el traficante - la esfera de los libros€¦ · de gracias o san valentín o para congratularse por...

David López Canales

El traficante

La asombrosa historia de Monzer al Kassar.Armas, espías y operaciones secretas

en la Marbella de la jet

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Índice

Agradecimientos ..................................................... 9Introducción ........................................................... 11

1. El pavo está en el horno ...................................... 17 2. El hombre que siempre estaba allí ........................ 33 3. La maldición del Achille Lauro .............................. 73 4. El príncipe de Marbella ....................................... 93 5. Perros ladradores .................................................. 111 6. La paradoja del buen samaritano .......................... 131 7. Entreguen al hombre malo .................................. 159 8. De Mifadil al Gulag ............................................. 187 9. Operación Guantánamo norte ............................. 20310. Guerra Fría en Puerto Banús ............................... 237

Epílogo ..................................................................... 263


Introducción

Aquel día el mensaje era diferente. En 2017 llevaba yo casi cinco años comunicándome con

Monzer al Kassar, un ciudadano de Yabrud, Siria, nacido en 1945, vecino durante décadas de la Marbella del lujo y las mansiones, de la Marbella más turbia también, conocido traficante de armas internacional, supuesto narcotraficante durante décadas y hoy en-carcelado en una prisión de máxima seguridad de Estados Unidos condenado por terrorismo. Lo hacía desde que cuatro años antes le enviara una primera carta por correo a la prisión de Terre Hau-te, en la que estaba recluido en aquel momento. Desde entonces hasta hoy hemos mantenido el contacto a través de un sistema de correo electrónico que se conoce como Corrlinks y que permite a los reclusos en Estados Unidos relacionarse con sus familiares y amigos mediante autorización previa y sabiendo que todos los mensajes que se envían y reciben son previamente controlados. Así nos hemos comunicado durante más de cinco años a través de centenares de correos de todo tipo, desde los más extensos, en los que le he planteado las preguntas que quería hacerle o en los


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que él respondía contándome su versión de esas cuestiones, hasta los más breves que le he escrito para saber cómo se encontraba de salud tras alguna enfermedad o los que él me ha enviado para feli-citarme la Semana Santa o incluso el tan americano día de Acción de Gracias o San Valentín o para congratularse por alguna victoria de Rafa Nadal o por la coronación del rey Felipe. A pesar de que Al Kassar habla bien el castellano, eran siempre mensajes en inglés, para evitar así que el retardo entre que son enviados, pasan el filtro y llegan al buzón, que es normalmente de dos días, no fuese mayor.

Sin embargo, aquel día, 8 de mayo de 2017, el mensaje era diferente. Ese martes recibí uno de sus mensajes más duros.

He pasado toda la noche pensando en tu último mensaje tan ex-

traño. Y he decidido escribirte. Hay un viejo dicho árabe que dice: tu

verdadero amigo es el que es franco y honesto contigo, no el que te da

siempre la razón. Voy a ser honesto y franco contigo tras haber leído

tu correo más de un centenar de veces y sin poderme creer lo que me

decías en él.

Así comenzaba aquella carta. Después el sirio me preguntaba si yo hablaba inglés o si otra persona traducía los mensajes. Así, como añadía después, me preguntaba si alguien estaba escribiendo por mí, usándome o aprovechándose de mi supuesto mal inglés. «Estoy seguro de que es presión que te están haciendo y no es-tupidez», terminaba ese párrafo. Al Kassar me acusaba de estar trabajando por otros intereses diferentes a los periodísticos. Por otra causa y con otras intenciones más allá de querer conocer su historia para poder contarla.

Previamente yo le había enviado un correo en el que bá-sicamente le incitaba a hacer eso, a contar su historia. Sobre él, septuagenario ya, pesa una condena de treinta años, de la cual ha


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cumplido una tercera parte. Salvo que supere los noventa años de vida o cambie radicalmente su situación legal, morirá en una cárcel norteamericana. Yo le insistía en que quería conocer su his-toria a fondo, su pasado como traficante, su vida en Marbella y su conexión con algunos de los episodios más oscuros, sangrientos y famosos de las últimas décadas de la historia tanto de España como del mundo.

Al Kassar es un personaje complejo. Un producto de la Gue-rra Fría, de aquel mundo bajo constante amenaza de guerra, pero sobre todo un producto del final de aquel mundo dividido en dos bloques que alteraría tanto, además, el mercado mundial de las armas. También es un producto, por así llamarlo, de la Siria hoy en guerra que ya solo sobrevive en los libros de historia y de la guerra contra el terror que Estados Unidos, con George W. Bush al frente, iniciaba el 11 de septiembre de 2011 cuando dos aviones se estrellaban contra las Torres Gemelas. Al Kassar es un producto y un personaje de muchos mundos, desde Puerto Banús a Washing-ton pasando por Damasco, que ayuda a desvelar y comprender la historia reciente de esos mundos. Pero, sobre todo, la cara B de esa historia.

Al Kassar también es ese señor mayor que lleva una década encerrado, que durante ese tiempo ha visto cómo rechazaban to-das sus apelaciones y cómo se agotaban sus esperanzas judiciales de recobrar la libertad y regresar con su familia. Aquel traficante orgulloso, soberbio, corpulento, de cabellera rizada y media sonrisa, aquel millonario con mansión renacentista y aires de grandeza, que presumía de ser conocido en todo el mundo y de poseer contac-tos en infinidad de países, que durante años se creyó intocable es hoy un hombre solo, enfermo y aislado. Un hombre que —como me dice un familiar suyo al que pido ayuda para hacerle ver que no tengo intereses ocultos, que no trabajo para la CIA ni para el


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Mossad israelí, como ha llegado a insinuarme él— «como siempre, se enfada hoy pero mañana se le pasa».

A Al Kassar yo le pedía que contara su historia. Que revelara sus historias y lo que sabe de esos mundos en los que vivió, de los que formó parte y que también, de alguna manera, y esto no signi-fica que fuera para bien, ayudó a construir. Pero algunas palabras le resultaron sospechosas. No era la primera vez que sucedía. En otras ocasiones había respondido a mis preguntas alabándome con un «me sorprendes, estás muy bien informado» o menospreciándome con frases como «pensé que eras más inteligente» o «¿qué eres, un estudiante o un profesional?». Yo ya había escrito dos reportajes sobre él en la revista Vanity Fair. Aquellos trabajos le parecieron justos y equilibrados en su momento, aunque también entonces se molestó por algunas partes de los mismos. Sobre todo, y es muy llamativo, se enfadó por una frase que en realidad podría aplicarse a cualquier hombre de negocios del mundo, a cualquier millonario ambicioso del planeta. Un amigo suyo me confesó que a Monzer le gustaba «demasiado la pasta», que le podía el dinero, y que por esa afición está hoy en la cárcel.

Pero el mensaje de aquel día era diferente. Era inusualmente duro y acusatorio. De hecho, terminaba diciendo: «No intento humillarte. Solo soy franco y honesto como te prometí. Sigo con-cediéndote el beneficio de la duda. Eres libre de contestarme, pero con pruebas y no con palabrería y siendo tan franco y honesto como puedas».

Por supuesto, lo hice. Además de acudir a su familiar, volví a explicarle lo mismo que le había contado otras veces. Que soy un periodista y que, como periodista, el único interés que tengo es poder conocer y contar una historia, la suya, con la mayor hones-tidad posible. Que no había habido nunca otros intereses detrás. Que tampoco había habido nunca nadie detrás de mí.


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Unos días más tarde se disipó la nube. «Sigo considerándote un amigo. Siempre concedo ese beneficio de la duda porque nun-ca estoy seguro al cien por cien. Tu último mensaje me ha llegado al corazón. Aquí estoy de nuevo para ti y el tiempo demostrará mi franqueza y honestidad contigo. Tenemos otro viejo dicho árabe: si uno se quemó una vez bebiendo leche, soplará después cuando coma yogur».

El resultado de aquella invitación, de aquel anuncio de que seguía ahí, al otro lado, a vuelta de ese correo con censura previa, es este libro. El resultado de estos cinco años de larga entrevista, de mensajes cruzados, de historia de tantos mundos, son estas páginas.

Pero la de Al Kassar no es una historia que cuente solo él o que pueda contar solo él. En ella se entrelazan tantos mundos como intereses; tantas personas como lugares; tantas sombras como sospechas; tanto ruido que distorsiona como silencios estridentes.

Esta es una historia que tiene una versión, la de Monzer al Kassar, exculpatoria y sesgada muchas veces. Es una historia que tiene dos versiones, la de Monzer al Kassar y la de Estados Unidos. También es una historia que a veces no tiene ninguna versión y otras tiene demasiadas. Un ovillo enredado con el paso de las dé-cadas y de la historia y con las madejas de los intereses cruzados y, sobre todo, de los ocultos. «Todas las personas con las que contacto tienen un miedo enorme a hablar contigo. ¿Hay algún peligro en esto?», me preguntará un buen amigo de Al Kassar en Marbella. «Y no es por Monzer, que creo que jamás fue peligroso, sino por-que parece que hay algunas cosas más que yo no conozco. Y te lo cuento como lo siento. Para mí Monzer está muerto. Solo hablo por el recuerdo de un amigo», me confiesa después.

Suele repetir Al Kassar que la suya, durante esta larga última década, desde antes incluso de que fuera detenido en 2007, es una historia, sobre todo, de película. De una película de Hollywood


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en la que él es el protagonista, pero en la que el guion lo han escrito otros. Y algo de razón lleva… La suya es, sí, una historia de película. Pero no solo por lo que ha pasado desde que fuera finalmente apresado.


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El pavo está en el horno

Lo llamaban el «pavo real». Porque siempre exhibía su plumaje. Porque se pavoneaba. Porque exudaba soberbia.Decían que era intocable y que lo había sido durante décadas.

También que era arrogante y que esa era su debilidad. De él con-taban que operaba en las sombras. Que era el socio silencioso de la muerte y el terror. Que había creado un imperio.

Era la quintaesencia del villano de las películas de James Bond. También así lo definían. Como todos los hombres poderosos, ex-plicaban también, como esos tipos que se mueven en las tinieblas, al igual que los grandes criminales, tenía dos debilidades: el dinero y las mujeres.

En este caso fue el dinero lo que le hizo caer.

Todo empezó en 2003. Es la fecha oficial que consta como comienzo de la Operación Legado. Así la bautizaron en la DEA, la Agencia Antidroga de Estados Unidos. Aquel año Abu Abbas, histórico líder del Frente para la Liberación de Palestina (FLP) y dirigente de la Organización para la Liberación de Palestina


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(OLP), acusado crónicamente de terrorismo, fue arrestado en Irak, donde vivía desde hacía más de una década. Había sido uno de los referentes de la lucha palestina. Fue capturado pocas semanas después de la invasión a las afueras de Bagdad y entregado al ejér-cito norteamericano, al invasor. Pero había un pequeño problema. Uno no demasiado grande. Al menos en aquel momento. Estados Unidos, literalmente, no sabía qué hacer con él. No tenía nada contra él. Solo su pasado. Solo su apoyo a Sadam Husein. Solo su currículum como líder de la causa palestina. Podían liberarlo o mantenerlo cautivo. Escogieron la segunda opción. Entonces, oficialmente entonces, empezaron a armar una causa contra él.

Así fue como Jim Soiles recibió aquella llamada. Así lo cuenta él. Soiles es un veterano agente de la DEA. Hoy, de hecho, ya está retirado del servicio, jubilado de la agencia, dedicado a la empresa privada. Le pedían que fuese a una reunión de urgencia en la cen-tral. Unos fiscales del Departamento de Justicia necesitaban hablar con él. Fue todo lo que le dijeron. Cuando llegó al cuartel general en Springfield, Virginia, se lo explicaron todo. Abu Abbas había sido arrestado en Irak. Querían poder ir contra él. Ansiaban poder ir contra él. Pero necesitaban cargos. Y para hacerlo, le dijeron, qué mejor que ir a por Monzer al Kassar. Él, supuestamente, había sido su socio, su camarada, su amigo. Él había sido, supuestamente, quien en octubre de 1985 había facilitado las armas al comando palestino que secuestró un crucero italiano, el Achille Lauro. Cuatro hombres armados con fusiles y granadas, 450 personas a bordo, entre turis-tas y tripulación, y una demanda: liberar a 52 presos palestinos de las cárceles israelíes en las que estaban encerrados. El secuestro se prolongó dos días hasta que los asaltantes pactaron desembarcar en Egipto sin ser detenidos. Pero antes de que eso sucediera mataron a uno de los pasajeros, Leon Klinghoffer, un turista de sesenta y nueve años, estadounidense, de origen israelí y parapléjico. Tras


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dispararle, lanzaron su cuerpo por la borda con su silla de ruedas. Su esposa tuvo que contemplar toda la escena. Abbas habría sido el líder de aquel secuestro. Al Kassar, el hombre que les dio las armas para el asalto y que después ayudó a su amigo a escapar. Habían pasado casi veinte años, pero aquel era el mejor enfoque que tenía la DEA. Irían a por Al Kassar para encontrar después las pruebas contra Abbas. Matarían dos pájaros de un tiro. Un pájaro y un pavo. Así fue como montaron la Operación Legado. Sería una misión para la División de Operaciones Especiales de la agencia.

Aquel fue un buen año para la DEA. Estaba creciendo. En plena expansión; sobre todo, internacional. Cada ejercicio aumen-taba el presupuesto para sus delegaciones internacionales: desde los 201 millones de dólares de 2000 a los 312 solo seis años después, y se pasaba de 556 miembros en el extranjero a 751 en 59 países. Fuera de Estados Unidos la agencia tiene su sede en las embajadas. Depende oficialmente y debe reportar al embajador, o al cónsul, en cada país. La oficina de un país cualquiera suele tener agentes, especialistas en inteligencia, personal administrativo, personal local contratado por la agencia y, por supuesto, sus fuentes y sus aliados, que no figuran en los listados, no aparecen en las fotos de la copa de Navidad, no existen, y menos aún en la División de Operacio-nes Especiales.

La llaman la «Navy Seal» de la DEA. La equiparan así con esa fuerza operativa, la más famosa de la Armada. Los mejores soldados. A quien se recurre para las misiones más complicadas. Para las más arriesgadas. También para las más secretas. Un equipo de seals es el que halló y mató a Osama Bin Laden. Pero la comparación no es del todo precisa.

La División de Operaciones Especiales de la DEA (SOD, en inglés) no es un grupo operativo de acción, en el sentido militar de la palabra. Se trata más de un complejo equipo táctico. Se creó


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a mediados de los años noventa para combatir a los carteles lati-noamericanos de la droga y desde entonces ha ido creciendo del puñado de empleados iniciales, de los pioneros, a los centenares con los que cuenta hoy. Además de crecer en número, ha crecido también, sobre todo, en poder. La SOD no cuenta solo con per-sonal de la agencia, también con apoyo de otras agencias, como la CIA, la Agencia Nacional de Seguridad, el FBI… Y, lo que es más importante, con su información. Lo que hace está clasificado. Eso significa que pueden usar todas las fuentes de información que quieran sin tener que responder por ello. Así lo desveló una investigación de la agencia de noticias Reuters en 2011. La SOD no existe. Está prohibido hablar de ella. No puede contarse de dónde sale la información que tiene. Todo es confidencial. No consta. No se puede preguntar por ello. Pero, según Reuters, tras estas premisas se estaban cometiendo abusos. Se estaba espian-do ilegalmente y utilizando información ilegal para armar causas contra los objetivos seleccionados por la DEA y después se estaba buscando la fórmula para encontrar las pruebas que permitiesen procesar a esas personas sin tener que revelar que, en realidad, las investigaciones estaban comprometidas desde su origen, que todo se sostenía sobre cimientos de arena. A eso, como desveló Reuters, en la SOD lo llaman «construcción paralela». Y todos los agentes habrían sido entrenados para recrear una investigación criminal hasta lograr ocultar la información inicial, el origen de la misma. Parte de ese entrenamiento lo habrían dado además algunos jueces, abogados y fiscales. Pero no sucede nada. La información filtrada por otras agencias, las operaciones encubiertas y los pinchazos son justas y legales, según el Gobierno, para poder infiltrarse en gru-pos terroristas y en carteles de la droga. Son necesarias para poder atrapar a los malos. Y Monzer al Kassar era uno de ellos. Tenían que cazar al pavo real.



No es la primera vez que Soiles oye hablar de Al Kassar. Su nombre, cuenta, aparece en las investigaciones de la DEA por tráfico de drogas y armas desde los años setenta. A mediados de los ochenta —sigue contando—, cuando él todavía era un agente sobre el terreno en Nueva York, cuando la heroína no llegaba a la ciudad desde México, como ahora, sino desde Afganistán; cuando detenían algún traficante siempre terminaba saliendo el nombre de Al Kassar. Desde entonces había sido uno de sus objetivos. Des-de entonces estaba empeñado en ir a por él. Y Al Kassar lo sabía. Según relata también Soiles, el día que nació su hija un hombre se le acercó en la calle. Dice que enseguida lo reconoció. Era el chófer de Al Kassar. «Mr. Jim, Mr. Jim… Al Kassar le envía su fe-licitación…», narra que le dijo. Hacía solo seis horas que la niña había nacido.

Aquella sería su gran oportunidad. Tenía vía libre para ir a por él. Lo primero que hacía falta era un equipo. Enseguida tu-vieron a Nick Narchy, responsable de la logística. A Lou Millione, experto en operaciones de campo, en buscar a colaboradores en el extranjero y ponerlos a bailar para ellos. A William Brown, há-bil con la informática y las finanzas. Pronto reclutaron también al joven John Archer. Al frente de todos, como supervisor del grupo, estaría Brian Dodd, un veterano, un agente curtido en el extranjero.

El segundo paso era averiguar de qué podían acusar a Al Kassar, cómo irían a por él. Podía ser tráfico de armas, de drogas o blanqueo. Pero estaba demasiado blindado. No sabían hasta qué punto se implicaba en los delitos que cometía. Había sido investigado por casi todas las fuerzas de seguridad y servicios de inteligencia en el mundo y nunca habían podido atraparlo. Necesitaban algo distinto para poder hacerlo. Se les tenía que ocurrir algo. Un «enfoque proactivo», como lo define Soiles.


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Y así se les ocurrió la idea. Entrar en el círculo de Al Kassar. Tener un agente infiltrado. Penetrarían en su organización para cap-turarlo. El cebo serían las armas. Al Kassar nunca había parado de traficar. Seguía teniendo intactos sus contactos y sus redes. Se mantenía totalmente en activo. Dice Dodd, el jefe del equipo especial, que la prueba de ello es que, durante la operación, en febrero de 2005, murió en Beirut el ex primer ministro libanés Rafik Hariri en un atentado con coche bomba y que Al Kassar estaba a dos calles de allí. «Estaba involucrado de alguna manera», lo remata, sin aportar verificación alguna.

La teoría de la Operación Legado estaba clara. Ahora faltaba la parte práctica. Soiles tenía a la persona perfecta para hacerlo: Samir Houchaimi, que vivía en Líbano, y conocía las armas y su negocio. Pero, sobre todo, era una de sus fuentes confidenciales desde los años ochenta.

Samir es un superviviente. Palestino nacido en Jerusalén en 1938, ha sido soldado en el ejército de Jordania a bordo de un tanque y después, a mediados de los años sesenta, asignado a Inte-ligencia militar. En los setenta abandona esa vida, porque las ten-siones entre jordanos y palestinos son insostenibles. Le permiten hacerlo con la condición de que no trabaje para otros servicios de inteligencia. Se une a la organización palestina Fatah, que fundó a finales de los años cincuenta Yasser Arafat. Pero termina detenido en Jordania en 1972 con numerosos papeles de la inteligencia jordana en su poder, juzgado y condenado a muerte. Esquiva la tumba de milagro, cuando meses después estalla la guerra del Yom Kipur y un perdón del rey de Jordania le devuelve la libertad. Sa-mir cambia entonces de negocio y empieza a traficar con hachís y después con heroína. A mediados de los años ochenta, en la Nueva York del joven aún agente Soiles, es detenido con siete kilos de heroína. Pero acepta un trato, testifica contra sus socios y a los dos



años está de nuevo en la calle. En 1987 es capturado de nuevo, más de lo mismo, esta vez con algo más de dos kilos de mercancía, en Springfield, Massachusetts. Y, también más de lo mismo, acepta de nuevo un trato y cumple tres años de prisión. Cuando sale final-mente de la cárcel regresa a Líbano, ahora ya a sueldo de la DEA, ahora ya como confidente.

A él recurre Soiles. Samir no tiene acceso directo a Al Kassar, pero sí a un viejo amigo y socio libanés de este, que se llama Tarik Al-Ghazi. Vive en el sur del Líbano y es también un antiguo co-nocido de Samir. Juntos han formado parte de la lucha palestina. Cuando retoman el contacto no hablan de nada y hablan de todo. Echan las tardes entre cafés densos y charlas que no conducen a ninguna parte. Samir sabe que debe tener paciencia, mucha pa-ciencia. Dice la DEA que así pasaron meses. Entre medias, en marzo de 2004, ha muerto Abu Abbas en la cárcel en Irak en la que seguía retenido. «Muerte por causas naturales», dice el parte médico oficial. Tenía el corazón débil, explicaron entonces los mé-dicos. Pero la Operación Legado no se detiene. Abbas ha dejado de ser el objetivo prioritario. Ya no hace falta buscar una causa contra él. Ahora necesitan encontrar una contra Al Kassar.

Finalmente, Samir se lo dice a Tarik: tiene un negocio en-tre manos. Una compra de armas. Y quiere que Al Kassar sea el proveedor. Tarik le responde que no, que no lo necesitan, que él puede hacerlo solo. Pero Samir ya contemplaba esa respuesta. «Los compradores lo quieren a él».

Tarik acepta. Así se lo cuenta a Al Kassar, que vive en Marbe-lla, bajo el cielo mediterráneo de la Costa del Sol. Han pasado tres años desde que se iniciase oficialmente la operación. Tres años de viajes por el mundo y de buscar las piezas correctas del puzle. Es diciembre de 2006 y Al Kassar, Samir y Tarik se reúnen en Beirut. Samir lleva una grabadora.


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«Samir es un luchador por la libertad. Estuvo con nosotros en la resistencia palestina», así le presenta Tarik, según se oye en la grabación.

El negocio es sencillo. Una compra de armas para el Gobierno de Nicaragua en las fábricas de Europa del Este con las que Al Kas-sar opera. De hecho, lo pone en el documento oficial que sostiene toda la operación y que Samir Houchaimi le ha dado ya a Tarik Al-Ghazi y este ha reenviado a Al Kassar: el certificado de uso final. El papel con sello oficial de un Gobierno que asegura que las armas que se compran son para ese Gobierno. Business as usual. La DEA ha conseguido uno de Nicaragua. Aceptan. Todo está en marcha. Al Kassar invita a Houchaimi a que lo visite en Marbella para continuar negociando.

Pero eso no basta. Ese es un negocio legal. Necesitan más. Ne-cesitan las pruebas contra él. Necesitan algo ilegal. Necesitan que Al Kassar se adentre en su propia tumba y que se cubra de tierra. Y tienen un guion para ello. Las armas no serán para Nicaragua, sino para la guerrilla de las FARC en Colombia y se utilizarán contra Estados Unidos. Contra los estadounidenses en el país, con-tra los intereses estadounidenses en el país. Con ellas quieren derribar los helicópteros norteamericanos que desde el año 2000 Washington presta al Gobierno colombiano en su lucha contra los paramilitares. Necesitan que Al Kassar sepa todo eso. Pero, sobre todo, que lo acepte y que quede registrado, que haya grabaciones y pruebas por escrito que puedan ser utilizadas en un juicio para encerrarlo. Para conseguirlo, tendrían que introducir cámaras y grabadoras en la mansión marbellí de Al Kassar.

Se hacen llamar Luis y Carlos. Ellos son los compradores. No son agentes de la DEA, sino confidentes. Fuentes que el agente William Brown conoció en Guatemala. Ambos, extraficantes de drogas arrepentidos, chivatos y a sueldo de la DEA. Esta será su



misión más importante. Ellos tienen que conseguir que Al Kassar caiga en la trampa que Samir ha tendido ya. En febrero de 2007 tienen la primera reunión con Al Kassar, en Marbella. Houchaimi presenta a Luis y a Carlos a Al Kassar y a Felipe Moreno Godoy, su mano derecha, el asistente chileno del sirio. Ahí estipulan los detalles de la operación que Samir les ha adelantado en Beirut.

Al mes siguiente habrá un segundo encuentro para cerrar todo el negocio. Será el día 27. Samir debe reunirse allí con Al Kassar. Solo él. Ellos no. El diablo —dicen los agentes de la DEA que hicieron la Operación Legado— está en los detalles. Cualquier error mínimo podría comprometerlo todo.

Aquel día, a última hora, Samir telefonea a Al Kassar para con-tarle que los compradores están de camino. Se enfada. Le responde que no es necesario, que eso lo pueden hablar con Tarik. Le recri-mina además que esos compradores parecen aficionados. Aún no le han transferido el dinero que habían acordado y no se cree que vayan a comprar las armas. Samir le convence de que son serios y de que el negocio lo es también, pero le insiste en que quieren tratar directamente con él. Al Kassar acepta a regañadientes. «Okey, colega... Pero procura que lleguen pronto».

Dice la DEA que es insólito poder acceder al corazón del imperio de un criminal como Al Kassar. Aquella mansión con una veintena de coches de lujo en el garaje estaba custodiada por me-didas de seguridad extremas y por una docena de guardaespaldas. Sus dos hombres se la estaban jugando con aquellos maletines de piel marrón con cámaras ocultas, si los registraban los matarían inmediatamente.

Se reúnen con Al Kassar en su gran salón. Alrededor de ellos juguetea Yogui, su caniche anciano. Carlos y Luis justifican su visita diciendo que no es seguro hacer negocios por teléfono. «Yo ten-go el teléfono más seguro del mundo», les responde su anfitrión.


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Después le dicen que le van a transferir ese mismo día los 100.000 euros.

«¡¿100.000 euros?!», responde Al Kassar contrariado. «¿Qué son 100.000 euros para un negocio así?».

Están hablando de una compra de armas por 7 millones de dólares. Una compra de 8.000 rifles de asalto, 120 lanzagranadas y 2 millones de balas. Y, la joya de la corona, misiles tierra aire. Los SAM que necesitan para derribar los helicópteros.

Al Kassar está molesto. Duda de ellos. Durante la grabación, difusa, confusa, supuestamente le han contado para qué quieren esas armas. En la charla le han desvelado que el destino final no será Nicaragua, sino Colombia y para qué las usarán. Al Kassar, dice Dodd, el jefe de aquella operación, simpatizaba ideológicamente con aquella causa: entrenar a la guerrilla para atacar a los ameri-canos. Como se hacía en Irak. Pero la motivación principal era el dinero. Por eso, cuando le anuncian que le van a enviar ese mismo día el adelanto, acepta. Les da un código para que hagan la trans-ferencia a una cuenta segura. Hasta que no esté hecha, no seguirá adelante con la operación. Godoy asiste a la reunión. Cuando su jefe se lo ordena, se sube a uno de los coches con Carlos y lo lleva hasta un cibercafé de Marbella para que haga la transferencia. Una vez confirmada esta, Al Kassar se relaja, cambia de carácter y adop-ta pose de maestro sabio. Los misiles tierra aire pueden utilizarse contra helicópteros, les explica.

Cuando abandonan la casa, Carlos y Luis respiran aliviados. Ya tienen pruebas contra él. Pero quieren más. Necesitan algo que lo relacione más allá de las grabaciones. Deciden escribir un correo electrónico y enviárselo. Quieren que figure por escrito que el dinero con el que van a pagarle proviene del tráfico de drogas. Las palabras clave son «producto» y «azúcar». Por escrito le preguntan cuántos SAM puede proporcionarles. Si Al Kassar responde po-



sitivamente, dicen, habrá caído del todo. Pero el sirio responde al mensaje con una llamada de teléfono. «Nunca jamás en tu vida menciones mi nombre en un documento ni en una llamada ni nada», les espeta iracundo. Después vuelve a relajarse. «El punto cinco del mensaje no es problema», anuncia. El punto cinco es la venta de los misiles.

Ya lo tienen.Dice el agente Dodd que Al Kassar se confió. Que en su casa

se sentía cómodo y seguro, que nunca imaginó que alguien pu-diera siquiera intentar meter cámaras dentro. No le sucede solo a él. Muchas veces los grandes narcos de los carteles colombianos o mexicanos buscan lugares donde reunirse en los que confíen en la seguridad y en tener el control. Muchas veces esos lugares son sus propias casas, más fáciles de vigilar que un hotel o que cualquier otro lugar.

Pero aún no lo tienen. Ahora necesitan poder arrestarlo. Durante las semanas siguientes Al Kassar y Godoy visitan las

fábricas en Rumania y Bulgaria donde conseguirán el armamento. Y aún habrá tiempo en mayo para que organicen un encuentro entre Luis, Carlos y el capitán del barco que llevará la mercancía a Latinoamérica. Durante ese tiempo la DEA prepara la emboscada final.

En España, donde Al Kassar lleva más de veinte años viviendo, es más complicado. La operación encubierta se ha hecho además en secreto. No se ha informado a las autoridades españolas. Desde la DEA se defienden. Como el operativo no lo han hecho unos agentes, sino confidentes, no tenían por qué informar. Era una misión secreta, nadie podía saber nada. Pero eso complica también la detención en España. La idea es sacar a Al Kassar de suelo espa-ñol. Conseguir que viaje a Rumania, donde supuestamente va a comprar las armas, para detenerlo. Allí no habrá problema. Una sola


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llamada de la embajada en Bucarest a la Policía rumana y esta le entregará a Al Kassar con un lacito en cuanto pise el aeropuerto. Después será cuestión de papeleo que el sirio acabe en un avión extraditado camino de una cárcel de Estados Unidos.

Así lo tenían dispuesto. Los agentes habían instalado su sala de operaciones en la habitación de un hotel de Bucarest. Todo estaba preparado... Pero no contaban con aquella llamada. La hace Al Kassar. Habla con Carlos.

«Bucarest está muy lejos. Godoy puede resolver esto».Al Kassar acaba de deshacer todo el plan. Se niega a viajar.

Deben buscar una solución rápida. En Marbella no pueden ir a por él. Temen que si lo hacen saldrá huyendo. Al menos deben lograr que vuele a Madrid. Es el plan B. No es el plan ideal. No es el mejor plan. Pero es el único plan.

Carlos se lo dice. Sus jefes, le argumenta, no quieren cerrar el trato hasta que sepan que están tratando con el auténtico Al Kassar. Necesitan, al menos, tomarse un café con él. Aunque sea en el aeropuerto de Madrid… Al Kassar acepta.

Dodd se queda en Bucarest para arrestar allí a Tarik y a Godoy, como estaba previsto. Desde allí coordina todo el proceso. Archer y Carlos vuelan a Madrid.

Ha llegado el momento crucial. Ahora sí deben informar a la Policía española, que es quien debe apresarlo. La DEA no puede. No tiene autoridad para hacerlo. La Interpol emite una orden de arresto contra Al Kassar. Todo sucede rápido, muy rápido. Cuando el sirio aterriza, acude a la sala de recogida de equipaje. Los agentes lo vigilan desde la distancia. Archer confiesa que aquel momento fue emocionante. Era impresionante ver allí, delante, tan cerca, al hombre que llevaban tanto tiempo persiguiendo.

La Policía española está esperando a la salida de la cinta de equipajes. En ese momento, ¡zas!, Al Kassar desaparece. Han deja-



do de verlo. Han perdido contacto visual. Se ha desvanecido. Los agentes de la DEA se temen lo peor. Ha habido una filtración, un chivatazo y el objetivo se ha escabullido. Allí, ante sus narices, como un mago. Si desaparece y huye será imposible capturarlo. Si se escabulle a un país con el que no haya acuerdo de extradición, nunca volverán a tener otra oportunidad así. Si…

Pero no. Al Kassar sale de pronto del aseo y los corazones recuperan sus pulsaciones. Ha sido una falsa alarma. Ahí sigue el objetivo, esperando su equipaje, ajeno a lo que está a punto de suceder. Sin saber aún que esos dos policías nacionales que se le aproximan le van a mostrar la orden contra él y se lo van a llevar. En la sala de detenciones del aeropuerto Al Kassar está tranquilo pero rabioso. Se enfada con los policías y no quiere mirar a los agentes norteamericanos. Les dice a los españoles que no tiene nada que hablar con esos extranjeros.

Es jueves, 7 de junio de 2007. Son las siete y media de la tarde. El piloto ha anunciado pocos minutos antes a los pasajeros que los cielos están despejados en Madrid y las temperaturas son suaves.

Ahora, sí, lo tienen.Al día siguiente, la DEA dará una rueda de prensa para anun-

ciar públicamente el arresto. Para resaltar la operación internacio-nal gracias a la cual se ha podido finalmente capturar a un criminal que había esquivado la ley desde hacía más de treinta años. Es un gran éxito y así se cuenta. Ha caído un terrorista internacional. Un narcoterrorista. Un traficante de armas. Un mercader de la muer-te. Ha caído el padrino del terror, como le bautizó la prensa años antes. Ha caído un ser oscuro y peligroso, un fantasma imposible de atrapar. Ha caído Monzer al Kassar.

El viernes 8 de junio, según consta en el informe de la de-tención de la DEA firmado por el agente Archer, llevan a Al Kassar en un avión de hélices Beechcraft Super King Air a Má-


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laga. Es un avión de la Policía española. A bordo acompañan al sirio policías españoles y Archer. Le ofrecen sándwiches, agua y Coca-Cola, pero rechaza todo. Viaja sin esposas. Mientras dura el vuelo lee un documento, suda y respira nervioso. A mitad del trayecto, se gira en su asiento hacia Archer. «¿No ha tenido usted tiempo de afeitarse esta mañana?», le pregunta al agente. «No lo he tenido en toda la semana», le responde. Al Kassar enrolla los papeles que leía, echa la cabeza hacia atrás y cierra los ojos lo que resta de vuelo.

Una comitiva de coches policiales espera el aterrizaje del bi-hélice. Es la que lleva a Al Kassar —y los agentes— hasta Mifadil, su mansión en la urbanización Atalaya del Río Verde, en Marbella. En la puerta esperan cámaras de televisión y algún vecino curioso. Al Kassar baja sin esposar y saluda.

Se han hecho equipos para registrar el palacete. Se ha dividido por zonas y cada una tiene un número asignado para añadir a cada prueba que se recoja. Al Kassar habla con los agentes. «Yo no he hecho nada», les dice. «Ha sido Samir quien ha empezado todo». Al Kassar se ha percatado de que el nombre de Samir es el único que no aparece en el documento que ha leído en el avión.

En el gran salón de la casa, donde correteaba Yogui entre las piernas de los confidentes de la DEA, hay una foto de Abu Abbas. Es un montaje en cartón en el que un querubín con su rostro abandona una jaula de pájaros y vuela hacia el cielo. Al Kassar vuelve a dirigirse a Archer. «¿Sabes quién es? Es Abu Abbas, el hombre al que envenenasteis en Irak». En el salón también hay una foto de Al Kassar con Uday Husein, uno de los hijos de Sadam. Los agentes de la DEA piden a la Policía que la incluya entre las pruebas, pero el sirio se enfada de nuevo. Les dice que no se la lleven, que, si quieren, hagan una foto o una copia, pero que la dejen en la estantería donde está.



En la habitación de Felipe Moreno Godoy, que tiene estancia y despacho en la casa, se encuentra un catálogo de armas de la empresa rumana Romarm con dos tarjetas de visita enganchadas en la cubierta de sendos directivos de Armitrans, una compañía de armamento búlgara.

El despacho de Al Kassar es la última habitación que se regis-tra. Está en el piso inferior y solo se accede a él desde el exterior de la casa. Cuando llegan encuentran una torre de periódicos api-lados. Son del mes anterior. Él está en portada. Una entrevista en el semanario local Siete Días en la que el sirio se explaya. «Si queda justicia en el mundo, George Bush terminará ante el Tribunal de La Haya». Al Kassar coge un ejemplar y lo agita furioso en el aire.

«¡Por esto estamos aquí!», les dice.En uno de los estantes hay tres pilas de documentos en los

que el agente Archer lee en el lomo —y así lo transcribe en su cuaderno—: «Garzón».

Durante el registro Al Kassar empieza a sudar de nuevo. Confie-sa que no se encuentra bien. Lo llevan fuera y se sienta en el porche. Diez minutos después vuelve a entrar. En ese momento empieza a coger algunos archivos antes de que el traductor de árabe que los acompaña en todo momento pueda leer de qué tratan. Intenta apar-tarlos y decir que no tienen importancia. Archer pide a la Policía que los revise. En uno de ellos parece haber datos de otras transacciones de armas, pero también de pasaportes y nombres que Al Kassar dice que son de su familia en Irak. Además, hay fotos de placas de policía españolas y de los propios policías. Al Kassar advierte a los agentes españoles de que esos archivos no deben llevárselos porque no tienen relación con la investigación que está haciendo Estados Unidos. Pero la Policía los incauta. También la máquina del fax.

La fase final de la Operación Legado había costado 400.000 dólares de los fondos reservados de la DEA. Samir, que testifica-


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ría después contra Al Kassar, se embolsó 608.345 dólares. Carlos, más de un millón. Luis, 775.850. Carlos siguió trabajando para la agencia en otras operaciones similares. A Luis le duró poco el botín. Regresó a Guatemala, pero su identidad había sido descu-bierta. Murió tiroteado en la calle pocos meses después. En mayo de 2009, el presidente Barack Obama condecoró a los agentes de la DEA que habían participado en aquella misión. Había sido un éxito rotundo de la agencia.

Eso ya lo sabía Archer, el joven Archer, dos años antes. Por eso sonrió satisfecho cuando terminó el registro del palacio de Al Kassar, que este había convertido sin saberlo en su mausoleo.

Dice Dodd, el jefe del equipo, el líder de aquella operación de la DEA, que cuando todo terminó por fin a Al Kassar no le quedaba una gota de soberbia en el cuerpo.

El pavo estaba en el horno.


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