el viaje que cambió la historia

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A 40 AÑOS DE LA LLEGADA DEL HOMBRE A LA LUNA, TESTIMONIOS DE LOS PROTAGONISTAS, FOTOS INEDITAS Y UN TEXTO DE NORMAN MAILER SOBRE LA MISION QUE DEFINIO NUESTRA ERA EL VIAJE QUE CAMBIO LA HISTORIA EDICION ESPECIAL SERGIO SINAY EL MIEDO A SER LIBRES MODA PARA DISFRUTAR DEL DEPORTE AL AIRE LIBRE UNA RELACION PARTICULAR LA ESENCIA DE LA AMISTAD ENTRE MUJERES LN R LA NACION REVISTA 19 DE JULIO DE 2009 1969: Aldrin, Collins y Armstrong, los primeros hombres que viajaron a la Luna (Foto: Taschen)

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LNR del domingo 9 de junio de 2009

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Page 1: El viaje que cambió la historia

a 40 años de la llegada del hombre a la luna, testimonios de los protagonistas, fotos ineditas y un texto de norman mailer sobre la mision que definio nuestra era

el viaje que cambio la historia

edicion especial

sergio sinayel miedo a ser libres

modapara disfrutar del deporte al aire libre

una relacion particularla esencia de la amistad entre mujeres

LN

R

la nacionrevista 19 de julio

de 2009

1969: Aldrin, Collins y Armstrong, los primeros hombres que viajaron a la Luna (Foto: Taschen)

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momento cumbre Buzz Aldrin camina en el suelo lunar. En 1969, la llegada al satélite conmovió al mundo

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la gran Mañana se cumplirán cuatro décadas de la llegada del hombre a la Luna. ¿Cómo la vivió el mundo? Un entonces joven escritor, Norman Mailer,

que escribía para la revista Life, relató como nadie aquellas horas. Sus textos se leyeron en Un fuego en la Luna, un libro del que quedan

contadas copias. Ahora, la editorial Taschen lo publica con imágenes (muchas no conocidas aún) en una edición de lujo. Aquí, un adelanto exclusivo

hazaña

S í, la Luna estaba ante ellos, tan vi-sible, por fin, como la tierra del horizonte en las noches de media luz interminable de un verano nor-teño, el satélite de la Tierra, cuerpo

sumamente misterioso, único en el sistema solar, una Luna cuyas propiedades y dimen-siones resistían todas las categorías de clasi-ficación entre planeta y satélite, esa Luna cuyos orígenes seguían siendo un misterio, cuyas facciones lunares fueron formadas..., nadie podía demostrar con certidumbre cómo habían sido formadas; bajo ellos, la Luna ya-cía desnuda en su multiplicidad de diseño. Ya fuera prueba muerta de las fuerzas que ac-túan en los cielos, o alguna cosa no del todo muerta todavía, lo cierto es que allá, bajo ellos, giraba algún mundo oscurecido de azul y gris plateado, con color sutil en sus bordes y cráteres luminosos a la vista. Era un espec-táculo sumamente extraño, extraño como una presencia sobrenatural, extraño como una costa extraña y desierta que surgiese a través de un sueño de cielo y cristalina superficie de aguas. ¿Cómo remar? ¿Cómo respirar? La costa azul y desierta se aproximaba a través del espacio impalpable, catedrales de luz se inclinaban en torno al borde de su curva.

¡Qué tierra se ofrecía ahora a sus investigaciones! Si estaba muerta, era una mente con di-mensiones. Era un cuerpo celes-tial que mostraba todos los indicios de haber perecido en alguna angustia del cosmos, alguna angustia de apocalipsis, un rostro tan cruelmente puntuado como un acné habría dejado a un hombre cuya piel hubiese muerto permaneciendo vivo el cora-zón. ¡Qué superficie de lavas y cortezas, de granos en la popa y capullos en angustia con-gelada! ¡Qué escala de extinciones! ¡Qué mis-terio de líneas y radios y hendeduras que iban de los bordes de un cráter quemado a otro! La Luna era como una vieja máquina de calcular enloquecida y anticuada, con una maraña de alambres todos quemados, un mudo campo de batalla de golpes y heridas y contusiones e impactos de todos los cuerpos voladores o viajeros, o partículas o radiaciones del siste-ma solar y de más allá incluso. La Luna ha-blaba de agujeros, torturas, cicatrices, quema-duras y fusiones de magma hirviente.

Embestida, destripada, descuartizada, re-torcida, golpeada, una tierra de desiertos en forma de círculos de 80 y hasta 130 kilómetros a través, una tierra de anillos montañosos,

algunos más altos que el Himala-ya, una tierra de recovecos hue-cos y cráteres interminables, crá-

teres dentro de cráteres, que, a su vez, residían dentro de otros cráteres

que vivían en el borde montañoso de crá-teres enormes, cráteres minúsculos y cráte-res de 1,5 kilómetros de profundidad, cráteres tan grandes que el Gran Cañón del Colorado cabría en ellos, como un cráter dentro de un cráter: hay un cráter conocido por el nombre de Newton que tiene 140 kilómetros de anchu-ra y casi 10.000 metros de profundidad; su borde se levanta hasta 4000 metros sobre todas las montañas circundantes, y hay cadenas de montañas tan altas y vastas que se llaman los Alpes y los Apeninos, o el Cáucaso y los Cár-patos. Había también hendeduras, rotondas aplanadas, cráteres fantasma sobre la llanu-ra, cuya existencia se distinguía solamente por un anillo de colores más claros, como si la Luna, en vista de que todas las otras muer-tes están a su disposición, fuera también una placa fotográfica de explosiones, impactos y holocaustos llegados a ella de otros sitios. Se veían huecos excavados en el suelo lunar, y granos y resquicios y espumas de arrugas sobre las llanuras, cúpulas y conos huecos,

t e x to s norm an m ailer

f oto seditorial tas chen

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40AÑOS

el hombreen la luna

Historia

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una capa superior de polvo de alguna especie de mente u orden que hubiera visitado a la Luna después de desaparecer la mente primi-genia de la Luna, alguna especie de jeroglífi-co para registrar la historia de la relación entre la Luna y la Tierra; sí, estudiar la Luna era suficiente para inducir en uno un curioso pensamiento, porque la Luna era un fenóme-no, la Luna era una voz que no hablaba, una historia cuya extensión, completamente re-velada, era, así y todo, incapaz de dar respues-tas: toda propiedad de la Luna resultaba una prueba contraria a ideas anteriores sobre su propiedad. Sí, la Luna era un centrífugo del sueño, acelerando toda idea nueva hasta la incandescencia misma. Hay que contener el aliento cuando se mira la Luna. (...)

Todo el mundo se preparó para presenciar el gran final de la semana más grande desde el nacimiento de Jesucristo. (...) La nave espa-cial, tras haber dado la vuelta a la Luna e ido de nuevo en torno a su parte posterior, comen-zaría el frenazo inicial para el descenso, que-

montículos de cimas blancas o negras, terra-zas amuralladas y cataratas de roca al azar, escupitajos de 150 kilómetros de roquedo, ta-citas de huevos pasados por agua, mesas de montaña y rebordes, huecos de barro seco, guaridas de almejas, puntas, aperturas, asti-llas de malformaciones, cadenas de cráteres, largos y misteriosos tajos, largos como carre-teras interminables desde un vasto cráter hasta el siguiente, cráteres oscuros y cráteres relucientes, cráteres relucientes como la fos-forescencia en un mar iluminado por la Luna, y largas e inexplicables y misteriosas redes de radios: no se me ocurre mejor palabra o ma-nera de comprender por qué esas líneas vola-ban a lo largo y ancho de la superficie, miles de líneas que salían de ciertos cráteres, líneas rectas y líneas oscilantes, líneas que se dete-nían de pronto y líneas que parecían saltar de pico a pico como un lápiz que pasa a lo ancho de una tabla sin cepillar, líneas que continuaban en forma de cien arañazos leví-simos, y líneas anchas, anchas como pincela-das asestadas a través de los bordes de un viejo lienzo al óleo; luego, líneas que se entre-tejían saliendo y entrando por los valles; esas líneas, esos radios de cientos de kilómetros de longitud, hasta de miles de kilómetros de longitud, carecían de dimensiones verticales; no eran, en realidad, ni muescas ni hendedu-ras; poseían, simplemente, cierta propiedad especial sobre el suelo de la Luna, reflejaban la luz de manera distinta, como si fuera una especie diferente de suciedad y polvo lunares,

dando entonces interrumpidas las comunica-ciones por radio. Una hora más tarde comen-zaría a su vez la combustión final para el des-censo final. Aquarius, carente de radar o gi-róscopo personal, carente incluso de refina-mientos olfativos en su pobre nariz periodísti-ca, deambulaba por el centro de prensa, volvía a Dun Cove a ver la televisión, porque en el cuarto de la prensa no había televisión en co-lor, y luego, aburrido de escuchar a los locuto-res y, finalmente, incapaz de presenciar el acontecimiento solo, volvió al salón de cine y se sentó allí, en compañía de un centenar de periodistas, a pasar la última media hora.

A través de la electricidad estática de los altavoces llegaban frases sueltas. “El águila está estupendamente, todo va bien”, llegó a sus oídos, junto con datos sobre la altitud. “¡Todo listo para el aterrizaje, fin!”. “De acuerdo, listo para el aterrizaje, 900 metros”. “Estamos lis-tos, todo a punto, listos, 600 metros”. Así iban saliendo las palabras de los altavoces. A cosa de 384.000 kilómetros de distancia, después de 10 años de preparativos y entrenamientos, mil experimentos y un millón de piezas, 25.000 millones de dólares y un maremágnum de maquinaria, se preparaban para entrar por el embudo de un acontecimiento histórico cuya importancia podría llegar a igualar a la de la muerte, y los periodistas que interpretarían esta información para los lectores del mundo entero estaban ahora agitándose en cortés, aunque creciente, atención, entre las serenas y crípticas voces tecnológicas que llegaban

el espacio Septiembre de 1963: el presidente John F. Kennedy y el vicepresidente Lyndon Johnson, en Alabama, interesados en impulsar la expan-sión norteamericana más allá de la atmósfera. Der., 1964: los astronautas Freeman, Aldrin y Bassett experimentan la "gravedad cero", en la NASA

“todo el mundo se preparo para presenciar el gran final de la semana mas grande desde el nacimiento de Jesucristo”

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los periodistas salieron corriendo del cuarto. ¿Tratarían de hacer creer que tenían que te-lefonear a la redacción? Otros se hablaban casi incoherentemente, y otros seguían escu-chando el altavoz, que continuaba al servicio de la tecnología. (...)

Aquarius descubrió que se sentía feliz. Ha-bía ya un hombre en la Luna. Había dos hom-bres en la Luna. Era una sensación nueva, absolutamente carente de foco por lo que a él se refería. Aunque sentía como un leve endu-recimiento en la superficie de esta sensación, como una costra de piel emocional que se for-maba como consecuencia de su deseo de admi-rar a unos héroes a quienes no acababa de encontrar admirables del todo, sabía, a pesar de todo, que esta experiencia lo había disloca-do tan profundamente como cuando oyó, en la sala de espera de padres del hospital, que su primer hijo había nacido. “¡Qué cosas!”, había dicho entonces; ¡qué dato nuevo!, verdadero como la presencia de lo inmanente y, sin em

zumbando de la televisión. ¿Es así también la experiencia de estar a punto de nacer? ¿Espe-raba uno en una estancia moderna, entre ex-traños, mientras se iban anunciando núme-ros?: “Alma número 77-48-16, lista, pase a la zona CX, será concebida a las 16.04 horas”.

Y así las cosas se oyó la voz. Y la Luna estaba cada vez más cerca. (...)

–Luces encendidas, dos y medio, abajo, ade-lante, adelante, bien, 12 metros, 0,70 metros, abajo, recogemos un poco de polvo, 9 metros, 0,70 metros, abajo, leve sombra, 1,20 metros adelante, 1,20 metros adelante, desviación li-gera a la derecha, 1,80 metros..., abajo.

Otra voz dijo:–Treinta segundos.¿Serían treinta segundos de combustible?

Una leve agitación expectante se cernía so-bre el auditorio.

–Desviación hacia la derecha. Luz de con-tacto. Vale –dijo la voz, tan serena como antes–, para el motor. Los mandos ahora

automáticos, el control del motor de descen-so desconectado. El brazo del motor desco-nectado. 413 en funcionamiento.

Se oyó un grito medio de júbilo, medio de confusión. ¿Habían alunizado?

Habló el Centro de Comunicaciones:–Aguila, oímos que estás abajo.Pero era una pregunta.–Houston, aquí la base de la Tranquili-

dad. El águila ha aterrizado.Era la voz de Armstrong, la voz serena del

muchacho más estupendo del pueblo, el que lo saca a uno del mar cuando se está ahogan-do y se aleja corriendo antes de que pueda uno ofrecerle una recompensa. El águila ha aterrizado: lo oyó la prensa. Todos prorrum-pieron en aplausos. Era ese tipo de aplausos que se solían oír en los cines abarrotados de gente de los años treinta, cuando la película llegaba al final y se oía al médico decirle a la estrella que sobreviviría a la operación. En-tonces se inició un pequeño caos: algunos de

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bargo, sin localizar en absoluto, todavía no, todavía sin localizar en la cómoda residen-cia de los datos verdaderos y reales de la vida del cerebro. (...)

Según el programa, aquella noche, bastante después de las doce, iba a comenzar el paseo lunar, por lo que mucha gente se había puesto de acuerdo para ver la cosa juntos. Pero los astronautas, lo que no es de extrañar, no esta-ban de humor para dormir; por eso la hora del paseo lunar fue cambiada y se convino que sería a las ocho de la tarde. A pesar de todo, esta vez los astronautas llegaron con retraso.

Esperando en el salón de cine, los periodis-tas se encontraban en un curioso estado de celebración mezclada de irritación. Era difícil, realmente, no sentirse víctimas de una toma-dura de pelo. Ellos eran periodistas, no críticos de cine, y esta noche iban a tomar notas sobre acontecimientos que transcurrirían en una pantalla cinematográfica. Claro es que por fin tendrían ante los ojos el gran final de días de un trabajo periodístico sumamente difícil, pero en cierto modo era como si el sistema nervioso de uno hubiera sido confiscado y la última sacudida de un ataque de nervios fuera a tener lugar en una alcoba ajena.

No es fácil comprender la psicología del periodista: van corriendo de un lado para otro como sabandijas; Dios tiene confianza en ellos. A lo largo de los años van formándose una extraordinaria capacidad para localizar el lugar donde ocurrirá la próxima victoria. Si

alguien da una conferencia de prensa y al final de ella no se ve rodeado de reporteros, no tiene por qué preguntarse cómo van sus cosas, por-que los reporteros se lo han dado ya a entender. Por esta razón, los periodistas tienen fama de ser ellos quienes encauzan el rumbo de las cosas, y es que realmente son las únicas ante-nas en la concatenación de los sucesos, los tentáculos que nos indican el ritmo de la his-toria según va discurriendo. A pesar de todo, no hay realidad psicológica como la idea que cada uno tiene de sí mismo. Incluso cuando un escritor ha perdido lo mejor de su talento, dando, año tras año, datos que han perdido ya sus matices, es decir, escribiendo artículos de periódico, así y todo sigue teniendo una idea de sí mismo: que su atención personal puede ser vital para informar correctamente sobre un suceso determinado. Ahora bien, metamos a 500 periodistas en un cuarto para que infor-men sobre la fase final de un acontecimiento “cuya importancia es equivalente a la del mo-mento de la evolución en que la vida acuática emergió a tierra”, y pongamos ante ellos una pantalla cinematográfica y una transmisión televisada en la mencionada pantalla, que no solamente es el primer intento de comunica-ción desde un satélite situado a más de 300.000 kilómetros de distancia, sino que también, y de esto pueden estar ustedes seguros, está completamente desenfocada. Los periodistas se ponen gafas para no perderse la letra peque-ña, pero una pantalla desenfocada añade una

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en camino El lanzamiento de la Apolo 11, el 16 de julio de 1969 hombres clave El Dr. Wernher von Braun, uno de los protagonistas del proyecto Apolo

Adaptado de Un fuego en la Luna, de Norman Mailer, el nuevo libro de Taschen tiene una edición limitada de 1969 ejemplares, en dos ediciones. Ambas poseen una fotografía enmarcada en polimetilmetacrilato (plexiglás) firmada por Buzz Aldrin. En algunos se incluye una pieza certificada de meteorito lunar. ¿El precio? 750 euros. A la Argentina llegará a fines de julio.

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EL GRAN LIBRO

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herida nueva a la llaga de la herida anterior. Algo en ellos se volvió del revés: observando la Luna en la pantalla eran como universita-rios un viernes por la noche en el cine de la ciudad: no se podía predecir de qué se reirán la próxima vez, pero su sentido de lo absurdo era rápido y violento. (...)

De pronto se oyó la voz de Armstrong:–Okay, Houston, ya estoy en el pórtico.El auditorio prorrumpió en aplausos. Ha-

bía también burla, como si la caballería hu-biese llegado, al galope, a lo largo del hondón lunar.

Pasaron unos pocos minutos. La impacien-cia se cernía en el aire. Luego se oyó un sono-ro vítor al aparecer una escena en la pantalla. Era una escena cabeza abajo, cegadora por el contraste e incomprensiblemente el mismo caleidoscopio de luz y sombra que ven los ni-ños en el primer momento, justo antes de que les llegue a los ojos el nitrato de plata. Luego

emociones Una de las imágenes más impactantes del alunizaje. Der.: el recibimiento de los astronautas en Nueva York, agosto de 1969

se vieron reajustes y movimientos en la ima-gen, una enorme nube negra que acabó con-cretándose en la forma de Armstrong bajando por la escala, una confusión de objetos, una vaga e informe visión de un troglodita con una tremenda giba en la espalda, y voces, Arms-trong, Aldrin y el Centro de Comunicaciones, dando detalles de la bajada por la escala. Armstrong apareció en tierra. Nadie le oyó bien del todo decir:

–Este es un pequeño paso para un hombre, pero una zancada gigantesca para la humani-dad.

Ni tampoco le vio nadie dar el paso en cues-tión. La imagen televisada que apareció en la pantalla era bella, pero seguía siendo tan ma-ravillosamente abstracta como las ramas de un árbol o como un cuadro de Franz Kline a base de vigas negras contra un fondo blanco. A pesar de todo, se oyeron vítores y como una oleada de extraordinaria percepción y con-

ciencia. Era como si el auditorio sintiera una compenetración inesperada con lo sepulcral, como si un horrible estuviera descendiendo, paso a paso, latido de corazón a decreciente latido de corazón, hacia el reino del mismo rey de la muerte, y estuviera informando, poco a poco, de lo que sus sentidos le revelaban. Había desaparecido el ambiente de irritación, y Armstrong ahora estaba describiendo la sus-tancia fina y como polvo que cubría la super-ficie:

–Veo las huellas de mis botas y los pasos en las partículas finas como arena.

Durante estos primeros minutos, cada reve-lación iba a ser un milagro. Habría sido más extraordinario oír que la Luna no acusaba los pasos en forma de huella en su fino polvo, o que el polvo era fosforescente, pero también era milagroso que la reacción del polvo lunar fuese igual a la del polvo terráqueo. Ya había, pues, respuesta a una pregunta. Si la respues

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el escritor Norman Mailer en la foto que publicó la revista Life, cuando comenzó la serie de textos que el escritor realizó sobre la hazaña espacial. Y uno de sus manuscritos

ta era corriente, por lo menos era una pre-gunta menos que quedaba en los espacios solitarios de la mente humana. Aquarius tuvo un momento de atisbo en el espacio exterior, creciente como el charco más y más grande de una pregunta sin respuesta. ¿Era ése el poder que acechaba detrás de la fuerza que en este siglo había dado la victo-ria a la tecnología? ¿Que la tecnología, por lo menos, era una fuerza que intentaba ob-tener respuestas a preguntas que pasaban por no tener respuesta posible?

La imagen se volvía más y más descifrable. Alejándose de la escala con un paso vacilante y como saltarín, no muy distinto de los prime-ros inciertos pasos de una ternera recién na-cida, Armstrong llamó al Centro de Mandos:

–Se puede andar perfectamente.Pero como si aquélla fuera una libertad que

no convenía permitirse con los sentimientos de la Luna, volvió a saltitos a la escala.

Las actividades proseguían. Había que tomar fotografías, describir el aspecto de las rocas, el carácter de la luz solar. Una de las primeras tareas de Armstrong era coger un espécimen de roca y metérselo en el bolsillo. Así, si ocurría algo imprevisto, si emergía de un cráter el yak inmencionable o el abo-minable hombre de las nieves, si el suelo comenzaba a temblar, si, por la razón que fuese, tenían que regresar a la sección y despegar súbitamente, por lo menos volve-rían a la Tierra con un pedazo de roca, y menos es nada. Esta primera muestra de piedra y polvo lunares recibió el nombre de “muestra de emergencias” y era una de las primeras tareas de Armstrong, pero éste parecía haberla olvidado. El Centro de Co-municaciones se la recordó sutilmente, lo

que también hizo Aldrin. Se volvió a oír la voz del Centro de Comunicaciones:

–Neil, aquí Houston, ¿te precaviste con la muestra de emergencia?

–Okay –dijo Armstrong–, voy a hacerlo en cuanto termine esta serie de fotografías.

Aldrin probablemente no había oído.–Bueno –llamó–, ¿vas a recoger la muestra

de emergencia ahora, Neil?–De acuerdo –cortó Armstrong.Su irritabilidad era tan evidente que el

auditorio rompió a reír.(...) Risotadas entre el auditorio. Cuando

se izó la bandera norteamericana en la Lu-na, los periodistas aplaudieron. El aplauso continuó, se hizo más fuerte; pronto se pon-drían todos en pie para tributar a la imagen de la bandera una ovación en toda regla. Era, quizá, una manera de pedir perdón por las risas anteriores y por la risa que todos sabían no tardaría en resonar de nuevo, pero la experiencia, así y todo, era impor-tante. Una sociedad reductiva estaba con-templando lo irreducible. Pero lo irreduci-ble estaba siendo presentado de manera técnicamente imperfecta. Y de eso sí que podían reírse. Y se volvieron a reír una y otra vez. Hubo momentos en que Armstrong y Aldrin podrían haber sido ni más ni me-nos que Stan Laurel y Oliver Hardy vestidos de astronautas. (...)

Bueno, pues ya estaba izada la bandera. Habló el Centro de Comunicaciones pidien-do a los astronautas que se pusieran firmes ante la cámara y anunciando a continua-ción que el presidente de Estados Unidos quería decir unas palabras.

Armstrong: –Eso sería un honor para no-sotros.

Director del Centro de Operaciones: –Ade-lante, señor presidente. Aquí Houston, em-piece. (...)

El presidente Nixon: –Neil y Buzz, estoy hablándoos por teléfono desde la Sala Oval de la Casa Blanca. Y esta llamada es, ciertamen-te, la más histórica que se ha hecho jamás.

Risotadas entre el auditorio. ¡La llamada telefónica más cara que se había hecho ja-más! Estentóreos aplausos.

El presidente Nixon: –No encuentro pala-bras para expresar lo orgullosos que nos sen-timos todos de vosotros. Para todos los norte-americanos, éste tiene que ser el día más grande de su vida. Y para la gente del mundo entero, porque estoy convencido de que tam-bién ellos se unen a los norteamericanos ante una proeza tan grande. Y es que por lo que habéis realizado los cielos han pasado a for-mar parte del mundo humano. Y al hablarnos vosotros ahora desde el Mar de la Tranquili-dad nos dais inspiración para redoblar nues-tros esfuerzos por traer la paz y la tranquilidad a la Tierra. Durante un momento inapreciable de la historia del hombre, todos los habitantes de este mundo son verdaderamente un solo pueblo. Están unidos por el orgullo que les da lo que habéis hecho. Y están unidos en el deseo de que volváis sanos y salvos a la Tierra. (...)

–Gracias, señor presidente –respondió Armstrong con voz no del todo impávida.

¡Qué momento para Richard Nixon si las primeras lágrimas jamás vertidas en la Lu-na fuesen consecuencia de sus palabras!

–Es un gran honor y un gran privilegio –prosiguió Armstrong– ser representantes no sólo de Estados Unidos, sino también de los amantes de la paz del mundo entero.

Cuando hubo terminado saludó. ✖

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