emilio l. mazariegos-la aventura apasionante de orar

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1LIO mazar

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1LIO mazar

Emilio L. Mazariegos

LA AVENTURA APASIONANTE DE ORAR

1 plan de iniciación en la oración

SEGUNDA EDICIÓN

© Centro Vocacional La Salle Fray Luis de León, 16 - 47002 Valladolid

ISBN: 84-85871-11-1 Depósito legal: S. 635-1985 Printed ¡n Spain Maqueta e impresión: Gráficas Ortega, S.A. Polígono El Montalvo -Salamanca, 1985

Dijo Dios:

* «Quítate las sandalias de los pies, pues el sitio que pisas es terreno sagrado)).

(Ex 3, 5)

A los GRUPOS DE PROFUN-DIZACION EN LA FE, en ca­mino hacia la Comunidad Cristiana, empeñados en vivir según el estilo de vida de Je­sús de Nazaret.

CONTENIDO

Situar la oración 11

1. Decididos por la Revolución del Corazón 15 2. Jesús, lugar de lo religioso 21 3. Encuentro de gratuidad 25 4. Jesús, el hombre de la soledad y de la relación 30 5. Los Gigantes de la Historia 35 6. La utopía del hombre nuevo 41 7. Orar el hombre de barro que soy 46 8. Orientar la vida por lo in-útil 51 9. Ritmo de conversión 57

10. Entrar en soledad 62 11. Hacer silencio para la escucha 68 1 2. En el Proyecto de la Palabra 73 1 3. El Espíritu ora en el creyente 78 14. Crear intimidad de corazón a corazón 83 15. Situar la vida en un nuevo clima 88

Un camino llamado oración 93

1. La Parábola del Hortelano 97 2. El camino de la libertad interior 103 3. Decidirse a orar 108 4. Un corazón humilde y manso 114 5. El Guía y lacomunicación de experiencias 119 6. Peregrinación hacia el interior 124 7. La oración del corazón 130 8. Lugares de encuentro con Dios 135 9. Unas pistas para orar 140

10. Lo del candil y la levadura 151

Orar a pie descalzo 157

Situar la oración

* Situar la oración 1. Decididos por la Revolución del Corazón. 2. Jesús, lugar de lo religioso. 3. Encuentro de gratuidad. 4. Jesús, el hombre de la soledad y de la

relación. 5. Los Gigantes de la Historia. 6. La utopía del hombre nuevo. 7. Orar el hombre de barro que soy. 8. Orientar la vida por lo inútil. 9. Ritmo de conversión.

10. Entrar en soledad. 11. Hacer silencio para la escucha. 12. En el Proyecto de la Palabra. 13. El Espíritu ora en el creyente. 14. Crear intimidad de corazón a corazón. 15. Situar la vida en un nuevo clima.

1. Decididos por la Revolución del corazón

La sociedad está en crisis. Lo biológico ha saturado el corazón del hombre. El tener, centra su vida. Y el hombre se siente descentrado, sin valores profundos. Se pregunta por el sentido de la vida, de su vida, y se angustia de mil maneras. El hombre vive desde la superficie, y su ser se resiente porque le falta el valor fundamental y primero de su vida: Dios. Ni la ciencia, ni la técnica, ni los humanismos, ni la política, ni..., llena el corazón del hombre. Existe en él una «zona de soledad» donde nada ni nadie es capaz de llenarla. Sólo el Trascendente, sólo el Totalmente Otro, sólo el Absoluto, SOLO DIOS es capaz de llenarla. El hombre, cuando vive con el vacío de ese vacío, se siente inse­guro, angustiado, lleno de ansiedad. El hombre sin Dios no se experimenta como hombre.

Cierto que el hombre es un ser biológico. Cierto que es un ser social. Cierto que es un ser económico. Cierto que es un ser festivo. Cierto que es un ser para el trabajo. Pero también es cierto que el hombre es un SER Religioso. Que en lo más profundo de sí mismo lleva una tendencia, una fuerza que le llama a algo más allá de la limitación humana. El hombre que renuncia a vivir la dimensión religiosa de su ser humano, no alcanza la madurez de persona. Dios le es al hombre más necesario que la luz, más necesario que el respirar.

Ya no creemos en revoluciones. Muchas de ellas quedan colgadas del poster callejero o de la pared hecha una gran pizarra. No creemos en las revolucio­nes de grupos mínimos de hombres que gritan en una manifestación dominguera unos «derechos» que no son propios de la persona humana. La mentira, la

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hipocresía, la trampa, la confusión, tantas veces son la fuerza del grito para que se haga ley de lo que el camino de la verdad y la ética nunca llegaría a hacer­la... Una sociedad que hace leyes «revolucionarias» de contravalores (llámese droga, aborto, homosexua­les...) es una sociedad corrompida, que ha perdido su identidad y que no tiene nada que decir a las nuevas generaciones. La revolución verdadera, o brota de las necesidades profundas del hombre o se queda en una palabra al viento que no cambia la sociedad, porque no tiene fuerza para cambiar el corazón del hombre.

Es el momento de la revolución del corazón, es el momento de la revolución del interior del hombre, es el momento de la revolución de la persona humana des­de sus raíces, desde la fuerza del agua de manantial, de la base segura para construir al hombre. Es el momen­to de buscar en el hombre el origen y destino de su vida. Una sociedad que ha perdido el sentido de su existencia, que no sabe dar respuesta al «de dónde vengo», es una sociedad sin capacidad de proyección. Una sociedad que no sabe dar respuesta al «qué senti­do tiene mi vida», al «qué hago en la vida», es una sociedad que vive vegetando, que se arrastra sin razo­nes que mantengan su existencia. Una sociedad que no sabe responder al «hacia dónde camino» es una sociedad que ha perdido su ser de hombre: su deseo de perpetuarse, de vivir una vida sin término. Una sociedad que ha perdido el sentido de Dios, ha perdi­do las raíces de su existencia.

Aquí está el mundo de los jóvenes. Hartos de cosas. Hambrientos de cariño. No creen en la técnica ni en la ciencia como solución de la vida del hombre. Sólo creen en la amistad y están llenos de egoísmo. Aquí están viviendo del consumo y para el consumo, atolondrados de propaganda, de imágenes estúpidas. Aquí están hartos de la pequeña pantalla y vacíos

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como el casco de una Coca-Cola. Aquí están a ciegas y a tientas. Tantas veces aburridos y solos, incomuni­cados y tristes. Aquí están al ruido de la moto o del tocadiscos. Aquí están enmascarados de mil trapos y mil pinturas. Aquí están llenos de idolillos, amuletos. Aquí están sentados en el suelo, refregando su culera. Aquí están preguntándose por el para qué de sus estudios y la resignación al paro. Aquí están como marionetas manejadas por el mundo de los ídolos. Aquí están viviendo una libertad que se traduce en dependencias, muletas, parches, esclavitud. Aquí es­tán diciendo que esta vida así, no; que esta vida no vale la pena ser vivida. Aquí están estallando a veces de violencia, agresividad y otras veces derramándose como agua en una pasividad que raya con la estu­pidez.

¿Dónde están los jóvenes audaces, llenos de ilu­sión, llenos de garra y con ganas de lucha, de supera­ción, de transformar su vida y la de la sociedad? ¿Dónde están? Cierto que los hay. Pero son minorías. Cierto que ellos cambiarán el mundo, pero los jóvenes hoy no son ellos. Los jóvenes hoy viven la experiencia del dios-tener, del dios-dinero, de la revolución indus­trial, y se han quedado en «una cosa». Punto. No vamos a brindar más tonterías al mundo joven. No vamos a engañarlos con falsas revoluciones. No va­mos a manejar al mundo de los jóvenes. Se merecen una amistad sincera. Se merecen otro tipo de revolu­ción que los haga vivir desde dentro, con dinamismo, con fuerza.

El camino para el cambio de la juventud es el de la revolución espiritual. Es el mundo del espíritu quien da sentido al ser humano. Es desde la dimensión espiri­tual, desde donde el hombre se realiza como persona. Aquí abrimos un reto al mundo joven: entrar en la revolución espiritual.

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Dos dimensiones avivan la vida espiritual: la di­mensión ética y la religiosa. Cuando el hombre sea ético, cuando el hombre sea HOMBRE, cuando el hombre sea verdadero, cuando el hombre haya conse­guido vivir en armonía con todas las fuerzas de su ser ordenadas y unificadas, cuando el hombre haya con­seguido hacer unidad con los hombres, con el cosmos, con Dios, entonces se sentirá PERSONA REALIZADA. Este es el reto: vivir en armonía.

La revolución espiritual se realiza cuando el hom­bre hace surgir y vivir con fuerza su ser religioso, su vida centrada en el Centro, Dios. Porque religioso es aquel que vive la vida centrada en el Centro: Dios. Religioso es aquel que ha hecho una opción en la vida por el valor primero y fundamental, Dios. Religioso es aquel que vive su vida desde la Vida, Dios.

Nos preguntamos: ¿Cómo llegar a esa experiencia religiosa? ¿Cómo centrar la Vida en Dios? ¿Cómo lle­gar a que Dios sea el valor primero y fundamental de la vida? ¿Cómo ser religioso en un mundo pagano? ¿Có­mo vivir al Trascendente en un mundo que sólo valora lo útil, lo palpable, lo que se ve y se toca? ¿Cómo hacer esa revolución espiritual, —en Dios y en el hombre— cuando todo toca otro ritmo y danza otra fiesta?

Entramos en el desafío. Entramos en la revolución de Jesús: su Reino. Entramos en el hombre por dentro, porque el de la sociedad en que vivimos se muere de estar solo. Entramos en el mundo joven llevándoles la Buena Noticia de que el amor, la revolución de Jesús diciéndonos que Dios es Padre y que nos quiere, es la gran casa a la que son invitados aquellos que quieren vivir al Hombre desde la verdad del hombre; a Dios desde la verdad de Dios; a la Sociedad desde la verdad de la Sociedad.

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A pie descalzo. De puntillas, no. A pie descalzo, calcando la planta desnuda en la arena, despojados de la sandalia, así entramos en esta revolución espiritual. A pie descalzo, paso a paso, como niños que comien­zan a caminar, así abrimos el camino. A pie descalzo, desnudos de la dureza de la suela, de la capa entre la tierra y el pie que no nos la deja sentir, así caminamos. A pie descalzo, buscando la originalidad, la pureza, las raíces, así caminamos. A pie descalzo, despojados de todo lo que no somos nosotros, así caminamos. A pie descalzo, desnudos de postizos, de parches y adhe­rencias, así caminamos. A pie descalzo, con sencillez, sin hacer ruido, sin afán de dejar pisadas para que otros nos sigan, así caminamos. A pie descalzo, con el corazón en vilo, entrando en lo desconocido, en lo in­útil, en lo que no se mide, en lo que no vale, en lo no comerciable, así entramos. A pie descalzo, en la aven­tura de llegar a Dios, de experimentarlo, de sentirlo cercano, amigo, así caminamos. A pie descalzo, ano­nadados y asombrados ante el misterio, así camina­mos. A pie descalzo, paso a paso, fascinados por lo desconocido y atraídos por el Trascendente, así cami­namos. A pie descalzo, buscando como peregrinos el sentido último de la vida y la razón última para vivir, así caminamos. A pie descalzo, paso a paso, ponemos en el camino de la oración nuestro ser cristiano porque queremos vivir al Padre como lo vivió Jesús. Porque Jesús amaba, amamos. Porque Jesús oraba, oramos. El estilo de Jesús es la única razón para esta aventura, esta experiencia, esta revolución del corazón llamada ORACIÓN. Porque dice Teresa de Jesús que la ora­ción es la puerta por donde Dios entra en el alma. Abierta ésta —la oración— Dios se nos comunica con todas sus gracias. Cerrada ésta —la oración— Dios no tiene sitio en nuestro corazón.

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A pie descalzo, paso a paso, sin desánimos, cons­cientes de la necesidad de orar y de la audacia de iniciar a los chicos y a los jóvenes a orar, abrimos el camino en el nombre del Señor Jesús, el Gran Orante. Confiamos en la luz y fuerza de su Espíritu. Así se lo decimos al Maestro: Señor, enséñanos a orar. El en­cuentro contigo. Señor, nos cambiará el corazón y el mundo se hará nuevo.

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2. Jesús, lugar de lo religioso

No vamos lejos. Moisés queda distante. Pero este hombre cambió de rumbo en su vida al tener una experiencia religiosa, al poner el pie descalzo en la tierra nueva y virgen del Trascendente. Moisés siente la necesidad del salir de sí, de despojarse de las sanda­lias, de caminar con pie desnudo al encuentro del Totalmente Otro. Moisés en cercanía del Absoluto oye su voz. Y en ella, su nombre. Moisés siente lo tremen­do, lo fascinante de aquella presencia. Se acerca atraí­do y la llama inicial le toca y le quema. Moisés camina­rá hacia lo oculto, hacia el misterio, hacia lo que aún no conoce, guiado de esa fuerza que le atrae. Su zona de soledad es tocada por el pie descalzo de Dios. Moisés se siente pequeño, anonadado, metido en un clima y espacio nuevo. Dios ha puesto el pie en su orilla.

Es un momento clave para este hombre llamado Moisés. La experiencia del encuentro, la experiencia de Dios le marcará de tal manera que la fuerza de la Palabra de aquél que «Es el que £s» le va a convertir en el hombre hacia el encuentro de los hombres, en el hombre que regresa a la tierra de donde huyó, en el hombre que vuelve a los hombres para sacarlos del barro, para liberarlos de las cadenas, para salvarlos del látigo. Moisés va a llevar a sus hermanos la fuerza increíble del Trascendente que se le ha hecho cercanía luminosa. Dios, en Moisés, se ha hecho liberación.

Moisés subirá un día a la montaña. Allí tendrá el gran encuentro con Dios. Moisés volverá al pueblo, bajará transfigurado, con el rostro luminoso. Moisés aún no será libre para irradiar la luminosidad de Dios-

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Cercano. Se cubrirá el rostro con un velo. Sólo en Jesús la luz se hará libertad plena de mediodía.

En Jesús, Dios se ha manifestado. Jesús es la nueva montaña, y el nuevo desierto, y la nueva fuente donde Dios se encuentra con el hombre. Jesús es Camino hacia el Padre. El hombre tiene que salir de sí mismo, despojarse de sus sandalias y entrar en la nueva tierra que Dios ha dado en herencia al hombre: Jesús. En Jesús Dios es tremendo, Dios es fascinante. En Jesús Dios atrae. En Jesús Dios deja de ser oculto, deja de ser misterio. En Jesús Dios se hace Centro del hombre, Acontecimiento central de la Historia. En Je­sús Dios se hace el valor primero y fundamental del hombre. En Jesús la vida del hombre se centra en la Vida de Dios. En Jesús el hombre se hace camino hacia Dios y Dios camino hacia el hombre. En Jesús Dios ha puesto su tienda entre los hombres y se ha hecho libertador del pueblo.

La experiencia religiosa despierta en el hombre una conciencia de pecado, de desorden, de mal. El hombre en cercanía de Dios descubre la dimensión y condi­ción pecadora del mismo hombre. También en la expe­riencia religiosa el hombre toma conciencia de la vida nueva en la que tiene que entrar, toma conciencia de la Perfección, de identificarse con el Otro. Como conse­cuencia de esta experiencia el hombre siente la necesi­dad de un Salvador, de un Libertador. Y una liberación gratuita, dada. El hombre religioso centra su vida en el Salvador que le libera del pecado y que le conduce a una vida nueva, de perfección en el bien y el amor. El hombre religioso es un ser que vive la salvación y desde la salvación. Es un hombre que ve todo desde Dios que le salva, desde Dios que le ama. El hombre religioso vive en clima de Dios. Su nueva luz, su nuevo mundo es Dios y en El, todas las cosas. Para el cristia­no la salvación se realiza en Jesús. Por eso el cristiano,

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ser religioso, busca la liberación del pecado en Jesús y en El consigue, en adhesión de fe, su vida nueva. En Jesús tiene la experiencia de que Dios Padre le ha dado gratuitamente la salvación como expresión de su amor. En Jesús el cristiano se siente salvado y esta salvación le lleva a vivir todo desde una perspectiva nueva: la vida nueva en el Señor Jesús resucitado. La salvación en Jesús es la gran experiencia de su rela­ción con Dios. El cristiano en su experiencia religiosa llega a descubrir que Jesús es el Señor y Salvador de su vida. Y vive en el Señor como exigencia de esa experiencia religiosa.

En Jesús el cristiano tiene acceso al Padre. En Jesús el cristiano se siente hijo en el Hijo y a Dios le llama Padre, de corazón. En Jesús el Padre ve en el cristiano a un hijo y le dice: «Tú eres mi hijo muy amado». En Jesús el cristiano realiza su experiencia religiosa. En Jesús el cristiano encuentra el nuevo templo y en él le adora al Padre en espíritu y verdad. En Jesús el Trascendente se ha hecho inmanente; el leja­no, cercano; el oculto, manifiesto; el Dios, Padre, Ami­go. En Jesús el hombre encuentra su realización.

La pregunta es ésta: ¿De qué manera concreta lo religioso tiene sentido en el hombre? ¿Cuáles son los signos de esta vivencia verdadera de lo religioso del hombre en Jesús?

La única vocación del hombre es Jesús. El hombre es llamado a pertenecer a Jesús. Cuando el hombre hace una opción fundamental por Dios en Jesús en­tonces su ser religioso toma el sentido último y defini­tivo, entonces se pertenece perteneciendo a Dios en Jesús, entonces se encuentra, encontrándose en Jesús.

La opción por Dios en Jesús es una opción por el servicio, la sencillez, la humildad, la comprensión, el perdón y la bondad, el compartir. Es una opción por ocupar el último lugar como el Maestro.

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La opción por Dios en Jesús es una renuncia al prestigio, a todo tipo de poder, ya sea político, social o religioso; es una renuncia al buen nombre y al aplauso, a buscar el aplauso y subir al podium, a ser centro y protagonista, a buscarse y ser desde sí mismo como el valor principal.

El hombre religioso radicalmente opta por ser, co­mo Jesús, Siervo de Yavé. Opta por un corazón pobre, despojado, desnudo, libre y abierto para que Dios entre en él como mar en playa o como el sol de mediodía en ventana de par en par.

El hombre religioso vive la primera bienaventuran­za, es feliz y tiene a Dios por Señor de su existencia. Dios es, en él, Dios.

La experiencia religiosa es una experiencia de en­cuentro con Dios. La oración es el lugar de esa experien­cia. La oración hace profundizar la dimensión religiosa abriendo el centro del hombre a la transcendencia, al Absoluto. La oración mide la experiencia religiosa. La oración es el clima, y la luz y el aire de lo religioso en el hombre. La oración es la vivencia fuerte del ser que grita en el corazón: ¡Dios! Es la esperanza sin límites del hombre nuevo en Jesús que dice: ¡Abba! ¡Padre!

Orar es al cristiano como el respirar al hombre. Cris­tiano que no ora no es discípulo de Jesús. Porque Jesús nos dio desde su vida dos mandamientos en expresión del mismo amor: amar al hermano hasta dar la vida y orar a Dios Padre nuestro hasta despertar la Vida de Dios en el corazón para dársela con generosidad a los herma­nos. El amor supone fidelidad y universalidad.

Sólo en la oración, en el trato asiduo y despierto con Dios, aprende el cristiano a amar con fidelidad y sin fronteras. Porque el amor cristiano tiene un manantial que lo alimenta: el amor de Dios. ¿Será orar amar? ¿Puede ser otra cosa? ¿Qué es si no «centrar» la vida en Dios?

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3. Encuentro de gratuidad

Es un desafío. Un riesgo para el hombre de hoy. Una aventura apasionante decidirse a orar. Porque entrar en clima de oración, situarse en un espacio oracional, es PARAR al hombre de hoy. Pararle en su activismo externo. Es meterle en el mundo de lo in-útil, de lo no rentable, de lo no comerciable, de la pérdida de tiempo, de la no eficacia. Nada más «en reto» para el hombre de hoy como la oración. Porque el hombre de hoy se formula la pregunta de la vida desde otra perspectiva: «¿Para qué sirve esto?».

Es arriesgado preguntarse por el «para qué». Es arriesgado preguntarse, ante una persona a quien amamos que en accidente de carretera ha quedado reducida a una silla de ruedas, «para qué sirve esa persona». El amor no pregunta nunca así.

El hombre de hoy tiene que convertirse a un enfo­que nuevo, serio y profundo de la existencia. El hom­bre de hoy tiene que entrar en las raíces del hombre y, desde lo hondo, desde el centro de sí mismo, hacer la pregunta. Entonces el hombre no se pregunta por el «para qué». Entonces el hombre se preguntará por el «por qué». ¿Cuál es el sentido profundo de esa persona en una silla de ruedas? ¿No es una llamada seria y comprometida a que yo salga de mí mismo, a que vaya a ella por ella misma, a que «esté con ella», a que me «pare» a su lado, a que me quede, a que permanezca a su lado? ¿No es una llamada a darle gratuitamente mi vida sin esperar recompensa? El amor que no perma­nece, el amor que no se queda, el amor que no entra en la gratuidad, no es amor.

El hombre de hoy no sabe de gratuidad. Todo lo compra y así se hace con ello, así lo tiene. El hombre

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de hoy no sabe vivir de regalos, no sabe lo que es el sentido festivo, gratuito, gozoso y libre de la vida. No sabe de ocio y por eso no sabe gratuidad. No sabe de lo que se da porque sí, y por eso se le escapa lo más profundo de la vida: que la vida es un don de Dios.

La oración es un desafío a entrar en una experien­cia de gratuidad. La oración es un encuentro de gratui­dad. A la oración vamos porque Alguien nos llama, porque Alguien nos quiere y nos busca para hacer encuentro de amistad. A la oración vamos porque Alguien nos ha amado primero. Vamos porque Dios es amor y le gusta estar —estar con—, con nosotros, los hombres, sus hijos.

A la oración vamos a amar. Vamos a comunicar con Dios. Porque la oración es como un juego. Es como un vaivén de ola. Es como un ir y venir. A la oración vamos a empaparnos de Dios, a que Dios nos llueva. A la oración vamos a dejarnos penetrar por Dios, a dejar­nos sondear por Dios. A la oración vamos a dejar que Dios nos inunde como la ola la playa. A la oración vamos a estarnos a gusto con Dios. Vamos a escuchar­le. Vamos a decirle nuestra vida. Vamos a decirle los dolores de los hombres. Vamos a ver. Vamos a buscar el horizonte de Dios y la vida. Vamos porque le quere­mos. Quien ora es porque ama... Quien no ha descu­bierto el amor de Dios no puede ir a orar. Quien no ama a Dios es incapaz de estarse con El. El amor, cuanto más intenso, más sencillo, cada vez con menos palabras. El amor de enamorados es de ojos en los ojos, manos en las manos, corazón en corazón. Sólo en el amor se entiende la gratuidad.

A la oración voy para estar a solas con Dios que sé que me ama. A la oración voy por Dios mismo. A la oración no voy a buscar fuerza para algo, no voy a buscar lanzamiento para algo. Orar es tan serio que la oración se hace en Jesús y en los grandes hombres de

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oración como el mandamiento primero, como la raíz de todo.

A la oración voy a estarme «aquíy ahora» con Dios, sin pensar en un «después». A la oración voy porque quiero tener el estilo de vida de Jesús de Nazaret, hombre que cultivaba en silencio y soledad el encuen­tro de amor gratuito con Dios su Padre. A la oración voy porque es allí donde Dios me enseña a amar, donde me enseña fidelidad en el amor, donde me abre el corazón a los hermanos. En la oración entro en armonía, en unidad con todo y con todos. Porque la oración en amor lo hace todo presente, porque la oración rompe las coordenadas del tiempo y del espa­cio, porque la oración me da alas de eternidad.

En la oración aprendo sabiduría de Dios. En la oración aprendo la verdad del amor. En la oración encuentro la felicidad sin término. En la oración mi vida se alarga y va tomando la medida de Jesús. Dios me hace en la oración en el estilo de Jesús. El Espíritu me forja según la imagen de Jesús para que me identi­fique, me transforme en El.

La oración es lo fundamental cristiano porque toca lo más profundo de Dios, su gratuidad: el Espíritu santo. La oración es el gran compromiso cristiano porque es la raíz, la fuerza para amar. La oración nos cambia la vida. La oración es la escuela cristiana don­de se forjan los hombres interiores que tienen capaci­dad de transformar la sociedad.

Cuando Dios pone el pie descalzo, para entregarse en gratuidad a una persona, la llama a la soledad para hablar al corazón. Es señal de que Dios está cerca el deseo sincero de orar, de estar a solas con El. Porque la oración es esa luz donde se ven las cosas de otra manera, donde se quita la venda que cubre los ojos. La oración hace de la noche mediodía y de la tempestad, bonanza. La oración nos mete en un mundo nuevo, el

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de Dios, y nos sitúa con más fuerza en el corazón de los hombres.

En la oración aprendemos gratuidad. En la oración aprendemos a «estar con» Dios. En la oración aprende­mos a no usar a Dios, a no servirnos de él, a no jugar con Dios en el «para». En la oración aprendemos lo gratuito que llena el corazón de gozo, de paz, de serenidad, de alegría. Y en la oración aprendemos a ir a los hermanos «en gratuidad», a ir a ellos, por ellos, a «estar con» ellos, a quedarnos con ellos, a no ir de visita, a no usarlos como trampolín para nuestro luci­miento y aprovechamiento. En la oración aprendemos a recibir y dar en gratuidad. En la oración aprendemos el ir a estar con el que llora, o sufre, o está solo, o no tiene apoyo. Aprendemos a no dar consejos sino a darnos. Sólo el hombre que sabe estar a solas con Dios, porque sí, sabe después estar con los hermanos porque sí. El amor no se explica ni se justifica. El amor es. Como Dios.

Cuanto más crece Dios en el corazón del creyente más crecen en él las ganas de orar. Cuanto más ganas tiene el creyente de orar, más ganas tiene de Dios, de amarle, de estar con El en gratuidad. Y cuanto más entrega existe a los necesitados más necesidad se experimenta de encontrar la fuerza y verdad para la entrega en Dios.

El cristiano ha optado por Dios. El cristiano vive para Dios. El cristiano sabe que Dios es su Padre y que tiene que amarle con todo el corazón y con toda el alma y con todas las fuerzas y con toda la mente y sobre todas las cosas. La oración es el lugar para vivir esta experiencia de amor. Porque orar es orar y estu­diar es estudiar y trabajar no es orar. Cada cosa tiene su identidad propia y no necesita de bautizos raros. Oramos cuando oramos. Y trabajamos cuando trabaja-

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mos. Y estamos con los hermanos cuando estamos con los hermanos.

No es cristiano quien no ora. No es cristiano quien no dedica tiempos fuertes constantes a estar a solas con Dios. No es cristiano quien no vive en gratuidad. No es cristiano quien se pasa todo el día en un ajetreo increí­ble y no se detiene para dedicarle tiempos fuertes de oración a Dios. Porque cristiano es el que tiene el estilo de vida de Jesús. Integrado. Y Jesús vivía en servicio a los hombres y en oración a su Padre.

Santa Teresa, la mujer que estuvo 20 años «jugan­do a la oración» y que por fin se encontró con Dios en gratuidad, desde esta experiencia dice que «orar es tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama». Y lo dice ella, una mujer que creó montones de monasterios, que escribió unas 1 5.000 cartas, que nos dejó unos libros fabulo­sos y que vivió la vida apasionadamente. Una mujer activa si las hay y contemplativa si las hay. Es hora de convertirnos a la verdad del estilo de Jesús: el hombre de la horizontal del amor a los hombres y de la vertical del amor al Padre en sus noches y amaneceres de oración. Oro porque amo. Oro porque Dios me ama. Oro porque Jesús oró y muy en serio. Con tanta seriedad como sirvió a los hombres.

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4. Jesús, el hombre de la soledad y de la relación

Cuando los primeros discípulos de Jesús vuelven de anunciar la Buena Noticia del Evangelio y le cuen­tan a Jesús las maravillas que en su nombre han hecho, Jesús lleno de gozo en el Espíritu santo excla­ma: «Yo te alabo Padre, Señor de cielo y tierra, porque has revelado estas cosas a la gente sencilla y se las has ocultado a los sabios y entendidos».

Las cosas del Reino, las cosas de Dios, son para los humildes. La lectura de Jesús en el Evangelio es mani­festada a los de corazón sencillo. Los de limpio cora­zón le ven, le captan. Un Jesús entero, no dividido; un Jesús en todo su estilo, no en el que se le hace bailar a nuestro estilo. El Evangelio sin componendas. Jesús, como Jesús.

Existen en el hombre dos dimensiones: la dimen­sión de soledad y la de relación. El hombre siente la necesidad de entrar en la soledad, de encontrarse a solas consigo mismo, de abrirse en soledad al Trascen­dente. El hombre tiene necesidad de entrar en su interior, de peregrinar al corazón, de hacer interioridad, de llegar al fondo de sí mismo, de centrarse en el centro de su ser donde Dios mora en amor gratuito. El hombre necesita alimentar, cultivar su soledad y en ella descubrir las raices de su ser para Dios y los hombres. El hombre que se para y que entra en su soledad, el hombre que hace interioridad se hace pro­fundo, se hace espiritual, se hace hombre con capaci­dad de crear, de recrearse, de ser fecundo y ser un don pleno para los otros hombres. La experiencia del To-

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talmente Otro en soledad le lleva a la experiencia de los otros parecidos y diferentes a él.

En el hombre existe también otra dimensión: la de relación. El hombre es un ser para los otros, necesita de los otros y los otros le necesitan. El hombre tiene necesidad de comunicarse, de entrar en comunión, de compartir, de dar la mano, de abrazar. El hombre no puede vivir en incomunicación, en soledad vacía, es­túpida. El hombre necesita de la intimidad para poder vivir, necesita de un «tú» para ser «yo». El hombre es intimidad abierta a todos los hombres.

Cuando el hombre tiene interioridad, cuando el hombre tiene profundidad, cuando el hombre vive desde el ser profundo del hombre, entonces es capaz de relacionarse, de comunicar en serio, de quedarse con, de estar con el hombre. Sólo el hombre con interioridad es capaz de crear intimidad. Porque la intimidad es el poner en común dos interioridades gratuitamente.

El hombre de hoy se queja de incomunicación y tiene miedo a la soledad. El hombre de hoy es profun­damente superficial, es como un archivo de cosas, de noticias, como una computadora que tiene todo archi­vado, pero que únicamente tiene el dato. El hombre de hoy se relaciona dando datos. No sabe comunicarse en serio porque no tiene interioridad. Vive el drama de una vida vacía e incapaz de relación profunda. El hombre de hoy tiene que salir de esa superficialidad y entrar en su ser-dentro para encontrar en su interior toda esa felicidad que lleva dentro y que anda buscan­do fuera sin encontrarla. Tiene que nacer de nuevo, como diría Jesús a Nicodemo.

¿No será la oración un problema de falta de interio­ridad? ¿No será el miedo a la oración miedo a encon­trarse con la verdad del hombre que somos por dentro? ¿No será la falta de oración un problema de miedo e

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incapacidad para la intimidad? ¿El hombre solo puede aguantarse?

Jesús es la utopía de hombre que en su vida hizo realidad. Jesús es el hombre que vivió la soledad y la relación con armonía, con unidad. Jesús integró a Dios y a los hombres en su vida e hizo una unidad gozosa. Jesús es el hombre de la soledad. Los días son para el trabajo, pero Jesús busca en la noche un lugar de soledad para abrir esa zona de soledad que lleva dentro a Dios su Padre. Jesús se retira al monte, bajo la luz de la luna y el silencio de la noche, a orar. A estar a solas, en gratuidad, con su Padre Dios. Y ora solo. Y no sabemos cómo oraba en esos momentos. Jesús hace soledad en su interior y entrando dentro entra en comunicación con su Padre. Jesús al romper el día se va al descampado, y a solas ora en secreto a su Padre que está en lo escondido. Jesús es el hombre que tiene a Dios, su Padre, como el valor primero y fundamental de su vida, y busca estar a solas con él, porque es necesidad de personas que se aman. Jesús es el hom­bre que se siente tremendamente solo entre los hom­bres a quienes ama, pero que busca el rostro del Padre a solas en la plenitud de la noche. Jesús vive en comunión constante con su Padre. Y en cualquier momento del día eleva a Dios una plegaria o tiene un gesto de abrirse al Trascendente. Jesús ora con sus discípulos, con su comunidad a quien enseña a orar, pero la oración a solas tiene preferencia en Jesús. Porque la oración llega hasta lo más profundo del hombre, porque la oración es más fuerte que la muerte, porque la oración está en los momentos decisivos y opcionales del hombre, porque la oración es un apren­dizaje de lo definitivo del hombre: la eternidad. Jesús oraba largo y a solas. En la oración a solas Jesús se abre al Ser Trascendente, Dios, su Padre. En la oración a solas Jesús toma conciencia de su vocación, de la

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llamada del Padre y de la respuesta que tiene que darle. En la oración Jesús toma conciencia de que es enviado a una misión, de que los hermanos le esperan.

Jesús se realiza como hombre, como «ser-con», como persona que se abre al Trascendente conjugan­do los tiempos fuertes de oración y de servicio a los hermanos.

En los momentos opcionales de Jesús está la ora­ción larga y a solas. Es el momento de iniciar su vida pública, de entrar en relación con los hombres anun­ciándoles que Dios es Padre. Y Jesús pasa por el desierto, por la soledad de cuarenta días. Jesús ora y ayuna. Jesús se siente tentado en lo más suyo, en aquello que le identifica: su ser de Hijo de Dios. Y Jesús ora agarrado a la Palabra de Dios. Y Jesús vence las tentaciones de poder político, social y religioso que querían meterse en su corazón. Jesús es tentado como Mesías en sus dimensiones de Profeta, Rey y Sacerdo­te y Jesús renuncia al poder y opta por el servicio humilde a la comunidad de hermanos. Jesús opta por ser el Siervo de Yavé. Jesús ora en el Huerto. A solas con el Solo. Ora en soledad, desde su dolor. Ora para aceptar el compromiso de salvar a los hombres. Ora para que la Voluntad del Padre sea su voluntad, para que la obra encomendada sea realizada en el mundo. Ora solo. Cerca tiene la comunidad de los suyos, pero El se ha alejado para comunicar con Dios, cara a cara, como nuevo Moisés.

Jesús ora en el momento decisivo de su vida: la cruz. La cruz es el lugar de la oración definitiva de Jesús. La cruz es el lugar de vivir su soledad y el abandono de los suyos y del Padre. Otra vez a solas con el Solo. Y su grito es: «Dios mío, por qué me has abandonado». Jesús no entiende, pero abre su dolor, su limitación, al Dios de su soledad. Jesús ora y ama. Ora y perdona. Ora y salva. Ora y reconcilia. Ora y nos

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devuelve, en gratuidad, la filiación divina. Ora y su sangre se hace cáliz de salvación. Ora y su vida es entregada por muchos. Ora y de su lado abierto surge el hombre nuevo, un pueblo en marcha definitiva ha­cia la Patria. Ora y muere abandonando su vida en las manos del Padre. Jesús ora con el último grito hecho abandono, confianza sin límites. Ora sin ver nada y en aquella obscuridad de la noche —se hizo noche cuando murió—, clama: «Padre, en tus manos entrego mi vida».

Jesús es el hombre de la soledad, del encuentro trascendente con el Padre, pero es también el hom­bre de la relación. Va al encuentro de los hombres. Y se sitúa en el mundo de los sufrimientos, de los mar­ginados, de los pecadores, de los de corazón roto, de los pobres, de los manejados y oprimidos, de los so­los y despreciados. Jesús sitúa su vida en el corazón del hombre que sufre, que espera salvación. Jesús proclama al corazón del hombre la vivencia experi­mentada en la soledad: Dios es Padre, Dios es cercano. Dios es vuestro Padre. Dios os quiere, os ama. Dios está con vosotros. Para vosotros, el Reino. No os turbéis, no tengáis miedo, abrid el corazón al amor del Padre y vuestra vida tendrá luz y fuerza. Abridlo y haréis del fracaso y la angustia y la ansiedad y la frustración, camino de salvación. Derramad en Dios Padre vuestro corazón, vuestra vida y El os hará hom­bres nuevos, llenos de esperanza.

Jesús, el hombre de los hombres. Jesús, el hombre hecho servicio, don, gratuidad. Jesús, el hombre aga­rrado al duro trabajo del día en servicio de los necesi­tados. Jesús, el hombre de corazón abierto a Dios su Padre en las noches y amaneceres. Jesús, el hombre que hizo armonía del amor a Dios y a los hermanos. El hombre que dio sentido a su soledad en oración al Padre, que dio sentido a su relación en servicio a los hermanos. Así, Jesús. En su estilo, el cristiano.

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5. Los gigantes de la Historia

Dios tiene un camino para conducir al hombre a su encuentro. Su pedagogía a través de la Historia tiene unas constantes. El hombre que quiere seguir el cami­no definitivo de Dios en Jesús precisa entrar por ese estilo. Es hora de hacer la lectura de Dios en el camino del hombre. Es hora de seguir paso a paso las huellas que el pie desnudo de Dios ha dejado en el camino del hombre.

Dios se acerca al hombre y le llama por su nombre. Dios pronuncia nombres en la Historia: Abraham, Da­vid, Juan, María... Y esos nombres serán los eslabones de esa cadena impresionante que la Humanidad hace con Dios. Los Santos son puntos de referencia de Dios en la historia. El corazón de Dios ha quedado plasma­do en el corazón de los Santos que supieron abrirse al misterio del Trascendente y vivir su vida desde el origen y hacia el destino en el Señor. Los santos son los Gigantes de la Historia. Ellos soportan la Historia. Y la Historia es salvada, renovada, reconstruida por los Santos que Dios coloca en el mundo según las necesi­dades de los hombres.

Los Santos, esos Gigantes, han vivido unas cons­tantes en su vida. Está claro que un día entraron, pusieron el pie en tierra sagrada, se metieron en el espacio-Dios y desde entonces su vida fue diferente. Vieron al Invisible. Lucharon con El en un forcejeo hasta el alba y quedaron tocados por el poder de Dios. Los Santos descubrieron en esa soledad a la que fueron, la llamada de Dios, y en esa soledad, desde el silencio, brotó en su corazón la respuesta: es el camino de la vocación.

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En un clima de paz, de silencio, de desierto, de noche de oración, de despojo, pobreza y sencillez se abrieron a Dios y Dios fue la gran opción de su vida. Los santos agigantaron su vida con la presencia en su vida del Gigante de la Historia, Jesús el Señor.

Otra constante en los Santos es la entrada sin medida en clima de amor. Ellos descubrieron que Dios es Padre y se entregaron a su amor sin cálculos. Experimentaron que el amor de Dios es dinámico, que es vital, que es nuevo, que está lleno de energía. Los Santos sintieron la necesidad de correr al encuentro de los hombres con sus problemas para ayudarles a libe­rarse en Dios, el Señor. El Santo es un hombre enraiza­do fuertemente en Dios y en los hombres. El Santo es una persona armonizada, serena, unificada, que ha integrado en su vida todos los valores existentes.

Pero en los Santos destaca con fuerza abrumadora y arrolladura, además de su capacidad de entrega y servicio, su capacidad de orar. Son los hombres de Dios porque son los hombres de oración. Son religio­sos y su vida está centrada en Dios. Buscan estar a solas para encontrarse con Dios que es su todo.

Cuando Dios entra con fuerza en el corazón del hombre le lleva a la soledad, a la oración. La oración se le vuelve la luz y el aire de su vida. Es la pedagogía de Dios con ellos para hacerlos gigantes. Dios moldea a los Santos en la oración.

Abraham camina, a pie descalzo, guiado de la Pa­labra de Dios. Su vida se ha hecho diálogo, encuentro, abandono constante en las manos de Dios. Su volun­tad es la de Dios. Abraham ve, en la obscuridad de la fe, la luz de las estrellas en la noche. Y pisa, a pie desnudo, la arena de sus playas incontables. Dios en Abraham se hace gigante para un pueblo.

Moisés es el hombre que verá a Dios cara a cara. Es el hombre que se encuentra con Dios en el desierto. Es

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el hombre que tiene que descalzarse para comenzar el estilo nuevo de vida. Es el hombre que sube al monte y ve a Dios que pasa a su lado como amigo. Es el hombre que con la fuerza de Dios va a arrancar al pueblo del adobe y del látigo. Es el hombre que en el nombre del Señor conducirá al pueblo por el desierto. Es el hombre que entra en la tienda para orar al Señor. Es el hombre que recibe la ley y el maná y el agua viva, y la liberación en el desierto. Es el hombre que llegará a la Tierra prometida y su pie descalzo no pisará la promesa. Es el Gigante de la Historia antigua, camino de la nueva.

David, otro gigante. El hombre que Dios escoge por amigo. El hombre bueno y sensible, capaz de lo grande y lo bajo. El hombre que abre su corazón a Dios en alabanza y danza ante el arca de la alianza y le grita a Dios su pecado: Dame, oh Dios, un corazón puro y fortaléceme con espíritu firme. Es el hombre que reúne al pueblo alrededor del arca, donde Dios está presente. David es ese eslabón del camino que marca la presen­cia de Dios con fuerza.

Son tantos. Las páginas de la Historia quedan atrás. Ahí abre página el grupo de los Profetas. Hom­bres cogidos por Dios. Hombres poseídos por su Espí­ritu. Hombres que sienten que la Palabra de Dios les quema por dentro y que tienen que gritar: destrucción, ruina. Hombres que gritan: edificación, surgimiento. Hombres que viven en tensión porque Dios les quema como sol de desierto. Ellos son los enviados para que la voz de Dios despierte y mantenga firme al pueblo.

Aquí está el último de los profetas. No es Elias, el hombre del desierto que experimenta el paso de Dios. No es Jeremías, el hombre que se siente seducido por Dios. No es Daniel, el hombre que sabe leer el corazón de los hombres desde joven. Es Juan, el Bautista. El

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último gigante del tiempo antiguo que anuncia el camino del Señor.

Juan vive a pie descalzo. Sus pasos van al encuen­tro del Mesías. Juan, desde adolescente se ha hecho en el silencio y soledad del desierto. Porque los profe­tas surgen del desierto. Juan ha orado, ha ayunado, ha comido pan duro, ha bebido el agua del charco. Juan viste piel sobre piel. Juan tiene la tez morena del sol y la voz ronca del silencio. Juan mira siempre con ojos luminosos de los soles y las lunas del desierto. Juan sabe del duro suelo por lecho y de la roca por cobijo. Juan se ha agigantado en ese clima austero, de renun­cia, de pobreza. Y en esa desnudez se ha encontrado con Dios. Así se agiganta su voz junto al Jordán. Así se agiganta su presencia entre las aguas. Juan, el gigante de los últimos tiempos, se esconde, porque viene otro mayor, Jesús de Nazareth.

Es María, la mujer sencilla. Vive en soledad. Y Dios se le entra de puntillas y la virgen se hace madre. De lo imposible surge lo posible. Y ella será la mujer fuerte ante las dudas de José. Y la mujer decidida ante la noche del nacimiento de Belén. Y la mujer fuerte de la emigración a Egipto y la pérdida de su hijo adolescen­te. Será la mujer fuerte al lado de la cruz, donde su hijo muere como un maldito. Ella ha vivido desde la fuerte presencia de Dios en su corazón. Dios la ha poseído y ella ha caminado a la luz de la lámpara de la fe alimen­tada por la palabra, por la oración constante.

Luego será Juan, el discípulo amado, el contem­plativo. Y Pedro, el hombre derrochando vitalidad, el primero entre los hermanos. Y Mateo, el que cambia de vida. Y Zaqueo, el que baja. Y la Samaritana, la que deja el cántaro de barro porque ha encontrado dentro un agua viva. Y la Magdalena, que se queda con la mejor parte. Y tantos otros que vivieron la comunidad de Jesús en amor y en oración. Aquí están los Doce

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que optan por el servicio a la Palabra y por la oración. Lo aprendieron con Jesús y así lo viven.

Y están tantos otros gigantes de la historia: Será Benito de Nursia, joven harto del ambiente de Roma que se retira a la soledad de la montaña y forja un pueblo de monjes que oran y trabajan y revolucionan la H istoria corrompida por el Imperio Romano. 0 Fran­cisco de Asís, el hombre pobre y fraterno, que a pie descalzo, desnudo en pureza y libertad, dice la mansa palabra del amor de Dios a los hombres, se hace hermano universal y se pasa días orando en las grutas y los caminos. Alvernia es estilo. Y será Teresa de Jesús, la monja andariega. Que se decide a orar a los cuarenta años, después de 20 años de jugar a sí-no quiero y se convierte en la gran revolucionaria de su tiempo. Ella, que tenía tanta relación con los hombres dice: Quien a Dios tiene nada le falta. Sólo Dios basta. Y Juan de la Cruz. El hombre perseguido e incompren-dido, encarcelado, despreciado y cosido a latigazos por sus frailes. Juan, el hombre que dedicaba ocho horas al día a la oración. Será padre de multitudes de hombres que vivirán a Cristo al ritmo de su espirituali­dad.

Más: será Teresita de Jesús, la joven contemplativa y enferma. La joven que muere aún joven y que desde su dolor, desde su caminito, en horas sin cuento de oración se convierte en la fuerza revolucionaria del mundo. Ella que tanto amó y tanto oró y sufrió. Y será Isabel de la Trinidad que vive en el Carmelo de los 21 a los 30 años. Muere, desde una vida de silencio, sole­dad, amor y oración. Ella ha marcado al mundo de hoy con su doctrina espiritual. Será Carlos de Foucauld, el Hermánito de los pobres. Desde su desierto, matado por los hombres del desierto, surge con nueva vida en una nueva espiritualidad.

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Serán, serán... Quedan ocultos en el corazón de Cristo como fermento de un mundo nuevo. Nosotros, los cristianos de hoy, tenemos que entrar con fuerza en esa pedagogía de Dios que marcó a esos hombres. Entrar en ese ritmo de amor y oración, porque la Historia necesita Gigantes.

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6. La utopía del hombre nuevo

El hombre de fe expresa su vivencia en la entrega y servicio juntamente con la oración. La experiencia de una vida centrada en el amor y la oración despierta con fuerza la esperanza, camino de acercamiento al hom­bre utópico vivido por Jesús, al hombre nuevo, logra­do, pleno.

La lectura del Jesús de los Evangelios tiene sentido desde una escucha en fe de la Palabra de Dios. No se llega al clima del Evangelio por la inteligencia. El Evangelio está hecho para la interioridad, para el cora­zón del hombre y desde el corazón tiene que ser «leído». El Jesús de la Historia se descubre en el contacto asiduo con el Evangelio. Pero al Jesús resu­citado, al Cristo de la fe, al Señor de la Historia, al Jesucristo, sólo se le llega por un clima de fe en espacio de oración. La oración con la Palabra, con la Persona de Jesús, con el Señor Resucitado, va hacien­do que el Cristo de la fe penetre en el corazón del hombre, le toque, le despierte, le llame a la conversión, le cambie.

La Palabra tiene que ser orada. La Palabra tiene que ser introducida en el interior. Allí, como semilla, hará germinar la vida del hombre con una nueva di­mensión: la del hombre nuevo. Orar con la Buena Noticia del Evangelio es adherirse a Jesús, a su estilo de vida, a su programa de vida. La oración hace que la Palabra cobre una nueva resonancia. La Palabra, la Revelación, nos despierta, en la soledad y silencio, a dimensiones nuevas, ni siquiera soñadas.

El desafío es de no «leer» el Evangelio. El desafío es de meditar, orar, contemplar el Evangelio. Así el cora­zón del hombre va haciéndose Buena Noticia para los

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hombres. Así el hombre se hace Evangelio de salva­ción. Un desafío que mete al hombre en la revolución profunda del Espíritu. Sí, porque la Palabra es la Espa­da del Espíritu, porque la Palabra es el lugar de en­cuentro con Dios, porque la Palabra está preñada, empapada del Espíritu de Jesús. La Palabra nos cam­bia de mentalidad cuando somos asiduos en la medi­tación y oración de la misma. La Palabra va despoján­donos del hombre viejo con sus pasiones, con sus tendencias terrenas, con sus egoísmos y agresividades y nos introduce en el hombre nuevo que busca las cosas de arriba, las del Espíritu.

El hombre nuevo es el fruto de la experiencia oran­te del Evangelio. El Evangelio es la escuela que forja en el estilo de vida de Jesús de Nazareth. El Evangelio es el Jesús cercano que llega al corazón del hombre revolucionando su vida. Es revolucionario el Evange­lio. Es dinámico el Evangelio. Es proyección y andadu­ra el Evangelio. Es vida nueva y cielos y tierra nueva.

El Evangelio es la Palabra de Jesús que mantiene al cristiano vigilante, atento, despierto. No se trata de saber el Evangelio, sino de «saborearlo». No se trata de buscar ideas en el Evangelio sino de encontrarse con la Persona única, atrayente y fascinante de Jesús el Señor.

El Evangelio es camino de revolución. La revolución del corazón. El Evangelio nos centra en la persona de Jesús. Un Jesús que se presentó con unas pretensiones y que los hombres de su tiempo le hicieron el vacío y consiguieron que fracasara. Jesús tuvo que pasar por la experiencia del fracaso para llegar a vivir la utopía del hombre, para llegar a hacer de la utopía, topía.

Jesús es el hombre que se enfrenta con el templo. A latigazos hace caer sus muros para que todos los hombres entren por sus puertas. Jesús se hace templo y es lugar de culto, de oración, después de practicar la justicia con el hermano.

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Jesús se enfrenta con la ley. Rompe el corazón de piedra de la ley y lo cambia por un corazón de carne. Jesús dice no, a una ley que ahoga al hombre que le oprime, que le esclaviza. Jesús convida al hombre a una nueva ley: la del amor universal y fiel. Jesús rompe las barreras de razas y clases sociales. Todos entran en el amor. Jesús da un nuevo mandamiento, una nueva ley: amar hasta dar la vida, amar hasta el servicio, amar hasta ser el último. Jesús mismo es la nueva ley de amor.

Jesús se sitúa entre los marginados. Hace una opción por ellos. Se encarna en medio de los que tienen el corazón roto, los desclasados, las prostitutas, los pecadores, los publícanos, los incultos, los lepro­sos, los excomulgados. Se sitúa entre ellos. Esta es su comunidad. Este su punto de referencia. Y desde los marginados proclama la gran noticia: Dios es nuestro Padre. Desde aquí dice que el Reino es para ellos. Que la paz y el bien, para ellos. Que Dios está con ellos. Y desde aquí siente las puyas y la persecución y el odio de los otros que estaban en la comunidad legal, los que tenían ley de piedra y templo de ladrillo. Pero el corazón vacío y a un Dios a quien atufaban con in­cienso. Por ello, Jesús será sentenciado a muerte. Y muerte de Cruz.

Por decir que él era el templo. Por decir que él era la ley. Por situarse entre los marginados. Por decir que Dios era su Padre y de los marginados. Por decir que el Reino era para los marginados. Por todo esto Jesús es sentenciado a muerte. Por todo esto Jesús es acusado de endemoniado, farsante, hipócrita, subversivo, no deseable. Este es su estilo de vida. Este es el hombre que Jesús vivió.

La pregunta es ésta: ¿Al encontrarnos con este Jesús de la Historia, es posible llegarle, entenderle, captarle desde la idea, desde la reflexión solamente?

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Jesús necesita un clima para ser luminoso a nues­tro corazón. A Jesús no se le puede comprender, pero sí amar, creer en él, fiarse y confiar en él. Y el camino es el de un corazón orante, un corazón humilde abierto a la trascendencia, un corazón que guarde, como María, tantas cosas en el corazón, que no entiende y que las ore en la paz y soledad de la oración. La fe es comu­nión con Dios. La fe se llama oración.

Un paso más. Y ahora a pie descalzo. No de punti­llas porque entramos en el momento más gozoso de Jesús. Es el Cristo de la fe. Es el Señor Resucitado. Es el Salvador, el Mesías, el Dios con nosotros. Es Jesu­cristo, Dios y hombre. Es el Señor.

Sólo en fe nos situamos ante el Señor resucitado. Sólo en fe le vieron los primeros discípulos. Sólo en fe se adhirieron a El y le siguieron. Sólo en fe entraron en clima nuevo, lleno de amaneceres increíbles. Fue ne­cesario que se apagara hasta la última cerilla de su saber humano para entrar, desde la obscuridad del hombre, en la luz de Dios, guiado por la Palabra.

Jesús Resucitado es una experiencia de fe. Jesús resucitado vive en el corazón del creyente. Es la vida, la luz y la fuerza, el poder, la energía y la libertad, la paz y todo bien en el corazón del hombre. Sólo entrando en el interior, sólo en comunión y encuentro profundo, desde la oración, somos testigos del Señor resucitado en nuestra vida. Sólo llegamos a decir, como Juan: «Es el Señor», cuando llegamos a nuestro corazón con la andadura de la oración.

Un cristiano sin oración ve un hortelano, un fantas­ma, un viajero, un hombre junto al lago. Un hombre sin oración sabe del Jesús resucitado pero no llega al Resucitado, no llega a descubrir en el Crucificado, que es el que resucita, el Resucitado. La oración, como en el camino de Emaús, nos va descubriendo al Resucita­do. Después de compartir el dolor en grupo. Después

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de orar con el Acontecimiento de aquellos días. Des­pués de escuchar el largo camino de la Palabra. Des­pués de orar: (.(Quédate, Señor, con nosotros, porque atardece». Después de compartir el calor del hogar y el pan fresco. Después de sentarse a la mesa. Sólo en la gratuidad del pan compartido y recibido con go­zo el Señor se hace presente. Y es entonces cuando, en fe, queda hecho presencia oracional en el corazón de los dos. Y es cuando tienen que comunicar, orar la experiencia con el otro resto de la comunidad.

La oración es una experiencia del Cristo resucita­do. Del Cristo que vive en el corazón del hombre. Porque en el corazón del creyente vive Jesús resucita­do con su estilo de vida que no podía morir. Porque en el interior del creyente vive Jesús con su programa de vida, siempre anunciando la Buena Noticia. Porque en el corazón del creyente vive el hombre pleno, el hom­bre acabado, el hombre logrado, el hombre en pleni­tud, el Modelo de hombre: Cristo resucitado. Porque en el corazón del creyente vive Jesús resucitado como el Señor, el Salvador, como Dios. Porque en el corazón del creyente, en Cristo resucitado, Dios se ha hecho fuerza, vida, nuevo cielo y nueva tierra. La escatología, lo Ultimo, lo Definitivo ha entrado en el corazón del hombre. En el corazón del hombre vive el primer naci­do de la muerte. Y el hombre lleva YA la semilla de una vida sin término, una vida para siempre, una resurrec­ción donde alcanzará, a rostro descubierto, el ser glo­rioso del hombre en el ser del Resucitado.

Orar es entrar en el interior del hombre y encontrar­se, en silencio y paz, con el Señor Resucitado que vive gozoso, conduciendo al hombre a una vida nueva: el hombre nuevo, la utopía de hombre a la que el cristia­no es llamado por la fuerza incontenible en su corazón de la presencia del Señor Resucitado.

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7. Orar el hombre de barro que soy

La oración tiene que ser existencial. Porque orar es abrirse al que Existe, al que Es. Y el que ora se abre desde la «existencia», desde lo que «es».

Nada consigue llegar tan al hondo del hombre, nadie puede llegar al conocimiento del hombre en profundidad como el que ora. En el encuentro oracio­nal con Dios sólo es posible la comunión desde la verdad del hombre, desde su ser desnudo, desde su sinceridad y transparencia, desde su pecado y perfec­ción. El hombre en ser único, sin camuflajes, sin men­tiras, sin capas, se abre a Dios. El hombre entero es el que ora.

La oración desvenda el ser humano y le descubre su realidad auténtica. La oración va llevando al hom­bre al origen, a la originalidad de su ser. La oración lleva al hombre a aceptarse con todas sus limitaciones y libertades, con sus alegrías y tristezas; con sus mie­dos y decisiones. La oración enraiza el hombre en el hombre para levantarse hacia Dios desde la grandeza del barro. Aceptarse barro es uno de los frutos más profundos de la oración. Asumir las limitaciones es una de las gracias más fuertes de la oración.

El hombre es un ser vendado. Un ser ciego. Un ser que vive la vida desde la superficie. Un ser atacado por ser superficial. La oración conduce al hombre a zonas más interiores del hombre y le hace vivir desde zonas más profundas y así le ayuda a superar conflictos que están en superficie y le ahogan. La oración mete al hombre en una luz que poco a poco le hace descubrir­se de otra manera. La oración ilumina al hombre inte-

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rior y le hace caminar a interioridades más profundas, le lleva hasta el Centro de la persona donde está Dios. Entonces, desde su Centro —Dios—, el hombre surge, brota, amanece, se levanta, se supera de otra manera. Entonces el barro se hace blando y dúctil en las manos de Dios que le va moldeando a la medida del modelo de hombre: Jesús, el Hijo.

Llegar al barro, sentirse pecado, saberse nada, algo frágil, gorrioncillo en el alero del tejado, es haber llegado a la sabiduría del hombre. Es entonces cuando el hombre se entrega en un movimiento de generosi­dad, de gratuidad, al Dios de su vida. Es entonces cuando Dios se hace luz en la tiniebla, mediodía en la noche, frescura en el calor, fuerza en la arena. Es entonces cuando viene la salvación.

El hombre en experiencia de barro se siente perdi­do, se siente con el peso de su pecado, de su proble­ma, de su yo roto. El hombre en experiencia de pecado grita, levanta los ojos, abre las manos, agudiza los oídos, siente la necesidad, como tierra reseca, agosta­da y sin agua, de un Salvador que le libere, que le salve. Porque la salvación es para el pobre.

La oración ablanda el corazón del hombre, le hace pobre que todo lo espera. La oración hace al hombre ser en tendencia siempre abierta al Trascendente. La oración hace que Dios llene el vacío del pobre cántaro de barro que espera la lluvia generosa. El hombre que no ora, se endurece. Nos interesa penetrar en el hom­bre a la luz del sentido bíblico del hombre. De la mano de la Palabra nos acercamos al hombre por dentro.

Según la Biblia el hombre tiene cuatro dimensio­nes. El hombre es carne, cuerpo, alma y espíritu. Es todo esto pero en una sola realidad. El hombre bíblico no es alma por un lado y cuerpo por otro. En él es una sola cosa todo. Un ser en unidad.

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El hombre-Carne es el «no yo». Es el hombre bioló­gico, de tejas abajo. Es el hombre de los sentidos, de lo terreno. Es el hombre donde las pasiones, los intintos, los vicios, brotan como en tierra no labrada. Es el hombre sujeto a la muerte, al sufrimiento, a la ley, al pecado. Es el hombre derrotado. El hombre limitado. Es el «no hombre».

El hombre-carne es el hombre cerrado en sí mismo, el hombre no abierto a la existencia, que no ha salido de sí. Es el hombre que no ha descubierto al Otro para entrar en él. Es el hombre sin capacidad para la admi­ración, para entusiasmarse, para la fiesta, la alegría. Es el hombre ciego. Es el hombre que no quiere abrirse ni a los otros, ni a Dios. Es el hombre en situación límite, para la muerte, para la tierra. Es la existencia inautén-tica.

Esta dimensión de carne que existe en todo hom­bre está con fuerza increíble en el corazón del hombre. Cuando se despierta, cuando no se controla y se supera, el hombre vive una existencia frustrada, an­gustiosa. Entonces el hombre no vive. Exige la vida cristiana una atención constante, despierta a esas fuerzas ocultas en el corazón del hombre que le llevan a una vida de placer, de egoísmo, de limitaciones sin cuento.

El hombre-cuerpo tiene otro sentido. Según la Bi­blia la palabra cuerpo no tiene el sentido que le damos nosotros.

Este hombre es el «Yo». Es la Personalidad. Es el hombre entero. Es la persona en comunión con los otros. Cuerpo es igual a comunión, comunicación, unión, armonía. Es el ser para los otros. Es el ser en unidad con todos y con todo. Es la Interioridad del hombre, el ser de dentro, el ser que el hombre va forjando con esfuerzo y tesón. Es la vida interior que

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constituye la personalidad. Es la persona humana en su totalidad. Es el cuerpo-alma unidos, que dan senti­do a la persona.

Por tanto, cuerpo, esa dimensión que vive en el hombre, es la interioridad del hombre, su personali­dad. Es lo que va a resucitar en el hombre, porque es su auténtico ser. Forjar ese hombre interior es empe­ñarse en construir un hombre para la eternidad, para el Reino. Abandonarle, no empeñarse en construir ese hombre interior, es dejar el hombre en frustración, avocado a la condenación.

El hombre-alma. El alma es la «vida» de la persona. No se trata de algo diferente del cuerpo. Es el hombre todo entero como ser viviente. Es el principio vital del hombre, es esa energía que le anima. Alma y vida son dos realidades que se dan la mano. Porque el hombre no tiene vida. El hombre es vida. El alma es el hombre en su vida consciente como «yo».

Por fin el hombre-espíritu. Es la dimensión de tras­cendencia del hombre. Es esa zona en soledad que se abre al Totalmente Otro con deseos de complementa-riedad. Designa al hombre, el espíritu, mirando a su existencia que se abre a Dios, a los valores absolutos, a las ultimidades y lo definitivo del hombre.

Es la señal de la trascendencia y al mismo tiempo del destino definitivo del hombre en Dios. Es en el hombre, la sed de infinito, la sed de belleza, de Verdad, de Bondad, de Perfección, de Libertad. Es el hombre en cuanto el barro no le llena y grita a las manos del artista que le modelen.

Cuando el hombre se forja en sinceridad dando cauce a estas realidades, entonces consigue ser un ser realizado. Cuando el hombre no se empeña en dar cauce a estas realidades entonces es un ser frustrado.

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Aquí surge la pregunta. ¿Cómo penetrar este ser del hombre? ¿Cómo conocerle, orientar sus tendencias de bien y cortar, eliminar sus tendencias negativas? Sólo en un conocimiento profundo el hombre es capaz de llegarse, de palparse, de saberse, de sentirse él mismo. Un paso más: de nuevo la llamada a la soledad, al silencio, al encuentro con la Palabra de Dios, a la oración en definitiva para que el hombre sepa dar camino y vía cierta a ese mundo que le quema por dentro.

El cristiano que ora descubrirá al ritmo de la ora­ción lo negativo que existe en sí y le limita, le oprime, le pesa. Descubrirá que hay un camino para la libera­ción. Descubrirá que sólo en un encuentro serio con Jesús, en su Espíritu, será capaz de entrar en esa aventura y llevar a cabo la revolución de su vida en la línea del hombre auténtico, del hombre a la medida del auténtico hombre bíblico: Jesús de Nazareth.

¿Miedo al hombre? ¿Miedo al gozo del hombre nuevo? ¿Miedo al barro? ¿Miedo a Dios? El cristiano entra en el desafío, en el nombre del Señor. Sabe que el hombre de Jesús, el hombre nuevo, es un hombre libre, un hombre de victoria, un hombre salvado. La existencia se ha hecho Reino ya comenzado.

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8. Orientar la vida por lo in-útil

La palabra es el hombre. Una sociedad se deja caer en las palabras que salpican el ambiente. Y nuestro mundo tiene sus slogans, sus palabras. La vida, el corazón, las tendencias de los hombres de hoy quedan colgadas en el hilo de «nuestras palabras». Una socie­dad deja su imagen en esas palabras que se repiten y que la publicidad acciona como una marioneta. Es lamentable, pero aquí están algunas: «divertirse», «te­ner», «placer», «sensaciones», «dinero», «confort», «ve­locidad», «trabajo», «violencia», «dominio», «aplauso», «competencia», «protagonismo», «hierbas», «sexo», «navaja», «infidelidad», «juego sucio», «entramparse», «explotar», «política», «guerrilla», «pasar», «nervios», «angustia», «traumas», «ansiedad», «aburrimiento», «lucha», «manifestación», «paro», «huelga», «dere­chos», «muerte», «viajar», «cenas y camas», «trapos y músicas», «noche», «libertad», «consumir», «comprar», «echar fuera», «cambiar»..., palabras que marcan una dirección del corazón del hombre. ¿No hay otras pala­bras hoy?

El seguimiento de Jesús tiene otras palabras. Se han forjado al ritmo del camino. Las ha creado el hombre nuevo. Han nacido desde dentro del hombre. Aquí están algunas: «fraternidad», «humildad», «per­dón», acogida», «fiesta», «compartir», «sencillez», «sin­ceridad», «fortaleza», «transparencia», «fe», «paz», «ale­gría y gozo», «misericordia», «esperanza», «amor», «justicia», «renuncia», «resurrección», «Espíritu», «ca­mino», «iglesia», «Vida eterna», «oración», «Reino», «Evangelio», «peregrinación», «puro de corazón», «mansedumbre», «fidelidad», «universalidad», «cele-

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bración», «hermano», «Dios»..., palabras que marcan una dirección en el corazón del hombre.

El camino de la oración tiene también sus palabras. Tiene sus pasos que es preciso dar. Las palabras que nos van a abrir el camino y nos van a llevar hasta el encuentro con Dios en la oración no suenan en el mundo de hoy. Son un contra-valor para el hombre mundano. Son palabras inútiles, ineficaces, absurdas, no comerciables, no rentables. Son palabras para ena­morados, para los de corazón de niño, para locos, para tontos. Las palabras que nos llevan a la oración son palabras que se agarran al hombre y le van haciendo. Sólo en la vivencia de cada palabra el hombre podrá pronunciarla con sinceridad. Son palabras para ser encarnadas. Son palabras que serán los puntos de referencia de su vida. El hombre de oración llegará a un momento que vivirá en clima de oración, que su vida estará saturada de oración, de experiencia de Dios. Entrar en estas palabras es iniciar una revolución espiritual en el hombre, es orientar la vida por otro camino. Un camino, a pie descalzo. Sin tapujos. Con sinceridad.

Nos vamos a encontrar con siete palabras esencia­les. Ahora queremos apenas despertarlas, decir que están aquí y que nos desafían a entrar por ellas. Serán los puntos de referencia para la oración. Vamos a ellas.

La primera palabra es CONVERSIÓN. Quien se decida a orar, quien quiera emprender este arduo ca­mino tiene que romper con el pecado, tiene que orien­tar su vida a Dios. La oración es un encuentro de amistad. El pecado es desorientación de la vida a Dios. Con el pecado en el corazón es imposible encontrar a Dios.

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La segunda palabra es SOLEDAD. La oración exi­ge una experiencia de soledad. Se necesita parar. Es preciso entrar en desierto, dedicar tiempos fuertes a la lectura, a la escucha, a la meditación, a la reflexión y conocimiento personal, a la contemplación. Quedarse a solas con Dios para hacer intimidad. Pararse en una sociedad de barullo, de prisas, es una prueba desafia­dora.

La tercera palabra es SILENCIO. Sólo desde el silencio ambiental, mental, afectivo y corporal, somos capaces de llegar a Dios. La soledad será forjadora del silencio. En la soledad descubriremos los ruidos de nuestro interior. Un desafío arduo: hacer silencio en el interior, liberarnos de los ruidos, quedarse vacío para que Dios nos llene.

La cuarta palabra es la PALABRA DE DIOS. En la soledad, en el silencio, el hombre creyente tiene un lugar de encuentro con Dios: la Palabra. Palabra que le despierta el corazón. Palabra que le va cambiando de mentalidad. Palabra que le pone en contacto con el Dios manifestado en Jesús. Palabra que será soporte y vida en su oración. Palabra que le llenará paso a paso el corazón, porque el corazón está hecho para la Pala­bra y la Palabra para el corazón.

La quinta palabra es ESPÍRITU SANTO. El Espíritu conduce a la soledad, al desierto, donde habla al corazón. El Espíritu es el Silencio activo de Dios en el corazón del creyente. Sólo desde el silencio y a la luz de la Palabra llegamos a su clamor. El Espíritu actúa en el corazón por la Palabra que es la espada del Espíritu. El Espíritu es el que nos ora, el que nos reza, el que nos clama: Abba, Padre. Somos poseídos por el Espíritu que en el bautismo nos fue dado. El es quien nos

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identifica con Jesús para que nosotros digamos a Dios: Padre. El es quien levanta en nuestro corazón, con Jesús, el ¡Abba, Padre!

La sexta palabra es CORAZÓN. En la oración tene­mos que entrar dentro de nosotros. Hacer la peregrina­ción al interior, al fondo, a lo hondo y profundo de la persona, al corazón. Y desde nuestro corazón, donde existe la verdad de nuestra vida, orar. Orar desde el corazón es orar con nuestras limitaciones y libertades. Orar con el corazón es orar desde el barro.

Por fin, la séptima palabra es VIDA. Porque oración que no está enraizada en la vida no es oración. Oración que no ora la existencia no es oración. La vida es el clima del orante. Una vida que es asumida, que nos lleva a buscarla, en compromiso serio, en camino de libertad. La vida es el mundo, la sociedad, los hom­bres, los acontecimientos, los marginados, el cosmos. La vida es el hombre encarnado, como Jesús, en acción salvadora. La oración que no lleva a pringarse en la vida, no es oración.

Un camino nuevo. Convertirse y esperar a que la oración nos vaya cambiando más. Entrar en soledad y creer que en ella nos encontraremos con toda la Hu­manidad en el corazón de un Dios amor. Hacer silen­cio y descubriremos la armonía, la unidad de todo cuanto existe y vive. Acoger la Palabra y escuchare­mos palabras gritantes que piden justicia, palabras amigas que piden ayuda, palabras sin voz. Entrar en la acción del Espíritu y nos sentiremos en comunión con la Trinidad, comunidad de amor, con la Iglesia, comu­nidad de los hermanos, con los hombres y el cosmos, en quienes el Espíritu va cambiando sus vidas a la medida de Cristo. Buscaremos la vida y nos sentiremos

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en el juego constante de ir a la vida de los hombres para ayudarles a vivir y volveremos al Señor de la Vida, al encuentro profundo con El para que nuestra vida tenga su Vida, para que viviendo en el Señor vivamos una vida nueva.

La oración es como una corriente subterránea. Está en lo oculto, como el manantial, como la vida. La oración queda en lo que no se ve del hombre, pero es el alimento, la fuente de la vida que brota y se irradia. La oración no tiene prueba a contra-reloj. Pues orar es entrar en el tiempo de Dios que rompe las coordena­das del tiempo y del espacio. La oración no tiene pruebas en el momento de la oración, pero tiene la gran prueba de las OBRAS, de una vida que se va cambiando y que el creyente, el orante, se va haciendo más manso, más humilde de corazón, más instrumento de la Paz. Dios es vida orientada a los hombres. Dios es soledad fecunda. Dios es Palabra creadora. Dios es silencio profundo y sonoro. Dios es Espíritu de vida. Dios es corazón abierto en Jesús a los hombres. Dios es la misma Vida: creación constante. La oración, en experiencia de Dios, hace al creyente creador de vida, de espíritu, de palabra, de silencio, de soledad, de conversión en el corazón de los hombres.

El camino es arduo y maravilloso. Es preciso dejar las palabras vacías y muertas de la sociedad. Es preciso pasar por la experiencia de la oración para que surjan unas palabras nuevas en el corazón del hombre. Y entonces seremos creadores de las nuevas palabras del que sigue a Jesús viviendo su estilo. Entonces la palabra del mundo será superada por la palabra del hombre en experiencia de Dios. Entonces las Palabras del Reino serán las palabras de la Nueva Humanidad. El hombre utópico se hará realidad en la vida del hombre creyente, del hombre que ora y ama, que ama y ora.

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Entonces lo inútil a los ojos ciegos del mundo será lo real, lo verdadero, lo que permanece, lo que llena el corazón de gozo, lo que hace vivir desde dentro y no buscar fuera. Entonces la vida se hace gratuidad, fiesta sencilla.

¿Cuál es lo útil o lo inútil? Una cosa es cierta: lo que se acaba, lo que pasa, lo momentáneo, no vale la pena. Lo que dura, lo que permanece, vale la pena. Sólo Dios, sólo el amor permanece. Y la oración es expre­sión de amor. Amor sin más.

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9. Ritmo de conversión

Cuando un cristiano no ora, sería bueno que se parase a reflexionar el porqué no ora. Cuando a un cristiano no le tira, no le atrae la oración, debe pregun­tarse el porqué. Cuando un cristiano deja la oración por cualquier actividad y luego no suple la oración, es importante preguntarse el porqué se obra así.

Cuando un cristiano no da importancia a la ora­ción, cuando la menosprecia en la práctica, cuando se queda tan fresco sin un proyecto de oración en su vida, es para preguntarse si «esa vida» está orientada hacia Dios, si tiene a Dios como el Centro de su vida.

Cuando un cristiano dice que todo es oración, que el trabajo es oración, que el estar con los hermanos es oración, que el leer es oración, es para pararse y preguntarse si en su vida no hay una gran confusión. La oración tiene identidad por sí misma. La oración es lo único que es oración. Lo otro, será lo otro.

En el proceso oracional, cuando alguien se decide a orar en serio se pregunta con sinceridad: ¿Por qué oro? ¿Cuál ha sido la fuerza que me lleva a la oración? ¿Quién me lleva a orar? ¿Voy yo o alguien me atrae? ¿Qué está pasando en mi vida desde que oro? Porque vamos a la oración seria y larga cuando algo ha pasado antes en la vida. Vamos a orar porque Alguien, el Espíritu, está comenzando a encontrar espacio de li­bertad para actuar. Vamos a la oración porque Alguien está modelando nuestra vida y nos está identificando con el estilo de Jesús, el Gran Orante. La oración supone un «antes». Cuando oramos es porque algo está sucediendo en nuestra vida. Con otras palabras: nos estamos convirtiendo al Señor, nuestra vida está orientada al Señor.

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Este es el primer ritmo oracional. Porque no se puede orar, no se puede relacionarse con Alguien que amamos, no se puede entrar en comunicación con Alguien, si no le amamos. La oración nos habla de que el amor a Dios está cogiendo fuerza en nuestra vida. Si oramos es porque amamos.

La conversión es ritmo oracional. Una conversión exige que nuestra mente, nuestro mundo afectivo, el corazón y la voluntad, el cuerpo y los sentidos, nuestro trabajo y ambiente, sean del Señor. Mientras Dios no sea el Señor de nuestra vida, la oración será con un fantasma. Mientras los labios se levanten a Dios y el corazón quede agarrado a las cosas de la tierra, la oración será una lluvia recibida con paraguas. La ora­ción exige un cambio de vida.

En la oración nos descubrimos. En la oración surge el hombre auténtico, el hombre que somos por dentro. En la oración nos vemos sin trampa. Y cuanto más oración, con más luz nos vemos. La oración nos pene­tra como unos rayos X. La oración nos hace conocer­nos sin tapujos, sin concesiones. En la oración nota­mos el volcán que nos hierve. En la oración al pararnos nos llegamos, no nos escapamos. En la oración nos vemos desde el barro. El hombre viejo con sus pasio­nes, con sus fuerzas al placer, con sus gritos a lo fácil, con sus temores y miedos, nos surge y pide camino de salida. En la oración llegamos a tomar las riendas de nuestro caballo loco. En la oración llegamos a cono­cernos, y a aceptarnos en la humildad de la verdad de Dios en la que nos vemos.

La oración exige una práctica de virtudes. Porque oramos en fe, buscando en la luz de la palabra el rostro de Dios, la voluntad de Dios para hacer unidad con ella. En la oración necesitamos caridad, amor, porque nos damos cuenta que en la vida hay muchos dioses que nos atraen y desafían el corazón con el Dios de

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Jesús. Necesitamos la fuerza del Espíritu de Jesús, su amor, para que nuestra voluntad se decida por Dios y por el servicio. En la oración necesitamos de la espe­ranza. De la fuerza de la esperanza que nos lanza hacia adelante, hacia el Bien sumo, la Felicidad eterna y así arrancarnos de un pasado que nos ata, que nos tiene amarrados. Nuestra memoria será forjada y liberada por la esperanza.

Necesitamos un estilo de vida sin concesiones ba­ratas. Necesitamos vivir la renuncia, el control y domi­nio personales, la valentía, la verdad, la constancia, la mansedumbre, la amistad, la pobreza. Un corazón que no se ejercita en las virtudes, no llegará a ser corazón orante. Un corazón que no está habituado a la vida dura, exigente, no llegará a ser un corazón que perma­nezca en la oración aunque no sienta nada. Un cora­zón que no esté despojado de las cosas, del dinero, del egoísmo, no será un corazón que se encuentre con Dios como su Señor.

La oración nos mide la verdad de nuestra vida cristiana en ejercicio. Pone a prueba si nuestro segui­miento de Jesús es desde las ideas y sentimientos o desde las obras, desde la vida. La oración no se queda en el «Señor, Señoro, sino que va al cumplimiento de la voluntad del Padre.

¿Será duro afirmar que el que no ora en serio es un cristiano que vive a broma el cristianismo? ¿Será duro afirmar que el que no ora no ha entrado con decisión en el estilo de Jesús? ¿Será duro afirmar que una vida entregada a Dios, pero no orante, será una vida sin entrega a Dios?

La oración supone un cambio de vida. Una renun­cia al pecado. La oración requiere un no decidido al pecado. Al pecado como actitud de vida. Al pecado como situación existencial. Al pecado como espacio y clima en la vida. Pecado y oración no se dan. Como no se dan amor y pecado.

La oración, además de exigirnos una conversión inicial, nos «va convirtiendo». Esta es la gran maravilla de la oración. El hombre orante, si es fiel y contante en su oración, llegará un día en que se dará cuenta de que todo en él es diferente. De que ha nacido un agua viva en su corazón. De que una luz ha amanecido en su corazón. Se dará cuenta que tras una etapa de obscu­ridad, de sufrimiento, viene la iluminación y que su vida se va transformando en Jesús.

La oración nos da otra luz sobre las cosas. Otra vida en la que vivimos. En la oración el rostro de Dios se va mudando. Van desapareciendo los falsos dioses, los falsos rostros de Dios, y va surgiendo el rostro del Dios, Padre de Jesucristo. En la oración Jesús se va haciendo más cercano, más íntimo, más amigo. Y el ser cristiano se va forjando en el ser de Jesús. El orante llega a descubrirse en un nuevo conocimiento: Yo-soy-en-el-ser-de-Jesús.

En la oración surge con fuerza el sentido de comu­nión, de Iglesia, de comunidad, de unidad. Y los hom­bres aparecen en la vida de otra manera. Y el servicio se hace cada vez más realidad. En la oración aparecen los marginados, el mundo que sufre, con fuerza, por­que la experiencia de Dios en Jesús nos va situando donde Jesús se situó: en los marginados.

En la oración va naciendo, como una llama que se levanta, la fuerza del Reino. Las Bienaventuranzas de Jesús son el signo que marca la vida del orante. Y su vida es dar con gozo en la construcción del Reino.

En la oración se despierta con fuerza el origen y el destino del hombre, y así la vida cobra sentido. Porque Dios surge como origen, meta y sentido de la vida. En la oración el sentido de la eternidad se hace cada vez más familiar y el mundo se ve como peregrinación. En la oración el hombre, todo hombre, sobretodo el que sufre, aparece como Jesús crucificado. Y el orante

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opta por quedarse activo a su lado, como María al pie de la cruz. En la oración se aprende, al impulso del Espíritu que identifica al orante con Cristo, que Dioses Padre y que llamarle de corazón Padre es la gran realidad del cristiano. En la oración Dios se manifiesta en amor hacia el hijo a quien dice: Tú eres mi hijo muy amado.

Es un desafío la oración. ¿Qué pasará en mi vida si un día me decido a orar de verdad?

En la oración el cristiano cobra la fuerza del hombre nuevo que Jesús selló en el corazón del creyente con su resurrección. Convertirse es vivir la realidad de la resurrección, del Cristo resucitado. La experiencia del Resucitado es experiencia de Fe. Y la fe viva, despierta, atenta, consciente, se traduce en oración.

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10. Entrar en soledad

Miedo a la soledad es miedo al hombre. Miedo a «pararse» es miedo a pulsar la vida. Miedo a {(quedarse a solas» es miedo a ser uno mismo, a llegar a su misma raíz, a encontrarse con su originalidad. Miedo al de­sierto es miedo a quedarse desnudo, despojado, libre, puro, ligero de equipaje, desinstalado, sin caminos, sin huellas. La soledad es el hombre. Es el gran aprendiza­je de la vida porque «morimos solos». Nadie muere por nosotros.

Cada hombre tiene esa «zona de soledad» con la que tiene que enfrentarse. Cada hombre tiene que abrirse desde esa zona de soledad a quien puede llenarla. Y ni las cosas, ni las personas, ni los aconteci­mientos, ni los poderes, ni uno mismo llena esa zona de soledad. Es tan del hombre que se le escapa al hombre. Es tan del hombre que sólo se llena con la presencia del Totalmente Otro: Dios.

Desde esa zona de soledad que está en lo más profundo de la persona humana el hombre vive, respi­ra, da sentido a su vida. Es el ser religioso que surge de ese desierto del corazón en búsqueda del Absoluto, del Trascendente, de Dios. Cuando el hombre abre su vida, desde el fondo de su ser, desde el hondón de su existencia, desde el centro de su vida al Trascendente, entonces su soledad se hace sonora y su vacío se siente lleno y la vida cobra sentido. Cuando el hombre entra dentro de sí y se queda a solas consigo mismo entonces hace unidad de su persona, entonces surge su autenticidad, entonces se le despierta en el corazón las ganas de andadura, la vocación de peregrino, la actitud de búsqueda.

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En la soledad el hombre se mide con sus fuerzas. En la soledad se encuentra consigo mismo y desde su mismidad le brotará el Dios escondido, derramado, dado en gratuidad en el corazón del hombre. Dios se le hará en la soledad el Tú que desea con todo el corazón y mente y fuerzas. Entonces Dios será la zona de su ser que dará seguridad a su vida de hombre enraizado en la razón de su existencia: Dios. El hombre en soledad medirá sus fuerzas con las fuerzas del Mal, con la realidad del Demonio. En su soledad le gritará la dure­za del desierto que todo hombre lleva dentro. En sole­dad sentirá su ser tentado, como Jesús, por el poder político, social y religioso. En soledad palpará el hom­bre de bajos fondos que anidan en su corazón y el hombre de alas de águila que quiere remontar la cum­bre. Desde la soledad sentirá su ser débil, pobre, enfer­mo, quebradizo, roto, con necesidad de salvación. En la soledad oirá las voces del mundo, de una sociedad llena de cosas y sentirá la tentación de optar por el placer o por el servicio desinteresado. El hombre que no para, que no se queda consigo mismo a solas, difícilmente madura como hombre.

Los hombres de la historia se han forjado en la soledad. En soledad Abraham peregrinó cruzando de­siertos. En soledad Moisés oyó la llamada de Dios para liberar al pueblo oprimido. En soledad Jacob luchó en la noche cuerpo a cuerpo con Dios. En soledad Sa­muel oyó su nombre que le arrancó del lecho y le puso en camino. En soledad Elias cruzo el desierto y sintió la presencia de Dios junto a la roca. En soledad Jeremías se debate con Dios que le quema. En soledad Daniel se siente sumergido en el lodo y se agarra a la cuerda que le salva. En soledad Judith abre su corazón al Dios vivo y cruza el campo del enemigo. En soledad Juan Bautista vive sus años jóvenes y hace del desierto e| lugar donde se forjó el profeta. En soledad Pablo,

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después del camino de Damasco, se dirige al desierto y allí mora durante tres años. En soledad María, una doncella, abre su corazón a Dios que llena su vacío de su gracia. En soledad José camina en la noche del misterio. En soledad los primeros discípulos de Jesús tienen la primera experiencia del Mesías. En soledad vivió Jesús hasta los treinta años, en el retiro, en el silencio y paz de Nazareth. En soledad quiso arrancar su vida pública y a la soledad volvía en las noches, y en soledad, —la gran soledad de la cruz— murió abando­nado de todos.

A la soledad de las montañas se marchó Benito de Nursia, joven que no se encontraba a gusto entre el bullicio y la corrupción de la ciudad de Roma donde estudiaba leyes. A la soledad se fue Francisco de Asís, otro joven que se despojó de todo y Dios se le hizo, en el Alvernia y en cualquier rincón, su Todo. A la soledad de Manresa se fue Ignacio de Loyola. Y Juan de La Salle buscó en las montañas de Parmenia un lugar donde aclararse ante Dios. En la soledad vivió Carlos de Foucauld y en la soledad del desierto dejó su vida y sus escritos. Y Teresa de Jesús y Juan de la Cruz amaban la soledad como el lugar del encuentro con el Totalmente Otro.

La pedagogía de Dios con el hombre es un camino de soledad. Desnudo de mil cosas el hombre en sole­dad será capaz de centrarse en el Centro, de hacer unidad, armonía de su vida. La pedagogía de Dios para el hombre que quiere seguir sus caminos es la del desierto del primer pueblo. Dios, entre la esclavitud y la libertad, sumergió al pueblo escogido en las arenas del desierto. Dios, cuando pone su pie en la orilla del hombre le llama al desierto: «¿e conduciré al desierto y le hablaré al corazón». El desierto, la soledad es el lugar, cara a cara, de Dios con el hombre.

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Israel se forjó en el desierto. Allí tomó conciencia de pueblo, sintió la necesidad del otro, se vio orienta­do hacia el grupo y aprendió a no huir, a no separarse del grupo. En el desierto sintió la necesidad de un jefe, de un maestro que le guiara. En el desierto sintió que su corazón se volvía a la esclavitud y que se rebelaba contra el mismo Dios en su guía. En el desierto supo de derrotas y de victorias. En el desierto se le dio la Palabra, el Maná y el Agua, y en el desierto miró a la serpiente levantada en alto. En el desierto maduró y supo comprender que el hombre es lo esencial, que las cosas se quedan atrás a cada paso. Que Dios era el único Señor de su vida.

En el desierto, en la soledad, Israel supo caminar poniendo los ojos en la luminosidad, el brillo de las estrellas que eran quienes marcaban el rumbo fijo en su marcha. En el desierto aprendió Israel que todo es relativo menos Dios. Que los caminos desaparecen a cada soplo del viento inesperado. Que el hombre que no camina, que no lucha, que no supera el cansancio y los desánimos, no llega. Supo que la esperanza, el comenzar cada día, es la ley de la marcha, la ley del corazón del hombre.

Hoy el hombre quiere volver al desierto. Hay en el hombre de hoy una búsqueda de soledad, de necesi­dad de estar a solas, de encontrarse. El hombre camina tal vez a la soledad de la montaña, del campo o del pueblo, buscando una soledad muy primaria: la sole­dad ambiental. Tal vez en el fondo de su ser busca volver a sus raíces, a su origen. Tal vez esté iniciando un proceso de purificación, de salida para una entrada. Tal vez los jóvenes, en pequeños grupos buscan estar a solas, regresan a la naturaleza. Tal vez llevan en su zona de soledad el vacío de un Dios que aún no ha encontrado lugar donde habitar. Tal vez el joven de hoy tiene vértigo a estar a solas.

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Es el gran desafío para el orante. Es el gran desafío para el que quiere ser persona. Su intimidad tiene que ser vivida. Su ser necesita encontrarse con quien le dio el Ser para saberse. La soledad hace surgir mil interro­gantes. La soledad hace despertarse a mil mentiras que no somos. La soledad nos agita, nos conmueve, nos zarandea. La soledad es necesidad de equilibrio para volver luego a los otros. Porque la soledad es fecunda, gestante, creadora, transformadora, nuevo mundo.

La soledad es el espacio que el orante necesita para motivarse. Porque en la soledad el hombre comenzará por varios libros. Es aún miedo a la soledad. Llegará un momento en que dejará los libros y se quedará a solas con sus sentimientos. Y otro momento en que se quedará sin más. Y un momento en que irá a la soledad con el bordón del caminante en el estilo de Jesús: la Palabra de Dios. En la soledad el Libro se le hará Buena Nueva que alegra su corazón y le ayudará a despertar esa zona de soledad que lleva dentro. Allí se encontrará con el Trascendente. Y entonces, de la Palabra pasará al diálogo con el Otro. Y su estilo será de mirar la Palabra y callarse y mirar al Otro, y callarse y mirarse a sí mismo, y callarse y mirar al mundo, y callarse y volver a entrar en el juego. La soledad abre el ser humano a la comunión profunda consigo mismo, con Dios y con el mundo, el cosmos. En la soledad se hace todo presente, porque es preciso perderlo todo para encontrarlo todo, es preciso caminar desde la nada al todo.

Aquí está el contemplativo. El hombre integrado, en armonía. El hombre presente en el mundo como nadie. El hombre que ha hecho de su ser «un ser-en-el-ser-de-Dios». Un hombre que irradia la fuerza, la bondad, la verdad y la paz de Dios. Un hombre que ha hecho unidad con el Dios amor, el Padre de Jesús, y ha hecho de su corazón lugar de encuentro de la

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humanidad. El contemplativo es el hombre que ha sabido dar respuesta a la soledad de su corazón. Y la respuesta ha sido: Dios, el Trascendente que habita en mi corazón. Y mi ser es un ser en comunión, porque vive en Dios.

El orante sabe de tiempos fuertes de soledad, de tiempos de desierto, porque sabe de tiempos fuertes para amar. Llegará un día que hará desierto en la ciudad, pero antes... ¡cuántas noches, cuántas tardes, cuántas mañanas no habrá pasado a solas con quien sabe le ama, tratando de amistad!

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11. Hacer silencio para la escucha

El silencio es el fruto de la soledad frecuentada. Como es el río al manantial. El silencio es lo profundo del hombre. Lo más profundo de la relación. El silencio es la última palabra, —la mejor palabra—, del encuen­tro.

El silencio sólo es posible en un clima de amor. El silencio brota cuando el hombre se unifica, se pacifica, se armoniza. El silencio es la verdad en el hombre y el clima donde se hace la luz. El silencio se llama paz.

El silencio exige un ritmo de vaciamiento, de des­pojo, de desnudez. El hombre está lleno de ruidos. Silenciarse es vaciarse. Silenciarse es controlar la per­sona humana. Silenciarse es hacer plenitud en el ser. El silencio exige un llenarse. No tiene sentido el silen­cio por el silencio. Se hace silencio para aprender algo, para entrar en algo. Se hace silencio para crear capaci­dad de acogida, de espera, de búsqueda, de escucha. Se hace silencio para perder la orilla, soltar amarras y entrar en lo desconocido de la sorpresa, la admiración, el gozo, la contemplación. Se hace silencio para aban­donarse.

El silencio es la puerta para entrar en el misterio, poner el pie en lo sagrado. El silencio pone al hombre atento, vigilante, despierto, entero, consciente, activo, presente. El silencio crea actitud de centinela. El silen­cio hace estremecerse al hombre y le abre a experien­cias y mundos que se le escapan. El silencio hace que el hombre se capte a si mismo, que se sienta vivir, que se diga: «/o», «existo)), «soy)).

El silencio hace al hombre salir de sí mismo y entrar en el otro, en los otros, y descubrir el mundo que queda en el silencio, en el misterio, en el otro. El otro

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es silencio profundo en quien se entra desde un silen­cio profundo. El silencio es cercanía, encuentro.

El silencio es el pie descalzo en la tierra llamada Dios. Porque el nuevo nombre de Dios es «Silencio)). Dios se ha hecho silencio profundo en su Espíritu que habita el silencio más profundo del hombre. En la zona más silenciosa del ser allí habita Dios. El silencio es el diálogo de enamorados, es el clima de la unión, es el momento del éxtasis, es la pérdida del yo y la fuerza presente del Tú. La oración es un camino hacia el silencio profundo. Desde la palabra, desde el pensa­miento, desde la imagen, desde el concepto, desde el sentimiento, desde... hasta la presencia amorosa de dos en el amor.

La oración exige un clima de silencio. Porque la oración cristiana no se queda en el silencio-vacío sin más. La oración cristiana exige un silencio-escucha. Se hace el silencio para la «gran audición» de Dios. La oración cuando entra en la gratuidad no tiene pala­bras: se hace vida. La palabra oída en el silencio tiene una resonancia diferente. La palabra escuchada en clima de oración silenciosa sabe a voz-palabra de Alguien que la ha pronunciado para el que escucha. Es una palabra para mí.

El silencio hace todo grande. El silencio agiganta las cosas. El silencio hace descubrir la armonía de la existencia y situar cada cosa en su sitio unida en el conjunto. El hombre silencioso es un hombre que crece hacia dentro. La noche es la hora del silencio. Jesús oraba de noche. La noche es tiempo para los enamorados. Los orantes buscaron el ritmo de orar en el silencio de la noche. Porque en la noche se queda el hombre solo, sin cosas, a la escucha de la palabra o en la presencia del Otro.

Es un desafío hacer silencio. Desafío en un mundo lleno de palabras, lleno de ruidos. Un mundo chirriante

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de voces, de llamadas, de reclamos, de publicidad. Es el hombre acosado por el ruido. Acosado para su dispersión. Acosado para ser dividido, derrotado. Es una aventura entrar en el silencio e ir adentrándose cada vez en niveles más profundos de silencio.

Desde un silencio ambiental, a un silencio corpo­ral, pasando por un silencio afectivo y mental. Todo un desafío a enfrentarse con la persona que no es persona mientras sea ruidosa, mientras el ruido la domine. Porque existe el hombre ruidoso y el hombre silencio­so. Porque es preciso una ascesis de silenciamiento de la mente, afectividad, cuerpo y ambiente para poder encontrarse en serio con uno mismo.

La mente ruidosa, llena de mil ideas encontradas, saturada de imágenes, conceptos, recuerdos y proyec­tos, todo ello como una computadora que acumula datos, pero que no los asimila, hacen del hombre de hoy un ser confuso.

Una mente confusa crea desorientación, pérdida del sentido de la vida. Con una mente confusa es imposible una opción, un compromiso arriesgado, una vida que se entregue sin miedos. La fidelidad no existe en mente confusa. Se es fiel cuando se ve claro. Silenciar la mente es iluminarla, callarla, vaciarla. Un control de la mente exige una vida ordenada, que sabe situarse en cada momento. Sólo la verdad es camino de silenciamiento de la mente. Y dentro de la verdad: la Palabra de Dios. Este es el camino cierto, en vida de fe, de llegar a unificar la mente con la mentalidad de Jesús, hecha Buena Noticia. El Evangelio va centran­do la mente, va dándole valores definitivos que hacen nervio en el mundo del pensar o intuir.

Una afectividad ruidosa es un mundo afectivo agi­tado. Un mundo de sentimientos encontrados donde angustia y miedo, optimismo y tristeza, ansiedad y entrega, agresividad y perdón... funcionan a merced de

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las circunstancias. Una vida que funciona a nivel de sensaciones, de contactos de piel, de biología, es una vida superficial, llena de ruidos estridentes. Es preciso serenar la afectividad para que el ser del hombre pueda abrirse al Otro y a los otros con paz, bondad, gozo, esperanza.

Un cuerpo ruidoso crea en la persona tensiones musculares y nerviosas que perturban el funciona­miento sereno y armónico de la afectividad y la mente. El control en el trabajo, el contacto con la naturaleza, el descanso adecuado, la soledad y silencio oportunos ayudan a crear armonía en el cuerpo y eliminar tensio­nes que provocan conflictos. Un control del mundo de los sentidos, en el comer y beber y descansar, por ejemplo, ayudan a que el cuerpo sea realmente el espacio, el clima donde la vida de la persona encuen­tra expresión. Controlar el cuerpo es silenciarlo.

Un ambiente ruidoso crea al hombre que se mete en él una despersonalización, una masificación, una desidentificación. El ambiente de lugares de opresión, de pecado, son climas que agostan la persona huma­na. La dignidad de la persona exige espacios de liber­tad, de gracia, donde pueda vivir en su ser auténtico. El hombre silencioso, no huirá del ruido de la sociedad, pero sabrá pasar por él u orillarlo, como una necesidad de vivencia humana.

El hombre silencioso es aquel que hace armonía de su persona. Aquel que unifica la mente, la afectividad, el cuerpo y el ambiente. El hombre silencioso es un ser iluminado, sereno, capaz de control y dominio propio, pacífico, fraterno, personalizado, original y auténtico. Es transparente y sincero. El hombre silencioso es el hombre.

El cristiano que se decide a orar en serio se encon­trará con un mundo de ruidos en su interior que no imaginaba. Al querer orar le «orarán» las voces, los

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ruidos que lleva dentro. Al querer orar descubrirá que es un ser disperso, descontrolado, sin fuerza, que le cuesta concentrarse. La primera palabra a ese ruido en busca del silencio será asumir esa realidad e integrarla en su vida, en su oración. A medida que vaya siendo más él, a medida que vaya entrando en niveles más profundos de la persona, irá apareciendo el silencio. A medida que vaya entrando en clima de gratuidad, de paz, de Dios, se irá centrando. Es una experiencia profunda de conocimiento personal. En los ruidos está el hombre. Y en el silencio el hombre llega al hombre.

Un primer momento que impulse al hombre a en­trar en el silencio es la necesidad de búsqueda. Desde el silencio el hombre consigue llegar a algo. La bús­queda exige una actividad seria. La búsqueda exige constancia y permanencia hasta la llegada. Sólo el perseverante, el fiel, llega, en el esfuerzo, hasta el encuentro. En la búsqueda llegamos nosotros.

Un segundo momento de mayor penetración en el silencio es la actitud gratuita, in-útil, no rentable, de la escucha. Es una actitud pasiva, pero mucho más activa que la búsqueda. El hombre que escucha es el hombre que ha salido de sí y comienza a existir. El cristiano que entra en la escucha ha puesto el pie en la otra orilla y ha perdido la orilla que traía en su búsqueda.

El silencio crea hombres para la escucha. El hom­bre que ora es un ser que se sumerge en el silencio y se abre a la escucha de Dios que le comunica su Palabra, su voluntad, su ser. La escucha es la actitud de silen-ciamiento, de vaciamiento para la acogida. Es la acti­tud de pobre que lo espera todo del Otro. La escucha es el fruto de un ser que crece en el silencio. Hacer silencio es, en cristiano, ponerse en actitud de acoger en el fondo del corazón el «Abba» que el Espíritu de Jesús levanta y que en alas de oración le decimos a Dios como hijos en el Hijo amado.

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1 2. En el proyecto de la Palabra

Si la oración es un encuentro, surge el diálogo. Si de la oración Dios y el hombre entran en comunica­ción, la palabra es el signo de este encuentro. Palabras del hombre a Dios y Palabra de Dios al hombre. En la Palabra definitiva de Dios al hombre, Jesús, Dios se hizo Hombre, Palabra encarnada.

Dios nos ora por medio de la Palabra. Y la Iglesia no sabe orar de otra manera que por la Palabra. Es así, pues la Palabra es la espada del Espíritu y Dios nos penetra en comunión profunda por el Espíritu al ritmo de la Palabra.

La Palabra supone un Alguien que vive. Los muer­tos no hablan. La Palabra supone cercanía, intimidad, dos «tú» que comparten, que sale el uno al encuentro del otro. Dios se comunica en la Palabra y el hombre se hace en la comunicación palabra. La Palabra en el encuentro mantiene la tensión de los dos. La Palabra en el encuentro mantiene la presencia del uno en el otro. La Palabra es lo que más penetra del otro en nosotros. Llegamos al otro por la palabra.

La palabra del hombre es palabra que tiene vida limitada. Es una palabra cortada, que no se puede escuchar sin tener presente al que la dice. El hombre se dice en su palabra. La palabra del hombre es, muchas veces, contradictoria.

La Palabra de Dios es Palabra de vida. Dios mismo comunicándose en su Palabra. La Palabra de Dios despierta el corazón del hombre y es fuerza. La Palabra es capaz de resucitar muertos y hacer andar y dar luz al ciego y romper las cadenas. Una Palabra que libera, eso es la Palabra. La Palabra de Dios es creadora. Es

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acción constante. Todo se ha hecho por la Palabra. La Palabra de Dios es destrucción y construcción en boca del profeta. La Palabra es fecunda como la lluvia que cae mansa y empapa la tierra y la hace germinar. La Palabra es alimento de la fe y punto de arranque de una vida nueva. La Palabra está aquí y llama.

La Palabra es una invitación a la respuesta. La Palabra cuando no es secundada por la respuesta del hombre se queda infecunda. La Palabra es llamada a la conversión. Jesús recorrió los caminos anunciando la Buena Nueva del Reino hecha Palabra.

La Palabra es como una simiente. El hombre se sitúa ante la Palabra de diferentes formas. Según su actitud, así germina la Palabra. Es tremendo oír esta Palabra: «Quien es de Dios escucha la Palabra de Dios». Y esta otra: «.Vosotros no la escucháis porque no sois de Dios». Es duro oír esto: Quien no hace caso a la Palabra es como el que construye sobre arena su casa. Las lluvias y los vientos la echan a tierra. Y el que escucha la Palabra y la acoge es como el que constru­ye la casa sobre roca. Firme ante las lluvias y los vientos.

La Palabra de Dios acogida, guardada en el cora­zón y llevada a obras, hace en el corazón del hombre el gran milagro: ser padre y madre, hermano y hermana de Jesús. La Palabra es.

El hombre puede situarse ante la Palabra desde la superficialidad, desde la no hondura. Así como vereda de camino. Los «pájaros» del hombre luego vienen y se la llevan. En la vereda no hay cosecha. Otro tipo de hombre ante la Palabra de Dios es el hombre terreno-rocoso. Luego aparecen «los so/es» que agostan la Palabra por falta de profundidad. La falta de raices, la inconstancia, la falta de fuerza ante la dificultad, lleva a la falla. La alegría inicial se rompe. Un tercer hombre ante la Palabra es el de «las zarzas». Y los pinchos

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sofocan la Palabra. El agobio de la vida, la seducción de la riqueza la vuelven estéril. Un cuarto tipo de hombre es el «buen a-tierra». Escucha el mensaje y lo entiende. Da fruto.

La Palabra de Dios es lugar de encuentro en la oración. Es el camino más seguro y cierto para hacer una andadura oracional. Porque Dios se ha revelado en su Palabra y el orante «busca el rostro» de Dios. En la Palabra Dios se va haciendo revelación al hombre.

La Palabra tiene un proyecto de Dios sobre el hombre. La Palabra es apenas un signo, un primer gesto de la marcha. El hombre ante la Palabra apenas es llamado. Si se fía de la Palabra, si confía en ella, si se apoya, si se abandona a la Palabra, la misma Palabra se hará en él fuente de otras Palabras que le abrirán nuevos horizontes y le llevarán a nuevos compromi­sos. La Palabra de Dios encierra un proyecto maravi­lloso: el plan de Dios sobre el hombre. Es en la Palabra donde Dios nos espera para meternos en su proyecto. Aceptar la Palabra es abrir camino en el proyecto de Dios. Porque Dios tiene una Palabra para cada hom­bre, engendradora de vida, transformadora de vida. La Palabra de Dios lleva un programa de vida capaz de revolucionar la Historia.

Jesús es el proyecto de Dios para el hombre, la Palabra realizada. Jesús es el plan de Dios para el creyente, un desafío a un éxodo como el de Abraham. Sólo se camina en la Palabra en la fe obscura. Se trata de creer en quien ha pronunciado la Palabra. Se trata de adherirse a quien nos dirige la Palabra. Se trata de creer en el amor de quien llama a una vida nueva. Sólo en ritmo de amor, de una fe profunda, de una gran esperanza, se es capaz de entrar en el vértigo de la Palabra.

Los caminos de Dios no son los de los hombres. La Palabra de Dios sueña caminos no andados. La Pala-

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bra de Dios se hace camino al andar a su ritmo. La Palabra de Dios se hace proyecto de vida en el estilo nuevo de Jesús de Nazareth.

Si Abraham no se hubiera fiado de la Palabra no serla padre de muchos pueblos. Ni Moisés, el liberta­dor de Israel. Ni Juan, el Profeta. Ni María, la Madre de Jesús. Ni Pedro, ni Andrés, ni Juan, los primeros en seguir a Jesús. La Palabra de Jesús les arrancó de sus cosas y de sus familiares y les puso en comunidad itinerante. Porque la Palabra siempre hace salir y pisar en nueva tierra. Dios siempre llama a grandes cosas.

La Iglesia, cada día, nos ofrece la Palabra de vida, siguiendo la Historia de la salvación. Por la Palabra nos mete en ritmo de salvación. En el ritmo de la Palabra, en la liturgia, el cristiano se va configurando con Jesús, la Buena Noticia que anuncia y celebra la liturgia. La Iglesia ora con la Palabra, porque Dios nos ha orado ya con ella. Dios viene a nosotros por la Palabra y la Iglesia, Maestra y Madre, hace el mismo recorrido hacia Dios: a través de la Palabra.

La Iglesia nos enseña a orar por la Palabra ofrecida en su Liturgia diaria. Aquí está para entrar en su peda­gogía, en su espacio, en su andadura, en su proyecto para hacer en nuestra vida un proyecto que no imagi­namos. Porque el contacto con la Palabra nos va cambiando al estilo de Dios, nos va haciendo en el estilo de Jesús.

La Palabra de Dios puede ser «leída». Apenas leída. Es adulterar la Palabra. La Palabra de Dios puede ser ((escuchada)). Sin más complicaciones. Sin darla se­guimiento. Su fruto será escaso por nuestra culpa. La Palabra de Dios puede ser, ((meditada)). Es la Palabra acogida, guardada en el corazón, para ponerla en clima de que germine con fuerza. Es una Palabra que irá cambiando la vida. La Palabra de Dios puede ser ((orada». Es la Palabra que tiene presente al que la

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pronuncia, que supone un encuentro, un diálogo, una comunicación. Es la Palabra que penetra como espada y llega hasta el fondo del alma. Es la Palabra que empapa la tierra de nuestro ser. Es la Palabra que centra la vida en la Vida. Es una Palabra que nos mete en el proyecto de Dios con fuerza. La Palabra puede ser ((celebrada)). Es la Palabra que salva, es la acción salvadora de Diosen los sacramentos. Ella, al celebrar­la, nos libera, nos purifica, nos fortalece, nos da vida, nos mete en espacio de vida eterna, de experiencia de eternidad. La Palabra de Dios debe ser ((encarnada)). Es la Palabra a la que damos respuesta generosa, es la Palabra que moldea nuestro obrar, la Palabra que se convierte en programa de vida, en estilo de vida, en proyecto de vida. Es la Palabra de las obras-obras. Esta Palabra nos sitúa en el Reino de Jesús. Por fin, la Palabra puede y debe ser ((proclamada)). Es el compro­miso a que lleva la Palabra. La Palabra es como una luz y tiene que ser puesta en lo alto. Es como una semilla y tiene que inundar los campos del mundo. Es como un fermento y tiene que transformar la masa. La Palabra de Dios acogida tiene que transformarse en Buena noticia para los otros. Una palabra de Dios no procla­mada es Palabra que no ha cogido el corazón del hombre, pues en la Palabra late el Espíritu de Jesús que es fuego y quiere incendiar toda la tierra.

La Palabra de Dios es para ser orada, contemplada. Es no sólo para ser pensada, sino para ser amada. Cuando oramos con la Palabra, repitiendo una Palabra sagrada, ella nos penetra y Dios surge en nuestra vida con fuerza. La Palabra de Dios frecuentada nos lleva a la oración. Ella despierta el corazón a Dios, le pone en camino de encuentro con Dios, hace que Dios nos ore y que nosotros le oremos con la Palabra que El nos reveló: Orar con la Palabra de Dios es entrar en el proyecto de Dios de salvación de los hombres. ¡Pa­labra!

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13. El Espíritu ora en el creyente

La oración cristiana es oración en el Espíritu de Jesús. No se queda en una quietud humana, ni en una paz paradisíaca, ni en un silencio absurdo. La oración cristiana es dinámica, llena de vida, renovadora y transformadora. La oración cristiana es encarnada y liberadora. La oración cristiana es acción salvadora. Dios, en su Espíritu, actúa, conduce, marca al creyen­te. Orar en cristiano es abrirse a la acción del Espíritu de Jesús.

El Espíritu de Jesús es el testificador, el presenciali-zador de Dios en el corazón del creyente. Es el amor del Padre y del Hijo derramado en el corazón del creyente. El Espíritu es la comunicación, la comunión, el encuentro entrañable del Padre y del H ijo. El Espíritu es la oración del Padre al H ¡jo y del H ijo al Padre. Y es la oración de los Dos a la humanidad, al corazón creyente. El Espíritu es la mansión, la tienda puesta por Dios en el corazón del creyente, del pueblo redimido. Dios ha hecho morada en el centro del ser del creyente por su Espíritu de amor. Dios nos dialoga, nos encuen­tra, nos acoge, nos anima, nos lleva en su Espíritu.

El cristiano es aquel que vive la gratuidad, el don gozoso del Padre y del Hijo al hombre: el Espíritu. El cristiano es aquel que entra en el Cristo resucitado por la fuerza del Espíritu. El cristiano es aquel que se identifica con Jesús desde el fondo de su ser y le dice en Jesús al Padre: ¡AbbaJ El cristiano es aquel que tiene la experiencia de que Dios es Padre, de que él es hijo en el Hijo, de que Dios le quiere, le ama en el Hijo.

Esta realidad más profunda del cristiano, ser hijo en el Hijo, es posible por el Espíritu santo enviado por el

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Padre en oración de Jesús. El Espíritu es como la realidad de la oración de Jesús a su Padre. El es la Fuerza, el poder, la luz, la unidad. El Espíritu realiza en el creyente lo que Jesús hizo por los hombres. El hace posible la realidad de la muerte y resurrección de Jesús. El Espíritu, en su acción oracional en nuestro corazón, va forjando el ser de Jesús en el ser del creyente. El Espíritu va dando crecimiento en el estilo de Jesús. El Espíritu abre el corazón del orante a la Sabiduría de Dios, Jesús. El Espíritu abre el corazón del creyente al abrazo entrañable del Padre y a su voluntad. El Espíritu abre el corazón del creyente a la comunidad de Jesús, la Iglesia, fraternidad de salva­ción. El Espíritu anima el corazón de todo hombre llamándole a buscar en el Hombre logrado, acabado, Jesús Resucitado, su medida humana. El Espíritu es quien, como manantial, aviva todo el río que corre en los campos del Señor Jesús.

La oración cristiana sabe que es un camino hacia el Padre, con Jesús, en el Espíritu. Y sabe también que el Padre viene a nuestro encuentro, en el Señor Jesús, por el Espíritu. El Espíritu es el lugar de encuentro de Dios con el hombre para que el hombre se divinice, se santifique en Jesús. El Espíritu es el escondido, el presente oculto, es el silencioso sonoro, es la vida que siempre se oculta en la raíz. El actúa y hace presente a Jesús. Porque el Espíritu conduce a Jesús. Como Jesús conduce al Padre. El Espíritu es Maestro y Peda­gogo. Es más: la realidad más profunda, entrañable y honda del ser creyente. La peregrinación a una oración de interioridad tiene como finalidad enraizar la vida, el ser en el Espíritu, Señor y dador de vida, y vivir en el Señor por el Espíritu.

Los conceptos, las palabras, las imágenes, los dis­cursos, tendrán su momento en la oración, pero poco a poco el Espíritu conducirá a una oración centrada en

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Jesús, a una oración silenciosa, de escucha, a una oración desde la existencia abierta al Trascendente. La oración en el Espíritu irá despertando en el interior una experiencia de gratuidad, de gozo y paz, de sabiduría y amor, de felicidad sin término. La oración en el Espíritu irá despertando la conciencia del ser humano en bús­queda de sus raíces profundas: Dios en el Origen, Dios en la Meta, Diosen el camino. La oración en el Espíritu creará en el creyente una necesidad vital de hacer armonía, unidad, integración con todo cuanto existe, con todo cuanto vive. El da vida y comunica, desde el creyente-orante, vida.

Orar en el Espíritu es entrar en clima de conversión, es ir a la soledad, es hacer silencio, es encontrarse con la Palabra, es entrar en la oración de los Gigantes de la Historia: Patriarcas, Profetas, Santos... Jesús. Todos ellos oraron en el Espíritu. Todos ellos tuvieron el único Maestro de oración: el Espíritu santo.

Hay algo que llena el corazón de gozo. Algo que hace gritar de alegría: saber que el Espíritu hace de LO IMPOSIBLE, POSIBLE. Porque imposible es que Ma­ría, siendo virgen, sin relación con varón, llegase a ser Madre. El Espíritu lo hizo posible. Como el Espíritu hizo posible lo imposible: que un crucificado, un muerto resucitase. Como el Espíritu hizo posible que unos hombres que abandonaron al Maestro se volvie­sen a juntar y por su fuerza comprendiesen todo y se convirtieran en testigos del Resucitado. Porque el Es­píritu ha hecho de lo imposible posible: que la Iglesia de Jesús permanezca como comunidad de creyentes a través de la Historia. Porque el Espíritu hizo del cora­zón de Pablo, un apóstol y del de Agustín, una colum­na firme, y del de Francisco, una fraternidad y del de Teresa, una andariega por los caminos del Señor y del de Juan de Dios, una ternura de madre. Entrar en la acción del Espíritu es atreverse a creer en fe desnuda y

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ciega que hará de lo imposible, posible. Porque la Fuerza del Espíritu es mayor que el poder ridículo de una droga o del sexo o de un arma o del alcohol. El Espíritu es la gran realidad de los cristianos.

Oraren el Espíritu es entraren lo NUEVO de Jesús. Es Jesús quien entrega su Espíritu santo al morir en la cruz. Es de su amor, de su lado abierto por la lanza de donde nace el hombre nuevo, la Iglesia. Es de Jesús, el Espíritu. Su experiencia lleva al creyente a «nacer de nuevo», a «vivir en lo alto», a «buscar las cosas de arriba». Su experiencia le lleva a vivir ya el Reino de Dios y a proclamarlo con fuerza. Su experiencia le lleva a dejar el cántaro de barro en el brocal e irse con un «agua viva», un agua «que brota hasta la vida eterna», un agua «que quita la sed». En el Espíritu, el creyente «conoce el Don de Dios». En el Espíritu descubre «quién es el que le habla y pide de beber». En el Espíritu el creyente palpa que «el que habla contigo» es el Señor, es el Mesías, es el Salvador, es el Cristo.

Conscientes de esta realidad entrañable, el cristia­no tiene que entrar en el fondo de su ser para llegar hasta el Espíritu. Y encontrar el sentido de su vida desde la Vida. La oración será el camino más serio, profundo y cierto que ayude al cristiano a descubrir esta realidad. La oración en un clima de amor serio, profundo y responsable. Porque el Espíritu cuando anima al creyente le despierta a tres realidades: a Dios, como Centro de su vida, al yo personal como vivencia de una vocación a la que es llamado y como ser hacia los demás, en donación sin límites. La fuerza para vivir en cristiano, para seguir a Jesús, para perdonar y amar, para tener un corazón limpio, para ser humildes y mansos, para ser hombres de bien y paz, nos viene del Señor por el Espíritu. Hoy se necesitan hombres como Jesús poseídos del Espíritu. Hombres que se dejen conducir como Jesús al desierto por largos tiempos, a

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la soledad. Hombres que se dejen llevar como María al servicio de su prima Isabel comunicándole liberación. Hombres que se dejen penetrar por la espada del Espíritu que es la Palabra de Dios. Hombres que se acerquen a las fuentes de la vida, los sacramentos, signos de salvación. Hombres que opten por la comu­nidad como estilo de vida, como Jesús. Hombres que proclamen a los vientos de cualquier soplo que el Señor Jesús es el Señor, que en él el Hombre encuen­tra el sentido a su vida. Hombres resucitados, hombres nuevos que no quieren remiendos ni estropear el buen vino. Hombres que no se instalan, que no se quedan atrás, que no se lo saben todo, hombres pobres, por­que el Espíritu sopla por donde quiere y como quiere. Hombres a la acción del soplo del Espíritu.

Es en la oración donde se descubre toda esta reali­dad. Es en una oración en el Espíritu donde el creyente se identifica con Jesús y entonces irá donde Jesús fue, al mundo de los marginados y desde allí dirá que Dios es Padre y el Reino para los pobres. El hombre poseído por el Espíritu será el nuevo Jesús en la revolución de los corazones. Porque está escrito: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido para que dé la buena noticia a los pobres. Me ha enviado para anunciar la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos, para proclamar el año de gracia del Señor».

Sin experiencia profunda de Espíritu santo no hay cristianismo, no hay estilo nuevo de Jesús. Vivir el Espíritu centra al creyente en la gran realidad del amor y de la oración. El ora en nosotros con gemidos inena­rrables. Es preciso ir a su encuentro, al silencio y soledad para escuchar su oración: el Abba, Padre, de Jesús.

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14. Crear intimidad de corazón a corazón

Cuando se comparten dos interioridades —el cora­zón—, se crea una intimidad. La oración es un encuen­tro de amistad donde se comparten dos interioridades. El hombre pone en las manos de Dios su ser-dentro, su yo profundo, su centro de la persona, su fondo y hondura, sus entrañas. Y Dios pone en las manos vacías del hombre su dentro, Jesús, en la intimidad del Espíritu. En este encuentro de dos vidas, de dos cora­zones, de lo profundo del hombre y el ser de Dios, surge la oración. Sólo a nivel de corazón, a nivel de lo verdadero del hombre, es posible orar.

El corazón del hombre está hecho para Dios como Dios en Jesús ha sido dado para el corazón del hom­bre. La Buena Noticia de Jesús resucitado sólo es posible acogerla desde el corazón. A Dios se le llega por el corazón, pues Dios es amor. Al hombre, Dios le llega por el corazón o no le llega. Dios y el hombre se encuentran cuando se encuentran desde el corazón.

Dios no es ¡dea. Dios no es pensamiento. Dios no es imagen. Dios es amor. Sencillamente AMOR. Por eso a Dios no se le llega pensándole sin más. A Dios se le llega amándole. Sin más. El camino hacia Dios, el camino oracional es un camino de corazón, es un camino hacia la intimidad. El camino hacia Dios exige un corazón desnudo, —a pie descalzo—, un corazón sin dobleces, ni trampas. Un corazón retorcido, en­mascarado, con careta no es capaz de buscar a Dios.

La oración, cuando comienza a ser verdadera, toca al hombre en su corazón. Le pone en situación de verdad y sinceridad. Le pone en alternativa de no mentirse, ni mentir a Dios ni a nadie. La oración hace luz en el corazón como el amanecer al día. La oración

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hace claridad en la vida, pone las cosas en su sitio y hace que el creyente comience a discernir. La oración, experiencia de intimidad con Dios, va volviendo el corazón limpio, sin doble cara, puro, sin poderes. La oración quita la venda que en su vida lleva el hombre que no ora. Los ojos del corazón se hacen ojos de la persona y su ser tiene otra luz. La oración va ensan­chando el horizonte del corazón porque se va perdien­do el corazón del hombre en el de Dios. La oración hace que el corazón del hombre pierda su orilla, su seguridad, su punto de referencia para volver en cual­quier momento. La oración da alas al corazón y le hace desprendido, espléndido, grande. Porque la oración da a la persona la libertad de alas en vuelo. La oración mete el corazón (la persona) en lo que dice Jesús: «La esplendidez da valor a la persona. Si eres desprendido, toda tu persona vale; en cambio, si eres tacaño, toda tu persona es miserable. Y si por valer tienes sólo miseria, ¡qué miseria tan grande!» Mt 6, 22-23.

El corazón del hombre busca con deseo fuerte la Verdad, el Amor, la Belleza, la Libertad y el Bien. Lo busca y se retuerce y sufre cuando encuentra migajas en lo que él creía que era lo definitivo. El corazón del hombre no puede hacer intimidad con las cosas. Las cosas no corresponden, no ponen nada en común, no tienen corazón. Cuando el corazón del hombre se centra en las cosas choca contra ellas, se da contra el muro, crea dependencia de ellas, se pone en situación límite. El corazón del hombre busca la Verdad, tiene sed de Verdad y no de sorbos de verdad. No busca verdades sino la Verdad. ¡Dios sólo es la Verdad capaz de llenar de su Luz el corazón del hombre.

El corazón del hombre busca amor. No se contenta con migajas de amor. No se satisface con amores que se acaban. El amor busca la fidelidad, la permanencia en el amor. ¡Sólo Dios es capaz de llenar hasta la

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plenitud el hambre de amor del hombre! Sólo Dios es el plenamente fiel. ¡Sólo Dios!

El corazón del hombre busca la belleza. Siente necesidad de salir de sí y de encontrarse con el Otro, de gozarse y recrearse, de admirar y contemplar. El corazón del hombre no se siente feliz con imágenes, fotografías de bellezas que se apagan, bellezas que pasan, bellezas que mueren. ¡Sólo Dios es la Suma Belleza, siempre antigua y siempre nueva, capaz de recrear el corazón hasta la plenitud. ¡Sólo Dios es la Belleza total!

El corazón del hombre busca libertad. No le satisfa­cen las libertades. No se somete a las limitaciones ni a las cercas. El corazón del hombre se ve tocado en el ala de su libertad continuamente. Quiere ser libre en liber­tad total. ¡Sólo Dios es el libre! Sólo Dios da libertad al deseo de infinito, de absoluto, de transcendencia del hombre. ¡Solo Dios!

El corazón del hombre tiene necesidad del Bien. De vivir en armonía, en unidad, en orden, en verdad y luz. El hombre se siente mal en todo lo que aparece como un bien que pasa. Sabe que pasarlo bien supone terminar ese bien. No se siente feliz con bienes busca­dos, comprados, ofrecidos y cogidos con egoísmo. Sabe que el compra-venta no crea gozo en el bien. Sólo Dios, Sumo Bien, llena de felicidad sin término el corazón del hombre. Sólo Dios en una comunicación de gratuidad es capaz de llenar el ser del hombre en permanencia.

La oración introduce al hombre en clima de verdad. La oración comunica al hombre la Bondad. La oración crea en el hombre libertad. La oración esponja el corazón del hombre ante la Belleza. La oración es una experiencia de Felicidad, de Bien sin término. La ora­ción es una experiencia de Dios gozado ya. Es una experiencia del Reino definitivo vivido ya. La oración

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da al corazón del orante verdad en la relación con los hombres. Le da libertad en el encuentro con las perso­nas. Le da sensibilidad en la relación buscando clima de belleza, de distinción, de dignidad. Le da capacidad para una relación en el amor y un compromiso en la procura del bien para el hermano. La oración hace del corazón del hombre una fuente de energía desbordante.

El corazón del hombre se sumerge en el miedo, la angustia, la ansiedad, la náusea, el aburrimiento, la desgana y el tedio cuando no se abre al Trascendente. Cerrarle a sí mismo es como cortar las alas al pájaro. Es como quitar el aire y asfixiarse. El hombre que no abre en oración su corazón a Dios se queda distante del corazón de los hombres.

El corazón es la medida del hombre. Un corazón que ora tiene que ser un corazón que ama. Sólo el corazón que ama a los hombres por ellos mismos, aún más, en Dios, es capaz de llegar a Dios en oración. Un corazón de piedra es un corazón insensible al Dios amor. Jesús vino a quitar el corazón de piedra de los hombres y cambiarlo por un corazón de carne, un corazón humano. Le crucificaron por esta aventura suya. Jesús se situó entre los marginados y les amó hasta el límite. Por ser hombre de corazón, identificado con el necesitado lo sentenciaron a muerte. Jesús es el hombre de corazón sensible a la prostituta y al publi­carlo, al leproso y a la pobre madre que llora, al ciego y al pecador subido en un árbol. Jesús se sienta a la mesa de los pecadores, de los de corazón sucio, y bebe y come con ellos. Le llaman comilón y borracho por­que su corazón se hizo humano. Se hizo amigo. Jesús muere en la cruz perdonando, callando con manse­dumbre ante el sarcasmo y'desafío de los del poder. Jesús responde a la agresividad de la lanza del solda­do, de la humanidad, con la sangre y agua de donde nace vida nueva. Jesús muere, pero su corazón no

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descansa: en su Espíritu se ha quedado, marcado en el corazón del hombre. Allí está vivo, resucitado, nuevo y lozano, llamando a mundos nuevos y amores sin fron­teras. Jesús, resucita y se hace Iglesia: corazón de muchos, casa abierta, tienda sin cremallera.

El hombre nuevo, la utopía de hombre de Jesús, es el hombre de corazón. El hombre que entrega su cora­zón sin cálculo, sin miedos, con gozo y fiesta. Es el hombre que le dice a Dios de corazón: «Yo te amo. Dios mío, con TODO mi corazón)). Es el hombre que dice al hermano: «Yo te amo, hermano mío, hasta dar la vida por ti, como Jesús». Es el hombre que sabe que aunque su corazón le condene, Dios es más grande que su corazón. Es el hombre que sabe que «.nos hiciste. Señor para ti, e inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en ti». Es el hombre que tiene conciencia de que en su corazón Dios ha hecho mora­da: «Aquel que me ama, mi Padre le amará y vendre­mos a él y haremos mansión dentro de él». Es el hombre que tiene conciencia que su corazón es un corazón orante, pues el Espíritu ha sido derramado en su corazón y sin cesar dice, ora: ¡Abba, Padre!

Es el momento de crear intimidad con Dios en la oración. Para luego llevar el calor de esa intimidad al encuentro de los hombres. Y amar hasta la flor silvestre y la ola brava o el caballo salvaje a galope por el prado saturado de margaritas. Corazón en movimiento. Co­razón en dinámica de amor. Corazón que, como María, guarda la Palabra de Dios dentro de su intimidad, y la medita, la recrea, la ora y contempla, la encarna y la proclama. Dios y el corazón del hombre tienen sed de encontrarse. Dios y el corazón del creyente tienen sed de decirse: hagamos intimidad entre los dos. Intimidad de las de verdad. Intimidad, con el corazón desnudo. Intimidad de corazón a corazón. Sí, en ese clima lla­mado oración.

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15. Situar la vida en un nuevo clima

Cuatro cosas claras en la oración: Una, que yo oro con la vida. Llevo a la oración mi vida, mi existencia. Otra, que en la oración Dios me va descubriendo su vida y metiéndome en ella. Una más, que la oración va cambiando mi vida, mi vida se va transformando en el estilo de vida de Jesucristo. Y por fin, la oración me lleva a ayudar a los hombres, de manera especial a los necesitados, a vivir. La oración me mete en la vida con un compromiso radical. Mi vida, llena de la vida de Dios, es dada a los hombres para que tengan vida en abundancia.

La oración tiene una fuerza tal que despierta el ser humano, la vida de fe en Jesús con una energía incal­culable. La oración hace al creyente un ser atento, despierto, consciente, presente, aquí y ahora. La ora­ción hace que el creyente aune, unifique su ser en el ser de Jesús y de los hombres. La oración es una experiencia incontenible de vida.

El creyente que no ora vive dormido en su fe. Vive adormilado en su amor. Está somnoliento en la espe­ranza. El creyente que no ora vive sin ser consciente de las realidades profundas del Bautismo dadas en gra-tuidad. La oración hace ver esas realidades que viven dentro del hombre. Y la gran realidad a que despierta el creyente-orante es la de que su vida tiene sentido en la de Jesucristo. Su vida tiene sentido en la vida de Dios, la gracia. Su vida tiene sentido en la vida de la Iglesia. Su vida tiene sentido porque Dios es su Padre. Todo este misterio de vida se abre y brota con fuerza en el orante. Todo este misterio oculto surge por la fuerza de una vida que se abre desde lo más profundo.

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La vida se nos escapa en el ajetreo, en las prisas, en el hacer, en el correr. La vida se nos pierde y con ella su sabor e identidad en el vértigo. La vida se nos apaga, se nos afloja, se nos desgasta en el vivir a lo loco. La vida la vamos dejando cuando no la llenamos de contenido. La entrega se hace voluntarismo y se termi­na dando nervios y agresividad cuando la vida no se serena, no se controla, no se domina. La vida que no hace en el otro despertar a nueva vida, es vida no dada.

Una vida de entrega exige una vida de saber parar­se. Una vida de amor hasta las últimas consecuencias exige hondura que la aguante. Una vida que quiere ser ayuda en encontrar el sentido de la vida requiere tener contenido sin cuento. Una vida que quiere ser cura­ción, sanación, necesita estar sana. Una vida que quie­re ser instrumento de paz y de bien necesita poseer la paz y el bien desde lo profundo. Una vida que quiere irradiar a Dios necesita tenerle con mucha fuerza de vida.

En cristiano, la vida abierta a Dios se llama oración. En cristiano la oración es esa fuerza, esa energía, esa fuente y manantial de todo, ese punto de referencia, ese espacio, ese clima donde VOLVEMOS SIEMPRE porque sabemos de nuestra pobreza, de nuestro des­gaste, de nuestro cansancio y falta de fuerza. No vamos a la oración buscando algo-para. Pero vamos a la oración porque Jesús dijo «venid y descansad con­migo». Porque él dijo «orad y velad que la tentación os ronda». Vamos a la oración porque el discípulo de Jesús tiene conciencia de que su misión es llevar Dios a los hombres y decirles una Palabra desde el Ser de Dios, y hacerles un servicio desde el ser de Dios, y quedarse con ellos desde el Ser de Dios. Un Ser que es Vida.

En la oración el corazón va cambiando. En la ora­ción la vida del orante se abre con sus problemas y los del hermano a Dios. El orante sabe que es verdad el

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«pedid y recibiréis»; sabe que es verdad el «buscad y encontraréis-»; sabe que es verdad «llamad y se os abrirá». Pero también sabe que Dios, en Jesús, le ha dicho que sea fiel al pedir, que «pida pan como el amigo en la noche»; sabe que es preciso «orar con insistencia» como la pobre viuda ante el juez. El cre­yente sabe que la vida tiene fuerza cuando no se para. Que la vida corre, como el manantial hecho río, hasta el mar. Sabe que oración que pide y no vuelve a pedir no es oración, porque le falta la confianza, le falta la fuerza del amor que vuelve y vuelve hasta conseguirlo.

En la oración el corazón va cambiando y se hace, poco a poco, más humilde. La HUMILDAD es la gran verdad del orante. Es la experiencia del amor de Dios que se descubre, con la fuerza del Dios de mi existen­cia. Es la verdad de una vida frágil abandonada en las manos de Dios. Y el orante lo hace metido en su casa, a puerta cerrada, y orando en lo escondido, allí donde el Padre vive. El orante se hace humilde porque la humildad es la base de todas las virtudes y el clima para que surja una nueva vida. En la oración constante van surgiendo la paz, el gozo, la mansedumbre, la alegría, el amor, la comprensión, la justicia, la verdad. El Reino de Dios se va haciendo vida del orante para comunicarla a los hermanos.

En la oración, Dios, en comunión de encuentro con el orante, le abre el corazón a la Humanidad y sobre todo allí donde está puesta SU VOLUNTAD. Los ojos del que ora se hacen ojos de Djos, ojos desde el discernimiento de la voluntad de Dios. Dios hace que el orante se identifique con su voluntad y que ésta sea la pasión de su vida. Porque en la voluntad de Dios está su plan, su proyecto de salvación en el que tiene que entrar el orante. Dios, en Jesús, por su Espíritu, mete, sumerge al orante en los problemas de la huma­nidad. Allí donde la vida no funciona, allí donde la vida

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está pisada, allí donde la vida no tiene hondura, allí donde la vida se muere, allí mete Dios al que ha tocado su corazón en la oración. Es la gran verdad del verda­dero orante, porque Dios es amor. Dios es ternura con quien no puede vivir la vida que él le dio como un don.

El creyente que se determina a orar siente la necesi­dad de determinarse a amar. El creyente que se mete en el amor siente la necesidad de meterse en la ora­ción. No dejará el amor por la oración, pero tampoco se quedará en el amor sin la oración. Aprenderá que el amor le exige orar. Aprenderá que cuanto más ama, cuanto más metido en la vida de los hombres, necesita ser más hombre metido en la vida de Dios. No puede deshacerse esta unidad de Jesús: el hombre de la ora­ción y el servicio, el hombre de una única vida en un mismo sentido: Dios y los hombres en unidad de vida.

No puede surgir el problema de oración y contem­plación en el verdadero orante y el verdadero servidor. Surgirá el problema cuando aún no se ha hecho sínte­sis, unidad de vida. Ni menospreciará la oración el que se encuentre muy metido en trabajos, porque entonces su trabajo será humano, como lo puede hacer un ateo, no será un trabajo en el nombre del Señor Jesús. Ni menospreciará el servicio el contemplativo porque en­tonces su «experiencia» de Dios que no le lleva a liberar a los hermanos es una pura fantasía, una ilu­sión. Orar y amar dos realidades de una misma vida en Jesús.

Oro con la vida, oro en la vida, oro para la vida. Oro y mi vida se va abriendo cada vez más a una vida nueva, una vida diferente, a una vida que no tiene término: la Vida eterna.

Esta es la gran experiencia del que ora en espíritu y verdad. Es la experiencia de romper las limitaciones de la vida. Es la experiencia de sentirse libre con una libertad en la fe y el amor. Es la experiencia del que va

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descubriendo la vida en el Espíritu que despierta en el corazón la esperanza que es lo aún no alcanzable, lo que aún llama, lo que espera en esperanza gozosa. El Espíritu va dando al orante una conciencia cada vez mayor de que esta vida no es la auténtica, que existe Otra vida, una vida que no se acaba. Llega a tener conciencia de que la muerte es un paso apenas, de que la vida que vive en el Señor Resucitado es una realidad tan fuerte que es para siempre. Esa experiencia que brota en el orante de la presencia del Resucitado es una experiencia de salvación. La experiencia de eterni­dad a la que abre la oración es la experiencia del hombre nuevo que vive la realidad más gozosa, más profunda, más del hombre: Jesús Resucitado, el hom­bre acabado, logrado, pleno, feliz.

Este es el clima en el que sitúa la oración al creyen­te. Le sitúa cuando es muy constante en la oración. Cuando su compromiso oracional es guardado con fidelidad. Le sitúa cuando su oración es larga, con tiempos, sin prisas, sin dejarla por cualquier cosa. Porque entonces la oración está entroncada en la vida como un proyecto de vida, porque entonces a la ora­ción se va por la misma oración, por Dios mismo, en gratuidad.

Necesitamos situar nuestra vida cristiana en fe, amor y esperanza en Jesús en clima de oración. En­tonces nuestra vida de seguimiento a Jesús tendrá nuevos ojos, nueva luz, nueva fuerza. Lo tendrá en nosotros, porque el amor a Dios es un don'dado en gratuidad de tiempos largos en la oración. Lo tendrá en los hermanos, porque el amor a Dios será un don dado en gratuidad en tiempos largos de servicio por amor del mismo Dios.

Este es el amor cristiano. Y el cristiano no es apenas el hombre. El cristiano es el HOMBRE NUEVO que vive la Vida nueva en el Señor Resucitado.

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Un camino llamado oración

* Un camino llamado oración

1. La Parábola del Hortelano. 2. El camino de la libertad interior. 3. Decidirse a orar. 4. Un corazón humilde y manso. 5. El Guía y la comunicación de experiencias. 6. Peregrinación hacia el interior. 7. La oración del corazón. 8. Lugares de encuentro con Dios. 9. Unas pistas para orar.

10. Lo del candil y la levadura. 11. Orar a pie descalzo.

1. La Parábola del Hortelano

Sólo desde la experiencia se va entendiendo la oración Porque la oración es «la experiencia de Diosy>. Y sólo desde una actitud de amor se va entendiendo la oración. Porque la oración es un encuentro de amistad con Dios, «.que es Amort>. La oración no se entiende a nivel de ¡deas, de cabeza. La oración se capta a nivel de sentimiento, de corazón, de vida. La oración pone en juego «toda la persona)). La oración tal vez sea lo más dinámico que el hombre puede experimentar.

La oración no es un oasis donde me paro porque se está bien. La oración no es una tienda donde me meto porque ya encontré lo que buscaba. La oración no es nada estático, sino profundamente dinámico. Quien se determina a orar debe ser conciente de que opta por «la peregrinación)), por una andadura sin término. La oración es UN CAMINO. Es la entrega, el abandono sincero a la acción del Espíritu de Jesús que lleva y trae, que sopla por donde quiere y que continuamente va cambiando el corazón del hombre hasta modelarlo a imagen de Jesús, el Hombre acabado.

Teresa de Jesús tuvo la experiencia de la oración como camino. Fue aprendiendo a medida que fue andando. Y una cosa sacó en limpio: quien se decide a orar, no puede parar, no puede volver atrás. Teresa descubre ese proceso maravilloso en el que la oración va metiendo al orante. Porque aquí sí que no hay camino: se hace camino al andar. Aquí sí que no valen los caminos hechos: cada orante tiene el camino que el Espíritu de Jesús le trace. Aquí sí que no interesa lo ya andado: apasiona lo que aún falta por recorrer.

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Teresa de Jesús tiene conciencia de cómo comen­zó a recorrer ese camino llamado oración y de los pasos que fue dando. Es consciente del trabajo que realizó ella y de la gratuidad con que Dios la acompa­ñó. Es consciente de su esfuerzo en la oración y de la inutilidad de su esfuerzo en la oración. Es consciente de cómo comenzó a orar y cómo Dios siguió haciendo el trabajo. Es maravilloso el saber permanecer en la oración esperando que Dios se manifieste en su mise­ricordia. Porque tal vez la oración sea una experiencia de la entrañable misericordia de Dios con el hombre. Tal vez, cuando en la oración el creyente descubra la pobreza, la miseria de su corazón y deje a Dios que le inunde con su amor, entonces comience la oración en serio. Es el momento del abandono, de sentirse niño, indefenso. Es el momento de perder la orilla, de no luchar más con Dios, de dejarse en las manos del Señor de la existencia.

Es la parábola del hortelano. Del hombre que tra­baja su huerto. Un huerto que se extiende como tierra seca, agostada, sin agua. Un huerto que tiene sed. Teresa está hablando del huerto de su alma. Y, desde la experiencia, dice que hay cuatro maneras de regar el huerto. Cuatro maneras de saciar la sed de Dios. Cua­tro maneras de llevar el agua a la tierra para que se vuelva fecunda. Porque será el agua el que dé la vida al huerto.

Aquí está el que comienza a orar. El que inicia el camino de la oración. Aquí está, como un hortelano que tiene un pozo profundo, que el agua está allá, en el fondo, y que la única manera de regar el huerto es «sacar el agua del pozo», pero a base de una cuerda y un cubo. Sus manos agarran la cuerda, la sujetan. Tira el cubo al pozo y a pulso, con esfuerzo, con tesón, una y otra vez hasta cansarse, va subiendo el agua en el cubo y la va echando en la tierra. Es un trabajo arduo,

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difícil, de esfuerzo personal. Como si todo dependiese de él. A fuerza de brazos. A fuerza de paciencia va regando el huerto. Es un riego poco eficaz. Es un riego donde el hortelano es el «protagonista». Algo así pasa con el que comienza a orar. Por este proceso tiene que pasar. Este camino del esfuerzo y la paciencia personal tiene que recorrer. Como si todo dependiese de él. Pero, a pesar de este esfuerzo y cansancio, una cosa está clara: la tierra comienza a estar regada, la vida comienza a aparecer en el huerto. Se riega, que es lo importante. El agua no queda allá, lejos y sola en el fondo del pozo. El agua, pasando por las manos del hortelano, riega el huerto. En la tierra, en el alma, surge la vida. El hombre es el protagonista.

Siempre cuesta comenzar a orar. Siempre los pri­meros momentos son duros. Cuando se ama, cuando se persevera, cuando se permanece, se avanza. Y un buen día aparece la segunda manera de regar el huerto.

Un paso más. Es preciso subir el agua del pozo aún. Pero ya no a calderos. Ahora se saca el agua «por medio de una noria». El trabajo es más llevadero. Los cangilones de la noria suben el agua con más profu­sión y rapidez. El agua llega más abundante. El huerto es regado con mayor continuidad. Y el esfuerzo del hortelano es más suave. Siente aún que todavía él pone su esfuerzo, pero que al mismo tiempo todo rueda mejor. La noria y él son como una unidad, pero es más el rendimiento que el esfuerzo que él pone. Hay menos esfuerzo y más agua. Antes había más esfuerzo y menos agua. Siente como una quietud, una paz, un sosiego dentro de sí. Y se goza de que la noria le haga llegar la vida al huerto casi, casi sin esfuerzo. El tiene que andar, tiene que dar vueltas, no puede parar, porque entonces el agua no sube. El ronroneo de la noria y la caída del agua, dependen de su andadura.

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Es el segundo paso en el camino de la oración. Dios ya ha entrado en el camino. Dios y el creyente, juntos, hacen el camino. Como si todo dependiera de Dios. Como si todo dependiera del hombre. El corazón del hombre se va abandonando a las manos de Dios. Cuenta con El. Le ama. Y deja que fluya de Dios, de su corazón, su amor, hacia el suyo. Es la experiencia de la gracia y del esfuerzo humano. Es el saber que él pone un granito de arena y Dios hace una montaña. Es el saber que él pone una gotita de agua y Dios la hace un mar. Es el saber que Dios está en su vida, pero que él tiene que estar atento, despierto, consciente, bien pre­sente en su fe. Es el saber que Dios es maravilloso, generoso, Padre, cuando el hombre se abre a El y cuenta con El. Tiempos del hombre. Tiempos de Dios. Es el momento en la oración de saberse como persona y saber a Dios como Dios. Saberse hasta que llegue el momento de la unión, el momento en que cese la lucha entre Dios y el hombre.

El tercer paso en el camino de la oración es el de la «unión». El hortelano ha abierto los ojos. Tiene una luz nueva en su vida. El hortelano se ha dado cuenta de que el agua puede venir de otros sitios. De que el pozo

su pozo—, es pequeño. Abre los ojos y se da cuenta de que su huerto puede ser regado más y mejor y con menor esfuerzo, con «agua delríoy>. Y es la corriente de agua traída del río la nueva manera de regar el huerto. Todo más fácil. Todo más fecundo. Apenas él trabaja. La fuerza de la corriente es su ventaja. El hortelano está atento a dirigir el agua, a abrir y cerrar el riego. Todo es rápido. Y el agua empapa el riego y penetra la planta.

En este paso en el camino de la oración la acción es toda de Dios. Dios en su gracia es manantial, corriente y río. Dios inunda el corazón del hombre. El hombre se deja inundar por Dios. El hombre se sumerje en Dios.

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El hombre ama y se goza en amara Dios. Es consciente de que Dios es la vida de su vida. Consciente de que Dios es amor en su corazón. De que Dios le regala con sus dones. De que Dios lo hace casi todo. De que Dios le va identificando, en el amor del Espíritu, con Jesús. De que Dios toma la iniciativa. De que Dios es el protagonista. De que «ya no es él quien vive, sino que es Cristo quien vive en él». Casi, casi ha perdido la orilla.

En este grado de oración se cumple ya aquello de Santa Teresa en que dice que «la cosa no está tanto en pensar mucho sino en amar mucho». Es ya el orante, servidor del amor. El alma vuela. Le han nacido alas al corazón.

Todo este camino de oración, cuando el creyente se empeña en seguir adelante, va llevando a nuevas experiencias de Dios en la fe. Y la cuarta experiencia de Dios es que ni el pozo, ni la noria, ni el río son buen riego, pues el hombre tiene que preocuparse y poner siempre su esfuerzo. La cuarta experiencia es «que Dios se hace lluvia». El hortelano ya no tiene que regar su huerto. Es Dios mismo quien envía la lluvia que cae por igual para todo el huerto y que empapa la tierra suave y constantemente. Con otras palabras: Dios es el hortelano. Dios es el protagonista. El Creyente, el alma está pasiva, está totalmente abierta a la acción de Dios. Dios la riega. Dios la fecunda. Dios, con su amor, la va transformando, identificando con su Hijo. Dios es to­do en su nada. La oración se convierte en una expe­riencia de amor. Dios ora al alma.

Recordar aquel texto de Teresa es bueno. Volverlo a traer es como un estímulo. Me estoy refiriendo a aquello que dice que «la oración es la puerta por donde Dios entra en el alma. Abierta ésta, —la de la oración— Dios se comunica con todas sus gracias. Cerrada ésta —la de la oración— Dios no se comunica

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ni sus gracias». Con otras palabras: cerrar la puerta es dejar el huerto sin regar. Con otras palabras: abrir la puerta es regar el huerto yendo de menos a más. Porque quien se empeña en regar (orar) tendrá un día la experiencia de «la lluvia». Dios es el Señor.

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2. El camino de la libertad interior

Es un desafío la Palabra de Jesús. Y todo el Evan­gelio es una llamada constante a ((dejar», a «vender», a ((darlo todo», a ((seguir a Jesús». Sin desprendimiento, sin ((desasimiento», sin renuncia, sin espíritu de supe­ración, sin ascesis, sin vida austera y exigente, sin vida sencilla y controlada, sin una actitud de desierto, es imposible y es utopía el seguimiento de Jesús.

Dice Jesús que ((donde está tu tesoro allí está tu corazón». Y la oración, o arranca del corazón, o tiene lugar en lo íntimo, en el corazón, o la oración no existe. Es imposible querer orar, ser orante y llevar una vida regalada, cómoda, de placer. Es imposible ir a la ora­ción cuando el corazón está disperso en mil gustos y placeres. Es imposible orar sin una libertad interior.

Tal vez sea la oración el gran desafío al cristiano de hoy. Porque «amar» a las personas, «hacer algo por ellas», hasta se puede hacer por orgullo, buscando un protagonismo. Pero orar, orar con el corazón desnudo, no se puede hacer con un corazón lleno de máscaras, de caretas, en un carnaval constante. La oración pasa por el proceso del «desierto». La oración exige un corazón ligero de equipaje. La oración surge cuando el corazón tiene alas, cuando está desprendido, cuando está libre. Porque es imposible levantar el corazón a Dios que «está arriba», en lo alto del interior del hom­bre, cuando el corazón está atado. Cuando son otros los señores del corazón, cuando son otros los «mari­dos» que el corazón tiene. Tal vez la oración mida la libertad de nuestro corazón.

Yo me preguntaría por el miedo, los miedos que tenemos a orar. Y el miedo a orar es miedo a dejar

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cosas, miedo a soltar amarras, miedo a despojarnos de nosotros mismos, miedo a ser nosotros mismos en pureza. El miedo a orar es miedo a la libertad interior, miedo a la conversión, miedo al cambio del corazón. El miedo a la oración es miedo a «ver», miedo a entrar en la luz, miedo a poner las cosas en su sitio, miedo a situarnos en los caminos de Dios, miedo a caminar por la senda de la verdad, la única que nos hace libres.

Y es imposible orar sin «desasimientos» del cora­zón. ¿Y cuáles son las ataduras del corazón? ¿Y cuáles son los tentáculos que tienen amarrado el corazón? Cuando iniciamos un proceso oracional lo primero que hacemos es recogernos, intentar entrar dentro de nosotros mismos, en «e/ interior del castillo» y luego nos damos cuenta de que andamos tan lejos del inte­rior, de que estamos tan descentrados que la imagina­ción, la memoria, la fantasía, la mente, la voluntad, están en todo menos en nosotros mismos. Descubri­mos luego lo lejos que estamos de nosotros. Descubri­mos lo que somos y cómo somos. Porque la oración nos deja desnudos. Nuestra «personalidad» se nos cae al entrar en oración. Si somos asiduos a ella descubri­mos las falsas personalidades que tenemos. Y toma­mos conciencia luego que la vida únicamente tiene sentido cuando Dios es origen y meta de nuestro vivir. Cuando nuestra vida está enraizada en Dios mismo, como Centro de nuestra existencia.

Cuando nos paramos a orar descubrimos que no somos libres de pararnos. Que nos cuesta hasta física­mente estarnos quietos en un sitio. Nos cuesta domi­nar la mente y centrarnos en una frase, o en una presencia, o en un silencio. Nos oímos y nos sentimos llenos de ruidos y de inseguridades, de miedos y de impotencias. Nos damos cuenta que caminamos a base de «muletas», de que estamos «parcheados» por todos los sitios. Descubrimos que no somos libres.

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Que los «soportes» no nos dejan caminar en libertad. Que los deseos del corazón son más fuertes que nues­tras decisiones. Palpamos que estamos vendidos a mil señores, que Dios no es el Señor de nuestra mente, ni el Señor de nuestro corazón, ni de nuestra alma, ni de nuestro espíritu, ni de nuestro cuerpo. Que nosotros no somos señores de nosotros mismos.

La experiencia de oración pasa en un primer mo­mento, por el «conocimiento personal», por el encuen­tro con uno mismo. Y en esta experiencia, con la verdad sobre uno mismo: la falta de libertad interior. La libertad fuera de mí no vale nada. La libertad o nace de un corazón centrado, armonizado, liberalizado, salva­do, o no es libertad. Y llega el gran y doloroso descu­brimiento que estoy viviendo «desde la superficie», desde fuera de mí. Llega el gran descubrimiento de que «Yo soy mis ojos, mis manos y mis tactos, mis oídos, mis gustos...». Yo soy «mis sentidos». Llega el gran descubrimiento de que «yo soy mis ideas, mis imágenes, mis fantasías, mis fantasmas». Y llega el gran descubrimiento de que «yo soy mis cosas, mis músicas, mis libros, mi coche y mis máquinas». Llega el gran descubrimiento de que «yo soy apenas mis sentimientos y sensaciones». Llega el gran descubri­miento de que «yo soy lo que pienso, lo que amo, lo que quiero, lo que tengo». Y llega el gran descubri­miento de que «yo no soy yo». De que estoy disperso, derramado en todo lo que tengo, en donde he puesto el corazón. Descubro que mi vida está vacía, está hueca, está insatisfecha, está insegura, está desenrai­zada, está aturdida, está «perdida» y tengo que comen­zar a «regresar a casa» como un hijo pródigo.

En definitiva llego a descubrir que he abandonado la casa del Padre, que me creía libre con mi dinero y resulta que las cosas que consumo continuamente se me acaban. Y me encuentro solo. Solo y perdido.

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¿Acaso se puede ser feliz estando perdido, lejos de la casa del Padre? ¿Acaso se puede ser feliz viviendo de «limosnas»? ¿Acaso se puede ser feliz siendo un irres­ponsable, un ser incapaz de desapegarse de algo, de cortar con algo que aprisiona? ¿Acaso se puede ser feliz cuando la vida está montada en el tener y no en el ser? ¿Acaso se puede ser feliz cuando se vive como un mendigo en búsqueda constante del placer, de cosas fuera del corazón?

Porque para orar es preciso la libertad de la mente. Y una mente confusa no puede ser libre para orar. Porque para orar se precisa la libertad de la afectivi­dad. Y una afectividad agitada no tiene clima para orar. Porque para orar se precisa un cuerpo sereno. Y un cuerpo lleno de tensiones musculares y de nervios se incapacita para orar. Porque para orar se precisa una liberación del ambiente. Porque una persona esclavi­zada del entorno no encuentra ni tiempo ni ganas para retirarse a orar. Porque para orar se precisa que la persona sea libre en su interior, es decir: que sea una persona armonizada, serena, pacificada.

Quien se decide a orar tiene que decidirse a vivir según el espíritu y no según la carne. Las obras de la carne vienen dominadas por actitudes de egoísmo, de orgullo, de avaricia, de placer. La persona dominada por el placer, que se busca y busca bien vivir se incapacita para orar. Con una buena mesa, con un buen armario de ropa, con el bolso lleno de dinero, con buenas instalaciones de todo tipo, con tener cosas y creer que sin ellas no se puede vivir, es imposible «orar a pie descalzo)). La primera señal de oración sincera es el desasimiento de las cosas, es el entrar por una vida austera. Si la oración no arranca de una vida austera y no la acompaña, se harán cosas que serenen el espíritu, pero oración cristiana, no. Es preciso vivir con lo imprescindible para el que se determina a orar

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de verdad. Es preciso quitar todo lo superfluo. Es preciso que las cosas no ocupen lugar en mi vida. A la hora de orar el corazón se escapa a las cosas, si las tenemos. Somos frágiles y nuestra fragilidad nos pide que nos desnudemos de todo, que nos adentremos en el desierto, en el éxodo constante, donde únicamente se avanza con lo provisional, con lo imprescindible.

En una sociedad como la nuestra hecha para el tener, para el consumo, el orante será considerado como un loco. Pero el orante irá dejando las cosas y se hará pobre, libre y voluntario a medida que vaya en­trando en el interior del castillo, en el centro del alma, en el «muy, muy dentro», donde encontrará a Dios y Dios será su RIQUEZA. Entonces todo valdrá nada comparado con Dios suma verdad, suma belleza, suma bondad, suma libertad, sumo bien.

Vida acomodada, vida burguesa, vida regalada, vida de placer, vida de no faltar nada y oración, no se dan. Porque la oración es una experiencia de Dios y todas esas otras vidas son experiencias de nuestro egoísmo; y egoísmo y Dios no se dan juntos. Es preci­so perder la vida para encontrarla. Y quien guarda su vida, la perderá. Los orantes buscan la soledad, el desierto. Los orantes quieren estar a solas con Dios. Porque sólo Dios basta. Los orantes hacen de Dios el Centro de su vida y todo lo viven desde el centro de su vida en el Centro de la vida, Dios.

Si quieres orar en serio comienza a andar por el camino del desasimiento: encontrarás tu libertad, la libertad interior para la unión con Dios, el Todo de tu vida. De la tuya y de los hermanos a quienes ames con un corazón libre, es decir, sin egoísmos. Bello desafío.

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3. Decidirse a orar

Es bueno recordar que, si el mandamiento de Jesús es amarnos como El nos amó, también su mandamien­to es «orar ininterrumpidamente». Jesús, hombre de la soledad y de la relación. Jesús, hombre abierto a Dios, a la trascendencia y a los hombres, a los hermanos. Jesús, el hombre que entregaba a los hombres el amor encontrado, recibido en la experiencia de amistad, a solas con su Padre.

Por fidelidad a Jesús el creyente ama. Por fidelidad a Jesús el creyente ora. Por fidelidad a Jesús el cre­yente sabe lo difícil que es amar siempre, permanecer en el amor. Por fidelidad a Jesús el creyente sabe lo difícil que es permanecer, ser fiel a la oración cons­tante.

La pregunta que hacemos en este momento es ésta: ¿Se trata de hacer oración o ser orante? Creo que ésta es la cuestión fundamental a la hora de «decidirse a orar». Porque «hacer oración» no supone el decidirse a orar. Como no supone el optar por el amor, hacer de vez en cuando actos de entrega a los demás. Lo serio del amor es ser «amante». Como lo serio de la oración es ser «orante». Ser amante es estar dispuesto, decidi­do, determinado a permanecer en el amor, a ser fiel al otro pase lo que pase, hasta las últimas consecuencias. Y ser orante es estar determinado, decidido, haber optado por la oración, la relación profunda con Dios, a pesar de todos los pesares, a pesar de tener ganas o no, de estar ocupado o no. Ser orante es ser fiel a la amistad con Dios, a tenerla presente, actualizada, a ser consciente de que Dios es Padre. Y a permanecer en esa actitud, en ese estado de oración.

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No se trata de tener ratos de oración conforme me apetezca o no, me sobre tiempo o no. Los actos de oración con frecuencia son «trampolín» para algo, me sirvo de la oración para conseguir algo. Rezo antes de ir al apostolado para que consiga fruto. El orante va a la oración por la oración misma, no se sirve de la oración. Sabe que la oración es. Que en sí misma tiene sentido. Que va a ella por Dios, por amistad con Dios, por fidelidad a Dios. Va porque quiere encontrarse con quien sabe le ama. Y él también quiere dar su amor en gratuidad.

El orante hace de la oración un estado de vida. Lleva a Dios presente en su vida y le dedica tiempos fuertes cada día. El que «hace oración» busca en la oración compensaciones, o cumplimientos, o satisfac­ciones. Su juego no es limpio al acercarse a Dios. No va a Dios por Dios. Va a Dios para servirse de Dios.

Lo de Jesús es ser orante. Es traer a su Padre presente en su vida. Y Dios le sale con naturalidad cuando en su día a día tiene que dirigirse a los herma­nos. Y en los momentos de hacer algo importante por los hermanos los ojos y el corazón se le suben a D ios y le llama. Jesús expresa su libertad interior en su amor a los hermanos haciendo presente a su Padre, origen de todo don y gracia. Porque es un ser orante, Jesús vive en clima de Dios y los que se le acercan sienten la presencia de Dios. Jesús se manifiesta como sacra­mento del Padre, epifanía, manifestación constante del amor del Padre a los hombres.

Si la libertad interior, el desasimiento, está en la base de la oración, la DECISIÓN, la determinación por ser orante está también en la raíz de una vida de oración. Santa Teresa dice que es preciso una (.deter­minada determinación)} para orar. Y sin esta determi­nación, sin esta decisión es imposible recorrer el cami-

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no de la oración. Lo decía por experiencia personal. Hablaba con la vida.

Aquí nos enfrentamos con nuestro corazón otra vez. No se miente a Dios. No vamos a la oración a jugar al escondite. Dios sabe y conoce nuestro cora­zón. Y Dios lo único que quiere es que le amemos con todo el corazón. Quiere que pongamos nuestro cora­zón en el suyo. Quiere que nuestro corazón no tenga ídolos. Quiere ser el Señor del corazón del hombre. Por eso, la oración se sitúa en el clima del amor. Solo así se entiende. Un corazón amante de Dios, un corazón que ha hecho una opción fundamental por Dios en Jesús, como el Señor y Salvador de su vida, es un corazón abierto a la trascendencia, a la oración. Decidirse a orar es determinarse por Dios como el valor primero y fundamental de la vida. Decidirse a orar es determinar­se a no perder a Diosen su presencia, de traerle junto a sí, de vivirle conscientemente como lo más radical de su vida. Decidirse a orar es querer que Dios sea como el aire que se respira, como la luz que nos envuelve. Es querer que Dios sea Dios en la vida.

Decidirse a orar es determinarse a vivir «enamora­do» de Dios, a querer estar con El muchas veces a solas, en buscarle de mil maneras y por mil caminos, en quererle sobre todas las cosas. Cuando el corazón se ha decidido por Dios como AMIGO, entonces, le busca, le gusta estar con El, le recuerda, le habla, le siente, hace y lucha por El... y esto es orar.

Pero decidirse a orar no es haber ganado las bata­llas todas de una vez. El corazón del hombre se cansa, es apático muchas veces, empieza las cosas y las deja a medio hacer, se olvida... El corazón del hombre necesita vivir en esperanza, comenzar muchas veces: siempre.

Y el amor desciende a detalles. Y como la oración es expresión de amor, es profundamente detallista. Por

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eso el orante busca su hora, su lugar, su clima para orar. Y es fiel a la hora, a ese momento que ha buscado y que le sitúa en un espacio de paz, de serenidad, sin prisas. Es fiel al tiempo marcado, ya sea media hora o diez minutos. Es fiel al lugar y, a ser posible, hace siempre la oración en un lugar que le es familiar, que no le distrae y que le ayuda a recogerse fuera de ruidos.

Es fiel a un método mientras no encuentre otro mejor. Por ejemplo, si es su estilo el orar con los textos litúrgicos del día, los sigue con constancia y no «pica» en otras cosas. Si ora con los salmos una larga tempo­rada, pues es fiel a esta oración mientras su corazón, con sinceridad busque una respuesta en los salmos.

La oración tiene que ser diaria. La oración puede intensificarse en un fin de semana, pero creyente que «no encuentra» tiempo para orar, no ha encontrado aún el estilo de Jesús de Nazaret. La oración es diaria porque la oración es el manantial, la fuente del amor, y para dárselo a los hombres se necesita «quitar otras cosas», por ejemplo tele, para dar tiempo a la oración. O por ejemplo, «demasiado tiempo en el apostolado», un apostolado que más bien es ruidoso que eficaz.

Dice Teresa de Jesús que sólo dos motivos nos pueden librar de la oración en un cierto momento: la caridad y la obediencia. Porque por la voluntad de Dios, dejamos aun la oración en un determinado mo­mento. Y por amor al hermano dejamos también la oración en un determinado momento.

Decidirse a orar, que la oración tenga un lugar en cada día, que por nada la deje, que no encuentre razones ni excusas para justificar mi ausencia, supone tener el corazón abierto a* la trascendencia, supone estar más allá de las cosas. Es erróneo y no tiene justificación el dejar la oración por otras cosas y luego no suplir ese tiempo por otro tiempo, cuando en reali-

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dad siempre se tiene tiempo. Quedarse tranquilo cuan­do se falta a la oración con una serie de excusas supone no haber hecho una opción por la oración, supone no haberse determinado con una «determina­da determinación». Todavía más, quien más compro­metido esté en la acción apostólica más decidido tiene que estar a dedicar tiempo a la oración diaria. Se trata de construir Reino de Dios y no acción social. Para lo segundo no hace falta ser creyente. Para ser testigo del Reino se necesita ir en nombre de Jesús, consciente de su acción en nosotros al actuar, y esto lo despierta, lo hace consciente, la oración.

En una persona que comienza a orar el tiempo será breve, por ejemplo, quince minutos. Lo importante es que sea fiel a ese tiempo. Y que en los momentos malos, en los momentos sin ganas, sin gustos para orar, permanezca fiel al tiempo dado gratuitamente al Señor. Habrá momentos en que la oración será estarse allí presente, dar al Señor ese tiempo, hacer presencia sin esperar nada o con ganas de que pase ese tiempo que se hace eterno y parece perdido. El verdadero orante sabe que Dios le hará pasar por noches y obscuridades, por sequedades y pruebas hasta que le ame de corazón y se esté allí por El.

Se necesita decisión, constancia, fidelidad, perse­verancia, permanencia, estarse. Se necesita una gran esperanza, un saber comenzar siempre. Se necesita una opción seria hecha por Dios de corazón. Se nece­sita estar vigilante, atento, despierto, presente, entero, totalmente. Se necesita no dejarse llevar por el can­sancio, por la prisa, por el ajetreo de la vida, por una pretendida eficacia. Se necesita un corazón enraizado en Dios y que sabe que lo importante en la oración es AMAR. Y que Dios es el que realiza en el corazón la obra de su amor. Tal vez la obra más bonita la haga cuando menos nos guste estar allí con El y estamos,

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como los enamorados, por rutina, porque es la hora y vamos sin querer, porque en definitiva amamos sin egoísmo. Vamos a estarnos con el Otro, porque El nunca falta a la cita. Palabra: El ha decidido estarse con nosotros.

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4. Un corazón humilde y manso

Es curioso pero los primeros discípulos de Jesús no nos han dejado la experiencia de oración de Jesús. Dicen que en la noche se retiraba al monte, al bosque a orar, pero no nos dicen cómo oraba. Nos dicen que también al alba se retiraba al descampado a orar y la oración de Jesús se queda perdida en el na solas con el solo». ¿No espiarían, no estarían mirando escondidos para ver cómo Jesús oraba a solas? Lo cierto es que Jesús se escondía para orar. Jesús entraba en la inti­midad del Padre para orar. Y cuando habla de la oración dice que «cuando ores entra en tu cuarto y a puerta cerrada ora en secreto a tu Padre...» Porque Jesús no admite la oración del fariseo que ora delante de todos para que le vean. Jesús alaba al pobre publi-cano que ora en un rincón, en su soledad, y le dice a Dios desde un corazón pobre y humilde: «Ten compa­sión de mí, Señor, que soy un pobre pecador».

La humildad es la base de la vida espiritual. Sólo se construye la vida de Dios en el creyente sobre una buena dosis de humildad. Y como dice Teresa de Jesús, la humildad es «andar en verdad-».

¿Es primero la humildad para orar o la oración nos va haciendo humildes? Tal vez las dos cosas al mismo tiempo. Pero sólo un corazón pobre, frágil, sencillo, de barro, es capaz de levantar los ojos al sol mirando y esperando la luz y el calor. Sólo-un corazón necesitado abre la mano y pide salvación. Sólo un corazón vacío, desnudo, despojado, es capaz de recibir a Dios comu­nicado en su gracia.

Tal vez la gran experiencia de la oración sea la de «hacernos andar en verdad». Porque la oración nos mete en un clima de luz, de transpariencia, de sinceri­dad, de claridad. En ningún sitio se ven las cosas del

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corazón más claras que cuando se ora de verdad. Porque la oración es un camino hacia el interior, hacia el corazón, y allí es donde de verdad se ve.

La oración vuelve el corazón humilde. Le hace sentirse frágil y le despierta la necesidad del abando­no, de la entrega en las manos de Dios. La oración hace descubrir al corazón que todo es gracia, que todo es un don de Dios, que todo es gratuidad. Por eso la gran gracia de la oración es descubrir que Dios es Padre, que Dios es el manantial de todo bien, que su amor es el que nos ha creado y ha hecho las maravillas en nuestro ser. La experiencia de Dios es una expe­riencia de verdad, de humildad, de armonía, de poner las cosas en su sitio.

La oración exige humildad. Humildad, llamada a la humildad constante, pues el corazón del hombre está tocado en su ala por el orgullo, por la soberbia, por el egoísmo y protagonismo. La humildad es la gran ex­periencia del hombre en su ser-dentro y la gran expe­riencia de Dios en su corazón. La humildad se hace silencio en el corazón del hombre y el hombre se vuelve pequeño y siente la necesidad de admirar, de contemplar, de salir de sí mismo, de extasiarse, de adorar. Un corazón humilde, un corazón que anda en la verdad es un corazón contemplativo, es un corazón en el corazón de Dios, en el corazón del mundo. Es un corazón en libertad interior.

Los orgullos, los protagonismos, las costras, las montañas y las vallas se van destruyendo poco a poco en experiencia de oración. El «yo», «lo mío», van de­jando de tener fuerza a medida que Dios, el Otro, el Tú va entrando en el corazón. La humildad, o es de corazón, desde el interior del hombre, o no es. Se puede ser «humilde» en apariencia por orgullo.

Cuando el creyente toca a Dios en la oración, cuando toma conciencia de que Dios, como ola, está

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inundando su pobre playa movediza, siente como una gran necesidad de dejar de ser él, de perder la vida, de dejar sus protagonismos, de que Dios lo sea todo. Y pide a Dios noche y día un corazón puro, un corazón pequeño, un corazón humilde. Para que Dios sea la Verdad en su verdad y la libertad se haga sin fronteras. Una y otra vez Dios va descubriendo el corazón orgu­lloso hasta derribarlo del trono y hacerle desear miseri­cordia.

Cuando el creyente pide a Dios un corazón humil­de, cuando insiste en que el Señor le conceda la humildad, Dios actúa dando oportunidades al creyen­te para que se ejercite en la humildad. Le pondrá en ocasiones en que su orgullo sea pisado, en que su fama sea criticada, en que su valor no sea reconocido, en que nadie cuente con él... Es en esos momentos cuando Dios concede su gracia de humildad y es ahí, ejercitándose en la humildad, donde el creyente se vuelve humilde. Con frecuencia pedimos a Dios las gracias en la oración, pero es en la vida, en el ejercicio de las virtudes, en la práctica de las obras donde Dios nos comunica sus gracias. Luego en la oración Dios irá dando luz para reconocer sus gracias.

Sin desasimiento de uno mismo, de las cosas, es imposible orar. Sin humildad es imposible orar. Aún, el reconocimiento de nuestros pecados, de nuestros fa­llos e impotencias son una buena base para orar. Dios se rinde, se entrega, se abandona en manos del humil­de. Y Dios se resiste al soberbio. Un corazón humilde es un corazón donde Dios realiza su salvación sin medida. Un corazón humilde llena de gozo el corazón de Dios.

La humildad y es desasimiento se dan la mano. Van unidos. Pero la humildad es el camino para el amor, para el encuentro con el otro y con el Otro. Sin amor es imposible orar. Sin un corazón bueno, bondadoso,

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abierto a los hermanos, es imposible orar. La humildad crea clima al amor. Y el amor hace presente a Dios.

Tal vez tengamos experiencia de no poder orar. Y tal vez tengamos conciencia de que era imposible orar porque en el corazón existía odio, o envidia, o resenti­miento, o venganza, o incomprensión o alejamiento de los hermanos o egoísmo. Un corazón que no ama a su hermano, que no le ama con obras, se incapacita para orar, pues orar es amar a Dios. Un corazón que no ama es un corazón que se cierra a la trascendencia y que grita en el desierto. Un corazón duro, de piedra es un corazón helado donde Dios no tiene entrada.

Antes de orar hay que vivir en armonía, en unidad con los hermanos. Y la unidad tiene que ser universal. Esto es amar con el corazón de Dios, esto es tener un corazón cristiano, como el de Jesús. Para orar es preciso estar reconciliado consigo mismo, con los her­manos, con el Cosmos. Para orar es preciso perdonar y olvidar. Un corazón resentido no puede orar. Dios siempre pregunta al acercarnos a El: ((¿Dónde está tu hermano?)).

La gran verdad de la necesidad de orar es la de amar, la de alimentar el amor con el calor de Dios. La experiencia de Dios, en Jesús, es la de un Dios Padre, cercano, amigo, familiar. Un Padre en el que todos, en Jesús, somos hijos, somos hermanos. Todos. La ora­ción nos pone luego en la verdad del amor. Nos descubre luego los desamores. Porque en la oración lo único que hacemos es ejercitarnos en el amor: en el de Dios a nosotros y en el de nosotros a Dios. Porque en la oración encontramos en el corazón del Padre a toda la Humanidad. Porque en la oración nos encontramos sobretodo con el corazón del Padre inclinado, como una madre, sobre los marginados, los desposeídos, los que sufren. Un corazón que ora se abre en abanico, en arcoiris al mundo de los que sufren. Porque es allí

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donde está el corazón de Dios. Lo puso en Jesús, cuando vino a la tierra y no lo ha quitado.

La pregunta es ésta: ¿No tendremos miedo a orar porque tenemos miedo a amar sin medida? ¿No ten­dremos miedo a orar porque tendremos miedo a cam­biar la medida de nuestro amor y pasar de amar con nuestro pequeño corazón a amar con el corazón de Dios?

En el amor la mansedumbre es reciedumbre. Un corazón es un corazón resistente, fiel, fuerte, dulce, que permanece, que está unificado, que está entero. Un corazón manso es un corazón no violento, pacífi­co, sereno, sosegado, que aguanta. Tal vez la manse­dumbre sintetice ese corazón para amar, que le hace permanecer siempre.

La oración va cambiando el corazón del hombre. Y Jesús dijo: (.(Aprended de mí que soy manso y humilde de corazóny>. Raíces del corazón son la humildad y la mansedumbre. Se aprenden en el ejercicio. Se apren­den en el contacto con el corazón de Jesús. Porque el Espíritu santo en la oración va cambiando nuestro corazón hasta hacerlo en la medida del de Jesús. Luego, como fruto de la humildad y mansedumbre, aparecerá el gran don de la oración, la gran búsqueda del orante, el gran deseo de poseer del que ora, del que se acerca a Dios: la PAZ. La paz como plenitud de todo bien. La paz como la promesa de Jesús para un cora­zón como el suyo: «... y encontraréis paz para vuestras almas)).

Un corazón humilde es un corazón que anda en la verdad y busca la Verdad. Un corazón manso, bueno, cariñoso con los demás es un corazón que ha llegado a la única verdad: la de amar. Ha llegado a Dios que es amor. Un amor derramado en el corazón de todos los hombres.

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5. El guía y la comunicación de experiencias

Dentro de la pedagogía oracional, el guía es bási­co. Un hombre experimentado en la oración y al mis­mo tiempo con una formación espiritual seria. Un hombre que haya vivido esos pasos que es preciso dar en el camino de la oración. Un hombre que conozca el corazón del hombre, que lo respete profundamente, que esté abierto a la acción del Espíritu en el otro, que sea sensible y sepa discernir. Un hombre que acompa­ñe, que no presione, que no cuadricule, que actúe como entre bastidores, que sepa hacer la lectura del otro a quien orienta, pero dejando espacio de libertad. Un hombre que sea constante, que sepa orientar a cada persona y que no establezca un cliché para toda persona, un hombre que nunca diga la última palabra, que sepa interrogar y abrir pistas, que comparta su experiencia de Dios con el dirigido y que ore con él

Tal vez sea hoy una de las grandes exigencias de la educación de la fe. No se trata de crear escuelas de oración para muchachos y jóvenes, pero sí crear «es­pacios de oración» donde se encuentre un clima para orar. Tal vez.el gran servicio que hoy podemos hacer es el de iniciar en la oración, el de ofrecer experiencias de oración, el de acompañar en este camino de la oración.

Es un desafío. Es nuevo, porque no se ha enseñado a orar en la educación de la fe. Es un reto porque no se puede iniciar a la oración si uno no es un orante, alguien empeñado en la oración. No iniciará a orar desde sus palabras, sino desde su experiencia. Y el servicio de iniciar a la oración es la gran pedagogía para «ver» el misterio de Dios desde otra perspectiva. Es preciso salir al paso del miedo a iniciar en la ora­ción. Iniciar desde la propia pobreza y humildad, con

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la esperanza puesta en el Señor. Iniciar sabiendo que todo es del Señor pero al mismo tiempo va a depender mucho de nosotros. Iniciar porque el joven que se decide por la oración se hace creyente de veras y su vida cobra un sentido nuevo. Arriesgar, aunque no veamos los resultados. Es muy a largo plazo esta pedagogía.

Un guía que oriente un grupo debe tener las coor­denadas claras sobre lo esencial de la oración. Y desde la teoría y la práctica, el ejercicio tiene que ir modelan­do el corazón del creyente. Por ejemplo, tiene que exponer al grupo el papel de «la soledad» o la «Palabra de Dios» en la oración. Tiene que dialogar con el grupo sobre el tema y aclararlo ideológicamente y luego llevar al grupo a experiencias de soledad o de contacto con la Palabra. Tiene que ayudar al grupo a hacer su proyecto de oración a nivel comunitario y sobre todo a nivel personal. Tiene que dialogar perso­nalmente con cada miembro del grupo y «repasar» juntos el proyecto personal, al mismo tiempo que él comparte, tú a tú, el suyo.

Un guía que inicie en la oración tiene que experi­mentar estilos diferentes de oración. Participar en en­cuentros de oración con diferentes estilos. Frecuentar alguna escuela de oración. Leer, sobretodo, libros de hombres de oración. Por ejemplo, san Juan de la Cruz y santa Teresa de Jesús, maestros de oración. Leer y meditar a los místicos que son los que le van a dar el sentido de Dios y el tacto y sensibilidad para orientar luego a los jóvenes.

Un guía tiene que estar abierto a compartir sus experiencias de oración con otros guías que orientan otros grupos. Es muy importante este compartir la fe, la experiencia de Dios para llegar a discernir, a ver con más claridad, a rectificar, a dar más importancia a este aspecto que al otro. La oración tiene unas claves

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fuertes en las que el Espíritu se mueve. Enseñar al joven a andar por esos espacios es «ponerle en camino de oración». Creo que la fe, el servicio, la entrega cuando está aclimatada con un compromiso de ora­ción, cobran un nuevo sentido: el creyente entra en lo profundo de la fe y el servicio. Iniciar, ya desde peque-ñitos, en la oración, es abrir el corazón a la trascenden­cia, es hacer volver la vida al Origen y lanzarla, con esperanza, a la Meta. Iniciar a la oración es enseñar a «hacer la lectura» desde dentro de los acontecimien­tos, de la vida.

Un paso más. La salvación, la experiencia de Dios no se puede guardar para uno egoístamente. Con Dios, cuando se le encuentra, pasa como con la mujer que encontró la moneda, o el hombre que recuperó la oveja perdida: llama, convoca a los amigos y les da la noticia y una fiesta.

Mientras no existe el compartir la experiencia de Dios, tal vez suponga que Dios tiene poca fuerza en el corazón. Porque de la abundancia del corazón habla la boca. Es muy importante, a nivel de grupo de educa­ción de la fe, eTcompartir experiencias de Dios, viven­cias del Evangelio, trabajos hechos por el Reino. Poner en común el don recibido para construcción de la comunidad. La luz es preciso ponerla en alto para que alumbre a todos los de la casa.

En el proceso de oración ayuda con fuerza el com­partir estas experiencias de oración en el grupo. Tal vez sea bueno que de cuando en cuando el grupo, en cada uno de sus miembros, diga cómo ora, de qué manera, las cosas buenas que le pasan en la oración, las dificultades que encuentra en la oración. Compartir cómo la oración va cambiando la vida. Compartir có­mo el Evangelio tiene otro sentido cuando se medita con él, cuando se ora la Palabra de Dios. Compartir la lectura de algún libro que hable sobre oración.

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Tal vez sea bueno también revisar el estilo de ora­ción en grupo. Darse cuenta de cómo se proclama la Palabra y cómo se la ora y comenta. Darse cuenta de los silencios en el grupo al orar. Darse cuenta de los cantos, qué tipo de cantos son. Si ayudan a interiori­zar, por su ritmo suave, o por el contrario dispersan por el estilo callejero o discotequero. Si las letras de los cantos son válidas o no. Darse cuenta de la participa­ción en el grupo: si siempre son los mismos. Si los que callan también son los mismos. Por dónde van las peticiones. Qué preocupaciones son las del grupo. Si el grupo sólo pide o alaba, o da gracias... Todo ello debe ser revisado sin juzgar nunca a las personas. Y todo ello tiene que ser proyectado en el estilo de vida que el grupo va teniendo.

En el compartir experiencias de oración a nivel de grupo, además de poner en común el cómo se ora, sería bueno volver sobre «las bases» de la oración: si estoy decidido a orar pase lo que pase, si tengo una libertad interior, un desasimiento de las cosas, si la humildad la voy construyendo en la vida, si el amor al prójimo es una constante, si el encuentro con el guía es periódico y sincero, si la comunicación de experien­cias en el grupo también es sincera. Porque a veces lo que falla, aunque falle, no es propiamente la oración en sí, sino el clima que exige la oración.

Tal vez ayude en el momento de compartir expe­riencias a nivel de grupo el dar un primer paso de compartir de dos en dos la experiencia y luego juntarse todos y ponerla en el grupo. Como también puede despertar al grupo el traer a alguna persona de oración que comunique su experiencia de Dios y luego los otros le pregunten. Como el hecho de poner por escri­to la experiencia de oración y luego leerla en el grupo desde el anonimato.

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En este compartir experiencias, dentro de los gru­pos de educación en la fe, hay un momento clave, muy importante. Si respetamos el ritmo de dedicar un pri­mer momento a «hacer el grupo» por medio de técni­cas de CONOCIMIENTO, creo que, en el proceso oracional hay que dar mucha importancia y tiempo a este paso. Es lo primero que Teresa de Jesús pide: «conocimiento personal». Y en el grupo hay que ayu­dar a cada miembro a conocerse en todas sus dimen­siones. Y en cada grupo hay que dedicar tiempo a conocer a los demás para poder quererse. Sin un conocimiento personal difícilmente se camina en la oración. Porque, precisamente, o se ora con la vida, con la verdad de lo que cada uno es, o la oración se hace en falso.

La oración incidirá luego sobre los aspectos nega­tivos de la persona para ir cambiándolos, superándo­los poco a poco. Y la oración incidirá también en los aspectos positivos de la persona, como dones de Dios, para que crezcan y el creyente los ponga con sencillez de corazón al servicio de la comunidad.

Dios ha compartido con los hombres «.su-dentro» (Jesús), su interioridad, hasta ponerlo en alto (la cruz) para que todos sepan cuánto nos quiere. Dios nos ha dicho su Palabra, su última y definitiva Palabra (Je­sús) y ya no le quedan más secretos. JESÚS era el último y mejor secreto (el único) de Dios Padre. Con la comunicación de la gran experiencia de Dios (Jesús) el Padre ha puesto en común todo. Entrar en el pro­yecto de Dios (Jesús), es vivir el estilo del Padre. Y el estilo de Dios es el de la comunidad, el del compartir. Y compartir la experiencia más profunda que puede vivir el hombre: la de Dios en Jesús por su Espíritu. Com­partir experiencias de fe es ayudarnos a CRECER en la fe. Y en el amor.

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6. Peregrinación hacia el interior

El Éxodo está en todo camino de acercamiento a Dios. Con toda la carga que supone la palabra «éxo­do». «Salidas». Profundas salidas tiene que realizar el hombre para llegar a Dios. Y más que salidas, «vuelta a casa», porque Dios está en lo más profundo del ser del hombre. Dios es entrañable y ha escogido como mora­da «las entrañas» («esto me llega hasta las entrañas») del ser humano. Allí, en las entrañas, en lo entrañable del hombre se realiza esta maravilla de aventura que es la oración.

Si el creyente tiene sed de Dios, si el orante busca el rostro de Dios, si el hombre tiende a Dios como el girasol al sol, esta realidad vivida da el sentido a la vida. Porque es entonces cuando el hombre sabe vivir. Pero la vida está siempre escondida. Por eso la ora­ción, búsqueda para el amor con Dios vivo, se realiza en la interioridad del ser.

El creyente puede intentar llegarse a Dios desde muchos niveles y a través de diferentes espacios. Pero, aunque recorra un camino desde fuera, un día llegará al encuentro apasionante y profundo con Dios en sí mismo, dentro de él, en su propio corazón. Intentará llegar, tal vez, desde el silencio, en una mirada tranqui­la hacia dentro. Intentará llegar desde la escucha, en una actitud despierta. Intentará llegar desde la bús­queda, en una constante andadura. Intentará llegar desde el dolor, en una tensión silenciosa o gritante. Intentará llegar desde la alegría, en una serenidad frágil. Intentará llegar desde la palabra dicha por los labios. O la mente puesta en El. O el corazón tocándo­le. Intentará llegar desde una lectura reposada. O des-

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de una meditación tranquila. O tal vez desde una oración sin palabras. O desde un sentimiento oculto. Intentará llegarle desde un diálogo. Desde una presen­cia. Desde la admiración. O la contemplación. O senci­llamente desde la adoración. Intentará llegarle desde la noche obscura, gateando el camino en la fe. Intentará llegarle en la quietud. O en la unión. O en la transfor­mación e identificación gratuitas. Intentará llegar aga­rrado a un salmo. O a un acontecimiento. 0 sencilla­mente a una flor o a la inmensidad del mar. Intentará reposar, descansar en El... y siempre Dios se le escapa­rá. Siempre tendrá que comenzar de nuevo. Siempre tendrá que salir de donde se había instalado y comen­zar de nuevo el éxodo. Dios es esa Tierra Prometida que sólo en posesión plena abarcaremos (El a noso­tros) al final del desierto. Y tal vez, le veamos desde lejos, como Moisés en la montaña, en algún momento de nuestra marcha. Dios es un intento del hombre, nunca realizado por el hombre. Porque Dios es el que se da, el que se entrega, el que lo hace todo cuando quiere, como quiere y porque quiere.

La oración no se agarra a ningún esquema. La oración pasa por los estados del hombre, porque es el hombre quien ora con la vida. La oración sabe de actitud de búsqueda y, de vez en cuando, de encuen­tros sabrosos. Pero lo apasionante de la oración es saber que EL ESTA EN LA BÚSQUEDA. Y que a pesar de saberlo el corazón, lo entrañable del hombre, le sigue buscando, porque Dios quiere ser amado «con todo el corazón».

Dios quiere realizar su acción salvadora en el cora­zón del hombre. Cuando Dios encuentra resistencias por parte del hombre, cuando encuentra protagonis­mos, Dios deja que el hombre haga, su acción es dificultada por el mismo hombre. Y este es el desafío de la oración: dejarle a Dios que sea el Señor, el

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Protagonista de nuestra vida. Y esto el hombre no lo entiende. Porque va a Dios con la cabeza, sobre todo, y no se entrega a El con el corazón como un niño. Por eso, Dios puede realizar cosas maravillosas en un alma en pocos días, llevarla a una comunión muy fuerte en la oración con El. Y por el contrario, Dios en muchos años, con personas fidelísimas, pero «muy suyas», muy protagonistas con su esfuerzo de su obra espiritual, puede hacer muy poco. Derriba del trono a los poten­tados. Eleva a los humildes. A los hambrientos los colma de bienes. A los ricos los despide vacíos. ¡Cómo es verdad, Santo Cielo, esta oración de María, la mujer sencilla de corazón!

Se trata de descubrir el interior. Se trata de bucear, de sondear, de explorar el interior. Se trata de entrar dentro de nosotros mismos. Se trata de ser nosotros. De quedarnos en nosotros. De conformarnos con no­sotros. De vivirnos. De estarnos. De sernos. Y en esta experiencia llegar a encontrar a Dios y ser Dios, y vivir a Dios e identificarse con Dios y «no ser yo, sino Cristo en mí».

Siempre, camino de la fuente. Siempre a Teresa de Jesús, maestra de oración. Ella quiere explicar esta peregrinación al interior. Y para ello se le ocurre lo del «Castillo Interior». O lo de las «Moradas». Y Teresa lleva a ese éxodo duro por el que tiene que pasar el alma que busca a Dios hasta llegar a El. Porque Dios está en el interior del castillo y sólo después de pasar por muchas fortalezas, por muchas moradas, se llega al Centro, donde está el Rey. Y cuanto más lejos del centro, de la séptima morada, más lejos del Señor. Porque cuanto más lejos del sol (Dios es Sol), menor su luz y calor. Apasionante vuelo de mariposa que busca la luz y no se contenta con quedarse lejos de ella, sino que atraída por su fuerza, busca la luz más pura, más blanca, allí, junto al foco, en el mismo foco,

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donde, cansada de volar, entrega sus alas, se quema. Porque igual ciega la mucha luz que las tinieblas.

En esa peregrinación hacia el Centro, donde está Dios, pasa por la primera prueba, la primera morada. Es todo un proceso de pararse en uno mismo. Un proceso de conocerse. Todo un primer camino duro para el pie desnudo que pone su planta sobre la arena del desier­to. Hasta que un buen día el alma va a descubrir que cuanto más se conoce a sí mismo, más conoce a Dios. Y cuanto más conoce a Dios más se conoce a sí mismo. Cuanto más es Dios, es ella. Y cuanto más es ella, es Dios. Así diría Teresa de Jesús. Trabajoso peregrinar.

En este éxodo se va adentrando en el desierto camino de la Tierra Prometida. En la segunda morada sus pasos tendrán que ser firmes, sin desánimos, pro­seguir el camino empezado. Tendrá que soltar amarras, dejar las ocasiones, purificar su corazón. Tendrá que ponerse a la escucha. Buscar la paz. Dios se le va acercando.

En la tercer^ morada, en este camino de oración, el creyente tiene que perseverar, permanecer. Agarrarse a la voluntad de Dios, entrar en comunión, en obedien­cia con Dios. Temerle y amarle. Resistir a la prueba que Dios le pone. Ejercitarse, en definitiva, en las obras. Practicar las virtudes. El creyente va consolidándose.

Un paso más y el camino se va haciendo más soleado. Es el amor la fuerza del caminante. Amar, es su ejercicio. Porque el creyente descubrirá que no está la cosa «en pensar mucho sino en amar mucho». Sien­te ganas de entrar dentro de sí, de recogerse en su interior, de hacer interioridad. Es el momento de aban­donarse en las manos de Dios. Es la cuarta morada.

Dios ha puesto alas al corazón del creyente. Y es ya el momento de la unión con Dios en la quinta morada. Es el momento de darlo todo al Señor. Dios se pega al

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alma. Dios se fija en el alma. Es el momento de gozar de Dios en el Centro del alma. De «ver a Dios». Es momento de manifestar esta auténtica unión con Dios amándole a El y al prójimo. Así vivirá con pasión su voluntad.

El éxodo se hace cada vez más gozoso porque la Tierra Prometida (Dios mismo) está cerca. Ha puesto ya el bordón en la sexta morada. Cerquita del interior del castillo. Allí el alma queda herida del amor del Esposo. Procura estar sola para estar con El. La sole­dad la atrae. Es momento de gozar de la presencia de Dios en el alma. El alma se siente pobre. Todo es de Dios. Dios despierta el alma. El alma ha dejado su protagonismo. Dios le habla al corazón.

Por fin, el orante ha puesto el pie en la séptima morada. La ha puesto en el Centro de su ser. Y se ha sorprendido que su Centro era el mismo Dios habitán­dole en plenitud. Le había buscado tan lejos y no le veía por cercano. Valió la pena el desasirse de tantas cosas y tener una libertad interior. Valió la pena haber­se decidido con valentía a orar, valió la pena haber luchado por un corazón humilde y lleno de amor a los hermanos, valió la pena dejarse guiar y compartir sus experiencias con la comunidad, valió la pena haber iniciado esa peregrinación que le llevó a donde él no imaginaba ni sabía. Valió la pena haber ido de com­promiso en compromiso, de sorpresa en sorpresa. Va­lió la pena haber pasado por mil trabajos, haber supe­rado mil desánimos, haber comenzado mil veces. Valió la pena haber llegado a lo primero, al manantial, a las fuentes, al origen. Porque la gran sorpresa de la sépti­ma morada es haberse encontrado con la Santísima TRINIDAD. Sí, con el amor del Padre que le envuelve. Con la gracia del Señor Jesús que la fortalece. Y con la amistad del Espíritu santo que la acompaña. Valió la pena porque, en su peregrinación, no contó el tiempo.

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Sólo el amor que puso en cada paso. Valió la pena porque, por el Tesoro escondido en su corazón, fue vendiendo todo, hasta llegar a encontrarlo todo, TO­DO en su NADA. Del todo a la nada y de la nada al Todo. ¡DIOS!

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7. La oración del corazón

Hacemos difícil la oración. Y lo increíble es creer que con el «pensamiento» vamos a llegar a Dios, que las ¡deas, los raciocinios son el camino para llegar a Dios. Y olvidamos que DIOS ES AMOR. Y que al AMOR SE LLEGA CON EL AMOR. Es fácil orar cuan­do se ama. Se queda uno en la oración cuando descu­bre que orar es ejercitarse en el amor. Que no se llega a Dios con la cabeza y sólo la cabeza. Que a Dios se le llega con el corazón. Y es preciso meter la cabeza en el corazón, en el interior, y querer allí a Dios.

La oración es para todas las edades. Y quien más capacidad tenga de amar, más capacitado está para orar. Porque Dios se hace presente en el amor. Y Dios es el gran ausente en el desamor, en el egoísmo. La oración entra en el juego del amor a los hermanos con un corazón universal y el amor a Dios. Dos amores en un único corazón. Es bueno volver a traer el texto de Santa Teresa cuando dice «que la cosa no está en pensar mucho, sino en amar mucho». Y llega a llamar a los orantes «los servidores del amor». Y es que la oración no puede ser otra cosa porque quien ora, quien levanta el corazón del creyente hacia el Padre es el Amor del Padre y del Hijo, el Espíritu Santo. La oración es la acción amorosa del Espíritu en el corazón del hombre.

Hacer fácil la oración en el difícil ejercicio del amor. Aquí está el reto. Ir al encuentro de Dios para decirle «íe quiero», «te amo con todo mi corazón. Dios mío», «hágase en mí tu voluntad», «habla. Señor, que tu siervo escucha», «Padre, en tus manos pongo mi vida», «Señor Jesús, ten compasión de mí», «Jesús, Señor mío y Dios mío»... todas estas expresiones oracionales que surgen del corazón del creyente. Lo fácil es decirle

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a Dios que le queremos. Lo difícil es permanecer en ese amor dicho, es repetir una y mil veces el «yo te amo, Jesús», aunque nada se sienta, aunque no se tengan ganas. El amor, o es fiel o no es amor.

Hacer aún más fácil la oración en el difícil ejercicio de creer de verdad, de corazón, que «Dios me ama». Ya no se trata de ir al encuentro con Dios a decirle que le quiero. Ahora me sitúo en Dios, pongo mis ojos en El, abro el oído a su Vida, me sitúo entero, consciente, despierto, atento ante El y digo con el corazón: «Dios mío, tú me quieres», (Jesús, creo en tu amor para conmigo», ((Jesús, sé que eres mí Amigo», (Jesús, tú me amas», «Padre, tú me quieres», «Espíritu santo, tú me amas»... creer que Dios me ama porque es mi Padre. Creer, confiar en El. Creer en su amor que es abandonarse en El. Es la oración del abandono: «Je­sús, yo confío en ti», ((Jesús, me pongo en tus manos», «Padre, me entrego a tu amor», «Padre, hágase en mí tu voluntad», (Jesús, confío, me entrego, me abando­no en Ti».

Esta oración pone alas en el corazón. Esta dimen­sión de la vida cuando vivimos desde «Dios me ama», lo cambia todo. Porque entonces todo es gratuidad, todo es salvación, todo es gracia, todo es puro don.

Esto, o lo entiende el corazón, o la cabeza lo puede saber pero no entender. Se trata de tener la sabiduría del amor de Dios y no la ciencia del amor de Dios. Se trata de sentir, de experimentar, de palpar en la fe, el amor de Dios. Se trata de saberse inundado, engolfa­do, querido, sumergido en el amor de Dios, que es Jesús en su Espíritu. Esta dimensión de la vida vuelve al creyente gozoso, alegre, vivo, nuevo, festivo.

«La aventura apasionante de orar» intenta descu­brir esta gozada: «Dios es amor». Intenta ayudar a orar, a mirar a Dios desde el amor, desde «Me quiere» y «Le quiero»: «Nos queremos». Intenta ayudar a ir a la

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interioridad, al recogimiento, a la quietud, a la soledad sonora, a la música callada, a la escucha, a la mirada atenta, a estarse activo y presente, a quedarse en paz, a permanecer, a saber esperar, a {{mirar que me mira», a experimentar a Dios que habita en lo escondido, a entrar en el Centro, a estarse en el «muy, muy dentro», a descubrir este Tesoro escondido y venderlo todo por el Señor.

La oración del corazón o de interioridad no es una oración de palabras. Y menos de muchas palabras. Es una oración tranquila, serena, casi silenciosa, amiga, afectiva. También de voluntad, de querer. Es muy activa, pero muy «en el Otro». El creyente es también protagonista, pero sobre todo deja a Dios que sea Protagonista. Es una oración de encuentro, de comu­nión, de unidad, de comunicación, de poner en común dos interioridades, la de Dios y la del creyente, para llegar a una intimidad.

La oración del corazón exige «dos presencias». Porque la relación se da de «Tú a Tú». Dios no es «EL», distante. Dios se hace un «Tú», cercano, amigo. Es exigente en el encuentro. Porque el orante tiene que estar bien despierto en su fe, bien centrado, bien atento, bien vigilante. Tiene que estar entero, cons­ciente de que está, en armonía con él mismo, sin derramarse. Exige que «la mente y el corazón» estén puestas en Dios con amor. Es como pensar sin pensar en Dios con amor. Es como ver a Dios sin verle pero saber que le estoy viendo. Es tenerle a Dios aquí y ahora, ante mí, en mí, un Dios vivo. Porque dejará de haber encuentro de amistad cuando uno de los dos que se encuentran se ausenta, se escapa, se va a otras cosas. Exige estar volviendo continuamente. Exige darse por entero, en paz y humildad. Es una presencia del creyente muy activa, porque el amor es activo. Sólo así habrá diálogo. Sólo así habrá silencios profundos.

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La oración del corazón exige la presencia del OTRO. El Otro que es Dios en Jesús. Porque Dios se ha hecho Hombre en Jesús. Porque Dios tiene un lugar para encontrarse con el hombre, que es Jesús. Porque Dios se ha hecho Presencia viva, activa, eficaz en Jesús. Porque Dios ha dado al hombre la plenitud de su presencia en Cristo Resucitado, el hombre aca­bado, el hombre perfecto, la plenitud del hombre. Porque Dios se ha igualado en el amor con el hombre haciéndose hombre. Porque Dios en Jesús es el Cami­no para encontrarse con El. Por eso, el orante tiene la exigencia de saberse situado ante Jesús que le habita, en Jesús que le penetra, en Jesús que le vive. Se esfuerza, en paz y fe, en saberse con Jesús como Amigo que le ama. Entonces, en la presencia de estas dos presencias se da la oración del corazón. Es una oración de corazón a corazón. Del corazón de Dios, Jesús, al corazón del hombre, en Jesús. En este en­cuentro brota el «Abba, Padre».

En este contexto se entiende la definición que Teresa de Jesús nos da. Una expresión que brota de la experiencia. Escrita con la cabeza, pero puesta en el corazón. Para ella orar es «tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama».

Entramos en el juego del amor. En la locura de los enamorados. En un clima de gratuidad. En un espacio de libertad interior. A nadie se fuerza a orar. Pero el amor fuerza a orar. A nadie se le obliga a orar. Pero la amistad lleva al encuentro de la persona amada. A nadie se le manda orar. Pero el amor hace de la suge­rencia, de la invitación, de la llamada, mandato libre. A nadie se le impone una amistad. Pero el amigo se le hace uno en el trato frecuente, en la relación continua­da, en el encuentro asiduo. A nadie se le indica el camino del amigo. Pero los amigos tienen su camino y

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sus espacios de encuentro. Y a los amigos les encanta estar a solas, pasar largos ratos, enormes, eternos, inmensos ratos en soledad. A los amigos el tiempo se les hace pequeño y el espacio les sobra por todos los lados. A los amigos el corazón les dice sin palabras, que amistad que se deja, que se distancia, que no se cultiva, es amistad que se enfría, que se cae, que se muere. Tratar de amistad y muchas veces, es el ejerci­cio de los amigos.

El verdadero amigo no necesita decirle de palabras al amigo, que le quiere. La amistad se intuye. Cuando es muy fuerte, cuando llega hasta el corazón del otro, sobran las palabras. Y el silencio, en el encuentro, se hace palabra, diálogo. La mirada, se hace diálogo. La presencia sin más, llena.

El amigo tiene clara una cosa: tiene un amigo. El amigo ha hecho éxodo, ha peregrinado, ha salido de sí. Ha pasado por el desierto duro antes de llegar a la amistad. Pero el verdadero amigo cree en el amor del amigo, confía en él, se abandona en él, cuenta con él, se entrega en él, sabe que el otro es capaz de todo, de dar la vida por él. El verdadero amigo se olvida a sí mismo y lo que cuenta en su vida es el amigo. El verdadero amigo ha perdido su vida y la ha encontrado en el amigo. Por eso, aunque el amigo le haga una faena, la perdona, la olvida porque su orgullo no es lo primero ante un fallo del amigo, sino el permanecer en el amor del otro.

Por aquí va la oración del corazón. Aquí queda el desafío. Bello. Único. Apasionante. Capaz de llenar una vida de lo más maravilloso que existe: JESÚS. Capaz de saberse querido por el AMIGO. Capaz de abrir el corazón a todos los hombres y amarles con el corazón de Dios. El corazón de Dios se llama Jesús. Jesús en mi corazón.

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8. Lugares de encuentro con Dios

Cualquier camino que se ande siempre lleva a un lugar. Se sepa o no se sepa. Y las cosas, al vivirlas, y el estilo de vida que se lleva, se sepa o no, se quiera o no, siempre conduce a un lugar. Todo cuanto el hombre hace o vive le lleva a algo. Es así.

Una afirmación seria, profunda, verdadera, es que Dios está donde está el amor, donde hay personas que se aman. Dios está allí donde el hombre necesita ayuda, cariño, atención. Dios está presente, sobre to­do, en el mundo del dolor, de los marginados. Dios, en Jesús, se hizo lugar, en los marginados. Y allí se quedó crucificado.

La oración es un lugar de encuentro con Dios. El orante busca el rostro de Dios. Desea a Dios. Suspira por Dios. Tiende a Dios. Camina al encuentro de Dios. Y el orante, muchas veces, se siente solo en esa bús­queda, experimenta que clama a Dios y Dios no le responde, se da cuenta que Dios parece que se queda distante de sus problemas, de su dolor. Todavía más: la búsqueda de Dios se hace dolorosa, un desierto inso­portable. Y el orante se pregunta: ¿Dónde estás, Se­ñor? Y al preguntarse ha orado. Se ha puesto en contacto con Dios.

¡Dios! ¡Dios! ¡Dios!, la gran palabra del corazón sincero. La Palabra que se le arranca al hombre en los momentos decisivos, opcionales de su vida. Dios, la realidad más misteriosa que el hombre desea vivir. Vivir en fe. Porque Dios no puede ser vivido de otra manera.

Cuando el creyente ora es porque quiere vivir con Dios, quiere vivir Dios. Tantas cosas en la vida que

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meten al hombre por caminos muertos, por caminos que dan la espalda a Dios. Por ejemplo el dinero, el bien vivir, las comodidades y diversiones, el placer... son caminos donde Dios está ausente. Por ejemplo el egoísmo, el odio, el orgullo, la hipocresía, la mentira... son caminos donde Dios no está. Por ejemplo la ex­plotación del hombre, la esclavitud del hombre, el aplastamiento del hombre... son caminos donde Dios no está. Por ejemplo la vida sucia, el abuso sexual, la glotonería, lo rastrero y bajo... son caminos donde Dios no está.

Para encontrar a Dios se necesita un corazón con ritmo de conversión constante. La oración mantiene el corazón despierto a la conversión. El orante, guiado por el Espíritu de Jesús, busca a Dios en la noche o en el día, en la altura o en la profundidad. Dentro o fuera. Le busca en el cansancio y en la alegría. Le busca porque ya no puede vivir sin buscarle, sin caminar a su encuentro. Le encuentra y se le oculta como la luz de las estrellas. Camina por la playa y se encuentra con el mar inmenso. Todo lo que encuentra se le acaba y siempre tiene necesidad de dar un paso más en la búsqueda. El mismo Dios que encuentra, muchas ve­ces no le satisface y comienza una ardua andadura de quitar las falsas caras de Dios, de quitarle a Dios las máscaras que los hombres le han puesto. ¡Dios! ¡Siempre Dios!

Para el creyente la oración —el encuentro con Dios—tiene lugares, espacios de encuentro. Y a ellos se dirige una y otra vez. Y al final hará de todos ellos como una encrucijada, como una red de caminos. Sabrá ir de uno a otro según las necesidades, según su estado, según el Espíritu le conduzca. Difícilmente se quedará en uno solo. Hará armonía, unidad de todos ellos.

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¿Dónde encontrarse con Dios? Sin duda alguna y con preferencia, en el propio CORAZÓN, en el interior. Este lugar es todo el empeño de nuestro trabajo. Habi­tuarse a orar en el interior es hacer de la oración un lugar y espacio para todo lugar y espacio. Es situarse en espíritu y verdad en el templo de Dios. El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu santo que nos ha sido dado.

¿Dónde encontrarse con Dios? Sin duda alguna en su Palabra. En la Biblia. En la Revelación. Por eso el orante irá siempre a la Palabra de Dios, Porque allí se encontrará con un Dios manifestado, revelado en Je­sús. Allí encontrará Palabras de vida sin término. Allí se encontrará con la Palabra que le despierta el cora­zón a Dios. Una Palabra de Vida. La PALABRA DE DIOS es lugar preferente de encuentro con El. Y de manera más asequible, en la LITURGIA de cada día, donde Dios nos comunica su Palabra y nos hace caminar a lo largo del año al ritmo de la misma Palabra.

¿Dónde encontrarse con Dios? Sin duda en el SACRAMENTO. Porque los Sacramentos son accio­nes salvadoras de Dios. Porque en ellos Dios sigue salvando al hombre, realizando su Historia de salva­ción. Lugar de encuentro con un Dios misericordioso, el sacramento de la Reconciliación. Lugar de encuen­tro con un Dios amor, fraternidad, la Eucaristía. Lugar de encuentro con un Dios que ha enraizado al hombre en Jesús, su Hijo, la vivencia bautismal. Cuanto más se adentra el orante en clima de oración, la Reconcilia­ción sacramental y la Eucaristía se vuelven para él fuentes fuertes y decisivas de vivencia cristiana.

¿Dónde encontrarse con Dios? Sin duda, en el HERMANO, en el hombre. Es sacramento de Jesús. Jesús se ha encarnado en el corazón de todo hombre, porque le ama. En el hombre, está Jesús. El mismo hombre es Jesús. Y de manera especial en los margi-

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nados, en los dolientes, en los desclasados, abando­nados, incomprendidos. El hermano es siempre lugar inconfundible de encuentro de Dios.

¿Dónde encontrarse con Dios? Sin duda alguna y decididamente en la COMUNIDAD. Es el lugar de Jesús. En ella se realizó la opción de Jesús. Desde ella el creyente, en unidad, anuncia el Reino. Con la comu­nidad, el creyente, es testigo del amor de Dios al mundo. La comunidad es el sacramento entrañable de Dios presente en el corazón de la humanidad Allí, en medio de los reunidos en el nombre del Señor, está Jesús. Allí se hace la revelación, la epifanía, la mani­festación del Señor.

¿Dónde encontrarse con Dios? Sin duda alguna, en el corazón del mundo. En los ACONTECIMIENTOS. En ellos Dios realiza su Historia. A través de ellos, Dios salva al hombre. Por medio de ellos Dios habla al hombre. En ellos, Dios va cambiando, dirigiendo la Historia, hacia el gran Acontecimiento, el Aconteci­miento Central, que es Jesús. En los acontecimientos el hombre discierne, lee la presencia de un Dios cerca­no, interesado en la Historia de los hombres. Hacer lectura de la Historia, de los SIGNOS DE LOS TIEM­POS, es vivir la trascendencia en la inmanencia.

¿Dónde encontrarse con Dios? Sin duda en el COSMOS. Dios ha pasado, ha dejado sus huellas en la naturaleza. La montaña habla de su grandeza. Y el agua, de su trasparencia. El fuego y el viento, de su fuerza. Y la flor, de su belleza. La noche, de su silencio. Y el día, de su vida. Todo, en armonía increíble delata la presencia de Dios. Como si el corazón de Dios estuviese derramado en todas las cosas. Hacer la lec­tura del Cosmos es situarse desde la contemplación, desde el asombro, desde la sorpresa, desde la admira­ción. Saliendo de sí, se entra en las maravillas de Dios.

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¿Dónde encontrarse con Dios? Sin duda y decidi­damente y radicalmente en la HUMANIDAD DE JE­SÚS. En Jesús de Nazaret el hombre se encuentra con Dios. En Jesús de Nazaret el hombre llama a Dios Padre. En Jesús de Nazaret, que vivió, que tuvo su historia, que murió y resucitó. En Jesús, que se hace presente en el corazón del Evangelio. En Jesús, que se hace presente en el corazón del hombre. En Jesús, que se hace presente en el corazón del sacramento. En Jesús, que se hace presente en el corazón del herma­no. En Jesús, que se hace presente en el corazón del mundo.

El orante se apasiona por JESÚS. No sabe orar sino es en Jesús, con Jesús, por Jesús. Pero un Jesús verdadero. Un Jesús real. Como el que vivió en Naza­ret, ya resucitado. Como el que curó al ciego, ya resucitado. Como el que perdonó a la samaritana y se hizo amigo de ella, pero ya resucitado. Un Jesús hijo de María, la Virgen. Un Jesús lleno de ternura para su amigo Lázaro. Un Jesús que quiere a los niños. Un Jesús rodeado del grupo de los Doce. Un Jesús hom­bre-Dios.

Sólo una palabra de complemento para el encuen­tro con Jesús en la oración: Un Jesús Crucificado. La CRUZ es lugar de encuentro con Dios. El orante pasa­rá horas, largas horas mirando al Crucificado en silen­cio. E irá recibiendo la sabiduría de la Cruz.

Y un Jesús vivo, real, sacramentado en el SAGRA­RIO. Allí, ante él y con él pasará horas. Porque sentirá una fuerza irresistible de ir al sagrario en la noche o en el silencio. Porque sentirá la necesidad de hacer sole­dad con el Solo. La Cruz y el Sagrario son fuerzas vivas en la oración. Entrar en la soledad y silencio de la Cruz y del Sagrario es meterse en la pedagogía del Espíritu.

¿Dónde encontrarse con Dios? ¿Dónde?

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9. Unas pistas para orar

Es difícil dar respuesta a quien quiere un método único, definitivo para orar. Porqué quien ora en el creyente es el Espíritu de Jesús. Con todo, como unas pistas, como un camino, indicamos algo práctico para orar, para hacer oración de interioridad, esa oración del corazón.

Lo primero es QUERER ORAR. Es esencial. Deter­minarse a que la oración entre en la vida con fuerza, como algo esencial y definitivo. Y este querer orar hace que la vida «pare». Porque para orar hay que parar. Sin miedo a lo «in-útil», sin miedo a perder el tiempo, sin miedo a una falsa eficacia que se consigue a base de «hacer». Querer orar es tener la conciencia de que la oración es la fuerza interior de la acción, de que el amor que doy en la acción es alimentado originaria­mente por la oración.

Lo segundo es BUSCAR UN ESPACIO ORACIO­NAL. Buscar un ambiente externo que ayude al silen­cio, al encuentro. Buscar un silencio interno que me ayude a concentrarme, a centrarme en mi interior. Para orar tengo que ir a la «soledad». Y en la soledad tiene que surgir el «silencio». Pues, lo que la palabra es a la comunidad, el silencio es a la soledad. Hacer soledad, entrar en ella, vaciarme, despojarme, serenarme, silen­ciarme. Esto es, pacificarme, armonizarme, hacer uni­dad de mi persona. Sin ser muy detallista tengo un sitio donde estoy a gusto para orar. Silencioso. Cuido la tonalidad de la luz. Libre de cacharros. Tengo una hora que me va bien. Sea a la mañana o al caer el día. Me marco un tiempo diario. Soy fiel a los minutos de ese tiempo. Soy fiel aunque esté aburrido.

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Lo tercero, SOY CONSCIENTE DE MI MISMO. Con otra expresión: me concentro, intento tomar con­ciencia de mí, de saberme aquí y ahora, de estar pre­sente, atento, despierto, vigilante, totalmente, todo entero. Sereno mi ser. Sereno mi mente, mi corazón, mi afectividad, mi voluntad, mi cuerpo, mi espíritu, mi alma. Me pacifico. Me «tengo a mí mismo». Con mi ser verdadero, auténtico, como soy, con mis cosas positi­vas y negativas. Tomo conciencia de mi pobreza, de mi «barro», de mi fragilidad, de mi nada. Me relajo, me abandono, me libero. Estoy. Estoy con esfuerzo pacífi­co. Estoy presente.

Este momento de la oración es muy importante. Es la ascesis de entrar dentro. Es el punto de arranque de ser yo el que esté allí para entablar un encuentro, un diálogo. Sin presencia no hay diálogo. Esta experien­cia profunda con uno mismo lleva a encontrarse con El Otro, con Dios. Al intentar centrarme en mí, llego a tocar el centro de mi vida. Y Dios está en ese centro. Ahora estoy centrado en el Centro. Comienza la ora­ción. Comienza el diálogo.*

Lo cuarto es: SOY CONSCIENTE DE DIOS. Tengo claro que Dios está presente. Que Dios, en Jesús, está en mí. Que mi vida está en la suya y la suya en la mía. Tomo conciencia de que Dios, en Jesús, viene a mi encuentro. Y que le gusta estar conmigo. Y que quiere estar conmigo. Consciente de que Dios, en Jesús, me ama, es mi Amigo, está dentro de mí porque me ama.

Esta realidad de que Dios está presente en mí, en Jesús, me lleva a abandonarme a El, a entregarme a El, a centrarme en El, a escucharle, a poner los ojos en El, a mirar que me mira, confiar, a contar con El. Esta presencia de Dios puede ser desde el pensar en El con amor, desde un sentimiento que tengo sin más, desde una mirada silenciosa sin más, desde una mirada intui-

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tiva sin más, desde una fe despierta que me dice que sí, que está en mí.

Lo quinto es HACER ENCUENTRO. Yo estoy pre­sente con mi pobreza, con mi barro. Estoy presente pobre, humilde, vacío. Estoy presente lleno de espe­ranza, lleno de ternura y cariño por El. Estoy presente y sé que El es mi Origen, mi Guía, mi Meta. Estoy presente y me olvido de mí. Pongo los ojos en su don, que es Jesús. Estoy presente en su presencia. Y El lo es todo para mí. El es el Sol, la luz inmensa. El es mi mar; yo, la gota de agua. El es mi desierto; yo, granito de arena. El es el azul estrellado; yo, una pequeñita estre­lla. El es Dios; yo soy su criatura. El es mi Padre; yo soy su hijo. Yo soy su hijo en el Hijo amado, Jesús.

Estoy consciente de que en este encuentro, quien lo realiza es el Espíritu santo, que es la comunicación, la unión, el amor de Dios. Y me tranquilizo, me pacifi­co, porque sé que todo va a depender de El, aunque yo ponga toda mi vida, todo mi ser para realizar el en­cuentro. Y en este encuentro surge el «diálogo». Un diálogo que será de decir de vez en cuando algo. Por ejemplo: «Jesús, tú me amas», «Jesús, yo te amo». Y callarse de nuevo. Y volver otra vez a repetirlo con paz, tranquilamente, sosegadamente. Con un ritmo que el interior va marcando. Y en este diálogo tengo «la mente y el corazón» puestos en Dios, sin perderlo. Y me distraigo y vuelvo otra vez. Así es el amor. 0 sencillamente me gozo en un sentimiento interior que me dice que Dios me ama. 0 estoy presente y le doy presencia. 0 le miro que me mira. Siempre soy cons­ciente de que JESÚS está en mí. De que el encuentro con Dios es en Jesús. Y no pierdo esa presencia viva, maravillosa de Jesús. Y mientras no la pierda estoy orando, porque estoy dialogando, estoy en encuentro, estamos los dos. Los DOS presentes. Y El con más

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fuerza que yo. Con paz me abandono en las manos de Dios, que es Jesús. Y con paz oro. Una paz serena pero despierta.

Un sexto paso es ABANDONARSE A LA ACCIÓN DEL ESPÍRITU SANTO. Es muy importante tener con­ciencia de que quien ora en el encuentro con Dios es el Espíritu de Jesús. Y que El nos va a conducir a Jesús. Y que El despertará nuestro corazón a Dios. Y que El realizará en nosotros las maravillas que Jesús hizo por nosotros. Y que El nos tocará el corazón con la pala­bra, con el silencio, con el sentimiento, con algo que El nos trae a la mente, con la conciencia de que somos pecadores, con la alegría de que Dios es nuestro Pa­dre. El nos hace experimentar sus dones y sus frutos. Nos mete en experiencias de paz, de gozo, de perder el sentido del tiempo, el sentido del lugar... todo ello, en experiencia de Dios.

Es bueno decir «Ven Espíritu santo», «Ven», «Mani­fiéstate», «Dirige mi oración», «Condúceme a Jesús», «Abre mi corazón a Jesús»...'una de estas expresiones repetidas una, varias veces con paz, con sosiego, con insistencia. Es bueno saber que todo lo que pasa en la oración es el Espíritu de Jesús quien lo realiza, aunque no nos demos cuenta de ello, pues el Espíritu siempre actúa en lo escondido, pues El es «Lo oculto» de Dios. Abandonarse a su acción para que El realice ese traba­jo de identificarnos poco a poco con Jesús en su manera de pensar, de amar, de sentir, de ser.

Un séptimo paso es CENTRARSE EN JESÚS. Es lo esencial de la oración. Es la única oración cristiana. Es esencial porque la oración es encuentro, es diálogo, es presencia. La oración no es una idea, ni un sentimiento perdido. La oración es la experiencia de Dios en JE­SÚS. En Jesús y sólo en Jesús. Por eso, durante la

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oración todo tiene que estar centrado en Jesús. Todo tiene que estar referido a Jesús. Los ojos, en Jesús. El corazón, en Jesús. La mente, en Jesús, El ser, en Jesús. Un Jesús, que me ama. Un Jesús que ha entregado su vida por mí. Un Jesús, a quien escucho o a quien hablo. Un Jesús con su HUMANIDAD. Un Jesús de Nazaret. Un Jesús-Cristo resucitado. Glorio­so. Un Jesús Dios y hombre. Un Jesús real. Jesús es el CENTRO oracional. Esta realidad tiene que estar muy clara. Entonces se va con gusto a orar, a estar con Jesús. Y no a pensar en ideas sobre Jesús. Entonces la oración tiene gancho. Entonces la oración «sabe».

Un octavo momento es AGARRARSE A LA PALA­BRA DE DIOS. Ella es el «soporte» de la oración. Ella es quien despierta el corazón para orar. Ella es quien comunica vida, luz, fuerza a la oración. Ella es quien alimenta la fe del orante. Ella es quien hace presencia de Dios. Ella es quien nos introduce en el misterio de Dios. Ella es quien nos revela a Jesús. Ella es quien nos ora.

Seguir la Liturgia. Seguir los textos bíblicos de cada día. 0 los del domingo, como alimento de toda la semana. Ella nos va conduciendo en el seguimiento de Jesús. Un Jesús vivo a través del año litúrgico. Un Jesús dentro de una Historia de salvación. Un Jesús que habla, que hace, que siente, que vive. Un Jesús que de nuevo se hace presente en acción salvadora. Para ello es bueno leer los textos bíblicos de la liturgia de la Palabra de cada día. Leerlos con paz, en actitud de escucha. Leer desde esas frases del «introito» o la «comunión» que tan sabrosas son para orar, pasando por la primera lectura, seguida del Salmo, tan propio para orar, y el Evangelio. Normalmente existe unidad de tema entre los tres textos. Pero hay que leer los tres en «clima de Jesús», referidos a Jesús, centrados en

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Jesús. Luego quedarse en silencio. Dejarse conducir por el Espíritu. Que él nos sitúe en algún aspecto del texto, en un pasaje que más nos llega en ese momento, en una expresión o palabra que más nos dice. Y cen­trarse en ella. Y cogerla desde la mente y meterla en el corazón. Y repetirla, como un «mantra», varias veces, muchas veces, haciendo silencios entre las repeticio­nes. Con más fuerza decirla o menos. Con más ritmo o con menos. Como jugando con ella. Y centrada en Jesús. Dejándose caer en el mantra. Por ejemplo, al orar con la bella oración evangélica: «Señor Jesús, Hijo de Dios vivo, ten compasión de mí, que soy un pobre pecador», yo puedo comenzar por decírsela a Jesús entera, varias veces. Luego me quedo algo en silencio, como escuchando el eco, o como saboreando lo que me dice sin palabras, o como gustando el sentimiento interior de humildad o confianza que ha despertado en mi corazón. Si me distraigo la vuelvo a repetir y repetir para que cale, para que empape la tierra de mi pobre corazón. Luego, tal vez no sienta necesidad de decir la frase'entera. Hasta me molesta decirla entera. Entonces me dejo llevar y puedo orar con «Señor, Jesús», que repito varias veces. O «Señor de mi mente», o «Señor de mi vida». O bien con «ten compasión de mí». «De mí, Jesús». 0 «Señor, soy pecador», o «Mira mi pobreza». O bien hago confesión de fe y digo «Tú, Jesús, eres Hijo de Dios». «Tú, Jesús, eres Señor de la Historia». «Señor». «Jesús». «Ten compasión». «De mí». «Soy pecador». «Jesús»... De esta manera voy interiorizando la Palabra de Dios, pero referida siempre a Jesús.

Es sencillo orar con la Palabra. Cuando uno se habitúa, luego casi no sabe orar sin ella. La Iglesia siempre ora con la Palabra de Dios. Es su pedagogía oracional. Y el creyente tiene que orar con el corazón de la Iglesia. Otro ejemplo puede ayudar a ese orar con

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la Palabra. La Palabra desde un hecho evangélico, un acontecimiento donde Jesús ocupa el centro de la acción. La Palabra desde una carta, un texto donde la ¡dea domina. Y un salmo, que recoge la oración del pueblo antiguo, pero que es preciso actualizarla en Jesús.

Vamos al hecho evangélico. Oramos con el en­cuentro de Jesús con la Samaritana. Es de Jn 4, 1 -42. Yo me sitúo. Me imagino los hechos después de una lectura reposada, que recuerda el acontecimiento y lo hace presente. Aún más. Más allá de contemplar desde fuera ese hecho me meto dentro. Y «yo soy la samarita­na» que se encuentra con Jesús. Y todo pasa entre Jesús y yo. Este es el hoy vivo de la Palabra. Y me dejo caer en aquellos espacios del texto que más me llegan, más han despertado mi corazón en ese momento. Cojo la frase o hecho que sea y los repito como mantra. Por ejemplo: «Dame que beba», «Si conocieras el don de Dios», «El que bebe de esta agua vuelve a tener sed», «Señor, dame de esa agua», «Señor, tú eres un profe­ta», «Señor, tú eres el Mesías, el Ungido», «Yo soy, el que habla contigo». Una de esas expresiones la hago mía, y la repito como antes con la oración evangélica. Luego, a partir de la Palabra evangélica puedo orar con expresiones de mi vida: «Jesús, que mi corazón tenga sed de ti». O de un salmo que traigo»: «Señor, mi alma tiene sed de ti, como tierra reseca, sin agua». 0 bien: «Señor, dame de beber el agua de tu Espíritu». 0 «Señor, tengo sed de vida eterna». «Señor, despierta en mí la sed del amor, de la caridad, del acercamiento a los hombres». «Señor, arranca de mi corazón los mari­dos, los ídolos que tú sabes que tengo». «Señor, tú eres mi agua viva». Entre silencios y expresiones ora­cionales dichas con los labios o sólo con la mente o con un sentimiento en el corazón, yo voy interiorizan-

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do. Pero que la presencia de Jesús siempre esté en el Centro de todo.

Puedo orar con un texto de una carta. Por ejemplo: Col. 3, 1 -17. Hago como antes. Luego me sitúo en la Palabra. «Jesús, tú has resucitado», «Jesús, que yo busque lo de arriba». «Señor, mi vida está escondida contigo en Dios», «Jesús, tú eres el hombre nuevo». «Jesús, arranca de mí el hombre viejo». «Jesús, en ti he sido elegido», «Jesús, dame tu paz». «Jesús, hazme sencillo, humilde»... Todo lo hago en referencia a Je­sús. No pienso en las cosas sino que las siento, las vivo, las meto en el corazón. Y desde allí oro con la Palabra. Pero centrada en Jesús.

0 puedo orar con un Salmo. Por ejemplo: Ps. 27, «El Señor es mi luz y mi salvación». Lo leo entero. Con paz. Luego me sitúo en El y lo hago en referencia a Jesús. Por ejemplo: «Señor Jesús, tú eres mi Luz». «Jesús, tú eres mi salvación». «Jesús, tú eres la defen­sa de mi vida». «Jesús, busco habitar en tu casa, en el corazón del Padre». «Jesús, escúchame, te llamo, te busco». «Busco tu rostro' Señor». «Señor, manifiésta­me el rostro del Padre». «Tú, Señor, eres el Dios de mi salvación. No me abandones». «Señor, tú eres el Cami­no». «Señor, haz que ande por tus caminos». «Espero en ti, Señor». «Dame, Señor, un corazón valiente, ani­moso». Una de estas expresiones, o alguna más puede ser el alimento del encuentro oracional.

Al contacto con la Palabra de Dios el corazón se va despertando y la Palabra se hace «llamada» y el cora­zón del orante entra en clima de «respuestas». Surge en el corazón, aun sin proponérselo, las infidelidades, las enemistades con Dios y los hermanos, las barreras que separan a «Jesús y la samaritana (yo)». Surgen las «sedes» del corazón, y las falsas aguas en que busco saciar la vida. Surgen «las cosas de abajo» que me tiran a vivir en el pecado y mis orgullos y falta de delicadeza

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para el prójimo. Y mi hombre viejo. Y mis sombras. Y mis miedos. Y mis angustias y temores. Surge todo porque la Palabra de Dios, en la acción del Espíritu, despierta la vida en su ser total, esperando la MISERI­CORDIA de Dios. Y surge el deso de cambiar, de ser más de Jesús, de que Jesús sea el Señor de mi mente, de mis ideas, de mis quereres...

Y viene, por fin, la respuesta, la conversión. Porque la oración lleva siempre a cambiar de vida, a modificar las actitudes, a vivir cada vez más según el estilo de vida de Jesús de Nazaret.

Un noveno momento será el de PEDIR AYUDA Y AGRADECER. Pedir ayuda al Espíritu de Jesús para cambiar de vida. El de contar con la fuerza del Espíritu de Jesús para que todo lo que en luz y paz se ha visto en la oración, ahora se lleve a la vida con fuerza y paz. La salvación hecha en nosotros por la acción del Espíritu de Jesús. Pedir en concreto ayuda para, por ejemplo, cambiar en la actitud de orgullo: «Espíritu santo, dame tu don de caridad, para que sea más amable», «Espíritu de Jesús, acompáñame durante es­te día para que viva en humildad en tal y tal circuns­tancia que hoy voy a vivir». Esta presencia del Espíritu nos ayudará durante el día a vivir en clima de oración. Es bueno sintetizar la oración en una frase bíblica que repito durante el día con cierta frecuencia. Por ejem­plo: «Jesús, espero en ti, dame un corazón valiente». «Señor Jesús, tú eres mi Luz». «Jesús, eres mi agua viva».

Juntamente con la ayuda pedida es bueno agrade­cer. Agradecer porque el encuentro de oración ha sido hecho en gratuidad, porque el corazón se ha sentido más salvado por Dios, porque la vida ha cobrado más fuerza en el Dios que nos salva, Jesús. Agradecer esos momentos de luz que se han tenido. O de Jesús y su

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gracia o de nuestro pobre corazón y vida. Por ejemplo: «Gracias, Jesús, porque me has manifestado tu ros­tro». «Gracias, Jesús, porque te necesito». «Gracias, porque tú sacias mi sed».

Por fin, un décimo momento será el del COMPRO­MISO. Oración que no cambia la vida no es oración. Oración que se queda en mero sentimiento o idea, será otra cosa, pero no oración cristiana. La oración cristia­na tiende siempre a la conversión del orante. Y conver­tirse en cristiano es ir asumiendo en la propia vida EL ESTILO DE VIDA DE JESÚS. Cada vez más mansos. Cada vez más humildes. Cada vez más comprensivos. Cada vez más misericordiosos, puros, alegres, pacífi­cos, comunitarios, trabajadores por la justicia, pobres de corazón. La oración nos convierte a la vivencia de las Bienaventuranzas como estilo y programa de vida. La oración lleva a las OBRAS. La oración nos mete en la práctica de las VIRTUDES.

¿Es bueno un compromiso, al final de la oración para el día? Tal vez al principio, sí. Un compromiso concreto. Si, por ejemplo, he meditado en el hecho de la Samaritana, puedo tomar el compromiso de, en tal y en tal momento del día, «ser más cercano» a fulano y fulano, tener una relación más cuidada, ya que nor­malmente no la tengo, la rehuyo, no me relaciono con él. De esta manera, y la frase que puedo repetir, toma­da de la Biblia, me ayudará a ser real en mi vida.

Son apenas unas pistas que ayuden a orar. Parecen muchas, pero se sintetizan fácilmente. Están desglosa­das, pero surgen sin querer. Ha sido como un abanico abierto, pero es lo mismo que el mismo abanico cerra­do. Todo está unido. Son doce barritas del abanico o diez, pero todas ellas unidas por «esas tiras», ese amor que da la unidad, crea armonía y hace que sea eso, abanico y no otra cosa. Una cosa cierta: el que ora es

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como el barro. Dios es el alfarero. El que ora es el creyente que, lleno de esperanza, pone su pobre barro en las manos del Alfarero para que haga de él la obra que desee hacer. Una cosa es cierta: el orante, en manos de Dios Padre, llegará a ser, por medio de esas manos (el Espíritu santo), una obra maravillosa, una obra según el estilo de Jesús de Nazaret.

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10. Lo del candil y la levadura

Podía haber sido este capítulo el primero. Pero, con miedo a que no se entendiese con el corazón, viene aquí, casi el último. Porque es como decir lo que la oración es en la vida del creyente, lo que crea la oración en el orante. Sé que es muy difícil decirlo. Y que según las diferentes experiencias, así se dará razón de ella. Lo único que quiero es decir dos cosas apoya­do en dos parábolas de Jesús. Con ese lenguaje de la parábola y con la intención de sorprender, de inquie­tar, de cuestionar, de llamar la atención por contrastes fuertes. Es la parábola de las muchachas que esperan en la noche. Y la de la levadura.

Yo creo que la oración mete a la persona en una especie de luz, de clima. La oración hace que la perso­na «vea con ojos de ver», que el creyente tenga ojos desde el corazón, desde lo/nás profundo de la perso­na. La oración hace penetrar con más intensidad en todo, hace ir «más allá», más allá de la superficie, de las apariencias. Hace como romper la cascara e ir a la nuez que está dentro. La oración da una nueva visión de Dios, de los hombres, de los acontecimientos, del mundo. Una nueva visión de uno mismo, de su «ver­dad interior». Y cuando uno ve, sabe caminar. Cuando uno tiene las cosas claras fácilmente se compromete. Cuando uno conoce el camino anda por él con más facilidad.

Una persona que no ora, un creyente que hace oración de vez en cuando pero que no es orante, que no se ha determinado por la oración, es como alguien que tiene todo delante, pero no ve el paisaje por la densa niebla. Alguien que tiene todo a su alrededor, pero la obscuridad de la noche no le deja ver nada y es como si no lo tuviese. Un cristiano que no ora es como

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alguien que quiere caminar en la noche y por no tener una luz —¡una luz!—, no avanza, tropieza con todo, no tiene camino. Una persona que no ora es como alguien que vive en una encrucijada o que camina con muletas. La oración da alas a la persona. Alas en el corazón.

Algo así ocurrió con aquellas muchachas que en la noche esperaban al novio para entrar en la boda. Todas tienen un candil. Y aceite. Pero, la noche es larga. Y a un grupo se le acaba el aceite. Y no repone. Y la mecha no recibe la llama. Y resulta que llega el esposo. Y sólo las que tenían el candil encendido hacen camino hacia las bodas. La luz las lleva a las bodas. Y las otras, con su candil apagado, no encuen­tran el camino para entrar a la fiesta.

Creo que el corazón del creyente vive en esperanza, no pierde la esperanza cuando es alimentado por la espera del que va a venir. Y ese estado de estar vigilan­te, atento, despierto, consciente de esa llegada, —ese estado permanente—, se llama oración. La oración es como la luz en la noche. Una cerilla rasga las tinieblas de la noche. Un candil encendido hace que la noche se vuelva día. La luz en la noche hace cercanas, pre­sentes las cosas. La luz en la noche hace que los que nos rodean tengan rostro. La luz en la noche es un lugar de referencia, un lugar de encuentro. Y la obscu­ridad en la noche es la limitación del hombre, la cerca, la barrera que le impide caminar y llegar.

Orar es ver en la noche de la vida. La oración crea un «clima de ver», las cosas se ven de otra manera. El sufrimiento tiene otro sentido y la entrega se hace desde otra dimensión. Esa luz que crea la oración en el creyente se llama «presencia de Dios». Y esa luz que crea la oración le introduce al creyente en la fiesta, en «elmisterio de Dios». La oración es esa llama encendi­da en el corazón del creyente que le hace vivir desde el «nada te turbe - nada te espante - todo se pasa - Dios

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nunca se muda - la paciencia todo lo alcanza - quien a Dios tiene - nada le falta - sólo Dios basta». Esta es la realidad que descubre el orante y en esa «luz de Dios» vive. Vive y con los pies muy bien puestos en la tierra, en el camino. Porque vivir en las tinieblas es peligroso. Difícilmente se pone el pie en lugar seguro. Siempre el miedo de poner el pie en falso. La inseguridad.

La oración es también como la levadura. Una mujer se afana, amasa, y luego mete la levadura —¡apenas un poquito!—, en la masa. Y fermenta, crece y hace que haya pan para todos. Es una bella multiplicación. La fuerza increíble de la levadura. Y si la mujer se afana, amasa, y luego deja la masa sin meter la levadu­ra, no crece, no aumenta. Y el pan no llega para todos. Y el pan es duro, de cemento. No tiene sabor. No es pan.

Algo así ocurre con la oración. La oración, que es amistad con Dios, es como el fermento, la levadura en el corazón del creyente. Cuando en la oración el cre­yente hace unidad, amistad, encuentro con Dios, Dios mismo es esa levadura que transforma, que fermenta la pobre masa que es el hombre. Y la transforma, la hace crecer, la agiganta y la hace fecunda, la hace pan sabroso para muchos. La oración es esa levadura, el Espíritu santo, que desde el interior del corazón del hombre hace que el hombre cobre el sabor, que el hombre tenga sentido. Que el hombre sea hombre. Porque la oración es la experiencia de Dios y en esa experiencia Dios hace al hombre hombre nuevo, le hace a imagen de Jesús, le hace en el estilo de Jesús, le hace resucitado, como el Señor.

Es duro ser pan sin fermentar. Es duro comer pan sin fermentar. Es duro que el pan no llegue. Es duro vivir una vida cristiana sin oración, sin la experiencia de Dios, porque entonces lo cristiano no tiene el gozo interior de lo cristiano que es el Espíritu santo. Enton-

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ees no se vive desde dentro. Y sólo sobrevive aquello que está animado desde el interior.

El fermento desaparece. No lo comemos. No está ahí. Pero al gustar el pan, el pan es sabroso gracias al fermento. El ha dado vida a la masa. Algo así pasa con la oración: ella anima, transforma, vitaliza, da fuerza al corazón del creyente. Y le hace ser de otra manera, le hace ser, a la hora de vivir, «en Dios». ((Vuestra vida está escondida con Cristo en Dios». Una vida hecha pan sabroso para todos.

Y una tercera parábola. Sólo de paso. Es la del tesoro escondido en un campo. Cuando alguien lo encuentra vende todo, todo lo que tenía, y luego compra ese campo. Y con él, el tesoro.

Algo así pasa con ese tesoro llamado oración. Está escondido. Muy escondido. Porque todo lo que vale, lo que tiene vida está oculto, escondido. Pero cuando, por la misericordia de Dios, un buen día, un buen día de gracia, Dios descubre al creyente lo que la oración fue en Jesús y lo que es en el que le quiere seguir, el creyente lo vende todo, se determina, no le importa sacrificios ni renuncias por comprar, por entrar en el gozo de poseer ese don, ese tesoro, y vivir para él y de él y por él. Y de nuevo la experiencia que tiene. Experiencia de «poseer/o ahora todo» y de importarle muy poco el resto. Todo, Dios. El resto, las cosas. Siempre es así: se deja lo que sea con gozo, cuando se ha encontrado algo mejor que lo que dejamos. Y la oración es el camino de experimentar en la fe a Dios. Un Dios maravilloso y tremendo. Un Dios tierno y exigente. Un Dios capaz de llenar hasta desbordarle los deseos del corazón del hombre.

Y algo más. La vida del hombre es como esos cuatro panes y dos peces que un joven tiene en su fardel. A su lado hay miles de personas que tienen hambre. Están en el desierto. Y están cansadas. Si se lo

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come él todo y él solo, saciará su vida ahora, pero después, ¿qué? Si lo comparte con los demás, muy poco pan y peces llegará a la media docena de veci­nos. Y el fardel quedará vacío. Pero hay otra alternati­va. Al lado está Jesús. Y la alternativa es poner «en las manos de Jesús el pan y los peces». Ponerlo todo. Y entonces, esos cuatro panes y dos peces en las manos de Jesús se convierten, fermentan, se transforman en muchos panes y peces que llegan para todos y aun se recogen varios cestos que sobran.

Algo así veo la oración. El que ora es el que pone su pobre vida en las manos de Dios, que es Jesús. Lo pone todo. Todo lo que tiene. Lo pone con amor. Y luego, en Jesús, recibe ese don, y lo transforma, lo enriquece sin medida. Y Dios, como siempre, al enri­quecer esa vida puesta en sus manos, hace que sea dada, como pan sabroso, para todos, que llegue en amor universal a todos. El corazón del creyente en la oración se va haciendo corazón de Dios, corazón de Jesús. Y en su actuar, en su vivir con los hombres en el desierto de la vida, nunca guarda su pan en el fardel. Siempre lo reparte. Lo reparte después de haber pasa­do por las manos de Jesús.

El gozo de ver. De ver «con ojos de ver». Ver hasta en la noche. El gozo de comer pan sabroso. Y de que otros muchos lo coman conmigo. El gozo de que el pan llegue para todos. El gozo de encontrar un tesoro. Y venderlo todo por el tesoro. Y vivir luego desde el tesoro, desde dentro, desde lo escondido, desde la vida. El gozo de dar vida. Y el gozo de no guardar lo mío para mí. De saber ponerlo en las manos de Jesús para que llegue a todos. El gozo de darlo todo para tenerlo todo. Siempre el gozo de salir de uno mismo. De perderse para encontrarse. ¡El gozo de vivir des­pierto, consciente, atento!, ¡El gozo de orar, orar siem­pre! ¡El gozo de amar!

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Orar a pie descalzo

Como Moisés, a la voz del Señor hemos intentado salir de nosotros e ir a su encuentro. Fuera las sanda­lias. Los pies libres. Prontos para la andadura. Los pies libres, despojados, desnudos. El pie pisando la arena desde su originalidad. Fuera el postizo de la alpargata. Fuera lo que distancia, lo que separa. Desnudo y libre el corazón —el hombre—, al encuentro con Dios.

Porque la llamada es a entrar en una tierra sagrada. Alli, en el espacio donde el Trascendente se hace presente, cercano, íntimo. Donde Dios también se descalza y llega en su pie*, por su pie, hasta el corazón del hombre. La llama atrae al hombre. El juego y la audacia es dejarse sorprender, admirar, contemplar, escuchar, interiorizar, entrar en fusión, en comunión con la llama. Y hacer de las dos llamas una: una llama de amor viva. Es tiempo de hacer peregrinación, de hacer éxodo. Es tiempo de abrir el corazón a la espe­ranza de una Tierra Prometida, un mundo nuevo, un hombre utópico pero real, el que vive según el estilo del Resucitado.

Orar es hacer andadura. Es vivir en actitud de éxodo. Porque el Espíritu no para. Y es él quien marca el ritmo. Por eso el dinamismo de la oración lleva al creyente a dar pasos. Pasos con un corazón decidido a revolucionar el propio corazón, el interior. Pasos en este empeño de creer que el mundo puede cambiar, puede ser revolucionado por medio de la Revolución

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del amor, del corazón. Pasos hacia Jesús, el lugar religioso, el lugar de encuentro entre Dios y el hombre. Pasos, dejando atrás todo, porque el éxodo exige llevar un equipaje ligero, porque el orante entra en un encuentro de gratuidad, donde todo es don, donde todo es amor, donde no se mide la eficacia, donde lo que cuenta es lo gratuito.

Un desafio en esta andadura, porque el desafío viene de Jesús. El hombre de la soledad, de las noches y amaneceres a solas en oración con el Padre. Porque Jesús es el hombre de la relación, en un trabajo duro de ternura y misericordia con los hombres, en una relación profunda. Un desafío como exigencia de la fe. Una fe que es adhesión, abandono, entrega a Dios, que es amor. Una fe que se vuelve consciente, despier­ta en experiencia de Dios. Y una fe que exige al Educador de la fe iniciar a los demás en esa maravillo­sa experiencia de Dios.

Sin miedos en la empresa. Sin reticencia en el empeño de orar. Así lo hicieron los Santos, los Gigan­tes de la Historia. Ellos se agarraron a Dios como lo Absoluto de su vida y lo amaron hasta meterlo como levadura en el corazón del mundo y así cambiaron la Historia. Sin miedos. Porque esa utopía del hombre nuevo fue vivida por Jesús. Y muchos hombres han puesto el pie descalzo en el mismo camino y hacen un seguimiento sin vuelta atrás.

Sin miedo. Con infinita confianza. Con la experien­cia del barro que soy. Desde mi barro levanto a Dios mi corazón. Desde mi desnudez y despojo me abro al Dios de mi salvación. Y con mi pobreza me uno a otros que siguen a Jesús. Y oramos juntos, en comunidad. Y Dios se agiganta con su presencia en medio de noso­tros. Y al mirar y mirar a Dios en medio, las cosas se vuelven vacías, y la vida se orienta por lo que no es eficaz, por lo que no vale a los ojos mundanos, se

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orienta por lo in-útil. Y Dios en su gratuidad, se hace la riqueza del hombre. Y Dios en su gratuidad va cam­biando el corazón.

El orante sabe que la experiencia de Dios le exige un ritmo de conversión constante, de orientar la vida para Dios, de hacer de Dios el valor primero y funda­mental de su vida, y el servicio, la expresión de esa vida para Dios. Y descubre en este éxodo, en este acercamiento a Dios, que la so/edad es preciso hacer­la, entra en ella para, a pie descalzo, desnudo, estar a solas, con el Solo. Y que en la soledad, la gran palabra es el silencio. Un silencio para la escucha. Y que en esa soledad, en clima de silencio, la Palabra de Dios se hace soledad sonora y música callada. Que la Palabra de Dios se hace bordón de caminante y agua fresca y pan sabroso para caminar. Y que su vida se va proyec­tando en el proyecto de la Palabra.

El orante va descubriendo, a pie descalzo, con un corazón sincero, que todo lo que en su andadura va pasando es obra del Espíritu de Jesús, que le lleva y le trae como viento que sopla donde quiere y como quiere. Va descubriendo que todo pasa a nivel de corazón. Que la intimidad surge en el encuentro de su pobre corazón con el de Dios. Y que el amor es la única palabra válida en ese encuentro. Y sabe que su vida, al cambiar desde dentro, va situándose en la vida, de manera nueva, desde un compromiso más vital, desde una práctica de virtudes, desde las obras. La oración, en definitiva, al situarle en Dios, le ha situado con más fuerza en el corazón de los hombres.

El creyente, al poner el pie en ese camino llamado oración, va descubriendo que la tierra que pisa, su propia tierra, puede ser regada de muchas maneras. Y que el gran esfuerzo inicial puede convertirse en lluvia suave y fecunda que empapa la tierra y la hace ger­minar.

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El creyente descubre que para orar, para seguir en éxodo, en peregrinación hacia el interior, necesita una libertad, desasirse de tantas cosas, cortar amarras, de­jar muletas. Cortar. Desconectar. Dejar cosas. Y que la sangre, señal de vida, está en todo proceso de libertad interior. Sabe que el corazón sangra cuando lo levan­tamos de la tierra. Y sabe que el vuelo es una tensión constante en la altura. Pero que únicamente desde la altura se domina, se controla, se avanza con libertad.

El creyente sabe que es preciso decidirse a orar con un corazón manso, bueno. Con un corazón lleno de ternura y misericordia por los hermanos. Sabe que sin amor la oración es una utopía y una farsa. Sabe que la oración se enraiza, se apoya en un corazón humilde, un corazón que anda en la verdad. El creyente que ora descubre que en ese éxodo duro y apasionante necesi­ta un guía, un maestro, alguien que haya recorrido ya el camino y quiera compartir con él su experiencia. Y va descubriendo que es bueno comunicar la experien­cia de Dios con aquellos que también se han empeña­do en la misma tarea.

El orante va descubriendo que todo cuanto él bus­ca está dentro de él, en su interior. Que su peregrina­ción es al interior, que el Dios a quien busca, de quien espera ver su rostro, está en su corazón. Y lo llama y lo busca por muchos sitios. Y sabe que al final, siempre al final, vuelve a casa, hacia dentro, a lo escondido, lo silencioso, lo-oculto. Vuelve hacia su corazón donde Dios, en su Espíritu, le habita.

Orar con el corazón. Orar desde la interioridad. Orar desde ese tesoro escondido que guardamos dentro. Orar para ver con ojos de ver. Orar para que como levadura la vida surja con fuerza. Orar para que la vida se multiplique y llegue para todos. Orar como María, la Madre de Jesús, que en su experiencia callada, silen­ciosa de Dios, hizo posible lo imposible: que de una

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virgen naciese el Hombre, la plenitud de Hombre: Jesús.

Y como El oramos así: «Yo te alabo. Padre, Señor de Cielo y Tierra porque has revelado estas cosas a la gente sencilla y humilde y se las has ocultado a los sabios y entendidos». Gracias por María, la mujer que a pie descalzo, entró en tu tierra, y Tú la hiciste en tu llama luz para muchos. La hiciste, en tu llama y en su llama, una nueva Llama: Jesús. Un Fuego que has dejado encendido al anuncio de tu palabra: «Fuego he venido a poner en la tierra y lo que quiero es que arda».

Orar a pie descalzo, una aventura apasionante: El desafío de Jesús.

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