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EN LA GUARIDA DEL CONEJO
[ Por Noelia Fernandez. Fotografías: Nazarena Talice. ]
¡A semejante hora, bajo este cielo propicio al ensueño, pedir un cuento, cuando la brisa no alcanza A agitar la pluma más leve! (Lewis Carroll: Las aventuras de Alicia en el país de las Maravillas)
Marty Wilson-Piper y Olivia en "Hostel El Sol", Buenos Aires, 16 de Febrero de 2017.
Jueves. Otra vez jueves, como todas las semanas. Otra vez
llueve. Y encima, mañana hay que ir a trabajar. Pero este no es
un jueves cualquiera.
Salgo tarde del conurbano mientras la lluvia, aunque débil,
amenaza con hacer que este nuevo jueves no sea todo lo extraor-
dinario que imagino. Es que, si llueve, el segundo concierto de
Marty y Olivia, -que estoy esperando exactamente con la misma
ansiedad que el primero- esta vez, se suspende. Ya me lo habían
advertido: es al aire libre; en la pequeña terracita con que cuenta
el pintoresco hostel El Sol. Odio la lluvia. Y odio los jueves como
nunca antes lo había hecho.
Pero en cuanto cruzo a la Capital, la fatídica tormenta desapa-
rece casi por arte de magia; como si el Puente Pueyrredón fue-
se el umbral que había cruzado Alicia para llegar al País de las
Maravillas, donde la lógica se esfuma.
Ni bien entro al hostel El Sol, Marty se aparece de repente para
saludarme con entusiasmo ofreciéndome la palma de la mano
para chocarla. Va de un lado al otro y, como siempre, bromea
sobre el sonido del castellano rioplatense con los pocos que ya
llegamos al lugar, que está lleno de escaleras y es la típica cons-
trucción centenaria, gigante y laberíntica que probablemente al-
bergaba, a principios del siglo XX, alguno de esos clásicos petit
hoteles de estilo parisino que abundaban en Recoleta.
Le pregunto si todo va bien. En medio de preparativos culina-
rios se acerca a la recepción de vez en cuando para pronunciar,
buscando la complicidad de los presentes, alguna palabra cas-
tellana de esas que tanto le llaman la atención o le resultan ab-
surdas. “Vos” –dice enfatizando el sonido de la V. “Burro” –in-
siste, horrorizado por la doble “rr”. Le sigo la broma repitiendo
la palabra; pongo un énfasis exagerado en ese sonido vibrante
que a él le cuesta tanto repetir. Olivia, mientras tanto, se prueba
un vestido increíblemente extravagante, entra y sale de su habi-
tación y hace consultas a los presentes sobre la manera de com-
binarlo. Se ve realmente impactante y original; Marty nos mira
a todos y agrega, risueñamente, que ella parece “¡un persona-
je de Star Trek o de ciencia ficción!”. No doy más de risa. Hace
gestos y mohines buscando evocar grotescamente personajes y
ambientes del mundo fantástico. La carcajada es instantánea.
Todo está en marcha.
Luego, los músicos se encierran dentro de su habitación has-
ta el momento del show. Alguien por ahí dice que van a ensa-
yar. Me quedo un momento en recepción para tratar de captar
obsesivamente algún hilo de sonido, alguna cuerda de guitarra
o violín, pero nada… Es como si se hubieran esfumado hacia la
cuarta dimensión.
Un rato después, nos vamos trasladando a la terraza donde
tendrá lugar el concierto acústico, que augura ser aún más ín-
timo y mágico que el de la semana anterior. Un nuevo umbral,
como el de Alicia, nos espera en el oscuro pasillo del hostel; casi
un gótico pasadizo que separa, en mi percepción, distintos pla-
nos de realidad y nos conduce a la estrechísima escalera de cara-
col que nos llevará al improvisado escenario, ubicado –como co-
rresponde en cualquier mundo de fantasía- más cerca del cielo.
La mítica Takamine descansa cual varita mágica en el piso,
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ahora mucho más cerca del público que en El Emergente. Me
acerco para fotografiarla antes de que desaparezca como objeto
encantado o como castillo lejano que nunca se alcanza. Todo se
ve más genuino y espontáneo que nunca ya en los momentos
previos del concierto. El lugar está lleno de familias, de niños
y pizzas que van y vienen, de músicos conocidos que se reen-
cuentran después de décadas, que ahora no tocan más porque
el capitalismo les ha robado el tiempo. En medio del ameno y
relajado ambiente, los músicos hacen su aparición y se ubican
en sus respectivos lugares. Después de algunos minutos de co-
menzar la prueba de sonido, Marty pretende dejar bien en claro
que “this is not a show”. Es inútil: toda la atención está puesta
desde hace rato en ese pequeño espacio sin cuarta pared. Una
pequeña, íntima versión a capella de “The killing moon” (Echo
& the Bunnymen) que el ex All About Eve ensaya espontánea-
mente con voz profunda confirma, entre los presentes, que el
show ya comenzó, aunque para él sólo se trate de una prueba
de micrófono.
Es que este nuevo concierto se vive, incluso –y sin exagerar-,
como un prodigio que para muchos de los que estamos allí quie-
bra nuestra realidad, al menos por unas cuantas horas. En ese
contexto, incluso la fantasía distópica de “Five years” –el clásico
de David Bowie- se cuela durante el backstage cuando, termina-
da la prueba de sonido, Marty, intempestiva y espontáneamen-
te, empieza a cantarla en cuanto se cruza conmigo, mientras me
busca con la mirada, como para que yo lo siga en ese juego de
compartida pasión melómana.
Por fin, el show propiamente dicho se inicia del mismo modo
que en El Emergente; con la poderosa guitarra arpegiada de
“Water” (cuyo solo de guitarra eléctrica recrea Olivia en el violín)
y la melodía escalonada de “You whisper”, seguidas de “High
as a kite”. La primera novedad del concierto llega con “Forget
the radio”; una suerte de manifiesto melómano del “hazlo tú
mismo” (“Forget the radio / Send the DJ home / You're better
on your own”) con referencias cinematográficas que condenan
la masificación de la música (“All my favorite records / I ne-
ver see or hear / And here's the plague of zombies / For power
and career”) y el mandato que incluye nombres de fuertes in-
fluencias musicales (“Andy Partridge, Robert Wyatt / You hear
it you buy it”).
Entremedio del show, los niños que juegan en la terraza des-
bordan sobre el espacio donde se encuentran los músicos y atra-
pan repetidamente la atención de Marty. Los invita a participar
y bromea con ellos. Propone que todos volvamos a la niñez, que
los adultos aprendamos a torcer las reglas de la realidad, que dis-
frutemos de la fantasía, que la transformemos en nuestra vida
cotidiana, que nos abandonemos al surrealismo (del mismo
modo que, creo yo, lo hizo Alicia en el País de las Maravillas) y
que, como pide en “Forget the radio”, inventemos mundos con
reglas propias, personales, nuestras. Pero Marty aclara, rápida-
mente, que para lograr todo esto –que tal vez para los simples
mortales resulta tan difícil-, él, al menos, no necesita drogas. Se
trata, ni más ni menos, que de convertir el mundo cotidiano en
un gran cuento de hadas.
En ese contexto, pide entre tema y tema, muy acertadamente,
que alguien del público cuente una historia pues, finalmente,
en eso consiste la vida misma. Mientras, yo no logro compren-
der cómo él no ve que esa noche en la que estamos todos inmer-
sos es ya, en sí, una historia; una de esas grandes y prodigiosas
historias que no se escribieron nunca. ¿Cómo no va a serlo, si
todo lo que está pasando – ¡su presencia misma en Buenos Ai-
res! - es increíble? Sin embargo, yo no puedo apasionarme tanto
en este contexto; no debo mover frenéticamente mi silla como
hacía mi padre cuando escuchaba jazz en vivo. Este lugar está
demasiado iluminado y es muy pequeño. Todos nos vemos las
caras. Sin embargo, inevitablemente, cada acorde que abre la
puerta a una nueva canción es como llegar al borde de un acan-
tilado sin tener miedo de arrojarse. El esfuerzo que necesito
hacer para evitar un gesto, un movimiento o un suspiro ante la
sorpresa que significa cada canción ejecutada en vivo es enor-
me. Aún me resulta increíble estar escuchando esas melodías,
esas guitarras, esas letras. Y entonces se me ocurre pensar que
el cambio de clima, sin rastros de la lluvia amenazadora de hace
un rato, no es sólo por la clásica falta de puntería del servicio me-
teorológico: es, también, por efecto de la música, cuyo poder es,
aún, más grande que el de Dios.
Olivia, por su parte, observa toda la escena midiendo con
atención –aunque sin perder espontaneidad- sus propios pa-
sos y los de Marty. El transporte de la guitarra está corrido. Ella
se lo hace notar a su compañero –a esta altura, ante mis ojos,
una especie de sombrerero loco del siglo XXI- quien comenta,
marcando visiblemente los roles, que, para todos los asuntos
serios, debemos dirigirnos a ella, pues él, aparentemente, no
sirve para esas cosas. “Si Olivia no estuviera aquí, esto sería un
desastre” –remata.
El show continúa con los clásicos de The Church “Tristesse”
e “Into my hands”, sigue con “Thirteen” (cover de Big Star),
“Ugly and cruel” –todas canciones ya presentes, también, en el
primer show. Pero a todo esto se le agrega lo que constituía mi
gran deseo y, según percibo en la audiencia, el de muchos más:
se trata de “Spark”; la canción más rockera de Starfish, cantada
originalmente en el álbum por el propio Marty (a diferencia de
las otras dos canciones de la banda australiana que componen
el set de esta noche).
Luego de una breve pausa, los músicos vuelven con “My mu-
seum” (otra novedad en el set list), canción que forma parte
del álbum Sparks lane, del dúo Noctorum. Siguen con “Chro-
mium” y, una tras otra, tres canciones de la carrera solista de
Marty: “Will I start to bleed” (única gema del disco Spirit Level
que se ofrece durante el concierto), “Melody of the rain” (enig-
mática pieza de Rhyme) y “I don’t think so” que, según Marty,
es la canción más triste de Hanging out in heaven.
Cuando, en ese preciso momento, levanto la vista y miro el
cielo que cubre la terraza, veo, con sorpresa, que está asombro-
samente despejado. “And the stars are looking pretty in the sky”,
canta Marty. Y ahora ya no hay nada que le preocupe a nadie:
ni la lluvia, ni el madrugón que nos espera en cuanto salgamos
del País de las Maravillas en que el simple hostel se convirtió.
La delicada “Felice”, de Moat (álbum perteneciente al dúo ho-
mónimo), es otra de las canciones que, a continuación, se incor-
poran a la lista extendida de esta noche. El título es un nombre
propio; el de una joven -¿imaginaria?- que se pronuncia “feliz”
y que, por ende, alude al obsesivo interés que Marty siempre ex-
presa por todo lo relacionado con la cultura castellana. Cuenta al
público que el compás del tema es en seis por ocho y nos marca,
alegremente, el movimiento corporal que dicha rítmica impul-
sa de manera inevitable e hipnótica. Los cuerpos casi se mue-
ven solos –sugiere- como embriagados por la droga del sonido.
Repentinamente, luego de “After eight”, la historia tan desea-
da y reclamada por nuestro anfitrión (“¡¿cómo puede ser que
nadie tenga una para contar?!” –era su queja) llega de la mano
de Paul Gallinato. Dueño del hostel y también músico, Paul
se suma para tocar el bajo en el clásico “Under the milky way”;
otro tema perteneciente al superproducido Starfish que ya ha-
bíamos podido escuchar el viernes anterior, pero esa vez sin la
presencia del bajo. El instrumento acústico que el propio Paul
construyó utilizando una vieja guitarra criolla es verdaderamen-
te sorprendente y tiene un gran sonido, además de que él inter-
preta la clásica escala descendente -creación de Steve Kilbey- a
la perfección.
Inmediatamente antes de la canción, el público entero se rea-
comoda para escuchar el relato de Paul con atención. La historia
–entrañable y cuasi legendaria- encuentra al músico en Nueva
York junto a su madre, en plena década del ’80, ambos algo abu-
rridos y sin mucho que hacer, hasta que él supo que una de sus
bandas favoritas –The Church- tocaba esa noche, precisamente
allí, en la (otra) gran ciudad that never sleeps. La singular jorna-
da, obviamente, cobró un nuevo sentido para Paul y su mamá
(igual que ese jueves para mí). El músico expone, orgulloso, a
todo el público una foto tomada en esa oportunidad. En ella se lo
puede ver muy cambiado luciendo una llamativa remera con la
portada del casi inhallable compilado Hindsight, cuya foto cen-
tral en blanco y negro muestra, justamente, las piernas de Marty
Willson-Piper junto al clavijero de una de sus clásicas guitarras.
“Y bueno, veintinueve años después aparece este muchacho y
esta divina señorita acá y mirá; me encuentro tocando con ellos”
–remata, aún incrédulo. La historia es, a las claras, la mejor que
se podía pedir en esta jornada repentina y asombrosamente es-
trellada. Todos aplaudimos intensamente.
Como no podía ser de otro modo, el show se cierra con la her-
mosa canción de Noctorum, “Hopes and fears”, y siendo el fi-
nal, yo la interpreto como una especie de promesa para el futu-
ro: la esperanza de que vuelvan; el miedo de que eso no suceda.
Recuerdo que, un rato antes, en pleno concierto, les dije, apro-
vechando un silencio, que debían volver, y que cuando él –luego
de aclarar, muy ingeniosamente, que todavía no se habían ido-
me aseguró que la noche sería muy larga y que un rato después
yo ya estaría aburrida, supe inmediatamente que estaba equi-
vocadísimo. De hecho, ni bien dijo eso, estiré el brazo y agité
un dedo índice enérgicamente frente a sus ojos para asegurarle
que eso era imposible. Y en cuanto terminó “Hopes and fears”
lo comprobé. Es que yo, a diferencia de Marty, me conozco bien.
Porque si esos dos conciertos de uno de los músicos más in-
fluyentes de mi vida fueron un sueño impensable, también el
viaje de Marty y Olivia a Latinoamérica fue una suerte de ente-
lequia, una utopía paradójicamente cumplida, como una nueva
aventura de Tomás Moro o Robinson Crusoe a una tierra imagi-
naria, extraña y fascinante que no figura en ningún mapa. Pero
Robinson un día volvió, y así lo harán nuestros viajeros.
Mientras me alejo caminando para volver a casa, recuerdo
lo que Lewis Carroll decía en Alicia en el País de las Maravillas
cuando la niña despierta del absurdo sueño: “ahora la historia
está terminada, y remamos hacia casa, alegre tripulación”.
Y mañana, sin duda, aunque sean las 6 y tenga mucho sueño,
me voy a levantar con una sonrisa esperando otras historias…
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