e(málaga), 1986. - cvc. centro virtual cervantes · 2019-06-21 · jaime gil de biedma. los...
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JAIME GIL DE
BIEDMA: EL
ULTIMO
TANGO DE
LOS SESENTA
La poesía de Jaime Gil de Biedma, de Pere Rovira. Llibres del Mali, Serie Ibérica. Ediciones del Mali. Barcelona, 1986. l.600 ptas. Jaime Gil de Biedma: El juego de hacer versos. Litoral. Torremolinos (Málaga), 1986.
e ontaba Jaime Gil de Biedma que sus poemas tenían éxito, lo que en poesía es un decir, en la actualidad por lo mismo
que en su momento fueron criticados en algunos círculos madrileños: porque carecen de «vuelo lírico». Lo cierto es que la obra gilbiedmaniana está conclusa hace años, con aisladas reapariciones o escarceos como la introducción a la traducción catalana de Alex Susana a los «Cuatro Cuartetos» eliotianos o la breve contribución al librito «Edad Media y literatura contemporánea» (Ed. Trieste, 1985), y que sus «fans» sin llegar a ser tan numerosos como los de cualquier grupo rock de ahora aumentan por momentos.
A tan larga distancia como estamos de su silencio poético (Poemas Póstumos es de 1968. Su obra poética completa Las personas del verbo ha conocido dos ediciones, de 1975 y 1982, con ligeros incrementos) dos son las características principales de su paso por la lírica española en la transición de los años cincuenta y sesenta. Por un lado, Gil de Biedma, enfrentado al verbalismo fácil y el hermetismo difícil entre los que oscila la poesía de su tiempo, aunque el mal venga de más atrás, de la propia tradición poética española extremista, frente a esto, decimos, recupera el gusto por las «palabras de familia gastadas tibiamente». Ha afirmado en alguna ocasión que «el escritor ha de llegar a ser contemporáneo de sí mismo», y éste es de algún modo el logro de su poesía, el factor que explica su evolución. Obligado a buscar su inspiración, su influencia, en Inglaterra, porque en el solar patrio no se identifica más que con algu-
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Jaime Gil de Biedma.
nas excepciones como Fray Luis de León y Góngora y siglos más tarde Guillén y Cernuda, allí descubre a T. S. Eliot y W. H. Auden, con los que se siente más cómodo, precisamente porque éstos, como señal de la poesía anglosajona en su conjunto, utilizan en sus versos un lenguaje coloquial, íntimo e «imágenes visuales claras». De este modo la influencia literaria venía a mezclarse con otro factor más recóndito: la forma de hablar que había oído en su casa, y, por extensión, la de la burguesía media/alta barcelonesa. Un lenguaje que producía un efecto estético inmediato.
Nuevos lectores
Pero a la vez, la otra gran novedad del corpus poético de Jaime Gil de Biedma, aunque el orden de enumeración no altera el producto, consiste en la introducción de la esfera privada. La poética del grupo del 50/59, y en especial de Gil de Biedma, se planteó como una válvula de escape a la concepción divina/comisariado político predominante entre los poetas sociales de los 50. El poeta, al hablar en nombre de la «inmensa mayoría», se olvidaba de lo más elemental: hablar en nombre propio. Los poetas del 59 polemizaron pues con la generación social de los Celaya, Otero, Cremer ... (ya que el grupo cordobés «Cántico», que en esos mismos años, si no antes, había intentado una síntesis entre el vitalis-
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mo y la sensualidad léxica, es ignorado por unos y otros), intentado trasvasar la acción del poema del habitual plural a la primera persona del singular. En terminología gilbiedmaniana: el cambio del «hijo de Dios» por el «hijo de vecino». Fórmula que a nivel de expresión, sintáctico, según decíamos antes, era también el otro objetivo deseado.
El primer libro que motiva este comentario es La poesía de Jaime Gil de Biedma, de Pere Rovira, quien analiza excelentemente el armazón y la trayectoria del poeta barcelonés, superando por su sentido común e inteligencia el otro estudio más o menos exhaustivo que había hasta ahora: el «Gil de Biedma» de Shirley Mangini, por otro lado también bastante competente. Rovira hace una verdadera vivisección de la obra, plantea época, génesis y desarrollo de la poesía gilbiedmaniana con erudición (sin llegar a tener ese tono polvoriento, tan irritante, de los eruditos), y desmenuza en conjunto y en particular la tramoya de esos versos que se podrían autodefinir con unos del autor: «la mejor poesía es el Verbo hecho tango».
Por último, el otro libro se trata de un número especial de la revista malagueña Litoral, al fin aparecido, que contiene colaboraciones de algunos de sus compañeros de viaje de los cincuenta sesenta como la recreación biográfica de Juan Marsé, un ensayo, algo reticente, de Juan Goytisolo, el magnífico estudio de Joan Ferraté, «A favor de J. G. de B.», que se adelantó a las interpretaciones de la obra que se están haciendo en la actualidad. Porotro lado hay una serie de contribuciones de poetas que en sucesivas décadas han ido redescubriendo a Gil de Biedma, desde PereGimferrer a los granadinos de la«nueva sentimentalidad» como elespléndido Luis García Montero,Alvaro Salvador, Felipe Benítez,Pere Rovira, Javier Egea, RichardSanger, Javier Salvago, Antonio Jiménez Millán, etcétera, contribuyen con artículos y poemas alhomenaje ... y también los académicos Dámaso Alonso y FranciscoRico, escribiendo al alimón una especie de sinopsis/divertimento entorno al poema «De aquí a la eternidad». El número presenta también una selección de diez poemasbásicos del poeta, parte de una correspondencia del mismo con Car-
Jaime Gil de Biedma.
los Barral, y una entrevista del poeta catalán Alex Susana con él.
Tal vez el número de Litoral y el libro de Pere Rovira, surgidos fundamentalmente de sectores literarios mucho más jóvenes que el poeta, lo que nos enseñan es que cada nueva promoción de lectores que se acerca a la obra de Jaime Gil de Biedma se pregunta inevitablemente el por qué de su mutismo, hasta que esos mismos lectores, con el tiempo, con su lectura, aprenden a dar la callada por respuesta.
Gerardo Irles
LA
APICULTURA
COMO
CONSUELO
Lars Gustafsson, Muerte de un apicultor. Muchnik Editores, Barcelona, 1986.
Una faja roja con letras blancas sobre la portada de «Muerte de un apicultor», de Lars Gustafsson -la cual reproduce, por
cierto, un óleo del propio Gustafsson- nos da cuenta de la sorprendente noticia de que estamos ante una obra de «el Borges sueco». Nada que objetar a esto, aunque la referencia a Borges no debe ser razón suficiente que incite a la lectura de un libro. De hecho, es evidente que hay suecos que parecen borgesianos, como Eyvind Johnson (que compartió el Premio Nobel de Literatura con Harry Martinson en el año 1974) en un cuento titulado «Un hombre en Anatolia», cuya clave es Homero, y en el que descansa de las espesuras del «realis-
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mo socialdemócrata», al tiempo que Borges pretende hacerse sueco, siquiera sea figurando en los anales del Premio Nobel, al que le pone veto reiterado y atroz la academia Sueca, tal vez por haber descubierto que Borges es obra de Leopoldo Marechal, Manuel Mujica Lainez y Adolfo Bioy Casares, encarnado por un actor de segunda fila, llamado Aquiles Scatamacchia, según supone Leonardo Sciascia. En cualquier caso, sea Borges aquel a quien le gusta el sabor del café y la lectura en Stevenson, o el Otro, o incluso el señor Scatamacchia (!qué nombre de 'commedia dell'arte', exclama Sciascia, francamente impresionado) en trance de simular fabulaciones de los señores Marechal, Mujica Lainez y Bioy Casares, lo más borgesiano de «Muerte de un apicultor», aparece en las páginas 144-146, en las que se nos habla del planeta número tres del sistema 13 de Aldebarán, donde hay una civilización que se ocupa de la realidad sin ningún intermediario simbólico; por lo tanto, «en un mundo donde el símbolo coincide siempre con su objeto y donde a éste no se le puede sustituir nunca por pequeños ruidos ridículos o signos escritos en una hoja de papel, signos que, además nunca tienen nada que ver con otras cosas, excepto en la medida en que imponga esta relación una convención frágil y fortuita, tienen que coincidir la verdad y el sentido, la mentira y el absurdo», vemos también el país de los cartógrafos del fragmento «Del rigor de la ciencia» (en «Historia universal de la infancia»), que Borges decla-
Oleo de Lars Gustafsson.
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ra tomado de «Viajes de varones prudentes», de Suárez de Miranda, libro IX, capítulo XIX, impreso en Lérida en 1658.
Más parece Gustafsson próximo a formas de decir que pudiéramos calificar de existencialista, como: «El hombre, ese extraño animal que vacila entre el animal y la esperanza» o «Si Dios existe, nuestra misión es decir no», o surrealistas como «El negror de las pupilas es idéntico al mayor intergaláctico», o «Las bicicletas eran muy importantes para nosotros en aquellos días; su papel era semejante al de los animales domésticos».
Pero tampoco conviene buscar literatura en Gustafsson, cuando lo que relata, de comienzo a fin, es una forma de vida: es decir, la convivencia con la muerte. «Muerte de un apicultor», es, según la define Gustafsson, «la quinta y última parte, independiente de las anteriores, de una pentalogía sobre mi tiempo y generación, a la que he dado el título genérico de 'Las grietas en el muro'». Y añade, en contraportada: «Ahora, por fin, se trata de un cuerpo, sólo de un cuerpo. Las luces se van apagando, una a una, el círculo se va reduciendo y al final no se ve otra cosa que el fondo esencial de la cuestión: un ser humano».
Un ser humano enfermo de cáncer, maestro de escuela primaria jubilado prematuramente, divorciado, apicultor, y austero, que «económicamente vive con la mayor sencillez». Este personaje reside al norte de Viistmanland, con un perro viejo, de once años, a quien le da medio queso, como
Lars Gustafsson.
despedida, cuando ha de separarse de él (en los hospitales no se admiten perros); y, al irse, dejó tras de sí un cuaderno amarillo, otro cuaderno azul, y un bloc de notas telefónicas que está desgarrado. En estos tres cuadernos va anotando el apicultor la evolución de su enfermedad y sus impresiones de enfermo; el cuaderno amarillo, según Gustafsson, también contiene una lista de gastos domésticos y notas sobre diversas medidas a tomar en relación con las colmenas, aunque, como acota el autor, «aquí sólo tendremos en cuenta algunas sobre la manera de evitar las picaduras» (que, sin embargo, no se publican).
El cáncer posee un carácter casi de tabú que impide que haya en torno a él una literatura tan brillante como la que hubo en el siglo pasado y primera mitad de éste sobre la tuberculosis. Leon Tolstoi lo describe en «La muerte de lvan Ilich», y, en «El pabellón del cáncer», de Alexandr Solzhenitsin, la enfermedad se aborda como crítica de un sistema. Pero el apicultor de Gustasson está tan solo como el cura del «Diario de un cura rural», de Georges Bermanos: sólo que tiene a su favor su soledad, y por eso su situación es menos dramática. Está dispuesto a enfrentarse a la enfermedad como le sea posible: al principio, ignorándola; luego, no compartiéndola: «Hasta mi manera de reaccionar ante la enfermedad es naturalmente asocial», dice.
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Una palabra le preocupa: «Yo»: «La palabra 'yo' es la más carente de sentido de todo el idioma. El punto vacío del idioma (y es que el punto central tiene forzosamente que estar vacío)».
Este individualista no cae en la truculencia, y aunque compongan el libro reflexiones sobre la enfermedad, ésta no se describe con los detalles excesivos de un Roger Martin du Gard en «Los Thibault», por ejemplo. A esto hemos de añadir que Lera Gustafsson es un escritor con encanto, por lo que su libro se deja leer sin la menor dificultad. Aunque aparezcan en él frases como ésta: «En el universo nadie está en su casa».
José Ignacio Gracia Noriega
OVIEDO, PARA AMARLA
Fernando Beltrán, Ojos de Agua. Ediciones El Observatorio, Madrid, 1985.
Hay quienes confunden la estética literaria con la remilgada interpretación de una asepsia ajena y escultural al originarse ésta
por lecturas, discusiones de cafetín y taimados gestos de imitación y sorpresa ante obras que ya en sí nos fueran admiración por su valor y temporalidad inicial.
Tantos complejos literarios, gramaticales y estilísticos heredados han sumido a la joven poesía española en un lago durmiente y sureño con todo su acicalamiento bochornoso, y de tan perfecta como tensurada belleza ... Sus postulados estéticos, en su mayoría, siempre son los mismos al ser motivados por toda una personalidad común y poética que, en la única preocupación rigurosa por el impacto estético y la atemporalidad del hecho artístico, han olvidado la positividad del riesgo en todo su proceso y al individuo como ser libre, arriesgado y riguroso al tiempo que, como consecuencia o anticipación, corresponde... con su momento e intencionalidad. Tal vez hoy (entiéndaseme con lúdica ironía) sea más difícil escribir o encontrar un mal... poema que conseguir la so-
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CATEDRA
�
Crítica y Estudios Literarios
LITERATURA NORTEAMERICANA
ACTUAL Cíndido l'érez Gallego
Félix Martín Leopoldo Mateo
HISTORIA DE LA LITERA TURA HISPANOAMERICA I Y 11
Coordinador: Luis Iñigo Madrigal
LA FILOSOFIA DEL AMOR EN LA LITERATURA
ESPAÑOLA (1480-1680)
Alexander A. l'arker
Signo e Imagen
VEINTE LECCIONES SOBRE LA IMAGEN Y EL SENTIDO
Guy Gauchier
GUIA DEL VIDEOCINE Carlos Aguilar
EL OJO TACHADO Jenaro Talens
LA CONVERSACION AUDIOVISUAL
Gianfranco Bettetini
Letras Hispánicas
EL SECRETO DEL ACUEDUCTO Ram(m Gc'imez de la Serna
Ediciún de Carolrn Richmond
EL MATADERO. LA CAUTIVA Esteban Echevarría
Edici(in de Leonor Fleming
Letras Universales
ANA KARENINA Lev Tolstoi
Edici,·m de Jmefina Pérez Sacristán
MAESE PATHELIN Y OTRAS FARSAS
Ediciún de Miguel Angel García Peinado
De venta en las prtncipales librerías. Solici1e catJlogo al amdo. 14632. Ref. D. de C. 28080 MADRID
Comt'maliza GRUPO DISTIUBUIDOlt EDrrOIUAL, S. A. Don Ramón de la Cruz. 67. 28001 MADRID. Tel. 401 12 00
Campo de San Francisco, Oviedo.
lemnidad en su perfección ... de un libro inteligentemente magistral en sus versos cuatro. Aunque, en verdad, nunca se llevaron mal estos ejercicios de aplicación y aprendizaje, en algunos casos, si como magníficos artilugios para un postrer lanzamiento desde los propios ventanales con la observación alocada o parsimoniosa de todo lo que se agita o muere en este trayecto final del siglo veinte.
De todos modos, y no con poco interés e inquietud, ciertos poetas jóvenes han ido apartándose y olvidándose del aturdido impasse y del último estancamiento generacional propiciado en el Culturalismo Veneciano y Sensualista. De entre estos poetas más jóvenes habría de surgir Femando Beltrán (Oviedo, 1956) con su Aquelarre en Madrid (1982) como una pretendida diferenciación de aquello que por entonces se venía publicando.
Si ya en 1979 comienza a gestarse lo que después se denominaría como poesía sensista y escuela urbana o del asfalto será en años posteriores cuando verdaderamente se darán a conocer títulos y libros que nada tenían en común con la estética precedente. Si Aquelarre toma como centro de su temática la situación crítica de unas vivencias urbanas y el desasosiego en Madrid, éste su último poemario, Ojos de Agua, recorrerá nostálgicamente la cálida intimidad, como en un espejo de agua imperturbable, de Vetusta Niña o Amante.
Cuando cierta parte de la intelectualidad ha tomado por asiento la alucinación por los ambientes de
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balneario y por los miradores o espejos del Sur, pudiera resultamos curioso y, para algunos, ciertamente anacrónico en las usanzas o lides literarias el que una obra, como Ojos de Agua, se sitúe en el paisaje más norteño y nostálgico que pudiéramos imaginar. En nada se identifica con la moda sudista ni con su exuberancia tan morena. Es como si el autor, por mirar a las manecillas de su reloj, y cómo danzan junto a sus pies, hubiera perdido la rosa de los vientos por el infinito bolsillo de sus pantalones. Es como si lo más próximo le pareciera interminable e intenso: «Pero se crece al fuego del visillo/gabardinas de vista resbalando/ por la llaga descrita en las ventanas». Porque los poetas también se cansan de que sean siempre las mismas luciérnagas culturalistas quienes alumbren con su triste deambular de academia anémica y pretenciosa; y por ello se agita un vuelo por las plazas destruyendo el límite de los detalles y lo minucioso en su cotidianidad como un cristal clarooscuro e indefinible donde fijar su individualidad y sus viviendas laberínticas y enriquecedoras como satisfacción de sí mismo: «Su condición de buceador de paso/que indaga en el inútil misterio de los fondos». Donde la vertiginosidad sucumbe ante la asimilación perversa de lo íntimo y de lo moderno y su desorden: «Mano a mano el destino es un frontón sin tregua./ Siempre he dicho que el hombre/ precipita sus tantos sin pararse a escucharlos». El poeta se observa inmerso en su infinita individuali-
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dad y afincándose en su aislamiento regenerador se despide de todo aquello en lo que no confía ni cree: «Soy un barro de suelas que reinciden/en la nube sin gloria de las causas perdidas». Adiós dice con sus versos de laberinto personal ·a la razón, que se erige poderosa, de los dioses y sus pancartas, de las banderas y los manifiestos, de la perfección y de lo absoluto. Y desde los rincones de «La ciudad de mis charcos y ese parque/donde perezas tristes de los cisnes/convencieron al agua la añoranza/de este niño que clama mi hombre enfermo» se avanza. Estando en Oviedo amándola.
Miguel Galanes
JOVENES DE
GAMUZA
AZUL
Colin Maclnnes. Principiantes. Editorial Anagrama. Colección Contraseñas, n.º 82. Barcelona 1986.
N ormalmente los jóvenes no merecían la atención de los sesudos escritores de Europa y Estados Unidos. Bueno, los miraban
como si fueran animales encerrados en jaulas en un zoológico. Uno sólo tenía derecho a protagonizar una de sus novelas en cuanto peinase canas. Borin Vian, tal vez, fue el primero que rompió el tabú. No todos los jóvenes franceses de la posguerra eran serios existencialistas con aspecto de haber salido de algún cuadro de El Greco. Pues resulta que a muchos no les interesaba la Resistencia y en cambio les chiflaban el jazz, las novelas de detectives, los coches usados norteamericanos, los guateques ... Los niños terribles de Jean Cocteau habían crecido y eran eso: francamente terribles.
Jack Kerouac, en USA, empezó a retratar con su máquina de escribir a toda esa nueva generación de jóvenes marginales que recor,rían el país de este a oeste y que eran como chinches en el cuerpo sano y robusto de Estados Unidos. Los tipos de Kerouac estaban realmente locos y su filosofía era un batido de
E/vis Presley.
budismo Zen, carretera y manta, y mucha droguería, del que salieron después la música sicodélica, Bob Dylan, los hippies y cien barbaridades más.
Fran9oise Sagan, otra vez en Francia, como una Brigite Bardott de la literatura, puso de moda a las primeras chicas emancipadas, coquetas y «ligth» que hoy convendría releer. Pero el que de verdad captó a la nueva juventud de los años cincuenta, a los primeros hijos de Elvis Presley, fue el inglés Colin Maclnnes, cuya novela «Principiantes» se acaba de publicar. iDiablos!, esos chicos sí que son nuestros contemporáneos. Y a les gustaba el rock.
Gerardo Irles
ARTE, CIENCIA Y SENTIDO COMUN
Bajo el título general de «Arte y Ciencia» se celebró, del 29 de junio al 28 de septiembre de 1986, la XLII edición de la Bienal
de Venecia. A los que el tema pudiera parecerles poco «artístico» e incluso árido, puedo asegurarles que su desarrollo era realmente estimulante. Subdivididas en siete secciones se mostraban al público, en distintos escenarios (Giardini di
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Castello, Palasport, Corderie dell' Arsenal e, Gallerie dell' Academia y Ca' Comer della Regine), las relaciones del arte y la ciencia, entre el pasado y el presente, a través de apartados como el dedicado al espacio, un repaso al camin9 recorrido desde la perspectiva central hasta el espacio cibernético; el que emparejaba arte y alquimia, buceando en sus orígenes históricos, en sus arquetipos: el artista, el filósofo, el poeta, o en sus principios fundamentales: la unión de los opuestos, la ecuación luz (fuego)amor-conocimiento, y rasaltando su influencia en las relaciones hombre-mujer y en el origen de muchas obras de arte, fundamentalmente las que solemos calificar como surrealistas; o el que nos sumergía en el mundo de la fantasía a través de los armarios de las maravillas y las Wunderkammern; hasta llegar a la edad de las ciencias exactas, momento en el cual la biología parece venir en ayuda del arte (o viceversa) al emparentar, porejemplo, un cuadro de Klee con lasescamas del ala de una mariposavistas al microscopio; el color senos presenta como ciencia de la visión y con sistema ordenado, consus distintos significados, didácticas y percepciones, a través de teorías, investigaciones e intuiciones,ilustradas con ejemplos precisos ypreciosos de cuadros representativos de nuestro siglo, desde las vanguardias históricas hasta nuestrosdías; la ciencia se hace, si cabe,más evidente en la sección dedicada a tecnología e informática,donde el lenguaje se transformahasta hacerse prácticamente irreconocible, con expresiones como:«videotex», «laser disk», «computer imaging», «computer-body in-
Arte e a/chimia.
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Julio González Colección del nstituto Valencicn:> de Arte l\/1odemo
Generaitat valenciém
del 16 de Octwe al 28 de Dicierrore de 1986
La Escultura de
Joan Miró del 21 de Octubre de 1986 al 19 de Enero de 1987
Con el patrocinio de
() � DC IY\N)IIID
Centro de Arte Reina Sofía.
Santa Isabel, 52 (Atocha) 28012 Madrid. Teléfono: 467 50 62.
Horario:
De 10 a 21 horas todos los días, excepto lunes.
MINISTERIO DE CULTURA
teraction», «network» ... , que originan el nacimiento de las imágenes sintéticas y tradicionales; y para terminar la demostración de cómo la ciencia acude en ayuda del arte en peligro, a través de las tecnologías avanzadas que permiten una más eficaz restauración y salvaguardia de los bienes culturales, que forman parte del patrimonio artístico de la humanidad.
Otro de los atractivos de la Bienal es el recorrido por los pabellones nacionales, representantes de cuarenta países de todo el mundo, en los que se exponía lo que cada uno juzgaba más interesante, tuviese o no relación con el tema general de la muestra. Entre los mejores (y no sólo a mi juicio, puesto que se llevaron los premios, que este año reaparecían con carácter honorífico) estaban los de Gran Bretaña, dedicado a Frank Auerbach, un expresionista alemán de buena factura y corte clásico afincado en Londres, y Francia, con un espacio vacío de reminiscencias «op» creado en las propias paredes del pabellón por Daniel Buren. España presentó a cuatro jóvenes (alguno no tanto), escogidos entre aquellos que los críticos «in» califican como el no va más de la modernidad, pero que allí quedaban, en el mejor de los casos, en un discretísimo término medio.) Lo que ni siquiera puede decirse de los seleccionados para el «Aperto 86» ).
Para terminar esta reseña debo mencionar la exposición de esculturas al aire libre, integrada en exclusiva por artistas italianos, que servía para unir los Giardini di Castello con el Palasport y la Corderie dell' Arsenale a lo largo de la orilla del Bacino San Marco, y la recuperación de las pinturas murales realizadas en 1909 por Galileo Chini en la sala octogonal del pabellón central de los Giardini, ocultas desde 1928 por posteriores
Los Cuadernos de la Actualidad
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Colore.
decoraciones superpuestas, lo que dio lugar a que la Bienal dedicase una «mostra», en la sede de su archivo histórico (Ca' Comer), al «recuperado» pintor modernista y a sus contemporáneos.
Visto todo lo cual el cronista saca sus propias conclusiones personales, que al final resume en una sola: el retorno al sentido común. (A mi juicio destacaban, entre otras, las siguientes características, sobre todo entre los más jóvenes: el olvido de la transvanguardia, el fin del chafarrinón y la chapuza gratuita, la recuperación del placer de pintar, el retorno al soporte de papel y al trabajo con aguadas y técnicas mixtas la adopción de formatos razonables ... ).
Pero Venecia es siempre mucho más que la Bienal. El viajero aprovecha la estancia para ver otras exposiciones como la de Licata en «Segno G!afico», la de Klee en Ca' Pasaro o la de los futuristas en el Palazzo Grassi, alarde espectacular de la Fiat que ha reunido una magnífica colección de obras superprotegidas por unos guardianes que hacen sentir a los visitantes la incomodidad y la angustia de vivir en un estado policial (¿será acaso un anticipo del mundo futuro?), y para reencontrar a sus amigos de la «Scuola Internazionale di Grafica» y de la «Associazione Internazionale Incisore» (Matilde, Silvano, Lili, Riccardo, Enzo, Pino, Paola, Carla, Roberto, Rina, Susanna, Barbara Mimma), con motivo del interesa�tísimo curso sobre técnicas experimentales del grabado, que tiene lugar en dicha escuela en un gratísimo ambiente de conviviencia y amistad, bajo el encanto de la extraordinaria e inolvidable hospitalidad veneciana ... «Grazie amici miei». Hasta la próxima ...
Juan M. Monte
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EL GRAN
DANES
Niels-Henning 0rsted Pedersen, Philip Catherine, The Viking. Nueva York, 28 de mayo de 1983. Pablo Records PPL-52005.
a sombra del danés es
Lalargada. Nada le es ajeno: este barbado y adusto varón de inequívoco perfil nórdico, con su efigie
de airado rebelde con causa en la convulsa y nada prodigiosa década de los sesenta, posee como ningún otro, al menos en el Viejo Continente, el arduo y difícil don de la ubicuidad. En efecto, este recién estrenado cuarentón, cuyo nombre se asemeja más a un inexpugnable examen de acceso al cargo de foniatra real que a las señas de identidad de un ser humano, ha sido a lo largo de los últimos veinte años el sostén mágico de cuantos solistas norteamericanos se han dignado, a causa del exilio penal, la huida fiscal o la humana afición por el vil metal, a cruzar el Atlántico y destapar el tarro de sus esencias sonoras en los célebres, y por todos citados, clubes de Oslo, París, Londres, Berlín o Copenhague.
Osear Peterson, ese negrazo canadiense -discípulo aventajado del sin par Art Tatum- que deleita a tirios y troyanos con sus caudalosas cascadas de notas lanzadas al aire con la eficacia del piloto automático, su fidelidad un tanto rococó a las raíces y su inigualable virtuosismo sobre el teclado de un piano, sabedor de que en su trío son necesarios intérpretes con una solidísima técnica capaces de seguirle en su desmesurada inventiva, le ha contratado a perpetuidad. Si en los cincuenta y los sesenta la categoría de Ray Brow colmó la insobornable exigencia de rigor técnico del pianista (hasta el punto de que Peterson tocaba sin batería, con el soporte rítmico de Brow y de guitarristas como Herb Ellis o Barney Kessell), a principios de los setenta, en cuanto Niels-Henning 0rsted Pedersen adquirió la mayoría de edad, lo fichó y desde entonces lo tiene en régimen de dedicación casi exclusiva. Osear Peterson lo presenta en los conciertos como «el gran danés»: un músico de raza con el pedigree de los escogidos po'r el sabio veredicto de un juez
tan cualificado como el canadiense.
Los discos de Niels-Henning se cuentan por centenares aunque en la mayoría de los casos no los lidere y su trabajo en ellos nunca se limite al rígido corsé rítmico. Profesional desde los catorce años (ruego que alguien me explique cómo se puede a tan tempranas edades dominar ese baúl con cuerdas que es un contrabajo), graba a los dieciséis a las órdenes de un ya incontrolado Bud Powell (Bouncing with Bud, Discophon J-4416) y desde entonces ha sido el sólido bastión de pianistas como Bill Evans, Tete Montoliu, Martial Solal, Hornee Parlan o el citado Peterson en el contexto clásico de trío. Elegido sin un asomo de duda por tenores graníticos como Jhonny Griffin, Sonny Rollings o Dexter Gordon, sinuosos como Don Byas, Stan Getz o Ben W ebster, free como Anthony Braxton, John Tchicai o Albert Ayler, ha tenido el danés un constante, aunque casi anónimo, interés por no limitarse al consabido cliché de «chico para todo», por no ser tan sólo un polivalente del contrabajo, y ha grabado en grupos liderados por él y un tanto heterodoxos en cuanto a su formación pero capaces de dar salida a su innegable calidad solística. Sus dúos con los pianistas Paul Bley o Kenny Drew (i qué gran registro el del álbum Dúo, Steeple Chase, Edigsa 09101761!), con los guitarristas Joe Pass o Philip Catherine o el saxofonista Archie Sheep nos muestran un músico de sólida formación clásica atento al avance del jazz pero sensible al viejo lema de Goethe: «Sin prisa, sin pausa».
NHOP (como le denominan en las carpetas los tipógrafos deseosos de abreviar por lo sano y en las ondas radiofónicas los locutores sin licenciatura en fonética escandinava) posee una perfecta afinación,
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una sonoridad redonda e inconfundible, un dominio sin igual en los agudos y armónicos, una rara intuición rítmica y una inigualable calidad solística que devienen, todas ellas, de una sin par pureza técnica que encuentra sus raíces en su formación clásica, en su maníaca dedicación a tan incómodo e ingrato instrumento y en su confesada devoción por colegas tan acreditados como W elter Page, Ray Brow, Pauel Chambers y Scott Lafaro.
Pedersen, al cabo de los años, ha logrado la difícil unanimidad de la crítica. Galardonado en 1977 por Melody Maker como mejor contrabajista del mundo, Niels-Henning 0rsted Pedersen ha saltado hace ya tiempo del pelotón de colegas contrabajistas en el que otros quizás más renombrados (como Charlie Haden, Ron Carter o Stanley Clarke) se las ven y las desean para no perder el frenético ritmo hacia delante del danés. Por cierto, es el contrabajo, quizá por su origen sinfónico, el único instrumento de los habituales en jazz en el que los músicos blancos tutean claramente a los de color. Ahí están para avalarlo, entre otros, Red Mitchell, Marc Jhonson, Gary Peacock, Dave Holland, Miroslav Vitous, George Mraz o el joven Brian Bromberg (atención a este nuevo valor contrabajístico, de portentosa técnica, novedosos efectos de pulsación con acordes percusivos y sonoridad muy personal, el que hemos visto con Richie Cole y Monty Alexander).
En el registro ahora reseñado Niels-Henning interpreta una serie de «standars» cuya sola cita provoca la erección placentera de las glándulas gustativas del bien educado oído de todo buen aficionado (el lírico Nuages, de Django Reinhart, el muy peculiar y satisfactorio My funny Va/entine, de Rodgers y Hart, Stella by starlight, de Wha-
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sington y Young ... ), junto a un tema de Villa-Lobos en clave de bossa, tres composiciones propias y dos que suscribe su acompañante en la presente grabación, el muy notable guitarrista de origen inglés Philip Catherine, músico afín a Pedersen por la pureza de sus líneas melódicas, el lirismo de su sonido y su clara deuda con las mejores raíces (su compatriota el gitano belga Django Reinhart y la más genuina tradición del blues, como queda brillantemente claro en The Puzzle y Septemberg start). Los temas se suceden uno tras otros con la incontestable levedad de buen hacer, con la suprema virtud de la claridad de formas y sonoridades y una calidad de ejecución sólo posible a partir de un depuradísimo estilismo que no empalaga porque son tantos los matices y tan etérea, sin caer en lo estratosférico, la música aquí contenida que una velada emoción embarga el ánimo cuando concluye el largo camino de la aguja a través del último surco del vinilo. El danés impone su contundente categoría tanto en la exposición melódica como en la seguridad de su fraseo, tanto en el clasicismo de sus punteos (su dominio de los agudos le acerca a la sonoridad del violoncelo, algo que Ron Carter ha hecho, con desigual fortuna, con el picea/o bass) como en los increíbles detalles de su acompañamiento rítmico pleno de swing.
SHOSTA
KOVICH
SEGUN
KARAJAN
Carlos Lomas
Dimitri Shostakovich, Sinfonía n.º JO en mi menor. Op. 43. Orquesta Filarmónica de Berlín. Deutsche Grammophon. Grabación digital. Disco compacto o convencional.
Para aquellos que no conozcan el mundo sinfónico del compositor soviético Dimitri Shostakovich (1906-1975), esta graba-
ción supone el más válido acerca-
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miento a su música. Tras los elogios recibidos por su 7. ª Sinfonía (1941), las críticas recayeron sobre él cuando se interpretaron las Sinfonías n.º 8 y 9. A consecuencia de ello, se le prohibió estrenar nuevas obras, y muchas fueron apartadas de las salas de conciertos. Shostakovich, atemorizado, tardó casi nueve años en acercarse de nuevo a la forma sinfónica. Y así, en 1953, daba sus últimos retoques a la 10.ª Sinfonía, sin duda su obra más íntima e importante. Pero la sinfonía no surgió de la nada. En ese mismo año Stalin moría y, el pueblo ruso podía respirar un poco más tranquilo. De esta manera nace esta sinfonía, bajo un clima cultural más abierto, siendo la obra más representativa del llamado «deshielo».
Pero la sinfonía llevaba consigo un alma triste, el alma del pueblo ruso. Aunque el final sea una ventana de esperanza, el dolor domina toda la obra, habiendo sido definida por un músico soviético como una «tragedia optimista».
El primer tiempo, Moderato, se inicia con una oscurísima exposición de la cuerda que tras evolucionar nos lleva en pocos minutos al más impresionante clímax orquestal escrito en este siglo. La tensión alcanza límites casi inhumanos, de abrumador abandono. El movimiento -unos 23 minutos- acaba . muriéndose lenta y tristemente.
La locura domina el segundo tiempo, A/legro, un scherzo brutal, enfermizo y coléricamente desenfrenado. Casi cinco minutos de aluvión sonoro.
El A/legretto es una de las páginas más famosas del compositor. El esquema gira en torno a su propio anagrama DSCH (re, mi bemol, do, si), que sustrae de la notación alemana de su nombre: Dimitri Schostakowitch. El f ortíssimo del movimiento es la machacona repetición de este tema. La tensa tranquilidad final, enlaza con el cuarto movimiento, cuyo extenso fina/e está pletórico de vida, rebosante de fuerza sonora. Su sincera humanidad nos recuerda los últimos compases de la obertura Egmont de Beethoven.
¿Qué decir de Karajan? Impresionante. Hace música, la recrea como pocas veces se podría escuchar. De la unión Filarmónica-Karajan, nace una perfección absolutamente anormal. El corazón se conjuga con una forma radiante,
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Karajan.
siendo el resultado una maravillosa sinceridad. La orquesta está imponente, con una cuerda que se devora todas las notas con fiereza. Y redondeando la tarea, el sonido digital es contundente y espectacular.
¿otra versión de esta sinfonía? Perdonen mi atrevimiento: ninguna.
Gocen si pueden del espectáculo Shostakovich-Karajan, una de las mejores parejas que la Historia de la Música nos ha podido ofrecer.
Javier Martínez Alejandre
LAS
TRAGEDIAS
«LIGTH» DEL
VERANO
e anícula seca y reductos propiamente arqueológicos, llámense Mérida, Sagunto o Itálica; canícula suave y mojada propia de
lugares con escasas reliquias latinas, apellídense Plaza Porticada o Pista de la Exposición. En unos y otros emplazamientos proliferan unas series teatrales veraniegas
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que son ya auténtica tradición, inaugurada en los casi lejanos tiempos del fenecido Ministerio de Información y Turismo y sus acartonados Festivales de España.
Esa impronta añeja parece que se ha mantenido en estos tiempos inmediatos y los Edipos, Antígonas, Creontes, Egistos, Orestes, Electras, Fedras e Hipólitos se han reproducido con generosidad por los amplios escenarios de nuestros teatros romanos o los espacios más reducidos, temporalmente teatrales, de nuestro húmedo Norte. El año pasado era Esquilo con su «Orestiada» y hace dos o tres Sófocles con su «Edipo Rey», quienes apoyaban literariamente las idas y venidas, los gestos grandilocuentes y las declamaciones con tonillo de nuestros ínclitos protagonistas, bien arropados por guardarropías situadas en las antípodas de lo que se ha dado en llamar diseño. Este verano se mantienen los mitos eternos de la literatura grecolatina pero ahora se opta por recurrir a textos de nuestro siglo, en una operación de pretendida modernidad. Como Espriu o Unamuno no son en materia teatral Eurípides o Sófocles cabe la adaptación, el ajuste, la oportuna referencia a un acontecimiento ya cincuentón de nuestra historia como es la guerra civil de 1936; es posible convertir la tragedia de Antígona en un ballet con reminiscencias flamencas, introducir un narrador brechtiano en otra versión de la misma tragedia o convertir a la libidinosa Fedra en una religiosa dama del campo de Salamanca, que sufre la ciega y clásica pasión por su fornido hijastro de visos efébicos.
Los dramaturgos de la escena, nombre literario y pomposo empleado para quien en la mayoría de las ocasiones es un simple director que marca los movimientos varían
de verano en verano. A veces esa función se desdobla y existe un «escritor» que reelabora, recompone, traduce para la escena eso que, claro, no es teatro: a saber, la literatura dramática. Pero lo sorprendente es que los resultados difieran tan poco con tan variopintos autores, dramaturgos, directores y adaptadores. Nos da igual que sea José Luis Gómez, Manuel Canseco, Francisco Suárez, Joan Ollé o Emilio Hernández. Poco importa que la gama de intérpretes no se repita. Prueban fortuna en estas lides desde la sensible Silvia Munt «Colometa» hasta el cerebral Gómez; gentes que proceden del teatro independiente como Félix Rotaeta, inveterados del cine histórico de los cincuenta y la televisión de los sesenta como Jaime Blanch «Jeromín», actrices capaces de representar el «Ulises» de Joyce como Magüi Mira o galanes de los sesenta como Juan Luis Galiardo. Tal revoltijo de modos interpretativos y de responsables escénicos no es capaz de ofrecernos un efecto diferente en cada caso. Globalmente todas estas tragedias destilan lo mismo: versiones descafeinadas, imprecisión en la composición de los personajes, torpeza técnica en la dirección, recursos escenográficos y luminotécnicos algunas veces aparatosos pero escasamente rentables desde el punto de vista espectacular. La impresión generalizada es que siempre ha habido pocos ensayos.
¿Qué diferencia hay entre esta mediocridad y lo que otrora nos ofrecía José Tamayo dirigiendo a Paco Rabal, Asunción Sancho o María Dolores Pradera? Sospecho que no se ha avanzado nada, con la ventaja para el famoso director de zarzuelas que este ha tenido siempre un sentido del espectáculo y
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una capacidad para convertir sus funciones en éxitos de masas que para sí quisieran quienes están empeñados en endilgarnos año tras año gato por liebre en estas aburridas e insulsas tragedias.
El presente año, como ya es habitual, se han estrenado en el Festival de Mérida «Las furias» de Francisco Suárez, «Antígona» de Salvador Espriu y «Fedra, una tragedia española» de Emilio Hernández. No he visto ninguna de estas representaciones en la ciudad extremeña aunque el año pasado fui testigo de cómo las piedras milenarias, una noche de luna llena de junio y el calor se «tragaban» literalmente la interpretación que Nuria Espert hacía de la «Salomé» de Osear Wilde en larguísima versión de Terenci Moix. No sé qué habrá pasado este año. Posiblemente el caballo de Hipólito que aparece en la «Fedra» de Hernández habrá evolucionada sin agobios, aunque parece ser que el espacio utilizado no ha sido el teatro sino el anfiteatro. En compensación, sí conozco las funciones de las mismas obras en los «Veranos de la Villa». «Las furias» se representaron en el patio del cuartel del Conde Duque" de Madrid y «Antígona» en las inmediaciones del templo de Debod de la capital madrileña. Sólo recordaré la sugestiva presencia de sus respectivas protagonistas, Sara Lezana y Silvia Munt, en medio de espectáculos de danza y teatro sin garra anodinos pero bastante pretencio: sos.
La «Fedra» de Emilio Hernández montada como homenaje a Unamuno en el cincuentenario de su muerte cerró el Festival teatral de Avilés, organizado por el Ayuntamiento. Había gran interés por este nuevo trabajo que además tenía el aliciente de Magüi Mira como actriz principal. Las Jornadas Municipales de Teatro han tenido este año una programación muy acertada, donde se han compaginado novedad y calidad. La noche final el lleno en la pista de la Exposición fue total. El poder de convocatoria que tienen intérpretes como Magüi Mira, Juan Luis Galiardo o Pedro Mari Sánchez quedó demostrada con tan multitudinaria concurrencia. Sin embargo nuestras esperanzas fueron defraudadas por el mismo denominador común que se puede aplicar a todas las mencionadas tragedias veraniegas. Se parte de una idea más o menos
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aceptable, en este caso, relacionar la tragedia clásica con el inicio de la guerra civil española. Para ello se sitúa la acción en la Castilla rural del año 1936; el triángulo está formado por un torero-ganadero un hijo de este perteneciente a u� anterior matrimonio y su nueva y joven esposa. Ya tenemos aquí a Teseo, Hipólito y Fedra. La novedad es que se introducen componentes fascistas y de homosexualidad latente en la personalidad de Hipólito. Esta circunstancia no tiene necesariamente que desvirtuar el sentido trágico, pero lo que sobre el papel o la mente de su realizador es aceptable, en la puesta en escena rezuma falsedad, apoyada en viejos tics, con alambicados gestos de manos para relatar las acciones, mientras que los momentos culminantes se confían a un griterío epidérmico sin un tratamiento vocal y gestual que profundice en los matices. Lo curioso es que los intérpretes están adecuadamente escogidos y han demostrado en otros empeños su habilidad, pero me parece que el fallo está en la propia dramaturgia e incluso en la maduración de la puesta en escena. Utilizar un caballo «de verdad» sólo sirve para distraer la atención del público hacia un elemento que es totalmente accesorio dentro de la acción dramática. Un realismo tan a flor de piel se compagina muy mal con la falta de agua verdadera en las vasijas que se utilizan en escena; sacar agua sería más sencillo que un caballo. Por otro lado los responsables del montaje deberían informarse bien de los lugares de actuación antes de establecer los contratos y no anteponer los beneficios económicos a la calidad artística. La pista de la Exposición es totalmente inadecuada para una función de tales características. El caballo apenas podía evolucionar y el decorado tuvo que ser fragmen-
tado. La verdadera profesionalidad exigiría no actuar donde no se dan unas condiciones mínimas porque entre otras cosas el espectador puede sentirse estafado. No obstante el lugar de la representación no es el principal factor de este intento fallido. El público de Avilés y de Gijón, donde también se representó, acudió también gracias a una amplia promoción «publicitaria» en diarios y revistas que jugaban hábilmente con la exhibición de un desnudo integral por parte de Hipólito (Pedro Mari Sánchez) en un momento de la representación. Tratar de atraer al público a estas alturas con semejantes trucos resulta chocante.
Después de todo esto es preferible asistir a una campaña de sainetes, género que nuestras celebridades teatrales dominan y parecen más apropiados para los tiempos de calor que estos sangrientos episodios con olor a naftalina por mucho ordenador que se utilice para controlar la iluminación. A pesar de todo en «Fedra» el escenario estaba lleno de sombras y penumbras, incluso en el momento del desnudo.
Julio Rodríguez Blanco
INQUILINOS DE ANTEO
Jesús Ferrero, Bélver Yin, Barcelona, Plaza & Janés, 1986.
ser determinista cultural en otros países es una opción filosófica, que puede ganarle a uno en todo caso en anatema de Marvin
Harris. Ser determinista cultural en España, en cambio, supone asombrarse en cada momento de la coherencia reiterativa de nuestra realidad social, a pesar del transcurrir del tiempo y de las diferencias individuales de los implicados.
Javier Muguerza, por ejemplo, que parecía no estar destinado a interesarse nunca por la crítica literaria, tras su larga ejecutoria positivista y después de repetidamente declararse ágrafo, se estrenaba hace no mucho en El País («El desahucio de Anteo», 11-9-86) con un largo artículo sobre la necesidad de extraer el núcleo de pensamiento implícito (la cursiva, que es suya,
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hace sospechar que no se leyó a Della Volpe) a nuestra poesía, liberándola de las garras reduccionistas de Vossler (me pregunto por qué no de las de Bousoño o Lázaro Carreter), para ponerla en los comprensivos brazos de Martínez Bonati, cuya teoría literaria tiene la virtud fenomenológica de captar intrinsecistamente ( el neologismo es de Muguerza) la obra literaria, como puro lenguaje.
Es menos que lo ofertado por los formalistas, pero Muguerza le otorga confianza a quien se lo inspira, el hispanista Ph. Silver, quien al parecer (y en esto Muguerza adopta un tono críptico) infundió tales perspectivas a nuestro filósofo actuando con él, más que como vulgar anfitrión, como Creonte con Anfitrión, hijo de Alceo, que no es poca la mitología que inspirar los «campuses» americanos cuando invitan a nuestros intelectuales.
Silver, que según Muguerza practica el deconstruccionismo de Paul de Man, y no el de Derrida (seguramente por despreciar tanto al gramatólogo de oídos como el propio Muguerza), busca nada menos que «una explicación ontológica de la literatura, la poesía, que nos ayude a apreciar su importancia en la economía de la vida humana». Y comenta Muguerza: «el punto de partida para una explicación de este género hay que buscarla en el Romanticismo».
No podía ser menos: la ontología uncida a la búsqueda del sentido de la vida acaba dando siempre alguna forma de romanticismo, y pretende indefectiblemente como ideal formal el melisma o el emblema, aunque se trate de un melisma
Jesús Ferrero.
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fallido como el del Coup de dés. Semejante coyunda, sin embargo, no suele interesar tanto a los propios autores, cuanto a los filósofos que toman sus obras como objeto de reflexión, o pieza de ilustración de sus presupuestos: la muestra más típica es sin duda alguna el Hi:ilderlin de Heiddeger, pero podría citarse igualmente la tragedia griega de Nietzsche (ejemplo de melisma diádico), el Leonardo de Jaspers (tan distinto de La Méthode de Valery), y hasta el Shakespeare de Marx ( quien claramente constituye a Timón de Atenas en un emblema).
La cosa no es grave, y hasfa es lo normal, en el ensayismo filosófico al uso -al menos en EE. UU., donde, como Rorty deja entrever, Girard y Steiner llevan hoy la batuta filosófica desde el campo de la crítica literaria. Pero, cuando en un campo desertizado como el del pensamiento español, se nos propone la supuestamente hercúlea tarea de apartar a la crítica del realismo y la estilística al uso, para elevarla a la santidad del texto ontologizado, la propuesta adquiere tintes de cinismo, o bien de ignorancia: por un lado, porque es eso lo que la mayor parte de la Generación del 56 ha venido haciendo desde tales fechas -según ha subrayado recientemente Debicki, con un pelmacismo verdaderamente deconstructivista; por otro, porque es precisamente lo que hoy pretenden nuestros abundantísimos y jóvenes neonarradores, aunque sea con la bastarda intención de hurtarse a la crítica; y sobre todo, porque extraer motivos filosóficos de nuestra literatura y nuestra pintura es lo que, desde Menéndez Pelayo hasta Abellán pasando por Maravall, vienen haciendo cuantos no se conforman con el hecho palmario de que en España no ha habido filosofía.
Y menos la va a haber en adelante, después de tanta zarabanda de analíticos, dialécticos y lúdicos, si los jóvenes filósofos de hoy se dedican a remedar a Vattimo, después de haber mal calcado a Baudrillard, mientras los jóvenes filósofos de ayer perpetran infames novelas, descubren el sexo en tiempos del placer casto, y redescubren el mediterráneo de la crítica literaria filosofante en cualquier ciénaga de provincias.
Anteo, para desgracia de Silver y Muguerza, tiene en esta cultura unos rizomas tan hondos y ramifi-
cactos, que Hércules al querer desarraigarlos no haría sino arrancar de cuajo con ellos a toda la tierra nutricia (incluída el Alma Mater por excelencia, nuestra universidad). Bastaría con que Muguerza, en vez de Cernuda y los «Ventisietes» (lexicalizados hasta el punto de sonar ya como puro ruido de fondo), probara sus propuestas con el más reconocido valor de nuestra joven narrativa, Jesús Ferrero: vería hasta qué punto los trabajos de Hércules resultan hueros en este país, o tal vez descubriría que el hijo de Alcmene, habiendo venido a Hesperia por encargo de Silver, tuvo que acabar llevándose los bueyes de Gerión, por ser el abigeato aquí lo más rentable.
Unos breves apuntes, aprovechando la reciente y resonante reedición en Plaza & Janés de Bélver Yin (su única y «ya legendaria» novela, como decía Diario 16) bastarán para darle alguna pista a nuestro filósofo metido a crítico:
Nos encontramos, sí, con un emblema, pero más parecido a las mariquitas recortables que a las estampas de Alciato. Romanticismo y exotismo que, como decía Gautier, van de la mano, aparecen en Ferrero tan abrumadora y señaladamente exhibidos, que su efecto de reconocimiento resulta necesariamente kitch, recordando más que nada (salvadas las imaginarias diferencias de ideología) aquel inefable melodrama misional del P. Lamamié de Clairac, Chao, que en los colegios de jesuitas se representaba a veces para el Domund.
Sólo la ignorancia de nuestra «masa cultural» ( cuyo nivel no es ni siquiera middle-brow, sino hortera, en el más galdosiano sentido de la palabra) permite que semejante chinoiserie degradada no se deguste subjetivamente como tal, tanto por el olvido de los «chinitos» nacionales, como por el profundo desconocimiento de los verdaderos maestros del género: Segalen (a quien en las últimas entrevistas parece haber descubierto Ferrero), Mirbeau (cuyo Jardín de los suplicios fue publicada por Planeta en 1976), Brunngraber (de quien Ferrero indudablemente no habrá calcado su ya intrigante Opium, por desconocer que tiene una novela del mismo título, publicada en español, hace más de cincuenta años), y Lin-Yutang.
Que una novela que juega con el sexo en China no muestre la me-
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Jesús Ferrero.
nor influencia de Li Yu o Jo-PuTuan, presentándonos unos long y unas sectas taoístas que parecen sacados de un telefilm de Charlie Chan, con una filosofía subyacente propia de un mal lector de La importancia de vivir, de Lin Yutang (a pesar de las estratégicas citas de Chuang-tsé y Li Po), es algo que ni nuestros más engolados críticos han señalado: antes bien, todos se han mostrado deacuerdo en la absoluto novedad del engendro.
La casa de Anteo tiene en España anchas moradas, y éstas curiosamente se sublimizan hoy en una estética de lo cursi estilizado, que no es, como diría Hegel, más que el segundo momento de una cultura reificada. El lenguaje como forma no cuenta ni se gusta ( dejo para Alejandro Montero el florilegio de dobles adjetivaciones vacuas, prolijidades ineptas, diálogos a lo Marcial Lafuente Estefanía y vulgarismos seudofinos que constituyen la trasma discursiva de Bélver Yin). Y en cuanto materia de pensamiento, difícil sería hallar hoy en Ferrero, o en cualquiera de los otros neonarradores, nada que tenga que ver con la diferencia ontológica heideeggeriana, ni como catácresis ni por casualidad: todo su pensamiento parece estar polarizado por el mimetismo externo y el disimulo interno, características notorias y seculares de la vividura hispana.
Y yo me pregunto: ¿no sería acaso más útil en estos momentos volver aun sano sociologismo? Más que arrancar los raigones de Anteo o desmantelar su ciclópea casa ¿nosería mejor intentar entender lasrazones de su arraigo? Entenderpor ejemplo cuáles son las corrientes sociales que permiten recono-
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cer como sublime algo tan cursi como Bélver Yin; descubrir las carencias intelectuales de la masa cultural española que la llevan a consagrar un mal remedo como novedad; señalar, en suma, el vacío de identidad (fruto sin duda de ese desmantelamiento cíclico de la cultura española que señalaba Federico de Onís) que lleva hoy a los semicultos españoles a reconocerse en la quincalla, habiendo en lo abstracto de las bibliotecas tantos Siglos de Oro y de Plata donde reconocerse.
Alberto Cardín
BRANCUSI, EVOCACION PERSONAL
Se contemplan los ciento diez años desde el nacimiento de Comstantin Brancusi, acaso la figura más significativa de la
plástica de nuestro siglo. La muerte reciente de Pablo Serrano, que en el gran escultor rumano supo ver siempre la figura más destacada del arte que él mismo, ilustre protagonista de la escultura española del siglo, supo representar, nos sirve -como estímulo y también como homenaje a su bella y completa figura artística y humana- para ofrecer una nueva imagen del arte de Brancusi y su valor ejemplar en la singular aventura de la vanguardia del siglo XX.
En un prólogo adhoc para una versión rumana de nuestro libro «Brancusi y el Arte del siglo», aparecida hace pocos meses en Bucarest (Ed. Meridiane 1985), quisimos actualizar para los lectores y los admiradores, que son ahora mi-
llones, del artista en su Patria, algunos aspectos nuevos de su escultura. Porque será siempre nuevo o renovado el acercamiento al virtuosismo de su escultura que suscitara el entusiasmo sin controversia del gran poeta Ezra Found a principios del siglo y a quien el gran poeta Lucian Blaga supo ver como al que «desde los profundos y redondos mediodías pudo adivinar todos los misterios». Así surgen siempre aspectos destinados en buena parte a proyectar también la creación de vanguardia del arte occidental, en la perspectiva del diálogo entre culturas, en el ámbito de una cultura planetaria. La circulación amplia y la comprensión en el mundo, de plásticas de vanguardia como las de Brancusi o Pablo Serrano, justifican en buena parte esta orientación del discurso.
Lo cierto es que Brancusi y su arte plantean problemas siempre nuevos cada vez que estemos en condiciones de acercarnos a una personalidad creadora de su naturaleza y de arte como el suyo -resultado de un proceso de decantación y virtuosismo que han sido objeto de admiración universal. En segundo término, intervienen factores personales que no pueden perderse de vista. Todo hace, en estas condiciones, que el encuentro con Brancusi adquiera una doble perspectiva y en el espíritu de esta doble perspectiva quisimos, como decíamos, escribir unas palabras anticipadoras de presentación en Rumania de un libro que habíamos escrito hace tiempo, en dos etapas (1957 y 1976 -su muerte y su centenario), y destinado a otras latitudes de la creatividad contemporánea de vanguardia.
El arte de Brancusi aparece y se realiza -en su plenitud- en un momento histórico y cultural en que la creación como tal estaba destinada a confrontarse con un proceso de tensión entre orden y caos, proceso de entropía que había anticipado con certera intuición Unamuno y al cual Rudolf Arnheim consagra, en una etapa última de su crítica, reflexiones de especial fuerza sugestiva. El principio de la entropía, emparentado de cerca también en la materia del arte con el segundo principio de la termodinámica en el universo físico, nos ofrece el marco en el que se desarrolla el arte de Brancusi. Sin exagerar las posibilidades clarificadoras de la metáfora, podemos de-
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cir que el arte de Brancusi representa, como resultado último, en una etapa en la cual el arte vive bajo el signo del desorden, de la imposibilidad de liberación, del caos, en una palabra, de la muerte, una victoria obtenida mediante el esfuerzo acabado del orden, de un equilibrio luminoso, de una purificación creadora de la forma, en el sentido más noble y mejor estructurado de la palabra. Así podemos
sentirnos justificados, los que hemos visto en el gran artista la figura de un compatriota ilustre, para evocar a aquel Brancusi, en su idioma patrio y en su lenguaje expresivo universal, «contemporáneo de las mariposas y de Dios». Así lo veía el que escribe ahora de nuevo sobre él, hace cincuenta años casi, a la orilla del río Jiu. El colegial lleno de estupor ante la obra que hacía Brancusi en «su» ciudad, que era también «mi» ciudad -Targu Jiu- fue protagonista de una enésima defensa del gran artista de vanguardia, que según los burgueses de la ínfima urbe de la región de Oltenia -la tierra de Brancusi«nos destruía la ciudad». De aquella «destrucción» salió el lugar de peregrinación mundial de los amantes del arte. Ahora, en el instante de la evocación, la aventura de entonces a cuyos comienzos asistimos adolescente, sigue teniendo lugar entre una «Columna del infinito», una central «Puerta del Beso» y una misteriosa y aparentemente marginal «Mesa del silencio» y del consejo.
Fue aquel el primer encuentro directo con Brancusi en los mediodías de Targu Jiu, a la salida del colegio. Encuentro permanente desde entonces. Veinte años más tarde, en un callejón recoleto de Paris -Impasse Ronsin- volvimos a ver
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a este colosal artista campesino, que a los rumanos recuerda siempre el gran novelista de fuente popular y de estilo depurado hasta el límite -(nunca acabará el discurso sobre lo que es «popular» y lo que es «culto» en la literatura y el arte)- Ion Creanga, cuya «bojdeuca» (cabaña) se puede visitar aún, siglo y medio después de sus famosos encuentros en ella con el poeta nacional rumano Mihai Eminescu, en Iassy, capital de Moldavia. Encuentro de dos grandes artistas que alcanzan la forma perfecta de la virtuosidad estética. Pero el arte de Brancusi lleva además a la virtuosidad de la abstracción. En él el sentimiento se retrae difuminado por un proceso de reelaboraciones que no tiene par en el arte del siglo XX. El sueño de Worringer, de comienzos de siglo, abstracción y sentimiento (Abstraktion und Einfühlung) se hace realidad en una forma de perfección sin par donde la Idea es reina.
Con Brancusi nace y lleva a consecuencias últimas una nueva melodía, una nueva armonía plástica, un nuevo ritmo de formas, un nuevo encuadre de la escultura. Sus motivos y motivaciones son tan viejas como la creación artística, pero además pertenecen a su estirpe, a una cultura determinada, la cultura de su pueblo. Pero su genio de la forma, la obra acabada de la idea hecha ya no carne sino vuelo, une abstracción y «castharsis». Proceso todo ello donde a la detectación de formas del arte popular rumano se une la decantación de nuevas ideas, nuevas formas, nuevos encuentros con una materia que accede a transfiguraciones que tienen su «espíritu» su significación. En el espíritu de una alta geometría, como dijo el poeta rumano citado al principio, y de una «sabiduría de la tierra» que por su mismo nombre es un testimonio notarial de su arte, del artista mismo.
En este espíritu hemos querido ver en Constantin Brancusi y seguimos viéndolo en este obligado aniversario, expresión del genio creador rumano -reivindicable siempre como tal, pero al mismo tiempo un superador de la entropía de la creatividad artística en el mundo. Creador de un arte y de una forma de expresión milagrosa que es en sí «fórmula» de un dialogo entre culturas, al servicio de una cultura planetaria y de un arte planetario.
Jorge Uscatescu