emma - capítulo ii

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...emma Daniel San Martín

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Emma es una novela que narra los sucesos de una joven galerista en el corazón de Berlín. Los capítulos y la progresión de la novela, junto a las ilustraciones, se irán construyendo procesualmente.

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Page 1: Emma - Capítulo II

...emmaDaniel San Martín

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Capítulo II - nunca llegué a levantarme. a

Me miraba fijamente una luna quebrada. Me encontraba levitando, tumbada en medio de un lóbrego paraíso, cuando repentinamente un majestuoso tigre gris aparecía. Él era familiar, era parte de mí. Tenía aque-llos excelsos ojos áureos. Se acerca-ba rastreando mi presencia y me su-surraba al oído en mi idioma todo lo que me quería y lo orgulloso que se sentía de poder tenerme cerca, mien-tras sus lágrimas se suicidaban sobre mi ombligo. Él me devoraba lenta-mente, me introducía sus colmillos con saña y me arañaba la cara una y otra vez. Me desgarraba la piel. Chi-llaba y gemía sin control alguno. Un mar de sangre me cubría el torso. Mis manos temblaban y crujían – eran ra-mas secas pisoteadas por una culpa incontrolable, mi culpa –, un odio desmesurado…

«¡Dios!» Me despertó ese irritan-te pitido de la alarma del despertador. Al darle al botón de stop noté como me sudaban las manos. Zola maulla-ba a lo lejos pidiendo su desayuno y un rayo deslumbrante que emanaba

entre las cortinas de la ventana me fulminaba las pupilas.

«¡Mierda! Es tardísimo.» Decía una voz que salía de mi más profundo yo – puro instinto de supervivencia.

El despertador señalaba exacta-mente las 7:37 AM. Sin embargo, mis pesadillas, que se volvieron úl-timamente usuales, consiguieron hoy ganarle la batalla a la basta tecnolo-gía del despertador.

Es de esos días que te levantas y sabes que todo irá horrible. Por lo menos aquí, en esta ciudad libre, me siento pocas veces así. Como atrapa-da por mi propia realidad. No poder escoger distintas opciones sin pensar en las horribles consecuencias que podría acarrearme mis caprichos, mi curiosidad, mis ganas de probar co-sas nuevas.

En mi tierra, desde muy joven, hubo un momento, sobre todo a raíz de la perdidad de mi madre, que re-huía de todo y observaba como mis compañeros sabían de mi alteridad, de lo ajena que me encontraba de ellos.

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Mi primer periodo me vino sobre los once años. Recuerdo que estaba acostada en la cama y contemplan-do aquel riacho de tinta roja con las piernas abiertas. De repente, en ese momento te ves extrañada y al mis-mo tiempo asustada. Notas como se desprende algo de ti – algo muy im-portante y hermoso –. Yo lo intuía, sabía que era un paso más. No obs-tante, lloré gritando el nombre de mi madre y sintiéndome aislada. Creo que se convirtió en un antes y un des-pués en mi vida como mujer, en el orgullo que ostento al ser mujer.

A partir de los trece años, tenía una gran curiosidad por descubrir mi sexualidad y averiguar quien era yo. Era capaz de percibir como mi cuer-po – mi organismo – era una tierra inexplorada. En verdad, no poseía a penas control sobre mi vida. Los chi-cos de cursos mayores, que en aquel momento eran como el paradigma de la madurez y lo inalcanzable, empe-zaron fijaban en mí y…

¡Oh! ¡Conchesumadre! Casi que-mo las tostadas. Me tomé un té de hierbas bien caliente. Y un par de tostadas con un poco de palta, aceite, unas gotitas de limón y sal.

Me vestí como pude: unos panta-lones pitillos, un fino top de segunda mano del Mauerpark, un bombín y unos tacones no muy altos de cue-ro negro que compré hace dos días.

Salí corriendo de casa. Sin pensarlo fui en dirección a la boca del metro. Odiaba este mundo subterráneo, todo esto: gente y más gente amontonada, presas de su cotidianeidad y mono-tonía; no eran libres, nadie es libre. Pero, a decir verdad, confieso que me encantaba ver los rostros de aquellas personas, sus expresiones. Cada una escondía un relato, cada gesto que hacían tenía un sentido que nadie po-día ser capaz de analizarlo verdade-ramente.

Aun así, nunca faltaban esos hombres que me escaneaban de arri-ba abajo, me desnudaban con su mi-rada fugaz y lasciva; me atrapaban, sintiéndome desflorada y vulnerable. Pero tampoco me puedo quejar cuan-do, aquel fantástico muchacho, te lanza una ojeada tímida y se esconde justo después en su propio mundo. Es algo distinto, especial, como un leve poema mudo. Y justo todo al mismo tiempo: miradas – pupilas clavadas en mi piel – esos gratos gestos que guardan nuestros más íntimos de-seos. ¿Sabéis de que hablo, verdad?

Sólo dos estaciones más y estaré ya allí. Hoy la verdad es que no tenía nada de ganas, a veces me encantaría eliminar ciertos días de mi vida, sen-cillamente tacharlos y dejarlos volar. Cuando llegué a Berlín me di rápi-damente cuenta de lo feliz que pue-do llegar a ser con muy pocas cosas:

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Zola, mi pequeño guardián de fábula; algún libro de Cortázar; ese recuerdo tan nostálgico justo antes de acos-tarme de mi querida Chile; pelícu-las de Almodóvar a altas horas de la madrugada; un buen latte macchiato en el pequeño café que hace esquina en mi calle; una ensalada fresca de queso de cabra y el sexo. No obs-tante, hay siempre un vacío interno, que es inherente al ser humano, que intentamos llenar y seguir llenado banalmente. Aún no nos hemos dado cuenta: es el propio miedo a estar vivo, a seguir luchando y a desapa-recer – el miedo más humano y puro que puede existir.

Ahí estaba él de nuevo. Siempre.«¡Hola! Vaya, ¿te encuentras

bien? Parece que no has tenido un buen despertar» dijeron sus ojos di-latándose.

«¡Oh, Andreas! Buenos días. Agh, de verdad que no lo sé. Hoy no me siento muy bien. Quizás estoy algo enferma. Me he levantado ade-más tardísimo y he estado apunto de no llegar a tiempo a trabajar» estaba algo nerviosa, sus conversaciones siempre me resultaban algo irritantes por la mañana. Siempre sabía qué me pasaba sólo con mirarme.

«Sabes que cuando quieras te in-vito a un capuchino. Un mal comien-zo no significa que las cosas puedan ir cambiando según el día va trans-

curriendo, Emma. Deberías de darte quizás un descanso, unas pequeñas vacaciones»

«Bueno, ¿Sabes? No suena mal. Pero últimamente el negocio no va tan bien como me gustaría y necesi-taría incluso dedicarle algunas horas más extras» intentaba huir sus pupi-las, pero era verdaderamente difícil.

«Te llevaré un capuchino a tu ga-lería. Pero créeme, esa actitud des-tructiva no te llevará a nada. Hace además años que no salimos a dar una vuelta con los chicos. ¡Lo sé, Berlín es bonito de día, pero no pue-des dejar de perderte el Berlín de no-che!» sonreía, mientras la comisura de sus labios se movía lentamente

«Gracias Andreas. Encontraré un hueco» seca, directa, clara.

Abrí mi bolso buscando las llaves. No paraba de remover su interior: el móvil, mi cartera, pañuelos, maqui-llaje… cuando mi rostro se descon-figuró totalmente. Y en ese momento visualicé las llaves encima de la enci-mera de la cocina. Con suerte escon-día siempre en el patio comunitario de la casa entre unos arbustos una copia en caso de emergencia. Soy in-creíblemente despistada, es algo que sé que me puede pasar. ¿Ahora qué? El día no podía ir yendo peor. Cuan-do Andreas notó mi nerviosismo, que algo no funcionaba, como siempre.

«¿Está todo bien? Pareces algo al-

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terada» reaccionó Andreas, con una bandeja de tazas vacías en la mano.

«Me he dejado las putas llaves dentro de mi piso»

«¡Oh, Joder! Hay que tener cuida-do con eso, aquí el cabrón del cerraje-ro te cobra unos 200 € por descuido. ¿Tienes una copia? A veces incluso forzando un poco la puerta con una tarjeta de crédito o algo fino puedes forzar la puerta.

«No te preocupes, guardo una copia de las llaves en el patio de la casa» ya me vislumbraba cogiendo las llaves. Estaba sólo pendiente de mis pensamientos.

«Emma. Ve y descansa. Llevo una semana viéndote y no pareces tú. Sabes que estoy aquí para escuchar-te… »

«Mira Andreas, me voy. Perdó-name, pero hoy no están saliendo las cosas como deben de ser»

Y sólo se escucharon los pasos distantes de mis tacones.

A la vuelta me sentía increíble-mente mal. Sé que no estoy tratán-dolo realmente como se merece, pero me siento como un perro rabioso al que quieren acariciar en el momento que intentan entrar más en mí, ayu-darme o involucrarse de lleno en mi vida. Sé que no debería, pero creo que es más complejo que eso.

Me senté en uno de los asientos del metro. Y me quedé contemplan-

do la nuca de un chico. Tenía el pelo castaño, grueso y se podía contem-plar algunas canas que le asomaban entre las raíces. Me empezó a tran-quilizar mirarle, era incluso hipnóti-co junto al movimiento inestable del vagón.

En ese momento me di cuenta de que él también había notado que le estaba vigilando desde atrás y se convirtió como en un juego: él giraba levemente la cabeza para contemplar quien era yo y al mismo tiempo mira-ba a la ventanilla del metro perdien-do la vista en la nada. No se movía, era estático. Medía algo más de un metro ochenta. Su perfil estaba mar-cado por una nariz fina, delicada. Sus labios eran gruesos y fuertes.

Aquel dulce pasatiempos me re-cordaba a cuando jugaba al escondite de niña entre las calles de mi barrio. Era como una paloma libre, dispues-ta a prender el vuelo. Me escondía de todo lo malo. Huía de ser descubierta – de todo lo existente.

Yorckstraße, mi parada. La avisa-ba esa voz rotunda y neutra por los altavoces.

Rápidamente me olvide de aque-lla bonita coincidencia, aquel des-ahogo del día a día y subí la escalera del inframundo. Retomé el camino a mi casa. Me miraba los zapatos dan-dole vueltas a todo, le echaba un vis-tazo sin darme cuenta a los escapara-

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tes de la calle. Gente sentadas en las cafeterías sonriendo. Pero, había algo distinto, no era como siempre. Podía experimentar como una extraña sen-sación, como de olvido. En verdad no era desagradable, ni angustiosa. Aún así, tampoco le hice mucho caso; es-taba verdaderamente agobiada pen-sando en tener que coger las llaves y volver al trabajo.

Ya estaba cerca. Mi calle – tran-quila, serena –. Olía aún a hierba recién cortada. Las luces del verano barnizaban aquellos edificios. Era una gama increíble de colores: pro-fundos, variados, soberbios.

Pero de repente volvió a venir esa extraño presentimiento y escuché una voz susurrante a lo lejos y no pude evitar girarme.

Era aquel chico del vagón. Su piel era de un pálido color avellana. Antes no me fijé en sus ojos de un profundo azul claro, era como contemplar el horizonte del mar Mediterráneo. Lle-vaba un traje caro, parecía que saliera de trabajar de una oficina. Tenía una espalda ancha y unos brazos fuertes. Aún así, se podía percibir algo de in-seguridad en él. Para que negarlo, me había dejado petrificada.

«Lo siento. Sé que esto no es lo más usual. Me quedo sólo un mes en la capital y soy recién llegado» se produjo un leve silencio, como un punto y coma, cuando continuo

hablando «vengo de Zúrich. Trabajo en la industria cinematográfico como productor. Sé que es una completa locura, pero te vi en el vagón y pensé sencillamente que sería maravilloso aprovechar el bonito día que hace para tomar un café con alguien…» dijo al final algo intranquilo.

«Me llamo Emma. ¿Y tú?»«Llámame Volker»«Conozco justo aquí al lado un

precioso café. Allí podemos hablar tranquilamente»

Fuimos en silencio a la cafetería. Estaba muy cerca de mi casa. Es una situación embarazosa pero tampoco diría que molesta. Por un momento piensas que a aquel chico le gustas, pero siempre te queda una duda gran-de. No quieres asumir tu atracción, siempre piensas que cabe una peque-ña posibilidad de que es sencillamen-te muy extraño, al fin y al cabo es un extraño.

En el café me sentía bastante se-gura de mi misma. Me pedí esta vez un expreso, creo que necesitaba algo de energía extra. Y él se pidió un zumo de naranja. Estuvimos como dos minutos sencillamente mirándo-nos los rostros, intentando averiguar qué decir y sobre todo cómo decirlo.

«Pensarás que estoy loco» «Creo que yo estoy más loca por

haber aceptado esto. Pero hoy tengo un día un tanto extraño, Así que esto

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no me parece tanto una locura»«¿En qué trabajas?»«Soy librera. Tengo mi propia em-

presa. Vendo literatura hispanoame-ricana en un pequeño establecimien-to. Está en el barrio de Schöneberg» respondía velozmente, mientras daba sorbos al café, como si todo ya lo hu-biera preparado, o supiera qué quiere saber de mí.

«¿Y de dónde eres exactamente?«Soy de una pequeña ciudad de

los alrededores de Barcelona. Ac-tualmente la situación allí está un poco descontrolada, y siempre fue mi sueño venir a esta ciudad. Desde muy pequeña me apasionó la cultura germana. Sobre todo a partir de leer los poemas de Bertolt Brecht. Supe que Berlín tenía algo especial»

Hubo un momento que el juego de la mentira se convertía en una pa-sión. Era como redactar una novela a la vez que lo vivías. Tenía algo pro-hibido, creativo y peligroso. Y la otra Emma poco a poco iba desaparecien-do, prácticamente muriendo.

«Aunque provengo de Suiza, ac-tualmente resido en Nueva York. Trabajo para estrellas del cine muy famosas. Aún así, te veo a ti, con tu pequeña librería y tienes algo tam-bién especial. La gente considera que haber llegado a donde yo he llegado, o el tener dinero, te lleva a un reco-nocimiento personal. Sin embargo,

la felicidad es algo que puede durar un segundo, e incluso puede ser que pase por delante nuestra y por no te-ner el valor suficiente, o no confiar en uno mismo, no la cojamos»

«¿Estás hablando de mí? Creo que te adelantas demasiado a que al-guien como yo sepa darte felicidad. No sé quien eres Volker»

«A veces, ¿no es mejor?»«Sí, lo es»«Enséñame algo de Berlín que

te guste mucho. Sólo quiero que me lo enseñes tú. No empiezo a trabajar hasta pasado mañana. Hoy sólo tuve una reunión de trabajo. Ardo en de-seos que me enseñes tu Berlín»

No sabía a donde llevarlo, en ver-dad daba igual. A él todo le valía. Paseamos por los alrededores de la Puerta de Brandemburgo. Me llevó a un restaurante carísimo en las orillas del río Spree, aunque estuve al prin-cipio algo huidiza con la propuesta, y nos empezamos a perder por calles de Friedrichshain: ojeabamos tiendas de segunda mano, establecimientos de comida turca o cafeterías de en-sueño, al mismo tiempo que iba os-cureciendo las calles de Berlín.

En ningún momento me sentí incomoda, más bien me sentí ser-vida. Tenía mucho poder. Él estaba admirando una mentira que yo mis-ma había creado. Y eso me gustaba muchísimo. Me sentía capaz de todo.

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Aunque, no sé en verdad a donde me conducía esto ¿Por qué? ¿Qué quie-ro?. Era mi hedonismo caprichoso el que hablaba por mí. No sabía si había llegado un momento, en el cual, la nueva Emma era la auténtica, y me he engañando toda mi vida. No po-dría mentiros jamás: quería más que nunca estar allí con él.

Compramos en un establecimien-to de veinticuatro horas – o como lo llaman aquí späti –, muchas bebidas alcohólicas: ron, whisky, jägermeis-ter, etc. Él cogía las bebidas sin ni siquiera mirarlas y me miraba son-riendo. Empezó a haber un gran descontrol de la situación, pero me gustaba cada vez más todo aquello. Cada vez que poníamos un límite, automáticamente lo superabamos y poníamos uno nuevo.

Entramos en un hostal de mala muerte cercano, las paredes tenían papel de pintar arrancado y había un cierto olor hediondo que se te paga-ba a las fosas nasales. Él pidió al ya vetusto recepcionasta una habitación para los dos. ¿Cuantas veces habrá visto este hombre tan sabio, una si-tuación parecida? Cuando quería darme cuenta ya habíamos subido.

La habitación era terrible, ape-nas quince metros cuadrados. Era, sin exagerar, una cueva llena de hu-medad y mohosa, con un colchón en medio. Pero él lo hizo especial. Lo

transformó todo absolutamente. Hubo un momento de silencio. Y

sólo una mirada. Del bolsillo saco una bolsa transparente con un polvo blanco. Lo esparció encima de la me-sita de noche y puso dos rayas.

«¿Dispuesta a tocar el paraíso?»«¿No lo sabes? Yo soy el paraíso»

Habló mi Emma.Acto seguido me acercó un billete

de veinte euros enrollado en un pe-queño canuto. Aspiré con todas mis fuerzas con la nariz. Aún recuerdo como después de aquello abrimos las distintas botellas de forma aleatoria. Bebíamos a morro de ellas mientras nos reíamos sin ningún sentido apa-rente. Aquellos ojos enormes me es-taban abrasando y yo aún le miraba algo tímida.

Él me tocó una mano y me sentó en la cama. Mi corazón iba a cien por hora. En ese momento fue como en-trar en un sueño, donde giraba dentro de una centrifugadora, pero sintiendo un calor increíble por todo mi cuer-po. Nunca había sentido esta llama por dentro.

Él me agarró fuerte, como si fue-ra lo último que pudiera sostener en su vida, y me tumbó lentamente en la cama. Yo le miré detenidamen-te y me quité mis bragas de forma muy pausada. Entonces comprobé al tocarme lo mojada que me sentía. Mientras yo seguía acariciandome y

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sintiendo un cosquilleo que me reco-rría todo el cuerpo – una energía in-terna que trascendía todos los límites posibles –. Él se quitaba la chaqueta, y después, se desabrochó su corbata sin parar de mirarme. Se iba quitan-do los botones de la camisa muy des-pacio. A cada botón que se quitaba, se iban intensificando mis ganas de tenerlo dentro de mí. Era una nece-sidad imperiosa, ganas de aprender a volar. Tiró la camisa y se desabrochó el cinturón.

De repente se sacó su miembro erguido, firme como un asta. Tuve en ese momento la necesidad de le-vantarme y agarrarlo. Sentir que yo podía controlar todos sus estímulos.

Acto seguido lo tenía dentro de mi garganta, rozándolo con mis la-bios y sintiendo como chocaba entre las paredes de mi boca, pudiendo dis-frutar cada una de sus pulsaciones. Le miraba fijamante a los ojos, aun-que ya ninguno de los dos estábamos presentes en este mundo.

Me quité toda mi ropa y me restre-gaba por el aquel colchón, nadando entre su textura marina. Él no para-ba de besarme el cuello, sentía como una bocanada de aire se desplazaba de la garganta a mi nariz. Me besó los labios y la acercó a mí. Cuando noté que poco a poco entraba mi ojos se dilataban más. Acto seguido era como cabalgar un oso. Perdía por mi-

lésimas de segundo el conocimiento, al mismo tiempo que él mismo me reanimaba con su movimiento. Un baile entre la muerte y la vida, pe-queña mitología que aún nos queda.

Pasaban las horas. Y desaparecí.Una luz me acariciaba la espalda.

Y mis parpados poco a poco se iban abriendo. Estaba verdaderamente re-sucitando de entre los muertos. Le-vanté el rostro. Os confieso que no sabía donde estaba durante más de cinco minutos.

Todo me vino repentinamente como una jarra de agua fría sobre la cabeza. Desesperada me levanté y empecé a vestirme. Y ahí estaba, encontré un post-it pegado en una de las lámparas que había en la mesita de noche, ponía:

“Emma, Am Rupenhorn 11. Volker”

No ponía nada, sólo una direc-ción, mi nombre y su nombre. Noté como había algo iluminado en mi bolso. Era mi móvil. Un mensaje de Andreas que llevaba sin leer desde ayer:

Emma, ayer estuvo un chico mo-reno con una carpeta preguntan-do por ti. Le he dado tu número.

Andreas”

Y justo en ese momento me em-pezó a sonar el móvil…

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