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EL FIN DE LA VIDA MORAL (Extractado del Manual de Ética de José Luis Widow) El fin de la vida moral 1. La fundamentación de la ética El fundamento de la ética está dado, principalmente, por el bien o fin o cualquier otra realidad a partir de la que se explique toda la actividad moral. Aquello que se ponga como fundamento será el criterio definitivo para discernir entre la acción buena o mala. Pero también indicará el camino a seguir para entender la índole del agente moral que se sitúa frente a él: qué potencias y qué actividades deben estar presentes y cómo; qué características debe tener la actividad y cuáles son las causas de su rectitud; en definitiva, la fundamentación es la parte principal y determinante de toda la ética. Tanto Aristóteles como santo Tomás fundamentan la ética en los fines. Es una ética teleológica, siempre que no se entienda por tal cosa –como a veces se ha venido haciendo– una actividad ordenada a fines extrínsecos a la misma actividad. 1

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EL FIN DE LA VIDA MORAL

(Extractado del Manual de Ética de José Luis Widow)

El fin de la vida moral

1. La fundamentación de la ética

El fundamento de la ética está dado, principalmente, por el bien o fin o cualquier otra realidad a partir de la que se explique toda la actividad moral. Aquello que se ponga como fundamento será el criterio definitivo para discernir entre la acción buena o mala. Pero también indicará el camino a seguir para entender la índole del agente moral que se sitúa frente a él: qué potencias y qué actividades deben estar presentes y cómo; qué características debe tener la actividad y cuáles son las causas de su rectitud; en definitiva, la fundamentación es la parte principal y determinante de toda la ética.

Tanto Aristóteles como santo Tomás fundamentan la ética en los fines. Es una ética teleológica, siempre que no se entienda por tal cosa –como a veces se ha venido haciendo– una actividad ordenada a fines extrínsecos a la misma actividad.

Aristóteles, como se advertía en el capítulo anterior, al comenzar la Ética a Nicómaco y luego de señalar que todo arte, toda investigación, toda acción y libre elección parecen tender a algún bien o fin, hace una distinción que tiene gran importancia para entender la ética. Es la distinción que sustrae a la ética aristotélica –y a la tomasiana– de las críticas que formulara Kant contra cualquier ética de la felicidad. Es la distinción que, bien aplicada, evita la transformación de la ética en técnica, como sucede con todo tipo de utilitarismos y consecuencialismos, es decir, con aquellas teorías morales que, explicando la actividad moral por el fin, sin embargo, reducen éste a una mera consecuencia o resultado extrínseco que no es, entonces, esencial a la acción misma. Los utilitarismos ponen ese fin en el placer, que aunque fuese consecuencia necesaria de toda acción, sin embargo es siempre extrínseco a su esencia. El placer, por supuesto, puede ser un proprium de una actividad que, así, irá siempre

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acompañada de él. Pero lo relevante aquí no es eso, sino el hecho de que el placer será siempre algo que sigue a una actividad cuya especie no brota directamente del placer que produce, sino del fin que realiza en sí. Aristóteles afirma que el fin puede ser de una doble índole: “unos son actividades y los otros obras aparte de las actividades; en los casos en que hay algunos fines aparte de las acciones, las obras son naturalmente preferibles a las actividades”. Efectivamente, hay fines o bienes cuya realidad se tiene en la misma acción que se realiza y no después de ella, como resultado o consecuencia exterior. Un fin moral, como es, por ejemplo, la humildad, se alcanza en la acción humilde. Entender algo –fin especulativo– se alcanza en la actividad de estar entendiéndolo. En estos casos el fin se logra en la perfección de la misma actividad. Por eso es que interesa ésta misma y no una consecuencia posterior. En cambio, en la actividad técnica, la acción, como no tiene el fin en ella misma, no se busca sino en razón de lo que produce. Por eso, en la técnica y sólo en ella la obra se prefiere a la actividad. Un par de ejemplos: la actividad por la que escribo estas letras en el ordenador tiene su razón de ser en la obra escrita que finalmente resulte. No escribo por escribir, sino para que al terminar tenga un libro que ofrecer. La razón de ser de la actividad está en el libro. El carpintero, como se decía en el capítulo primero, labora en razón de la mesa que pretende tener al terminar su esfuerzo. En ambos ejemplos se prefiere la obra a la actividad, que es lo propio de la actividad técnica, pero, como se dijo, no de la moral.

Según se decía anteriormente, en la actividad técnica o artística el fin se alcanza por la actividad y lo que interesa de ella, por lo tanto, es lo que se sigue: su consecuencia; no ella en sí misma. En la actividad moral, lo mismo que en la intelectual teórica, por el contrario, el fin se alcanza por y en la actividad. Por lo tanto, interesa la acción en sí misma, su especie, y solo secundariamente sus consecuencias.

Aristóteles mostrará a lo largo de su obra que el fin de la vida moral es de aquellos que se alcanzan en la misma actividad. Santo Tomás, con algunas precisiones, sostendrá lo mismo.

2. La fundamentación de la ética en Aristóteles. La felicidad.

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Aristóteles hace notar que si bien todos están de acuerdo en el hecho de que los hombres sin excepción buscan la felicidad, sin embargo, a la hora de indicar de qué se trata, aparece un gigantesco disenso. Al vulgo le parece una cosa, como el placer, la riqueza o los honores. A los sabios, otra. Un mismo hombre, incluso, puede cambiar su idea de felicidad en momentos sucesivos. Si es pobre, le parecerá que la felicidad está en la riqueza. Si enfermo, en la salud. Si ignorante, en la capacidad de decir grandes cosas. Y la lista podría alargarse agregando muchos otros bienes o conjuntos de ellos.

El Estagirita comenzará a responder la pregunta acerca de la naturaleza de la felicidad en el libro I de su Ética a Nicómaco, y la culminará en el libro X.

La vida del hombre está llena de muchos fines. Con su actividad busca casas en las que vivir, alimentos para nutrirse, la salud, la diversión, el placer, etc. Sin embargo, todos esos fines están ordenados y jerarquizados. Unos no son queridos por sí mismos, sino solo en razón de su utilidad. Otros son queridos generalmente por sí mismos, pero no siempre, como el placer, pues también éste es querido para ser feliz. Un solo fin es querido absolutamente por sí mismo: la felicidad.

Sin embargo, el problema, como está dicho, no es tanto afirmar que la felicidad sea el fin de la vida humana, sino darle contenido. Aristóteles señala en primer lugar, algunas características que debiera reunir ese bien que puede ser fin absolutamente: a. Debe ser perfecto de manera que nunca se busque por otra cosa. El

fin que haga feliz al hombre será aquel en vistas del cual se realicen no sólo parte de los actos humanos, sino todos. Él será la razón de que todas las demás cosas sean queridas.

b. Debe ser un bien suficiente, de manera que no requiera de otras cosas para ser buscado y realizado. En la suficiencia del bien se fundará, luego, la suficiencia de la vida del hombre feliz.

c. Debe ser un bien que dependa de la actividad de la persona. No puede depender de otros hombres –que es lo que acontece, por ejemplo, con ese bien que es el honor– ni menos de la fortuna,

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“Pues todas las cosas las elegimos por causa de otra, excepto la felicidad, ya que ella misma es el fin”.

Ética a Nicómaco, X, 6

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pues “confiar lo más grande y lo más hermoso a la fortuna sería una gran incongruencia”.

d. Debe ser un bien cuya disposición sea la más estable, es decir, cuya actividad sea naturalmente continua y no, entonces, un proceso al modo de la generación y la corrupción. Es evidente que el hombre, dadas sus limitaciones, no podrá realizar la actividad perfecta en la que consista el bien de un modo perfectamente continuo. Pero esa imperfección no estará en la naturaleza de la actividad, sino en la del sujeto que la realiza. Teniendo presente esto, es imposible que un hombre sea feliz si su vida es un vaivén cuyo compás está marcado por las vicisitudes que la afectan, pero más importante aún es el hecho de si ese ir y venir proviene de que se ha volcado sobre actividades que no son en sí mismas naturalmente continuas.

e. Debe ser un bien interior, y más particularmente, del alma, que es lo más excelente que hay en el hombre. No puede tratarse ni de un bien exterior ni de un bien que sea simplemente del cuerpo. Respecto de la riqueza y de la vida de los negocios, en cuanto que se centra en aquella, Aristóteles la descarta con fastidio. Es violento –dice– pensar que en la riqueza pueda estar la felicidad, pues ella es, por definición, sólo útil, es decir, siempre querida por otra cosa.

f. No puede ser el placer, sobre todo si se trata del puramente sensible, pues la vida puramente voluptuosa es más propia de las bestias que del hombre. La vida feliz, según Aristóteles, es placentera; pero, según su enseñanza y más allá de algunas oscuridades de los textos, no puede separarse el placer –que ya no será el sensible, sino el intelectual– de la actividad que lo causa. El bien de la actividad está principalmente en la misma naturaleza de la actividad. El placer será algo que perfecciona la actividad, pero no en su especie, sino como cierto efecto que le sigue.

Cumplidas estas exigencias, para determinar qué es la felicidad o cuál es el bien en el que consiste, habrá que observar lo mismo a lo que se atiende cada vez que se quiere saber si una cosa es buena o no. En el caso de una flauta, por ejemplo, es buena en la medida en que su sonido lo sea. La buena flauta será aquella cuyo sonido es excelente. La bondad de la flauta está en la excelencia de su

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operación. Es decir, en su areté. Siguiendo a Platón, y haciéndose eco del sentido que esta palabra tiene en el mundo griego –virtud, en el nuestro–, Aristóteles no reduce su sentido de manera que sólo sirva para significar la excelencia humana, sino que la usa de manera que con ella se puede designar toda excelencia. Así, además de la flauta, habrá una virtud o areté del cuchillo, del lápiz, del caballo, etc. El cuchillo sin filo no realiza bien su tarea propia, que es cortar. El lápiz con su punta roma no tendrá la areté suficiente para trazar líneas finas. El caballo deberá ser adiestrado convenientemente para poder entrar en combate y cumplir su tarea.

El hombre puede realizar muchas actividades. La del flautista, del carpintero, del auriga, etc. Cada uno de estos hombres tiene una función propia y según cómo la realice podrá decirse que es bueno o no. El flautista tendrá su areté en la medida en que no sólo toque su flauta, sino en que lo haga bien. Y análogamente los otros.

También cada parte del hombre tiene una función propia: el ojo, la mano, el pie. En definitiva, todo lo que es tiene un obrar que le es propio y según ello una areté.

Por eso, Aristóteles no duda en decir que, al igual que todas las cosas, deberá aceptarse que hay una función propia del hombre en cuanto tal. No puede pensarse, dice el Estagirita, que el hombre como tal sea inactivo. La pregunta es, entonces, cuál es esa función o actividad propia del hombre como hombre. No puede estar en la simple sobrevivencia: en la nutrición y el crecimiento. Esto es común con todos los vegetales. En el lenguaje corriente se habla de

una persona en estado vegetal cuando sus funciones están reducidas al mínimo, de manera tal que lo único que hace es sobrevivir. Pero nadie

puede pensar que ese sea un modo verdaderamente humano de vivir. Tampoco puede estar en la vida animal, pues ella es común con los caballos, vacas y burros. La función propia del hombre será una actividad vital, del alma, pero según aquello que identifica al hombre, distinguiéndolo de vegetales y brutos: la razón. La vida propia del hombre es aquella que consiste en una actividad del alma según la

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“Si la felicidad es una actividad de acuerdo con la virtud, es razonable que sea de acuerdo con la virtud más excelsa, y ésta será una actividad de la parte mejor del hombre”.

Ética a Nicómaco, X, 7

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razón. Pero tal como la función del zapatero no es sólo hacer zapatos, sino procurar que además sean buenos; así, también, se trata de que la vida de un hombre sea excelente, es decir, virtuosa. “El bien del hombre estará en una actividad del alma de acuerdo con la virtud, y si las virtudes son varias, de acuerdo con la mejor y más perfecta”.

Nótese que Aristóteles no dice que la vida excelente consista en la virtud o, lo que es lo mismo, en el modo de ser más excelente, sino en una actividad según la virtud más excelente. La sola virtud puede estar presente en el hombre inactivo. Y en la inactividad no hay propiamente bien ni, por eso, felicidad. Veamos un ejemplo: un hombre es justo no sólo porque tenga el hábito de la justicia, sino porque lo pone en práctica. El hombre no es feliz simplemente porque posee un elenco de virtudes, sino porque las practica todas.

La cuestión central, ahora, es cuál es esa actividad según la virtud más excelente. La respuesta a esta pregunta la ofrece Aristóteles en su Ética a Nicómaco recién a partir del libro X, 6.

Se ha dicho que la felicidad o eudaimonia no puede encontrarse en la vida vegetativa –nutritiva y aumentativa–, ni en la puramente animal –sensible e instintiva. Debe corresponder a la actividad más alta –más divina– que haya en el hombre, pues ésta, por fuerza, será la más perfecta. Esa actividad será la intelectual y contemplativa. El intelecto, según Aristóteles, es lo mejor que hay en el hombre, pues además de ser lo más divino, lo pone en relación con los objetos más nobles. Él es el que manda y dirige a las demás potencias. Pero sobre todo, él es el que puede acceder a lo más divino,

acercándose, entonces, a la vida propia de los dioses, la eudaimonía perfecta. En Metafísica I, el filósofo griego desarrolla largamente la argumentación para mostrar que

la sabiduría, que se busca por sí misma, pues de ella no se saca nada útil, consiste en la contemplación de las primeras causas de lo real. Esta actividad, además, puede ser mucho más continua que cualquier otra y se puede poseer con mayor firmeza y estabilidad. Son pocas las condiciones externas requeridas para ser realizada y es más placentera, pues le acompaña el reposo propio de quien ya ha entendido, a

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“Está claro que la sabiduría es ciencia e intelecto de lo más honorable por naturaleza”.

Ética a Nicómaco, VI, 7

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diferencia del que aún se esfuerza para investigar y así llegar a entender. Por esto mismo, es la actividad más autárquica. “El sabio, aun estando solo, puede teorizar, y cuanto más sabio, más”. La sabiduría está coronada por la contemplación de Dios. La filosofía primera deviene teología. Sin embargo, como es obvio, Aristóteles piensa en la contemplación que se puede llegar a tener en esta vida, que será siempre limitadísima. Por eso, santo Tomás tiene toda la razón cuando afirma que la felicidad perfecta de la que hablaba el Estagirita no era más que lo que él, por su parte, consideraba como felicidad imperfecta y pálido reflejo de la que se tendrá en la vida definitiva mirando cara a cara a Dios.

Como se ve, para Aristóteles la felicidad no es simplemente una vida buena en sentido moral. La felicidad no está en la sola posesión de virtudes éticas. Por el contrario, es principalmente actividad según la virtud dianoética o intelectual y más específicamente, según la sabiduría, que “será intelecto y ciencia, una especie de ciencia capital de los objetos más honorables”.

Las virtudes éticas no quedan excluidas de la vida feliz. Sin embargo, la vida de acuerdo con ellas “es feliz de una manera secundaria, ya que las actividades conforme a esta virtud son humanas”. La actividad según las virtudes éticas tiene que ver con las pasiones, con el cuerpo, en definitiva con el compuesto humano. La sabiduría, por el contrario, con lo de divino y más alto que hay en el hombre y también con el objeto más divino.

Es claro, entonces, que se puede ser feliz cultivando las virtudes éticas. Pero yendo más allá de lo que muchos consideraban en su época, y también de lo que muchos piensan en la nuestra, Aristóteles llega a ver que el fin de la vida humana, y en consecuencia, aquello a lo que se ordena toda ella, trasciende el terreno de lo puramente ético. En este sentido, puede afirmarse que su fundamentación de la ética es metaética. Es que en realidad no puede ser de otro modo, ya que la rectitud de la voluntad, atendiendo a la naturaleza de esta potencia, no puede consistir más que en una recta disposición respecto de algo distinto de ella. Ella dispone al hombre para que éste llegue a poseer el fin, pero no es ella la facultad aprehensiva del fin. La voluntad por sí sola no es capaz de hacer suyo aquello respecto de lo cual se dispone adecuadamente. Es la facultad

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por la que se “puede ser todas las cosas” la que se apropia de lo real, perfeccionando, entonces, a quien lo posee. Pero “ser todas las cosas” es lo propio de la facultad cognoscitiva y no de la volitiva. “Ser todas las cosas” se logra conociendo y no simplemente queriendo. Y la facultad cognoscitiva es la inteligencia; no la voluntad. De allí, entonces, que la vida ética tenga su sentido último, no en sí misma, sino en la vida contemplativa en la que se conoce, poseyéndolo, el fin de la vida humana.

3. La fundamentación de la ética en santo Tomás.

Santo Tomás dedica las cinco primeras cuestiones de la segunda parte de su Summa Theologiae a tratar acerca del fin de la vida humana.

El Aquinate hace suya la tesis aristotélica de que el hombre actúa por un fin. Esta tesis será central en toda su ética. En la acción formalmente humana se juega no sólo el bien de la acción, sino el del agente que la realiza. Esa acción y consiguientemente quien la realice será bueno o malo según el fin al que se ordene. Toda acción, tal como todo movimiento, se especifica por el fin o término al que tiende. Por eso el fin de la voluntad será la causa determinante de qué sea lo que se haga.

La tesis primera de que toda acción tiene por causa un fin, lleva necesariamente a una segunda: toda acción humana se realiza en vistas de un fin último. Efectivamente, si hay un fin particular que no es querido absolutamente por sí mismo, será querido necesariamente por otro. Y si

con este otro sucede lo mismo, por fuerza tendrá que ser querido en razón de un tercero. La serie no se puede remontar al infinito, pues si no hubiera un primer fin por el que son queridos todos los demás, entonces esos demás nunca serían queridos. Pero la experiencia muestra que sí lo son. Entonces, ha de haber, necesariamente, un fin

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“Lo primero en el orden de la intención es lo primero que mueve al apetito; por eso si se quita el principio, el apetito permanece inmóvil”.

S. Th., 1a2ae, q. 1, a. 4, c.“Respondo diciendo que es necesario que el hombre desee por el último fin todo cuanto desea”.

S. Th., 1a2ae, q. 1, a. 6, c.

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último, que es la última razón de que sean queridos todos los demás. O planteado en otros términos, habrá un bien necesario y perfecto, único cuya razón de apetecible está absolutamente en sí mismo, por el que todos los demás serán bienes.

Es importante hacer notar que cuando se afirma que un agente moral obra en vistas de un fin último, no se quiere decir que haya una cadena de sucesivos actos de la voluntad que, luego de perseguir una serie de fines particulares e imperfectos, terminen en un nuevo y particular acto que, como último eslabón, tiene por objeto el fin último. Lo que hay es algo muy distinto. En cada acto por el que se apetece un fin particular hay un apetito del fin último. En otras palabras, si el apetito de un fin particular no contuviera virtualmente el apetito del fin último, simplemente no habría tal apetito. Veamos un ejemplo. Un estudiante compra un lápiz con el que pretende tomar apuntes en las clases a las que asistirá; a su vez, quiere tomar apuntes, porque le permitirán estudiar adecuadamente para las pruebas o exámenes que deberá rendir; estos exámenes los quiere aprobar, porque finalmente le permitirán aprobar la asignatura que ha inscrito; y, por último, las asignaturas de su currículo las desea aprobar, porque tal cosa le permitirá obtener una Licenciatura o título profesional que deseaba tener. Muy probablemente cuando compraba el lápiz no tenía explícitamente presente el fin de obtener el grado o título, pero si la intención de tal bien no hubiese estado presente en acto, entonces, de hecho no estaría comprando el lápiz. Habría sido posible seguir indagando en la cadena de motivaciones que el estudiante tenía para comprar el lápiz. Probablemente habría aparecido el fin de tener un trabajo, que además fuera relativamente bien remunerado; el más noble de generar recursos para sostener a la numerosa familia que proyecta tener; y quizá otros. Todos estos fines son ordenables a otro superior, pues no tienen en sí su razón última de ser apetecibles, aun cuando algunos de ellos no sean bienes simplemente útiles. Llegar hasta el final de la cadena implica necesariamente acceder a un bien que sea querido absolutamente por sí mismo. Ese bien, santo Tomás, al igual que el filósofo de Estagira, lo identifica con la felicidad. Ya no tiene sentido preguntar a alguien para qué o por qué quiere ser feliz. Ante tal pregunta sólo cabría como respuesta un simple “porque sí”.

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Es cierto que los bienes de una cadena como la del ejemplo son conseguidos sucesivamente. Sin embargo, esto es en el orden de la ejecución de la acción. En el orden de la intención todos los fines están simultáneamente presentes. Y no puede ser de otra manera, pues la razón de que uno de esos bienes sea fin de la intención está en su subordinación a un bien mayor que es también, y principalmente, objeto de la tendencia de la voluntad.

Siempre habrá, entonces, un bien últimamente intentado que será el más apetecible y causa de que los demás también lo sean.

Santo Tomás descarta de plano la multiplicidad de fines últimos, porque lo deseado es la propia perfección o completitud. Si el fin que se persigue es la perfección, es necesario que el bien que la cause sea, él mismo, perfecto. El fin último debe ser perfecto de tal manera que colme completamente el deseo y, así, ya no sea posible apetecer nada más. Si aún pudiera apetecerse otro bien, entonces, por eso mismo, el anterior no sería perfecto, ya que requeriría algo distinto de él para ser completo y así saciar el apetito.

Además –añade el Aquinate, de acuerdo con su idea de un mundo ordenado–, la unidad entitativa del hombre implica necesaria y naturalmente su unidad operativa, que es posible y se verifica en la exclusiva medida en que toda la actividad esté ordenada a un único fin último.

4. El fin de la vida moral.

El fin de una acción puede ser considerado de una doble manera. En primer lugar el finis cuius, que es la cosa misma en la que se halla la razón de bien; y el finis quo, que es el uso o posesión del bien. Por ejemplo, la acción de alimentarse tiene como finis cuius el alimento y como finis quo la degustación e ingestión del alimento.

El fin último puede ser considerado de las dos maneras señaladas. El finis cuius último es Dios, pues es el

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“…Fin se dice de un doble modo. Uno, referido a la misma cosa que deseamos alcanzar, como el dinero es fin para el avaro. Otro, referido a la misma consecución o posesión, sea uso o goce de la cosa deseada, tal como si se dijera que la posesión del dinero es el fin del avaro y gozar una cosa placentera el fin del intemperante. Según el primer modo, el fin último del hombre es un bien increado, a saber, Dios, el único que con su infinita bondad puede completar perfectamente la voluntad del hombre. Según el segundo modo, el fin último del hombre es algo creado, existente en él, y no es otra cosa que la consecución o goce del fin último. Ahora bien, el fin último se llama bienaventuranza (beatitudo)”.

S. Th., 1a2ae, q. 3, a. 1, c.

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fin de toda criatura, incluida, por supuesto, la humana. El finis quo último puede ser considerado según su sola razón formal, que es la perfección lograda por el agente una vez que ha alcanzado el bien apetecido y según esto es llamado felicidad. La otra manera, es el finis quo según que se trata de la felicidad verdadera, que consiste en la visión cara a cara de Dios.

Todo hombre apetece natural y necesariamente su propia felicidad o perfección. Sin embargo, esa perfección no es posible de lograr en la posesión o uso de bienes particulares. Por eso, enfrentado con estos, la vida humana transcurre pasando de un deseo a otro, de una acción a otra, de manera de ir completando paulatinamente el propio ser, pero sin alcanzar nunca un reposo completo. Esta condición de la vida humana más la idea de que no hay una continuación de esta vida en otra de mayor perfección es la razón, que hace notar santo Tomás, por la que Aristóteles no llegó a concebir una felicidad perfecta.

Por el hecho de tener directamente enfrente no a Dios, que es el supremo bien, sino bienes particulares, la felicidad humana puede frustrarse, ya que por el desorden de su apetito, el hombre puede poner, al menos prácticamente, como fin último un bien que no está en condiciones de saciarlo y, consecuentemente, de dejarlo en reposo. Así, por ejemplo, no es raro que alguien se desviva por alcanzar mayores riquezas; o para llevar una vida cada vez más cómoda y placentera; o por capturar la gloria que otros le puedan brindar.

Santo Tomás pone ciertas condiciones que debe reunir el bien en el que se halla la felicidad.a. No se puede tratar de un bien radical y exclusivamente externo. La

felicidad o perfección evidentemente tienen que darse en el hombre feliz o perfecto. El bien en cuestión debe constituir esencialmente la felicidad. Por esto, además, el bien que, poseído, haga feliz al hombre debe ser esencialmente comunicable, es decir, participable en muchos, sin que eso signifique disminuirlo. Esta condición es propia sólo de un ser espiritual, no sujeto a las leyes de la materia física.

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b. El bien de que se trate debe ser apetecible por sí mismo. No puede tener bajo ningún respecto el carácter de algo que conduce al fin o, como suele decirse, de medio.

c. Tiene que ser absolutamente perfecto, es decir, sin ningún tipo de limitación en su bondad. Debe ser suficiente por sí mismo para saciar el apetito humano, que, por ser racional, es en cierto sentido infinito. Sólo un bien infinito y, por consiguiente, supremo puede hacer reposar a la voluntad. Solamente el hombre que alcanza el bien infinito, en estricto rigor, ya no quiere nada más, pues lo tiene todo.

d. Tiene que tratarse de un bien que excluya todo mal. No puede ser un bien que pueda encontrarse en hombres buenos y malos ni menos él mismo puede ser causa de algún mal en el hombre.

Con estas condiciones, es claro que la felicidad no puede estar ni en la riqueza, ni en los honores, ni en la gloria o fama, ni en el poder; tampoco en la belleza o salud corporal; menos en el placer –especialmente si se trata del sensible–, aun cuando un cierto placer espiritual sea una propiedad de la felicidad. El bien ni siquiera puede ser el hombre mismo o su alma: “el hombre tiene un fin distinto de él mismo, pues él no es el bien supremo”, dice santo Tomás. Por supuesto, el fin último quo, será algo del alma. Será la operación por y en la que el alma alcanza el bien supremo. Pero lo importante aquí, es que esa operación queda definida por el bien poseído.

Es interesante destacar que la idea de que el hombre tiene en su horizonte una realidad infinita, ha estado presente en la mayor parte de los filósofos de la historia. Incluso en algunos connotados ateos o, mejor, antiteos. Por supuesto ya estaba de algún modo en Platón y Aristóteles. En el primero, cuando ponía la idea de Bien como la más perfecta del mundo ideal, que, en boca de Platón, es como decir del mundo real. En Aristóteles, es conocida su afirmación de que el alma puede ser todas las cosas. En la filosofía cristiana descuella san Agustín, pero esta idea es propia de toda ella. San Anselmo, san Alberto, san Buenaventura, y en general todos los maestros medievales, santos o no, la tienen presente. En el mundo moderno y contemporáneo Leibniz, Kant y Hegel, para nombrar sólo a los más importantes, también la recogen. Nietzsche la tiene presente en su concepto de voluntad de poder, aunque, como ésta no tiene

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objeto, la tendencia a lo infinito se transforma, en él, simplemente en una tendencia desbordada, y la vida humana, por eso, en algo completamente descentrado. Sartre también la asume en su idea de libertad, que le lleva a negar como propia del hombre una existencia esencializada, para afirmar otra que termina siendo informe. Como en él, además, hay un expreso querer dejar fuera a Dios, el deseo de infinitud termina, muy coherentemente, en la proclamación de la vida humana como una angustia y desesperación.

5. Dios como fin último.

El fin último del hombre es, entonces, en un sentido objetivo, Dios. En un sentido subjetivo, la felicidad perfecta o bienaventuranza que es el goce de la visión de Dios.

Dios o su goce es lo que mueve toda la actividad del hombre. Las palabras de san Agustín, cuando afirmaba que el hombre no puede reposar mientras no descanse en Dios, son un reflejo de esto. El mismo itinerario de la vida del obispo de Hipona también lo es. Aun antes de su conversión, y sin tener claridad acerca de qué buscaba, una vez que descubre al Dios verdadero se da cuenta de que era a Él a quien deseaba con todo su ser. Buscaba a Dios, aunque antes de encontrarlo no sabía con claridad que Él era el objeto de su amor.

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El hombre está hecho para Dios. Sólo Dios le conviene como perfección. Cualquier otro bien que el hombre ponga en el lugar de Dios como fin último será radicalmente insuficiente para actualizar plenamente su entendimiento y, por consiguiente, para saciar su apetito. Lo propio de toda criatura intelectual, y por eso también del hombre en cuanto tiene intelecto, es ser cognoscitiva o, lo que es lo mismo, ser intencionalmente todo. Evidentemente, ser todas las cosas, dicho así en plural, en el hombre se da de modo potencial. Paulatinamente, debe ir actualizando su inteligencia, primero, con el conocimiento de las esencias de los entes corpóreos, que son las proporcionadas a ella, la más limitada de todas las inteligencias, para luego pasar al de realidades más elevadas. Los entes finitos, sean los que sean, no pueden ser sino participaciones del Esse subsistens. Por eso el conocimiento que se tenga de ellos debe necesariamente culminar en el conocimiento del Ser puro subsistente, es decir, de Dios, que es su causa. Ese conocimiento puede ser de diversa naturaleza. No se trata de conocer solo si Dios existe. El conocimiento de un efecto remite necesariamente a una causa, de la que, entonces, se sabe de su existencia. Pero no por eso tal causa es conocida

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“... la última y perfecta felicidad no puede estar sino en la visión de la esencia divina. Para cuya evidencia debemos considerar dos cosas. Primero, que el hombre no es perfectamente feliz, mientras le quede algo por desear y buscar. Segundo, que la perfección de cada potencia se establece según la razón de su objeto. La esencia del objeto es lo que es, es decir, la esencia de la cosa (...). De donde tanto avanza la perfección del intelecto cuanto conoce la esencia de alguna cosa. Por lo tanto, si algún intelecto conociera la esencia de algún efecto, por la que no pueda ser conocida la esencia de la causa, a saber, que se conozca acerca de la causa qué es; no se afirma que el intelecto alcance la causa simpliciter, aunque por el efecto pueda conocer acerca de la causa si acaso sea. Y por esto, cuando conoce un efecto, y sabe que tiene una causa, permanece naturalmente en el hombre el deseo de conocer acerca de la causa qué es. (...) Por lo tanto, si el intelecto humano conoce la esencia de algún objeto creado, y no conoce más acerca de Dios sino que existe, su perfección todavía no alcanza simpliciter a la causa primera, sino que permanece en él el deseo natural de preguntar por la causa. Por esto, no es aun perfectamente feliz. Por lo tanto, para la perfecta felicidad se requiere que el intelecto alcance la misma esencia de la causa primera. Y así tendrá su perfección por la unión a Dios como objeto, en el que exclusivamente consiste la felicidad del hombre”.

S. Th., 1a2ae, q. 3, a. 8, c.

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directamente y se sabe qué es. La inteligencia llegará al conocimiento perfecto sólo si accede al conocimiento directo de la esencia de la causa. Solo en ella puede descansar la inteligencia. Por eso, la perfección del hombre, que está inscrita desde un comienzo en su naturaleza, no puede estar sino en el conocimiento de la esencia de Dios. Mientras no se alcance tal conocimiento, no habrá reposo. Mientras no se haya producido la unión cognoscitiva con Dios, más allá de que en el presente estado de vida se conozca muy poco más que su sola existencia, Él seguirá siendo el bien que mueve al apetito.

Afirmar de Dios que es el motor, como causa final última, de toda la actividad humana no significa, por supuesto, desconocer la atracción que ejercen sobre la voluntad los bienes particulares. Sin embargo, estos, como causas segundas que son del movimiento del apetito voluntario, mueven en razón de que la causa primera también lo hace. Y siempre es más causa de un efecto la causa más universal. Por eso, que el hombre apetezca directamente bienes particulares no disminuye en nada el hecho de que Dios sea lo primeramente apetecido. En otras palabras, un bien particular es bien por ser participación del Bonum subsistens. Esto significa que un bien particular tiene fuerza atractiva, porque participa en algo de la fuerza atractiva del primer bien. 6. Dios como primer principio de la moral.

Santo Tomás afirma en repetidas oportunidades que en el orden práctico los principios son los fines, pues a partir de su presencia, la razón y la voluntad comienzan a moverse para alcanzarlos. Por tanto, si Dios es el fin último de la vida humana es el primer principio de la vida moral.

Sin embargo, sobre todo a partir de ciertas interpretaciones contemporáneas de la doctrina del Aquinate, esta idea no ha sido aceptada pacíficamente. Algunos intérpretes estarían dispuestos a aceptar que Dios podría ser el primer principio del apetito del bien, cualquiera que sea, pero no habría razón para sostener que lo sea en el orden moral. En lenguaje escolástico, se diría que Dios podría ser el principio del apetito del bien secundum quid, que algunos llaman ontológico, pero no del bien humano simpliciter, que sería el

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moral, es decir, el bien que se realiza en la acción humana, en cuanto humana. Dicho en dos palabras, Dios parecería ser, sin más, el principio de todo obrar, pero no del moral en cuanto tal. La razón estaría en que el hombre, cuando obra bien o mal moralmente, se dirige siempre a un bien ontológico con independencia de la referencia de sus actos a Dios. Hay autores que, intentando defender ciertas posiciones católicas en materia moral en un ambiente laicista, han pensado que es mejor hacerlo sin introducir el problema de Dios en la discusión. El problema está en que una cuestión de método ha derivado en un imposible: fundar la moral sin Dios.

El asunto es que Dios, por supuesto, es el principio de toda actividad de cualquier creatura, independientemente de su formalidad moral. Pero por eso mismo, es principio también de la actividad de aquella creatura que le compete quererlo voluntariamente, es decir, moralmente: Dios es el principio de la actividad humana en cuanto tal.

Todo bien es objeto de la voluntad. No hay nada que siendo no sea apetecible. Dicho de otra manera, el objeto de la voluntad es el bien universal, el bien en común. No se trata del bien universal por abstracción. Lo abstracto en cuanto tal no atrae a la voluntad, que siempre se dirige a sus objetos según su ser concreto. Se dice que el objeto de la voluntad es el bien universal, porque a ésta le conviene todo ente: está en su naturaleza convenir con todo.

Ahora bien, esa conveniencia del hombre con cualquier bien se verifica mediante la voluntad libre. Por eso se dice que el apetito de bienes, en el hombre, toma forma moral. Cuando el hombre apetece cualquier cosa –desde unos sucios billetes hasta una obra de las bellas artes, desde tomar un descanso hasta adquirir una ciencia–, los apetece moralmente, porque su voluntad es libre. Evidentemente el apetito humano del bien no recae simplemente sobre su ser físico o extrínseco, sino en cuanto forma parte del mundo de las cosas humanas según un orden de la razón. Por ejemplo, los billetes son apetecidos según son propios o ajenos y, a partir de allí, según si deben ser tomados o no. Cada vez que el hombre considera un bien, se le hace presente según le conviene o no a su naturaleza humana en cuanto tal. De allí que ese apetito tenga carácter moral. Que el bien en

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juego sea moral, entonces, no permite pensar en un bien humano independiente y separado del mundo físico.

El bien moral es el propio de la acción voluntaria. Pero la voluntad no tiene su propia operación por objeto, salvo por una cierta reflexión. Cuando la voluntad quiere, quiere, en un sentido amplio, cosas. El asunto es que estas no se le presentan simplemente en su ser físico, sino según son perfecciones realmente humanas, es decir, y en definitiva, según el orden que tienen respecto del fin último. La razón conoce las cosas según la proporción que tienen respecto del fin último del sujeto apetente o agente moral y así se las presenta a la voluntad. Pero el ser físico no queda fuera. La acción de reposar es conocida, primero, según su ser físico, por ejemplo, como el hecho de recostarse sobre una hamaca; segundo, según la intencionalidad que hay en ese hecho físico: reposar recostado en una hamaca tiene por objeto la renovación de las energías; y, tercero, según la intencionalidad moral propia de ese hecho en cuanto es humano: reposar sobre una hamaca está naturalmente ordenado a la reparación de las energías que permiten desarrollar actividades como el trabajo o el estudio, o la buena conversación, o el culto a Dios; y según todo esto es querida o no. Apetecer el bien moral, entonces, no es apetecer un bien que es necesariamente independiente de realidades físicas. Cuando alguien elige comer un plato de callos a la madrileña acompañados de un buen vino, no quiere un bien moral que nada tiene que ver con esos manjares; quiere los callos y quiere el vino, pero como es un tipo razonable, los quiere humanamente, es decir, según una medida humana, y por eso, queriendo los callos y el vino, intenta eficazmente, también, su bien moral. O la madre que atiende a su hijo enfermo y adolorido, lo que directamente intenta es la salud del hijo, no su propio bien moral. Aun cuando, por supuesto, intentando razonablemente la salud del hijo ella realiza su bien moral. Y como ella lo sabe, también puede decirse que su propio bien moral es de alguna manera objeto de su intención. Ella no quiere cuidar a su hijo de una manera poco razonable. Pero nada de esto quita el hecho primordial de que lo intentado directamente es la salud del hijo. Si bien es cierto que el bien moral, en cuanto moral, es perfección de la voluntad, no hay que perder de vista que esa voluntad ha sido

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especificada también por un objeto, que en el caso del hombre, comprende los bienes del mundo físico. Otra cosa es espiritualismo.

Respecto de Dios, es obvio que Él no es por esencia el bien moral del hombre. El ser de Dios no consiste en ser fin de la actividad humana. En este sentido, no dejan de tener razón aquellos que sostienen que es una corrupción de la religión el tener a Dios únicamente como razón para bien obrar. Pero si tienen razón en eso, no la tienen cuando sostienen que la razón del buen obrar no está en último término en Dios. Que Dios no sea esencialmente fin de la actividad humana no quiere decir que, habiendo actividad humana, no sea Él necesariamente su fin. El hombre, como está dicho, apetece en cada uno de sus actos a Dios y en ese apetito está la realización de su bien moral. Con algún cuidado podría decirse que el bien moral no es el objeto directo de la intención de la voluntad, sino Dios. Sin embargo, como es intención voluntaria, es moral; y por eso, queriendo a Dios con toda su alma, el hombre realiza su propio bien, que es moral.

Por eso, afirmar que el primer principio del obrar moral es el bien trascendental, no excluye el bien moral. Por el contrario. El bien moral no es otra cosa que la perfección de la actividad voluntaria del hombre en cuanto lo dispone adecuadamente respecto de Dios, Bien subsistente supremo.

Suele oponerse el bien trascendental al bien moral. Sin embargo, no hay tal oposición. El apetito humano se dirige a bienes, todos los cuales son participación del bonum subsistens, si no, no serían bienes. El bien moral humano también es una participación del Bien. Esto queda más claro cuando se considera que la actualización de las potencias espirituales implica una real actualización del actus essendi del hombre. Cuando el hombre adquiere un conocimiento o se dispone adecuadamente respecto del bien, adquiere una perfección accidental, pero que en cuanto es no sólo de la esencia del hombre, sino del existente, entonces implica una actualización de su ser. Querer el bien moral es lo propio de un ser que le compete por su racionalidad querer todo. No hay ningún bien que, siendo, sea ajeno al hombre. Por ejemplo, a Juan Pérez le compete, dada su naturaleza racional, querer a la mujer de su vecino. Aunque por supuesto debe quererla según un orden determinado: debe quererla como mujer del

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vecino y no como mujer propia. Pero el bien moral de Juan Pérez, por la circunstancia de que tuvo tal vecina, considera el amor que debe tener por ella. En estricto rigor, Juan no puede hacerse bueno sin amar ordenadamente a su vecina.

7. El conocimiento implícito de Dios

Afirmar que Dios es el principio del obrar moral conduce a la dificultad de explicar las múltiples acciones realizadas sin que Él aparezca en el horizonte expreso de los bienes intentados. Y, más aún, lleva al problema de explicar la actividad de todos aquellos hombres que expresamente se declaran ateos o que, aunque acepten la existencia de Dios, sin embargo, no la asumen como algo que tenga que ver con su propia actividad o con la concreta organización de su vida.

El problema del conocimiento implícito de Dios se plantea en el terreno práctico. Por eso, aparece en el contexto del amor natural a Dios, que supone no un conocimiento teórico, sino el exigido por todo conocimiento por connaturalidad, que termina no en un concepto o noción más o menos clara de lo amado –en este sentido no es un conocimiento objetivo por no haber objeto de concepto– sino en la cosa amada según el ser que tiene en sí.

El hombre, como está dispuesto naturalmente para ser perfecto en el conocimiento de la esencia divina, se dice que tiene un amor natural de Dios. Y porque “el amor es el principio del movimiento que tiende al fin amado”, entonces, como la causa eficiente se mueve por la final, se puede decir que Dios es la causa del amor que está en el origen de toda actividad humana. ¿Qué acontece, entonces, con aquel que expresamente dice no amar a Dios? ¿Qué ocurre con aquel que aun diciendo que lo ama, sus acciones lo desmienten? ¿Cómo Dios puede ser principio del obrar de un ente racional que no reconoce su existencia o que en sus actos da prueba de no amarlo?

El problema del amor a Dios no puede ser puesto a la par con el problema del amor cuando se refiere a cualquier otra cosa. El amor a Dios es no sólo amor al Bien subsistente sin ninguna determinación, sino a la Causa de todo otro bien. Ser causa, como

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bien, de todo otro bien, equivale a ser la razón no sólo del existir de los bienes causados, sino de su misma razón de bienes, es decir, de su poder atractivo. Por eso, cuando un bien particular atrae, lo hace, en último término, porque el bien incausado atrae. En este sentido, no queda sino que no sólo el hombre, sino todas las cosas amen naturalmente a Dios. Evidentemente, en el hombre, por ser una criatura intelectual, ese amor se manifestará, muchas veces, de manera consciente.

Sin embargo, ese amor natural a Dios no implica que Él esté explícitamente presente en la mente del hombre para moverlo a actuar. De la misma manera que en una cadena de fines, los más remotos no tienen que estar expresamente presentes para que los próximos cumplan su tarea, así tampoco es necesario que Dios esté presente de modo explícito a la conciencia para que mueva a actuar. Basta que el fin remoto esté presente virtualmente –que es una cierta presencia actual– en el próximo para que obre. Basta la presencia implícita de Dios en el conocimiento y en la intención para que este actúe como fin.

Pero esto no soluciona completamente el problema planteado. Aún resta por explicar lo que ocurre con el ateo o con el antiteo. Santo Tomás no abordó de forma directa este problema. Seguramente, porque en este sentido le tocó vivir una época

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“Amar a Dios sobre todas las cosas es connatural al hombre; y también a cualquier creatura, no solo a la racional, sino también a la irracional y a la inanimada, según el modo del amor que a cada creatura le compete. La razón está en el hecho de que es natural a cada cosa que apetezca y ame algo según aquello para lo que su ser es naturalmente apto [según la disposición natural de su ser] (...). Es evidente que el bien de la parte es por el bien del todo. De donde se sigue, también, que cada cosa particular, con apetito o amor natural, ama su bien propio por el bien común de todo el universo, que es Dios. Por lo cual, también dice Dionisio en De divini nominibus que Dios dirige todas las cosas al amor de Él mismo. Por esto el hombre en el estado de naturaleza íntegra refería el amor de sí mismo al amor de Dios así como a su fin, y de modo semejante el amor de todas las otras cosas. Y así amaba a Dios más que a sí mismo y sobre todas las cosas. Pero en estado de naturaleza corrupta el hombre falla en esto, según el apetito de la voluntad racional que, por la corrupción de la naturaleza, persigue el bien privado, si no es sanado por la Gracia de Dios”.

S.Th., 2a2ae, q. 109, a. 3, c.

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cuerda, en la que no abundaban los ejemplares que hicieran alarde de profesar tales dislates. Pero, aun así, en su doctrina se encuentran las herramientas suficientes para abordarlo. Desde luego, el Santo no olvida que la naturaleza humana en su estado presente es naturaleza caída y, por tanto, el amor natural a Dios está dañado, razón por la cual los bienes particulares son amados muchas veces sin que queden referidos, aunque sea de modo habitual, al fin último. Es lo que afirma en la cuestión 109 de la 2a2ae de su Summa Theologiae. Sin embargo, atribuye la falla a la voluntad en cuanto razón y no en cuanto naturaleza.

8. La razón práctica ante Dios

Lo interesante es que el ateísmo no hace sino corroborar que Dios es el primer principio de la razón práctica. Si Dios es objeto del amor natural, entonces, como fin último, lo es del amor racional por el que se tiende a todo otro bien distinto de Él. Y por eso, lo es también de la razón que especifica el acto electivo de la voluntad. Esto significará que en cada acción realizada, buena o mala se manifestará el bien conveniente al hombre. Por supuesto, tal manifestación podrá ser más clara o más oscura, más distinta o más confusa, pero en ninguna acción humana desaparecerá absolutamente el horizonte en el que se realiza: el del fin último según el que, en último término, la acción es buena o mala.

El problema del hombre es que como no es un ente simple, el amor natural a Dios, que impregna todo su ser, se manifiesta no en un deseo unitario, sino que en un haz de inclinaciones que tienen sus propios objetos particulares. Pero tal multiplicidad no debe esconder la radical unidad del obrar humano que tiene su causa en el único fin. Los objetos de las inclinaciones particulares son bienes, porque participan su bondad del Bien subsistente, lo que significa, en el orden de la intención, que son queridos no por sí mismos, sino por el último fin. El hombre puede alcanzar a Dios indirectamente, a través de la realización de acciones buenas que tienen por objeto próximo no al mismo Dios, sino otros bienes.

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Esos otros bienes, respecto del fin último, son objeto de elección. Y pueden ser elegidos según el orden al fin último que les corresponde o no. Pero, sea lo que fuere, la actividad electiva y la razón que la informa tienen como medida su adecuación al fin último, conocido y amado naturalmente. Eso significa que cuando el proceso deliberativo termina, por el motivo que sea, en un juicio prácticamente falso y, por consiguiente, en una mala acción, la inteligencia, con total independencia de la voluntad electiva, simplemente empujada por su amor natural a la verdad y movida por el amor natural a Dios, juzga acerca de tal falsedad o maldad, manifestando tal juicio reprobatorio en lo que comúnmente es conocido como “remordimiento de conciencia”. Es cierto que habrá juicios de conciencia que yerren en algunos aspectos particulares y difíciles. Pero es imposible que yerren absolutamente. Como enseña el Doctor Angélico en De Veritate, el oscurecimiento total de la sindéresis no es posible1.

9. La esencia de la felicidad

Se ha dicho que el fin último del hombre es Dios como finis cuius y la felicidad como finis quo, es decir, como la actividad humana según la cual se llega a poseer a Dios.

Se trata, ahora, de determinar la naturaleza de dicha actividad según la doctrina de santo Tomás. Ya se ha dicho en qué consiste la felicidad según Aristóteles. El Aquinate en su concepción de felicidad es definitivamente aristotélico. Sin embargo, siéndolo, supera completamente al griego.

Según Santo Tomás, la felicidad o bienaventuranza debe ser el acto último del hombre. En cualquier ente participado, es decir, que no es acto puro, su perfección no estará en su acto primero, sino en el denominado acto segundo u operación. Será la operación inmanente cuyo efecto queda en el agente. Las operaciones transitivas o transeúntes terminan en una perfección extrínseca a quien las realiza. Por eso no pueden consistir en su perfección. La operación en la que consista la bienaventuranza debe ser del tipo de la de sentir,

1 El tema de la sindéresis se verá en el capítulo IV.

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entender o querer, pues estas, en cuanto permanecen en el agente, son actos o perfecciones de él.

La felicidad no podrá ser esencialmente una operación del sentido, pues le es imposible por sí mismo acceder a Dios, que es, como se ha dicho, el fin último del hombre. Los sentidos solo pueden acceder a los bienes corporales. Los sentidos pueden pertenecer a la felicidad antecedente o consecuentemente. Antecedentemente, porque en esta vida se puede tener una cierta felicidad para la cual son necesarios los sentidos, pues ellos son los que aportan la materia sobre la que recae el acto intelectual. Consecuentemente, porque cuando el hombre sea perfectamente feliz en la visión de Dios, por una cierta redundancia, también los sentidos verán perfeccionada su operación.

La felicidad debe ser una operación de lo más alto que hay en el hombre, es decir, de sus facultades intelectuales, sea de la inteligencia, sea de la voluntad, sea de ambas.

En este terreno han surgido grandes y famosas discusiones que han enfrentado a los que afirman que la felicidad es actividad intelectual y los que dicen que es voluntaria. Santo Tomás estará entre quienes afirman que la felicidad se explica por ambas facultades, aunque no estarán en el mismo pie. Santo Tomás, como veremos, dirá, siguiendo a Aristóteles, que la operación en la que esencialmente consiste la felicidad no puede ser sino la intelectual y no la de la voluntad. La actividad del hombre feliz es actividad cognoscitiva y no volitiva, es hacerse lo otro cognoscitivamente y no simplemente amarlo. Desde temprano, el Aquinate recibió embestidas por tal tesis. De hecho, le ha significado tener un gran número de contradictores no sólo contemporáneos a él, sino de todas las épocas. Será acusado recurrentemente de intelectualismo. Sobre todo, por pensadores de la Orden de los Hermanos Menores o Franciscanos, entre los cuales suele dársele primacía a la voluntad y al amor.

Sin embargo, tal acusación no es justa, pues el santo de Aquino se limita a afirmar lo que no puede ser de otra manera. No hay intelectualismo, pues no hay desequilibrio en su tesis. Además, tampoco deja fuera el amor. Según él, la operación de la voluntad es la tendencia hacia algo. Pero si tiende, es porque no posee. Y si posee, la tendencia se manifiesta más bien en ese eco suyo que es la satisfacción por el bien poseído. Pero la voluntad no es la que realiza

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el acto en el cual se posee el bien que causa su satisfacción. “Debe haber algo distinto del acto de la voluntad –dice santo Tomás– por lo que el fin se haga presente a quien lo desea”.

Quien desea gustar un buen vino tiende a él voluntariamente (en este ejemplo, también con los afectos sensibles). Pero una vez obtenido, la degustación es acto cognoscitivo. Porque se conoce sensitivamente el gusto y el aroma, la voluntad que había deseado tal bien, ahora se goza de poseerlo. Quien gusta del fútbol, quiere ir al estadio para ver un partido. Si se considera lo que ocurre en este ejemplo se verá, por un lado, que quien quiere ir al estadio, no por quererlo, ya está en él. Y por otro, se podrá apreciar que el acto de ver el partido, para lo que se está en el estadio, es un acto cognoscitivo. Es en él donde está la esencia de la operación de quien goza con el fútbol, aunque el goce sea de los apetitos. Una vez en el estadio, la voluntad ya no quiere más ir a él, pues ya está. Pero sin embargo, se goza de estar en él, porque así está realizando el acto cognoscitivo que se buscaba al ir: ver el fútbol. Lo mismo ocurre cuando se trata de acceder a Dios. La voluntad puede tender hacia Dios, pero el acto por el cual se posee no puede ser sino cognoscitivo. Sólo el acto cognoscitivo es aquel por el cual Dios puede hacerse realmente presente a quien lo quiere o ama.

El acto en el que consiste esencialmente la felicidad no es de la voluntad, sino del intelecto. Pero como se dijo, no por eso santo Tomás deja afuera a la voluntad. Ella está presente antecedente y consecuentemente en el acto de felicidad. Antecedentemente, porque dispone adecuadamente al hombre para poder contemplar a Dios. Dicho en pocas palabras, nadie puede contemplarlo si, primero, no quiere hacerlo y, segundo, si no lo quiere del modo adecuado. No se puede llegar a la vida contemplativa definitiva sin el orden debido en la actividad moral. La buena vida moral o ética es la que dispone y prepara para la vida feliz. Consecuentemente, porque la voluntad, ya en estado de reposo, se goza infinitamente en el acto contemplativo de Dios.

La felicidad, entonces, no puede consistir esencialmente sino en el acto contemplativo de la esencia divina. No se trata, por supuesto, de un acto del intelecto práctico, cuyo objeto es lo operable; ni siquiera se trata del conocimiento científico, pues

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aunque este es perfección y acto de la inteligencia, no es su acto último. El hombre podrá descansar en su acto sólo cuando conozca todo, pues el objeto proporcionado al ser intelectual es el ente universal. De allí que el conocimiento no termine sino en aquello de lo que todo ente participa su ser: el Esse subsistens.

La voluntad, como se dijo, no queda absolutamente fuera de aquello en lo que consiste la felicidad, pues cuando se llega a la contemplación de Dios, la voluntad puede descansar y queda en ella el gozo por el bien poseído. Así, al acto intelectual de contemplación siempre le acompaña como un proprium el gozo o delectación de la voluntad por la posesión del bien amado. En este sentido, el amor de la voluntad no cesa. Lo que ocurre es que ya no se manifiesta más como deseo, sino que ahora lo hace como gozo. Así puede decirse, sin que haya una pizca de error, que no hay felicidad sin amor y sin gozo. Pero si eso es cierto, también lo es que ninguna de esas cosas es una perfección intrínseca del acto del intelecto, que es el único que por su naturaleza puede poseer en sí a Dios.

Si se considera la naturaleza del acto contemplativo, se puede apreciar mejor por qué es él el que mejor realiza aquello que se exigía a la actividad en la que se ha alcanzado el fin último. La contemplación es la actividad en la que algo llega a poseerse más perfectamente. Es en ella que se da la perfecta compenetración entre lo conocido y el cognoscente o entre el amado y el amante. La relación cognoscitiva se resuelve en sí misma. La amorosa, en cambio, en la cognoscitiva. Por eso, la contemplación es la actividad en la que la persona menos depende de otras. Es, en cierto sentido, la actividad más interna, pues es el acto propio del ser intelectual: aquel por el que llega a ser intencionalmente –con intención cognoscitiva, se entiende– todo lo real. La voluntad mueve para alcanzar tal acto, pero no es ella misma la que lo realiza. La contemplación es, también, la actividad, al contrario del amor, que por su propia naturaleza es más continua. Contemplar es en sí

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“En el movimiento intelectual hacia el fin observamos, primero, el amor que inclina al fin; segundo, el deseo, que es como el movimiento hacia el fin, y las operaciones que proceden de este deseo; tercero, la forma misma que recibe el entendimiento; y cuarto, la delectación o goce consiguiente, que no es otra cosa que el reposo de la voluntad en el fin ya conseguido. El fin de la generación natural es la forma, y el fin del movimiento local, el lugar; pero no es fin el reposo en la forma o en el lugar (porque el reposo es una consecuencia del fin), ni tampoco el movimiento, ni la proporción al fin. Por ello, el fin último de una creatura intelectual es ver a Dios, pero no deleitarse en Dios, porque ese deleite o goce acompaña el fin, y le perfecciona en cierto modo. Tampoco el amor y el deseo pueden ser el fin, ya que preceden al fin”.

Compendium Theologiae, c. 107

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una actividad que no incluye por naturaleza su interrupción. Por eso, mientras más continua, más perfecta, pues se da de la manera que naturalmente le compete. Las interrupciones de la contemplación se deben a factores externos a ella misma. En el caso de la contemplación humana en esta vida, las interrupciones se suceden, no porque sea contemplación, sino porque es humana. En otra vida cesará toda interrupción y con ella el amor como tendencia. De allí que la contemplación, muy especialmente, además, si se trata de la de Dios –aunque no solo ésta–, es buscada por sí misma. El amor es el motor de la búsqueda, pero no lo buscado. Lo que se busca es el acto de unión con lo amado, cuya naturaleza es cognoscitiva.

10. Felicidad perfecta e imperfecta

Santo Tomás, a diferencia de Aristóteles, distingue entre felicidad perfecta e imperfecta. Ya se vio que el Estagirita sólo pudo hablar de una felicidad parcial, no

perfecta, pues la concibió según las posibilidades que el hombre tiene en esta vida. El Aquinate, en cambio, afirmará que la felicidad que se puede tener, secundum statum praesentis vitae es un pálido reflejo de la que se tendrá en la visión beatífica. Esta verdad la enseñó no solo en su teología o filosofía, sino también con su testimonio de vida: desde el seis de diciembre de 1273 no escribe más, pues probablemente por una o varias visiones que se le concedieron, llegó a entrever la grandeza de Dios y simplemente no quiso escribir más. Y no hay que olvidar que se encontraba trabajando en su obra cumbre, la Summa Theologiae, y en su parte culminante sobre la Gracia y los sacramentos.

Todo lo imperfecto se define por lo perfecto. La felicidad imperfecta es realmente felicidad en la medida en que es participación de la felicidad perfecta. Si la felicidad perfecta es un perfecto acto de contemplación de Dios, entonces, la imperfecta será ese mismo acto, pero realizado imperfectamente. Tal imperfección deriva, primero, de la imposibilidad de conocer directamente en esta

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“En esta vida se puede tener alguna participación de la bienaventuranza, pero no se puede tener la bienaventuranza perfecta y verdadera”.

S.Th., q. 5, a. 3, c.

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vida la esencia divina, que es el objeto propio del acto contemplativo en el que consiste la felicidad; y segundo, de la deficiencia de la misma operación que no es continua ni, por ello, perfectamente una. Aunque, como ya se explicó, tal falta de continuidad no se debe a la naturaleza misma de la operación, según la cual es la más continua, sino a factores extrínsecos a ella, propios del estado actual de vida del hombre.

La felicidad imperfecta consistirá en la contemplación de Dios que se puede llegar a tener a partir del conocimiento de sus efectos. Sin embargo, esta contemplación, en la vida activa, debe ser interrumpida reiteradamente, sea por la necesidad de descanso, sea porque se debe dedicar tiempo a menesteres secundarios y útiles. Sólo en la vida contemplativa se logra una mayor unidad en el acto de contemplación, pues quien lo interrumpe ordena la misma interrupción a él y, además, tiene siempre en mente realizarlo. Así, el contemplativo que descansa, lo hace para seguir contemplando; o si ordena su habitación, también; y probablemente, mientras lo haga, estará esperando el momento de volver a contemplar. La vida de santo Tomás es ejemplo suficiente de esto.

La felicidad imperfecta consiste, además, en la operación del intelecto práctico que dirige las acciones y pasiones humanas. El orden ético es dispositivamente constitutivo de la felicidad, pues sin el debido orden de las acciones de la voluntad y de

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“En los hombres, según el estado de la vida presente, la felicidad es la última perfección según la operación por la que el hombre se une a Dios: pero esta operación ni puede ser continua ni, por consiguiente, única, porque la interrupción multiplica la operación. Y por esto, en el estado de la vida presente, la perfecta felicidad no puede ser lograda por el hombre. De aquí que, en el libro I de la Ética a Nicómaco, el Filósofo, que pone la felicidad del hombre en esta vida, dice que es imperfecta, concluyendo, después de mucho, que “decimos felices como los hombres pueden serlo”. Pero nos está prometida por Dios la felicidad perfecta, cuando seamos como los ángeles en el cielo, como se dice en Mateo, 22 (...) Pero en la vida presente, tanto cuanto no se logra la unidad y continuidad de tal operación, así no se logra la perfección de la felicidad. Sin embargo, hay alguna participación de la felicidad: y tanto mayor, cuanto la operación pueda ser más continua y una”.

S. Th., 1ª 2ae, q. 3, a. 2, ad 4.

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las pasiones el acto contemplativo de Dios no puede ser realizado, ni tampoco el que deriva de él: la consideración de todo lo real sub specie aeternitatis.

Por esto mismo, la felicidad imperfecta es también formalmente política, pues el bien moral del hombre alcanza su mayor perfección en esta vida, en cuanto está ordenado al bien común político.

11. ¿Es posible ser perfectamente feliz?

Se ha dicho que Dios es el fin último y que en su conocimiento directo consiste la felicidad perfecta. Sin embargo, inmediatamente aparece la pregunta acerca de la posibilidad misma de llegar a poseer a Dios. Dios parece ser un fin tan desproporcionado a la naturaleza humana que llega a ser pretencioso plantear siquiera que el hombre sea capaz de alcanzarlo.

Esta cuestión santo Tomás la plantea directamente: ¿es posible que el hombre alcance la bienaventuranza por sus solas fuerzas naturales? Su respuesta, que va a ser negativa, conlleva una serie de dificultades, siendo la mayor de ellas el hecho de que si no puede llegar a Dios, entonces pareciera que la naturaleza defecciona en lo necesario, lo cual trae aparejado, sin tener que caminar mucho, el derrumbamiento de toda su teoría acerca de la naturaleza de los entes, que, como se sabe, tiene un lugar muy central en toda su obra.

Santo Tomás sostiene que no sólo el hombre no puede alcanzar a Dios por sus solas fuerzas naturales, sino que ninguna creatura. El hombre, según puede llegar a ser virtuoso en esta vida, puede llegar a ser feliz, pues la felicidad es la operación según la virtud. Sin embargo, la felicidad perfecta, que es la visión de Dios, ni el hombre ni nadie la puede alcanzar sin el concurso divino. La razón está en que el conocimiento natural de cualquier creatura no puede darse sino según el modo de su substancia. Como ese modo es el de una creatura finita, la esencia infinita de Dios la excede totalmente.

Dios, como fin último, es desproporcionado respecto de cualquier creatura. También de la intelectual. Podría decirse que el retorno total de la creatura a Dios es tan imposible para ella como su posición en el ser desde la nada. Tanto el acto por el cual la creatura

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llega, en absoluto, a ser; como aquel por el cual alcanza su perfección completa, requiere necesariamente del concurso divino. En el primer caso, Dios crea, por supuesto, sin el concurso de la creatura. En el segundo, le da su perfección contando con ella, precisamente porque ya la ha creado. Pero, como está dicho, la creatura no accede por sus solas fuerzas a la felicidad perfecta.

Aun así, sin embargo, el Aquinate no piensa que la naturaleza defeccione en lo necesario. Ocurre de modo más o menos semejante a lo que sucede respecto de la defensa, aunque la analogía no es perfecta: el hombre no está armado naturalmente, pero no por ello la naturaleza falla en algo que le es necesario, pues la razón le permite armarse. Respecto del fin último, que es Dios, no podía ocurrir sino que el hombre no fuera autosuficiente para alcanzarlo. La desproporción entre lo finito y lo infinito es infinita. Sin embargo, aun así la naturaleza humana no defecciona en lo necesario, pues está dotada de libre albedrío por el cual puede volverse hacia Dios para que éste lo haga perfectamente feliz. El hombre es capaz de Dios no como causa suficiente, pero sí como causa dispositiva por la que se dispone suficientemente para que Dios lo haga feliz 2 .

12. El fin sobrenatural o visión beatífica

Ya se ha señalado que el tema del fin o felicidad sobrenatural excede los propósitos de una obra puramente filosófica. Sin embargo, es conveniente detenerse algo en él, pues es la única manera de entender –o de vislumbrar– el sentido último que tienen las afirmaciones filosóficas del santo Doctor.

La felicidad humana, como ya quedó dicho, puede darse en el solo conocimiento de Dios. Ahora bien, el conocimiento de algo en su esencia se da por la presencia en el intelecto de la especie

2 Evidentemente este problema puede ser tratado de manera más completa en el marco de una obra teológica, pues tal como queda planteado aquí, por tratarse de una obra solo filosófica, aún permanece el problema de si el hombre puede disponerse adecuadamente para ser salvo sin el concurso de la Gracia. Sin embargo, aquí interesa el hecho de que la Gracia supone la naturaleza: en este sentido no hay problema en afirmar que es condición para que el hombre sea conducido a la Gloria el hecho de que naturalmente esté bien dispuesto y que tiene capacidad natural para ello más allá de si es suficiente o no.

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inteligible de la cosa conocida. Mientras más distante sea la especie que sirve de medio de conocimiento de la cosa que se quiere conocer, más imperfecto será dicho conocimiento. Por ejemplo, conocer qué es el hombre por su género animal y por su diferencia racional es más perfecto que conocerlo solo según el género que tiene en común con los otros animales. Como Dios no tiene en común con nadie ningún género, no puede ser conocido a partir de la especie de ninguna otra cosa que no sea Él mismo. Para conocer a Dios, debe hacerse presente en el entendimiento Dios mismo, es decir, su Verdad, que es la forma del entendimiento. Sin embargo, el entendimiento humano, o cualquiera creado, no puede llegar a tener esa forma o Verdad, pues es excedido infinitamente por ella. De allí que para que el intelecto adquiera la Verdad, es necesario que participe de lumen gloriae, que es una perfección que Dios comunica gratuitamente al intelecto humano de manera de hacerlo partícipe de la forma con que Él mismo se conoce. En su estado de viador, el hombre no posee de manera perfecta el lumen gloriae, sino su limitada participación que es la luz de la fe.

La recepción del lumen gloriae en el hombre corresponde a una sobreelevación del intelecto humano, de manera que más allá de su naturaleza, aunque sin prescindir en nada de ella, alcanza a participar de la intimidad divina al acceder al conocimiento con que Dios se conoce a sí mismo. Evidentemente, la participación de ese conocimiento es eso: participación. Ningún entendimiento creado y menos el humano, que es el último posible entre los entendimientos, aunque tenga la visión directa –cara a cara–, puede llegar a comprender a Dios. Pero más allá de eso, lo relevante es que el conocimiento de Dios no puede llegar a poseerse sin vida sobrenatural, cuyo origen no está en la naturaleza, sino en una donación gratuita de Dios.

Si no se tiene presente la condición sobrenatural del fin último, me parece que es imposible entender a cabalidad la ética de santo Tomás, aun cuando ella tenga inteligibilidad propia por todo lo que corresponde al solo orden natural. El hecho de que el fin exceda la sola potencia del hombre tiene como consecuencia necesaria que toda acción, para que conduzca a la posesión definitiva de él o para que se realice imperfectamente en esta vida, debe estar informada –

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sobreelevada– por la Gracia. Solamente una acción realizada en estado de gracia, es decir, que participa en la intimidad de la vida divina y, por lo tanto, de la misma potencia de Dios, puede llegar a merecer la contemplación eterna de la Verdad subsistente. En otras palabras, para entender la ética de santo Tomás no se puede dejar de tener presente el hecho de que la eficacia definitiva de la vida ética no se encuentra en la misma y sola ética, sino en la vida sobrenatural, la cual, impregnándola de vida divina, la hace, ahora sí, causa suficiente para acceder al acto contemplativo en el que consiste la felicidad.

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