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ENSAYOS Y NOTAS ¿POR QUE ESTUDIAR HISTORIA DE HISPANOAMERICA}* M aría del C armen V elázquez El Colegio de México La vieja amistad que me une al Presidente de este Colegio de Michoacán, el Profesor Luis González, me ha permitido escoger, para esta charla con ustedes, un tema que, en otras circunstancias, parecería impertinente; pues esta noche voy a referirme a la importancia que creo tiene, para los que se dedican a la historia de esta antigua pro- vincia, interesarse por la de Hispanoamérica. Sé bien que el propósito de los integrantes de este centro es cavar hon- do, esto es, reconstruir hasta donde los materiales lo per- mitan el pasado de este antiguo reino purépecha, conver- tido en provincia virreinal y por último en estado republi- cano, y que los afanes de los que lo integran van por los caminos de la microhistoria, a la que el Profesor Gonzá- lez ha dado tanto lustre con su Pueblo en vilo . Si no hubiera el antecedente de muchos años de convivencia académica con él, venir yo aquí a ponderar la convenien- cia de salir del propio terruño para lanzarse a la aventura del conocimiento de otras tierras distante y extranjeras, podría aparecer, ya lo he advertido, impertinencia o jac- tancia. Así podría ser a primera vista, aunque verán ustedes: en otra ocasión, en la que tuve necesidad de decir algu- nas palabras sobre la metodología propia de la historia * Conferencia leída el 18-IV-1980 en E<1 Colegio de Michoacán, Za - mora.

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ENSAYOS Y NO TA S

¿POR Q U E ESTUDIAR HISTORIA DE

HISPANOAMERICA}*

M ar ía d e l C a r m e n V elázquez

El Colegio de México

La vieja amistad que me une al Presidente de este Colegio de Michoacán, el Profesor Luis González, me ha permitido escoger, para esta charla con ustedes, un tema que, en otras circunstancias, parecería impertinente; pues esta noche voy a referirme a la importancia que creo tiene, para los que se dedican a la historia de esta antigua pro­vincia, interesarse por la de Hispanoamérica. Sé bien que el propósito de los integrantes de este centro es cavar hon­do, esto es, reconstruir hasta donde los materiales lo per­mitan el pasado de este antiguo reino purépecha, conver­tido en provincia virreinal y por último en estado republi­cano, y que los afanes de los que lo integran van por los caminos de la microhistoria, a la que el Profesor Gonzá­lez ha dado tanto lustre con su Pueblo en vilo. Si no hubiera el antecedente de muchos años de convivencia académica con él, venir yo aquí a ponderar la convenien­cia de salir del propio terruño para lanzarse a la aventura del conocimiento de otras tierras distante y extranjeras, podría aparecer, ya lo he advertido, impertinencia o jac­tancia.

Así podría ser a primera vista, aunque verán ustedes:

en otra ocasión, en la que tuve necesidad de decir algu­nas palabras sobre la metodología propia de la historia

* Conferencia leída el 18-IV-1980 en E<1 Colegio de Michoacán, Za­mora.

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regional, pensando en aquellos ejemplos que podían ser­virme de guía, tuve presente la historia universal de San José de Gracia y a su autor, y para mi propósito traté de recordar cuál había sido el camino que recorrió el Profe­sor González y que tendrían que recorrer otros historiado­res regionales para poder llegar, como él, con pleno domi­nio de la metodología histórica, a escribir un libro tan apre­ciado como el de mi estimado compañero. Me pareció entonces que Luis González había emprendido un largo rodeo, empezado en San José, que lo llevó a interesarse por la historia llamada formalmente universal y también por la nacional, por las bibliografías y las síntesis, por las cronologías y cuadros sinópticos hasta volver al pueblo que lo vio nacer, en donde como viajero de cuerpo y alma, conocedor de Europa, Asia y América, tomó un descanso para recrear con su vasta experiencia, el paso de la vida por San José.

Porque es bueno saber de otras tierras y vidas para apreciar la propia, creo que es saludable e ilustrativo dedi­car, como el Profesor González, alguna atención a la his­toria que no es la propia; quizá esta decisión sea el secreto para poder lograr escribir el libro sobre esos puntos igno­rados del espacio, el tiempo y la población de la Repúbli­ca Mexicana a los que alude el Profesor González en su libro, necesitados de algún buen microhistoriador.

A decir verdad la historia de Hispanoamérica, esto es, el conocimiento de lo que sucedió en el pasado en esa área continental colonizada por españoles, no es ni muy popular, ni tiene muchos cultivadores. Más bien se ha visto con indiferencia y considerado de poco interés. Si preguntamos a personas que leen libros, revistas y perió­dicos si saben lo que ha pasado en Bolivia, quizá nos digan: ah sí, poco más o menos lo que ha pasado en México; y ¿en Argentina?, bueno, allá todos presumen de civilizados y progresistas y son buenos para el fútbol.

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Es verdad que la historia de cada una de las repúblicas hispanoamericanas se parece mucho. Todas tienen un pasado indígena, una época colonial y un presente, lla­mado de vida independiente: tiempos históricos, podríamos decir, que se han desarrollado en décadas coincidentes. Es verdad también que, en nuestro deseo de saber, lo que nos parece que ya conocemos, las situaciones que creemos que no muestran nada especial, ni nuevo, ni distinto no incitan nuestra curiosidad, pero ¿estamos seguros de que por típica que nos parezca la vida hispanoamericana, ya conocemos su historia?

Esta situación, muy frecuente en los países de habla española, es una actitud que comúnmente nos lleva a dejar apara cuando se pueda” el estudio de la historia de Hispanoamérica. Pero hay también razones históricas que nos han alejado de su estudio y que son las que mencio­naré aquí.

Al recordar el “americanismo” de don Rafael Alta- mira, el maestro don Silvio Zavala menciona la importante contribución del historiador español, quien, con sus ense­ñanzas y entusiasmo, logró interesar a muchos jóvenes es­pañoles y americanos en el estudio de la historia del Nuevo Mundo y así “iniciar un hispanoamericanismo de cultura, entendimiento y optimismo sobre un fondo histórico en­sombrecido por Jas luchas del pasado y por los fracasos de los países hispánicos a uno y otro lado del Atlántico”.

Un historiador venezolano, reflexionando sobre los rumbos que ha tomado la historiografía hispanoamericana decía que en América el estudio de los pueblos indígenas di­fícilmente podría proporcionar elementos suficientes para recrear la historia de visión continental, como tiene que ser la de Hispanoamérica. Los orígenes de las sociedades americanas escapan a la capacidad del historiador. Peque­ños grupos humanos desparramados en las más variadas latitudes; sólo aquellos que lograron trepar a las más altas planicies y cordilleras hace ya varios milenios dejaron al­

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gunos rastros, los cuales, aunque difíciles de descifrar para el historiador, han podido servir para configurar un pano­rama histórico que, por lo mismo, requiere constante revi­sión y enmienda.

Lo que da unidad al estudio histórico del continente es la colonización europea, y a una gran porción de las tierras americanas, la de los españoles. Esto es, que, al asentamiento físico de los hispanos en el Nuevo Mundo, va acompañada la transferencia de elementos culturales que nos permiten hoy en día conocer nuestro pasado. Empieza entonces una historia hispanoamericana de dos repúblicas, la de los autóctonos y la de los invasores, la de los primeros contada e interpretada por los segundos.

Por ser considerados, como apuntó López de Gomara en los comienzos del siglo XVI, “la mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la encamación y muer­te del que lo crió”, el descubrimiento de un nuevo mundo y la expansión europea, los hombres de letras occidentales y aún la gente del común fijaron su curiosidad en Amé­rica y durante tres siglos la historia de este continente fue singular y única. Las provincias que configuraron los españoles interesaban a reyes y vasallos, eran tierras nue­vas, exóticas, donde había riquezas fabulosas, se labraban fortunas, se conocía la naturaleza en toda su virginidad. Durante las tres centurias del dominio español-americano hubo, en el mundo occidental, gran interés por conocer la vida americana y en especial la hispanoamericana.

La coexistencia de las dos repúblicas no fue motivo de desinterés, ni de indiferencia, todo lo contrario, fue estí­mulo constante para apuntar hechos, situaciones, desarro­llos, los que en considerable volumen produjeron cartas, informes, crónicas, estudios e historias de lo que hoy lla­mamos Hispanoamérica.

Sin embargo, llegó un momento en que el equilibrio entre las dos repúblicas empezó a deteriorarse. El español

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dejó de sentirse invasor: se había acomodado en la tierra, creyó que eran suyas las glorias de la conquista, que era su esfuerzo el que había dado carácter a su patria, por tanto empezó a reclamar toda su independencia y libertad. Ya no respetó a la otra república, era suya también y la gobernaría a su conveniencia.

El historiador puede reconstruir la vida hispanoame­ricana de fines del siglo XVIII y principios del XIX, porque esta nueva actitud de los habitantes americanos dejó mu­chas constancias. Además, los hechos de ese medio siglo atrajeron la atención del mundo occidental fuertemente, pues con la misma pasión que los antepasados impusieron sus formas de vida a los nativos, los nuevos grupos sociales de criollos y mestizos querían apoderarse del derecho a regir los destinos de las nuevas sociedades. La indepen­dencia de las posesiones americano-españolas fue aconte­cimiento que no se podía ignorar y los cronistas, publicistas y comentaristas no se daban abasto para relatar lo que su­cedía en esta parte del mundo.

Los escritos que se ocupan de la lucha entre el nuevo y el viejo mundo, de la pugna entre españoles y america­nos, como he dicho, dejaron muchos testimonios que se leen aún con vivo interés. Los conocidos como padres de la patria, Miguel Hidalgo, José María Morelos, Simón Bolí­var, José de San Martín, sus capitanes e ideólogos fueron tema de numerosos escritos y, en el presente siglo, sujetos de incontables biografías y estudios históricos. En todos ellos se ensalza su acción heroica contra la dominadora, contra España y los españoles, contra lo que no les permitía a los hispanoamericanos gozar de ser de este Nuevo Mundo como ellos querían.

En toda esa literatura que produjo la lucha por la emancipación, primero estuvo el señalamiento de España como la avasalladora injusta; muy pronto se convirtió en la feroz enemiga, en la perpetuadora de males e injusticias que condenaban a los hispanoamericanos a la sujeción y

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sumisión y por ende a la infelicidad. Es verdaderamente curioso que ni la consumación de la independencia, ni la libertad conquistada para disponer la vida independiente hayan disminuido la pasión y el rencor con los que un buen número de hispanoamericanos se han referido, por más de un siglo, a España y a los españoles.

Las razones para esta actitud las empezaron, a dar publicistas e historiadores en la primera mitad del siglo XIX. Con las guerras de emancipación los hispanoame­ricanos dejaron de ser súbditos españoles, pero no por eso dejaron de ser lo que eran: tenían que luchar para trans­formar o arrancarse lo que España y los españoles les habían dejado dentro de su ser. Las dos repúblicas des­aparecieron formalmente, se constituyó la sociedad mesti­za, pero ésta parecía resistir todo intento de destrucción o eliminación del “sistema opresivo y tirano” con que había gobernado España sus dominios americanos. Parece que ante esa agotadora y frustrante lucha, las provincias, que habían, combatido tan desesperadamente por su autonomía, fueron perdiendo su entusiasmo y su fe, cayendo en una gran postración.

Ni propios ni extraños se interesaron ya por su de­venir. España nada quería saber de las que consideraba sus provincias rebeldes y los hispanoamericanos usaban la lengua que les legó España para culparla de todos los atrasos y tropiezos que sufrían. En esas circunstancias la historia de Hispanoamérica no podía florecer. En el siglo XIX sólo aparecieron estudios históricos, unos de tendencia hispanista, otros indigenista, en los que claramente se re­flejaba la nueva realidad: textos que son constancias de )a tristeza, la desmoralización y la derrota de las sociedades criollas y mestizas en las primeras décadas del siglo XIX.

Asimismo hay que tener en cuenta, para explicarse lo poco que interesaba la historia de Hispanoamérica, que el área española de América perdió su fuerza representativa disgregándose en numerosos estados independientes. No

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sucedió lo mismo con las otras áreas del continente de dominio europeo, cuando obtuvieron su separación de la madre patria: Angloamérica se convirtió en los Estados Unidos de América, Lusoamérica, en el Imperio del Brasil, Francoamérica había sido desmembrada con bastante ante­rioridad y sólo quedaba de importancia la isla de Saint- Domingue, la cual en 1804 se declaró independiente. Cuando en 1919 se creaba la Sociedad de las Naciones, ningún delegado de las repúblicas hispanoamericanas es­tuvo presente en la redacción del Pacto de la Sociedad, pues Brasil fue escogido en Europa como representante de las naciones latinoamericanas.

No fue el ideal de los libertadores convertir a la Amé­rica española en un puñado de repúblicas independientes sin ninguna conexión. Las guerras de independencia se iniciaron con el propósito de unir a todos aquellos pueblos gobernados por España en una confederación. Precisa­mente por padecer todos las mismas dolencias, decían, juntos deberían buscar los remedios apropiados. Pero con­tra la idea ecuménica, apareció muy viva, en el siglo XIX, la de nación, y ninguna de las antiguas provincias tenía una historia en la que el pasado indígena fuera el mismo. La presencia o ausencia del indio en las tierras del con­tinente, anterior a la conquista española, había impuesto características propias a cada una de las provincias espa­ñolas y pudieron más las diferencias que las similitudes. A esta circunstancia histórica se sumaron las variedades del paisaje natural.

Por otra parte, aunque no faltó quien recordara los nombres indios de los que, por efecto de la lucha patrió­tica, se convirtieron en héroes nacionales, los independen- tistas sólo pensaron en separarse de España para quitarse de encima unos amos que no gobernaban para su bene­ficio. La lucha fue contra los prepotentes peninsulares, no en favor de los indígenas que vivían sojuzgados. El lazo de unión, la unidad que se advierte en la lucha por

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la emancipación lo forman los propósitos de los grupos de criollos y mestizos que se habían integrado, durante la do­minación española, en cada una de las provincias. Por eso, cuando por fin se vieron libres de España, con sor­presa tuvieron que abocarse a resolver aquellos problemas de la convivencia humana, que por su novedosa y moder­na solución, permitieron tres siglos de dominio español en América: cómo organizar la sociedad, cómo continuar la explotación de las riquezas, cómo gobernar a la nueva na­ción. Tareas difíciles y agotadoras a las que los nuevos republicanos no sabían como dar pronta y adecuada solu­ción.

A la incomprensión y desconcierto que producía lo que sucedía en los nuevos países iba aparejada una anti­gua irritación por los desarrollos en los países vecinos y entonces, como un eco de la querella con España, empe­zaron las violencias de las repúblicas entre sí. Después de guerrear contra los españoles, los hispanoamericanos se pusieron a guerrear para agrandar sus territorios, para apoderarse de riquezas naturales o para imponerse a las na­ciones con más problemas. Sombras de la vida hispa­noamericana que, como apunta el doctor Zavala, hacían muy difícil la configuración de una historia común de la antigua área española-americana.

Mientras los hispanoamericanos batallaban contra la desilusión que les deparó la práctica de la vida indepen­diente y España sufría la disminución de su fuerza y pres­tigio internacional, los angloamericanos, convertidos en es­tadounidenses, y los ingleses se apuntaban triunfos y éxi­tos. En un siglo en el cual se intentó sistematizar los pre­juicios de razas, Hispanoamérica y España se convirtieron, para los publicistas occidentales, en ejemplos de lo que sucedía a los pueblos mestizos, de gobierno retrógrado; pueblos débiles, los de Hispanoamérica, alimentados con maíz y no con el rico trigo europeo, herederos del gobier-

* no absolutista español, esclavos del fanatismo religioso ca-

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tólico, no podían ni debían tener voz en el concierto uni­versal.

La separación de los escogidos y de los dejados de la mano de Dios, en el continente, se reafirmó entonces por medio de una frontera cultural, como la llama Oscar Sch- mieder, en la frontera de guerra que España levantó en el septentrión de Nueva España.

Entonces se les ocurrió a los franceses, deseosos de enfrentarse a ingleses y estadounidenses, que ellos podrían sacar provecho de las repúblicas hispanoamericanas, invo­cando un fantaseoso pasado cultural. Si británicos y es­tadounidenses fincaban su supremacía en su pasado anglo­sajón, ellos podían competir como pueblo de origen lati­no. Latinos podían ser también los principios de los es­pañoles y éstos, a su vez, algo de su latinidad podían haber contagiado a los hispanoamericanos. “'Latinoamérica' fue concebida en Francia”, dice un historiador de las ideas, “durante la década de 1860, como un programa de acción para incorporar el papel y las aspiraciones de Francia ha­cia la población hispánica del Nuevo M undo”.

Quizá porque los hispanoamericanos fueron muy afrancesados en el siglo XIX, la idea de ser un poco lati­nos no les disgustó. Quizá también porque aún no que­rían reconocer su pasado español o porque ya en la segun­da mitad del siglo les habían sacado sangre las garras del águila estadounidense. Aceptaron el neologismo y lo usaron como los franceses, para contraponerlo a la tarea común del anglosajón.

Este nombre de América Latina, que empezó a usar­se, como diríamos ahora, para una 'operación mariposa” o un “plan Huicot”, destinado a encauzar el nuevo impe­rialismo francés hacia América, ha corrido con varia for­tuna. Los políticos lo usaron para señalar la diferencia, en el continente, de las porciones que, por una parte domi­naron España y Portugal de aquella que dominó Inglate-

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rra, y a mi modo de ver, en lo que menos pensaron los franceses fue en propiciar los estudios históricos del área que querían penetrar. En un buen número de estudios latinoamericanos la historia es tratada con bastante desdén.

Es verdad que su uso coincidió con el abandono de la antigua clasificación del conocimiento en ciencias y artes y que en el presente la historia ya no se considera ni arte ni literatura, sino una de las ciencias sociales y que los hechos que antes recogía la historia deben ser vistos e interpretados con la ayuda de las nuevas disciplinas. Sin embargo, aun reconociendo lo que ha ganado la historia ampliando sus horizontes, me parece que lo que ahora se escribe sobre Latinoamérica tiende a hacer caso omiso del pasado histórico y ha adoptado un tono apocalítico, o por lo menos ensombrecido, como apunta el Dr. Zavala.

Dígalo si no lo que se puede apreciar por la lectura de muchos títulos de estudios latinoamericanos. El pro­pósito implícito de los autores es no perder el tiempo exa­minando antecedentes históricos, lo que importa no es la Hispanoamérica histórica sino la América Latina de hoy, aunque ésta sea todavía sólo un presentimiento o anuncio, pues parece que en su concreción estamos aun en la hora cero. N i siquiera se está seguro del área física que ocu­pará en el continente. Según algunos latinoamericanis- tas, la América Latina nace de un pasado obscuro, de un sistema feudal y hay incertidumbre si es debido a evolución o explosión. De cualquier manera sus principios son dra­máticos. Es un continente en fermentación, en erupción, se encuentra en una encrucijada, entre dependencia y Zi- beración. Sus habitantes se agitan y tienen que decidirse por la integración o la independencia. Esta situación da lugar a que América latina sea rebelde, esté en armas, ha­ya guerrillas y pase por toda clase de revoluciones. Vive en continuo peligro de no integrarse, pues tiene que es­coger entre el progreso o el retroceso, entre adoptar refor­mas o revolución. Ese pasado obscuro la obliga a buscar

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una estrategia para enfrentarse a los problemas del desa­rrollo, la encrucijada del presente y el reto del futuro.

Aquel hispanoamericanismo de cultura, entendimien­to y optimismo al que dedicó sus afanes don Rafael Alta- mira parece haber sido ahogado por las urgencias del lati- noamericanismo existencial que se usa hoy en día.

Quizá podamos convenir en que la vida es muy corta para intentar un estudio de todo el pasado de lo que fue la América española; quizá debamos conformarnos con co­nocer la historia independiente de las repúblicas. En rea­lidad el nombre Hispanoamérica no se usó en la época colonial. Es una designación moderna y republicana que pretende englobar a una porción de naciones que tienen características muy parecidas. A veces se ha intentado estudiar su historia penetrando en el pasado de cada una de ellas, a veces aludiendo a países modelo; los más fre­cuentemente mencionados son Argentina, Chile, Perú y México. Lo deseable sería conformar un panorama his­tórico que, en tiempos simultáneos, presentara las unida­des y diversidades que han tenido lugar en la vida pasada de Hispanoamérica.

Una de las características del trabajo histórico del presente es que debe servir para algo práctico y lo que aprendamos de Hispanoamérica no puede escapar a esta condición. Pablo González Casanova lo explica de la si­guiente manera en las palabras preliminares del libro Amé­rica latina: historia de medio siglo:

La obra que hoy publicamos parte de la necesidad de conocer la historia de cada país para actuar en cada país. Y une a todos los países en un esfuer­zo conjunto con la certeza de que en medio de sus diferencias más significativas nuestros pueblos en­contrarán los rasgos comunes que les permitan ac­tuar en forma cada vez más unitaria.

En verdad, la historia de cada país puede proporcio­narnos enseñanzas y experiencias enriquecedoras para la

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comprensión de la vida en la gran área hispanoamericana del continente.

Una profesora uruguaya decía que Paraguay y Ecua­dor eran países muy didácticos. Aludía a la política de aislamiento del resto del mundo que impuso el Dx. Fran­cia en Paraguay y que no le trajo ni la prosperidad ni el progreso que él ambicionaba para su patria y al fracaso que resultó de convertir a la iglesia católica en rectora de la vida civil en Ecuador, como lo dispuso Gabriel García Moreno.

Otras experiencias regionales se pueden citar: cuan­do Argentina, Uruguay y Brasil se unieron en la Triple Alianza para contener la política de expansión de Francis­co Solano López del Paraguay, los argentinos y los uru­guayos pronto se retiraron de la lucha y, al triunfo de los aliados, Argentina se vio entristecida por la victoria y el Uruguay perdonó las deudas de guerra al Paraguay.

Las disputas por límites territoriales no siempre pa­raron como aquélla de 1881 entre Chile y Argentina, con la erección de un Cristo en lo más alto de la cordillera de los Andes, como símbolo de concordia entre los dos pueblos. Chile declaró la guerra a Bolivia, en 1879, ale­gando que eran buenos sus derechos a los ricos territorios costeros del Pacífico y con su victoria condenó a los boli­vianos a vivir encerrados entre sus altas montañas.

El deseo de apoderarse de territorios fronterizos y de imponer su dominio al vecino es una vieja historia de la vida europea y no debería señalarse con tanta extrañeza cuando ocurre en Hispanoamérica. Lo que podría seña­larse como asombroso es que en más de siglo y medio las delimitaciones territoriales apenas hayan cambiado y que los países que se independizaron de España conserven su soberanía.

Especialmente interesante para documentar la historia de unión y disgregación de Hispanoamérica es lo suce­dido con la Gran Colombia, integrada por Nueva Grana­

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da, Venezuela y la Presidencia de Quito, esfuerzo de unión de Bolívar que terminó con su vida. Asimismo, la Con­federación peruano-boliviana que unió momentáneamen­te a peruanos, bolivianos y ecuatorianos, acabada por chi­lenos y argentinos ante el peligro que éstos sintieron de una posible reconstrucción de lo que había sido el pode­roso virreinato del Perú. En Centroamérica, la lucha por la unión ha sido por demás dramática: intrigantes y am­biciosos jefes de estado que parece no tenían más quehacer que pelear con sus vecinos.

Los intentos de unión tuvieron lugar, generalmente, cuando hubo amenaza de reconquista española. Ecuador y Perú se unieron, en 1846, cuando Juan José Flores, ge­neral venezolano, que había gobernado el Ecuador, con­siguió que la reina Maria Cristina apoyara su intento de volver al Ecuador; y los países del Pacífico, Chile, Perú, Bolivia y Ecuador, en 1865-1866, cuando, so pretexto de una expedición científica, los marinos españoles invadie­ron las islas Chinchas. Otras reuniones, convocadas por diferentes gobernantes, no pasaron de ser llamadas de au­xilio, que cesaron cuando pasó el peligro.

Por fortuna, países de otras nacionalidades se abstu­vieron de querer posesionarse de las repúblicas hispanoa­mericanas, en el siglo XIX, pues en la excepción que fue México, ninguna ayuda recibió de los sudamericanos en su guerra con los Estados Unidos de América y pocas muestras de simpatía recibió cuando combatió la inva­sión francesa.

Es un ejercicio provechoso estudiar el desarrollo de las sociedades mestizas de Hispanoamérica. Ese proble­ma, la relación entre los grupos de extracción preponde­rante indígena y aquéllos de origen europeo o africano, es uno de los más espinosos de nuestra historia. Los in- dependentistas no elaboraron programas explícitos de re­forma social. Sus manifiestos y declaraciones eran para la reforma política y en ellos aludían, en general, a la li­

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bertad e independencia de los hispanoamericanos. Es pe­ligroso interpretar los documentos de la época como pro­gramas de reforma social y económica. Se suponía que con la independencia desaparecerían las dos repúblicas y que la fusión del cuerpo social se efectuaría por sí sola, en forma natural. Pero no fue así, las jerarquías sociales y económicas tenían hondas raíces y ha tomado mucho tiem­po saber o querer arrancarlas.

En 1945, un historiador de Ecuador escribía: 'la re­volución ecuatoriana está en incorporar al indio a la vida civilizada, en devolverle lo que le pertenece: la tierra que le fue arrebatada por el conquistador”, pero, por otra parte, por mandato de la constitución de un año después (1946) los ecuatorianos que no supieran leer ni escribir aún con­tinuaban privados de la ciudadanía.

Hay, sin embargo, un afortunado ejemplo, en el otro extremo de los desarrollos sociales, de lo que ahora nos parece la confiada y candorosa actitud insurgente: en México, a menos de cuatro décadas después de consuma­da la independencia, un indio zapoteca, Benito Juárez, nacido antes de que se iniciaran las guerras de indepen­dencia, como todos sabemos, asumió la presidencia de la República. Es evidente que, en relación con otros paí­ses en donde la presencia de la población de origen indí­gena se advierte a primera vista, México ha corrido con mejor fortuna en la solución de muchos de sus problemas sociales. Prueba de ello es que buen número de hispa­noamericanos se interesaron por las reformas que introdu­jo en la sociedad la revolución mexicana de 1910 y aun llegan extranjeros a México a estudiar los acontecimientos que se iniciaron en la segunda década de este siglo, y que han hecho posible muchos años de paz en el país.

Quiza los desarrollos políticos, vistos en conjunto, puedan interesar al historiador. Germán Arciniegas cree ver en la democracia americana uno de los aportes de esta parte del mundo a la cultura universal. “La democracia

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de los tiempos modernos”, dice, “encontró en toda América la provincia ideal en donde pudiera establecerse, antes que en ninguna parte”. “Todas las repúblicas de la América indoespañola son más antiguas que las europeas, con la excepción de la Francia donde república significa un acci­dente pues suele presentarse en ciertas épocas de propósito de enmienda. Todo esto es tan cierto como que la revo­lución rusa ocurrió después de la mexicana. Papini decía que nosotros nada habíamos llevado al mundo de las ideas. ¿Es poco aportar una nueva filosofía política?

Parece ser que el tema de estudio común a los hispa­noamericanos en este siglo, es la preocupación por la pe­netración económica estadounidense. Cada país cuenta las tristes experiencias que ha tenido en sus relaciones con la potencia del norte, pero aún falta escribir, en toda su complejidad, la historia de ese nuevo imperialismo. De muchas cosas se culpa a Estados Unidos, como se culpó a España en el siglo XIX, y lo único con que contamos es con el catálogo de los agravios.

Un capítulo muy importante de la historia de Hispa­noamérica sería el de las relaciones interamericanas. Re­cordando lo que hemos apuntado antes, hay que convenir que éste sería difícil y aun penoso de escribir, pero por demás interesante. Saldrían a relucir las competencias y rivalidades seguramente, pero el referir las peripecias pa­sadas y también impulsos y principios generosos ¿no con­tribuiría a un mayor entendimiento y no sería un cono­cimiento útil que serviría, como quiere González Casano- va, para actuar?

Muchos hechos contados escuetamente en los textos podrían compararse entre sí y explicarse sometiéndolos a análisis modernos con ayuda de la nueva metodología de las ciencias sociales. Diferentes autores escriben sobre li­beralismo y burguesía en el siglo XIX, de socialismo y comunismo en el XX, pero ¿hasta dónde penetraron O

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modificaron las corrientes ideológicas la vida cotidiana y singular de los hispanoamericanos1?

Creo, por otra parte, que debe ser tarea nuestra cono­cer y escribir nuestra propia historia; las numerosas ver­siones que nos llegan, escritas por extranjeros, le quitan su frescura y su autenticidad. Son los prejuicios y parti­dismos ajenos lo que nos informa frecuentemente sobre un pasado que nadie mejor que nosotros podríamos apreciar, y somos nosotros a quienes mejor nos conviene saber lo que en el pasado sucedió en más de media América.