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I Al entrarse la noche, los relámpagos comenzaron a zig- zaguear sobre el mar, las gentes devotas se persignaron ante el rebramido bronco del trueno, una ráfaga de agua salada, levan- tada por el viento, obligó a cerrar las ventanas que daban hacia occidente, quienes vivían cerca de la playa vieron el negro hori- zonte desgarrarse en globos de fuego, en culebrinas o en hilos de luz que eran como súbitas y siniestras grietas en una super- ficie de bruñido azabache, así que, de juro, mar adentro había tormenta y pensé que, para tomar el baño aquella noche, el quin- to o sexto del día, sería mejor llevar camisola al meterme en la bañadera, pues ir desnuda era un reto al Señor y un rayo podía muy bien partir en dos la casa, pero tendría que volver al cuarto, en el otro extremo del pasillo, para sacarla del ropero, y Dios sabía lo molondra que era, de suerte que me arriesgué y desceñí las vestiduras, un tanto complicadas según la usanza de aquellos años, y quedé desnuda frente al espejo de marco dorado que re- flejó mi cuerpo y mi turbación, un espejo alto, biselado, ante cu- yo inverso universo no pude evitar la contemplación lenta de mi desnudo, mi joven desnudo aún floreciente, del cual ahora, sin embargo, no conseguía enorgullecerme como antes, cuando pensaba que la belleza era garantía de felicidad, aunque los ma- yores se inclinaran a considerarla un peligro, no conseguía enor- gullecerme porque lo sabía, no ya manchado, sino invadido por una costra, costra larvada en mi piel, que en los muslos y en el vientre se hacía llaga infamante, para purificarme de la cual sería necesario que me bañara muchas, muchas veces todos los días, tantas que no sabía si iba a alcanzarme la vida, costra inferida por la profanación de tantos desconocidos, tantos que había perdi- do la cuenta, durante aquella pesadilla de acicalados corsarios www.alfaguara.santillana.es Empieza a leer... La tejedora de coronas

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I

Al entrarse la noche, los relámpagos comenzaron a zig-zaguear sobre el mar, las gentes devotas se persignaron ante elrebramido bronco del trueno, una ráfaga de agua salada, levan-tada por el viento, obligó a cerrar las ventanas que daban haciaoccidente, quienes vivían cerca de la playa vieron el negro hori-zonte desgarrarse en globos de fuego, en culebrinas o en hilosde luz que eran como súbitas y siniestras grietas en una super-ficie de bruñido azabache, así que, de juro, mar adentro habíatormenta y pensé que, para tomar el baño aquella noche, el quin-to o sexto del día, sería mejor llevar camisola al meterme en labañadera, pues ir desnuda era un reto al Señor y un rayo podíamuy bien partir en dos la casa, pero tendría que volver al cuarto,en el otro extremo del pasillo, para sacarla del ropero, y Diossabía lo molondra que era, de suerte que me arriesgué y desceñílas vestiduras, un tanto complicadas según la usanza de aquellosaños, y quedé desnuda frente al espejo de marco dorado que re-flejó mi cuerpo y mi turbación, un espejo alto, biselado, ante cu-yo inverso universo no pude evitar la contemplación lenta demi desnudo, mi joven desnudo aún floreciente, del cual ahora,sin embargo, no conseguía enorgullecerme como antes, cuandopensaba que la belleza era garantía de felicidad, aunque los ma-yores se inclinaran a considerarla un peligro, no conseguía enor-gullecerme porque lo sabía, no ya manchado, sino invadido poruna costra, costra larvada en mi piel, que en los muslos y en elvientre se hacía llaga infamante, para purificarme de la cual seríanecesario que me bañara muchas, muchas veces todos los días,tantas que no sabía si iba a alcanzarme la vida, costra inferida porla profanación de tantos desconocidos, tantos que había perdi-do la cuenta, durante aquella pesadilla de acicalados corsarios

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y piratas desarrapados que, transcurridos todos aquellos meses,con el horror medio empozado en los corazones y la peste estra-gando todavía la ciudad, aún dominaba mis pensamientos, apar-tándolos del que debía ser el único recuerdo por el resto de mivida, el de Federico, el muchacho ingenuo y soñador que creíahaber descubierto un nuevo planeta en el firmamento, el adora-ble adolescente que me había hecho comprender el sentido de esosencantos ahora nuevamente resaltados por el espejo, el ordeny la prescripción del fino dibujo de mis labios, el parentesco demi ancha pelvis con la del arborícola cuadrúpedo, la función na-da maternológica ni mucho menos lactante de mis eréctiles pe-zones y, en fin, el muchacho cuya memoranza me hacía bajar detristeza los ojos, sólo para repasar con ellos el delicado nudo delos tobillos, bajo los cuales se cimentaba la espléndida arquitec-tura, para torcer el gesto ante las rodillas firmes y antiguas, co-mo moldeadas al torno, para ascender voluptuosamente por lavía láctea de los muslos hasta detenerlos en el meandro divino,en el delta codiciado por el que medievales caballeros cruzaronsus espadas en justas de honor, perfecto intercolumnio cuyos so-portes cilíndricos habían de rostrar, no los espolones de las na-ves fenicias, sino las suaves garras del amor, y tras escalar con unestremecimiento el declive ligero de la pelvis y el vientre, dirigir-los hacia el ombligo egipcio y diminuto, para pensar en lo bellaque una cicatriz puede llegar a ser si se le sujeta bien un cabe-zal y se la deja secar, como había visto hacer con los recién naci-dos, e imaginar a Federico otra vez desnudo frente a mí y pregun-tarme si era bello también el ombligo de Federico, su mascu-lino ombligo irrecordable, si era bello su pecho como el mío queahora hacía más retador amparando con las manos la parte infe-rior de los senos y fijando la vista en los pezones rosados y yaerectos, como ágatas incrustadas en el centro de un escudo,cuando sólo restaba ir paseando los ojos sobre el reflejo del cue-llo marmóreo pero estrangulable, hasta la barbilla en acto per-manente de agresión, los labios desdeñosos y la nariz un tantorespingada, para hallar a esos mismos ojos en una suerte desúplica muda, ya avergonzados del recorrido escalofriante,

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ordenándome retirarme de allí, eludir esa luna biselada dondemi cuerpo dejaba de serlo para convertirse en un pecado, en unpecado ajeno, del cual era necesario desviar la mirada, que noobstante permanecía allí con denuedo, erguida toda yo comouna elocuente estatua griega, los ojos fijos en la comba del vien-tre, absorta en mi cuerpo como en el oficio de una mística mile-naria, negándome a creer pero creyendo casi exacerbadamenteen el milagro de mí misma, en la hendidura que parecía tem-blar de placer bajo la maleza rojiza del vello, cuya contempla-ción me hacía sentir un escalofrío eléctrico, como de ámbaresfrotados, una especie de zigzagueante relámpago como esos quealborotaban el mar, recorrerme las piernas, que apretaba enton-ces como los niños cuando no pueden retener la orina, y el efectoera igual que si me hubiesen masajeado los muslos, como unaesclava hizo alguna vez para curarme un calambre, así que pen-saba en mi buen confesor, muerto por los piratas, y en susadvertencias piadosas sobre los desvíos compulsivos que Sata-nás nos alienta, e imaginaba un cabezal apropiado para caute-rizar la cisura de aquella enervante sangría, para restañarme laherida del sexo como si fuera la del cordón umbilical, y sentíentonces la necesidad de algo que lo taponara profundamentehasta cortar o estancar aquel flujo magnético que me hacíaapretar los muslos y evocar con furor el cuerpo amado de Fede-rico, su viril pero aún casi tierna complexión, a punto de po-seerme aquel mediodía tan reciente y tan remoto en que, apro-vechando un descuido de mi padre, subí las escaleras hasta elmirador de la casa de Goltar y lo hallé escudriñando el oestecon su famoso catalejo, el oeste donde el mar desenvolvía toda-vía, bajo la leve tramontana, las crespas furias que irían decre-ciendo a medida que abril aplanara sus láminas recalcitrantesy sollamara sus vahos estuosos, porque le gustaba seguir con lavista a los pescadores, que tendían los chinchorros o sumergíanlos palangres según pescaran en la orilla o mar afuera, utilizandobotes de remo y depositando en el vientre cóncavo las coletean-tes mojarras y los sábalos de aletas listadas de azul, abundantesen ese sitio frente a los terraplenes realzados en la muralla a

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espaldas del convento de Santa Clara, pues Federico amaba elmar y, en varias ocasiones, había ido con aquellos hombres detez curtida y se había sentido muy excitado con la pesca de latintorera, grande y saltarina como un látigo arqueado en el aire,peligrosa y de basto empaque, con dentadura afilada como sie-rra a flor de la boca despectiva de media luna, rebelde al arpo-neo de la fisga de tres dientes, debatiéndose y haciendo saltar elagua en violentas florituras de espuma ante la vista de ese mu-chacho tan amado cuyo amor por el mar era hereditario, ya quepor algo era hijo de marinero y las profundidades marinas loatraían con igual poder que la esfera celeste sembrada de parpa-deantes hachoncillos, con igual poder porque había en ambasuna misma dimensión de misterio, una análoga posibilidad deaventura y no sólo de aquélla a riesgo de daño físico, sino esaotra, la de la imaginación, donde nada era imposible y los anti-guos monstruos quiméricos iban adquiriendo una fisonomía fa-miliar, racional, ajena a supercherías de marineros, más ajenaa esas fábulas inocentes en la medida en que el hombre, segúnFederico no cesaba de proclamar, interrogara a sus heladas hon-duras donde bullía la vida, donde pululaban los escurridizos na-dadores bordados de escamas como de caprichosas lentejuelaso las pequeñas fieras que se arrastraban o formaban sus nichosen las rocas subacuáticas ocultas bajo la malla fina y gelatinosade las algas marinas, las interrogara como, ciertamente, poco lohabía hecho hasta el momento, al menos en comparación conlo que Federico, embebido en lecturas solitarias y casi heroicasen aquella ciudad de mercachifles, ningún otro con antiguasproezas náuticas como su padre, podía desesperadamente soñaral enterarse, como una vez me lo confió mientras compartíamosuno de esos rarísimos momentos de soledad en el almacén deabarrotes, de que cierto agustino, fray Andrés de Urdaneta, ha-bía sido el único en intuir, más de un siglo atrás, la necesidadde cartografiar a ras y hondura el viejo océano vomitador decadáveres, ese mito trémulo y vivo, ese leviatán multiforme, an-tro de soledades insospechadas, porque aquel fraile, cuyo primercontacto como joven veterano de las guerras alemanas e italia-

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nas con el temible Mare Erythreum de los antiguos, con el padrede todos los seres de las turbadoras cosmogonías de Oriente,ocurrió con ocasión de la expedición de García Jofre de Loaysa,salida de La Coruña con la esperanza de hallar la ruta occidentalhacia las Islas de la Especiería, aquel fraile trazó el itinerario delas Molucas y, tras hacerse agustino en la devastada Tenochti-tlán, formó por mandato del rey parte de una segunda expedi-ción, esta vez a las Islas Filipinas, sobre cuyos resultados, en suconvento novohispalense, dejó escritas relaciones y memoriasdonde quedaban establecidas las analogías entre la circulaciónoceánica del Pacífico y la del Atlántico, bien poca cosa todavía,según mi pobre Federico, pues habría que acometer alguna vezuna historia física del mar, definir las formas vagas que se agi-taban bajo su superficie, sondear acaso sus abismos para enfren-tar a ese gigantesco pulpo, el Kraken, cuya leyenda crispaba deterror a los navegantes, o a ese diablo de mar, de forma de vam-piro, sumergido en los precipicios de los golfos boreales, o a esepez-mujer al que Ulises identificó con las sirenas, o a ese sátiromarino de cabeza y cuernos de morueco, tronco humano y colade pez, o a ese obispo de mar tiarado y escamado, vicario divinode las aguas abisales, o a tantas otras criaturas sumergidas en esereino sin mesura, para cuyo conocimiento no bastaría desafiarsus trombas y huracanes a bordo de galeones impulsados porel viento, sino que habría que sumergirse en sus míticos domi-nios para sacar a flote la verdad, esa misma que para Federicomontaba por encima de todo, pues su único sueño era hacersehombre de ciencia a cualquier costa, ambición casi imposibleen esta ciudad iletrada pero jactanciosa, donde su padre habíatenido que hacerse comerciante y donde la Inquisición cam-peaba como una inmensa sombra y donde el diablo parecíaretozar en cada rincón, a juzgar por los muchos pecados de lagrey, por las muchas artes mágicas que caían bajo las zarpas delos dominicos, por la mucha astrología judiciaria, por los mu-chos judíos disfrazados, por los muchos frailes solicitantes, porlos muchos sortilegios, augurios y maleficios de que hablabanlas viejas y, desde luego, por el esfuerzo que me costó una vez

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en la bañadera, aquella noche de tempestad, desprenderme delos ojos la imagen obsesiva del espejo, en momentos en que yael agua resbalaba por mis carnes, las penetraba como una recon-fortante cura oclusiva que me inspiraba otro género de volup-tuosidad, cosquilleante voluptuosidad que me compelía a com-penetrarme con el elemento multiforme que me rodeaba, queme acariciaba, que me poseía en un abrazo resbaladizo listo siem-pre a reproducir, de una manera lujuriosa y yo diría que pér-fida, el contorno de mi cuerpo súbitamente laxo y placentero,apto ahora para sólo pensar en él, para expulsar de mi mente elrecuerdo de las pelucas empolvadas de los franceses y de los ros-tros rencorosos de los filibusteros de la Tortuga y sólo pensaren él, en Federico, fijar la memoria en aquella noche, la nocheanterior a ese mediodía en que lo sorprendí en el mirador es-piando a los pescadores, la noche en que dijo a Cipriano, de so-petón, bajo la luz oleosa de aquella luna de abril, que había des-cubierto un planeta, sólo para que Cipriano le preguntara siestaba loco y él insistiera en haber descubierto un planeta, mien-tras incrustaba de tal modo, en la cuenca del ojo derecho, el an-teojo de Galileo, que hubiera bastado un ligero golpe para de-járselo en compota, en tanto el otro muchacho, quiero decir mihermano, lo observaba con bobalicona mezcla de incredulidady recelo, como si temiera ser objeto de una especie de bromazoastronómico, y la ventana enrejada del mirador se abría haciaun cielo nocturno y despejado, cuyas parpadeantes incandescen-cias les llegaban cernidas por un harnero de ébano, con uno queotro parche de nubes en la superficie lustrosa y, en la profun-didad de la negrura perforada y cintilante, una espesa selva demundos haciendo guiños con esa ironía particularmente eva-siva de las cosas intemporales, milenarias, casi crueles, ante lascuales el hombre se disminuye y queda perplejo, mundos ajenosy lontanos, mundos que se mofan como si observaran nuestrasmiserias a través del microscopio de Leeuwenhoek, mundosante cuya visión es anonadante el sentido de nuestra insignifi-cancia, allá Sirio del Can Mayor, el más irónico, acullá Capeladel Cochero, de pestañeo sarcástico, hacia el horizonte Alpha

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Centauri, muy próximo a las cuatro aspas de la Cruz del Sur, yen intranquilo enjambre Achernar de Erídano, Agena del Cen-tauro, Vega de la Lira, Arturo de Boyero, Cánopo del Navío,Fomalhaut del Pez Austral y toda la cegadora muchedumbre delos orbes calcinados y viejos, nuestras viejas, ignotas y queridasestrellas que acaso compelían a Cipriano a arrebatarle el teles-copio, pero lo hacían arrepentirse con un estremecimiento depavura y preguntarle, más bien, como quien sigue la corrientea un lunático, de qué manera había pensado bautizar al nuevoplaneta, a lo que Federico, con evidente excitación, como mihermano con fruición malévola me lo relató aquella misma no-che, respondería que no era broma, que podía verlo a simplevista allí, en la dirección de su dedo, casi en la órbita del sol, conun color que tiraba a verde, a lo cual replicaría Cipriano queeran tonterías, que no podía ser más que una estrella grande, yel muchacho de pelo castaño que mantenía el anteojo parape-tado en un travesaño de madera por entre los barrotes de la ven-tana, insistiría en que las estrellas titilan y éste, en cambio, bri-llaba con luz quieta, sólo para que el otro se obstinara en que,entonces, debía tratarse de un cometa, mientras una fresca ypestilente vaharada de miasmas de mar venía con la ventolinaque, a ratos, cobraba fuerza suficiente como para amenazar ala bujía colocada sobre una especie de mesita de cartografía, enel cómodo mirador techado, de cuya adosadura se levantaba,clavada a la pared, cierta lámina entresacada de la Harmonia Ma-crocosmica de Cellarius que representaba al sistema solar segúnla concepción de Copérnico, pues aquel altillo era, en realidad,algo así como la cueva de un astrónomo o geógrafo, lleno de ma-pas, cosmogramas e instrumentos de medición, esferas armila-res, barómetros, brújulas y las representaciones más en boga delos hemisferios terrestres, todo un marco apropiado para las ex-travagantes actividades del muchacho que ahora apartaba el ojodel reflector y cavilaba un momento, antes de decidirse por larazón o la fantasía, para opinar por último que tampoco podíatratarse de un cometa, porque los cometas tienen cola y éste eraun cuerpo redondo, aserción que no podía satisfacer al adoles-

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cente de pelo negro, cuyos ojos brillaban entre burlona y mali-ciosamente, en tanto el pliegue de la comisura iniciaba una son-risa, que no se decidía por la condescendencia o el sarcasmo, enel momento de preguntar, qué remedio, si no era posible quetuviesen cola los cuerpos redondos, a lo cual secamente respon-dió Federico que éste no la tenía, un hecho así de simple, y Ci-priano indagaría muy antipático si iba a bautizarlo el planetaGoltar, pero no, que lo llamara como quisiera, la cuestión eraque eso que veía allí no era cometa ni estrella, sino planeta, pla-neta, planeta, el planeta Goltar, según la insistente chirigota deCipriano, claro, el planeta Goltar, séptimo en la necesaria revi-sión que debería hacerse de la astronomía, porque, diablos, exac-tos dos siglos y cinco años después del descubrimiento de las In-dias por Colón, el genial Federico Goltar daba en la flor de des-cubrir un bonito planeta verde, y no hubo más remedio que reír,reían ambos, podía muy bien representarme la escena cuandome la relataron, en el momento en que la puerta crujió para darpaso a Lupercio Goltar, cuya obesidad debió verse a gatas parazafarse del último peldaño de la escalera y aposentarse en defi-nitiva sobre el suelo de piedra del mirador, pues lo agitaban lassubidas y se advertía jadeante, a pesar de sus ojos risueños e inteli-gentes, cuando les preguntó de qué reían, reparando en el anteo-jo parapetado entre la reja de la ventana y, al imaginar que po-dían haber encontrado algo gracioso, porque él lo halló algunavez, en la faz milenaria de la luna, les dijo que él, a fuer de viejojardinero, podía asegurarles que esa luna de abril era roja comouna cereza y tenía influencia perniciosa sobre los cultivos, y quea ellos, si seguían embebidos en su contemplación, les haría salirun lunar en el bozo, lo cual era indicio de que Lupercio Goltarvenía de buen humor o de que, en realidad, como Cipriano losuponía, el padre de Federico estaba siempre de buen humor,razón de más para no temer el sacarlo de su engaño y encararloa la simple y a la vez inquietante verdad, cosa que hizo sin titu-bear, convencido como estaba de que el sesudo comerciante sepondría de parte del buen juicio, anunciándole un poco pom-posamente que no se trataba de la luna, que de lo que ciertamen-

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te se trataba era de que su hijo creía haber descubierto un plane-ta nuevo en el firmamento, frase que no produjo respuesta in-mediata, salvo una ligera sombra en los ojos del buen señor, quealzó una lámina de la mesita y se puso a estudiarla en silencioo, mejor, en una suspensión que no cuadraba con la expectaciónansiosa de su hijo, que bien sabía que aquella lámina no podíadespertar mayor interés en él, pues se limitaba a reproducir algoque se conocía de sobra, las doce casas del cielo astrológico, quesin embargo su padre parecía saborear evocando aquella capri-chosa y analógica descripción que le hizo alguna vez, cuandole dijo que la de la vida poseía la forma aproximada de una ípsi-lon griega, la de la riqueza la testa vacuna del primer jeroglífi-co sinaítico, la de los hermanos las dos íes del par latino, la delos padres por infanda sugerencia un perfecto sesenta y nueve,la de los hijos una landa griega jorobada, la de la salud una emey un travesaño similar al de la erre de los recetarios, la del matri-monio una especie de clave de do horizontal, la de la muerteuna perfecta eme gótica, la de la religión un ancla atravesada, lade las dignidades una extraña te semiuncial de cabo retorcido,la de los amigos unas líneas ondulantes paralelas, y la de los ene-migos una suerte de angosta hache merovingia, todo ello pro-clivemente insinuante en el sentir del obeso caballero, que alzóla vista cuando oyó la voz de Federico explicarle que era en se-rio, papá, que si quería podía verlo por el anteojo, a lo cual sólopodía contestar, sin tratar siquiera de aproximarse a la ventana,que no lo dudaba, pero que si era un cometa no quería verlo,porque sería anuncio de ruina, para volver a extender su sonri-sa, franca, allanadora, sobre los muchachos, como para desbara-tar cualquier sospecha de seriedad o superstición, mas tener queoír a Federico advirtiéndole que no era un cometa, papá, los co-metas tenían cola y éste no, de modo que sin duda era un plane-ta, argumento que impulsó a Lupercio Goltar a avanzar hacia elenrejado y, llevándose al ojo derecho el telescopio, irlo ajustan-do con sus dedos rechonchos, entre los cuales el aparato cobra-ba una apariencia primorosa y frágil, preguntando dónde esta-ba, oyendo a su hijo anunciarle que allá, cerca de la eclíptica, en

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la dirección de su dedo, con voz que pregonaba la trascenden-cia que confería a su descubrimiento, e indicarle que era preci-samente aquél que poseía una coloración verdosa, valido de locual el comerciante arrugó la cara para escrutar concienzuda-mente, ocupación en la que tenía cierta práctica, ya que habíasido marino y no jardinero, de modo que aquella selva de orbeslocos desperdigados por el vacío le era, hasta cierto punto, fami-liar, lo cual no debió obstar para que, por un instante, creyerasentir el vértigo del infinito, como si de repente el mirador, lacasa, la ciudad hubiesen desaparecido y él se hallara flotandoen el éter misterioso definido por los filósofos antiguos comoel alma del mundo, pero claro, su gordura era lo bastante con-tundente como para sacarlo al rompe de ese engaño y permitir-le declarar, bajando el telescopio, que no, que nada veía que an-tes no estuviese allí, afirmación que satisfizo malignamente a Ci-priano, quien se apresuró a deplorarlo hipócritamente, porqueGoltar hubiera sido lindo nombre para un planeta, antes de oírempeñarse a Federico en que nadie había hablado de algo queantes no estuviera allí, lo que él afirmaba era que no se tratabade una estrella sino de un planeta, deducción palmaria en el he-cho de no titilar, de ser su luz quieta y fría, palabras articuladascon un comienzo irracional de desesperación que su padre ad-virtió, pero que no le impidió recordar cómo eran seis los plane-tas y de qué forma, pues por algo había sido marino, sabía él des-de mucho tiempo atrás dónde se encontraban, argumento tansumiso que motivó en Federico un gesto desolado, pues su ju-ventud le vedaba comprender el poco interés que el hallazgo ins-piraba a su padre, antes de aducir la posibilidad de que, por to-do este tiempo, hubiésemos tomado por estrella algo que en rea-lidad era planeta, porque humano es errar, ¿no?, pero LupercioGoltar alzó y examinó, casi acariciándolo, el astrolabio deposi-tado sobre la mesita, junto a la bujía, para opinar que astróno-mos había en Europa que no sabían equivocarse y que no recor-daba ocasión alguna en que la naturaleza dijera sí y la sabiduríano, coronando otra vez la frase con su condescendiente, colabo-radora sonrisa, la cual iría desapareciendo a medida que su hijo

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redarguyera que él sí que lo recordaba, pues todavía no habíanpasado setenta años desde cuando el Santo Oficio condenó a Ga-lileo Galilei a recitar todas las semanas los salmos penitencialespor el solo pecado de divulgar el sistema de Copérnico y, bienlo sabían ellos, entonces se concebía a la Tierra como el ombli-go del universo, a cuyo alrededor giraban el sol, la luna y las es-trellas, así que lo repetía, no habían pasado setenta años desdeentonces, y hoy, aunque la mayoría de las gentes siguiera dan-do crédito a aquellas supercherías, hoy se podía afirmar que to-do era muy distinto, hoy conocíamos la mecánica de Newton,referencia que debió hacer sentir al comerciante como si un es-calofrío le trepanara el espinazo, ya que, por muy en la póstumagloria que Galileo Galilei se encontrara, el Santo Oficio seguíasiendo el Santo Oficio y el sabio pisano un teórico proscrito, cer-tidumbre que acaso lo forzó a pensar, con un poco de horror,en el invitado que tenían a cenar aquella noche, la noche de aquelMartes Santo de 1697, antes de razonar que nada de aquellodemostraba que lo visto por el anteojo fuera un planeta y no unaestrella, porque cuál necesidad tenían ellos, en este mirador, enaquel preciso momento, y lo inquirió desesperadamente, comosi sus viejas aventuras, su antiguo amor por esos objetos que locircuían, todo hubiese sido humo de pajas, qué necesidad teníande que aquel malhadado punto de luz fuese un planeta y no unaestrella, y para cancelar con ello la cuestión, abrió la puerta yse aprontó a bajar, consciente de que Federico seguía confuso,de que no creía reconocer a su padre, al hombre que le enseñóel manejo de esos instrumentos, las maravillas de ese cielo asper-jado de mundos, en el caballero forrado de convencionalismosque se disponía a retirarse sin ver que él trataba de balbucearalguna cosa, algo referente a la necesidad de hacer brillar la ver-dad, expresión que no podía arrancar al viejo sino una furtivasonrisa, en tanto les recordaba que tenían invitados a cenar, queconstara que se había tomado el trabajo de subir a refrescarles lamemoria, había que estar listos y puntuales y recordar, por sinunca lo habían oído, que en lo que él llevaba de vida no ha-bía visto jamás que decir la verdad rindiera provecho a nadie,

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con lo que dio por concluido el asunto y abordó, con su habitualtorpeza, las escaleras, mientras Federico tomaba rápidamente elanteojo y volvía a dirigirlo hacia el punto, próximo a la eclípti-ca, en que su planeta brillaba en frío, tal como había venido ob-servándolo de varias semanas atrás, sin el fulgor chisporroteantede sus gemelos, de sus arrogantes mellizos aparentes, y el mias-ma marino volvía a recalarle las fosas nasales como un efluviode bajeles putrefactos donde las algas entrelazaran sus corrom-pidas enredaderas de fibras yodadas y sus rojizas frondas de sar-gazos, y Cipriano le echaba la mano al hombro, en gesto con-ciliador, para indagar si, en serio, creía haber descubierto unnuevo planeta en el firmamento, ante lo cual se vio obligado apreguntarle en un susurro, como si ahora quisiera mantener to-do aquello en equívoco secreto, si era que se imaginaba que ju-gaba a las cabañuelas, lo cual motivó que Cipriano, no tan ima-ginativo como su amigo ni tan apasionado por estas cuestionesinútiles, aunque se inclinara por sentir hacia sus devotos una mez-cla de admiración y lástima, porque ¡astrónomos, Dios mío!,¡tipos capaces de hacer, por un planeta más o menos en el cielo,tamaño escándalo, como si algo se ganara con ello!, agacharala cabeza, ahora que el viento se había hecho sibilante y sacudíacon fuerza las cartas de marear adheridas con puntillas a las pa-redes, las carcomidas cartas de marear del antiguo marino, due-ño de casa, sin traer, sin embargo, el tufo húmedo de las lluviasde abril, que aún demoraban, y preguntara con timidez rebus-cada si Federico deseaba de veras hacerse astrónomo, y todavíamás, si no era un oficio un tanto extravagante, como el de au-gur, porque confundía astronomía y astrología en su deplorablecabeza, aunque, desde luego, la confusión no fuese tan grave,ya que hasta hacía muy poco constituían una sola ciencia, la delos astrólogos caldeos o la de Hiparco, a la que alegóricamentese representaba aún entonces rodeada por las tres Parcas, paraver cómo Federico, por única respuesta, volvía a indicarle el lu-gar donde su planeta, quieto y verdeante, permanecía como enéxtasis, planeta acaso bilioso y de mal carácter, trabajo iba a cos-tar convencer a la gente de su existencia, mientras Cipriano vol-

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vía a la carga interrogándose sobre la utilidad de estas fachendas,sí claro, Pitágoras, pero ¿a quién importaba Pitágoras?, aunque,desde luego, el cuadrado de la hipotenusa, la suma de cuadra-dos de los catetos, eso parecía más práctico, y entonces Federi-co se quedó mirándolo, con algo muy parecido a la preocupa-ción, para, sin transparentar la pobre opinión que el comenta-rio le merecía, hacerle ver que sería preciso escribir a Europa,llamar la atención de los astrónomos sobre ese cuerpo frío, ypreguntarle si no sentía alguna emoción, a lo cual Cipriano selimitó a recordar que Lupercio había pedido que bajaran, quehabía invitados, de modo que Federico suspiró resignadamen-te y lo asió del brazo para empujarlo hacia la escalera, y Cipria-no lo miró amoscado mientras depositaba el telescopio en la me-sita y soplaba la bujía, luego, cuando descendían el uno tras delotro, dio en farfullar, como queriendo hacer méritos, como pa-ra persuadir al amigo de que su incredulidad no era tan absolu-ta, si no sería conveniente escribir al mismísimo Isaac Newton,le parecía lo más indicado y lindo, sí, muy lindo, repuso Fede-rico, que los ingleses se lleven la gloria, ahora el loco era él, por-que nadie iba a buscarse que lo juzgaran por traición a la patriay porque, además, qué correo podía utilizarse, ¿acaso la flota delalmirante Neville?, vaya idea tan conmovedora, así que Cipria-no se congestionó de vergüenza, rubor oculto muy bien por laoscurana, pues sólo ahora caía en la cuenta de que Isaac New-ton era inglés, tan inglés como Sir Walter Raleigh, y cómo son-reía yo, entre mi congoja, al evocar el episodio, que Federico merelató apenas unos días antes que el pánico y el horror se cernie-ran sobre la ciudad, antes que la pesadilla se esponjara y cobraserealidad ante nuestros ojos, sólo poco antes de precipitarse esevendaval de acontecimientos que yo debía esforzarme por olvi-dar, pero que recordaba con una nitidez y una terquedad inven-cibles, como si en el mundo no debiera recordarse nada más,ni siquiera aquel mediodía tan reciente y tan remoto, el medio-día siguiente a la noche del anuncio del descubrimiento del pla-neta verde, cuando, aprovechando un descuido de mi padre,subí las escaleras hasta el mirador y hallé a Federico, a mi pobre

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Federico, escudriñando el oeste con su famoso catalejo, lleno másque nunca de ese aire soñador e ingenuo, y deposité mi manoblanca sobre su hombro casi crispado, porque los pescadores ha-bían capturado un delfín de gran tamaño, que resoplaba todavíajuguetón entre las redes, y él seguía sus movimientos con absor-ta emoción, de forma que volvió la vista como si despertara deun sueño hipnótico, no despejada aún la maraña portentosa desus deseos insatisfechos, confundido en sus sentimientos comoen una bruma que fuera preciso romper, bruma entretejida aho-ra a su propia narcohipnia, y sonrió sin exacta conciencia delriesgo que para mí significaba el haber osado llegar sin compa-ñía, ese Miércoles Santo, al sitio donde él tejía sus ensueños, cir-cunstancia que me obligó a hablarle en un susurro, a indicarlecon un dedo sobre los labios que guardara mucha discreción,que su padre y el mío discutían abajo acerca de unas pipas devino y que me había escabullido porque deseaba hablarle, peroque debíamos hacerlo muy quedo, no fuera que nos oyeran yarmaran un pequeño revuelo, y así logré que volviera en sí, bajola impresión de mi rostro emoliente, porque me sabía ya unamujer, sabía que en mis ojos oscuros relumbraba, con vivaz in-teligencia, algo que, aplicado a sus solitarias ensoñaciones, co-braba un íntimo y excitante cariz de complicidad, de suerte queme estrechó rápidamente contra el pecho, con friolento amor,aún revuelta la imaginación en espectros de expediciones teme-rarias e impedimentos infranqueables, y creí experimentar co-mo en un golpe de conciencia de qué modo la vibración de suespíritu poseía el intranquilo aspecto de un espasmo torturado,pues buscó mis labios con avidez casi rabiosa, alborotó mis tu-pidos cabellos y estuvo a punto de gemir al apoyar la cabeza enla abertura de mis senos y estrechar mis caderas, en tanto yo lorechazaba con dulzura, con ese rechazo tan a pesar nuestro conel que damos a entender las mujeres que todo esto será tuyo,muchacho, pero una vez cumplidos los requisitos, pues a la al-coba de las jóvenes honestas se entra por la iglesia, todo ello mien-tras desfallecemos en una especie de placentera frustración, co-mo desfallecía yo de castidad exasperada aquel mediodía en que

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el aliento ahumado de las cocinas cercanas, atenuado por la bri-sa del Atlántico, subía hasta ese mirador que sobresalía de lostejados de la barriada como la torre de un astrónomo persa enla llanura febril, la torre de un soñador que me pedía la ofrendade mi cuerpo y a quien yo imponía plazos convencionales, sinsaber que muy pronto mi cuerpo sería de tantos otros a quienesno amaba, como sí, en cambio, a él, a quien, sin embargo, misojos invitaban a ser razonable mientras, ciñéndome con ambosbrazos, me conducía hasta la silla de cedro y paja entrelazada,colocada frente a la mesita de cartografía, y me escuchaba inda-gar, con ansia refrenada y llena de orgullo, si era verdad lo queCipriano me había relatado la noche pasada, si era cierto queacababa de hacer un descubrimiento muy trascendente, el deun planeta, porque me resistía a creer lo que a renglón seguidoagregaba mi hermano, o sea que, a fin de cuentas, se había tra-tado tan sólo de una ilusión, pues mientras cenábamos con frayMiguel Echarri y fray Tomás de la Anunciación, el astro habíadesaparecido sin dejar huellas, como si fuera apenas una estre-lla fugaz, o un cometa, o algo por el estilo, de cuya existencia detodas formas él nada me había informado, y le supliqué decirmelo que en verdad ocurría, él sonrió y se alisó los cabellos, dandoa los ojos ese intenso fulgor que a veces me los fingía felinos, enel momento de explicarme que esperaba, para comunicármelo,la llegada de la noche, pero que lo inquietaba la reacción que enmí pudiera suscitar la noticia, particularmente después de la ce-na de anoche, donde salieron a relucir algunos prejuicios loca-les, cena que a mí me había parecido tan desabrida, aunque creoque mi padre debió reparar por primera vez en lo mal que suhijo Cipriano usaba los cubiertos y que debió pensar en que, sino fuera por la guerra, valdría la pena costearle un viaje a Fran-cia, donde aseguraban que el opulento viudo de nuestra muyamada infanta María Teresa refinaba los modales hasta el rigormás cruel, y digo que debió reparar en la mala urbanidad de suhijo, pero trinchaba torpemente, de todas formas, su pechugade paujil y paseaba la vista complacido, antes de llevarla a la bo-ca, por todos los presentes a la mesa, ya por el corpulento y man-

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tecoso Goltar, su huésped y amigo, cuya urbanidad no era aho-ra la de un marinero, sino la de un comerciante, o por el frai-luco Tomás de la Anunciación, glotón como un abad, o por laseñora de Goltar, bella todavía a su edad, como si en los ojos so-ñadores, que eran los mismos de Federico, le vagaran los mira-jes espléndidos que trastornaron las peregrinaciones navales desu marido, o por los cuatro adolescentes situados en el otro ex-tremo, Federico, Cipriano y las dos lindas jovencitas, esbeltasen nuestras basquiñas de colores, la una rubia y muy parecidaa Federico, yo trigueña y con el mismo aire serio de Cipriano,y desde luego, por el invitado de honor que ocupaba la cabece-ra, hacia quien convergían miradas y atenciones, el ambiguo frayMiguel Echarri, el insondable, el receloso, el protocolario secre-tario del secreto del Santo Oficio, y entonces volvía a morderla pechuga, dudando acaso del buen empleo que él mismo hi-ciera del servicio de mesa, pero excusándose lo más seguramentecon pensar que no era otra cosa que un soldado, sí, un burdo yviejo soldado, y que no deseaba esa profesión para su hijo, mien-tras oíamos, trastornando las sonrisas, a fray Tomás de la Anun-ciación, el cual, al encomiar con arriscado entusiasmo las virtu-des juglarescas de los clerici vagantes o frailes goliardos, autoresde una irreverente colección de parodias de los cantos litúrgicos,conservada en un códice tudesco bajo el nombre de CarminaBurana, había acabado por enfrascarse en un laberinto de con-sideraciones teológicas rayanas en la estupidez, razón de más pa-ra que todos mirásemos con inquietud hacia el sitio donde elimpredecible dominico tosía con ayuda de la servilleta y asegu-raba que fray Tomás no lo asustaba, porque si tuviera la inteli-gencia de Giordano Bruno, ya estaríamos viendo cómo lo me-neaba el aire en la horca, frase nada apacible, ante la cual todosnos vimos forzados a reír, con un énfasis que sólo remarcaba lamala gana, todos menos el frailuco, quien se concentró en supresa de paujil, y habló después, con la boca llena, cuando hubosaboreado muy a conciencia la salsa que ahora le caía en man-chones por la barba blanca, por la barba florida, para afirmarcon escalofriante osadía, aunque lo hiciera de pura broma, que

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sí, que la de Echarri era ésa que llamaban justicia de Peralvillo,ahorcar y después hacer la pesquisa, y agregar tranquilamenteque no sabía, caballeros, a qué se debía temer más, si a récipe demédico, a etcétera de escribano, a párrafo de legista o a infra decanonista, sin dejar de subrayar que él recelaba más de lo últi-mo, ni de darse cuenta, por supuesto, de que lo acolitaba sóloun silencio imparcial y medroso, lo cual lo divertía, pues no ig-noraba que, por mucha simpatía que sus ingenuas lucubracio-nes despertaran, la presencia, nada simbólica sino sobrecoge-doramente física, del Santo Oficio neutralizaba cualquier pro-pensión al esparcimiento doctrinal, ya que, aunque empañadosalgunos de sus antiguos esplendores, el poder y la jurisdicciónde la Inquisición de Cartagena de Indias seguían siendo casi in-finitos a los ojos de todos, máxime cuando rebasaban los lími-tes del Nuevo Reino para extenderse hasta Cuba y las Islas deBarlovento, hasta Puerto Cabello y Santo Domingo, y máximetambién cuando Echarri, hombre calculista pero nervioso, eracomo el epítome vivo de todo el fárrago de procesos y memoria-les resguardado como preciosa tradición en los archivos de lainstitución eclesiástica, canonista sin entrañas, ratón de cartapa-cios, argumentista ad hominen y explorador de aguas negras, cu-yo poder era limitado sólo en cuanto lo era su propio talento,pues tiempo hacía que sus superiores habían delegado en él nosólo las irrecusables potestades jurídicas, sino también el gustopor los espectáculos y achicharramientos procesales, de suerteque era, como quien dice, el Santo Oficio en persona, un SantoOficio quizás un poco deslucido, pero siempre al acecho, siem-pre ganoso de recobrar su prestigio, de hacer valer sobre los fie-les su potestad de decretar la excomunión mayor, latae senten-tiae trina canonica, monitione praemissa, aun a aquel que pecarapor omisión cautelosa en la denuncia de la herética pravedad yapostasía, pensando acaso en lo cual, Emilio Alcocer, quiero de-cir mi padre, se creyó, como soldado del rey, llamado a romperel hielo comentando, mientras por la ventana embalaustrada, asu izquierda, el viento dejaba entrar en el comedor, iluminadopor dos candelabros de brazos finamente labrados, colocados en

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los extremos de la mesa, el mismo afrodisíaco efluvio de mias-mas que turbó poco antes en el mirador la fantasía astronómicade Federico Goltar, cómo estaba visto que fray Tomás tenía esanoche trasnochado el sentido del humor, a lo cual Echarri, talvez con intención apaciguadora, repuso que por él nada habíaque temer, pues era, como todos sabían, un hombre muy pací-fico, y que, aunque sus superiores le habían delegado funcio-nes de alta responsabilidad, solía ser bonancible como el marcuando no lo agitaba la tempestad, de lo cual podía dar buenejemplo recordándonos cómo, hacía poco, debió entendérse-las con un astrólogo que, como Asdente, el zapatero de Parma,abandonó el cuero y la lezna para embobarse con el TractatusAstronomiae de Bonatti de Forli y cómo, acaso ya nos hubiése-mos enterado, le puso coroza, sambenito y una vela en la mano,lo paseó por los extramuros y lo hizo abjurar en un periquetede aquellas insensateces, para zamparlo a renglón seguido en unamazmorra donde se maduraba tranquilamente, sin necesidadde grandes alardes públicos ni de altísimas hogueras, de dondesaldría convertido en un buen cristiano, como no lo era en esosmomentos Cipriano Alcocer, quiero decir mi hermano, que mi-raba adrede a su izquierda, al sitio donde mi pobre Federico seapresuraba a inclinarse sobre el plato y atiborrarse de comida laboca para esconder la intensa palidez, mientras mi padre insis-tía en el tema, preguntando a Echarri si a última instancia, casode no retractarse el zapatero, lo habría llevado a la hoguera, a loque Echarri volvió a dibujar su sonrisa de enfermo, que dejabaal descubierto su dentadura cariada, amarillenta y dispar, y losflemones de sus encías, mirando con elocuentísima mirada queobligó a Federico a realizar un esfuerzo heroico por no atragan-tarse, sabiéndose observado además por dos ojos muy negros ymuy asombrados, ajenos a su repentino drama interior, los ojosde esta desdichada Genoveva Alcocer, que aquella noche de tor-menta, unos meses después, desnuda y acariciada por el aguaevocaría con tristeza la escena, los ojos de la jovencita trigueñacuyos modales no preocupaban, como los de Cipriano, al viejosoldado que reía entre sorbo y sorbo de vino para apuntar que

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acaso Echarri exagerase, pues ¿no hubiera sido excesiva la hogue-ra para un pobre diablo que creía en las doce casas del cielo?, pre-gunta que el inquisidor absolvió haciéndole ver que no era cosasuya sino, como diría fray Tomás, cosa de cánones, ya que nosólo la astrología judiciaria estaba condenada por la Iglesia, sinoque además la ignorancia no excusaba el pecado, ni el libre arbi-trio, aunque de origen divino, autorizaba al hombre a hacer usode él separándose de Dios por las vías de lo demoníaco, con locual el frailuco debió pensar que se le invitaba una vez más a me-ter la cucharada y opinó que el derecho eclesiástico tenía tam-bién sus leguleyos y que, en llegando a altos cargos, las cañas sevolvían lanzas, porque si, por ejemplo, al gobernador Diego delos Ríos le diera por consultar a los astros sobre futuros contin-gentes y casos ocultos, podía jurar que nadie le tocaría un pelo,momento en que comprendí que Federico, cuya palidez crecíapor instantes, tenía anudada en el galillo alguna pregunta queno se atrevía a soltar, alguna inquietud que lo torturaba y enque vi lo mucho que lo sorprendió, bajo el reojo sarcástico de Ci-priano, que fuese su madre, Cristina Goltar, la primera en que-brar el silencio inducido por las frases del terciario para inqui-rir, con su habitual tono desvaído y respetuoso, ya que era unamujer muy lejana y como desasida de las cosas terrenas, si esta-ba o no equivocada al pensar que algunos reyes muy cristianoshabían empleado astrólogos a su servicio, pues hacía poco habíaleído, en alguno de aquellos libros traídos en otros tiempos deEuropa por su marido, que la muy cristiana Catalina de Médicihabía hecho construir en cercanías de París un observatorio pa-ra su astrólogo de cabecera, un tal Nostradamus, interpelaciónque debió producir, aunque yo aquella noche no pudiese dar-me cuenta, dada mi absoluta ignorancia en tales materias, pro-fundo desasosiego en Lupercio Goltar, si se piensa en el cúmulode trabas y restricciones impuesto, desde los tiempos de FelipeII, a la circulación de libros en los territorios indianos, y cuyosejecutores eran precisamente los dominicos, cuyo epítome vivono pestañeó, sin embargo, quizá porque albergaba en su agosta-do corazón de funcionario algún atisbo de simpatía hacia esta

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familia cuya sencillez y lealtad eran proverbiales, sino que se apre-suró a ratificar que, en efecto, se trataba de un tal Michel de Nos-tre-Dame, una mala hierba de origen judío, cuya real privanzano debía inquietar, ya que, como médico, había prestado ciertacolaboración durante una peste que diezmaba al mediodía fran-cés, razón por la cual el rey Carlos IX, de cuya fe no era posibledudar pues había sabido cascarles las liendres a los hugonotes lanoche de San Bartolomé, le tomó cierto afecto y confianza yporque, además, Jean, el hermano de Nostradamus, había sidohombre influyente, procurador del parlamento de Lyon, lo cualdio pie una vez más a fray Tomás de la Anunciación para metercizaña, recalcando con un gesto cómico de ojos cuánta razón loasistía al afirmar que una cosa eran los hechiceros desampara-dos y otra los validos, mientras trataba, con ayuda del dedo pul-gar, de embutirse completa una butifarra, no sin añadir, a títuloilustrativo, cómo había oído a varios príncipes franceses aseve-rar que Nostradamus, en sus Centurias, había predicho con pe-los y señales la forma como el rey Enrique II moriría a consecuen-cia de la herida inferida en un ojo, durante un torneo, por elconde de Montgomery, parloteo de terciario zafio que a los de-más pasó inadvertido, porque Lupercio Goltar acababa de de-cidirse a tomar parte en la conversación preguntando al inqui-sidor cómo explicaba el que personajes como Alberto Magno yTomás de Aquino, santos del santoral y ambos dominicos, prac-ticasen en su tiempo la astrología y aun la alquimia, ya que delprimero se narraban numerosas historias, entre ellas la de haberevocado el espectro de la emperatriz María a pedido de Federi-co Barbarroja, o la de haber fabricado un autómata cuyo cuerpoestaba sometido a las influencias astrales y respondía a todo gé-nero de preguntas, y del segundo se sabía que escribió un opúscu-lo alquímico dedicado a su amigo el hermano Regnault, a lo cualMiguel Echarri, que se restregaba los ojos con los dedos índicey del corazón de la mano derecha, reconoció con fastidio la po-sibilidad de que Santo Tomás no desconociera ciertos procedi-mientos prohibidos, pero advirtiendo que lo mismo resultabaevidente su primordial interés en la salud del alma y, en cuanto

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a San Alberto Magno, las obras astrológicas y alquímicas que sele atribuían pertenecían en realidad a algunos discípulos suyos,que a su hora fueron a calentarse en las hogueras inquisitorialeso en las del infierno, porque todo, queridos amigos, eran añaga-zas del diablo, de las que debíamos cuidarnos, y en ello pensába-mos ya con un poco de espanto cuando, de improviso, sin preám-bulos, bajo la fulminante y horrorizada mirada de mi padre, Ci-priano espetó al dominico una pregunta que heló de miedo alos comensales, le preguntó si su señoría había leído a Isaac New-ton, se lo preguntó con la mayor seriedad, como si las obras deNewton pudieran conseguirse, ya traducidas, en cualquier aba-cería, y todos queríamos que nos tragara la tierra cuando Echa-rri, sin responder a la pregunta, pero depositando una miradasuave sobre el adolescente, le pidió en tono paternal que acaba-ra primero de salir del cascarón y después tratara de clavarle lasespuelas, que por lo pronto se limpiara, que estaba de huevo,que por lo pronto sacara las uñas del plato, antes que se las en-suciara, pero Cipriano, ante el escándalo de todos, en lugar decallar por puro instinto, lanzó el gran requerimiento que hacíarato le llenaba la boca y lo tenía como sentado en un hormigue-ro, quiero decir que preguntó a Echarri si podía considerarse he-rejía el descubrir un nuevo planeta en el firmamento, ante lo cual,como era apenas de esperarse, hubo un general estallido de car-cajadas que eran más de disimulo que de burla, no importa loingenua que todos supiéramos la actitud de mi hermano, mien-tras el dominico, manteniendo la sonrisa, enturbiaba la mirada,como quien se contiene al comprender que la villana ofensa pro-viene de un niño, y Federico, que jamás imaginó el grado de in-fidencia a que su amigo podía llegar, se deslizaba materialmentebajo la mesa, hasta resbalar del asiento y quedar enredado entrelas basquiñas de las muchachas, que emitimos un gritico, al tiem-po que mi padre, por dar un vuelco a la conversación y desviarla atención de mi hermano, borraba bruscamente la sonrisa desu rostro, bebía otro poco de vino y, dirigiéndose al anfitrión,por estar él en el comercio y frecuentar los buques mercantes, lepedía noticias de la política y de la guerra con Francia, a lo cual

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Lupercio, sin parecer muy convencido, opinó que sólo había fa-tiga, que se tenía la impresión de que los recursos estaban ago-tados y había cansancio en ambas partes, pues, a la postre, quéquería Luis XIV sino un tasajo honorable, un tasajo y nada más,a despecho de los tratados de partición sostenidos todavía, sobrela herencia del rey Carlos, por Inglaterra, Holanda y su país, yque el monarca francés, al decir de los navegantes que llegabande Europa, mandaría a un cuerno si nuestro amado rey accedie-ra a nombrar sucesor a Felipe de Anjou que, como todos sabía-mos, era nieto del rey Luis y, claro, como trató de redondearlofray Tomás, incorporándose para atraerse los desperdicios de lafuente de perdices, de nuestra difunta infanta María Teresa, cu-ya muerte debíamos lamentar, ya que, si viviera, nada de estoocurriría, opinión que Emilio Alcocer, quiero decir mi padre,no compartió, pues consideraba que la muy marrullera nuncamovió un dedo en beneficio de España, que se consideró siem-pre pariente de los reyes de Francia y sólo de ellos, lo cual hastacierto punto se explicaba, porque era sobrina de Luis XIII o, loque es lo mismo, prima de su marido y, así, el Tratado de los Pi-rineos, que le permitió casar con aquel lechuguino, no había sig-nificado para ella sino el regreso de la hija pródiga, que muy vi-vita estaba cuando la paz de Nimega nos hizo perder el FrancoCondado y que, además, no movió un dedo para evitar la ruptu-ra, actitud que, según Echarri, se había debido a que jamás leinteresó la política, defensa que a nadie convenció, tal vez por-que era estupendo poder contradecir a un inquisidor en mate-ria ajena a sus potestades, de modo que Lupercio aprovechó loscabeceos de escepticismo para advertir, mientras cruzaba sobreel plato los cubiertos, que una cosa se temía para su capote y eraque, si las nuevas sociedades comerciales, ésas que florecían deun tiempo a esa parte en los puertos franceses, a tira más tira con-vencían a Luis XIV, éste podría organizar una expedición paraarmar un sainete en las Indias y presionar a su primo a testar afavor del d’Anjou, pues de buena tinta sabía que en Brest habíaarmadores dispuestos a lo que fuera por repartirse el botín y de-bían tener el ojo puesto a Portobelo, razón por la cual él había

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decidido, de meses atrás, concentrar sus mercancías en Cartage-na, frase que repitió a instancia de fray Tomás, porque el tercia-rio no entendía de dónde podía inferirse que no atacarían a Car-tagena, pero Lupercio, sacándose la grasa con la servilleta, ase-guró que él tenía su olfato, que Cartagena no era tan codiciadacomo Portobelo, lo cual aprobó Echarri, para el cual resultabaevidente que, si algo deseaban los franceses, no podía ser otracosa que apoderarse de los galeones de escolta surtos ahora enPortobelo, los muy canallas, y esto pareció despertar cierta cu-riosidad en Federico, cuya palidez no daba tregua a pesar de mismiradas inquisitivas, que lo instaban a comportarse, y que pre-guntó, con cierta timidez, que daba a sus palabras un aire taninfantil como aquél de las de Cipriano, si en caso de ser atacadaCartagena, lo sería por la flota del rey de Francia, del rey galan-tuomo, a lo cual su padre, que acababa de depositar la servilletasobre la mesa como indicando que el festín había concluido, lecontestó que sí, pero que no vendrían a edificar aquí Trianonesni Versalles, sino a arrasar con todo lo que encontraran a su pa-so, dicho lo cual nos levantamos, aunque claro, fray Tomás dela Anunciación alcanzó a chupar una última ala de paujil antesde unirse al grupo de mayores que se dirigía a la sala, y los mu-chachos quedamos en el comedor, silenciosos, herida la imagi-nación por las historias de cocimientos públicos de astrólogos,de observatorios construidos por una reina de Francia para unhereje judío y por el presentimiento de las emociones que vivi-ría Portobelo cuando fuese atacada por la armada del Rey Sol,por los finos pero denodados franceses, capaces de violar crio-llas y abatir bucaneros en el Caribe, pero también de pasear susaltos tacones y pelucas empolvadas por la galería de los espejosde Versalles, y fue entonces cuando Federico nos invitó a subiral mirador, cuando emprendimos el ascenso de la angosta y cru-jiente escalera, yo a su lado, confundida en una mezcla de mie-do y equívoco placer, y delante Cipriano y María Rosa, quierodecir la hermana de Federico, lo cual nos resultaba muy conve-niente porque así pudimos estrecharnos las manos hasta el mo-mento mismo en que encendimos la bujía y se abrió ante nues-

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tros ojos el pequeño reducto erizado de cartografías y aparatosde medición, con los mapas del Theatrum Orbis Terrarum col-gados incluso de las vigas del techo, los planisferios de AlbertoCantino empequeñecidos ante los pronósticos meteorológicosde los calendarios milaneses y el atlas monumental de Mercatorpresidiendo, desde la pared del fondo, toda una panopsis de pro-yecciones cónicas, cilíndricas o tangentes del globo terráqueo,aunque, por supuesto, lo que primero llamó la atención de Ci-priano fue el anteojo de Galileo, demasiado complejo para nues-tra comprensión de entonces, pero cuyo aumento se obteníasimplemente por la relación entre la distancia focal del objetivoy la del ocular, así que lo tomó para dirigirlo, con medrosa in-quietud, al lugar celeste donde el planeta verde debía hallarse,según sus toscos cálculos, brillando aún en frío, sin el menor cen-telleo, sin los efusivos resplandores de Régulo del León o Aspi-diska de la Quilla que ya, a simple vista, eran identificados porMaría Rosa y por mí, en un afán de impresionar a Federico, yfue entonces cuando quedó de una pieza al comprobar que elplaneta verde había desaparecido, que sólo quedaban las cons-telaciones, dulces y misteriosas en la esfera celeste, aparentemen-te inmóviles desde la antigüedad, pero moviéndose burlonas ensus ignotas órbitas, sembrando de fanales el cielo de los navegan-tes, desplegadas por los hemisferios boreal y austral y prefigu-rando con sus lumbres los ojos de Taurus o la hoz y el martillode los Gemelos, inmutables para el hombre, Sagittarius, Capri-cornus, preservando su inestimable y suave distancia, aturdién-donos con su mensaje indescifrable, sembrando el espíritu dehormigueos coruscantes, aquellos nudos de luz en cuyas pulsa-ciones latían los presagios más amables o siniestros, y entre cuyajungla de fuego, que sabía apartarse misericordiosamente paraque el viejo lobo distinguiera la línea amada y pura de las Osasy Casiopea, no estaba ahora el planeta verde, de suerte que Ci-priano, bien que en su interior saltara de malévola alegría, juzgóoportuno demostrar alguna alarma, entonces comprendió queFederico no hacía caso de sus pesquisas estelares y se consagra-ba, sobre la mesita de la bujía, a ilustrarnos a María Rosa y a

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mí sobre el modo como los geógrafos disponían las superficiesauxiliares para proyectar sobre un plano la redondez de la Tie-rra, a familiarizarnos con los mapas portulanos donde se consig-naban las rutas de navegación, a sacarnos de la cabeza ideas tananticuadas, pero aún en boga por esos años, como aquélla de queJerusalén era el centro del mundo, y así, mientras María Rosafingía interesarse en los temas, pero en realidad cerraba su men-te a ellos, porque en la escuela aprendió hacía tiempos que todasaquellas lucubraciones no eran otra cosa que triquiñuelas de Sa-tanás, yo parecía captar muy bien, en cambio, toda esa vedijade aplicaciones geométricas, porque amaba al muchacho quemovía con destreza ante mis ojos el compás de clavillo movi-ble, trazando semicírculos de un polo a otro del plano imagina-rio, como quien parte con hendiduras verticales una naranja sindejar que los trozos se separen, y porque, además, me sabía ama-da por ese geógrafo precoz, que ahora me hacía observar, en lavieja carta de Waldseemüller, ese nombre de América con que,por algunos, eran designadas estas Indias Occidentales, ese nom-bre con el cual se honraba tal vez a un mediocre cosmógrafo lla-mado Américo Vespucci o quizá se recordaba el nombre indí-gena de Amerik, revelado a Colón cuando en su cuarto y últimoviaje al Nuevo Mundo un huracán lo arrojó a la costa y desem-barcó en el cabo que bautizó Gracias a Dios, materias que a Ci-priano se le antojaban pedantes, pues no parecían convencerloesos esporádicos raptos de inspiración de Federico, cuyo desin-terés por las cosas prácticas y cuya pasión por estos fantaseos apa-rentemente inútiles, que en vez de granjearle las palmas de lagloria podrían atraerle las del martirio, lo exasperaban, máximeahora, cuando teníamos dentro de la casa al mismísimo Echa-rri, de quien se aseguraba por aquellos días, acaso por su viejarivalidad con el gobernador, que estaba replegándose para aco-meter un salto grande y renovar los esplendores del Santo Ofi-cio, lo cual explica el pecaminoso regocijo que parecía sentir aldecir a Federico, lo más alto que pudo, que le dolía participár-selo, pero era lo cierto que su planeta verde se había evaporado,a lo mejor no se trataba sino de un espejismo, sólo para que el

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otro lo mirase de pies a cabeza, con la preocupación que siem-pre le suscitaba Cipriano, y sin prestarle más atención volviesea inclinarse sobre las trazas y, apuntando al Océano Atlántico,nos encareciese de cuál manera nos hubiese aterrado esa granextensión de agua salada si hubiéramos vivido en la Europa demediados de la centuria antepasada, cuando se creía que la Tie-rra era plana y que, más allá de las Columnas de Hércules, el marse precipitaba por las fauces de un bestión descomunal, comoesos de la Topografía Cristiana de Cosmas Indopleustes, super-chería barrida, hacía ya tiempos, por Colón, Magallanes y El-cano, pues hoy sabíamos que la Tierra, como ya lo había afirma-do Aristóteles, era redonda y podía circunnavegarse y que, ade-más, esos puntitos que brillaban en el cielo eran otras tierras,otros cuerpos enormes como éste, más enormes aun, y algunosde ellos carecían de luz propia, no ignifluían sino que refleja-ban la de una estrella y, por tanto, podían ser habitables, paraponderar lo cual extendió el brazo en ambicioso ademán haciala ventana, con lo que logró que María Rosa observase desgana-damente el recuadro por donde filtraba su luz refleja la luna deabril, pero obtuvo de mí un gesto de inteligencia que le bastópara comprender que no había perdido el tiempo ni la saliva,mientras una nubarrada de mosquitos, atraídos quizá por la lla-ma, se colaba en el mirador y Cipriano trataba en vano de ani-quilarla a papirotazos, como en una locura súbita, y la voz deEmilio Alcocer, quiero decir de mi padre, se dejaba oír abajoindicándonos que nos íbamos, ea, que era tarde, bajamos comohabíamos subido, en parejas, nos reunimos en el portón con elgrupo de mayores, rodeado del cual gesticulaba fray Tomás pa-ra sostener, en tono inútilmente colérico, que la precaria saluddel rey Carlos se debía a hechizos de brujos, para maldecir aLuis XIV y fastidiar ostensiblemente a fray Miguel Echarri, quehubiera preferido ser el centro de atención y ahora no parecíaapaciguarse ni siquiera al oír las bromas que Lupercio Goltar,nervioso, trataba de traer de los ralos cabellos, asegurando queesos maleficios y sortilegios a los cuales solía atribuirse la malasalud del monarca no eran sino cuentos de viejas, que dejaran

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en paz a los pretensos hechiceros, que bien inofensivos eran, alo cual el inquisidor, finalmente, decidió darse por aludido y di-jo que él a los brujos los dejaba en paz, Goltar, y hasta a ciertaspersonas que se daban el lujo de leer sobre Nostradamus, o so-bre Paracelso, o sobre no sé cuáles otros pícaros o belitres, lectu-ras muy claramente proscritas por la Congregación del Índice,pero que no le vinieran con astrologías, que si alguien había des-cubierto un planeta por esos contornos, se lo guardara muy bien,porque esa luna vieja ya bien se decía que hacía las malas no-ches en verano y se gastaba en enseñar a gruñir los vientos y amurmurar los vientecitos, así que mucho cuidado, pues no de-seaba escuchar ni esos gruñidos ni esas murmuraciones, dicholo cual se internó en la tranquila oscuridad de la calle, mientrasCipriano debía suspirar pensando que ya no existía peligro, por-que el puñetero planeta verde había desaparecido del cielo.

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