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1 EN TIEMPOS DE SOLEDAD Cien años de soledad y el destierro de la esperanza Sergio Quitián Zárate 1 En cualquier lugar que estuvieran, recordarán siempre que el pasado era mentira, que la memoria no tenía caminos de regreso, que toda primavera antigua era irrecuperable, y que el amor más desatinado y tenaz era de todos modos una verdad efímera Gabriel García Márquez Cien años de soledad El coronel Aureliano Buendía entendió, que la vejez, no es más que un pacto honrado con la soledad Gabriel García Márquez Cien años de soledad Quizá los dos epígrafes precedentes pueden enunciar y resumir tanto los propósitos como los alcances de este texto. Los límites de la interpretación se enmarcarán en los perímetros delimitados de estos dos fragmentos. Con ello, afianzamos la seguridad de que sólo de esta manera, atisbando al sentido de pasajes cruciales o de desentrañada certeza, es posible hacer un acercamiento inicial a Cien años de soledad. Las demás empresas hermenéuticas, que exploren las relaciones entre la novela y el contexto literario latinoamericano, que busquen hallar en la narrativa de García Márquez la más pura expresión de una identidad nacional, que ahonden en el vínculo estilístico entre registro oral y objetividad expresiva, o que tan sólo se detengan en sublimar y ennoblecer a Macondo como la representación paradigmática de una nueva forma de comprender y asumir el mundo, son inventivas necesariamente posteriores. El problema del sentido que trae consigo la obra y de las temáticas que la atraviesan, se nos presentan como la principal 1 Estudiante en la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Santo Tomás. Participante en la cátedra Literatura colombiana de VII semestre.

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EN TIEMPOS DE SOLEDAD

Cien años de soledad y el destierro de la esperanza

Sergio Quitián Zárate1

En cualquier lugar que estuvieran, recordarán

siempre que el pasado era mentira, que la memoria no

tenía caminos de regreso, que toda primavera antigua

era irrecuperable, y que el amor más desatinado y

tenaz era de todos modos una verdad efímera

Gabriel García Márquez

Cien años de soledad

El coronel Aureliano Buendía entendió, que la

vejez, no es más que un pacto honrado con la soledad

Gabriel García Márquez

Cien años de soledad

Quizá los dos epígrafes precedentes pueden enunciar y resumir tanto los propósitos

como los alcances de este texto. Los límites de la interpretación se enmarcarán en los

perímetros delimitados de estos dos fragmentos. Con ello, afianzamos la seguridad de que

sólo de esta manera, atisbando al sentido de pasajes cruciales o de desentrañada certeza, es

posible hacer un acercamiento inicial a Cien años de soledad. Las demás empresas

hermenéuticas, que exploren las relaciones entre la novela y el contexto literario

latinoamericano, que busquen hallar en la narrativa de García Márquez la más pura

expresión de una identidad nacional, que ahonden en el vínculo estilístico entre registro

oral y objetividad expresiva, o que tan sólo se detengan en sublimar y ennoblecer a

Macondo como la representación paradigmática de una nueva forma de comprender y

asumir el mundo, son inventivas necesariamente posteriores. El problema del sentido que

trae consigo la obra y de las temáticas que la atraviesan, se nos presentan como la principal

1 Estudiante en la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Santo Tomás. Participante en la cátedra

Literatura colombiana de VII semestre.

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preocupación y la única puerta para si quiera pretender acceder al realismo mágico y a las

implicaciones estéticas que este resguarda.

De este modo, la soledad como leitmotiv ha de explorarse desde diferentes perspectivas

que en la obra se ven alimentadas de un toque nostálgico y desencantado. Cada uno de los

enfoques estará determinado por particulares episodios presentes en el relato, además de

encontrar en su expresión la conformación de una visión melancólica de la vida y una

tendencia progresiva a asumir la existencia dentro de los límites de la carencia y el olvido.

I: Soledad y amor

Los avatares amorosos que experimentan las consecutivas generaciones de los Buendía

se encuentran condicionadas por un eventual fracaso, o al menos la natural tendencia a

sucumbir ante los deseos y las expectativas. Quizá la única “excepción” la encontremos en

la relación pletórica entre Úrsula Iguarán y José Arcadio Buendía, que si bien es cierto

permaneció como la imagen representativa de la familia unida y del amor incondicionado,

hubo también de enfrentarse a la soledad que trae consigo la locura y la muerte. Cada

personaje de la estirpe, y algunos adyacentes como Pilar Ternera, Petra Cotes, Pietro

Crespi, Gerinerlo Márquez o Mauricio Babilonia, aunque seducidos por el amor y los

impulsos carnales, desfallecieron ante la inextricable presencia de la soledad y el arrojo

desmedido a la pasión o al idilio. Parece que la condena de los Buendía a la eterna soledad

en sus vidas, no se encuentra determinada por la voluntad propia en sus decisiones, sino

por un hado desdeñoso que encuentra en la existencia humana sólo destierro y aislamiento.

La imagen de José Arcado Buendía, bajo la sombra de un árbol solitario, ilustra el

destino fatídico del amor. A pesar de haber convivido innumerables años con una esposa

ejemplar, sus propias determinaciones anímicas, su espíritu aventurero y su eventual

desencanto de la vida, lo llevan a optar por la infinita soledad y la presunción airosa de

convivir con la muerte. Del mismo modo, Úrsula se abandona a sí misma y opta por

atender a su familia, reconociendo en dicha labor de servidumbre, la radicalización de su

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indeleble retraimiento y la nostalgia de un pasado más próspero en cuanto a compañía se

refiere.

El erotismo, perfectamente reconocible en Cien años de soledad, mantiene el frío

espesor de una melancolía inherente al amor. Valga recordar los amoríos lúgubres del

Coronel Aureliano Buendía, o de su hermano José Arcadio, o incluso la predestinación

solitaria de Amaranta, para corroborar que, a pesar de las grandes promesas sentimentales,

o del confesado placer de vivir en pareja, los personajes tienden a quedarse sólo con sus

recuerdos y reprimir la ansiada inspiración de la compañía retornando a la gran casa de sus

pesares infantiles. Toda escena de amor es tan efímera y sutil que apenas dura la

enunciación antes de que el advenimiento fatídico de un retraimiento los vuelva a

reconocer en un aislado rincón de sus pensamientos. Los episodios sexuales, o las

apasionadas visitas, si quiera una mirada lejana entre amantes misteriosos, bastan para

nutrir las esperanzas de una compañía futura. Todas estas románticas manifestaciones de

una soledad inaceptada derivan en el fracaso al ser contrastadas con el mundo. Tal es el

caso de la curiosa relación entre Pietro Crespi y Rebeca, que aún solventado las ataduras

sociales que los separaban, su amor hubo de hundirse en el olvido ante las determinaciones

internas de la familia Buendía condenada a cien años de soledad.

El coronel Aureliano Buendía es el ejemplo paradigmático de dicha condena. Desde su

niñez se apercibía misántropo y aislado, ensimismado en sus pensamientos y su curiosidad

inusitada. La existencia de la infanta Remedios, además del esporádico episodio de

participar de la prostitución o de compartir la mujer con su hermano, devela la

predisposición a convivir consigo mismo, con sus esperanzas deslegitimadas. Cuando

creyó hallar el amor, y sus ojos se tornaron cálidos y simpáticos, la vida lo contrahízo. La

muerte repentina de Remedios lo condenó a las armas y a la depresiva y lóbrega sensación

de permanecer soñando con un amor perecedero. Ya desde los ocasionales encuentros con

Pilar Ternera su desencanto no lo saciaba el erotismo de las pasiones libidinales «Ansioso

de soledad, mordido por un virulento rencor contra el mundo, una noche abandonó la cama

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como de costumbre, pero no fue a casa de Pilar Ternera, sino a confundirse con el tumulto

de la feria» (García Márquez, 2007, p. 43).

Si no era la muerte el evento fundamental que develara el fracaso del amor, eran las

fortuitas circunstancias sociales o morales las que intermediaban para sujetar a los

personajes a su misma naturaleza melancólicamente determinada desde la niñez.

Remedios, la bella, es la representación pura del amor en Cien años de soledad,

inalcanzable por ninguno de sus pretendientes, aún para los más nobles y agraciados, pues

ella no fue más que una niña austera e inconquistable que embelesaba los corazones de los

demandantes y los hacía enfrentar al destino cruel del desengaño. Remedios, la bella, era

un ser místico que aturdía los sentimientos e irremediablemente se concebía en la

jovialidad y la pureza de su espíritu. Todo amor terrenal sería entonces una perversión de

sus encantos y por ende una contradicción con su naturaleza superior.

El amor se materializa entonces en la ilusión pura y no encuentra vías para sanar la

soledad existencial. Aún con las más animosas campañas afectivas, de Pietro Crespi,

Mauricio Babilonia, Gastón, etc., los Buendía sólo podían habitar con su solitario espíritu.

El amor es entonces un aliciente, una técnica para aclimatarse en la existencia, pero los

éxitos que promete se reducen a ilusiones profanas y tristes desesperanzas. Los cien años

de la soledad de los Buendía dejan el rastro de una época de penuria a la que Macondo

responde como el escenario paradisíaco del sufrimiento.

II: Soledad y dolor

La necesaria convivencia con la soledad no puede más que comprometer el

afianzamiento de un sufrimiento autofundado. El dolor, la desesperanza, las crudas

contrariedades del mundo y la eventual irrupción del desengaño, acompañan la experiencia

de la soledad. La felicidad parece un sueño literario que se encumbra en las abstracciones

de la ilusión y el amor. Todo Buendía sufre, ora por amor, ora por encontrar sus

aspiraciones desperdigadas en fragmentos de alucinaciones. El coronel Aureliano Buendía

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soportó el dolor de su sufrimiento en las descomunales empresas armamentistas, y luego

en el cándido trabajo con el oro en su casa de desilusiones. Todos los personajes

necesitaban mantenerse ocupados para no perderse en los pensamientos de frustración, de

tal modo que, experimentar la muerte anticipadamente manifiesta la necesaria entrega al

desconsuelo de vivir.

La crudeza de la guerra, y la misteriosa ensoñación de la masacre acaecida a propósito

de la intervención capitalista extranjera en Macondo, revelan que no sólo el sufrimiento

está condicionado por los destinos crueles de los personajes, sino que la época de penuria

que describíamos se mantiene como el discurso de la Modernidad que filtra en el

aislamiento de un pueblo desconocido. La crónica de la familia se puede corresponder a

una especie de crónica global de Macondo, donde las desventuras de los primeros, se

entretejen con las crisis masivas del pueblo que fundaron sus tristes esperanzas. La soledad

acompaña la errancia del camino, auspiciada por el eterno dolor de existir sin el

fundamento fantástico de la felicidad o del amor. Precisamente la partida de Úrsula

Iguarán y de José Arcadio Buendía de sus territorios guajiros representa el viaje hacia la

desesperanza. Con los sueños enamorados de un futuro prometedor, hallan un terreno

inhóspito pero habitable para sus elucubraciones nostálgicas. Macondo se funda como la

materialización de extasiados deseos de sustraerse de la violencia y de los remordimientos.

En esta medida, la memoria concentra un cúmulo de pesares que hacen ostensible una vida

de sufrimiento. ¿Cómo puede olvidar José Arcadio Buendía el siniestro episodio con

Prudencio Aguilar? La huida hacia un Macondo idealizado se ajusta perfectamente a la

tesis de que la errancia acompaña al sentimiento de soledad. Cuando dicho apartamiento,

que no es más que la radical necesidad de comprenderse solo y sin fundamento, se ve

vulnerado por la publicidad y la expansión de las fronteras, donde la inmigración y el

comercio llevan la bandera del progreso, no se puede esperar más que respuestas de

oprobio ante la desesperanza amenazada. Los habitantes de Macondo no necesitaban que

llegase la Modernidad con sus inventos y sus ardides, el propio ánimo exploratorio de José

Arcadio había fracasado y sancionado a Macondo al apartamiento total, pero el ferrocarril,

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el telégrafo, las empresas de ampliación, etc., desestimaron el valor del sufrimiento de una

existencia simple por la complejidad de administrar bienes y propender por la justicia.

De este modo, la Modernidad empaña el dolor y concibe superflua la soledad. Ya no

hay días silenciosos en Macondo hasta que las inventivas de Mr. Herbert son desterradas

por las destrucciones de la violencia. Las modificaciones climáticas, los variantes ciclos de

cosechas, el mismo desplazamiento del río, son muestras de una gran construcción

industrial que transformó la pasividad de Macondo y lo condenó a la felicidad «En

Macondo no ha pasado nada, ni está pasando ni pasará nunca. Este es un pueblo feliz» (p.

261). De los grandes relatos que irrumpieron al pueblo pletórico y lo vivificaron con los

aires del progreso, pasamos, de nuevo, a la sombría entrega a la soledad que los Buendía y

Macondo hubieron de experimentar. Ya lo vaticinaban las admirables meditaciones de

Melquíades que sólo Aureliano descifraría: la inherente presencia de la soledad en la

genealogía de los pesares familiares.

No cabe duda que quien más enfrentó la soledad como sufrimiento fue la triste

Amaranta, su espíritu desmayado y nostálgico de amor la hizo vivenciar la muerte aún

desde su fastuosa juventud. El recuerdo de Rebeca la hizo hallarse baja y abyecta,

asumiendo el descaro de su existencia con el estoicismo de un amor innominado. Su

medio-hermana era la amenaza de sus días y la esperanza de morir en paz, pero con ello,

no dejó de ver el camino del tiempo como la presencia de una opaca luz que ensombrecía

toda muestra de alegría

Siempre, a toda hora dormida y despierta, en los instantes más sublimes y en los

más abyectos, Amaranta pensaba en Rebeca, porque la soledad le había seleccionado

los recuerdos, y había incinerado los entorpece dores montones de basura nostálgica

que la vida había acumulado en su corazón, y había purificado, magnificado y

eternizado los otros, los más amargos. (p. 253)

El olvido y la muerte son los resultados de la desencadenante dinámica entre la soledad

y el sufrimiento, y más allá de los límites de la memoria no se encuentra sustento ulterior

para una existencia pesada y determinada por el dolor.

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III: Soledad y muerte

El pasado es un fantasma que aliviana la soledad. El presente es una extraña sensación

de vacío y desolación. El futuro es una empresa apodíctica que condena a los macondianos

a la muerte. Reconocer la muerte es asumir la existencia. Por tal razón, es común hallar en

los Buendía esa sincera anticipación al fallecimiento y a la expiración, tanto de sus sueños

como de su respiración. La muerte los puede alcanzar en cualquier momento, pues más

parece su hermana que su enemiga. Es el caso en que los funerales parecían más bien la

consumación necesaria de un proceso preconcebido, que una extraña eventualidad que

sorprendiese por repentina.

La muerte silenciosa de José Arcadio Buendía, de su esposa ciega y decrépita, de su hijo

militar bajo un árbol que le servía de baño, o de su otro hijo desventurado tras el disparo de

una amante desconsolada, son las manifestaciones de una muerte agazapada que, en la

exasperación de la soledad, decide consumarla con el olvido de la vida. Muerte y olvido

son las consecuencias de una soledad encarnada en el espíritu de los Buendía «Se sintió

olvidado, no con el olvido remediable del corazón, sino con otro olvido más cruel e

irrevocable que él conocía muy bien, porque era el olvido de la muerte» (p. 62).

Melquíades volvió de la muerte más solitario que nunca, y la profunda conciencia de su

retraimiento le permitió asumirse como familiar de la inexistencia y augurar los pesares de

los Buendía. La muerte lo hizo libre de sus prejuicios y le permitió entrever el destino

fatídico de una orfandad melancólica. No es vano que en la reconquista de los recuerdos,

luego de la epidemia de insomnio, sólo haya podido llegar por medio de un ser vuelto de la

muerte.

Si en nuestra lectura se halla una marcada inclinación existencialista, o si propendemos

a asumir los elementos narrativos como la revelación de una compresión melancólica de la

vida, dispénsesenos de la animosa interpretación, pues no encontramos otro rasgo

distintivo en el relato que la total carencia de compañía en la existencia de los personajes

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particulares y el absoluto destierro y aislamiento de un pueblo naciente fundado en la

errancia.

El pasado y el recuerdo, entonces, han sido rescatados pero no por ello salvados del

inevitable curso a la omisión y el olvido. Cada instante se esfuma en tanto que representa

la vida en soledad, y quien puede rememorar nostálgicamente una vida pasada, no hace

más que destrozar el tiempo consumado que delata su determinación ruin y solitaria,

desesperanzada, lúgubre y sórdida «Era lo último que iba quedando de un pasado cuyo

aniquilamiento no se consumaba, porque seguía aniquilándose indefinidamente,

consumiéndose dentro de sí mismo, acabándose a cada minuto pero sin acabar de acabarse

jamás» (pág. 456).

IV: Soledad y compañía

Volvemos a los epígrafes de los cuales nunca salimos. En Cien años de soledad

respiramos la melancolía de un Macondo que nos invade. El suspendido juicio de la

memoria concibe la realidad como una espuma volátil que se escapa a la objetivación. El

olvido es nuestra más pura inclinación, digamos que el estigma de una existencia sin Dios.

Macondo nunca precisó ni se concibió como un pueblo confesadamente religioso, sino que

los fundamentos de su constitución fueron el tiempo y el olvido. La soledad de la

existencia propendía por asumir los valores culturales como manifestaciones de una

realidad mágica, tras la muerte de Dios. El mismo José Arcadio Buendía representa aquella

idea emancipadora, y el realismo mágico de la narración alimenta la necesidad de

encontrar efímera la verdad y reparar en la insustancialidad del mundo. Los valores más

nobles sucumben ante el tiempo, sólo la memoria puede salvarlos, aunque con el vestigio

de una melancólica remembranza.

El manuscrito de Melquíades representa la salida del misterio y el reconocimiento de la

soledad. De forma análoga a un Edipo que se descubre y sale de una paródica escena de

obcecación, los Buendía, bajo la figura del último Arcadio, hallan en el cultivo de la

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introspección su naturaleza aciaga. La condena se consuma y la idea animosa de la

compañía termina por fin de soñarse. Ya nada se puede esperar, salvo la muerte y sus

desaires.

Todo el camino anterior reconoce este curso. La soledad nos es propia y tolerarla

permite vivir en el tiempo. De ahí que la errancia no sea una desgracia cruel, sino más

bien, un a priori de la existencia de un pueblo sin Dios ni fundamento. Sólo el realismo

mágico de la narración y de la constitución misma de Macondo infunde un hálito de

expectativa ante la pesadumbre de la vida. El melancólico devenir de Macondo, desde su

origen, evolución, apogeo y decadencia delatan la fantasía de la existencia que embellece

el mundo ruin. Experimentar a Macondo implica, entonces, no sólo reconocer nuestras

determinaciones anímicas y existenciales, sino también acercarnos a la posibilidad de

soportar la soledad y la desesperanza que implica una realidad demasiado abstrusa para las

nobles ideas que nos hemos creado. El realismo mágico es un existencialismo.

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Bibliografía

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por el autor y ampliada con prólogos y estudios críticos]. Madrid: Real Academia de

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Cultural Cincel

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