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EN TIEMPOS DELPAPA SIRIO

Jesús SánchezAdalid

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1.ª edición: octubre 2016

© Jesús Sánchez Adalid, 2016© Mapas: Antonio Plata, 2016© Ediciones B, S. A., 2016Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)www.edicionesb.com

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-550-0

Todos los derechos reservados. Bajo las sancionesestablecidas en el ordenamiento jurídico, quedarigurosamente prohibida, sin autorización escrita de lostitulares del copyright, la reproducción total o parcialde esta obra por cualquier medio o procedimiento,comprendidos la reprografía y el tratamientoinformático, así como la distribución de ejemplaresmediante alquiler o préstamo públicos.

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Contenido

PRIMERA PARTE 1 2 3 4 5 6 7 8

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SEGUNDA PARTE25262728293031323334353637383940

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41TERCERA PARTE

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FINAL

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Aquel que se cree queestudiando apenashistorias aisladas podráadquirir una ideasuficiente de la Historiaentera, se parece mucho—en mi opinión— alque, después de habercontemplado losmiembros dispersos deun animal muerto ybello, se engaña

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pensando que es comosi lo viera de verdad,con todos susmovimientos y sugracia, con su fuerza yla hermosura de la vida.Y si se le mostraraentonces al mismoindividuo vivo, creoque reconocería enseguida que antes estabamuy lejos de la verdady como uno que solosoñaba.

POLIBIO

(Libro 1, 4)

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PRIMERA PARTE

Caminacontinuamente, avanzasin parar; no te pares enel camino, noretrocedas, no tedesvíes. El que se parano avanza. El que añora

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el pasado vuelve laespalda a la meta. Elque se desvía pierde laesperanza de llegar. Esmejor ser un cojo en elcamino que un buencorredor fuera de él.

SAN AGUSTÍN DE

HIPONA

(Sermón 169, 18)

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L

1

Roma

os godos de Hispania llegaron aRoma en pleno otoño. Lo recuerdo

muy bien, porque por entonces acababade iniciarse el Adventus. Una semanaantes llovió tanto que se inundó el atriode la basílica de Santa María Antigua y

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el agua penetró después hasta eltabernáculo. Tres días tardaron enarreglar el deterioro, para que sepudiera celebrar allí el domingo. Pero ellunes amaneció un sol extraño... Una luzpulida y perezosa fue iluminando elAventino, mientras brotaban las sietecolinas de la bruma. Hubo primero unsilencio templado, pasmoso, que seextendió durante un tiempo que debió deser exiguo, pero algo me hizo sentirlomás largo. Y un instante después, con lausual diligencia de cualquier mañana,sonaron en los patios las órdenes y losrumores propios del cambio de guardia.Sin embargo, aquel no iba a ser un díacualquiera.

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No quiero olvidar ningún detalle. Yoestaba todavía junto al monasterio.Acababa de salir de la iglesia de SanSabas con el protodiácono Martín y nosencaminábamos hacia el Laterno anuestro servicio en la curia, como cadamañana a esa misma hora. Entonces seinició repentinamente un revuelo en elatrio: voces, pasos apresurados; gentesoliviantada por algún motivo. Nosmiramos atónitos. Martín dijo:

—Voy a ver.Me quedé aguardando frente a la

entrada mientras aquel alboroto iba enaumento. Pasado un rato, elprotodiácono regresó algo alterado.

—¡Parece ser que el papa va hacia

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la puerta de Ostia! Acaban de anunciarlolos heraldos.

Puse en él una mirada llena deestupor. Porque era un anuncio raro, nosolo por lo temprano de la hora, sinoporque no es acostumbrado que el papasalga a las puertas de Roma así, sinprevio aviso y por cualquier motivo.Salvo que acuda a un recibimiento;siempre, claro está, que se trate dealguien importante. Así que, en medio demi confusión, pregunté:

—Pero... ¡¿quién viene?!—¡Vamos! —contestó apremiante el

diácono—. ¡Debemos ir allá! Por elcamino nos enteraremos.

Descendimos a toda prisa por la

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calle principal, unidos a los monjesgriegos que, llenos de curiosidad,corrían como nosotros sin saber elporqué de aquella inesperada decisióndel papa. La luz recién despertadailuminaba los viejos palacios, y un rayode sol hacía brillar los arcos y lascolumnas de mármol en las galerías, porencima de los pórticos. Ya en la vía deOstia, adelantamos a unos ancianospresbíteros, algunos con bastones,caminando presurosos, afanados, y conunos rostros acongojados que nospreocuparon todavía más.

—¿Qué sucede? —les preguntamos.Se extrañaron por nuestra

ignorancia. Y uno de ellos, sin

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detenerse, jadeante, respondió:—¡La Hispania! La Hispania toda ha

caído bajo el poder de los agarenos... Elmismísimo obispo de Toletum, con sussacerdotes y su grey, está a las puertasde Roma aguardando la caridad y elconsuelo del papa.

La espantosa noticia nos dejómudos. Miré a Martín y vi terror en susojos. Agarró mi brazo y tiró de mí,gritando:

—¡Vamos allá, hermano!Junto a la muralla Aureliana, en las

proximidades de la pirámide Cestia, seiba congregando una multitud cohibida,expectante, que no se atrevía a acercarsea la puerta, amedrentada tal vez por las

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armaduras, los negros penachos y laspuntas de las lanzas de los guardias. Unrumor tenue, hecho de murmullos devoces temerosas, susurrantes, crecía enesta parte de la ciudad a medida que lagente afluía, como en oleadas, desde losbarrios adyacentes. Llegaban tambiénhombres montados en asnos, con alforjasrepletas de castañas, ajos, coles e higossecos. Siempre hay en Roma quienaprovecha cualquier aglomeración paraobtener alguna ganancia... Por encimadel gentío, sacábamos nuestras cabezaspara tratar de ver algo. Y de repente, enalgún lugar, se escucharon vocesenérgicas, cargadas de autoridad:

—¡Abrid paso! ¡Paso! ¡Apartad!

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También se oyó el golpear fuerte delas varas de los pertigueros contra elsuelo y un crepitar de cascos decaballos. Venía el papa a lo lejos, sobrela litera, que oscilaba por el paso rápidode los porteadores. Quedó abierto unpasillo en medio de la vía, por dondevimos llegar primero a los iudices y alos altos dignatarios de la curia.

El diácono Martín y yo nosapresuramos a ocupar nuestros lugares,antecediendo al primicerius y a losnotarios. Y mientras avanzábamos haciala puerta, uno de los funcionarios nospuso al corriente del porqué de todoaquello. A última hora de la tarde deldía anterior, se presentó en el palacio de

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Laterno un heraldo de la puerta Ostiensecon una nueva del todo inesperada:habían arribado al puerto unas navesprocedentes de la Hispania, a bordo delas cuales venían numerosos obispos,clérigos y magnates exiliados de susdominios por la invasión de ejércitos deÁfrica. Ya reinaba la oscuridad y lasmurallas estaban cerradas, por lo quelos intendentes del papa estimaronconveniente esperar al día siguiente.Pasada una larga noche de inquietud eincertidumbre, sin dar tiempo a quesaliese el sol, se envió a alguien paraque hiciese averiguaciones. Amaneció ylos emisarios regresaron al palacioaportando una información más precisa:

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entre los huidos venía el mismísimometropolitano de Toletum, con miembrosde la corte del rey godo y numerosa greyhispana. Sobresaltado por la noticia,como todos sus ministros, el papaConstantinus decidió ir enseguida arecibir a aquellos hijos suyos que habíansufrido la desgracia. Y por eso veníaahora a las puertas de la ciudad, con lacuria y numeroso pueblo de Roma, sinque nadie pudiese todavía creerse deltodo la espantosa noticia.

Lo que sucedió a continuaciónaumentó el desconcierto. Los patriciosromanos y muchos clérigos con ellos,alterados, confundidos, empezaron aachacar el desastre a la cobardía y la

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ineptitud de los cristianos de Hispania.Decían que aquel país se había tornadocorrupto, que sus gentes habían olvidadosus obligaciones propias de creyentes;que los nobles godos y muchossacerdotes se entregaron a la codicia, alafán de riquezas, a los placeresmundanos, y que recibían un merecidocastigo por las malas obras de los añosprecedentes: sus súbditos, ciudades,tierras y ganados les eran entregados aun pueblo bárbaro y cruel que veníadesde los desiertos empujado por lacólera divina. Culpaban a los obisposde haberse aliado con el poder ilegítimode reyes usurpadores y familias realesespurias y tiránicas. Proclamaban estos

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reproches y otros muchos, a voz encuello, para que los oyese todo elmundo. Y lograron soliviantar a lamuchedumbre de Roma, que corría aencaramarse a lo alto de las torres y lasterrazas para increpar desde ellas a losrecién llegados, con insultos, abucheos,frases abroncantes e incluso desalmadasburlas.

Hasta que al fin, por mandato delgobernador de la muralla, se abrieronlas grandes puertas. Se vio entonces aaquella pobre gente, con los rostrosdemudados, las miradas torvas, elagotamiento, la confusión y latribulación prendidas en sus estampas.Difícil era distinguir quiénes de entre

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ellos eran los hombres principales yquiénes los sirvientes; unos y otrosestaban igualmente lacios, taciturnos,abochornados... Las damas y los niñosgemían y un manto de pesadumbreparecía envolverlos y oprimirlos a todosellos. Sumábase, para mayorsufrimiento, el recibimiento cruel de losromanos que a buen seguro no seesperaban.

En esto, el papa Constantinusdescendió de su litera y caminó hacia lapuerta apoyándose en su secretario,hierático, indudablemente decidido a nopermitir que adivinasen su desconcierto.Iba vestido con túnica blanca conmangas y capa violácea, larga; llevaba

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colgado a la altura de la rodilla derechael epigonation, igualmente morado,como signo visible del Adventus. Susnegros ojos brillaban en el rostro de pielcetrina y su ancha barba se extendíaondulada y entreverada de canas por laparte superior del pecho. Se hizo unsilencio respetuoso a su paso. Elsecretario privado se aproximó a él y ledijo algo a la oreja. Luego el papa paseóla mirada por la multitud, comoescrutándola, con gesto duro. El silenciofue aún mayor; como si el tiempoquedase interrumpido, mientrasresultaba imposible predecir lo que ibaa suceder a continuación.

Entonces, el venerable y enigmático

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papa Constantinus avanzó de nuevohacia los hispanos, ahora solo, lento,solemne. Se detuvo a unos pasos deellos y, alzando la voz, preguntó:

—¿Quién de vosotros es elmetropolitano de Toletum?

Pasado un instante, se adelantó unclérigo alto, que se apoyaba en unbáculo episcopal de puro broncelabrado. Se arrodilló y respondió:

—Padre santo de Roma, y hermanomío, yo soy el metropolitano de Toletum.Mi nombre es Sinderedo.

Seguidamente, alguien gritó desdeuna torre:

—Perfide! (¡traidor!).Y otras voces secundaron:

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—Merdose! (¡mierdoso!). Cacate!(¡cagado!). Cacator! (¡cagón!). Sordes!(¡basura!). Spado! (¡capón!)...

Y se formó un gran revuelo conabucheos, pitas y demás, a resultas de locual, el papa alzó los brazos y los agitó,a la vez que lanzaba hacia losvocingleros una mirada cargada dereproche. Y cuando hubo logrado que sehiciera el silencio, se cubrió el rostro enseñal de aflicción; y luego, con los ojosinundados en lágrimas, avanzó hacia elobispo hispano Sinderedo, se echóafectuosamente sobre él, lo abrazó conternura, cual padre misericordioso, y locubrió de besos, en la frente, en la caray donde quiera que caían sus labios.

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La multitud que contemplaba laescena quedó desconcertada. Nocomprendían que el papa fuera tancomprensivo con unos hombres aquienes la cristiandad romanaconsideraba cobardes, degenerados ynecios, por haber dejado caer su patriatan fácilmente en poder de la estúpidaherejía mahomética. Pero el venerableConstantinus tenía motivos muy íntimos,imbatibles razones, para tenermisericordia y apiadarse de aquelloscristianos exiliados. Motivos y razonesque yo sí conocía. Porque el buen papaera de origen sirio, como yo. Y elcorazón de los que un día tuvimos queabandonar Siria, hace tiempo que fue

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traspasado por desgarradores presagiosque empezaban ahora a cumplirse...

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M

2

Siria

i nombre es Efrén, sirio, nacidoen el barrio cristiano de

Damasco, el quinto año del califa Abdal-Malik. En mi bautismo me impusieronel nombre de aquel varón santo quecompuso los más bellos himnos a la

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Virgen María: san Ephrain, apodado «elarpa del Espíritu», el mayor poeta quedio nuestra tierra. Mi bisabuelo paterno,oriundo de Emesa, fue uno de los cuatrohombres que, mientras cargaban sobresus hombros las parihuelas con elcuerpo sin vida de Simeón el Loco,escucharon cánticos sagrados,misteriosos, que no venían de ningunaparte. Mi familia materna era de lasangre de Pisidia, descendiente delglorioso general Flaviano, que venció alos persas y cuyo sepulcro se conservajunto a la iglesia más antigua deAntiochia Caesaria. Mi aspecto corporalresulta un tanto extraño en estas tierras:soy alto, algo desgarbado, aunque fuerte;

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mis cabellos son rubicundos y mis ojosgrises. Mi abuelo, el sapientísimoMansur ibn Sarjun al-Taghlibi, queadministró el tesoro de Damasco, solíadecir que nuestra raza provenía de loslejanos tiempos en que Alejandro elGrande llegó hasta Babilonia. Algunosde los hombres que venían con él eranmontañeses macedonios, rubios de tezclara, que dejaron sembradas las orillasdel Éufrates y el Tigris con sudescendencia.

Como tantos hombres de nuestracasta, mi padre era políglota, versado enlas lenguas aramea, siríaca, griega ylatina. Esto le valió ganarse en sujuventud un importante cargo como

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funcionario del Imperio romano. Aunquecontinuó prosperando luego al serviciodel califa Uzmán, cuando los ismaelitasmahométicos conquistaron Siria. Losnuevos gobernantes agarenos no solo lecolmaron de beneficios; además ledejaron seguir siendo cristiano. Dios leconcedió una larga vida en la que secasó tres veces y tuvo veintidós hijos.Me engendró en la última esposa cuandocontaba ochenta años, estando ya ciego,inútil para su trabajo de escribiente, sibien no aún para la paternidad. Muriópoco después, siendo yo un niño depecho, por lo que en realidad no llegué aconocerle.

Vivíamos en el antiguo barrio de

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Bab Tuma, donde también habitaron sanPablo y santo Tomás, según se sabe porlos Hechos de los apóstoles. Unavenerable tradición señala el lugarpreciso de las casas en que moraban,cerca de la nuestra; hoy hay edificadasallí dos iglesias dedicadas a sumemoria. Recuerdo vagamente nuestravivienda, que era un verdadero palacioheredado de nuestros abuelos, con dosgrandes patios, hogares para los criados,cuadras, graneros y un lagar. Seencontraba en la calle principal, y serevelaba digna de lo que llegaron a sermis antepasados en la gran metrópolique fue Damasco. Se trataba de unedificio de fachada y portal amplios,

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con un atrio ancho y cómodo en el quesolía haber corrientes de aire. Por lasmañanas, los vendedores ambulantesmontaban sus puestos a un lado y otro dela calle, enfundados en sus tabardoscortos de lana parda de camello y susgorras de piel de cabra; despachabansus productos y comían allí mismo pancon pasta de berenjena, verduras ypescado seco, dejando en nuestra puertalos malos olores. Eso resultabahumillante para mis familiares, que nopodían hacer otra cosa que aguantarse,recordando con nostalgia y frustraciónlos tiempos en que eran respetados yhasta temidos.

Me crie durante la época en que los

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árabes agarenos extendieron susdominios desde Egipto hasta Persia; yque incluso quisieron conquistar Siciliay el norte de África, hacia Occidente,llegando por el Oriente a las lejanasciudades de Bujará y Samarcanda. Losambiciosos omeyas soñaron con reinaren Constantinopla o incluso en Roma;pero finalmente decidieron convertirDamasco en la capital de su inmensocalifato. Su planteamiento les llevó a laconstrucción de fastuosas mezquitas,alcázares y pródigos jardines, paracompararse a los legendarios reyes de laantigua Persia o a los emperadores deBizancio. Delirios y excesos que nofueron vistos con buenos ojos por los

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alfaquíes fanáticos, que los acusaron deimpíos. Entonces, para congraciarse conellos, el califa Muawiya pretendiódestruir la basílica de Santis Joannes.Lo cual enardeció a los cristianos deDamasco. Hubo revueltas y violentostumultos. Los más exaltados acabaronagrupados en facciones que se ocultabanen montes y desiertos. Corrieron arroyosde sangre. Y como si volvieran lospeores tiempos de la historia, la ira vinoa recaer sobre los barrios cristianos.Padecimos terribles tribulaciones:persecución, maltrato, hambre, muerte ydesolación.

Yo era muy pequeño, pero tengograbado en la memoria el terror y el

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llanto de las mujeres. Se contaban cosasespantosas: crucifixiones, lapidaciones,degüellos, gente quemada viva... Miprimera infancia está llena de difusos yoscuros recuerdos. Es un tiempo extrañoen la memoria, en el que la imaginacióninfantil y la realidad se mezclan demanera confusa. Solo tengo claro que serespiraban el miedo y la incertidumbre.La gente que formaba parte de mi vidacotidiana desaparecía de repente y no lavolvía a ver. Eso para un niño esbastante desconcertante. Además, lascasas de los vecinos que se vaciaban,pronto eran ocupadas por extrañosvenidos de lejos, con otra lengua, otraindumentaria y diferentes costumbres.

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Era como si se hubiera dado riendasuelta a Satanás con todos sus demonios.

Del caos de aquella época infaustase destaca en mis recuerdos la imagende auténtica pesadilla de mi hermanastromayor, Ireneo, un loco que solíaaparecer por casa en el momento másinesperado, completamente borracho,con un cuchillo en la mano para intentarmatar a alguno de los parientes.

Por todo aquello, mi infancia no fuenada fácil. Mis hermanastrosdilapidaron muy pronto la herenciafamiliar y nuestra cómoda situación pasóa convertirse en un piélago decalamidades.

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M3

uchos de los nuestros tuvieronque huir de Siria: unos hacia el

norte, a Constantinopla; otros hacia eleste, a las costas, para embarcarse comopodían buscando las islas griegas, yluego, cruzando el mar Adriático, aItalia. Algunos de mis tíos yhermanastros huyeron. Nunca volvimosa saber de ellos.

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Pero no todos se marcharon de Siriaentonces. Otros muchos permanecimos,confiando en que se restableciese la paz,aunque temiendo perder definitivamentecasas, tierras y negocios. Nuestrafamilia tenía poco que conservar: nosquedaban solo el viejo caserón y unpequeño huerto en el arrabal. Pero elprimogénito de mis hermanos, que noquiso huir, acabó haciéndonos saber queno resultábamos cómodos allí. Mi pobremadre, joven, bella, viuda ydesorientada, se quedó atajada entre laindecisión y las escasas posibilidadesque tenía una mujer en suscircunstancias. El miedo y la indecisiónterminaron empujándola a contraer

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matrimonio con un alfarero bajito, feo ypobre, que se había prendado de ella enel mercado. Auxencio se llamaba, y enesencia era un buen cristiano. Y con élnos marchamos a vivir a su pequeñaaldea en la orilla del río Barada, a unajornada de Damasco.

Nos establecimos allí aguardandotiempos mejores. Tristemente, norecuerdo con exactitud la edad que teníaentonces; supongo que seis o siete años.Todavía era todo bastante incierto... Yen la relativa calma que siguió a tantasrevueltas y años confusos, la vida en loscampos de nuestra querida tierra resultópara mí por un tiempo cálida y diáfana,como es tan propia del alma inocente.

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Aunque Siria era todavía una incumplidapromesa de paz. Pero pudimos gozar deuna tranquilidad extraordinaria, alejadosdel tumulto de Damasco. Recuerdo laquietud del río, discurriendo fatigadohacia su desembocadura en el lagoUtaybah; el aura apacible, suave, queremovía las hojas de los árboles en lasriberas, arrancando de ellas murmullosinquietantes, como de risas; y la oblicualuz del sol que caía en el ocaso,otorgando una irradiación misteriosa alcontorno de las montañas delAntilíbano, como si fueran sagradas...

Dos regalos de Dios, casi olvidadosya, me permitieron afrontar con algo devalor y felicidad los primeros años de la

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vida simple de un niño cristiano: la críade palomas y la alfarería; tareas queeran el principal modo de subsistenciade mi padrastro. Toda la pequeña aldea—cuyo nombre en arameo antiguosignificaba algo así como «LosPalomares»—, estaba rodeada porpequeñas edificaciones construidas conadobe y destinadas a los nidos. Aunquela población también se dedicaba desdetiempos inmemoriales a confeccionarladrillos y vasijas. Cuatro días cadasemana se empleaban en sacar la arcilla,darle forma y cocerla en el horno. Lanoche del cuarto día se cerraban lospalomares y se capturaban las palomas.El viernes se salía muy temprano camino

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de Damasco para llevar aves ycacharros al mercado principal paravenderlas durante la mañana del sábado.El domingo se dedicaba a Dios y aldescanso. En nuestra nueva familiatodos se dedicaban a estos trabajos.

Mi padrastro, Auxencio Alfayyar,siempre me trató bien, como a unverdadero hijo. Se empeñó enenseñarme a manejar el barro, para quetuviese un oficio desde temprana edad,previniendo que quizá no pudiera volvera vivir nunca más en el revueltoDamasco. Yo me tomé la alfarería comoun juego, que aprendí en apenas sietedías, recién cumplidos los doce años,siguiendo las atentas directrices de mi

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maestro, que vivía entregado por enteroa ese arte. En torno al maleable barroincluso había compuesto una particularteología, aunque torpe y elemental, quele sustentaba y hasta le mantenía comoen oración mientras trabajaba. Era unhombre piadoso de verdad. Asombradoy lleno de entusiasmo por la facilidad yrapidez con que aprendí a hacer miprimera vasija, un día me reveló algoque no olvidaré jamás: «El verdaderoalfarero es el Creador, que hizo elmundo en siete días. El hombre queaprende el oficio en tan corto tiempo, harecibido las cualidades del mismoDios.» Me contó que eso se lo habíadicho su abuelo, que se hizo alfarero en

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una semana, y lo mismo repetía supadre, que aprendió en igual tiempo. Yañadió: «Somos hijos de un Diosadmirable, y eso nos hace grandes. Elbarro es el arte de Dios; que nos formócon amor de puro barro, nos infundióvida y nos va perfeccionando como unade sus obras preciosas e inigualables.Así que no permitas que nadie tehumille, que nadie te dañe; porque elúnico que debe juzgarte y conoce tu vidaes Dios, quien te creó. Eres la obra máshermosa suya, llena de dones,inteligencia y sabiduría. Por esodebemos darle gracias. Él protege tuvida de todo mal que te quiera dañar.Sigue creyendo en su palabra, porque ni

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el enemigo ni nadie podrán destruirte; elpoder de Dios te mantiene firme para nocaer...» Y con orgullo, manifestaba: «Yo,Auxencio, hijo de Acacio y nieto dePolicarpo Alfayyar, creo en mi corazóny me aferro a la palabra dada; porque séque Dios no se equivoca, y si Él dijoque en sus manos estoy, yo le creo,porque Él me formó de puro barro, medio vida y hará florecer nuevamente loque un día se marchitó en mí.»

No sabía mi padrastro leer niescribir; pero era virtuoso. Poseía donesinnatos que constantemente le agradecíaal Espíritu. Además de la alfarería,cultivaba otras artes. También era pintorde iconos. Esa afición la adquirió en su

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juventud, en Melitene, donde estuvoemigrado con toda su familia cuando loscalifas impusieron la yiza a loscristianos y convirtieron en esclavos alos que no podían pagar el impuesto.Pintaba imágenes muy sencillas, toscas,de la Virgen María y de los santos, quevendía en secreto a quienes se lasencargaban, pues ya se sabe que lasimágenes eran muy mal vistas por losismaelitas, nuestros dominadores.

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asaron de esta manera algunos añostranquilos. Aunque, a través de

todos estos cambios de circunstancias,al fondo de mi ser infantil se habíaadherido un poso hecho de heridas ymiedos. Siempre me atemorizaba elfuturo, y tal vez de esa inquietud fuesacando el Espíritu una inclinación alpresentimiento, al auspicio, una latente

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inspiración profética en mi alma todavíatierna. Y todos aquellos temores queensombrecían el asomo de mi felicidad,y que me mantenían permanentementecomo en guardia, aparecían en mispeores pesadillas nocturnas con lasformas y presencias más tenebrosas. ¿Ycómo no soñar con muertes ypersecuciones, cuando ese era el temaprincipal de los sermones de lospresbíteros? La idea del martirioformaba parte de nuestras vidas comouna realidad en contradicción: sedeseaba, pero a la vez causaba espanto.

Quizá por eso me asaltó una nocheun horrible augurio, cuando cumplí lostrece años, y creía ya que iba a vivir

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toda la vida en el Palomar, entregado acriar aves y modelar la arcilla, y que notendría que ir a Damasco sino paravenderlas. Fue en pleno verano, cuandoel calor de aquel valle llegaba a ser casiinsoportable. Vi en sueños un hornoabierto, lleno de fuego voraz, en el quealguien se consumía abrasándose, y suimagen se desvanecía sin que yo pudierasaber quién era, aunque me resultase encierto modo conocido.

Pasado algún tiempo, no puedoprecisar cuánto, mi padrastro se estuvoesmerando durante semanas en la pinturade un icono que le había encargado unaviuda para ponerlo dentro de la tumbade su esposo. Se trataba de la

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representación del mártir Blasios deSebaste, que aparecía en el centro con lacabeza cortada. A su derecha estabapintado un arcángel, que recogía su almaen las manos; mientras que, a laizquierda, se veía al demoniomanifestando su rabia. El fondo de laescena era de un tono azul, profundo,vaporoso, en el que debían ir escritasunas frases en griego. Pero, comoAuxencio no sabía leer ni escribir,necesitaba la ayuda de otro artista másversado para que le pusiera las letras.Así que, acabada la pintura, la envolviócuidadosamente en unos paños parallevarla consigo a Damasco y que lacompletara un colega suyo de la ciudad,

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aprovechando uno de los viajes almercado.

Estaba nervioso y a la vez contento,entusiasmado. Tal vez porque, siendomodestamente consciente de suslimitaciones con la pintura, sin embargo,el icono del mártir Blasios le habíasatisfecho mucho. Y en verdad logró unresultado muy aceptable. Al menos a míme lo parecía y también a mi madre.Recuerdo que el santo tenía una miradamuy viva, penetrante, y que el rojo de lasangre en la garganta impresionaba. Conesa satisfacción, mi padrastro semostraba convencido de que las letrasgriegas en el fondo azul iban acompletar la obra.

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El miércoles, antes de partir, nos dioinstrucciones:

—El sábado a última hora estaréaquí de vuelta como todas las semanas.Si vienen los criados de la viuda apreguntar por el icono, les decís queestá terminado. No les deis másexplicaciones: ni si está bien pintado, nique os gusta, ni que es bonito, ni que siel mártir está así o asá... ¿Entendido?Mejor será que ella se lleve unasorpresa. Y tú, Efrén —me ordenó—,esta vez te quedarás aquí con tu madre.Tendré que ir al barrio de los artistas yes un poco peligroso.

Le vi alejarse canturreando, unido ala caravana que formaban los asnos

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cargados con las jaulas de las palomas ylas aguaderas con los cacharros,mientras me quedaba contrariado por nopoder ir con él.

Al día siguiente, se presentó undesconocido en nuestra casapreguntando por Auxencio. Supusimosque sería el criado de la viuda y ledijimos lo que él nos había mandado, sindar mayores explicaciones, excepto queestaría de vuelta al cabo de dos días. Elforastero se marchó. Pero regresó elsábado a media tarde con otros dosacompañantes tan extraños como él.Noté que mi madre estaba inquieta, perono me dijo el motivo.

Antes de que se pusiera el sol, como

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se esperaba, se oyó a lo lejos el jaleodel regreso de la caravana. Losdesconocidos entonces salieron alcamino y preguntaron a voces porAuxencio Alfayyar, respondiéndoles losalfareros que venía el último. Mipadrastro llegó al fin, descabalgó y sepuso a descargar sus cosas en el establo,convencido de que aquellos hombresvenían de parte de la viuda. Y ellos, sinmediar palabra, se encerraron luego conél en su taller. No me atreví a entrar allípor respeto, a pesar de que veía a mimadre cada vez más preocupada.

—Vienen a por la pintura —le dijepara tranquilizarla—. Seguro que le vana pagar un buen dinero.

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Pasado un rato, vimos que salíahumo por la chimenea del taller, lo cualindicaba que Auxencio había encendidoel horno donde se cocían las vasijas;nada extraño, puesto que siempre sehacía la tarde antes para que yaestuviese bien caliente al amanecer deldía siguiente. Pero aun así, mi madre medijo nerviosa:

—Anda, ve a ver qué pasa.Crucé el pequeño patio que separaba

nuestra casa del taller y empujé lapuerta. Lo que vi dentro me espantó: mipadrastro estaba arrodillado, comoorando, mientras aquellos tres forasterosle miraban con gesto severo. A un lado,el icono del mártir resplandecía, puesto

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en el caballete e iluminado por elresplandor de las llamas que salían porla gran puerta del horno. Destacaban lasletras griegas escritas en el fondo azul.

Auxencio me miró con unos ojostristísimos y me ordenó gritando:

—¡Vuelve con tu madre!Entonces el hombre que vino el

primer día replicó con un vozarrón:—¡No, que se quede! ¡Así

aprenderá!Luego todo fue muy rápido. Otro de

aquellos hombres arrojó el cuadro delmártir a las llamas, mientras proclamabacon rabia:

—¡Alá es grande! ¡Alá abomina dela idolatría infiel!

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Inmediatamente después, agarraron ami padrastro, lo alzaron del suelo y lometieron de un empujón en el horno. Noles costó trabajo, porque él no seresistió y, además, su cuerpo abultabapoco. El desgraciado no gritó, no sequejó. Le vi revolverse en el interior,devorado por las llamas, mientras mequedaba paralizado, mirando atónito,sintiendo que aquello no era real, quesolo era un terrible sueño.

Los asesinos, antes de marcharse,me advirtieron con severidad de que mepasaría lo mismo si me dedicaba apintar santos en vez de criar palomas ytrabajar la arcilla.

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espués de su martirio, losfamiliares de Auxencio se

ocuparon caritativamente de mi madre yde mí durante algún tiempo. Hasta que,pasados algunos meses, empezaron aagobiarse. No eran tiempos propiciospara los cristianos y una viuda essiempre una carga, sobre todo si aportaun hijo que, además, no era de la sangre

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de aquellos alfareros de temperamentotribal. No nos expulsaron, pero laconvivencia se hacía insoportable. Mimadre era todavía joven y las mujeresrecelaban de su belleza. Tuvimos queregresar a Damasco para pedir ayuda ennuestra antigua casa. Y como era deesperar, tampoco allí fuimos bienrecibidos. El viejo palacio estabaconvertido en una verdadera ruina. Elprimogénito había tenido que vendertodos los muebles y tapices. Las paredespeladas, bajo los tejados desvencijados,me parecieron funestas. En medio delsucio abandono, los únicos enseres eranunas cuantas esteras para sentarse odormir sobre el duro suelo. Mis tíos se

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gastaban lo poco que tenían en vino ymalvivían envueltos en un desordenindecoroso y desquiciado.

Aguantamos cuanto pudimos enaquella indigencia, mientras mi madrepermaneció como sumida en unaturdimiento lacrimoso. Hasta que undía reaccionó y salió en busca deauxilio. Dios tuvo a bien iluminarla ycondujo sus pasos hasta un parientenuestro, hijo de su hermana: mi primoJoannis Mansur, al que llamabanCrisorroas, que significa «orador deoro», por el extraordinario don depalabra que el Espíritu le habíaotorgado. Como toda nuestra familia, eramiembro del patriciado damasceno que

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aportó durante siglos los funcionariosresponsables de la recaudación deimpuestos en la provincia siria, ennombre de los emperadores bizantinos.Nuestro abuelo, Mansur ibn Sarjun al-Taghlibi, administró el tesoro del exarcaen tiempos del emperador Heraclio yluego fue encargado de negociar larendición de Damasco cuando llegaronlos ejércitos agarenos a Siria. Lo cualpermitió que se congraciara con lossitiadores y más tarde trabajar a suservicio como ministro de Finanzas. Suhijo Sarjun Mansur, mi tío, padre deCrisorroas, le sucedió en el cargo eintercedió ante el califa Muawiya paraque no destruyera la preciosa basílica

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de Santis Johannes Apóstol.Mi primo recibió desde su infancia

una refinadísima educación tanto griegacomo árabe. En eso su padre estuvo muyacertado, haciendo que le ilustrara unmonje llamado Cosmas, capturado enSicilia durante un ataque, y cuyo rescatefue pagado por mi tío en el mercado deesclavos. Bajo su autoridad, aprendióciencias y artes que adornaron su buenjuicio y su prodigiosa sabiduría:dialéctica, retórica, aritmética,geometría, música, filosofía, teología yastronomía. Por otra parte, suinstrucción religiosa fue tanto cristianacomo musulmana, lo cual le permitióheredar una posición privilegiada entre

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los más altos cargos del califato omeya,encargándose de la administración delas finanzas como nuestro abuelo.

No puedo mencionar en este escritoa todos mis bienhechores y maestros,pues son muchos, pero hay dos nombresque no me resisto a omitir: mi padrastro,el alfarero Auxencio Alfayyar, y esteprimo mío, Joannis Crisorroas. Elprimero de ellos, sin ser propiamente unhombre cultivado, gozaba de unasapiencia natural y una piedad auténtica;a él debo tantos consejos que no heolvidado: no temer, no consentir latristeza ni el miedo al futuro, mirar solo

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adelante y vivir en paz en medio de laspequeñas cosas, a pesar de lainseguridad del mundo; puesto que, hagalo que haga, todo estará bien, si intentohacer el bien... En cuanto al segundo,desde que mi madre acudiera a él,parecieron disiparse todas las sombrasde incertidumbre que nos acosaban. Miprimo, que era apenas un joven de pocomás de veinte años, nos acogió y nos dioacomodo en su casa. A mí me trató comoa un hijo y decidió que me educara comocorrespondía a la tradición de nuestraestirpe.

Con ese fin, él mismo me enseñó lasprimeras letras, tanto griegas comoárabes, y después, cuando cumplí los

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trece años de edad, me confió alcuidado de los monjes del monasterio deMaalula, al pie de las montañas deKalamun, que se halla a dos jornadas apie desde Damasco, donde se venerandesde antiguo las reliquias de santaTecla y san Sergio.

A partir de entonces, y hasta losdieciséis años, viví siempre en elterritorio del monasterio, consagrado alas Siete Artes y al estudio de lasSagradas Escrituras. La enseñanza erasevera y constante. Al principio todoaquello era para mí insoportable, puestoque nadie antes me había sometido averdadera disciplina. Pero no tardé enadaptarme. La vida en común con otros

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muchachos cercanos a mi edad y elestudio me ayudaron a descubrir cosasde mí mismo que ahora, cuando hecho lavista atrás, reconozco que seríanindispensables en los momentos másdifíciles de mi vida posterior. Durantetodo ese tiempo, además de laobservancia de la regla monástica y elcanto, mi mayor tarea fue el estudio delos padres de la Iglesia y la indagaciónen el significado e interpretación de losescritos antiguos. Aprendí las lenguassiríaca, griega y latina. Mi deleite erapor entonces aprender, enseñar, leer yordenar los libros que se atesoraban enla biblioteca de Maalula, que es una delas más antiguas del mundo.

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Progresé y a los diecisiete añosrecibí el título de ayudante del maestro,que me fue otorgado por el obispoCromacio, a petición del abadPolicarpo.

Pero mi primo y protector noconsideró oportuno que me hiciesemonje por el momento, ni que recibieselas sagradas órdenes, sino que tenía paramí otros planes: le parecía mejor quesiguiera su mismo camino trabajando enla cancillería del califa.

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oannis Crisorroas me sacó delmonasterio de Maalula un domingo

de noviembre y me llevó a su casa,donde mi madre llevaba viviendo desdeaquel mismo día que fuimos a pedirleauxilio. Habían pasado cinco largosaños desde que nos separamos, y entodo ese tiempo, solo la vi yo una vez,por una de las ventanas del monasterio,

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pues la estricta regla no nos permitíaaproximarnos a las mujeres a menos detreinta pasos; ni siquiera a la propiamadre. Para ella, yo me habíaconvertido en un hombre. Acarició mibarba y lloró con una tristeza que a mítambién me arrancó las lágrimas. Seguíasiendo bella, pero vestía ya como unaanciana.

Ese invierno fue largo y frío. No sési la asignación que el califa le daba ami primo por su oficio de intendentegeneral era generosa o escueta, pero ensu morada se escatimaba hasta la leña yel carbón de los braseros. Supongo quemi primo estaba más pendiente de lascosas de la cancillería que de la

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administración de su casa, y lossirvientes eran una pareja de ancianosque tenían descuidados los másnecesarios asuntos de una viviendaconfortable. Cuando llegué al viejopalacio donde debía empezar una nuevavida a mis dieciocho años, me invadióuna sensación extraña. Era un edificiogrande y sombrío, cuyas paredesestucadas se elevaban hacia unos techosaltísimos; como un inhóspito yabandonado lugar donde crujían lasmaderas y repiqueteaban las goteras portodas partes. La gente cristiana delbarrio me pareció envejecida y triste.Además, se comía poco y mal. Tanto eraasí que incluso llegué a echar de menos

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las ollas del monasterio. Pero, sobretodo, recordaba con añoranza la cálidacasita de mi padrastro en el Palomar, ala orilla del río Barada, el pescado frito,el taller de alfarería, los viajes almercado y los niños correteando alegrespor todas partes.

Las traseras del húmedo caserón demi primo daban a la vieja iglesia de SanPablo. El jardín estaba bastantedescuidado. Las enredaderas trepabanpor los muros formando una apretadamaraña a cuyo abrigo dormían cientosde pájaros. En la parte más alejadacrecía una palmera tupida, bajo cuyotronco Crisorroas se entregaba cadatarde en solitario a sus meditaciones.

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Por encima de las tapias se contemplabauna hermosa visión de la cúpula de laiglesia, algunas edificaciones delantiguo Bab Tuma y una infinidad deterrazas polvorientas a lo lejos. Allí miprimo y yo rezábamos diariamente lasalmodia al amanecer, arrodillados ymirando hacia el oriente.

Era una época oscura, deincertidumbres y temores, en la que nose frecuentaban los templos para nolevantar la ira de los fanáticosmuslimes. Los gobernantes tolerabantodavía a los cristianos sirios y no lesimportaba demasiado que mantuviesenen privado su fe; si bien, para ostentarcargos públicos era necesario conocer

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bien el Corán y las prescripciones de laUmma. Así que empecé a ocuparme delos trabajos de copia y anotación en eldespacho de mi primo, al mismo tiempoque aprendía la Sharia.

No obstante, seguí instruyéndome enlas artes liberales, especialmente en«las cuatro vías»: la aritmética, lageometría, la astronomía y la música. Yde esta manera no olvidé lo aprendidoen el monasterio a la vez que leía lasantiguas crónicas: La Geografía deEstrabón, La Giropedia de Jenofonte,las Vidas de Plutarco, la HistoriaRomana compuesta por Dion Casio o laobra del mismo nombre escrita porApiano; las de los historiadores Livio y

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Polibio o los abreviadores posterioresEutropio y Orosio y las célebresEtimologías de Isidoro de Isvilia.

Pero, al mismo tiempo, Crisorroasme enseñaba la manera de cumplirexternamente las obligaciones de unbuen musulmán. Él las conocía a laperfección y hablaba la lengua árabemejor que cualquier ismaelita. Para nolevantar sospechas, acudíamos de vez encuando a la mezquita y no olvidábamosnunca hacer las obligadas abluciones ylas prosternaciones propias de los rezosde la secta mahomética. Pero, a solas yen privado, repetíamos diariamente lasoraciones cristianas, el credo, elpadrenuestro, el trisagio y las

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salutaciones a la Virgen María;repitiéndonos una y otra vez quedebíamos regirnos en el fuero internopor la única y verdadera fe que nosenseñaron nuestros mayores.

Era una triste doble vida de disimuloe hipocresía, que, para el jovenimpulsivo y descontento que empezaba aser yo, resultaba una fuente constante decontradicción y, con frecuencia, derebeldía. Mas no había otra manera paraabrirse camino en Damasco y obteneralgunas ganancias. Por eso Crisorroasme obligó a perfeccionar misconocimientos de la lengua árabe y lareligión de Mahoma, con vistas a que enun inmediato futuro pudiera dedicarme,

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como él y como tantos otros miembrosde nuestra familia, a ocupar un buenpuesto entre los altos servidores delcalifato omeya.

Siria no había dejado de ser un paísconvulso y en permanente cambio.Siempre se ha dicho que eso hasucedido en todas las eras. Desde quetengo uso de razón y recuerdos de mitierra, las cosas han cambiado muchocon el paso de los años. En tiempos demi abuelo, aunque los cristianos teníanque pagar severos impuestos, todavíaeran respetados en cierto modo. Nollegué a conocer a mi padre, pero sé queno le fue del todo mal. Aunque, segúncuentan los que vivieron en aquella

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sombría época, el califa Yazid ibnMuawiya era conocido por su afición ala bebida y al resto de los placeres yperversiones más propias de un déspotadegenerado que de un muslime piadoso.A pesar de los múltiples crímenes yaberraciones que cometió, los árabescreían que su reinado fueron unasdécadas gloriosas por las importantesvictorias que logró para el islam. Susejércitos conquistaron el norte de Áfricay llegaron hasta el Atlántico.

Estando yo todavía en el monasteriode Maalula, murió el califa Abd al-Malik y fue sucedido por su hijo Walid.Lo primero que hizo el nuevo califa fueimplantar el árabe como lengua oficial

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en la administración, en lugar del griegoy del persa que había seguidoutilizándose por sus antecesores. Estadecisión trajo grandes consecuenciaspara los que no éramos muslimes, quehasta entonces habíamos considerado elárabe como la despreciable manera dehablar de los beduinos habitantes de losdesiertos; una jerga impronunciable ypropia de gente iletrada. Desde esaorden, la gente culta de ascendenciahelénica o persa ya solo podía tratar enlas cancillerías en la lengua oficial.Todos los pergaminos, los pliegos decuentas, las cartas e informes debíanestar escritos en árabe. Si bien todavía,y durante algún tiempo, los funcionarios

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griegos y persas permanecieron en suspuestos, ya que era necesario entenderlo escrito en griego y persa para podertraducirlo todo al árabe.

Gracias a esa circunstancia, miprimo Joannis Crisorroas continuó en sucargo al frente del erario, aunque susayudantes iban siendo sustituidos deforma paulatina por los nuevos delengua árabe a los que él mismo habíainstruido en los diversos oficios de lacontaduría.

El califa impuso también el usoobligatorio del árabe para toda laciudadanía. Aunque su empeño noresultó tan fácil como él pensaba, por elsimple hecho de que la antigua manera

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de hablar y escribir de los árabes, conlos años, se había ido contaminando conlas palabras del griego y del persa. Asíque el árabe puro quedó solo para losescritos religiosos. Y resultó finalmenteque el Corán, por su anticuado lenguaje,apenas era vagamente comprendido porla gente que no sabía leer ni escribir.

También se debe a Walid la cuña delos primeros dinares, pues hastaentonces todavía se usaban las monedasbizantinas y persas. Ordenó grabar entodas las piezas la frase «En el Nombrede Alá» y un año más tarde las aleyascoránicas «Alá es Único, Alá esEterno». Estas inscripciones,consignadas en el sucio y vil dinero,

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causaron un gran disgusto a los alfaquíes(doctores de la ley del islam) quienesdenominaron a la nueva moneda al-makruha, que significa «la odiada».

Justo ahí empezaron los mayoresproblemas para los cristianos sirios.Porque los guardianes de la leymahomética pugnaron siempre paraimponer en todos los territorios de laUmma una moral según lasinterpretaciones más severas del Corán,y nunca vieron con buenos ojos lapresencia de cristianos en los cargos degobierno. Tal vez para complacerlos, elcalifa reorganizó el correo, sustituyendoa sus anteriores responsables por fielesagarenos, para que no circulasen cartas

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ofensivas o contrarias a la Sharia.También llenó de árabes el diwan (elconsejo del Gobierno), que hastaentonces todavía estaba formado casiexclusivamente por griegos y persas.

A causa de todos estos hechos, lossabios cristianos empezaron a consignaren sus escritos la constatación de queestaba concluyendo una era, y que seavecinaba otra nueva; por lo que secumplían muchas de las antiguasprofecías y se abría un período deconfusión e incertidumbre, que erapreciso interpretar a la luz de aquelloque se define como «los signos de lostiempos».

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U7

na tarde mi primo Crisorroas mellevó hasta su rincón apartado y

silencioso del jardín. Era un día de cielogrisáceo que anunciaba la lluvia. No seescuchaba otro ruido que el graznidoespaciado de un cuervo y reinaba unaquietud grande. Desde allí se veía todala ciudad, con sus torres, sus casas dealtos tejados, las calles estrechas; se

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divisaban los dos cementerioscristianos, el de Santo Tomás y el de SanPablo, en los que tenían sus sepulcroslas mejores familias, mientras que lospobres y los judíos recibían sepulturafuera de las murallas. El cementerioprincipal de los muslimes estaba lejos,en un altozano, junto a la puerta llamadaBab Al-Jabiya.

Mi primo había extendidopreviamente una alfombrilla debajo dela palmera y nos sentamos en ella,envueltos cada uno con su manta de pielde zorro. Mi primo sostenía entre susdelicadas y blancas manos un libro.

—Te he traído hasta aquí para quehablemos solos, en privado, pero en

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presencia del Señor —me dijo concuidado, con voz delicada, para nocausarme sobresalto alguno.

—Hace frío aquí —comenté, pordecir algo, pues me causaba granrespeto su presencia.

Me miró con ojos extraños, lejanos,que enseguida entornó, para decir:

—Sí, hace frío, pero así nosmantendremos más despiertos y atentosmientras conversamos. Este aire tanpuro refrescará nuestro espíritu paracomprender mejor... Aquí mismo, bajoesta palmera, rezaba arrodillado nuestrocomún abuelo, el sapientísimo Mansuribn Sarjun al-Taghlibi. Recuerdo haberlevisto ahí mismo, donde tú estás, de

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hinojos, llorando e implorando elperdón de Dios por no sentir que vivíahonestamente su fe.

Comprendí perfectamente lo quequería decirme. No necesitaba darmemás explicaciones. Nuestrosantepasados tuvieron que someterse yaceptar esta vida de resignación ydoblez: si querían conservar sus casas,privilegios y cargos en la cancillería, noles quedaba más remedio que plegarseen lo externo a las formas y preceptos dela religión de Mahoma. Aquello debióde suponer para ellos un conflictopermanente en el fondo de sus almas,como lo seguía siendo a buen seguropara mi primo, y como ahora empezaba

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a serlo para mí. Y él se había dadocuenta de que en mi corazón empezaba aencenderse la rebeldía.

De momento se hizo pues un gransilencio entre nosotros. Un silencio untanto perturbador, en el que cada unoparecía estar averiguando lo que pasabapor la mente del otro. Pero yo, queestaba tan agradecido a él, no quería quellegara a pensar que le reprochaba algo.Así que acabé diciéndole con todasinceridad:

—Gracias por preocuparte por mimadre y por mí.

Y después de manifestar eso, meaproximé y le besé la mano conreverencia y cariño.

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—Siéntate a mi lado —me pidiósonriente—. No tengo hermanos, ya losabes. Desde hoy mismo tú serás mihermano. Antiguamente, cuando lasfamilias del mismo tronco vivían en lamisma casa, compartiéndolo todo y bajola autoridad del patriarca, no habíaseparación entre primos y hermanos;todos eran considerados hermanos y setrataban entre ellos como tales...

Me abrazó. Y sentí de verdad queera, más que un hermano, un verdaderopadre. Así que no pude evitar echarme allorar.

—Bueno, bueno —dijoafectuosamente—. Ya eres un hombre,pero no es malo llorar de vez en cuando.

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Pero lo comprendo, Efrén; comprendomuy bien que hayas sufrido miedo einseguridad. Cuando eras solo un niñoindefenso viste aquella escena terribledel horno devorando a tu padrastro...Pero ya no debes preocuparte. Aquípodéis tener tu madre y tú una vidasegura y digna. Yo me ocuparé de queasí sea. Ahora debes seguir formándotepara continuar la tradición de nuestrafamilia. Un día te casarás y aportarás ladescendencia necesaria que perpetuaránuestro antiguo y noble linaje en estamisma casa.

Dijo esto con un convencimiento queno admitía ninguna duda. Pero a mí medespertó una incógnita que me asaltaba

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de vez en cuando.—Primo —le pregunté directamente,

amparándome en la confianza queacababa de regalarme—, ¿y tú por quéno te has casado? ¿Por qué no has tenidohijos, si has cumplido ya veinticincoaños?

Se quedó pensativo durante un rato,mirándome. Después se volvió hacia lapequeña cúpula de la iglesia de SanPablo. Suspiró.

—No me resulta fácil responder aesa pregunta —reveló, sin ocultar ciertaincomodidad—. Es un asunto muypersonal.

—Comprendo —dije, temiendohaberle importunado—. Déjalo pues. Y

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discúlpame, te lo ruego. Soy un idiota.—¡No, por el Dios Bendito! ¡Yo soy

el idiota! Si he decidido tratarte comoun hombre, lo haré con todas lasconsecuencias. Ya no eres un niño, ytienes derecho a que muchas verdadesresplandezcan delante de ti. Aunque meresultará difícil... He de intentarlo. Hede ser claro contigo. No, hermano mío,no debo mantenerte en la oscuridad.Tienes derecho a que se te digan ciertascosas...

A pesar de que comprendía esaspalabras, en mi interior habitabanmuchas dudas. Él me daba seguridad, metranquilizaba, y su sola presenciadisipaba miedos y ansiedades antiguas;

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pero en mi mente, que hace ya tiempohabía dejado de ser la de un niño,bullían un sinfín de preguntas. Así queme pareció que no hallaría mejormomento para aliviar mi corazón queaquella tarde en la que él me garantizabasu confianza.

—No quisiera hacerte pasar un malrato —dije—. No estás obligado acontarme tus cosas.

—Sí, lo estoy, ¡claro que estoyobligado! —Suspiró de nuevo, másprofundamente ahora, y otra vez puso sumirada en la cúpula—. No me he casadoni he tenido hijos —prosiguió azorado— porque mi alma ha estado siempresembrada de remordimientos. Nací y me

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crie en este viejo palacio. Aquí vivieronlos nuestros por generaciones ygeneraciones, desde aquellos tiempos enque gobernaban estas tierras losemperadores de Roma y después los deBizancio... Siempre nos hemos preciadode nuestra sangre patricia, queposiblemente llegó acompañando al granAlejandro. Nuestro orgullo se sostienesobre los cimientos de la civilización, lalucha contra la barbarie y el despreciohacia la obcecación, el crimen y lamentira. Después de que aquí estuvierael mismo apóstol san Pablo, en algúnmomento, nuestros venerablesantepasados abrazaron la fe de Cristo.Todo se lo debemos a ellos, pues fueron

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valientes, se negaron a sí mismos y lorelegaron todo, excepto seguir a aquelque es el único Salvador, quien es elCamino, la Verdad y la Vida, ¡laauténtica Vida!

Crisorroas me hablaba emocionado,pero yo advertía cierta tristeza en surostro. De vez en cuando, le temblabanlos labios, como si lo que estabadiciendo fueran palabras sagradas,puras, como las mismas Escrituras;palabras que le brotaban desde muyadentro, desde su misma alma. Y susabiduría era tan grande como su pasión,cuando añadió:

—La aproximación lingüística,primero sobre la base del griego y

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después el latín, facilitaron lacomunicación y el entendimiento entrelos hombres. Esa es la civilizaciónverdadera, basada en la Koiné, la lenguacomún. La crisis y el abandono delpaganismo ancestral, y la extensión deun anhelo de genuina religiosidad entrelas gentes selectas, crearon un climaespiritual que predispuso también a daracogida al Evangelio. ¡Así se extendióel cristianismo! Aunque la adhesión a lanueva fe cristiana implicaba tambiéngrandes dificultades, peligros que, sinexageración, cabe calificar deformidables. La fe cristiana obligó anuestros antepasados a apartarse de lasprácticas tradicionales de culto a Roma

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y al emperador, que eran a la vezconsideradas como imprescindiblespara la inserción del ciudadano en lavida pública y su testimonio defidelidad hacia el Imperio. Y de ahívinieron las acusaciones de «ateísmo»lanzadas tantas veces contra loscristianos primeros; de ahí lasamenazas, las persecuciones y elmartirio que se cernió sobre ellosdurante siglos y que hacía de laconversión cristiana una decisiónarriesgada, valerosa, incluso desde unpunto de vista meramente humano. Yaera el cristianismo considerado«superstición detestable» por elhistoriador Tácito, que calificaba a los

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cristianos de «enemigos del génerohumano». Suetonio llamó a nuestrareligión «nueva y peligrosa secta».«Perversa y extravagante» era paraPlinio el Joven. Y se atribuyeron a losdiscípulos de Cristo los másmonstruosos desórdenes: infanticidios,antropofagia y toda suerte de maldadesnefandas. Hasta Tertuliano clamó: «¡Loscristianos a las fieras!» Pero ellos semantuvieron fieles, hasta la muerte,hasta el martirio... Y lograron con susacrificio la conversión de todo elImperio. Como más tarde serían capacesde hacer que los bárbaros invasores sehicieran cristianos. No obstante, nuestrafe cristiana fomentaba entre sus gentes el

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respeto y la obediencia hacia la legítimaautoridad. Cristo mismo así loestableció: «Dad al César lo que es delCésar y a Dios lo que es de Dios.» Y losapóstoles siguieron esta doctrina: «Quetoda persona esté sujeta a las potestadessuperiores, porque no hay potestad queno provenga de Dios», escribió sanPablo a los fieles de Roma; «temed aDios, honrad al emperador», exhortabasan Pedro. El Imperio, por su parte,toleraba los nuevos cultos y divinidadesextranjeras de los muchos territorios quegobernaba. El choque llegó cuandoRoma exigió de sus súbditos algo quelos que eran cristianos no podían dar: laadoración a la diosa Roma y al dios

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emperador. Porque a nosotros, loscristianos, solo a Dios nos es lícitorendir adoración...

Empecé a comprender de repente elporqué de aquella larga disertación.Entonces me di cuenta de que mi primoera en verdad un hombre mucho másinteligente, mucho más perspicaz ypreclaro de lo que yo creía suponer. Élhabía intuido las dudas que anidaban enmi corazón. Tal vez porque estuvo yapreparándose él mismo con tiempo paradarme ciertas explicaciones... PorqueCrisorroas sabía, como si penetraradentro de mí, que nuestro modo de vidame causaba desazón, desconcierto,tristeza... Y porque de verdad lo sabía,

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acabó diciéndome:—No me he casado ni he tenido

hijos porque considero que debo pagarun precio, un tributo a Dios. Algo he dedar a Aquel a quien todo debo, ya queno soy capaz de ofrecer una entregatotal, valiente, decidida; una entregacomo la de aquellos mártires de laprimera persecución: la de Nerón,cuando la acusación hecha a loscristianos de ser los autores delpavoroso incendio de Roma creó lahostil opinión de la ciudadanía para conellos.

Después de decir esto, entristeció.Sus ojos brillaban a punto de derramarlas lágrimas. Me miraba y, con aquel

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temblor en sus finos labios, parecíatemer por lo que debía decir acontinuación. Y de esta manera, estuvodurante un rato contenido, hasta que alfin añadió:

—Pero yo... ¿qué hago yo sino vivircómodamente, apegado a mi casa, a misbienestares, a mis criados, a mis libros,a mi vida? A esta miserable vida demediocridad y cobardía... Por eso, nome caso ni tengo hijos. Porque no quieroavergonzarme delante de los míos. Yame avergüenzo demasiado delante de ti,hermano mío. Pero no me queda másremedio que acogeros a vosotros quetanto habéis sufrido; tu madre y tú habéistenido peor suerte que yo...

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Calló. Me miraba con unos ojostristes, desde una congoja sincera, yluego estuvo gimiendo un buen rato.

Pero sus explicaciones y su aflicciónno me enternecieron; al contrario,encendieron más mi rabia.

—¡Es una mierda de vida! —exclamé—. ¡Una verdadera mierda! ¡Unasco! ¡Así me siento yo! ¡Creía quenadie me comprendería! Siento quevivimos una vida de doblez. Vivimoscomo los agarenos de cara a losvecinos, pero no tenemos ninguno de susprivilegios. ¡No estamos dandotestimonio! ¡Nos conformamosasquerosamente!

Él asintió con pesarosos

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movimientos de cabeza y luego dijo:—Sí. Pero ¿qué podemos hacer?

Estamos amarrados por un pacto: elpacto de Omar. Ese pacto salvó lasvidas de nuestros abuelos, pero nosimpuso una mordaza para siempre...

—Necesitaba que alguien me dijeraeso —manifesté.

Me abrazó de nuevo y me susurró aloído:

—¡Lo sé! Lo sabía y por eso debíahablarte. Tu alma es pura y hay en tibellos sentimientos. Siento que tengasque compartir conmigo todo esto... Deveras lo siento... El impulso de tu ira esel furor de la juventud. También yo sentíeso... Pero la madurez me va

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cambiando...No quise decirle nada más. Su

sinceridad había llegado a conmoverme.Permanecimos en silencio un largo rato.Caía la tarde y una luz muy rara, lívida,iba envolviendo el jardín, la palmera,las tapias, la iglesia, las lejanasterrazas... De repente, la quietud diopaso a los cantos de los almuédanosllamando a la oración de los muslimes;las voces se intercalaban, se arropabanunas a otras, las cercanas sobre laslejanas; hasta que en el minarete máspróximo un canto potente tapó laintensidad de todos los demás. Entoncesdijo mi primo:

—El pacto de Omar silenció para

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siempre el alegre sonido de nuestrascampanas.

Transcurrió un largo rato de tristeza,en el que estuvimos mascando lainquietud que nos causaban aquellasvoces. Después, poniéndose en pie, élañadió:

—Hace frío; no debemos estar aquíya.

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uien lea esto seguramente seránacido, crecido y educado en la

cristiandad romana; es decir, en algunaprovincia o territorio pertenecientetodavía a lo que fue el Imperio romano.Esa circunstancia me obliga a daralgunas explicaciones muy necesariaspara comprender los pesares queanidaban en el corazón de mi primo

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Joannis Crisorroas.Sabido es que los ismaelitas, a la

muerte de su profeta Mahoma, ocuparoncon gran rapidez un extenso territoriodespués que salieron de Arabia, yextendieron sus dominios sobre una grancantidad de pueblos no árabes,encontrándose en su expansión con unaenorme diversidad de gentes de otrascreencias diferentes a las suyas. Losconquistadores consideraban a loscristianos y también a los judíos como«gentes del Libro», ahl al-Kitab, por serdepositarios de los libros de laRevelación, y ello les permitía a lossometidos poder elegir entre laconversión al islam o la conservación

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de sus creencias. Porque el Coránconsidera a los judíos y a los cristianospueblos a los que Dios les dio tambiénsus Sagradas Escrituras. Esadesignación viene pues acompañada decierto respeto. Por ejemplo, el texto deMahoma dice: «No discutáis con lagente del Libro sino de la mejormanera» (Sura 29:46). El apóstol Pablodice: «Toda la Escritura es inspiradapor Dios, y útil para enseñar, pararefutar, para corregir, para instruir enjusticia» (2 Timoteo 3:16). Cuandoescribió estas palabras, las «Escrituras»eran el Antiguo Testamento, es decir, loslibros que citaba el propio Jesucristo ensus enseñanzas. Tal vez por ese motivo

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los agarenos veneran a Jesús como ungran profeta, aunque no consideran quesea Dios.

Cuando yo estudiaba las creenciasde los muslimes, aprendí que Mahomaenseñó que Jesús no fue crucificado,sino transportado al Cielo, y que paramorir en su lugar surgió un sustituto(Sura 4:156-157). Los doctorescristianos saben que esta enseñanza esparecida a ciertas creencias gnósticasque tal vez Mahoma también conoció ensus viajes. El Corán afirma que Cristonació de una virgen, pero al hacerloparece confundir las identidades deMiriam, hermana de Moisés, y de María,madre de Jesús. Incluso llega a señalar a

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la madre de Cristo como la «hermana deAarón».

En el tiempo que le tocó vivir,Mahoma conoció a muchos cristianosque decían creer en una «trinidad» y queveneraban a la madre de Jesús, María,como la «Madre de Dios». Por esoarremetió contra esa doctrinaproclamando un monoteísmo estricto enla Sura 5:114-116, donde rechaza elconcepto de que María sea miembro dela Trinidad. Esto es algo muy extraño,porque los cristianos que veneramos aMaría como la «Madre de Dios» deninguna manera la incluimos dentro de laTrinidad. Pero la confusión de Mahoma,y el mismo hecho de que proclamemos

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tres personas distintas y un solo Diosverdadero, propiciaron que losmuslimes nos llamasen con desprecio«politeístas». Y esto ha propiciado endiversas épocas que los fanáticos hayanpretendido acabar con los cristianos.

A la muerte de Abú Bakr, fueinvestido como segundo califa de lareligión islámica Omar el Grande, queera suegro de Mahoma y fue uno de losprimeros en seguirle. Se preocupó porincrementar los dominios árabes e inicióla conquista de extensos territorioshabitados por cristianos; incorporandoEgipto y el norte de África hasta Túnez.

Tras la muerte del emperadorHeraclio, Bizancio se deshacía por las

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luchas internas. Omar aprovechóentonces la ocasión para invadir elsuroeste del Imperio. Puso sitio aJerusalén durante cuatro duros meses y,tras las correspondientes negociaciones,el gobernador cristiano de la ciudad, elpatriarca Sofronio, le envió una cartaaceptando las condiciones que lesimponían los atacantes. Aquel pliego derendición se llamó en árabe al-Dimma,y fue conocido desde entonces como ElPacto de Omar. En él se establecieronlas pautas por las que habría de regirseen adelante la convivencia entre losismaelitas seguidores de Mahoma y lascomunidades sometidas. Desdeentonces, todo cristiano que ostentase

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cualquier poder o cargo debía sabérselode principio a fin para recitarlo cuandoera necesario.

He aquí el documento redactado porSofronio que tuve que aprender dememoria:

En el nombre de Alá, elClemente, el Misericordioso. Esta esuna carta al sirviente de Dios Omaribn al-Jattab, comendador de loscreyentes, de parte de los cristianosde la ciudad.

Cuando viniste contra nosotros,te pedimos un salvoconducto (aman)para nosotros, nuestrosdescendientes, nuestras propiedades,

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y la gente de nuestra comunidad, yasumimos contigo las obligacionessiguientes: no construiremos ennuestras ciudades ni en su cercaníanuevos monasterios, iglesias,ermitas o celdas de monjes; nirepararemos durante el día o durantela noche ninguna de las que hayancaído en ruinas o de las que esténsituadas en barrios de los muslimes.Mantendremos nuestras puertascompletamente abiertas para lostranseúntes y para los viajeros, yasean cristianos o muslimes; yproporcionaremos tres días decomida y alojamiento a cualquieraque llegue a nosotros. No

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albergaremos en nuestras iglesias oen nuestras casas a los espías, ni losesconderemos de los musulmanes.No enseñaremos a nuestros hijos elCorán. No celebraremos ceremoniasreligiosas públicamente; nitrataremos de hacer proselitismo; niprohibiremos a nuestros familiaresabrazar el islam si ellos así lodesean. Mostraremos deferenciahacia los musulmanes y lescederemos nuestros asientos cuandoellos así lo quieran. No intentaremosparecernos, de ninguna manera, a losmusulmanes en la vestimenta; como,por ejemplo, en el qalansuwa (gorroque cubre la cabeza), el turbante, el

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calzado o en la raya del pelo. Nohablaremos como ellos, niadoptaremos sus nombreshonoríficos. No cabalgaremos acaballo en sillas de montar por lasciudades ni en sus aledaños. Noceñiremos espadas, ni nosserviremos de armas de ningunaclase, ni siquiera las portaremossobre nuestras personas. Nograbaremos inscripciones árabes ennuestros sellos. No venderemosbebidas alcohólicas. Nos cortaremoslos cabellos de la parte frontal denuestras cabezas. Vestiremos denuestra forma tradicional,dondequiera que estemos, y

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ceñiremos alrededor de nuestracintura el zunnar (cinturóndistintivo). No mostraremos enpúblico nuestras cruces o nuestroslibros en ningún sitio por dondecirculen los musulmanes, ni en susplazas o mercados. Solamentetocaremos campanas en las iglesias,y muy quedamente. No levantaremosla voz en nuestras ceremonias, ni enpresencia de musulmanes. Nosaldremos fuera el Domingo deRamos, ni en Pascua, ni elevaremoslas voces en nuestras procesionesfunerarias. No mostraremos luces enningún sitio por donde circulen losmusulmanes, ni en sus mercados. No

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pasaremos cerca de los musulmanescon nuestros cortejos funerarios, nienterraremos nuestros muertos cercade los de los musulmanes. Notomaremos esclavos que hayan sidoasignados a los musulmanes. Noconstruiremos nuestras casas másaltas que las de ellos.

Aceptamos estas condicionespara nosotros y para nuestracomunidad, y a cambio recibimos elsalvoconducto.

Si nosotros, de cualquier forma,violamos estas disposiciones por lasque estamos seguros, perdemos elderecho al pacto (dimma), y nosvolvemos reos de las penas de

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rebeldía y sedición.

El califa Omar selló el pacto yañadió dos cláusulas más: «Nocomprarán a nadie hecho prisionero porlos musulmanes, y quien golpee a unmusulmán intencionadamente perderá laprotección del pacto.»

El tratado se firmó y desde que entróen vigor, a los cristianos sometidos senos empezó a llamar dimmíes, porque,como se ha dicho, nuestro pacto derendimiento era conocido en árabe comoal-Dimma. Aunque muchos habitantes deSiria, para eludir el pago del impuesto opara no tener que soportar lasobligaciones del compromiso, se

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convirtieron al islam y adoptaron lalengua árabe. Otros, en cambio,permanecieron con una resignaciónesperanzada, confiando en que algún díaacabaría la sumisión. Y algunos, nopudiendo soportar la humillación de lasobligaciones contraídas, optaron porexpatriarse hacia las provinciascristianas de Occidente, embarcándosecon todo lo que podían llevarse consigo.

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maba y admiraba a mi primoJoannis Crisorroas, pero su

excesiva prudencia llegaba aexasperarme. Él todo lo tanteaba;sopesaba inconvenientes y ventajas conreserva meditada antes de cadadecisión. En esencia era un hombrepreocupado. Y es de comprender que asífuera, pues los cristianos damascenos, si

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bien gozábamos de una relativatranquilidad, debíamos en toda ocasiónmedir el alcance de nuestras accionespara no exacerbar a los muslimes. Y demanera especial, quienes prestabanservicios en el diwan eran observadoscon minuciosidad por los fanáticos quebuscaban convencer al califa para queprescindiese de ellos. No obstante esacircunstancia, yo deseaba ponerme atrabajar cuanto antes en el oficio para elque había sido suficientementepreparado; y no dudaba en manifestarlo.Mi primo escuchaba mis razones, que leconvencían, y las aprobaba; pero dejabapasar el tiempo sin decirme ni sí ni no.Mientras tanto, yo seguía como aprendiz

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en su despacho, en privado, esperando aque se decidiera a presentarme demanera oficial en la cancillería. Miaguante de retoño único un tantoimpetuoso empezaba a quebrarse y mecostaba cada día más trabajo disimularmi rabia y mi impaciencia. Se unió aesto el hecho de que mi propia madrereclamaba que su hijo fuese a ocupar elpuesto heredado de un estamento queconsideraba patrimonio de nuestrolinaje. Y Crisorroas, apreciablementedubitativo, expresaba sus razones:

—Me preocupo porque, como esevidente, estos tiempos de ahora en nadase parecen a los de antes. En la era denuestros abuelos, con el dominio de

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Bizancio, bastaba con tenerconocimientos contables, saber de leyesy manejarse bien en los intrincadosvericuetos de la administración depalacio. Todo eso es necesario hoy;pero, además de ello, para nuestrooficio se requiere ahora una sagacidad,una templanza y una fortaleza a pruebade insidias y suspicacias. No bastará yacon ser «astutos como serpientes ysencillos como palomas»; se precisaigualmente el auxilio de una sutilcapacidad de simulación. Es decir, lafacultad de convencer a muchos de quese está en el camino que lleva a unaconversión a Mahoma. Aunque seamosconscientes de que esa conversión no ha

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de producirse jamás en nosotros. Dichode otra manera: somos puramentecristianos de condición, pero vivimos ynos desenvolvemos bajo la externaapariencia de la religión de losismaelitas. Sé que comprendes bien todoesto que te digo, ya que hemos tratadosobre ello muchas veces; y por esotambién debes comprender mi inquietud.Es doloroso para mí introducir tu almaaún sensible en este mundo de ficción ydoblez. Y te ruego que luches para noexasperarte. Todo en esta vida tiene sutiempo y es preferible esperar antes queprecipitarse.

—Lo comprendo, pero me pareceque por ese camino acabaremos siendo

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agarenos —murmuraba yo.—No digas eso. Todo es cuestión de

voluntad. Si nos mantenemos fuertes yejercitamos la paciencia podremosseguir adelante.

Aunque él no era todavía un varónanciano, quizá pudiera controlar susimpulsos. No así yo, que ardía pordentro y por fuera; y el incendio de mifogosidad juvenil no lo podían sofocarsermones ni filosofías. Tal vez por eso,ya fueran mis pasiones, la ociosidad o laintervención oculta de los demonios,acabé yendo detrás de los peligros y lasamistades oscuras. Aunque será mejorprecisar que esas cosas no fueronbuscadas, sino que acudieron a mí de

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una manera tan lógica que pareciera quealguien así lo tenía dispuesto en algúndesignio oculto.

No encontré a mis camaradas deriesgo deambulando por las periferias,ni en los subrepticios y sucios rinconesde los mercados. Ellos me encontraron amí una mañana de domingo después dela eucaristía en la vecina iglesia de SanPablo. Tres jovenzuelos se me acercaronpara saludarme y proponerme ir a dar unpaseo. No me causaron recelos; por elcontrario, me parecieron muchachos másbien modositos; cristianos como yo, que,llegados a una determinada edad, notenían más vida que seguir la inercia dela indolencia y aguantar sin poder

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desenvolverse en el mundo. Meabordaron con naturalidad. En realidadya nos conocíamos. Dos de ellos eranhermanos gemelos que incluso habíancompartido conmigo infantiles juegos enmi misma calle. Hasta me acordaba desus nombres: Iustino y Eusébios AbuCyril. El tercero, llamado KlémensAben Cromacio, era hijo de unimportante funcionario de palacio yestudió en el monasterio de Maalula.

Anduvimos deambulando por losarrabales, charlando amigablemente, yacabamos saliendo de la ciudad por lapuerta llamada Bab al-Salam (Puerta dela paz), en el lado norte de la muralla.Era una mañana invernal de radiante luz.

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El río Barada discurría turbio, entre losdesnudos troncos de los árboles, y lossenderos estaban abarrotados de gentesque iban y venían a pie, a lomos decaballerías o en camellos. Laschimeneas de la infinidad de casitas delarrabal soltaban cientos de hilillos dehumo blanco que se perdían en el cieloazul.

Klémens señaló hacia uno de lospuentes y propuso:

—Vamos a cruzar. Es temprano.Tengo algunas monedas. Iremos primeroa las tabernas que hay junto al molinodel aceite.

Hacía años que yo no atravesaba esapuerta. Me acordé de mi padrastro

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Auxencio. Por allí entrábamos en laciudad cuando veníamos al mercado. Elsuburbio que crecía al pie de la murallahabía cambiado mucho. Las viejas ydestartaladas chozas de antaño habíansido sustituidas por edificaciones depiedra y adobe, con establos, graneros,gallineros y altos apriscos de cabras.También había muchos tenderetes parala venta de pan, carne y verduras, biensituados junto al puente. Más adelante vialmacenes de mercancías tan valiosascomo las del mercado principal: telas,loza, cobre, vidrio, herramientas, lanastintadas, cuero y hasta especias.

—Esto ha cambiado mucho —comenté.

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—¡Y cómo no! —exclamó Iustino—.Al arrabal llegan constantemente árabesque no tienen que pagar impuestos.Prosperan esperando adquirir unavivienda dentro de la ciudad y, cuandose hacen con ella, se instalan y no habráya quien los eche...

—Damasco se vacía de gentecristiana y se llena de agarenos —comentó Eusébios, pesaroso—. Losismaelitas de los desiertos se enteran deque aquí tienen a su entera disposiciónla ciudad de sus sueños. ¿Cómo van aquedarse en sus polvorientas aldeas deArabia?

A lo mejor fue la primera vez queme daba cuenta de que el tiempo iba

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pasando. Antes los cristianos del barriode Bab Tuma éramos patricios, genteesclarecida, importante. Los habitantesde los suburbios nos saludaban conreverencias, se apartaban a nuestro pasoy nos trataban servilmente. Ahora esohabía cambiado. Íbamos caminando porla orilla del río y casi podía percibirselo que pensaban y lo que se decían unosa otros con las miradas: «Ahí van cuatropimpollos dimmíes a su paseo deldomingo después de sus rezos en laiglesia.» Algunos incluso pretendíanhumillarnos gritándonos:

—¡Alá es grande! ¡No hay más diosque Alá y Mahoma es su profeta!

Éramos jóvenes y de orgullosa casta.

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Aquello nos hacía bajar la cabeza ytragarnos la rabia.

—Esta mierda de vestimenta —observó Klémens.

Lo decía por el aspecto exterior alque estábamos obligados los cristianospor sometimiento al pacto de Omar:rapados los cabellos de la parte frontalde nuestras cabezas, el vestidotradicional de color pardo y el zunnar(cinturón distintivo) alrededor de lacintura. En cambio, los jóvenesmuslimes acostumbraban a vestir linoclaro, ceñir espadas y cubrir sushombros con brillante seda y suscabezas con turbantes.

Klémens mandaba y los gemelos

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obedecían cualquier orden o caprichosuyos. Era el primero esbelto, fuerte,decidido y hermoso. Los hermanos separecían, pero podían distinguirse;ambos de mediana estatura, cabellosnegros, lisos, y barba incipiente. Loscuatro, con indumentaria semejante,podíamos pasar por miembros de unmismo convento de monjes. Eraverdaderamente lastimoso no poderlucir toda aquella lozanía con la libreaque tanto apetece a quienes empiezan agallear. Eso era un motivo más desufrimiento...

Por entonces no se permitía bebervino dentro de las murallas. Pero misamigos recién descubiertos sabían muy

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bien dónde encontrarlo en las afueras, enla otra orilla. Bebimos todo el que nossirvieron aguado en un par de tabernasde mala muerte. Y más tarde, cuandohabíamos logrado estar algo achispados,fuimos a un bodegón antiguo de estilopersa, limpio, agradablemente caldeadopor grandes braseros cargados deascuas. Allí la carne seca, el quesoañejo, el pescado frito y el pan calientenos hicieron felices. Incluso lasmonedas de Klémens dieron para queprobásemos algo de cordero asado.

Yo nunca había tenido en mi mano niun solo dinar. Así que no pude sujetar micuriosidad y le pregunté:

—¿Y ese dinero?

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Los tres se echaron a reír.—Amigo —dijo Iustino con una

enigmática expresión en la mirada—,mejor no preguntes... Otro día pagarástú; hoy estamos invitados por Klémens.

—¡Yo no tengo nada! —exclaméindignado—. ¡No esperes que osdevuelva la invitación!

A partir de ese momento, ya no quisebeber ni comer nada más. Entoncesellos, al ver mi actitud, empezaron atratarme con mucho cariño con laintención de animarme.

—Lo he dicho de broma —insistíaIustino—. ¡Anda, bobo! No seas tansusceptible, estás entre amigos.

—¡Entre hermanos! —dijo Klémens

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—. Tenemos por costumbre compartirlotodo. Si algún día llegas a tener algo dedinero acudiremos a ti. No lo dudes.

Finalmente, mi deseo de diversiónpudo más que el orgullo. Además elvino había despertado ya al medio locoque todo hombre lleva dentro. Y el otromedio no estaba dispuesto a imponer lasensatez. Así que lo que sucedió acontinuación llegó a parecerme lo mejorque podía pasarme en mucho tiempo:chistes, bromas y risas; en medio detodo ese fanfarroneo y esa desenvolturatan propia de la edad.

Caía la tarde y estábamos ya un pocoborrachos, cuando nuestro aceptado jefepropuso:

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—Muchachos, ha llegado elmomento de ir a los baños.

—¿Me vais a llevar a los baños?¿Ahora? —pregunté muy extrañado.

—Naturalmente —contestó sonrienteKlémens—, y me lo agradecerás toda tuvida.

Cerca de allí había una casa debaños. Entramos despreocupadamente.Aunque a mí me sorprendía que todavíanos quedase algo de dinero. Era unestablecimiento bueno, caldeado yalegre. Nos dejaron pasar al vestuario.Y allí, mientras nos quitamos la ropa,uno de los gemelos explicó con una

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sonrisita:—¿No querías saber de dónde

sacamos las monedas?El otro soltó una carcajada. Y yo

empecé a extrañarme de verdad.—No te preocupes —explicó

Klémens—. No hay que hacer nada departicular; bastará únicamente conbañarse en el agua caliente. Algún viejose acercará discretamente y te pediráque le permitas besuquearte y que tepalpe las nalgas.

—¿Estáis de broma? —repliquéespantado—. ¿Os dejáis manosear porlos viejos a cambio de dinero?

Se reían de mí los tres.—¡Dios reprueba eso! —grité—.

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¡Es prostitución!—¡Chist! ¡Calla! O nos echarán a la

calle... —respondió Klémens—. Laprimera vez cuesta un poco. Pero ya teacostumbrarás... Hoy bastará con queveas cómo lo hacemos nosotros...

—¡Es prostitución!—¡Calla, idiota! ¡Es necesidad!

Nadie va a fornicar contigo... Seconforman con tocar...

Creo que todo el vino que habíabebido me hizo meterme en el agua yaguantar el espectáculo. Fue asqueroso:dentro de la pileta los ancianos seacercaban solícitos, alegres. Mis amigosadoptaron actitudes indiferentes yfavorables, como auténticas putas... No

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parecían los mismos que un instanteantes.

¡Qué poder no tendrá el suciodinero! Cada domingo acabábamos eldía allí para reunir cuatro dinares deplata. Y a la semana siguiente vueltaempezar. Pero yo no fui capaz de hacerotra cosa que mirar. Mi repugnancia nome lo permitió...

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C10

on mis nuevos amigotes meintroduje en una vida de

holgazanería y tinglados un tantoarriesgados. Con las monedas que ellosjuntaban como fruto de su degradación,buscábamos después otrascompensaciones. De momento no me loechaban en cara. Y no dejé de ir conellos. Atravesando el arrabal de parte a

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parte, se llegaba a una inabarcableextensión donde acampaba un verdaderoejército de aventureros, buscavidas ytrotamundos. Recordaba la última vezque pasé por allí, haría cuatro o cincoaños, de camino al monasterio. Varioscentenares de mercenarios se habíaninstalado con toda su gente, sirvientes,peones, mujeres e hijos... Entonces medijo Crisorroas que aquel era un parajepeligroso donde podía pasar de todo.Así que, en adelante, dábamos un ampliorodeo.

Ahora aquella inmensa ciudad detiendas de campaña había crecido hastadonde se perdía la vista. No se veía unsolo árbol. Todo había sido talado y

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convertido en leña. El aire frío delinvierno levantaba un polvo blanquecinoque fustigaba las lonas y la piel de losmuchos animales escuálidos quearañaban la tierra con los dientes enbusca de alimento.

—¿Ves? —me dijo Klémens,echando una ojeada al entorno—. EnDamasco no hay espacio para lamuchedumbre que llega constantementesoñando hacerse un sitio a la sombra delcalifa.

—Este lugar debe de ser peligroso—observé—. He oído decir que aquímuere gente asesinada cada día...

—Así es. ¿Tienes miedo?—No.

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—Pues vamos allá.Llegamos frente a una puerta que

daba al interior de un ancho espaciovallado con piedras. Se veía al fondouna cabaña grande, construida controncos y cañas, con tejadillos y pocasventanas cerradas por celosías. Delantese extendía un huerto sembrado defrutales desnudos de hojas. Lo cruzamosy nos detuvimos bajo una galería quecobijaba una puerta tachonada conbronce pulido, que sorprendía por serdemasiado rica y delicada para un lugarcomo ese.

Klémens hizo sonar el llamador.La puerta se abrió y salió un hombre

alto, desenvuelto, con la barba en punta

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y unos vivos ojos bajo el ceño oscuro.—¡Amigos! —exclamó extendiendo

los brazos—. ¡Mis jóvenes amigos deBab Tuma! ¿Tenéis dinares?

—He aquí —contestó Klémens,mostrándole un puñado de monedas—.Déjanos pasar.

—¡Maravilloso! —se alegró elportero—. ¡Ea, pasad! Os esperan.

Dentro había un único salón de talmanera abarrotado de objetos, quemomentáneamente pensé que se tratabade un bazar: tapices, cojines,almohadones, mesas, espejos en lasparedes, bandejas de plata, colgadurasde seda y cuero repujado... Olía aesencia de rosas, ámbar y sándalo.

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Enseguida apareció un muchacho y nosofreció una jarra de vino.

Nos sentamos y estuvimos bebiendofrenética y fraternalmente. Entoncesempecé a sentirme más tranquilo, porquehasta ese momento no había dejado deadvertirme mi voz interior sobre elriesgo cierto que entrañaba estar allí.Pero más que peligros, empezaba aadivinar que aquel lugar guardaba unasorpresa.

Y el misterio se desveló cuando,desde detrás de una cortina, irrumpieronde repente cuatro muchachas.

—¡Eh aquí! —exclamó, Klémens.Me quedé atónito, pues en mi vida

había visto mujeres tan bonitas. Me

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parecieron ángeles.—¡Mira! —Me dio con el codo

Iustino.—¿Ves? ¿Merece la pena venir hasta

aquí?Yo estaba mudo. Y ellas sabían

hacer muy bien su oficio: sonreían, semovían con delicadeza y apenas nosmiraban a la cara de vez en cuando. Nosé quién decidió el reparto. El caso esque una de ellas se acercó a mí. Y no esque yo fuese lanzado en esas cuestiones,pero sentí que estaba sucediendo algocorriente y a la vez raro. Ahora tenía laimpresión de que mis apetitos y elideado placer se hacían uno, hastaconvertirse en el único y verdadero

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deseo, el irreversible. Entonces notitubeé: me acerqué mecánicamente aella, sin sentir cortedad ni reparoalguno, vencida toda timidez, comoimpulsado por un yo más fuerte que elhabitual... Solo dudé un breve instantecuando la muchacha apartó los ojos paravolverse hacia las otras. Pero,enseguida, me devolvió su miradacontenta, con un perceptible asomo desorpresa. De cerca era todavía másbonita. Al resplandor amarillento de unalámpara de aceite se había sumado,confundiéndolo todo, la luz matizada quepenetraba por la celosía.

Bebí con ansiedad. Ella sonreía, conlabios almibarados, fluida, y

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aparentemente dichosa... Se dejó caer elvelo que cubría su cabeza y el pelo,pulcramente cepillado, castaño claro,brillante, contrastaba con la opacidadmorena de su cuello y sus brazos. Aveces se movía con suavidad y conembeleso disimulado, y me miraba ya ala cara. También durante algunosmomentos cerraba los ojos; los cabellosle caían sobre la frente al agitar lacabeza y la mano volaba hacia las sienespara esbozar el gesto de apartarlos...Entonces me tocaba contemplarla, y todaaquella belleza, tan cercana, tan cierta,despertaba en mí mayor deseo si cabía.Recuerdo el frescor punzante de aquellasacudida; y cómo me sentía vencido

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completamente por la proximidadfemenina, por su aroma, por aquelcabello denso... Y vencida la inicialprudencia de la primera vez, con elcorazón saltándome en el pecho, eraconsciente de estar invadido por lasensación más poderosa, más dulce ymás misteriosa que nunca habíaexperimentado.

Pero lo que siguió lo recuerdo solovagamente; fue rápido y solapado; unbrevísimo instante de movimientosastutos por su parte y torpes por la mía.No noté en ella el menor sobresalto derepulsión, pero aprecié su pretensión deacabar pronto. Hubo un estallido derepentinas caricias, frenéticas y hábiles;

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seguidas del resuelto encuentro.Salimos del prostíbulo sin un solo

dinar. De camino a la ciudadencontramos hedor, podredumbre ymaldad. La infinidad de fuegosencendidos en aquella extensión dondeacampaba la miseria le daba a la nocheun aspecto infernal. Luego anduve yosolo dando traspiés por el barrio que yaestaba en completa oscuridad. Meparecía que había salido directamentede un sueño extraño.

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lémens y los gemelos vinieron abuscarme temprano. Estaban muy

excitados a causa de un acontecimientoque tenía en vilo a todo Damasco: elejército califal regresaba de la fronteracon Bizancio, después de una granbatalla. La medina, las plazas, los zocosy los barrios del interior de la murallase habían quedado casi desiertos,

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permaneciendo solo los enfermos, losancianos y los que por algún motivo nopodían salir de sus casas. La multitudcorría a congregarse en el arrabal delextremo norte de la ciudad, que seextendía extramuros, al otro lado del río,entre las puertas de Bab al-Faraj y Babal-Faradis, donde se alza la mezquita deal-Muallaq. Las primeras tropas yaestaban detenidas, soportando elardiente sol, mientras no paraban dellegar destacamentos. El polvolevantado envolvía los cuerposfatigados de los soldados, los caballos,los escudos, los estandartes y las armas;confiriendo al conjunto un aire depesadez y desgana. Las mulas y los

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camellos, cargados de hierro ysedientos, se negaban a avanzar, y loshombres sucios y rabiosos les golpeabancon sus varas, maldiciendo. Era yamediodía cuando los últimos soldados,deshechos por el cansancio y el calor, sedejaban caer y permanecían tendidos enel suelo. Nada triunfal podía encontrarseen el desvanecido ejército, ni siquieraen los jefes. Hasta los penachos de susyelmos parecían mustios.

El arenal polvoriento se iballenando de bestias y hombres que seextendían y formaban el inmensocampamento que, a las órdenes de losoficiales, iba tomando cierta formaordenada en los diversos

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emplazamientos que correspondían acada sección. Cuando les era asignadoun sitio, los soldados se apresuraban alevantar sus tiendas para tenderse deinmediato en ellas. Muchos que notenían más pertenencias que lo puesto setumbaban en el campo a cielo abierto,muertos de cansancio.

No obstante la deplorable visión quese desplegaba ante nuestros ojos,Klémens se empeñaba en descubrir algograndioso en aquella tropa famélica ymaloliente. Dejó escapar un suspiro yexclamó:

—¡No hay en el mundo otro ejércitocomo el de Damasco!

Le miramos extrañados. Y yo

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observé:—Yo creo que el ejército del gran

Alejandro debió de ser más grandioso.Otra cosa...

—¿Otra cosa? —replicó el—. Nadiepuede volver al pasado. Lo que fuera ono fuera, ¿quién lo sabe? Nada haquedado de Alejandro y de su ejército.

Klémens admiraba el arte de laguerra. Su padre había sido oficial y élquería más que nada en el mundo seguirsus pasos. Conocía bien todo aquelloque tenía que ver con la vida militar ylas armas. Solía hablar de ello y nosdaba auténticas lecciones. Excitado demanera especial esa mañana a causa delo que teníamos delante, nos fue

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explicando el orden intrínseco que habíaen aquella masa de soldados que anosotros nos parecía informe ydesorganizada. Señaló el lugar dondeestaban acampados los llamadosghulams; guerreros bien adiestrados,mercenarios que habían sido prisionerosde guerra, esclavos liberados a menudocomprados desde niños. Este cuerpotenía su origen lejano en la guardiapretoriana romana, y más tarde en laguardia varega de los emperadoresbizantinos. Los califas habían hechopropia la idea y ahora esos fierossoldados solo a ellos debían lealtad.Eran jinetes pesados y arqueros, quellevaban recias protecciones, como

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cascos, armaduras de láminas y anillas,grandes escudos y petos para loscaballos. Luego estaban los hombres dea pie, con armas individuales de todotipo, como espadas, lanzas y hachas. Élse entusiasmaba dando explicaciones ydetalles, como quien conoce de verdadese mundo.

Me volví para mirar hacia la ciudad.Un último rayo de sol hacía dorados losmuros, los tejados, las torres, lascúpulas... Todo era bello y apacible,pero mi congoja y mi rabia me impedíandisfrutar del momento. Porque no podíaevitar pensar en el pasado. Éramosjóvenes y estábamos allí llenos deconformidad, admirando la llegada de

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un ejército al que nunca podríamosllegar a pertenecer.

Nos sentamos y permanecimos allítodo el día, sin ir siquiera a nuestrascasas para comer. Los soldados pasabanpor delante de nosotros sin cesar, conrostros graves, aplanados. Muchossostenían a otros camaradas por el brazoo los llevaban colgando de los hombros.Se veían sucias vendas, sanguinolentas,cubriendo las llagas. También los habíaque iban heridos graves, llevados enparihuelas o dormidos a lomos de suscaballos, tambaleándose y sosteniéndosede puro milagro. Algunos de ellosemitían débiles gemidos, al sentirse porfin a salvo y cerca de casa. Declinaba la

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luz en el ocaso y todo se confundíasobre aquellos cuerpos martirizados quedesprendían el inconfundible hedor de lamugre y el sudor podrido. Se ibandistribuyendo en todas direcciones,llenando aquella extensión baldía. Lastiendas más próximas a la ciudadestaban a menos de cien pasos de lasúltimas casas, las más alejadas seperdían en la distancia. Luego algunasalmas caritativas acudieron con agua,panecillos, fruta y ungüentos parasocorrer a los heridos. Solo entoncesempezamos a percatarnos del verdaderoestado calamitoso de aquella tropa. A lacaída de la tarde empezaron aencenderse un sinfín de hogueras, que

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luego, con la oscuridad, confirieron alinmenso campamento una fantástica luz.Pero permaneció algo funesto, lúgubreincluso. Entonces nos volvimos a laciudad.

—Me gustaría formar parte delejército —dijo Klémens—. ¿A vosotrosno?

Los gemelos y yo no respondimos aesa pregunta. Y él, como exacerbado,añadió:

—¡Nadie nos sacará de esta mierdade vida! ¡Pero yo no envejeceréencerrado dentro de esas murallas!Vosotros podéis hacer lo que queráis...Yo mañana mismo iré a presentarme enlos cuarteles para pedir que me admitan

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en el ejército del califa.Los gemelos y yo seguíamos

caminando en silencio. Al cabo,empezaron a oírse las fanfarrias delcampamento a nuestras espaldas.Débilmente y poco a poco, los tamborestrepidaban y los cantos de los soldadosnos hicieron estremecer.

Nunca pensé que Klémens seríacapaz de hacer lo que había dicho. Ysupongo que los gemelos tampoco locreyeron. Pero nuestro amigodesapareció de nuestras vidas. Un día sedespidió e ingresó en el ejército delcalifa. Para eso tuvo que hacerse

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muslime; se dejó circuncidar y abandonódefinitivamente la fe de los cristianos.No volvimos a saber nada de él durantemucho tiempo.

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ierto día de aquellos desperté algoafiebrado y triste, después de

soportar durante demasiado tiempo lashumedades del caserón familiar. Mimadre se preocupó por mí y estuvopreguntándome machaconamente qué mesucedía. Luego debió de hablar con miprimo del asunto, porque este no tardóen presentarse a los pies de mi cama.

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—Pero... ¿qué te sucede, Efrén? ¿Nopiensas levantarte hoy? ¡Qué mala caratienes!

—No me encuentro bien —contesté—. No he dormido nada en toda lanoche...

Él suspiró y dijo:—De un tiempo a esta parte te vengo

viendo decaído, como sin ganas de nada.No respondí y me di media vuelta en

la cama. Y él me reprendió:—¡No seas crío! Dime qué pasa por

esa cabeza.No tenía ganas de hablar, pero acabé

levantándome. Fui a la cocina. La criadaal verme pálido y flojo pensó que estabaenfermo y me estuvo preparando un

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cocimiento de hierbas. Mientras lobebía, mi madre y Crisorroas meobservaban sin dejar de manifestarme supreocupación. Hasta que al final salté:

—Mi amigo Klémens ha dejado deser cristiano y se ha alistado en elejército del califa.

Ellos se miraron circunspectos.Luego mi madre, viniendo hacia mí,exclamó:

—¡Qué locura! ¡Dios mío, quéinsensatez!

—Yo lo sabía —dijo Crisorroas—.Se ha dejado circuncidar y ha partidohacia las fronteras. Su padre estádestrozado.

—¡Dios! ¡Santo Dios! —Sollozó mi

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madre, cubriéndose la cara con lasmanos.

—No te preocupes —le dije—. Yonunca haría una cosa así.

—¡Ah, hermano mío —comentó miprimo, mientras se servía parte delcocimiento de hierbas—, menos mal quetienes la cabeza en su sitio!

—¡Sí, menos mal! —me lamenté conironía y amargura—. Parece ser quetengo la cabeza en mi sitio...Seguramente Klémens la perderá porahí, porque se la cortarán después dealguna batalla... Yo, en cambio, laconservaré...

—¿Qué quieres decir con eso? —mepreguntó él, muy extrañado—. Eres un

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joven envidiable: a tu edad muchos notienen ni un pedazo de pan que llevarsea la boca. ¿Por qué te quejas?

—¿Envidiable? No sé por qué hande envidiarme. Mi vida es absurda enesta casa. Dependo de ti para todo. Notengo libertad. ¿De verdad es esoenvidiable?

Mi madre emitió un ruido guturalmuy extraño. Me miró meneando lacabeza con disgusto. Retiró del fuego latisana que hervía en una pequeñacazuela, la coló y me llenó de nuevo lataza.

—¡Cuidado! —advirtió con unamueca de pena—, puedes quemarte...Espera durante un momento a que se

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enfríe y bebe lentamente. Te hará bien.Hice como me aconsejó.

Comprendiendo que sus palabras teníanun doble sentido.

Entonces dimos por concluida por elmomento la conversación. Después miprimo se marchó a sus ocupaciones en lacancillería.

Pero esa misma tarde,inmediatamente después de su regreso,me buscó y volvimos a hablar, esta vez asolas él y yo. Con habilidad hizo que mesincerara. Acabé contándole cómo habíasido mi vida últimamente, desde queconocí a Klémens y a los gemelos; loque habíamos estado haciendo por ahíen las afueras de la ciudad, incluso todo

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aquello de lo que me avergonzaba.Nunca pensé que llegaría a confesarlo.Pero he de decir que me sentí muyaliviado.

Él me escuchó atentamente. Cuandoterminé de contárselo, bajó la cabeza, semordió los labios y luego, conpesadumbre, masculló entre dientes:

—Qué lástima...Al verle tan abatido, tuve valor

suficiente para rogarle:—Hermano, preséntame en la

cancillería. Necesito sentirme útil. Nopuedo seguir llevando esta clase devida. Siento que todo lo que heaprendido no me sirve de nada. Nodebes temer por mí. Haré las cosas lo

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mejor que pueda, sin dejarte mal. Tú hassobrevivido en ese mundo, ¿por quédudas de que yo pueda hacerlo?

—Es duro, muy duro —titubeó—. Ydifícil, muy difícil...

—Podré. ¡Dame la oportunidad!

Al día siguiente de aquellaconversación, fue a despertarme muytemprano y me llevó al mercado paraque el rapador me arreglase el pelo.Estando todavía en la tienda, mi primome dijo medio en broma:

—¡Qué lástima, tu barba rubicundaes incipiente!

Luego me llevó al alfayate, me

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encargó un traje, un cíngulo de sedaverde, un bonete de paño y un buenmanto.

—Hay que aparentar, hermano mío—me dijo con cara de circunstancia—.En este oficio nuestro se debe figurardignidad y compostura.

Entonces supe que, finalmente,estaba decidido a presentarme en lacancillería.

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na semana después de llevarme alsastre y al barbero, llegado el

viernes, Crisorroas me avisó de que aldía siguiente habría una recepción en elpalacio del califa para ciertosdignatarios y que aprovecharía laocasión para presentarme a losmayordomos.

—Mañana báñate, perfúmate, date

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bálsamo en el pelo y vístete con lasropas nuevas —me ordenó—. Iremostemprano al palacio.

Toda la ansiedad y la tensión quehabía acumulado durante días serevolvieron dentro de mí. También medominó el terror y mi anteriorimpaciencia se disipó. Incluso lehubiera rogado que esperara algúntiempo más. Y él, que adivinó mizozobra, dijo con firmeza:

—¡No debemos perder más tiempo!Estabas decidido y tu arrojo no debedesperdiciarse ahora. No tendremos unaoportunidad mejor que esta.

Su determinación me tranquilizóalgo, pero el corazón no dejaba de

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latirme acelerado.Antes de salir, mi primo inspeccionó

mi aspecto. Él también se había puestosu mejor vestimenta y decidió en elúltimo momento que intercambiáramoslos mantos. El suyo era pesado, másgrave, de color berenjena, con unbordado rojo vivo y delicado. Tenía susrazones para hacer ese cambio: me dijoque ese manto había sido de nuestroabuelo y que creía que algo de suenergía debía pasar a mí en esemomento. Después de revisar losatavíos del palafrenero, los jaeces delas mulas, el estandarte y los aderezoscon los colores de la familia, salimospor la puerta primera de la casa y nos

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encaminamos lenta y parsimoniosamentepor la calle principal del barrio de BabTuma. Atravesamos los mercadosrepletos de gentes que nos observabanllenas de asombro. Bandadas demuchachos curiosos nos seguíandespués, cuando abandonamos losangostos callejones y logramos alcanzarel ancho foso que nos condujo hasta losarcos que comunicaban con los jardinesdel palacio del califa.

Era primavera, el claro solproyectaba sus ardientes rayos cuandocruzamos los interminables laberintos desetos de mirto y más tarde las hileras decolumnas, entre las que se veían loscementerios con sepulturas cubiertas con

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piedras claras. Luego la calzada seadentró por unos campos sembrados depalmeras datileras, para seguir entre losinterminables arbustos espinosos.Crisorroas me iba explicando todoaquello que veían mis ojos: los antiguosedificios de la época de Bizancio, losmuros de las caballerizas, las chimeneasde las cocinas y los tejados que era loúnico que asomaba tras los enormesmuros que cobijaban los harenes.

Se vio al fin el delicado edificio dela cancillería. Delante estaba alineadoen perfecta formación un gran ejército:guerreros a caballo con largas lanzas,filas de arqueros y peones armados conmazas. Las corazas y los yelmos

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brillaban; el cuero rojo y el metal pulidocomponían una visión apocalíptica,terrible. Yo, que nunca había estadosiquiera a una legua de allí, me quedéatemorizado.

—Todo, todo esto es parasobrecoger a los visitantes —me indicómi primo.

De repente, una atronadoraexplosión de tambores hizo temblar elsuelo. Resultaba difícil sustraerse alpavor que causaba todo aquello. Micabalgadura, que también era nueva enel oficio de ir a palacio, se encabritó y apunto estuvo de dar conmigo en tierra.

Menos mal que el estruendo duró unbreve instante y después hubo silencio.

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Las puertas, revertidas de broncebruñido, se abrieron y apareció todo loque ocultaban detrás: infinidad denuevos jardines cuajados de verdeespesura, maravillosamente ordenadosen terrazas y senderos. En toda mi vidanunca había visto tantas flores comoaquel día, tantas rosas de todos loscolores y aromas.

Después de hacernos esperar unavez más en una explanada rodeada deciparisos, aparecieron por fin losdomésticos del palacio, solemnes,vestidos con fausto y adornados con elrelumbre del oro. Sonreían y en todomomento se mostraron amables. Confinura y gestos gentiles, nos hicieron

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pasar a un aposento amplio, inundadopor una luz vaporosa; las paredesestaban estucadas y los techos eranaltísimos. Al fondo, un corredorflanqueado por balaustres abrigaba losdivanes donde nos fueron acomodando,frente a un cortinaje de seda blanca queocultaba el lugar donde, según me dijoCrisorroas, haría su aparición el califa.

Nos sentamos. Estábamosimpacientes, pero nuestros labiospermanecían sellados. Solo de vez encuando mi primo y yo intercambiábamosmiradas cargadas de turbación, desoslayo; porque apenas nos atrevíamos amovernos ante la abrumadora realidadde aquel salón, su fausto y su grandeza.

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Pasado un largo rato, la cortinaverde subió enrollándose sobre símisma. Y aparecieron los parientes delcalifa, sus hijos y los servidoresprivados, todos con ricos atavíos.Luego, un estadio más abajo, fueronsituándose en orden los alfaquíes yescribientes. Un chambelán grandioso,en cuya abultada barriga resonaban suspalabras, fue presentando a unos y otros,sin prisas.

Después una voz grave ordenó enlengua árabe:

—¡En pie!Nos alzamos, comprendiendo que el

momento esperado había llegado, yvimos que una segunda cortina se

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descorría detrás de las anteriores, negraesta vez.

Apareció el califa vestido debrocado, sentado en un trono alto, bajoun dosel encarnado.

—¡Alá es grande! —exclamó unpregonero—. ¡Y grande es su profetaMahoma! ¡Grande es nuestro dueño yjefe Al-Walid ibn Abd al-Malik!¡Grande es el excelso comendador deAlá, descendiente del Profeta, príncipede los creyentes!

Estábamos a unos treinta pasos de ély se le veía muy bien. El califa era degran estatura, robusto; al menos eso meparecía bajo el ampuloso ropaje. Su tezera oscura; los ojos profundos; la barba

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y el bigote de pelo negro, brillante,como igualmente sería el cabello queocultaba el voluminoso turbante.

A continuación, la recepcióntranscurrió según lo previsto. Losembajadores y dignatarios entregaronlos obsequios: arcas de marfil, cajas deplata, joyas, pieles, vestidos. Todo lorecibió el califa con distancia eindiferencia. Únicamente sonrió y secomplació por un precioso manto dearmiño traído de algún país del fríoNorte. Luego hubo alocuciones,cumplidos y largas frases de cortesía. Elmajestuoso príncipe permanecía grave ysilente, mirando con sus agudos ojos.

Cuando le llegó la hora de intervenir

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a mi primo para hacer el cobro de losimpuestos, se puso en pie, se postróprimero ante Walid y a continuaciónavanzó con sus asistentes hacia el centrode la estancia para contar y pesar lasmonedas. En todo momento estuvotemplado, prudente, haciendo susanotaciones y dándole cuenta de todo algran mayordomo. Y así pasaron algunashoras, que se me hicieron eternas, a laespera del momento en que debíapresentarme ante el califa.

Y cuando parecía que todo iballegando a su término, uno de loschambelanes se acercó a mí con gestoadusto para decirme en un susurro:

—Ve a echarte a los pies del

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comendador de Alá.Temblando, me levanté y avancé

inclinado hasta el estrado. Me arrojé debruces delante del califa y dije:

—Quiero servirte, amo mío. Alá esgrande y grande es su profeta.

—Anda, muchacho, ven aquí —dijoél.

Alcé la cabeza, evitando mirarledirectamente a los ojos, tal y como mehabía instruido Crisorroas. Y de estamanera, de reojo, vi que alargaba haciamí la mano izquierda. Me aproximécaminando sobre las rodillas y se labesé. Detrás de mí estaba mi primo, queexplicó:

—Señor mío, este es mi joven

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hermano. Os servirá como siempre hizonuestra familia.

Arrugado sobre mí mismo, me fuiretirando sin darle la espalda, hastavolver a situarme en mi asiento. Y desdeallí, vi a otros jóvenes que acudían abuscar su propio momento, como yoacababa de hacer.

Un momento después, la recepciónconcluyó. El califa se retiró y quedaroncorridos los cortinajes. Entonces seformó el revuelo que dio paso al relajoy la informalidad. Los presentes selevantaron de sus asientos y semezclaron confusamente en la estancia.Los ministros y alfaquíes se saludaban,con ardiente interés en los rostros,

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intercambiando abrazos y parabienes.Sonreía Crisorroas, satisfecho,emocionado, cuando algunos seacercaron para interesarse por mí. Unambiente de cordialidad yagradecimiento inundaba la reunión.

Entonces se acercó a nosotros elpadre de mi amigo Klémens, el curadorCromacio; hombre que, aun siendoanciano y cojo, conservaba una grandignidad de presencia. Aprecié en él latristeza porque su primogénito habíapartido con el ejército hacia Egipto.

Clavando en mí su mirada dolorida,le dijo a mi primo:

—El joven es digno representante dela sangre de los Banu Sarjun al-Taghlibi.

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Cuanto más le miro, no obstante sujuventud, veo en él la dignidad y lafigura hermosa del viejo Mansur ibnSarjun al-Taghlibi, vuestro abuelo.

Luego se dirigió a mí:—Ya hubiera querido yo tener hoy

aquí a mi amado hijo Klémens. Él noquiso ingresar en la cancillería... Lointenté. Pero él consideraba esta vidaaburrida. Y yo le comprendo: losjóvenes quieren aventuras. También fuijoven y sentí que el ejército me llamaba.Pero entonces era diferente... A loscristianos nos dejaban conservar nuestrareligión. No me importa que mi hijo seamilitar, ¡cómo va a importarme! Lo queme duele es que haya apostatado...

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—Klémens siempre seguirá siendocristiano dentro de su alma... —contesté.

—Humm... Sí, pero no será lomismo... Siempre sufrirá por tener quefingir. Eso es una gran desgracia.

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l aburrimiento amilana la senectudy corrompe la juventud.» He leído

muchas veces esa sentencia, escrita enuna lápida pequeña, escondida en unperdido rincón junto a la vereda quediscurre entre los setos de una fragosapendiente del Aventino. Cuando me topépor primera vez con ella, penséinevitablemente en aquello que los

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romanos antiguos llamaron el «taediumvitae», tan propio de los patricios deentonces; esos hombres y mujeresdelicados que vivían en la abundancia yel lujo, sin más problemas que el pasotranquilo de la existencia; sin tener quehacer frente a ninguna adversidad,ninguna inquietud; sin mayor ajetreo queel circo, los banquetes, las reunionescon los amigos, las fiestas, lacontemplación del arte, las charlas, lospaseos y el empalago de no hacer nada...No obstante, «tedio» resulta para losmoralizadores clásicos una palabraespantosa y justamente aborrecida.¿Cuántos remedios no habrá inventadoel ser humano para combatirlo? Séneca

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lo definió como una «náusea», y losprimeros cristianos lo denominaron«acidia», que acabó derivando en elpecado de pereza. A parte de ese tediofundamental, al que la antigua medicinallamaba hipocondría, hay otras clases deese tipo de mal generadas porcircunstancias especiales de la vida yque, en consecuencia, tienen unaexistencia pasajera: desaparecen con lacausa que le dio origen. En su largopoema didáctico Dē rērum natūra(Sobre la naturaleza de las cosas),Lucrecio arguye que los hombres sehunden en el fastidium por un terrorinfundado, pueril, a la muerte, y porignorar una filosofía que les pueda

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proporcionar serenidad; por esoaconseja el sabio emplearse encomprender que el ciclo que cierran lavida y la muerte es algo natural, que nodebe infundir temor. Ya que, por másque trate de huir a causa de sus miedos,el fastidiado no encontrará remedio a sumal. Donde quiera que vaya, todo separecerá a todo. Por aquello de nihilnovi: no hay nada nuevo. El que huyelleva consigo su ser...

Klémens en realidad había huido.Más tarde llegué a comprenderlo porpura lógica. Yo, en cambio, al ingresaren la cancillería, aunque habíaalcanzado lo que muchos deseaban, enrealidad seguía preso.

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Empezaba mi época oscura. Así lellamo al período que transcurrió desdeque ingresé como escribiente en elpalacio. Aunque, a decir verdad, en unprimer momento todo resultaba para mítan nuevo, tan desconocido, que apenasme percataba de cuanto sucedía a mialrededor. Pero, cuando empecé a darmecuenta de que aquel oficio era una purarutina, el tiempo pasaba ya de maneraextraña, como si cada día fuese siempreel mismo día y cada jornada de trabajola misma jornada.

En las oficinas trabajábamos más dequinientos funcionarios. En sustancia,según me fui enterando, continuaba latradición de los consejos, como en los

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tiempos de Bizancio, cuando misantepasados ya desempeñaban allí susfunciones. Aunque los consejeros ibanadquiriendo cada vez mayorascendencia árabe tribal. No solo elcalifa se rodeaba de ellos, sino tambiénlos jefes territoriales de las diversasprovincias. En su reinado Muawiya creódos consejos, que le ayudaban en lacentralización del califato: el Diwan al-Khatam, al que vengo denominando«cancillería», y el Barido, «servicio demensajeros», que traía y llevaba lascomunicaciones oficiales dentro delcalifato. Mi labor era tan sencilla comoaburrida: inscribir la anotación en loscuadernos de registro, con detalle, fecha

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y especificación, cada vez que se hacíauso del sello de la tesorería queadministraba mi primo JoannisCrisorroas. Porque, antes de ser selladoy expedido, todo documento debía serregistrado por escribanosespecializados, tanto en un diwan comoen el otro. Aquellos registros servíanpara el control de los derechos delsello, devengados por la expedición delos pliegos, licencias, cartas y demáscuestiones encargadas a los oficiales. Yadesde la gobernación de Bizancio aestos sellos se les llamaba sphragis, engriego, y también boulla, por la antiguapalabra latina que designaba un objetometálico redondeado y macizo, para

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hacer referencia al utensilio de oro,plata o plomo, según su importancia, quese usaba para sellar. Como secomprenderá, esta rutinaria prácticarequería únicamente atención yprobidad, pues de ella dependía el quehubiera concordancia entre los ingresosreales y los registros, que era la granresponsabilidad que recaía sobre elcargo de mi primo. Y por eso él meadvirtió desde un primer momento de lanecesidad de ser veraz. Pero, para mí,aquella tarea resultó decepcionante. Nosé qué me había imaginado sobre lo queera trabajar en la cancillería.

Durante aquellos primeros días,Crisorroas me contó muchísimas cosas.

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Aunque no fue en las dependencias delpalacio, donde habitualmente estábamosen silencio, sino más tarde, mientrasregresábamos a casa; en parte por pasarel tiempo, supongo, en parte paraexponer a su manera las razones por lasque en un principio se había resistido allevarme al oficio. Me dijo que, en lostiempos que siguieron a la muerte deMuawiya, su padre sufrió mucho. Cadadomingo, después de la misa, se sentababajo la palmera del jardín y llorabaamargado después de rezar. El viejo selamentaba porque las iglesias estabancasi vacías y porque empezaba a ver quecasi todos los feligreses eran viudas yhuérfanos. La comunidad cristiana de

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Bab Tuma estaba ya en decadencia. Lastumbas que rodeaban la antigua basílicade Santis Joannes se veían abandonadasy una nube de pesadumbre envolvía lavida de los cristianos de Damasco.A partir de entonces nada iba a ser yaigual. A pesar de ello, todavía losobispos y los presbíteros predicabancada domingo sobre la justicia divinamanifestada en todas las cosas. Aquellodesgarraba su corazón y hacía suspirar alas viejas. No lo soportaba.

Después de contarme estas cosas yotras semejantes, mi primo mealeccionaba sobre la necesidad de serfuertes y no perder jamás la confianza.Cierto es que él alcanzaba, con fe, a ver

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más allá... Pero, para quien todavía nohabía cumplido los veinte años,resultaba difícil sustraerse a un ciertodeseo de rebeldía, cuando no de duda eincredulidad.

En cierta ocasión, reuní el valornecesario para preguntarle si nuestrosabuelos habían llegado alguna vez aconsiderar la posibilidad de levantarsecontra los sarracenos. Él me miró conuna expresión extraña; lo cual meconvenció de que, efectivamente, desdeel pacto de Omar habían permanecidosumisos como ovejas. Eso y el hecho deque en un rincón de nuestra casaestuviera colgado un retrato funerario demi abuelo Mansur ibn Sarjun al-

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Taghlibi, pintado en su vejez. La pinturaantigua mostraba a un anciano de barbapuntiaguda, con una mirada lánguida yresignada; nada en él ayudaba aimaginar que por sus venas corría lasangre de la arcaica y guerrera raza delos hombres del gran Alejandro.

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n la cancillería había secretos yconfusos asuntos que no estaban a

mi alcance. Yo sufría muchísimo por sertan joven, sospechaba que existíanconspiraciones y afrentas en mi contrapor doquier. Estaba deseando que mecrecieran más la barba y el bigote,porque nadie me veía como unfuncionario ya hecho, maduro y serio,

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sino como un torpe y bisoño aprendiz.De todas formas, soportaba en mitrabajo una permanente humillación. Poruna parte, tenía sentimientosagradecidos hacia mi primo Crisorroasy, por otra, se había desarrollado en míun rechazo contra un estado que meresultaba tan difícil como si de un díapara otro me hubiesen obligado a viviren el infierno. Sencillamente, no estabapreparado para esa arriesgada labordiaria, entre hombres suspicaces,reticentes y permanentementeacostumbrados a evasivas y disimulos.Me sentí molesto desde el primer día demi entrada allí; percibí al instante quedesconfiaban de mí. No sé qué me había

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figurado ni qué quería en realidad.Bueno, deseaba que los parientes y losconocidos me considerasen un hombreasentado, pero al mismo tiemposospechaba que ese estado artificial noduraría mucho tiempo; que se acabaríapronto, que era todo provisional y queno me iba a pasar el resto de mi vida enesos despachos. No sé si mi primo sedaba cuenta entonces de mi esfuerzodesesperado, si me veía. Creo que sí.Era él mucho más sesudo que yo encuestiones humanas, juzgaba muchomejor a la gente...

Cada día que pasaba yo estaba másrabioso. Sería por el desprecio de losfuncionarios, por la rutina o porque la

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vida pasaba por delante de mí comoalgo turbio e insoportable. Aunquequizás esa explicación la he buscado yomismo a posteriori. Pero también habíacosas inexplicables. En mi fuero másíntimo me atormentaba el recuerdo dealguna humillación antigua einsoportable; algo que ni yo mismo eracapaz de identificar. Cuando eso mepasaba, la vergüenza me oprimía elpecho y la garganta, me sofocaba, measfixiaba; y casi me vencía. Pero lo peorde todo era la sensación de recordaralgo indescifrable; algo que estaba ahí,pero que, por algún motivo, nuncacomprendí. ¿De dónde procedía esaespecie de vergüenza? No lo sabía...

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La única persona con la que llegué aidentificarme algo en la cancillería fueel padre de Klémens. Sería porque elviejo militar, triste y vencido por susachaques, llegó a estimarmesinceramente, tal vez por el recuerdo desu hijo. De vez en cuando se acercaba amí y me decía:

—Muchacho, esto es un asco. Unverdadero asco... Somos hombres libres,mas vivimos como esclavos...

Entonces me parecía que era capazde leer en mi alma. Pero ahora creo quees más acertado reconocer en él a unanciano amargado. Y a medida que letrataba, me daba cuenta de losverdaderos motivos que tuvo Klémens

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para irse al ejército: su padre era elmejor ejemplo que representaba a lacasta cristiana bizantina, segregada yhumillada por los opresores agarenos.Seguramente, mi secreta e íntimavergüenza tenía mucho que ver con esesentimiento.

Cromacio era curador; noble yrancio oficio heredado de Bizancio,pero que ahora apenas servía para nada.En la época de Heraclio, muchos de lostítulos romanos estaban ya anticuados; ycon la llegada de los árabes, en tiemposde Omar, la mayoría de los cargos erannuevos o habían cambiado radicalmentede sentido y función, pero semantuvieron con sus nombres latinos y

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griegos hasta el reinado de Abd al-Malik. Al padre de Klémens se lemantenía en el diwan porque teníagrandes conocimientos del ejércitobizantino, el principal enemigo delcalifato. Él leía con meticulosidad losinformes de los generales, traducía einterpretaba las cartas que llegabandesde Constantinopla y asesoraba enalgunos asuntos militares que tenían quever con las fronteras del Imperio. Quizáfuera este el principal motivo por el queestaba tan desencantado: se enteraba demuchas cosas, demasiadas, que le teníanpermanentemente enervado. Para él,todo se hacía mal en los ejércitos delcalifa; y no podía hacer otra cosa que

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estar al corriente y cerrar la boca.Pero a mí, en privado, me lo contaba

todo y no dudaba en manifestarme susopiniones. Por él supe que Siria pagabacon puntualidad tributos al emperadorde los romanos y los griegos. Eso era ungran secreto que se guardabacelosamente en la cancillería. Solo loconocían los más altos funcionarios, ysus vidas corrían grave peligro si dealguna manera se les ocurría revelarlo.¿Por qué me lo dijo a mí? Yo entoncesno lo supe. Aunque más adelantecomprendería la razón.

El caso es que Cromacio me invitó acomer a su residencia, que era uno másde los avejentados y destartalados

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palacios de Bab Tuma. Me trató conmucho cariño, como solía hacer en lacancillería. Y me contó que Klémens sehallaba lejos, en las fronteras que haymás allá de Egipto, donde los ejércitosdel califa aguardaban el momento paraenfrentarse a los bizantinos en Cartago.Luego me manifestó la esperanza quetenía en que su hijo pudiera regresar undía a Siria.

—Si vencen los romanos, las cosasvan a cambiar mucho... —dijoenigmáticamente—. La armada bizantinatiene nuevamente el poder en elMediterráneo. Desde la batalla deSebastópolis los califas pagan tributo alemperador de los romanos y los griegos.

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Los generales de los ejércitos de Siriano han vuelto a atreverse a ir contraConstantinopla... Temen al fuegogriego...

—¿Qué es eso del fuego griego? Heoído hablar de él, pero nadie ha sidocapaz de decirme en qué consiste.

—Porque nadie sabe en realidad dequé se trata y cómo se logran con él unaserie de explosiones y fuegos infernalescapaces de incendiar desde la distanciauna flota entera. En la historia de losejércitos ningún arma fue tan misteriosay trajo tantas victorias a sus poseedorescomo ese maldito fuego griego. Segúndicen los que lo han visto, arde hastadebajo del agua... En un principio, esa

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sustancia misteriosa es arrojada desdelas embarcaciones bizantinas hacia elárea donde se encuentran los navíosenemigos; y basta una flecha en llamaspara que el área se convierta en unardiente infierno, tanto los barcos comola superficie misma del agua. No hayflota enemiga que pueda soportar unataque con algo tan temible. Y le otorgatal ventaja al Imperio de los romanos ygriegos que lo mantiene con el mayor delos secretos...

Después me contó que, en tiemposdel califa Moawiya, la flota árabe atacóConstantinopla por mar, sometiendo laciudad a un prolongado y duro asedio.Él estuvo allí y participó como oficial

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en el ejército sitiador. Pero cuatro añosdespués los bizantinos lograron rechazarel cerco árabe en la batalla de Syllaeum,tras emplear el fuego griego. Ese mismoaño los mardaitas se aliaron con elemperador de Bizancio, y tras unirse aellos un gran número de esclavoshuidos, prisioneros, y gente cristiana detodas clases, opusieron tal resistencia alos árabes, que obligaron a Moawiya afirmar un tratado de paz con elemperador Constantino IV, con unascondiciones muy desfavorables para elprimero, pero que aseguraba la pazdurante treinta años. Los términos deesta tregua obligaron a los árabes aevacuar las islas que habían tomado en

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el mar Egeo y al pago de un tributo anualal emperador bizantino, consistente encincuenta prisioneros, cincuentacaballos, y tres mil nomismata(monedas de oro de gran valor). Losmardaitas (nombre siríaco que significa«rebeldes») eran un grupo de cristianos,cuyos territorios, en la frontera delcalifato con Bizancio, se extendíandesde los montes Amanus (queseparaban Cilicia de Siria), hasta la«ciudad sagrada» (Jerusalén). Formabanun muro que protegía Asia Menor de lasinvasiones árabes. Después de laderrota del ejército califal, losmardaitas invadieron el Líbano. Muchosesclavos, prisioneros y nativos huyeron

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hacia allí, de modo que en poco tiempohabía muchos miles de rebeldes en lasmontañas. Cuando Moawiya y susasesores vieron esto, decidió enviarembajadores a Constantino IV y pagarsin demora el tributo.

Abd al-Malik subió al trono califalen el mismo año en que Justiniano II eraproclamado emperador de Bizancio. Lastropas mardaitas volvieron a asaltarSiria, consiguiendo avanzar de nuevohasta Líbano, lo que suponía una graveamenaza para el control árabe en laregión. El califa se vio obligadoentonces a firmar un nuevo tratado conel emperador para mantener la paz, y alpago de un nuevo tributo: 1.000

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nomismata, un caballo y un esclavocada día.

—Hasta el día de hoy, ese tributo sesigue pagando —dijo Cromacio,bajando con cautela la voz, a pesar deque estábamos solos y en su casa—. Elcalifa Walid lo paga cada año, pormiedo a que los rebeldes mardaitas delos montes del Líbano vuelvan alevantarse en armas si no cumpliera elpacto que hizo su padre. Aunque eso lomantienen en secreto sus funcionarios.Nadie puede siquiera hablar de ello.Está prohibido nombrar a los mardaitas,y si alguien lo hace es reo de muerte.

Después de contarme todo aquello,Cromacio me advirtió muy severamente

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de que no debía compartirlo con nadie, ymucho menos decir que había sido élquien me lo había revelado. Incluso meobligó a jurarlo poniendo mi mano sobrela Santa Cruz.

Y antes de que me despidiera de élpara regresar a mi casa, me dijo conmucha solemnidad:

—Eres aún muy joven. Pero no poreso has de vivir en la ignorancia. Yo ami hijo le he contado siempre todo...Parte de la desgracia en que vivimos loscristianos es consecuencia del miedo allamar a las cosas por su nombre; y deesa dichosa manía que tenemos losviejos de ocultarlo todo, incluso elpasado. Lo cual es tal vez porque nos

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avergonzamos de todo...Salí de allí y me encaminé por la

calle principal de Bab Tuma meditandoen lo que me había dicho. Llevaba unasensación extraña; una vez más medebatía entre la rabia y la confusión. Mepregunté por qué motivo Crisorroasnunca me había hablado de todo eso.Pero no podía preguntarle nada, porquehabía hecho un juramento.

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oannis Crisorroas no se parecía ennada a esos cascarrabias que habían

envejecido entregando su vida a lacancillería. Por el contrario, había en éluna templanza y una resignación hechasde pura fe. No era así en el resto de losfuncionarios, sobre todo en los másancianos, quienes parecían solo quererque el breve plazo que les quedaba de

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vida fuera una repetición de los añosque dejaban atrás. Se enfurecían y sesulfuraban enseguida por cualquiercausa y protestaban constantemente.Llegué a pensar que esa clase de vida,entre cuentas y pergaminos, acababaagriando el alma de los hombres con eltiempo. Sería porque allí reinaba laenvidia y todo se hacía en medio de latensión provocada por la amenaza de losdardos de las críticas.

Hubo días que regresé deshecho anuestra casa, desalentado por habertenido que soportar durante horasaquellas miradas tercas, laintransigencia y el desprecio con que eratratado por el simple hecho de ser

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aprendiz. Entonces me quejaba conamargura y no ocultaba mi rabia delantede mi primo. Pero él, que a menudo eratestigo de los desprecios que me hacían,en vez de defenderme de ellos,aprovechaba aquellas ocasiones parasermonearme sobre la necesidad deejercitar la humildad y la paciencia entoda ocasión. ¡Qué difícil me resultabaseguir esos consejos! A mi edad, estabamás escaso de afecto que derecomendaciones.

Y ese aprecio que tanto creíanecesitar finalmente vino a mí de unamanera un tanto extraña.

En la sección correspondiente a lasprovincias asiáticas, en el departamento

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de los territorios, mandaba un oficialanciano de origen persa. Tenía uno deesos nombres raros orientales, connumerosos títulos y prefijos, por lo queabreviadamente le llamábamos el señorFarganes. Era un hombre del interior,seco, oscuro y antiguo como su viejaraza. Solo tenía un ojo. Decían que elotro lo perdió por ser demasiadocurioso, cuando siendo mozalbete servíade paje en el palacio del granmayordomo del califa y se aficionó amirar a hurtadillas por los agujeros delas cerraduras. Percatado de su vicio,uno de los chambelanes eunucos leclavó una aguja desde el otro lado.Aunque es posible que esa historia fuera

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un bulo más, de los muchos quecirculaban por aquella cancilleríapérfida, donde los únicosentretenimientos eran la envidia, elchismorreo y la insidia. El caso es que,ya fuera por naturaleza o quizá por sertuerto, el viejo tenía un genio insufrible.Todo el mundo le temía. Su único ojoparecía estar permanentementeencendido de furor, como un vigilanteque no descansa atosigado por laansiedad de la sospecha y el celo. Y amí (no llegué a saber por qué motivo)me rondaba con especial atención, comosi estuviera deseando verme cometeralgún fallo. Su presencia, casi siemprepróxima, me dejaba sin aliento; me

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impedía trabajar con soltura, meobligaba a ser patoso.

Con frecuencia se amontonaban lastareas. Sobre todo cuando se publicabanleyes o se emitían fetuas que debían serllevadas por los correos hasta losúltimos rincones del califato. Había quecortar los pergaminos con las diferentesmedidas según la importancia deldestinatario, copiar las fórmulas y sellarcada documento. Luego todo se revisabacon cuidado, se ordenaba y se dabatraslado desde el Diwan al-Khatamhasta el Barido.

En cierta ocasión, los ministros delcalifa publicaron un edicto con motivode la celebración de las bodas de uno de

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los hijos del califa. Había prisa paraenviar las cartas, porque era invierno yse pretendía que todos los territoriossometidos despachasen cuanto antes susregalos. Durante tres semanas estuvimostrabajando sin descanso. Era puesnormal que se cometieran errores. Ycomo el viejo Farganes se empeñaba enestar pendiente de todo, sutemperamento de por sí agriado seendemonió de tal manera que, en vez dedirigir con tino, entorpecía con susconstantes gritos, idas, venidas ypataleos.

Yo me encargaba de derretir el lacree irlo derramando cuidadosamente cadavez que alguien necesitaba plasmar un

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sello. Como eran muchas cartas y cadauna de un tamaño, más de una vez meequivoqué y el viejo Farganes mepropinó algún que otro pescozón.Aguanté porque a eso estaba más omenos acostumbrado. Pero mi pocapaciencia acabó de esfumarse cuando sepuso a mi lado sin parar de agitar susmanos secas y larguiruchas. Me gritabaconstantemente junto a la oreja:

—¡Ahí no! ¡Idiota! ¡Ahí! ¡Deprisa!Así que, con los nervios, cuando él

tenía puesto su dedo sarmentososeñalando sobre el pergamino, lederramé sin querer el lacre ardiendo enla uña. Su ojo de fuego me traspasó.Luego me abofeteó y vomitó sobre mí

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una sarta de improperios en persa.No sé lo que hubiera sucedido si en

aquel instante yo hubiera obedecido alciego impulso que pasó por mi mente:arrojarle a la cara el lacre derretido.Pero, gracias a Dios, quedé de momentocomo petrificado; mientras que alguien,compasivamente, tal vez adivinando mispensamientos, se interpuso entre el viejoy yo.

Ese alguien después me sacó de allíy me llevó a su casa para consolarme demanera comprensiva. Era el jefe de lascaballerizas del califa, llamadoHesiquio Cromanes, que era hermanodel curador Cromacio y, por lo tanto, tíode Klémens.

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Sería por el despecho y la rabia queaquella noche, por primera vez en mivida, me dejé llevar por el vino hasta elpunto de perder el conocimiento...

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A

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la mañana siguiente, después dehaber dormido durante toda la noche,

desperté de repente desnudo y aturdidoen una cama extraña. Me levanté antesdel alba y caminé atolondrado,tanteando las paredes en plenaoscuridad, con torpeza y cautela,buscando el camino hasta la puerta deaquella estancia, como si temiera que la

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más mínima luz me devolviera a larealidad de tener que encontrarme enuna casa desconocida. Sentía la bocaseca y un dolor agudo en las sienes. Erauna sensación nueva para mí. Antes desalir, me envolví con la capa. Entreabríluego la puerta y me asomé, encontrandoen el exterior una penumbra mezcladacon los primeros y débiles rayos de luzque atravesaban los huecos de unacelosía. A esa hora temprana, se oíanlejanamente los sonidos de las ruedas delos carros, el golpeteo de los cascos delos borricos, las toses de losmadrugadores y alguna que otra vozsuelta en los callejones. Antes de que elajetreo fuera en aumento, salí y caminé

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con pasos ligeros envuelto por laoscuridad de un corredor. Entonces vi lasilueta indefinida de alguien al final. Mesobresalté y retrocedí perplejo paraocultarme tras un cortinaje. Pasado elpeligro, me aventuré de nuevo por elcaótico entramado de pasillos y salas,avanzando cada vez másapresuradamente, temiendo la inminentesalida del sol. Resoplando con cuidado,llegué al extremo de un patio y medetuve delante de una puerta antigua debronce que permanecía cerrada. Sentíadolor y vergüenza al mismo tiempo, alpensar en el trastorno y la preocupaciónque estarían sufriendo mi madre y miprimo Crisorroas porque yo hubiera

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tenido que pasar la noche fuera de casa.Pero, sobre todo, me hallaba embrolladoal descubrir que en mi memoria habíavacíos e imágenes vagas de lo sucedidola tarde anterior. El sabor del dulce vinotodavía impregnaba mis labios.Empezaba a reconocer, aunqueconfusamente, que me habíaemborrachado por primera vez.

La puerta se abrió empujada desdesu otro lado y apareció ante mí unesclavo eunuco, grande, de piel cetrina yojos rasgados, que se sobresaltó alverme allí y soltó un «¡Ay!». Aunqueenseguida reparó en que me hallaba yoaún más cohibido que él y se echó a reír,añadiendo afectadamente:

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—¡Demonios, qué susto nos hemosllevado! ¿Buscas a mi amo?

No respondí y tuvo que insistirdurante un rato, alterado, esforzándosepara sonreír:

—¿Puedo hacer algo por ti? ¿Buscasa mi amo Hesiquio?

Como yo no contestaba, acabódiciendo con resignación:

—Bueno, allá tú... Yo tengo cosasque hacer. Si atraviesas esta puerta,encontrarás los jardines. Por aquí no sepuede salir a la calle. Todo el palacioestá rodeado por altos muros. Si lodeseas, te conduciré a las dependenciasde los amos. Eres su invitado y ellosquerrán asistirte como es debido.

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Aunque... En fin, por lo que veo, lomejor será que tomes antes un baño.

No resultaba difícil percatarse deque aquel eunuco era de toda confianzaen la casa, y que él mismo eraconsciente de ello; por lo que en suactitud había un poco de esaimpertinencia propia de los criados quesaben que son queridos y que todo se lesperdonará. Y eso, unido a mi dolor decabeza, hizo que me sintiera aún másincómodo. Así que me quedé ahíplantado, mirándole sin saber qué hacer.Entonces él, con mayor descaro si cabía,añadió:

—¡Vamos, sígueme! Se te pasaránesos efluvios del vino que todavía te

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tienen atontado.En mi estado de aturdimiento, no fui

capaz de resistirme a la autoridadinsolente del eunuco. Le seguí por uncorredor y después descendimos lospeldaños de una empinada escalera quese precipitaba bajo la penumbra de unasbóvedas saturadas de vapores. Apenasse veía, hasta que apareció entre el vahouna pileta llena de agua, en la queestaban sumergidos hasta el cuello loscuerpos grandes, blancos y fofos deHesiquio Cromanes y su esposa TindariaKarimya.

Entonces el criado, de un tirón, mequitó la capa que me envolvía,dejándome tan desnudo como vine a este

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mundo. Luego, con suaves empujones,me hizo introducirme en la piscina. Elagua estaba caliente y me resultó muyagradable. Mis anfitriones me mirabansin decir nada, sonrientes, amigables yenternecidos.

Al descubrirlos allí, adormilados,desmadejados, brotaron en mi mente losrecuerdos de lo que había sucedido lanoche anterior, cuando Hesiquio mesacó de la cancillería después de que elviejo Farganes me hubiera abofeteado.Entré en aquella casa estando todavíaaturdido, rabioso e incapaz de abrir laboca para hablar. Por el camino,Hesiquio no había parado de decirme:

—Ese maldito viejo loco se cree

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que es el dueño del diwan. ¡Mira queponerte la mano encima! Ganas me handado de arrancarle de un tirón suasquerosa barba de chivo. Alguiendebería hablarle al califa de esecondenado y añejo persa. Sí, habría quedecirle al califa que no le convienemantener ya en su servicio a esaorgullosa e histérica casta oriental.

Me consolaba mucho que Hesiquiose solidarizara conmigo de aquellamanera, haciendo suya mi ira. A fin decuentas, yo apenas le conocía. De élsabía solo que su familia y la míaconservaban desde inmemorialestiempos lazos de amistad ycolaboración, y que incluso había

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habido matrimonios antiguos queunieron nuestras sangres. También él sehabía criado en Bab Tuma, en una casamuy cercana a la nuestra, dos esquinasmás abajo en dirección a la basílica deSantis Joannes. Quizá por eso, al llegaral umbral de su palacio, antes de entrar,me abrazó cariñosamente y me dijo aloído:

—Tu abuelo, el sapientísimo Mansuribn Sarjun al-Taghlibi, ha debido deremoverse en su santa tumba, como si ensu propia cara hubiera recibido labofetada que te propinó ese viejo yasqueroso persa. Pero, muchacho, nosufras por ello, aquí me tienes a mí parareparar el agravio con todo el cariño

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que pueda darte.Esas palabras, dichas con apariencia

de franqueza, me dieron muchaseguridad en un momento de tanto dolory confusión. Pero todavía no podía yoimaginar siquiera que en mi vida dejoven atolondrado estaban a punto deentrar unas personas que iban asignificar mucho. O mejor será decir queera yo quien iba a entrar en la vida deesas personas.

La residencia de Hesiquio Cromanesestaba en las traseras del palacio delcalifa. Se accedía a la puerta principalpor unos jardines, siguiendo un caminoancho flanqueado por oscuros cipreses.En los tiempos de Bizancio, en aquel

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lugar se hallaba la fortaleza del exarca;de ella todavía permanecían en pie losaltos muros de más de tres siglos deantigüedad, con algunas columnas demármol. El nuevo edificio era uncaserón grandioso, cuyo interior estabadispuesto a la manera de las viviendasde los árabes; sin apenas ventanas haciafuera, con dos patios, un huerto y lasestancias de las mujeres en la partetrasera. A decir verdad, aun siendoaquella una familia cristiana, hacían unavida casi en todo semejante a la de susvecinos agarenos. Incluso tenían bañossubterráneos, donde acudían cada día aasearse, y eran muy aficionados a lasesencias, perfumes y aromas de todo

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tipo, tan fuertes que a veces resultabanmareantes. También quemaban romero,incienso y otras hierbas olorosas en lospatios a media tarde; lo cual, unido a losguisos especiados, saturaba el aireexterior. Los ropajes que usabaHesiquio, en cambio, eran a guisa debizantinos, muy coloridos, largos yanchos, con caídas y plieguesestudiados, broches, bordados yaderezos de gemas y laminillas doradas.Vestido de esa manera, tenía él unaestampa poderosa. Debió de ser en sujuventud un hombre muy fuerte,musculoso; pero ahora destacaba en sucuerpo sobre todo la gran barriga,aparatosa, que parecía precederle

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cubierta de brillante seda, sobre la cualoscilaba un medallón de oro. En su cara,no obstante una inicial franqueza natural,aparecían de vez en cuando rictusrecónditos; y en los ojos con frecuenciale brotaba un brillo melancólico. Lucíauna barba larga y espesa, que seacariciaba melifluamente, haciendorelucir entre ella los preciosos anillosde su mano derecha.

Desde que atravesamos el umbral desu casa, me trató con mucha deferencia yceremonia en el recibimiento. Loscriados trajeron una jofaina, un jarro conagua y una toalla de hilo fino. El propioHesiquio se postró a mis pies y me losestuvo lavando al modo antiguo, y me

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ofreció luego con cortesía susposesiones y esclavos mientrasestuviera allí. El jefe de su servidumbreera un anciano solemne, consumido yterroso, de ojos oscuros y barba gris,con rasgos singularmente vagos. Puestotambién de hinojos delante de mí, dijocon voz grave:

—Conocí a tu abuelo, señor... Unhombre cristiano, justo y bondadoso.Dios lo tenga feliz consigo y premie surectitud y piedad; virtudes propias deaquellos tiempos de nuestrosantepasados, antes de la ruina delImperio cristiano... ¡Bienvenida lasangre de Sarjun!

Ser tratado así, y oír ensalzar una

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vez más de manera tan respetuosa milinaje, me conmovió. Hesiquio loadvirtió, se alzó de su postración, meabrazó de nuevo y me cubrió de besos.Entonces me eché a llorar como un crío,sintiendo, como nunca hasta ese instante,nostalgia y añoranza de una época queno había conocido.

En ese momento apareció TindariaKarimya, la esposa; una mujerona casitan alta como su marido, de ojososcuros, chispeantes, expresión intensa yuna espesa melena, negra, brillante yrizada, que le caía hasta las caderascomo una cascada. También ella sepostró con reverencia ritual ante mí. Ytras alzarse, mirándome vivamente de

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arriba abajo, dijo con vehemencia:—Tan hermoso como podía

esperarse de tu casta. Mi esposo mehabía hablado de tus cabellos rubios,pero... ¡cómo imaginar que serían oropuro! ¡Esos ojos azules son un pedazodel mar que hay más allá del Líbano.

Me ruboricé, no solo por el piropo,sino por la manera en que vino hacia mí,me tomó las manos y luego me abrazóvigorosamente. Sus fogosos labios seposaban en mi cuello y mis sienes, ytodo su cuerpo exhalaba un perfumedulzón, hechicero.

Luego ella se volvió hacia Hesiquioy le reprochó:

—¿Por qué no me avisaste? Si me

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hubieras dicho que ibas a traer al nietode Sarjun, habría estado prevenida.

—Anda, mujer —replicó él—.¡Cómo se te ocurre decir eso! En estacasa siempre estamos prevenidos.

Tindaria soltó una sonora carcajada.Me echó su brazo grande por encima delos hombros y me condujo hacia elinterior, regalándome algunos besos máspor el camino, como si me conociera detoda la vida.

Nada encontré en aquella viviendaque me resultase familiar. Era diferentea lo que siempre había visto en el viejopalacio de mis antepasados. Pero penséque tal vez hubo un tiempo en que losmíos vivieron con un lujo semejante. Las

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paredes estaban revestidas con telaspúrpuras y adamascadas, y lasalfombras cubrían completamente elsuelo; había lámparas de bronce,estatuillas de plata, grandes vasijasdoradas y columnas de alabastro. Todoresultaba suntuoso, impresionante.Entramos en el salón donde esperabadispuesta la mesa para la cena, conmantel, platos y divanes alineadosalrededor. Los ventanales, abiertos depar en par, dejaban ver el misteriosojardín. Menguaba la luz de la tarde. Unjoven esclavo entró sigilosamente y sepuso a encender todas las velas ylamparillas de aceite. Un instantedespués, las llamas y espejuelos dieron

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un nuevo aspecto a la estancia, haciendoresplandecer los extremos y arrancandobrillos de las colgaduras.

Mis anfitriones se sentaron frente amí. Empezaron a beber vino y a hablar,ambos a la vez, sin darme siquieraopción a que hiciera otra cosa queprestarles atención. Entusiasmados,seguían glorificando mis ancestros.Invocaban las décadas pasadas como sihubieran transcurrido ayer mismo.Anidaba en sus recuerdos la mismanostalgia ansiosa que en el resto de lospatricios de Damasco. Sin embargo, aellos la vida no les había tratado nadamal. Bastaba para darse cuenta conechar una ojeada a todo lo que los

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criados iban depositando sobre la mesa:bandejas de oro, copas de vidriolabrado, vajillas de plata y porcelanafina... La mezcla del añorado Bizancio,la decaída Persia y la exultante Arabiase hacía visible en la exhibición deobjetos y adornos que saturaban hasta elúltimo rincón del salón. Y mis ojos, quenunca antes habían estado rodeados detanto fausto, lo observaban todo, comoextasiados; mientras mi mente sequedaba absorta, endulzada por loselogios y las manifestaciones de cariñode aquel insólito matrimonio. Y asípermanecí, como atontado, hasta queTindaria, con fingido enojo, merecriminó:

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—Muchacho, ¿qué demonios tepasa? ¿No comes? ¿No bebes? ¿Acasono te gusta eso?

Ni siquiera me había fijado en quelos criados habían servido ya la mesa.Entonces vi delante una gran fuente condiversas carnes asadas: pierna de chivo,tajadas de ternero, aves enteras... Todoello dorado y humeante, aderezado condiversos adobos y acompañado porapetitosas verduras.

—¡Come, Efrén! —me instóHesiquio—. ¡No seas tímido! —Y almismo tiempo que me acercaba la copa,insistía—: ¡Y bebe! ¡Qué demonios!Bebe, muchacho, bebe para alegrarte yolvidar la bofetada del viejo Farganes.

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El dulce vino curará la herida de tuorgullo.

Y fui obediente. Tenía apetito yaquella cena exquisita me pareció lamejor que había probado en mi vida.Así que comí en abundancia. ¡Y bebí!No es que el vino no fuera algo nuevopara mí, ya que se bebía a diario en micasa; pero demasiado rebajado conagua. En cambio, este que se servía en lamesa de Hesiquio era fuerte, aromático,puro... Penetraba en mí como un fuegoencantador y sanador, hasta conseguirdespertar en mi espíritu una placidezdesconocida y una nueva y prodigiosaansia de felicidad.

No puedo recordar en qué momento

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perdí la noción del lugar donde mehallaba y de lo que estaba sucediendo.Mi último recuerdo algo preciso es laagradable sensación que experimentécuando la mano de Tindaria meacariciaba suavemente la nuca... Másallá de eso, todo quedó borrado. Hastaque desperté desnudo al día siguiente enuna cama extraña, en aquella casa queparecía estar ideada toda ella para elplacer.

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n muchos aspectos, mi madre eraextraordinariamente cuidadosa.

Pobre mujer. Sería tal vez porque yo erasu único hijo. Cuando por fin regresé acasa, después de haber pasado dosnoches en el palacio de Hesiquio yTindaria, al verme, rompió a llorar. Seorganizó una escena que merecía verse:ella se echó de rodillas sollozando,

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mientras los ancianos sirvientes gritabandando alabanzas a Dios. Y al mismotiempo, mi primo Crisorroas permanecíahierático, demudado, vestido con unsayón tan blanco como su rostro. Todosellos habían temido y sufrido por micausa. ¿Cómo hacerles comprender loque yo sentía en ese momento? Porqueaquella ausencia, en cambio, la vivíacomo una gran bendición para mí. Yvolviendo la vista atrás, a pesar dereconocer el gran disgusto que les di alos míos, sigo creyéndolo así. Hay cosasque solo suceden en esa etapa loca ydesconcertante a la que llamamospubescencia. Cosas que, si todo sigue suorden lógico, ya no te vuelven a

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sobrevenir. Cierto es que la vida puedellegar a convertirse en un constantesobresalto, y que permanentementeestamos obligados a tomar decisiones, aescoger el camino por el que debemosseguir; pero la manera en que un jovenve su existencia resulta única eirrepetible. Digamos que es una cuestiónde energía; de una fuerza interior que nodepende de ti. Es como si otra personaempezase a cobrar entidad dentro deuno, hasta llegar a apoderarse totalmentede cuanto se siente, de lo que se es, omejor, de lo que uno creía que era.

Algo se murió desde aquellaescapada: el niño. O mejor dicho,alguien lo mató intencionadamente: yo

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mismo. Y desde entonces todo en micasa empezó a resultarme ajeno einsoportable. Identifico muy bien elpreciso instante en que se inició esesentimiento: el llanto y los gemidos demi madre arrodillada a mis pies, losestertóreos aspavientos de los criados yla impávida mirada de mi primo.Experimenté una rabia y una rebeldíaque eran del todo nuevas para mí. Lapenumbra y la tristeza del viejo caserónme causaron vergüenza. Todo allí loveía ahora turbio y ajado: los estucosdesconchados, los muebles opacos, lashumedades de las paredes, la mortecinaluz de las escasas lámparas... Y más quetodo eso, empezaba a molestarme la

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insulsa conformidad de una manera devivir. Sería porque Hesiquio y Tindariahabían sido capaces de despertar en míel orgullo de la casta y el anonadantefulgor de la vanidad. Desde ahora, unaaguijoneadora pregunta ya no me iba adejar tranquilo: ¿Cómo hemos llegado aesto? ¿No somos acaso losdescendientes preclaros de la sangregriega que vino con el gran Alejandro?

Muy pronto mis nuevos amigoscomenzaron a ejercer una gran atracciónen mí. Al principio era un sentimientoque me resultaba contradictorio. Nopodía determinar con claridad la índole

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de la fascinación que me causaban: si setrataba de afinidad o si, por el contrario,era obra de la pura curiosidad inherentea la edad. Pero, a estas alturas de mivida, no ocultaré que identifico losmodos y los frutos propios de unaverdadera seducción. Antes de quesaliera de su palacio para volver con losmíos, Hesiquio puso auténtico empeñoen convencerme de que su esposa y élme habían cogido mucho cariño. Lorepitió delante de ella más de una vez:

—Aquí tienes tu casa. No es uncumplido. Puedes venir siempre que lodesees. A nosotros nos harás muyfelices. ¿No es verdad lo que digo,Tindaria?

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—Claro, mi muchacho. ¡Vuelve! Tucompañía nos es muy grata.

Y a la vez que decían estas cosas,con un tono y un sentimiento que meparecían del todo auténticos, ambos merodeaban con sus brazos y me cubrían debesos.

El consuelo, la ternura, el cariño;todo eso que tiene tanta facilidad y tantopoder para dominar un alma todavíatierna, envolvió la mía y sembró en ellael vivo apetito de ser deseado. Lo viejoy lo nuevo, la opaca sombra de laausteridad y el resplandor dadivoso, lapobreza irrevocable y la riqueza seentrelazaron de forma fantástica en esaextraña etapa de mi vida. Y sucedió que

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muchas veces, durante la primavera, mehallaba en mitad de una comida,celebrada en el luminoso comedor,provisto de las numerosas ventanas quedaban a los jardines y con las paredesforradas con telas de seda. Porque yaentraba y salía yo, a cualquier hora deldía o de la noche, por la puerta principaldel lujoso palacio que un día pertenecióal exarca de Damasco. Y el eunucoAlbesan, el primer mayordomo, seinclinaba a mi paso con gestoceremonioso, para luego otorgarmeamablemente el privilegio del mejorasiento en el diván, desde donde secontemplaba la parte superior de lamadreselva que crecía enfrente del

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porche. Y también, en el lugar que yoocupaba en la mesa, veía de repente, através de otra de las ventanas, unapasmosa y excitante visión. Allíaparecía, durante un momento, la figurade una bella muchacha, con su trajeblanco, ondulado por el impulso de sucaminar etéreo, magníficamentebendecida por las cintas de luz solar quedejaban pasar los árboles; sus miembrosdispuestos en una actitud curiosamentedespreocupada, sus bellos eimperturbables rasgos vueltos hacia elazul cobalto del cielo de mediodía,como si fuera uno de esos ángelesparadisíacos que flotan con la mayorfacilidad, envueltos en los pródigos

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pliegues de sus prendas, en las cúpulasde las iglesias...

Y resultó inevitable que mesucediera lo que es tan corriente a esaedad. Aunque todavía no había cruzadouna sola palabra con esa desconocidajoven, me enamoré de ellaabsolutamente. Fue un sentimientorepentino y apabullante. Amar con todael alma y abandonar lo demás al destinose convirtió entonces en mi más sencillanorma de vida. Aunque, aparte de verlaa ella por la ventana, cierto es que otrascosas me dejaban embobado: una tórtolaremontándose por un cielo cárdeno encierto atardecer de primavera; unrelámpago en una noche calurosa sobre

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una lejana hilera de árboles; el ardor dela arena parda en los pies descalzos; unaflauta languideciendo en alguna terrazaoculta... Todo eso me desgarraba pordentro, como si sintiera que en el cursode unos pocos años perecería la partetangible de aquel mundo que empezaba adescubrir con una extraordinariaconciencia y una luminosidadindescriptible. Siempre me hepreguntado si tales sentimientos seríanuna espléndida preparación parasoportar las pérdidas que sufriríadespués...

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indaria Karimya era una mujerpeculiar. Amaba la conversación.

Cuando su espíritu antojadizo eindiscreto se desbordaba, lograbahacerme ruborizar. Disfrutabahalagándome y no tenía reparo alguno ala hora de ensalzar lo que ella decía veren mí; eso a lo cual nombraba como «laantigua e inmortal belleza». Me miraba

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con dulzura y me acariciaba los cabellosmientras decía:

—En las familias rancias y tenaces,como la tuya, ciertos rasgos facialessuelen ir repitiéndose, como indicadoresy marcas de sus orígenes. Lo hará Dios,tal vez para que no se pierdan. La narizde los Sarjun, por ejemplo, la de tuabuelo, es del tipo griego, con una suavepunta respingada y, de perfil, con unaleve curvatura cóncava; en cambio, lanariz de los Flavianos de Pisidia, porejemplo, la de tu madre, es un belloórgano de raíz romana, con unaterminación algo torcida, visiblementemarcada y encarnada. Los Sarjun tienencejas rubias en ángulo, vellosas en el

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centro, y tendentes a desaparecerdoradas camino de las sienes. Sinembargo, la ceja romana tiene un arcomás fino y es poco poblada. En ti veocon claridad y sobre todo la sangregriega de los Sarjun. Aunque, por otrolado, descubro a las mujeres de laestirpe de Pisidia, como tu madre, bellasmuchachas con ojos azul pálido y esaspequitas en las mejillas...

Al escuchar esto último que decía sumujer, Hesiquio dejó escapar unarisotada que hizo temblar su prominentebarriga.

—¡Qué cosas le dices, esposa! —lerecriminó con hilaridad—. ¡Mira lo rojoque se ha puesto el muchacho!

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—El muchacho es bello y debesaberlo —contestó ella—. La belleza esdon del Altísimo.

—Sí, pero él es varón... Y eso de laspequitas y los ojos azul pálido referidoa las muchachas de Pisidia... En fin, lohas dicho de una manera...

—¡Qué bobo eres, marido! Bien senota lo viril que es Efrén. Me referíasolo a la hermosura y no a otrascualidades.

Después de decir esto, Tindaria selevantó inesperadamente de la mesa ysalió por la puerta que daba al patio. Unmomento después, entró trayendo de lamano a la bella muchacha que yo solíacontemplar desde la ventana. La condujo

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hasta el centro del salón y la presentóimpetuosa:

—Esta es Dariana. Aquí la tienes.¿Nos dirás acaso que no estabasdeseando verla de cerca, muchacho?

Miré a Hesiquio, buscando algunaexplicación para aquel repentinocomportamiento de su esposa. Y él, alver que me había ruborizado todavíamás, se recostó en el diván soltando unanueva tormenta de carcajadas.

Entonces me dio por pensar queaquello lo habían tramado entre los dos.Y mi suposición quedó confirmada,porque, entre risitas cómplices ysuspicaces guiños, salieron de laestancia dejándome a solas con la

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enigmática muchacha.Ella debía de estar tan acobardada

como yo. Hubo primeramente pasmo ymudez. Nos mirábamos comoparalizados. Tendría una edad cercana ala mía. La larga cabellera, lisa, lustrosa,que me había parecido bajo el fucilazosolar brillar con capas alternas decastaño rojizo y azabache intenso, en lasombra resultaba ahora de un azul-negrouniforme, cayendo en crenchas que lecubrían el marfil de sus hombrosligeramente alzados. Aprecié el reflejodel incendio invadiendo sus mejillas.Era realmente guapa, mucho más que enla distancia. Tenía ojos grandes de irisoscuro, bajo la frente anchurosa. Aun en

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su gravedad, unos hoyuelosproporcionaban gracia a su expresión.No había visto nunca a nadie, ni siquierafruto o porcelana, de piel tan blanca ytransparente; ni tampoco, a decir verdad,persona o cosa en el mundo que lograraazorarme tan frecuente ysustancialmente. Me afligí, por ladebilidad que me dominaba, y por unaola de adoración que ascendía desde mivientre hasta la boca del estómago y queme elevaba hasta el paraíso. ¡Quéalegría de libertad recién adquirida!

Entonces ella, apoyando la rodilladesnuda en el diván colocado bajo laventana, agarró las pesadas cortinasrojas y las corrió haciendo que la

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penumbra nos cubriera. Llevaba elvestidito de algodón claro que megustaba tanto ver en movimiento, desdela ventana, cuando la observabafurtivamente en un pasado tan próximo.Ahora el tejido era apremiante, en losprimeros días del verano animoso,pegado al cuerpo firme y bello. Esaspequeñas cosas se recuerdan mucho másclaramente que las grandes, las graves,las fatales. Por ejemplo, unas pequeñasperlas nacaradas en su cuello, y el solque penetraba por la rendija de lacortina y prendía una línea de oro en suescote. También el hecho de que yofuera una criatura todavía neutra y pura,aunque estuviera, por supuesto,

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encendido. La maravilla, el esplendor,el aroma de aquella presencia abrasabanmis sentidos, y siguieron ejerciendosobre mí el mismo intenso efecto hastamucho después, cuando fui descubriendoen Dariana otras fuentes de acabadadicha. Pero, en ese primer encuentro, eldeseo era demasiado fuerte, invencible.

Ella por fin sonrió y me enseñó eldeleite puntiagudo de su lengua roja.Sentí la súbita indignación por notar queme ruborizaba aún más si cabía. Perouna fuerza más poderosa que mi pudorme impulsó a abrazarla en ese momento.Y como si ya lo viniera haciendo desdemucho antes, desde siempre, comencé aacariciarla con una maña que a mí

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mismo me sorprendió; la enlazaba, comolos pámpanos de una enredadera seabrazan a una columna, estrechándosecada vez más, apretando cada vez más...Y quizá también sorprendida, ella sepuso rígida, severa; y así aguantó hastaque más tarde, con un mordiscoatrevido, amoroso, acabé por disolversu fuerza en suavidad abatida.

Nada más diré. Me doy perfectacuenta de la delicadeza del asunto. Soncosas misteriosas de las que no se debehablar demasiado y mucho menosponerlas por escrito... Cosasmisteriosas, no solo en su aspecto moraly místico... Si me he atrevido aconfesarlo, aun con vergüenza, ha sido

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solo porque lo considero necesario paraque quien ha de leer esto llegue a intuirel alcance de lo que sucedió algunosdías después.

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omo quien se ha visto obligado aexiliarse del paraíso, regresé una

vez más a mi casa, lánguido,apesadumbrado. Y los míos merecibieron como ya era costumbre: mimadre, con sollozos; los ancianoscriados, con persignaciones, y mi primoCrisorroas, con brillo de escarcha en elrostro. ¡Cuántos lamentos, y lágrimas, y

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besos pegajosos, y qué tumulto deinnumerables reproches! ¡Y quésospechas! Y mientras era agobiado portodo eso, mi indiferencia, mi seguridad ymi recién descubierta libertad en elamor empeoraban la situación. Ellosdespertaban en mi alma sentimientosenfrentados: lástima, conmiseración,aburrimiento, rabia... ¡Cómo detestabael tufo añejo de los oscuros rincones delviejo caserón! Las humedades, latristeza, la rutina y los desmayados rezosme repugnaban. Pero no quería causarlesmás daño. Así que callaba, no respondíaa sus preguntas y me negaba a darcualquier clase de explicación.

Cuando se agotó el llanto de mi

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madre y los criados se tranquilizaron unpoco, mi primo me echó un frío brazopor el hombro y me condujo por elcorredor principal hasta los patios. Biensabía yo que me llevaba a la sombra dela palmera, para hacerme reflexionar yseguramente sermonearme. No meequivocaba. Ese entrañable lugar, quetanto me emocionó en otro tiempo,también ahora había llegado a causarmeempalago. Me costaba orar, y mástodavía escuchar razonamientosreprensores. ¿Cómo pensar enmoderación, templanza o atricióncuando todo yo ardía de deseo? Élhablaba y hablaba; se explicabamaravillosamente. Por algo le llamaban

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«orador de oro». Pero sus palabras,aunque bien comprendidas por mí, nollegaban al centro de mi corazón, queestaba poseído por otras persuasiones.Y no solamente por la piel, los cabellosy las muchas gracias de Dariana; merefiero al ansia de otra vida: laintensidad, la aventura, la emancipación,el albedrío; toda esa avidez que alumbrael impaciente ánimo de los jóvenes. Asíque, mientras él disertaba sobre lafugacidad del tiempo presente, laesperanza y la confianza en bienes másaltos, yo me mantenía muy quietopensando en cosas más cercanas: lalibertad, el palacio de Hesiquio y losplaceres recién descubiertos. Hasta que

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sucedió lo inevitable: Crisorroas eraclarividente y se dio cuenta de que mialma estaba en las nubes mientras élmalgastaba su saliva. Así que calló derepente, para, un instante después,inquirir:

—¿No te interesa lo que te digo? —Seguí mudo y él mismo acabórespondiéndose—: Ya veo que tuspensamientos están lejos y que seráinútil hacerte entrar en razón.

A continuación hubo un largosilencio en el que nos estuvimosmirando y fue como si nos habláramossin palabras. Era mediodía y una luzbrillante, esplendorosa, caía sobre eljardín, la palmera, las tapias, la cúpula

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de la iglesia, las lejanas terrazas... Peroesa luz ya no despertaba efectosespirituales en mí. La quietud dio paso alos cantos de los almuédanos llamando ala oración de los muslimes; las voces seintercalaban, hasta que en el minaretemás próximo el potente canto tapó a losdemás. Entonces dijo mi primo:

—Lo que hayas decidido, hazlo ya.No me interpondré entre tú y el caminoque deslumbra tus ojos.

No esperaba esa reacción suya y meturbé. A punto estuve de echarme allorar. Pero él me abrazó y me dijo aloído:

—No te preocupes. Me encargaré detu madre. Le haré comprender que ya no

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eres un niño.—Gracias, gracias, hermano —

murmuré agradecido.—Vamos, te ayudaré a recoger tus

cosas.Y apenas una hora después, como si

acabase de escapar de una ciudadincendiada o de un reino en ruinas,volvía al palacio de Hesiquio parainstalarme en él. Dejaba tras de mí eleco de los gemidos de mi madre y loslamentos de los criados, que apenas mecausaban una leve turbación. Ahora síque sentía que empezaba una nueva vida.Y esta vez la apreciaba en verdad comopropia.

Tindaria Karimya celebró

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enardecida mi decisión de irme a vivircon ellos. Después de hacer impetuosasfiestas de halagos y abrazosreencontrados, pasó al estadio siguientede su enloquecida impaciencia. Medetuvo en el atrio diciéndome que antesde cualquier otra cosa era preciso queme diese un baño matutino. (Todo enaquel palacio se celebraba con un bañoprevio.) Una deslumbrante sonrisa,corriente en ella, con mayorjustificación en este caso, iluminaba suslabios. Los largos cabellos negros lecaían sobre la clavícula y la espalda. Depie, a su lado, y con la cabeza inclinada,su esposo la miraba entusiasmado porverla tan feliz.

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—¡Aprisa, aprisa! —exclamabanambos—. ¡Al agua!

Les seguí hasta las cálidasprofundidades de los subsuelos. Todoestaba dispuesto, pues los sábados a esahora acudían a sumergirse en la placidezcálida y vaporosa de la terma. Y allíestaba ella, Dariana, inclinada sobre lapila. Su presencia adorable, luminosajunto a las lucernas, me paralizó.Hesiquio y Tindaria se dieron cuenta ynos dejaron solos. Y, un instantedespués, mis manos llegaban a la raíz desu dócil y brillante pelo, y quedabaatado, tragado, entre los labiosfamiliares, incomparables, dejandoescapar una larga queja de liberación:

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—¡No podía ni pensar desde que meseparé de ti! ¿Qué puedo decirte? ¡Teadoro! Nunca, hasta el día de mi muerte,amaré tanto a nadie como a ti. En ningúntiempo, en ningún lugar... Ni en laterrenidad, ni en la eternidad, ni en esecielo a donde dicen que van nuestrasalmas...

Había leído esas palabraspretenciosas en algún poema profano yme brotaron solas. Así de loca es lapasión...

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ecuerdo que ella reía, y que luegosuspiró de repente, visiblemente

inundada de felicidad. La fúlgida luz delmediodía bajaba condensada en rayosque se colaban entre los árboles deljardín, como colgaduras, cayendo sobreambos, y las sombras ondulaban sobresu cara y continuaban oblicuamentesobre sus hombros, mientras un sol

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esplendente reposaba en la pared. Ycomo me ocurría con frecuencia —aunque esta vez fuera de un modo másdiáfano que nunca—, sentí de improvisola extrañeza de la vida; la extrañeza desu hechizo, como si por un instante sehubiera abierto una de sus misteriosasventanas y yo hubiera vislumbrado derepente su insólito y guardado secreto.Cerca de mí estaba aquella mejillasuave y casi velada, cruzada por lassombras; y cuando de pronto ella, conreservada perplejidad y un brillo vivazen los ojos, se volvió hacia mí y la luzrecayó en sus labios, cambiándolaextrañamente, aproveché la libertadabsoluta de ese mundo del jardín para

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tomarla por los codos. La aproximé condelicadeza, la apreté contra mi pecho yvolvió a suspirar. Son recuerdos quejamás se borrarán de mi memoria...

Dariana hablaba poco. Ahora,pasado tanto tiempo, me da por pensarque todo lo decía con sus ojos, con sussilencios, con sus mohínes y suspiros.Sin embargo, aun en medio de mi dicha,frecuentemente, esa actitud llegaba adesesperarme. Porque yo quería sabermás sobre ella: quiénes eran sus padres,dónde había vivido, cómo había sido suexistencia antes de venir a aquella casay por qué se hallaba allí... Y resultabainevitable que le hiciera preguntas.Aunque no eran preguntas directas, sino

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considerados juegos de palabras con losque trataba de conseguir que me dieraexplicaciones. Por ejemplo, le decía:

—De un tiempo a esta parte,empiezo a tener la sensación de que mivida acaba de empezar. Desde que mevine a vivir a tu lado, todo lo que antesme ha sucedido se va borrando y notiene ya importancia. Aunque no quieroolvidar quién soy ni de dónde vengo. Encierto modo, me siento un hombre nuevoaquí. Todo esto es diferente para mí.Pero mi vida de antes, en la casa de misparientes, forma parte de mí. Por eso tehe contado cómo era esa vida y laangustia que me producía. En cambio túno me dices nada de tu vida de antes.

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Dariana, ¿te das cuenta de que no sénada de ti? Solo sé que eres una mujerguapa, impresionante... Con unacapacidad auténtica para dar amor... Yahora, ¿por qué te has ofendido? ¿Qué teocurre?

—Déjalo. Hay cosas que nuncacomprenderás —contestó irritada—. Tehe dicho que no quiero hablar de mí. Notengo nada de particular que contarte.

—No digas eso. Tienes más o menosmi edad. A todo el mundo le hansucedido cosas que necesita contar.Sobre todo, cuando se está enamorado.¿Será acaso que no estás enamorada demí?

Se echó a reír de momento. Pero

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luego se puso muy seria y, señalandohacia lo alto, dijo:

—En vez de preguntar tanto, serámejor que eches una mirada a esa aveque vuela muy alta encima de nosotros.Si te fijas bien la podrás ver entre losárboles, girando sin mover las alas.

—Hace rato que la he visto.—¿Quieres decirme por qué algunas

aves vuelan altísimas haciendo círculosen torno al astro? Nadie lo sabe...

—Y tú, ¿acaso lo sabes?—No. Pero, si cierro los ojos, tengo

la impresión de que me elevo y vuelojunto al ave, uniendo mis pensamientos alos suyos y que lo adivinaré dentro de unmomento.

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—Eso es absurdo. Un ave no tienepensamientos.

—Sí, sí que los tiene. Por eso buscala luz. La luz, en comparación con laoscuridad, es la salvación. ¡Míralacómo describe círculos!

—¿Debo entender por tus palabrasque antes vivías en la oscuridad? ¿Queno eras nada dichosa?

Respondió tapándose el rostro conlas manos. Estuvo llorando durante unrato ante mi estupefacta mirada.Entonces decidí no hacerle máspreguntas, porque además comprendíaque su vida anterior debió de serhorrible. Pero ella, en cambio, mesorprendió revelando de repente:

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—Soy una mujer yazidí.Entonces comprendí su silencio, su

reserva y ese misterio raro que laenvolvía. Porque los llamados yazidíesson un pueblo que profesa una religiónancestral que tiene su origen en lasantiguas religiones persas. Creen queDios creó el mundo y lo confirió alcuidado de siete seres santos, conocidoscomo ángeles o Heft Sirr (los SieteMisterios), cuyo jefe es Melek Taus, elángel del pavo real, que es consideradopor algunos musulmanes y cristianoscomo Satanás o el Diablo. Quizá por esofueron perseguidos en las diferentesépocas, y sobre todo en este tiempo porlos agarenos, que son especialmente

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intolerantes y crueles con ellos. Por esarazón los yazidíes ocultan su fe si estáen peligro su vida.

—Yo no se lo diré a nadie —leaseguré—. Así que no debes temer pormí.

—Lo sé —dijo sonriente—, confíoen ti. Pero me angustia pensar que tucorazón pueda albergar algún recelo...

—Lucharé contra ello.—Si es así, te estaré siempre

agradecida. Y te ruego que nunca másvolvamos a hablar sobre esto.

—Te lo juro.Después la besé para sellar el pacto.

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l principio no me hice demasiadaspreguntas. Pero, cuando fueron

transcurriendo las semanas y los meses,en la casa de Hesiquio no solo Darianaresultaba un enigma para mí. Junto a losplaceres coexistían otros misterios ysilencios. Era Tindaria la que seocupaba de todo, mientras su esposoestaba ausente la mayor parte del

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tiempo. Suponía yo que esas ausenciasse debían a sus trabajos en lascaballerizas del palacio del califa.Frecuentemente se iba de viaje ypermanecía fuera durante semanas.Debía —decía— ir lejos para comprar yvender los caros caballos que adornabanlas cuadras califales. Cuando regresabame parecía que no era el mismo hombre:se le veía caviloso y reservado; casi nose comunicaba con nosotros y noparticipaba ni siquiera en las comidasde la casa. Recibía a hombres extraños acualquier hora del día o de la noche, conlos que se pasaba horas encerrado ensus dependencias privadas. Y cuandoesas visitas se marchaban, él se quedaba

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nervioso, pensativo.Además de todo eso, había otras

cosas que me manteníanpermanentemente en una duda meditada.Como el mismo hecho de que hubierasido admitido en aquel palacio con tantanaturalidad, sin condiciones. No me uníaparentesco con los Cromanes, nivínculos algunos de cualquier otro tipo.Me había ido a vivir allí sencillamenteporque sí. Por eso, en un momento dado,pretendí contribuir con algo para pagarmi manutención. Conservaba mi trabajoen el diwan y, cuando le quise entregar aHesiquio ciertas monedas con las quefui obsequiado, él las rechazó con todanaturalidad, diciéndome:

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—No, no tienes que darme nada.Guarda ese dinero que quizás un díanecesitarás.

También en esa respuesta hubo algoenigmático, algo que yo percibí a unnivel simple, pero que más tarde, unidoa otras dilucidaciones que fui haciendo,se convirtió en un algo más profundo:una general incertidumbre, que yaempezaba a causarme desasosiego.

Todos me proporcionaban cariño,pero no me daban explicaciones. Intentéhacerle preguntas a Hesiquio, con tiento,para no importunarlo. Y él se escabullóde ellas con sonrisas hilarantes,igualmente turbias. Así que llegué a unainevitable conclusión: en aquella casa,

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entre ellos, en su misma vida, habitabaun misterio; y no estaban dispuestos, almenos por el momento, a desvelármelo.

Pero no me resigné e hice nuevosintentos. Una tarde abordé a Tindaria,aprovechando que estaba sentada solajunto al pozo. Me senté a su lado y lemanifesté mi agradecimiento por lasatenciones que tenían conmigo. No meahorré exaltaciones, emotivasmanifestaciones de afecto sincero y todoaquello que busca ablandar un corazónpara obtener de él algún beneficio. Yella me escuchó complacida, blanda,mimosa.

—Te queremos —dijo—, tequeremos mucho, ya lo sabes, muchacho.

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No hemos tenido hijos y ya no vamos atenerlos... Tú has venido a ocupar enesta casa un lugar que estaba vacío.

Esa respuesta, que por otra parteencerraba cierta lógica, no era suficientepara sacarme de mis dudas. Así quevolví a la carga.

—Yo también os quiero —manifestécon la mayor sinceridad que pude—. Esverdad que os amo. Me habéis regaladouna vida nueva y feliz, una vida que haceunos meses ni siquiera podía soñar.

—Me alegra mucho oírte decir eso.Tu felicidad es la nuestra.

—Lo sé, lo compruebo cada día. Yello me empuja a querer hacer algo porvosotros.

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—¿Algo? ¿Qué quieres decir? —preguntó con apreciable confusión—.¿Cómo que quieres hacer algo pornosotros? —Rio—. ¡Qué tontería!

—Sí, algo, algo por puroagradecimiento...

—No tienes por qué hacer nada,muchacho. Con tu sola presencia en estacasa nos das mucho.

Entonces llegó el momento de ir algrano. Me puse todo lo serio que pude yle dije:

—Pues, si es así, me gustaría quefueras sincera conmigo...

—No te comprendo... ¿Piensas queno soy sincera? Te amamos, te amamosde verdad.

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—Sí, pero... ¡Oh, Dios, cómodecirlo!

—Habla, habla de una vez. ¿Qué tesucede? ¿Piensas que oculto algo?

—Sí, de eso se trata. Os portáisconmigo muy bien, eso es verdad, peroen esta casa percibo mutismo y sientoque hay ocultos asuntos de los cuales nose me hace partícipe.

Se puso lívida. Se hizo un silencioentre nosotros que fue como unprecipicio. De la ternura Tindaria pasó ala tristeza. Por un instante, eludió lamirada impaciente e interpelante que yotenía puesta en ella. Pero después laafrontó. Suspiró como para infundirseánimo.

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—No eres un niño —dijo congravedad—. Veo que fuera y dentro de tiha crecido ya el hombre que todo varónlleva dentro... Y tienes razón, entrenosotros hay secretos. Pero yo no soyquién para revelártelos...

Se puso en pie, se acercó al brocaldel pozo y se asomó, como si con elloquisiera expresar el abismo que se lehabía abierto dentro. Suspiró de nuevo,volvió a mirarme, con mayor intensidadahora, y añadió:

—Ten paciencia, dentro de muypoco se te dirán algunas cosas... Pero teruego que no sepa mi esposo que hemosestado hablando... Tampoco se lo digasa Dariana...

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ranscurrieron algunos meses sinpreocupaciones. Durante todo ese

tiempo, mi antigua y punzante vergüenzapareció mitigarse; mi rabia se atenuaba.Permanecían esos sentimientosturbadores, pero latentes. Sería porqueotras cosas los solapaban; cosasagradables, nuevas y atrayentes. En elpalacio de Hesiquio bebíamos,

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comíamos y disfrutábamos de placeresque nunca antes pude ni siquieraimaginar. Amaba a una mujer que metenía encantado. Había reunido unpequeño caudal a base de las monedasde oro que me daban en la cancillería. Ynada tenía que pagar: ni el buen vino nila música. El amor lo pagaba con amor,el rencor con rencor. Qué diferente eraaquello de la manera en que mis amigoslos gemelos se buscaban la vida en losarrabales. De vez en cuando los veía yme confesaban su sana envidia... Y miprimo Crisorroas, por otro lado, logróque mi madre respetara mi libertad.¿Qué más podía pedir siendo tan joven?A esa edad cualquiera tiene que

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espabilar para salir adelante o escaparde las complicaciones. Aunque, a decirverdad, yo seguía conservando unenemigo: el viejo y antipático Farganes.Pero me bastaba con no cruzarme en sucamino. Por lo demás, mis compañerosde oficio me resultaban indiferentes. Eragente sin maldad, pero asimismo sinilusiones. Gente que solo a ratos mecausaba alguna emoción o estorbo. Y enaquella vida por fin le daba las gracias aDios por haberme llamado al mundo.

Aprendí a montar en los fabulososcaballos que Hesiquio tenía en suscuadras. Al principio, él venía conmigo.Pero luego me aficioné a salir solo enlargas cabalgadas por las afueras de

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Damasco. Me colmaban de entusiasmolos maravillosos amaneceres deprimavera, cuando el sol salía pararetozar como un chiquillo, derramandopor el horizonte centelleos y colores.Me dejaban boquiabierto los calmososocasos, cuando la tierra exhalaba suardentía purpúrea y el viento coqueteabacon los campos olorosos pararefrescarlos, mientras unas neblinascanosas vacilaban colgadas sobre elcauce del río Barada. ¡Y sobre todo lasnoches!, abigarradas de estrellas,embelesadoras, de plateados reflejosque caían en los árboles y tejían tapicesfloreados de luna sobre las terrazas;cuando el silencio convertía el aire en

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una masa pastosa. Mi lozanía transcurríaentre aquellos regalos y aquellasmaravillas, envuelta en deseo eincertidumbre, como un alma loca quede pronto ha sido llevada a una leyenda.Y, aunque sentía que en mi cabezabramaba un vendaval de preguntas, amenudo el placer de vivir me robaba elaliento. De vez en cuando, los ojos seme empañaban sin que viniera a cuento.Por ejemplo, si Dariana me obsequiabacon una sonrisa tierna y me acercaba suslabios tersos. Aunque seguíanpronunciándose pocas palabras entrenosotros, había cariño espontáneo, queyo podía hallar fácilmente a sabiendasde que no era fingido. Así los días

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simples y las noches atolondradaspasaban con indolencia, como si alguienme los hubiera regalado en recompensapor algo. Y por encima de todo ello, dela tierra y de las nubes, por encima demi llevadera incertidumbre, crecían unaintuición y una añoranza: algo estaba porvenir; tal vez esa peripecia trepidanteque aguarda manifestarse en la vida detodo hombre.

Hasta que, de repente, mis arcanospresentimientos se hicieron realidad.Aunque esa realidad no tenía nada quever con lo que yo había soñado... No fuecomo en las leyendas: no surgieronaventuras maravillosas, ni asombrososcambios en la vida y en el mundo;

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novedades que anunciasen una eranaciente y diferente. Más bien lo quesucedió se parecía a las antiguastragedias de los griegos.

Todo empezó de forma inesperadauna preciosa tarde de primavera. SobreDamasco lucía ese cielo alegre tancaracterístico de los días de mayo, y elcalor ya hacía sudar a los mercaderes,que todavía no se habían librado de susmantos pesados de invierno; pero en elinterior de los edificios, en los bazares ya la sombra de los soportales seguíahaciendo fresco. Hesiquio y yohabíamos ido a cabalgar después de unalmuerzo ligero y estuvimos bañándonosen el río, a una milla de la ciudad, en un

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recodo donde se formaba un cómodobanco de arena. El agua estaba fría aún,pero el chapuzón a esa hora resultó muyagradable. Regresamos antes del ocasoy descabalgamos en el arrabal, fuera dela muralla, como solíamos hacer, puestoque el pacto de Omar nos prohibía a loscristianos entrar a caballo en Damasco.Eso era privilegio exclusivo de losárabes agarenos. Incluso Hesiquio, queera el jefe de las caballerizas del califa,lo tenía prohibido.

Yo había trabajado todo el día y,como era nuestra costumbre durante todaaquella milagrosa primavera, decidimosquedarnos bebiendo vino en las tabernasdel suburbio hasta entrada la noche.

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Cuando el muecín más cercano anuncióla última oración del día, cenamos unasopa de pollo y cardamomo, sentadosbajo un sicomoro, mientras la oscuridadse condensaba en las huertas que nosrodeaban.

Entonces oímos aquel ruido... Alprincipio no era más que un débilretumbar, una perturbación en el sueloque me hizo pensar en un trueno lejano,como si se estuviera formando unatormenta en algún lugar de los montes.Yo sorbía el caldo y vi de soslayo queHesiquio se disponía a decirme algo;pero, en vez de hablar con voz normal,tranquila, me agarró un brazo con unrepentino gesto de sobresalto.

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—¡¿Qué es eso?! ¡Escucha!Agucé el oído y me hice más

consciente de ese retumbar que se hacíamás fuerte.

Y él repitió, ahora gritando:—¡Escucha eso! ¡Vienen! ¡Vienen

caballos!Pasaron unos instantes y comprendí

que, en efecto, era el ruido de cascos decaballos; muchos, como una estampidaque se aproximaba hacia donde noshallábamos. Enseguida la gente delarrabal se sobresaltó igual que nosotros:corrían errando, sin saber qué hacer;mientras algunos permanecían comoparalizados; otros salían de las casasgritando y preguntando:

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—¡¿Qué pasa?! ¡Escuchad!—¡¿Qué es eso?!—¡¿Qué ruido es ese?!Estábamos cerca de las murallas,

pero en la orilla contraria; el río noscerraba el paso. Vimos que en las torresy las almenas empezaban a congregarsemuchos hombres. Entonces arreciaronlas voces, cargadas ahora de mayoransiedad:

—¡Es un ataque! ¡Mirad!Montamos en los caballos y, antes de

haber recorrido cincuenta pasos endirección al puente más cercano, eran yavisibles en la distancia miles decaballos viniendo hacia nosotros, por lagran extensión donde se levantaba el

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campamento del ejército. Podíadistinguirse bien la sorpresa de lossoldados, el ataque de los jinetes, larefriega y el desorden de los hombrescorriendo entre el polvo y la confusión.

—¡Corre! —me gritó Hesiquio—.¡Debemos entrar en la ciudad antes deque cierren las puertas!

Lo conseguimos cruzar, a pesar detener que bregar en el puente contra lamultitud que tenía ese mismo propósito.Pero no tuvimos más remedio quedescabalgar y abandonar nuestroscaballos. Entramos y se cerraron laspuertas. Poco después vimos por encimade las almenas un resplandor rojo yamarillo que latía contra el cielo negro.

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Todo el arrabal debía de estar en llamas.Oíamos gritos de guerra, el fragor delcombate, y luego el inconfundiblesonido de los alaridos humanos.

Yo estaba como paralizado, más porla sorpresa que por el pánico, y veía aHesiquio que seguía corriendo por losadarves, aumentando constantemente ladistancia entre nosotros. Pero, una vezque llegó a una plaza, se detuvo. Yotambién conseguí llegar, abriéndomepaso entre la muchedumbre aterrada quese había echado a las calles. Nosquedamos confundidos e inmóviles entrela masa humana, viendo cómo losguardias de la ciudad se apresurabanhacia sus trabajos de defensa en las

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murallas, mientras todos los almuecinesse desgañitaban en los alminaresanunciando el ataque.

—Vamos a casa —propuso Hesiquio—. Nada podemos hacer aquí, detenidosy sin saber qué está sucediendo.

Se volvió hacia la parte este de laciudad, donde estaba su palacio.Entonces hice ademán de seguirle. Peroél me retuvo diciendo:

—No. Ve a Bab Tuma, a tu casa. Lostuyos deben de estar preocupados.Mañana nos veremos.

Obedecí el consejo y me encaminéhacia el barrio cristiano, que estabacerca de allí. Nada más llegar alcaserón, encontré a mi primo Crisorroas

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en la puerta, con una expresión terrible.Inmediatamente salió mi madre y, alverme a salvo, me abrazó sollozando ydando gracias a Dios.

Supuse que mi primo estaríainformado y le pregunté:

—¿Quién nos ataca? ¿De dónde hanvenido todos esos hombres a caballo?

—Son los mardaitas del Líbano.Hace tiempo que los espías vienenavisando de que pronto se produciría unataque... Pero nadie creyó que esopudiera llegar a suceder...

—¿Y ahora qué va a pasar? —lepregunté.

Se quedó pensativo. Al cabo,respondió:

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—Las murallas de Damasco son muypoderosas. Por numerosos que sean esosrebeldes no podrán entrar en la ciudad.Aunque, por desgracia, habrán podidovencer y matar a las tropas que estabanacampadas fuera. Pobre gente delarrabal... El grueso del ejército estálejos, en la frontera, y tardará unos díasen enviar refuerzos...

Esa noche no nos acostamos.Permanecimos en vela orando, entre laincertidumbre y las noticias quellegaban. El pánico mantuvo despierto atodo Damasco hasta el amanecer. Mesentí como si acabara de presenciar elfin del mundo...

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os mardaitas no hicieron el menoramago de asaltar las murallas de

Damasco. No habían venido con esepropósito y además eran conscientes deque conquistar la ciudad resultabaimposible para ellos. Se conformaroncon matar a cuantos soldados pudieron ycon saquear e incendiar el arrabal. Nisiquiera se acercaron a los puentes del

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río Barada para evitar que les pudieranalcanzar las flechas.

A pesar de ello, y previniendo que elataque pudiera durar varios días, dentrose preparó la defensa lo mejor posible.Se llevaron muchas piedras y sacos detierra a las almenas para reforzarlas.También se dispuso que una fuerza dedoscientos hombres a caballo y otrostantos peones se aprestaran para salir ahacerles frente en las pendientes que hayfuera de la ciudad, donde sería fácilrechazarles cayendo sobre ellos porsorpresa, aprovechando la cuesta abajo.Pero nada de eso resultó necesario. Alamanecer que siguió al ataque, losmardaitas se marcharon por donde

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habían venido.Por la mañana sobrevino una calma

extraña. La gente hablaba en las callesde lo sucedido, algunos con brutalidad,otros con temor.

—¡Malditos mardaitas! ¡Satán loslleve al infierno!

Más tarde, cuando ya hubo seguridadde que los feroces rebeldes se habíanmarchado, se abrieron las puertas de laciudad y se pudo apreciar el desastreque habían causado en el arrabal norte:estaba convertido en cenizas y sembradode cadáveres. Entonces todo Damascoestalló en furor y lamentos. Los agudosgritos de las mujeres herían los oídos ylos hombres bramaban invocando la ira

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de Alá.Se sucedieron unos días tórridos, de

aire fétido, inmóvil, asfixiante, en losque se vivía como en el más oscuro einsufrible de los infiernos. Hubo queenterrar a tantos muertos y hacer tantosfunerales que los muecines no se dabandescanso aullando:

—La jaulá ua alá Kuwuata il la billájil aliyul adzime! (¡No hay fuerza nipoder excepto en Dios, el Altísimo, elMagnífico!)

Las gentes pululaban enlutadas porlas calles, con las cabezas cubiertas deceniza, exacerbadas, gimiendo ypidiendo venganza. El ambiente enDamasco se ensombreció mucho. Y no

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me refiero solo al aire, sofocante,detenido e impregnado por los olores dela carne abrasada y putrefacta; seapreciaba el enrarecido espíritu de loshabitantes, el odio en las miradas y laescabrosa proliferación de la sospecha.Lo noté en los vecinos y en losmercados, en las tumultuosas reunionesque se formaban en las plazas y en lasmultitudes que entraban y salían en lasmezquitas... Algo estaba germinando;algo todavía torpe e impreciso, y podíaadivinarse que estaba siendo alimentadopor la desconfianza y la duda siniestra.

Cuando con mayor claridad me dicuenta de ello fue al regresar a lacancillería, dos días después del ataque.

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Los funcionarios estaban muy alterados,divididos en corrillos, cuchicheando ylanzando en torno furtivas y recelosasmiradas. Enseguida supimos que elconsejo había sido convocado y estabaasesorando al califa. Uno de loschambelanes principales del palaciodeambulaba por las dependencias deldiwan despotricando a voz en cuello:echaba toda la culpa a Bizancio y alemperador de los romanos y los griegos,al que nombraba como «el puerco hijode los demonios y de la rameraConstantinopla».

Estuvimos toda la mañana sin saberqué hacer, esperando a que los ministrosdespacharan las órdenes oportunas para

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escribir las cartas, sellarlas y ponerlasen manos del correo.

Después de la segunda oración deldía, una inmensa multitud se fuecongregando en torno a la fortaleza. Seoía el denso murmullo, sobre el que lasvoces enardecidas de los ulemasllamaban a la guerra santa. Un poco mástarde entró un mayordomo y nos anuncióque el califa iba a salir del palacio paraconsolar al pueblo fiel. Se formó un granrevuelo entre los funcionarios, que seapresuraron para ir a los jardines ybuscar el mejor lugar para verlo. Me unía ellos y fuimos en grupo hasta unaescalera que nos condujo a las terrazasque miran al poniente. Se dominaba

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desde allí el palacio y el ampliomirador donde ya estaba puesto elestandarte blanco y dorado de Walid.

Un escalofrío me sacudió de lacabeza a los pies cuando los muecinesenloquecieron proclamando a gritos lagrandeza y la ira de Alá en todos losrincones de la ciudad. La guardiaacababa de aparecer frente a la Puertade Bronce y marchaba en ordenlevantando polvo junto a los altos murosdel alcázar, bajo el estruendo de lostambores. Miles de soldados habíanllegado temprano y habían levantado sustiendas en el campamento del arrabal, enel mismo sitio donde los mardaitashabían hecho la masacre. La multitud

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ocupaba todos los alrededores,moviéndose pesadamente por las callesadyacentes, en las plazas y al pie de lasmurallas. Una especie de violentaefusión, como un vendaval de cólera ybestialidad, sacudía a la población.

Se necesitaba una suerte dereparación para saciar la sed colectivade venganza. Y con ese fin, como solíahacerse en tales situaciones, se recurrióa una terrible ceremonia: el tormento yla ejecución pública de todo aquel quepudiera tener una mínima relación deculpabilidad con el ataque. No se habíapodido capturar a ningún mardaita, perolas cárceles de Damasco estaban llenasde presos considerados espías al

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servicio de Bizancio, traidores yrebeldes de todo género. Entrehorrorizadas y jubilosas, las turbasabrieron paso para que los guardiaspasearan entre ellas, de maneradenigrante, a una larga fila de famélicoshombres desnudos y cubiertos de negrocieno y excrementos. Un pregonero ibadelante, proclamando a voces lasentencia. La gente escupía y cubría deimproperios a esos desdichados.

Sin demora, y con ademaneshistriónicos para resaltar su crueldad,los verdugos sacaron ojos, cortaronlenguas, orejas y manos. Los reos que nomorían desangrados quedaron expuestosa la curiosidad, crucificados en los

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muros. Los muertos se abrasabanenvueltos en alquitrán ardiente.Olvidados de toda compasión, losdamascenos hacían cola para pasardelante y ver de cerca retorcerse dedolor los desgraciados cuerpos.

Los muecines bramaron cuandoapareció en el mirador el califa con elgran cadí y sus magnates. Se hizoentonces un silencio impresionante.Toda la ciudad puso su mirada trémulaen quien evocaba para ellos el poder ytambién la venganza. Porque era elcomendador del justo Alá y su Profeta.A muchos de ellos con solo verlo lestemblaban las rodillas y les invadía elomnipresente temor de ser contados

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entre los cobardes y traidores. Elestruendo de los tambores arreció. Lamultitud se agitaba y se removía portodas partes, tornándose cada vez másdensa. Entonces los músicos que estabanapostados en las torres echaron mano desus bocinas de cobre y lanzaron al aireresonantes trompeteos. A la vez que losmuecines clamaban:

—Al Láju Akbar! Subjana Laj! AlJamdú lil láj! (¡Dios es el más grande!¡Gloria a Dios! ¡Alabado sea Dios!)

El califa, vestido de oro de arribaabajo, estaba hierático, impávido ydistante.

En el impresionante silencio quereinaba en torno, la voz poderosa de uno

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de los pregoneros tronó:—¡Alá maldiga a los infieles

rebeldes! ¡Que la maldición de Alácaiga sobre los mardaitas hijos deldiablo! ¡Malditos sean hasta el día delJuicio Final!

La muchedumbre estalló en unespontáneo griterío, que se fueconvirtiendo en una especie de rugidounánime, cargado de odio y ansiedad, enel que resultaba imposible distinguir lasinvocaciones, los insultos y lasmaldiciones.

El pavoroso clamor de las masascorrió por todo Damasco durante unlargo rato. Persistió con igual intensidadhasta el momento en que el califa

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extendió los brazos, para que los ulemasproclamaran en su nombre las suras delCorán que llaman a la yihad, la terribleguerra santa.

Se os ha mandado combatircontra los no creyentes, aunque ossea odioso, pero puede que osdisguste algo que sea un bien paravosotros y que améis algo que es unmal. Alá sabe y vosotros no sabéis.

Vida por vida, ojo por ojo, narizpor nariz, oreja por oreja, diente pordiente y la ley del talión por lasheridas. Y si uno renuncia a ello, leservirá de expiación. Quienes nodecidan según lo que Alá ha

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revelado, esos son los impíos...

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SEGUNDA PARTE

Si el futuro no existeaún, ¿dónde lo han vistolos que predijeron elfuturo? No es posiblever lo que no existe. Ylos que narran el pasadono contarían cosas

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verídicas si no lo vierancon la imaginación.

SAN AGUSTÍN DE

HIPONA

(Confesiones, XI, c. 17,22)

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Roma

os ciudadanos de Roma recelabande los godos exiliados de Hispania.

No solo los patricios y la chusmaociosa; resultaba penoso escuchar lo quemurmuraban hombres de la curia que porsu oficio debían ser comedidos y

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tolerantes. La civitas siempre fue amigade novedades y rumores, por más queesté acostumbrada al ir y venir deextranjeros, y los refugiados hispanosfueron la comidilla durante el Adventus.Muchos parecían disfrutardenostándolos. En fin, nadie parecíadudar de que Hispania, sus súbditos,ciudades, tierras y ganados se habíanperdido entregados a un pueblo bárbaroy cruel que venía desde los desiertosempujado por la cólera divina. Ellos ysolo ellos, los godos, eran culpables delmal que había caído sobre sus cabezas.Las luchas intestinas entre nobles yreyes usurpadores y familias realesadulterinas y despóticas habían llenado

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de corrupción toda la Hispania goda. Yahora, por tales pecados e iniquidades,la cristiandad era mutilada en aquellugar, el más extremo del Occidente,conocido como el Finis terrae, adondeun día llegó la predicación delevangelio en cumplimiento de aquellaprofecía del propio Jesucristo: «Id ypredicad la buena noticia, bautizándolosen el nombre del Padre, del Hijo y delEspíritu hasta el fin del mundo.» PeroRoma no veía en aquellos godos huidosa hermanos de fe, sino a degenerados. Sien verdad hubiera sido capaz de ser fiela su vocación de caput mundi, habríacomprendido la Ciudad Eterna desde elprimer instante que los recién llegados

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estaban envueltos por la desolación y elmiedo, y que no tenían mayor esperanzapresente que acogerse tras los muros delpapa. Pero el gobernador y lasautoridades civiles resolvieron enprincipio que resultaba un tantopeligroso abrir sin más las puertas a unamuchedumbre de costumbres tal vezdesconocidas y hasta perversas. Hastaque se enteraron de que los refugiadostraían oro consigo, entonces la cosacambió...

Una mañana de aquellas, seríaquizás una semana después de la llegadade los godos, uno de los secretarios vino

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a avisarme de que el papa quería verme.Enseguida me acerqué hasta el Laterno.El venerable Constantinus no estaba ensus dependencias. Lo encontré en unrincón de la iglesia Mayor de SantisJoannes. Se había sentado allí, en laoscuridad, preguntándose qué hacer.Cuando me dio permiso con un gesto desu mano, me senté a su lado. No dijenada para no violentar su silencio yevité sacarle de sus meditaciones.Durante un largo rato estuvesimplemente orando junto a él, ymientras tanto, me pareció escuchar eleco de sus preocupaciones. Hasta quemás tarde, en un determinado instante,emitió como una especie de hondo

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suspiro, se volvió hacia mí, me puso lamano en el hombro derecho y me atrajohacia sí para besarme en el ladoizquierdo de la frente.

—Efrén —murmuró entristecido—,¡qué misterio, qué gran misterio...!¿Hasta cuándo tendrán que sufrir loshijos de Dios? Esto parece no tener fin;a una tribulación sucede otra, a unapersecución otra mayor... Satanás estáresuelto a no darnos descanso...

Estimé que sería muy inoportunocontestar a esa profunda queja. Si él selamentaba en voz alta era desde luegoporque necesitaba desahogarse. Aunqueyo sabía por qué liberaba su almadelante de mí; porque un momento antes

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me parecía estar leyendo sus inquietospensamientos. El buen papa se acordabade Siria, nuestra tierra, y a buen segurohabía estado rememorando nuestrapropia tribulación y la equiparaba a loque estaban sufriendo los cristianosgodos. Tal vez por eso me dijo luego:

—Nadie mejor que nosotros podrácomprender a esa pobre y desdichadagente. Nosotros los sirios ya tuvimosque pasar por ello. Para una culturaantigua y cristiana resulta muy dolorosover que todo se desmorona, que sehunden los fundamentos y los cimientosque con tanto esfuerzo y sacrificiopusieron nuestros antepasados. Igual queun día nosotros tuvimos que salir de

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nuestra tierra, ellos ahora se han vistoobligados a dejarlo todo y huir. Lomismo que nos tocó vivir les toca aellos. Aunque yo era un muchachoimberbe, recuerdo muy bien el pánico delos nuestros y la terrible decisión deabandonar Siria. Tuvimos que salir conlo puesto, aprisa y sin titubear. Luegoestaba el mar en la negrura de la noche,las olas, el frío... y, finalmente, unadesierta y extraña playa de Grecia. Lopoco que llevábamos de valor nos loarrebataron gentes sin compasión... Casidesnudo llegué a Italia...

—Padre santo —dije—, Dios cuidóde ti. Como también se ocupó de mícuando tuve que escapar a mi vez de

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allí.—Sí, Él tiene planes más altos y

misteriosos que los nuestros. Y hoy nopodemos hacer otra cosa que estaragradecidos al mismo Dios que noslibra de los peligros por puramisericordia. Y por eso debemos tenercompasión y ser misericordiososnosotros con esos hermanos nuestros quehan corrido una suerte semejante.

—Cierto —asentí—. Los romanoslos desprecian y los hacen culpables desus propios males. ¿Qué podemos hacercon ellos para aliviarlos, venerablepadre?

—Por eso precisamente te hemandado llamar. He sabido que algunos

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de esos godos desdichados han traídoconsigo parte de sus riquezas y quegente codiciosa y despiadada de laciudad saca provecho de ello,extorsionándolos, cobrándoles preciosabusivos por el pan y estafándolos. Hedado órdenes a mis secretarios para quehablen con los tesoreros de la Iglesia yvean qué se puede hacer... Pero no mefío del todo... Así que te mando quevayas al campamento de los godos y teenteres bien de lo que les estásucediendo.

—Sabes que puedes confiar en mí,venerable padre —manifesté besándolecon sumisión el anillo.

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Roma

l campamento de los godos deHispania estaba a una milla de la

muralla, junto a la vía Appia, en unazona de antiguas villas en ruinas; unparaje umbrío, húmedo y saturado defrondosidades, donde corre un arroyo y

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manan un par de fuentes limpias. Desdela distancia, se veían clarear entre losárboles las lonas de las tiendas decampaña y el humo de las hoguerasascendiendo. En los alrededores,desparramados en los prados y a loslados de la vieja calzada flanqueada porcipreses, se amontonaba la leña puesta asecar, los escombros, las basuras y losexcrementos de personas y animales.Una empalizada a medio construir y unarco hecho con mimbres trenzadosservía de puerta a la pobre aldeaimprovisada en un claro del bosque,desde donde se divisaban a lo lejos losmuros de Roma, las torres, los altosedificios y las colinas rematadas por

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blancas y solemnes construcciones.Cerca pululaban ya los mercachifles,buscavidas y oportunistas que acudían asacar provecho cada día de losrefugiados. No paraban de llegarborricos con alforjas cargadas decastañas, panes, legumbres y frutas,pregonadas a gritos por los quincalleros;y fisgones que sencillamente sequedaban a distancia para curiosear losmovimientos de los extranjeros.

Descabalgué y me acerqué a larudimentaria puerta y les dije a loshombres que la vigilaban que veníaenviado por el papa Constantinus. Elguardia le dijo algo a un joven y esteechó a correr como enloquecido a través

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de los arbustos; de vez en cuandotropezaba, caía, volvía a levantarse yreanudaba la carrera. Al tiempo quecorría, gritaba en una jerga desconocidapara mí, y pronto hasta el último hombrehabía abandonado el abrigo de sustiendas y observaba la aproximación delvigía con tenso interés.

—¿Quién es vuestro jefe? —lepregunté al centinela.

—Señor —respondió lleno denerviosismo—, el metropolitano deToletum fue invitado a vivir dentro de laciudad por el santo papa de Roma.

—Lo sé —dije—. Pero necesitosaber quién manda entre vosotros en elcampamento.

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—¡El dux Genulfo y su gente estánacampados junto al pozo del sur! Puedesentrar e ir hacia allí.

En torno se iba reuniendo cada vezmás gente. Un suave murmullo, comoviento entre los árboles, recorrió elgrupo de los que habían salido de sustiendas para ver lo que sucedía; semiraban unos a otros sin decir palabra.Pero uno de ellos, un estirado anciano,se aproximó y me besó las manos y laorla del manto mientras decía:

—Yo te conduciré hasta la tienda deGenulfo. Está muy enfermo, pero terecibirá en atención a quien te envía.

Anduvimos por en medio delcampamento, acompañados por una

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multitud silenciosa que seguíaaumentando. Varios muchachos seempeñaban en llevar las riendas de micaballo. A medida que nosadentrábamos las tiendas eran mejores,y se veían incluso cabañas más sólidas,construidas con vigas y ladrillosseguramente sacados de las villasruinosas que ocultaba la maleza. Fuimosa detenernos en una especie de plaza,donde estaba levantada una tiendagrande, adornada con estandartes ycruces de plata labrada. Desmonté en larampa que conducía a la puerta deentrada. Como antes hiciera el ancianoque me guiaba, la gente que estaba allíse acercó a mí para besarme las manos y

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la orla del manto. Después supe queeran los criados del dux godo. Semanifestaban sonrientes y afables.

—Es el enviado del papa de Roma—anunció el anciano—. Viene a ver aldux.

El vasallo de más edad me dijo:—Veré, señor, si las mujeres han

terminado de asearlo y ponerlopresentable para ti.

Tuve que esperar un buen rato. Laindumentaria, los aderezos de lasmujeres y la general presencia decuantos iban llegando me hicieroncomprender que aquel pueblo era altivo,refinado y orgulloso. Pero mesorprendió aún más la estampa de su

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jefe. Se hallaba el dux Genulfo tendidosobre su amplio lecho de madera decedro, bajo un cobertor forrado de pielde lobo. Era un hombre grande yfornido, de majestuosa presencia, apesar de hallarse muy enfermo según medijeron nada más entrar. Lo habíanenvuelto en una túnica azul con franjadorada, y habían ceñido su frente y sussienes con una hermosa diadema de oro.Un lado de su cara estaba surcado poruna rosada cicatriz aún no del todocurada, y el otro lado azuleaba, debidoseguramente a algún golpe. Unas vendaslimpias envolvían sus manos. Locontemplé sin decir nada, haciéndomeconsciente de sus dolores y del hecho de

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que seguramente habría sufrido un graveaccidente. Al pie del lecho se hallabatendido un lebrel, con la mirada perdiday el hocico entre las patas; y un pocomás allá, sobre una suerte de lujosoposadero, una hermosa y tranquila avede presa. ¡Qué apego a su dignidadtendría aquel noble para cargar con susanimales en la huida!

En torno estaban las mujeres, conesa serena solemnidad de quienes handecidido aceptar su destino. Todas eranextraordinariamente bellas, desde lasniñas hasta las ancianas. Detrás de ellas,como aguardando a ser útiles, un buennúmero de criados inclinaban lascabezas. Un viejo chambelán, pulido y

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blanco como la plata, se apartó delgrupo y avanzó hacia mí, anunciando conceremonia:

—Mi amo y señor es dux católico delos tarraconenses, sobrino del reyWamba de los godos, de la sangre delrey Sisenando de Caesaraugusta y de losreyes de Toletum.

Genulfo levantó la cabeza y,llevándose las manos vendadas alpecho, dijo con dignidad:

—Señor, no me lo reproches; nopuedo levantarme para inclinarme anteti. Mis heridas y mis muchos dolores memantienen en la cama como un anciano.Aunque has de saber que hace apenastres meses yo luchaba en la batalla para

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defender nuestras tierras de losagarenos. Mis hijos, mis hermanos ymuchos parientes murieron en la guerra.¡Ojalá Dios me hubiese concedido a míese honor! Pero el Altísimo, en su divinaprovidencia, ha preferido ver mihumillación en este penoso exilio.

—No te esfuerces —le dije—. Elvenerable papa Constantinus me envíapara tratar contigo sobre ciertos asuntos.Pero, si no te encuentras bien, tal vezprefieras que regrese en otra ocasión.

—¡No, por el Dios de los cielos! —exclamó—. ¡Hablemos hoy!

Dicho esto, se volvió hacia lasmujeres y los criados y con un elocuentegesto les ordenó que nos dejasen solos.

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Obedecieron. Las mujeres me miraronde soslayo a la salida. Pero olvidaron ala más vieja de ellas, que permanecíaarrodillada y medio recostada en ellecho.

—Tú también debes salir, madre —le dijo el dux con dulzura.

Me dirigí hacia ella y la levanté,pues las rodillas entumecidas leflaqueaban. Nos miramos a los ojos.Humilló luego su frente y se dispuso asalir. La ayudé cogiéndola del brazo,que no era más que pellejo blando sobrehueso frágil. En la puerta volvió a poneren mí sus ojos, como desde un abismode tristeza y desolación, se estremeció ysus arrugas se hicieron más profundas

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cuando me preguntó:—¿Es verdad eso que dicen los

romanos de nosotros? ¿Es cierto que elsanto papa de Roma nos considera gentepérfida y desleal? ¿Acaso somosnosotros los godos de Hispania elpueblo más cobarde y ruin de lacristiandad?

—¿Quién te ha dicho eso, mujer? —le pregunté a mi vez.

—Solo hay que ver la forma en quenos miran los romanos y el desprecioque manifiestan hacia nosotros...

—¡Madre, basta! —le suplicó el dux—. Te ruego que nos dejes solos.

La mujer suspiró hondamente y sedespidió besándome las manos. Solo

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dijo antes de salir:—Dios y el papa de Roma tengan

misericordia. ¡Santa María nos ampare!Aquella anciana me recordó a mi

propia madre. En las casas cristianashay pilares inconmovibles que resistentodos los embates.

—Discúlpala —me pidió Genulfo,con exasperación—. No tengas en cuentaesas palabras que ha dicho. Es una nobley anciana mujer que nunca en su vidarecibió una sola afrenta. Su alma no estáacostumbrada a las miserias de loshombres...

—Lo comprendo. Cuando ellahablaba recordé a mi propia madre...

—¿Ella vive? —me preguntó él.

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—No lo sé. Quiero sentir que estáviva. O mejor será decir: Dios me ayudaa sentirlo. Porque la dejé allá en Siria,en Damasco, hace cinco años. Desdeentonces no sé nada de ella. Cada díarezo a la Virgen María para que lacuide.

El dux se santiguó. Luego abrió unosgrandes ojos que miraron hacia lo alto.Oró:

—¡Bendito seas, Señor de losmundos! Siempre piensa uno que es elmás desdichado...

Hubo un silencio, en el que nosestuvimos mirando y buscándonos el unoal otro. Entonces descubrí en él un almagrande y piadosa. Pero él quiso saber

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más de mí y me preguntó:—¿Eres sirio de nacimiento?—Sí, lo soy. He vivido allí desde

que vine al mundo... Pero, como acabode decirte, hace cinco años tuve quehuir.

—¡Oh, Dios! —exclamó—.¡Perdóname! Cuando entraste por esapuerta malpensé de ti. Supuse que erasuno de esos patricios romanospresuntuosos... Creí que eras uno más delos que nos insultaron desde lasmurallas el día que llegamos a Roma...Estoy enfermo y muy cansado. Estabadispuesto a aguantar la humillación,pero supliqué a Dios que apartara de míese cáliz...

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—¡Cómo iba a despreciarte! —Sonreí—. Sentí mucho que os ultrajarana las puertas de la ciudad. Aquello fueuna vergüenza para Roma. Y no todoslos romanos estuvieron de acuerdo conel miserable agravio. Por eso me envíael venerable papa, para que os transmitasu comprensión, su afecto y sumisericordia. Constantinus es sirio,como yo, y un día tuvo también que huirél de nuestra tierra. El papa no osconsidera cobardes ni más pecadoresque al resto de los cristianos. Él quiereque sepáis que participa de vuestrodolor y quiere hacer algo por vosotros.Estoy aquí para conocer vuestrasnecesidades y buscar la manera de

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aliviar vuestra situación. Así que tú,como jefe de los exiliados, deberáscontarme vuestra peripecia ytransmitirme todo aquello que pidáis delvenerable papa de Roma.

Genulfo se emocionó y se cubrió conel cobertor para que no le viera llorar.Pero luego me mostró de nuevo suenrojecido rostro y exclamó:

—¡Bendito y alabado sea Dios!¡Gracias, gracias, gracias, hermano! ¡Nosabes cuánto bien me hace oír eso!

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Roma

l jefe de los godos hispanos parecíatener más curiosidad sobre mi

persona que la que yo pudiera tenersobre la suya —le dije al papa, cuandofui a contarle el resultado de mi visita alcampamento de los refugiados—.

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Durante un buen rato estuvopreguntándome cosas sobre Siria.Quería saber cómo había sido nuestravida bajo la dominación de los califasismaelitas. Manifestaba tantas dudas...

—Esos desdichados hispanos hanvisto cómo todo su mundo se veníaabajo —observó él—. Y si además deeso está herido...

—Ese pobre hombre está muyenfermo; ¡quiera Dios que no muerapronto! Me contó que había luchado enuna gran batalla contra los invasoresagarenos cerca de la ciudad llamadaCaesaraugusta. Allí fue herido variasveces y se salvó de puro milagro.Moribundo, pudo ver desde un monte

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próximo la derrota y la muerte demuchos de sus compañeros de armas,entre los que estaban sus propios hijos,sus hermanos, amigos y parientes. Meconfesó con una sinceridad fuera de todaduda que deseó perder la vida y así selo rogó a Dios una y otra vez. Perodespués le abandonó el sentido y fuellevado por los suyos que habíansobrevivido en una carreta hastaTarraco. Allí, en el mismo puerto, losmédicos cosieron sus heridas abiertas yle aplicaron ungüentos curativos.Semiinconsciente, fue embarcado en laflota que zarpó con destino a la costa deItalia.

El venerable Constantinus sacudió la

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cabeza.—Horrible, debió de ser horrible —

murmuró—. Resulta difícil llegar acomprender que una nación tan grande ypoderosa se haya derrumbado en tanpoco tiempo...

—En apenas tres años —precisé—.Me contó que nadie lo esperaba, quesiempre pensaron que el avance de losagarenos se iba a detener y que podríanreorganizarse para hacerles frente yexpulsarlos. Pero al ver que caían lasciudades del sur, una detrás de otra, yque la invasión alcanzaba en pocosmeses Toletum, la ciudad regia, cundióel pánico. El dux Genulfo es un guerreroque conoce bien las artes militares y

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todavía no da crédito a lo sucedido.—¿Y qué fue del rey godo y sus

magnates? —quiso saber el papa.—Genulfo me dijo que nadie pudo

dar noticias ciertas del rey Roderico,que se enfrentó a los agarenos en unagran batalla en un valle. Unos dicen quemurió y otros que consiguió huir. Losmagnates se dispersaron y el reinoquedó deshecho.

El venerable Constantinus se quedóensimismado. Luego, como pensando envoz alta, dijo:

—Todo esto es un misterio muygrande... Muy a menudo la vida pareceser un enredo de dudas e interpelacionesdifíciles... Sin pretender cuestionar el

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amor de Dios y su poderío... Pero, paraentenderlo, resulta necesario hacernosalgunas preguntas, difíciles para mí, porcierto... ¡Qué gran misterio el designiodivino!

—Sí, venerable padre. Esa genteparece haber sido abandonada porDios... Pero son cristianos, ni mejores nipeores que los demás de nuestra Iglesia.Es triste ver cómo, además de suinfortunio, son rechazados,despreciados, insultados por losromanos. Por eso el dux se sintió tanaliviado cuando le expresé tussentimientos de compasión y afecto.

—Los romanos también estándesconcertados —dijo el papa,

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enarcando las cejas—. Cuando la genteno halla respuestas a sus grandes dudasy temores reacciona con violencia.Muchos ven cómo crece el poder de losismaelitas y llegan a temer que enverdad puedan un día dominar elmundo... El terror engendra locura...

Me estremecí al oírle decir aquello.Y mis propias dudas me impulsaron apreguntarle:

—¿Y tú, padre santo? ¿Qué piensastú?

—Humm... Nosotros vimos caerSiria, la tierra cristiana más antigua... Yahora los ismaelitas dominan yaHispania, el extremo de Occidente, quees el fin de la tierra... Ciertamente, los

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signos de los tiempos son terribles...Pero, a pesar de ello, no debemos dudarni sentirnos desolados y confundidoshasta el punto de dejar de confiar en elplan que Dios tiene establecido desde elprincipio del mundo y hasta el fin de lostiempos.

El buen papa tenía deseos de hablary no los reprimía. Pensé que ello sedebía a la necesidad de manifestar envoz alta sus propias reflexiones. Yagradecí que fuera yo el escogido paraoírlas. Sus palabras, tan sabias, tan bienmedidas, articuladas con lógica yperspicacia, me proporcionaban unavisión del mundo y su historia llena deesperanza. Y recuerdo que, en un

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determinado momento, me dijo algociertamente revelador:

—A muy pocos les he contado elverdadero motivo por el que escogí paramí el nombre «Constantinus» cuando meeligieron papa. ¿A ti te lo he contado?—me preguntó.

—No, venerable padre. Nunca medijiste el porqué.

—¿Y no imaginas el motivo?—Supongo que en honor a

Constantino I el Grande, a quiennombramos como Equiapóstolico, por elgran beneficio que hizo a la Iglesia deCristo.

—No —negó sonriendo el papa—.No fue para honrar al emperador

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Constantino.—¿Entonces...? —dije,

atreviéndome a dejar escapar unalocado pensamiento—. ¿Acaso elegisteese nombre al recordar la profecía deMetodio de Patara?

Él me miró muy fijamente. Susonrisa fue complaciente al decir:

—En verdad eres un joven muyinteligente. Has recordado la antiguaprofecía y tal vez has pensado que yoestaba atisbando el final de los tiemposen el momento de ser elegido papa. ¿Noes así?

—Así es, venerable padre. Ayerprecisamente estuve recordando laprofecía de Metodio y el vaticinio que

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hace sobre aquel a quien nombra como«Constante», el rey que devolverá la pazal mundo antes del regreso de Cristo.

No solía el papa Constantinus hacervisible sus estados de ánimo, ni en surostro ni en sus gestos, sino que parecíaser un hombre impasible. Pero en aquelmomento dejó escapar una risita, paraenseguida regresar a su estado hierático.Se quedó circunspecto y después dijo:

—No, hijo mío, no soy tanpretencioso ni tan inconsciente comopara creerme inscrito en una profecía.Como dice el salmo, no pretendograndezas que superan mi capacidad...Escogí el nombre «Constantinus»simplemente por su significado, por

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aquello que me transmite esa palabra ylas obligaciones que para mí dimanan deella. «Constantinus» es un nombrelatino, patronímico de Constantius, deconstans, que significa «constante,perdurable». Al escoger dicho nombreyo pensaba en el pasado, en el presentey en el futuro. Claro que pasó por micabeza aquel emperador Constantino elGrande, pero también recordé a Agustínde Hipona. Y al recordarlo, no tuve másremedio que llegar a una conclusión:para que yo no mire lo que se ve,necesito no mirar lo que se mira,necesito mirar lo que no se mira, lo queno se ve. Eso te parecerá un sofisma;pero es sencillamente la fe. Ni más ni

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menos que eso es la fe: mirar hacia loinvisible... Lo que pasa es que confrecuencia miramos demasiado todo estoque se ve, lo que sucede en el mundo, ynos desalentamos al ver esas sombras;esa imagen deformada hecha deansiedades, dolor y desesperanza... Yaquello que no se ve, lo espiritual, quees lo que verdaderamente importa, nosparece inexistente o irreal...Precisamente por eso pedí el don de laconstancia en la fe, esa fe perdurableque se mantiene a pesar de los desastres,el horror, el mal, la muerte... ¿Sabes aqué me refiero verdad?

—Sí, padre santo. Tú sabes que yohe sufrido mucho y que tuve que

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atravesar por el oscuro túnel de terroresy peligros. Todo eso te lo conté en sumomento. Y también perdí la fe y dudé...Sin ese don no se puede ir a ningunaparte...

—Dices muy bien: a ninguna parte.Pero no solo cada personaindividualmente, sino tampoco lahumanidad. Eso lo sabía muy bien sanAgustín y lo explicó de una manera queno ha podido ser superada. Y lo hizo enun momento de gran angustia ydesolación, cuando muchos creyentes, alver lo que estaba sucediendo en elmundo, empezaron a perder la fe.Porque a los hombres de su época, quetuvieron que ver el ocaso del antiguo

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Imperio romano por el avance de losbárbaros, les parecía que todo loconseguido se venía abajo... Es verdadque la era del emperador Constantino elGrande había significado para nuestracivilización un gran triunfo en loinstitucional primero y luego en lopolítico. El Edicto de Milán, firmadopor Constantino I y Licinio, sancionabala libertad de religión para lospobladores del Imperio; concediendotolerancia para el cristianismo,deteniéndose así las repetidaspersecuciones a los fieles en Cristo delos anteriores emperadores. Además, serestituyeron muchos bienes confiscadosa las iglesias. Eso fue bueno. Pero,

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después de aquello, pronto la Iglesia fueadquiriendo poder terrenal. Poco a pocola situación se invierte y pone a laIglesia cristiana en situación de religióndominante, vinculada al poder y tentadarápidamente a hacerse opresiva eintransigente. Con el Edicto deTesalónica, decretado por Teodosio, elcristianismo se convierte en la religiónoficial del Imperio. Todo entonces sedio la vuelta y los que habíamos sidoperseguidos nos convertimos enperseguidores de aquellos que habíandecidido seguir siendo paganos. Tú yyo, Efrén, sabemos bien lo que es eso.Ambos somos sirios y hemos sufrido enpropia carne el fanatismo, la

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intransigencia y la opresión.—Sí —dije—. Los sirios sabemos

mucho de eso, venerable padre.—Y debemos ser comprensivos por

eso, más que nadie. Los godos deHispania acaban de empezar a sufrir...Pero no debemos ver en ello un castigodivino por sus pecados. Pues todos aquísomos pecadores. Su tribulación no essino una más en el devenir de lostiempos y la historia. Eso esprecisamente lo que hemos aprendido desan Agustín. El sabio obispo de Hiponaescribió La Ciudad de Dios, a mi juiciola más importante de sus obras, y laconcibió a consecuencia del saqueo deRoma por parte de los hombres de

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Alarico, hecho terrible que conmocionóa todo el Imperio que era ya cristiano.Nadie entonces había imaginadosiquiera que pudiera suceder algo así.Los creyentes enloquecierondesconcertados haciéndose preguntas sinrespuesta: ¿Cómo Dios podía permitireso? ¿Acaso no había supuesto laconversión del Imperio el final de lastribulaciones para los cristianos? ¿Paraqué había servido entonces la sangre delos mártires? ¿No se había repetido unay otra vez, hasta la saciedad, que esasangre era el cimiento de un mundonuevo? ¿No se decía que la iglesia erael reinado de Dios? ¿Y por qué Dios nodefendía a sus súbditos? El pueblo les

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planteaba estas incógnitas a suspastores. Nadie era capaz de dar unaexplicación convincente. Nadie exceptoAgustín. Ya que él se pusoinmediatamente a desarrollar una obracomenzando con esta coyuntura; un grantratado en relación con la reacción quegeneró aquel saqueo entre lospobladores del Imperio con respecto asu forma de entender al Dios deJesucristo. Comenzó a escribirlo durantesu vejez, acuciado por la prisa al ver elterror en las gentes y temiendo no poderconcluirlo y morir antes de desgranarlos esclarecimientos de su menteprivilegiada. Sin embargo, aquelgrandioso tratado, titulado La Ciudad de

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Dios, contiene la madurez de supensamiento teológico y del conjunto desu sabiduría. Consta de veintidós librosque constituyen una defensa delcristianismo y de nuestro Diosverdadero ante las quejas de lospaganos y de los escépticos ydescreídos, que culpaban al cristianismodel desastre del Imperio y del saqueo deAlarico. La justificación de talacusación la explicaban de este modo:cuando los dioses romanos clásicos eranadorados, con ritos y sacrificios,estaban satisfechos de tal modo que suira o cólera no recaía sobre Roma,manteniéndose la paz y el orden, tanaclamados por los antiguos

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historiadores. Pero, desde que elcristianismo se extendió y dominó lasociedad, abandonándose la veneraciónde los dioses de siempre, estos seenojaron y su cólera trajo el desastre.San Agustín contestó a esto en LaCiudad de Dios manifestando que nopercibía ninguna catástrofe, sino que losmismos pecadores se están castigandopor sus pecados generados por el librealbedrío...

—Pero, padre mío —repliqué—,¿quiere decir eso que los sirios fuimoscastigados por nuestros pecados? ¿Y queahora el castigo recae sobre loscristianos godos de Hispania? ¿Acasono es eso mismo lo que dicen los

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romanos? ¿No dicen que su desgracia esel justo castigo que se merecen?

—¡No me refiero a eso! Solo hequerido expresar que los males de estemundo son pruebas y que nadie se velibre de ellas... Todo esto es una pruebade Dios, de la cual el individuo debeaprender. Roma debe aprender de todoesto a tomar en serio al cristianismo, ysu reconstrucción debe tener en cuentaese aspecto, para así esperar la venidade la Ciudad de Dios. Los que hantenido la oportunidad de escapar ysobrevivir son personas a las que Diosles da una segunda oportunidad.Mientras que los que murieron puedenser diferenciados en dos grupos: los

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justos, que han pagado sus pecadosaceptando la voluntad del Padre Eternoy ahora gozan de su presencia en elcielo; y los injustos, los cuales, por suexcesivo vicio y pecado, sufren... Parasan Agustín las invasiones bárbarasfueron producto de la providenciadivina; fue una prueba divina para todos,tanto para los buenos como para losmalos; para corregirlos...

—Venerable padre santo —dijesobrecogido—. Comprendo eso quedices y lo acepto. Tú conoces mejor quenadie lo que está escondido en lavoluntad del Dios de los mundos... Pero,dime, ¿crees que podemos saber algodel futuro para estar preparados?

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¿Debemos hacer caso de las profecías?—La profecía es un don carismático

de Dios. Después de Moisés en Israel,las Sagradas Escrituras hablan de «loscuarenta y ocho profetas y sieteprofetisas que profetizaron». Y entre lospueblos paganos se conoce la existenciade ciertos profetas. Sin embargo, no seadjudica a ningún personaje después deJesús el prestigioso título de profeta.Porque la profecía calló tras Malaquías,al que llamamos «el sello de losprofetas». Después de él, el profetismose extinguió. Solo abusivamente seemplean los términos «profeta» y«profetismo» refiriéndose a los magos,adivinos o hechiceros de ciertas

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religiones y pueblos antiguos.—¿Y la profecía de Metodio de

Patara? ¿Acaso no parece estarcumpliéndose con la llegada de losismaelitas hasta el extremo deOccidente, el fin de la tierra?

—¡Ah, Efrén, mi inquieto y jovenEfrén de Siria! —exclamó con cariño él—. Cuéntame cómo llegaste a dar con laprofecía de Metodio de Patara. Ydespués yo te diré lo que pienso sobreesos antiguos escritos.

—Padre mío, todo empezó justodespués de que los mardaitas asaltaranel arrabal de Damasco.

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R

28

Siria

ecuerdo las noches ardientes quesiguieron al brutal asalto del

arrabal norte por los mardaitas; elagotador ajetreo de la gente, elpermanente voceo de los muecines, elcalor aplastante y la insatisfecha

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necesidad de dormir profundamente, enmedio de la permanente ansiedad y elterror que provocaba la incertidumbre.Ni un instante había de sosiego. Eracomo si se viviera esperando a que laspiezas de un mundo roto volvieran acolocarse en su sitio. Los damascenosno alcanzaban a comprender losucedido. ¿Por qué se habían atrevidoesos rebeldes montaraces a atacarDamasco? ¿Y por qué nadie lo habíaimpedido? ¿Cómo era posible quehubieran aparecido tan de repente y porsorpresa? Estas preguntas estaban atodas horas bullendo en la ciudad, en loszocos, en las mezquitas, en las plazas, enlas callejuelas y en los íntimos patios.

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La gente deseaba con verdadera angustiasaber la verdad; y una suerte dedesconfianza nueva germinaba en esedeseo. Bullían ecos de sospechas y losmurmuradores propagaban un arrullo devoces confundidas.

Todo el mundo en Siria sabíaquiénes eran los mardaitas, aunque esenombre estuvo siempre contaminado porla leyenda y el temor. La idea que setenía de ellos tenía que ver con hombresferoces, de costumbres extrañas, quevivían en las montañas sin someterse aningún reino. La superstición de la gentemuslime les había otorgado inclusopoderes sobrenaturales, diabólicos, quelos hacían invencibles. Aunque

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seguramente lo único cierto queconocíamos de ellos es que erancristianos que habitaron en el pasado lasregiones altas de los montes Amanus. Enárabe se les llamaba también al-Jarajima, por ser algunos de ellosnativos de la ciudad de Jurjum enCilicia. Sin embargo, ya no podíadecirse que fueran un pueblohomogéneo, porque se les unieron másadelante esclavos griegos fugitivos,cristianos que se negaron a aceptar elpacto de Omar y campesinos arameos.Su número aumentó tanto que los califastemieron que su rebeldía y tenacidadfueran un verdadero peligro, por lo queMuawiya les acabó reconociendo cierta

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independencia en torno a los montesAmanus. Y los mardaitas, a cambio,acordaron inicialmente servir comomercenarios para defender las fronteras.Pero no fueron leales al acuerdo y alfinal se pusieron al servicio deBizancio. Se instalaron en los montesdel Líbano y atacaban desde allí cadacierto tiempo las ciudades sirias paraobtener botín. También se unieron comomarinos a la armada bizantina causandograndes perjuicios en los puertos delcalifato. Pero nunca hasta la fecha sehabían atrevido a atacar Damasco. Poreso el miedo flotaba ahora en el airecomo un etéreo fantasma que viniera aatormentarnos.

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Para colmo, el grueso del ejército sehallaba lejos, en Egipto. Había sido ungrave error dejar una tropa tanmenguada para defender la ciudadcalifal. Como tantas otras veces se habíaconfiado en las murallas que decían serlas más altas y poderosas del mundo. Nohubo aviso del ataque y no dio tiempo aque los soldados del campamentoentraran para refugiarse. Muy pocos selibraron de la masacre a causa de lasorpresa y el desconcierto. Se hacíapues inevitable un sentimiento generalde desprotección.

Pero la cancillería y el servicio demensajeros en Damasco funcionaban deforma admirable. Durante los días

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siguientes no dimos abasto escribiendo yenviando las cartas que pedían refuerzosy convocaban la guerra santa.Trabajábamos desde la primera hasta laúltima luz del día copiando los largostextos con las invocaciones, las fetuas ylos lacres. Todo ello era supervisadominuciosamente por los estrictosulemas, en un ambiente permanentementesaturado de irritación y fanatismo.

Entonces fue cuando, aunque todavíade forma muy sutil, advertí que crecía unextraño sentimiento de prevención yduda hacia todos aquellos funcionariosque no éramos muslimes. Nos mirabanprimero con desprecio, pero luegoempezaron a hacernos reproches y no

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tardaron en perdernos el respeto. Nosinsultaban y hasta nos maldecían. Losfanáticos no dudaban a la hora dehacernos culpables del desastre.

Uno de aquellos días aparecieronpor allí algunos alfaquíes que acababande llegar de Arabia para unos asuntos, yse sorprendieron mucho al ver que elcalifa Walid conservaba todavíacristianos en su diwan. El más joven deellos se dirigió a nosotros frío ydespectivo:

—¿Quién puede asegurarnos que nohabéis sido vosotros, los dimmíes de lacancillería, quienes habéis puesto sobreaviso a los perros mardaitas de queDamasco estaba desprotegido?

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Mi primo Crisorroas se fue hacia élcon humildad y trató de convencerle deque éramos tan leales como el muslimemás fiel. Le dijo que también nosotroshabíamos sufrido las consecuencias delataque y que en el arrabal habían muertonumerosos cristianos damascenos.

Entonces el más anciano de losalfaquíes nos pidió que lesdisculpáramos y después regañó aljoven delante de todos los funcionarios.Eso nos tranquilizó. Pero ya empezaba ahacerse inevitable un malestar e inclusoun temor creciente...

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U29

na cortina de polvo apareció amediados de junio delante de

Damasco, oscureciendo en parte elhorizonte. De nuevo hubo temor, peroduró muy poco. Enseguida la genteempezó a clamar por la ciudad loca dealegría, porque corrió la feliz noticia deque llegaba el gran ejército de Maslama.Se disiparon de repente todos los

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miedos. Era como si se hiciera visiblela salvación en aquella densa nube quevelaba el sol de la tarde. Y en verdadhabía motivos para el contento; veníauna colosal mesnada después de lucharcontra Bizancio en Asia Menor: cien milguerreros, doce mil jinetes, seis milcamellos y un número similar de burros.Al frente venía el príncipe Maslama ibnAbd al-Malik, el más prominentegeneral de los árabes, de la sangre delos omeyas, medio hermano delcalifa al-Walid, hijo de Abd al-Malik,que luchó y venció a los jázaros,convirtiéndose en un auténtico héroe;por lo que luego fue el encargado decomandar las expediciones anuales en

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territorio bizantino, hacia Melitene,Amasya y Pérgamo.

En los días siguientes, en unaextensión hasta donde la vista se perdía,los alrededores de Damasco seconvirtieron en poco tiempo en unadescomunal ciudad de tiendas. Y comolos mardaitas lo dejaron todo arrasadoen su ataque, no había edificiospermanentes; solo se veían las lonas conforma de cúpulas blancas, una tras otra,diseminadas por el fondo del valle pocoprofundo más allá del río Barada.Levantadas en grupos, mayores omenores, las tiendas se distribuían apartir del río que penetraba en elcollado de este a oeste. El espacio entre

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cada una aparecía atestado de pesadascarretas con ruedas de madera, mulas,bueyes, camellos maneados, borricos ytendales donde colgaba la carne al solpara preparar el tasajo. Aquí y allí seveían corrales para las cabras y lasovejas que servían para el sustento detal cantidad de hombres. Por todaspartes se elevaban las columnas dehumo de los fogones. Y mucho máslejos, las recuas de equinos, los rebañosy las manadas vacunas se alimentabancon la poca hierba seca que ofrecían losagostados campos. No había árboles, ylas suaves ondulaciones del terreno seextendían hasta el infinito.

No resultaba fácil sustraerse a la

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curiosidad que despertaba aquel ejércitoimponente. Los habitantes de Damascosalían diariamente a disfrutar con elespectáculo.

Los gemelos y yo fuimos una tarde aver el campamento. Caminando entre labarahúnda de pertrechos y animales, notardamos en llegar a una de tantasempalizadas de estacas de madera quenos llamó la atención más que ninguna.La cerca era tan alta como un hombre demediana estatura y estaba levantadarodeando la base de un altozano junto alrío. Dentro había cuatro tiendas másgrandes que cualquiera de las demás;una de las cuales, todavía de mayortamaño, ocupaba la parte más elevada,

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rodeada por las otras tres. Un reducidogrupo de hombres de aspecto rudodescansaba bajo un sombrajo hecho demimbres. Supimos que eran jinetes,porque tenían sus hermosos caballosamarrados un poco más allá. Lesestuvimos observando en silencio. Lossoldados vestían túnicas brunas y gorrasnegras de piel puntiagudas. Cada unotenía al lado su espada envainada,colgada del cinturón que pendía de laempalizada. Conversaban, comían ybebían té. De vez en cuando soltabanalguna risotada.

Hasta que, de repente, repararon ennuestra presencia. Sus miradas torvasnos causaron cierta inquietud. Pero uno

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de ellos, de piel amarillenta y cabelloscenicientos, se puso en pie y se acercóhasta nosotros.

—¡Eh, muchachos! —dijo afable—.No temáis.

Se apresuró a abrir el sencilloportón para permitirnos el paso yañadió:

—Vamos, entrad y pasad un ratoaquí con nosotros. No somos tanterribles como os pueda parecer.

Todavía algo confundidos, entramosa sentarnos con ellos. Enseguida nosofrecieron té y unas nueces. Tal vez eranjóvenes, pero tenían el rostro tan curtidopor el sol y la intemperie que resultabaimposible saber la edad real que tenían.

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Además eran de una raza extraña. Susbarbas y bigotes, finos y largos,parecían hebras de estopa. Algunos deellos, los que claramente eran másviejos, mostraban tantas cicatrices en lasmejillas que no podía crecerles sino undébil vello hirsuto. Casi todos llevabanlos cabellos muy largos y peinados enguedejas que les colgaban por la nucahasta la espalda. Aunque esto no teníanada de particular, nos sorprendió elhecho de que se afeitasen completamentela coronilla. Les preguntamos el motivoy nos dijeron muertos de risa que elsudor bajo la gorra les pudría el cabelloen esa parte de la cabeza.

También quisimos saber el

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significado de otra cosa que nossorprendió: un palo muy largo adornadocon largas colas de caballo, en cuyoextremo había un cráneo humano pintadode azul y tocado con un yelmoempenachado.

—Es la cabeza del exarca de Tiana—nos explicó el de la piel amarillenta—. Nuestro escuadrón venció a suguardia cuando tomamos la ciudad hacetres meses. Gracias a este trofeo nos harecibido el propio califa parafelicitarnos y nos ha regalado esoscaballos que ves ahí, de sus propiascuadras.

Luego nos contaron cómo había sidola batalla y el asalto a la ciudad; la

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manera en que habían trepado los muroscon las escalas, los últimos combates, lacantidad de muertos a resultas de ellos yla victoria. Entusiasmados, quitándosela palabra unos a otros, describían lasaña con que habían tratado a losenemigos, no dejando ningún varón deTiana con vida; y el suculento botín queobtuvieron después del saqueo: oro,plata, vestidos y muchas mujeres de lasque pudieron servirse a sus anchas. Estoúltimo parecía ser lo que más lesencantaba, porque no tenían reparosdando todo tipo de detalles soeces ensus explicaciones, entre albórbolas yrisotadas.

Estando en esta conversación, salió

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otro hombre de la tienda principal; sutúnica negra con ribetes de sedaindicaba que era un oficial. Se dirigió anosotros.

—Jóvenes damascenos, ¿por qué osconformáis escuchando esas historias dela boca de los soldados cuando vosotrosmismos podríais contarlas? ¿Acaso noos gustaría ser guerreros del califa?

No nos esperábamos esa propuesta ynos quedamos en silencio, estupefactos.Hasta que yo me atreví a respondertímidamente:

—Somos dimmíes cristianos...El oficial se echó a reír y contestó:—¡Ya lo sé! Vuestra cara y vuestra

vestimenta dicen quiénes sois. Nosotros

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también somos dimmíes cristianos.Nacimos y crecimos en las aldeascristianas de Pisidia; pertenecemos a laIglesia de Antioquía.

—Entonces ya no sois cristianos —repliqué—. Para ser soldados tuvisteisque renunciar a vuestro bautismo y oscircuncidaron...

—¡Nada de eso! ¡Mirad!El oficial se alzó la túnica, sacó su

miembro y nos mostró el prepucio.—Las cosas han cambiado

últimamente. Ya no hay quecircuncidarse; basta con hacer unjuramento de fidelidad, cada uno segúnsu fe.

Asombrados, los gemelos y yo nos

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miramos. Y al comprobar nuestrasorpresa, el soldado de la piel cetrinadijo:

—Se ve que sois mozos de buenasangre. Seguro que vuestras familiaspodrán compraros armas y un caballo.Si os interesa, venid mañana y osadmitiremos entre nosotros. Noencontraréis mejor lugar para aprenderel arte de la guerra y lograr todo aquelloque un hombre puede desear en estemundo.

Los gemelos se entusiasmaron almomento ante esta posibilidad que seabría en nuestras vidas. Pero yo no fuitan rápido para asimilar un cambio tansustancial.

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Nos despedimos de los soldados quetan amables habían sido con nosotros. Yluego, mientras íbamos de camino deregreso a la ciudad, aquello me parecióuna chifladura.

—¿No pensaréis en serio hacerlescaso? —dije.

—No tendremos mejor ocasión parasalir de aquí —respondió Iustino, locode contento y muy convencido—.Klémens lo hizo. ¿Por qué no nosotros?Él fue capaz de levantarse contra nuestrarealidad triste y resignada.

Su hermano se mostraba igualmentedecidido a plantarle cara a su familia.

Por esa razón, tan solo por el placerde la rebeldía, se me despertó muy

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dentro mi vieja rabia. Eso fue lo que mellevó a concebir las reglas de la guerra,aunque nunca antes se me había pasadosiquiera por la cabeza. Y cuando estuveal pie de las altas murallas de Damasco,antes de volver al interior viciado yardiente de Bab Tuma, se fue depurandomi máscara de fidelidad y aceptación.No era solo el deseo creciente de lainsubordinación, hubo algo más; algooscuro y mal disimulado quearrastrábamos con nosotros.

Con ello pujando dentro de mí, mefui directamente a la casa de Hesiquio.Le conté lo que habíamos visto en elcampamento y lo que nos habían dichoaquellos soldados. Él adoptó una

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expresión difícil de describir,debatiéndose entre el pasmo y laconsternación.

—¡No! —gritó llevándose las manosa la cabeza—. ¡Ese no ha de ser tucamino!

—¿Y por qué no? ¡No aguanto másen Damasco!

Se echó sobre mí abrazándome.—¡No, Efrén! ¡Ni lo pienses

siquiera! Tú no puedes ser soldado...Y yo, creyendo que reaccionaba así

porque temía por mi vida, por el purocariño que me tenía, insistí:

—¡Tengo que salir de aquí! ¿Nopuedes comprenderlo? ¡Es unanecesidad!

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Entonces me tomó por los hombros,me clavó una mirada anhelante y dijo:

—Tenemos que hablar, hijo mío. Sí,ha llegado por fin el momento en que túy yo debemos hablar.

—Hablemos —contesté—.Hablemos de una vez.

Suspiró, resopló e hizo un granesfuerzo para reponerse. Seguíamirándome muy fijamente a los ojos. Enese momento supe que, por fin, iba adesvelarse ese gran misterio que yo intuídesde el primer momento que entré enaquella casa.

Pero Hesiquio iba a mantenermetodavía un poco más de tiempo en laincertidumbre.

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—Es tarde —dijo—. Y el asunto quedebemos tratar requiere calma ymeditación. Ven pues mañana despuésde que los muecines llamen para laprimera oración del día. Entoncesiremos tú y yo a una casa en la parte másvieja de la ciudad, donde nosencontraremos con una tercera persona.

—Dime quién es —le rogué coninquietud.

—Te pido paciencia. Solo un pocomás de paciencia... Mañana conocerás aese hombre y te juro que tus ansias eintranquilidades pronto se aquietarán,porque quizás halles lo que tanto hasestado buscando...

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as viviendas tradicionales de lavieja ciudad de Damasco tienen dos

plantas que se organizan alrededor deuno o más patios con una fuente en elcentro, que suele estar rodeada deárboles frutales, cítricos, parras devides, melocotoneros y enredaderas deflores. Después de que el muecínllamara a la primera oración del día,

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Hesiquio me llevó a una de esas casasque se hallaba perdida en un dédalo decallejones. Todavía no me había dichoel motivo de esa visita y yo iba haciendoun gran esfuerzo para dominar miimpaciencia. Por fin llegamos delante deuna portezuela de madera vieja queestaba entreabierta. Sin llamar,penetramos en una especie de corredorque nos condujo directamente al patio.Allí nos esperaba un hombre corpulentode barba canosa, vestido enteramente denegro; con ojos de mirada intensa yademanes enérgicos, cuya generalapariencia y sus gestos podrían ser losde un monje, aunque no llevaba la cruzcolgando sobre su pecho. Curiosamente,

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me pareció haberlo visto antes en algunaotra parte, si bien no recordaba dónde nicuándo.

Me extrañó que no hubiera saludosni cualquier otra palabra. Aquel hombresolo hizo ademán de que le siguiéramosal piso alto de la casa. Nos sentamos lostres en una sala pequeña. Y durante unosinstantes todo continuó resultándomebastante extraño. Él clavaba de vez encuando sus penetrantes ojos en mí, y esome causaba turbación.

A través del ventanal abiertosoplaba una brisa un tanto fresca, conperfume de humedades, que levantó losvisillos. Vi la cúpula de la basílica deSantis Joannes resplandeciendo sobre

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los tejados; y entonces logrétranquilizarme algo.

Habló primero aquel hombre que meresultaba conocido, pero no recordabadónde y cuándo lo había visto antes.Empezó diciendo cosas que no debieronde ser muy importantes, porque no mecausaron ninguna impresión y ademáslas he olvidado. Luego guardó silencio yme lanzó una de aquellas miradas suyasque me hizo estremecer. Yo no podíadeterminar si mi presencia allí leimportunaba, o si, por el contrario,despertaba en él cierto interés. Y nopodía dejar de preguntarme por qué meresultaba tan familiar. Hasta que, derepente, el tono de su voz se volvió más

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grave, cargado de ansiedad, cuandodijo:

—Los signos ya están aquí; esossignos que hemos estado esperandotanto. Ha llegado al fin el momento desometer nuestras pobres vidas a losdesignios del destino. Ya pasó la horade la conformidad, la hora de la mesura,la hora del sometimiento... Sí, todas esashoras ya pasaron; ese tiempo se quedaatrás... Porque este es el tiempo nuevo...

Al acabar de decir aquello, elhombre barbado apretó contra su pecholas manos con los dedos entrelazados,elevó los ojos al cielo y suspiróprofundamente. Tras lo cual, con vozrota, exclamó:

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—¡La hora es ya inaplazable!¡Hágase su voluntad!

Yo permanecía muy quieto, invadidopor el asombro y la perplejidad.Comprendía el porqué de aquellaspalabras. A un nivel muy profundo, algovivaz, como un impulso, empezaba adespertarse en mi alma. Aunque no sabíaaún que el momento más inquietante demi vida estaba a punto de sobrevenir. Dehaberlo sabido, ¿habría podidopreservar mi alma juvenil de dichainquietud? ¿Habría sucedido todo deotra manera? Sí, de haber comprendidoque llegaba ya, por fin, el tiempo intensoy turbador de mi existencia, lo habríarecibido con una actitud más reflexiva.

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Pero ese relámpago dorado, esaprofunda impaciencia espiritual que mesacudía, y que a mí me parecíaenvolvente, total, lo elevó a la altura delas fantasías que venían arrebolando mispensamientos desde que se me metió enla cabeza irme con los guerreros.

Entonces Hesiquio me agarró por loshombros y, con enigmática expresión enla mirada, me dijo:

—Efrén, querías saber y hoy vas asaber. Ya no se te puede mantener másen esa incertidumbre. Mi esposaTindaria tiene toda la razón cuando measegura que ya no eres un muchachoatolondrado, ni flojo... Gracias a ella hesabido que late dentro de ti el deseo

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vivo de hacer algo, de ser alguien, detener una savia propia, esa vidafructífera que todo hombre debe tener.No se puede ser joven sin sueños —prosiguió con aire delirante—, ¡sinarder vivo por dentro! Los que tenemosuna edad lo sabemos, porque un díatambién fuimos jóvenes... ¡La juventudes la potencia de la vida! Así como lavejez es la sabiduría. Pero, de un tiempoa esta parte, diríase que el mundocamina al revés: los jóvenes sontimoratos y los viejos son necios...¡Necesitamos hombres valientes! Poreso hemos venido aquí; por eso te hetraído a presencia de este hermanonuestro, el monje Melesio, que tanto

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sabe de los misterios de la vida...Me dio un vuelco el corazón. En ese

instante lo reconocí. Le había visto unasola vez, hacía ya cinco años, en elmonasterio de Maalula: Melesio, al quellamaban «el Nervioso», monje detemperamento vehemente, con quiencompartí muy poco tiempo de miestancia en el monasterio, porque fueexpulsado al poco de mi ingreso pormotivos que nunca llegué a saber. Sucuerpo abultaba más y su cabello sehabía tornado grisáceo, pero, sin duda,era él, Melesio el Nervioso, maestrosolista del coro. Recordaba su potentevoz, conmovedora, en los cantos de lostroparios.

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El semblante de Hesiquio seencendió aún más al ver mi expresión deasombro, y se volvió interpelante haciael monje, como esperando a que tomaraentonces la palabra. Y Melesio,esforzándose para templar la voz, medijo:

—Sé que estuviste en Maalula.También yo me instruí allí. Pero tuveque dejar el monasterio... Seguramentedebimos de coincidir bajo su techo. Norecuerdo haberte visto. Éramos tantos...Además, por entonces tú serías un crío...

—Yo sí te recuerdo —dije—.¿Cómo olvidar tu voz?

Sonrió visiblemente complacido.Luego me preguntó:

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—¿No quisiste ser monje?—Mi preceptor escogió otra vida

para mí. Trabajo en el diwan del califa.Volvió a sonreír, aunque ahora con

sarcasmo.—Lo sabía... ¡Ah, tu pariente

Joannis Mansur Crisorroas! El de lasbellas palabras... También él fuehermano mío en Maalula. Abandonó elmonasterio para servir al califa agareno.Y quiso que tú siguieras su mismocamino, el de tantos antepasadosvuestros... Pero hay una diferencia hoycon respecto a aquellos hombres deayer: los antiguos grandes varones devuestro linaje sirvieron al Imperioromano y griego, al reino consagrado

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que un día abandonó los dioses paganospara glorificar a Cristo. Ahora, encambio, esa casta patricia se malgastaadministrando el satánico erario quesirve de yugo a los cristianos. Y encimalo hace en medio del desprecio de losismaelitas. No es humildad, es pura ysimple decadencia, humillación yacedía. ¡Dios nos pedirá a todos cuentaspor ello!

Después de estas terribles palabras,se hizo un silencio impresionante entrenosotros. La sangre me ascendió hastalas sienes y palpitó en ellas acentuandomi confusión. Sin saber a qué venía todoaquello, la impaciencia me atosigaba.Pero un loco pensamiento que brotó de

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mis interioridades me obligó a replicarcon rabia:

—¿Dices eso por mí? ¡Te engañas!A nadie le agrada que le traten decobarde. ¡No sabes con quién hablas! Yono he tenido una vida fácil. Me quedéhuérfano y tuve que emigrar con mimadre al pueblo de los alfareros, en lasorillas del río Barada. Allí, siendotodavía un niño, tuve que ver cómo losfanáticos agarenos arrojaron a mipadrastro al horno encendido. Él era unbuen hombre, un buen cristiano que nohabía hecho mal a nadie. Se abrasó antemis ojos. La terrible visión nunca seborrará de mi alma. Pero no se te ocurrapensar que aquello me hizo timorato y

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que me echo a temblar con solorecordarlo. Todo lo contrario: en mialma quedó prendido algo tremendo, unaefusión, como un ansia; pues sentí que lacrueldad de esos locos agarenos fue unainjusticia inhumana y diabólica. Y lomío no es un simple deseo devenganza... Es como el presentimientode un resarcimiento, una reparación...

Melesio no ocultó la alegría quecausó en él esta reacción mía. Elevó losojos y las manos al cielo y exclamó:

—¡El Espíritu mismo habla por tuboca, muchacho! ¡No sabes qué feliz mehace oírte hablar así! Es como aquelloque proclamaba el profeta Isaías:«Fortaleced las manos débiles,

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robusteced las rodillas vacilantes; decida los cobardes de corazón: “¡Sedfuertes, no temáis! Mirad a vuestro Dios,que trae el desquite; viene en persona,¡Él resarcirá y os salvará!”»

Luego me abrazó con efusión.También me abrazó Hesiquio,emocionado, mientras le decía aMelesio:

—¡Lo sabía! ¡Sabía que el muchachono te iba a defraudar! ¿Has visto? ¡Él esaquel a quien estábamos buscando! Diosnos ha dado lo que tanto le hemospedido...

Yo seguía sin comprender lo quepasaba por sus cabezas. Miraba al uno yal otro, apreciando sus expresiones

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emocionadas, sus gestos exacerbados, eldelirio, el brillo de sus ojos...

—¡Os ruego que me deis unaexplicación! ¿Qué pasa? ¿A qué vienetodo esto?

Entonces supe por qué me habíanllevado allí: se disponían a desvelarmeun gran secreto; lo considerabanoportuno porque, en verdad, confiabanen mí.

—Eres esa clase de joven que tantonecesitamos —empezó diciendoHesiquio—. Mi hermano Cromacio, elpadre de tu amigo Klémens, fue elprimero que descubrió en tu personaciertos signos y actitudes que consideróprovidenciales. Tú también, igual que su

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hijo, participabas del descontento y elhastío que cunde entre los cristianosdimmíes de Damasco. Sois ambosjóvenes que necesitabais hacer algo;rebelaros de alguna manera contra eldestino que se os presenta por delante;es decir, cambiar las cosas. En vez dedejaros arrastrar por la decadencia...Pero mi sobrino Klémens creemos quese equivocó; se precipitó decidiendopor su cuenta y a su manera. Se fue alejército y se dejó circuncidar comotantos otros que solo veían la salida enlos ejércitos del califa. Por eso, cuandoayer me dijiste que pretendías seguir esecamino, creí llegado el momento dehacerte partícipe de algo que se viene

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tramando desde hace mucho tiempo... Ytú debes confiar en nosotros igual quenosotros confiamos en ti...

Mis más delirantes pretensionesvolvieron a despertarse con esasexplicaciones. Lleno de ansiedadescuché pronunciar aquella palabra queme hizo vibrar: conspiración. En efecto,no todo en Damasco era aquiescencia yresignación. Había hombres que durantedécadas venían reuniéndoseimperturbablemente para confabularse.Tenían secretos planes que de ningunamanera se basaban en métodos ypropósitos descabellados; realmentecontaban con una estrategia bien urdida,medida y aquilatada hasta en sus más

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nimios detalles. Mis sueños eintuiciones no eran pues tan locos; teníanfundamento.

—En efecto —dijo el monjeMelesio—, somos ya muchos los queluchamos en secreto contra losismaelitas. Y tú debes unirte a nosotros.Pero has de comprender que no todo sete va a decir ahora. No podríasasimilarlo. Igual que a los niños se lesalimenta primero únicamente con leche,para darles después algo más sólido amedida que crecen. Siéntete todavía túcomo un infante en la peligrosa vida quete espera a partir de hoy.

—¿Y qué debo hacer pues?—Dejarte conducir.

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—¿Hacia dónde?—De momento a un viaje —

respondió Hesiquio—. Mañana, cuandoabran las puertas de la ciudad antes delalba, partirás con el monje Melesiohacia un lugar lejano cuyo nombre nopodemos decirte ahora. ¿Estás dispuestoa ello?

Solo lo pensé un instante antes deresponder con firmeza.

—Sí.—Pues no se hable más —dijo el

monje—. Nada debes llevar, ni alforjas,ni dinero, ni comida para el camino. Yome ocuparé de todo. Iremos a lomos deborrico, como sencillos y pobres monjesque transitan. Vestirás con túnica

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sencilla y pobre durante todo lo quedure el viaje. Y no hace falta advertirque no debes decirle a nadie nada deesto.

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trás quedaban los secos ypolvorientos campos, los

cenicientos caminos y las ásperascolinas; las laderas se suavizaban y elviento traía aromas desconocidos paramí. La mañana era espléndida y elhorizonte brillaba como una orla plenade luz. Ascendíamos la chepa de unaltozano y, de frente, brotó a lo lejos el

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contorno, recto y azul, que resultó seruna visión tan repentina comoprodigiosa. ¿Qué era aquello? Nonecesitaba que me lo dijeran, porque losupe enseguida, aunque nunca antes lohabía visto y nadie me lo había descrito.Estaba representado desde siempre enalgún lugar de mi imaginación. Y aldecir «siempre», me refiero también a loanterior al propio ser... Por eso nome alteré, ni me invadió mayor asombro,cuando el monje Melesio alargó todo subrazo y su dedo al señalar:

—¡He ahí el mar!Luego detuvo condescendiente su

cabalgadura, para otorgar algo desosiego a la fascinación. Detrás de él,

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no tuve que frenar a mi borrico. Yahabía saltado yo desde su lomo y elanimal estaba parado. Me encaramé enlo más alto de unas rocas cercanas y mepuse a descubrir aquella maravilla. Labrisa me traía una amena caricia de sal.Estuve observando sin pronunciar unasola palabra referida al encanto que meproducía. Y fue el monje quien,llegándose hasta mi lado, pusoexplicaciones al vacío de mispensamientos.

—Hay días, o momentos de la vida,que no se olvidan nunca —dijo—. Comoel rostro de esa hermosa mujer que abriópor primera vez una herida de amor entu alma, o la separación definitiva de los

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padres... Seguro que tú nunca olvidarásesto que ahora ves... Porque nadieolvida su primera visión del mar...

Le asistía una razón profética aldeclarar tal sentencia. Ese instante de mivida quedó guardado en la memoria, eincluso en los sentidos, como si no sealejase en el tiempo y habita desdeentonces unido a mí. Y si cierro losojos, regresa como una vigorosarealidad el añil luminoso, sin fin, comouna franja rematada en una línea remota.Es una visión que tira de mis adentrosdesde entonces, a pesar de los añostranscurridos desde aquel viaje.Recuerdo con nitidez el céfiro fresco,bajo el cielo que se dilataba sobre esa

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misteriosa anchura azul del mar reciéndescubierto, y mis jóvenes párpados nose movían, aún ahogados por tanta luz...

Solo un poco después descendió lamirada hasta la hondura escarpada pordonde continuaba el camino. El mundoseguía allí delante: desnudas montañas,rudas sinuosidades, pendientesabrigadas de arbustos, valles arbolados,la costa... ¡Y esa luz!

Me entusiasmé entonces de unamanera determinante. Como si todo miespíritu quedase inundado de claridad.Me alegraba por haber emprendidoaquel viaje; por acoger la audacia y laprecipitación en mi vida frente a laquietud y la duda; pero, sobre todo, por

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romper definitivamente con laaquiescencia humillante de los míos.¡Esto sí que era una nueva vida! Y ladeslumbrante vista que se extendíadelante de mí me hacía vibrar yrenunciar a la tentación de arrepentirme.Nada del mundo podía ser mejor queesos momentos, en los que mi almaamaba solamente lo imaginativo y raro,lo que sentía aproximarse desde ladistancia de un sueño, lo que lospusilánimes y los necios no puedensoportar. Era fiel al impulso primigenioque palpitaba en mí desde siempre,aunque en ciertos momentos lo aguantarasimplemente latente, sabiendo queestaba ahí y que esperaba su hora para

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tener rienda suelta. Me pesaba si acasono haberme podido despedir de Dariana.

Ahora era mi tiempo. Suave era elcomienzo del verano, y más aún allí,sobre la montaña. Un águila volaba muyalta en el firmamento. Y allá abajo, conun destello traslúcido, las blanquecinasmurallas, las casas y las atarazanas deuna ciudad portuaria resplandecíanfrente al mar.

—Es Biblos —señaló Melesio—. Elpuerto más viejo del mundo.

¿Habíamos llegado pues a nuestrodestino? No lo sabía, porque no debíahacer preguntas, siendo fiel alcompromiso adquirido el día antes departir. Después de viajar durante tres

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semanas desde Damasco, por diversasrutas, errando a conciencia.Alcanzábamos la costa. Y nuestro últimotrayecto había sido el más fatigoso, porel arisco desfiladero llamado Najr Al-Calb, que significa en árabe «río Perro».Mientras transitábamos penosamente porél, el monje me refirió que, desde la másremota Antigüedad, fue paso obligadopara llegar al mar, a pesar de ser muyangosto y arriesgado, por lo que losejércitos que lo recorrieron dejarongrabadas en las rocas estelas coninscripciones que recordaban superipecia. Descubrimos la más antigua,con letras egipcias, del reinado deRamsés II, aquel faraón que persiguió a

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los israelitas. También las encontramosasirias, griegas y romanas. Por aquellosparajes parecía percibirse el espectralvagar de los hombres de guerra de todoslos siglos.

¿Y por qué estaba yo allí? ¿Cuál erael motivo de nuestro viaje? Podráparecer absurdo del todo, pero he dedecir que eso todavía era para mí unmisterio más de tantos... El monjeMelesio actuaba como si,constantemente, me estuviera planteandouna tesitura. Y yo debía manifestar anteél un alma decidida y valiente. Debía ensuma comprometerme con algo; aunqueno terminaba él de comunicarme en quéconsistía ese algo. Me decía y no me

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decía. Todo en él era velado yenigmático, medias palabras, entresijos,reservas, veladas explicaciones... Y yoque deseaba tanto alguna señal en mivida, me aguantaba pero tambiénrefunfuñaba de vez en cuando.

Solo una mañana el monje tuvo abien decirme que íbamos a un lugardonde descubriría cosas que teníanmucho que ver con lo que más adelantese iba a pedir de mí. Luego me rogó unavez más que no le hiciese preguntas; queme conformara con tener plena confianzaen él.

—Mejor es que no sepas nada más—dijo—. Eres muy joven. A tu edad sedebe ir sabiendo poco a poco y a su

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ivisábamos Biblos allá abajo ypodíamos llegar a sus puertas esa

misma tarde. Pero el monje prefirió quepasáramos la noche en la montaña.Explicó que no era convenienteaproximarse a las ciudades cuando eldía va de caída, y mucho menos a lospuertos. Los visitantes nocturnossiempre despiertan sospechas.

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Descabalgamos en un llano yextendimos nuestras esteras al abrigo deun cantizal. Comimos algo y bebimosunos tragos de vino. Melesio era unhombre reservado. Así que, huyendo desus silencios, me aparté un poco y fui asentarme en una piedra para recrearmecon lo que se podía ver desde allí. Laúltima luz del día empezaba a declinar.Estábamos todavía en la altura de lascolinas. A no demasiada distancia,blanqueaba Biblos, enfrentada al marcuyo color iba variando, tornándose másoscuro. Más tarde, cercano ya elcrepúsculo, el cielo se enrojecía en elponiente y adquiría un tono violáceo ensu lejanía. Una luna roja comenzaba a

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asomar tras la línea del horizonte. Vi unahilera de barcos anclados en el puerto, ypude distinguir los carromatos que seaproximaban a ellos para cargar ydescargar pertrechos; el gentío se movíadiminuto, como hormigas alrededor, y elbullicio de una concurrida plaza me tuvoabsorto durante un rato. Después meadmiró un airoso velero que salía a esahora tardía de la bocana, rumbo alponiente, tal vez en dirección a lainvisible y remota Grecia, dejando trasde sí una estela plateada sobre lasaguas. De pronto me invadió unconmovedor anhelo: viajar a bordo deaquella nave que no sabía hacia dóndese dirigía. Y la idea volvió a despertar

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en mí esa honda sensación de aventuraque un día me sacó de casa.

Esperé a que cayera la noche,viendo el pausado encenderse de lasluces que lanzaban hileras trémulasreflejadas en la opacidad de la costa.No había otro ruido que el del vientoentre los arbustos y el canto de laschicharras. Hasta que el monje empezó aroncar. A unos pasos de mí, bajo lamanta, el bulto de su corpachón yacíaacariciado por una reservada y tenue luzde luna, pernoctando en absolutaplacidez a la intemperie. Una vez másme asaltó la curiosidad. ¿Qué misteriosodesignio me había unido a aquel extrañohombre? ¿Por qué viajé hasta allí

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dejándome guiar dócilmente por él?Rumiando estas preguntas fui a echarmeen mi estera. Pero los ronquidos y lainquietud me impedían dormir.

Debía de ser muy tarde cuando mehallaba tendido panza arriba sobre elduro suelo. El aire de la noche erafresco, acariciador. Se había desplegadola negrura del firmamento, salpicada deeternos astros, y la luna declinaba ya enlos montes. Entonces reparé en queaquellas no eran las primeras noches enmi vida que pasaba al raso. Hacíamucho tiempo, cuando todavía vivía enel Palomar, y regresaba con mipadrastro Auxencio Alfayyar delmercado de Damasco, a veces teníamos

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que dormir a la intemperie. Una deaquellas tardes uno de los asnos selastimó una pata y nos demoramos. Laoscuridad nos sorprendió todavía lejos.Una violenta tormenta se desató.Tuvimos que cobijarnos bajo un toldoimprovisado y acabamos empapados ytiritando. Para el niño que era yo,aquello fue una experiencia aterradora.Pero mi padrastro me tranquilizódiciéndome que, pasara lo que pasara,acabaría amaneciendo. «Toda noche escomo esta vida presente —añadióseguidamente—; se haga corta o larga,acaba siempre amaneciendo. Y la muertees el crepúsculo que da paso alamanecer que es la vida eterna, la

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verdadera.» Eso me tranquilizó mucho,pero, aunque acabó cesando la tormenta,el frío y la humedad no me dejaronconciliar el sueño.

En cambio ahora, al abrigo de losmontes y en verano, la oscuridadresultaba incluso amena. Entoncesrecordé a mi padrastro y se merepresentó su imagen dentro del hornoardiente. Me sosegué pensando que elfuego habría dado paso a su alma haciaun prado jugoso, en pleno amanecer, conun torrente de agua para su refresco.Aquietado por esa imagen, lamaravillosa bóveda celeste parecióenvolverme. Hasta que, en undeterminado momento, llegué a sentir

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que toda aquella majestuosa e infinitarealidad bajaba, hasta hacerse unacobertura que cobraba una entidadcercana, protectora. Y mientras tanto, micuerpo flotaba y se elevaba, yendo alencuentro de una atmósfera rara,indescriptible. Sé que no lo soñé,porque era consciente de estar biendespierto. Fue como si todo miedo oangustia desapareciese repentinamente,dando paso a una serenidad inefable. Ymis amigables intuiciones de siempre,los presentimientos, acudieronenseguida más nítidos. Una voz desdeninguna parte me hablaba y me llamabaa la confianza, dándome a la vezinnumerables explicaciones que venían a

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rellenar el cenagal sin fondo de misdudas. Pero ¡qué lástima!, no puedorecordar nada. Como tantas otras vecesme sucedía con semejantes emociones, ala mañana siguiente tuve queconformarme con un débil rescoldo desabiduría, y con el consuelo de laseguridad y la ausencia de cualquiertemor.

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ompió el día y me halló durmiendo.Melesio me despertó dándome

unos golpes en los pies. Cuando abrí losojos, él ya había recogido sus cosas yme decía alegre:

—¡Vamos, muchacho, que allá abajonos aguardan indecibles secretos! EnBiblos están los pechos primigenios dela sabiduría. Quien quiera esa leche

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prodigiosa debe acudir a mamar deellos.

Me hizo gracia esa facundiatemprana. Me imaginaba dos grandestetas y una fila de ansiosos hombresyendo hacia ellas. Y el monje, que mevio reír, añadió:

—¿Te lo tomas a risa? Hijo mío,muchos quisieran tener la suerte que tútienes. ¿Todavía no te has dado cuentade que eres un elegido?

Vino a sentarse a mi lado y meestuvo instruyendo sobre la ciudad queinmediatamente íbamos a visitar. Merecordó cómo los fenicios fueron losgrandes mercaderes del mundo antiguo;sus naves surcaron incansablemente las

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aguas del Mediterráneo, desde elOriente al Poniente, hasta las columnasde Hércules; comerciando con lasriquezas de Egipto, Asia Menor, Grecia,Italia, África del Norte y Tartessos,navegando por las aguas del Egeo, elTirreno, el mar Negro e incluso elocéano Atlántico. Aquellos intrépidosmercaderes partían de un puñado deprósperas ciudades, entre las cualeshubo tres que destacaron siempre:Sidón, la metrópoli de la antiguarealeza; Tiro, la gran capital del diosMelkart, y Biblos, la más antigua detodas ellas. Su nombre originario encananeo fue Gubla o Gebal, la «Ciudadde la Colina». El comercio de la madera

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seguía siendo una de las fuentes deprosperidad de Biblos. En su puerto sevendían y embarcaban el olivo, laencina, el ciprés, el pino y, sobre todo,el preciado cedro, tan valioso para laconstrucción de palacios y templos. Sinembargo, la mercancía más genuina deBiblos era el papiro. Los egipciosdesarrollaron la técnica y la utilidad deesta planta que crecía a orillas del Nilo,con la que se elaboraba un soporte idealpara la escritura. La ciudad de Bibloslogró hacerse con el control delcomercio del papiro en todo el Oriente yel Mediterráneo. Y esto llegó a tal puntoque la ciudad llamada antes Gebal fueratambién conocida como Biblos, nombre

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que los griegos daban al papiro egipcio.Todo eso me llenaba de admiración

y me sacudió por dentro. De nuevoadquiría conciencia de mi realidad yquería saber el porqué del viaje. Ya nome pude aguantar más. Me fui haciaMelesio muy serio y le pregunté sinambages:

—Melesio, ¿por qué yo?Clavó en mí sus ojos terribles. Creo

que dudó si debía responder. Pero debióde comprender que aquel era unmomento oportuno, así que, circunspectohasta el punto de la solemnidad, afirmó:

—Eres joven. Estás en ese borde dela vida en el que hay que tomar ladefinitiva decisión: ahora o nunca.

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Perteneces a la sangre patricia de losSarjun. Los huesos del valeroso generalFlaviano estarán saltando en su tumba,allá en Pisidia. Porque un heredero desu casta conocerá muy pronto aquellosarcanos escritos que esperaban ocultos...

—No comprendo nada. Todo esoque dices sigue siendo una incógnitapara mí. ¡Háblame claro, te lo ruego!

—¡Ah, qué sana impaciencia! Dentrode ti se despierta el ansia. Esa pujanzaque brota del Espíritu... Te he dicho«muy pronto», y al decirlo, no merefiero a algo cercano peroindeterminado; hablo de días o tal vezde horas... De manera que no mepreguntes más. Tú mismo hallarás las

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respuestas a tus interrogacionesinteriores.

Dicho esto, se arrodilló y se puso aorar en silencio con las manosextendidas hacia donde salía el sol.También yo recé junto a él. Luegomontamos en los borricos y empezamosa descender la cuesta en dirección aBiblos.

La visión de la ciudad portuaria másantigua del mundo era excelsa,irguiéndose desde el mismo mar, comouna prolongada hilera de murallas,detrás de las cuales sobresalíanfortalezas, torres y minaretes. Entramosatravesando una puerta que se abríahacia el sur y fuimos avanzando por los

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adarves, hasta un enredo de callejuelas,pasando por delante de un sinnúmero detenderetes y negocios de todo tipo.Biblos es en verdad un gran mercado,más concurrido si cabe que el mayor deDamasco, y el conjunto de sus habitantesbramaba pregonando sus géneros:esclavos, bestias, cueros, tejidos,alhajas, vasijas, extendidas acá o allá,en el suelo, delante de las puertas otransportadas sobre lomos de diminutospollinos. También las atarazanas hervíanatestadas de gente, en torno a navíos detodos los tamaños, y no quedaba unpalmo libre en los muelles, por talcantidad de barcas como habíaamarradas.

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Por en medio de todo eso llegamos ala plaza donde se alzaba la mezquitaprincipal y el sólido edificio de piedraque servía de residencia al gobernador.Allí nos detuvimos y Melesio me dijo:

—Es preciso ahora aguardar aquí.—¿Aguardar? ¿A qué?—A que venga alguien.Comprendí que no debía hacer más

preguntas. Así que me senté en un poyetedispuesto a esperar a que se desvelaseel misterio. El monje escrutaba lamultitud, como buscando a ese alguien.Y pasado un corto espacio de tiempo,exclamó:

—¡He ahí! Ya ha llegado.Miré hacia donde tenía puestos los

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ojos y, para mi sorpresa, a veinte pasosde nosotros, venía Hesiquio montado ensu soberbio alazán, acompañado por susayudantes de las caballerizas del califa.

Sorprendido, hice ademán de irhacia él, pero Melesio me retuvoagarrándome por el brazo:

—¡Quieto ahí! Yo te diré cuándodebes ir.

Hesiquio pasó muy cerca denosotros, nos miró sin detenerse y siguiósu camino hacia el palacio delgobernador. Todo aquello me teníadesconcertado.

—Vayamos ahora al mercado equino—dijo el monje.

Abriéndonos paso entre el gentío,

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fuimos a las afueras, a una granexplanada donde se juntaban centenaresde caballos y todos aquellos queacudían a comprarlos y venderlos.Reinaba en aquel sitio una grananimación, entre nubes de polvo,montañas de paja y cercados de palos.Los pregoneros se desgañitaban y lagente bullía excitada, transitando pordelante de los corrales. Eso mismohicimos nosotros, deambular, aunque sinánimo de negociar, sino tan solo pormatar el tiempo.

Así transcurrió la jornada entera.Solo nos movimos de allí para ir a unaiglesia pequeña dedicada a la mártirsanta Aquilina. Allí los buenos fieles

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cristianos nos dieron para comer unospedazos de pan. Estuvimos rezando y,más tarde, cuando se puso el sol,extendimos nuestras esteras en el atriopara pasar la noche.

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l amanecer, nos levantamos ehicimos nuestros rezos unidos a un

grupo de mujeres y monjes. Luegorecogimos nuestros borricos y volvimosal mercado. Nos sentamos frente a ungran tenderete.

—Aguardaremos aquí —dijoMelesio.

Muy temprano apareció Hesiquio

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con sus acompañantes. Se dirigió haciael tenderete y permaneció un largo ratohaciendo tratos con unos y otros. Desdela distancia observábamos la destreza yel poderío con que se dedicaba a suoficio. Y de vez en cuando nos lanzabamiradas, de las cuales me parecíainterpretar que nos pedía paciencia.

Almorzó entre los mercaderes, ypermaneció el resto de la jornada allí,desplazándose solo de vez en cuandohasta los corrales para examinar algúncaballo. Pero, más tarde, cuando empezóa oscurecer, se despidió y se encaminóhacia la ciudad acompañado solo porsus criados. Entonces me dijo Melesio:

—Anda, ve ahora con él.

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Le alcancé antes de que entrara enuna suntuosa casa. Daba la impresión deque me esperaba, porque, con aire desatisfacción, me abrazó diciendo:

—Bueno, muchacho, al fin noshemos reunido en Biblos.

—No comprendo nada —dije.—Lo sé —rio.—¿Me vas a explicar el motivo del

viaje?—Claro que sí. Esta noche lo

sabrás. Pero antes ve a recoger tuscosas. Te alojarás conmigo aquí.

—¿Y el monje?—No te preocupes por él. Melesio

sabe lo que tiene que hacer.Entramos en una lujosa posada. A

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Hesiquio lo trataban como a un rey.Todo eran reverencias y atenciones quellegaban a resultar empalagosas.

Cuando nos hubimos sentado en elrincón más confortable que había allí,me dijo:

—En Biblos se compran y se vendenlos mejores caballos del mundo. Lostraen por tierra desde Arabia y por mardesde Hispania, Italia, Britania...Siempre me alojo aquí cuando vengo ahacer negocios. La primera vez vine conmi abuelo. También mi padre acudía doso tres veces al año al mercado equino.Esto es como nuestra casa.

Luego nos sirvieron la cena en laterraza mientras caía la noche. Comimos

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viendo cómo el bullicio se ibaapaciguando en el puerto y en losmercados. Era tarde cuando se hizo unsilencio casi total. Mi impaciencia ya sehabía convertido en angustia. Entoncesél, que hasta ese momento solo habíahablado de caballos y de dinero, se pusomuy serio.

—Podrías haber hecho el viajeconmigo, en mi comitiva —empezódiciendo—. Pero no hubiera sido lo másconveniente. Ya irás comprendiendo elporqué de algunas cosas... Además, erapreferible que Melesio te fueraconociendo por el camino. Eso era algomuy importante. El monje esfundamental en todo esto... ¿Qué tal te ha

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ido con él?—Es un hombre muy raro. Apenas

ha hablado. Para mí, todo esto es un granmisterio.

—Y en verdad lo es, es un granmisterio...

Apuró el vaso de vino y se puso aúnmás serio si cabía. Al menos eso mepareció. En la terraza había oscurecidoy veía solo algo de su cara, iluminadapor la tenue llama de una lamparilla deaceite.

—Aquí —añadió—, en la altura deesta terraza, nadie podrá oírnos. Mishombres vigilan abajo la entrada a laescalera.

—¿Y qué podemos temer?

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—¡Humm...!Se aproximó a mí cuanto pudo, hasta

poner su boca muy cerca de mi oreja.—Hay mucho peligro, mucho... —

susurró—. Si alguien llegara a oír lo quevoy a decirte, estarían en grave riesgonuestras vidas. Por eso, a partir de ahoradebemos ser muy cuidadosos. —Hizouna pausa, llenó los vasos y volvió abeber, antes de proseguir—. Sirecuerdas lo que dijo Melesio aquellamañana, en la vieja casa del antiguoDamasco, comprenderás que esto no esun juego. Nuestra existencia pende de unhilo, porque los signos ya están aquí;esos signos que hemos estado esperandotanto. Ha llegado al fin el momento de

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asumir los designios del destino. Yapasó la hora de aguantar la opresión, lahumillación y el castigo... Porque este esel tiempo nuevo. Que es nuestro tiempo,el tuyo y el mío. Por eso te admití en micasa, atrayéndote mediante la mujer máshermosa que pude hallar. Porque yoconozco el ardor que hay en la juventud;sé de la intrepidez que anida en tu alma;comprendo que el amor puede a esaedad más que todo lo demás... Y yonecesitaba una persona como tú. Tenecesitaba a ti, Efrén de los Sarjun deDamasco y de los Flavianos de Pisidia...En ti se juntan la antigua sangre deGrecia, la savia de Roma y la pasión deBizancio... Perteneces a la tercera

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generación sometida al agravio de ladominación agarena. También yopertenezco a esa descendencia, y aunquelo tengo todo, me falta lo principal, quees la libertad... ¿Empiezas a captar loque quiero decirte?

—Estoy... Estoy abrumado... No séqué responder...

—Es normal que así sea. Todo estoes nuevo para ti y ha de causarte ahoragran desconcierto. Te he sacado deDamasco para traerte hasta aquí porquelo que vas a saber no es cosa que puedaexplicarse en unas horas. No, se necesitatiempo...

Después de decir aquello, se puso enpie y fue hasta el balaustre de la terraza

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para asomarse. Estuvo echando ojeadasen la oscuridad, hacia abajo, a los ladosy enfrente, donde estaban las atarazanasdel puerto. Regresó a mi ladoaparentemente tranquilo, encendió otralamparilla, suspiró hondamente yprosiguió diciendo:

—Yo he terminado el negocio quedebía hacer en Biblos, que era compraralgunos caballos para el nieto del califa.Pero me quedaré por aquí algunos díasmás. Tengo que ocuparme de otrosasuntos. Todo a su tiempo... Ahora paramí lo más importante es saber que puedocontar contigo.

—¿Y qué puedo hacer yo?—Mucho más de lo que crees. Se

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aproximan horas de angustia yconfusión. Yo sé que eres valiente y queno temerás, aunque inicialmente te asaltealgún desconcierto.

—¡Habla de una vez! ¿Qué va asuceder?

—¡Chist! No alces la voz.—Debes comprender que estoy muy

impaciente. Hace días que vivo en elmisterio...

—Anda, bebe —dijo sonriente,llenando los vasos—. El vino nosayudará a entrar en situación. Esaimpaciencia me gusta...

Veía su rostro inclinado sobre elmío. Distinguía en él una miradatranquila y severa, bajo unas cejas

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negras. Y al mismo tiempo, escuchabami voz interior gritándome, con unaemoción difícil de describir. Y el vino,en efecto, me exaltó todavía más.

—Hesiquio, te lo ruego —lesupliqué ardiendo por dentro—, dime deuna vez lo que va a pasar.

Suspiró de nuevo, como para reunirel aplomo que necesitaba, y luegocontestó:

—Habrá una guerra. Tiene que haberuna guerra...

—¡Una guerra..! ¿Quieres decirque...?

—¡Calla! ¡Déjame hablar!Se hizo entre nosotros un silencio

lleno de inquietud, en el que él me daba

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tiempo para que adoptase una actitud detotal concentración en sus explicaciones.Luego, con aire terrible, dijo:

—Muy pronto el califa mandarádestruir la basílica de Santis Joannes. Yesta vez nadie lo podrá evitar. El santotemplo cristiano que edificaron nuestrosantepasados será reducido a la nada y ensu lugar se construirá la mayor mezquitade Damasco... Pero eso solo sucederá siDios no lo remedia... O, mejor serádecir, si alguien no lo remedia en elnombre de nuestro Dios, que es el únicovivo y verdadero... Porque esta vez nohabrá ya palabras, sino hechos... ¡Seacabaron las palabras!

Después de decir esto, apretó los

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labios en un rictus de pesadumbre. Semantuvo callado durante un rato,mirándome fijamente, escrutando elefecto que sus explicaciones habíancausado en mí.

Yo estaba sobrecogido. Tuve quehacer un esfuerzo grande y fui muysincero al decirle:

—Yo eso lo sabía... No mepreguntes por qué... Solo podréresponder que algo dentro de mí havenido siempre anunciándome eso yotras cosas aún peores...

—Lo creo. Porque el Espíritu nopuede dejar de suscitar entre nosotrosprofetas y hombres capaces de ver lossignos de los tiempos. Ya sucedió eso

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antes, sucede ahora y no cesará. Todoslos fieles en Cristo son de algunamanera profetas. Todos estamosllamados a interpretar nuestras másíntimas mociones espirituales. Aunquebien es verdad que siempre hubohombres elegidos para transmitir losdesignios del Omnipotente.

—Eso que dices me llena de temorde Dios —manifesté turbado—. Mehablas como si fueras un monje. Sinembargo, hace unas semanas no hubierapodido imaginar siquiera que tu almaalbergaba esos sentimientos...

Soltó una carcajada. Luego extendióla mano y la puso cariñosamente sobremi hombro.

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—En mi casa has vivido entreplaceres —dijo—. Es comprensible queahora te sientas confuso. Eso también esparte de este misterio. Es verdad quesoy un pecador, que mi vida ha estadorodeada de lujos y goces. Pero miesposa Tindaria y yo hace ya tiempo quedecidimos cambiar de vida. Aún nohemos dado ese gran paso, porque noqueremos despertar sospechas... Esmucho lo que está en juego. Somoscristianos y queremos vivir como tales.¡Basta ya de engaños! Y sé que lo quedigo podrá parecerte una incongruencia.Pero, aunque sea difícil de entender, hayveces en las que para vencer al mal hayque alejarse algo de Dios... He ahí el

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misterio...—Creo que voy comprendiendo —

dije—. Empiezo a vislumbrar que todoesto no va a ser nada fácil. Y no tepreocupes por mí. Estoy dispuesto ahacer el más grande esfuerzo que se mepida, a afrontar cualquier peligro osacrificio. Siempre he vivido con elpresentimiento claro de que esta horahabría de llegar un día. Por eso meexasperaba al ver cómo los míos siguenen la misma conformidad, año tras año,generación tras generación.

—También yo he vivido con esepresentimiento. Muchos somos los quevivimos con él, aguantamos y seguimosadelante. Pero ha llegado la hora en que

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eso que sentimos se hará realidad.Porque cada una de nuestras intuicionesparticulares, por pequeñas y locas quepuedan parecernos, están ya inscritas enun destino más grande, más claro, másdefinitivo... En aquello que contienen lasantiguas y sagradas profecías...

—¡Las antiguas y sagradasprofecías! Esas son las cosas quenecesitaba oír. Desde que estuve en elmonasterio de Maalula no había vuelto atener noticias de las profecías. Losmonjes me hablaron de ellas. Los másancianos confiaban en que muy pronto elcielo daría una señal. Había allí unmaestro ya ciego, llamado Thoma, querecitaba en verso de memoria ciertas

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predicciones que vaticinaban el nuevoImperio cristiano, la caída del islam, lapaz duradera...

—Creo en esas profecías —afirmócon rotundidad Hesiquio—. Porque yaantes, de la misma manera, algunosprofetizaron que la Gran Siria caeríabajo el dominio de pueblos bárbaros einfieles. Es justo y necesario, pues,creer en lo que esos mismos profetasdejaron escrito sobre el final de ladominación.

—Quisiera conocer con detalle esasprofecías. En el monasterio era todavíaun muchacho atolondrado y no prestédemasiada atención a los ancianosmonjes. Pero algo de aquello quedó

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grabado en mi alma.Hesiquio se echó hacia atrás en su

asiento, henchido de satisfacción.—Muy pronto podrás tener en tus

propias manos los papiros donde estánescritas las profecías.

—¡Bendito sea Dios! —exclamé.—Sí, bendito y alabado sea. Pronto

conoceremos las profecías. Se custodianmuy cerca de aquí, en la montaña, enOuadi Qadisha, el Valle Santo, dondecrecen los sagrados cedros de Dios. Hayallá un buen manojo de antiguos papirosque hablan del futuro... Madrugaremos yemprenderemos el viaje temprano. Asíque ve a dormir ahora. Necesitarás estardescansado.

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uién hubiera podido dormir? A micabeza retornaban tantas cosas...

Hasta entonces, no había vuelto adetenerme a recordar las enseñanzas delanciano monje Thoma del monasterio deMaalula. Tal vez porque mi espíritu noestaba en sazón suficiente paraasimilarlas. Pero ahora toda aquellasabiduría empezaba a adquirir sentido.

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Las antigüedades cristianas, lasvicisitudes de nuestros antepasados y elocaso infausto de toda una sublimecultura regresaban para dar vueltas enmi mente durante las horas que debíanhaber correspondido al sueño. Así que,durante toda la noche, estuve en vela,rememorando.

El cuarto año del reinado delemperador Heraclio, los persassasánidas conquistaron Siria y Palestina,tomaron Jerusalén, destruyeron elSagrado Sepulcro y sustrajeron la «VeraCruz» del Señor, que se llevaronconsigo a Ctesifonte. Luego ocuparonEgipto y Libia. La cristiandad quedóconmocionada. Heraclio se enfrentó a

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ellos en Thracian Heraclea, pero fuederrotado y por poco se libró de caerprisionero, huyendo perseguido aConstantinopla. Pero, en la primaveradel duodécimo año de su reinado, elemperador partió de nuevo con susejércitos y venció al rey Corsoeres delos persas, que dominaba la Gran Siriacon crueldad desde hacía una década.Heraclio se llenó de orgullo y se arrogóel antiguo título persa de Rey de Reyes,y más tarde, el de Basileus, la palabragriega que designa al «soberano». Nadiesabe por qué prefirió este título porencima de otros anteriores, como el deAugusto, que le pertenecía comoemperador romano. También adoptó el

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griego como lengua administrativa, porencima del latín. A partir de entonces,Bizancio adquirió un claro carácterhelénico.

La derrota de los persas supuso elfinal de una guerra que había duradocasi ocho largos siglos, desde queAlejandro Magno conquistara el imperiode Darío. Por eso Heraclio volvió comoun héroe y entró triunfante enConstantinopla. Dos años más tarde,restituyó la Vera Cruz a Jerusalén,siendo recibido en una majestuosaceremonia en las puertas de la ciudadsanta, llevando la reliquia él mismo, acaballo y en sus propias manos. Lanoticia alegró a toda la cristiandad.

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Los ismaelitas de Arabia tambiénrecibieron la noticia con alegría, no soloporque suponía la derrota de losidólatras, sino por el cumplimiento deuna profecía hecha en el Corán porMahoma. La predicción reza así:

Los bizantinos fueron derrotadospor los persas en el territorio árabemás próximo a ellos, la antiguaSiria; pero, después de esta derrota,ellos [los bizantinos] les vencerán.Esto sucederá dentro de algunosaños. Todo ocurre por voluntad deDios, tanto la anterior derrota [delos bizantinos] como su futurotriunfo. Y cuando eso ocurra, los

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creyentes se alegrarán (Corán, sura30, capítulos 2 al 4).

Tras su capitulación, el Imperiosasánida de los persas quedó en unasituación de ruina y desconcierto de losque nunca llegó a recuperarse. Gracias aello, los árabes seguidores del islamrecién nacido pudieron ir apropiándosede los territorios que habían pertenecidoa la antigua Persia. Porque, hastaentonces, las tribus de los desiertoshabían estado demasiado divididas yluchando entre ellas desde el pasado,incapaces por tanto de unirse paraformar un reino o estado. Pero el profetaMahoma logró unificarlas. En su nueva

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situación, unidas y enardecidas por sureciente conversión a las enseñanzasescritas en el Corán, empezaron aconstituir un poder a tener en cuenta. Sinembargo, el orgulloso y antiguo Imperioromano fue incapaz de considerarlo unaamenaza. El profeta Mahoma incluso seatrevió a enviarle una carta a Heraclio,instándolo a convertirse al islam. Dicenque el emperador recibió al mensajero,leyó la carta, sonrió y la guardó, sindarle mayor importancia a lo queconsideró la estupidez de un locoiluminado.

Al año siguiente, unos pocosfanáticos agarenos atacaron la provinciade Arabia Pétrea, siendo fácilmente

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rechazados. Pero, meses después, unashordas mucho más numerosas fueroncontra el Aravá, al sur del mar Muerto,logrando apoderarse de Al Karak. Luegopenetraron en el Néguev, llegando hastaGaza.

Recuerdo que el monje Thoma deMaalula nos contó algo realmentecurioso: el propio emperador Heracliosoñó una noche con un nuevo reino de«hombres circuncidados» que iba aempezar pronto a dominar el orbe. Ycontó el sueño a los patricios de sucorte, que todavía ni siquiera conocíanla nueva religión de Mahoma reciénsurgida en Arabia; y estos, que pensaronque los hombres circuncidados debían

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de ser hebreos, le aconsejaron quemandase decapitar a todos los judíos delImperio. Esa monstruosidad nunca llegóa ejecutarse. Pero el sueño se cumplió:años después acudirían a Constantinoplamercaderes con noticias de las nuevasmultitudes de agarenos de los desiertosque se dejaban circuncidar siguiendouna nueva religión.

El peligro era cierto y losseguidores de Mahoma acabaroninvadiendo Siria y Palestina. Damasco yJerusalén pasaron a sus manos. En pocomás de tres años, todo el levantemediterráneo era conquistado por elnuevo enemigo. Heraclio yacíagravemente enfermo y, en el momento de

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su muerte, la mayor parte de Egiptohabía caído en poder de los árabes. Soloentonces comprendió el significado desu profético sueño.

Durante los primeros años quesiguieron al desastre, los cristianossometidos al islam todavíacontemplaron la posibilidad de volver aser dueños de sus ciudades y suscampos. Pero la siguiente generacióndecayó en sus ilusiones. La tercerageneración, la nuestra, ya ni siquieratenía capacidad para soñar...

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a pendiente era áspera, por unpedregoso sendero que zigzagueaba

entre arbustos espinosos y peñascos;pero el silencio, la brisa limpia y losamargosos aromas de las plantasresinosas conferían un ambiente casisacro a las laderas. Montado en supoderoso caballo, Hesiquio cabalgabadespacio por delante. Melesio y yo le

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seguíamos en nuestros borricos. Amedida que ascendíamos fatigosamente,dejábamos atrás el mar, lasconcavidades boscosas de la costa y elpuerto de Biblos. Luego nos fuimosadentrando en los ásperos montes, por laantigua calzada que conduce haciaOuadi Qadisha, el Valle Santo.

Por el camino, Hesiquio me explicócon mayor detalle el motivo de nuestroviaje: beneficiarnos de los consejos delabad Sabbatio, el venerable y sabioanciano que gobernaba la más antigua ynutrida comunidad de anacoretas deSiria. Pero, sobre todo, para rogarle quenos dejara conocer las antiguas ysagradas profecías.

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—En el Valle Santo se guardaninnumerables secretos antiguos —meexplicó—. Porque allá acudieron aretirarse multitud de hombres quellevaron consigo los viejos escritos denuestros antepasados cristianos, entrelos que están los libros proféticos. Losmonjes los escondieron en cuevas paraevitar que fueran destruidos. Ahora elabad decide quién puede leer esosescritos.

Melesio contó que el abad Sabbatiofue en su juventud un rico mercaderlibanés que prosperaba con otro nombre,navegando con su flota de barcos depuerto en puerto. Tuvo pues, antes dehacerse monje, una vida más terrenal y

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placentera, en el Líbano, Alepo,Emesa... sin sospechar siquiera que,andando el tiempo, habría deencontrarse con otra vida muy diferente.Se convirtió a la verdadera fe en Alepo,estando en la iglesia de San SimónEstilita, conocida en árabe como Qal’atSim’an, al sentirse conmovidorepentinamente por el ejemplo del santoanacoreta que pasó treinta y siete añossin bajarse de una columna aveinticuatro codos de altura. Eran losaciagos tiempos del califa Moawiya,peligrosos para los cristianos. En esaépoca de confusiones y temores, acudíana retirarse a los monasterios y ermitastoda suerte de náufragos de la vida;

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hombres y mujeres que se sentíaninconformes con su existencia; que sehabían cansado de mantener laaquiescencia de una cristiandaddominada por el islam, mediocre ycobarde, y que veían en el retiro delmundo y la penitencia la solución a susansiedades.

No pude evitar pensar en mi propiavida y en la de mis familiares. Una vezmás me asaltó mi antigua rabia y dije:

—¿Y no es también de cobardes huirdel mundo para perderse en losmontes...?

—¡De ninguna manera! —negó elmonje Melesio, visiblemente indignado—. ¡Cómo se te ocurre pensar eso! Es

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una necedad lo que acabas de decir. Enlos apartados monasterios, cenobios yermitas, en su tranquilidad, en suambiente propicio para la reflexión, esdonde el Espíritu suscita los signos delmundo nuevo que estamos esperando. Túmismo lo vas a comprobar en el ValleSanto, durante el tiempo quepermaneceremos allí. En ese sagradolugar se atesoran los preclaros escritosque tan necesarios son para comprendertodo lo que nos está pasando.

Al ver que el monje se encolerizaba,Hesiquio saltó en mi defensa:

—No te enfades con él. El muchachoes sincero. ¿Por qué no le cuentas lo quete sucedió a ti? Anda, cuéntale tu

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vocación.—Mi caso fue muy diferente —

respondió el monje—. En mi juventudfui soldado del califa; viví dedicado alas armas, a la guerra, a la obediencia alejército. En todo esto me desenvolví sinmayores contratiempos, destacando porla gran fortaleza física con que Dios medotó. No dudaba de que eso era lo quedebía hacer. Fui un joven que nopensaba en otra cosa que en recorrermundo de batalla en batalla, para acabarreuniendo la fortuna suficiente y poseerun día un palacio lleno de mujereshermosas a mi servicio, con el fin devivir el resto de mis días entre placeres.Pero ahora reconozco que siempre

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sentía, en el fondo de mi alma, como unposo de insatisfacción, merced al cualno era capaz de ser completamente felizen el mundo, aun si llegara a tenerlotodo... Porque entre aquellos querealmente son llamados, la vía que lesconduce al monasterio pasa por unaverdadera conversión; una especie deperturbación en lo más íntimo, en virtudde la cual muere el hombre anterior quese era y nace una nueva voluntad, comootra persona, necesaria para emprenderuna nueva y diferente vida. En mi almaesta transformación vino germinandopoco a poco, hasta que empezó amanifestarse en todos mis pensamientosy actos. Pero yo no sabía el porqué y ni

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siquiera se me pasaba por la cabeza laposibilidad de dejar aquella vida deguerrero violento e irracional. Hasta queun día, durante una batalla terrible enEgipto, me vi de repente aturdido,perdido en medio del fragor, los gritos yla muerte. Fue como si una voz mehablara por dentro, a pesar de tanenorme ruido, preguntándome:«¿Melesio, qué haces tú aquí? ¿Por quépeleas del lado de Satanás?» A pesar deello seguí peleando y logramos lavictoria. Pero yo no volví ya a ser elmismo. Y días después, cuando elejército del califa regresó a Damasco,me concedieron un permiso y volví a lacasa de mis padres, a la aldea de

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cristianos donde me crie. Allí advertíque mi gente era pobre y que vivía en ladesesperación. Entonces comprendí loque la voz quería decirme: «¿Qué hacestú aquí guerreando al lado de los queoprimen a tu pueblo?» Esa pregunta casime hizo enloquecer. Pero el Espíritu mecondujo hacia los bosques, a unapartado lugar donde se hallaban ocultasen la maleza las ruinas de un pequeñomonasterio. La atmósfera sacra yprotectora del sitio me retuvo y prontome sentí invadido por una sensaciónmisteriosa, como una secreta llamada,una atracción y un extraño deseo dequedarme. Intuyendo que Dios queríaanunciarme algo, anduve entre los

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derruidos muros y di con el antiguo altarde piedra, bajo el ábside agrietado. Mearrodillé y me eché a llorar, sin saberpor qué motivo. Allí me envolvió laoscuridad y pasé la noche arropado conmi capa. Sintiendo una paz grande, vinea comprender que en aquella soledaddescubría mucho de lo que en el fondoera mi ser, de lo que sucedía en mi almainquieta... Al día siguiente volví a micasa. Permanecí en la aldea algunassemanas, haciéndome cada vez másconsciente de la miseria y el dolor de lagente cristiana, que vivía oprimida porterribles impuestos. Luego tuve queregresar a Damasco, a mi oficio desoldado. Pero yo no era ya el mismo... Y

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después de una muy larga y madurareflexión, llegué a la conclusión de quedebía hacerme monje, pues habíaexperimentado esa transformacióninterior que los sabios llaman laverdadera conversio morum, que es loque las reglas del monacato imponencomo condición previa para el ingresoen un monasterio. Entregué a losoficiales todos mis ahorros, paracomprar mi jubilación, y salí de loscuarteles sin saber hacia dónde debíadirigir mis pasos. Dios me condujo hastaMaalula, donde ingresé como novicio.No tardé en estar seguro de que mianterior personalidad había muerto enmí, y que me despedía de mi vida

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primera, aceptando los votos y la regladel monasterio que me ligaban parasiempre. Y pasados algunos años,cuando ya me supe un monje maduro yrevertido de cierta serenidad, solicitédel abad licencia para salir de nuevo almundo a predicar.

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espués de tres fatigosas jornadasde camino por intrincados

vericuetos, por fin alcanzamos la cimadesde la que se divisa, hacia oriente,como un paredón terrible, el monteMakemel, que domina Ouadi Qadisha.Quedé admirado contemplando lagrandeza verde, oscura, del bosquesagrado, donde crecen los eternos

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árboles de Dios, aquellos cedros delLíbano que ensalzan los salmos.Colgadas del precipicio, brillaban lastres cúpulas del santuario, edificadoentre enormes roquedales, rodeado porotras pequeñas construcciones, comoermitas menores apiñadas en torno. Elconjunto, humilde, austero, tiene suorigen en aquellos lejanos tiempos enque los eremitas eran llevados por elEspíritu a los montes más olvidados,cuando todavía los emperadoresromanos permanecían obstinados en elpaganismo, obedeciendo al demonio,afligiendo a los cristianos conpersecuciones y martirios.

Descendimos hacia el valle por

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pedregosas pendientes, sobrecogidospor el silencio, hasta adentrarnos por elangosto desfiladero al que se asomaninfinidad de terrazas cultivadas por losmonjes. Era un hermoso santuario, comoasí debieron de desearlo siempre susfundadores, que buscaron en aquelarrinconado y fragoso desierto el retirodel mundo. Y todo allí parecía llamar aese peculiar destino: la quietud, lasrecónditas cuevas abiertas entre lamaleza, los aromas a cera quemada eincienso... El lugar parecía solitario.Una calma total se abatía sobre él y nose oía sino, solo de vez en cuando, elentrecortado y tímido gorjeo de algúnpájaro en los escasos árboles cercanos.

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Anduvimos entre los pequeños altares,contemplando las pinturas. Todo erahumilde, parco, tosco casi. El veranopropagaba en el ambiente una agradablecalidez, adornando el cielo de lamañana con nubes de un blanco radiante.Confundido en medio de las formidablesrocas de caprichosas formas, el temploprincipal parecía insignificante y tanviejo como la misma piedra y lasmontañas. En una de las capillas unbellísimo icono antiguo, con colorestodavía vivos y oro viejo, representabaa la mártir Aquilina, orando con lasmanos juntas y una penetrante mirada.Todavía lo estábamos contemplandofascinados cuando apareció por allí un

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eremita pequeño, fornido y desaliñado,que, con medias palabras y gestosmesurados, nos condujo hacia dondeestaba el abad.

Penetramos en el interior de la grutaque le servía de celda, porque afuera elsol de mediodía resultaba yainsoportable. Nos hallamos de repenteenvueltos por la oscuridad y acabamossentados en el duro suelo. Y cuandonuestros ojos, antes deslumbrados,empezaron a ver algo, descubrimosfrente a nosotros la silueta de un ancianodiminuto, viejísimo, encorvado y deapariencia frágil. No obstante, suestampa tenía en conjunto un algovenerable, como un halo; sería por las

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velas que ardían a sus espaldas en lomás profundo de la cueva, frente a unpequeño tabernáculo. Ningunacomodidad apreciable ni nada más habíadentro.

—Dios os trae a mí —saludóSabbatio con voz rota y a la vezdulcificada, inclinado sobre sí, con losojos fijos en el suelo—. Hijitosbienaventurados, amados del Señor,¿qué puedo hacer por vosotros?

—Abbá bendito —respondióMelesio, a la vez que le besaba lasmanos—, hemos venido comoperegrinos, para orar y hallar sabiduríaen este santo lugar.

El abad suspiró, tosió, carraspeó y

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dijo:—Hijitos, sea con vosotros la

bendición del Señor de las Elevaciones.Pero debo advertiros de que el Espíritunecesita paz de corazón, humildad ypaciencia para conceder sus dones...

—¡Bendito padre! —exclamóMelesio, yendo a besarle de nuevo lasmanos—. ¡El Espíritu nos trae!

Sabbatio se enderezó y nos miró consorpresa. Luego gruñó sarcástico:

—¿El Espíritu...? El Espíritu eslibre y sopla donde quiere.

Melesio contestó visiblementeazorado:

—Venerable abbá Sabbatio,¡ayúdanos!

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Se sostuvieron las miradas duranteun rato y, al cabo, el anciano abad ledijo con severidad:

—¡No seas necio! La ayuda soloviene del Altísimo.

—Necesitamos el auxilio de tusabiduría —insistió Melesio—.¿Podemos ocupar una de las cuevasdurante al menos una semana parabeneficiarnos de tus consejos mientrastanto?

Sabbatio suspiró y respondió concalma:

—Sabes que sí. El monasteriopertenece al Todopoderoso... Y por lotanto, de cualquiera de sus hijos... Anda,vayamos a rezar antes que nada.

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Dicho esto, se puso en pie y, conmucho trabajo, salió de la gruta y seencaminó por el senderoprecediéndonos hacia el santuario. Seapoyaba en el brazo de un monje joven.Entramos y nos arrodillamos bajo elábside principal, en cuyo centro unasoberbia pintura representaba elnacimiento de Jesucristo. Había allí unapaz envolvente que infundía seguridaden el alma.

—Señor, ilumínanos —imploró elabad—. Tú que habitas en lainconmensurable presencia del Altísimo.

Hubo luego un silencio, en el que eljoven monje estuvo incensando el altar.Luego, visiblemente enfervorizado, el

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abad volvió a hablar.—Nada es imposible para nuestro

Dios. Cuando el arcángel Gabriel entróen el aposento de la Virgen María ycomenzó a hablarle, ella preguntóhumanamente preocupada: «¿Cómo sehará eso que dices?» Entonces el siervodel Espíritu Santo le respondiódiciendo: «Para Dios nada esimposible.» Y ella, creyendo firmementeen aquello, dijo: «He aquí la esclava delSeñor.» Y al instante descendió el Verbosobre ella, entró en ella y en ella hizomorada, sin que nada advirtiese. Todoparecía seguir igual, pero el Verbo yaestaba en ella. Lo concibió y en su senose hizo niño, mientras el mundo entero

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estaba lleno de Él. Por eso, cuandooigáis hablar del nacimiento de Dios,guardad silencio. Nada es difícil paraesa excelsa Majestad que, por nosotros,se ha bajado a nacer entre nosotros y denosotros. Verdaderamente, nada esimposible para Él. Si no creemos eso,de nada servirá tener fe en cualquierotra cosa.

Tras estas palabras, permanecimosorando de hinojos. Mientrasmeditábamos, era fácil comprender loque Sabbatio había pretendido con supequeño sermón: infundir en nosotros unestado de humildad y confianza.

Pasó un largo rato de absolutosilencio. Después un monje cantor inició

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un himno en antigua lengua griega.

Señor y Soberano de mi vida,líbrame del espíritu de indolencia,del desaliento, la vanagloria y de

toda palabra inútil.Y concédeme a mí, tu siervo

pecador,el espíritu de castidad, humildad,

paciencia y amor.

Sí, Rey mío y Dios mío,concédeme reconocer mis faltasy no juzgar a mis hermanos.Porque eres bendito por siempre.

Amén.

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Yo conocía bien esa plegaria escritapor san Ephrain de Nisibe. En elmonasterio de Maalula se solía entonarvarias veces durante la Cuaresma. Teníacomo finalidad hacer que el alma fueracapaz de reconocer su incapacidad parahacer el bien por sí sola. La indolencialleva a la pusilanimidad, que es aquelestado de desaliento considerado portodos los santos padres antiguos como elmayor peligro para el alma. Eldesaliento es la tendencia del hombre alpesimismo; la imposibilidad de vercualquier cosa buena o positiva. Es unpoder demoníaco que actúa en nosotrospara confundirnos. Porque el Diablo esfundamentalmente un mentiroso. Miente

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al hombre sobre Dios y sobre la verdaddel mundo; llenando la vida conoscuridad y negación. La vanagloriasurge cuando la vida no está orientadahacia Dios, cuando no se busca loeterno, sino lo perecedero. Y la vidaentonces se volverá egoísta yegocéntrica. El hombre es impaciente,porque, al ser ciego para sí mismo, estápronto para juzgar y condenar a losotros. Mide todas las cosas por suspropios gustos e ideas; y quiere que lavida sea exitosa, aquí mismo, ahora. Lapaciencia, sin embargo, es realmente unavirtud divina.

Me di cuenta de lo sabio que era elanciano abad. Nos vio llegar

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soliviantados y llenos de impaciencia asu santo lugar; y no estaba dispuesto adesgranar sus enseñanzas de cualquiermanera, sin darnos tiempo para que nossosegáramos y tuviésemos en nuestrasalmas un estado propicio. Nos obligabapues a orar y meditar primero.

Por eso, concluido el rezo, no dioopción a nada más.

—Hoy ya es tarde —dijo—. Mañanatrataremos acerca de los asuntos que ostraen a mí.

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asamos la primera noche en una delas cuevas del monasterio. Nos

levantamos antes del amanecer y fuimosa orar con los monjes al temploprincipal. Después, cumpliendo lapalabra dada la tarde anterior, el abadvolvió a recibirnos en su habitáculo yquiso saber el motivo de nuestraperegrinación al santuario.

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Sin más preámbulos, Hesiquio tomóla palabra y empezó manifestando quemuchos creían firmemente que seaproximaba la hora en que los cristianosde Siria íbamos por fin a ser liberadosde la dominación agarena. Luegoprosiguió preguntando:

—Abbá Sabbatio, ¿tiene reservadoDios un plan para Siria? Podemosconocer algo de la santa y ocultavoluntad del Todopoderoso? ¿O acasoserá verdad eso que dicen otros: que lossirios hemos sido abandonados de lamano de Dios?

El abad clavó en él unos ardientesojos, exasperados. Y un instantedespués, elevó la mirada al cielo para

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responder con exaltación:—¡¿Abandonados?! ¡Cómo va a

abandonarnos el Señor! Los cristianosrecibieron su nombre en Siria. NuestroDios, cuya sabiduría y designio sonmisteriosos, quiso que aconteciera en laciudad de Damasco algo decisivo en lahistoria de los discípulos de Cristo.Saulo de Tarso, aquel joven judío,fogoso e intransigente, armado con suespada y el poder de los doctores de laley de Israel, iba de camino a Damascoa perseguir y arrestar a los fieles delSeñor, cuando fue sacudido por un rayode luz del cielo, que le dejó ciego yaterrorizado. Iba allá a detener yencarcelar cristianos; pero, en vez de

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ello, él mismo fue apresado por elSeñor, quien cambió no solo el destinode su vida sino también el de lospueblos gentiles. Porque es verdad esode que los propósitos de Dios no son losde los hombres y que sus caminos no sonnuestros caminos...

—Sí, abbá, creemos en esa granverdad. Pero necesitamos conocer algode esos propósitos... Porque los signosde los tiempos nos confunden. Laopresión de los ismaelitas dura yademasiado. ¡Estamos confundidos! YDios no habla...

—¡Ah, para eso tenemos la Biblia!—contestó Sabbatio—. En las SagradasEscrituras está la palabra de Dios. Para

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saber pues, debemos orar escudriñandoa lo largo de la Biblia, desentrañando elplan de Dios revelado a través de ella.Porque la Iglesia puede hallar elsignificado bíblico de nuestra tierra, dela gran Siria, en la historia del pueblode Dios.

A continuación, el abad,demostrando su hondo saber, nosexplicó todo lo que estaba escrito en laBiblia sobre Siria.

—Cuando Dios llamó a Abraham, elpadre de los creyentes, y le invitó adejar Mesopotamia, le hizo viajar aCanaán por Alepo y Damasco en Siria;porque estas son las ciudades habitadasmás antiguas en el mundo. A Labán,

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hermano de Abraham, se le llama el«hijo de Betuel el Sirio y también«Labán el Sirio». Su hermana Rebecacasó con Isaac, el primogénito deAbraham, y su hija Raquel con Jacob, elcual fue también considerado como un«Sirio». Ocho de las doce tribus deJacob tuvieron un origen materno sirio;mientras que las cuatro restantes fueronde las concubinas. El profeta Oseasdijo: «Y Jacob huyó al país de Siria, eIsrael sirvió por una esposa, y por unaesposa cuidó ovejas.»

»Pasados los años, cuando las tribusde Israel fueron a vivir por obediencia ala tierra prometida, Dios les mandó quemanifestasen su acatamiento y gratitud

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presentando los frutos de la tierra. En elsagrado libro del Deuteronomio sedispone: “Y responderás y dirás delantedel Señor tu Dios: ‘Mi padre fue unarameo errante y descendió a Egipto yresidió allí, siendo pocos en número;pero allí llegó a ser una nación grande,fuerte y numerosa.’”

»Es verdad que los antiguos reyessirios atacaron frecuentemente al reinode Israel. Pero en el Libro de los Reyesse narra la manera sobrenatural con queDios liberó a Israel y Judá de losataques sirios. Dios incluso usó alprofeta Elías para ungir al rey de Siriacon el fin de obligarle a que cumplieralas profecías.

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»Gracias al profeta Eliseo, sanó dela lepra Naamán el Sirio, capitán de lashuestes del rey de Siria, del que dice laBiblia que “era un gran servidor paracon su amo, honorable, porque pormedio de él el Señor había dado lalibertad a Siria. Era también un hombrepoderoso en valor, pero estaba muyenfermo, era leproso”.

»Después de la ascensión de Cristoa los cielos, cuando Saulo de Tarso ibacamino de Damasco, allí solo había unnúmero pequeño de cristianos. PeroDios ya tenía dispuesto un plan paraSiria. Saulo, pues, con poderes de lasuprema autoridad judía, actuaba contrala Iglesia. Su mirada llena de celo e ira

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se dirige a Damasco, la celebérrimametrópoli situada al este del Antilíbano.Había allí una incipiente comunidadcristiana; “adictos al Camino” losdenominan los Hechos de los apóstoles.Y estaba en Damasco un discípulo deCristo llamado Ananías, al cual habló elSeñor en una visión. Dios le llamó:“¡Ananías!”, y él respondió: “Hemeaquí, Señor.” Y el Señor entonces leordenó: “Anda y ve a la calle quellaman Recta, y busca en la casa deJudas a un tal Saulo de Tarso, que estáen oración, y ha visto en visión a unhombre llamado Ananías que entraba yle imponía las manos para que recobrarala vista.”Ananías respondió: “Señor, he

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oído hablar a muchos sobre este hombrey cuántos males ha causado a tus santosen Jerusalén. Y aquí tiene autorizaciónde los sumos sacerdotes para apresar atodos los que invocan tu nombre.” Peroel Señor le dijo: “Ve, porque este es miinstrumento escogido, para ser portadorde mi nombre ante los gentiles y losreyes, y ante los hijos de Israel; porqueyo le mostraré cuántas cosas deberápadecer por mi nombre.” ¿No os daiscuenta? Dios tenía un plan y ese plancontinúa realizándose; pero en ese plantambién entra el sufrimiento... Solo Diossabe el porqué en su infinita sabiduría ybondad.

El abad Sabbatio, después de

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exponer con tanta elocuencia susbíblicas razones, permaneció durante unrato en silencio, como esperando a quesacáramos nuestras propiasconclusiones; silencio que rompióMelesio con una pregunta inesperada:

—Abbá, tú posees el don de lasabiduría, ¿crees pues que Dios tiene yaresuelto devolvernos la libertad?

—Deja a un lado la impaciencia —contestó Sabbatio—. Todavía no hedicho todo lo que quería deciros. Asícomo Dios habló al sirio Ananías, sudiscípulo en la ciudad de Damasco,quien estaba aterrorizado ante la mismamención del nombre de Saulo, Dioshabla a su Iglesia de Siria para que deje

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de conducirse por el miedo. Siriadeberá volverse al Señor... Porque lamisma Biblia dice en los Hechos de losapóstoles «los discípulos fueronllamados cristianos por primera vez enAntioquía»; la cual está en Siria, y seconvirtió en el centro más importantepara la primera Iglesia. ¿Cómo nos va,pues, a abandonar el Espíritu? Debemosorar y estar atentos a su voz...

—¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Cómo? —inquirió Hesiquio.

—Ya os lo he dicho: aquí, ahora ycon las Sagradas Escrituras. Aun enmedio del dolor y la incertidumbre.

—Sí, abbá —asintió Melesio—.Hemos comprendido muy bien todo lo

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que nos has dicho. Igual que Dios lehabló a su discípulo Ananías, que estabaaterrorizado por la presencia de Sauloen Damasco, Dios ha de hablar a Siriahoy. ¿Pero quiere decir eso que nuestrosperseguidores ismaelitas acabaránconvertidos a Cristo pronto? ¿De igualmanera, de repente como Saulo? ¿Diosenviará su rayo para cegarlos yderribarlos del caballo de su fanatismo?¿Se acerca el fin de esa opresión?

—Otra vez lo repito. Los caminos deDios no son nuestros caminos... Nadiepuede conocer lo que hay en la mente deDios. Ya el propio san Pablo lo dijo enla primera carta a los Corintios: antes decrear el mundo, Dios tenía un plan en

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secreto, que luego quiso revelar paraque podamos compartir su gloria. Peroese plan inteligente de Dios no loentendió ninguno de los gobernantes delmundo. Si lo hubieran entendido, nohabrían colgado de la cruz a nuestroSeñor, quien es el dueño de la vida.Como dice la Biblia: «Para aquellos quelo aman, Dios ha preparado cosas quenadie jamás pudo ver, ni escuchar niimaginar.» Dios nos dio a conocer todoesto por medio de su Espíritu, porque elEspíritu de Dios lo examina todo, hastalos secretos más profundos... Nadiepuede saber lo que piensa otra persona.Solo el espíritu de esa persona sabe loque ella está pensando. De la misma

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manera, solo el Espíritu de Dios sabe loque piensa Dios. Pero, Dios nos dio suEspíritu, por medio del cual podemospercibir todo lo que Dios ha hecho en subondad por nosotros. Y cuandohablamos de lo que Dios ha hecho pornosotros, no usamos las palabras quenos dicta la inteligencia humana, sinoque usamos el lenguaje espiritual quenos enseña el Espíritu de Dios. Los queno tienen el Espíritu de Dios no aceptanlas enseñanzas espirituales, pues lasconsideran tonterías. Y tampoco puedenentenderlas, porque no tienen el Espíritude Dios. En cambio, los que tienen elEspíritu de Dios todo lo examinan ytodo lo entienden. Pero los que no lo

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tienen, no pueden examinar ni entender aquienes lo tienen. Como dice la Biblia:«¿Quién sabe lo que piensa el Señor?¿Quién puede darle consejos?» Encambio nosotros tenemos el Espíritu deDios, y por eso pensamos como Cristo.

—Pero... ¡abbá! —gritó Hesiquioimpetuoso—, ¿es verdad o no lo quedicen las profecías del mártir Metodio?¿Debemos creerlo?

—Esas profecías, como todas lasprofecías, deben ser interpretadas segúnel Espíritu que habita entre nosotros.¿Acaso no estoy diciendo eso mismo?

El monje Melesio tomó entonces lapalabra:

—Sí, abbá, pero debes comprender

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que sintamos la necesidad de hacer algo.Se cumplen ya setenta años desde quelos ismaelitas invadieron Siria... ¿No eshora ya de hacer algo? ¿Y nos dices quenos dediquemos solo a rezar?

—¿Y qué quieres hacer?—Rezar, abbá bendito... ¡claro que

sí, rezar! Pero también luchar.Hubo una pausa, en la que Sabbatio

movió la cabeza en signo depesadumbre. Luego le dijo a Melesio:

—Eres monje, pero todavía tuhombre viejo conserva el alma delguerrero...

Melesio reflexionó y concluyódiciendo:

—Dios te ha dado sabiduría, abbá, y

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la paciencia de los hombres santos. Peroyo siento que ya va escapando de mí lapoca juventud que me queda. No quieroenvejecer y morir sin ver libre estatierra.

El abad nos miró con ternura, hizoun gran esfuerzo para sonreír y acabóotorgando sin reserva alguna:

—Os dejaré leer la profecía delmártir Metodio de Patara.

Al punto se puso en pie conesfuerzo, cogió una vela, la encendió, yalumbrándose con ella, fue hacia elinterior de la gruta. Un momento despuésregresó con un manojo de pergaminos.

—He aquí. Leed y sacad vuestraspropias conclusiones.

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vidos de escrutar su intrínsecomisterio, Hesiquio y el monje

Melesio se consagraron a la lectura dela antigua profecía de Metodio dePatara. Y con ese fin permanecimos enel Valle Santo una semana. Mientrastanto, tuve tiempo suficiente paraconocer la clase de vida que llevabanlos cenobitas, y de manera particular los

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anacoretas. Me sorprendió que, engeneral, andaban por aquellos monteslibres como los pájaros del cielo.Aunque el abad Sabbatio gobernaba elconjunto, no había entre ellos eso quellamamos vida en común. En nada separecía aquello al monasterio deMaalula, donde los monjes estabansometidos a una disciplina conjunta,dentro del mismo edificio. En cambio,en Ouadi Qadisha cada pequeña ermitatenía su propia regla. Los eremitas seorganizaban de manera autónoma,asentando su espiritualidad a su manera.Siguiendo, naturalmente, las SagradasEscrituras, las máximas de los ancianosy las antiguas tradiciones monacales,

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cada uno consultaba sus fuerzas yobedecía el carisma que le dictaba laconciencia. Gracias a esta libertad deorganización, se daban allí los másvariados ejemplos de vida ascética.Desde el cenobitismo instruido hasta elanacoretismo irracional, todas lasformas de ascesis cristiana se podíanhallar en las soledades de aquellosmontes. Y algunas de ellas me resultarontan curiosas que considero oportunoenumerarlas aquí.

Estaban los llamados dendritas;nombre que procede de la palabragriega dendron, que significa «árbol».Porque estos santos varones viven en losárboles. Esta ocurrencia la tuvo

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inicialmente un anacoreta que vivía enun gran ciprés junto al pueblo de Irenin,en la provincia de Apamea. En OuadiQadisha las laderas del monte Makemelestaban sembradas de dendritas, queconstruían sobre las ramas una especiede cabañas para vivir en ellas.Resultaba incluso gracioso —dicho contodo el respeto— ver cómo esos monjesestaban permanentemente en peligro;porque, si no ponían cuidado, perdían elequilibrio y podían caerse. Por ellovivían con los tobillos atados concuerdas o cadenas a las ramas. Y cuandode vez en cuando se caían, se quedabancolgados, esperando a que algún almacaritativa acudiera a auxiliarlos.

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Por otra parte estaban los llamadosacemitas, del griego akemetoi, que son«los que no duermen». Es decir, monjesque viven en pequeños grupos,turnándose con el fin de asegurar, día ynoche, la laus perennis o recitaciónpermanente del oficio divino. Esta formade ascesis proviene de interpretar al piede la letra las palabras de Jesús en elevangelio de Lucas: «Es preciso orar entodo tiempo y no desfallecer.» Paracumplir con ello vivían junto alsantuario principal y de continuo estabanen torno al altar entonando la salmodia.

Los nombrados como estantes oestacionarios se consagran a la statio oinmovilización absoluta. Es decir, se

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imponen como voto estar siempre depie, sin tenderse siquiera para dormir.El problema sobreviene cuandoenvejecen. No pudiendo entoncesconservar la posición vertical todo eltiempo, se valen de un bastón comoapoyo, o se construyen una estrechacelda en la que se mantienen con sucuerpo en la pared para evitar lascaídas. Vi en el Valle Santo algunos deestos que, debido a la statio prolongada,habían quedado anquilosados de talmanera que no podían caminar aunquequisieran. Otros, con el fin demantenerse en pie, sobre todo cuandodormían, se ataban a un poste o sehacían pasar una cuerda debajo de los

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sobacos para estar suspendidos de unaviga del techo.

También había allí un par deanacoretas pertenecientes a laespiritualidad de los llamados boskoí;monjes pastores de costumbres salvajes.Vivían a la intemperie, en pleno monte,como los animales, caminando a cuatropatas y alimentándose con hierbas quepacían a la manera de las ovejas. Talvez su vocación obedece a interpretar alpie de la letra aquello que dijo el Señor:«Os envío como corderos en medio delobos.»

No vi, sin embargo, ninguno de esosascetas conocidos como vagabundos;que deambulan de pueblo en pueblo, de

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casa en casa, para manifestar sucondición de extranjeros y advenedizosen este mundo.

Sí que había estilitas, del griegostylos, o columna; que son los quesiguen el ejemplo de san Simeón elGrande, que se consagró a vivir sobreuna columna. Por toda Siria se propagóesta forma de anacoretismo, suscitandonumerosas vocaciones.

También vivían entre los cedros deDios muchos de los que no se cortan loscabellos, y asimismo algunos descalzosy desnudos (gymnetai). Dos había de losque no se lavan nunca (aniptoi), negrosde pura roña adherida al cuerpo. Y otrosdos de los que viven permanentemente

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cubiertos de barro (rypontes); tambiénalgunos de los silenciosos, que nohablan jamás, y uno de los que arrastrancadenas aferradas a los tobillos(sideróforoi).

No permite la regla del monasteriode Ouadi Qadisha monjes de losllamados dementes por Cristo, o saloi,es decir, necios o tontos por el amor deCristo. Estos, para vivir la humildadtotal y el desprecio de sí mismos,vagabundean por los pueblos durante eldía, haciéndose pasar por locos oposeídos del demonio; consagrando lasnoches a la oración solitaria. Son porello los más desconcertantes anacoretasque puedan verse en Siria. El más

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célebre de ellos fue san Simeón el Loco,cuya biografía escribió Leoncio, obispode Neápolis en Chipre, en un célebrelibro. En él se cuenta que Simeón tuvouna solitaria existencia a orillas del ríoArnón, en la región oriental del marMuerto, hasta que, pasados cuarentaaños, decidió dejar de estar solo yvolver a Emesa, su ciudad natal. Entró ala iglesia en el momento en que secelebraban los santos misterios y sepresentó como un loco, arrojando nuecesa los fieles. Sus excentricidades lellevaron a fingir incluso conductasinmorales, para conseguir el desprecio yel maltrato de sus paisanos. Con ellobuscaba únicamente ser apartado y

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lograr la total humildad, para, de estamanera, segregado del mundo, acercarsemás a Dios. Ya referí en su momento quemi bisabuelo paterno, oriundo de Emesa,fue uno de los cuatro hombres quetransportaron en parihuelas a susepultura el cuerpo sin vida de Simeónel Loco. Solía contar que escuchócánticos sagrados, misteriosos, mientrascargaba sobre sus hombros el cadáver;cantos que no venían de ninguna parte.

He dejado intencionadamente para elfinal el caso de los llamados hipetros,que reciben su nombre del griegoypethrios. Son aquellos anacoretas queviven siempre a la intemperie. Seencierran en recintos hechos de piedra,

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no cubiertos, donde les abrasa el sol enverano y les hiela el frío en invierno.Esta forma de ascesis la fundó sanMarón, que vivió consagrado a ella enel períbolo de las ruinas de un templopagano situado sobre la montaña deQalaat Kalota, próxima a Alepo.

Algunos consideran todas estascuriosas formas de ascesis comoauténticas locuras. Pero la tradicióncristiana buscó siempre, desde susorígenes, nuevos caminos para la vidareligiosa. Y Siria fue el terreno fértildonde aparecieron las más originalesmanifestaciones carismáticas. Elpreclaro teólogo Teodoreto, obispo deCiro, ya dejó constancia de ellas, hace

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más de dos siglos, y escribió un libroque todo monje sirio conoce. En élpuede leerse:

El diablo, enemigo común de loshombres, en su pretensión de llevarla raza humana a su perdición, habuscado múltiples caminos deperversión. Pero, al mismo tiempo,las criaturas piadosas, los buenosmonjes, han descubierto diferentesescaleras para remontar los cielos.Innumerables de ellos se reúnen engrupos, otros abrazan la vidasolitaria, hay quienes habitan entiendas o cabañas, otros prefierenvivir en cavernas o en grutas.

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Aunque muchos otros no quierensaber de grutas, ni de cavernas, ni detiendas, ni de cabañas y viven a laintemperie, expuestos al frío y alcalor. Entre estos, hay quienes estánconstantemente de pie, otros solouna parte del día. Algunos cercan ellugar donde se encuentran con unatapia, otros no toman talesprecauciones y quedan expuestos,indefensos, a las miradas de los quepasan.

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n el Valle Santo hallé sentimientosnuevos para mí: sosiego y control

sobre mis apegos y aprensiones. En loprofundo percibí que se fortalecía laseguridad de mi relación con el mundo,y un algo misterioso que me defendíaahora de los estragos de mis antiguasdudas... Iba cada día al amanecer alpequeño santuario. Bajo la bóveda

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excavada en la pura roca, sobrecogido,contemplaba la resplandeciente pinturaque representaba el nacimiento deCristo; y, en las hospitalarias entrañasde aquella suerte de cueva sacra, entrelos melifluos cantos de los monjes,experimentaba una calma especial y a lavez una misteriosa energía. A pesar delas excentricidades de algunos deaquellos eremitas, algo inexplicable entorno me preservaba de la locura de mispensamientos juveniles. El tiempo sedisipaba, permaneciendo tan solo loeterno... Y después de la oración,pasada la hora tercia, me entregabacompletamente al silencio.

A lo largo de la mañana los monjes y

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ermitaños se iban a cultivar los huertosy a pastorear los ganados, o sededicaban a trabajar la madera y elbarro en los talleres. Entonces sobre elsantuario se abatía una extraña soledadque acentuaba su misterio. Yoaprovechaba esos momentos parainvocar la paz interior, dejándome guiarpor los sabios consejos que el abadSabbatio daba en sus sermones diarios,los cuales parecían estar hechos paramí: alejar de sí cualquier clase dedesconcierto o impaciencia; olvidar elpasado; rechazar la angustia; vivir comosi el futuro no existiera; abandonarse enDios en el momento presente, como sinada más tuviese el mínimo valor, sin

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nostalgia, dócilmente, sin fogosidad, sinrabias...

Por la tarde, pasada la hora sexta,subía a las alturas del monte Makemelpara ver de cerca los antiguos cedros deDios. Caminando por los senderos quediscurrían entre los solemnes bosquessagrados, conversaba con mis temores.

El sexto día de nuestra estancia en elmonasterio, que fue el penúltimo, en vezde deambular como solía hacer, tuve querefugiarme bajo un pobre cobertizo,porque llovía. En la hondura del vallebramaban los truenos, retumbando en losbarrancos, y los goterones pesados

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sacudían los matorrales, estremecían losviejos árboles y crepitaban en la maleza,levantando aromas de tierra mojada.Permanecí un largo rato a resguardo, pormiedo a los relámpagos quecentelleaban en el oscuro y saturadocielo. Hasta que más tarde cesó latormenta y sobrevino esa misteriosaquietud, húmeda y fragante. Entoncesacudieron a inquietarme mispremoniciones. Sentí más vivamente quenunca que se aproximaba en mi vida unperíodo intenso, y que tendría que haceruso de todas mis fuerzas. Esepensamiento fue fulminante, como unode los rayos que se alejaba rapidísimoentre dos montes en aquel mismo

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instante. Y deseé de pronto regresar aDamasco. Necesitaba poner a pruebaallí mis nuevas energías. Pero, además,echaba de menos a Dariana.

Luego la voz de Hesiquio rompió elsilencio llamándome desde el santuario:

—¡Efrén! ¡Muchacho, dónde temetes! ¡Ven acá!

Fui a su encuentro deprisa, pendienteabajo, haciéndome conjeturas, como side antemano supiera que lo que iba adecirme tenía que ver con mispresentimientos.

—¿Dónde andas? —me dijo nadamás verme—. Andas por ahí perdido yescondidizo, como esos ermitañoslocos. ¿Acaso sientes la llamada del

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Valle Santo? ¿No estarás pensandoquedarte a vivir aquí como unanacoreta?

Me eché a reír.—¡Nada de eso! Lo que yo quisiera

es regresar a Damasco.—¿A Damasco? ¿Ya te has cansado

de la aventura? ¿Tan pronto? ¿Noquerías conocer mundo? ¿Ya te quieresvolver a casita?

—Allí está Dariana —contestémohíno.

—Ah, es eso... ¡Cosas deenamorados! Pues ve aprendiendo queconciliar la aventura verdadera y lafidelidad a una sola mujer resulta casiimposible. Quien quiera tener esposa y

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casa, que se olvide de una vida viajera.Volví a reír.—¿Que más nos queda por hacer

aquí? —pregunté.Hesiquio se percató con sencillez

enternecedora de que yo necesitabaordenar mis pensamientos. Me dijo:

—Para poder comprender en todo sualcance el sentido de las antiguasprofecías no basta con leerlas. Debemosestar persuadidos de que todo lo quepodamos hacer es querido por Diosdirectamente. Solo Él podrá ayudarnos ahacer todo lo humanamente posible yaún más, gracias a su infinito poder.Recuerda aquella frase del Señor: «Sinmí nada podéis hacer.» Por eso hemos

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peregrinado hasta aquí. En lossantuarios se atesora una fuerza que nopuede hallarse en ninguna otra parte.

Guardé silencio por un momento,haciendo mías esas palabras. Pero nopude evitar murmurar:

—Sé que tienes razón. Pero sigo sinsaber qué pinto yo en todo esto...

—Es natural esa incertidumbre —aclaró él—. Y por eso te he llamadoahora. Porque ha llegado el momento deexplicarte tu misión.

Contesté con sencillez:—Eso mismo me dijiste antes de

salir de Damasco y después en Biblos.Él ensayó una sonrisa cargada de

asentimiento.

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—En efecto. Y voy acercándotepoco a poco a la gran empresa quedebes afrontar. No se puede sacar decasa a un muchacho atolondrado paralanzarlo al mundo así, de cualquiermanera, sin antes prevenirle bien.También por eso estamos aquí. Nopienses que has deambulado por ahísolo, por el bosque misterioso,siguiendo tus propios deseos. ElEspíritu te ha llevado en medio de latormenta para que te encontraras contigomismo...

Después de decir esto se volvió paramirar el fondo del valle. Todavía estaballoviendo, aunque de manera más suave.Extendió la mano y recogió algo de

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lluvia en su palma. Las gotas seestrellaron contra la piel, salpicando.No era todavía la hora nona, pero latormenta mantenía oscurecido el cielo yparecía de noche. Suspiró y prosiguiójuicioso, diciendo:

—Me gustaría que pudieras regresara Damasco mañana mismo... Estásconvirtiéndote en hombre. El muchachoque había en ti se queda atrás. Seríaideal emprender una vida cómoda yhermosa, al lado de una bella mujer, yafuera Dariana o cualquier otra quellegase a ganarse de verdad tu corazón.Pero de esa manera no harías sinoperpetuar la indecisión de nuestropueblo. Eso es lo que hicimos tantos y

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se nos pasó la juventud esperando algoque nunca acabó de llegar...¿Comprendes lo que te quiero decir?

Extendí también la mano y atrapéalgo de lluvia; me la llevé a los labios yrespondí:

—Lo comprendo perfectamente. Nonecesitas convencerme más de todo eso.Quiero hacer algo... Así que dime de unavez lo que esperas de mí.

—¿Estás dispuesto a enfrentar elriesgo y a poner incluso en peligro tuvida?

Sentí un estremecimiento. Alcé lacabeza como mirando al cielo ymurmuré con calma:

—Sí, ya contaba con eso...

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Él estiró el cuello, preguntándome:—¿Dudas?... ¿Tienes miedo?...Respondí ensanchando el pecho para

que confiara en mí definitivamente:—¡Siento que debo hacerlo! Percibo

dentro de mí que debo ir a alguna parte yhacer algo. Sin embargo, temo y dudo...¡Pero iré y lo haré! No temas por mí.

A él se le escapó una carcajada. Yyo respondí con una potente voz en laque puse el preciso acento devehemencia:

—¡No te rías de mí! ¡Dime lo quedebo hacer!

—Todo lo que te sucede es muynormal —contestó él sonriente—. Esalgo que arrastras contigo desde hace

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muchos años... Tú mismo me dijiste quetenías presentimientos...

Vibré en mi interior, recordando lospensamientos que había tenido estandosolo hacía un momento, durante latormenta.

—Así es. No puedo explicar porqué, pero sé que tengo una misión eneste mundo...

—Y la tienes. Habrás de emprenderotro viaje más adelante. Esta vez solo,para servir de emisario. Pero no temas—añadió él, con aire tranquilizador,poniéndome la mano en el hombro—.Nuestra confianza en Dios debe llegar acreer que Él es lo bastante poderoso ybueno como para defendernos del mayor

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de los peligros. ¿Crees eso?—¡Lo creo! ¡Sólidamente! —afirmé

mirándole a los ojos—. Haré lo que seanecesario. No tengo miedo.

—No debes tenerlo. ¿Recuerdas latarde que los mardaitas atacaron elarrabal de Damasco?

—Claro que lo recuerdo. ¿Cómo mepreguntas eso ahora? ¿Acaso podríaolvidarlo?

—Ya sé que lo recuerdas. Merefiero a si recuerdas mi actitud. Porquehe de decirte que yo sabía que se iba aproducir ese ataque. Sabía el día y lahora aproximada. Por eso te llevé allí...

—¡¿A pesar del peligro?!—Sí. Porque yo estaba muy

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pendiente de la puerta. Sabía bien quetendríamos tiempo suficiente para entrar.Por eso estuvimos tan cerca del puente.

—No acabo de comprender...—Yo te lo explicaré —dijo él, con

aire terrible—. Ese ataque fue cruel;murió mucha gente inocente. Pero eranecesario. Gracias a que los mardaitasarrasaron el arrabal de Damasco, fueconvocada la guerra santa. Y por elloregresó el grueso del ejército que estabaen la frontera. También regresaránpronto las tropas de Egipto. ¿No locomprendes? Hay territorios del califatoque quedarán desprotegidos, comoArmenia en el oeste o África hacia eleste. Entonces Bizancio podrá

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reorganizarse y junto con los mardaitasiniciar una guerra que será definitiva...

—Pero... ¡Bizancio y los mardaitasson enemigos de Siria! ¡Son nuestrosenemigos!

—No, Efrén, son los enemigos delislam, que es el mayor enemigo de lacristiandad.

Me quedé silencioso y sobrecogido.Muchas de mis intuiciones parecíanestar cumpliéndose. Otra manera dejuzgar las cosas y de mirar el mundo seabría ante mis ojos.

—Ya es hora de que sepas la verdad—dijo Hesiquio—. Los mardaitasestaban avisados de que Damasco sehallaba desprotegida. Nosotros los

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advertimos. Y al decir nosotros merefiero a los cristianos que estamosconfabulados en la conspiración. Yahora, no se hable más del asunto. Por elmomento ya tienes suficiente con lo quete he dicho. Poco a poco irásconociendo más cosas secretas.

Había dejado de llover y cayó sobreel bosque sagrado un espeso silencio.Estábamos empapados y nos pusimos aandar lentamente, contemplando conasombro los arbustos y las copas de losárboles que brillaban empapados.Hesiquio me miraba con serenaexpectación y creo que emití una especiede suspiro, como para aligerar mi pechode la efervescencia que lo embargaba.

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Luego le dije con tranquilidad:—Debes explicarme todo con calma.

Quiero cumplir la misión perfectamente.—Hay tantas cosas, tantas cosas

sobre las que tengo que hablar contigo...Impulsado por la impaciencia,

levanté hacia él nuevamente la cabeza.Sin embargo, no emití una sola palabra,como si respetara el momento o noencontrara nada que decir. Los coloresdel bosque parecían más puros a esahora de la tarde, después de la tormenta,y un tímido y último rayo de sol seposaba con suavidad en una laderaverde y lejana.

Hesiquio se detuvo, me mirófijamente a los ojos y añadió:

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—Debes creerme: es para mí muydoloroso enviarte a un lugar lejanosabiendo que será un viaje peligroso.Pero no tengo a nadie más en quienconfiar. Tú reúnes todas las condicionespara esa misión: has sido instruido;conoces las lenguas griega, latina, árabey siríaca; y también algo del persa; eresdecidido y valiente... Y lo másimportante: estoy convencido de que lamisma Providencia Divina te ha elegido.

—¡Parece que lees mispensamientos! —exclamé.

Él permaneció en silencio durante unmomento. Luego dejó que su mirada seperdiera en la espesura del bosque ydijo:

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—Lo creo. Porque tras esospensamientos está el Espíritu.

Anochecía y el bosque expandíaahora una brisa húmeda, perfumada yfresca. Inspiré profundamente esosaromas, como si buscara con ellos llenarmi ser de fuerza y confianza.

—Gracias por elegirme —manifestécon firmeza—. Gracias por confiar enmí. No te defraudaré.

Llegamos caminando a la cuevadonde nos alojábamos, excavada en lapura roca frente a un claro. Hesiquiomiró hacia el interior y después sevolvió hacia mí:

—Ahora te daré la profecía deMetodio. El monje Melesio y yo ya la

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hemos leído y hemos recibido de ella elúltimo impulso que necesitábamos.

—¿Entonces? —balbucí—. ¿Creesque debo leerla? ¿La comprenderé?

—Naturalmente —contestó él conseguridad—. Debes leerla, porque tuespíritu recibirá de ella energía yseguridad. No obstante, es importanteque sepas una cosa: a pesar de conoceralgo del futuro a través de la profecía,aun orando..., para obtener el arrojo quenecesitarás en tu misión, para estarseguro de obedecer a la voluntad deDios en tus decisiones, debes saber queno siempre tendrás seguridad total. Aveces podrá ocurrir que Dios noresponda. Pero ¡eso es normal! Porque

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Dios nos deja ser libres. ¿Comprendeseso?

—Sí. Y lo acepto. El futuro esincierto... Si el Señor nos deja así, enmedio de la incertidumbre, será porquetiene razones para no manifestarse.

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quella misma noche, el aceite seagotaba en la lámpara que

iluminaba el rincón de la cueva dondeleía ensimismado los escritos que meentregó Hesiquio. Mis fatigados ojosestaban muy fijos en las negras letras,que parecían bailar sobre el fondo ocrey opaco del pergamino. Era la terceravez que completaba la lectura de la

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profecía, y no obstante, seguíainquietado. Solo de vez en cuando salíaal exterior y alzaba la mirada, paradejarla descansar contemplando lainmensidad oscura, estrellada, delfirmamento. Entonces meditaba sobre elcontenido de aquel misteriosomanuscrito, sin poder evitar una extrañae ininteligible sensación: que gran partede lo que decía, de alguna manera, yaestaba antes en mi alma. Y esto no mecausaba confusión alguna, sino que, porel contrario, parecía aportar luz alenigma de mis pensamientos másíntimos. Pero eso, aunque lo percibo conclaridad, no puedo explicarlo. Bastedecir que todo lo que la profecía

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anunciaba era reconocido por mi menteinquieta y permanentemente asaltada porla duda, como una verdadera intuición.Acababa de encontrar la más claramanifestación de mis propios sueños; yello me provocaba una enormeimpresión, la sacudida de unestremecimiento y el inmensurableconsuelo, el bálsamo liberador de laesperanza, como un don imprevisto.Y mientras lo gozaba, me decía para misadentros: todo esto ha de ser verdad;porque si no, ¿qué sentido tiene para míseguir viviendo?

El manuscrito es conocido comoReuelatio sancti Methodii detemporibus nouissimis y también como

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Apocalipsis de Methodius. Es un libroraro, prodigioso, cuyas extraordinariascoincidencias de hechos y prediccionescausan inquietud, pues se mezclan enellas los relatos de la vida pasada y elanuncio del futuro. Está escrito ensiríaco, sobre unos deterioradospergaminos. Su autor dice ser Metodiode Potara, quien asegura haber recibidounas revelaciones en las que pasaronante sus ojos todos los reinos delmundo, desde sus orígenes hasta el finalde los tiempos. La historia comienza conAdán; sigue relatando la victoria deGedeón sobre los ismaelitas; incluye lareferencia a Alejandro Magno y a lospueblos bárbaros y crueles Gog y

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Magog, aquellos que atacaron el Imperioromano.

En general todo esto no es nuevo,porque la sucesión de los hechos y lasépocas que describe difiere poco de loque pudiera interpretarse en lasrevelaciones apocalípticas del profetaDaniel o san Juan Evangelista; pero loverdaderamente sorprendente es que seles atribuye a los árabes ismaelitas ladominación del mundo y un reino deterror. Esto es lo que confiere todo suinterés a la profecía; pues, en los lejanostiempos en que la escribió Metodio,¿quién podía imaginar siquiera queaparecería el profeta Mahoma parasacar de sus desiertos a los agarenos y

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esparcirlos hasta someter tantos reinos?El profeta anuncia no una sino dosdominaciones de los árabes. Afirma quela primera de ellas será breve y queluego su orgullo quedará humillado,retrocediendo hacia sus desiertos deYatrib. Pero que después saldrán denuevo, inflamados de ira, para devastarla tierra, y la dominarán, desde elÉufrates hasta el Indo; desde Egiptohasta Nubia y, al norte, hastaConstantinopla y hasta el mar Negro.Todos los pueblos quedarán sometidoscomo siervos a ellos y nadie se lespodrá resistir.

En lo que atañe al fin del mundo, elrelato se aproxima a las demás

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revelaciones. Al preguntarse por cuándosucederá esto, vuelve sobre las palabrasdel apóstol Pablo: «Mientras subsista elimperio de los romanos, el Hijo de laperdición no aparecerá.» Porque todoslos reinos tuvieron su momento de gloriay a todos ha de llegarles su final, cuandosea el momento que les ha sidoconcedido. Y el reino de los ismaelitas,que desterró a los persas, destruirá a losromanos, tras lo cual, sobrevendrá elfinal. La conclusión es inevitable: si loshijos del islam se ponen en camino paradominar la tierra, se avecina el fin delmundo...

He aquí la traducción de lasaterradoras palabras que lo predicen:

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Llegará un momento en que losenemigos de Cristo se jactarándiciendo: «Hemos sometido laTierra entera y a todos sushabitantes, y los cristianos nopueden ya escapar de nuestrasmanos.» Entonces, un emperadorromano se levantará con poder yfuria contra ellos; y desenvainará suespada, que caerá sobre losenemigos del cristianismo y losaplastará. Entonces reinará la paz enla Tierra y los sacerdotes de Diosserán librados de todas sus angustiasdurante un largo tiempo.

He aquí, pues, lo que me llenaba de

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esperanza y de emoción: la predicciónde un emperador romano, santo ycristiano, que traerá la Iglesia y elcristianismo a su legítimo lugar entre loshombres, lo que lleva a un período depaz.

Como había anunciado Daniel, losimperios se han sucedido y todos hanido desapareciendo: el etiópico, elmacedonio, el egipcio, el griego, elromano... Y después de la caída delimperio de los persas, los hijos deIsmael se alzan contra el Imperioromano y cristiano. El nuevo y definitivoenemigo es pues el reino de losllamados hijos de Agar, los que laSagrada Escritura nombra como «el

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poder del sur». En este período losárabes oprimirán en todo lo posible almundo sometido a ellos. Pero aquel aquien Metodio llama «rey de los griegosy los romanos», es decir, el reycristiano, los vencerá, e impondrá por lafuerza la paz en el mundo.

Pero Metodio avisa que, a pesar deesta victoria, no obstante la paz, laseguridad y la prosperidad, loscristianos comenzarán a ser laxos en sufe de nuevo.

Y habrá una última época, en laque los hombres y mujeres seránmuy ingratos y no apreciarán la grangracia de Dios, que les proporcionó

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un emperador, un largo período depaz y una generosa fertilidad de latierra. En cambio, ellos seentregarán a una vida de pecado,orgullo, vanidad, falta de castidad,frivolidad, odio, avaricia, gula ymuchos otros vicios. De modo que lainiquidad de los hombres apestarámás que una peste ante Dios.Entonces muchos dudarán si la fecatólica es la verdadera y si es laúnica que salva, y si los judíos estánen lo cierto esperando todavía alMesías, como si no hubiese venidotodavía al mundo. Cundirán lasfalsas enseñanzas y el desconciertoresultante. Mas el justo Dios, en

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consecuencia, dará a Lucifer y atodos sus demonios poder para venira la Tierra y tentar a sus criaturasque viven sin Dios...

Por eso afirma el profeta que ha sidovoluntad de Dios el que los cristianossean entregados una segunda vez a losismaelitas, por su inconsistencia, por sufalta de fe y por sus pecados. Brotará derepente un segundo califato. Vendránpues persecuciones, bajo las cuales sepondrá de manifiesto quiénes hanpermanecido más fieles. Habrá terrores,muertes, crueldades y pánico entre lasgentes que creían ya estar seguras.

Dice Metodio:

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... De pronto, la tribulación y laangustia se levantarán contra ellos...

Pero de nuevo se alzará elemperador justo:

El rey de los griegos y de losromanos saldrá contra ellos lleno deira, como quien ha despertado deuna borrachera, como uno a quienlos hombres habían creído muerto ysin valor y ahora se levanta con todasu fuerza...

Ese será el tiempo final. Y el profetaexplica:

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Cuando el Hijo de la Perdiciónaparezca, el rey de los romanossubirá el Gólgota, donde fue puestala madera de la Santa Cruz, en ellugar donde el Señor se sometió a lamuerte por nosotros. El rey sedespojará de la corona que llevabaen su cabeza y la colocará en la cruz;y elevando sus manos hacia el cielo,entregará al reino de los cristianos aDios Padre. Y justo cuando la cruzse eleve a lo alto del cielo, el rey delos romanos devolverá su espíritu.Entonces todo principado y poder deeste mundo serán destruidos paraque el Hijo de la Perdición puedamanifestarse...

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El Hijo de la Perdición es elAnticristo. Por causa de cuya venidael justo rey de los romanos y griegosentregará el poder en las manos deDios antes de morir. Porque elcombate final contra el Anticristo yano será misión de los ejércitoshumanos, sino de los ejércitos deDios.

Tras la lectura del manuscritocomprendí por qué Hesiquio y loscristianos damascenos conjuradoshabían decidido conspirar contra elcalifa: estaban convencidos de que elemperador de los romanos y los griegosiba a liberarlos pronto del dominio

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agareno. Y ese emperador de losromanos y los griegos no podía ser otroque el que reinaba en Bizancio.

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TERCERA PARTE

¿Será todo nada másque humo y viento? ¿Nopasa y se va todo enveloz carrera? Y ¡ay deaquellos que seadhieren a lo que asípasa, porque pasan y se

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van junto con ello! ¿Noes todo como un río queva en su carrera aprecipitarse en el mar?¡Ay de aquel que secaiga en ese río: seráarrastrado al mar!

SAN AGUSTÍN DE

HIPONA

(Comentario alevangelio de san Juan,

10,6)

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D

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Roma

urante los días siguientes, elmetropolitano de Toletum se

estuvo reuniendo en Roma con eldepartamento dedicado a la redacción ya la expedición de las cartas y de losactos del papa, la Schola notarium, con

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el fin de ampliar la información de losucedido en Hispania. Por otra parte, elarcarius se encargó de dar alojamientoy abastecer de alimentos tanto a él comoa su gente; y el sancellarius, que seocupaba de las pagas, les asignó oficiosy sueldos a cuantos podían ser útiles;también el vestiarius, encargado delcuidado de los ornamentos litúrgicos ylas ropas, proveyó para todos ellos lonecesario para que pudieran abrigarsedurante el invierno que se avecinaba.

Una semana después, el compasivopapa Constantinus reunió a losprincipales de la ciudad en la salaprimera del palacio del Laterno con elfin de abordar el asunto de los hispanos.

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Pero no se convocó ni al metropolitanode Toletum ni a ninguno de los suyos. Seprefirió que no estuvieran presentes paraevitarles el sufrimiento de tener queasistir a las deliberaciones sobre suinmediato destino. Tampoco se dejóacudir a todos los hombres importantesde Roma. Porque muchos de ellosrepudiaban a los refugiados al seguirconsiderándolos cobardes y culpablesde su propia tribulación. Incluso algunosde los que se hallaron presentes noocultaron su desprecio. Bien es ciertoque tampoco el mismo papa habíaconsiderado prudente reunir a todos losrepresentantes de la ciudad, puesto quelas decisiones que iban a tomarse

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podían sembrar la consternación entrealgunos linajes patricios y sectorespoderosos. Digamos pues que en la salase encontraban únicamente los hombresde su estricta confianza y algunos quepidieron asistir y no se les pudo negar.Acudió el consejo al completo y lasmáximas autoridades. Entre estas, porfuerza se hallaba el noble Olympius, elrepresentante del exarca de Rávena.

Al inicio de la sesión, este pidió lapalabra y se quejó amargamente porqueninguno de los expatriados hispanoshabía ido a solicitar autorización algobernador legítimo de aquella parte delImperio romano. Olympius era unhombre facundo, aficionado en extremo

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a las largas peroratas y siempre deseosode airear su prosapia bizantina y susconocimientos de la historia delImperio. Puesto en pie con arrogancia,su discurso tuvo el tono y la vehemenciade una lamentación:

—Bizancio quiso salvar Hispania dela barbarie; pero Hispania no se dejó.Aquellos visigodos considerados un díahostesbarbarii (bárbaros y hostiles)pasaron a ser fratresfidei (hermanos defe). Pero no quisieron acogerse al únicopoder fundado, el del emperadorcristiano y romano, el que desdeBizancio legítimamente conserva elcetro de Constantino el Grande. Hay quevolver aquí sobre la obstinación de los

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reyes visigodos: soberanos católicosincapaces de ver la brillantez de lamejor época de Hispania. Como aquelrey Sisebuto, educado al estilo romano,que, a pesar de que siguió con laprofunda transformación del reino,educando a su vez como romanos a sussúbditos, luego se hizo obstinado yególatra. No supo reconocer cómoinfluyó Bizancio para estatransformación y que gracias a ella lapoblación hispana ya no vio condesagrado a los reyes godos; sino que,todo lo contrario, la figura del reyvisigodo, ataviado con sedas lujosas,coronas, y joyas de evidente influenciabizantina les causaba respeto y

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veneración. Pero Sisebuto fue quienatacó impunemente la ciudad deCarthago Spartaria, a la que losbizantinos denominábamos Justina; laciudad más importante de toda laprovincia hispana, que cayó por latraición de alguno de sus habitantes queabrió las puertas al rey visigodo. YSisebuto fue quien ordenó la destrucciónde las murallas y de todas las defensasde la ciudad, tal vez para que no pasaselo de Corduba, que había vuelto almando bizantino luego de serconquistada por Leovigildo, o tal vezpara escarmentar a la población,demostrando así que el verdadero, elúnico rey poderoso y romano era él.

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¡Qué necedad! ¡Y así ha pasado! ¡Quédesastre! No supieron mantener unido elreino y véase cómo lo han perdidoahora. Rechazaron el cristiano Imperiopara caer en poder de esos ferocesmahométicos. Su suerte es su castigo.

El papa le dejó sermonear un ratomás y luego se puso en pie y dijo conautoridad:

—Ya basta. Eso son historias viejasque no vienen ahora a cuento.

Y no obstante esta reprensión,Olympius volvió a tomar la palabra yañadió con solemnidad:

—Venerable papa de Roma, siempreserá bueno aprender de la historia. Elpasado nos enseña que...

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—¡Basta, he dicho! —gritóenérgicamente el papa, poniéndose enpie.

Se hizo un impresionante silencio ytodas las miradas quedaron pendientesde él sin el más leve parpadeo. Lapresencia digna y serena deConstantinus, su rostro de piel blanca yel purpúreo camelaucum que adornabasu preclara testa adjudicaban peso a suspalabras, en la misma medida que elhecho de que todos allí reconocían queera el más sabio de los presentes.

Entonces intervino una voz apenasaudible desde un extremo del estrado:

—Honrado y virtuoso padre santo deRoma, quisiera hacer una precisión.

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Había pedido la palabra elsecretario principal de la cancillería,Claudentius, hombre menudo, de largabarba negra y ensortijada. El papa leobservó un instante y esbozó después ungesto de aprobación con la cabeza. Elsecretario se puso entonces de pie ydijo:

—Padre santo, puesto que vas areferir ante esta asamblea una serie dehechos de suma trascendencia para elbuen gobierno de esta ciudad y su santa,católica y apostólica Iglesia, estimoconveniente que tus palabras seananotadas, una por una, en los libros de lacancillería, de acuerdo con la tradición.De manera que solicito tu permiso para

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que se inicien los oportunos escritos.—Hágase como dices —sentenció el

venerable Constantinus—. Quedeconstancia del relato de la grantribulación sufrida por nuestroshermanos de fe de Hispania. Porque,además, en aquellos penosos sucesoshubo iniquidades, pecados y manifiestasdeslealtades.

Los presentes intercambiaron entresí miradas graves y cargadas deasentimiento. Todos comprendíanperfectamente que estas aseveraciones,aunque expresadas en términosponderados, iban dirigidas contraindividuos muy concretos que iban a serineludiblemente protagonistas de la

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crónica que iba a redactarse. Y entreellos pudiera ser que se encontrase elmetropolitano de Toletum y algunos delos que con él habían llegado a Roma.

Entonces el papa añadió contristeza:

—Pero debemos ser comprensivos...Una cosa son las debilidades humanas yotra la misericordia... Todos aquí sabéisque yo soy de origen sirio. Mis abuelosvivieron en una patria cristiana y en ellacriaron a mis padres. Pero después losismaelitas árabes invadieron aquellastierras. Muchos tuvimos que huir. Yoentonces todavía era un niño, perorecuerdo el dolor y la desesperación...Debemos pues acoger a esos hermanos

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nuestros en Cristo. Si yo no hiciera eso,sería un desaprensivo, incongruente conmi propia historia.

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E

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Roma

n un principio me sorprendí por queme eligieran precisamente a mí

cuando el metropolitano de Toletumrindió cuentas ante el papa y su consejo.Pero muy pronto comprendí que fue unadecisión personal del venerable

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Constantinus. Yo era sirio como él ypodía entender mejor que nadie ladolorosa situación de los godoshispanos refugiados.

Se me pidió que hiciera de notario.Recuerdo el rostro empalidecido,macilento, del obispo Sinderedo, a laluz de un pequeño candelero de treslucernas. Vestido este con sencillatúnica grana, pensativo, miraba las hojasdel manuscrito que se le habían caído delas manos a su secretario privadocuando lo leía en voz alta,desperdigándose aquí y allá los pliegos.La frente grande y la piel clara delrostro resaltaban bajo el píleo rojo;tenía aire de extravío en los ojos,

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brillantes y a la vez tristes; y una levemueca de sufrimiento se le dibujaba enlos labios rosados. Su estampa resultabanoble y decaída al mismo tiempo. Aveces parecía ausente. En cambio, elsecretario personal se mantenía atentojunto a él, y recogió con nerviosismo laspáginas que fue colocando en orden, sinpoder contener el temblor de sus dedos.Frente a ellos, los diez consejeros delvenerable Constantinus se removíanexpectantes, con las caras llenas deasombro. Pero el papa, como siempre,permanecía hierático, inmóvil como unaestatua. En la penumbra de la salaprincipal de la cancillería, aquellasfiguras graves, calladas, maduraban en

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sus almas lo que acababan de oír.La insignificante interrupción que se

había producido al esparcirse las hojaspor el suelo sirvió para que losconsejeros se hiciesen conscientes de laverdadera importancia de los hechosque se narraban en el manuscrito que seestaba leyendo: la caída de Toletum trasel asedio de los árabes. Deseaban queprosiguiera cuanto antes, aunque nadiese atrevía a manifestar impaciencia, ymiraban de vez en cuando al papa, paraadvertir en él la mínima reacción; peroConstantinus no se inmutaba.

Por las ventanas se veía el claustro:el sol de la mañana hacía resplandecerlos arcos, los capiteles y las delgadas

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columnas. Rompió el silencio el cantode un ave, como un quejido en losjardines. También se oyó el delicado ylargo suspiro de un anciano consejeroque dormitaba en su escaño.

Sinderedo alzó la cara, paseó lamirada por el consejo y luego la detuvoen el papa, diciendo en tono aplacado:

—Ya lo dejó dicho Nuestro SeñorJesucristo: «Si un reino está dividido enbandos opuestos no puede subsistir; y siuna familia está dividida tampoco puedesubsistir...»

El venerable Constantinus siguióinmóvil; mientras los consejerosasentían con elocuentes movimientos decabeza, cavilosos, atentos a las palabras

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del obispo. Este pareció cobrar ánimo,elevó los ojos al cielo y exclamó conmayor brío:

—Y de la misma manera, si Satanásse rebela contra sí mismo y se divide, nopodrá subsistir, pues ha llegado su fin...Nadie puede entrar en la casa de unhombre fuerte y llevarse sus cosas, siprimero no lo ata. ¡Solo así podrásaquear la casa!

Un murmullo estalló al fin entre losque le escuchaban. Pero al punto regresóla gravedad a sus semblantes.

Entonces tomó la palabra el papa y,con voz considerada, sancionó:

—En efecto, la división, lasrencillas... ¡Qué mal tan grande! ¡Qué

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regalo para Satanás! Reconciliar a todoslos cristianos en la unidad de una sola yúnica Iglesia de Cristo supera lasfuerzas y las capacidades humanas. UnaIglesia dividida, como cualquier familia,no puede subsistir... La persona misma,el individuo dividido interiormente,tampoco puede subsistir. El pecado,particularmente aquel que hiere lacaridad, causa división. Pero Dios esmás grande que cualquier fuerzamaléfica. Nuestras iniquidades ypecados no podrán ahogar sumisericordia y su amor... Los primeroscristianos nos dan ejemplo clarísimo decómo vivir la unidad: ellos superaronlas persecuciones y se animaban unos a

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otros a perseverar en la fe en Jesucristo.Como ellos, debemos orar, siempredebemos orar, sin desfallecer...¡Ayúdanos, Señor, a vivir así la caridad,no permitas que lastimemos nunca launidad!

—Amén —contestamos a estasúplica.

Se hizo un silencio en el que todosmeditaron acerca de las palabras delsabio Constantinus. Y pasado un rato, elmetropolitano de Toletum, con unaespontaneidad que llenaba de candidezsu rostro barbado, se sinceró diciendo:

—Confieso, hermanos míos, que nosoy hombre de muchas palabras, y noposeo la oratoria necesaria para

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expresaros con detalle cada uno de losdesastres que sucedieron en Hispania...De manera que, por caridad, permitidque mi servidor siga leyendo este relatoredactado por un cronista y que es fiel alos hechos.

Su secretario no quiso perder mástiempo. Aguzó sus ojos en el pergaminoy, con voz pausada y clara, leyó losiguiente:

«... y desembarcaron en lasfronteras de la provincia Bética.Corrían por las tierras apresandocautivas de estirpe hispana, de unabelleza tal como nunca vieran en suvida el sarraceno Musa ni sus

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secuaces. Conquistaban apresurados,en alas de la lujuria y de la codicia,por llevarse a la par cuantiososbienes y enseres. Porque aquellasgentes del Magrib veían aquel botín,y se despabilaron para ganarlo...Apetecieron muy pronto nuestraamada tierra, cuya hermosura yriquezas, así como sus muchasclases de tesoros, sus buenos frutosy su abundancia de agua dulceaparecía ante sus ojos a cada pasoque daban.

»Aconsejado por los godostraidores al legítimo rey Rodericus,Táriq se encaminó a toda velocidadhacia Toletum, capital del reino y

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cabeza de la Iglesia hispana,deseando hacerse con la ciudad,sabedor de sus innumerablesriquezas: coronas pertenecientes alos reyes, vasos de oro y plata,perlas, rubíes, esmeraldas, topacios,sedas, armaduras, dagas, espadas,etc. También, el caudillo bereber erasabedor de que incontables librosvaliosos se custodiaban en lasmuchas bibliotecas de losmonasterios: textos sacros,escrituras sagradas, ricosevangeliarios, cantorales, libros decoro, rituales litúrgicos...; y entre loslibros profanos obras que recogíanlos secretos de la naturaleza y el

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arte, la manera de destilar elixires ylos talismanes de los filósofosgriegos... Toda la antigua sabiduríase conservaba en aquella Hispanianuestra...

»Como en cualquier otra partedonde haya cristianos, como aquí enRoma, la existencia de tantas joyasen los templos se explica por lacostumbre de dar ofrendas a lasiglesias. Nosotros, los godos, somosmuy generosos en esto, y tanto lagente sencilla como los nobles y lospropios reyes son aficionados allenar los santuarios con alhajaspara gloria de Dios y de quien lasdona.

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»La joya más deslumbrante, lamás preciosa, aquella cuyo valorresulta incalculable, es aquella mesadel rey Salomón, el hijo de David,ascendente de Nuestro SeñorJesucristo.

»En las Sagradas Escrituras, enel Libro del Éxodo, capítulo 25,versículos 23 al 30, se refiere laorden que el mismo Dios dio alpatriarca Moisés:

»“Harás asimismo una mesa demadera de acacia; su longitud seráde dos codos, su anchura de un codoy su altura de un codo y medio. Y larevestirás de oro puro y harás unamoldura de oro a su alrededor. Le

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harás también alrededor un borde deun palmo menor de ancho, y harásuna moldura de oro alrededor delborde. Y le harás cuatro argollas deoro, y pondrás argollas en las cuatroesquinas que están sobre sus cuatropatas. Mandarás también labrarfuentes, vasijas, jarros y tazones conlos cuales se harán las libaciones; deoro puro los harás. Y pondrás sobrela mesa el pan de la Presenciaperpetuamente delante de mí.”

»Y de la misma manera, lapreciada reliquia es descrita en elLibro de los Reyes, en el capítulo 7,versículos 23 al 26, de esta manera:

»“Hizo fundir asimismo un mar

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de diez codos de un lado al otro,perfectamente redondo; su altura erade cinco codos, y lo ceñía alrededorun cordón de treinta codos. Yalrededor, aquel mar llevaba pordebajo de su borde adorno de unasbolas como calabazas, diez en cadacodo, que ceñían el mar rodeándoloen dos filas, las cuales habían sidofundidas cuando el mar fue fundido.Y descansaba sobre doce bueyes;tres de ellos miraban al norte, tresmiraban al occidente, tres miraban alsur, y tres miraban al oriente; sobreestos se apoyaba el mar, y las ancasde ellos estaban hacia la parte deadentro. El grueso del mar era de un

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palmo menor, y el borde era labradocomo el borde de un cáliz o de florde lis; y cabían en él dos mil batos.”

»Aquella mesa de Salomón espara los godos mucho más que unaextraordinaria reliquia, porque estácargada de significado y poder. Es lapieza más valiosa de las joyas realesvisigodas; tesoro que representa elpoder y la legitimidad de losgobernantes del reino.

»El deseo alentó la codicia delos sarracenos, que creyeron queposeerla implicaba hacerse dueñosdel país. Táriq y Muza disputaron acausa de la mesa, para demostrarquién era el verdadero conquistador

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de Hispania, pues la tenencia de lacodiciada joya probaba el verdaderopoder.

»Y los sarracenos enloquecieronde avaricia, lanzándose en velozcarrera hacia Toletum. La premurade sus avances provocó eldesconcierto de las ciudades, y lasautoridades no tuvieron tiempo paraponer a resguardo las reliquias. Lasgentes huían presas del pánico, endesorden, porque las noticias quellegaban eran terribles. De la nochea la mañana, se vio desde las torresy murallas de Toletum la polvaredaque levantaban los fieros agarenos.

»Los nobles y clérigos que

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habíamos sido leales al reyRodericus sabíamos que nuestravida no sería respetada, pues losgodos traidores venían sedientos decumplir su venganza. Con lo pocoque se pudo cargar, partieronbuscando refugio en el norte deHispania. Y cayó Toletum con todossus tesoros en manos del invasor.

»El general agareno Táriqpersiguió sin darles descanso a loshuidos, hasta alcanzar a muchosdesgraciados cuyas pesadas cargashacían lenta la marcha. Los demás,con las ropas puestas y poco más,corrimos buscando el abrigo de lasmontañas, y luego a Caesaraugusta,

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donde el obispo nos dio asilo, perotambién aquella grey temió por susvidas. Desde allí hasta Tarraco haypoco camino. Solo en el puertopodía encontrarse la salvación. Ycruzando el mar lúgubre a laspuertas del invierno, alcanzamosRoma.

»Nos, Sinderedus, por la graciade Dios obispo metropolitano de lasede de Toletum, queremos que seaconocido por todos que, con laayuda del Señor, hemos guardado lasvidas, no por cobardía, sino parahacer cuanto esté en nuestras manosy en la voluntad de Dios pararecuperar nuestro reino.»

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Cuando su secretario privado huboconcluido la lectura del documento, elmetropolitano de Toletum desahogó sucorazón amargado en presencia del papay su consejo. Cierto es que al principiono quería hablar, le embargaba lavergüenza y un dolor tan grande que laspalabras apenas acudían a sus labios.Pero, al ver que el venerableConstantinus era un hombre compasivo,estimó que no hallarían mejor ocasiónpara liberar su alma del peso que laoprimía. Su relato sonaba a confesión, eincluso derramó lágrimas. Era deesperar que en verdad fuera sincero;pues a la vista estaba que no tenía yanada que perder. Todo le había sido

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arrebatado.—Venerable Constantinus —suplicó

finalmente—, padre santo de Roma yhermano mío en Cristo, por la caridadque nos debemos, te ruego que nosayudes en esta hora oscura. Hemossufrido afrentas, lo hemos perdido todo,estamos acosados por la angustia y ladesolación... Tú eres nuestro únicoconsuelo, nuestra última conformidad,nuestra esperanza... ¡En el nombre delDios Altísimo, de su Hijo Nuestro Señory del Espíritu Santo! ¡Ayúdanos!

Se hizo un silencio impresionante.Hasta el anciano consejero quedormitaba se sobresaltó y aguzó lamirada despierta y atemorizada. Los

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labios del papa temblaban levemente yuna lágrima recorrió su mejilla hastaperderse en la barba blanca. Se puso enpie, caminó hasta Sinderedo y le abrazópaternalmente, como hiciera el día de sullegada a las puertas de Roma. Y elmetropolitano sollozó apoyado en suhombro durante un largo rato. Pasado elcual, Constantinus se volvió hacia susconsejeros y les dijo:

—Las desgracias de los cristianos,sean de donde sean, son nuestras propiasdesgracias. Estamos obligados acompartir los dolores de nuestroshermanos en la fe. No poseemosejércitos, ni barcos para correr aauxiliar a la pobre gente hispana. El

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enemigo es poderoso... Pero nopodemos estarnos de brazos cruzadosante esta gran tribulación de los godos.Debemos meditar, orar y descubrir quépodemos hacer. Es nuestra sagradaobligación.

Nadie respondió a aquelrequerimiento, ni siquiera los miembrosdel consejo que despreciaban a loshispanos por considerarlos corruptos,cobardes y culpables de su infortunio.Muy al contrario, todos parecíanigualmente cariacontecidos,compadecidos por lo que acababan deoír. Y el papa, dirigiéndose de nuevo alobispo de Toletum, añadió:

—A partir de mañana te reunirás con

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los notarios para exponerlesdetalladamente la situación de Hispania.Dios ha de iluminarnos para queencontremos alguna solución paravosotros.

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E

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Siria

l regreso después del viaje a Biblosy al Valle Santo resultó perturbador.

Avistamos Damasco allá abajo, desde laladera del monte Qasioun. En la hozbrillaba como un cristal el Baradaoscuro, de corriente mansa. Mi alma,

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llena de pensamientos punzantes yembriagadores, sonreíainconscientemente, sin imaginar siquieraque nos esperaba un rosario deinfortunios y amenazas. Durante nuestraausencia todo se había precipitado y nolo sabíamos. Pero nos alarmó encontrarlas puertas de la muralla cerradas enplena hora tercia y un ir y venir taciturnode hileras de soldados por las almenas.Solo nos dejaron pasar cuando Hesiquiohizo valer ante el capitán de la guardiasu autoridad como jefe de lascaballerizas del califa, aunque no sinque nos advirtieran antes de quedebíamos encaminarnos hacia nuestrascasas sin detenernos ni hablar con nadie.

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Incendiada por el sol de mediodía, laciudad estaba desierta, y parecía flotar,ingrávida e irreal como un sueño, en elaire ardiente e inmóvil. La desnuda luzcaía sobre ella a raudales inagotables, ytransitábamos por las callesimpacientes, deseando que apareciesealguien que nos diera alguna explicaciónde lo que sucedía. Plazas vacías ysilenciosas, semejantes a un cementerio,pasaban a nuestro lado. Igualmentemuertos estaban los mercados; ytampoco había un alma en el siempreconcurrido arco de piedra que dabapaso a Bab Tuma. Allí nos despedimoscon prisa y medias palabras, quedandoen vernos de nuevo lo antes posible.

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Hesiquio me pidió que esperara noticiassuyas y puso rumbo a su palacio. A decirverdad, no sé hacia dónde se dirigió elmonje Melesio; supongo que a la viejacasa del centro de la ciudad donde tuvolugar el encuentro que dio origen alviaje. Yo encaminé mis pasos de maneramecánica hacia el caserón de mi primoCrisorroas, temiendo que los míos,invariablemente, dejaran caer allí sobremí una lluvia de llantos, reproches ymelancolía.

Como todas las de la calle, nuestrapuerta estaba cerrada a cal y canto. Losgolpes pesados del llamador cayeron envacío y retumbaron en la desoladarealidad que me envolvía. Nadie acudió

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a abrir y hube de insistir un par de vecesmás. Solo entonces se oyó en la partealta el débil ruido de un postigo que seabría cuidadosamente. Alcé la mirada yvi asomar la aguda nariz del ancianocriado.

—¿Qué pasa? —le recriminémolesto—. ¿Por qué nadie me abre?

—¡Chist! ¡No alces la voz! —replicó con angustia.

Un instante después crujió la puertadejando abierta una rendija apenassuficiente para que pasara por ella micuerpo. En la penumbra del zaguánestaban todos: mi madre, mi primo, loscriados y el viejo gato de pelo grisáceo.Las caras acongojadas confirmaron mis

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peores temores: algo terrible habíasucedido durante el tiempo que estuvelejos.

—¡Hijo, hijo mío! —exclamó mimadre en un susurro, colgándose de micuello—. ¡Bendito sea Dios! ¡Bendito yalabado sea! ¡Estás vivo!

—¡Claro que estoy vivo! —contesté—. ¿Por qué iba a estar muerto?

—¡Adentro, vamos adentro! —instóapremiante mi primo.

El criado sacó la cabeza por larendija y oteó la calle en una y otradirección, antes de cerrar la puerta yechar la aldaba y los cerrojos. Dentrodel caserón reinaba una atmósferainquietante, creada por la oscuridad y la

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pesadumbre de sus moradores.Inicialmente ellos siguieron dandogracias a Dios entre murmullos; peroluego el silencio se hizo tan brusco queparecía como si les hubiesen sorbido elaliento de sus gargantas. Yo, en cambio,les acuciaba con preguntas y lesinterpelaba con la mirada. Ellosapartaron los ojos para ocultar laslágrimas que les afluían. Parecía que mimadre había envejecido una década porcada semana transcurrida desde que memarché. Su delgada y graciosa figuraaparecía encorvada y caída. Laexpresión de su bello rostro estabaapagada y carente de lustre.

—¡Hablad de una vez! —les grité—.

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¿No vais a decirme lo que sucede?Bajaron las cabezas y siguieron

gimoteando. Solo mi primo contestósusurrando:

—No alces la voz, que pueden oírte.—¡Quiénes! ¿Qué ha pasado? ¿A qué

viene este llanto y todo este miedo?Por fin Crisorroas habló. Las

palabras cayeron de sus labios comopesadas y oscuras piedras:

—La basílica de Santis Joannes... —balbució—. Ya es inevitable... El califaanunció que será destruida y que en sulugar será edificada la mezquita aljamade Damasco...

Nadie habló, se movió ni respiróesperando a ver mi reacción. Y yo me

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quedé igual que estaba, mirando a miprimo sin hacer el menor gesto.Entonces él, con exasperación, dijo:

—¿Así te quedas ante la horriblenoticia que acabo de darte? ¿Impasible?

Todavía permanecí en silencio unosinstantes. Luego respondí:

—No me quedo impasible. Meditosobre lo que acabas de decirme. Porqueyo sabía ya que eso iba a ocurrir. Lahora ha llegado. Los signos ya estánaquí.

—¿Qué hora? ¿Qué signos? ¿De quéhablas?

—De la profecía... De todo aquelloque está escrito desde antiguo. Hallegado la hora de reaccionar...

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—¿Reaccionar? —contestó crispado—. ¿Quiénes? ¿Qué vais a hacer,estúpidos? ¿Luchar? —dijo con un gestode amarga burla—. ¿Cómo? —añadiócon un ademán señalando hacia la puerta—. ¿Dónde hay caballos para llevaros ala batalla? ¿Con qué armas? ¿Vais acombatir al califa con espadas viejas yoxidadas?

—¡Sí! —grité con apasionamiento—. ¡Sí! ¡Sí! Porque la gran basílica serádestruida y nadie podrá evitarlo. Sabesmuy bien que esta vez no podrásconvencer al califa. Ha llegado la horade volver a mirar hacia Bizancio. Lasprofecías hablan de este momento: elemperador de los griegos y los romanos

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recibirá de nuevo todo el poder y todoel dominio. Y el emperador de losromanos y los griegos reina enConstantinopla.

Crisorroas bajó la cabeza.—¿Qué clase de enajenación es

esta? —replicó con angustia—. ¿Quiénte ha soliviantado de esta manera?

—¡Hijo mío! —intervino mi madre—. ¿Dónde has estado? ¿Quién hallenado tu alma de locuras?

Entonces llegó el momento dehablar; y hablé sin permitir que meinterrumpieran, con apasionamiento ycoraje. No estaba dispuesto a dejarmevencer por su pusilanimidad ni porninguna razón que pudieran darme. Les

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conté el viaje que había hecho, desde suinicio hasta el final: la peregrinacióncon el monje Melesio, el encuentro conHesiquio en Biblos, la estancia en OuadiQadisha y los conocimientos que allíhabía recibido, los cuales sentía comouna verdadera revelación. Crisorroasme escuchó en silencio, profundizandoen su resignación a medida queavanzaba mi relato. Cuando concluí,permanecí mirándole a los ojos enactitud desafiante y, por un momento, mepareció que iba a decir algo. Su boca semovió, pero no salió de ella ningunapalabra. Se volvió hacia el interior de lacasa y, con otro gesto desesperanzado desu demacrada mano, señaló el corredor

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donde estaban los dormitorios,indicando con ello que debíamosretirarnos.

—¡Espera! —le grité—. ¿No vas adecirme nada? ¡Dime qué piensas detodo esto! Necesito tu opinión; eres unsabio...

Noté que le costaba mucho hablar.Pero, finalmente, respondió conaflicción:

—Sé que ya no podré convencerte,como tampoco pude convencer al califade que debía respetar nuestra granbasílica... Y en una parte de lo que dicessé que tienes razón: la tienes al decirque se aproxima una hora terrible y quequizás ya no se pueda volver atrás. Son

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muchos los que, como Hesiquio, elmonje Melesio y tú, están yapersuadidos por el demonio de laguerra. Muchos ismaelitas han entradotambién en ese espantoso torbellino. Unapor una, las ciudades del sur de Siriahan caído en la jihad. Esto nadie lopodrá detener... Pero en otra parte teequivocas. Crees que nuestra salvaciónha de venir de Bizancio y que nuestrosalvador es ese a quien nombras como«el emperador de los romanos y losgriegos». Pues bien, he ahí tu gran error;porque en Constantinopla reina ahoraJustiniano, inicuo y falso emperador, queusurpó el trono extendiendo la herejía yla crueldad. No sé lo que Dios tendrá

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dispuesto en su divina providencia, perolíbrenos Él de salir del poder del califaagareno y caer en las manos deJustiniano, manos manchadas de sangreinocente...

Me llené de ira por oírle decir eso ymi sangre ascendió desde el corazónhasta las sienes.

—¡Cobarde! —grité—. ¡Tancobarde como tu padre! ¡Como nuestroabuelo Mansur ibn Sarjun al-Taghlibi,que vendió nuestra sangre, la sangre delgran Alejandro, a los demoniosagarenos!

—¡Hijo, no...! —saltó mi madre—.¡Calla!

Se hizo un silencio terrible en el que

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se pudieron oír las respiracionesanhelosas y entrecortadas de losancianos criados. Después de aquello nopodía quedarme allí esa noche. Medirigí a la puerta y salí en dirección alpalacio de Hesiquio.

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na vez más regresaba el viejopleito. Cuando acababa de cumplir

yo los veinte años. Había transcurridoun lustro desde que Al-Walid I, reciénproclamado califa, lo primero quehiciese fuera anunciar de repente quedestruiría la basílica de Santis Joannespara construir en su lugar la GranMezquita. Esta decisión llenó de

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contento a los alfaquíes fanáticos, perocausó un gran dolor entre los cristianos.Yo entonces tenía quince años y llevabados viviendo en el monasterio deMaalula. Alguien vino trayendo la tristenoticia. Recuerdo haber visto llorar atodos los monjes y a los ancianoscubrirse la cabeza con ceniza. Porque lagran basílica fue siempre el símbolocristiano de Damasco, desde que mandóedificarla Teodosio, el últimoemperador romano que tuvo unidos bajosu poder el Imperio romano de Oriente yel de Occidente. Aunque los cimientospueden retrotraerse hasta los antiguosarameos, que eligieron ese lugar paralevantar un templo a la divinidad, que

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luego los romanos dedicaron a susdioses paganos. Y cuando el Imperio fueconsagrado al cristianismo, losdamascenos erigieron sobre él labasílica principal de la ciudad,dedicada a San Juan Bautista. Losmuslimes que conquistaron Siriaentraron por primera vez en Damascodespués de la rendición y se admiraronal encontrarse con el espléndidotabernáculo. Ninguno de los califas, porsevero que hubiera sido, se atrevió atocarlo. Aunque se le pasó por la cabezaa Muawiya. Pero mi tío, el insigneintendente Sarjun Mansur, padre deCrisorroas, intercedió y logró hacerledesistir, contentándole con el pago de un

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inmenso tributo en oro.Cuando Walid I subió al trono y se

planteó de nuevo la destrucción de labasílica, volvió el miedo y la confusión.Esta vez le tocó a mi primo convencer alcalifa. Y una vez más se consiguiósalvar el templo. Aunque las cosas yahabían empezado a cambiar de unamanera más apreciable y rápida. Losgriegos y persas que todavía ostentabancargos importantes en la administraciónfueron conminados a convertirse alislam. Solo podían seguir aquellos quese circuncidaban y demostraban conocerla Sharia, los que no lo hacían, eranexpulsados. Esto provocó una grandesazón entre los patricios cristianos,

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que se vieron obligados a tomar unadecisión trascendental: apostatar omantenerse firmes en la fe de Cristo.Pero, al menos por el momento, loscristianos de Damasco conservaban suprincipal templo.

Sería por poco tiempo. Dos añosdespués los ministros volvieron aanunciar que Santis Joannes iba a serdestruida. Yo acababa de salir delmonasterio. Recuerdo muy bien lasdiscusiones, las diatribas, los sermones,las peroratas... Los obispos, presbíterosy monjes no descansaban exhortando asus fieles para que no abandonasen laIglesia. Pero no todas las voluntadeseran fuertes, y muchos, demasiados,

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acabaron sucumbiendo ante laapetecible tentación de conservar susprivilegios, rentas y residencias; porqueresignarse a perder todo ello suponíacaer en la degradación, la pobreza y lainseguridad. No obstante, muchos otrosfueron valientes y permanecían duranteel día y la noche orando y elevandocantos dentro de la basílica.Emocionaba ver todas aquellas velasencendidas y el humo del inciensosubiendo hasta la altura de las bóvedas.Hubo también quienes proclamaron avoz en cuello que se dejarían matarantes de abandonar el venerado templode sus antepasados.

Transcurrieron así algunos meses de

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incertidumbre y temor. Los consejeroscristianos acudían a diario a presenciadel califa para suplicar que respetase labasílica. Hasta que, finalmente, al-Walidse apiadó y dejó su proyecto por elmomento. Cuando mi primo Crisorroasanunció una mañana de domingo a lacomunidad que Santis Joannes iba aseguir siendo nuestra, los ancianos seecharon a sus pies, besándolos yungiéndolos con sus lágrimas de alegríay gratitud.

El nuevo califa contentó a losalfaquíes fanáticos prometiéndoles quereconstruiría la Mezquita del Profeta enMedina. También agradó a los suyos conla construcción de numerosos palacios

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en las antiguas ciudades, como enDamasco, donde ya se iba fraguando unanueva nobleza dirigente, de raíz árabe,aunque sin renunciar a la clarainfluencia bizantina y persa de quienesdurante siglos habían estado en lo másalto de aquellas sociedades. Las formasarquitectónicas y decorativas de losnuevos edificios evocaban los antiguos,avejentados y ruinosos, que habitabanlas últimas y decadentes generacionesde ilustres cristianos. Parecía que unmundo se venía abajo, a la vez que otrose elevaba. Para los agarenos, este Al-Walid I, era el gobernante ideal. Decíanque mandaba construir casas paraacoger a los enfermos y que iba a

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asignar un sirviente para cada inválidode Damasco y un guía a cada ciegoindigente. No sé si llegarían a llevarse acabo esas obras de misericordia; yo almenos no tuve constancia de ellas. Peroes verdad que arregló los caminos,eliminando las zonas abruptas, y ordenóperforar pozos a todo su largo paraabastecer a los viajeros. En el desierto yla estepa se ocupó de construirabrevaderos para el ganado. Y por otraparte, logró enormes conquistasmilitares, llegando sus ejércitos aSamarcanda, Bujará, Juarezm yFarghana en Asia Central, y seadentraron por buena parte de la India,hasta el delta del río Sindu. Hacia el

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poniente, su general Tarik ibn Ziyadalcanzó el estrecho que separa África deHispania.

El poder de los omeyas era inmensoy parecía estar guiado por una manoinvisible y misteriosa. El califato podíacompararse ya a los grandes imperiosque había habido en el mundo. ¿Quiéniba a atreverse a pretender quemantuvieran en pie un viejo templocristiano en el centro de su capital?

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os días siguientes los viví en unmisterioso estado, mezcla de

congoja, agitación e impaciencia.Recuerdo haber estado en el jardín de lacasa de Hesiquio con Dariana, sentadosbajo la maraña de verdes ramas de losárboles; y allí, su bella figura, con sutraje blanco, honrada por retazos de luzsolar, llegó a parecerme irreal. Estaba

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también ella intranquila; sus preciososojos vueltos hacia mí como si mirasen aun ser recién venido de otro mundo, mehablaban en silencio de algo tenebroso ydesconocido. Tuve que poner muchavoluntad para transmitirle algo deserenidad. Le estuve diciendo que nodebía preocuparse, que en muy pocotiempo todo sería tranquilo y podríamosvivir en una paz estable. Pero misesfuerzos eran inútiles. La fantasía y eltemor la habían convertido en una mujeraterrorizada y ciega, que atisbaba en elfuego del estío amenazantes figurasremotas.

—Yo sé que todos vamos a morir —me dijo en un susurro tembloroso—. Lo

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presiento y no podrás convencerme delo contrario.

Solté una forzada carcajada ycontesté:

—¡Qué tontería! ¡Claro que todosvamos a morir! Pero eso será cuandoDios quiera...

—Será pronto, muy pronto —repusoella—. Van a suceder cosas horribles...

La abracé con ternura para infundirlesosiego y confianza. Me heríaprofundamente oírla hablar así. Y ellaestuvo llorando sin decir nada másmientras su pequeño y vivo corazónpalpitaba contra mi pecho.

—Nada va a pasar —le decía—, telo prometo. No te angusties, porque

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Dios va a cuidar de nosotros.Estando de esta manera, abrazados,

acongojados, se presentó de repenteTindaria, muy nerviosa, para decirme:

—Hesiquio ha enviado a uno de suscriados para buscarte. ¡Apresúrate! Miesposo te espera en el arrabal norte.

Seguí al criado por las calles.Caminábamos lo más rápido posible, yacabamos saliendo de la ciudad por lapuerta llamada Bab al-Salam (Puerta dela paz), en el lado norte de la muralla.Allí aguardaba Hesiquio con doscaballos, uno para él y otro para mí.

—Iremos al campamento del ejércitoque ha de partir hacia África —explicóal entregarme las riendas.

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No dije nada, porque comprendíaque había llegado por fin el momentoansiosamente esperado. Monté en elcaballo y emprendimos el trote hacia ellevante. Era una mañana veraniega deradiante luz. El río Barada discurríamenguado y turbio, entre los desnudostroncos de los árboles. Los senderos seveían vacíos, cuando generalmenteestaban abarrotados de gentes que iban yvenían a pie, a lomos de caballerías o encamellos. Oculta por chozas ruinosas, seacurrucaba en la tierra miserable lavieja y pequeña mezquita del arrabal.Más allá, las antiguas tabernasconstruidas con troncos y adobeparecían tambalearse tristes en las

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encrucijadas de los caminos. Y en misrecuerdos se iluminaba la imagen de losmomentos vividos allí hacía apenas dosaños, cuando los mercaderesmeridionales, joviales, barrigudos,chispeantes como el vino barato,deambulaban en busca de negocios yplaceres. No podía compararse aquellocon esto que ahora veían mis ojos: elamargo orgullo de estos otros hombresque acampaban más allá; guerreros delargas espaldas, huesudos, de barbasrucias y adversas. A sus rasgosardientes, pronunciadísimos, feroces, lesfaltaba la grasa, la cálida circulación dela sangre y la alegría de vivir. Losmovimientos de los soldados, enérgicos

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y desenfrenados, violentos, faltos degusto, llegaban a causar espanto amedida que nos aproximábamos a laempalizada del campamento. Algunosnos miraban. Las cicatrices de susrostros, de austera sublimidad, y elíntimo desprecio que había en sus ojoshacían presente la guerra inextinguible.Observándolos, comprendí la ardorosahistoria de mi tierra, los relatos deguerras por todos los siglos, y el infinitocabalgar de la muerte entre Oriente yOccidente.

Cuando llegamos a las puertas delcampamento, los vigilantes vestidos decuero se acercaron en el acto, ysujetaron los caballos mientras

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desmontábamos. Tuve la sensación deque nos esperaban. Aunque todo lo queestaba sucediendo resultaba un granmisterio para mí.

—Vamos adentro —dijo condecisión Hesiquio, mientras seacomodaba el turbante, y tiraba de losfaldones de su ampulosa vestidura.

Nos dejaron pasar al campamentosin ningún problema. Anduvimos duranteun largo trecho entre tiendas, para ir adetenernos delante de un robustobarracón enteramente construido conmaderas. Varios hombres de la guardiaarmada se encontraban unos pasos másallá, dispersos en pequeños grupos,charlando entre ellos. De vez en cuando,

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quizás advertido por una palabra o porun movimiento, alguno de ellos mirabade pronto hacia nosotros y, trasobservarnos, volvía a la conversación.Hesiquio les ordenó con autoridad:

—Id a avisar a Klémens abenCromanes de que su tío está aquí.

Enseguida uno de aquellos soldadosse perdió por detrás del barracón. Llenode asombro, no pude evitar preguntarle aHesiquio:

—¿Klémens? ¿Klémens está en elcampamento?

Él me miró con una cara muy extrañay respondió en voz baja:

—Mañana, con la primera luz deldía, todo este ejército partirá hacia

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Egipto; para luego ir al norte de Ifriqiya.Allá, en el extremo del mundo, hay unestrecho que separa Berbería deHispania... El gobernador de aquellosterritorios en nombre del califa haenviado emisarios para pedir ayuda,porque al parecer tiene entre manos unagran empresa de conquista. El califa hadecidido enviar al general Mugit al-Rumi al frente de esta inmensa hueste.

Hesiquio no había respondido a mipregunta. Pero no era necesario. Uninstante después, vi venir hacia nosotrosun hombre a caballo. Era Klémens. Laluz hacía resaltar el lustre de sus gruesastrenzas, y la fina pátina de sudor en lafrente. Le reconocí al momento, aunque

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su estampa resultaba imponente. Laespada colgada de su cinturón, con lavaina tachonada con zafiros y granates,se movía al compás del paso de layegua, marcando el ritmo con sugolpeteo contra las grebas metálicas. Eldelgado jinete vestía lo que en un tiempodebió de ser una túnica grana brillante, yque ahora aparecía gastada, remendaday oscura de suciedad; llevaba la cabezacubierta con un casquete de cueroadornado con largas plumas, y alrededorde su cuello colgaban varios collares decuentas, cada uno rematado conpequeños amuletos de plata.

Hesiquio soltó un suspiro deadmiración, mientras contemplaba la

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llegada de su sobrino. Luego exclamó:—¡He aquí nuestro guerrero!En verdad la presencia de Klémens

causaba asombro. Descabalgó a nuestrolado y sonrió extrañamente. Seapreciaba que tenía el cuerpoentumecido, cubierto de polvo yabrasado por el sol después de tressemanas de continuo cabalgar pormontes y desiertos. El ejército de Mugital-Rumi había viajado con sus quincemil hombres a través de bosques,montañas y, finalmente, por la árida ydesierta estepa para llegar a Damasco.Apenas llevaba una semana acampadoallí; por eso producía fatiga solo pensarque al día siguiente tuviera que

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emprender una marcha aún más largahasta el extremo del mundo.

Pero enseguida supe que Klémens noiba a partir con los guerreros. Porque,después de abrazarlo, su tío le preguntó,señalando las alforjas que colgaban delcaballo:

—¿Todas tus cosas están ahí?—Todas —respondió él.—Pues vámonos.Un momento después estábamos

fuera del campamento, pero noatravesamos el arrabal en dirección a laciudad, sino que fuimos dando un rodeohacia el norte, hasta el pie del monteMakemel. Descabalgamos a la sombrade unos árboles y se desveló para mí el

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misterio. Sin preámbulo alguno,Hesiquio me dijo allí mismo que susobrino y yo íbamos a partirinmediatamente hacia el país de losmaronitas.

Me dio un vuelco el corazón.Estupefacto, exclamé:

—¡Los maronitas! ¡Los maronitas delos montes!

—Sí. Debéis ir allá para cumpliruna misión. En su momento sabrás dequé se trata...

Confundido, repliqué:—¿Por qué no me lo dijiste antes?

¡No me he despedido de mi familia!—¿Ahora me vienes con eso? —

contestó él enojado—. ¿Qué importancia

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tiene eso cuando están en juego todosnuestros planes?

Completamente desconcertado ylleno de angustia, me eché a sus pies y lesupliqué:

—¡Déjame ir antes de partir! ¡No mepuedo marchar así! No me he portadobien con ellos y debo ir a pedirlesperdón... Si me pasara algo por ahí...¡Déjame ir! ¡Te lo ruego!

—Está bien —cedió al fin—. Es unaestupidez, pero no puedo negarme aconcedértelo. Vayamos a la ciudad. Sinos damos prisa, todavía tendrás tiempopara despedirte antes de que cierren laspuertas. Klémens te esperará aquí.Además, debe unirse a vosotros aquí el

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guía, antes de emprender el camino; y nollegará hasta que empiece a caer latarde.

De regreso a la ciudad, Hesiquio medio algunas explicaciones, aunquepocas. Temía contarme todo aquello quepudiera poner en peligro nuestra misión.

—Si te hicieran prisionero y tesometieran a torturas —dijo—, podríasacabar confesando nuestros planes... Misobrino Klémens te irá comunicando porel camino, poco a poco, lo que debéishacer en el país de los maronitas.

—Pero... —observé—. Yo creía quevendrías con nosotros...

—No. Yo he de quedarme en laciudad. Mi cometido está aquí. En su

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momento comprenderás el porqué.Al llegar a la puerta de la muralla él

me dijo:—Anda, deja aquí el caballo y entra

tú solo. Ve a despedirte de los tuyos y note demores más de una hora. Yo teesperaré aquí.

Anduve apresuradamente por lascalles hasta nuestra casa. Encontré a mimadre llena de angustia y desolación.Cuando me arrodillé delante de ella, seechó sobre mí y me cubrió de besos.Dejé que se desahogara antes de decirleque iba a emprender un nuevo viaje.

—¡Santo y bendito Dios! —exclamóentre sollozos—. ¿Adónde esta vez?

—No puedo decírtelo. Perdóname,

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madre, pero no puedo.Suspiró hondamente y dijo

resignada:—Sea lo que Dios quiera... Pero ve

antes a despedirte de tu primo. Lecausaste un gran dolor ofendiéndole deaquella manera. A él le debemos todo...Él te ama...

—Lo sé y quiero demostrarle mirespeto y mi amor.

—Él no está aquí —me comunicóanhelosa—. Fue a la iglesia de la casade Ananías para reunirse con el obispo ylos sacerdotes. Hace una hora supimosque mañana empezará a ser demolida labasílica de Santis Joannes.

—Madre —le dije, recogiendo con

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mis dedos las lágrimas de sus mejillas—, no sufras. Todo lo que nos estásucediendo te parecerá espantoso;porque, en verdad, nos ha tocado ensuerte tener que ver cosas terribles...Pero quiero que sepas que hayesperanza... No puedo explicarlo,porque no tengo palabras; lo intuyo, losiento aquí muy adentro...

Ella me abrazó, me besó y contestó:—Anda, ve a despedirte de tu

primo... ¡Rézale constantemente a Dios yno sufras por mí!

La pequeña iglesia a la que losdamascenos llamamos «casa deAnanías», y también en árabe «al-ArabMussalabeh» (Santa Cruz), se halla al

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final de la calle donde estaba nuestracasa, la calle Recta de Damasco, entrelas puertas de Bab Sharqi y de BabKeisan de las antiguas murallas; pordonde, según la tradición, escapó sanPablo de Damasco por la noche, siendodescolgado en una cesta. Allí seencontraba la casa de Ananías, donde elapóstol estuvo hospedado en la ciudaddespués de su conversión. En ese lugar,los primeros cristianos edificaron con eltiempo una pequeña iglesia que, tras laconquista de los árabes, fue confiscada.Ahora el califa al-Walid la acababa dedevolver a la comunidad cristiana, comocompensación por habernos desposeídode la basílica de Santis Joannes.

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La pequeña iglesia es una criptasubterránea, a la que se accede por unaescalera que desciende por debajo delnivel de la calle. Bajé y me encontré derepente sumergido en el pesadoambiente, saturado por el vaho y loshumos del incienso. Al fondo estaba elobispo, sentado en su cátedra, rodeadopor los presbíteros y los acólitos. Loscantores entonaban lánguidamente lasalmodia frente a un nutrido grupo defieles arrodillados, entre los que notardé en descubrir a Crisorroas. Comono disponía de mucho tiempo, tuve queabrirme paso hasta él a empujones. Mesitué a su lado y le susurré al oído:

—Hermano, perdón, perdón... He

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sido muy injusto contigo.Se volvió hacia mí, me miró

sorprendido, sonrió y respondió:—Cada hombre tiene su propio

destino... Estás perdonado. Dios meperdone a mí.

—Gracias, hermano.Él me besó en la frente y añadió:—Anda, Efrén, ve y haz lo que

tengas que hacer. Lo que Dios quieraserá... Todo está en su mano.

Lleno de gratitud, le besé a mi vez ysalí de allí, llevando una sensaciónextraña, mezcla de tranquilidad yasombro. Me daba la sensación de queél sabía ya lo de mi nuevo viaje...

Poco después me encontraba con

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Hesiquio en la puerta de la ciudad, yemprendimos juntos el galope hasta laladera del monte Makemel, dondeesperaba Klémens con el muchacho queiba a servirnos de guía. Allí nosdespedimos y, antes de que cayera latarde, ascendíamos por la ásperapendiente hacia el país de los maronitas.

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l principio no nos dimos descanso.Había luna llena y pudimos

avanzar durante toda la noche. Elsegundo día de marcha transitábamospor un estrecho sendero en dirección alas montañas, que se veían hacia el oestecomo un colosal paredón oscuro quecubría todo el horizonte. Cabalgábamosen silencio; como temiendo alertar a

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alguien. Todavía en aquellos parajes noscruzamos con algunos viajeros,mercaderes, soldados y pastores con susrebaños. Klémens y yo, como amigosque éramos, podíamos charlar conconfianza; en cambio nuestro guía era undesconocido para nosotros. Pero,cuando hubieron transcurrido unascuantas horas más, tal vez gracias albuen aire que se respiraba y a la claraluz, empezamos a sentirnos unidos lostres por un semejante espíritu animoso.El guía era un muchacho maronitallamado Yusu; seco, nervudo, con elpelo enredado como estopa. Nosabíamos aún ni cómo ni dónde lo habíaencontrado Hesiquio, porque, como

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digo, apenas hablamos al principio conél. Luego nos sorprendió de repente,poniéndose a cantar alegremente, convoz aguda y en su dialectoincomprensible para nosotros. Nosmiraba de reojo y sonreía con picardía,por lo que comprendimos que la cancióndebía de referirse a algo gracioso. Meeché a reír, no por lo mal que cantaba,sino porque me resultaban cómicas lascaras que ponía, el tono gutural, loschillidos y la manera en queacompasaba su caminar con la melodía.Tan pronto aceleraba los pasos como losretardaba, o daba algún saltito. Se diocuenta de que me hacía gracia y exageróel canto y los movimientos. El ascenso

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resultaba duro, pero él ni siquierajadeaba; se veía que estabaacostumbrado a moverse por aquellasabruptas pendientes.

Luego el camino mejoró y, antes delanochecer, nos encontrábamos en unvalle. Entonces el muchacho calló derepente, se puso muy serio y se llevó eldedo a los labios para indicarnos quedebíamos ir a partir de ahora ensilencio. Cuando señaló la altura de uncollado lejano, comprendí el motivo desus temores: una fortificación de piedradominaba el paso.

—Aquella defensa está abandonada—murmuró en lengua aramea de extrañoacento—, pero algunas veces la ocupan

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los soldados del califa. Aunque, si estánallí, no se tomarán la molestia de bajarpor tres hombres a caballo; porque,cuando consiguieran llegar hasta aquí,estaríamos nosotros ya muy lejos. Peropor si acaso...

Más adelante, fuera ya de la vista dela fortaleza, salimos del camino.Encendimos un pequeño fuego en unlugar resguardado entre las rocas ycomimos lo que teníamos. Fueplacentero. Permanecimos sentadoscharlando, contándonos nuestras vidas.El guía se animó por fin a hablar. Nosdijo que había sido esclavo enDamasco, donde fue vendido por unosdesalmados que lo raptaron cuando tenía

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solo once años y pastoreaba cabras en elmonte. Era de origen maronita, de unapequeña y lejana aldea de las montañas.Por eso Hesiquio lo había liberadopagando su precio, para que nos sirvierade guía. Nos refirió muchas cosas de sutierra; sus ancestrales costumbres, ladura existencia que llevaba allí en loalto de sus inaccesibles montañas,donde vivían independientes sinsometerse al califa; las antiguas guerras,los seculares enemigos, las leyendas desus antepasados... Parte de lo que decíame pareció cruel, salvaje, primitivo;todo ello envuelto en misterios yconfusión, oscuro... Pero otra parteresultaba encantadora: su mundo era

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auténtico, formidable, intrépido ydecididamente libre. Aquel pueblo eramuy consciente de sus orígenes y deldestino al que se sabía llamado:levantarse contra los agarenos. Aunquetampoco consideraban que debíansometerse a Bizancio. Y aquelmuchacho, a pesar de su edad, asumíaesa vocación como propia e ineludible.No le importaba morir —aseguraba conojos delirantes—, si era luchando contralos que él llamaba «diablos de laarena», es decir, los árabes venidos deldesierto. Lo cual expresaba de maneraadmirable, no obstante su escasaciencia.

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Podrá parecer extraño, pero norecuerdo con precisión el número exactode jornadas de camino de aquel viaje.Tal vez estuvimos cabalgando durante unpar de semanas sin apenas detenernos.Siempre nos dirigíamos hacia el norte,excepto durante el inevitable zigzag alsubir y bajar montañas. En ocasiones lossenderos eran tan intrincados que hubomomentos en que verdaderamente creíque nos perderíamos sin remedio ymoriríamos. En aquellos lares unollegaba a considerar una auténticabendición no preguntarse a cadamomento de dónde saldría el siguientetrago de agua. Y si hoy tuviera queemprender de nuevo la travesía, me

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resultaría imposible aproximarme solovagamente al destino. Hasta entonces, yonunca me había preguntado en serio porqué el país de los maronitas no habíasido dominado ni por los romanos ni porBizancio ni por los árabes; ahoracomprendía la razón. Si fuera de otromodo, no sería el remoto lugar que es.

La comida se nos acabó.Hambrientos, Klémens y yo llegamos aperder la esperanza y nos llenamos dedesazón. Pero Yusu no perdió la calma:reunió hierbajos, raíces y saltamontescon los que preparó un plato repugnanteque nos mantuvo con energía en lasúltimas etapas. Más adelante el caminoestaba invadido por la vegetación. Pero,

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conforme avanzábamos, encontrábamossu rastro; ya que los matojos crecíanmenos en él, por mantenerse la tierramuy compacta. Nuestro guía, orgulloso,aseguró que por allí pasó con su ejércitoel gran Alejandro y que luego sushombres apisonaron la ruta de talmanera que se conserva hasta el día dehoy. Pensé en todos los lugares quepresumían de que Alejandro habíapasado por ellos; si en verdad hubieratransitado por todos ellos, habríanecesitado cien vidas.

Un poco más adelante advertimosque se ponía de pronto muy contentoatisbando la lejanía.

—Ya falta muy poco —nos decía,

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señalando una infinita sucesión decolinas.

Lo cual a nosotros nos causabamayor desazón aún, pues no veíamosvestigio alguno de presencia humana enel amplio horizonte.

Por fin, un día de aquellos, estandola tarde ya avanzada, nos detuvimos enun claro, delante de lo que parecían serunas pobres ruinas. Las piedras estabandiseminadas por la tierra y solamentequedaba en pie una suerte de medioarco. Allí delante se arrodilló Yusu,trazó la señal de la cruz sobre su pechoy estuvo orando en silencio durante un

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rato. Nosotros hicimos lo mismo,considerando que nos hallábamos en unlugar santo. Y así era. Pasamos luego alo largo de un cementerio. Lossepulcros, sencillamente perfilados conguijarros, clareaban entre las zarzas ylas yerbas. Y más allá, cerca de unmontículo, distinguimos un conjuntomayor de sepulturas sumergidas enaquella vegetación agostada. Estas eranmucho más hermosas, y debían de sermuy antiguas, situadas en fila, todasellas de piedra labrada con bellosadornos.

—Aquí yacen nuestros antepasados—explicó el guía—. Todos ellos eranmujeres y hombres santos que trajeron el

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Bautismo y el Evangelio por mandato delos apóstoles del Señor.

Enternecía oírle hablar así, siendoun rudo e inculto muchacho que no sabíaleer ni escribir. No pude evitar pensaren lo duras que debieron de ser lasvidas de aquellos primeros santospropagadores de la fe en Cristo; y que,quizá por ello, su semilla permanecíaviva por haber sido purificada en laadversidad.

Caía la noche y extendimos nuestrasmantas cerca de allí. Aquel era el parajemás solitario que pueda imaginarse,pero no podía decirse que fuera triste,sino que poseía cierta vitalidad.Estábamos como sobrecogidos,

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silenciosos, rodeados por los trinos delos pájaros que se preparaban paradormir. Y luego, cuando cayó laoscuridad y brotaron las estrellas, losmontes se llenaron de aullidos.

Al día siguiente, después de unajornada más de camino, me di cuenta deque algo conocido se alzaba lejanohacia el norte: el impresionante monteLíbano. Solo entonces reparé en que noshallábamos seguramente muy próximosal destino de mi anterior viaje, OuadiQadisha, el Valle Santo. Aunque esta vezhabíamos accedido allí por otroderrotero; más corto y a la vez másabrupto y difícil. Estupefacto, lepregunté al guía si en verdad era así, o

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si solo se trataba de imaginaciones mías.Y él confirmó mi sospecha: habíamosllegado a la otra vertiente del montedonde crecen los sagrados cedros deDios.

Aquella misma tarde cabalgábamosy caminábamos, alternativamente, parano fatigar demasiado los caballos por laempinada pendiente. Todo estabatranquilo cuando Yusu estiró el brazo y,señalando un punto sobre una colina,anunció lleno de felicidad:

—¡Bisharri! ¡Mirad, es Bisharri!¡Hemos llegado! ¡Mi aldea está muycerca de la ciudad! ¡Estoy en casa!

Fijándonos bien, pudimos distinguirsobre el collado la muralla y, dentro de

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ella, el apiñado conjunto de casas. Perola ciudad estaba lejana, precedidatodavía por una sucesión montañosa tandura como la que acabábamos de dejaratrás, por lo que no era posible llegarallí antes de que cayera del todo lanoche.

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ra mediodía cuando, al remontar lacima de un altozano, mirando hacia

el cielo occidental, que se veíadespejado, opresivo y de una tonalidadocre, apareció de repente la ciudadrebelde de los cristianos del monteLíbano. Tanto Klémens como yoconocíamos algo de su historia, porquelas leyendas sobre Bisharri eran muy

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populares entre los damascenos. Sunombre es una palabra del arameoarcaico que hace referencia a un lugarde abundante agua o copiosos torrentes.La fundaron en la antigüedad losfenicios y erigieron en ella la casa ytemplo de Istar, su diosa del amor. Secuenta que el rey Salomón oyó hablar deella, sintió deseos de conocerla y viajódesde Jerusalén hasta estos montes paravisitarla. Aunque sus moradores seobstinaron secularmente en supaganismo. Tendrían que transcurrirquinientos años después de que nacierala Iglesia para que los monjes de Marónlograran convertir a Cristo a loshabitantes de la montaña libanesa. En

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aquellos tiempos todavía había sidoBisharri una próspera metrópoli con unapoblación de varios millares. Por esolos emperadores de Bizancio quisierondominarla sin lograrlo nunca. Y luego,con la invasión de los árabes agarenos,los cristianos seguidores del monjeMarón, muchos mardaitas, desterradossirios, esclavos huidos y hombres demuchos lugares que no aceptabansometerse al islam vinieron a refugiarseen estos montes escabrosos. Sentí elhormigueo de la curiosidad y apetecícon ansia entrar por aquellas puertas queestuvieron siempre cerradas para todoaquel que viniese con ánimo deconquista.

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Pero, curiosamente, nadie nosimpidió el paso y los guardias nisiquiera nos preguntaron de dóndeveníamos y con qué motivo.Atravesamos una gran zona abierta,como una plaza amplia, en medio de unamarea de humanidad. Por todas partes seasentaban tenderetes y carretas conmercancías, vendedores de todaapariencia y descripción, esclavos,camellos y asnos, transitando haciadentro, hacia fuera y alrededor del áreadel enorme mercado que estaba allíformado. Nadie se aproximó por elmomento a nosotros, y mucho menosintentó detenernos o interrogarnos.Tampoco nos impidieron entrar

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cabalgando, aunque tuviéramos un grantrabajo tratando de mantener sujetos alos caballos, que estaban irritados entrela turba, por los violentos empujones ycodazos en los costados, voces de lospregoneros y lamentos e interpelacionesde los mendigos.

Klémens y yo caminábamos mirandocon recelo a toda aquella confusión. Sinembargo, Yusu avanzaba por delantedeprisa, muy decidido y seguro, con lasoltura de quien se halla en su propiacasa. Hasta que, de pronto, alguien sedirigió a nosotros a voces en aqueldialecto que no comprendíamos. Nosvolvimos, reparando en la presencia deun hombre alto, delgado y cetrino, que

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nos estaba mirando con atención. Aldetenernos para ver qué quería denosotros, indicó con un gesto que nosacercáramos. Fuimos hacia él un pococonfundidos y recelosos. Los ojos deaquel hombre, en realidad, no estabanpuestos en nuestras personas, sino en loscaballos que llevábamos de las riendas;miraba nuestros magníficos animales depura sangre árabe con el hambrientoamor y el anhelo de aquel que conocemuy bien la raza y todo el valor quetiene. Entonces Yusu se puso muynervioso y nos dijo que siguiéramosadelante, sin hacer caso. Eso hicimos,pero el hombre cetrino empezó a gritar:

—¡Eh, vosotros, extranjeros! ¡No os

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vayáis! ¿De dónde son esos caballos?¡Quiero verlos de cerca!

—Déjanos, tenemos prisa —replicóel muchacho.

El hombre le agarró por el brazo conviolencia y le espetó:

—¡Tú cállate! Solo quiero ver loscaballos de cerca...

Yusu se soltó de un tirón e hizoademán de apartarse. Pero él se enojóaún más y se dirigió a nosotros en árabe,a voces:

—¡Eh, extranjeros! ¿Venís deDamasco? ¿Acaso sois árabes agarenos?¿No sabéis que aquí matamos a losismaelitas?

En torno nuestro se hizo de repente

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un silencio hostil. Todo el mundo nosmiraba con curiosidad y desconfianza.Mientras aquel hombre no paraba degritar:

—¡Son ismaelitas! Solo los árabesde Damasco tienen caballos como esos.

Entonces, y viendo que la cosa seponía fea, Klémens se fue hacia él y ledijo con respeto:

—En efecto, amigo, somosdamascenos. Somos cristianos delantiguo barrio de Bab Tuma deDamasco. Hermanos vuestros por tanto.Mira nuestros caballos todo lo quequieras.

El hombre se calmó algo, peroseguía clavando en nosotros unos ojos

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suspicaces, desapacibles, que luegodesvió para observar los caballos.Después nos preguntó si queríamosvenderlos. Cuando le dijimos que no,ofreció una importante suma en dinares.Nuevamente nos negamos a aceptar y élsiguió insistiendo. A nuestro alrededorse iba congregando cada vez más gente yempezamos a preocuparnos. Les oíamoscuchichear entre ellos y mencionar todoel tiempo la palabra «ismaelitas». Esohizo que Klémens acabara enfadándosey gritando:

—¡Qué miráis! ¡No somos árabes!¡Somos cristianos damascenos!

Varios de aquellos hombresreaccionaron encrespados; se acercaron

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y se encararon con él. Uno de ellosseñaló la espada de mi amigo e hizo ungesto despectivo. Otro sacó pecho y lepreguntó:

—¿Cómo es que vienes aquíarmado? ¿No sabes que los extranjerosno tienen permitido entrar con armas enla ciudad?

Un tercero nos recriminó:—Vosotros los damascenos os creéis

los dueños del mundo.El murmullo hostil creció en torno.

Intentamos abrirnos paso para alejarnos,pero la multitud se cerraba y nos loimpedía. Empezábamos a sentirnosseriamente preocupados. Así que,temiendo que la situación empeorase,

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acabamos adoptando una actitud másafable y sonriente, pidiendo paso deforma humilde, pues era evidente que eltrato altanero alteraba a aquella gente.

El nuevo modo pareció hacer efectoenseguida y pudimos al fin adentrarnosen la ciudad, para perdernos mástranquilos por las callejuelas y llegar auna especie de huerto, donde rumoreabael agua limpia de una acequia. Nosestuvimos refrescando y cobramosserenidad. Entonces, visiblementeturbado, el guía dijo:

—La última vez que estuve enBisharri yo tenía solo once años. Luegome llevaron esclavo a Damasco. Ahoratengo quince años. Aquí la gente se ha

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vuelto feroz y desconfiada... Norecuerdo que antes fuera así. Es porculpa de la guerra.

—Siempre hubo guerras —observóKlémens.

El muchacho entonces se manifestóanheloso y añadió excitado:

—He salvado la vida en Damasco...Siempre pensé que acabaríanmatándome a palos o cortándome elcuello... Pero Dios ha querido salvar mivida. Ahora solo pienso en ver a mispadres y hermanos...

Le miramos compadecidos. YKlémens le dijo:

—Tu trabajo ha terminado. Hesiquiote dio la libertad a cambio de que nos

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trajeras hasta Bisharri. Tú le asegurasteque recordarías el difícil camino pordonde te llevaron a Damasco losmalvados hombres que te hicieronesclavo. Ya estamos aquí. Puedes irte atu aldea.

Él se puso en pie de un salto. Sonrió,nos besó las manos y prometió querezaría para que todo nos fuera bien. Ledi unas monedas y le vimos marcharse,volviéndose de vez en cuando hacianosotros con aire de afecto y gratitud.

Cuando estuvimos solos, miréfijamente a Klémens y le pedí que medijera el motivo de nuestra estancia allí.

—Por supuesto que te lo diré. Tienestodo el derecho a saberlo —respondió

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él. Extendió su mano y estrechó la mía,inclinando el cuerpo hacia delante comosi fuera a revelarme algo muy íntimo—.Cuando ingresé en el ejército del califa—dijo—, tenía riquezas y me sonreía lafortuna. Sin embargo, hubiera muerto debuena gana... Muchas veces estuve enpeligro. No obstante, seguí viviendo. Enuna ocasión, una flecha pasó tan cercade mi oreja que su zumbido me dejóaturdido. He matado a muchos hombres;algunos de ellos sin ningún motivo.Cuando llegábamos a una aldea, confrecuencia violábamos a las mujeres yno dejábamos a nadie con vida. Nisiquiera los niños y los ancianos eranrespetados. Entonces todo aquello que

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nos enseñaron nuestros mayores pierdesentido... La guerra no solo es unaaventura peligrosa; además esrepugnante. Se llega a sentir que estacarne, el cuerpo humano, no es nada,sino podredumbre hueca... Yo, quehabría muerto gustosamente comosoldado del ejército ismaelita, no dejabade sentir ese hondo vacío... Duranteestos últimos años, el dolor de mi almaha sido como agua oscura y estancada enel fondo de un aljibe y no como esetorrente que mana y fluye. Últimamentepensaba que finalmente moriría encualquier parte y que mi cuerpo seríadevorado por las alimañas y lashormigas, mientras mis compañeros se

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repartirían mis pequeños tesorosconseguidos en los saqueos... Sinembargo, Dios me hizo comprenderaquello que dice el salmo: que nadiepuede añadir ni un momento al tiempoque le queda de vida; como tampocorestarlo... Y que morir no es otra cosaque dejar este cuerpo hecho de viejacodicia y viejo deseo...

Me sorprendió oírle hablar deaquella manera, como si fuera unanciano; tanto me sorprendió quepermanecí en silencio, por temor a quemis palabras resultasen para élestúpidas. Al fin y al cabo, lasexperiencias de mi vida no podíancompararse a las suyas, aunque ambos

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habíamos cumplido ya los veinte años.De repente se enderezó.

—Y ya que hemos de moririnevitablemente —prosiguió, en el tonode un hombre acostumbrado areflexionar—, hagámoslo por una causaque en verdad merezca la pena. Antes,yo no intentaba averiguar quiénes sonmis enemigos. Solo me preocupaba mipropio beneficio. Odiaba todas lascostumbres; toda clase de obediencia,tanto a las leyes buenas como a lasmalas. Despreciaba todo el honor yreverencia de la tierra... Porque nosentía que era como mi padre, como mitío y mis parientes, que todavía soñabancon la justicia y la libertad. Yo

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simplemente me preguntaba: ¿Por quéintentarlo ahora, cuando todo estáacabado? ¿Por qué no contentarse conmaldecir? Pero ahora sé que, mientras elhombre sea hombre, mira a su alrededory piensa; mira hacia el pasado y miraadelante. Todos nacemos preguntandopor qué y morimos con la mismapregunta... Así nos ha hecho Dios.

No necesitaba decirme nada máspara que yo comprendiera lo que tratabade explicar: el motivo por el cual habíadecidido dejar el ejército del califa yentregarse a los planes de su tíoHesiquio. O sea, acababa de respondera la primera duda que yo tenía desde quesalimos de Damasco. La segunda duda

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era esta: ¿Con qué fin habíamos venidoal país de los maronitas del monteLíbano?

Su explicación fue inmediata,desnuda, clara:

—Estamos aquí para pedir ayuda.Los cristianos de Siria hemos planeadoal fin revelarnos contra los árabesismaelitas. Pero solos no nos bastamospara una empresa tan colosal.Necesitamos el apoyo de Bizancio y decuantos cristianos próximos a nosotrosestén dispuestos a ir a la guerra. Es mipadre, el viejo general Cromacio, quienha ideado el plan: aprovechar que elgrueso de los ejércitos del califa sehalla lejos; una parte, luchando en

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Armenia, y la otra, de camino aHispania, en el extremo del mundo.Entre las tropas que quedan en Damascohay muchos guerreros cristianos que,como es mi caso, estamos dispuestos alevantarnos. Se trata de esperar a quellegue el momento oportuno, cuandosepamos con certeza que el emperadorde los romanos y los griegos estádispuesto a atacar en las fronteras y enlas costas.

Contemplé sus ojos ardientes. Sentíque se me erizaba todo el vello delcuerpo, y de buena gana habría echado acorrer como un caballo desbocado.Durante toda mi vida había deseado quellegara un instante así, y muchas veces

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me había asaltado el presentimiento deque el momento estaba cerca. Ahora lotenía delante de mí. Sentía verdaderasansias de echar a correr y ponerme agritar. Pero pensé: «¿Hacia dónde deseocorrer? ¿Y qué voy a gritar?» Y luego,lentamente, me fui serenando yhaciéndome consciente de que no debíadejarme dominar por la locura. Entoncesse apoderó de mí un sentimiento muydiferente: el pavor invadió mi corazón yme hizo comprender que se avecinabanhoras terribles.

Klémens, como si leyera mispensamientos, añadió:

—Debemos actuar con calma yastucia. Hoy descansaremos en

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cualquier parte, pues estamosdestrozados por el viaje. Pero mañanabuscaremos al jefe de los cristianosmaronitas y le entregaremos la carta queme dio mi padre para él. Quiero quesepas además otra cosa: el mismo díaque salimos nosotros de Damasco,partieron desde allí dos jóvenesenviados a la frontera con Bizancio,para entregar otra misiva enviada alemperador de los romanos y los griegos.

No volvimos a hablar más delasunto. Compramos comida y vino y nosfuimos a un lugar apartado, bajo losárboles que había junto a un pequeñosantuario. Allí estuvimos comiendo ybebiendo, como si de repente nos

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hubiéramos olvidado de todo, exceptode que éramos jóvenes.

Luego nos venció el cansancio, o talvez el sopor del vino. Nos tumbamos yvimos caer la noche. La urgente negruraazulada del firmamento se desparramósobre todas aquellas montañasportentosas, y nos deleitamos con sufrescor. Todavía se adivinaban loscontornos lejanos de los montes y unavez más me maravillé ante la salvajebelleza de aquella tierra, de laseminencias de las cumbres y la hondurasobrecogedora de los valles. Nobrillaba luna visible alguna, pero sepodía distinguir su claridad radiante,todavía sin aparecer bajo las miríadas

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de estrellas que brillaban ychisporroteaban. Y yo sabía que aquelmisterioso resplandor blanco, como si lamontaña misma irradiara su propia luz,acabaría inundando mi alma deesperanza y mi cuerpo de fuerza. Tal vezpor eso, levantando los ojos, miré conansia hacia el oeste y supliqué alEspíritu el valor que iba a necesitar enadelante.

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maneció. Las blancas murallas dela ciudad resplandecían contra el

fondo oscuro de los montes, atrapandolos primeros e inclinados rayos del sol.Klémens ya se había levantado y estabajunto a la acequia, lavándose en lapenumbra que formaban los arbustos.Cogía el agua con las manos y se laarrojaba con ímpetu a la cara, al cuello,

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a los brazos... Sus movimientos eransiempre bruscos, rápidos; ademanes deguerrero o de hombre osado, seguro,nunca dispuesto a darse un respiro. Unavez más envidié de alguna manera lavida que había llevado él desde queingresó en el ejército; por bárbara quehubiera sido. También recordé todo loque me había dicho la tarde anterior y lasorpresa que me causó su decisión. A unlado, colgada por sus correas de unárbol, estaba su espada, de la que no sealejaba nunca más de la extensión de subrazo. El cuero repujado de la vaina seveía viejo, oscurecido por el uso y laintemperie; en el extremo de laempuñadura brillaban las piedras rojas.

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Yo nunca tuve una espada. Ni siquieratenía daga; solo un pequeño cuchillo.Sin embargo, percibía con claridad queen una parte de mi alma dormitabalatente un guerrero, como otra almaoculta, esperando despertar y emergerpara mostrar toda su furia... Por eso mesentía tan agitado, después de no haberpodido dormir ni un instante; porque talvez presentía el avivarse de esa segundaalma...

Después, sentado ya en el suelo,ensimismado, veía con claridad inefableque dentro de unas horas iba a entrar enuna vida trepidante. Y permanecí comoarrobado durante un tiempo impreciso,hasta que mi amigo me sacó de mis

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pensamientos:—¿Qué demonios haces ahí sentado,

adormilado todavía?Le miré desde mi laberinto

particular, debatiéndome entre mivoluntad y mi alma.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —lepregunté estúpidamente.

—¡Qué pregunta! Tenemos que haceraquello para lo cual hemos venido hastaaquí: buscar al jefe de los maronitas yentregarle la carta de mi padre.

—¿Y dónde podremos hallar al jefede los maronitas?

—Mejor será preguntarse quién esese hombre —repuso él con una sonrisacargada de certeza.

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Luego estuvo rebuscando en elzurrón que estaba entre nuestras escasaspertenencias. Sacó una bolsa de tela yextrajo un envoltorio que había dentrode ella. Era la carta: un pequeñopergamino liado. Lo desenrolló y leyó elencabezamiento: «Bienaventurado yvenerable Joannes Marun, patriarca dela santa y apostólica Iglesia deAntioquía.»

—Este varón santo es el jefe de loscristianos maronitas del monte Líbano.Debemos, pues, preguntar dónde mora elpatriarca Joannes Marun.

Un rato después caminábamos haciael centro de la ciudad, llevando nuestroscaballos sujetos por las riendas. La

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gente recién despertada salía de lascasas y nos miraba de manera extraña.Resultaba inevitable temer quesucediera algo semejante al altercadoque tuvimos en el mercado a nuestrallegada. Sin embargo, cuando nosdecidimos a preguntarle a un hombreque iba a lomos de borrico, sonrióafablemente y comprendió enseguida loque estábamos buscando, ofreciéndoseal momento para acompañarnos. Noscondujo hasta una plaza donde todavíano había un alma. Una hermosa iglesiaocupaba el centro, con cuatro grandescedros delante. El hombre nos introdujoen una calleja que la rodeaba por laparte de atrás y llamó a la puerta de un

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viejo caserón. Abrió un monje joven y,cuando supo que buscábamos alpatriarca, se extrañó mucho y nospreguntó el motivo.

—Solo a él podemos decírselo —contestó Klémens.

El monje se extrañó aún más y senos quedó mirando callado y perplejo.Al cabo dijo:

—Extranjeros, yo soy el portero delmonasterio. Por lo que veo, no sabéisque nuestro venerable abbá JoannesMarun es muy anciano y que apenasrecibe a nadie.

—Aun así debemos verle —insistióKlémens con ansiedad.

—¡Hermano, tenemos algo muy

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importante que comunicarle! —añadí yo—. ¡Debes creernos, por el Dios de loscielos!

—Decídmelo a mí —dijo el porterocon severidad.

—No, no —contestó Klémens—:tengo que comunicárselo al patriarca enpersona.

—No está todavía disponible. Seencuentra en las dependencias traserasdel monasterio esperando a que lolevanten sus asistentes.

—Déjanos entrar, y lo esperaremos.—Seguid mi consejo —respondió el

monje—: id a esperar a la iglesia, ymientras tanto podréis hacer un poco debien rezando. Porque en el monasterio,

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por ahora, no se entra. —Y dicho esto,cerró la puerta.

Mi amigo y yo nos quedamos allícontrariados, mirándonos. Y el hombredel borrico, que estaba atento a lo quepasaba, señaló hacia la iglesia,persuadiéndonos de esta manera paraque siguiéramos el consejo del portero.Anduvimos los diez pasos que nosseparaban de la puerta, que estabaentreabierta. Salía un vaho calienteimpregnado de olor a cera e incienso.Me asomé, escruté el interior y observé:

—Los monjes están con sus rezos.Entramos en el templo. La cubierta

mostraba un armazón de vigas recias yoscuras. Por un delgado vano abierto en

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el ábside se colaba un rayo de claridady el aire húmedo de la mañana. Ochocolumnas de piedra sostenían otrostantos arcos de ladrillo bajo latechumbre de madera. Las paredesserían humildes, si no fuera por lasescenas bíblicas pintadas en ellas convivos colores. Un precioso altar dejaspe tallado presidía el presbiterio; ensus laterales resplandecían adornosdorados y un par de candelabros. Habríaallí una docena de monjes que entonabanel hermoso canto del tropario a laTheotokos (Madre de Dios):

Bajo tu amparo nos acogemos,santa Madre de Dios;

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no deseches las súplicasque te dirigimos en nuestras

necesidades,antes bien, líbranos de todo

peligro,¡oh siempre Virgen, gloriosa y

bendita!

Nos arrodillamos e hicimos nuestroaquel himno, maravillados por laspinturas y los ornamentos. Mi almaestaba poseída por una suerte de energíavoluntariosa, heroica, y pensé que no meimportaba morir. ¡Qué locura!

Y, de pronto, alguien empezó agritarnos a la espalda:

—¡Fuera, fuera los agarenos de la

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casa de Dios! ¡Vosotros no podéis estaraquí! ¡Fuera! ¡Fuera de aquí los herejesismaelitas mahométicos!

Era un monje anciano de barbalarga, blanca y encrespada, que veníahacia nosotros con un garrote.

—¿Qué dices, hermano? —repliquésobresaltado—. ¡No somos agarenos!¡Somos tan cristianos como tú!

—¡Mentira! Acaba de llegar unhombre del mercado para avisar de queestabais aquí. ¡Sois espías agarenos!

Los monjes habían interrumpido elrezo y nos miraban atónitos.

—¡No somos agarenos! —afirmécon exasperación—. ¡No somos espías!

—¡Sí, vosotros, los de los

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orgullosos caballos árabes! ¡Sin duda,sois siervos del abominable califa!

—¡No, hermanos, no, no lo somos!—grité alzándome la túnica paramostrarles el prepucio—. ¡Mirad esto!¡No estamos circuncidados!

Al verme hacer aquello, Klémens seaterrorizó y acercó su boca a mi oídopara susurrarme:

—¿Qué haces? ¿Acaso no sabes queyo estoy circuncidado?

Entonces me di cuenta de que mehabía precipitado, recordando que, enefecto, él se había dejado circuncidarpara ingresar en el ejército.

Pero, en esto, entró en la iglesia elportero y se interpuso entre el anciano

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monje que nos increpaba y nosotros,diciéndole al primero:

—Déjalos en paz, padre, que vienena visitar a nuestro venerable patriarca.

El anciano monje enarcó las cejas ygolpeó con el bastón en el suelo, entrerefunfuños.

—Son agarenos... Yo lo sé...—Vamos, padre, vuelve al

monasterio —replicó el portero—. ¿Nohas visto que no están circuncidados?

Obedeció y salió del templo, aunquerezongando.

—¡Bendito Dios, qué obcecación!—suspiró Klémens—. Porque no somosagarenos, y mucho menos espías; sinotodo lo contrario, somos cristianos que

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venimos a pediros ayuda.El portero sonrió turbado y dijo:—Venid por aquí, seguidme.Fuimos tras él y abandonamos la

iglesia por una pequeña puerta abiertaen el lateral que daba a un patio. Allíestaba como esperándonos otro monje,calvo, con cara inteligente, llena dearrugas, y ojos brillantes.

—Soy el ayudante de nuestrovenerable patriarca, abbá JoannesMarun —dijo circunspecto—. Nodebéis preocuparos. Cierto es quenuestra gente es desconfiada.Disculpadlos. En estos tiempos rarossospechan de todo el mundo...

—¡Ah, gracias a Dios! —contesté—.

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Hemos venido para hablar con elpatriarca.

—Lo sé. Pero debéis decirme a míel motivo de vuestra visita.

—No podemos —respondióKlémens.

—Pues no podéis verle.—¡Por Dios, qué tercos sois! —

repliqué—. ¿No podéis comprender quetraemos una misión?

—Sí, comprendo que traéis unamisión. Pero comprended vosotros quenuestro abbá es muy anciano y nodebemos dejar que cualquiera lemoleste.

Viendo que iba a ser imposibleconvencerles, Klémens y yo nos

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apartamos para tomar una decisión.Finalmente, mi amigo les dijo:

—Traemos una carta de mi padre,que es el curador Cromacio. Loscristianos de Damasco necesitamosvuestra ayuda. Sabemos que el patriarcaJoannes Marun es un hombrecompasivo... El yugo que nos oprimeempieza a hacerse insoportable...

El ayudante del patriarca se quedópensativo, mirándonos. Al cabo,extendió la mano diciendo:

—Dame esa carta.Klémens me miró dubitativo.—Dásela —le dije.El ayudante desenrolló el pergamino

y lo leyó con detenimiento. Nos miraba

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de soslayo en silencio, con gesto grave.Finalmente, esbozó una sonrisa y dijo:

—He de preparar a nuestrovenerable abbá para vuestra visita. Hoypermanecerá entregado a susmeditaciones y no podrá recibiros.Además, creo adivinar que no estáismuy enterados de lo que elbienaventurado Joannes Marun significapara nosotros. Así que os ruego quepaséis aquí la noche. ¿Estáis deacuerdo?

Tuvimos que aceptar suscondiciones; no teníamos otra opción. Yél nos invitó a seguirle con un gesto desu mano. Pero advirtió, antes de echarsea andar:

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—No permitiré que habléis connuestro abbá sin explicaros primeroquién es y todo lo que significa para loscristianos que nos honramos con elnombre de maronitas.

Anduvimos tras él por un sinfín devericuetos. El monasterio era arcaico ysobrio. En su parte trasera había unaespecie de grutas precedidas por unlaberinto de setos de mirto. El aire allíera puro y fragante. Nos detuvimos antesde seguir adelante y el ayudante delpatriarca se puso a aleccionarnos.

Aunque algunas de las cosas que nosdijo ya las conocíamos, otras en cambioeran nuevas para nosotros. Sabíamos,por ejemplo, que el nombre «maronita»

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proviene de Marón, un monje siríacoque vivió hace doscientos años y quehabía reunido varios discípulos de lasorillas del río Orontes, entre Emesa yApamea. Después de su muerte losfieles construyeron en el lugar dondehabía vivido un monasterio al quellamaron Beit-Marun. Cuando Siria sedividió por las herejías, aquellosmonjes permanecieron firmemente fielesa la causa de la ortodoxia, ycongregaron en torno a ellos a loshabitantes de las cercanías. Así seoriginó la nación maronita. Este pueblobravo ayudó al emperador Heracleo enel enfrentamiento contra el monofisismo.Pero, treinta años después, cuando

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Heracleo y sus sucesores acabaronsucumbiendo a la herejía monotelita, quefue luego condenada en un concilio de laIglesia, los maronitas rompieron conBizancio para no estar en comunión conun hereje. Ahí empezó su independencia.Justiniano quiso someterlos: su ejércitoatacó el monasterio y lo destruyó.Entonces los monjes y sus fielesemigraron a las montañas del Líbano. Yallí se unieron a los mardaitas, con losque comparten la misma cultura, elidioma, la fe y un mismo objetivo:proteger a los cristianos de Siria contrala amenazante expansión de los califasomeyas. Y andando el tiempo, cuandoquedaron aislados por los árabes, y no

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pudiendo tener contacto ya conConstantinopla, los maronitas se vieronobligados a instituir su propia jerarquía.Entonces surgió de entre ellos un monje,de nombre Joannes Marun, que llegaríaa ser nombrado patriarca de Antioquía yde todo el Oriente. Sin embargo, elemperador Justiniano vio en estaelección un agravio y una rebeldíacontra su potestad para nombrarpatriarcas. Atacó a los maronitas, que lehicieron frente y le vencieron en Amiun.Desde entonces, las relaciones entreBizancio y los cristianos del monteLíbano se hicieron mucho más distantes,quedando los maronitas definitivamenteaislados en sus montañas

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infranqueables.—He considerado oportuno que

supierais todo esto —nos dijo elayudante del patriarca— porque veo quesois muy jóvenes; y temo que nadie oshaya contado la verdad de nuestropueblo. En estos montes que ahora nosacogen tuvimos tiempos muy difíciles...Nuestros mayores acudían hasta aquí,con gravosas dificultades; llegaban consus pies cansados, cargando en susbrazos a sus niños, agotados, muertos dehambre, tambaleándose por el peso desus pertenencias que traían desde sustierras y casas al haber sido expulsadosde ellas en Siria... Llegaban hasta aquídébiles y cansados, para sobrevivir y

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protegerse bajo la roca que Dios habíapreparado para ellos en estos montes,guiados por nuestros patriarcas ymonjes. Y el monte Líbano les abrió susbrazos como una madre hace con sushijos cuando les da la bienvenida... Asílos maronitas dejaron atrás sus años deabundancia y se prepararon para losaños de hambre y miseria que lesesperaban por un tiempo, pero siempreconfiados en el amor a Dios... Gracias asu auxilio, transformaron con esfuerzolas montañas rocosas en tierra fértil,construyendo bancales, dondesembraron trigo, avena y cebada,plantaron olivos, viñedos y cerezos...Sin dejar nunca de orar y confiar en

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Dios. Por eso añadieron en sus piadosasoraciones la siguiente intención, que serecita cada día en todas las iglesias ymonasterios:

«Oh Señor, por la poderosaintercesión de tu santa Madre María,Madre de Dios, aleja de nosotros tu iray bendice a esta tierra y a sus habitantes.Pon fin a los conflictos y enemistades;aleja las guerras, el saqueo, el hambre yla peste. Ten piedad de nosotros, ohSeñor de bondad, en nuestrasdesgracias. Consuela a los enfermos,ayúdanos en nuestras debilidades,líbranos de la opresión y del destierro.Concede el descanso a nuestros fielesdifuntos y permite que vivamos en paz

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en este mundo y merezcamos estarcontigo en tu Reino para glorificarte ydarte gracias a ti, a tu Padre y a tuEspíritu Santo, ahora y por los siglos.Amén.»

Klémens y yo adoptamos una actitudsumisa, respetuosa. Todas aquellasexplicaciones nos habían conmovido. Elayudante del patriarca leyó en nuestrosrostros ese sentimiento y nos dejó ir adescansar a una de las celdas delmonasterio.

El día transcurrió placentero, dentrode la seguridad y el sosiego queproporcionaban aquellos muros. Ya denoche, antes de caer dormido, pensé enel santo y legendario hombre al que

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vería al día siguiente. No creo quehubiera alguien en Damasco que creyeseque Joannes Marun estaba vivo todavía.

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l alba del día siguiente nostuvieron que despertar, pues

habíamos sido vencidos por un profundoy gustoso sueño. Después del rezo, elayudante nos llevó ante una pequeñapuerta, a la que llamó con unos suavesgolpes con los nudillos.

El mismísimo anciano patriarcasalió hacia nosotros. Dos jóvenes

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monjes lo transportaron en una silla demanos hasta el jardín exterior. Suestampa era insignificante: una diminutay reseca cáscara de inmortal presencia,ataviada con voluminosos hábitosnegros que casi se lo tragaban y lohacían desaparecer de la vista. Bajo laluz de la mañana se me antojódemasiado viejo y demasiado sabio paraseguir teniendo ya nada que ver con loshumanos.

Debía de estar muy sordo y casiciego. Su ayudante le estuvo explicandoa voces quiénes éramos y de dóndeveníamos. Después le entregó la carta.El patriarca la tomó en sus manossarmentosas, la abrió, aguzó la mirada

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cuanto pudo y luego alzó la cabeza,como pidiendo ayuda. Uno de losmonjes le entregó una lupa. Él la acercóal pergamino y lo estuvo leyendo parasus adentros. Volvió a leerlo y, a juzgarpor el movimiento de sus ojos y laexpresión de su cara, se había enteradode lo que decía. Se lo devolvió a suayudante, bebió un sorbo de agua de unvaso en forma de cazo, y hubo luego unsilencio, como si el decrépito ancianoestuviese luchando por hacer salir suspalabras. Cuando al fin pudo hablar, fuecomo un estallido, como si el aire de suspulmones atravesara a presión algúnobstáculo.

—¡Ah, Damasco! —exclamó—.

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¡Ciudad de Pablo y Tomás! ¡Ciudad delSeñor! Guardo en mi memoria imágenesmuy vivas del Damasco cristiano deantaño, habitado por hombres y mujeresque coexistían unidos por una misma fe.Libres o esclavos, convivían yparticipaban todos juntos en la rica vidareligiosa de la ciudad: ceremoniasconcurridas en las basílicas y las plazas,cantos, aclamaciones, bautismos,eucaristías... Y la benéfica vida de laIglesia verdadera sostenida por el amoral prójimo: caridad con los sufrientes,atención a los enfermos, a los pobres, alas viudas, limosnas, hospitales yauxilio ininterrumpido a losperegrinos...

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Tenía el patriarca a pesar de sumucha edad una voz hermosa, con la quese expresaba con pasión y claridad.Después de una larga pausa, añadió conamargura:

—Mirad en cambio lo que ahoratenemos: desunión y herejía. Cada añoque pasa va siendo peor: imperan lavanidad, la desesperanza, la sensualidadmás descarada, el robo, las pendencias,los chismorreos, el favoritismo... Y paracolmo de males, los jóvenes, ¡los hijos!,ya no se quejan siquiera de su suerte...Van olvidando quiénes son, quiénesfueron sus antepasados... ¡Qué tristeza!Muchos ni siquiera conocen ya laantigua lengua aramea, e intoxicados por

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la elocuencia agarena, leen, escriben yhablan como árabes... Pero vosotros,hijitos, sois jóvenes y habéis venidohasta aquí arriesgando vuestras vidaspara solicitar nuestro auxilio. Eso quieredecir que en Damasco crecen hombresnuevos, lozanos, que quieren cambiarlas cosas. Es como el tronco de Jesé enla casa de Israel, donde brotó un retoñoverde cuando todo parecía seco yperdido.

Estas palabras me enardecieron y mehicieron saltar lleno de emoción:

—¡Abbá bendito, socorred aDamasco!

Al ayudante no le pareció bien queyo le interrumpiera y me regañó:

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—¡Cómo se te ocurre estorbar laelocuencia de nuestro venerable abbá!

—¡Deja al muchacho! —replicó elpatriarca—. ¡Si calla él, gritarán laspiedras!

Volvió a beber agua para aclararsela garganta. Después me echó unamirada intensa, enderezando un tanto lacabeza, como si los ojos de su mentepercibieran mis ansiedades. Ahorareinaba el silencio, podía oír el susurroahogado de los rezos de los monjes en laiglesia cercana. En aquel instante, tuveel presentimiento de que estabagestándose, en las alturas o en lasprofundidades de la tierra, un planmisterioso, recóndito, a punto de

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llevarse a efecto.—Sí, os socorreremos —asintió al

fin el venerable Joannes Marun, con unaseguridad profética.

Su ayudante dio un respingo y sevolvió hacia nosotros desconcertado.Luego se dirigió al patriarca:

—¡Abbá! ¿Quiere decir eso quedebemos convocar a nuestra gente?

—¡Sí! Enviad mensajeros a losmontes y a los valles, convocad a loshombres de nuestras ciudades, pueblos yaldeas maronitas. Que se forme unejército suficiente para ir a socorrer alos cristianos de Damasco.

—Venerable padre —replicótembloroso el ayudante—. No quiero

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contradecirte... ¡Dios me libre! Pero...¿estás seguro?

—Sí. ¡Tan seguro como de queCristo es Dios! ¡Haced lo que mando!

—Se hará como ordenas, abbá.Entonces el patriarca se dirigió a los

jóvenes monjes que sujetaban su silla yles pidió:

—Echadme al suelo, hijos.Ellos, con mucho cuidado, lo

bajaron de la silla y le ayudaron aponerse de rodillas.

—Oremos ahora, hijos míos. Sin laayuda del Dios que lo puede todo, nadade nada...

Después de rezar unos momentos ensilencio, el patriarca alzó sus ojos

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empañados hacia la lejanía de losmontes, como si en verdad los estuvieraviendo, y con voz queda, pero clara,entonó un salmo:

Levanto mis ojos a los montes:¿de dónde me vendrá el auxilio?El auxilio me viene del Señor,que hizo el cielo y la tierra.

No permitirá que resbale tu pie,tu guardián no duerme;no duerme ni reposael guardián de Israel.

El Señor te guarda a su sombra,está a tu derecha;

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de día el sol no te hará daño,ni la luna de noche.

El Señor te guarda de todo mal,Él guarda tu alma;el Señor guarda tus entradas y

salidas,ahora y por siempre.

Después extendió sus manos secas ypronunció estas palabras:

—Os rogamos, eterno y bondadosoPadre, por estos jóvenes damascenoshermanos nuestros que nos han puesto eneste trance. Seríamos indignos de tumisericordia si no os la pidiésemos detodo corazón para ellos: ¡la necesitan

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tanto! Solo Tú sabes convertir latribulación en ganancia. Y también tepedimos por ellos..., nuestros enemigos,que son los tuyos. ¡Oh, desgraciados!¡Luchan contra ti! Ten piedad de ellos,oh, Señor, tocad su corazón, hacedlosamigos vuestros, y si se convierten a Ti,concédeles todos los bienes quepodemos desear para nosotros mismos.

Levantándose luego, con muchoesfuerzo y siempre con la ayuda de losdos jóvenes monjes, dijo:

—¡Ea, hijitos, no hay tiempo queperder! ¡Id con Dios! ¡Que Él os guardey su ángel os acompañe! Yo no dejaré depedir por vosotros... ¡Marchaos!

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na interminable hilera de arrojadoshombres, unos montados en

rápidos y briosos caballos de lamontaña, otros en zancudos y pausadoscamellos, y el resto a pie, se dilataba alo largo del infinito sendero quedescendía desde las cimas de lascolinas. Era el intrépido ejército de losmaronitas del monte Líbano, formado

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tanto por guerreros veteranos como pormuchachos recién reclutados que noconocían la guerra. Todavía no habíaniniciado el avance; esperabanpacientemente la orden de sus jefes parapartir hacia los desfiladeros queconducen a los llanos interiores de Siriay alcanzar cuanto antes, sin darsedescanso, el camino de Damasco. Sunúmero era inmenso, y sus estandartes,lanzas, cruces y distintivos tribales y deguerra formaban como un tupido bosque.Delante de la puerta principal de lamuralla de Bisharri se había levantadoun gran altar, para que, desde allí,Joannes Marun impartiera su bendicióny todos pudieran verlo.

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Apareció a lo lejos el cortejo de losmonjes precediendo la silla de mano delanciano y venerable patriarca. A suvista, los vítores ascendieron hastaalcanzar una intensidad frenética ydespués se apagaron de pronto,sumiéndose en un silencio sobrecogedorque resonaba en los oídos con una fuerzamás profunda que los gritos. Muchos,entre la multitud, se dejaron caer derodillas y se postraron sobre la tierra enpendiente. Y aquellos que no podíanmoverse del sitio, debido a la presiónde la masa, elevaron sus brazosimplorando en silencio la bendición.Desde la altura, los generales lanzaronfogosas arengas, los monjes corearon

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salmos, y los ancianos, mujeres y niñosaclamaron a sus valientes. Luego retornóel silencio. El patriarca extendió susmanos y profirió sus bendiciones,inaudibles en la distancia.

Media hora más tarde iniciábamos elcamino hacia los desfiladeros, endirección al sur. Los guías conocían muybien la ruta. Pero, incluso así, el viaje sehacía muy duro. Ya estábamos en otoño.Todavía hacía calor a medio día, pero,al caer la tarde, fresco; y más adelante,en las montañas, prácticamente frío.Descender resultaba mucho máspeligroso que subir. Cada desfiladeroera más empinado que el anterior yalgunos inexpertos temerarios acabaron

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despeñándose. Desde las escarpadasrocas contemplábamos los pedregososbarrancos. Las águilas nos mirabanposadas en sus altísimos voladeros y lascabras montesas triscaban despavoridaspor imposibles precipicios. Las nocheseran heladas, pero resultabanmaravillosas bajo las estrellas, en latotal oscuridad; puesto que no estabapermitido encender hogueras para nodelatarnos. Los guerreros entonabanentonces sus cantos antes de irse adormir y el eco de los montes losconvertía en voces de otro mundo.

Por delante del ejército maronita ibauna avanzadilla de intrépidos hombres,que conocían aquellos derroteros mejor

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que sus casas; llevaban la misión deimpedir que los centinelas del califatocorrieran con el aviso a Damasco.Cuando llegaba el grueso de la tropa alpie de los montes donde se alzaban lastorres de observación, ya estaban estasrodeadas y con frecuencia los vigíasmuertos o hechos prisioneros. Unamañana llegamos a una fortaleza másrobusta que todas las anteriores. Habíaun despeñadero por un lado y una torrede vigilancia en lo alto del caminomontañoso. Nuestra vanguardia no pudoconseguir allí neutralizar a los soldados,que se hicieron fuertes, y uno de ellosaprovechó para escapar velozmente.Sabíamos pues que en Damasco ya

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habrían sido alertados de nuestroinminente ataque. Pero esto no desalentóa nadie, puesto que nos quedabasolamente una jornada de camino. Apartir de entonces, la marcha fue veloz yapenas hubo descanso. La última etapase hizo en la noche, por los terrenos mássuaves que se aproximaban al destino.

Antes del amanecer, avistamosdesde un promontorio, en la tenue luz, laredonda y parda ciudad a lo lejos, consus fortificaciones exteriores, el ríoBarada, el campamento del arrabal y lasachatadas murallas de la ciudadelainterior. En los valles el verde trigo yadespuntaba de la fértil tierra.

Esa misma mañana se reunieron

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todos los jefes con los generales paradefinir la maniobra de asalto. Ya estabatodo previsto de antemano, por lo que notardaron mucho en ponerse de acuerdo.Iría por delante una vanguardia rápida ynumerosa, suficiente para preparar elterreno. Se trataba de asaltar primero elcampamento de los mercenarios y elarrabal, confiando en que muchossoldados cristianos estuviesenadvertidos previamente y desertasen deinmediato para pasarse a nuestrastropas. Si la sublevación preparada porlos hermanos Cromanes había tenidoéxito, al grueso del ejército maronita nole resultaría difícil asaltar las murallasde Damasco. Esa esperanza constituía la

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base de la principal estrategia queteníamos.

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ando un rodeo, alcanzamos al finlos llanos que se extienden hacia

el levante. Se veía la ciudad en ladistancia. En las brumas del amanecertodo aquello resultaba inquietante. Elejército se detuvo un poco más adelantepara preparar el asalto. Se dieron lasórdenes pertinentes y los jinetesdescabalgaron. Inmediatamente se inició

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un gran ajetreo: los hombres empezarona sacar sus armaduras y pertrechosguerreros de las alforjas, líos, hatos yfardeles, en medio de un gran estrépitometálico y el clamor de las voces. Enpoco tiempo, aquellos hombres estabanforrados de hierro y cuero y provistoscon todo tipo de armas: lanzas, arcos yflechas, espadas, hachas, mazas...

El jinete maronita va armado condos lanzas y una espada ancha, por logeneral curvada. No lleva la coraza y elescudo más que para los desfiles. Montacon altas botas de cuero. Se cubre lasespaldas con grueso manto de lana, lasrodillas con refuerzos y la cabeza conduro gorro de piel de cabra. Monta a

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pelo, sin silla ni estribos, y el caballoestá tan solo enjaezado, sin protecciónalguna. A mi lado Klémens se habíaequipado con todo ello, con la soltura dealguien que conoce bien ese oficio. Peroyo estaba confundido, torpe y sin saberqué hacer. Entonces él decidióencargarse de conseguirme todo lonecesario: habló con los oficiales yestos ordenaron que los provisores meproporcionaran peto, yelmo, lanza yespada. Uno de ellos me dijo que misbrazos eran de guerrero, sin imaginarsiquiera que nunca antes en mi vidahabía empuñado un arma.

Era mi primera experiencia. Si bienpor el camino, durante los nueve días

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que duró el viaje, pude enterarme muybien de muchas cosas acerca de eseantiguo arte o ciencia bélica. No sé conexactitud cuántos soldadoscomponíamos aquel ejército. Me parecerecordar que oí nombrar la cifra deveinte mil. Ahora ese número se meantoja excesivo. En todo caso, para seruna inmensa muchedumbre, actuaban conun orden proverbial. Delante, escudocon escudo, formando un apretadocordón, iban los hombres a pie, armadoscon sus hachas y mazas. El proceso debatalla era muy simple: se iniciabaarrojando a la línea enemiga una lluviade flechas, lanzas y otros proyectiles. Siesto no era suficiente para provocar la

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retirada del contrario, se pasaba alavance de los grupos que formaban elejército, correspondiendo a los diversosclanes, aldeas, pueblos o ciudades. Losarqueros, ya fueran a pie o a caballo,constantemente hostigaban al enemigo,mientras se abrían paso los jinetescargando con sus lanzas largas. Peroesta actuación en masa tenía susinconvenientes: cada arquerotransportaba de cuarenta a cincuentaflechas, las cuales se les solían terminarpronto durante el combate, teniendo queser repuestos de forma continua;estableciéndose para ello una serie decarros en la retaguardia con personalque iba transportando cestos con

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proyectiles hasta los combatientes. Todaesta táctica estaba muy bien meditada,hablada y ejercitada. No por seraislados montañeses los maronitasdesconocían las artes de la guerra.

Nuestra avanzadilla partió con lomejor del ejército: los guerreros másveteranos y bizarros. Ibanentusiasmados, envueltos en un aire defuria y fanatismo, como un delirio. Losjefes confiaban plenamente en Dios.Todo el mundo repetía: «Nadie podrácontra esos hombres. Lo que no haganellos no se podrá hacer.» Y en verdaderan como fieras. Damasco distabatodavía de nosotros un par de leguas.Los vimos alejarse en aquella dirección

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en medio de un estrépito de pisadas,fragores y gruñidos, mientras lesseguíamos a prudente distancia y pasoquedo.

Lo que sucedió a continuación fuerapidísimo, fulminante: estalló derepente el estruendo de los tambores, elensordecedor bramar de los cuernos y elinmediato entrechocar de las armas,seguido del tronar de los cascos de loscaballos sobre el terreno, entre grandesnubes de polvo que ocultaron todo. Pocodespués se elevaron al cielo gritos yclamores. Los guerreros maronitascorrían hacia el combate en un arranqueformidable. Al principio me asusté,porque aquello era algo nuevo para mí.

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Sin embargo, un instante después, y nosé a causa de qué misterioso resorteoculto en mi ser, me vi como impulsadohacia delante, vibrando y berreando conel mismo ardor que cualquiera de losenfurecidos hombres que formaban laavalancha. Y no es que no sintieramiedo; lo sentía, pero envuelto en otrosinnumerables sentimientos: furia, odio,saña, violencia...; todo aquello a lo que,resumiendo, llaman la fiebre de laguerra.

Pero quienes debían ser nuestrosopuestos, los naturales defensores delcampamento de los mercenarios y delarrabal, no acudieron al encuentro. Esdecir, estuvieran advertidos o no, nadie

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salió a enfrentarnos. Y al nodesenvolverse la situación como seesperaba, los generales ordenarondetener el ataque. No podían sabertodavía desde la distancia si las afuerasde la ciudad aún estaban en manosagarenas o si —que era lo más deseado—, habían caído en poder de lasublevación. En este último caso, notenía sentido un ataque frontal. En elimprovisado consejo de jefes seescucharon voces discordantes sobrecuál tenía que ser el próximo paso.Hasta que, en medio de la indecisión, alo lejos se vieron las figuras de variosjinetes que venían al galope agitando susbrazos.

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Cuando llegaron a la cabecera delala donde estaba el general supremo,resultaron ser mercenarios cristianos delcampamento.

—¡Maronitas! —balbucearontodavía desde la distancia—. ¡Nuestragente espera vuestra llegada!

Significaba esto que el campamentode los mercenarios y todo el arrabalestaban en poder de la conspiración y sehabían unido a nuestra avanzadilla.Enseguida la noticia corrió de boca enboca y los hombres armaron un granalboroto a lo largo de las tropas,voceando sus gritos de guerra ychasqueando la lengua de un modoexcitante y alborozado para manifestar

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su júbilo.

A medida que nos acercábamos aDamasco, nos íbamos haciendoconscientes del terrible caos que habíacaído sobre la ciudad y sus aledaños.Por todas partes se levantaban a loscielos columnas de humo negro. Elsuburbio entero estaba en llamas.Oleadas de jinetes sin orden sedesplazaban por los alrededoreslevantando nubes de polvo. Nuestraavanzadilla se entretenía saqueando elarrabal que se extendía por las orillas.Ardían las fondas, las casas y lascuadras, y de los rebaños que solían

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concentrarse en la explanada no quedabaya ni un solo animal vivo. Losdespiadados guerreros maronitasmontaban sus cabalgaduras velocesdescribiendo círculos, agitando suslanzas empenachadas entre agudosgritos. Se escuchaba el tronar de lashachas destruyéndolo todo, mientras unainterminable fila de soldados, con susmanadas de bestias, iba aposentándoseen los campos, levantando sus negrastiendas.

Klémens y yo nos adelantamos unpoco a caballo para verlo mejor.Nuestra ansiedad era mayor que nuestrotemor. Fuimos hasta las ruinas y losescombros que permanecían ardiendo en

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lo que fue el arrabal de los mercaderes.Como la luz reverberaba y el humo delas llamaradas iba en esa dirección, noera posible distinguir en un primermomento con detalle lo que allí estabasucediendo. Hombres aterrorizadoshuían en todas direcciones; solo se veíande forma fragmentaria tan pronto losturbantes y las barbas como algunastúnicas hechas jirones, o un montón deharapos desde los hombros a lasrodillas y algunos cuerpos mediodesnudos. El suelo estaba lleno decadáveres envueltos en cenizas ydespojos. La visión resultabaespeluznante, y los alaridos quebrotaban por doquier herían el alma.

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Vimos también correr a las mujeres y losniños, y a muchos ancianos perdidos enla confusión.

Klémens observó el espanto en micara y me gritó:

—¡Volvamos atrás! ¡Aquí nohacemos nada!

Nos dimos la vuelta. Cabalgábamoscruzando el galimatías del ejércitomaronita, que había abandonadocualquier orden al sentir la llamada delsaqueo. Parecía que ya todo les dabaigual, excepto hacerse con una buenaganancia.

—¡Vamos al campamento de losmercenarios! —exclamó Klémens—.¡Confío en que mi padre y mi tío estén

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allí!El campamento estaba convertido en

otro desorden casi tan grande como eldel arrabal. Los soldados iban y veníansaltando por encima de montones demuertos. Muy pocas tiendas de campañaquedaban en pie y el ruido de los gritosy la refriega era tan grande que apenaspodíamos entendernos mi amigo y yo.Entonces, mediante señas, él me indicóque fuéramos hacia el interior, endirección al promontorio que ocupabanlos oficiales. Y allí, por fin, rodeado porotros jefes, encontramos al curadorCromacio:

—¡Padre! ¡Padre! —DescabalgóKlémens y fue hacia él—. ¡Padre!

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¡Padre! ¡Padre mío!Cromacio salió de entre el grupo con

los brazos abiertos, con su cabezaredonda, sin cuello, colorado por el sol,espesas cejas y barbas canas, gordo,adiposo y con la voz quebrada y llorosa.

—¡Klémens! ¡Hijo! ¡Alabado seaDios!

Se abrazaron entre sollozos, dandogracias al cielo por haberse podidoencontrar en medio de toda aquellasituación.

Luego, mi amigo, reparando en ellamentable aspecto que presentabantanto su padre como sus esclavos ycolaboradores, vestidos con andrajos,sucios y sin más adorno en sus

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malogrados y sudorosos cuerpos, lespreguntó muy extrañado:

—Pero... ¿qué os ha pasado? ¿No sehabían rendido los agarenos?

—No, hijo —respondió el padre—.No, no se ha producido ningunarendición. Los ismaelitas fieles al califahan huido a la ciudadela y se hanamontonado en su interior haciéndosefuertes.

Miramos hacia la ciudad y vimosque en todas las murallas ondeabanbanderas del califa. La desolaciónentonces se apoderó de nosotros. Penséen los míos, en mi madre, en mi primo,en Dariana...

—¿Y mi tío Hesiquio? —preguntó

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con angustia Klémens.—Nada sé de mi hermano. No

tenemos noticias de lo que ha sucedidodentro de la ciudad. Solo puedo decirosque corrió el rumor de que los ministrosdel califa habían sido avisados de quese preparaba una sublevación...Inmediatamente después todo seprecipitó. Yo me hallaba ya aquí, en elcampamento, esperando instrucciones dela conspiración. Por lo tanto la situaciónme encontró fuera. Los guardiascerraron todas las puertas y en Damascodebió de iniciarse una carnicería...Desde lejos se oían las vocesenfurecidas y el clamor de esosdesdichados... Entonces decidimos

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levantarnos en armas. Los cristianosmercenarios estuvieron peleando contralos soldados ismaelitas. Al principiotodo fue confuso, equívoco, porquetodavía casi nadie sabía a quién debíaenfrentarse. Pero después la cosa se fueaclarando, y muy poco despuésempezaron a llegar oleadas de guerrerosmardaitas. Luego llegó la avanzadilladel ejército maronita... Hasta elmomento, los rebeldes dominamos losexteriores de la muralla; pero dentroestá toda la guardia del califa esperandorefuerzos...

Cromacio era ya un hombredemasiado viejo para tanto esfuerzo ytantas emociones. Sentose en el suelo,

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fatigado, jadeante y, entre lágrimas, sepuso a relatar su peripecia:

—Hice lo que pude, hijo mío.Confiábamos en que llegarais a tiempopara levantar a nuestra gente, todos auna, dentro y fuera de la ciudad. Perotodo se precipitó... De pronto me vienvuelto en un infierno de llamas yviolencia. Nadie hacía caso; nadie eracapaz de hacerse entender... Ha sido undesastre... Estoy vivo por puromilagro... Dios quiera que los nuestrosque se quedaron dentro hayansobrevivido también... Aunque me temoque...

—¡Padre! —gritó Klémens—. ¿Y laayuda de Bizancio?

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Cromacio rompió a llorar.—¡Ah, eso...! —respondió entre

sollozos—. No sabemos todavía sillegaron a Constantinopla las cartas queenviamos al emperador de los romanosy los griegos... Solo hay desconcertantesrumores. Algunos aseguran que el califase adelantó a nosotros y envió cartas asu vez proponiéndole un pacto. Inclusodicen que el emperador ha prometidoenviar artesanos para que hagan losmosaicos de la nueva mezquita Aljama.¿Cómo vamos a creernos eso? ¡Quédesastre! No hay noticias de Bizancio...Solo han llegado un millar demercenarios griegos por mar. ¿Y qué eseso? Esto va a ser una catástrofe... ¡Todo

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ha salido mal, hijos míos!En ese momento empecé a ser

consciente de que era aquella una horaterrible. Todos los planes excelsosempezaban a esfumarse. Nada grande nihermoso aparecía en el sucederse de losacontecimientos. La realidad era cruda ycruel. En torno solo había fuego, polvo,cenizas y muerte.

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a tormenta del saqueo fue pasando;era sucedida por una incierta calma,

impregnada por el hedor de lapodredumbre. Los cuerpos seamontonaban sin sepultura, mientras lossoldados vagaban todavía en delirio,aunque agotados, en busca de mujeres yvino. No respetaban a nadie con tal desatisfacer sus pasiones. Me habían

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contado que la guerra era así, pero,hasta que uno no lo ve...

El segundo día de nuestra llegada,cuando todo parecía estar ya mástranquilo, Klémens y yo fuimos hasta elarrabal del norte y luego a los huertosdel valle del río. En nuestro recorridovimos a esos raposos hartos de comer,con las brasas aún encendidas, lascacerolas llenas y los huesos de losterneros desparramados por doquier.También había cáscaras de berenjenassin madurar, y otras verduras y frutastiradas a la puerta de sus tiendas decampaña. Por todas partes pululabanancianos, mujeres y niños llorosos. Mialma estaba horrorizada y mi pecho

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estremecido. Habían huido de miespíritu todas las ansias guerreras; solosentía dolor y asco.

Como si leyera mis pensamientos,mi amigo, mirando hacia la ciudad, medijo en voz baja:

—La lucha contra tu propia gente esla más desgarradora de cuantas puedahaber. Hay que ser una fiera para nosentir ese mal... Los viejos soldadosdicen que los infiernos envían demonioscontra quienes derraman la sangre de suspropios paisanos. Yo no sé si eso seráverdad... Es la primera vez en mi vidaque he ido contra mi ciudad. Pero heconocido a hombres que contaron que,en alguna guerra, mataron a aquellos que

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les eran conocidos y, bien que losdemonios llegasen de fuera o bien dedentro de sí mismos, aseguran sentirseya atormentados hasta el día de sumuerte...

No dije nada. Una vez más mesorprendía su lucidez. Parecía saber élque, en esos momentos, yo me sentíaprofundamente afligido por losdemonios. Era como descubrirse unosucio y estúpido a la vez. Pensaba entodo ese odio necio que causa tantosufrimiento a la humanidad desde elabismo de los siglos. Pero, más quenada, me llenaba de angustia acordarmede los míos. Era horrible imaginar loque pudieran estar pasando dentro de

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esas murallas. Y me desgarraba el almasentirme en cierto modo culpable.

Y para colmo no paraban de llegarmardaitas desde sus escondrijos en losmontes. También aparecían partidas demercenarios como de repente, al ladodel río, con sus manadas de caballos ysus tiendas oscuras. Se iban enterandodel asedio de Damasco y bajaban comocuervos para participar en el botín. Estoprovocaba pendencias, alborotos y mássangre y crueldad.

Pasada la tercera jornada desdenuestra llegada, la situación seguíaigual: no obstante la quietud, reinaban la

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misma expectación e incertidumbre.Entonces los jefes de todas las tropas,secciones, grupos y tribus convocaronun gran consejo. Cromacio nos invitó asu sobrino y a mí a participar. Fuimoscon la esperanza de que salieransoluciones de la reunión, pero elespectáculo que vimos fue vergonzoso:los jefes no se ponían de acuerdo y noaceptaban una única autoridad. Cada unoestaba allí para obtener su propiobeneficio lo más rápidamente posible yluego retirarse a sus territorios. Por otraparte, ni los maronitas ni los mardaitasse manifestaban dispuestos a aceptar laautoridad del emperador de Bizancio.Lo consideraban un usurpador tirano,

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heresiarca diabólico y ambicioso, ytemían someterse a él y tener que pagarimpuestos. Lo que dijeron sin retractarseenfureció a los oficiales de losmercenarios griegos que habían venidopor mar. Abandonaron la reunión ydesde entonces hicieron la guerra por sucuenta.

Cromacio estaba exasperado. En suarrugada y enrojecida cara seapreciaban los signos de un extremoagotamiento. Pero, aun así, se dirigió alos jefes intentando unificar criterios:

—¿Entonces, para qué estamos aquí?Si no esperamos la ayuda del emperadorde los griegos y los romanos, estamosperdidos. Seguro que el poderoso

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ejército árabe viene ya hacia Damascopara liberarla. A estas horas estaránreuniéndose miríadas de soldados entodos los territorios y ciudades paraacudir en auxilio del califa. ¡SinBizancio no somos nada!

—¡Asaltaremos la ciudad antes deque eso ocurra! —gritó el generalsupremo de los maronitas.

La mayoría de los que allí estabanaclamaron esta propuesta. Se armó ungran alboroto y ya nadie prestó atencióna Cromacio. Se pusieron a decidir lamanera en que iban a asaltar lasmurallas: los aparatos que necesitaban,la organización de las fuerzas, loslugares que les parecían más

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vulnerables y todo aquello que pudieraservir para ese fin.

Desanimado, abatido, Cromacioabandonó la reunión con sus ayudantes yesclavos. Klémens y yo también leseguimos. Antes de entrar en su tiendapara descansar, se volvió hacia nosotrosy dijo con aire terrible:

—Se creen que podrán llegar hastael corazón del palacio del califa paraasesinarlo y hacerse con todos sustesoros. ¡Qué equivocados están! Tal vezpuedan llegar a entrar en la ciudad, conmucho tiempo y esfuerzo; pero laciudadela interior es inexpugnable. Nohay otra fortaleza como esa en el mundo.Dentro hay aljibes llenos de agua hasta

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el borde y despensas y granerosrebosantes de alimentos. Necesitaríanmeses; tal vez años de asedio... Antesllegarán aquí cientos de miles dehombres para liberar al comendador deAlá... Sin el emperador de los romanosy los griegos no somos nada. ¡Todo estoha sido una locura!

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n las semanas siguientes selevantaron con destreza los

ingenios de asalto: cuatro torresparalelas revestidas de pieles,centenares de escaleras, dos hileras decatapultas y sólidas cubiertas paraproteger los arietes. Todo ello fueconstruido con destreza y rapidez.Causaba verdadero asombro. Había

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ingenieros veteranos capaces de idearinverosímiles artefactos o de solucionarcualquier problema mecánico. Loshombres trabajaban sin darse descanso,como si estuvieran poseídos por unavoluntad implacable y una energíapertinaz. Lástima que aquellos duchosguerreros, capaces de actuar unidos paraalgunas cosas, no pudieran ponerse deacuerdo en otras.

Acabados los preparativos, llegó elmomento de aproximar los aparatos deguerra para ponerlos en práctica.Durante los primeros días vi el combatedesde lejos, situado en un altozano alnorte de la ciudad, en la orilla de acádel río. Después me aproximaba más.

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Desde muy temprano, los monjes ysacerdotes maronitas orabanarrodillados. Las plegarias seconfundían con el fragor que no cesaba:estrépito de pisadas de hombres ybestias, construcción y transporte deaparejos, ruido de armas, estruendo detambores y ensordecedor bullicio.

Al cabo de una semana de bregaintensa al pie mismo de las altasmurallas, bajo incesantes lluvias deflechas y proyectiles, los jefes acabaronreconociendo que los de dentro noabrirían las puertas sin condiciones.Lejos de ello, parecía que se hacían másfuertes a medida que transcurrían losdías. Se supo, para colmo, que tenían

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muy bien protegido el acueducto y lapuerta que daba a la ciudadela interior,por donde les entraban todos los víveresque necesitaban. Con la curva quetrazaba el río y los fuertes muros de lafortaleza, se hacía imposible rodear laciudad hacia el sur para completar elcerco. Esta evidencia acarreó laconfusión entre nuestros generales, queveían con estupor cómo sus mejoressoldados caían apedreados y asaeteadosuna y otra vez en los intentos deaproximarse a la fortaleza. Además,cualquier posibilidad de extender elasedio hacia la parte oriental se veíafrustrada por la presencia deinterminables líneas de arqueros

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amparados por los repliegues delterreno y la altura de la margen del ríodominada por ellos.

Transcurrían largas horas de ferozcombate, en las que caían numerososdefensores de las murallas; pero muchosmás de los asaltantes. Los cadáveres secontaban ya por centenares esparcidosen una gran extensión, sin que hubieratiempo u ocasión para recogerlos ydarles sepultura. Eso desmoralizabamucho a los nuestros. Pero los generalesno querían dar tregua, para no hacer veral enemigo que nos empezaban a flojearlos ánimos.

Al término de cada jornada, sereunía el consejo de los jefes. Las

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discusiones no llegaban a las manos depuro milagro. Porque, a medida quepasaban las semanas, se ponían másexacerbados, al comprobar la dificultadde sus propósitos y el creciente temor deque llegasen los refuerzos árabes. Acausa de esta enervante posibilidad, sedeterminó emprender un asaltodefinitivo con gran movimiento demáquinas de asedio y arietes en loscuatro costados de la ciudad, aunsabiendo la mucha sangre que noscostaría tal esfuerzo. Con ese fin, seestuvieron componiendo más catapultasy trabuquetes durante una semana. Y,mientras se hacían estos preparativos ala vista de los de dentro, se enviaron

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emisarios para parlamentar ofreciendounas buenas condiciones de rendición:el respeto de las vidas de todos losdamascenos, sus mujeres, hijos yesclavos, evitando el saqueo, a cambiode un tributo y de una parte del tesorodel califa. El gobernador de la murallani siquiera respondió.

Cuando concluía el mes de octubre,empezaron las primeras lluvias y setemió que aumentase el cauce del río,haciendo todavía más difícil el vado.Entonces, no pudiéndose demorar más lacosa, se organizó nuestro ejército encuatro frentes, con todo el aparato deguerra apuntando principalmente haciala muralla sur, por ser la de más fácil

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acceso.El combate era permanente y

agotador. Hasta que, uno de aquellosdías, a media mañana y de repente, seescuchó un griterío fuerte en algunaparte, como un clamor de júbilo.Alguien empezó a decir que la puerta deBab al-Salam estaba abierta. Corrimoshasta un altozano desde donde se veía.No podíamos comprender el motivo enese momento. Pero luego lo supimos:aquella parte de la fortaleza extraía elagua de un cauce desviado desde elBarada por debajo de las murallas. Unsoldado nuestro lo conocía, por serdamasceno de origen y haberse criadoen aquel barrio. Avisó a los oficiales de

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que el canal subterráneo era pocoprofundo en otoño y que permitía elpaso desde el río. Él condujopersonalmente a una fila de hombres enplena noche y aguardaron dentro a queempezaran los combates por la mañana.Los centinelas, preocupados por losarietes en las torres y almenas,descuidaron vigilar bien los adarves.Los valerosos intrusos se abrieroncamino y descorrieron los cerrojos enplena confusión. Se abrieron las grandespuertas y nuestros hombres irrumpieronen su interior.

Inmediatamente, como una avalanchaensordecedora, todo el combate seconcentró en ese lado. Yo también

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galopé hacia allí confundido entre losenloquecidos maronitas. Deseaba entrara toda costa en la ciudad y en aquelmomento delirante no reparé siquiera enel peligro que ello conllevaba. Lasmurallas estaban cubiertas de soldadosque peleaban cuerpo a cuerpo. No habíatregua. Durante horas, se combatiódenodadamente para abrir la brecha.Una muchedumbre, como una masainforme, se debatía entre el río y losmuros. Todo en torno era un maremagnodonde los hombres tenían que saltar porencima de los cadáveres. Se luchaba, segritaba, se maldecía, se sudaba achorros... Las saetas surcaban el airesilbando y caían piedras desde todas

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partes. Supongo que, tanto entre los dedentro como entre los de fuera, hubogente que murió herida por los propiosproyectiles, en vez de por los contrarios.

Por primera vez me veía peleandomontado a caballo, agarrandofuertemente mi lanza. No pensaba ennada más que avanzar hacia la puerta.Pero delante de mí se había formado ungran tapón, hecho de cuerpos vivos ymuertos de hombres y bestias. No séprecisar el tiempo que estuve en esebrete.

Pero, de pronto, algo me golpeó enun costado. Me caí y perdí el caballo.Admití entonces que iba a morir de unmomento a otro. Sin embargo, no sentía

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pánico ni nada parecido. Me asfixiabaentre la masa que apretaba por todoslados, sin ver nada delante; peroadvertía de alguna manera que elcombate iba disminuyendo. Anochecía.El ruido fue cesando y finalmente solopersistía un fragor tenue y rumor lejanode órdenes, gritos y lamentos. Tendidosaquí y allá había hombres con lascabezas destrozadas y heridasespeluznantes en diversas partes delcuerpo. Al darme cuenta de que yo nosangraba por ningún sitio, di gracias aDios. Solo recuerdo estar muerto de sedy cubierto de sudor, polvo y sangre.

La oscuridad nos sorprendió todavíafrente a la puerta. Muchos aguerridos

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mercenarios bizantinos habían entradoapoderándose de la zona norte de laciudad. Pero el resto todavía no se habíarendido. La eficaz y nutrida guardia delcalifa retrocedió a tiempo hasta losalrededores de la ciudadela paradefenderla, y una parte de ella se habíaaglutinado en su interior. Resultabaimposible de noche vencer a losinnumerables soldados ocultos entre lamaraña de achaparradas casas de barroy las infinitas terrazas que dominabanlas calles.

Nos retiramos al campamento,dejando que las incontroladas bandas demaronitas y mardaitas permanecieranesperando al amanecer, aferrados a la

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presa que tanto esfuerzo y sangre leshabía costado.

Aquella noche sería espantosa,eterna, en un extremo ambiente deansiedad. Nadie quiso celebrar que sehubiera conseguido entrar en Damasco,porque esa misma tarde se supo laterrible noticia: el inmenso ejército deMaslama venía veloz a menos de veinteleguas.

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l amanecer, los observadoresprecisaron que la vanguardia de la

hueste califal estaba a tres jornadas acaballo; el grueso quizás a menos decinco. Después hubo una gran quietudmientras el sol iluminaba los campos. Lagente oteaba la distancia, en los cerros,en las almenas, en las terrazas, en lastorres e incluso encaramada en los

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tejados. Después de una noche larga deangustiosa espera, el silencio tensopareció eterno. Era como si toda aquellamultitud anhelosa estuviese con larespiración contenida: los de dentro dela ciudadela debían de estaralegrándose; pero nuestros hombres sellenaron de angustia.

La mañana era fría. El generalsupremo de los maronitas y losmiembros de su consejo se habíansituado en un altozano, enfundados ensus largos alquiceles reforzados concuero, y daban las últimas instrucciones.Desde las primeras luces, se habían idoapostando los arqueros en todas lasalturas y los aparatos de asalto se

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aproximaban a la muralla. Frente a lapuerta de Bab al-Salam se arracimabanaglomeraciones de soldados y lacaballería se mantenía a distancia, a lolargo del río, para defender laretaguardia. A media milla, el resto delejército avanzaba a la deshilada,acercándose a las murallas a pasoquedo. Los hombres miraban comopetrificados a sus jefes, esperando quese diera la orden de iniciar el último ydefinitivo asalto a la ciudad, tal y comose había planeado: una irrupción rápiday brutal para llegar hasta el enredo decallejuelas donde los defensores seríanperseguidos y masacrados.

Al final, nada ocurrió en realidad.

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Tras un espacio de tiempo extraño,como de vacilación y ansiedad, se alzóde repente un rumor de voces, seguidodel estallido del griterío, y la masa deatacantes empezó a penetrar por lapuerta que dominábamos. No huboresistencia ni oposición alguna; nisiquiera volaron flechas ni piedrassobre los atacantes. Los oficiales de laguardia habían considerado innecesarioel contraataque y permanecíanencerrados en la poderosa ciudadelainterior, confiados en la inminentellegada de sus refuerzos. De manera quelos nuestros podían dedicarselibremente a la rapiña y el pillaje,saqueando la ciudad en busca de

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comida, vino, mujeres y ganado.Pero, antes de que todo eso

sucediera, la noche anterior loscristianos damascenos rebeldeshabíamos exigido a los jefes que seconsiderara sagrado el barrio de BabTuma, donde estaban nuestras iglesias ynuestras casas, y que solo nosotrospudiéramos entrar en él después delasalto. También se pidió que serespetara a la población del resto de laciudad. Sin embargo, los mardaitas,hambrientos y furiosos, entraron atropel, saqueando y asesinando sinmesura. Por todos lados se escuchabanlos gritos de hombres, mujeres y niños.El eco de la crueldad flotaba sobre

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Damasco.Klémens y yo entramos en medio de

la tropa damascena. Ya en el adarve nostopamos con escenas horrendas: unhombre yacía aplastado bajo una granroca, cuerpos con la cabeza y losmiembros amputados, rostrosdestrozados... La tierra estaba pegajosa,empapada por la sangre. Nos veíamosobligados a taparnos la nariz y la boca,ante el nauseabundo y penetrante hedorde las entrañas podridas y de la carnequemada. Transité como llevado envolandas por aquel espectáculo dehorror y desolación. Resultaba a vecesmuy difícil avanzar, a causa de losapelotonamientos que se formaban en las

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esquinas y callejones. Nos debatíamos através del humo negro para llegar alcentro, sin saber aún que nos esperabansorpresas mucho más desgarradoras. Lascalles, plazas, casas y jardines estabansembradas de cadáveres ensangrentadosde hombres, mujeres y niños. Las hachasy las espadas siguieron golpeando sinpiedad, hasta que las fuentes y lasparedes se tiñeron de rojo.

La basílica de Santis Joannes estabasemiderruida y en llamas. Allí, en laexplanada que se extiende delante deltemplo, alcanzamos el máximo horror.Se veían pilas de cabezas y miembrosamputados, sobresaliendo entre unamaraña de cuerpos inertes. Nuestra

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gente quedó muda y paralizada por laconsternación.

Costaba identificarlos, pero pudimosdar con muchos conocidos entre losmuertos. En el atrio, sin cabeza ycolgando de una galería por los tobillos,estaba el cadáver de HesiquioCromanes, en medio de una hilera dehombres cristianos ilustres tambiéndecapitados. Supimos que era él por susropas, y porque luego dimos con sucabeza en medio del montón que yacíadelante de la puerta principal de labasílica. Nos dejamos caer de rodillasen un charco de sangre seca y estuvimosllorando...

Pensamos que si Hesiquio había

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muerto aquí, quizá su esposa noestuviese demasiado lejos. Pero no lahallamos. No había allí cuerpos demujeres. Eso aumentó mi esperanza deque estuvieran con vida mi madre,Dariana y Tindaria. Quizá las mujerestuvieron tiempo y ocasión parasalvarse...

Salí corriendo en soledad hacia micasa por la calle Recta. La puerta estabaabierta de par en par. Entré gritando:

—¡Madre, madre!No hubo otra respuesta que el

silencio. Recorrí las estancias y noencontré a nadie. Estaba a punto demarcharme cuando escuché mi nombre,con un áspero y seco susurro que

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provenía de la oscuridad. Era elmatrimonio de ancianos criados quesalían desde detrás de un cortinaje.Venían hacia mí con los rostrosextraviados.

—¡¿Dónde está mi madre?! —lespregunté.

No fueron capaces de darme unarespuesta con algo de lógica. Solosabían decir que la guardia del califahabía venido a buscar a mi primoCrisorroas; que se lo llevaron preso yque no habían vuelto a verle desde esedía. De mi madre solamente sabían quehabía huido, pero ignoraban hacia dóndey con quién. Al parecer muchoscristianos pudieron irse de la ciudad

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antes de que se desatara el horror. Sabereso me alivió mucho.

Salí de allí y corrí en dirección alpalacio de Hesiquio. Cuando entré loencontré completamente destrozado ylleno de saqueadores maronitas. Lespregunté si habían hallado allí a alguiencon vida.

—A nadie —respondió uno de ellos—. Los lacayos y esclavos estánmuertos. Ahí en los huertos vimos suscuerpos corrompiéndose.

Fui al jardín y encontré una terribleescena: los criados yacían con losvientres abiertos y las entrañasesparcidas a su alrededor. El hedor erainsoportable. Lo que recordaba como un

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vergel había cambiado. Los murosestaban descuidados y cubiertos dehierbajos; los árboles mustios y la tierraseca. Había caballos pisoteando losarreates donde hubo delicadas flores,camellos que cojeaban por losembaldosados cargados con todoaquello que los saqueadores queríanllevarse y asnos abrevándoseruidosamente en las fuentes de mármol.Los hombres corrían de aquí para alláen frenética actividad, llevados por sucodicia, echando abajo las celosías y laspuertas, mientras se gritaban unos aotros. Uno de ellos señaló algo:

—¡Mirad eso!Un poco más allá había dos grandes

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sacos de tejido basto, bien atados en laboca y apoyados contra una pared, queparecían contener cuerpos humanos. Mefijé bien y vi que se movía algo en suinterior. Sin duda, alguien permanecíacon vida dentro. Así que me apresuré acortar las ataduras. Enseguidaempezaron a salir grandes gatosfuribundos por la abertura, que corrieronbufando y saltaron hacia los tejados. Enel primero de los sacos apareció elcuerpo inerte, rígido y destrozado deTindaria Karimya; en el otro, el deDariana, muerta, fría, arañada, mordiday medio devorada...

El grupo de maronitas me ayudó asacarlas y extenderlas en el suelo. Yo

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temblaba deshecho por el dolor y laamargura. Y uno de ellos, a mi espalda,observó, murmurando entre dientes:

—Hemos visto crueldades de loshombres; pero ninguna como esta. ¡Quésalvajada!; dos pobres mujeresencerradas vivas en sacos con gatoshambrientos... Lo que no habránpadecido esas pobres criaturas... ¡Escosa de demonios!

Salí de allí empujado por unaaflicción oprimente. No sabía qué hacerni adónde ir. Todo lo que había sucedidoen Damasco me parecía ser obra deldiablo. No se podía llegar a otraconclusión contemplando toda aquellaatrocidad desoladora. La ciudad ardía,

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bajo un cielo hosco y polvoriento,saturada de violencia y codicia.Habíamos contribuido a una guerradestemplada, atropellada e infecunda;sin lograr nuestro propósito de salvar labasílica ni instaurar un reino nuevo.Ningún beneficio podía obtenerse dondesolo quedaban ruinas y muerte. Y yohabía perdido a los seres que másamaba en el mundo. Mi alma estabadesolada... ¿Por qué lo habíamos hecho?¿Qué nos arrastró para desatar aqueltremendo desastre?

Con esas preguntas vagué por lascalles, como un espíritu doliente, con lamirada perdida, como en trance devidente, sin hallar más explicación que

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la implacable realidad del mal. Mesentía tan vacío en esos momentos, queno prestaba atención alguna a todo loque me rodeaba; nada me interesaba,porque nada allí parecía tener el másmínimo valor. Atravesé el mercado delos dulces y las especias, donde todoestaba tirado por el suelo, mezclándosecon la tierra sucia, la sangre y lascenizas. El aroma de aquel lugar, en otrotiempo delicioso, era ahora acre ydesagradable. Pero todavía habíaquienes hurgaban entre los puestosderribados para llevarse algo a laboca...

Durante aquella jornada aciaga, losasaltantes engulleron los manjares que

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pudieron encontrar en la ciudad. Todo elcampamento se entregó al jolgorio y labebida. Casi se olvidaron de laciudadela. Solo reparaban en ellacuando se aproximaban y les llovíanflechas y piedras desde sus torres ymurallas. Pero ya tenían dado porperdido el apetecido tesoro de loscalifas. El reducto interior era en verdadinexpugnable. Nadie jamás habíalogrado violarlo; ni en la lejana épocade los romanos, ni cuando moraba allí elexarca de Bizancio. Los árabes quetomaron Damasco al conquistar Siriasolo pudieron entrar en la ciudadelacuando el gobernador capituló y le abriólas puertas al general Jalid.

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Nada, pues, teníamos ya que haceren Damasco. No podíamos esperarayuda inmediata de Bizancio y, además,los maronitas la rechazaban. Nuestrasposibilidades eran nulas. Y para colmode desgracias, se aproximaba veloz elinmenso y poderoso ejército deMaslama. Si nos hallaba en la ciudad asu llegada, no teníamos salvación,atrapados dentro de las murallas, con lanumerosa y aguerrida guardia del califaen la ciudadela, controlando la puerta deBab al-Faraj que no dudarían en abrirpara sus refuerzos. Así que nuestrosguerreros empezaron enseguida a cargarcon todo lo que podían llevarse paraemprender cuanto antes la huida hacia

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las montañas.

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o fue una retirada, sino unaauténtica desbandada. Cuando al

amanecer apareció la tolvanera en lalejanía, como una columna gris más alláde los llanos de Guta, se supo queMaslama había hecho galopar laavanzadilla de su ejército durante todala noche. Estaban quizás a menos de unajornada de Damasco. Entonces cundió el

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pánico. Una gran agitación sacudió lastropas. Los primeros en huir fueron losmardaitas. Sus jefes se despidieron muyceremoniosamente, con bellas palabrasy cumplidos, y sus sacerdotesextendieron sobre nosotros susbendiciones. Pero no les preocupabamás suerte que la suya y ni siquieravolvieron las cabezas cuandoemprendieron los caminos queascendían hacia las laderas del monteKasiun. Luego partió la fila de losmaronitas. Y menos de una horadespués, una verdadera estampida dehombres y bestias huyó por los cerros endesorden, dejando tras de sí nubes depolvo. Si había habido algún tipo de

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organización en nuestro ejército, en uninstante se deshizo por completo. Allí yano quedaban generales, oficiales nilíderes; todo era conmoción,desconcierto y pánico. El campamentoempezó a verse desierto; y los aparatosde guerra, abandonados y solitarios,proporcionaban un aire fantasmagóricoal desamparado panorama que había alpie de las murallas. La ciudad humeabaen desamparo con la primera luz del día,pero las impresionantes banderolasblancas y doradas y los orgullososestandartes de los omeyas ondeaban enlas torres de la fortaleza. Nutridashileras de figuras humanas oteaban elhorizonte desde las almenas, aclamando

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con una burlona algarada la escapada dequienes poco antes eran sus atacantes.

A media mañana solo permanecíanfrente al arrabal varios centenares desoldados damascenos rebeldes y elmillar de mercenarios griegos quevinieron por mar. Pero todos elloshabían decidido marcharse. De maneraque debíamos tomar una determinacióninmediata. Y solo teníamos por delantedos opciones: salir detrás de losmaronitas para refugiarnos en el monteLíbano o huir con los griegos hacia lacosta, al puerto de Akka, donde teníananclada su flota. No había tiempo parapensárselo demasiado... Así que ladecisión final fue emprender el mismo

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camino que los griegos; hacia el surprimero, bordeando los montes, y luegohacia poniente; puesto que en unasemana podíamos llegar al mar.

Pero, en aquel momento, cuandoacabábamos de ponernos de acuerdo,vimos salir de la ciudad una larga filade gente por la puerta de Bab al-Salam.No eran guerreros, sino mujeres, niños,ancianos y hombres de paz que huían porpuro miedo causado por la nuevainvasión de soldados que se avecinaba.Cruzaron el río y pasaron en silenciopor delante de las tiendas. Iban abatidosy llorosos, dando un gran rodeo a laciudad, en dirección a la antigua calzadaque conduce hacia el sur, la cual

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conocemos como «camino deJerusalén»; la misma ruta que nosdisponíamos a tomar nosotros.

Fuimos para ver si necesitaban algo.Pero aceleraron el paso, mirándonos desoslayo con temor. Entonces,acercándonos todavía más a ellos,descubrimos muchas caras conocidas:parientes, amigos o simples vecinos delos que allí estábamos. No obstante, suactitud era huidiza, como si no quisierannada con nosotros. Insistimos tratandode hablar con ellos, e incluso llegamos acortarles el paso. Y Cromacio lesgritaba con ansiedad:

—¡Eh, hermanos, decidnos haciadónde os dirigís!

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No contestaron. Intentaban continuarsin hacernos caso, con las cabezas bajasy aspereza en los rostros.

—¡Habladnos, hermanos! —insistióCromacio suplicante, poniéndose derodillas a la vera del camino—. ¡No nosneguéis la palabra! Podemos hacerjuntos el camino... Todos nosotrosvamos también hacia el sur.

Unas mujeres se detuvieron yempezaron a increparle:

—¡Déjanos seguir nuestro camino yve tú por el tuyo!

—¿Te parece poco todo el mal quenos habéis causado?

—¡Nada queremos con vosotros,hombres violentos y sanguinarios!

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Entonces comprendimos lo quepasaba: aquellas gentes nos hacíanculpables de su desdicha. Nuestrospaisanos consideraban que la rebeliónhabía sido la causa de todas lasdesgracias caídas sobre Damasco. Esonos causó una gran angustia; era como sinuestros males no tuvieran fin.

Klémens se enardeció y fue haciaellos gritándoles despechado:

—¡Desagradecidos! ¡Miserables!¡Cobardes! ¡Todo lo hemos hecho porvosotros! ¡Hemos arriesgado nuestrasvidas y nos tratáis así!

—¡Déjalos, hijo! —le amonestó supadre—. ¡Déjalos en paz! Dios pagará acada uno como se merece...

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—¡Eso mismo; tú lo has dicho! —gritó con desesperación una de lasmujeres—. Id al infierno por todo el malque nos habéis causado...

—¡Calla, maldita! —le espetóKlémens—. ¡No te consiento que tratesasí a mi padre!

—¡Calla tú, hijo! —replicóCromacio—. ¡Obedece lo que te digo!¡Déjalos en paz! ¡Que sigan su camino!

La gente se había detenido formandoun gran corro y miraban perplejos ladiscusión. Los soldados griegos, encambio, estaban recogiendo sus cosas ycontemplaban la escena desde lejos. Enese momento, alguien de entre ellosgritó:

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—¡Dejaos de disputas absurdas! ¡Nohay tiempo que perder! ¡Mañana, a lomás tardar, estarán aquí los soldados deMaslama!

La muchedumbre se agitóestremecida y echó a andar de nuevo endirección al camino de Jerusalén. Seríanun millar; tal vez dos. Era difícilprecisar su número en tal estado deconfusión, cuando marchaban entre loshuertos de frutales arrasados y las ruinasdel arrabal. Era muy triste ver que ibanapenas con lo puesto, casi todos a pie,pues no habían quedado bestias en laciudad. Si acaso irían una veintena deburros viejos por detrás, transportandolos ancianos y enfermos. El resto

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apresuraban los pasos, cabizbajos yresentidos, sin despedirse siquiera denosotros. Caminaban entre ellos muchosvecinos y amigos; pero se había abiertoun abismo tremendo que nos separaba deellos. Eso fue lo más doloroso deaquella absurda guerra; y hacía que yosiguiera sumido en la maraña de misremordimientos; con una insoportabledesazón en el alma. Agotado,hambriento y confundido, pensaba quenada peor podría ya ocurrir ante misatribulados ojos... Así que decidíretirarme de allí para unirme a miscompañeros y seguir su suerte.

Pero entonces, cuando los últimos demis desdichados paisanos estaban

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pasando por delante de mí, me fijé en ungrupo de hombres y, de repente,descubrí entre ellos a mi primo JoannisCrisorroas. Él también me miró, casi enel mismo instante, y vi la sorpresa en sucara y sus ojos. Estaba muy delgado,demacrado y con oscuras ojeras.

—¡Bendito sea el Dios de loscielos! —exclamó con el rostroiluminado—. ¡Efrén! ¡Hermano mío,Efrén! ¿Qué ha sido de ti?

Corrí hacia él con el alma en vilo.Le abracé. Fue como si se hiciera unpoco de luz en medio de tanta opacidad.Él se apartó para volver a mirarme yrecobrar el resuello. Me palpaba loshombros, el cuello, la cara, la cabeza...;

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como si no pudiera creerse que elencuentro era real. Mi corazón saltabadentro de mi pecho mientras le decíacon ansiedad:

—¡Te busqué en la ciudad, hermanomío! ¡Fui a nuestra casa...!

—¡Alabado sea Dios! —rezaba él—. ¡Bendito y alabado sea! ¡Noesperaba encontrarte!

—¿Qué ha sido de mi madre? —lepregunté.

Puso en mí una mirada cargada deestupor y congoja.

—No lo sé —respondió—. La hebuscado por toda la ciudad y no hepodido dar con ella, ni encontrar aalguien que supiera algo... Desapareció

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como tantas personas... Es lo único quepuedo decirte, hermano...

Y después de decir eso, me mostrósu mano derecha. Solo entonces reparéen que la tenía deforme y vendada contrapos sucios y sanguinolentos.

—¡Qué te ha sucedido! —exclamé.—Estuve en la cárcel... Por eso no

puedo decirte nada de tu madre. No séqué fue de ella mientras me tuvieronpreso por orden del califa...

—¿A ti, hermano? ¿Por qué?Suspiró hondamente, como teniendo

que recordar cosas horribles. Surespuesta fue el silencio. Luego miró enderredor, paseando sus ojos tristes porlos guerreros que empezaban a montar

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en sus caballos.—Veo que estáis con ellos —

comentó con abatimiento—. Habéisluchado contra Damasco de parte de losrebeldes... Hermano, me dijeron que alfinal te habías ido con los guerreros;pero siempre tuve la esperanza de querecapacitaras...

Cromacio fue hacia él y le habló convoz desgarrada:

—Sabio y noble hijo de Sarjun, nonos aflijas más, te lo ruego. No somosbestias. Somos hombres civilizados quehemos obrado siguiendo nuestrasconciencias. Urdimos un plan secretocon el único fin de ser libres. Muchos delos nuestros han dado sus vidas

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generosamente para servir a esepropósito. Ahora todo ha terminado yDios, que es el único justo, juzgará acada uno según sus obras... Pero no esmomento para reproches. Debemoscuidar unos de otros y huir todos juntos.Siria está en pie de guerra. Toda esagente indefensa no podrá caminar librede peligros desde aquí hasta Jerusalén.Los ejércitos árabes del sur van caminodel fin de la tierra para conquistarHispania. Eso quiere decir que muchosterritorios están a merced de losbandidos y los señores de la guerra.Convence a nuestra gente para que nosdejen ir con vosotros. Al menospodremos protegeros hasta llegar al

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camino del mar... Desde allí hasta Judeahay tres jornadas de camino.

Mi primo le miró dudando.—La gente recela de los soldados

—murmuró—. Su dolor y suresentimiento son muy grandes.Comprended que han perdido todo loque tenían...

—¡Conservan sus vidas! —exclamóKlémens—. Sin nuestra protección lasperderán.

Crisorroas se quedó pensativo. Perolos hombres que iban con él empezarona argumentar a voces:

—¡Tienen razón en eso!—Es una locura caminar hasta

Jerusalén sin escolta. Hay cazadores de

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esclavos y partidas de hombres cruelespor todas partes.

—¡Hagamos el camino con lossoldados!

—¡Eso, viajemos juntos! Y luego,cuando estemos seguros al amparo dealguna ciudad, que cada uno vaya por sulado.

Aquel grupo de hombres lideraba alresto de los fugitivos; de manera que sehizo lo que ellos acordaron. Además,cuando les proporcionamos bestias yalgunas otras cosas necesarias para elviaje, empezaron a mirarnos de otramanera.

Se dieron las órdenes yemprendimos la marcha. Me embargó

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entonces la tristeza otra vez; como unvacío y una náusea. En la vega, en elarrabal arruinado y en los pisoteadoshuertos no se veía a nadie. Todo estabadesierto y silencioso; sembrado demontones de cenizas que aún humeaban,de basura, de escombros... En el airequedaba prendido todavía elnauseabundo hedor de la guerra; unamezcla de podredumbre, olor aquemado, aroma de tierra removida yexcrementos.

Damasco se quedó atrás ydesapareció tras los cerros. Más tarde elcielo se nubló y se puso a llover.Recuerdo el aroma de la tierra mojada yel aire limpio, como un cierto alivio.

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Caminábamos al principio en silencio.Pero luego la gente empezó a cantar.Aquel salmo en arameo, que todosconocíamos, proporcionaba un granconsuelo. Así que también los soldadosnos unimos al canto.

El Señor Dios es mi pastor,nada me faltará;me hará descansaren lugares de pastos tiernos;junto a aguas tranquilasme conducirá.Confortará mi alma.Me guiará por sendas de justiciapor amor de su Nombre.Aunque ande por valles

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de sombra y de muerteno temeré mal alguno;porque Tú estarás conmigo.Tu vara y tu cayado meinfundirán aliento.Preparas una mesa delante de mí,en presencia de los que me

persiguen y angustian.Unges mi cabeza con aceite ymi copa está rebosando.Ciertamente, tu bondad y tu

misericordiaestarán conmigo todos los días de

mi vida,y moraré en la casa del Señor Dios

eternamente.Amén.

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ferrados siempre a las cordillerasque separan la región interior del

mar, remontamos empinados yserpenteantes senderos que se asían alos precipicios. Atravesamos en losvalles bancos de niebla que oscurecíanlos bosques de robles y enebros; ycruzamos más adelante declivesrocosos, viendo en lo alto las aldeas de

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los pueblos más antiguos de Siria, comoterrosas cadenas que colgaban de lasmontañas. Una vez allí, nos sentimos porfin protegidos de la posible persecucióny las sombras de la angustia y losterrores se fueron disipando, aldescender hacia la santa tierra del SeñorJesús.

Habíamos viajado en triste silenciodurante tres largas y penosas jornadas.Por fin pudimos detenernos en un llanopara concedernos un descanso, pensandosobre todo en los enfermos y losancianos. Entonces mi primo JoannisCrisorroas y yo sentimos el deseo dehablar. Y él me contó todo lo que habíasucedido en Damasco antes de nuestra

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llegada.—Los cristianos estábamos

celebrando aquel día la fiesta delTránsito de la Virgen María. A mediatarde se armó un revuelo enorme en todala ciudad. Empezó a correr el rumor deque se estaba preparando una granrebelión de los cristianos y que ingentestropas de guerreros mardaitas ymaronitas se dirigían hacia Damascodesde las montañas. Inmediatamente losguardias cerraron todas las puertas de lamuralla y acordonaron el barrio de BabTuma, con soldados apostados en todassus salidas, para que nadie pudieseentrar ni salir. Esa noche se desató laviolencia... La guardia del califa apresó

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a muchos hombres y los llevó a lasprisiones de la ciudadela. En laoscuridad se oían los fuertes golpes, losporrazos y los hachazos en las puertas,entre las voces furiosas, los alaridos delas mujeres y el estrépito de las pisadas.A todo esto sucedió luego un silenciocargado de incertidumbre. Amaneció ynuestra gente se echó a las calles conllantos y lamentos. Entonces nosenteramos de los nombres de todosaquellos que estaban presos. Había entreellos muchos patricios insignes,funcionarios, presbíteros, diáconos ymonjes, y también muchos hijos deartesanos y comerciantes. La mayoríaeran jóvenes que, como tú, fueron

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captados y persuadidos poco a pocodurante meses... Pero también habíahombres maduros; de los cualesresultaba difícil pensar que hubiesentenido una idea así...

—Como Hesiquio —observé.—En efecto. ¿Quién podría imaginar

siquiera que los hermanos Cromanesfueran las almas de la conspiración? AHesiquio la cosa le sorprendió dentro dela ciudad, mientras dormía en su propiacasa. Su hermano Cromacio en cambiose hallaba fuera, en el campamento delos mercenarios, donde esperaba con losrebeldes el momento para abrirles laspuertas de la muralla a los mardaitas ymaronitas aliados con ellos. Al parecer,

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la conjuración fue descubierta. Losespías del califa supieron que se habíanenviado unas cartas a Constantinoplapara entregar Siria al emperador de losromanos y los griegos. ¡Dios de loscielos qué locura! ¿Cómo íbamos asuponer que algo así se estabapreparando? En verdad no lo sabíamos,aunque hacía ya tiempo que veníamostemiendo algo...

—Teníamos esperanzas... —murmuré con desazón.

Él me miró, apretó los labios ysacudió la cabeza. Después prosiguió:

—La ira del califa y su consejo sedesató. Esa misma mañana empezaronlas ejecuciones. Los pregoneros

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convocaron a toda la población para queacudiera sin demora al lugar donde sehabían levantado los cadalsos, en laplaza principal, frente a la basílica deSantis Joannes; y allí, ante nuestrosespantados ojos, empezaron a serdecapitados los reos uno por uno,después de que los jueces proclamaransus acusaciones y sentencias.Mirábamos atónitos, sin alcanzar acomprender lo que estaba pasando...Y sin sospechar siquiera que lo peorestaba por venir. Porque, mientraspermanecíamos todavía allí,contemplando horrorizados elespectáculo y suplicando clemencia agritos, todos los muecines de la ciudad

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empezaron casi al mismo tiempo a dar laalarma. ¡El campamento de losmercenarios se había sublevado! Unaferoz batalla se extendía por la vega y elarrabal. Un día después empezaron allegar las primeras tropas de guerrerosmardaitas y maronitas... Y todos esosgriegos que vinieron por mar...

—Lo que sucedió después ya lo sé—dije—; yo estaba con ellos... Perodime, hermano, ¿por qué te apresaron ati? Tú nada tenías que ver con todo eso.Nunca quisiste oír hablar siquiera derebeldía...

—Cuando suceden estas cosas,nadie se ve libre de sospecha. El califame llamó a su presencia. Sus ministros

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me interrogaron delante de él y algunosllegaron a insinuar que yo tambiénformaba parte de la conspiración. Perodespués me dejaron libre, porque novieron al califa convencido de miculpabilidad o porque no fueron capacesde demostrar nada. Sin embargo, esamisma noche volvieron a por mí. Meencerraron en la cárcel sin darmeninguna explicación. A la mañanasiguiente me llevaron ante los jueces yme acusaron de haber escrito una de lascartas enviadas a Constantinopla. Pedíque me la enseñaran y traté de demostrarque aquella no era mi letra. Pero yatenían decidido que yo la escribí y lacondena a ser decapitado...

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—¡Oh, Señor Dios! —exclamé—.¡Qué gran injusticia!

—Sí. Y en verdad pensé que iba amorir. Pero, como tú bien sabes, elcalifa me estima sinceramente. Supongoque no estaba demasiado convencido dela acusación o que su conciencia semovió a compasión. El caso es quedecidió finalmente perdonarme la vida.Aunque no quiso contradecir del todo amis acusadores y mandó que meaplastaran con un mazo la manoderecha...

Me conmoví tanto que no pude evitarlas lágrimas. Pero él, esbozando unasonrisa plácida y a la vez enigmática,dijo:

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—No sufras por mí, hermano. ¡Sisupieras cómo Dios sabe sacar bienesde nuestros males! Si pudieras verlocomo yo lo veo ahora...

—No puedo verlo... —repliqué—.Al menos ahora me siento incapaz paracomprender eso. Y no puedo porque,después de todo lo que acabo de ver,preferiría que Dios sacara bienes de losbienes. ¡No me entiendo ni a mí mismo!He querido hacer el bien y...

—Lo sé. Y de veras lo siento mucho.Porque, ahora, en esta parte de mi vida,yo he sido capaz de comprender por quéDios puede sacar bien de cualquier mal.Lo que pasa es que nos cegamos yvemos solo el mal y los males causados

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por el mal.Tras estas palabras, él se quedó

pensativo durante un largo rato. Suspensamientos estaban en otra parte.

Al menos a mí me pareció eso. Ycreí que ya no quería hablar más. Peroluego me contó algo que, si yo nosupiera que es un hombre incapaz dementir —y así lo siento de verdad—,pensaría que había enloquecido, o que,después de tanto sufrimiento, suimaginación se había ido por derroterosimposibles... Me refirió que, después deque le aplastaran la mano con el mazo, ydel terrible dolor que sintió, perdió lavisión de sus ojos y la conciencia. Noobstante, notó que era arrastrado de los

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pies por un pasillo y llevado de estamanera hasta un lugar frío. Allí pasó untiempo indeterminado, en el que sintióque le faltaba la respiración, se ahogabay su corazón se detenía... Seguidamentevivió una experiencia que él metransmitió como algo indescriptible.Trataba de explicarlo, pero al puntocallaba, se quedaba como abstraído, yenseguida volvía a explicarse; tanpronto cobraba serenidad como parecíaexcitado al hablarme. Quiero ser fiel asu relato. Visiblemente arrobado, mecontó que le abandonó la vida; esta vidapresente, porque seguía vivo de algúnmodo... Y fue elevado, arrebatado comoen espíritu, de modo que veía su cuerpo

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allá abajo, inerte, como ajeno, con sumano destrozada extendida. Pero ya nosentía dolor alguno, ni temor. Y de estamanera atravesó como un túnel oscuro,en el que todo se iba quedando muyatrás; el mundo y la realidad... Mas no leimportaba, porque estaba en sumaserenidad y descanso. Entonces apareciódelante de él una hermosa y brillante luz,irradiando una paz y un amorgrandísimos. La luz no era solo luz, eramucho más; era un ser confortador,amable y sonriente, que le hablaba sinpalabras y mostraba muchas cosas de símismo, de la vida que se quedaba atrásy de todo lo que se abría delante. Nosabía ni cómo ni cuándo, en aquella

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especie de camino, aquel ser luminosole detuvo ante una puerta. Era una puertahermosa, adornada, y estaba abiertahacia unos campos llenos de coloresdesconocidos e inimaginables, repletosde jugosa hierba, de flores, de árboles,de fuentes... Y vio una ciudad a lo lejos.Era su propia ciudad, su casa, como lacasa de sus padres. Así lo sintió, aunqueesa misteriosa percepción era para élinefable. Entonces atravesó la puerta ytuvo un encuentro muy agradable,afectuoso, con hombres y mujeres que yahabían muerto; él sabía que estabanmuertos, aunque allí tuvieran vida,belleza y juventud. Se veían alegres yasí se lo manifestaban. Le comunicaron

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ellos muchos secretos y explicacionesque ahora no podía poner en pie... Perosabía con plena conciencia que esasrevelaciones constituían un todomaravilloso...

Al llegar a este punto de su relatotuvo que callarse, arrasado en lágrimas;que no eran de tristeza, sino todo locontrario, de pura dicha. Y ya no podíaexpresar más. Todo lo demás no estabaal alcance de las palabras. Porque laspalabras solo pueden contener lasrealidades de este mundo presente. Yaquello se trataba de otra vida...

Después solo pudo contarme que, enalgún momento indeterminado deaquella especie de viaje del alma, sintió

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que debía regresar, porque algo le decíaque le quedaban muchas cosas por haceren el mundo, en esta vida. Entonces fueprecipitado vertiginosamente hacia sucuerpo yacente. Sintió un frío y un dolorterrible. De nuevo estaba aquí. Pero notenía miedo. Había sido fortalecido yconsolado. Así me lo transmitió.

Yo estaba tan estremecido que nopodía abrir la boca. También élenmudeció y permaneció así un largoespacio de tiempo. Aunque todavíaquiso decirme algo más:

—¡Ojalá pudiera expresar lo quemis ojos interiores ven desde aquello!Por eso debo meditar, orar y tratar deponerlo por escrito. Aunque necesitaré

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para ello el resto de mi vida... Pero, porel momento, solo puedo decirte que, porestar tan alejados de Dios no podemosapreciar su actuación sacando bien delmal. Y lo mejor de la misteriosaactuación divina es nuestra redención.Ese ha sido el mayor bien sacado delpeor mal: la muerte injustísima deJesucristo, el Hijo de Dios, que fuecausa de nuestra salvación eterna. Hellegado a comprender el gran misteriode su vida, de su pasión y su muerte...Como ahora comprendo el gran misteriode la vida, la pasión y la muerte de lahumanidad; nuestra propia vida, nuestrosufrimiento y nuestra propia muerte...

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Estas palabras de mi primo JoannisCrisorroas ayudaron a que, más quecomo huida, yo sintiera aquel éxododesde Damasco como una verdaderaperegrinación. Dios me había permitidoalejarme de mis propios demonios.

Él me hizo ver y comprender larealidad del mal que tanto me confundía:

«Lo que es la muerte para nosotroslos hombres, es la caída para losángeles. Los ángeles maléficos, cuyonúmero es incalculable, se volvierontales, y de manera irremediable, porrebelarse contra Dios. Fueron alejadosdel Dios Sumo Bien, y llevan su castigoconsigo: el fuego del deseo de hacer elmal, un deseo jamás saciado que les

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abrasa... Son libres para hacer el mal.Por su naturaleza sutil y penetrantepueden conjeturar y predecir elporvenir; pero son trapaceros y tratan deengañar. También pueden sugerir a loshombres el mal y el error; son ellos losprimeros responsables de las guerras.Sin embargo, no pueden violentarnuestra voluntad... Porque los sereshumanos somos libres. También el DiosSumo Bien nos creó libres a nosotros...»

Bajo la lluvia incesante ypurificadora del otoño, esasexplicaciones eran como un bálsamopara mi alma llena de dudas y dolor. Nohubo amonestaciones; no fatigó él másmi conciencia aturdida. Tuvo conmigo

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eso que yo necesitaba tanto en esosmomentos de angustia: misericordia ycomprensión. La presencia real eimplacable del mal, para un joven debuenas intenciones, siempre es motivode la mayor confusión. Para mí, todo losucedido había sido como un torbellinoinmenso que mi entendimiento eraincapaz de abarcar. Por eso necesitabaexplicaciones; algo que me devolvierala paz.

—Entonces —dije—, hermano,¿debo entender que todo ha sido obra delos demonios? Porque, si no pienso eso,acabo siempre haciendo responsable aDios. Porque no puedo evitar concluirque Dios lo ha permitido. Y si Él es

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Sumo Bien... ¡Oh, Dios me perdone!Él me miró con ternura. Respondió:—Quisiera explicártelo tal y como

yo lo siento... El mal no es un serparticular, ni la obra de un principiomalo. No es sino una privación del bien.Y esa privación proviene de laimperfección de las criaturas. Nosotros,los hombres y mujeres somos criaturas;y el mal en nosotros no es sino unadefección de la voluntad libre. Deninguna manera es Dios responsable delmal, sino de manera negativa: no loimpide, pero tampoco lo prohíbe. Y siDios, por otra parte, permite el mal ycrea seres capaces de hacer maldades,se debe a que Él mismo es capaz de

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sacar el bien del mal; y el mal de estemundo, en definitiva, sirve para hacerbrillar la bondad divina en lamisericordia.

Alcanzábamos a la caída de la tardelos terrenos de suaves montuosidadesque se extienden descendiendo desde losAltos del Golán. Nos detuvimos dondeel viejo camino se bifurca: una ruta sedesvía en dirección a la costa, hacia elpuerto de Akka; la otra sigue derecha,bordeando el mar de Galilea hastaJerusalén. Después de una semana decamino, nuestro éxodo llegaba a su final.Habíamos llegado a la santa tierra del

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Señor Jesús.Allí mismo nos despedimos. Mi

primo Crisorroas me había dicho que sehabía sentido llamado a hacerse monje,y que su destino era el monasterio deMar Saba, junto al mar Muerto. En aquelsanto lugar quería pasar el resto de suvida, consagrado a tratar de poner porescrito las inspiraciones recibidas en sumisterioso éxtasis y tránsito a la otravida.

Klémens y yo decidimos unirnos alos griegos para embarcarnos con elloshacia Constantinopla.

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l avanzar deprisa por los musgososy escabrosos senderos que nos

conducían hasta la costa, el recuerdo detodo lo vivido en Damasco todavíabramaba y rugía en mi interior. Pero, encuanto embarcamos y hubimos remadopara apartarnos de la larga sombra delas montañas del Líbano, me parecióhaber nacido de nuevo.

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El otoño estaba avanzado y se echóencima el tiempo nada propicio para lanavegación que debe evitarse a menosque sea imprescindible, el mareclaussum. Pero nosotros no podíamosarriesgarnos a ser alcanzados por lastropas del califa y los griegosdecidieron hacerse a la mar. Tuvimos,pues, una travesía tempestuosa hastallegar al Egeo. A pesar de lo cual quisoDios que ninguno de los barcos diese altravés en las peligrosas aguas que seextienden antes del Dodecaneso, dondeel oleaje fue tan grande que subíamos alcielo y bajábamos al abismo. Hasta losgriegos, experimentados navegantes,tuvieron adherido el pánico a sus caras

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durante cuatro días. Pero después deatravesar la flota el estrecho de Kos, eltiempo fue ya mucho más apacible, conun radiante sol y un mar muy azul, pordonde navegábamos a golpe de remoentre el rosario de islas que llamanCícladas. Durante veinticuatro días,desde que zarpamos de Akka, hicimos lavida en la desapacible cubierta delbarco, entre pertrechos guerreros, sacos,tinas y animales, donde los hombres secontaban una y otra vez sus historiasllenas de exageraciones, fanfarronadas yfantasías.

Atardecía cuando apareció antenosotros el estrecho de los Dardanelos;la angosta canal que une el mar Egeo, al

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oeste, con el de Mármara, al este,semejante a la desembocadura de ungran río. En la entrada nos salieron alpaso las grandes y aparatosas navesbizantinas, con tres pisos de remeros,dispuestas estratégicamente para detenera cualquiera que quisiera cruzar elestrecho. Los capitanes pagaron la tasay, esa misma noche, navegábamosviendo en las orillas las hogueras quehacen presentes los puestos de loscentinelas durante todo el recorrido. Alfinal del estrecho era tanta la angosturaque podía oírse aullar a los lobos en losmontes cercanos. Al amanecer se vieronacantilados poblados de espesasfrondosidades y radiantes bosques.

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Sopló entonces un viento que dijeron serdel nordeste, helado, que arrastrababrumas, y todo el mundo echó mano asus capas. Más tarde se apartaron lasdos riberas y entramos en un ancho margris, al que llaman el Euxino, donde sehalla la isla de Mármara. Pusimos proaal este. A partir de entonces todo eltrayecto se hizo a golpe de remos. Lasaguas eran mansas y se confundían conun cielo extraño, como plomo.

Tres días después, por la tarde lacosta negreaba en un horizonte turbio,donde caían las nubes en las cumbres.Divisamos el declive de una colina y elblanquear de una ciudad que parecíanacer al borde mismo de las aguas.

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Estábamos frente a Bizancio. Todo elmundo corrió hacia la borda para vercómo nos aproximábamos. El deseo delanclaje nos hacía vibrar de emoción.

Era una visión asombrosa. Delantetodo eran puertos abarrotados deembarcaciones de todas las formas ytamaños, y detrás de ese bosque demástiles, se alzaba la ciudad: muros,terrazas, pabellones, palacios, pórticos,torres e iglesias, hasta donde alcanzabala vista. Y asomando por encima de lasalmenas, de los tejados y de lasarboledas, centelleaban obeliscos,columnas, monumentales estatuas ycúpulas doradas.

Cuando nos concedieron el permiso,

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saltamos a tierra en medio de un bullicioenorme. Estábamos a las puertas deConstantinopla al atardecer. La luzlanguidecía, dorada en las murallas y lastorres; centelleando en los tejadosrojizos y ambarinos; en una calmaexpectante, mientras el cielo refulgíapurpúreo hacia el poniente. Unclamoroso rumor primero y un voceríodespués nos saludó desde la distancia,recorriendo las amplias explanadaspolvorientas donde una muchedumbre sehabía congregado, ardorosa,soliviantada por la curiosidad. Entramosenvueltos en el ensordecedor estruendode los tambores, las trompetas y elgriterío de la gente. Mi corazón

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palpitaba al descubrir el encantomisterioso de aquella ciudad que contoda razón ha sido ensalzada como laNueva Roma. Porque en verdad suvisión resulta arrebatadora, por laextensión de los barrios que lacircundan, salpicados por la infinidadde monumentos y fuentes, surcados poruna red interminable de largas vías,sinuosas calles y amplios callejones queconvergen en el centro, igualmenteenorme y prodigioso por la majestad delos edificios y los foros de losemperadores. En todas partes bullía lamultitud. Y en una gran plaza, frente a laesplendorosa basílica de Santa Sofía,estaban esperándonos para el

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recibimiento los generales y losprohombres con hierática solemnidad,revestidos del boato bizantino: túnicasbordadas, mantos egregios y diademasde oro. Allí estaban también losobispos, clérigos y monjes, revestidosigualmente con vestiduras litúrgicassuntuosas. No obstante tal exhibición depoder y el fasto desplegado, labienvenida duró poco; apenas el tiemponecesario para los saludos, laspresentaciones y la entrega de obsequiosque los generales hicieron a losmercenarios griegos comoagradecimiento a su arriesgada misiónde atacar Damasco.

La luz decaía. Pero antes de que nos

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dispersáramos para gozar de la ciudad,nos abrieron las puertas de Santa Sofíapara que pudiéramos dar gracias a Dios.Entramos en tropel. La visión de tantagrandeza le deja a uno sin aliento.Sobrecogidos, contemplábamos lacúpula entre suspiros y sollozos. Luegonos arrodillamos sobre elresplandeciente suelo y nos pusimos arezar. El aire era denso por el calor detantos cuerpos, y se enrarecía más acausa del humo y el perfume de la ceraquemada de las velas. Me arrojé con losbrazos extendidos y la cara tocando elsuelo, oyendo mientras tanto el susurrode las plegarias e invocaciones. Hastaque, gradualmente, aquel murmullo fue

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decreciendo y un rato después unsilencio profundo y tranquilo envolvióla inmensa nave bajo la cúpulainquietante; salvo las respiracionesanhelantes y el leve crepitar de laslámparas de aceite.

Santa Sofía lucía todo su esplendoren el ocaso, en el juego de luces queentraban desde las ventanas dorando lossahumerios que ascendían hacia lasbóvedas. Miles de lámparas colgabanarrancando brillos de los ornamentosdorados; y los mosaicos destellabandesvelando el misterio de sus imágenes:el Pantocrátor, con todo su poder y sufuerza, custodiado por arcángeles; laTheodotokos, Madre de Dios; Juan

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Prodromo, el Bautista; la Anunciación,la Natividad, la Purificación, elBautismo...

Delante de mi alma desfallecidaacababa de presentarse la belleza suavey silenciosa; una belleza natural que yoni siquiera había soñado y que meconmovió profundamente hasta hacermetemblar y derramar unas lágrimas. Meestremecía como si tuviera frío. Aunquela atmósfera de aquel sacro lugar fueraamable y cálida.

Di gracias a Dios con todas misfuerzas. Me hallaba dichoso y premiado.Reconocía que había vivido cosasterribles; pero me sentía joven yacababa de llegar a la gran ciudad de

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Constantino el Grande. ¡Tanto habíaoído contar de ella desde niño!, y ahorayo estaba allí, en persona.

Al salir corrimos a celebrarlo. Lascalles eran una locura. Klémens y yohabíamos logrado sacar algunas riquezasde Damasco antes de nuestra huida.Pudimos pues vivir bien y deambularcon cierto desahogo por las placenterasplazas, abarrotadas de tabernas ymercados, por donde discurríapersistentemente una vivaracha mareajuvenil llegada desde todos los puertosdel Mediterráneo. En las conversacionesque el vino y la juerga animaban entodas partes podías enterarte de muchascosas sorprendentes y aun

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desconcertantes. Y empecé muy pronto adescubrir el misterio oculto que porentonces subyacía en el verdadero fondode la vida en Bizancio. Tras lo cual fueya difícil para mí hallar allí la deseada ypacífica ciudad del emperador de losgriegos y los romanos de la cualhablaban los antiguos escritosproféticos.

Por segunda vez en su vidaJustiniano II reinaba en Constantinopla.Dos veces fue emperador. Ascendió altrono a la corta edad de dieciséis años,después de que su padre Constantino IVPogonato lo nombrara su sucesor. Pero

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dicen que desde muchacho era yaviolento y agresivo, tanto como holgazány despreocupado. Su incompetencia lellevó a deshacer en diez años parte dellegado de orden y eficacia que le habíadejado su padre. El caso es que se hizomuy impopular. Sobre todo porque seempeñó en levantar ostentosas obras conlas que quería emular a su tocayo el granJustiniano I, recurriendo para costearlasa la extorsión y los impuestosdesmedidos. Hastiado a causa de susdesmanes, el pueblo constantinopolitanoacabó amotinándose. Unidos a larevuelta, los militares proclamaronemperador al estratega Leoncio, queirrumpió en el palacio imperial y

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consiguió desarmar a la guardia.Justiniano fue apresado y se le amputócomo castigo la nariz. Después se ledesterró al Quersoneso, en la salvajeCimeria, con la seguridad de que nopodría volver a gobernar el imperio conel aspecto bufo e indigno que le conferíala mutilación. Se equivocaban, porque,diez años después, el emperador de lanariz cortada, apodado por ese motivoRhinotmetos, supo ganarse al poderosokan de los jázaros, Tervel, después decasarse con la hermana de este, a la queprometió nombrar emperatriz con elnombre de Teodora. Y con ella y suspartidarios regresó impetuoso a laspuertas de Constantinopla, trayendo

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consigo al hijo que habían tenido juntosmientras tanto, bautizado con el nombrede Tiberio y nombrado su heredero. Conla ayuda de los aguerridos jázaros,lograron entrar en la ciudad y Justinianofue de nuevo proclamado emperador. Asu cuñado, el Kan, le dio enagradecimiento el título de César y losentó a su lado en el salón del trono delemperador de Bizancio.

Merced a estas vicisitudes, porentonces Constantinopla era el nido delos jázaros. Los nobles de las provinciasbúlgaras y los jóvenes de los Balcanes yde Quersonesos habían acudido en masapara asentarse o gozar temporalmente dela ciudad. Se reunían en las plazas,

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vestidos con sus vistosas pieles y suspetos tachonados de bronce pulido; lascalles estaban siempre repletas demuchachos de mirada severa ydesafiante, encantados de llevar bienvisibles sus robustas espadas. Aquellajoven y fiera élite, además del poderío,tenía asegurado el trabajo en el ejércitoimperial, y el salario, así que suentusiasmo y fidelidad al emperador noeran de extrañar. Eran los años en que lavieja nobleza constantinopolitanatemblaba. Pero cualquier mercenariollegado de fuera podía hacerse un huecoen la metrópoli.

Un verdadero delirio de desquite ycrueldad atravesó este segundo reinado

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de Justiniano; el cual, ciego de odio yresentimiento por la mutilación y lashumillaciones del largo destierro, sevengó mandando que los generales quele habían desposeído del trono fueranapresados inmediatamente. Mandó quetrajeran a su palacio a los usurpadoresLeoncio y Tiberio III, atados por lostobillos y arrastrados con caballos portoda la ciudad. Y una vez en supresencia, él mismo les pisoteóbrutalmente los cuellos hasta darse porsatisfecho. Incluso dicen que los tuvoamarrados bajo su trono durante díaspara apoyar sobre las cabezas sus pies.Después fueron ejecutados muchos otrosaltos cargos militares y funcionarios,

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cuyos cuerpos decapitados acabaroncolgados de las murallas. Ni siquiera selibró el patriarca, Leoncio, que fuedestituido de su sede antes de que lefueran sacados los ojos frente a la puertaprincipal de la basílica de Santa Sofía.

La persecución despiadada de losopositores de Justiniano duró años. Losviejos linajes patricios de Bizanciovivieron aterrorizados y bajopermanente sospecha, quedandoreducidos a una especie de sociedadtímida, secreta y subterránea que sereunía en los sótanos, como loscristianos primitivos en las catacumbas.

Durante mi estancia en la ciudad yoobservaba los ostentosos desfiles del

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ejército mercenario triunfante con elcorazón encogido por la extrañeza y larepulsión.

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Constantinopla

os bizantinos, los bizantinos deverdad; aquellos que se habían

librado de la cólera vengativa deJustiniano, en su alma y en sus gustos, ensus principios y en sus preferencias, seencerraban con orgullo ante tal revuelo

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bárbaro de danzas bélicas jázaras. Eldinero que los mercenarios extranjerosderrochaban y tiraban por las calles deConstantinopla les causaba repulsión.

Sería por eso que, en aquel ambientehostil y disimulado, Klémens y yoempezamos a adaptarnos a la auténticavida de Bizancio por un raro mimetismo.Los griegos también obraban así.Pensábamos que aquella ilustre ciudad ysu historia bien merecían ese respeto, yen nuestra actitud y forma de vivirintentábamos parecernos lo más posiblea los bizantinos. Nos vestíamos comoellos y nos recortamos el pelo y la barbade la misma manera que ellos; mejordicho, un poco a la manera de los

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griegos y otro poco a la de los patriciosconstantinopolitanos. Todos los jóvenesadvenedizos procurábamos encontraruna casa y desaparecer entre losmaderajes de los barrios que rodeabanel Palacio Sagrado, que se extendíaentre el Hipódromo y Santa Sofía; en lazona donde se desarrollaba lo másgenuino de la vida bizantina. Klémens yyo hallamos refugio con cuatro griegosmás en el cuarto piso de un edificiodestartalado a unos pasos de los viejosbaños de Zeuxippos; no muy lejos de ElAugusteo, que estaba situado en lavertiente sur de la colina, allí dondecomenzaba la calle principal de laciudad, la llamada Mese, o «calle

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Media». Hacia oriente se elevaba laresplandeciente casa del Senado oMagnaura, y caminando un poco máshacia el levante, se encontraba elMilion, que marcaba el inicio de todaslas distancias desde Constantinopla.Penetramos en aquella vivienda demadera, de dos habitaciones minúsculas,que el propietario nos alquilaba acambio de una mensualidad bastanteelevada como si nos hiciese un granfavor y con un desprecio apenasdisimulado. Las ventanas daban a unestrecho balcón con barandilla demadera, al igual que los edificios queteníamos enfrente, todos de cuatro pisos.Nuestros vecinos eran viejos ciudadanos

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del Imperio: hombres todos parecidos,vestidos casi de idéntica manera, quevivían con sus hijos, sus nietos, susesclavos y sus gatos, y que a la hora dela cena se inclinaban sobre un plato desopa humeante con las espaldasabrigadas por una piel oscura; y mujerescon altos moños, envueltas en vestidosque revelaban sus contornos y formas.Todos se sentaban a la mesa casi a lamisma hora, y también casi al unísonooraban en voz alta y se santiguabanvarias veces mirando hacia las cúpulasde las iglesias. Luego apagaban laslámparas y se retiraban a dormir. Todolo que yo sé sobre la manera privada devivir de los bizantinos lo aprendí desde

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la visión de aquellas escuetas ventanas.Y supongo que no debía de ser muydiferente en los grandes palacios dealtos muros y jardines. La vida públicaera, sin embargo, otra cosa. Se echabana las calles envueltos en seda, oro yperfumes riendo y hablando a voz engrito. Allí no pueden vivir sin vino y sinmúsica. Les encanta la diversión y eldesenfreno. En eso no se parecen ennada a los ismaelitas de Damasco.

En Constantinopla lo tuvimos tododurante unos meses: descanso, placeresy reconocimiento. Nos admiraban porhabernos levantado contra el califa. Lesparecía una heroicidad inconmensurabley eso nos propició incluso ser recibidos

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por los jerarcas imperiales. Seinteresaron por nosotros y, al descubrirque nos habíamos criado en noblesfamilias de rancia estirpe bizantina, nosofrecieron generosamente la posibilidadde asentarnos en el mejor barrio de laciudad y formar parte de laadministración o del ejército.

Pero, no obstante los beneficiosinesperados que inicialmente nosllenaron de felicidad, yo empecé aponerme nervioso... Quería marcharmede Constantinopla. No entendía por qué.Y ni siquiera se me pasaba por la cabezaun lugar, un nombre, un puerto o una

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ciudad hacia dónde dirigirme. Si acasoalcanzaba a saber que de ningunamanera debía volver a Damasco. Eso noes fácil de explicar para mí ahora. Perolo percibía entonces con mucha certeza.Solo puedo decir que tal vez la vida sedecide en momentos así, cuandoobedecemos en contra de cualquierargumento o sentido a una persuasióninterior. Avanzamos paso a paso, inclusoa trompicones; nos equivocamos decamino y buscamos el que consideramosser el verdadero; pero sin saber muybien dónde buscar. Lo que queremos esdifícil de determinar con frecuencia;pero a veces sabemos perfectamente yde pronto lo que no debemos hacer... Y a

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mí una voz interior me decía conabsoluta claridad que no debíapermanecer en aquella ciudad.

Y así traté de explicárselo aKlémens. Pero él no lo comprendió:

—¿Ahora me dices eso? ¿Qué locuraes esta? ¿Cómo que te quieres ir deConstantinopla? ¿Me hablas en serio?

—Sí, por supuesto. Creo firmementeque debo irme. No sé por qué, ya tedigo.

—¿¡Adónde!? No hay mejor lugarpara nosotros que este. ¿No ves toda lajuventud que hay aquí? Es una granoportunidad... Aquí podemos hacernosuna nueva vida; podemos servir en elejército y ascender. Sabemos leer y

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escribir. ¿Crees que esos jázarosbárbaros tienen más conocimientos quenosotros? Si no te gusta el ejércitopuedes buscar un puesto comofuncionario. Aprendiste el oficio enDamasco, sabes hablar y escribirdiversas lenguas, sabes de leyes... Nadiecomo tú para hacerse un sitio enConstantinopla en estos tiempos... Aquípodrás encontrar también una mujerbella y de buen linaje cristiano, ¡la quequieras!, y casarte para tener hijos yhallar algo de felicidad... ¿Crees que enotra parte del mundo tendrás másoportunidades que en Bizancio? ¡Esta esla ciudad del emperador de los griegos ylos romanos! Si te marchas te

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arrepentirás; seguro que te arrepentirás.Si haces esa locura, atente a lasconsecuencias... Yo desde luego no memoveré de aquí.

No quería contestarle con filosofías,porque además le conocía lo suficientecomo para saber que no las aceptaba;pero yo no tenía razones tan prácticascomo las que acababa de darme él. Asíque acabé diciendo:

—No siempre somos capaces decalcular las consecuencias de nuestrosactos. Yo solo puedo decirte que quieroirme de Constantinopla. Eso es algo quesiento con certeza absoluta. En cambio,no percibo con ninguna claridad quetenga por delante aquí un camino recto...

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Y creo que, cuando se siente con certezaabsoluta que permanecer uno en elmismo sitio, sin moverse, es lo mismoque actuar, se debe ir en otra dirección...

—Eso que acabas de decir es algoabsurdo que no está al alcance de micomprensión —replicó acalorado—.¡Qué complicado eres, demonios! Aquíse trata de salir adelante, ¿o no?; y loúnico claro es que aquí podremos saliradelante mejor que en ninguna otraparte. Y lo mejor de todo es que somoslibres... ¿No te das cuenta de eso, Efrén?¡Por primera vez en nuestra vida somoslibres! ¡Libres de verdad!

Tuve que reconocer que mi amigo,en eso, tenía toda la razón. En efecto,

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allí éramos de repente libres de verdad.Si para algo sirvieron el peligro, latemeridad, la insurrección y la cruelguerra, ciertamente, fue para alcanzar lalibertad que tanto habíamos deseado ennuestra primera juventud anodina ylánguida en Damasco. Pero yo habíacambiado mucho en esta última etapa demi vida; tal vez a causa del horror quehabían visto mis ojos, al que me negabaa acostumbrarme. Aquel muchachorebelde y un tanto atolondrado, quebuscaba a toda costa abrir la puerta desu jaula para echarse a volar al mundo,se había quedado en casa. Y ahora sentíaque en mí estaba naciendo un nuevohombre; el cual sabía que la libertad es

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más una condición interior, unacapacidad del alma, que una actitud ouna lucha. Uno puede ser pobre ypermanecer en el mismo sitiosintiéndose al mismo tiempo libre eindependiente. Como, en circunstanciasmucho más favorables, con riqueza ypoder, no atreverse siquiera a moverse,porque ha perdido el entusiasmo vital,porque le sujetan pesos muertosinvisibles, le atan lazos secretos...

En Damasco yo oí mis propias vocesclamando para que me levantara contrala vida de aceptación, renuncia yservidumbre que me esperaba. Ahora, enConstantinopla, volvía a oír la llamadaque resonaba con intensidad dentro de la

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acústica de la juventud: la voz que medecía que me fuera, que no debíaintentar regatear y conformarme con esesugerente futuro que se nos presentabaallí y que a Klémens tanto le seducía. Yodebía buscar la manera de alejarme y nodebía echarme atrás.

Pero Klémens me devolvía a larealidad haciéndome recapacitar con susrazones:

—¿Adónde irás? Solo se puede salirde Constantinopla navegando. Viajar portierra desde aquí a cualquier parte esuna locura. ¿Con quién te embarcarás?¿Con mercaderes? Tendrás entonces queesperar a la primavera. Y supongo queestarás pensando en ir a Occidente...

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¿Crees acaso que vas a encontrar allíuna vida mejor que esta? ¡Quién sabe loque hay en Occidente!

Había que reconocerle su gran partede razón. Por eso, si bien durante algúntiempo anduve merodeando por lospuertos y preguntando, acabéconvenciéndome de que tomar un barcoasí, a la buena de Dios, para ir acualquier parte, era en efecto una locura.

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L60

a vida es en verdad misteriosa. Unaoportunidad tomó al fin forma sin

que yo pusiera nada de mi parte. Fuealgo casi milagroso. Circunstanciasextraordinarias aparecieron solas y derepente para acelerar mi decisión. Y yovi en tal golpe del destino la voluntad deequilibrio que emana de la vida; unadádiva y también una recompensa por el

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sufrimiento pasado.Una mañana empezó a anunciarse

por toda Constantinopla que venía elpapa de Roma a visitar al emperador.Dos días después la ciudad bullíaentusiasmada. El área central seengalanó con coloridas colgaduras defiesta; y los sagrados iconos del Señor,la Virgen María y los Santos se habíansacado de las iglesias y estabanexpuestos delante de sus puertas, entreperfumados humos de inciensos, flores,ramas de olivo, palmas y coronas delaurel.

Cuando salimos para disfrutar deaquella colorida celebración, nosencontramos con varias centurias de

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soldados con uniformes de gala queocupaban en formación el centro delAugustaion, frente a la columna deJustiniano. Las bruñidas corazas debronce lanzaban arrogantes destellosbajo el sol. Y un momento después lesvimos desfilar marcialmente por el foroBoario al ritmo de una fanfarria militaratronadora.

La gente se había echado a las callesy caminaba apresurada descendiendohacia el gran puerto de Teodosio, encuyos aledaños ya estaban hacinadostodos los enfermos de la ciudad: ciegos,tullidos, cojos, dementes..., solos oacompañados por sus familiares,arrastrándose sobre sus males, en

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camillas, en carritos, con muletas, sinpiernas, llevados a hombros... Todosellos esperaban tal vez un milagro por lallegada del sucesor de san Pedro, aquelque gobernaba la Ciudad Eterna; encuyas santificadas piedras, en susbasílicas y en los sepulcros de susmártires, decían que se manifestaba elmisterioso pneuma, el Santo Espíritu deDios, invisible, incorpóreo, capaz derestablecer las almas y los cuerposenfermos. Ilusionados, los que sufríanalgún mal o dolencia soñaban con quealgo de ese divino soplo vinieseenvolviendo la presencia de tanvenerable visitante.

Cuando estuvimos en el puerto nos

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encontramos con una enormeexpectación. Frente a la dársena, sobreuna tribuna dispuesta para la ocasión enla parte más amplia de las atarazanas, elemperador esperaba con todo su fausto,junto a las autoridades del Imperio, elpatriarca, los altos militares y muchosmagnates; luciendo todos ellos susmejores vestimentas.

Habíamos madrugado y, a pesar dela multitud, pudimos todavía encontrarun buen sitio no demasiado lejos. Aunsiendo el mes de noviembre, lucía ycalentaba el sol; y los ropajes solemnesde la nobleza constantinopolitana quenos rodeaba resultaban gruesos y olían arancio por llevar guardados tal vez

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demasiado tiempo.Por fin, el gentío se agitó y se vieron

avanzar hacia el borde de los muelleslos lictores con las fasces y las insigniasque debían saludar la llegada de losbarcos. Entonces apareció la flota papalen la distancia, navegando veloz agolpes de remo sobre las aguas mansas.Se aproximaban y arreciaban a la vezlos vítores y las albórbolas deentusiasmo. Serían en total unascincuenta galeras; casi todas semejantes,pero la gente señalaba una que estabaalgo más engalanada con coloridasbanderolas. Arribó esta última alatracadero, y al momento se organizóuna nutrida procesión muy colorida,

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animada por una fanfarria estruendosade timbales, sistros y flautas, en la queera llevada la silla de mano que debíadespués transportar al papa por laciudad. Causaba impresión todo aquelacompañamiento que avanzabaordenadamente hacia el muelle, enmedio de una gran magnificencia. Unoscien hombres o tal vez más componíanel séquito; además de los pajesataviados con ricas telas bordadas ytocados con pequeños gorros rojos.

Antes de que el papa de Romapisara el suelo de Constantinopla, elpatriarca y sus sacerdotes seaproximaron a la galera, la bendijeron yla incensaron. Solo entonces se

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descorrieron los toldos y se hizo visiblela venerable presencia del visitante: unanciano alto, delgado y canoso, de largabarba, que vestía sencilla túnica confranja de oro bajo la esclavina forradacon piel de armiño.

Arreció el griterío. Pero enseguidahubo respeto, cuando el emperador y susmagnates descendieron desde el estradoy se aproximaron con solemnidad. Trasel saludo, en medio del silencio delpueblo, se intercambiaron obsequios debienvenida. Luego el papa de Romaabrazó y besó al patriarca y solicitó subendición. El emperador se arrodillóante ellos, bajo una lluvia de pétalos derosa y hojas de mirto, en medio de

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alegres cantos, y también fue bendecido.De camino a la ciudad, la comitiva

pasó lentamente muy cerca de nosotros.Me fijé en el papa de Roma: a pesar dela edad y del fatigoso viaje, su presenciaera vigorosa, su rostro despierto, y susojos, escrutadores y cautelosos,parecían estar muy pendientes de todo.También pude ver al emperador pasar acaballo a una distancia de menos deveinte pasos: resultaba difícil no fijarseen la prótesis de oro que cubría su narizy que tapaba parte de sus mejillas; elresto de sus rasgos apenas resaltabanbajo el yelmo dorado.

La gente aguardaba en todas partes,con exaltación contenida, emitiendo un

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murmullo permanente que arreciaba alpaso del cortejo, que se encaminóderecho, ascendiendo hasta el Myrelaiony continuando por la vía Mese,atravesando primero el foro de Teodosioy después, con parsimonia, el foro deConstantino hacia Santa Sofía. El tiempoque podía tardar la comitiva en llegar alas puertas de la basílica principal eraimprevisible. Porque en el recibimientodebían intervenir algo más de sesentacategorías distintas de jerarcas:militares, hombres de la Iglesia, altosfuncionarios y magistrados; queaguardaban pacientemente en el foro,bajo sus baldaquinos, la llegada de lacomitiva.

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Klémens y yo caminábamos connuestros compañeros griegos entre lamultitud, fijándonos en la diversidad deformas de vestir, prestando atención alos diferentes acentos de las lenguas;teniendo que detenernos frecuentementedelante de los altares, donde searremolinaba la masa para mirar losadornos de bienvenida: vajillas de plata,candelabros, estatuas, pinturas, tapices ypebeteros que desprendían el aroma delincienso mezclado con el humo de losardientes lampadarios. Cuandopasábamos por delante de una iglesia,entrábamos y nos deleitábamoscontemplando los iconostasios, con susescenas maravillosamente pintadas en

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las paredes y en los techos: el Señorvestido con elegantes túnicas llenas depliegues ampulosos, la Virgen con elniño como si fuera una emperatriz, lossantos apóstoles dignificados como sifueran miembros de un senado, losmártires con los símbolos de su pasión...En las puertas abiertas de par en par lossacerdotes y diáconos permanecíanrevestidos con brillantes y coloridasdalmáticas, luciendo sus grandes barbassobre el pecho.

Fue entonces cuando un presbíteroanciano se aproximó a nosotros, aloírnos hablar, y nos preguntó:

—¿Muchachos, sois sirios?—Somos sirios de Damasco, abbá

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—respondí.—¡Ah, como el papa de Roma! —

exclamó él.Nos quedamos mirándole

extrañados. Y Klémens le preguntó:—¿Qué dices, buen abbá? ¿Qué

quieres decir con eso?—Pero, hijitos míos, ¿no sabéis que

el papa de Roma es sirio? Oí vuestroacento y pensé que habíais venido conél. El papa sirio prometió visitarConstantinopla y esperábamosardientemente su visita. Porque parecíaúltimamente que Roma estaba queriendoolvidarse de Bizancio. Tenía que serelegido un papa de Oriente, para queRoma volviera a mirarnos. Y este buen

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papa de Roma, Constantinus el Sirio, hahecho el milagro.

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FINAL

Lo que hayas amadoquedará, el resto serásolo cenizas.

SAN AGUSTÍN DE

HIPONA

(frase proferida el día

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anteriora su muerte)

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E l papa de Roma, Constantinus I, erasirio. Algo que, por mucho que nos

asombrara entonces, en realidad no eratan inaudito ni tan extraordinario.Porque en la península itálica se habíanasentado muchos compatriotas nuestros;tantos o más que en Bizancio, en Greciao en los Balcanes. Los sirios exiliadosen las últimas y azarosas décadasandaban refugiados por todo elMediterráneo occidental. Entre elloshabía un poco de todo; pero despuntaron

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muchos hombres sabios y algunos tanvaliosos que alcanzaron las cimas deaquellas sociedades donde se asentaron.Así sucedió en Roma, donde,sucesivamente, cuatro sirios fueronelegidos para sentarse en la silla de SanPedro: Juan V, Sergio, Sisinnio y esteúltimo, Constantinus. Todos ellosprovenían de la misma cantera: elmonasterio construido en el monteAventino por monjes venidos de Orientetras la invasión de los árabes; y que lollamaron Cella Nova, en honor delLarum Novum, el antiguo monasterio deJerusalén que fundó San Saba.

Los inmediatos predecesores deConstantinus en el pontificado no

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tuvieron buenas relaciones conBizancio. Con el fin de resolver lasdesavenencias entre las Iglesias deOriente y Occidente, este papa decidióviajar a Constantinopla para visitar alemperador Justiniano y al patriarcaconstantinopolitano.

Y quiso Dios que nosotrosestuviéramos allí a su llegada. Alenterarnos de que era sirio de origen,nos pareció un milagro, e hicimos loposible para que nos recibiera. Noresultó difícil, puesto que el eparca nosconocía y sabía que habíamos luchadocontra el califa en Damasco al lado delos griegos, así que nos presentó ante él.

El venerable Constantinus se

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maravilló cuando le relatamos nuestrahistoria y nos admitió entre losmiembros de su séquito. Permanecimosjunto a él durante todo el tiempo queestuvo en Constantinopla y tuvimosocasión para contarle muchas cosas denuestra tierra; todo lo que habíasucedido y la triste forma en que seresolvieron los acontecimientos. Seafligió sobre todo al conocer losdesastres habidos en Damasco, lasdesgracias de nuestro pueblo y lastribulaciones sufridas por tanta gente.

Diez meses duró la visita del papaen Bizancio. En todas las ciudades fueacogido y aclamado. Al año siguiente,después del verano, llegó el momento de

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embarcarse de vuelta a Roma. Y nosofreció llevarnos consigo. Aceptamos ehicimos la travesía hacia Occidente ensu flota.

Empezaba para mí una aventurainesperada con aquel viaje: la aventurade la madurez... Porque ahora, pasado eltiempo, ya sé que la juventud no puedemedirse en términos temporales; se tratade un estado cuyo principio y cuyo finalno están determinados por fechasconcretas; tampoco comienza con lapubertad ni termina un día preciso, alcumplir cierta edad en la vida. Lajuventud es una percepción singular dela propia existencia, que llegainevitablemente cuando menos lo

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esperamos, sin estar uno preparado oavisado. Pero no es como dicen«tormentosa» ni «alocada»; es emperoun estado puro y altruista, que puedellegar a sentirse triste. Te arrastran parallevarte por derroteros impensados unasextrañas fuerzas que no invocas niafrontas. Entonces te avergüenzas, terebelas y sufres, deseando incluso quetodo acabe pronto para detenerte enmedio de tus propios principios y tusrecuerdos. Aunque, mientras dura, lajuventud es una época en la que se sientecon fuerza que casi nadie ni nada puedehacernos daño.

Hasta que un día cualquiera tedespiertas y es como si las luces que te

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rodean hubieran cambiado. El ímpetu hacesado. Ese estado inocente ymalhumorado se extingue; y el mundo ylas palabras han adquirido unsignificado nuevo y diferente. Escapasde un hechizo y te sorprendes: ¡seacabó! Pero ha empezado algo... Tucuerpo sigue siendo el mismo, quizásaún no te hayas convertido en esehombre de barba y espeso bigote, decuello ancho y ancha barriga, lleno dedesengaños, que empieza a pregonar suamargura y su desilusión; pero sabes queotra vida da comienzo...

En Roma se inició para mí de una

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manera inequívoca esa verdadera nuevavida, o el estado que luego identifiquébajo ese nombre. Me despertaba cadamañana con la certeza de que algo seabría y me esperaba. Ya porque setratara de un día festivo, pero también alamanecer de un día cualquiera. Era másbien un estado definitivo; con susproblemas propios, sus preocupacionesy sus confusiones, pero decisivo. Nocomo en Constantinopla, donde todo losentía provisional, de paso.

Me fui a vivir al monasterio de SanSaba en el monte Aventino. Encontré allía muchos compatriotas que, como yo,guardaban sus propios recuerdos buenosy malos de una vida anterior en Siria. Y

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en ese pacífico lugar, donde nadie teníatiempo para nada, yo disponía derepente de todo el tiempo del mundo. Yfue como si acabara de aprender unnuevo idioma, hasta entoncesdesconocido para mí. Comprendí depronto algo del misterio y la locura queme había envuelto hasta tan solo unosmeses antes. Todo adquirió sentido: lavenida al mundo, el miedo, el dolor, larebeldía, la guerra, el fracaso y lamuerte. Era como aprender la mágicafórmula y cruzar repentinamente lasfronteras de una nueva existencia.Aunque, misteriosamente, nunca anteshabía estado en aquella ciudad, perotodo lo que me rodeaba me parecía ser

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familiar y conocido desde siempre,desde hacía una infinitud; como si esenuevo mundo acabara de crearse para mío que me hubiera estado esperando paraempezar a hablarme... Con razón lallaman Ciudad Eterna; y mira que Romase ve vieja...

Así fue. Empecé a vivir como en unembeleso conmovedor. Nunca herecibido un regalo tan espontáneo einesperado de la vida. Y me entregué alos prodigios y sorpresas que se abríanante mí; viendo pasar los días y teniendocada vez más claro que debía quedarmeen Roma mientras me lo permitieran lospoderes secretos que regían mi vida.

Transcurrieron de esta manera tres

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años sin mayor novedad que aquellaexistencia en sí novedosa. Hasta que unamañana se anunció que los godos deHispania estaban en la puerta de SanPablo para solicitar asilo en la ciudad.Los árabes ismaelitas habíanconquistado al fin el extremo de latierra.

La noticia me sorprendió, pero nohasta el punto de inquietarme. Porquecomprendí enseguida que yo había sidopreparado para saber que un gran ciclose cerraba en el mundo y la historia; yque me hallaba misteriosamente en elmomento y el lugar adecuados. Entoncesme dispuse, con humildad ydeterminación, a obedecer el mandato

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que me hizo el papa sirio de escribiresta historia.