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El único y su propiedad Max Stirner 1845

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El único y su propiedad

Max Stirner

1845

Índice general

Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4

Primera parte: El hombre 9

I. La vida de un hombre 11

II. Los antiguos y los modernos 22I. Los antiguos . . . . . . . . . . . . . . . . . 23II. Los modernos . . . . . . . . . . . . . . . . 38

1. El espíritu . . . . . . . . . . . . . . . 432. Los poseídos . . . . . . . . . . . . . . 533 La jerarquía . . . . . . . . . . . . . . 110

III. Los libres . . . . . . . . . . . . . . . . . . 166El liberalismo político . . . . . . . . . . 1662. El liberalismo social . . . . . . . . . . 1993. El liberalismo humanitario . . . . . . 213

Post-scriptum . . . . . . . . . . . . . . . . . 251

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Segunda parte: Yo 266

I. La propiedad 268

II. El propietario 297I. Mi poder . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 323

II. Mis relaciones . . . . . . . . . . . . . 368III. Mi goce de mí . . . . . . . . . . . . . . . . 575

III. El Único 653Apéndice: Breve apunte biográfico de Stirner 662

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Introducción

He fundado mi causa en nada1

¿Qué causa es la que debo defender? Antes que nadala buena causa, la causa de Dios, de la verdad, de lalibertad, de la humanidad, de la justicia; luego la de mipueblo, la de mi gobernante, la de mi patria; más tardeserá la del Espíritu2 y miles más después. Unicamentemi causa no puede ser nunca mi causa. «Vergüenza delegoísta que no piensa más que en sí mismo».

¿Pero esos cuyos intereses son sagrados, esos porquienes debemos trabajar, sacrificarnos y entusiasmar-nos, cómo entienden su causa?

Ustedes que saben de Dios tantas y tan profundascosas; ustedes que durante siglos «exploraron las pro-fundidades de la divinidad» y penetraron con sus mi-radas hasta lo profundo de su corazón, ¿pueden decir-

1 Primer verso del poema de Goethe Vanitas! Vanitatum Va-nitas! (N.R.)

2 Espíritu es la traducción más aceptable del término alemánGeist, que refiere a la noción de Idea o Idea Absoluta y que es to-mada por Stirner de la filosofía de Hegel. En este libro es utilizadapara referirse a la razón, la racionalidad, las ideas, etc. y se enfren-ta tanto a la noción de mundo «material» o «natural» como a lade «Único» o «Yo» (N.R.).

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me cómo entiende Dios la «causa divina» que debe-mos servir nosotros? Y ya que tampoco nos ocultanlos designios del Señor. ¿Qué quiere? ¿Qué persigue?¿Abrazó, como a nosotros se nos pide, una causa ajenay se ha hecho el campeón de la verdad y del amor? Es-te absurdo indigna; nos enseñan que siendo Dios todoamor y toda verdad, las causas del amor y de la verdadse confunden con la suya y le son consustanciales. Lesrepugna admitir que Dios pueda, como nosotros, hacersuya la causa de otro. «¿Pero abrazaría Dios la causade la verdad si no fuera la suya?» Dios no se ocupamás que de su causa, porque al ser él todo en todo, to-do es su causa. Pero nosotros no somos todo en todo, ynuestra causa es bienmezquina, bien despreciable; poreso debemos servir a una «causa superior». Más claro:Dios no se preocupa más que de lo suyo, no se ocupamás que de sí mismo, no piensa en nadie más que en símismo y no se fija más que en sí mismo; ¡pobre del quecontradiga sus mandatos! No sirve a nada superior yno trata más que de satisfacerse. La causa que defiendees únicamente la suya. Dios es un ególatra.

¿Y la humanidad, cuyos intereses debemos defendercomo nuestros, qué causa defiende? ¿La de otro? ¿Unasuperior? No. La humanidad no se ve más que a símisma, la humanidad no tiene otro objeto que la hu-

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manidad; su causa es ella misma. Con tal que ella sedesarrolle no le importa que mueran los individuos ylos pueblos; saca de ellos lo que puede sacar, y cuandohan cumplido la tarea que les reclamaba, los echa alcesto de papeles inservibles de la historia. ¿La causaque defiende la humanidad, no es puramente egoísta?

Es inútil que siga y demuestre cómo cada una deesas cosas, Dios, Humanidad, etc., se preocupan sólode su bien y no del nuestro. Revisen a los demás y veanpor ustedes mismos si la Verdad, la Libertad, la Justicia,etc., se preocupan de ustedes para otra cosa que no seapedirles su entusiasmo y sus servicios.

Que sean servidores dedicados, que les rindan ho-menaje, eso es todo lo que les piden. Miren a un puebloredimido por nobles patriotas; los patriotas caen en labatalla o revientan de hambre y de miseria; ¿qué diceel pueblo? ¡Abonado con sus cadáveres se hace «flore-ciente»!. Mueren los individuos «por la gran causa delpueblo», que se conforma con dedicarles alguna queotra lamentable frase de reconocimiento y se guardapara sí todo el provecho. Eso me parece un egoísmodemasiado lucrativo.

Pero vean al sultán que cuida tan tiernamente a «lossuyos». ¿No es la imagen de la más pura abnegación,y no es su vida un constante sacrificio? ¡Sí, por «los

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suyos»! ¿Se quiere hacer un ensayo? Qué se muestreque no se es «el suyo», sino «el tuyo», que se rechacesu egoísmo y será uno perseguido, encarcelado, tortu-rado. El sultán no basa su causa más que en sí mismo;es todo en todo, es el único, y no tolera a nadie que nosea uno de «los suyos».

¿No les dicen nada estos ejemplos? ¿No les hacenpensar que un egoísta tiene razón? Yo, al menos, apren-do de ellos, y en vez de continuar sirviendo con desin-terés a esos grandes egoístas, seré yo mismo el egoísta.

Dios y la humanidad no basaron su causa sobre na-da, sobre nada más que ellos mismos. Yo basaré, enton-ces, mi causa sobre mí; soy, como Dios, la negación detodo lo demás, soy todo para mí, soy el único.

Si Dios y la Humanidad son poderosos con lo quecontienen, hasta el punto de que para ellos mismos to-do está en todo, yo advierto que me falta a mi muchomenos todavía, y que no tengo que quejarme de mi«futilidad». Yo no soy nada en el sentido de vacío, perosoy la nada creadora, la nada de la que saco todo.

¡Fuera entonces toda causa que no sea entera y ex-clusivamente la mía! Mi causa, me dirán, debería ser,al menos, la «buena causa». ¿Qué es lo bueno, qué eslo malo? Yo mismo soy mi causa, y no soy ni bueno nimalo; esas no son, para mí, más que palabras.

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Lo divino mira a Dios, lo humano mira al hombre.Mi causa no es divina ni humana, no es ni lo verdadero,ni lo bueno, ni lo justo, ni lo libre, es lo mío, no esgeneral, sino única, como yo soy único.

Nada está por encima de mí.

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Primera parte: Elhombre

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«El hombre es para el hombre el Ser Su-premo para el hombre», dice Feuerbach3,«el hombre acaba de ser descubierto», di-ce Bruno Bauer.4 Examinemos más de cer-ca este Ser Supremo y ese nuevo descubri-miento.

3 Filósofo alemán contemporáneo de Stirner. Criticó el idea-lismo de Hegel, al que opuso su humanismo materialista (N.R.).

4 Filosofo alemán contemporáneo de Stirner y miembro delcírculo de los «Jóvenes Hegelianos» junto a Stirner, Marx y Engels.Si bien no era egoísta, se sentía más cerca de Stirner que del res-to de los hegelianos de izquierda, aunque Stirner lo criticará condureza a lo largo de libro. (N.R.).

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I. La vida de un hombre

En cuanto el hombre despierta a la vida, intenta en-contrarse y conquistarse a sí mismo en medio del caosen que rueda confundido con todo lo demás.

Pero el niño sólo puede afirmar a cada paso su de-pendencia.

Porque si cada cosa se preocupa por sí misma, almismo tiempo, choca con las demás, y la lucha por laautonomía y la supremacía es inevitable.

Vencer o ser vencido, no hay otra alternativa. El ven-cedor será el amo, el vencido será el esclavo. Uno dis-frutará de la soberanía y de los «derechos del señor» yel otro cumplirá con respeto sus «deberes de súbdito».

Pero los enemigos no bajan las armas; cada uno per-manece al acecho, espiando las debilidades de los otros,los hijos la de los padres, los padres las de los hijos, elque no da los golpes los recibe.

Para alcanzar la liberación, en la infancia tratamosde penetrar las cosas o de «ir detrás» de ellas; para

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eso espiamos su parte débil (en esto los niños tienenun instinto que no los engaña); nos gusta romper loque encontramos a mano, revisar los rincones prohi-bidos, explorar todo lo que se oculta a nuestras mira-das; ensayamos nuestras fuerzas. Y, descubierto al finel secreto, nos sentimos seguros de nosotros mismos;y si, por ejemplo, llegamos a convencernos de que elpalo no puede contra nuestra obstinación, ya no le te-nemos miedo, lo hemos superado. ¡Detrás de los gol-pes se levantan, más poderosos que ellos, nuestra au-dacia y nuestra obstinada libertad! Nos deslizamos po-co a poco a través de todo lo inquietante, a través de lafuerza temible del látigo, a través del rostro enojado denuestro padre, y detrás de todo descubrimos nuestraataraxia1 y ya nada nos incomoda, ya nada nos espan-ta; tenemos conciencia de nuestro poder de resistir yvencer, descubrimos que nada puede violentarnos. Loque nos inspiraba miedo y respeto, en lugar de inti-midarnos nos alienta: detrás del rudo mandato de lossuperiores y de los padres, se levanta más obstinada

1 Palabra griega relacionada con la filosofía epicúrea. Es unestado anímico en el que se disciplinan las pasiones y que permitealcanzar una cierta tranquilidad de espíritu y libertad respecto delas cosas del mundo — tanto del hombre como de la naturaleza —(N.R.).

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nuestra voluntad, más rápida nuestra astucia. Cuandomás aprendemos a conocernos, más nos reímos de loque considerábamos insuperable. Pero, ¿qué son nues-tra destreza, nuestro valor, nuestra audacia, sino el es-píritu?

Durante largo tiempo escapamos a una lucha cansa-dora y triste: la lucha contra la razón. Lo mejor de lainfancia pasa sin que tengamos que pelear contra la ra-zón. No nos preocupamos de ella, no nos mezclamoscon ella, ni admitimos ninguna razón. Que nos quie-ran convencer nos parece entonces un absurdo: somossordos a las buenas razones y a los argumentos sólidos,reaccionamos solamente a las caricias y los castigos.

Más tarde comienza el difícil combate contra la ra-zón y con él se abre una nueva fase de nuestra vida.De niños habíamos vivido sin meditar.

Con el espíritu nos conocemos a nosotros mismos,y él es el primer nombre bajo el cual des-divinizamoslo divino, es decir, el objeto de nuestras inquietudes,nuestros fantasmas, «los poderes superiores». Nadase impone desde entonces a nuestro respeto; estamosllenos del juvenil sentimiento de nuestra fuerza, y elmundo pierde ante nuestros ojos todo interés, por-que nos sentimos superiores a él, nos sentimos espí-ritu. Notamos que, hasta entonces, habíamos mirado

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al mundo sin verlo, que nos lo habíamos contempladonunca con los ojos del espíritu.

Ensayamos sobre las fuerzas de la naturaleza nues-tras primeras fuerzas. Los padres se nos imponen co-mo fuerzas naturales; más tarde pensamos que se debeabandonar padre y madre para romper todo poder na-tural. Llega un día en que el lazo se rompe. Para el hom-bre que piensa, es decir para el hombre «espiritual», lafamilia no es un poder natural y debe renunciar a lospadres, los hermanos, etc. Si éstos «renacen» en lo su-cesivo como potencias espirituales y racionales, esaspotencias nuevas no son, de ningún modo, lo que eranantes.

Y no sólo es el yugo de los padres lo que se sacu-de el joven, es toda autoridad humana; los hombresya no son un obstáculo ante el que es preciso detener-se, porque «hay que obedecer a Dios antes que a loshombres».

El nuevo punto de vista en que se coloca es el «ce-lestial», y visto desde esa altura, todo lo «terrestre»retrocede, se empequeñece y se borra en una lejanabruma de desprecio.

De ahí el cambio radical en la orientación intelec-tual del joven y el cuidado exclusivo de lo espiritual,en tanto que el niño, que no se sentía aún espíritu, que-

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daba limitado a la letra de los libros. El joven ya no seadhiere a las cosas, sino que procura aprehender lospensamientos que esas cosas encubren; así, por ejem-plo, cesa de acumular confusamente en su cabeza loshechos y las fechas de la historia, para esforzarse enpenetrar en su espíritu; el niño, por el contrario, aun-que comprenda bien el encadenamiento de los hechos,es incapaz de sacar de ellos ideas, espíritu; y amonto-na los conocimientos que adquiere sin seguir un plana priori, sin sujetarse a un método teórico; en resumen,sin buscar ideas.

En la niñez tenía que superar las leyes del mundo;ahora, ante cualquier cosa que se proponga, choca conuna objeción del espíritu. «¡Esto no es razonable, no escristiano, no es patriótico!» nos grita la conciencia; ynos abstenemos. No tememos al poder vengador de lasEuménides, ni a la cólera de Poseidón, ni a Dios que velas cosas ocultas, ni al castigo paterno: tememos a laConciencia.

Somos, desde entonces, «los servidores de nues-tros pensamientos»; obedecemos sus órdenes como enotros tiempos obedecimos las paternas o las de otroshombres. Son ellas (ideas, representaciones, creencias)las que reemplazan a los mandatos paternos y las quegobiernan nuestra vida. De niños ya pensábamos; pe-

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ro nuestros pensamientos entonces no eran incorpó-reos, abstractos, absolutos, no eran nada más que unpuro mundo de pensamientos; no eran pensamientoslógicos.

Sólo teníamos los pensamientos que nos inspirabanlos acontecimientos y las cosas; pensábamos que unacosa determinada era de tal o cual naturaleza. Pensába-mos que «es Dios quien ha creado este mundo que ve-mos»; pero nuestro pensamiento no iba más lejos, no«escrutábamos las profundidades mismas de la divini-dad». Decíamos «esto es verdadero, esto es la verdad»;pero sin indagar lo verdadero en sí, la verdad en sí, sinpreguntarnos si «Dios es la verdad». Poco nos importa-ban «las profundidades de la divinidad», ni cuál fuesela «verdad». Pilato no se detiene en cuestiones de pu-ra lógica (o, en otros términos, de pura teología) como«¿qué es la verdad?», y sin embargo, llegada la ocasión,no vacila en distinguir «lo que hay de verdadero y loque hay de falso en un asunto», es decir, si tal cosaparticular es verdadera.

Todo pensamiento inseparable de un objeto no estodavía más que un pensamiento absoluto.

No hay para el joven mayor placer que descubrir yapropiarse del pensamiento puro; la verdad, la liber-tad, la humanidad, el hombre, etc.; esos astros brillan-

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tes que alumbran el mundo de las ideas, iluminan yexaltan las almas juveniles.

Pero una vez reconocido el espíritu como esencial,aparece una diferencia: el espíritu puede ser rico o po-bre; y nos esforzamos, entonces, en hacernos ricos deespíritu; el espíritu quiere extenderse, fundar su reino,reino que no es de este mundo, sino demuchomás allá;así aspira a resumir en sí todo espiritualismo. Aún espí-ritu como soy, no soy espíritu perfecto y debo empezarpor buscar ese espíritu perfecto.

Yo, que hace nomuchome había reconocido en el es-píritu, me pierdo de nuevo, penetrado por mi inanidad,me humillo ante el espíritu perfecto, reconociendo queno está en mí, sino más allá de mí.

Todo depende del espíritu; ¿pero todo espíritu es«correcto»? El espíritu bueno y verdadero es el idealde espíritu, el «Espíritu Santo». No es ni el mío ni eltuyo, es un espíritu ideal, superior: es «Dios». «Dioses el espíritu». Y «¿cuánto más vuestro Padre celestialdará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?».2

El hombre ya maduro difiere del joven en que to-ma el mundo como es, sin ver por todas partes malesque corregir, entuertos que enderezar, y sin pretender

2 Lucas 11,13.

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moldearlo a su ideal. En él se fortifica la opinión deque uno debe obrar en el mundo, según su interés yno según su ideal.

En tanto que uno no ve en sí mas que el espírituy pone todo su mérito en ser espíritu, no cuesta nadaarriesgar la vida, lo «corporal», por una insignifican-cia de amor propio; y como no tiene uno más que pen-samientos, ideas que espera ver realizadas algún día,cuando haya encontrado su camino, hallado una salidaa su actividad, esos pensamientos, esas ideas permane-cen provisionalmente incumplidas, irrealizadas: no setiene más que un ideal.

Pero desde que se ama el «pellejo» (lo que sucedeordinariamente en la edad madura) y se experimentaplacer en ser tal como uno es, con vivir su vida, cesa deperseguir el ideal para apegarse a un interés personal,egoísta, es decir, a un interés no sólo del espíritu, sinoa la satisfacción de todo el individuo, y el interés vie-ne a ser, desde entonces, verdaderamente interesado.Comparen, entonces, al hombre maduro con el hom-bre joven. ¿No les parece más duro, más egoísta, me-nos generoso? ¡Sin duda! ¿Es por eso más malo? No; loque pasa es que se ha hecho más positivo, más «prác-tico». El punto principal es que hace de sí el centrode todo, cosa que no hace el joven, distraído por un

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montón de cosas que no son él: dios, la patria y otrospretextos de «entusiasmo».

El hombre se descubre así por segunda vez. El jovenhabía advertido su espiritualidad y se había extravia-do después en la investigación del espíritu universal yperfecto, del Espíritu Santo, del Hombre, de la Huma-nidad, en una palabra, de todos los ideales. El hombrese recobra y vuelve a encontrar su espíritu encarnadoen él, hecho carne.

Un niño no desea ni ideas ni pensamientos; un jovenno persigue más que intereses espirituales; los intere-ses del hombre, en cambio, son materiales, personalesy egoístas.

Cuando el niño no tiene ningún objeto en que ocu-parse, se aburre, porque no sabe todavía ocuparse de símismo. El joven, al contrario, se cansa pronto de los ob-jetos, porque de esos objetos salen para él pensamien-tos, y él, ante todo, se interesa en los sueños, en lo queespiritualmente le ocupa: «su espíritu está ocupado».

En todo lo que no es espiritual el joven no ve másque «futilidades» Si se le ocurre tomar en serio las másinsignificantes niñerías (por ejemplo, las ceremoniasde la vida universitaria), es porque se apoderan de suespíritu, es decir, porque ve en ellas símbolos.

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Yo me he colocado detrás de las cosas, y he descu-bierto mi espíritu; igualmente más tarde me encuentrodetrás de los pensamientos, yme siento su creador y suposeedor. A la edad de las visiones, mis pensamientosproyectaban sombra sobre mi cerebro, como el árbolsobre el suelo que lo nutre; se cernían a mí alrededorensueños febriles, y me estremecían con su espanto-so poder. Los pensamientos mismos se habían revesti-do de una forma corporal, y si veía a esos fantasmas,se llamaban Dios, el Emperador, el Papa, la Patria, etc.Hoy destruyo esas vaguedades engañosas, entro en po-sesión de mis pensamientos, y digo: Yo sólo tengo uncuerpo y soy alguien. No veo ya en el mundo más quelo que él es para mí; es mío, es mi propiedad. Yo lo re-fiero todo a mí. No hace mucho era espíritu, y el mun-do era a mis ojos digno sólo de desprecio; hoy soy yo,soy propietario, y rechazo esos espíritus o esas ideascuya vanidad he medido. Todo eso no tiene sobre mímás poder que las «fuerzas de la tierra» tienen sobreel espíritu.

El niño era realista, ocupado por las cosas de estemundo, hasta que llegó poco a poco a penetrarlas. Eljoven es idealista, ocupado en sus pensamientos, hastael día en que llegará a ser hombre egoísta que no per-sigue a través de las cosas y de los pensamientos más

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que la felicidad de su corazón, y pone por encima de to-do su interés personal. En cuanto al anciano… cuandoyo lo sea… tendré tiempo de hablar de él.

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II. Los antiguos y losmodernos

¿Cómo nos hemos desarrollado? ¿Cuáles fueronnuestros esfuerzos? ¿Tuvimos éxito? ¿Fracasamos?¿Qué objeto perseguíamos en otro tiempo? ¿Qué pro-yectos y qué deseos ocupan hoy nuestro corazón?¿Qué cambios han sufrido nuestras opiniones? ¿Quétrastornos han experimentado nuestros principios? Enresumen, ¿cómo cada uno de nosotros ha llegado a serlo que es hoy, lo que no era ayer o en otro tiempo?Cada cual puede recordarlo más o menos fácilmente;pero nada tiene tanta nitidez a nuestros ojos como loque tuvo lugar, ayer hace un siglo, en los demás.

Interroguemos entonces a la Historia, preguntémos-le cuáles fueron el fin y los esfuerzos de nuestros ante-pasados.

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I. Los antiguos

Puesto que la costumbre ha rotulado a nuestrosabuelos anteriores a Cristo llamándolos «antiguos»,no discutiremos que, comparados con nosotros, gentede experiencia, sean unos niños; preferimos inclinar-nos ante ellos como ancianos padres. ¿Pero cómo pu-dieron envejecer, y quién con su pretendida novedadllegó a suplantarlos?

Nosotros lo conocemos, es el innovador, el revolu-cionario, el heredero impío que profanó con sus pro-pias manos el sábado de sus padres para santificar sudomingo, y que interrumpió el curso del tiempo pa-ra iniciar una era nueva; nosotros lo conocemos y sa-bemos que fue cristiano. Pero, ¿permanece él mismoeternamente joven, es todavía hoy él, «moderno», o lellegó su turno de envejecer, a él, que hizo envejecer alos «antiguos»?

Fueron los antiguos mismos los que procrearon alhombre moderno que debía suplantarlos: examinemosesta génesis.

«Para los antiguos— dice Feuerbach— elmundo erauna verdad». Pero se olvidaba de añadir: «una verdadcuya falsedad buscaron y llegaron a penetrar». Se reco-noce pronto el origen de estas palabras de Feuerbach;

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se relacionan con las cristianas cuando hablan de «es-te mundo vano y perecedero». Jamás el cristiano pudoconvencerse de la vanidad de la palabra divina; cree ensu eterna e inquebrantable veracidad, cuyo triunfo só-lo pueden hacer más brillante profundasmeditaciones;los antiguos, en cambio, estaban penetrados del senti-miento de que el mundo y las leyes del mundo (lazosde sangre, por ejemplo) eran la v erdad, verdad ante lacual debía inclinarse su impotencia. Precisamente loque los antiguos habían considerado de más alto pre-cio, los cristianos lo rechazaron como cosa sin valor; loque los unos habían proclamado verdadero, los otrosenvilecieron como una mentira; la idea tan exaltadade patria pierde su importancia, y los cristianos no de-ben ya mirarse «(…) confesando que eran extranjerosy peregrinos sobre la tierra»1; el entierro de los muer-tos, ese deber sagrado que inspiró una obra maestra, laAntígona de Sófocles, no parece más que una miseria(«Dejad a los muertos que entierren a sus muertos»);la indisolubilidad de los lazos de familia se convierteen una preocupación de la que es preciso deshacerse2y así sucesivamente.

1 Hebreos 11,13.2 Marcos 10,29.

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Vemos, entonces, que aquello que los antiguos tuvie-ron por verdad, era exactamente lo contrario de lo quepasó por verdad a los ojos de los modernos; los unoscreyeron en lo natural, los otros en lo espiritual; losunos en las cosas y en las leyes de la tierra, los otrosen las del cielo (la patria celestial, «la Jerusalén de alláarriba», etc.). Dado que el pensamiento moderno nofuemás que la ultimación y el producto del pensamien-to antiguo, queda por examinar cómo fue posible talmetamorfosis. Fueron los antiguosmismos los que aca-baron por hacer de su verdad una mentira.

Remontémonos a los más hermosos tiempos de laantigüedad, al siglo de Pericles: entonces fue cuandoempezó la sofística y Grecia jugó con lo que había sidopara ella, hasta entonces, el objeto de las más gravesmeditaciones.

Los padres habían estado demasiado tiempo encor-vados bajo el yugo inexorable de las realidades, paraque estas duras experiencias no enseñaran a sus des-cendientes a conocerse. Con una audaz seguridad lan-zan los sofistas su grito alentador: «¡No te dejes impo-ner!», y exponen su doctrina: «usa en toda ocasión lainteligencia, la sutileza, la ingeniosidad de tu espíritu;gracias a una inteligencia sólida y bien ejercitada es co-mo se vive mejor en el mundo, como mejor se asegura

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la suerte, la mejor vida». Reconocen, pues, en el espíri-tu la verdadera arma del hombre contra el mundo; eslo que les hace apreciar tanto la flexibilidad dialéctica,la destreza oratoria, el arte de la controversia. Procla-man que es preciso en toda ocasión recurrir al espíritu;pero están bien lejos aún de santificarlo, porque esteúltimo no es para ellos más que un arma, un medio:lo que son para los niños la astucia y la audacia. Elespíritu es para ellos la inteligencia, la infalible razón.

Hoy esta educación intelectual la juzgaríamos in-completa, unilateral, y se añadiría: no formen única-mente su inteligencia, formen también su nuestro co-razón. Esto es lo que hizo Sócrates. Si el corazón, enefecto, se libera de sus aspiraciones naturales; si que-dase lleno de su contenido fortuito, de impulsos desor-denados sometidos a todas las influencias exteriores,no sería más que el foco de las codicias más diversas,y ocurriría fatalmente que la inteligencia libre, esclavi-zada a un «mal corazón», se prestaría a realizar todolo que deseara la maldad.

Por eso, Sócrates dice que no basta emplear en todacircunstancia la inteligencia, sino que lo que importaes saber a qué objeto debe aplicarse. Hoy diríamos queese objeto debe ser el «bien»; pero perseguir el bien

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es ser moral; Sócrates es, entonces, el fundador de laética.

El principio de la sofística conducía a admitir parael hombre más ciegamente esclavo de sus pasiones laposibilidad de ser un sofista temible, capaz, gracias alpoder de su espíritu, de ordenar y moldear todo al gus-to de su grosero corazón. ¿Cuál es la acción en cuyofavor no se pueden invocar «buenas razones»? ¿No estodo defendible?

Por eso Sócrates agrega: «Para que se pueda apre-ciar su sabiduría, se necesita tener un corazón puro».Entonces comienza el segundo período de liberacióndel pensamiento griego, el período de la pureza del co-razón. El primero acaba con los sofistas, cuando pro-clamaron el poder ilimitado de la inteligencia. Pero elcorazón toma siempre el partido del mundo; es su ser-vidor, y está siempre agitado por pasiones terrestres.Aquel fue el tiempo de la educación del corazón. Pero,¿qué educación conviene al corazón? La inteligenciaha llegado a burlarse de todo el contenido del espíri-tu, del que ella es tan sólo una parte, y eso amenazatambién al corazón: ante él pronto va a hundirse todolo que pertenece al mundo, y familia, patria, todo se-rá abandonado por él, es decir, por la felicidad, por lafelicidad del corazón.

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La experiencia diaria enseña que el corazón late ylatirá todavía durante muchos años por la razón. Deigual modo, por más que la inteligencia se hubiese he-cho completamente dueña de las antiguas fuerzas, fal-taba todavía, para que no tuvieran más influencia so-bre el hombre, expulsarlas del corazón, donde reina-ban sin disputa. Esta guerra fue declarada por Sócrates,y la paz no se firmó hasta el día en que se extinguió elmundo antiguo.

Con Sócrates comienza el examen del corazón y to-do su contenido va a ser juzgado. Los últimos, los su-premos esfuerzos de los antiguos, condujeron a recha-zar todo el contenido del corazón y a dejarlo latir vacío:esa fue la obra de los escépticos. Así fue atacada aque-lla pureza del corazón, que en tiempos de los sofistashabía llegado a oponerse a la inteligencia.

El resultado de la cultura sofística es este: la inte-ligencia no se detiene ante nada; el de la educaciónescéptica: el corazón no se deja conmover por nada.

Durante tanto tiempo como permanece atrapadopor el movimiento del mundo y confundido por sus re-laciones con él — y permanece así hasta el fin de la anti-güedad, porque su corazón luchó hasta entonces paralibrarse del mundo — no es todavía espíritu; el espíritues, en efecto, inmaterial, sin relaciones con el mundo;

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no existen para él ni la naturaleza ni las leyes de la na-turaleza, sino únicamente lazos espirituales. Por estoel hombre tuvo que llegar a ser tan indiferente y estarapartado de todo, como lo había hecho la formaciónescéptica, así de indiferente frente al mundo, para quesu derrumbamiento no pudiera conmoverlo, antes depoder sentirse independiente del mundo, es decir, sen-tirse espíritu. El hombre debe a la obra de gigantes delos antiguos el saber que es un ser sin unión con elmundo, un espíritu.

Cuando todas las preocupaciones terrenales lo hanabandonado, el hombre es para él mismo todo en todo;ya no es más que para él mismo, es espíritu para elespíritu, o más claramente, no se ocupa más que de loespiritual.

En la astucia de la serpiente y en la inocencia dela paloma, las dos caras — intelecto y corazón — de laantigua liberación del espíritu, se han desarrollado tancompletamente que parecen jóvenes y nuevas otra vez;y ni la una ni la otra se dejan sorprender por lo terrenaly lo natural.

Los antiguos tendieron hacia el espíritu y se esfor-zaron en llegar a la espiritualidad. Pero el hombre quequiere ser activo como espíritu, será arrastrado a ta-reas muy distintas de las que pudo trazarse de ante-

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mano, a tareas que pondrán en acción el espíritu y nosólo la inteligencia práctica, el ingenio, que es sólo ca-paz de hacerse dueño de las cosas. El espíritu persigueúnicamente lo espiritual y busca en todo sus propiashuellas: para el espíritu creyente «toda cosa procedede Dios», y no le interesa sino porque este origen di-vino se muestra en ella; al espíritu filosófico todo leparece marcado por el sello de la razón, y no le intere-sa más que si puede descubrir allí la razón; es decir, elcontenido espiritual.

No poseían los antiguos este espíritu que no se apli-ca a nada no espiritual, a ninguna cosa, sino únicamen-te al ser que existe por detrás y por encima de las cosas,a los pensamientos. Pero luchaban por adquirirlo, lodeseaban ardientemente, y por eso mismo lo afilabanen silencio para volverlo contra su poderoso enemigo,el mundo de los sentidos (que, por otra parte, no se ha-bía hecho aún sensible para ellos, porque Jehová y losdioses del paganismo estaban bien lejos de la nociónde «Dios es espíritu», y la patria «celestial» no habíareemplazado todavía a la patria sensible); esperándolo,oponían a este mundo sensible su sentido práctico, susagacidad. Hasta el día de hoy, los judíos, esos niñosprecoces de la antigüedad, no han llegado más lejos,y a pesar de toda la sutileza y de todo el poder de ra-

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zonamiento que los hacen tan fácilmente dueños delas cosas, son incapaces de concebir el espíritu, que esincapaz de hacer nada con estas cosas.

El cristiano tiene intereses espirituales porque seatreve a ser hombre por el espíritu; el judío no puedecomprender esos intereses en toda su pureza, porqueno puede tomar sobre sí el no conceder ningún valor alas cosas; la espiritualidad pura, esa espiritualidad queencuentra, por ejemplo, su expresión religiosa en «lafe que no se justifica en las obras» de los cristianos, lesestá cerrada. Su realismo aleja siempre a los judíos delos cristianos, porque lo espiritual es tan ininteligiblepara el realista como lo real es despreciable a los ojosdel espíritu. Los judíos no tienen más que «el espíritude este mundo».

El ingenio y la profundidad de los antiguos están tanalejados del espíritu y de la espiritualidad del mundocristiano como la tierra lo está del cielo.

Las cosas de este mundo no conmueven ni angus-tian al que se siente un espíritu libre; no le preocupan,porque sería preciso, para que continuase sintiendo supeso, que fuese limitado y que les diera todavía algunaimportancia, esto es, que siguiera preocupado por su«amada vida». El que se dedica exclusivamente a sa-berse y sentirse espíritu puro, se preocupa poco de los

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acontecimientos desagradables que puedan sucederle,y no piensa de ningún modo en como organizarse pa-ra tener una vida libre y agradable. Las incomodida-des de la vida sujeta a las cosas no lo afectan, porqueno vive más que por el espíritu, y de alimentos com-pletamente espirituales. Sin duda, como el primer ani-mal, pero casi sin darse cuenta, bebe, come, y cuandoel pasto le falta su cuerpo muere; pero como espíritusabe que es inmortal, y sus ojos se cierran en mediode una meditación o de una plegaria. Toda su vida selimita a sus relaciones con lo espiritual: él piensa, elresto no es nada; cualquiera sea la dirección que to-me su actividad en los dominios del espíritu, plegaría,contemplación o especulación filosófica, siempre susesfuerzos se realizan bajo la forma de un pensamiento,y por eso Descartes, cuando llegó a entender comple-tamente esta verdad, pudo decir: «pienso, luego soy».Eso significa que mi pensamiento es mi ser y mi vi-da, que no tengo otra vida más que mi vida espiritual,ni otra existencia más que mi existencia en tanto es-píritu, en fin, que soy absolutamente espíritu y nada

3 Personaje desgraciado de una novela del Siglo XIX, del ale-mán Adalbert Von Chamisso, que vende su sombra al diablo a cam-bio de una bolsa de oro que nunca se acaba (N.R.).

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más que espíritu. El desgraciado Peter Schlemhil, quehabía perdido su sombra3, es el retrato de ese hombrehecho espíritu, porque el cuerpo del espíritu no hacesombra. ¡Con los antiguos era muy distinto! Por enér-gicos, por viriles que se mostraran frente a la potenciade las cosas, no podían hacer más que reconocer estapotencia, y su poder se limitaba a proteger todo lo po-sible su vida contra ella. Sólo muy tarde reconocieronque su «verdadera vida» no era la que participaba delas luchas del mundo, sino la vida «espiritual», «que sedesvía de las cosas»; y el día que lo advirtieron, se con-virtieron en cristianos, en «modernos» e innovadoresfrente al mundo antiguo. La vida espiritual, ajena a lascosas de aquí abajo, ya no tiene sus raíces en la natu-raleza, «no se alimenta más que de pensamientos», yno es, entonces, ya la «vida», sino el pensamiento.

No se crea, sin embargo, que los antiguos vivieransin pensar; eso sería tan falso como imaginarse al hom-bre espiritual sin vivir. Los antiguos tenían sus pen-samientos sobre todo, sobre el mundo, sobre el hom-bre, sobre los dioses, etc., y mostraban gran interésen hacerse conscientes de todo esto. Pero lo que noconocían era el pensamiento, aunque pensaran en to-da clase de cosas y pudieran ser «atormentados consus pensamientos». Recuerden la frase del Evangelio:

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«Mis pensamientos no son sus pensamientos; así comoel cielo está más alto que la tierra, mis pensamientosson más elevados que los suyos»; y recuerden que sedijo más arriba sobre nuestros pensamientos en la ni-ñez.

¿Qué busca, entonces, la antigüedad? La verdade-ra alegría, la alegría de vivir, que terminará siendo la«verdadera vida».

El poeta griego Simónides canta: «para el hombremortal, el más noble e importante de los bienes es lasalud; el segundo, la belleza; el tercero, la riqueza ad-quirida sin fraude; el cuarto, es disfrutar de esos bienesen compañía de amigos jóvenes». Esos son los bienesde la vida, las alegrías de la vida. ¿Y qué otra cosa bus-caba Diógenes de Sínope, sino esa verdadera alegría devivir que creyó encontrar en la más estricta miseria?¿Qué otra cosa buscaba Aristipo? Lo que buscaban to-dos era el tranquilo e imperturbable deseo de vivir, erala serenidad.

Los estoicos quieren realizar el ideal de la sabiduríaen la vida, ser hombres para saber vivir. Este ideal loencuentran en el desprecio del mundo, en una vida in-móvil y estancada, aislada y desnuda, sin expansión,sin relaciones cordiales con el mundo. El estoico vive,

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pero para él todo lo demás está muerto. Los epicúreos,al contrario, desean una vida activa.

Los antiguos aspiran al vivir bien (los judíos en es-pecial desean vivir largamente, llenos de hijos y de ri-quezas), a la eudaimonta4, al bienestar bajo todas susformas. Demócrito, por ejemplo, elogia la paz del cora-zón del «que desliza sus días en el reposo, lejos de lasagitaciones y los miedos».

Él piensa, entonces, en atravesar la vida sin cuida-dos, preservándose de todos los azares del mundo. Co-mo no puede desprenderse delmundo, puesto que todasu actividad está vuelta hacia este esfuerzo, se limita arechazarlo, pero no lo destruye (porque, para que exis-ta algo que rechazar, es preciso que lo rechazable y lorechazado se mantengan), y alcanza, cuando mucho,un grado de liberación apenas distante en el grado alque suelen alcanzar los tiranizados por el mundo. Aun-que llegue a matar en sí el último resto de sensibilidadpor las cosas terrestres, que revela el monótono cuchi-cheo de la palabra «Brahm»5, nada, sin embargo, lo

4 Palabra griega que describe una buena situación material(N.R.).

5 Mantra védico, Stirner alude aquí al canto entonado porlos hinduistas y budistas durante la meditación (N.R.).

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separa esencialmente del hombre de los sentidos, delhombre material.

El estoicismo, la virtud viril misma, no tiene otra ra-zón de ser que la necesidad de afirmarse frente al mun-do; la ética de los estoicos (su única ciencia, ya que nopueden decir otra cosa del espíritu más que cómo de-be comportarse frente al mundo; y de la naturaleza —física — sólo que el hombre sabio debe oponerse a ella)no es una doctrina del espíritu, sino una doctrina deldesprecio del mundo y de la afirmación de sí mismafrente al mundo; y esta doctrina se expresa en «la im-pasibilidad y en la calma en la vida», es decir, en lapura virtud romana.

Los romanos tampoco pasaron de ésta sabiduría enla vida (Horacio, Cicerón, etc.).

La prosperidad epicúrea (bedoné) no es más que elsaber vivir estoico, pero más refinado, más engañoso;los epicúreos enseñan simplemente otra conducta enel mundo, nos aconsejan usar el ingenio para no cho-car con él; es necesario engañar al mundo, porque esnuestro enemigo.

La separación definitiva con el mundo fue consuma-da por los escépticos. Todas nuestras relaciones con él,no tienen «ni valor ni verdad». Las sensaciones y lospensamientos que sacamos del mundo no contienen,

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dice Timón, «ninguna verdad». «¿Qué es la verdad?»— exclama Pilato. La doctrina de Pirrón nos enseña queel mundo no es ni bueno ni malo, ni hermoso ni feo,etc., sino que esos son simples predicados que le atri-buimos. «Una cosa no es ni buena ni mala en sí: es elhombre el que la juzga de un modo o de otro». Dice Ti-món.Nohay otra actitud posible frente almundo quela ataraxia (la indiferencia) y la afasia (el silencio, o,en otros términos, el aislamiento interior). No hay enel mundo «ninguna otra verdad que aprender»: lascosas se contradicen, nuestros pensamientos sobreellas no tienen ningún criterio (una cosa que es bue-na para uno, resulta mala para el otro); se abandonaentonces toda investigación sobre la «verdad»; y só-lo queda el hombre sin capacidad de conocimiento,el hombre que no encuentra nada que conocer en elmundo; y este hombre deja al mundo vacío de verdady no se preocupa por él.Así sometió la Antigüedad al mundo de las cosas,

el orden de la Naturaleza, y del Universo; pero esteorden — o las cosas de este mundo — incluye no só-lo las leyes de la naturaleza, sino también todas lasrelaciones en que la naturaleza coloca al hombre: lafamilia, la comunidad y todo lo que se llama «lazosnaturales». Con el mundo del espíritu comienza el

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cristianismo. El hombre que se mantiene en armasfrente al mundo, es el antiguo, el pagano (el judío losigue siendo porque no es cristiano); el hombre queno se guía más que por su «alegría de corazón», sucompasión, su simpatía, su espíritu, es el moderno,el cristiano.Los antiguos trabajaron para someter al mundo y

se esforzaron en liberar al hombre de las pesadas ca-denas de su dependencia de aquello que no era él;llegaron así a la disolución del Estado y a la prepon-derancia de todo lo «privado». Cosa pública, familia,etc., en tanto lazos naturales, se convierten enmoles-tos obstáculos que impiden mi libertad espiritual.

II. Los modernos

«De modo que si alguno está en Cristo,nueva criatura es; las cosas viejas pasaron;he aquí todas son hechas nuevas».6

Ya dijimos que «para los antiguos el mundo era unaverdad»; podemos decir ahora: para los modernos elespíritu era una verdad», pero debe añadirse, como an-

6 2a Corintios 5,17.

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tes: «una verdad cuya falsedad buscaron y llegaron apenetrar».

El cristianismo sigue el camino que había tomadola antigüedad: encorvada durante toda la edad mediabajo la disciplina de los dogmas cristianos, en el sigloanterior a la Reforma, se hace sofista y juega heréti-camente con todos los fundamentos de la fe. Sobre to-do en Italia y en la corte de Roma se decía: el espíritupuede divertirse, mientras el corazón permanezca cris-tiano.

En las épocas previas a la Reforma estaban tan acos-tumbrados a las discusiones sutiles, que el Papa — ycasi todos con él — creyeron que la entrada de Luteroen escena no era más que una «pelea de frailes». Elhumanismo corresponde a la sofística, y así como entiempos de los sofistas que la vida griega alcanzó sumáxima expansión (en el siglo de Perícles), del mismomodo, en tiempos del humanismo, que se podría lla-mar también la época del maquiavelismo, fue un mo-mento culminante de la historia de la civilización (laimprenta, el Nuevo Mundo, etc.). El corazón estaba enaquel momento bien lejos aún de querer liberarse desu contenido cristiano.

Pero la Reforma se tomó, como lo había hecho Só-crates, el corazón en serio, y los corazones, desde ese

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día, han dejado, visiblemente, de ser cristianos. Desdeel momento en que se empezaba con Lutero a discutirel lugar que debía ocupar el corazón, empezó a aliviar-se la Reforma de la pesada carga de los sentimientoscristianos. Día a día menos cristiano, el corazón per-dió lo que lo había llenado y ocupado hasta entonces,tanto que al fin no le quedó más que una cordialidadvacía: el amor genérico por los hombres, al amor delHombre, la «conciencia».

El cristianismo llega así al término de su evolución,porque se ha desnudado, atrofiado y vaciado. El cora-zón ya no tiene nada que no lo rebele, a menos queinconscientemente lo deje entrar; somete a una críticamortal a todo lo que pretenda conmoverlo (a no ser,como antes, de modo inconsciente o tomado por sor-presa), no tiene piedad. No es capaz de amar. ¿Y qué po-dría amar en los hombres? Todos son «egoístas», nin-guno es verdaderamente el hombre, el espíritu puro;el cristiano no ama a nadie más que al espíritu, pero,¿dónde esta el espíritu puro?

Amar al hombre en carne y hueso no sería ya unamor «espiritual», sería una traición al amor «puro»,al «interés teórico». Porque no debe confundirse conel amor puro esa cordialidad que estrecha amistosa-mente la mano, porque es precisamente lo contrario;

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no se entrega con sinceridad a nadie, no es más queuna simpatía completamente teórica, un interés que sefija en el hombre como Hombre, no como persona. Lapersona rechaza este amor porque es egoísta, porqueella no es el Hombre, es decir, la idea en que se puedefijar el interés teórico. Los hombres de carne y hueso,como nosotros, no dan otra cosa al amor puro, a la pu-ra teoría, más que un objeto de crítica, de burla y decompleto desprecio; para ellos, como para los sacerdo-tes fanáticos, las personas no son más que «basura», oalgo peor.

Llegados a esta cumbre del amor desinteresado, de-bemos aceptar que ese espíritu que inspira el amor ex-clusivo del cristiano, no es nada o es un engaño.

Lo que en este resumen pudiera todavía parecer obs-curo e incomprensible, se aclarará, espero, más adelan-te.

Aceptemos la herencia que nos han dejado los anti-guos e intentemos, como obreros laboriosos, sacar deella todo lo que se pueda sacar. La tierra yace despre-ciada a nuestros pies, muy por debajo de nosotros y denuestro cielo; sus brazos poderosos ya no nos oprimen;olvidamos su aliento embriagador; por seductora quesea, sólo puede perder a nuestros «sentidos», y comono somos nadamás que espíritu, no puede engañarnos.

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Una vez penetradas las cosas, el espíritu está por enci-ma de ellas; esta libre de sus brazos y queda liberadoen el «más allá». Así habla la «libertad espiritual».

Para el espíritu, al que largos esfuerzos han libera-do del mundo, al espíritu sin mundo, no le queda ya,perdidos el mundo y la materia, más que el espíritu ylo espiritual.

Sin embargo, al hacerse esencialmente diferente eindependiente del mundo, el espíritu no hizo más quealejarse de él, sin poder, en realidad, eliminarlo; así, es-te mundo le opone, desde el descrédito en que ha caído,obstáculos constantes; y el espíritu, que sólo conoce loespiritual, está condenado a arrastrar eternamente eldeseo melancólico de espiritualizar al mundo, de sal-varlo. Por ello, como un joven, se ocupa en planes deredención, en proyectos para mejorar el mundo queforma.

Los antiguos, como vimos, eran esclavos de lo te-rreno; se inclinaban ante el orden natural de las cosas,pero preguntándose siempre si no existía forma de es-quivar esta servidumbre; cuando finalmente se fatiga-ron con sus constantes intentos de rebelión y de susúltimos suspiros, nació el Dios, el «vencedor del mun-do». Toda la actividad de su pensamiento había sidodirigida hacia el conocimiento del mundo; no había

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sido más que un largo esfuerzo para penetrarlo y su-perarlo. ¿Qué hizo el pensamiento durante los siglosque siguieron? ¿Qué es lo que los modernos intenta-ron penetrar? No el mundo, porque esto ya lo habíanhecho los antiguos; pero si el Dios que estos últimosles dejaron, el dios que «es espíritu» todo aquello rela-cionado con el espíritu, lo espiritual. Pero la actividaddel espíritu que explora «las profundidades mismas dela divinidad» es la teología. Si los antiguos no produje-ronmás que una cosmología, los modernos no pasaronjamás de la teología.

Más adelante veremos que las más recientes rebelio-nes contra Dios, no son sino las últimas convulsionesde esa «teología»; son insurrecciones teológicas.

1. El espíritu

El mundo de los Espíritus es inmensamente vasto,el de lo espiritual es infinito: examinemos, entonces,lo que es realmente ese espíritu que nos han legadolos antiguos.

Ellos lo dieron a luz entre sus dolores de parto, perono pudieron reconocerse en él; pudieron crearlo, perosólo él podía hablar por sí mismo. El «Dios nacido, elHijo del hombre», expresó por primera vez este pensa-

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miento: que el Espíritu, es decir, El, Dios, no tiene nadaque ver con las cosas terrenales y sus relaciones, sinoúnicamente con las cosas espirituales y sus relaciones.

Mi indestructible firmeza en la adversidad, mi infle-xibilidad y mi audacia, ¿son ya el Espíritu, en la plenaacepción de la palabra, ya que no puede el mundo na-da contra ellas? Si fuera así, el Espíritu estaría todavíaen oposición con el mundo y todo su poder se limita-ría a no someterse a él. ¡No!, En tanto que no se ocu-pa exclusivamente de sí mismo, en tanto que no tieneúnicamente que hacer con su mundo, con el mundo es-piritual, lo espiritual no es todavía el «Espíritu libre»;si no solamente el «Espíritu de este mundo», encade-nado a este mundo. El Espíritu no es Espíritu libre, esdecir, realmente Espíritu, más que en el mundo que lees propio; aquí abajo, en este mundo terrenal es siem-pre un extraño. Sólo en un mundo espiritual el Espíri-tu se completa y toma posesión de sí, porque este bajomundo no lo comprende y no puede retener junto a éla la «joven extranjera».7

Pero ¿dónde encontrará ese dominio espiritual?¿Dónde sino en sí mismo? El tiene que mostrarse y

7 Título de un poema de Schiller que hace alusión, justamen-te, a una joven etérea, espiritual, «de otro mundo» (N.R.).

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las palabras que expresa, las revelaciones en las quese manifiesta, ésas son su mundo. Como el soñador novive sino en el mundo fantástico que crea su imagina-ción, como el loco engendra su propio mundo de sue-ños, sin el cual no sería loco, así el Espíritu debe crear«su» mundo de espíritus. Y mientras no lo cree, no esEspíritu; en ellos se reconoce como su creador; él viveen ellos, ellos son su mundo.

¿Qué es, entonces, el Espíritu? El Espíritu es el crea-dor de un mundo espiritual. Se reconoce su presenciaen nosotros sólo cuando se comprueba que nos hemosapropiado de algo espiritual, es decir, de pensamien-tos: que estos pensamientos nos hayan sido sugeridos,poco importa, con tal que nosotros les hayamos dadovida. Pues, de niños, los pensamientos más edifican-tes carecían de toda eficacia en la medida en que nopodíamos recrearlos en Nosotros. Así, también el Es-píritu no existe más que cuando crea algo espiritualy su existencia resulta de su unión con lo espiritual,creación suya.

En sus obras lo reconocemos, entonces ¿Qué sonesas obras? Las obras, los hijos del Espíritu, son otrosEspíritus, otros fantasmas.

Si los que me leyesen fueran judíos, judíos ortodo-xos, podría detenerme aquí y dejarles meditar sobre

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el misterio de su incredulidad y de su incomprensiónde veinte siglos. Pero como tú, lector, no eres judío, almenos un judío de pura sangre — pues ninguno mehubiese seguido hasta aquí —, sigamos todavía juntosun trecho del camino, hasta que tal vez me vuelvas laespalda a mí, porque me burlo en tu cara.

Si alguien te dijera que eres todo Espíritu, te tocaríasy no le creerías, pero responderías: «Tengo, realmen-te, Espíritu; sin embargo, no existo únicamente comoEspíritu: soy un hombre de carne y hueso». Además,siempre te distinguirías de tu «espíritu». Pero — con-testa el otro — es tu destino, aunque seas todavía elprisionero de un cuerpo, llegar a ser algún día «espíri-tu bienaventurado»; y si puedes imaginarte el aspectofuturo de ese Espíritu, es igualmente cierto que en lamuerte abandonarás ese cuerpo, y que lo que guardespara la eternidad será tu Espíritu. Por consigui ente, loque tienes de verdadero y de eterno, es el Espíritu; elcuerpo no es más que tu morada en este mundo, mo-rada que puedes abandonar y quizá cambiar por otra.

¡Ahora estas convencido! Por el momento, en reali-dad no eres un puro Espíritu, pero cuando hayas emi-grado de este cuerpo mortal, podrás salir del paso sinél; así, es necesario que tomes tus precauciones y que

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cuides a tiempo tu yo real: ¿De qué le servirá al hombreconquistar el universo, si con ello daña su alma?

Pero dudas graves han aparecido en el transcursodel tiempo contra los dogmas cristianos, y te han des-pojado de tu fe en la inmortalidad de tu espíritu, perouna cosa sigue en pie: estás siempre firmemente con-vencido de que el Espíritu es lo mejor que tienes y quelo espiritual tienemás ventaja que todo lo demás. Cual-quiera que sea tu ateísmo compartes con los creyentesen la inmortalidad su pasión contra el egoísmo.

Entonces, ¿qué entiendes por «egoísta»? Un hom-bre que en lugar de vivir para una idea, es decir, paraalguna cosa espiritual, y sacrificar a esta idea su inte-rés personal, sirve, al contrario, a este último. Un buenpatriota, por ejemplo, lleva su ofrenda al altar de la pa-tria, y que la patria sea una pura idea no ofrece dudaalguna, porque no hay ni patria ni patriotismo paralos animales o para los niños, carentes todavía de es-píritu. El que no da muestras de patriotismo, aparecefrente a la patria como egoísta. Lo mismo sucede enuna infinidad de casos: aprovecharse de un privilegioa costa del resto de la sociedad, es pasar por egoísmocontra la idea de igualdad; ejercer el poder es violarcomo egoísta la idea de libertad, etc.

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Ese es motivo de tu desprecio por el egoísta, porqueél subordina lo espiritual a lo personal, y sólo piensa ensí mismo, cuando preferirías verle actuar por el amorde una idea. Lo que los distingue es que mientras túpones por encima de todo a tu Espíritu, él pone porencima de todo a sí mismo; en otros términos, que túdivides tu persona y colocas tu «propio yo» — el espí-ritu — en soberano del resto — que no tiene valor —,mientras que él no quiere saber nada de esa división ypersigue, según su placer, sus propios intereses, tantoespirituales como materiales. Crees no levantarte másque contra los que no conciben ningún interés espiri-tual, pero de hecho persigues a todos los que no con-sideran esos intereses espirituales como los «verdade-ros y supremos» intereses. Llevas tan lejos tu actitudde caballero, siervo de este ideal, que llegas a decir quees la única belleza existente en el mundo. No es parati para quien vives, sino para tu Espíritu y para lo quees del Espíritu, es decir, para las Ideas.

Puesto que el Espíritu no existe sino en tanto quecreador espiritual, intentemos, entonces, descubrir suprimera creación. De ésta se sigue, naturalmente, unageneración indefinida de creaciones; como en el mito,bastó que los primeros humanos fuesen creados paraque la raza se multiplicase espontáneamente. Esta pri-

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mera creación debe originarse de la «nada», es decir,que el Espíritu, para realizarla no dispone más que desí mismo; más aún, ni siquiera dispone todavía de el,pero debe crearse. El Espíritu es, entonces, él mismo,su primera creación. Por místico que esto parezca, enrealidad se trata de una experiencia cotidiana. ¿Se espensador antes de haber pensado? Sólo por el hecho decrear el primer pensamiento, se crea el pensador, por-que no se piensa en tanto que no se ha tenido un pen-samiento. ¿No es cantar lo que te hace cantor, hablarlo que te hace un hablante? Igualmente es la primeraproducción espiritual lo que hace de Ti un Espíritu.

Si te distingues del pensador y del cantor, deberíasdistinguirte igualmente del Espíritu y sentirte clara-mente algo distinto que el Espíritu. Así como el yo pen-sante pierde fácilmente la vista y el oído en su entusias-mo por pensar, así también el entusiasmo espiritual tedomina y ahora aspiras con todas tus fuerzas a hacertetodo Espíritu y a fundirte en el Espíritu. El Espíritu estu ideal, lo inaccesible, el más allá; tú llamas al espíri-tu Dios: «¡Dios es el espíritu!» Te domina el fanatismocontra todo lo que no es espíritu, y te enfureces contralo que no tienes de espiritual. En lugar de decir: «Yosoy más que espíritu», dices con culpa: «Yo soy menosque Espíritu. El espíritu, el puro espíritu no puedo más

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que imaginarlo, pero yo no lo soy, es otro, y a ese otrolo llamo Dios».

El espíritu, para existir como puro espíritu, debe ser,necesariamente, un más allá; porque como yo no losoy, entonces tiene que ser fuera de mí. Y en tanto queningún ser humano puede abarcar completamente lanoción de «espíritu», el espíritu puro, el espíritu ensí, sólo puede estar fuera de los hombres, más allá delmundo humano, en un mundo no terrenal, sino celes-tial.

Esta discordia entre el yo y el espíritu, porque «yo»y «espíritu» no son dos nombres que se den a una mis-ma cosa, sino dos nombres diferentes para dos cosas di-ferentes, dado que yo no soy el espíritu y el espíritu nosoy yo, eso sólo basta para demostrar completamente,de manera tautológica, la necesidad de que el espírituhabite en el más allá, es decir, que sea Dios.

De eso también se deduce la base totalmente teoló-gica sobre la que Feuerbach8 construye la solución li-beradora que quiere hacernos aceptar. El nos dice: Enotro tiempo ignoramos nuestra esencia, y por ello la

8 Ludwig Feuerbach, Das wesen des Christentums,2 a ed. au-mentada, Leipzig, 1843. [La esencia del cristianismo, ed. Claridad,Buenos Aires, 2006]

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buscamos en el más allá; pero ahora, que comprende-mos que Dios no es más que nuestra esencia huma-na, tenemos que reconocer esta última como nuestra ytrasladarla nuevamente del otro mundo a este mundo.A ese Dios que es espíritu, Feuerbach lo llama «nuestraesencia». ¿Podemos aceptar esa división entre «nues-tra esencia» y nosotros, y admitir nuestra división en-tre en un yo esencial y uno que no lo es? ¿No nos con-denamos de este modo a vernos de nuevo desterradosde nosotros mismos?

¿Qué ganamos al convertir lo divino exterior en undivino interior? ¿Somos nosotros lo que está en noso-tros? No más que lo que está fuera de nosotros. Preci-samente porque no somos el espíritu que está en no-sotros, estamos obligados a buscar ese espíritu fuerade nosotros: no podemos darle otra existencia que laque está fuera de nosotros, más allá de nosotros, en el«más allá».

Feuerbach se aferra como desesperado a todo el con-tenido del cristianismo, no para echarlo abajo, sino pa-ra apoderarse de él, para arrancar del cielo, en un últi-mo esfuerzo, ese ideal tan deseado, pero nunca alcan-zado, y guardarlo eternamente para él. ¿No es eso unsupremo esfuerzo, una acción desesperada sobre la vi-da y la muerte, y no es al mismo tiempo la última con-

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vulsión del espíritu cristiano sediento del más allá? ¡Elhéroe no intenta llegar al cielo, sino atraerlo a él, for-zarlo a hacerse terrestre! ¿Y qué grita el mundo enterodesde ese día? ¿Qué es lo que se reclama, consciente oinconscientemente? ¡Que este mundo es el que impor-ta, que el cielo venga a la tierra y que se pueda disfrutaraquí mismo!

Le oponemos a la doctrina teológica de Feuerbachnuestras réplicas: «el ser del hombre es para el hom-bre el ser supremo. A este ser supremo la religión lollama Dios, y hace de él un ser objetivo; pero se trataen realidad del propio ser del hombre; y estamos en unpunto de inflexión de la Historia Universal, porque des-de ahora, para el hombre, no es Dios, sino el Hombreel que encarna la divinidad».9

Nosotros respondemos: el Ser Supremo es el ser ola esencia del hombre, de acuerdo; pero precisamenteporque esta esencia suprema es su «esencia» y no élmismo, es totalmente indiferente que la veamos fuerade él y la llamemos «Dios», o que la veamos dentroy lo llamemos «la esencia del hombre» u «Hombre».Yo no soy ni Dios ni el hombre, yo no soy ni la esen-cia suprema ni mi esencia, y en el fondo, da lo mismo

9 Op. cit, p. 402.

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que conciba la esencia fuera o dentro de mí. Más aún;siempre se concibió la esencia suprema en este doblemás allá, trascendencia interior y trascendencia exte-rior; porque, según la doctrina cristiana, el «espíritu deDios» es también «nuestro espíritu» y «habita en no-sotros».10 Vive en el cielo y vive en nosotros; nosotrosno somos más que su morada. Si Feuerbach destruyesu morada celestial, y lo obliga a venir a instalarse ennosotros con todas sus pertenencias, nos veremos, no-sotros, en tanto su alojamiento terrestre, singularmen-te atestados.

Hubiera sido mejor, para no repetirnos, reservar es-ta digresión para más adelante. Pero volvamos a la pri-mera creación del espíritu, al espíritu mismo.

El espíritu es una cosa diferente al yo. Esta cosa dis-tinta ¿qué es?

2. Los poseídos

¿Has visto ya un espíritu? — ¿Yo? No, pero mi abue-la los ha visto. — A mí me pasa lo mismo; yo no los hevisto nunca, pero a mi abuela le corrían sin cesar por

10 Romanos 8,9; Corintios 3,16; Job 20,22 y otros numerosospasajes.

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entre las piernas; y por respeto al testimonio de nues-tras abuelas, creemos en la existencia de los espíritus.

Pero ¿no teníamos también abuelos y no se enco-gían de hombros cada vez que nuestras abuelas rela-taban historias de aparecidos? ¡Sí! Eran incrédulos ycon su incredulidad causaron grandes daños a nues-tra buena religión. ¡Esos racionalistas! Vamos a demos-trarlo. ¿Qué fundamento tiene esa fe profunda en losespectros, sino la fe en la «existencia de seres espiri-tuales» en general? ¿Y no se quebrantaría esta fe si sepermitiera que cada hombre con entendimiento se en-coja de hombros ante la primera? Los románticos, sin-tiendo cuánto comprometería a la creencia en Dios elabandono de la creencia en los espíritus o espectros, seesforzaron en eliminar esta consecuencia, no sólo re-sucitando el mundo maravilloso de las leyendas, sinoparticularmente «interiorizándose el mundo superior»con sus sonámbulos, la clarividente de Prevorst11, etc.Los creyentes sinceros y padres de la Iglesia no sos-pechaban que, con la fe en los espectros, desaparecía,también, la base misma de la religión, y que, desde ese

11 Personaje del poeta alemán Justinus Kerner (contemporá-neo de Stirner), basado en Friederike Hauffe, hija de un guarda-bosques alemán conocida en la época por sus visiones (N.R.).

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instante, ella permanecería flotando en el aire. Quienno cree en ningún fantasma, tiene que ser consecuenteconsigo mismo para que su incredulidad le conduzcaa advertir que detrás de las cosas no se oculta ningúnser separado, ningún fantasma o — tomando una pa-labra que en sentido ingenuo se considera sinónima —ningún «Espíritu».

¡Existen Espíritus! Contempla el mundo que te ro-dea, y dime si detrás de todo, no se adivina un Espíritu.A través de la flor, la hermosa flor, te habla el EspírituCreador que le dio su bella forma, las estrellas anun-cian al Espíritu que ordena su marcha por los cielos,un Espíritu sublime sopla hacia abajo desde la cimade los montes, el Espíritu de la melancolía y del deseomurmura bajo las aguas y desde los hombres hablanmillones de Espíritus. Que los montes se hundan en elabismo, que se marchiten las flores y las estrellas sereduzcan a polvo, que mueran los hombres. ¿Qué so-brevive a la ruina de esos cuerpos visibles? ¡El Espíritu,el «invisible», que es eterno!

Sí, todo en este mundo está encantado. Más aún, es-temundomismo está encantado,máscara engañosa, esla forma errante de un Espíritu, es un fantasma. ¿Quées un fantasma sino un cuerpo aparente pero un es-píritu real? Así es el mundo, vano, nulo, una ilusoria

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apariencia sin otra realidad que el Espíritu. Es la apa-riencia corpórea de un Espíritu.

Se mira alrededor y en la lejanía, por todas partesnos rodea un mundo de fantasmas, estamos asediadospor visiones. Todo lo que se nos aparece no es másque el reflejo del espíritu que lo habita, una apariciónespectral; el mundo entero no es más que una fantas-magoría, tras la cual se agita el Espíritu. Vemos espíri-tus.

¿Pretendes compararte con los antiguos, que veíandioses por todas partes? Los dioses, mi querido Mo-derno, no son Espíritus; los dioses no reducen el mun-do a una apariencia y no lo espiritualizan.

A tus ojos, el mundo entero está espiritualizado, havenido a ser un enigmático fantasma, por eso no tesorprende tampoco hallar en ti más que un fantasma.

¿No se aparece tu espíritu a tu cuerpo y no es él loverdadero, lo real, mientras que tu cuerpo es una meraapariencia, algo perecedero y carente de valor? ¿Nosomos todos espectros, pobres seres atormentados queesperan la redención? ¿No somos Espíritus?

Desde que el Espíritu apareció en el mundo, desdeque «el Verbo se ha hecho carne», ese mundo espiri-tualizado no es más que una casa encantada, un fan-tasma.

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Se tiene un espíritu porque se tienen pensamientos.Pero ¿qué son esos pensamientos? — Seres espirituales—, ¿No son, entonces, cosas? No, sino el Espíritu de lascosas, lo que tienen de más íntimo, de más esencial,su Idea. Lo que piensas, ¿no es simplemente tu pen-samiento? Al contrario, es lo que hay de más real, lopropiamente verdadero en el mundo: es la verdad mis-ma. Cuando pienso correctamente, pienso la «verdad».Es cierto, puedo engañarme acerca de la Verdad, pue-do no comprenderla, pero cuando mi comprensión esverdadera, el objeto de mi comprensión es la «verdad».¿De este modo, entonces, quieres conocer la Verdad?La Verdad es sagrada para mí. Puede suceder que en-cuentre una verdad imperfecta que tenga que reempla-zar por otra mejor, pero no puedo suprimir la Verdad.Yo creo en la Verdad y por eso la busco; pues nada lasupera y es eterna.

¡Sagrada y eterna, la Verdad es lo Sagrado y loEterno! Pero tú, que te llenas de esa santidad y hacesde ella tu guía, serás santificado. Lo sagrado no se ma-nifiesta jamás a tus sentidos; y por ello nunca descu-bres su huella. No se revela más que a tu fe, o másprecisamente, a tu espíritu, porque ella misma es algoespiritual, un Espíritu; es Espíritu para el Espíritu.

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No se suprime lo Sagrado con tanta facilidad comoparecen creerlo muchos que todavía rechazan esta pa-labra impropia. Cualquiera que sea el punto de vistabajo el que se me acuse de egoísmo, se sobreentiendesiempre que se tiene en mente a algún Otro al que Yodebería servir antes que a mí mismo, a quien yo de-bería considerar más importante que a todo lo demás;en resumen, un «algo» en el que hallaría mi bien, unacosa «sagrada». Que ese «algo sagrado» sea, por otraparte, tan humano como se quiera, que sea lo humanomismo, no quita nada de su carácter, como mucho seconvierte ese sagrado supraterrenal en un sagrado te-rrenal, de divino a humano.

Lo sagrado existe sólo para el egoísta que no se reco-noce como tal, para el egoísta involuntario. Me refieroal que, incapaz de traspasar los límites de su yo, no loconsidera, sin embargo, como el ser supremo; no sirvemás que a sí mismo, creyendo servir a un ser superiory que no conociendo nada superior a sí mismo, sueña,sin embargo, con alguna cosa superior. En resumen,es el egoísta que quisiera no ser egoísta, que se humi-lla y que combate su egoísmo, pero que no se humillamás que para ser elevado, es decir, para satisfacer suegoísmo. No quiere ser egoísta, y por eso busca en elcielo y la tierra algún ser superior al que pueda ofre-

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cer sus servicios y sus sacrificios. Pero, por más que seesfuerza y mortifica, no lo hace en definitiva más quepor amor a sí mismo y el egoísmo, el odioso egoísmono se separa de él. He aquí por qué lo llamo egoístainvoluntario.

Todos sus esfuerzos y todas sus preocupaciones pa-ra separarse de sí mismo no son más que el esfuerzomal comprendido de disolverse a sí mismo. Si estás en-cadenado a lo que hiciste en el pasado y si tienes queparlotear por lo que hiciste ayer, no puedes transfor-marte a ti mismo en cada instante.12 Entonces te sien-tes atrapado por las cadenas de la esclavitud y parali-zado. Por esto, en cada instante de tu existencia brillaun instante futuro que te llama, y tú, en tu desarrollo,te separas de ti, de tu Yo actual. Lo que Tú eres en cadainstante es tu propia creación y no debes separarte deesta creación, tú, su creador. Eres un ser superior a ti

12 «Cómo tocan las campanillas los curas. Lo hacen sólo /paraque la gente venga y parlotee./ No me insulten a los curas; ellossaben lo que el hombre / necesita: ser feliz parloteando todos lodías». [De los Epigramas Venecianos, de Goethe (N.R.).] [21] Stirneradelanta aquí un tema central del existencialismo del Siglo XX, lacrítica a la concepción del hombre como una esencia anterior a laexistencia. Ver El existencialismo es un humanismo, de J. P. Sartre(N.R.).

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mismo, tú que te superas a ti mismo.[21] Como egoís-ta involuntario, ignoras que eres el que es superior ati, es decir, que no eres meramente una criatura, sino,a su vez, Tu creador. Por ello, el ser superior es parati un ser extraño. Todo ser superior, como la Verdad,la Humanidad, etc., es un ser que está por encima denosotros.

La ajenidad es una característica de lo «Sagrado».En todo lo sagrado existe algo misterioso, o sea, extra-ño, algo que nos incomoda. Lo que para mí es sagrado,no me es «propio» y si, por ejemplo, la propiedad deotro no me fuera sagrada, la consideraría mía y me laapropiaría en cuanto tuviera la mejor ocasión. Por elcontrario, si el rostro del emperador chino fuese sagra-do para mí, por ello sería extraño a mis ojos y bajaríala mirada ante su presencia.

¿Por qué no considero sagrada una verdad matemá-tica, indiscutible, que podría llamarse eterna, en el sen-tido habitual de la palabra? Porque no es revelada, noes la revelación de un ser superior. Entender única-mente por reveladas las verdades religiosas, sería ab-solutamente erróneo, sería desconocer por completoel significado del concepto «ser superior». Los ateosse ríen de ese ser superior al que se rinde culto bajo elnombre de «altísimo» o «être suprême» y reducen a

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polvo, una tras otra, todas las pruebas de su existencia,sin notar que ellos mismos obedecen así a su necesidadde un ser superior y que no destruyen al antiguo sinopara dejar lugar a otro nuevo. ¿No es el «Hombre» unaesencia más elevada que el individuo? ¿Y las verdades,derechos e ideas que se deducen de su concepto no de-berían ser veneradas y mantenidas como sagradas, entanto revelaciones de este concepto? Porque, aunqueelimináramos una y otra vez las verdades manifesta-das por este concepto, esto sólo pondría de manifiestouna falta de comprensión de parte nuestra, sin afec-tar por ello a este concepto, ni desacralizar aquellasverdades que ’’justamente» deben ser vistas como susrevelaciones. «El hombre» está por encima de cada in-dividuo; y, aún así, a pesar de ser su esencia, no es dehecho su esencia (que debería ser única, como el úni-co), sino una más general y más elevada, si es, para losateos, «el ser supremo». Y, así como las revelacionesde Dios no fueron escritas por él, con su propia mano,sino hechas públicas a través de «los instrumentos delSeñor», así, el nuevo «ser supremo» no escribe sus re-velaciones por sí mismo, sino a través de «hombresverdaderos». Pero el nuevo ser deja ver, de hecho, unaideamás espiritual que el viejo dios; ya que este últimose presentó con una especie de figura o cuerpo, mien-

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tras que el nuevo, en cambio recibe una espiritualidadperfecta y no se le atribuye ningún tipo de cuerpo ma-terial. Sin embargo, no le falta corporeidad, e inclusoadopta una apariencia más seductora, al parecer másnatural y mundano, ya que consiste en, nada más y na-da menos, en cada hombre físico y también en la «hu-manidad» y en «todos los hombres». De este modo loespectral de un espíritu con un cuerpo imaginario, seha convertido en algo compacto y popular.

Sagrada es, entonces, la más alta de las esencias ytodo aquello en lo cual se revela o se manifiesta a símisma, y también sagrados los que reconocen a eseser supremo en su propio ser, es decir, en sus mani-festaciones. Lo que es sagrado santifica a su vez a suadorador, quien por su culto se convierte él mismo ensagrado; y del mismo modo santifica todo lo que hace:santo comercio, santos pensamientos, santas acciones,santas aspiraciones, etc.

El objeto que debe ser honrado como ser supremo,ya se sabe que no puede ser discutido con sentido, amenos que los adversarios más encarnizados estén deacuerdo sobre un punto esencial, y admitan la existen-cia de un Ser Supremo al que se dirigen nuestro cultoy nuestros sacrificios. Si uno sonriera compasivo antela lucha por «el ser supremo», tal como el cristiano an-

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te la discusión entre un chiíta y un sunita, o entre unbrahmán y un budista; será porque para él la hipótesisde un Ser Supremo es nula, y toda disputa al respectoinútil. Ya sea el Ser Supremo el Dios único en tres per-sonas, el Dios de Lutero, el «être suprême» del deísta,o el «Hombre», todo es lo mismo para el que niega di-rectamente al Ser Supremo. Ustedes, los que sirven aun ser supremo, cualquiera que sea, son gente piado-sa, tanto el ateo más frenético como el más fervientecristiano.

En la santidad viene en primer término el Ser Supre-mo y la fe en su esencia, nuestra «santa fe».

El fantasma

Con los aparecidos entramos en el reino de los Espí-ritus, en el reino de las Esencias.

El ser enigmático e incomprensible que encanta yperturba al universo, es el fantasma misterioso que lla-mamos Ser Supremo. Penetrar ese fantasma, compren-derlo, descubrir la realidad que existe en él (probar laexistencia de Dios) es la tarea a la que los hombres

13 Personajes de la mitología griega que fueron obligadas averter agua de una fuente inagotable en un barril que jamás sellenaba (N.R.).

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se han dedicado durante siglos. Se han torturado enla empresa imposible y atroz, ese interminable traba-jo de Danaidas13, de convertir el fantasma en un no-fantasma, lo no-real en real, el Espíritu en una perso-na corporal — con esto se atormentaron a sí mismoshasta la muerte. Tras el mundo existente buscaron lacosa en sí, el ser, la esencia. Tras las cosas buscaron lano-cosa.

Cuando se examina a fondo el menor fenómeno,buscando su esencia, se descubre en ella frecuentemen-te otra cosa muy distinta a su ser aparente. Un cora-zón mentiroso, discursos pomposos y pensamientosmezquinos, etc. Y por lo mismo que se hace resaltarla esencia, se reduce lo aparente, hasta entonces malcomprendido, a una mera apariencia, un engaño. Laesencia de este mundo, tan atractiva y espléndida, es,para el que busca en sus profundidades, la vanidad, lavanidad es la esencia del mundo (es sermundo). Ahora,quien es religioso no se ocupa de la apariencia engaño-sa, de los vanos fenómenos, sino que busca la Esenciay cuando tiene esa Esencia, tiene la Verdad.

Las Esencias que se manifiestan bajo ciertos aspec-tos son las malas Esencias, las que se manifiestan bajootros son las buenas. La Esencia del sentimiento hu-mano, por ejemplo, es el Amor; la Esencia de la volun-

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tad humana, el Bien; la Esencia del pensamiento es loVerdadero, etc.

Lo que al principio se considera existencia, como elmundo y lo que a él se refiere, aparece ahora comouna pura ilusión, y lo que existe verdaderamente esla Esencia, cuyo reino se llena de dioses, de espíritusy de demonios, es decir, de buenas y de malas esen-cias. Desde entonces, este mundo invertido, el mundode las Esencias, es el único que existe verdaderamen-te. El corazón humano puede carecer de amor, pero suesencia existe: el Dios que es el Amor; el pensamientohumano puede extraviarse en el error, pero su esencia,la Verdad, no por ello existe menos: Dios es la verdad.

No conocer y no reconocer más que a las Esencias,es lo propio de la religión; su reino es un reino de Esen-cias, de fantasmas, de espectros.

La obsesión de hacer palpable el fantasma, o de rea-lizar el absurdo, ha llevado a producir un fantasma cor-poral, un fantasma o un espíritu provisto de un cuerporeal, un fantasma hecho carne. ¡Cuánto se han martiri-zado los grandes genios del cristianismo para aprehen-der esa apariencia fantasmagórica! Pero, a pesar de susesfuerzos, la contradicción de dos naturalezas siguesiendo irreductible: por un lado la divina, por el otro, lahumana; de una parte el fantasma, de la otra el cuerpo

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sensible; así se mantiene el más extraordinario de losfantasmas: una cosa que no es una cosa.Quien se mar-tirizaba el alma no era todavía un Espíritu; y ningúnchamán de los que se torturan hasta el delirio furioso yel frenesí para exorcizar un espíritu, ha experimentadolas angustias que esa apariencia inaprensible produjoa los cristianos.

Fue Cristo quien sacó a luz esta verdad: que el verda-dero Espíritu, el fantasma por excelencia es el hombre.El Espíritu corpóreo es el hombre, su propia esencia ylo aparente de su esencia, a su vez, su existencia y suser. Desde entonces el hombre, en general, no huye delos espectros que están fuera de él, sino de él mismo;es para sí mismo un objeto de espanto. En el fondo desu pecho habita el Espíritu del Pecado; el pensamientomás suave (y este pensamiento mismo es un Espíritu)puede ser un diablo, etc. El fantasma se ha corporifica-do, el Dios se ha hecho hombre, pero el hombre se con-vierte en el aterrador fantasma que él mismo persigue,trata de conjurar, averiguar, transformar en realidad yen verbo; el hombre es Espíritu. Que el cuerpo se re-seque, con tal que el Espíritu se salve. Todo dependedel Espíritu y toda la atención se centra en la salvacióndel Espíritu o del alma. El hombre mismo se ha reduci-do a un espectro, un fantasma obscuro y engañoso, el

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que incluso tiene asignado un lugar determinado en elcuerpo. (Disputas sobre el lugar que ocupa el alma: lacabeza, etc.).

Tú no eres para mí un ser superior, y yo no lo soypara ti. Puede suceder sin embargo, que cada uno denosotros oculte un ser superior que exija de nosotrosun respeto mutuo. Así, para tomar como ejemplo loque hay en nosotros de más general, en nosotros vive«el Hombre». Si yo no viese al Hombre en Ti, ¿qué tetendría que respetar? En verdad, tú no eres el hombre,no eres su verdadera y adecuada figura, no eres másque la envoltura perecedera que el Hombre presentapor algunas horas, y que puede abandonar sin dejar deser él mismo. Sin embargo, ese ser general y superior,vive por el momento en ti. Así me apareces tú (cuyaforma pasajera ha revestido un Espíritu inmortal). Túen quien un Espíritu se manifiesta sin estar ligado nia tu cuerpo ni a esta forma de aparición, como un fan-tasma. Por ello no te considero como un ser superiory no respeto en ti más que el ser superior que alber-gas, es decir, el Hombre. Los antiguos no tenían, desdeeste punto de vista, ningún respeto para sus esclavos,porque no los consideraban como el ser superior quehonramos hoy con el nombre de Hombre. Para reme-diarlo, ellos descubrían en los demás otros fantasmas,

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otros espíritus. El Pueblo es un ser superior al indivi-duo, es el Espíritu del pueblo. A este Espíritu honrabanlos antiguos y el individuo no tenía más importanciapara ellos que la de estar a su servicio o al de un Espí-ritu semejante: el Espíritu de Familia. Por amor a esteser superior, al Pueblo, se concedía algún valor a cadaciudadano. Del mismo modo que tú estás santificadoa nuestros ojos por el Hombre que se manifiesta enti como un fantasma, así también se estaba en aqueltiempo santificado por tal o cual otro ser superior: elPueblo, la Familia, etc. Si yo te doy atenciones y cui-dados, es porque te quiero, es porque encuentro en tiel alimento de mi corazón, la satisfacción de mi deseo;si te amo, no es por amor a un ser superior de quienseas la encarnación consagrada, no es porque vea enti a un fantasma y adivine un Espíritu; Te amo por elgoce; es a ti a quien amo porque tu esencia no es nadasuperior, no es ni más elevado ni más general que tú;es única como tú mismo, porque tú lo eres.

No sólo el hombre es un fantasma; todo está hechi-zado. El ser superior, el Espíritu que se agita en todaslas cosas, no está ligado a nada y no hace más que apa-recer en las cosas. ¡Fantasmas en todos los rincones!

Este sería el lugar de hacer desfilar a esos fantasmas,pero tendremos ocasión más adelante de evocarlos de

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nuevo, para verlos desvanecerse ante el egoísmo. Po-demos, pues, limitarnos a citar algunos como ejemplopara poner de manifiesto la actitud que adoptamos ha-cia ellos.

Sagrado ante todo es el Espíritu Santo; luego, la Ver-dad, el Rey, la Ley, el Bien, la Majestad, el Honor, elOrden, la Patria, etc.

La alucinación

¡Hombre, tu cerebro está desquiciado! ¡Tienes aluci-naciones! Te imaginas grandes cosas y te forjas todoun mundo de divinidades que existe para ti, un reinode Espíritus al que estás destinado, un Ideal que te lla-ma. ¡Tienes la idea fija!

No creas que bromeo o que hablo metafóricamen-te cuando declaro radicalmente locos, locos de mani-comio, a todos los atormentados por lo infinito y losobrehumano, a todos lo que dependen de «algo supe-rior»; es decir, a juzgar por la unanimidad de sus votos,a poco más o menos a toda la humanidad. ¿A qué sellama, en efecto, una idea fija? A una idea a la que estásometido el hombre. Si se reconoce tal idea como unalocura, se encerrará a su esclavo en un manicomio. Pe-ro ¿qué son la verdad religiosa, de la que no puede du-

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darse, la majestad (la del pueblo, por ejemplo), que nopuede atacarse (se cometería entonces un delito de lesamajestad), la virtud, a la que el censor de la moralidadno tolera el menor ataque? ¿No son otras tantas ideasobsesivas? ¿Y qué es, por ejemplo, ese loco palabreríoque llena la mayor parte de nuestros periódicos, sinoel lenguaje de locos, a quienes hechiza una idea ob-sesiva de legalidad, de moralidad, de cristianismo, etc.locos que no parecen estar libres más que por el tama-ño del patio en que tienen sus recreos? Que se intenteconvencer a tal loco acerca de su manía e inmediata-mente habrá que protegerse el espinazo contra su mal-dad; porque esos locos de grandes alas tienen, además,esa semejanza con las gentes declaradas locas corrien-temente: se arrojan rencorosamente sobre cualquieraque roce su obsesión. Roban primero las armas, robanla libertad de palabra y luego se arrojan sobre nosotroscon las uñas. Cada día muestra mejor la cobardía y larabia de esos maniáticos, y el pueblo imbécil les rega-la sus aplausos. Basta leer los periódicos y oír hablara los filisteos para adquirir bien pronto la convicciónde que está uno encerrado con locos en una casa desalud. ¡No, no creerás que tu hermano está loco sinotambién que… etc.! Este argumento es necio y lo re-pito: mis hermanos son locos perdidos. Que un pobre

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loco alimente en su celda la ilusión de que es Dios Pa-dre, el Emperador del Japón o el Espíritu Santo, o unbuen burgués se imagine que está llamado por su des-tino a ser buen cristiano, fiel protestante, ciudadanoleal, hombre virtuoso, es exactamente la misma ideafija. El que no se ha arriesgado jamás a no ser ni buencristiano, ni fiel protestante, ni ciudadano leal, ni hom-bre virtuoso, está atrapado y confundido en la fe, enla virtud, etc. Así como los escolásticos no filosofabanmás que dentro de los límites de la fe de la Iglesia, (y elPapa Benedicto XIV escribió voluminosos tomos den-tro de los límites de la superstición papista), sin quela menor duda desflorase su creencia; así también, losescritores amontonan volúmenes sobre volúmenes tra-tando del Estado, sin poner jamás en tela de juicio laidea fija del Estado; y nuestros periódicos rebosan depolítica, porque están poseídos por la ilusión de queel hombre está hecho para ser un «zoón polítikon». Ylos súbditos vegetan en su servidumbre, las personasvirtuosas en la virtud, los liberales en «la humanidad»,sin atacar jamás su idea obsesiva con el escalpelo de lacrítica. Esos ídolos permanecen inquebrantables sobresus anchos pies, como las manías de un loco, y el quelos pone en duda juega con los vasos sagrados del al-

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tar. Digámoslo una vez más: ¡Una idea obsesiva es loverdaderamente sagrado!

¿Tropezamos siempre con poseídos del diablo, o en-contramos también usualmente poseídos de especiescontrarias, poseídos por el Bien, la Virtud, la Moral, laLey o cualquier otro principio? Las posesiones diabó-licas no son las únicas: si el diablo nos tira por unamanga, Dios nos tira por la otra, por un lado la tenta-ción, por otro la gracia, pero cualquiera que sea la queopere, los poseídos no estánmenos encarnizados en suopinión.

¿La palabra «posesión» es desagradable?Digámosleobsesión. O bien, ya que es el Espíritu el que los poseey les sugiere todo, llámesele inspiración, entusiasmo.Yo agrego que el entusiasmo en su plenitud, porqueno puede tratarse de entusiasmo pobre o a medias, sellama fanatismo.

El «fanatismo» es particularmente propio de las per-sonas cultas, porque la cultura de un hombre está enrelación con el interés que adquiere por las cosas delEspíritu, y este interés espiritual, si es fuerte, no es nipuede ser menos que fanatismo; es un interés fanático

14 F. C. Schlosser era uno de los historiadores más popularesde Alemania durante la primera mitad del Siglo XIX (N.R.).

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por lo que es sagrado (fanum). Se observa a nuestrosliberales, se leen nuestros diarios del este, y se escu-cha lo que dice Schlosser14: «La sociedad de Holbachurdió un complot formal contra la doctrina tradicio-nal y el orden establecido, y sus miembros ponían ensu incredulidad tanto fanatismo, como frailes y curas,jesuitas, pietistas ymetodistas tienen costumbre de po-ner al servicio de su piedad inconsciente y mecánica,de su fe literal».15 Que se pregunte cómo se condu-ce hoy un hombre moral que cree haber acabado conDios, y que rechaza el cristianismo como algo gastado.Que se le pregunte si alguna vez se le ha ocurrido po-ner en duda que las relaciones carnales entre hermanoy hermana sean incesto, que la monogamia sea la ver-dadera ley del matrimonio, que la piedad sea un debersagrado, etc. Se sentirá lleno de un virtuoso horror porla idea de que pudiese tratar a su hermana como mu-jer, etc. ¿Y de dónde proviene ese horror? De que creeen una ley moral. Esta fe está sólidamente anclada enél. Cualquiera que sea la vivacidad con que se levanta

15 F. C. Schlosser, Geschichte des achtzehnten Jahrhundertsund des neunzehnten bis zum Sturz des französischen Kaiserreichs.Mit besonderer Rücksicht auf geistige Bildung [Historia de los Si-glos XVIII y XIX hasta la caída de Francia. Con especial referenciaa la formación intelectual], Heidelberg, 1837, T. 2, p. 519.

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contra la piedad de los cristianos, él es igualmente cris-tiano en cuanto a la moralidad. Por su lado moral, elcristianismo lo tiene encadenado, y encadenado en lafe. La monogamia debe ser algo sagrado, y el bigamoserá castigado como un criminal; el que se entregueal incesto, cargará con el peso de su crimen.16 Y estose aplica también a los que no cesan de gritar que lareligión no tiene nada que ver con el Estado, que ju-díos y cristianos son igualmente ciudadanos. Incesto,monogamia, ¿no son otros tantos dogmas? Que se lotrate de rozar y se descubrirá en este hombre moral elfondo de un inquisidor que envidiarían Krummachero Felipe II. Estos defendían la autoridad religiosa de laIglesia, él defiende la autoridadmoral del Estado, las le-yes morales sobre las que el Estado reposa; tanto unocomo el otro condenan en nombre de artículos de fe:a cualquiera que actúe de modo perjudicial para la feque ellos defienden se le aplicará la deshonra debidaa su crimen y se le enviará a pudrirse en una casa decorrección, en el fondo de un calabozo. La creencia mo-ral no es menos fanática que la religiosa. ¿Y se llama

16 Stirner critica lo que en el Siglo XX tanto S. Freud como C.Levi-Strauss considerarán la regla fundamental de las sociedades(N.R.).

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libertad de conciencia a que un hermano y una her-mana sean arrojados a una prisión en nombre de unprincipio que su conciencia había rechazado? — ¡Perodaban un ejemplo detestable! — Claro que sí, porquepodía suceder que otros descubrieran, gracias a ellos,que el Estado no tiene que mezclarse en sus relaciones,¿y qué sería de la pureza de las costumbres? ¡Santidaddivina!, gritan los celosos defensores de la fe. ¡Virtudsagrada!, gritan los apóstoles de la moral.

Los que se mueven por intereses sagrados se pare-cenmuy poco. ¡Cuánto se diferencian los ortodoxos es-trictos o los viejos creyentes de los combatientes porla verdad, la luz y el derecho, de los Filaletos, de losamigos de la luz, etc.! Y, sin embargo, nada esencial,fundamental, los separa. Si se ataca a tal o cual de lasviejas verdades tradicionales (el milagro, el derecho di-vino), los más ilustrados aplauden y los viejos creyen-tes son los únicos que se lamentan. Pero si se atacaa la verdad misma, inmediatamente todos se vuelvencreyentes o se nos vienen encima. Lo mismo ocurrecon las cosas de la moral: los creyentes son intoleran-tes, los cerebros ilustrados, se precian de ser más laxos;pero si a alguno se le ocurre tocar a la moral misma, to-dos hacen inmediatamente causa común contra él. Ver-dad, moral, derecho, son y deben permanecer sagrados.

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Lo que se halla de censurable en el cristianismo, sólopuede haberse introducido en él equívocamente, y noes cristianismo, dicen los más liberales; el cristianismodebe quedar por encima de toda discusión, es la baseinmutable que nadie puede conmover. El herético con-tra la creencia pura no está ya expuesto, es cierto, a lapersecución de otros tiempos, pero ésta se ha vueltocontra el herético que roza la moral pura.

Desde hace un siglo, la piedad ha sufrido tantos asal-tos, ha oído tan a menudo reprochar a su esencia so-brehumana el ser simplemente inhumana, que no dantentaciones de atacarla. Y, sin embargo, si se han pre-sentado adversarios para combatirla, fue, casi siempre,en nombre de la moral misma, para destronar al ser su-premo. Así, Proudhon17 no duda en decir: «Los hom-bres están destinados a vivir sin religión, pero la mo-ral es eterna y absoluta». ¿Quién osaría hoy atacar ala moral? Los moralistas han pasado todos por el le-cho de la religión, y después que se han hundido hasta

17 Pierre Joseph Proudhon, De la creation de l’Ordre dansl’Humanité ou Principes de organisation politique, Paris y Besançon,1843, p. 38. [De la creación del orden en la humanidad o principiosde organización política, Sempere y cia. Valencia, s.f. Un texto delque Proudhon unos años después de haberlo escrito, en su Filoso-fía del Progreso, renegará (N.R.).]

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el cuello en el adulterio, dicen, limpiándose los labios:¿La religión? ¡No conozco a esa mujer! Si mostramosque la religión está lejos de ser mortalmente herida,en tanto que se limiten a criticar su esencia sobrena-tural, y que ella apela en última instancia, al Espíritu(porque Dios es el Espíritu), habremos hecho ver lo su-ficiente su acuerdo final con la moralidad para que nossea permitido dejarles en su interminable discusión. Yase hable de la religión o de la moral, se trata siemprede un Ser Supremo; que este Ser Supremo sea sobrehu-mano o humano, poco me importa; es en todo caso unser superior a mí, un «supermío». Ya se trate la esenciahumana o el Hombre, no habrá hecho más que dejarla piel de reptil de la vieja religión para revestir unanueva piel religiosa.

Feuerbach nos enseña que desde el momento en queuno invierte la filosofía especulativa, es decir, que sehace sistemáticamente del predicado el sujeto, y recí-procamente del sujeto el objeto y el principio, se poseela verdad desnuda y sin velos.18 Sin duda, abandonan-do así el punto de vista estrecho de la religión, aban-

18 Ludwig Feuerbach, Vorläufige Thesen zur Reformation derPhilosophie, Zurich y Winterthur, 1843, tomo 2, p. 64. [Tesis pro-visionales para la reforma de la filosofía/Principios de la filosofíadel futuro, Hyspamerica, Buenos Aires, 1984]

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donamos al Dios que en este punto de vista es suje-to; pero no hacemos más que trocarlo por la otra fazdel punto de vista religioso: lo moral. No decimos ya,por ejemplo, Dios es el amor, pero sí que el amor esdivino; e incluso si reemplazamos el predicado divinopor su equivalente sagrado permanecemos siempre enel punto de partida; no hemos dado ni un paso. El amorsigue siendo para el hombre igualmente el bien, aque-llo que lo diviniza, que lo hace respetable, su verdaderahumanidad (lo que hace de él un hombre). O, para ex-presarnos más exactamente, el amor es lo que hay deverdaderamente humano en el hombre y lo que hayen él de inhumano es el egoísta sin amor. Pero precisa-mente todo lo que el cristianismo, y con él la filosofíaespeculativa, es decir, la teología, nos presenta comoel bien, no es en realidad el Bien (o, lo que viene a ser lomismo, no es más que el bien); de modo que esta trans-mutación del predicado en sujeto no hace sino afirmarmás sólidamente todavía el ser cristiano (el predicadomismo contiene ya la esencia). El Dios y lo divino meatrapan más indisolublemente aún. Haber desalojadoal Dios de su cielo y haberlo arrebatado a la trascen-dencia no justifica en modo alguno sus pretensionesde una victoria definitiva; en tanto que no se haga másque rechazarlo dentro del corazón humano y dotarlo

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de una indesarraigable inmanencia. Desde ahora se di-ce: ¡lo divino es lo verdaderamente humano!

Quienes rehúsan ver en el cristianismo el fundamen-to del Estado y que se sublevan contra toda fórmula talcomo Estado cristiano, cristianismo de Estado, etc., nose cansan de repetir que la moralidad es «la base de lavida social y del Estado». ¡Como si el reinado de la mo-ralidad no fuese la dominación absoluta de lo sagrado,una jerarquía!

Respecto de esto puede recordarse el intento de ex-plicación que se quiso oponer a la antigua doctrina delos teólogos. Según estos últimos, bastaría con la fe pa-ra aprehender las verdades religiosas, Dios se revela-ría sólo a los creyentes; lo que es lo mismo que decirque sólo el corazón, el sentimiento y la fantasía devotason religiosos. A esta afirmación se le respondió quela «inteligencia natural», la razón humana, son igual-mente aptas para conocer a Dios (extraña pretensiónde la razón, dicho sea de paso, el querer rivalizar enfantasía con la fantasía misma). En este sentido escri-bió Reimarus sus Vornehmsten Wahrheiten der natürli-chen Religión.19 Consideró al hombre, en su totalidad,tendiendo a la religión por todas sus facultades: cora-

19 Principales verdades de la Religión Natural (N.R.).

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zón sentimiento, inteligencia, razón, sentir, saber, que-rer; todo en el hombre le pareció religioso. ¡Hegel mos-tró bien que incluso la filosofía es religiosa! ¿Y no seadorna todo hoy en día con el nombre de religión? La«religión del amor», la «religión de la libertad», la «re-ligión política», en resumen, todo entusiasmo. Y así es,de hecho.

Hoy todavía utilizamos esa palabra de origen latino«religión», que por su etimología expresa la idea de la-zo. Y atados estamos, en efecto, y así permaneceremosen tanto que estemos impregnados de religión. ¿Peroel espíritu también está atado? Al contrario, el espíritues libre; es el único dueño, no es nuestro espíritu, es elespíritu absoluto. Así, la verdadera traducción afirma-tiva de la palabra religión sería «la libertad espiritual».Aquel cuyo espíritu es libre, es por eso mismo religio-so, como el que da rienda suelta a sus apetitos es sen-sual; al primero lo ata el espíritu, al segundo, la carne.Enlace, dependencia, religio, eso es la religión con res-pecto a mí; yo estoy ligado; libertad, esa es la religióncon respecto al espíritu; él es libre, goza de la libertadespiritual. ¡Cuántos conocen, por haberlo sufrido, elmal que puede hacernos el abandonarnos a nuestrossentidos, a nuestras pasiones! Pero lo que no se quierever es que el Espíritu Puro, la radiante espiritualidad,

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el entusiasmo por los ideales, puede hundirnos en unaangustia mayor que lo que lo haría la más negra mal-dad. Y esto es imposible notarlo a menos que se seaconscientemente egoísta.

Reimarus, y todos los que como él demostraron quenuestra razón, tanto como nuestro corazón, etc., con-ducen a Dios, mostraron al mismo tiempo que estamostotal y completamente poseídos.

Seguramente perjudicaron a los teólogos, quitándo-les el monopolio de la iluminación religiosa; pero nopor esto dejaron de ensanchar otro tanto los dominiosde la religión y de la libertad espiritual. En efecto, sipor espíritu se entiende no solamente el sentimientoo la fe, sino todas las manifestaciones del espíritu, in-teligencia, razón y pensamiento en general; y si se lepermite, en tanto que inteligencia, participar de las ver-dades espirituales y celestiales; en ese caso es el espí-ritu entero el que se eleva a la pura espiritualidad y eslibre.

Partiendo de estas premisas la moralidad estaba au-torizada a enfrentarse absolutamente con la piedad. Es-ta oposición nació, revolucionariamente, bajo la formade un odio ardiente contra todo lo que pareciera unmandato (orden, decreto, etc.) y contra la odiada per-sona del «señor absoluto». Se afirmó luego como doc-

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trina y encontró primero su forma en el liberalismo,del que la «burguesía constitucional» es la primera ex-presión histórica y eclipsó a las potencias religiosaspropiamente dichas (véase más adelante «el liberalis-mo»). Al no derivar ya la moralidad simplemente dela piedad, sino teniendo sus raíces propias, el princi-pio de la moral no se deriva de los mandamientos di-vinos, sino de las leyes de la razón; para que aquellosmandamientos mantengan su validez, se necesita pri-mero que su valor haya sido comprobado por la razóny que sea apoyado por ella. Las leyes de la razón son laexpresión del hombre mismo, para que el Hombre searacional y la esencia del Hombre implique necesaria-mente esas leyes. Piedad y moralidad difieren en quela primera reconoce a Dios y la segunda al hombre porlegisladores.

Desde un cierto punto de vista de la moralidad, serazona más o menos así: O el hombre obedece a susensualidad, y por ello es inmoral, u obedece al Bien, elcual, en cuanto factor que influye sobre la voluntad, sellama sentido moral (sentimiento, preocupación por elBien) y en este caso es moral. ¿Cómo, desde este puntode vista puede llamarse inmoral el acto de Sand matan-do a Kotzebue? Lo que comúnmente se considera unacto desinteresado, seguramente lo es; tanto como, por

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ejemplo, los hurtos de San Crispín en provecho de lospobres. El no debía asesinar, porque está escrito: ¡nomatarás!. — Perseguir el Bien, el Bien público (comoSand creía hacerlo) o el Bien de los pobres (como SanCrispín) es, pues, moral, pero el homicidio y el roboson inmorales: fin moral, medio inmoral. ¿Por qué? —Porque el homicidio, el asesinato, están mal en sí, deuna manera absoluta. — Cuando las guerrillas atraíana los enemigos de su país a los precipicios y los tirotea-ban a sus anchas, emboscados detrás de los matorrales,¿no era eso un asesinato? De acuerdo con principio dela moral que ordena buscar siempre y por todas partesel Bien, se ven reducidos a preguntarse si en ningúncaso el homicidio puede llegar a realizar este Bien: encaso afirmativo se debe considerar por lícito ese homi-cidio porque su efecto es el Bien. No se puede conde-nar la acción de Sand; fue moral por ser desinteresada,y sin otro objeto que el Bien; fue un castigo infligidopor un individuo, una ejecución en la que arriesgabasu vida. ¿Qué se ve en la actitud de Sand, sino su vo-luntad de suprimir a la fuerza ciertos escritos? ¿No sevio nunca aplicar ese mismo procedimiento comomuylegal? ¿Y qué responder a eso en nombre de los princi-pios de la moralidad? ¡Era una ejecución ilegal! ¿La in-moralidad del hecho estaba, entonces, en su ilegalidad,

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en la desobediencia a la ley? ¡Entonces se reconoce deuna vez que el Bien no es otra cosa más que la ley yque moralidad es igual a legalidad! La moralidad deberesignarse a no ser más que una inútil fachada de le-galidad, una falsa devoción al cumplimiento de la ley,muchomás tiránica ymás irritante que la antigua; por-que ésta no exigía más que el acto, en tanto que ahorase exige, además, la intención; debe uno llevar en sí laregla y el dogma, y aquel que actúe con mayor lega-lidad, tanto más moral resultará. El último resplandorde la vida católica se extingue en esta legalidad protes-tante. Así, finalmente, se completa y se hace absolutala dominación de la ley. No soy Yo quien vivo, es laLey la que vive en mí. Yo llego a no ser más que la na-ve de su gloria. Cada prusiano lleva un gendarme en elpecho, decía hablando de sus compatriotas un oficialsuperior.

¿De dónde viene el fracaso de ciertas oposiciones ?Unicamente de que no quieren salirse del camino dela moralidad o de la legalidad. Todo esto las condenaa representar esta monstruosa comedia de abnegación,de amor, etc., de la que se puede sacar diariamente esacorrupta e hipócrita relación de una «oposición legal»que causa la más profunda repugnancia. Un acuerdomoral concluido en nombre del amor y de la fidelidad

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no deja lugar a ninguna voluntad discordante y opues-ta: la bella armonía está rota si uno quiere una cosa yotro la contraria.

Ahora, la costumbre y una vieja preocupación exi-gen, ante todo de la oposición, el respeto de ese pac-to moral. ¿Qué le queda a la oposición? ¿Puede quereruna libertad cuando el elegido, la mayoría, encuentranbueno el rechazarla? ¡No! No se atrevería a querer lalibertad; todo lo que puede hacer es desearla, y paraobtenerla «hacer petición» y extender la mano pidién-dola por caridad, ¿No se ve lo que sucedería si la oposi-ción quisiera realmente, si quisiera con toda la energíade su voluntad? No. No que sacrifique la voluntad alamor, que renuncie o la libertad, por los bellos ojosde la moralidad. Ella no debe jamás «reclamar comoun derecho» lo que le está solamente permitido «pe-dir como una gracia». El amor, la abnegación, etcétera,exigen imperiosamente que no haya más que uno solavoluntad, ante la cual todas las demás se inclinan, a lacual obedecen con amor y sumisión. Sea esta voluntadrazonable o no razonable, es en todo caso moral so-meterse, e inmoral no hacerlo. La voluntad que dirigela censura parece poco razonable a muchas personas.Sin embargo, en un país en el que hay censura, el queno somete sus escritos hace mal, y el que los somete

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hace bien. Si alguno debidamente advertido y llamadoal orden por el censor, se escapa de ella, e instala, porejemplo, una prensa clandestina, se tendrá derecho deacusarlo de inmoralidad, y lo que es peor, de tontería,si se deja atrapar. ¿No le dará su aventura alguna títu-lo a la estimación de las «personas honradas?» ¡Quiénsabe! ¿Quizá se imaginaba servir a una «moralidad su-perior?»

La tela de la hipocresía moderna esta tendida en losconfines de los dos dominios entre los cuales nuestraépoca tiende los hilos sutiles de la mentira y del error.Demasiado débil desde ahora para servir a la moral sinvacilación y sin desfallecimiento, demasiado escrupu-losa todavía para vivir completamente según el egoís-mo, pasa temblando, en la tela de araña de la hipocre-sía, de un principio a otro, y paralizada por la plagade la incertidumbre, no captura más que tontas y po-bres moscas. ¿Tuvo la enorme audacia de decir rotun-damente su parecer? Inmediatamente se enerva la li-bertad de la conversación por protestas de amor: resig-nación hipócrita. ¿Se tuvo, por el contrario, el valor decombatir una afirmación libre, invocando moralmentela buena fe, etc.? Enseguida, el valor moral se desvane-ce y se asegura que con un placer enteramente particu-lar se ha oído esa valiente palabra: aprobación hipócri-

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ta. En resumen, se querría tener lo uno, pero no soltarlo otro; se quiere querer libremente, pero no se preten-de — ¡Dios no lo quiera! — dejar de querer moralmente.— Veamos, liberales; ya están en presencia de uno deesos adversarios cuyo servilismo desprecian; los escu-chamos; ustedes atenúan el efecto de cada palabra unpoco liberal por una mirada de la más leal fidelidad;él viste su servilismo con las más calurosas protestasde liberalismo. Ahora, sepárense; cada cual piensa delotro: ¡te conozco, mascarita! El ha olfateado en uste-des al diablo, tanto como ustedes olfatearon en él alantiguo buen Dios.

Un Nerón no es malo sino a los ojos de los «bue-nos»; a mis ojos es simplemente un poseído como losbuenosmismos. Los buenos ven en él un granmalvadoy lo destinan al infierno. ¿Cómo es que nada se hayaopuesto a sus caprichos? ¿Cómo se ha podido soportartanto? ¿Valían los romanos domesticados un centavomás por dejarse pisotear por tal tirano? En la antiguaRoma se le hubiera suprimido inmediatamente, y na-die se hubiese jamás convertido en su esclavo. Perolas «personas honradas» de su tiempo se limitaban ensu moralidad a oponerle sus ruegos y no su voluntad.Cuchicheaban que su emperador no se sometía comoellos a las leyes de la moral, pero seguían siendo «súb-

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ditos morales», aguardando que uno de ellos osara pa-sar francamente por encima de «sus deberes de súb-dito obediente». Y todos aquellos «buenos romanos»,todos aquellos «súbditos sumisos», agobiados de ultra-jes por su falta de voluntad, se hallaban dispuestos aaclamar enseguida la acción criminal e inmoral del re-belde. ¿Dónde estaba, entre los «buenos», el valor dehacer la revolución, esa revolución que alaban y explo-tan hoy, después que otro la ha hecho? Ese valor nopodían tenerlo, porque toda revolución, toda insurrec-ción es siempre alguna cosa inmoral», a la que uno nopuede decidirse a menos de dejar de ser «bueno» pa-ra hacerse «malo», o ni bueno ni malo. Nerón no erapeor que el tiempo en que vivía; no se podía entoncesser más que una de dos: bueno o malo. Su época juzgóque era malo, y tan malo como cabe serlo, no por debi-lidad, sino por maldad pura; cualquiera que sea moraldebe ratificar ese juicio. Se encuentran todavía a veceshoy bribones de su especie mezclados a la multitud delas personas honradas (véanse, por ejemplo, las Memo-rias del Caballero de Lang). De verdad, no se vive biencon ellos, porque no se tiene un instante de seguridad;pero ¿es más cómodo vivir en medio de los buenos?Apenas está uno seguro de su vida; en cuanto al ho-nor, está todavía más en peligro, aunque la bandera

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nacional lo cubra con sus pliegues tutelares. El duropuño de la moral no tiene misericordia para la nobleesencia del egoísmo.

«¡No se puede, sin embargo, poner a la misma alturaa un miserable y a un hombre honrado!» ¡Eh! ¿Quiénlo hace más a menudo que ustedes, censores? Más aún:al hombre honrado que se levanta abiertamente contrael orden establecido, contra las sacrosantas institucio-nes, etc., se lo encarcela como a un criminal, en tantoque a un sutil estafador se le confían los bolsillos y co-sas más preciosas aun. Así, entonces, en la práctica, nose tiene nada que reprocharme. «¡Pero en teoría!» Enteoría, yo los pongo a la misma altura, en la línea de lamoralidad, de la que son los dos polos opuestos. Bue-nos y malos, no tienen sentido más que en el mundo«moral», exactamente como antes de Cristo ser un ju-dío según la ley o fuera de ella, no tenía significaciónsino con referencia a la ley mosaica. A los ojos de Cris-to, el fariseo no era más que «los pecadores y los publí-canos», y lo mismo vale, a los ojos del individualista,el fariseo moral lo que el pecador inmoral.

Nerón era un poseído muy incómodo, un loco peli-groso. Hubiera sido una tontería perder el tiempo enllamarlo al «respeto de las cosas sagradas» para lamen-tarlo después, porque el tirano no las tenía para nada

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en cuenta, y obraba a su gusto. A cada instante se oyea las personas invocar la sacra santidad de los impres-criptibles derechos del hombre delante de aquellosmis-mos que son sus enemigos, y esforzarse en probar y endemostrar por anticipado que tal o cual libertad es unode los «derechos sagrados del hombre». Los que se de-dican a esos ejercicios merecen ser ridiculizados, comolo son, sino toman con resolución el camino que con-duce a su objeto. Ellos presienten que sólo cuando lamayoría esté conquistada para esa libertad que desean,la querrá y la tomará. No es la santidad de un derechola que hace que se vuelva efectivo: lamentarse, hacerpeticiones, no conviene más que a los mendigos.

El hombre moral está necesariamente limitado encuanto no concibe otro enemigo que lo inmoral; lo queno está bien está mal, y por consiguiente, es reprobado,despreciado, etc. Así es radicalmente incapaz de com-prender al egoísta. ¿La convivencia fuera del matrimo-nio no es inmoral? El hombre moral puede ignorar yconfundir la cuestión; sin embargo, no escapará a lanecesidad de condenar al fornicador. El amor libre es

20 Es una obra de teatro de Lessing. Emilia Galotti, la prota-gonista, es acosada por un príncipe y le pide a su padre que la ase-sine porque no se siente capaz de resistir sus avances (N.R.).

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ciertamente una inmoralidad y esta verdad moral hacostado la vida a Emilia Galotti.20 Una joven virtuosaenvejecerá soltera, un hombre virtuoso rechazará lasaspiraciones de su naturaleza, procurando ahogarlas yhasta se castrará por amor a la virtud, como San Orí-genes por amor al cielo: eso será honrar la santidaddel matrimonio, la inviolable santidad de la castidad;él es moral. La impureza jamás puede dar buen fruto;cualquiera que sea la indulgencia con que el hombrehonrado juzgue al que se entrega a ella, seguirá sien-do una falta, una infracción de una castidad que era ycontinúa siendo de los votos monacales, y que ha en-trado en el dominio de la moral común: La castidad esun bien. Para el egoísta, al contrario, la castidad no esuna virtud; es para él una cosa sin importancia. Así,¿cuál va a ser el juicio del hombre moral acerca de él?Clasificará al egoísta en la única categoría de gentesfuera de las morales, en la de las inmorales. No puedehacer otra cosa; el egoísta, que no tiene ningún respetopor la moralidad, debe parecerle inmoral. Si lo juzgasede otro modo, sin confesárselo, no sería ya un hombreverdaderamente moral, sino un desertor de la morali-dad. Este fenómeno, que es frecuente hoy, puede in-ducirnos al error; debe, sí, decirse que el que tolere elmenor ataque a la moralidad merece tanto el nombre

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de hombre moral como Lessing merecía el de piadosocristiano cuando, en una parábola muy conocida, com-para a la religión cristiana, la mahometana y la judía,con una sortija falsa. A menudo, las personas sen en-cuentran mucho más lejos de lo que son capaces dereconocer. Hubiera sido una inmoralidad por parte deSócrates acoger los ofrecimientos seductores de Critóny escaparse de su prisión; el único partido que moral-mente podía tomar era quedarse. Pero esto se debíaúnicamente a que era un hombre moral. Los hombresde la revolución, en cambio, inmorales e impíos, ha-bían jurado fidelidad a Luis XVI, lo que no les impidiódecretar su destitución y enviarlo al patíbulo: accióninmoral que causará horror a las personas honradaspara toda la eternidad.

Estas críticas no se aplican, sin embarco, mas quea la «moral burguesa», acerca de la cual todo espírituun poco libre dice despreciar. Esta moral, como la bur-guesía, de la que es hija, está todavía demasiado cercadel cielo, demasiado poco desligada de la religión parano limitarse o apropiarse de sus leyes. No se le exijacrítica, ni se le pida que saque de su propio fondo unadoctrina original.

Desde un aspecto muy diferente se ve la moral cuan-do, consciente de su dignidad, toma por única regla su

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principio, la esencia humana o «el hombre». Los quellegan a colocar decididamente el problema en ese te-rreno rompen para siempre con la religión; no hay yalugar para su Dios cerca de su Hombre; además, comoprescinden del Estado, aniquilan al mismo tiempo toda«moralidad» procedente del solo Estado, y se privan,por consiguiente, de invocar nunca ni aun su nombre.La que estos críticos designan con el nombre de mo-ralidad se aparta definitivamente de la moral llamada«burguesa o política», y debe parecer a los hombresde Estado y a los burgueses un «libertinaje desenfre-nado».

Sin embargo, esta nueva concepción de la morali-dad no tiene nada de nuevo e inédito; no hace más queadaptarse al progreso realizado en la «pureza del prin-cipio». Este último, lavado de la mancha de adulteriocon el principio religioso, se precisa y alcanza su ple-na expansión, convirtiéndose en «la humanidad». Porello no hay que extrañarse de ver conservar ese nom-bre de moralidad al lado de otros como libertad, hu-manidad, conciencia, etc., contentándose con añadir,cuando más, el epíteto «libre». La moral se hace «mo-ral libre», como el Estado burgués, aunque trastornadode arriba abajo, viene a ser «Estado libre» o aun «So-

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ciedad libre», sin dejar de ser una la moral y el otro elEstado.

Siendo la moral en adelante puramente humana ycompletamente separada de la religión, de la que his-tóricamente ha salido, nada se opone a que se convier-ta ella misma una religión. En efecto: la religión nodifiere de la moral, sino por cuanto nuestras relacio-nes con el mundo de los hombres están reguladas ysantificadas por nuestras relaciones con un ser sobre-humano, y no obramos más que por «amor de Dios».Pero tiene que admitirse que «el Hombre es para elhombre el ser supremo», y toda diferencia se borra, lamoral deja su rango subalterno, se completa, se haceabsoluta y se convierte en religión. El Hombre, ser su-perior, hasta aquí subordinado a un Ser Supremo, seeleva a la altura absoluta, y nosotros somos en nues-tras relaciones con El lo que somos a los pies de un sersupremo, religiosos. Moralidad y piedad se vuelven asítan perfectamente sinónimas como en los comienzosdel Cristianismo. Si lo sagrado no es ya «santo» sino«humano», es simplemente porque el Ser Supremo hacambiado, y el hombre ha tomado el puesto de Dios.La victoria de la moralidad conduce simplemente a uncambio de dinastía.

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Destruida la fe, Feuerbach cree encontrar un asiloen el amor. «La primera y la suprema ley debe ser elamor del hombre por el hombre. Homo homini Deusest; tal es la máxima práctica más elevada; por ella es-tá cambiada la faz del mundo».21 Pero no ha cambiado,propiamente hablando, más que el Dios, Deus; el amorpermanece; se adoraba al dios sobrehumano, se adoraahora al dios humano, alHomo qui est Deus. El Hombrees para mí sagrado, y todo lo que es «verdaderamentehumano» es para mí sagrado. «El matrimonio es por símismo sagrado; lo mismo todas las relaciones de la vi-da moral; la amistad, la propiedad, el matrimonio, losbienes de cada cual, son y deben ser sagrados en ellosy por ellos mismos».22 ¿Es un sacerdote el que hablar¿Cuál es su Dios? ¡El Hombre! ¿Qué es lo divino? ¡Es lohumano! El predicado no hizo más, en definitiva, quetomar el lugar del sujeto; la proposición «Dios es elamor» se convierte en «el amor es divino»; si se sigueaplicando el procedimiento: «Dios se ha hecho hom-bre», da: «el hombre se ha hecho Dios», etc… — y ahíse tiene una nueva religión. «Todos los fenómenos dela vida moral que constituyen las costumbres, no son

21 Ludwig Feuerbach, op. cit., p. 402.22 Op. cit., p. 403.

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morales, no toman una significación moral más que sítienen en sí mismos (sin que la bendición del sacerdo-te los consagre) un valor religioso».23 El sentido de laproposición de Feuerbach, «la teología es una antropo-logía», se precisa y se reduce a: «la religión debe seruna ética, la ética es la única religión».

Feuerbach se contenta con poner al revés el ordendel predicado y del sujeto, con hacer un usteron prote-ron24 lógico. Como él mismo lo dice: «El amor no essagrado (y no ha pasado nunca por sagrado a los ojosde los hombres), porque es un predicado de Dios, pe-ro es un predicado de Dios porque es por sí mismo ypara sí mismo divino».25 ¿Por qué, pues, no declara laguerra a los predicados mismos, al amor y a toda sa-crosantidad? ¿Cómo puede vanagloriarse de apartar alos hombres de Dios si les deja lo divino? Y si, comodice, lo esencial para ellos no ha sido nunca Dios, sinosólo sus predicados, ¿para qué quitarles la palabra sise les deja la cosa? Proclama, por otra parte, que su ob-jeto es «destruir una ilusión», una ilusión perniciosa,«que ha falseado tanto al hombre, que el amor mismo,

23 Op. cit., p. 403.24 Figura retórica griega que implica la inversión del nexo

causa-efecto (N.R.).25 Op. cit., p. 406.

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su sentimiento más íntimo ymás verdadero, ha venidoa ser, por el hecho de la religiosidad, vano e ilusorio,ya que el amor religioso no ama al hombre sino poramor de Dios; es decir, ama, en apariencia, al hombre,y en realidad ama a Dios».26 ¿Pero sucede de otro mo-do con el amor moral? ¿Se fija en el hombre, en tal ocual hombre en particular, por amor a él, a ese hombre,o por amor a la moralidad, al Hombre en general, y, endefinitiva —puesto que Homo homini Deus— por amorde Dios?

La manía se manifiesta aún bajo otra multitud deformas; es necesario enumerar aquí algunas.

Entre ellas la renuncia, la abnegación, son comunesa los santos y a los no santos, o los puros y a los impu-ros.

El impuro renuncia a todo buen sentimiento, «renie-ga» de todo pudor, de todo respeto humano; obedece,como dócil esclavo, a sus apetitos. El puro renunció alcomercio del mundo, «reniega del mundo», para ha-cerse el esclavo de su imperioso ideal. El avaro, a quiencarcome la sed de oro, reniega de los avisos de su con-ciencia, renuncia a todo sentimiento de honor, a todabenevolencia y a toda compasión; sordo a toda otra

26 Op. cit., p. 408.

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voz, corre a donde lo llama su tiránico deseo. El san-to hace lo mismo: sin piedad para los demás y para símismo, rigorista y duro, afronta la «risa del mundo» ycorre a donde lo llama su simpático ideal. De una par-te y otra, igual abnegación de sí mismo; si el no santoabdica ante Mammón, el santo abdica ante Dios y lasleyes divinas. Vivimos en un tiempo en que la impu-dicia de lo sagrado se hace sentir y se revela cada díamás, porque está cada día más obligada a descubrir-se y exponerse. ¿Se puede imaginar nada que supereen insolencia y en estupidez a los argumentos que seoponen, por ejemplo, a los «progresos del tiempo»?La ingenuidad de su descaro excede, desde hace largotiempo, de toda medida y de cuanto pudiera esperarse;pero ¿cómo habría de ser de otro modo? Santos y nosantos, todos los que practican la abnegación, debentomar un mismo camino que, de abdicación en abdi-cación, conduce, a unos a hundirse en la degradaciónmás ignominiosa, y a los otros a elevarse a la más inde-corosa sublimidad. El Mammón terrestre y el Dios delcielo exigen exactamente la misma suma de renuncia.El degradado y el sublime aspiran los dos a un «bien»:el uno a un bien material, el otro a un bien ideal, y, fi-nalmente, uno completa al otro, sacrificando el «hom-bre de la materia» todo objeto ideal a un bien material,

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en tanto que «el hombre del espíritu» sacrifica todogoce material a un bien ideal.

Imaginan decir una gran cosa quienes suponen eldesinterés en el corazón del hombre. ¿Qué entiendenpor eso? Alguna cosa muy cercana a la negación de sí.¿De sí? ¿De quién, entonces? ¿Quién será el negado yqué interés habrá abandonado? Parece que debes sertú. ¿Y a favor de quién se te recomienda esa abnega-ción desinteresada? De nuevo, en tu provecho, en tubeneficio, simplemente a condición de perseguir pordesinterés tu interés verdadero.

Debes beneficiarte a ti, pero no buscar tu beneficio.Se consideran bienhechores de la humanidad a quie-

nes, como Francke, el creador de las casas de huérfa-nos, u O’Connell, el infatigable defensor de la causairlandesa, llevan a cabo actos que parecen desintere-sados. De la misma manera se considera al fanático,como San Bonifacio, que expone su vida por la con-versión de los paganos; a Robespierre, que todo lo sa-crifica a la virtud, o a Korner, que muere por su Dios,su rey y su patria. Su desinterés es algo admitido. Porello, los adversarios de O’Connell, por ejemplo, se es-forzaban en presentarlo como un hombre codicioso (alo que su fortuna daba alguna verosimilitud); porque

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sabían bien que si llegaban a hacer sospechoso su de-sinterés, les sería fácil quitarle sus partidarios.

Todo lo que podían probar era que O’Connell teníaotro objetivo que el que confesaba. Pero ya buscaseuna ventaja pecuniaria o a la libertad de su pueblo, esen todo caso evidente que perseguía un objetivo; enun caso como en el otro tenía un interés egoísta; sóloocurrió que su interés nacional también era útil a otros,un interés general.

¿No existe el desinterés, ni puede encontrarse ja-más? ¡Al contrario, nada es más común! Incluso se po-dría llamar al desinterés un artículo de moda del mun-do civilizado y se le tiene por tan necesario, que, siresulta demasiado caro, se le intenta dar un brillo fal-so, aparentarlo. ¿Dónde empieza el desinterés? Preci-samente en el instante en que un objetivo deja de sernuestro objetivo y nuestra propiedad y en que deja-mos de disponer de él a nuestro gusto, como propie-tarios, cuando ese objetivo se convierte en un objetofijo o una idea obsesiva y comienza a inspirarnos, aentusiasmarnos, a fanatizarnos; en resumen, cuandose convierte en nuestro dueño. No se es desinteresadomientras se tiene el objetivo dominado; se llega a ser-lo cuando se grita, como los poseídos: Yo soy así, no

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puedo evitarlo. Se tiene un interés sagrado cuando setiene por el una preocupación sagrada.

Yo no soy desinteresado mientras el objetivo seamío, en tanto lo ponga perpetuamente en cuestión enlugar de convertirme en el instrumento ciego de sucumplimiento. No por esto mi preocupación tiene sermenor que la del más fanático, pero ante mi objetivosoy frío, incrédulo, su enemigo acérrimo, sigo siendosu juez, porque soy su propietario.

El desinterés crece allí donde reina la obsesión, tan-to en las posesiones del diablo como en las del buenEspíritu; en el primero, vicio, locura, etc.; en el segun-do, resignación, humildad, etc.

¿Adonde se puede mirar sin descubrir alguna vícti-ma de la renuncia de sí? Frente a mi casa vive una jo-ven que desde hace cerca de diez años ofrece a su almasacrificios sangrientos. Era tiempo atrás una adorablecriatura, pero hoy la palidez mortal cubre su frente, ysu juventud se desangra y muere lentamente bajo susmejillas pálidas. ¡Pobre niña, cuántas veces las pasio-nes habrán palpitado en su corazón y el impulso de lajuventud habrá reclamado su derecho! Cuando poníasu cabeza en la almohada, ¡cómo se estremecía la na-turaleza despertándose en todos sus miembros, cómofluía la sangre en sus arterias! Ella sola sabe y sólo ella

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podría contar las ardientes fantasías que encendían ensus ojos la llama del deseo. Entonces, apareció el es-pectro del alma y de su santidad. ¡Espantada juntabalas manos, elevaba al cielo su torturada mirada, reza-ba! El tumulto de la naturaleza se apaciguaba y la cal-ma inmensa del mar ahogaba el océano de sus deseos.Poco a poco, la vida se extinguía en sus ojos, cerrabasus párpados pálidos, se hacía silencio en su corazón,sus manos juntas volvían a caer inertes sobre unos pe-chos sin resistencias; un último suspiro se escapaba desus labios, y el alma quedaba apaciguada. Pero se dor-mía para despertar al día siguiente con nuevas luchasy nuevas oraciones. Hoy, la costumbre de la renunciacongeló el ardor de sus deseos y las rosas de su pri-mavera palidecen frente al viento envenenador de laBienaventuranza. El alma está salvada, el cuerpo pue-de morir. ¡Cuánta razón tuvieron Lais y Ninon en des-preciar esa pálida virtud! ¡Unamujer libre y alegre, pormil solteronas encanecidas por la virtud!

«Axioma, principio, punto de apoyo moral», distin-tas formas bajo las que se expresa la idea fija. Arquí-medes pedía para levantar la tierra un punto de apoyofuera de ella. Es ese punto de apoyo el que los hom-bres han buscado sin cesar y que cada cual ha tomadodonde lo ha encontrado y como lo ha encontrado. Es-

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te punto de apoyo extraño es el mundo del espíritu, elmundo de las ideas, de los pensamientos, de los con-ceptos, de las esencias, etc., es el cielo. Sobre el cielose apoya uno para conmover la tierra, y desde el cie-lo se inclina para contemplar las agitaciones terrestresy despreciarlas. Asegurarse el cielo, asegurarse sólida-mente y para siempre el punto de apoyo celeste, ¡cuán-to ha penado por eso la dolorosa e incansable humani-dad!

El cristianismo se ha propuesto librarnos del deter-minismo de la naturaleza y de la fatalidad de los ape-titos. Su objeto era, pues, que el hombre no se dejaseya determinar por sus deseos y sus pasiones, lo queno implica que el hombre no deba tener deseos, pa-siones, etc., sino que no debe dejarse poseer por ellos,que no deben ser en su vida factores fijos, incoerciblese ineludibles. Pero lo que el cristianismo (la religión)hamaquinado contra los apetitos, ¿no estaríamos en elderecho de resolverlo contra el espíritu (pensamientos,representaciones, ideas, creencia, etcétera), por el cualpretende que seamos determinados? ¿No podríamosexigir que el espíritu, las representaciones, las ideas,no pudiesen ya determinarnos, cesaran de ser fijas yfuera de alcance, o, dicho de otro modo, «sagradas»?Eso tendría por efecto libertarnos del espíritu, desligar-

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nos del yugo de las representaciones y de las ideas. Elcristianismo decía; «Tenemos, si, apetitos, pero esosapetitos no deben poseernos». Nosotros le responde-mos: «Debemos, si, poseer un espíritu, pero el espíri-tu no debe poseernos». Si esta última frase no ofrecedesde luego un sentido satisfactorio, que se reflexionesobre el caso de aquel en quien, por ejemplo, un pen-samiento se convierte en «máxima», de tal modo, quese hace prisionero a sí mismo; no es ya él el que po-see la máxima, es más bien ella la que lo posee. Y él,en cambio, posee en esa máxima un «sólido punto deapoyo». Las lecciones del catecismo se convierten po-co a poco, sin que uno lo advierta, en axiomas que nopermiten ya la menor duda; sus pensamientos o su es-píritu vienen a ser omnipotentes, y ninguna protestade la carne prevalecerá ya contra ellos. No puedo, sinembargo, sino por la carne, sacudir la tiranía del espíri-tu, porque sólo cuando un hombre comprende tambiénsu carne, se comprende enteramente; y sólo cuando secomprende enteramente, es inteligente o razonable. Elcristiano no ve la miseria de su naturaleza esclavizada,la «humildad» es su vida; por eso no murmura contrala iniquidad cuando su persona es victima de ella: secree satisfecho con la «libertad espiritual». Pero si lacarne levanta la voz, y si su tono es como debe serlo,

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«apasionado», «inconveniente», «mal intencionado»,«malicioso», etcétera, el cristiano cree oír voces dia-bólicas, voces contra el espíritu (porque la decencia,la ausencia de pasión, las buenas intenciones, etc., sonespíritu); truena contra ellas, y con razón: no sería cris-tiano si las escuchara sin sublevarse. No obedeciendomás que a la moralidad, estigmatiza la inmoralidad; noobedeciendo más que a la legalidad, amordaza, ahogala voz de la anarquía; el espíritu de moralidad y de le-galidad, señor inflexible e inexorable, lo tiene cautivo.Eso es lo que llaman la «realeza del espíritu», y es almismo tiempo el punto de apoyo del espíritu.

¿Y a quién quieren libertar los señores liberales?¿Cuál es la libertad que llaman con todas sus fuerzas?La del espíritu, del espíritu de moralidad, de legalidad,de piedad, etc. Pero los antiliberales no tienen otro de-seo, y el único objeto de la disputa, es la ventaja quecada cual ambiciona, de llevar sólo la palabra. El espíri-tu permanece señor absoluto de los unos y de los otros,y sí ellos riñen, es únicamente por saber quién se sen-tará sobre el trono hereditario de «lugarteniente delSeñor». Lo mejor del caso es que se puede permanecertranquilo espectador de la lucha, con la certidumbrede que las bestias feroces de la Historia se destrozanentre sí exactamente como las de la Naturaleza; sus ca-

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dáveres, pudriéndose, abonarán el suelo para nuestrasmieses.

Volveremos en adelante sobre una multitud de otrasmanías: vocación, voracidad, amor, etc.

Si opongo la espontaneidad de la inspiración a la pa-sividad de la sugestión y lo que nos es propio a lo quenos es dado, no estaría bien responderme que, depen-diendo todo de todo, y formando el Universo un todosolidario, nada de lo que somos o de lo que tenemos es-tá, por consiguiente, aislado, sino que nos viene de lasinfluencias que nos rodean y, en resumen, nos es da-do. La objeción resultaría falsa, porque hay una grandiferencia entre los sentimientos y los pensamientosque me son sugeridos por lo ajeno y los sentimientosy los pensamientos que me son dados, porque Dios, In-mortalidad, Libertad, Humanidad, pertenecen a estosúltimos: se nos inculcan desde la infancia y hundensus raíces en nosotros más o menos profundamente.Pero, ya nos gobiernen sin que lo advirtamos, o crez-can y se hagan el punto de partida de sistemas o deobras de arte, no dejan de ser sentimientos dados yno sugeridos, porque creemos en ellos, y se nos impo-nen. Que exista un absoluto y que ese absoluto puedaser percibido, sentido y pensado, es un artículo de fepara los que consagran sus veladas a penetrarlo y de-

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finirlo. El sentimiento de lo absoluto es para ellos algodado, el texto sobre el cual toda su actividad se limitaa bordar las cosas más diversas. Igualmente, el senti-miento religioso era para Klopstock27 un dato que nohizo más que traducir en forma de obra de arte en suMestada.Si la religión no hubiera hecho más que esti-mularlo a sentir y a pensar, y si hubiera podido tomarél mismo posesión de ella, hubiese llegado a analizary finalmente a destruir el objeto de su entusiasmo re-ligioso. Pero, hecho hombre, no hizo más que adornarlos sentimientos de que se habían apoderado de su ce-rebro de niño y derrochó su talento y sus fuerzas envestir sus antiguas muñecas.

La diferencia existe, entonces, entre los sentimien-tos que nos son dados y aquellos que las circunstan-cias exteriores nos sugieren. Estos últimos son propios,son egoístas, porque no nos han sido inculcados e im-puestos en cuanto sentimientos; los primeros, por elcontrario, nos fueron dados, los cuidamos como unaherencia, los cultivamos y nos poseen. ¿Quién no se hadado cuenta, consciente o inconscientemente, de que

27 Poeta alemán del Siglo XVIII, se hizo famoso con DerMes-sias (al que alude Stirner), una obra épico-religiosa cuyos últimoscantos fueron publicados hacia 1773 (N.R).

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toda nuestra educación consiste en injertar en nuestrocerebro ciertos sentimientos en lugar de dejarnos a no-sotros mismos su elaboración, cualquiera que fuese suresultado? Cuando oímos el nombre de Dios, debemosexperimentar temor, cuando se pronuncia ante noso-tros el nombre de Su Majestad el Príncipe, debemossentirnos penetrados de respeto, de veneración y desumisión, si se nos habla demoralidad, debemos enten-der alguna cosa inviolable, si se nos habla del mal o delos malvados, no podemos evitar temblar, y así sucesi-vamente. Esos sentimientos son obligatorios y quien,por ejemplo, se divierta con el relato de las hazañasde malvados, debería ser azotado y castigado para di-rigirlo por el buen camino. Rellenos de sentimientosajenos, llegamos a la mayoría de edad y podemos seremancipados. Nuestro equipo consiste en sentimien-tos elevados, pensamientos sublimes, máximas edifi-cantes, principios eternos, etc. Los jóvenes son mayo-res cuando murmuran como los viejos; se les empujaa las escuelas para que en ellas aprendan los viejos es-tribillos, y cuando los saben de memoria llega la horade la emancipación.

No nos está permitido experimentar, con cada ob-jeto y con cada nombre que se presentan a nosotros,el primer sentimiento que sobrevenga; el nombre de

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Dios no debe despertar en nosotros imágenes risibleso sentimientos irrespetuosos; lo que debemos pensarde él y lo que debemos sentir está trazado y prescritode antemano.

Ese es el sentido de lo que se llama cura28 de almas;mi alma y mi espíritu deben estar moldeados segúnlo que conviene a los demás y no según lo que puedaconvenirme a mí mismo.

¡Cuánto esfuerzo le cuesta a uno adquirir un senti-miento propio y reírse en la cara del que espere de no-sotros una mirada santa y una actitud respetuosa antesus discursos!

Lo que nos es dado nos es ajeno, no nos pertenececomo propio y por eso es sagrado y nos resulta difícildespojarnos de la santa emoción que nos inspira.

Se escucha alabar mucho hoy a la seriedad, la grave-dad en los asuntos y los negocios de alta importancia,la «seriedad alemana», etc. Esta manera de tomar lascosas por lo serio muestra lo viejas y serias que se hanhecho ya la locura y la obsesión. Porque no hay na-da más serio que el loco cuando se pone a cabalgar ensu fantasía favorita; frente a su obsesión no se puedehacer ninguna broma (véanse, sino, los manicomios).

28 Gobierno (N.R.).

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3 La jerarquía

Las reflexiones históricas sobre nuestra herenciamongólica que intercalo ahora en forma de digresión,no tienen pretensión alguna de profundidad ni de so-lidez. Si las presento al lector, es simplemente porquecreo que pueden ayudar a aclarar el resto.

La historia de la humanidad, cuya formación perte-nece, propiamente hablando, a la raza caucásica, pare-ce haber recorrido hasta el presente dos períodos. Alprimero, durante el cual tuvimos que desarrollar y lue-go despojarnos de nuestra original naturaleza negra,sucedió el período mongol (chino). El período negrorepresenta la antigüedad, los siglos de dependencia delas cosas (se devoraban los pollos sagrados, vuelo delas aves, estornudo, trueno y relámpagos, murmullo delos árboles, etc.); el período mongol representa los si-glos de dependencia de los pensamientos, es el períodocristiano. Al futuro le están reservadas estas palabras:Yo soy poseedor del mundo de las cosas y del mundodel Espíritu.

A la fase negroide corresponden las campañas de Se-sostris y la importancia de Egipto y del norte de Africaen general. A la era mongoloide pertenecen las inva-

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siones de los Hunos y de los Mongoles, hasta llegar alos rusos.

El valor de mi yo no puede aumentar, mientras queel duro diamante del no-yo (sea este no-yo el Dios o elmundo) continúe a un precio tan exorbitante. El no-yoestá aún demasiado verde y demasiado duro para queyo pueda probarlo y absorberlo; de hecho, los hombres,no hacen más que arrastrarse — con una actividad ex-traordinaria —, sobre ese ser inmutable, es decir, sobreesa sustancia, como parásitos sobre un animal cuyosjugos sirven como alimento, y que por ello no lo des-truyen. Todo el trabajo de los chinos es una actividadde gusanos. Entre los chinos, en efecto, todo continúacomo antes; una revolución no suprime nada esencialo substancial, y no hace más que volverlos más afano-sos en torno de lo que queda en pie, lo que lleva elnombre de antigüedad, de abuelos, etc.

Por eso, en el período mongol que atravesamos, to-do cambio no ha sido nunca más que una reforma, unamejora, jamás una destrucción, un trastorno, una ani-quilación. La sustancia, el objeto, permanece. Todosnuestros trabajos no fueron más que actividad de hor-migas y saltos de pulgas, malabares sobre la cuerda ti-rante de lo objetivo y trabajos forzados bajo el bastónde capataz de lo inmutable o eterno. Los chinos son

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ciertamente el más positivo de los pueblos, y eso es asíporque están enterrados bajo los dogmas; pero la EraCristiana tampoco ha salido de lo positivo; es decir, dela libertad restringida, de la libertad hasta cierto límite.En los grados más elevados de la civilización, esa acti-vidad es llamada científica y se traduce por un trabajoque reposa sobre una suposición fija, una hipótesis in-conmovible.

La moralidad, bajo la primera y más incomprensi-ble de sus formas, se presenta como hábito. Procederconforme a los usos y costumbres del propio país, esser moral. Por eso es más fácil a los chinos actuar mo-ralmente y llegar a una pura y natural moralidad: notienenmás que atenerse a las viejas costumbres y odiartoda novedad como un crimen que merece la muerte.Porque la innovación es, en efecto, la enemiga mortaldel hábito, de la tradición y de la rutina. Está fuera deduda el que el hábito protege al hombre contra las in-tromisiones de las cosas, del mundo, y le crea un mun-do especial, el único en el que se siente como en sucasa, es decir, como en un cielo. ¿Qué es un cielo, enefecto, sino el hogar propio del hombre, donde nada ex-traño lo llama y lo domina, donde ninguna influenciaterrenal le enajena; en una palabra, donde, purificadode las manchas terrenales, pone fin a su lucha contra

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el mundo, donde no tiene ya que renunciar a nada? Elcielo es el fin de la renuncia, el disfrute libre. El hom-bre no tiene que renunciar a nada, porque allí nada leresulta extraño u hostil. El hábito es, entonces, una se-gunda naturaleza que desata y libra al hombre de su na-turaleza primitiva y lo protege de las casualidades deesa naturaleza. Las tradiciones de la civilización chinaprevieron todas las eventualidades. Todo está previsto.Suceda lo que quiera, el chino sabe siempre cómo de-be comportarse; no tiene nunca la necesidad de decidirfrente a las circunstancias. Jamás un acontecimientoinesperado le precipita del cielo de su reposo. El chinoque ha vivido en la moralidad y que se ha acostum-brado a ella perfectamente, no puede ser sorprendido,ni desconcertado; en todo momento guarda su sangrefría, es decir, la calma del corazón y del espíritu, por-que su corazón y su espíritu, gracias a la previsión delas viejas costumbres tradicionales, no pueden trastor-narse ni alterarse en ningún caso, lo imprevisto ya noexiste. Por el hábito, la humanidad asciende el primerescalón de la civilización o de la cultura y como as-cendiendo en la cultura se cree que alcanza, al mismotiempo, el cielo o reino de la cultura y de la segundanaturaleza, sube, en realidad por el hábito, el primerescalón de la ascensión celestial.

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Si los mongoles han afirmado la existencia de seresespirituales, y creado un cielo, un mundo de espíritus,los caucásicos, por otra parte, durantemillares de años,lucharon contra esos seres espirituales para penetrar-los y comprenderlos. Al hacerlo, no hacían otra cosaque edificar sobre el terreno mongol. No edificaban so-bre la arena, sino en el aire; lucharon contra la tradi-ción mongólica y tomaron su cielo, el «Thian». ¿Cuán-do terminarán de aniquilarlo definitivamente? ¿Cuán-do se convertirán por fin en auténticos caucásicos yse encontrarán a sí mismos? La inmortalidad del alma,que en los últimos tiempos parecía haberse consolida-domás, presentándose como inmortalidad del Espíritu,¿cuándo se invertirá en mortalidad del Espíritu?

Gracias a los industriosos esfuerzos de la raza mon-gol, los hombres habían construido un cielo, cuandolos caucásicos, en tanto que por tradición mongólicase cuidaban del cielo, se dedicaron a hacer lo contra-rio: la tarea de asaltar ese cielo de la moralidad y con-quistarlo. Derribar todo dogma para elevar sobre el te-rreno devastado uno nuevo y mejor, destruir las cos-tumbres para poner en su lugar costumbres nuevas ymejores, ésa es toda su obra. Pero ¿es esta obra lo quese propone ser y alcanza realmente su objeto? No: estapersecución de lo mejor sigue contaminada de mongo-

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lismo; no conquista el cielo más que para crear unonuevo, no derriba una antigua potencia más que paralegitimar una nueva, no hace, en suma, más que mejo-rar. Y sin embargo, el objetivo, por más que constante-mente se pierda de vista, es la destrucción verdaderay completa del cielo, de la tradición; es, en una pala-bra, el fin del hombre asegurado únicamente contra elmundo, el fin de su aislamiento, de su solitaria inte-rioridad. En el cielo de la civilización, el hombre tratade aislarse del mundo y quebrar su potencia hostil. Pe-ro este aislamiento celeste debe ser destruido a su vezy el verdadero fin de la conquista del cielo es la des-trucción, el aniquilamiento del cielo. El caucásico quemejora y que reforma, obra como mongol, porque nohace más que restablecer lo que era, es decir, un dog-ma, un absoluto, un cielo. El, que ha consagrado al cie-lo un odio implacable, edifica cada día nuevos cielos;elevando cielo sobre cielo, no hace más que aplastar-los uno debajo del otro; el cielo de los judíos destruyeel de los griegos, el de los cristianos destruye el de losjudíos, el de los protestantes el de los católicos, etc. Siesos titanes humanos, los caucásicos, llegan a liberarsu sangre de su herencia mongol, enterrarán al hom-bre espiritual bajo los restos de su gigantesco mundoespiritual, el hombre aislado bajo su mundo aislado y

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a todos los que construyen un cielo, bajo las ruinasde ese cielo. Y el cielo es el reino de los Espíritus, eldominio de la libertad espiritual.

El reino de los cielos, el reino de los Espíritus y de losfantasmas, ha encontrado el lugar que le convenía enla filosofía especulativa. Se ha convertido en el reinode los pensamientos, de los conceptos y de las ideas;el cielo está poblado de ideas y de pensamientos y esereino de los Espíritus es la realidad misma.

Querer liberar el Espíritu es puro mongolismo; lalibertad del Espíritu, del sentimiento, de la moral, sonlibertades mongoles.

Se considera la palabra moralidad como sinónimode actividad espontánea, de libre disposición de sí mis-mo. Sin embargo, no hay nada de eso; al contrario, siel caucásico ha dado pruebas de alguna actividad per-sonal, ha sido a pesar de la moralidad que tenía de suherencia mongólica. El cielo mongol o tradición mo-ral ha seguido siendo una inconquistable fortaleza, yel caucásico dio pruebas de moralidad sólo por los asal-tos repetidos que le ha dado; porque si ya no hubiesetenido ningún cuidado de la moralidad, si no hubieravisto en esta última su perpetuo e invencible enemigo,la relación entre él y la tradición, es decir, su morali-dad, habría desaparecido. El hecho de que sus impul-

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sos naturales sean todavía morales, es precisamente loque le queda de su herencia mongol; es una señal deque no se ha curado todavía, de que no ha tomado aúnconciencia de sí mismo. Los impulsos morales corres-ponden exactamente a la filosofía religiosa y ortodoxa,a la monarquía constitucional, al Estado cristiano, a lalibertad dentro de ciertos límites, o para emplear unaimagen, al héroe clavado en su lecho de dolor.

El hombre no habrá vencido realmente al chamanis-mo y al cortejo de fantasmas que arrastra detrás desí, sino cuando tenga la fuerza de rechazar, no sólo lasuperstición, sino la fe, no sólo la creencia en los espí-ritus, sino la creencia en el Espíritu.

El que cree en los espectros no se arrodilla más pro-fundamente ante la intervención de un mundo supe-rior que lo hace quien cree en el Espíritu, y ambos bus-can un mundo espiritual tras el mundo sensible. Enotros términos, engendran otro mundo y creen en él;ese otro mundo, creación de su espíritu, es un mundoespiritual; sus sentimientos no perciben ni conocen na-da de ese otro mundo inmaterial, sólo su espíritu viveen él. Cuando se cree, como el mongol, en la existenciade seres espirituales, se está muy cerca de concluir quela esencia propiamente humana es su Espíritu y que sedeben dedicar todos sus cuidados solamente al Espíri-

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tu, a la salvación del alma. Se afirma así la posibilidadde actuar sobre el Espíritu, lo que se llama influenciamoral.

Salta a la vista, entonces, que el mongolismo repre-senta la negación radical de los sentidos y el reinadode la negación de la sensualidad y de la contranatura-leza y que el pecado y la conciencia del pecado hansido durante miles de años una plaga mongólica.

Pero ¿quién reducirá el Espíritu a su nada? El, quemediante su Espíritu descubrió la Naturaleza comouna nada, limitada y perecedera, sólo él puede probarla nadeidad29 del Espíritu. Yo puedo, y entre ustedespueden hacerlo todos aquellos que, en tanto que «yo»ilimitado, dominan y crean, pueden hacerlo, en una pa-labra, el egoísta. (Hay un claro error de concordancia).

Ante lo que es sagrado, pierde uno todo sentimien-to de su poder; se siente uno impotente y se humilla.Nada, sin embargo, es por sí mismo sagrado; yo sóloconsagro; lo que canoniza es mi pensamiento, mi jui-cio, mis genuflexiones; en una palabra, mi conciencia.

Es sagrado lo que es inaccesible al egoísta, lo queestá sustraído a sus ataques, fuera de su poder, es de-cir, por encima de él; en una palabra, sagrado es todo

29 Stirner se refiere al carácter intrínsecamente negativo (va-

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asunto de conciencia. «Es para mí un asunto de con-ciencia», no significa nada más que «yo tengo eso porsagrado».

Para los niños pequeños, como para los animales,nada es sagrado, porque para elevarse a nociones deese género la inteligencia debe haberse desarrolladobastante como para ser capaz de distinciones tales co-mo «bueno, y malo, permitido y prohibido», etc.; sóloes en ese grado de reflexión o de comprensión, gradoal que corresponde precisamente el punto de vista dela religión, cuando el temor natural puede dar lugar ala veneración (ésta no natural, porque no tiene raícesmas que en el pensamiento), y al «terror sagrado». Espreciso para eso que uno tenga alguna cosa exteriora sí, mas poderosa, más grande, más autorizada, me-jor que uno mismo; en otros términos; es preciso queuno sienta cernirse sobre su cabeza un poder extraño,y que no sólo se experimente ese poder, sino que se lereconozca formalmente, se le acepte, se someta uno aél, se entregue uno a él atado de pies y manos (resigna-ción, humildad, sumisión, obediencia, etc.) Aquí desfi-lan como otros tantos fantasmas, toda la colección delas «virtudes cristianas».

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Lo que inspira respeto o veneración, merece ser lla-mado sagrado; ustedes mismos sienten un «santo te-rror» cuando hablan de ello. Y un estremecimientoanálogo les provoca lo contrario de lo sagrado (el ca-dalso, el crimen, etcétera), porque eso también encu-bre un «algo» inquietante, ajeno y extraño.

«¡Si no hubiese nada sagrado para el hombre, esta-ría abierta de par en par la puerta al capricho, a lo ar-bitrario y a una subjetividad ilimitada!» El temor es,ciertamente, un comienzo; puede uno bien hacerse te-mer del hombre mas grosero, y eso es ya un dique queoponer a su insolencia. Pero en el fondo de todo temorse cobija siempre la tentativa de liberarse del objetode este temor por sutileza, astucia, engaño, etcétera.Algo muy diferente ocurre con la veneración: venerar,no es solamente temer, es, además, honrar; el objetodel miedo se convierte en una potencia interior a laque yo no puedo sustraerme; lo que yo honro me to-ma, me liga, me posee; el respeto con el que pago mepone completamente en su poder y no me deja libe-rarme; me adhiero a ello con toda la energía de la fe,creo. El objeto de mi temor y yo, somos uno; «no soy

cío) del espíritu, en tanto se constituye como la negación de la ma-teria (N.R.).

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yo el que vivo, sino que lo que yo respeto vive en mí».Además, siendo el espíritu infinito, nada para él puedetener fin, queda forzosamente estacionario: teme lasdecadencias, las disoluciones, la vejez y la muerte, nosabe ya deshacerse de su niño Jesús; sus ojos, que eleterno deslumbra, se hacen incapaces de reconocer lagrandeza propia de las cosas que pasan. El objeto detemor, convertido en objeto de culto, es en adelanteinviolable. El respeto se hace eterno, el objeto del res-peto se hace dios. El hombre, desde entonces, no creaya, aprende (estudia, examina, etc.); es decir, que todasu actividad se concentra sobre un objeto inmutable,en el cual se hunde sin retorno sobre si mismo. Llega-rá a conocerlo, a profundizarlo, a demostrarlo; pero nopuede, y no intentará, analizarlo y destruirlo. Que «Elhombre debe ser religioso», es algo que no está en dis-cusión; toda la cuestión está en saber cómo se llegaráa ser religioso, cuál es el verdadero sentido de la reli-giosidad, etc. Muy distinto es si se pone de nuevo encuestión el axioma mismo y si se duda de él con riesgode tener, finalmente, que rechazarlo. La moralidad estambién una de esas concepciones sagradas; «se debeser moral»; ¿cómo sermoral? ¿cuál es la verdaderama-nera de serlo? Uno no se arriesga a preguntar si, porejemplo, la moralidad misma no sería una ilusión, un

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espejismo, ella queda, por encima de toda duda, inmu-table. Y así se suben todas las gradas del templo, desdeel «santo» hasta el «santo de los santos».

Los hombres se dividen en dos clases, los cultos y losincultos. Los primeros, en la medida en que eran dig-nos de su nombre, se ocupaban con los pensamientos,con el Espíritu, y como durante la era post-cristiana,que tuvo el pensamiento por principio, eran los amos,exigieron de todos la más respetuosa sumisión a lospensamientos reconocidos por ellos. Estado, Empera-dor, Iglesia, Dios, Moralidad, Orden, etc., son pensa-mientos o espíritus que únicamente existen para el Es-píritu. Un ser simplemente vivo, un animal, se preocu-pa por ellos tan poco como un niño. Pero los incultosno son en realidad más que niños y el que no piensamás que en satisfacer las necesidades de su vida, es in-diferente a todos los fantasmas; pero por otra parte, alcarecer de fuerza contra ellos, acaba por ser domina-do por pensamientos y caer bajo su poder. Ese es elsentido de la jerarquía.

¡La jerarquía es la dominación del pensamiento, eldominio del Espíritu!

Hemos sido jerárquicos hasta ahora, oprimidos porquienes se apoyan en pensamientos. Los pensamien-tos son lo sagrado.

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Pero a cada instante el culto choca con el inculto, y ala inversa, no sólo entre dos personas, sino en un soloymismo hombre. Porque ningún culto es tan culto queno encuentre algún placer en las cosas, portándose enese caso como un inculto, y ningún inculto carece to-talmente de pensamientos. Hegel pone en evidencia laardiente ansiedad por las cosas del en el hombre preci-samente más culto, y su rechazo de toda teoría hueca.De este modo la realidad, el mundo de las cosas, de-be corresponder completamente al pensamiento, y nopuede haber ningún concepto sin realidad. Eso es loque ha hecho llamar objetivo al sistema de Hegel, porencima de toda otra doctrina, porque el pensamientoy el objeto, lo ideal y lo real celebraban en él su unión.Este sistema no es sin embargo, más que el momentoculminante del pensamiento, su despotismomás extre-mo, su poder absoluto; es el triunfo del Espíritu y conÉl el triunfo de la filosofía. La filosofía no puede elevar-se más alto, pues su culminación es la omnipotenciadel Espíritu, su absolutismo.30

Los hombres espirituales se han metido algo en lacabeza que debe ser realizado. Tienen las nociones deAmor, de Bien, etc. que desearían ver realizadas. Quie-

30 Rousseau, los filántropos y otros acusaron a la cultura y a

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ren, en efecto, fundar sobre la tierra un reino, en elque nadie actuará más por interés egoísta, sino porAmor. El Amor debe dominar. Lo que se han puestoen la cabeza no tiene más que un nombre: es una ideaobsesiva. Su cerebro está hechizado, y el Hombre esel más inoportuno, el más obstinado de los fantasmasque eligió ahí su domicilio. Recuérdese el proverbio:«El camino del infierno está empedrado de buenas in-tenciones». La resolución de realizar completamenteen sí al Hombre es uno de esos excelentes empedra-dos del camino de la perdición y los firmes propósitosde ser bueno, noble, caritativo, etc., provienen de lamisma cantera.

En la sexta parte de sus Denwürdigkeiten BrunoBauer dice en la p. 7:31 «Esa clase burguesa que hatomado en la historia contemporánea tan temible im-

la inteligencia, pero olvidaron que esta se encuentra en todos loscristianos y no sólo en los cultos y refinados.

31 Bruno Bauer,Die Septembertage 1792 und die ersten Kämpfeder Parteien der Republik in Frankreich [Los días de septiembre de1792 y las primeras luchas de los partidos de la república en Fran-cia], en Denkwürdigkeiten zur Geschichte der neueren Zeit seit derfranzösische Revolution,nach den Quellen und Original-Memoirenbearbeiten und herausgeben von Bruno und Edgar Bauer [Recuer-dos de la historia reciente desde la Revolución Francesa, edición acargo de Bruno y Edgar Bauer], Charlottenburg, 1843-1844.

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portancia, no es capaz de ningún sacrificio, de ningúnentusiasmo por una idea, de ninguna elevación; no seapega más que a lo que interesa a su mediocridad; esdecir, no ve más lejos de sí misma; si es victoriosa, noes, en definitiva, más que gracias a su masa, cuya iner-cia ha cansado a los esfuerzos de la pasión, del entu-siasmo y de la lógica, y gracias a su superficie, que haabsorbido una parte de las ideas nuevas». Y en la p.6: «Ella ha acaparado para ella sola el beneficio de lasideas revolucionarias por las que otros, desinteresadoso apasionados, se habían sacrificado, y ha cambiado elespíritu en dinero. Pero, en verdad, antes de hacer su-yas esas ideas, ha empezado por cercenarles lo que erasu extrema, pero también su estricta consecuencia: elardor fanático de destrucción contra todo egoísmo».Esas gentes, pues, son incapaces de abnegación y deentusiasmo; no tienen ni ideal ni lógica, son, en el sen-tido vulgar de la palabra, egoístas que no piensan másque en sus intereses, prosaicos, calculadores, etc.

¿Quién, pues, «se sacrifica»? El que subordina todolo demás a un fin, a una decisión, a una pasión, etc.¿No se sacrifica el amante cuando abandona padre ymadre, desafía todos los peligros y soporta todas lasprivaciones para lograr su objeto? ¿Y qué otra cosa ha-ce el ambicioso, que sacrifica a su única pasión todo

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deseo, toda aspiración, toda alegría? ¿Y el avaro, quese priva de todo por amontonar un tesoro? ¿Y el bo-rracho? A todos los domina una pasión única, y a ellasacrifican todas las demás.

¿Pero esos sacrificios, les impiden ser interesados?¿No son egoístas? Si no tienen por señora más que auna sola pasión, no menos procuran satisfacerla y sa-tisfacerse, y aún ponen en ello más ardor; su pasión losabsorbe. Todos sus actos, todos sus esfuerzos de poseí-dos son egoístas, pero de un egoísmo amplio, unilate-ral y limitado.

«Esas no son, me dicen, más que pasiones mezqui-nas, miserables, por las que el hombre no debe dejarseencadenar. ¡El hombre debe consagrarse a una grancausa, a una gran idea!» Una buena «idea elevada»,una «buena causa», es, por ejemplo, la gloria de Dios,por la que innumerables víctimas han buscado y ha-llado la muerte; es el cristianismo, que ha encontradomártires dispuestos al suplicio; es esa Iglesia, fuera dela cual no hay salvación, tan ávida de heréticos; son lalibertad y la igualdad, de las que fueron sirvientes lassangrientas guillotinas.

El que vive para una gran idea, para una buena cau-sa, para una doctrina, un sistema, una misión sublime,no debe dejarse rozar por ninguna codicia terrestre, de-

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be despojarse de todo interés egoísta. Esto nos elevaa la noción del sacerdocio, al que también se podría,teniendo en cuenta su papel pedagógico, calificar dedominismo, porque un ideal no es más que un dominis-mo o docentismo. La vocación del sacerdote lo llamaa vivir exclusivamente para la idea, a no obrar sino enatención a la idea, a la buena causa; así el pueblo sien-te cuan mal cae en las gentes del clero descubrir unorgullo mundano, no ser insensibles a la buena mesa,entregarse a placeres como el baile y el juego; en unapalabra, interesarse en lo que no es un interés «sagra-do».

Tal vez podría explicarse así el escaso sueldo de losprofesores: deben sentirse ampliamente recompensa-dos por la santidad de sumisión, y mirar con despreciolos deleites.

No nos faltan catálogos de esas ideas sagradas, una ovarias de las cuales debe mirar el hombre como su mi-sión. Familia, patria, ciencia, etcétera, pueden encon-trar en mí un servidor fiel para cumplir sus deberes.

Chocamos aquí con el antiguo error del mundo, queno ha aprendido aún a pasarse sin sacerdocio; vivir yobrar para una idea, es siempre, aun para el hombre,una vocación; y por la fidelidad con la que se consagraa ella, se mide su valor humano.

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Siendo tal la dominación de las ideas o del sacer-docio, Robespierre, por ejemplo, Saint-Just, etcétera,eran, ciertamente, sacerdotes; eran inspirados, entu-siastas, los instrumentos consecuentes de una idea,campeones del ideal. Saint-Just exclama en uno de susdiscursos: «Hay algo terrible en el amor sagrado de lapatria; es de tal modo exclusivo, que todo lo inmolasin piedad, sin respeto humano, al interés público; pre-cipita a Manlio, arrastra a Régulo a Cartago y hace aMarat víctima de su abnegación».32

Contra estos representantes de intereses ideales osagrados, se levanta la innumerable multitud de los in-tereses profanos, «personales». Ninguna idea, ningu-na causa santa es tan grande que deba jamás ser venci-da o modificada por esos intereses personales. Si ocu-rre que éstos se hunden momentáneamente en las ho-ras de fanatismo, el «buen sentido popular» los vuel-ve pronto a la superficie. La victoria de los ideas no escompleta más que cuando cesan de estar en contradic-ción con los intereses personales, es decir, cuando dansatisfacción al egoísmo.

El vendedor de arenques que pregona en este mo-mento su mercancía bajo mi ventana, tiene un interés

32 Discurso contra Dantón, pronunciado el 31 de marzo de

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personal en venderla bien, y aunque su mujer haga vo-tos por la prosperidad de su pequeño comercio, su in-terés no deja de ser completamente personal. Pero síun ladrón le roba la canasta, inmediatamente va a des-pertarse el interés de varios, del gran número, de todala ciudad, de todo el país, en suma, de todos los queaborrecen el robo; la persona de nuestro vendedor pa-sa a segundo término y se borra ante la categoría de«robado». Todavía aquí, todo se reduce en definitivaa un interés personal; si todos los que compadecen elinfortunio del robado creen que deben aplaudir el cas-tigo del ladrón, es porque si el robo quedara impune,podría generalizarse y todos podrían a su vez ser lasvíctimas. Muchos, sin embargo, no tienen concienciade tal cálculo, y con frecuencia se oye decir que el la-drón es un «criminal». Tenemos ante nosotros un fa-llo ejecutorio que califica el robo y lo coloca en la clasede los «crímenes». El problema que se presenta ahoraes este: En el supuesto de que un crimen no causarael menor perjuicio ni a mí, ni a cualquiera que me in-terese, debería, sin embargo, desplegar todo mi celo encombatirlo. ¿Por qué? Porque la moralidad me inspira,porque estoy lleno de la idea de moralidad y debo opo-

1794 (N.R.).

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nerme a todo lo que la hiere. Porque el robo le parecea prioriabominable, Proudhon cree deshonrar la pro-piedad diciendo que «la propiedad es el robo». A losojos de los sacerdotes, el robo es siempre un crimen, ocuando menos un delito.

Aquí acaba el interés personal. Esa persona deter-minada que ha robado la canasta del vendedor me esa mí, personalmente, por completo indiferente; lo queme interesa es únicamente el ladrón, la especie de queesa persona es un ejemplar. Ladrón y Hombre son enmi espíritu dos términos inconciliables, porque uno noes verdaderamenteHombre cuando es ladrón; robandoenvilece en sí al hombre o a «la humanidad». Salimosdel interés personal para caer en la filantropía. Esta esgeneralmente tan mal comprendida que se cree ver enella un amor por los hombres, por cada individuo enparticular, cuando no es más que el amor del Hombre,del concepto abstracto e irreal, del fantasma. No es tousanthropos (los hombres) sino ton anthropon (el hom-bre), a quien el filántropo lleva en su corazón. Cierta-mente compadece el infortunio del individuo, pero noes sino porque querría ver por todas partes realizadosu ideal.

No le hablen de solicitud por mi, por ti, por noso-tros; eso entra en el capítulo del «amor mundano». La

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filantropía es un amor celeste, espiritual, clerical. Loque necesita es hacer florecer en nosotros al Hombre,aun cuando nosotros, pobres diablos, tuviéramos quereventar. Es el mismo espíritu clerical que ha dictadoel célebre «Fíat iustítia, pereat mundus».33

Hombre, Justicia, son ideas, fantasmas, a cuyo amortodo debe ser sacrificado; por lo demás, el hombre esel sacerdote de todos los sacrificios.

El que medita en el Hombre pierde de vista a las per-sonas a medida que se extiende su meditación; nadaen pleno interés sagrado, ideal. El Hombre no es unapersona, sino un ideal, un fantasma.

Se pueden prestar al hombre los atributos más di-versos; sí parece que el primero, el más esencial de susatributos es la piedad, el sacerdocio religioso se eleva;sí parece que la moralidad le es ante lodo necesaria, elsacerdocio moral alza la cabeza. Los espíritus jerárqui-cos de nuestros días querrían hacer de todo una «reli-gión»; tenemos ya una «religión de la libertad», unareligión de la igualdad», etc., y ellos están en vías dehacer una «causa sagrada» de todas las ideas; oiremosun día hablar de una religión de la burguesía, de la po-

33 Permanezca la justicia aunque desaparezca el mundo(N.R.).

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lítica, de la publicidad, de la libertad de la prensa, deltribunal superior, etc.

Dicho esto, ¿qué es, pues, el «desinterés»? Ser de-sinteresado es no tener más que un interés ideal, anteel cual se borra toda consideración hacia las personasde carne y hueso.

El orgullo del hombre práctico se subleva contra es-ta manera de ver. Pero desde hace miles de años se hatrabajado tan bien en domarlo, que hoy debe encorvarsu cabeza rebelde y «adorar la potencia superior»; elsacerdote ha vencido. Cuando el egoísta mundano ha-bía llegado a sacudir el yugo de un poder superior, co-mo, por ejemplo, la ley del Antiguo Testamento, el Pa-pa romano, etcétera, se elevaba inmediatamente, porencima del otro, uno diez veces superior; la fe toma-ba el puesto de la ley, la elevación de todos los laicosal sacerdocio reemplazaba al clero cerrado, etc. Es lahistoria del poseído, a quien media docena de diabloshostigaban cuando creía haber expulsado a uno.

El pasaje de Bruno Bauer, que citábamos antes, nie-ga a la clase burguesa todo idealismo, etc. Es induda-ble que ella ha falsificado las consecuencias ideales queRobespierre hubiera sacado de su principio. El instintode su interés la ha advertido de que esas consecuenciaschocaban con sus miras y que sería un juego de bobos

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querer plegarse a las deducciones de la teoría. ¿Acasodebía llevar el desinterés hasta abjurar de todo lo quehabía sido su objeto para conducir al triunfo una rígi-da teoría? De maravilla hacen su negocio los sacerdo-tes cuando las gentes prestan oído a sus exhortaciones:«Abandona todo y sígueme» o «Vende lo que poseesy da el dinero a los pobres, eso te valdrá un tesoro enel cielo; ven y sígueme». Algunos raros idealistas es-cuchan ese llamamiento; pero la mayor parte hacenlo que Ananías y Safira, se conducen a medias, segúnel espíritu o la religión, a medias según el mundo, yreparten sus ofrendas entre Dios y Mammón.

No censuro a la burguesía el no haberse dejado des-viar de su objetivo por Robespierre y el haber toma-do consejo de su egoísmo para saber hasta qué puntodebía asimilarse las ideas revolucionarias. Pero a losque se podría censurar (si en algún caso puede tratar-se aquí de censurar a alguno o alguna cosa) es a losque se dejan imponer como intereses suyos los intere-ses de la clase burguesa. ¿No acabarán un día por com-prender de qué lado está su ventaja? «Para conquistarpara su causa a los productores (proletarios), dice Au-

34 August Becker, Die Volksphilosophie unserer Tage [La filo-sofía popular de nuestros días], Neumünster, 1843, p. 22.

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gusto Becker34, no basta una negación de las nocionestradicionales del derecho. Las gentes se inquietan, des-graciadamente, poco por la victoria teórica de una idea.Lo que hace falta es demostrarles ad oculos el beneficiopráctico que se puede sacar de esta victoria»; y añadeen la p. 32: «Debéis apresar a las gentes por sus intere-ses reales, si queréis tener acción sobre ellas». Inmedia-tamente después muestra el relajamiento moral que seextiende entre los campesinos, puesto que prefieren se-guir antes sus propios intereses que los mandatos dela moralidad.

Los padres de la iglesia revolucionaria, sus pedago-gos, cortaban el cuello a los hombres para servir alHombre; los laicos, los profanos de la Revolución, notenían, en verdad, demasiado horror por esa operación,pero se cuidaban menos de los derechos del hombre yde la humanidad que de sus propios derechos.

¿Cómo sucede, pues, que el egoísmo de los que con-fiesan y consultan en todo tiempo su interés personal,sucumbe fatalmente ante un interés sacerdotal o pe-dagógico? Su persona les parece a ellos mismos dema-siado débil, demasiado insignificante (lo es, en efecto),para osar pretenderlo todo y poder realizarse entera-mente. Lo que prueba que es ciertamente así, es quese dividen ellos mismos en dos personas, una eterna

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y otra temporal, y no favorecen jamás sino a una conexclusión de la otra: el domingo a la eterna, el resto dela semana a la temporal; a la primera en la oración, ala segunda en el trabajo. Llevan al sacerdote en ellos, ypor esto jamás se hallan en paz; se oyen interiormentepredicar cada domingo.

¡Cuánto han trabajado y meditado los hombres pa-ra llegar a conciliar este dualismo de su esencia! Hanamontonado idea sobre idea, principio sobre principio,sistema sobre sistema, y, a la larga, nada ha llegado aresolver la contradicción que encierra el hombre «tem-poral», «el egoísta». ¿No prueba eso que todas esasideas eran impotentes para abrazar mi voluntad en-tera y satisfacerla? Eran y han permanecido para míenemigas, aunque esta enemistad se haya disimuladolargo tiempo. ¿Sucederá lo mismo con la individuali-dad? ¿No es, ella también, más que un ensayo de con-ciliación? A cualquier principio que me haya dirigido,al de la razón, por ejemplo, me he visto siempre, final-mente, obligado a rechazarlo. ¿O puedo de veras serperpetuamente razonable y arreglármelas en todas lascosasmi vida por la razón? Puedo esforzarme en ser ra-zonable, puedo amar la razón como puedo amara Dioso a cualquiera otra idea. Puedo ser filósofo, ser el aman-te de la sabiduría, como soy el adorador de Dios. Pero

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el objeto de mi amor y de mis aspiraciones no existemás que en mi espíritu, en mi imaginación, en mí pen-samiento; está en mi corazón, en mi cerebro; está enmi, como mi corazón esta en mi; pero no es yo, y yono soy él.

Lo que se entiende bajo el nombre de influencia mo-ral es muy especialmente de la pertenencia de los es-píritus sacerdotales.

La influenciamoral comienza donde comienza la hu-millación; no es más que esta humillación misma, bajola cual el orgullo, forzado a doblarse o romperse, dejael puesto a la sumisión. Cuando yo grito a alguno quese aleje de una roca que va a volar, no ejerzo por esaadvertencia ninguna influencia moral. Sí digo al niño:«tendrás hambre si no quieres comer de lo que esta enla mesa», no hay ahí tampoco nada que se parezca a la«influenciamoral». Pero si le digo: «Hay que orar, hon-rar padre y madre, respetar el crucifijo, decir la verdad,etc., porque eso es humano, porque tal es el deber delhombre, o mejor todavía, la voluntad de Dios», habréejercido sobre él una acción moral. Gracias a esta pe-dagogía moral, el hombre se penetra de la misión delhombre, se hace humilde y obediente y somete su vo-luntad a una voluntad extraña que le es impuesta comola regla y la ley; debe inclinarse ante una superioridad:

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humillación voluntaria. «El que se humilla será ensal-zado». Sí, sí, es bueno exhortar a los niños a la piedad,a la devoción, a la honradez. El hombre bien educadoes aquel a quien los buenos principios le han sido en-señados, inculcados, apuntados y embutidos a fuerzade golpes o sermones.

Si eso les parece tonto, los buenos gritarán retor-ciéndose lasmanos de desesperación: «¡Pero, por amorde Dios, sí no damos buenos principios a nuestros hi-jos, se arrojarán directamente al abismo del pecado yse harán unos pillastres!» ¡Más despacio, profetas dedesgracias! «Malos» en el sentido que ustedes le dan,ciertamente que lo llegarán a ser; pero ese sentido es,precisamente, un sentido pésimo. Los descarados nose dejarán ya imponer por sus charlatanerías y lamen-taciones, ni simpatizarán ya con todos los absurdosque les hacen delirar y chochear desde tiempo inme-morial: abolirán el derecho de sucesión, rehusando lastonterías que les han legado sus padres, y extirparanel pecado original. Si les dicen: «¡Inclínate ante el SerSupremo!», responderán: «¡Si quiere doblegamos, quevenga él mismo y lo haga, porque nosotros no nos in-clinamos por nuestro gusto!» Y si los amenazan consu cólera y sus castigos, será como si los amenazarancon el cuco. Cuando no consigan ya inculcarles el mie-

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do a los aparecidos, el reinado de los aparecidos tocaráa su fin, y los cuentos de nodrizas no encontraran yacrédito.

Pero, ¿no son una vez más los liberales los que insis-ten sobre la buena educación y sobre la necesidad demejorar la instrucción pública? ¿Cómo, por otra parte,su liberalismo, su «libertad en los límites de la ley»,podría realizarse sin el socorro de la disciplina? Si laeducación, tal cual ellos la entienden, no reposa preci-samente sobre el temor de Dios, apela, en cambio, másenérgicamente al respeto humano, es decir, al temordel Hombre, y encargan a la disciplina inspirar «el en-tusiasmo por la verdadera misión humana».

Durante largo tiempo se contentaron con la ilusiónde poseer la verdad, sin que llegase a la mente de na-die preguntarse seriamente si no sería, quizá, necesa-rio, antes de poseer la verdad, ser uno mismo verdade-ro. Ese tiempo fue la Edad Media. Se figuraron podercomprender lo abstracto, lo inmaterial, por medio dela conciencia común; de esa conciencia que no tieneimperio más que sobre los objetos, es decir, sobre losensible y lo material. Del mismo modo en que hayque ejercitar mucho la vista para tomar la perspectivade los objetos lejanos, y que es preciso que la manohaga penosos esfuerzos antes de que los dedos hayan

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adquirido la destreza necesarios para dar en las teclassegún las reglas del arte, así se han sometido a las mor-tificaciones más variadas, a fin de hacerse capaces deabrazar enteramente lo suprasensible. Pero lo que semortificaba no era nadamás que el hombrematerial, laconciencia común, la inteligencia restringida a la per-cepción de las relaciones sensibles. Y como esa inte-ligencia, ese pensamiento del que Lutero hizo menos-precio bajo el nombre de razón, es inepto para conce-bir lo divino, el régimen de mortificaciones a que sele sometió no contribuyó en nada al descubrimientode la verdad: tanto les hubiera valido hacerles ejerci-tar sus pies en el baile durante años con la esperanzade que aprendieran a tocar la flauta. Lutero, con quienacaba lo que se llama la Edad Media, fue el primero encomprender que si el hombre quiere abrazar la verdad,debe empezar por hacerse distinto del que es, y por lle-gar a ser tan verdadero como la verdad. El que poseeya la verdad entre sus creencias, puede tener parte enella; es decir, que no es accesible más que al creyente,y sólo el creyente puede explorar sus profundidades.Solamente el órgano del hombre capaz de producir elaliento puede conseguir también tocar la flauta, y na-die más que el hombre, poseedor del verdadero órganode la verdad, pueda participar de la verdad. Aquel cuyo

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pensamiento no alcanza más que lo sensible, lo positi-vo, lo concreto, no aprehenderá tampoco de la verdadmás que su apariencia concreta; pues bien: la verdad esespíritu, fundamentalmente inmaterial, y es, por con-siguiente, del imperio de la «conciencia superior», yno de la que «no esta abierta más que a las cosas de latierra».

Lutero saca a la luz ese principio de que, siendo laverdad pensamiento, no existe más que para el hombreque piensa. Y eso equivale a decir que el hombre debesimplemente colocarse, en lo sucesivo, en un punto devista diferente, en el punto de vista celeste, creyente,científico, en el punto de vista del pensar frente a suobjeto, el pensamiento, o del espíritu frente al espíritu.El igual sólo reconoce al igual. «Tú eres el igual delespíritu, al que comprendes».35

Habiendo el protestantismo abatido la jerarquía dela Edad Media, pudo arraigarse la opinión de que todajerarquía, la jerarquía en general, había sido destruidapor él; y no se pudo advertir que había sido justamenteuna «Reforma», es decir, la renovación de la jerarquíaenvejecida. Esta jerarquía de la Edad Media era enfer-miza y débil, porque se había visto obligada a tolerar

35 Goethe, Fausto (N.R.).

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en torno de ella toda la barbarie de los profanos; fueprecisa la Reforma para templar las fuerzas de la je-rarquía y darle todo su inflexible rigor. «La Reforma—dice Bruno Bauer— fue, ante todo, el divorcio teóri-co entre el principio religioso y el arte, el Estado y laciencia, es decir, su liberación de las potencias a las quehabía estado íntimamente ligado durante los primerostiempos de la Iglesia y la jerarquía de la Edad Media;y las instituciones teológicas y religiosas nacidas dela Reforma, no son más que las consecuencias lógicasde esa separación entre el principio religioso y las de-más potencias de la Humanidad».36 Lo contrario meparece más exacto: pienso que nunca la dominacióndel espíritu o, lo que viene a ser lo mismo, la libertaddel espíritu, ha sido tan extensa y tan omnipotente co-mo desde la Reforma, puesto que, lejos de romper conel arte, el Estado y la ciencia, el principio religioso noha hecho más que penetrarlos, quitarles lo que les que-daba de secular, para llevarlos al «reino del espíritu»y volverlos religiosos.

36 Bruno Bauer, reseña de Theodor Kliefoth, Einleitung in dieDogmengeschichte [Introducción a la historia del Dogma], Parchimy Ludwigslust, 1839, en Anekdota, vol. II, Zürich y Winterthur,1843, p. 152.

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Se ha comparado, no sin razón, a Lutero con Des-cartes, y al «el que cree, es un dios» con el «pienso,luego soy» (cogito, ergo sum). El cielo del hombre esel pensar, el espíritu. Todo puede serle cercenado, sal-vo el pensamiento, salvo la fe. Se puede destruir unafe determinada, como la fe en Zeus, Astarté, Jehová,Alá, etc.; pero la fe misma es indestructible. Pensar esser libre. Aquello de lo que tengo necesidad, aquellode lo que tengo hambre, no lo espero ya de ningunagracia, ni de la Virgen María, ni de la intercesión delos Santos, ni de la Iglesia, que ata y desata, sino queme lo dispenso yo mismo. En suma, mi ser (el sum). Esuna vida en el cielo del pensamiento, del espíritu; es uncogitare. Yo mismo no soy nada más que espíritu: espí-ritu que piensa, dice Descartes; espíritu creyente, diceLutero. Yo no soy lo que es mi cuerpo; mi carne puedeser atormentada de codicias y de pasiones. Yo no soymí carne, pero soy espíritu, nada más que espíritu.

Este pensamiento atraviesa toda la historia de la Re-forma hasta nuestros días.

Sólo desde Descartes, la filosofía moderna se ha apli-cado seriamente a sacar todas sus conclusiones de laspremisas cristianas, haciendo del conocimiento cientí-fico el único conocimiento verdadero y válido. Por esoempieza por la duda absoluta, el dubitare, por la humi-

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llación del saber vulgar y la negación de todo lo que noestá legitimado por el espíritu, por el pensamiento. Ellano cuenta para nada con la Naturaleza, las opinionesde los hombres y el consentimiento general; no tienereposo, en tanto que no ha puesto en todo a la razón yen tanto que no puede decir: «Lo real es lo racional, ysólo lo racional es real». Ha llegado así al triunfo delespíritu o de la razón, y todo es espíritu, porque todo esrazonable: la Naturaleza entera, tanto como las opinio-nes de los hombres, hasta las mas absurdas, contienenrazón, «se debe hacer servir todo para su mejor fin»,es decir, para el triunfo de la razón.

El dubitare cartesiano implica el juicio de que sóloel cogitare, el pensar, el espíritu, es. ¡Es una rupturacompleta con el sentido «común», que concede unarealidad a los objetos, independientemente de sus re-laciones con la razón! Sólo el espíritu, el pensamiento,existen. Tal es el principio de la filosofía moderna, quees el principio cristiano en toda su pureza. Descartesseparaba claramente el cuerpo del espíritu; y «es el es-píritu el que se fabrica un cuerpo», dice Goethe.

Pero esta misma filosofía, filosofía completamentecristiana, no se aparta de lo razonable; así se vuelvecontra lo «puro subjetivo, contra los caprichos, las ca-sualidades, lo arbitrario, etc.; quiere que lo divino se

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haga visible en todo, que todo conocimiento sea un re-conocimiento de Dios y que el hombre contemple aDios por todas partes; pero no hay jamás Dios sin sudiablo.

No se da el título de filósofo al que, con los ojos bienabiertos a las cosas del mundo y la mirada clara y se-gura, expone sobre el mundo un juicio recto, si no veen el mundo más que exactamente el mundo, en losobjetos más que los solos objetos; en suma, si ve pro-saicamente todo como es. Sólo es un filósofo aquel queve, muestra y demuestra en el mundo el cielo, en lo te-rrestre lo supraterrestre y en lo humano lo divino:

«Lo que no ve la inteligencia de losinteligentes,

lo ve en su sencillez un alma de niño».37

Y es esta alma de niño, estos ojos para lo divino, loque hace, ante todo, al filósofo. Los demás sólo tienenun sentido «común»; él, que ve y sabe expresar lo di-vino, tiene una conciencia «científica». Por esa razónse ha excluido a Bacon del reino de los filósofos; y to-do lo que se llama filosofía inglesa no parece, por otra

37 Friederich von Schiller, Die Worte des Glaubens [Palabrasde la Fe], 1798 (N.R.).

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parte, haber pasado, en lo sucesivo, de lo que habíandescubierto aquellos «cerebros lucidos» que se llama-ban Bacón y Hume. Los ingleses no han sabido mag-nificar lo ingenuidad del alma de los niños y elevarseo la significación de filosofía; no han sabido hacer conalmas de niños, filósofos. Eso equivale a decir que sufilosofía fue incapaz de hacerse una filosofía teológica,una teología; y, sin embargo, sólo como teología puedealcanzar la filosofía el término de su evolución. Sobreel campo de batalla de la teología exhalará su últimosuspiro. Bacon no estudió las cuestiones teológicas.

El objeto del conocimiento es la vida. El pensamien-to alemán, más que cualquier otro, procura alcanzarlos comienzos y las fuentes de la vida, y no ve la vidamás que en el conocimiento mismo. El cojito ergo sum,de Descartes, significa: no se vive más que si se piensa.Vida pensadora significa «vida espiritual». El espíritusolo vive, su vida es la verdadera vida. Lo mismo encuanto a la Naturaleza: sus «leyes eternas», el espírituo la razón de la Naturaleza, son toda su verdadera vi-da. En el hombre como en la Naturaleza, sólo el pensa-miento vive, todo lo demás está muerto. La historia delespíritu conduce necesariamente a esta abstracción, ala vida de las generalidades abstractas o de lo no vi-

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viente. Dios, que es espíritu, sólo está vivo; nada vivemás que el fantasma.

¿Cómo se puede sostener que la filosofía moderna yla época moderna han llegado a la libertad, cuando nonos libran del yugo de la objetividad? ¿Acaso me ha-bré librado de un déspota, cuando en lugar de temerlopersonalmente me pongo a temer todo ataque a la ve-neración que imagino que le debo? Ahí, sin embargo,estamos actualmente. El pensamiento moderno no hahecho más que transformar los objetos existentes, eldéspota real, etc., en objetos imaginarios, es decir, enideas. ¿Y qué se hace del antiguo respeto frente a esasideas? ¿Desaparece? Al contrario, no hace más queredoblar de fervor. Se han burlado de Dios y del dia-blo bajo su forma grosera y vulgarmente real de otrostiempos, pero no ha sido mas que para tomar tantomás en serio su noción abstracta. «Libertado del malo,se ha guardado el mal».38 No hubo ningún escrúpuloen sublevarse contra el estado de cosas existente y de-rribar las leyes remantes cuando se tomó la resoluciónde no dejarse ya imponer por lo actual y lo palpable;pero, ¿quién se habría permitido pecar contra la ideadel Estado y no someterse a la idea de la Ley?

38 Parodia de las palabras de Mefistófeles a Fausto en la coci-

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Se permaneció «ciudadano», se permaneció hombre«legal», leal; se creyó uno tanto más legal cuanto seabolían más racionalistamente las viejas leyes, cojas,para rendir homenaje al «espíritu de la ley». En suma,los objetos no habían hecho más que transformarse,sin perder nada de su poder y su soberanía, y se per-maneció poseído; se vivió en la reflexión, hubo siem-pre un objeto en el cual se reflexionó, que se respetóy ante el cual se sintió uno lleno de admiración y detemor. No se había hecho más que transmutar las co-sas en imágenes o en representaciones de las cosas, enideas, en conceptos; y se les estuvo más íntima e in-disolublemente ligado. No es difícil, por ejemplo, sus-traerse a las órdenes de los padres, cerrar los oídos alos consejos de los tíos y de las tías, y a los ruegos delos hermanos y de las hermanas; pero, la obediencia asídespedida, se refugia en la conciencia; cuanto menosse pliega uno a las exigencias de los suyos, porque ra-cionalmente y en nombre de su propia razón las juzgairrazonables, tanto más escrupulosamente se adhiere,en desquite, a la piedad filial, al amor de la familia: nose perdonaría uno ya el ofender la idea que se ha for-mado del amor familiar y de los deberes que impone.

na de la bruja (N.R.).

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Liberados de nuestra dependencia para con la familiaexistente, caemos bajo la dependencia más estrecha dela idea de la familia; el espíritu de familia se apodera denosotros y nos domina. La familia compuesta de Hansy de Petra, etc., no hace más que trasponerse en no-sotros, interiorizarse, si se quiere; permanece siemprela «familia», pero se la aplica el antiguo precepto: «va-le más obedecer a Dios que a los hombres», preceptoque, en el caso presente, se traduce así: yo no puedo,en verdad, doblegarme a sus absurdas exigencias, peroustedes son mi «familia» y como tales quedan siendo,a pesar de todo el objeto de mi amor y de mi solicitud,porque la familia es una noción sagrada que el indivi-duo no puede ofender. Y esta familia, así hecha interiore inmaterial, convertida en pensamiento y representa-ción, pasa a ser cosa «Sacrosanta»; su despotismo secentuplica. Para que el despotismo de la familia fue-se verdaderamente roto, seria preciso que esa familiaideal se convirtiese, desde luego, en una nada. Las fra-ses cristianas: «¿Mujer, qué tengo yo que hacer conti-go?»39 «Yo he venido para sublevar al hijo contra supadre y a la hija contra su madre»40, y otras semejan-

39 Juan 2,4.40 Mateo 10, 35.

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tes, deben entenderse como una apelación a la familiaceleste, de la verdadera familia. El Estado no dice otracosa cuando exige que en todo conflicto entre la fami-lia y él se obedezcan sus órdenes, las del Estado.

Pasa con lo moralidad como con la familia. Muchosque no se dejan ya contener por la moral, tendríangran trabajo en desembarazarse del concepto «Mora-lidad». La moralidad es la idea de la moral, su fuerzaespiritual, su poder sobre las conciencias; la moral, porel contrario, es demasiado material para dominar al es-píritu y no puede encadenar a un hombre «espiritual»o a un sedicente «librepensador».

Por más que haga el protestante, la «Santa Escri-tura», la «palabra de Dios», le sigue siendo sagrada.Aquel para quien no es ya «sagrada», ha cesado deser un protestante. Debe, al mismo tiempo, tener porsagrado todo lo que es ordenado por ella, la autoridadinstituida por Dios, etc. Todo eso permanece para él in-tangible, «por encima de toda especie de duda», y, porconsiguiente (siendo la duda por excelencia lo propiodel hombre), por encima de si mismo.

El que no puede desatarse de ello, cree, porque creersignifica estar ligado. Por el hecho de que por el protes-tantismo la fe se ha hechomas interior, la servidumbreigualmente se ha hecho más interior; ha atraído uno a

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si, se ha apropiado de todo lo que había de santidad enlos objetos, ha impregnado sus pensamientos y sus ac-tos, se ha hecho asuntos de conciencia y se ha trazadodeberes sagrados. Así, todo aquello de que la concien-cia del protestante no puede liberarse le es sagrado, yel protestante es concienzudo; es el rasgo más salientede su carácter.

El protestantismo ha organizado propiamente en elhombre un verdadero servicio de «policía oculta». Elespía, el vigilante «conciencia», vigila cada movimien-to del espíritu y todo gesto; todo pensamiento es a susojos un «asunto de conciencia», es decir un asunto depolicía. Lo «instintos naturales» y la «conciencia» (ca-nalla interior y policía interior), es lo que forma al pro-testante. La «sabiduría de la Biblia» (en lugar de la ca-tólica «sabiduría de la Iglesia») pasó por sagrada, y esesentimiento, esa convicción de que la palabra bíblicaes santa, se llama conciencia. La santidad tiene así untrono en el corazón de cado uno. Si uno no se liberade la conciencia, de la idea de lo santo o de lo sagrado,puede, si, obrar contra la conciencia, pero no indepen-dientemente de la conciencia; será uno inmoral, perono moral.

El católico puede ir en paz desde el momento en queha cumplido los «mandamientos»; el protestante bus-

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ca la perfección. El católico no es más que un laico,en tanto que todo protestante es él mismo un sacerdo-te. Esta clerecía universal, esta ascensión de todos alsacerdocio, es el progreso, y también la maldición, rea-lizada por la Reforma sobre la Edad Media, esto es, larealización de lo espiritual.

¿Qué era la moral jesuítica sino lo continuación dela venta de las indulgencias, con esta única diferencia:que el que quedaba absuelto tenía en adelante ademásla facultad de inspeccionar la remisión de sus pecadosy podía asegurarse de que sus fallas le eran realmenteperdonadas, en atención a que, en tal o cual caso deter-minado (casuistas), su pecado no lo era? La venta delas indulgencias había autorizado todos los pecados ytodos los crímenes y reducido al silencio todos losmur-mullos de la conciencia. La sensualidad podía tener li-bre curso, o reserva de ser comprada a la Iglesia. Losjesuitas continuaron alentando la sensualidad y evita-ron así la depreciación del hombre según los sentidos,en tanto que los protestantes, austeros, sombríos, faná-ticos, arrepentidos, contritos y suplicantes, los protes-tantes, verdaderos continuadores del cristianismo, noconcedían valor más que al hombre según el espíritu,al sacerdote. Esta indulgencia del catolicismo, y espe-cialmente de los jesuitas, por el egoísmo, encontró en

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el mismo seno del protestantismo una involuntaria einconsciente adhesión, y nos salvó de la decadencia yde la ruina de la sensualidad. Sin embargo, la influen-cia del espíritu protestante no deja de extenderse; y elespíritu jesuítico que, cerca de ese espíritu «divino»,representa lo «diabólico» inseparable de toda divini-dad, no consigue en ninguna parte mantenerse solo;es el testigo forzado, en Francia especialmente, de lavictoria del filisteísmo protestante41 y de la alegría delespíritu triunfante.

Se alaba el protestantismo por haber devuelto im-portancia a lo temporal, como, por ejemplo, al matri-monio, al Estado, etc. Pero, en realidad, lo temporal encuanto temporal, lo profano, le es mucho más indife-rente aún que al catolicismo; no sólo el católico dejasubsistir al mundo profano, sino que no se priva degustar los goces mundanos, en tanto que el protestan-te, cuando razona y es consecuente, trabaja en aniqui-lar lo temporal por el solo hecho de que lo santifica.Así, el matrimonio ha perdido su ingenuidad naturalhaciéndose sagrado, —no sagrado como lo hace el sa-cramento católico, que implica que es en sí mismo pro-fano y sólo recibe de la Iglesia su consagración— sino

41 Por el Calvinismo (N.R.).

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sagrado en el sentido protestante, sagrado por esencia,un lazo sagrado. Lo mismo sucede con el Estado: enotro tiempo el Papa consagraba al Estado y a sus prín-cipes, bendiciéndolos; hoy el Estado, la Majestad, sonpor si mismos sagrados, sin que previamente la manodel sacerdote haya tenido que extenderse sobre ellos.En suma, el orden de la Naturaleza, o derecho natural,ha sido santificado bajo el nombre de «orden divino».La Confesión de Augsburgo, artículo 11, dice, por ejem-plo: «Atengámonos simplemente a la sabia sentenciade los jurisconsultos; es de derecho natural que el hom-bre y la mujer vivan juntos. Pues lo que es un derechonatural es la orden de Dios transportada a la naturale-za, y es, por lo tanto, también un derecho divino». ¿Yqué es Feuerbach, sino un protestante ilustrado, cuan-do declara sagradas todas las relacionesmorales, no enverdad como conformes a la voluntad divina, sino enrazón del espíritu que habita en ellas? «El matrimonio—naturalmente, en cuanto unión libre en el amor— essagrado por sí mismo, por su naturaleza misma de con-trato. El matrimonio no es religioso más que cuandoes verdadero y responde a su esencia, que es el amor.Lo mismo ocurre con todas las relaciones del mundomoral; no son morales, no tienen valor bajo el puntode vista de la moralidad, sino cuando son por sí mis-

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mas religiosas. No hay verdadera amistad más que allídonde los límites de la amistad son religiosamente ob-servados con tantos escrúpulos como el creyente poneen defender la dignidad de su Dios. Sagrados son y de-ben sernos la amistad, la propiedad, el matrimonio, losbienes de cada hombre, pero sagrados en sí mismos ypor si mismos».42

Es ese un punto esencial sobre el cual quiero insistir.Según el catolicismo, lo mundano, lo secular, puede, sí,ser consagrado o santificado, pero no es santo sin esabendición sacerdotal; según el protestantismo, por elcontrario, lo temporal es santo por sí mismo, por elhecho de su sola existencia.

A esta consagración eclesiástica, fuente de toda san-tidad, está íntimamente ligada la máxima jesuítica, «elfin justifica los medios». Un medio no es en sí ni santo,ni no santo, pero aplicado a las necesidades de la Igle-sia, útil a la Iglesia, lo vemos santificado. El regicidio,por ejemplo, es uno de esos medios: cuando ha sidorealizado por el bien de la Iglesia, ha estado siempreseguro de obtener, a veces sin confesarse públicamen-te, su canonización. Para el protestante, la Majestad essagrada; para el católico no puede serlo, sino después

42 Ludwig Feuerbach, Das wesen des Christentums, p. 403.

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de haber recibido del Pontífice su consagración; y siel católico la tiene por sagrada, es porque le ha sidoimplícitamente conferida la santidad, de una vez portodas, por el Papa. Pero que el Papa llegue a retirar suconsagración, y el rey anatematizado no será ya parasus súbditos católicos más que un «hombre del siglo»,un «laico», un «profano».

Si el protestante se esfuerza en descubrir alguna san-tidad en todo lo que toca a los sentidos, a la materia, pa-ra no fijarse ya después más que en su lado sagrado, elcatólico relega lo «material a un dominio aparte dondeconserva, como todo el resto de la naturaleza, su valorpropio. La Iglesia católica juzgó el matrimonio incom-patible con el estado eclesiástico, y ha privado al clerode las alegrías de la familia; el matrimonio y la familia,aun bendecidos, siguen siendo mundanos. La Iglesiaprotestante, al contrario, teniendo el matrimonio y loslazos de la familia por sagrados, hace abstracción de loque tienen de mundano, y no ve nada en ellos que nopueda convenir a sus sacerdotes.

Un jesuita, en su calidad de buen católico, puede san-tificarlo todo. Le basta, por ejemplo, decirse: soy sacer-dote, y como tal, necesario a la Iglesia. ¡Pero la servirécon mayor celo si puedo saciar debidamente mis pa-siones! Voy, entonces, a seducir a esa joven, a hacer

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envenenar a mi enemigo, etc. Mi fin es santo, siendoel de un sacerdote; por consiguiente, santifica el medio.Yo no obro, en suma, más que por el bien de la Iglesia.¿Por qué había de temer el sacerdote católico dar alEmperador Enrique VII la hostia envenenada, por lasalvación de la Iglesia?

Los protestantes de verdad, según el ánimo de laIglesia, han prohibido todos los placeres inocentes,porque sólo lo sagrado, lo espiritual, podía ser inocen-te. Se ha visto obligado a condenar todo aquello en queno advertían al Espíritu Santo: baile, teatro, lujo (en laiglesia, por ejemplo), etc.

Esa es la obra del calvinismo puritano; mas, parale-lamente a él, el luteranismo evoluciona en un sentidomás religioso, porque es de un espiritualismo más ra-dical. El calvinismo pone en entredicho una multitudde cosas que considera a primera vista como sensualeso profanas; purifica a la Iglesia por exclusión. El lute-ranismo, al contrario, no rechaza nada y procura, encuanto es posible, reconocer en todo al espíritu, la ope-ración del Espíritu Santo: él sacrifica lo profano. «Unbeso puro y honesto no es cosa prohibida», el espíri-tu de honradez lo santifica. Así el luterano Hegel (élmismo declara en algún lugar que quiere permanecerluterano) ha venido a identificar completamente el or-

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den natural con el orden lógico. En todo está la razón,es decir, el Espíritu Santo; «lo real es racional», y loreal es, de hecho, todo, en atención a que en toda co-sa, por ejemplo, en cada mentira, se puede descubrirverdad: no hay mentira absoluta, mal absoluto, etc.

Los protestantes, casi solos, han producido las«grandes obras del espíritu», porque ellos solos son losverdaderos apóstoles del espíritu.

¡Qué limitado es el imperio del hombre! Debe de-jar al sol seguir su camino, al mar levantar las olas,a la montaña elevarse hacia el cielo. Se ve impotenteante lo indomable. ¿Puede defenderse de la sensaciónde impotencia frente a este mundo titánico? El mundoes la ley inquebrantable a la que el hombre tiene quesometerse, la ley que determina su destino.

¿Cuál fue el objetivo de los esfuerzos de la humani-dad precristiana? Defenderse de los golpes de la suertey escapar a sus designios. Los estoicos lo consiguie-ron mediante la apatía, considerando como indiferen-tes los ataques de la naturaleza, y no dejándose afec-tar por ellos. Horacio, con su célebre «nibil admiran»,proclama igualmente con indiferencia frente al otro,al mundo, que no debe ni influir sobre nosotros, nidespertar nuestro asombro. Y el «impavidum ferientruinae» del poeta expresa precisamente la misma in-

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diferencia que el tercer versículo del salmo 46,3: «Portanto, no temeremos, aunque la tierra sea removida. Yse traspasen los montes al corazón del mar». En todosestos casos, el aforismo sobre la vanidad del mundo,abre las puertas al desprecio cristiano del mundo.

La impasibilidad de espíritu del sabio, por la que elmundo antiguo prepara su ruina, recibió una sacudidainterior, que ni la ataraxia, ni el estoicismo pudieronproteger. El Espíritu, a salvo de la influencia del mun-do, insensible a sus golpes, elevado por encima de susataques, ese Espíritu que ya no se asombra de nada yal que el derrumbamiento del mundo no hubiera po-dido conmover, vino a desbordarse irresistiblemente,distendido por los gases (espíritus, gas, vapor) nacidosen su interior; y cuando los choques mecánicos veni-dos de fuera llegaron a ser impotentes contra él, lasreacciones químicas, excitadas en su interior, entraronen juego y empezaron a ejercer su maravillosa acción.

La historia antigua se cierra virtualmente el día enque Yo consigo hacer del mundo mi propiedad. Mi pa-dre me ha puesto todas las cosas en mis manos.43 Elmundo deja de aplastarme con su poder, ya no es inac-cesible, sagrado, divino, etc.; los dioses han muerto y

43 Mateo, 11,27 (N.R.).

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yo trato al mundo tan a mi gusto, que sólo de mí de-pendería hacer milagros, que son obras del espíritu: yopodría derribar montañas, ordenar a esa morera quese desarraigase y fuese a arrojarse al mar44, y todo loque es posible, es decir, pensable. Todas las cosas sonposibles al que cree.45 Yo soy el señor del mundo, lagloria está en Mí. El mundo se ha hecho prosaico, por-que lo divino desapareció de él: es mi propiedad y yola uso como me convenga, es decir, como convenga alEspíritu.

Con la ascensión del Yo a poseedor del mundo, elegoísmo consigue su primera victoria, y una victoriadecisiva; ha vencido al mundo y lo ha suprimido, con-fiscando en su beneficio la obra de una larga serie desiglos.

¡La primera propiedad, el primer trono, está con-quistado!

Pero el señor del mundo no es todavía señor de suspensamientos, de sus sentimientos y de su voluntad;no es el señor y propietario del Espíritu, porque el Es-píritu es todavía sagrado, es el Espíritu Santo. El cris-tianismo, que ha negado el mundo, no puede negar a

44 Lucas, 17, 6. (N.R.).45 Marcos, 9, 23.

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Dios. La lucha de la antigüedad era una lucha contrael mundo, el combate de la Edad Media fue un com-bate contra sí mismo, contra el Espíritu. El enemigode los antiguos había sido exterior; el de los cristianosfue interior, y el campo de batalla en el que llegarona las manos fue la intimidad de su pensamiento, de suconciencia.

Toda la sabiduría de los antiguos es la Cosmología,toda la sabiduría de los modernos es la Teología, laciencia de Dios.

Los paganos (incluidos los judíos), habían acabadocon el mundo: desde ahora se trata de acabar consigomismo, con el Espíritu, y de negar el Espíritu, es decir,de negar a Dios.

Durante cerca de dos mil años nos hemos esforza-do en conquistar al Espíritu Santo, y poco a poco he-mos desgarrado algunos jirones de la santidad y los he-mos pisoteado, pero el formidable adversario se levan-ta siempre de nuevo bajo otras formas u otros nombres.El Espíritu no dejó todavía de ser divino, santo, sagra-do. Hace mucho tiempo, en realidad, que no aletea porencima de nuestras cabezas como una paloma; hacemucho tiempo que no desciende sólo sobre los elegi-dos; se deja atrapar también por los laicos, etc.; peroen cuanto Espíritu de la humanidad, es decir, Espíri-

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tu del Hombre, permanece para cada uno de nosotroscomo un Espíritu ajeno, muy lejos de ser una propie-dad de la que podamos disponer según nuestro antojo.Mientras, no obstante, ocurrió un hecho que influyóvisiblemente el desarrollo de la historia postcristiana:el afán de convertir el Espíritu Santo en humano, apro-ximarlo a los hombres, o aproximar los hombres a él.Por ello ha sido concebido finalmente como el Espíri-tu de la Humanidad, y nos parece más fácil, más fami-liar y asequible bajo sus diversos nombres de idea dela Humanidad, Género Humano, Humanismo, filantro-pía, etc.

¿No se debería pensar que hoy cada uno puede po-seer el Espíritu Santo, interpretar la Idea de la Huma-nidad y realizar en sí el Género Humano?

No, el Espíritu no ha perdido ni su santidad, ni suinviolabilidad, no nos es accesible y no es nuestra pro-piedad, porque el Espíritu de la Humanidad no es miEspíritu. Puede ser mi ideal, y en cuanto yo lo pienso,lo puedo llamar mío; el pensamiento de la humanidades mi propiedad y lo pruebo bastante por el solo hechode que yo hago de él lo que quiero y le doy hoy una for-ma y mañana otra. Nos representamos el Espíritu bajolos aspectos más diversos, pero es, sin embargo, un fi-

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deicomiso que no puedo enajenar ni tampoco puedosuprimir.

A la larga y después de muchas transformaciones, elEspíritu Santo se ha convertido en la idea absoluta, lacual a su vez, dividiéndose y subdividiéndose, dio ori-gen a las diversas ideas de filantropía, de buen sentido,de virtud cívica, etc.

Pero ¿puedo llamar a la idea Mi propiedad cuandoes la idea de la humanidad y puedo considerar al Es-píritu como superado, cuando debo servirle y sacrifi-carme por él? La antigüedad, al declinar, no consiguióhacer del mundo su propiedad sino una vez destruidasu supremacía y su divinidad y al haber reconocido suvanidad y su impotencia.

Mi actitud frente al Espíritu es idéntica: si lo reduzcoa un fantasma y rebajo el poder que ejerce sobre míal rango de una ilusión, no parecerá ya ni santo, nisagrado, ni divino, y yo lo usaré a él en vez de que élme use, como me sirvo de la Naturaleza, a mi gusto ysin el menor escrúpulo.

La «naturaleza de las cosas», la noción de las relacio-nes, deben guiarme: la naturaleza de las cosas enseñacómo debo portarme con ellas; la noción de las rela-ciones, me enseña a obtener conclusiones. ¡Como si laidea de una cosa existiese por sí misma!

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¡Como si la relación que yo concibo no fuese única,por el hecho de que yo, que la pienso, soy único! ¿Quéimporta el nombre que le den los demás? Pero al igualque se separó la esencia del hombre del hombre real,y que se lo juzga de acuerdo a aquélla, así también seseparó al hombre real de sus actos, a los que se apli-ca como criterio la dignidad humana. Las ideas debendecidir sobre todo; son ideas las que gobiernan la vida,son ideas las que reinan. Este es el mundo religioso alque Hegel dio una expresión sistemática, cuando, po-niendo un método en el absurdo, apoyando sobre lasleyes de la lógica los cimientos profundos de todo suedificio dogmático. Las ideas nos imponen la ley, y elhombre real, es decir, Yo, estoy forzado a vivir segúnesas leyes de la lógica. ¿Puede haber una dominaciónpeor? ¿Y no reconoció desde el principio el cristianis-mo en que no se perseguía otro objetivo que hacer másrigurosa la dominación de la ley judaica? («No ha deperderse ni una letra de la ley».).

El liberalismo no hizo más que poner otras ideas so-bre la mesa: reemplazó lo divino con lo humano, laIglesia con el Estado y el fiel con el sabio; o, en gene-ral, los dogmas toscos y los aforismos anticuados porconceptos reales y leyes eternas.

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Hoy no reina nada en el mundo que no sea el Es-píritu. Una innumerable cantidad de ideas zumban entodos sentidos en las cabezas; y ¿qué hacen los quequieren avanzar? ¡Niegan esas ideas para poner otrasen su lugar! Ellos dicen: se forman una idea falsa delDerecho, del Estado, del Hombre, de la libertad, de laverdad, del honor, etc., la idea que hay que formarsedel Derecho, etc., es en realidad una que proponemosnosotros. Así va creciendo la confusión de las ideas.

La historia del mundo fue cruel para nosotros, y elEspíritu conquistó un poder enorme. Tienes que respe-tar mis miserables zapatos, que podrían proteger tuspies desnudos, debes respetar mi sal, gracias a la cualtus papas estarían menos insípidas, y mi magnífica ca-rroza, cuya posesión te pondría para siempre al abrigode la necesidad; no puedes alargar la mano hacia todoello. Todas esas cosas, y muchas otras más, te son aje-nas, y el hombre debe reconocerlas como tales; debetenerlas por intangibles e inaccesibles, honrarlas, res-petarlas, ¡desgraciado de él si estira lamano hacia ellas,a eso lo llamamos tener las uñas largas!

¿Qué nos queda? Bien poca cosa; ¡Si, se podría decirque nada! Todo se nos quita, y no podemos intentar na-da de lo que no nos fue dado; si vivimos, no es más quepor la clemencia del donante, que nos dio esa gracia.

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Ni siquiera nos permiten recoger un alfiler sin pedirpermiso antes, y si no somos autorizados para ello. ¿Yautorizados por quién? ¡Por el respeto! Sólo cuando élte haya otorgado la propiedad de ese alfiler, podremosbajarnos y tomarlo. Más todavía, no podremos tenerningún pensamiento, pronunciar ninguna sílaba, efec-tuar ningún acto que tengan en nosotros su sanción,en lugar de recibirla de la moralidad, de la razón o dela humanidad. ¡Feliz ingenuidad la del hombre ávido,con qué crueldad la gente intentó inmolarlo sobre elaltar de la fuerza!

Y alrededor del altar se levanta una iglesia, y esaiglesia se agranda, y sus murallas se apartan cada díamás. Lo que cubre la sombra de sus bóvedas es sagrado,inaccesible a tus deseos, librado de tus ataques. Conel estomago vacío, rondas al pie de esas murallas, bus-cando algunos restos de lo profano para apagar el ham-bre, y los círculos de tu carrera se ensanchan sin cesar.Pronto esa Iglesia cubrirá la Tierra entera, y serás re-chazado hasta los límites más lejanos; un paso más yel mundo de lo sagrado habrá vencido y te hundirásen el abismo. ¡Valor, entonces, paria, porque todavíaqueda tiempo! ¡Deja de vagar, gritando de hambre, através de los campos segados de lo profano, arriésga-lo todo y arrójate forzando las puertas en el corazón

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mismo del santuario! ¡Si destruyes lo sagrado, lo ha-brás convertido en Tu propiedad! ¡Digiere la hostia, yqueda libre!

III. Los libres

Como hemos consagrado dos capítulos distintos alos antiguos y a los modernos, se podría creer adecua-do que dediquemos especialmente uno a los libres, co-mo representantes de un tercer momento de la evolu-ción del pensamiento humano. Pero no hay nada deeso. Los libres no son más que modernos, los más mo-dernos entre los modernos; si les hacemos el honor deun estudio aparte es únicamente porque son el presen-te y el presente merece, ante todo, dedicarle nuestraatención. Yo utilizo el nombre de libres como un sinó-nimo de liberales, pero debo dejar para más tarde elexamen de la idea de libertad, como de varias otrascuya alusión no podré evitar en el presente.

El liberalismo político

En el siglo XVIII, cuando se había vaciado hasta lasheces la copa del poder absoluto, se notó que la be-bida que ofrecía a los hombres era desagradable y se

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sintió la necesidad de beber otra distinta. Siendo Hom-bres nuestros padres, quisieron ser condenados comohombres.

A cualquiera que vea en nosotros otra cosa, lo mira-mos como extraño a la humanidad, inhumano, y así lotratamos. Por el contrario, quien reconoce en nosotrosa hombres y nos protege contra el peligro de ser tra-tados de otro modo que como hombres, lo honramoscomo nuestro protector y nuestro patrón.

Nos unimos, entonces, y nos sostenemos mutua-mente; nuestra asociación nos asegura la protecciónque necesitamos, y nosotros, los asociados, formamosuna comunidad cuyos miembros reconocen su calidadde hombres. El producto de nuestra asociación es el«Estado»; nosotros, sus miembros, formamos la «Na-ción».

Reunidos en la nación o el Estado, no somosmás quehombres. Aunque fuera de él, en cuanto individuos, ha-gamos nuestros propios negocios y persigamos nues-tros intereses personales, esto importa poco al Esta-do; eso concierne exclusivamente a nuestra vida pri-vada; únicamente es verdaderamente humana nuestravida pública o social. Lo que hay en nosotros de inhu-mano, de egoísta, ha de limitarse al círculo inferior delos asuntos privados, y Nosotros distinguimos cuida-

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dosamente el Estado de la sociedad civil, dominio delegoísmo.

El verdadero Hombre es la nación; el individuo essiempre un egoísta. Por eso se despojan, entonces, deesa individualidad que los aísla, de ese individualismoque no respira más que desigualdad egoísta y hostil yse consagran completamente al verdadero Hombre, ala Nación, al Estado. Entonces solamente adquieren suverdadero valor de hombres y disfrutan de las cualida-des propias del Hombre. El Estado, que es el verdade-ro Hombre, les dejará un lugar en la mesa común yles conferirá los derechos del Hombre: ¡el Hombre lesdará sus derechos!

Este el discurso de la burguesía.Este civismo consiste en la idea según la cual el Es-

tado es todo, de que él es el Hombre por excelencia,y que el valor del individuo como hombre se derivade su cualidad de ciudadano. Bajo este punto de vista,el mérito supremo es ser buen ciudadano; no hay na-da superior, a no ser, cuando mucho, el viejo ideal debuen cristiano.

La burguesía se desarrolló en el curso de la luchacontra las castas privilegiadas que la trataban sin con-sideración como tercer estado, y la confundían con lacanalla. Hasta entonces había prevalecido en el Esta-

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do el principio de la desigualdad de las personas. Elhijo de un noble estaba llamado por derecho a ocuparcargos a los que aspiraban inútilmente los burguesesmás instruidos, etc. El sentimiento de la burguesía selevantó contra esta situación: ¡basta de prerrogativaspersonales, basta de privilegios, basta de jerarquía declases! ¡Que todos sean iguales! Ningún interés parti-cular puede equipararse al interés general. El Estadodebe ser una comunidad de hombres libres e iguales,y cada cual debe consagrarse al bien público, solidari-zarse con el Estado, hacer del Estado su fin y su ideal.¡El Estado! ¡El Estado! Esta fue la aclamación general,y desde entonces se intentó organizar bien el Estado yse buscó la mejor constitución, es decir, la constituciónen su mejor versión. El pensamiento del Estado pene-tró en todos los corazones y excitó en ellos el entusias-mo; servir a ese dios terrenal se convirtió en un cultonuevo. Se abría la era propiamente «política». Serviral Estado o la nación fue el ideal supremo, el interés pú-blico fue el supremo interés, y un papel en el Estado(lo que no implicaba en modo alguno ser funcionario)el máximo honor.

De este modo, los intereses particulares, personales,fueron desapareciendo y su sacrificio en el altar del Es-tado se convirtió en rutina. Fue preciso remitirse al Es-

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tado para todas las cosas y vivir para él; la actividad de-be ser desinteresada, no puede tener otro objetivo queel Estado. El Estado vino a ser así la verdadera personaante la que desaparece la personalidad del individuo;no soy yo el que vive, es él el que vive en mí. De ahíla necesidad de desterrar el egoísmo de otros tiemposy convertirlo en el desinterés y la impersonalidad mis-mos. Ante el Estado-Dios desaparecía todo egoísmo ytodos eran iguales ante él, todos eran hombres y nadamás que hombres, sin que nada permitiese distinguir-los a unos de otros.

La propiedad fue la chispa que prendió fuego a larevolución. El Gobierno tenía necesidad de dinero. Te-nía quemostrar que era absoluto, y por lo tanto, dueñode toda propiedad; tenía que apropiarse de su dinero,que estaba en posesión de sus súbditos, pero no era supropiedad. En lugar de eso, convocó Estados generalespara hacerse dar el dinero necesario. Al no atreversea ser consecuente hasta el fin, destruyó la ilusión delpoder absoluto: el Gobierno que tiene que hacerse con-ceder alguna cosa, no puede ser considerado absoluto.Los súbditos advirtieron que los verdaderos propieta-rios eran ellos, y que era su dinero el que se les exigía.Quienes hasta entonces no habían sido más que súbdi-tos, llegaron a la conciencia de ser propietarios; es lo

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que Bailly expresa en pocas palabras: «Sin mi consen-timiento no se puede disponer de mi propiedad. ¡Y mu-chomenos demi persona, de todo lo que constituyemiposición moral y social! Todo eso es mi propiedad, conel mismo título que el campo que cultivo: mi derechoy mi interés consiste en hacer yo mismo las leyes».46Las palabras de Bailly parece que quieren decir que ca-da uno es un propietario; pero, en realidad, en lugardel Gobierno, en lugar de los príncipes, el poseedor yel dueño fue la nación. Desde entonces, el ideal es lalibertad popular, un pueblo libre, etc.

Ya el 8 de julio de 1789, las declaraciones del obispode Autun y de Barrére disiparon la ilusión de que cadaindividuo tuviese alguna importancia en la legislación;ellas mostraron la radical impotencia de los mandata-rios: la «mayoría de los representantes» son los sobe-ranos.47 El 9 de julio, cuando se pone a la orden del díael proyecto de ley sobre el reparto de los trabajos de laConstitución, Mirabeau hace notar que «el Gobiernodispone de la fuerza y no del derecho, que es sólo enel pueblo donde debe buscarse la fuente de todo de-

46 Edgard Bauer, Bailly und die ersten Tage der FranzösischenRevolution [Bailly y los primeros días de la Revolución Francesa],Charlottenburg, 1843, p. 89.

47 Op. cit., pp. 102-103.

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recho».48 El 16 de julio, el mismo Mirabeau exclama:«¿No es el pueblo la fuente de todo poder?»49 ¡Fuentede todo derecho y de todo poder! Sea dicho de paso, seentrevé aquí el contenido del derecho: es la fuerza.

Quien tiene el poder, tiene el derecho.La burguesía es la heredera de las clases privilegia-

das. De hecho, no se hizo más que traspasar a la bur-guesía los derechos arrebatados a los barones, consi-derados como derechos usurpados. La burguesía se lla-maba ahora nación. Todos los privilegios quedaron enmanos de la nación, dejaron de ser privilegios paraconvertirse en derechos. En adelante es la nación laque percibe los diezmos y las prestaciones personales,ella es la heredera de los derechos señoriales, del dere-cho de caza y de los siervos. La noche del 4 de agostofue la noche en que murieron los privilegios (las ciuda-des, los municipios, las magistraturas eran privilegia-das, dotadas de privilegios y de derechos señoriales)y con su fin se levantó la aurora del Derecho, de losDerechos del Estado, de los Derechos de la nación.50

48 Op. cit., p. 113.49 Op. cit., pp. 141-142.50 El análisis de la omnipotencia que cobra el Estado es muy

similar al de P. Kropotkin en El Estado, su rol histórico (N.R.).

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El despotismo no había sido en manos de los reyesmás que un poder complaciente y relajado, en compa-ración con lo que hizo de él la Nación soberana. EstanuevaMonarquía se reveló cien veces más severa, másrigurosa y más consecuente que la antigua: todos losderechos y todos los privilegios se derrumbaron anteel nuevo monarca. ¡Cuán templada parece en compa-ración la realeza absoluta del Antiguo Régimen! La Re-volución, en realidad, sustituyó la Monarquía limitadapor la Monarquía absoluta. En adelante todo derechoque no conceda el Monarca-Estado es una usurpación,todo privilegio que otorga se convierte en un derecho.La época necesitaba la realeza absoluta, la monarquíaabsoluta, por eso se desmoronó lo que hasta entoncesse había llamado realeza absoluta, que había resultadoser tan poco absoluta que se dejaba recortar y limitarpor mil autoridades subalternas.

La burguesía ha cumplido el sueño de tantos siglos;ha hallado al Señor absoluto ante el cual otros Señoresno pueden ya elevarse para limitar su poder. Ha creadoel único Señor que otorga «títulos legales»51, sin cuyo

51 Que todos los derechos de los ciudadanos provienen — ypor lo tanto dependen — del Estado es una de las paradojas que elpensamiento liberal se esfuerza por hacer a un lado. (N.R.).

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consentimiento nada es legítimo. (…) sabemos que unídolo nada es en el mundo, y que no hay más que unDios.52

No se puede ya atacar al Derecho como se atacabaun derecho sosteniendo que era injusto. Todo lo quepuede decirse en adelante, se reduce a que es un no-sentido, una ilusión. Si se le acusa de injusto se estáobligado a oponerle otro derecho y compararlos. Perosi se rechaza totalmente el Derecho, el Derecho en sí,se niega al mismo tiempo la posibilidad de violarlo yse hace tabla rasa de todo concepto de justicia (y porconsiguiente de injusticia).

Todos disfrutamos de la igualdad de los derechos po-líticos. ¿Qué significa esta igualdad? Simplemente queel Estado no tiene en cuenta mi persona, que yo soy asus ojos igual que cualquier otro, y que no tengomayorimportancia para él. Poco le importa que yo sea aris-tócrata e hijo de noble; poco le importa que yo sea elheredero de un funcionario cuyo cargo me correspon-de por herencia (como en la Edad Media los condados,etc., y más tarde, bajo la Monarquía absoluta, ciertasfunciones sociales). Hoy el Estado tiene muchos dere-chos que otorgar, como, por ejemplo, el derecho de

52 1 Corintios, 8, 4.

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mandar un batallón, una compañía, el derecho de ense-ñar en una Universidad. Tiene derecho a disponer deellos porque son suyos, porque son derechos del Esta-do, derechos políticos. Poco le importa, por otra parte,a quien le toquen, con tal que el beneficiado cumplalos deberes que le impone su función. Somos, bajo esepunto de vista, todos iguales ante él y ninguno tienemás o menos derechos que otro (a un puesto vacan-te). No necesito saber, dice el Estado soberano, quiénejerce el mando del ejército, desde el momento en queaquel a quien otorgo ese mando posee las capacidadesnecesarias. Igualdad de los derechos políticos signifi-ca, entonces, que cada cual puede adquirir todos losderechos que el Estado tiene para distribuir, si cumplelas condiciones requeridas; y esas condiciones depen-den de la naturaleza del empleo y no pueden ser dic-tadas por preferencias personales (persona grata). Elderecho de ser oficial, por ejemplo, exige, por su na-turaleza, que se posean miembros sanos y ciertos co-nocimientos especiales, pero no exige como condiciónser de origen noble. Si pudiera cerrarse una carrera alciudadano más apto, ello constituiría la desigualdad yla negación de los derechos políticos. Los Estados mo-dernos han implantado, con mayor o menor rigor, esteprincipio de igualdad.

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La «castocracia» (llamo así a la Monarquía absolu-ta, al sistema de los reyes anteriores a la Revolución)no subordina al individuo más que a pequeñas mo-narquías, que son las hermandades (cuerpos): corpora-ciones, nobleza, clero, burguesía, ciudades, municipios,etc. Por todas partes, el individuo debía, ante todo, con-siderarse como miembro de la pequeña sociedad a quepertenecía y plegarse sin reserva a su espíritu, el espíri-tu de cuerpo, como ante una autoridad sin límites. Así,el noble debía mirar su familia, su raza, como algo másque él mismo. Sólo por medio de su corporación, de su«estado», se unía el individuo a la corporación supe-rior, al Estado, como en el catolicismo el individuo nocomunica con Dios más que por el sacerdote. A este es-tado de cosas puso fin el Tercer Estado, cuando tomósobre sí negar su existencia en cuanto a Estado separa-do; resolvió no ser ya un Estado junto a otros Estados,sino afirmarse como la «Nación». Con ello instauróuna Monarquía mucho más perfecta y más absoluta,y el principio de las castas hasta entonces reinante, elprincipio de las pequeñas monarquías en la grande, sederrumbó al mismo golpe. Derribadas las castas y su ti-ranía (y el rey no era más que rey de las castas y no reyde los ciudadanos), los individuos se encontraron libe-rados de la desigualdad inherente a la jerarquía de los

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cuerpos sociales. Pero los individuos así salidos de loscastas y de los marcos que las contenían, no estabanya realmente ligados a ningún estado (status) —, ¿es-taban libres, por lo demás? No: si el Tercero se habíaproclamado Nación, era precisamente a fin de no serya un Estado al lado de otros Estados, sino para con-vertirse en el único Estado, el Estado nacional (status)¿Qué venía a ser con esto el individuo? Un protestantepolítico, en adelante en relaciones inmediatas con suDios, el Estado. No pertenecía ya como gentil hombrea la casta noble, o como artesano al cuerpo de su ofi-cio, no reconocía ya, como todos los demás individuos,más que un solo y único señor, el Estado, decretandoa todos los que le servían el mismo título de «ciudada-nos».

La burguesía es la aristocracia del beneficio: «Al mé-rito, su recompensa» es su lema. Ella luchó contra lanobleza corrompida, porque ella, laboriosa, ennoble-cida por el trabajo y el beneficio, no considera libreal hombre «bien nacido», ni al Yo; más bien, libre esquien lo merece, el servidor incondicional (de su Rey,del Estado o del pueblo en nuestros Estados constitu-cionales). Por los servicios prestados se adquiere la li-bertad, aunque fuere sirviendo a Mammón. Es necesa-rio hacer méritos frente al Estado, es decir, frente al

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principio del Estado, frente su Espíritu moral. El quesirve al Espíritu del Estado, cualquiera que sea la ramade la industria de la que viva, es un buen ciudadano. Asus ojos, los innovadores tienen un triste oficio. Sólo eltendero es práctico y el mismo espíritu de comerciantehace que se alcancen los empleos, que se adquiera for-tuna en el comercio y que uno se esfuerce en hacerseútil a sí mismo y a los demás.

Si es el mérito del hombre el que crea su libertad,entonces el siervo es el libre (porque, ¿qué libertad lefalta al burgués acomodado o al funcionario fiel?). ¡Elsiervomás obediente es el hombre libre! ¡Qué absurdo!Sin embargo, tal es el sentimiento profundo de la bur-guesía; tanto su poeta, Goethe, como su filósofo, Hegel,celebraron la dependencia del sujeto frente al objeto, lasumisión al mundo objetivo, etc, El que sólo sirve a lascosas y se entrega totalmente a ellas, encuentra la ver-dadera libertad. Y la cosa es, para cualquiera que pre-tenda pensar, la razón; la razón, que, como el Estado yla Iglesia, promulga leyes generales y unifica a los indi-viduos en la idea de la Humanidad. Ella decide lo quees verdadero y la ley por la que uno tiene que guiarse.No hay personas más razonables que los siervos lealesy, por encima de todos, los siervos del Estado, que sellaman buenos ciudadanos y buenos burgueses.

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Uno puede ser un rico o un mendigo — el Estadoburgués te deja elegir —, ¡pero es necesario tener bue-nas intenciones! El Estado exige esto, y cree que essu tarea principal hacer que estas buenas intencionesaparezcan en todos. Con este objetivo nos protegerácontra las malas influencias, reprimirá a los que pien-san mal y ahogará sus discursos subversivos bajo lassanciones de la censura, o de las leyes sobre la prensa,o detrás de los muros de un calabozo. Además, elegi-rá como censores a personas de ideas firmes y nos so-meterá a la influencia moralizadora de los que tenganbuenas ideas y bien intencionadas. Cuando nos hayadejado sordos a las malas influencias, nos volverá aabrir completamente los oídos a las buenas.

Con la era de la burguesía se abre la del liberalis-mo. Se quiere instalar por todas partes lo razonable, looportuno. Esta definición del liberalismo, dicha en suhonor, lo caracteriza perfectamente: El liberalismo noes más que la aplicación del conocimiento racional alas condiciones existentes.53 Su ideal es un orden ra-

53 C. Witt (como anónimo), Preussen seit der EinsetzungArndts bis zur Ab-setzung Bauers [Prusia desde la designación deArndts hasta la destitución de Bauer], en Georg Herwegh Einundz-wanzig Bogen aus der Schweiz [21 pliegos desde Suiza], Zurich yWinterthur, 1843, pp. 12-13.

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zonable, una conducta moral, una libertad moderada,y no la anarquía, la ausencia de leyes, el individualis-mo. Pero si la razón reina, entonces la persona tieneque esclavizarse a ella. El arte no sólo tolera desde ha-ce tiempo lo feo, sino que lo ha reivindicado como sudominio y lo convirtió en uno de sus recursos; necesi-ta al monstruo, etc. Los liberales extremistas van tam-bién tan lejos en el terreno de la religión, tan lejos aún,que quieren ver, considerar y tratar como ciudadanoal hombre más religioso, es decir, al monstruo religio-so. Ya no quieren oír hablar de la inquisición. Pero nin-guno puede rebelarse contra la ley de la razón, amenosque quiera que se le apliquen los castigos más severos.El liberalismo no defiende ni al libre desarrollo, ni ala persona, ni al Yo, sino a la Razón. Es, en una pala-bra, la dictadura de la razón. Los liberales son apósto-les, no de la fe en Dios, sino de la razón, su Señor. Suracionalismo, que no deja ningún espacio al capricho,excluye entonces toda espontaneidad en el desarrolloy la realización del Yo. Prefieren ponerse bajo la tuteladel soberano más absoluto.

¡Libertad política! ¿Qué tenemos que entender poreso? ¿Será la independencia del individuo frente al Es-tado y sus leyes? De ningún modo. Es, por el contrario,la sujeción del individuo al Estado y a las leyes del Es-

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tado. ¿Por qué, entonces, libertad? Porque nada se in-terpone ya entre el individuo y el Estado, el individuoestá vinculado inmediatamente con él, porque es ciu-dadano y ya no súbdito de otro, ni siquiera me inclinoante el Rey, sino ante su carácter de jefe del Estado. Lalibertad política, idea fundamental del liberalismo, noes más que una segunda fase del protestantismo, y lalibertad religiosa le sirve exactamente de complemen-to.54 En efecto, ¿qué implica el protestantismo?

¿Libertad de toda religión? Evidentemente no, sinoúnicamente exención de toda persona interpuesta en-tre el cielo y el creyente. Supresión de la mediacióndel sacerdote, abolición de la oposición entre el laicoy el clérigo y apertura de relación directa e inmediatadel fiel con la religión o el Dios, ese es el sentido dela libertad religiosa. No se puede disfrutar de ella sinose es religioso, y lejos de significar ausencia de reli-gión, significa intimidad de la fe, relación inmediata ydirecta del alma con Dios. Para el religioso libre, la re-ligión es una causa del corazón, es una causa propia yse consagra a ella con un entusiasmo sagrado. Lo mis-

54 Louis Blanc dice, hablando de la Restauración: «El protes-tantismo vino a ser el fondo de las ideas y de las costumbres». His-toire des dix ans. 1830-1840 [Historia de diez años 1830-1840], vol.1, París, 1841, p. 138.

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mo ocurre con el político libre que considera al Estadocon una santa seriedad, como una causa del corazón,la primera de todas las causas, su propia causa.

Libertad política supone que el Estado, la «polis», eslibre, y, la libertad religiosa que la religión es libre, lomismo que libertad de conciencia supone que la con-ciencia es libre. Ver en ellas mi libertad, mi indepen-dencia frente al Estado, la religión o la conciencia, se-ría un contrasentido absoluto. No se trata aquí de «milibertad», sino de la libertad de una fuerza que me go-bierna y oprime. Estado, religión o conciencia son mistiranos, y su libertad implica mi esclavitud. Es obvioque siguen la frase «el fin justifica los medios». Si elbien del Estado es el objetivo, el medio de alcanzarlo,la guerra, es un medio justificado; si la justicia es el findel Estado, el homicidio como medio se convierte enun acto legítimo y lleva el nombre legal de ejecución,etc. La santidad del Estado se extiende a todo lo que lees útil.

La «libertad individual», sobre la que el liberalismooriginario del 89 vela con un cuidado celoso, no impli-ca de ningún modo la perfecta y total autonomía delindividuo (autonomía gracias a la cual todos mis ac-tos serían exclusivamente míos), sino únicamente laindependencia frente a las personas. Poseer la liber-

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tad individual es no ser responsable para con ningúnhombre. Si se comprende así la libertad —y no puedecomprendérsela de otro modo, — no es solamente elseñor el que es libre, es decir, irresponsable ante loshombres (se reconoce responsable «ante Dios»), sinoque todos son libres, porque «no son responsables sinoante la ley». Es el movimiento revolucionario del sigloel que ha conquistado esa forma de la libertad, la inde-pendencia frente a lo arbitrario del «tal es nuestro realagrado». En consecuencia, era preciso que el príncipeconstitucional se despojase de toda personalidad, detoda voluntad individual para no lesionar como indivi-duo la «libertad individual» de otro. La regís voluntasno existe ya en el príncipe constitucional; e impulsa-dos por un sentimiento muy justo, todos los príncipesabsolutos se defienden contra esta mutilación. Nóte-se que son justamente estos últimos quienes preten-den ser «príncipes cristianos» en el verdadero sentidode la palabra; pero necesitarían para serlo, que cadauno de ellos se convirtiese en una potencia puramen-te espiritual, en atención a que el cristianismo no essúbdito más que del espíritu («Dios es espíritu»). Esapura potencia espiritual es sólo el príncipe constitu-cional quien la representa; la pérdida de toda signifi-cación personal lo ha espiritualizado tan bien, que se

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puede, con razón, no ver en él más que un «espíritu»,la sombra fantástica e inquietante de una idea. El Reyconstitucional es el verdadero Rey cristiano, la estric-ta consecuencia del principio cristiano. La Monarquíaconstitucional ha sido la tumba de la dominación per-sonal, es decir, del señor capaz de querer realmente;así vemos reinar la libertad individual, la independen-cia frente a todo mandato emanado de un individuo yfrente a cualquiera que pudiera dar una orden dicien-do: «tal es nuestro agrado». La Monarquía constitucio-nal es la realización perfecta de la vida social cristiana,de una vida espiritualizada.

La burguesía es por toda su conducta radicalmenteliberal. Toda intrusión en el dominio de otro le es odio-sa. Desde que el burgués sospecha que depende del ca-pricho, del agrado, de la voluntad de alguno al que noautoriza un «poder superior», blande su liberalismoy clama contra lo «arbitrario». Así, defiende enérgi-camente su libertad contra lo que se llama decreto uorden; «¡Yo no tengo que recibir órdenes de nadie!».Una orden implica que mi deber puede serme trazadopor la voluntad del otro hombre, y sabemos que la leyse opone a toda supremacía personal o individual; laindependencia del ciudadano frente a individuos o per-sonas, sólo puede existir si ninguno dispone de lo que

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es mío ni traza a su agrado el limite entre lo que meestá permitido y lo que me está prohibido. La libertadde la prensa es una de las conquistas del liberalismo;pero si combate la censura como un instrumento alservicio del capricho gubernamental, no experimenta,sin embargo, ningún escrúpulo en ejercer a su vez latiranía con ayuda de las «leyes sobre la prensa»; dedonde resulta evidente que si los liberales se interesanen la libertad de la prensa es por ellos; no saliendo susescritos de la legalidad, no arriesgan el caer bajo el pe-so de la ley. Lo que es libertad, es decir, legal, puedetan sólo ser impreso: en cuanto a lo demás, ¡cuidadocon los «delitos de imprenta!» ¡Ah! sí, la libertad dela prensa está asegurada, la libertad personal está ga-rantizada, eso salta a los ojos; pero lo que no se ve esque la consecuencia de todas esas libertades es una irri-tante esclavitud. Se acabaron las órdenes, se acabó elreal agrado y lo arbitrario, «¡no tenemos ya que reci-bir órdenes de nadie!» y estamos más estrechamenteavasallados a la ley. Somos los forzados del Derecho.

En el Estado burgués sólo hay «gente libre», com-puesta de miles de obligados (a la sumisión, a las con-vicciones, etc.). Pero, ¿qué importa? el que las oprimees el Estado, la Ley, pero nunca una persona particular.

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¿De dónde viene la hostilidad encarnizada de la bur-guesía contra toda orden personal, es decir, no surgidade los hechos, de la razón, etc.? ¡Lucha sólo a favor delas cosas y contra la dominación de las personas! Peroel interés del espíritu es lo razonable, lo virtuoso, lolegal, etc. Ahí está la buena causa. La burguesía quiereun soberano impersonal.

Este es su principio, que sólo las Causas deben go-bernar al hombre, especialmente la causa de la morali-dad, la de la legalidad, etc. Así ninguno puede ser perju-dicado en sus intereses por otro (como ocurría cuandolos cargos nobles estaban prohibidos a los burgueses,los oficios prohibidos a los nobles, etc.). Debe haberlibre competencia, y si alguno es perjudicado, lo serápor un objeto, y no por una persona (el rico, por ejem-plo, oprime al pobre por el dinero, que es un objeto).No existe, entonces, más que un solo amo: la autori-dad del Estado. Nadie es personalmente el amo de otro.Desde su nacimiento, el niño pertenece al Estado; suspadres no son más que los representantes de este últi-mo, y es él, por ejemplo, quien no tolera el infanticidio,quien exige el bautismo, etc.

A los paternales ojos del Estado, todos sus hijos soniguales (igualdad civil o política), y libres para encon-

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trar los medios de triunfar sobre los demás: no tienenmás que competir.

La libre competencia no es más que el derecho queposee cada uno de enfrentarse contra los demás, dehacerse valer, de luchar. El partido del feudalismo seha defendido naturalmente contra ella, no siendo posi-ble su existencia más que por la no competencia. Lasluchas de la Restauración en Francia no tenían otro ob-jeto; la burguesía quería la competencia libre, la aris-tocracia procuraba restaurar el sistema corporativo yel monopolio.

Hoy la competencia resultó victoriosa, como debíaserlo, en su lucha contra el sistema corporativo (vermás adelante).

La revolución produjo la reacción, y eso muestra loque la revolución era en realidad. Toda aspiración con-duce, en efecto, a una reacción cuando vuelve en sí ycomienza a reflexionar. Solo impulsa a la acción mien-tras se mantiene la embriaguez, la irreflexión. La re-flexión, ese es el lema de toda reacción, porque la re-flexión pone límites y distingue, del desenfreno y dela desmesura iniciales, el objeto específico que se bus-caba, es decir, el principio. Los jóvenes violentos, losestudiantes escandalosos y descreídos que desafían to-das las conveniencias no son, propiamente hablando,

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más que filisteos; lo mismo que estos últimos, tienencomo único objetivo las conveniencias. Desafiarlas porfanfarronada, como lo hacen, es todavía conformarsecon ellas, es, si se quiere, aceptarlas de manera nega-tiva; convertidos en filisteos, se someterán a ellas undía y se conformarán positivamente. Todos sus actos,todos sus pensamientos, tanto los de unos como los delos otros, tienden a las conveniencias, pero el filisteoes un reaccionario comparado con el primero. Uno esun rebelde que reflexionó, llegando al arrepentimien-to; el otro un filisteo insensato. La experiencia diariademuestra la verdad de esta observación: los peoresrebeldes se convierten en filisteos con la edad.

Lo que se llama en Alemania la reacción, aparecedel mismo modo como la prolongación reflexiva delentusiasmo provocado por la guerra, por la libertad.

La revolución no iba dirigida contra el orden en ge-neral, sino contra el orden establecido, contra un esta-do de cosas determinado.

Ella derribó «este» gobierno, y no al gobierno; losfranceses, cayeron luego bajo el más inflexible de losdespotismos. La revolución eliminó los viejos abusosinmorales, para establecer sólidamente usos morales;es decir, no hizo más que poner la virtud en lugar del

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vicio (vicio y virtud son tan diferentes como el rebeldey el filisteo).

Hasta el día de hoy, el principio revolucionario noha cambiado: no atacar más que a una u otra institu-ción determinada, en una palabra, reformar. Cuandomás se ha mejorado, más cuidado pone la reflexión,que viene inmediatamente después, en conservar elprogreso realizado. Siempre un nuevo amo es pues-to en lugar del antiguo, no se demuele más que parareconstruir, y toda revolución es una restauración. Essiempre la diferencia entre el joven y el viejo filisteo.La revolución ha comenzado, como pequeña burguesa,por la elevación del tercer Estado, y va creciendo sinhaber salido de su trastienda. Quien es libre no es elhombre en cuanto individuo — y sólo él es Hombre —sino el burgués, el ciudadano, el hombre político queno es un hombre sino un ejemplar de la raza humana, ymás especialmente, un ejemplar de la especie burgue-sa, un ciudadano libre.

En la Revolución no fue el individuo quien actuó enla historia mundial sino un pueblo: la nación soberanaquiso hacerlo todo. Es una entidad artificial, imagina-ria, una idea (la nación no es otra cosa) la que surgede todo esto; los individuos no son más que los instru-

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mentos al servicio de esta idea, y no escapan al papelde ciudadano.

La burguesía obtiene su poder, y al mismo tiemposus límites, de la Constitución del Estado, de una Car-ta, de un príncipe legítimo o legitimado que se dirigeo que gobierna según leyes razonables, en suma, dela Legalidad. El período burgués está dominado por elespíritu británico de la legalidad. Una asamblea de es-tados55, por ejemplo, no olvida jamás que sus derechosno son limitados, aunque se haga un favor convocán-dola y que puede ser disuelta a discreción. No pierdenunca de vista el objeto de su convocatoria, su voca-ción. No puedo, es cierto, negar que mi padre me haengendrado; pero una vez que lo hizo, poco me impor-tan las intenciones que tenía al proceder a esa opera-ción, y cualquiera que sea el fin con que me dio la vi-da, Yo hago de ella lo que me parezca. Igualmente, losEstados generales, convocados al principio de la Re-volución francesa, decidieron, con razón, que una vez

55 Antes de la existencia de la democracia representativa losparlamentos estaban integrados por los «estados», estos represen-taban a la Iglesia, la Nobleza y la Burguesía y su función políticaera limitar el poder del Rey. No funcionaban continuamente, sinoque se los convocaba cuando era necesaria una modificación delas leyes (N.R.).

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reunidos eran independientes de quien los había con-vocado: existían y hubieran sido bien tontos en no ha-cer valer sus derechos a la existencia, y en creerse de-pendientes de su padre. El que es convocado no tieneque preguntarse: ¿Qué se quería de mí al llamarme?sino ¿Qué quiero, ahora que estoy presente al llama-do? Ni el autor de la convocatoria, ni la carta en virtudde la cual ha sido llamado, es para él un poder sagrado,nada esta librado sus ataques. Está autorizado a todolo que está en su poder, no reconocerá ningún man-dato imperativo o restrictivo y no pretenderá ser leal(permanecer en la legalidad). La consecuencia de estosería — si pudiera esperarse algo así de un parlamento— una cámara de representantes perfectamente egoís-ta, cuyo cordón umbilical moral estuviese cortado, yque no tuviese ninguna consideración. Pero las cáma-ras son siempre devotas de alguno o de alguna cosa.¿Por qué, entonces, nos parece extraño ver siempre enellas tanto semi-egoísmo, egoísmo no confesado e hi-pócrita?

Los miembros de los parlamentos no pueden fran-quear los límites que les imponen la constitución, lavoluntad real, etc. Excederse o intentar excederse deestos límites sería usurpar. ¿Qué hombre fiel a sus de-beres se atrevería a excederse en su misión, poniéndo-

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se en primer lugar él mismo, a sus convicciones o a suvoluntad? ¿Quién sería lo suficiente inmoral para ha-cerse valer y para imponer su individualidad por enci-ma de todo, a riesgo de ser la causa de que se destruyael cuerpo a que pertenece y todo lo demás con él? Lagente se mantiene respetuosamente en los límites desus derechos y, por otra parte, conviene que se quedeen los límites de su poder, y no intente nadie más delo que pueda: Mi fuerza o mi impotencia son mi úni-co freno; pero, ¿quién podría admitir una doctrina tannihilista, que destruye todo? En todo caso, yo no: ¡Yosoy un ciudadano obediente!

La burguesía se reconoce en su moral, estrechamen-te ligada a su esencia. Lo que ella exige ante todo, esque se tenga una ocupación seria, una profesión hono-rable, una conducta moral. El estafador, la prostituta,el ladrón, el bandido y el asesino, el jugador, el bohe-mio, son individuos inmorales y el burgués experimen-ta por esas personas sin costumbres la más fuerte re-pulsión.

Lo que les falta a todos es esa especie de derecho dedomicilio en la vida que da un negocio sólido: mediosde existencia seguros, rentas estables, etc.; como su vi-da no se apoya sobre una base segura, pertenecen alclan de los individuos peligrosos, al peligroso proleta-

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riado: son individuos que no ofrecen ninguna garantíay no tienen nada que perder, ni nada que arriesgar. Lafamilia o el matrimonio, por ejemplo, atan al hombre, yeste lazo le proporciona un lugar en la sociedad, le sir-ve de fiador; pero ¿quién responde por la mujer públi-ca? El jugador lo arriesga todo a una carta, se arruinaa él mismo y a los demás: ¡no tiene garantía! Se podríareunir bajo el nombre de vagabundos a todos los que elburgués considera sospechosos, hostiles y peligrosos.El vagabundo desagrada al burgués y existen tambiénvagabundos del espíritu (intelectuales), que, ahogadosbajo el techo de sus padres, van a buscar lejos más aireymás espacio. En lugar de permanecer en el rincón delhogar familiar removiendo las cenizas de una opiniónmoderada, en lugar de sostener las verdades indiscu-tibles que consolaron y tranquilizaron a tantas gene-raciones anteriores, saltan las barreras que encierranel campo paterno y se van, por los caminos audacesde la crítica, adonde los lleva su invencible curiosidad.Esos vagabundos extravagantes entran en la clase delas personas inquietas, inestables y sin reposo, comolos proletarios, y cuando crean sospechas de la faltade domicilio moral, se les llama rebeldes y exaltados.

En este amplio sentido se habla cuando se dice pro-letariado y pauperismo. ¡Cuánto se engañaría el que

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creyera que la burguesía es capaz de desear la desapa-rición de la miseria (del pauperismo) y de dedicar a eseobjetivo todos sus esfuerzos! Por el contrario, nada legusta más al buen burgués como la convicción, incom-parablemente consoladora, de que un sabio decreto dela Providencia repartió de una vez y para siempre lasriquezas y la felicidad. La miseria que se amontona enlas calles a su alrededor, no perturba al verdadero ciu-dadano hasta el punto de empujarlo a hacer algo másque congraciarse con ella, tirándole una limosna o dán-dole trabajo y comida a algún muchacho bueno y tra-bajador. Pero siente con fuerza la interrupción de suapacible vida por los murmullos de la miseria descon-tenta y deseosa de cambios, por esos pobres que nosufren ni penan en el silencio, sino que comienzan aagitarse y a moverse. ¡Encierren al vagabundo! ¡Arro-jen al revoltoso en los más oscuros calabozos! ¡Quierelevantar a los descontentos y destruir el orden estable-cido! ¡Apedréenlo! ¡Apedréenlo!

Pero precisamente esos descontentos hacen, más omenos, el siguiente razonamiento: Los buenos burgue-ses se preocupan poco por quien los protege a ellos y asus principios; rey absoluto, rey constitucional o Repú-blica, son buenos para ellos siempre que los protejan.¿Y cuál es su principio, ese principio que los hace amar

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siempre al que lo protege? No es el trabajo, no es tam-poco el nacimiento; es la medianía, el justo medio, unpoco de trabajo y un poco de nacimiento; en dos pala-bras: un capital que produce intereses. El capital es elfondo, lo dado, lo heredado (nacimiento); el interés esel esfuerzo dedicado (trabajo): el capital trabaja. ¡Peronada de exceso, nada de radicalismo! Evidentemente,es preciso que el nombre, el nacimiento, puedan daralguna ventaja, pero esto no puede ser más que un ca-pital. Evidentemente, se necesita trabajo, pero que esetrabajo sea lo menos posible el propio, que sea el tra-bajo del capital y de los trabajadores sometidos.

Cuando una época está sumergida en un error, siem-pre se benefician algunos de este error, mientras queotros lo sufren. En la Edad Media, el error generaliza-do entre los cristianos, era que la Iglesia, todopoderosa,debía ser en la Tierra la administradora y la otorgado-ra de todos los bienes. Los eclesiásticos admitían estaverdad, exactamente como los laicos; el mismo errorestaba igualmente arraigado en todos. Pero el benefi-cio del poder era para los sacerdotes, y el daño, el ava-sallamiento, para los laicos. La desgracia — se dice —hace inteligente; así, los laicos, aleccionados, termina-ron por no admitir ya esa verdad de la Edad Media.Sucede exactamente igual con la burguesía y el pro-

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letariado. Burgueses y obreros creen en la verdad deldinero; quienes no lo tienen están tan penetrados deesta realidad, como quienes lo tienen, los laicos comolos clérigos.

«El dinero rige el mundo», es la clave de la épocaburguesa. Un aristócrata sin un capital y un trabaja-dor sin un sueldo son, igualmente, muertos de hambre,sin valor político. El nacimiento y el trabajo no son na-da, sólo el dinero es fuente de valor. Los poseedoresgobiernan, pero el Estado elige entre los no poseyen-tes sus siervos y les distribuye algunas sumas (salarios,sueldos) en la medida en que administran (gobiernan)en su nombre.

Yo recibo todo del Estado. ¿Puedo tener alguna cosasin permiso del Estado? No, todo lo que podría obtenerasí me lo quitaría al darse cuenta de que carezco detítulos de propiedad: todo lo que poseo lo debo a suclemencia.

La burguesía se apoya únicamente en los títulos le-gales. El burgués sólo es lo que es, gracias a la benévo-la protección del Estado. Perdería todo si el poder delEstado llegara a desplomarse.

Pero, ¿cuál es la situación del desposeído en estabancarrota social del proletariado? Como todo lo quetiene, y lo que podría perder, se escribe con un cero,

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no tiene para ese cero ninguna necesidad de la protec-ción del Estado. Por el contrario, sólo puede ganar siesa protección le llegase a faltar a los protegidos.

Así, el desposeído considera al Estado como un po-der protector de los poseedores; ese ángel guardián ca-pitalista es un vampiro que le chupa la sangre. El Esta-do es un Estado burgués, es el status de la burguesía.Concede su protección al hombre, no por su trabajo,sino por su docilidad (lealtad); es decir, usa los dere-chos que el Estado le concede, ajustándose a la volun-tad o, dicho de otro modo, a las leyes del Estado.

El régimen burgués pone a los trabajadores en ma-nos de los poseedores, es decir, a los que tienen algúnbien del Estado (y toda fortuna es un bien del Estado,pertenece al Estado, y no es dada más que en présta-mo al individuo) y particularmente a los que tienen ensus manos el dinero y la tierra, a los capitalistas. Elobrero no puede obtener de su trabajo un precio quecorresponda al valor del producto de ese trabajo parasu consumidor. ¡El trabajo está mal pagado! El benefi-cio mayor va al capitalista. Pero bien pagados, y másque bien pagados, están los trabajos de quienes con-tribuyen a realzar el brillo y el poder del Estado, lostrabajos de los altos servidores del Estado. El Estadopaga bien, para que los buenos ciudadanos, los posee-

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dores, puedan pagar mal impunemente. Se asegura lafidelidad de sus servidores pagándoles bien, y hace deellos, para la protección de los buenos ciudadanos, unapolicía (a la policía pertenecen los soldados, los fun-cionarios de todas clases, jueces, pedagogos, etc., ensuma toda la máquina del Estado). Los buenos ciuda-danos, por su parte, le pagan, sin hacerse problemas,grandes impuestos, con el objeto de poder pagar tantomás miserablemente a sus obreros.

Pero los obreros no son protegidos por el Estadopor lo que son esencialmente, es decir, en cuanto obre-ros. Como súbditos del Estado, sólo tienen el derechoa compartir la policía, que les asegura lo que se llamauna garantía legal. Así la clase de los trabajadores si-gue siendo una potencia hostil frente a ese Estado, elEstado de los ricos, el reino de la burguesía. Su princi-pio, el trabajo, no es estimado en su valor, sino explo-tado; es el botín de guerra de los ricos, del enemigo.

Los obreros disponen de un poder formidable ycuando lleguen a darse cuenta de él y se decidan a usar-lo, nada podrá resistirlos. Bastará con que abandonentodo el trabajo, que se apropien de todos los productosde su trabajo y que los consideren y los gocen comopropios. Este es el sentido de los motines obreros quevemos estallar casi por todas partes.

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¡El Estado está fundado sobre la esclavitud del tra-bajo. Cuando el trabajo sea libre, se desmoronará elEstado!56

2. El liberalismo social

Somos hombres, hemos nacido libres, y — no obstan-te — hacia cualquier lado que volvamos la mirada nosvemos reducidos a siervos de los egoístas. ¿Tenemos,entonces, que convertirnos también nosotros egoístas?¡Dios no lo permita! ¡Mejor hagamos imposible todoegoísmo! ¡Convirtamos a todos en indigentes! Si nadietiene nada, todos tendrán.

Así hablan los socialistas:— ¿Quién es esa persona a la que se llama «todos»?

—¡Es la Sociedad! —¿Tiene, entonces, un cuerpo? —Nosotros somos su cuerpo. —¿Ustedes? ¡Vamos! Uste-des no son un cuerpo; tú tienes un cuerpo y él también,y aquel tercero lo mismo; pero todos juntos son sola-mente cuerpos y no Un cuerpo. Por consiguiente, laSociedad, admitiendo que sea alguien, tendría muchos

56 El mismo año en que se publicó de El Único y su propiedady antes de adoptar la ambigua categoría de dictadura del proleta-riado, Marx escribía exactamente lo mismo para el periódico Vor-wärts (N.R.).

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cuerpos a su servicio, pero no un cuerpo único que leperteneciese en propiedad. Como la Nación de los po-líticos, no es más que un Espíritu, un fantasma, y sucuerpo no es más que una apariencia.

Para el liberalismo político, la libertad del hombrees la libertad de las personas, de dominación personal,es la libertad personal garantizando a cada individuocontra los demás individuos.

Nadie tiene derecho a dar órdenes, sólo la ley orde-na.

Pero si las personas son iguales, no sucede lo mismocon las propiedades. Pero aún así el pobre tiene nece-sidad del rico, como el rico del pobre; el primero tienenecesidad de la riqueza del segundo, y éste del trabajodel primero: si cada uno necesita al otro, no es comopersona, sino como proveedor, como alguien que tienealgo que dar, como dueño o poseedor de alguna cosa.Por consiguiente, el hombre es lo que tiene. Y, por suhaber, los hombres son desiguales.

Por esto el socialismo concluye que nadie debe po-seer, lo mismo que el liberalismo político concluía quenadie debe mandar. Si para el segundo, únicamentemandaba el Estado, para el primero sólo la Sociedadposee.

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Como resultado de su protección a cada persona ya toda propiedad frente a los demás, el Estado aíslaa los individuos: cada uno es su parte especial y tie-ne su parte especial. Aquel que esta satisfecho con loque es y con lo que tiene, no quiere cambiar el estadode las cosas, pero quien quiere ser y tener más, buscaese aumento y lo encuentra en poder de otras perso-nas. De este modo nos topamos con una contradicción:ninguno es, como persona, más que otro, y sin embar-go, uno tiene lo que otro no tiene y desearía tener; así,pues, uno posee lo que necesita y otro no, ya que unoes rico y otro pobre.

¿Debemos, entonces, continúan los socialistas, dejarque vuelva a la vida lo que habíamos enterrado con tan-ta razón, y debemos dejar restaurar por un desvío esadesigualdad de las personas que hemos querido abolir?No. Es preciso, por el contrario, acabar la tarea quequedó a medio hacer. A nuestra libertad frente a laspersonas le falta, todavía, la libertad frente a lo que lespermite a unos oprimir al resto, a lo que es el funda-mento del poder personal, es decir, la libertad frente ala propiedad personal. Suprimamos, entonces, la pro-piedad personal. Que ninguno posea nada, que todossean indigentes.Que la propiedad sea impersonal, quepertenezca a la Sociedad.

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Ante el propietario supremo, todos nos convertimosen iguales, iguales personas, iguales indigentes, nuli-dades.

Por ahora, alguien puede ser, respecto de su vecino,un pordiosero, un pobre diablo; pero en adelante todadistinción se borra, pues todos son indigentes, y la so-ciedad comunista se resume en lo que puede llamarsela indigencia generalizada.

Cuando el proletario haya conseguido realizar la so-ciedad que busca y en la cual debe desaparecer todadiferencia entre rico y pobre, será un indigente. Sinembargo, ser un indigente es para él ser alguna cosa, ypodría convertir la palabra indigente en un título tanhonroso como lo ha sido el titulo de burgués gracias ala Revolución. El indigente es su ideal y todos debemoshacernos indigentes.

Ese es el segundo robo hecho al «individuo» en pro-vecho de la Humanidad. No se deja al individuo ni elderecho de mandar, ni el derecho de poseer: el Estadose apropia de uno, la Sociedad toma el otro.

Al hacerse visibles en la sociedad actual los defectosmás opresivos, quienes tienen que sufrirlos más, es de-cir, los miembros de las clases más bajas de la sociedad,son también los más heridos y creen que pueden acu-sar de todo el mal a la sociedad; por esto se imponen el

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trabajo de descubrir la sociedad justa. No es más quela vieja ilusión de buscar la culpa en los demás, antesde buscarla en uno mismo. En este caso se recriminaal Estado, al egoísmo de los ricos, etc., aun cuando esen realidad culpa nuestra que existan el Estado y losricos.

Las reflexiones, y las conclusiones del comunismoparecen las más sencillas. En el estado actual de cosas,unos son perjudicados por otros, y, de hecho es la ma-yoría la que sufre a causa de la minoría. Unos disfrutanel bienestar, otros se encuentran en la necesidad; la si-tuación actual, es decir, el Estado (status, situación), nopuede subsistir. ¿Qué poner en su lugar? El bienestargeneral, el bienestar de todos, en lugar del de algunos.

A través de la Revolución la burguesía se hizo om-nipotente y suprimió toda desigualdad, en el sentidode que cada cual se ha elevado o ha descendido, segúnsu posición anterior, al rango de ciudadano; el plebeyoha sido elevado y el noble rebajado; el Tercer Estadose ha convertido en el único Estado, es decir, el Esta-do de los ciudadanos. A eso, el comunismo responde:lo que constituye nuestro valor, nuestra dignidad, noes nuestra cualidad de hijos iguales de nuestra madreel Estado, y nacidos con los mismos derechos bajo suamor y su protección, sino el hecho de que existimos

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los unos para los otros. Nuestra igualdad, o lo que noshace iguales, consiste en que yo, tu, todos nosotros,actuamos o trabajamos para los demás. Dicho de otromodo, si somos iguales es porqué cada uno de noso-tros es un trabajador. Lo esencial en nosotros no es loque somos para el Estado, es decir, nuestra cualidad deciudadano, nuestra ciudadanía, sino que existimos losunos para los otros: cada cual existe por y para otro: us-tedes cuidan mis intereses y yo, recíprocamente, velopor los de ustedes. Así, por ejemplo, ustedes trabajanpara vestirme (sastre), yo para divertirlos (poeta dra-mático, acróbata, etc.), ustedes trabajan para alimen-tarme (cocinero, etc.), yo para instruirlos (sabio, etc.).El Trabajo hace nuestra dignidad y nuestra igualdad.

¿Qué ventajas sacamos de la ciudadanía? ¡Cargas!¿Y cómo se estima nuestro trabajo? Lo más bajo posi-ble. Sin embargo, el trabajo constituye nuestro únicovalor; el trabajador es lo mejor de nosotros y si tene-mos alguna importancia en el mundo es como traba-jadores. Sea, entonces, por nuestro trabajo que se nosaprecie, y sea nuestro trabajo lo que se evalúe. ¿Quépueden ofrecernos? Trabajo y nada más que trabajo. Siles debemos alguna recompensa es a causa del trabajoque nos dan, de la molestia que se toman y no simple-mente porque existen; es en razón de lo que son para

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nosotros y no de lo que son para ustedes. ¿En qué sefundan sus derechos sobre nosotros? ¿Sobre su origenelevado? ¡De ningúnmodo! Nadamás que sobre lo quehacen para satisfacer nuestras necesidades o nuestrosdeseos. Convengamos, entonces, en esto: ustedes nosevaluarán según lo que hagamos por ustedes y noso-tros haremos lo mismo. El trabajo crea el valor, y el va-lor se mide por el trabajo, se entiende, el trabajo paraotros, el trabajo de utilidad general. Que cada cual seaa los ojos de los demás un trabajador. Quien ejecutauna tarea útil no es inferior a nadie; en otros términos:todos los trabajadores (naturalmente en el sentido deproductores para la comunidad, trabajadores comunis-tas) son iguales. Si el trabajador es digno de su salario,que su salario sea digno de él.

En tanto que bastó la fe para asegurarle al hombresu dignidad y su rango, no hubo nada que criticar altrabajo, por absorbente que fuese, si no apartaba alhombre de la fe. Pero hoy, que cada cual tiene en síuna humanidad que cultivar, relegar al hombre a untrabajo de máquina no tiene más que un nombre: es-clavitud. ¡Si el obrero de fábrica debe matarse traba-jando durante doce horas o más al día, que no se ha-ble ya para él de dignidad humana! Toda tarea debetener un fin que satisfaga al hombre, y hace falta pa-

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ra eso que cada obrero pueda llegar a ser maestro ensu arte y que la obra que produce sea completa. Enuna fábrica de alfileres, por ejemplo, el obrero que nofabrica más que cabezas, o que no hace más que pa-sar por la hilera el hilo de latón, es rebajado a la ca-lidad de máquina, es un forzado y no será jamás unartista; su trabajo no puede interesarle y satisfacerle,no puede más que agotarlo. Su obra, considerada ensí misma, no significa nada, no tiene ningún fin en sí,no es nada definitivo; es el fragmento de un todo queotro emplea, explotando al productor. Todo placer deun espíritu cultivado está prohibido a los obreros alservicio de otro; no les quedan más que los placeresgroseros; toda cultura les está cerrada. Para ser buencristiano basta creer y es posible creer bajo las condi-ciones más opresivas. Así, las gentes de conviccionescristianas no ponen sus miras más que en la religiosi-dad de los trabajadores oprimidos, su paciencia, su re-signación, etc. Las clases oprimidas pudieron soportartoda su miseria mientras fueron cristianas, porque elcristianismo es un maravilloso calmante de todos losmurmullos y de todas las rebeliones. Pero no se tra-ta ya hoy de ahogar los deseos, sino de satisfacerlos.La burguesía, que ha proclamado el evangelio del go-ce de la vida, del goce material, se extraña de ver que

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esta doctrina encuentra partidarios entre nosotros, lospobres; ella ha mostrado que ni la fe ni la pobreza en-gendran la felicidad, sino la instrucción y la riqueza; ¡yasí también lo entendemos nosotros los proletarios!

La burguesía se ha liberado del despotismo y de laarbitrariedad individual; pero ha dejado subsistir la ar-bitrariedad que resulta del concurso de las circunstan-cias y que puede llamarse la fatalidad de los aconteci-mientos; hay siempre una suerte que favorece y perso-nas que tienen suerte.

Cuando, por ejemplo, una rama de la industria llegaa arruinarse y millares de obreros se quedan en la ca-lle, se piensa con bastante exactitud que el individuono es culpable, sino que la culpa es de las circunstan-cias; cambiemos, entonces, esas circunstancias y ha-gámoslo radicalmente para que no estén condenadosa semejantes eventualidades: ¡Que obedezcan en ade-lante a una ley! ¡Creemos un nuevo orden de cosas queponga fin a todas las fluctuaciones y que ese orden seasagrado!

En otro tiempo, para obtener alguna cosa era pre-ciso conquistar al Señor, pero desde la Revolución senecesita tener suerte. Una persecución de la suerte, unjuego de azar, tal es la vida burguesa; de ahí el precep-

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to de que no se debe arriesgar frívolamente de nuevoen el juego lo que se ha conseguido ganar.

La competencia, tema único alrededor del cual sedesarrollan todas las variaciones de la vida civil y polí-tica, se ha convertido en una pura lotería, desde la es-peculación en la bolsa hasta la caza de los clientes, delos puestos, del trabajo, del ascenso y de las condecora-ciones, y hasta de los pequeños negocios de segundamano. Si se consigue derrotar y suplantar a los com-petidores, se da un buen golpe; pues demuestra que elvencedor esta provisto de una habilidad que los demásno pueden superar. Y los que sin ver ningún mal enello, pasan su vida sujetos a este flujo y reflujo de lafortuna, se llenan de la más santa indignación cuan-do su propio principio aparece bajo su verdadera luztrayéndoles desgracias. El juego de azar, se ve, es clara-mente la imagen desnuda de la competencia; y, comotoda desnudez, ofende a la moral y a la decencia.

Los socialistas quieren terminar con estos caprichosde la fortuna, fundando una sociedad en la que loshombres no sean ya juguetes del azar, sino seres li-bres. Este propósito se manifiesta, naturalmente, porel odio de los desgraciados contra los afortunados, esdecir, de quienes han sido abandonados por la suertecontra aquellos a los que el azar llenó de bienes. Pe-

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ro el odio del desventurado no se dirige tanto sobre elque ha tenido suerte, como sobre la suerte misma, estacolumna podrida del edificio burgués.

Los comunistas, basándose en el principio de que laactividad libre es la esencia del hombre, tienen nece-sidad del domingo, compensación necesaria al trabajode los días laborables. Les hace falta el dios, la eleva-ción y la divinización que reclama todo esfuerzo ma-terial para poner un poco de espíritu en su trabajo demáquinas.

Si el comunista ve en ustedes hombres y hermanos,ésa es sólo su manera de ver de los domingos; los de-más días de la semana no los considera en modo al-guno como unos hombres más, sino como trabajado-res humanos u hombres que trabajan. Si el primer pun-to de vista se inspira en el principio liberal, el segun-do encubre la falta de este principio. Si ustedes fuesenholgazanes, no reconocería en ustedes al hombre, ve-ría hombres perezosos a los que corregir de su perezay catequizar para convertirlos a la creencia de que eltrabajo es el destino y la vocación del hombre.

Así, el comunismo se presenta bajo un doble aspec-to: por una parte, da gran importancia a la satisfaccióndel hombre espiritual, y por otra propone los mediosde satisfacer al hombre material, o carnal. Provee al

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hombre de un doble beneficio, a la vez material y espi-ritual.

La burguesía había proclamado libres los bienes es-pirituales y materiales, y había dejado a cada cual elcuidado de conseguir lo que codiciaba.

El comunismo da realmente esos bienes a cada uno,y a cada uno se los impone y lo obliga a sacar partidode ellos. Considerando que solamente los bienes mate-riales y espirituales hacen de nosotros hombres, con-sidera esencial que podamos adquirir esos bienes sinningún obstáculo que nos impida ser hombres. La bur-guesía hacía la producción libre, el comunismo obligaa la producción y no admite más que a los productoresartesanos. No basta que las profesiones estén abiertas,es preciso que practiques una.

Sólo le queda a la crítica demostrar que la adquisi-ción de esos bienes no nos hace hombres.

El postulado del liberalismo, en virtud del cual cadauno debe hacer de sí un hombre y adquirir una hu-manidad, implica la necesidad para cada uno de tenertiempo de consagrarse a esa humanización y de traba-jar en sí mismo.

El liberalismo político creía haber hecho lo necesa-rio entregando a la competencia todo el campo de laactividad humana y permitiendo al individuo tender

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hacia todo lo que es humano:Que todos puedan lucharcontra todos.

El liberalismo social sostiene que este permiso esinsuficiente, porque permitido significa simplementeque no está prohibido a nadie, y no que es posible atodos y cada uno. De esto concluye que la burguesía noes liberal más que de palabra, mientras que de hechoes todo lo contrario. Por su parte, pretende facilitarnosa todos el medio de trabajar para nosotros mismos.

El principio del trabajo suprime, evidentemente, eldel azar y el de la competencia. Pero tiene igualmentecomo efecto mantener al trabajador en ese sentimien-to de que lo esencial en él es el trabajador desprendidode todo egoísmo. El trabajador se somete a la supre-macía de una sociedad de trabajadores, de la mismamanera que el burgués aceptaba sin objeción la com-petencia. El bello sueño de un deber social sigue siendosoñado hoy por muchos imaginando que al darnos lasociedad aquello que necesitamos, estamos obligadosa ella, se lo debemos todo.57 Se mantiene la voluntad

57 Proudhon, por ejemplo, dice: «En la industria, cómo en laciencia, hacer público un descubrimiento es el primero y más sa-grado de ios deberes’’’’ enDe la Création de l’Ordre dans l’Humanitéou Principes d’Organisation politique, Paris y Besançon, 1843, p.414.

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de servir a un supremo dispensador de todo bien. ¡Quela sociedad no es un «yo» capaz de dar, prestar, o depermitir sino únicamente un medio, un instrumentodel que nos servimos —que no tenemos ningún debersocial, sino únicamente intereses, para cuya adquisi-ción utilizamos la sociedad —que no debemos a la so-ciedad ningún sacrificio, pero que si algo sacrificamosno es más que a nosotros mismos —son cosas que lossocialistas no pueden adivinar: son liberales y comotales, prisioneros del principio religioso. La sociedadcon que sueñan es, como antes el Estado: ¡sagrada!

¡La Sociedad, que todo lo proporciona, es un nuevoSeñor, un nuevo fantasma, un nuevo «ser supremo»que nos impone servidumbre y deber!

El examen más profundo del liberalismo, tanto po-lítico como social, seguirá más adelante. Contentémo-

58 Stirner utiliza el término crítico para referirse al movimien-to homónimo surgido en Alemania alrededor de 1840 en torno aBruno Bauer. Aunque hoy nos resulte prácticamente desconocido,así como muchos de los pasajes de este libro aluden directamen-te a él, también es objeto de crítica en algunos escritos tempranosde Marx como La cuestión judía, La Sagrada Familia y La ideologíaalemana. Casi todas las referencias de Stirner son de la Allgeme-neine Literatur-Zeitung y de la Judenfrage. A través de la primera(una revista) y de la segunda (probablemente el texto más conoci-do de Bauer a través del libro crítico de Marx que lleva el mismo

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nos, por el momento, con llamarlos al tribunal del libe-ralismo humanitario o liberalismo crítico.

3. El liberalismo humanitario

El liberalismo encuentra su expresión completa ydefinitiva en el liberalismo crítico58 que se somete a simismo a examen y, sin embargo, el crítico es un liberalque no traspasa los límites del principio del liberalis-mo, el Hombre. Esta última encarnación del principioes la que merece por excelencia ser llamada liberalis-mo humano o humanista.

El trabajador es visto como el más material y el másegoísta de los hombres; no hace nada por la humani-dad, sólo para sí con, mismo la intención de satisfacersus propias necesidades.

La burguesía, al haber hecho al hombre libre única-mente por su nacimiento, lo ha dejado para el resto dela vida en las garras del inhumano (del egoísta). Así elegoísmo posee, bajo el régimen del liberalismo políti-co, un campo de acción extraordinariamente extenso.

nombre), buscaba la absoluta emancipación del individuo dentrode los límites de la humanidad, enfrentándose al liberalismo polí-tico y al naciente movimiento socialista (N.R.).

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Como el ciudadano utiliza el Estado, el trabajadorutilizará la sociedad con un fin egoísta. ¡Todos tienenun fin egoísta, su bienestar! — le grita el humanista alsocialista. Levanta un interés puramente humano, siquieres que yo sea tu compañero. Pero se necesitaríapara eso una conciencia más firme y más comprensivaque una conciencia de puro trabajador. «El trabajadorno hace nada y por ello carece de todo, pero si no ha-ce nada, es porque su trabajo, permaneciendo siempreindividual, e impuesto por la necesidad inmediata, ca-rece de mañana».59 Se podría pensar lo contrario: laobra de Gutenberg no ha quedado aislada, y hoy sigueviva, porque respondía a una necesidad de la humani-dad, así que es eterna, imperecedera.

La conciencia humanitaria desprecia tanto a la con-ciencia del burgués, como a la del trabajador, ya queel burgués se indigna contra los vagabundos (todos losque no tienen una posición estable) y su inmoralidad;el trabajador se subleva contra los holgazanes y su in-moralidad, por antisociales y explotadores. El huma-nista les responde: ¡La falta de estabilidad de la mayor

59 Edgar Bauer, (como anónimo), reseña Flora Tristán, Unionouvriére [Unión obrera], Paris, 1843, en Allgemeine Literatur Zei-tung [Revista general de literatura], número 5, p. 18.

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parte es por tu culpa, filisteo! Pero si, como proleta-rio, quieres que todos se maten trabajando, si exigesque todos lleven el yugo, es porque no has sido has-ta ahora nada más que una bestia de carga. Pretendes,en realidad, aliviar el esfuerzo mismo condenándonosa todos a trabajos forzados, pero es únicamente paraque todos dispongan de los mismos descansos. ¿Y quéharán con esos descansos? ¿Cómo se arreglará tu So-ciedad para que los descansos así conquistados seanempleados humanamente? Deberá, sí, dejarlos libra-dos al egoísmo, y todo el beneficio de tu sociedad loacaparará el egoísta. ¿Qué resultó de la liberación delhombre de todo capricho personal, esa conquista tanelogiada de la burguesía? El Estado, no pudiendo dar aesa libertad un valor humano, la tuvo que abandonara lo arbitrario.

Ciertamente, conviene que el hombre no tenga amo,pero se necesita para eso que el egoísta no se conviertaen su señor, y que él sea el señor del egoísta. Tambiénes necesario que el hombre disfrute de descansos, pe-ro si el egoísta desvía esos descansos en su provecho,estos se perderán para el hombre; así, se debe dar a losdescansos una significación humana. Pero a su traba-jo, ustedes los obreros, no se entregan sino con un finegoísta, porque quieren comer, vivir. ¿Cómo podrían

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ser menos egoístas en su descanso? Sólo trabajan por-que una vez acabada la tarea, es mejor divertirse, calle-jear; el azar decidirá sobre la forma en que ocuparánlas horas de descanso.

Pero para cerrar bien todas las puertas por dondeel egoísmo puede introducirse, habría que esforzarseen llegar al completo desinterés. Sólo el desinterés eshumano, ya que sólo el Hombre es desinteresado, entanto que el egoísta no lo es jamás.

Admitamos provisionalmente el desinterés y pre-guntemos: ¿Quieres no interesarte en nada, no entu-siasmarte por nada, ni siquiera por la libertad, la hu-manidad, etc.? ¡Oh, sí! Pero no es ese un interés egoís-ta, un bajo cálculo de interés; es un interés que no sefija ni en un individuo ni en los individuos (en todos),sino en la idea, en el Hombre.

¿Pero no observas que lo que te entusiasma no esmás que tu idea, tu idea de libertad, por ejemplo?

¿Y no notas, además, que tu pretendido desinterésno es, como el desinterés religioso, más que un inte-rés espiritual? Las necesidades del individuo te dejanfrío, pero serías capaz de exclamar abstractamente: fiatlibertas, pereat mundus. No te cuidas del mañana, tam-poco tomas seriamente los apetitos individuales, ni tu

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bienestar ni el de los demás; todo eso te importa poco,porque eres un soñador.

¿El humanitarismo será quizá bastante liberal pa-ra considerar como humano todo lo posible humana-mente? ¡Al contrario! En verdad, no alimenta contrala prostituta las mismas prevenciones morales que elfilisteo; pero «pensar que esa mujer hace de su cuerpouna máquina de ganar dinero»60, la vuelve, a sus ojos,despreciable en cuanto «ser humano». Su juicio es es-te: la prostituta no es un ser humano, o, por el hechode entregarse una mujer a la prostitución, se deshuma-niza, se destierra de la humanidad. Más aún, el judío,el cristiano, el teólogo, etc., no son Hombres; cuantomás judío, cristiano, etc. seas, más lejos estás de serHombre. Y he aquí de nuevo el postulado imperativo:¡rechaza lejos de ti todo encasillamiento, qué tu críticalo destruya! No seas ni judío ni cristiano, sé Hombre ynada más que Hombre. Afirma tu humanidad por en-cima de toda especificación restrictiva, sé por ella unhombre sin restricción, un «hombre libre»; dicho de

60 Bruno Bauer, Beraud über die Freudenmädchen [Beraud so-bre las prostitutas]; reseña, de F. F. A. Béraud, Les filies publiquesde Paris et la pólice qui les regit [Las mujeres públicas de Paris y lapolicía que las controla], Paris y Liepzig, 1839, en Allgemeine Lite-ratur Zeitung, número 5, p. 26.

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otro modo, reconoce en la humanidad la esencia deter-minante de todos tus predicados.

Respondo: Cierto, eres más que judío, más que cris-tiano, etc.; pero eres también más que Hombre. Todoeso son ideas, en tanto que tú tienes un cuerpo. ¿Pien-sas, pues, poder llegar a ser alguna vez un «hombreen sí»? ¿Piensas que nuestros descendientes no encon-trarán ya ninguna preocupación, ninguna barrera quederribar, contra las cuales nuestras fuerzas no hayanbastado? ¿O te imaginas que tus cuarenta o cincuentaaños te han llevado tan lejos, que los días que siganno tengan ya nada que cercenarte, y que eres desdeel presente un hombre? Los hombres del porvenir lu-charán todavía por muchas libertades que nosotros nosentimos siquiera que nos falten. ¿Qué haces de esalibertad futura? Si tú quisieras no estimarte en nadaantes de haberte hecho hombre, aguardarías hasta el«juicio final», hasta el día en que el hombre y la huma-nidad hayan alcanzado la perfección. Pero de aquí aentonces te habrás seguramente muerto; ¿dónde estáel premio de tu victoria?

Mejor, entonces, invertir los términos: ¡yo soy hom-bre! y no tengo que comenzar por adquirir la cualidadde hombre, porque me pertenece ya con el mismo de-recho que todos mis atributos.

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Pero, pregunta el crítico: ¿cómo uno puede ser si-multáneamente judío y hombre? Primero, responderé,uno no puede ser ni judío ni hombre, si es preciso pa-ra ello que «uno» signifique idénticamente la mismacosa que judío u hombre; porque siendo «uno» lógi-camente un nivel de abstracción superior, no se podránunca decir «uno-judío»; que Samuel sea tan judío co-mo quiera, no será nunca judío y nada más que judío,puesto que es ya por lo menos ese judío en particular.Segundo, si «ser hombre» significa no ser nada en par-ticular, siendo judío no se puede ciertamente ser hom-bre. Y tercero, y es a lo que yo quiero llegar, puedesuceder que yo sea, siendo judío, todo lo que yo puedoser. Sería difícil haber exigido a Samuel, a Moisés y aotros que se elevaran por encima del judaismo, aunquese puede decir que ellos no eran todavía «hombres».Fueron, en verdad, todo lo que podían ser. ¿Ocurre de

61 En este párrafo Stirner esta criticando la Cuestión Judía deBruno Bauer, En este libro, y frente al problema de la libertad reli-giosa de los judíos en el estado confesional cristiano de Alemania,Bauer afirma que, si bien el estado alemán no debe tomar partidopor ninguna religión, también es preciso que los judíos renunciena la suya, en tanto ser judío (o para el caso de cualquier otro cre-do) implica afirmar una particularidad (un privilegio) que impedi-ría la igualdad jurídica que se reclama.

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otro modo con los judíos de hoy? ¿Se sigue que cadauno de ellos pueda convertirse a la humanidad, de queustedes hayan descubierto la idea de la misma? Si pu-diesen no dejarían de hacerlo, y, si se abstienen, es por-que no pueden. ¿Qué les importan sus exhortacionesy esa vocación de ser Hombres que les atribuyen?61

En la sociedad humana que nos promete el humanis-ta no hay evidentemente lugar para lo que cada uno denosotros tenemos de particular y nada que sea «priva-do» tiene valor. Así se completa el ciclo del liberalismo;su buen principio es el hombre y la libertad humana,su principio malo es el egoísta y todo lo que es pri-vado; allí está su dios, aquí su diablo. De este modo,si la persona particular pierde todo valor en el Estado(nada de privilegios), y si pierde la propiedad privadaen la Sociedad de los trabajadores o Sociedad de losindigentes, sobreviene la sociedad humana, que liqui-da indistintamente todo lo particular o privado. Sóloel día en que la crítica pura haya terminado su com-plicada tarea, sabremos exactamente lo que debemosconsiderar por privado, y lo que, conciernes de nuestrainsignificancia, dejar exactamente como antes.

Ni el Estado ni la Sociedad satisfacen al liberal hu-manista; por eso, niega a ambos, bajo la condición deconservarlos. Afirma que el problema de la época no

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es político, sino social, y promete de nuevo el Estadolibre del futuro. En realidad, la Sociedad humana es ala vez Estado universal y Sociedad universal. Sólo criti-ca al Estado limitado por estar demasiado ligado a losintereses espirituales privados (por ejemplo, las con-vicciones religiosas de las personas), y a la Sociedadlimitada por preocuparse en exceso por los interesesmateriales privados. Ambos deben entregar a los par-ticulares el cuidado de los intereses privados, y convir-tiéndose en Sociedad humana, preocuparse únicamen-te por los intereses humanos generales.

Cuando los políticos trataban de suprimir la volun-tad personal (lo arbitrario), no notaron que la propie-dad le ofrecía un segundo asilo.

Cuando los socialistas, a su vez, suprimen la propie-dad, no son capaces de observar que esa propiedad seperpetúa bajo la forma de individualidad (la propiedadde uno mismo). ¿No existe otra propiedad que el dine-ro y los bienes materiales? ¿Cada uno de mis pensa-mientos, cada una de mis opiniones, no me son igual-mente propios, no son míos?

No hay otra alternativa, entonces, para el pensa-miento, que desaparecer o hacerse impersonal. La per-sona no crea opiniones, todo lo que pudiera tener co-mo propio, debe retornar a alguna cosa más general

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que ella misma: así como el Estado confiscó la volun-tad y la Sociedad acaparó la propiedad, el Hombre, asu vez, debe totalizar los pensamientos individuales yhacer de ellos el pensamiento humano, pura y univer-salmente humano.

Si se dejan subsistir las opiniones individuales, en-tonces yo tendré mi Dios (Dios no puede ser más que«mi» Dios, puesto que es mi opinión o mi fe) y si yotengo mi Dios, tendré mi fe, mi religión, mis pensa-mientos, mis ideales. Por eso tiene que surgir una fecomún a todos los hombres: el fanatismo de la libertad.Y porque ésta será una fe acorde a la esencia humanay, en tanto sólo el Hombre es razonable (cada uno denosotros como individuos podemos ser muy poco ra-zonables), entonces también será una fe razonable.

Una vez reducidas a la impotencia la voluntad y lapropiedad privadas, es preciso, ante todo, domar el in-dividualismo, o el egoísmo.

Tras esa victoria fundamental, la etapa suprema enla evolución del hombre libre, se desmoronarán los fi-nes de orden inferior, tales como el bienestar socialde los socialistas, etc., ante la sublime idea de la Hu-manidad. Todo lo que no es umversalmente Humano,constituye algo separado que no satisface más que aalgunos o a uno solo, y que, si satisfaciera a todo el

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mundo, no satisfacería a todos ellos sino en tanto queindividuos y no en tanto que hombres; dicho de otromodo: todo lo que no es Humanidad es egoísmo.

El bienestar es todavía el fin supremo de los socialis-tas, como la libre competencia y la adulación, eran elfin supremo de los liberales políticos. Ahora tambiénes uno libre de vivir bien y de hacer para ello lo necesa-rio, lo mismo que se permitía entrar en la competenciaa quien lo desee.

Pero para tomar parte en la competencia bastaba serciudadano, y para tener parte en el bienestar social, espreciso ser trabajador. Ciudadano y trabajador no sontodavía, ni uno ni otro, idénticos al Hombre. ¡El hom-bre no llega al verdadero bien sino cuando es tambiénespiritualmente libre! Porque el Hombre es Espíritu ypor ello todas las potencias extrañas a él, al Espíritu, to-das las potencias sobrehumanas, divinas, inhumanas,deben ser destruidas, y el nombre de Hombre debe ele-varse radiante por encima de todos los nombres.

Así, la época moderna (época de los modernos) aca-ba por volver a su punto de partida, y convierte de nue-vo la libertad espiritual en su principio y su fin.62

62 Cfr. «Los modernos» en página 33.

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El liberal humanista, dirigiéndose particularmenteal comunista, le dice: Si la sociedad te prescribe unaactividad, esta actividad está libre de la influencia delos individuos, es decir, de los egoístas; sin embargo,ella no es aún una actividad puramente humana, nite convierte en un órgano de la Humanidad. ¿Qué es-pecie de actividad te exige la sociedad? Sólo el azarde las circunstancias lo decidirá; podría emplearte enconstruir un templo o algo semejante. Si no lo hiciese,podrías por tu propio impulso dedicarte a una tontería,o dicho de otro modo, a algo no humano. Más aún, sitrabajas es únicamente para satisfacer tus necesidadesy, en suma, para vivir por el amor de tu querida vida,y en modo alguno por la mayor gloria de la humani-dad. ¿Qué se necesita, pues, para poder presumir deuna actividad verdaderamente libre? Se necesita quete liberes de todas las necesidades, que te eximas detodo lo que no es humano, sino egoísta (relativo al in-dividuo y no al Hombre que el individuo encarna), espreciso que te despojes de todas las ideas cuya falsedadobscurece al Hombre o a la idea de Humanidad. En su-ma, es preciso que no solamente seas libre de actuar,sino que, además, el contenido de tu actividad sea ex-clusivamente humano, y no trabajes ni vivas más quepara la Humanidad. Pero este no será el caso mientras

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tus esfuerzos no tiendan hacia otro objeto que el bien-estar, la prosperidad tuya y de todos: lo que haces portu sociedad de indigentes, no es nada para la sociedadHumana.

El trabajo sólo no basta para convertirte en un hom-bre, porque el trabajo es algo formal y su contenidoestá sujeto a las circunstancias; lo que hay que saberes en qué te convierte el trabajo. Se puede trabajar per-fectamente impulsado por necesidades egoístas (mate-riales), nadamás que para asegurarse el vivir, etc., peroel trabajo debe ser guiado por la Humanidad, tiene quetender al bien de la Humanidad, ser provechoso parasu evolución histórica. En suma, el trabajo debe ser hu-mano. Eso supone dos cosas: primero, que sea útil a laHumanidad y segundo, que sea la obra de un Hombre.La primera de estas dos condiciones puede cumplirseen todo trabajo, sea el que fuere, porque las obras dela Naturaleza misma, los animales, por ejemplo, sonutilizadas por la Humanidad y sirven para las inves-tigaciones científicas, etc., pero la segunda condiciónimplica que el trabajador conozca el objeto humanode su labor. Pero no puede hacerlo sino cuando se sa-be hombre. ¿Y quién le mostrará su dignidad humana?— La conciencia de sí.

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Por cierto, se ha conseguido mucho si se deja de es-tar encadenado a un fragmento del trabajo, pero no seabarca más que con la vista el conjunto de la tarea, y laconciencia de la obra que se ha adquirido está aúnmuylejos de la conciencia de sí, de la conciencia del verda-dero yo o de tu esencia, del Hombre. El trabajador sien-te, entonces, la necesidad de una conciencia superiorque le falta, y de esta necesidad que no puede satisfacerpor la práctica de su oficio, busca la satisfacción fuerade las horas de trabajo, durante sus descansos. Así, elrecreo, el asueto, siguen siendo el complemento nece-sario de su trabajo; se ve forzado a considerar comohumanos, a la vez el trabajo y la haraganería, y auna dar la primacía al perezoso, al que descansa. No tra-baja más que para verse libre de su trabajo, no quiereliberar al trabajo más que para verse libre de él.

En suma, su trabajo no le satisface, simplemente es-tá impuesto por la Sociedad, sólo es una carga, un de-ber, una tarea. Recíprocamente, su Sociedad no lo sa-tisface porque no le suministra más que trabajo. El tra-bajo debería satisfacerle en cuanto hombre, pero, porel contrario sólo satisface a la Sociedad; la Sociedad de-bería emplearlo como hombre, pero no le emplea sinocomo un trabajador indigente o un indigente trabaja-dor.

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Trabajo y Sociedad no le resultan provechosos sinoen tanto que tiene las necesidades de un egoísta y node un hombre.

Esa es la actitud de la crítica frente al trabajo. Ellaapela al Espíritu, dirige la «lucha del Espíritu contrala masa»63 y declara que el trabajo comunista es unatarea sin ninguna huella del Espíritu.64 La masa, reaciaal trabajo, trata de hacérselo más fácil. En la literaturaque hoy es producida en masa, este horror del trabajotiene por consecuencia esa superficialidad bien cono-cida que rechaza la «fatiga de investigar».65

Por eso, el liberalismo humanista afirma: ¿Se quiereel trabajo? Perfectamente, nosotros lo queremos tam-bién, pero lo queremos completo. No buscamos un me-dio de tener descansos, sino que pretendemos encon-trar en él la plena satisfacción. Deseamos el trabajoporque él es nuestra autorrealización.

Pero, para eso, es preciso que el trabajo sea dignode este nombre. Sólo honra al hombre el trabajo hu-mano y consciente que no tiene un fin egoísta, sino

63 Bruno Bauer (como anónimo), reseña deH. F.W. Hinreichs,Politische Vor-lesungen [Lecciones políticas], t. 2, Halle, 1843, enAllgemeine Literatur-Zei-tung, número 5, p. 24.

64 Intelecto (N.R.)65 Ibidem.

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que tiene por fin al Hombre, la expansión de las ener-gías humanas, de tal modo que habría que decir: «labo-ro ergo sum», es decir, «trabajo, luego, soy» hombre.El humanista quiere el trabajo del Espíritu que elabo-ra la materia; quiere que el Espíritu no deje nada enpaz, que no repose ante nada, que analice y constante-mente ponga sobre el telar de su crítica los resultadosobtenidos. Ese Espíritu inquieto es el verdadero traba-jador; es él quien destruye las preocupaciones, quienderriba todas las barreras y las limitaciones y exalta alhombre por encima de todo lo que podría dominarlo,en tanto que el comunista, que no trabajamás que paraél, nunca libremente, sino siempre forzado por la nece-sidad, no se libera de la esclavitud del trabajo, continúasiendo un trabajador esclavo.

El trabajador, tal como lo concibe el humanista, notiene nada de egoísta, porque no produce para indivi-duos, ni para sí mismo, ni para otros; su satisfacción notiende a la satisfacción de necesidades privadas, sinoque tiene por fin la Humanidad y su progreso; no sedetiene en aliviar los sufrimientos individuales ni enpreocuparse por los deseos de cada uno; derriba lasbarreras que encierran la Humanidad, desarraiga laspreocupaciones de la época, barre los obstáculos queobstruyen el camino, devela los errores que hacen tro-

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pezar a los hombres y las verdades que descubre sonpara todos y para siempre; en resumen, vive y trabajapara la Humanidad.

En primer lugar, el que descubre una verdad impor-tante, sabe que puede ser útil a los demás hombres, ycomo ocultarla celosamente no le daría ningún bene-ficio, la da a conocer y la comparte con ellos. Pero sitiene acaso conciencia de que esa participación es apre-ciada por los demás, no es sin embargo por amor delos demás que la hizo, sino únicamente por sí mismo,por lo que ha buscado y hallado, porque el problemalo atraía y la oscuridad y el error no le habrían dejadoreposo si no hubiera desenredado el caos y descifradoel enigma de la mejor manera posible.

Trabaja, entonces, para sí mismo, para satisfacer sudeseo. Que su obra resulte útil a los demás y para laposteridad, no quita el carácter egoísta de su trabajo.66

En segundo lugar, siendo que él trabaja para sí mis-mo, ¿por qué sería humana su obra, cuando la de losdemás es inhumana, es decir, egoísta? ¿Sería porqueese libro, ese cuadro, esa sinfonía, es la obra de todo

66 Esta frase es importante para entender el sentido del egoís-mo de Stirner: no se trata de acaparar a costa de los otros, sino másbien de realizar cada uno de nuestros actos — al margen de su uti-lidad para otros — por propia voluntad (N.R.).

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su ser, porque en ella ha puesto lo mejor de él, porqueen ella se ha exteriorizado y en ella puede reconocer-se en su totalidad, mientras que la obra del artesanono refleja más que el artesano, es decir, a la habilidadprofesional y no al hombre? Por sus poemas conoce-mos completamente a Schiller, mientras que centena-res y millares de estufas nos muestran al obrero, y noal hombre.

¿Esto equivale a decir simplemente que una obramerevela todas mis posibilidades, en tanto que la otra noatestigua más que el conocimiento que tengo de mioficio? ¿No soy yo una vez más el que expreso el fru-to de mis días? ¿Y no es más egoísta hacer de su obrael pedestal sobre el que uno se expone a los ojos delmundo, sobre el cual uno se ostenta en todas las pos-turas posibles, que permanecer disimulado detrás deella? ¡Se me dirá que de este modo se expone al Hom-bre! Pero ese hombre que nos muestran no es más queun individuo particular: no nos muestran más que a símismos, y si algo los distingue del artesano, es que ésteno sabe expresarse así, comprimirse en una sola y úni-ca obra, sino que necesita, para ser reconocido como élmismo, ser considerado bajo todos los demás aspectosque constituyen su vida; y, además, que el deseo, paracuya satisfacción nació su obra era teórico.

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Me contestarán que se está revelando un hombremuy distinto, un hombre más digno, más elevado, másgrande, en una palabra, más Hombre que tal o cualotro. Bueno; asumo que ustedes realizan todas las po-sibilidades humanas, que han llegado adonde ningúnotro puede llegar. ¿En qué consiste su grandeza? Pre-cisamente en que son más que otros hombres (que lamasa), más que los hombres ordinarios, lo que los hacegrandes es su elevación por encima de los hombres. Sise distinguen entre ellos, no es de ningúnmodo por serhombres, sino por ser hombres únicos. Su obra atesti-gua, de acuerdo, de lo que un hombre es capaz, pero delhecho que ustedes, que son hombres, la hayan realiza-do, no se deduce que todos los hombres puedan hacerotro tanto. Sólo porque son únicos, individuos, pudie-ron hacerla, y en eso son únicos.

No es el Hombre quien hace su grandeza, son uste-des quienes la hacen, porque son más que un hombrey más poderosos que otros hombres.

Uno cree que no puede ser más que hombre. Ser me-nos que hombre sería, sin embargo, mucho más difícil.

Uno se imagina, además, que todo lo que se hacebueno, bello, notable, honra al Hombre. Pero yo soyhombre de la misma manera que Schiller era suavo,Kant prusiano y Gustavo Adolfo miope, y mis méritos

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y los suyos hacen de nosotros un hombre, un suavo, unprusiano y un miope distinguidos. Todos esos califica-tivos valen, en el fondo, lo que el bastón de Federicoel Grande, que no fue célebre sino porque Federico lofue.

Al antiguo «ríndase homenaje a Dios», correspondeel moderno «ríndase homenaje al Hombre». Pero yopretendo guardarme mis homenajes para mí.

Cuando la crítica exhorta a los hombres a ser huma-nos, formula la condición indispensable de la sociabi-lidad porque sólo en tanto que Hombre se puede viviren sociedad con otros hombres. Ella muestra así su finsocial, la fundación de la sociedad humana.

La crítica es, indudablemente, la teoría social másperfecta porque quita y reduce todo lo que separa alhombre: todos los privilegios, e incluso el privilegiode la fe. Ella ha acabado de purificar y ha sistematiza-do el verdadero principio social, el principio de amordel cristianismo, y ella es la que habrá hecho la últi-ma tentativa posible para despojar a los hombres desu exclusivismo y de su radical enemistad, luchandocuerpo a cuerpo con el egoísmo bajo su forma más pri-mitiva y, por consiguiente, más dura: la unicidad o elexclusivismo.

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¿Cómo podrán vivir una vida verdaderamente so-cial existiendo en ustedes la menor huella de exclusi-vismo?

Yo pregunto, inversamente: ¿Cómo podrán ser ver-daderamente únicos, si en ustedes existe la menor hue-lla de dependencia, la menor cosa que no sea Ustedesy nada más que Ustedes? ¡Mientras permanezcan en-cadenados unos a otros, no se podrá hablar de Ustedesen singular, mientras los una un lazo, seguirán siendoun plural; de ustedes doce hacen la docena, mil formanun pueblo y algunos millones la Humanidad!

¡Sólo si son humanos podrán relacionarse los unoscon los otros como Hombres, de la misma manera quesólo se podrán comprender como patriotas si son pa-triotas!

Sea, pero yo respondo: Sólo si son únicos podránrelacionarse los unos con los otros como lo que sonUstedes mismos.

El crítico más radical es precisamente al que hieremás cruelmente la maldición que pesa sobre su princi-pio. A medida que se despoja de un exclusivismo trasotro y que sacude sucesivamente su celo religioso, supatriotismo, etc., desata un lazo tras otro y se separade los devotos, de los patriotas, etcétera, a tal punto,que, finalmente, desplomándose todos los lazos, se en-

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cuentra sólo. Está forzado a rechazar todo lo que tienealgo de exclusivo o de privado, pero, ¿qué puede ser,en definitiva, más exclusivo que la exclusiva, la únicapersona misma?

¿Piensa, tal vez, que sería mejor que todos se hicie-sen «hombres» y abandonasen su exclusivismo? Pero«todos» no significa precisamente más que «cada indi-viduo»; de suerte que la contradicción queda tan pun-zante como anteriormente, porque cada «individuo»es el mismo exclusivismo. Como el humanitario no de-ja ya al individuo nada privado ni exclusivo, ni pensa-mientos privados ni necedad privada, acaba por dejar-lo completamente desnudo, porque su odio absolutoy fanático de lo privado no permite respecto a él nin-guna tolerancia, siendo todo lo privado esencialmenteinhumano. El humanitario es, sin embargo, impotentepara destruir la dura corteza de la personalidad; poreso está obligado a contentarse con declarar que esapersona es una «persona privada» y resignarse a en-tregarle todo el dominio de lo privado.

¿Qué hará la sociedad si no se inquieta ya por nadaprivado? ¿Va a hacer lo privado imposible? No; pero«lo subordinará a los intereses de la sociedad y permi-tirá, por ejemplo, a las voluntades individuales otor-garse tantos días de licencia como tengan a bien, con

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tal que esas voluntades individuales no se pongan encontradicción con el interés general».67 Todo lo pri-vado será abandonado así mismo: no presenta ningúninterés para la sociedad.

La irreductible oposición hecha a la Ciencia por laIglesia y la religiosidad, prueba que son (lo que hansido siempre, sea cualquiera la ilusión que haya podi-do tenerse respecto a ellas, en tanto que pasaron porla base y el fundamento del Estado)… un puro asuntoprivado. Aún en tiempos pasados, sí estuvieron estre-chamente unidas al Estado y si el estado fue cristiano,esa unión probó simplemente que el Estado no habíadesarrollado aún su idea política general y no recono-cía otro derecho que derechos privados… ellas mostra-ron de un modo irrecusable que el Estado era asuntoprivado y no se ocupaba más que en asuntos privados.Si el Estado tiene al fin el valor y la fuerza de rom-per con el pasado y de cumplir su misión universal, sillega a reponer en su lugar los intereses particularesy los asuntos privados… la religión y la Iglesia seránlibres como nunca lo han sido. Ellas quedarán abando-nadas a sí mismas al mismo nivel que los más puros

67 Bruno Bauer, Judenfrage [La cuestión judía], Braunsch-weig, 1843, p. 66.

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asuntos privados y que la satisfacción de las necesida-des estrictamente personales; y cada individuo, cadacomunidad o comunión de fieles podrá trabajar por lasalvación de su alma como le plazca y en la forma quele parezca más eficaz; cada cual proveerá a su felicidadsegún sienta personalmente la necesidad, y escogerá ysostendrá económicamente para velar sobre su alma aaquel que le parezca ofrecer más garantías de éxito. Yla Ciencia, en fin, estará fuera del juego».68

¿Qué sucederá? ¿La vida social va a acabar, pues, ytoda sociabilidad, toda fraternidad, todo lo que ha sidoedificado sobre el principio de amor y de sociedad vaa desplomarse?

¡Como si uno no debiese siempre fatalmente buscara otro porque tiene necesidad de él; como si otro nopudiese siempre ofrecerse a uno porque de él tiene ne-cesidad! El cambio consiste en lo siguiente: en adelanteel individuo se unirá realmente al individuo, en tantoque antes estaba atado con él. El padre y el hijo, a quie-nes un lazo encadena uno a otro hasta la mayoría deedad de este último, pueden en lo sucesivo continuar

68 Bruno Bauer, Die gute Sache der Freiheit und meine Angele-genheit [La buena causa de la libertad y mi causa], Zurich y Win-terthur, 1842, p. 62-63.

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haciendo espontáneamente su camino juntos; antes deque el hijo sea mayor dependen uno de otro en cuan-to miembros de la familia; después se unen en cuantoegoístas; el uno queda hijo, el otro padre, pero ya noestán unidos uno a otro como hijo y padre.

El último privilegio es, en verdad, el «Hombre», ytodos tienen ese privilegio, todos gozan de él. Porque,como dice el mismo Bruno Bauer: «el privilegio subsis-te hasta el momento en que todos participan de él».69

Resumamos, pues, las etapas recorridas por el libe-ralismo:Primero. El individuo no es el Hombre; así es que la

personalidad individual no tiene ningún valor, luego:nada de voluntad personal, nada de arbitrario, nada deórdenes ni de mandatos.Segundo. El individuo no tiene nada de humano; así

es que ni lo mío ni lo tuyo ni la propiedad tienen nin-gún fundamento en la realidad.Tercero. Puesto que el individuo no es Hombre y

no tiene nada de humano, no debe ser absolutamentenada; es un egoísta, y la crítica debe suprimirle a él y a

69 Bruno Bauer, Die Judenfrage, p. 60.

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su egoísmo para dejar sitio al Hombre «que acaba deser descubierto».70

Pero, si el individuo no es Hombre, el Hombre, sinembargo, está en potencia en el individuo, y tiene eneste último la existencia virtual que allí tienen todofantasma y toda divinidad. Así el liberalismo políticootorga al individuo todo lo que le corresponde en cuan-to ha «nacido hombre», es decir, libertad de concien-cia, derecho de propiedad, etcétera; en una palabra, to-do lo que se engloba bajo el nombre de «derechos delhombre». El Socialismo a su vez otorga al individuo to-do lo que le corresponde en cuanto obra como hombre,es decir, en cuanto «trabaja». Viene, en fin, el libera-lismo humanitario, que recompensa al individuo contodo lo que tiene en cuanto Hombre, es decir, con to-do lo que pertenece a la humanidad. Consecuencia: elúnico no tiene nada, la humanidad lo tiene todo; de ahíla evidente y absoluta necesidad de ese «renacimien-to» que predica el Cristianismo: ¡Conviértete en unanueva criatura, hazte «Hombre!»

¿Todo eso no hace pensar en el Padre Nuestro? Esal Hombre a quien pertenece el Poder (la fuerza, dy-nantis), y por eso ningún individuo puede ser señor;

70 Cfr. Cita de Feuerbach, en «El Hombre», página 17

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es el Hombre el señor de los individuos. Es al Hom-bre a quien pertenece la realeza, es decir, el mundo,y por eso el individuo no puede ser propietario: es elHombre, es el «todos» quien posee el mundo comouna propiedad. En fin, al Hombre pertenece la gloria,la glorificación (doxa); por que el Hombre, es decir, lahumanidad, es el objeto del individuo, objeto por elcual trabaja, por el cual piensa y vive, para cuya glori-ficación debe hacerse «Hombre».

Hasta el presente, los hombres han tratado siemprede descubrir una forma social en la que sus antiguasdesigualdades no fuesen ya esenciales. El objeto desus esfuerzos fue una nivelación y con ella la igual-dad. Esa pretensión de poner tantas cabezas bajo unmismo sombrero significaba nadamenos que esto: bus-caban un Señor, un lazo, una fe (todos creemos en unúnico Dios). Si alguna cosa es común a los hombres eigual en todos, es ciertamente el Hombre, y gracias aesa comunidad, la necesidad de amor ha encontradosu satisfacción: ella no descansó hasta que hubo reali-zado esa última nivelación, allanado toda desigualdady echado al hombre en los brazos del hombre. Pero esjustamente ese lazo de unión lo que hace la rupturay el antagonismo más escandaloso; una sociedad limi-tada ponía en riña al francés y el alemán, al cristiano

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y el mahometano, etc., en tanto que ahora el Hombrese opone a los hombres, o, puesto que los hombres noson el Hombre, al no hombre.

A la proposición «Dios se ha hecho hombre», suce-de ahora esta otra: «el Hombre se ha hecho Yo». Heaquí el Yo humano. Pero decimos, por el contrario: Yono he podido encontrarme en tanto que me he busca-do como Hombre. Si el Hombre intenta llegar a ser Yoy alcanzar una corporeidad en Mí, Yo noto que, en su-ma, todo depende de Mí, y que sin Mí el Hombre estáperdido. Yo no puedo, sin embargo, sacrificarme sobreel altar de ese santo de los santos, y en adelante no mepreguntaré ya si mis actos son de un Hombre o de unno hombre. ¡Que ese Espíritu me deje en paz!

El liberalismo humanitario es radical: cuando quie-ras, no importa bajo qué punto de vista, ser o tener al-guna cosa particular, cuando pretendas la menor ven-taja que no tienen los demás y quieras autorizarte conun derecho que no es uno de los «derechos generalesde la humanidad», entonces eres un egoísta.

Sea; yo no pretendo tener o ser nada particular queme haga pasar antes que los demás, no quiero benefi-ciarme a sus expensas con ningún privilegio; pero Yono me mido por los demás, y no quiero tampoco nin-guna clase de derecho. Yo quiero ser todo lo que puedo

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ser, tener todo lo que puedo tener. Que los otros seano tengan algo análogo, ¿qué me importa? No puedentener lo que Yo tengo, ser el que Yo soy. Yo no los per-judico, como tampoco perjudico a la roca teniendo so-bre ella el privilegio del movimiento. Si ella pudieratenerlo, lo tendría.

¡No agraviar a los demás hombres! De ahí se deri-van la necesidad de no poseer ningún privilegio, derenunciar a toda ventaja y la más rigurosa doctrina derenuncia. Uno no debe considerarse como algo espe-cial, por ejemplo, como judío o como cristiano. ¡Muybien, Yo tampoco me tengo por alguna cosa particu-lar! ¡Me tengo por único! Tengo, sí, alguna analogíacon los demás, pero eso no tiene importancia más quepara la comparación y la reflexión; de hecho, soy in-comparable, único. Mi carne no es su carne, mi Espíri-tu no es su Espíritu. Aunque ustedes los coloquen encategorías generales: la carne, el Espíritu, éstos son suspensamientos, que no son ni Mi carne ni Mi espíritu,y de ningún modo pueden pretender dirigirme.

Yo no quiero respetar en el otro nada, ni al propieta-rio, ni al indigente, ni siquiera al Hombre, pero quieroutilizarlo. Yo aprecio el que la sal le dé mas gusto a misalimentos, así es que no dejo de usarla; reconozco enel pescado a un alimento que me conviene y lo como;

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he descubierto en el otro el don de iluminar y de ame-nizar Mi vida y he hecho de él mi compañero. Pudieraser también que Yo estudiase la cristalización de la sal,la animalidad en el pescado y la humanidad en el otro,pero ese no es jamás, a mis ojos, más que lo que es pa-ra Mí, es decir, mi objeto, y en tanto que Mi objeto, esMi propiedad.

El liberalismo humanista es el apogeo de la indigen-cia. Debemos empezar por descender hasta el últimoescalón de la desnudez y de la indigencia, si queremosllegar a la individualidad. Pero, ¿hay algo más misera-ble que el Hombre completamente desnudo?

Es más que indigencia, despojarse incluso del Hom-bre, al sentir que él también Me es extraño y que nodebo configurarme a su imagen. Pero ya no es meraindigencia: desprendidos sus últimos harapos, al ende-rezarse el indigente en su desnudez, despojado de todacubierta extraña, encuentra que ha rechazado inclusosu indigencia y por ello deja de ser un indigente.

Ya no soy un indigente, pero lo fui.Si hasta ahora no ha llegado a entenderse esto es

porque toda la batalla se ha dado entre los partidariosde una «libertad» muymesurada y los que quieren «laplenitud» de la libertad, es decir, entre los moderadosy los inmoderados. Todo depende de la respuesta que

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se dé a la cuestión. ¿Cómo y hasta qué punto debe serlibre el hombre? Que el hombre debe ser libre, todoslo piensan, y así, todos son liberales. ¿Pero a ese no-hombre que se esconde en el fondo de cada individuo,qué barrera oponerle? ¿Cómo actuar para libertar alhombre, sin poner al mismo tiempo al no-hombre enlibertad?

El liberalismo, cualquiera que sea su matiz, tiene unenemigo mortal que le es tan irreductiblemente opues-to, como el diablo lo es a Dios: siempre al lado del hom-bre se levanta el no-hombre, y el egoísta al lado del in-dividuo. Estado, sociedad, humanidad, nada consiguedesalojar a ese diablo de sus posiciones.

El liberalismo humanitario ha tomado por tarea pro-bar a los demás liberales que no tienen aún la menoridea de lo que es querer la «libertad».

Los demás liberales no advertían más que el egoís-mo individual, y el más grave se les escapaba; el libe-ralismo radical dirige sus baterías contra el egoísmode masas, y arroja a las masas a todos aquellos que no

71 Bruno Bauer (como anónimo), reseña de H. F. W. Hin-reichs, Politische Vorlesungen, en Allgemeine Literatur-Zeitung, nú-mero 5, pp. 23-25. Además ver Konrad Melchior Hirzel, Korres-pondenz aus Zürich [Correspondencia de Zurich], en AllgemeineLiteratur-Zeitung, número 5, pp. 11-15.

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abrazan como su propia causa la causa de la libertad;de ahí la oposición hoy completa y la hostilidad impla-cable entre el hombre y el no-hombre, representadosel primero por la «critica» y el otro por la «masa»71, oen el terreno de la teoría, el primero por lo que se lla-mará la «crítica libre y humana» (p. 114), y el otro porlas criticas superficiales y groseras, como por ejemplo,la crítica religiosa.

La crítica proclama su firme esperanza de vencer ala «masa» y de darle un «certificado de indigencia».72Pretende acabar por tener razón y por rebajar todaslas discusiones de los «tibios y de los tímidos», a noser más que un berrinche egoísta, una querella misera-ble y mezquina. Y de hecho, toda disputa va a perdersu importancia, las mezquinas disputas van a ser olvi-dadas, porque un enemigo común se adelanta, y esteenemigo es la crítica, « ¡Todos cuantos son, no sonmasque egoístas, y el uno no vale más que el otro!» Y heahí a todos los egoístas ligados contra la crítica.

¿Los egoístas? ¿Son verdaderamente los egoístas?No: si se sublevan contra la crítica, es precisamenteporque ella los acusa de egoísmo, y ellos niegan la acu-sación. Así, la crítica y la masa tienen la misma base

72 Konrad Melchior Hirzel, op. cit.

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de operaciones: las dos combaten el egoísmo, reniegande él, y de él se acusan mutuamente.

La crítica y la masa persiguen el mismo objeto, libe-ración frente al egoísmo, y no disputan más que porsaber cuál de las dos se acerca más a ese objeto o cuállo alcanza.

Judíos, cristianos, absolutistas, hombres de las ti-nieblas y hombres de la luz, políticos, comunistas, to-dos se defienden enérgicamente contra el reproche delegoísmo; y cuando la crítica los acusa de ello rotunda-mente y sinmiramientos, todos se exculpan de esa acu-sación guerreando contra el egoísmo, el mismo enemi-go al que la crítica hace la guerra.

Todos son enemigos de los egoístas, tanto la masacomo la critica, y tanto una como otra se esfuerzan enrechazar el egoísmo, ya sea pretendiéndose blancas co-mo la nieve, ya sea ennegreciendo a la parte contraria.

El crítico es el verdadero líder73 de la masa; él su-ministra del egoísmo «una definición sencilla y las pa-labras para expresarla», en tanto que los antiguos lí-deres, aquellos a quienes la Gaceta Literaria (vol. V,p. 24), rehúsa la esperanza de triunfar jamás, no eranmás que intérpretes de ocasión, aprendices. El crítico

73 Wortherfiihrer (N.R.).

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es el príncipe y el conductor de la masa en la guerrahecha al egoísmo en nombre de la libertad. Lo que elcrítico combate, la masa lo combate igualmente. Peroes al mismo tiempo el enemigo de la masa, no porquela quiera mal, sino que es para ella el enemigo bien in-tencionado, que sigue a los miedosos, látigo en mano,para obligarlos a mostrar que tienen valor.

Así toda la oposición entre la crítica y la masa sereduce a la siguiente discusión: «¡Ustedes son egoís-tas! — ¡No, no lo somos! — ¡Se los voy a probar! — ¡Nopuedes condenarnos sin oírnos!».

Tomemos, entonces, a unos y a otros por lo que pre-tenden ser, por no egoístas, y por lo que se creen mu-tuamente, por egoístas: son egoístas y no lo son.

La crítica afirma correctamente: debes liberar tancompletamente tu yo de toda limitación para que lle-gue a ser un yo humano. Pero yo digo: libérate cuantopuedas; derriba tus barreras y habrás hecho tu parte,porque no corresponde a cada uno por separado derri-bar todas; o más explícitamente: lo que es una barrerapara uno no lo es para el otro: no te estrelles, entonces,contra las de los demás, basta con que derribes las tu-yas. ¿Quién ha tenido jamás la dicha de alejar el menorlimite, de alzar el menor obstáculo que fuese una ba-rrera para todos los hombres? ¿Acaso no hay innume-

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rables personas corriendo, hoy como ayer, luchandocontra los «límites de la humanidad»? El que derribauna de sus barreras, puede con ello haber mostrado alos demás el camino y el procedimiento que hay queseguir; pero el derribar las barreras de ellos mismos,sigue siendo asunto suyo. Nadie, por otra parte, haceotra cosa. Exhortar a las personas a ser integralmentehombres, viene a ser exigir de ellas que abatan todaslas barreras humanas. Pues eso es imposible, porqueel Hombre no tiene barreras ni límites; yo las tengo escierto, pero ésas, las mías, me conciernen, y ellas sólopueden ser derribadas por mí. Yo no puedo ser un yohumano, porque soy yo, y no puramente hombre.

¡Pero examinemos una vezmás si en lo que nos ense-ña la crítica no podemos descubrir nada con lo que po-damos acordar! Yo no soy libre en tanto que nome des-pojo de todo interés, y yo no soy hombre en tanto queno soy desinteresado. Sea; pero me importa, en suma,bastante poco, ser hombre y ser libre, pero me importamucho no dejar escapar, sin aprovecharla, una ocasiónde afirmarme y de hacerme valer. De esas ocasiones, elcrítico me suministra una al enseñarme que, cuandoalguna idea se instala en mí y se hace indesarraigable,yo me convierto en su prisionero y el servidor de esacosa, o, dicho de otro modo, su poseído. Todo interés,

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por lo que sea, hace de mí, cuando no sé desprendermede él, su esclavo, y no es ya mi propiedad; yo soy la su-ya.74 La crítica nos invita a ello; no dejemos anclarse,hacerse estable, ninguna parte de nuestra propiedad yestaremos bien cuando las hayamos disuelto.

Si la crítica dice: «¡Tú no eres hombre si no criticas,analizas y disuelves sin reposo ni tregua!» Nosotrosdecimos: yo soy hombre sin eso, y, lo que es más, soy«yo». Así, no quiero tomarme otro cuidado que el deasegurarme mi propiedad; y para asegurármela bien,la doblego constantemente, suprimo en ella toda pre-tensión de independencia, y me la apropio antes quetenga el tiempo de cristalizarse y convertirse en «ideafija» o «manía».

Y si actúo así, no es porque la «humanidad me con-vida a obrar así» y me lo impone como un deber, sinoporque me decido a ello yo mismo. No me afirmo paraderribar todo lo que teóricamente es posible para unhombre derribar. Por ejemplo: mientras no tengo aún

74 Este es el sentido en que Stirner utiliza el término propie-dad. A partir de la distinción entre inmanente (propio o interno)y trascendente (ajeno o exterior), que luego retomará Bakunin, el«único» pretende ser dueño de sí mismo en tanto tiene que obede-cer ningún mandato extraño. Es propietario porque no es propie-dad de nada ni de nadie (N.R.).

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diez años no critico lo absurdo de los diez mandamien-tos; ¿soy por eso menos hombre? ¡Si es justamente alno criticarlos que actúo humanamente! En suma: notengo vocación y no sigo ninguna, ni siquiera la de serhombre.

¿Es decir que rehúso los beneficios alcanzados enlas diferentes direcciones por los esfuerzos del libera-lismo? ¡Oh, no! Evitemos desperdiciar nada de lo queestá adquirido. Pero ahora, que gracias al liberalismose ve al «Hombre» liberado, vuelvo los ojos hacia mimismo y lo proclamo abiertamente: lo que el hombrese da aires de haber ganado, soy «yo» y sólo yo quienlo he ganado.

El hombre es libre cuando el Hombre es para el hom-bre el ser supremo. Se necesita, pues, para que la obradel liberalismo sea completa y acabada, que todo otroser supremo sea aniquilado, que la Teología sea des-tronada por la Antropología, que uno se burle de Diosy de la Providencia, y que el «ateismo se haga univer-sal».

La última pérdida que puede tener el egoísmo de lapropiedad es que hasta «mi Dios» llegue a no tener yaningún sentido, porque Dios no existe más que si tomaa pecho la salvación del individuo, como éste busca enél su salvación.

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El liberalismo político abolió la desigualdad del se-ñor y del servidor, e hizo al hombre sin señor, anárqui-co. El señor, separado del individuo, del egoísta, vinoa ser un fantasma: la ley o el Estado. — El liberalismosocial, a su vez, suprimió la desigualdad resultante dela posesión, la desigualdad del rico y del pobre, e hizoal hombre sin bienes o sin propiedad. La propiedad re-tirada al individuo pasó al fantasma: la Sociedad. — Enfin, el liberalismo humano o humanitario hace al hom-bre sin Dios, ateo: el Dios del individuo, «mi Dios»,debe, pues, desaparecer. ¿Adonde nos lleva eso? La su-presión del poder personal acarrea, necesariamente, lasupresión de la servidumbre; la supresión de la propie-dad acarrea la supresión de la necesidad, y la supresióndel Dios implica la supresión de las preocupaciones,porque, con el señor depuesto, se van los servidores;la propiedad se lleva consigo los cuidados que exigía,y el Dios que vacila y se abate como un árbol viejo,arranca del suelo sus raíces, las preocupaciones. Peroaguardemos el fin: si el señor resucita bajo la formadel Estado, el servidor reaparece: es el ciudadano, elesclavo de la ley, etc. — Los bienes se convierten enpropiedad de la Sociedad, y la molestia, el cuidado, re-nacen llamándose ahora trabajo. — En fin, habiéndoseDios convertido en el Hombre, es una preocupación

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que se levanta y la aurora de una nueva fe: la fe en lahumanidad y la libertad. Al Dios del individuo sucedeel Dios de todos «el Hombre»: «¡El grado supremo alque podemos aspirar es al deHombre!» Pero como nin-guno puede realizar completamente la idea deHombre,el Hombre sigue siendo para el individuo un más allásublime, un ser supremo inaccesible, un Dios. Además,éste es el «verdadero Dios», porque nos resulta perfec-tamente adecuado, siendo propiamente «nosotros mis-mos»; nosotros mismos, pero separado de nosotros yelevado por encima de nosotros.

Post-scriptum

Las observaciones que previas sobre la «libre críti-ca humana» y las que tendré todavía que hacer en losucesivo sobre los escritos de tendencia paralela, hansido anotadas día por día a medida que aparecían loslibros a que se refieren; yo, no he hecho aquí más queunir los fragmentos que yame habían sugeridomis lec-turas. Pero la crítica progresa incansablemente, y cadadía da nuevos pasos adelante; así, que es necesario hoy,que he escrito la palabra «fin» al término de mi libro,

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echar una ojeada hacia atrás e intercalar aquí algunasobservaciones en forma de post-scriptum.

Tengo ante mí el octavo y último cuaderno apareci-do de la Revista general de literatura75 de Bruno Bauer.

Nuevamente aparecen los «intereses generales de laSociedad» por encima de todo. Pero la crítica se ha re-flexionado y da a esta «Sociedad» un significado nue-vo, por el cual se separa radicalmente del «Estado»,con el que había quedado — hasta el presente — máso menos confundida. A éste, celebrado antes bajo elnombre de «Estado libre», se lo ha abandonado consi-derándolo como radicalmente incapaz de llenar el pa-pel de «Sociedad humana». «En 1842 la crítica se viomomentáneamente obligada a identificar los intereseshumanos y los intereses políticos», pero advirtió des-pués que el Estado, aun bajo la forma de «Estado libre»,no es la Sociedad humana, o para hablar su lengua queel pueblo no es «el Hombre». La hemos visto acabarcon la Teología al probar claramente que Dios sucum-be ante el Hombre; la vemos ahora arrojar por la bordala política, y demostrar que ante el Hombre pueblos y

75 Bruno Bauer (como anónimo), Was ist jetzt der Gegens-tand der Kritik? [¿Cuál es el objeto de la crítica?] , en AllgemeineLiteratur-Zeitung, número 8, pp. 18-26.

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nacionalidades se desvanecen; y hoy, que ha roto conla Iglesia y el Estado declarándolos a los dos inhuma-nos, no tardaremos en verla asegurando que al ladodel Hombre, la «masa», que ella misma llama un «serespiritual», no tiene valor; y este nuevo divorcio noserá para sorprendernos, porque ya podemos entreverlos síntomas precursores de esta evolución. ¿Cómo, enefecto, «seres espirituales» de rango inferior podríansostenerse ante el Espíritu supremo? «El Hombre de-rriba de su pedestal a los ídolos falsos».

Lo que la critica se propone por el momento, es elestudio de la «masa» que planta enfrente del «Hom-bre» para combatirla en nombre de este último. ¿Cuáles actualmente el objeto de la crítica? — ¡La masa, unser espiritual! La crítica «aprenderá a conocerla» y des-cubrirá que está en contradicción con el Hombre; de-mostrará que la masa es inhumana, y esto no le costarámás trabajo que le ha costado demostrar que lo divinoy lo nacional, o en otros términos, la Iglesia y el Estado,eran la negación misma de la humanidad.

Se define a lamasa diciendo que «es el productomásimportante y más significativo de la Revolución; es lamuchedumbre engañada, a la que las ilusiones de laIlustración política, y sobre todo de la Ilustración delsiglo XVIII, no han conducido más que a un infinito

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malestar». La Revolución, por sus resultados, ha satis-fecho a unos, y dejado a otros descontentos. La partesatisfecha es la clase media (burgueses, filisteos, etc.);la no satisfecha es la masa. Y si es así, ¿no forma elcrítico mismo parte de la masa?

Pero los no satisfechos tantean todavía en plena os-curidad, y su desagrado se traduce por un «infinitoma-lestar». De esos es de quienes el crítico, no menos des-contento, quiere ahora hacerse dueño; todo lo que pue-de ambicionar y todo lo que puede alcanzar es sacar aese «ser espiritual», que es la masa, de su mal humor,y elevarla, es decir, guiarlos adecuadamente hacia esosresultados de la Revolución que deben ser superados;puede ponerse a la cabeza de la masa, ser su intérpretepor excelencia. Por eso quiere «abolir el abismo que losepara de la multitud». Se distingue de los que «pre-tenden elevar a las clases inferiores del pueblo», enque debe apaciguar no solamente los rencores de ellas,sino los de él mismo.

Sin embargo, el instinto no lo engaña cuando tie-ne a la masa por «naturalmente opuesta a la teoría» ycuando prevé que «cuanta más amplitud tome esa teo-ría, más compacta se hará la masa». Porque el críticono puede, con su hipótesis del Hombre, ni ilustrar nisatisfacer a la masa. Si enfrente de la burguesía no es

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ya más que una «capa social inferior», será una masapolíticamente sin valor enfrente del Hombre, con ma-yor razón, no va a ser más que una simple «masa» oun rebaño de no-hombres.

El crítico llega a negar toda humanidad; partiendode la hipótesis de que lo humano es lo verdadero, sevuelve él mismo contra esa hipótesis disputando el ca-rácter de humanidad a todo aquello a lo que entoncesse había otorgado. Llega simplemente a probar que lohumano no tiene existencia más que en su cabeza, entanto que lo inhumano está por todos partes. Lo inhu-mano es lo real, lo existente por todas partes; esforzán-dose en demostrar que no es «humano», el crítico nohace mas que formular explícitamente la tautología deque lo inhumano no es humano.

¿Pero que sucederá cuando lo inhumano haya vuel-to resueltamente la espalda a sí mismo, y al mismotiempo abandone al crítico que lo hostiga, dejándolosólo y sin haberse dejado conmover por sus objecio-nes? Tú me llamas inhumano, podría decirle, e inhu-mano soy, en efecto, para ti; pero no lo soy sino porquetú me opones a lo humano; es decir, mientras Yo medeje llevar hipnotizado hacia tu oposición. Yo era des-preciable porque buscaba mi «mejor yo mismo» fue-ra de mi; yo era lo inhumano, porque soñaba con «lo

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humano»; yo imitaba a los piadosos hambrientos desu «verdadero yo», que quedaban siendo siempre «po-bres pecadores»; yo nome concebía sino por contrastecon otro; suficiente, yo no era todo en todo, no era úni-co. Pero hoy dejo de mirarme como lo inhumano, dejode medirme y de dejarme medir con la vara del hom-bre, dejo de inclinarme ante algo superior a mí, y así,¡adiós, crítico humano! Yo he sido lo inhumano, perono he hecho más que pasar por ello, y ya no lo soy;soy el único, soy el egoísta, ese egoísta que te da ho-rror; pero mi egoísmo no es de los que se pueden pesaren la balanza de la humanidad, del desinterés, etc., esel egoísmo del único.

Es preciso detenernos aún en otro pasaje del mis-mo cuaderno: «La crítica no sienta ningún dogma yno quiere conocer nada más que los objetos».76

La crítica teme ser «dogmática» y edificar dogmas.Naturalmente, porque eso sería pasar a las antípodasde la crítica, al dogmatismo, y como crítico, de buenohacerse malo, de desinteresado, egoísta, etc. «¡Nada dedogmas!». Ese es su dogma. Porque crítica y dogmáti-ca quedan en el mismo terreno, el de los pensamientos.

76 Edgar Bauer (como anónimo), 1842, en AllgemeineLiteratur-Zeitung, número 8, p. 8.

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Como el dogmático, el crítico tiene siempre por puntode partida un pensamiento, pero se distingue de su ad-versario en que no cesa de mantener el pensamientoque le sirve de principio bajo el imperio de un procesomental que no le permite adquirir ninguna estabilidad.Hace simplemente prevalecer en él el proceso de pen-sar sobre la fe en el pensar y el progreso en el pensarsobre la inmovilidad en el pensar. A los ojos del crítico,ningún pensamiento está asegurado, porque la críticaes pensamiento o la misma mente que piensa.

Por eso, lo repito, el mundo religioso, que es pre-cisamente el mundo de los pensamientos, alcanza superfección en la crítica, donde el pensar es superior atodo pensamiento, ninguno de los cuales puede fijar-se «egoístamente». ¿Qué se haría de la «pureza de lacrítica», la pureza del pensar, si un solo pensamientopudiese escapar al proceso intelectual? Eso nos explicael hecho de que el crítico mismo se deje llevar, de tiem-po en tiempo, hasta ridiculizar suavemente las ideas deHombre y de Humanidad; presiente que esos son pen-samientos que se acercan a la cristalización dogmática.Pero no puede destruir un pensamiento en tanto queno ha descubierto un pensamiento superior, en que elprimero se resuelve. Ese pensamiento superior podríallamarse el del movimiento del espíritu o del proceso

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intelectual, es decir, el pensamiento del pensar o de lacrítica.

La libertad de pensar ha venido, de hecho, a ser asícompleta; es el triunfo de la libertad espiritual, porquelos pensamientos individuales, «egoístas», pierden sucarácter dogmático de imperativo. Uno solo lo conser-va: el dogma del pensar libre o de la crítica.

Contra todo lo que pertenece al mundo del pensa-miento, la crítica tiene el derecho, es decir, la fuerza.La crítica «está a la altura de nuestra época». Desdeel punto de vista del pensamiento, no hay ningún po-der capaz de superar al suyo, y da gusto ver con quéfacilidad devora ese dragón, como jugando, todo otropensamiento. Todas las serpientes se «enroscan», perola crítica las aplasta a todas en sus «vueltas».

Yo no soy un antagonista de la crítica, o en otros tér-minos, no soy un dogmático, y nome siento herido porlos dientes de la crítica que desgarran todo dogmatis-mo. Si fuese un dogmático, sentaría en primera líneaun dogma, es decir, un pensamiento, una idea, un prin-cipio, y completaría ese dogma haciéndome «sistemá-tico» y constituyendo un sistema, es decir, un edificiode pensamientos. Recíprocamente, si yo fuese un críti-co y el enemigo de lo dogmático, dirigiría el combatedel pensar libre contra el pensamiento que encadena,

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y defendería al pensar contra lo que ya fue pensado.Pero no soy el campeón ni del pensar ni de un pen-samiento, porque mi punto de partida soy Yo, que nosoy un pensamiento ni tampoco me confundo con elacto de pensar. Contra Mí, el innombrable, se estrellael reino de los pensamientos, del pensar y del espíritu.

La crítica es la lucha del poseído contra la posesióncomo tal, contra toda posesión: nace de la concienciade que por todas partes reina la posesión, o como lallama el crítico, la actitud religiosa o teológica. El sabeque no sólo para con Dios uno se conduce religiosa-mente y obra como creyente; sabe que se puede serigualmente creyente y religioso frente a otras ideas,tales como Derecho, Estado, Ley, etc.; o de otro mo-do, reconoce que la posesión está por todas partes yreviste todas las formas. El recurre al pensar contralos pensamientos; pero yo digo que sólo el no pensarme salva de los pensamientos. No es el pensar el quepuede librarme de la posesión, sinomi ausencia de pen-samiento, o Yo, el impensable e inaprehensible.

Un encogimiento de hombros me presta los mismosservicios que la más laboriosa meditación; estirar mismiembros disipa la angustia de los pensamientos; unsalto, un brinco derriba los Alpes del mundo religio-so que pesa sobre mi pecho; un hurra de alegría echa

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por tierra fardos bajo los que uno se encorvaba desdehacía años. Pero el significado formidable de un gritode alegría sin pensamiento no podría ser comprendidodurante la larga noche del pensar y de la creencia.

«¡Qué torpeza y qué frivolidad querer re-solver los más difíciles problemas y losmás vastos deberes simplemente esqui-vándolos!»

¿Pero tienes deberes, si tú no te los impones? En tan-to que tú te los impones, no puedes soltarlos, y yo noniego que pienses y que, pensando, crees millares depensamientos. Pero tú, que te has impuesto esos de-beres, ¿no puedes derribarlos nunca? ¿Debes quedarsujeto a ellos y deben convertirse en deberes absolu-tos?

Para citar un ejemplo: se ha hecho un cargo al Go-bierno por recurrir a la fuerza contra el pensamiento,por asestar los golpes de la censura contra la prensa ypor transformar batallas literarias en combates perso-nales. ¡Cómo si no se tratase más que de pensamientosy como si frente a éstos no se debiese oponer más quedesinterés, abnegación y sacrificios! ¿No atacan esospensamientos a los gobernantes mismos y no provo-can una réplica del egoísmo? Y los que piensan, ¿no

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emiten esa pretensión religiosa de ver honrar el poderdel pensamiento, de las ideas? Aquellos, a quienes sedirigen deben sucumbir buenamente y sin resistencia,porque el divino poder del pensamiento, la Minerva,combate al lado de sus adversarios. Ese sería ya el actode un poseído, un sacrificio religioso. Los gobernantesestán, en verdad, ellos mismos llenos de prevencionesreligiosas y guiados por el poder de una idea o de unacreencia; pero son al mismo tiempo egoístas inconfe-sos, y sobre todo, cuando se está enfrente del enemigoes cuando estalla el egoísmo latente: son poseídos encuanto a su fe, pero cuando se trata de la fe de sus ad-versarios, no son ya poseídos y vuelven a ser egoístas.Si se les quiere hacer un reproche, no puede ser másque el reproche opuesto, el de estar poseídos por susideas.

Ninguna fuerza egoísta, ningún poder de policía ninada semejante, debe entrar en juego contra los pen-samientos. Eso es lo que creen los devotos del pensa-miento. Pero el pensar y los pensamientos no son sa-grados para mí; y defiendo mi «pellejo» contra elloscomo contra cualquier otra cosa. Puede ser que estalucha no sea razonable; pero sí la razón fuera para míun deber, el más querido, yo, nuevo Abraham, deberíasacrificarla.

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En el reino del pensamiento que, como el de la fe,es el reino celestial, está equivocado el que recurre ala fuerza sin pensamiento, como no tiene razón el queen el reino del amor obra sin amor y el que siendo cris-tiano, y perteneciendo por ello al reino del amor, noobra como cristiano. En estos reinos, el que cree quepertenece a ellos aunque viole sus reglas, es un «peca-dor», o un «egoísta». Pero sólo volviéndose un crimi-nal en estos reinos es que puede uno deshacerse de supoder.

Resulta, además, que en su lucha contra el Gobierno,los que piensan tienen a favor de ellos el derecho, o, di-cho de otro modo, la fuerza, en tanto que no combatenmás que los pensamientos del Gobierno (este últimose queda cortado y no encuentra, en términos litera-rios77, nada qué valga para responderles); pero al mis-mo tiempo, no tienen razón o, en otros términos, sonimpotentes, cuando no tienen mas que pensamientospara oponer a un poder personal (el poder egoísta cie-rra las bocas de los pensadores). No es la lucha teó-rica la que puede obtener una victoria decisiva, y elpoder sagrado del pensamiento sucumbe bajo los gol-pes del egoísmo. Sólo el combate egoísta, de egoístas

77 De pensamiento (N.R.).

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en ambos lados, puede zanjar una diferencia y poneruna cuestión en claro.

Pero esto último es reducir el pensar mismo a noser más que asunto de capricho egoísta, a una causa deúnicos, ni más ni menos que a un simple pasatiempoo que a un amorío; es quitarle su dignidad de «últimoy supremo árbitro», y esta depreciación, esta profana-ción del pensar, esta igualación del yo que piensa y delyo que no piensa; esta grosera pero real «igualdad», ala crítica no le es posible instaurarla, porque no es másque la sacerdotisa del pensar y más allá del pensar nove más que el diluvio.

La crítica sostiene, por ejemplo, que la libre críticadebe superar al Estado; pero se defiende contra el re-proche que le hace el gobierno del Estado de «provocara la indisciplina y a la licencia»; piensa, entonces, queserá ella la que triunfe y no la «indisciplina y la licen-cia». Y es más bien lo contrario: sólo por la audacia,enemiga de toda regla y de toda disciplina, puede elEstado ser vencido.

Concluyamos. Hemos dicho bastante para que apa-rezca evidente que la nueva evolución que ha sufridoel crítico no fue una verdadera transformación de símismo; y que no ha hecho más que «rectificar algu-nos principios aventurados» y «poner un objeto en su

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punto»; y va demasiado lejos cuando afirma que «lacrítica se critica a sí misma»: ella, o más bien él, nocritica más que los «errores» de la crítica, y se limita apurgarla de sus «inconsecuencias». Si quería criticar ala crítica, debió empezar por examinar si hay realmen-te alguna cosa en sus presupuestos.

Yo también parto de una hipótesis, puesto que «me»supongo; pero mi hipótesis no tiende a perfeccionarsecomo «el Hombre tiende a su perfección», no me sirvemás que para gozar de ella y consumirla. Yo no me nu-tro precisamente más que de esta sola hipótesis y nosoy sino en tanto me nutro de ella. Así que esa hipó-tesis no es, en realidad, propiamente un presupuesto;siendo el único, no sé nada de la dualidad de un yo pos-tulante y de un yo postulado (de un yo «imperfecto»y de un yo «perfecto» u Hombre). Yo no me supongo,porque a cada instante me pongo o me creo; no soysino porque soy puesto y no supuesto, y una vez más,no soy puesto sino en el momento en que me pongo;es decir, que soy a la vez el creador y la creación.

Si los presupuestos que han valido hasta el presentedeben desorganizarse y desaparecer, no deben resol-verse simplemente en una hipótesis superior, tal co-mo el pensamiento, o el pensar mismo: la crítica. Sudestrucción debe serme provechosa; de otro modo, la

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solución nueva que nazca de su muerte entraría en lacadena innumerable de todas las que hasta el presen-te no han hecho más que declarar falsas las antiguasverdades, desplomando hipótesis aceptadas, sólo paraedificar sobre sus ruinas el trono de un extraño, de unintruso: Hombre, Dios, Estado, Moral, etc.

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Segunda parte: Yo

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En la aurora de los tiempos nuevos se levanta elHombre-Dios. A su declinar, ¿se habrá desvanecidoúnicamente Dios, y puede morir verdaderamente elHombre-Dios, si únicamente Dios se muere en El? Nose ha planteado esta cuestión; y cuando en nuestrosdías se llevó a cabo victoriosamente la obra de la Ilus-tración y se venció a Dios se creyó haberlo hecho to-do; no se notó que el Hombre no ha matado a Diosmás que para convertirse, a su vez, en «el único Diosque reina en los cielos». El «más allá» exterior es barri-do, y la obra colosal de la filosofía está cumplida, peroel «más allá» interior se ha convertido en un nuevocielo, y nos incita a nuevos asaltos: Dios ha tenido quedejar su lugar, pero no a nosotros, sino al Hombre. ¿Có-mo pueden creer que el «Hombre-Dios» haya muertomientras que en él, aparte de Dios, no haya muerto elHombre también?

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I. La propiedad

«¿No aspira el Espíritu a la Libertad?» — ¡No sólomi Espíritu, toda mi carne arde sin cesar en el mis-mo deseo! Cuando ante el olor de la cocina del palaciomi nariz habla a mi paladar de los platos sabrosos queallí se preparan, encuentro mi pan seco horriblementeamargo; cuando mis ojos le muestran a mi sufrida es-palda los blandos almohadones sobre los que le seríamucho más dulce extenderse que sobre paja pisoteada,el despecho y la rabia se apoderan demí; cuando… ¿pe-ro a qué evocar más dolores? ¿Y es eso lo que llamastu ardiente sed de libertad? ¿De qué quieres, entonces,ser librado? ¿Del pan seco y del lecho de paja? Puesbien, ¡échalos al fuego! Pero no por eso estarás másadelantado; lo que quieres es más bien la libertad degozar de una buena cama y de un buen lecho. ¿Te lopermitirán los hombres? ¿Te darán esa libertad? No es-peres eso del amor de los hombres, porque sabes quepiensan todos como Tú: ¡cada uno es para sí mismo

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el prójimo! ¿Cómo harás para disfrutar de esos platos,de esas almohadas que envidias? ¡No hay otra soluciónque convertirlos en tu propiedad!

Cuando se piensa bien en ello, lo que se quiere no esla libertad de tener todas esas cosas bellas, pues por es-ta misma libertad no las posees aún. Tú quieres teneresas cosas realmente, quieres llamarlas Tuyas y poseer-las como Tu propiedad. ¿De qué te sirve una libertadque no te da nada? Por otra parte, si te hubiese libradode todo, no tendrías ya nada, porque por esencia estávacía de todo contenido. No es más que un vano per-miso para quien no sabe servirse de ella; y si yo mesirvo de ella, la manera en que la uso no depende másque de mí, de mi individualidad.

No encuentro nada que desaprobar en la libertad,pero yo te deseo más que libertad. No deberías carecersencillamente de lo que no quieres, también deberíastener lo que quieres. No te basta ser libre, debes sermás, debes ser propietario.

¿Quieres ser libre? ¿Y de qué? ¿De qué no puede li-berarse uno? Puede sacudirse el yugo de la servidum-bre, del poder soberano, de la aristocracia y de los prín-cipes; se puede sacudir la dominación de los apetitos yde las pasiones y hasta el imperio de la voluntad propiay personal; la abnegación total; la completa renuncia

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no es más que libertad, libertad para con uno mismo,su arbitrio y sus determinaciones. Son nuestros esfuer-zos hacia la libertad, como hacia algo absoluto, de unvalor infinito, los que nos despojaron de la individuali-dad creando la abnegación. Cuanto más libre soy, másse eleva la compulsión como una torre ante mis ojos, ymás impotente me siento. El salvaje, en su sencillez, noconoce aún nada de las barreras que asfixian al civiliza-do; le parece que es más libre que este último. Cuantamás libertad adquiero, más nuevos límites y nuevosdeberes me creo. ¿He inventado los ferrocarriles?, in-mediatamente me siento débil, porque no puedo aúnhendir los aires como el pájaro; ¿he resuelto un proble-ma cuya oscuridad angustiaba mi espíritu?, ya surgenotras mil cuestiones, mil enigmas nuevos embarazanmis pasos, desconciertan mis miradas y me hacen sen-tir con mayor dolor los límites de Mi libertad. Y liberta-dos del pecado, vinisteis a ser siervos de la justicia.1 Losrepublicanos, con su amplia libertad, ¿no son esclavosde la ley? ¡Con qué avidez los corazones verdadera-mente cristianos desearon en todo tiempo ser libres, ycuánto tardaba para ellos el verse librados de los lazosde esta vida terrenal! Ellos buscaban con los ojos la tie-

1 Romanos, 6, 18.

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rra prometida de la libertad.Más la Jerusalén de arriba,la cual es madre de todos nosotros, es libre.2

Ser libre de alguna cosa, significa simplemente care-cer o estar exento de ella. «Se ha librado de su dolor decabeza» es igual a «está exento, no tiene ya dolor enla cabeza»; «está libre de preocupaciones», igual a «nolas tiene» o se «ha desembarazado de ellas». La liber-tad que entrevio y saludó al cristianismo, la completa-mos por la negación que expresa el sin, el in negativo;sin pecado, inocente; sin Dios, impío; sin costumbres,inmoral.

La libertad es la doctrina del cristianismo: «Son, que-ridos hermanos, llamados a la libertad»3; «Así hablad,y así haced, como los que habéis de ser juzgados por laley de la libertad».4

¿Debemos rechazar la libertad porque se revela co-mo un ideal cristiano? No; se trata de no perder nada y

2 Gálatas, 4, 26.3 Pedro, 2,16, según el autor, aunque parece ser un error ya

que el texto bíblico dice como libres, pero no como los que tienen lalibertad como pretexto para hacer lo malo, sino como siervos de Dios,la frase del original alemán parece corresponder a Porque vosotros,hermanos, a la libertad fuisteis llamados, Gal. 5,13 (N.R.).

4 Santiago, 2,12.

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tampoco la libertad. De lo que se trata es de hacérnoslapropia, lo que es imposible bajo su forma de libertad.

¡Qué diferencia entre la libertad y la propiedad! Sepuede carecer de muchas cosas, pero no se puede estarsin nada; se puede estar libre de muchas cosas, pero nolibre de todo. El esclavo mismo puede ser interiormen-te libre, pero sólo con respecto a ciertas cosas, y no atodas; como esclavo no es libre frente al látigo, los ca-prichos imperiosos del amo, etcétera. ¡La libertad noexiste más que en el reino de los sueños! La individua-lidad, es decir, mi propiedad, es en cambio, toda miexistencia y mi esencia, es Yo mismo. Yo soy libre delo que carezco, soy propietario de lo que está en mi po-der o de aquello que puedo. Yo soy en todo tiempo yen todas circunstancias Mío desde el momento en queentiendo ser Mío y no me prostituyo a otro. Yo no pue-do querer verdaderamente la Libertad, pues no puedorealizarla, crearla; todo lo que puedo hacer es desearlay soñar con ella, pero sigue siendo un ideal, un fantas-ma. Las cadenas de la realidad infligen a cada instantea mi carne las más crueles heridas, pero yo sigo siendoMi bien propio. Entregado en servidumbre a un dueño,no pongo mis miras más que en Mí y en mis ventajas;sus golpes, en verdad, me alcanzan, no estoy libre deellos pero, ya sea que quiera engañarlo con una fin-

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gida sumisión o porque tema atraerme algo peor conmi resistencia, sólo los soporto por mi propio interés.Pero como no tengo la mira más que en Mí y en miinterés personal, aprovecharé la primera ocasión quese presente y aplastaré a mi dueño. Y entonces serélibre de él y de su látigo, lo que no será más que laconsecuencia de mi egoísmo anterior. Se me dirá que,aun esclavo, yo era libre, que yo poseía la libertad ensí misma e interiormente. Pero ser libre en sí no es serrealmente libre, y el interior no es el exterior. Lo queyo era, lo que era mío, mío propio, lo era totalmente,tanto exterior como interiormente. Bajo la dominaciónde un amo cruel, mi cuerpo no es libre de la tortura yde los latigazos; pero son mis huesos los que gimen enel tormento, son mis fibras las que se estremecen bajolos golpes, y Yo gimo porque mi cuerpo gime. Si sus-piro y si tiemblo, es porque soy todavía mío, porquesoy siempre mi propiedad. Mi pierna no es libre bajoel palo del amo, pero sigue siendo mi pierna y no seme puede arrancar. ¡Que me la arranque, y diga si tie-ne aún mi pierna! No tendrá ya en la mano más queel cadáver de mi pierna, y ese cadáver no es mi piernamás que un perro muerto es un perro: un perro tieneun corazón que late, y lo que se llama un perro muertono lo tiene ya y no es ya un perro.

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Decir que un esclavo puede ser, a pesar de todo, in-teriormente libre, es, en realidad, emitir la más vulgary la más trivial de las banalidades. ¿A quién podría, enefecto, ocurrírsele sostener que un hombre puede ca-recer de toda libertad? Aunque yo sea el más rastrerode los lacayos, ¿no estaré, sin embargo, libre de unainfinidad de cosas? ¿De la fe en Zeus, por ejemplo, ode la sed de fama, etc.? ¿Y por qué, pues, un esclavoazotado no podría estar también interiormente librede todo pensamiento poco cristiano, de todo odio pa-ra sus enemigos, etc.? Es, en ese caso, cristianamentelibre, puro de todo lo que no es cristiano; pero ¿es ab-solutamente libre, está liberado de todo, de la ilusióncristiana, del dolor corporal, etc.?

Puede parecer, a primera vista, que todo esto atacamás al nombre que a la cosa. Pero ¿es el nombre unacosa tan indiferente, y no es siempre por una palabra,un equívoco por lo que los hombres han sido inspira-dos y engañados? Existe, por otra parte, entre la liber-tad y la propiedad (o la individualidad) una sima másprofunda que una simple diferencia de palabras.

Todo el mundo tiende hacia la libertad; todos lla-man su reinado a voz en cuello. ¿Quién no ha sido me-cido por ti, oh, sueño encantador de un «reinado dela libertad», de una radiante «humanidad libre?» ¿Así,

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pues, los hombres serán libres, exentos de toda cons-tricción? ¿Verdaderamente de toda constricción? ¿Nopodrán constreñirse ellos mismos? — ¡Ah, sí, perfec-tamente; pero eso no es una constricción! De lo queserán librados es de la fe religiosa, de los rigurosos de-beres de la moralidad, de la severidad de la ley, de…¡Eso es un tremendo absurdo! ¿Pero de qué, pues, sedebe y de qué no se debe ser libre?

El hermoso ensueño vuela; despierto, se frota unolos ojos y mira fijamente al prosaico preguntón. «¿Dequé deben los hombres ser libres?» ¡De la credulidadciega!, dice uno…— ¡Eh, exclama otro, toda fe es cie-ga! De la fe debe ser librado. —No, no, por el amorde Dios, replica el primero; no rechacen lejos suyo to-da creencia, pero pongan un límite al poder de la bru-talidad. —un tercero toma la palabra: Debemos, dice,fundar la República y liberarnos de todos los señores.—No estaremos más adelantados, responde un cuarto;no llegaremos más que a darnos un nuevo señor, una«mayoría reinante», desembaracémonos antes de estaintolerable desigualdad…— ¡Oh, desgraciada igualdad,de nuevo oigo tus groseros clamores! ¡Qué bello ensue-ño tenia yo hace poco de una libertad paradisíaca, yqué impudicia, qué licencia desenfrenada turba ahorami Edén con sus salvajes aullidos! Así exclama el pri-

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mero de nuestros interlocutores; se levanta y blandesu sable contra esa «libertad sin medida». Bien prontono oiremos más que el chocar de las espadas; rivalesde todos esos amantes de la libertad.

En todo tiempo, las luchas por la libertad no han te-nido por objetivo más que la conquista de una libertaddeterminada, como por ejemplo, la libertad religiosa;el hombre religioso quería ser libre e independiente.¿De qué? ¿De la fe? En modo alguno, sino de los inqui-sidores de la fe. Lo mismo ocurre hoy con la libertadpolítica o civil. El ciudadano quiere ser liberado, no desu ciudadanía, sino de la opresión de los arrendado-res y tratantes, de la arbitrariedad real, etc. El condede Provenza emigró de Francia precisamente en el mo-mento en que esa misma Francia intentaba inaugurarel reinado de la libertad, y he aquí sus palabras: Mi cau-tiverio se me había hecho insoportable; no tenía másque una pasión: conquistar la libertad; no pensabamásque en ella.

El impulso hacía una libertad determinada implicasiempre la perspectiva de una nueva dominación; laRevolución podía, sí, inspirar a sus defensores el subli-me orgullo de combatir por la libertad, pero no teníaen sus miras más que cierta libertad; así resultó unadominación nueva: la de la ley.

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¡Libertad quieren todos; quieran, entonces, la liber-tad! ¿Por qué regatear por un poco más o menos? Lalibertad no puede ser más que la libertad toda entera;un poco de libertad no es la libertad. ¿No esperan quesea posible alcanzar la libertad total, la libertad frente atodo? ¿Incluso piensan que es locura desearla? Dejen,pues, de perseguir un fantasma y dirijan sus esfuerzoshacia un fin mejor que lo inaccesible.

¡No, nada es mejor que la libertad!¿Qué tendrán, pues, cuando tengan la libertad?

(bien entendido que hablo aquí de la libertad perfectay no de sus migajas de libertad). Estarán desembaraza-dos de todo, absolutamente de todo lo que les moles-ta, y nada en la vida podrá ya molestarlos e importu-narlos. ¿Y por el interés de quién quieren ser libradosde esas molestias? Por su propio interés, porque con-trarrestan sus deseos. Pero supongan que alguna cosano les resulte penosa, sino, por el contrario, agradable;por ejemplo, las miradas, muy dulces sin duda, peroirresistiblemente imperiosas, de sus amadas: ¿quierentambién ser liberados de ellas? No; y en este caso re-nunciarán sin pena a la libertad. ¿Por qué? De nue-vo por el amor de ustedes mismos. Así, pues, hacende ustedes mismos la medida y el juez de todo. Congusto dejan de lado la libertad, cuando, para ustedes,

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la no libertad de la dulce servidumbre del amor tienemás encantos, y la tomarán de nuevo, ocasionalmente,cuando les vuelva a resultar conveniente, suponiendo,lo que no hay que examinar aquí, que otros motivos(por ejemplo, religiosos) no los aparten de ella.

¿Por qué, entonces, no tener un arranque de valory hacer de ustedes realmente el centro y el principio?¿Por qué embobarse con la libertad, esemero ensueño?¿Son ustedes su propia ilusión? No tomen el consejode sus sueños, de sus imaginaciones o de sus pensa-mientos, porque todo eso no es más que vana teoría.Interróguense y hagan caso de ustedes mismos, eso esser práctico, y no les desagrada ser prácticos. Pero al-guno se pregunta lo que dirá su Dios (naturalmentesu Dios es lo que él designe con ese nombre); otro sepregunta lo que dirán su sentido moral, su conciencia,su sentimiento del deber; un tercero se inquieta por loque la gente va a pensar, y cuando cada uno ha interro-gado a su oráculo (la gente es un oráculo tan seguro yaún más comprensible que el de arriba: vox populi, voxDei), todos obedecen a la voluntad de su Señor, y ya noescuchan poco ni mucho lo que ellos mismo hubieranpodido decir y decidir.

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¡Busquen, pues, en ustedes mismos, antes que a susdioses o sus ídolos: descubran en ustedes mismos loque está oculto, tráiganlo a la luz y revélense!

Como cada uno procede conforme a sí mismo, y nose inquieta por nada más, los cristianos se han imagi-nado que a Dios no le podría suceder de otro modo.Él actúa como le place. Y el hombre insensato, que po-dría hacer lo mismo, ha de guardarse bien de ello ydebe obrar como le place a Dios. — ¿Dicen que Dios seconduce según leyes eternas? Lo mismo pueden decir-lo de Mí, pues Yo tampoco puedo salir de mi piel, sinoque mi ley está escrita en toda mi naturaleza, es decir,en Mí.

Pero basta dirigirse a ustedes llamándolos a Uste-des mismos para que se sumerjan en la incertidumbre.¿Qué soy?, se pregunta cada uno de ustedes. ¡Un abis-mo en que hierven, sin regla y sin ley, los instintos,los apetitos, los deseos, las pasiones; un caos sin clari-dad y sin estrella! Si no tengo consideraciones ni paralos mandamientos de Dios, ni para los deberes que meprescribe la moral, ni para la voz de la razón que, enel curso de la historia y tras duras experiencias, ha eri-gido en ley lo mejor y lo más sabio, si no me escuchoúnicamente más que a Mí, ¿cómo podré dar una res-puesta juiciosa? ¡Mis pasiones me aconsejarán precisa-

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mente las mayores locuras! — Así, cada uno de ustedesse considera a sí mismo como el diablo. Pues de con-siderarse simplemente como un animal (en la medidaque la religión, etc., no le preocupan nada), observaríamuy fácilmente que la bestia, a pesar de no tener otroconsejero que su instinto, no corre derecha al absur-do, y marcha muy sosegadamente. Pero la costumbrede pensar religiosamente nos ha falseado tanto el es-píritu, que nos espantamos ante Nosotros mismos ennuestra desnudez, nuestra naturalidad. Hasta tal pun-to nos ha degradado la religión, que nos imaginamosmanchados por el pecado original, nos consideramosdemonios vivientes. Como es natural, inmediatamen-te pensarán que su deber exige la práctica del Bien, dela Moral, de la Justicia. Y si únicamente se interroganustedes mismos sobre lo que tienen que hacer, ¿cómopodría resonar en ustedes la buena voz, la voz que in-dica el camino del Bien, de lo Justo, de lo Verdadero,etc.? ¿Cómo pueden hablarse Dios y Belial?

¿Qué pensarían si alguien les respondiese que Dios,la conciencia, el deber, la ley, etc., son mentiras con lasque se les ha llenado la cabeza y el corazón hasta em-brutecerlos? ¿Y si alguien les preguntara cómo sabena ciencia cierta, que la voz de la naturaleza es una voztentadora? ¿Y si los instigase a trastocar los papeles

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y a tener francamente a la obra del diablo por la vozde Dios y de la conciencia? Hay hombres tan maloscomo para eso; ¿cómo hacerlos callar? No podrán re-currir a sus sacerdotes, a sus abuelos y a las personashonradas, porque es a ellos a quienes justamente se-ñalan como seductores: son ellos, dicen, los que verda-deramente han manchado y corrompido a la juventud,sembrando a manos llenas la cizaña del desprecio deuno mismo y del respeto a los dioses; son ellos los quehan encenagado los corazones jóvenes y embrutecidolos jóvenes cerebros.

Pero van más lejos y les preguntan: ¿Por amor aquién se preocupan de Dios y de los mandamientos?Saben bien que no obran por pura complacencia paracon Dios; ¿por amor a quién se toman, entonces, tan-tos cuidados? De nuevo, por amor a ustedes mismos.Aquí, ustedes son todavía lo principal, y cada cual de-be decirse: Yo soy para Mí todo, y todo lo que Yo ha-go, lo hago por causa propia. Si les ocurriese, aunquesólo fuera una vez, ver claramente que el Dios, la ley,etc., no hacen más que perjudicarlos, que los empeque-ñecen y corrompen, por cierto que los rechazarían le-jos de ustedes, como los cristianos derribaron en otrotiempo las imágenes de Apolo y de Minerva y de lamoral pagana. Es verdad que erigieron en su lugar a

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Cristo, y más tarde a María, así como una moral cris-tiana, pero no lo hicieron sino por la salvación de sualma, es decir, por egoísmo o individualismo.

Y fue este mismo egoísmo, este individualismo elque los desembarazó y los liberó del antiguo mundode los dioses. La individualidad engendró una nuevalibertad, porque la individualidad es la creadora uni-versal; y desde largo tiempo se considera a una de susformas, el genio (que siempre es singularidad u origi-nalidad) como el creador de todas las principales obrasen la historia del mundo.

¡Si la libertad es el objeto de sus esfuerzos, debensatisfacer sus exigencias! ¿Quién, entonces, puede serlibre? ¡Tú, Yo, Nosotros! ¿Libres de qué? ¡De todo loque no sea Tú, Yo, Nosotros! Yo soy el núcleo, yo soyla almendra que debe ser liberada de todas sus cubier-tas, de todas las cáscaras que la encierran. ¿Y qué que-dará cuando Yo sea liberado de todo lo que no sea Yo?¡Yo, siempre y nada más que Yo! Pero la libertad notiene nada que ver con ese Yo; ¿qué vendré a ser Youna vez libre? Sobre este punto la libertad permanecemuda; ella es como nuestras leyes penales, que al cum-plimiento de su pena abren al prisionero la puerta dela prisión, y le dicen: ¡Márchate!

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Siendo esto así, ¿por qué, si sólo busco la libertaden Mi propio interés, por qué no me convierto a Míen el principio, el medio y el fin? ¿No valgo más Yoque la libertad? ¿No soy Yo quien me hago libre, y nosoy Yo, pues, lo primero? Aun esclavo, aun cubiertode mis cadenas, Yo existo; Yo no soy, como la libertad,algo futuro que se espera, soy actual.

Piensen bien en ello, y decidan si inscribir en nues-tra bandera la libertad, ese ensueño; o el egoísmo, elindividualismo, esa resolución. La libertad despierta elodio contra todo lo que no sea Ustedes; el egoísmo losllama al goce de si mismos, a la alegría de ser; la liber-tad es y sigue siendo una aspiración, una elegía román-tica, una esperanza cristiana del porvenir y del másallá; la individualidad es una realidad que por sí mis-ma suprime toda traba a la libertad, por lo mismo quelos molesta y les cierra el camino. No tienen que serliberados de lo que no les hace ningún mal, y si algunacosa comienza a molestarlos, sepan que es a Ustedes aquienes deben obedecer, antes que a los hombres.

La libertad les dice que se hagan libres, que se alige-ren de todo lo que les pese; pero no les enseña lo queson Ustedes mismos. ¡Libérense, libérense! Y tras esegrito se sacrifican, se liberan a Ustedes mismos opri-miéndose. La individualidad los llama, les grita: ¡Vuel-

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van en Si! Bajo la égida de la libertad les faltarán mu-chas cosas, pero vean que algo los oprime de nuevo:Liberados del mal, el mal ha quedado. Como indivi-duos, son realmente libres de todo; lo que les quedainherente, lo habrán aceptado por plena elección y conpleno agrado. El individuo es radicalmente libre, librede nacimiento; el libre, por el contrario, sólo anhela lalibertad, es un soñador y un iluso.

El primero es originalmente libre, porque no recono-ce más que a sí mismo; no tiene que empezar por libe-rarse, porque a priori rechaza todo fuera de él, porqueno aprecia nada más que a sí mismo, no admite nadapor encima de él; en suma, porque parte de sí mismoy llega a sí mismo. Desde la infancia, contenido por elrespeto, lucha ya por liberarse de esa constricción. Laindividualidad se pone en acción en el pequeño egoístay le procura lo que desea: la libertad.

Siglos de cultura han oscurecido a sus ojos lo queustedes son y les han hecho creer que no son egoís-tas, que su vocación es ser idealistas, buenas personas.¡Sacudan todo eso! No busquen en la abnegación unalibertad que los despoja de Ustedes mismos, sino bús-quense a sí mismos, háganse egoístas y que cada unode Ustedes se convierta en un Yo Omnipotente. Másclaramente: conózcanse a Ustedesmismos, no reconoz-

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can más que lo que son realmente y abandonen sus es-fuerzos hipócritas, esamanía insensata de ser otra cosaque lo que son. Llamo a sus esfuerzos hipocresía por-que durante siglos han sido egoístas dormidos, que seengañan a sí mismos, y cuya demencia los hace heau-tontimorumenos5 y sus propios verdugos. Jamás una re-ligión ha podido subsistir sin promesas pagaderas eneste mundo o en el otro (vivir largamente, etc.) porqueel hombre exige un salario y no hace nada pro Deo. Sinembargo, se hace el bien por el amor del bien, sin espe-rar ninguna recompensa. ¡Como si la recompensa noestuviese contenida en la satisfacción misma que pro-cura una buena acción! La religiónmisma está fundadasobre nuestro egoísmo y lo explota; basada sobre nues-tros apetitos, ahoga a unos para satisfacer a los otros.Ella nos ofrece el espectáculo del egoísta engañado, elegoísta que no se satisface, pero que satisface uno desus apetitos, por ejemplo, la sed de felicidad. La reli-gión me promete el Bien Supremo y para ganarlo dejode oír mis demás deseos y no los satisfago. Todos susactos, todos sus esfuerzos, son egoísmo inconfesado,secreto, oculto, disimulado. Pero ese egoísmo que noquieren aceptar y que se callan a ustedesmismos, no se

5 El que se castiga a sí mismo (N.R.).

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ostenta ni se pregona, y permanece inconsciente, no esegoísmo sino servidumbre, adhesión, abnegación. Sonegoístas y no lo son, porque reniegan del egoísmo. ¡Yprecisamente Ustedes que entregaron la palabra egoís-ta a la execración y al desprecio; Ustedes a quienes esetérmino se aplica tan bien!

Yo aseguro Mi libertad contra el mundo, en la me-dida en que me apropio de él, cualquiera que sea, porotra parte, el medio que emplee para conquistarlo y ha-cerlomío: persuasión, ruego, orden, categoría o aun hi-pocresía, engaño, etc. Los medios que utilizo no los di-rijo más que a lo que Yo soy. Si soy débil, no dispondrémás que de medios débiles, tales como los que he cita-do y que bastan, sin embargo, para hacerse superior acierta parte del mundo. Así, el dolor, la duplicidad y lamentira, parecen peores de lo que son. ¿Quién rehusa-ría engañar a su opresor y sortear la ley? ¿Quién, cuan-do se encuentra con los guardias no tomaría rápida-mente un aire de inocente lealtad para ocultar algunailegalidad que acaba de cometer, etc.? Quien no lo ha-ce por escrúpulos y se deja violentar es un cobarde, Yosiento ya que mi libertad está rebajada cuando no pue-do imponer mi voluntad a otro (ya carezca de volun-tad, como una roca o ya la tenga, como un Gobierno,un individuo, etc.); pero es renegar de mi individuali-

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dad el abandonarme Yo mismo a otro, ceder, doblegar-me, renunciar por sumisión y resignación. Abandonaruna manera de proceder que no conduce al objetivo odejar un mal camino es una cosa muy distinta que so-meterse. Yo rodeo una roca que cierra mi camino entanto no tengo suficiente pólvora como para hacerlasaltar. Yo sorteo las leyes de mi país, en tanto que notengo fuerza para destruirlas. Si no puedo atrapar la lu-na, ¿debe por eso convertirse en sagrada, ser para míuna Astarté? ¡Si yo pudiera tan sólo asirte, ciertamen-te no vacilaría, y si hallase un medio de llegar hastati, no me darías miedo! ¡Eres lo inaccesible!, pero noseguirás siéndolo sino hasta el día en que Yo haya con-quistado el poder necesario para alcanzarte, y ese díatú serás Mía: Yo no me inclino ante ti; ¡aguarda quehaya llegado mi hora!

Así es como siempre han actuado los hombres fuer-tes. Los sometidos ponían bien alto el poder de su se-ñor y, prosternados, exigían que todos lo adorasen; ve-nía uno de esos hijos de la naturaleza que rehusabahumillarse, y expulsaba al poder adorado de su inacce-sible Olimpo. El gritaba al sol: ¡Detente!, y hacía girara la Tierra; los sometidos tenían que resignarse a ello;daba con su hacha en el tronco de las encinas sagradas,y los sometidos se asombraban de no verlo devorado

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por el fuego celeste; derribaba al Papa de la Sede deSan Pedro, y los sometidos no sabían impedírselo; arra-sa hoy el albergue de la gracia de Dios, y los sometidosgraznan, pero acabarán por callarse, impotentes.

Mi libertad no llega a ser completa más que cuan-do es mí poder; únicamente por él, dejo de ser mera-mente libre para hacerme individuo y poseedor. ¿Porqué la libertad de los pueblos es palabra vana? ¡Por-que no tienen poder! El soplo de un Yo vivo basta paraderribar pueblos, ya sea un soplo de un Nerón, de unemperador de la China o de un pobre escritor. ¿Porqué languidecen inútilmente las Cámaras a…6 soñan-do con la libertad y se hacen llamar al orden por losministros? Porque no son poderosas. La fuerza es, enmuchos casos, una bella cosa útil, pues se llega máslejos con una mano potente que con un saco lleno dederecho. ¿Aspiran a la libertad? ¡Locos! Tengan la fuer-za, y la libertad vendrá por sí sola. ¡Vean: el que tiene lafuerza, está por encima de las leyes! ¿Es esta observa-ción de su gusto, personas obedientes de la ley? ¡Perosi ustedes no tienen gusto!

Por todas partes resuenan llamamientos a la liber-tad. ¿Pero se siente y se sabe lo que significa una li-

6 Debería decir «Cámaras Alemanas», probablemente fuera

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bertad dada, otorgada? Se ignora que toda libertad es,en la plena acepción de la palabra, esencialmente unaauto-liberación, es decir, que Yo tan sólo puedo tenertanta libertad como la cree Mi individualidad. ¡Bienavanzados estarán los carneros con que nadie les es-catime su libre balar! ¡Continuarán balando! Den alque en el fondo del corazón es mahometano, judío ocristiano, el permiso de decir lo que se le pase por lamente: hablará como antes. Pero si algunos les arreba-tan la libertad de hablar y de escuchar, es porque venmuy claramente su ventaja actual, porque podrían talvez ser tentados, en verdad, a decir u oír alguna cosaque resquebrajase el crédito de aquellos.

Si, no obstante, les dan la libertad, no son sino far-santes que dan más de lo que tienen. No les dan nadade lo que a ellos les pertenezca, sino una mercancía ro-bada; les dan su propia libertad, la libertad que habríanpodido tomar ustedes mismos, y si se la dan, no es sinopara evitar que la tomen y para que no pidan, además,cuentas a los ladrones. Astutos como son, saben bienque una libertad que se da (o que se otorga) no es lalibertad, y que sólo la libertad que se toma, la de losegoístas, boga a toda vela. Una libertad recibida de re-

escrito de este modo debido a la censura (N.R.).

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galo, recoge sus velas cuando se desata la tempestado el viento cesa; tiene que ser siempre impulsada poruna brisa moderada y dulce.7

Esto nos muestra la diferencia entre la auto-liberación y la emancipación. Cualquiera que hoy per-tenezca a la oposición, reclama a viva voz la emanci-pación. ¡Los príncipes deben proclamar a sus pueblosmayores, es decir, emanciparlos! Si por sus manerasde conducirse son mayores, nada ganan con ser eman-cipados; si no son mayores, no son dignos de la eman-cipación, y no es ella la que apresurará su madurez.Los griegos, cuando fueron mayores de edad, arroja-ron a sus tiranos, y el hijo mayor de edad se separa desu padre; si los griegos hubieran esperado a que sustiranos les hiciesen la gracia de ponerlos fuera de tute-la habrían aguardado largo tiempo; el padre cuyo hijono quiere hacerse mayor, lo pone, si es sensato, en lapuerta de su casa, y el imbécil no tiene más de lo quemerece.

El hombre al que se le concede la libertad no es másque un esclavo liberado, un libertinus, un perro quearrastra un extremo de la cadena; es un siervo vesti-

7 Esta idea va a ser retomada, entre otros, por P. Kropotkinen el artículo La ley y la autoridad (N.R.).

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do de hombre libre, como un asno bajo una piel deleón. Judíos a quienes se ha emancipado no valen máspor eso, están simplemente aliviados en cuanto judíos;Es preciso reconocer, sin embargo, que el que aliviasu suerte es más que un cristiano religioso porque es-te último no podría hacerlo sin ser inconsecuente. Pe-ro, emancipado o no, un judío sigue siendo un judío;quien no se libera a sí mismo, no esmás que un emanci-pado. En vano el Estado protestante ha querido liberar(emancipar) a los católicos; en tanto no se liberen ellosmismos, seguirán siendo católicos.

Hemos tratado ya anteriormente del interés perso-nal y del desinterés. Los amigos de la libertad echanbombas y centellas contra el interés personal porqueno han llegado a liberarse de la grande, de la sublimeabnegación en sus religiosos esfuerzos por conquistarla libertad. El liberal guarda rencor al egoísta, porqueéste no se apega jamás a una cosa por amor a ella, sinopor amor a sí mismo: la cosa debe servirle. Es egoís-ta no conceder a la cosa ningún valor propio de ellao absoluto, sino hacerse a sí mismo la medida de esevalor. Se oye con frecuencia citar como un caso inno-ble de egoísmo práctico a quienes hacen de sus estu-dios un modo de ganar el pan (Brotstudium); se diceque es una vergonzosa profanación de la ciencia. Pero

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Yo me pregunto: ¿para qué otra cosa puede servir laciencia sino para consumirla? Francamente, el que nosabe emplearla en nada mejor que en ganarse la vida,no descubre más que un egoísmo bastante débil, por-que su potencia de egoísmo es de las más limitadas;pero se necesita ser un poseído para censurar en esoal egoísmo y la prostitución de la ciencia.

El cristianismo, incapaz de comprender al individuocomo único, que no lo consideraba más que como de-pendiente, no fue, propiamente hablando, más que unateoría social, una doctrina de la vida en común, tantodel hombre con Dios como del hombre con el hombre;así es que llegó a despreciar profundamente todo loque es propio, particular, del individuo. Nada menoscristiano que las ideas expresadas por las palabras ale-manas Eigennutz (interés egoísta), Eigensinn y Eigen-wille (capricho, obstinación, testarudez, etc.), Eigenbeit(individualidad, particularidad), Eigenliebe (amor pro-pio), etc., que encierran todas las ideas de eigen (pro-pio, particular). La óptica cristiana ha deformado po-co a poco el sentido de una multitud de palabras que,siendo honorables en la antigüedad, se han convertidoen términos de censura; ¿por qué no se las rehabilita-ría? Así, la palabra Schimpf, que significaba en tiempospasados burla, significa hoy ultraje, afrenta, porque el

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celo cristiano no entiende de bromas, y todo pasatiem-po es a sus ojos una pérdida de tiempo; frech, insolen-te, audaz, quería simplemente decir atrevido, animoso;Frevel, el delito, no era más que la audacia. Es sabidodurante cuánto tiempo la palabra razón ha sidomiradade reojo.

Nuestra lengua ha sido así modelada poco a pocosobre el punto de vista cristiano, y la conciencia uni-versal es aún demasiado cristiana para no retrocedercon espanto, como ante algo imperfecto o malo, antelo no cristiano, es por esta razón que el interés perso-nal, egoísta, es tan poco estimado.

Egoísmo, en el sentido cristiano de la palabra, signi-fica algo así como interés exclusivo por lo que es útil alhombre carnal. Pero ¿esta cualidad de hombre carnales, acaso, mi única propiedad? ¿Me pertenezco cuandoestoy entregado a la sensualidad? ¿Obedezco a Mí mis-mo, a Mi propia decisión, cuando obedezco a la carne,a Mis sentidos? Yo no soy verdaderamente Mío sinocuando estoy sometido a Mi propio poder y no al delos sentidos o, por otra parte, al de cualquiera que nosea Yo (Dios, los hombres, la autoridad, la ley, el Esta-do, la Iglesia, etc.). Lo que persigue mi egoísmo es loque me es útil a mí, al autónomo, el autócrata.

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Uno está obligado, por otra parte, a cada instante,a inclinarse ante ese interés personal tan desacredita-do, como ante el motor universal y todopoderoso. Enla sesión del 10 de Febrero de 1844, Welcker8 invoca,en apoyo de una moción, la falta de independencia delos jueces y pronuncia todo un discurso paro demos-trar que magistrados separables, destruibles, traslada-bles y pensionables, o en otros términos, expuestos averse despedidos y dejados a pie en vía administrati-va, pierden toda autoridad y todo crédito y el pueblomismo les rehúsa su respeto y su confianza. «¡Todala magistratura —exclamaWelcker— está desmoraliza-da por esta dependencia!» Para quien sabe leer entrelíneas, eso quiere decir que los administradores de lajusticia perciben que les conviene más pronunciar unfallo conforme a las intenciones ministeriales, que ate-nerse al sentido de la ley. ¿Cómo remediarlo? ¿Se po-drá tal vez, hacer sentir a los jueces todo lo que suvenalidad tiene de ignominioso, con la esperanza deverlos volver en sí, y poner en adelante la justicia porencima de su egoísmo? ¡Ay, no! El pueblo no se ele-va a tan novelesca confianza; percibe demasiado bien

8 Político liberal alemán que intentaba recuperar el contactoentre el pueblo de Alemania y sus gobernantes (N.R.).

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que el egoísmo es el más poderoso de todos los moti-vos. Dejemos, pues, sus funciones de jueces a los quelas han ejercido hasta el presente, por convencidos queestemos de que no han cesado y no cesarán jamás deobrar como egoístas. Sólo hagamos de tal modo queno vean por más tiempo su egoísmo alentado por lavenalidad del derecho; que sean, al contrario, bastanteindependientes del Gobierno, para no tener a cada ins-tante que optar entre la justicia y sus intereses; que su«interés bien entendido» no sea comprometido jamáspor la legalidad de los juicios que emitan, y que se leshaga fácil recibir un buen sueldo sin enfrentarse a laconsideración pública.

Así, pues, Welcker y los ciudadanos de Badén no tie-nen completa tranquilidad más que cuando han hechoentrar al egoísmo en su juego. ¿Qué pensar desde aho-ra de esas bellas frases sobre el desinterés, con las quese llenan sin cesar la boca?

Mis relaciones con una causa que defiendo poregoísmo no son las mismas que mis relaciones con lacausa que sirvo por desinterés. He aquí la piedra de to-que que permite distinguirlas: para con esta última, yopuedo ser culpable, puedo cometer un pecado, en tan-to que sólo puedo perder la primera, alejarla de mí, esdecir, cometer respecto a ella una torpeza. La libertad

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del comercio participa de esta doble manera de ver; pa-sa, en parte, por una libertad que puede ser concedidao retirada según las circunstancias; en parte, por unalibertad que debe ser sagrada en toda circunstancia.

Si una cosa no me interesa en sí misma y por ellamisma, si no la deseo por amor de ella, la desearé sim-plemente a causa de su oportunidad, de su utilidad, yen vista de otro objeto; así, por ejemplo, las ostras, quedeseo por su gusto agradable. Para el egoísta, toda co-sa no será más que un medio, cuyo fin es, en últimoanálisis, él mismo; ¿debe proteger lo que no le sirvepara nada? El proletario, por ejemplo, ¿debe protegeral Estado?

La individualidad encierra en sí misma toda propie-dad y rehabilita lo que el lenguaje cristiano había des-honrado. Pero la individualidad no tiene ninguna me-dida exterior, porque no es, en modo alguno, como lalibertad, la moralidad, la humanidad, etc., una idea. Su-ma de las propiedades del individuo, no es más que ladescripción de su propietario.

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II. El propietario

Yo, ¿llegaré Yo a Mí mismo y a lo Mío mediante elliberalismo? El liberal, ¿a quién considera su semejan-te? ¡Al Hombre! Sé tan sólo un Hombre — y ya lo eres— y el liberal te llamará su hermano. Poco le impor-tan tus opiniones y tus necedades privadas, desde elmomento en que pueda ver al Hombre en tu persona.

Poco le importa lo que seas particularmente, porquesi es consecuente, sus principios le impiden darle lamenor importancia; no ve más que lo que eres genéri-camente. En otros términos, no te ve a ti mismo, sino algénero; no a Peter o Paul, sino al Hombre; no lo real olo único, sino tu esencia o tu concepto; no al individuode carne y hueso, sino al Espíritu.

En cuanto Peter, no serías su igual, porque él es Pauly no Peter; pero en cuanto Hombre, eres lo que él es. Sies verdaderamente un liberal y no un egoísta incons-ciente, Tú, Peter, a sus ojos, es como si no existieras,lo que, entre paréntesis, le facilita bastante sostener su

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amor fraternal; lo que él ama en Ti no es a Pedro, dequien no sabe ni quiere saber nada, sino únicamenteal Hombre.

No ver nada en ti y en mí más que al «Hombre», esllevar al extremo la manera de ver cristiana, según lacual uno no es para los demás más que un concepto(por ejemplo, un aspirante a la salvación, etc.).

El Cristianismo propiamente dicho nos reúne aúnen un concepto menos general: así, somos «los hijosde Dios», los «guiados por el espíritu de Dios»1; sinembargo no todos pueden enorgullecerse de ser hijosde Dios; ya que aunque «El Espíritu mismo da testimo-nio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios»2,ese mismo Espíritu señala también a los que son hijosdel diablo3 Para ser hijo de Dios, era preciso no serhijo del diablo; la familia divina excluía a ciertos hom-bres. Por el contrario para ser hijos de los hombres, esdecir, hombres, nos basta pertenecer a la especie hu-mana, ser ejemplares de esta especie. Lo que yo soyno te interesa, si eres un buen liberal; tú ignoras y de-

1 Romanos, 8, 14.2 Cfr. Romanos, 8, 16.3 «En esto se manifestaban los hijos de Dios y los hijos del

diablo: todo aquel que no hace justicia, y que no ama a su hermano,no es de Dios»l Juan 3, 10.

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bes ignorarmis asuntos privados; basta que seamos losdos hijos de una misma madre, la especie humana: encuanto «nacido del hombre», soy tu semejante.

¿Qué soy, pues, para ti? ¿Soy ese yo en carne y hue-so que va y viene? ¡Cualquier cosa menos eso! Ese yo,con sus pensamientos, sus determinaciones y sus pa-siones, es «algo privado» que no te concierne, «unacosa para sí». Como «cosa para ti» no existe más quemi concepto, el concepto de la especie a que pertenez-co, el Hombre, que se llama tal vez Peter, pero podríallamarse lo mismo Hans o Michael. Tú ves en mi, no amí, el real, el corporal, sino al irreal, al fantasma: a unHombre.

En el curso de los siglos cristianos, toda clase de per-sonas han pasado sucesivamente por ser «nuestros se-mejantes», pero siempre los hemos juzgado según eseEspíritu que esperábamos de ellos; nuestro semejantefue, por ejemplo, aquel, cuyo espíritu manifestaba unanecesidad de redención; más tarde, el que poseía el es-píritu de buena voluntad; luego, al fin, el que mostrabaun espíritu y un rostro humanos. Así fue variando elfundamento de la «igualdad».

Desde el momento en que se concibe la igualdad co-mo igualdad del espíritu humano, se ha descubiertouna igualdad que abarca verdaderamente a todos los

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hombres; porqué, ¿quién osaría negar que nosotros,hombres, poseemos un espíritu humano?

¿Estamos por eso más avanzados que al comienzodel Cristianismo? Nuestro espíritu debía ser entoncesdivino, y hoy debe ser humano; pero si lo divino nobastaba para expresarnos, ¿cómo podría lo humanoexpresar todo lo que nosotros somos? Feuerbach, porejemplo, cree haber descubierto la verdad cuando hu-maniza lo divino. Pero si Dios nos ha hecho sufrircruelmente, «el Hombre» está en situación de marti-rizarnos más cruelmente aún. Digámoslo en algunaspalabras: si somos hombres, esta cualidad de hombressólo es la menor en nosotros y no tiene significacióne importancia más que como una de nuestras «propie-dades», como contribuyendo a formar nuestra indivi-dualidad. Ciertamente yo soy, entre otras cualidades,un hombre, lo mismo que soy, por ejemplo, un ser vi-viente, un animal, un europeo, un berlinés, etcétera;pero la estima del que no apreciase en mí más que alhombre o al berlinés me sería muy indiferente. ¿Porqué? Porque apreciaría sólo una de mis propiedades yno a Mí.

Lo mismo sucede en cuanto al espíritu. Yo puedocontar en el número de mis atributos un espíritu cris-tiano, un espíritu leal, etc., y ese espíritu es mi propie-

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dad; pero yo no soy ese espíritu: él es mío, yo no soyde él.

Volvemos a encontrar, pues, en los liberales el anti-guo desprecio de los cristianos por el Yo, por el Petero Paul de carne y hueso. En lugar de tomarme por loque soy, no se considera más que mi propiedad, misatributos, y si quiere unírseme, sólo es por amor a mibolsillo; se casan con lo qué tengo y no con lo que soy.El cristiano se adhiere a mi espíritu y el liberal a mihumanidad.

Pero si el espíritu, ese espíritu que no se mira comola propiedad del Yo real y corporal, sino como el yomismo, es un fantasma; el Hombre en quien se quierereconocer, no a uno de mis atributos, sino al Yo propia-mente dicho, es, también él, solamente un fantasma,un pensamiento, un concepto.

Por eso el liberal gira eternamente, sin poder salir,en el mismo círculo en que está encerrado el cristiano.Como el espíritu de la humanidad, es decir, el Hombre,te habita, eres un hombre, lo mismo que eres un cris-tiano, si el espíritu de Cristo habita en ti. Pero puestoque el Hombre que está en ti no es más que un segun-do Yo, aunque sea «tu verdadero y tu mejor» Yo, siguesiéndote extraño, y debes esforzarte para llegar a serHombre plenamente. ¡Un esfuerzo tan estéril como el

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del cristiano para llegar a ser plenamente espíritu bien-aventurado!

Hoy, que el liberalismo ha proclamado al Hombre,se puede decir que el cristianismo ha sido así llevadoa sus últimas consecuencias y que, desde su origen, elcristianismo no se ha dedicado más que a la tarea derealizar al Hombre, al «verdadero Hombre». Se com-prende, pues, que es un error creer que el cristianismoconcede al Yo un valor infinito (como, por ejemplo, lopodrían hacer suponer la doctrina de la inmortalidad,el cuidado de la salvación, etc.). No: ese valor no lo atri-buye más que al Hombre. Sólo el Hombre es inmortaly sólo en cuanto Hombre yo lo soy también.

El cristianismo enseñó bien que ninguno perece porcompleto, y también el liberalismo declara que todoslos hombres son iguales; pero eternidad por una parte,igualdad por otra, no conciernen más que al Hombreque esta en mí y no a mí. Sólo en cuanto soy el sostén,

4 K. Marx, La cuestión Judía, Nuestra América, Buenos Ai-res, 2005, p. 48. El fragmento completo es: «En cuanto el individuoreal es subsumido en la categoría abstracta de ciudadano, dejandode lado su vida individual, su trabajo individual, todas sus condi-ciones particulares de vida, el hombrese ha vuelto (devenido) gené-rico, por lo que la emancipación humana está totalmente alcanza-da». (N.R.).

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el hospedador del Hombre, yo no muero; en el mismosentido en que se dice: «el Rey no muere». Luis muere,pero el Rey le sobrevive; y yo muero, pero mi espíritu,el Hombre, sobrevive. Se ha encontrado una fórmulapara identificar completamente el Yo y el Hombre, yse emite esta sentencia: «que uno debe volverse gené-rico».4

La religión humana no es más que la última meta-morfosis de la religión cristiana. El liberalismo, en efec-to, es una religión porque me separa de mi esencia yla coloca por encima de mí, porque eleva «al Hombre»como la religión eleva a su dios o su ídolo, porque con-vierte lo que es mío en algo extraño y hace de mis atri-butos, de mi propiedad, algo ajeno a mí, es decir, unaesencia; en suma, el liberalismo es una religión, por-que me somete al «Hombre» y por lo tanto me impo-ne una «vocación». Pero por las formas mismas quereviste, el liberalismo revela aún su naturaleza de reli-gión: reclama una devoción ferviente al Ser Supremo,al Hombre; una fe que obra y da pruebas de su celo, unfervor que no se entibia.5 Pero como el liberalismo esuna religión humana, sus adeptos hacen profesión deser tolerantes para con los adeptos de las demás reli-

5 Bruno Bauer, Die Judenfrage, p. 62.

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giones (judía, cristiana, etc.); Federico el Grande dabapruebas de esa misma tolerancia para todo el que cum-plía sus deberes de súbdito, cualquiera que fuese, porotra parte, el modo con que pretendiese buscar su sal-vación. Esta religión debe elevarse a una universalidadlo bastante alta como para separarse de todas las de-más, considerándolas meras necedades privadas, res-pecto de las cuales uno se conduce muy liberalmenteen consideración a su misma insignificancia.

Puede llamársela religión estatal, la religión del Es-tado libre, no en el sentido antiguo de religión preco-nizada y privilegiada por el Estado, sino porque es lareligión que el Estado libre está, no sólo autorizado, sino obligado a exigir que profese cada uno de sus súb-ditos, permitiéndoles que «privadamente» sean judíos,cristianos o lo que más les agrade. Ella juega en el Es-tado el mismo papel que la «piedad filial» en la familia.Para que la familia sea aceptada por cada uno de susmiembros, es preciso que cada uno de ellos considereel lazo de sangre como sagrado, que sea respetuoso deesta «piedad filial». Así también, para cada miembrode la comunidad del Estado, esta unión debe ser igualde sagrada, y la idea más elevada para el Estado debeser también la más importante para cada uno de susmiembros.

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¿Cuál es la idea más elevada para el Estado? Es cier-tamente la de ser una verdadera sociedad humana, unasociedad en que se admita como miembro a cualquie-ra que sea verdaderamente Hombre, es decir, que nosea no-hombre. La tolerancia de un Estado, por ampliaque sea, se detiene ante el no-hombre y ante lo inhu-mano. Y, sin embargo, ese no-hombre es hombre, lo in-humano es algo humano, algo únicamente posible enel hombre y no en el animal; esa inhumanidad es unaposibilidad humana. Pero aunque todo no-hombre seaun hombre, el Estado lo excluye de su seno o lo aprisio-na y le convierte de súbdito del Estado en súbdito dela cárcel (de una casa de locos o de una casa de salud,según el comunismo).

Es fácil definir en términos burdos lo que se entien-de por un no-hombre: es un hombre que no correspon-de al concepto Hombre, como lo inhumano no coinci-de con el conjunto de atributos que forman el conceptohumano. Eso es lo que la lógica llama una «contradic-ción en los términos». ¿Se puede, en efecto, emitir eljuicio de que un hombre puede no ser un hombre, amenos que se admita la hipótesis de que el conceptohombre puede ser separado del hombre existente, laesencia del fenómeno? Se dice: parece un hombre, pe-ro no lo es.

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¡Hace muchos siglos que los hombres se contentancon esta petición de principio! Y, lo que es más, du-rante todo ese tiempo no han existido más que no-hombres. ¿Qué individuo ha coincidido jamás con suideal? El cristianismo no conocemás que un solo y úni-co Hombre — el Cristo — y aun éste es, bajo el punto devista opuesto, un no-hombre: es un hombre sobrehu-mano, unDios. Unicamente el no-hombre es el hombre«real».

Esos hombres que no son Hombres, ¿qué podríanser más que fantasmas? Cada hombre real que no co-rresponde al concepto Hombre o que no está conformecon la definición de la especie, es un fantasma. Pero siyo hago mía mi esencia, la convierto en un atributoinherente a mí y el Hombre deja de ser mi ideal, mivocación, mi esencia o el concepto que imperaba porencima de Mí y estaba más allá de Mí mismo para de-venir mi humanidad, mi ser-hombre; de tal modo queaquello que Yo hago no es humano sino porque Yo soyquien lo llevo a cabo y no porque corresponde al con-cepto de Hombre, ¿soy entonces un no-hombre? Yosoy, en realidad, Hombre y no-hombre al mismo tiem-po, porque soy a la vez hombre y más que hombre: Yosoy el Yo de esa individualidad, que es mi propiedad,nada más que un mero atributo mío.

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Se debía, finalmente, llegar a no exhortarnos a ser yasimplemente cristianos, sino a exigirnos que nos hicié-semos Hombres. No habíamos sido nunca, en verdad,realmente cristianos; habíamos permanecido siempre«pobres pecadores» (el cristiano también es un idealinaccesible); pero el absurdo de aquellos votos no eratan chocante; era entonces más fácil esperanzarse quehoy, que se nos pide a nosotros, que somos hombres,que obramos como hombres y no podemos ser otra co-sa ni obrar de otro modo: que seamos Hombres, «real-mente Hombres».

Nuestros Estados modernos, colgados aún de las fal-das de su madre la Iglesia, nos imponen todavía di-versas obligaciones (la de pertenecer a una confesiónreligiosa, por ejemplo), que no son estrictamente desu incumbencia. Pero, porque pretenden ser vistos co-mo «sociedades humanas», no desconocen el valor delhombre como hombre y todos ellos admiten incluso alos menos privilegiados, a los adeptos de las distintasreligiones y alistan a las personas sin distinción de ra-

6 Es evidente que la política de los Estados ricos con respec-to a la inmigración no es la misma en la actualidad que a mediadosdel Siglo XIX; aunque esta pretensión de hacerse ver como «socie-dades humanas» (o humanistas) persiste en los tan vistosos comovacíos discursos en torno los derechos humanos. (N.R.).

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za o nacionalidad: judíos, turcos, moros, etc., puedenhacerse ciudadanos franceses. El Estado no pone otracondición que la de ser hombres.6 La Iglesia, que esuna reunión de fieles, no podía admitir en su seno acualquiera por sólo ser hombre; el Estado, que es unasociedad de hombres, si puede. Pero el día en que alEstado se le ocurra ser consecuente con su principio ytener en cuenta en los suyos sólo la condición de Hom-bres (todavía en la actualidad los americanos del Nortemismos admiten tácitamente que los que viven entreellos practican una religión, aunque no sea más que lareligión del bien y del honor) habrá cavado su propiatumba. Los suyos, que él supone puramente Hombres,se revelarán puros egoístas, y cada uno de ellos lo usa-rá con un objeto egoísta, con todas sus fuerzas de egoís-ta. Con los egoístas, la «sociedad humana» ha termi-nado, porque no se tratan mutuamente como hombres,y cuando obran lo hacen de un modo egoísta como unYo para con un Tú o un Ustedes radicalmente distintosy opuestos a mi.

Decir que el Estado debe tomar en cuenta nuestrahumanidad, equivale a decir que debe contar con nues-tra moralidad. Ver en otro un hombre y conducirse co-mo un hombre respecto a él, es lo que se dice obrarmoralmente; todo el amor espiritual del Cristianismo

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se reduce a esto. Si yo veo en Ti al Hombre, lo mismoque veo en Mí al Hombre y únicamente al Hombre, ha-ré por Ti lo que haría porMí, porque somos en ese casolo que los matemáticos llaman dos cantidades igualesa una tercera: A=B y B=C, luego A=C, o de otro modo,Yo=Hombre y Tú=Hombre, luego Yo=Tú; luego Tú y

7 Esta «asociación de los egoístas» [Verein von Egoisten] eslo más lejos que llega Stirner en el reconocimiento de algún tipode organización social. Se trata, tal como la describe E. Armand enLos stirneristas (en El anarquismo individualista, lo que es, lo quepuede y lo que vale, Utopia Libertaria, 2007), de la vinculación delos hombres a partir del reconocimiento de su mutua necesidadpara la satisfacción de sus intereses personales. Es importante no-tar que Stirner escribe con el objeto de radicalizar las posturas dela izquierda hegeliana: al igual que en Bakunin (Cfr.

«Federalismo, socialismo y antiteologismo» y «Consideracionesfilosóficas sobre el fantasma divino, el mundo real y el hombre» enObras de Bakunin, Vol. III, Jucar, Madrid, 1977), se trata de desnu-dar los prejuicios que esclavizan a los individuos, tanto respectode otros como de sí mismos. Por otro lado, el interés de Stirnerpor dar a conocer sus ideas y la importancia que otorga a la edu-cación (Cfr,: El falso principio de nuestra educación, 1842) nos per-miten hacer a un lado la interpretación generalizada según la cualel stirnerismo consiste en abusarse de los demás. Por el contrario,podríamos ver en este texto una sociedad anarquista vista desdela perspectiva de los individuos y no desde el cuerpo social (tal co-mo lo hacen en general Proudhon, Bakunin, Kropotkin o Malates-ta). (N.R.)

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Yo tenemos igual valor. La moralidad es incompatiblecon el egoísmo, porque no es a Mí, sino solamente alHombre que soy al que concede un valor. Si el Estadoes una Sociedad de Hombres y no una comunidad deYos en la que cada uno sólo tiene en cuenta a Sí mismo,no puede subsistir sin la moralidad, y debe basarse enella.

Así, el Estado y Yo somos enemigos. El bien de la so-ciedad humana no me llega al corazón, a mí, el egoísta;Yo nome sacrifico por ella, no hagomás que emplearla;pero, a fin de poder usar de ella plenamente, la convier-to en mi propiedad, hago de ella mi criatura; es decir,la aniquilo y edifico en su lugar la asociación de losegoístas.7

El Estado, por su parte, descubre su hostilidad res-pecto a mí, exigiendo que Yo sea un Hombre, lo quesupone que podría no serlo y pasar a sus ojos comoun no-hombre; convierte la Humanidad en un deber.Exige, además, que Yo me abstenga de toda acción sus-ceptible de negar su existencia; la existencia del Estadodebe serme sagrada. Así, no debo ser un egoísta, sinoun hombre «de buenas ideas y de buenas obras», o,dicho de otro modo, un hombre moral. Ante el Esta-do y su organización, debo ser impotente, respetuoso,etc. Ese Estado, que por otra parte no tiene actualmen-

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te ninguna realidad, que todavía hay que fundar, es elideal del liberalismo progresista. Será una verdadera«sociedad humana», donde todo aquel que sea Hom-bre hallará su lugar. El liberalismo se propone comoobjeto realizar el Hombre, es decir, crearle un mundo,un mundo que será un mundo humano, o la sociedadhumana universal (comunista). Se dice: «La Iglesia nopodía ocuparse más que del Espíritu; el Estado debeencargarse del Hombre todo entero».8 Pero ¿el Hom-bre no es Espíritu? El núcleo del Estado es el Hombre,esa irrealidad, y el Estado mismo no es más que unasociedad de Hombres. El mundo que crea el creyente(Espíritu creyente) se llama Iglesia; el mundo que creael Hombre (Espíritu Humano), se llama Estado. Perono es ése mi mundo. Lo que yo realizo no es nunca Hu-mano ni abstracto, sino que siempre me es propio; miobra de hombre es diferente de todas las demás obrasde hombres, y sólo gracias a esa diferencia es real y mepertenece. Lo Humano en sí es una abstracción y porconsiguiente, un fantasma, un ser imaginario.

8 Moses Hess (como anónimo), Die europäische Triarchie [Latriarquía europea], Leipzig 1841, p. 76.

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Bruno Bauer expresa en algún sitio9, que la verdadúltima a la que ha llegado la crítica — y la verdad queel cristianismo mismo había buscado siempre — es «elHombre». «¡La historia del mundo cristiano — dice —es la historia del mayor combate que se haya trabadopor la verdad; porque esa historia — y ella sola — esla historia del descubrimiento de la primera y de laúltima verdad, el Hombre y la libertad!»

Sea; aceptemos el beneficio y admitamos que elHombre es el resultado al que conduce la historia delpensamiento cristiano y, por otra parte, todo el esfuer-zo de los hombres hacia la religión o el ideal. ¿Qué es,pues, el Hombre? ¡Soy Yo! Yo soy el Hombre, fin y lí-mite del cristianismo; y Yo soy el punto de partida y lamateria de una historia nueva, de una historia del go-ce después de la historia del sacrificio; de una historia,no ya del Hombre y de la humanidad, sino del Yo. ElHombre pretende ser lo universal; pero si hay algunacosa realmente universal, es el Yo y su egoísmo, por-que cada uno es un egoísta y hace de sí el centro detodo. El puro egoísta no es el judío, porque el judío sesomete aun a Jehová; no es tampoco el cristiano, por-que el cristiano no vive más que por la gracia de Dios y

9 Bruno Bauer, Judenfrage, p. 84 .

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se arrodilla a sus pies. Como judío, como cristiano, unhombre no satisface más que a varios de sus deseos, aun determinado apetito, y no a él mismo; su egoísmono es más que un semi-egoísmo, porque es el egoís-mo de un semi-hombre, mitad «él» y mitad «judío», ouna mitad su propietario y mitad un esclavo. Así, ju-dío y cristiano, están siempre parcialmente opuestos:la mitad de uno es la negación de una mitad del otro;como hombres se reconocen, como esclavos se recha-zan, porque sirven a dos amos diferentes. Si pudieranser completamente egoístas, se excluirían totalmente,y se apoyarían más firmemente el uno al otro. Lo queles envilece no es contradecirse, es no hacerlo más quea medias. Bruno Bauer piensa, por el contrario, quejudíos y cristianos podrían mirarse como Hombres ytratarse mutuamente como tales, si se despojaran deesa manera particular de ser, que los separa y les haceconsiderar un deber el perpetuar esa separación, parareconocer en el Hombre su verdadera esencia.

Según él, entonces, el error, tanto de los judíos comode los cristianos, sería pretender ser y tener algún as-pecto «particular», en lugar de ser simplemente Hom-bres y tender hacia lo humano, es decir, hacia los «de-rechos universales del hombre». Su error fundamentalsería creerse elegidos, creerse en posesión de privile-

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gios y, de un modo general, creer en la existencia delprivilegio. El responde objetándoles los derechos delhombre.

¡Derechos del hombre!El Hombre es el Hombre en general y cada uno es

hombre. Cada uno debe, entonces, poseer los derechoseternos de que se trata, y debe gozar de ellos, según elparecer de los comunistas, en la completa democracia,o como seríamás exacto llamarla: «antropocracia». Pe-ro sólo Yo tengo todo lo que me procuro. Como Hom-bre, no tengo nada. La gente quisiera ver a cada hom-bre gozar de todos los bienes, simplemente porque lle-va el título de Hombre. Pero Yo pongo el acento en el«Yo soy» y no en el hecho de que «soy Hombre».

El hombre no es nada, sino en tanto que atributoMío (mi propiedad); del mismo modo que sucede conla virilidad10 y la femineidad. El ideal de los antiguosconsistía en alcanzar completamente la virilidad; la vir-tud era para ellos virtus y areté — el valor varonil —,¿Qué pensar de una mujer que no quisiera ser otra co-sa que perfectamente mujer? Esto no es posible para

10 Probablemente sería más adecuado traducir Männlichkeitcomo masculinidad, pero se perdería la raíz común (vir) de «viri-lidad» y «virtud» (N.R.).

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todo el mundo y, de este modo, no pocas se estaríancondenando a este ideal inaccesible. Pero la mujer es,en todo caso, femenina, lo es por naturaleza: la femi-neidad es uno de los atributos de su individualidad yno tiene que hacerse «auténticamente femenina». Yosoy hombre del mismo modo que la Tierra es un as-tro. No es menos ridículo imponerse como una misiónser verdaderamente hombre, como lo sería exigir a laTierra el deber de ser verdaderamente astro.

Cuando Fichte dice: «El Yo es todo», parece estaren perfecta armonía con mi teoría. Pero no se tratade que el ego «sea» todo, sino que «destruye» todo, ysólo el Yo que se aniquila a sí mismo, el Yo que nunca«es», el Yo «finito», es realmente Yo. Fichte habla deun Yo absoluto, en tanto que Yo hablo de Mí, del Yotransitorio.11

¡Qué natural nos parece admitir que el Hombre yYo son sinónimos! Y sin embargo vemos, por ejemploa Feuerbach, declarar que el término Hombre no debeaplicarse más que al Yo absoluto, al género, y no al Yoindividual, efímero y transitorio.

Egoísmo y humanismo deberían significar la mismacosa; sin embargo, según Feuerbach, «el individuo pue-

11 En este pasaje se puede ver con claridad como Stirner ade-

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de franquear los límites de su individualidad, pero nopuede, sin embargo, elevarse por encima de las leyesy de los caracteres esenciales de la especie a que per-tenece».12 Pero la especie no es nada, y el individuoque franquea los límites de su individualidad, es, poresta razón misma, más él, más individual, pues no esindividuo sino en tanto que se eleva, no sigue siendolo que es; de no ser de este modo, sería un ser aca-bado, muerto.13 El Hombre — con h mayúscula — noes más que un ideal, y la especie no es más que algoque puede pensarse. Ser un hombre no significa repre-sentar el ideal del hombre, sino ser «uno mismo», elindividuo. ¿Qué tengo Yo que ver con la realización delo Humano en general? Mi tarea es satisfacerme, bas-tarme a mí mismo. Yo soy quien soy, mi especie; Yocarezco de regla, de ley, de modelo, etc. Puede ser queYo no pueda hacer de Mí más que muy poca cosa, peroese poco es algo; ese poco vale más de lo que pudie-ra dejarles hacer de mí por la fuerza de otros, por la

lanta tesis del exis-tencialismo del S. XX (N.R.).12 Ludwig Feuerbach, Das wesen des Christentums, op. cit., p.

401.13 Este pasaje adelante directamente la tesis existencialista

del hombre como ser que sólo se «determina» completamentecuando muere.

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fuerza de las costumbres, de la religión, de la ley, delEstado, etc. Mejor es — si acaso puede tratarse aquí demejor y de peor — más vale, digo, un niño indiscipli-nado que la cabeza de un viejo sobre los hombros deun joven, más vale el hombre que se niega a todo y atodos, que el que consiente siempre. El recalcitrante,el rebelde, puede aún modelarse a su agrado, en tantoque el bien educado, el benévolo, echados en el moldegeneral de la especie son determinados por ella: ella essu ley. Ellos están determinados, es decir, destinados,porque, ¿qué es la especie para ellos sino su destino,su vocación? Ya me proponga yo por ideal la Humani-dad, la especie, y tienda hacia ese fin, o haga el mismoesfuerzo hacia Dios y Cristo, no veo en ello ningunadiferencia esencial: mi vocación es, cuando más, en elprimer caso, menos determinada, más vaga y más flo-tante. Así como el individuo es «toda» la naturaleza,también es toda la especie.

Lo que Yo soy determina necesariamente todo loque hago, pienso, etc., en suma, todas mis manifesta-ciones. El judío, por ejemplo, sólo puede querer ser talcosa, sólo puede mostrarse como tal y no como otro;el cristiano, haga lo que haga, sólo puede mostrarse ymanifestarse cristianamente. Si Te fuera posible ser ju-dío o ser cristiano, no producirías más que algo judío

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o cristiano; pero eso no es posible; toda Tu conductaes la de un egoísta, de un pecador contra los conceptosde judío, de cristiano, etc.; puesto que no te es posibleser perfectamente lo uno o lo otro. Ahora bien, comoel egoísta no deja de aparecer, la gente ha buscado elideal perfecto que pueda contener todas tus expresio-nes y actividades. Lo que se ha encontrado más per-fecto en ese género, es el Hombre. Siendo judío eresdemasiado poco, y el ser judío no es tu deber14; ser ungriego, ser un alemán, no basta. Pero sé un Hombre ylo tendrás todo; elige lo humano como tu vocación.

Ahora ya sé lo que debo ser, y ya puede escribirseel nuevo catecismo. De nuevo el sujeto es subordinadoal predicado, y lo particular inmolado a lo general; ladominación se asegura de nuevo a una idea, y el sujetose prepara para una nueva «religión». Hemos progre-sado en el campo de la religión y muy particularmen-te del cristianismo, pero no hemos dado un paso parasalir de ellos.

Dar ese paso, nos conduciría a lo indecible, porquela lengua, indigente, no tiene una palabra para definir-

14 La aparente obsesión de Stirner con los judíos no es enrealidad más que un tema de época; una discusión iniciada porBruno Bauer en La cuestión judía y continuada por Karl Marx en«Acerca de La cuestión judía» (N.R.).

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me y «el verbo», el logos, no es, para mí, más que unasimple palabra.

Se busca mi esencia. No es el judío, el alemán, etc.,es, en todo caso, el Hombre. «El Hombre es mi esen-cia».

Yo soy, para mí mismo, desagradable o antipático,me repugno, me hastío y me doy horror; o bien no soyjamás lo suficiente, ni hago jamás bastante por mí. Detales sentimientos nacen la autonegación o la autocríti-ca. La religiosidad comienza con la abnegación y acabapor la crítica radical.

Yo estoy poseído y quiero exorcizar el «espíritu ma-ligno». ¿Qué debo hacer al respecto? Cometer audaz-mente el pecado más negro a los ojos de los cristia-nos; blasfemar del Espíritu Santo: «pero cualquieraque blasfeme contra el Espíritu Santo, no tiene jamásperdón, sino que es reo de juicio eterno».15 Yo no quie-ro el perdón ni temo el castigo.

El Hombre es el último de los malos espíritus, el úl-timo fantasma, y el más fecundo en imposturas y enengaños; es el más sutil mentiroso que se haya oculta-do nunca bajo una máscara de honradez; es el padrede las mentiras.

15 Marcos, 3, 29.

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El egoísta que se subleva contra los deberes, las aspi-raciones y las ideas vigentes comete despiadadamentela suprema profanación: ¡nada es sagrado para él!

Sería absurdo sostener que no hay potencias supe-riores a la mía. Pero la posición que Yo tome respectoa ellas, será totalmente diferente de la que hubiera si-do en las edades religiosas: Yo seré el enemigo de todapotencia superior, mientras que la religión nos enseñaque, en relación a ella, debemos ser amistosos y humil-des.

El «sacrilego» concentra sus fuerzas contra todo«temor de Dios», porque el temor de Dios lo determi-naría en todo aquello en dejara subsistir como sagrado.Ya sea el Dios o el Hombre el que ejerce en el Hombre-Dios el poder santificante, ya sea a la santidad de Dioso a la del Hombre (de la Humanidad) a la que dirija-mos nuestros homenajes, ello no cambia nada el temora Dios: el Hombre convertido en «ser supremo» seráobjeto de la misma veneración que Dios, «ser supre-mo» de la religión: ambos exigen de nosotros temor yrespeto.

El temor a Dios propiamente dicho fue quebrantadohace largo tiempo, y la moda es un «ateísmo» más omenos consciente que exteriormente se reconoce enun abandono general de los «ejercicios del culto». Pero

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se ha trasladado al Hombre todo lo que se ha quitadoa Dios, y el poder de la humanidad ha aumentado contodo lo que la piedad ha perdido en importancia: elHombre es el dios de hoy, y el temor al Hombre hatomado el lugar del antiguo temor a Dios.

Pero como el Hombre no representa más que otroSer Supremo, no ha sucedido nada más que una sim-ple metamorfosis del «ser supremo», y el temor delHombre no es más que un aspecto diferente del temora Dios.16

Nuestros ateos son gente piadosa.Si durante los tiempos llamados feudales recibíamos

todo por gracia de Dios, el período liberal nos ha pues-to en el mismo estado de vasallaje respecto al Hombre.Dios era el Señor, ahora, el Hombre es el Señor; Diosera el Mediador, ahora, lo es el Hombre; Dios era el Es-píritu, y el Hombre es hoy el Espíritu. Bajo este tripleaspecto, el vasallaje se ha transformado; en primer lu-gar, tenemos del Hombre todopoderoso nuestro poder,y este poder, emanado de una autoridad superior, no

16 En este sentido nos referíamos antes a los «vacíos discur-sos en torno de los derechos humanos» (n. 100), los parlamentosson las modernas iglesias donde se santifican los «Derechos delHombre», mientras la mayoría de los individuos de carne y huesoviven completamente privados de estos (N.R.).

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se llama potencia o fuerza, sino que se llama Derecho:los «derechos del hombre». En segundo lugar, tene-mos de él nuestra relación con el mundo, porque es elmediador que ordena nuestras relaciones con los otros,y éstas no pueden, entonces, ser otra cosa que huma-nas. En fin, tenemos de él a Nosotros mismos, es decir,nuestro valor propio o todo lo que valemos, porqueno tenemos ningún valor si él no habita en Nosotrosy si no somos «humanos». El poder es del Hombre, elmundo es del Hombre y Yo soy del Hombre.

Pero ¿cómo declarar que Yo soy mi legitimador, mimediador y mi propietario? Yo diré:

Mi poder es «mi» propiedad.Mi poder «me da» la propiedad.Yo mismo soy mi poder y soy por él mipropiedad.17

17 A riesgo de sonar redundante, estos pasajes son claves pa-ra entender el sentido que da Stirner al término «propiedad». Nose trata de la propiedad privada burguesa — no podría serlo pues-to que ésta depende de una ley y no del individuo —, sino de la«apropiación» ejercida por el individuo a través de la autodetermi-nación. En un sentido similar, pero aplicado al conocimiento, re-sulta bastante esclarecedor el texto de Stirner El falso principio denuestra educación (N.R.).

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I. Mi poder

El derecho es el Espíritu de la sociedad. Si la socie-dad tiene una voluntad, es precisamente esa voluntadla que constituye el derecho; la sociedad no existe másque por el derecho. Pero como sólo se mantiene porel hecho de ejercer su soberanía sobre el individuo, sepuede decir que el derecho es su voluntad soberana. Lajusticia es la utilidad de la sociedad, decía Aristóteles.

Todo derecho establecido es un derecho extraño, underecho que se me concede, del que se me permite dis-frutar. ¿Tendría Yo el derecho de mi parte porque elmundo entero me lo impusiera? ¿Qué son, pues, misderechos en el Estado o en la sociedad sino derechosexteriores, derechos que obtengo de otro? Que me déun imbécil la razón, e inmediatamente mi derecho seme hará sospechoso, porque no me convence su apro-bación. Pero aunque sea un sabio el que me apruebe,no tendré necesariamente razón. El hecho de tener ra-zón o no tenerla es absolutamente independiente de laaprobación del loco y del sabio.

Es, sin embargo, ese derecho, que no es más que laaprobación de otro, el que hasta el presente hemos tra-tado de obtener. Cuando buscamos nuestro derecho,nos dirigimos a un tribunal. ¿A qué tribunal? A un tri-

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bunal real, papal, popular, etc. El tribunal del Sultán,¿puede promulgar otro derecho que el designado porel Sultán como derecho? ¿Puede darme la razón, cuan-do reclame un derecho que no corresponde a lo que elSultán llama el derecho? ¿Puede, por ejemplo, conce-derme el derecho de alta traición, si este último no es,evidentemente, un derecho a los ojos del Sultán? Esetribunal, el tribunal de la censura, por ejemplo, ¿pue-de reconocerme el derecho de expresar libremente miopinión, si el Sultán no quiere oír hablar de éste, mi de-recho? ¿Qué busco, entonces, en ese tribunal? Le pidoel derecho del Sultán y no mi derecho, le pido un dere-cho ajeno. Es verdad que mientras este derecho ajenocorresponda al mío, podré encontrar también este úl-timo.

El Estado no permite que dos hombres se vayan a lasmanos; se opone al duelo. La menor riña es castigada,aun cuando ninguno de los combatientes llame a lapolicía en su socorro, excepto, sin embargo, en el casoen que en lugar de ser un Yo peleándose con un Tú,sean un jefe de familia y su hijo: la familia, y el padre

18 La Vossische Zeitung [Gaceta del Voss], uno de los diariosmás antiguos y más respetados de Berlín; durante un tiempo setituló La gaceta berlinesa privilegiada por el rey (N.R.).

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en su nombre, tiene derechos que Yo, el individuo, notengo.

La Gaceta de Voss18 nos presenta el tipo del Estadofundado sobre el derecho. Allí todo debe ser decididopor el juez y por un tribunal. El tribunal supremo de lacensura es para ella un tribunal que «fija el derecho»y que «dicta la justicia». ¿Qué derecho? ¿Qué justicia?Los de la censura. Para que reconozcamos sus fallos co-mo justos, sería preciso que considerásemos justa a lacensura. Piensan, sin embargo, que ese tribunal consti-tuye una garantía. Sí, es una garantía, pero una garan-tía contra el error individual de un censor; no protege,entonces, más que la voluntad del que legisla sobre lacensura contra las interpretaciones erróneas de esa leyy, simultáneamente, reforzando por el «sagrado poderdel derecho» el sometimiento del escritor a la ley.

Tenga yo el derecho por mí o contra mí, no puedehaber otro juez de ello que yo mismo. Todo lo que losdemás pueden hacer es juzgar si mi derecho está o node acuerdo con el suyo, y si para ellos también es underecho.

Consideremos la cuestión bajo otro punto de vista.En un sultanato Yo debo respetar el derecho del Sultán;en una República el derecho del pueblo; en la comuni-dad católica el derecho canónico, etc. Debo someterme

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a sus derechos, tenerlos por sagrados. Este sentido delderecho, este espíritu de respeto de la ley está tan só-lidamente arraigado en la mente de las gentes, que losmás radicales de los revolucionarios actuales no se pro-ponen nada más que sujetarnos a un nuevo Derechotan sagrado como el antiguo19: al derecho de la socie-dad, al derecho de la Humanidad, al derecho de todos,etc. El derecho de todos debe tener la preferencia sobreMi derecho. Ese derecho de todos debiera ser tambiénmi derecho, puesto que Yo formo parte de todos; peroobsérvese que no es por ser el derecho de los demás,ni aun de todos los demás, por lo que me siento impul-sado a sostenerlo. Yo no lo defenderé porque sea underecho de todos, sino únicamente porque es mi dere-cho; ¡que cada cual vele por conservarlo igualmente!El derecho de todos (el de comer, por ejemplo) es elderecho de cada individuo. Si cada cual vela por guar-dárselo intacto, todos lo ejercerán por sí mismos; ¡queel individuo no se ocupe, pues, de todos y que sólo de-fienda su derecho sin hacerse el celador de un derechode todos!

Pero los reformadores sociales nos predican un de-recho de la Sociedad. Por él, el individuo se convierte

19 Ver los primeros párrafos del texto de Kropotkin La ley y

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en esclavo de la Sociedad, y sólo tiene derecho cuandose lo da la Sociedad, es decir, si vive según las leyes dela Sociedad como hombre «leal». Ya sea leal bajo ungobierno despótico o en una sociedad tal como la sue-ña Weitling20, no tengo ningún derecho, porque tantoen un caso como en el otro, todo lo que puedo tenerno es «mi derecho», sino un «derecho ajeno» a mí.

Cuando se habla de derecho hay una cuestión que seplantea siempre: ¿Quién o qué cosa me da el derechode hacer esto o aquello? Respuestas: ¡Dios, el Amor, laRazón, la Humanidad, etc.! ¡Eh, no, amigo mío! Lo quete da ese derecho es Tu fuerza, Tu poder y nada más(Tu razón, por ejemplo, puede dártelo).

El comunismo, que admite que los hombres tienennaturalmente derechos iguales, se contradice soste-niendo que los hombres no tienen ningún derechootorgado por la naturaleza. En efecto, no admite, porejemplo, que la naturaleza otorgue a los padres dere-chos sobre sus hijos y a estos últimos, derechos sobresus padres: suprime la familia. La naturaleza no da ab-solutamente ningún derecho a los padres, a los herma-

la autoridad.20 Uno de los primeros teóricos del comunismo alemán, influ-

yó mucho en M. Bakunin (N.R.).

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nos y a las hermanas, etc. En el fondo, ese principiorevolucionario o babeuvista21 reposa sobre una con-cepción religiosa, es decir, falsa. ¿Quién puede indagarsobre el derecho si no se coloca bajo el punto de vistareligioso? ¿No es el Derecho una noción religiosa, esdecir, algo sagrado? La igualdad de los derechos queproclamó la Revolución es la igualdad cristiana bajootro nombre; es la igualdad fraternal que reina entrelos hijos de Dios, entre los cristianos; es, en una pa-labra, fraternité. Toda controversia sobre el Derechomerece ser flagelada con estas palabras de Schiller:

Hace muchos años que me sirvo de mi narizpara oler. ¿Tengo realmente un derecho quepueda reclamar legalmente sobre ella?22

21 Johann Caspar Bluntschli,Die Kommunisten in der Schweiznach den bei Weitling Vorgefundenen Papieren. Wörtlicher Abdruckdes Kommissional-berichtes an die H. Regierung des Standes Zürich[Los comunistas en Suiza según los manuscritos de Weitling. Im-presión literal del informe a la comisión del gobierno en Zürich],Zürich 1843, pp. 2-3.

La referencia es a Fran^ois-Noel Babeuf (mejor conocido comoGracchus Babeuf), uno de los primeros teóricos del comunismoigualitario durante la Revolución Francesa. La referencia de Stir-ner probablemente sea a un texto que tuvo que ser impreso en Sui-za para evitar la censura (N.R.).

22 Friederich von Schiller, Poemas del tercer período (N.R.).

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Dando a la igualdad el sello del Derecho, la Revolu-ción tomaba posiciones sobre el terreno de la religión,en el dominio de lo sagrado, del ideal. De ahí, pues,la lucha por los sagrados e inalienables derechos delHombre. En oposición con los «eternos derechos delHombre» se hacen valer, lo que es muy natural y tam-bién muy legítimo, los «bien ganados derechos del or-den establecido». ¡Derecho contra derecho! Cada unoensaya naturalmente convencer al otro de lo injustode sus argumentos. Tal es el «proceso» que está pen-diente desde la Revolución.

Ustedes quieren que el derecho los favorezca y estécontra los demás; pero no es posible: según el punto devista de ellos son ustedes los que permanecen eterna-mente en el error, porque no serían sus adversarios sino tuviesen también el derecho de su lado; siempre lesnegarán la razón. Pero, me dirán: mi derecho es máselevado, más grande, más poderoso que el de los de-más. Nada de eso: tu derecho no es más fuerte que elsuyo, en tanto que ustedes mismos no son más fuer-tes que ellos. ¿Tienen los súbditos chinos derecho a lalibertad? Regálenles la libertad y apreciarán la magni-tud de su error: no tienen ningún derecho a la libertadporque son incapaces de utilizarla, o con mayor clari-dad, justamente porque no tienen la libertad, no tienen

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ningún derecho a ella. Los niños no tienen ningún de-recho a la mayoría de edad, porque siendo niños noson mayores. Los pueblos que se dejan mantener bajotutela no tienen derecho a la emancipación: sólo recha-zando la tutela adquirirán el derecho a emanciparse.Todo esto equivale simplemente a lo siguiente: Tienesel derecho de ser lo que tienes el poder de ser. Sólo deMí deriva todo derecho y toda garantía: tengo el dere-cho de hacerlo todo, en tanto que tengo el poder paraello. Si puedo tengo el derecho de derribar a Jesús, aJehová, a Dios, etc.; si no puedo, esos dioses quedaránen pie ante mí, fuertes con su derecho y su poder; el«temor a Dios» encorvará mi impotencia, Yo seguirésus mandamientos y creeré andar rectamente en tan-to que actúe en todo conforme a su derecho: así sonesos guardafronteras rusos que se creen en el derechode derribar a tiros a los fugitivos sospechosos, desde elmomento en que los asesinan en nombre de una auto-ridad superior, es decir, conforme al derecho. Yo, porel contrario, me doy el derecho de matar desde el mo-mento en que no me prohíbo a mí mismo el homicidioy no retrocedo ante él con horror, juzgándolo contra-rio al derecho. Esta idea forma el fondo de un poema de

23 El valle del asesinato (N.R.).

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Chamisso,DasMordenthal23, que nosmuestra a un vie-jo indio asesino forzando el respeto del blanco cuyoscompañeros ha sacrificado. Si existe alguna cosa queno tenga el derecho de hacer, es porque no la hago conpropósito deliberado, esto es, porque no me autorizopara ello.

A mí corresponde decidir lo que es para mí el de-recho. Fuera de mí, no existe ningún derecho. Lo quepara mí es justo, es justo. Puede suceder que los demásno juzguen por eso que es justo, pero eso es asunto su-yo y nomío; ¡allá ellos! Aún cuando una cosa parecieseinjusta a todo el mundo, si esa cosa fuera justa para mí,es decir, si yo la quisiera, me importaría poco todo elmundo. Así lo acostumbran, según su grado de egoís-mo, todos los que saben estimarse a sí mismos, porqueel poder es anterior al derecho y con pleno derecho.

Siendo por mi naturaleza un hombre, dice Babeuf,tengo un derecho igual al goce de todos los bienes.¿No debía decir igualmente: siendo «por mi naturale-za» príncipe y primogénito, tengo derecho al trono?Los derechos del hombre y los derechos adquiridos porel hombre tienen el mismo origen, emanan de la natu-raleza. Yo he nacido hombre equivale a: Yo he nacidohijo del rey. El hombre natural no tiene más que un de-recho natural, su fuerza, y sus pretensiones naturales:

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tiene un derecho por su nacimiento y pretensiones porsu nacimiento. Pero la naturaleza no puede darme underecho, es decir, una aptitud o un poder, que sólo miacto puede darme. Si el príncipe se coloca por encimade los demás hijos, es su propio acto lo que le asegurala ventaja: si los demás hijos admiten y reconocen eseacto, es su propio acto el que los hace dignos de sersúbditos.

Ya sea la naturaleza quien me de un derecho, seaun Dios, sea el sufragio popular, etc., ese derecho serásiempre el mismo, un derecho ajeno.

Según los comunistas, la misma suma de trabajo daderecho a la misma suma de goce. Antes, se había pre-guntado si el hombre «virtuoso» no debía ser «dicho-so» en la tierra. Y los judíos concluyeron realmente enese sentido «para que seas dichoso sobre la tierra». No;no es una suma igual de trabajo, sino una suma igualde goces la única que te da derecho a esa suma de go-ces. Disfruta y tendrás el derecho de disfrutar. Pero sidespués de haber trabajado te dejas arrebatar el goce,«te está merecido».

Si se apoderan del goce, les pertenecerá de derecho;pero cualquiera que sea la intensidad de sus deseos, sino lo atrapan, seguirá siendo el «derecho bien adquiri-do» de aquellos a los que les pertenece por privilegio.

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Es su derecho, como hubiera sido el tuyo si se lo hu-bieras arrancado.

Sobre la cuestión del derecho de propiedad, la lu-cha es ardiente y tumultuosa. Los comunistas sostie-nen que «la tierra pertenece al que la cultiva, y susproductos a los que los hacen nacer».24 Yo pienso quepertenece al que sabe atraparla o que no se la deja qui-tar. Si se apodera de ella y la hace suya, tendrá no sólola tierra, sino además el derecho a su posesión. Ese es elderecho egoísta, que puede formularse así: «Lo quiero,entonces, es justo».

Comprendido de otro modo, el derecho es una cosade la que se hace lo que se quiere. El tigre queme ataca,está en su derecho, y yo que lo mato, estoy tambiénen mi derecho. No es mi derecho lo que yo defiendocontra él, es a mí.

Siendo siempre el derecho humano un derecho otor-gado, no es nunca otra cosa que un don, una «conce-sión» que los hombres se hacen unos a otros. Si se re-conoce, por ejemplo, a los recién nacidos el derechoa la existencia, ese derecho les pertenecerá; si no seles reconoce (como entre los espartanos y los antiguos

24 August Becker, Die Volksphilosophie unserer Tage. Neu-münster, 1843, pp. 22ss.

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romanos) no les pertenecerá. Sólo la sociedad puede,en efecto, dárselo, «otorgárselo», puesto que no pue-den tomarlo o dárselo ellos mismos. Se me objetaráque esos niños tenían «naturalmente» el derecho devivir, pero que los espartanos rehusaban reconocerlesese derecho. Responderé, entonces, que no tenían nin-gún derecho a ese reconocimiento, lo mismo que notenían derecho a que las bestias salvajes a las que seles arrojaba reconociesen su derecho a la vida.

Se habla mucho de «derechos de nacimien-to» y se quejan: Del derecho nacido con no-sotros, «De ese, ¡ay!, no se habla ya».25

¿Pero qué especie de derecho podría en verdad ha-ber nacido conmigo? ¿Es el derecho de primogenitura,el derecho de heredar un trono, el de recibir una edu-cación de príncipe; o bien, si he nacido de padres po-bres, el derecho de asistir a una escuela gratuita, el deser vestido por la beneficencia pública, y en fin, el deganar mi mendrugo y mí arenque en una mina de car-bón o en una fábrica de hilados? ¿No son esos derechosinnatos, congénitos, derechos que mis padres me han

25 Mefistófeles, en el Fausto de Goethe.

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transmitido por el hecho mismo de haberme dado na-cimiento? Responderán que no, que ese es un empleoabusivo de la palabra derecho, y que son precisamenteesos pretendidos derechos los que se esfuerzan en re-emplazar con el verdadero «derecho de nacimiento».Para fundar éste, lo reducen a su más simple expre-sión, y sostienen que cada uno es por su nacimientoigual a su vecino, o, en otros términos, un «hombre».Les concedo que todos nacen hombres y que en esotodos son iguales. ¿Pero por qué lo son? Por la solarazón de que no se muestran, ni se manifiestan aúnsino como simples hijos de los hombres, hombrecillosdesnudos. Y en eso se distinguen inmediatamente deaquellos que han podido ya sacar de sí mismos algunacosa, que se han hecho alguna cosa y han dejado de serúnicamente «hijos de los hombres» para hacerse hijosde su propia actividad creadora. Estos últimos poseenmás que los simples derechos encontrados en su cuna:han adquirido derechos. ¡Qué motivo de discusiones yqué campo de batalla! Es el viejo combate de los dere-chos innatos del hombre, y de los derechos adquiridosque vuelve a sucederse. Aleguen sus derechos innatosy no dejará alguno de objetarles los derechos adquiri-dos; se apoyan los dos sobre el «terreno del derecho»,porque cada cual tiene un «derecho» que se opone al

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de los demás; uno tiene un derecho innato o natural,el otro un derecho adquirido y «bien adquirido».

En tanto que se mantengan en el terreno del dere-cho, no saldrán de las sutilezas y porfiarán indefinida-mente.26 Otro no puede ni darles la razón, ni hacer quetengan razón. El que tiene la fuerza, tiene de su lado elderecho; si una falta, tampoco se tiene el otro. ¿Es tandifícil de adquirir este conocimiento? ¡Contemplen alos poderosos, mírenlos obrar! No hablamos aquí, en-tiéndase bien, más que de la China o el Japón. ¡Que tra-ten, los chinos o los japoneses, de sorprender en falta aesos poderosos, y ya verán como los meten en prisión!(No confundamos, sin embargo: las «advertencias be-névolas» son — en la China y en el Japón — bien aco-gidas, porque lejos de ser estorbos en las ruedas del«carro del poder», son un latigazo, un estímulo y unaadhesión tácita). Si quieren atrapar en falta a los po-derosos una única vía está abierta, y es la de la fuerza.Despójenlos de su poder, y los habrán realmente atra-pado en falta y privados de sus derechos: si no, no po-drán nada, criarán bilis en silencio o serán sacrificadoscomo locos molestos.

26 «¡Respetamis pulmones, te los suplico! ¡El que quiera tenerla razón y sólo tenga una lengua, seguro la mantiene!»

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En suma, chinos, amigos míos, no invoquen el de-recho; no hablen del «derecho que ha nacido con no-sotros», es tan inútil como el hablar de sus «derechosadquiridos».

Ustedes retroceden con espanto porque creen vercombatiendo junto a sus adversarios al espectro delderecho, levantándose a su lado como la diosa protec-tora lo hacía en los combates homéricos. ¿Y qué ha-cen? ¿Les arrojan su lanza? No; se prosternan ante elfantasma, con la esperanza de ganarlo para la causa yque combata por ustedes; solicitan los favores del fan-tasma. Otro se preguntaría simplemente: ¿Yo quierolo que quiere mi adversario? «¡No!» ¡Pues bien, auncuando mil diablos o mil dioses combatan a su lado,yo lo ataco!

Un «Estado fundado sobre el derecho», uno comoesos que la Gaceta de Voss (entre otras), pudiera defen-der, exige que un empleado no pueda ser destituidomás que por un juez, y nunca por la Administración,¡ilusión vana! Supóngase que se quiera, de acuerdo a laley, expulsar de su puesto a un funcionario que ha sidohallado ebrio: corresponderá al juez oír a los testigos,condenar, etcétera. En suma, el legislador debiera de-terminar rigurosamente todas las infracciones capacesde motivar una destitución de empleo, por extravagan-

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tes que puedan ser (por ejemplo, reírsele en la cara a unsuperior jerárquico, no haber ido todos los domingosa misa y todos los meses a comulgar, concurrir a don-de no corresponde ir, no tener compostura, contraerdeudas, etc.); todos los motivos posibles de exclusióndebidamente catalogados (ayudándose, de ser preciso,con los consejos de un tribunal de honor, etc.). Aquíla tarea del legislador terminaría, y el papel del juezcomenzaría: éste tendría únicamente que investigar siel acusado «se ha hecho culpable» de uno de los «crí-menes» previstos por la ley, y llegado el caso, despuésde hecha la prueba, pronunciar contra él la destitución«por virtud de la ley».

El juez está perdido si deja de ser «mecánico» y seaparta de «la letra del Código». Porque si no hace abs-tracción de toda opinión que pueda tener como hom-bre privado, si se deja influir por esa opinión, deja dehacer acto demagistrado; como juez, no puede ser másque el órgano impersonal de la ley. ¿Pero qué me dicende esos viejos parlamentos franceses que pretendíanque un texto no tuviese fuerza de ley antes de habersufrido su examen y recibido su aprobación? Esos, almenos, juzgaban según su derecho, y no se prestaban aser sólo máquinas enmanos del legislador, aun cuandofuesen, en suma, como jueces, sus propias máquinas.

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Se dice, cuando un criminal es castigado, que no tie-ne más que lo que merece: el castigo es su derecho,pero la impunidad es igualmente su derecho. Si su em-presa sale bien, es justo que se beneficie, como es justoque padezca si fracasa. Así como cada uno hace su ca-ma, así descansa. Cuando alguno se expone aturdida-mente a un peligro y perece decimos muy bien: se loha buscado, no tiene más que lo que se merece. Pero,si hubiera triunfado, hubiese tenido igualmente lo quemerecía. Si un niño juega con un cuchillo y se corta,es justo; pero si no se corta, también lo es. Es justo yconforme a derecho que habiendo aceptado correr unriesgo, el que viola la ley sufra las consecuencias: ¿porqué se arriesgó conociendo las posibles consecuenciasde su acto? Pero el castigo que le aplicamos no es másque nuestro derecho, y no el suyo. Nuestro derechoreacciona contra el suyo, y si el derecho está con no-sotros, es que tenemos la superioridad.

Lo que en una sociedad es conforme al derecho, loque es justo, está formulado por la ley.27

Cualquiera que sea la ley, el deber de todo ciuda-dano leal es respetarla. Así, el espíritu de legalidad dela vieja Inglaterra es célebre. Relacionemos con este

27 En el sentido de estatuto (N.R.).

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respeto a la ley la frase de Eurípides28: «Nosotros ser-vimos a los dioses, cualesquiera que sean». La ley, seala que sea; Dios, sea el que sea; en eso estamos todavíahoy.

Se esfuerza uno en distinguir la ley de la orden ar-bitraria, del úkase, ordenanza o decreto, diciendo quela primera emana de una autoridad legítima. Pero to-da ley que rige acciones humanas (ley moral, ley delEstado, etc.), es la expresión de una voluntad y, porconsiguiente, una orden. Sí; aun en el caso de que fue-se yo mismo quien me diera esas leyes, no serían to-davía más que órdenes que yo me habría dado y a lasque podría, un instante después, rehusar obediencia.Cada uno es libre de declarar que tal cosa le convie-ne, de prohibirse después por una ley hacer lo contra-río y de considerar como su enemigo a cualquiera quetransgrediera esa ley. Pero ninguno tiene órdenes quedarme, ninguno puede prescribirme lo que tengo quehacer, ni hacer de ello una ley para mí. Debo, sí, acep-tar que me trate como enemigo, pero jamás toleraréque use de mí como si fuera su criatura y que me hagauna regla de su razón o de su sinrazón.

28 O restes, 412.

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Los Estados no pueden subsistir, sino a condiciónde que haya una voluntad soberana, considerada co-mo expresión de la voluntad individual. La voluntaddel señor es la ley. ¿De qué te sirven tus leyes, si nadielas sigue; tus órdenes, si nadie se las deja imponer? ElEstado no puede renunciar a la pretensión de reinarsobre la voluntad del individuo, de contar y de espe-cular con ella. Le es absolutamente indispensable queninguno tenga voluntad propia; al que la tuviese, elEstado se vería obligado a excluirlo (aprisionarlo, des-terrarlo, etc.); y si todos la tuviesen, suprimirían el Es-tado. No se puede concebir el Estado sin la dominacióny la servidumbre, porque el Estado debe querer nece-sariamente ser el dueño de todos sus miembros; y estavoluntad lleva el nombre de «Voluntad del Estado».

Quien para existir tiene que contar con la falta devoluntad de los otros, es sencillamente un producto deesos otros, como el Señor es un producto del siervo. Sila sumisión llegara a cesar sería el fin de la domina-ción.29

Mi voluntad individual es destructora del Estado;así, él la deshonra con el nombre de indisciplina. La vo-

29 Ver de E. de La Boétie, Discurso de la servidumbre volunta-ria, Libros de la Araucaria, Buenos Aires, 2006 (N.R.).

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luntad individual y el Estado son potencias enemigasentre las que es imposible una paz eterna. En tanto queel Estado se mantiene proclama que la voluntad indivi-dual es su irreconciliable adversaria, irrazonable, mala,etc. Y la voluntad individual se deja convencer, lo queprueba que lo es, en efecto: no ha tomado aún posesiónde sí misma, ni adquirido conciencia de su dignidad, esdecir, todavía es incompleta, maleable, etc.

Todo Estado es despótico, sea el déspota uno, seanvarios, o (y así se puede representar una República)siendo todos Señores, o sea cada uno el déspota delotro. Este último caso se presenta, por ejemplo, cuan-do, a consecuencia de un voto, una voluntad expresadapor una Asamblea del pueblo llega a ser para el indi-viduo una ley a la que debe obedecer o conformarse.Imagínense incluso el caso en que cada uno de los in-dividuos que componen el pueblo haya expresado lamisma voluntad, supongan que se haya «realizado» la«voluntad general»; la cosa vendría aún a ser la misma.¿No estaría yo ligado, hoy y siempre, a mi voluntad deayer? Mi voluntad, en ese caso, estaría inmovilizada,paralizada. ¡Siempre esa desdichada estabilidad! ¡Unacto de voluntad determinado, creación mía, vendrá aser mi Señor! y Yo que lo he querido, Yo el creador,¿me vería trabado en mi carrera, sin poder romper mis

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lazos? Y porque ayer Yo fui un imbécil, ¿tendría queserlo toda mi vida? Así pues, en la vida estatal, yo soyen el mejor de los casos — podría decir también en elpeor de los casos — un esclavo de Mí mismo. Porqueayer tenía una voluntad, hoy careceré de ella; Señorayer, seré esclavo hoy.

¿Qué hacer? Nada más que no reconocer deberes,es decir, no atarme ni dejarme atar. Si no tengo deber,tampoco reconozco ley.

¡Pero se me atará! Nadie puede encadenar mi volun-tad, y Yo siempre seré libre de rebelarme.

¡Pero si cada uno hiciera lo que quisiera, todo anda-ría de cabeza! ¿Y quién les dice que cada uno podría ha-cerlo todo? ¡Defiéndanse, y no se les hará nada!Quienquiere quebrar vuestra voluntad es su enemigo, y tie-nen que tratarlo como tal. Si algunos millones de otrosestán detrás de ustedes y los sostienen, son entoncesun poder imponente y no les costará gran trabajo ven-cer. Pero si gracias al poder adquirido llegan a venceral adversario, no se los considerará por eso — a menosque sea un pobre diablo el que lo haga — como unaautoridad sagrada. No se les deberá respeto ni home-najes, aunque si tengan que tener en consideración elpoder con el que ustedes cuentan.

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Clasificamos habitualmente a los Estados según laforma en que el poder supremo está distribuido: si per-tenece a uno solo, es una monarquía; si pertenece a to-dos, una democracia, etc. Este poder supremo, ¿contraquién se ejerce? Contra el individuo y su voluntad deindividuo. El poder del Estado emplea la fuerza, el indi-viduo no debe hacerlo. En manos del Estado la fuerzase llama derecho, en manos del individuo recibirá elnombre de crimen. Crimen significa el empleo de lafuerza por el individuo; sólo por el crimen puede el in-dividuo destruir el poder del Estado, cuando conside-ra que está por encima del Estado y no el Estado porencima de él.

Y ahora, si quisiera ironizar, podría, con un mohínde ortodoxia, exhortarlos a no hacer una ley que con-traríe mi desarrollo individual, mi espontaneidad y mipersonalidad creadoras. No les doy ese consejo, por-que si lo siguieran, ustedes serían unos ingenuos y yohabría sido estafado. No les pido absolutamente nada,porque por poco que les pida, serían siempre autoresde leyes autoritarias; lo serían y deberán serlo, porqueun cuervo no sabe cantar, y un ladrón no puede vivirsin robar. Me dirigiré más bien a quienes quieren seregoístas, y les preguntaré lo que les parecemás egoísta,recibir las leyes que ustedes creen y respetar las exis-

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tentes, o resolverse a la insubordinación, a la desobe-diencia total. Las buenas almas creen que las leyes nodeberían prescribir más que lo que el sentimiento delpueblo estima bueno y justo. Pero ¿qué me importa elvalor que tienen las cosas entre el pueblo y para el pue-blo? El pueblo será quizá enemigo de los blasfemos; deahí, la ley contra la blasfemia. ¿Será ésa una razón pa-ra que Yo no blasfeme? ¿Será esa ley para Mí algo másque una orden? ¡Yo dejo la pregunta formulada!

Todas las formas de gobierno reposan únicamentesobre el principio de que todo derecho y todo poderemanan de la totalidad del pueblo. Porque ningún Go-bierno omite apelar a la multitud, y tanto el déspota,como el presidente, la aristocracia, etc., obran y orde-nan «en nombre del Estado». Ellos son los deposita-rios de la «autoridad pública», y es perfectamente in-diferente que esa autoridad sea ejercida por el pueblomismo, es decir (suponiendo que fuese prácticamen-te posible), por todos los individuos reunidos en comi-cios, o sólo por los representantes de esos individuos,representantes numerosos como en las aristocracias, orepresentante único como en una monarquía. Siemprela totalidad es superior al individuo, y su poder, que sedice legítimo, es el derecho.

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Frente a la sacrosantidad del Estado, en tanto que nose prosterne ante esta santa arca, el individuo aisladono es más que un vaso de iniquidad del que rebosan«el orgullo, la malicia, la sed de escándalo, la frivoli-dad», etc. La soberbia eclesiástica de los servidores ysúbditos del Estado, tiene castigos exquisitos para el«orgullo» secular.

Cuando el Gobierno declara punible todo juego delingenio contra el Estado, los liberales moderados vie-nen a decirnos: ¡Sin embargo, la fantasía, la sátira, elingenio, el humor, etc., deberían poder brillar! ¡Se de-bería conceder la libertad al genio! Así, no es el hombreindividual, sino sólo el genio el que debe ser libre. ElEstado está plenamente en su derecho cuando nos dice,o más bien cuando el Gobierno nos dice en su nombre:«El que no es conmigo, contra mí es».30 Las cancio-nes, las caricaturas, todos esos juegos de ingenio quetoman al Estado por blanco, han echado en tiempos pa-sados por tierra a los Estados, y no son de ningún mo-do «juegos inocentes». ¿Dónde está, por otra parte, ellímite entre el chiste nocivo y el chiste inofensivo? Es-ta cuestión pone a los moderados en gran perplejidad;acaban por rebajar sus pretensiones y por suplicar sen-

30 Mateo 12, 30

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cillamente al Estado (al Gobierno), que no sea tan sus-ceptible, tan quisquilloso, que no sospeche malevolen-cia allí donde no la hay, ni aún la menor, y que sea, engeneral, un poco más «tolerante». Una susceptibilidadexagerada es ciertamente una debilidad; estar exentode ella, puede ser una virtud laudable. Pero en tiempode guerra no se puede ser generoso, y lo que se po-día dejar pasar cerrando los ojos en tanto que reinabala calma, cesa de estar permitido en cuanto se ha pro-clamado el estado de sitio. Los liberales moderados losaben tan bien, que se apresuran a declarar que, vistala «sumisión del pueblo», ningún peligro es de temer.Pero el Gobierno es demasiado listo para dejarse atra-par; sabe demasiado bien cómo se paga a las personasque creen en las «lindas palabras», para contentarse élcon esta burla.

Sin embargo, se quiere tener, como en la escuela, unpatio en que se pueda jugar, porque uno es, en suma,un niño, y no puede ser siempre tan sesudo como unanciano. Juventud y cordura no van en compañía. Porese lugar de recreo, por esas cuantas horas de alegrespasatiempos, se regatea. Todo lo que se pide es que elEstado no se muestre demasiado duro, como un viejopapá regañón, que tolere lo que la Iglesia toleraba enla Edad Media, algunas comparsas del asno y algunas

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fiestas de los locos. Pero ya no son los tiempos en losque se podía arrastrar a la Madre Tonta por los tabla-dos. Los niños de hoy, en cuanto han tenido una horade salida, en cuanto han vivido una hora sin ver el lá-tigo, no quieren ya volver a entrar en «caja». Porquehoy la «salida» no es ya un complemento de la «caja»,no es ya un recreo, un descanso entre dos lecciones,sino lo opuesto, la negación de las lecciones: aut-aut.En suma: el Estado debe hoy, o bien no tolerar ya nada,o bien tolerarlo todo y desplomarse; debe escoger en-tre una extrema irritabilidad y la insensibilidad de lamuerte. El tiempo de la tolerancia ha pasado. Si el Es-tado tiende un dedo, se tomará inmediatamente todala mano. No es ya el momento de «reír», y todo chis-te, ingenio, fantasía, humor, etcétera, se hace una cosaamargamente grave.

Cuando los liberales reclaman la libertad de la pren-sa, se ponen en contradicción con su propio principio ysu voluntad formal.Quieren lo que no quieren: deseanque — les gustaría que —, etc. De ahí su inconsistencia:inmediatamente después de concedida la libertad de laprensa, piden la censura. Es muy natural, siéndoles sa-grado el Estado, lo mismo que la moral, etc. Su manerade proceder para con él, es la de pilluelos mal educa-dos, de niños mimados que procuran aprovecharse de

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las debilidades de sus padres. Papá Estado debe per-mitirles decir un montón de cosas desagradables; peropapá Estado tiene también el derecho de imponerles si-lencio con unamirada severa, y de tachar con un rasgode censura toda su impertinente cháchara. Si ellos loreconocen como su papá, deben, como hijos, sometera su censura todas sus palabras.

Si tú permites a otro que te dé la razón, debes con-sentir igualmente que te la quite. Si aceptas su aproba-ción y sus recompensas, debes aceptar igualmente susreproches y sus castigos. Lo incorrecto marcha al ladode lo incorrecto, y el crimen sigue a la legalidad comosu sombra. ¿Qué eres tú? — ¡Tú eres un criminal!

Bettina31 dice: «El criminal es el crimen del Estadomismo». Se puede adoptar la frase, sin entenderla, sinembargo, exactamente como la que la escribió. En efec-to; el yo sin freno; Yo, tal como me pertenezco a misolo, no puedo completarme y realizarme en el Estado.Cada yo es radicalmente criminal para con el pueblo yel Estado. Así el Estado los vigila a todos; ve en cadauno a un egoísta y teme al egoísta. Presume de cada

31 Bettina von Arnim (como anónimo), Dies Buch gehört demKönig [Este libro pertenece al rey], Berlin, 1843, p. 376. [Bettinavon Armin era una escritora alemana y propagandista socialistadel Siglo XIX (N.R.)]

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uno lo peor y toma todas sus precauciones, precaucio-nes de policía, para que «ningún agravio se haga alEstado», ne quid Respublica detrimenti capiat.32 El Yosin freno — que somos todos de nacimiento y perma-necemos siempre en nuestro fuero interno — es en elEstado un criminal incorregible. Cuando un hombretoma por guías su audacia, su voluntad, su ausenciade escrúpulos v su ignorancia del miedo, el Estado y elpueblo lo rodean de espías. ¿El pueblo? — ¡Sí, buenasgentes, el pueblo! — ¡No saben todavía todo lo que ledeben! — El pueblo es policíaco de alma y solo aquelque reniega de su Yo, que practica la «renuncia de símismo», obtiene su aceptación.

En el libro de que se trata, Bettina, que tiene buencorazón, no considera al Estado más que como un en-fermo y cuenta con su curación, curación que aguarda

32 Locución romana a través de la cual el Senado autoriza-ba poderes extraordinarios a los cónsules de la República. En eltexto de Stirner faltan las dos primeras palabras: Caveant cónsu-les (¡Atentos cónsules!). El punto consiste en mostrar cómo aun elmás republicano de los estados (tomado como ejemplo tanto porMaquiavelo en sus Discurso sobre la primera década de Tito Livio,como por Rousseau en la última parte del Contrato Social) termi-na por anteponer su propia supervivencia por sobre los derechosde los ciudadanos (N.R.).

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de la terapéutica de los «demagogos».33 Sólo que el Es-tado no está enfermo: está, por el contrario, en perfec-ta salud desde el momento que mantiene a distanciaa los demagogos que quieren sangrarlo en provechode los individuos, en provecho de todos. Sus fieles sonlos mejores demagogos, los mejores pastores del pue-blo que puede desear. De creerle a Bettina «el Esta-do debe desarrollar el germen de libertad que encierrala humanidad; si no, no es mas que una madre desna-turalizada»,34 No puede ser otra cosa, porque por elhecho mismo de preocuparse del bien de la «humani-dad», el individuo no es ya para él más que carroña.¡Qué justa es, pues, la respuesta del alcalde!35«¡Cómo!¿No tendría el Estado otro deber que el de guardar en-fermos incurables?» — ¡Vamos! En todo tiempo el Es-tado sano se ha amputado sus miembros enfermos yno se ha hecho enfermero. No tiene necesidad de sertan economizador de su savia; cortemos sin vacilar lasramas viciosas, a fin de que las demás florezcan. No

33 P. 376 [Se llamaba «demagogos» a los intelectuales que seoponían al régimen reaccionario de los estados alemanes y pro-movían la unificación de Alemania por medios no revolucionarios(N.R.)]

34 Op. cit., p. 374.35 Op. cit., pp. 381-382.

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hay que asombrarse de la dureza del Estado; su moral,su política y su religión hacen de esa dureza una ley;que no se lo acuse de insensibilidad; su corazón sufrede hacer víctimas; pero la experiencia le ha enseñadoque esa dureza es su única salvación. Hay enfermeda-des que no se pueden curar más que por el empleo deremedios heroicos. ¡El médico que, habiendo reconoci-do una de esas enfermedades, no recurre más que a unpaliativo anodino, no la curará jamás y dejará morir asu paciente después de más o menos largos sufrimien-tos! Está perfectamente, pero no diré otro tanto de lapregunta de la señora Consejera: «¿Es curar emplearla muerte como medio curativo?» ¡Eh, querida seño-ra, no es a sí mismo a quien el Estado da la muerte,sino a un miembro gangrenado! Arranca el ojo que leescandaliza, etc.

«La única vía de salvación para el Estado enfermoes hacer prosperar en él mismo al hombre».36 Si, co-mo lo hace Bettina, se entiende aquí por el hombre laidea «Hombre»; tiene razón: el Estado «enfermo» securará a medida que «el Hombre» sea más floreciente,porque cuando más poseídos están los individuos de«el Hombre», más se afirma el Estado. Pero si por el

36 Op. cit., p. 385.

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hombre se entiende el individuo, la muchedumbre delas unidades humanas (y hacia ese sentido se inclina elautor poco a poco, porque no ha definido claramenteal partir el término que emplea), la frase citada ante-riormente equivale, poco más o menos, a lo siguien-te: El único medio de salvación para una compañía debandidos, ¡es hacer prosperar en ella a un burgués leal!Pero si lo hicieran se arruinarían como banda de ladro-nes, y por eso prefieren liquidar a todo el que se quieraconvertir en un «hombre estable».

Bettina, en ese libro, es patriota y hasta filantrópica;su meta es la felicidad de los hombres. Está tan descon-tenta del orden establecido como su heroína lo está detodos los que querían volver a las buenas creencias an-tiguas con todas sus consecuencias. Pero atribuye lacorrupción del Estado a las personas de la política, dela administración, de la diplomacia, en tanto que és-tos hacen ese mismo reproche a los malvados, a «losseductores del pueblo».

¿Qué es el criminal común sino el que comete elerror fatal de tocar lo que es del pueblo en lugar debuscar lo que es de él? Ha deseado el bien desprecia-ble, el bien de otro; ha hecho lo que hacen los devotos;ha aspirado a lo que pertenece a Dios. ¿Qué hace el sa-cerdote que exhorta a un criminal? Le muestra la falta

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inmensa en que ha incurrido al profanar lo que el Esta-do había consagrado, de llevar una mano sacrilega so-bre la propiedad del Estado (se comprende igualmentebajo este título la vida de los que forman parte del Es-tado). ¿No valdría más que el sacerdote le hiciese com-prender que si se ha degradado es no despreciando elbien de otro, teniéndolo por digno de ser robado? Eslo que podría hacer si no fuese un sacerdote. Hablena dicho criminal como hablarían a un egoísta y tendrávergüenza, no de haber atentado contra las leyes y losbienes, sino de haber juzgado a las leyes dignas de servioladas y a los bienes dignos de ser codiciados; tendrávergüenza de no haberlos despreciado a ustedes y a losuyo y de haber sido demasiado poco egoísta. Pero noson capaces de hablarle en la lengua del egoísmo, por-que ustedes, que no profanan nada, no son tan gran-des como un criminal. No saben que el Yo no puededejar de ser criminal, que para él vivir es transgredir.Deberían, sin embargo, saberlo, ustedes que creen que«todos, sin excepción, somos pecadores»; pero piensanpoder elevarse de un vuelo por encima del pecado; noaprenden, en su miedo del diablo, que por su culpabi-lidad se mide el valor de un hombre. ¡Ah! ¿Si ustedesfueran culpables? Pero no, ustedes son «justos». ¡Pues

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bien, procuren que todo sea correcto (legal)… para sumaestro!

En un código criminal redactado por la concienciacristiana o por el hombre, según Cristo, la noción decrimen esta íntimamente ligada a la de falta de cora-zón, y no puede ser separada de ella. Es un crimen to-do ataque al amor, toda ruptura de una relación sen-timental, toda muestra de insensibilidad para con unser sagrado. Cuanta más cordialidad implica una rela-ción, más culpable es el que la pisotea, y más digno decastigo es su crimen. El señor tiene derecho al amor decada uno de sus súbditos; renegar de ese amor es uncrimen de alta traición que merece la muerte. El adul-terio es una falta de corazón digna de ser castigada; senecesita no tener corazón para cometerlo, no tener nientusiasmo ni pasión por la santidad del matrimonio.En tanto que el corazón dicte las leyes, sólo el hombrede corazón o el hombre sentimental goza de su protec-ción. Decir que el hombre sentimental hace las leyes,equivale propiamente a decir que es el hombre moralquien las hace: lo que condenan es lo que choca con el«sentido moral» de ese hombre. ¿Cómo no sería mal-vado y criminal todo lo que corta brutalmente los lazosmás venerables, por ejemplo, la infidelidad, la aposta-sía, el perjurio, en síntesis, toda ruptura radical? El que

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rompe con esas exigencias del corazón se hace enemi-go de todos los hombres morales, de todos los hombresde sentimiento. Los Krummacher37 y consortes son laspersonas que hacen falta para redactar un código pe-nal del corazón y darle homogeneidad: cierto proyectode ley lo atestigua. Para ser consecuente, la legislacióndel Estado cristiano debe ser exclusivamente obra delos sacerdotes; no será homogénea, no tendrá espíritude consecuencia, sino a condición de haber sido elabo-rada por servidores de los sacerdotes, que no son nun-camás que semi-sacerdotes. Entonces, y sólo entonces,todo defecto de sensibilidad, toda falta de corazón serácalificada de crimen inexpiable; toda rebelión de sen-timiento será condenable, toda objeción de la crítica yde la duda será marcada con un anatema; entonces, enfin, el individuo será convencido ante el tribunal de laconciencia cristiana de ser radicalmente criminal.

Los hombres de la Revolución han hablado a me-nudo de las «justas represalias» del pueblo, como desu «derecho». Aquí, venganza y derecho se confunden.¿Es esa la relación de un Yo a otro Yo? El pueblo excla-ma que el partido adverso ha cometido para con él un«crimen». ¿Puedo admitir explícitamente que alguno

37 Teólogo alemán del Siglo XIX (N.R.).

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es criminal respecto a mí, sin admitir implícitamenteque está obligado a obrar como me parezca bien? Es-ta última manera de actuar es la que yo llamo buena,justa, etc., y llamo crimen la conducta contraria. Pien-so, pues, qué los demás deberían tender al mismo ob-jeto que yo, es decir, que no los trato como «únicos»que tienen en sí mismos su ley y su norma de vida,sino como seres que deben obedecer a una ley «racio-nal» cualquiera. Yo defino lo que se debe entender por«Hombre» y por «verdaderamente humano», y exijoque cada cual haga de lo que yo he erigido en ley suregla y su ídolo, bajo pena de no ser más que «un peca-dor y un criminal». Y el «culpable» cae bajo «el pesode la ley».

Es evidente que de nuevo es el «Hombre» quien en-gendra los conceptos de crimen, de pecado, y en con-secuencia, el de derecho. Un hombre en quien yo noreconozco al Hombre es un «pecador», un «culpable».

No se puede ser criminal sino respecto a algo sagra-do. En cuanto a Mí, tú no serás nunca criminal, no pue-des ser más que mi adversario. Pero ya es criminal noodiar al que ofende a una cosa sagrada; la acusaciónde Saint-Just a Dantón lo atestigua: «¿No eres crimi-nal y responsable de no haber odiado a los enemigosde la patria?» Si se adopta la idea de la revolución, y

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si se entiende por «Hombre» al «buen ciudadano», deeste concepto del Hombre van a derivarse todos los«delitos y crímenes políticos».

En todo eso, es el individuo, el hombre individual,quien pasa por monstruo, en tanto que el hombre abs-tracto es honrado con el título de «Hombre». Sea cual-quiera el nombre que se de a ese fantasma, ya se le lla-me cristiano, judío, musulmán, buen ciudadano, súbdi-to leal, libertado, patriota, etc., ante el «Hombre» vic-torioso caen tanto los que quisieran realizar una con-cepción diferente del Hombre, como los que quierenrealizarse ellos mismos.

¡Y con qué fervor religioso se degüellan en nombrede la ley, del pueblo soberano, de Dios, etc.!

Cuando los perseguidos han recurrido a la astuciapara escapar a la severidad de sus gazmoños jueces, seles acusa de «hipócritas»; es, por ejemplo, el reprocheque hace Saint-Just a los que acusa en su discurso con-tra Dantón.38 Hay que ser un loco y entregarse a suMoloch.

Los crímenes surgen de las «ideas fijas». La santi-dad del matrimonio es una idea obsesiva. De que la feconyugal es sagrada, se sigue que traicionarla es crimi-

38 Op. át., p. 153.

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nal y, en consecuencia, cierta ley matrimonial castigael adulterio con una pena más o menos grave. Pero losque proclaman la sacrosantidad de la libertad debenconsiderar esa pena como un crimen contra la liber-tad; y sólo bajo ese punto de vista la opinión públicareprueba la ley de matrimonio.

La Sociedad quiere, es cierto, que cada uno obtengasu derecho; pero este derecho no es sino aquél que laSociedad ha sancionado; es el derecho de la Sociedady no de cada uno. Yo, por el contrario, fuerte con mipropio poder, tomo o me doy un derecho, y frente a to-do poder superior al mío, soy un criminal incorregible.Poseedor y creador de mi derecho, no reconozco otrafuente del derecho que Yo, y no Dios, ni el Estado, ni laNaturaleza, ni siquiera el hombre con sus eternos «De-rechos del Hombre»; no reconozco derecho humano,ni derecho divino.

Derecho en sí y para sí. ¡Por lo tanto enmodo algunorelativo a mí! Derecho absoluto. ¡Separado de mí! ¡Unser en sí y para sí! ¡Un absoluto! ¡Un derecho eternocomo una verdad eterna!

El derecho, tal como lo conciben los liberales, meobliga, porque es una emanación de la razón humana,frente a la cual mi razón no es más que sinrazón. Antesse condenaba en nombre de la razón divina a la débil

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razón humana; hoy, en nombre de la poderosa razónhumana, se condena a la razón egoísta, la que es re-chazada como una sinrazón. Y, sin embargo, no hayrazón más real que esa sinrazón. Ni la razón divina, nila razón humana tienen realidad; sólo Tu razón y Mirazón son reales, precisamente por que Tú y Yo somosreales.

Por su origen, el derecho es un pensamiento; es mipensamiento, es decir, tiene su fuente en Mí. Pero tanpronto como ha brotado fuera de Mí al pronunciar lapalabra, el Verbo se ha hecho carne, y ese pensamien-to se convierte en una idea obsesiva. Desde entoncesno puedo ya desembarazarme de ella; a cualquier ladoqueme vuelva, ella se levanta ante mí. Así los hombreshan llegado a ser ya incapaces de dominar esa idea delderecho que ellos mismos han creado; su propia cria-tura los ha reducido a la esclavitud. En tanto que lorespetamos como absoluto, no podemos ya utilizarloy nos consume nuestro poder creador. La criatura esmás que el creador, es en sí y para sí.

Una vez que ya no le permitas vagar con libertad,que lo hagas volver a su fuente, es decir, a ti, será Tuderecho; será justo lo que para ti sea justo.

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El derecho ha sido atacado en su propio terreno ycon sus propias armas cuando el liberalismo ha decla-rado la guerra al «privilegio».

Privilegio e igualdad de derechos: en lomo de estasdos ideas se da un combate encarnizado. ¿Pero hay enel mundo un poder, uno solo, sea un poder imagina-rio como Dios, la ley, etc., o un poder real como tú yyo, ante el cual no sean todos perfectamente «igualesen derechos», es decir, equivalentes sin acepción depersona? Dios ama igualmente a cada uno de los quele adoran; la ley mira con ojos igualmente favorablesa cualquiera que es legal; que el adorador de Dios ode la ley sea jorobado o paralítico, pobre o rico, pocoimporta a Dios y a la ley; de igual modo, si tú estása punto de ahogarte, quieres tanto tener por salvadora un negro como al más puro de los caucásicos; hastaun perro no tiene para ti en ese momento menos valorque un hombre. Pero a la inversa: ¿hay en el mundoalguien que pueda no experimentar para cada cual yauna «predilección» ya una «repulsión?»Dios persiguea los malvados con su cólera; la ley castiga al que sesale de la legalidad; y tú mismo, ¿no tienes tu puertaabierta a todas horas a uno y cerrada a otro?

La «igualdad de derechos» no es más que un enga-ño, porque no significando derecho ni más ni menos

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que autorización, el derecho que se nos reconoce no esmás que un favor que se nos concede. Este favor puedeuno, por otra parte, deberlo a su mérito, porque méritoy gracia de ningún modo son contradictorios, puestoque la gracia que se nos hace debe ser también «mere-cida»: No otorgamos el favor de una sonrisa más quéal que ha sabido arrancárnosla.

Se sueña con ver poner a «todos los ciudadanos so-bre una base de igualdad». Evidentemente, en cuantociudadanos, son todos iguales ante el Estado; pero és-te, siguiendo el fin particular que persigue, distingueentre ellos, selecciona a unos y descuida a otros; debe,además, distinguir entre ellos para separar a los bue-nos ciudadanos de los malos, etc.

Bruno Bauer se basa, para resolver su cuestión judía,sobre la ilegitimidad del «privilegio». Como el judío yel cristiano tienen cada cual alguna ventaja sobre elotro, y como es exclusivamente esta tenencia particu-lar la ventaja y lo que hace de cada uno lo que es y loque lo opone al otro, el valor de la misma es nulo a losojos de la crítica. El reproche que puede dirigírseles sedirige igualmente al Estado, que legitima esa ventaja yla consagra como un «privilegio», privándose por esomismo de toda esperanza de llegar a ser jamás «Estadolibre».

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Pero si alguno tiene alguna cosa más que otro, esunomismo, es su unicidad; por eso sólo cada cual siguesiendo excepcional y exclusivo.

Cada cual hace valer lo más que pueda su peculiari-dad ante un tercero, y procura hacerla aparecer todolo atractiva posible.

Ese tercero, ¿debe ser insensible a la diferencia quecomprueba entre el primero y el segundo? ¿Es eso loque se exige del Estado libre o de la Humanidad? Debe-rían, en ese caso, no interesarse absolutamente en na-da, estar cerrados a toda simpatía, sea para lo que sea.No se imagina uno tal indiferencia, ni de parte de Dios(que separará los suyos de los malvados), ni de partedel Estado (que distingue a los buenos ciudadanos delos malos).

Lo que se busca, sin embargo, es precisamente esetercero, que no concedería ya ningún «privilegio». Yse le llama Estado libre, o de otro modo, Humanidad.

Los judíos y los cristianos, a quienes Bruno Bauer hafulminado con su desprecio por su pretensión a «pre-rrogativas», deberían poder y querer renunciar, porabnegación o desinterés, al punto de vista en que seacantonan. Si se despojasen de su «egoísmo», ese se-ría el fin de sus culpas recíprocas y, al mismo tiempo, el

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fin de toda religiosidad judía o cristiana. Bastaría quedejasen de pretender ser seres «distintos».

Pero aun suponiendo que renunciasen a su exclu-sivismo, no abandonarán por eso el campo de batallaen el que su hostilidad se ha ejercitado tanto tiempo;encontrarían, cuanto más, un terreno neutral sobre elcual podrían abrazarse: una «religión universal», una«religión de la Humanidad», ¡qué sé yo!, un acomoda-miento, en una palabra, y se contentarían con lo pri-mero que llegase; por ejemplo, lo conversión de todoslos judíos al Cristianismo (otro medio de poner fin alos «privilegios» de unos y otros) sería una cosa muyconveniente. Se suprimiría, en verdad, la discordancia;pero esta discordancia no es la esencia de los dos an-tagonistas, no es más que el efecto de su aproxima-ción. Siendo diferentes deben necesariamente estar endesacuerdo, y la desigualdad subsistirá siempre. No esuna falta que te resistas contra mí y que afirmes tuparticularidad, tu individualidad: no tienes que cederni que renegar de ti mismo.

Se toma la antítesis en un sentido demasiado formaly demasiado restringido cuando uno se dedica simple-mente a «resolverla» para dar lugar a una «síntesis».Se debería, por el contrario, acentuar aún la oposición.En cuanto judío y cristiano, no están aún bastante ra-

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dicalmente opuestos, no están en desacuerdo más quecon motivo de la religión, y eso es como si riñeranpor la barba del Emperador o cualquier otra bagatela.Enemigos desde el punto de vista de la religión, son encuanto al resto, buenos amigos, y como hombres, porejemplo, iguales. Sin embargo, ese resto mismo difierede todo en todo, y sólo cuando se conozcan a fondo,cuando cada uno de ustedes se afirme único desde lospies a la cabeza, podrá cesar esa opinión que no hanhecho hasta el presente más que disimular. Entonces,en fin, la antítesis será resuelta, pero por la sola razónde que una más fuerte la habrá absorbido.

Nuestra debilidad no es ser opuestos a los demás,sino no serles radicalmente opuestos, es decir, no sertotalmente distintos de ellos, o también buscar un«punto de unión», un lazo, y hacer de ese punto deunión nuestro ideal. ¡Una Fe, un Dios, una Idea, un so-lo sombrero para todas las cabezas! ¡Si todas las cabe-zas estuviesen bajo él mismo sombrero, nadie, verdades, tendría que descubrirse ante los demás!

La última oposición y la más radical, la del Único alÚnico, está en el fondo, bien lejos de lo que se entiendepor oposición, sin recaer por eso en la unidad y la iden-tidad. En cuanto único, tú no tienes ya nada de comúncon nadie, y por eso mismo nada ya de inconciliable

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o de hostil. Tú no pides ya a un tercero que reconoz-ca tu derecho contra él, ni te mantienes ya con él enel «terreno del derecho» ni en ningún otro terreno co-mún. La oposición se resuelve en una separación, enuna unicidad radical. Esta, es cierto, podría pasar porun nuevo rasgo común, por un rasgo de semejanza;pero la semejanza consistiría aquí precisamente en ladiferencia y no sería ella misma más que diferencia;una diferencia semejante, pero sólo a los ojos de losque se divierten en hacer comparaciones.

La polémica contra el privilegio es uno de los rasgoscaracterísticos del liberalismo; excomulga al «privile-gio» por la devoción por el «derecho»; pero debe abste-nerse de esa excomunión platónica, porque no siendolos privilegios más que aspectos particulares del dere-cho, no caerán antes que el derecho mismo. El derechono volverá a la nadamás que cuando haya sido absorbi-do por la fuerza, es decir, cuando se haya confirmadoque «la fuerza es anterior al derecho». Entonces to-do derecho se revelará como privilegio, y el privilegiomismo aparecerá bajo su verdadera luz como potencia,potencia preponderante.

Pero ese combate del poder contra el poder másgrande, ¿no se presentará bajo un aspecto totalmen-te distinto que ese tímido combate contra el privilegio

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que no se da más que ante un juez, el «derecho», ysegún el espíritu de ese juez?

No me queda, para acabar, sino suprimir de mi voca-bulario la palabra derecho, que sólo he requeridomien-tras indagaba sus entrañas, no pudiendo evitar, al me-nos provisionalmente, el nombre. Pero en el presentela palabra no tiene ya sentido. Lo que yo llamaba de-recho no es, en modo alguno, un derecho, pues un de-recho no puede ser conferido más que por un Espíritu,ya sea este Espíritu de la naturaleza, de la especie, dela humanidad, o de Dios, de Su Santidad, de Su Emi-nencia, etc. Lo que yo poseo independientemente dela sanción del Espíritu, lo poseo sin derecho, lo poseoúnicamente por mi poder.

No reivindico ningún derecho, ni tengo, pues, nin-guno que reconocer. Aquello de lo que puedo apode-rarme, lo tomo y me lo apropio; sobre lo que se meescapa, no tengo ningún derecho y no me doy aireshablando de mis «derechos imprescriptibles».

El derecho absoluto arrastra en su caída a los dere-chos mismos, y con ellos se derrumba la soberanía delconcepto del derecho. Porque no debe olvidarse quehasta ahora hemos sido dominados por ideas, concep-tos, principios y que, entre tantos Señores, la idea dederecho o la idea de justicia ha desempeñado uno de

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los principales papeles. ¿Legítimo o ilegítimo, justo oinjusto, qué me importa?

Lo que me permite mi poder, nadie más tiene nece-sidad de permitírmelo; él me da la única autorizaciónque me hace falta.

El derecho es la alucinación con la que nos ha agra-ciado un fantasma; el poder soy Yo, que soy podero-so, poseedor del poder. El derecho está por encima deMí, es absoluto, existe como un ser superior que me loconcede como un favor; es una gracia que me hace eljuez. El poder y la fuerza sólo existen en Mí, que soyel Poderoso y el Fuerte.

II. Mis relaciones

En la sociedad nos es permitido satisfacer, cuantomás, las exigencias del hombre; las del egoísta tienenque ser siempre sacrificadas.

No hay nadie que no haya observado el apasionadointerés que la época actual demuestra por la «cuestiónsocial», con preferencia a toda otra cuestión, y que nohaya, en consecuencia, dirigido especialmente su aten-ción sobre la sociedad. Sin embargo, si ese interés es-tuviera menos cegado por la pasión, no se perdería devista al individuo para no ver más que la sociedad, y

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se reconocería que una sociedad no puede renovarseen tanto que sus elementos envejecidos no sean reem-plazados por otros. Suponiendo, por ejemplo, que seformase en el seno del pueblo judío una sociedad des-tinada a esparcir sobre la tierra un nuevo evangelio,no convendría que esos apóstoles continuasen siendofariseos.

Tal cual eres tú, tal te mostrarás y te portarás conlos hombres: si hipócrita, como hipócrita; si cristiano,como cristiano. Por eso el carácter de una sociedad es-tá determinado por el carácter de sus miembros: ellosson sus creadores. Este es un punto que salta a la vis-ta, aún si no se quiere cuestionar la noción misma de«sociedad».

Los hombres, muy lejos de procurar alcanzar sucompleto desarrollo y hacerse valer, hasta el presen-te ni siquiera han sabido fundar sus sociedades sobre«ellos mismos»; más aún, no han sabido hasta aquímás que fundar «sociedades» y vivir en sociedad. Esassociedades fueron en todo tiempo personas, personaspoderosas, las llamadas personas «morales», fantas-mas, que inspiraban al individuo la locura oportuna,el miedo a los fantasmas. Todos los fantasmas que serespetan llevan un nombre: se llaman «pueblos». Hu-bo un pueblo de los antepasados, un pueblo de los he-

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lenos, etc., y existe hoy el pueblo de los hombres, lahumanidad (Anacharsis Cloots39 soñaba con una «na-ción de la humanidad»); vinieron después las subdi-visiones de ese pueblo, que encerraba sus sociedadesparticulares: pueblo español, pueblo francés, etc.; estasultimas se dividieron a su vez en castas, en ciudades,en corporaciones; en suma, en todas las agrupacionesposibles, hasta llegar al minúsculo pueblecillo que esla familia. En lugar de decir que la persona que hasta elpresente ha hechizado todas las sociedades fue el pue-blo, se podría nombrar en su lugar uno de los dos extre-mos, la familia o la humanidad, que son las dos unida-des más naturales. Preferimos, sin embargo, la palabra«pueblo»: primero, porque su etimología lo relacionacon la palabra griega polloi, el número, la muchedum-bre; después, y sobre todo, porque las «reivindicacio-nes populares» están hoy a la orden del día, y los revo-lucionarios más contemporáneos no se han despojadoaún de su idolatría por esa ilusoria persona; esta últi-ma consideración, sin embargo, sería apropiada másbien para inclinarnos a escoger el término «humani-

39 Político alemán que durante la Gran Revolución francesase presento a la Convención y adhirió a la Declaración de derechosdel Hombre y del Ciudadano como representante de la humanidad(N.R.).

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dad», siendo hoy la «humanidad» con lo que todo elmundo sueña.

Así, pues, el pueblo, la humanidad o la familia, hanocupado hasta el presente, según parece, la escena dela historia: ningún interés egoísta era tolerado en esassociedades; únicamente los intereses de una colectivi-dad, los de una nación o los del pueblo, los de la casta,los de la familia y los «intereses generales de la huma-nidad» podían representar allí un papel. ¿Pero quiénha llevado a su pérdida a los pueblos cuya caída noscuenta la historia? El egoísta que busca su propia sa-tisfacción. Cada vez que un interés egoísta se insinuó,allí la sociedad se «corrompió» y marchó a su desorga-nización; el pueblo romano y el perfeccionamiento desu derecho privado, o el cristianismo y su incesante in-vasión por el «libre examen», la «conciencia de sí», la«autonomía del espíritu», etc., son buenos ejemplos.

El pueblo cristiano ha producido dos sociedades quedurarán lo que él mismo dure: el Estado y la Iglesia. ¿Selas puede llamar asociaciones de egoístas? ¿Persegui-mos en ellas un interés egoísta, personal, individual,o perseguimos un interés popular (por ser del pueblocristiano) bajo el nombre de interés del Estado o deinterés de la Iglesia? ¿En ellas me es posible ser yomismo? ¿ellas me lo permiten? ¿Puedo pensar y obrar

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como quiera, puedo manifestarme, afirmarme, agotarmi propia existencia? ¿No tengo que dejar intactas lamajestad del Estado y la santidad de la Iglesia?

Así, entonces, lo que yo quiero no lo puedo. ¿Perohay una sociedad, sea la que sea, en que yo pueda ha-llar esa libertad de acción ilimitada? ¡No! ¿Y una socie-dad es capaz de satisfacernos? ¡De ningunamanera! Esuna cosa completamente distinta chocar con otro Yoque chocar con un pueblo, con una generalidad. En elprimer caso, mi adversario y yo combatimos de iguala igual; en el segundo, yo soy un adversario desgra-ciado, encadenado y mantenido en tutela. Contra otroYo, soy un varón contra otro varón; frente al «pueblo»soy un escolar que no puede atacar a su camarada sinque este último llame al papá y la mamá: cuando se harefugiado detrás de unas faldas, a mí, al niño malcria-do, se me regaña y «se me prohíbe discutir». Un Yo esun enemigo en carne y hueso; ¡traten, en cambio, deatacar y de derribar a la humanidad, una abstracción,una «majestad», un fantasma! Pero no hay majestad,no hay santidad que pueda decirme: no irás más allá;nada puede impedirme tomar aquello de lo que puedohacerme dueño. El límite a mi poder es solo aquelloque yo no pueda vencer y en cuanto mi poder es limi-tado, no soy más que un Yo limitado; limitado, no por

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el poder exterior, sino porque me falta aún poder pro-pio, por mi propia impotencia. Pero, «¡la guardia mue-re pero no se rinde!»40 ¡Denme tan sólo un adversariovivo!

Yo mediré mis fuerzas con cualquier adver-sario al que con la mirada pueda ver y me-dir, que de valor él mismo lleno, de valor meinflama… etc.41

Es cierto que con el tiempo se han abolido muchosprivilegios, pero teniendo en cuenta siempre al bienpúblico únicamente, o al Estado, o al bien del Estado,pero nunca mirando a mi propio bien. El vasallaje, porejemplo, fue abolido con el único fin de reforzar el po-der de un señor único, del señor del pueblo, el podermonárquico; la servidumbre así monopolizada se hizomás abrumadora. Los privilegios han caído sólo en fa-vor de unmonarca, ya se lo llame Príncipe o se lo llameLey. En Francia, en verdad, los ciudadanos ya no son

40 Versión elegante de le mot de Cambronne [la palabra deCambronne] — general francés a las órdenes de Napoleón — alexigirle los ingleses la rendición. Según la versión de Victor Hugo(en Los miserables) Cambronne habría dicho, en realidad, ¡Mierda!(N.R.).

41 Extraído del monólogo de Wallenstein de F. Schiller (N.R.).

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siervos del Rey, pero en cambio ahora son siervos de laley (la Carta). La subordinación persiste; sólo que, ha-biendo reconocido el Estado cristiano que el hombreno puede servir a dos señores a la vez (a su señor feu-dal y al Príncipe, por ejemplo), todos los privilegios sehan dado a uno solo: él puede de nuevo colocar a unosobre otro y crear «altas posiciones».

¿Pero qué me importa el bien público? Por lo mis-mo que es el bien público, no es mi bien, sino el gra-do supremo de la abnegación. Yo puedo tener el estó-mago vacío, mientras que el bien público está en unfestín. La verdadera locura de los liberales políticos esoponer el Pueblo al gobierno y hablar de derechos delPueblo. Ellos quieren que el Pueblo sea mayor de edad,etc. ¡Como si una palabra pudiera ser mayor de edad!Sólo el individuo puede ser mayor de edad. Igualmen-te, toda la cuestión de la libertad de la prensa no tieneya pies ni cabeza, si se pretende hacer de esa libertadun «derecho del Pueblo»: es simplemente un derechoo, para decirlo mejor, una consecuencia de la fuerzadel individuo. Si es el Pueblo el que tiene la libertad deprensa, yo, que formo parte de ese Pueblo, no disfrutode ella: una libertad del Pueblo no es mi libertad, y si lalibertad de prensa es una libertad del Pueblo, será ne-

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cesariamente acompañada de una ley sobre la prensadirigida contra mí.

Lo que sobre todo se debe hacer valer bien en pre-sencia de las tendencias liberales actuales, es que:

La libertad del Pueblo no es mi libertad.

Admitamos esas categorías, libertad del Pueblo y de-recho del Pueblo, pero, por ejemplo, el derecho «delPueblo» de que cualquiera pueda portar armas. ¿No esese un derecho del que uno puede ser privado? Si fue-se mi propio derecho, yo no podría perderlo; pero esederecho no me pertenece, pertenece al Pueblo; por lotanto puede serme arrebatado. Por causa de la libertaddel pueblo yo puedo ser enviado a prisión, y puedo,como consecuencia de una condena, ser privado delderecho de llevar armas.

El liberalismo aparece como la última tentativa parainstaurar la libertad del Pueblo, la libertad de la comu-nidad, de la «Sociedad», de la generalidad, de la Huma-nidad. Yo veo en él el sueño de una humanidad mayorde edad, de un pueblo mayor de edad, de una comuni-dad, de una «Sociedad» mayores de edad.

Un pueblo no puede ser libre sino a expensas del in-dividuo, porque su libertad no le corresponde más que

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a él y no es la liberación del individuo: cuando más li-bre es el pueblo, más atado está el individuo. Fue enla época de su mayor libertad cuando el pueblo grie-go estableció el ostracismo, desterró a los ateos e hizobeber la cicuta al más honesto de sus pensadores.

¡Cuánto se ha alabado en Sócrates el escrúpulo quele hizo rechazar el consejo de fugarse de su calabozo!Fue de su parte pura locura dar a los atenienses el de-recho de condenarlo. Así, ha sido tratado sólo comolo merecía; ¿por qué se dejó arrastrar por los atenien-ses a empeñar la lucha en el terreno en que ellos sehabían colocado? ¿Por qué no romper con ellos? Si hu-biera sabido, si hubiera podido saber lo que él era, nohubiera reconocido a tales jueces ninguna autoridadni ningún derecho. Si fue débil, fue precisamente porno huir, guardando la ilusión de que tenía todavía al-go de común con los atenienses, e imaginándose noser más que un miembro, un simple miembro de aquelpueblo. El era más bien aquel mismo pueblo en perso-na y sólo él podía ser su juez. No había juez por en-cima de él: ¿no había él pronunciado, por otra parte,su sentencia? El se había juzgado digno del Pritáneo.Tendría que haberse atenido a esto, y ya que no ha-bía pronunciado contra sí mismo ninguna sentenciademuerte, hubiera debido fugarse despreciando la sen-

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tencia de los atenienses. Pero se subordinó y aceptó alpueblo por juez. Se sentía pequeño ante lamajestad delpueblo. Inclinarse, como si hubiera sido ante un «dere-cho», ante la fuerza que no hubiera debido reconocersino sucumbiendo a ella, era virtuoso, era traicionarsea si mismo. La leyenda atribuye los mismos escrúpu-los a Cristo que, se dice, no quiso servirse de su podersobre las legiones celestes.42 Lutero fue más prudente;hizo bien en exigir que le entregasen un salvoconduc-to en buena forma, antes de aventurarse en la dieta deWorms; y Sócrates tendría que haber sabido que losatenienses no eran más que sus enemigos y que sóloél era su propio juez. La ilusión de una «justicia», deuna «legalidad», etcétera, hubiera debido disiparse an-te esta consideración: que toda relación es una relaciónde fuerza, una lucha de poder a poder.43

La libertad griega pereció miserablemente en mediode los embrollos y de las intrigas; ¿Por qué? Porqueel resto de los griegos estaba todavía más lejos de las

42 La comparación entre las actitudes de Sócrates y Cristovuelve a aparecer en Nietzsche (N.R.).

43 Stirner adelante un tema central en la obra de Nietzsche, lavoluntad de poder. Sobre la relación entre la obra de ambos, ver R.Safranski, Nietzsche, Biografía de su Pensamiento, Tusquets, Barce-lona, 2001 (N.R.).

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conclusiones que ni siquiera Sócrates — su héroe delpensamiento — había podido alcanzar. ¿Qué es la ar-gucia, sino el arte de explotar en provecho propio loexistente sin destruirlo? Entre esas gentes de argucia,contamos a los teólogos que «comentan e interpretan»la palabra de Dios. ¿De dónde colgarían sus glosas sila palabra divina no fuera un texto «presente» y repu-tado inmutable? Lo mismo sucede, por otra parte, conlos liberales que no se acercan al «presente» más quepara criticarlo e interpretarlo; todos ellos no son másque falsificadores, exactamente como los que falsificanel derecho. Sócrates se había inclinado ante el derechoy ante la ley, y los griegos continuaron admitiendo laautoridad del derecho y de la ley; pero sólo cuandoles convenía, y por eso usaron la intriga y falsearonel derecho. Con Alcibíades, ese genial intrigante, co-mienza el período de la decadencia ateniense; el es-partano Lisandro, y muchos otros, atestiguan que laintriga se había esparcido como una lepra por toda laGrecia. Los Estados griegos se derrumbaron, poniendoen libertad a los individuos, a consecuencia de que elderecho griego, sobre el cual reposaban, fue, en esosmismos Estados, minado y quebrantado por los egoís-tas. El pueblo griego cayó porque a los individuos lespreocupaba menos este pueblo que ellos mismos. Es-

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tados, Constituciones, Iglesias, etc., se han desvaneci-do siempre que el individuo ha levantado la cabeza,porque el individuo es el enemigo irreconciliable detodo lo que tiende a sumergir su voluntad bajo una vo-luntad general, de todo lazo, es decir, de toda cadena.¡Sin embargo, todavía hoy hay quién se imagina queel hombre no puede vivir sin tener «lazos sagrados».¡El hombre, ese enemigo mortal de todo lazo! La histo-ria de los pueblos nos demuestra que el hombre luchainfatigablemente contra toda cadena, cualquiera queésta sea; y sin embargo, la gente cierra los ojos ante laevidencia, y se sueña todavía y se cree haber encontra-do algo nuevo y sólido cuando se impone al hombre loque se llama una «constitución liberal»: una hermosacadena constitucional. Las cintas decorativas y todoslos vínculos de confianza y de amor que unen a lossúbditos de un Estado con la conformidad de él, aca-ban, en verdad, por enseñar un poco la trama aunquela gente no haya progresado mucho.

Todo lo sagrado es un lazo, una cadena.Todo lo sagrado es y tiene que ser tergiversado por

falsarios; así se encuentran en nuestra época una mul-titud de ellos en todas las esferas. Preparan la rupturacon el derecho, la supresión del derecho.

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¡Pobres atenienses, a quienes se acusa de argucia yde sofística! ¡Pobre Alcibíades, al que se acusa de in-triga! Eso es, justamente, lo mejor que ustedes tenían,ése era su primer paso hacia la libertad. Sus Esquilo,Herodoto y demás, sólo querían la libertad del pueblogriego. Ustedes, en cambio, vislumbraron por vez pri-mera algo de su libertad.

Todo pueblo oprime a quienes elevan por encima desu majestad; por el ostracismo amenaza al ciudadanodemasiado poderoso, por la inquisición al hereje, y porla… Inquisición al traidor al Estado.

Dado que el pueblo no se preocupa más que de man-tenerse y de afirmarse, reclama de cada uno una abne-gación patriótica. El individuo en sí le es indiferente,una nada, y el pueblo no debe hacer, ni aun permitir,que el individuo lleve a cabo lo que sólo él es capazde cumplir, surealización. Todo pueblo, todo Estado, esinjusto con los egoístas.

Mientras permanezca en pie una sola instituciónque el individuo no pueda aniquilar, la individualidady la autonomía del Yo estarán todavía muy lejos. ¿Có-mo hablar de libertad, mientras deba, por ejemplo, li-garme por juramento a una Constitución, a una Carta,a una ley, mientras deba jurar pertenecer en cuerpo yalma a mi pueblo? ¿Cómo ser Yo mismo si mis faculta-

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des no pueden desarrollarse, sino en la medida que noturben la armonía de la Sociedad? (Weitling).

La caída de los pueblos y de la humanidad, será laseñal de Mi elevación.

¡Escucha! En el momento mismo en que escribo es-tas líneas, las campanas se han puesto a sonar; lle-van a lo lejos un alegre mensaje: mañana se celebranlos 1000 años de existencia de nuestra querida Alema-nia.44 ¡Qué suenen las campanas, las campanas de losfunerales! Su voz es tan solemne y tan grave, que pare-ce que sus lenguas de bronce son movidas por un pre-sentimiento y que escoltan a un muerto. El pueblo ale-mán y los pueblos alemanes, tienen tras sí diez siglosde historia; ¡qué larga vida! ¡Que desciendan entoncesa la tumba para no levantarse jamás, y que sean libreslos que han tenido encadenados por tanto tiempo! ¡Elpueblo ha muerto, viva Yo!

¡Oh tú, mí torturado pueblo alemán! ¿Cuál ha sidotu sufrimiento? Era la tortura de un pensamiento queno puede engendrar un cuerpo, el tormento de un Es-

44 En 1843 se celebraba el aniversario número 1000 del trata-do de Verdún, por el cual se dividía en tres el imperio de Carlo-magno. Desde el Rhin hacia el oriente se extendía lo que en esemomento era la confederación de estados que en 1870 se unifica-ría bajo el nombre de Alemania (N.R.).

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píritu errante que se desvanece cuando canta el gallo,y que aspira, sin embargo, a su salvación y a su realiza-ción. ¡En Mí también has vivido largo tiempo, queridopensamiento, querido fantasma! Ya creía haber encon-trado la palabramágica que te redimiría, ya creía haberdescubierto carne y hueso para vestir al Espíritu erran-te; y de pronto oigo el doblar de las campanas que teconducen al reposo eterno y así vuela la última espe-ranza y el último amor se extingue. Yome despido de ladesierta mansión de los muertos, y atravieso la puerta,de aquel… que vive.

Porque sólo los vivos tienen razón ¡Adiós, entonces,ensueño de tantos millones de hombres; adiós, tú, quedurante mil años has tiranizado a tus hijos!

Mañana se te depositará en tierra; pronto tus herma-nas, las naciones, te seguirán. Cuando todas hayan par-tido detrás tuyo la humanidad será enterrada, y sobresu tumba, Yo, mi único Señor al fin… Yo, su heredero,reiré.

La palabra Gesellscbaft (sociedad) tiene por etimolo-gía la palabra Sal (sala). Cuando en una sala hay va-rias personas reunidas, esas personas están en socie-dad. Ellas están en sociedad; constituyen, cuando más,una sociedad de salón. En cuanto a las verdaderas re-laciones sociales, son independientes de la sociedad;

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pueden existir o no existir, sin que la naturaleza de loque se llama sociedad sea alterada. Las relaciones im-plican reciprocidad, son el comercio (commeráum) delos individuos. La sociedad no es más que la ocupa-ción en común de una sala; las estatuas, en una sala demuseo, están en sociedad, están agrupadas. La genteacostumbra a decir que «tenemos» este salón en co-mún, cuando en realidad es el salón el que nos «tiene»a nosotros. Siendo tal la significación natural de la pa-labra sociedad, se sigue de aquí que la sociedad no esobra tuya o mía, sino de un tercero; ese tercero es elque hace de nosotros compañeros y quien es el verda-dero fundador, el creador de la sociedad.

Lo mismo ocurre en una sociedad o comunidad deprisioneros (los que padecen una misma prisión). Eltercer elemento que encontramos aquí es ya más com-plejo que lo era el anterior, el simple local, la sala. Laprisión no designa simplemente un lugar, sino un es-pacio en expresa relación con sus habitantes: sin losprisioneros sería un simple edificio. ¿Quién hace quetodos los que la habitan parezcan semejantes? La pri-sión. ¿Quién determinará la manera de vivir de la so-ciedad de prisioneros? La prisión. Pero ¿quién deter-mina sus relaciones? ¿Es también la prisión? Evidente-mente, si entran en relaciones, no puede ser más que

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como prisioneros, es decir, en cuanto lo permiten losreglamentos de la prisión; pero únicamente ellos creanesas relaciones, es el Yo quien se pone en relación conel Tú; no sólo esas relaciones no pueden ser la obrade la prisión, sino que ésta debe velar para oponerse atoda relación egoísta, puramente personal (las únicasque pueden establecerse realmente entre un Yo y unTú). La prisión acepta que hagamos un trabajo en co-mún, nos mira complacida manejar juntos una máqui-na o tomar parte en cualquier tarea. Pero si Yo olvidaraque soy un prisionero y me relacionase contigo, igual-mente olvidado de tu suerte, se podría ver que eso po-ne a la prisión en peligro: no solamente no puede crearella semejantes relaciones, sino que no puede siquieratolerarlas. Y he ahí por qué la Cámara francesa, pen-sándolo santa y moralmente, ha adoptado el sistemade la prisión celular45; las demás, no menos virtuosa-mente intencionadas, harán lo mismo para poner unobstáculo a las «relaciones desmoralizadoras». A par-tir de que el encarcelamiento es asunto hecho, es sagra-do y no está permitido atacarlo. La menor tentativa enese sentido es punible, como lo es toda rebelión contra

45 Confinamiento en solitario (N.R.).

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alguna de las sacrosantidades a las que el hombre debeentregarse atado de pies y manos.

La prisión, como la sala, crea una sociedad, unacooperación, una comunidad (comunidad de trabajo,por ejemplo), pero no unas relaciones, una reciproci-dad, ni una asociación. Por el contrario, toda asocia-ción entre individuos nacida a la sombra de la prisión,lleva en sí el germen peligroso de un complot, y es-ta semilla de rebelión puede, si las circunstancias sonfavorables, germinar y dar sus frutos.

A la prisión no se va voluntariamente, y es igual-mente poco común permanecer en ella por propia vo-luntad; más bien se alimenta en ella un deseo egoístade libertad. Es de presumir, pues, que todas las rela-ciones entre prisioneros serán hostiles a la sociedadrealizada por la prisión, y no tenderán a nada menosque a disolver esa sociedad que resulta del cautiveriocomún.

Dirijámonos, pues, a otras sociedades, a socieda-des donde parece que permanecemos con gusto y conpleno agrado, sin querer comprometer su existenciacon nuestras maniobras egoístas.

Como comunidad que cumple estas condiciones, sepresenta en primer lugar la familia. Padres, esposos,hijos, hermanos y hermanas, forman un todo o consti-

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tuyen una familia cuyas alianzas vienen poco a poco aengrosar sus filas. La familia sólo es realmente una co-munidad cuando todos sus miembros observan la ley,la piedad o el amor familiar. Un hijo a quien padre,madre, hermanos y hermanas se les han hecho indife-rentes, ha sido hijo, pero no manifestándose en cua-lidad de hijo activamente, su relación tiene tan pocaimportancia como la unión, desde hace mucho tiempodestruida, de la madre y el hijo por el cordón umbi-lical. Esta última unión ha existido en otro tiempo yes un hecho que no es posible deshacer en virtud delcual queda uno irrevocablemente hijo de una madrey hermano de sus otros hijos; pero una dependenciapermanente no puede resultar más que de la perma-nencia de la piedad filial, del espíritu de familia. Losindividuos no son miembros de una familia en toda laacepción de la palabra, más que imponiéndose el deberde conservarla. Lejos de poner en cuestión sus funda-mentos, ellos deben ser sus conservadores. Hay paratodo miembro de la familia una cosa inamovible y sa-grada: es la familia, o más exactamente, la piedad. Lafamilia debe subsistir; esa es, para aquel de sus miem-bros que no se ha dejado invadir por ningún egoísmoantifamiliar, la verdad fundamental y a la que no pue-de desflorar ninguna duda. En una palabra, si la familia

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es sagrada, ninguno de sus miembros puede separarsede la misma sin cometer un crimen. Jamás podrá per-seguir un interés contrario al de la familia; por ejem-plo, le está prohibido casarse mal. Quien deshonra asu familia, es causante de su vergüenza, etc.

El individuo cuyo instinto egoísta no es lo bastantefuerte, se somete: concierta el matrimonio que satisfa-ce las pretensiones de su familia, escoge una carreraen armonía con su posición, etc., en suma, hace honora su familia.

Si, por el contrario, la sangre egoísta hierve con bas-tante ardor en sus venas, prefiere convertirse en el cri-minal de su familia y sustraerse a sus leyes.

¿Qué quiero más, el bien de la familia o mí bien?Hay innumerables casos en que los dos pueden mar-char amistosamente juntos, lo que es útil a mi familia,puede ser para mí una fuente de beneficios, o vicever-sa. En esos casos será difícil decidir si yo persigo elbien común o mi propio bien y tal vez hasta me enor-gullezca de mi desinterés. Pero puede llegar un día enque se levante ante mí una temible alternativa: ¡o es-to o aquello! ¡Hay que escoger, y por mi elección, talvez deshonre mi árbol genealógico, y ofenda a padre,madre, hermanos y hermanas, a todos mis parientes!¿Qué hacer? Aquí es donde se mostrará al desnudo el

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fondo de mi corazón, y va a saberse si he puesto al-guna vez la piedad por encima del egoísmo; el egoís-mo no puede ya disimularse bajo el velo del desinte-rés. Un deseo se enciende en mí alma, y creciendo dehora en hora, se convierte en pasión. El más fugitivopensamiento, contrario al espíritu de familia, a la pie-dad, lleva ya en sí el germen de un crimen contra lafamilia; ¿pero quién advierte eso y quién podría en elprimer momento percibirlo claramente? Es la historiade la Julieta de Romeo y Julieta: una pasión desencade-nada, que acaba por no poder dominarse, derriba todoel edificio de la piedad y el respeto filiales. Me diránque es puramente en su interés por lo que la familiarechaza de su seno a esos egoístas que obedecen a suspasiones más que a la piedad. Este mismo argumentohan invocado los protestantes con mucho éxito contralos católicos, y en lo que les concierne están bien con-vencidos de que así han pasado las cosas. Pero esa esuna escapatoria de personas que sienten la necesidadde disculparse y nada más. Los católicos que se intere-saban en la unidad de la Iglesia, han rechazado a esosheréticos porque éstos no se interesaban lo suficien-te en la unidad como para sacrificar sus convicciones.Unos han defendido enérgicamente la unidad, porqueel lazo, la Iglesia católica (o en otros términos, la Igle-

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sia única y universal) era para ellos sagrado; los otros,por el contrario, han echado a un lado el lazo. Lo mis-mo ocurre con los que se liberan de la piedad; no es lafamilia la que los excluye de su seno, se excluyen ellosmismos, poniendo su pasión o su voluntad individualpor encima del lazo familiar.

Pero puede suceder que se encienda el deseo en uncorazón menos apasionado y menos voluntarioso queel de Julieta. Entonces la que se somete, se sacrifica ala paz de la familia. Se podría decir que todavía enton-ces es el egoísmo el que la hace actuar, porque tomaesta decisión creyendo que la unión de la familia le re-portará más satisfacciones que el cumplimiento de sudeseo. Es posible; ¿pero cómo creerlo si queda una se-ñal cierta del sacrificio del egoísmo a la piedad? ¿Cómocreerlo, si el deseo contrario a la paz de la familia que-da, una vez consumado el sacrificio, como recuerdo ytestigo de un «sacrificio» hecho a un lazo sagrado y, laque se somete, tiene conciencia de no haber realizadosu voluntad propia sino de haberse inclinado humilde-mente ante un poder superior?— ¡Sumisa y sacrificadaporque la superstición de la piedad ha ejercido sobreella su imperio!

Allí el egoísmo había vencido; aquí la piedad es vic-toriosa y el corazón egoísta sangra; allá el egoísmo era

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fuerte; aquí ha sido débil. Pero los débiles, eso lo sabe-mos desde hace largo tiempo, son los desinteresados.La familia cuida de ellos y rodea a esos débiles miem-bros de sus cuidados porque le pertenecen y porque nose pertenecen ni piensan en sí mismos. De esta debili-dad, Hegel, por ejemplo, hace el elogio, cuando pideque el matrimonio de los hijos esté subordinado a laelección de los padres.

Siendo la familia una comunidad sagrada a la queel individuo debe obediencia, la función de juez le per-tenece por completo. El Cabanis, de Wílibald Alexis,por ejemplo, nos describe un «tribunal de familia». Elpadre, en nombre del «consejo de familia», envía alejército a su hijo insumiso, y lo expulsa de la familia,con el fin de purificar mediante ese acto de rigor a lafamilia mancillada. En el derecho chino encontramosel desarrollo más coherente de la «responsabilidad fa-miliar», puesto que hace expiar a todos la falta de unode sus miembros.

En nuestros días, sin embargo, el brazo de la auto-ridad familiar rara vez se extiende lo suficientementelejos como para poder castigar eficazmente al rebelde(e inclusive el Estado, en la mayor parte de los casos,protege contra la desheredación). El criminal contra lafamilia no tiene más que refugiarse en el seno del Esta-

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do para hacerse libre, lo mismo que el criminal contrael Estado que, huyendo aAmérica, encuentra asilo con-tra las leyes de su país. El hijo desnaturalizado, opro-bio de su familia, está al abrigo de todo castigo, porqueel Estado protector le quita a la vindicta familiar todasantidad y la profana declarando que no es más que«venganza». El Estado se opone al castigo, al ejerci-cio de un derecho sagrado de la familia, porque sien-do la santidad de .la familia, en la jerarquía, inferior asu propia santidad, ésta palidece y pierde todo presti-gio desde que entra en lucha con esa santidad superior.Cuando no hay conflicto entre los dos, el Estado dejatodo su valor a la autoridad sagrada, aunque menossagrada, de la familia; pero, en el caso contrario, llegahasta a ordenar el crimen contra la familia: por ejem-plo, exigiéndole al hijo que rehúse prestar obedienciaa sus padres, si éstos quieren arrastrarlo a pecar contrael Estado.

Supongamos que el egoísta haya roto los lazos fami-liares y encontrado en el Estado un protector contrael Espíritu de familia gravemente ofendido. ¿A qué lle-ga? A formar parte de una nueva sociedad en la que suegoísmo va a encontrar los mismos lazos, las mismasredes que aquellos que acaba de evitar. El Estado tam-bién es una sociedad y no una asociación: es la exten-

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sión de la familia (padre del pueblo, madre del pueblo,hijos del pueblo).

Lo que se llama Estado es un tejido, un entrelaza-miento de dependencias y adhesiones; es una solidari-dad, un «pertenecer juntos» cuyo efecto consiste enque todos aquellos entre los cuales se establece esacoordinación se concilian entre sí y dependen los unosde los otros: el Estado es el orden, el régimen de esa de-pendencia mutua. Aunque el Rey, cuya autoridad re-cae sobre todos quienes tengan el menor empleo pú-blico, hasta incluso sobre el sirviente del verdugo, lle-gara a desaparecer, no por eso se mantendría menosel orden frente al desorden de la bestialidad gracias atodos aquellos en quienes vela el sentido del orden. Sitriunfara el desorden, el Estado se extinguiría.

Sin embargo, ¿es capaz de conquistarnos esa buenainteligencia, esa adhesión recíproca, esa dependenciamutua, ese pensamiento amoroso? Según esto, el Esta-do sería el amor realizado; vivir en el Estado sería serpara otro y vivir para otro. Pero el Espíritu del orden,¿no aniquila la individualidad? ¿No se encontrará quetodo está lo mejor posible con tal que se llegue por lafuerza a hacer reinar el orden, es decir, a diseminar ya acorralar juiciosamente al rebaño de modo que nin-

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guno pise a su vecino al andar? Todo está dispuesto enel mejor orden y éste se llama Estado.

Nuestras sociedades y nuestros Estados existen sinque nosotros los hagamos, pueden aliarse sin que ha-ya alianza alguna entre nosotros; están predestinadosy tienen una existencia propia, independiente; frentea nosotros, los egoístas, son el estado de cosas existen-te e indisoluble. Todas las luchas de hoy van dirigidascontra el estado de cosas reinante. Pero se desconocesu verdadero objetivo: parecería, de prestar atencióna nuestros reformadores, que se trata simplemente desustituir el orden que existe en la actualidad por otroorden mejor. Es más bien al orden mismo, es decir, atodo Estado (status), cualquiera que éste sea, al que sedebería declarar la guerra y no a un Estado determina-do, a la forma actual del Estado. El objetivo por alcan-

46 Aún con más claridad que en el parágrafo antes señalado(Cfr. n. 101), Stirner avanza un poco sobre la «Unión de los egoís-tas». El individualismo de Stirner, entonces, no es el de un eremi-ta, sino más bien uno que rechaza todo lazo trascendente de unión(ya sea Dios, el Estado, la Voluntad General, la Nación o el Pueblo).Los individuos sólo pueden vincularse a otros individuos, de car-ne y hueso, y por su propia voluntad; si Stirner reniega, por ejem-plo, de los sentimientos de solidaridad social es porque si rechazael «apoyo mutuo», lo hace en la medida en que esconda las cade-nas de la culpa y la responsabilidad (N.R.).

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zar no es otro Estado (el Estado popular, por ejemplo),sino la alianza, la unión, la armonía siempre inestabley cambiante de todo lo que es y no es más que a condi-ción de cambiar sin cesar.46 Un Estado existe indepen-dientemente de mi actividad; yo nazco en él, crezco enél, tengo para con él deberes y le debo fe y homena-je. El me acoge bajo sus alas tutelares y Yo vivo de sugracia. Así, la existencia independiente del Estado esel fundamento de mi dependencia; su vida como or-ganismo exige que Yo carezca de libertad y, según sunaturaleza, me aplica las tijeras de la civilización. Meda una educación y una instrucción adecuadas a El yno a Mí, y me enseña, por ejemplo, a respetar las le-yes, a cuidarme de atentar a la propiedad del Estado(es decir, a la propiedad privada), a venerar una Alte-za divina o terrestre, etc.; en una palabra, me enseñaa ser irreprochable, sacrificando mi individualidad so-bre el altar de la santidad (santo o sagrado en todo loque se puede imaginar: propiedad, vida de otros, etc.).Tal es la especie de cultura que el Estado es capaz dedarme: me adiestra para ser un buen instrumento, unmiembro útil a la Sociedad.

Es lo que debe hacer todo Estado, ya sea democrá-tico, absoluto o constitucional. Y lo hará en tanto queno nos hayamos deshecho de la idea errónea de que

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él es un Yo, y como tal, una persona, moral, mística opolítica. De esa piel de león del Yo, debo Yo, que soy unverdadero Yo, despojar al vanidoso devorador de car-dos. ¡A qué impostura no he sido sometido Yo desdeque el mundo es mundo! Fueron primero el sol, la lunay las estrellas, los gatos y los cocodrilos, los que tuvie-ron el honor de pasar por Yo; fueron después Jehová,Alá, Nuestro Padre, los que usurparon mi título; luegolas familias, las tribus, los pueblos y hasta la humani-dad; vinieron finalmente el Estado y la Iglesia, siemprecon la misma pretensión de ser Yo. Y Yo los contempla-ba apaciblemente. ¿Qué me puede extrañar, entonces,que siempre se presentara un Yo real haya afirmado enmi cara que no era para mí un Tú, sino buenamente mipropio yo? Si lo hizo el Hijo del Hombre por excelencia,¿qué le impediría hacer otro tanto a un hijo del hom-bre? Viendo así a mi Yo, siempre por encima y fuerade mí, no he llegado nunca a ser realmente Yo mismo.

Yo no he creído nunca en Mí, no he creído en miactualidad, y no he sabido jamás verme sino en el por-venir. El niño cree que será verdaderamente él, cuandollegue a ser otro, cuando sea grande; el hombre pien-sa que sólo más allá de esta vida podrá ser verdadera-mente algo; y para poner un ejemplo más cercano anosotros; los mejores, ¿no pretenden todavía hoy que

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antes de ser realmente un Yo, se debe ser un «ciuda-dano libre», un «ciudadano del Estado», un «hombrelibre» o un «verdadero hombre», haberse incorporadode antemano al Estado, a su Pueblo, a la Humanidad ymuchas cosas más? Ellos tampoco conciben otra ver-dad ni otra realidad para el Yo que a la aceptación deun Yo ajeno al que uno se sacrifica. ¿Y qué es ese Yo?Un Yo que no es ni un Yo ni un Tú; un Yo imaginario,un fantasma.

En tanto que en la EdadMedia, la Iglesia admitía per-fectamente que varios Estados viviesen uno al lado deotro bajo sus alas, cuando vino la Reforma y más par-ticularmente la guerra de treinta años, correspondióa los Estados enseñar la tolerancia y permitir a diver-sas Iglesias (confesiones) vivir reunidas bajo una mis-ma corona. Pero todos los Estados son religiosos; todosson «Estados cristianos» y se hacen un deber el some-ter a los independientes y a los egoístas al yugo de losobrenatural, es decir, de cristianizarlos. Todas las ins-tituciones del Estado cristiano tienden a la cristianiza-ción del pueblo. El objeto de todo el aparato judiciales forzar a las personas a la justicia: el de la escuelaes imponerles la cultura intelectual, etc.; en suma, elobjeto del Estado es invariable: proteger al que obracristianamente contra el que no obra cristianamente.

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La Iglesia misma vino a ser en manos del Estado uninstrumento de fuerza y él exigió de cada cual una reli-gión determinada. «La enseñanza y la educación perte-necen al Estado», decía últimamente Dupin hablandodel clero.47

Todo lo que toca al principio de lamoralidad es asun-to de Estado. De ahí las perpetuas intromisiones delEstado chino en los asuntos de familia; en China, unono es nada si no es ante todo un buen hijo de sus pa-dres. Entre nosotros también los asuntos de familia sonfundamentalmente asuntos de Estado; sólo que la inge-rencia del Estado es menos visible, porque confía en lafamilia y no la somete a una vigilancia demasiado es-trecha. La tiene ligada por el matrimonio, cuyos lazossólo él puede desatar.

El Estado me pide cuenta de mis principios y me im-pone varios; eso podría inducirme a preguntar: «¿Quéle importan mis principios? — Mucho, porque él es elprincipio supremo. Es una opinión generalizada quetoda la cuestión del divorcio y del derecho matrimo-

47 Andre Marie Dupin fue, en el Siglo XIX, juez y presidentede la Cámara de Diputados francesa, sobreviviendo los múltiplescambios de regímenes del período. La cita probablemente proven-ga de un diario en el que se comentaron algunos de sus discursos(N.R.).

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nial en general gira sobre la separación que hay quehacer entre los derechos de la Iglesia y los derechosdel Estado. El problema es más bien este: dado que elhombre debe ser gobernado por algo sagrado, ¿será laFe o la Ley moral (moralidad)? La dominación del Es-tado no difiere de la de la Iglesia; la una se apoya sobrela piedad, la otra sobre la moralidad.

Se habla de la tolerancia y se alaba, como una carac-terística de los Estados civilizados, la libertad de ex-presarse que allí tienen las tendencias más opuestas,etc. Es verdad que mientras algunos lanzan a su po-licía en persecución de los fumadores en pipa, otrosson lo bastante fuertes como para no dejarse conmo-ver por los mitines más turbulentos. Pero debe obser-varse que para todo Estado, el juego recíproco de lasindividualidades, los altos y bajos de su vida cotidia-na son, en cierto modo, una parte abandonada al azar,una parte que tiene, sí, que abandonar a esas mismasindividualidades, por no poder canalizarla útilmente.Ciertos Estados hacen como el fariseo que se tragabalos camellos y hacía remilgos ante una mosca, en tan-to que otros son más tolerantes; en estos últimos, losindividuos son aparentemente más libres. Pero libre,realmente libre, no lo soy en ningún Estado. Su famo-sa tolerancia, que no se ejerce más que en favor de lo

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que es inofensivo y carente de peligro, no es más quesu indiferencia ante las cosas insignificantes; un des-potismo más imponente, más augusto y más orgullo-so. Cierto Estado ha manifestado durante algún tiem-po veleidades de elevarse por encima de las disputasliterarias permitiendo a todos entregarse a ellas a sugusto. Inglaterra lleva la cabeza demasiado alta paraoír el rumor de la multitud y oler el humo del tabaco.Pero, ¡ay de la literatura que ataca el Estado mismo!,¡ay de las revueltas populares que ponen al Estado enpeligro! En el Estado a que hacíamos alusión se sue-ña con una ciencia libre, y en Inglaterra, con una vidapopular libre.

El Estado deja jugar libremente todo lo posible a losindividuos, con tal que no tomen su juego en serio y nopierdan de vista al Estado. No pueden establecerse dehombre a hombre relaciones que no sean turbadas porla vigilancia e intervención superior. Yo no puedo ha-cer todo aquello de lo que soy capaz, sino sólo aquelloque el Estado me permite hacer; no puedo hacer va-ler ni mis pensamientos, ni mi trabajo, ni, en general,nada de lo que es Mío.

El Estado no persigue más que un fin: limitar, enca-denar, sujetar al individuo, subordinarlo a una genera-lidad cualquiera. No puede subsistir sino a condición

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de que el individuo no sea para sí mismo todo en todo;implica la limitación del Yo, mi mutilación y mi escla-vitud. Jamás el Estado se propone estimular la libre ac-tividad del individuo, la única actividad que alienta esla que se refiere al fin que él mismo persigue. El Esta-do no es capaz de producir nada colectivo. No se puededecir que un tejido es la obra colectiva de las diferen-tes partes de una máquina, es más bien la obra de todala máquina, considerada como una unidad; lo mismoocurre con todo lo que sale de la máquina del Estado,porque el Estado es el resorte que pone en movimien-to los rodajes de los espíritus individuales, ninguno delos cuales sigue su propio impulso. El Estado trata deahogar toda actividad libre considerando un deber es-trangularla mediante su censura, su vigilancia y su po-licía, porque debe conservarse a sí mismo. El Estadoquiere hacer del hombre alguna cosa, quiere modelar-lo; así el hombre (que viviendo en un Estado no es más

48 Para lo que sigue vale lo que se afirmó en la observaciónfinal tras «El liberalismo humanitario», esto es, que fue escrito conposterioridad a la aparición del libro mencionado.

49 Edgar Bauer, Die liberalen Bestrebungen in Deutschland[Las reivindicaciones liberales en Alemania], números 1 y 2, Zü-rich y Winterthur, 1843. [Edgar era el hermano menor de BrunoBauer y su aliado ideológico (N.R.)]

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que un hombre ficticio), en cuanto quiere ser él mismo,se convierte en el adversario del Estado y no es nada.No es nada significa que el Estado no lo utiliza, no leconcede ningún empleo, ninguna comisión, etc.

Edgar Bauer48, en sus Liberalen Bestrebungen49, sue-ña con un gobierno que, surgido del pueblo, no puedanunca encontrarse en oposición con él. Es verdad queél mismo retira (pág. 69) la palabra gobierno. En unaRepública no puede haber gobierno, no hay lugar másque para un Poder Ejecutivo. Pura y simple emanacióndel pueblo, ese poder no podría oponerse ni a un po-der independiente, ni a principios y funcionarios su-yos; no tendría otro fundamento, y su autoridad y susprincipios no tendrían otra fuente que el pueblo, únicay suprema potencia del Estado. La noción de gobiernoes incompatible con la del Estado democrático. Peroeso viene a ser lo mismo. Todo lo que emana, proce-de o se deriva de una cosa, se hace independiente, y,como el niño salido del seno de la madre, se pone in-mediatamente en oposición con ella. El Gobierno, sinese carácter de independencia y de oposición, no seríaabsolutamente nada.

En el Estado libre no hay gobierno, etc. (pág. 94). Es-to quiere simplemente decir que el pueblo, cuando essoberano, no se deja gobernar por un poder superior.

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Pero ¿sucede de otro modo en la Monarquía absoluta?¿Existe un gobierno superior al soberano? Ya se llameel soberano príncipe o pueblo, jamás puede haber ungobierno por encima de él. Pero en todo Estado abso-luto, republicano o libre, habrá siempre un gobiernopor encima de Mí, y Yo no estaré mejor en uno que enotro.

La República no es más que una Monarquía abso-luta, porque poco importa que el soberano se llamepríncipe o pueblo: uno y otro son majestades.50 El régi-men constitucional demuestra precisamente que nadiequiere ni puede resignarse a no ser más que un instru-mento. Los ministros dominan a un señor, el Príncipe,y los diputados a su señor, el Pueblo. El príncipe debesometerse a la voluntad de los ministros y el pueblodebe dejarse llevar de la mano a donde le plazca a lasCámaras. El constitucionalismo va más lejos que la Re-pública, puesto que en él, el Estado se concibe en sudisolución.

E. Bauer niega (pág. 56) que en el Estado Constitu-cional, el pueblo sea una «personalidad». ¿Y en la Re-pública? En el Estado constitucional, el pueblo es unpartido, y un partido es ciertamente una «persona»,

50 Cfr. Errico Mal atesta, En el café, cap. XV (N.R.).

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si se quiere hablar de una persona moral o «política»(pág. 76). El hecho es que una persona moral, ya se labautice como partido popular, pueblo o aun «el señor».No es en modo alguno una persona sino un fantasma.

Mas adelante, E. Bauer añade (pág. 69): «La tutelaes la característica de todo Gobierno». En verdad, loes más todavía la de un pueblo y la de un «Estado de-mocrático»; es el carácter esencial de toda arquía. UnEstado democrático que «resume en sí todo poder»,que es «señor absoluto», no puede dejarme llegar aser mayor de edad y usar de mis fuerzas. Y qué niñe-ría no querer ya dar a los funcionarios, elegidos porel pueblo el nombre de «servidores» y de «instrumen-tos», bajo pretexto de que son ¡«los ejecutores de la vo-luntad libre y razonable que el pueblo expresa en susleyes!» (Pág. 73.) «No puede ponerse unidad en el Esta-do», dice además (pág. 74), «sino subordinando todaslas administraciones a las intenciones del Gobierno».Pero también su Estado democrático debe tener «uni-dad». ¿Cómo podría existir sin la subordinación? Lasubordinación a la voluntad del pueblo.

«En un Estado constitucional, todo el edificio gu-bernamental reposa en definitiva sobre el Regente ydepende de su sentimiento» (pág. 130). ¿Cómo podríaser de otro modo en un «Estado democrático»? ¿No

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estaría yo allí igualmente regido por el sentimientopopular? ¿Y constituiría para mi una gran diferenciadepender de los sentimientos de un príncipe o depen-der de los sentimientos del pueblo, de lo que se llamala «opinión pública»?

Si, como E. Bauer lo dice con razón, dependenciaequivale a «relación religiosa», el pueblo quedará sien-do para Mí, en un Estado democrático, un poder supe-rior, una «majestad» (la «majestad» es propiamentela esencia del Dios y del príncipe), con la que estaréen una relación religiosa. — Y el pueblo soberano, se-ría irresponsable, como lo es el Regente constitucio-nal. Todos los esfuerzos de E. Bauer vienen a terminaren un cambio de señor. En lugar de querer liberar alpueblo, hubiera debido ocuparse de la única libertadrealizable, la suya.

En el Estado constitucional, el absolutismo ha aca-bado por entrar en lucha consigo mismo, porque haconducido a un antagonismo: el Gobierno quiere serabsoluto y el pueblo quiere ser absoluto. Esos dos ab-solutos se destruirán uno a otro.

E. Bauer se indigna de que el Rey constitucional losea por nacimiento, es decir, por el azar. Pero cuan-do el pueblo llegue a ser la única potencia en el Esta-do (pág. 132), ¿no lo tendríamos por señor debido a

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un azar semejante? ¿Qué es, pues, el pueblo? El pue-blo no ha sido nunca más que el cuerpo del Gobierno:es como si fueran varios cuerpos bajo un mismo som-brero (corona de príncipe), o varios cuerpos bajo unamisma Constitución. Y la Constitución es el príncipe.Príncipes y pueblos no pueden subsistir sino en tan-to que no se identifican. Cuando varios pueblos estánreunidos bajo unamisma Constitución, como se ha vis-to, por ejemplo, en la antigua Monarquía persa, y seve todavía hoy, esos «pueblos» se cuentan sólo como«provincias». Frente a Mí, en todo caso, el pueblo noes más que una potencia fortuita; es una fuerza de laNaturaleza, un enemigo que debo vencer.

¿Qué se debe entender por un pueblo «organiza-do’?» (pág. 132). Un pueblo «que no tiene ya Go-bierno» y que se gobierna él mismo. Esto es, un pue-blo en el cual ningún Yo sobrepasa el nivel general; unpueblo organizado por el ostracismo. El ostracismo, eldestierro de los «Yo», hace del pueblo su propio gober-nante.

Si hablan de un pueblo, deben también hablar de unpríncipe, porque para ser, para vivir y para hacer his-toria, el pueblo debe, como todo lo que obra, tener una

51 Pierre Joseph Proudhon, De la creátion de l’Ordre dans

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cabeza, un «jefe».Weitling plantea esto en La triarquíaeuropea. Es lo que Proudhon expresa diciendo: «Unasociedad, por decirlo así, acéfala, no puede vivir».51

Se invoca a cada instante hoy la vox populi: la «Opi-nión pública» debe gobernar a los príncipes. Es muycierto que vox populi es al mismo tiempo Vox Dei; ¿maspara qué la una y la otra? ¿Y la vox principis no es tam-bién vox Dei?

Pueden recordarse aquí a los «nacionalistas». Que-rer hacer de los treinta y ocho Estados de Alemaniauna nación, es tan absurdo como la empresa de reuniren un solo enjambre treinta y ocho enjambres de abe-jas conducidos por sus treinta y ocho reinas. Todas sonabejas, pero no es en cuanto abejas como se acompa-ñan unas a otras y pueden unirse: están simplementecomo abejas súbditas, ligadas a sus soberanas, las rei-nas. Abejas y pueblos están sin voluntad, y el instintode sus reinas los conduce.

Recordando a las abejas la cualidad de abejas, estoes, aquello que tienen en común, se haría exactamentelo mismo que tan ruidosamente se hace hoy cuando serecuerda a los alemanes su alemanidad. Porque la ale-

l’Humanité ou Principes de organisation politique, Paris y Besançon,1843, p. 485.

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manidad es en ésto igual a la abejidad: en que aunquelleve en sí la necesidad de los enfrentamientos y lasseparaciones, la realización de los mismos implicaríasu desaparición. Me refiero a la separación entre hom-bre y hombre. De la cualidad de alemanes participanlos diversos pueblos y diversas tribus, es decir, diver-sas colmenas de abejas; pero el individuo que tiene lapropiedad de ser un alemán, es todavía tan completa-mente impotente como la abeja aislada. Y, sin embargo,sólo los individuos pueden aliarse; todas las alianzasy todas las ligas entre pueblos, son y quedarán sien-do ensambladuras mecánicas, porque los que están asíunidos (desde el momento en que se considere que sonlos pueblos los que se unen) no tienen voluntad. Sólocuando la última separación se haya efectuado, cesarála separación misma para transformarse en alianza.52

Los nacionalistas se esfuerzan en hacer una unidadabstracta y sin vida de todo lo que es abeja. Los indivi-dualistas — los dueños de sí — lucharán por la unidadpersonalmente querida que nace de la asociación. Esla marca de todas las tendencias reaccionarias quererinstaurar algo general, abstracto, un concepto vacío y

52 Tercera mención de Stirner sobre la Unión de los egoístas(N.R.).

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sin vida, en tanto que los votos de los egoístas tiendena libertar a los individuos llenos de vida y de vigor dela carga de las generalidades abstractas. Los reacciona-rios querrían hacer que brotase de la tierra un pueblo,una nación; los egoístas no se miran más que a ellosmismos. En el fondo, las dos tendencias actualmente ala orden del día, la tendencia particularista al restable-cimiento de los derechos provinciales y de las antiguasdistinciones de razas (Francos, Bávaros, Lusacia, etc.),y la tendencia unitaria al restablecimiento de la uni-dad nacional, tienen igual origen e igual significación.Pero los alemanes no estarán unidos, es decir, no seunirán, hasta el día en que hayan olvidado su abejidad,y echado por tierra todas sus colmenas, o, en otros tér-minos, hasta el día en que no sean más que alemanes;entonces solamente podrían formar una «asociaciónalemana». No es ni a su nacionalidad, ni al vientre desu madre donde deben volver para conseguir un rena-cimiento; ¡que cada cual vuelva a si mismo! ¿No es unespectáculo sentimental prodigiosamente ridículo, elde un alemán que estrecha lamano a su vecino con san-ta emoción, porque «también es un alemán»? ¡Vean loque adelanta con eso! Pero no se rían, eso pasara pormuy conmovedor, en tanto que se sueñe aún con la«fraternidad», mientras se tenga una «disposición ha-

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cia la familia». Nuestros nacionalistas, que pretendenfabricar una gran familia alemana, son incapaces delibrarse de la superstición, de la «piedad», de la «fra-ternidad», del «amor filial», y de todos los floreos sen-timentales que componen el repertorio del espíritu defamilia.

Bastaría, sin embargo, a dichos nacionalistas el com-prender bien lo que ellos mismos quieren, para no en-tregarse ya a los abrazos de los teutómanos de nove-la, porque la coalición con la mira de resultados y deintereses materiales que predican a los alemanes, noes más que una asociación voluntaria, activa y espon-tánea. Carrière, inspirado, declama: «Los ferrocarrilesson, a los de vista más aguda, el camino hacia una vidade los pueblos tal que hasta ahora no ha sido vista».53Completamente acertado, será una vida de los puebloscomo nunca se ha visto, porque no es una vida de lospueblos. Así Carrière se combate a sí mismo (p. 10):«La pura humanidad o condición humana no puede sermejor representada que por personas realizando com-

53 Moriz Carrière, Der Kölner Dom als freie deutsche Kirche:Gedanken über Nationalität, Kunst und Religion [La catedral de Co-lonia como iglesia libre alemana: Pensamientos sobre la nacionali-dad, el arte y la religión], Wiederbeginn des Baues, Stuttgart, 1843,pp. 3-4.

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pletamente su misión». Y es porque esta condición deser de los pueblos es apenas una representación. «Ladiluida generalidad es inferior que la forma completapor sí misma, que es de por sí un todo, y vive como unmiembro viviente de la verdadera generalidad, la orga-nizada». Los pueblos son esta «diluida generalidad», ysólo el hombre es la «forma completa por sí misma».

La impersonalidad de lo que se llama pueblo y na-ción, se percibe claramente en lo que sigue: que unpueblo que quiere hacer todo lo posible para hacer va-ler su Yo, coloca a su cabeza a un jefe sin voluntad. Nopuede escapar de este dilema: o bien ser avasallado porun príncipe que no se realice más que a sí mismo y suplacer individual — y en este caso no reconocerá enese «señor absoluto» su propia voluntad, la voluntadpopular — o bien izar sobre el trono a un príncipe depalo que no muestre ninguna voluntad personal — yen este caso tendrá un Príncipe sin voluntad, que sepodría, sin ningún inconveniente, reemplazar por unmecanismo de relojería bien aceitado. De estas consi-deraciones resulta, claro como la luz, que el yo del pue-blo es una potencia impersonal, «espiritual» — la ley.El yo del pueblo es, por consiguiente, un fantasma y noun yo. Yo no soy un Yo, sino porque soy Yo quien mehago, es decir, porque Yo no soy la obra de otro, sino

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propiamente mi obra. ¿Y qué es el yo del pueblo? Unazar se lo da, las circunstancias le imponen tal o cual se-ñor hereditario, o le procuraran el jefe que elige; no essu producto el producto del pueblo «soberano», comoYo soy mi producto. Figúrate que se te quiera persua-dir de que tú no eres tú, sino que tú eres Hans o Kunz.Eso le sucede al pueblo y no puede ser de otro modo,porque el pueblo no tiene un yo más que el que tienenlos once planetas reunidos, aunque graviten alrededorde un centro común.

La expresión de Bailly es representativa de la sumi-sión de esclavo que la gente manifiesta, tanto frentea la soberanía del pueblo, como frente a los príncipes:«Yo no tengo», dice él, «ninguna otra razón, una vezque la razón general se ha expresado. Mi primera leyfue la voluntad de la nación: en cuanto se realizó, yono supe nada fuera de su voluntad soberana».54

El no tendrá «otra razón», sin embargo esta «otrarazón» es la única que realiza todo. Del mismo modoMirabeau afirma: «Ningún poder sobre la tierra tieneel derecho de decirle a los representantes de la nación:¡es mi voluntad!»

54 Edgard Bauer, Bailly und die ersten Tage der FranzösischenRevolution, Charlottenburg, 1843, p. 25.

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Durante largo tiempo el hombre ha pasado por serun ciudadano del cielo. Se querría hacer de él hoy, co-mo en tiempo de los griegos, un zoon politicón, un ciu-dadano del Estado, un hombre público El griego fueenterrado bajo las ruinas de su Estado, y el ciudadanoceleste caerá con su cielo. Pero no pretendemos que lanación, la nacionalidad o el pueblo, nos arrastren en sucaída, no queremos ser meros hombres políticos. Des-de la revolución se intenta hacer la felicidad del pueblo;¡y para hacer al pueblo feliz, grande, etc., se nos hacedesgraciados! La felicidad del pueblo es mi desgracia.

Se puede juzgar el vacío que cubren con su énfasislos discursos de los liberales políticos, hojeando la obrade Nauwerk, «Üeber die Theilnahme am Staate».55 Elautor se queja de la indiferencia y de la apatía que im-piden a las gentes ser ciudadanos con toda la acepciónde la palabra, y se expresa como si no fuera posibleser hombre sino a condición de tomar parte activa enla vida del Estado; es decir, a condición de represen-tar un papel político. En eso es lógico, porque si seconsidera al Estado como el depositario y el guardiánde toda «humanidad», no podemos tener nada de hu-

55 Karl Nauwerck,Über die Teilnahme am Staate [Sobre la par-ticipación en el Estado], Leipzig, 1844.

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mano si no participamos en él. ¿Pero en qué toca esoal egoísta? En nada, porque el egoísta es él mismo, elguardián de su humanidad y la única cosa que pide alEstado es que no le quite el sol. Solamente si el Estadollega a tocar su propiedad, sale el egoísta de su indife-rencia. ¿Si los negocios del Estado no alcanzan al sa-bio encerrado en su gabinete, debe él inquietarse porellos, porque esa solicitud es «el más sagrado de losdeberes»?. En tanto que el Estado no se inmiscuya ensus estudios favoritos, ¿qué necesidad tiene de dejarsedistraer de ellos? Que se inquieten por la marcha delEstado aquellos que están personalmente interesadosen verlo permanecer como está o cambiarlo. No es laidea de un deber sagrado que cumplir lo que impulsani impulsará nunca a nadie a consagrar sus desvelos alEstado, como no es «por deber» por lo que uno se ha-ce discípulo de la ciencia, artista, etc.; sólo el egoísmopuede conducir a ello y lo será en cuanto las cosas sepongan mucho peores. Demuestren a las personas quesu egoísmo exige que se hagan cargo de las tareas delEstado, y no tendrán necesidad de exhortarlas duran-te mucho tiempo; pero si apelan a su patriotismo, etc.,predicarán por mucho tiempo ese «acto de servicio» acorazones sordos. El hecho es que nunca los egoístas

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participarán, como ustedes lo entienden, de la vida delEstado.

Encuentro en la página 16 de Nauwerk una fraseimpregnada del más puro liberalismo: «El hombre nocumple su misión sino en cuanto se sepa y se sientamiembro de la humanidad y obre como tal. El indivi-duo no puede realizar la idea de humanidad si no semantiene a sí mismo dentro de los márgenes de la hu-manidad, si no toma de ella sus poderes, al igual queAnteo». Y más adelante: «Tales como las concibe elteólogo, las relaciones del hombre con la res publica sereducen a un puro asunto privado, lo que equivale anegarlas y destruirlas». ¿Y la religión, tal como la con-cibe el político, qué viene a ser? Un «asunto privado».

Si en lugar de hablarles del «deber sagrado», del«destino del hombre», de la «vocación de ser perfecta-mente humanos» y de otros mandamientos de la mis-ma especie, se demostrara a las personas cuanto se per-judican dejando al Estado ser como es; entonces se leshablaría fuera de los recursos oratorios, en el mismolenguaje en el que se les habla en los momentos críti-cos, cuando uno quiere alcanzar su objetivo. Pero envez de eso, nuestro teologófobo exclama: «¡Si hubo al-guna vez un tiempo en que el Estado necesitó contarcon todos los suyos, es, en verdad, el nuestro. El hom-

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bre que piensa reconoce en la cooperación teórica ypráctica al Estado un deber y uno de los deberes mássagrados que puede incumbirle». Luego examina másde cerca la «necesidad categórica que hay para cadacual de interesarse por el Estado».

Es un político, y lo seguirá siendo por toda la eter-nidad, aquel que mete el Estado en su cabeza, en sucorazón, o en ambos a la vez; el poseído del Estado oel creyente en el Estado.

«El Estado es la condición indispensable del desa-rrollo integral de la humanidad». Ciertamente, lo fuetanto tiempo como nos propusimos desarrollar la hu-manidad; pero ahora que queremos desarrollarnos anosotros mismos, no puede sernos ya más que un es-torbo.

¿Puede proponerse todavía hoy reformar y mejorarel Estado y el pueblo? Tanto como a la nobleza, el cle-ro, la iglesia, etc.; se puede superar, destruir, abolir elEstado, pero no reformarlo. No es reformándolo comose convierte un absurdo en una cosa sensata; más valedesecharlo inmediatamente.

Lo que queda por hacer, entonces, no versa sobre elEstado (la forma del Estado, etc.), sino sobre Mí. Todaslas cuestiones relativas al poder soberano, a la consti-tución, etc., caen de nuevo así en el abismo del que no

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habrían debido salir, en su nada. Yo, esta nada, harébrotar de mí mismo mis creaciones.

Al capítulo de la Sociedad pertenece el del partido,cuyas alabanzas se han cantado en estos últimos tiem-pos.

Hay partidos en el Estado. ¡Mi partido! ¡Quién notomaría partido! Pero el individuo es único, y no esmiembro de un partido. Libremente se une, y despuésse separa libremente. Un partido no es otra cosa queun Estado dentro del Estado, y la paz debe reinar tantoen ese pequeño «estado» de abejas como en el grande.Aun aquellos que proclaman con más energía que esprecisa la existencia de una oposición en el Estado, sonlos primeros en indignarse contra la discordia de lospartidos, lo que prueba que ellos tampoco quieren algodistinto de un Estado. Contra el individuo y no contrael Estado se rompen todos los partidos.

Hoy nada se oye con más frecuencia que la exhorta-ción de fidelidad a su partido; los hombres de partidono desprecian a nada tanto como a un renegado. Sedebe marchar a ojos cerrados tras el partido, aprobary adoptar sin reservas todos sus principios. En verdad,en este caso el mal no es tan grande como en ciertassociedades que ligan a sus miembros por leyes o esta-tutos fijos e inmutables (por ejemplo, las órdenes reli-

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giosas, la Compañía de Jesús, etc.). Pero el partido cesade ser una asociación desde el momento en que quie-re hacer obligatorios ciertos principios y ponerlos porencima de toda discusión y de toda crítica: es preci-samente ese momento el que marca el nacimiento delpartido. El partido del absolutismo no puede tolerar enninguno de sus miembros la menor duda sobre la ver-dad del principio absolutista. Esa duda les sería posiblesi fueran lo bastante egoístas como para querer ser to-davía alguna cosa fuera de su partido, es decir, paraquerer ser imparciales.

No pueden ser imparciales más que como egoístasy no como hombres de partido. Si eres protestante yperteneces al partido del protestantismo, no puedes ha-cer más que mantener a tu partido en el buen camino;en rigor podrías purificarlo, pero no rechazarlo. ¿Erescristiano, estás alistado en el partido cristiano? No pue-des salir de él en cuanto miembro de ese partido; sitransgredes su disciplina, será sólo cuando tu egoís-mo, es decir, tu imparcialidad, te impulse a ello. Pormás esfuerzos que hayan hecho los cristianos e inclu-sive Hegel y los comunistas, para fortificar su partido,han quedado en esto: el cristianismo contiene la ver-dad eterna, por consiguiente basta extraerla, demos-trarla y completarla.

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En suma, el partido es contrario a la imparcialidady esta última es una manifestación del egoísmo. ¿Quéme importa, por otro lado, el partido? Yo encontrarésiempre bastantes compañeros que se unan a Mí sinprestar juramento a mi bandera.

Si alguno pasa de un partido a otro se le llama in-mediatamente tránsfuga, desertor, renegado, apóstata,etc. La moral, en efecto, exige que cada uno se adhierafirmemente a su partido; hacerle traición esmancharsecon el crimen de infidelidad; pero la individualidad noconoce ni abnegación ni fidelidad de precepto; permi-te todo, incluyendo la apostasía, la deserción y demás.Los morales mismos se dejan dirigir inconscientemen-te por el principio egoísta cuando tienen que juzgara alguien que abandona su partido para unirse al deellos, más aún, no tienen ningún escrúpulo en ir a re-clutar partidarios en el campo opuesto. Sólo que debe-rían tener conciencia de una cosa, y es que es necesarioactuar de una manera inmoral para obrar de una ma-nera personal, lo que equivale a decir que uno debe sa-ber romper su propia fe y hasta su juramento si quieredeterminarse a sí mismo en lugar de dejarse determi-nar por consideraciones morales. Un apóstata aparecesiempre bajo colores dudosos a los ojos de las perso-nas de moralidad severa; no le concederán fácilmente

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su confianza, porque está manchado por una traición,es decir, por una inmoralidad. Ese sentimiento es casigeneral entre las personas de cultura inferior. Los másilustrados están en este punto — como sobre todos —inciertos y turbados; la confusión de sus ideas no lespermite tomar claramente conciencia de la contradic-ción a que los conduce necesariamente el principio demoralidad. No se atreven a acusar francamente al após-tata de inmoralidad, porque ellos mismos predican, ensuma, la apostasía, el paso de una religión a otra, etc.;pero, por otra parte, no se atreven a abandonar su pun-to de apoyo en lamoralidad. ¡Sin embargo, ésta era unaexcelente ocasión para escapar de la moralidad!

¿Son los Individuos o los Únicos un partido?¡¿Cómo podrían ser únicos si perteneciesen a un

partido?¿No se puede, entonces, ser de ningún partido? En-

tendámonos. Yo formalizo con ustedes una alianza alentrar en sus círculos y su partido, una alianza, quedurará tanto tiempo como vuestro partido y Yo persi-gamos el mismo objetivo. Pero si hoy me uno todavíaa su programa, mañana quizá ya no podré hacerlo yseré infiel. El partido no tiene para Mí nada que meligue, nada obligatorio, y Yo no lo respeto; si deja deagradarme, me vuelvo contra él.

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Los miembros de todo partido que atienda a su exis-tencia y a su conservación, tienen tanta menos liber-tad, o más exactamente, tanta menos personalidad, ycarecen tanto más de egoísmo, cuando más completa-mente se someten a todas las exigencias de ese partido.La independencia del partido implica la dependenciade sus miembros.

Un partido, cualquiera que sea, no puede jamás de-jar de tener una profesión de fe, porque sus miembrosdeben creer en su principio y no ponerlo en duda sindiscutirlo: debe ser para ellos un axioma cierto e indu-dable. En otros términos: se debe pertenecer en cuerpoy alma a un partido o, de lo contrario, no se es verda-deramente un hombre de partido, sino más o menosegoísta. Si albergas la menor duda acerca del cristia-nismo, ya no serás un verdadero cristiano. Tú, que ha-brás tenido la gran impiedad de examinar el dogma yde arrastrar el cristianismo ante el tribunal de tu egoís-mo, te habrás hecho culpable para con el cristianismo,que es un asunto de partido (asunto de partido, porqueno es el asunto, por ejemplo, de los judíos, que son deotro partido). Pero tanto mejor para ti si un pecado note espanta; tu audaz impiedad va a ayudarte a alcanzarla individualidad.

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Así, pues, un egoísta, ¿no podrá nunca abrazar unpartido, no podrá nunca tener un partido? ¡Pues sí;puede, con tal que no se deje atrapar y encadenar porel partido!

El mejor Estado es evidentemente el que contienelos ciudadanos más fieles a la ley. A medida que elnoble sentimiento de la legalidad languidece y se ex-tingue, el Estado, que es un sistema de moralidad y lavida moral misma, ve bajar sus fuerzas y decrecer susbienes. Con los buenos ciudadanos desaparece el buenEstado; zozobra en la anarquía. «¡Respeto a la ley!» tales el cimiento que mantiene de pie todo el edificio deun Estado. «La ley es sagrada; el que la viola es un cri-minal». Sin el crimen no hay Estado: el mundo moral— y eso es el Estado — está lleno de bribones, de en-gañadores, de embusteros, de ladrones, etc. Siendo elEstado la «soberanía de la ley» y su jerarquía, el egoís-ta, en todos los casos en que su interés se oponga aldel Estado, no puede conseguir sus fines más que porel crimen.

El Estado no puede dejar de exigir que sus leyes seantenidas por sagradas. Así, el individuo es hoy frenteal Estado exactamente lo que era en tiempos pasadosfrente a la Iglesia: un profano (un bárbaro, un hombreen estado natural, un «egoísta», etc.). Ante el indivi-

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duo, el Estado se ciñe de una aureola de santidad. Ha-ce, por ejemplo, una ley sobre el duelo. Dos hombresque se ponen de acuerdo en arriesgar sus vidas, a finde arreglar un asunto (cualquiera que sea), no puedenejecutar su convenio, porque el Estado no lo quiere;se expondrían a diligencias judiciales y a un castigo.¿Dónde quedó el libre arbitrio? Completamente distin-to es lo que ocurre donde, como en América del Norte,la sociedad decide hacer sufrir a los duelistas ciertasconsecuencias desagradables de su acto, y les retira,por ejemplo, el crédito del que habían gozado anterior-mente. Rehusar su crédito es un asunto de cada cual, ysi le place a una sociedad retirárselo a alguien por unau otra causa, el que sufre las consecuencias no puedequejarse de un ataque a su libertad; la sociedad no hahecho mas que usar de la suya. No se trata ya aquí deuna expiación, ni del castigo de un crimen. EnAméricadel Norte el duelo no es un crimen, es un acto contra elcual la sociedad toma medidas de prudencia y se pre-serva. El Estado, por el contrario, califica el duelo decrimen, es decir, de una violación de su ley sagrada;haciendo de él un asunto criminal. La sociedad de laque hablábamos deja al individuo perfectamente librede exponerse a las consecuencias funestas o desagra-dables que le acarree su manera de obrar, y deja plena

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y entera su libertad de querer; el Estado hace preci-samente lo contrario: niega toda legitimidad a la vo-luntad del individuo y no reconoce como legítima másque su propia voluntad, la ley del Estado. Resulta deesto que el que comete trasgresión de los mandamien-tos del Estado, puede ser considerado como violadorde los mandamientos de Dios, opinión, por otra parte,que la Iglesia ha sostenido. Dios es la santidad en sí ypor sí, y los mandamientos de la Iglesia, como los delEstado, son las órdenes que esa santidad da al mundopor mediación de sus sacerdotes o de sus señores dederecho divino. La Iglesia tenía los pecados mortales,el Estado tiene los crímenes que acarrean la muerte;ella tenía sus heréticos, él tiene sus traidores; ella te-nia penitencias, él tiene penalidades; ella tenia a losinquisidores, él tiene a los agentes del fisco; en suma,¡para la una el pecado, para el otro el crimen; allá, elpecador; aquí, el criminal; allá, la inquisición, y aquí,también la inquisición! ¿No caerá la santidad del Esta-do como ha caído la santidad de la Iglesia? El temor desus leyes, el respeto de su majestad, la miseria y la hu-millación de sus súbditos, todo eso, ¿va a durar? ¿Nollegará un día en que acabe eso de prosternarse ante laimagen del santo?

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¡Qué locura exigir que el poder del Estado luche conarmas iguales con el individuo, y, como se ha dicho apropósito de la libertad de prensa, parta con su adver-sario el viento y el sol! Para que el Estado, esa idea,tenga un poder real, debe ser una potencia superioral individuo. El Estado es «sagrado» y no puede pre-sentar un flanco vulnerable a los «ataques impíos» delos individuos. Si el Estado es sagrado, hace falta unacensura. Los liberales políticos admiten las premisasy niegan la consecuencia. Sin embargo, conceden alEstado las medidas de represión, porque, sin dudarlo,están de acuerdo en que el Estado es más que el indi-viduo, y que su venganza, que él llama pena o castigo,es legítima.

La palabra pena no tiene sentido más que si se de-signa la penitencia infligida al profanador de una cosasagrada. El que tiene algo por sagrado, merece eviden-temente que le sea infligida una pena desde que lo ata-ca. Un hombre que respeta una vida humana porqueesa vida para él es sagrada y a quien la idea de atentarcontra ella le causa horror, es un hombre religioso.

Weitling imputa al «desorden social» todos los crí-menes que se cometen, y espera que habiendo desapa-recido sus móviles (el dinero, por ejemplo) bajo el régi-men comunista los crímenes se harán imposibles. Pe-

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ro su buena naturaleza lo confunde, porque la socie-dad organizada, tal como él la entiende, será tambiénsagrada e inviolable. No faltarán algunos que, con laboca llena de profesiones de fe comunistas, trabajaránsubterráneamente para su ruina. En resumen,Weitlingestá obligado a atenerse a los «medios curativos» queoponer a las enfermedades y a las debilidades insepa-rables de la naturaleza humana; pero la palabra «cura-tivo», ¿no indica ya que se considera a los individuoscomo «destinados a cierta cura» y que se les van a apli-car los remedios que «reclama» su naturaleza de hom-bres?56 El remedio y la cura no son más que la otra fazdel castigo y de la enmienda: la terapéutica del cuerpohace pareja con la dietética del alma. Si esta ve en unaacción un pecado contra el derecho, aquella ve un pe-cado del hombre contra sí mismo, el desarreglo de susalud. ¿No valdría más considerar simplemente lo queesa acción tiene de favorable o de desfavorable paramí, y ver si es amiga o enemiga? Yo la trataría enton-ces como mi propiedad, es decir, la conservaría o la

56 Stirner adelanta críticas a lo que se conoce como doctrinasde resocialización en política criminal contemporánea, que even-tualmente asimilan crimen con enfermedad e implican lo que M.Foucault llamaría inflación del poder médico en «Vigilar y castigar»(N.R).

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destruiría de acuerdo a mi conveniencia. Ni «crimen»ni «enfermedad» son nombres que se apliquen desdeuna concepción egoísta a las cosas que designan; sonjuicios formados, no por mi, sino por otro, en base auna ofensa al derecho en general o a la salud, ya sea lasalud del individuo (del enfermo) o de la generalidad(de la Sociedad). No se tiene ningún miramiento parael «crimen», mientras que a la enfermedad se la tratacon dulzura, compasión, etc.

El castigo es la consecuencia del crimen. Si lo sagra-do desaparece, arrastrando al crimen consigo, el cas-tigo debe desaparecer igualmente, porque él tampocotiene significación sino con referencia a lo sagrado. Sehan abolido las penas eclesiásticas. ¿Por qué? — Por-que la forma en que uno se conduce con el «santoDios» es asunto de cada cual. Así como han caído laspenas eclesiásticas, deben caer todas las penas. Si elpecado contra su Dios es un asunto personal de cadauno, igual ocurre con el pecado contra cualquier sa-cralidad, sea la que sea. Según la doctrina de nuestroderecho penal, que se esfuerzan en vano en hacer me-nos anacrónica, se castiga a los hombres por tal o cual«inhumanidad»; y se demuestra así por el absurdo desus consecuencias, la necedad de esas teorías que ha-cen ahorcar a los ladrones pequeños y dejan escapar

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a los grandes. Para un atentado contra la propiedadse tiene el presidio, y para los crímenes contra el pen-samiento, para la opresión de los «derechos naturalesdel hombre» no hay más que «ideas» y peticiones.57

El Código penal sólo existe gracias a lo sagrado, ydesaparecerá por sí mismo cuando se renuncie al cas-tigo. En todas partes, actualmente, quieren crear unnuevo Código penal, sin que se experimente el menorescrúpulo acerca de las penalidades por dictar. Sin em-bargo, es justamente la pena la que debe desaparecerdejando el puesto a la satisfacción; satisfacción, unavezmás, no del derecho ni de la justicia, sino la nuestra.Si alguno nos hace lo que no queremos que se nos haga,destruimos su poder y hacemos prevalecer el nuestro:nos damos satisfacción respecto a él, sin hacer la locu-ra de querer dar satisfacción al derecho (al fantasma).Es el hombre el que debe defenderse contra el hombre,y no es lo sagrado, como tampoco es Dios, quien sedefiende contra el hombre, aunque en tiempos pasa-dos, y a veces también en nuestros días, se haya vistoa todos los «servidores de Dios» prestarle ayuda para

57 Esta visión del sistema punitivo — que hoy hacen suya bue-na parte de los especialistas liberales en derecho penal — es unaconstante en el anarquismo, especialmente en P. Kropotkin y E.Malatesta (N.R.).

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castigar al impío, como la prestan hoy a lo sagrado. Deesa consagración a lo sagrado resulta que, sin tener enello interés vital y personal, se entregan los malhecho-res a las garras de la policía v de los tribunales, se danmedios a las autoridades constituidas para que «admi-nistren lo mejor posible el dominio de lo sagrado», yse permanece neutral. El pueblo incita rabiosamente ala policía contra todo lo que le parece inmoral, o a me-nudo simplemente inconveniente; y esa rabia de mora-lidad que posee el pueblo, es para la policía una protec-ción mucho más segura que la que puede asegurarle elGobierno.

Es por el crimen como el egoísta se ha afirmadosiempre y ha derribado con su mano sacrilega a lossantos ídolos de sus pedestales. Romper con lo sagra-do, o mejor aún, romper lo sagrado, puede hacerse ge-neral. ¿Acaso la revolución no es un crimen, un crimenpotente, orgulloso, sin respeto, sin vergüenza, sin con-ciencia?; ¿no se ve que retumba, como un trueno en elhorizonte, y que el cielo, henchido de presentimientos,se obscurece y calla?

El que se resiste a gastar sus fuerzas por sociedadestan restringidas como la familia, el partido o la nación,aún aspira siempre a una sociedad de sentido más ele-vado. Cuando descubre a la «Sociedad humana», a la

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«Humanidad», cree haber encontrado el objeto verda-deramente digno de su culto, por el que considerará unhonor sacrificarse: a partir de ese momento, «su viday sus servicios pertenecen a la Humanidad».

El Pueblo es el cuerpo, el Estado es el espíritu de esapersona soberana que me ha oprimido hasta ahora. Seha querido transfigurar al Pueblo y al Estado ensan-chándolos hasta ver en ellos respectivamente la «hu-manidad» y la «razón universal». Pero ese magníficatno conduce más que a hacer la servidumbre más pesa-da. Filántropos y humanitarios son señores tan abso-lutos como lo son los políticos y los diplomáticos.

Los críticos contemporáneos declaman contra la Re-ligión porque, cuando se coloca a Dios, a lo divino, alo moral, etc., por fuera del hombre, se hace de ellosalgo objetivo. Ellos, por .el contrario, prefieren dejaresos asuntos en el hombre, pero no por eso los dejande situar en el terreno religioso, e imponen, tambiénellos, una «vocación al hombre», queriendo que lo di-vino, lo humano, etc., la moralidad, libertad, humani-dad, etc., sean su esencia. La política, como la religión,pretendieron encargarse de la «educación» del hom-bre y conducirlo a la realización de su «esencia» y desu «destino»; en una palabra, hacer de él alguna co-sa, es decir, hacer de él un verdadero hombre. La una

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entiende por eso un «verdadero creyente», la otra un«verdadero ciudadano» o un «verdadero súbdito». Ensuma, ya se la llame divina o humana a mi vocación,viene a ser lo mismo.

Religión y política colocan al hombre en el terrenodel deber. Debe llegar a ser esto o aquello, debe ser asíy no de otro modo. Con ese postulado, con ese manda-to, cada cual se eleva, no sólo por encima de los demás,sino también por encima de sí mismo. Nuestros críti-cos dicen: «tú debes ser completamente hombre, de-bes ser un hombre libre». Ellos también están en víasde proclamar una nueva Religión y de erigir un nuevoideal absoluto, un ideal que será la libertad. Los hom-bres deben ser libres. No habría que extrañarse de veraparecer misioneros de la fe que como los que el Cris-tianismo, convencido de que todos los hombres esta-ban destinados a hacerse cristianos, enviaba a la con-quista del mundo pagano. Y lo mismo que hasta el pre-sente la fe se ha constituido en Iglesia y la moralidaden Estado, la libertad podrá seguir su ejemplo y consti-tuirse en una nueva confesión que practicase a su vezla «propaganda». No hay evidentemente ninguna ra-zón de oponerse a un ensayo de asociación, cualquieraque este sea; pero hace falta oponerse tanto más enér-gicamente a toda resurrección de la antigua cura de

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almas, de la tutela o, lo que es lo mismo, del principioque quiere que se haga de nosotros alguna cosa, ya seacristianos y súbditos o liberados y hombres.

Se puede, si, con Feuerbach y otros, decir que la Re-ligión ha despojado al hombre de lo humano, y que hatransportado ese humano a un más allá tan lejano, quelo hace inaccesible y que adquiera una existencia pro-pia tomando la forma de una persona, de un «Dios».Pero no está ahí todo el error de la Religión. Se podríamuy bien dejar de creer en la personalidad de la partede humanidad que le fue arrebatada al hombre, se po-dría incluso transformar al dios en divino y permane-cer, no obstante, religioso. Porque ser religioso es noestar completamente satisfecho del hombre presente,es imaginar una «perfección» que debe ser alcanzaday figurarse al hombre «tendiendo a perfeccionarse».58(«Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padreque está en los cielos es perfecto».)59 Ser religioso esfijarse un ideal, un absoluto. La perfección es el «su-premo bien», el finís bonorum, y el ideal de cada uno

58 Bruno Bauer (como anónimo), Was ist jetzt der Gegenstandder Kritik?, en Allgemeine Literatur-Zeitung, nümero 8, p. 22.

59 Mateo 5,48.

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es el hombre perfecto, el verdadero hombre, el hombrelibre, etc.

Los esfuerzos de la época actual tienden a instaurar,como modelo ideal, al «hombre libre». Si se consiguie-se, este nuevo ideal tendría por consecuencia la apa-rición de una nueva religión, de nuevas aspiraciones,nuevos tormentos, de una nueva devoción, una nuevadivinidad y, también, de nuevos remordimientos.

El ideal de la «libertad absoluta» ha hecho divagar,como lo hace todo absoluto. Según Hess, por ejemplo,esa libertad absoluta seria «realizable en la sociedadhumana absoluta»60; y un poco después, el mismo au-tor llama a esa realización una «vocación» y definela libertad como «una moralidad»: es preciso inaugu-rar el reinado de la «Justicia» (id est: igualdad) y de la«moralidad» (id. est: libertad).

Ridículo es aquel que, en tanto que los miembros desu tribu, de su familia, de su nación, etc., sufren y pere-cen, se limita a jactarse vanidosamente de los grandeshechos de sus compañeros; sin embargo no es menosciego el que cifra toda su gloria en ser «hombre». Ni

60 Moses Hess (como anónimo), Sozialismus und Kommunis-mus [Socialismo y comunismo], en Einundzwanzig Bogen aus derSchweiz, Zürich y Winterthur, 1843, pp. 89-90.

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este ni aquel parásito vanidoso fundan el sentimientode su valía en una exclusividad, sino en una conexión,en el lazo que los une a los demás: lazo de la sangre,lazo de la nacionalidad o lazo de la humanidad.

Los «nacionalistas» de hoy han reavivado la discu-sión entre los que piensan que en las venas no tienenmás que una sangre puramente humana y no estar liga-dos más que por lazos puramente humanos, y los quese jactan de poseer una sangre especial y estar ligadospor lazos especiales.

Si consideramos el orgullo como la conciencia de unvalor (un valor que puede ser exagerado, pero poco im-porta), comprobamos una diferencia enorme entre elorgullo de «pertenecer» a una nación, es decir, ser lapropiedad de esa nación, y el orgullo de llamar a unanacionalidad su propiedad. Mi nacionalidad es uno demis predicados, una de mis propiedades, en tanto quela nación es mi propietaria y mi señora. Si tú poseesfuerza física, podrás emplearla cuando lo creas nece-sario, lo que te podrá dar la satisfacción de conocertu propia valía y eso es lo que llamamos orgullo. Perosi es tu vigoroso cuerpo el que te posee, te impulsaráen todas partes y en los momentos menos oportunosa que exhibas su vigor: no podrás estrechar la mano anadie sin aplastársela.

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Cuando uno consigue convencerse de que es másque el miembro de una familia, el hijo de una raza, elindividuo de un pueblo, etc., llega finalmente a decir:Uno es más que todo eso, por que es hombre, o tam-bién: el Hombre es más que el judío, el alemán, etc.«¡Que cada cuál sea, pues, entera y únicamente hom-bre!» Pero valdría más decir: «Si somosmás que lo quepueden expresar todos los nombres que se nos den,queremos ser más que hombres, por la misma razónque ustedes quieren ser más que judíos y ustedes másque alemanes». Los nacionalistas tienen razón: no sepuede renegar de la propia nacionalidad; pero los hu-manistas tienen también razón: uno no se debe unoencerrar en los estrechos límites de su nacionalidad. Ala individualidad corresponde resolver esta contradic-ción: la nacionalidad es mi propiedad, pero yo no soycompletamente absorbido por ésta; la humanidad tam-bién es mi propiedad, pero Yo solo soy quien, por miunicidad, doy al hombre su existencia.

La Historia busca al hombre; ¡pero el hombre erestú, soy yo, somos nosotros! Después de haberlo toma-do por un ser misterioso, una divinidad, y haberlo bus-cado en el Dios primero, después en el Hombre (la hu-manidad, el género humano), lo he encontrado al finen el individuo limitado y pasajero, en el Único.

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Yo soy poseedor de la humanidad, Yo soy la huma-nidad y Yo no hago nada por el bien de la otra huma-nidad. Tú, que siendo una humanidad única, te elevascon el propósito de vivir para otra que la que tú mismoeres, estás loco.

Las relaciones del Yo con el mundo humano que he-mos examinado hasta aquí, se prestan a tales desarro-llos y nos abren tan ricas perspectivas, que en otrascircunstancias nunca nos podríamos extender dema-siado en ellas. Pero no nos proponemos por el momen-to más que indicarlo a grandes rasgos, y nos vemosobligados a interrumpirnos para pasar al examen deotros dos aspectos de la cuestión. Yo no estoy solo enrelación con los hombres en cuanto representantes dela idea de «Hombre», o en cuanto hijos del Hombre(¿por qué no decir «hijos del Hombre», puesto que sedice «hijos de Dios»?); estoy, aparte de eso, en rela-ción con lo que tienen del Hombre y llaman su propie-dad. En otros términos: estoy en relaciones, no sólocon lo que son como hombres, sino también con suhaber humano. Después de haber tratado del mundode los hombres, debo, pues, para llenar el cuadro queme he trazado, pasar al examen del mundo de las sen-saciones y de las ideas, y decir algunas palabras de lo

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que los hombres llaman su propiedad: los bienes, tantomateriales como espirituales.

En tanto que la noción de Hombre se desarrollabay se adquiría de ella una mayor comprensión, tuvimosque respetarla bajo las diversas formas personales deque se la revistió; del último y más elevado de sus ava-tares salió, en fin, el mandamiento de «respetar en ca-da uno al Hombre». Pero si yo respeto al Hombre, mirespeto debe extenderse igualmente a todo lo que eshumano, a todo lo que pertenece al Hombre.

Los hombres tienen una propiedad; delante de estapropiedad Yo debo inclinarme: es sagrada. Su propie-dad consiste en un haber, en parte exterior y en parteinterior. Su haber exterior comprende cosas, y su ha-ber interior está formado de pensamientos, de convic-ciones, de nobles sentimientos, etc. Pero yo no estoyobligado nunca a respetar más que su haber humano,no tengo que cuidarme del que no es humano, porquelos hombres no pueden tener realmente como propiomás que lo que es propio del Hombre. Entre los bie-nes interiores se puede citar, por ejemplo, a la religión;siendo la religión libre, es decir, propia del Hombre, nome es permitido tocarla; otro de esos bienes interioreses el honor; siendo libre, es para mí inviolable (difa-mación, caricaturas, etc.). La religión y el honor son

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«propiedades espirituales». Como propiedad material,viene en primer lugar la persona: mi persona es mipropiedad, de ahí resulta la libertad de la persona; pe-ro entendámoslo bien, sólo la persona humana es libre;a la otra, la prisión la aguarda. Tu vida es tu propiedad,pero sólo es sagrada para los hombres si no es la vidade un no-hombre.

El hombre no tiene títulos sobre los bienes materia-les cuya posesión no puede justificar por su humani-dad, y podemos tomarlos; de ahí que exista la compe-tencia por ellos bajo todas las formas posibles. Aque-llos de los bienes espirituales que no puede reivindicarcomo hombre, están igualmente a nuestra disposición,sometidos a la libertad de la discusión, a la libertad dela ciencia y a la de la crítica.

Pero los bienes consagrados son inviolables. ¿Quiénlos consagra y los garantiza? A primera vista, es el Es-tado, la sociedad: pero más propiamente es el Hombreo la «Idea». La idea de una propiedad sagrada implicala idea de que esa propiedad es verdaderamente hu-mana, o más bien que su poseedor no la tiene sino envirtud de su cualidad de hombre y no a título de no-hombre.

En el dominio espiritual, el hombre es legítimo po-seedor de su fe, por ejemplo, y de su honor, de su con-

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ciencia, de su sentimiento, de lo conveniente y de lovergonzoso, etc. Los actos atentatorios al honor (pala-bras, escritos) son punibles, igualmente los que atacanal fundamento de la religión, a la fe política; en suma,toda lesión de aquello a que el Hombre «tiene dere-cho».

El liberalismo crítico no se ha pronunciado todavíaen cuanto a la cuestión de saber hasta qué punto po-dría admitir que los bienes son sagrados; piensa sí, serel adversario de toda santidad; pero como lucha con-tra el egoísmo, tiene que trazarle límites y no puedetolerar que el no-hombre los franquee en perjuicio delhombre. Su repulsión teórica por la «masa» debería, sillegase al poder, traducirse por medidas de repulsiónpractica.

Los representantes de los diferentes matices del li-beralismo están en desacuerdo sobre la extensión quehay que dar a la idea de «Hombre» y sobre todo loque debe sacar de ella el hombre individual; es decir,sobre la definición del Hombre y de lo humano: el hom-bre político, el hombre moral y el hombre «humano»han reivindicado sucesivamente, y cada vez de un mo-do más categórico, el titulo de Hombre. El que definemejor lo que es el «Hombre», es también el que sabemejor lo que debe tener «el Hombre». Ese concepto

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no lo percibe el Estado más que en su acepción políti-ca; la sociedad, por otra parte, no comprende mas quesu alcance social; sólo, se dice, la humanidad, lo abra-za por entero; «la historia de la humanidad es la de sudesarrollo». Descubran al hombre y conocerán por elhecho mismo lo que es propio del hombre, la propie-dad del hombre o lo humano.

Pero aunque el hombre individual pretenda todoslos derechos del mundo, aunque invoque en su apoyola autoridad o el título del «hombre», ¿qué me impor-tan a Mí su derecho y sus pretensiones? Si su derechole viene del hombre, y no de mí, entonces a mis ojosno tiene ningún derecho. Su vida, por ejemplo, no meimporta sino en cuanto tiene un valor para Mí. Yo norespeto más a su pretendido «derecho de propiedad»(su derecho sobre los bienes materiales), que respetosu derecho sobre el «santuario de su alma» (su derechoa guardar intactos sus bienes espirituales, sus ídolos ysus dioses). Sus bienes; tanto materiales como espiri-tuales, me pertenecen; y yo dispongo de ellos, en lamedida de mis fuerzas, como su propietario.

La «cuestión de la propiedad» excede en significa-do a los términos en que se la plantea; no consideran-do más que a lo que se llama nuestras posesiones, esdemasiado estrecha y no es susceptible de ninguna so-

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lución; la decisión se encuentra en «aquel por el cualtenemos todo». La propiedad depende del propietario,La Revolución dirigió sus ataques contra todo lo queviene de la «gracia de Dios», y, entre otros, contra elderecho divino, que fue reemplazado por el derechohumano. A lo que el «favor divino» nos dispensa, seopuso lo que se deriva de la «esencia del Hombre».

Las relaciones entre los hombres, habiendo dejadode estar fundadas sobre el dogma religioso que man-da «amaos los unos a los otros por el amor de Dios»,tuvieron que ser edificadas sobre la base humana de«amaos los unos a los otros por el amor del hombre».Igualmente, en lo que concierne a las relaciones de loshombres con las cosas de este mundo, la doctrina revo-lucionaria no pudo hacer otra cosa que proclamar queel mundo, hasta entonces organizado según la ordende Dios, pertenecería en adelante al «Hombre».

El mundo pertenece al «Hombre» y debe ser respe-tado por mí como propiedad del «Hombre».

¡La propiedad es lo Mío!Propiedad, en el sentido burgués de la palabra, sig-

nifica propiedad sagrada, así es que yo debo respetartu propiedad. «¡Respeto a la propiedad!» Así, los polí-ticos verían con gusto a cada cual poseer su parcela depropiedad, y esa tendencia ha llevado en ciertas regio-

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nes a un desmenuzamiento increíble. Cada cual debetener su hueso en el que encuentre alguna cosa queroer.

El egoísta ve la cuestión desde un punto de vistamuy distinto. Yo no retrocedo con espanto religiosoante tu propiedad o la de ustedes; por el contrario, yosiempre la considero como mi propiedad, propiedad ala que no tengo que «respetar». ¡Traten, pues, de lamisma manera a lo que llaman mi propiedad!

Colocándonos todos bajo ese punto de vista, nos se-rá más fácil entendernos.

Con el fin de cada uno sea libre dueño de su tierra,los liberales políticos se toman a pecho la abolición, enla medida de lo posible, de todas los servidumbres. ¡Po-co importa que el campo sea pequeño, con tal que cadacual tenga el suyo; que sea una propiedad, y una pro-piedad respetada! Cuantos más propietarios haya, másrico será el Estado en «hombres libres» y en «buenospatriotas».

El liberalismo político, como toda religiosidad, cuen-ta con el respeto, con la humanidad, con la caridad. Asíes perpetuamente engañado. Porque, en la práctica, laspersonas no respetan nada. Todos los días se ven gran-des propietarios redondear sus dominios acaparandolas propiedades vecinas más pequeñas y se ven todos

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los días pequeños propietarios desposeídos obligadosa volver a hacerse mercenarios o arrendatarios sobreel trozo de tierra que les ha sido legalmente arrancado.La competencia cubre con su pabellón el dolo y no esel respeto a la propiedad el que puede oponerse a esebandidaje.

Si, por el contrario, los «pequeños propietarios» sehubieran dicho que la gran propiedad también les per-tenece, no se habrían apartado respetuosamente por símismos y no se les expulsaría.

La propiedad tal como la comprenden los liberalesburgueses, merece las invectivas de los comunistas yde Proudhon: es insostenible e inexistente, puesto queel ciudadano propietario no posee en realidad nada yes en todas partes un desterrado. Lejos de que el mun-do pueda pertenecerle, el miserable rincón en que vaviviendo no es siquiera de él.

Proudhon no quiere oír hablar de propietarios, sinode poseedores o de usufructuarios.61 ¿Qué quiere de-cir? Quiere que ninguno pueda apropiarse del suelo,sino que tenga su uso; pero aunque no se le concedie-

61 Pierre-Joseph Proudhon, Quest-ce que la propriété? Ou Re-cherches sur le Principe du droit et du gouvernement, Paris, 1841, p.83. [¿Qué es la propiedad? O investigaciones acerca del principiodel derecho y del gobierno, Utopía Libertaria, 2005]

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se más que la centésima parte del producto que sacadel fruto de su trabajo, esta fracción al menos sería supropiedad y podría disponer de ella a su criterio. El queno tiene más que el uso del campo, no es evidentemen-te propietario de ese campo; lo es menos aún aquel quetiene, según quiere Proudhon, que resignar de su pro-ducción todo lo que no le sea estrictamente necesario;sólo es propietario del tanto que le resta. Proudhon noreniega, pues, más que tal o cual tipo de propiedad yno de la propiedad en sí. Si queremos apropiarnos delsuelo en vez de dejar su provecho a los propietariosterritoriales, unámonos, asociémonos con ese objeto yformemos una sociedad que se hará su propietaria. Silo conseguimos, los que son hoy propietarios dejarande serlo. E igualmente así como los hayamos podidodespojar de la tierra y del suelo, podremos tambiénexpulsarlos de muchas otras propiedades para hacerde ellas la nuestra, la propiedad de los conquistado-res. Los «conquistadores» formarían una sociedad queuno puede imaginarse creciendo y extendiéndose pro-gresivamente hasta el punto de acabar por abarcar ala humanidad entera. Pero esta misma humanidad noes más que un pensamiento (un fantasma) y no tienerealidad más que en los individuos. Y esos individuostomados en masa no harán un uso menos arbitrario

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de la tierra y del suelo de lo que lo hacia el individuoaislado, el llamado «propietario».

Así, pues, la propiedad no deja de subsistir y no dejasiquiera de ser «exclusiva», por el hecho de que la hu-manidad, esa vasta sociedad, expropie al individuo (alque arrienda o da quizás en feudo una parcela), lo mis-mo que expropia a todo lo que no es humanidad (ellano reconoce, por ejemplo, ningún derecho de propie-dad a los animales). Eso viene a ser, pues, exactamentelo mismo. Aquello en lo que todos quieren tener par-te le será retirado al mismo individuo que quiere te-nerlo para él solo y para ser erigido en bien común.En cuanto bien común, cada uno tiene su parte, y es-ta parte es su propiedad. Así es como según nuestroantiguo derecho de sucesión, una casa que pertenecea cinco herederos es su bien común, indiviso, en tantoque sólo un quinto de la renta es la propiedad de cadacual. Proudhon hubiera podido ahorrarnos su enfáticolenguaje si hubiera dicho: «Hay ciertas cosas que noson propiedad más que de algunos, pero que pretende-mos poseer y a las que, en lo sucesivo, daremos caza.Tomémoslas, puesto que es tomándolas como uno sehace su propietario, y puesto que lo que nos ha fal-tado hasta el presente no ha pasado a manos de lospropietarios actuales más que por la ocupación, ¡aso-

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ciémonos para cometer ese robo!» Pero, en lugar deesto, trata de hacernos aceptar la idea de que la Socie-dad es el poseedor primitivo y el único propietario dederechos imprescriptibles; en relación a ella el que sellama propietario es culpable de robo («la propiedad esel robo»); si la Sociedad despoja al que hoy es propieta-rio de lo que retiene como perteneciente a él, no le estárobando, simplemente vuelve a entrar en posesión desu bien, haciendo uso de su derecho imprescriptible.He ahí adonde se llega cuando se hace del fantasmade la Sociedad una persona moral. Por el contrario, loque el hombre puede alcanzar es lo que le pertenece:a mí es a quien pertenece el mundo. ¿Y qué otra cosadicen cuando proclaman que «el mundo pertenece atodos»? Todos es Yo, Yo y además Yo. Pero ustedes ha-cen de «Todos» un fantasma que se vuelve sagrado, detal forma que «todos» viene a ser el temible señor delindividuo. Y a su lado se levanta entonces el espectrodel «Derecho».

Proudhon y los comunistas combaten el egoísmo.Así, sus doctrinas son la continuación y la consecuen-cia del principio cristiano, del principio de amor, delsacrificio, de la abnegación a una generalidad absolu-ta, a un «extraño»’. En lo que concierne a su propiedad,por ejemplo, no hacen más que completar y consagrar

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doctrinalmente lo que existe de hecho desde hace lar-go tiempo: la incapacidad del individuo para ser pro-pietario. Cuando la ley declara que ad reges potestasomnium pertínet, ad singular propnetas; omnia rex im-perio possidet, singuli dominio, quiere decir que el Reyes propietario, porque él solo puede usar y disponer de«todos» y tiene sobre todo potestas e imperium. Los co-munistas han hecho la cosa más clara, dotando de eseimperium a la «Sociedad de todos». Por lo tanto, al serenemigos del egoísmo, son cristianos, o, de un modomás general, hombres religiosos, visionarios, subordi-nados y vasallos de una generalidad, de una abstrac-ción cualquiera (Dios, la Sociedad, etc.). Proudhon seaproxima aún más a los cristianos concediendo a Dioslo que le niega a los hombres: lo llama el propietariode la tierra (p. 90). Demuestra con esto que no puedelibrarse de la idea de que debe existir en alguna parteun propietario; concluye, en definitiva, en aceptar a unpropietario, sólo que lo coloca en el más allá.

El propietario no es ni Dios, ni el Hombre (la «So-ciedad humana»): es el individuo.

Proudhon (como Weitling) cree hacer la peor inju-ria a la propiedad calificándola de robo. Sin querer re-mover esta cuestión embarazosa, preguntamos simple-mente: ¿hay una objeción bien fundada que hacer al ro-

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bo? ¿La idea de robo puede subsistir, si no se deja sub-sistir la idea de la propiedad? ¿Cómo se podría robarsi no hubiese propiedad? Lo que no pertenece a nadieno puede ser robado: el que saca agua del mar no ro-ba. Por consiguiente, la propiedad no es un robo; sólopor ella resulta el robo posible. Weitling, que conside-ra todo como la «propiedad de todos», tiene que llegarnecesariamente a la misma conclusión que Proudhon:si alguna cosa pertenece a todos, el individuo que se laapropia es un ladrón.

La propiedad privada existe por la gracia del Dere-cho. El Derecho es su única garantía, porque poseer unobjeto no es ser necesariamente su propietario; lo queYo poseo no se convierte en mi propiedad más que porla sanción del Derecho; y ésta no es un hecho (un fait),como piensa Proudhon, sino una ficción, una idea. Unaidea, he ahí lo que es la propiedad que engendra el De-recho, la propiedad legítima, garantizada. Es el Dere-cho y no Yo lo que hace de lo que poseo mi propiedad.

No obstante, se designa bajo el nombre de propie-dad al poder ilimitado que Yo tengo sobre las cosas(objetos, animales u hombres) de las que puedo usar yabusar a mi agrado; el Derecho romano define la pro-piedad jus utendi et abutendi re sua, quatenus juris ratiopatitur, un derecho exclusivo e ilimitado. Pero la pro-

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piedad tiene por condición el poder, lo que está en mipoder es mío. En tanto que mantengo mi situación deposeedor de un objeto, sigo siendo su propietario; nolo seré si se me escapa, sea cualquiera la fuerza que melo arrebate (el hecho, por ejemplo, de que Yo reconozcaque otro tiene derecho a él). Propiedad y posesión vie-nen, pues, a ser lo mismo. No es un derecho exteriora mi poder el que me hace legítimo propietario, sinomi poder mismo y sólo él; si lo pierdo, el objeto se meescapa. Desde el día en que los romanos perdieron lafuerza de oponerse a los germanos, Roma, y los despo-jos del mundo que diez siglos de omnipotencia habíanacumulado dentro de sus murallas, pertenecieron a losvencedores, y hubiera sido ridículo pretender que losromanos permanecieran siendo, no obstante, sus legí-timos propietarios. Toda cosa es la propiedad de quiensabe tomarla y guardarla para sí, y quedará siendo deél, mientras que no le sea arrebatada; así, la libertadpertenece al que la toma.

El poder decide la propiedad; y el Estado (ya sea elEstado de los burgueses, de los indigentes, o lisa y lla-namente, el de los hombres), siendo el único poderoso,es también el único propietario; Yo, el Único, no ten-go nada; no soy más que un colono en las tierras delEstado, soy un vasallo, y por consiguiente un siervo.

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Bajo la dominación del Estado, ninguna propiedad esMía.62

Yo quiero aumentar mi valor, quiero elevar el pre-cio de todas las propiedades de las que está hecha miindividualidad, ¿y habría de despreciar la propiedad?¡Jamás! Del mismo modo que nunca he sido apreciadoporque siempre se ponían por encima de Mí al pueblo,a la humanidad y a otras cien abstracciones, tampo-co se ha reconocido plenamente hasta hoy el valor de

62 De hecho el Estado se define, precisamente, por poseer elmonopolio de la coacción. En este sentido, todos los derechos quepuedan llegar a disfrutar los ciudadanos provienen siempre, en úl-tima instancia, de la gracia del Estado, que es el «garante» de laConstitución. Se trata, por otro lado, de una característica intrín-seca del Estado, cualquiera sea su orientación política y su gradode democratización: desde Hobbes hasta Rousseau, fundar un Es-tado consiste en alienar todos los derechos individuales en una ins-tancia superior (que los distribuirá en mayor o menor medida de-pendiendo de las circunstancias políticas). Incluso los Estados más«democráticos» se reservan el recurso del «estado de sitio» (queimplica la suspensión o restricción de los derechos garantizadosen tiempos de paz). Además, la distinción trazada por Stirner res-pecto del poder y el derecho es sumamente interesante, pues per-mite distinguir aquellos derechos efectivamente impuestos por elEstado de aquellos que no pasan de la mera declaración. Para sa-ber, dentro de un Estado, si un derecho existe efectivamente, nohay que leer los Códigos si no más bien ver a quiénes persiguenlos jueces y la policía (N.R.).

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la propiedad. La propiedad no era más que la propie-dad de un fantasma, del pueblo, por ejemplo: mi exis-tencia toda entera pertenecía a la patria; Yo y, comoconsecuencia, todo lo que llamaba mío, pertenecía a lapatria, al pueblo, al Estado. Se pide a los Estados quepongan fin al pauperismo. Tanto valdría pedirles quese cortasen la cabeza y la pusieran a sus pies, porqueen tanto que el Estado es un Yo, el Yo individual debereducirse a ser un pobre diablo, un no-Yo. El interésdel Estado es enriquecerse él mismo; poco le importaque Peter sea rico y Paul pobre; lo mismo le daría quefuese Paul el rico y Peter el pobre, mira al uno enri-quecerse y al otro empobrecerse sin conmoverse porsu juego de báscula. Como individuos, todos son real-mente iguales ante su faz. Y en eso tiene razón: pobrey rico no son nada para él, al igual que «somos todospobres pecadores ante Dios». Por otra parte, el Estadotiene un interés muy grande en que esos mismos indi-viduos que hacen de él su Yo, compartan sus riquezas:él los hace participar de su propiedad. La propiedad,de la que hace un cebo y una recompensa para los in-dividuos, le sirve para amansarlos; pero sigue siendosu propiedad, y nadie puede disfrutar de ella sino llevaen su corazón el yo del Estado, como miembro leal dela sociedad que es; en caso contrario, la propiedad es

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confiscada o se funde en procesos ruinosos. La propie-dad es y sigue siendo, pues, la propiedad del Estado,sin ser nunca la propiedad del Yo. Decir que el Estadono arrebata arbitrariamente al individuo lo que el in-dividuo tiene del Estado, equivale simplemente a decirque el Estado se roba a sí mismo. El que admite den-tro de sí el yo del Estado, es decir, un buen ciudadanoo un buen súbdito, goza de su feudo con toda seguri-dad, pero goza de él como yo del Estado, y no comoYo propio, como individuo. Es lo que expresa el Códi-go cuando define la propiedad, lo que Yo llamomío porDios o por el Derecho, pero Dios y el Derecho lo hacenmío sólo si el Estado no se opone.

En casos de expropiación, de requisa de armas, et-cétera, o también, por ejemplo, cuando el fisco recogeuna sucesión cuyos derechohabientes no se han pre-sentado en los plazos legales, el principio, habitual-mente velado, salta a la vista de todos; el pueblo, elEstado, es el único propietario; el individuo no es másque un arrendatario.

Lo que quiero decir es esto: el Estado no puede pro-ponerse que un individuo sea propietario en su propiointerés, no puede querer que yo sea rico, ni siquiera queYo posea tan sólo alguna holgura; en cuanto soy Yo, elEstado no puede reconocerme nada, permitirme nada,

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concederme nada. El Estado no puede abolir el paupe-rismo, porque la indigencia es mi indigencia.Quién noes nada más que lo que hacen de él las circunstancias ola voluntad de un tercero (el Estado), posee solamentelo que ese tercero le concede, y eso es perfectamentejusto. Y ese tercero no le dará más de lo que merece,es decir, el salario de sus servicios. No es él quien sehace valer y quien saca de sí mismo el mejor partidoposible, es el Estado.

La economía política trata preferentemente estacuestión. Sin embargo, esta cuestión traspasa el do-minio de la política y excede en mucho el horizontedel Estado, que no conoce otra propiedad que la su-ya y que no puede repartir ninguna otra. El Estado nopuede hacer otra cosa que someter la posesión de lapropiedad a sus condiciones, como lo hace con todo;por ejemplo, con el matrimonio cuya validez dependede su sanción. Pero una propiedad no es mi propiedadmás que si es Mía sin condiciones; sólo si estoy incon-dicionado puedo ser propietario, unirme a lamujer queamo y dedicarme libremente a una actividad.

El Estado no se preocupa ni de Mí, ni de lo Mío, nose preocupa más que de sí y de lo suyo; si tengo unvalor a sus ojos, sólo es como su hijo, el hijo del país,etc., como Yo mismo, no soy nada para él. Mi vida, sus

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altibajos, mi fortuna o mi ruina, no son para el Estadomás que una contingencia, un accidente. Pero si Yo ylo Mío no somos para él más que un accidente, ¿quéprueba eso sino que él es incapaz de comprenderme?Yo excedo a su comprensión, o en otros términos, suinteligencia es demasiado corta para comprenderme.Lo que explica, por otra parte, que no pueden hacernada por Mí.

El pauperismo es un corolario de mí desvaloriza-ción, de mi impotencia para hacerme valer. Así, Estadoy pauperismo son dos fenómenos inseparables. El Es-tado no admite que Yo me aproveche de Mí mismo, yno existe más que a condición de que Yo carezca devalor; siempre tiende a sacar provecho de mí, es decir,explotarme, despojarme, o hacerme servir para algunacosa, quiere que Yo sea su criatura aunque no sea másque para cuidar de una prole (proletariado).

El pauperismo no podrá ser superado hasta el día enque mi valor no dependa más que de Mí, lo fije Yo mis-mo y Yo mismo establezca su precio. Si quiero vermeen alza, es cosa Mía alzarme y levantarme.

Haga lo que haga, ya fabrique harina o algodón, oextraiga con gran esfuerzo el carbón y el hierro de latierra, ése es mi trabajo y Yo mismo quiero extraer deél todo el provecho posible. Quejarme no serviría de

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nada, mi trabajo no será pagado en lo que vale; el com-prador no me escuchará y el Estado hará igualmenteoídos sordos hasta el momento en que crea necesarioapaciguarme para prevenir la explosión de mi terriblepoder. Pero esas medidas de aplacamiento que usa amodo de válvula de seguridad son todo lo que yo pue-do esperar de él; si se me ocurre reclamar más, el Es-tado se volverá contra Mí y me hará sentir sus uñas ysus garras, porque es el Rey de los animales, el león y eláguila. Si el precio que él fija a mi trabajo y a mis mer-cancías no me satisface, y si intento fijar Yo mismo elvalor correspondiente a mis productos, es decir, me lascompongo para que Yo sea pagado por mis esfuerzos,chocaré con un desahucio absoluto en el consumidor.Si este conflicto se resolviera por un acuerdo entre lasdos partes, el Estado no encontraría en ello nada queobjetar, porque le importa poco cómo los particularesse arreglan entre sí mientras no le causen ningún per-juicio. Sólo se juzga ofendido y puesto en peligro cuan-do al no llegar a un acuerdo, los antagonistas se vana las manos. Son esas relaciones inmediatas de hom-bre a hombre lo que el Estado no puede tolerar y debeinterponerse como mediador, tiene que intervenir. ElEstado, asumiendo ese papel de intercesor, ha venidoa ser lo que era Jesucristo, lo que eran la Iglesia y los

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Santos, un mediador. Separa a los hombres y se inter-pone entre ellos como Espíritu. Los obreros que recla-man un aumento de salario son tratados como crimi-nales desde el momento en que intentan arrancárseloa la fuerza al patrón. ¿Qué deben hacer? Si no usansu fuerza se volverán con las manos vacías; pero usarla fuerza, recurrir a la compulsión, es hacerse valer auno mismo, sacar libre y realmente de su propiedad loque vale, y esto no puede ser tolerado por el Estado.¿Qué hacer, entonces, se preguntan los trabajadores?¡Esto es lo que tienen que hacer: contar sólo con ellosmismos y no tener en cuenta al Estado!

Eso en cuanto a mis brazos; lo mismo ocurre encuanto al trabajo de mi cerebro. El Estado me permi-te sacar provecho de todos mis pensamientos y utili-zarlos en mi relación con los hombres (ya extraigo deellos un precio por el solo hecho de que, por ejemplo,me hacen ganar el aprecio o la admiración de los oyen-tes); el me lo permite, pero con la condición de que mispensamientos sean sus pensamientos. Si alimento, porel contrario, pensamientos que él no puede aprobar, esdecir, hacer suyos, me prohíbe formalmente realizar suvalor, cambiarlos y relacionarme con ellos. Mis pensa-mientos son libres sólo cuando el Estado lo permite, esdecir, cuando son pensamientos del Estado. El no me

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deja filosofar con libertad, si nomemuestro filósofo deEstado; pero no puedo filosofar contra el Estado, aun-que gustosamente me permita remediar sus imperfec-ciones, enderezarlo. De la misma manera en que yo nopuedo considerar a mi Yo como legítimo si no lleva laestampilla del Estado y puede exhibir los certificadosy pasaportes que este último le ha concedido gracio-samente, de igual modo no estoy autorizado a hacervaler lo Mío más que si lo tengo por lo suyo, por unfeudo dependiente del Estado. Mis caminos deben sersus caminos, de lo contrario me tapa la boca.

Nada es más temible para el Estado que el valor delYo; no hay nada de lo que deba separarmemás cuidado-samente, que de toda ocasión de valorarme Yo mismo.Yo soy el adversario irreconciliable del Estado, que nopuede escapar a las astas del dilema: él o Yo. Así notrata solamente de paralizar el Yo, sino además, de al-quilar lo Mío. No hay en el Estado ninguna propiedad,es decir, ninguna propiedad del individuo: no hay másque propiedades del Estado. Lo que Yo tengo, no lo ten-go más que por el Estado; lo que soy, no lo soy sino porél.

Mi propiedad privada es la que el Estadome concedede su propiedad y en la medida que la limita (la priva)a otros de sus miembros, es una propiedad del Estado.

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Pero por más que haga el Estado, Yo siento cada vezmás claramente que me queda un poder considerable;tengo un poder sobre Mí mismo, es decir, sobre todolo que no es, ni puede ser más que Mío y que no existesino porque es Mío.

¿Qué hacer cuando mi camino ya no es el suyo,cuando mis pensamientos no son ya los suyos? Pasarde largo y no contar más que conmigo mismo y sobreMí mismo. Mi propiedad real, aquella de la que puedodisponer a mi agrado, con la que puedo traficar a migusto, son mis pensamientos, a los que no hace faltauna sanción y que me importa poco ver legitimar poruna designación, una autorización o una gracia. Sien-do Míos, son mis criaturas y Yo puedo abandonarlospor otros; si los cedo a cambio de otros, esos otros vie-nen a ser, a su vez, mi propiedad.

¿Qué es, pues, mi propiedad? Lo que está en mi po-der y nada más. ¿A qué estoy legítimamente autoriza-do? A todo aquello que puedo. Yome doy el derecho depropiedad sobre un objeto por el solo hecho de apode-rarme de él, o en otros términos, me hago propietariode derecho cada vez que me hago propietario por lafuerza; al darme el poder, me doy el título.

Mientras no puedan arrebatarme mi poder sobreuna cosa, esa cosa sigue siendo mi propiedad. ¡Pues

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bien, sea! ¡Que la fuerza decida acerca de la propiedady Yo esperaré todo de mi fuerza! El poder ajeno, el po-der que yo dejo a otro ha hecho de mí un siervo63; ¡quemi propio poder haga de mí un proletario! Que vuel-va yo, ignorante como era de la fuerza de mi poder,a entrar en posesión del poder que he abandonado alos demás. A mis ojos, mi propiedad se extiende has-ta donde se extiende mi brazo; Yo reivindicaré comomío todo lo que soy capaz de conquistar y extenderémi propiedad hasta donde llegue mi derecho, es decir,mi poder.

Los que han de decidir son el egoísmo y el interéspersonal, no el principio de amor, ni las razones senti-mentales como la caridad, la indulgencia y la benevo-lencia. Ni siquiera la equidad y la justicia (porque lajusticia también es un fenómeno de amor, un produc-to del amor); el amor no conoce más que el sacrificioy exige la abnegación.

63 La crítica a la «trascendencia» del poder del Estado es co-mún a todo el pensamiento anarquista. Desde Proudhon hasta Malatesta, la delegación del poder (que del mismo modo que los con-tractualistas, ubican en el origen del Estado) es el pasaporte segu-ro hacia la servidumbre. Este punto traza una divisoria entre elanarquismo y otras ideologías que se reivindican liberadoras, ta-les como el liberalismo o incluso el marxismo en muchas de sus

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¿Sacrificar alguna cosa? ¿Privarse de alguna cosa?El egoísta ni lo piensa; dice simplemente: ¡precisoaquello de lo que tengo necesidad y lo tendré!64

Todas las tentativas de someter la propiedad a leyesracionales tienen su fuente en el amor y conducen aun borrascoso océano de reglamentaciones y de coer-ción. El socialismo y el comunismo tampoco constitu-yen una excepción. Cada cual debe estar provisto demedios de existencia suficientes y poco importa queestos medios los encuentre, según la idea socialista, enuna propiedad personal, o que, con los comunistas, losobtenga de la comunidad de bienes. Los individuos noconocerán más que la dependencia. El tribunal arbitralque se encargue de repartir equitativamente los bienesno me concederá más que la parte que haya medido suespíritu de equidad, su benévolo cuidado de las necesi-dades de todos. Yo, el individuo, no veo que la riquezade la colectividad sea un obstáculo menor que la rique-za de los demás individuos, porque ni una ni otra mepertenecen. Ya estén los bienes en manos de la comu-nidad que me concede una parte, o en manos de los

versiones (N.R.).64 Es importante no confundir a Stirner con el llamado

anarco-capitalismo, puesto que éste último no esta dispuesto a re-nunciar ni al Estado, ni a la policía, ni a la propiedad privada (N.R).

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particulares, resulta siempre para mí la misma coer-ción, puesto que en ningún caso puedo disponer deellos. Más aún, aboliendo la propiedad personal, el co-munismo se constituye en un nuevo Estado, un status,un orden de cosas destinado a paralizar la libertad demis movimientos, un poder soberano superior a Mí. Elcomunismo se opone con razón a la opresión de los in-dividuos propietarios, de los que Yo soy víctima, peroel poder que da a la comunidad es más tiránico aún.

El egoísmo sigue otro camino para la supresión dela miseria de la plebe. No dice: espera a que una auto-ridad cualquiera, encargada de repartir los bienes ennombre de la comunidad, te dé en su equitatividad(porque en los Estados de lo que se trata siempre esde un don que recibe cada uno según sus méritos, esdecir, sus servicios); Por el contrario dice: pon tu manosobre aquello que necesitas y tómalo. Es la declaraciónde guerra de todos contra todos. Sólo Yo soy juez de loque quiero tener.

En verdad, esa sabiduría no es nueva, pues los «quese buscan a sí mismos» siempre lo han hecho. Pocoimporta que la cosa no sea nueva si sólo desde hoyse tiene conciencia de ella; y esa conciencia no puedepretender una gran antigüedad (a menos que se la ha-ga remontar a las leyes de Egipto y de Esparta). Para

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probar que está poco extendida bastarían las objecio-nes y el desprecio con los que se habla del egoísta. Loque es preciso saber, es lo siguiente: que el acto de po-ner la mano sobre un objeto no es despreciable, sinola manifestación del egoísta consciente y consecuenteconsigo mismo.

Sólo escaparé del «tejido» del amor cuando no espe-re que los individuos ni la comunidad me den lo queyo mismo puedo darme. La plebe no dejará de ser ple-be hasta el día en que se apodere de lo que necesita yes plebe porque, por temor al castigo, no se atreve atomarlo. Apoderarse de algo es un pecado, tomarlo esun crimen; he ahí el dogma, y ese dogma por sí mismobasta para crear la plebe; pero si la plebe continúa sien-do lo que es, ¿de quién será culpa? En primer términode ella misma, por admitir ese dogma, y sólo en segun-do lugar de quienes por egoísmo (para devolverles suinjuria favorita), quieren que ese dogma sea respetado.En pocas palabras, la falta de conciencia de la «nuevasabiduría», la vieja conciencia del pecado, es la únicasobre la que cae la culpa.

Si los hombres llegaran a perder el respeto por lapropiedad, cada individuo tendría una propiedad, asícomo todos los esclavos se hacen hombres libres des-de que dejan de respetar a su amo como tal. Enton-

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ces podrían concluirse alianzas entre individuos, aso-ciaciones egoístas, que tendrían por efecto multiplicarlos medios de acción de cada cual afirmando sus pro-piedades, constantemente amenazadas.

Según los comunistas, la comunidad debe ser la pro-pietaria. Por el contrario, Yo soy el propietario, y nohago más que acordar con otros acerca de mi propie-dad. Si la comunidad va contra mis intereses, Yo me su-blevo contra ella y me defiendo. Soy propietario, perola propiedad no es sagrada. ¿No seré; pues, meramen-te poseedor? ¡Eh, no! Hasta hoy, no se era poseedor,no se tenía una parcela sino porque se dejaba a otrosla propiedad de una parcela. Pero en adelante todo mepertenece; soy propietario de todo lo que necesito y delo que puedo apoderarme. Si el socialista dice: la Socie-dad me da lo que me hace falta, el egoísta responde: Yotomo lo que necesito. Si los comunistas actúan comoindigentes, el egoísta obra como propietario.

Todas las tentativas basadas en el principio del amorque tienen por objeto el alivio de las clases misera-bles fracasarán. La plebe sólo puede ser ayudada porel egoísmo: esta ayuda debe prestársela a sí misma, yeso es lo que hará. La plebe es un poder, siempre queno se deje domar por el miedo. Las gentes perderían

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todo respeto de no haberles enseñado a tener miedo,decía el espantapájaros del Gato con Botas.

Por consiguiente, la propiedad no puede ni debe abo-lirse; de lo que se trata es de arrebatársela a los fan-tasmas para convertirla en mi propiedad. Entonces sedesvanecerá esa ilusión de que Yo no pueda tomar todocuanto necesite.

¡Pero de cuántas cosas tiene necesidad el hombreQuién tiene necesidad de mucho y sabe como conse-guirlo, siempre se ha servido a si mismo. Así Napoleónha tomado Europa y los franceses Argel. Lo que con-vendría es que el populacho al que paraliza el respeto,aprenda, por fin, a procurarse lo que le hace falta. Sipara ustedes va demasiado lejos y se juzgan ofendidos,¡pues bien!, defiéndanse; no deben hacerle regalos be-névolamente. Cuando el populacho se conozca, o másbien, cuando se reconozca como populacho, rechaza-rán esos regalos de la misma manera que rehusaránsus limosnas. Pero es perfectamente ridículo que uste-des declaren pecador y criminal a quien ya no preten-de vivir de sus favores y quiere salir adelante por simismo. Esos dones lo engañan y le hacen perder la pa-ciencia. Defiendan su propiedad y serán fuertes; perosi quieren guardar la facultad de dar y gozar de privi-legios políticos en relación a las limosnas que otorgan

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(impuesto de los pobres), tengan en cuenta que eso du-rará tanto como lo toleren los que las aceptan.65

La cuestión de la propiedad no es, creo haberlo mos-trado, tan sencilla de resolver como se lo imaginan lossocialistas e incluso los comunistas. No será resueltamás que por la guerra de todos contra todos. Los po-bres no llegarán a ser libres y propietarios más quecuando se subleven. Les den lo que les den, querránsiempre más, porque no quieren nada menos que lasupresión de todo don.

Se preguntarán: pero ¿qué pasará cuando hayan co-brado ánimos quienes carecen de fortuna? ¿Cómo serealizará la nivelación? Tanto valdría pedirme que sa-cara el horóscopo de un niño. ¿Qué es lo que hará unesclavo cuando rompa sus cadenas? … Aguarden y losabrán.

En el panfleto de Kaiser66, que carece de forma y desustancia, se espera que el Estado se haga cargo de esta

65 En un documento de registro para Irlanda, el gobierno pro-puso otorgar derechos políticos a aquellos que pagaran un impues-to para la pobreza de 5 libras. Aquel que da limosna, entonces, ad-quiere derechos políticos, como en otros lugares es nombrado «Ca-ballero del Cisne» [Expresión para referirse a los «caballeros an-dantes» que rescataban a los que se encontraban en apuros (N.R.)].

66 HeinrichWilhelm Kaiser , Die Persönlichkeit des Eigentums

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nivelación. ¡Siempre el Estado! ¡El papá! Así como laIglesia fue proclamada y respetada como la «madre»de los creyentes, así el Estado viene a ser el Padre quetodo lo provee.

El principio de la competencia está estrechamente li-gado al principio de la ciudadanía. ¿Es otra cosa que laigualdad? Y la igualdad, ¿no es precisamente un pro-ducto de esa Revolución que hizo la burguesía o laclase media? Nada impide a nadie rivalizar con todoslos demás miembros del Estado (excepto el Príncipe,porque representa al Estado), cada cual puede tratarde elevarse al rango de los demás e incluso superar-

in Bezug auf den Sozialismus und Communismus im heutigen Fran-kreich [La personalidad de la propiedad en relación al socialismoy al comunismo en la Francia contemporánea], Bremen, 1843.

67 El ministro Stein se refirió con esta expresión al Conde deReisach al dejarlo en manos del gobierno Bávaro, porque, segúndijo: «Un Estado como el de Baviera tiene que valer más que unsimple individuo». Reisach había escrito en contra de Montgelaspor encargo de Stein, y era por este escrito que Montgelas pidió sucaebza y Stein se la entregó. Ver Hermann Friedrich Wilhelm Hin-richs, Politische Vorlesungen. Unser Zeitalter und wie es geworden,nach seinen poli-tischen, kirchlichen und wissenschaftlichen Zustán-den, mit besonderem Bezug auf Deutschland und namentlich Preus-sen [Lecciones políticas. Nuestra época y su gestación según su si-tuación política, eclesiástica y científica, con especial referencia aAlemania y particularmente a Prusia] , tomo 1, Halle, 1843, p. 280.

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lo, hasta arruinarlos, despojarlos y arrancarles hastalos últimos jirones de su fortuna. Eso prueba con to-da evidencia que ante el tribunal del Estado cada unono tiene el valor más que de un simple individuo y nodebe contar con ningún favoritismo. Supérense unosa otros cuanto quieran y cuanto puedan, yo, el Estado,no tengo nada que ver en eso. Son libres de competirentre ustedes, son competidores y esa es su posiciónsocial. Pero ante mí, el Estado, no son más que simplesindividuos.67

La igualdad que se ha establecido teóricamente co-mo principio entre todos los hombres, encuentra suaplicación y su realización práctica en la competencia,porque la igualdad no es más que la libre competencia.Todos son, frente al Estado, simples particulares y enla Sociedad, es decir, en la relación de unos con otros,competidores.

Yo no tengo que ser más que un simple individuo pa-ra poder competir con cualquier otro hombre, exceptocon el Príncipe y con su familia. Esta libertad era entiempos pasados imposible, ya que no se gozaba de lalibertad de hacerse valer más que en la corporación ypor la corporación.

Bajo el sistema de las corporaciones y del feudalis-mo, el Estado concedía privilegios, en tanto que bajo el

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régimen de la competencia y del liberalismo se limitaa otorgar licencias (título dado a un candidato, estable-ciendo que una profesión cualquiera le está abierta) aquien las solicite. Pero, ahora que el Estado ha dejadolibrada la cuestión a los solicitantes, entrará en con-flicto con todos, puesto que todos y cada uno tienen elderecho de pedir una licencia. Será «atormentado», yse vendrá abajo con esta tormenta.

Pero la libre competencia, ¿es realmente libre? ¿Essiquiera verdaderamente una competencia, es decir,un concurso entre las personas? Es lo que pretendeser, puesto que funda su derecho precisamente en esetítulo. En efecto, se origina del hecho que las perso-nas han sido liberadas de toda dominación personal.¿Puede decirse que la competencia es libre cuando elEstado, soberano por el principio de la burguesía, selas ingenia para restringirla de mil maneras? Vean aun rico fabricante que hace grandes negocios y al queyo querría hacerle la competencia. Hazla — dice el Es-tado —; por mi parte, no veo nada que se oponga a quela hagas como persona. ¡Sí, pero me haría falta un lu-gar para mi instalación, me haría falta dinero! Esto esgrave, pero si no tienes dinero, no puedes pensar encompetir. Y no cabe que Tú tomes nada de nadie, por-que yo protejo a la propiedad y a sus privilegios. La

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libre competencia no es libre porque me faltan los me-dios para competir, las cosas necesarias para la com-petencia. Contra mi persona, nada se tiene que obje-tar; pero como yo no tengo las cosas, es preciso quemi persona renuncie. ¿Y quién está en posesión de losmedios, quién tiene esas cosas necesarias? ¿Es quizátal o cual fabricante? ¡No; porque en ese caso, yo po-dría apropiármelas! El único propietario es el Estado;el fabricante no es propietario; lo que posee lo tienesólo a titulo de concesión, de depósito.

¡Vamos, sea! Si no puedo nada contra el fabricante,voy a competir con ese profesor de Derecho que es unnecio; y yo, que sé cien veces más que él, haré desertara su auditorio. ¿Has hecho tus estudios, amigo mío, yte has recibido? No; pero… ¿para qué? Poseo amplia-mente los conocimientos necesarios. Lo siento; peroaquí la competencia no es libre. Contra tu persona na-da hay que decir, pero la cosa esencial te falta: el diplo-ma de doctor. ¡Y ese diploma, yo, el Estado, lo exijo!Pídemelo primero muy cortésmente y luego veremoslo que hay que hacer.

He aquí a qué se reduce la libertad de la competen-cia. Es preciso que el Estado, mi Señor, me califiqueantes como apto para competir.

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Pero además, ¿son en realidad las personas quienescompiten? ¡No, una vez más son las cosas! El dinero,en primer lugar, etc.

En la lucha habrá siempre vencidos (así el poeta me-diocre deberá ceder la palma, etc.). Pero lo que importadistinguir es si losmedios que faltan al competidor des-graciado son personales o materiales y pueden adqui-rirse mediante la capacidad personal, o si únicamentepueden obtenerse por un favor, como simples dones:por ejemplo si el pobre ha de dejar su riqueza al ri-co, es decir, regalársela. En suma, si es necesario queYo aguarde la autorización del Estado para obtener losmedios o para utilizarlos (por ejemplo, cuando se tratade un diploma), esos medios son una gracia del Esta-do.68

Tal es, en el fondo, el sentido de la libre competen-cia. El Estado considera a todos los hombres como sus

68 En la escuela, la universidad, etc. compiten pobres y ricos.Pero esto sólo es posible a través de becas, las cuales — y esto esimportante — tienen su origen en tiempos en que la libre compe-tencia no era todavía un principio generalizado. La libre compe-tencia no otorga becas, sino que dice: «Arréglense solos, es decir,consigan sus propios medios». Cuando el Estado entrega fondospara becas, lo hace por su propio interés, para educar «sirvientes»para sí.

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hijos iguales; cada uno es libre de hacer todo lo quepueda para merecer los bienes y los favores que el Es-tado dispensa. Así todos se lanzan en persecución dela fortuna, de los bienes (dinero, empleo, títulos, etc.),en una palabra, de las cosas.

En el sentido burgués, todo hombre posee, cada cuales propietario. ¿Cómo explicar, pues, que la mayor par-te de los hombres no tengan prácticamente nada? Ellose debe a que la mayor parte son plenamente dichososcon ser propietarios, aunque no sea más que de algu-nos harapos, son como los niños se regocijan con suprimer pantalón o con la primera moneda que se lesha dado. Examinemos con detalle esta cuestión. El li-beralismo declaró que la esencia del hombre no era lapropiedad, sino el ser propietario. Aplicándola sólo alHombre y no al individuo, la extensión de esta propie-dad que sólo interesa al individuo, fue menospreciada.De aquí que el egoísmo del individuo, con las manoslibres respecto a esta extensión, se lanzara infatigablea la competencia.

El egoísmo feliz debía causar recelos a quien estabamenos favorecido; este último, apoyándose siempre so-bre el principio de humanidad, planteó la cuestión delcociente de reparto de los bienes sociales y la resolvióasí: El hombre debe tener tanto como necesita.

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Pero ¿podría contentarse con eso mi egoísmo? Lasnecesidades del Hombre no son, en modo alguno, unamedida aplicable a Mí, y a mis necesidades, porque Yopuedo necesitar más o menos. No, Yo debo tener tantocomo cuanto sea capaz de apropiarme.

Pero la competencia sufre de una desfavorable cir-cunstancia: que los medios para competir no están alalcance de todos, porque no provienen de la persona-lidad, sino de circunstancias completamente acciden-tales. Los más están desprovistos de medios, y por lotanto, desprovistos de bienes.

Así, los socialistas aspiran a una sociedad que pro-porcione estos instrumentos a todos los hombres. Noreconocemos, dicen, tus riquezas (haber), como tu ri-queza (poder). Tú tendrás que crearte otra riqueza yproveerte de otros medios de acción que serán tu fuer-za de trabajo. El hombre es hombre como poseedor deun haber, por eso respetamos provisionalmente a eseposeedor que llamábamos propietario. Pero tú poseeslas cosas en tanto no sean arrebatadas de tu propiedad.

Quien posee es rico, pero sólo en tanto los demásno lo sean. Y como tu mercancía constituye tu rique-za pero sólo mientras seas capaz de mantenerla en tuposesión, es decir, por tanto tiempo como nosotros notengamos poder sobre ella; te convendrá tratar de con-

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seguirte otros medios de acción, porque hoy, por nues-tro poder, superamos tu pretendida riqueza.

Mucho se ha conquistado al poder, cuando se lo-gró ser considerado como poseedor. La servidumbreha desaparecido y el hombre que hasta entonces debíala prestación personal a su señor y era aproximada-mente la propiedad de este último, viene a ser, a suvez, un señor. Pero en adelante no es suficiente conque poseas. Tu haber no será reconocido, pero tu tra-bajar y tu trabajo aumentarán de valor. Tú no vales anuestros ojos sino en lamedida en que pones en acciónlas cosas, del mismo modo que en otro tiempo valíaspor tu posesión. Tu trabajo es tu riqueza. De ahora enmás, sólo serás dueño o poseedor de lo tú produzcas,no de lo heredado. Mientras tanto, como no existe po-sesión cuyo origen no sea la herencia, como todas lasmonedas que forman tu haber tienen la efigie de la he-rencia y no la efigie del trabajo, es preciso que todo searefundido en el crisol común.

Pero ¿es cierto que, como lo piensan los comunis-tas, mi riqueza no consiste más que enmi trabajo? ¿Noconsiste más bien en todo aquello de que pueda apo-derarme? La misma Sociedad de los trabajadores estáobligada a estar de acuerdo en esto, ya que ayuda alos enfermos, a los niños, en una palabra, a los que no

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pueden trabajar. Ellos — los que no pueden trabajar— son todavía capaces, por ejemplo, de lograr que laSociedad se encargue de conservarles la vida. Y si soncapaces es porque poseen un poder sobre ustedes. Aquien no ejerciera absolutamente ningún poder sobreustedes, no le reconocerían nada; podría morirse.

Por lo tanto, ¡tu riqueza consiste en todo aquello delo que puedas apoderarte! Si eres capaz de dar placer amillares de hombres, esos millares de hombres te paga-rán, porque está en tu poder dejar de agradarles y ellosdeben comprar tu actividad. Pero si no eres capaz deinteresar a nadie, ya puedes morirte de hambre.

¿Yo, que soy capaz de mucho, no debo tener ventajasobre los que pueden menos? Henos aquí sentados a lamesa ante la abundancia, ¿voy a abstenerme de servir-me lo mejor que pueda y a aguardar a lo que me toqueen un reparto igualitario?

Contra la competencia se levanta el principio dela sociedad de los indigentes: el principio del repartoigualitario.

El individuo no soporta ser considerado más que co-mo una fracción, una parte alícuota de la sociedad, por-que es más que eso; su unicidad se rebela contra esaconcepción que lo disminuye y lo rebaja.

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Por eso no admite que los demás le adjudiquen suparte. No aguarda su riquezamás que de sí mismo, y di-ce: lo que yo soy capaz de obtener es mi riqueza. ¿Aca-so el niño no posee riqueza en su sonrisa, en sus gestos,en su voz, o en el solo hecho de existir? ¿Son capacesde resistir a su deseo? Así, madre, ¿no le ofreces tuseno, y tú, padre, no te privas de muchas cosas paraque no le falte nada? El los obliga y por eso mismoposee lo que ustedes llaman propio.

Si yo tengo afición a tu persona, tu existencia tieneya un valor para mí; si no tengo necesidad más que deuna de tus facultades, es tu complacencia o tu asisten-cia la que tiene un precio a mis ojos; y yo la compro.

¿No estimas en mí más que el dinero? Era el casode los ciudadanos alemanes vendidos por dinero y ex-pedidos a América, cuya odisea cuenta la historia. ¿Sedirá que el vendedor debía hacer mayor caso de ellos,que se dejaron vender? El prefería el dinero contantea aquella mercancía viviente que no había sabido ha-cerse preciosa a sus ojos. Si no reconocía en ellos unvalor mayor es que en definitiva su mercancía no valíagran cosa.

La práctica egoísta consiste en no considerar a losdemás ni como propietarios, ni como indigentes o tra-bajadores, sino que ustedes vean en ellos a una parte

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de sus riquezas, como objetos que les pueden servir.Siendo así, no pagarán nada al que posee (al propie-tario), no pagarán nada al que trabaja, le darán sólo aaquel que necesiten. ¿Tenemos necesidad de un Rey?,dicen los americanos del norte. Y responden: no daría-mos un céntimo ni por él ni por su trabajo.

Cuando se dice que la competencia lo pone todo alalcance de todos, se expresa uno de modo inexacto; esmás preciso decir que, gracias a ella, todo está a la ven-ta. Poniendo todo a la disposición de todos, lo entregaa su apreciación y pide un precio.69

Pero a los que pretenden comprar, frecuentementeles falta el medio de hacerse compradores: no tienen di-nero. Con dinero se puede obtener todo lo que está a laventa, pero justamente es el dinero lo que falta. ¿Dón-de tomar el dinero, esa propiedad móvil o circulante?Entérate de que tienes tanto dinero como poder tengas,porque tú cuentas tanto como te hagas contar.70

Uno no paga con dinero, del que se puede estar es-caso, sino con su capacidad, con su poder, pues no se

69 En este pasaje aparece un juego de palabras difícil de tra-ducir: poner a la disposición de todos es preisgeben [revelar] y si-multáneamente, preis geben [poner precio] (N.R.).

70 Otro juego de palabras con Geld [dinero] y gelten [contar](N.R.)

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es propietario más que de aquello sobre lo que se ex-tiende su poder.

Weitling ha imaginado un nuevo instrumento decambio, el trabajo. Pero el verdadero instrumento depago aún es, como siempre, nuestra capacidad. Tú pa-gas con lo que tienes en tu poder. ¡Piensa, pues, enaumentar tu riqueza!

Acordando en esto, llegamos inmediatamente a lamáxima: A cada uno según sus medios. Pero ¿quiénme dará según mis medios? ¿La sociedad? Entoncestendría que someterme a su apreciación. No, Yo toma-ré según mis medios.

¡Todo pertenece a todos! Esta proposición procedetambién de una teoría fútil. A cada cual pertenece so-lamente lo que cada cual puede. Cuando Yo digo: elmundo es para Mí, ésa es también una frase vacía desentido, a menos que Yo simplemente quiera dar a en-tender que no respeto ninguna propiedad ajena. Perosólo es mío lo que Yo tengo en mí poder, lo que depen-de de mi fuerza.

No se es digno de tener lo que se deja arrebatar pordebilidad; no se es digno porque no se es capaz de guar-darlo.

Se hace un gran escándalo con la injusticia secularde los ricos con los pobres. ¡Como si fuera culpa de los

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ricos que existan pobres, y no fueran también los po-bres culpables de que haya ricos! ¿Qué diferencia hayentre ellos sino la que separa la potencia de la impoten-cia y a los capaces de los incapaces? ¿Qué crimen hancometido los ricos? ¡Son duros! Pero, ¿quién ha man-tenido a los pobres, quién ha atendido su subsisten-cia cuando ya no podían trabajar, quién ha esparcidocon profusión las limosnas, esas limosnas cuyo nom-bre mismo significa compasión? Los ricos, ¿no fueronsiempre compasivos? ¿No fueron siempre caritativos?Y los impuestos para los pobres, los hospicios, los esta-blecimientos de beneficencia de toda especie, ¿de dón-de vienen?

Pero todo eso no les basta. Los ricos deberían, ¿noes eso? repartir con los pobres. En una palabra debe-rían suprimir la miseria. Sin contar con que no hayninguno de ustedes que aceptara repartir, y que ésesería un loco, pregúntense: ¿Por qué los ricos habríande despojarse y sacrificarse cuando a los pobres estaacción les sería mucho más provechosa? Tú, que per-cibes unos billetes al día, eres rico al lado de millaresde hombres que viven con diez monedas; ¿tu interéses repartir con ellos, o es más bien el suyo?

La competencia está menos ligada a la intención dehacer las cosas lo mejor posible que a hacerlas lo más

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lucrativamente posible, con el menor gasto y el ma-yor beneficio que se pueda obtener. Así, no se estudiamás que para crearse una posición (Brotstudium)71, seaprenden las reverencias y las buenas maneras, se pro-cura adquirir la rutina y el conocimiento de los nego-cios, se trabaja por la forma. Y si aparentemente se tra-ta de cumplir bien las funciones propias, no se tiendeen realidad más que a hacer un buen negocio. Se tra-baja en una profesión cualquiera, según se dice, poramor del oficio, pero en realidad por amor del benefi-cio. Si alguien se hace censor no es porque el oficio seaatractivo, sino porque la posición no es desagradable,y se puede ascender posteriormente. No faltará quienquiera administrar, hacer justicia, etc., con toda con-ciencia, pero que teme ser trasladado o separado: antetodo, es preciso vivir.

Toda esa práctica es, en suma, una lucha por estaquerida vida, una serie de esfuerzos interrumpidos pa-ra ascender gradualmente a un mayor o menor bien-estar. Y todas sus penas y todos sus cuidados no pro-ducen a la mayor parte de los hombres más que unavida amarga, una amarga indigencia. ¡Tanto esfuerzopor tan poca cosa!

71 Estudiar por el pan (N.R).

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Una infatigable ansia de botín no nos deja respirary detenernos en un gozo apacible. No conocemos laalegría de poseer.

La organización del trabajo no se refiere sino a aque-llos trabajos que otros pueden hacer en nuestro lugar,por ejemplo, el del carnicero, el del labrador, etc., perohay trabajos que siguen siendo de la incumbencia delegoísmo, puesto que nadie puede ejecutar por ustedesel cuadro que pintan, producir sus composiciones mu-sicales, etc., nadie puede hacer la obra de Rafael. Estosúltimos trabajos son los de un Único, son las obras quesolamente este Único puede llevar a cabomientras quelos primeros son trabajos banales que podrían llamar-se humanos, puesto que en ellos, la individualidad ca-rece de importancia y se pueden enseñar más o menosa todos los hombres.

Como la Sociedad no puede tomar en consideraciónmás que los trabajos que presentan una utilidad gene-ral, los trabajos humanos, su cuidado no puede exten-derse a la obra del Único; su intervención en este casopodría ser incluso perjudicial. El Único podrá, sí, as-cender socialmente por su trabajo, pero la Sociedad nopuede elevar al Único.

Por consiguiente, siempre es de desear que llegue-mos a un acuerdo acerca de los trabajos humanos, a fin

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de que ya no absorban todo nuestro tiempo y nuestrosesfuerzos como lo hacían bajo el régimen de la com-petencia. Desde ese punto de vista, el comunismo estállamado a dar sus frutos. Aquello que todo el mundoes capaz de hacer o de lo que puede hacerse capaz dehacer, estaba antes del advenimiento de la burguesíaen poder de algunos y negado a todos los demás: erael tiempo del privilegio. La burguesía consideró justopermitir a todos el acceso a lo que parecía correspon-der a cualquiera que fuera hombre. Sin embargo, loque permitía a todos, no se lo daba realmente a na-die; solamente dejaba a cada cual libre de conseguirloa través de su capacidad humana. Todas las miradas sedirigieron entonces hacia esos bienes humanos, que apartir de ese momento se ofrecían a cualquiera, y elresultado fue esa tendencia que se oye deplorar a cadainstante y a la que se le da el nombre de materialismo.

El comunismo trata de frenarlo divulgando la creen-cia de que los bienes humanos72 no exigen tanto traba-jo y que, en una organización juiciosa, pueden obtener-se sin el gran gasto de tiempo y de energías al parecerimprescindibles hasta el presente.

72 Aquellos que presentan una utilidad general y pueden serrealizados por cualquiera, por el simple hecho de ser humano

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Pero ¿para quién hay que ganar tiempo? ¿Por quétiene el hombre necesidad de más tiempo que el preci-so para reanimar sus fuerzas, agotadas por el trabajo?Aquí el comunismo calla.

¿Por qué? ¡Pues bien, para gozar de sí mismos comoÚnicos, después de haber hecho su parte como hom-bres!

En la primera alegría de verse autorizado a alargar lamano hacia todo lo que es humano, no se pensó ya endesear otra cosa y todos se lanzaron por los caminos dela competencia en persecución de lo humano, como sisu posesión fuera el objeto de todos nuestros desvelos.

Pero después de una carrera desenfrenada se advier-te al fin que la riqueza no da la felicidad. Y trata uno deobtener lo necesario con menos gasto y de no consa-grarle más que el tiempo y los trabajos indispensables.La riqueza se encuentra despreciada y la pobreza sa-tisfecha, la indigencia irresponsable se convierte en elideal seductor.

¿Es necesario que ciertas funciones humanas paralas que todo el mundo se cree apto, estén mejor remu-neradas que las demás y que para alcanzarlas se entre-guen todas las fuerzas y toda la energía? La frase em-

(N.R.).

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pleada con tanta frecuencia: ¡Ah, si yo fuese ministro,si yo fuese el…, esto no ocurriría, expresa la convicciónde que uno se siente capaz de representar el papel deuno de esos dignos personajes ; entonces uno percibeque para este tipo de tareas no es necesario ser único,sino apenas poseer una cultura que es, sino para todos,al menos accesible a muchos, puesto que para ello sólose necesita ser un hombre común.

Si asumimos que, así como el orden pertenece a laesencia del Estado, la subordinación también se en-cuentra en su naturaleza, entonces vemos que sus su-bordinados, o aquellos que reciben trato preferencial,gozan de bienes y de privilegios desmesurados en com-paración de los que ocupan los grados inferiores de laescala social. Sin embargo, estos últimos, inspiradosprimero por la doctrina socialista, y más tarde, sin du-da, también por un sentimiento egoísta, se atreven apreguntar: Señores privilegiados ¿qué es lo que hace laseguridad de su propiedad? y se responden ellos mis-mos: ¡Su propiedad está segura, porque nos abstene-mos de atacarla! ¿Y qué nos dan en recompensa? Notienen para la gente común más que golpes y despre-cio, la vigilancia de la policía y un catecismo con unprincipio fundamental: ¡Respeta lo que no es tuyo, loque pertenece a otro! ¡Respeta a los demás, y en par-

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ticular a tus superiores! A eso respondemos: ¿quierennuestro respeto? Sea, pero cómprenlo al precio que pe-dimos por él. Queremos, sí, dejarles su propiedad, pe-ro mediante una compensación suficiente. Realmente,que es lo que hace el general en tiempo de paz paracompensar los muchos miles que recibe anualmente¿Qué compensación recibimos de ustedes por comerpapas, mientras los miramos como tranquilamente en-gullen ostras? Cómprennos tan sólo esas ostras, igualque nosotros tenemos que comprarles las patatas, ypodrán continuar comiéndolas en paz. ¿Se imaginanquizá que las ostras no son tan nuestras como suyas?Gritarían ¡violencia! si nos vieran llenar nuestro pla-to con ellas y consumirlas en lugar suyo, y tendríanrazón. Sin violencia, no las tendremos, del mismo mo-do que ustedes sólo las tienen porque hacen violenciasobre nosotros.

Pero quédense con las ostras y pasemos a una pro-piedad que nos toca más de cerca, al trabajo, puestoque la primera es sólo posesión. Nosotros padecemosdoce horas al día con el sudor en nuestra frente y nosdan por eso unas pocas monedas. ¡Pues bien! Hágansepagar su trabajo al mismo precio. ¡Eso no los satisface!¿Se imaginan acaso que nuestro trabajo está regiamen-te pagado con esas monedas, en tanto que el suyo vale

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un sueldo de variosmiles de billetes? Pero si no tasaranel suyo a tan alto precio, y si nos dejasen sacar mejorpartido del nuestro, ¿quién les dice que no seríamos ca-paces de producir cosas más importantes que todo loque han hecho hasta aquí con sus millares de billetes?Si no recibieran más que un salario como el nuestro,se volverían pronto más trabajadores para ganar más.Por nuestra parte, proyectamos también trabajos quenos pagarán mejor que lo que es nuestro salario ha-bitual. De acuerdo, entonces, con tal que se entiendaque nadie hará ni recibirá regalos. Y hasta podremossostener con nuestro propio dinero a los achacosos, losenfermos y los ancianos, para que la miseria no nos losarrebate. Si queremos que vivan, debemos comprar lasatisfacción de ese deseo. Y digo comprarla; no pien-so de ningún modo en una miserable limosna. Su vidaes también su propiedad, incluso para quienes no pue-den trabajar; y si queremos (no importa por qué razón)que no nos priven de esa vida que les pertenece, no hayotro medio de obtener ese resultado que comprándolo.¡Sólo que nada de regalos! Guárdense los suyos y nolos esperen ya de nosotros. Hace siglos que les damoslimosnas con una buena voluntad estúpida; hace siglosque derrochamos el óbolo del pobre y damos al señorlo que no es del señor. Se acabó: desaten los cordones

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de su bolsa, porque desde ahora el precio de nuestramercancía está en un alza enorme. No les sacaremosnada, absolutamente nada, pero pagarán mejor por loque quieran tener. Tú, ¿cuál es tu fortuna? — Tengouna hacienda de mil fanegas. — Pues bien, Yo soy tuencargado de labranza, y de ahora en adelante no tra-bajaré ya tu campo más que al precio que yo fije al día.— Entonces tomaré otro. — No lo encontrarás, porquenosotros los trabajadores del campo no trabajamos yamás que con esas condiciones, y si se presenta uno quepida menos, ¡qué tenga cuidado de nosotros! Aquí estála criada que pide otro tanto, y no la encontrarás ya pormenos de este precio. — ¡Pero entonces estoy arruina-do! — ¡Poco a poco! Te quedará siempre tanto como anosotros; si fuera de otro modo, nosotros rebajaríamoslo suficiente para que pudieses vivir como nosotros. —¡Pero yo estoy acostumbrado a vivir mejor! — Tratade reducir tus gastos. ¿Hemos de ajustarnos nosotrospara que tú puedas vivir bien? El rico dirige siempreal pobre estas palabras: — ¿Tengo algo que ver con tumiseria? Intenta salir del paso como puedas: es asuntotuyo y no mío. — Que sea así; velaremos por ello y nodejaremos ya a los ricos acaparar en su provecho losmedios de los que de nosotros mismos tenemos quesacar partido. — Sin embargo, ustedes, como personas

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sin instrucción, no tienen tantas necesidades como no-sotros. — No importa eso; tomaremos alguna cosa máspara ponernos en condiciones de obtener la instruc-ción que podamos necesitar. — Y si despojan así a losricos, ¿quién sostendrá entonces el arte y la ciencia?— ¡Le tocará al público hacerlo! Formaremos un club,que así se reúnen bonitas sumas. Por otra parte, sabe-mos cómo ustedes, los ricos, alientan las artes; com-pran sólo libros insulsos o santas vírgenes de la máslamentable vulgaridad, cuando no el par de piernas deuna bailarina. — ¡Ah, maldita igualdad! — No, mi buenseñor, no se trata aquí de igualdad. Queremos sencilla-mente que se nos cuente por lo que valemos; si valenmás que nosotros, eso no importa, se los contará pormás. Lo que queremos es tener un valor, y deseamosmostrarnos dignos del precio que se pague.

¿Es capaz el Estado de despertar en el asalariado tananimosa confianza y un sentimiento tan vivo de su Yo?¿Puede hacer el Estado que el hombre tenga concien-cia de su valor? ¿Osaría proponerse tal objeto? ¿Puedequerer que el individuo conozca su valor y obtenga deél el mejor partido? La cuestión es doble. Veamos loque el Estado es capaz de realizar en ese sentido. Yaque se necesitaría la unanimidad de los empleados delabranza, sólo influiría esta unanimidad mientras que,

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una ley del Estado, sería eliminada por la competenciay en secreto. Pero ¿puede tolerarlo el Estado? Al Esta-do le es imposible tolerar que la gente sufra otra coer-ción que la suya; no puede, entonces, admitir que losobreros coligados se hagan justicia contra los que quie-ran ajustarse a pagar un precio demasiado bajo por sutrabajo. Supongamos, sin embargo, que el Estado hayadictado una ley con la que los obreros estén perfecta-mente de acuerdo; ¿podría consentirlo el Estado en talcaso?

En ese caso aislado, sí; pero ese caso aislado es másque eso, es un caso de principio; de lo que se trata aquíes de la valoración del Yo por sí mismo y, por consi-guiente, de su afirmación contra el Estado. Hasta ahí,los comunistas estaban de acuerdo con nosotros. Perola valoración del Yo por sí mismo está necesariamenteen contraposición, no sólo con el Estado, sino tambiéncon la sociedad: ella está por encima de la comuna ydel comunismo, por egoísmo.

El comunismo convierte el principio de la burgue-sía de que todo hombre es poseedor (propietario), enuna verdad indiscutible, una realidad que pone fin ala preocupación de adquirir, haciendo que cada cualtenga aquello que necesita. Es la potencia de trabajode cada cual lo que forma su riqueza, y si no hace uso

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de ella, la culpa es suya. Ninguna competencia esté-ril subsiste (lo que ocurría demasiado a menudo hastahoy), ya que todo esfuerzo de trabajo tiene por efectoel procurarle lo necesario a quien lo efectúa. Cada unoes poseedor de modo seguro y sin preocupaciones. Ylo es precisamente porque no busca ya su riqueza enuna mercancía, sino en su potencia de trabajo.

Por el trabajo, puedo llegar por ejemplo, a desem-peñar funciones de presidente o de ministro; esos em-pleos no exigen más que una instrucción media, es de-cir, son accesibles a todo el mundo, o una habilidad dela que todo el mundo es capaz.

Pero si es verdad que esas funciones pueden ser ejer-cidas por todo hombre, cualquiera que sea, no es, sinembargo, más que la fuerza única del individuo, exclu-sivamente propia del individuo, la que les da en ciertomodo una vida y una significación. Si cumple sus fun-ciones no sólo como un hombre ordinario, sino quegasta en ellas todo el tesoro de su unicidad, no que-dará pagado por el hecho de percibir el sueldo propiodel empleado o del ministro. Si los ha satisfecho plena-mente y quieren continuar beneficiándose, no sólo desu trabajo de funcionario sino, además, de su preciosopoder individual, no le pagarán sólo como un hombreque no hacemás que la tarea humana, sino, además, co-

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mo un productor único. Ustedes háganse pagar igualsu propio trabajo.

No se puede aplicar a la obra demi unicidad una tasageneral como a lo que yo hago en cuanto hombre. Só-lo respecto a esta última cualidad puede determinarseuna tasa.

Fijen entonces una tasa general para los trabajos hu-manos, pero, para ganarla, no sacrifiquen su unicidad.

Las necesidades humanas o generales pueden ser sa-tisfechas por la Sociedad; pero a ti te toca buscar lasatisfacción de tus necesidades únicas. La Sociedad nopuede conseguirte una amistad o el servicio de un ami-go, ni siquiera asegurarte los buenos oficios de un in-dividuo. Y sin embargo, tendrás a cada instante nece-sidad de servicios de este género; en las circunstanciasmás insignificantes te hará falta alguien que te asista.No cuentes para eso con la Sociedad; pero haz de mo-do que tengas con qué comprar la satisfacción de tusdeseos.

¿Los egoístas deben conservar el dinero? La antiguamoneda lleva la marca de la posesión hereditaria; siya no se dejan pagar con ese dinero, todo su poder searruinará. Supriman la herencia, y el sello delmagistra-do quedará anulado. En el presente, todo es herencia,ya esté el heredero en su posesión o no. Si todo eso les

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pertenece ¿por qué dejarlo poner bajo sellos, por quérespetarlos?

Pero, ¿para qué crear un nuevo dinero? ¿Aniquila-rán acaso la mercancía porque le quiten el sello de laherencia? Pues bien, la moneda es una mercancía, unmedio fundamental y un valor, ya que impide la anqui-losis de la riqueza, la mantiene en circulación y operasu cambio. Si conocen un mejor instrumento de cam-bio, adóptenlo, lo acepto, pero aún seguirá siendo di-nero bajo una nueva forma. No es el dinero el que austedes les hace mal, sino lo impotentes que son paraobtenerlo. Pongan en juego todos sus medios, haganvaler todos sus esfuerzos y no les faltará el dinero: serádinero propio, una moneda acuñada por ustedes. Perono es trabajar a lo que yo llamo poner en juego todossus medios. Los que se contentan con buscar trabajo,con tener la voluntad de trabajar bien, están condena-dos fatalmente, y por su culpa, a convertirse en obrerosen paro.

Del dinero depende la buena y la mala suerte. Si enel período burgués se convierte en un poder, es porquese lo corteja como a una muchacha, pero nadie se casacon él. Todo el romance y la caballerosidad de corte-

73 Estafadores (N.R.).

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jar al objeto de deseo, vuelven a la vida con la compe-tencia. El dinero, objeto de deseo, es realizado por los«caballeros de la industria».73

Quien es favorecido por la suerte se lleva consigo ala novia. El indigente tiene suerte; introduce a la jovenen sus dominios, la Sociedad, y le quita su virginidad.En su casa ya no es la doncella, sino la mujer, y con suvirginidad desaparece su nombre de familia: la jovendoncella se apellidaba Dinero, y hoy se llama Trabajo,porque Trabajo es el apellido del marido. Está bajo latutela del marido. Para acabar con esta comparación,la criatura del Trabajo y del Dinero, es de nuevo unamuchacha y virgen, es decir, Dinero, pero con una fi-liación cierta: ha nacido del Trabajo, su padre. Las fac-ciones del rostro, su efigie proceden de otro cuño.

Finalmente, volvamos, una vez más, a la competen-cia. La competencia existe porque nadie se apropia desu casa y se entiende con los demás a través de ella.El pan, por ejemplo, es un objeto de primera necesi-dad. Nada sería más natural que ponerse de acuerdopara establecer una panadería pública. En vez de eso,se abandona ese indispensable suministro a panaderosque se hacen competencia. Y así se hace con la carnea los carniceros, el vino a los taberneros, etc.

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Abolir el régimen de la competencia no quiere decirfavorecer el régimen de la corporación. He aquí la dife-rencia: en la corporación, hacer el pan, etcétera, es unasunto de los agremiados; bajo la competencia, lo seríade quienes desean competir; en la asociación, lo es dequienes tienen necesidad de pan, por consiguiente, micausa, la de ustedes, no es la causa de los agremiados nide los panaderos con licencia, sino la de los asociados.

Si Yo nome preocupo demi causa, es preciso quemeconforme con lo que los demás quieran darme. Tenerpan es mi causa, mi deseo y mi afán, no puedo prescin-dir de él y, sin embargo, uno se entrega a los panaderos,sin otra esperanza que la de obtener de su discordia, desus celos, de su rivalidad, en una palabra, de su compe-tencia, una ventaja con la que no se podía contar conlos miembros de las corporaciones, que estaban enteray exclusivamente en posesión del monopolio de la pa-nadería. Aquello de lo que cada cual tiene necesidad,cada cual debería también tomar parte en producirloo en fabricarlo; es su causa, su propiedad, y no la pro-piedad de los miembros de determinada corporación ode algún patrón con patente.

Reconsideremos de nuevo la cuestión. El mundopertenece a sus hijos, los hijos de los hombres. Ya no esmás el mundo de Dios, sino el mundo de los hombres.

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El hombre puede considerar suyo todo de lo que pue-de apoderarse; sólo que el verdadero Hombre, el Esta-do, la Sociedad Humana, o la Humanidad velarán paraque nadie se apropie más de lo que pueda apropiarseen cuanto hombre, es decir, de una manera humana.La apropiación no humana no está autorizada por elHombre: es criminal, mientras que la apropiación hu-mana es justa y se hace por un camino legal.

Así es como se habla desde la Revolución.Pero mi propiedad no es una cosa, puesto que las

cosas tienen una existencia independiente de Mí; sólomi poder es mío. Este árbol no es mío; lo que es mío,es mi poder sobre él, el uso que Yo hago de él.

Pero ¿cómo se pervierte la expresión demi poder so-bre las cosas? Se dice, Yo tengo un derecho sobre esteárbol, o bien, es mi legítima propiedad. Si lo he adqui-rido, es por la fuerza. Se olvida que la propiedad sólodura mientras el poder permanece activo; o más exac-tamente, se olvida que el poder no existe por sí mismo,sino por la fuerza del Yo, y no existe más que en Mí,el poderoso. Se exalta el poder, como se exaltan otrasde mis propiedades (la humanidad, la majestad, etc.) alser para sí (Fürsichseiend), como si tuvieran existencia,de manera tal que sigue existiendo aun cuando hayadejado de ser mi poder. Así, transformado en fantas-

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ma, el poder es el derecho. Ese poder inmortalizado nose extingue ni siquiera con mi muerte, es transmisible(hereditario).

Así pues, en realidad las cosas pertenecen al dere-cho, no a Mí.

Por otro lado, todo eso no es más que una aparien-cia. El poder del individuo no se hace permanente ni seconvierte en derecho, a no ser que su poder se sume elpoder de otros individuos. La ilusión consiste en creerque ya no pueden despojar de su poder a aquellos aquienes se lo hayan otorgado. Aquí reaparece el mis-mo fenómeno del divorcio del poder y del Yo; Yo nopuedo recobrar del poseedor la parte del poder que leviene de Mí. Uno le ha dado plenos poderes, se ha des-prendido del poder, ha renunciado al poder de tomaruna mejor opción.

El propietario puede renunciar a su poder y a su de-recho sobre una cosa donándola, disipándola, etc. ¿Ynosotros no podríamos igualmente abandonar el po-der que le hemos prestado?

El hombre legítimo, el hombre justo, no desea hacersuyo lo que no es de él de derecho, o aquello a lo queno tiene derecho; no reivindica más que su propiedadlegítima.

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¿Quién, pues, será juez y fijará los límites de su de-recho? En última instancia, debe ser el Hombre, por-que de él se tienen los derechos del hombre. Por consi-guiente se puede decir con Terencio, pero en un senti-do más amplio que «bumani nihil a me alienum puto»,es decir, lo humano es mi propiedad.74 De cualquiermanera que uno se arregle, en ese terreno se tendráinevitablemente un juez, y en nuestro tiempo los di-versos jueces que uno se había dado, han acabado porencarnarse en dos personas mortalmente enemigas: elDios y el Hombre. Los unos se declaran por el derechodivino, los otros por el derecho humano o los derechosdel hombre.

Pero está claro que en ninguno de los dos casos elindividuo mismo crea su derecho.

¡Encuéntrenme hoy una sola acción que no ofendaun derecho! A cada instante los derechos del hombreson pisoteados por unos, en tanto que otros no puedenabrir la boca sin blasfemar contra el derecho divino.Den una limosna y ultrajarán un derecho del hombre,puesto que la relación de mendigo a bienhechor no eshumana; expresen una duda y pecarán contra un de-recho divino. Coman alegremente un pan seco y la re-

74 Literalmente, «Nada de lo humano me es ajeno» (N.R.).

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signación será una ofensa a los derechos del hombre;cómanlo con descontento y sus murmullos serán uninsulto al derecho divino. No hay uno de ustedes queno cometa a cada instante un crimen; todos sus discur-sos son crímenes y toda traba a su libertad de razonarno es menos criminal. Todos ustedes son criminales.

Aunque son criminales porque se mantienen todosen el terreno del derecho, es decir, porque no sabenque lo son ni están satisfechos por ello.

La propiedad inviolable o sagrada ha nacido en esemismo terreno; es un concepto del derecho.

El perro que ve un hueso en poder de otro, no re-nuncia a él a no ser se sienta demasiado débil. Pero elhombre respeta el derecho del otro a su hueso. Esto seconsidera humano, y lo anterior como brutal o egoísta.

Y por todas partes, como en este caso, lo que es hu-mano es ver en todo alguna cosa espiritual (aquí, el de-recho), es decir, hacer de cualquier cosa un fantasma,al que se puede, sí, expulsar cuando se manifiesta, pe-ro al que no se puede matar. Humano es no considerarlo particular como particular, sino como algo general.

Yo ya no debo a la naturaleza como tal ningún res-peto; sé que en relación a ella tengo todos los derechos.Pero estoy obligado a respetar en el árbol de un jardíncualquiera su cualidad de objeto ajeno (ellos dicen, des-

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de un punto de vista parcial: respetar la propiedad), yno se me permite tocarlo. Y eso no podrá cambiar has-ta cuando Yo no vea en el hecho de dejar ese árbol aotra persona, algo diferente al hecho de dejarle, porejemplo, mi bastón, es decir, cuando Yo haya cesadode considerar ese árbol como algo ajeno «a priori», osea, como algo sagrado. Yo, por el contrario, no consi-dero un crimen el derribarlo si eso me satisface; con-tinúa siendo mi propiedad por más grande que sea eltiempo durante el cual lo he abandonado a otros: eray sigue siendo mío. Yo no veo la cualidad de objetoajeno en la riqueza del banquero más que la que veíaNapoleón en las provincias de los reyes. No tenemosningún escrúpulo en intentar su conquista y tampocoel lograrlo utilizando todos los medios a nuestro alcan-ce. Nosotros rechazamos el espíritu de lo ajeno ante elque, hasta ahora, nos habíamos espantado.

¡Pero es indispensable para eso que Yo no preten-da nada en calidad de Hombre, sino sólo en calidad deYo, de ese Yo que soy! No pretenderé por consiguien-te, nada humano, sino sólo lo que es mío, o en otrostérminos, nada de lo que me corresponde en cuantohombre, sino lo que Yo quiera y porque Yo lo quiero.

Una cosa no será la justa y legítima propiedad deotro sino cuando sea justo para ti que sea la propiedad

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de ese otro. Desde el momento en que ya no te conven-ga que sea así, la legitimidad desaparecerá a tus ojos yya no te quedará más que reírte del derecho absolutodel propietario.

Aparte de la propiedad en sentido restringido, y dela que hemos hablado hasta ahora, hay otra a la que senos impone venerar y contra la cual nos está todavíamucho menos permitido «pecar». Esa propiedad estaconstituida por los bienes espirituales y el «santuariode la conciencia». No está permitido burlarse de lo queun hombre tiene por sagrado. Por falso que sea el ob-jeto de su fe y por deseoso que uno esté de apartarlode él para traerlo «muy dulcemente y por su bien» alculto de una sacralidad más auténtica, al menos su fe,por discutible que sea su objeto, es sagrada y siempredebe ser respetada; por absurdo que sea el ídolo, la fa-cultad de veneración del que lo tiene por sagrado, essagrada en sí misma y uno debe inclinarse ante ella.

En tiempos más bárbaros que los nuestros se teníala costumbre de exigir de cada cual una determinada fey una devoción a un determinado objeto sagrado. Pe-ro extendiéndose la «libertad de conciencia» cada vezmás, el «Dios celoso» y «Señor único» se ha transfor-mado poco a poco en lo que se designa con el nombremás vago de «Ser Supremo»; la tolerancia humana se

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declara satisfecha con el hecho de que cada cual reve-rencie un «objeto sagrado», sea el que sea.

Reducido a su expresión más humana, ese objeto sa-grado es «el Hombre mismo» y «lo humano». Porquees una ilusión creer que lo humano es enteramentenuestro y enteramente exento de ese tinte de sobre-natural que se une a lo divino, e imaginarse que decirel Hombre es decir Yo o decir Tú. Y es ese error el quepuede conducir a la orgullosa ilusión de que uno no veya en ninguna parte nada «sagrado», de que por todaspartes nos sentimos como en nuestra casa y libres dela obsesión de la santidad, del estremecimiento del te-rror sagrado. Pero el alborozo de «haber encontradoal fin al Hombre» ha impedido oír el grito de dolor delegoísmo; y el «fantasma» que se ha vuelto tan intimo,pasa por ser nuestro verdadero Yo.

Pero «lo Sagrado se llama Humano», dice Goethe,y lo humano no es más que lo sagrado en su más altapotencia.

El egoísta se expresa exactamente a la inversa. Justa-mente, te encuentro ridículo porque tienes alguna cosapor sagrada; y aun admitiendo que yo quiera respetartodo en ti, es precisamente tu santuario interior el queyo no respetaría.

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A esas maneras de ver tan opuestas corresponden,naturalmente, conductas diferentes para con los bie-nes espirituales: el egoísta los ataca; el religioso (es de-cir, el que por encima de él coloca su «esencia») debe,para ser consecuente, defenderlos. ¿Qué bienes espi-rituales hay que defender y cuáles deben dejarse sinprotección? No depende enteramente de la idea queuno se forma del «Ser Supremo»: el que teme a Dios,por ejemplo, tiene más que defender que el que temeal Hombre, que el liberal.

Cuando se nos ofende en nuestros bienes espiritua-les, no es ya como cuando se nos lastimaba en nues-tros bienes materiales: aquí la ofensa es espiritual, elpecado cometido contra los bienes espirituales consis-te en profanarlos directamente, en tanto que no sehacía más que apartar o alejar los bienes materiales.Aquí los bienes sufren una depreciación, una decaden-cia: no son simplemente sustraídos, su carácter sagra-do es puesto directamente en juego. Se designa con elnombre de «impiedad» o de «sacrilegio» a todas lasinfracciones que pueden ser cometidas contra los bie-nes espirituales, es decir, contra los que tenemos porsagrados; y la burla, el insulto, el desprecio, el escep-ticismo, etc., no son más que matices diferentes de laimpiedad criminal.

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Sin ocuparnos de las múltiples formas en que elsacrilegio puede cometerse, solamente recordaremosaquí a lo que pone en peligro la santidad por medio deuna prensa demasiado libre.

En tanto que se exija todavía respeto para el menorser espiritual, la palabra y la prensa tendrán que estarencadenadas en nombre de ese ser; porque el egoís-ta podría «ofenderlo» por sus manifestaciones y esaofensa, a menos que se prefiera recurrir a la censu-ra, tiene que ser reprimida con ayuda de «penalidadesconvenientes».

¡A cuántas personas oímos todos los días reclamar agrandes gritos por la libertad de la prensa! Ahora, ¿dequé puede ser liberada la prensa? ¡Sin duda, de una de-pendencia, de una sujeción, de un avasallamiento! Pe-ro es un asunto de cada cual liberarse de todo eso; sepuede afirmar con certeza que sí han sacudido el yugode los viejos hábitos de domesticidad, lo que escriben ypublican les pertenecerá como propio, en vez de habersido concebido y formulado en servicio de un podercualquiera; pero, ¿qué puede decir o imprimir un fielcristiano que seamás independiente de la creencia cris-tiana que lo es él mismo? Si hay cosas que yo no puedoo no me atrevo a escribir, el primer culpable no puedeser otro que yo mismo. Y aunque esto parezca alejarse

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del asunto, he aquí, sin embargo, la explicación. Conuna ley sobre la prensa, yo trazo o permito que se tracealrededor de mis publicaciones un límite más allá delcual comienzan el delito y la represión. Soy yo mismoquien restrinjo mi libertad.

Para que la prensa fuese libre, sería indispensableque no pudiera serle impuesta ninguna presión ennombre de una ley. Y para llegar a eso, sería precisoque yo mismo me hubiera liberado de la obediencia ala ley.

En verdad, la absoluta libertad de prensa es, comotoda libertad absoluta, una quimera. La prensa puedeestar libre de muchas cosas, pero nunca estará más li-bre de lo que Yo mismo lo esté. Liberémonos de todolo que es sagrado, no tengamos ni fe ni ley y nuestrosdiscursos tampoco las tendrán.

Nosotros no podemos librar a nuestros escritos detoda presión más de lo que nosotros mismos podemosestar liberados de todo. Pero podemos hacerlos tan li-bres como nosotros lo seamos.

Se necesita para eso que sean nuestra propiedad, enlugar de estar, como han estado hasta aquí, al serviciode un fantasma.

La gente todavía no sabe que es lo que significan suspedidos por la libertad de prensa. A primera vista, lo

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que quieren es que el Estado libere a la prensa. Perolo que se pretende en realidad, es que ésta no tengaque contar con el Estado. Lo primero es una peticiónque se dirige al Estado; lo segundo, una rebelión con-tra el Estado. La petición de un derecho, incluso en elcaso de la firme reivindicación del derecho a la liber-tad de prensa, supone que el Estado es el dispensador,del que no se puede esperar más que un don, una con-cesión, un otorgamiento. Pudiera suceder que un Es-tado actúe tan insensatamente que concediese lo pe-dido; pero seguramente los que recibieran el beneficiono sabrían servirse de él, ya que estarían considerandoal Estado como equivalente a una verdad; se cuidaríande ofender a esa «cosa sagrada» y reclamarían que seaplicaran a quien se lo permitiese las severidades deuna ley penal sobre prensa.

En una palabra, es imposible que la prensa sea librede aquello que yo mismo no soy libre.

¿Lo que digo me va a hacer pasar acaso por un ad-versario de la libertad de la prensa? ¡Todo lo contrario!Yo sólo afirmo que, en tanto que no se quiera más queeso, no se la obtendrá nunca, es decir, en tanto quese ponga la mira solamente en una libertad irrestricta.Mendiguen cuanto quieran ese permiso; lo van a es-perar eternamente, porque no hay nadie en el mundo

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que pueda otorgarlo. En tanto que ustedes quieran ver«legitimar, autorizar, justificar» por un permiso (es de-cir, por la libertad de prensa), el uso que hacen de laprensa, vivirán entre vanas esperanzas y recriminacio-nes.

«¡Absurdo! Tú que alimentas pensamientos comolos que se ven en tu libro, no llegarás a darles publici-dadmás que gracias a una feliz casualidad o a fuerza desimulaciones. ¿Y aún así eres tú quien quiere oponersea que se hostigue y se importune al Estado hasta queconceda al fin la libertad de imprimir?» Pudiera suce-der que un autor con quien se empleara ese lenguajerespondiera del siguiente modo: — ¡Reflexionen bienen lo que dicen! ¿Qué hago yo para conseguir la liber-tad de prensa para mi libro? ¿Acaso pido un permiso?¿No se me ve, por el contrario, sin preocuparme porla legalidad, esperar una ocasión favorable y atraparlasin ninguna consideración para el Estado y sus deseos?«Si, yo engaño — ya que es necesario pronunciar la pa-labra terrible — yo engaño al Estado». «Y ustedes, sinque ni siquiera se den cuenta, hacen lo mismo. Desdesus tribunas ustedes lo persuaden de que debe hacerel sacrificio de su santidad y de su invulnerabilidad,que debe exponerse a los ataques de los que escriben,sin por eso tener peligros que temer. ¡Pues bien! Us-

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tedes lo engañan; porque terminará su existencia encuanto haya perdido su inviolabilidad. Es verdad quea ustedes les podría, sí, conceder la libertad de escribir,como lo ha hecho Inglaterra. Ustedes son los devotosdel Estado, son incapaces de escribir contra él, aunquepuedan ver abusos que reformar y «defectos que en-mendar». ¿Pero cómo? ¿Los adversarios del Estado seaprovecharán de la libertad de la palabra para despa-charse contra la Iglesia, el Estado, las costumbres, ypara asaltar lo «sacrosanto» con implacables argumen-tos? Ustedes serían entonces los primeros en temblary en llamar a la vida a las leyes de Septiembre.75 Searrepentirían demasiado tarde de haberse dedicado aadular y enceguecer al Estado o al Gobierno.

Pero mi conducta no prueba más que dos cosas. Pri-mero, ésta: que la libertad de la prensa es siempre in-separable de «circunstancias favorables»; y no puede,por consiguiente, ser nunca una libertad absoluta; pe-ro, en segundo lugar, también ésta: que quien quieragozar de ella, debe buscar, y, en caso de necesidad,crear la ocasión favorable, haciendo prevalecer con-

75 Stirner se refiere a una serie de medidas implementadas enFrancia, en 1835, durante el reinado de Luis Felipe, que tenían elobjeto de suprimir toda expresión de opiniones radicales (N.R.).

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tra el Estado su propio interés y poniéndose a sí y asu voluntad por encima del Estado y de todo «podersuperior». «No es en el Estado sino contra el Estadocomo la libertad de prensa puede ser conquistada. Y siesa libertad reina alguna vez, no será a consecuenciade una súplica, sino que será obtenida por obra de unarevolución. Toda petición, toda proposición de liber-tad de prensa, es ya consciente o inconscientemente,una rebelión; sólo la impotencia filistea no quiere nipuede confesárselo, a la espera de que, con gran terrorsuyo, el resultado no se lo haya mostrado de una ma-nera clara y evidente. La libertad de prensa, obtenidaa fuerza de ruegos, tiene al principio un aire amisto-so y benévolo; está bien lejos de sus intenciones dejarque surja alguna vez la licencia de prensa; pero pocoa poco su corazón se endurece, y llega insensiblemen-te a concluir que, en definitiva, una libertad no es unalibertad, en tanto que está al servicio del Estado, de lamoral o de la ley. Una libertad de la coacción de la cen-sura no llega a ser una libertad de la coacción de la ley.La prensa, una vez embargada por el deseo de libertad,quiere hacerse cada vez más libre, hasta que al fin elescritor se dice: Puesto que no soy enteramente libremás que cuando no tengo ninguna restricción que ha-cerme, mis escritos no son libres más que cuando son

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míos, cuando no me pueden ser dictados por ningúnpoder o autoridad, por ninguna fe, por ningún respe-to; ¡Lo que la prensa debe ser no es ser libre — eso esdemasiado poco — lo que debe es ser mía! La indivi-dualidad, la propiedad de la prensa; eso es lo que yoquiero asegurarme.

Una libertad de prensa no es más que un permisode imprimir que me entrega el Estado, y el Estado nopermitirá nunca, ni puede nunca libremente permitir,que yo emplee la prensa en aniquilarlo.

Para evitar lo que el término «libertad de prensa»ha podido dejar hasta aquí de vago en nuestras pala-bras, expresémonos más bien de la siguiente manera:La libertad de prensa que reivindican tanto los libera-les es, sin duda alguna, posible en el Estado; de hecho,únicamente es posible en el Estado, puesto que es unpermiso y que, por consiguiente, ese imprimatur76 de-be ser concedido por alguien que, en el presente caso,es el Estado. Pero en cuanto permiso, está limitado porese Estado mismo, que naturalmente no está obligadoa tolerar más de lo que es compatible con su conser-vación y su prosperidad. El Estado traza un límite a la

76 Autorización para editar un libro que la jerarquía eclesiás-tica utiliza desde el medioevo (N.R.).

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libertad de prensa, que es la ley de su existencia y desu extensión. Un Estado puede ser más tolerante queotro, pero en eso sólo hay una diferencia cuantitativa.Sin embargo, es esta diferencia la que se toman tan apecho los políticos liberales: en Alemania, por ejemplo,no piden más que «una tolerancia más amplia, más ex-tensa, para la palabra libre». La libertad de prensa quese solicita es una libertad que debe pertenecer al Pue-blo, y en tanto que el Pueblo (el Estado) no la posee,yo no puedo hacer de ella ningún uso. Pero si uno secoloca en el punto de vista de la propiedad de la pren-sa, las cosas se presentan desde un aspecto diferente.Aunque mi Pueblo esté privado de la libertad de pren-sa, yo me procuro por astucia o por violencia el mediode imprimir; no pido el permiso de imprimir más quea mi y a mi fuerza.

Si la prensa me pertenece, la autorización del Esta-do para usar de ella me hace falta tanto como la quenecesito para sonarme la nariz. Y la prensa es mi pro-piedad a partir del momento en que, para mí, ya nohay nada por encima mío, porque desde entonces yano hay Estado, no hay Iglesia, no hay Pueblo, no haySociedad; pues todos ellos deben su existencia sólo ami desprecio de mí mismo, y todos se desvanecen des-de que éste desprecio desaparece; ellos no existen, sino

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a condición de estar por encima mío; no son más quepotencias. — ¡A menos que uno pueda imaginar un Es-tado del que los súbditos no hicieran ningún caso! Esoseria un sueño, una completa ilusión, tal como lo es la«unidad alemana».

La Prensa es mía desde que yo me pertenezco, desdeque soy mi propietario. El mundo es del egoísta, por-que el egoísta no pertenece a ningún poder del mundo.

Siendo esto así, puede suceder muy bien que la pren-sa, aunque mía, sea todavía muy poco libre, como es elcaso en este momento. Pero el mundo es grande, y unodebe ayudarse a sí mismo lo mejor que pueda. Si yoconsintiera en renunciar a la propiedad de mi prensa,llegaría fácilmente a hacer imprimir por todas partestodo lo que mi pluma produce. Pero como quiero afir-mar mi propiedad, es preciso que me enfrente con misenemigos. — ¿No aceptarías su permiso si te lo con-cediesen? — Sí, ciertamente, y con placer; porque supermiso me probaría que yo los he cegado y que losllevo al abismo. No es su permiso lo que quiero, sinosu ceguera y su derrota. Si solicito ese permiso no esporque espere, como los políticos liberales, que ellosy yo podamos vivir juntos y en paz, y hasta sostener-nos, ayudarnos recíprocamente. No. Si lo solicito espara hacerme de un arma contra ellos, es para hacer

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desaparecer a los mismos que lo han concedido. Obroconscientemente como enemigo, tomo mis ventajas yme aprovecho de su imprevisión.

La prensa es mía solamente si la uso sin reconocerabsolutamente ningún juez fuera de mi mismo; es de-cir, sólo si ya yo no soy determinado ni por la religión,ni por la moral, ni por el respeto a las leyes del Estado,etc., sino sólo por mí y por mi egoísmo.

¿Qué tienen que replicar al que les da una respues-ta tan insolente? Pero tal vez la cuestión estaría me-jor planteada de la siguiente forma: ¿De quién es laprensa? ¿Del pueblo (el Estado) o mía? Los políticosse proponen simplemente sustraer a la prensa de lasempresas personales y arbitrarias de los gobernantes;no reflexionan que para estar verdaderamente abiertaa todo el mundo, debiera ser libre de las leyes, es decirindependiente de la voluntad del pueblo (de la volun-tad del Estado). Ellos quieren hacer de la prensa un«asunto público».

Una vez convertida en la propiedad del pueblo, laprensa está aún bien lejos de ser mi propiedad; su liber-tad conserva, relativamente a mí, el sentido de una au-torización. Al pueblo le corresponde juzgar mis ideas;a él debo dar cuenta de ellas; para con él soy responsa-ble. Y los jurados, cuando se atacan sus ideas fijas, tie-

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nen duros el corazón y la cabeza, exactamente comolos tienen los más feroces déspotas y los esclavos ellosque emplean. E. Bauer, en sus Reivindicaciones libera-les77, sostiene que la libertad de prensa es imposibleen los Estados absolutos o constitucionales, mientrasque en el «Estado libre» encuentra su lugar. «En és-tos — dice — el individuo tiene el derecho de expresartodo lo que piensa, y este derecho no se le discute, por-que no es ya solamente un individuo aislado, sino unmiembro solidario de un todo real e inteligente». Noes, pues, el individuo, sino el miembro, el que goza dela libertad de prensa. Pero si para gozar de la libertadde prensa se necesita que el individuo haya probadosu fidelidad a la comunidad, que es el pueblo, esa liber-tad no le pertenece en virtud de su propia energía: esuna libertad del pueblo, una libertad que no le es otor-gada a él, individuo, sino a su cualidad de socio y enbase a su fidelidad. Al contrario, sólo como individuopuede cada cual ser libre de expresar su pensamiento.Pero no tiene el «derecho» a ello y esa libertad no es«su derecho sagrado»; sólo tiene el poder, poder quebasta, por otra parte, para ponerlo en posesión. Para

77 Edgar Bauer,Die liberalen Bestrebungen in Deutschland, nú-mero 2, Zürich y Winterthur, 1843, pp. 99 y ss. [Cfr. n. 143 (N.R.)].

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poseer libertad de prensa, yo no tengo necesidad deconcesión, no tengo necesidad del consentimiento delpueblo, no tengo necesidad de tener de él el derechoni a ser «autorizado». Sucede con la libertad de prensacomo con cualquier otra libertad, debo tomarla yo mis-mo; el pueblo, aunque «sólo juez», no puede dármela.Puede resignarse a la libertad de la que yo me apode-ro, o puede ponerse en guardia y defenderse contraella; pero dármela, concedérmela, otorgármela, le re-sulta imposible. Yo la utilizo a pesar del pueblo, pormi sola cualidad de individuo, es decir, lucho por ellacontra el pueblo, mi enemigo; sólo la obtengo si la con-quisto realmente, si la tomo. Y si la tomo, es porque esmi propiedad.

Sander, al que combate E. Bauer (p. 99), considera ala libertad de prensa como un «derecho y una libertadde los ciudadanos de un Estado». ¿Pero que otra cosahace Edgar Bauer? Para él, es un derecho del «ciuda-dano libre».

Se ha exigido la libertad de prensa como «derechocomún a todos los hombres». A eso se ha objetado quetodos los hombres no saben hacer buen uso de ella,puesto que no son todos verdaderamente hombres. AlHombre, como tal, jamás un Gobierno se la ha rehusa-do. Sólo que el Hombre no escribe por la sencilla ra-

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zón de que es un fantasma. Esta libertad los gobiernossolamente la han rehusado a determinados individuospara concedérsela a otros individuos, por ejemplo, asus miembros. Luego, si se la quiere obtener para todoel mundo, debe precisamente afirmarse que perteneceal individuo, a mí, y no al Hombre o al individuo encuanto Hombre. En todo caso, lo que no es hombre (elanimal, por ejemplo) no puede hacer uso de ella. El go-bierno francés, por ejemplo, no discute que la libertadde prensa sea un derecho del Hombre. Exige solamentedel individuo una fianza que establezca que es verda-deramente Hombre; porque no es al individuo, es alHombre, a quien se la concede.

¡Justamente con el pretexto de que eso no es hu-mano se me ha quitado lo que es mío! Y se me ha deja-do lo que es del Hombre.

La libertad de prensa no puede producir más queuna prensa responsable. Una prensa irresponsable sólopuede nacer de la propiedad de la prensa.

Las relaciones de los hombres entre si están regidas,para todos los que viven religiosamente, por una leyformal (que puede ser culpablemente olvidada por mo-mentos, pero cuyo valor absoluto no se puede negarjamás. Es la ley del amor, ley con la cual, aún aquellosque parecen combatir su principio y que odian su nom-

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bre, no han sabido todavía romper, porque a ellos tam-bién les queda amor; su amor es hasta más profundo ymás depurado: aman al «Hombre y a la Humanidad».

Si tratamos de formular el sentido de esa ley, dire-mos, poco más o menos, lo siguiente: Cada hombre de-be tener alguna cosa a la que la valore más que a sí mis-mo. ¡Tu debes olvidar tu «interés privado» si es que setrata de la dicha de los demás, del bien de la Patria o dela Sociedad, del bien público, del bien de la humanidad,de la buena causa, etc.! Patria, Humanidad, Sociedad,etc., deben ser para ti más que tú mismo, y tu «interésprivado» debe borrarse ante su interés; ¡porque no sedebe ser un egoísta!

El amor es un mandamiento religioso de un granalcance; no se limita al amor de Dios y de los hom-bres, sino que preside a todas nuestras relaciones. Ha-gamos, pensemos y queramos cualquier cosa; siempreel amor debe constituir el fondo de nuestras acciones,de nuestros pensamientos y de nuestros deseos. Nosestá, eso sí, permitido juzgar; pero no debemos juzgarmás que con amor. Se puede ciertamente criticar a laBiblia, y hasta de una manera profunda; pero el críti-co debe, ante todo, amarla y ver en ella el libro santo.¿Esto es distinto que afirmar que la crítica no debe sertotal sino que, como cosa sagrada, la Biblia no puede

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ser molestada? Lo mismo ocurre con nuestra críticade los hombres: el amor debe quedar siendo su tónicainvariable. Ciertamente, los juicios inspirados por elodio no son de ningún modo «nuestros» juicios, sinojuicios del odio que nos domina, «juicios rencorosos».Pero, ¿los juicios inspirados por el amor son realmentenuestros? Por el contrario, son los juicios del amor quenos domina, no son nuestros, y, por lo tanto, tampocoson juicios reales. Quien arde en amor por la justicia,exclama: ¡fiat justitia, pereat mundus! y puede pregun-tarse y examinar qué es, propiamente hablando, la jus-ticia, qué es lo que exige y en qué consiste; pero nopuede preguntarse si la justicia es «algo».

Es bien cierto que «Dios es amor; y el que perma-nece en amor, permanece en Dios, y Dios en él».78El Dios permanece en él, él no puede deshacerse delmismo y volverse sin Dios, y él mismo mora en Dios,permanece confinado en el amor de Dios y no puedevolverse sin amor.

«¡Dios es el Amor!» Todos los siglos y todas las ge-neraciones reconocen en esta palabra el fundamentodel Cristianismo. Pero ese Dios que es amor es un Diosmolesto: no puede dejar al mundo en reposo, quiere

78 Ia Juan, 4, 16.

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infundirle la santidad. «Dios se ha hecho hombre parahacer a los hombres divinos» (San Atanasio). Su manose encuentra por todas partes y nada sucede más quepor El. En todo se revelan sus «designios excelentes»,sus «miras y sus decretos impenetrables». La razón,que es él mismo, debe también desarrollarse y reali-zarse en el mundo entero. Su providencia paternal nonos deja la menor iniciativa; no podemos hacer nadasensato sin que se diga: es Dios quien lo ha hecho; niatraernos una desgracia sin oír decir: Dios así lo haquerido. No tenemos nada que no nos venga de él, todonos es «dado» por él. Pero lo que hace Dios, tambiénlo hace el hombre. Dios quiere dar al mundo la beati-tud, el hombre quiere darle la felicidad y hacer a todoslos hombres felices. Por eso todo hombre quisiera des-pertar en los otros hombres la razón que crea tener enpatrimonio; todo debe ser totalmente razonable. Dioscombate al diablo, el filósofo combate a la sinrazón ya lo irracional. Dios no deja a ningún ser seguir la víaque le es propia, y el Hombre no quiere permitirnosmás que una conducta humana.

Pero aquel que esta penetrado del amor sagrado (re-ligioso, moral, humano), solamente tiene amor para elfantasma, para el «verdadero Hombre», y persigue alindividuo, al hombre real, tan despiadadamente y con

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la misma frialdad que sí procediera jurídicamente con-tra un monstruo. Encuentra loable y necesario mos-trarse inexorable, porque el amor del fantasma o de lageneralidad abstracta le ordena odiar a todo lo que nosea fantasma, es decir, a todo lo egoísta o lo individual.Tal es el sentido de esa famosa manifestación del amorque se llama «Justicia».

El acusado no tiene ningún miramiento que espe-rar, ni ningún alma compasiva arrojará un velo sobresu triste desnudez. Sin emoción, el juez austero arran-ca al pobre condenado sus últimos jirones de excusa;sin piedad, el carcelero lo arrastra a su sombría prisión,y habiendo expiado su pena, no tiene que esperar re-conciliación. Cuando se le permita volver, deshonrado,entre los hombres, sus buenos, sus leales hermanos encristianismo, le escupirán al rostro con desprecio. Na-da de gracia tampoco para el criminal «que ha mereci-do la muerte». Se lo conduce al cadalso y la ley moralsacia, entre las aclamaciones de la multitud, su subli-me necesidad de venganza. Porque sólo uno de los dospuede vivir, la ley moral o el criminal: donde los crimi-nales quedan impunes sucumbe la ley moral, y donde

79 Stirner alude a la teoría hegeliana del castigo penal, expues-ta al final de la primera sección de la Filosofía del Derecho (N.R.).

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ésta reina aquellos deben caer. Su antagonismo es im-perecedero.79

La era cristiana es la era de la misericordia, del amor,del cuidado por dar a los hombres lo que les pertenecey de guiarlos hacia el cumplimiento de su vocación hu-mana (divina). Así todas las relaciones humanas tienenpor base esta consideración: tal y tal cosa constituyenla esencia del hombre y, por consiguiente, le trazan eldestino al que está llamado, ya sea por Dios, ya sea (se-gún las ideas de hoy) por su cualidad de Hombre (suraza). De ahí el celo que ponen en convertir a los de-más. Aunque los comunistas y los humanistas esperendel hombre más que los cristianos, su punto de vistacontinúa siendo el mismo. Al hombre debe pertenecer-le todo lo que es humano. Si a los piadosos les bastabacon que el hombre tuviese en herencia lo que es deDios, los humanistas exigen que nada sea rehusado delo que es del hombre. En cuanto a lo que es del egoísta,unos y otros lo rechazan enérgicamente. Eso es perfec-tamente natural; porque lo que es obra del egoísmo nopuede ser otorgado ni concedido (en feudo): es preci-so que uno mismo lo obtenga. El resto, el amor me loconcedía; esto, sólo Yo puedo dármelo.

Hasta el presente, las relaciones se basaban en elamor, las consideraciones y los servicios recíprocos. Si

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uno debía santificarse, es decir, entronizar en sí al SerSupremo y hacer de él una verdad y una realidad, tam-bién debía ayudar a los demás a realizar su esencia ysu destino; en ambos casos uno, para contribuir a surealización, esta obligado con la esencia del hombre.

Sólo que uno no debe hacer nada, ni de sí mismo, nide los demás. No debe nada ni a su propia esencia, ni ala de los demás. Todas las relaciones que reposan sobreuna esencia son relaciones con un fantasma y no conuna realidad.Mis relaciones con el Ser Supremo no sonrelaciones conmigo; ymis relaciones con la esencia delHombre no son relaciones con los hombres.

Del amor, tal como es natural sentirlo al hombre, lacivilización ha hecho un mandamiento. Pero en cuan-to mandato, el amor pertenece al Hombre como tal yno a Mí: es mi esencia, esa esencia que se tiene por talesencia y no es mi propiedad. Es el Hombre, es decir, lahumanidad, quien me lo impone; el amor es obligato-rio, amar es mi deber. Así, en lugar de tener su fuenterealmente en mí, la tiene en el hombre en general, delque es una propiedad, un atributo particular: El Hom-bre, es decir, cada hombre, debe amar: amar es el debery la vocación de cada hombre, etc.

Es preciso, por consiguiente, que yo reivindique elamor para mí y lo sustraiga al poder del «Hombre».

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Se ha llegado hasta a otorgarme como una conce-sión cuyo propietario es el hombre, lo que primitiva-mente era mío, pero de modo accidental, instintivo.Amando he llegado a ser un vasallo, me he convertidoen el siervo de la Humanidad, un simple representan-te de esa especie; cuando Yo actúo no como Yo, sinocomo Hombre, obro como un ejemplar de la especiehumana, es decir, humanamente. Toda nuestra civili-zación es un sistema feudal en el que la propiedad lepertenece al Hombre o a la Humanidad y en el quenada pertenece al Yo. Despojando al individuo de to-do para atribuirlo todo al Hombre, se ha fundado unaenorme feudalidad. Finalmente, el individuo aparecesólo como radicalmente malo. ¿Acaso no he de inte-resarme activamente por la persona de otro? Lejos deeso, yo puedo sacrificar con alegría por él innumera-bles placeres e imponerme privaciones sin límite paraaumentar los suyos, y puedo, por él, poner en peligrolo que sin él me sería muy querido: mi vida, mi pros-peridad, mi libertad. En efecto, para Mí es un placery una felicidad el espectáculo de su felicidad y de suplacer. Pero no me sacrifico a él, permanezco egoístay gozo con el goce de él. Sacrificándole todo lo que, sino fuera por mi amor para él, yo me reservaría, hagouna cosa muy sencilla y hasta más común en la vida

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de lo que parece, lo que prueba únicamente que unadeterminada pasión es más fuerte en Mí que todas lasdemás. El cristianismo también enseña a sacrificar to-das las demás pasiones a una. Pero sacrificar unas pa-siones a otra no es sacrificarme Yo mismo, Yo no sa-crifico nada a aquello por lo cual soy verdaderamenteYo; no sacrifico lo que, propiamente hablando, consti-tuye mi valor, mi individualidad. Pudiera ser que esaenojosa eventualidad, se produjese; ocurre esto en elamor como en cualquier otra pasión, desde el momen-to en que la obedezco ciegamente; si el ambicioso, alque su pasión arrastra, es sordo a las advertencias queun instante de sangre fría despierta en él, es porque hadejado que esa pasión tome las proporciones de una ti-ranía a la que ya no tiene el poder de sustraerse. Haabdicado ante ella porque no sabe ya apartarse de ellay, por consiguiente, liberarse. Está poseído.

Yo también amo a los hombres, no sólo a algunos,sino a cada uno de ellos. Pero los amo con la concienciade mi egoísmo; los amo porque el amor me hace dicho-so; amo porque me es natural y agradable amar. No re-conozco la obligación de amar. Tengo un sentimientocomún con todo ser sensible; lo que lo aflige me aflige,y lo que lo alivia me alivia; Yo podría matarlo, no pue-do martirizarlo. Por el contrario, el noble y virtuoso

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filisteo que es el príncipe Rodolfo de Los Misterios deParts80, se las ingenia para martirizar a los malvados,porque lo exasperan. Mi simpatía prueba simplemen-te que el sentimiento de los que sienten es tambiénel Mío, que es mi propiedad; en tanto que el procederdespiadado del hombre de bien (por ejemplo la maneraen que trata al notario Ferrand), recuerda la insensibili-dad de aquel bandido que, según la medida de su cama,cortaba o extendía a la fuerza las piernas de sus prisio-neros.81 La cama de Rodolfo, a cuya medida corta a loshombres, es la noción del bien. El sentimiento del de-recho, de la virtud, etc., lo vuelve duro e intolerante.Rodolfo no siente como el notario; siente, por el con-trario, que el malvado tiene lo que ha merecido. Esono es ningún sentimiento compartido.

Ustedes aman al Hombre y eso les sirve de razón pa-ra torturar al individuo, al egoísta; el amor al Hombrees la tortura de los hombres.

Cuando Yo veo sufrir a alguien que amo, sufro juntocon él y no tengo reposo hasta no haber intentado todoposible para consolarlo y distraerlo. Cuando lo veo ale-gre, me alegro de su alegría. Esto no quiere decir que

80 Eugène Sue, Los misterios de Paris, Paris, 1842 (N.R.).81 El lecho de Procusto (N.R.).

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lo que despierta en mí esos sentimientos sea el mismoobjeto que el que produce su pena o su alegría; esto esevidente cuando se trata del dolor corporal que yo nosiento como él; si su muela es lo que le hace daño, loque me hace daño a mí es su sufrimiento.

Yo no puedo soportar esas arrugas de dolor sobrela frente amada, y, por consiguiente, es por mi interés,que las borro con un beso. Si yo no amase a esta per-sona, podrías fruncir el entrecejo tanto como quisiera,sin conmoverme; Yo lo único que quiero es disipar mipesar.

¿Hay ahora alguien o algo que yo no ame, y quetenga el derecho de ser amado por mí? ¿Qué está pri-mero, mi amor o su derecho? Los parientes, los amigos,el pueblo, la patria, la ciudad natal, etc., en fin, en ge-neral mis semejantes (mis hermanos), pretenden tenerderecho a mi amor y lo reclaman imperiosamente. Loconsideran como su propiedad, y a Mí, si no respetoesa propiedad, me consideran como un ladrón porqueles quito lo que les pertenece. Yo debo amar. Pero si elamor es un mandamiento y una ley, es preciso que seme forme y se me instruya para respetarla y que se mecastigue si llego a infringirla. Se ejercerá, pues, sobremí para llevarme a amar, la más enérgica «influenciamoral» posible. Está fuera de duda que se puede exci-

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tar e inducir a los hombres tanto al amor como a lasdemás pasiones, al odio, por ejemplo. El odio se trans-mite de generación en generación; se puede odiar tansolo porque los antepasados de unos eran güelfos y losde otros gibelinos.

Pero el amor no es un mandato. Como todos mis de-más sentimientos, es mi propiedad. Consigan, es decir,compren mi propiedad y yo se las la cederé. Yo no ten-go que amar una religión, una patria, una familia, etc.,que no saben conquistar mi amor; vendo mi ternura alprecio que me place fijarla.

El amor egoísta es bien diferente al amor desintere-sado, místico o romántico. Se puede amar unamultitudde cosas; se puede amar no sólo al hombre, sino en ge-neral a todo «objeto» cualquiera que sea (el vino, supatria, etc.) El amor se vuelve ciego y furioso cuando,haciéndose necesidad, se escapa a mi poder (amar conlocura); se hace romántico cuando se junta a él unaidea de deber, es decir, cuando el objeto del amor seconvierte para mí en sagrado y cuando me siento liga-do a él por el deber, la conciencia, el juramento. En losdos casos, el amor ya no me pertenece, soy yo quienle pertenezco.

Si el amor es una posesión no lo es en cuanto es misentimiento (en esta cualidad, al contrario, yo quedo

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dueño de él como de mi propiedad), sino porque su ob-jeto me es extraño. El amor religioso, en efecto, reposasobre el mandamiento de amar en el objeto amado unacosa «sagrada»; por que existen para el amor desinte-resado objetos dignos de amor de unamanera absoluta,objetos por los cualesmi corazón tiene el deber de latir;tales son, por ejemplo, los demás hombres, o tambiénun esposo, los padres, etc. El amor sagrado se une a loque hay de sagrado en el objeto amado y así se esfuer-za en hacer que lo que ama se acerque todo lo posiblea la santidad y se haga, por ejemplo, un Hombre.

Lo que yo amo es mi deber amarlo, no es a conse-cuencia o en razón de mi amor como se hace el objetode este último; es en sí mismo y por si mismo digno deamor. No soy «Yo» quien hago de él un objeto de amor,el ya lo era; porque es irrelevante que lo haya elegido(como puede ser una novia o una esposa), puesto quede todos modos adquiere, en tanto es la persona ele-gida, un «derecho propio sobre mi amor», y yo, porlo tanto, estoy obligado a amarlo para siempre. No es,pues, el objeto de «mi» amor sino del amor en general:es un objeto que debe ser amado. El amor le correspon-de, se le debe, es «su derecho», y yo estoy obligado aamarlo. Mí amor, es decir, el amor que yo le tributo,

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es en realidad un amor que le pertenece, una contribu-ción que yo le pago.

Todo amor al que se adhiere la menor mancha deobligación es un amor desinteresado; y en toda la ex-tensión de esta mancha el amor se convierte en ser-vidumbre. Cualquiera que se crea «en deuda» con elobjeto de su amor, ama de una manera romántica oreligiosa.

El amor familiar, por ejemplo, tal como se le concibecomúnmente bajo el nombre de «piedad», es un amorreligioso; igualmente el amor a la patria que se predicabajo el nombre de «patriotismo». Todo lo que tenemosde amor romántico se mueve en el mismo círculo: espor todas partes y siempre la mentira, o más bien lailusión de un «amor desinteresado»; es un interés queponemos en el objeto por amor de ese objeto y no poramor de nosotros y de nosotros solos.

El amor religioso o romántico se distingue del amorfísico, por una diferencia en el objeto, pero no por ladependencia en nuestras relaciones con él. Desde esteúltimo punto de vista, tanto el uno como el otro son po-sesión y servidumbre. En cuanto al objeto, en un casoes profano, en el otro es sagrado. El objeto ejerce sobremí, en los dos casos, la misma dominación, sólo que enuno es sensible y en el otro espiritual (imaginario). Mi

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amor sólo es mi propiedad si consiste únicamente enun interés personal y egoísta y si, por consiguiente, elobjeto de mi amor es realmente mi objeto o mi pro-piedad. Ahora, yo no debo nada a mi propiedad y notengo deberes para con ella, lo mismo que no tengo,por ejemplo, deberes para con mis ojos. Si tengo conellos el mayor de los cuidados, es algo que hago porMí.

El amor no ha faltado en la antigüedad más que enlos siglos del cristianismo; el dios del amor ha naci-do largo tiempo antes que el Dios de Amor. Pero esta-ba reservado a los modernos conocer la esclavitud delmisticismo.

Si el amor es servidumbre, es porque su objetome esajeno, o porque yo soy impotente contra su alienidady su superioridad. Para el egoísta nada está bastanteelevado para que crea tener el deber de humillarse, na-da es lo bastante independiente como para que hagade eso el principio de su vida, nada es lo bastante sa-grado como para que se sacrifique por ello. El amor delegoísta tiene su fuente en el interés personal, corre porel cauce del interés personal y tiene su desembocaduraen el interés personal.

Se podrán preguntar: ¿Es eso todavía amor? Si co-nocen una palabra mejor, adelante con ella, y que el

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dulce nombre del amor se extinga junto con un mun-do que ya no existe. Por mi parte, no encuentro porel momento otro en nuestra lengua cristiana, y por lotanto me atengo a la vieja palabra: yo amo el objetoque es mío, amo mi propiedad.

No consiento entregarme al amor salvo que sea unomás demis sentimientos; pero si es preciso que sea unafuerza superior a mí, una potencia divina — como afir-ma Feuerbach —, una pasión a la que tengo el deber deno sustraerme, una obligación moral y religiosa, yo lodesprecio. Como sentimiento, es mío; como principioal que debo dedicar y «consagrar» mi alma, es sobe-rano y divino, así como el odio es diabólico: lo uno novale más que lo otro. En una palabra, el amor egoís-ta, es decir, mi amor, no es ni sagrado, ni profano, nidivino, ni diabólico.

«Un amor al que limita la fe es un amor falso. Laúnica limitación que no es contradictoria con la esen-cia del amor es la que el amor se impone a si mismo porla razón, la inteligencia. El amor que rechaza el rigor yla ley de la inteligencia es teóricamente un amor falso,prácticamente un amor funesto».82 Eso es lo que di-ce Feuerbach; los creyentes dicen, por el contrario «El

82 Ludwig Feuerbach, Das wesen des Christentums, p. 394.

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amor es esencialmente del dominio de la fe». Aquél selevanta con violencia contra el amor sin razón, éstoscontra el amor sin fin. Para Feuerbach como para eldevoto, el amor es cuanto más un splendidum vitíum.¿No están los dos obligados a dejar subsistir el amor,aun manchado de sinrazón o de impiedad? No se atre-ven a decir: el amor irracional o impío es un absurdo,no es amor, como no se atreverían a decir que las lá-grimas no razonables o impías no son lágrimas. Pero,si el amor, aun fuera de la razón o de la fe, debe serconsiderado como amor, inclusive cuando se lo debamirar como indigno del hombre; todo lo que se puedeconcluir es que lo esencial no es el amor, sino lo ra-zón o la fe, y que el que está sin razón o sin fe puede,si, amar, pero que un amor sólo tiene valor cuando esel de un hombre razonable o el de un creyente. Feuer-bach es víctima de una ilusión cuando dice que el amortoma de la razón «su propia limitación»; el creyentetendría el mismo derecho a decir que esta «limitaciónpropia» es la fe. El amor no razonable no es ni «falso»ni «funesto»; sino que cumple su rol como amor.

Es necesario que para con el mundo, y particular-mente para con los hombres, yo adopte un determina-do sentimiento, y que desde el principio me encuentrecon ellos con amor. Reconozco que al proceder así doy

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muestras de más arbitrariedad y de mayor autonomíaque si dejara al mundo asaltarme con los sentimien-tos más diversos, y que si me dejara envolver por lared inextricable de las impresiones que el azar me trae.En efecto, yo abordo a los hombres y las cosas con unsentimiento formado de antemano, con un partido to-mado y una opinión preconcebida. Yo me he trazadopreviamente mi conducta para con ellos y, hagan loque hagan, no sentiré ni pensaré respecto a ellos másque como he resuelto hacerlo. El principio del amormeasegura contra la dominación del mundo, porque, su-ceda lo que suceda, amo. La fealdad, por ejemplo, pue-de inspirarme repulsión, pero como he resuelto amar,supero esa impresión desagradable, como supero cual-quier otra antipatía.

Pero el sentimiento al que yo me he determinadoy condenado a priori es, en realidad, un sentimientoestrecho, porque resulta de una predestinación de laque no me es posible liberarme. Siendo preconcebido,es una preocupación. No soy yo quien me expreso yaen mis relaciones con el mundo, es mi amor el que seexpresa. Demanera tal que, si el mundo nome domina,soy en cambio dominado tanto más fatalmente por elespíritu de amor. He vencido al mundo, para terminarsiendo el esclavo de ese espíritu.

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Si antes dije: Yo amo al mundo, puedo añadir ahoracon igual exactitud: Yo no lo amo, porque Yo lo ani-quilo así como me aniquilo a mi mismo; Yo lo disuelvo.Me limito a experimentar por los hombres un sólo e in-variable sentimiento; dar libre curso a todos aquellossentimientos de los que soy capaz. ¿Por qué no decla-rarlo crudamente? ¡Sí, yo «utilizo» al mundo y a loshombres! Así puedo quedar abierto a toda clase de im-presiones, sin que ninguna de ellas me arranque a mímismo. Puedo amar, amar con toda mi alma y dejar ar-der en mi corazón el fuego devorador de la pasión, to-mando, sin embargo, al ser amado sólo como alimentode mi pasión, un alimento que la aviva sin saciarla ja-más. Todos los cuidados con los que yo lo rodeo, no sedirigen más que al objeto de mi amor, sólo a aquel dequien mi amor tiene necesidad, al bienamado. ¡Cuánindiferente me sería, de no existir mi amor! Es mi amorel que mantengo con él, no me sirve más que para eso:Yo gozo de él indiscutiblemente.

Escojamos otro ejemplo muy actual: Yo veo a loshombres sumergidos en las tinieblas de la superstición,hostigados por un enjambre de fantasmas. Si intento,en la medida de mis fuerzas, proyectar la luz del día so-bre esas apariciones de la noche, ¿ustedes creen acasoque obedece a mi amor a los hombres? De ningunama-

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nera. Escribo porque quiero dar existencia en el mun-do a ideas que son mis ideas. Si previese que esas ideasvan a arrebatarles la paz y el reposo, si en esas ideasque siembro viese los gérmenes de ideas sangrientasy la causa de la futura ruina de muchas generaciones,no por eso las divulgaría menos. Hagan de ellas lo quequieran, hagan lo que puedan, eso es asunto de ustedesy por eso no me preocupo. Tal vez no les traigan másque pesares, combates y muerte, y quizá tan sólo unospocos podrán sacarles algún provecho. Si yo me toma-se a pecho el futuro bienestar de ustedes, imitaría a laIglesia que prohíbe a los legos la lectura de la Biblia,o a los gobiernos cristianos, que tienen por un debersagrado el de defender al hombre del pueblo contra losmalos libros.

No sólo no es por amor a ustedes por lo que expresolo que pienso, sino que ni siquiera es por amor a laverdad. No:

Canto cual canta el aveque en el follaje habita;el canto mismo que mi voz producees mi salario, y es salario real.83

83 Probablemente extraído de: J. W. Goethe, El aprendizaje de

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¿Canto? ¡Canto porque soy un cantor! Si para esome sirvo de ustedes, es porque me pueden servir deoídos.

Donde me encuentro con el mundo (y lo encuentroen todos lados), lo consumo para aplacar el hambre demi egoísmo: Tú no eres para mí más que un alimento;de igual modo, tú también me consumes y me hacesservir para tu uso. No hay entre nosotros más que unarelación: la de la utilidad, la del provecho, la del interés.No nos debemos nada uno al otro, porque lo que apa-rentemente pueda deberte, lo debo, como mucho, a mímismo. Si para hacerte sonreír me acerco a ti con caraalegre, es porque tengo interés en tu sonrisa y porquemi rostro está al servicio de mi deseo. A otras mil per-sonas a quienes Yo no deseo hacerles sonreír, no lessonreiré.

Uno debe ser educado hacia el amor que se encuen-tra en la «esencia del hombre», o bien, en el períodomoral o eclesiástico, que se encuentra en el manda-miento. El modo en el que la influenciamoral, el princi-pal ingrediente de nuestra educación, intenta regularlas relaciones entre los hombres, será analizado aquídesde la perspectiva del egoísmo.

Wilhelm Meister, Berlín, 1795-96 (N.R.).

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Los que nos educan ponen un cuidado muy particu-lar en quitarnos desde muy temprano el hábito de lamentira y en inculcarnos el principio de que se debesiempre decir la verdad. Si esta regla se fundara sobreel egoísmo, todo el mundo se compenetraría de ellafácilmente; se comprendería sin esfuerzo que el men-tiroso pierde voluntariamente la confianza que deseainspirar a los demás, y se sentiría cuan justo es decirque al mentiroso no se le cree aun cuando diga la ver-dad. Pero cada cual sentiría al mismo tiempo deber laverdad sólo a aquel a quien él mismo autoriza para oíresta verdad. Supongan que un espía ronda por el cam-po enemigo con un disfraz, y que se le pregunte quiénes. Los que hacen la pregunta están evidentemente enel derecho de saber de él la verdad; aun así les dirá to-do lo que se le ocurra inventar, pero no lo que es cierto.Y, sin embargo, la ley moral dice: «No mentirás», Lamoral da, pues, a los que me interrogan el derecho deesperar de mí la verdad, pero Yo no se lo doy; no re-conozco otro derecho que el que concedo yo mismo.Otro ejemplo: La policía penetra en una Asamblea re-volucionaria y pregunta su nombre al orador. Todo elmundo sabe que la policía tiene el derecho de hacerlo;sólo que ese derecho no proviene del revolucionario,que es su enemigo: él le da un nombre falso y le mien-

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te. Pero la policía no es tan ingenua que confíe en laveracidad de sus enemigos, al contrario, no cree nadasin prueba, e intenta, en cuanto le es posible, «estable-cer la identidad» del individuo a quien ha interrogado.El Estado mismo obra siempre desconfiando de los in-dividuos, porque reconoce en su egoísmo a su enemi-go natural; le hace falta siempre la prueba, y quien nopuede suministrar esa prueba se hace el objeto de in-vestigaciones inquisitoriales, de una búsqueda de in-formación. El Estado no le cree al individuo, ni tieneconfianza en él; vive con él en base a la «desconfianzamutua»; no se fía de mí, sino cuando se ha convencidode la verdad de mis aserciones, y para eso a menudono tiene otro medio que el juramento. Ese medio prue-ba que el Estado descree de nuestro amor a la verdad,de nuestra sinceridad, y que sólo se fía de nuestro inte-rés, de nuestro egoísmo. Cuenta con que no querremosmalquistarnos con Dios por un perjurio.

Imagínense en el presente a un revolucionario fran-cés de 1778 que, entre amigos, ha dejado escapar la fra-se hecha célebre: «¡El mundo no tendrá paz hasta quese haya ahorcado el último de los reyes con las tripasdel último de los sacerdotes!» El Rey posee aún todo supoder. El azar ha propalado el dicho, pero no se puede,sin embargo, citar ningún testigo. Se quiere obtener

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una confesión del acusado. ¿Debe o no debe confesar?Si niega, miente y queda impune; si confiesa, es since-ro y se le corta la cabeza. ¿Pone la verdad por encimade todo? ¡Entonces sea, que muera! Habría que ser unpoeta muy miserable, para recoger esa muerte comoun asunto de tragedia porque ¿qué interés hay en vercómo muere un hombre por cobardía? Si nuestro hom-bre tuviera el valor de no ser esclavo de la verdad y dela sinceridad, diría más o menos esto: ¿Qué necesidadtienen los jueces de saber lo que yo he dicho a misamigos? Si yo hubiera tenido la intención de que seenteraran, se lo habría dicho como lo he dicho a misamigos; pero nome agrada que lo sepan. Pretenden im-ponerse a mi confianza sin que yo se la haya otorgado,sin que haya querido hacer de ellos mis confidentes;quieren conocer lo que yo quiero ocultar. Acérquense,pues, los que creen que su voluntad romperá la mía;acérquense, jueces y verdugos, y muestren sus habi-lidades. Pueden torturarme, pueden amenazarme conel infierno y con la condenación eterna; me quebranta-rán, quizá, hasta el punto de hacerme prestar un jura-mento falso, pero no me arrancarán la verdad, porqueyo quiero engañarlos, porque no les he dado ningunaautoridad, ningún derecho sobre mi sinceridad. Y a pe-sar de las amenazas del Dios «que es la verdadmisma»,

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a pesar de la amargura de la mentira, tendré el valorde mentir. Aun cuando estuviera disgustado de la vi-da y nada me pareciese más deseable que el hacha delverdugo, no tendrían la alegría de encontrar en mí unesclavo de la verdad ni de hacerme traicionarmi volun-tad por sus astucias de inquisidores. Si pronunciandolas palabras de las que se me acusa me he hecho cul-pable de alta traición, aclaremos que yo no me dirigíaa ustedes y ustedes habrían debido ignorarlas; mi vo-luntad es inmutable, y el horror de la mentira no meespantará.

Si Segismundo es un triste señor, no es porque hayaviolado su palabra de príncipe84; pero si ha quebranta-do su palabra, es porque es un sinvergüenza. Hubierapodido mantener su palabra, y no por eso hubiera de-jado de ser un vulgar sinvergüenza, un lacayo de la cle-recía. Lutero, impulsado por una fuerza superior, fueinfiel a sus votos monásticos y lo fue por el amor deDios. Los dos violaron sus juramentos porque estabanposeídos: Segismundo, porque quería mostrarse el dis-

84 Stirner hace referencia al salvoconducto otorgado por Se-gismundo (rey de Bohemia entre 1410 y 1437) a John Hus (acusadode herejía) para que éste pueda participar del Concilio de Constan-za en 1415 y contestar los cargos que se le hacían. Finalmente elrey permitió que se lo arrestara y se lo llevara a la hoguera (N.R.).

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cípulo fiel de la verdad divina, es decir, de la verda-dera fe, de la fe católica; Lutero, para prestar testimo-nio realmente, con todo su corazón y toda su alma, enfavor del Evangelio; los dos fueron perjuros, por nomentir a la «verdad superior». El primero fue absuel-to por los sacerdotes, el segundo lo fue por sí mismo.¿En qué pensaban los dos sino en lo que expresan estaspalabras del apóstol: «No has mentido a los hombressino a Dios»85? Ellos mentían a los hombres, violabansu juramento a los ojos del mundo para no mentir aDios y para servirlo. Nos muestran así cómo se debeusar de la verdad respecto de los hombres. ¡En honorde Dios y por amor de Dios, un perjurio, una mentira,una palabra de príncipe violada!

¿Y si cambiando dos palabras a la frase escribiéra-mos: un perjurio y una mentira por amor de mí mis-mo? ¿No sería hacernos abogados de toda especie debajezas y de infamias? Tal vez; pero, ¿qué otra cosa sehace diciendo «por amor de Dios»? ¡El amor de Dios!¿Qué infamia no se ha cometido por amor de Dios?¿Cuántos cadalsos han sido inundados de sangre porel amor de Dios? ¿Cuantos autos de fe se han hechopor el amor de Dios? ¡El amor de Dios! ¿Y por quién ha

85 Hechos 5,4.

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sido embrutecida la inteligencia humana? ¿Por quién,todavía hoy, desde la más tierna infancia se encadenael espíritu con la educación religiosa? ¿No han sido ro-tos «por amor de Dios» votos sagrados? ¿Y, no es siem-pre por amor de Dios, que los misioneros y sacerdotesrecorren todos los días el mundo para llevar judíos, pa-ganos, protestantes, católicos, etc., a hacer traición a lafe de sus padres?

¿Habría un gran mal en que todo eso se hiciera poramor de mí mismo? ¿Qué significa, pues, por amor demi mismo? Desde luego da eso la idea de una «especu-lación innoble». El que especula con el objetivo de ob-tener una «ganancia sórdida», lo hace, en efecto, poramor de sí (puesto que, en suma, no hay nada que no sehaga por amor de sí, por ejemplo, todo lo que se hace«por la mayor gloria de Dios»); pero ese sí mismo parael cual se busca la ganancia, es el esclavo de la ganan-cia, no se eleva por encima de la ganancia, pertenecea la ganancia, al saco de dinero, y no se pertenece, noes su señor. Un hombre al que gobierna la pasión de laavaricia, ¿no obedece a las órdenes de esa amante? Sialguna vez, ocasionalmente, se deja llevar por una ge-nerosa debilidad, ¿eso no es sencillamente una excep-ción, exactamente como cuando los fieles creyentes aquienes llega a faltar la dirección de su Señor caen en

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las emboscadas del «diablo»? Por lo tanto un avaro noes su poseedor, es un esclavo y no puede hacer nadapor amor de si, sin hacerlo al mismo tiempo por amorde su señor, exactamente como el que le teme a Dios.

El perjurio de Francisco I para con el EmperadorCarlos V es célebre.86 No fue algún tiempo después, re-flexionando maduramente en la promesa hecha, sinoque inmediatamente, en el instante en que prestaba ju-ramento cuando Francisco se retractó mentalmente, almismo tiempo que a través de un «protesto» redacta-do secretamente frente a sus consejeros. El perjuriofue premeditado. Francisco estaba completamente dis-puesto a comprar su libertad, pero el precio que le exi-gía Carlos le parecía demasiado elevado y no razona-ble. Admito que Carlos fuese victima de su avariciaal procurar obtener por su prisionero la mayor sumaposible; pero no fue menos miserable de parte del reyel querer recobrar su libertad al precio de un rescatemás pequeño que el que estaba convenido; la conti-nuación de su historia, en la que ostenta un segundoperjurio, demuestra, por otra parte, hasta que punto

86 Francisco I, rey de Francia, fue capturado por Carlos V en1525 y para obtener su libertad accedió a todo lo que se le exigía;pero en 1527 denunció los términos del acuerdo fundándose enque había sido extorsionado (N.R.).

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estaba poseído por un espíritu de traficante, lo que ha-cia de él un bajo estafador. ¿Qué responder a los quele reprochan ese falso juramento? Desde luego, sin du-da, repetiremos que, sí se deshonró, no fue tanto porsu perjurio como por su avaricia y que no es un per-jurio el que lo hizo despreciable, sino que por ser unpersonaje despreciable se hizo culpable de aquél. Sinembargo, considerado en si mismo, el perjurio de Fran-cisco debe ser juzgado de otro modo. ¿Se podría decirque Francisco no respondió a la confianza que Carlosle manifestaba al devolverle la libertad? Si Carlos hu-biera tenido realmente confianza en él, solamente lehabría dicho el precio que le parecía valer el ponerloen libertad, y luego le hubiera abierto la puerta de suprisión y esperado que Francisco le enviase el rescateconvenido. Pero esa confianza, Carlos no la tenía, noconfiaba más que en la debilidad y de la credulidad deFrancisco, las cuales creía que no le permitirían faltara su juramento. Francisco no se comportó de acuerdoa este cálculo demasiado crédulo. Carlos, creyendo en-contrar una garantía en el juramento de su enemigo,lo liberó de toda obligación. El había supuesto en elrey de Francia bobería, estrechez de conciencia, y po-nía su confianza, no en Francisco, sino en la bobería,es decir, la escrupulosidad de Francisco. No le abría

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las rejas de su prisión de Madrid más que para cerrarsobre él las rejas más seguras de la conciencia, esa pri-sión en que la religión encierra al espíritu humano. Loenviaba a Francia atado con lazos invisibles; ¿es extra-ño que Francisco haya procurado escaparse y romperesos lazos? Nadie hubiera hallado mal que se evadie-se de Madrid, ya que estaba en poder de un enemigo,pero todo buen cristiano le hubiera arrojado una pie-dra por haber querido librarse de los lazos de Dios. (ElPapa sólo lo desligó más tarde de su juramento.)

Es vergonzoso traicionar una confianza que hemosquerido ganar libremente; pero no es una vergüenzapara el egoísmo, hacer víctima del fracaso de su astuciay desconfianza a un hombre que quiere tenernos en supoder mediante un juramento. ¿Has querido ligarme?Aprende, pues, que se como romper tus lazos.

¿Soy Yo quien he dado al que tiene confianza el de-recho de fiarse de mí? Toda la cuestión está ahí. Si unhombre que persigue a mi amigo me pregunta en quédirección ha huido, lo pondré, ciertamente, sobre unapista falsa. (Kant) ¿Por qué viene a dirigirse justamen-te a mí, al amigo de quien persigue? Antes que serun falso amigo, antes que traicionar a mi amigo y ala amistad, le mentiré al enemigo. Yo podría, es cierto,responder con animosa rectitud, que no quiero hablar

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(así es como Fichte resuelve la cuestión). De esa mane-ra mi amor de la verdad quedaría a salvo, pero no ha-bría hecho nada por mi amigo; porque si no despistoal enemigo, el azar puede ponerlo en el buen camino ymi amor de la verdad habrá, entregado ami amigo, qui-tándome el valor de la mentira.87 Aquel para quien laverdad es un ídolo, una cosa sagrada, debe humillarseante ella, no puede desafiar sus exigencias y resistir va-lerosamente; en suma, debe renunciar al heroísmo dela mentira. Porque la mentira no necesita menos valorque la verdad, y un valor del que están desprovistosla mayor parte de los jóvenes: ellos prefieren confesarla verdad y subir por ella al cadalso, que conservar, te-niendo el valor de mentir, la esperanza de arruinar elpoder del enemigo. Para ellos la verdad es «sagrada», ylo que es sagrado exige siempre un culto ciego, hechode sumisión y de sacrificio. Si les falta audacia, si no seburlan de lo sacrosanto, eso mismo los domestica y losavasalla. Que se cebe el anzuelo con un grano de ver-dad: se lanzarán sobre él enceguecidos, y ya estaránlos locos atrapados. ¿No quieren mentir? Pues bien;

87 En realidad el ejemplo de Kant es un poco más complejo.Uno de los argumentos para no mentir es, precisamente, que elazar puede poner al perseguidor en la pista de mi amigo (N.R.).

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¡háganse degollar sobre el altar de la verdad, y seanmártires! ¿Mártires en provecho de quién? ¿De uste-des mismos, de su individualidad? No; de su ídolo, dela verdad. Ustedes no conocenmás que dos especies deservicios, dos especies de servidores: los servidores dela verdad y los servidores de la mentira. ¡Sirvan, pues,a la verdad, y que Dios los bendiga!

Hay otros servidores de la verdad, que la sirven con«medida» y que hacen, por ejemplo, una distinción en-tre la mentira simple y la mentira bajo juramento. Y,sin embargo, todo el capítulo del juramento se confun-de con el de lamentira, porque un juramento no esmásque una enunciación fuertemente afirmada. ¿Acaso secreen con derecho a mentir porque no agregan un ju-ramento? Los que lo piensen bien deben condenar y re-probar la mentira tan severamente como al juramentofalso. Se ha conservado en la moral un viejo asunto decontroversia, que se tiene la costumbre de tratar conel título de «mentira oficiosa». Cualquiera que la ad-mita está obligado, para ser consecuente, a admitir el«juramento oficioso». Sí mi mentira se encuentra jus-tificada, porque es una mentira de necesidad, ¿por quésería yo tan pusilánime que privase a esa mentira jus-tificada del apoyo de la más fuerte afirmación? Hagalo que haga, ¿por qué no hacerlo enteramente y sin

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restricción (reservatio mentalis)? Y si me pongo a men-tir, ¿por qué no hacerlo completamente con todo co-nocimiento de causa y con todas mis fuerzas? Siendoespía, me vería obligado a confirmar bajo juramentotodas las falsas declaraciones que hiciera al enemigo.Resuelto a mentirle, ¿tendría que sentir que de prontose debilitan mi resolución y mi valor, si se me exigeun juramento? En tal caso, habría sido de antemanocorrompido e incapaz para engañar o de hacer de es-pía, ya que suministraría voluntariamente al enemigoel medio para desenmascararme. El Estado mismo te-me la mentira y el juramento «oficioso»; por eso noadmite que el acusado jure. Pero ustedes no justificanel temor del Estado.Mienten, pero no prestan juramen-tos falsos. Si, por ejemplo, hubieran hecho a alguien unfavor que él debe ignorar pero que llega a intuirlo y leshace de frente la pregunta, lo negarán; si insiste, dirán:«¡No, de veras que no!» Pero, si fuese preciso llegar aljuramento, retrocederían, porque el temor de lo sagra-do los detiene siempre a mitad del camino. Contra losagrado no tienen voluntad propia. Mienten con medi-da, así como son libres «con medida», religiosos «conmedida» (véase la insípida controversia actual de laUniversidad contra la Iglesia a propósito de las «intru-siones del clero»), monárquicos «con medida» (les ha-

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ce falta un monarca ligado por una Constitución, unaley fundamental del Estado). Que sea todo lindamentetemplado, bien tibio y bien dulce. Una mitad para Dios,la otra para el Diablo.

Se había convenido entre los estudiantes de una uni-versidad, que toda palabra de honor que exigiera deellos el juez universitario seria nula y no prestada. Noveían, en efecto, en esa exigencia más que un lazo, im-posible de evitar si no se quitaba toda significacióna una palabra dada en esas condiciones. En la mismaUniversidad, aquel que faltaba a su palabra de honorpara con un condiscípulo era infame, y el que habladado su palabra de honor al juez universitario podía ir-se a reír con los mismos condiscípulos a expensas deljuez engañado, que imaginaba que un juramento tie-ne el mismo valor entre amigos y entre enemigos. Noera tanto la teoría como la necesidad práctica la quehabía enseñado a esos estudiantes a obrar así; sin esaestratagema, habrían sido forzados inevitablemente atraicionar y denunciar a sus amigos.

Pero si el medio se justificaba prácticamente, tam-bién tiene su justificación teórica. Una palabra de ho-nor — o un juramento — me comprometen solamentecon aquel a quien yo mismo doy el derecho de recibir-la. Si estoy obligado a jurar decir la verdad, no estaré

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dando mas que una palabra forzada; es decir, hostil, lapalabra de un enemigo; no tienen el derecho de confiaren ella, porque el enemigo no les concede ese derecho.

Por otra parte, ni los mismos tribunales del Estadoreconocen la inviolabilidad del juramento. Si yo hubie-se jurado a un hombre contra el que la justicia conduceuna causa, no revelar nada de cargo contra él, el Tribu-nal, sin tener en cuenta el juramento que me liga, nodejaría de exigir mi testimonio. Y, en caso de negativa,me haría encerrar hasta que yo decida a hacerme per-juro. El Tribunal me «releva de mi juramento». ¡Quégenerosidad! Sólo que, si en el mundo hay un poderque pueda relevarme del juramento, soy ciertamenteyo, soy yo el que tengo el derecho a hacerlo.

Como curiosidad, y para recordar toda clase de ju-ramentos usuales, es justo aquí hacer lugar al que elEmperador Pablo88 hizo prestar a los prisioneros po-lacos (Kosciuszko, Potocki, Niemcewicz, etc.), cuandoles devolvió la libertad; «Juramos, no sólo fidelidad yobediencia al emperador, sino que prometemos verternuestra sangre por su gloria. Nos comprometemos adenunciar todo lo amenazador para su persona o su

88 Stirner se refiere, en realidad, a Pablo I, el «Zar de todas lasRusias», pero lo hace de forma velada para evitar la censura (N.R.).

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imperio que pudiera llegar a nuestro conocimiento; de-claramos, en fin, que en cualquier punto del mundoque nos encontremos, una sola palabra del emperadorbastará para que lo dejemos todo y acudamos a su lla-mamiento».

Hay un dominio en que parece que el principio delamor ha sido desde hace largo tiempo desbordado porel egoísmo, y en el que parece no faltar más que unacosa: la conciencia del buen derecho de la victoria. Es-te dominio es el de la especulación en sus dos formas:pensamiento y agio. Uno se abandona audazmente asu pensamiento, sin preguntarse que consecuenciaspuede tener y otro se entrega a toda clase de opera-ciones financieras, a pesar de que tal vez pueda ha-ber muchos que sufran por sus especulaciones. Peroaunque uno se haya despojado del último resto de re-ligiosidad, de romanticismo o de «humanidad», si unacatástrofe acaba por producirse, la conciencia religio-sa se despierta y se hace, al menos, profesión de hu-manidad. El especulador ávido deja caer algunos cen-tavos en el cepillo de los pobres y «hace el bien»; elpensador temerario se consuela pensando que trabajapor el progreso del género humano, que la humanidadencontrará el bien bajo las ruinas que él ha dejado, otambién, diciéndose que está «al servicio del Ideal». La

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Humanidad, el Ideal, son para él ese algo de lo que estáobligado a decir: «eso» está por encima mío.

Se ha pensado y se ha traficado hasta hoy por elamor de Dios. Los que, durante seis días, han pisotea-do todo mirando sólo a sus intereses egoístas, ofrecen,el séptimo día, un sacrificio al Señor. Aquellos cuyopensamiento inexorable ha hecho fracasar mil «bue-nas causas», lo hacían para servir a otra «buena cau-sa», y están obligados a pensar, no sólo en si mismos,sino en «otro» que debe beneficiarse por su satisfac-ción personal: el Pueblo, la Humanidad, etc. Pero eseotro es un ser que está por encima de ellos, un ser su-perior, un Ser Supremo y por eso puedo decir que tra-bajan «por el amor de Dios».

Yo puedo, por consiguiente, decir también que elprincipio de todas sus acciones es el Amor. Sin em-bargo, no se trata de un amor voluntario, propiedadde ellos, sino de un amor obligatorio, perteneciente alSer Supremo (es decir, a Dios, que es el amor mismo);en suma, no se trata del amor egoísta, sino del amorreligioso, un amor que nace de la ilusión de que estánobligados a pagar un tributo al Amor, es decir que noles esta permitido ser «egoístas».

Nuestro deseo de librar al mundo de los lazos quetraban su libertad no tiene su fuente en nuestro amor

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por él, por el «mundo», sino en nuestro amor por no-sotros; no siendo ni por profesión, ni por «amor»; loslibertadores del mundo queremos simplemente quitarsu posesión a otros y hacerlo nuestro: no conviene quequede sometido a Dios (la Iglesia) y a la ley (el Esta-do), sino que llegue a ser nuestra propiedad. Cuandoel mundo es nuestro, no ejerce ya su poder contra no-sotros, sino para nosotros. Mi egoísmo está interesadoen liberar al mundo, a fin que llegue a ser mi propie-dad.

El estado primitivo del hombre no es el aislamien-to o la soledad, sino la sociedad. Desde el comienzode nuestra existencia nos encontramos estrechamenteunidos a nuestra madre, ya que aún antes de respirarparticipamos de su vida. Cuando después abrimos losojos a la luz es para reposar aún sobre el seno de unser humano que nos mecerá en sus rodillas, que guiaránuestros primeros pasos y nos encadenará a su perso-na por los mil lazos del amor. La sociedad es nuestroestado natural. Por eso la unión que al principio ha si-do tan íntima se relaja poco a poco, a medida que nosconocemos, y la disolución de la sociedad primitiva sehace cada vez más manifiesta. Si la madre quiere unavez más tener para sí sola el hijo que ha llevado en suseno, necesita sacarlo de la calle y de la sociedad de

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sus amigos. El niño, en cambio, prefiere las relacionesque ha anudado con sus semejantes a la sociedad en laque no ha entrado voluntariamente y en la que no hahecho más que nacer.

Pero la unión o la asociación son la disolución dela sociedad. Es decir, que una asociación puede dege-nerar en sociedad, como un pensamiento puede dege-nerar en una idea fija; en el pensamiento esto ocurrecuando se extingue la energía pensante (la actividad)del pensar mismo, (esa perpetua retracción de todoslos pensamientos que tienden a tomar demasiada con-sistencia). Cuando una asociación se ha cristalizado ensociedad, cesa de ser una asociación (porque la asocia-ción requiere que la acción de asociarse sea permanen-te), sólo consiste en el hecho de estar asociados y noes más que inmovilidad, fijación; como asociación estámuerta, es el cadáver de la asociación, es decir, que essociedad, comunidad. El partido proporciona un ejem-plo análogo de esta cristalización.

Que una sociedad, el Estado, por ejemplo, restrinjami libertad, no me preocupa. Yo bien sé que debo espe-rar ver mi libertad limitada por toda clase de potencias,

89 De nuevo, probablemente por motivos de censura, evitaponer Rusia (N.R.).

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por todo lo que sea más fuerte que Yo, hasta por cadauno de mis vecinos; aun cuando yo fuese el autócra-ta de todas las R…89 no gozaría de la libertad absoluta.Pero no me dejaré arrebatar mi individualidad. Y pre-cisamente es a la individualidad a la que la sociedadataca, ella es la que debe sucumbir bajo sus golpes.

Una sociedad a la que me adhiero me quita, sí, cier-tas libertades, pero en cambio me asegura otras. Im-porta igualmente bien poco que Yo mismo me prive,por ejemplo, por un contrato de tal o cual libertad. Porel contrario, defenderé celosamente mi individualidad.Toda comunidad tiende, más o menos según sus fuer-zas, a convertirse en una autoridad para sus miembrosy a imponerles límites. Ella les pide y debe pedirlescierto espíritu de obediencia, exige que sus miembrosse le sometan, que sean sus súbditos. Una comunidadsólo existe por la sujeción. Eso no quiere decir queno pueda admitir ciertos proyectos de mejoramiento yaceptar consejos y críticas encaminados hacia su bene-ficio; pero la crítica debemostrarse benévola, no puedeser insolente ni irreverente; en otros términos, se nece-sita dejar intacta y mantener sagrada la esencia de lasociedad. La sociedad no pretende que sus miembrosse eleven y se coloquen por encima de ella; quiere quepermanezcan dentro de los límites de la legalidad; es

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decir, que no se permitan más de lo que les permitenla sociedad y sus leyes.

Hay una gran distancia entre una sociedad que no li-mita más que mi libertad y una sociedad que limita miindividualidad. La primera es una unión, un acuerdo,una asociación. Pero lo que amenaza la individualidades un poder para sí mismo y por encima de mí, una po-tencia queme resulta inaccesible, que si bien, Yo puedoadmirar, honrar, respetar y adorar, no puedo ni domi-nar ni aprovechar, porque ante ella me resigno y ab-dico. La sociedad está fundada sobre mi resignación,mi abnegación y mi cobardía, a la que llaman humil-dad. Mi humildad hace su grandeza, mi sumisión susoberanía.

Pero, con respecto a la libertad, no hay diferenciaesencial entre el Estado y la asociación. Así como elEstado no es compatible con una libertad ilimitada, laasociación no puede nacer y subsistir si no restringealgunas formas de libertad. No se puede evitar de nin-gún modo cierta limitación de la libertad, porque esimposible liberarse de todo: no se puede volar como unpájaro, ya que no es posible desembarazarse del propiopeso; uno, aunque quiera, no puede vivir bajo el aguacomo un pez, porque tiene la necesidad de aire, es ésauna necesidad de la que no cabe liberarse y así suce-

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sivamente. La religión, y en particular el cristianismo,han torturado al hombre exigiéndole que realice lo an-tinatural, y ese impulso religioso extravagante llegó aelevar a rango de ideal a la libertad en sí, a la libertadabsoluta, lo que era ostentar en plena luz el absurdode los votos imposibles. Con todo, la asociación pro-porciona mayor libertad y podría considerarse comouna nueva libertad; uno escapa, en efecto, a la violen-cia inseparable de la vida en el Estado o la sociedad;sin embargo, no faltarán las restricciones a la libertady los obstáculos a la voluntad. Porque el objeto de laasociación no es precisamente la libertad, que sacrifi-ca a la individualidad, sino esta individualidad misma.Relativamente a ésta, entre el Estado y la asociación,la diferencia es grande. El Estado es el enemigo, el ase-sino de la individualidad; la asociación es su hija y suauxiliar; el primero es un Espíritu, que quiere ser ado-rado como Espíritu y como verdad, la segunda es miobra, ha nacido de Mí. El Estado es el señor de mi Es-píritu, quiere que crea en él y me impone un credo, elcredo de la legalidad. El ejerce sobre Mí una influenciamoral, reina sobre mi Espíritu, proscribe mi Yo paracolocarse en su lugar como si fuese mi verdadero Yo.En suma, es el verdadero Hombre, el Espíritu, el fan-tasma. La asociación, por el contrario, es mi obra, mi

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criatura: no es sagrada ni es una potencia espiritual su-perior a mi espíritu.90 Yo no quiero ser esclavo de mismáximas, sino exponerlas constantemente a mi crítica,sin ninguna garantía. Yo no les concedo ningún dere-cho de ciudadanía en Mí; pero aún menos pretendocomprometer mi porvenir en la asociación y venderlemi alma, como se dice cuando se trata del diablo y co-mo realmente es el caso cuando se trata del Estado ode una autoridad espiritual. Yo soy y sigo siendo pa-ra mí más que el Estado, más que la Iglesia, más queDios, etc., y por consiguiente, también infinitamentemás que la asociación.

La sociedad que el comunismo quiere fundar parece,a primera vista, acercarse mucho a la asociación tal co-mo yo la entiendo. El objeto que se propone es el biende todos, y cuando se dice de todos, debe entenderse— Weitling no se cansa de repetirlo — de absolutamen-te todos, de todos sin excepción. Pero ¿cuál será ese

90 Aunque Stirner retoma la idea individualista de libertad —que Bakunin criticará en Dios y el Estado —, es notable que, sinrenunciar a la autosuficiencia del individuo, llegue a superar lavisión puramente negativa que el liberalismo tiene de la vida ensociedad. El mecanismo es el mismo que en el resto del libro, puesel individuo se libera «apropiándose» del acto de asociarse, asícomo antes se había apropiado de sí mismo (N.R.).

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bien? ¿Hay un solo y mismo bien con una sola y mis-ma cosa? Si así es, se trata del verdadero bien. Y henosaquí precisamente en el punto en que comienza la tira-nía de la religión. El cristianismo dice: No se detenganen las vanidades de este mundo, busquen su verdade-ro bien: háganse cristianos piadosos. Ser cristiano, heahí el verdadero bien. Es el verdadero bien de todos,porque es el bien del Hombre como tal (del fantasma).Pero el bien de todos, ¿es, necesariamente, mi bien y túbien? Pero si Tú y Yo no consideramos este bien comoel nuestro, ¿tratarán de proporcionarnos el bien quecada uno de nosotros quiere? Al contrario, si Tú pre-fieres las delicias de la pereza, el goce sin trabajo, y lasociedad, que vela por el bien de todos, decretando queel bien verdadero es éste o aquél otro — por ejemplo,el goce adquirido honradamente con el trabajo — note ofrecerá precisamente aquello que Tú consideras tubien. El comunismo, que se hace el campeón del biende todos los hombres, aniquila precisamente el bien-estar de los que han vivido hasta el presente de susrentas y que probablemente se encuentran mejor coneso que con las horas de trabajo estrictamente regula-das que les promete Weitling. El mismo Weitling afir-ma que el bienestar de algunos millares de hombres nopuede ponerse en parangón con el bienestar de varios

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millones y exhorta a los primeros a renunciar a susventajas particulares por el amor del bien general. No,no exijan de la gente que sacrifiquen la menor parte delo que tienen a la comunidad; ésa es una manera cris-tiana de presentar las cosas y con la cual no se llega anada. Al contrario, exhórtenlos a no dejarse arrancarpor nadie lo que tienen, comprométanlos a asegurarsesu posesión de modo que sea duradera; y así serán mu-cho mejor comprendidos. Ellos llegarán por sí mismosa la conclusión de que el mejor medio de cuidar susbienes es aliarse con otros con ese objetivo; es decir:sacrificar una parte de su libertad, no por el interés detodos, sino por su propio interés. ¿Cómo se puede es-tar tentado todavía de apelar al espíritu de sacrificio yal amor desinteresado de los hombres? Es demasiadoconocido que esos bellos sentimientos, después de unagestación de varios millares de años, no han producidomás que la presente miseria. ¿Por qué obstinarse toda-vía en aguardar de la abnegación la venida de mejorestiempos? ¿Por qué no poner más bien la esperanza enla usurpación? Ya no vendrá la salvación de los man-sos y de los misericordiosos, ni tampoco de los quedan y de los que aman, sino únicamente de los que to-men, de los que se apropien y de los que sepan decir:esto es para Mí. El comunismo, y consciente o incons-

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cientemente, el humanismo que escarnece al egoísmo,siguen contando todavía con el amor.

Cuando la comunidad ha llegado a ser una necesi-dad para el hombre, cuando él siente que lo ayuda arealizar sus deseos, no tarda en imponerle sus leyes,las leyes de la sociedad, tomando rango de principio.El principio de los hombres llega así a reinar sobera-namente sobre ellos; viene a ser su ser supremo, suDios, y como tal, su legislador. El comunismo lleva es-te principio hasta sus más rigurosas consecuencias, yel cristianismo es la religión de la sociedad porque, co-mo Feuerbach lo dice exactamente aunque no quieradecir eso, el amor es la esencia del Hombre; es decir, laesencia de la sociedad o la esencia del Hombre social(comunista). Toda religión es un culto de la sociedad,del principio que rige al hombre social (al hombre cul-tivado); así, ningún dios es nunca el Dios exclusivo deun Yo; un dios siempre es el Dios de una sociedad o deuna comunidad, de una familia (Lar, Penates91), de unpueblo (dioses nacionales) o de todos los hombres. (Eles el padre de todos los hombres.)

Que no se espere llegar a destruir de arriba abajo ala religión, mientras que no se haya desechado previa-

91 Divinidades romanas que protegían a la familia (N.R.).

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mente la sociedad y todo lo que implica su principio.Pero el comunismo es precisamente la culminación deese principio, puesto que todo debe ser común a fin deque reine la igualdad. Una vez conquistada esta igual-dad, la libertad tampoco faltará, pero ¿la libertad dequién? ¡De la Sociedad! La Sociedad será entonces elgran absoluto, y los hombres existirán sólo los unospara los otros. ¡Será la apoteosis del Estado… del amor!

Pero Yo prefiero recurrir al egoísmo de los hombresque a sus servicios de amor, a su misericordia, a su ca-ridad, etc. El egoísmo exige la reciprocidad (Tú a Mí,como Yo a Ti); él no hace nada por nada y si ofrece susservicios es para que los compren. Pero ¿cómo obtenerel servicio del amor? El azar quizá pueda hacer que yome encuentre con un buen corazón. Y yo, ya sea pormi miserable apariencia, ya sea por mi angustia, mimiseria, o por mi sufrimiento, sólo puedo obtener sucaridad mendigando sus servicios. — ¿Y qué puedo Yoofrecerle a cambio de su asistencia? ¡Nada! Es necesa-rio que Yo la reciba como un regalo. El amor no se paga,o, digámoslo mejor, el amor puede, sí, pagarse, pero só-lo con amor (un servicio vale otro). ¡Qué miseria, quémendicidad recibir de año en año, sin dar nunca nadaa cambio, los dones que nos hace, por ejemplo, el po-bre trabajador! Quien se beneficia de esta forma, ¿qué

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puede hacer por el otro a cambio de esos céntimos queacumulados forman, sin embargo, toda su fortuna? Eltrabajador sería más afortunado si el que engorda consus laboriosos beneficios no existiera, ni sus leyes, nisus instituciones que él además paga. ¡Y a pesar de to-do, el pobre diablo ama todavía a su señor!

No, la comunidad como objetivo de la historia, hastael presente es imposible. Deshagámonos cuanto antes

92 En este retorcido parágrafo se vuelven evidentes tanto elsolipsismo como el anarquismo de Stirner: al renunciar a todo ni-vel trascendente de explicación, la perspectiva de cada «Único»no puede ser nunca subsumida en una visión más general. Aun-que podamos ser catalogados como hombres y, por lo tanto, comoiguales, no «somos» (en un sentido «fuerte» del verbo ser), no po-demos ser «Hombres», puesto que Hombre es un concepto, unaidea, un fantasma. Que cada uno pueda ser un individuo, igual alos otros, que se «apropia» del mundo, es irrelevante desde la pers-pectiva del «único», puesto que a cada uno (y sólo a cada uno) lecorresponde liberarse. Por otra parte, ésta es una veta que marcala fuerte afinidad de Stirner con el resto de los autores anarquis-tas, al menos en lo que los distingue de otras ideologías «liberado-ras»: no es la llegada de la «sociedad sin clases» la que liberará alos individuos, sino que serán los individuos los que liberándosepodrán — si quieren — instaurar tal sociedad. De este modo resul-ta rechazada de plano la posibilidad de una vanguardia tal comola entiende el marxismo. Esto no implica, de todos modos, que losindividuos no puedan propagar sus ideas socialistas, sino, simple-mente, que su motivo no será el «amor a la humanidad», sino el

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de toda ilusión hipócrita acerca de esto, y reconozca-mos que si como Hombres somos iguales, tampoco so-mos iguales puesto que no somos Hombres. No somosiguales, sino en el pensamiento; lo que hay de igualen Nosotros, es en el Nosotros como pensamiento, yno como somos en realidad y en persona. Yo soy Yoy Tú eres Yo, pero Yo no soy ese Yo pensado; no espor él por lo que todos somos iguales, porque él no esmás que mi pensamiento. Yo soy Hombre y Tú eresHombre, pero el Hombre no es más que una idea, unageneralidad abstracta. Ni Yo ni Tú podemos ser expre-sados; somos indecibles, porque solo las ideas puedenser expresadas y fijarse en una palabra.92

Dejemos, pues, de aspirar a la comunidad; aspire-mos más bien a la particularidad. No busquemos la co-lectividad más amplia, la sociedad humana, no busque-mos en los demás más que medios y órganos que po-ner en acción con nuestra propiedad. En el árbol y enel animal no vemos a nuestros semejantes, y la hipóte-sis, según la cual los demás serían nuestros semejantes,resulta de una hipocresía. Nadie es mi semejante, pe-

interés en que la sociedad se organice de tal manera que la libertadindividual (la posibilidad de decidir sobre la propia existencia) noencuentre tantos obstáculos como en el régimen capitalista (N.R.).

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ro, semejante como todos los demás seres, el hombrees para Mí una propiedad. En vano se me dice que Yodebo ser hombre con el prójimo (Bruno Bauer, La cues-tión judía, p. 60) y que debo respetar a mi prójimo. Na-die es para Mí un objeto de respeto; mi prójimo, comotodos los demás seres, es un objeto por el cual tengo ono tengo simpatía, un objeto que me interesa o que nome interesa, al que puedo o no puedo utilizar.

Si me puede ser útil, acepto entenderme con él, enasociarme con él para que ese acuerdo aumente mifuerza, para que nuestras potencias reunidas produz-can más de lo que una de ellas podría hacerlo aislada-mente. Pero Yo no veo en esa unión nada más que lamultiplicación de mi fuerza, y no la conservo sino entanto que es mi fuerza multiplicada. En ese sentido esuna asociación.

La asociación no se mantiene por un lazo natural,ni por un lazo espiritual; no es ni una sociedad naturalni una sociedad moral. No es ni la unidad de la san-gre, ni la unidad de la creencia (es decir, de Espíritu)lo que la engendra. En una unión natural — como unafamilia, una tribu, una nación o hasta la humanidad— los individuos no tienen más que el valor de ser unejemplar de un mismo género o de una misma especie;es decir, en una sociedad moral, como una comunidad

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religiosa o una iglesia, el individuo no representa másque unmiembro animado del Espíritu común; tanto enuno como en otro caso, lo que Tú eres como Único de-be pasar a segundo término y borrarse. No es más queen la asociación donde la unicidad de ustedes puedeafirmarse, porque la asociación no los posee, pero encambio ustedes la poseen y se sirven de ella.

En la asociación y sólo en la asociación, la propie-dad toma su verdadero valor y es realmente propie-dad, puesto que en ella, yo no debo a nadie lo que esMío. Los comunistas no hacen más que proseguir con-secuentemente un estado de cosas que dura desde quecomenzó la evolución religiosa y la del Estado, es decir,la falta de propiedad, el feudalismo.

El Estado se esfuerza en disciplinar las apetenciasde los individuos; en otros términos, trata de dirigir-las exclusivamente a sí y satisfacerlas con lo que sóloél puede ofrecer. El Estado no quiere saciar el apetitopor la voluntad del apetito mismo; él deshonra dandoel nombre de egoísta al que manifiesta deseos por fue-ra de su regla, y el hombre egoísta es su enemigo. Lo esporque el Estado, incapaz de comprender al egoísta, nopuede entenderse con él. Como el Estado (y no podríaser de otro modo) no se ocupa más que de sí mismo, nose informa de mis necesidades y no se preocupa de mí

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más que para corromperme y falsearme, es decir, pa-ra hacer de Mí otro Yo, un buen ciudadano. El Estadoutiliza una serie de medidas para mejorar las costum-bres. ¿Y con qué medio se atrae a los individuos? Através de sí mismo, es decir, de lo que es del Estado,a través de la propiedad del Estado. Se ocupa incansa-blemente en hacer participar a todo el mundo de susbienes, en hacer que todo el mundo se aproveche delas ventajas de la instrucción; los pone en condicionesde llegar por las vías de la industria a la propiedad, esdecir, a la enfeudación. Señor generoso, no exige de us-tedes, a cambio de esa investidura, más que el legítimohomenaje de un reconocimiento perpetuo.

En la asociación, Tú tienes todo tu poder, toda turiqueza, y te haces valer en ella. En la sociedad, Túy tu actividad son utilizados. En la primera, Tú vivescomo egoísta; en la segunda vives como Hombre, esdecir, religiosamente; trabajas en la viña del Señor. Túdebes a la sociedad todo lo que tienes, a ella le debeslealtad y estás atormentado por deberes sociales; en laasociación, no eres deudor de nada, ella te sirve y Túla abandonas sin escrúpulos cuando ya no te ofreceventajas. Si la sociedad es más que Tú, la harás pasardelante de ti y te harás su servidor; la asociación estu instrumento, tu arma; ella agudiza y multiplica tu

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fuerza natural. La asociación no existe más que para tiy por ti; la sociedad, por el contrario, te reclama comosu bien y puede existir sin ti: la sociedad se sirve de tiy Tú te sirves de la asociación.

Probablemente se objetará que el acuerdo que he-mos concluido puede hacerse molesto y limitar nues-tra libertad; se dirá que, en definitiva, también acorda-mos con que cada uno tenga que sacrificar una partede su libertad en interés de la comunidad. Pero de nin-guna manera es a la comunidad a quien se hará ese sa-crificio, lo mismo que no es por amor a la comunidado a cualquier otro por lo que Yo he hecho un contrato;si me asocio es por mi propio interés, y si sacrifica-ra alguna cosa sería también en interés mío, por puroegoísmo. Por otra parte, en materia de sacrificio no re-nuncio más que a lo que se escapa a mi poder; es decir,no sacrifico absolutamente nada.

Volviendo a la propiedad, el señor es el propietario.Y ahora escoge: ¿quieres ser el señor o quieres que lasociedad sea la señora? ¡De ello dependerá que Tú seasun propietario o un indigente! El egoísmo hace al pro-pietario, la sociedad hace al indigente. Indigencia o au-sencia de propiedad, tal es el sentido del feudalismo,del régimen de vasallaje, que, desde el pasado siglo noha hecho más que cambiar de señor, poniendo al Hom-

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bre en lugar de Dios y haciendo un feudo del Hombre.Hemos mostrado anteriormente que la indigencia delcomunismo es llevada, por el principio humanitario, ala indigencia absoluta, a la más indigente de las indi-gencias; pero hemos mostrado también que sólo poresta vía la indigencia puede conducir a la individuali-dad. El antiguo régimen feudal ha sido tan completa-mente aniquilado por la Revolución, que toda reacción,por más habilidad que despliegue en galvanizar el ca-dáver del pasado, está en adelante condenada a abortarmiserablemente, porque lo que está muerto, muerto es-tá. Pero en la historia del cristianismo, la resurreccióntambién debía mostrarse como una verdad y así lo hahecho en un mundo nuevo: el feudalismo ha resucita-do con un cuerpo transfigurado, un feudalismo nuevobajo la alta soberanía del Hombre.

El cristianismo no ha sido aniquilado, y sus fielestenían razón en creer que los asaltos que ha sufridohasta el presente, fueron sólo tentativas de purificarloy fortalecerlo. En realidad, el cristianismo no ha hechosino transfigurarse, y el cristianismo descubierto es el«cristianismo humano». Vivimos todavía en plena eracristiana, y quienes más se irritan por eso son precisa-mente los que más contribuyen a conservarlo. Cuan-to más humano es el feudalismo, más nos agrada: no

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reconocemos ya el carácter del feudalismo en lo que,llenos de confianza, tomamos por nuestra propiedad;y creemos haber encontrado lo que es nuestro cuandodescubrimos lo que pertenece al Hombre.

Si el liberalismo quiere darme lo que es mío, no esporque vea en ello lo mío, sino lo humano. ¡Como si,bajo ese disfraz, me fuera posible alcanzarlo! Inclusivelos derechos del Hombre, ese producto de la Revolu-ción tan elogiado, deben entenderse en este sentido:el Hombre que está en Mí me da derecho a tal y cualcosa: en cuanto individuo, es decir, tal como soy, notengo ningún derecho; los derechos son el patrimoniodel Hombre, y él es quien me autoriza y me justifica.Como Hombre, puedo tener un derecho, pero Yo soymás que Hombre, Yo soy un hombre particular, y estederecho me puede ser negado a Mí, el particular. Perosi ustedes saben estimar la riqueza que les pertenece,si tienen sus talentos adecuadamente valorados, si nopermiten que se los fuerce a venderlos por debajo de suvalor, si no se dejan convencer de que su mercancía noes preciosa, si no se hacen a ustedes mismos ridículospor un «precio irrisorio», sino que imitan al valienteque dice: «Yo vendería cara mi vida» (mi propiedad), elenemigo no podrá obtenerla a bajo costo, entonces ha-brán reconocido como verdadero lo contrario del Co-

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munismo, y no se les podrá ya decir: «¡Renuncien a supropiedad!» En cambio, ustedes responderán: «quere-mos aprovecharla».

En el frontispicio de nuestro siglo no se lee ya la má-xima délfica: «¡Conócete a ti mismo!» sino esta otra:«¡Explótate a ti mismo!»

Proudhon dice que la propiedad es «el robo». Perolo propiedad de otro (sólo hablo de ese) no existe másque por el hecho de una renuncia, de un abandono,como una consecuencia de mi humildad; es un regalo.¿Qué significan entonces todos esos gestos sentimen-tales? ¿Por qué apelar a la compasión como un pobrerobado cuando uno no es más que un imbécil y un co-barde dispensador de regalos? Y ¿por qué echar siem-pre la culpa a los demás y acusarlos de robarnos, cuan-do somos nosotros mismos los que estamos en falta norobándolos? Si hay ricos, la culpa es de los pobres.

En general, nadie se indigna ni protesta contra supropia propiedad; no se irritamás que contra la de otro.No es en realidad a la propiedad a la que se ataca, sinoa la propiedad ajena; lo que se combate es, para em-plear una palabra que forme contraste con propiedad,la alienidad. Y ¿cómo se hace? En vez de transformar loalienurn en proprium y apropiarse del bien extraño, seadoptan aires de imparcialidad y de desprendimiento,

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pidiendo, en cambio, que toda propiedad sea abando-nada a un tercero (por ejemplo, a la sociedad huma-na). Se reivindica el bien ajeno no en nombre de unomismo, sino en nombre de un tercero. ¡Entonces, todahuella de «egoísmo» desaparece y todo se hace de lamanera más pura, de la manera más humana!

Una radical inhabilidad del individuo para ser pro-pietario, una radical indigencia, tal es la «esencia delCristianismo» y de toda religiosidad (piedad, morali-dad, humanidad); ese es el principio que, velado enotro tiempo, encabeza el alegre mensaje de la «reli-gión nueva». Es la evolución de ese nuevo Evangeliolo que tenemos ante la vista en la lucha que se traba ac-tualmente contra la propiedad y que debe conducir alhombre a la victoria; la victoria de la humanidad es eltriunfo del Cristianismo. Y ese Cristianismo, que acabatan sólo de ser descubierto, es el feudalismo perfecto,la servidumbre universal, la perfecta indigencia.

¿Es, pues, a una nueva «revolución» a la que llamaese nuevo feudalismo?

Revolución e insurrección no son sinónimos. La pri-mera consiste en una transformación del orden esta-blecido, del status del Estado o de la Sociedad; no tiene,pues, más que un alcance político o social. La segun-da conduce inevitablemente a la transformación de las

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instituciones establecidas. Pero no surge con este pro-pósito, sino por el descontento de los hombres. No esun motín, sino el alzamiento de los individuos, una su-blevación que prescinde de las instituciones que puedaengendrar. La revolución tiende a organizaciones nue-vas, la insurrección conduce a no dejarnos organizar,sino a organizamos por nosotros mismos, y no cifrasus esperanzas en las organizaciones futuras. Es unalucha contra lo que está establecido en el sentido deque, cuando triunfa, lo establecido se derrumba por sísolo. Es mi esfuerzo para desprenderme del presenteque me oprime. Cuando lo he logrado, ese presentemuere y, naturalmente, se descompone. En suma, nosiendo mi objetivo derribar lo establecido, sino elevar-me por encima, mis intenciones y mis actos no tienennada de político, ni de social; son egoístas porque notienen otro objetivo que Yo y mi individualidad.

La revolución ordena organizarse; la insurrecciónreivindica la sublevación o el levantamiento. El proble-ma que preocupaba a los cerebros revolucionarios erala elección de una constitución; toda la historia políti-

93 Para asegurarme contra una acción penal, advierto que es-toy utilizando el término « sublevación» en su acepción etimoló-gica, y por ende no en el sentido en que aparece prohibida en elcódigo penal.

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ca de la Revolución está llena de luchas y cuestionesconstitucionales; igualmente, los genios del socialismose han mostrado asombrosamente fecundos en institu-ciones sociales (falansterios, etc.). Pero una insurrec-ción ansia liberarse de toda constitución.93

Mientras que, para lograr mayor claridad, pienso enuna comparación, el fundamento del cristianismo seme hace evidente. En el campo liberal se reprocha alos primeros cristianos haber predicado la obedienciaa las leyes paganas existentes, haber prescripto reco-nocer la autoridad pagana y haber ordenado franca-mente dar al César lo que es del César. ¡Qué agitación,sin embargo, en aquel momento contra la dominación,cuan sediciosos semostraban los judíos y hasta losmis-mos romanos para con el poder que regía el mundo;en una palabra, cuan generalizado era el «desconten-to político»! Pero los cristianos no quisieron notarloni asociarse a las «tendencias liberales de la época».Las pasiones políticas estaban entonces de tal modosobrexcitadas que, como se ve en los Evangelios, no secreyó poder acusar con más éxito al fundador del Cris-tianismo que imputándole «maquinaciones políticas»;los mismos Evangelios nos enseñan, no obstante, quenadie se interesaba menos que él en los manejos polí-ticos corrientes. ¿Por qué, pues, no fue un revolucio-

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nario o un demagogo como los judíos querían hacerlocreer? ¿Por qué no fue un liberal? Porque no esperabala salvación de la reforma de las instituciones y todo logubernamental y administrativo le era completamenteindiferente. No era un revolucionario, como lo fue, porejemplo, César, sino un insurrecto; no trataba de derri-bar a un gobierno, sino de elevarse él mismo. Así se ate-nía a sumáxima: «Sed prudentes como las serpientes»,la de que «dad al César lo que pertenece al César» noera más que la aplicación a un caso especial. En efecto,no hacía una campaña liberal o política contra la auto-ridad establecida, pero quería, sin inquietarse ni dejar-se turbar por esa autoridad, seguir su propia vía. Perosin ser un sedicioso, un demagogo o un revolucionario,no dejó de ser, como cada uno de los cristianos primi-tivos, un insurrecto, elevándose por encima de todo loque el Gobierno y sus adversarios tenían por augusto,libertándose de todos los lazos que trababan a unos yotros y destruyendo al mismo tiempo las fuentes dela vida del mundo pagano entero, incapaz ya, por lodemás, de mantener en su brillo el sistema establecido.Precisamente porque no pretendía el derrumbamientodel orden establecido, fue su más mortal enemigo y suverdadero destructor. Porque él lo tapió en su tumba,y tranquilo, sin una mirada para los vencidos, elevó su

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templo, sin prestar oído a los gritos de dolor de los quehabía enterrado bajo sus ruinas.

Y ahora, ¿lo que sucedió con el mundo pagano su-cederá con el mundo cristiano? Una revolución no al-canzará ciertamente su objetivo, si antes no se ha rea-lizado una insurrección.

¿A qué tienden mis relaciones con el mundo? Yoquiero gozar de él; para eso es preciso que sea mi pro-piedad, y quiero, pues, conquistarlo. Yo no quiero lalibertad de los hombres, no quiero la igualdad de loshombres, no quiero más que mi poder sobre los hom-bres, que sean mi propiedad, gozarlos. Y si ellos se opo-nen a esto, ¿qué hacer? El derecho de vida y muerteque se han reservado la Iglesia y el Estado, tambiénme pertenece. Estigmaticen, si quieren, a la viuda deoficial que, durante la retirada de Rusia, habiendo per-dido una pierna por bala de cañón, se quitó su liga, es-tranguló con ella a su hijito, y luego se desangró al ladodel cadáver. ¡Quién sabe los servicios que hubiera pres-tado ese niño al mundo de haber vivido! ¡Y la madrelo mató, porque quería morir contenta y tranquila! Esahistoria conmueve quizá todavía nuestro sentimenta-lismo, pero no saben extraer de ella nada más. Sea. Encuanto a mí, quiero mostrar con ese ejemplo que es misatisfacción la que decide mis relaciones con los hom-

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bres, y que no hay acceso de humildad que no puedahacerme renunciar al poder de vida y de muerte.

En cuanto a los deberes sociales en general, no co-rresponde a un tercero fijar mi posición frente a losdemás, no es, por consiguiente, ni Dios, ni la Huma-nidad, quienes pueden determinar las relaciones entremí y los hombres; soy Yo el que tomo posición. Esoequivale a decir más claramente: Yo no tengo deberescon los demás, como no tengo deberes conmigo (porejemplo, el deber de la conservación, opuesto al suici-dio), a menos que yo me desdoble (separando mi almainmortal de mi existencia terrestre, etc.).

Yo ya no me humillo ante ningún poder. Yo consi-dero que cualquier poder no es mayor que el Mío, yque debo abatirlo en cuanto amenace oponerse a Mí,o hacerse superior a Mí. Todo poder no puede ser con-siderado sino como uno de mis medios para llegar asus fines. A todos los poderes que fueron mis señores,los rebajo, pues, al papel de mis servidores. Los ídolosno existen más que por Mí; basta que deje de crear-los, para que desaparezcan: solamente hay poderes su-periores porque yo los levanto y me pongo debajo deellos.

He aquí, pues, en qué consisten mis relaciones conel mundo. Yo no hago ya nada por él, ni por el amor de

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Dios, no hago ya nada por el amor del Hombre, sinopormi propio amor. Así, tan sólo el mundo puede satis-facerme, mientras quienes lo consideran desde el pun-to de vista religioso (en el cual, nótenlo bien, incluyoel punto de vista moral y humano), el mundo siguesiendo un piadoso deseo (pium desiderium), es decir,un más allá, una inaccesibilidad. Tales son la felicidaduniversal, el mundo moral, en el que reinarían el amoruniversal, la paz eterna, la extinción del egoísmo, etc.¡Nada en este mundo es perfecto! Ante estas tristespalabras, los buenos se apartan del propio mundo yse refugian en el oratorio o en el orgulloso santuariode su conciencia. Pero nosotros permanecemos en es-te mundo imperfecto: tal como es, sabemos utilizarlopara nuestro disfrute.

Mis relaciones con el mundo consisten en que yodisfruto de él y lo utilizo para mi goce. «Mis relacio-nes» son esta utilización del mundo, y pertenecen ami disfrute de mí mismo.

III. Mi goce de mí

Estamos en la transformación de una época. El mun-do no ha pensado hasta el presente más que en con-

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quistar la vida, su único cuidado ha sido vivir. Ya seaque toda actividad esté encaminada hacia las cosas deaquí abajo o que se oriente hacia el más allá, hacia lavida temporal o hacia la eterna, ya se aspire al «pan co-tidiano» («el pan nuestro de cada día dánosle hoy»)94,o al «pan sagrado» («el verdadero pan del cielo», «elpan de Dios es aquel que descendió del cielo y da vi-da al mundo», «el pan de vida»)95, ya sea que uno sepreocupe de la «querida vida» o de la «vida eterna»,el fin de todo esfuerzo, el objeto de todas las inquie-tudes no cambia; tanto en uno, como en otro caso, loque siempre se busca es la vida. ¿Demuestran las ten-dencias modernas otra preocupación? Se quiere quelas necesidades de la vida no sean ya un tormento pa-ra nadie, y se enseña, por otra parte, que el hombredebe ocuparse de este mundo y vivir su vida real, sininútiles preocupaciones por el más allá.

Tomemos la cuestión desde otro punto de vista:aquel cuya única inquietud es vivir, no puede pensaren gozar de la vida. En tanto que su vida esté en cues-tión, en tanto que tenga que temblar por conservarla,no puede consagrar todas sus fuerzas a servirse de ella,

94 De la versión clásica del Padrenuestro (N.R.)95 Juan, 6, 32,33, 48 (N.R.)

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es decir, a gozarla. ¿Pero cómo gozar de ella? Usándo-la, así como se quema la vela que ilumina, así usa unode la vida y de sí mismo, consumiéndola y consumién-dose. Gozar de la vida es devorarla y destruirla.

Pues bien, ¿qué hacemos? Buscamos el goce de la vi-da. ¿Y qué es lo que hacía el mundo religioso? Buscabala vida. ¿En qué consiste la «verdadera vida», la «vidabienaventurada», etc.? ¿Cómo llegar a ella? ¿Qué debehacer el hombre, y qué es lo que debe ser para ser unverdadero viviente? ¿Qué deberes le impone esta voca-ción? Estas preguntas y otras semejantes, indican quelos que las hacen están todavía buscándose, buscandosu verdadero sentido, el sentido que su vida debe te-ner para ser verdadera. «¡Lo que soy no es más que unpoco de sombra y de espuma; lo que seré, será mi ver-dadero yo!». Perseguir ese yo, prepararlo, realizarlo,tal es la pesada tarea de los mortales; ellos no muerenmás que para resucitar, no viven más que para moriry para encontrar la verdadera vida.

Solamente cuando estoy seguro de mí y cuando yano me estoy buscando, soy verdaderamente mi propie-dad. Entoncesme poseo y por esome empleo y gozo demí. Pero, por el contrario, en tanto que crea que tengoque descubrir todavía mi verdadero yo, en tanto quepiense que debo hacer de forma tal que el que vive en

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mi no sea Yo, sino el cristiano o cualquier otro yo es-piritual, es decir, cualquier fantasma tal como el Hom-bre, la esencia del Hombre, etcétera, me estará siempreprohibido gozar de mi mismo.

Hay un abismo entre estas dos concepciones: segúnla antigua, yo soy mi fin; según la nueva, yo soy mipunto de partida; según una, yo me busco; según laotra, yo me poseo y hago de mí lo que haría de cual-quier otra de mis propiedades, gozo de mí según miagrado. Ya no tiemblo por mi vida, sino que la «derro-cho».

La cuestión, en adelante, no es ya saber cómo con-quistar la vida, sino cómo gastarla y gozar de ella; nose trata ya de hacer florecer enmí el verdadero yo, sinode hacer mi vendimia y consumir mi vida.

¿Qué es el ideal, sino el Yo siempre buscado y nun-ca alcanzado? ¿Ustedes se buscan? Eso es porque aúnno se poseen. ¿Ustedes se preguntan por lo que debenser? ¡Entonces no lo son! Sus vidas no son más que lar-gas y apasionadas esperas: durante siglos se ha vividoen laesperanza. Pero vivir es algo bien distinto en eldisfrute de sí.

¿Mis palabras se dirigen sólo a los llamados piado-sos? De ningún modo; mis palabras se aplican a todoslos que pertenecen a esta época que se extingue y aun

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a sus alegres vividores. Para ellos también existe undomingo después de los días de trabajo, y los bulliciosde la vida son seguidos del ensueño de un mundo me-jor, de una dicha universal, en una palabra, de un Ideal.¡Pero, me dirán, al menos los filósofos deben oponer-se a los devotos! ¿Ellos? ¿Alguna vez han pensado enotra cosa que no haya sido en el ideal y acaso han te-nido en cuenta a algo que no fuese el yo absoluto? Portodas partes espera, aspiraciones; por todas partes le-janas quimeras, largas esperanzas y nada más. En miopinión: románticos.

Para triunfar sobre la aspiración a la vida, el goce dela vida debe vencerla bajo la doble forma, que introdu-ce Schiller en «El ideal y la vida»96: aplastando tanto laangustia espiritual como la temporal y exterminandoa la vez la sed del ideal y el hambre del pan cotidiano.El que tiene que usar su vida en conservarla, no pue-de gozar de ella, y el que busca la vida no la tiene, ytampoco puede gozar de ella: los dos son pobres, pero«¡bienaventurados los pobres!».

Los hambrientos de la «verdadera vida» no tienenya ningún poder sobre su vida presente, porque la de-

96 Friederich von Schiller, El ideal y la vida [Poema filosóficode 1796 (N.R.)].

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ben consagrar a la conquista de la verdadera vida ysacrificarla al cumplimiento de esta tarea y de este de-ber. Aún cuando los devotos que esperan la vida en elotro mundo, y que ven este como una mera prepara-ción, como el pago de su vida terrena, la cual ponenal servicio de la esperada vida celestial, parecen biendistintos; se cometería un gran error si se afirmara quelos más racionalistas e ilustrados son menos sacrifica-dos. La «vida verdadera» tiene un sentido mucho masextenso que aquel que el término «celestial» puede lle-gar a expresar. Y entonces, para llegar inmediatamentea la concepción liberal de la vida, la vida «humana» o«verdaderamente humana» ¿no es la vida verdadera?¿Hay qué tomarse tanto trabajo para conseguir esa vi-da humana, o el primero que llega la vive desde el mo-mento en que comienza a respirar? Para cada uno ¿ellaes el presente, lo que tiene y lo que es en la actualidad?,¿o debe tender a ella como si fuera una vida futura ala que no poseerá sino después de haberse «lavado lamancha del egoísmo?» En ese sentido, la vida no se-ría más que la conquista de la vida, no se viviría másque para hacer vivir en sí la esencia del Hombre y porel amor de esa esencia. Sólo tendría uno su vida paracrear una «verdadera vida» purificada de todo egoísmo.Y he ahí por qué uno vacila en emplearla en la medida

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de sus deseos: ella ya tiene su objeto, y no se la puededesviar de él.

En suma, se tiene una vocación, un deber; con suvida uno tiene algo que realizar, algo que cumplir; ese«algo», respecto a lo que la vida no es más que un me-dio y un instrumento, tiene más importancia que ellamisma; un algo al que le debemos la vida. Se tiene undios que reclama víctimas vivientes. Los sacrificios hu-manos no han desaparecido, simplemente fueron per-diendo su brutalidad con el paso del tiempo; a cada ins-tante, los criminales son ofrecidos en holocausto a laJusticia, y nosotros, «pobres pecadores», nos inmola-mos a nosotrosmismos en el altar de la «esencia huma-na», del «Hombre», de la «Humanidad», de los ídolos,de los dioses, cualquiera que sea el nombre que se lesdé.

Pero, porque le debemos nuestra vida a algo o a al-guien, es que — y éste es el siguiente punto — no tene-mos derecho a quitárnosla.

97 Stirner retoma una analogía formulada en la primer partedel libro: desde la perspectiva del único, no hay diferencia entrecristianos y judíos, puesto que, según Stirner, ambos pondrían losbienes — espirituales o materiales, lo mismo da —, por encima desí mismos (N.R.).

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Las tendencias conservadoras del Cristianismo nopermiten al cristiano pensar en lamuerte de otromodoque no sea despojada del aguijón que la hace dolorosa,lo que les permite continuar con su vida y preservarseperfectamente. El cristiano — archi-judío97 —, desde elmomento en que puede contar con que se lo indem-nizará en el cielo, acepta todo lo que le pueda ocurriry toma sus males con paciencia. No le está permitidomatarse; sólo puede preservarse y trabajar en «prepa-rarse su puesto para más tarde». Lo que toma con totalseriedad es la perpetuidad, el triunfo sobre la muerte:«Y el postrer enemigo que será destruido es la muer-te»98, «…nuestro Salvador Jesucristo, el cual quitó lamuerte y sacó a luz la vida y la inmortalidad por elevangelio».99 «Inmortalidad», estabilidad.

El hombre moral quiere el bien, lo justo, etc.; si uti-liza los medios que conducen a estos fines, no por esoesos medios son los suyos, sino que son los del bien,de lo justo, etc. Los medios nunca son inmorales, por-que el fin que permiten alcanzar es bueno: el fin justi-fica los medios; esta máxima, aunque considerada co-mo «jesuítica» es «moral» de pies a cabeza. El hombre

98 Ia Corintios, 15, 26.99 2a Timoteo, 1,10.

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moral es el servidor de un fin o de una idea, él se haceel instrumento de la idea de bien, así como el hombrepiadoso está orgulloso de ser el obrero, el instrumentode Dios. Los mandamientos de la moral ordenan comobueno aguardar la hora de la muerte; darse a sí mismola muerte es inmoral y malo: el suicidio no tiene nin-gún perdón que esperar del tribunal de la moralidad.El hombre religioso lo condenaba porque «no eres túquien te has dado la vida, ha sido Dios y sólo Dios pue-de quitártela».

Como si Dios, aún aceptando la perspectiva cristia-na, no me la estuviera quitando igualmente ya se tratedel suicidio, de una teja floja o de una bala hostil, pues-to que él ha hecho nacer en mi la resolución de darmemuerte). El hombre moral, por su parte, lo condena:«porque yo debo mi vida a la patria», etc., «porque talvez de mi vida hubiera podido resultar todavía algúnbien». Si yo me mato, el bien pierde conmigo, natural-mente, un instrumento, así como el Señor cuenta conun obrero menos en su viña si yo muero. Si yo fui in-moral, el Bien se aprovechará de mi mejoramiento: sifui impío, Dios se regocijará de mi constricción. El sui-cidio es tan criminal para con Dios como para con lavirtud. Tú que te quitas la vida, olvidas a Dios, si eresreligioso, y olvidas el deber, si eresmoral. Lamuerte de

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Emilia Galotti100 ¿es justificable bajo el punto de vistade lamoralidad? Sacrificar la vida por estar tan impreg-nada de castidad, ese bienmoral, es ciertamente moral;pero, en cambio, no tener bastante confianza en si mis-ma para osar afrontar los lazos de la carne, es inmoral.El conflicto trágico que forma el fondo de todo dramamoral, reposa, generalmente, sobre una antinomia deesta clase; hay que pensar y sentir moralmente paraser capaz de interesarse en esos conflictos.

Todo lo que se puede decir en nombre de la moraly de la piedad a propósito del suicidio, se puede igual-mente decir si se habla en nombre de la humanidad, yaque igualmente uno es responsable de su vida ante elHombre, ante la humanidad, ante el género humano.La conservación de mi vida es asunto mío solamen-te cuando no me reconozco obligación para con nadie.«¡Un salto desde lo alto de ese puente me hace libre!».

Pero si le debemos al Ser que tenemos que hacer vi-vir en nosotros, cualquiera que sea, conservar la vidade la que somos depositarios, no es menos nuestro de-ber, aparte de eso, no emplear esa vida a nuestro gusto,sino regularla según ese Ser y conformarla a él. Todo

100 Ver nota 29.

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mi pensar, todo mi sentir, todo mi querer, todos misactos, todos mis esfuerzos le pertenecen a él.

La idea que tenemos de ese Ser determina lo que eslo adecuado para él. Pero esa idea, ¿de cuántas mane-ras se ha concebido?; y ese Ser, ¿bajo cuántas formasse nos ha representado? El mahometano cree que elSer Supremo exige de él una cosa, y el cristiano creeque reclama otra muy distinta; ¡con cuantos aspectosdiferentes se les debe presentar la vida! Pero al menostodos están de acuerdo en creer que corresponde al SerSupremo juzgar sus vidas.

No me detendré más tiempo en los devotos que tie-nen en Dios un guía y en su palabra un hilo conductor,no los he citado más que para memoria; pertenecen auna fauna extinguida y, como restos petrificados, pue-den descansar inmóviles en sus lugares. Hoy ya no sonlos piadosos, sino los liberales los que hablan alto, y lamisma piedad ya no puede evitar enrojecer un pocosus pálidas mejillas con el colorete liberal. Los libera-les no honran en Dios a su guía ni suspenden su vidadel hilo conductor de la Palabra divina; se guían por elHombre, y a lo que aspiran ya no es a una vida «divi-na», sino a una vida «humana».

El Ser Supremo del liberal es «el Hombre»; el Hom-bre es su mentor y la humanidad es su catecismo. Dios

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es espíritu, pero el hombre es «el espíritu perfecto», elresultado final de la conquista del espíritu, a la que sededicaron «sondeando las profundidades de la divini-dad», es decir, las profundidades del espíritu.

Cada uno de tus rasgos debe ser humano; tú mismodebes ser humano de pies a cabeza, en tu interior comohacia afuera; porque la humanidad es tu llamado.

¡Llamado — destino — tarea!Lo que uno puede llegar a ser, es lo que uno llega a

ser. El disfavor de las circunstancias podrá, privándolode los largos, pero indispensables estudios prelimina-res, impedir al que nació poeta ser el primero de sutiempo y no permitirle producir obras maestras; perohará versos, ya sea un peón de campo o tenga la suertede vivir en la corte de Weimar. El músico hará música,aunque, por falta de instrumento, tuviera que soplaren una caña.

Una cabeza filosófica meditará grandes problemas,ya adorne los hombros de un filósofo de Universidado de un filósofo de aldea. En fin, el imbécil, que pue-de ser al mismo tiempo un malintencionado (las doscosas van muy bien juntas; cualquiera que haya fre-cuentado los colegios, si pasa revista a sus antiguoscondiscípulos, encontrará en su memoria varios ejem-plos), el imbécil, digo, permanecerá siempre imbécil,

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ya se le haya enseñado y ejercitado para ser jefe deoficina o para limpiar las botas de dicho jefe. Los ce-rebros obtusos forman, indiscutiblemente, la clase hu-mana más numerosa. Pero ¿por qué no habría en laespecie humana las mismas diferencias que es imposi-ble desconocer en cualquier especie animal? En todasellas se encuentran seres más o menos bien dotados.

Pocos humanos, sin embargo, son lo bastante obtu-sos como para que no se les pueda inspirar algunasideas. Así, por lo común, se considera a todos los hom-bres como capaces de tener religión. Son, en cierta me-dida, susceptibles de ser enseñados sobre otras ideas,y se les puede, por ejemplo, dar alguna comprensiónmusical y hasta un barniz de filosofía. Aquí el sacer-docio se liga a la religión, a la moralidad, a la cultura,a la ciencia, etc., y los comunistas, por ejemplo, quie-ren, con su «escuela popular», hacer todo accesible atodos. Vulgarmente se sostiene que la «gran masa» nopodría quedarse sin religión; los comunistas extiendenesa afirmación y dicen que no sólo la «gran masa»,sino que todos están llamados a todo.

No basta haber instruido a las masas en la religión,al presente hay que atiborrarlas de «todo lo que es hu-mano». Y el adiestramiento se hace cada día más uni-versal y más extenso.

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¡Pobres seres, que podrían ser tan felices si no se losobligase a saltar al ritmo de maestros y amaestradores,aprendiendo trucos que nunca van a utilizar! ¿No aca-ba de sublevarlos el ver que se los toma siempre porotra cosa de la que quieren parecer? ¡No! Repiten me-cánicamente la lección que se les ha dictado. «¿A quéestoy llamado? ¿Cuál es mi deber?» Y basta que ha-gan la pregunta para que inmediatamente la respuestasurja ante ustedes: ustedes mismos se ordenan lo quedeben hacer, ustedes mismos se trazan una vocacióno se dan las órdenes y se imponen la vocación que elespíritu ha prescripto de antemano. Con relación a lavoluntad, eso puede enunciarse así: Yo quiero hacer loque debo.

Un hombre no es «llamado» a nada; no tiene más«deber» y «vocación» que lo tienen una planta o unanimal. La flor que se abre no obedece a una «voca-ción», pero se esfuerza en gozar del mundo y consu-mirlo en cuanto puede; es decir, saca tantos jugos dela tierra, tanto aire del éter y tanta luz del sol como pue-de absorber y contener. El ave no vive para llenar unavocación, pero emplea sus fuerzas lo mejor posible; ca-za insectos y canta a su gusto. Las fuerzas de la flor ydel ave son débiles, comparadas con las de un hombre,y el hombre que apresta sus fuerzas para conquistar el

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mundo, lo domina mucho más poderosamente que laflor y el ave. El no tiene vocación omisión que cumplir,pero tiene sus fuerzas, y estas fuerzas se despliegan, semanifiestan dónde están porque, para ellas, ser es ma-nifestarse y no pueden permanecer inactivas más quelo puede permanecer inactiva la vida que, si «se detu-viera» un segundo, ya no seria vida. Se podría, pues,gritar al hombre: ¡emplea tu fuerza! Pero ese imperati-vo implicaría todavía una idea de deber, allí donde nohay ni sombra de esa idea. Y por otra parte, ¿por quéese consejo? Cada cual lo sigue y actúa desplegando acada instante lo que tiene de poder, sin por eso ver undeber en la acción. De un vencido se dice que hubieradebido desplegar todas sus fuerzas; pero se olvida quesi, en el momento de sucumbir hubiera tenido el poderde desplegar sus fuerzas (corporales, por ejemplo), lohubiese hecho; quizás sólo haya tenido un minuto dedesaliento, pero fue, en suma, un minuto de impoten-cia. Las fuerzas pueden evidentemente aguzarse ymul-tiplicarse, particularmente por las bravatas del enemi-go o por exhortaciones amigas, pero allí donde queda-ron sin efecto, se puede estar seguro de que faltaban.Se pueden hacer saltar chispas de una piedra, pero sinel choque no hay chispa; igualmente el hombre tam-bién tiene necesidad de choque.

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Dado que las fuerzas semuestran siempre por sí mis-mas activas, la orden de ponerlas en acción sería super-flua y carente de sentido. La vocación — y el deber —del hombre no es el empleo de sus fuerzas, sino un he-cho perpetuamente real y actual. Fuerza no es más queuna palabra más sencilla para decir «manifestación defuerza».

Esa rosa es, desde que existe, una verdadera rosa, yese ruiseñor es y ha sido siempre, un verdadero rui-señor; al igual que Yo: no es sólo cuando cumplo mimisión y acepto mi destino cuando soy un «verdade-ro hombre»; lo soy, lo he sido siempre y no dejaré deserlo. Mi primer vagido fue la señal de vida de un «ver-dadero hombre»: los combates demi vida son las mani-festaciones de una fuerza «verdaderamente humana»,y mi último suspiro será el último esfuerzo «del Hom-bre».

El verdadero hombre no está en el porvenir, no es unobjeto, un ideal al que se aspira, sino que está aquí, enel presente, existe en realidad; cualquiera que yo sea,en cualquier cosa que yo sea, alegre o sufriendo, niñoo anciano, en la confianza o en la duda, en el sueno ola vigilia, soy Yo. Yo soy el verdadero hombre.

Pero si soy el Hombre, si he encontrado realmenteen Mí a aquel de quien la humanidad religiosa hacía

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un objeto lejano, todo lo que es «verdaderamente hu-mano» es por eso mismo mi propiedad. Todo lo quese atribuía a la idea de humanidad me pertenece. Porejemplo, a la libertad de comercio, que la Humanidadaún no ha podido alcanzar — y que, como en un sueño,se posterga hacia el futuro dorado de la humanidad —,Yo me la apropio anticipadamente, y la desarrollo, porel momento, bajo la forma del contrabando. Por ciertoque debe haber pocos contrabandistas con suficienteentendimiento para darse cuenta de esto, pero el ins-tinto egoísta reemplaza su conciencia de sí. Más arribamostré lo mismo respecto de la libertad de prensa.

Todo es mío, así que recobraré todo lo que se mequiera sustraer; pero ante todo, me recobro si una ser-vidumbre cualquiera me ha hecho escapar de mí mis-mo. Pero eso tampoco es mi vocación, es mi conductanatural.

En suma, existe una gran diferencia entre tomarmepor punto de partida o por punto de llegada. Si soy mifin, nome poseo, soy todavía extraño amí, soymi esen-cia, mi «verdadera naturaleza íntima», y esta «esenciaverdadera» tomará como un fantasma mil nombres ymil formas diversas para burlarse de mí. Si no soy yo,es otro (Dios, el verdadero Hombre, el verdadero devo-

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to, el hombre razonable, el hombre libre, etcétera), elque es yo, el que es mi yo.

Todavía bien lejos de mí, hago de mí dos partes, delas que una, la que no es alcanzada y tengo que rea-lizar, es la verdadera. La otra, la no verdadera, es de-cir, la no espiritual, debe ser sacrificada; lo que hay deverdadero en mí, es decir, el espíritu, debe ser todo elhombre. Eso se traduce así: «El espíritu es lo esencialen el hombre» o «el hombre es Hombre solamente porel espíritu». Uno se precipita ávidamente para atraparel espíritu, como si simultáneamente fuera a atraparsea si mismo, y en esta persecución desatinada del yo, sepierde de vista el yo que uno es.

En la búsqueda de un yo que no se alcanza jamás,se desdeña la regla de los sabios que aconsejan tomara los hombres como son; se prefiere tomarlos comodeberían ser, y en consecuencia, uno galopa sin tre-gua sobre la pista de su «yo tal como debería ser» y«se esfuerza en volver a todos los hombres igualmentejustos, estimables, morales o razonables».101

101 Johann Caspar Bluntschli,Die Kommunisten in der Schweiznach den bei Weitling Vorgefundenen Papieren. Wörtlicher Abdruckdes Kommissional-berichtes an die H. Regierung des Standes Zürich,Zürich 1843, p. 24.

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Sí. Si los hombres, como debieran ser, fueran, si to-dos los hombres fueran razonables, si se amasen losunos a los otros como «hermanos», ¡la vida seria unparaíso!102 Ahora bien, los hombres, como debieranser, es lo que son. ¿Qué deben ser? ¡Lo que puedanser y nada mas! ¿Yqué pueden ser? Nada más que loque pueden, es decir, lo que les permita ser el podero la fuerza que tengan. Pero eso, lo son realmente, yaque lo que no son, no son capaces de serlo; porque sercapaz de hacer o de ser, quiere decir hacer o ser real-mente. Uno no es capaz de ser lo que no es; uno no escapaz de hacer lo que no hace. ¿Ese hombre a quienciega una catarata, podría ver? Ciertamente, bastaríacon que fuese operado con éxito. Pero, por el momen-to, no puede ver, porque no ve. Posibilidad y realidadson inseparables. No se puede hacer lo que no se hace,como no se hace lo que no se puede hacer.

La singularidad de esta proposición desaparece siuno quiere reflexionar sobre el significado de las pa-labras «es posible que… etc.», estas no significan enel fondo casi nunca otra cosa que «yo puedo imaginarque… etc.» Por ejemplo: «Es posible que todos los hom-bres vivan razonablemente», quiere decir: «Yo puedo

102 Op. cit., p. 63.

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imaginar que… etc.» Mi pensamiento no puede hacer,y por consiguiente, no hace que los hombres vivan ra-zonablemente; esa es una cosa que no depende de mí,sino de ellos; la razón de todos los hombres para mies sólo pensable, no me es más que inteligible; perocomo tal, es de hecho una realidad; sí esa realidad to-ma el nombre de posibilidad, sólo es en relación a loque yo no puedo hacer, es decir, a la razón de otraspersonas. Si fuera posible que eso dependiese de ti, to-dos los hombres podrían ser razonables, porque tú noves en ello ningún inconveniente, y aún por lejos quese extienda tu pensamiento, quizá no descubres nadaque se oponga a eso; resulta que ningún obstáculo seopone a la cosa en tu pensamiento; ella es pensable.

Pero los hombres no son todos razonables; es pues,probable, que no puedan serlo.

Cuando algo que uno creía muy posible, que uno seimaginaba que no presentaba ninguna dificultad, etc.,no es o no sucede, uno puede estar seguro de que hachocado con un obstáculo y es imposible. Nuestra épo-ca tiene su arte, su ciencia, etc.; su arte puede ser exe-crable; pero ¿podemos en ese caso decir: merecíamostener unomejor y «hubiésemos podido» tener unome-jor si lo hubiéramos querido? Tenemos justamente tan-to arte como el que podemos tener; nuestro arte actual

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es actualmente el único posible, y por eso es nuestroarte real.

Reduzcan aúnmás el sentido de la palabra «posible»hasta que no signifique finalmente más que «futuro»,y será todavía el equivalente de «real». Cuando se dice,por ejemplo, es posible que el sol salga mañana, esono significa nada más que, con relación a hoy, mañanaes el porvenir real; porque no hay apenas necesidadde expresar que un porvenir es realmente «por venir»,solamente si aún no ha aparecido.

¡Qué dicen! ¿Que ésta es una disección microscópi-ca de una palabra? ¡Ah! si no fuese que detrás de ellase mantiene emboscado el error que más consecuen-cias ha tenido desde hace siglos, si esa pequeña pala-bra «posible» no fuese en el cerebro de los hombres elrincón en donde se dan cita todos los fantasmas que lahechizan, no nos hubiéramos ocupado de ella.

El pensamiento, ya lo hemos mostrado antes, rei-na sobre el mundo poseído. Volvamos a la posibilidad,que es uno de sus lugartenientes. Posible, decíamos, noes nada más que pensable, inteligible, e innumerablesvictimas han sido sacrificadas a ese terrible inteligible.Es pensableque los hombres puedan ser razonables; espensable que puedan reconocer a Cristo, pensable quepuedan ser inspirados por el bien y ser morales; es pen-

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sable que puedan refugiarse en el seno de la Iglesia,que puedan no hacer nada, no pensar nada y no decirnada que ponga al Estado en peligro; pensable es to-davía que puedan ser súbditos obedientes. Pero veanhasta dónde va a llevarnos eso. Siendo todo eso pen-sable, es posible y, siendo posible, los hombres debenserlo o deben hacerlo, es su vocación. Y, en fin, no sedebe ver nada en los hombres más que su vocación;debe mirárseles como si estuvieran llamados a algunacosa y tenerlos, no por «lo que son», sino por «lo quedeben ser».

¿Y la consecuencia siguiente? El Hombre no es elindividuo; Hombre es un pensamiento, un ideal. El in-dividuo no es al Hombre lo que la infancia es a la edadmadura, sino lo que un punto hecho con tiza es al pun-to pensado por el matemático, lo que una criatura fini-ta es al Creador infinito, o, en términos más modernos,lo que el ejemplar es a la especie. De aquí el culto dela Humanidad «eterna», «inmortal», a cuya gloria (inmajorem humanitatis gloriam) el individuo debe estardispuesto a sacrificarlo todo, convencido de que seríapara él un «honor eterno» haber hecho algo por el «es-píritu de la humanidad».

Resulta de aquí que son los que piensan los que go-biernan el mundo en tanto que perdura la época de los

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sacerdotes y de los pedagogos; lo que piensan es posi-ble, y lo que es posible debe ser realizado. Ellos piensanen un ideal humano que, provisionalmente, no tienerealidad más que en su pensamiento, pero piensan enla posibilidad de realizar después ese ideal, y es indis-cutible que esa realización es real…mente pensable: esuna idea.

Puede ser que unKrummacher piense que tú y yo so-mos aún capaces de hacernos buenos cristianos; perosi se le ocurriese «trabajarnos» en ese sentido, prontole haríamos sentir que nuestra cristianización, aunquepensable, es, sin embargo, imposible, y si se obstinaseen asesinarnos con sus pensamientos y su «buena doc-trina» de que nada tenemos que hacer, no tardaría endescubrir que no necesitamos, para nada, convertirnosen aquello en lo que nosotros no queremos convertir-nos.

Y el razonamiento que resumíamos hace poco, aun-que dejando atrás a devotos y gazmoños, prosigue suavance. «¡Si todos los hombres fuesen razonables, si to-dos practicasen la justicia, si todos tomaran por guía lacaridad, etc.!» Razón, justicia, caridad se les presentancomo la vocación del hombre, como el objetivo al quedeben tender sus esfuerzos. ¿Y qué significa ser razo-nable? ¿Es razonarse uno mismo, comprenderse? No;

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la Razón es un gran libro repleto de artículos legales,todos asestados contra el egoísmo.

La historia ha sido hasta el presente nada más quela historia del hombre espiritual. Después de la edadde los sentidos ha comenzado la historia propiamen-te dicha, es decir, la edad de la inteligencia, la de loespiritual, la de lo suprasensible, la de lo ideal, la delno-sentido. El hombre se pone entonces a querer seralgo. ¿Ser qué? Bueno, bello, verdadero, o, más exac-tamente, moral, piadoso, noble, etc. Quiere hacer de símismo un «verdadero hombre»: el Hombre es su obje-to, su imperativo, su deber, su destino, su vocación, suideal; el Hombre es para él un futuro, un más allá. Y sillega a ser lo que sueña, no puede ser más que graciasa algo, que se llamará veracidad, bondad, moralidad,etc. Desde entonces mira torcido a cualquiera que norinda homenaje al mismo «algo», que no siga la mis-ma moral y que no tenga la misma ley: persigue a los«disidentes, a los heréticos, a las sectas», etc.

El carnero no se esfuerza en llegar a ser un «verda-dero carnero», ni el perro un «verdadero perro»; nin-gún animal toma su ser por un deber, es decir, por unaidea que tenga el deber de realizar. El ser se realiza porlo mismo que vive su vida, es decir, que se usa y quese destruye. No pide hacerse algo distinto de lo que es.

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No es que yo quiera aconsejarles que se parezcan a losanimales. Por otra parte no podría exhortarlos a con-vertirse en animales, porque sería proponerles de nue-vo una tarea, un ideal («deberías aprender de la labo-riosidad de la abeja»); eso equivaldría a desearle a losanimales que llegasen a ser hombres. La naturaleza deustedes es, de una vez por todas, humana; ustedes sonnaturalezas humanas, es decir, hombres; y justamenteporque lo son, no tienen ya necesidad de llegar a serlo.Ciertos animales también pueden ser «adiestrados», yun animal adiestrado ejecuta toda clase de ejerciciosque para él no son naturales. Pero si bien el adiestra-miento hace al perro más útil o más agradable paranosotros, él propio perro no saca del mismo adiestra-miento ningún provecho; El perro sabio, no tiene másvalor para sí mismo que un perro común y silvestre.

Uno se esfuerza, y no es nueva la moda, en hacer delos hombres seres morales, razonables, piadosos, hu-manos, etc., es decir, se esfuerza en adiestrarlos. Peroesas tentativas se rompen contra la incoercible indivi-dualidad del egoísta. Aquellos a quienes se ha someti-do a esa disciplina, no alcanzan jamás su ideal, ellosprofesan sólo de palabra las sublimes doctrinas y se li-mitan a hacer profesiones de fe; en la práctica todosdeben confesar que son «pecadores», y que quedan

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muy por debajo de su ideal; son «hombres débiles»,y se consuelan teniendo conciencia de la «debilidadhumana».

Otra cosa muy distinta ocurre si no persigues unideal como tu «destino», sino que te consumes, comoel tiempo lo consume todo. La disolución no es tu «des-tino», porque es el presente.

Es perfectamente cierto que la cultura y la religio-sidad de los hombres los han liberado, pero los hanlibrado de un señor para someterlos a otro. La religiónme ha enseñado a refrenar mis deseos; los artificiosque la ciencia pone a mi servicio, me permiten vencerla resistencia del mundo, y ya no reconozco siquiera aningún hombre como mi señor: «yo no soy el servidorde nadie». Sólo que vale más obedecer a Dios que a loshombres. Cuanto más liberado estoy de los impulsosirrazonables del instinto, más dócilmente obedezco ala señora Razón. Yo he ganado la «libertad espiritual»,la «libertad del espíritu», y me he hecho por eso mis-mo esclavo del espíritu. El espíritu me manda, la razónme guía; ellos me conducen y me gobiernan, y los «ra-zonables», los «servidores del espíritu», son sus minis-tros. Pero si yo no soy carne, menos aún soy espíritu.La libertad del espíritu es mi servidumbre, porque yosoy más que sólo carne o espíritu.

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La cultura me ha hecho poderoso, de eso ya no hayninguna duda. Ella me ha dado su poder sobre todo loque es fuerza, tanto sobre los impulsos de mi naturale-za, como sobre los asaltos y las violencias del mundoexterior. Yo sé que nada me obliga a dejarme dominarpor mis deseos, mis apetitos y mis pasiones, y la cultu-ra me ha dado la fuerza de vencerlos: yo soy su señor.De igual modo, gracias a las ciencias y a las artes, soyel señor del mundo rebelde; la tierra y la mar estánbajo mis órdenes, y hasta las estrellas deben rendirmecuentas. El espíritu es quien me ha dado ese imperio.Pero en relación al espíritu mismo no puedo nada. Sibien la religión (cultura) me ha enseñado el medio dellegar a ser «el vencedor del mundo», no me ha en-señado a vencer a Dios, porque Dios «es el espíritu».Ese espíritu sobre el cual no tengo ningún poder, pue-de tomar las formas más diversas, puede llamarse Dioso llamarse espíritu del pueblo, Estado, Familia, Razón,o también Libertad, Humanidad, Hombre.

Yo acepto con reconocimiento lo que los siglos decultura me han permitido adquirir; no quiero rechazaro abandonar nada. Yo no he vivido en vano. Ellos mehan permitido descubrir que yo tengo un poder sobremi naturaleza, y que no estoy forzado a ser esclavo demis apetitos, y ese es un resultado apreciable que no

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debo dejar perder. Ellos me han permitido descubrirque yo puedo, gracias a los medios que me suministrala cultura, domar al mundo, y ese descubrimiento fuepagado demasiado caro para que yo puedo olvidarlo.Pero yo quiero más aún.

Uno se pregunta lo que puede llegar a ser el hombre,lo que puede alcanzar, y qué bienes puede adquirir, yen torno de aquel de los bienes que se juzgó mayor seconstruye una vocación. ¡Cómo si todo fuera posiblepara mí !

Cuando se ve a alguien consumido por un deseo,una pasión, etc. (por ejemplo, el espíritu de lucro, loscelos, etc.), se lo desea librar de esa obsesión y ayudar-lo a «vencerse». «¡Nosotros queremos hacer de él unhombre!» Sería muy bello, si otra obsesión no tomaseinmediatamente el lugar que acaba da desocupar la an-tigua. En cuanto está exorcizada la codicia, se arroja ala victima en los brazos de la piedad, de la humanidado de algún otro principio, y se le suministra de nuevoun punto de apoyo moral fijo.

Este cambio de un punto de apoyo inferior por unpunto de apoyo elevado, se expresa diciendo: No sedebe considerar lo pasajero, sino lo imperecedero; nolo temporal, sino lo eterno, lo absoluto, lo divino, lopuro humano, etc. lo espiritual.

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La gente advirtió bien pronto que no es irrelevantesobre qué ponían su corazón, o en qué se ocupaban;reconocieron la importancia del objeto. Un objeto ele-vado por encima de la particularidad de las cosas, esla «esencia» de las cosas; su esencia, en efecto, es sola-mente lo que hay de pensable en ellas, y no existe másque para el hombre pensador. No dirijas, pues, tus sen-tidos sobre la cosa, dirige tus pensamientos sobre laesencia. «Bienaventurados los que, no viendo, creen»;o dicho de otro modo: bienaventurados los que pien-san, porque solo ellos creen y tienen relación con loinvisible. Incluso, de un objeto de pensamiento que secreyó durante siglos un criterio esencial, termina porconvertirse en un «ya no vale ya la pena de hablar deeso». Se hizo esta diferencia, pero jamás se dejó deconceder al objeto una importancia en sí y un valorabsoluto; como si lo esencial no fuese para el niño sujuguete, y para el turco el Corán. En tanto que lo im-portante para mí no soy únicamente Yo, poco importael objeto que tengo por «esencial»; sólo la pequeñez ola grandeza de mi crimen contra él, tiene valor.

La profundidad de mi adhesión y de mi abnegaciónatestiguan mi servidumbre, y la profundidad de mi pe-cado da la medida de mi individualidad.

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Pero, si se quiere poder dormir, se debe saber, final-mente, «arrojar todo del pensamiento». No debemosocuparnos de nada de aquello en que nosotros no nosocupamos: el ambicioso no puede deshacerse de susproyectos de ambición, y el que teme a Dios no puedeapartar su pensamiento de Dios; manía y obsesión songemelas.

Realizar su esencia de vivir de acuerdo a su nociónes lo que el creyente en Dios llama ser piadoso, y loque un creyente en el Hombre llama «vivir humana-mente»; El hombre sensual o el pecador sólo puedeproponerse este objetivo mientras aún tenga la posibi-lidad de elegir — elección temible —, entre la alegríade los sentidos y la paz del alma, o sea en tanto sea unpobre «pecador». El cristiano no es nada más que unhombre sensual que, conociendo la santidad y estandoconcierne de violarla, se ve a si mismo como un po-bre pecador. La sensualidad, concebida como «iniqui-dad», forma el fondo de la conciencia cristiana y formaal cristiano mismo. Nuestros modernos no hablan ya«del pecado» y de la «iniquidad», sino «del egoísmo»,«del amor de si», «del interés personal», etc.; entre susmanos, el diablo ha cambiado de piel y ha venido a serel «inhumano» o el «egoísta»; ¿pero eso les impide sercristianos? ¿Acaso el viejo dualismo del bien y del mal

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no queda en pie? ¿No sigue quedando por encima denosotros un juez: el Hombre? ¿No sigue existiendo lavocación? Y, al «hacer de sí un hombre» ¿cómo lo lla-mas? Ya lo sé; ya no se dice vocación, sino «tarea» o«deber», y ese cambio de nombre es muy justo, por-que el Hombre no es como Dios, una persona que pue-de «llamar» (vocare). Pero, dejando el nombre aparte,¿no viene a ser exactamente lo mismo?

Cada uno de nosotros esta en relación con los obje-tos, y se conduce con ellos de distinto modo. Tomemoscomo ejemplo la Biblia, un libro con el que millones dehombres han estado en relación desde hace cerca deveinte siglos. ¿Qué ha sido para cada uno de ellos? Locada uno haya querido hacer de ella, y nada más. Ellano es nada para el que no hace nada de ella; para el quela usa como un amuleto, tiene únicamente el valor y lasignificación de un sortilegio; para el niño que juegacon ella es un juguete, etc.

Pero el Cristianismo pretende que la Biblia debe serla misma cosa para todos; es decir, que para todos seanlos «Libros Santos» o la «Santa Escritura». Eso equi-vale a pretender que el punto de vista del Cristianismodebe ser el mismo que el de los demás hombres, y quenadie puede tener con el objeto en cuestión relacionesdiferentes a las que tiene el cristiano. La relación pier-

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de así todo valor individual; una determinada opiniónsustituye a la mía, se hace definitiva y se implanta co-mo la verdadera y la «sola verdadera». Con lo que lalibertad de hacer con la Biblia lo que se me antoje, to-da la libertad de obrar en general se ve trabada, siendoreemplazada por la violencia de una manera de ver yde juzgar obligatoria. El que expresa el concepto deque la Biblia es un largo error de la humanidad, estáexpresando un concepto criminal.

En realidad, el niño que la hace pedazos o que juegacon ella, y el Inca Atahualpa que aplica a ella el oídoy la arroja con un gesto de desdén porque permane-ce muda, emiten sobre la Biblia un juicio tan legítimocomo el del sacerdote, que aprecia en ella la «palabrade Dios», o que la crítica, que la trata como un monu-mento de la civilización hebrea. Porque nosotros ma-nejamos las cosas según nuestro agrado y nuestro ca-pricho; usamos de ellas como queremos, o, más exac-tamente, como podemos. ¿De dónde proviene el quelos sacerdotes pongan el grito en el cielo cuando vena Hegel y a los teólogos especulativos extraer de la Bi-blia pensamientos especulativos? De que ellos mismostratan esos textos a su gusto y «hacen de ellos un usoarbitrario».

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Pero, como todos nosotros nos comportamos arbi-trariamente en nuestro trato con los objetos, esto es,hacemos con ellos lo que nos place (nada place másal filósofo que encontrar una «idea» en todo, así co-mo al hombre piadoso le gusta hacerse amigo de Diosen todas las cosas, etc., por ejemplo a través de la ve-neración de la Biblia); así es que no encontramos enninguna parte una tiranía tan pesada, tantas violen-cias terribles y opresión estúpida como en el dominiode nuestra propia arbitrariedad. Pero si actuamos co-mo queremos, haciendo esto o aquello de los objetossagrados, ¿cómo podríamos reprocharle a la clerecíaque también ella proceda como le gusta, y echarle encara el que nos juzgue a su manera, es decir, como dig-nos de la hoguera o de algún otro castigo, como el dela censura, por ejemplo?

De acuerdo a lo que un hombre es, son las cosas asus ojos; «el mundo te ve con los mismos ojos que túlo contemplas». De aquí surge, inmediatamente, estesabio consejo: debes mirarlo sólo con ojos «justos e im-parciales». ¡Cómo si un niño no mirase a la Biblia conjusticia e imparcialidad cuando hace de ella un jugue-te! Feuerbach, entre otros, nos da ese prudente conse-jo. Ver las cosas justamente, es, sencillamente, hacerde ellas lo que se quiere (por cosas, entiendo aquí to-

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dos los objetos en general: Dios, nuestros compañerosen humanidad, una querida, un libro, un animal, etc.);lo que debe ponerse en primera línea no son las cosasy su aspecto, sino Yo y mi voluntad. Se quiere extraerpensamientos de las cosas, se quiere descubrir razónen el mundo, y allí se quiere encontrar santidad: el re-sultado es que todo eso se encuentra: «¡Buscad y en-contraréis!» Lo que yo quiero buscar soy yo quien lodetermino. Si quiero buscar en la Biblia material edi-ficante, lo encontraré; si quiero leerla y examinarla afondo, resultará para mí en un conocimiento y una crí-tica profundas, según mis fuerzas. Escojo lo que res-ponde a mis intenciones, y por el hecho mismo de queescojo, pruebo mí arbitrariedad.

De esto nace la consideración de que todo juicio queformo sobre un objeto es la obra, la creación de mi vo-luntad, estoy por eso de nuevo advertido de no perder-me en la criatura, que es mi juicio, sino quedar siendoel creador que juzga y que siempre crea de nuevo. To-dos los predicados de los objetos son mis afirmaciones,mis juicios, mis criaturas. Si quieren apartarse de mí yllegar a ser alguna cosa por sí mismos o imponérsemeen lo más pequeño; no tengo nada más urgente que ha-cer que volverlos a su nada, es decir a Mi, su creador.Dios, Jesucristo, la Moralidad, el Bien, etc., son de esas

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criaturas, de las que no debo sólo permitirme decir queson verdades, sino que también debo permitirme decirexactamente que son ilusiones. Si yo, en un momentodado, he querido y decretado su existencia, es preci-so que igualmente pueda, en otro momento, querer ydecretar su no existencia. Yo no puedo dejarlos crecerpor encima de mí. No puedo tener la debilidad de de-jarlos hacerse algo «absoluto», lo que los sustraería amí poder y me privaría de decidir soberanamente susuerte. Caería así bajo el yugo del principio de estabi-lidad, del principio vital por excelencia de la religión,que toma muy seriamente el crear «santuarios invio-lables», «verdades eternas», en una palabra crear «ob-jetos sacrosantos», despojando a cada uno de lo que lees propio.

El objeto nos convierte en poseídos; esta influenciala ejerce tanto cuando se presenta a nosotros bajo unaforma sagrada como bajo una forma no sagrada, y tan-to como objeto suprasensible como objeto sensible. Alobjeto, cualquiera que sea, nosotros respondemos con

103 Aunque es conocido como uno de los principales impulso-res de la fisiognomía (teoría que pretende descubrir el carácter deuna persona a través de sus rasgos), Stirner probablemente estéaludiendo a la enorme cantidad de textos místicos que publicó des-de Suiza a lo largo del último cuarto del siglo xvii (N.R.).

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un deseo. La avaricia y el deseo de entrar al «Paraíso»se encuentran en el mismo nivel Cuando los ilustradosquerían ganar a los hombres para el mundo sensible,Levater103 predicaba el apetito de lo invisible. Un par-tido quiere conmover, el otro mover.

Cada cual se forma de los objetos una idea particu-lar: Dios, Jesucristo, el mundo, etc., han sido y seránconcebidos de las maneras más diversas. Cada cual eneso es heterodoxo, y han sido necesarias guerras san-grientas, para que puntos de vista opuestos sobre unmismo objeto no acabasen por ser juzgados como he-rejías que merecían la muerte. Los heterodoxos se to-leran. Pero, ¿por qué limitarme a pensar de otro modoacerca de una cosa, por qué no llevar la heterodoxiaa sus últimos límites y no pensar ya nada de esa cosa,suprimirla de mi pensamiento? Eso sería el fin de todainterpretación, porque nada tendría ya que interpretar.¿Por qué decir «Dios no es Brahma, no es Jehová, noes Alá, pero es Dios», y no decir «Dios no es más queuna ilusión»? ¿Por qué se me infama cuando soy un«negador de Dios»? Porque se pone a la criatura porencima del Creador, («…dando culto a la criatura an-tes que al Creador»)104, y se tiene la necesidad de que

104 Romanos 1,25.

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un objeto reine, para que el sujeto sirva humildemente.Yo debo encerrarme bajo lo absoluto, es mi deber.

Con el reino de los pensamientos, el cristianismo hallegado a su plenitud; el pensamiento es esa interiori-dad en la que se extinguen todas las luces del mundo,en la que toda existencia se hace inexistente y en laque el hombre interior (el cerebro, el corazón) viene aser Todo en Todo. Ese reino de los pensamientos espe-ra su libertad; espera, como la Esfinge, que Edipo re-suelva el enigma y le permita entrar en la muerte. Yosoy su destructor, porque en mi reino, en el reino delcreador, ya no pueden formarse reinos propios y Esta-dos dentro del Estado: es una creación de mi creativaausencia de pensamientos. El mundo cristiano, el cris-tianismo y la religión en general, sólo perecerán conla muerte del pensamiento; cuando desaparezcan lospensamientos, los creyentes dejarán de existir. Para elpensante, pensar es una labor sublime, una actividadsagrada y reposa en una fe sólida, la fe en la verdad.Primero, la oración fue una actividad santa: luego esesanto recogimiento se convirtió en un «pensar» racio-nal y razonador que, sin embargo, conservó tambiéncomo base la inquebrantable fe de la verdad sagraday no siendo más que una máquina maravillosa que elEspíritu de la verdad dispuso para su servicio.

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El pensamiento libre y la ciencia libre me ocupan(porque no soy Yo quien soy libre y quien me ocupo,sino el pensamiento) del cielo y de lo celeste o divino;mejor dicho en realidad, del mundo y de lo mundano,con la reserva de que este mundo ha venido a ser otro:el mundo ha sufrido sencillamente una mudanza, unaenajenación, y Yo me ocupo de su esencia, lo que cons-tituye otra enajenación.Quien piensa es ciego a las co-sas que lo rodean, e inepto para apropiarse de ellas; nocome, ni bebe, ni goza, porque comer y beber jamás espensar. Descuida todo, su vida, su conservación, etc.,por pensar. Lo olvida, como lo olvida quien reza. Así,el vigoroso hijo de la Naturaleza lo ve como un cere-bro desarreglado, como un loco, aun cuando lo tengapor un santo; así, los antiguos tenían a los frenéticospor sagrados. El pensamiento libre es un frenesí, unalocura, puesto que es un puro movimiento de la inte-rioridad, del hombre meramente interior que dominael resto del hombre, el mongol. El chamán y el filósofoluchan contra los aparecidos, los demonios, los espíri-tus, los dioses.

Radicalmente diferente del pensamiento libre es elpensamiento que me es propio, el pensamiento que nome domina, sino al que Yo domino, del tengo sus rien-das y al que lanzo o retengo a mi agrado. Este pensa-

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miento propio difiere tanto del pensamiento libre, co-mo difiere la sensualidad que Yo tengo en mi poder, yque satisfago si me place y como me place, de la sen-sualidad libre y sin bridas, a la cual sucumbo.

Feuerbach, en sus «Principios de la Filosofía del fu-turo» (Grundsätzen der Philosophie der Zukunft), vuel-ve siempre al Ser. A pesar de toda su hostilidad contraHegel y la filosofía de lo absoluto, se hunde hasta elcuello en la abstracción, porque el Ser es una abstrac-ción, del mismo modo que «El Yo». Solamente Yo nosoy puramente una abstracción, Yo soy Todo en Todo,por consiguiente soy hasta abstracción y nada, soy to-do y nada. Yo no soy un simple pensamiento, pero es-toy lleno, entre otras cosas, de pensamientos; soy unmundo de pensamientos. Hegel condena todo lo queme es propio, mi hacienda y mi consejo privados. Elpensamiento absoluto es aquel que pierde de vista quese trata de mi pensamiento, el que Yo pienso y que só-lo existe por Mí. En cuanto soy Yo, devoro lo que esmío, soy su dueño; el pensamiento no es más que miopinión, opinión que puedo cambiar a cada momen-to, es decir, aniquilarla, retornarla a Mí y consumirla.Feuerbach quiere demoler el pensamiento absoluto deHegel con el Ser insuperado. Pero el Ser no es menos

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superado por Mí que el pensamiento: aquél es mí Yosoy, como éste es mí Yo pienso.

Con esto, Feuerbach sólo demuestra la tesis, en sí tri-vial, de que Yo tengo necesidad de los sentidos o que nopuedo prescindir de esos órganos. Por supuesto que nopuedo pensar si no soy un ser sensible, sólo que, tan-to para el pensamiento como para la sensación, tantopara lo abstracto como para lo concreto, tengo antetodo necesidad de Mí, y cuando hablo de Mí, entien-do ese Yo perfectamente determinado que soy Yo, elÚnico. Si Yo no fuera Fulano, si no fuera Hegel, porejemplo, no contemplaría el mundo como lo contem-plo, no encontraría el sistema filosófico que, siendoHe-gel, encuentro, etc. Tendría sentidos como cualquieralos tiene, pero no los emplearía como lo hago.

Feuerbach le reprocha a Hegel abusar de la len-gua105 desviando una multitud de palabras de la acep-ción natural que les atribuye la conciencia; él mismocomete, sin embargo, la misma falta cuando da a lapalabra «sensible» (sinnlich) un sentido tan eminentecomo inusitado. Así declara, p. 69, que «lo sensible no

105 Ludwig Feuerbach,Grundsätze der Philosophie der Zukunft,Zürich y Winterthur 1843, p. 47ss. [Tesis provisionales para la re-forma de la filosofía / Principios de la filosofía del futuro, Hyspa-merica, Buenos Aires, 1984].

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es lo profano, lo irreflexivo, lo patente, lo que se per-cibe a primera vista». Pero si lo sensible es lo sagrado,lo reflexivo, lo escondido, si es lo que no se comprendemás que a fuerza de reflexión, no es lo que acostumbra-mos a llamar lo sensible. Lo sensible no es más que loque existe para los sentidos; pero aquello de lo que só-lo pueden gozar los que gozan más allá de los sentidosy superan al goce o a la concepción sensibles, tienencuando menos a los sentidos por intermediarios, porvehículos; es decir, que los sentidos son la condiciónde su obtención, pero de algo que ya no es nada sen-sible. Lo sensible, cualquiera que sea, cesa de ser sen-sible al penetrar en mí, aunque pueda de nuevo tenerefectos sensibles tales como, por ejemplo, excitar mispasiones y hacer hervir mi sangre.

Feuerbach rehabilita los sentidos lo que está muybien; pero no sabe más que disfrazar el materialismode su «filosofía nueva» con los harapos que hasta elpresente eran propiedad de la «filosofía de lo absolu-to». Así como las personas ya no creen que se puedavivir de lo «espiritual», sin pan, tampoco se dejaránya persuadir de que basta ser sensible para serlo todo,espiritual, inteligente, etc.

El Ser no justifica nada. Lo pensado es tanto comolo no pensado; la piedra de la calle es y mi representa-

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ción de ella también es; la piedra y su representaciónocupan simplemente espacios diferentes, estando unaen el aire y otra en mi cabeza, en Mí: porque Yo soy unespacio, al igual que la calle.

Los miembros de una corporación o los privilegia-dos no toleran ninguna libertad de pensar, es decir,ningún pensamiento que no venga del dispensador detodo bien, ya se lo llame Dios, Papa, Iglesia o no im-porta quién. Si alguno de ellos alimenta pensamientosilegítimos, debe decirlos al oído de su Confesor y dejar-se imponer por él penitencias y mortificaciones hastaque en esos libres pensamientos el látigo de la esclavi-tud se haga intolerable. El espíritu de cuerpo, por otraparte, ha recurrido incluso a otros procedimientos a finde que los pensamientos libres no salgan del todo a laluz; en primer lugar, se recurre a una educación apro-piada. Quien se ha impregnado convenientemente delos principios de la moral no queda jamás libre de pen-samientos morales; el robo, el perjurio, el engaño, etc.siguen siendo para él ideas fijas contra las cuales nin-guna libertad de pensamiento puede protegerlo. Tienelos pensamientos que le vienen de lo alto y se atiene aellos.

No sucede lo mismo con los Concesionarios o Auto-rizados. Según ellos, cada uno debe ser libre de tener

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y de formarse los pensamientos que quiera. Si tiene lapatente, la concesión de una facultad de pensar, no lehace falta un privilegio especial. Como todos los hom-bres están dotados de razón, cada cual es libre de quese le ocurra cualquier pensamiento y de amontonar se-gún el grado de sus capacidades naturales una rique-za más o menos grande de sus pensamientos. Y se losexhorta a respetar todas las opiniones y todas las con-vicciones, se afirma que toda convicción es legítima,que se debe mostrar tolerancia con las opiniones delos demás, etc.

Pero vuestros pensamientos no son mis pensamien-tos y vuestros caminos no son mis caminos, o másbien, es lo contrario lo que quiero decir: Vuestros pen-samientos son mis pensamientos, de los que yo hagolo que quiero y lo que puedo, y los derribo despiadada-mente: sonmi propiedad, a la que, si me agrada, Yo ani-quilo. No espero la autorización de ustedes para hen-chir de aire o deshacer las bolas de jabón de sus pensa-mientos. Poco me importa que también llamen suyos aesos pensamientos; no por eso dejarán de seguir sien-do míos. Mi actitud respecto a ellos es asunto mío y noun permiso que me arrogo. Puede agradarme dejarloscon sus pensamientos y me callaré. ¿Creen acaso quelos pensamientos son como pájaros y revolotean tan li-

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bremente que cada cual no tenga más que atrapar unopara poder prevalerse después de él contra Mí, como sifuera de su propiedad? No. Todo lo que vuela es mío.

¿Creen tener sus pensamientos para ustedes y no te-ner que responder de ellos ante nadie, o, como dicen,no tener que dar cuenta de ellos más que a Dios? Na-da de eso; sus pensamientos, grandes o pequeños, mepertenecen y los utilizo a mi antojo.

El pensamiento no me es propio más que cuando notengo escrúpulos de ponerlo en peligro de muerte y notengo que temer su pérdida como si fuera una pérdidapara mí, una caducidad. El pensamiento solamente esmío cuando soy Yo quien lo subyugo y él no puedenunca uncirme a su yugo, fanatizarme ni hacer de míel instrumento de su realización.

Entonces, la libertad de pensar existe cuando Yo pue-do tener todos los pensamientos posibles; pero los pen-samientos llegan a ser mí propiedad sólo perdiendo elpoder de hacerse mis amos.

En tanto que el pensamiento es libre, son los pensa-mientos (las ideas) los que reinan; pero si llego a hacerde estos últimosmi propiedad, se comportan comomiscriaturas.

Si la jerarquía no estuviera tan profundamente arrai-gada en el corazón del hombre, hasta el punto que lo

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desanima a buscar pensamientos libres, es decir, qui-zás desagradables a Dios, la libertad de pensamientosería una expresión tan carente de sentido como lo es,por ejemplo, la libertad de digerir.

Las personas que pertenecen a una confesión, sondel parecer que el pensamiento me es dado; según loslibrepensadores, soy Yo el que busco el pensamiento.Para los primeros, la verdad está ya descubierta y exis-te; Yo sólo tengo que acusar recibo de ella al donantequeme hace la gracia de concedérmela; para los segun-dos, la verdad está por buscar, es un objeto colocadoen el futuro y hacia el que debo tender.

Tanto para unos como para los otros, la verdad (elpensamiento verdadero) está fuera de Mí y me esfuer-zo en obtenerla, ya sea como un presente (la gracia), yasea como una ganancia (mérito personal). Luego: Io. Laverdad es un privilegio. 2o. No, el camino que conducea ella está disponible para todos; ni la Biblia, ni el San-to Padre, ni la Iglesia están en posesión de la verdad,pero se la puede poseer a través de la especulación.

Unos y otros, como se ve, carecen de propiedad enmateria de verdad. No pueden retenerla más que a tí-tulo de feudo (porque el Santo Padre, por ejemplo, noes un individuo en cuanto Único, es un tal Sixto, un talClemente, etc. y en cuanto Sixto o Clemente no posee

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la verdad. Si es su depositario, es como Santo Padre,es decir, como Espíritu), o tenerla por ideal. Si es unfeudo, está reservada a un pequeño número (privile-giados); si es un ideal, es para todos (autorizados).

La libertad de pensar tiene, pues, el sentido siguien-te: todos erramos en la oscuridad por los caminos delerror, pero cada cual puede acercarse a la verdad poresas sendas, y entonces está en el camino recto (to-dos los caminos llevan a Roma, al fin del mundo, etc.).La libertad de pensar implica, por consiguiente, que laverdad del pensamiento no me es propia, porque si lofuera, ¿cómo se me querría excluir de ella?

El pensar ha venido a ser enteramente libre, y hacodificado una multitud de verdades a las que Yo de-bo someterme. Intenta completarse por un sistema yelevarse a la altura de una constitución absoluta. Enel Estado, por ejemplo, persigue la idea hasta que ha-ya instaurado el Estado racional; y en el hombre (laantropología) hasta que haya descubierto al Hombre.

Quien piensa sólo difiere del creyente en que creemás que este último, el cual piensa, en cambio, muchomenos en su fe (artículos de fe). Quien piensa recurrea mil dogmas allí donde el creyente se contenta conalgunos; pero los relaciona y considera esta relación

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como la medida de su valor. Y si alguno de éstos no seajusta al presupuesto, entonces es desechado.

Los aforismos queridos a los pensadores son equi-valentes a los que gustan a los creyentes: en lugar de«si eso viene de Dios, no lo destruirán», dicen: «si esoviene de la Verdad, es verdadero»; en vez de «¡rindanhomenaje a Dios!», «¡rindan homenaje a la Verdad!».Pero aMí pocome importa quién sea el vencedor, Dioso la Verdad; lo que quiero es vencer Yo.

¿Cómo se puede imaginar una libertad ilimitada enel Estado o en la sociedad? El Estado puede, sí, prote-ger a uno contra otro, pero no puede dejarse poner así mismo en peligro por una libertad ilimitada, por lallamada licencia desenfrenada. El Estado, al proclamarla libertad de la enseñanza, proclama simplemente quecualquiera que enseñe como lo quiere el Estado, o másexactamente, como lo quiere el poder del Estado, estáen su derecho. La competencia está igualmente some-tida a ese «como lo quiere el Estado»; si el clero, porejemplo, no quiere lo mismo que el Estado, se excluyeél mismo de la competencia (véase lo que ha pasadoen Francia). Los límites que necesariamente pone elEstado a toda competencia, se llaman vigilancia y altadirección del Estado. Por el hecho mismo de mantenerla libertad de la enseñanza en los límites convenientes,

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el Estado consigue su objeto en la libertad de pensar,porque las personas por, lo general, no piensan másallá que lo que sus maestros han pensado.

Presten atención a lo que dice el Ministro Guizot106:«La gran dificultad de nuestro tiempo es la direccióndel gobierno de los espíritus… ustedes lo saben bieny el clero mismo lo sabe, ese gran templo espiritualno puede bastar hoy para tan gran destino. Es de laUniversidad que debe esperarse este gran servicio, yno fallará en prestarlo. Nosotros, el gobierno, tenemosel deber de apoyarla en eso. La Carta quiere la libertadde pensamiento y de conciencia».

El catolicismo llama al candidato al foro de la Iglesiay el protestantismo al del cristianismo bíblico. El pro-greso realizado sería aun bastante pequeño si se citaseante el tribunal de la Razón, como lo quiere A. Ruge107;

106 Cámara de Paris, 25 de Abril de 1844 [Discurso ante la Cá-mara, el 25 de Abril de 1844. A favor de Stirner, el mismo Guizot,una década antes de este discurso, propuso una ley que otorgabaa la Iglesia el control sobre la educación primaria en Francia. Afavor de Stirner, entonces, porque se reafirma su tesis de las se-mejanzas entre pensamiento cristiano y liberal, en tanto ambos si-guen siendo «espirituales» (N.R.)].

107 Arnold Ruge, Bruno Bauer und die Lehrfreiheit [BrunoBauer y la libertad de enseñanza], en Anekdota zur neuesten deu-tschen Philosophie und Publizistik [Anécdotas sobre la filosofía y

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que la autoridad sagrada sea la Iglesia, la Biblia o laRazón (a la que ya apelaban, por otra parte, Lutero yHuss), no implica ninguna diferencia esencial.

La «cuestión de nuestro tiempo» no será soluble entanto que se la plantee así: ¿Es legítima cualquier ge-neralidad o sólo la individualidad? ¿Es la generalidad(Estado, Leyes, Costumbres, Moralidad, etcétera), o laindividualidad la que autoriza? El problema se resuel-ve únicamente cuando uno ya no se preocupa de unaautorización ni se hace ya simplemente la guerra a losprivilegios.

Una libertad de enseñanza racional que no reconoz-ca más que la «conciencia de la razón»108 no nos con-duce a nuestra meta; tenemos mayor necesidad de unalibertad de enseñanza egoísta, que se pliegue a toda in-dividualidad, por la que Yo pueda hacerme comprensi-ble, y explayarme sin que nada me lo impida. Que Yome haga inteligible, la razón es sólo eso, aún si me com-porto de modo irracional; si me hago comprender y sime comprendo Yo mismo, los demás gozarán de Mí co-mo Yo gozo, y me consumirán como Yo me consumo.

la publicística alemanas más recientes], tomo 1, Zürich y Wintert-hur, 1843, p. 120.

108 Op. cit., p. 127.

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¿Qué se ganaría con ver hoy al Yo razonable libre,como lo fue en otro tiempo el Yo creyente, el Yo legal,el Yo moral, etc.? Esa libertad, ¿es mi libertad?

Si Yo soy libre en tanto Yo razonable, entonces es lorazonable o la razón lo que es libre enmí, y esa libertadde la razón o libertad del pensamiento ha sido siempreel ideal del mundo cristiano. Se quería liberar el pen-samiento — y como hemos dicho, la creencia tambiénes pensar y el pensar es creencia. Los pensadores y loscreyentes, así como también los racionales, serían li-bres, para los demás, la libertad sería imposible. Pero lalibertad de los que piensan es la libertad de los hijos deDios, es la más despiadada jerarquía o dominación delpensamiento, porque Yo soy sometido al pensamiento.Si los pensamientos son libres, Yo estoy dominado porellos, no tengo sobre ellos ningún poder y soy su escla-vo. Pero Yo quiero gozar del pensamiento, quiero estarlleno de pensamientos y sin embargo, liberado de lospensamientos, Yo me quiero libre de pensamientos, enlugar de ser libre de pensar.

Para hacerme comprender y para comunicarme conlos demás, Yo no puedo utilizar más que medios huma-nos, medios de los que dispongo porque, como ellos,soy hombre. Y en realidad, en cuanto hombre, Yo notengo más que pensamientos, mientras que en cuan-

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to Yo, carezco, además, de pensamientos. Si uno no sepuede apartar de un pensamiento, no se es nada másque hombre, un esclavo del lenguaje, esa producciónde los hombres, ese tesoro de pensamientos humanos.La lengua o la palabra ejercen sobre nosotros la más es-pantosa tiranía, porque conducen contra nosotros to-do un ejército de ideas obsesivas. Si uno se observa así mismo en el acto de reflexionar, en este preciso ins-tante, descubrirá que sólo progresa abandonando todopensamiento y discurso.

No es sólo durante tu sueño cuando careces de pen-samiento y de palabras; careces de ellos en las más pro-fundas meditaciones e incluso es justamente entoncescuando más careces de ellos. Y no es más que por esaausencia de pensamientos, por esa libertad de pensardesconocida o libertad frente al pensar, por lo que Túte perteneces. Sólo gracias a ella llegarás a usar del len-guaje como de tu propiedad.

Si el pensar no es mi pensar, no es más que el deva-nar de una madeja de pensamientos, es entonces unatarea de esclavo, de esclavo de las palabras. El origende mi pensar no es mi pensamiento, soy Yo; tambiénsoy Yo igualmente su objeto y todo su curso no es másque el curso de mi goce y de Mí. El origen del pen-sar absoluto o libre es, por el contrario, el pensar libre

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mismo, y se deforma, remontando este origen a la abs-tracción más externa (por ejemplo, el Ser). Cuando setiene el cabo de esta abstracción o de este pensamientoinicial, no queda más que tirar del hilo para que todala madeja se devane.

El pensar absoluto es asunto del Espíritu humano;y éste es un Espíritu santo. Así, ese pensar es asun-to de los sacerdotes; sólo ellos tienen su inteligenciay tienen el sentido de los intereses supremos de la hu-manidad, del Espíritu.

Las verdades son para el creyente una cosa hecha.Para el librepensador son una cosa que aún tiene quehacerse. Por desembarazado que esté el pensar absolu-to de toda credulidad, su escepticismo tiene límites y lequeda la fe en la Verdad, en el Espíritu, en la Idea y ensu victoria final; no peca contra el Espíritu Santo. Perotodo pensar que no peca contra el Espíritu Santo no esmás que una fe en los espíritus y en los fantasmas.

Yo no puedo deshacerme más del pensamiento quede la sensación, ni de la actividad del espíritu que dela actividad de los sentidos. Lo mismo que el sentir esnuestra visión de las cosas, el pensar es nuestra visiónde las esencias (pensamientos). Las esencias existen entodo lo que es sensible, y particularmente en el verbo.El poder de las palabras sucede al poder de las cosas;

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primero, se está obligado por los azotes, más tarde, porla convicción. El poder de las cosas sobrepasa nuestrovalor, nuestro ingenio; contra el poder de una convic-ción, y por tanto de una palabra, los potros y el patí-bulo pierden su superioridad y su fuerza. Los hombresde convicciones son sacerdotes que resisten a los lazosde Satán.

El Cristianismo ha quitado a las cosas de estemundosu irresistibilidad dejándonos libres de su dependencia.Yo hago lo mismo respecto de las verdades y de su po-der, me elevo por encima de ellas, soy supraverdaderocomo soy suprasensible. Las verdades me son tan in-diferentes, tan banales, como las cosas; no me atraenni me entusiasman. No hay una verdad, ya sea el de-recho, la libertad, la humanidad, etc., que tenga unaexistencia independiente de mí y ante la cual yo meincline. Son palabras y nada más que palabras, comopara el cristiano las cosas no sonmás que «vanidades».En las palabras y en las verdades (cada palabra es unaverdad y, como Hegel sostiene, no es posible decir unamentira) no hay salvación para mi, ni más ni menosque no hay salvación para los cristianos en las cosasy en las vanidades. Lo mismo que las riquezas de estemundo, las verdades no pueden hacerme feliz. El ten-tador ya no es Satán, es el Espíritu, y este no seduce

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por medio de las riquezas de este mundo, sino por suspensamientos, por el «resplandor de la idea».

Después de los bienes de este mundo, todos los bie-nes también deben ser despreciados.

Las verdades son frases, expresiones, palabras (lo-gos); unidas las unas a las otras, enhebradas de extre-mo a extremo y ordenadas en líneas, esas palabras for-man la lógica, la ciencia, la filosofía.

Yo empleo las verdades y las palabras para pensary para hablar, como empleo los alimentos para comer;sin ellas y sin ellos no puedo pensar, ni hablar, ni co-mer. Las verdades son los pensamientos de los hom-bres traducidos en palabras y por ello no existen másque para el espíritu o el pensar. Son producciones delos hombres y de las criaturas humanas; si se hace deellas revelaciones divinas, se me hacen extrañas y aun-que sean mis propias criaturas, se alejan de Mí inme-diatamente después del acto de la creación.

El hombre cristiano es el que tiene fe en el pensa-miento, el que cree en la soberanía de los pensamien-tos y quiere hacer reinar ciertos pensamientos que élllama principios. Muchos hay, es cierto, que hacen su-frir a los pensamientos una prueba previa, y no eligenninguno por señor sin crítica, pero recuerdan con elloal perro que olfatea a las personas para reconocer a

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su dueño; se dirigen siempre a los pensamientos domi-nantes. El cristiano puede reformar y trastornar inde-finidamente las ideas que dominan desde hace siglos,puede hasta destruirlas, pero será siempre para tenderhacia un nuevo principio o un nuevo señor; siempreerigirá una verdad más elevada o más profunda, siem-pre fundará un culto, siempre proclamará un espíritullamado a la soberanía y establecerá una ley para to-dos.

En tanto quede una sola verdad a la que el hombredeba consagrar su vida y sus fuerzas porque es hom-bre, el Yo estará avasallado por una regla, por una do-minación, por una ley, etc., será siervo. El hombre, lahumanidad, la libertad, pertenecen a ese género de ver-dades.

Se puede decir, por el contrario: si quieres continuarocupándote en pensamientos, sólo de ti depende; de-bes saber únicamente que si quieres conseguir algoconsiderable, hay una multitud de problemas difícilesa resolver, y si no los superas, no llegarás lejos. Para ti,ocuparte en pensamientos no es un deber o una voca-ción; si, no obstante, quieres ocuparte de ellos, harásbien en aprovechar las fuerzas gastadas por los demáspara mover esos pesados objetos.

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Así, pues, quien quiere pensar, se impone por ellomismo, consciente o inconscientemente, una tarea; pe-ro nada le obliga a aceptar esta tarea. Se puede decir:Tú no vas bastante lejos, tu curiosidad es limitada ytímida, no vas al fondo de las cosas; en suma, no tehaces completamente su dueño; pero, por otra parte,por lejos que hayas llegado, estarás siempre al finalde la tarea; ninguna vocación te llama a ir más lejos yeres libre de hacer lo que quieras o lo que puedas. Ocu-rre con el pensamiento como con cualquier otra tarea:puedes abandonarlo cuando te venga en gana. Igual-mente, cuando no puedes ya creer una cosa, no tienesque esforzarte en creerla y en continuar ocupándotede ella como de un santo artículo de fe, a la manerade los teólogos o de los filósofos; audazmente puedesdesviar de ella tu interés, y darle la despedida.

Los espíritus sacerdotales seguramente considera-rán ese desinterés como pereza de espíritu, irreflexión,apatía, etc., no te preocupes por esas necedades. Na-da, ningún interés supremo de la humanidad, ningunacausa sagrada vale que Tú la sirvas y te ocupes de ellapor amor de ella; no le busques otro valor que en lo quevale para Ti. Recuerda por tu conducta la palabra bí-blica: «Sed como niños»; los niños no tienen interesessagrados ni tienen ninguna idea de una buena causa.

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El pensar no puede cesar así como no puede acabarel sentir. Pero el poder de los pensamientos y de lasideas, la dominación de las teorías y de los principios,el imperio del Espíritu, en una palabra, la jerarquía,durará tanto tiempo como los sacerdotes tengan la pa-labra, los sacerdotes, es decir, los teólogos, los filóso-fos, los hombres de Estado, los filisteos, los liberales,los maestros de escuela, los criados, los padres, los hi-jos, los esposos, Proudhon109, George Sand, Bluntschli,etc., etc. La jerarquía durará tanto como se crea en losprincipios; tanto como se piense en ellos y aunque selos critique; porque la crítica, incluso la más corrosiva,la que arruina todos los principios admitidos, aún creeen definitiva en un principio.

Cada cual critica, pero el criterio difiere. Se buscael verdadero criterio. Ese criterio es la hipótesis prime-ra. El crítico parte de un axioma, de una verdad, deuna creencia; ésta no es una creación del crítico, sinodel dogmático; de ordinario, sencillamente se toma talcual es a la cultura del tiempo; así, por ejemplo, la li-

109 A favor de Proudhon, éste se niega, en muchas oportuni-dades, a otorgarle el rango de verdad a lo que dice. Por el contra-rio, el esquema progresivo y de equilibrio en el que se mueve suteoría prácticamente lo obliga a afirmar el carácter fundamental-mente efímero de sus propias ideas (N.R.).

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bertad, la humanidad, etcétera. No es el crítico quienha descubierto al Hombre; el Hombre ha sido sólida-mente establecido como verdad por el dogmático, y elcrítico, que puede, por otra parte, ser la misma perso-na, cree en esa verdad, en ese artículo de fe. En esta fey poseído por esta fe, el critica.

El secreto de la crítica es una verdad; tal es el arcanode su fuerza.

Pero Yo distingo entre la crítica servil y la críticapropia o egoísta. Si critico partiendo de la hipótesis deun Ser supremo, mi crítica sirve a ese ser y se ejerceen su favor; si estoy poseído de la fe de un Estado libre,yo critico todo lo que se refiere a ella desde el punto devista de su concordancia, de su conveniencia, para elEstado libre, porque Yo amo ese Estado; si soy un crí-tico piadoso, todo se dividirá para mí en dos clases: lodivino y lo diabólico; la naturaleza entera está hechaa mis ojos de huellas de Dios o de huellas del diablo(de ahí los lugares llamados Don de Dios (Gottesgabe);Montaña de Dios (Gottesberg); Silla del Diablo (Teufels-kanzel), etc.), los hombres se dividirán en fieles e infie-les, etc.; si el crítico cree en el Hombre, empezará porcolocarlo todo bajo las rúbricas Hombres y no Hom-bres, etc.

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La crítica ha seguido siendo hasta el presente unaobra del amor, porque la hemos ejercido en todo tiem-po por amor de uno o de otro ser. Toda crítica oficiosaes un producto del amor, una posesión, y obedece alprecepto del Nuevo Testamento: «Probadlo todo y re-tened lo que es bueno».110 Lo «bueno» es la piedra detoque, el criterio. Lo bueno, bajo mil nombres ymil for-mas diferentes, ha sido siempre la hipótesis, el puntode apoyo dogmático de la crítica, la idea fija.

El crítico presume ingenuamente la verdad al poner-se a la obra, y la busca, convencido de que está todavíapor encontrar. Quiere descubrir la verdad, y tiene enella ese bien del que hablábamos.

La hipótesis, la suposición, no es más que el hechode sentar un pensamiento o de pensar cierta cosa, pre-viamente a cualquier otra: partiendo de lo pensado, sepensará después todo lo demás, es decir, se mediaráy se criticará según lo pensado. En otros términos: es-to equivale a decir que el pensar debe empezar conalgo ya pensado. Si el pensamiento «comenzara», enlugar de «ser comenzado», si el pensamiento fuera unsujeto, una personalidad activa por sí misma, enton-ces, ciertamente, no sería necesario abandonar el prin-

110 1 Tes. 5,21.

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cipio según el cual el pensamiento debe comenzar consí mismo. Pero es precisamente la personificación delespíritu lo que produce todos esos errores. Los hege-lianos se expresan siempre como si el pensar pensasey obrase; hacen de él el Espíritu que piensa, esto es, elpensar personificado, el pensar hecho fantasma. El li-beralismo crítico, por su parte, les dirá: la crítica haceesto o aquello, o bien: la conciencia juzga de tal o cualmanera. Pero si ustedes consideran activa a la crítica,mi pensamiento debe ser su antecedente. El pensar yla crítica, para ser por sí mismos activos, tendrían queser la hipótesis misma de su actividad, puesto que nopueden ser actividad sin ser. Y el pensar, en cuanto su-puesto, es un pensamiento fijo, un dogma; resulta deesto que el pensar y la crítica no pueden surgir másque de un dogma, es decir, de un pensamiento, de unaidea fija, de una hipótesis.

Con ello volvemos a lo que hemos dicho ya anterior-mente, de que el Cristianismo consiste en el desarrollode un mundo de pensamientos, o que es la verdaderalibertad de pensamiento, el pensamiento libre, el libreEspíritu. La verdadera crítica, que yo he llamado servil,es igual y por la misma razón la libre crítica, porqueno es mi propiedad.

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Muy distinto es cuando lo tuyo no se convierte enalgo para sí, no se personifica, no se hace un espírituindependiente de Ti. Tu pensar no tiene por hipótesisel pensar, sino a tí mismo. Así, pues, ¿te has supues-to Tú? Sí, pero no es a Mí a quien me supongo, es amí pensar. Mi Yo es anterior a mi pensar. Se sigue deaquí que ningún pensamiento precede a mí pensar, oque mí pensar no tiene hipótesis. Porque si Yo soy unsupuesto con relación a mi pensar, este supuesto noes la obra del pensar, no es un sub-pensamiento, sinoque es la posiciónmisma del pensar y su poseedor; elloprueba simplemente que el pensar no es más que unapropiedad, es decir, que no existe ni pensar en sí, niespíritu pensante.

Esta inversión de la manera habitual de considerarlas cosas, podría parecer un juego de manos con abs-tracciones, tan vano, que aquellas mismas contra lascuales va dirigido, no arriesgarían nada en prestarse aese inofensivo cambio, pero las consecuencias prácti-cas que de ello se derivan son graves.

La conclusión que extraigo de ello es que el Hombreno es la medida de todo, sino que Yo soy esa medida.El crítico servil mira a otro ser distinto a él mismo, auna idea a la que quiere servir; así no hace más quesacrificar falsos ídolos a su Dios. Lo que hace por el

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amor de ese ser, no es más que una obra de amor. PeroYo, cuando critico, no miro solamente a mi objeto; ob-tengo, aparte de eso, un placer, me divierto según migusto, según me conviene. Mastico la cosa o me limitoa olería.

La diferencia entre estas dos actitudes se vuelve to-davía más evidente si advertimos que el crítico servil,en cuanto lo guía el amor, supone que esta sirviendoa la cosa (la causa) misma.

No se quiere abandonar la «Verdad», sino buscarla.¿No es ella el «ser supremo»? A la «verdadera crítica»no le quedará ya más que arrojarse al agua si llegase aperder la fe en la verdad. Y, sin embargo, la verdad noes más que un pensamiento; pero no es «un» pensa-miento nada más, es el pensamiento que se cierne porencima de todos los pensamientos, es el pensamientoirrecusable, es el Pensamiento mismo, el que santificaa todos los demás, la consagración de los pensamien-tos, el Pensamiento «absoluto», el Pensamiento «sa-grado».

La verdad se mantiene firme cuando todos los dio-ses se van, porque se han derribado a los dioses y final-mente a Dios sólo para servirla y por amor a ella. «LaVerdad» continúa resplandeciendo cuando el mundode los dioses vuelve a entrar en la sombra, porque ella

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es el alma inmortal de este mundo perecedero de dio-ses: ella es la divinidad misma.

Yo quiero responder a la pregunta de Pilato: «¿Quées la Verdad?» La verdad es el pensamiento libre, laidea libre, el espíritu libre; la verdad es lo que es librecon relación a ti, lo que no es tuyo y no está en tu poder.Pero la verdad es también lo que no tiene existenciapor sí mismo, lo que es impersonal, irreal, incorporal;la verdad no puede manifestarse como tú te manifies-tas, no puede moverse, ni cambiar, ni desarrollarse; laverdad aguarda y recibe todo de ti y no sería si no fuerapor ti, porque no existe más que en tu cabeza. Tú con-cedes que la verdad es un pensamiento, pero tambiéndices que no todo pensamiento es verdadero; tú dices,para expresarme como tú, que no todo pensamientoes verdadera y realmente un pensamiento. ¿Y en quéreconoces al verdadero pensamiento? ¡En tu impoten-cia, es decir, en que no tienes ninguna acción sobre él!Cuando te vence, te entusiasma y te arrebata, lo tie-nes por verdadero. Su dominación sobre ti, es para tila prueba de su verdad; cuando te violenta y estás po-seído por él, estás contento; has encontrado tu dueño yseñor. Cuando buscabas la verdad, ¿qué reclamaba tucorazón? Un dueño. Tú no tendías hacia tu poder, sino

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hacia algo poderoso a lo que pudieses adorar («adoradal Señor por nuestro Dios»).

La verdad, mi querido Pilato, es el Señor, y todoslos que buscan la verdad, buscan y glorifican al Señor.¿Dónde está el Señor? ¿Dónde, sino en tu cabeza? El noes más que un espíritu, y por todas partes donde creesdescubrirlo, no adviertes más que un fantasma; el Se-ñor no es más que un pensamiento, y sólo el tormento,la angustia del cristiano quiso hacer lo invisible visibley dar un cuerpo al espíritu, que engendraron ese fan-tasma, y la espantosa miseria que es la creencia en losespectros.

En tanto que crees en la verdad, no crees en ti, y eresun siervo, un hombre religioso. Tú sólo eres la verdad,o más bien, eres más que la verdad; porque sin ti, ellano es nada. Sin duda, tú también inquieres la verdad,tú también «criticas»; pero no inquieres por una «ver-dad superior», es decir, mas elevada que ti y no criticassegún el criterio de tal verdad. Te diriges a los pensa-mientos y a las representaciones como a los fenóme-nos del mundo exterior, con el fin de conformarlos atu gusto, de hacértelos agradables y de apropiártelos;tú no quieres más que hacerte dueño de ellos y con-vertirte en su poseedor; quieres orientarte y sentirteen tu casa, y los encuentras verdaderos o los ves desde

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su verdadero aspecto cuando ya no se te pueden esca-par, cuando no les queda nada no percibido, nada nocomprendido, o gozas de ellos y son tu propiedad. Sise hacen sirvientes menos solícitos, si se sustraen denuevo a tu imperio, esa será la señal de su falsedad, esdecir, de tu impotencia. Tu impotencia es su poder, tuhumillación es su elevación. Su verdad eres tú, es lanada que tú eres para ellos y en la que se disuelven; tuverdad es su nulidad.

Sólo cuando sonmi propiedad esos espíritus, las ver-dades, llegan al reposo; para que sean reales, se necesi-ta que, habiéndoseles quitado su existencia miserable,lleguen a ser mi propiedad y que no se diga ya: la ver-dad crece, gobierna, triunfa, etc. Jamás la verdad hatriunfado, siempre ha sido el instrumento de mi vic-toria, como la espada («la espada de la verdad»). Laverdad es una cosa muerta, es una letra, una palabra,un material que yo puedo emplear. Toda verdad es pa-ra si misma un cadáver; si vive, es sólo como vive mipulmón, es decir, según la medida de mi propia vitali-dad. Las verdades son como el grano bueno y la cizaña:¿son buen grano, son cizaña?; sólo yo puedo decidirlo.

Los objetos no son para mí más que los materialesque pongo en acción. Donde quiera que poso mi manoatrapo una verdad, a la que transformo a mi gusto. La

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verdad es cierta paramí, y no tengo ninguna necesidadde desearla. No me propongo ponerme al servicio dela verdad; no es más que un alimento para mi cerebropensante, como lo son las papas para mi estómago quedigiere, o el amigo para mi corazón sociable. Mientrastenga la satisfacción y la fuerza de pensar, toda verdadno me sirve más que para modelarla cuanto me sea po-sible. La verdad es para mí lo que la mundanidad espara los cristianos: vana y frívola. No por eso existemenos, como continúan existiendo las cosas del mun-do aunque el cristiano haya mostrado su nada; pero esvana, porque su valor no está en sí misma sino en Mí.Por sí, carece de valor. La verdad es una criatura.

Así como ustedes con su actividad crean innumera-bles obras, si han cambiado el aspecto de la tierra yedificado por todas partes monumentos humanos; deigual modo, gracias a su pensamiento, ustedes puedendescubrir innumerables verdades, algo de lo que nosalegramos de todo corazón. Pero yo no consentiré nun-ca en hacerme el esclavo de sus nuevas máquinas, úni-camente ayudaré a ponerlas en marcha para mi bene-ficio. Del mismo modo, entonces, usaré sus verdadessin dejar que ellas me usen en su propio beneficio.

Todas las verdades inferiores a mí son bien venidas;pero aquellas verdades que se ponen por encima de mí,

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aquellas verdades por las cuales debería guiarme, lasdesconozco. No hay verdad por encima de mí, porquepor encima mío no hay nada.

¡Ni mí esencia, ni la esencia del Hombre están porencima de Mí! ¡Sí, de Mí, de esta gota en el mar, de esteser insignificante!

Ustedes creen tener una audacia extraordinariacuando afirman que no hay una verdad absoluta, pues-to que dicen que cada época tiene su verdad y que sólopertenece a ella. ¿Conceden entonces que cada épocatuvo su verdad?; pues con esomismo crean propiamen-te una verdad absoluta, una verdad que no falta en nin-guna época, porque cada una, cualquiera que sea suverdad, tiene una.

¿Basta decir que se ha pensado en todo tiempo y quese han tenido, por consiguiente, diferentes pensamien-tos y verdades en cada época que en la época preceden-te? No; se debe decir que cada época tuvo su verdad defe, y de hecho, no se ha visto ninguna que no recono-ciese una verdad suprema ante la que no se inclinasecomo ante la soberana majestad. La verdad de una épo-ca es una idea fija; cuando llega un día en que se en-cuentra otra verdad, no se la descubre sino porque sebuscaba una; no se hacía más que reformar su locuray vestirla de nuevo. Porque se quería estar inspirado

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por una idea, porque se procuraba estar dominado, po-seído por un pensamiento. El postrer vástago de estadinastía es nuestra esencia o el Hombre.

Para toda crítica libre, el criterio era un pensamien-to; para la crítica propia, egoísta, el criterio soy Yo. Yoel indecible, y por consiguiente, el impensable (porquelo pensado puede siempre expresarse, puesto que pa-labra y pensamiento coinciden). Es verdadero lo quees mío; es falso aquello que Yo no poseo; es verdade-ra, por ejemplo, la asociación, son falsos el Estado yla sociedad. La crítica libre y verdadera trabaja por ladominación lógica de un pensamiento, de una idea, deun Espíritu; la crítica propia no trabaja más que por mideleite. Así se aproxima — y no querríamos ahorrarleesta vergüenza — a la crítica animal del instinto. Suce-de conmigo como con el animal; criticando, no veo enmis asuntosmás que aMí y no a ellos. Yo soy el criteriode la Verdad, pero no soy una idea; soy más que unaidea, porque excedo de toda fórmula. Mi crítica, frentea mí, no es libre ni es servil a una idea, me es propia.

La verdadera crítica o crítica humana no descubreen lo que examina más que la conveniencia de y parael Hombre, el verdadero Hombre; por tu crítica propia,compruebas si el objeto te conviene o no te conviene.

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La crítica libre se ocupa en ideas; así que siempre esteorética. Cualquiera que sea su rabia contra las ideas,no se desembaraza, sin embargo, de ellas. Se bate con-tra los fantasmas, pero no puede hacerlo más que te-niéndolos por fantasmas. Las ideas a las que ataca nodesaparecen enteramente: el soplo del alba no las poneen fuga.

El crítico puede, es verdad, llegar a la ataraxia paracon las ideas, pero no estará nunca en paz con ellas; esdecir, que no comprenderá jamás que no hay nada su-perior al hombre corporal, ni a su humanidad, ni a lalibertad, etc. El se atiene siempre a una «vocación» delhombre, a la «humanidad». Si esta idea de la humani-dad queda siempre irrealizada, es precisamente porquequeda y debe quedar siendo «idea».

Pero si yo concibo, al contrario, la idea comomi idea,entonces se encuentra por el hecho mismo realizada,puesto que yo soy su realidad: su realidad viene de quesoy Yo, lo corporal, quien la tiene.

Se dice que en la historia universal es donde se rea-liza la idea de la libertad. Esta idea es, por el contrario,real desde que un hombre la piensa, y es real en la me-dida en que es idea; es decir, por cuanto yo la pienso ola tengo. No es la idea de libertad la que se desarrolla,sino que son los hombres los que se desarrollan, y que,

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al desarrollarse, desarrollan también, naturalmente, supensar.

En resumen, el crítico no es todavía propietario, por-que combate aún en las ideas a extranjeras poderosas,exactamente como el cristiano no es propietario de sus«malos deseos» por el tiempo que le dedica a defen-derse de ellos: para aquel que condena el vicio, el vicioexiste.

La crítica permanece atascada en la «libertad del en-tendimiento», en la libertad del espíritu; y el espíritugana verdaderamente su libertad cuando se llena de lapura, de la verdadera idea; tal es la libertad de pensar,que no puede existir sin pensamientos.

La crítica no ha hecho más que combatir una ideacon otra; por ejemplo, la del privilegio con la de la hu-manidad, o la del egoísmo con la del desinterés.

En suma, el comienzo del Cristianismo reaparece ensu finalización bajo la forma de la crítica, porque tantoaquí como allá el «egoísmo» es el enemigo. No soy Yo,el único, sino la idea, lo general, lo que yo debo hacervaler.

La guerra del clero contra el «egoísmo» y de los es-pirituales contra los mundanos, forma todo el conteni-do de la historia cristiana. En la crítica contemporánea,esta guerra no hace más que universalizarse y el fana-

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tismo se completa. Es preciso, si, que viva y que exhalesu rabia antes de desaparecer.

¿Qué me importa que lo que yo pienso y lo que yohago sea cristiano, qué sea humano o inhumano, libe-ral o no liberal? Desde el momento en que eso lleva alfin que yo persigo, desde el momento en que eso mesatisface, está bien. Cúbranlo con todos los adjetivosque les agrade, para mí es todo igual.

Puede suceder que yo también rompa con los pen-samientos que he tenido no hace más que un instan-te, y puede ser que cambie bruscamente mi manerade proceder; pero no es porque esos pensamientos oesas acciones no sean acordes con el Cristianismo, noes porque ataquen a los eternos derechos del Hombreo sean un bofetada a la idea de la Humanidad, no; esporque no están ya conformes conmigo, es porque yano obtengo de ellos un goce pleno y porque dudo demi pensamiento de hace poco o ya no me place actuarcomo antes lo hacía.

Del mismo modo que el mundo al convertirse en mipropiedad, ha venido a ser un material del que Yo ha-go lo que quiero, el Espíritu, al hacerse mi propiedad,ha de rebajarse a un material ante el que ya no sientoel terror de lo sagrado. En adelante no me estremece-ré de horror ante ningún pensamiento por temerario

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o diabólico que parezca, porque, por poco importunoo desagradable que se vuelva para Mí, su fin está enmí poder; y en adelante ya no me detendré temblandoante una acción porque esté impregnada por el espíri-tu de impiedad, de inmoralidad o de injusticia. No medetendré, como San Bonifacio no se abstuvo por es-crúpulo religioso de derribar las encinas sagradas delos paganos. Como las cosas del mundo se han hechovanas, inevitablemente vanos deben hacerse los pen-samientos del Espíritu.

Ningún pensamiento es sagrado, porque ningúnpensamiento es una devoción; ningún sentimiento essagrado (no hay sentimiento sagrado de la amistad, delsanto amor maternal, etc.), ninguna fe es sagrada. Pen-samientos, sentimientos, creencias, son alienables, yson mi propiedad, propiedad irrevocable que yo mis-mo destruyo, así como yo la genero.

El Cristiano puede verse despojado de todas las co-sas u objetos, puede perder a las personas más amadas,esos objetos de su amor, sin desesperar por eso de símismo; es decir, en el sentido cristiano de su espíritu,de su alma. El propietario puede rechazar lejos de sí to-dos los pensamientos que eran queridos a su espírituy encendían su celo; él volverá a ganar mil veces otrotanto; porque él, su creador, subsiste.

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Inconsciente e involuntariamente, todos tendemosa la individualidad; sería difícil encontrar uno solo en-tre nosotros que no haya abandonado ningún senti-miento sagrado y roto con algún santo pensamientoo alguna santa creencia: pero no encontraríamos a na-die que no pudiera liberarse aún de uno u otro de suspensamientos sagrados. Cada vez que atacamos unaconvicción, partimos de la opinión de que somos capa-ces de arrojar, por decirlo así, al adversario de las trin-cheras de su pensamiento. Pero lo que Yo hago incons-cientemente, no lo hago más que a medias; así, des-pués de cada victoria sobre una creencia, vuelvo a serel prisionero (el poseído) de una nueva creencia, queme vuelve a tomar por entero a su servicio. Ella hacede mí un fanático de la razón cuando he cesado de en-tusiasmarme por la Biblia, o un fanático de la idea deHumanidad cuando dejo de luchar por el Cristianismo.

Propietario de mis pensamientos, protegeré, sin du-da, mi propiedad bajo mi escudo, exactamente comopropietario de las cosas, a nadie dejo quitármelas; pe-ro sonriendo acogeré el término del combate, sonrien-do depondré mi escudo sobre el cadáver de mis pensa-mientos y de mi fe, y sonriendo, vencido triunfaré. Es-to es lo gracioso de la cuestión. Cualquiera que tenga«sentimientos sublimes» puede descargar su humor en

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la insignificancia de los hombres; pero para poder ju-gar con todos los «grandes pensamientos, los pensa-mientos sublimes, las nobles inspiraciones y la sagra-da fe», requiere que uno se asuma como el dueño detodos ellos.

A la sentencia cristiana «todos somos pecadores»,yo opongo ésta: «¡Todos somos perfectos!» Porque acada instante somos todo lo que podemos ser y nuncanada nos obliga a ser más. Como no arrastramos connosotros ninguna falta, ningún defecto, el pecado notiene sentido. ¡Muéstrenme algún pecador en un mun-do en el que nadie tiene ya que satisfacer nada superiora sí! Si Yo no quiero más que satisfacerme, no satisfa-ciéndome no peco, puesto que no ofendo en mí mis-mo ninguna santidad; al contrario, si debo ser piadoso,tengo que satisfacer a Dios; si debo obrar humanamen-te, tengo que satisfacer a la esencia del Hombre, a laidea de humanidad, etc. A quien el religioso llama pe-cador, el humanista lo llama egoísta. Pero si, una vezmás, no tengo que contentar a nadie: ¿qué es, pues, elEgoísta, ese diablo a la nueva moda que se ha creadoel Humanista? El Egoísta, ante el cual los humanistasse santiguan con espanto, no es más que un fantasma,como el diablo; no es más que un espantajo y una fan-tasmagoría de su cerebro. Si no estuviesen hechizados

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ingenuamente por la vieja antítesis del bien y del mal,a la que han dado respectivamente los nombres de hu-mano y de egoísta para rejuvenecerla, no habrían coci-nado al pecador encanecido en la caldera del egoísmo,y no le habrían zurcido una pieza nueva a un vestidoviejo. Pero, como consideran su deber el ser Hombres,no podían hacer otra cosa: ¡se han liberado del bueno,el bien se ha ido!

¡Todos somos perfectos y no hay sobre la tierra unsolo hombre que sea un pecador! Como hay locos quese imaginan ser Dios padre, Dios hijo o el hombre dela luna, hormiguean los insensatos que se creen peca-dores. Los primeros no son el hombre de la luna y ellosno son pecadores. Su pecado es quimérico.

Pero, se objeta insidiosamente, ¿su demencia o suposesión es, al menos, su pecado? Su posesión no esmás que lo que han podido producir y el resultado desu desarrollo, exactamente como la fe de Lutero en laBiblia era todo lo que había podido producir. Su desa-rrollo conduce al primero a una casa de locos y al se-gundo al Panteón o al Walhalla. ¡No existe ningún pe-cador, ni ningún egoísmo pecaminoso!

¡Aléjense de mí con su «filantropía»! Arrástrate, fi-lántropo, en las «cuevas del vicio», adéntrate en la mu-chedumbre de la gran ciudad: ¿no encontrarás, en to-

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dos lados, pecado, pecado, pecado y de nuevo pecado?¿No te quejarás de la corrupta humanidad, no te lamen-tarás del monstruoso egoísmo? ¿Podrás estar frente aun hombre rico sin encontrarlo impiadoso y egoísta?Quizás ya te encuentres en el punto en que te recono-ces ateo, pero te mantienes fiel a la sentencia cristianasegún la cual es más fácil que un camello pase por elojo de una aguja a que un hombre rico deje de ser unno-humano. ¿A cuántos de los que ves no los arrojaríascon las masas egoístas? ¿Qué es, entonces, lo que haencontrado tu filantropía (amor por el hombre)? ¡Nadamás que hombres odiosos, imposibles de ser amados!¿Y de dónde provienen todos ellos? ¡De tí, de tu filan-tropía! Tú tienes al pecador adentro de la cabeza, poreso lo encontraste, por eso lo «pusiste» en todos lados.

No llames a los hombres pecadores y no lo serán: Túsólo eres el creador de los pecados; Tú que te imaginasamar a los hombres, eres quien los arrojas en el fangodel crimen; Tú eres quien los hace viciosos o virtuosos,humanos o inhumanos, y Tú eres quien los salpicascon la baba de tu posesión; porque Tú no amas a loshombres, sino al Hombre. Yo te lo digo: no has vistojamás pecadores, sólo los has soñado.

Mi goce de mí se vuelve amargo porque creo deberservir a otro, porque me creo deberes para con él y me

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creo llamado al sacrificio, a la abnegación, al entusias-mo. Pues bien, si no sirvo ya a ninguna Idea, a ningúnSer superior, se sobreentiende que tampoco serviré yaa ningún hombre, salvo — y en todo caso — a Mí. Y asíno es sólo por el hecho o por el ser, sino incluso por laconciencia por lo que soy el Único.

Te corresponde más que lo divino, que lo humano,etcétera; te corresponde lo que es tuyo.

Considérate más poderoso que todo aquello por loque se te hace pasar y serás más poderoso; considératemás y serás más.

No estás simplemente destinado a todo lo divino yautorizado a todo lo humano, sino que eres poseedorde lo tuyo, es decir, de todo lo que puedes apropiartecon tu fuerza.

Se ha creído siempre que se debía darme un des-tino exterior a Mí y así se llegó finalmente a exhor-tarme a ser humano y a obrar humanamente, porqueYo=Hombre. Ese es el círculo mágico cristiano. El Yode Fichte es igualmente un ser exterior y extraño a Mí,porque ese Yo es cada uno y tiene sólo derechos, desuerte que es «el Yo» y no yo. Pero Yo, no soy un Yojunto a otros Yo; soy el solo Yo, soy Único. Y mis ne-cesidades, mis acciones, todo en Mí, es único. Por elsolo hecho de ser ese Yo único, hago de todo mi pro-

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piedad, poniéndome a la obra y desarrollándome. Noes como Hombre como me desarrollo y no desarrolloal Hombre: soy Yo quien Me desarrollo.

Este es el sentido del Único.

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III. El Único

La época precristiana y la cristiana han perseguidofines opuestos. La primera quiso idealizar lo real, y lasegunda realizar lo ideal; una buscó al Espíritu Santo,la segunda busca al cuerpo glorificado. Así, la primeraconduce a la insensibilidad respecto a lo real, al des-precio del Mundo, mientras que la segunda finalizarácon la ruina de lo ideal y el desprecio del Espíritu.

Los miembros de la oposición real — ideal son in-compatibles y lo uno no puede nunca devenir en lootro: si lo ideal se hiciese real, ya no sería lo ideal, ysi lo real se hiciese ideal sería lo ideal y no sería loreal. La contradicción entre ambos términos no pue-de resolverse a menos que algo los aniquile. Sólo eneste algo, en este tercer término, desaparece la contra-dicción. De lo contrario, ideal y real no se encuentranjamás. La idea no puede ser realizada y seguir siendoidea, es preciso que perezca como idea, lo mismo suce-de con lo real que deviene ideal.

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Ante nosotros se presentan los antiguos partidariosde la idea, y los modernos partidarios de la realidad. Niunos ni otros llegaron a deshacerse de esta oposición;los antiguos se limitaron a desear al Espíritu, y desdeel día en que pareció que este deseo estaba satisfechoy que el Espíritu parecía llegar, los modernos comen-zaron a aspirar a la secularización de ese espíritu, quedeberá permanecer eternamente como un deseo piado-so.

El deseo piadoso de los antiguos era la santidad, elde los modernos es la corporalidad. Pero lo mismo quela antigüedad debía sucumbir el día en que sus deseosse realizaran (porque no existía más que por ellos), asítambién es imposible alcanzar la corporeidad sin salirdel Cristianismo. A la corriente de santificación o depurificación que atraviesa el mundo antiguo (ablucio-nes, etc.) le sigue la corriente de encarnación a travésdel mundo cristiano: Dios se precipita en este mundo,se hace carne y quiere rescatar el mundo, es decir, lle-narlo de él; como Dios es la Idea o el Espíritu, se termi-na por introducir la Idea en todo, en el mundo, demos-trando que la Idea, la razón está en todo, como, porejemplo, lo hace Hegel. A lo que los estoicos del paga-nismo alababan como Sabio, corresponde en la culturaactual al Hombre; uno y otro son dos seres sin carne.

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El sabio irreal, ese santo incorporal de los estoicos, hadevenido en persona real y santo corporal en el Diosencarnado; el hombre irreal, el Yo incorpóreo llegará aser real en el Yo corporal que Yo soy.

Al Cristianismo está ligada la cuestión de la existen-cia de Dios; esta cuestión, sin cesar repetida y debatida,prueba que el deseo de la existencia, de la corporali-dad, de la personalidad, de la realidad, era un asuntode constante preocupación, porque nunca se llegaba auna solución satisfactoria. Por fin declinó la cuestiónde la existencia de Dios, pero sólo para levantarse in-mediatamente bajo una nueva forma, en la doctrina dela existencia de lo divino (Feuerbach). Pero lo divinotampoco tiene existencia, y su último refugio, que esel que lo puramente humano puede ser realizado, pron-to no tendrá ya asilo que ofrecerle. Ninguna idea tieneexistencia, porque ninguna es susceptible de corpori-zarse. La controversia escolástica del realismo y del no-minalismo no tuvo otro objeto. En suma, ese problemaatravesó de un extremo a otro la historia cristiana y nopudo encontrar en ella su solución.

El mundo cristiano se esfuerza en realizar las Ideasen todas las circunstancias de la vida individual y entodas las instituciones y en las leyes de la Iglesia y delEstado; pero esas Ideas resisten siempre a sus tentati-

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vas y siempre les queda alguna cosa que no es posiblecorporizar (o lo que es igual, es irrealizable); cualquie-ra que sea el empeño que uno ponga en dotarlas deun cuerpo, esas ideas permanecen siempre sin realidadtangible.

El realizador de ideas se inquieta poco por las reali-dades, si esas realidades se encarnan en una idea; así,examina sin descanso si en lo realizado habita su nú-cleo, la Idea; al experimentar lo real, experimenta almismo tiempo la Idea y comprueba si es realizable talcomo él la piensa, o bien si la ha comprendido inco-rrectamente y por tanto es irrealizable.

En cuanto existencias, la familia, el Estado, etc., yano le interesan al cristiano; los cristianos no deben,como los antiguos, sacrificarse por esas cosas divinas,sino interesarse por ellas como realización del Espíri-tu. La familia real ha venido a ser indiferente, y unafamilia ideal (verdaderamente real) debe brotar de ella;familia santa, familia bendita de Dios, o en el estilo li-beral, familia racional. Para los antiguos, la familia, lapatria, el Estado, etc. tienen una actualidad divina; pa-ra los modernos, en cambio, aguardan la divinizacióny son, bajo su forma existente, inacabados terrenales ydeben ser liberados, es decir, deben ser realizados ver-daderamente En otros términos, la familia, etc. no son

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lo existente y lo real, sino lo divino, la Idea; la cuestiónestá en saber si tal familia podrá llegar a ser real porobra de lo verdadero real, de la Idea. El individuo notiene por deber servir a la familia como una divinidad,sino servir a lo divino y elevar hasta él la familia aúnno divina; es decir, someterlo todo a la Idea, enarbolarpor todas partes la bandera de la idea, y llevar la Ideaa una actividad que sea realmente real y eficaz.

Si bien el Cristianismo y la antigüedad tienen quever con lo divino, llegan siempre a él por las vías másopuestas. Al fin del paganismo, lo divino se hace ex-tramundano; al fin del cristianismo, intramundano. Laantigüedad no consiguió ponerlo completamente fue-ra del mundo y cuando el cristianismo completa esatarea, lo divino tiende a reintegrarse con el mundo yquiere «redimirlo». Pero, en el seno del Cristianismo,lo divino como intramundano no se transforma ni pue-de transformarse en lo mundanomismo, porque lo ma-lo, lo irracional, lo fortuito, lo egoísta, son lo mundano,en el mal sentido de la palabra, y están y permanecencerrados a lo divino. El Cristianismo comienza con laencarnación de Dios que se hace hombre y prosiguetoda su obra de conversión y de redención, con el finde llevar a Dios a florecer en todos los hombres y en

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todo lo humano y de penetrarlo todo del Espíritu. Else atiene a preparar una sede para el Espíritu.

Si se llegó finalmente a poner la atención sobre elHombre o la humanidad, fue de nuevo la idea lo quese eternizó. ¡El Hombre no muere! Se pensó haber en-contrado la realidad de la idea: el Hombre que es el Yode la historia; es él, ese ideal, el que se desarrolla, esdecir, se realiza. El es verdaderamente real y corporal,porque la historia es su cuerpo, del que los individuosno son más que los miembros. Cristo es el Yo de la his-toria del mundo, hasta de la que precede a su apariciónsobre la Tierra; para la filosofía moderna, en cambio,ese Yo es el Hombre. La imagen de Cristo ha venidoa ser la imagen del Hombre, y el Hombre como tal,el Hombre, es el centro de la historia. Con el Hombrereaparece el comienzo imaginario, porque el Hombrees tan imaginario como el Cristo. El Hombre, Yo dela historia del mundo, cierra el ciclo del pensamientocristiano.

El círculo mágico del cristianismo se quebraría si ce-sara el conflicto entre la existencia y la vocación, entreYo tal como soy y Yo tal como debo ser; el cristianis-mo no consiste más que en la aspiración de la Idea ala corporalidad, y expira si desaparece la separaciónentre ambos. El Cristianismo sólo subsiste si la Idea

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persiste como Idea (y el Hombre y la Humanidad sonsolamente Ideas sin cuerpo). La idea devenida corporal,el Espíritu encadenado o perfecto, flotan ante los ojosdel cristiano y representan en su imaginación el últi-mo día o el objetivo de la historia, pero para él no sonsu presente. El individuo sólo puede tomar parte en laedificación del reino de Dios, o bien, en su forma mo-derna, en el desarrollo de la historia y de la humanidad,y esta participación es la que da un valor cristiano, o,en forma moderna, humano; para lo demás no es másque un puñado de ceniza y pasto de los gusanos.

Que el individuo sea para sí una historia universal, yque el resto de la historia no sea más que su propiedadva más allá del Cristianismo. Para éste, la historia essuperior, porque es la historia de Cristo o del Hombre;para el egoísta, sólo su historia tiene un valor, porqueno quiere desarrollar otra cosa que no sea a él mismoy no quiere desarrollar el plan de Dios, o los designiosde la Providencia, o la libertad, etc. El no se consideraun instrumento de la Idea o un recipiente de Dios, noreconoce ninguna vocación, no se imagina destinado acontribuir al desarrollo de la humanidad, y no cree enel deber de aportar su óbolo para este desarrollo; vivesu vida sin preocuparse de que la humanidad obtengade ella pérdida o provecho.

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Si no nos llevara a confundirnos con la idea de queun estado de naturaleza debe ser alabado, podríamosrecordar la historia de los tres gitanos de Lenau.1 — ¡Yqué! ¿Acaso yo estoy en el mundo para realizar ideas,para realizar con mi civismo la Idea del Estado, o paradar por mi matrimonio una existencia como esposo ypadre a la Idea de familia? ¿Qué quiere de mí esa vo-cación? Yo no vivo para realizar una vocación, al igualque la flor no nace y exhala perfume por sea su deberhacerlo.2

El ideal Hombre está realizado cuando la concep-ción cristiana se transforma en lo siguiente: Yo, este

1 El autor se refiere a un poema de Lenau (escritor austríacocontemporáneo de Stirner): Un viajero, angustiado por su malasuerte se encuentra con tres gitanos que están todavía peor queél. Ninguno de los gitanos parece preocuparse por su estado, unotoca la gaita, el otro fuma y el tercero duerme. Es una historia quese rebela contra la «seriedad» con que los hombres suelen tomarsela vida (N.R.).

2 Stirner se rebela contra tres «reencarnaciones» de la pers-pectiva cristiana: primero, la idea cristiana según la cual los hom-bres se realizan en el «otro mundo»; segundo, contra la idea he-geliana según la cual los individuos se realizan en el Estado: y ter-cero, contra la versión revolucionaria, supuestamente superadora,según la cual los individuos se realizan en la sociedad igualitariainstaurada por la Revolución. Este rechazo suele interpretarse co-mo una negación «liberal» — y por ende «ideológica»- de toda

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único, soy el Hombre. La cuestión conceptual: ¿Quées el hombre? se ha convertido en la pregunta perso-nal: ¿Quién es el hombre? El «qué es», se preguntabapor el concepto a realizar; comenzando por «el quiénes» desaparece la cuestión, porque la respuesta está ala mano del que hace la pregunta: la pregunta se res-ponde a sí misma.

Se dice de Dios: Los nombres no te nombran. Eso esigualmente justo para Mí; ningún concepto me expre-sa, nada de lo que se considera como mi esencia meagota, no son más que nombres. De Dios se dice, ade-más, que es perfecto, y que no tiene ninguna vocación,que no tiene que tender hacia la perfección. Tambiénesto es cierto para Mí.

Yo soy el propietario de mi poder, y lo soy cuandome sé Único. En el Único, el poseedor vuelve a la nadacreadora de la que ha salido. Todo ser superior a Mí,

perspectiva de cambio revolucionario. Por el contrario, me pareceque lo que Stirner está rechazando es el elemento esencialista -ypor ende idealista — que se mantiene en las tres «propuestas libe-radoras». En este sentido, y contra lo que suele afirmarse, Stirnerno hace más que formular — aunque sólo sea en teoría —, la ideaanarquista de acción directa, entendida como al realización de lalibertad aquí y ahora. El problema no es la sociedad comunista —incluso llega a afirmar en el texto, al referirse a la distinción entreel trabajo como «humano» y el trabajo como «único», que le pa-

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sea Dios o sea el Hombre, se debilita ante el sentimien-to de mi unicidad, y palidece al sol de esa conciencia.Si yo baso mi causa en Mí, el Único, mi causa reposasobre su creador efímero y perecedero que se consumea sí mismo, y Yo puedo decir:

Yo he basado mi causa en Nada.

Apéndice: Breve apunte biográfico deStirner

No es exagerado decir que el conocimiento que tene-mos de este filósofo se debe a JohnHenryMackay, poe-ta anarquista alemán, que en 1888 encontró, en «Histo-ria de Materialismo» de Lange, una breve mención deStirner y de su obra «El Único y su propiedad». Dichamención le produjo tal impacto que se dedicó, desdeese momento, a entrevistar a las pocas personas queconocieron al filósofo y buceó en viejos epistolarios yperiódicos, publicando sus investigaciones en Berlín,en 1898, bajo el título de Max Stirner: sein Leben undsein Werke, (Max Stirner: su vida y su obra).

rece la más ventajosa —, sino contra la «divinización» de la Revo-lución o de la sociedad sin clases (N.R.).

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Stirner, cuyo verdadero nombre era Johann CasparSchmidt, nació el 25 de octubre de 1806 en la pequeñaciudad de Bayreuth, que en esa época contaba con ape-nas seiscientas edificaciones, y murió el 25 de junio de1856 en la miseria. Vástago de una modesta familia deartesanos de clase media, al poco tiempo de nacer per-dió a su padre, fabricante de flautas. Creció al cuidadode su padrino, un tejedor de medias, quien llegaría acostear sus estudios de bachillerato en el famoso gim-nasio de su ciudad natal.

A los veinte años se trasladó a Berlín e ingresó enla universidad; aprendió filosofía con Hegel y teologíacon Schleiermacher. Luego de aprobar el examen profacúltate docendi, ocupó el puesto de profesor de litera-tura en un liceo femenino privado, cargo que abando-nó en 1844, el mismo año en que se publicó «El Único».Su biógrafo más completo, Mackay, atribuye a «moti-vos desconocidos» el alejamiento del que era su únicomedio de vida, aunque es presumible que, un escritorque arremetía con tanta furia contra las dos institucio-nes más importantes de su medio y época (el Estadoprusiano y la religión protestante), una vez conocidosu libro no habría podido retener el puesto de educadorde niñas de la burguesía por mucho más tiempo.

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Durante un corto tiempo, sus ingresos provinieronde artículos aparecidos en Rheinische Zeitung, el perió-dico más liberal de la época, y de la traducción de Tra-tado sobre la economía práctica y política de Jean Baptis-te Say y del Análisis de la esencia y causa de la riquezanacional deAdamSmith; con estos ingresos atendía lasnecesidades mínimas de una vida por demás sencilla yfrugal.

Queriendo aumentarlos, adquirió un tambo y orga-nizó la venta domiciliaria de leche con pequeños ca-rros tirados por perros, como era costumbre. Con estaexperiencia, además de provocar el desconcierto y lasburlas de la intelectualidad de Berlín, liquidó sus pe-queñas reservas y produjo su ruina definitiva, dandocomienzo a la dolorosa cadena de penurias y frustra-ciones en que se transformó su vida. En 1847, su espo-sa, que no lo comprendía, lo abandonó, cansada de lapenosa vida provocada por su manifiesta incapacidadpara mantener el hogar. Esto lo hundió en una mayorsoledad y en un amargo desaliento.

En 1852, comenzó a escribir Historia de la Reacción,libro en el que se proponía recopilar algunos ensayossobre los acontecimientos subsiguientes a la revolu-ción de 1848, pero lo dejó inconcluso por no encontrareditor que se atreviera a publicarlo.

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El resto de su vida transcurrió en míseras buhardi-llas cuyo alquiler no podía pagar, lo que lo arrastró ala ignominia de la cárcel por deudas.

Su organismo, debilitado por el hambre, no pudo re-sistir la infección producida por una mosca carbunclo-sa, lo que le provocó la muerte a los cuarenta y nueveaños de edad, en el más completo olvido de sus con-temporáneos. La enciclopedia de Brockhaus de 1854lo menciona lacónicamente: «Posiblemente el verda-dero nombre del autor de El Único y su Propiedad fueJohann Caspar Schmidt».

No tuvo más actividad revolucionaria que susreuniones tabernarias con el grupo de Los Libres, enBerlín, junto con Bruno Bauer, Arnold Ruge y proba-blemente Feuerbach, Moses Hess, Marx y Engels, y lapublicación de un libro que el Ministerio del Interioralemán consideró «demasiado absurdo para ser peli-groso». Sin embargo, en una época en que el colecti-vismo socialista y el antiindividualismo hegeliano do-minaban política y filosóficamente, Stirner enarboló ladivisa del individualismo a ultranza. Anarquista antesde hora, se preocupó por la educación y el derecho a lapersonalidadmucho antes de que se divisaran las lucesde la revolución pedagógica. De su pluma es el trabajo«El falso principio de nuestra educación». Su propuesta

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para un hombre libre sigue conservando una polémi-ca y extraña viveza. Profetizó lúcidamente el peligroque representaría una sociedad comunista regida porel Estado, en la que la apropiación colectiva de los me-dios de producción le conferirían a éste poderesmuchomás exorbitantes que en la sociedad capitalista tradi-cional.3

En El falso principio de nuestra educación, Stirner cri-tica duramente a las escuelas tradicionales que, en lu-gar de liberar a los individuos de los prejuicios que losencadenan, se limitan a reemplazar el servilismo antela autoridad familiar por el servilismo ante el Estado.4Y en El Único pone en evidencia que, en realidad, aque-

3 «Más aún, aboliendo la propiedad personal, el comunismose constituye en un nuevo Estado, un status, un orden de cosasdestinado a paralizar la libertad de mis movimientos, un podersoberano superior a Mí. El comunismo se opone con razón a laopresión de los individuos propietarios, de los que Yo soy víctima,pero el poder que da a la comunidad es más tiránico aún». Cfr. pág.263 de esta misma edición.

4 «…el último objetivo de la educación no puede seguir sien-do el saber, sino el querer nacido de ese saber. En una palabra, ten-der hacia un hombre personal o libre (…) Se trata de descubrirnosa nosotros mismos, de liberarnos de todo aquello que nos es ex-traño, abstraemos y desembarazarnos radicalmente de toda auto-ridad, reconquistar la ingenuidad (…) La escuela no produce hom-bres auténticos; más bien sucede que si algunos ha llegado a serlo

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llo que acostumbramos a llamar «derecho» en el Esta-do es idéntico a aquello que llamamos «crimen» en losindividuos.5

Y aunque en una carta de Engels a Marx, el prime-ro afirma: «…De Los Libres6, Stirner seguramente es elque tiene más talento, independencia y soltura, pero contodo cae de una abstracción idealista a una abstracciónmaterialista y no llega a más». Y agrega: «cuándo losotros gritaban ‘¡Abajo los reyes!’ añadía Stirner ‘¡Aba-

ha sido a pesar de ella. Esta,…no hace de nosotros naturalezas li-bres». M. Stirner, El falso principio de nuestra educación.

«No es un mérito de la Escuela si salimos de ella sin ser egoístas.Todas las formas de usura y rapacidad, de ambición burocrática,de diligencia servil, de hipocresía, etc., tienen que ver tanto con elsaber difundido como con la formación clásica elegante».

5 «Enmanos del Estado la fuerza se llama derecho, enmanosdel individuo recibirá el nombre de crimen. Crimen significa elempleo de la fuerza por el individuo; sólo por el crimen puede elindividuo destruir el poder del Estado, cuando considera que estápor encima del Estado y no el Estado por encima de él». Cfr. pág.200 de esta misma edición.

6 Se refiere al movimiento denominado «Joven Alemania»que se reúnen en Berlín en el círculo de «Los Libres» agrupadospor los hermanos Bruno y Ed-gard Baüer y al que pertenecían, en-tre otros: Stirner, Feuerbach, Strauss, Marx y Engels. Es de esa épo-ca, la única imagen que existe de Max, un dibujo en lápiz confec-cionado por Engels.

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jo también las leyes», lo cierto es que esta crítica, queluego va a desarrollar Marx en el cuarto capítulo de laIdeología Alemana, pierde un poco el sentido si consi-deramos a Stirner algo así como un nietszcheano o un

7 Un tema interesante, pero que excede por mucho los lími-tes de un esbozo biográfico (N.R.).

8 «El egoísmo sigue otro camino para la supresión de la mi-seria de la plebe. No dice: espera a que una autoridad cualquiera,encargada de repartir los bienes en nombre de la comunidad, te déen su equitatividad (porque en los Estados de lo que se trata siem-pre es de un don que recibe cada uno según sus méritos, es decir,sus servicios). Dice, por el contrario: pon tu mano sobre aquelloque necesitas y tómalo. Es la declaración de guerra de todos con-tra todos». Cfr. pág. 263 de esta misma edición.

«La cuestión de la propiedad no es, creo haberlo mostrado, tansencilla de resolver como se lo imaginan los socialistas e inclusolos comunistas. No será resuelta más que por la guerra de todoscontra todos». Cfr. pág. 265 de esta misma edición.

9 «Yo recibo todo del Estado. ¿Puedo tener alguna cosa sinpermiso del Estado? No, todo lo que podría obtener así me lo qui-taría al darse cuenta de que carezco de títulos de propiedad: todolo que poseo lo debo a su clemencia.

La burguesía se apoya únicamente en los títulos legales. El bur-gués sólo es lo que es, gracias a la benévola protección del Estado.Perdería todo si el poder del Estado llegara a desplomarse». Cfr. p.119 de esta misma edición.

10 «Los obreros que reclaman un aumento de salario son tra-tados como criminales desde el momento en que intentan arran-cárselo a la fuerza al patrón. ¿Qué deben hacer? Si no usan su fuer-

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za se volverán con las manos vacías; pero usar la fuerza, recurrir ala compulsión, es hacerse valer a unomismo, sacar libre y realmen-te de su propiedad lo que vale, y esto no puede ser tolerado por elEstado. ¿Qué hacer, entonces, se preguntan los trabajadores? ¡Es-to es lo que tienen que hacer: contar sólo con ellos mismos y notener en cuenta al Estado!» Cfr. pág. 260 en esta misma edición.

11 «Finalmente, volvamos, una vez más, a la competencia. Lacompetencia existe porque nadie se apropia de su casa y se entien-de con los demás a través de ella. El pan, por ejemplo, es un obje-to de primera necesidad. Nada sería más natural que ponerse deacuerdo para establecer una panadería pública. En vez de eso, seabandona ese indispensable suministro a panaderos que se hacencompetencia. Y así se hace con la carne a los carniceros, el vino alos taberneros, etc.

Abolir el régimen de la competencia no quiere decir favorecerel régimen de la corporación. He aquí la diferencia: en la corpora-ción, hacer el pan, etcétera, es un asunto de los agremiados; bajola competencia, lo sería de quienes desean competir; en la asocia-ción, lo es de quienes tienen necesidad de pan, por consiguiente,mi causa, la de ustedes, no es la causa de los agremiados ni de lospanaderos con licencia, sino la de los asociados.

Si Yo no me preocupo de mi causa, es preciso que me conformecon lo que los demás quieran darme. Tener pan es mi causa, mi de-seo y mi afán, no puedo prescindir de él y, sin embargo, uno se en-trega a los panaderos, sin otra esperanza que la de obtener de sudiscordia, de sus celos, de su rivalidad, en una palabra, de su com-petencia, una ventaja con la que no se podía contar con los miem-bros de las corporaciones, que estaban entera y exclusivamenteen posesión del monopolio de la panadería. Aquello de lo que ca-da cual tiene necesidad, cada cual debería también tomar parte enproducirlo o en fabricarlo; es su causa, su propiedad, y no la pro-piedad de los miembros de determinada corporación o de algúnpatrón con patente». Cfr. pág. 280 de esta misma edición.

12 Es imposible hacer en este lugar una historia — mucho me-669

existencialista avant la lettre, y no pretendemos enca-sillarlo en las rígidas categorías del post-hegelianismodel Siglo XIX.7

En fin, Stirner es un autor mucho más complejo delo que nos puede parecer en una primera lectura, pues,al mismo tiempo que retoma argumentos individualis-tas de corte liberal8, no se detiene, como los liberales,en la propiedad privada9 y alienta a los trabajadores alevantarse contra el Estado.10 Almismo tiempo que cri-tica el comunismo estatalista (un tema común, por otraparte, tanto en Proudhon como en Bakunin), reivindi-ca la autogestión del trabajo11 tal como la propone elcomunismo.12 Stirner, en suma, parece tener argumen-

nos una genealogía — del término comunismo; vale la pena, noobstante, hacer algunas aclaraciones: hacia 1840 surge el comunis-mo como una forma de organización social que tiende a unifor-mar a todos los invidiuos, similar a un cuartel y propugnada prin-cipalmente por el socialista alemán W. Weitling. Más adelante, co-mo explica G. Leval en Conceptos económicos del socialismo liberta-rio, el comunismo — ahora libertario — se refiere a una de las va-riantes posibles de organización del trabajo social, bajo la divisade «de cada cual según su capacidad, a cada cual según su necesi-dad». Recién en el Siglo XX el término comunismo va a referirse,por oposición al «capitalismo occidental», con los regímenes desocialismo de estado. La primera es la que Stirner critica, y lo quereivindica es la distribución de las tareas comunes (N.R.).

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tos para todos aunque no pretenda tenerlos para nadiesino para sí mismo. Y si bien a primera vista nos puededejar esta impresión de superficialidad que mencionaEngels, lo cierto es que se trata de un desarrollo radicaly coherente de la libertad, pero no entendida en abs-tracto — como un derecho —, sino de la libertad comoauto-apropiación del yo, como un ejercicio efectivo dela voluntad; una demostración de las contradiccionestanto del liberalismo como del socialismo de estado,pero, fundamentalmente, una prueba de fuego para laconciencia de los que queremos seguir el camino de laanarquía.

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Biblioteca anarquistaAnti-Copyright

Max StirnerEl único y su propiedad

1845

Recuperado el 12 de noviembre de 2012 desde Librosde Anarres

Título original: Der Einzige und sein Eigenthum. Lapresente edición se basa, fundamentalmente, en latraducción de P. González Blanco (de 1905, para lacasa Sempere), editada en México por la editorialJuan Pablos (1976). Se realizaron, no obstante,algunos cambios (se agregaron faltantes, se

modificaron los párrafos para que coincidieran con eloriginal y se adecuó la redacción al lector argentino

cambiando, por ejemplo, la segunda persona delplural por la tercera y reemplazando inversiones deltipo entendíase, sábese por se entendía, se sabe etc.) apartir de la edición electrónica de la versión inglesade B. Tucker (1907), y de la edición electrónica del

original alemán (1845). La traducción de lasnumerosas referencias bíblicas se uniformó utilizandola «Antigua versión de Casiodoro de Reina (1569),revisada por Cipriano de Valera (1602)». Por último,se agregaron algunas notas que se creyó podíanresultar de algún interés para el lector de Stirner

contemporáneo. Para una mejor comprensión de lainserción de la obra de Stirner en el pensamiento

anarquista puede ser de interés la lectura del texto Elstirnerismo, de E. Armand, publicado en El

anarquismo individualista: lo que es, lo que puede y loque vale, en esta misma colección (Utopía Libertaria).

es.theanarchistlibrary.org

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