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Episodios Nacionales El 19 de Marzo y el 2 de Mayo Benito Pérez Galdós Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Episodios NacionalesEl 19 de Marzo y el 2 de Mayo

Benito Pérez Galdós

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Advertencia de Luarna Ediciones

Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.

Luarna lo presenta aquí como un obsequio asus clientes, dejando claro que:

1) La edición no está supervisada pornuestro departamento editorial, de for-ma que no nos responsabilizamos de lafidelidad del contenido del mismo.

2) Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

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-I-En Marzo de 1808, y cuando habían transcu-

rrido cuatro meses desde que empecé a trabajaren el oficio de cajista, ya componía con media-na destreza, y ganaba tres reales por ciento delíneas en la imprenta del Diario de Madrid. Nome parecía muy bien aplicada mi laboriosidad,ni de gran porvenir la carrera tipográfica; puesaunque toda ella estriba en el manejo de lasletras, más tiene de embrutecedora que de ins-tructiva. Así es, que sin dejar el trabajo ni aflo-jar mi persistente aplicación, buscaba con elpensamiento horizontes más lejanos y esferamás honrosa que aquella de nuestra limitada,oscura y sofocante imprenta.

Mi vida al principio era tan triste y tan uni-forme como aquel oficio, que en sus rudimen-tos esclaviza la inteligencia sin entretenerla;pero cuando había adquirido alguna prácticaen tan fastidiosa manipulación, mi espíritu

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aprendió a quedarse libre, mientras las veinte ycinco letras, escapándose por entre mis dedos,pasaban de la caja al molde. Bastábame, pues,aquella libertad para soportar con paciencia laesclavitud del sótano en que trabajábamos, elfastidio de la composición, y las impertinenciasde nuestro regente, un negro y tiznado cíclope,más propio de una herrería que de una impren-ta.

Necesito explicarme mejor. Yo pensaba en lahuérfana Inés, y todos los organismos de mivida espiritual describían sus amplias órbitasalrededor de la imagen de mi discreta amiga,como los mundos subalternos que voltean sincesar en torno del astro que es base del sistema.Cuando mis compañeros de trabajo hablabande sus amores o de sus trapicheos, yo, necesi-tando comunicarme con alguien, les contabatodo sin hacerme de rogar, diciéndoles:

-Mi amiga está en Aranjuez con su reveren-do tío, el padre D. Celestino Santos del Malvar,

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uno de los mejores latinos que ha echado Diosal mundo. La infeliz Inés es huérfana y pobre;pero no por eso dejará de ser mi mujer, con laayuda de Dios, que hace grandes a los peque-ños. Tiene diez y seis años, es decir, uno menosque yo, y es tan linda, que avergüenza con sucarita a todas las rosas del Real Sitio. Pero,díganme Vds., señores, ¿qué vale su hermosuracomparada con su talento? Inés es un asombro,es un portento; Inés vale más que todos los sa-bios, sin que nadie la haya enseñado nada: todolo saca de su cabeza, y todo lo aprendió hacecientos de miles de años.

Cuando no me ocupaba en estas alabanzas,departía mentalmente con ella. En tanto lasletras pasaban por mi mano, trocándose de bru-tal y muda materia en elocuente lenguaje escri-to. ¡Cuánta animación en aquella masa caótica!En la caja, cada signo parecía representar loselementos de la creación, arrojados aquí y allí,antes de empezar la grande obra. Poníalos yo

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en movimiento, y de aquellos pedazos de plo-mo surgían sílabas, voces, ideas, juicios, frases,oraciones, períodos, párrafos, capítulos, discur-sos, la palabra humana en toda su majestad; ydespués, cuando el molde había hecho su papelmecánico, mis dedos lo descomponían, distri-buyendo las letras: cada cual se iba a su casilla,como los simples que el químico guarda des-pués de separados; los caracteres perdían susentido, es decir, su alma, y tornando a serplomo puro, caían mudos e insignificantes en lacaja.

¡Aquellos pensamientos y este mecanismotodas las horas, todos los días, semana tras se-mana, mes tras mes! Verdad es que lasalegrías,el inefable gozo de los domingos compensabantodas las tristezas y angustiosas cavilaciones delos demás días. ¡Ah!, permitid a mi ancianidadque se extasíe con tales recuerdos; permitid aesta negra nube que se alboroce y se iluminetraspasada por un rayo de sol. Los sábados

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eran para mí de una belleza incomparable: suluz me parecía más clara, su ambiente más pu-ro; y en tanto ¿quién podía dudar que los ros-tros de las gentes eran más alegres, y el aspectode la ciudad más alegre también?

Pero la alegría no estaba sino en el alma. Elsábado es el precursor del domingo, y a eso delmedio día comenzaban mis preparativos deviaje, de aquel viaje al cielo, que mi imagina-ción renueva hoy, sesenta y cinco años después.Aún me parece que estoy tratando con los traji-neros de la calle Angosta de San Bernardo so-bre las condiciones del viaje: me ajusto al fin yno puedo menos de disertar un buen rato conellos acerca de las probabilidades de que ten-gamos una hermosa noche para la expedición.En seguida me lavo una, dos, tres, cuatro veces,hasta que desaparezcan de mi cara y manos lasúltimas huellas de la aborrecida tinta, y mepaseo por Madrid esperando que llegue la no-che. Duermo un poco; si la inquietud me lo

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permite, y cuando el reló del Buen Suceso dalas doce campanadas más alegres que han re-tumbado en mi cerebro, me visto a toda prisacon mi traje nuevo; corro al lado de aquellosbuenos arrieros, que son sin disputa los mejoreshombres de la tierra, subo al carromato, y yaestoy en viaje.

Con voluble atención observo todos los ac-cidentes del camino, y mis preguntas marean yenfadan a los conductores. Pasamos el puentede Toledo, dejamos a derecha mano los cami-nos de Carabanchel y de Toledo, el portazgo delas Delicias, el ventorrillo de León; las ventas deVillaverde van quedando a nuestra espalda;dejamos a la derecha los caminos de Getafe yde Parla, y en la venta de Pinto descansan unpoco las caballerías. Valdemoro nos ve pasarpor su augusto recinto, y la casa de Postas deEspartinas ofrece nuevo descanso a las perezo-sas mulas. Por fin nos amanece bajando la cues-ta de la Reina, desde donde la vista abarca toda

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la extensión del inmenso valle en que se juntanTajo y Jarama; atravesamos el famoso puentelargo, entramos más tarde en la calle larga, y alfin ponemos el pie en la plaza del Real Sitio.

Mis miradas buscan entre los árboles y sobrelas techumbres la modesta torre de la iglesia.Corro allá. El Sr. D. Celestino está en la misa,que por ser día festivo es cantada. Desde lapuerta oigo la voz del tío de Inés, que exclamagloria in excelsis Deo. Yo también canto gloria envoz baja y entro en la iglesia. Una alegría so-lemne y grave que da idea de la bienaventu-ranza eterna llena aquel recinto y se reproduceen mi alma como en un espejo. Los vidrios in-coloros permiten que entre abundante luz yque se desparrame por la bóveda desnuda, sinmás pinturas que las del yeso mate. El altarmayor es todo oro, los santos y retablos todopolvo; en el primero veo al santo varón, que sevuelve hacia el pueblo y abre sus brazos; des-pués consume, suenan las campanillas dentro y

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las campanas fuera; se arrodillan todos, gol-peándose el pecho pecador. El oficio adelanta yconcluye: durante él he mirado sin cesar losgrupos de mujeres sentadas en el suelo, y deespaldas a mí: entre aquellos centenares demantillas negras, distingo la que cubre la her-mosa cabeza de Inés: la conocería entre mil.

Inés se levanta cuando todo ha concluido, ysus ojos me buscan entre los hombres, como losmíos la buscan entre las mujeres. Por fin me ve,nos vemos; pero no nos decimos una palabra.La ofrezco agua bendita, y salimos. Parece quenuestras primeras palabras al vernos juntos hande ser arrebatadas y vehementes; pero no de-cimos cosa alguna que no sea insignificante.Nos reímos de todo.

La casa está a espalda de la iglesia, y entra-mos en ella cogidos de las manos. Hay un patiocon un ancho corredor, en cuyos gruesos pila-res retuerce sus brazos negros, ásperos y leño-sos una vieja parra, junto a un jazmín que

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aguarda la primavera para echar al mundo susmil flores. Subimos, y allí nos recibe D. Celesti-no, cuyo cuerpo no se cubre ya con la sotanaverdinegra de antaño, sino con otra flamante.Comemos juntos, y luego los tres, Inés y yodelante, él detrás apoyándose en su bastón, nosvamos a pasear al jardín del Príncipe, si hacebuen tiempo y los pisos están secos. Inés y yocharlamos con los ojos o con las palabras; perono quiero referir ahora nuestros poemas. Acada instante el padre Celestino nos dice queno andemos tan aprisa, porque no puede se-guirnos, y nosotros, que desearíamos volar,detenemos el paso. Por último, nos sentamos aorillas del río, y en el sitio en que el Tajo y elJarama, encontrándose de improviso, y cuandoseguramente el uno no tenía noticias de la exis-tencia del otro, se abrazan y confunden susaguas en una sola corriente, haciendo de dosvidas una sola. Tan exacta imagen de nosotrosmismos, no puede menos de ocurrírsele a Inésal mismo tiempo que a mí.

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El día se va acabando, porque aunque anuestros corazones les parezca lo contrario, nohay razón ninguna para que se altere el sistemaplanetario, dando a aquel día más horas que lasque le corresponden. Viene la tarde, el crepús-culo, la noche y yo me despido para volver amis galeras; estoy pensativo, hablo mil desati-nos y a veces me parece que me siento muyalegre, a veces muy triste. Regreso a Madridpor el mismo camino, y vuelvo a mi posada. Eslunes, día que tiene un semblante antipático,día de somnolencia, de malestar, de pereza yaburrimiento; pero necesito volver al trabajo, yla caja me ofrece sus letras de plomo, que noaguardan más que mis manos para juntarse yhablar; pero mi mano no conoce en los prime-ros momentos sino cuatro de aquellos negrossignos que al punto se reúnen para formar estesolo nombre: Inés.

Siento un golpe en el hombro: es el cíclope oregente que me llama holgazán, y me pone de-

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lante un papelejo manuscrito que debo compo-ner al instante. Es uno de aquellos interesantesy conmovedores anuncios del Diario de Madrid,que dicen: «Se necesita un joven de diecisiete adieciocho años, que sepa de cuentas, afeitar, algo depeinar, aunque sólo sea de hombre, y guisar si seofreciere. El que tenga estas partes, y además buenosinformes, puede dirigirse a la calle de la Sal, número5, frente a los peineros, lonja de lanería y pañoleríade D. Mauro Requejo, donde se tratará del salario ydemás».

Al leer el nombre del tendero, un recuerdoviene a mi mente: -D. Mauro Requejo -digo-. Yohe oído este nombre en alguna parte.

-II-He recordado días tan felices, y ahora me co-

rresponde contar lo que me pasó en uno deaquellos viajes. No se olvide que he empezadomi narración en Marzo de 1808, y cuando yo

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había honrado el Real Sitio con diez o doce demis visitas. En el día a que me refiero, lleguécuando la misa había concluido, y desde el por-tal de la casa un armonioso son de flauta meanunció que D. Celestino estaba tan alegre co-mo de costumbre, señal de que nada desagra-dable ocurría en la modesta familia. Inés salió arecibirme, y hechos los primeros cumplidos, medijo:

-El tío Celestino ha recibido una carta deMadrid, que le ha puesto muy alegre.

-¿De quién? -pregunté.

-No me lo ha dicho su merced, ni tampoco loque la carta reza; pero él está contento y... diceque la carta trae muy buenas noticias para mí.

-Eso es particular -añadí confundido-.¿Quién puede escribir desde Madrid cartas quea ti te traigan buenas noticias?

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-No sé; pero pronto saldremos de dudas -repuso Inés-. El tío me dijo: «Cuando vengaGabriel y nos sentemos a la mesa, os contaré loque dice la carta. Es cosa que interesa a los tres:a ti principalmente, porque eres la favorecida, amí porque soy tu tío, y a él porque va a ser tunovio cuando tenga edad para ello».

No hablamos más del caso, y entré en elcuarto del buen sacerdote y humanista. Unacama cubierta de blanquísima colcha pintadade verdes ramos ocupaba el primer puesto en elreducido local. La mesa de pino con dos o tressillas que le servían de simétrica compañía,llenaba el resto, y aún quedaba espacio parauna cómoda estrambótica, con chapas y re-miendos de diversos palos y metales. Comple-taban tan modesto ajuar un crucifijo y una vir-gen vestida de terciopelo, y acribillada de es-padas y rayos, ambas imágenes con sendosramos de carrasca o de olivo clavados en variosagujeritos que para el caso tenían las peanas.

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Los libros, que eran muchos, no cubrían por elorden de su colocación más que media mesa ymedia cómoda, dejando hueco para algunospapeles de música y otros en que borrajeabaversos latinos el buen cura. Desde la ventana seveía un huerto no mal cultivado, y a lo lejos laselevadas puntas de aquellos olmos eminentesque guarnecen como hileras de gigantescoscentinelas todas las avenidas del Real Sitio. Talera la habitación del padre Celestino.

Sentámonos los tres, y el tío de Inés me dijo:

-Gabrielillo: tengo que leerte una poesía lati-na que he compuesto en loor del serenísimoseñor príncipe de la Paz, mi paisano, amigo yaun creo que pariente. Me ha costado una se-manita de trabajo; que componer versos latinosno es soplar buñuelos. Verás, te la voy a leer,pues aunque tú no eres hombre de letras, quésé yo... tienes un pícaro gancho para compren-der las cosas... Luego pienso enviarla a SánchezBarbero, el primero de los poetas españoles

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desde que hay poesía en España; y no mehablen a mí de fray Luis de León, de Rioja, deHerrera, ni de todos esos que compusieron enromance. Fruslerías y juegos de chicos. Un ver-so latino de Sánchez Barbero vale más que todaesa jerga de epístolas, sonetos, silvas, églogas,canciones con que se emboba el vulgo ignoran-te... Pero vuelvo a lo que decía, y es que antesque aquel fénix de los modernos ingenios laexamine, quiero leértela a ti a ver qué te parece.

-Pero, Sr. D. Celestino, si yo no sé ni una pa-labra en latín, a no ser Dominus vobiscum y bóbi-lis bóbilis.

-Eso no importa. Precisamente los profanosson los que mejor pueden apreciar la armonía,la rimbombancia, el cre rotundo, con que talesversos deben escribirse -dijo el clérigo con tena-cidad implacable.

Inés me dirigió una mirada en que me reco-mendaba, con su habitual sabiduría, la abnega-

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ción y la paciencia para soportar al prójimoimpertinente. Ambos prestamos atención, y D.Celestino nos leyó unos cuatrocientos versos,que sonaban en mi oído como una serie de mo-dulaciones sin sentido. Él parecía muy satisfe-cho, y a cada instante interrumpía su lecturapara decirnos: -¿Qué os parece ese pasajillo?Inés: a esa figura llamamos lítote, y a este palo-teo de las palabras para imitar los ruidos delmar tempestuoso de la nación cuando lo surcala nave del Estado se llama onomatopeya, la cualfigura va encajada en otra que es la alegoría.

Así nos fue leyendo toda la composición, dela cual figúrense Vds. lo que entenderíamos.Aún conservo en mi poder la obra de nuestroamigo, que empieza así:

Te Godoie, canam pacis: tua munera caeloInserere aegrediar: per te Pax alma bifor-

memVincla recusantem conduxit carcere Ja-

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num.

Cuatrocientos versos por este estilo nos tra-gamos Inés y yo, siendo de notar que ellaatendía a la lectura con tanta formalidad comosi la comprendiera, y aun en los pasajes másruidosos hacía señales de asentimiento y elogio,para contentar al pobre viejo: ¡tal era su discre-ción!

-Puesto que os ha agradado tanto, hijos míos-dijo D. Celestino guardando su manuscrito-,otro día os leeré parte del poema. Lo dejo paramejor ocasión, y así se comparte el placer entrevarios días, evitando el empacho que producela sucesión de manjares demasiado dulces yapetitosos.

-¿Y piensa Vd. leérsela también al príncipede la Paz?

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-¿Pues para qué la he escrito? A Su AltezaSerenísima le encantan los versos latinos... por-que es un gran latino... y pienso darle un buenrato uno de estos días. Y a propósito, ¿qué sedice por Madrid? Aquí está la gente bastantealarmada. ¿Pasa allá lo mismo?

-Allá no saben qué pensar. Figúrese Vd., lacosa no es para menos. Temen a los francesesque están entrando en España a más y mejor.Dicen que el rey no dio permiso para que entra-ra tanta gente, y parece que Napoleón se burlade la corte de España, y no hace maldito casode lo que trató con ella.

-Es gente de pocos alcances la que tal dice-repuso D. Celestino-. Ya saben Godoy y Bona-parte lo que se hacen. Aquí todos quieren sabertanto como los que mandan, de modo que seoyen unos disparates...

-Lo de Portugal ha resultado muy distintode lo que se creía. Un general francés se plantó

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allá, y cuando la familia real se marchó paraAmérica, dijo: «Aquí no manda nadie más queel Emperador, y yo en su nombre; vengan cua-trocientos milloncitos de reales, vengan los bie-nes de los nobles que se han ido al Brasil con lafamilia real».

-No juzguemos por las apariencias -dijo D.Celestino-; sabe Dios lo que habrá en eso.

-En España van a hacer lo mismo -añadí-; ycomo los Reyes están llenos de miedo, y elpríncipe de la Paz tan aturrullado, que no sabequé hacer...

-¿Qué estás diciendo, tontuelo? ¿Cómo tratascon tan poco respeto a ese espejo de los di-plomáticos, a esa natilla de los ministros? ¿Queno sabe lo que se hace?

-Lo dicho, dicho. Napoleón les engaña a to-dos. En Madrid hay muchos que se alegran dever entrar tanta tropa francesa, porque creen

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que viene a poner en el trono al príncipe Fer-nando. ¡Buenos tontos están!

-¡Tontos, mentecatos, imbéciles! -exclamócon enfado el padre Celestino.

-Lo que fuere sonará. Si vienen con buen finesos caballeros, ¿por qué se apoderan por sor-presa de las principales plazas y fortalezas?Primero se metieron en Pamplona engañando ala guarnición; después se colaron en Barcelona,donde hay un castillo muy grande que llamanel Monjuich. Después fueron a otro castillo quehay en Figueras, el cual no es menos grande, elmayor del mundo, según dice Pacorro Chinitas,y lo cogieron también, y por último se han me-tido en San Sebastián. Digan lo que quieran,esos hombres no vienen como amigos. El ejérci-to español está trinando: sobre todo, hay queoír a los oficiales que vienen del Norte y hanvisto a los franceses en las plazas fuertes... ledigo a Vd. que echan chispas. El gobierno delrey Carlos IV está que no le llega la camisa al

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cuerpo, y todos conocen la barbaridad que hanhecho dejando entrar a los franceses; pero ya notiene remedio... ¿sabe Vd. lo que se dice porMadrid?

-¿Qué, hijo mío? Sin duda alguna de esasvulgarísimas aberraciones propias de entendi-mientos romos. Ya lo he dicho: nosotros noentendemos de negocios de Estado; ¿a qué vie-ne el comentar las combinaciones y planes deesos hombres eminentes, que se desviven porhacernos felices?

-Pues allá dicen que la familia real de Espa-ña, viéndose cogida en la red por Bonaparte, hadeterminado marcharse a América, y que notardará en salir de Aranjuez para Cádiz. Porsupuesto, los partidarios del príncipe Fernandose alegran, y creen que esto les viene de perillaspara que el otro suba al trono.

-¡Necios, mentecatos! -exclamó el tío de Inés,incomodándose de nuevo-. ¡Pensar que había

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de consentir tal cosa el señor príncipe de la Paz,mi paisano, amigo y aun creo que pariente!...Pero no nos incomodemos fuera de tiempo,Gabriel, y por cosas que no hemos de resolvernosotros. Vamos a comer, que ya es hora, y elcuerpo lo pide.

Inés, que se había retirado un momento an-tes, volvió a decirnos que la comida estabapronta. Durante ella, fue cuando el respetablecura nos comunicó el contenido de la misterio-sa carta que había llegado a la casa por la ma-ñana.

-Hijos míos -dijo cuando los tres habíamostomado asiento-: Voy a participaros un sucesofeliz, y tú, Inesilla, regocíjate. La fortuna se teentra por las puertas, y ahora vas a ver cómoDios no abandona nunca a los desvalidos ymenesterosos. Ya sabes, que tu buena madre,que santa gloria haya, tenía un primo llamadoD. Mauro Requejo, comerciante en telas, cuya

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lonja, si no me engaño, cae hacia la calle de Pos-tas, esquina a la de la Sal.

-D. Mauro Requejo... -dije yo recordando-,justamente: doña Juana le nombró delante demí varias veces, y ahora caigo, en que ese co-merciante pone en el Diario unos anuncios queme dan bastante que hacer.

-Le recuerdo -dijo Inés-. Él y su hermanaeran los únicos parientes que tenía mi madre enMadrid. Por cierto que siempre se negó a favo-recernos, aunque lo necesitábamos bastante:dos veces le vi en casa. ¿Creería su merced quefue a consolarnos, a socorrernos? No: fue a quemi madre le hiciera algunas piezas de ropa, ydespués de regatear el precio, no pagó más quela mitad de lo tratado, y decía: «De algo ha deservir el parentesco». Él y su hermana nohablaban más que de su honradez o de lo mu-cho que habían adelantado en el comercio y nosechaban en cara nuestra pobreza, prohibiéndo-

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nos que fuéramos a su casa, mientras no nosencontráramos en posición más desahogada.

-Pues digo -afirmé con enfado- que ese donMauro y su señora hermana son dos grandísi-mos pillos.

-Poco a poco -continuó el cura-. Déjenmeacabar. El primo de tu madre habrá faltado;pero lo que es ahora, sin duda Dios le ha tocadoen el corazón, y se dispone a enmendar susyerros, favoreciéndote como buen pariente yhombre caritativo. Ya sabes que es bastanterico, gracias a su laboriosidad y mucha eco-nomía. Pues bien: en la carta que he recibidoesta mañana me dice que quiere recogerte yampararte en su casa, donde estarás como unareina; donde no te faltará nada, ni aun aquellode que gustan tanto las damiselas del día, talcomo joyas, trajes bonitos, perfumes primoro-sos, guantes y otras fruslerías. En fin, Dios se haacordado de ti, sobrinita. ¡Ah!, ¡si vieras quéinterés tan grande demuestra por ti en sus car-

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tas; qué alabanzas tan calurosas hace de tusméritos; si vieras cómo te pone por esas nubes,cómo lamenta tu orfandad, y cómo se enternececonsiderando que eres de su misma sangre, yque a pesar de esta natural preeminencia care-ces de lo que a él le sobra! Te repito que traba-jando mucho y ahorrando más, el Sr. Requejoha llegado a ser muy rico. ¡Qué porvenir te es-pera, Inesilla! El párrafo más conmovedor de lacarta de tus tíos -añadió sacando la epístola- eseste: ¿a quién hemos de dejar lo que tenemos, sino anuestra querida sobrinita?

Inés, confundida ante tan inesperado cambioen los sentimientos y en la conducta de sus an-tes cruelísimos parientes, no sabía qué pensar.Me miró, buscando sin duda en mis ojos algoque la diera luz sobre tan inexplicable mudan-za; mas yo, que algo creía comprender, meguardé muy bien de dejarlo traslucir ni conpalabras ni con gestos.

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-Estoy asombrada -dijo la muchacha-; y porfuerza para que mis tíos me quieran tanto ha dehaber algún motivo que no comprendemos.

-No hay más sino que Dios les ha abierto losojos -dijo D. Celestino, firme en su ingenuooptimismo-. ¿Por qué hemos de pensar mal detodas las cosas? D. Mauro es un hombre honra-do; podrá tener sus defectillos; pero ¿qué valenesos ligeros celajes del alma, cuando está ilu-minada por los resplandores de la caridad?

Inés mirándome parecía decirme:

-¿Y tú qué piensas?

Algunos meses antes de aquel suceso, yohubiera acogido las proposiciones de D. MauroRequejo con el imprevisor optimismo, con elnecio entusiasmo que afluían de mi alma juve-nil ante los acontecimientos nuevos e inespera-dos; pero las contrariedades me habían dadoalguna experiencia; conocía ya los rudimentos

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de la ciencia del corazón, y el mío principiaba areunir ese tesoro de desconfianzas, merced a lascuales medimos los pasos peligrosos de la vida.Así es que respondí sencillamente:

-Puesto que ese tu reverendo tío era antes unbribón, no sé por qué hemos de creerle santoahora.

-Tú eres un chicuelo sin experiencia -me dijoD. Celestino algo enojado-, y yo no debieraconsultar esto contigo. ¡Si sabré yo distinguir loverdadero de lo falso! Y sobre todo, Inés, si élquiere favorecerte, poniéndote en pie de gentegrande, si él quiere gastarse sus ahorros con suquerida sobrina, ¿por qué no lo has de aceptar?Mucho más podría decirte; pero él mismo enpersona te explicará mejor el gran cariño que tetiene.

-¿Pues qué -preguntó Inés turbada-, vendráa Aranjuez?

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-Sí, chiquilla -repuso el clérigo-. Yo te reser-vaba esta noticia para lo último. Hoy mismotendrás el gusto de ver aquí a tu amado tío yprotector. ¡Ah, Inés! Mucho sentiré separarmede ti; pero servirame de consuelo la idea de queestás contenta, de que disfrutas mil comodida-des que yo no te puedo dar. Y cuando este viejoincapaz eche un paseíto a Madrid para visitar-te; espero que le recibirás con alegría y sin or-gullo: espero que no te ofuscará la ruin vanidadal considerarte en posición superior a la mía,porque tío por tío, hermano soy de tu difuntopadre, mientras que el otro...

D. Celestino estaba conmovido, y yo tam-bién, aunque por distinta causa.

-Sí -continuó el cura-. Hoy tendremos aquí aese eminente tendero de la calle de la Sal. Medice que habiendo comprado unas tierras enAranjuez, junto a la laguna de Ontígola, vienehoy aquí con el doble objeto de conocer su fincay de verte. Él espera que irás a Madrid en su

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compañía y en la de su hermana doña Restitu-ta, a quien también tendremos el gusto de veresta tarde, pues si han salido, como dice la car-ta, hoy de madrugada, por poco que avancen,ya deben estar pasando el puente largo.

Después de oír esto, todos callamos. Revol-viendo en mi cabeza extraños y no muy alegrespensamientos, dije a Inés:

-Pero ese hombre, ¿es casado?

Ella leyó en mi interior con su intuición in-comparable, y me respondió con viveza:

-Es viudo.

Después volvimos a callar, y sólo D. Celesti-no, tarareando una antífona, interrumpía nues-tro grave silencio. Más de un cuarto de horatrascurrió de esta manera, cuando sentimosruido de voces en el patio de la casa. Levantá-monos, y saliendo yo al corredor, oí una voz

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hueca y áspera que decía: «¿Vive aquí el latinoy músico D. Celestino Santos del Malvar, curade la parroquia?».

D. Mauro Requejo y su hermana doña Resti-tuta, tíos de Inés, habían llegado.

-III-Entraron en la habitación donde estábamos,

y al punto que D. Mauro vio a su sobrina diri-giose a ella con los brazos abiertos, y al estre-charla en ellos, exclamó endulzando la voz:

-¡Inés de mi alma, inocente hija de mi primaJuana! Al fin, al fin te veo. Bendito sea Dios queme ha dado este consuelo. ¡Qué linda eres! Ven,déjame que te abrace otra vez.

Doña Restituta hizo lo mismo, pero exage-rando hasta lo sumo el mohín lacrimoso de surostro, así como la apretura de sus abrazos, y

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luego que ambos hubieron desahogado susamantes corazones, saludaron a D. Celestino,quien no pudo menos de derramar algunaslágrimas al ver tal explosión de sensibilidad.Por mi parte de buena gana habría correspon-dido con bofetones a los abrazos con que estru-jaban a Inés aquellos gansos, cuya descripciónno puedo menos de considerar ahora comoindispensable.

D. Mauro Requejo era un hombre izquierdo.Creo que no necesito decir más. ¿No habéisentendido? Pues lo explicaré mejor. ¿Ha sido lanaturaleza o es la costumbre quien ha dispues-to que una mitad del cuerpo humano se distin-ga por su habilidad y la otra mitad por su tor-peza? Una de nuestras manos es inepta para laescritura, y en los trabajos mecánicos sólo sirvepara ayudar a su experta compañera, la dere-cha. Esta hace todo lo importante; en el pianoejecuta la melodía, en el violín lleva el arco, quees la expresión, en la esgrima maneja la espada,

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en la náutica el timón, en la pintura el pincel: esla que abofetea en las disputas; la que hace laseñal de la cruz en el rezo y la que castiga elpecho en la penitencia. Iguales disposicionestiene el pie derecho; si algo eminente y extraor-dinario ha de hacerse en el baile, es indudableque lo hará el pie derecho; él es también el quesalta en la fuga, el que golpea la tierra con iraen la desesperación, el que ahuyenta al perroatrevido, el que aplasta al sucio reptil, el quesirve de ariete para atacar a un despreciableenemigo que no merece ser herido por delante.Esta superioridad mecánica, muscular y ner-viosa de las extremidades derechas se extiendea todo el organismo: cuando estamos perplejossin saber qué dirección tomar, si el cuerpo seabandona a su instinto, se inclinará hacia laderecha, y los ojos buscarán la derecha comoun oriente desconocido. Al mismo tiempo en ellado siniestro todo es torpeza, todo subordina-ción, todo ineptitud: cuanto hace por sí resultatorcido, y su inferioridad es tan notoria, que ni

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aun en desarrollo puede igualar al otro lado. Lamitad de todo hombre es generalmente máspequeña que la otra: para equilibrarlas, sin du-da, se dispuso que el corazón ocupara el costa-do izquierdo.

Hemos hecho tan fastidiosa digresión paraque se comprenda lo que dijimos de D. MauroRequejo. Los dos lados de aquel hombre erandos lados izquierdos, es decir, que todo él eratorpe, inepto, vacilante, inhábil, pesado, brusco,embarazoso. No sé si me explico. Parecía que leestorbaban sus propias manos: al verle mirar deun lado para otro, creeríase que buscaba unrincón donde arrojar aquellos miembros inúti-les, cubiertos con guantes sin medida, que qui-taban la sensibilidad a los oprimidos dedos,hasta el punto de que su dueño no los conocíapor suyos.

Habíase sentado en el borde de la silla y suspiernas pequeñas y rígidas, no eran los miem-bros que reposan con compostura: extendíase a

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un lado y otro como las dos muletas que uncojo arrima junto a sí. Ya no le servían paranada, sino para arrastrar de aquí para allí lospesados pies. Al quitarse el sombrero, dejándo-lo en el suelo, al limpiarse el sudor con unluengo pañuelo de cuadros encarnados y azu-les, parecía el mozo de cuerda que se descargade un gran fardo. La buena ropa que vestía noera adorno de su cuerpo, pues él no estaba ves-tido con ella, sino ella puesta en él. En cuanto alos guantes, embruteciéndole las manos, se lasconvertían en pies. A cada instante se tocabalos dijes del reló y los encajes de las chorreraspara cerciorarse de que no se le habían caído;pero como tras la gamuza había desaparecidoel tacto, necesitaba emplear la vista, y esto lehacía semejante a un mono que al despertaruna mañana se encontrase vestido de pies acabeza.

Su inquietud era extraordinaria, como la deun cuerpo mortificado por infinito número de

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picazones, y cada pliegue del traje debía hacerllaga en sus sensibles carnes. A veces aquellainerte manopla de ante amarillo rellena de de-dos tiesos e insensibles, partía en dirección delsobaco o de la cintura con la ansiosa rapidez deuna mano que va a rascar; pero se contenía su-biendo a acariciar la barba recién afeitada.También movía con frecuencia el cuello, comosi algún bicho extraño agarrado a su occipuciojuguetease en el pescuezo entre el pelo y la so-lapa. Era el coleto encebado que irreverente-mente se metía entre piel y camisa, o escarbabala oreja. La mano de ante amarillo se alzabatambién en aquella dirección; pero también sedetenía pasando a frotar la rodilla.

La cara de D. Mauro Requejo era redondacomo una muestra de reló: no estaba en su sitiola nariz, que se inclinaba del un hemisferio bus-cando el carrillo siniestro que por obra y graciade cierto lobanillo era más luminoso que sucompañero. Los ojos verdosos y bien puestos

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bajo cejas negras y un poco achinescadas, ten-ían el brillo de la astucia, mientras que su boca,insignificante si no la afearan los dos o tresdientes carcomidos que alguna vez se asoma-ban por entre los labios, tenía todos los repul-gos y mohínes que el palurdo marrullero estu-dia para engañar a sus semejantes. La risa de D.Mauro Requejo era repentina y sonora: en lageneralidad de las personas este fenómeno fi-siológico empieza y acaba gradualmente, por-que acompaña a estados particulares del espíri-tu, el cual no funciona, que sepamos, con larigurosa precisión de una máquina. Muy alcontrario de esto, nuestro personaje tenía, sinduda, en su organismo un resorte para la risa,de la cual pasaba a la seriedad tan bruscamentecomo si un dedo misterioso se quitara de latecla de lo alegre para oprimir la de lo grave.Yo creo que él en su interior pensaba así, «aho-ra conviene reír»; y reía.

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-IV-Era imposible decir si doña Restituta sería

más joven o más vieja que su hermano: ambosparecían haber pasado bastante más allá de loscuarenta años, pero si en la edad se asemeja-ban, no así en la cara ni el gesto, pues Restitutaera una mujer que no se estorbaba a sí misma yque sabía estarse quieta. Había en ella si nofineza de modales, esa holgada soltura, propiade quien ha hablado con gente por muchotiempo. Comparando a aquellas dos ramashumanas de un mismo tronco, se decía: «Mauroha estado toda la vida cargando fardos, y Resti-tuta midiendo y vendiendo; el uno es un sa-bandijo de almacén y la otra la bestiezuela en-redadora de la tienda».

Alta y flaca, con esa tez impasible y unifor-me que parece un forro, de manos largas y feas,a quien el continuo escurrirse por entre telashabía dado cierta flexibilidad; de pelo escaso, y

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tan lustrosamente aplastado sobre el casco, quemás parecía pintura que cabello; con su narizencarnadita y algo granulenta, aunque jamásfue amiga de oler lo de Arganda; la boca plega-da y de rincones caídos, la barba un poco ve-lluda, y un mirar así entre tarde y noche, comode ojos que miran y no miran. Restituta Reque-jo era una persona cuyo aspecto no predisponíaa primera vista ni en contra ni en favor. Oyén-dola hablar, tratándola, se advertía en ella no séqué de escurridizo, que se escapaba a la obser-vación, y se caía en la cuenta de que era precisotratarla por mucho tiempo para poder hacerpresa con dedos muy diestros en la piel húme-da de su carácter, que para esconderse poseía lapresteza del saurio y la flexibilidad del ofidio.Pero dejemos estas consideraciones para sulugar, y por ahora, conténtense Vds. con oírhablar a los tíos de Inés.

-Este estaba tan impaciente por venir -dijoRestituta, señalando a su hermano-, que con la

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prisa nos fue imposible traer alguna cosita co-mo hubiéramos deseado.

D. Celestino les dio las gracias con su ama-ble sonrisa.

-Tenía tanta impaciencia por venir a ver esastierras -dijo D. Mauro-, que... y al mismo tiem-po el alma se me arrancaba en cuajarones alpensar en mi querida sobrinita, huérfana yabandonada... porque las tierras, Sr. D. Celesti-no, no son ningún muladar, Sr. D. Celestino, yme han costado obra de trescientos cuarenta yocho reales, trece maravedíes, sin contar lasdiligencias ni el por qué de la escritura. Sí se-ñor; ya está pagado todo, peseta sobre peseta.

-Todo pagado -indicó doña Restituta miran-do uno tras otro a los tres que estábamos pre-sentes-. A este no le gusta deber nada.

-¡Quiten para allá! Antes me dejo ahorcarque deber un maravedí -exclamó D. Mauro,

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llevando la manopla a la garganta, oprimidapor el corbatín.

-En casa no ha habido nunca trampas -añadió la hermana.

-A eso deben Vds. el haber adelantado tanto-dijo D. Celestino.

-La suerte... eso sí: hemos tenido suerte -dijoRequejo-. Luego, esta es tan trabajadora, tanahorrativa, tan hormiguita...

-Pero todo se debe a tu honradez -añadióRestituta-. Sí, créanlo Vds., a su honradez. Estetiene tal fama entre los comerciantes, que leentregarían los tesoros del rey.

-En fin... algo se ha hecho, gracias a Dios y anuestro trabajo. Si fuera a hacer caso de esta,compraría tierras y más tierras. A esta no legustan sino las tierras.

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-Y con razón: si este me hiciera caso -dijo lahermana, mirando otra vez sucesivamente a loscircunstantes-, todas nuestras ganancias se em-plearían en tierras de labor.

-Como yo soy así tan... pues -indicó Requejo.

-Sin soberbia, Sr. D. Celestino -dijo Restituta-, bueno es aparentar que se tiene lo que se tiene.

-Y me hace comprar vestidos, sombreros, al-hajas -indicó D. Mauro-. Qué sé yo la tremolinade cosas que ha entrado en casa. Ello, como sepuede... Vea Vd. esta cadena -añadió mostran-do a D. Celestino una que traía al cuello-; veaVd. también este alfiler. ¿Cuánto cree Vd. queme han costado? La friolerita de mil reales... Ps:yo no quería; pero esta se empeñó, y como sepuede...

-Son hermosas piezas.

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-Y bien te dije que te quedaras también conla tumbaga de la esmeralda, que ya recordarás ladaban en poco más de nada. Es una lástima quela haya tomado el duque de Altamira.

Al decir esto nos miraban, y nosotros lescontestábamos con señales de asentimiento,pero sin palabras, porque ni a Inés ni a mí senos ocurrían.

-Pero, ¿cómo está ahí mi sobrina tan calladi-ta? -dijo Requejo riéndose de improviso, yquedándose muy serio un instante después.

Inés se sonrojó y no dijo nada, porque enefecto no tenía nada que decir.

-¡Ay, no puede negar la pinta! ¡Cómo se pa-rece a su madre, a la pobre Juana, mi primaquerida! -exclamó Requejo llevándose la ma-nopla a la boca para tapar un bostezo-. ¡Y quépronto se murió la pobrecita!

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-Ya que pasó a mejor vida aquella santa yejemplar mujer -dijo Restituta-, no la nombre-mos, porque así se renueva nuestro dolor y elde esa pobre muchacha, aunque ella es niña, ylos niños se consuelan más fácilmente.

Inés no dijo nada tampoco; pero el color en-cendido de su rostro se trocó en intensa pali-dez. Creyó conveniente el cura variar la con-versación, y dijo:

-¿Y ha visto Vd. esas tierras de la laguna deOntígola?

-Todavía no -respondió Requejo-; pero mehan dicho que son magníficas. Ps... para mí,poca cosa. Esta se empeñó en que me quedaracon ellas y al fin me decidí. Allá en el país te-nemos muchas más, que hemos ido comprandopoco a poco.

-En su país de Vd. hacia el Bierzo, si no meengaño.

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-Más acá del Bierzo, en Santiagomillas, quees tierra de Maragatería. De allí semos todos, yallí está todavía el solar de los Requejos.

-Familia hidalga, según creo -afirmó el cura.

-Ello... no deja de tener uno su motu proprio-contestó D. Mauro-; y según nos decía un sabioescribano de mi pueblo, nuestros ascendientestenían un gran quejigar, de donde les vino elnombre de Requejo.

-Así debe de ser; los más ilustres apellidostraen su origen de alguna yerba o legumbre. Ysi no, ahí están en la Roma antigua los Léntulos,los Fabios y los Pisones que se llamaban así por-que alguno de sus mayores cultivó las lentejas,las habas y los guisantes. En cuanto a mí, creoque este nombre de Malvar me viene de quealgún abuelo mío se pintaba solo para el cultivode las malvas.

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-Pues yo creo -dijo D. Mauro volviendo areír-, que eso de que la nobleza viene de lasguerras y de las hazañas de algunos caballeroses pura mentira. Que no me vengan a mí conbolas: yo no creo que haya habido nunca esasheroicidades. No hay más sino que los reyeshicieron duque a uno porque tenía un huertode coles, y a otro marqués porque sabía escogermelones. De todos modos, nuestra familia noviene de ningún cardo borriquero.

-Y venga de donde viniere -dijo doña Resti-tuta-, lo principal es lo principal. Lo que es ennuestra casa, Sr. D. Celestino, no falta nada engracia de Dios, y aunque por fuera no gastamoslujo, ni nos gusta andar en carroza, ni figurar,lo que es la gallina en el puchero todos losdías... eso sí: este y yo no nos podemos pasar sinciertas comodidades.

-Lo que es por mí -interrumpió Requejo-,con cualquier cosa me sustento. Teniendo unpedazo de pan, otro de tocino, y agua de la

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fuente del Berro, vamos viviendo; pero esta seempeña en poner las cosas en buen pie. Todoslos días ha de traer libra y media de carne devaca, y jamón rancio a morrillo, y abadejo delmejor todos los viernes, y para cenar una per-diz por barba, y los domingos tres capones, ypor Navidad y por el día de San Mauro, que esel 15 de Enero, o por San Restituto, que es el 10de Junio, andan los pavos por casa como si estafuese la era del Mico. El mayordomo de losduques de Medina de Rioseco, que suele ir acasa a pedirnos dinero prestado, se queda estu-pefacto de ver tanta abundancia y dice que noha visto despensa como la nuestra.

-Eso sí -dijo Restituta-, no nos duele gastaren el plato, ni en buena ropa para vestir, ni enbuen cisco de retama para la lumbre. Vivimostranquilos y felices: nuestra única pena ha con-sistido hasta ahora en no tener una personaquerida a quien dejar lo que poseemos, cuandoDios se sirva llamarnos a su santa gloria; por-

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que los parientes que nos quedan en Santiago-millas son unos pícaros que nos dan mucho quehacer.

Al oír esto, D. Mauro movió el resorte de ri-sa, y miró a Inés, diciendo:

-Pero aquí nos depara Dios a nuestra queri-da sobrinita, a esta rosa temprana, a esta señori-tica que parece un ángel: ¡ay!, si no puede negarla pinta, si es éntica a su madre.

-Por Dios, Mauro -exclamó Restituta-, notraigas a la memoria a aquella santa mujer,porque yo estoy todavía tan impresionada consu muerte, que si la recuerdo, se me vienen laslágrimas a los ojos.

-Todo sea por Dios, y hágase su santa volun-tad -dijo Requejo tocando el resorte de la serie-dad-. Lo que digo es que cuanto tengo y puedatener será para esta palomita torcaz, pues todose lo merece ella con su cara de princesa.

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-Ya, ya... -indicó Restituta guiñando el ojo-,que no tendrá pretendientes en gracia de Dios.Marquesitos y condesitos conozco yo que nosuspirarán poco debajo de nuestras balconescuando sepan que guardamos en casa tal pri-mor.

-Pelambrones, hija, pelambrones sin uncuarto -añadió Requejo-. Cuando la niña hayade tomar estado, ya le buscaremos un joven deuna de las principales familias de España, quesea digno de llevarse esta joya.

-Eso por de contado. Casas hay muy ricas,donde no es todo apariencia, y mayorazgosconozco que en cuanto la vean y sepan la ri-queza que ha de heredar de sus tíos, beberánlos vientos por conseguir su mano. A fe míaque nuestra casa no es ningún guiñapo, ycuando pongamos en la sala las cortinas desarga verde con ramos amarillos, y aquellospájaros color de pensamiento que parecen vi-vos, no estará de mal ver para recibir en ella a

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todos los señores del Consejo Real. Pues pocotono se va a dar la niñita en su gran casa.

D. Celestino viendo que su sobrina no con-testaba nada a tan patéticas demostraciones deafecto, creyó conveniente hablar así:

-Ella les agradece a Vds. con toda el alma losbeneficios que va a recibir.

-Ya estoy contento, Sr. D. Celestino -dijo Re-quejo-. Una cosa me faltaba y ya la tengo. Inésserá mi heredera, Inés se casará con una perso-na que la merezca, y que traiga también buenaspeluconas: ella será feliz y nosotros también.

-No hables mucho de eso, porque lloro -dijodoña Restituta-. ¡Qué gusto es tener quien laacompañe a una en la soledad, y quien compar-ta las comodidades que Dios y nuestro trabajonos han proporcionado! ¡Ay!, Inesita: eres tanlinda, que me recuerdas mi mocedad cuandoiba a jugar a la huerta del convento de las ma-

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dres Recoletas de Sahagún, donde me crié. Meparece que si ahora te separaran de mí, notendría fuerzas para vivir.

Diciendo esto abrazó a Inés, y pareciomeque el forro de su cara, es decir, la piel se teñíade un leve rosicler.

-Como Inés está impaciente por irse con no-sotros -dijo Requejo-, esta misma tarde nos lallevaremos.

-¡Cómo!, ¡esta tarde!, ¡yo! -exclamó ella vi-vamente.

-Hija mía -dijo Restituta-, no conviene disi-mular el cariño que nos tienes. Somos tus tíos, yde veras te digo que no debes agradecernos loque hacemos por ti, pues obligación nuestra es.

-Tal vez ponga reparos a ir con Vds. así... tanpronto dijo con timidez D. Celestino-, pero no

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dudo que comprenda pronto las ventajas de sunueva posición, y se decida...

-¡Que no quiere venir! -exclamó Requejo conasombro-. Con que nuestra sobrina no nosquiere... ¡Jesús! ¡Mayor desgracia!

-Sí... les quiere a Vds. -añadió el cura tratan-do de conciliar la repugnancia que notaba en elsemblante de Inés con el deseo de los Requejos.

-Hermano, no sabes lo que te dices -afirmóRestituta-. Nuestra sobrina es un dechado demodestia, de ingenuidad y de sencillez. Quieresque se ponga ahora a hacer aspavientos en me-dio de la sala, saltando y brincando de gustoporque nos la llevamos. Eso no estaría bien. Porel contrario -prosiguió la hermana de D. Mau-ro- se está muy calladita, y como muchachahonesta y bien criada... ¡ya se ve!, como hija deaquella santa mujer... disimula su alborozo y seestá así mano sobre mano, bendiciendo men-talmente a Dios por la suerte que le depara.

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-Entonces, Sr. D. Celestino -dijo Requejo-,nosotros nos vamos ahora a ver esas tierras deOntígola que están ahí hacia la parte de Titul-cia, y por la tarde cuando volvamos, Inés estarápreparada para venirse con nosotros a Madrid.

-No tengo inconveniente, si ella está con-forme -repuso el clérigo, mirando a su sobrina.

Mas no dieron tiempo a que esta expresarasu opinión sobre aquel viaje, porque los Reque-jos se levantaron para marcharse, diciendo queun coche de dos mulas les esperaba en el para-dero del Rincón. Abrazaron por turno dos otres veces a su sobrina, hicieron ridículas cor-tesías a D. Celestino, y sin dignarse mirarme, locual me honró mucho, salieron, dejando alclérigo muy complacido, a Inés absorta, y a mífurioso.

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-V-Al punto se trató de resolver en consejo de

familia lo que debía hacerse; pero deseando yoconferenciar con el buen cura para decirle loque Inés no debía oír, rogué a esta que nos de-jase solos y hablamos así:

-¿Será Vd. capaz, Sr. D. Celestino, de consen-tir que Inés vaya a vivir con ese ganso de D.Mauro, y la lechuza de su hermana?

-Hijo -me contestó-, Requejo es muy rico,Requejo puede dar a Inesilla las comodidadesque yo no tengo, Requejo puede hacerla suheredera cuando estire la zanca.

-¿Y Vd. lo cree? Parece mentira que tengaVd. más de sesenta años. Pues yo digo y repitoque ese endiablado D. Mauro me parece unfarsante hipocritón. Yo en lugar de Vd., lesmandaría a paseo.

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-Yo soy pobre, hijo mío; ellos son ricos, Inésse irá con ellos. En caso de que la traten mal larecogeremos otra vez.

-No la tratarán mal, no -dije muy sofocado-.Lo que yo temo es otra cosa, y eso no lo he deconsentir.

-A ver, muchacho.

-Usted sabe como yo lo que hay sobre el par-ticular; Vd. sabe que Inés no es hija de doñaJuana; Vd. sabe que Inés nació del vientre deuna gran señora de la corte, cuyo nombre noconocemos, Vd. sabe todo esto, y ¿cómo sa-biéndolo no comprende la intención de los Re-quejos?

-¿Qué intención?

-Los Requejos despreciaron siempre a doñaJuana; los Requejos no le dieron nunca ni tantoasí; los Requejos ni siquiera la visitaron en su

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enfermedad, y ahora, Sr. D. Celestino de mialma, los Requejos lloran recordando a la difun-ta, los Requejos echan la baba mirando a susobrinita, y no puede ser otra cosa sino que losRequejos han descubierto quiénes son los pa-dres de Inés, los Requejos han comprendidoque la muchacha es un tesoro, y ¡ay!, no mequeda duda de que el Requejo mayor, ese postevestido trae entre ceja y ceja el proyecto de ca-sarse con Inés, obligándola a ello en cuanto lapille en su casa.

-Sosiégate, muchacho, y óyeme. Puede muybien suceder que la intención de los Requejossea la que dices, y puede muy bien que sea laque ellos han manifestado. Como yo me inclinosiempre a creer lo bueno, no dudo de la since-ridad de D. Mauro, hasta que los hechos meprueben lo contrario. ¿Qué sabes tú si de lamañana a la noche verás a Inés hecha una da-misela, con carroza y pajes, llena de diamantescomo avellanas, y viviendo en uno de esos ca-

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serones que hay en Madrid más grandes queconventos?

-¡Bah, bah! Eso es como cuando yo quería serpríncipe, generalísimo y secretario del despa-cho. A los diez y seis años se pueden decir talescosas; pero no a los sesenta.

-Viviendo conmigo, Inés ha de estar conde-nada a perpetua estrechez. ¿No vale más que sela lleven los parientes de su madre, que parecenpersonas muy caritativas? En todo caso, Ga-briel, si la muchacha no estuviera contenta allí,tiempo tenemos de recogerla, porque a mí, co-mo tío carnal, me corresponde la tutela.

-¿Y por qué la deja Vd. marchar?

-Porque los Requejos son ricos... ¿lo com-prenderás al fin?... porque Inés en casa de esagente puede estar como una princesa, y casarseal fin con un comerciante muy rico de la callede Postas o Platerías.

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-Alto allá, señor mío -exclamé muy amosta-zado-, ¿qué es eso de casarse Inés? Inés, Diosmediante, no se casará más que conmigo. Sí¡vaya Vd. a hablarle de comerciantes y de usías!

-Es verdad, no me acordaba, hijito -dijo elcura con algo de mofa-. ¡Casarse a los diez yseis años! ¿El matrimonio es algún juego? Yademás: hazme el favor de decirme qué ganastú en la imprenta donde trabajas.

-Sobre tres reales diarios.

-Es decir, noventa y tres reales los meses detreinta y uno. Algo es, pero no basta, chiquillo.Ya ves tú: cuando Inés esté en su sala con corti-nas verdes de ramos amarillos y se siente enaquellas mesas donde hay siete pavos por Na-vidad, y todas las noches cena de perdiz porbarba... ya ves tú, no sé cómo podrá arrimarse aella un pretendiente con noventa y tres reales almes, en los que traen treinta y uno.

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-Eso ella es quien lo ha de decir -repuse conla mayor zozobra-; y si ella me quiere así, ve-remos si todos los Requejos del mundo lo pue-den impedir. En resumidas cuentas, Sr. D. Ce-lestino, ¿Vd. está decidido a que Inés se vayaesta tarde con don Mauro!

-Decidido, hijo, es para mí un caso de con-ciencia.

-¿Y quién le dice a Vd. que con noventa ytres reales al mes no se puede mantener unafamilia? Pues a mí me da la gana de casarme, síseñor.

-¡Casarse a los diez y seis años! Uno y otrodebéis esperar a tener los treinta y cinco cum-plidos. La vida se pasa pronto: no te apures.Para entonces podréis casaros. Sois a propósitoel uno para el otro. Casar y compadrar, cadauno con su igual. Veremos si de aquí allá teluce más el oficio.

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-¿Y no puedo yo buscar un destinillo?

-Eso es como cuando se te puso en la cabezaque te iba a caer un principado o un ducado.

-No: un destinillo de estos que se dan acualquier pelón, en la contaduría de acá o en lade allá.

-¿Pero crees tú que un empleo es cosa fácilde conseguir?

-¿Por qué no? -respondí enfáticamente-.¿Pues para qué son los destinos sino para dar-los a todos los españoles que necesitan de ellos?

-Hijo, las antesalas están llenas de preten-dientes. Ya recordarás que a pesar de ser paisa-no y amigo del príncipe de la Paz, estuve cator-ce años haciendo memoriales.

-Y al fin... pero hoy visita Vd. a S. A. y le tra-ta; de modo que si le pidiera para mí una placi-ta no creo que se la negara.

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-¡Ah! -exclamó D. Celestino con satisfacción-. El día que visité a S. A. fue para mí el máslisonjero de mi vida, porque oí de sus augustoslabios las palabras más cariñosas. Si vieras concuánto agasajo me trató; ¡y qué amabilidad, quédulzura, qué llaneza sin dejar por eso de serpríncipe en todos sus gestos y palabras! Cuan-do entré, yo estaba todo turbado y confuso, y lalengua se me quedó pegada al paladar. Man-dome S. A. que me sentara, y me preguntó si yoera de Villanueva de la Serena. ¿Ves qué bon-dad? Contestele que había nacido en los Santosde Maimona, villa que está en el camino realcomo vamos de Badajoz a Fuente de Cantos.Luego me preguntó por la cosecha de este año,y le respondí que según mis noticias, el centenoy cebada eran malos, pero que la bellota veníamuy bien. Ya comprenderás por esto el interésque se toma por la agricultura. En seguida medijo si estaba contento en mi parroquia, a locual contesté afirmativamente, añadiendo queme tenía edificada la piedad de mis feligreses;

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al decir esto no pude contener las lágrimas.Bien claro se ve que al príncipe le interesa mu-cho cuanto se refiere a la religión. Hablele des-pués de que entretenía mis ocios con la poesíalatina, y notifiquele haber compuesto un poemaen hexámetros, dedicado a él. Enterado de esto,dijo que bueno, en lo cual se demuestra palma-riamente su desmedida afición a las letrashumanas; y por fin, a los diez minutos de con-ferencia, me rogó afectuosamente que me reti-rara, porque tenía que despachar asuntos ur-gentísimos. Esto prueba que es hombre traba-jador, y que las mejores horas del día las consa-gra puntualmente a la administración. Te ase-guro que salí de allí conmovido.

-¿Y no vuelve Vd.?

-¡Pues no he de volver! Supliqué a S. A. queme fijara día para llevarle el poema latino, ymañana tendré el honor de poner de nuevo lospies en el palacio de mi ilustre paisano.

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-Pues yo iré con Vd. Sr. D. Celestino -dijecon mucha determinación-. Iremos juntos y Vd.le pedirá un destino para mí.

-¡Estás loco! -exclamó el sacerdote conasombro-. No me creo capaz de semejante irre-verencia.

-Pues se lo pediré yo -dije más resuelto cadavez a entrar en la administración.

-Modera esos arrebatos, joven sin experien-cia. ¿Cómo quieres que te presente sin más nimás al príncipe de la Paz? ¿Qué puedo decir deti, cuáles son tus méritos? ¿Conoces acaso porel forro los versos latinos? ¿Has saludado si-quiera el Divitias alius fulvo sibi congerat auro, elPasser, delitiæ meæ puellæ, o el Cynthia prima suisme cepis ocellis? ¿Estás loco, piensas que los des-tinos están ahí para los mocosos a quienes se lesantoja pedirlos?

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-Vd. le dice que soy un joven pariente suyo,y yo me encargo de lo demás.

-¿Pariente mío? Eso sería una mentira, y yono miento.

Así disputamos un buen rato, y al fin, entreruegos y razones logré convencer al padre Ce-lestino para que me llevara a presencia del se-renísimo señor Godoy. Mi tenaz proyecto seexplica por el estado de desesperación en queme puso la visita de los Requejos, y su propósi-to de cargar con la pobre Inés. La viva antipatíaque ambos hermanos me inspiraron desde quetuve la desdicha de poner los ojos sobre ellos,engendró en mi espíritu terribles presentimien-tos. Se me representaba la pobre huérfana endolorosa esclavitud bajo aquel par de trasgos,condenada a perecer de tristeza si Dios no medeparaba medios para sacarla de allí. ¿Cómopodía yo conseguirlo, siendo como era, máspobre que las ratas? Pensando en esto, vino ami mente una idea salvadora, la que desde

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aquellos tiempos principiaba a ser norte de lamitad, de la mayor parte de los españoles, esdecir, de todos aquellos que no eran mayoraz-gos ni se sentían inclinados al claustro; la ideade adquirir una plaza en la administración.¡Ay!, aunque había entonces menos destinos,no eran escasos los pretendientes.

España había gastado en la guerra con Ingla-terra, la espantosa suma de siete mil millones dereales. Quien esto derrochó en una calaverada,¿no podía darme a mí cinco mil para que mecasara? Por supuesto, el pretender casarse en-tonces a los diez y siete años, era una calavera-da peor que la de gastar siete mil millones enuna guerra. Aquella idea echó raíces en mi ce-rebro con mucha presteza. A la media hora demi conferencia con D. Celestino, ya se me figu-raba estar desempeñando ante la mesa forradade bayeta verde, las funciones que el Estadotuviera a bien encomendarme para su prospe-ridad y salvación. Atrevido era el proyecto de

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pedir yo mismo al poderoso ministro lo que mehacía falta: pero la gravedad de las circunstan-cias, y el loco deseo de adquirir una posiciónque me permitiera disputar la posesión de Inésa la temerosa pareja de los Requejos, disminuíalos obstáculos ante mis ojos, dándome alientopara las empresas más difíciles.

La huérfana no disimuló al hablar conmigola repugnancia que le inspiraban sus tíos: talvez hubiera yo logrado impedir el secuestro;pero D. Celestino repitió que era para él caso deconciencia, y con esto Inés no se atrevió a for-mular sus quejas, ¡tan grande era entonces lasubordinación a la autoridad de los mayores!La escrupulosidad del buen sacerdote no impi-dió, sin embargo, que yo hablara mil pestes delos dos hermanos, criticando sus fachas y vesti-dos, y comentando a mi manera aquello de lossiete pavos y capones, con la añadidura de lasperdices por barba en la hora de la cena. Tam-bién me reí con implacable saña de los trata-

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mientos que se daban hermano y hermana,pues, según el lector observaría, se llamabansimplemente éste y ésta. D. Celestino me dijo aloírme, que tratase con más miramientos a dospersonas respetables que habían sabido labrarpingüe fortuna con su trabajo y honradez, yentre tanto Inés preparaba de muy mala ganasu equipaje para marchar a la corte.

No tardó la casa del cura en verse honradade nuevo con las personas de los Requejos, quellegaron a eso de las cuatro, haciendo mil pon-deraciones de las tierras adquiridas cerca deOntígola; y su contento al ver que Inés se dis-ponía a seguirles, fue extraordinario.

-No te des prisa, pimpollita -decía D. Mauro-, que todavía hay tiempo de sobra.

-Su impaciencia por emprender el viaje -añadió doña Restituta, plegando de un modoindefinible el forro cutáneo de su cara- es tan

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viva, que la pobrecilla quisiera tener alitas parasalir más pronto de aquí.

-Eso no -dijo D. Celestino algo amoscado-;que su tío no le ha dado malos tratos, para queasí se impaciente por abandonarle.

Inés se arrojó llorando a los brazos del cura,y ambos derramaron muchas lágrimas. Por miparte, tenía interés en que los Requejos no co-nocieran que un antiguo y cordial amor meunía a Inés, así es que disimulé mi sofocación, yacechándola fuera, cuando salió en busca de unobjeto olvidado, le dije:

-Prendita, no me digas una palabra, ni memires, ni me saludes. Yo me quedo aquí, perodescuida; pronto nos hemos de ver allá.

Llegó por fin la hora de la partida; el cochese acercó a la puerta de la casa. Inés entró en élmuy llorosa y los Requejos tomaron asiento aun lado y otro, pues aun en aquella situación

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temían que se les escapara. Jamás he visto mu-jer ninguna que se asemejara a un cernícalocomo en aquel momento doña Restituta. El co-che partió, y al poco rato nuestros ojos le vieronperderse entre la arboleda. Don Celestino, quehacía esfuerzos por aparentar gran serenidad,no pudo conservarla, y haciendo pucheros co-mo un niño, sacó su largo pañuelo y se lo llevóa los ojos.

-¡Ay, Gabriel! ¡Se la llevaron!

Mi emoción también era intensísima, y nopude contestarle nada.

-VI-Al día siguiente me llevó D. Celestino al pa-

lacio del Príncipe de la Paz. Era el 15 de Marzo,si no me falla la memoria.

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Aunque no tenía ropa para mudarme en tansolemne ocasión, como la que llevaba a Aran-juez era la mejorcita, con una camisa limpia queme prestó el cura, quedé en disposición, segúnél mismo me dijo, de presentarme aunque fueraa Napoleón Bonaparte. Por el camino, y mien-tras hacíamos tiempo hasta que llegara la horade las audiencias, D. Celestino sacaba del bolsi-llo interior de su sotana el poema latino paraleerlo en alta voz, porque,

-Quizás el señor Príncipe -decía- me mandeleer algún trozo, y conviene hacerlo con ento-nación clásica y ritmo seguro, mayormente sihay delante algún embajador o general extran-jero.

Después, guardando el manuscrito, añadiócon cierta zozobra:

-¿Sabes que el sacristán de la parroquia, esecondenado Santurrias... ya le conoces... me hapuesto esta mañana la cabeza como un farol?

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Dice que el señor Príncipe de la Paz no durados días más al frente de la nación, y que le vana cortar la cabeza. Esto no merece más que des-precio, Gabrielillo; pero me da rabia de oír tra-tar así a persona tan respetable. Pues, ¿qué cre-es tú? he descubierto que ese pícaro Santurriases jacobino, y se junta mucho con los cocherosdel infante D. Antonio Pascual, los cuales songente muy alborotada.

-¿Y qué dice ese reverendo sacristán?

-Mil necedades; figúrate tú. Como si a per-sonas de estudios y que tienen en la uña deldedo a todos los clásicos latinos, se les pudierahacer tragar ciertas bolas. Dice que el señorpríncipe de la Paz, temiendo que Napoleónviene a destronar a nuestros queridos reyes,tiene el propósito de que éstos marchen a An-dalucía para embarcarse y dar la vela a lasAméricas.

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-Pues anoche -dije yo- cuando fui al mesón adecir a los arrieros que no me aguardaran, oídecir lo mismito a unos que estaban allí, y porcierto que hablaban de su amigo y paisano deVd. con más desprecio que si fuera un bodego-nero del Rastro.

-No saben lo que se pescan, hijo -me dijo elcura-. Pero o yo me engaño mucho o los parti-darios del príncipe de Asturias andan metiendocizaña por ahí. Ello es que en Aranjuez haymucha gente extraña y... quiera Dios. Ya medijo esta mañana Santurrias que su mayor gus-to será tocar las campanas a vuelo si el pueblose amotina para pedir alguna cosa; pero ya lehe dicho -y al hablar así D. Celestino se paró, ycon su dedo índice hacía demostraciones de lamayor energía- ya le he dicho que si toca lascampanas de la Iglesia sin mi permiso, lopondré en conocimiento del señor Patriarcapara lo que este tenga a bien resolver.

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Con esta conversación llegó la hora, y noso-tros al palacio de S. A. Atravesamos por entrevarios guardias que custodiaban la puerta, por-que ha de saberse que el generalísimo tenía suguardia de a pie y de a caballo, lo mismo que elrey, y mejor equipada, según observaban loscuriosos. Nadie nos puso obstáculo en el portalni en la escalera; pero al llegar a un gran vestí-bulo en cuyo pavimento taconeaban con estré-pito las botas de otra porción de guardias, unode estos nos detuvo, preguntando a D. Celesti-no con cierta impertinencia que a dónde íba-mos.

-Su Alteza -dijo el clérigo muy turbado- tuvoel honor de señalarme... digo... yo tuve el honorde que él señalara el día de hoy y la presentehora para recibirme.

-Su Alteza está en palacio. Ignoramos cuán-do vendrá -dijo el guardia dando media vuelta.

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D. Celestino me consultó con sus ojos y tam-bién iba a consultarme con sus autorizados la-bios, cuando se sintió ruido en el portal.

-¡Ahí está! Su Alteza ha llegado -dijeron losguardias, tomando apresuradamente sus armasy sombreros para hacer los honores.

Pero el Príncipe subió a sus habitacionesparticulares por la escalera excusada, que alefecto existía en su palacio.

-Quizás Su Alteza no reciba hoy -dijo a donCelestino el guardia, que poco antes nos habíadetenido-. Sin embargo, pueden Vds. esperar sigustan, y él avisará si da audiencia o no.

Dicho esto, nos hizo pasar a una habitacióncontigua y muy grande donde vimos a otrasmuchas personas, que desde por la mañanahabían acudido en solicitud del favor de unaentrevista con S. A. Entre aquella gente habíaalgunas damas muy distinguidas, militares,

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señores a la antigua, vestidos con históricascasacas y cubiertos con antiquísimas pelucas, ytambién algunas personas humildes.

Los pretendientes allí reunidos se mirabancon recelo y mal humor, porque a todo el quehace antesala molesta mucho el verse acompa-ñado, considerando sin duda que si el tiempo yla benevolencia del ministro se reparten entremuchos, no puede tocarles gran cosa. Un ujierse acercó a nosotros y preguntó a D. Celestinoquiénes éramos, a lo cual repuso el buen ecle-siástico:

-Nosotros somos curas de la parroquia de...quiero decir, soy cura de la parroquia y estejoven... este joven gana noventa y tres reales enlos meses de treinta y uno; y venimos a... peroyo no pienso pedirle nada al señor Príncipe,porque este picarón (señalando a mí) no semorderá la lengua para decirle lo que desea.

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Cuando el ujier se alejó, dije a mi acompa-ñante que tuviera cuidado de no equivocarsetan a menudo: que no anunciara anticipada-mente nuestra comisión pedigüeña, y que nohabía necesidad de ir pregonando lo que yoganaba, a lo que me respondió que él comopersona nueva en antesalas y palacios, se tur-baba a la primera ocasión, diciendo mil desati-nos. Uno de los señores que aguardaban se nosacercó, y reconociendo al cura, se saludaronambos muy cortésmente, diciendo el descono-cido:

-Sr. D. Celestino, ¿qué bueno por aquí?

-Vengo a visitar a S. A. Ya sabe Vd. que so-mos paisanos y amigos. Mi padre y su abuelohicieron un viaje juntos desde Trujillo a la Verade Plasencia, y un tío de mi madre tenía enMiajadas una dehesa donde los Godoyes iban acazar alguna vez. Somos amigos, y le estoymuy reconocido, porque a la munificencia de S.A. debo el beneficio que disfruto, el cual me fue

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concedido en cuanto S. A. tuvo conocimientode mi necesidad; así es que desde mi primermemorial hasta el día en que tomé posesión,sólo transcurrieron catorce años.

-Se conoce que el Príncipe quiso servirle austed -dijo nuestro interlocutor-. No a todos seles despacha tan pronto. Hace veintidós añosque yo pretendí que se me repusiera en mi an-tigua plaza de la colecturía del Noveno y delExcusado, y esta es la hora, Sr. D. Celestino. Apesar de todo, yo no me desanimo, y menosahora, porque tengo por seguro que la semanaque viene...

-No todos son tan afortunados como yo -dijoel optimista D. Celestino-. Verdad es que comopaisano y amigo de S. A. estoy en situaciónmuy favorable. De mi pueblo a Badajoz, cunade D. Manuel Godoy, no hay más que treceleguas y media por buen camino, y estoy can-sado de ver la casa en que nació este faro de las

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Españas. Así es que en cuanto supo mi necesi-dad...

-Pero diga Vd. -preguntó bajando la voz elseñor de la semana que viene-; ¿tenemos viaje delos reyes a Andalucía o no tenemos viaje?

-¿Pero Vd. cree tales paparruchas? -dijo donCelestino-. Esa voz la ha corrido Santurrias, elsacristán de mi iglesia. Ya le dicho que si tocabalas campanas sin mi permiso...

-Todo el mundo lo asegura. Ya sabe Vd. queha venido mucha tropa de Madrid, y por lascalles del pueblo se ve gente de malos modos.

-¿Pero qué objeto puede tener ese viaje?

-Amigo: ya Napoleón tiene en España lafriolera de cien mil hombres. Ha nombradogeneral en jefe a Murat, el cual dicen que salióya de Aranda para Somosierra. Y a todas estas¿hay alguien que sepa a qué viene esa gente?

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¿Vienen a echar a toda la familia real? ¿Vienensimplemente de paso para Portugal?

-¿Quién se asusta de semejante cosa? -dijo D.Celestino-. Pongamos por caso que vengan conmala intención. ¿Qué son cien mil hombres?Con dos o tres regimientos de los nuestros sepodrá dar buena cuenta de ellos, y ahí nos lasden todas. Como Su Alteza se calce las espue-las... Eso del viaje es pura invención de los des-ocupados y de los enemigos de Su Alteza, quele insultan porque no les ha dado destinos.Como si los destinos se pudieran dar a todo elque los pretende.

No siguió esta conversación, porque el ujierse acercó a nosotros, haciéndonos señas de quele siguiéramos. Su Alteza nos mandaba pasar.Cuando los demás pretendientes vieron que sedaba la preferencia a los que habían llegado losúltimos, un murmullo de descontento resonóen la sala. Nosotros la atravesamos muy orgu-llosos de aquella predilección y mientras D.

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Celestino saludaba a un lado y otro con subondad de costumbre, yo dirigí a los más cer-canos una mirada de desprecio, que equivalíaal convencimiento de mi próximo ingreso en laadministración de ambos mundos.

Pasamos de aquella sala a otras, todas rica-mente alhajadas. ¡Qué bellos tapices, qué lindoscuadros, qué hermosas estatuas de mármol ybronce, qué vasos tan elegantes, qué candela-bros tan vistosos, qué muebles tan finos, quécortinajes tan espléndidos, qué alfombras tanmuelles! No pude detenerme en la contempla-ción de tan bonitos objetos porque el ujier nosllevaba a toda prisa, y yo me sentía atacado deuna cortedad tal, que se disipó mi anterior en-valentonamiento, y empecé a comprender queme faltarían ideas y saliva para expresar ante elpríncipe mi pensamiento. Por fin llegamos aldespacho de Godoy, y al entrar vi a este en pie,inclinado junto a una mesa y revisando algunos

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papeles. Aguardamos un buen rato a que sedignase mirarnos y al fin nos miró.

Godoy no era un hombre hermoso, comogeneralmente se cree; pero sí extremadamentesimpático. Lo primero en que se fijaba el obser-vador era en su nariz, la cual, un poco grande yrespingada, le daba cierta expresión de fran-queza y comunicatividad. Aparentaba tenersobre cuarenta años: su cabeza rectamente con-formada y airosa, sus ojos vivos, sus finos mo-dales, y la gallardía de su cuerpo, que más bienera pequeño que grande, le hacían agradable ala vista. Tenía sin duda la figura de un señornoble y generoso; tal vez su corazón se inclina-ba también a lo grande; pero en su cabeza esta-ba el desvanecimiento, la torpeza, los extravíosy falsas ideas de los hombres y las cosas de sutiempo.

Nos miró, como he dicho, y al punto D. Ce-lestino, que temblaba como un chiquillo de diezaños, hizo una profunda cortesía, a la cual si-

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guió otra hecha por mi persona. A mi acompa-ñante se le cayó el sombrero; recogiolo, dio al-gunos pasos, y con voz tartamuda dijo así:

-Ya que Vuestra Alteza tiene el honor de...no... digo... ya que yo tengo el honor de ser re-cibido por Vuestra Alteza serenísima... decíaque me felicito de que la salud de Vuestra Alte-za sea buena, para que por mil años sigamoshaciendo el bien de la nación...

El príncipe parecía muy preocupado, y nocontestó al saludo sino con una ligera inclina-ción de cabeza. Después pareció recordar, ydijo:

-Es Vd. el señor chantre de la catedral de As-torga, que viene a...

-Permítame Vuestra Alteza -interrumpió D.Celestino- que ponga en su conocimiento cómosoy el cura de la parroquia castrense de Aran-juez.

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-¡Ah! -exclamó el príncipe-, ya recuerdo... elotro día... se le dio a Vd. el curato por reco-mendación de la señora condesa de X (Amaran-ta). Es usted natural de Villanueva de la Serena.

-No señor: soy de los Santos de Maimona.¿No recuerda Vuestra Alteza esa villa? En elcamino de Fuente de Cantos. Allí se cogen unassandías que pesan muchas arrobas, y tambiénhay muchos melones... Pues, como decía aVuestra Alteza, hoy venía con dos objetos: conel de tener el honor de presentarme a VuestraAlteza, para que este chico lea un poema latinoque ha compuesto... no, quiero decir...

D. Celestino se atragantó, mientras que elPríncipe, asombrado de mi precocidad en elestudio de los clásicos, me miraba con ojosbenévolos.

-No -dijo el cura entrando de nuevo en pose-sión de su lengua-. El poema ha sido compues-

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to por mí, y, accediendo a los deseos de V. A.voy a comenzar su lectura.

El Príncipe adelantó la mano con ese instin-tivo movimiento que parece apartar un objetoinvisible. Pero D. Celestino no comprendió quesu protector rechazaba por medio de un movi-miento físico la amenazadora lectura del poe-ma, y firme en su propósito, desenvainó el ma-nuscrito homicida. En el mismo instante Go-doy, que atendía poco a nosotros, y parecíaestar pensando cosas muy graves, volviosebruscamente hacia la mesa y empezó a hojearde nuevo los papeles.

D. Celestino me miró y yo miré a D. Celesti-no.

Así transcurrió un minuto al cabo del cual elPríncipe dirigiose hacia nosotros y dijo seña-lando unas sillas:

-Siéntense Vds.

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Después siguió en su investigación de pape-les. Sentados en nuestros asientos el cura y yonos hablábamos en voz baja.

-Para exponerle tu pretensión -me dijo el tíode Inés-, debes esperar a que yo lea mi poema,en lo cual con la pausa conveniente no tardarémás que hora y media. El admirable efecto quele ha de producir la audición de los versosclásicos a que es tan aficionado, le predis-pondrá en tu favor, y no dudo que te concederácuanto le pidas.

Después de otro rato de espera, un oficialentró para dar un despacho al Príncipe. Este leabrió al punto, y después que lo hubo leído conmucha ansiedad, dejolo sobre la mesa y se diri-gió hacia don Celestino.

-Dispénseme Vd. -dijo- mi distracción. Hoyes día para mí de ocupaciones graves e inespe-radas. No pensaba recibir a nadie en audiencia,

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y si le mandé entrar a Vd. fue porque sabía noes de los que vienen a pedirme destinos.

D. Celestino se inclinó en señal de asenti-miento, y yo dije para mí: «Lucidos hemosquedado». Después dirigiose S. A. a mí, y medijo:

-En cuanto al poema latino que este joven hacompuesto, ya tengo noticias de que es unaobra notable. Persista Vd. en su aplicación a losbuenos estudios y será un hombre de provecho.No puedo hoy tener el gusto de conocer elpoema; pero ya me habían hablado de Vd. congrandes encomios y desde luego formé propó-sito de que se le diera a Vd. una plaza en laoficina de Interpretación de Lenguas, donde suprecocidad sería de gran provecho. Sírvase us-ted dejarme su nombre...

D. Celestino iba a contestar rectificando elerror; pero su turbación se lo impidió. Antesque mi compañero pudiera decir una palabra,

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levanteme yo, y extendiendo mi nombre sobreun papel que en la mesa encontré, ofrecilo res-petuosamente al Príncipe, que concluyó así:

-Ruego a Vds. que tengan la bondad de reti-rarse, pues mis ocupaciones no me permitenprolongar esta audiencia.

Hicimos nuevas cortesías, D. Celestino bal-buceó las fórmulas pomposas propias del caso,y salimos del despacho del Príncipe. Al pasarpor la sala donde esperaban con impaciencialos demás pretendientes, el ujier lanzó esta te-rrorífica exclamación: -«¡No hay audiencia!».

Al encontrarse en la calle, el buen cura, re-cobrando la serenidad de su espíritu y la soltu-ra de su lengua, me dijo con cierto enojo:

-¿Por qué no le dijiste tú que el poema no eratuyo sino mío?

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No pude menos de soltar la risa, viéndolepicado en su amor propio, y considerando elextraño resultado de nuestra visita al príncipede la Paz.

-VII--Pues, Gabrielillo -me dijo D. Celestino

cuando entrábamos en la casa-, cierto es quehay demasiada gente en el pueblo. Se ven porahí muchas caras extrañas, y también pareceque es mayor el número de soldados. ¿Vesaquel grupo que hay junto a la esquina? Pare-cen trajineros de la Mancha... y entre ellos seven algunos uniformes de caballería. Por estelado vienen otros que parecen estar bebidos...¿oyes los gritos? Entrémonos, hijo mío, no nosdigan alguna palabrota. Aborrezco el vulgo.

En efecto, por las calles del Real Sitio, y porla plaza de San Antonio discurrían más o me-

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nos tumultuosamente varios grupos, cuyo as-pecto no tenía nada de tranquilizador. Asomá-base a las ventanas el vecindario todo, paraobservar a los transeúntes, y era opinión gene-ral, que nunca se había visto en Aranjuez tantagente. Entramos en la casa, subimos al cuartode D. Celestino, y cuando este sacudía el polvode su manteo y alisaba con la manga las rebel-des felpas del sombrero de teja, la puerta seentreabrió, y una cara enjuta, arrugada y more-na, con ojos vivarachos y tunantes, una cara deesas que son viejas y parecen jóvenes, o al con-trario, cara a la cual daba peculiar carácter todala boca necesaria para contener dos filas dedescomunales dientes, apareció en el hueco.Era Gorito Santurrias, sacristán de la parroquia.

-¿Se puede entrar, señor cura? -preguntó,sonriendo, con aquella jovialidad mixta debufón y de demonio que era su rasgo sobresa-liente.

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-A tiempo viene el Sr. Santurrias -dijo el curafrunciendo el ceño-, porque tengo que preve-nirle... Sepa Vd. que estoy incomodado, sí se-ñor; y pues los sagrados cánones me autorizanpara imponerle castigo... allá veremos... y digoy repito que la gente que se ve por ahí no vienea lo que Vd. me indicó esta mañana. Pues nofaltaba más.

-Señor cura -contestó irrespetuosamenteSanturrias-, esta noche me desollará las manosla cuerda de la campana grande. Es precisotocar, tocar para reunir la gente.

-¡Ay de Santurrias si suenan las campanassin mi permiso!... Pero ¿qué quiere esa gentuza?¿Qué pretende?

-Eso lo veremos luego.

-Ande Vd. con Barrabás, diablo de siete co-las. ¿Pero a qué viene esa gente a Aranjuez? -repitió D. Celestino dirigiéndose a mí-. Gabriel,

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se nos olvidó advertir al señor príncipe de laPaz lo que pasa, y aconsejarle que no esté des-prevenido. ¡Cuánto nos hubiese agradecido SuAlteza nuestro solícito interés!

-Ya se lo dirán de misas -murmuró burlo-namente Santurrias-. Lo que quiere esa gente esimpedir que nos lleven para las Indias a nues-tros idolatrados Reyes.

-¡Ja, ja! -exclamó el sacerdote poniéndoseamarillo-. Ya salimos con la muletilla. Como siuno no tuviera autoridad para desmentir talesrumores; como si uno no fuera amigo de perso-nas que le enteran de lo que pasa; como si unono estuviera al tanto de todo.

Diciendo esto, D. Celestino no quitaba de mílos ojos, buscando sin duda una discreta con-formidad con sus afirmaciones. En tanto Santu-rrias, que era uno de los sacristanes más tunosy desvergonzados que he visto en mi vida, nocesaba de burlarse de su superior jerárquico,

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bien contradiciéndole en cuanto decía, biencantando con diabólica música una irreverenteensaladilla compuesta de trozos de sainetemezclados con versículos latinos del Oficio or-dinario.

-¡Ay señor cura, señor cura! -dijo-. Si vere-mos correr a su paternidad por el camino deMadrid con los hábitos arremangados. ¡Ja, ja, ja!

Préstame tu moquerosi está más limpiopara echar los tostonesque me has pedido.

Asperges me, Domine, hissopo, et mundabor.

-Mi dignidad -repuso el clérigo cada vezmás amostazado- no me permite rebajarmehasta disputar con el Sr. de Santurrias. Si yo nole tratara de igual, como acostumbro, no sehabría relajado la disciplina eclesiástica; peroen lo sucesivo he de ser enérgico, sí señor,

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enérgico, y si Santurrias se alegra de que esaplebe indigna vocifere contra el príncipe de laPaz, sepa que yo mando en mi iglesia, y... nodigo más. Parece que soy blando de genio; peroCelestino Santos del Malvar sabe enfadarse, ycuando se enfada...

-Cuando llegue la hora del jaleo, señor cura,su paternidad nos sacará aquellas botellitas quetiene guardadas en el armario, para que nosrefresquemos -dijo Santurrias descosiéndose derisa otra vez.

-Borracho; así está la santa Iglesia en tuspícaras manos -repuso el clérigo-. Gabriel,¿querrás creer que hace dos días tuve que cogerla escoba y ponerme a barrer la capilla del San-to Sagrario, que estaba con media vara de basu-ra? Desde que llegué aquí, me dijeron que estehombre acostumbraba visitar la taberna del tíoMalayerba: yo me propuse corregirlo con pia-dosas exhortaciones, pero ¡el diablo le lleve!,hay días, chiquillo, que hasta el vino del santo

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sacrificio desaparece de las vinajeras. ¡Y esto sepermite tener opinión, y disputar conmigo,asegurando que si cae o no cae el dignísimo, eleminentísimo, ¡óigalo Vd. bien, el incompara-bilísimo príncipe de la Paz!

-Pues, y nada más. ¡Como que no le van aarrastrar por las calles de Aranjuez, como algigantón de Pascua florida!...

-¡Qué abominaciones salen por esa boca,Dios de Israel!

Santurrias tan pronto ahuecaba la voz paracantar gravemente un trozo de la misa o deloficio de difuntos, como la atiplaba entonandocon grotescos gestos una seguidilla. Luego imi-taba el son de las campanas, y hasta llegó en suirrespetuoso desparpajo, a remedar la voz gan-gosa de mi amigo, el cual todo turbado variabade color a cada instante, sin poder sobreponer-se a las zumbas de su miserable subalterno.

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-Pero en resumen -dijo al fin- ¿qué es lo quemi señor sacristán espera? ¿Cuenta, sin duda,con ordenarse de menores para que le hagancardenal subdiácono?

-Allá veremos, Sr. D. Celestino -contestó elbufón-. Esta noche o mañana veremos lo quehace Santurrias. No tema nada mi curita; queya le pondremos en salvo.

Tuba mirum spargens sonumper sepulchra rigionumcoget omnes ante thronum.Esta sí que es tira, tirana:ojo alerta, cuidado, señores,que aunque tengan las caras de platamuchas tienen las manos de cobre.

-Eso es, mezcle Vd. los cantos divinos conlos mundanos. Me gusta. Pero se me acaba lapaciencia, señor rapa-velas. ¡Oh Gabriel!, estoysofocadísimo. Yo bien sé que no hay nada; que

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no ocurre nada: bien sé que de ese monigote nohay que hacer caso. Sabe Dios cuántos cuarti-llos de lo de Yepes tendrá en el bendito estó-mago; pero conviene averiguar... Mira hijito, saltú por ahí, entérate bien, y tráeme noticias de loque se dice en el pueblo. Puede que esos tunan-tes tengan el propósito aleve... Si así fuese, hazlo que te digo; que aquí quedo yo esperándote;y en cuanto descabece un sueñecito, iré a pre-venir al Príncipe, para que se ande con cuida-do... Pues no me lo agradecerá poco el buenseñor.

No sólo por obedecerle sino también por sa-tisfacer mi curiosidad, salí de la casa y recorrílas calles del pueblo. El gentío aumentaba entodas partes, y especialmente en la plaza de SanAntonio. No era preciso molestar a nadie conpreguntas para saber que el generoso pueblo,enojado con la noticia verdadera o falsa de quelos Reyes iban a partir para Andalucía, parecíadispuesto a impedir el viaje, que se consideraba

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como una combinación infernal fraguada porGodoy de acuerdo con Bonaparte.

En todos los grupos se hablaba del generalí-simo, como es de suponer, y en verdad digoque no hubiera querido encontrarme en el pe-llejo de aquel señor a quien poco antes habíavisto tan fastuoso y espléndido; pero sabido esque la fortuna suele ser la más traidora de lasdiosas con aquellos mismos que favoreció de-masiado, y no hay que fiarse mucho de estaruin cortesana. Decía, pues, que a los vasallosdel buen Carlos no les parecía muy bien el via-je, y aunque hasta entonces no se les habíahablado del derecho a influir en los destinos deesta nuestra bondadosa madre España, ello es,que guiados, sin duda, por su instinto y bueningenio aquellos benditos, se disponían a pro-bar que para algo respiraban doce millones deseres humanos el aire de la Península.

Más de dos horas estuve paseándome porlas calles. Como a cada instante llegaba gente

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de la corte traté de encontrar alguna personaconocida; pero no hallé ningún amigo. Ya meretiraba a la casa del cura, cercana la noche,cuando de un grupo se apartó un joven de másedad que yo y llegándose a mí con aparatosaoficiosidad, me saludó llamándome por minombre y pidiéndome informes acerca de miimportantísima salud. Al pronto no le conocí;mas cuando cambiamos algunas palabras, caíen la cuenta de que era un señor pinche de lasreales cocinas, con quien yo había trabado co-nocimiento cinco meses antes en el palacio delEscorial.

-¿No te acuerdas de quién te daba de cenartodas las noches? -me dijo-. ¿No te acuerdas delque te contestaba a tus mil preguntas?

-¡Ah!, sí -repuse-, ya reconozco al Sr. Lopito;has engordado sin duda.

-La buena vida, amigo -dijo con petulancia,terciando airosamente la capa en que se envolv-

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ía-. Ya no estoy en las cocinas; he pasado a lamontería del señor infante D. Antonio Pascual,donde no hay mucho que hacer y se divierteuno. Velay; ahora nos han mandado que nosquitemos las libreas, y paseemos por el pue-blo... en fin, esto no se puede decir.

-Pues yo por nada serviría en palacio. Tresdías fui paje de la señora condesa Amaranta, yquedé harto.

-Quita allá; en ninguna parte se vive comoen palacio, porque después que le dan a unobuena cama, buen plato y buena ropa, cuandollega una ocasión como esta no falta un doblon-cito en el bolsillo... pero esto no es para dichoaquí entre tanta gente, y allí está la taberna deltío Malayerba, que parece llamarnos, para querefrescando en ella nos contemos nuestras vi-das.

Lopito era un chicuelo de esos que prematu-ramente se quieren hacer pasar por hombres,

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pues también entonces existía esta casta, noconociendo para tal objeto otros medios quebeber a porrillo y dar de puñetazos en las me-sas, desvergonzarse con todo el mundo, mirarcon aire matachín, y contar de sí propios inve-rosímiles aventuras. Pero con estas cualidadesy otras muchas, el ex-pinche no dejaba de sersimpático, sin duda porque unía a su vanidosadesenvoltura la generosidad y el rumbo, queacompañan por lo regular a los pocos años.Convidome a cenar en la taberna, charlamosluego hasta las nueve y nos separamos tanamigotes, cual si hubiéramos aprendido a leeren la misma cartilla.

Al día siguiente, como no era posible vol-verme a Madrid, a causa de que los trajinerospedían fabulosos precios por el viaje, nos re-unimos otra vez. Lopito estaba tan desocupadocomo yo, y entre la taberna del tío Malayerba ylos jardines del Príncipe nos pasamos la mayorparte del día, conferenciando sobre cuanto nos

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ocurría, y especialmente acerca de aconteci-mientos públicos, asunto en que él se daba ex-traordinaria importancia. Al principio se mos-traba algo reservado en esta cuestión; pero porúltimo, no pudiendo resistir dentro de su almael sofocante peso de un secreto, se franqueóconmigo generosamente.

-Si quieres -me dijo- puedes ganarte algunoscuartos. Yo te llevaré a casa del Sr. Pedro Co-llado; criado de S. A. el príncipe Fernando, yverás cómo te dan soldada. ¿Ves esos paletosmanchegos que andan por ahí? Pues todos co-bran ocho, diez o doce reales diarios, con viajepagado y vino a discreción.

-¿Y por qué es eso, Lopito? Yo creí que esagente gritaba y chillaba porque así era su gusto.¿De modo que todo eso de vivan nuestros reyes ylo de muera el choricero es porque corre el dine-ro?

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-No: te diré. Los españoles todos aborrecen aese hombre; mas para que dejen sus casas ytierras y sus caballerías por venir aquí a gritar,es preciso que alguien les dé el jornal que pier-den en un día como este. Todos los que servi-mos al infante D. Antonio Pascual y los criadosdel príncipe de Asturias hemos estado por ahíbuscando gente. De Madrid hemos traído me-dio barrio de Maravillas, y en los pueblos deOcaña, Titulcia, Villatobas, Corral de Alma-guer, Villamejor y Romeral, creo que no hanquedado más que las mujeres y los viejos, pueshasta un racimo de chiquillos trajo el Sr. Colla-do.

-Pero tonto -dije yo, creyendo presentar unargumento decisivo-, ¿qué importa que todaesa gente chille a las puertas de palacio pidien-do lo que no les han de dar? ¿Pues no tiene ahíS. M. sus reales tropas para hacerse respetar?Porque o somos o no somos. Si con un puñadode gente gritona traída de los pueblos y de las

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Vistillas de Madrid se puede obligar al rey aque haga una cosa, no sé para qué se toma eseseñor el trabajo de llevar corona en la cabeza.

-Dices bien, Gabrielillo, y si el condenadogeneralísimo estuviera seguro de que la tropale sostenía, ya podían volverse a sus casas to-dos esos caballeros, que han venido a darle unaserenata; pero tú no sabes de la misa la media.También han repartido dinero a la tropa-añadió bajando la voz-; y como el príncipe deAsturias tiene no sé cuántas arcas llenas de on-zas de oro que le ha ido dando su padre parajuguetes... ya ves... S. A. hará lo que le dé lagana, porque le ayudan todos los señores de lagrandeza, muchos obispos, muchos generales,y hasta los mismos ministros que ahora tiene elRey.

-Eso sí que es una grandísima picardía-exclamé con ira-. Son ministros del Rey, soncompañeros del otro, a quien sin duda debenlos zapatos con que se calzan, y al mismo tiem-

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po le hacen la mamola al niño Fernando, por-que ven que el pueblo le quiere, y dicen: «Porfas o nefas, por la mano derecha o por la iz-quierda, no ha de tardar en sentarse en el tro-no».

Con este diálogo llegamos a la taberna, y allínos sentamos, pidiendo Lopito para sí aguar-diente de Chinchón, y yo tintillo de Arganda.No estábamos solos en aquella academia debuenas costumbres, porque cerca de la mesa enque nosotros perfeccionábamos nuestra natura-leza física y moral, se veían hasta dos docenasde caballeros, en cuyas fisonomías reconocí aalgunos famosos Hércules y Teseos de Lava-piés, de aquellos que invocó con épico acento elpoeta al decir:

Grandes, invencibles héroes,que en los ejércitos diestrosde borrachera, rapiña,gatería y vituperio,

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fatigáis las faltriqueras...

Entre estos hombres vi otros de figura extra-ña, y tan astrosos y con tanto andrajo cubiertos,que daba lástima verlos.

-Estos -me dijo Lopito satisfaciendo mi cu-riosidad- son lo mejorcito de Zocodover deToledo, donde ejercitan su destreza en el alige-ramiento de bolsillos y alivio de caminantes.

También entraron en las tabernas muchossoldados de caballería, y al poco rato se habíaentablado conversación tan viva que no eraposible entender ni una palabra, si palabraspueden llamarse las vociferaciones y juramen-tos de aquella gente. Unos sostenían que la fa-milia real partiría aquella misma tarde, y otrosque el Rey no había pensado en tal viaje. Prontose disiparon las dudas, porque corrió la voz deque S. M. dirigía la voz a sus súbditos por me-dio de una proclama que al punto se fijó entodos los sitios públicos. En ella, después de

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llamar vasallos a los españoles, decía el buenCarlos IV, que la noticia del viaje era invenciónde la malicia, que no había que temer nada delos franceses, nuestros queridos amigos y alia-dos, y que él era muy dichoso en el seno de sufamilia y de su pueblo, al cual conceptuabaasimismo como empachado de prosperidad ybienaventuranza al amparo de paternales insti-tuciones.

La mayor parte de los héroes de Zocodovery las Vistillas, no parecían inclinados a darcrédito a la regia palabra, antes bien se burla-ban de cuantos acudían a leerla, añadiendo: -No se nos engañará. A mí con esas... Aspacito,Sr. D. Carlos, que ya lo arreglaremos.

Cuando fui a casa encontré a D. Celestinoloco de alegría: paseaba con la sotana suelta porsu habitación, y aunque no estaba presente niaun en sombra el pícaro sacristán, mi amigoprofería con desaforado acento estas palabras:

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-¿Lo ves, malvado Santurrias? ¿Lo ves, tu-nante, borracho, mal acólito, que no sabes másque juntar gotas de aceite y mocos de vela paravenderlo en pelotillas? ¿Ves cómo yo teníarazón? ¿Ves cómo los Reyes no han pensadonunca en semejante viaje? Sí, que ahí están esosseñores en el trono para darte gusto a ti, pérfi-do sacristán, escurridor de lámparas y ganzúade cepillos. ¿No bastaba que lo dijera yo, quesoy amigo de Su Alteza Serenísima, y tengoestudios para comprender lo que conviene alinterés de la nación? Véngase Vd. ahora conbromitas, amenáceme con tocar las campanassin mi permiso. ¡Ah!, agradézcame el muy tu-nante que no me cale ahora mismo el manteo yteja para ir en persona a contarle a Su Altezaqué clase de pajarraco es usted, con lo cual,dicho se está que el señor Patriarca me lopondría de patitas en la calle. Pero no, Sr. San-turrias; soy un hombre generoso y no iré; noquiero quitarle el pan a un viudo con cuatrohijos. Pero véngase Vd. ahora con bromitas

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diciendo que mi paisano acá y allá; y que le vana arrastrar, y repita aquello de «¡Viva Fernan-do, Kirie eleyson! ¡Muera Godoy, Christe eley-son!» con que me despierta todos los días.

A este punto llegaba, cuando advirtió que yoestaba delante, y echándome los brazos al cue-llo, me dijo:

-Al fin hemos salido de dudas. Todo era in-vención de Santurrias. ¿Qué hay por el pueblo?Estará la gente contentísima ¿no? Ahora cuan-do salga el señor príncipe de la Paz a paseosupongo que le victorearán... ¡Ay!, qué sustome he llevado, hijito. De veras creí que íbamosa tener un motín. ¡Un motín! ¿Sabes tú lo que eseso? En mi vida he visto tal cosa y sírvase Diosllevarme a su seno, antes que lo vea. Un motínno es ni más ni menos que salirse todos a lacalle gritando viva esto o muera lo otro, y rom-per alguna vidriera y hasta si se ofrece golpeara algún desgraciado. ¡Qué horror! Gracias aDios no tendremos ahora nada de esto, y sin

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duda la prudencia y tino de aquel hombre...¿Sabes que estuve en su palacio a prevenirle delo que pasaba y no me recibió?...

-Lo creo. En estos días no tendrá Su Altezahumor para recibir, porque como dijo el otro,no está la Magdalena para tafetanes.

-Tal vez él tenga noticias de las picardías deSanturrias y de los otros perdidos con quien sejunta en la taberna del tío Malayerba -continuóel cura-. ¿Pero en dónde está ese endemoniadosacristán? No parece por aquí porque sabe quele he de poner más colorado que un pimientoriojano.

No había acabado de decirlo, cuando entre-abriéndose la puerta, dejó ver los dientes, laplegada y siempre risueña boca, la exprimidacara y arrugada frente del sacristán.

-Venga acá -exclamó D. Celestino con albo-rozo-; venga el sapientísimo Sr. Santurrias, pre-

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sunto cardenal metropolitano; venga acá paraque nos ilustre con su saber, para que nos acon-seje con su prudencia. ¿Puede decirnos cuándoes el viaje? Porque yo tengo para mí que la pro-clama de S. M. es una tiñería; y qué crédito me-rece el Rey de las Españas, de las Indias de Je-rusalén, de Rodas, etc., cuando habla el Excmo.Sr. D. Gregorio de las Santurrias, sacristán quefue de monjas Bernardas, y hoy de mi parro-quia. A ver, ¿nos sacará de dudas su señoría?

-Mañana, mañana, mañanita, señor cura-contestó el sacristán-. Dígame su paternidad:¿saca o no las botellicas?

Y luego, sin desconcertarse ante la ironía desu superior, sino por el contrario burlándose delos graves gestos con que se le interpelaba, em-pezó a entonar los singulares cantos de su re-pertorio, haciendo mil grotescos visajes y mo-viendo los brazos, ya en ademán de repicar, yaaparentando recorrer el teclado de un órgano,

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ya en fin, con la postura propia de tocar la gui-tarra, sin dejar de cantar en la forma siguiente:

-Domine, ne in furore tuo arguas me...

Es la corte la mapade ambas Castillas,y la flor de la cortelas Maravillas.Anda moreno,que no hay cosa en el mundocomo tu pelo.

De profundis clamavi ad te, Domine Domine ex-audi vocem meam...

Don, dilondón, don, don.

-VIII-

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Al día siguiente no hallé tampoco quien mellevase a Madrid; pero deseando vivamentesaber de Inés y curioso por oír de sus propioslabios si era verdad o mentira la bienaventu-ranza que le habían ofrecido los Requejos, de-terminé marcharme a pie, lo cual, si no era muycómodo, era más barato: don Celestino y yohablábamos de esto, cuando Lopito entró abuscarme.

-Esta noche -me dijo al bajar la escalera- ten-dremos fiesta. No lo digas ni a tu camisa, Ga-brielillo. Pues verás... aquel papelote que escri-bió ayer el Rey es una farsa. Bien decía yo queD. Carlitos, con su carita de pascua, nos estáengañando.

-¿De modo que hay viaje?

-Tan cierto como ahora es día. Pero como noqueremos que se vayan, porque esto es enjua-gue de Napoleón con Godoy para luego repar-tirse a España entre los dos; como no queremos

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que se vayan, el viaje se prepara ocultamentepara esta noche. Si fuera verdad que no pensa-ban salir, ¿por qué no se ha retirado la tropa?¿Por qué ha venido más tropa y más tropa, ymás tropa? ¿Ves? Ahora está entrando un ba-tallón por la calle de la Reina.

Confieso que a mí no me importaba gran co-sa que saliese un batallón o entraran ciento, nitampoco me ponía en cuidado el que mi Sr. D.Carlos se marchara a Andalucía o a donde me-jor le conviniese. Así se lo manifesté a mi ami-go; pero hallándose el alma de Lopito inundadade generoso entusiasmo, por el bien del reino, mehizo ver que mi indiferencia era censurable yhasta criminal. Largas horas pasamos discu-rriendo por el pueblo y matando el tiempo conamenas conversaciones. Él se empeñó en lle-varme a la taberna, y a la taberna fuimos. Laconcurrencia era la misma, aunque el panora-ma de caras había variado, viéndose entre ellasla de Santurrias, que no era la menos animada.

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También estaba allí muy macilento y medita-bundo, con los agujereados codos sobre la me-sa, el poeta calagurritano que tres años antescapitaneaba la turba de silbantes en el estrenode El sí de las niñas, y con él libaba el néctar deEsquivias en el mismo vaso otro de los diosesmenores del Olimpo Comellesco, el famosoCuarta y Media, calderero y poeta. ¡Pobres hijosde Apolo!

El pinche me dijo que todos aquellos perso-najes habían venido de Madrid traídos por losconfeccionadores de la conjuración, y añadió:

-Esto para que se vea que también tomanparte los hombres que se llaman científicos.

No puedo menos de decir que toda aquellagente me repugnaba, y en cuanto a sus inten-ciones y propósitos, todo me parecía absurdosin explicarme por qué.

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-Estúpidos -decía para mí- ¿pensáis que se-mejante gatería es capaz de quitar y poner re-yes a su antojo?

Pero en la noche de aquel mismo día fuecuando pude medir en toda su inexploradaprofundidad el abismo de ignorancia y fana-tismo de aquel puñado de revolucionarios. Nohallando otro alivio a mi aburrimiento que laasistencia a la taberna en compañía de Lopito,en cuanto cerró la noche procuré tranquilizar aD. Celestino y me fui allá. Lopito, que meaguardaba con impaciencia, me dijo al verme asu lado:

-Me alegro de que hayas venido, pues coneso no perderás lo mejor. Aquí está reunidatoda la gente, y después... después veremos.

La taberna del tío Malayerba estaba llena debote en bote, y también disfrutaba el honor deuna desmesurada concurrencia, un patio in-terior destinado de ordinario a paradero y taller

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de carretería. No puedo haceros formar idea dela variedad de trajes que allí vi, pues creo quehabía cuantos han cortado la historia, la cos-tumbre y el hambre con su triple tijera. Veíansemuchos hombres envueltos en mantas, consombrero manchego y abarcas de cuero; otrostantos cuyas cabezas negras y redondas ador-naba un pingajo enrollado, última gradación deturbante oriental; otros muchos calzados con lasilenciosa alpargata, ese pie de gato que tanbien cuadra al ladrón; muchos con chalecosbotonados de moneditas, se ceñían la faja mo-rada, que parece el último jirón de la banderade las comunidades; y entre esta mezcolanza depaños pardos, sombreros negros y mantas ama-rillas, se destacaban multitud de capas encar-nadas cubriendo cuerpos famosos de las Visti-llas, del Ave-María, del Carnero, de la Paloma,del Águila, del Humilladero, de la Arganzuela,de Mira el Río, de los Cojos, del Oso, del Tribu-lete, de Ministriles, de los Tres Peces, y otroscélebres faubourgs (permítasenos la palabrota)

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donde siempre germinó al beso del sol de Cas-tilla la flor de la granujería.

En cuanto a la variedad de las voces nadapuedo decir, porque todos hablaban a un tiem-po. Pero al fin de aquella reunión, como en to-das las de igual naturaleza, resonó una vozpara dominar a las demás. La multitud sabe aveces callar para oír, sin duda porque se mareacon sus propios gritos. Algunos de los presen-tes dijeron: «que hable Pujitos», y al instantePujitos, cediendo a los reiterados ruegos de susamigos políticos (dispensadme este anacronis-mo), salió al mostrador de la taberna, rompien-do tres vasos y dos botellas, que sin duda lecargarían en cuenta al heredero de la corona dedos mundos.

Pujitos era lo que en los sainetes de D.Ramón de la Cruz se señala con la denomina-ción de majo decente, es decir, un majo que lo eramás por afición que por clase, personaje subli-mado por el oficio de obra prima, el de carpin-

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tero o el de platero, y que no necesitaba venderhierro viejo en el Rastro, ni acarrear aguas delas fuentes suburbanas, ni cortar carne en lasplazuelas, ni degollar reses en el matadero, nivender aguardiente en Las Américas, ni macha-car cacao en Santa Cruz, ni vender torrados enla verbena de San Antonio, ni lavar tripas allápor el portillo de Gilimón, ni freír buñuelos enla esquina del hospital de la V.O.T., ni menos sedegradaba viviendo holgadamente a expensasde ninguna mondonguera, o castañera, o dealguna de las muchas Venus salidas de la jabo-nosa espuma del Manzanares. Pujitos estabacon un pie en la clase media; era un artesanohonrado, un hábil maestro de obra prima; perotan hecho desde su tierna y bulliciosa infancia alas trapisondas y jaleos manolescos, que ni en eltraje ni en las costumbres se le distinguía de losfamosos Tres Pelos, el Ronquito, Majoma, yotras notabilidades de las que frecuentementesalían a visitar las cortes y sitios reales de Ceu-ta, Melilla, etc.

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Pujitos era español, y como es fácil com-prender, tenía su poco de imaginación, puesalguno de los granos de sal pródigamente es-parcidos por mano divina sobre esta tierra,había de caer en su cerebro. No sabía leer, ytenía ese don particular, también español neto,que consiste en asimilarse fácilmente lo que seoye; pero exagerando o trastornando de talmanera las ideas, que las repudiaría el mismoque por primera vez las echó al mundo. Pujitosera además bullanguero; era de esos que entodas épocas se distinguen, por creer que losgritos públicos sirven de alguna cosa; gustabade hablar cuando le oían más de cuatro perso-nas, y tenía todos los marcados instintos delpersonaje de club; pero como entonces no habíatales clubs, ni milicias nacionales, fue precisoque pasaran catorce años para que Pujitos en-trara con distinto nombre en el uso pleno desus extraordinarias facultades. Setenta añosmás tarde, Pujitos hubiera sido un zapaterosuscrito a dos o tres periódicos, teniente de un

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batallón de voluntarios, vicepresidente dealgún círculo propagandista, elector diestro yactivo, vocal de una comisión para la comprade armas, inventor de algún figurín de unifor-me; hubiera hablado quizás del derecho al trabajoy del colectivismo, y en vez de empezar sus dis-cursos así: «Jeñores: denque los güenos españo-les...», los comenzaría de este otro modo: «Ciu-dadanos: a raíz de la revolución...».

Pero entonces no se había hablado de los de-rechos del hombre, y lo poco que de la sobe-ranía nacional dijeron algunos, no llegó a lastapiadas orejas de aquel personaje; ni entonceshabía asociaciones de obreros, ni derecho altrabajo, ni batallones de milicias, ni gorros en-carnados; ni había periódicos, ni más discursosque los de la Academia, por cuyas razones Puji-tos no era más que Pujitos.

De pie sobre el mostrador, con la capa ter-ciada, el sombrero echado sobre la ceja derecha,aquel personaje, hombre pequeño de cuerpo, si

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bien de alma grande, morenito, con sus ojuelosabrillantados por los vapores que le subían delestómago, habló de esta manera:

-Jeñores: denque los güenos españoles gol-vimos en sí, y vimos quese menistro de los di-monios tenía vendío el reino a Napolión, risol-vimos ir en ca el palacio de su sacarreal majes-tad pa icirle cómo estemos cansaos de que nosgobierne como nos está gobernando, y que naamás sino que nos han de poner al Príncipe deAsturias, para que el puebro contento diga, «elKirie eleyson cantando, ¡Viva el príncipe Fer-nando!». (Fuertes gritos y patadas.) Ansina se hade hacer, que ínterin quel otro se guarda el di-nero de la Nación, el puebro no come, y Madridno quiere al menistro, con que, ¡juera el menis-tro!, que aquí semos toos españoles, y si quie-ren verlo, úrgennos un tantico y verán dó te-nemos las manos. (Señales de asentimiento.) Possigo iciendo que esombre nos ha robao, nos haperdío, y esta noche nos ha de dar cuenta de

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too, y hamos de ecirle al Rey que le mande apresillo y que nos ponga al príncipe Fernando,a quien por esta (y besó la cruz), juro que leefenderemos contra too el que venga, manquetenga enjércitos y más enjércitos. Jeñores: asta-mos ya hasta el gañote, y ahora no hay naa mássino dejarse de pedricar y coger las armas pa-cabar con Godoy, y digamos toos con el ángel:

El Kirie eleyson cantando,¡Viva el príncipe Fernando!

Un alarido, un colosal balido resonó en lataberna, y el orador bajó de su escabel, rom-piendo otro vaso. Mientras limpia el sudor desu frente coronada con los laureles oratorios, lamoza de la taberna se acerca a escanciarle vino.¿Es Hebe, la gallarda copera de los dioses, quevierte el néctar de Chipre en el vaso de oro deljoven de los rubios cabellos, al regresar de ladiurna carrera? No: es Mariminguilla, la ninfade Perales de Tajuña, a quien trajo desde lasriberas de aquel florido río el Sr. Malayerba,

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dándole el cargo de escanciadora mayor, quedesempeña entre pellizcos y requiebros.

Lopito, que tiene con ella alguna aventurapendiente, la llama, la pellizca también, dícelemil niñerías... pero a todas estas la multitudque ocupa la taberna se levanta obedeciendo ala orden de un hombre que allí se presentó deimproviso. Salieron todos, y yo no queriendoperder el final de una función que parecía serdivertida, les seguí.

-Silencio todo el mundo -dijo una voz, per-teneciente, según comprendí, a persona resuel-ta a hacerse obedecer; y la turba se puso enmarcha con cierto orden. La noche era oscurí-sima; pero serena.

-¿A dónde vamos, Lopito? -pregunté a micompañero.

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-A donde nos lleven -me contestó por lo ba-jo-. ¿A que no sabes quién es ese que nos man-da?

-¿Quién? ¿Aquel palurdo que va delante conmontera, garrote, chaqueta de paño pardo ypolainas; que se para a ratos, mira por las bocacalles y se vuelve hacia acá para mandar quecallen?

-Sí; pues ese es el señor conde de Montijo.Con que figúrate, chiquillo, si no podemos de-cir aquel refrán de... cuando los santos hablan,será porque Dios les habrá dado licencia.

-IX-El grupo recorrió algunas calles, y uniose a

otro más numeroso que encontramos al cuartode hora de haber salido. Lopito, señalándomelas tapias que se veían en el fondo del largocallejón, me dijo:

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-Aquellas son las cocheras y la huerta delPríncipe de la Paz.

Pasamos de largo y vimos de lejos las doscúpulas del palacio. Cerca del mercado se nosunieron otras muchas personas que, según Lo-pito, eran cocheros, palafreneros, pinches, mo-zos de cuadra y lacayos del infante D. Antonioy del príncipe de Asturias.

-Pero ¿qué vamos a hacer aquí? -pregunté ami amigo-. ¿Vamos a impedir que los Reyessalgan del pueblo, o vamos simplemente a to-mar el fresco?

-Eso lo hemos de ver pronto -me contestó-.Yo, si he de decirte la verdad, no sé lo que se hade hacer, porque Salvador el cochero no me hadicho más sino que vaya donde van los demásy grite lo que los demás griten. Ves, ahí frentetenemos el palacio: no hay luces en las ventanasni se oye ruido alguno, como no sea el de lasranas que cantan en los charcos del río.

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La voz del que nos mandaba dijo «alto», yno dimos un paso más.

-Es raro -dije a Lopito muy quedamente- queno hayamos encontrado centinelas que nos de-tengan; ni siquiera una ronda de tropa que nospregunte a dónde vamos a estas horas.

-¡Necio! -me contestó-. ¡Si sabrá la tropa loque se pesca! ¿Pues qué hacen ellos si no estar-se quietecitos en sus cuarteles esperando a queles digan: caballeros, esto se acabó?

Dime por convencido y callé. Durante un ra-to bastante largo no se oyó más que el sordomurmullo de diálogos sostenidos en voz baja,algunos sordos ronquidos, sofocadas toses, y alo lejos el canto de las discutidoras ranas y elrumor de leves movimientos del aire, sacu-diendo las ramas de los olmos, que empezabana reverdecer. La noche era tranquila, triste, im-pregnada de ese perfume extraño que emitenlas primeras germinaciones de la primavera: el

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cielo estaba tachonado de estrellas, a cuya páli-da claridad se dibujaban los espesos y negrasarboledas, la silueta cortada del Real Palacio, ymás allá la figura del Anteo de mármol levan-tado del suelo por Hércules en el grupo de lafuente monumental que limita el llamado Parte-rre. El sitio y la hora eran más propios para lameditación que para la asonada.

De improviso aquel silencio profundo yaquella oscuridad intensa se interrumpieronpor el relámpago de un fogonazo y el estrépitode un tiro que no sé de dónde partió. La turbade que yo formaba parte lanzó mil gritos, des-parramándose en todas direcciones. Parecíaque reventaba una mina, pues no a otra cosapuedo comparar la erupción de aquel rencorcontenido. Todos corrían, yo corría también.Lucieron antorchas y linternas, se alzaron alaire nudosos garrotes: muchas escopetas sedispararon, oyose un son vivísimo de cornetasmilitares, y multitud de piedras, despedidas

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por manos muy diestras, fueron a despedazar,produciendo horribles chasquidos, los cristalesde una gran casa. Era la del Príncipe de la Paz.

La historia dice que el tumulto empezó por-que la turba se empeñó en conocer a una damaencubierta que, acompañada de dos guardiasde honor, salía en coche de casa del generalísi-mo. Aseguran algunos que en una de las ven-tanas del palacio se vio una luz, consideradacomo señal para empezar la gresca.

Del tiro y toque de corneta no tengo duda,porque los oí perfectamente. En cuanto a la luz,yo no la vi, pero creo haber oído decir a Lopitoque él la vio, aunque no estoy muy seguro deello. Poco importa que apareciera o no: lo pri-mero es, si no cierto, muy verosímil, porque elcentro de la conjuración estaba en el alcázar, ylos principales conspiradores eran, como todoel mundo sabe, el príncipe de Asturias, su tío,su hermano, sus amigos y adláteres, muchos

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gentiles hombres, altos funcionarios de la casadel Rey y algunos ministros.

Los alborotadores se multiplicaban a cadamomento, pues nuevas oleadas de gente engro-saban la masa principal, sin que un soldado sepresentase a contener al paisanaje. No tardó encaer al suelo destrozada por repetidos golpes yhachazos la puerta del palacio del Príncipe dela Paz, cuyo nombre pronunciaba el irritadovulgo entre horribles juramentos y amenazas.

La turba siempre es valiente en presencia deestos ídolos indefensos, para quienes ha sonadola hora de la caída. Tienen estos en contra suyala fatalidad de verse abandonados de improvi-so por los amigos tibios, por los servidores asa-lariados y hasta por los que todo lo deben alinfeliz que cae, de modo que a las manos delodio justo o injusto, se unen para rematar lavíctima las manos de la ingratitud, el más cana-lla de todos los vicios. Sintiendo el auxilio de laingratitud, la turba se envalentona, se cree om-

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nipotente e inspirada por un astro divino, ydespués se atribuye orgullosamente la victoria.La verdad es que todas las caídas repentinas,así como las elevaciones de la misma clase, tie-nen un manubrio interior, manejado por manosmás expertas que las del vulgo.

Cuando la puerta de la casa se abrió, precipi-tose la turba en lo interior, bramando de coraje.Su salvaje resoplido me causaba terror e indig-nación, mayormente cuando consideré que ibaa saciar su sed de venganza en la persona de unhombre indefenso. Era aquella la primera vezque veía al pueblo haciendo justicia por símismo, y desde entonces le aborrezco comojuez.

A los gritos de «¡Muera Godoy!» se mezcla-ban preguntas de feroz impaciencia; «¿Le hancogido?». «¿Le han matado?». Todos queríanentrar; pero no era posible, porque la casa esta-ba ya atestada de gente. Desde fuera y al travésde los balcones de par en par abiertos, se veía el

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resplandor de las hachas: siniestros gritos yruidos de muebles o vasos que se quebrabanbajo las garras de la fiera, salían de la casa amezclarse con el concierto exterior. En un ins-tante se encendió una gran hoguera que ilu-minó la calle: las campanas de todas las iglesiasy conventos del pueblo tocaban sin cesar; perono podía definirse si aquellos tañidos eran to-ques de alarma o repiques de triunfo.

Lopito, que bailaba como un demonio ado-lescente junto a la hoguera, se acercó a mí y medijo:

-Gabriel, ¿no te entusiasmas?¿Qué haces ahítan friote? Ven, subamos al palacio. Alguna vezha de ser para nosotros. ¿No dicen que todo loha robado a la nación?

Casi arrastrado por mi joven amigo entré enel palacio y subí a las habitaciones altas,abriéndonos paso por entre los energúmenosque bajaban y subían. Recorrí todas las salas

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por las cuales había transitado dos días antes,llegué al mismo despacho del príncipe, y vi lamesa donde escribí mi nombre. La multitudsubía y bajaba, abría alacenas, rompía tapices,volcaba sofás y sillones, creyendo encontrartras alguno de estos muebles al objeto de su ira;violentaba las puertas a puñetazos; hacía trizasa puntapiés los biombos pintados; desahogabasu indignación en inocentes vasos de China;esparcía lujosos uniformes por el suelo, desga-rraba ropas, miraba con estúpido asombro suespantosa faz en los espejos, y después losrompía; llevaba a la boca los restos de cena queexistían aún calientes en la mesa del comedor;se arrojaba sobre los finos muebles para que-brarlos, escupía en los cuadros de Goya, gol-peaba todo por el simple placer de descargarsus puños en alguna parte; tenía la voluptuosi-dad de la destrucción, el brutal instinto tanpropio de los niños por la edad como de losque lo son por la ignorancia; rompía con frui-ción los objetos de arte, como rompe el rapaz en

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su despecho la cartilla que no entiende; y enesta tarea de exterminio la terrible fiera em-pleaba a la vez y en espantosa coalición todassus herramientas, las manos, las patas, las ga-rras, las uñas y los dientes, repartiendo puñeta-zos, patadas, coces, rasguños, dentelladas, tes-tarazos y mordiscos.

La rabia del monstruo aumentó cuando co-rrieron de boca en boca estas frases: «No estáese perro». «El endino se ha escapao». Efecti-vamente; el Príncipe no parecía por ningunaparte, de lo cual me alegré.

Cuando la turba no puede saciar su hambrede destrucción en el objeto humano de su ren-cor, suele darse el gustazo de tomar venganzaen los cuerpos inocentes de los muebles que aaquel pertenecieron. Así ha ocurrido en todoslos motines de nuestro repertorio, y así ocurrióen aquel, más que ninguno famoso, por las di-versas causas que lo ocasionaron. Convencidos,pues, los conjurados de que no habrían a las

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manos ni un pelo del Príncipe de la Paz, conci-bieron el heroico pensamiento de quemar todaslas preciosidades del palacio recién saqueado.

Con gozo sin igual, con la embriaguez deltriunfo y la conciencia de su fuerza irresistible,comenzaron los nuevos huéspedes del palacio aarrojar por los balcones sillas, sofás, tapices,vasos, cuadros, candelabros, espejos, ropas,papeles, vajillas y otros mil perversos cómpli-ces de la infame política de Godoy. La fieracumplía este cometido con cierto orden, sindejar de decir: «¡Muera ese tunante, ladrón!», y«¡Viva el Rey, viva el Príncipe de Asturias!».

Pero antes de que empezara esta operación,y cuando los exploradores se convencieron deque el Príncipe había huido, la Princesa de laPaz, que estaba hasta entonces oculta, se pre-sentó pidiendo socorro, e implorando la com-pasión de la multitud. El miedo hacía temblar ala infeliz señora, lo mismo que a su hija, niña decorta edad que con ambos puños en los ojos

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lloraba sin consuelo. No sé si los ruegos de lamadre y de la hija ablandaron a los amotina-dos, o si las personas de categoría que dirigíanla fiesta determinaron poner en salvo con todomiramiento y consideración a la infeliz prince-sa; lo cierto fue, que lejos de maltratarla de obrao de palabra, sacáronla de la casa, y puesta enuna berlina fue llevada en ca el palacio de losreyes, como decía Pujitos, quien sin que nadiese lo ordenara, se encargó de tan caballerescacomisión.

Ustedes comprenderán que todo lo que fue-se figurar en primer término agradaba a Puji-tos, así es que si se reunía un pelotón para mar-char a cualquier parte, allí estaba él para man-darlo, complaciéndose en decir: «Marchen, me-dia güelta a lizquielda», con tanta marcialidadcomo un coronel de guardias walonas. No mecansaré de repetirlo: Pujitos tenía en su cráneoentre un lobanillo y un chichón, la protuberan-cia (¿cómo lo diré...?) la protuberancia de la

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tenientividad. Como Napoleón el genio de laguerra, poseía él el instinto de la milicia nacio-nal; mas los hados no quisieron que llegase amandar ninguna compañía de aquella honradafuerza, porque antes de 1820 la Parca cruel loarrebató de este mundo, privando a nuestroplaneta de tan grande y simpática figura.

Cuando los infatigables trabajadores delmotín comenzaron a arrojar por ventanas ybalcones los muebles del palacio, Lopito, quellevaba a cuestas una maravillosa obra de por-celana, producto de los talleres de la Moncloa,se llegó a mí y díjome:

-Gabrielillo, cuidado cómo coges nada. El tíoPedro, que está allí observando lo que hacemos,tiene en la mano una pistola, y dice que levan-tará la tapa de los sesos al que robe cualquierchuchería. No es el único gran caballero queanda entre nosotros. ¿Ves aquel hombre vestidode majo que está dando de patadas a un retratode cuerpo entero? Pues es un gentil-hombre del

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cuarto del Príncipe. ¿Ves?, ya pasó el pie delotro lado de la tela. Tremendo agujero le hanhecho. ¡Al fuego, al fuego!

La hoguera, alimentada con tanto combusti-ble, subía a enorme altura, y las llamas oscilan-tes iluminaban de un modo pavoroso la calletoda, y también el interior del palacio. Parecía-mos los cíclopes de una inmensa fragua; y digoparecíamos, porque yo también, temiendo quemi falta de entusiasmo fuera sospechosa y meproporcionase algún porrazo, puse manos a laobra, y cogiendo una armadura milanesa, encuyo peto y casco se veían batallas microscópi-cas trabajadas por finísimo cincel, di con ella enla calle y en la hoguera. Ni por un momentocesaban los gritos de «muera Godoy»; y sinduda querían matarle a voces ya que de otramanera les fue imposible conseguirlo. Pero esde advertir que entre nosotros es muy común elintento de arreglar las más difíciles cuestionesmandando vivir o morir a quien se nos antoja,

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y somos tan dados a los gritos que repetidasveces hemos creído hacer con ellos alguna cosa.

Yo no sé si los asaltadores de la casa delPríncipe de la Paz creían estar quemando algomás que muebles muy finos y primorosas obrasde arte; pero por lo que en boca de alguno deaquellos héroes oí, se me figura que estabanconvencidos de que hacían un gran papel polí-tico; de que con la llama de los espinos y de losbrezos, sin cesar alimentada por ébanos talla-dos y bordadas telas, estaban cauterizando lasmás feas llagas de la doliente España. ¡Ay! Hepresenciado después la misma escena repetidacada pocos años ya por esta idea, ya por la otra,y he dicho: «Algunas veces puede conseguirlola espada en manos de un hombre de genio;pero el fuego en manos del vulgo, jamás».

Tras la armadura cogí un reló de bronce, y alllevarlo sobre mí sentía el palpitar de sumáquina. El pobrecillo andaba, vivía; aquelartificio que tanto se parece a un ser animado,

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aquella obra de los hombres que parece obra deDios, y que ha sido inventada por la ciencia yadornada por las artes para uno de los másútiles empleos de la vida, iba a perecer a manosdel hombre mismo, sin haber cometido máscrimen que el de marcar las horas... ¿Pero a quévienen estas consideraciones hechas ante lahoguera del rencor? Aunque me daba lástimadel relojito, y lo estrechaba contra mi pechoescuchando su latido que iba a extinguirse,arrojelo al fin, y las mil piezas de su máquinaingeniosa repercutieron sobre el suelo. Al relósiguieron cuantas baratijas encontré a mano,entre ellas guantes perfumados, un estuche demarfil, pequeñas estatuas de alabastro y des-pués unos mapas del Asia, libros lujosamenteencuadernados que sin duda los muy necios secreían libres de la Inquisición, unas pantuflas,cuatro casacas con galones de plata y oro y elpupitre en que dos días antes se había extendi-do mi recomendación. ¡Fortuna, vil prostituta,por qué te invocan los hombres!

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-X-Cuando revolvía uno de los armarios, apare-

cieron varias cruces; pero algunos de los pre-sentes, ni aun me permitieron tocarlas, y pusié-ronlas todas en una bandeja de plata, para en-tregarlas, según decían, al Rey en persona. Lomás singular de la determinación de aquelloscortesanos tiznados con el hollín de la demago-gia, era que disputaban sobre quién debía lle-varlas, pues ninguno quería ceder a los demássemejante honor. Uno de ellos venció al fin; yno quisiera equivocarme, pero me pareció re-conocer al señor de Mañara.

Con el crecer de la llama parecía que cobra-ban nuevos bríos los quemadores, si bien puedeatribuirse este fenómeno a que algunos zaquesdieron vuelta a la redonda, humedeciendo lossecos paladares, y alegrando los ánimos que untrabajo tan penoso como patriótico, había co-menzado a abatir. Creí oír la voz de Pujitos

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obligado nuevamente por sus amigos políticos atomar la palabra; pero no, era Santurrias, queteniendo en la izquierda la bota y en la derechamano un leño encendido, pronunciaba sentidasfrases en loor del pueblo y del Rey, ambos enbuen amor y compaña, para bien del reino; yañadía que el endino Príncipe de la Paz estababien castigado, puesto que eran ya cenizas to-dos los muebles que robó al reino, y que de aquípalante, es decir, en lo sucesivo, no habría másmenistros pillos y lairones.

Las hogueras, cuando ya no había nada queecharles, se aplacaron: el populacho, mientrasel tío Malayerba tuvo vino, y Pujitos y Santu-rrias elocuencia, seguía ardiendo y chisporrote-ando. Algunos quisieron trasladar el teatro desus ingeniosas proezas a las puertas de palacio,no siendo extraños los dos oradores a un pro-yecto que ensanchaba la esfera de sus triunfos;pero debió oponerse a esto el tío Pedro y com-pañeros de polaina, mayormente cuando tenían

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la seguridad de que el motín de las calles no eramás que una sucursal de la gran asonada queen los mismos momentos estallaba en palacio yen la cámara del rey Carlos IV.

Era ya la madrugada cuando quise retirar-me, sin que lograra detenerme Lopito, que de-cía:

-Aún falta lo mejor. ¿Qué te parece, Gabrieli-llo, lo que hemos hecho? Pues entavía hemos dehacer mucho más. Ya habrá visto el Rey si sepuede o no se puede. Pónganos otra vez menis-tros malos y verá cómo en menos que canta ungallo los despabilamos. Lo que es Lopito... je,je... ya habrán visto que tiene malas moscas... ycomo yo hubiera encontrado a Godoy en cual-quiera parte de la casa, le juro que no sale vivode mis manos.

Diciendo esto, el valiente pinche sacó unanavajilla con la cual le vi describir heroicas cur-vas en el aire.

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-Y si llegamos a ir a palacio -prosiguió al-zando el arma homicida-, yo, yo mesmito soy elque me presento al Rey y a la Reina para decir-les que si no nos ponen al príncipe Fernando enel trono, lo pondremos nosotros. Lo que es alRey no le haré nada, porque es el Rey; pero a laReina, manque se ponga de rodillas delante, nola perdono.

Dijo y guardó el arma. A todas estas llegóuna compañía de guardias para custodiar lacasa después de saqueada: fácil era comprenderla inteligente dirección del motín de que habíasido brutal instrumento un pueblo sencillo. Esteno hubiera podido dar un paso más allá de lalínea que se le marcara sin sentir encima lafuerte mano de la autoridad.

No necesito decir que cuando se montó laguardia, el predestinado Pujitos quiso formarparte de ella, aunque no era militar, y su genioorganizador se entretuvo en reunir en pelotónhasta una docena de hombres, con los cuales se

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ocupó en patrullar por las inmediaciones de lacasa, mandándoles marchar a compás y su-pliendo él mismo con su voz la falta de tambor.

Al fin me marché, no sólo porque tenía sue-ño, sino porque cuanto había visto y oído merepugnaba con exceso. Llegué a la casa del cu-ra, y no puedo haceros formar idea del estadode agitación y fiebre en que le encontré. En-vuelta en un pañuelo la cabeza, puesta la sota-na vieja y con un antiguo gabán de paño burdoechado sobre los hombros y sus anchos pantu-flos en los pies, estaba mi buen eclesiástico re-corriendo de largo a largo los corredores y pasi-llos de su casa. Su aspecto era semejante al delos que sufren un terrible dolor de muelas; acada instante se llevaba las manos a las orejas,como para resguardarlas del ruido que hacíanaún las campanas de la iglesia vecina; de vez encuando golpeaba el suelo con fuerte patada, y alo mejor daba media vuelta, cambiando de di-rección en su calenturiento paseo. Entretanto,

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no cesaba de hablar un solo momento. ¿Conquién? ¿Con las paredes, con la luna, con laparra, que enredándose en los maderos delcorredor extendía sus flacos y secos brazos paracoger alguna cosa? Cuando me vio, hablomesin aguardar a que llegase a su lado.

-Estoy loco, Gabrielillo, ¿qué pasa, qué ocu-rre? ¿Oyes las campanas de la parroquia? Porlos mártires de Alcalá juro... no, jurar no, que especado... prometo que Santurrias me las ha depagar todas juntas. ¿Pero has visto cómo seburla de mí ese condenado? No es él el quetoca, que si fuera... Mira, estaba yo descabezan-do el primer sueño cuando me hizo saltar de lacama el ruido de las campanas. ¡Dios mío, quéalgazara! Plin, plan, plin, plan... parecía que elcielo se venía abajo. Lleno de indignación subía la torre, pero Santurrias no estaba, y en sulugar sus cuatro hijos tocaban las campanas.Tal era mi cólera, que resolví mostrar la mayorenergía y les dije: «Pillos, granujas, váyanse de

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aquí noramala»; pero ellos se rieron de mí ysiguieron tocando... plin, plan, plin, plan... ¡Sihubieras visto a los cuatro condenados mucha-chos, con qué alegría, con qué frenesí tiraban delas cuerdas!... ¡Malditos sean!... Pues uno deellos, el mayor, es listillo y muy mono... y ayu-da a misa como un zarapico. Pero me dio talenfado, que les mandé salir de la torre. ¿Tú meobedeciste?, pues ellos tampoco; el más chicome dijo: «Pare Gorio jue a matal a Godoy y nospuso a que tocálamos fuelte, fuelte». Desde las oncehasta ahora no han cesado ni un momento. ¿Pe-ro dime, qué ocurre en el pueblo? He visto elresplandor de una llamarada, he sentido gritos.La tía Gila fue por orden mía a ver lo que pasa-ba, y volvió horrorizada, diciendo que estabanquemando todo el Palacio Real de punta a pun-ta, y los jardines, y el Tajo y la cascada. Cuén-tame, hijito, que estoy sin sosiego.

Contele lo que había pasado en casa delPríncipe su amigo.

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-Pero a estas horas habrán salido las tropaspara castigar a esa vil plebe -me dijo.

-¡Quia! ¡Si entre la multitud había muchossoldados! La tropa debe de estar sobornada.

-Pero a estas horas el Príncipe ha de estartomando sus disposiciones para arreglarlo to-do... porque él no es hombre que se anda conchiquitas, y si les sienta la mano... Cuánto de-ploro no haber podido advertirle ayer lo que sepreparaba. Ya ves, hubiéramos podido evitarese tumulto. ¡Miserable de mí!... Yo, yo tengo laculpa de lo que está pasando. Si no fuera poreste genio corto que Dios me ha dado...

-El Príncipe ha huido, y debe estar a estashoras muy lejos de Aranjuez.

-¡Que ha huido! No puede ser, no puede ser-exclamó con cierta enajenación-. Gabriel: ¿paraqué mientes? ¿O eres tú también de los quecreen las majaderías y simplezas de Santurrias?

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A este punto llegábamos de nuestro colo-quio, cuando sentimos una voz ronca y desapa-cible que gritaba en el portal.

-¡Ah! -dijo el cura-, me parece que siento aSanturrias. Ahora va a ser ella: no intercedaspor él... estoy decidido... ahora sí que es precisoser enérgico.

La voz se acercaba. Era efectivamente el sa-cristán, que cantaba así, subiendo por la escale-ra:

Vale una seguidillade las manchegas,por veinticinco paresde las boleras.

Solvet sæclum in favilla, teste David cum Sibyl-la.

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-Váyase Vd., Sr. Santurrias -exclamó el cura-.No le quiero ver a Vd., no quiero oír sus nece-dades.

El sacristán, que hasta entonces no nos habíavisto, se paró ante nosotros, y lanzando unacarcajada de estupidez, habló así, con lenguaestropajosa:

El Kirieleyson cantando,¡Viva el príncipe Fernando!

Luego dio fuertes golpes en el suelo con ungarrote medio quemado que en la mano traía, yacto continuo empezó a marchar militarmentepor el corredor, imitando con la boca el ruidodel tambor.

-¡Está borracho! -dijo el cura-. Pero misera-ble, ¿no ves que el vino se te sale por los ojos?

Santurrias, apoyado en su palo para no caeral suelo, alargó su cuello, fijó en nosotros los

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encandilados ojos, arrugose su cara más aúnque de ordinario, y dijo:

-Señor paterniá: el Príncipe ha juío... ¡Viva elRey! ¡Muera el Choricero! ¡Muera ese pillolairón!... ¡O salutaris hooo... stia! Si me bían de-jao, le hago porvo con este palo... Prrun,prrun... ¡marchen! Media güelta... ¡Viva el co-mendante Pujitos!

-¡Oh espectáculo lastimoso! -dijo D. Celesti-no-. Está como una cuba. Ya no le aguantomás... a la calle, a la calle mañana mismo. Se lodiré al señor patriarca... Pero no; ahora meacuerdo de que es un viudo con cuatro hijos.

A todas estas las campanas seguían tocandocon igual furia, prueba evidente de que el entu-siasmo de los cuatro muchachos no había dis-minuido.

Santurrias se agarró al antepecho del corre-dor para no caer. Después de haber dicho mil

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herejías, que a D. Celestino le pusieron el cabe-llo de puntas, dijo que nos iba a contar lo quehabía hecho.

-Calla de una vez, deshonra de la santa Igle-sia, borracho, hereje, blasfemo -le dijo D. Celes-tino empujándole-. Yo te aseguro que si no fue-ras un viudo con cuatro hijos...

-Pos, pos... -balbuceó Santurrias- lo quehamos hecho se llama... ¡rigolución!... Que sivamos a palacio, que si no vamos. Yo quería irpa pedí la aldicación.

-¡Cómo! -exclamó el cura con espanto-. ¿Haabdicado S. M. el rey Carlos IV?

-Nones... entavía nones...

Quantus tremor es futurusQuando judex est venturus.Viva quien baila,que merece la moza

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mejor de España.

¡Muera Godoy!... marchen... señor cura: ya elmenistro no es menistro, polque el Rey...

-Creo que el Rey -dije yo para sacar de suansiedad al buen anciano- ha firmado ya ladestitución del Príncipe de la Paz. Según allí sedijo, los ministros que estaban en palacio se lopedían así.

-Eso... eso... juimos a palacio -continuó San-turrias, que no pudiendo sostenerse ya, habíacaído al suelo- y salió un gentilón con un papéescrito y leyó... y decía... decía: «Queriendo man-dal por mi mesma mesmedá en el enjército y la ma-rina, he venido en ex... ex... ex...».

-En exonerar -dijo el cura dirigiendo sus ojosal cielo.

Santurrias murmuró algunas palabras másentre latinas y castellanas, y calló al fin. Unfuerte ronquido anunció el aplanamiento de

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aquel elevado espíritu, conturbado por el vinode la conjuración.

Observé que D. Celestino enjugaba unalágrima con la punta del mismo pañuelo quetenía arrollado en la cabeza. Amanecía, y unaturba de pájaros procedentes de los árbolescercanos, pasaron por sobre el patio cantandoun himno de paz. Las primeras luces de la ma-ñana iluminaron la casa, y el cura se retiró a sucuarto, diciendo:

-Dentro de un rato diré la misa y la aplicarépor la salvación de mi amigo el Príncipe de laPaz... ¡Ay!, si yo le hubiera avisado con tiem-po... Pero ¿no oyes? ¡Esas condenadas campa-nas me tienen loco!

En efecto, los cuatro muchachos seguían to-cando.

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-XI-Pasé todo aquel día durmiendo. Al caer de la

tarde salí para observar el aspecto del pueblo, yen la taberna encontré a Lopito, que hacía consu navajita mil rúbricas en el aire, para que leviera Mariminguilla. Después, guardando elarma, me dijo:

-Le he caído en gracia a la muchacha, y si eltío Malayerba no me la deja sacar de aquí, yasabrá quién es Lopito. ¡Qué bien me porté ano-che, Gabriel! Todos están entusiasmados con-migo, y para cuando tengamos al Príncipe en eltrono, ya me han prometido darme una plazade ocho mil reales en la contaduría del Consejode Hacienda.

-Chico, si tienes buena letra...

-Ni buena ni mala, porque no sé escribir; pe-ro eso será lo de menos. Me ha dicho Juan elcochero que ahora van a quitar de las oficinas a

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todos los que puso el Príncipe de la Paz, y co-mo son cientos de miles, quedarán muchas pla-zas vacantes. Conque a toos nos han de poner...porque, chico, esto de la montería me cansa, ypara algo más que para cuidar perros y machosde perdiz, me parece que nos echaron nuestrasmadres al mundo.

-Pero ¿ponen al Príncipe de Asturias, o no leponen?

-Nos lo pondrán; y si no, ¿para qué vienenahí las tropas de Napoleón? ¡Qué bueno estuvolo de anoche! Dicen que el Rey temblaba comoun chiquillo, y quería venir a calmarnos; peroparece que los ministrillos no le dejaron. LaReina decía que nos debían matar a todos paraque no pasara aquí otra como la de Francia,donde le cortaron la cabeza a los reyes con uninstrumento que llaman la tía Guillotina. Así melo contó esta mañana Pujitos, que sabe de toasestas cosas, y lo ha leído en un papel que tiene.Nosotros queremos al Rey, porque es el Rey, y

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esta mañana, cuando salió al balcón, gritamosmucho y le aclamamos. Él se llevaba la mano alos ojos para secarse las lágrimas; pero la con-denada Reina estaba allí como un palo, y nonos saludó. Pujitos que lo sabe todo, dice que esporque está afligida con lo que hemos hecho encasa del Choricero, y asegura que ella lo tieneescondido en su camarín.

-Puede ser.

-Pues yo me he lucido -continuó Lopito al-zando la voz para que lo oyera Mariminguilla-.Esta mañana cuando prendieron a D. DiegoGodoy, hermano del ministro, íbamos toos gri-tando detrás, y yo le tiré una piedra, que si lellega a dar en metá la cara, lo deja en el sitio.

-¿Y qué había hecho ese señor?

-¿Te parece poco ser hermano de ese pi-llastrón? Era coronel de guardias, pero sus

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mismos soldados le quitaron las insignias yahora me lo van a llevar a un castillo.

Aquella noche oí un nuevo discurso de Puji-tos; pero haré a mis lectores el señalado favorde no copiarlo aquí. El poeta calagurritano queantes mencioné, jefe de la conspiración literariafraguada contra El sí de las niñas, se arrimó anosotros, acompañado de Cuarta y Media, yentre uno y otro nos descerrajaron la cabezacon media docena de sonetos y otros proyecti-les fundidos en sus cerebros. Pero después quenos molieron a sonetazos, Lopito trabó ciertapendencia con el poeta, porque a este se le an-tojó requebrar a Mariminguilla, llamándolaninfa de no sé qué aguas o poéticos charcos. Lanavaja de Lopito salió a relucir, y si el poeta nohubiera sido el más cobarde de los cabalgantesdel Pegaso, habría corrido mezclada en espan-toso río la sangre de un futuro empleado deHacienda, y la de un pretérito émulo del viejoHomero.

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Nada más ocurrió en aquella noche, dignode ser transmitido a la posteridad; pero a lamañana siguiente se esparció con la rapidez delrayo por todo el pueblo la voz de que el Prínci-pe de la Paz había sido encontrado en su propiacasa. La taberna del tío Malayerba se vació endos minutos, y de todas partes cundió en granmasa la gente para verle salir.

Era cierto: Godoy se había refugiado en undesván donde le encerró uno de sus sirvientes,el cual, preso después, no pudo acudir a sacar-le. A las treinta y seis horas de encierro, elPríncipe, prefiriendo sin duda la muerte a laangustia, hambre y sed que le devoraban, bajóde su escondite, presentándose a los guardiasque custodiaban su morada. Estos, lejos de am-parar al que un día antes era su jefe, alborota-ron el vecindario, y la misma turbamulta de lanoche del 17 acudió con heroico entusiasmo aapoderarse de él.

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-¡Ya pareció, ya le cogimos, ya es nuestro! -exclamaban muchas voces.

Fuimos todos allá, y en la puerta del palacioel agolpado gentío formaba una muralla. Losferoces gritos, los aullidos de cólera componíanespantoso y discorde concierto. Sorprendiomeoír entre tanta algarabía las voces de algunasmujeres chillonas, que deshonraban a su sexopidiendo venganza. Lopito no cabía en sí desatisfacción, y la navajilla fue blandida sobrenuestras cabezas, como si quisiera partir el fir-mamento en dos pedazos.

Empujábamos todos, pugnando cada cualpor acercarse, y codazo por aquí, codazo porallí, Lopito y yo pudimos aproximarnos bastan-te a la puerta. El poeta y Cuarta y Media esta-ban en primera fila. El segundo de estos perso-najes se volvió a mí, y me dijo con gozo:

-Creo que no saldrá vivo de manos del pue-blo.

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-¿Y a Vd. qué le ha hecho ese caballero? -lepregunté.

-¡Oh! -me contestó-. Ese hombre es un infa-me, un pícaro que se ha hecho rico a costa delreino. Yo le aborrezco, le detesto: yo soy unavíctima de sus picardías. Ha de saber Vd. que latienda de calderería que tengo me la puso él,por ser yo hijo de la que le lavaba la ropa... Alaño de tener la tienda me arruiné, y él me diounos cuartos para seguir adelante; pero como lepidiese un destino donde con descanso y sintrabajar me ganase la vida, tuvo la poca ver-güenza de contestarme que yo no debía serempleado sino calderero, y añadió que yo eraun animal. Vea Vd., ¡decir que yo soy un ani-mal!

No quise oírle más, y me volví de otro lado.La turba chillaba: no he podido olvidar nuncaaquellos gritos que relaciono siempre con lavoz de los seres más innobles de la creación; ymientras aquel gatazo de mil voces mayaba,

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extendía determinadamente su garra con ladecisión irrevocable y parecida al valor queresulta de la superioridad física, con la fuerteentereza que da el sentirse gato en presenciadel ratón.

La tropa contenía al pueblo, anheloso de en-trar, y algunos jinetes de la guardia se coloca-ron a derecha e izquierda de la puerta. No lejosde allí, Pujitos, que tenía, como hemos dicho, elinstinto, el genio de la reglamentación del des-orden, mandaba a la turba que se pusiese enfila, y decía alzando su garrote:

-Señores: a un laíto... de dos en dos. Formenen batallón, y no rempujen.

De pronto un clamor inmenso, compuestode declamaciones groseras, de torpes dichos, degritos rencorosos resonó en la calle. En la puer-ta había aparecido un hombre de mediana esta-tura, con el pelo en desorden, el rostro blancocomo el mármol, los ojos hundidos y amorata-

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dos, los brazos caídos, en mangas de camisa ycon un capote echado sobre los hombros. Era elministro de ayer, el jefe de los ejércitos de mary tierra, el árbitro del gobierno, el opulentoPríncipe y prócer, señor de inmensos estados, elamigo íntimo de los Reyes, el dispensador degracias, el dueño de España y de los españoles,pues de aquella y de estos disponía como dehacienda propia; el coloso de la fortuna, el quede nada se convirtió en todo, y de pobre enmillonario, el guardia que a los veinticinco añossubió desde las cuadras de su regimiento altrono de los Reyes, el conde de Eboramonte yduque de Sueca y duque de la Alcudia, yPríncipe de la Paz, y Alteza Serenísima que enun día, en un instante, en un soplo había caídodesde la cumbre de su grandeza y poder alcharco de la miseria y de la nulidad más espan-tosas.

Cuando apareció, mil puños cerrados se ex-tendieron hacia él: los caballos tuvieron que

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recular, y los jinetes que hacer uso de sus sa-bles, para que el cuerpo del Príncipe no desapa-reciera, arista devorada por aquel gran fuegodel odio humano. El favorito dirigió al pueblouna mirada que imploraba conmiseración; peroel pueblo que en tales momentos es siempreuna fiera, más se irritaba cuanto más le veía; sinduda el mayor placer de esa bestia que se llamavulgo, consiste en ver descender hasta su nivela los que por mucho tiempo vio a mayor altura.

El piquete de guardias de a caballo trató deconducir al Príncipe al cuartel, para lo cual fuepreciso que él se colocase entre dos caballos,apoyando sus brazos en los arzones, y siguien-do el paso de aquellos, que si al principio eralento, después fue muy acelerado con objeto determinar pronto tan fatal viacrucis. Entre tantola multitud pugnaba por apartar los caballos;por aquí se alargaba un brazo, por allí unapierna; los garrotes se blandían bajo la barrigade los corceles, y las piedras llovían por enci-

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ma. Tanto menudeaban estas, que los jinetesempezaron a amoscarse y repartieron algunoslinternazos.

Lopito, ebrio de gozo me dijo:

-He sido más listo que todos, porque me es-currí por entre las patas de los caballos, y lepinché con mi navaja. Mírala: entavía tienesangre.

Cuarta y Media vociferaba diciendo:

-Es una iniquidad lo que hacen con nosotros.Esos guardias debían ser fusilados. ¿Por qué nonos dejan acercar?

Pujitos, que en su petulancia no carecía degenerosidad, fue el único de los por mí conoci-dos, en quien advertí señales de compasión.

Hubo momentos angustiosos en que la turbase arremolinaba estrechándose, y parecíapróxima a devorar al prisionero y a los jinetes

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que le custodiaban; pero estos sabían abrirsepaso, y aclarándose el grupo volvía a aparecerla cara del mártir, asido con convulsas manos alos arzones, cerrados sus ojos, la frente herida ycubierta de sangre, las piernas flojas y trémulas,llevado casi en volandas y casi arrastrando, conla respiración jadeante, la boca espumosa, lasropas desgarradas. Parecíame mentira que fue-se aquel el mismo hombre que dos días antesme recibió en su palacio, el mismo a quien viasediado por los pretendientes, agitado y rece-loso sin duda, pero seguro aún de su poder, ymuy ajeno a aquella tan repentina y traidora yalevosa mudanza del destino... ¡Y los chicosmás desarrapados se aventuraban entre los piesde las cabalgaduras para golpearle, y las muje-res le arrojaban el fango de las calles, menosrepugnante que las exclamaciones de los hom-bres... y estos no disparaban sus escopetas portemor de herir a los soldados! No creo que hayaocurrido jamás caída tan degradante. Sin duda

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está escrito que la caída sea tan ignominiosacomo la elevación.

Los favoritos que dejaron su cabeza sobre eltajo de un cadalso, fueron sin disputa menosmártires que D. Manuel Godoy, llevado en ver-gonzosa procesión entre feroces risas y torpesdicharachos, sin morir, porque no matan losarañazos y pellizcos.

-XII-Al fin entró en el cuartel la comitiva, y el

populacho, azuzado sin cesar por los lacayospalaciegos, tuvo el sentimiento de no podermostrar su heroísmo con el éxito que deseara.Alguno de los más celosos entre tan bravoscampeones salió malherido a consecuencia deque todas las piedras lanzadas contra el minis-tro no seguían la dirección dada por la manoque las tiraba. Digo esto, porque en el momento

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en que Santurrias se encaramaba sobre loshombros de dos palurdos para poder asestar ungolpe certero al infeliz mártir, recibió una pela-dilla de arroyo sobre la ceja derecha con tantafuerza, que el benemérito sacristán cayó al sue-lo sin sentido. Al punto los que más cerca está-bamos, Lopito y yo, corrimos en su ayuda, y enunión de otras dos personas caritativas, lleva-mos aquel talego a su casa, pues Santurriasvivía pared por medio con mi buen amigo D.Celestino del Malvar. Luego que este vio entrara su subalterno tan mal parado, cruzó las ma-nos y dijo:

-Castigo de Dios ha sido, por las muchasblasfemias de este hombre y su abominablecomplicidad con los enemigos del Estado. Noes esta ocasión de demostrar cólera, sino blan-dura: aquí estoy yo para curarle y asistirle, puesprójimo es, aunque un grandísimo bribón. De-jadle ahí sobre una estera, que yo prepararé lasbizmas y el ungüento, con lo cual quedará co-

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mo nuevo. Ánimo, amigo Santurrias, ¿estáisencandilado todavía? ¿Queréis que saque unade aquellas botellas que tanto deseáis? Tía Gila-añadió dando una llave a la mujer que leservía- abra Vd. la alacena y saque al punto unade las que dicen La Nava, seco, para ver si con laperspectiva de ella se reanima un tantico estehombre. Y vosotros, chiquillos -prosiguió diri-giéndose a los cuatro hijos de Santurrias queexhalaban plañideros hipidos en torno al des-mayado cuerpo de su padre- no lloréis, queesto no es más que un rasguño alcanzado poreste buen hombre en alguna disputa. No lloréis,que vuestro padre vive y estará sano dentro deuna hora... Y si muriese, yo os prometo que noquedaréis huérfanos, porque aquí me tenéis amí, que os he de amparar como un padre. Va-mos, chiquillos, aquí no servís más que de es-torbo. Idos a jugar... Vaya, para que os quitéisde en medio, os permito que toquéis un poqui-to las campanas, picarones... id a la torre; pero

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no toquéis fuerte, tocad a sermón o a comple-tas.

Como se levanta la bandada de pájaros, sor-prendida por el cazador, así volaron fuera delcuarto los cuatro muchachos, y un instantedespués todas las viejas del pueblo salían a suspuertas y balcones diciéndose unas a otras:-Señora doña Blasa, esta tarde tenemos sermóny completas. Buena falta hace, a ver si se acabanpronto estas herejías.

Santurrias, que había perdido mucha sangre,recobró algo tarde el completo uso de sus emi-nentes facultades, y al abrir a la luz del día susojos, permaneció como atontado por un buenrato, hasta que fue devuelta a su lengua el donde la facundia.

-¡Que lo ahorquen! -dijo-. Que nos lo den;que lo echen hacia ca, y nosotros le enjusticia-remos. Despachemos primero a los guardias dea caballo y dimpués a él... No arrempujar, seño-

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res. Darle onde le duela. Pincha tú por bajo,Agustinillo, que yo con esta almendra le echo lapuntería en metá la nariz. ¡Mil demonios!¿Quién tira piedras?... ¡Muerto soy!

-No, yerba ruin: vivo estás -dijo D. Celestinoaplicándole una venda a la herida-. Mira estoque he puesto delante. Es una botella de aque-llas que deseabas, borracho: tuya será cuandote pongas bueno, si prometes no decir dispara-tes.

Después nos preguntó que en qué refriegahabía acontecido tan funesto percance, y Lopitoy yo, cada cual con distinta manera y estilo, lecontamos lo que había sucedido, el encuentrodel Príncipe, su prisión, y su suplicio por lascalles del pueblo.

-Corro allá, voy al instante -exclamó fuera desí D. Celestino-. Es mi bienhechor, mi amigo,mi paisano y aun creo que pariente. ¿Cómo hede desampararle en su desventura?

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Quisimos disuadirle de tan peligroso inten-to; pero él no reparaba en obstáculos ni menosen el riesgo que corría, haciendo pública osten-tación de sus sentimientos humanitarios enfavor del desgraciado valido. Nada le con-vencía, y después que dejó a Santurrias muybien vendado, y ya algo repuesto de su males-tar, tomó el manteo, vistiose a toda prisa y fueen dirección del cuartel.

-No se exponga Vd. -le decía yo por el cami-no-. Mire que son unos bárbaros, y en cuantoVd. demuestre que es amigo del Príncipe, norespetarán ni sus canas, ni su traje.

-¡Que me maten! -contestó-. Quiero ver alPríncipe... Cuando me acuerdo de lo que mequería ese buen señor... ¡Ah! Gabrielillo: lo queestá pasando es espantoso y clama al cielo. Paseque algunos estén descontentos de su gobierno;pase que le tengan otros por mal ministro, aun-que yo creo que es el mejor que hemos tenidodesde hace mucho tiempo; se puede perdonar

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que sus enemigos le quieran derribar y le insul-ten; se comprende que dichos enemigos en unmomento de coraje le prendan, le arrastren, leahorquen; pero hijo, que esto lo hagan los mis-mos a quienes ha favorecido tanto, los que sacóde la miseria, los que de furrieles trocó él encapitanes, y de covachuelos en ministros, losque han vivido a su arrimo, y han comido sobresus manteles, y le han adulado en verso y enprosa... ¡ah!, esto no tiene perdón de Dios, ymenos si se considera que se han valido paraesto de los mismos lacayos, cocineros y criadosde los infantes... Hijo mío, me parece que veo lacorona de España paseada por los patanes y losmajos en la punta de sus innobles garrotes.

Llegamos al cuartel, cuya puerta estaba blo-queada por el populacho, D. Celestino se abriópaso difícilmente. Algunos preguntaron consorna: -«¿Adónde va el padrito?», y él, dandocodazos a diestra y siniestra, repetía: -«Quierover a ese desgraciado, mi amigo y bienhechor».

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Muy mal recibidas fueron estas palabras; pe-ro al fin más que la exaltada pasión pudo eltradicional respeto que al pueblo español in-fundían los sacerdotes.

-Hijos míos -les decía-: sed caritativos; no se-áis crueles ni aun con vuestros enemigos.

La turba se amansó, y D. Celestino pudoabrirse calle por entre dos filas de garrotes, na-vajas, escopetas, sables y puños vigorosos, quese apartaban para darle paso. Yo estaba muyasustado viéndole entre aquella gente, y miviva inquietud no se calmó hasta que le consi-deré sano y salvo dentro del cuartel.

Y los cuatro hijos de Santurrias seguían to-cando a sermón y completas, y la iglesia se lle-naba de viejas, que al tomar agua bendita sesaludaban diciendo: -«Creo que aún no ha con-cluido todo, y que tendremos esta tarde otrajaranita». Y el segundo acólito, creyendo que lacosa iba de veras, encendió el altar y preparó

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las ropas, y abrió los libros santos. Y dieron lastres, las tres y media, las cuatro, las cuatro ymedia y el cura no aparecía, y las viejas se im-pacientaban, y el segundo acólito se volvía loco,y los cuatro hijos de Santurrias seguían tocan-do.

Y yo fui también a la iglesia, y sentado en unbanco reflexioné detenidamente sobre la ines-tabilidad de las glorias humanas, hasta que alfin, observando que la impaciencia de las viejasllegaba a su último extremo y que empezaban aentablar diálogos pintorescos para matar elfastidio, salí en busca de mi amigo. Encontrelemuy a punto en el momento en que regresabadel cuartel. Su rostro era cadavérico: su hablatrémula.

-¡Ah Gabriel! -me dijo-. Vengo traspasado dedolor. Allí sobre unas fétidas pajas, cubierto desangre y pidiendo a voces la muerte, está el queayer gobernaba dos mundos. Ni un alma com-pasiva se acerca a darle consuelo. Ayer cien mil

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soldados le obedecían, y hoy hasta los furrielesse ríen de su miseria. No creí que todo se pu-diera perder tan pronto; pero ¡ay, hijo!, el hom-bre es así. Gusta mucho de las caídas, y el díaen que un poderoso de la tierra viene al suelosiempre es un día feliz.

-Sosiéguese Vd. -le dije-. Vd. no recordaráque mandó tocar a sermón y a completas. Laiglesia está llena de gente. No hay más remediosino subir al púlpito.

-Hablé con él -prosiguió sin hacerme caso-.El corazón se me parte recordándolo. Desdeanteanoche hasta esta mañana estuvo en undesván, envuelto en un saco de esteras, muertode hambre y de sed. La horrorosa calentura ledevoraba de tal modo, que prefirió la muerte.Por eso salió el infeliz. ¡Pobre amigo mío! Yo ledije: «Señor si cada uno de los que han recibidoun beneficio de vuestra alteza, le hubiera echa-do una gota de agua en la boca, su sed se habríaapagado». Él me miró con expresión de agrade-

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cimiento, y no dijo nada, pero a mí se me caíanlas lágrimas. Todo esto ha sido obra del Prínci-pe de Asturias y de sus amigos. Bien claro seve. Cuando el Príncipe fue de orden de su pa-dre a calmar al pueblo para que no despedaza-ra al infeliz prisionero, los amotinados le acla-maban y obedecían. Y esto no ha de parar aquí.Ellos quieren la abdicación del Rey, y viendoque esto no es fácil de conseguir, tratan de irri-tar más al populacho para que D. Carlos cojamiedo y suelte la corona. Ahora pusieron en lapuerta del cuartel un coche de colleras, con locual ese bestia de pueblo creyó que el preso ibaa ser puesto en salvo de orden del Rey. ¡Quéfácilmente se engaña a esos desgraciados! Elardid salió bien, porque la turba destrozó elcarruaje, y después ha corrido hacia palaciodando vivas a Fernando VII.

-Ya me lo explicará Vd. detenidamente-repuse-. Ahora prepárese Vd. para ir a la igle-

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sia, donde le aguarda una multitud de respeta-bles señoras.

-¿Qué dices? Si no hay sermón esta tarde...

-Vd. mandó a los cuatro muchachos que to-caran a...

-¡Es verdad, qué inadvertencia! -dijo muyconfundido-. Y están allí esas buenas señoras,doña Robustiana, doña Gumersinda, doña Ni-colasa la del escribano. ¡Oh! ¿Qué dirá Nicolasasi no predico?

-Es preciso que Vd. haga un esfuerzo.

-Si no tengo ideas, si no sé qué decir. Nopuedo apartar mi mente del espectáculo que hevisto. ¡Ah! ¡Cuánto me quería! ¡Si vieras cómome apretó la mano! Yo lloraba a moco y baba.Si a él se lo debo todo. Él fue mi amparo, él medio este beneficio a los catorce años de haberlosolicitado, enseguida, como quien dice. Y lo

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mejor es que sin merecimientos por parte mía...No, no puedo predicar... estoy atontado... Esosendiablados muchachos todavía no cesan detocar a sermón... ¡Oh! tendré que hacer un es-fuerzo.

D. Celestino, comprendiendo la necesidadde no desairar a sus feligresas, entró en su igle-sia y oró un poco, recogiendo su espíritu. Des-pués subió al púlpito y predicó un sermón so-bre la ingratitud.

Todas las viejas lloraron.

-XIII-Ya era de noche cuando me avisaron que a

las diez salía un coche para Madrid. Resolvípartir, y por hacer tiempo hasta que llegase lahora de la marcha, fui a la taberna. Como en losdías anteriores, el gentío era inmenso, los trajespintorescos y variados, las voces animadas

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(aunque ya enronquecidas por el patriotismo),los gestos elocuentes, las patadas clásicas, lospellizcos propinados a Mariminguilla infinitos,el vino más aguado que el día anterior, puespor algo disfruta Aranjuez el beneficio de doscopiosos ríos.

Lopito y Cuarta y Media me convidaron abeber con demostraciones de entusiasmo, y elprimero de aquellos consecuentes hombrespolíticos, me dijo:

-Hoy sí que nos hemos lucido Gabrielillo.Aquí me está diciendo el Sr. Cuarta y Mediaque esta noche ponen al Príncipe de Asturias,de modo que hemos de ir a darle vivas albalcón.

Pujitos distrajo mi atención, hablándome deque pensaba organizar una compañía de bue-nos españoles que desfilaran por delante delpalacio en marcial formación como la tropa,con objeto de hacer ver a los Reyes que el pue-

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blo sabe dar media vuelta a la izquierda lomismo que el ejército. ¡Qué predestinación!¡Qué genio! ¡Qué mirada al porvenir! Yo con-testé a Pujitos, excusándome de formar parte detan brillante ejército, por serme indispensablemarchar del Sitio aquella misma noche.

Había oscurecido. Mariminguilla colgó elcandil de cuatro mecheros para la completaaunque pálida iluminación de la escena, y aúnme encontraba yo allí, cuando llegó la feliz, laanhelada noticia. Algunos entraron diciéndolo,y no se les dio crédito: otros salieron a averi-guarlo y tornaron al poco rato confirmando tanfausto suceso; y por fin un grupo, el más bulli-cioso, el más maleante, el más entrometido detodos los grupos de aquellos días, la comparsade los cocineros vestidos de patanes manche-gos, y de pinches convertidos en majos, entróanunciando con patadas, manoplazos, berridosy coces, que la corona de España había pasadode las sienes del padre a las del hijo. No deja-

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ban de tener razón al entusiasmarse aquellosangelitos, porque en apariencia ellos lo habíanhecho todo.

Comunicada por tan brillante pléyade la no-ticia, no podía menos de ser cierta, y en pruebade que los patres conscripti la creyeron, allí esta-ban los mil cascos de los vasos rotos en el mo-mento en que se convencieron del cambio demonarca. También Mariminguilla tenía en susbrazos señales evidentes del alborozo Fernan-dista, pues se redoblaron los pellizcos. La mul-titud, espoleada por Pujitos, partió a los alre-dedores de palacio a pedir que saliese el nuevoRey para victorearle, y la taberna quedó des-ocupada en dos minutos. Pueblo y soldados,mujeres y chiquillos, todos se unieron al alegreescuadrón: su paso era marcha y baile y carreraa un mismo tiempo, y su alarido de gozo mehabría aterrado, si hubiese yo sido el príncipeen cuyo loor entonaban himno tan discorde las

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gargantas humedecidas por el fraudulento vinodel tío Malayerba.

No quise ver ni oír más aquello, y fui a des-pedirme del incomparable D. Celestino, a quienhallé en el cuarto de Santurrias, ocupado aúnen bizmarle y curar sus heridas. Luego quepuso fin a esta operación, se ocupó en acostar alos cuatro muchachos campaneros, los cuales,fatigados de la batahola de aquel día, yacíanmedio dormidos sobre el suelo. Era precisodesnudarles como a cuerpos muertos, y almismo tiempo hacerles comer las sopas de ajoque la tía Gila había traído en una gran cazuela.D. Celestino, teniendo sobre sus rodillas al máspequeño de aquellos diablillos, le acercaba lacuchara a la boca, esforzándose en introducirlapor entre los apretados dientes. Después, pro-curando despabilarle decía:

-Vamos ahora a rezar todos el Padre Nues-tro. Si vieras, Gabrielillo - añadió dirigiéndose amí-, ¡cómo me han mortificado estos cuatro

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enemigos! Uno me ponía rabos de papel en lasotana; otro tendía una cuerda desde la cama ala mesa para que al pasar me enredara las pier-nas y cayese al suelo; otro calentó la llave de laalacena y me abrasé los dedos cuando fui aabrir; y por último, con mi sombrero hicieronun muñeco que decían era el Príncipe de la Paz,y después de arrastrarle por el patio, iban ameterle en el fogón para quemarlo. Afortuna-damente, la tía Gila acudió a tiempo. ¡Pero quéhan de hacer, si ya no hay autoridad, ni se obe-dece a los superiores! Me parece que ahora vana venir tiempos muy calamitosos. Si cada vezque se les antoje quitar a un ministro salen gri-tando los cocheros de los príncipes con unascuantas docenas de labriegos y soldados de laguarnición, de antemano seducidos, vamos aestar con el alma en un hilo. Gabriel, aquí paraentre los dos, ¿no es indecoroso y humillante, eindigno que un Príncipe de Asturias arranquela corona de las sienes de su padre, ame-drentándole con los ladridos de torpes lacayos,

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de ignorantes patanes, de bárbaros chisperos yde una soldadesca estúpida y sobornada? ¡Ay!Si yo no fuera un hombre corto de genio, y lohubiera tenido para decirle al Príncipe de la Pazlo que se fraguaba; si él, siguiendo mis consejoshubiera puesto a la sombra a tres o cuatro píca-ros como Santurrias y otros... Porque, créelohijo, este borrachón es, según me han dicho, elque ha embaucado a medio pueblo para hacerletomar parte en el alboroto... por supuesto, queha corrido dinero de largo. Yo de buena ganacastigaría a este hombre execrable a este pérfi-do sacristán; ¿pero cómo he de dejar sin pan aun viudo con cuatro hijos? Ya ves: se me parteel corazón al considerar que estos angelitosandarán por las calles pidiendo una limosna...Lo que antes te he dicho es cierto... El vulgo,esa turba que pide las cosas sin saber lo quepide, y grita viva esto y lo otro, sin haber estu-diado la cartilla, es una calamidad de las nacio-nes, y yo a ser rey, haría siempre lo contrario delo que el vulgo quiere. La mejor cosa hecha por

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el vulgo resulta mala. Por eso repito yo siemprecon el gran latino: Odi profanum vulgus et arceo...et arceo, y lo aparto... et arceo, y lo echo lejos demí... et arceo, y no quiero nada con él.

Concluida esta filípica, me abrazó deseán-dome mil felicidades, y haciéndome jurar quele enteraría puntualmente de la situación deInés. Salí al fin de su casa y del pueblo, y cuan-do el coche que me conducía pasó por la plazade San Antonio, sentí la algazara del puebloagolpado delante de palacio. Sus gritos forma-ban un clamor estrepitoso que hacía enmudecerde estupor a las ranas de los estanques y asus-taba a los grillos, pues unas y otros desconocíanaquella monstruosidad sonora que tan de im-proviso les había quitado la palabra.

El pueblo victoreaba al nuevo Rey: el planconcebido en las antecámaras de palacio habíasido puesto en ejecución con el éxito más lison-jero. Todo estaba hecho, y los cortesanos quedesde los balcones contemplaban con desprecio

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el entusiasmo de la fiera, tan brutal en su odiocomo en su alegría, no cabían en sí de satisfac-ción, creyendo haber realizado un gran prodi-gio. En su ignorancia y necedad no se les alcan-zaba que habían envilecido el trono, haciendocreer a Napoleón que una nación donde prínci-pes y reyes jugaban la corona a cara y cruz so-bre la capa rota del populacho, no podía serinexpugnable.

Hasta que nuestro coche no se internó mu-cho por la calle Larga no dejamos de oír losgritos. Aquel fue el primer motín que he pre-senciado en mi vida, y a pesar de mis pocosaños entonces, tengo la satisfacción de no habersimpatizado con él. Después he visto muchos,casi todos puestos en ejecución con los mismoselementos que aquel famosísimo, primerapágina del libro de nuestros trastornos contem-poráneos; y es preciso confesar que sin estosdivertimientos periódicos, que cuestan muchasangre y no poco dinero, la historia moderna de

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la heroica España sería esencialmente fastidio-sa.

Pasan años y más años: las revoluciones sesuceden, hechas en comandita por los grandeshombres, y por el vulgo, sin que todo lo demásque existe en medio de estas dos extremidadesse tome el trabajo de hacer sentir su existencia.Así lo digo yo hoy, a los ochenta y dos años demi edad, a varios amigos que nos reunimos enel café de Pombo, y oigo con satisfacción queellos piensan lo mismo que yo, don Antero,progresista blindado, cuenta la picardía de O'-Donnell el 56; D. Buenaventura Luchana, pro-gresista fósil, hace depender todos los males deEspaña de la caída de Espartero el 43; D. Anice-to Burguillos, que fue de la Guardia Real entiempo de María Cristina, se lamenta de la caí-da del Estatuto. Reúnense junto a nuestra mesaalgunos jóvenes estudiantes, varios capitanes ytenientes de infantería, y no pocos parásitos deesos que pueblan los cafés, probándonos que

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son tan pesados de pretendientes como de ce-santes. Todos nos ruegan que les contemos algode las felicidades pasadas para edificación de laedad presente, y sin hacerse de rogar cuenta D.Antero la del 56, D. Buenaventura se conmueveun poco y relata la del 43, D. Aniceto da docepuñetazos sobre la mesa, mientras narra la del36, y yo mojando un terroncito de azúcar ychupándomelo después, les digo con este toni-llo zumbón que no puedo remediar: «Vds. hanvisto muchas cosas buenas; ustedes han visto lade los grandes militares, la de los grandes civi-les y la de los sargentos; pero no han visto la delos lacayos y cocheros, que fue la primera, laprimerita y sin disputa la más salada de todas».

-XIV-Me siento fatigado; pero es preciso seguir

contando. Vds. están impacientes por saber deInés: lo conozco, y justo es que no la olvidemos.

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Llegué, pues, a Madrid muy temprano, ydespués de haber acomodado mi equipaje en lacasa que tenía el honor de albergarme (calle deSan José, número 12, frente al Parque de Mon-teleón), me arreglé y salí a la calle resuelto avisitar a Inés en casa de sus tíos. Mas por elcamino ocurriome que no debía presentarme encasa de tales señores sin informarme primerode su verdadera condición y carácter. Por for-tuna, yo conocía un maestro guarnicionero ins-talado en la calle de la Zapatería de Viejo, muycontigua a la de la Sal, y resolví dirigirme a élpara pedir informes del Sr. Requejo.

Cuando entré por la calle de Postas, mi emo-ción era violentísima, y cuando vi la casa enque moraba Inés, me flaqueaban las piernas,porque toda la vida se me fue de improviso alcorazón. La tienda de los Requejos estaba en lacalle de la Sal, esquina a la de Postas, con dospuertas, una en cada calle. En la muestra, ver-de, se leía: Mauro Requexo, inscripción pintada

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con letras amarillas; y de ambos lados de laentrada, así como del andrajoso toldo, pendíanpiezas de tela, fajas de lana, medias de lo mis-mo, pañuelos de diversos tamaños y colores.Como la puerta no tenía vidrieras, dirigí condisimulo una mirada al interior, y vi varias mu-jeres a quienes mostraba telas un hombre ama-rillo y flaco, que era de seguro el mancebo de lalonja. En el fondo de la tienda había un SanAntonio, patrón sin duda de aquel comercio,con dos velas apagadas, y a la derecha manodel mostrador una como balaustrada de made-ra, algo semejante a una reja, detrás de la cualestaba un hombre en mangas de camisa, y queparecía hacer cuentas en un libro. Era Requejo:visto al través de los barrotes, parecía un oso ensu jaula.

Aparteme de la puerta, y alzando la vistaobservé otra muestra colocada en la ventanadel entresuelo, la cual decía: Préstamos sobrealhajas. En la ventanilla donde campeaba tan

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consolador llamamiento, no había flores, nijaulas de pájaros, sino una multitud de capas,que respiraban higiénicamente el aire matutinopor entre los agujeros de sus remiendos y apoli-lladuras. Tras los vidrios pendía una mugrientacortineja. Observé que una mano apartó la cor-tina; vi la mano, luego un brazo y después unacara. ¡Dios mío! Era Inés. Yo la vi y ella me vio.Pareciome que sus ojos expresaban no sé si te-rror o alegría. Aquel rayo de luz duró un se-gundo. Cayó la cortinilla y ya no la vi más.

Esto avivó en mí el deseo de entrar. ¿Cómopodían encontrarse en aquella vivienda las co-modidades, los lujos, las riquezas que ponde-raban los Requejos en su visita inolvidable?Para salir de dudas, doblé la esquina, y molí apreguntas al guarnicionero.

-Ese Requejo -me dijo- es el bicho de peorestrazas que ha venido al mundo. Está rico; peroya se ve... en casa donde no se come, ¿no ha dehaber dinero? Porque has de saber que en el

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barrio corre la voz de que él se alimenta con lascarnes de su hermana, y su hermana con las delmancebo, que por eso está como una vela. ¡Ycuidado si tienen dinero esas dos ratas!... Con latienda y la casa de préstamos, se han puesto lasbotas. Verdad que por las prendas de vestir nodan más que la cuarta parte de su valor, coninterés de dos pesetas en duro por cada mes.Cuando toman sábanas finas y vajillas dan unaonza, con interés de cuatro duros al mes. En latienda dan al fiado a los vendedores que vanpor los pueblos; pero les cobran cuatro pesetasy media por cada duro que venden. Dicen quecuando doña Restituta entra en la iglesia, robalos cabos de vela para alumbrarse de noche, ycuando va a la plaza, que es cada tercer día,compra una cabeza de carnero y sebo del mis-mo animal, con lo cual pringa la olla, y con estoy legumbres van viviendo. Una vez al año vana la botillería, y allí piden dos cafés. Beben unpoquito, y lo demás lo echa ella disimulada-mente en un cantarillo que deja escondido bajo

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las faldas, cuyo café traen a casa, y echándoleagua lo alargan hasta ocho días. Lo mismohacen con el chocolate. D. Mauro es vanidoso ygastaría algo más si su hermana no le tuvieraen un puño, como quien dice. Ella tiene las lla-ves de todo, y no sale nunca de casa, por miedoa que les roben; y la casa es bocado apetitosopara los ladrones, porque se dice que en elsótano está la caja del dinero.

Estas noticias confirmaron la opinión queacerca de los tíos de Inés había yo formado. Laprimera pena que sentí al oír el panegírico delos dos personajes, consistió en la certidumbrede que me sería muy difícil introducirme y me-nos trabar amistad con sus dueños. En estopensaba tristemente, cuando vino a mi memo-ria un anuncio que varias veces había compues-to en la imprenta del Diario, el cual decía: «Senecesita un mozo de diez y siete a diez y ocho años,que sepa de cuentas, afeitar, algo de peinar, aunquesólo sea de hombre, y guisar si se ofreciere. El que

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tenga estas partes y además buenos informes, diríja-se a la calle de la Sal, esquina a la de Postas, frente alos peineros, lonja de lencería y pañolería de donMauro Requexo, donde se tratará del salario y de-más.».

Corrí a la imprenta del Diario a ver si aún seinsertaba aquel anuncio, y tuve el gusto de sa-ber que los Requejos no habían encontradoquien les sirviera. Abandoné mi profesión decajista, y sin consultarlo con nadie, pues nadieme hubiera comprendido, presenteme en lacasa de la calle de la Sal, declarándome posee-dor de las cualidades consignadas en el anun-cio.

Mi único temor consistía en que los Requejosrecordasen haberme visto en Aranjuez, con locual recelarían de tomarme a su servicio; peroDios, que sin duda protegía mi buena obra,permitió que ni uno ni otro me reconocieran, ysi doña Restituta me miró al pronto con ciertaexpresión sospechosa y como diciendo «yo he

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visto esta cara en alguna parte», fue sin dudaun fugaz pensamiento que no la decidió a po-ner obstáculos a mi admisión.

Cuando entré en la tienda, la primera perso-na a quien expuse mis pretensiones fue D.Mauro, el cual dejando un rancio librote dondeescribía torcidos números, se rascó los codos yme dijo:

-Veremos si sirves para el caso. De un mesacá han venido más de cincuenta; pero pidenmucho dinero. Como ahora quieren todos serseñoritos...

Llamada por su hermano, presentose doñaRestituta, y entonces fue cuando me miró comomás arriba he dicho.

-¿Tú sabes -me preguntó la tía de Inés- loque damos aquí al mozo? Pues damos la man-tención y doce reales al mes. En otras partes danmucho menos, sí señor, pues en casa de Cobos,

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después de matarles de hambre, danles ochoreales y gracias. Con que muchacho, ¿te que-das?

Yo fingí que me parecía poco, hasta intentéregatear para que no se descubriera mi propósi-to, y al fin dije, que hallándome sin acomodo,aceptaba lo que me ofrecían. En cuanto a losinformes que me exigieron, fácil me fue conse-guir la merced de una recomendación del re-gente del Diario.

-Doce reales al mes y la mantención -repitiódoña Restituta, creyendo sin duda, vista miconformidad, que había ofrecido demasiado-.La mantención, sí, que es lo principal.

¡Ay! El lector no conoce aún todo el sarcas-mo que allí encerraba la palabra mantención.

-Por supuesto -dijo Requejo- que aquí seviene a trabajar. Veremos si sabes tú de todoslos menesteres que se necesitan. Y aquí hay que

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andar derechito, sí señor; porque sino... Míramea mí: yo era un jambrera lo mismo que tú, y enfin... con mi honradez y mi...

-La economía es lo principal -añadió la her-mana-. Gabriel, coge la escoba y barre todo elalmacén interior. Después irás a llevar estosfardos a la posada de la calle del Carnero; luegocopiarás las cuentas; más tarde lavarás la lozade la cocina antes de mondar las patatas, y asíte quedará tiempo para apalear las capas, en-cender el fuego y soplarlo, devanar el hilo de lacostura, poner los números a las papeletas,aviar la lamparilla, limpiar el polvo, dar lustre alos zapatos de mi hermano y todo lo demás quese vaya ofreciendo.

-XV-Al punto empecé las indicadas operaciones,

cuidando de poner en ellas todo el celo posible

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para contentar a mis generosos patronos. Deboante todo dar a conocer la casa en que me en-contraba. La tienda, sin dejar de ser pequeñísi-ma, era lo más espacioso y claro de aquella tris-te morada, uno de los muchos escondrijos enque realizaba sus operaciones el comercio delMadrid antiguo. La trastienda era almacén y almismo tiempo comedor, y los fardos de pañue-los y lanas servían de aparador a la cacharrería,cuyo brillo se empañaba diariamente con repe-tidas capas de polvo. Todos los artículos delcomercio estaban allí reunidos y hacinados concierto orden. Los Requejos vendían telas delana y algodones, a saber: pañuelos del Bearne,género muy común entonces, percales ingleses,que desafiaban en la frontera portuguesa lasaduanas del bloqueo continental; artículos delana de las fábricas de Béjar y Segovia, algunassederías de Talavera y Toledo; y por último,viendo D. Mauro que sus negocios iban siem-pre a pedir de boca, se metió en los mares de laperfumería, artículo eminentemente lucrativo.

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Así es, que además de los géneros citados, hab-ía en la trastienda multitud de cajas que ence-rraban polvos finos, pomadas y aguas de oloren su variedad infinita, verbi gratia: de lima,tomillo, bergamota, macuba, clavel, almizcle,lavanda, del Carmen, del cachirulo y otras mu-chas. Como el local donde se guardaban todosestos géneros servía de comedor, ya puedenVds. figurarse la repugnante mezcolanza deolores, desprendidos de sustancias tan diver-sas, como son una pieza de lana teñida con ru-bia, un frasco de vinagrillo del príncipe y unacazuela de migas; pero los Requejos estabanhechos de antiguo a esta repugnante asociaciónde olores inarmónicos.

De la trastienda se subía al entresuelo poruna escalera que presumo fue construida poralgún sapientísimo maestro de gimnasia, puesno pueden ustedes figurarse las contorsiones,los dobleces, las planchas, las mil torturas a quetenía que someterse para subirla el frágil barro

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de nuestro cuerpo. Sólo la escurridiza doñaRestituta pasaba por aquellos aéreos escollossin tropiezo alguno. Subía y bajaba con singularligereza; y como por un don especial a ella solaconcedido, no se le sentía el andar; siempre quela veía deslizarse por aquella problemática es-calera, sus pasos no me parecían pasos, sino losondulantes y resbaladizos arqueos de una cule-bra.

Cuando, franqueada la escalera, se llegaba alentresuelo, era preciso hacer un cálculo ma-temático para saber qué dirección debía tomar-se, pues el viajero se encontraba en el centro deun pasillo tan oscuro, que ni en pleno día en-traba por él una vergonzante luz. Tentandoaquí y allí se hallaba la puerta de la sala, conventana a la calle de Postas, y por cierto que allíno vi ninguna cortina verde con ramos amari-llos, sino un descolorido papel, que en mil jiro-nes se desternillaba de risa sobre las paredes.Un mostrador negro y muy semejante a las me-

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sillas en que piden limosna para los ajusticia-dos los hermanos de la Paz y Caridad, indicabaque allí estaba el cadalso de la miseria y el altarde la usura. Efectivamente, un tintero de plumade ganso, cortada de ocho meses, servía paraextender las papeletas, algunas de las cualesesperaban sobre la mesa la anhelada víctima.Una cómoda y varios cofres, resguardados conbarrotes, eran Bastilla de las alhajas y Argel delas ropas finas. Las capas, sábanas y vestidos,estaban en una habitación inmediata queademás tenía la preeminencia de proteger elcasto sueño del amo de la casa.

Además de esta sala había otra con ventanaa la calle de la Sal, cuya elegante pieza no des-merecía de la anterior en lujo ni en exquisitosmuebles, pues su sillería de paja adornada convistosos festones, y tan aéreas que cada piezaparecía dispuesta a caer por su lado, no hubie-ran hallado compradores en el Rastro. En estasala estaba el taller. ¿El taller de qué? Los Re-

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quejos tenían tres industrias: la venta, lospréstamos, y la confección de camisas, que enlos días a que me refiero eran cortadas por do-ña Restituta y cosidas por Inés. Allí estaba Inésdesde las cinco de la mañana hasta las once dela noche, trabajando sin cesar en beneficio de lasórdida tacañería de sus tíos. Una orden expre-sa de doña Restituta le impedía salir de aquelcuarto: no bajaba a la trastienda sino a la horade comer; no se le permitía asomarse a la ven-tana; no se le permitía cantar ni leer un libro; nose le permitía distraerse de su obra perenne, nimencionar a su tío, ni recordar a su madre, nihablar de cosa alguna que no fuera la honradezde los Requejos, y la longanimidad de los Re-quejos.

Pero sigamos la descripción de la casa. Enuna habitación interior, mejor dicho en unacaverna, estaba el dormitorio de la tía y la so-brina, y en el fondo del pasillo y junto a la coci-na se abría mi cuarto, el cual era una vasta pie-

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za como de tres varas de largo por dos de an-cho, con una espaciosísima abertura no menoschica que la palma de mi mano, por esta clara-boya entraban, procedentes del patio mediane-ro, algunos intrusos rayos de luz, que se mar-chaban al cuarto de hora después de pasearsecomo unos caballeros por la pared de enfrente.Mis muebles eran un mullido jergón de hoja demaíz, y un cajón vacío que me servía de pupi-tre, mesa, silla, cómoda y sofá. Semejante ajuarera para mí en realidad más que suficiente; y encuanto a la densa y providencial lobreguez queenvolvía la casa como nube perpetua, me pa-recía hecha de encargo para mi objeto.

El entresuelo se comunicaba con la escalerageneral de la casa, la cual partía majestuosa-mente desde la misma puerta de la calle, y ensu grandioso arranque de tres cuartas teníaespacio suficiente para que fuera matemática-mente imposible que una persona subiesemientras otra se ocupaba fatigosamente en la

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tarea de bajar. Por ese túnel ascendente teníanque introducirse los que iban a empeñar algunacosa, siendo en cierto modo simbólico aqueltránsito, y expresión arquitectónica muy exactade las angustias del alma miserable en los mo-mentos críticos de la vida. Bien podía llamarsela escalera de los suspiros.

No debo pasar en silencio que en la casa delos Requejos había cierto aseo, aunque bienconsiderado el problema, aquella limpieza erala limpieza propia de todos los sitios donde noexiste nada, exempli gratia, la limpieza de la me-sa donde no se come, de la cocina donde no seguisa, del pasillo donde no se corre, de la saladonde no entran visitas, la diafanidad del vasodonde no entra más que agua.

Allí no había perros ni gatos, ni animal al-guno, si se exceptúan los ratones, para cuyapersecución D. Mauro tenía un gato de hierro,es decir, una ratonera. Los infelices que caíanen ella eran tan flacos, que bien se conocía esta-

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ban alimentados con perfumes. Un perrohubiera comido mucho: un jilguero habría ne-cesitado más rentas que un obispo: una codor-niz hubiera echado la casa por la ventana: lasflores cuestan caras, y además el agua... La fau-na y la flora fueron por estas razones proscritas,y para admirar las obras del Ser Supremo, losRequejos se recreaban en sí mismos.

Me falta ahora hacerme cargo de otro serque habitaba la casa durante el día: me refieroal mancebo.

El cual era un hombre cuajado, quiero decir,que parecía haberse detenido en un punto desu existencia, renunciando a las transformacio-nes progresivas del cuerpo y del alma. Juan deDios ofrecía el aspecto de los treinta años, aun-que frisaba en los cuarenta. Su cara amarillatenía gran semejanza con la de doña Restituta,pero jamás se notaron en ella las contracciones,los enrojecimientos repentinos, propios deaquella señora. Era en sus modales lento y

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acompasado; su movilidad tenía límites fijoscomo la de una máquina, y si el método puedellegar a establecerse de un modo perfecto en losactos del organismo humano, Juan de Dioshabía realizado este prodigio. Llegar, abrir latienda, barrerla, cortar las plumas, colgar laspiezas de tela en la puerta, recibir al compra-dor, decirle los precios, regatear siempre conlas mismas palabras, medir y cortar el género,cobrarlo, contar por las noches el dinero, apar-tando el oro, la plata y el cobre: tales eran susfunciones, y tales habían sido por espacio deveinte años.

Juan de Dios comía en casa de los Requejos,que le trataban como un hermano. Servíales élcon fidelidad incomparable, y si en algo nacidotenían ellos confianza, era en su mancebo. Cin-co años antes de mi entrada en la casa, la orga-nizadora y genial cabeza de D. Mauro Requejoconcibió un proyecto gigantesco, semejante aesos que de siglo en siglo transforman la faz del

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humano linaje. D. Mauro, después de hacer lacuenta del día, se rascó los codos, diose un gol-pe en la serena frente, puso los ojos en blanco,riose con estupidez, y llamando aparte a suhermana, le dijo:

-¿Sabes lo que estoy pensando? Pues piensoque tú debes casarte con Juan de Dios.

Es fama que doña Restituta arqueó las cejas,llevose un dedo a la barba, inclinó hacia el sue-lo la luminosa mirada y pensó.

-Pues sí -continuó Requejo-; Juan de Dios estrabajador, es ahorrativo, entiende del comer-cio, y en cuanto a honradez, creo que, no siendonosotros, no habrá en el mundo quien le iguale.Yo no pienso volver a casarme; y si hemos detener herederos, no sé cómo nos las vamos acomponer.

El mancebo fue enterado del proyecto, ydesde entonces se trabó entre ambos prometi-

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dos una comunicación amorosa, de la cual nohablo a mis lectores porque no puedo figurar-me cómo sería, aunque cavilo en ello. Debieronellos sin duda, tratar de aquel asunto, como siel matrimonio no fuera la unión de dos cuer-pos. Restituta pensaría en casarse, y Juan deDios pensaría en casarse, ambos sin pena nialegría, de tal modo que pasados cinco añoshablaban del asunto con indiferencia, y dándo-lo como cosa cercana. Parecía que no les impor-taba el rápido paso de los años, y aquellos seresencerrados en una tienda, sin duda medían lavida por varas, no considerando que algunavez llegarían al fin de la pieza. Ambos novioseran de esos que se aprestan a casarse y se ca-san al fin, sin que los hombres, ni Dios, ni eldemonio sepan nunca por qué.

-XVI-Por las noches, después de cenar, rezábamos

el rosario, que llevaba el amo de la casa con voz

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becerrona; y concluida la oración al patronobendito, permanecían en la trastienda en pláci-da tertulia que sólo duraba hora y media, y a lacual solía concurrir algún antiguo amigo o ve-cino cercano. La noche de mi inauguración nose alteró tan santa costumbre. D. Mauro, suhermana, Juan de Dios, Inés y yo, decíamos elúltimo ora pro nobis, cuando sonó la campanilladel entresuelo y mandáronme que abriese.

-Es el vecino Lobo -dijo mi ama.

Figúrense mis lectores cuál sería mi confu-sión cuando al abrir la puerta encaré con la es-pantable fisonomía del licenciado de los espe-juelos verdes que había querido prendermecinco meses antes en el Escorial. El temor deque me conociera diome gran turbación; perotuve la suerte de que el ilustre leguleyo no pa-rara mientes en mi persona. No sé si he dichoque en mí se estaba verificando la trasforma-ción propia de la edad, y que un repentino de-sarrollo había engrosado mi cuerpo y redon-

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deado mi cara, donde ya me apuntaba ligerobozo. Esta fue la causa de que el licenciado Lo-bo no me reconociera, como yo temía.

-Señores -dijo Lobo sentándose en un cajónde medias-, hoy es día de universal enhorabue-na. Ya tenemos a nuestro Rey en el trono. ¿Nohan salido ustedes? Pues está Madrid que pare-ce un ascua de oro. ¡Qué luminarias, qué ban-deras, qué gentío por esas calles de Dios!

-Nosotros no salimos a ver luminarias-contestó Requejo-, que harto tenemos quehacer en casa. Ay, Sr. de Lobo ¡qué trabajo!Aquí no hay haraganes; y se gana el pan decada día como Dios manda.

-Loado sea Dios -añadió el leguleyo-, y vi-van los hombres ricos como D. Mauro Requejo,que a fuerza de inteligencia...

-La honradez, nada más que la honradez-dijo Requejo rascándose los codos.

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-¡Viva el comercio! -exclamó Lobo-; lo que esla pluma, Sr. D. Mauro, no da ni para zapatos.Ahí estoy yo hace veinte y dos años en mi pla-cita del Consejo y Cámara de Castilla, y Diossabe que hasta hoy no he salido de pobre. Mu-cho romper de zapatos para andar en las actua-ciones y nada más. Lo que hay es que ahoraespero que me den una de las escribanías deCámara, que harto la merece este cuerpo que seha de comer la tierra.

-Como Vd. ha servido al favorito...

-No... diré a Vd.; yo no me he andado en di-bujos, y serví al gobierno anterior con buena fey lealtad. Pero amigo, es preciso hacer algo poreste perro garbanzo que tanto cuesta. En cuantovi que el generalísimo estaba ya en manos de laPaz y Caridad, he hecho un memorial al deAsturias, y escrito ocho cartas a D. Juan Escói-quiz para ver si me cae la escribanía de Cáma-ra. Yo les perseguí cuando la famosa causa;pero ellos no se acuerdan de eso, y por si se

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acuerdan ya he redactado una retractación enforma donde digo que me obligaron a haceraquellas actuaciones poniéndome una pistolaen el pecho.

-No he visto jormiguita como el Sr. de Lobo.

-¡Y qué entusiasmado está el pueblo españolcon su nuevo Rey! -continuó el curial-. Da ga-nas de llorar, señora doña Restituta. Ahora salía llevar a mi Angustias con las niñas a la nove-na del señor San José, y después que rezamos elrosario en San Felipe, fuimos a dar una vueltapor las calles. ¡Ay qué risa! Parece que estánquemando la casa de Godoy, la de su madre ysu hermano D. Diego, lo cual está muy retebiénhecho, porque entre los tres han robado tantoque no se ve una peseta por ningún lado. Des-pués que nos entretuvimos un poco volvimosallá; ellas se han quedado en el 13 en casa deCorchuelo, y yo me he venido aquí a charlar unpoquito. Pero me había olvidado... Inesita,¿cómo va? ¿Y Vd., Sr. D. Juan de Dios?

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Inés contestó brevemente al saludo.

-Está un poco holgazana -dijo Restituta mi-rando con desdén a la huérfana-. Hoy no hacosido más que camisa y media, lo cual es unasco.

-Pues me parece bastante.

-¡Ay!, Sr. de Lobo, no diga Vd. que es bas-tante. Mi abuela según me contaba mi madre,echaba en un día la friolera de dos camisas.Pero esta chica está acostumbrada a la holgaza-nería; ya se ve... su madre no hacía más quearrastrar el guarda pies por las calles, y la niñitame andaba todo el día de ceca en meca, aquí tepongo aquí te dejo.

-Pues es preciso trabajar -dijo Requejo-, por-que, chiquilla, el garbanzo y el tocino y el pan ylas patatas no caen del cielo, y el que viene aesta casa a sacar el vientre de mal año no sepuede estar mano sobre mano. Y si no, apren-

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dan todos de mí que me he ganado lo que ten-go ochavo por ochavo, y cuando era mozo, far-do por la mañana, fardo por la noche, fardo atodas horas, y siempre tan gordo y tan guapote.

-Ella es habilidosilla -afirmó Restituta-, y sa-be coser; sólo que le falta voluntad. No es yaninguna chiquilla, que tiene sus quince añoscumplidos y ya puede comprender las cosas. Asu edad yo gobernaba la casa de mis padres.Verdad es que como yo había pocas, y me lla-maban el lucero de Santiagomillas.

-Pues yo creo que Inesita es una muchachaque no tiene pero -declaró benévolamente Lo-bo-. Y tan calladita, tan modesta, que no sepuede menos de quererla.

-Ya le dije cuando entró aquí -continuó Res-tituta- que los tiempos están muy malos, que nose gana nada, que se vende poco y en lo dearriba no cae más que miseria. Ella compren-derá que nos hemos echado encima una carga

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muy pesada al recogerla, porque... ¡si viera Vd.Sr. de Lobo, qué miseria había en aquella casadel cura de Aranjuez, donde estaba mi sobrina!¡Ay, partía el corazón!

-Pues es preciso que trabaje -dijo D. Mauro-.Mi sobrina es una muchacha muy buena, y yahe dicho a Vd. cuánto la quiero. Como que alfin y al cabo para ella ha de ser cuanto hay enesta casa.

-Ya le he dicho -prosiguió Restituta- quemañana tiene que lavar toda la ropa de la casa,porque ya que ella está aquí, ¿para qué se ha degastar en lavandera? Por supuesto que no ha dedejar la costura; y si pasa mañana de las veintevaras la echaré en el pañuelo unas gotitas deagua de bergamota, de la de los frascos averia-dos. Lo bueno que tiene esta muchacha, Sr. deLobo, es que nunca da malas contestaciones.Verdad que no le faltan luces y harto conoce loque nos debe, pues ha encontrado en nosotrossu santo Ángel de la guarda. ¡Ah, no puede

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usted figurarse la miseria que había en aquellacasa del cura de Aranjuez!...

-Le conozco, sí -dijo Lobo enseñando con fe-roz sonrisa sus dientes verdes-. Es un pobrehombre que hacía versos latinos al príncipe dela Paz. Ya se lo dirán de misas. Está probadoque ese D. Celestino con su capita de hombrede bien era el confidente del favorito, y el que lellevaba la correspondencia con Napoleón, pararepartirse a España.

-¡Jesús, qué iniquidad! Bien decía yo queaquel hombre tenía cara de malo.

-Pero ya le daremos cordelejo -continuó Lo-bo-.

-Como la parroquia de Aranjuez la pretendeun primo mío, ya se la tenemos armada a D.Celestino, y entre yo y un compañero pensa-mos escribir ocho resmas de papel sellado paraprobar que el señor curita es reo de lesa nación.

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Mientras esto hablaban yo hacía esfuerzospor contener mi indignación. Inés, aterrada porla verbosidad de sus tíos, no se atrevía a deciruna palabra. Lo mismo hacía Juan de Dios; peropor un fenómeno singular, las facciones hela-das y quietas del mancebo, indicaban aquellanoche que lo que oía no le era indiferente.

-Así lo haremos -contestó Lobo frotándoselas manos-. ¿Pero qué hace ahí tan callado elseñor don Juan de Dios? ¡Ay, Restituta, quémarido tan mudo va Vd. a tener! Y lo que espor palabra de más o por palabra de menos noarmarán Vds. camorra. ¿Y para cuándo dejanVds. la boda? Animarse señores, y anímese Vd.también, Sr. D. Mauro de mis entrañas, porquemire Vd. que la niñita lo merece. Nada: el mesque entra a la vicaría. Restituta con mi señorJuan, y Vd. con su querida sobrinita Inés, que sino me engaño, le ha rezado ya algún padrenuestro a San Antonio para que esto se realice.

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Todas las miradas se dirigieron hacia Inés.Don Mauro estiró los brazos en cruz, luegocerrando los puños, levantolos hacia arriba co-mo si quisiera coger el techo, descoyuntose lasquijadas, cayeron luego ambas manos sobre lamesa con estruendosa pesadez, y habló así:

-Yo se lo he dicho ya, y por cierto que la ni-ñita no tuvo a bien contestarme.

-¿Pues qué quiere decir el silencio en esoscasos? ¿Cómo quiere Vd. que una niña biencriada diga: «Me quiero casar, sí señor, vengamarido»? Al contrario, es ley que hasta el últi-mo momento hagan mil ascos al matrimonio,diciendo que les da vergüenza.

-Ya te dije, hermano -indicó doña Restituta-,que aunque ese es el destino de la muchacha, sise porta bien y trabaja, no conviene tratar to-davía de tal asunto. Ya sabes lo que son las mu-chachas, y si les entra el entusiasmo y el aqueldel casorio, no hay quien las aguante. Ella bien

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sé yo que se chupará los dedos; pero haces malen manifestarle tan pronto tu generosidad,porque puede echarse a perder, pensando to-dos los días en el amorcito, en la palabrilla, enel regalito. ¡Ah, bien sabe ella lo que se hace, lapicarona! Bien sabe que un hombre como tú nolo catan las muchachas de Madrid todos losdías.

-¿Y por qué no he de decírselo desde luego?-contestó Requejo riendo, es decir, moviendo latecla de la risa en su brutal organismo-. Mi so-brina me gusta; y aunque conocemos todos auna porción de señoras muy principales queme pretenden y se beben los cuatro vientos pormí, yo dije: «Vale más que todo se quede encasa». ¿Por qué no se le ha de decir de una vezque quiero casarme con ella? Bien sé que delalegrón se estará ocho noches sin dormir y setrastornará toda, y no dará una puntada; y sifuera por ella, mañana mismo... pero váyase louno por lo otro. Pues digo: ¡si ella viera el collar

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y los pendientes de oro que tengo apalabradoscon el platero del arco de Manguiteros...!

-Dale... dale... -dijo Restituta-. ¿A qué vienehablar de esas cosas? ¿A qué sacar de quicio ala muchacha, trastornándole el seso? Nada: nohay collar ni pendientes. ¿Ni cómo quieres quela niña lave la ropa ni cosa las camisas, cuandole dicen que va a ser, como si dijéramos, prince-sa?

-Nada, nada... yo la quiero y la estimo -afirmó Requejo-. ¿Por qué la hemos de privarde ese gusto? Que lo sepa... y digo más, señorahermana; y es que, aunque a mí no me gusta laholgazanería, porque ya ven Vds., yo desde laedad de catorce años... quiero decir, que aun-que no me gusta la holgazanería, lo que es porestos días y de aquí a que nos casemos, si Inésquiere trabajar que trabaje, y si no que no traba-je.

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D. Mauro volvió a reír, y alargando el brazohacia Inés le tocó la barba. Estremeciose la mu-chacha como al contacto de un animal asquero-so, y rechazó bruscamente la caricia de su im-pertinente tío.

-¿Qué es eso, niña? ¿Qué modales son esos?-dijo D. Mauro frunciendo el ceño-. Despuésque me caso contigo...

-¿Conmigo? -exclamó la huérfana sin poderdisimular su horror.

-Contigo, sí.

-Déjala, Mauro; ya sabes que es un poco malcriada. Niña, no se contesta de ese modo.

-¿Pues no tiene también su orgullo la paz-puerca?

-Yo no me caso con Vd., yo no quiero casar-me -dijo enérgicamente Inés recobrando suaplomo, una vez dicha la primera palabra.

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-¿Que no? -preguntó Restituta con un chilli-do de rabia-. Pues, indinota, mocosa, ¿cuándohas podido tú soñar con tener semejante mari-do, un Mauro Requejo, un hombre como mihermano? ¡Y eso después que te hemos sacadode la miseria!...

-A mí me han sacado Vds. del bienestar y dela felicidad para traerme a esta miseria, a estamortificación en que vivo -dijo la huérfana llo-rando-. Pero mi tío vendrá por mí, y me mar-charé para no volver aquí ni verles más. ¡Ca-sarme yo con semejante hombre! Prefiero lamuerte.

¡Oh!, al oírla me la hubiera comido. Inés es-taba sublime. Yo lloraba.

Cuando los Requejos oyeron en boca de suvíctima tan absoluta negativa, se encendió deun modo espantoso la ira de sus protervas al-mas. Restituta se quedó lívida, y levantose D.Mauro balbuciendo palabrotas soeces.

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-¿Cómo es eso? ¡Venir a comer mi pan, veniraquí a lavarse la sarna, venir aquí después dehaber andado por los caminos pidiendo limos-na... y portarse de esa manera!... ¿Pero eres túuna Requejo, o de qué endiablada casta eres?...Cuidado con la señorita Panza en trote. Niñita,¿sabes tú quién soy yo? ¿Sabes que tengo cincodedos en la mano... sabes que me llamo MauroRequejo... sabes que de mí no se ríe ningunapiojosa... sabes que a mí no me pican pulgas detu laya?... Tengamos la fiesta en paz... y ten porsabido que has de hacer lo que yo mando, ynada más.

Diciendo esto, agarró con su mano de hierroel brazo de la muchacha y la sacudió con mu-cha fuerza. Quiso poner más alto aún el princi-pio de autoridad, y lanzó a Inés contra la pared,avanzando sobre ella en actitud rabiosa. Cuan-do tal vi pareciome que se me nublaban losojos, y sentí saltar mi sangre toda del corazón ala cabeza. Yo estaba en pie junto a la mesa, y al

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alcance de mi mano había un cuchillo de puntaafilada. El lector comprenderá aquella situaciónterrible, y no es posible que vitupere mi con-ducta, si es que tales hechos, hijos de la ciegacólera y la impremeditación, pueden llamarseconducta. ¿Quién al ver una huérfana inocentee indefensa, maltratada por el más necio y soezde los hombres, hubiera podido permanecer encalma? Durante aquella escena de un segundo,alargué la mano hasta tocar la empuñadura delcuchillo, y con rápida mirada observé el cuerpodeforme de D. Mauro Requejo; pero afortuna-damente para mí y para todos, este, sin dudaaterrado ante la debilidad de la víctima, se con-tuvo, y no se atrevió a tocarla. En un movi-miento insignificante, en un paso atrás, en unamirada, en una idea que pasa y huye estriba laperdición de personas honradas, y un grano dearena hace tropezar nuestro pie, precipitándo-nos en el abismo del crimen. Por aquella vezDios apartó del camino de mi vida el cadalso oel presidio.

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El licenciado Lobo y el mancebo contribuye-ron a calmar la enconada soberbia de su amigo.En el semblante del segundo noté una altera-ción vivísima, y su piel amarilla se encendiócon inusitado enrojecimiento, que yo no sabía siatribuir a la indignación o a la vergüenza.

Doña Restituta, queriendo poner fin a unaescena que no podía tener buenas consecuen-cias, cortó la cuestión, diciendo:

-No te acalores, hermano. Yo la haré entraren razón. Ya sabes que es un poco mal criada.Vamos arriba, niña, y ajustaremos cuentas.

Esta fue la orden de retirada. Juan de Diossalió de la tienda para irse a su casa, y doñaRestituta e Inés subieron seguidas por mí, puestambién se me dio la orden de que me acostara.Entraron las dos mujeres en su cuarto y yo en elmío; mas no pudiendo dominar mi inquietud, yrecelando que en el dormitorio vecino se repe-tiría entre tía y sobrina la violenta escena de la

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trastienda, luego que pasó un rato, salí muyquedamente de mi escondrijo, y desliceme porel pasillo, conteniendo la respiración para queno ser sentido. Puesto cerca de la puerta deldormitorio, sentí la voz de doña Restituta quedecía: «No llores, duérmete. Mi hermano es unapersona muy amable; sólo que de pronto... Si élte quiere mucho, niñita...». Esta afabilidad de laculebra me sorprendió; mas al punto com-prendí que debía ser puro artificio.

También llegaban confusamente a mí las vo-ces de D. Mauro y de Lobo, que habían queda-do en la trastienda. Avancé un poco más hastallegar a la escalera, y echándome en tierra apli-qué el oído.

-Cuando yo le doy a Vd. mi palabra de quees así -decía el leguleyo-, Inesita fue abandona-da y recogida por doña Juana. Su madre, que esuna de las principales señoras de la corte, deseaencontrarla y protegerla. Yo poseo los papelescon que se puede identificar la personalidad de

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la muchacha. De modo que si Vd. se casa conella... Amiguito, la señora condesa tiene losmejores olivares de Jaén, las mejores yeguadasde Córdoba, los mejores prados del Jarama, ymás de treinta mil fanegadas de pan en tierrade Olmedo y de D. Benito, sin herederos direc-tos que se lo disputen a esa barbilinda que hacepoco estaba haciendo pucheros aquí mismo.

-Pero ya Vd. la ha visto -dijo D. Mauro mi-diendo con grandes zancadas el piso de la tras-tienda-. La muchacha es un puerco-espín. Lehago una caricia y me da una manotada; le digoque la quiero y me escupe la cara.

-Amigo D. Mauro -repuso el licenciado-, elsistema que Vds. siguen no es el más a propósi-to para hacerse querer de la niña. Vds. debíantraerla en palmitas, y la están maltratandohaciéndola trabajar hasta que reviente. ¿Aquién se le ocurre que una princesita como estafriegue los platos y lave la ropa? Por este cami-

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no aborrecerá a mi señor don Mauro como sifuera el demonio.

-Pues me parece -dijo mi amo dándose ungolpe en la majestuosa cerviz-, que el señorlicenciado tiene muchísima razón. Eso mismodije yo a mi hermana; pero como Restituta estan ambiciosa, que se dejaría desollar por unochavo, ha dado en sacarle el cuero a la mucha-cha. ¿No somos ricos Sr. Lobo? Pues si somosricos ¿a qué viene el descajillarse por un mara-vedí? Pero con mi hermana no hay quien pue-da. ¿Le parece a Vd.? Aquí vivimos como en elhospicio: mi padre se llama hogaza y yo memuero de hambre, como dijo el otro. Pues digoque ha de ser lo que yo mando, y mi hermanaque se case con Juan de Dios y se lleve lo suyo...Y nada más. Inesita no trabajará más, porque sise me muere...

-Además -dijo Lobo-; procure Vd. ser ama-ble con ella. Cuide algo más de lo exterior, y nose le presente con esa facha de mozo de cordel,

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porque las niñas son niñas, Sr. D. Mauro, y nose entra en el templo del amor sino por la puer-ta del buen parecer.

-Eso está muy bien parlado. Si fuera por mí...Yo quiero vestirme bien, pero esa langostilla deRestituta no me deja, y dice que no me he deponer el traje bonito más que el día de San Cor-pus Christi. Nada, nada; aquí mando yo; mepondré guapote, porque yo... a Dios gracias, nosoy de esos que necesitan afeites y menjurjespara parecer bien, y cuanto me cae encima estáque ni pintado. Trataré a Inesita como ella semerece, y Dios por delante. Antes de un mes lallevo a la parroquia.

-Ese es el mejor sistema, Sr. D. Mauro. Conlas amenazas, con el encierro, con las privacio-nes, con el trabajo excesivo no conseguirán Vds.sino que la muchacha les odie, y se enamoris-que del primer pelafustán que pase por la calle.

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Así hablaron el comerciante y el leguleyo.Despidiéronse después, y el segundo salió a lacalle por la tienda. Retireme a toda prisa; peroaunque no hice ruido, doña Restituta, con susutilísimo órgano auditivo debió sentir no sé simi aliento o el ligero rumor de un ladrillo rotoque se movió bajo mis pisadas. Esto produjocierta alarma en su vigilante espíritu, y saliendoal encuentro de su hermano que subía, le dijo:

-Me parece que he sentido ruido. ¿Tendre-mos ladroncitos? Anoche hicieron un robo en lacalle Imperial, metiéndose por los tejados.

Registraron toda la casa, mientras yo, meti-do entre mis sábanas, fingía dormir como untalego. Al fin convencidos de que no había la-drones se acostaron. Mucho más tarde advertíque doña Restituta registraba la casa segundavez, hasta que todo quedó en silencio. Cerca yade la madrugada oí ruido de monedas. Era do-ña Restituta contando su dinero. Después lasentí salir de su cuarto, bajar a la trastienda y

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de allí al sótano, donde estuvo más de unahora.

-XVII-Al siguiente día D. Mauro se desvivió obse-

quiando a su sobrina; pero tan ramplonamentelo hacía, que cada una de sus finezas era unagansada y cada movimiento una coz.

-Restituta -decía- no quiero que trabaje lamuchacha. ¿Óyeslo, hermana? Inés es mi sobri-nita, y todo es para ella. Si hace falta coser, aquítengo yo mi dinero para pagar costureras.Sácame el vestido nuevo, que me lo quiero po-ner todos los días, y quiero estar en la tiendacon él... y no me pongas más olla con cabezasde carnero, sino que quiero carne de vaca paramí y para este angelito de mi sobrina... y lo quees el collar que tengo apalabrado lo comprohoy mismo... y aquí no manda nadie más que

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yo... y voy a traer un fortepiano para que Inésaprenda a tocar... y la voy a llevar en coche a laFlorida... y si entra mañana el nuevo Rey, comodicen, hemos de ir todos a verle, y yo con mivestido nuevo y mi sobrinita agarrada del bra-zo ¿no verdá, prenda?

Restituta quiso protestar contra estos despil-farros, pero amoscose su hermano, y no hubomás remedio que obedecer, aunque a regaña-dientes. Merced a la enérgica resolución delamo de la casa, viose la trastienda honrada coninusitados y allí nunca vistos platos, aunquedoña Restituta, firme en su adhesión al antiguorégimen, no probó de ninguno.

-Hermana -le decía D. Mauro-, ya estoy demiserias hasta aquí. Nada, no más trabajar.¿Ves esta gallina, Inesilla? Pues te la tienes quecomer toda sin dejar ni una tripa, que para esola he comprado con mi dinero. Y aquí te tengoun guardapiés de raso verde con eses de tercio-pelo amarillo que te has de poner mañana si

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vamos a ver entrar al Rey... Y también tepondrás unos zapatos azules y unas mediecitasencarnadas con rayas negras, y también le ten-go echado el ojo a una escofieta que lo menostiene catorce varas de cinta de varios colores...Conque a ponerse guapa... porque lo mandoyo.

-Buenas cosas le estás enseñando a la niña-dijo doña Restituta dirigiendo oblicuamentelos ojos a las prendas indicadas, que acababande traer a la tienda.

En efecto, señores, la generosidad de D.Mauro era tan bestial como su tacañería y sal-vajismo; así es que su empeño en que Inés sevistiera con tan chabacano y ridículo traje, fueuno de los mayores tormentos que padeció lahuérfana durante su encierro.

-Esta tarde -continuó el tío- voy a traer dosciegos para que toquen, y puedas bailar cuantoquieras, Inesilla. Yo quiero que bailes lo menos

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tres horas seguidas, y así has de hacerlo, por-que yo lo mando... y aquellos pendientes de acuarta que están arriba, y son nuestros, porqueno han venido a desempeñarlos, te los pondrásen tus lindas orejitas.

-Sí, para ella estaban -dijo con avinagradogesto Restituta-. ¡Dos pendientes de filigrana deoro, largos como badajos de campana, y quepertenecieron a una camarista de la reina doñaIsabel de Farnesio! Hermano, tengamos la fiestaen paz.

-Aquí no manda nadie más que yo-manifestó Requejo haciendo retemblar de unpuñetazo el cajón que servía de mesa.

Como es de suponer, Inés se resistió a po-nerse los vestidos de sainete comprados por D.Mauro, lo cual puso de mal humor al buen co-merciante, quien no tuvo sosiego durante todoaquel día, y se quitó y puso repetidas veces el

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traje nuevo, jurando que en su casa nadie man-daba más que él.

Al lector habrá sorprendido una circunstan-cia, y es que en tres días que llevaba yo depermanencia en la funesta casa, no pudiese niuna vez tan sólo hablar con Inés. La suspicaciadel ama era tan atroz y tan previsora, quesiempre que bajaba del entresuelo a la trastien-da, como no fuera en la hora tristísima de lacomida, la dejaba encerrada, guardando la llaveen su profundo bolsillo. Esto me desesperaba,quitándome toda esperanza de salvar a la po-bre huérfana, hasta que un día, resuelto a co-municarme con ella, aceché la ocasión en quedoña Restituta estaba desplumando a unos in-felices en el despacho de los préstamos, yacercándome a la puerta del encierro, la llamémuy quedamente. Sentí el roce de su vestido, ysu voz me preguntó:

-Gabriel, ¿eres tú?

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-Sí, Inesilla de mi corazón. Hablemos un po-quito, pero no alces la voz. Haré mucho ruidocon la escoba para que no nos oigan.

-¿Cómo has venido aquí? Di, Gabrielillo,¿me sacarás tú?

-Reina, aunque aquí hubiera cien mil Reque-jos y ochocientas mil Restitutas, te sacaría. Nollores ni te apures. Pero di, picarona, ¿me quie-res ahora menos que antes?

-No, Gabriel -me contestó-. Te quiero más,mucho más.

Hice mucho ruido, y di mil besos a la puerta.

-Toca con tus dedos en la puerta para que yote sienta.

Inés dio algunos golpecitos en la madera, ydespués me interrogó:

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-¿Tardarás mucho en sacarme? Escribe a mitío para que venga por mí.

-Tu tío no conseguiría nada de estos cafres.Espera y confía en mí. Chiquilla, hazme el favorde besar la puerta.

Inés besó la puerta.

-Yo te sacaré de esta casa, prenda mía, o nosoy Gabriel -le dije-. Haz por no disgustarles. Site quieren sacar de paseo no te resistas. ¿Oyesbien? Déjame a mí lo demás. Adiós, que vienela culebra.

-Adiós, Gabriel. Estoy contenta.

Ambos besamos la barrera que nos separa-ba, y el diálogo acabó, porque consumado en eldespacho de los préstamos el asesinato pecu-niario, salieron las víctimas, y tras ellas, doñaRestituta, radiante de ferocidad avariciosa. En

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su cara se conocía que había hecho un buennegocio.

-XVIII-Aquella noche vino a la tertulia de la tras-

tienda, además del Sr. de Lobo, doña Ambrosiade los Linos, tendera de la calle del Príncipe, aquien mis lectores, si no me engaño, tienen elhonor de conocer, pues algo me parece quefiguró en los sucesos que conté anteriormente.Su difunto esposo había sido compañero de D.Mauro en el cargamento y arrastre de fardos ymercancías, y desde entonces entre ambas fami-lias quedó establecida cordial amistad. Recono-ciome doña Ambrosia, mas no dijo nada quepudiese desfavorecerme en el concepto de misnuevos amos, y cuando se hubo sentado, ope-ración no muy fácil, dados su volumen y laestrechez de los asientos, soltó la sin hueso enestos términos:

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-¿Cómo es eso Restituta, cómo es eso D.Mauro, con que no han ido Vds. a ver la entra-da de los franceses? Pues hijos, les aseguro queera cosa de ver. ¡Qué majos son, válgame elsanto Ángel de la Guarda!... ¡Pues digo, si dagloria ver tan buenos mozos... y son tantos queparece que no caben en Madrid! Si viera Vd., D.Mauro, unos que andan vestidos al modo demoros, con calzones como los maragatos, perohasta el tobillo, y unos turbantes en la cabezacon un plumacho muy largo. Si vieras, Restitu-ta, qué bigotazos, qué sables, qué morrionespeludos, y qué entorchados y cruces! Te digoque se me cae la baba... Pues a esos de los tur-bantes creo que los llaman los zamacucos. Tam-bién vienen unos que son, según me dijo D.Lino Paniagua, los tragones de la guardia imperial,y llevan unas corazas como espejos. Detrás detodos venía el general que los manda, y dicenestá casado con la hermana de Napoleón... esese que llaman el gran duque de Murraz o no séqué. Es el mozo más guapo que he visto; y

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cómo se sonreía el picarón mirando a los balco-nes de la calle de Fuencarral. Yo estaba en casade las primas, y creo que se fijó en mí. ¡Ay hija,qué ojazos! Me puse más encarnada... Por ahíandan pidiendo alojamiento. A mí no me hatocado ninguno y lo siento: porque la verdad,hija, esos señores me gustan.

-Gracias a Dios que tenemos rey -dijo D.Mauro-. Y Vd., doña Ambrosia, ¿ha vendidomucho estos días? Porque lo que es de aquí noha salido ni una hilacha.

-En mi casa ni un botón -contestó la tendera-. ¡Ay, hijito mío! Ahora, cuando ese saladísimorey que tenemos arregle las cosas, hay esperan-zas de hacer algo. ¡Qué tiempos, Restituta, quétiempos! Pero no saben Vds. lo mejor, ¿no sa-ben Vds. la gran noticia?

-¿Qué?

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-Que mañana hará su entrada triunfal enMadrid el nuevo rey de España, Sr. D. Fernan-do el Sétimo.

-Ya lo sabe hoy todo Madrid.

-Pues no nos quedaremos sin ir a verle; óye-lo tú, Restituta, óyelo tú, Inés -dijo Requejo-mañana no se trabaja.

-Yo, primero me aspan que dejar de ir a ver-lo -afirmó doña Ambrosia-. Los primos hansalido esta noche al camino de Aranjuez paraesperarle. ¡Ay qué alegría, Sr. D. Mauro! ¡Siviviera mi esposo para verlo! Él que me decía:«mientras duren este rey y esta reina de tres alcuarto, no tendremos un gobierno ilustrado».Mañana va a ser un día de alegría. Yo tengo unbalcón en la calle de Alcalá, y ya hemos encar-gado al valenciano media decena de ramos deflores para apedrear a S. M. cuando pase.

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-Nada, lo dicho, dicho -exclamó D. Mauro-,si esta no quiere ir que se quede en la tienda.Inés me coserá la manga del casaquín que seme rompió ayer cuando me lo quité... Veremosqué tal sabe hacer Gabriel el coleto... Por su-puesto, Inesilla, si quieres coger uno de esosfrascos de agua de clavel que tienes a manoderecha, puedes hacerlo. Todo es para ti.

Así siguió la conversación sin ningún inci-dente notable en lo sucesivo, por lo cual la omi-to, pues supongo al lector poco interesado enconocer la historia de la enfermedad que pade-ció el esposo de doña Ambrosia, trágico aconte-cimiento que ella refirió. Los únicos personajessiempre mudos en aquellas tertulias, ademásde un servidor de ustedes, eran Inés y el Sr.Juan de Dios, este último por ser hombre depocas palabras, como he dicho.

Llegó el día 24 de marzo, y la cabeza de D.Mauro peinada por mí, salió a competir con elsol en brillo y hermosura. Doña Restituta, que

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no pudo resistir a las súplicas de su hermano,frotose con una toalla el apergaminado forro desu cara hasta sacarse lustre, y después se pusoel mismo clásico traje con que por primera vezse presentó a mis ojos en Aranjuez. Por másque D. Mauro atronó la casa, no pudo conse-guir que Inés se disfrazara con el guardapiésverde, las medias encarnadas, las azules botas yla escofieta, que su vanidoso tío compró paraadornar dignamente a la que consideraba comofutura esposa. Negose la muchacha ser objetode una fiesta pública, y al fin para decidirla asalir, la permitieron vestirse con su ropa deluto. Luego que los tres estuvieron apercibidos,encargaron a Juan de Dios el cuidado de la ca-sa, y don Mauro me dijo gravemente:

-Gabriel, hoy es día de descanso. Vente connosotros: con eso me enderezarás el rabo delcoleto si se me tuerce, y me ayudarás a poner-me los guantes cuando pase S. M., pues hastaese momento no quiero meter mis manos en tal

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Inquisición. ¿Qué te parece? ¿Voy bien? Tira deese faldón que está arrugado. Mira, chiquillo,haz el favor de meter bonitamente tu mano porentre la casaca y la chupa hacia la espalda, yrascarme en esa paletilla derecha, que no pare-ce sino que se ha juntado ahí un regimiento depulgas... Así... así... basta ya.

Dicho esto, y rascado el asno, tomé mi gorray salimos. ¡Ay Dios mío, cómo estaba esa Puer-ta del Sol, y esa calle Mayor y esa calle de Al-calá! Mis lectores, cualquiera que sea su edad,habrán visto alguna de las solemnes entradascon que nos obsequia cada pocos años la histo-ria contemporánea, de modo que para hacerlesformar una idea de aquel gentío, de aquellaalgazara y de aquel júbilo, me bastará decirlesque lo del 24 de Marzo de 1808, no se diferencióde lo visto en años posteriores, sino en la exa-geración del delirio.

De los balcones de las casas nobles pendíanlas ricas colgaduras de damasco con su ancho

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escudo y brillantes flecos, prendas vinculadasque hasta hace poco han lucido, ya marchitas ymermadas como el patrimonio de sus dueños,en alguna fiesta del Corpus. Las demás casas seengalanaban con lo que el entusiasmo de susinquilinos había encontrado a mano, siendoconsiderable la cantidad de piezas de musoline-ta que un pueblo loco lanzó al aire de balcón abalcón en aquel memorable día. La multitudinfinita de abanicos con que resguardaban delsol su cara los millares de damas asomadas alos balcones, ofrecía un aspecto sorprendente, ycuando la vista recorría panorama tan encanta-dor, causábale cierto desvanecimiento el ince-sante ondular de los que se movían dando airea sus dueñas. Aquel parlante dije español entan inmenso número reproducido, presentandoalternativamente al sol una de sus caras, yablanca, ya azul, ya roja, y adornado con lente-juelas de plata y oro, remedaba el aleteo demillares de pájaros pugnando por levantar elvuelo. Era un día de Marzo de esos que parecen

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días de Junio, privilegio de la corte de las Espa-ñas, que suele abrasarse en Febrero y helarse enMayo. La naturaleza sonreía como la nación.

El abigarrado gentío que poblaba las callesse componía de todas las clases de la sociedad,abundando principalmente la manolería ychispería, hombres y mujeres, viejos y mucha-chos. Los ancianos inválidos y gotosos habíandejado el lecho, y sostenidos por sus nietosabríanse paso. Las viejas santurronas que du-rante tantos años olvidaran todo camino que nofuera el de sus casas a la cercana iglesia, acud-ían también llevadas de la devoción al nuevoRey, y felicitándose unas a otras aturdían a losdemás con el cotorreo de sus bocas sin dientes.Los niños no habían asistido a la escuela, ni losjornaleros al trabajo, ni los frailes al coro, ni losempleados a la covachuela, ni los mendigos alas puertas de las iglesias, ni las cigarreras a lafábrica, ni los profesores de las Vistillas dieronclase, ni hubo tertulia en las boticas, ni merien-

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das en la pradera del Corregidor, ni jaleo en elRastro, ni colisión de carreteros en la calle deToledo.

La muchedumbre, obligada por su colosalcorpulencia a estarse quieta, se arremolinaba yestremecía como un monstruo atado. Agrietá-base a veces aquella gran masa, pero el surcoabierto era invadido por la corriente: de prontocrecía la aglomeración en un punto y se aclara-ba en otro. El empuje era tremendo, y el retro-ceso tan peligroso, que había riesgo de serhollado por las mil patas de la bestia. El zum-bido con que aquel enjambre manifestaba susimpresiones, trastornaba el cerebro más fuerte:exclamaciones de alegría, diálogos entusiastasseguidos de abrazos generosos, gritos de dolora consecuencia de los callos aplastados, o deindignación por cada sombrero que perdía suhechura, se unían a las donosidades de las ma-jas, que arrojaban cáscaras de naranja sobre lospetimetres, y a los lamentos de los mendigos

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haraposos y mutilados que escurriéndose entrela multitud, aun allí imploraban la caridad en-señando una pierna leprosa o una mano de-forme.

Nosotros tuvimos que quedarnos en la Puer-ta del Sol. Una de las oscilaciones del gentíonos llevó hacia la acera que hoy une las callesde Espoz y Mina y Carretas; otra oscilación nosarrastró hacia la Inclusa, que estaba entre lascalles del Carmen y de Preciados; y por último,un nuevo sacudimiento, haciéndonos pasar porante Mariblanca, nos encaminó hacia el BuenSuceso, a cuya verja nos agarramos D. Mauro yyo, para no ser nuevamente arrastrados a mer-ced de aquel oleaje. Yo me alegraba de que estosucediera, por si en alguna evolución quedá-bamos Inés y yo apartados de los Requejos;pero buen cuidado tenía D. Mauro de no sepa-rarse de la muchacha, y antes le hubiera roto elbrazo que soltarla; tal era la fuerza con que su

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mano lagartijera tenía aprisionados los olivaresde Jaén y las yeguadas de Córdoba.

Situados donde he dicho, aguardamos laaparición de aquel sol hespérico, de aquel irisde paz, de aquel príncipe Fernando, que estepueblo, a ser pagano, hubiera puesto en la je-rarquía de sus dioses más queridos. En rededornuestro zumbaban algunas viejas.

-¡Ay, mi señora doña Gumersinda! -decíauna estantigua-. Dios y mi patrono San Serapio,ese bendito fraile de la Merced que es abogadocontra los dolores de coyunturas, han queridoque yo no mordiera la tierra sin ver este día.

-¡Ay, mi señora doña María Facunda!-contestaba otra-. Desde que entró en Madrid alvenir de Nápoles el Sr. D. Carlos III, a quien videsde este mismo sitio, no ha habido en Madriduna alegría semejante. ¿Pero Vd. no llora?

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-¿Pues no me ve Vd., señora doña Gumer-sinda? Bendito sea el Señor, que nos ha permi-tido ver este día. Al menos se morirá una con laalegría de que España sea feliz con ese granRey que Dios nos ha dado. Pues pocos rosarioshe rezado yo para que esto sucediera. Al fin laVirgen nos ha oído, y si nosotras no nos estu-viéramos en la iglesia rogando día y noche, yapodía la nación esperar sentada su felicidad.

-¿Pero Vd. no ha visto al príncipe, señoradoña María Facunda? Si es el más rozagante, elmás lindo mozo que hay en toda España y susIndias. Yo lo vi el día de la jura, y me pareceque le tengo delante.

-No le he visto. Ya sabe Vd. señora doñaGumersinda, que desde que reñí con aquel ofi-cial de walonas que me quería tanto, allá cuan-do echaron a los jesuitas, no he vuelto a mirar ala cara a ningún hombre.

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-¡Pero oiga Vd., dicen que viene, ya está cer-ca!

En efecto; se oían las exclamaciones del gent-ío apelmazado en la calle de Alcalá, y muchosgritaban: ¡Ya viene por la Cibeles! ¡Ya viene porel Carmen Descalzo! ¡Ya viene por las Barone-sas! ¡Ya viene por los Cartujos!

Una voz conocida me hizo volver la cara.Pacorro Chinitas, el famoso amolador, cuyasopiniones no habrán olvidado Vds., estabadetrás de mí disputando acaloradamente conuna mujer del pueblo, gruesa, garbosa, de ojosvivos, lengua expedita y expeditísimas manos.

-¡Que en todas partes has de meter camorra,condenada mujer! -decía Chinitas-. Vete callan-do que ya se me sube la mostaza a la nariz.

-No me da gana de callar -contestó la Primo-rosa, cruzándose en la cintura las puntas delpañuelo que le cubría los hombros-. ¿Pues qué,

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estamos en misa? Si ese señorito del tupé no senos quita delante...

Un petimetre, que olía a jazmín, volvió lacompungida cara pidiendo mil perdones a laemperatriz del Rastro.

-¡Eh, tío cata caldos! -continuó la Primorosa,tirando por los faldones al currutaco-. ¡Quítesede ahí que me estorba!

-Mujer, deja en paz a ese caballero. Mira quela armo.

-¡Sopa sin sal, endino! -exclamó la manolamostrando sus dedos cuajados de anillos conpiedras falsas-. ¡Pos pa qué quiero estas cincomanos de almirez! ¡Enriten a la Primorosa yverán lo güeno! ¡Eh... señor marqués del Barri-lete! -añadió dirigiéndose a D. Mauro- que meestá Vd. metiendo por los ojos el rabo de supeluquín.

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-Mujer -insistió Chinitas-, que donde quieraque vamos me has de avergonzar...

El petimetre se volvió hacia nosotros y dijo,infestándonos con los perfumes de su ropa:

-No se puede estar donde hay gente ordina-ria.

-¿Qué es eso de gente ordinaria? -exclamó laPrimorosa atropellando a los que tenía al ladopara abalanzarse hacia el almibarado joven-.Ya... a mí con esas. Pero si es el Sr. D. NarcisoPluma. Eh, Nicolasa, Bastiana, Polonia; mira alSr. de Pluma, al que la otra noche le empresta-mos dos reales pa osequiar a las madasmas quellevó a tu casa... Señor marquesito de la ollavacía, menos facha y más comenencia con lasseñoras, porque yo soy muy reseñorona y muyrequete-usía, y sé dar pa el pelo, y vivan losfarolones de Madrid.

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A este punto llegaba, cuando un rumor cer-cano indicó que el príncipe estaba cerca. LaPrimorosa, con las majas que la seguían, tratóde atravesar el gentío dando codazos y mano-tadas a derecha e izquierda.

-Ea, desepártense toos, que viene el sol delmundo. A un lao, a un laíto señores. Bastiana,Nicolasa, quitaros las flores del pelo, y venganacá, que yo se las daré al lucero de las Españas.Míralo allá, viene a caballo por la Aduana.

A fuerza de empujones la Primorosa logró,¡cosa inaudita! despejar en torno suyo un breveespacio, donde campeaba sin obstáculo. Peroqueriendo avanzar más aún, halló insuperablebarrera en la persona de un majo decente, quecon la capa en cuadril y el sombrero sobre laceja, rechazaba varonilmente a cuantos intenta-ban adelantar hacia el centro de la carrera.

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-¡Cómo! -dijo la maja con centelleante ira-.¿Que no se pasa? ¿Y quién lo ice? Tú, Pujitos.Anda y qué güeno me sabe.

-No se pasa -dijo Pujitos, que se esforzaba enponer a la multitud en fondo, en filas, en com-pañías, en batallones y en brigadas-. Póngase cauna en su puesto, y no ladrar. Orden, señores...toos en fila. Primorosa, las mujeres a sus casas,y aquí denguna me levante el chillío.

-Pujitos de mi corazón -dijo la Primorosa conterrible ironía, clavando ambas manos en lacintura-. Si te requiero, si he venido por verte,si aquí vengo a pedirte de rodillas que me dejespasar, y traigo un irgumento pa tu cara de pei-ne viejo. ¿Quieres verlo?... Pues toma.

Aún no lo había dicho, cuando rápida, fuertey destructora como un ariete romano, la manoderecha de la maja voló en dirección de la carade Pujitos, y el carrillo de este resonó con tre-mendo chasquido. Una risotada general fue el

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himno con que los circunstantes celebraron ladesgracia de Pujitos, el cual, vacilando primero,y desplomado después, fue a caer sobre un frai-le, rompiéndole la escofieta a doña María Fa-cunda, y la escusabaraja a doña Gumersinda.La multitud hizo un movimiento: el oleaje co-rrió de un lado a otro, y Pujitos desaparecióante nuestra vista como un cuerpo que cae almar.

La causa de aquel movimiento de la muche-dumbre fue una nueva irrupción de carnehumana en aquel recinto estrecho donde yahabía tanta. Un destacamento de la guardiaImperial, con Murat a la cabeza, apareció por lacalle del Arenal. Figuraos un pie que se empeñaen entrar en una bota donde ya hay otro pie. Elgran duque de Berg, petulante y vanidoso, seobstinó en presentarse con sus tropas en la ca-rrera por donde había de pasar el Rey, lo cualno tenía nada de culpable; pero lo hizo tan in-oportunamente, y sus mamelucos y dragones

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vejaron de tal modo al pueblo madrileño, quealgunos historiadores hacen datar desde aque-lla hora la general antipatía de que los francesesfueron objeto. La multitud es un río, cuyo nivelno puede subir cuando recibe el caudal de otrorío, y tiene que acomodarse juntando carne concarne y hueso con hueso, hasta que desaparecela personalidad humana en el informe conjun-to. Esto pasó cuando los franceses penetraronen la estrecha plaza, y una tempestad de silbi-dos, reconvenciones e insultos fue la primeramanifestación del pueblo español contra losinvasores. Entre tanto el desconcierto crecía, lasofocación iba en aumento. D. Mauro bramócomo un toro, doña Restituta lanzó un gemidodesde el fondo de su angosto pecho... pero lamultitud olvidó sus penas, porque ya estabacerca, ya venía, ya le veíamos en su caballoblanco, que apenas podía dar un paso; ya em-bocaba en la Puerta del Sol, ya se agitaban losabanicos; llovían ramos de flores; alzábase de lasuperficie de aquel inquieto mar un rumor es-

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pantoso, cruzaban el aire como pájaros desban-dados millares de gorras, y los brazos convul-sos sobresalían de las cabezas descubiertas; lospañuelos no eran bastante expresivos, y lascapas eran desplegadas como banderas detriunfo.

Entonces la masa de gente que estaba entorno mío avanzó con irresistible empuje. D.Mauro y Restituta clavaron las uñas en lasmangas del vestido de Inés, que se les escapa-ba; pero un jirón de tela se quedó en sus manose Inés en mis brazos. Miré a la derecha, y vientre una aglomeración de cabezas el coleto deD. Mauro y el moño de doña Restituta, quehuían llevados como despojos de naufragiosobre la espuma de aquel mar alborotado.Estábamos solos.

Inés y yo nos abrazamos y el gentío com-primiéndose después, estrechaba a Inés contramí, como si de nuestros dos cuerpos hubieraquerido hacer uno solo.

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-XIX--Estamos solos, Inés -le dije-. Ahora podre-

mos hablarnos y vernos.

En efecto, estábamos solos. Yo no veía niRey ni pueblo, ni guardia Imperial, ni balcones,ni quitasoles, ni abanicos, ni capas, ni gorras, niflores, ni nada: yo no veía más que a Inés, e Inésno veía más que a mí. Aprisionados entre unpueblo inmenso, nos creíamos en un desierto.Olvidamos que existía un Rey recién coronado,y una nación alegre, y una ciudad feliz, y unamultitud ebria, y no pensamos más que en no-sotros mismos. No oíamos nada: el clamor de lagente, los vivas, los mueras, las felicitaciones,aquella borrachera de entusiasmo no producíaen nuestros oídos más impresión que el vuelode un insignificante insecto.

-Gracias a Dios que nos han dejado solos-dijo Inés estrechándose más contra mí.

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-¡Inés de mi corazón! -dije yo-, cuánto de-seaba hablarte. ¡Cuántas cosas tengo que decir-te! Tus tíos se han ido y no volverán, y si vuel-ven no estaremos aquí. Somos libres; oye lo quevoy a decirte. Estamos fuera de esa malditacasa, Inés mía, y serás feliz y rica y poderosa ytendrás todo lo que es tuyo.

-Yo no tengo nada -me contestó.

-Sí: tú no sabes un cuento que yo te voy acontar, un cuento que sé y que me hace feliz ydesgraciado al mismo tiempo.

-¿Qué estás diciendo, loquillo?

-Que tú no eres lo que pareces. Yo te devol-veré a tus padres, que son muy ricos.

-¿Padres? ¿Acaso yo tengo padres?

-Sí: tú no eres hija de doña Juana. Pero estote lo explicaré en otra ocasión. ¡Ah!, amiga mía:estoy alegre y estoy triste, porque deseo que

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seas feliz, y rica y señora y poderosa y duquesay princesa; pero al mismo tiempo consideroque cuando llegues al puesto que te correspon-de no me has de querer.

-No entiendo una palabra de lo que dices.

-Ya veremos. Tú no me querrás. ¿Cómo hasde querer a un desgraciado como yo, sin pa-dres, sin fortuna, sin educación? Te avergon-zarás de mí, que soy un criado, un infeliz de lascalles... pero ¡ay!, no temas, que yo te llevaré adonde debes estar, y te pondré en tu verdaderopuesto, y serás lo que debes ser. Yo no quieronada para mí. Dime: ¿me dejarás que sea tucriado y que viva en tu casa lo mismo que vivoahora mismo en la de tus condenados tíos?

-De veras te digo que pareces un loco, Ga-briel. Esto me recuerda cuando tú decías queibas a ser ministro, generalísimo y príncipe. Yono tengo esas ideas.

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-No es lo mismo, niñita. Aquello era una ne-cedad mía, y esto es cierto. Ya no volveremos acasa de los Requejos. Huiremos por la calle deAlcalá cuando se despeje, buscando refugio enAranjuez, hasta tanto que yo te lleve a dondedebo llevarte. Aunque sé que no lo has decumplir, júrame que me querrás siempre.

-Yo no necesito jurarlo. Prométeme tú no de-cir disparates -dijo ella, mientras la presión dela embriagada multitud estrechaba su cabezacontra mi pecho.

-No son disparates. Pronto te convencerásde ello; ¿pero me querrás siempre como mequieres ahora? ¿No te avergonzarás de mí, nome despreciarás? ¿Seré siempre para ti lo mis-mo que soy ahora, tu único amigo, tu salvacióny tu amparo?

-Siempre, siempre.

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Al pronunciar estas palabras, Inés sintió quela cogían un pie.

Miró ella, miré yo, y vimos que clavaba en elpie sus flacos dedos una mano correspondientea un brazo negro, que extendiéndose entre laspiernas de los circunstantes, estaba unido alcuerpo de Restituta, quien estiraba el otro brazohasta tocar la mano que pertenecía a una de lasextremidades de don Mauro Requejo, el cual D.Mauro Requejo, colocado como a dos varas denosotros, pugnaba por abrirse paso entre pier-nas de hombre y faldas de mujer, recibiendoaquí una pisada, allá una coz. Sucedió, que en-contrándose los dos hermanos tan separados denosotros, perdían el tino buscándonos, y mien-tras ella se encaramaba anhelando divisar poralgún lado nuestras cabezas, él a causa de sucorpulencia alcanzó a distinguir mi gorro.

Forcejeaban hasta alcanzarnos, cuando doñaRestituta cayó al suelo; diole D. Mauro la mano,y ella alargó la otra para asir el pie de Inés, te-

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miendo que en un nuevo vaivén o sacudimien-to se le escapara. Nuestro proyecto de fugaquedó frustrado, y ambos Requejos hicieronpresa en los olivares de Jaén, asiéndoles cadauno por un brazo para estar más seguros.

-¡Pobrecita mía! -dijo D. Mauro-. Creímosque te nos perdías. Si no es por ti, Gabriel, senos pierde.

A causa del revolcón quedaron ambos her-manos tan lastimosamente magullados, quedaba compasión verles. Del casaquín de miamo se habían hecho dos, sin intervención deningún sastre, y su hermana veía con ojos furi-bundos los flotantes jirones de su vestido ne-gro, rasgado de arriba abajo.

-¿Ves? -decía Restituta a su hermano al re-gresar a la casa-. ¿Ves lo que sacamos de ir adonde nadie nos llama? Has perdido un guan-te... ¡lástima de guante, que costó un dineral enel Rastro! ¿Pues y la casaca? Ya tengo costura

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para tres días... ¡Sí, que está barata la seda!... Ytú, niña, ¿has perdido algo? ¡Ay! ¿Dónde estámi pañuelo? ¿Pues y mi pañuelo? ¡Lo he perdi-do!... ¡Dios me favorezca!... ¡Jesús mil veces! ¡Yyo que le eché tres gotas de agua de bergamota!

-XX-Transcurrieron muchos días desde aquel,

famoso por la entrada de nuestro soberano, sinque se alterara con ningún accidente la unifor-midad de la casa de los Requejos.

Largo tiempo estuve sin poder hablar conInés, aunque vivíamos tan cerca el uno del otro;pero el encierro en que la guardaba Restitutaera cada vez más inaccesible, y la vigilanciallegó a ser un acecho implacable. D. Mauro es-taba furioso algunas veces, otras triste, y sinduda en su rudeza no dejaba de comprenderque era incapaz de hacerse amar por Inés. Su

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cólera no podía menos de derivarse de la con-ciencia de su brutalidad. Si no hubiera mediadoel ambicioso interés, que era su alma, quizás D.Mauro habría sido naturalmente afable y hastacariñoso con la que pasaba por su sobrina; perola falta de educación, de delicadeza, de moda-les y de sentido común le perdía, haciéndole nosólo aborrecible sino espantoso a los ojos de lamisma a quien deseaba interesar.

Las dificultades para sacar a Inés del poderde los Requejos aumentaban de día en día conla suspicaz vigilancia de Restituta; pero esto nome desanimaba, y firme en mi honrado propó-sito, procuré por todos los medios posiblesconquistar la benevolencia de los dos herma-nos, fingiendo en mí gustos e inclinacionesiguales a las suyas. Yo aspiraba a una empresamás difícil que las doce de Hércules; aspiraba aconquistar el inexpugnable castillo de su con-fianza, donde jamás entrara persona alguna.

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Para llegar a este fin, principié fingiéndomemezquino y avaro, cual si me consumiera, co-mo a ellos la mísera pasión del ahorro en suúltimo delirio. Un día después de haber barridolos pasillos y cuartos, me ocupaba en reunir elpolvo y la tierra, recogiendo y guardando aque-llos ingredientes en un gran cucurucho. Comoesta operación la hacía yo de modo que doñaRestituta me observase, preguntome un díacuál era mi objeto, y le contesté:

-Pues qué, señora, ¿se ha de desperdiciar es-ta sustancia alimenticia?

-¿Cómo? ¿El polvo y la basura de los ladri-llos, con las telarañas de los techos y el lodo delos zapatos forman una sustancia alimenticia?

-Ya lo creo; y me asombra que Vd. no sepaque hay en Madrid un jardinero francés quecompra todo esto para criar unas endemonia-das yerbas farmacéuticas, que han inventadoahora.

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-¿Qué me dices, Gabriel? Pues yo no sabíanada.

-Pues cuando yo estaba en la casa del señorduque de Torregorda, la señora duquesavendía esto todas las semanas, y por un paque-te así, le daban sus cuatro cuartos como cuatrosoles.

Ella se regocijaba tanto con esto, que cuandoyo, después de arrojar a un muladar el paquete,volvía entregándole los cuatro cuartos de mifingida venta, me decía:

-Eres un chico de disposición, Gabriel: no heconocido otro como tú.

También fingía vender los cráneos de carne-ro que allí se consumían con frecuencia, loshuesos de toda clase de frutas, los pedazos depapel, los cascos de vidrio, y hasta los pezonesde los higos pasados, diciéndole que un botica-rio los compraba para hacer cierta droga vene-

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nosa. Cuando llegó el 20 de Abril, y me dieronlos diez reales de mi salario, dije a doña Resti-tuta:

-Señora, ¿para qué quiero yo todo ese dine-ral? Puesto que tengo todas mis necesidadessatisfechas y no me falta nada, guárdemelo, y sialgún día salgo de esta bendita casa (lo queojalá no suceda nunca), me lo entregará junto.Guardadito quiero que esté como oro en paño,y primero me dejaré cortar las orejas que con-sentir en el gasto de un maravedí.

-¡Ay, Gabriel! -me contestó rebosando satis-facción-, no he visto nunca un chico como tú.Bien es verdad que no en vano se pisa esta casa,donde reinan el orden y la economía. Eres unrapaz de provecho; si sigues trabajando, a vuel-ta de diez años tendrás reunidos sesenta duros,y si siempre persistes en tan buenas ideas, lle-garás al fin de tu vida... (pongamos que vivessesenta años más...) con un capital de 360 durosque tendrás guardaditos y los enterrarás antes

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de morirte, para que ningún heredero holgazánse divierta con tu dinero.

Con estas y otras artimañas me hacía quererde mis amos, hasta el punto de que confiabanmucho en mí; pero a pesar de todo no logrénunca adquirir la confianza suprema, que con-sistía para mí en ser encargado de la custodiade Inés, mientras ellos estaban fuera. ¡Ay!,cuando alguna vez permitían los hados quedoña Restituta se ahuyentara del hogar domés-tico, siempre era depositario de todas las llaves,el impasible, el mecánico, el glacial mancebo.

Pero he hablado poco de este personaje,cuando en realidad debiera ocuparnos mucho,y urge dar de él completa idea. Juan de Dios erasin género de duda un excéntrico, pues tambiénen aquella época había excéntricos. Un hombreque no habla, que ignora lo que es risa, que noda un paso más de los necesarios para trasla-darse al punto donde están la pieza de tela queha de vender, la vara con que la ha de medir, y

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la hortera en que ha de guardar el dinero; unhombre que en todas las ocasiones de la vidaparece una máquina cubierta con la humanapiel para remedar mejor nuestra libre, móvil eimpresionable naturaleza, ha de llevar dentrode sí algo ignorado y excepcional. Sin embargo,al poco tiempo de conocer yo a Juan de Dios,ocurrió algún percance en el misterioso engra-naje de las piezas de aquel mueble animado.

Por aquellos días D. Mauro y doña Restitutahabíanse comunicado con asombro su extrañe-za por las frecuentes distracciones de Juan deDios. Juan de Dios que en veinte años no seequivocara nunca midiendo o contando, conta-ba y medía como un mancebillo recién venidode la Alcarria. Aún había algo más alarmante.Juan de Dios se paseaba por la tienda sin hacernada, lo cual era tan extraordinario como elchoque de un planeta con otro; Juan de Diospreguntaba al parroquiano si quería poplín, co-tepalis, organdís, madapolanes o muselinetas, y en

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vez de traer lo pedido, daba media vuelta,rascándose la cabeza, iba a la trastienda, y salíadespués a preguntar de nuevo, porque se lehabía olvidado. Al mismo tiempo Juan de Diosestaba más amarillo y más flaco, lo cual parecíaimposible al que en sus buenos tiempos lehubiese conocido, y su mirada, siempre morte-cina y tristona como la llama de un candil quese apaga, indicaba últimamente una resigna-ción, un dolor que no son susceptibles de des-cripción ni pintura.

Un día salieron los amos, encargándole co-mo de costumbre, la custodia de la casa. Inés,encerrada en su aposento, habló conmigo comoTisbe al través del muro, y en mi desespera-ción, no pudiendo ni verla, ni sacarla de allí,discurrí que convenía explorar el corazón delmancebo, por si era posible ablandarle, paraque protegiera nuestra fuga. Bajé a la tienda, ydespués que hablamos un poco de cosas indife-rentes, dije a Juan de Dios:

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-¿No es un dolor, Sr. D. Juan, que esa mu-chacha se muera de tristeza en ese cuartucho?¿Por qué no la dejan suelta por la casa? ¿Acasoes alguna fiera?

Advertí en el semblante del mancebo, uncomo estremecimiento o vislumbre, despuéspareció que la poca sangre de su cuerpo se leagolpaba en la frente, y me habló así:

-Gabriel, tienes razón. ¿Por qué la encierranasí siendo tan buena y tan humilde?... Ya estarálibre... -dijo Juan de Dios, como hablando con-sigo mismo.

Estas palabras despertaron mucho mi curio-sidad, y resolví hacerle hablar sobre el asunto,fingiendo poco interés por la muchacha.

-Verdad es -dije- que como está tan malcriada...

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-¡Mal criada! -exclamó el dependiente conviveza-. Tú sí que eres un mal criado y un bru-to. Cuando la veo tan dulce, tan modesta, tanguapa, me da lástima que... Aquí la tratan deun modo que da compasión...

-Pero los amos son muy buenos con ella; lahan comprado un vestido, y D. Mauro quiereque sea su mujer.

Al oírlo Juan de Dios, se inmutó de tal mo-do, que le tuve miedo.

-¡Casarse con ella! -exclamó-. No, no; eso nopuede ser.

-Bien es verdad, que si la muchacha no quie-re, ¿por qué han de obligarla?

-Es verdad. No; no la obligarán.

Comprendí que convenía variar de táctica,demostrando mucho interés por la prisionera.

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-Pues si ella no quiere -dije- será una obra decaridad sacarla de aquí.

-¿Tú crees lo mismo? -me preguntó con an-siedad.

-Sí. Me da tanta lástima de la pobrecita, quesi en mí consistiera, ya le hubiera abierto laspuertas para que volara como un pajarito.

-Gabriel -me dijo Juan de Dios solemnemen-te, poniendo su mano sobre mi brazo-, si túfueras un chico prudente y discreto, yo te con-fiaría un proyectillo...

No había más remedio que fingir gran in-dignación contra los Requejos, y así lo hice,diciendo:

-¡Pues no he de serlo! A mí puede Vd. con-fiarme lo que quiera, sobre todo si se refiere aesa niña, porque la tengo compasión, y si mi

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amo se empeña en maltratarla, no lo podréaguantar, y el mejor día...

-Nuestros patronos son muy crueles -dijo élcon la gravedad de quien revela importantesecreto.

-¿Qué dice Vd., crueles? Bárbaros y tacaños,que serían capaces de vender a Cristo por doscuartos.

El semblante de Juan de Dios expresó ciertoentusiasmo. Después de vacilar un momentoentre la seriedad y una sonrisa, se apretó elcorazón con ambas manos, y me dijo:

-Gabriel, yo estoy enamorado, yo estoy loco.

-¿De quién? ¿Por quién?

-No me lo preguntes, y adivínalo. A ti solo telo digo: quiero que me ayudes. Veo que tienesbuenos sentimientos, y que aborreces a los car-celeros de Inés. Pero tú no te has fijado bien en

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ella. ¿No te admira su resignación, no te admirasu modestia? Y sobre todo, Gabriel, ¿has vistoalguna vez mujer más linda? Dime, ¿te ha mi-rado alguna vez y no te has vuelto loco?

Juan de Dios lo parecía al decir estas pala-bras.

-Inés es una gran personita -respondí-. Haceusted bien en quererla, y mucho mejor en sacar-la de aquí. ¿Pero no dicen que se casa Vd. condoña Restituta?

-¿Yo?, estás loco... Antes de ahora he sidotan estúpido que llegué a creerme capaz desemejante desgracia. Pero ahora... ¿Has conoci-do mujer más repugnante que esa?

-No, no hay otra que la iguale en toda la tie-rra. Pero hablemos de Inés, que es lo que a Vd.le interesa.

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-Sí, hablemos. ¡Ay! No sabes qué desahogosiento al confiarte este secreto. Yo necesitabadecírselo a alguien para no desesperarme. Des-de que Inés entró en esta casa, yo experimentéuna sensación desconocida. Yo había dichomuchas veces: «tanto como oigo hablar delamor, y yo no sé lo que es...». Pero ya sé lo quees... ¡Ay!, he pasado toda mi vida trabajandocomo una bestia. Hace veinte años tuve algocon una mujer que vivía en mi casa; pero aque-llo no pasó de tres días. Yo nací en Francia depadres españoles, me crié en un convento ycuando salí de él a los veinte años, estaba muypersuadido de que las mujeres todas eran eldemonio, pues así me lo decían los padres delconvento de Guetaria. Así es que cuando pasa-ba alguna cerca de mí, yo bajaba los ojos, cui-dando de no mirarla. Siempre he sido melancó-lico y... no sé por qué me han disgustado lasmujeres... Nunca voy a bailes ni a tertulias, ycon tan uniforme vida me he vuelto tan tristónque me aburro de mí mismo. Los domingos

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echo un paseo allá por los Melancólicos, y estoun año y otro, hasta que ahora... te contaré pun-to por punto. Cuando llegó Inés aquí, me pare-ció que no era como las mujeres que yo he vistosiempre; quedeme asombrado contemplándola,y hasta se me figuró que la había visto en algu-na parte; ¿dónde?, ¡qué sé yo!, sin duda dentrode mí mismo. Todo aquel día pensé en ella, y aldía siguiente, que era domingo, me fui despuésde oír misa, a mi paseo de los Melancólicos. Allídi mil vueltas figurándome que hablaba conella, y fueron tantas las cosas que le dije, que deseguro no cabrían en este libro grande. Pasóalgún tiempo: Inés no me había mirado nunca,hasta que una noche... estábamos comiendo, yofui a coger un plato, y como me temblaba lamano, le dejé caer al suelo y se rompió. Restitu-ta se puso a dar gritos, y D. Mauro me dijo nosé qué barbaridades. Entonces Inés alzó los ojosy me miró.

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Cuando esto decía, Juan de Dios mostraba laincomparable satisfacción del amante que harecibido favor muy lisonjero de su dama.

-Pues ánimo -le dije-: la muchacha es linda ybuena. Sáquela Vd. de aquí.

-¡Que si la saco! ¿Pues no la he de sacar?-exclamó con decisión-. Resuelto estoy a ello.Pero necesito hablarla, Gabriel; necesito decirlelo que siento por ella. ¿Me corresponderá, creestú que me corresponderá?

-Pero tonto, si quiere Vd. hablarla, ¿qué mástiene que ir a su cuarto y entrar? ¿Los amos nole dejan las llaves?

-Varias veces he intentado hablar con ella; hesubido la escalera, he llegado junto a la puertay al fin me he vuelto sin valor para decirle:«Inés, ¿oye usted una palabra?».

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-Pues de esa manera no consigue usted nada-le contesté-. ¡Ah! Vea Vd. lo que me ocurre eneste instante. Yo me pinto solo para esas comi-siones. Me da Vd. la llave, abro, entro y le digoque Vd. la quiere y discurre el modo de sacarlade aquí. ¿Qué le parece mi invención?

-Te equivocas si crees que tengo la llave desu cuarto. Todas me las dejan menos esa.

-Entonces todo está perdido.

-No, porque voy a que un cerrajero me hagauna por un modelo de cera, enteramente igual.Por de pronto, ya que te ofreces a servirme,mira lo que he pensado. Aquí tengo un ramitode violetas que he comprado esta mañana. Se lollevas, arrojándolo dentro por el tragaluz queestá sobre la puerta, y le dices: «esto le manda aVd. una persona que la ama», pero sin mentarlequién es. Luego, otro día que los amos salgan,le llevas una carta que estoy escribiendo en mi

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casa, y que tiene ya ocho pliegos de papel, conuna letra como el sol. ¿Lo harás así?

-Todo lo que Vd. me mande.

-¡Ay, Gabriel! Desde que ella está en esta ca-sa, me he vuelto todo del revés. Pero di: ¿creestú que Inés me querrá; lo crees tú? ¡Ay!, yo deveras te digo que por verme amado de ella portodo el día de hoy, consentiría mañana en per-der la vida. Te juro que si supiera de cierto queno me puede querer, moriría. Si Inés me ama,seré tan feliz que... no sé lo que me pasará. Ytiene que ser, tiene que amarme; yo me la lle-varé a una parte del mundo donde no hayagente, y allí, solitos los dos, ¿no es verdad quetendrá que quererme? Estoy ahora averiguandopor qué camino se va a una de esas islas desier-tas, que según dicen, hay no sé dónde... La sa-caré de aquí, Gabriel; nos iremos ella y yo, siquiere bien, y si no también. Cuando llegue elcaso, me creo capaz de todo; de matar al quequiera impedírmelo, de vencer cuantas dificul-

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tades se me opongan, de echarme a cuestastoda la tierra y beberme todo el mar, si es preci-so para mi fin... Gabriel, ¿llevarás a Inés el ramode violetas? Yo tengo miedo de ir... Cuando lehable una vez se me quitará esta turbación...¿No es verdad?... ¿Crees tú que ella me amará?

La pasión de Juan de Dios tenía cierta fero-cidad. Junto con la timidez más ingenua, elcorazón de aquel hombre abrigaba una deter-minación impetuosa y una energía suficientepara llevar adelante el más difícil propósito. Elsecreto confiado causome tanto asombro comomiedo, porque si bien el amor del mancebopodía ser un gran auxilio para la evasión deInés, también podía ser obstáculo. Pensando enesto me separé de él, para llevar las violetas,sacadas de un cajón donde guardaba sus plu-mas: subí y púsome al habla con mi desgracia-da amiga.

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-Inés -le dije, arrojando el ramillete por eltragaluz- toma esas flores que he compradopara ti.

-Gracias -me contestó.

-Niñita mía -continué-, mételas en tu seno,para que la bruja de tu tía no las descubra. ¿Lashas guardado ya?

-En eso estoy -repuso la dulce voz dentro delcuarto-. Vaya, ya están.

-Mira Inesilla, pon la mano sobre tu corazóny júrame que no has de querer a nadie, a nadiemás que a mí; ni a D. Mauro, ni a Juan de...quiero decir... a nadie.

-¿Qué estás ahí hablando?

-Júramelo. Pronto estarás libre, paloma. Perocuando seas señora, rica y condesa, y tengaspalacio y lacayos y tierras, ¿me olvidarás?

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¿Despreciarás al pobre Gabriel? Júrame que nome despreciarás.

La prisionera rió en su cárcel.

-Vaya, adiós. Ponte frente al agujero de lallave para verte; ¡qué guapa estás! Adiós; meparece que ahí están tus simpáticos tíos. Sí: yasiento la voz del buitre de D. Mauro. Adiós.

-XXI-Aquella noche nos favorecieron doña Am-

brosia de los Linos y el licenciado Lobo. Laprimera se quejó de no haber vendido ni unavara de cinta en toda la semana.

-Porque -decía- la gente anda tan azoradacon lo que pasa, que nadie compra, y el dineroque hay se guarda por temor de que de la no-che a la mañana nos quedemos todos en cami-sa.

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-Pues aquí nada se ha hecho tampoco -dijoRequejo-, y si ahora no trajera yo entre ceja yceja un proyecto para quedarme con la contratadel abastecimiento de las tropas francesas,puede que tuviéramos que pedir limosna.

-¿Y Vd. va a dar de comer a esa gente?-preguntó con inquietud doña Ambrosia-. ¿Porqué no les echa Vd. veneno para que reviententodos?

-¿Pero no era Vd. -preguntó Lobo- tan amigadel francés, y decía que si Murat la miró o no lamiró?... Vamos, señora doña Ambrosia, ¿hahabido algo con ese caballero?

-¡Ay! Le juro a Vd. por mi salvación que nohe vuelto a ver a ese señor, ni ganas. ¡Demoniosde franceses! ¿Pues no salen ahora con quevuelve a ser Rey mi Sr. D. Carlos IV, y que elpríncipe se queda otra vez príncipe? Y todoporque así se le antoja al emperadorcillo.

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-¡Bah! -dijo Lobo-. Pues ¿a qué ha ido a Bur-gos nuestro Rey, si no a que le reconozca Napo-león?

-No ha ido a Burgos, sino a Vitoria, y puedeser que a estas horas me le tengan en Franciacargado de cadenas. Si lo que quieren es quitar-le la corona. Buen chasco nos hemos llevado,pues cuando creímos que el Sr. de Bonapartevenía a arreglarlo todo, resulta que lo echa aperder. Parece mentira: deseábamos tanto quevinieran esos señores, y ahora si se los llevaraPatillas con dos mil pares de los suyos, nos dar-íamos con un canto en los pechos.

-No: que se estén aquí los franceses mil añoses lo que yo deseo -dijo Requejo-. Como mequede con la contrata ¡ay mi señora doña Am-brosia!, puede ser que el que está dentro de estacamisa salga de pobre.

-Quite Vd. allá. ¿Ni para qué queremos aquífranceses, ni zamacucos, ni tragones, ni nada de

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toda esa canalla que no viene aquí más que acomer? Pues ¿qué cree Vd.?, muertos de ham-bre están ellos en su tierra, y harto saben losmuy pillastres dónde lo hay. Si es lo que yo hedicho siempre. Dicen que si Napoleón tieneesta intención o la otra. Lo que tiene es hambre,mucha hambre.

-Yo creo que tenemos franceses por muchotiempo -afirmó el licenciado- porque ahora...Luego que nuestro Rey sea reconocido, vienenacá juntos para marchar después sobre Portu-gal.

-¡Qué majadería! -exclamó la señora de losLinos-. Aquí nos están haciendo la gran juga-rreta. Esta mañana estuvo en casa a tomarmemedida de unos zapatos, el maestro de obraprima, ese que llaman Pujitos. Díjome que en elRastro y en las Vistillas todos están muy alar-mados, y que cuando ven un francés le silban yle arrojan cáscaras de fruta; díjome también queél está furioso, y que así como fue uno de los

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principales para derribar a Godoy, será tam-bién ahora el primero en alzarles el gallo a losfranceses... ¡Ah!, lo que es Pujitos mete miedo, yes persona que ha de hacer lo que dice.

-Si me quedo con la contrata, Dios quieraque no se levanten contra los franceses -dijoRequejo.

-Si hay levantamiento -afirmó Restituta- ymueren unos cuantos cientos de docenas, esosmenos serán a comer. Siempre son algunas bo-cas menos, y la contrata no disminuirá por eso.

-Has pensado como una doctora -dijo D.Mauro-. ¿Pero y si se van?

-Se irán cuando nos hayan molido bastante-añadió doña Ambrosia-. Pues no tienen pocafacha esos señores. Van por las calles dandounos taconazos y metiendo con sus espuelas,sables, carteras, chacós y demás ferretería, másruido que una matraca... ¡Y cómo miran a la

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gente!... Parece que se quieren comer los niñoscrudos... por supuesto que ya les verá Vd. co-rrer el día en que el español diga: «por ahí mepica, y me quiero rascar».

-Eso es música -dijo Lobo-. Deje Vd. quevuelvan a Madrid el Rey y el Emperador, yverá cómo todo se arregla. D. Juan de Escói-quiz, que es amigo mío, y el primer diplomáti-co de toda la Europa, me dijo antes de irse, queson unos bobos los que creen que Napoleónintenta destronar al rey de acá. Descuiden Vds.que como haya dificultades, mi canónigo lasarreglará todas, que para eso le dio el Señoraquel talentazo que asusta.

-Napoleón no viene acá sino con la espadaen la mano -continuó doña Ambrosia-. El padreSalmón de la orden de la Merced, que estuvoesta mañana en casa (y por cierto que se llevómedia docena de huevos como puños), me dijoque a él no se le escapa nada, y que tendremosguerra con los franceses. Napoleón nos está

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engañando como a unos dominguillos. Ya veVd. hace quince días se dijo que venía, y enpalacio enseñaban las botas y el sombrero quehabía mandado por delante. D. Lino Paniaguaque vio aquellas prendas y las tuvo en su ma-no, me dijo que las botas eran grandísimas ycasi tan altas como este cuarto. En cuanto alsombrero, dice que era tan grasiento, que uncochero simón no se le pondría, lo cual pruebaque este emperador es un grandísimo gorrino,con perdón sea dicho.

-Veinte mil franceses tenemos aquí -dijo donMauro con expresión meditabunda-. ¡Muchopan, mucho tocino, muchas patatas, muchopimentón, mucha sal, mucha berza, han de en-trar por veinte y cinco mil bocas! Y dicen quetraen hambre atrasada.

-Por supuesto, hermano -dijo Restituta- eldinerito por adelantado.

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D. Mauro tomó un papel, y con profundaabstracción hizo cuentas.

-¿Y de lo que sobre en el almacén no sepodrá traer lo necesario para el gasto de la ca-sa? -preguntó la digna hermana-. Porque estánunos tiempos ¡ay!, señora doña Ambrosia: no segana nada...

-Vaya, vaya -dijo doña Ambrosia-. Poco, maly bien quejado. Más dinero tienen Vds. que lasarcas del Tesoro. Y a propósito, Restituta,¿cuándo se casa Vd.?

-¡Jesús! ¿Quién piensa ahora en eso? No co-rre prisa.

-No pensará lo mismo Juan de Dios. ¿Y us-ted, Inesita, cuándo se decide?

-Ya está decidida -dijo vivamente Restituta-.La pícara harto disimula su satisfacción. Este latiene muy mimosa.

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-Esto está muy bien: una niña bien criadadebe hacer ascos al matrimonio hasta que lle-gue el momento crítico. Pero hija, con la con-versación se me ha ido el tiempo: son las diez...Adiós, adiós.

Fuese doña Ambrosia, desfiló al poco ratoLobo, y habiendo subido a acostarse las dosmujeres, quedaron solos en la trastienda el pa-trono y el mancebo haciendo las cuentas de lacontrata.

Yo me acosté y dormí profundamente; peroa eso de la media noche, y cuando recogidotambién el amo, reinaban en la casa el sosiego yla tranquilidad me desvelaron unos agudosgritos, que al punto reconocí como procedentesde la exprimida laringe de Restituta.

-Sin duda hay ladrones en la casa -dije le-vantándome.

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Restituta llamaba angustiosamente a suhermano, el cual salió con una tranca, diciendo:

-¡Dónde están esos pícaros, dónde están paraque sepan si soy hombre que se deja quitar elfruto de su honradez!

-No son ladrones -dijo Restituta con voztemblorosa a causa de la ira-; no son ladrones,sino otra cosa peor.

-¿Pues qué son, con mil pares de diablos?

-Es que... -continuó la hermana, dirigiéndoseal amo y a mí, que también había acudido conun palo-. Inesilla... bien decía yo que esa mu-chacha nos daría que sentir... es una loca, unamujerzuela, una trapisondista, una perdida delas calles.

-A ver... ¿qué ha hecho?

-Pues yo velaba, ella dormía, y de repenteempezó a hablar en sueños. ¡Ay, no sé cómo no

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la estrangulé! Primero pronunció algunas pala-bras que no pude entender, después dijo así:«Juro que te querré siempre; juro que te querrécuando sea condesa, cuando sea princesa,cuando sea rica, cuando sea gran señora. Peroyo no quiero ser nada de eso sin ti». Estuvocallada un rato, y después siguió diciendo:«¡Cómo no he de quererte! Tú me arrancarásdel poder de estas dos fieras... ¡Ay!, adiós: sien-to la voz del buitre de mi tío. Adiós...». Despuésla condenada niña, como si le parecieran pocoestos insultos, llevose las palmas de las manos asu boquirrita, y se dio muchos besos. ¿Qué teparece, hermano? ¡No sé cómo no la ahogué!Sin poderme contener, arrojeme sobre ella;despertose despavorida, y al incorporarse se lecayó del pecho este ramo de violetas.

Al decir esto, Restituta mostraba en sutrémula mano la terrible prueba del delito.Quedose don Mauro aturrullado y confuso, yluego tomando el ramo y mordiéndolo con ra-

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bia lo arrojó al suelo, donde fue pisoteado alter-no pede por ambos furiosos hermanos.

-¡Con que dice que soy un buitre! -exclamóél echando chispas-. ¡Un buitre! ¡Llamar buitrea un caballero como yo! ¡Bonito modo de pagarel pan que le doy! Ya le enseñaré los dientes aesa chiquilla. Pero ese ramo, ¿quién le ha dadoese ramo?

-Pero Mauro...

-Pero Restituta...

Y más se confundían los dos cuanto más seirritaban, y crecía su cólera a medida que au-mentaba su aturdimiento, hasta que Requejo,recogiendo sus luminosas ideas en rápida me-ditación, dijo:

-Tiene amores con algún mozalbete de lascalles. ¿Habrá entrado aquí? Esto es para vol-verse loco. Gabriel, Gabriel, ven acá.

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Al punto comprendí que estaba en peligrode hacerme sospechoso a mis feroces amos, ycomo en este caso me arrojarían de la casa, im-posibilitando de un modo absoluto la realiza-ción de mi proyecto, hallé prudente el desorien-tarles con una invención ingeniosa, que aparta-ra de mí toda sospecha.

-Señor -dije a mi amo-, estaba esperando aque su merced acabara de hablar, para decirlealguna cosa que contribuya a descubrir estapicardía. Pues anoche cuando salí en busca delcuarterón de higos pasados, me pareció que vien la calle a un señorito, el cual señorito mirabaa estos balcones... y después, creyendo él queyo no le veía, arrojó una cosa...

-¡Eso, eso fue... el ramo! -exclamó Requejo.

-Anoche mismo -continué- pensaba decírseloa su merced; pero como estaba ahí esa señora, ydespués se quedaron Vd. y D. Juan de Dioshaciendo números...

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-¿Y ella se asomó al balcón? -preguntó Resti-tuta.

-Eso no lo puedo asegurar, porque hacía os-curo y no vi bien. Pero encárguenme mis amosque esté ojo alerta, y no se me escapará nada. Afe que si Vds. me dieran la comisión de vigilar ala niña cuando salen de casa, la niña no se reiríade nosotros.

-¡Esto no se puede aguantar! -exclamó fie-ramente D. Mauro-. Vaya, acuéstense todos,que mañana le leeré yo la cartilla a la señorita.

Retireme a mi cuarto, y desde mi cama oía alespantoso Requejo, hablando con su hermana.

-Nada, nada, esta semana me casaré con ella.Si no quiere de grado será por fuerza... Estoyfurioso, estoy bramando. Mañana sabrá ella sisoy yo Mauro Requejo, o quién soy. La encerra-remos en el sótano, sin darle de comer. ¿Acasovale ella el mendrugo de pan con que le mata-

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mos el hambre? Le diremos que no probarábocado, ni beberá gota hasta que no consientaen ser mi mujer... La encerraremos en el sótano,sí señor, en el sótano. Y si no quiere, palos ymás palos. A fe que tengo yo buena mano dealmirez... ¡Llamarme buitre esa rapazuela de lascalles!... Estoy furioso... me la comería... Sí: queyo iba a dejarla escapar con el mozalbete delramo... Se casará, sí, se casará, y si no, de aquíno sale, sino difunta... ¡Buen genio tengo yo!...Malas brujas me chupen, sino la caso conmigomismo... Y si no quiere por blandas será porduras, la amarraré a un poste, la azotaré, laabriré en canal con el cuchillo de abrir las latasde pomada.

Requejo en aquel instante parecía un demo-nio escapado del infierno; y la primera luz de laaurora, entrando difícilmente en la oscura casa,le encontró despierto aún y vociferando comoun insensato.

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-XXII-Dicho y hecho: desde la mañana del día si-

guiente, D. Mauro pareció dispuesto a llevaradelante su bestial propósito, el de precipitar elmartirio de Inés, casándola consigo mismo, comoél decía en su bárbaro lenguaje. La táctica deamabilidad y de astuta dulzura, recomendadapor el licenciado Lobo, se consideró inútil,siendo sustituida por un sistema de terror, queponía en fecundo ejercicio las facultades todasde doña Restituta. Antes de partir a la reunióndonde D. Mauro y otros dos comerciantesdebían ponerse de acuerdo para la subasta delabastecimiento, mi amo tuvo el gusto de plan-tear por sí mismo el nuevo sistema. Dispusoque Inés no saldría de su cuarto ni para comer,que los vidrios y maderas de la ventanilla quedaba a la calle de la Sal, se cerraran, asegurán-dolas por dentro con fuertísimos clavos, y quese colocara un centinela de vista dentro de la

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misma pieza, cuya misión a nadie podía co-rresponder más propiamente que a Restituta.

Ya no era posible, pues, ni ver a Inés, nihablarla, ni prevenirla, porque todo indicabaque aquella tenaz vigilancia no concluiría sinocuando los Requejos vieran satisfecho su ar-diente anhelo de casar a la muchacha consigomismos. Por último, llegaron las vejacionesejercidas contra Inés hasta el extremo de notifi-carle enérgicamente que no vería la luz del solsino para ir a casa del señor vicario a tomar losdichos. La situación de Inés era por lo tantoinsostenible y tan crítica, que me decidí a inten-tar resueltamente y sin esperar más tiempo, suanhelada libertad. Para hacer algo de provecho,era indispensable aprovechar un día en queambas fieras, macho y hembra, salieran a lacalle a cualquier negocio, pues pensar en lafuga mientras nuestros carceleros estuviesen enla casa, era pensar en lo excusado. D. Mauro,ocupado en su contrata, salía con frecuencia;

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pero Restituta, imperturbable como esfingefaraónica, no se movía de la casa, ni del cuarto,ni de la silla. Para vencer tan formidable difi-cultad, discurrí a fuerza de cavilaciones el si-guiente medio.

Mi seductora ama tenía la costumbre, hartolucrativa, de asistir a todas las almonedas quese anunciaban en el Diario, y hacíalo con la be-nemérita intención de pescar muebles, colcho-nes, ropas, adornos de sala y otros objetos, queadquiridos por poco precio, vendía después endos o tres prenderías de la calle de Tudescos,que eran de su exclusiva pertenencia, aunqueno lo pareciese. Hacia el 15 de Abril tuvo noti-cia de un ajuar completo de ricos mueblespuestos en almoneda en una casa de la plazuelade Afligidos. Habíales ella visto y examinado, yaunque le parecieron de perlas, no los tomóporque la dueña, que era viuda de un consejerode Indias, no se resignaba a entregar su únicafortuna casi de balde. Regatearon: Restituta

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ofreció una cantidad alzada; mas no fue posiblela avenencia, y volviose aquella a su casa sinaflojar los cordones de la bolsa, aunque harto sele conocía su desconsuelo por haber dejadoescapar negocio de tal importancia. Pues bien,sobre aquella almoneda, sobre aquel regateo,sobre este desconsuelo, fundé yo el edificio dela invención que debía quitarme de delante ami señora doña Restituta por unas cuantashoras.

Era un domingo, día 1º de Mayo. Salí por lamañana, y dirigiéndome a mi antigua casa,buscáronme allí una mujer que se encargó dellevar a doña Restituta el recado que puntual-mente le di. Estaba el ama, a las cuatro de latarde, sentada en el cuarto de la costura, cuan-do se presentó mi comisionada en la casa, di-ciendo que la señora de la plazuela de Afligidosconsentía en dar los muebles a la señora de lacalle de la Sal, por el precio que esta había teni-do el honor de ofrecer.

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Dio un salto en su asiento Restituta, y alpunto su acalorada imaginación ilusionose conlas pingües ganancias que iba a realizar. Se vis-tió con aquella ligereza viperina que le era pro-pia, y después de cerrar el balcón y la puerta dela habitación de Inés, tuvo la condescendenciaincomparable de entregarme la llave de lapuerta que conducía a la escalerilla principal:encargó a Juan de Dios el mayor cuidado, ysalió.

Cuando la vi salir, respiré con indecible des-ahogo. Pareciome que huía para siempre, lle-vada en alas de vengadores demonios.

Ya no podía perder un instante, y dije a miamiga desde fuera.

-Inesilla, prepárate. Recoge toda tu ropa, yaguarda un momento.

La única contrariedad consistía ya en queJuan de Dios descubriese mi intriga, oponién-

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dose a nuestra fuga; pero yo contaba con lafacilidad que ha existido siempre para cegarpor completo a quien ya tiene ante los ojos lavenda del amor. Bajé a la tienda, y ya desde elprimer momento advertí que la fortuna no meera muy favorable, porque Juan de Dios estabaen conversación con dos militares franceses, yno era aquella ocasión a propósito para que mediera la llave falsificada que hacía falta.

Diré brevemente por qué estaban allí los dosfranceses. Un oficial de administración militarfue en busca de mi amo para hablarle de no séqué particularidades relativas al contrato deabastecimiento: acompañábale otro que meparecía teniente de la guardia imperial, el cual,entablada conversación con Juan de Dios, hablóen incorrecto español y dijo que era del paísvasco-francés. Como el hortera había nacido ycriádose en el mismo país, al punto se las echa-ron los dos de compatriotas, y hubo apretones

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de manos. El extranjero era un mozo alto y ru-bio, de modales corteses y simpática figura.

-¿No recuerda Vd. la familia Sajous, en Ba-yona? -dijo a Juan de Dios.

-¿Pues no la he de recordar? Mi padre, D.Blas Arroiz, estuvo de escribiente en casa deMr. Hipólito Sajous, en Bayona, y después encasa de otro Sajous en Saint-Sever -repuso Juande Dios.

-El de Saint-Sever es mi padre -añadió elfrancés-; pero yo nací en Puyoo, donde aqueltiene una fábrica de tejidos. Me acuerdo dehaber oído hablar en mi niñez de un adminis-trador guipuzcoano que falleció en nuestra ca-sa.

A este tenor continuaron hablando un cuartode hora, hasta que al fin, después de mutuasfelicitaciones y ofrecimientos, despidiose elfrancés, prometiendo volver a visitarnos. Yo

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estaba tan impaciente, que necesité disimularmi agitación para que no se me conociera en elsemblante lo que traía entre manos. Sin perdertiempo, porque perderlo era perderme, dije aJuan de Dios:

-Vamos, amigo; este es el momento de en-tregar a la niña la carta amorosa que Vd. tieneescrita.

-Sí, chiquillo, aquí está -repuso mostrándo-me la epístola, que era un monumento caligrá-fico-. ¿Qué te parece este trabajo? ¿Has vistoalguna vez letra como esta? Repara bien esa My esa H mayúsculas. ¡Qué rasgos tan finos! Yesas letras con que pongo su nombre, ¿qué teparecen? Tres días de tarea eché en ese nombredivino, que como el de Jesús

Endulza el alma y la lenguamás que con la miel y azúcar,con sólo sus cinco letras.

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Este no tiene más que cuatro; pero ¡qué per-files!, y toda la carta está lo mismo. No tienemás que once pliegos; pero me parece que esbastante. Como es la primera que le escribo, nodebo marearla mucho: ¿no te parece?

-Me parece bien. Dos palabritas bien dichas,y basta por ahora. Pero lo que importa esllevársela cuanto antes, pues la espera con im-paciencia.

-¿Cómo que la espera? ¿Pues acaso tú le hasdicho algo?

-No... verá Vd... Ella debe haberlo adivinado.Cuando la di el ramo díjele que se lo mandabauna persona de la casa que la quería mucho ytenía pensado sacarla de aquí: ella lo besó.

-¡Lo besó! -exclamó el mancebo, tan conmo-vido, que algunas lágrimas asomaron a susojos-. ¡Lo besó! Es decir, se lo llevó a sus divi-

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nos labios. ¡Ah!, Gabriel, ¿crees tú que me co-rresponderá?

-No lo creo, sino que lo afirmo -respondíenérgicamente-. Pero venga la carta. Pues no seva a poner poco contenta. Ahora caigo en queme debe usted dar la llave que encargó al cerra-jero, para que yo entre y le dé la carta en propiamano, porque no está bien visto que una cosade tanta importancia se arroje así... pues.

-No: la llave no te la daré -contestó- porqueno necesitas entrar. Quiero que esté sola, paraque se entregue a sus anchas al placer de lalectura. ¿Con que dices que lo recibió bien?

-Pero la llave, la llave... ¿No me da Vd. lallave!

-No: la llave no te la doy. Déjala encerrada,que no faltará quien la saque pronto. ¡Ay!, sime atreviera a ir yo mismo, y a hablarla... Perono. En la carta le digo mi amor y mis proyectos;

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le digo que la sacaré pronto de esta espantosaesclavitud, y que será mi mujer, mi mujercita,pues nos casaremos en tierras lejanas... ¿Sabestú por dónde se va a alguna de esas islas desier-tas que nos cuentan...? Iremos; porque has desaber, Gabrielillo, que yo soy rico. Yo he guar-dado mis ganancias desde hace veinte años. Lomalo es que todo lo tengo en poder de los Re-quejos... pero ya, ya tomaré yo lo que me perte-nezca. Entre esta noche y mañana he de ponerpor obra mi plan. ¿Ves esta carta que tengoaquí para mi amo?, pues de esto depende todo.Cuando él lea esta carta... pero esto es un secre-to... punto en boca.

-¿De modo que no me da Vd. la llave?

-No. ¿Para qué? No quiero que la veas, noquiero que la hables, cuando yo no la hablo nila veo. Al considerar que si entras en su cuartote ha de mirar, siento unos celos... ¡Ay!, yo memuero, Gabriel; yo no duermo, ni como, ni be-bo. Si no tuviera qué hacer me estaría día y no-

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che paseando por los Melancólicos. Esta es miúnica delicia, pensar en ella, representármelaen la imaginación y entablar con ella unos diá-logos que no tienen fin. A cada instante la abra-zo y la beso a mis anchas, le pongo una flor enla cabeza, la llevo en mis brazos cuando estácansada, la arrullo, le canto para que se duermay la visto por la mañana cuando despierta.

-Así es Vd. feliz -repuse-; pero si me dierausted la llave le contaría todo eso.

-No; yo se lo diré mañana, esta noche quizás-dijo Juan de Dios con exaltación-. ¿Pues quécrees tú que soy capaz de consentir un día máslos martirios que padece? Gabriel: a ti te puedoconfiar mis planes. ¡Esta noche, esta nochequedará Inés en libertad! ¿Tú sabes por dóndese va a alguna isla desierta?... Anda lleva lacarta, se la arrojas por el tragaluz; ¿entiendes?Pobrecita: qué dirá cuando vea que hay quiense interesa por ella, quien la adora, y está dis-puesto a sacrificar vida, hacienda y honor... Así

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se lo he dicho esta mañana al Santísimo Sacra-mento y a la Virgen María. Todos los días voy amisa y ruego por ella a Dios y a los Santos. Estamañana cuando el cura alzaba el cáliz, le miré ydije: «Santísimo Sacramento de mi alma, yoamo a Inés. Si quieres que no la ame más que ati, dámela. Nunca te he pedido nada. Con ellaseré bueno, sin ella seré... lo que el demonioquiera». Anda, Gabriel; llévale de una vez laesquelita.

A este punto llegábamos, cuando entró D.Mauro con dos amigos. Diole Juan de Dios lacarta de que antes me había hablado con tantomisterio, y cuando la hubo leído lanzó grandesexclamaciones de coraje, que a todos los pre-sentes nos infundieron miedo. Al instante hizosalir a Juan de Dios con una comisión apre-miante, y yo me retiré. Aunque el maniático nohabía querido entregar la llave, comprendí queno debía retroceder en mi empresa, y resuelto atodo, pensé en descerrajar la puerta de la pri-

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sión de Inés. Favorecía este proyecto la circuns-tancia de estar Requejo en coloquio muy acalo-rado con sus dos amigos, y además ignorantede la ausencia de su hermana.

Pedí auxilio a Dios mentalmente, y despuésde advertir a Inés para que estuviese preparaday me ayudase por dentro, cogí un pequeño ba-rrote de hierro en figura de escoplo, que habíaen la sala de los empeños, y comencé la delica-da obra. El miedo de hacer ruido me obligaba aemplear poca fuerza, y la cerradura no cedía.Canté en alta voz para ahogar todo rumor, y alfin ayudado por Inés, que empujaba desdedentro, logré desquiciar una de las hojas, quetuvimos buen cuidado de sostener para que noviniese al suelo.

-Estás libre Inés, vámonos. Huyamos sintardanza -exclamé con locura-. Si nos detene-mos un instante estamos perdidos.

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Nos dirigimos a la puerta que conducía a laescalera exterior. Abrila yo, y salimos. Ya oscu-recía. Un hombre bajaba de los pisos superio-res, y se juntó a nosotros en la meseta. Advertíque nos miraba con sorpresa: observele yo a mivez, y no pude menos de temblar reconociendoal licenciado Lobo, el cual extendiendo sus bra-zos como para detenernos, preguntó:

-¿Adónde van Vds.?

-¿Y a Vd. qué le importa? -dije con rabiaviendo delante de mí obstáculo tan terrible.

Después, considerando que contra semejantecernícalo más convenía la astucia que la fuerza,añadí:

-Doña Restituta nos ha mandado salir enbusca suya. Ha ido en casa de una amiga...

-Tú eres un picarón redomado -me contestó-.¿A dónde vas con esa muchacha? Tunantes: ¡os

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fugáis de esta santa casa! Ya os arreglaré yo.Adentro pronto, si no queréis ir conmigo a lacárcel de Villa.

Mi desesperación no tuvo límites, y ahoracelebro no haber tenido en aquel momento unpuñal en mi mano, porque de seguro le hubierapartido el corazón al leguleño trapisondista.

-¡Ah!, pícaro ladrón, ya te conozco, ya séquién eres -continuó-. Esta noche precisamentepensaba venir a ajustarte las cuentas... No tehabía conocido, bribonzuelo; pero ya sé quéclase de pájaro eres... Ya tenía ganas de cogerteentre mis uñas.

Y efectivamente me tenía tan cogido, que nosé cómo no me desolló el brazo.

Inés lloraba. Lobo la asió también por unbrazo y empujándonos hacia dentro, nos dijo:

-¡Qué a tiempo llegué, pimpollitos míos!

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Hice un esfuerzo desesperado para des-prenderme de sus garras y me desprendí. Élentonces alzó el grito, exclamando:

-¡Que se me escapa ese tuno... ladrones...acudan acá!

Subió precipitadamente D. Mauro, reunioseen el portal alguna gente, y acertando a llegarRestituta, poco después me encontraba entreambos Requejos como Cristo entre los dos la-drones. Inés desmayada, era sostenida por elescribano.

-XXIII--Pero si apenas puedo creerlo -exclamaba mi

ama-. ¡Con que la señorita huía con Gabriel!Tunante, ladroncillo, y cómo nos engañaba consu carita de Pascua. Ven acá -añadió dándomegolpes-. ¿A dónde ibas con Inesilla, monstruo?¿Qué te han dado por entregarla, ladrón de

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doncellas? A la cárcel, a presidio pronto, si esque no le desollamos vivo. Pero di, ¿robabas aInés?

-¡Sí, vieja bruja! -respondí con furia-. ¡Me ibacon ella!

-Pues ahora vas a ir por el balcón a la calle-dijo D. Mauro, clavando en mi cuerpo su po-derosa zarpa.

Francamente, señores, creí que había llegadomi último instante entre aquellos tres bárbaros,que, cada cual según su estilo peculiar, me mor-tificaban a porfía. De todos los golpes y veja-ciones que allí recibí, les aseguro a Vds. quenada me dolía tanto como los pellizcos de doñaRestituta, cuyos dedos, imitando los furiosospicotazos de un ave de rapiña, se cebaban allídonde encontraban más carne.

-Y sin duda fuiste tú quien mandó a aquellamaldita mujer, para sacarme de la casa, pues en

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la plazuela de Afligidos no hay ya rastros dealmoneda. Este chico merece la horca, sí, Sr. deLobo, la horca.

-¡Y la muy andrajosa de mi sobrina se mar-chaba tan contenta! -dijo Requejo, encerrandode nuevo a Inés en el miserable cuartucho.

-Si tenemos metido el infierno dentro de lacasa -añadió Restituta-. La horca, sí señor, lahorca, Sr. de Lobo. No tiene Vd. pizca de cari-dad si no se lo dice al señor alcalde de casa ycorte. ¡Pero cómo nos engañaba este dragonci-llo! Si esto es para morirse uno de rabia.

El leguleyo tomó entonces la autorizada pa-labra, y extendiendo sobre mi cabeza sus bra-zos en la actitud propia de esa tutelar justiciaque ampara hasta a los criminales, dijo:

-Moderen Vds. su justa cólera y óiganme uninstante. Ya les he dicho que ahora nos ocupa-mos celosísimamente de hacer un benemérito

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expurgo descubriendo y desenmascarando atodas las indignas personas que fueron prote-gidas por el príncipe de la Paz; ese monstruo,señora, ese vil mercader, ese infame favorito...¡gracias a Dios que está caído y podemos insul-tarle sin miedo! Pues como decía, para que lanación se vea libre de pícaros, a todos los quecon él sirvieron, les quitamos ahora sus desti-nos, si no pagan sus crímenes en la cárcel o enel destierro. Si vieran Vds., amigos míos, cómome estoy luciendo en estas pesquisas; si oyeranustedes los elogios que he merecido de losprincipales servidores de la real persona...

-Pero ¿a qué viene tanta palabrería -dijo im-paciente Requejo- ni qué tiene eso que ver?...

-Tiene que ver... -prosiguió el hombre de lajusticia- porque ¿qué dirán mis señores D.Mauro y doña Restituta al saber que ese tram-poso y embaucador chicuelo aquí presente,recibió favores del Príncipe, y es el mismo Ga-brielillo que desde hace quince días estamos

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buscando con los hígados en la boca mi com-pañero y yo?

Los Requejos macho y hembra se miraroncon espanto.

-Pues oigan Vds. y tiemblen de indignación-prosiguió el leguleyo-. El día antes de su caída,el Sr. Godoy envió a la secretaría de Estado unvolante mandando que se diese a este jovenuna plaza en las oficinas de la interpretación delenguas. ¿Qué tal, señores? ¿Y por qué?, diránVds. Porque este joven parece que sabe latín, ycompuso un poema en versos latinos; y algunosde esos alcahuetones que lo leyeron, fueron conel cuento al Príncipe, diciéndole que mi niñoera un portento de sabiduría. ¡Mentiras y másmentiras! Ya se ve; cuando en la secretaría deEstado recibieron el volante, se escandalizaron,porque ya había caído el príncipe de la Paz, yaquellos eminentes repúblicos, después de po-ner en la calle a Moratín, esperaron a que sepresentara este prodigio, si no para colocarlo,

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para verle al menos. Pero yo ando tras el objetode que coloquen allí a un primo mío que sabetres lenguas, el valenciano, el gallego y el caste-llano; así es que al punto mi compañero y yopusimos una diligencia en busca para tener ante-cedentes de esta buena pieza, y hemos conse-guido probar: que en Aranjuez vivía con el cu-rita D. Celestino; otrosí que todos los días ibanambos a casa de Godoy; otrosí, que el chico leescribía las cartas y las traía a Madrid los do-mingos al embajador de Francia; otrosí, que sedisfrazaba para entrar en cierta taberna a oír loque se decía, y otras muchas bribonadas de queen el supradicho protocolo tengo hecha deta-llada mención.

-¡Jesús, Dios nos ampare! Al santo patronode la tienda debemos el haber descubierto atiempo lo que teníamos en casa -dijo Restituta.

-Por supuesto, que lo del latín era pura farsa.

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-Pues no hay que andarse con chiquitas -dijomi amo- sino entregarle a la justicia.

-Eso corre de mi cuenta -repuso Lobo-. Ve-remos qué responde a los cargos que se lehacen en la sumaria como cómplice del curacastrense de Aranjuez. A éste no le hemos po-dido coger, y según las noticias que hoy recibí,ha desaparecido del Real Sitio. Es seguro queha venido a Madrid, y lo que es aquí no se nosescapa.

-¡Cuidado con el sabandijo que tenía yo enmi casa! -vociferó D. Mauro, amenazando se-gunda vez poner fin a mis días-. Sr. de Lobo,quítemelo, quítemelo Vd. de entre las manos,porque acabo con él. Estoy furioso. ¡Qué día,señor San Antonio de mi alma! ¡Qué día!

-Yo me encargaré del mocito -dijo Lobo-. Loúnico que les pido, es que me lo guarden hastamañana.

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-¿Hasta mañana?

-Este bandolero no puede quedar en la casahasta mañana; no señor -objetó mi ama.

-¿No hay lugar seguro donde encerrarle?

-¡Oh!, pierda Vd. cuidado; que si lo guarda-mos en el sótano, estará como en un sepulcro-dijo Requejo-. Dificililla es la salida, y puedoirme tranquilo.

-¿Pero te vas, hermano? ¿A dónde vas denoche?

-¿A dónde he de ir? ¡Mil pares de demonios!¿A dónde he de ir sino a Navalcarnero? ¿Nosaben ustedes lo que me pasa? ¿No les he con-tado?

-Nada nos ha dicho. Verdad es que con estatrapisonda de la sobrinita...

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-Pues acabo de recibir una carta en que seme notifica que mi almacén de Navalcarnero hasido robado. ¿Ves, hermana? ¡Esto es para vol-verse loco! Sí... me escribe D. Roque notificán-dome el robo, y diciéndome que acuda allí estanoche misma, si no quiero perderlo todo.

-¿Y va Vd.?

-Ahora mismo voy a buscar coche. Conquevean ustedes qué desastre. ¡Ay, Restituta! Biente dije que no dejaras de encender la vela alsanto patrono. ¿Ves? Esto es un castigo.

-En el cielo no gustan de despilfarros. ¿Vasallá? ¿Pero me dejas en la casa a este ladronzue-lo?

-En el sótano, en el sótano: hasta mañana,hasta que mi Sr. de Lobo disponga de él. ¿Nopuede hacerse cuenta de que le dejamos en lasepultura? Sólo Dios puede sacarle.

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-¿Pero me quedo sola? ¡Ánimas benditas!

-Juan de Dios vendrá a eso de las diez. Ya lehe dicho que se quedará en casa esta noche.

La conferencia terminó aquí, y sin más pala-bras, me encerraron en el sótano, a cuyo sub-terráneo aposentamiento daba entrada unagran compuerta por bajo el piso de la trastien-da. Yo estaba medio aletargado por la rabia y eldespecho de aquella situación terrible. Sentíque me impulsaban escalera abajo. D. Maurocerró el escotillón, riendo con ese gozo felinoque da la conciencia de la propia crueldad, yme encontré entre densas tinieblas. Mi amohabía dicho bien al asegurar que allí estaba co-mo en un sepulcro. Sólo Dios podía sacarme.

Para que se comprenda si ellos tenían con-fianza en la seguridad de mi cárcel, baste decirque allí tenían parte de su fortuna en un arca dehierro. Cuando me encerraban en compañía de

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su dinero, ¿tendrían mis amos la convicción deque era imposible la salida?

Hallábame en una de esas construccionesabovedadas con rosca de ladrillo, que sirven defundamento a casi todas las casas de Madridantiguas y modernas. Faltos de espacio superfi-cial, los madrileños han buscado la extensiónhasta el cielo y hacia el abismo, de modo quecada albergue es una torre colocada sobre unpozo. La de mis amos no tenía en su sótanoluces a la calle; la oscuridad era absoluta y elsilencio también, excepto cuando pasaba algúncoche. Extendiendo mis brazos a derecha, aizquierda y hacia arriba, tocaba ásperos ladri-llos endurecidos por un siglo, no tan húmedoscomo los que describen los novelistas, cuandoel hilo de sus relatos les lleva a alguna mazmo-rra donde ocurren maravillosas. Como he di-cho, ni un ruido lejano, ni un rayo de luz turba-ban la paz de aquel antro donde era posiblellegar al convencimiento de no existir, existien-

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do. Todo un arsenal de herramientas no habríabastado a proporcionarme escapatoria, y pen-sar en la fuga, habría sido pensar en lo absurdo.No tenía más consuelo que la resignación, y meresigné. Estar allí dentro en plena soledad, enplena lobreguez, en pleno silencio, era comocuando cerramos los ojos encarcelándonos vo-luntariamente dentro de esa otra bóveda denuestro pensamiento. Acosteme en el suelorendido de fatiga y medité. Mi prisión no meparecía otra cosa que una prolongación de micerebro.

Quise pensar en varias cosas, pero no pudepensar más que en Dios. Reconociéndome ab-solutamente incapaz para vencer la desgracia,comprendí que la voluntad suprema habíaarrojado sobre mí tan gran pesadumbre de ma-les, y cruzándome de brazos, incliné la cabezaesperando que la misma voluntad suprema medescargase de ella. Como esta esperanza meinfundió pronto una fe que hasta entonces en

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pocas ocasiones había tenido, creí firmementeque Dios me sacaría de allí, y con esta creenciaempecé a adquirir un reposo moral y físico,precursor de cierto desvanecimiento parecidoal sueño. El de la desgracia se diferencia muchoal sueño de todos los días, así es que el mío fueconforme al angustioso estado de mi alma, unsueño de esos en que se representa el malestarreal que experimentamos, en proporciones in-formes, estrambóticas, monstruosas. Percibíavagamente figuras y formas de esas que nopertenecen al mundo visible, ni a la humani-dad, ni a la fauna ni a la flora, ni al cielo ni a latierra, sino a cierta misteriosa geología, a yaci-mientos que contradicen todas las leyes de laestática y la dinámica; percibía una fantástica ycontinuada concatenación de colores geométri-cos que se enredaban en mi cuerpo como cule-bras, y en aquella transmutación de lo físico ylo moral, se verificaba el fenómeno de que uncolor me dolía, y un objeto semejante a unaespada, a un cangrejo o a un arpa pronunciaba

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palabras incomprensibles. ¿Quién no ha desva-riado alguna vez con estos sueños de lo absur-do? Las ideas se mezclan con las visiones, yestas son aquellas y aquellas estas. En aquellaberinto, en aquella aberración, mi pensamien-to formulaba sin cesar un silogismo azul, verde,ahora con picos, después con curvas, más tardeirradiado, luego concéntrico, en seguida poli-gonal y dorado, y al fin pequeño como un pun-to, para luego ser grande como el universo. Elinterminable silogismo era: «La justicia triunfasiempre: los Requejos son unos pillos; Inés y yosomos personas honradas. Luego nosotrostriunfaremos».

Así pasé mucho tiempo en poder de estosdemonios del sueño, cuando percibí una clari-dad que no irradiaba de los focos de mi imagi-nación. ¿Estaba dormido o despierto? Hícemeesta pregunta, y al punto contesté que no sabía.La claridad aumentaba, y un chirrido metálicoprodujo en mí cierto estremecimiento. Me

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moví, miré y vi las paredes del sótano, la bóve-da de ladrillo y multitud de cajas llenas y vac-ías; a mi izquierda, una puerta que comunicabacon otro departamento subterráneo; a mi dere-cha, una escalera, por la cual descendía la clari-dad que llamaba mi atención. Estaba induda-blemente despierto, y así lo reconocí. Miré a laescalera, y vi dos pies que se trasladaban len-tamente de peldaño a peldaño. La luz de unalinterna me deslumbró; pero en el foco de larepentina claridad distinguí una cara amarilla.Era la de Juan de Dios; era Juan de Dios en per-sona.

Cuando me vio, su espanto fue tan grande,que la linterna con que se alumbraba estuvo apunto de caer de sus manos. Temblando y mu-do, me miraba como se mira una aparicióndiabólica o imagen evocada por la brujería.

Figuraos la impresión del que entra en unsepulcro no creyendo, como es natural, encon-trar nada vivo, y encuentra un hombre que se

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mueve y no parece pertenecer al mundo de losmuertos.

-XXIV-Santiguose Juan de Dios, y ya parecía dis-

puesto a huir como se huye de las aparicionesde ultratumba, cuando le hablé para disipar sumiedo.

-Juan de Dios, soy yo. ¿No sabía usted queestaba aquí?

-Gabriel, si lo veo y no lo creo. ¡Jesús, Maríay José! ¿Cómo has entrado aquí dentro?

-¿No sabe usted que me encerró don Mauro,al sorprenderme en el momento de arrojar lacarta a la señorita Inés? Acababa usted de salir.

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-¡No había vuelto hasta ahora! ¡Y te encerra-ron aquí! ¡Qué casualidad! Estoy absorto. Perodime, ¿la carta...?

-Ella la tiene. No hay cuidado por eso. Des-pués de habérsela dado, me entró tentación dehablar con ella. Toqué a la puerta, ¡ay!, este fueel crítico momento en que se apareció doñaRestituta. Puede usted figurarse lo demás. Gra-cias a Dios que viene una buena alma para po-nerme en libertad. Dios le ha enviado a Vd.

-Óyeme, Gabrielillo -añadió con más sosie-go-. Ya te dije que mi fortunilla la tengo deposi-tada en poder de los Requejos. Si se la pido deimproviso estoy seguro de que no me la han dedar. Por consiguiente, yo la tomo. Mira lo quehay allí.

Señaló al fondo del sótano contiguo, y vi unarca de hierro. Juan de Dios prosiguió de estemodo.

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-Yo tengo mi conciencia tranquila. No cojomás que lo mío, y antes moriría que tomar unochavo más. Eso bien lo sabe el Santísimo Sa-cramento, que ya me conoce. Pero si en estaparte estoy tranquilo... ¡ay!, ya le he dicho alSantísimo Sacramento que estoy loco de amor yque me perdone los dos grandes pecados quehe cometido hoy:

-¿Y qué pecados son esos?

-Trabajo me cuesta el decirlo; pero allá vanpara empezar desde ahora a purgarlos con lavergüenza que me causan. Los dos pecadosson: haber escrito una carta falsa a D. Mauropara obligarle a ir a Navalcarnero, y haberhecho construir por un molde de cera la llavecon que he entrado aquí, y la de la caja. La cartaestaba perfectamente falsificada; las llaves novalen menos.

-¿Con que eso va a toda prisa? ¿Y nuestrachicuela?

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-Esta noche me la llevo. ¡Ah!, ya habrá leídola carta. La habrá leído, sabrá que la quiero po-ner en libertad, y su inquietud, su agonía, suzozobra entre la esperanza y el temor seráninmensas. Dentro de un rato será mía. ¿Cuentocontigo?

-Para lo que Vd. quiera. Pues no faltaba más-dije discurriendo cuál sería el mejor modo deburlar a un mismo tiempo a doña Restituta y asu prometido esposo.

-¡Ay!, tiemblo todo al pensar que pronto hede sacarla del poder de estas fieras -dijo Juande Dios-. La pobrecita me estará esperando ya.¿Qué te parece? ¡Ah!, he preguntado a variaspersonas por una isla desierta, y nadie me hadado razón. ¿Esas que llaman las Canarias sondesiertas? ¿Sabes tú a dónde caen? Creo queallá por el gran golfo, o como si dijéramos, en-tre la China y el Moro. ¿Por dónde se va?

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-De eso sí que no sé palotada -contesté tra-tando de dejar a un lado la geografía-. Perovamos a ver: ¿cómo piensa Vd. engañar a doñaRestituta?

-Eso no me inquieta. La amarraremostapándole la boca, pero sin hacerle daño, por-que es una buena mujer como no sea para criarsobrinas... y ya ves. Hace veinte años que comoel pan de esta casa. Si no fuera por esta terriblesofocación que me ha entrado... Gabriel yo mevuelvo loco; lo que no te sabré decir es si mevuelvo loco de alegría o de pena.

-¿Le parece a Vd. -dije, afectando oficiosi-dad-, que suba pasito a pasito a ver si doñaRestituta duerme o vela?

-Bien pensado. Mejor es que te estés en latrastienda de centinela, y en caso de que sientasruido en el entresuelo me avisas al instante. Yodespacharé eso fácilmente.

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No esperé a que me lo repitiera y subí. No,Gabriel no subía, volaba. Mi resolución, pron-tamente tomada, llevome sin vacilar al cuartodonde dormía Inés y velaba su feroz tía. Cuan-do esta sintió mis pasos, cuando oyó que al-guien se acercaba, cuando llegué al cuarto, yme puso ante su vista, su terror no tuvo límites.Como no comprendía la posibilidad materialde mi evasión, y era además mujer supersticio-sa, no creyó sino que yo era el diablo en perso-na, o al menos hombre protegido por todos losdiablos del infierno. Quedose muda de terror;quiso hablar y no pudo; quiso gritar y lanzó unaullido congojoso, cual si la apretaran el cuello.No queriendo yo perder un instante, me arrojéa sus plantas, exclamando con sofocante preci-pitación:

-Señora, ama mía, ama de mi corazón: óiga-me su merced, soy inocente. Perdóneme sumerced. Quise revelarles a Vds. todo; peroaquellos hombres no me dejaron. Yo no intenté

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robar a Inés, quise sacarla de aquí para impedirque la robara su amante. ¿No sabe Vd. quiénes? ¡Juan de Dios, Juan de Dios! ¡Ah!, ¡señora!,¡y dudaba Vd. de mi fidelidad!

Restituta pasó del terror a la sorpresa, alasombro, al anonadamiento, a la estupidez.

-Juan de Dios! -exclamó-. ¡Juan de Dios! Mi...No, no puede ser... tú eres el demonio; Jesús,María y José. Por la señal de la santa cruz...

-¿Qué cruz ni cruz? ¿Quiere Vd. la prueba?Pues tome Vd. esa carta que el caballerito medio para su novia -dije, entregándole la cartadel mancebo.

Restituta la tomó en sus manos, frías como elmármol y temblorosas, recorrió muy deprisasus once pliegos, examinó la firma y díjomedespués:

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-¿Estoy soñando? Tú... eres Gabriel...¡Oh!, yoestoy loca... Ese miserable, a quien hemos dadode comer...

-¿Aún lo duda Vd.? -dije-. Pues en este mo-mento Juan de Dios está en el sótano abriendoel arca del dinero.

No me es posible hacer formar idea del saltoque dio Restituta. Creo que hasta la silla saltótambién arrastrada por el espantoso sacudi-miento de los nervios de la hermana del Sr. D.Mauro.

-Venga Vd. y lo verá con sus propios ojos -exclamé tomándola de la mano e impeliéndolahacia afuera.

Restituta me siguió, porque la curiosidad, larabia, el mismo terror, la impulsaban tras mí.Tropezó mil veces. Su cuerpo temblaba, y confrecuencia llevábase las manos a los desgreña-dos pelos para arrancarse algunos, o para

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echarlos todos hacia atrás. El extravío de susojos a nada es comparable, y a mí mismo, queya creía tenerla vencida, me causaba miedo.

Llegamos a la boca del escotillón, y allí,mientras hería nuestros ojos la tenue claridadque del sótano salía, oímos claramente ruido demonedas. Juan de Dios contaba sus ahorros deveinte años. Cuando el tímpano de Restitutafue afectado de aquel vibrante sonido, un es-tremecimiento nervioso como el producido enla organización humana por la descarga depoderosas pilas eléctricas, sacudió sus miem-bros, precipitándose ciegamente por la escalera,exclamó:

-¡Malvado! ¡Así nos pagas el pan de veinteaños!

Aún no habían llegado los resbaladizos piesde mi ama al quinto peldaño, cuando la pesadapuerta del escotillón cayó, lanzada por mis ma-nos. No había llave con qué cerrar, porque Juan

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de Dios la había quitado; pero al instante pusesobre la puerta una caja de latas de pomada, yluego dos, y luego cuatro, y después un fardode tela, y otro y otro encima. En diez minutospuse sobre la entrada de la que había sido miprisión un peso tal, que cuatro hombres fuertesno hubieran podido levantarlo desde abajo.

Concluido esto subí. Inés, despavorida y ate-rrada, no sabía a qué santo encomendarse.

-¡Ya eres libre, Inés! -exclamé con la mayoralegría-. Vístete, vámonos pronto. No perderun momento: puede venir el amo.

Vistiose tan precipitadamente, que la vi me-dio desnuda. Pero ni ella con el gran azora-miento de la prisa cayó en la cuenta de que meestaba mostrando su lindo cuerpo, ni yo mecuidaba más que de ayudarla a vestir, ponién-dole enaguas, medias, zapatos, ligas. Al fin sa-limos de la casa y huimos a toda prisa de lacalle de la Sal por temor de encontrar al licen-

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ciado Lobo o a mi amo. Hasta que no nos vimosen la Puerta del Sol, no tomamos aliento, y sin-tiéndome yo sin fuerzas, nos sentamos en unescalón junto a Mariblanca. Profundo silencioreinaba en la plaza: Madrid dormía sosegado ytranquilo. Paseé mi vista en derredor y no vimás que dos perros que se disputaban un hue-so: el chorro de la fuente alegraba nuestras al-mas, con su parlero rumor.

-Ya estás libre, condesilla -dije reclinándomesobre el pecho de Inés-. Bendito sea Dios quenos ha sacado de allí. No te olvidaré nunca,horrenda noche de amargura; no te olvidarénunca, risueña mañana de este día feliz. Esta-mos en lunes, día 2 del mes de Mayo.

Un rato permanecí en aquella actitud, por-que estaba rendido de cansancio. El día se acer-caba y se sentían los primeros y vagos rumores,desperezos de la indolente ciudad que despier-ta. Por Oriente hacia el fin de la calle de Alcaláse veía el resplandor de la aurora, y cuando nos

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retirábamos, Inés y yo nos detuvimos un ins-tante a contemplar el cielo que por aquella par-te se teñía de un vivo color de sangre.

-XXV-Al entrar en mi casa, donde yo pensaba des-

cansar un rato con Inés, antes de emprender lafuga, encontramos al buen D. Celestino quehabiendo llegado la noche anterior, creyó con-veniente albergarse en mi humilde posada an-tes que en otra cualquiera de las de la corte. Yale había yo informado por escrito de la verda-dera situación de las cosas en casa de los Re-quejos, así es que desde luego guardose de po-ner los pies en la famosa tienda. Él y nosotrosnos alegramos mucho de vernos juntos, y ape-nas teníamos tiempo para preguntarnos nues-tras mutuas desgracias, pues ya habrán com-prendido Vds. que las del bondadoso sacerdoteno eran menores que las nuestras.

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-Pero hijos míos -nos dijo-, Dios nos ha deproteger. ¿Cómo es posible que los malvadostriunfen fácilmente de los rectos de corazón?Vosotros huís de la maldad de aquellos doshermanos, y yo también huyo, yo también ven-go aquí ocultando mi nombre honrado, porqueme persiguen como a un criminal.

Al decir esto, el buen anciano derramó algu-nas lágrimas y nosotros para consolarle, leanimábamos presentándole el espectáculo denuestra alegría, y contábamos entre risas y chis-tes las extravagancias y tacañerías de los tíos deInés.

-Dios nos ayudará -continuó el cura-. Vea-mos ahora cómo salimos de Madrid. ¡Oh quépersecución tan horrorosa! Me acusan de quefui amigo del príncipe de la Paz. Ya lo creo quefui amigo de S. A. No sólo amigo, sino aun creoque pariente. No puedes figurarte los líos queme han armado, Gabrielillo... y también te acu-san a ti... ¡Has visto qué pícaros!... Que si escrib-

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íamos cartas... que si tú las llevabas... Verdad esque yo fui varias veces al palacio de S. A. paraaconsejarle lo que me parecía conveniente parael bien de la nación; pero nunca le dije nada,porque con esta mi cortedad de genio... En re-sumen, hijo, sabiendo que me iban a prender,me puse en camino callandito, y pienso presen-tarme al señor Patriarca, para que disponga demí. Pero oíd lo mejor. ¿Creeréis que ese tunantede Santurrias es quien más sañudamente me haperseguido, dando testimonios falsos de miconducta? Nada, nada; es cierto lo que yo dijeen aquel sermón: ¿te acuerdas, Gabriel? Dijeque la ingratitud es el más feo monstruo queexiste sobre la tierra. Vilissima et turpissima hy-dra. ¡Quién lo había de pensar!

-Ahora pensemos, señor cura, cómo nos lasvamos a componer para salir de este laberinto.¿A dónde vamos? ¿Qué recursos tenemos?

-Hijo mío, Dios no ha de desampararnos.Confiemos en él, y entre tanto oye un proyecto

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que esta madrugada me ha ocurrido. Hace ochodías estaba en Aranjuez la señora marquesade***, persona discreta, muy temerosa de Dios,y de tan buen corazón, que remedia cuantasnecesidades llegan a su noticia. Visitome ellavarias veces, la visité yo también, y según medecía, mi trato le era sumamente agradable.Esto lo diría por urbanidad. Me preguntabamucho por Inés, mostrando grandísimos dese-os de conocerla, y cuando por última vez la vi,suplicome encarecidamente que si alguna vezpasaba a la corte, no dejase de acudir a su casa,en compañía de mi sobrina. Esto me lo repitiómuchas veces, y su empeño por ver a la sobrini-lla, me ha llamado mucho la atención.

-También a mí -repuse-. Conozco a la señoramarquesa, en cuyo palacio representé ciertopapel de traidor, de que no quisiera acordarme.Era en la misma casa donde Vds. vivían.

-Pero la señora marquesa no vive ahora allí,pues durante la primavera se traslada a la casa

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de su hermano, allá por la cuesta de la Vega, enun palacio que tiene muy amenos jardines, yespacioso horizonte hacia la parte del Manza-nares. Allí encontraremos hoy a esa insigneseñora, honor de la hispana grandeza. ¿Por quéno acudir a ella? Me ha dicho infinitas vecesque desea servirme, tanto a mí como a mi so-brina, y que espera con ansia el momento enque yo quiera usar de su poder y valimientopara cualquier asunto.

-En esa señora nos manda Dios un comisio-nado para salir de este apuro -dije yo sintién-dome con mayores ánimos-. Le contaremos loque nos pasa, comprenderá con cuánta injusti-cia se nos persigue, y cuando vea a Inés... ¡Ay!,se me figura que el empeño de la marquesa enver a Inés no es simple curiosidad. En fin: visi-tarémosla hoy mismo y Dios dirá.

-Temo salir a la calle.

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-Yo también; pero es preciso salir, no es cosade que andemos por los tejados. Si quiere ustediré yo ahora mismo a casa de la señora marque-sa, que ya me conoce, y diciéndole que voy departe de Vd. le pintaré la situación en que nosencontramos, hablándole también de Inesilla,que es sin duda lo que le interesa más.

-Me parece bien; ¿y si te ven?

-Iré por calles extraviadas, y en caso de apu-ro, no me faltan piernas con que perderme devista.

Yo estaba dominado por vivísima excitación,y cuando adoptaba un plan, cada segundo quetranscurría sin ponerlo por obra, parecíame unsiglo. No me era posible entregarme al repososin dar aquel paso en un camino que me pa-recía conducir a lugar seguro en nuestro des-graciado aislamiento. Inés no podía descansartampoco, y su espíritu, no repuesto del azora-miento y zozobra de la madrugada anterior, era

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impresionado fuertemente por cuanto veía.Asomábase a la ventana que caía hacia la callede San José, frente al parque de artillería, y co-mo la vivienda era piso principal bajando delcielo, se veía el gran patio interior de aquel es-tablecimiento de guerra, con los cañones y de-más pertrechos, puestos en ordenadas filas a unlado y otro.

-Esto que ves es el parque de artillería, niña-le dijo D. Celestino-. ¿Ves?, en aquellos gran-des edificios se alojan los artilleros. Mira, salenalgunos con un carro para ir a casa del abaste-cedor en busca de las provisiones.

-¿Y esas montañitas tan bonitas, formadaspor cosas negras y redondas, iguales todas ypuestas con mucho orden? -preguntó la mu-chacha, sin dar tregua a su admiración.

-Esas son balas, chicuela -repuso el clérigo-.Los hombres han inventado esos juguetes paramatarse unos a otros.

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-Esas balas se meten en los cañones queestán allí junto -dije yo, queriendo mostrar mierudición- y poniendo también pólvora y uncartucho se dispara y es muy bonito. Hace unruido, chiquilla, que se vuelve uno loco. ¡Si vie-ras cómo me lucí en el combate de Trafalgar! ¡Sitú me hubieras visto!... Lo menos maté mil in-gleses.

-Quiten para allá -exclamó con miedo D. Ce-lestino-. Sólo de pensar que eso se dispara mepongo a temblar.

Y se retiraron de la ventana. Yo aconsejé aInés que descansara, y salí a la calle despuésque D. Celestino, echándome algunas bendi-ciones, rezó un pater noster por mi seguridad ybuena suerte en la comisión que iba a desem-peñar.

Alejándome todo lo posible del centro de lavilla, llegué a la plazuela de Palacio, donde medetuvo un obstáculo casi insuperable; un gran

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gentío, que bajando de las calles del Viento, deRebeque, del Factor, de Noblejas y de las pla-zuelas de San Gil y del Tufo, invadía toda lacalle Nueva y parte de la plazuela de la Ar-mería. Pensando que sería probable encontrarentre tanta gente al licenciado Lobo, procuréabrirme paso hasta rebasar tan molesta com-pañía; pero esto era punto menos que imposi-ble, porque me encontraba envuelto, arrastradopor aquel inmenso oleaje humano, contra elcual era difícil luchar.

Yo estaba tan preocupado con mis propiosasuntos, que durante algún tiempo no discurrísobre la causa de aquella tan grande y ruidosareunión de gente, ni sobre lo que pedía, porqueindudablemente pedía o manifestaba desearalguna cosa. Después de recibir algunos porra-zos y tropezar repetidas veces, me detuve arri-mado al muro de Palacio, y pregunté a los queme rodeaban:

-¿Pero qué quiere toda esa gente?

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-Es que se van, se los llevan -me dijo unchispero-, y eso no lo hemos de consentir.

El lector comprenderá que no me importabagran cosa que se fueran o dejaran de irse losque lo tuvieran por conveniente, así es que in-tenté seguir mi camino. Poco había adelantado,cuando me sentí cogido por un brazo. Estreme-cime de terror creyendo que estaba nuevamen-te en las garras del licenciado; pero no se asus-ten Vds.: era Pacorro Chinitas.

-¿Con que parece que se los llevan? -me dijo.

-¿A los infantes? Eso dicen; pero te aseguro,Chinitas que eso me tiene sin cuidado.

-Pues a mí no. Hasta aquí llegó la cosa, hastaaquí aguantamos, y de aquí no ha de pasar. Túeres un chiquillo y no piensas más que en jugar,y por eso no te importa.

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-Francamente, Chinitas, yo tengo que ocu-parme demasiado de lo que a mí me pasa.

-Tú no eres español -me dijo el amolador congravedad.

-Sí que lo soy -repuse.

-Pues entonces no tienes corazón, ni ereshombre para nada.

-Sí que soy hombre y tengo corazón para loque sea preciso.

-Pues entonces, ¿qué haces ahí como unmarmolillo? ¿No tienes armas? Coge una pie-dra y rómpele la cabeza al primer francés quese te ponga por delante.

-Han pasado sin duda cosas que yo no sé,porque he estado muchos días sin salir a la ca-lle.

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-No, no ha pasado nada todavía, pero pa-sará. ¡Ah! Gabrielillo, lo que yo te decía ha sali-do cierto. Todos se han equivocado, menos elamolador. Todos se han ido y nos han dejadosolos con los franceses. Ya no tenemos Rey, nimás gobierno que esos cuatro carcamales de laJunta.

Yo me encogí de hombros, no comprendien-do por qué estábamos sin Rey y sin más go-bierno que los cuatro carcamales de la Junta.

-Gabriel -me dijo mi amigo después de unrato- ¿te gusta que te manden los franceses, yque con su lengua que no entiendes, te digan«haz esto o haz lo otro», y que se entren en tucasa, y que te hagan ser soldado de Napoleón,y que España no sea España, vamos al decir,que nosotros no seamos como nos da la gana deser, sino como el Emperador quiera que sea-mos?

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-¿Qué me ha de gustar? Pero eso es purafantasía tuya. ¿Los franceses son los que nosmandan? ¡Quia! Nuestro Rey, cualquiera quesea, no lo consentiría.

-No tenemos Rey.

-¿Pero no habrá en la familia otro que seponga la corona?

-Se llevan todos los infantes.

-Pero habrá grandes de España y señores demuchas campanillas, y generales y ministrosque les digan a los ministros: «Señores, hastaaquí llegó. Ni un paso más».

-Los señores de muchas campanillas se hanido a Bayona, y allí andan a la greña por sabersi obedecen al padre o al hijo.

-Pero aquí tenemos tropas que no consen-tirán...

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-El Rey les ha mandado que sean amigos delos franceses y que les dejen hacer.

-Pero son españoles, y tal vez no obedezcanesa barbaridad; porque dime: si los francesesnos quieren mandar, ¿es posible que un espa-ñol de los que vistan uniforme lo consienta?

-El soldado español no puede ver al francéspero son uno por cada veinte. Poquito a poqui-to se han ido entrando, entrando, y ahora, Ga-briel, esta baldosa en que ponemos los pies estierra del emperador Napoleón.

-¡Oh, Chinitas! Me haces temblar de cólera.Eso no se puede aguantar, no señor. Si las cosasvan como dices, tú y todos los demás españolesque tengan vergüenza cogerán un arma, y en-tonces...

-No tenemos armas.

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-Entonces, Chinitas, ¿qué remedio hay? Yocreo que si todos, todos, todos dicen: «vamos aellos», los franceses tendrán que retirarse.

-Napoleón ha vencido a todas las naciones.

-Pues entonces echémonos a llorar y metá-monos en nuestras casas.

-¿Llorar? -exclamó el amolador cerrando lospuños-. Si todos pensaran como yo... No sepuede decir lo que sucederá, pero... Mira: yosoy hombre de paz, pero cuando veo que estoscondenados franceses se van metiendo callan-dito en España diciendo que somos amigos:cuando veo que se llevan engañado al Rey;cuando les veo por esas calles echando facha ybebiéndose el mundo de un sorbo; cuandopienso que ellos están muy creídos de que noshan metido en un puño por los siglos de lossiglos, me dan ganas... no de llorar, sino de ma-tar, pongo el caso, pues... quiero decir que si unfrancés pasa y me toca con su codo en el pelo

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de la ropa, levanto la mano... mejor dicho...abro la boca y me lo como. Y cuidado, que unfrancés me enseñó el oficio que tengo. Elfrancés me gusta; pero allá en su tierra.

-XXVI-Durante nuestra conversación advertí que la

multitud aumentaba, apretándose más. Com-poníanla personas de ambos sexos y de todaslas clases de la sociedad, espontáneamente ve-nidas por uno de esos llamamientos morales,íntimos, misteriosos, informulados, que no par-ten de ninguna voz oficial, y resuenan de im-proviso en los oídos de un pueblo entero,hablándole el balbuciente lenguaje de la inspi-ración. La campana de ese arrebato glorioso nosuena sino cuando son muchos los corazonesdispuestos a palpitar en concordancia con suanhelante ritmo, y raras veces presenta la histo-ria ejemplos como aquel, porque el sentimiento

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patrio no hace milagros sino cuando es unacondensación colosal, una unidad sin discre-pancias de ningún género, y por lo tanto unafuerza irresistible y superior a cuantos obstácu-los pueden oponerle los recursos materiales, elgenio militar y la muchedumbre de enemigos.El más poderoso genio de la guerra es la con-ciencia nacional, y la disciplina que da más co-hesión el patriotismo.

Estas reflexiones se me ocurren ahora recor-dando aquellos sucesos. Entonces, y en la fa-mosa mañana de que me ocupo, no estaba miánimo para consideraciones de tal índole, mu-cho menos en presencia de un conflicto popularque de minuto en minuto tomaba proporcionesgraves. La ansiedad crecía por momentos: enlos semblantes había más que ira, aquella tris-teza profunda que precede a las grandes reso-luciones, y mientras algunas mujeres proferíangritos lastimosos, oí a muchos hombres discu-

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tiendo en voz baja planes de no sé qué inve-rosímil lucha.

El primer movimiento hostil del pueblo re-unido fue rodear a un oficial francés que a lasazón atravesó por la plaza de la Armería. Bienpronto se unió a aquél otro oficial español queacudía como en auxilio del primero. Contraambos se dirigió el furor de hombres y mujeres,siendo estas las que con más denuedo les hosti-lizaban; pero al poco rato una pequeña fuerzafrancesa puso fin a aquel incidente. Comoavanzaba la mañana, no quise ya perder mástiempo, y traté de seguir mi camino; mas nohabía pasado aún el arco de la Armería, cuandosentí un ruido que me pareció cureñas en acele-rado rodar por calles inmediatas.

-¡Que viene la artillería! -clamaron algunos.

Pero lejos de determinar la presencia de losartilleros una dispersión general, casi toda lamultitud corría hacia la calle Nueva. La curio-

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sidad pudo en mí más que el deseo de llegarpronto al fin de mi viaje, y corrí allá también;pero una detonación espantosa heló la sangreen mis venas; y vi caer no lejos de mí algunaspersonas, heridas por la metralla. Aquel fueuno de los cuadros más terribles que he presen-ciado en mi vida. La ira estalló en boca delpueblo de un modo tan formidable, que causa-ba tanto espanto como la artillería enemiga.Ataque tan imprevisto y tan rudo había aterra-do a muchos que huían con pavor, y al mismotiempo acaloraba la ira de otros, que parecíandispuestos a arrojarse sobre los artilleros; masen aquel choque entre los fugitivos y los sor-prendidos, entre los que rugían como fieras ylos que se lamentaban heridos o moribundosbajo las pisadas de la multitud, predominó alfin el movimiento de dispersión, y corrierontodos hacia la calle Mayor. No se oían más vo-ces que «armas, armas, armas». Los que no vo-ciferaban en las calles, vociferaban en los bal-cones, y si un momento antes la mitad de los

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madrileños eran simplemente curiosos, des-pués de la aparición de la artillería todos fueronactores. Cada cual corría a su casa, a la ajena o ala más cercana en busca de un arma, y no en-contrándola, echaba mano de cualquier herra-mienta. Todo servía con tal que sirviera paramatar.

El resultado era asombroso. Yo no sé dedónde salía tanta gente armada. Cualquierahabría creído en la existencia de una conjura-ción silenciosamente preparada; pero el arsenalde aquella guerra imprevista y sin plan, movi-da por la inspiración de cada uno, estaba en lascocinas, en los bodegones, en los almacenes alpor menor, en las salas y tiendas de armas, enlas posadas y en las herrerías.

La calle Mayor y las contiguas ofrecían elaspecto de un hervidero de rabia imposible dedescribir por medio del lenguaje. El que no lovio, renuncie a tener idea de semejante levan-tamiento. Después me dijeron que entre 9 y 11

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todas las calles de Madrid presentaban el mis-mo aspecto; habíase propagado la insurreccióncomo se propaga la llama en el bosque secoazotado por impetuosos vientos.

En el Pretil de los Consejos, por San Justo ypor la plazuela de la Villa, la irrupción de gentearmada viniendo de los barrios bajos era consi-derable; mas por donde vi aparecer despuésmayor número de hombres y mujeres, y hastaenjambres de chicos y algunos viejos fue por laplaza Mayor y los portales llamados de Brin-gas. Hacia la esquina de la calle de Milaneses,frente a la Cava de San Miguel, presencié elprimer choque del pueblo con los invasores,porque habiendo aparecido como una veintenade franceses que acudían a incorporarse a susregimientos, fueron atacados de improviso poruna cuadrilla de mujeres ayudadas por mediadocena de hombres. Aquella lucha no se parec-ía a ninguna peripecia de los combates ordina-rios, pues consistía en reunirse súbitamente

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envolviéndose y atacándose sin reparar en elnúmero ni en la fuerza del contrario. Los ex-tranjeros se defendían con su certera puntería ysus buenas armas: pero no contaban con lamultitud de brazos que les ceñían por detrás ypor delante, como rejos de un inmenso pulpo;ni con el incansable pinchar de millares deherramientas, esgrimidas contra ellos con undesorden y una multiplicidad semejante al deun ametrallamiento a mano; ni con la espantosacentuplicación de pequeñas fuerzas que sinmatar imposibilitaban la defensa. Algunas ve-ces esta superioridad de los madrileños era tangrande, que no podía menos de ser generosa;pues cuando los enemigos aparecían en núme-ro escaso, se abría para ellos un portal o tiendadonde quedaban a salvo, y muchos de los quese alojaban en las casas de aquella calle debie-ron la vida a la tenacidad con que sus patronosles impidieron la salida.

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No se salvaron tres de a caballo que corríana todo escape hacia la Puerta del Sol. Se leshicieron varios disparos; pero irritados elloscargaron sobre un grupo apostado en la esqui-na del callejón de la Chamberga, y bien prontoviéronse envueltos por el paisanaje. De un fuer-te sablazo, el más audaz de los tres abrió la ca-beza a una infeliz maja en el instante en quedaba a su marido el fusil recién cargado, y laimprecación de la furiosa mujer al caer heridaal suelo, espoleó el coraje de los hombres. Lalucha se trabó entonces cuerpo a cuerpo y aarma blanca.

Entretanto yo corrí hacia la Puerta del Solbuscando lugar más seguro, y en los portalesde Pretineros encontré a Chinitas. La Primorosasalió del grupo cercano exclamando con frenesí:

-¡Han matado a Bastiana! Más de veintehombres hay aquí y denguno vale un rial. Ca-nallas; ¿para qué os ponéis bragas si tenéis al-mas de pitiminí?

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-Mujer -dijo Chinitas cargando su escopeta-quítate de en medio. Las mujeres aquí no sirvenmás que de estorbo.

-Cobardón, calzonazos, corazón de albondi-guilla -dijo la Primorosa pugnando por arran-car el arma a su marido-. Con el aire que hagomoviéndome, mato yo más franceses que túcon un cañón de a ocho.

Entonces uno de los de a caballo se lanzó algalope hacia nosotros blandiendo su sable.

-¡Menegilda!, ¿tienes navaja? -exclamó la es-posa de Chinitas con desesperación.

-Tengo tres, la de cortar, la de picar y el cu-chillo grande.

-¡Aquí estamos, espanta-cuervos! -gritó lamaja tomando de manos de su amiga un cuchi-llo carnicero cuya sola vista causaba espanto.

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El coracero clavó las espuelas a su corcel ydespreciando los tiros se arrojó sobre el grupo.Yo vi las patas del corpulento animal sobre loshombros de la Primorosa; pero ésta, agachán-dose más ligera que el rayo, hundió su cuchilloen el pecho del caballo. Con la violenta caída, eljinete quedó indefenso, y mientras la cabalga-dura expiraba con horrible pataleo, lanzandoardientes resoplidos, el soldado proseguía elcombate ayudado por otros cuatro que a lasazón llegaron.

Chinitas, herido en la frente y con una orejamenos, se había retirado como a unas diez va-ras más allá, y cargaba un fusil en el callejón delTriunfo, mientras la Primorosa le envolvía unpañuelo en la cabeza, diciéndole:

-Si te moverás al fin. No parece sino que tie-nes en cada pata las pesas del reló de Buen Su-ceso.

El amolador se volvió hacia mí y me dijo:

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-Gabrielillo, ¿qué haces con ese fusil? ¿Lotienes en la mano para escarbarte los dientes?

En efecto, yo tenía en mis manos un fusil sinque hasta aquel instante me hubiese dado cuen-ta de ello. ¿Me lo habían dado? ¿Lo tomé yo?Lo más probable es que lo recogí maquinal-mente, hallándose cercano al lugar de la lucha,y cuando caía sin duda de manos de algúncombatiente herido; pero mi turbación y estu-por eran tan grandes ante aquella escena, queni aun acertaba a hacerme cargo de lo que teníaentre las manos.

-¿Pa qué está aquí esa lombriz? -dijo la Pri-morosa encarándose conmigo y dándome en elhombro una fuerte manotada-. Descosío: cogeese fusil con más garbo. ¿Tienes en la mano uncirio de procesión?

-Vamos: aquí no hay nada que hacer -afirmóChinitas, encaminándose con sus compañeroshacia la Puerta del Sol.

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Echeme el fusil al hombro y les seguí. LaPrimorosa seguía burlándose de mi poca apti-tud para el manejo de las armas de fuego.

-¿Se acabaron los franceses? -dijo una majamirando a todos lados-. ¿Se han acabado?

-No hemos dejado uno pa simiente de rába-nos -contestó la Primorosa-. ¡Viva España y elRey Fernando!

En efecto, no se veía ningún francés en todala calle Mayor; pero no distábamos mucho delas gradas de San Felipe, cuando sentimos rui-do de tambores, después ruido de cornetas,después pisadas de caballos, después estruendode cureñas rodando con precipitación. El dra-ma no había empezado todavía realmente. Nosdetuvimos, y advertí que los paisanos se mira-ban unos a otros, consultándose mudamentesobre la importancia de las fuerzas ya cercanas.Aquellos infelices madrileños habían sostenidouna lucha terrible con los soldados que encon-

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traron al paso, y no contaban con las formida-bles divisiones y cuerpos de ejército que seacampaban en las cercanías de Madrid. No hab-ían medido los alcances y las consecuencias desu calaverada, ni aunque los midieran, habríanretrocedido en aquel movimiento impremedi-tado y sublime que les impulsó a rechazar fuer-zas tan superiores. Había llegado el momentode que los paisanos de la calle Mayor pudierancontar el número de armas que apuntaban a suspechos, porque por la calle de la Montera apa-reció un cuerpo de ejército, por la de Carretasotro, y por la Carrera de San Jerónimo el terce-ro, que era el más formidable.

-¿Son muchos? -preguntó la Primorosa.

-Muchísimos, y también vienen por esta ca-lle. Allá por Platerías se siente ruido de tambo-res.

Frente a nosotros y a nuestra espalda tenía-mos a los infantes, a los jinetes y a los artilleros

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de Austerlitz. Viéndoles, la Primorosa reía; pe-ro yo... no puedo menos de confesarlo... yotemblaba.

-XXVII-Llegar los cuerpos de ejército a la Puerta del

Sol y comenzar el ataque, fueron sucesos ocu-rridos en un mismo instante. Yo creo que losfranceses, a pesar de su superioridad numéricay material, estaban más aturdidos que los es-pañoles; así es que en vez de comenzar ponien-do en juego la caballería, hicieron uso de la me-tralla desde los primeros momentos.

La lucha, mejor dicho, la carnicería era es-pantosa en la Puerta del Sol. Cuando cesó elfuego y comenzaron a funcionar los caballos, laguardia polaca llamada noble, y los famososmamelucos cayeron a sablazos sobre el pueblo,siendo los ocupadores de la calle Mayor los que

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alcanzamos la peor parte, porque por uno yotro flanco nos atacaban los feroces jinetes. Elpeligro no me impedía observar quién estabaen torno mío, y así puedo decir que sosteníanmi valor vacilante además de la Primorosa, unseñor grave y bien vestido que parecía aristó-crata, y dos honradísimos tenderos de la mismacalle, a quienes yo de antiguo conocía.

Teníamos a mano izquierda el callejón de laDuda; como sitio estratégico que nos sirviera deparapeto y de camino para la fuga, y desde allíel señor noble y yo, dirigíamos nuestros tiros alos primeros mamelucos que aparecieron en lacalle. Debo advertir, que los tiradores formá-bamos una especie de retaguardia o reserva,porque los verdaderos y más aguerridos com-batientes, eran los que luchaban a arma blancaentre la caballería. También de los balconessalían muchos tiros de pistola y gran númerode armas arrojadizas, como tiestos, ladrillos,pucheros, pesas de reló, etc.

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-Ven acá, Judas Iscariote -exclamó la Primo-rosa, dirigiendo los puños hacia un mamelucoque hacía estragos en el portal de la casa deOñate-. ¡Y no hay quien te meta una libra depólvora en el cuerpo! ¡Eh, so estantigua!, ¿paqué le sirve ese chisme? Y tú, Piltrafilla, echafuego por ese fusil, o te saco los ojos.

Las imprecaciones de nuestra generala nosobligaban a disparar tiro tras tiro.

Pero aquel fuego mal dirigido no nos valíagran cosa, porque los mamelucos habían con-seguido despejar a golpes gran parte de la calle,y adelantaban de minuto en minuto.

-A ellos, muchachos -exclamó la maja, ade-lantándose al encuentro de una pareja de jine-tes, cuyos caballos venían hacia nosotros.

Ustedes no pueden figurarse cómo eranaquellos combates parciales. Mientras desde lasventanas y desde la calle se les hacía fuego, los

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manolos les atacaban navaja en mano, y lasmujeres clavaban sus dedos en la cabeza delcaballo, o saltaban, asiendo por los brazos aljinete. Este recibía auxilio, y al instante acudíandos, tres, diez, veinte, que eran atacados de lamisma manera, y se formaba una confusión,una mescolanza horrible y sangrienta que no sepuede pintar. Los caballos vencían al fin yavanzaban al galope, y cuando la multitud en-contrándose libre se extendía hacia la Puertadel Sol, una lluvia de metralla le cerraba el pa-so.

Perdí de vista a la Primorosa en uno deaquellos espantosos choques; pero al poco ratola vi reaparecer lamentándose de haber perdidosu cuchillo, y me arrancó el fusil de las manoscon tanta fuerza, que no pude impedirlo.Quedé desarmado en el mismo momento enque una fuerte embestida de los franceses noshizo recular a la acera de San Felipe el Real. Elanciano noble fue herido junto a mí: quise sos-

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tenerle; pero deslizándose de mis manos, cayóexclamando: «¡Muera Napoleón! ¡Viva Espa-ña!».

Aquel instante fue terrible, porque nos acu-chillaron sin piedad; pero quiso mi buena estre-lla, que siendo yo de los más cercanos a la pa-red, tuviera delante de mí una muralla de carnehumana que me defendía del plomo y del hie-rro. En cambio era tan fuertemente comprimidocontra la pared, que casi llegué a creer que mor-ía aplastado. Aquella masa de gente se replegópor la calle Mayor, y como el violento retrocesonos obligara a invadir una casa de las que hoydeben tener la numeración desde el 21 al 25,entramos decididos a continuar la lucha desdelos balcones. No achaquen Vds. a petulancia elque diga nosotros, pues yo, aunque al principiome vi comprendido entre los sublevados comoal acaso y sin ninguna iniciativa de mi parte,después el ardor de la refriega, el odio contralos franceses que se comunicaba de corazón a

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corazón de un modo pasmoso, me indujeron aobrar enérgicamente en pro de los míos. Yocreo que en aquella ocasión memorable hubié-rame puesto al nivel de algunos que me rodea-ban, si el recuerdo de Inés y la consideración deque corría algún peligro no aflojaran mi valor acada instante.

Invadiendo la casa, la ocupamos desde el pi-so bajo a las buhardillas: por todas las ventanasse hacía fuego arrojando al mismo tiempocuanto la diligente valentía de sus moradoresencontraba a mano. En el piso segundo un pa-dre anciano, sosteniendo a sus dos hijas quemedio desmayadas se abrazaban a sus rodillas,nos decía: «Haced fuego; coged lo que os con-venga. Aquí tenéis pistolas; aquí tenéis mi es-copeta de caza. Arrojad mis muebles por elbalcón, y perezcamos todos y húndase mi casasi bajo sus escombros ha de quedar sepultadaesa canalla. ¡Viva Femando! ¡Viva España!¡Muera Napoleón!».

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Estas palabras reanimaban a las dos donce-llas, y la menor nos conducía a una habitacióncontigua, desde donde podíamos dirigir mejorel fuego. Pero nos escaseó la pólvora, nos faltóal fin, y al cuarto de hora de nuestra entrada yalos mamelucos daban violentos golpes en lapuerta.

-Quemad las puertas y arrojadlas ardiendo ala calle -nos dijo el anciano-. Ánimo, hijas mías.No lloréis. En este día el llanto es indigno aunen las mujeres. ¡Viva España! ¿Vosotras sabéislo que es España? Pues es nuestra tierra, nues-tros hijos, los sepulcros de nuestros padres,nuestras casas, nuestros reyes, nuestros ejérci-tos, nuestra riqueza, nuestra historia, nuestragrandeza, nuestro nombre, nuestra religión.Pues todo esto nos quieren quitar. ¡Muera Na-poleón!

Entretanto los franceses asaltaban la casa,mientras otros de los suyos cometían las mayo-res atrocidades en la de Oñate.

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-Ya entran, nos cogen y estamos perdidos-exclamamos con terror, sintiendo que los ma-melucos se encarnizaban en los defensores delpiso bajo.

-Subid a la buhardilla -nos dijo el ancianocon frenesí- y saliendo al tejado, echad por elcañón de la escalera todas las tejas que podáislevantar. ¿Subirán los caballos de estos mons-truos hasta el techo?

Las dos muchachas, medio muertas de te-rror, se enlazaban a los brazos de su padre,rogándole que huyese.

-¡Huir! -exclamaba el viejo-. No, mil vecesno. Enseñemos a esos bandoleros cómo se de-fiende el hogar sagrado. Traedme fuego, fuego,y apresarán nuestras cenizas, no nuestras per-sonas.

Los mamelucos subían. Estábamos perdidos.Yo me acordé de la pobre Inés, y me sentí más

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cobarde que nunca. Pero algunos de los nues-tros habíanse en tanto internado en la casa, ycon fuerte palanca rompían el tabique de unade las habitaciones más escondidas. Al ruido,acudí allá velozmente, con la esperanza de en-contrar escapatoria, y en efecto vi que habíanabierto en la medianería un gran agujero, pordonde podía pasarse a la casa inmediata. Noshablaron de la otra parte, ofreciéndonos soco-rro, y nos apresuramos a pasar; pero antes deque estuviéramos del opuesto lado sentimos, alos mamelucos y otros soldados franceses voci-ferando en las habitaciones principales: oyoseun tiro; después una de las muchachas lanzó ungrito espantoso y desgarrador. Lo que allí debióocurrir no es para contado.

Cuando pasamos a la casa contigua, conánimo de tomar inmediatamente la calle, nosvimos en una habitación pequeña y algo oscu-ra, donde distinguí dos hombres, que nos mi-raban con espanto. Yo me aterré también en su

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presencia, porque eran el uno el licenciado Lo-bo, y el otro Juan de Dios.

Habíamos pasado a una casa de la calle dePostas, a la misma casa en cuyo cuarto entre-suelo había yo vivido hasta el día anterior alservicio de los Requejos. Estábamos en el pisosegundo, vivienda del leguleyo trapisondista.El terror de este era tan grande que al vernosdijo:

-¿Están ahí los franceses? ¿Vienen ya?Huyamos.

Juan de Dios estaba también tan pálido y al-terado, que era difícil reconocerle.

-¡Gabriel! -exclamó al verme-. ¡Ah!, tunante;¿qué has hecho de Inés?

-Los franceses, los franceses -exclamó Lobosaliendo a toda prisa de la habitación y bajando

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la escalera de cuatro en cuatro peldaños-.¡Huyamos!

La esposa del licenciado y sus tres hijas,trémulas de miedo, corrían de aquí para allí,recogiendo algunos objetos para salir a la calle.No era ocasión de disputar con Juan de Dios, nide darnos explicaciones sobre los sucesos de lamadrugada anterior, así es que salimos a todoescape, temiendo que los mamelucos invadie-ran aquella casa.

El mancebo no se separaba de mí, mientrasque Lobo, harto ocupado de su propia seguri-dad, se cuidaba de mi presencia tanto como siyo no existiera.

-¿A dónde vamos? -preguntó una de las ni-ñas al salir-. ¿A la calle de San Pedro la Nueva,en casa de la primita?

-¿Estáis locas? ¿Frente al parque de Monte-león?

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-Allí se están batiendo -dijo Juan de Dios-. Seha empeñado un combate terrible, porque laartillería española no quiere soltar el parque.

-¡Dios mío! ¡Corro allá! -exclamé sin poder-me contener.

-¡Perro! -gritó Juan de Dios, asiéndome porun brazo-. ¿Allí la tienes guardada?

-Sí, allí está -contesté sin vacilar-. Corramos.

Juan de Dios y yo partimos como dos insen-satos en dirección a mi casa.

En nuestra carrera no reparábamos en losmil peligros que a cada paso ofrecían las callesy plazas de Madrid, y andábamos sin cesar,tomando las vías más apartadas del centro, contantas vueltas y rodeos, que empleamos cercade dos horas para llegar a la puerta de Fuenca-rral por los pozos de nieve. Por un largo rato, niyo hablaba a mi acompañante, ni él a mí tam-

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poco, hasta que al fin Juan de Dios, con vozentrecortada por el fatigoso aliento, me dijo:

-¿Pero tú sacaste a Inés para entregármeladespués, o eres un tunante ladrón digno de serfusilado por los franceses?

-Sr. Juan de Dios -repuse apretando más elpaso-. No es ocasión de disputar, y vamos mása prisa, porque si los franceses llegan a meterseen mi casa...

-¡Cuánto se asustará la pobrecita! Pero di,¿por qué la sacaste, por qué me encontré ence-rrado en el sótano con aquella maldita mujer...?¡Oh!, me falta el aliento; pero no nos detenga-mos... ¿Inés no se asustó al verse en tu poder?¿No te preguntó por mí, no te rogó que me lle-vases a su lado? ¡Qué confusión! ¿Qué es lo queha pasado? ¿Quién eres tú? ¿Eres un infame oun hombre de bien? Ya me darás cuenta yrazón de todo. ¡Ay!, cuando me encontré en elsótano con Restituta... ¿Ves este rasguño que

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tengo en la mano?... Yo me quedé azorado ymudo de espanto cuando la vi. ¡Qué desdicha!Creo que fue castigo de Dios por los pecadillosde que te hablé... Ella me insultaba llamándomeladrón, y a mí un sudor se me iba y otro se mevenía. Luego que tratamos de salir... La com-puerta cerrada... ella parecía una gata rabiosa.¿Ves este arañazo que tengo en la cara...? Des-cansemos un rato, porque me ahogo. ¿No lle-gamos nunca a tu casa? ¿Y mi Inés está allí?Pero tunante, modera un poco el paso y dime:¿Inés me espera? ¿Te mandó en busca mía?¿Sabe que a mí me debe su libertad? Gabriel, tejuro que tengo la cabeza como una jaula de gri-llos, y que no sé qué pensar. Cuando vi entrar aRestituta... ¿Creerás que no puedo apartar demi memoria su repugnante imagen? Lo quedije... aquellos dos pecadillos... Pero en cuantoInés esté a mi lado, me confesaré... El SantísimoSacramento sabe que mi intención es buena, yque el inmenso, el loco amor que me domina escausa de todo... ¿Pero no hablas? ¿Estás mudo?

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¿Inés me espera? Dímelo francamente y no mehagas padecer. ¿Está contenta, está triste? ¿Ellaquiso desde luego salir contigo para esperarmefuera?... ¡Mil demonios! ¿Cuándo llegamos a tucasa? Me aguarda, ¿no es verdad? Ahora lehablaré cara a cara por primera vez. ¿Sabes queme da vergüenza?... Pero ella quizás me diráprimero algunas palabras, dándome pie paraque después siga yo hablando como un cotorro.¿Estás tú seguro de que leyó mi carta? Pues si laleyó, ya está al corriente de mi ardiente amor, yen cuanto me vea se arrojará llorando en misbrazos, dándome gracias por su salvación. ¿Nolo crees tú así? ¿Pero por qué callas? ¿Te hasquedado sin lengua? ¿Qué le has dicho tú, quéte ha dicho ella? ¿No te habló de aquel pasajede la carta en que le decía que mi amor es tancasto como el de los ángeles del cielo?... Mefaltó decirle que mi corazón es el altar en que laadoro con tanto fervor como al Dios que hizo elmundo para todos y para nosotros una isla de-sierta llena de flores y pajaritos muy lindos que

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canten día y noche... ¡Ah, Gabriel! ¿Sabes quesoy rico? Cogí lo mío, aunque la condenada meclavó las uñas para arrebatármelo. ¡Cuánto lu-chamos! ¡Espantosa noche! Por fin, ya muyavanzado el día, llega D. Mauro y abre el sóta-no para sacarte... Salimos Restituta y yo; ellaestá medio muerta. Su hermano, al vernos...¡Jesús, cómo se pone! Después de insultarnos,nos dice que tenemos que casarnos el mismodía. Luego, al saber que Inés se ha fugado con-tigo, brama como un león, arráncase los cabe-llos, y después de amenazar con la muerte a suhermana y a mí, enciende las dos velas al santopatrono. Yo salgo de la casa sin contestar a na-da, y como ya empiezan los tiros, me refugio enla del licenciado Lobo... Todos están allí llenosde terror... los franceses, los franceses... ¡ban,bun!, golpean un tabique, acudimos: se abre unagujero y apareces tú... ¿Pero llegaremos al fin?¡Qué impaciente estará la pobrecita! Cuandome vea entrar, ella romperá a hablar, ¿no locrees tú? Si no... yo estoy seguro de que me

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quedaré como una estatua. Si se me quitara estavergüenza...

Yo no contestaba a ninguna de las atropella-das e inconexas razones de Juan de Dios, puesmás que la verbosidad de aquel desgraciado,ocupaba mi mente la idea de los peligros quecorrían Inés y su tío en mi casa. Nuestra marchaera sumamente fatigosa, pues algunas vecesdespués de recorrer toda una calle, teníamosque volver atrás huyendo de los mamelucos:otras veces nos detenía algún grupo compuestoen su mayor parte de mujeres y ancianos quecon lamentos y gritos rodeaban un cadáver,víctima reciente de los invasores; más adelanteveíamos desfilar precipitadamente pelotones degranaderos que hacían retroceder a todo elmundo; luego el espectáculo de una lucha par-cial, tan encarnizada como las anteriores, era loque de improviso nos estorbaba el paso.

En la calle de Fuencarral el gentío era gran-de, y todos corrían hacia arriba, como en direc-

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ción al parque. Oíanse fuertes descargas, queaterraron a mi acompañante, y cuando embo-camos a la calle de la Palma por la casa deAranda, los gritos de los héroes llegaban hastanuestros oídos.

Era entre doce y una. Dando un gran rodeopudimos al fin entrar en la calle de San José, ydesde lejos distinguí las altas ventanas de micasa entre el denso humo de la pólvora.

-No podemos subir a nuestra casa -dije aJuan de Dios-, a menos que no nos metamos enmedio del fuego.

-¡En medio del fuego! ¡Qué horror! No: noexpongamos la vida. Veo que también hacenfuego desde algún balcón. Escondámonos, Ga-briel.

-No avancemos. Parece que cesa el fuego.

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-Tienes razón. Ya no se oyen sino pocos ti-ros, y me parece que oigo decir: «victoria, victo-ria».

-Sí, y el paisanaje se despliega, y vienen al-gunos hacia acá. ¡Ah! ¿No son franceses aque-llos que corren hacia la calle de la Palma? Sí:¿no ve Vd. los sombreros de piel?

-Vamos allá. ¡Qué algazara! Parece que estáncontentos. Mira cómo agitan las gorras aquellosque están en el balcón.

-Inés, allí está Inés, en el balcón de arriba,arriba... Allí está: mira hacia el parque, pareceque tiene miedo y se retira. También sale a cu-riosear don Celestino. Corramos y ahora nosserá fácil entrar en la casa.

Después de una empeñada refriega, el com-bate había cesado en el parque con la derrota yretirada del primer destacamento francés quefue a atacarlo. Pero si el crédulo paisanaje se

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entregó a la alegría creyendo que aquel triunfoera decisivo; los jefes militares conocieron queserían bien pronto atacados con más fuerzas, yse preparaban para la resistencia. Pacorro Chi-nitas, que había sido uno de los que primeroacudieron a aquel sitio, se llegó a mí ponderán-dome la victoria alcanzada con las cuatro pie-zas que Daoíz había echado a la calle; pero bienpronto él y los demás se convencieron de quelos franceses no habían retrocedido sino paravolver pronto con numerosa artillería. Así fueen efecto, y cuando subíamos la escalera de micasa, sentí el alarmante rumor de la tropa cer-cana.

El mancebo tropezaba a cada peldaño, cir-cunstancia que cualquiera hubiera atribuido almiedo, y yo atribuí a la emoción. Cuando lle-gamos a presencia de Inés y D. Celestino, estosse alegraron en extremo de verme sano, y ellame señaló una imagen de la Virgen, ante la cualhabían encendido dos velas. Juan de Dios per-

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maneció un rato en el umbral, medio cuerpofuera y dentro el otro medio, con el sombreroen la mano, el rostro pálido y contraído, la acti-tud embarazosa, sin atreverse a hablar ni tam-poco a retirarse, mientras que Inés, enteramenteocupada de mi vuelta, no ponía en él la menoratención.

-Aquí, Gabriel -me dijo el clérigo-, hemospresenciado escenas de grande heroísmo. Losfranceses han sido rechazados. Por lo visto,Madrid entero se levanta contra ellos.

Al decir esto, una detonación terrible hizoestremecer la casa.

-¡Vuelven los franceses! Ese disparo ha sidode los nuestros, que siguen decididos a no en-tregarse. Dios y su santa Madre, y los cuatropatriarcas y los cuatro doctores nos asistan.

Juan de Dios continuaba en la puerta, sinque mis dos amigos, hondamente afectados por

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el próximo peligro hicieran caso de su presen-cia.

-Va a empezar otra vez -exclamó Inéshuyendo de la ventana después de cerrarla-. Yocreí que se había concluido. ¡Cuántos tiros!¡Qué gritos! ¿Pues y los cañones? Yo creí que elmundo se hacía pedazos; y puesta de rodillasno cesaba de rezar. Si vieras, Gabriel... Primerosentimos que unos soldados daban recios gol-pes en la puerta del parque. Después vinieronmuchos hombres y algunas mujeres pidiendoarmas. Dentro del patio un español con uni-forme verde disputó un instante con otro deuniforme azul, y luego se abrazaron, abriendoenseguida las puertas. ¡Ay! ¡Qué voces, quégritos! Mi tío se echó a llorar y dijo también«¡viva España!» tres veces, aunque yo le supli-caba que callase para no dar que hablar a lavecindad. Al momento empezaron los tiros defusil, y al cabo de un rato los de cañón, quesalieron empujados por dos o tres mujeres... El

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del uniforme azul mandaba el fuego, y otro delmismo traje, pero que se distinguía del primeropor su mayor estatura, estaba dentro dispo-niendo cómo se habían de sacar la pólvora y lasbalas... Yo me estremecía al sentir los cañona-zos; y si a veces me ocultaba en la alcoba, po-niéndome a rezar, otras podía tanto la curiosi-dad, que sin pensar en el peligro me asomaba ala ventana para ver todo... ¡Qué espanto!Humo, mucho humo, brazos levantados, algu-nos hombres tendidos en el suelo y cubiertos desangre y por todos lados el resplandor de esosgrandes cuchillos que llevan en los fusiles.

Una segunda detonación seguida del es-truendo de la fusilería, nos dejó paralizados deestupor. Inés miró a la Virgen, y el cura en-carándose solemnemente con la santa imagen,dirigiole así la palabra:

-Señora: proteged a vuestros queridos espa-ñoles, de quienes fuisteis reina y ahora soiscapitana. Dadles valor contra tantos y tan fieros

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enemigos, y haced subir al cielo a los que mue-ran en defensa de su patria querida.

Quise abrir la ventana; pero Inés se opuso aello muy acongojada. Juan de Dios, que al fintraspasó el umbral, se había sentado tímida-mente en el borde de una silla puesta junto a lamisma puerta, donde Inés le reconoció al fin,mejor dicho, advirtió su presencia, y antes queformulara una pregunta, le dije yo:

-Es el Sr. Juan de Dios, que ha venido aacompañarme.

-Yo... yo... -balbució el mancebo en el mo-mento en que la gritería de la calle apenas per-mitía oírle-. Gabriel habrá enterado a Vd...

-El miedo le quita a Vd. el habla -dijo Inés-.Yo también tengo mucho miedo. Pero Vd.tiembla, Vd. está malo...

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En efecto, Juan de Dios parecía desmayarse,y alargaba sus brazos hacia la muchacha, queabsorta y confundida no sabía si acercarse adarle auxilio o si huir con recelo de visitante tanimportuno. Yo estaba an excitado, que sin pararmientes en lo que junto a mí ocurría, ni atenderal pavor de mi amiga, abrí resueltamente laventana. Desde allí pude ver los movimientosde los combatientes, claramente percibidos,cual si tuviera delante un plano de campañacon figuras movibles. Funcionaban cuatro pie-zas: he oído hablar de cinco, dos de a 8 y tres dea 4; pero yo creo que una de ellas no hizo fue-go, o sólo trabajó hacia el fin de la lucha. Losartilleros me parece que no pasaban de veinte;tampoco eran muchos los de infantería manda-dos por Ruiz; pero el número de paisanos noera escaso ni faltaban algunas heroicas amazo-nas de las que poco antes vi en la Puerta delSol. Un oficial de uniforme azul mandaba lasdos piezas colocadas frente a la calle de SanPedro la Nueva. Por cuenta del otro del mismo

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uniforme y graduación corrían las que enfila-ban la calle de San Miguel y de San José, apun-tando una de ellas hacia la de San Bernardo,pues por allí se esperaban nuevas fuerzas fran-cesas en auxilio de las que invadían la PalmaAlta y sitios inmediatos a la iglesia de Maravi-llas. La lucha estaba reconcentrada entonces enla pequeña calle de San Pedro la Nueva, pordonde atacaron los granaderos imperiales ennúmero considerable. Para contrarrestar suempuje los nuestros disparaban las piezas conla mayor rapidez posible, empleándose en ellolo mismo los artilleros que los paisanos; y auxi-liaba a los cañones la valerosa fusilería que traslas tapias del parque, en la puerta, y en la calle,hacía mortífero e incesante fuego.

Cuando los franceses trataban de tomar laspiezas a la bayoneta, sin cesar el fuego pornuestra parte, eran recibidos por los paisanoscon una batería de navajas, que causaban páni-co y desaliento entre los héroes de las Pirámi-

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des y de Jena, al paso que el arma blanca enmanos de estos aguerridos soldados, no hacíagran estrago moral en la gente española, por seresta de muy antiguo aficionada a con ella, demodo que al verse heridos, antes les enfurecíaque les desmayaba. Desde mi ventana abierta ala calle de San José, no se veía la inmediata deSan Pedro la Nueva, aunque la casa hacía es-quina a las dos, así es que yo, teniendo siemprea los españoles bajo mis ojos, no distinguía a losfranceses, sino cuando intentaban caer sobre laspiezas, desafiando la metralla, el plomo, el ace-ro y hasta las implacables manos de los defen-sores del parque. Esto pasó una vez, y cuandolo vi pareciome que todo iba a concluir por elsencillo procedimiento de destrozarse simultá-neamente unos a otros; pero nuestro valientepaisanaje, sublimado por su propio arrojo y elejemplo, y la pericia, y la inverosímil constanciade los dos oficiales de artillería, rechazaba lasbayonetas enemigas, mientras sus navajas,hacían estragos, rematando la obra de los fusi-

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les. Cayeron algunos, muchos artilleros, y buennúmero de paisanos; pero esto no desalentaba alos madrileños. Al paso que uno de los oficialesde artillería hacía uso de su sable con fuertepuño sin desatender el cañón cuya cureña serv-ía de escudo a los paisanos más resueltos, elotro, acaudillando un pequeño grupo, se arro-jaba sobre la avanzada francesa, destrozándolaantes de que tuviera tiempo de reponerse. Eranaquellos los dos oficiales oscuros y sin historia,que en un día, en una hora, haciéndose, porinspiración de sus almas generosas, instrumen-to de la conciencia nacional, se anticiparon a ladeclaración de guerra por las juntas y descarga-ron los primeros golpes de la lucha que empezóa abatir el más grande poder que se ha seño-reado del mundo. Así sus ignorados nombresalcanzaron la inmortalidad.

El estruendo de aquella colisión, los gritosde unos y otros, la heroica embriaguez de losnuestros y también de los franceses, pues estos

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evocaban entre sí sus grandes glorias para salirbien de aquel empeño, formaban un conjuntoterrible, ante el cual no existía el miedo, ni tam-poco era posible resignarse a ser inmóvil espec-tador. Causaba rabia y al mismo tiempo ciertojúbilo inexplicable lo desigual de las fuerzas, yel espectáculo de la superioridad adquirida porlos débiles a fuerza de constancia. A pesar deque nuestras bajas eran inmensas, todo parecíaanunciar una segunda victoria. Así lo com-prendían sin duda los franceses, retirados haciael fondo de la calle de San Pedro la Nueva; yviendo que para meter en un puño a los veinteartilleros ayudados de paisanos y mujeres, eranecesaria más tropa con refuerzos de todas ar-mas, trajeron más gente, trajeron un ejércitocompleto; y la división de San Bernardino,mandada por Lefranc apareció hacia las SalesasNuevas con varias piezas de artillería. Los im-periales daban al parque cercado de mezquinastapias las proporciones de una fortaleza, y a la

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abigarrada pandilla las proporciones de unpueblo.

Hubo un momento de silencio, durante elcual no oí más voces que las de algunas muje-res, entre las cuales reconocí la de la Primorosa,enronquecida por la fatiga y el perpetuo gritar.Cuando en aquel breve respiro me aparté de laventana, vi a Juan de Dios completamente des-vanecido. Inés estaba a su lado, presentándoleun vaso de agua.

-Este buen hombre -dijo la muchacha- haperdido el tino. ¡Tan grande es su pavor! Ver-dad que la cosa no es para menos. Yo estoymuerta. ¿Se ha acabado, Gabriel? Ya no se oyentiros. ¿Ha concluido todo? ¿Quién ha vencido?

Un cañonazo resonó estremeciendo la casa.A Inés cayósele el vaso de las manos, y en elmismo instante entró D. Celestino, que obser-vaba la lucha desde otra habitación de la casa.

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-Es la artillería francesa -exclamó-. Ahora esella. Traen más de doce cañones. ¡Jesús, María yJosé nos amparen! Van a hacer polvo a nuestrosvalientes paisanos. ¡Señor de justicia! ¡VirgenMaría, santa patrona de España!

Juan de Dios abrió sus ojos buscando a Inéscon una mirada calmosa y apagada como la deun enfermo. Ella, en tanto, puesta de rodillasante la imagen, derramaba abundantes lágri-mas.

-Los franceses son innumerables -continuó elcura-. Vienen cientos de miles. En cambio losnuestros, son menos cada vez. Muchos hanmuerto ya.¿Podrán resistir los que quedan?¡Oh! Gabriel, y usted, caballero, quien quieraque sea, aunque presumo será español: ¿estánVds. en paz con su conciencia, mientras nues-tros hermanos pelean abajo por la patria y porel Rey? Hijos míos, ánimo: los franceses van aatacar por tercera vez. ¿No veis cómo se aperci-ben los nuestros para recibirlos con tanto brío

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como antes? ¿No oís los gritos de los que hansobrevivido al último combate? ¿No oís las vo-ces de esa noble juventud? Gabriel, Vd., caba-llero, cualquiera que sea, ¿habéis visto a lasmujeres? ¿Darán lección de valor esas heroicashembras a los varones que huyen de la honrosalucha?

Al decir esto, el buen sacerdote, con una al-teración que hasta entonces jamás había adver-tido en él, se asomaba al balcón, retrocedía conespanto, volvía los ojos a la imagen de la Vir-gen, luego a nosotros, y tan pronto hablabaconsigo mismo como con los demás.

-Si yo tuviera quince años, Gabriel-continuó- si yo tuviera tu edad... Francamente,hijos míos, yo tengo muchísimo miedo. En mivida había visto una guerra, ni oído jamás elestruendo de los mortíferos cañones; pero loque es ahora cogería un fusil, sí señores, lo co-gería... ¿No veis que va escaseando la gente?¿No veis cómo los barre la metralla?... Mirad

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aquellas mujeres que con sus brazos despeda-zados empujan uno de nuestros cañones hastaembocarle en esta calle. Mirad aquel montón decadáveres del cual sale una mano increpandocon terrible gesto a los enemigos. Parece quehasta los muertos hablan, lanzando de sus bo-cas exclamaciones furiosas... ¡Oh!, yo tiemblo,sostenedme; no, dejadme tomar un fusil, lotomaré yo. Gabriel, caballero, y tú también,Inés; vamos todos a la calle, a la calle. ¿Oís?Aquí llegan las vociferaciones de los franceses.Su artillería avanza. ¡Ah!, perros: todavía so-mos suficientes, aunque pocos. ¿Queréis a Es-paña, queréis este suelo? ¿Queréis nuestrascasas, nuestras iglesias, nuestros reyes, nuestrossantos? Pues ahí está, ahí está dentro de esoscañones lo que queréis. Acercaos... ¡Ah! Aque-llos hombres que hacían fuego desde la tapiahan perecido todos. No importa. Cada muertono significa más sino que un fusil cambia demano, porque antes de que pierda el calor delos dedos heridos que lo sueltan, otros lo aga-

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rran... Mirad: el oficial que los manda parececontrariado, mira hacia el interior del parque yse lleva la mano a la cabeza con ademán dedesesperación. Es que les faltan balas, les faltametralla. Pero ahora sale el otro con una cestade piedras... sí... son piedras de chispa. Cargancon ellas, hacen fuego... ¡Oh!, que vengan, quevengan ahora. ¡Miserables! España tiene to-davía piedras en sus calles para acabar con vo-sotros... Pero ¡ay!, los franceses parece queestán cerca. Mueren muchos de los nuestros.Desde los balcones se hace mucho fuego; masesto no basta. Si yo tuviera veinte años... Si yotuviera veinte años, tendría el valor que ahorame falta, y me lanzaría en medio del combate, ya palos, sí señores, a palos, acabaría con todosesos franceses. Ahora mismo, con mis sesentaaños... Gabriel, ¿sabes tú lo que es el deber?¿Sabes tú lo que es el honor? Pues para que losepas, oye: Yo que soy un viejo inútil, yo quenunca he visto un combate, yo que jamás hedisparado un tiro, yo que en mi vida he pelea-

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do con nadie, yo que no puedo ver matar unpollo, yo que nunca he tenido valor para matarun gusanito, yo que siempre he tenido miedo atodo, yo que ahora tiemblo como una liebre y acada tiro que oigo parece que entrego el alma alSeñor, voy a bajar al instante a la calle, no conarmas, porque armas no me corresponden, sinopara alentar a esos valientes, diciéndoles encastellano aquello de Dulce et decorum est propatria mori!

Estas palabras, dichas con un entusiasmoque el anciano no había manifestado ante mísino muy pocas veces, y siempre desde elpúlpito, me enardeció de tal modo que meavergoncé de reconocerme cobarde espectadorde aquella heroica lucha sin disparar un tiro, nilanzar una piedra en defensa de los míos. A nocontenerme la presencia de Inés, ni un instantehabría yo permanecido en aquella situación.Después cuando vi al buen anciano precipitarsefuera de la casa, dichas sus últimas palabras,

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miedo y amor se oscurecieron en mí ante unagrande, una repentina iluminación de entu-siasmo, de esas que rarísimas veces, pero confuerza poderosa, nos arrastran a las grandesacciones.

Inés hizo un movimiento como para dete-nerme pero sin duda su admirable buen senti-do comprendió cuánto habría desmerecido amis propios ojos cediendo a los reclamos de ladebilidad, y se contuvo ahogando todo senti-miento. Juan de Dios, que al volver de su des-mayo era completamente extraño a la situaciónque nos encontrábamos, y no parecía tener ojosni oídos más que para espectáculos y voces desu propia alma, se adelantó hacia Inés conademán embarazoso, y le dijo:

-Pero Gabriel la habrá enterado a Vd. de to-do. ¿La he ofendido a Vd. en algo? Bien habrácomprendido Vd...

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-Este caballero -dijo Inés- está muerto demiedo, y no se moverá de aquí. ¿Quiere Vd.esconderse en la cocina?

-¡Miedo! ¡Que yo tengo miedo! -exclamó elmancebo con un repentino arrebato que le pusoencendido como la grana-. ¿A dónde vas, Ga-briel?

-A la calle -respondí saliendo-. A pelear porEspaña. Yo no tengo miedo.

-Ni yo, ni yo tampoco -afirmó resuelta, fu-riosamente Juan de Dios corriendo detrás demí.

-XXVIII-Llegué a la calle en momentos muy críticos.

Las dos piezas de la calle de San Pedro habíanperdido gran parte de su gente, y los cadáveresobstruían el suelo. La colocada hacia Poniente

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había de resistir el fuego de la de los franceses,sin más garantía de superioridad que elheroísmo de D. Pedro Velarde y el auxilio delos tiros de fusil. Al dar los primeros pasos en-contré uno, y me situé junto a la entrada delparque, desde donde podía hacer fuego hacia lacalle Ancha, resguardado por el machón de lapuerta. Allí se me presentó una cara conocida,aunque horriblemente desfigurada, en la per-sona de Pacorro Chinitas, que incorporándoseentre un montón de tierra y el cuerpo de otroinfeliz ya moribundo, hablome así con voz des-fallecida:

-Gabriel, yo me acabo; yo no sirvo ya paranada.

-Ánimo, Chinitas -dije devolviéndole el fusilque caía de sus manos-, levántate.

-¿Levantarme? Ya no tengo piernas. ¿Traestú pólvora? Dame acá: yo te cargaré el fusil...Pero me caigo redondo. ¿Ves esta sangre? Pues

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es toda mía y de este compañero que ahora seva... Ya expiró... Adiós, Juancho: tú al menos noverás a los franceses en el parque.

Hice fuego repetidas veces, al principio muytorpemente, y después con algún acierto, pro-curando siempre dirigir los tiros a algúnfrancés claramente destacado de los demás.Entre tanto, y sin cesar en mi faena, oí la vozdel amolador que apagándose por grados de-cía: «Adiós, Madrid, ya me encandilo... Gabriel,apunta a la cabeza. Juancho que ya estás tieso,allá voy yo también: Dios sea conmigo y meperdone. Nos quitan el parque; pero de cadagota de esta sangre saldrá un hombre con sufusil, hoy, mañana y al otro día. Gabriel, nocargues tan fuerte, que revienta. Ponte másadentro. Si no tienes navaja, búscala, porquevendrán a la bayoneta. Toma la mía. Allí estájunto a la pierna que perdí... ¡Ay!, ya no veomás que un cielo negro. ¡Qué humo tan negro!¿De dónde viene ese humo? Gabriel, cuando

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esto se acabe, ¿me darás un poco de agua? ¡Quéruido tan atroz!... ¿Por qué no traen agua?¡Agua, Señor Dios Poderoso! ¡Ah!, ya veo elagua; ahí está. La traen unos angelitos; es unchorro, una fuente, un río...».

Cuando me aparté de allí, Chinitas ya noexistía. La debilidad de nuestro centro de com-bate me obligó a unirme a él, como lo hicieronlos demás. Apenas quedaban artilleros, y dosmujeres servían la pieza principal, apuntabanhacia la calle Ancha. Era una de ellas la Primo-rosa, a quien vi soplando fuertemente la mecha,próxima a extinguirse.

-Mi general -decía a Daoíz-. Mientras sumerced y yo estemos aquí, no se perderán lasEspañas ni sus Indias... Allá va el petardo...Venga ahora acá el destupidor. Cómo rempujapa tras este animal cuando suelta el tiro. ¡Ah!¿Ya estás aquí, Tripita? -gritó al verme-. Tocaeste instrumento y verás lo bueno.

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El combate llegaba a un extremo de desespe-ración; y la artillería enemiga avanzó hacia no-sotros. Animados por Daoíz, los heroicos pai-sanos pudieron rechazar por última vez la in-fantería francesa que se destacaba en pequeñospelotones de la fuerza enemiga.

-¡Ea! -gritó la Primorosa cuando recomenzóel fuego de cañón-. Atrás, que yo gasto malasbromas. ¿Vio Vd. cómo se fueron, señor gene-ral? Sólo con mirarles yo con estos recelestialesojos, les hice volver pa tras. Van muertos demiedo. ¡Viva España y muera Napoleón!... Chi-nitas, ¿no está por ahí Chinitas? Ven acá, co-barde, calzonazos.

Y cuando los franceses, replegando su infan-tería, volvieron a cañonearnos, ella, después deayudar a cargar la pieza, prosiguió gritandodesesperadamente:

-Renacuajos, volved acá. Ea, otro paseíto.Sus mercedes quieren conquistarme a mí, ¿no

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verdá? Pues aquí me tenéis. Vengan acá: soy lareina, sí señores, soy la emperadora del Rastro,y yo acostumbro a fumar en este cigarro debronce, porque no las gasto menos. ¿Quierenustedes una chupadita? Pos allá va. Desapár-tense pa que no les salpique la saliva; si no...

La heroica mujer calló de improviso, porquela otra maja que cerca de ella estaba, cayó tanviolentamente herida por un casco de metralla,que de su despedazada cabeza saltaron sal-picándonos repugnantes pedazos. La esposa deChinitas, que también estaba herida, miró elcuerpo expirante de su amiga. Debo consignaraquí un hecho trascendental; la Primorosa sepuso repentinamente pálida, y repentinamenteseria. Tuvo miedo.

Llegó el instante crítico y terrible. Durante élsentí una mano que se apoyaba en mi brazo. Alvolver los ojos vi un brazo azul con charreterasde capitán. Pertenecía a D. Luis Daoíz, queherido en la pierna, hacía esfuerzos por no caer

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al suelo y se apoyaba en lo que encontró máscerca. Yo extendí mi brazo alrededor de su cin-tura, y él, cerrando los puños, elevándolos con-vulsamente al cielo, apretando los dientes ymordiendo después el pomo de su sable, lanzóuna imprecación, una blasfemia, que habríahecho desplomar el firmamento, si lo de arribaobedeciera a las voces de abajo.

En seguida se habló de capitulación y cesa-ron los fuegos. El jefe de las fuerzas francesasacercose a nosotros, y en vez de tratar decoro-samente de las condiciones de la rendición,habló a Daoíz de la manera más destemplada yen términos amenazadores y groseros. Nuestroinmortal artillero pronunció entonces aquellascélebres palabras: Si fuerais capaz de hablar convuestro sable, no me trataríais así.

El francés, sin atender a lo que le decía,llamó a los suyos, y en el mismo instante... Yano hay narración posible, porque todo acabó.Los franceses se arrojaron sobre nosotros con

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empuje formidable. El primero que cayó fueDaoíz, traspasado el pecho a bayonetazos. Re-trocedimos precipitadamente hacia el interiordel parque todos los que pudimos, y como aunen aquel trance espantoso quisiera contenernosD. Pedro Velarde, le mató de un pistoletazo porla espalda un oficial enemigo. Muchos fueronimplacablemente pasados a cuchillo; pero al-gunos y yo pudimos escapar, saltando veloz-mente por entre escombros, hasta alcanzar lastapias de la parte más honda, y allí nos disper-samos, huyendo cada cual por donde encontrómejor camino, mientras los franceses, braman-do de ira, indicaban con sus alaridos al aterradovecindario que Monteleón había quedado porBonaparte.

Difícilmente salvamos la vida, y no fuimosmuchos los que pudimos dar con nuestros fati-gados cuerpos en la huerta de las Salesas Nue-vas o en el quemadero. Los franceses no se cui-daban de perseguirnos, o por creer que bastaba

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con rematar a los más próximos, o porque sesentían con tanto cansancio como nosotros. Porfortuna, yo no estaba herido sino muy levemen-te en la cabeza, y pude ponerme a cubierto enbreve tiempo: al poco rato ya no pensaba másque en volver a mi casa, donde suponía a Inésen penosa angustia por mi ausencia. Cuandotraté de regresar hallé cerrada la puerta de San-to Domingo; y tuve que andar mucho trechobuscando el portillo de San Joaquín. Por el ca-mino me dijeron que los franceses, después dedejar una pequeña guarnición en el parque, sehabían retirado. Dirigime con esta noticia tran-quilamente a casa, y al llegar a la calle de SanJosé, encontré aquel sitio inundado de gente delpueblo, especialmente de mujeres, que reco-nocían los cadáveres. La Primorosa había reco-gido el cuerpo de Chinitas. Yo vi llevar el cuer-po, vivo aún, de Daoíz en hombros de cuatropaisanos, y seguido de apiñado gentío. D. Pe-dro Velarde oí que había sido completamentedesnudado por los franceses, y en aquellos ins-

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tantes sus deudos y amigos estaban amortaján-dole para darle sepultura en San Marcos. Losimperiales se ocupaban en encerrar de nuevolas piezas, y retiraban silenciosamente sus heri-dos al interior del parque: por último, vi unapequeña fuerza de caballería polaca, estaciona-da hacia la calle de San Miguel.

Ya estaba cerca de mi casa, cuando un hom-bre cruzó a lo lejos la calle, con tan marcadoademán de locura, que no pude menos de fijaren él mi atención. Era Juan de Dios, y andabacon pie inseguro de aquí para allí como demen-te o borracho, sin sombrero, el pelo en desor-den sobre la cara, las ropas destrozadas y lamano derecha envuelta en un pañuelo man-chado de sangre.

-¡Se la han llevado! -exclamó al verme, agi-tando sus brazos con desesperación.

-¿A quién? -pregunté, adivinando mi nuevadesgracia.

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-¡A Inés!... Se la han llevado los franceses; sehan llevado también a aquel infeliz sacerdote.

La sorpresa y la angustia de tan tremendanueva me dejaron por un instante como sinvida.

-XXIX--Una vez que tomaron el parque -continuó

Juan de Dios-, entraron en esa casa de la esqui-na y en otra de la calle de San Pedro para pren-der a todos los que les habían hecho fuego, ysacaron hasta dos docenas de infelices. ¡Ay,Gabriel, qué consternación! Yo entraba en lataberna para echarme un poco de agua en lamano... porque sabrás que una bala me llevólos dos dedos... entraba en la taberna y vi quesacaban a Inés. La pobrecita lloraba como unniño y volvía la vista a todos lados, sin dudabuscándome con sus ojos. Acerqueme, y

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hablando en francés, rogué al sargento que lasoltase; pero me dieron tan fuerte golpe quecasi perdí el sentido. ¡Si vieras cómo lloraba elpobre ángel, y cómo miraba a todos lados,buscándome sin duda!... Yo me vuelvo loco,Gabriel. El buen eclesiástico subía la escaleracuando lo cogieron, y dicen que llevaba un cu-chillo en la mano. Todos los de la casa estánpresos. Los franceses dijeron que desde allí leshabían tirado una cazuela de agua hirviendo.Gabriel, si no ponen en libertad a Inés, yo memuero, yo me mato, yo les diré a los francesesque me maten.

Al oír esta relación, el vivo dolor arrancó alprincipio ardientes lágrimas a mis ojos; perodespués fue tanta mi indignación, que pro-rrumpí en exclamaciones terribles y recorrí lacalle gritando como un insensato. Aún dudé;subí a mi casa, encontrela desierta; supe de bo-ca de algunos vecinos consternados la verdad,tal como Juan de Dios me la había dicho, y cie-

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go de ira, con el alma llena de presentimientossiniestros, y de inexplicables angustias, marchéhacia el centro de Madrid, sin saber a dónde meencaminaba, y sin que me fuera posible discu-rrir cuál partido sería más conveniente en talescircunstancias. ¿A quién pedir auxilio, si yo ami vez era también injustamente perseguido? Aratos me alentaba la esperanza de que los fran-ceses pusieran en libertad a mis dos amigos. Lainocencia de uno y otro, especialmente de ella,era para mí tan obvia, que sin género de dudahabía de ser reconocida por los invasores.

Juan de Dios me seguía, y lloraba como unamujer.

-Por ahí van diciendo -me indicó- que losprisioneros han sido llevados a la casa de Co-rreos. Vamos allá, Gabriel, y veremos si conse-guimos algo.

Fuimos al instante a la Puerta del Sol, y entodo su recinto no oíamos sino quejas y lamen-

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tos, por el hermano, el padre, el hijo o el amigo,bárbaramente aprisionados sin motivo. Se decíaque en la casa de Correos funcionaba un tribu-nal militar; pero después corrió la voz de quelos individuos de la junta habían hecho un con-venio con Murat, para que todo se arreglara,olvidando el conflicto pasado y perdonándoserespectivamente las imprudencias cometidas.Esto nos alborozó a todos los presentes, aunqueno nos parecía muy tranquilizador ver a la en-trada de las principales calles una pieza de arti-llería con mecha encendida. Dieron las cuatrode la tarde, y no se desvanecía nuestra duda, nide las puertas de la fatal casa de Correos salíaotra gente que algún oficial de órdenes que atoda prisa partía hacia el Retiro o la Montaña.Nuestra ansiedad crecía; profunda zozobrainvadía los ánimos, y todos se dispersaban tra-tando de buscar noticias verídicas en fuentesautorizadas.

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De pronto oigo decir que alguien va por lascalles leyendo un bando. Corremos todos haciala del Arenal, pero no nos es posible enterarnosde lo que leen. Preguntamos y nadie nos res-ponde, porque nadie oye. Retrocedemos pi-diendo informes, y nadie nos los da. Volvemosa mirar la casa de Correos tras cuyas paredesestán los que nos son queridos, y media com-pañía de granaderos con algunos mamelucosdispersan al padre, al hermano, al hijo, alamante, amenazándoles con la muerte. Nosvamos al fin por las calles, cada cual discu-rriendo qué influencias pondrá en juego parasalvar a los suyos.

Juan de Dios y yo nos dirigimos hacia losCaños del Peral, y al poco rato vimos un pe-lotón de franceses que conducían maniatados yen traílla como a salteadores, a dos ancianos y aun joven de buen porte. Después de esta fatídi-ca procesión, vimos hacia la calle de los Tintesotra no menos lúgubre, en que iban una señora

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joven, un sacerdote, dos caballeros y un hom-bre del pueblo en traje como de vendedor deplazuela. La tercera la encontramos en la callede Quebrantapiernas, y se componía de más deveinte personas, pertenecientes a distintas cla-ses de la sociedad. Aquellos infelices iban mu-dos y resignados guardando el odio en sus co-razones, y ya no se oían voces patrióticas en lascalles de la ciudad vencida y aherrojada, por-que los invasores dominábanla toda piedra porpiedra, y no había esquina donde no asomase laboca de un cañón, ni callejuela por la cual nodesfilaran pelotones de fusileros, ni plaza don-de no apareciesen, fúnebremente estacionados,fuertes piquetes de mamelucos, dragones ocaballería polaca.

Repetidas veces vimos que detenían a per-sonas pacíficas y las registraban, llevándoselaspresas por si acertaban a guardar acaso algúnarma, aunque fuera navaja para usos comunes.Yo llevaba en el bolsillo la de Chinitas, y ni aun

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se me ocurrió tirarla, ¡tales eran mi aturdimien-to y abstracción! Pero tuvimos la suerte de queno nos registraran. Últimamente y a medidaque anochecía, apenas encontrábamos gentepor las calles. No íbamos, no, a la ventura poraquellos desiertos lugares, pues yo tenía unproyecto que al fin comuniqué a mi acompa-ñante; pensaba dirigirme a casa de la marquesa,con viva esperanza de conseguir de ella pode-roso auxilio en mi tribulación. Juan de Dios mecontestó que él por su parte había pensado di-rigirse a un amigo que a su vez lo era del Sr.O'farril, individuo de la Junta. Dicho esto, con-vinimos en separarnos, prometiendo acudir denuevo a la Puerta del Sol una hora después.

Fui a casa de la marquesa, y el portero medijo que Su Excelencia había partido dos díasantes para Andalucía. También pregunté porAmaranta; mas tuve el disgusto de saber queSu Excelencia la señora condesa estaba en ca-mino de Andalucía. Desesperado regresé al

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centro de Madrid, elevando mis pensamientosa Dios, como el más eficaz amparador de lainocencia, y traté de penetrar en la casa de Co-rreos. Al poco rato de estar allí procurándoloinútilmente, vi salir a Juan de Dios tan pálido yalterado que temblé adivinando nuevas desdi-chas.

-¿No está? -pregunté-. ¿Los han puesto en li-bertad?

-No -dijo secando el sudor de su frente-. To-dos los presos que estaban aquí han sido entre-gados a los franceses. Se los han llevado alBuen Suceso, al Retiro, no sé a dónde... ¿Perono conoces el bando? Los que sean encontradoscon armas, serán arcabuceados... Los que se jun-ten en grupo de más de ocho personas, seránarcabuceados... Los que hagan daño a un francés,serán arcabuceados... Los que parezcan agentesde Inglaterra, serán arcabuceados.

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-¿Pero dónde está Inés? -exclamé con exalta-ción-. ¿Dónde está? Si esos verdugos son capa-ces de sacrificar a una niña inocente, y a unpobre anciano, la tierra se abrirá para tragárse-los, las piedras se levantarán solas del suelopara volar contra ellos, el cielo se desplomarásobre sus cabezas, se encenderá el aire, y elagua que beban se les tornará veneno; y si estono sucede, es que no hay Dios ni puede haber-lo. Vamos, amigo: hagamos esta buena obra.¿Dice Vd. que están en el Retiro?

-O aquí en el Buen Suceso, o en la Moncloa.Gabriel, yo salvaré a Inés de la muerte, o mepondré delante de los fusiles de esa canallapara que me quiten también la vida. Quieroirme al cielo con ella; si supiera que sus dulcesojos no me habían de mirar más en la tierra,ahora mismo dejaría de existir. Gabriel, todo loque tengo es tuyo si me ayudas a buscarla; quedespués que ella y yo nos juntemos, y nos ca-semos, y nos vayamos al lugar desierto que he

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pensado, para nada necesitamos dinero. Yotengo esperanza; ¿y tú?

-Yo también -respondí, pensando en Dios.

-Pues, hijo, marcha tú al Retiro, que yo en-traré en el Buen Suceso, por la parte del hospi-tal, que allí conozco a uno de los enfermeros.También conozco a dos oficiales franceses.¿Podrán hacer algo por ella? Vamos: las diez.¡Ay! ¿No oíste una descarga?

-Sí, hacia abajo; hacia el Prado: se me hahelado la sangre en las venas. Corre allá. Adiós,y buena suerte. Si no nos encontramos despuésaquí, en mi casa.

Dicho esto, nos separamos a toda prisa, y yocorrí por la Carrera de San Jerónimo. La nocheera oscura, fría y solitaria. En mi camino en-contré tan sólo algunos hombres que corríandespavoridos, y a cada paso lamentos dolorosí-simos llegaban a mis oídos. A lo lejos distinguí

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las pisadas de las patrullas francesas y de ratoen rato un resplandor lejano seguido de es-truendosa detonación. Cómo se presentaba enmi alma atribulada aquel espectáculo en la ne-gra noche, aquellos ruidos pavorosos, no escosa que puedo yo referir, ni palabras de nin-guna lengua alcanzan a manifestar angustia tangrande. Llegaba junto al Espíritu Santo, cuandosentí muy cercana ya una descarga de fusilería.Allá abajo en la esquina del palacio de Medina-celi la rápida luz del fogonazo, había iluminadoun grupo, mejor dicho, un montón de personas,en distintas actitudes colocadas, y con diversostrajes vestidos. Tras de la detonación, oyéronsequejidos de dolor, imprecaciones que se apaga-ban al fin en el silencio de la noche. Despuésalgunas voces hablando en lengua extranjera,dialogaban entre sí; se oían las pisadas de losverdugos, cuya marcha en dirección al fondodel Prado era indicada por los movimientos deunos farolillos de agonizante luz. A cada ratocirculaban pequeños tropeles, con gentes ma-

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niatadas, y hacia el Retiro se percibía resplan-dor muy vivo, como de la hoguera de un vivac.

Acerqueme al palacio de Medinaceli por laparte del Prado, y allí vi algunas personas queacudían a reconocer los infelices últimamentearcabuceados. Reconocilos yo también uno poruno, y observé que pequeña parte de ellos esta-ban vivos, aunque ferozmente heridos; yarrastrábanse estos pidiendo socorro, o clama-ban en voz desgarradora suplicando que se lesrematase. Entre todas aquellas víctimas no hab-ía más que una mujer, que no tenía semejanzacon Inés, ni encontré tampoco sacerdote algu-no. Sin prestar oídos a las voces de socorro, nireparar tampoco en el peligro que cerca de allíse corría, me dirigí hacia el Retiro.

En la puerta que se abría al primer patio medetuvieron los centinelas. Un oficial se acercó ala entrada.

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-Señor -exclamé juntando las manos y expre-sando de la manera más espontánea el vivodolor que me dominaba-, busco a dos personasde mi familia que han sido traídas aquí porequivocación. Son inocentes: Inés no arrojó a lacalle ningún caldero de agua hirviendo, ni elpobre clérigo ha matado a ningún francés. Yo loaseguro, señor oficial, y el que dijese lo contra-rio es un vil mentiroso.

El oficial, que no entendía, hizo un movi-miento para echarme hacia fuera; pero yo, sinreparar en consideraciones de ninguna clase,me arrodillé delante de él, y con fuertes gritosproseguí suplicando de esta manera:

-Señor oficial, ¿será Vd. tan inhumano quemande fusilar a dos personas inofensivas, a unamuchacha de diez y seis años y a un infeliz vie-jo de sesenta! No puede ser. Déjeme Vd. entrar;yo le diré cuáles son, y Vd. les mandará poneren libertad. Los pobrecitos no han hecho nada.Fusílenme a mí, que disparé muchos tiros con-

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tra Vds. en la acción del parque; pero dejen enlibertad a la muchacha y al sacerdote. Yo en-traré, les sacaremos... Mañana, mañana probaréyo, como esta es noche, que son inocentes, y sino resultasen tan inocentes como los ángelesdel cielo, fusíleme Vd. a mí cien veces. Señoroficial, Vd. es bueno, Vd. no puede ser un ver-dugo. Esas cruces que tiene en el pecho lashabrá adquirido honrosamente en las grandesbatallas que dicen ha ganado el ejército de Na-poleón. Un hombre como usted no puede des-honrarse asesinando a mujeres inocentes. Yo nolo creo, aunque me lo digan. Señor oficial, siquieren Vds. vengarse de lo de esta mañanamaten a todos los hombres de Madrid, máten-me a mí también; pero no a Inés. ¿Vd. no tienehermanitas jóvenes y lindas? Si Vd. las vieraamarradas a un palo, a la luz de una linterna,delante de cuatro soldados con los fusiles en lacara, ¿estaría tan sereno como ahora está?Déjeme entrar: yo le diré quiénes son los quebusco, y entre los dos haremos esta buena obra

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que Dios le tendrá en cuenta cuando se muera.El corazón me dice que están aquí... entremos,por Dios y por la Virgen. Vd. está aquí en tierraextranjera, y lejos, muy lejos de los suyos.Cuando recibe cartas de su madre o de sushermanitas, ¿no le rebosa el corazón de alegría,no quiere verlas, no quiere volver allá? Si ledijesen que ahora las estaban poniendo un farolen el pecho para fusilarlas...

El estrépito de otra descarga me hizo enmu-decer, y la voz expiró en mi garganta por faltade aliento. Estuve a punto de caer sin sentido;pero haciendo un heroico esfuerzo, volví a su-plicar al oficial con voz ronca y ademán deses-perado, pretendiendo que me dejase entrar aver si algunos de los recién inmolados eran losque yo buscaba. Sin duda mi ruego, expresadoardientemente y con profundísima verdad,conmovió al joven oficial, más por la angustiade mis ademanes que por el sentido de las pa-labras, extranjeras para él, y apartándose a un

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lado me indicó que entrara. Hícelo rápidamen-te, y recorrí como un insensato el primer patioy el segundo. En este, que era el de la Pelota, nohabía más que franceses; pero en aquel yacíanpor el suelo las víctimas aún palpitantes, y nolejos de ellas las que esperaban la muerte. Vique las ataban codo con codo, obligándolas aponerse de rodillas, unos de espalda, otros defrente. Los más extendían los brazos agitándo-los al mismo tiempo que lanzaban imprecacio-nes y retos a los verdugos; algunos escondíancon horror la cara en el pecho del vecino; otroslloraban; otros pedían la muerte, y vi uno querompiendo con fuertes sacudidas las ligaduras,se abalanzó hacia los granaderos. Ningunafórmula de juicio, ni tampoco preparación espi-ritual, precedían a esta abominación: los grana-deros hacían fuego una o dos veces, y los sacri-ficados se revolvían en charcos de sangre conespantosa agonía.

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Algunos acababan en el acto; pero los máspadecían largo martirio antes de expirar, yhubo muchos que heridos por las balas en lasextremidades y desangrados, sobrevivierondespués de pasar por muertos hasta la mañanadel día 3, en que los mismos franceses, recono-ciendo su mala puntería, les mandaron al hos-pital. Estos casos no fueron raros, y yo sé dedos o tres a quienes cupo la suerte de vivir des-pués de pasar por los horrores de una ejecuciónsangrienta. Un maestro herrero, comprendidoen una de las traíllas del Retiro, dio señales devida al día siguiente, y al borde mismo delhoyo en que se le preparaba sepultura: lo mis-mo aconteció a un tendero de la calle de Carre-tas, y hasta hace poco tiempo ha existido unoque era entonces empleado en la imprenta deSancha, y fue fusilado torpemente dos veces,una en la Soledad, donde se hizo la primeramatanza, después en el patio del Buen Suceso,desde cuyo sitio pudo escapar, arrastrándoseentre cadáveres y regueros de sangre hasta el

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hospital cercano, donde le dieron auxilio. Losfranceses, aunque a quema-ropa, disparabanmal, y algunos de ellos, preciso es confesarlo,con marcada repugnancia, pues sin duda co-nocían el envilecimiento en que habían repenti-namente caído las águilas imperiales.

Casi sin esperar a que se consumara la sen-tencia de los que cayeron ante mí, les examiné atodos. Las linternas, puestas delante de cadagrupo, alumbraban con siniestra luz la escena.Ni entre los inmolados ni entre los que aguar-daban el sacrificio, vi a Inés ni a D. Celestino,aunque a veces me parecía reconocerles encualquier bulto que se movía implorando com-pasión o murmurando una plegaria.

Recuerdo que en aquel examen una manohelada cogió la mía, y al inclinarme vi un hom-bre desconocido que dijo algunas palabras yexpiró. Repetidas veces pisé los pies y las ma-nos de varios desgraciados; pero en trances tanterribles, parece que se extingue todo senti-

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miento compasivo hacia los extraños, y bus-cando con anhelo a los nuestros, somos impasi-bles para las desgracias ajenas.

Algunos franceses me obligaron a alejar deaquel sitio; y por las palabras que oí me juzguéen peligro de ser también comprendido en latraílla pero a mí no me importaba la muerte, nien tal situación hubiera dejado de mirar a unpunto donde creyera distinguir el semblante demis dos amigos, aunque me arcabucearan cienveces. Corrí hacia otro extremo del patio, don-de sonaban lamentos y mucha bulla de gente,cuando un anciano se acercó a mí tomándomepor el brazo.

-¿A quién busca Vd.? -le dije.

-¡Mi hijo, mi único hijo! -me contestó-.¿Dónde está? ¿Eres tú mi hijo? ¿Eres tú miJuan? ¿Te han fusilado? ¿Has salido de aquelmontón de muertos?

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Comprendí por su mirada y por sus pala-bras que aquel hombre estaba loco, y seguí ade-lante. Otro se llegó a mí y preguntome a su vezque a quién buscaba. Contele brevemente lahistoria, y me dijo:

-Los que fueron presos en el barrio de Mara-villas, no han venido aquí ni a la casa de Co-rreos. Están en la Moncloa. Primero los llevarona San Bernardino, y a estas horas... Vamos allá.Yo tengo un salvo-conducto de un oficialfrancés, y podemos salir.

Salimos en efecto, y en el Prado aquel hom-bre corrió desaladamente y le perdí de vista. Yotambién corrí cuanto me era posible, pues misfuerzas, a tan terribles pruebas sometidas portanto tiempo, desfallecían ya. No puedo decirqué calles pasé, porque ni miraba a mi alrede-dor, ni tenía entonces más ojos que los del almapara ver siempre dentro de mí mismo el es-pectáculo de aquella gran tragedia. Sólo sé quecorrí sin cesar; sólo sé que ninguna voz, ningu-

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na queja que sonasen cerca de mí me conmov-ían ni me interesaban; sólo sé que mientras máscorría, mayores eran mi debilidad y extenua-ción, y que al fin, no sé en qué calle, me detuveapoyándome en la pared cercana, porque micuerpo se caía al suelo y no me era posible darun paso más. Limpié el sudor de mi frente; pa-recíame que se había acabado el aire y que elsuelo se marchaba también bajo mis pies, quelas casas se hundían sobre mi cabeza. Recuerdohaber hecho esfuerzos para seguir; pero no mefue posible, y por un espacio de tiempo que nopuedo apreciar, sólo tinieblas me rodearon,acompañadas de absoluto silencio.

-XXX-Durante mi desvanecimiento, hijo de la ex-

tenuación, traje a la memoria las arboledas deAranjuez, con sus millares de pájaros charlata-nes, aquellas tardes sonrosadas, aquellos pase-

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os por los bordes del Jarama y el espectáculo dela unión de este con el Tajo. Me acordé de lacasa del cura y parecíame ver la parra del patioy los tiestos de la huerta, y oír los chillidos de latía Gila, riñendo formalmente con las gallinasporque sin su permiso se habían salido del co-rral. Se me representaba el sonido de las cam-panas de la iglesia, tocadas por los cuatro mu-chachos o por el ingrato padre. La imagen deInés completaba todas estas imágenes, y en midelirio no me parecía que estaba la desgraciadamuchacha junto a mí ni tampoco delante, sinodentro de mi propia persona, como formandoparte del ser a quien reconocía como yo mismo.Nada estorbaba nuestra felicidad, ni nos cuidá-bamos de lo porvenir, porque abandonada a supropio ímpetu la corriente de nuestras almas,se habían juntado al fin Tajo y Jarama, y mez-cladas ambas corrientes cristalinas, cavaban enel ancho cauce de una sola y fácil existencia.

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Sacome de aquel estado soñoliento un fuertegolpe que me dieron en el cuerpo, y no tardé enverme rodeado de algunas personas, una de lascuales dijo examinándome de cerca: «Está bo-rracho».

Creí reconocer la voz del licenciado Lobo,aunque a decir verdad, aún hoy no puedo ase-gurar que fuera él quien tal cosa dijo. Lo que síafirmo es que uno de los que me miraban eraJuan de Dios.

-¡Eres tú, Gabriel! -me dijo-. ¿Cómo estás porlos suelos? Bonito modo de buscar a la mucha-cha. No está en el Retiro, ni en el Buen Suceso.El señor licenciado me ayuda en mis pesquisas,y estamos seguros de encontrarla, y aun desalvarla.

Estas palabras las oí confusamente, y des-pués me quedé solo, o mejor dicho, acompaña-do de algunos chicuelos que me empujaban deacá para allá jugando conmigo. No tardé en

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recobrar con el completo uso de mis facultades,la idea perfecta de la terrible situación, sóloolvidada durante un rato de marasmo físico yde turbación mental. Oí distintamente las dosen un reloj cercano, y observé el sitio en que meencontraba, el cual no era otro que la plazueladel Barranco, inmediata a los Caños del Peral.Contemplar mental y retrospectivamente cuan-to había pasado, medir con el pensamiento ladistancia que me separaba de la Montaña ycorrer hacia allá todo pasó en el mismo instan-te. Sentíame ágil; la desesperación aligerabatanto mis pasos, que en poco tiempo llegué alfin de mi viaje; y en la portalada que daba a lahuerta del Príncipe Pío vi tanta gente curiosaque era difícil acercarse. Yo lo hice a pesar delos obstáculos, y habría sido preciso matarmepara hacerme retroceder. Las mujeres allí re-unidas daban cuenta de los desgraciados quehabían visto penetrar para no salir más. Desdeluego quise introducirme, e intenté conmover alos centinelas con ruegos, con llantos, con razo-

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nes, hasta con amenazas. Pero mis esfuerzoseran inútiles y cuanto más clamaba, más enér-gicamente me impelían hacia fuera. Después deforcejear un rato, la desesperación y la rabia mesugirieron estas palabras que dirigí al centinela.

-Déjeme entrar. Vengo a que me fusilen.

El centinela me miró con lástima, y aparto-me con la culata de su fusil.

-¡Tienes lástima de mí -continué- y no la tie-nes de los que busco! No, no tengas lástima. Yoquiero entrar. Quiero ser arcabuceado con ellos.

Fui nuevamente rechazado: pero de tal mo-do me dominaba el deseo de entrar, y tan terri-blemente pesaba sobre mi espíritu aquellahorrorosa incertidumbre, que la vida me pa-recía precio mezquino para comprar el ingresode la funesta puerta, tras la cual agonizaban ose disponían a la muerte mis dos amigos.

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Desde fuera escuchaba un sordo murmullo,concierto lúgubre a mi parecer, de plegariasdolorosas y de violentas imprecaciones. Yo tanpronto me apartaba de la puerta como volvía aella, a suplicar de nuevo, y la angustia me su-gería razones incontestables para cualquiera,menos para los franceses. A veces golpeaba lapared con mi cabeza, a veces clavábame lasuñas en mi propio cuerpo hasta hacerme san-gre; medía con la vista la altura de la tapia, as-pirando a franquearla de un vuelo; iba y veníasin cesar insultando a los afligidos circunstan-tes y miraba el negro cielo, por entre cuyos tur-bios y apelmazados celajes creía distinguirdanzando en veloz carrera una turba de mofa-dores demonios.

Volvía a suplicar al centinela, diciéndole:

-¿Por qué no me fusiláis? ¿Por qué no entro,para que me maten con mis amigos? ¡Ah! ¡Ase-sinos de Madrid! ¿Sabéis para qué quiero yo avuestro Emperador? Para esto.

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Y escupía con rabia a los pies de los solda-dos, que sin duda me tenían por loco. Luego,concibiendo una idea que me parecía salvado-ra, registré ávidamente mis bolsillos como si enellos encerrase un tesoro, y sacando la navajade Chinitas que aún conservaba, exclamé confebril alegría:

-¡Ah! ¿No veis lo que tengo aquí? Una nava-ja, un cuchillo aún manchado de sangre. Con élhe matado muchos franceses, y mataría almismo Napoleón I. ¿No prendéis a todo el quelleva armas? Pues aquí estoy. Torpes; habéiscogido a tantos inocentes y a mí me dejáis suel-to por las calles... ¿No me andabais buscando?Pues aquí estoy. Ved, ved el cuchillo; aún goteasangre.

Tan convincentes razones me valieron el seraprehendido; y al fin penetré en la huerta.Apenas había dado algunos pasos hacia laspersonas que confusamente distinguía delantede mí, cuando un vivo gozo inundó mi alma.

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Inés y D. Celestino estaban allí, ¡pero de quémanera! En el momento de mi entrada a amboslos ataban, como eslabones de la cadena huma-na que iba a ser entregada al suplicio. Me arrojéen sus brazos, y por un momento, estrechadoscon inmenso amor, los tres no fuimos más queuno solo. Inés empezó después a llorar amar-gamente; mas el clérigo conservaba su sem-blante sereno.

-Desde que le has visto, Inés, has perdido laserenidad -dijo gravemente-. Ya no estamos enla tierra. Dios aguarda a sus queridos mártires,y la palma que merecemos nos obliga a recha-zar todo sentimiento que sea de este mundo.

-¡Inés! -exclamé con el dolor más vivo que hesentido en toda mi vida-. ¡Inés! Después deverte en esta situación, ¿qué puedo hacer sinomorir?

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Y luego volviéndome a los franceses ebriode coraje, y sintiéndome con un valor inmenso,extraordinario, sobrehumano, exclamé:

-Canallas, cobardes verdugos, ¿creéis quetengo miedo a la muerte? Haced fuego de unavez y acabad con nosotros.

Mi furor no irritaba a los franceses, quehacían los preparativos del sacrificio con frial-dad horripilante. Lleváronme a presencia deuno, el cual después de decirme algunas pala-bras, me envió ante otro que al fin decidió demi suerte. Al poco rato me vi puesto en filajunto al clérigo, cuya mano estrechó la mía.

-¿Cuándo te cogieron? ¿Te encontraron al-guna arma, desgraciado? -me dijo-. Pero no esesta ocasión de mostrar odio, sino resignación.Vamos a entrar en nueva y más gloriosa vida.Dios ha querido que nuestra existencia acabe eneste día, y nos ha dado el laurel de mártires porla patria, que todos no tienen la dicha de alcan-

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zar. Gabriel, eleva tu mente al cielo. Tú estáslibre de todo pecado, y yo te absuelvo. Hijomío, este trance es terrible; pero tras él viene labienaventuranza eterna. Sigue el ejemplo deInés. Y tú, hija mía, la más inocente de todas lasvíctimas inmoladas en este día, implora pornosotros, si como creo llegas la primera al gocede la eterna dicha.

Pero yo no atendía a las razones de mi ami-go, sino que me empeñaba en hablar con Inés,en distraerla de su devoto recogimiento, enpretender que dirigiera a mí las palabras que aDios sin duda dirigía, en obligarla a alzar losojos y mirarme, pues sin esto, yo me sentía in-capaz de contrición.

Un oficial francés nos pasó una especie derevista, examinándonos uno a uno.

-¿Para qué prolongáis nuestro martirio?-exclamé sin poderme contener al ver sobre míla impertinente mirada del francés-. Todos so-

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mos españoles; todos hemos luchado contravosotros; por cada vida que ahoguéis en san-gre, renacerán otras mil que al fin acabarán convosotros, y ninguno de los que estáis aquí verála casa en que nació.

-Gabriel, modérate y perdónalos como lesperdono yo -me dijo el cura-. ¿Qué te importaesa gente? ¿Para qué les afeas su pasado, si har-to lo verán en el turbio espejo de su conciencia?¿Qué importa morir? Hijo mío, destruiránnuestros cuerpos, pero no nuestra alma inmor-tal, que Dios ha de recibir en su seno. Perdóna-los; haz lo que yo, que pienso pedir a Dios porlos enemigos del príncipe de la Paz, mi amigo yhasta pariente; por Santurrias, por el licenciadoLobo, por los tíos de Inesilla, y hasta por losfranceses que nos quieren quitar nuestra patria.Mi conciencia está más serena que ese cielo quetenemos sobre nuestras cabezas y por cuyo le-jano horizonte aparece ya la aurora del nuevodía. Lo mismo están nuestras almas, Gabriel, y

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en ellas despuntan ya los primeros resplando-res del día sin fin.

-Ya amanece -dije mirando a Oriente-. Inés:no bajes los ojos, por Dios, y mírame; estréchatemás contra nosotros.

-Procura serenar tu conciencia, hijo mío-continuó el clérigo-. La mía está serena. No, nohe manchado mis manos con sangre porquesoy sacerdote; me encontraron con un cuchillo,pero no era mío. Yo cumplí mi deber, que eraarengar a aquellos valientes, y si ahora me sol-taran acudiría de pueblo en pueblo repitiendoaquello de Dulce et decorum est del gran latino.Únicamente me arrepiento de no haber adver-tido a tiempo al señor Príncipe. ¡Ah!, si élhubiera puesto en la cárcel a aquellos perdi-dos... tal vez no habría caído, tal vez no habríasido rey Fernando VII, tal vez no habrían veni-do los franceses... tal vez... Pero Dios lo ha que-rido así... Verdad es que si yo hubiera vencidola cortedad de mi genio... si yo hubiera preve-

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nido a Su Alteza, que me quería tanto... ¡Ah!, nonos ocupemos ya más que de morir y perdonar.¡Ah, Gabriel! Haz lo que yo, y verás con cuántatranquilidad recibes la muerte.¿Ves a Inés? ¿Noparece su cara la de un ángel celeste? ¿No la vescómo está tranquila en su recogimiento, y dig-na y circunspecta sin afectación; no la ves cómomira a los franceses sin odio, y suspira dulce-mente, animándonos con su mirada!

-¡Inés! -exclamé yo sin poder adquirir nuncala serenidad que D. Celestino me pedía-. Tú nodebes morir, tú no morirás. Señor oficial, fusi-ladnos a todos, fusilad al mundo entero, peroponed en libertad a esta infeliz muchacha quenada ha hecho. Así como digo y repito, y juroque he matado yo más de cincuenta franceses,digo y repito, y juro que Inés no arrojó a la calleningún caldero de agua hirviendo, como handicho.

El francés miró a Inés, y viéndola tan humil-de, tan resignada, tan bella, tan dulcemente

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triste en su disposición para la muerte, no pudomenos de mostrarse algo compasivo. D. Celes-tino viendo aquella inclinación favorable, seechó a llorar y dijo también: «todos nosotroshemos pecado; pero Inés es inocente».

Las lágrimas del anciano produjeron en mítrastorno tan vivo, que de improviso a la tiran-tez colérica de mi irritado ánimo sucedió unacomo tranquila aunque penosísima expansión,un reblandecimiento, si así puede decirse, demi endurecido dolor.

-Inés es inocente -exclamé de nuevo-. ¿Noven ustedes su semblante, señores oficiales?¡Ah!, ustedes son unos caballeros muy decentesy muy honrados, y no pueden cometer la vi-llanía de asesinar a esta niña.

-Nosotros no valemos para nada -dijo elclérigo con voz balbuciente-. Mátennos en buenhora, porque somos hombres y el que más y elque menos... Pero ella... señores militares... Me

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parece que son ustedes unas personas muyfinas... pues... ¡Ah! Inés es inocente. No tienenVds. conciencia; ¿no tienen en su corazón unavoz que les dice que esa jovencita es inocente?

El oficial pareció más inclinado a la compa-sión, pareció hasta conmovido. Acercándose,miró a Inés con interés.

Mas la muchacha se abrazó a nosotros en elmomento en que los granaderos formaron lahorrenda fila. Yo miraba todo aquello con ojosabsortos y sentíame nuevamente aletargado,con algo como enajenación o delirio en mi ca-beza. Vi que se acercó otro oficial con una lin-terna, seguido de dos hombres, uno de los cua-les nos examinó ansiosamente, y al llegar aInés, parose y dijo: «Esta».

Era Juan de Dios, acompañado del licencia-do Lobo y de aquel mismo oficial francés quevarias veces le visitó en nuestra tienda. Lo queentonces pasó se me representa siempre en

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formas vagas como las que pasea la mentirosafiebre ante nuestros ojos cuando estamos en-fermos.

El oficial recienvenido y el que antes noscustodiaba hablaron un instante con precipita-ción. El segundo dirigiose en seguida a desatara Inés para entregarla a su amigo. ¡Momentoinexplicable! Inés no quería separarse de noso-tros, y abrazándonos, se aferraba a la muertecon sus manos ya libres. Un violento, un irresis-tible egoísmo que hundía sus poderosas raíceshasta lo más profundo de mi ser, se apoderó demí. No sé qué íntima fuerza desarrollada desúbito me permitió romper la ligadura de unbrazo y pude asir fuertemente a Inés, mientrascon angustiosa impaciencia miraba los fusilesdel pelotón de granaderos.

Instante terrible cuyo recuerdo hiela la san-gre en las venas y paraliza el corazón, simulan-do la muerte. Aunque la muchacha queríacompartir nuestra suerte, la tardía compasión

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de nuestros asesinos nos la quitaba. Ella, duran-te la breve lucha, dijo algo que he olvidado. Yotambién pronuncié palabras de que hoy nopuedo darme cuenta. Pero nos la quitaron: re-cuerdo la extraña sensación que experimenté alperder el calor de sus manos y de su cara. Yoestaba como loco. Pero la vi claramente cuandose la llevaron, cuando desapareció de entre lasfilas, arrastrada, sostenida, cargada por Juan deDios.

Y al ver esto sentí un estruendo horroroso,después un zumbido dentro de la cabeza y unhervidero en todo el cuerpo; después un calorintenso, seguido de penetrante frío; despuésuna sensación inexplicable, como si algo rozarapor toda mi epidermis; después un vapordentro del pecho, que subía invadiendo mi ca-beza; después una debilidad incomprensibleque me hacía el efecto de quedarme sin piernas;después una palpitación vivísima en el corazón;después un súbito detenimiento en el latido de

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esta víscera; después la pérdida de toda sensa-ción en el cuerpo, y en el busto, y en el cuello, yen la boca; después la inconsciencia de tenercabeza, la absoluta reconcentración de todo yoen mi pensamiento; después unas como ondu-laciones concéntricas en mi cerebro, parecidas alas que forma una piedra cayendo al mar; des-pués un chisporroteo colosal que difundía porespacios mayores que cielo y tierra juntos laimagen de Inés en doscientos mil millones deluces; después oscuridad profunda, misterio-samente asociada a un agudísimo dolor en lassienes; después un vago reposo, una extinciónrápida, un olvido creciente e invasor, y porúltimo nada, absolutamente nada.

Madrid.-Julio de 1873.

FIN DE EL 19 DE MARZO Y EL 2 DE MAYO