios enEspaña, el Orden se ha olvidado de los menes-terosos, constituyéndose en agencia clandestinade ambiciones locas, en correduría de destinosy en...

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Protestas, amenazas y tal cual palabreja pu-ramente española, que no fue conocida de Sa-lomón ni de Hiram-Abí, ahogaron la voz delorador. El tumulto fue tan grande como cuandoen el templo de Salomón se dispuso que la mul-titud prorrumpiese en gritos para que la pala-bra Jehová, pronunciada por el Gran Maestro,no llegase a oídos profanos. Del mismo modolos martillazos de Campos-Cicerón no llegabana profanas orejas. Por último, entre Canencia yel Venerable, lograron restablecer el orden.

-Esto no se puede tolerar -gritó un compañe-ro-. Si el hermano Aristogitón quiere abogarpor los absolutistas, que tanto nos han perse-guido; si es absolutista él mismo, dígalo de unavez, sin necesidad de insultarnos, ni de man-char tan audazmente la honra inmaculada deesta santa sociedad.

-Hermano Arístides, o mejor, Pipaón, puesno puedo acostumbrarme a prescindir de losnombres verdaderos -dijo Salvador, sin perder

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ni un instante su serenidad-; tú que has cantadoen todos los corrales y has venido aquí manda-do por los absolutistas, para referirles lo quehacemos, debes callar para no exponerte a quese descubra bajo la piel de ese ridículo celo laverdadera oreja asnal de tu conciencia negra.

-Que se burilen, que se escriban ahora mismoesos insultos -gritó Pipaón fuera de sí-. Herma-no Venerable, pido que el Oriente formule aho-ra mismo el acta de acusación contra el herma-no Aristogitón y que pase a la Cámara de Justi-cia.

-¿Para qué se ha de escribir lo que he dicho?-añadió Monsalud-. Mejor es que lo repita, y lorepetiré cuantas veces queráis.

-¡Orden, orden!

Cicerón rompía la mesa a martillazos.

-¡Fuera, fuera!

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-Hermanos queridos -dijo el Venerablehaciendo un esfuerzo para que su sonora vozfuese oída-, tengamos calma. Ruego al oradortenga presente que estamos en un templo, en elsanto templo abierto a las luces, a la honradezpura, a la filosofía pura, a los nobles sentimien-tos filantrópicos de la humanidad toda, sin dis-tinción de clases, iglesias, castas, ni estados...

-¡Bien, muy bien!

-Pues decía al orador que estamos en untemplo y no en un Congreso y menos en unclub.

-¡Muy bien!

-Hecha esta advertencia, y rogando a loshermanos de las columnas septentrional y me-ridional que se calmen y tengan prudencia,oigamos a nuestro hermano; que después elOriente tomará las medidas que crea necesa-rias. Adelante, hermano Aristogitón.

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-Es el colmo de la insolencia -gritó un her-mano sin hacer caso de los martillazos cicero-nianos-, que aquí dentro se levante una voz adefender al cura Vinuesa y a los demás conspi-radores absolutistas.

-Yo no defiendo a los conspiradores-exclamóel orador-. Lo que pido al Oriente es protecciónpara los que padecen, martirizados por unapopulachería indigna que no sabe oponerse alas conspiraciones de la Corona sino insultandoal Rey; que no sabe sofocar las conspiracionesrealistas, porque perdona, tolera y agasaja a loshombres verdaderamente temibles, mientrasencarcela y atormenta y ahorca a infelices cléri-gos y ancianos ineptos, incapaces de hacer cosaalguna de provecho contra el régimen estable-cido. La populachería, a cuyo servicio se hapuesto este Orden, no ve los enemigos reales ypoderosos que se unen astutamente al pueblo yse meten aquí, minando el terreno en que lalibertad trata de fundar, sin poderlo conseguir,

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un edificio más o menos perfecto. La popula-chería, mientras deja de trabajar en silencio alos que odian la libertad, se entretiene en dartormento a la gente menuda.

»Señores masones, o señores liberales tem-plados, que ahora todo viene a ser lo mismo,sois como aquel emperador romano que seocupaba en cazar moscas, y mientras mortifica-ba a estos pobres insectos no veía a los preto-rianos que se conjuraban para echarle del trono.Éste era Domiciano. Así sois vosotros. Yo quie-ro que variéis de conducta, y principio por pe-dir que se deje en paz a las moscas... No conoz-co a Vinuesa; pero si a compañeros y amigossuyos, que comparten su suerte en la cárcel dela Villa o de la Corona. He visto la feroz excita-ción que existe en el pueblo contra ellos, y estaexcitación creada y fomentada por este Orden ymás aún por la Asamblea de los Comuneros, esuna barbarie y al mismo tiempo una impruden-cia política. El vil populacho a quien instruís en

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el inicuo arte de hacerse justicia por sí mismo,aprenderá al cabo, y una vez maestro, querrádar todos los días una prueba de esa atroz so-beranía que le habéis enseñado. Tengo la segu-ridad de que si el tribunal que va a juzgar aVinuesa se mostrase benigno, la canalla destro-zaría a Vinuesa, al tribunal y luego a vosotros,que habéis hecho creer a la bestia en la necesi-dad de los sacrificios humanos. Mientras laCorte juega con vosotros y os lanza de desacier-to en desacierto para desacreditaros y para queos devoréis los unos a los otros, os entretenéisen menudencias ridículas, os debilitáis en riva-lidades indignas y aduláis las pasiones de lacanalla, que si hoy ladra libertad, ladrará ma-ñana absolutismo. Todo depende de la manoque arroje el pedazo de pan.

»Poniéndome, pues, en el terreno político, apesar de creerlo impropio de esta Sociedad;hablando el único lenguaje que entienden aquí,declaro que la persecución de Vinuesa, y mu-

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cho más la sañuda irritación del pueblo contraese hombre infeliz, me parecen una desgraciacasi irreparable para la libertad, un mal graví-simo, que este Orden debe evitar a toda costa,principiando por propagar la tolerancia, la be-nignidad, la cordura, y concluyendo por em-plear toda influencia en pro de los procesados.Si no se hace así, esto que llamamos templomerece que el mejor día entren en él cuatro sol-dados y un cabo, y que después de entregartodos los trastos del rito a los chicos de las ca-lles para que jueguen, recojan a los hermanostodos para llenar otras tantas jaulas en el Nun-cio de Toledo.

Las últimas palabras del orador apenas fue-ron entendidas, a causa del gran alboroto quese armó dentro del templo, que representaba lagrandeza y maravillosa arquitectura del mun-do.

-¡Fuera, fuera!... El mismo se ha desenmasca-rado y ya sabemos lo que quiere.

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-A votar... Que se vote la proposición en es-crutinio secreto.

-Ahora mismo se va a redactar el acta deacusación.

-¡Fuera!

-¡El acta de acusación!...

-Pedimos que pierda en absoluto los dere-chos masónicos. Tanta insolencia, esas brutalesamenazas, la defensa de nuestros enemigos, nopueden quedar sin castigo...

Estas y otras frases pronunciadas en indes-criptible tumulto, indicaban la efervescenciaque en el templo reinaba, y por largo rato Ci-cerón se rompía las manos dando martillazossin poder calmar las olas de aquel mar embra-vecido. Al fin, auxiliado de Canencia y de otros,lograron serenar un tanto los irritados ánimos,librando asimismo al insolente orador de las

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manifestaciones un poco brutales que el grupomás entusiasta, la columna del septentrión, sino estamos equivocados, se dispuso a emplearcontra él.

-Después de ver lo que veo me preocupa po-co que se vote o no lo que he propuesto -dijoSalvador-. Y en cuanto al acta de acusación, nose tomen mis hermanos el trabajo de redactarla,porque no es preciso que me expulsen. Me ex-pulsaré yo mismo, abandonando para siempreeste Orden inútil, enfermo, podrido, que si aúnrespira y habla como los vivos, ya infesta comolos cadáveres.

¡Escándalo inaudito! Aunque lo normal enlas tenidas era que se discutiera con tranquili-dad, cuando la congregación salomónica sealborotaba parecía un club de los más fogosos.Unos rugían tan cerca del atrevido Aristogitón,que fue necesario que interviniera personal-mente al Venerable para impedir cosas mayo-res entre hermanos, olvidados de la santidad

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que infunde un mandil de cocinero. De las co-lumnas septentrionales partía el más atroz nu-blado de amenazas y recriminaciones. Las co-lumnas del Mediodía estaban más tranquilas.Indudablemente había allí no pocos compañe-ros que opinaban lo mismo que el orador,hallando tan sólo reprensible la forma violentadel discurso.

-¡Radiación, radiación! -gritaron algunos-. Sinalborotar se puede imponer castigo al delin-cuente.

Radiar significaba dar de baja.

-Que se le inscriba en el Libro Rojo.

Era un librote donde se inscribían los her-manos radiados por sentencia masónica.

-Que se vote antes por esferas esa absurdaproposición.

Esferas llamaban a las bolas.

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-Queridos hermanos -repetía el Venerablecon mansedumbre-, estamos en un templo, noen un club. Orden.

El orador se hubiera marchado de la logiasin esperar las resoluciones del templo; pero unresto de consideración hacia los que aún le lla-maban hermano detúvole allí. Vio que Canen-cia desde su tripódica mesilla le hacía señas dereprobación y pesadumbre; vio que el Venera-ble le miraba con expresión de lástima; oyóalgunas palabras rencorosas de tal cual herma-no que no lejos de él tenía su asiento; observóque muchos, mayormente los del Mediodíaguardaban una actitud reservada, como hom-bres demasiado prudentes que no se atreven aponer su opinión frente a la opinión de la ma-yoría; vio después que votaban su proposición,y por unanimidad la desechaban; pero lo quemás sorpresa le causó fue que en la sala de Pa-sos perdidos, concluida la sesión, le dijera al oído

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algún hermano de los más callados bajo la bóve-da del Universo:

-Hermano Aristogitón, yo pienso como us-ted en lo de dejar en paz a las moscas y hacerpuntería a los pajarracos; pero esto no se puededecir aquí. Conviene seguir la corriente y nochocar con la mayoría. A donde nos lleven ire-mos.

Y otro le dijo, también en secreto:

-Lo mismo que usted hubiera dicho yo, aun-que en tono menos agresivo. No conviene en-soberbecer al pueblo ni adular sus instintossanguinarios, pero, amigo, la consigna de estosdías es sacrificar algún absolutista a la implaca-ble furia populachera, y como no ha caído ennuestras redes, ni caerá, ningún tiburón, fuerzaes echar en la sartén los pececillos de redoma.Vinuesa morirá.

Y un tercero le dijo, también en secreto:

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-Le hubiera aplaudido a usted con toda mialma; pero, amigo, estas cosas se sienten y no sedicen. Ni vale la pena de que pierda uno sudestino y el pan de sus lobatones (hijos) por unaapreciación política. Yo creo que esto se lo llevala trampa. Estamos dentro de un torbellino quenos arrastra, nos hace dar mil vueltas, nos ma-rea, y no para nunca, y nos llevará a dondequiera el Gran Demiurgos. Creo que hace ustedmal en manifestar tan crudamente sus ideas. Lamasa popular tiene ya a Vinuesa entre los dien-tes, y no seré yo el guapo que pretenda quitár-selo. Ese clérigo es bastante criminal, es un di-soluto, un perdido. ¿Por qué le defiende usted?

Y un cuarto le dijo, en secreto también:

-Siento mucho que le tengamos que radiar austed y apuntarlo en el Libro Rojo, pero no haymás remedio. No se puede tratar al Orden co-mo usted lo ha tratado... Por mi parte, aceptoesa idea de no hacer caso del bajo pueblo: pero¿quién le pone el cascabel al gato? Soltamos los

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mastines, y ahora tenemos que andar brincan-do y corriendo huyéndoles el bulto para que nonos muerdan. Si he de hablarle a usted confranqueza, creo que nada se pierde con quitarde en medio a los autores de ese monstruosoplan; pero al mismo tiempo opino, como usted,que hay otros peores, sí señor; otros que traba-jan en obra fina, y no digo más... Dios nos tengade su mano, Aristogitón, y lo que fuere so-nará... Allí veo a Argüelles, a Calatrava y a Fe-liú que acaban de entrar. Esta noche hay tenidade Maestros Sublimes Perfectos... Parece que enPalacio anda la cosa mal, y que las Cortes nue-vas no serán muy sumisas... Yo me voy, por-que, según me ha dicho Campos, debo perderla esperanza de un ascenso por ahora.

Y un quinto le dijo en voz alta:

-¡Buena la has hecho...! Yo que pensaba de-cirte que te empeñaras con Campos para queme trasladasen a la vacante de la secretaría...

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-El duque del Parque acaba de entrar -le dijoun sexto-. Hay tenida de Valientes y SoberanosPríncipes. Sentiré que te radien, hermano Aristo-gitón. Aunque grité contra ti y te llamé insolen-te y procaz, no hagas caso. Somos amigos. Algode lo que dijiste me gusta; principalmente, elapóstrofe a Pipaón. Ese canalla va a ser presen-tado esta noche en un grado superior. No hayquien pueda con él. ¿Creerás que la plaza queestaba destinada para mí la pescó Pipaón parasu criado?

Otros pasaban sin mirarle o mirándole conprovocativo enojo.

Mientras entraban diversos hermanos, queen el siglo respondían a los nombres de Quin-tana, Argüelles, Valdés, San Miguel, etc., salie-ron otros, entre los cuales también había nom-bres que después fueron ilustres, pero que ca-llamos por varias razones.

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Quedose Monsalud en la sala de Pasos perdi-dos, esperando el resultado de la tenida de Ma-estros Sublimes Perfectos.

La logia se iba a abrir en uno de los gradossuperiores.

-IX-Duró la reunión de los padres graves bastan-

te tiempo, porque además de que en ella trata-ron diversos asuntos de política elevada, huboadmisión de un hermano que había recibidoaumento de salario, es decir, ascenso en la escalamasónica. La ceremonia de recepción en losgrados superiores no era más seria que el gradode aprendiz, y se hablaba mucho de la Acacia,de la Sala de en medio, de la Luz opaca y otraslindezas. Para explicarlas sería preciso entrarcon brío en la leyenda del Arte Real; pero comoésta y cuanto a ella se refiere es fastidioso en

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grado sumo, recomendando al lector se absten-ga de perder el tiempo averiguando el signifi-cado de los millares de emblemas diversosusados por las doscientas o trescientas disiden-cias o cisma del primitivo Francmasonismo, yentre los cuales el rito Escocés y aceptado, queparece predominante en nuestros tiempos, tie-ne por liturgia un enredado berenjenal de ale-gorías, entre místicas y filosóficas, donde fraca-sa la más segura y sólida cabeza.

Los Maestros Sublimes Perfectos se retiraronmuy tarde, y a la madrugada no quedaban enel local más que cuatro individuos, reunidos entorno a la mesa en la Cámara de Meditaciones.Eran Cicerón, Monsalud, D. Bartolomé Canenciay otro cuyo nombre y persona serán conocidosen el transcurso del diálogo. Este (que acababade entrar concluidas las sesiones) y Canenciafijaban su atención en unos papeles llenos deguarismos y en un saquillo de monedas, con-

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tando a ratos y a ratos apuntando cifras. Losotros dos hablaban.

-La Cámara de Perfección -dijo Campos- no haquerido mostrarse severa contigo. Ha decididoque no seas radiado por ahora, y que, en vez dedormir, pidas una licencia ilimitada, que se tedará.

-Tonterías y debilidades -respondió Salva-dor riendo-. Ni yo quiero licencia, ni la necesi-to, ni la pediré, ni me importa que me radien ome escriban en todos los libros rojos o amari-llos.

-Hazme el favor -indicó Campos con soca-rronería- de no echártela de hombre superior.No valemos tan poco como crees. El discursillode esta noche, que tan justamente alborotó lalogia, y la carta que me escribiste renunciandolas comisiones que yo quería encargarte enprovincias, me prueban que estás en un perío-do de hipocondría o satánico orgullo... Sr. Aris-

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togitón, hay que civilizarse; hay que aceptar lascosas como son; hay que renunciar a esoshumos de hombre puro, so pena de anularse ycaer en triste olvido... Es particular: yo te alargola mano para sostenerte y elevarte, y me la ras-guñas. ¡Pobre gatillo inocente! El discurso deesta noche bastaría para expulsarte definitiva-mente de entre nosotros, y, sin embargo, gra-cias a mí te quedarás; gracias a mí...

-Para nada quiero seguir.

-Seguirás -repitió Campos con benévola in-sistencia-, y no sólo seguirás, sino que nos serásútil. ¡Tunante! Más de cuatro quisieran verse entu lugar. Has de saber que tus salidas de tono ytus desaires, en vez de ocasionarte disgustos, teproporcionan gangas. Ya verás qué pedrada tevoy a dar esta noche.

-A nada conduce tanto hablar, Sr. Campos -repuso Aristogitón con impaciencia-. Es tarde:de una vez dígame usted si han tratado esos

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señores algo referente a Vinuesa y su conspira-ción.

-Eres en verdad sospechoso. ¿En qué se fun-da tu interés por ese Gil de la Cochera, de laCuadra o no sé de qué?

-Es pariente mío.

-¿Cercano?

-Muy cercano.

-Quizás sea su padre -dijo para sí-. Estoshijos de nadie se exponen a que de buenas aprimeras les salga un padre en cualquier cala-bozo».

-¿Se ocupan de esto? sí, o no.

-Nos ocupamos, sí. El castigo de Vinuesa ysus cómplices es una de las cosas que más pre-ocupan a la gente política. No han sido olvida-dos otros asuntos graves, como la disolución

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del cuerpo de Guardias, los insultos al Rey, lasnuevas Cortes, que se abrirán dentro de unosdías; la sociedad de los comuneros, que estámetiendo demasiado ruido, y las partidas deguerrilleros que comienzan a aparecer. Es unhormiguero de asuntos graves, que hacen deEspaña un país de delicias.

-Por supuesto, no habrán resuelto nada. LosMaestros Sublimes Perfectos se parecen al Go-bierno como una calabaza a otra. Aquí comoallí se procede de la misma manera. Habrándecidido que no conviene absolver a Vinuesa nitampoco condenarlo; que no conviene castigara los insultadores del Rey ni tampoco alentar-les; que el cuerpo de Guardias está bien disuel-to, pero que se debe crear otro; que la mejormanera de acallar el ruido que hacen los comu-neros es alborotar mucho aquí; que las nuevasCortes no son buenas, pero tampoco malas, yque la política debe ser exaltada para contentar

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al populacho, y al mismo tiempo despótica pa-ra contentar a la Corte.

-Atacas el justo medio, que es el arte políticopor excelencia, bribón -dijo Campos riendo-.¿Tú qué entiendes de eso? Sin este tira y afloja,sin esta gracia de Dios que consiste en no hacerlas cosas por temor de hacerlas a disgusto deJuan o de Pedro, no hay Gobierno posible.

-En una palabra: los sublimes no han decidi-do nada. Ya dijo Voltaire hace muchos años:«La masonería no ha hecho nunca nada, ni lo hará».Tenía razón.

-Protesto -gritó Canencia, apartando por unmomento su atención de las monedas, de losguarismos y del amigo que con él contaba yescribía-. El buen Aroüet no ha dicho semejantecosa. No calumniemos al gran filósofo, señores.

-Quienes le calumnian, querido Sócrates-dijoCampos en un momento de ira-, son los volte-

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rianos que fuera de aquí se fingen beatos parahalagar a los curas.

-Pero si halagan a los curas honrados -repuso Canencia volviendo a contar-, no traba-jan por la impunidad de los curas absolutistas,que escandalizan al país con sus conspiracio-nes... Cuarenta y cinco reales en medias pese-tas.

-Usted, papá Sócrates -dijo Monsalud conmal humor -reparta el dinero de la Viuda y dejelo demás.

-Volviendo a nuestro asunto, hermano Aris-togitón -manifestó Campos-, te conviene mu-cho no meterte a redentor de cautivos. El Gran-de Oriente no puede aplacar la efervescenciadel pueblo contra Vinuesa ni absolver a éste,aunque hará todo lo posible porque no se lecondene a muerte, ni tampoco pondrá en liber-

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tad al de Tamajón, ni a tu Gil de la Cuadra,porque si lo hiciera, se supondrían complicida-des absurdas. Ya sabes lo que es el vulgo... ypor más que digan, los Gobiernos deben daralgo al señor vulgo en compensación de lo mu-cho que a todas horas le piden.

-Pues yo me retiro -dijo Monsalud resuelta-mente.

-Aguarda, torpe, ingrato. Te he dicho queiba a darte una pedrada esta noche.

-No estoy para bromas.

-Vamos, será preciso cogerte con lazo, y lue-go atarte las manos para que no des bofetadas atus favorecedores.

Campos sacó del bolsillo un pliego dobladoen cuatro.

-Aquí tienes tu destino.

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-¿Qué destino? -preguntó el joven conasombro.

-No te hagas el tonto, Salvador, ni vengasacá con ridículas y mentirosas modestias. Conesta clase de latigazos se domestica a las fierascatonianas. Ya sé que no te gusta pedir nada; yasé que te falta boca para proclamar tu horror alos destinos públicos y censurar la ambición y alos ambiciosos. Todos hacemos lo mismo; perocuando nos dan algo... lo tomamos.

-Yo no entiendo una palabra de lo que ustedme dice.

-Vamos, que no te falta ya más que hacerteanacoreta y excomulgarme por favorecerte. Notanto, joven modesto. Aquí tengo una creden-cial de treinta mil reales, una canonjía admira-ble en la secretaría del Consejo de Indias. Pocotrabajo, ninguna responsabilidad. Con los sus-piros que otros han exhalado por esta plaza sepodría dar a la vela un navío. El ministro, al

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dármela esta noche en el capítulo, me dijo quedesde que vacó ese puesto lo han solicitadounos cien o doscientos adictos. Pero yo la habíapedido para ti con muchísimo empeño, y elministro no podía desairarme; el ministro meha dado la plaza a pesar de tu irreverente ysacrílego discurso de esta noche.

-Estoy muy agradecido a usted; pero noacepto.

-Es el primer caso que veo en España, queri-do Salvador -dijo Cicerón con la malicia escép-tica que le era habitual-; es el primer caso queveo de un hombre a quien le dan esta bendiciónde Dios que yo tengo en la mano y se quedasereno y frío como tú estás ahora. Tú no ereshombre, tú no eres español.

-Pero ¿usted, por su propia iniciativa, ha pe-dido para mí ese destino no habiéndolo solici-tado yo? -preguntó el joven, tratando de averi-

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guar el motivo de aquella protección sospecho-sa.

-Hombre, la verdad... a mí no se me ocurríatal cosa; pero mi sobrina Andrea, que a todoatiende, que todo lo prevé, que sabe tan bienadivinar las necesidades, me dijo no hace mu-chos días: «Es una vergüenza que hayan colo-cado tanta gente inepta y esté sin destino Sal-vador Monsalud». Comprendí que tenía razón,y le contesté que tú nunca habías pedido naday que en la casa del señor duque del Parqueestabas muy bien... Ella me dio a entender quedeseas la plaza.

-¡Yo!

-Tú. Andrea es excelente, es caritativa comoninguna, y estima mucho a todos mis amigos.Me ha dicho que habías estado en casa a verme;que no hallándome, esperaste largo rato; queestabas meditabundo y cariacontecido; que tedio conversación para distraerte; que hablando

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de cosas de la vida, le diste a entender con fra-ses delicadas y parabólicas que deseabas unbuen empleo; en suma, según mi sobrina, tú lerogaste con buenos modos que influyera con-migo para que el Grande Oriente te proporcio-nara una pingüe colocación.

-¡Qué falsedad!... ¿pero lo dice usted seria-mente? -exclamó Monsalud con ira.

-¿Desmentirás a mi sobrina?

-Yo no desmiento a nadie. Simplemente digoque muchas gracias y que guarde usted su cre-dencial para otro.

Diciendo esto, Salvador clavó tenazmentelos ojos en el semblante de Cicerón, tratando deleer en él los móviles de conducta tan extraña.Aquella extemporánea protección del MaestroSublime Perfecto, otorgada precisamente a quienacababa de hacer a la congregación una ofensagrave, encerraba sin duda algún misterio. Co-

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nocía bastante Monsalud el carácter de Campospara creer en su benevolencia, y conocía bas-tante el Orden para suponerle capaz de dar alos que no pedían. Ni consideraba tampocoverosímil la intervención de Andrea en aquelasunto. Hizo diversos juicios y sentó variashipótesis; pero ni de aquéllos ni de ésta resultónada correcto. También fue inútil la observa-ción analítica del plácido rostro de Campos,pues el gran masón no era hombre que a sucara permitía vender los secretos del entendi-miento.

-Yo lo agradezco mucho -repitió el joven-;pero de ningún modo puedo aceptar.

-Basta; para fórmula modesta, para vergüen-cilla de niño bien educado, basta ya -dijo Cam-pos burlonamente-. Pues eso que ahora te doyno es más que para hacer boca. Ya he habladoal ministro de enviarte a desempeñar una de lassuperintendencias de Indias, con la cual puedesser hombre rico en diez años.

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Aquel proyecto de envío a Ultramar, aumen-tando al principio la confusión del joven, con-firmó sospechas dolorosas que en su alma em-pezaban a nacer.

-¡Repito que no y que no! -dijo con la mayorenergía.- Muchas gracias por todo; pero cele-braré que no me vuelva usted a hablar de eso.

-Entonces -indicó Campos, cruzando losbrazos en señal de perplejidad-, pide por esaboca. Imagina algún imposible: pide la luna, aver si te la podemos dar.

-Lo que deseo, ya lo pedí en la tenida.

-Pues eso es un disparate. Ya te he dicho queno podemos decidir nada. Hay cuestiones queno se resuelven sino dejándolas sin resolución.¿Te ríes?... ¡Maldita sea tu filantropía! Yo qui-siera comprender en qué consiste tu interés porGil de la Cuadra.

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-En que le debo la vida.

-¿Y qué es eso de deber la vida?

-Una cosa que no entienden los egoístas.

-Tú estás loco -dijo Cicerón, haciendo gestosde desdén-. Sr. Regato, ¿qué le parece a usted lapretensión de nuestro joven filántropo?

El Sr. D. José Manuel Regato alzó los ojos delmontón de dinero para fijarlos en el cercanogrupo. Hombre tan célebre merece algunaslíneas.

-X-Era de mediana edad y fisonomía harto

común, ni alto ni bajo, moreno y curtido derostro, a excepción de la frente, que era muyblanca. Sus pobladas cejas negras y el pelo es-peso y cerdoso indicaban fortaleza. Había en

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sus ojos la vaguedad singular propia de lostontos o de los que aparentan serlo, y a menudoreía, como tributando de este modo compla-ciente lisonja a cuantos le dirigían la palabra.Vestía completamente de negro, asemejándosepor esta circunstancia a una persona de estadoeclesiástico; afectaba la más refinada compostu-ra, y al mirar contraía los párpados a manera delos miopes. Si los abría en momentos de sorpre-sa, de miedo o de ira, distinguíanse los verdo-sos y dorados reflejos de su iris, muy parecidoal de los gatos. Cuando quería hablar algo deinterés iba acercándose poco a poco al asientode su interlocutor, y su manera de acercarse, suespecialísima manera de sentarse, arrimando elcodo o el hombro a la persona, eran fiel copiade los zalameros arrumacos del gato. Muchoshabían observado esta semejanza, y hasta en elapellido de Re-gato, es decir, reiteración en lascualidades gatunas, hallaban motivo de burlalos maliciosos.

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-Antes de pedir con tanto empeño la impu-nidad de Vinuesa y compañeros -dijo D. JoséManuel-, yo me pondría en paz con Dios por loque pudiera tronar. Defendiendo a tales vícti-mas se corre el peligro de ser una de ellas. Gilde la Cuadra es uno de los peores. ¡Valientepajarraco defiende usted, amiguito Monsalud!Con la mitad de lo que él ha hecho se va debureo a la plazuela de la Cebada. No es cruel-dad, señores; pero si a este candoroso ancianono le ponen la corbata de cáñamo, no hay justi-cia en el mundo.

-A quien hay que poner la corbata de cáña-mo -dijo Salvador con súbita ira- es a los servi-les que impulsaron a Vinuesa y compañerosmártires para abandonarles en el momento delpeligro. Quizás celebran hoy que la muerte deesos infelices borre la huella de trabajos másformales; quizás se mezclan hipócritamente a lacanalla soez que pide horca y hogueras... para

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distraer de sí la atención del pueblo honrado ydel Gobierno.

-Quizás... -repitió serenamente Regato.

-Si sigues por esa senda de sentimentalismo-dijo Campos, dando a Monsalud familiar es-paldarazo-, es muy posible, ¡oh joven!, que tepongan entre los sospechosos o poco adictos alsistema.

-Pónganme donde quieran -manifestó Sal-vador-. Yo sé dónde estoy y conozco bien lossitios y las personas. Desprecio los juicios ma-lignos que aquí o fuera de aquí puedan hacersede mi conducta.

-Enérgico estás -dijo Cicerón con jovialidad-.Verdad es que quien se ha extralimitado en eltemplo, bien puede salir de sus casillas en lasacristía.

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-¿Qué es eso de sacristía? -indicó Canencia,desperezándose, después de contado el dinero,como hombre que ha terminado un gran traba-jo-. No se pongan motes de clerigalla a estosvenerables lugares. Esto se llama la Cámara deMeditaciones... Cuente usted otra vez lo suyo,señor Regato. Son 836 reales y tres maravedi-ses.

-No vuelvo a ensuciar mis manos en estainmundicia -dijo Regato-. ¡Válgame SantaMónica, cuánta calderilla! Parece mentira queuna hermandad tan ilustre y a la cual pertenecetanta gente adinerada no ponga más que estosmiserables huevecillos.

-Los gordos son para el hermano Sócrates -dijo Monsalud-. Mire usted, Sr. Regato, cómova echando carrillos y rejuveneciéndose el buenmasón de Salamanca.

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-Cállate, picarillo -repuso Canencia-. Ya sa-bes que puedo sacarte los colores a la carasiempre que quiera.

-Señal de que tengo vergüenza.

-O de que la tuviste... Pero basta de boberías.Cobre usted, señor Regato, y venga recibo.

-Las cuentas de estos señores -dijo Salvador-son tan embrolladas como las leyes masónicas.

-Es sencillísimo -contestó Regato-. Se me de-ben 1.233 reales. Aquí está mi cuenta... «Por doscalaveras que mandé traer de la bóveda de SanGinés en 6 de Noviembre, 42 reales... Por elbordado de cuatro mandiles, 268... Por echaruna pieza al sol, 12... Por pintar las llamas, 30...Por una escuadra nueva y siete malletes, 58...Por aguardiente que se dio a los de policía el 5de Enero, 14... Por lo que se repartió cuandotiraron la pedrada al coche de Narices, 4 10...Por papel de circulares, 60... Por saldo del pi-

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quillo que se le debía a Grippini el cafetero deLa Fontana, 140... y así sucesivamente, señores.Total, 1.233 reales». Ahora papá Sócrates ajustalas cuentas de otro modo, y no quiere darmemás que 836 reales. Estas mermas son las re-compensas de un hombre de bien que consagrósu tiempo a ser secretario de la masonería du-rante cinco meses... ¡Vean ustedes qué pago!Adelanta uno su dinero para que el Orden nocarezca de nada, y al pagar... ¡Luego se espan-tan de que me haya hecho comunero!...

-Bendito D. José -dijo vivamente Cicerón-,poco a poco. No nos espantamos de que ustedse haya hecho comunero; nos espantamos y nosenojamos de que usted, tan favorecido por esteGran Oriente, prescindiendo de piquillos, al-cances y descuentos, fomentara la escisión fu-nesta que acaba de realizarse en la sociedad;que arrastrara fuera del Orden a esos desgra-ciados fundadores de la gárrula comunería, yque ahora, después que forman iglesia aparte,

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les incite contra nosotros, les predique la anar-quía y el desorden, convirtiéndoles en desal-mados jacobinos.

-Yo me marché de la masonería -dijo Regatocon firmeza-, yo fomenté el cisma, yo contribuía fundar la Sociedad de los Hijos de Padilla,porque la masonería vino a ser rápidamenteuna sociedad ñoña y que no sirve para nada,como dijo Voltaire. Yo no oí las verdadesamargas que dijo el Sr. Monsalud esta noche,porque como hermano durmiente a perpetui-dad, no puedo pasar de la sacristía ni aun en-trar aquí, sino recatadamente y a ciertas horas;pero por lo que me contó el Sr. Canencia, sé queeste joven puso el dedo en la llaga. Señores,esto es una farsa; esto no conduce más que a unservilismo no menos infame que el servilismodel año 14. Aquí se hacen los decretos a gustode dos o tres maestros del grabado sublime;aquí se eligen los diputados; aquí no hay otracosa que los manejos de cuatro fatuos que

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mandan y a su gusto disponen de todo. No lesquiero citar, porque no hay para qué. Pero ellosquieren establecer el gobierno perpetuo de lostibios y adjudicarse todos los destinos. Esto nopuede ser, y no será. Hemos fundado la comu-nería para establecer la verdadera libertad, sinboberías de orden y servilismo encubierto, paradarle al pueblo su total soberanía, y que sehagan todas las cosas como al santo pueblo ledé la gana; para desenmascarar a tanto pillofarsante y hacer que obtengan destinos los ver-daderos hombres de bien, adictos al sistema.Basta de papeles y comedias bufonas. Nosotrosvamos a la verdad, a la realidad. Odio eterno,señores, entre unos y otros; queremos separa-ción eterna, irreconciliable, de los que desterra-ron a nuestro querido héroe, de los que con-temporizan con la Corte y la Santa Alianza, delos que disuelven el ejército libertador, de losque persiguen a las sociedades patrióticas de LaFontana y La Cruz de Malta, de los que hacen lamamola a los obispos y al Papa, de los que po-

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nen dificultades a la organización de la MiliciaNacional; separación eterna de los que en unamano tienen el libro de la Constitución y enotra el cetro de hierro del Rey neto. Éste es elOrden de Padilla; ésta es la Confederación dePadilla, que hará en España la revolución ver-dadera, que establecerá el sistema constitucio-nal en toda su pureza y pondrá fin al reinadode los pillos e hipócritas. El Orden de Padilladerribará el infame Ministerio de las páginas yde los hilos antes de ocho días, señores; óiganlobien, antes de ocho días.

Nadie contestó en los primeros momentos.Cicerón meditaba apoyando su sien en el dedoíndice. Canencia sonreía. Monsalud, indiferentea la perorata, se levantó para retirarse.

-¡Gran suerte será para nosotros -dijo al finCampos-, que el señor Regato nos perdone lavida!

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-Yo no amenazo. Al contrario, invito a todoslos buenos amigos a que se vengan conmigo.

-Es muy cómodo eso -indicó Cicerón-. Vivircon la Masonería, cobrar 800 reales por calave-ras, remiendos echados al sol y aguardientedado a la policía, y marcharse después con loscomuneros para hacernos la guerra.

-No pueden ustedes acusarme de interesado-dijo Regato, levantándose también para mar-charse-. La Comunería es pobre; no da destinos.

-Pero los dará tal vez dentro de ocho días.Ya se puede esperar.

-Antes que se me olvide, Sr. D. José Manuel-dijo el filósofo Canencia, que no se apartaba delo positivo-. Me han dicho que allá tienen faltade espadas y broqueles. Aquí tenemos algunaspiezas de sobra.

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-Veo que esto acabará en Rastro -repuso elcomunero, guardando sus cuartos -. Nosotrosusamos espadas de acero, no de latón.

-Pues buen provecho, hombre, buen prove-cho.

-Para mis amigos soy el mismo de siempre -dijo Regato echándose la capa sobre los hom-bros-. ¿Quién sabe si...?

-El hermano Sócrates y yo tenemos que ajus-tar ahora otra especie de cuentas. Buenas no-ches, señor Regato.

-Yo me retiro también -dijo Monsalud-. Re-pito lo del destino, señor Marco Tulio. Muchasgracias, muchas gracias por la secretaría; peroque sea para otro.

-Adiós, puerco espín... Señor Regato, muchocuidado con ese granuja que sale con usted. Es

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capaz de hacerse comunero si usted se lo dicetres veces.

Cuando ambos salieron a la calle, el más jo-ven dijo:

-Sr. D. José Manuel Regato, yo quiero sercomunero.

Uno y otro hablaron breve rato, separándosedespués.

-XI-Seguía viviendo Solita en casa de Doña Fer-

mina Monsalud, adonde trasladó el pequeñomueblaje matrimonial; y su bondad y sencilleznativas, así como la gran desgracia que padecía,abriéronle pronto el corazón de la madre y elhijo. Otras personas necesitan largo tiempo ytrato para ganarse una amistad profunda; peroSolita, a los ocho días ya era de la familia. Du-

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rante las largas ausencias de Salvador, que es-taba fuera casi todo el día y parte de la noche,la señora mayor y la señorita, sin dejar de lamano una y otra labor de utilidad y entreteni-miento, no cesaban de discurrir sobre las pro-babilidades de que el Sr. Gil de la Cuadra fuesepuesto en libertad; y como el tema llevaba aláspero terreno de la política, concluían siemprediciendo mil desatinos, que en su buena fe ycandor les parecían discretas observaciones ograndiosos descubrimientos.

-Dicen que va a caer el Gobierno -indicabaDoña Fermina-. Si entran después los que quie-ren que todo sea libertad y más libertad, nohabrá presos.

-Lo que yo creo más probable -respondía So-ledad-, es que el Rey se levante de mal humorcualquier mañanita, y mande a su caballerizomayor a las Cortes. Desengáñese usted: de ahíviene todo el mal.

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Algunos días veían los sucesos con alegresojos; otros, sombríamente y con tristeza.

-Tengo el corazón traspasado -decía Solita,dejando caer sus lágrimas sobre la costura-. Hecerrado un momento los ojos para rezar, y hevisto a mi padre expirando en el calabozo.

-No pienses tonterías -contestaba la Monsa-lud-. Yo he cerrado también los ojos para rezar,y he visto al señor Gil poniéndose la capa parasalir de la cárcel. El mejor día le ves entrar poresa puerta... Mi buen hijo ha tomado con em-peño este negocio.

Entraba entonces Salvador, fatigado ysombrío, y al punto las dos mujeres clavaban enél la vista para adivinarle los pensamientosantes que los manifestase. Solita se lo comía conlos ojos, y había adquirido tal arte para leer enla expresiva fisonomía del joven, que al verleentrar decía para si: «Hoy tenemos malas noti-cias», o: «Hay esperanzas».

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Soledad creía deber suyo pagar con peque-ños trabajos y servicios los favores sin cuentoque en aquella casa recibía. En un par de díasenterose minuciosamente de los hábitos de lafamilia y procuraba que su presencia en lahumilde vivienda fuera de lo más útil posible.Aguzaba su ingenio para introducir en el cuar-to de Salvador refinadas comodidades, pre-viendo cuanto el buen muchacho necesitar pu-diera; se le conocía en la cara y en el modo demirar que no abandonaba un punto la observa-ción cariñosa y vigilante de todo cuanto a suhermano postizo se refiriese.

Separada de su padre y de los parientes ma-ternos, la persona a quien tenía mayor respetoera aquel protector advenedizo en cuyos brazoshabía caído. Con la madre tenía confianza; conel hijo, no. Además de que no osaba entablarconversación con él, fuera de las preguntaspropias de las circunstancias, manteníase siem-pre distante y respetuosa. Salvador, a los pocos

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días de vida común, la tuteaba. Como pasasenmuchos sin que ella correspondiese a esta fami-liaridad, él le dijo:

-Cuando el pobre Gil se separó de nosotros,quiso que fuéramos hermanos. Trátame comose tratan los hermanos, y llámame Salvador asecas y tú.

-Me parece que no podré acostumbrarme aeso -respondió la niña, ruborizándose.

A pesar de su propia opinión, se acostumbrómuy pronto.

Cuando el joven dormía, avanzada la maña-na, una como divinidad del silencio cuidaba deevitar los más ligeros ruidos de la casa. Cuandovolvía muy tarde, las más veces en el últimoconfín de la noche, Solita velaba sin fatiga nisueño para que no esperase ni un minuto en lapuerta ni le faltara nada al entrar. Nunca sehabía permitido la más ligera broma con él, ni

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dejó de emplear, para decirle algo, el tono máscomedido y serio. Una noche, sin embargo, lesalieron las palabras a la boca con tal ímpetu,que se extralimitó a hablarle así:

-¡Qué tarde has venido esta noche, hermano!Se conoce que tú y tu novia habéis tenido mu-chas cosas que deciros.

Soledad no comprendía que un hombretrasnochase por otra razón que por estarhablando con su novia.

Salvador acogió la observación con amablesonrisa. Arrojándose en una silla con muestrasde gran cansancio, contempló a su improvisadahermana, que estaba ante él sosteniendo unaluz, y se fijó más que nunca en las graves im-perfecciones de su rostro, no tantas, sin embar-go, que disminuyese el fuerte atractivo simpáti-co que existía en ella, a manera de reflejo oanuncio del alma.

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-Solita -le dijo Monsalud riendo-, con esa luzen la mano te pareces a la Fe iluminando elmundo. Yo he visto en alguna parte una esta-tua, cuadro o estampita igual a ti en este mo-mento... Dime, hermana, y perdona mi curiosi-dad: y tú, ¿no tienes novio?

Solita volvió rápidamente la espalda para re-tirarse; pero arrepentida sin duda, tornó a mi-rar a su hermano.

-Bien sabes que lo tengo. Mi primo Anato-lio...

-¡Ah, ya recuerdo! Tu papá me habló de unprimo tuyo, que también será ahora primomío... Ya recuerdo, sí, el primo Anatolio, que vaa ser mi cuñado.

-Justamente. ¿Quieres algo?

-Aguárdate y respóndeme. ¿Quieres muchoa nuestro primo?

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-Ya sabes que mi padre ha dispuesto que seami marido.

-¿Le has visto alguna vez?

-Cuando éramos niños. Yo no me acuerdobien cómo es. Mi padre hace poco me solía de-cir: «Tu primo Anatolio ha de ser a esta fechaun arrogante hombrazo, como Salvador, el deDoña Fermina».

-Pero no me has dicho si quieres mucho aese Anatolio.

-Eso no se pregunta. ¿No he de quererle simi padre me ha mandado que le quiera y mecase con él?

-A eso no hay nada que decir, hermana.Cuando te cases y vayas a Asturias, te prometohacerte una visita. ¿Qué te parece?

-Me parece muy bien.

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-Y seré padrino de tu boda... y seré padrinode tus niños, de mis sobrinillos.

-Buenas noches, compadre.

Pero esta clase de diálogos eran una excep-ción. Generalmente, cuando Salvador entraba,Soledad le hacía preguntas referentes a la de-seada libertad de su padre.

-Hermano -le dijo una noche-, tu cara meanuncia malas noticias. ¿Qué hay?

-¿Malas noticias? -repuso el joven dando unsuspiro y meditando breve rato-. La verdad,este asunto es difícil. Se sacan piedras del fondodel mar; pero ¿quién saca la pobre víctima quecae en el inmenso fondo de barbarie del popu-lacho?

Solita dio un suspiro y elevó sus expresivosojos al cielo.

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-Pero no hay que desesperar, hermanita -añadió Salvador consolándola-. Cuando yollegue al último extremo en mis fatigas y em-peños por salvar la vida al pobre reo; cuandoyo no pueda más, vendrá lo imprevisto, vendráDios y lo salvará.

-Según eso, traes malas noticias -dijo Sole-dad con abatimiento.

-Malas no, regulares. He adelantado algo.Mañana veremos. Con que buenas noches, co-madre.

Solita dio otro suspiro y se alejó; pero retro-cediendo al instante, hizo esta pregunta:

-¿Y le has visto?

-Todavía no he podido verle. Ponen mil difi-cultades; pero me voy a hacer amigo de los co-muneros, a ver si por este medio...

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-Los comuneros... es decir, D. Patricio. Dime,hermano, ¿son todos tan tontos y tan cruelescomo nuestro vecino?

-Allá se le van... Creo que me será fácil ver atu padre. Descuida, que si no podemos conse-guir su absolución, trataremos de arreglarle laescapatoria.

-¡Qué bueno eres, pero qué bueno! -exclamóSola- Siempre que te oigo hablar se me llena elcorazón de esperanza y veo a mi pobre padrelibre y feliz. Lo que haces por nosotros Salva-dor, es más que cuanto pueden hacer los hom-bres más generosos. Mucho ha de darte Dios enesta vida o en la otra para poderte premiar.

-Dios no tiene que darme nada, tonta. Estoes una deuda, mejor dicho, aquí hay varias de-udas que pesan sobre mi alma. Si salvo a tu

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padre de la muerte primero, de la cárcel des-pués, sentiré un alivio...

-Ya sé... Cuando mis padres marcharon aFrancia hace ocho años, ocurrieron cosas terri-bles.

-Sí, muy terribles. Algunas de ellas no laspuedes comprender. Por fortuna tú no estabasallí; te dejaron en La Bañeza.

-Pero todo me lo contó mi madrastra-manifestó Solita con emoción-. La pobre te es-timaba mucho, y constantemente hablaba de ti.Hasta en el día de su muerte te nombró variasveces...

Salvador callaba, fijando la vista en el suelo.

-No digas que soy generoso si saco a tu pa-dre de este mal paso -manifestó después de unapausa-.Di más bien que soy un malvado si no lesalvo.

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-¿Y si es imposible?

-No hay nada imposible -repuso el joven conbrío-. Soledad, tendrás padre, tendrás marido...¿Sabes que conviene escribir a tu primo Anato-lio, refiriéndole la situación en que te hallas?

-Como tú quieras -respondió la joven conindiferencia.

-Le escribiré, vendrá, te casarás. Para enton-ces, vive Dios, o soy digno del desprecio detodos, o estará tu padre libre. Viviréis felices ytranquilos... ¡Oh, qué hermosa familia vamos atener aquí!... Porque supongo que el Sr. Gil severá rodeado de nietos dentro de algunosaños... ¡Pobre anciano, cómo gozará, jugandocon los pequeñuelos!... ¿Y ese Anatolio será unbuenazo, un corazón de oro?... Lo dicho: serépadrino de tus muñecos.

-Buenas noches, compadre. Que duermasbien.

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-Buenas noches.

Y al acostarse se decía a sí mismo:

-¿La ves tan desgraciada, tan pobre, tan so-la? Pues con su sencillez, su ignorancia y suAnatolio, será más feliz que tú.

-XII-El personaje a quien los de la Acacia daban

el nombre de Cicerón, vivía en una hermosacasa a la extremidad de la calle de D. Pedro,junto a las Vistillas. La Dirección de Correos,que hoy constituye una posición decente, era enaquellas calendas una verdadera mina, y ahon-dando en ella, el señor Campos, a pesar de suoscuridad política, había conseguido manejan-do cartas, y no de baraja, allegar un capitalejoque en lo sucesivo sirvió de tema de maledi-cencia al envidioso vulgo. Entró con pie dere-cho este insigne personaje en la burocracia re-

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volucionaria por reunir los tres requisitos in-dispensables para medrar durante aquel perío-do, los cuales eran: haber padecido durante elrégimen absoluto, haber intervenido en la mu-danza del 20 y estar afiliado en las sociedadessecretas.

Vivía, pues, pacífica y cómodamente con sufamilia, que no era por cierto muy numerosa,pues constaba tan sólo de dos personas: suhermana doña Romualda (señora de muy pocoseso en su juventud, al decir de la gente, peroque en la época de nuestra historia parecía que-rer apaciguar su conciencia dándose a la devo-ción con ardiente celo) y su sobrina Andrea,hija de Mauricio Campos, que volvió de Indiasel año 12 con una regular fortuna de que nopudo disfrutar porque le sobrevino la muerte.Huérfana de padre y madre a los once años deedad, la hermosa niña quedó bajo la tutela desu tío, que no tuvo reparo en empezar su ad-ministración disipando en conspiraciones una

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parte de la fortuna de la pobre indianilla; y pa-ra mayor perjuicio de ésta, los frecuentes viajesde Campos la ponían bajo la inmediata protec-ción de doña Romualda, que por aquellos díasno había salido aún de la etapa de las calavera-das amorosas.

Andrea, cuya crianza en América no habíasido ejemplar a causa de la temprana muerte desu madre, tuvo una escuela lamentable en lapeligrosa edad del cambio de juguetes, es decir,cuando se decreta la jubilación definitiva de lasmuñecas y el planteamiento de los novios. Malatendida por su tío y peor tratada por doñaRomualda, a quien aborrecía cordialmente, lajoven vivía ensimismada, cultivando con ardorsu propia imaginación. Contrajo amistades queuna madre prudente hubiera prohibido; intimóexcesivamente con las criadas; paseaba encompañía de éstas más de lo conveniente, y encambio del cariño y el agasajo que le negarandentro de casa, disfrutaba de una libertad que

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no conocían las señoritas de aquella época yrara vez las de ésta. Por esto Andrea se parecíatan poco a las niñas españolas de su tiempo.Era una criolla voluntariosa, una extranjeraintrusa que habrían repudiado Moratín y Cruz.Su familia favorecía más cada vez aquella liber-tad. Doña Romualda, que empezaba a sufrir latransformación de la edad paleolítica de losamores a la edad neolítica de las devociones,tenía mucho que hacer: estaba en la iglesia. Elbuen Campos también era hombre ocupadísi-mo por aquellos días: estaba conspirando.

Era la indiana buena y sensible. Fácilmentecomprendía la verdad por poco que se la mos-traran. Fácilmente acertaba con lo justo y hon-rado, por simple iniciativa de su conciencia.Pero tenía ansia de afectos ardientes, y mirabasin cesar a todos lados buscándolos. Su desgra-cia consistía en que le era forzoso abrirse sola ysin ayuda de nadie el áspero camino de la ju-ventud. Habría necesitado para esto tener un

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caudal de energía y de entereza moral que raravez da Dios a las criaturas, pero que suplen,según admirable orden de la sociedad, las per-sonas allegadas y mayores de la familia. Care-ciendo de fuerza propia y de sostén extraño,hubiera sido un prodigio que la gallarda flor semantuviera derecha. Los prodigios son muyraros en el mundo. Bueno es hacer constar quela pobre Andrea, avisada del peligro por unaintuición potente, hizo esfuerzos instintivospara sostenerse erguida y pomposa, vueltahacia el sol la virginal corola; pero el vientosoplaba con demasiada fuerza y se dobló.

Era tan guapa, que su vanidad (otra desgra-cia no pequeña) resultaba cada vez más lógica.Habría sido conveniente que ignorara algúntiempo la riqueza de seducciones que atesorabaen sus ojos, en su boca, en todas las partes de sucara morena y alegre, llena de inexplicablesgracejos y atractivos; en su cuerpo delgado yflexible, de esos que no tienen clasificación fácil

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en el cuadro ginecológico, y son tales, que parabuscarles semejante necesita el observador des-cender en busca de un ser antipático y que searrastra: la culebra.

Pero Andrea no tuvo a nadie que le hicierael sumo bien de engañarla durante algún tiem-po respecto a su belleza, y entregose desde muyniña al fascinador deleite de los espejos. Lascriadas cantaban a su oído un coro de lisonjas.En la sala de su casa había una hermosa estam-pa que representaba la famosa escena de Phrineentre los jueces de Atenas, y Andrea, de tantoleerla, se sabía de memoria la leyenda grabadaal pie con resplandecientes letras de oro. Aun-que parezca extraño, conocidos los tiempos y ellugar, no puede menos de suponerse que enaquella cabeza hervían ideas gentílicas; pero elpaganismo es de todas las edades, y buscandosin cesar dónde establecerse, se mete y se aco-moda allí donde no hay otra religión que hayaechado raíces.

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Andrea fomentó su vanidad y la adoraciónde sí misma, consagrando al adorno de la per-sona mucho tiempo, mucha atención y todo eldinero de que podía disponer. Si éste noabundó durante los ominosos tiempos en queCampos conspiraba, luego que vino la era felizy fue restablecido en parte el patrimonio de lahuérfana, el buen tío, que no era tacaño y gus-taba de que su pupila se presentase bien, abrióbastante la mano en lo relativo al lujo. Ésta erala fórmula de su cariño, porque sin duda haydistintas maneras de amar a las sobrinas.Además, Campos, por razones de egoísmo,tenía empeño en no contrariarla, deseando al-canzar de ella consentimiento para un proyectonupcial que entre manos traía después de larevolución.

No se crea que el Venerable se parecía a losgrotescos tutores que son el elemento bufón delas comedias italianas del siglo XVIII y quetambién abundan en el repertorio de las óperas.

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Campos no quería que su sobrina se casase conél. Era viejo, habíase entregado al volterianis-mo, que en aquellos tiempos empezaba a pro-pagar tanto las cómodas prácticas del celibato;era además un epicúreo refinado de esos quenos legó el siglo XVIII, y que ya comenzaban adesbancar a los rancios egoístas de chocolate ybollos de monjas. Otrosí: tenía Campos sus en-tretenimientos fuera de casa, con los cuales leiba muy bien al parecer. Su claro talento,además, no le decía nada favorable a su enlacecon muchacha primaveral. Su amigo D. Lean-dro no escribió para él El viejo y la niña ni El sí.

El proyecto consistía en casarla con un señorde edad algo avanzada, pero entero, arrogante,fino, discreto, y que sabía ocultar sus años yaun hacerse amable, pues a tanto llega en privi-legiados individuos el arte social. El marquésde Falfán de los Godos era un medio siglo bienconservado, gracias a reparaciones hábiles y aun cuidado continuo. Había sido exento de

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Guardias, compañero de Palafox y de Godoy, yen aquellos tiempos en que los mozos guaposdesempeñaban grandes papeles en la Corte yen que se hablaba, como lo prueba el desver-gonzado libro de un fraile, de serrallos a la tur-ca, de envenenamientos proyectados, de ma-trimonios dobles y otras barbaridades ante lascuales la discreta historia se complace en cerrarlos ojos. Así como el duque de Zaragoza fuecélebre y simpático por sus hurañas resisten-cias, Falfán de los Godos tuvo fama por lo con-trario. En 1821 era general; tenía fama no sólode honrado y decente, sino también de gastró-nomo y mujeriego, cosa natural en un solterónriquísimo y bien parecido, de ancha concienciaformada en la escuela enciclopedista del siglopasado.

Hacia 1820 comenzó a pesarle el celibato;echó de menos algo amante, tierno y cariñoso;es decir, los hijos que debía tener y no tenía, laesposa que siempre había rechazado como una

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fastidiosa carga de la vida. Falfán de los Godospensó en casarse, y supuso que sus cincuentaaños, a pesar de la madurez consiguiente, pod-ían dar aún mucho de sí. Acontece a menudoque estos hombres listos y conocedores delmundo, pierden la chaveta cuando tratan deponer algún orden en su vida, y bastardeancompletamente la meritoria idea de ser padres,que tan a deshora les ocurre. Falfán de los Go-dos, maestro en el arte de vivir, perdió el tino,como todos los de su clase, y en vez de buscarpara esposa un tipo de bondad reposada, unamadura belleza asegurada de peligros y que seacomodase fácilmente a los gustos e ideas deltrasnochado esposo, fue a incurrir en el malditoantojo de la niña fresca y tiernecita que apenasha empezado a vivir y tiene un porvenir ignotodelante de sus ojos chispeantes. Él no dejaba decomprender en ratos lúcidos su error; pero seengañó a sí mismo vanidosamente trayendo ala memoria su buena presencia, su gran fortu-na, su fama, sus gustos artísticos, su finura, rica

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herencia del antiguo régimen que contrastabacon la grosería de los revolucionarios.

Si todo hubiera de resolverse entre el acarto-nado Marqués y Campos, la cuestión habríaestado concluida en un par de semanas; peroAndrea no quería casarse con Falfán de los Go-dos porque amaba a otro. Esto sí que se parecea todas las comedias italianas del siglo XVIII, alas óperas del primer repertorio y a muchasnovelas de aquel tiempo, principalmente a lasde D'Arlincourt, Mad. Cottin, Florian y Mis-tress Bennet; pero no es culpa nuestra que estavieja historia se nos venga a las manos. Aconte-ce alguna vez que las cosas vulgares son lasmás dignas de ser contadas.

En los días que van corriendo para nuestrarelación hacía tres años que Andrea había enta-blado amistades íntimas con un hombre quecierto día se metió en su casa buscando refugiocontra los corchetes que le perseguían. Cómonacieron y rápidamente tomaron vuelo a mane-

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ra de incendio estos amores, es cosa que ahorano nos importa; pero la libertad de que disfru-taba Andrea explicaría muchas cosas. Pasarondías, muchos días, y con ellos sucesos buenos ymalos que no merecen ser referidos. En 1821, lacasualidad, o mejor dicho, la política, juntó enun círculo al amante de Andrea y a Campos:hiciéronse amigos, y cuando éste le llevó a sucasa no tenía ni vagas sospechas del interés queaquella amistad inspiraba a su sobrina. De estemodo, Píramo y Tisbe no tuvieron que horadarparedes para hablarse, y aunque la presenciacasi constante del tío les estorbaba, viéndose amenudo aun delante de testigos, tenían mediospara preparar sus conferencias reservadas, lascuales no eran ya frecuentes porque la libertadde Andrea empezaba a disminuir.

El favorecido conocía perfectamente lashoras que doña Romualda consagraba a la gra-ve faena diaria de sus devociones, las de oficinay la logia para Campos. Aplicando bien la sen-

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tencia profundísima de uno de los siete sabiosde Grecia, que dijo aprovecha la ocasión, aquelhombre enamorado hasta la ceguera y el atur-dimiento entraba en la casa. Estas atrevidasinvasiones del templo de un exaltado amor noeran ni podían ser frecuentes, y exigían grancautela con criados y gente menuda; pero losamantes habían discurrido mil triquiñuelas ycontaban con la fiel complicidad de una criadaantigua. Su ceguera, con todo, no era tanta quese ocultase a entrambos la necesidad de ponertérmino a tal género de vida.

-XIII-Una mañana, Salvador entró. Como no hab-

ía temor de sorpresas, Andrea, después de po-ner en escucha a su criada, según costumbre,abrió al amante las puertas de su habitación.

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-Ven aquí -le dijo asomando la linda cara yla mano tras la cortina de la sala donde él espe-raba-. Estaremos solos hasta que venga mi tía.

El amante se sentó sin decir nada en un ca-napé, y Andrea volvió al espejo de donde pocoantes se había apartado. Con su preciosa manose tocaba aquí y allí el recién peinado cabello,dándole la última forma, como artista que re-mata su obra. Después se puso una flor. Sinretirarse del espejo, porque en él veía la figuradel hombre, le habló así:

¿Qué tienes hoy, que estás tan callado?

-Hace pocas noches vi a tu tío, ¿te lo ha di-cho? -contestó Salvador.

-Sí, me contó que te había ofrecido un desti-no y no lo quisiste. ¡Bonito modo de ser agrade-cido! -dijo Andrea, moviendo su cabeza ante elespejo-. ¡Qué orgullo!... porque no es más queorgullo.

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Gracias por tu protección.

¿Qué protección?

-¿No fuiste tú quien dijo a Campos que meproporcionara una posición decente?

-¡Yo! ¿Estás loco? -exclamó Andrea con sor-presa, volviéndose, porque para manifestarcosas importantes no satisface ver la figura delinterlocutor reflejada en un espejo.

-No te esfuerces en convencerme de que nofuiste tú -dijo Salvador-. Desde luego, com-prendí que tu tío me engañaba.]

-Seguramente te engañaba. Bien sabes quenunca me atrevo a hablarle de ti; y cuando lohago es de la manera más indiferente.

-Extraño que Campos, hombre muy listo, ur-diera tan mal su farsa -dijo Salvador-. ¿En quése funda ese oficioso empeño de favorecerme?

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No creas, quiere mandarme a América nadamenos. Seguramente le estorbo.

-No lo comprendo así. Si quiere favorecertees porque te estima -repuso Andrea, volviéndo-se hacia el espejo.

-¿Tú también? -dijo Monsalud con impa-ciencia y desasosiego.

-¿Qué es eso de yo también? -indicó la in-diana jovialmente.

-Quizás tú puedas explicarme lo que la astu-cia de Campos no ha dejado entrever.

-Querido, yo no puedo explicarte nada, ¿es-tamos?... Hoy has pisado mala yerba. Ya veoque no me libraré hoy de un poquillo de mareo.¿Y por qué? por la cosa más natural del mundo:porque mi tío ha querido darte una prueba delo mucho que te aprecia.

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-Sería, no muy natural, sino algo natural esaprueba de estimación si tu tío después de ofre-cerme el destino, no me hubiera dicho una cosagrave.

-¿Qué cosa?

Salvador la miró con fijeza.

-Me dijo que pensaba casarte.

Como el lector recordará, Campos no habíadicho tal cosa; pero el inquieto joven practicabael aforismo vulgar que ordena decir mentirapara sacar verdad.

-¡Ah! -exclamó Andrea riendo-. Eso es lo quetraes hoy. Te conozco, tunante. Vienes mascu-llando esa idea.

Diciendo esto tomó un abanico, y con expre-sión de graciosísima burla, sonriente la boca,húmedos los ojos, acercose al joven y empezó adarle aire rápidamente.

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-¿Estás sofocado?... Aire, aire, no sea que tedé un síncope. Refréscate, hombre... Que se tequite eso de la cabeza.

Monsalud le arrebató violentamente el aba-nico, lanzándolo al aire. El abanico atravesó elrecinto de un extremo a otro, abriéndose comoun pájaro que extiende las alas.

-¡Qué modo de tratar mis joyas!... Pues megusta -dijo Andrea, corriendo tras el abanico.

Arrodillose para cogerlo del suelo, cerrolo, yempuñándolo a manera de puñal, amenazó asu amante diciéndole:

-Te voy a matar.

Monsalud contemplaba, primero sin enojo,después con gozo, la hermosa figura juguetonay ligera que tenía delante. De súbito Andreacorrió hacia él con los brazos abiertos, y

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abrazándole el cuello, le apretó fuertementediciendo:

-Ya me casé, ya me casé, ya me casé.

Repitió esto unas cuarenta veces.

Salvador la obligó a sentarse a su lado.

-A mí se me está preparando una desgracia -le dijo cariñosamente-. Andrea, tengo desdehace muchos días el presentimiento de que estapreciosa cabeza me hará traición. ¿No recuer-das lo que te he dicho tantas veces? Desde quetengo uso de razón no he intentado cosa algunaque haya tenido un desenlace lisonjero para mí.Si alguna vez he conseguido el objeto por mu-cho tiempo deseado, mi dicha ha sido corta.Siempre que cavilo acerca del resultado de unasunto cualquiera que me intranquiliza, nopuedo apartar de mi pensamiento la idea de unéxito desgraciado, y siempre acierto... Tengo ladesdicha de no haberme equivocado una sola

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vez. Yo no sé qué pensar de mí. Si se castiganen la tierra las faltas, las que yo he cometido nocorresponden a los golpes que en diversas oca-siones me han venido de arriba. Fui jurado ycayó José I; tuve amores, y por poco muero enellos; conspiré, y la conspiración salió mal; dejéde conspirar, y salió bien... En fin, tú sabes mivida toda y podrás juzgarlo. Si es verdad quelos hombres nacen con buena o mala estrella, laque andaba por los cielos el día en que yo vineal mundo era la más mala, la más perra de to-das.

-Eso que dices, ¿tiene algo que ver con micasamiento? -preguntole Andrea con malicia.

-Tiene que ver, sí. Te quise y te quiero. Si túme correspondieras con la fidelidad constanteque yo merezco y que me debes... esto sería unasuerte, una felicidad, y yo no puedo tener suer-te alguna ni felicidad.

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-¡Qué majadero! -dijo la sobrina de Ciceróncon desdén humorístico.

-Cuando pienso en esto, Andrea -prosiguióel joven, enlazando con su brazo el cuerpo deella-, me asombro de que tal absurdo haya du-rado dos años sin desvanecerse, y hace tiempoestoy pensando que concluirá pronto, y que tú,como todo lo que interesa a mi corazón, te vas adesvanecer, a alejarte de mí, dejándome solocon mi desgracia.

-¡Caviloso!...

-¡Veo que no te defiendes con ardor; veo queno protestas como yo protestaría en tu caso! -exclamó Monsalud con la impertinente co-mezón de los celosos-. Andrea, tú meditas algo,tú me ocultas algo.

-Medito que te quiero más que a mi vida -repuso ella, cerrando los ojos y apoyando la

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cabeza en el hombro de Salvador, mientras ledeshacía el nudo de la corbata.

-Ya sabes, querida mía -repuso él, moviendola cabeza negativamente-, que tengo motivospara no creer en palabras de mujeres. Déjameque te diga una cosa. Yo creo que tu tío tienerazón al querer casarte; pero el pobre señorignora que no puedes casarte sino conmigo.Eres tal para mí, que sin poseerte no compren-do la vida. Si me amas del mismo modo, demosfin a estas relaciones peligrosas. Casémonos,Cielo.

-Casémonos, Tierra -repitió maquinalmenteAndrea-. Cuando quise no quisiste... Está bien.Es verdad que así no podemos seguir... Pero sile dices a mi tío que seré tu mujer, te arrojarápor el balcón.

-Me arrojará por la puerta. Verdaderamenteno me importa gran cosa, llevándote conmigo.

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-¡Huir! -exclamó la joven con terror.

-¡Huir! -dijo Monsalud, remedándola-.Siempre eres tímida para todo lo que me favo-rece. ¡Huir! No te llevaré a ningún desierto...Nos quedaremos aquí.

-Tú estás loco -dijo Andrea levantándosepensativa.

-Pues entonces, hoy mismo le diré al granCicerón que te adoro...

-Si haces eso, si haces eso... -dijo vivamenteAndrea poniéndose pálida-. Pero tú estás loco,Salvador. Mi tío te aprecia mucho, te apreciamuchísimo; pero, ¡ay!, tú no le conoces. Temocualquier atrocidad si le dices eso.

-Pues no te comprendo. ¿Creerá tu tío que temorirás de hambre en mi casa? ¿Creerá que novas a tener una posición decorosa?

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-No... -dijo Andrea con los ojos fijos en elsuelo-; pero mi tío es ambicioso... tú no sabesquién es mi tío... tiene ahora la cabeza llena devanidades, y yo no sé... Se le figura que yo val-go mucho, que merezco la mano de reyes yemperadores... tonterías.

-Si tú le ayudas, si tú favoreces en él esasideas, entonces todo se acabó... Yo me voy -dijoMonsalud con repentina cólera.

-Te enfadas contigo mismo -dijo Andreamirándole con dulces ojos-. Hazme el favor deno ser terrible. Por ahora no le digas nada a mitío. Ya veremos.

-Tu tío quiere casarte; tu tío piensa en ello, ysin duda ha formado ya su plan. Andrea, tú noquieres decirme la verdad.

-La verdad es que te quiero con toda mi vida-repitió amorosamente la indiana, repitiendo

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también el abrazo-. Cállate. Haz lo que te man-do, y espera.

-¿Crees tú que se puede vivir mucho tiempode esta manera, a escondidas, ideando mentirasy con absoluta ignorancia del porvenir?

-Es verdad, no se puede vivir así -repusoAndrea con tristeza.

-No puedes ocultar que te agrada este siste-ma de vida; que no deseas como yo una pazdichosa al lado de la persona amada. Andrea,en ti ocurre algo. Tú no eres la que eras; tú hasvariado mucho; en tu cabeza hay una idea nue-va. Recuerdo que hace tiempo deseabas lo queyo te propongo ahora. ¿Crees que podrás enga-ñarme muchos días? O te sacaré la verdad, o tevenderás tú misma.

-¿Qué sospechas de mí?

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-No lo sé -dijo Monsalud lleno de confusión-. Los que aman no sospechan poco ni mucho: losospechan todo de una vez. Cualquier indicio otraición. Andrea, tú no eres la misma; repitoque no eres la misma.

La estrechó entre sus brazos, apretándolacon una fuerza que más que frenesí de amanteparecía el fatal abrazo de Otelo.

-Que me ahogas, tigre -gritó Andrea.

Y entre festivas risas le mordió el brazo. Enel mismo instante, de las ropas de la joven cayóuna llave, que, escurriéndose por la alfombra,brilló, al detenerse, sobre el pétalo de una florpintada.

-¿Qué llave es ésta? -preguntó Monsalud,cuya excitación suspicaz le obligaba a fijarse enel más ligero incidente.

-Es la llave de mis secretos.

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Salvador con su perspicacia sutil creyó veren el semblante de Andrea ligerísimo indicio decontrariedad.

-¿La llave de tus secretos?

-Sí; dámela -dijo ella apresurándose a reco-gerla.

-Es la llave de la cajita negra. Se me ha anto-jado abrirla; ¿dónde está?

Andrea vaciló un instante. Pareció que me-ditaba y que con el pensamiento exploraba todoel interior de la cajita negra antes de entregarlaa las pesquisas del receloso amante.

-Ábrela -dijo al fin-. Allí están tus cartas y turetrato.

-¿Dónde está?

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Andrea vaciló otra vez. Al fin, sacando de lacómoda una caja de finísima madera negra, lapuso en manos de su cortejo.

-Si encuentras en ella cartas que no sean lastuyas, y un retrato que no sea el tuyo -dijo congravedad-, puedes matarme. ¿Crees que no hayarmas aquí? Mira esto.

Conservando la caja en la mano izquierda,metió la derecha en otro cajón de la cómoda ysacó un puñal. Era un arma preciosa, damas-quinada y nielada, con puño berberisco ador-nado de turquesas.

-Éste era de mi padre... ya lo has visto -dijola indiana, riendo-. Está destinado a mi esposo,para que me mate el día que le sea infiel.

Monsalud, poniendo a su lado el arma, tomóla caja y la abrió.

-Mi retrato -dijo, sacándolo.

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Andrea se apoderó del medallón y lo cubrióde besos.

-Tú sí que no me riñes, tú sí que no dudas demí -le dijo a la pintura-. Tú sí que eres bueno, ycariñoso y pacífico.

-Un paquete de cartas -dijo Salvador Monsa-lud-. Son las mías.

-Dámelas. Valen más que tú.

Andrea desató el paquete. Varias cartas ca-yeron al suelo. Al inclinarse para recogerlas sesentó en una preciosa piel de tigre que cubríaen parte la alfombra. Un rayo de sol que por laventana entraba inundó de luz el pellejo muer-to del animal y el cuerpo extraordinariamentevivo de la hermosa americana.

-Venid acá, prendas de mi corazón -exclamó,recogiendo los papeles diseminados a su lado yponiéndolos sobre su lindo pecho-. Vosotras sí

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que sois amables y cariñosas; vosotras no reñísni amenazáis.

Monsalud, que en el canapé inmediato regis-traba la cajita, alargó la mano, mostrando aAndrea un pequeño estuche abierto.

-¿Quién te ha dado esta joya? -preguntó concalma.

En el estuche brillaba un diamante de grantamaño. Como al extender la mano entrase enla esfera del rayo de sol, Monsalud parecía es-tar enseñando una estrella.

-La he comprado yo -repuso Andrea.

-¿Tú? -manifestó Salvador en tono de amar-ga duda-. Ya sé que tu tío te da de un tiempo aesta parte bastante dinero para tus vanidades;pero esto es joya cara. ¿Cómo es que siendo tucostumbre consultarme hasta cuando compras

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una vara de cinta, no me has dicho nada de estedespilfarro?

-Pensaba decírtelo hoy -repuso Andrea, so-portando con heroísmo la mirada penetrantedel hombre.

-Entonces lo has comprado ayer.

-Ayer, sí. ¿Eso te sorprende? Ya sabes queme gustan las joyas bonitas... Pero ¿por quépones esa cara? ¿Qué piensas?

-Pienso que lo que me dices no será tal vez laverdad -afirmó Monsalud severamente.

-¿De modo que yo no puedo comprar undiamante?

-Pero este diamante es muy caro.

-No tanto como crees, niñito -dijo Andreatomando la sortija y poniéndosela en el dedo-.No es muy fino. ¡Pero qué bonito!

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Movía su mano al sol, y los reflejos quepart-ían de ella semejaban hilos de luz enredándose-le en los dedos.

-¿Y este collar de perlas? -preguntó el aman-te, sacando de la caja una magnífica madeja dediez hilos con perlas pequeñas, pero muy igua-les-. No dirás que no es fino. Entiendo algo deperlas, y éstas son de las mejores.

-Ya lo creo -dijo Andrea, sin dejar su cómo-do asiento sobre la piel de tigre, entre cuyospelos habían vuelto a desparramarse aquí y allílas amorosas cartas-. Buen dinero me ha costa-do.

Salvador la miró de tal modo, que la indianano pudo permanecer en silencio. Necesitabahablar con cháchara festiva para borrar de surostro todo rasgo que indicando la presencia deciertas ideas en su mente, confirmara las sospe-chas del hombre.

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-Veo que estás muy fastidioso -dijo-. Dameacá.

Tomando vivamente el collar, se lo puso.

-¿No es verdad que es precioso? -añadió, in-clinando la cabeza hasta unir la barba con lagarganta y bajando todo lo posible los ojos pararecrearse en la voluptuosa hermosura de supropio seno-. Sostén que no es bonito.

-¿Lo has comprado tú?

-No, que me cayó del cielo. ¿Pues cómo lotendría si no lo hubiera comprado?...

Monsalud movió la cabeza con triste expre-sión.

-Vamos, que no se puede tener nada sin tupermiso... Precisamente hoy pensaba hablartede esas magníficas compras. Mi tío me dio an-teayer una gran cantidad; no sé cuánto, mucho,muchísimo dinero. Compré estas joyas a una

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señora viuda de un intendente... ¡Qué ojos po-nes! Parece que eres tonto... Sí, señor, lascompré con mi dinerito. Me gustan las cosasbuenas. También compré en casa del francés delos portales de Bringas una citoyenne preciosí-sima y un chal muy rico. ¿Qué tiene usted quedecir a eso, Sr. Majaderito?

Como un pájaro que vuela, corrió a lacómoda y sacó las dos prendas mencionadas.La citoyenne, guarnecida de pieles de armiño,con forro de seda azul y recamada con cordo-nadura de oro, presentaba rico y lujoso aspecto.El chal era de color de rosa con listas blancasque brillaban como la más deslumbradora pla-ta. Con esa rapidez de manos que acompañasiempre al instinto del bien parecer, Andrea sepuso la citoyenne; después arrojó la citoyennepara ponerse el chal.

-¿Estoy bien?

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-Demasiado bien -repuso Monsalud, con-templando con arrobamiento la hermosísimafigura de la indiana, que volvía la cabeza anteel espejo para verse la espalda.

-Si me lo permite el Sr. Majaderito -dijo diri-giéndose a él con ademán ceremonioso-, usaréestas prendas que me han costado mi dinero.

Salvador no contestó. Hallábase en un esta-do de estupor cercano al embrutecimiento. An-drea se quitó el chal y lo envolvió rápidamenteen el cuello de su amante, diciendo:

-¡Te ahorcaré!

Había puesto la rodilla en el canapé, y sucuerpo gravitaba con dulce pesadumbre sobreel pecho y los hombros de Monsalud.

-Andrea -dijo éste, rechazándola suavemen-te-, si mintieras, si me engañaras, si estuvierasjugando conmigo, no tendrías perdón de Dios.

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Quiero creer que no es así. Casi prefiero unaceguera estúpida a perder la idea que tengo deti.

-Pues si te enfadas -declaró ella con ve-hemencia-, no quiero el diamante, no quiero elcollar, no quiero el chal.

Quitose rápidamente las tres cosas y lasarrojó lejos de sí dando al mismo tiempo con elpie a la citoyenne que estaba en el suelo. Lasperlas chocaron contra el cristal de una lámina,y el diamante cayó detrás de la cortina de unode los balcones, sin producir ruido alguno.Monsalud fue allá.

-Ha caído sobre un ramo de flores -dijo conasombro-. Andrea, ¿quién te ha dado este rami-llete?

Señaló el objeto mencionado, que estaba enel suelo junto a los cristales del balcón, dentrode un hermoso búcaro de la Moncloa.

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Andrea permaneció breve rato sin contestar.

-¿No te dije que me lo trajo mi tío esta ma-ñana?

-Nada me has dicho. ¡Hermoso ramo! Viole-tas, pensamientos y rosas tempranas. ¡Qué ga-lante es tu tío!

-¡Si creerás que me pretende por esposa!

-¿Por qué no? -dijo Salvador, tomando elramo y aspirando su delicado aroma-. El señorCampos está todavía en buena edad.

-Pero no quiere hacer el papel de D. Bartolo.Dame el ramo. Quisiera que la belleza de tantasflores estuviese en una sola para dártela, y queel olor de todas también en una sola estuviesepara que, guardándola siempre, te sirviera dememoria mía.

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Dicho esto con voz tierna, que sorprendiómucho a su interlocutor, sacó del ramo unarosa para ofrecerla a Monsalud.

-¿Es la primera vez que tu tío te regala flo-res? -dijo éste, meditabundo.

-¿No la quieres? ¿No quieres una flor que tedoy? Pues toma, toma, toma.

Andrea se había sentado otra vez sobre lapiel de tigre, y desbaratando el ramo, cada vezque decía toma, arrojaba una flor a su cortejo,apedreándole de este modo lindamente. Él selas devolvía.

Concluido esto, extendió sus brazos sobre lapiel, ocultando el rostro entre ellos. Yacía dul-cemente contorneada en el suelo, y en ella seenroscaba como una culebra de rosa y plata. Eldesorden de tal escena era encantador. Las pie-les de armiño de la citoyenne, semejantes a co-pos de nieve, eran hollados por los pies de la

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preciosa indiana, y las ricas telas y la cordona-dura de oro se revolvían entre los pliegues desus vestidos; las flores aparecían diseminadasen distintos puntos; algunas cayeron sobre lassillas, otras sobre la misma piel de tigre; viole-tas y jacintos veíanse deshojados y rotos, quiersobre las mismas piernas de Monsalud, quieren los propios rizos del negro pelo de ella. Lasperlas extendían diversos circuitos irregularessobre la alfombra, y el diamante fulguraba so-bre el velador como una mirada satisfecha, re-creándose en aquel pintoresco y brillante des-concierto.

Uno y otro callaban. Únicamente se oía elruido que hacía un jilguero en el balcón, escar-bando su alpiste y limpiándose después el picocontra los alambres de la jaula. Monsalud, conel codo puesto en uno de los cojines de la cabe-cera del canapé y la barba en la mano, hallábaseen el estado de atonía y silencio que anunciamiradas interiores u observación de fenómenos

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propios que impresionan profundamente. An-drea no chistaba. Las elegantes ondulaciones desu cuerpo yacente alterábanse un poco con losmovimientos propios de la impaciencia conte-nida o con los de la respiración. De pronto mo-vió la cabeza. Monsalud se estremeció todo alver aquel movimiento que le mostró la hermosafisonomía de la indiana y sus ojos arrasados enllanto.

-¡Andrea! -exclamó movido de sorpresa ypasión.

La indiana saltó como una ondina, y co-rriendo a abrazarle, secó sus lágrimas junto a él.

-XIV-Cuando la criada les avisó que había peligro,

Monsalud pasó a la sala. No era Doña Romual-da quien venía, sino el mismísimo Campos,

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acompañado del marqués de Falfán de los Go-dos.

-¿Has esperado mucho? -preguntole Ci-cerón-. ¿Y Andreílla, no ha salido a acompañar-te?

Salvador, contestando lo que le pareció, es-trechaba fríamente la mano del Sr. Campos y ladel Marqués.

-Ya sé a lo que vienes -dijo el sublime perfecto-. Siempre con el tema de ese bribón de Gil de laCuadra... Ahora quizás sea más fácil. Ya sabesque cae el Ministerio.

-¿Es positivo?

-Figúrate que hoy en la apertura de las Cor-tes, Su Majestad ha añadido por cuenta propiaun parrafillo al discurso de la Corona, en el cualcon buenas palabras pone cual no digan dueñasa sus ministros.

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-Y en cuanto ha llegado a Palacio, le ha fal-tado tiempo para exonerarles... -dijo Falfán-. Yome río de las singulares prácticas constituciona-les de nuestro Soberano.

-Mientras no se sepa quién nos gobernarámañana -añadió Campos-, hay que dejar a unlado todos los negocios pendientes. ¡Oh!, mibuen Aristogitón, no pienses que te olvido.Aunque tú pagas con desaires y un hocico detres varas los beneficios que se te hacen, ¡quédemonios!, me he propuesto complacerte y loconseguiré. Encuentro muy meritorio ese in-terés que tomas por un pobre anciano desvali-do. Hay que trabajar, hay que trabajar, granuji-lla, porque satisfagas tus sentimientos caritati-vos. Eres todo un hombre de bien...

-Gracias -repuso Salvador cavilando acercade la nueva ingeniosidad de su amigo.

-Ya hablaremos, ya hablaremos -dijo Cam-pos-. Ahora tenemos el Marqués y yo muchas

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cosas en qué pensar. Y puesto que te hallamosaquí tan a punto, querido Monsalud, vamos adarte una buena noticia. ¿Se lo digo, señorMarqués?

-¿Por qué no? -indicó Falfán de los Godospromulgando el gozo de su alma por medio desonrisillas y gestos.

-El Sr. Marqués se nos casa -dijo Campos,acariciando la espalda del exento-. Ya su-pondrás con quién. Con mi sobrina.

Monsalud se quedó blanco y frío. Punzadaagudísima hizo estremecer de dolor su corazón.Afortunadamente, la sala estaba oscura, y laemoción del joven, que se esforzaba en disimu-lar, no fue advertida.

-Es un proyecto improvisado, sin duda -dijopasándose la mano por la frente para apartar lanegrura que le caía sobre los ojos.

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-Ya venimos pensando en esto hace algúntiempo. Pero el Sr. Marqués no ha necesitadohacer grandes esfuerzos para cautivar a la her-mosa americanilla.

-Pongamos las cosas en su verdadero lugar -dijo Falfán de los Godos haciendo alarde debuen sentido-. No soy un vejete de comedia,bien lo sabe el amigo Monsalud. Conozco lafecha de mi nacimiento y la desproporción queexiste entre mi edad y la de Andrea. Por eso nohe caído en la ridiculez de pretender inspirar ala niña una pasión formidable... Verdad es queno soy un mamarracho, y mis cincuenta ofrecenun aspecto tolerable... pero no; nada de pasio-nes exaltadas. Yo me contento, amigos míos,con haber logrado, como es evidente, inspirar aAndreíta un amor tranquilo y sesudo... pues,sesudo; un amor que a las dulzuras propias deeste sentimiento reúna las sabrosas insulsecesde la amistad. Me satisface, además, completa-mente, el saber que las primicias sentimentales

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del corazón de esa tierna criatura van a ser paraeste goloso que indudablemente no las merece.

-Eso sí, amigo Falfán -manifestó Campos-: laprenda que se lleva usted excede a todos loselogios. No es porque sea hija de mi queridohermano, ni me ciega el amor de tío que le pro-feso; pero la verdad por delante. Existen pocasmuchachas como Andrea. Nada hay que decirde su belleza que está a la vista de todos; ¿peroy su talento, y sus virtudes, y su piedad, y sugenio manso y apacible, y aquella bondad deli-ciosa que convida a entregarle el corazón? Undefecto tiene, y por lo mismo que está delanteel que va a ser su marido, lo digo... ya hemoshablado de esto el Marqués y yo; pero este de-fecto es de los que dejan de serlo cuando se estáen posición holgada y opulenta, como la quetendrá la marquesa de Falfán de los Godos... lamarquesa, sí, sí; ¿por qué no se ha de decir? Heencargado hoy mismo una magnífica palanga-na de plata con las armas y el hermoso lema

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Vallifanius Gothorum... pues volviendo al defec-tillo...

-No hay que fijarse en una inclinación pro-pia del bello sexo y que frecuentemente adornaa las que han nacido hermosas -dijo el Mar-qués-. ¿No es verdad, querido Aristogitón?

-Seguramente. El señor Campos se refiere ala pasión del lujo y al delirio de las galas y atav-íos para realzar la hermosura.

-Andrea se ocupa excesivamente de engala-nar su persona -dijo Cicerón-; pero esto, quesería imperdonable en la esposa de un menes-tral, ¿puede vituperarse en la mujer de unprócer millonario? De ninguna manera.

-Al contrario -indicó Monsalud-, la alta posi-ción exige un esmero constante en la persona,cultivar el lujo, favorecer las artes; con lo cual,una dama elegante da lustre a su marido y a lacasa cuyo nombre lleva.

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-¡Oh! Ha hablado usted acertadamente -dijoel Marqués, echándose atrás y dándose golpeci-tos en la boca con el puño de su bastón.

-¿Pero qué hace esa chiquilla, que no viene?-exclamó con impaciencia Campos-. ¡Andrea,Andrea!

Monsalud ante la anunciada presencia deAndrea, sintió una llama en su pecho. Resolvióesperar.

-Voy a buscarla -dijo Campos-. Vaya, quenos obliga a hacer unas antesalas...

Cuando el Marqués y Salvador se quedaronsolos, aquél pegó la hebra como suele decirse,en la política, espetando a nuestro amigo untrozo literario que bien podría haber pasadopor artículo de fondo en las graves columnasde El Universal, órgano entonces de la gentetemplada. Poca o ninguna atención ponía elangustiado joven a los atildados párrafos y dis-

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cretas observaciones del Marqués, que supohacer un resumen de la famosa coletilla añadidapor el Rey a su discurso de apertura en la so-lemnidad constitucional de aquel día 1.º deMarzo de 1821. Emitió después varios juicios,todos muy templados y sesudos, acerca delestado general de la cosa pública, de la caídadel Ministerio, del conflicto parlamentario quedebía suceder al acto imprudente de la Corona;dirigió una ojeada en redondo al inmensocírculo de los sucesos y de las personas, seña-lando fenómenos desconsoladores, previendodesastres, anunciando terribles hundimientos ynaufragios de esa viejísima nave del Estado, en lacual la literatura política de todos los tiempos ylugares ha hecho tantas travesías.

Como se atiende a la lluvia cuando no sepiensa salir a la calle, así atendió Monsalud alchubasco verbal del Marqués. Dejábale hablar.Al través de aquel nublado, el desairado aman-te no veía más que el cielo que había perdido.

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Estaba anonadado cuando regresó Campos. Elsemblante de éste revelaba tristeza y contrarie-dad.

-¿Qué hay? -le preguntó Falfán.

-Nada, que esa mocosilla se nos ha puestomala.

-Que vayan a buscar un médico... ¡Pronto,un médico! -exclamó con agitación el exento,levantándose y dirigiendo brazo y bastón alOriente y Occidente, como general que daórdenes en una batalla.

-No es para tanto.

-¿Puedo pasar a verla?

-Creo que sí -dijo Campos con oficiosa com-placencia-. Pero ahora... Querrá dormir un ra-to... Puede usted pasar si gusta, al cuarto deRomualda, que acaba de llegar.

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Falfán salió.

Al verse solo con Campos, sintió Monsalud,que en su pecho nacía uno de esos accesos decoraje que al varón más prudente impulsan aacciones violentas y brutales. Levantose con losdientes apretados, las manos crispadas...

Campos vio que sobre él caía una tempes-tad. Cruzando las manos en ademán de súplica,detuvo al joven, diciéndole:

-Monsalud, por tu honor, por tu vida, cálma-te... Soy tuyo, soy todo tuyo, te pertenezco.Pídeme lo que quieras. Da conseguido lo quepretendes. Tu pariente, tu padre o lo que saldráde la cárcel... pero no hagas escándalos, no mecomprometas... por Dios y por la Virgen Santí-sima, no alces la voz.

Monsalud vaciló un instante, hizo un es-fuerzo para dominar su cólera, y después dijo:

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-¿A qué tanta farsa? Hablemos con claridad.

-Sí, con claridad -repuso Campos muy agi-tado-. He descubierto todo. Yo soy aquí el en-gañado, yo soy aquí el ofendido, porque hasinfamado mi casa; pero te perdono, te lo per-dono todo con tal que te vayas y no vuelvasmás, con tal que desaparezcas y no existas parami sobrina... Yo tengo derecho ello; tendríaderecho a quitarte hasta la vida; pero lo pasado,pasado. Vete. Ya sabes que he querido favore-certe; no te quejarás de mí. En cambio te pidoque huyas, que desaparezcas, que no existasmás para mi sobrina. Si quieres, te lo pediré derodillas, y será gracioso ver a un ValerosoPríncipe del Real Secreto de hinojos ante un tristeCaballero Kadossch. Vete y búscame lejos de aquípara ponerme a tus órdenes. ¿Quieres que sesuelte a todos los reos que hay en Madrid? Sesoltarán, se soltarán con tal que no existas máspara Andrea.

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-¡Andrea! -exclamó Monsalud procurandotraducir en expresiones de desprecio la furia desu alma-. ¡Yo la desprecio como te desprecio ati, farsante!

Sin oír las palabras que Campos balbucía, elamante engañado salió de la casa.

-XV-Monsalud se ocupó durante gran parte del

día en diversos asuntos que no podía abando-nar, por muy perturbado que su ánimo estuvie-se. Cuando fue a su casa, mucho más tempranoque de costumbre, Solita con toda la inocenciade su alma, le dijo estas palabras:

-Hermano, hoy sí que te ha soltado pronto tunovia.

La muchacha se quedó muda de asombro yterror al ver que la broma no era recibida, comode costumbre, con simpatía y buen humor. El

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semblante de su hermano indicaba una agita-ción extrema, y sus labios descoloridos articu-laban sílabas silenciosas.

-Déjame en paz -le dijo con bruscos modos-.No seas impertinente.

Solita temblaba como un criminal arrepenti-do. Su impertinencia se le representaba en laimaginación cual horrendo delito. Después demeditar breve rato, creyó que el mejor mediopara lavar su falta era pronunciar algunas pa-labras que destruyeran el deplorable efecto delas anteriores.

-¿Te pasa algo? -preguntó con mucho in-terés-. ¿Estás enfermo?

Monsalud alzó la cabeza, mostrando a losatónitos ojos de Solita los suyos, llenos de ex-traño fuego.

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-No me pasa nada. Ya hace media hora queestás plantada en la puerta -dijo el hermano entono durísimo-. ¿Me dejarás al fin en paz? Sola,Sola, ¿por qué eres tan pesada?

Esta reprensión era demasiado fuerte para elalma asustadiza de la hija del realista. Sintióuna congoja que le desgarraba el corazón, ycasi, casi estuvo dispuesta a arrojarse de rodi-llas delante de su hermano, pidiéndole que laperdonase. Pero el temor de enojarle más lacontuvo. Tal era su sobresalto, que hasta temíamolestarle con el ruido de sus pasos al retirarse.Hubiera deseado poder huir sin moverse, sincorrer, sin andar, desapareciendo como unasombra o apagándose como una luz.

-Te he dicho que no necesito nada -repitióSalvador, deteniéndose ante ella, después dedar varios pasos por la habitación.

Un instante después Monsalud se hallabasolo consigo mismo. Midió la pieza de largo a

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largo varias veces con agitado paseo; sentoseluego, y apoyando los codos en la mesa, puso lacabeza entre las manos, como si necesitaraaquélla de estos dos puntales para no caerse delbusto. Al cabo de un rato de dolorosa medita-ción sobre su desaire, la voluntad, o mejor di-cho, la misteriosa fuerza reparadora que en elorden físico poseemos, empezó a trabajar de-ntro de él. Trataba de consolarse, imaginandorazones positivistas que atenuaran el descon-suelo total de su alma, curando además la pro-funda herida abierta en su amor propio. Peroen estos casos de sensibilidad hondamente exci-tada, las razones positivistas, por ingeniosasque sean y aunque emanen de la dialéctica mássegura, son como los medicamentos que el cri-terio vulgar llama paños calientes, que o nohacen nada o exacerban el mal.

El dolorido razonaba admirablemente, ymientras mejor razonaba, argumentando contrasu propio dolor, más crecía éste, con más fuerza

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hincaba su agudo diente, más avivaba sus inex-tinguibles ascuas. Una lógica incontrovertibledemostraba que habría sido gran error contraermatrimonio con Andrea: en el carácter de laamericana había un germen maléfico cuyasconsecuencias érale fácil prever a la razón fría.

Pero armas tan sutiles no eran poderosascontra la sensibilidad inflamada. Calmada ésta,consideraba Monsalud con elevación el mal quepadecía, generalizando sus desgracias y some-tiendo todas las ocurrencias desdichadas de suvida a una ley fatal, que presidía sus tristesdestinos, como las estrellas de la antigua ni-gromancia.

-Otra equivocación -decía-, otra caída, otrodesengaño. Todo aquello en que pongo los ojosse vuelve negro. Si mi corazón se apasiona poralgo, persona o idea, la persona se corrompe yla idea se envilece. Conspiro, y todo sale mal.Deseo la guerra, y hay paz. Deseo la paz, y hayguerra. Trabajo por la libertad, y mis manos

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contribuyen a modelar este horrible monstruo.Quiero ser como los demás, y no puedo. Entodas partes soy una excepción. Otros viven yson amados; yo no vivo ni soy amado, ni hallofuente alguna donde saciar la sed que me devo-ra.¿Amigos? Ninguno me satisface. ¿Artes? Lassiento en mí; pero no tengo educación parapracticarlas. ¿Amor? Siempre que me acerco aél y lo toco, me quemo. ¿Religión? Los volteria-nos me la han quitado, sin ponerme en su lugarmás que ideas vagas... Dios mío, ¿por qué estoyyo tan lleno y todo tan vacío en derredor demí? ¿En dónde arrojaré este gran peso que llevoencima y dentro de mi alma? Voy tocando atodas las puertas, y en todas me dicen: «Aquíno es, hermano; siga usted adelante». Voysiempre adelante. Algún ser existe, sin duda,que está sentado junto a su casa, esperándomecon ansiedad; pero yo paso y vuelvo a pasar,subo y bajo, entro y salgo con mi carga a cues-tas, y no doy jamás con la puerta de mi seme-jante. Voy aburrido y desesperado, ando sin

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cesar. «¿Será aquél?», me pregunto. Creo haberacertado, y una brutal mano me lanza al cami-no diciendo: «Sigue adelante, que aquí no es...».«Aquí no es, aquí no es, aquí no es». En toda mivida no oiré sino estas desesperantes palabras.«Aquí no es», me dijo Jenara. «Aquí no es», medijo el partido jurado. «Aquí no es», me dijo laemigración. «Aquí no es», me dijo la patria.«Aquí no es», me dijeron las logias del año 19.«Aquí no es», me han dicho los liberales deahora. «Aquí no es», me acaba de decir Andrea.No es en ninguna parte, y yo moriré de cansan-cio y fastidio en medio del camino. ¡Maldita seala hora en que nací! Hijo soy del crimen, y laexpiación de él tomó carne y vida en mi perso-na miserable... ¿Por qué soy tan distinto de losdemás, que en ninguna parte encajo? ¿Por quéningún hueco social cuadra a mi forma? Mejores desbaratarse y morir, ¡Dios mío!, que estarsiempre de más...

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Al concluir esta serie de razonamientos, quebrotaban en su cerebro como chispas de unhierro candente herido en la fragua por el mar-tillo, dio repetidos golpes con la frente en ladura tabla de la mesa.

¡Pobre hombre! La verdad es que teniendolos medios vulgares para ser feliz, no podíaserlo, sin duda por repugnar a su naturaleza losvulgares medios. Pero se equivocaba al echar laculpa de sus contrariedades al destino, a lasestrellas, a una crueldad sistemática de la Pro-videncia, como es frecuente en los que razonanpoco; las causas de su constante desaliento y desus caídas teníalas dentro de sí mismo, y seatormentaba constantemente en virtud de unapoderosa fuerza crítica, compañera de todossus actos. Sin quererlo, su mente le presentabacon claridad suma todas las abominaciones yfealdades de hombres y de la vida, exagerándo-las quizás, pero sin perder ninguna. Por eso,cuando el natural orden de compensaciones

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que preside a la existencia le conducía a unasituación lisonjera y optimista, el amor, porejemplo, se abrazaba a ella con la desesperacióndel náufrago; y despertando todas las fuerzasde su ser, las dirigía al caro objeto; se apasiona-ba y exaltaba tanto, como si toda la vida debi-era condensarse en una semana y el universoentero en las sensaciones y los espectáculos deun día. Cuando el desengaño llegaba, naturalinvierno que con orden incontrovertible sigueal verano de la pasión y del entusiasmo, le sor-prendía a tanta altura que sus caídas eran des-astrosas. Otros caen de una silla y apenas sehacen daño. Él, que siempre se encaramaba alas más altas torres, quedaba como muerto.

Otra causa le hacía infeliz, la desproporcióninmensa entre sus condiciones sociales o denacimiento y la superioridad ingénita de suinteligencia y de su fantasía. La fantasía le inci-taba a todas horas con vivaces estímulos: eracomo un aguijón constante que intentara hacer

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correr a quien carece de pies. Considerad unainspiración ardiente sin medios de manifestar-se, semejante a la curiosidad óptica del ciego;una inspiración que daba el fuego sin combus-tible, el agua sin vaso, la idea sin la palabra, sinla línea, sin la nota; considerad un alto ingenioque no sabe más que leer y escribir en una épo-ca en que el arte tiene que ser letrado porquehan desaparecido los bardos y los trovadoresde camino, y comprenderéis cómo pesa sobreun alma la fantasía cuando la falta de educa-ción la ha privado de sus sentidos propios. Esverbo inencarnado que lucha en las tinieblascon horrendo torbellino, queriendo ser forma ysin satisfacer jamás su anhelo doloroso.

Salvador tenía pasión por la música. Al esta-blecerse en Madrid el año 18 creía en su candor(pues su alma era en el fondo excesivamentecandorosa), que aquel arte estaba al alcance detodo el mundo. Ignoraba las inmensas dificul-tades técnicas, jamás vencidas después de la

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infancia, que caracterizan el arte más amable ymás profundamente patético en la vaguedadsoñadora de su expresión. Con estas ideas,Monsalud compró un piano. Creía que en elclave todo es, como vulgarmente se dice, cosery cantar. El desengaño vino al instante, y elpobre joven se encorvaba con desesperaciónsobre el ingrato instrumento, y sus dedos dehierro herían las teclas sin poder hacerleshablar más que un lenguaje discorde y estrepi-toso. Al mismo tiempo trataba de explorar elmundo de aritmética y de armonía comprendi-do en las cinco rayas de la cábala musical, y sumente caía rendida ante un trabajo que exigepaciencia sinfín y árida práctica. Un día le so-brevino un arranque de ira durante los estudiosmusicales, que asemejaban su casa a un conser-vatorio de locos, y tomando un martillo, dijo alas teclas:

-¿No queréis responderme? Pues tocad aho-ra.

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Y las despedazó. La caja no tuvo mejor suer-te, y una vez vacía, la llenó de legajos. El clavesufrió la suerte de los hombres que a ciertaedad se vacían de ilusiones y se llenan de posi-tivismo.

La poesía escrita le cautivaba sobremanera.También se le antojó ser poeta escrito, lo cual esmuy distinto de poeta sentido; pero tropezócon el inconveniente de no saber de nada, gravecontrariedad que estorba mucho, aunque notanto como al músico la ignorancia técnica desu arte. El poeta puede salir de su atolladerocon libros, y en aquel tiempo, aunque pocos,había libros. Lo que principalmente faltaba eraespíritu literario, que es la atmósfera del artista;faltaban público y amigos tocados de la mismadebilidad versificante, porque cuanto respiraba,respiraba entonces con los pulmones de la polí-tica. Salvador creyó, sin embargo, que en símismo encontraría todo lo necesario, es decir,poeta, espíritu poético, público y hasta el

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aplauso, que también es musa. Compró libros,empezó a desflorar aquí y allí; pero ¡ay! a lasprimeras tentativas vio que le faltaba una musaimprescindible, una musa sin cuya condescen-dencia no es posible hacer absolutamente nada:le faltaba tiempo. No sabemos lo que habríanhecho Homero y el Dante con su inmensa ins-piración si no hubieran podido consagrar a losversos ni aun medio minuto; si hubieran tenidoque ganarse la vida trabajando dieciséis horasen áridas cuentas y fatigosos menesteres; si laobligación sagrada de mantener a su madre leshubiera quitado toda ocasión de renunciar altrabajo lucrativo para emprender la gloriosa,agitada y vagabunda vida de la imaginación.

Un día Salvador se sintió muy malhumora-do. Cogió los poetas, y acordándose de FelipeII, les trató como a herejes.

Aún le quedaba un respiradero, un escape,una vía libre, aunque muy estrecha, para salirsea sí mismo y quebrantar la ley de concentración

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y encierro que le estaba emparedando el alma,digámoslo así; le quedaba el periodismo, y en-tonces había una prensa no despreciable, dondela juventud podía hacer sus juegos. El Especta-dor y El Universal, que hoy nos hacen reír, eranórganos hasta cierto punto afinados y sonoros.Salvador no dejó de hacer la prueba; pero bienpronto aquel displicente espíritu crítico de queantes hablamos le hizo aborrecibles las redac-ciones, como le hizo aborrecibles más tarde laslogias, los clubs y la política.

Mas de repente descendió para él de ignora-do cielo la hermosa figura de Andrea. Entonceslas artes todas, que antes no habían tenido notani palabra, se realizaron. Andrea era la música,la poesía, la pintura, la estatuaria, hasta la ar-quitectura y la danza; era también, si se quiere,el periodismo, la gran política, la vida toda enfin. El arte tiene distintos caminos para satisfa-cer el alma: unas veces va por el camino de loslienzos y de las notas; otras por los derrumba-

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deros de la pasión, entre tormentos y gocesinfinitos. Como quien lo tiene todo, como quienrecoge a manos llenas abundantes frutos y flo-res en todas las ramas del gran árbol del espíri-tu, Salvador estaba satisfecho: las teclas habíanrespondido, y sin notas ni versos, poesía ymúsica habían saciado su sediento afán.

Corrieron días felices. Él, sin embargo, seproporcionaba el placer de atormentarse pen-sando en la probabilidad de perder a su amada;y su cavilación, despertando otros recuerdos yestableciendo los términos sistemáticos de sudesgracia, llegó a darle la seguridad completade un conflicto. El alma se defendía rabiosa-mente contra aquella alevosa guerra de distin-gos y sutilezas. Por adorar, hasta adoraba losdefectos de Andrea, mejor dicho, veía en ellosgracias nuevas y donaires desconocidos, porcuyo motivo, en el momento de la catástrofe, lehemos visto rechazando las razones positivistascon que el pérfido intellectus trataba de arran-

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carle su hermoso sueño. Andrea era para él latotalidad de las satisfacciones humanas y elideal de la vida. La amaba en globo, con susdefectos, conociéndolos y aceptándolos comose aceptan sin la más leve protesta de los ojoslas manchas del Sol. Ni por un momento pensóen apartarse de ella por causa de tales lunares,accidentes encantadores que se confundían conlas perfecciones, sin que el ciego amor pudieradecir dónde acababa Dios y empezaba Satán. Elegoísmo estupendo del amor ahogaba entoncesen Monsalud la potencia crítica que en élhemos reconocido. Para que uno y otro se sepa-raran era preciso, pues, que mediase una granviolencia o una traición de ella. Ésta vino, comohemos visto, y el pobre hombre, dolorido ydesesperado por la conmoción de la caída, me-ditaba en la noche que siguió al día del desen-gaño, buscando una especie de recreo en supropia pena, y golpeaba en la tabla del bufetecon su cabeza, cual si ésta fuera un caldero lle-

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no de absurdos, que merecía ser roto y desocu-pado.

Entre tanto, Solita, llena de consternaciónpor lo que había visto y oído, se retiró. No seapartaba de su mente la idea de que Salvadorsufría algún mal muy grande. ¿Cómo consolar-le, cómo aliviarle al menos? Por último, cavi-lando durante largo rato, sus ideas variaron.

-Ya adivino lo que es -dijo-. Salvador estátriste y enojado porque tiene malas noticias dela causa de mi padre.

Al instante corrió en busca de Doña Fermi-na. Manifestole lo que había pasado, y las dosdeliberaron si debían esperar a que él revelasela causa de su malestar o interpelarle desdeluego sin miedo.

-Esperemos -dijo la madre-. Si da en callar,no le sacaremos una palabra.

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No había concluido de decirlo, cuando sin-tieron la voz de Monsalud.

-¡Madre, madre!... ¡Soledad!

Corrieron allá.

-Madre... Soledad... -repitió Salvador vién-dolas entrar-. Aquí no tiene uno quien le acom-pañe... le dejan a uno morirse de tristeza. Nisiquiera vienen a preguntar si se me ofrece al-go.

El semblante del joven expresaba una reac-ción viva en sentido consolador. En lo más ex-tremado de su pena, sintió que ésta se agran-daba con el aislamiento, y un poderoso instintode restauración le impulsaba a rodearse de per-sonas queridas.

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-Hijo, si estamos aquí... Sola me ha dichoque la has despedido con dos piedras en la ma-no -dijo Doña Fermina.

-Ha sido una broma -indicó Monsalud, sin-tiendo remordimiento por haber tratado mal asu protegida-. Solilla, siéntate aquí y trabaja enmi cuarto. Necesito que me acompañes.

-¿Tienes que decirnos algo desfavorable delpobre D. Urbano?

-Nada, nada; todo lo contrario. Espero sacar-le pronto de la cárcel. Hoy precisamente hanvariado las cosas.

Solita miró con expresión de incredulidad asu hermano.

-¿No lo crees?... Pronto verás que no te en-gaño... Una circunstancia imprevista lo arre-glará todo. ¿Estás enfadada conmigo porque tedije impertinente?

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-¡Qué tonto eres! -respondió la de Gil de laCuadra, toda ruborosa y turbada-. Nada de loque tú hagas o digas me puede enfadar. ¿Quéimporta una palabra de más o de menos? Biensé que eres muy bueno para mí.

-Gracias, hijita. Haces bien en tener esa con-fianza en el hombre que va a ser...

-¿Qué?

-Padrino de tus muñecos. Tengo ganas deser padrino de algo. Sin embargo, más vale queno sea yo padrino de ellos.

-¿Por qué?

-Porque se morirían.

-¿Pero es verdad que no nos engañas? ¿Hayesperanzas de que el Sr. D. Urbano?... -volvió apreguntar Doña Fermina.

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-Sí; tengo mucha esperanza de lograr mi ob-jetivo. ¡De qué caminos tan extraños se vale laProvidencia!

-¿Pero es cierto, es verdad lo que dices? -exclamó Sola derramando lágrimas de ternura-.¡Mi padre libre!

-El corazón -dijo Doña Fermina- me ha esta-do diciendo todo el día que se nos preparabaun acontecimiento feliz.

-Y yo -añadió Solita con emoción profunda-,también he tenido hoy unas corazonadas...Anoche soñé que me asomaba al balcón y queveía a mi padre entrando en la calle. El pobreci-to me saludaba con la mano, dándose tantaprisa a entrar y subir la escalera, que tropezabaa cada momento.

-Es particular -dijo la madre-. Yo tambiénsoñé anoche una cosa parecida.

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-Es particular -dijo Monsalud-. Sin duda esésta la casa del sueño. Hace poco me quedéaletargado y soñé...

-¿Que mi padre estaba libre?

-Sí; pero mira de qué modo tan extraño. Yome dirigía por la calle de la Cabeza a la cárcelde la Corona. Llegué a la puerta y me salió alencuentro, ¿quién creerás que me salió al en-cuentro?

-¿Un centinela?

-¿Un carcelero?

-Un perro.

-Lo mismo da.

-Un perro, no de tres cabezas, como el delInfierno, sino de una sola; pero tan horrible,que su vista me hacía temblar de sobresalto ypavor. Sus ojos despedían fuego, y su espanto-

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sa boca, llena de cuajarones de sangre, se abríahasta las orejas dejando ver feroces dientesagudísimos y una lengua que vibraba comohoja de metal. Era la bestia más repugnante yfea que imaginarse puede. Pero lo más raro eraque aquel horrendo animal hablaba.

-¿Hablaba?...

-Yo le dije que iba a buscar a un infeliz ence-rrado en la cárcel. El perro fijó en mí sus ojos defuego, cuya claridad me llegaba al alma, estre-meciéndome todo.

Las dos mujeres se estremecían también, ylos ojos de Solita no estaban menos espantadosque si tuvieran enfrente al temible can.

-El perro dio un gruñido -continuó Monsa-lud-, y con su voz, que resonaba como si salierade honda caverna, me dijo: «Está bien, amigomío...».

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-¡Amigo mío!... Pues no dejaba de ser cortés.

-Está bien, amigo mío -me dijo-; puedes lle-varte al preso con una condición. Ya sabes queyo me alimento de corazones. Dame el tuyo, yhemos concluido.

-¿Y se lo diste?... pero hombre... pero hijo... -gritó Doña Fermina con impaciencia.

-Me clavé las uñas en el pecho, apreté fuer-temente, metí la mano...

-¡Jesús! -exclamó Solita, apartando el rostro.

-Metí la mano, me saqué el corazón y se loarrojé a la bestia, que con su feroz boca lo cogióen el aire. Entré, y cuando salía, sacando al se-ñor Gil, vi que el perro mascullaba el pedazo decarne, saciándose en él. ¡Ay, cuánto me dolía!

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-XVI-Salvador se inquietaba bien poco de un

acontecimiento que por aquellos días, los pri-meros de Marzo, agitaba hondamente el mar dela política, produciendo borrascas, zozobras ynaufragios. ¿Necesitaremos recordarlo, a pesarde haber hablado de él, por cierto con muchadiscreción, el marqués de Falfán de los Godos?Olvidando las prácticas constitucionales ohaciéndose el tonto, que es la opinión más au-torizada, añadió el Rey al discurso de la Coronaun parrafillo de su invención, en el cual se que-jaba de los insultos que diariamente recibía, yacusaba con este motivo a los ministros y a lasautoridades de Madrid. Alborotose el Congre-so, alborotáronse más los clubs, los ministrosestaban con medio palmo de boca abierta, sinsaber lo que les pasaba, y mientras el Rey lesdestituía arrebatadamente, dábales el Congresoun voto de confianza y una pensioncita de se-

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senta mil reales; admirable almohada para re-clinar la gloriosa cabeza después de una caída.

Su Majestad, firme en el propósito de hacer-se el tonto (y quien crea otra cosa no sabe hastadónde llegaba la malicia del astuto Rey neto),pidió consejo a las Cortes para la formación delnuevo Ministerio, inaudita aberración constitu-cional, pues el Gabinete caído tenía mayoría.Los diputados contestaron al mensaje del Reycon un refunfuño de desconfianza, achacaron ala mano oculta los insultos consabidos, y negá-ronse a proponer los nuevos- ministros, dandoa entender al Soberano que el Ministerio Ar-güelles era el mejor de los ministerios posibles.Fernando consultó entonces al Consejo de Es-tado, y de esta consulta salió el Ministerio del 4de Marzo.

Era natural que el nuevo Gabinete no gusta-se a nadie. Los tibios le tenían por exaltado, ylos exaltados por tibio. Procedente, como elanterior, de la mayoría, el Gabinete Valdemoro-

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Feliú, representaba las mismas ideas, la propiaindecisión, idéntica dependencia de manejossecretos; representaba también la debilidadfrente a los alborotadores, las pedradas al cochedel Rey, la tolerancia de las grandes conspira-ciones y la persecución sañuda de las pequeñas.De entonces data, si no estamos equivocados, lacélebre frase de los mismos perros con distintoscollares. Más adelante, cuando Feliú pasó deUltramar a Gobernación, el Gabinete se ende-rezó como una planta cuya savia se regenera, ysupo desplegar contra los alborotadores y losclubs una energía que hasta entonces no se hab-ía visto en el Gobierno después de la revolu-ción.

Tal era la situación política a principios deMarzo. En el Gobierno, debilidad; en el Con-greso, confusión; en Palacio, solapadas intrigas,cuyas resultas se verán más adelante. El pue-blo, desbordado y sin reconocer ley ni frenoalguno, expresaba su voluntad ruidosa y grose-

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ramente en los clubs. A fuerza de oír hablar desu soberanía, empezaba a creer que consistíaésta en el uso constante de la iniciativa revolu-cionaria y en el ejercicio atropellado de la san-ción popular en asonadas, violencias y atroci-dades sin cuento. Romero Alpuente, un vejetefuribundo a quien después conoceremos, habíadicho que la guerra civil era un don del Cielo.Istúriz, joven y exaltado, había dicho que lapalabra Rey era anticonstitucional. Moreno Gue-rra, había dicho que el pueblo tiene derecho ahacerse justicia y vengarse a sí propio. Golfín, quela anarquía purgaba a la tierra de tiranos. Otrollamaba al Trono cadalso de la libertad.

Entre tanto las sociedades secretas estabandesconcertadas; porque si bien el nuevo Minis-terio saliera de ellas como el anterior, no habíagran seguridad de que se dejase gobernar porlos Valerosos Príncipes.

-Estamos -decía Campos-, en la situaciónmás oscura que puede imaginarse. Yo no he

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tenido nunca a Feliú por muy afecto a nuestroOrden, y temo mucho que se nos vuelva encontra. Sin embargo, anoche nos ha echado undiscursejo con muchos ofrecimientos y palabro-tas; pero no me fío, no me fío.

Esto lo decía el gran Cicerón sentado junto auna mesa del café de La Fontana, teniendo en-frente a Salvador Monsalud, que entre sorbo ysorbo de café leía El Espectador. Cómo se habíanjuntado después de su violenta separación,cómo habían ido allí, apareciendo amistosa-mente reconciliados merced a un par de tazas yotras tantas copas, es cosa que se explica fácil-mente. Campos fue a casa de Monsalud unamañana, anunciándole que tenía que hablar deasuntos igualmente graves para los dos, y aun-que el joven le recibió con los peores y másásperos modos, como Cicerón no se daba porofendido y era hombre que respondía con risasa las palabras duras, bien pronto uno y otro, apesar de su desacuerdo, hallaron un término

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común de reconciliación pasajera. Camposconvidó a Aristogitón a pasar un par de horasen La Fontana, y una vez allí sentáronse en elmás apartado y oscuro rincón del local, tras latribuna y no lejos del mostrador. Casi estabansolos, porque en tal hora el célebre club de losamigos del orden descansaba de sus fatigas.

-Pero a pesar de todo, nosotros no hemosperdido nada todavía -añadió Campos-, y yoquiero ver quién es el guapo que se atreve a darun golpe a las sociedades secretas, autoras nosólo de la revolución de España, sino de las dePortugal y Nápoles. Este poder inmenso no sepierde por una veleidad ministerial... Conque,amado Aristogitón, yo planteo nuestra cuestiónen los mismos términos en que la planteé en micasa hace ocho días, cuando te pusiste como unbasilisco, y aun creo que intentaste pegar a tumaestro... Pero, hombre de Dios, ¿no me hacescaso de lo que te digo? Mientras hablo, tú lees.

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-Oigo perfectamente -dijo Monsalud, dejan-do el periódico y tomando la taza-. La cuestiónplanteada en los mismos términos de aqueldía...

-Cuando me quisiste pegar -repitió Camposcon burla-. Después me estuve riendo de ti doshoras. Si yo fuera un hombre terrible, te hubie-ra echado por el balcón; estaba en mi derecho.

-No lo niego. Si yo hubiera sido un hombreimprudente, le hubiera roto a usted la cabeza;también estaba en mi derecho por haber sidoengañado. Usted intentó comprarme con vilesofertas de destinos y menudencias.

-Y ahora te compro por el precio que tú tehas puesto: por la concesión de una gracia aque das suma importancia. La cosa en sí es lamisma: no varía más que el precio y la clase demoneda. Tú me dejas en paz a mi sobrina...

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-Y usted me pone en la calle a un pobre pre-so que será ahorcado si las cosas siguen por elcamino que llevan.

-Perfectamente. Trato clarísimo y que no dalugar a engaños ni malas interpretaciones. Dout des.

Campos como hombre que ve adelantar sa-tisfactoriamente una negociación de importan-cia, respiró con fuerza, embaulando despuésmedia taza. Robespierre subió a sus rodillas.Uno y otro se acariciaron.

-No debieras extrañar -añadió-, que yo qui-siera favorecerte con un buen destino y aunalejarte. A mí me gusta hacer las cosas con deli-cadeza. De este modo se llega al objeto sinofender a nadie, sin ruido y sin dimes ni direte-s. Creí que tú, hombre listo, me entenderíasdespués del primer avance, y tomando lo quete daba, te dispondrías a callar y obedecer,dejándome el campo libre. Pero no entendiste.

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Tienes un candor honradillo que exige se tedigan las cosas claras, y en verdad, a mí merepugnaba hablarte con claridad en asunto tanespinoso.

-Algo creí entender; pero como no contabacon la traición de Andrea, no pasé de sospechasvagas.

-¡La traición! -dijo Campos con gravedadirónica-. Pero hombre... ¡qué palabrotas se esti-lan ahora! Di más bien que mi sobrina com-prendió lo que sacaba del noviazgo contigo.Por mi parte, de algún tiempo acá me desveloporque disfrute una posición tónica y comocorresponde a sus méritos. Es tiempo ya de quetenga un padre vigilante y cariñoso. Te confie-so, amigo Aristogitón, que cuando sospeché tusniñadas con ella, y mas aún, cuando las sospe-chas se trocaron en certidumbre... ¡ay! sentíaimpulsos de despedazarte. Pero meditandobien, resolví tener mucha calma, abordar lacuestión con astucia, evitar un escándalo que

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pudiera turbar la paz espiritual del buen Falfánde los Godos. De esta manera todos quedancontentos. No creas que me ha costado pococautivar a Andreílla. La pícara se nos escapabacomo una mariposa cuando creíamos tenerlasegura; pero conquistado tú, que eres el Mont-juich, la rendición de la ciudadela es inevita-ble... ¿Te das por conquistado?

-Me doy por conquistado.

-¿Renuncias por completo y en absoluto aella? ¿Huirás de su trato y de su vista, y en casode que la casualidad te la ponga delante, haráscon ella como si nunca la hubieras conocido?

-Lo haré.

-¿La despreciarás, la arrojarás de tu lado, leharás ver de una manera indudable que tú yella sois como el agua y el fuego, que no sepueden juntar?

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-Como el agua y el fuego.

-Y si la tempestad arrecia, ¿serás capaz hastade hacerla creer que estás enamorado de otra?

-También.

-Vamos, eres un hombre. Tus declaracionesmerecen una salva. Echemos pólvora fulminan-te en el cañón y disparemos.

Los masones llamaban pólvora fulminante alron. El cañón y la salva ya sabemos lo que eran.

-¡Fuego! -dijo Monsalud, llevando la copa asus labios.

-¡Fuego! -repitió Campos.

Los del Arte Real, en sus tenidas de banque-tes, pronunciaban esta voz de mando para indi-car los brindis.

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-¿Pero a qué vienen tantas exigencias, queparecen pruebas masónicas -dijo Salvador-, siAndrea no necesita de mis desdenes para obe-decerle a usted? ¿No ha dado su consentimien-to?

-¡Ah!, ¡ah!... fíate de consentimientos. Dicenque la palabra veleidad es femenina en todaslas lenguas. Prueba de que todas las mujeresson veleidosas. Es verdad que Andrea, a fuerzade ruegos, de razones, de regalos, de mimos, depromesas, me prometió ser marquesa... ¡mar-quesa, ya ves qué pedrada!... y la muy tonta...Por algo se ha dicho que entre el sí y el no de unamujer no se puede poner la cabeza de un alfiler.

-Ella apetece más. La ambición, una vez des-arrollada, no se satisface fácilmente. Creerá queFalfán de los Godos no es bastante rico.

-Si es millonario. No va por ahí la corriente -dijo Campos con desaliento-. Es que Andreavuelve los ojos a este tunante y se arrepiente, se

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arrepiente la muy pícara de la promesa que medio. Desde el otro día... Pero yo quisiera saberqué tienes tú para trastornar de este modo uncerebro, que después de todo es un cerebro dela raza de Campos, fecunda en gente sesuda.

-Andrea tiene conciencia; no es una mucha-cha corrompida -afirmó Monsalud, disimulan-do el interés que aquella parte de la conversa-ción le producía.

-¡Qué conciencia ni conciencia!... Resabiostontos de su enamoramiento infantil. Yo sé queeso desaparecerá; pero por de pronto me tieneinquieto. Desde aquel día que tú y yo estuvi-mos a punto de machacarnos las liendres, nosabes cómo se ha puesto esa muñeca. Está loca,rematadamente loca, y anoche tuve que ence-rrarla, porque quería salir.

-¿Salir?

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-A buscarte; y se nos escapará, porque la ni-ña es sutil. Por eso quiero estar seguro de ti.Querido Aristogitón, si tú no me ayudas, todose pierde. No puedes tener idea de cómo estáesa criatura. En mi casa no se oyen más quesuspiros, y con las lágrimas que unos ojitosnegros han derramado estos días se podíahaber hecho otro estanque del Retiro. Sorpren-dila ayer desenvainando el puñal que conservacomo recuerdo de su padre. ¡Ay! qué susto. Teaseguro que si no llego a tiempo, tenemos encasa una degollina, un suicidio, una de esasgracias que mi sobrina ha leído en las historiasde griegos y romanos, y que ahora las novelassentimentales tratan de poner en moda. ¿Hasleído el Werther? Es un Dido macho que se matapor amor.

Salvador estaba pálido y no acertaba a decirnada.

-Por esta causa he querido prevenirte, ase-gurarme de tu formal renuncia, que espero

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cumplirás con honradez. Es posible que recibasalguna esquelita, aunque la hemos privado detinta y papel; es también muy probable que lamariposa tienda sus alas y se eche a volar poé-ticamente por las calles de Madrid, y te busquey te encuentre... Veo que suspiras... mira, novengas tú también con suspiros. En una mujer,pase; pero un hombre es un hombre, Salvador,y, sobre todo, un hombre que tiene a su padreen la cárcel a punto de ser ahorcado, debe tenercorazón de bronce, portarse caballerosamente ycumplir su palabra.

-Yo la cumpliré -murmuró Salvador.

-Bueno, señor Caballero Kadossch. ¿Tú repiteslas ofertas que hace poco me has hecho?

-Las repito.

-¿Acabaste para mi sobrina? -preguntó Ci-cerón en un tono que indicaba la idea de lasresoluciones categóricas.

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-Acabé -respondió Salvador en el propio to-no del suicida que dice adiós a la vida.

-¿De modo que no harás caso de esquelitas,ni de recados, ni de visitas?

-No.

Se frotó los ojos con la mano derecha, cual siquisiera reducírselos a polvo.

En aquel momento arrojaba su corazón alperro.

-XVII--Pues lo pasado, pasado -dijo Campos-.

Amigos otra vez. Olvidemos las ofensas quemutuamente nos hayamos hecho.

-Pasemos la trulla.

Trulla era la cuchara de albañil, y la idea depasarla indicaba olvidar y perdonar las injurias,

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idea que bien podía expresarse hablando comola gente.

-Ahora me toca a mí -dijo Salvador.

-Ahora te toca a ti -añadió Campos sacandodos cigarros habanos y ofreciendo uno a suamigo-. Ahí va esa pólvora del Líbano. Fumemos.

-¿Usted me promete que Gil de la Cuadra noserá condenado a muerte?

-Eso no.

-¿Usted me promete que se sobreseerá sucausa?

-Tampoco.

-Entonces...

-Lo que prometo es que tu padre, tu tío, tupariente o lo que sea, saldrá de la cárcel.

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-¿Cómo?

-Escapándose de ella, lo cual no es fácil, perosí posible, sobre todo si tú y yo nos propone-mos hacerlo. No hay que pensar en que el Go-bierno suelte la presa absolutista que tiene en-tre las garras. Es preciso ofrecer un par devíctimas al pueblo, y como no se le puede darun león, se le da un conejo. Ya sabes que el curaMerino ha aparecido en Castilla; el Abuelo halevantado también una partida cerca de Aran-juez y Aizquíbil recorre con su gente el país deÁlava. El Pastor entra también en campaña, y avarios de su partida que han sido pescados, seles encontraron muchos ochentines de los queacuñó el Gobierno hace poco. Estos ochentinesse dieron todos a la Casa Real, de modo que nohay duda alguna respecto a la mano que estámoviendo esta vil máquina de las partidas.

-El Rey.

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-Sí, y cuando los Ministros le hicieron notarla coincidencia, respondió tranquilamente: «Esmuy extraño eso», y no dijo más. La Corte tra-baja con desesperación por encender la guerracivil, y los curas y los guerrilleros, amparadospor ella y por las juntas extranjeras, harán unesfuerzo terrible para restablecer el absolutis-mo. Nos aguarda un porvenir de rosas. Ya sa-bes lo que significan en nuestro amado paísestas dos fuerzas: curas, guerrilleros.

-No tengo ilusiones en ese particular. La es-tupidez de los liberales, su corrupción y falta desentido, anuncian a voces que volverá el abso-lutismo.

-Pues bien; cuando por todas partes no seven mas que peligros; cuando el Gobierno semira amenazado y provocado por los absolutis-tas, ¿no es natural que si logra poner la manoencima de alguno, apriete firme hasta ahogarle?

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-Es natural. Los pobres gazapos que se handejado coger, pagarán las culpas de los lobos yde la Corte que los azuza.

-Evidentísimo. Por consiguiente, amigoMonsalud, no hay que pensar en que el Go-bierno perdone a ninguno de los que hoy estánpresos por conspiraciones realistas.

-Serán condenados...

-A muerte. El juez, Sr. Arias, confiesa priva-damente que no halla motivo para tanto; perola presión popular y la necesidad de hacer unescarmiento, la conveniencia de amedrentar ala Corte, levantará el cadalso. Aquí tienes lalibertad en tales trances que no puede pasarsesin el verdugo.

-¿De modo que no hay que soñar con un so-breseimiento?

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-Locura. Vinuesa no se escapa de la horca.Los demás serán condenados a presidio... Pues-to que no podemos evitar la sentencia, tratemosahora de salvar a tu hombre. Yo estoy tan com-prometido a ello moralmente como tú. Plan-teemos la cuestión. Primer punto. Todo el per-sonal de la cárcel está en poder de gentuza co-munera o milicianos nacionales de los más ma-jaderos.

-Lo sé, y he resuelto hacerme comunero.

-Admirable idea -dijo Campos en tono de li-sonja-. Y si procuras retener en la memoria to-dos los disparates y gansadas de los hijos dePadilla para contármelos, tu idea será sublime.

-Yo iré allá tan sólo con el fin de contraeramistades que me sirvan para nuestro objeto.

-Excelente plan. En tanto el Grande Orientese encarga de hacer en el personal de cárcelesalguna variación.

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-Cosa facilísima.

-No tanto, joven, no tanto. Tú no sabes cuán-to se ha alambicado ya en la cuestión de desti-nos. No se puede estar trasegando la gente to-dos los días. Lo peor de todo es que hacemosuna variación, y al punto nos conquistan loscomuneros el nuevo personal. Se varía otra vez,y la defección se repite. Hacemos tercera hor-nada; pero llega un momento en que no sepuede más, porque se acaban los carniceros,panaderos y pasteleros que quieren ser funcio-narios públicos en las porterías de los ministe-rios, en cárceles, en correos... Por este caminova a desaparecer en Madrid toda la clase me-nestral.

-Pero los cambios traen numerosas cesantías.

-Pero los cesantes, esos insignes patriciosdesairados, no quieren volver a las panaderías,carnicerías y molinos de chocolate de dondesalieron. Encuentran más fácil encastillarse en

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las fortalezas de Padilla, donde, haciendo come-dias, se van adiestrando en la oratoria y en elarte de conspirar.

-¿Y cómo viven?

-Ese es el misterio. Lo evidente es que tienendinero. ¿Ves esa turbamulta de vagos que aú-llan en los cafés, que alborotan en la plaza dePalacio, que apedrean las casas de los Minis-tros, que van a cantar coplas indecentes junto alas rejas de la prisión de Vinuesa?... Pues todosellos viven, y viven bien.

-Los ochentines del Pastor harán ese milagro.

-Eso creo yo. Los ochentines...

-Pero contra los ochentines, el Gobierno tie-ne los empleos públicos. Póngame usted en lacárcel de la Corona a un empleado que se pres-te a favorecer nuestro plan.

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-Precisamente hay una vacante. Me he in-formado hoy.

-Mejor que mejor.

-Bueno; pues elige tú el candidato.

Salvador meditó breves instantes.

-Lo mejor será un hombre de bien, pues nose trata de salvar a ladrones y asesinos; se tratade hacer una buena obra, librando a un pobreanciano inocente, inocente, sí... porque Gil de laCuadra, aun conspirando con todas sus fuer-zas, no es capaz de hacer daño a un semejanteni a la sociedad.

-Pues mi opinión es que elijamos un tonto.Es fácil de encontrar.

-Ya tengo mi hombre -dijo vivamente y conalegría Monsalud.

-¿Has hallado el tonto?

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-Un maestro de escuela.

-Viene a ser lo mismo. Apuesto a que haspensado en Sarmiento.

-No, lo echaríamos todo a perder -dijo Sal-vador arrepintiéndose-. Sarmiento es sencillo,pero su fanatismo rabioso le transfigura,haciéndole cruel. Me parece que debemos ele-gir un discreto.

-Bien puedes coger la linterna de Diógenes.Échate a buscar el discreto.

-Ya lo hallé -exclamó Monsalud, dándoseuna palmada en la frente.

-¿Quién?

-Yo mismo.

-Hombre... la idea no es mala -repuso Cam-pos sonriendo-. Pero la verdad... ese destino noes propio para ti. Vales tú mucho más.

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-¿Y qué me importa?

-El duque del Parque no querrá tener a suservicio a un sota-alcaide.

-Dejaré el servicio del duque del Parque.

-¿Pero no se te ocurre otra persona?

-No me fío de nadie. Estoy decidido. Seré so-ta-alcaide.

-Vas a bregar con la gente más cruel, másperdida y más infame de la sociedad. El perso-nal de cárceles allá se va con el de encarcelados.

-No me importa. He tenido una idea feliz.

-Pues adelante, y realicemos la idea feliz.Serás sota-alcaide. En tanto que te nombro...pues no creas que es cosa de un momento: lomenos hay treinta candidatos... hablaré a Co-pons.

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-¿El jefe político?

-¡Ah! -exclamó Campos con gozo-. Le tengocogido, le tengo preso en mis redes. Precisa-mente anda tras de mí para que le favorezca enciertas pretensiones que trae en Gracia y Justi-cia. Una bicoca; tres primos que fueron benefi-ciados y ahora se les ha antojado ser deanes.Son de la pacotilla de los que llaman modes-tos... ¡pobrecitos! Copons es muy exaltado; elGobierno, que le puso en lugar de Palarea, noestá muy contento con él. Necesita todo elarrimo del Grande Oriente para no venir a tie-rra. Muy bien; esto va a pedir de boca. Tu pa-dre, tu abuelo, o lo que sea, se ha salvado.

Hablaron algo más, determinando algunosdetalles del plan, y se separaron. Campos teníaque revisar unas cartas detenidas por ordensuperior. Salvador debía consagrarse a susocupaciones. Cuando volvió a su casa, entregá-ronle un billete que acababa de llegar. Habien-do conocido en el sobre la letra de Andrea, sin-

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tió tanta ansiedad como pavor. La carta estabatrazada a prisa, con indecisos rasgos, y decía:

«Arrepentida, arrepentida, arrepentida de loque he hecho.

»Ven al instante. Estoy esperándote en el Re-tiro, junto al Observatorio. Me he escapado demi casa. Querido mío, mi vida y mi muerte: sino me perdonas, si no vienes al instante a milado, me moriré de desesperación.

»Lo que he hecho contigo es una villanía,una ofuscación.

»Un poco tarde lo he conocido; pero lo co-nozco al fin, lo confieso y te pido perdón.

»Te adoro, y ni Dios podrá hacer que yo per-tenezca a otro. Eres mi dueño y puedes abofe-tearme, puedes matarme si me porto mal.

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»Salvador, sácame del infierno en que estoy.Ven, no tardes ni un segundo. No vuelvo más ami casa. Iré contigo a donde quieras: seré tuesposa, tu criada o lo que tú quieras... Sácamelos ojos y dentro de ellos verás tu cara. Ya meparece que te siento venir... ¿Vendrás?... En elRetiro junto al Observatorio. Voy corriendo, nosea que llegues antes que yo. Adorado mío, tequiere con toda su alma y te ofrece el corazón yla vida,

ANDREA».

Soledad, que entraba cuando Salvador con-cluía de leer la carta, notó su palidez y agita-ción.

-¿Qué tienes, hermano? -dijo llena de pesa-dumbre-. ¿Ese papel te dice algo desfavorable ami pobre padre?

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-No, no -dijo el hermano con desesperación-.Es todo lo contrario. Sola, abrázame, abraza atu hermano.

La muchacha se arrojó llorando en brazos deSalvador.

-¿Pero te causan pena las buenas noticias?

-¡No, no!... La carta no dice nada -exclamó él,sofocando la tempestad que bramaba en sualma-. Estoy alegre, hermana, hermana queri-da, abrázame otra vez. Tu padre se ha salvado.

Pasó Monsalud todo el día y toda la nocheen un estado de agitación muy viva. A la ma-ñana siguiente, cuando entró en casa del duquedel Parque, un criado le dijo: «Han estado aquídos mujeres buscándole a usted. Parecían amay criada».

-Si vuelven -repuso-, dígales usted que hesalido de Madrid.

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Para evitar un encuentro que temía, salió delPalacio por una puerta de servicio que daba aotra calle. Pero más tarde, al entrar en su casa,D. Patricio Sarmiento repitió la noticia.

-Aquí han estado dos damiselas a pregun-tarme cuándo volvía usted. Parecen ama ycriada... ¡oh, edad dichosa esta en que nos vie-nen a buscar dos y tres veces en el breve espa-cio de unas horas!... Yo también en mis juveni-les años...

Sarmiento exhaló un suspiro.

-Si vuelven, dígales usted que he salido deMadrid y que no volveré hasta dentro de unmes.

-¡Cuánta esquivez!... Pero en esa edad feliz...También uno ha tenido sus dulzuras ¿eh? Nocrea usted: este arrugado semblante y este flacoy débil cuerpo no han sido siempre así. Aquí,amiguito Salvador, aquí se sabe lo que es afán

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de amores; aquí se comprende bien eso de des-preciar a una por apasionarse de la otra, volan-do de flor en flor cual inconstante mariposa...¿Pues y estar penando días y días por una mi-rada, sólo por una mirada?... ¡ay!, ¿y aquello deestar cavilando por qué me miró así, o dejó demirarme?... Todos hemos tenido nuestro Abril,todos hemos revoloteado y sacado la mielhiblea del cáliz de las frescas flores, Sr. Monsa-lud.

Cuando este se dirigió después de medio díaa una tienda de la calle Mayor, donde solíahacer tertulia, un mancebo le dijo la muletilla:

-Han estado dos hembras a ver si había us-ted venido.

Más tarde pasó por la parte baja de la callede Atocha. Detúvose de repente porque unobjeto lejano llamó su atención: era el Observa-torio astronómico. Singular trastorno debió deproducir en las ideas del joven la vista del her-

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moso edificio, porque apresuró el paso comoquien huye de un fantasma temible.

¡Cosa extraña! Al anochecer, cuando fue allocal ocupado por la masonería en la calle delas Tres Cruces, con objeto de hacer unas pre-guntas a Sócrates, o como si dijéramos, a Ca-nencia, un portero le cantó el atormentado es-tribillo de todo el día:

-Aquí han estado dos damas a preguntar sivendría usted esta noche.

Después marchó a La Cruz de Malta, café si-tuado en la calle del Caballero de Gracia.Aguardábale allí D. José Manuel Regato.

-XVIII-En la calle que hoy se llama de Isabel la

Católica, y antes de la Inquisición, pasando asíbruscamente del nombre más horrible al más

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hermoso, hay una casa que hoy lleva el número25 y antes tenía el 2, edificio perteneciente en sujuventud al conde de Revillagigedo y que des-pués fue Conservatorio de Música y Declama-ción. Diversas oficinas se han sucedido en di-cha casa, y hoy sirve de albergue, si no estamosequivocados, a una Dirección del ramo de gue-rra. Pero lo más importante de este caserón ensu variada y larga historia, es que dentro de élestuvo la Asamblea de los Comuneros durante lostres llamados años. Ya se habrá comprendidoquiénes eran estos bravos hijos de Padilla.Cualquiera que haya vivido en España y pres-tado atención a sus cosas políticas, compren-derá que en aquella época, como en todas, losdescontentos y los cesantes y los atrevidos y lospretendientes y los envidiosos, que son siempreel mayor número, no podían tolerar que deter-minada pandilla gobernase siempre el país ylas Cortes. Este afán de renovación periódicadel personal político que en otras partes se hacepor razón de ideas y de aspiraciones elevadas,

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se suele hacer aquí, y más entonces que hoy,por el turno tumultuoso de las nóminas. Esto esuna vulgaridad tan manoseada, y ha trascendi-do de tal modo hasta llegar a las inteligenciasmás oscuras, que casi es de mal gusto ponerloen un libro.

Los comuneros querían reformar la Consti-tución, porque no era bastante liberal todavía.Los ministeriales (nos referimos a la primeramitad de 1821) o doceañistas, o si se quiere, losmasones, convencidos de que su Constituciónera la mejor de las obras posibles, y que la men-te no concebía nada más perfecto, querían quese conservase intacta y sin corrección ni refor-ma como la Naturaleza. De repente apareció untercer partido llamado de los anilleros que quisomodificar la Constitución en sentido restrictivo,aspirando a una especie de transacción con laCorte y la Santa Alianza. Sobre estas tres volun-tades giraba aquel torbellino que empezó con

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una sedición militar y terminó con una inter-vención extranjera.

Los comuneros, que nacieron del odio a losmasones, como los hongos nacen del estiércol,creyendo que los ritos y prácticas de la Maso-nería eran una antigualla desabrida, anti-española, prosaica y árida, imaginaron que les-convenía establecer un simbolismo caballerescoy nacional, propio para exaltar la imaginacióndel pueblo y aun de las mujeres, que por enton-ces tenían parte muy principal en estos líos.Siendo la representación primaria de los maso-nes un templo en fábrica y los hermanos, arqui-tectos o albañiles, los comuneros, formaron supartido de Comunidades, divididas en Merin-dades y Torres y Casas-Fuertes, y a sus logiasllamaron Castillos y a sus Venerables Castella-nos, Alcaides a sus Vigilantes, y así sucesiva-mente. En los ritos y ceremonias modificarontodo lo que hay de teatral en la Masonería; perodándole forma caballeresca, e ideando ilusorias

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fortalezas, puentes levadizos, barbacanas, re-cintos, salas de armas, cuerpos de guardia, al-macenes de enseres y demás mojigangas, todocreado por sus exaltadas fantasías, de tal modo,que más que militantes caballeros parecían re-matados locos.

Su color distintivo era el morado, así comolos masones adoptaron el verde. La Asambleageneral recibía el nombre de Alcázar de la Liber-tad, y el recinto donde se reunían, llamado Plazade Armas, estaba adornado con embadurnadoslienzos y telones, representando torreoncilloscon banderolas, lanzas y las indispensablesinscripciones patrioteras. El Presidente llamabaa los socios la guarnición y a los neófitos reclutas.Abríanse y cerrábanse las sesiones con fórmu-las que harían reír a la misma seriedad, siendode notar principalmente el parrafillo con que sedespedían después de discutir largamente so-bre mil innobles temas sugeridos por el egoís-mo, el hambre o la envidia: «Retirémonos,

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compañeros, a dar descanso a nuestro espírituy a nuestros cuerpos, para restablecer las fuer-zas y volver con nuevo vigor a la defensa de laslibertades patrias».

Poco después de las diez de la noche Salva-dor Monsalud, acompañado del Sr. Regato,penetró en el Alcázar de la Libertad de la calle dela Inquisición. Era el local grande y espacioso,consistente en una serie de salas abovedadas alas cuales se descendía por media docena deescalones. Pobres farolillos que aquí no comet-ían la fatuidad de llamarse estrellas las alum-braban, y un sordo rumor de gente anunciabadesde el vestíbulo que la colmena se había lle-nado ya de zánganos.

-El ceremonial nos manda esperar aquí -dijoRegato a su recluta, deteniéndose en la primerasala-. Voy a llamar al Alcaide.

Durante el breve rato de espera Monsaludtuvo que resignarse a oír las felicitaciones de D.

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Patricio Sarmiento que a la sazón entraba, yque atronó la estancia con sus gritos y encare-cimientos por el feliz suceso de aquella inicia-ción. Todo su porvenir caballeresco comunerodiera el joven por sacudírselo de encima; peroal fin sacole de tan mal paso el Alcaide apare-ciendo con Regato, y en seguida vendaron losojos del recluta, mandándole que marchaseapoyado en el brazo del comunero proponente.

-¿Quién es? -preguntó una voz.

-Un ciudadano -respondió Regato con todala seriedad posible-, que se ha presentado enlas obras exteriores con bandera de parlamentoa fin de ser alistado.

La misma voz gritó:

-Echad el puente levadizo.

Oyó entonces el neófito un espantable ruidoque en derredor suyo sonaba, con tal estrépito

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que no parecía sino que todos los alcázares ytorres de España caían en ruinas; mas no seturbó por esto su esforzado corazón, ni aun sele mudó la color del rostro, que para mayorestrances tenía coraje y alientos el bravo recluta.Además bien sabía él, como todos, que aquelrumor provenía de una plancha de hierro seme-jante a las que usan en los teatros para imitarlos fragorosos ecos del trueno, y que el ruidodel hierro y cadenas era producido por unasarta de cacharros que tras de la puerta agitababestial paleto simulando de este modo con no-toria perfección el acto de bajar el puente leva-dizo.

Quitáronle la venda; retiráronse Alcaide yproponente, y quedó solo con el centinela, queestaba enmascarado. Estaba en el Cuerpo deguardia, y allí como en la Cámara de Meditacio-nes, debía el candidato reflexionar sobre su si-tuación y contestar por escrito a varias pregun-tas referentes a las obligaciones y derechos del

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comunero. Monsalud observó el local de cuyasparedes pendían varias armaduras mohosas yalgunas espadas mojadas en sangre de cabrito,que para tan terrorífico uso suministraba un díasí y otro no el conserje de la Sociedad. Leyó losletreros conteniendo sentencias vulgares de lareligión de honor, y se dispuso a tomar asientojunto a la mesa donde debía extender sus res-puestas.

El centinela, que había permanecido tieso ygrave, desempeñando su imponente papel,soltó de repente la risa y dijo al neófito:

-¿También tenemos por aquí al Sr. Monsa-lud?

Monsalud miraba a su interlocutor y no veíamás que una máscara horrible, una figura es-pantosa con casco empenachado de gallináceasplumas y un babero a guisa de celada de encaje.

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-¿Qué, no me conoce usted? Soy Pujitos -dijoel centinela quitándose la máscara.

-Cómo te había de conocer, vecino, si parec-ías un valiente. ¿También tú te diviertes conestas mojigangas?

-Vaya un modo de prepararse... Llamar mo-jigangas a una cosa tan seria, que va a derribarel Ministerio y a poner un Gobierno republica-no. Sr. D. Salvador, ¿usted viene aquí a burlar-se? Le aviso que los que se han burlado de estono lo han hecho dos veces. Con que escriba elpapelito y me volveré a poner la careta. Acabeusted pronto, que me sofoco y este demonchede cartón huele muy mal.

-¿No te fatiga esta tarea? ¿No es mejor quedescanses en tu casa toda la noche después dehaber trabajado todo el día?

-¡Quia!, si yo no hago más zapatos -dijo elgran patriota con expresión de hombre perspi-

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cuo-. El Sr. Regato me ha prometido darme undestino en la Contaduría de Propios. D. Patriciome enseña a echar la firma, que es lo que nece-sito, y salga el sol por Antequera.

-Ya sabía que eres de los que vocean en losmotines, patean en La Cruz de Malta y apedreanel coche del Rey. ¿A cómo pagan esto?

Pujitos se puso serio al oír tamaña injuria.

-Vamos -dijo-. Está visto que usted vieneaquí a mofarse. Pero siempre seremos amigos,o mejor dicho, compañeros de armas. Escriba elpapelito y despache pronto. Me pongo la caretaporque el Alcaide va a venir.

-No hay prisa. Dime, Pujitos, ¿vienes aquítodas las noches?

-Todas, desde el primer día. Soy caballerofundador, y el día lo paso en las cosas de laMilicia. Soy teniente, ¡uf!, ¡usted no sabe el tra-

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bajo que da esto! A la parada, a pasar lista, arevisar los uniformes, a hacer ejercicio de tiro, aaprender los reglamentos, a echar unas copascon los oficiales para discutir lo que ha dehacerse el día siguiente... Y luego guardias ymás guardias.

-¿Haces guardias de noche?

-Pues no. Anoche me tocó en el Principal, ymañana me toca en la cárcel de la Corona.

-¡En la cárcel de la Corona... mañana! -dijoMonsalud con interés-. Ya sé... es donde estánpresos esos cleriguillos que han hecho planeshorribles para quitar la libertad.

-Y algunos que no son clérigos. Pero esostunantes morirán, o no hay justicia en España.Dicen que el Gobierno quiere condenarles apresidio nada más: esto se llama protección,¿no es verdad?

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-¿Y me has dicho que eres teniente?

-Nada menos; y si no fuera por las intrigasque hay en el batallón...

-Yo también seré miliciano y me afiliaré entu batallón, gran Pujos -dijo Monsalud riendo-.Se me figura que entre tú y yo hemos de haceralgo extraordinario.

-Me alegraría de ello.

-Nos veremos pronto, y hablaremos... quizásmañana... Pero el tiempo pasa y hay que con-testar a estas endiabladas preguntas.

-Escriba usted... Me parece que vienen ya.

Salvador escribió sus respuestas que fueronllevadas a la Plaza de Armas para que las exami-nara la guarnición. No tardaron el Alcaide y elproponente en conducirle vendado otra vez a lapuerta del salón de sesiones, que estaba cerra-da. Por dentro una voz gritó: -¿Quién es?

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-Esta voz áspera y hueca como una campanarajada -dijo Monsalud para sí-, es la de RomeroAlpuente.

Entre tanto el Alcaide respondía:

-Soy el Alcaide de este castillo, que acompa-ño a un ciudadano que se ha presentado a lasavanzadas pidiendo parlamento.

-Por Dios, amigo Monsalud -indicó en vozbaja Regato-, no se ría usted; le suplico encare-cidamente que sofoque toda manifestación deburlas. Usted no quiere creerme y yo repito queesto es serio, pero muy serio.

Abrieron la puerta de la Plaza de Armas, quemás parecía bodega que plaza, con diversasseries de asientos ocupados por los caballeros,y un estradillo donde estaba el Presidente, te-niendo detrás fementido torreón de lienzo em-badurnado, y un harapo que llamaban estan-darte de Padilla, y una urna donde se debían

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colocar todas las cenizas de los comuneros que sepudieran haber.

El Presidente le preguntó su nombre, edad,pueblo natal, empleo o profesión; luego lehabló de las obligaciones que contraía y delvalor y constancia que había de mostrar paradesempeñarlas. Levantáronse en seguida loscaballeros, y Monsalud vio que todos ellos ten-ían una banda morada en el pecho, y una comoespada o asador en la mano.

-Ya estáis alistado -le dijo el Presidente-.Vuestra vida depende del cumplimiento de lasobligaciones que habéis contraído, y vais a ju-rar. Acercaos y poned la mano sobre este escu-do de nuestro jefe Padilla, y con todo el ardorpatrio de que seáis capaz, pronunciad conmigoel juramento que debe quedar grabado en vues-tro corazón.

Hecho lo que al neófito se le mandara, em-pezó este la retahíla del juramento, que abraza-

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ba diversos puntos, y que concluía con la con-sabida conterilla que tanto ha hecho reír a lageneración siguiente: «Juro que si algún cab.com. faltase en todo o en parte a estos juramen-tos, le mataré luego que la Confederación ledeclare traidor; y si faltase yo, me declaro yomismo traidor y merecedor de ser muerto coninfamia por disposición de la Confederación decab. com., y para que ni memoria quede de mídespués de muerto, se me queme, y las cenizasse arrojen a los vientos».

-Cubríos -le dijo el Presidente-, con el escudode nuestro jefe Padilla.

Tomó entonces el joven un mohoso broquelque le presentaron, y cubiertos pecho y caracon tal defensa, pusieron en él todos los demáscomuneros la punta de sus espadas, mientras elPresidente dijo entre otras majaderías:

-Si no lo cumplís, todas estas espadas nosólo os abandonarán, sino que os quitarán el

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escudo para que quedéis al descubierto y osharán pedazos en justa venganza de tanhorrendo crimen.

Poseídos algunos caballeros, como gentecandorosa, del papel que estaban desempeñan-do, hincaban con excesiva fuerza la punta desus asadores o espadas en el escudo o sarténque resguardaba la cara y busto del joven. El Sr.Regato, temeroso de que por desmedido celode los caballeros se agujerease el escudo y per-diera un ojo su ahijado, creyó necesario inte-rrumpir por un momento la majestad del cere-monial, diciendo:

-Cuidado, señores, que es de hojalata.

La farándula no había terminado aún, por-que tras la ceremonia del escudo, el Alcaidecalzó la espuela al caballero, dándole espada ybanda, con lo cual y con acompañarle a recorrerlas filas para que fuera dando la mano uno por

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uno a todos los confederados, el novel comune-ro descansó a la postre de tantas fatigas.

-XIX-Salvador observó la diversidad de fisonom-

ías que presentaba en su innoble recinto la Plazade Armas, y halló entre sus compañeros de caba-llería muchas caras conocidas. Había unos po-cos que eran diputados en el Congreso, y estabatambién el célebre Mejía, que algunos mesesdespués fundó El Zurriago. Aunque el elementoprincipal de la Sociedad era la juventud, habíabastantes viejos, no todos tan inocentes comoD. Patricio Sarmiento. Milicianos nacionales loshabía por docenas; la gente de poca instruccióny de locos apetitos burocráticos imperaba, y entodos los incidentes de la sesión salía a la su-perficie un espumarajo de gárrula patriotería,que era la fermentación de aquel elemento. Nohabrían trascurrido veinte minutos después dela admisión del nuevo caballero comunero,

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cuando un hombre desenfrenado que se ocu-paba del asunto puesto a discusión, pronuncióestas palabras:

-Yo propongo a nuestra Asamblea que cesenlas contemplaciones con la Corte y que se dé elgrito de ¡viva la República!

Alborotose la guarnición con tales palabras,que algunos calificaron de admirable ocurren-cia, otros de desatino mayúsculo, y si bien elPresidente trató de volver la discusión al terre-no que marcaba el tema, no fue posible conse-guirlo. Entonces el Sr. Regato, manifestandoruidosamente que deseaba decir algunas cosasestupendas que agradarían a la reunión, usó dela palabra, en estos términos:

«Señores, lo que ha dicho nuestro ilustre yvalerosísimo compañero de armas, el caballeroX..., ha asombrado a muchos; pero a mí no measombra, porque yo soy más liberal hoy queayer, y mañana más que hoy, porque mi lema,

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señores, es adelante y siempre adelante. Esta-mos cansados de sufrir, estamos cansados deesperar. ¿Os aterra la palabra república? Pues yodigo que a mí no me ha aterrado nunca esa pa-labra, ni me aterra hoy. Perdamos el miedo yseremos fuertes. Amenacemos y nos temerán.Somos los más, somos lo más granado de laEspaña liberal. La Europa nos contempla, elPiamonte nos imita, Nápoles nos copia, Portu-gal se llama nuestros discípulo. Señores, seamosdignos de la Europa liberal, y ante nosotrostemblarán el Trono y los masones».

Después de dar las gracias por los aplausosy de limpiarse el sudor, el orador prosiguió así:

«No creáis que la idea republicana es nuevaen España. Padilla y Lanuza, nuestros maes-tros, fueron republicanos. Viniendo a los tiem-pos modernos, en la proclamación de los dere-chos del hombre hecha por Muñoz Torrero enlas Cortes del año 10, veo yo también la idearepublicana. Leed las obras de Marina y de

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Sempere, y veréis que en ellas palpita la re-pública. (Gran estupor.) Ahora, señores, volvedlos ojos a todos los ámbitos de la hispanapenínsula (El orador, excitado por la admiracióngeneral, se cree en el caso de tener estilo), volvedlos ojos por doquiera, ¿qué veis? (Gran silencio;indicio cierto de que nadie veía nada). Pues veréisallá en las Andalucías, allá en la populosa ciu-dad de Málaga, bañada por las ondas del Medi-terráneo, a Lucas Francisco Mendialdúa queconcibió el plan de establecer la República, co-mo consta en la proclama que imprimió, enca-bezada con las mágicas palabras República Es-pañola y firmada por Un tribunal del pueblo. Co-mo acontece a los grandes genios innovadores,como aconteció a Colón, Galileo, Savonarola,etc., etc.... Mendialdúa fue preso. Pero así comode la noche sale el claro día, de las cárceles salela libertad. (Atronadores aplausos.)

»Volved ahora los ojos al llamado reino deAragón y veréis allí a nuestro insigne jefe, al

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valiente entre los valientes, al político entre lospolíticos, al altísimo Riego, que desempeña elcargo de capitán general en aquella extensa yrica provincia. ¿Creéis que no hace nada? In-digno sería esto de su perspicua mirada, quecual la mirada del águila penetra en lo más altodel cielo. No creáis que nuestro jefe está manosobre mano, no; nuestro jefe trabaja por la Re-pública. (Asombro general e innumerables bocasabiertas.) En Zaragoza están a la sazón algunosbeneméritos patriotas franceses, cuyos nombresno pronunciaré. Esos patriotas, pertenecientes ala gran Confederación francesa, están de acuer-do con nuestro jefe, no lo dudéis, están deacuerdo. Unidos todos, discurren cuál será elmejor medio de ponernos la República en Es-paña... ¡Guay de nosotros si no les ayudamos!...¡guay de nosotros si nos dormimos mientrasellos velan!... ¡guay, guay!... Lo que puedo ase-guraros es que si no nos ven dispuestos y va-lientes, irán con su proyectillo a Francia. Aquelpaís no se anda con chiquitas ni repara en ni-

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ñerías. Estad seguros de que si nuestro jefe sepresenta en el Pirineo enarbolando la banderatricolor y gritando, ¡viva la República!, todo elejército francés se le unirá en seguida, y llegaráa París en triunfal paseo, como Napoleón cuan-do volvió de la isla de Elba. (Los comuneros aco-gen esta bola con grande algazara, señal cierta deque se la han tragado.)

»Ahora volved los ojos a Galicia, donde estáel general Mina; volvedlos luego a Barcelona,donde está el gran patriota Jorge Bessières yveréis que estos campeones de la libertad tam-poco están mano sobre mano. ¿Seremos menosaquí? ¿Nos espantaremos de la libertad? No,señores. Adelante, siempre adelante. ¡Viva lalibertad! Yo, el más humilde de esta Asamblea;yo, que he venido aquí porque me repugnabanlos infames manejos de los de allá; yo, que es-toy pronto a derramar hasta la última gota demi sangre, hasta la última, señores, por el triun-fo de la causa; yo, que jamás recibí destino de

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los tibios ni lo solicité; yo, que soy hombre pu-ro, si hay hombres puros en España, os pro-pongo con el corazón henchido de patriotismoque aceptéis desde luego la idea republicana,como ha propuesto mi esclarecido amigo elciudadano X...».

Varios oradores pidieron la palabra. Des-pués de una breve disputa sobre quién había deusarla, D. Patricio Sarmiento se levantó y hablóde este modo:

-Después del elocuentísimo discurso delfénix de los ingenios comuneros, D. José Ma-nuel Regato, ¿qué puedo decir yo, que soy untriste maestro de escuela, un oscuro preceptorde la tierna juventud? Pero si de algo sirven losconsejos de un viejo que se ha quemado lascejas estudiando la historia del pueblo romano,quiero alzar esta noche mi humilde voz en esteaugusto recinto para enseñaros lo que no sab-éis. Vuelvo los ojos en torno mío y veo zapate-ros, sastres, talabarteros, comerciantes, taberne-

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ros, colchoneros y otros artífices, gente todamuy honrada, muy patriota, muy digna, peroque no está versada en la historia romana. (Ru-mores de disgusto.) No trato de ofender a nadie:afirmo un hecho y nada más; y como yo creoque para tratar ciertos asuntos es necesariohaberse quemado las cejas... (Interrupciones do-nosas), haberse quemado las cejas, como me lashe quemado yo, de aquí infiero... Esas interrup-ciones y cuchicheos no hacen mella en mi rudaentereza, no señor; (El orador se amostaza) y asídigo como el gran Temístocles: «pega, peroescucha». ¿De qué se trata? De adoptar la idearepublicana. Bien; yo pregunto a la doctaAsamblea: ¿Cuándo se estableció la Repúblicaen Roma? Y la docta Asamblea me contestaráque el año 509 antes de Jesucristo. Muy biencontestado. ¿Y cuándo concluyó la Repúblicade Roma? El año 29. Total de tiempo en queexistió la forma republicana: 480 años. Estámuy bien. (Más fuertes rumores.) Ahora pregun-

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to: ¿cuáles fueron las causas que determinarona los romanos a cambiar de forma de Gobierno?

Los rumores se trocaban en tumulto, y unavoz gritó:

-¡Que se calle ese pedante!

-¡Que se vaya a la escuela!

-Al indocto grosero que de este modo me in-terrumpe -gritó D. Patricio agitando los brazosy poniéndose muy encendido-, le contestaréque él es quien debe ir a la escuela a aprenderlo que ignora.

-¡Aquí no se quieren estafermos! -aulló unavoz, de la cual no se tendrá idea sino conside-rando de qué modo puede hablar el aguardien-te.

-Señores -dijo el Presidente con aquel formu-lismo parlamentario que algunos hombresquieren llevar a donde quiera que se oiga el

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sonsonete de un discurso-, no demos a Españay a Europa el triste espectáculo de una discor-dia entre individuos de esta nobilísima Asam-blea. No se diga que andamos a la greña comolos masones, a quienes yo aplico aquello deriñen los pastores y se cubren los hurtos. (Prolonga-das risas.)

-¡Que se calle D. Patricio!

-¡Que se calle Pelumbres!

-Pues a mí no me da la gana de callarme... aver -exclamó una voz que salía del formidablepecho de un hombre tiznado, fiero, corpulento,que parecía personificación de una fragua-. Y sia mí no me da la gana de callarme, a ver quiénes el guapo que me cierra el pico... ¡a ver!

Diciendo esto, se levantaba el Sr. Pelumbresentre la multitud apiñada en los bancos. Sufigura, así como su voz, pondrían miedo en

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toda Asamblea que no fuera la de los Comune-ros.

-Ciudadano Pelumbres -dijo el Presidente-,¿qué dirá la Europa si no guardamos la com-postura propia de hombres de Gobierno?...¿qué dirá?

-Eso es, ¿qué dirá? -repitieron D. Patricio ylos que deseaban que hablase.

-Es preciso tener moderación -continuó elPresidente-. Puesto que el ciudadano Sarmientoestaba en el uso de la palabra, continúe su eru-dito discurso, que tiempo tiene de hablar elciudadano Pelumbres. Yo le concederé la pala-bra, esperando en tanto de su finura y buensentido que no interrumpa al orador en esteimportantísimo debate.

Ya entonces empezaba a ser costumbre elllamar importantísimo debate a cualquier inútildisputa suscitada por la envidia o la vanidad.

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-Señor Presidente -gruñó Pelumbres, tamba-leándose como un yunque sin equilibrio-, loque digo es que el ciudadano Sarmiento es unanimal... y a mí no me soba nadie.

Cayó en el asiento como quien se echa adormir.

-Señor Presidente -dijo con trémula vozSarmiento-. La Asamblea conoce bien mi carác-ter y mis servicios... no necesito responder a loscargos que me ha dirigido el ciudadano Pelum-bres, porque la Asamblea sabe muy bien queyo...

-Sí, sí -gruñó la Asamblea.

Estaba el buen Sarmiento en pie, con elcuerpo doblado por la cintura, recogiéndose aun lado y otro los faldones de la levita, comoquien se va a sentar y no se sienta.

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-Agradezco las manifestaciones de simpatíade este ilustre Areópago -dijo el orador-, y meparece que no debo molestar más al ilustreAreópago, y que los injustos cargos que el ciu-dadano Pelumbres me ha dirigido, no debencontestarse sino con un magnánimo silencio.

-Bien, muy bien.

-Por lo cual me siento, dejando a nuestro es-clarecido Presidente la alta honra de continuareste importantísimo debate, para que nos diga suopinión, que es lo que más nos importa.

Rumores diversos manifestaban el deseo deque hablase el Castellano. Romero Alpuente sedispuso a hacer el gusto a sus presididos. Antesde atender a su discurso, convendrá decir queel célebre demagogo de los tres años no era unjovenzuelo fogoso, como algunos creen, sino unvejete atrabiliario y furibundo, alto, flaco, des-cuadernado, anguloso, de gárrula elocuencia,de vulgares modos. Era tanta su fealdad, debi-

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da en primer término a la longitud de sus nari-ces, que no es fácil se encontrara entonces ni sehaya encontrado después su pareja. Alcalá Ga-liano, al lado suyo, se tenía por un Adonis.

Había sido magistrado de la Audiencia deMadrid, y en su vida privada era el hombremás inofensivo, más manso y para poco queimaginarse puede. El mismo que en públicoencarecía la necesidad de cortar no sé cuántosmiles de cabezas, era incapaz de matar unmosquito. ¡Pobre carnero viejo que, habiendoleído algo de Robespierre y de Marat, queríaparecerse a ellos! Pero sólo los tontos confund-ían su clueco balido con el rugir de leones ypanteras. Sus discursos, que alborotaban lasCortes y los clubs, eran un conjunto de garruli-dades terroríficas, de chascarrillos y vulgaresidiotismos. Carecía de formas literarias, y sulenguaje familiar era a veces tan divertido comosus amenazas demagógicas, que aquella bendi-ta generación no tomaba siempre en serio. Al-

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gunos le llamaban el Guzmán (el gracioso) delas Cortes. Tuvo además el pobre D. Juan Rome-ro Alpuente la desgracia de que en lo mejor desus triunfos parlamentarios le saliera un ene-migo folletinista, que usando el nombre de D.Pedro Tomillo Al-vado, le puso de hoja de perejil.

«Caballeros comuneros -dijo Alpuente convoz que no tenía nada de temerosa-, o hay con-fianza en los hombres del partido, o no hayconfianza en los hombres del partido. Si hayconfianza en los hombres del partido, no seplanteen cuestiones prematuras. Si algo debehacerse se hará. No conviene precipitarse, noconviene comprometerse. Las cosas vendránpor sus propios pasos. El partido es el partido,y el que no crea que el partido es como debeser, espere a ver en qué para el partido y seconvencerá. (Rumores. Asentimiento general.)

»Por consiguiente -prosiguió, satisfecho deléxito de su exordio-, esperemos llenos de pa-triotismo, y no hablemos por ahora de republi-

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canismo. El partido es un partido que debe es-tar preparado para empuñar el timón de la na-ve del Estado si se le llama con este fin. (Mues-tras de regocijo.) Y se le llamará, ciudadanos ca-balleros, ¿pues quién lo duda? El segundo Go-bierno constitucional sigue la misma desaten-tada senda que el primero. El país está lo mis-mo hoy que ayer. El pueblo soporta las mismascadenas; los tiranos no han cambiado, los man-darines siguen, los peligros crecen. El Gobiernocree que va a durar mucho, ¿pues no lo ha decreer? Pero yo quiero ver cómo se las componecon las tramas de la Junta Apostólica en Galicia,con los guardias destituidos, con los obisposrebeldes, con la conspiración de Vinuesa, con ladel Abuelo, con los tumultos de Zamora, con elmotín de Alcoy, donde han sido destrozadastodas las máquinas, con el robo de la valija deAragón, con los sucesos de Valladolid... Meparece que les cayó que hacer, ¿eh? (Risas.) Yopregunto, ¿cuál es el medio de que se acabenlos trastornos? Establecer la libertad en toda su

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integridad. Esto es axiomático. Que los absolu-tistas vean una mano terrible dispuesta a caer-les encima en cuanto chisten, y entonces se me-terán bajo una silla. Y no me hablen a mí deconspiraciones demagógicas y republicanas.Aquí no hay nada de eso, y si lo hay es amañode los constitucionales masones para desacredi-tar a nuestro partido. Ellos tienen el lema de darpalos y gritar 'que nos pegan', lo cual ya no haceefecto porque se va descubriendo la picardía.(Carcajadas y bravos.)

»Seamos prudentes, seamos cuerdos. Siga-mos defendiendo nuestros sacrosantos princi-pios... Hoy más libertad que ayer y mañanamás que hoy... No nos arredremos, no volva-mos la cara atrás. Adelante, siempre adelante.Pero vayamos con pie seguro. A su tiempo seenseñarán los dientes. Pues qué, ¿creen que silogramos empuñar el timón de la nave del Es-tado (esta figura de la nave era la única que sehabía asimilado en su carrera parlamentaria el

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orador comunero), vamos a estarnos mano so-bre mano, sin hacer nada, como el Gobierno dela coletilla? Y ahora viene el repetir lo que ya sedijo en 1511:

¡Mirad qué gobernación!¡Ser gobernados los buenospor los que tales no son!

»No, señores, es preciso que no se pueda de-cir de nosotros lo que de estos mandarines chi-nos. No seguirá el tole tole de oprimir al patrio-ta y ensalzar al que no lo es. Se encomendaránlos destinos de la Nación a los comprometidospor el sistema, no a los que no lo están. Seharán castigos ejemplares, se volverá todo delrevés para que los pillos bajen y los patriotassuban. (Muy bien.) No se dará el caso de que delos veinte millones de españoles, suden y traba-jen los diez y ocho y apenas puedan llevar a laboca un pedazo de pan moreno, para que losotros dos millones se abaniquen y vivan rodea-dos de placeres. Entonces se permitirá que eso

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que llaman los infames populacho se reúna don-de le dé la gana y grite y diga todos los defectosdel Ministerio. La suspirada libertad será unhecho y no llevarán albarda más que los quequieran llevarla. (Grandes aplausos).

»En suma, señores, el partido declara por miconducto que no quiere ser vasallo; que plante-ará el sistema en toda su pureza. Si para esto espreciso la violencia, venga la violencia. Si espreciso la guerra civil, venga la guerra. La Pro-videncia salvará al partido. No olvidéis, seño-res, que el Criador del Universo bendijo tambiénlos esfuerzos que hicieron Matatías y sus hijos paraevadirse de la justa dominación del impío AntíocoEpifáneo. Entre tanto, desechemos la idea deRepública. La Constitución establece la Monar-quía y nosotros respetamos al Rey constitucio-nal. No se diga que el partido ha sido el prime-ro en alterar la augusta ley. Dejémosles queellos se caigan solos; y si nos hicieren ascos y noquisieren nuestra ayuda para mantenerse dere-

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chos, ¿me entiende usted?, si prefieren apoyar-se en la Santa Alianza y en sus diplomáticos,enviados, farsantes, zascandiles, espías y so-plones, en los que fueron pajes de escoba delRey Pepillo, en los serviles españoles de todasclases y ropajes, con bandas, cruces y calvarios,en los de mitra, bonete e hisopo; en los seráfi-cos, angélicos, en los tostadores y sus familia-res, plumistas, guardas, alfileres, corchetes yagarrantes, en los que dicen el Rey mi amo... en-tonces nos retiramos, dejándoles que vayan adonde quieran, pues como dicen en mi tierra,cuanto más se desvía el borrego mayor topetazo pe-ga».

Atronadoras exclamaciones de entusiasmoacogieron la frase final del discurso de RomeroAlpuente, orador que, como se ha visto, no hadejado de tener herederos en la política españo-la.

Una voz que parecía cien voces, gritó:

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-¡Viva Riego!

Contestó un alarido, y desde entonces el im-portantísimo debate se convirtió en un impor-tantísimo aquelarre. Romero Alpuente se fue, yen su lugar el Sr. Regato se dispuso a presidir(no hay otro verbo que pueda emplearse pro-piamente) el resto de lo que no hay más reme-dio que llamar sesión.

Un orador pidió que se hiciesen manifesta-ciones contra la Santa Alianza en la persona desus plenipotenciarios, idea que fue acogida consatisfactorio y general asentimiento por laAsamblea, y procediose al nombramiento deuna comisión que se encargase de ajustar lascuentas a los cristales de las casas donde vivíanlos embajadores de Austria y Rusia. No se hab-ía calmado la efervescencia causada por estesuceso cuando un joven de buen porte tan co-rrecto de traje como de estilo y hasta afemina-do, pronunció un discurso de energúmeno so-bre el plan de Vinuesa y el escarmiento que

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debía hacerse en la persona de aquel malvadoaborto del Infierno, compendio de todos los crímenes.

Aseguró también que Vinuesa estaba cons-pirando dentro de la cárcel, y que si no se poníaremedio en ello, imaginaría un nuevo plan ab-solutista para matar la libertad. Acusó al infan-te D. Carlos de complicidad con el cura de Ta-majón, y afirmó que todo porrazo dado a Vi-nuesa sería porrazo dado a la Corte. Aumen-tando en fogosidad a cada instante, llegó a sos-tener que el Gobierno se estaba portando traido-ramente en este negocio, y que a él (al orador) leconstaba que había intenciones de absolver alde Tamajón y aun darle una mitra, si era me-nester. Aseguró que el pueblo no debía consen-tir tal iniquidad, porque si la consentía no eradigno de la fama que había adquirido en Por-tugal, Nápoles y el Piamonte, países que noshabían tomado por modelo, estableciendo lalibertad al mágico grito de «¡vivan los discípulosde España!».

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Al discurso del joven contestó otro joven demuy distinta figura, educación y modales,(pues en aquella asamblea había locos de todasclases) diciendo que la culpa de todo la teníanlos masones, que dando a la Nación el nombrede populacho y haciendo el bu con la anarquía,estaban poniendo las cosas como en los tiem-pos ominosos. Hizo reír al auditorio, afirmandoque bien pronto se prohibiría con pena de pe-cado mortal pronunciar el nombre de Riego;pero que él (el orador) estaba resuelto a exhalarel último suspiro diciendo ¡Viva Riego! en aten-ción a que Riego había enjugado el llanto del pue-blo español. Esta figura, tan original como paté-tica, produjo gran entusiasmo, con el cual, ex-citándose el espíritu del orador, dijo que él sab-ía el modo de resolver el asunto de Vinuesa;que el pueblo, como soberano que era, podíahacer su real gana, porque el Gobierno recibíadinero de la Santa Alianza para ir arreglando lacama al despotismo, y esto no se debía consen-tir.

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Mezclando berzas con capachos, aseguróque él había entrado en la prisión de Vinuesa yle había visto escribiendo planes y más planes;que corría mucho dinero absolutista para sacar-le de la prisión y ponerle al frente de un Go-bierno despótico, y que el orador y Pelumbres,al salir una mañana de la taberna, habían oídouna conversación sospechosa entre dos cléri-gos, de la cual dedujeron que Vinuesa se co-municaba constantemente con sus cómplices.Concluyó diciendo que él (el orador) no se pa-raría en barras, y que si los conspiradores vie-ran media docena de cabezas clavadas en otrastantas pértigas junto a la Mariblanca de la Puer-ta del Sol, doblarían la cerviz (única palabrapedantesca que se permitió el orador en su lar-go discurso) ante el pueblo re-soberano.

Después de este joven plebeyo, otro jovendecente habló de los que clavaban constantemen-te el puñal en las entrañas de la madre patria, yanunció su resolución de ocupar el primer

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puesto el día del peligro, sacrificando su exis-tencia al triunfo de la libertad. Puso cual nodigan dueñas a los masones, acusándoles deafrancesados e impostores, pues muchos, dijo,profanaban el nombre de Riego, tomándole ensus asquerosas bocas, siendo así que para pro-nunciar palabra tan angélica debían enjuagarseun mes antes con miel rosada. Afirmó que Cala-trava era un bajo adulador, Feliu un traidor,Martínez de la Rosa un mandria, Cano Manuelun bobo, Toreno un pedante, Argüelles un em-bustero. Después de mucho divagar, propuso ala Asamblea que se diese un voto de gracias aD. José Manuel Regato por lo bien que habíaconducido todos los asuntos de la Comuneríadesde su origen. Regato estuvo a punto de llo-rar de emoción, y para demostrar de un modoincompleto su agradecimiento, convidó a cenara varios de los más granaditos. La sesión ter-minó alegremente entre las alegres endechasdel himno, que sonaban bajo las bóvedas de lafortaleza:

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Es en vano calumnie la envidiaal caudillo que adora el ibero;hasta el borde del hondo sepulcronuestro grito será: ¡viva Riego!

El lector no será español si no recuerda alpunto la música.

-XX-En lo restante de la noche oíase por aquellos

barrios el aullido de la Orden de Padilla, sueltapor las calles. El himno, el lairón, cántico quepor aquellos días había sustituido al feroz trága-la, sonaba de calle en calle, como el ronquido devinoso trasnochador. Íbanse perdiendo en elsilencio de la noche, a medida que los gruposdesaparecían, entrando en las tabernas, botiller-ías y cafés patrióticos. En uno de estos se vioque a deshora penetraba el Sr. Regato, acompa-ñado de Pelumbres, Pujitos, dos de los jóvenesque pronunciaron discursos aquella noche, Sal-

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vador Monsalud y otros. Cenaron alegremente,sin dejar de la boca los negocios políticos, y susproyectos eran atrevidos y grandiosos como lasconcepciones del genio. El Sr. Regato, no sólopagó todo el gasto, sino que ofreció dinero a losmás necesitados, los cuales no tuvieron escrú-pulo en tomarlo patrióticamente, por aquellode que tripas llevan pies, que no pies tripas.

Si Salvador Monsalud no se separara antesde tiempo de tan escogida sociedad, pretextan-do una enfermedad que no tenía, hubiera vistoque el Sr. Regato, hombre opulentísimo, aun-que nadie le conocía rentas, ni sueldo, ni indus-tria, recompensó largamente a todos, dándoleslo necesario para la existencia y sostén de susrespectivas familias. Cuando esto pasaba, hab-íanse retirado también los dos oradores con elgran Pujitos, y sólo quedaban en compañía delgeneroso comunero Pelumbres el herrero, D.Bruno, Chaleco, y otros padres de la patria, decuyas hazañas no puede tenerse idea sino pre-

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senciándolas, como las presenciará el lector enlo restante de este libro.

Salvador Monsalud fue a su casa cerca deldía. Su cabeza era un volcán. Los discursos quehabía oído, las caras de los oradores, la fiso-nomía astuta de Regato, la candidez estúpidade otros, el ramplón jacobinismo de RomeroAlpuente, hervían dentro de ella. Trató dedormir, pero la Asamblea sin apartarse de susexcitados sentidos, continuaba zumbando ygesticulando con sus cien voces roncas y susdoscientas manos amenazadoras. Al puntocomprendió que era producto infame de candi-dez y de perversidad, la gárrula bastardía delentendimiento, explotada por una diplomaciasatánica. Comprendió que se había metido en-tre hombres, la mitad tontos, la mitad feroces,pero que marchaban juntos a un fin claro, conalianza parecida a la del asno y el lobo en másde una fábula. Del esfuerzo que necesitabahacer su espíritu para descender al trato con

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tales gentes no hay que hablar, porque se com-prenderá fácilmente.

Había avanzado la mañana, sin que el novelhijo de Padilla hubiera podido conciliar el sue-ño, cuando entró Campos lleno de zozobra yagitación.

-Esto ya pasa de broma -le dijo-. La niña noparece. Hemos estado en el Retiro, y no está enel sitio que me indicaste. Valiente bromazo nosestá dando la tonta... ¡Por los clavos de Cristo!,si no diera la casualidad de que Falfán de losGodos está fuera de Madrid, no sé cómo podr-íamos ocultarle que su novia se ha escapado demi casa anteayer, y a estas horas no sabemosdónde está.

-En la carta que enseñé a usted me decía queno volvería a su casa.

-Temo cualquier necedad... Salvador, estoymuy inquieto -dijo Campos perdiendo aquella

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serenidad que indicaba en él un gran contentode la vida-. Sin duda esa loca está vagando porMadrid, y te busca de casa en casa, de café encafé, como una perdida. ¡Qué deshonra!

-Creo lo mismo. Pero esto tiene que concluir.

-¿Estuvo ayer aquí?

-Dos o tres veces. Como no me ha encontra-do en ninguna parte presumo que volverá. Sivuelve, Sr. Campos, ofrezco remitírsela a ustedsin pérdida de tiempo.

-Es que debes hacerlo -dijo Cicerón conenergía-. Es que si no lo haces, faltas a la so-lemne palabra que me diste, y entonces, ami-guito, no hay nada de lo dicho. Ya tengo en micasa tu nombramiento para la cárcel de la Co-rona; pero como yo no recoja hoy mismo esaoveja descarriada, creeré que me estás enga-ñando, creeré que estás de acuerdo con ella,que la escondes en alguna parte, y...

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El plácido semblante de Campos se enrojeciótodo por la congestión que determinaba la ira.

-Mi determinación es irrevocable -contestó eljoven-. Supongo... casi estoy seguro de que vol-verá hoy. Avisaré a Lucas para que la deje su-bir.

-¿Convendrá traer acá dos individuos de lapolicía y un coche, que debe esperar en la callede Bordadores? Conozco a Andrea y sé que nocederá por buenas.

-Nada de eso me corresponde a mí. Ustedpuede emplear los medios que quiera parallevársela. Yo no tengo que hacer sino poner fina sus correrías y convencerla de que por másque me busque, no me encontrará en ningunaparte.

-Te comprendo -dijo Campos con viveza yseñales de contento-. Tomaré mis medidas. Nome moveré en todo el día de la tienda de Re-

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quejo, y Sarmiento y yo nos pondremos deacuerdo para que si la oveja viene a este apriscono se nos escape.

Después de este diálogo, que se prolongó unpoco más, aunque sin ofrecer en el resto de élnada digno de contarse, Campos se retiró.Monsalud, contra su costumbre, hizo propósitode permanecer en su casa todo el día. Sin hacernada en ella, tenía la agitación y la movilidadexaltada de quien trae entre manos una ocupa-ción grave. Iba y venía de una pieza a otra; hac-ía a su madre y a su hermana preguntas queninguna de ellas entendía; se asomaba albalcón; hacía subir a D. Patricio para darleórdenes; censuraba a veces que la casa no estu-viese mejor dispuesta, y reprendía luego a lasdos mujeres porque se agitaban para arreglarlas habitaciones.

Cerca del medio día se retiró a su cuarto. So-lita entró en él. Llevaba un pañuelo atado alre-dedor de la cabeza para resguardarse del sutil

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polvo que zorros y escobas levantaban, y cubríasu cuerpo con una falda bastante antigua, piezade desecho cuyas funciones se concretaban alos días de limpieza. La figura de la joven noera con tal atavío un modelo de elegancia.

-Hermana, estás que no se te puede mirar-dijo Salvador observándola con cierta pena-.Es preciso que te pongas guapa.

-¿Yo?... ¿Cuándo? -repuso la joven con lamayor turbación-. ¿Y a qué vienen ahora esasguapezas?

-Me gustaría verte hoy arregladita y linda,como tú sabes ponerte cuando quieres. No esesto decir que me disguste verte así. Acá entrelos dos, siempre estás bien; pero...

-¿Vamos a algún baile? -preguntó Sola conmalicia.

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-No vamos a ningún baile -dijo Salvador conla torpeza que acompaña a las ideas de difícilexplicación-; pero quisiera verte hoy como re-almente eres; quisiera que cuantos entraranaquí te admirasen y reconocieran en ti...

-Tú te burlas de mí -dijo Solita llena de ru-bor-. Yo siempre estaré mal.

-¡Oh!, te equivocas -manifestó Salvador conun tono que antes era de benevolencia que deconvicción-. Vamos, también querrás sostenerque no eres guapa. Más de cuatro quisieran...

-No sé por qué me dices esas tonterías.

-Mira, hermana, te agradeceré que te pongastu mejor vestido, que te arregles bien; pero muybien.

-Ya sabes que estando mi padre en la cárcelno puedo ir a paseo ni al teatro.

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-Si no pretendo llevarte a ninguna parte -dijoSalvador con impaciencia-. En fin, ¿te compo-nes o no?

-Me compondré.

-Hazme ese gusto, hermana. Así no estásbien, y tú vales mucho. Yo quiero que se veaque tengo una hermana simpática, bonita... ¿meentiendes?

-Como si hablaras en griego.

-Pues vístete: ponte tu mejor vestido, ya sa-bes. Figúrate por un momento que soy tu no-vio. Vaya, ¿no tendrías interés en agradar a tunovio; no tendrías interés en que él te encontra-ra siempre linda?

-Si dijera que no, sería una melindrosa -respondió Soledad fingiendo que ponía en or-den las sillas para que, vuelto el rostro, no se le

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conociera la emoción que experimentaba-. Perocomo no eres mi novio ni lo serás...

-¿Te vistes, sí o no?

-Al momento, hombre, al momento.

Voló fuera del cuarto. Algún tiempo des-pués regresaba vestida y ataviada con lo mejorque tenía.

-¡Oh!, ¡qué bien! -dijo Monsalud con sinceraadmiración-. Hermosa prenda se va a llevar esebruto de Anatolio. Hermanita, estás preciosísi-ma: te lo digo sinceramente.

El rostro de Soledad se encendió más, y vio-se en aquel puro cielo de modestia una chispade vanidad que lo iluminó momentáneamente.Salvador no mentía, porque de muy distintasmaneras está preciosa una mujer. En las inco-rrectas facciones de la hija del absolutista, en sudescolorido semblante que a intervalos se in-

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flamaba, en sus ojos donde jugueteaba el almaescondiéndose en la penumbra del pudor omostrándose en la claridad del cariño, había lobastante para turbar la paz de cualquiera.

-Siéntate a mi lado -le dijo Salvador-; pareceque estás asustada.

-¿Yo?... no.

-Dame acá esa mano. Tienes las manos másbonitas que he visto. ¿Por qué las tienes tanfrías y temblorosas?

-Es que las tuyas echan fuego y cuanto tocanlo encuentran helado.

-Ahora te has puesto como el papel... ¡quépalidez! Pues mira... así descoloridita es comoestás mejor. En tu cara se ve tu alma bondado-sa. Me consuela mucho verte a mi lado. Necesi-ta uno personas así, que le compadezcan mu-cho, que le tengan lástima, que le mimen.

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-Y por qué te he de compadecer, si tienes to-do lo que deseas, si estás como nadie. Yo sí quesoy digna de lástima.

-Pero tú tendrás a tu padre, y yo jamás,jamás recobraré lo que he perdido.

Ambos callaron, inclinando cada cual su ca-beza cargada de pesos enormes.

-Me parece que siento ruido -dijo Solita vi-vamente-. Bueno será prevenir a Rosa, para quesi llega esa mujer que ayer estuvo tres veces yque tanto te molesta, no la deje entrar.

-No; ya he advertido a Rosa que la deje pa-sar -dijo Salvador con turbación-. Quizás novenga más.

El ruido cesó y la casa continuaba en silen-cio.

-Me alegro de que mi madre haya salido hoy-indicó Salvador.

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-Me parece que está ahí -repuso Solita po-niendo atención-. Siento pasos en la escalera.

-No; no es mi madre -indicó Monsalud conansiedad vivísima.

-Los pasos son precipitados... Se oye una vozde mujer... ¿Voy a ver?

-No; estate aquí, y no te muevas de mi lado.

Callaron los dos. Solita miró a su hermanocomo asombrada. Salvador clavaba sus ojos enla puerta, donde no había nada todavía; perode antemano su alma llena de ansiedad, obser-vaba lo que había de venir.

Andrea apareció en la puerta. Estaba desfi-gurada por enfermiza palidez; sus ojos mirabantodo con febril extravío, y el desmelenado cabe-llo así como el vestido en desorden indicabanlargas horas de insomnio, de lucha y de amar-gura.

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Su primer movimiento fue un impulso po-deroso hacia el hombre que buscaba y que hab-ía encontrado. Viose en su semblante la con-tracción que acompaña a un repentino desbor-damiento de lágrimas. Pero dio tres pasos, yviendo que no estaba solo, se detuvo. ¡Quéchoque de ideas en aquella cabeza! El impulso,el tierno avance expansivo, habían encontradoun obstáculo, un muro frío, y contra este laexaltada mujer se estrellaba palpitando y llenade congoja. Sus ojos atónitos, enrojecidos por elllanto, preguntaban sin pestañear: «¿qué chi-quilla es esta?».

Salvador se levantó. Estaba lívido.

-Tengo que hablarte -balbució Andrea, vien-do que daba un paso hacia ella.

Después dirigió a Soledad miradas recelosase impacientes, como diciendo: «¿qué hace aquíesta mujer extraña? Que se vaya».

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-Es un error -dijo Salvador-. Usted no tienenada que decirme, y se ha equivocado, sin du-da. Yo no sé quién es usted.

-¿No sabes quién soy?... Yo te lo diré -exclamó Andrea, cruzando las manos-. ¡Que semarche esa mujer!

Con imperioso gesto señaló la puerta.

Soledad, tan aterrada como curiosa, perosumisa siempre, se levantó. Salvador le dijoseveramente:

-Quédate.

-¡Con que es decir!... -gritó Andrea con es-pantosa alteración de voz y semblante.

-Que usted es quien no está en su sitio aquí ydebe retirarse -respondió el joven-. Sin duda hapadecido una equivocación.

-¡Perverso!... ¿dices eso de veras?

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Andrea, al decir estas palabras, que salían desu pecho como bramidos, adelantó con los bra-zos abiertos hacia su amante. Los brazos trope-zaron con dos manos de acero que los retorcie-ron, rechazando el hermoso cuerpo a que per-tenecían.

-¡Oh, qué vil soy!... -gritó la indiana cayendoal suelo de rodillas-. ¡Rebajarme así!...

-¡Rebajarse así una marquesa!... -murmuróSalvador con sorda voz-. Señora, sentiré muchoque se ponga usted mala. ¿Quiere usted que semande traer un coche para llevarla a su casa?

Andrea se levantó de un salto. La miradaque arrojó a su amante, como una saeta furi-bunda, turbó tanto a Monsalud, que este enbreve rato no supo qué decir.

-Yo creí que eras un caballero -dijo la ameri-cana.

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Se le conocía que estaba haciendo esfuerzosterribles para conservar una actitud digna. Losimpulsos naturales la incitaban a gritar, aarrancarse el cabello, a coger entre las manos alhombre, como se coge un abanico, un juguetecualquiera, y destrozarle, haciéndole pedazospequeñitos.

Monsalud se dirigió hacia la puerta. Sus ojosy su gesto decían: -Váyase usted.

-¡Pero si tú me oyeras!... -murmuró Andrea,pasando súbitamente de la ira a una aflicciónprofunda.

-No, no puedo oír a quien no conozco -repuso el hombre volviendo el rostro.

-¿No me conoce usted? -gritó Andrea convoz semejante a un rugido.

Parecía que se alzaba sobre las puntas de lospies. La mujer crecía. Sus brazos, tiesos hacia

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atrás; sus puños cerrados; sus labios descolori-dos que temblaban; su fina nariz, que con ner-viosas contracciones también expresaba la pa-sión desbordada; los músculos de su hermosocuello, tirantes; sus ojos, que amenazaban entrellamaradas de despecho; el golpe violento de supie en el suelo, como buscando apoyo para le-vantarse más... todos estos accidentes hubieranpuesto miedo en el corazón más acostumbradoa tales embates.

-¿No me conoce usted? -repitió.

-No -repuso Monsalud.

-¿No me conoció usted?

-Tal vez, pero... ya no me acuerdo.

-Pues me conocerá usted -dijo Andrea consofocada voz.

Dio algunos pasos fuera de la habitación; pe-ro de súbito, con brusco movimiento, se volvió

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y entró resueltamente. Detúvose; miró a Solita.Hubo un momento de esos en que se ve inmi-nente e inevitable el peligro de un choque ma-terial, aun contando con la reconocida dignidadde las personas.

Con la voz más áspera, más impertinente,más insolente y procaz que puede imaginarse,Andrea hizo esta pregunta:

-¿Y tú quién eres?

Solita quedose muerta de espanto. Su propiaturbación le impidió correr hacia su hermano yabrazarse a él, buscando un refugio.

-Eso no se pregunta a los que están en su ca-sa, sino a los que vienen de fuera.

Al oír esto Solita se reanimó. En aquel mo-mento pensaba una cosa. Pensaba que si ellafuera mujer valerosa, echaría a escobazos de lacasa a la insolente dama.

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-¡Oh, qué vil soy! -repitió Andrea corriendootra vez hacia la puerta-. ¡Rebajarme así...!

Apartando el rostro para no ver el de suamante, salió precipitada y atropellándose, dela casa. Habiéndosele unido su criada en la es-calera, ambas bajaron.

Salvador se dejó caer en una silla, y apretan-do la cabeza entre las manos, se clavaba en elcráneo las uñas.

-¡Oh! ¡Dios mío!, ¡qué infeliz soy!... Sola, So-la, ¿has visto?... ¡Maldito sea yo mil veces!¡Maldito sea el día en que nací!

-Pero esa mujer -balbució la muchacha, sa-liendo de su estupefacción-, es un demonio...Comprendo que te cause tanto furor...

-¡No es demonio, es un ángel; y no me causafuror, sino que la adoro!... ¿No la viste? ¿Hasvisto mujer más hermosa?

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-Tú...

-¡La adoro, me muero por ella!... Pero tú eresuna tonta y no puedes comprender esto. Sola,hermana mía, lloro porque... no puedo... tencompasión, ten lástima, mucha lástima de mí.

Solita tuvo tanta lástima, que se echó a llo-rar.

-XXI-La calle de la Cabeza es una de las más tris-

tes de Madrid. Compónese toda ella de casasviejas y feas, entre las cuales descuellan laenorme fachada meridional de la del marquésde Perales y otra que tiene grabada sobre lapuerta esta inscripción: Aparta, Señor, de mí loque me apartó de ti. Contrastando con las víascercanas, aquella no tiene tiendas, y la mayorparte de las puertas están cerradas, a excepciónde las cocheras y cuadras que por allí muchoabundan. Hacia el Ave María la calle se eleva,

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como si quisiera subir a los balcones de las ca-sas. Hacia la Comadre se hunde, buscando lossótanos. Algunas acacias, que se asoman porencima de altos muros junto a San Pedro Mártirestán mirando con tristeza al escaso número detranseúntes. Se oyen tan pocos ruidos allí que lacalle no parece estar en Madrid y a dos pasosdel Lavapiés. Toda ella tiene un aspecto sombr-ío, un tinte lúgubre, una mala sombra que nopuede definirse, una atmósfera que abruma, unsilencio que hiela. Las calles, como las personas,tienen cara, y cuando esta es antipática y anun-cia siniestros designios, una fuerza instintivanos aleja de ella.

Vulgarmente se cree que en la calle de laCabeza no ha pasado nunca nada digno de con-tarse. Por el contrario, es una calle trágica,quizás la más trágica de Madrid. La tradiciónque le da nombre, y que no carece de mérito enlo que tiene de fantasía, es como sigue: Vivíapor aquellos barrios un cura medianamente

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rico. Su criado, por robarle, le asesinó, cortán-dole ferozmente la cabeza, y con todo el dineroque pudo encontrar huyó a Portugal. No fueposible descubrir al autor del crimen, y ente-rrado el clérigo, bien pronto su desastroso finquedó olvidado. Pero el asesino, después dehaberse dado muy buena vida en Portugal du-rante muchos años, volvió a Madrid hecho uncaballero, aunque no tanto que olvidase suprimitiva condición de criado. Solía ir él mismoal Rastro todas las mañanas a hacer su compra,y un día adquirió una cabeza de carnero.Llevábala bajo la capa, y como chorreaba mu-cha sangre, que iba dejando rastro en el suelo,fue detenido por un alguacil, que le mandómostrar lo que oculto llevaba. ¡Horrible es-pectáculo! Al echar a un lado el embozo, elcriado alargó en la derecha mano la cabeza delsacerdote a quien le diera muerte.

¡Milagro, milagro! Este fue el grito general.Confesó todo el asesino y le llevaron a la horca,

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acompañado de la cabeza del sacerdote quehabía sido de carnero, y cuya vista horrorizabay edificaba juntamente al pueblo. Murió, segúndicen, con grandísima devoción y arrepenti-miento, y hasta que no entregó su alma a Dios,no recobró la testa del cura su primitiva formacarneril. Felipe III, que a la sazón nos goberna-ba, mandó labrar en piedra una cabeza que sepuso en la casa del crimen para memoria deaquel estupendo suceso.

En este siglo la calle de la Cabeza presenciómuy de cerca el horrible asesinato del marquésde Perales el l.º de Diciembre de 1808. Cuandolas revueltas políticas del 14, vio encarcelar alos diputados y ministros, y aquel silencio tétri-co fue turbado en más de una ocasión por losrugidos de la plebe furiosa embriagada. Nues-tra narración nos lleva ahora a la citada calle y auno de sus edificios más antipáticos y más feos:la cárcel eclesiástica o de la Corona, que estabaen la esquina de la calle Real de Lavapiés, y que

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todavía existe, aunque destinada a cuadras ococheras.

Un portalón daba entrada al patio, que nohabía sufrido variaciones esenciales y tenía endos de sus lados columnas de piedra para sos-tener la crujía alta. Las prisiones estaban en elpiso bajo y en los sótanos, y consistían en cala-bozos inmundos, algunos con rejas a la calle.Dos puertecillas abiertas a un lado y otro delzaguán indicaban el cuerpo de guardia y lashabitaciones de algunos empleados de la cárcel.Todas y cada una de las partes del edificio, de-ntro y fuera, arriba y abajo, ofrecían repugnanteaspecto de incuria, descuido y degradación.

La ignominia de la cárcel empezaba desde lapuerta. En la esquina del edificio se veían mul-titud de inscripciones terroríficas e indecentes.A conveniente altura, una de esas manos deartista que tanto abundan en España había pin-tado una horca de la cual pendía un cura, ydebajo se leía Tamajón. En la misma puerta otro

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artista había trazado una especie de cuadro deánimas donde varios curas recibían tizonazosde los demonios, y más lejos varios milicianosnacionales, caracterizados en la pintura tan sólopor el morrión, asaban un cerdo que llevaba elnombre de Vinuesa. En el portal repetíanse lashorcas y además otra pintura ingeniosa. Ungrotesco y ventrudo muñeco, que tenía en lapanza el consabido letrero, abría la boca. Comosi esta fuera la de un horno, varios milicianos ofigurillas de morrioncete metían por ella consendas palas un objeto en que se leía Constitu-ción. Por debajo una escritura infernal rezaba elTrágala, perro, tú servilón.

Vinuesa estaba en un calabozo del piso bajo.En la puerta negra habían trazado con tiza lahorca y el ahorcado, repetidas formulillas, co-mo Muera el traidor, y una cuarteta que decía:

¡Considera, alma piadosa,en esta nona estación,

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el árbol de que colgaronal cura de Tamajón!

Dentro del calabozo no reinaba oscuridadprofunda. Veíase al infeliz reo arrojado en elsuelo sobre un jergón inmundo. Era un hombreviejo, aunque entero, de cuerpo pequeño y quedebió de ser fornido; pero la larga prisiónhabíale extenuado considerablemente. Su peloentrecano; su barba blanca, muy crecida por nohaberse afeitado durante el encierro; su rostroen que se pintaban resignación y amargura,dábanle aspecto venerable que sin duda notenía cuando andaba suelto por la Villa, ohaciendo planes en su casa de la inmediata ca-lle de San Pedro Mártir. Vestía sotana suelta,raída y llena de jirones, y un gorro negro depunto, calado hasta más abajo de las orejas, lecubría la cabeza. Cuando no estaba echado so-bre el miserable jergón, se ponía a pasear de unángulo a otro o se sentaba en la única silla,apoyando los brazos sobre una mesa negra, y la

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cabeza en los brazos para dormir un poco. En lamesa negra estaba pintada también con tiza lahorca y un diablillo que tiraba de los pies delahorcado. En las paredes se leían varias estrofasde las más indecentes del Lairón. Pero al des-graciado preso no le mortificaba tanto leerlascomo oírlas, y este era su principal tormento.

Todos los chulillos que pasaban de vueltapara el Lavapiés a la madrugada; todos losrondadores guitarristas que iban a recorrer lascalles; todos los grupos de vagos que regresa-ban de los clubs o de las logias; todos los pa-triotas que salían de las tabernas a hora avan-zada, y los chiquillos al salir de la escuela porlas tardes o al ausentarse de ella para ir dehuelga o pedrea al Mundo-Nuevo, hacían esca-la al pie de la reja del calabozo de Vinuesa; asíes que este oía constantemente durante diez yocho horas de las veinticuatro del día, los fa-mosos versos:

Dicen que vienen los rusos

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por las ventas de Alcorcón.Lairón, lairón.

Y los rusos que veníaneran seras de carbónLairón, lairón.

Estas eran las estrofas comunes, pues las pi-carescas e indecentes, en que se atribuían alcura de Tamajón las mayores atrocidades y des-vergüenzas, no pueden copiarse. El populachoveía en Vinuesa un galanteador de muchachas,corruptor de doncellas, tercero, mancebista ycuanto abominable y ruin puede imaginarse.Nada de esto es verdad. Su único delito habíasido el plan que conocemos; pero si hubierafaltado a las leyes morales con perversidad eindecencia, habría purgado sus culpas con elinfierno expiatorio que tenía en la prisión. Eraeste un lúgubre ventanillo cuadrado y peque-ño, con una cruz de hierro en el vano. Por allíentraba la voz terrible del populacho cantandoinfames coplas, amenazando e insultando sin

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cesar al pobre reo. Vinuesa aborrecía el nefandoagujero por donde le entraba la luz y la ira de lanación vengativa; y por verle tapado, aunque ledejase a oscuras, diera lo restante de su vida yla esperanza de libertad. Si lograba conciliar elsueño, no dejaba de ver aquel boquete horrible,que en su mente febril representaba como el ojoy la boca de la inmunda canalla, que sin cesar levigilaba y le escupía.

Gil de la Cuadra estaba encerrado en un ca-labozo de otra crujía, y no gozaba de la preemi-nencia de vistas a la calle. En su encierro habíabastante claridad, y tenía mejores muebles queVinuesa, entre ellos una cama en alto. Tambiénsu puerta se ornaba con inscripciones; pero enlo interior no las había. Mortificábanle princi-palmente los gritos, cantos y disputas de losmilicianos nacionales, que tenían su cuerpo deguardia en el zaguán, y que alborotaban en elpatio mucho más de lo conveniente.

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Bastante después del encierro sintiose ataca-do de dolores en las articulaciones de las pier-nas, y no dudó que su reumatismo constitucio-nal le iba a hacer una nueva visita. Guardó ca-ma, resignándose al suplicio de sus dolores conpaciencia cristiana, y tuvo varias alternativas dealivio o recrudescencia. A falta de auxiliosmédicos, disfrutó de los cuidados de un calabo-cero algo piadoso, que por haber padecido delmismo mal, no sólo poseía recetas y cierta cien-cia práctica, sino también una compasión haciatodos los reumáticos.

De esta manera transcurrieron muchos días.Lo que más hondamente perturbaba la natura-leza moral y física del ex-oidor era la incomuni-cación y con esta la negra tristeza en que vivía,si aquello era vivir. Solo, febril, contemplandoperpetuamente su situación, midiendo sin cesarla considerable distancia que le separaba de suhija, pasaba las largas horas del encierro, y veíala lenta serie de noches y días, marchando co-

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mo las ruedas de una máquina de tormento. Aratos oraba, a ratos derramaba amargas lágri-mas; por breves momentos recibía consuelo desu propia imaginación, representándose la li-bertad y la paz de su casa; pero estas bellassombras pasaban pronto, y el calabozo le poníadelante sus cuatro paredes inalterables. Cono-cido el estado de su ánimo, lleno de amargura,se comprenderá cuáles serían su asombro yemoción al ver que un día se abrió la puerta delcalabozo, que entró un hombre, y que en aquelhombre reconoció, después de congojosas du-das, la persona auténtica de Salvador Monsa-lud.

Este corrió a abrazarle y Gil de la Cuadra sedesmayó de alegría.

-¡Mi hija, mi hija!... -murmuró cuando reco-braba el uso de la palabra-. ¿Ha muerto?, ¿vive?

-¡Ánimo, Sr. Gil! -gritó Monsalud-. Prontoverá usted a su hija, que está buena como nun-

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ca, y muy contenta al saber que pronto estaráusted libre.

-¡Yo libre! -exclamó el anciano abrazando asu amigo.

-Todavía no; pero pronto será.

-¿Y Anatolio?

-No ha venido aún.

Siguió haciendo preguntas, menudeándolascon tanta prisa que casi no daba tiempo a lacontestación, y al fin se ocupó de su causa quehabía dejado para lo último. Monsalud, en bre-ves términos, le explicó, si no todo, gran partede lo que había hecho, así como las circunstan-cias de su presencia en la cárcel y el destino quedesempeñaba.

-Tengo la seguridad -dijo-, de que conse-guiré un objeto en el cual he empleado tantaactividad, tanta fuerza, tanta paciencia. La san-

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tidad de la obra emprendida, que es el cum-plimiento de una de las primeras leyes cristia-nas, me hace creer que esta vez, como otras, mitrabajo no será estéril. He sufrido contrarieda-des, amigo mío, contrariedades graves; pero almismo tiempo he empezado a conocer uno delos mayores goces que puede sentir el hombre yque hasta ahora...

-No había usted conocido.

-Al menos en tan alto grado.

-El goce incomparable de hacer bien a unsemejante -dijo Cuadra con voz balbuciente porla emoción.

-Ese, sí, y el de poder dar forma al agrade-cimiento expresándolo en hechos.

-¡Oh!, sí, también es un goce inaudito.

-Y tranquilizar la conciencia.

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-Es verdad.

-Porque el recuerdo de las grandes faltas -añadió Monsalud-, no se atenúa sino con lapráctica constante de buenas acciones.

-También, también.

-Todo me anuncia que esta vez mi afán notendrá, como otras veces, un éxito desdichado.El corazón mío, que es la desconfianza misma,me está diciendo ahora: «triunfamos, triunfa-mos de seguro». Será usted libre, amigo mío, ylo será pronto. Sólo le recomiendo a usted unpoco de paciencia. Consuélese usted con saberque me tiene muy cerca, y que estoy discu-rriendo los medios de rematar nuestra obra.

Gil de la Cuadra, arrojándose en brazos desu protector, lloró como un niño.

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-XXII-Mientras esto ocurría, todo Madrid se alar-

maba con una estupenda noticia. Por todos losbarrios, por todos los clubs, por todos los círcu-los corría una noticia, que muchos suponíanincreíble, por lo disparatada, y otros aceptabancon resignación como una nueva prueba de losdesaciertos y traiciones del Ministerio. El fiscalde la causa formada contra Vinuesa no pedíapara este más que diez años de presidio. Elpueblo irritado, a quien habían hecho creer quela muerte del arcediano no era bastante castigopara las culpas de este, vio en los diez años depresidio una pena tan suave, que más que penale parecía recompensa. De los demás conspira-dores absolutistas nada se decía aún; mas eraprobable que recibirían en pago de sus infamiasalgunos años de encierro, es decir, confites.

No es preciso indicar que en todo Madrid, yprincipalmente en los barrios bajos era un

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Evangelio la opinión de que había corrido muchodinero para absolver a los malhechores, y losmás listos decían:

-¿Pues qué?, el Rey no podía dejar perecer asus amigos.

En esto se equivocaban, porque Fernando sedistinguía de todos los malvados por un funes-to sistema de abandonar cobardemente a cuan-tos le habían servido, y aun gozarse de un mo-do incalificable en la desgracia de ellos, como loprueban, entre otras muchas cosas, las célebrespalabras que pronunció ante los guardias fugi-tivos y vencidos el 7 de Julio. La verdaderacausa de la lenidad relativa del fiscal y mástarde del juez, fue que el Ministerio y los maso-nes habían llegado a comprender cuán bárbaray soez era la excitación vengativa del popula-cho, a pesar de haberla excitado ellos mismosen Febrero y Marzo, y quisieron rendir home-naje a la humanidad y la justicia, evitando unsacrificio inútil. Hemos llamado lenidad a la

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pena anunciada, porque con respecto al furiosoardor de la canalla lo parecía; pero en rigor dejusticia era una atrocidad, que sólo tiene dis-culpa en las infames transacciones a que obli-gan los yerros políticos.

En los comuneros la noticia fue chispa arroja-da a la mina. La fortaleza reventó y una explo-sión de salvajismo, de barbarie, de odio y nece-dad atronó la Plaza de armas. Los honrados y losinocentes, que no eran los menos bajo el estan-darte de Padilla, hacían coro a los malvados,por la solidaridad que entre todos reinaba. Eranlos primeros envueltos en el torbellino, y sinsaberlo, estaban tan locos como los demás, me-jor dicho, los honrados y los inocentes eran losverdaderos locos, porque los perversos conser-vaban bajo la borrachera de venganza su ne-fanda razón. Pero en realidad, la noticia de lablandura del juez, más les agradaba que lesafligía. Servíales de pretexto para poner en ejer-cicio su ideal de barbaridades, atropellos y de-

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safueros, y de admirable tema para gritar con-tra el Gobierno, llenándoles de befa y escarnio.Acogieron, pues, el suceso con el frenesí delbeodo a quien dan aguardiente, y se hartaronde furia, de exaltación política, poniéndose co-mo demonios en la sesión que celebraron lanoche de la noticia.

Romero Alpuente, a quien respetaban, nopudo presidir la sesión, porque le fue imposiblesofocar el tumulto. Regato emitía con su habi-tual tono de importancia las opiniones másfuribundas. Mejía sudaba gritando, y con elrostro encendido, gesticulaba sin poder conse-guir que le oyeran. Pelumbres daba golpes enlos bancos con un bastón semejante a la lava deHércules. D. Patricio, renunciando a ser oídopor toda la Asamblea, pronunciaba, ora frasesáticas, ora apóstrofes demostenianos en un pe-queño grupo que se formó a su lado. En suma,la Plaza de Armas más que guarnición regular,parecía un ejército indisciplinado, un manico-

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mio insurrecto o un infierno en que fuese ley lalibertad individual para hacer diabluras. Cadacual pedía una cosa distinta, y es incomprensi-ble que no se rompieran la cabeza unos a otros,único medio y fórmula de conciliar todas lasopiniones.

Era que comúnmente la Asamblea en plenono resolvía nunca nada, siendo más bien doc-trinales, digámoslo así, sus sesiones que ejecu-tivas. La alta dirección de la Comunería estaba,como la de los masones, en un pequeño conse-jo, en cuyo seno ha llegado la hora de que nosintroduzcamos osadamente. Hemos presentadoen otro libro la camarilla de Palacio. Tócalesahora su vez a las camarillas populares, pode-res igualmente misteriosos y perturbadores, yla dificultad de nuestro trabajo aumenta, por-que las camarillas eran dos: la del populacho ode los exaltados, y la de los constitucionales omoderados. Procedamos con método.

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Camarilla del populacho. -No tenía local fijo.Reuníase algunas veces en un departamentoreservado del café de Lorencini; otras, en elmismo local de la Asamblea o en casa de Rega-to. La reunión de ella que nosotros vamos apresenciar no fue celebrada en ninguno de es-tos parajes, sino en una taberna de la calle de laEstrella. De los veinte diputados comuneros noasistió ninguno; de los periodistas, sólo Mejía;de los que tenían cargos oficiales en la Asam-blea de Padilla, sólo Regato; de los viejos, sóloD. Patricio Sarmiento; pero no faltaba ni unosiquiera de los amigos de Timoteo Pelumbres,ni tampoco la pandilla de milicianos naciona-les, en la cual alzaba el gallo con altanera supe-rioridad Pujitos. Sumaban entre todos oncepersonas, y para poder discutir con más liber-tad, Regato mandó al tabernero que cerrase,luego que todos estuvieron dentro, y cuando elvino empezó a hacer su oficio para que las len-guas pudiesen desempeñar mejor el suyo.

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-Queridos compañeros -dijo Regato-, esta-mos perdidos.

Esta frase hábil produjo la sensación apete-cida.

-Perdidos, porque el Gobierno nos va a me-ter el diente, y los hombres gordos de nuestropartido se esconden en su casa llenos de miedo.

-Romero Alpuente -dijo uno-, tiembla comouna gallina mojada.

-Desde que se ha dicho que el Gobierno va apegar, nuestros diputados ya están buscandovendas.

-Está visto que para reclutar gente valerosa-dijo Regato, a quien agradaba mucho la vene-ración con que era oído-, no hay que contar conla gente de lengua y pluma. ¡Pobre pueblo,siempre sudando por gobernar como manda laley de Dios, y siempre engañado por tanto pi-

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llo! Está visto que mientras el pueblo no diga:«pues quiero y esto ha de ser», y lo haga comolo dice, no tendremos libertad.

-Pero cuando el pueblo quiere portarse comoquien es -manifestó Pelumbres-, vienen los fu-traques, llenos de jabón y pomada, y sacan loscatecismos de la política para decirnos cosaslelas y de mil flores... con lo cual se acaba todo,y en buenas palabras resulta que somos unoszopencos y ellos unos Salomones. Nosotrostrabajamos y ellos comen.

-Señores -repitió Regato dando un suspiro-,estamos perdidos. El Gobierno, viendo que noservimos para nada, (y no me vuelvo atrás...)que no servimos para nada, va a pegar, pero apegar muy fuerte.

Breve silencio siguió a estas palabras.

-Los palos serán para el que los aguante, queyo...

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-Los palos serán para todos -afirmó Regatoen el tono de la mayor competencia-. Yo sé debuena tinta lo que trama el Gobierno; lo sé to-do, y pues venimos aquí para ver cómo nosdefendemos, lo voy a decir.

-El Gobierno va a cerrar los cafés.

-Y a reformar la Milicia Nacional de modoque no entren sino los que él quiera.

-Y a corregir la Constitución.

-Y a poner dos Congresos: uno como el queestá, y otro de clérigos, obispos, generales,marqueses, camaristas y toda la recua de ala-barderos, persas y serviles.

-Y a suprimir todos los periódicos -indicóPujitos, dando a entender de este modo susaficiones literarias.

-Y a mandar a Riego a Filipinas.

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-Todo eso y mucho más hará el Gobierno-dijo Regato-; pero como a quien más aborrecees a los buenos patriotas, empezará su obraacogotando a los buenos patriotas, que somosnosotros.

-Nosotros -repitieron algunos.

-Y pasando la mano por el lomo a los servi-les, que serán los mandarines de mañana. ¿Quésignifica la libertad de Vinuesa?

-¿La libertad?

-La libertad, sí. Para los bobos, eso de losdiez años de presidio significa... diez años depresidio; pero para nosotros, que somos tanlistos y vemos un mosquito en la punta de unatorre, esa pena no es más que la absolución delcura.

-Es lo mismo que yo pensaba.

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-Le sacan de la cárcel; hacen la pamema dellevarle a Ceuta; métenle en cualquier conven-to, donde habrá abundancia de buenas magras,pollos con tomate, gran trago de vino y mucha-chas bonitas; dicen luego que se ha escapado, yal poco tiempo, indulto. Tras el indulto viene lacanonjía y tras la canonjía la mitra.

-Pues estamos bien -dijo uno con impacien-cia, golpeando el suelo con su bastón-. Protesto.

-Protesto yo también -exclamó Pelumbres.

-Si la Sociedad de los Comuneros, que em-pezó con tan buen pie, no saca ahora la cabeza,¿para qué sirve?

-Para nada, Sánchez, para nada -repuso unhombre que era tratante en cueros-. Dende queoí discursos y vi papeles y toma la palabra, dacala palabra, se me cayeron las alas del corazón...¡botijos!, yo no sirvo para esto.

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-Es muy posible que el Gobierno tenga laalevosa intención de indultar a Vinuesa y aundarle una mitra -dijo con gravedad un indivi-duo de aspecto decente, furibundo patriotacándido que tenía dos tiendas y un buen nom-bre que no hace al caso-; yo creo cuanto ha di-cho el amigo Regato, porque el Gobierno es enla superficie liberal y en el fondo absolutista.

-Si Riego estuviera en Madrid, otro gallo noscantara, amigos -indicó Regato-. Yo de mí sédecir que si tuviera dos docenas, dos docenasnada más de buenos patriotas, intentaría cual-quier sublimidad.

-Cualquier hazaña épica, digna de perpe-tuarse en mármoles -dijo D. Patricio-. Sr. Rega-to, manifieste usted con claridad su pensamien-to. ¿Se trata de que Madrid se levante en masay arroje del gobierno a ese Ministerio, y convo-que otras Cortes, y le caliente las orejas al Reyneto?

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-Eso es difícil hoy; pero no lo será dentro deseis meses, cuando estemos mejor organizadosy se multipliquen las Casas fuertes de los regi-mientos y se reciba el dinero que nos han pro-metido de América. Contentémonos ahora condar una prueba de nuestro mucho poder, de loque somos y lo que valemos, para que tiembleel cobarde tirano y nos tengan miedo los man-darines.

-Ved aquí, amigos míos -dijo Sarmiento-,cómo admirablemente concuerda con mi opi-nión la del Sr. Regato. Siempre he sostenido lanecesidad de elevar la voz para que nos oigan,de alzarnos sobre las puntas de los pies paraque nos vean, de presentarnos en todas partespara que nos toquen, mientras llega la horasublime de los bofetones.

-Yo no entiendo de estas máquinas sutiles-manifestó, con la ingenuidad de la barbarie, elllamado Sánchez, que era miliciano y habíasido primero cortador de carne y después em-

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pleado en cárceles-. Yo lo que sé es que si con-viene dar porrazo se dé porrazo. No hay másque dos políticas: dar y recibir.

-En lenguaje sencillo -dijo Mejía-, ha expre-sado Sánchez la idea de que mientras no sepuede realizar una insurrección que dé la victo-ria al pueblo, se hagan manifestaciones patrió-ticas con objeto de que se nos considere comoun elemento importante, capaz de cualquiercosa en el Gobierno o en la oposición.

-A eso iba -indicó Regato con acento magis-tral-. En pocas palabras, señores; el Gobiernodice blanco, pues nosotros decimos negro; elGobierno quiere coles, nosotros lechugas; elGobierno dice por aquí no se va, nosotros deci-mos, por ahí iremos.

-El Gobierno dice, no más clubs, nosotros res-pondemos vengan clubs.

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-El Gobierno quiere poca Milicia, nosotrosmucha Milicia.

-El Gobierno perdona a los absolutistas,pues condenémosles nosotros.

-Condenémosles, caballeros -gritó el tratanteen corambres-. ¡Botijos! Si nosotros no hacemosla justicia, ¿quién la va a hacer?

Dando golpecitos en la mesa con el fondodel vaso, después de beberse el contenido, en-tonó esta canción:

Ay le le, que toma que toma,ay le le, que daca que daca,ya no bastan las razones,apelemos a la estaca.

-El ciudadano D. Bruno ha tocado el puntomás delicado de la política actual -dijo Regato-.El pueblo, señores, no debe consentir la impu-

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nidad de quien ha trabajado y trabaja aún encontra del pueblo.

-¡Botijos!... no.

-De ninguna manera.

-Consentirlo sería gravísimo desacierto-afirmó Sarmiento.

-Como me llamo Pelumbres, tan cierto esque todo el día he estado pensando en quedebíamos hacer justicia, porque podemos ydebemos hacerla. Y si el pueblo no es soberanopara esto, ¿para qué lo es?

-A fe de Mejía, sostengo que cuando los jue-ces son inmorales y corrompidos, el pueblo notiene más remedio que echársela de juez.

-Pues con una palabra basta -afirmó el tra-tante en pellejos.

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-Es preciso sacar a Vinuesa de la cárcel antesque le indulten.

-Y ahorcarle -dijo Sánchez, apretándose supropia garganta.

-En la plazuela de la Cebada.

-En la plaza de Palacio, delante del balcón deSu Majestad -gruñó Pelumbres.

-Admirable y sensata idea -dijo Regato-; pe-ro me parece irrealizable. No es preciso que selleven las cosas a ese extremo de perfección.

-No puedo aconsejar tranquilo la muerte deun hombre -afirmó Sarmiento con gravedad-;pero hay sacrificios necesarios, indispensables,y el cura de Tamajón debe morir. También hayen la cárcel de la Corona un dichoso Gil de laCuadra, ex-vecino mío, que es uno de los servi-lones más furibundos, y un conspirador terri-ble.

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-Gil de la Cuadra -dijo Regato haciendomemoria-. ¡Ah!, ya. Le protege Salvador Mon-salud, después de haberle enamorado a su mu-jer, como me consta. Váyase lo uno por lo otro.

-El traidor Monsalud se dirá de aquí en ade-lante -indicó Pelumbres-. Ese canalla, despuésde entrar en nuestra sociedad ha admitido undestino del Gobierno.

-En la cárcel de la Corona precisamente-indicó Mejía-. No lo hubiera creído. Puesto deconfianza, señores. Aquí hay gato encerrado.

-Tengo a Monsalud por una persona decente-dijo D. Patricio-. Es amigo mío y no le creocapaz de servir a los masones. Le he oídohablar pestes de esos señores.

-Sea lo que fuere -dijo Sánchez-, ello es queantes de meter semejantes tipos en nuestra so-ciedad, debiéramos pensarlo mucho.

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-Es justa la censura, aunque confieso que yole presenté -dijo Regato-; pero no hay motivopara desconfiar de tal joven. Tengo motivospara creer que puedo dominarle en un momen-to dado. Ese hombre será mío cuando yo quie-ra. En vez de importarnos que esté empleadoen la cárcel, debemos felicitarnos de ello. Saca-remos partido de esta circunstancia.

-¡Re-botijos!... ¡Si está en mi lugar y en elpuesto de que me echaron hace dos meses esosmamones!... ¿pues no ha de importarme? Es uncaballerito a quien tengo atravesado aquí.

-Dejemos esta cuestión mezquina, señores, yvolvamos a lo principal -dijo Regato-. ¿Hayaquí gente de valor?

-Basta y sobra; pero si se quiere cosa mayor,con dar la voz en ciertos barrios se tendrá todala gente que se quiera.

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-Sr. D. Bruno, ¿se puede ir a donde se quie-ra?

-Al cabo del mundo. Digan hora y lugar yallá estaremos todos. No saldrá tan mal como lanoche de los embajadores del Ruso y el Turco.

-Mañana... mañana... -dijo Regato meditan-do-. ¿Cuál será la mejor hora?

-Por la noche.

-No, por el día.

-A las doce del día -gritó el más decente detodos-. No se trata de ninguna traición, sino deuna obra de justicia.

-¡Excelente idea! A las doce del día.

-Coram populo -murmuró Sarmiento.

-¡Botijos!, a las doce en punto.

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-Y ahora -dijo Regato levantándose-, a pre-pararse. La cosa puede ser sencilla si el Gobier-no deja a la Milicia en la guardia de la cárcel.Pero si pone tropa...

-Si se atreve a poner tropa, entonces...

-Que ponga tropa -gritó Pelumbres dandoun puñetazo-, y se hará justicia a la tropa.

Eso es, justicia a la tropa.

Porque no es más que justicia.

-Esta noche hay otra vez Asamblea, señores -dijo Regato con misterio-. Mucho cuidado conlos caballeros comuneros de corbatín almido-nado y palabrejas cultas. Dirán, como esta no-che, que estamos locos.

-¿Se guardará secreto?

-Hasta donde se pueda; pero hay que reclu-tar gente, mucha gente.

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-¡A la Fortaleza, a la Fortaleza!

-En la Fortaleza hay espías y traidores quetodo se lo cuentan al Gobierno.

-Si el Gobierno lo sabe, mejor -vociferó Pe-lumbres-. ¿Qué apostamos a que voy a Palacioy se lo digo yo mesmo al Rey?

Una carcajada general acogió estas palabras.

-Las cosas claras. Se va a hacer justicia. Yo lodigo a todo el que me quiera oír. ¡Muera Ta-majón!

-¡Muera Tamajón! -repitieron todos menosRegato.

Este con voz apagada y razones conciliato-rias quiso aplacar a sus amigos; pero estabanmuy encariñados con la idea emitida por el dosveces gato, para dejársela quitar. Hay que pen-sarlo mucho antes de arrojar la piltrafa a estaespecie de carnívoros; pero una vez arrojada, el

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que aspire a quitársela se expone a recibir unmordisco o arañazo. Así lo comprendió el fun-dador de la Comunería. Cuando los individuosde su alto Consejo salieron a la calle rumiandoel sangriento manjar que les había puesto en laboca, el cobarde Regato se asustó un poco; peroaún tenía seguridades de no ser sospechoso, yentre Pelumbres y D. Bruno marchó resuelta-mente a la Asamblea, que aún estaba abierta.

-XXIII-Poco después de este suceso las Plazas fuertes

y Salas de armas encerraban un partido en ebu-llición. Pasada la media noche la mayor partede los comuneros sabían que estaba acordadapara el día siguiente la muerte de Vinuesa. A lamadrugada, sabíanlo también los masones porsu bien servido espionaje, y conmovido elGrande Oriente ante amenaza tan audaz, deli-

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beró con calor y afán tan importante asunto. Loque allí se dijo verase a continuación.

Camarilla constitucional. Reuníase casi siem-pre en el Grande Oriente, con asistencia de mu-chos hombres que se tenían por lumbreras, deotros que realmente lo eran y de muchos que sicarecían de soberbia o de mérito, cobrabanbuenos sueldos en las oficinas de Reino. En laMasonería había, según los datos más verosími-les, cincuenta y dos diputados. De los minis-tros, la mitad por lo menos cargaban el mandil.Pocos eran entonces los hombres notables, porsu talento oratorio o por su pluma, que no do-blasen la cerviz ante el misterio eleusiaco, ymuchos que después han figurado en los parti-dos reaccionarios adoraron la Acacia. Tal fue elatractivo del Orden masónico, que aun se dicetrataron con él clérigos no apóstatas y un gene-ral de franciscos que después fue arzobispo.Para que nada faltase, los del Arte-Real vieronen las logias a un Infante, que recibió el nombre

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de Dracón, con la risible particularidad de quele llamaban Bracón. Un general muy célebre eradesignado Bruto II. Puede dudarse que el mis-mo Fernando VII recibiese salario masónico; perono que los nombres más ilustres y respetablesdel presente siglo, los nombres de Argüelles,Calatrava, Quintana, San Miguel, Flores Estra-da, Galiano y otros figuraron en las listas deMaestros, siendo probable que todos ellos fue-ran Sublimes perfectos.

La camarilla, en la hora que nos es permitidoasistir a ella, estaba formada por seis indivi-duos nada más, cuyos nombres, a excepción delde Campos, deben mantenerse en secreto. Si enel trascurso de la relación son conocidos, en-horabuena; pero no se culpe al novelador dehaber manoseado nombres pertenecientes apersonas de distinto valor, pero todas respeta-bles, algunas de las cuales han respirado hastahace poco... y quizás haya alguna que respiretodavía.

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Los de la camarilla se reunían en la logia,pero allí estaban familiarmente y sin ceremo-nias de rito, como clérigos en la sacristía. De losseis, cuatro eran diputados; y de estos, dos hab-ían sido ministros y uno lo era en aquellos días.De los dos restantes, uno casi no era masón,hallándose en la categoría de durmiente, y elotro era Campos. Atención.

Tiene la palabra un joven de treinta y tresaños, alto, elegante, fino, airoso. Sus modales ysu vestido eran como su estilo, la correcciónmisma. Su rostro morenísimo y su gran bocadábanle aspecto de fealdad; pero tenía la belle-za de la expresión y un claro sello de hidalguíay caballerosidad que cautivaba. Sus ojos erannegros y vivísimos, llenos de esa luz particularque indica poderosa erección de la fantasía; suscabellos alborotados y fuertes, algo parecidos alos de Chateaubriand, rodeaban una espaciosay limpia y celeste frente, emblema del privile-giado artista. Era su voz grave y persuasiva, y

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si su estilo carecía de arrebato, tenía en cambiola serenidad más simpática y un acento quesubyugaba oídos y corazones.

-Nosotros -dijo señalando a su amigo quejunto a él estaba-, estamos decididos a no aso-ciar nuestro nombre a los errores que se estáncometiendo. Amamos la libertad con delirio;pero aborrecemos los excesos del populacho yla ignominiosa licencia. Antes que empujar a laNación por este carril que la precipitará en elabismo, nos retiraremos de la política, perde-remos toda influencia, perderemos nuestropropio prestigio, y entonces la vergüenza dehaber contribuido a este desorden nos serviráde expiación. No se nos oculta que el absolu-tismo volverá, y quizás pronto, si a tiempo nose pone mano en reparar el Reino que se des-quicia; y el absolutismo vendrá porque las insti-tuciones vigentes no ofrecen condiciones devida saludable y duradera, porque carecen defuerza para contener en límites razonables la

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iniciativa popular y son incapaces de fundarnada sólido. Que el Gobierno, sabedor de lainicua amenaza de los exaltados, evite que seconsume un horrendo delito; haga entender aesa gente que su destino y misión no es todavíani será en mucho tiempo dirigir la cosa pública;establezca el imperio de la razón, de la calma,del buen sentido, y entonces variaremos deopinión. Mientras esto no suceda, la divisiónserá completa, y si hoy permanece oculta pornuestra prudencia, mañana trascenderá a lasCortes, y de las Cortes a todo el país.

-Y se formará el partido anillero o de los ami-gos de la Constitución -dijo un viejo alto y flaco,nervioso y lleno de vivacidad, que respondíaentre masones al nombre de Coriolano, y eracélebre por un folleto contra los absolutistas yvarios escritos de Economía política-. Esta nue-va escuela será funesta. Tendremos al fin tantospartidos como hombres, y no habrá un solo

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individuo que se resigne a pensar como losdemás.

-La Sociedad de los amigos de la Constitución -dijo el compañero del primer orador que juntoa él se sentaba-, responde a la necesidad impe-riosa de establecer un término medio entre lasantiguas leyes, que viven encarnadas en el país,y los principios liberales. ¿Por qué no hemos dedecirlo? Yo, por lo menos, tengo mi ideal en laCarta francesa, con las dos Cámaras y el votoabsoluto.

Oyose un murmullo de desaprobación.

-Condenemos igualmente -dijo con grave-dad el de los cabellos alborotados y la bocagrande-, toda clase de reuniones como esta, queo sirven para fomentar el jacobinismo y ofrecerun secreto peligroso a las intrigas y a las ambi-ciones, o no sirven para nada.

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-Estamos disputando sobre si nos hemos dedividir más todavía, mientras una cuestiónpalpitante, fundada en una alarma quizás falsa,reclama nuestra atención. Este asunto no tieneespera. Nos está llamando, y nosotros le vol-vemos la espalda para discutir sobre si debe-mos ponernos un anillo en el dedo o un trian-gulillo de latón en el ojal.

El que esto dijo era un hombre de más decuarenta años, moreno como el anterior, defacciones bastas y gruesos labios. Su cuerpo erafuerte y algo pesado; carecía de soltura, graciay flexibilidad; pero en cambio parecía poseedorde una gran energía. Lástima que esta energía,circunscrita al entendimiento y al estro poético,no trascendiese a la voluntad.

Completaban su persona cabeza admirable,abultada y lobulosa; ojos grandes y hermosos;una frente a la cual no faltaba sino el laurel pa-ra ser olímpica; expresión grave y tono senten-cioso en la voz. Allí dentro le llamaban Pelayo.

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-Es verdad, es verdad -dijeron los demás-. Ala cuestión.

-Los comuneros han decidido sacrificar a D.Matías Vinuesa -manifestó Campos, que parec-ía secretario de la Junta.

-Causa horror el ver que estas atrocidades secometan; pero causa más horror aún que seanuncien -afirmó el que oímos al principio de lasesión.

-Yo no lo creo -dijo el poeta-. Los que seocupan en propagar alarmas han escogido estapara el día de mañana. Reconozco que el pue-blo está irritado...

-Con razón -manifestó Coriolano-. La sen-tencia del juez es capaz de sublevar al pueblomás generoso. ¿Por qué se vocifera tanto contrael populacho, cuando sus excesos no son másque el rechazo, digámoslo así, de las osadías delos absolutistas? No, no está el mal en la cana-

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lla, que es honrada y generosa: no morirá lalibertad en manos del pueblo, sino en manos delos que quieren establecer una transacción im-posible con el despotismo.

Coriolano, que se había expresado conenergía, miró a los dos anilleros. Estos callaban,aunque uno de ellos era gran retórico.

-No disculpo ni disculparé a los exaltadosque protestan contra la sentencia del juez -dijoPelayo con calor-, pero téngase presente que hatiempo quedan impunes los mayores atentadosy crímenes de los absolutistas. Dicen que Vi-nuesa es tonto; yo no lo creo. Su plan indicamaquiavelismo, y por lo menos las intencionesde este clérigo han sido perversas. Ganar y co-rromper la tropa, sublevar al pueblo, sorpren-der a los principales diputados y a las primerasautoridades, sacrificarlas inmediatamente a laseguridad y a la venganza del partido conspi-rador y alzar sobre la sangre de aquellas vícti-mas el pendón de la tiranía y de la intolerancia;

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estos son los proyectos contenidos en los atro-ces papeles de Vinuesa. Convicto y aun confesoel miserable preso, no debe librarse de la suerterigurosa a que se exponen siempre los que tra-man semejantes atentados contra la existenciade un Gobierno establecido. El juez que ha des-pachado esta causa ha dicho públicamente quecualquiera de los cargos que obraban contra elreo era capital, y que por consecuencia era im-posible salvarle. ¿A qué este cambio repentino?¿Por qué con tales antecedentes, Vinuesa no hasido condenado más que a diez años de presi-dio? Semejante condescendencia ha llamadojustamente la atención pública. Hasta se asegu-ra que la Audiencia en vez de agravar la penala suavizará más. Dícese que han mediado pre-sentes a los cuales la integridad del juez ha re-sistido con nobleza y con honor; pero que des-pués han intervenido ciertos recados imperio-sos de Palacio, a cuyas fulminantes amenazasno ha podido sustraerse el magistrado, hacién-dole blandear desgraciadamente en su fallo.

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-Siempre han de achacarse todos los yerros ala incorregible mano oculta -dijo con desabri-miento el retórico.

-¡Siempre se han de achacar al populacho!-exclamó colérico el que respondía al nombre deCoriolano-.La plebe es causa de todo. La Cortey el Rey no hacen más que rezar. Con tan admi-rable sistema de crítica, resulta infaliblementeque la Constitución es detestable y que debeconvertirse en Carta.

-El populacho y la Corte -afirmó el retórico-son igualmente culpables. Pero si se encomien-da al primero el castigo de la última, esta ven-cerá.

-Eso es lo que no sabemos -repuso con in-quietud y cierta excitación el economista-. Porde pronto, tenemos que, según lo que acaba dedecir nuestro discreto amigo, la irritación delpueblo contra Vinuesa y contra el juez Ariasestá justificada.

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-Braman de cólera los genios impacientes -sostuvo Pelayo- al contemplar semejante impu-nidad, y hasta los más templados prevén y llo-ran las tristes consecuencias que necesariamen-te ha de producir... Pero no puedo creer que unpartido popular haya acordado fría y villana-mente el sacrificio del reo. Tanta bajeza es inve-rosímil.

-Es cierta -dijo Campos, que hasta entonces,reconociendo su inferioridad, había permane-cido mudo-. La Asamblea comunera es unvolcán que vomita sangre.

-Pero ¿no queda duda de que han acordadoeso?

-No queda duda. Lo sé por los espías quetengo allí.

-Si el Gobierno se hace cómplice de iniqui-dad tan grande -dijo con honrada convicción el

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de los alborotados cabellos-, merece la execra-ción del género humano.

Uno que hasta entonces no había pronun-ciado palabra adelantó su cuerpo hacia la mesa,tirando de la silla, y habló de este modo:

-No puedo callar después de lo que he oído.Se quiere que el Ministerio lo hago todo, y na-die le ayuda, nadie, señores, cuando tiene quedefenderse contra la oposición de moderados yexaltados, y contra las conspiraciones de abso-lutistas y comuneros, que se dan la mano paratrastornar al país. Pero el Gobierno no merecerála execración del género humano. ¿Acaso es élquien ha alentado las conspiraciones de losserviles? Si ha habido cohecho en el asunto dela causa de Vinuesa, la venalidad estaba con-sumada antes del 4 de Marzo en que entramosnosotros. No podemos estar mudando juecestodos los días.

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-No se trata de mudar jueces; se trata de im-pedir que una gavilla de asesinos deshonre larevolución.

-¡Patrañas! Señores, es preciso acostumbrar-se a no ver asesinos en todas partes.

El que esto decía era un hombre casi ancia-no, masón, bastante listo y de mucha prácticaen los negocios administrativos. ¿Por qué ocul-tar su nombre, que por sí se vela bastante consu propia oscuridad? Era don Mateo Valdemo-ro, ministro de la Gobernación. En la hora de lamadrugada en que le vemos, quedábale sólo undía de poltrona.

-Yo creo que hay por lo menos exageración-dijo Pelayo.

-Aunque sea exageración, deben tomarseprecauciones -indicó Campos.

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-Pero, señores, es ridículo que por una alar-ma necia, llenemos las calles de artillería -indicó el ministro, creyendo que emitía unaidea feliz-. Parecería una provocación, y lo queno es más que una alarma insignificante, podríatrocarse en formidable motín. Nada me mortifi-ca tanto como la idea, muy generalizada, deque el Gobierno simpatiza con Vinuesa, con elAbuelo y con los demás absolutistas presos.

-¿Entonces el plan del Gobierno es cruzarsede brazos y dejar hacer? -preguntó con severi-dad el literato.

-El Gobierno castigará los desmanes.

-¿Qué desmanes?

-Los que se cometan; pero no hará alarde dedespotismo, no provocará al pueblo.

-Porque le tiene miedo.

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-No tiene miedo, sino prudencia. La excita-ción que existe contra Vinuesa es natural ylógica. Si acuchillamos al pueblo, porque nosimpatiza con los absolutistas, pasaremos porserviles, y nuestro lema es Constitución.

-Yo sigo creyendo que no habrá nada -dijoPelayo, hombre que en su gran talento, tenía lamás patriarcal buena fe-. Repito que el puebloes bueno.

-Si no le instigaran los tunantes...

-Es más -añadió el ministro-. Si acuchillamosal pueblo, daremos un gustazo a la Corte, Vi-nuesa estará libre dentro de dos meses, y lascárceles llenas de liberales.

-Pues ahorquen ustedes a Vinuesa -dijo conla mayor viveza el retórico-. Esto sería lógico.Lo absurdo es absolverle y permitir las horri-bles venganzas del populacho.

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-Siempre el populacho... es decir, el gato-indicó Coriolano.

-Si ahorcamos a Vinuesa, exacerbaremos alos serviles y a la Corte -dijo el ministro en tonode perspicacia-. Prudencia por un lado y porotro, es lo que conviene. ¿No es sistema de us-tedes contemporizar con todos?

El de los erizados pelos, es decir el retórico oel literato, a quien esta pregunta se dirigía, es-tuvo un momento sin saber qué contestar.

-Sí, contemporizar -repuso al fin-, establecerun equilibrio perfecto, dando la mano a unos ya otros; pero no a los infames, no a los asesinos.

-Estamos juzgando un suceso que no ha pa-sado todavía ni pasará probablemente -dijoPelayo-. ¿A qué hablar de asesinos? Yo defien-do y defenderé siempre al pueblo. Si algunavez asesina, hácelo con el puñal que le entreganlos de arriba.

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-Sea de oro, sea de hierro, lo que importa esque no haya puñal -objetó el retórico-. En unapalabra, señores, estamos reunidos para acor-dar si se debe impulsar al Gobierno a tomaruna medida enérgica.

-¡Una provocación!... Yo opino como el mi-nistro -manifestó Pelayo-. El pueblo es bueno,es generoso; pero no debe ser provocado.

-Pues preparémonos a que sea nuestro due-ño -dijo el que había demostrado más seso-.Señores -añadió levantándose-, mi compañeroy yo nos retiramos para no volver más aquí.

El viejo economista tiró al retórico de los fal-dones de su levita, diciéndole con buen humor:

-Señor cartista: no nos deje usted tan des-piadadamente. Somos amigos y zanjaremosnuestras diferencias de familia. Discutamos.

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-Me parece que se ha discutido bastante.¿No ha llegado aún la ocasión de hacer algo?

Aquel hombre que tan bien se expresaba,demostrando tener en su espíritu el instinto dela eficacia política, era de voluntad flaca, comolos demás. La sensatez de sus ideas era unfenómeno comprendido dentro de la serenaesfera de las aptitudes literarias, y al expresarsecon tanta cordura, hablaba su talento, no esafacultad prodigiosa en que se confunden pers-picacia y acción, conformando al hombre políti-co. La misma perplejidad que tanto combatía lecontaminó cuando fue ministro. Amaba la Car-ta; pero cuando pudo ocuparse de ella con éxi-to, pensaba demasiado en la de Horacio a losPisones.

-Todo puede arreglarse -dijo Pelayo-. Por sío por no, y aunque hay en esto mucho de pon-deración, creo que se debe quitar la guardia demilicianos que está en la cárcel de la Corona, yreemplazarla con tropa de línea.

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-Eso me parece una necesidad imperiosa-añadió Campos, atreviéndose, contra su cos-tumbre, a algo más que callar y tomar lo que ledieran.

-Al menos eso probaría cierta prudencia enel Gobierno -dijo el de la Carta deteniéndose,mas sin volver a sentarse.

-No, la verdadera prudencia -objetó Valde-moro-, consiste en no poner ni quitar ningunaguardia, porque eso sería origen de sospechas,hablillas, escándalos y seguramente de distur-bios graves.

-Adiós, señores -dijo el simpático y cortésjoven de treinta y tres años.

-Mudar la guardia me parece una provoca-ción -repitió el ministro consultando fríamenteel rostro de los tres que a su lado quedaban.

Ninguno dijo nada.

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-Si se hace con maña y habilidad -dijo Pela-yo-, quizás no.

-Señores -manifestó el ministro con la in-quietud propia del que se ve abrumado de res-ponsabilidad-. Es muy fácil resolver todas esascuestiones fuera del Gobierno, y cuando uno semete tranquilamente en su casa sin dar cuenta aDios ni al Diablo de lo que hace. Ustedeshablan, como los libros, un lenguaje discreto;pero la práctica, señores, la práctica es cosamuy distinta. ¡Mudar una guardia! Parece lacosa más sencilla del mundo dicho así, como sise tratara de mudarse una camisa; pero los queestamos dentro del Gobierno vemos las cosasde su tamaño. Repito que mudar mañana laguardia es pegar fuego a una hoguera. El Go-bierno trabajará; el Gobierno tiene algunas in-fluencias en las clases populares; aún puedecontar con algunos comuneros que le sirven...No pasará nada, respondo de que no pasaránada.

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-Mi compañero y yo -dijo el retórico dis-puesto a retirarse definitivamente-, apreciamosla buena voluntad del Gobierno; creemos quesus intenciones no pueden ser mejores; pero nopodemos seguir asintiendo en esta junta secretaa los actos de debilidad y a la indeterminaciónque caracteriza a la política presente. En lasCortes evitaremos todo lo posible la escisión,pero nuestra conciencia nos impide continuaraquí. Está probado que la Sociedad a quehemos pertenecido estorba toda política formal,y es un aliciente para las ambiciones, para losdisturbios populares, y aun para las sedicionesdel ejército. Hace tiempo que deseamos la rup-tura; hoy se nos presenta una ocasión y laaprovechamos. Gobiernen ustedes en armoníamisteriosa con los manejos de la Corte, porquelas dos políticas contrarias que bajo tierra y enla oscuridad funcionan luchando, se acuerdanen una cosa, en hacer polvo y ruinas de lagrandeza y poderío del Reino. Inspiren ustedesal Gobierno y a las Cortes, dominándoles por

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medio de la amenazadora extensión de estasSociedades, y haciéndose pagar su proteccióncon los destinos, las fajas, las mitras, las crucesque aquí se reparten. Yo renuncio a los benefi-cios y a la responsabilidad de esta labor oscuray funesta. Adiós, amigos míos; la diferencia deopiniones no entibia la amistad de toda la vida,la amistad de Cádiz en los días de gloria, laamistad del Peñón de la Gomera en los díasterribles. ¡Quiera Dios que no volvamos a abra-zarnos en los presidios de África!

Dicho esto se retiraron. ¡Ay! Desgraciada-mente para España, en aquellos hombres nohabía más que talento y honradez; el talento depensar discretamente y la honradez que consis-te en no engañar a nadie. Faltábales esa inspira-ción vigorosa de la voluntad, que es la potentefuerza creadora de los grandes actos. Los quesalían, a pesar de su sensato hablar, eran tanniños como los que se quedaban en el GrandeOriente. Entre todos juntos y fundiéndolos a

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todos, a pesar de la aptitud versificante y poéti-ca de algunos, no se habría podido obtener elbrazo izquierdo de un Bonaparte, ni de un Cis-neros, ni de un Washington, ni siquiera de unCromwell o un Robespierre. ¡Extraña ineptitudocasionada por la servidumbre! En la uña deldedo meñique de una mujer, Isabel la Católica,había más energía política, más potencia go-bernadora que en todos los poetas, economis-tas, oradores, periodistas, abogados y retóricosespañoles del siglo XIX.

¿Qué resolvió el Grande Oriente, después dela escisión? Cosas graves. Mudar algunos man-dos militares, negar dos canonjías, recomendara los pueblos la elección de dos diputados ma-sones, adjudicar tres subastas, escribir las basesde una transacción contra los comuneros, leeralgunas cartas que hablaban de conspiración,enterarse de las confidencias hechas por em-pleados de Palacio, subvencionar un periódico,adjudicar trece destinos a otros tantos masones,

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dar una pensión a la viuda de un perseguido acausa del Sistema, echar tierra sobre un expe-diente de contrabando, etc.

¿Cuál de las dos camarillas es más respon-sable ante la historia, la del populacho o la delos hombres leídos? No es fácil contestar. Laprimera, en medio de su barbarie, había resuel-to algo en el asunto del día; la segunda, a pesarde su ilustración, no había resuelto nada.

-XXIV-Salvador conoció desde la noche del 3 al 4 el

infame proyecto de sus compañeros de caba-llería. Si no pudo injerirse en la camarilla, asis-tió a la Fortaleza. Oía y callaba, esperando utili-zar las circunstancias; y como había adquiridoy fomentado buenas relaciones con comunerosde todas clases, creía seguro salir adelante consu buen propósito. El plan de hacer justicia en

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la persona de Vinuesa le pareció irrealizable,porque contaba con la energía de las autorida-des. Sintió impulsos de poner en conocimientode Campos algunas preciosas noticias y datosadquiridos en la Asamblea, para que aquel lascomunicase al Gobierno; pero su natural hon-rado y leal se sublevaba contra la delación.

En la mañana del 4 entró en la celda de Gilde la Cuadra, y le dijo:

-Ánimo, señor reo; esta noche saldremos deaquí. Tengo todo preparado.

El anciano, de rodillas, apoyando su cuerpoen el lecho, cruzó las manos y se puso a rezarfervorosamente.

Poco después Salvador atravesaba el patiode la cárcel, cuando se sintió llamar. A su ladovio una cara entre burlona y suspicaz, unostaimados ojos verdosos que gatunamente lemiraban, una mano blanca que con suavidad le

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agarraba el brazo. Era el Sr. Regato. Vestía eluniforme de capitán de la Milicia.

-Amiguito -le dijo-, tenemos que echar unpárrafo. Subamos.

Instaláronse solos en una pieza del piso alto,y D. José Manuel habló de este modo:

-Tengo el corazón oprimido, amigo Salva-dor. Ya sabe usted que el pueblo está furioso...y con razón, con muchísima razón. El Gobiernose empeña en perdonar a Vinuesa, regalándolemás tarde una mitra, y el pueblo, que despuésde todo es soberano, se empeña en que Tamajóndebe ser ahorcado. ¿Qué tal? Aquí tiene usteddos reyes que se desafían sobre el cuerpo de unpobre sacerdote.

-No creo posible que esos hombres ferocesconsigan su objeto... Tal ignominia no pasará enEspaña. Lo espero así para honor de esta Na-ción.

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-¡Oh!, no conoce usted los arranques delpueblo español. La resolución de los comune-ros, nuestros amigos, es definitiva. Ya he trata-do de contenerles, porque no me gusta el de-rramamiento de sangre; pero me ha sido impo-sible. Intentarán hacer justicia.

-Pero no lo conseguirán. El Gobierno es ma-lo; pero está compuesto de hombres honrados.

-El Gobierno se cruzará de brazos, amigomío -dijo Regato, poniendo gran interés enaquel diálogo-. He visto a Campos al amanecery me ha dicho que el Grande Oriente reprueba lajusticiada del pueblo, pero que no hace nada.

-Dicen que se quitará la guardia de milicia-nos.

-Error; no se quitará guardia ninguna. ElGobierno arde en sentimientos humanitarios;pero no quiere hacer frente al oleaje popular,por temor de ser arrastrado. Teme que se le

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acuse de servil; teme las murmuraciones y seruboriza si le dicen que protege al absolutismo.

El asombro no dejó hablar a Monsalud du-rante breve rato.

-Eso no puede ser -exclamó al fin pálido deira-. ¡Tal infamia no cabe en corazones españo-les!

-El Gobierno no hará nada. Quizás algunosde sus individuos se aprestarían a la resistenciasi supieran lo que va a pasar, pero no lo saben.Los masones se lavan las manos como Pilatos;han cogido miedo a la comunería. En verdadque somos temibles.

-Lo que usted me cuenta, Sr. Regato -dijoSalvador levantándose con inquietud-, apareceuna pesadilla horrible. Según usted, es muyposible que esa canalla abominable trate hoy deinvadir este edificio, sin que el Gobierno se loimpida.

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-¡Es verdaderamente espantoso! -exclamóRegato afectando sensibilidad-; pero me pareceque podrá evitarse una desgracia... Compadez-co con toda mi alma a ese pobre D. Matías. ¿Noes verdad que es una lástima que le maten asítan brutalmente?

-No; no puede ser. Esto se quedará en ame-naza ridícula.

-Que no es amenaza ridícula digo... -afirmóRegato acercando más su asiento al de Monsa-lud y pasándole la mano por el hombro-. Mireusted; a mí se me ha ocurrido que podríamossalvar al pobre arcediano.

-¿Cómo?... -preguntó vivamente Monsaludcon el interés que le inspiraban siempre lasbuenas obras.

-Le asombrará a usted que me inspire lásti-ma ese desgraciado. Yo soy así, más liberal hoyque ayer, y mañana más que hoy; pero bien

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está la sangre en las venas donde Dios la hapuesto, ¿eh?

Monsalud, recordando lo que había oído aCampos respecto al sospechoso liberalismo deRegato y algunas noticias que él mismo habíaadquirido, se explicó fácilmente la compasióndel comunero.

-Yo no soy amigo suyo, ni lo fui nunca -prosiguió D. José Manuel recogiéndose dentrode su reserva como el caracol en su casa-. Losdemonios le lleven. Lo que quiero decir es quepudiéndose evitar la muerte de un semejante,debe evitarse.

-Parece difícil y sin embargo es sencillo.Cálmese el furor de la canalla; póngase unabuena guardia en el edificio, y todo está con-cluido.

-Ninguna de esas dos cosas puede hacerse.

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-Pues entonces...

-Usted no carece de talento -dijo Regato son-riendo-, y sin embargo no comprende mi idea.Siga aquí la guardia de milicianos... Suponga-mos que viene eso que usted llama populacho...

-Y que los milicianos, recordando que sonhombres de honor, españoles y cristianos, de-fienden la entrada.

-No... supongamos que no la defienden.

-Entonces entra la canalla.

-Eso es, entra...

-Abre el calabozo.

-Abre el calabozo... y no encuentra a Vinue-sa.

-¡Ah!, ya... que se escape...

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-O que se esconda.

-Pero sus enemigos le buscarán.

-Que le busquen. Con tal que no le encuen-tren...

-Pero ya sabe usted que cuando la ferocidadpopular pide una víctima, si no se le da...

-Sacrifica al primero que encuentra.

-Es posible que la falta de Vinuesa la pagueotro preso quizás más inocente que él... No, nome conviene ese plan.

-¿Y qué nos importa que la falta de Vinuesala pague otro?

Monsalud miró a Regato con tanta severi-dad, que el dos veces gato entornó sus párpa-dos para mirar al suelo.

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-¡Ah!, ya comprendo -dijo afectando buenhumor-. Usted no quiere que le toquen a su Gilde la Cuadra, que es, entre paréntesis, el másmalo de todos y el que merecería cualquier cas-tigo.

-Es verdad que le protejo -dijo Salvador.

-Como que se ha metido usted en esta in-mundicia sólo por salvarle.

-También es verdad.

-Como que fue usted conmigo a los comune-ros sólo con el fin de hacerse amigos entre lagente exaltada.

-También es cierto. Ese conocimiento tanhábil de mi conducta y de mis intenciones memueve a declarar que poseo del mismo modoparte de los secretos de una persona a quien yoconozco.

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-Con tal que no se refiera usted a las infamescalumnias que dicen contra mí los masones...

-Yo no me refiero a calumnias. Usted hadesempeñado su misión incitando al pueblo alanzarse en una vía de atrocidades sangrientas.

-Calumnia.

-Usted cumple también su misión, procu-rando que después del atentado quede vivo elarcediano; y con tal que el pueblo consume subestial proyecto y tenga una víctima... pocoimporta lo demás.

-Yo no quiero que haya víctimas -dijo Regatocomprendiendo que era mejor hablar con fran-queza-. Lo que quiero es que Vinuesa no corrapeligro, y que si ha de haber sacrificio, recaigaen la cabeza de algunos de tantos pillos comollenan esta cárcel y la de Villa. Contaba con esoy cuento todavía.

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-¿Y qué papel debo yo desempeñar en esto? -preguntó Monsalud con cierta perplejidad-.Porque usted me habla en el tono del que solici-ta ayuda.

-Exactamente. El alcaide de la cárcel eshombre con quien no se puede contar. Ustedque ha venido aquí por una intriga; usted queha venido aquí con el exclusivo objeto de salvara un hombre, es quien puede hacer esta buenaobra.

-¿Cómo? -preguntó el joven deseando saberhasta dónde iba el diabólico entendimiento delagente secreto de Su Majestad.

-Aprovechando la borrachera que tomaráhoy al medio día, según su santa costumbre, elSr. Alcaide...

-¿Para poner en libertad a Vinuesa?

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-Eso no puede ser, porque los milicianos nolo permitirían. Soy listo y comprendo que sifuera posible este modo de escapar, ya lo habríausted intentado en favor de Gil.

-Seguramente.

-Lo que yo quiero es que mude usted a Vi-nuesa de calabozo.

-Le buscarán.

-No le buscarán, si se pone otro en su lugar.

-Eso es entregar un hombre a los asesinos.

Regato no supo qué contestar. Estaba impa-ciente y nervioso, y agitábase en su silla to-mando diferentes posiciones a cada minuto.

-Hombre de Dios -gritó al fin-. Me sorpren-den esos escrúpulos. ¿No hay en la cárcel unBarrabás? Que muera Barrabás y que se salve

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Jesús. Concedo con muchísimo gusto que Gilde la Cuadra no sea el sustituto.

-Esa farsa infame no es propia de mí -contestó el joven-, si el populacho quiere unavíctima, no seré yo quien fríamente se la entre-gue, como el leonero que escoge la res másgorda para darla a las fieras con que se gana lavida.

-Sr. D. Rígido -dijo Regato sin poder disimu-lar su enfado-, maldito si le sientan a usted esoshumos de juez severo. ¿A qué tanta nimiedad ysutileza de abogado para un asunto tan senci-llo? Usted ha empleado toda clase de recursospara sacar de aquí al que con más justicia estápreso.

-Usted juzga mal a mi amigo -repuso Mon-salud con serenidad-, y es extraño porque leconoce bien. No aparece complicado más quepor unas cartas que se hallaron entre los pape-les de Vinuesa, y el juez debe de haber com-

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prendido que apenas merece castigo, pues sólole condena a cuatro años de presidio, pena rela-tivamente leve en estos tiempos.

-Nada de eso hace al caso -dijo Regato comohombre afanado que se decide a marchar dere-chamente hacia su objeto-. Usted creerá tal vezque yo no correspondería a su buena voluntadcon otra buena voluntad, a su beneficio conotro beneficio.

Diciendo esto, el dos veces gato se llevó lamano a un cinto, y desliándolo hizo sonar sucontenido, un metal precioso que hace enloque-cer a los hombres. Monsalud sintió un impulsode ira y crispando los dedos miró el cuello delagente de Su Majestad. Pero la razón no leabandonaba, y calculó que era muy prudentecontenerse para imaginar algún ardid que sincomprometerle, le librara de las enfadosas su-gestiones de aquel hombre.

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-Guarde usted su dinero, Sr. Regato -dijo conserenidad-. Yo no soy Pelumbres.

Regato no dijo nada y puso el cinto sobre lamesa.

-Este soberbio no cede con cualquier bicoca-pensó-. Será preciso hacer un sacrificio, unverdadero sacrificio.

-Yo creí -indicó Salvador disimulando su iracon una apariencia festiva-, que ya no le que-daban a usted más ochentines de los que el Go-bierno dio a la Casa Real.

-Son onzas de oro -dijo Regato con naturali-dad-. Ya sé que usted me dirá mil lindezas ypedanterías. No parece sino que es un crimenaceptar obsequios en pago de un servicio leal.Bueno, señor mío, usted se lo pierde. Viva us-ted de sus rentas, viva de sus fincas, ya quedonosamente rechaza lo que le cae...

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Levantose en seguida y dando varios pasosen diferente sentido, se detuvo ante el joven, lepuso la mano en la cabeza y se la movió congesto entre cariñoso y amonestador.

-Y si no -añadió-, no hay nada de lo dicho.Por eso no hemos de reñir. Cada uno tiene suconciencia como se la hizo Dios. Hay escrúpu-los respetables. Yo no censuro que haya perso-nas así... tan atiesadas. Lo que siento es que seva usted a ver en un mal paso, caballerito. Si yole he propuesto lo que ha oído, es por encargode varios amigos, y ellos no son como yo, man-sos y pacíficos y que con todo se conforman,sino muy fieros y vengativos. Capaces son dedarle un disgusto a mi señor D. Rígido... ¿Quécree usted? -prosiguió poniéndosele delante yclavando en él sus ojos cuya pupila brillaba condorados y verdes reflejos-. Ya anoche estabanmis amigos muy incomodados con usted,llamábanle traidor por haber aceptado un des-tino de esa canalla masónica.

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Monsalud seguía meditando.

-Y en rigor... -añadió el agente de Su Majes-tad-, la conducta de usted no ha podido ser mássospechosa. Anoche tuve que platicar muchopara defenderle a usted... «Es un traidor», de-cían. «Pues si no nos sirve en su destino de car-celero, haciendo lo que le mandemos, lo pasarámal...». En fin, como son unos bárbaros, no esde extrañar que digan barbaridades. Yo memiraría muy bien antes de enemistarme conellos.

El otro seguía meditando.

-Yo se lo digo a usted con franqueza-continuó Regato animándose al ver la perple-jidad del joven-, porque somos amigos, porquetengo particulares simpatías con usted, cono-ciendo como conozco sus méritos, su buen co-razón y mucho entendimiento. Tenga ustedmuy presente mi advertencia, pero muy pre-sente. Si se resiste a ayudarme, no salga usted

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solo por las noches, ni vuelva a poner los piesen la Asamblea ni en sitio alguno donde nosreunamos. Además, los antecedentes políticosde usted no son tales que pueda el caballeritoestar tranquilo, si alguien se propone hacerledaño.

-No creo tener enemigos -dijo casi maqui-nalmente el joven.

-Téngalos o no, usted es un hombre que noha dejado de cometer errores en su vida.

Salvador le miró con tristeza.

-Y entre ellos se cuenta -continuó Regato-, elhaber tenido relaciones con Amézaga, el po-seedor de los secretos del Rey en Valencey.

-¡Yo!... -dijo Monsalud lleno de estupor.

-No me lo negará usted a mí. Amézaga, quese cortó el pescuezo con una navaja de afeitarantes que se lo retorciera el verdugo, concluyó

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como debía concluir. Usted que le ayudó en lapublicidad de los célebres secretos, no fue obje-to de persecuciones ni aun de sospechas, por-que supo esconderse; pero ¡ay, insigne joven!,usted no podrá librarse de una causa el día enque cualquier mal intencionado quiera hacerledaño... Usted tuvo correspondencia con Amé-zaga...

La cara atónita de Monsalud estaba dicien-do: -Es verdad.

-Amézaga le escribió a usted varias cartasque le comprometen, pero de una manera... Lacausa está abierta. Ya sabemos que este es unode los asuntos en que Su Majestad no perdona.Se trata de sus chicoleos en Valencey, de susdiabluras con los Bonapartes... en fin, esto esgrave, y no hay Gobierno, por patriotero quesea, que no apoye a nuestro Rey.

-Eso es historia antigua -dijo Salvador condesdén.

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-Antigua, sí; yo no he visto las cartas deAmézaga dándole instrucciones a usted y aotros conspiradores para publicar las aventuri-llas de Su Majestad; pero el amigo mío que lasposee, me ha dicho que son terribles. Con lamitad de aquello se sube al cadalso en todostiempos.

Salvador sentía viva agitación.

-En el año 19, usted conspiraba; usted se vioobligado a esconderse hoy aquí, mañana allí,para burlar a la policía. En una de estas mu-danzas un amigo mío se apoderó de un paque-te de cartas que tenía mi Sr. D. Salvador en lagaveta de su mesa. Según me ha dicho, las hab-ía políticas, amorosas, familiares, de todas cla-ses.

-Es verdad que perdí unas cartas; ¿peroqué...?

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-Que el poseedor de ellas las guarda comooro en paño. Ni siquiera a mí me las ha queridomostrar. ¿Sabe usted quién es? Alonso Sánchez,que fue de la policía y ahora está cesante y co-mo cesante desesperado. Posee una admirablecolección de papeles curiosos... Es amigo mío,muy amigo mío.

Monsalud no contestó. Regato, al decir loque antecede, apretó el brazo contra su cuerpo,complaciéndose en sentir bajo el uniforme elcontacto de un cuerpo semejante en tamaño ydureza a un paquete de papeles. Había mentidocomo un bellaco. Las cartas firmadas por Amé-zaga y dirigidas a Monsalud en Julio del 14 lastenía él, juntamente con otras de dudoso valorpolítico por ser esquelas de amores o de fami-lia. Habíalas recibido del agente de policía y lasguardaba, como otros muchos tesoros epistola-res, esperando que llegase la ocasión de utili-zarlas. El astuto intrigante daba gran importan-cia a todo papel que en su mano por cualquier

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evento caía, y los tenía clasificados por autorescon una escrupulosidad cariñosa, semejante alcelo de los anticuarios y bibliófilos.

Aquella mañana antes de dirigirse a lascárceles de la Corona, abrió una arqueta queencerraba numerosos paquetes, parecidos aexpedientes, y después de recorrerlos breve-mente con la vista, sacó uno que decía: Améza-ga, Salvador Monsalud. Guardolo en un profun-do bolsillo interior con que había dotado a sucasaca de miliciano, para que el uniforme,según decía festivamente, no fuera prenda in-útil.

-Sr. Regato -dijo Monsalud-. Todo eso de lospapeles de Amézaga me tiene sin cuidado en loreferente a lo que usted me propone hoy. Perome gustaría recobrarlos, ¿por qué he de decirotra cosa?

-¡Bribón! -dijo Regato para sí, oprimiendodulcemente el bulto de papel-. Como no cedas

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ni a las onzas, ni a las amenazas, te venceré conesto.

-XXV-Ninguna importancia dio Monsalud a tal in-

cidente. Fijábase ante todo en la amenaza deconcitar contra él el odio de los Pelumbres ycomparsa. Esto le pareció un verdadero percan-ce, porque Regato en tal especie de guerra eraomnipotente. Considerando la maldad de aquelhombre, vio un peligro real y cercano, com-prendió que no eran palabras vanas las referen-tes a la brutalidad vengativa de los amigos delagente de Su Majestad. Su mente se llenó súbi-tamente de las ideas evocadas por el peligro, ypensó en los medios de librarse del que con unamano ofrecía oro y con otra porrazos.

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-Este tunante -pensó Monsalud-, no me per-donará. No soy quien soy, si dejo a este reptilen disposición de morderme.

Cuando esta idea cruzó por su mente, tuvootra felicísima: seguir aparentando perplejidadpara que Regato le creyese inclinado a una inte-ligencia.

-Mucho lo piensa -dijo para sí D. José Ma-nuel-. Su indecisión es buena señal. No se enfu-rece, no grita, no dice una palabra de su honor.Sacaré el dinero para que viéndole... pues...

-Déjeme usted pensar un rato lo que debohacer -dejo Monsalud.

Conservando una seriedad ficticia, Regatoempezó a contar dinero sobre la mesa.

-No se trata de ningún desafuero -dijo-, sinode un servicio. Mi objeto sólo es que Vinuesano muera, y que la irritación del pueblo pase

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sobre él como pasan las olas por encima de unaroca sin conmoverla. Si el pueblo registra de-masiado los calabozos y quiere hacer algunaatrocidad en cabeza absolutista, lo más acerta-do me parece sacar a Vinuesa de su encierro,esconderle en las bohardillas... y nada más. ElAlcaide es un borracho y un fanático. No meatrevo a hablarle porque estamos reñidos desdehace tiempo. Ni él me traga a mí ni yo a él, ¿en-tiende usted? Va para un año que no pongo lospies en esta casa y no conozco a nadie en ella.Pero usted puede hacerlo todo. Los milicianosque están de guardia no es fácil que se enteren.

-¡Oh!, sí, es muy fácil -dijo Monsalud.

-Pide mucho -pensó Regato-, habrá quehacer un sacrificio mayor.

¡Ah!, tunante -pensó Monsalud mirándole fi-jamente pero sin dejar conocer su idea-; tú hascreído jugar conmigo, y yo, aunque no soyagente de Su Majestad, ni dispongo de fuerza

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alguna, ni de grandes caudales, te voy a sentarla mano de tal modo que has de acordarte demí toda tu vida.

La sonrisa del triunfo presente o anunciadopor el corazón alteró el semblante pálido y seriode Salvador; pero Regato, sin advertir nada,continuaba manoseando las peluconas.

-Te juro, miserable -prosiguió Monsalud,pensándolo-, que el lazo que voy a armarte y enel cual vas a caer como un pajarillo inocente, sedeja atrás a tus diabólicos ardides. Cuenta,cuenta dinerito.

-¿Lo ha pensado usted? -preguntó Regato.

-Hombre, sí que lo he pensado... ¡Qué de-monios! Este es un país donde las personashonradas no pueden conservar su honradez.No hay medio de vivir; todo cuesta un ojo de lacara.

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-Tiene apuros... -pensó Regato-. Cayó. Lahistoria de siempre.

-Por el momento -dijo Salvador-, guarde us-ted ese dinero. Puede pasar alguien, oír su se-ductor sonido y entonces... las sospechas...

-Está bien, muy bien -manifestó el comuneromiliciano encerrando las onzas en el cinto.

-Y ahora discurramos lo que se ha de hacer.

-Es muy sencillo, sacarle del calabozo sinque lo vea nadie, y subirle a las bohardillas.Salga usted a ver si ya el Sr. Alcaide está dur-miendo la mona. A los demás empleados de lacárcel se les puede dar algo... Eso a juicio deusted.

Monsalud empezó a dar paseos por la habi-tación. El plan que rápidamente había concebi-do para dar una severa lección y un castigo

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muy duro al agente presentósele muy difícil derealizar.

-Atarle aquí, ponerle una mordaza y subirlea las bohardillas -pensó-, es muy aventurado.Gritará... Da la maldita casualidad de que nohay un solo calabozo vacío. ¿Pero no habráalgún calabozo vacío?... El 17 se ocupó ayer... el14 no se desocupará hasta mañana.

Siguió meditando.

-No debe perderse el tiempo -dijo súbita-mente Regato-. Entremos ambos en el encierrode Vinuesa. Son las tres y media. El Alcaideduerme la siesta. Hable usted con los calaboce-ros que puedan estorbar. Los milicianos estánen el cuerpo de guardia, y si hay algunos en elpatio, se les convidará a todos a café. Mandeusted traer copas y café, diciéndoles que es hoysu cumpleaños.

Monsalud se echó a reír.

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-No está mal cumpleaños el que a ti te espe-ra -pensó.

Ya tenía un nuevo plan.

-Espéreme usted aquí -dijo-. Voy a dar unavuelta por la cárcel. Veré si duerme el Alcaide,diré dos palabras a los calaboceros, aunque seme figura que no serán necesarias tantas pre-cauciones. La prisión de Vinuesa está bajo laescalera, y no será preciso pasarle por el patio,¿entiende usted?

-Entiendo... ¡Oh!, las cosas se presentan bien-dijo Regato-. En fin, vaya usted... No olvidarsede las copas. Con los milicianos no se puedecontar sino engañándoles, lo cual es facilísimo.Dígales usted que se han recibido noticias deque viene Riego con su ejército, con veinte ejér-citos como los de Jerjes, a conquistar Madrid.Yo no bajo, porque se me pegarían, no deján-dome respirar.

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Monsalud salió de la pieza, recorrió la cárcel,habló brevemente con el Alcaide que en aquelmomento se disponía a dormir la siesta. Este,recomendándole mucha vigilancia, le dijo:

-Me parece que no tendremos la jarana quese anunció. Alarmas, alarmas de los desocupa-dos. No se ha visto ahora un solo grupo sospe-choso en toda la calle, y me parece que tendre-mos un día tranquilo. Además, la Milicia notoleraría ningún desmán. Está decidida a quenadie traspase el umbral de la cárcel.

Pasado algún tiempo después que el Alcaidese encerró en su cuarto, Salvador convidó a losmilicianos, siguiendo las advertencias de susobornador, y dio luego varias órdenes a losdos calaboceros que estaban a la sazón en lacasa, enviándoles a puntos de donde no pudie-sen volver antes de un cuarto de hora. Con es-tas ligeras precauciones había seguridad com-pleta, como se verá ahora mismo.

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Bajo la escalera de la cárcel, en el oscurohueco que formaba el primer tramo, había unapuerta pequeña y poco visible. Era la puerta delcalabozo en que estaba Gil de la Cuadra. Aque-lla prisión era la única en la cual se podía entrarsin atravesar el patio y las crujías bajas del edi-ficio. Monsalud tomó un pedazo de tiza, y en lapuertecilla dibujó groseramente una horca consu correspondiente ahorcado, cuidando de po-ner debajo Tamajón. En seguida subió: de uncuarto oscuro destinado a trastos sacó dos obje-tos que guardó cuidadosamente, dirigiéndoseal punto en busca de Regato. Pocos momentosdespués ambos estaban frente a la puerta delcalabozo.

-¿Con que aquí está ese desgraciado? -dijo elagente de Su Majestad-. Sí, ya veo la célebrehorca y los letreros.

Monsalud abrió, y entraron. Al principio laoscuridad no les permitió ver objeto alguno.

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-Sr. D. Matías -dijo Regato adelantando enlas tinieblas.

-¿Quién es? -murmuró Gil de la Cuadra.

-Sr. Vinuesa...

Monsalud cerró por dentro.

Pasó un rato antes de que el agente conocie-se el engaño.

-¿Qué es esto? -gritó-. Engaño, traición...¡Salvador!

-Engaño, traición -repitió este.

-Infame, abre pronto, o te ahogo -exclamó elgato, ciego de ira y amenazando con las crispa-das zarpas el cuello del joven. Haciendo unmovimiento rápido, echó mano a la espada.

Monsalud levantó el brazo derecho y des-cargó sobre el agente una bofetada olímpica,

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una de esas bofetadas supremas y decisivas,que recuerdan la quijada de asno de que seservía Sansón. Regato cayó al suelo. En pocossegundos Salvador le amordazó.

-Ahora -le dijo-, desnúdate... ¡pronto!

Nunca el agente se había parecido tanto a ungato. Arañó al joven, y falto de habla, bufabasordamente.

-Desnúdate pronto, o te aplasto, reptil. Ne-cesito tu uniforme de miliciano.

Gil de la Cuadra miraba con estupor aquellaescena.

-Necesito tu uniforme.

Monsalud tiraba de las mangas, desabro-chaba los botones. En poco tiempo el morrión,los pantalones, la casaca y la espada de Regato,fueron arrojados al rincón opuesto. Inmediata-mente el joven sacó una larga cuerda y con mu-

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cho trabajo, porque el gato se defendía rabio-samente, le ató con tal fuerza que no podía mo-verse. Las argollas que había en la pared de laprisión sirvieron para sujetar al nuevo preso,que hubo de quedar adherido, clavado al murocomo un murciélago.

-Sr. Gil -dijo Monsalud imperiosamente-,póngase usted ese vestido de miliciano. Prontoserá de noche. ¡A la calle!

Gil de la Cuadra no apartaba los ojos deltriste espectáculo que tenía delante.

-Pronto... ¡el uniforme! -repitió Monsalud-.Saldrá usted ahora y le ocultaré en mi cuartohasta que sea de noche... Pronto.

Gil de la Cuadra obedeció, y en silencio em-pezó a vestirse.

Hubo una pausa de silencio profundo. Peroluego sintiose un rumor que crecía, crecía, y de

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rumor se trocó en mugido sordo, confusas pa-labras de gente, gritos, pasos, puertas que secerraban. Sonaron varios tiros.

Monsalud, después de asegurar con toda sufuerza la cuerda que ataba a Regato, salió llenode zozobra del encierro.

-XXVI-Poco después del medio día una horda de

caníbales se reunía en la Puerta del Sol, mejordicho, se diseminaba, marchándose cada ani-mal por su lado, después de acordar juntarsepor la tarde en el mismo sitio. Así lo hicieron, ylas autoridades miraban aquello como se mirauna fiesta. Después de las cuatro los gruposvolvieron a invadir la Puerta del Sol. Había enellos una frialdad solemne y lúgubre, como dequien no fía nada al acaso ni a la pasión, sino alcálculo y a la consigna. La autoridad seguía no

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viendo nada, o negligente o cómplice o imbécilque las tres cosas pueden ser. Los grupos susu-rraban, y por un momento vacilaron; pero alcabo de cierto tiempo dirigiéronse por la callede Carretas y las de Barrionuevo y la Merced, ala cárcel de la Corona. Llenose la calle de laCabeza en su mayor parte. Destacábase al fren-te de uno de los grupos el ciudadano Pelum-bres, arengando como una bestia que hubieseaprendido durante corto tiempo y por arte mi-lagroso, el lenguaje de los hombres. Casi todosllevaban armas menos él.

Considerando que su persona no estabacompleta, pidió una navaja; mas como nadie sehallase dispuesto a tal generosidad, dirigió sumirada de buitre a todas partes. Hacia la callede San Pedro Mártir estaban construyendo unacasa. Pelumbres se acercó a la empalizada; vioalgunas piedras de granito a medio labrar yencima de ellas un gran martillo.

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-Para el sastre la aguja -dijo-, la lezna para elzapatero; el cuerno, para el toro, y para elherrero el martillo.

Cuando se dirigió con su arma al hombro ala esquina de la calle de Lavapiés, sus compa-ñeros rompían a hachazos la puerta de la cárcel.Los milicianos, no queriendo sostener una lu-cha contraria, según su criterio, al progreso, nitampoco entregarse sin resistencia, habían ase-gurado la puerta con un solo cerrojo, y en elzaguán se disponían intrépidos a descargar susarmas... al aire.

La puerta no se resistió mucho. Lo que em-pezaron los hachazos, dos docenas de coces loconcluyeron. Disparáronse al aire varios fusilesde milicianos, la turba penetró en el patio de lacárcel, rápida como un brazo de agua, rugientey soez. Hay un grado de ferocidad que la Natu-raleza no presenta en ninguna especie de ani-males; sólo se ve en el hombre, único ser capazde reunir a la barbarie del hecho las ignominias

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y brutalidades de la palabra. Viendo a los hom-bres en ciertas ocasiones de delirio, no se puedemenos de considerar a la hiena como un animalcaritativo.

El calabozo de Vinuesa era bastante conoci-do de casi todos los que entraron. Cómo loabrieron no se sabe. La turba que en la calle eragruesa, se afiló para entrar en la cárcel. Parapenetrar por una puertecilla estrecha tuvo queaguzarse más. Parecía una serpiente de largocuerpo y cabeza estrecha, introduciendo suboca por una hendidura. El cuerpo se agranda-ba en el patio; enroscándose salía a la calle, da-ba varias vueltas por las inmediatas, y la cola,parte en extremo sensible y movible, culebrea-ba en la plazoleta de Relatores. La cola se com-ponía de mujeres. Cuando Vinuesa vio queentraban en su calabozo aquellos hombres te-rribles, comprendió que su fin era inminente.Poniéndose de rodillas y cruzando las manos,gritó:

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-¡Perdón, perdón!

El calabozo retumbaba con las imprecacio-nes. Viose en el aire un círculo rápido y espan-toso trazado por un pedazo de hierro adheridoal extremo de un palo, que blandían manosvigorosas. El martillo describió primero uncírculo en vano, después otro... y la cabeza delinfeliz reo recibió el mortal golpe. Siguiole otrono menos fuerte y después diez navajas se ce-baron en el cuerpo palpitante.

Lavaban los asesinos el martillo en la fuentede la calle de Relatores, cuando el Gobiernoresolvió desplegar la mayor energía. ¡Qué seríade esta Nación si la Providencia no le deparaseen ocasiones críticas el tutelar beneficio de suGobierno! La noticia del crimen corrió por Ma-drid, y la villa, que es y ha sido siempre unavilla honrada, se estremeció de espanto y pie-dad. El Gobierno se estremecía también, y de-claraba con patriótico celo que no descansaríahasta castigar a los culpables. Para que nadie

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tuviera duda de su gran entendimiento y pers-picacia política, mandó que inmediatamente sepusiera fuerza del ejército en el edificio, y por sialguien tenía dudas todavía de su diligente ypaternal actividad, ordenó que al instante, sinpérdida de un momento, se instruyesen las opor-tunas diligencias. Quejarse de un Gobierno así esquejarse de vicio.

-XXVII-Cuando Gil de la Cuadra y Regato se queda-

ron solos, siguieron oyendo aquel rumor devoces que resonaba en el patio de la cárcel. Du-rante más de un cuarto de hora el estrépito fuegrande. Gil de la Cuadra, comprendiendo queel populacho había invadido el edificio, se pusode rodillas, y cruzando las manos, rezó en vozalta.

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El otro desgraciado se hinchaba y gruñía. Desu rostro congestionado afluía copioso sudor.Trataba de romper sus ligaduras y de escupirsu mordaza; pero unas y otra habían sido pues-tas por buena mano. Por último, después derepetidos esfuerzos, de su boca pudo salir unavoz, más que voz, silbido, que decía: -¡Piedad,piedad!

Gil de la Cuadra se acercó a él y limpiole elsudor de la frente. Las miradas de Regato erantan expresivas pidiendo compasión; las con-tracciones de su cara tan violentas, que el pri-mer preso no pudo resistir el estímulo de sussentimientos compasivos, y le quitó la morda-za.

-¡Ah... gracias, gracias! -exclamó el agente deSu Majestad, aspirando con delicia el aire fétidode la prisión-. Aire, aire... me ahogo aquí.

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-Pero con esto concluyen mis complacencias-dijo Cuadra-. No le quitaré a usted la cuerda;eso no.

-Toque usted mi cintura -murmuró Regato-.¿Qué suena en ese cinto? Dinero. Todo eso y lalibertad... pero suélteme usted.

-No puedo.

-¡Y el populacho ha entrado en la cárcel! ¿Hasentido usted, Sr. Gil?

-Sí, me pareció que entraba en el patio unaola del mar... Ahora parece que ha cesado elrumor. Se alejan.

-Se alejan, sí. Pero aún se sienten voces. Esemalvado volverá a entrar aquí... ¡Favor, pue-blo!... ¡Pueblo mío, favor!

Los gritos de Regato no traspasaban los mu-ros de la prisión.

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-Sr. Gil -exclamó con acento de desespera-ción-: saque usted mi espada y máteme. Unhombre de mi temple no puede soportar estesuplicio.

-Calma, calma, Sr. D. José Manuel -dijoCuadra poniendo la mano sobre la cabeza delagente-. Yo suplicaré a mi amigo que no le hagaa usted daño alguno... Pero tarda, tarda.

-¡Su amigo!, ¿pues no tiene la vileza de lla-marle su amigo? -dijo Regato poniéndose tanencendido como cuando tenía la mordaza.

-Mi amigo, mi protector, mi salvador... puessi él no existiera, ¿qué sería de mí?... pero tarda,¿no es verdad que tarda?

-¡Estúpido viejo! -gritó Regato fuera de sí-,ten vergüenza, y córtate la mano antes que es-trechar con ella la mano de ese hombre...

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-¡Yo!... En mi corazón no existe ya ni puedeexistir el odio. Y si existiera, para ese joven notendría sino amor, una admiración respetuosa,un afecto paternal.

-Es verdad que hay cariños muy singulares -dijo Regato sonriendo con infernal malicia-. Yoconocí a un sujeto que sacaba a paseo, lleván-dole a cuestas, al cortejo de su mujer.

Gil de la Cuadra creyó que Regato sufríaenajenación mental. Lleno de compasión seacercó a él.

-Vendrá pronto -le dijo-. Yo intercederé porusted... pero tarda, ¿no es verdad que tarda?Ahora apenas se oye ruido.

-Intercederá usted -añadió Regato con afánde perversidad-. Y si le pide algo en cambio, ledará usted su mujer... no, porque murió; peroaún tiene usted una hija. Sin embargo, como él

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la tiene en su casa, se habrá cobrado por ade-lantado.

-Sr. Regato -dijo Cuadra con severidad-. Ellenguaje de usted es propio de un loco.

-¡Imbécil, imbécil!, el de usted es propio deun ciego... ¡Pobre doña Pepita! Era una excelen-te señora, y tan guapa... seguramente si nohubiera dado con un esposo tan crédulo comousted...

-Sr. Regato -exclamó Cuadra con enojo-. Ledigo a usted que se calle.

-No digo más sino que aquella señora erauna buena pieza.

-La desastrosa situación de usted me impidecontestar a esa insolencia como se merece.

-¿De veras cree usted que la hermosa damaera un modelo de virtudes?

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-Sí, canalla, sí lo creo -gritó trémulo de iraGil de la Cuadra, llevando su vacilante mano ala espada.

-Pues mis noticias son que pecó varias veces.Dígalo Salvador Monsalud que fue su cortejo...¡Oh, Dios mío! Estoy preso, estoy atado... peroen mi horrible situación me das armas; me daseste veneno que escupo y con el cual mato.

-¡Miserable!...

Gil de la Cuadra corrió hacia él y le oprimióel cuello.

-Ahógame, necio -gruñó Regato-, ahógame.Mi último suspiro será para echarte en cara tuvilipendio. Ese hombre, ese amigo mío...

-¡Qué dices!...

-Te burló, te burló. En Francia, todos los es-pañoles lo sabían menos tú...

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Gil de la Cuadra vacilaba. Una idea cruzócomo un relámpago por su cerebro; una ideaconfusamente mezclada con recuerdos, pala-bras, coincidencias, detalles.

-El majadero no lo cree -dijo Regato, ya librede las manos que le apretaban el cuello-. Voy adarle pruebas para que calle.

-¡Pruebas! Usted está loco. Cállese usted. Es-to es una farsa... ¡Pero ese hombre no viene,Santo Dios!

-Pruebas, sí. Ponga usted la mano sobre elcostado derecho, en la pechera del uniformemío que tiene puesto. ¿Qué hay en ese bolsillo?

-Un bulto, una cartera.

-Un paquete. Sáquelo usted.

-Ya está. Cartas...

-Lea usted...

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-¿Qué esto? Una carta firmada Amézaga.

-Siga usted, hojee usted ese precioso libro.Tras esa joya vendrá otra.

Gil de la Cuadra, acercándose al ventanillopor donde entraba una débil luz, recorría unatras otra y con ardiente curiosidad las cartas.

-A prisa, a prisa. Pase usted todas las prime-ras. ¿Qué viene ahora?

-Una lista con varios nombres.

-Adelante... ¿Y ahora?

-Una...

Gil de la Cuadra calló de improviso. El co-razón saltole en el pecho. Quedose frío, mudo,atónito, lleno de espanto, como el que se ve enel borde del abismo y comprende en veloz jui-cio que no hay más remedio que caer.

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-¡Ah! -dijo Regato-. El imbécil ha puesto alfin la mano sobre el delito de su esposa. Es tanbruto que necesita tocarlo para comprenderlo.

Gil de la Cuadra seguía leyendo.

-¿Qué dice la carta? -añadió el agente-. Trasesa vienen otras muchas. Yo he pasado buenosratos leyéndolas. ¡Cómo palpita en ellas la pa-sión! ¡Qué vehemente ardor!... Y los dos aman-tes disimulaban bien... ¡Cuántas precaucionespara engañar al bobillo! ¡Se encuentran en esascartas traiciones inauditas, alevosías de él y deella! La señora parecía más apasionada que...nuestro amigo.

Gil de la Cuadra seguía leyendo. De repentese desplomó. Un ay de dolor, una exclamaciónaguda y penetrante, parecida a las que exhalanlos que sufren repentina muerte, salió de suslabios. Cayó al suelo. Su mano estrujaba unpapel.

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-El incrédulo parece convencido... ¡Miserableviejo, ahí tienes a tu Providencia, ahí tienes a tuSalvador, ahí tienes a tu amigo querido!... ¡Lehas entregado a tu hija!

Cuando esta última palabra resonó en la pri-sión, estremeciose el cuerpo del anciano heridoen su alma. Irguiendo la cabeza, abrió los ojos,diose furibundo golpe en la frente con la palmade la mano, y repitió:

-¡Mi hija!

Un instante después Gil de la Cuadra estabasentado en el suelo con los ojos fijos, el cuerpoencorvado, los labios entreabiertos, atónito,lelo, estúpido.

Abriose la puerta. Monsalud entró.

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-XXVIII--Vamos, Sr. Gil -dijo-. Vamos al punto.

Nadie contestó. El joven aguardó un instan-te. Traía una luz.

-¡Ah! -exclamó viendo que Regato continua-ba en su sitio-. Pasará usted aquí la noche, hastaque haya un alma compasiva que le saque. Hanasesinado a Vinuesa. Dicen que habrá esta no-che nueva visita a los calabozos.

Regato no contestó nada. Monsalud se diri-gió a Gil de la Cuadra.

-Vamos -le dijo-. ¿Por qué se arroja usted alsuelo en el momento de salir?

Extendió el brazo para alzarle; pero el ancia-no, rechazándolo con fuerza. Él solo se levantó.

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-Vamos fuera -repitió Monsalud-. Llegó elmomento... ¡libertad!...

-De ti, de tu mano -exclamó Gil de la Cuadracon profunda ira-, no la quiero.

Salvador, estupefacto y espantado, no supoqué decir.

-Vamos -exclamó al fin.

-No quiero.

-Salgamos.

-¡Contigo jamás!

-¿Qué dice usted?... amigo... por favor.

-¡Miserable, apártate de mí! -gritó Cuadradirigiendo a su libertador una mirada en que sereconcentraba todo el desprecio de que es ca-paz un alma-. Me manchas, me ofendes, merepugnas.

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-¡Qué locura! Vamos pronto -dijo Salvadortomándole por un brazo-. Piense usted en suhija que espera.

-¡Mi hija, mi pobre Solita! -exclamó el ancia-no cubriendo con ambas manos su rostro.

Este recuerdo, estas ideas produjeron con-moción profunda en su ánimo. De súbito elinstinto de libertad surgió poderoso en su alma.Corrió hacia la puerta y salió. Monsalud fuetras él.

-Déjame, no me toques, malvado... ¡Te des-precio, te aborrezco, me causas horror!

Salvador se detuvo. Su conciencia había da-do un grito espantoso.

-No me has salvado, no me has salvado, no;es mentira -murmuró Gil de la Cuadra-. Tú nopuedes haber hecho una buena acción. Déjame,déjame. No quiero verte más.

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Estaban en el patio de la cárcel.

Era el momento en que los soldados envia-dos por el Gobierno ocupaban el edificio, arro-jando de allí a los milicianos.

Gil de la Cuadra, huyendo de Monsalud quecorría tras él, cayó al suelo. El joven se leacercó. Le habían ocurrido no sabemos quépalabras que le parecieron convincentes. Acer-cose un soldado, y golpeando con el pie a Gilde la Cuadra, dijo:

-Un miliciano borracho. A la calle pronto.

El anciano no podía moverse. Monsaludtomándolo en brazos, le sacó fuera de la cárcel.

-¡Déjame, déjame, maldito! -murmuraba elanciano.

Quiso andar, quiso huir, pero le faltaban lasfuerzas. Monsalud le sostenía, y así llegaronhasta la plazuela de Lavapiés, donde aguarda-

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ba un coche. Salvador cargó de nuevo al ancia-no y lo entró en él. Solita le recibió en sus bra-zos.

-Entra tú también, hermano.

Gil de la Cuadra había perdido el conoci-miento; pero seguía diciendo: -¡Maldito!

-Yo no -repuso Salvador-. Adiós, hermana,ya sabes dónde has de ir.

-Pero tú... Entra de una vez.

-No, adiós; jamás volveremos a vernos...Adiós.

Cuando el coche partió hacia las afueras deMadrid, Monsalud, dirigiose hacia el interiorde la villa. Más de una vez se detuvo ante cual-quier esquina en la actitud desesperada de unhombre que ha decidido estrellarse la cabezacontra las paredes. Andaba sin dirección fija ypasaba de una calle a otra. En una de las vuel-

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tas estuvo a punto de ser atropellado por unacarroza que entraba en el ancho pórtico dehistórico palacio. Era la carroza del marqués deFalfán de los Godos, y conducía a los que yaeran marido y mujer. En la frente de esta no sehabía secado aún el agua bendita que tomaraantes de salir de la parroquia.

Madrid.-Junio de 1876.

FIN DE EL GRANDE ORIENTE