el tercer secreto steve berry

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Fátima, Portugal, 1917.La Virgen María se aparece a tresniños y les hace tres revelaciones.Dos de ellas son hechas públicas: laprimera presagia la II GuerraMundial; la segunda, la conversiónde Rusia. El tercer secretopermanece guardado bajo llave,mientras el mundo se pregunta quéamenaza encierran sus palabras.En el año 2000 Juan Pablo IIdesvela finalmente el misterio: elatentado fallido contra el Papaperpetrado diecinueve años antes.Pero algo indica que un mensaje

mucho más importante siguesumido en la oscuridad.Ciudad del Vaticano, en laactualidad. Día tras día, ClementeXV se adentra en la Riservavaticana y estudia la caja demadera que alberga el tercersecreto. ¿Duda el nuevo pontíficede su autenticidad? Andrej Tibor, elsacerdote que lo tradujo, sabe laverdad. Clemente envía al padreMichener, su secretario y aliado,hasta Rumanía a entrevistarse conel viejo traductor. Mientras, en elVaticano, el cardenal Valendrea, elambicioso secretario de Estado,

lidera una peligrosa conspiraciónpara mantener intacto el enigma deFátima.Los inteligentes thrillers de SteveBerry se han convertido en unfenómeno editorial mundial, y lohan situado en las listas de loslibros más vendidos en los cuarentapaíses en que han sido publicados.El tercer secreto es unaprovocadora novela de suspenseque desvela, noventa añosdespués, uno de los mayoresmisterios de la Iglesia católica.

Steve Berry

El tercer secretoePUB v1.0

NitoStrad 14.09.12

Título original: The Third SecretAutor: Steve BerryPrimera edición: noviembre de 2007Traducción: Diego Friera y M." José Diez

Editor original: NitoStrad (v1.0)ePub base v2.0

Para Dolores Murad Parrish,que dejó este mundo demasiado

pronto1930-1992

La Iglesia no necesita más que laverdad.

Papa LEÓN XIII, 1881

No hay nada más grande que elfascinante y dulce misterio de

Fátima, que ha acompañado a laIglesia y a toda la humanidad

durante este largo siglo deapostasía y no cabe duda de que las

acompañará hasta la caída final yel posterior resurgimiento.

abate GEORGES DE NANTES,

1982,[1]

con motivo de la primeraperegrinación

del papa Juan Pablo II a Fátima.

La fe es un valioso aliado en labúsqueda de la verdad.

Papa JUAN PABLO II, 1998

PRÓLOGOFÁTIMA, PORTUGAL13 DE JULIO DE 1917

Lucía miró al cielo y vio descendera Nuestra Señora. La aparición llegódesde el este, igual que las otras dosveces, surgiendo como un puntocentelleante de las profundidades delnuboso firmamento. Descendió sinvacilar en ningún momento. Su formabrillaba mientras se posaba en la encina,a unos dos metros y medio del suelo.

Nuestra Señora permaneció erguida.Su imagen, envuelta en un resplandor,

parecía más radiante que el sol. Lucíabajó los ojos ante su deslumbrantebelleza.

Una multitud rodeó a Lucía, adiferencia de la primera vez queapareció Nuestra Señora, dos mesesantes. En aquella ocasión sólo estabanLucía, Jacinta y Francisco en loscampos, cuidando de las ovejas de lafamilia. Sus primos tenían siete y nueveaños respectivamente. A sus diez años,ella era la mayor y lo tenía asumido. Asu derecha, Francisco se arrodilló consus pantalones largos y su gorro de lana.A su izquierda, Jacinta se hallaba derodillas con una falda negra y un

pañuelo sobre el oscuro cabello.Lucía alzó la vista y volvió a ver el

gentío. La gente había empezado acongregarse el día anterior, muchosprocedentes de aldeas vecinas, algunosacompañados de niños tullidos queesperaban ser sanados por NuestraSeñora. El prior de Fátima habíaproclamado que la aparición era unfraude y había instado a todo el mundo aque se mantuviera alejado. «Es obra deldiablo», aseguró. Pero la gente no lohabía escuchado, un feligrés inclusotildó al prior de «tonto», ya que eldiablo jamás animaría a la gente a rezar.

Una mujer entre la muchedumbre

gritaba, llamando a Lucía y a sus primos«impostores», jurando que Dios sevengaría por ese sacrilegio. ManuelMarto, tío de Lucía y padre de Jacinta yFrancisco, se situó a sus espaldas, yLucía lo oyó decir a la mujer que secallara. Pidió respeto, pues había vistomundo, había ido más allá de la Serra daAire. Lucía encontró consuelo en susvivos ojos castaños y en su airetranquilo. Se alegraba de tenerlo allí,entre tantos extraños.

Trató de desoír las palabras que lelanzaban a gritos y apartó de su mente elperfume de menta, el aroma a pino y lafragancia del romero. Sus pensamientos,

y ahora sus ojos, se centraban enNuestra Señora, que flotaba ante ella.

Sólo ella, Jacinta y Francisco podíanverla, pero sólo ella y Jacinta podían oírsus palabras. Lucía lo encontró extraño— ¿por qué a Francisco se le negaba?—, pero, en su primera visita, NuestraSeñora dejó bien claro que Franciscoiría al cielo sólo tras rezar muchosrosarios.

Una brisa barría el paisajecuadriculado de aquella gran depresiónllamada Cova da Iria. El terreno era delos padres de Lucía, y se hallabapunteado de olivos y encinas. La hierbacrecía alta y el suelo daba un heno

excelente, patatas, coles y maíz. Hilerasde sencillos muros de piedra delineabanlos campos, si bien la mayoría se habíadesmoronado, cosa por la que Lucíadaba gracias, ya que ello permitía quelas ovejas pastaran a su antojo. Sutrabajo era ocuparse del rebaño de lafamilia. Jacinta y Francisco hacían lopropio con el de sus padres, y en losúltimos años habían pasado muchashoras en los pastizales, ora jugando, orarezando, ora escuchando a Franciscotocar la flauta.

Pero todo aquello había cambiadohacía dos meses, cuando se produjo laprimera aparición.

Desde entonces los habíanacribillado a preguntas, y los nocreyentes se habían burlado de ellos. Lamadre de Lucía incluso la había llevadoa ver al párroco, exigiéndole que dijeraque todo era mentira. El párrocoescuchó lo que la niña dijo y afirmó queera imposible que Nuestra Señorahubiese descendido de los cielos sólopara decir que tenían que rezar elrosario todos los días. Lucía sólohallaba consuelo cuando estaba a solas ypodía llorar libremente por ella y por elmundo.

El cielo se oscureció y los paraguasque el gentío utilizaba para procurarse

sombra comenzaron a cerrarse. Lucía sepuso en pie y gritó: «Descubríos lacabeza, porque estoy viendo a NuestraSeñora.»

Los hombres obedecieron en el acto,y algunos se santiguaron como para queles fuera perdonada la grosería.

Ella se volvió hacia la visión y searrodilló.

—Vocemecé que me quere? —preguntó. ¿Qué queréis de mí?

—No ofendas más a Dios nuestroSeñor, porque ya ha sido ofendido.Quiero que vengas aquí el día trece delmes que viene y que continúes rezandodiez rosarios cada día a Nuestra Señora

del Rosario para que reine la paz en elmundo y termine la guerra, pues sóloElla podrá ayudarte.

Lucía clavó la vista en NuestraSeñora. La forma era translúcida, condistintos matices de amarillo, blanco yazul. Su rostro era hermoso, pero estabaextrañamente transido de dolor. Elvestido le llegaba hasta los pies, y unvelo cubría Su cabeza. Un rosario comode perlas entrelazaba sus manos unidas.Su voz era amable y grata, jamás laalzaba o la bajaba, esa calma quedesprendía, como una brisa, fuerecorriendo la multitud.

Lucía se armó de valor y dijo:

—Me gustaría pedirte que nosdijeras quién eres y que hicieses unmilagro para que todos crean que te noshas aparecido.

—Sigue acudiendo a este lugar todoslos meses este día. En octubre te diréquién soy y lo que deseo, y haré unmilagro que todo el mundo tendrá quecreer.

Lucía se había pasado el último mespensando qué decir. Muchos le habíanformulado peticiones para sus seresqueridos y para quienes se encontrabandemasiado enfermos y no podían hablarpor sí mismos. Le vino a la cabeza unaen particular.

—¿Puedes curar al hijo tullido deMaria Carreira?

—No lo curaré, pero leproporcionaré la forma de ganarse lavida, siempre que rece el rosario todoslos días.

Ella pensó que era raro que la damade los cielos pusiera condiciones a lamisericordia, pero entendía que eranecesaria la devoción. El párrocosiempre declaraba que la devoción erael único medio para ganar la gracia deDios.

—Sacrificaos por los pecadores —pidió Nuestra Señora—, y decid muchasveces, sobre todo cuando hagáis un

sacrificio: «Oh, Jesús, es por tu amor,para que se conviertan los pecadores yqueden reparados los pecadoscometidos contra el Inmaculado Corazónde María.»

Nuestra Señora abrió las manos yextendió los brazos, emitiendo unresplandor penetrante que bañó a Lucíaen una calidez semejante a la de un solinvernal en un día frío. Acogiógustosamente la sensación y vio que elresplandor no se detenía en ella y en susdos primos, sino que atravesaba latierra, y el suelo se abría. Aquello eraalgo nuevo y distinto, y la atemorizó. Unmar de fuego se extendió ante ella en una

espléndida visión. De entre las llamassurgieron figuras ennegrecidas, comotrozos de ternera dando vueltas en unasopa hirviendo. Las formas eranhumanas, aunque en ellas no sedistinguían rasgos ni rostro. Salíandisparadas del fuego y descendían alinstante, la sacudida acompañada deunos alaridos y unos gemidos tan tristesque un escalofrío le recorrió la columnaa Lucía. Aquellas pobres almas parecíancarecer de peso o equilibrio, y sehallaban completamente a merced de lasllamas que las consumían. Aparecieronformas animales, algunas de las cualesreconoció, pero todas eran espantosas, y

ella sabía lo que representaban:demonios. Guardianes de las llamas.Lucía estaba aterrorizada y vio queJacinta y Francisco se hallabanigualmente asustados. Las lágrimas seagolpaban a sus ojos, y ella queríaconsolarlos. De no ser porque NuestraSeñora flotaba ante ellos, ella tambiénhabría perdido el control.

—Miradla —les susurró a susprimos.

Éstos obedecieron, y los tresapartaron el rostro de tan horriblevisión, las manos unidas, los dedosapuntando al cielo. —Lo que estáisviendo es el Infierno, adonde van las

almas de los pobres pecadores —aseguró Nuestra Señora—. Parasalvarlos, Dios desea que el mundodemuestre su devoción a mi InmaculadoCorazón. Si hacen lo que yo os diga,muchas almas se salvarán y reinará lapaz. La guerra terminará. Pero si nodejan de ofender a Dios, otra guerrapeor estallará durante el papado de PíoXI.

La visión del infierno se esfumó y lacálida luz volvió a las manos unidas deNuestra Señora.

—Cuando veáis una noche iluminadapor una luz desconocida, sabed que serála gran señal que Dios os envía para

informaros de que castigará al mundopor sus delitos con la guerra, el hambrey las persecuciones contra la Iglesia y elSanto Padre.

A Lucía la inquietaron las palabrasde Nuestra Señora. Sabía que en losúltimos años una guerra estaba azotandoEuropa. Los aldeanos habían ido aluchar y muchos no habían vuelto. Habíaoído el dolor de las familias en laiglesia. Y ahora le indicaban el modo deacabar con ese sufrimiento.

—Para impedirlo —continuóNuestra Señora—, he venido a pedir laconsagración de Rusia a mi InmaculadoCorazón y la comunión reparadora los

primeros sábados. Si escuchan mispeticiones, Rusia se convertirá y reinarála paz. En caso contrario, sembrará suserrores por el mundo, provocandoguerras y persecuciones contra laIglesia. Los buenos serán martirizados,el Santo Padre tendrá hondossufrimientos, algunas naciones seránaniquiladas. Al final, mi InmaculadoCorazón triunfará. El Santo Padreconsagrará Rusia a mí y ésta seconvertirá, y al mundo le será concedidoun período de paz.

Lucía se preguntó qué sería Rusia.¿Una persona, tal vez? ¿Una mujermalvada a la que había que salvar? ¿Un

lugar? Aparte de Galicia y España, noconocía el nombre de ningún otro país.Su mundo era el pueblo de Fátima,donde vivía su familia, la vecina aldeade Aljustrel, donde vivían Jacinta yFrancisco, la Cova da Iria, dondepastaban las ovejas y crecían lasverduras, y la gruta del Cabeco, adondehabía acudido el ángel el año pasado yel anterior para anunciar la llegada deNuestra Señora. Esa Rusia debía de sermuy importante para llamar la atenciónde Nuestra Señora, pero Lucía queríasaber otra cosa:

—¿Qué hay de Portugal?—En Portugal siempre se mantendrá

el dogma de la fe.Ella sonrió. Reconfortaba saber que

su patria gozaba de consideración en elcielo.

—Cuando reces el rosario —prosiguió Nuestra Señora—, di despuésde cada misterio: «Oh, Jesús,perdónanos y líbranos de los fuegos delInfierno. Salva a todas las almas, sobretodo a las necesitadas.»

Ella asintió.—He de decirte más cosas. —Una

vez finalizado el tercer secreto, NuestraSeñora añadió—: No le cuentes esto anadie por ahora.

—¿Ni siquiera a Francisco? —

preguntó Lucía.—A él puedes contárselo.Siguió un largo silencio. De la

multitud no escapaba sonido alguno.Todos los hombres, las mujeres y losniños estaban de pie o de rodillas,extasiados, embelesados con lo quehacían los tres visionarios, tal y comoLucía había oído que los llamaban.Muchos asían el rosario y musitabanoraciones. Ella sabía que nadie podíaver ni oír a Nuestra Señora: el suyo eraun acto de fe.

Se tomó un instante para saborear elsilencio. Toda la Cova se hallabaenvuelta en una gran solemnidad. Hasta

el viento había enmudecido. Le entrófrío, y por primera vez sintió el peso dela responsabilidad. Inhalóprofundamente y dijo:

—¿No quieres más de mí?—Hoy no quiero más de ti.Nuestra Señora comenzó a elevarse

en el cielo, por el este. En lo alto se oyóun sonido parecido al retumbar deltrueno, y Lucía se puso en pie.Temblaba.

—Ahí va —gritó, señalando elcielo.

El gentío presintió que la visiónhabía finalizado y comenzó a empujar.

—¿Qué aspecto tenía?

—¿Qué dijo?—¿Por qué estás tan triste?—¿Va a volver?El avance de la gente hacia la encina

se volvió apremiante, y Lucía de prontosintió miedo.

—Es un secreto —dejó escapar—.Es un secreto.

—¿Bueno o malo? —inquirió unamujer.

—Bueno para unos y malo paraotros.

—¿Y no vas a contárnoslo?—Es un secreto, y Nuestra Señora

nos ha pedido que no lo contemos.Manuel Marto agarró a Jacinta y

empezó a abrirse paso a codazos por elgentío. Lucía lo siguió, con Francisco dela mano. Los rezagados los persiguieron,cosiéndolos a preguntas. Ella sólo teníauna respuesta a sus súplicas:

—Es un secreto. Es un secreto.

PRIMERA PARTE

1

CIUDAD DEL VATICANOMIÉRCOLES, 8 DE NOVIEMBRE, EN

LA ACTUALIDAD6:15

Monseñor Colin Michener volvió aoír el sonido y cerró el libro. Habíaalguien allí. Lo sabía.

Como antes.Se levantó de la mesa y echó una

ojeada a las baldas barrocas. Lasantiguas estanterías descollaban sobresu persona, y había más por losestrechos pasillos que salían en ambas

direcciones. La cavernosa estanciairradiaba un aura, un halo de misterioque se debía, en parte, a su nombre:L'Archivio Segreto Vaticano.

Siempre había creído que era unnombre extraño, ya que sólo una escasaparte del contenido de los volúmenesera secreta. La mayoría no era más queel meticuloso registro de dos mileniosde organización eclesiástica, los relatosde una época en que los papas eranreyes, guerreros, políticos y amantes. Entotal había unos cuarenta kilómetros deestantes, que tenían mucho que ofrecer siel investigador sabía dónde buscar.

Y no cabía duda de que Michener lo

sabía.Centrándose de nuevo en el sonido,

su mirada recorrió la habitación,pasando ante frescos de Constantino,Pipinio y Federico II, antes de detenerseen una verja de hierro que había al otroextremo. El espacio que quedaba al otrolado de la verja estaba oscuro y ensilencio. A la Riserva sólo se accedíacon una autorización directa del Papa, yla llave de la verja la guardaba elarchivero de la iglesia. Michener nuncahabía entrado en esa cámara, aunquehabía permanecido obedientemente a lapuerta mientras su superior, el papaClemente XV, entraba. Así y todo, sabía

de la existencia de alguno de lospreciados documentos que encerrabaaquel espacio sin ventanas: la últimacarta de María Estuardo, reina de losescoceses, antes de ser decapitada porIsabel I. Las peticiones de setenta ycinco lores ingleses suplicándole alPapa que anulara el primer matrimoniode Enrique VIII. La confesión firmadapor Galileo. El tratado de Tolentino conNapoleón.

Escudriñó los remates y refuerzos dela verja de hierro, así como el frisodorado de follaje y animales que habíancincelado en el metal de encima. Lapuerta era del siglo xiv. Nada en la

Ciudad del Vaticano era mediocre. Todollevaba el sello distintivo de un artistade renombre o un artesano legendario,de alguien que había trabajado duranteaños intentando agradar a Dios y a supapa.

Cruzó la estancia dando zancadas,sus pasos resonando en el aire tibio, y sedetuvo ante la verja de hierro. Le rozóuna cálida brisa procedente del otrolado de la verja. En la parte derecha dela puerta llamaba la atención un enormecerrojo. Lo comprobó: cerrado a cal ycanto.

Dio media vuelta preguntándose sialguno de los empleados habría entrado

en el archivo. El escribano de serviciose había marchado cuando él llegó, y anadie más se le habría permitido laentrada encontrándose él dentro, pues elsecretario del Papa no necesitabaniñera. Sin embargo había multitud depuertas, y se preguntó si el ruido quehabía oído hacía unos instantes sería elde unos vetustos goznes abriéndose ycerrándose con suavidad. Difícil dedecir. Identificar el punto de origen deun sonido en una zona tan vasta era tanconfuso como ubicar un volumen enparticular.

Enfiló uno de los largos corredores,hacia la Sala de Pergaminos. Más allá

se encontraba el Cuarto de Inventarios eíndices. A medida que avanzaba lasbombillas se iban encendiendo yapagando, arrojando haces de luz, y tuvola sensación de hallarse bajo tierra, apesar de estar en una segunda planta.

Sólo recorrió un breve tramo y, al nooír nada, se volvió.

Era temprano, un día de mediados desemana. Había elegido a propósito esahora para realizar la búsqueda: eramenos probable que estorbara a otrosque hubieran logrado acceder al archivoy menos probable que llamara laatención de la curia pontificia. El SantoPadre le había encomendado una misión,

sus pesquisas eran confidenciales, perono se encontraba solo. La última vez,hacía una semana, había tenido la mismasensación.

Volvió a entrar en la sala principal yretrocedió hasta la mesa de lectura, suatención aún centrada en la estancia. Elsuelo era una representación del zodiacoorientada al sol, cuyos rayos entrabangracias a unas aberturas cuidadosamentedispuestas que se hallaban en lo alto delas paredes. Sabía que hacía siglos elcalendario gregoriano se calculaba justoen ese lugar. Pero ese día no entraba laluz del sol. Fuera hacía frío y humedad,un aguacero de mediados de otoño

azotaba Roma.Los volúmenes que habían

acaparado su atención durante lasúltimas dos horas estaban perfectamenteordenados en la mesa. Muchos de elloshabían sido escritos en las últimas dosdécadas; cuatro eran mucho másantiguos. Dos de los más antiguosestaban en italiano, otro en español y elcuarto en portugués. Podía leerlos todoscon facilidad, otra razón por la cualClemente XV quiso tenerlo a su lado.

Los relatos en español e italianotenían escaso valor, ambos refritos de laobra en portugués: Estudio exhaustivo ydetallado de las apariciones de la

Santa Virgen María en Fátima. 13 demayo de 1917-13 de octubre de 1917.

El papa Benedicto XV ordenó que seabriera la investigación en 1922 comoparte de las indagaciones que estabarealizando la Iglesia sobre lo quesupuestamente había ocurrido en unremoto valle portugués. Todo el originalera manuscrito, la tinta de un desvaídoamarillo cálido, de forma que era comosi las palabras fuesen de oro. El obispode Leira había llevado a cabo unascompletas pesquisas, empleando en elloun total de ocho años, una informaciónque más tarde sería crucial cuando, en1930, el Vaticano reconoció que las seis

apariciones terrenales de la Virgen enFátima eran «merecedoras de crédito».En la década de los cincuenta, lossesenta y los noventa habían aparecidotres apéndices, que ahora formabanparte del original.

Michener los había estudiado con elrigor del abogado que había formado laIglesia. Siete años en la Universidad deMunich le habían proporcionado sulicenciatura, pero él nunca habíaejercido la abogacía de maneraconvencional. El suyo era un mundo dedictámenes eclesiásticos y decretoscanónicos. Su jurisprudencia abarcabados milenios y se basaba más en la

interpretación de los tiempos que en lanoción de stare decisis. Su duraformación jurídica había resultadoinestimable para servir en la Iglesia, yaque muchas veces la lógica de las leyesse había convertido en un aliado dentrodel confuso fango de la política divina.Y, lo que era más importante aún, lehabía ayudado a hallar en aquellaberinto de información olvidada loque Clemente XV quería.

Volvió a oír el sonido.Un chirrido suave, como dos ramas

rozándose con la brisa o un ratónanunciando su presencia.

Corrió hacia el lugar de donde

parecía provenir y miró a ambos lados.Nada.A unos quince metros a la izquierda

había una puerta por la que se salía delarchivo. Se acercó a ella y comprobó lacerradura: cedió. Abrió con dificultad elpesado bloque de roble tallado y losgoznes de hierro lanzaron un levegemido.

Un sonido que reconoció.Al otro lado el pasillo se encontraba

desierto, pero reparó en un espejeo en elsuelo de mármol.

Se arrodilló.Las manchas transparentes de

humedad se repetían a intervalos

regulares, las gotitas se adentraban en elpasillo para luego entrar por la puerta alarchivo. Allí había restos de barro,hojas y hierba.

Siguió con la mirada el rastro, quese detenía al final de una hilera deestanterías. La lluvia seguíarepiqueteando en el tejado.

Reconoció aquellos charcos.Eran pisadas.

2

7:45

El circo mediático comenzótemprano, como suponía Michener. Seacercó a la ventana y vio cómo lasunidades móviles de televisión ibanentrando en la plaza de San Pedro yreclamaban el lugar que les había sidoasignado. La oficina de prensa delVaticano le había informado el díaanterior de que habían aprobado setentay una solicitudes de prensa para eltribunal, pertenecientes a periodistasnorteamericanos, ingleses y franceses,

aunque en el grupo también había unadocena de italianos y tres alemanes. Lamayoría eran de la prensa escrita, perovarias cadenas de televisión habíansolicitado permiso para retransmitir endirecto, un permiso que se les habíaconcedido. La BBC incluso habíapresionado para que le permitieranintroducir las cámaras en el tribunal,como parte de un documental que estabapreparando, petición que le fuedenegada. Aquello sería una especie deespectáculo, pero ése era el precio quehabía que pagar por cubrir a unacelebridad.

La Penitenciaría Apostólica era el

más importante de los tres tribunalesvaticanos y se ocupaba exclusivamentede las excomuniones. El derechocanónico proclamaba cinco motivos porlos cuales alguien podía serexcomulgado: Infringir el secreto de laconfesión, atacar físicamente al Papa,consagrar a un obispo sin la aprobaciónde la Santa Sede, profanar la Eucaristíay, el punto que les ocupaba ese día, queun sacerdote absolviera a su cómpliceen un pecado sexual.

El padre Thomas Kealy, de laiglesia de San Pedro y San Pablo deRichmond, Virginia, había hecho loimpensable: hacía tres años había

establecido una relación abierta con unamujer y después, delante de sus fieles,había absuelto del pecado a ambos. Laproeza, así como los cáusticoscomentarios de Kealy sobre la inflexibleposición de la Iglesia en lo tocante alcelibato, habían recibido una granatención. Algunos sacerdotes y teólogosllevaban ya algún tiempo desafiando aRoma en la cuestión del celibato, y larespuesta habitual consistía en esperarhasta que el contestatario se diera porvencido, ya que la mayoría de ellos oabandonaba o entraba en vereda. Pero elpadre Kealy había llevado el desafío aotros niveles al publicar tres libros, uno

de ellos un éxito de ventas a escalainternacional, que contradecíanabiertamente la doctrina católicaestablecida. Michener conocía de sobrael miedo institucional que habíasuscitado. Una cosa era que un sacerdotedesafiara a Roma y otra muy diferenteque la gente empezara a escuchar.

Y la gente escuchaba al padre Kealy.Era apuesto y listo, y poseía el

envidiable don de ser capaz de expresarsucintamente sus ideas. Había hechoapariciones en el mundo entero yconseguido un abultado grupo deseguidores. Todo movimiento necesitabaun líder, y los partidarios de la reforma

eclesiástica habían encontrado el suyoen la figura de aquel osado sacerdote.Su sitio web, que Michener sabía queera controlado a diario por laPenitenciaría Apostólica, recibía más deveinte mil visitas al día. Hacía un añoKealy había fundado un movimientoglobal, Católicos por la Igualdad Contralas Excentricidades Teológicas,CRÉATE, según su acrónimo del inglés,que contaba con más de un millón demiembros, en su mayoría deNorteamérica y Europa.

El atrevido liderazgo de Kealy habíacundido entre los obisposnorteamericanos, y el pasado año había

faltado poco para que un númeroconsiderable respaldara abiertamentesus ideas y cuestionara la confianza deRoma en la arcaica filosofía medieval.Tal y como había declarado en más deuna ocasión Kealy, la Iglesianorteamericana se hallaba en crisisgracias a las ideas anticuadas, lossacerdotes caídos en desgracia y losdirigentes arrogantes. Su opinión de que«al Vaticano le encanta el dineronorteamericano, pero no la influencianorteamericana» había hallado eco.Michener sabía que ofrecía la clase desentido común que anhelaban las mentesoccidentales: se había convertido en una

celebridad. Y ahora el contendientehabía acudido a conocer al campeón, ysu encuentro sería registrado por laprensa internacional.

Pero primero Michener tenía quelibrar su justa.

Se volvió y se quedó mirando confijeza a Clemente XV, alejando de sumente la idea de que su viejo amigopodía morir muy pronto.

—¿Cómo se encuentra hoy, SantoPadre? —le preguntó en alemán. Cuandoestaban a solas siempre utilizaban lalengua materna de Clemente. Casininguno de los empleados del palaciohablaba alemán.

El Papa echó mano de una taza deporcelana y dio un sorbo a su café.

—Es sorprendente que verserodeado de tanto esplendor puedaresultar tan poco satisfactorio.

Su cinismo no era ninguna novedad,pero últimamente se había intensificado.

Clemente dejó la taza en la mesa.—¿Diste con la información en el

archivo?Michener se apartó de la ventana y

asintió.—¿Te fue útil el relato original de

Fátima?—En absoluto. Descubrí otros

documentos mucho más interesantes.

Se preguntó de nuevo por qué eraimportante aquello, pero no dijo nada.

El Papa pareció leerle elpensamiento.

—Tú nunca haces preguntas, ¿no?—Si quisiera que lo supiera, usted

me lo diría.En los últimos tres años aquel

hombre había cambiado mucho: el Papaestaba más distante, pálido y frágil cadadía. Si bien Clemente siempre habíasido un hombre menudo y delgado,recientemente era como si su cuerpo sehubiera replegado en sí mismo. Sucabeza, un día cubierta por una mata depelo castaño, lucía ahora una pelusilla

corta y gris. El rostro vivo que adornaraperiódicos y revistas, sonriendo desdeel balcón de San Pedro cuando seanunció su elección, se veía descarnado,las sonrosadas mejillas hundidas, laotrora apenas perceptible mancha sedestacaba tanto que la oficina de prensadel Vaticano la borrabasistemáticamente de las fotos. Lapresión derivada de ocupar la silla desan Pedro le había pasado factura,avejentando seriamente a un hombreque, no hacía tanto tiempo, escalaba losAlpes bávaros con regularidad.

Michener señaló la bandeja del café.Se acordó de la época en que el

embutido, el yogur y el pan negroconstituían su desayuno.

—¿Por qué no come? El camarerome ha dicho que la otra noche no probóbocado.

—No seas agonías.—¿Por qué no tiene hambre?—Y encima insistente.—Eludir mis preguntas no acallará

mis temores.—Y ¿cuáles son tus temores, Colin?Le entraron ganas de mencionar las

arrugas del ceño de Clemente, laalarmante palidez de su piel, las venasque se le marcaban en las manos y lasmuñecas de anciano, pero se limitó a

decir:—Sólo su salud, Santo Padre.Clemente sonrió.—Sabes evitar mis pullas.—Discutir con el Santo Padre

resulta infructuoso.—Ay, lo de la infalibilidad. Se me

olvidaba… yo siempre tengo razón.Su interlocutor decidió recoger el

guante.—No siempre.Clemente soltó una risita.—¿Encontraste el nombre en el

archivo?Michener se metió la mano en la

sotana y sacó lo que había escrito justo

antes de oír el sonido. Se lo entregó aClemente y dijo:

—Otra vez había alguien.—Lo cual no debería extrañarte.

Aquí no hay privacidad. —El Papa leyóy a continuación repitió lo que habíaescrito—: Padre Andrej Tibor.

Michener supo lo que se esperaba deél.

—Es un sacerdote jubilado que viveen Rumanía. Consulté los archivos: elcheque de su jubilación aún se le envía auna dirección de allí.

—Quiero que vayas a verlo.—¿No va a decirme por qué?—Todavía no.

Durante los últimos tres mesesClemente había estado muy preocupado.El anciano había intentado ocultarlo,pero tras veinticuatro años de amistadera poco lo que le pasaba inadvertido aMichener. Recordaba con precisióncuándo había dado comienzo el temor:justo después de una visita al archivo —a la Riserva— y a la antigua caja fuerteque aguardaba tras la cerrada verja dehierro.

—¿Puedo saber cuándo me dirá elmotivo?

El Papa se levantó de la silla.—Después de las oraciones.

Salieron del despacho y recorrieron ensilencio la cuarta planta, deteniéndoseante una puerta abierta. La capilla quehabía al otro lado se hallaba revestidade mármol y tenía una deslumbrantevidriera que representaba el Vía Crucis.Clemente iba allí cada mañana a meditarunos minutos. Nadie podíainterrumpirlo. Todo podía esperar a queél terminara de hablar con Dios.

Michener había servido a Clementedesde los primeros días, cuando elenjuto y nervudo alemán era arzobispo,primero, luego cardenal y despuéssecretario de Estado. Había idosubiendo a la par que su mentor —de

seminarista a sacerdote y de ahí amonseñor—, la ascensión culminó,hacía treinta y cuatro meses, cuando elcolegio de cardenales eligió al cardenalJakob Volkner 267° sucesor de sanPedro. Volkner escogió en el acto aMichener como secretario personal.

Michener conocía al verdaderoClemente, un hombre educado en laAlemania de la posguerra, sumida en elcaos, que había aprendido el arte de ladiplomacia en destinos tan inestablescomo Dublín, El Cairo, Ciudad delCabo y Varsovia. Jakob Volkner poseíauna enorme paciencia y una inmensacapacidad de concentración. Michener

no había dudado una sola vez en todoslos años que habían pasado juntos de lafe o el carácter de su mentor, y habíadecidido hacía tiempo que con que fuerala mitad de lo que era Volknerconsideraría su vida un éxito.

Clemente finalizó sus oraciones, sesantiguó y besó la cruz que ornaba lapechera de su blanca sotana. Su períodode calma había sido breve ese día. ElPapa se levantó del reclinatorio, pero seentretuvo en el altar. Michenerpermaneció en silencio en el rincónhasta que el pontífice se acercó a él.

—Tengo la intención de explicarmeen una carta dirigida al padre Tibor. Le

exhortaré a que te confíe determinadainformación.

Pero seguía sin explicar por qué eranecesario que él emprendiera ese viaje aRumanía.

—¿Cuándo quiere que salga?—Mañana. Pasado mañana como

muy tarde.—No estoy seguro de que sea buena

idea. ¿No puede encargarse de estoalgún legado?

—Te lo aseguro, Colin: no memoriré mientras estés fuera. Puede quetenga mal aspecto, pero me encuentroperfectamente.

Tal y como habían confirmado los

médicos de Clemente hacía no menos deuna semana. Después de una serie depruebas, aseveraron que el Papa nopadecía ninguna enfermedad debilitante.Sin embargo, en privado, el médico delpontífice advirtió que la tensión era elpeor enemigo de Clemente, y su rápidodeclive de los últimos meses parecía serla prueba de que algo le estabadesgarrando el alma.

—Yo no he dicho que tuviera malapinta, Santidad.

—No hace falta. —El ancianoseñaló sus ojos—: Lo dice tu mirada.

Michener sostuvo en alto el papel.—¿Por qué quiere ponerse en

contacto con este sacerdote?—Debería haberlo hecho después de

entrar por vez primera en la Riserva,pero me resistí. —Clemente hizo unapausa—. Ya no puedo resistir más. Notengo elección.

—¿Por qué el Sumo Pontífice de laIglesia Católica Apostólica no puedeelegir?

El Papa se apartó y se situó frente aun crucifijo que había en la pared. Doscirios ardían a cada lado del altar demármol.

—¿Vas a ir al tribunal esta mañana?—quiso saber Clemente, de espaldas aél.

—Eso no responde a mi pregunta.—El Sumo Pontífice de la Iglesia

Católica Apostólica puede escoger susrespuestas.

—Me mandó ir al tribunal, así quesí, allí estaré. Junto con un montón dereporteros.

—¿Estará ella allí?Michener sabía exactamente a quién

se refería el anciano.—Me han dicho que solicitó unas

credenciales para cubrir el evento.—¿Sabes por qué está interesada en

el tribunal?Michener meneó la cabeza.—Como ya le he dicho, me enteré de

que iba a asistir por casualidad.Clemente se volvió para mirarlo.—Una casualidad afortunada.El secretario se preguntó a qué venía

el interés del Papa.—Preocuparse está bien, Colin. Ella

forma parte de tu pasado, una parte queno deberías olvidar.

Clemente conocía toda la historiaporque Michener necesitaba unconfesor, y el arzobispo de Colonia erasu compañero más allegado. Fue laúnica ruptura de sus votos durante sucuarto de siglo de sacerdocio. Seplanteó dejarlo, pero Clemente loconvenció de que no lo hiciera,

explicando que un alma sólo podíavolverse fuerte mediante la debilidad.Yéndose no ganaba nada. Ahora, trasmás de una docena de años, sabía queJakob Volkner tuvo razón. Él era susecretario, y llevaba casi tres añosayudando a Clemente a dominar sucarácter, una combinación de espírituburlón y cultura católica. El hecho deque su ayuda se basara en una violaciónde su juramento a su Dios y a su Iglesiaparecía no preocuparle, una idea queúltimamente se había vuelto bastantealarmante.

—No he olvidado nada —musitó.El Papa se acercó a él y apoyó una

mano en su hombro.—No llores por lo que has perdido.

Es malsano y contraproducente.—Mentir no se me da bien.—Tu Dios te ha perdonado. Eso es

lo único que necesitas.—¿Cómo puede estar seguro?—Lo estoy. Y si no crees al infalible

cabeza de la Iglesia, ¿a quién vas acreer? —Una sonrisa acompañó eljocoso comentario, una sonrisa que ledecía a Michener que no se tomara lascosas tan en serio.

También él sonrió.—Es usted insufrible.Clemente retiró la mano.

—Cierto, pero soy encantador.—Procuraré recordarlo.—Hazlo. En breve tendré lista la

carta para el padre Tibor. Requerirá unarespuesta por escrito, pero si deseahablar, escúchalo, pregúntale cuantoquieras y cuéntamelo todo. ¿Entendido?

Michener se preguntó cómo iba asaber qué preguntar sin tener idea de porqué iba, pero se limitó a responder:

—Entendido, Su Santidad. Comosiempre.

Clemente sonrió.—Eso es, Colin. Como siempre.

3

11:00

Michener entró en la sala deltribunal. Se trataba de un amplio salónde techos altos y mármol blanco y gris,adornado con un dibujo geométrico demosaicos de vivos colores decuatrocientos años de antigüedad.

Dos guardias suizos de paisanocustodiaban las puertas de bronce ehicieron una reverencia al reconocer alsecretario del Papa. Michener habíaesperado una hora a propósito antes deentrar. Sabía que su presencia daría que

hablar. Rara vez alguien tan cercano alpontífice asistía a un proceso.

Ante la insistencia de Clemente,Michener se había leído los tres librosde Kealy y había informado al pontíficeen privado de su provocador contenido.Clemente no los había leído porquesemejante acción habría dado pie ademasiadas especulaciones. Con todo,el Papa había mostrado un profundointerés en lo que el padre Kealy habíaescrito. Cuando Michener tomó asientodiscretamente al fondo de la sala vio porvez primera a Thomas Kealy.

El acusado estaba sentado solo a unamesa. Kealy daba la impresión de tener

unos treinta y tantos años, abundantecabello castaño rojizo y un rostroagradable y juvenil. La sonrisa queesbozaba de vez en cuando parecíacalculada, la mirada y la actituddeliberadamente enigmáticas. Michenerhabía leído el sumario que habíapreparado el tribunal, y todo él pintaba aKealy como engreído e inconformista.«Claramente un oportunista», asegurabauno de los investigadores. Sin embargoMichener no podía evitar pensar que losargumentos de Kealy eran, en muchosaspectos, convincentes.

A Kealy lo estaba interrogando elcardenal Alberto Valendrea, el

secretario de Estado del Vaticano, yMichener no envidió el lugar de aquelhombre. Todos los cardenales y obisposeran, en opinión de Michener,profundamente conservadores. Ningunose adhería a las enseñanzas del VaticanoII, y ni uno solo apoyaba a ClementeXV. Valendrea en particular era famosopor su radical observancia del dogma.Los miembros del tribunal ibanataviados con las vestiduras de gala alcompleto, los cardenales de sedaescarlata, los obispos de lana negra,parapetados tras una mesa de mármolcurva bajo uno de los cuadros de Rafael.

—No hay nadie más apartado de

Dios que el hereje —afirmó el cardenalValendrea. Su grave voz resonaba,haciendo innecesaria la amplificación.

—A mi juicio, Su Eminencia —repuso Kealy—, cuanto menos franco esel hereje, tanto más peligroso se vuelve.Yo no oculto mis discrepancias. Creoque el debate es saludable para laIglesia.

Valendrea sostuvo en alto treslibros, y Michener reconoció lasportadas de las obras de Kealy.

—Estos libros son una herejía. Nohay otro modo de verlo.

—¿Porque soy partidario de que lossacerdotes se casen? ¿De que las

mujeres puedan ser sacerdotes? ¿De queun sacerdote pueda amar a una esposa, aun hijo y a su Dios igual que otrosfieles? ¿De que el Papa tal vez no seainfalible? Es humano, puede cometererrores. ¿Es eso herejía?

—No creo que una sola persona deeste tribunal opine lo contrario.

Y así era.Michener vio que Valendrea se

revolvía en la silla. El italiano era bajoy achaparrado como una bomba deincendios. Un flequillo enmarañado decabello blanco le caía por la frente, locual llamaba la atención por el contrastecon su tez cetrina. A sus sesenta años,

Valendrea disfrutaba del lujo de serrelativamente joven dentro de una curiadominada por hombres mucho mayores.Además, carecía de la solemnidad quelos ajenos asociaban a un príncipe de laIglesia. Fumaba casi dos paquetes decigarrillos al día, poseía una bodega queera la envidia de muchos y frecuentabalos círculos sociales europeosadecuados. Su familia tenía la suerte decontar con dinero, gran parte del cualhabía pasado a sus manos al ser elprimogénito por línea paterna.

La prensa hacía tiempo que habíacalificado a Valendrea de «papable», untítulo que significaba que, por su edad,

posición e influencia, reunía losrequisitos necesarios para acceder alpontificado. Michener había oídorumores según los cuales el secretariode Estado se estaba situando de cara alpróximo cónclave, negociando conindecisos, coaccionando a la posibleoposición. Clemente se había vistoobligado a nombrarlo secretario deEstado, el cargo más poderoso pordebajo del Papa, ya que un nutrido grupode cardenales había insistido en que lefuera dado el empleo a Valendrea, yClemente fue lo bastante astuto paraapaciguar a los que lo habíanencumbrado al poder. Además, tal y

como el Papa explicó en su momento,«ten a tus amigos cerca y a tus enemigos,aún más».

Valendrea apoyó los brazos en lamesa. Delante no tenía ningún papel. Erasabido que no solía necesitar notas.

—Padre Kealy, dentro del seno de laIglesia son muchos los que tienen lasensación de que el experimento delVaticano II no puede considerarse unéxito, y usted es un ejemplo perfecto denuestro fracaso. Los clérigos no tienenlibertad de expresión: hay demasiadasopiniones en este mundo para permitirla.Esta Iglesia ha de hablar con una solavoz, y esa voz es la del Santo Padre.

—Y hoy en día hay muchos quetienen la sensación de que el celibato yla infalibilidad del Papa constituyen unadoctrina errónea. Reminiscencias de untiempo en que el mundo era analfabeto yla Iglesia, corrupta.

—No estoy de acuerdo con susconclusiones, pero aunque existan esosprelados, se guardan muy mucho demanifestar sus opiniones.

—El temor es capaz de acallar laslenguas, Su Eminencia.

—No hay nada que temer.—Desde esta silla siento tener que

disentir.—La Iglesia no castiga a sus

clérigos por sus pensamientos, padre,sino sólo por sus actos. Como los suyos.Su organización es un insulto a la Iglesiaa la que sirve.

—Si no respetara a la Iglesia, SuEminencia, me habría limitado aabandonar sin decir nada. Pero amo a miIglesia lo bastante como para desafiarsus principios.

—¿Acaso creía que la Iglesia noharía nada mientras usted rompía susvotos, convivía con una mujerabiertamente y se absolvía a sí mismodel pecado? —Valendrea levantó denuevo los libros—. ¿Y luego lo poníapor escrito? Usted ha provocado esta

confrontación.—¿Sinceramente piensa que todos

los sacerdotes son célibes? —preguntóKealy.

La pregunta llamó la atención deMichener, que no dejó de percibir laanimación de los periodistas.

—Lo importante no es lo que yopiense —replicó Valendrea—. Eso esalgo que ha de plantearse cada clérigoen concreto. Cada uno de ellos prestójuramento a su Dios y a su Iglesia, yespero que dicho juramento se cumpla.Todo el que fracase en ello deberíamarcharse por propia voluntad o por lafuerza.

—¿Su Eminencia ha cumplido eljuramento?

A Michener le sorprendió la osadíade Kealy. Quizá se hubiese dado cuentadel destino que lo aguardaba, así quequé más daba.

Valendrea meneó la cabeza.—¿Cree que desafiarme

personalmente beneficiará en algo sudefensa?

—No es más que una pregunta.—Sí, padre, lo he cumplido.Kealy se quedó como si nada.—¿Qué otra cosa iba a decir?—¿Me está llamando mentiroso?—No, Su Eminencia. Sólo que

ningún sacerdote, cardenal u obispo seatrevería a admitir lo que siente en elfondo. Estamos obligados a decir lo quela Iglesia nos exige. No tengo idea dequé siente en verdad, y me entristece.

—Lo que yo sienta o deje de sentirno guarda relación con su herejía.

—Al parecer Su Eminencia ya me hajuzgado.

—No más que su Dios, que esinfalible. O ¿es que también discrepa deesa doctrina?

—¿Cuándo decretó Dios que lossacerdotes no podían conocer el amorde una pareja?

—¿Pareja? ¿Por qué no simplemente

mujer?—Porque el amor no conoce

barreras, Su Eminencia.—De modo que también defiende la

homosexualidad, ¿es eso?—Defiendo únicamente que cada

individuo ha de seguir los dictados de sucorazón.

Valendrea meneó la cabeza.—Padre, ¿ha olvidado que su

ordenación fue una unión con Cristo? Suidentidad, que es la misma para todoslos miembros de este tribunal, se derivade la plena participación en esa unión.Ha de ser una imagen viva ytransparente de Cristo.

—Pero ¿cómo saber cuál es esaimagen? Ninguno de nosotros existía envida de Cristo.

—Es como dice la Iglesia.—Pero ¿acaso no se trata tan sólo

del hombre moldeando lo divino paraque se ajuste a sus necesidades?

Valendrea enarcó la ceja derechafingiendo incredulidad.

—Su arrogancia es asombrosa. ¿Estádiciendo que Cristo no era célibe? ¿Queno situó Su Iglesia por encima de todo?¿Que no estaba unido a Su Iglesia?

—No tengo ni idea de cuál era laorientación sexual de Cristo, y ustedtampoco.

Valendrea vaciló un instante y alpunto repuso:

—Su celibato, padre, es un don, unaexpresión de su abnegación. Así es ladoctrina eclesiástica, una doctrina queparece usted no poder, o no querer,entender.

Kealy respondió aduciendo másdogmas, y Michener no pudo evitarabstraerse del debate. Había procuradono mirar, recordándose que ése no era elmotivo por el que se encontraba allí,pero sus ojos recorrieron a todavelocidad a los presentes, un centenaraproximadamente, y acabaron posándoseen una mujer que se hallaba sentada dos

filas por detrás de Kealy.Su cabello era del color de la

medianoche, con una marcada intensidady brillo. Michener recordó que en su díaera una abundante melena que olía alimón recién exprimido. Ahora lallevaba corta, a capas y peinada con losdedos. Sólo la veía de perfil, pero ladelicada nariz y los finos labios seguíanallí. Su tez recordaba el tono de un cafécremoso, prueba de que su madre erauna cíngara rumana y su padre, unalemán de origen húngaro. Su nombre,Katerina Lew, significaba «puro león»,una descripción que él siempre habíacreído apropiada dados su

temperamento voluble y sus fanáticascreencias.

Se conocieron en Munich. Él teníatreinta y tres años, y estaba terminandola carrera de Derecho. Ella teníaveinticinco y debía decidirse entre elperiodismo o escribir novelas. Sabíaque era sacerdote, y pasaron casi dosaños juntos antes de que estallara elconflicto. «Tu Dios o yo», anunció ella.

Y él escogió a Dios.—Padre Kealy —estaba diciendo

Valendrea—, la naturaleza de su fereside en el hecho de que nada puedeañadirse o quitarse. Ha de abrazar lasenseñanzas de la madre Iglesia en su

totalidad o rechazarlas en su totalidad.Los católicos a medias no existen.Nuestros principios, tal y como han sidoexpuestos por el Santo Padre, no sonimpíos y no se pueden diluir, son tanpuros como Dios.

—Creo que ésas son las palabrasdel papa Benedicto XV —respondióKealy.

—Es usted un erudito, lo cual nohace sino aumentar la tristeza que meproduce su herejía. Un hombre taninteligente como parece serlo usteddebería comprender que esta Iglesia nopuede tolerar, ni tolerará, la disidencia.Especialmente la de su calibre.

—Lo que está diciendo es que a laIglesia le da miedo el debate.

—Lo que estoy diciendo es que laIglesia sienta unas normas. Si no legustan las normas, reúna bastantes votospara elegir a un Papa que las cambie. Amenos que haga eso, deberá hacer lo quese le ordena.

—Ah, lo olvidaba: el Santo Padre esinfalible. Diga lo que diga sobre la fees, sin duda, correcto. ¿No dice eso eldogma?

Michener se percató de que ningunode los otros miembros del tribunal habíaintentado meter baza: al parecer elsecretario era el inquisidor del día.

Sabía que todos ellos eran leales aValendrea, y la posibilidad de quealguno lo desafiara era escasa. PeroThomas Kealy se lo estaba poniendofácil, causándose más daño él mismoque el que pudiera infligirle cualquierpregunta.

—Así es —contestó Valendrea—.La infalibilidad papal es fundamentalpara la Iglesia.

—Otra doctrina creada por elhombre.

—Otro dogma al que esta Iglesia seadhiere.

—Soy un sacerdote que ama a suDios y a su Iglesia —aseguró Kealy—.

No entiendo por qué mostrarme endesacuerdo con el uno o la otra meexpone a la excomunión. El debate y ladiscusión no hacen sino fomentardecisiones acertadas. ¿Por qué teme esola Iglesia?

—Padre, esta vista no aborda lalibertad de expresión. Nosotros notenemos una constitución que garanticetal derecho. Esta vista aborda sudescarada relación con una mujer, superdón público para el pecado cometidopor ambos y su disensión abierta, todolo cual se opone frontalmente a lasnormas de la Iglesia de la que entróusted a formar parte.

La mirada de Michener volvió aKate, el nombre que él le dio paraañadir su herencia irlandesa a lapersonalidad de ella. Estaba sentadaderecha, con una libreta en el regazo,bien atenta al debate.

Michener recordó el último veranoque pasaron juntos en Ba-viera, cuandoél se tomó tres semanas libres entresemestre y semestre. Fueron a una aldeay se hospedaron en una posada rodeadade cimas coronadas de nieve. Él sabíaque estaba mal, pero para entonces ellale había tocado una fibra que él pensabaque no existía. Lo que el cardenalValendrea acababa de decir sobre

Cristo y la unión de un sacerdote con laIglesia constituía la base del celibatoclerical: un sacerdote debía dedicarseen exclusividad a Dios y a la Iglesia.Pero desde aquel verano él sepreguntaba por qué no podía amar a unamujer, a su Iglesia y a Dios a la vez.¿Qué había dicho Kealy? «Igual queotros fieles.»

Notó que lo estaban mirando. Alcentrarse de nuevo, cayó en la cuenta deque Katerina había vuelto la cabeza ytenía los ojos clavados en él.

Su rostro aún conservaba la durezaque tan atractiva le había resultado. Ahíseguían los leves rasgos asiáticos de los

ojos, la boca curvada hacia abajo, labarbilla suave y femenina.Sencillamente no había nada cáustico.Eso, él lo sabía, yacía oculto en supersonalidad. Michener examinó suexpresión. Ni ira ni resentimiento niafecto. Una mirada que parecía no decirnada. Ni siquiera «hola». Le incomodósentirse tan cerca. Quizás ella contaracon su presencia y no quisiera darle lasatisfacción de pensar que él leimportaba. Después de todo, su rupturano había sido amistosa.

Ella volvió la cara hacia el tribunal,y la inquietud de Michener disminuyó.

—Padre Kealy —decía Valendrea

—, le haré una pregunta sencilla:¿abjura de su herejía? ¿Reconoce que loque ha hecho va en contra de las leyesde esta Iglesia y de su Dios?

El sacerdote se pegó a la mesa.—No creo que amar a una mujer

vaya en contra de las leyes de Dios, asíque perdonar ese pecado no esrelevante. Tengo derecho a decir lo quepienso, de manera que no me disculpopor el movimiento que encabezo. No hehecho nada malo, Su Eminencia.

—Es usted un insensato, padre. Lehe dado la oportunidad de pedir perdón.La Iglesia puede, y debería, sercompasiva, pero el penitente ha de

poner de su parte.—Yo no busco su perdón.Valendrea meneó la cabeza.—Me dan mucha pena usted y sus

seguidores, padre. Es evidente que todosustedes están de parte del Diablo.

4

13:05

El cardenal Alberto Valendreaguardaba silencio, esperando que laeuforia experimentada antes en eltribunal atenuara su creciente irritación.Era sorprendente lo rápido que una malavivencia podía echar a perder unabuena.

—¿Qué opinas, Alberto? —preguntóClemente XV—. ¿Tengo tiempo parasaludar a la multitud? —El Papa señalóla alcoba y la ventana abierta.

A Valendrea le daba rabia que el

Papa malgastara el tiempo plantándoseante una ventana abierta para saludar ala gente congregada en la plaza de SanPedro. La seguridad del Vaticano lehabía advertido de que no lo hiciera,pero aquel viejo bobo ignoraba losavisos. La prensa no paraba de escribiral respecto, comparando al alemán conJuan XXIII. Y la verdad es que habíasemejanzas: ambos ascendieron al tronopapal cuando casi tenían ochenta años.A ambos se los consideró papasprovisionales. Ambos sorprendieron atodo el mundo.

Valendrea odiaba el modo en quelos observadores del Vaticano veían

analogías entre la ventana abierta delPapa y su «espíritu vital, su franquezasin pretensiones, su carismáticacalidez». El papado no tenía que ver conla popularidad, sino con la coherencia, yle ofendía la facilidad con que Clementehabía prescindido de tantas costumbressancionadas por la tradición. Losvisitantes ya no hacían una genuflexiónen presencia del Papa, pocos besaban suanillo, y rara vez hablaba Clemente enprimera persona de plural, como habíanhecho los papas durante siglos.«Estamos en el siglo xxi», gustaba dedecir Clemente mientras decretaba el finde otra antigua costumbre.

Valendrea recordaba la época enque los papas no aparecían jamásdelante de una ventana abierta.Cuestiones de seguridad aparte, laexposición limitada fomentaba elcarisma y el misterio, y nada divulgabamás la fe y la obediencia que lacuriosidad.

Había estado al servicio de lospapas durante casi cuatro décadas,subiendo en la curia deprisa, ganándoseel capelo cardenalicio antes de cumplirlos cincuenta, siendo uno de loscardenales más jóvenes de la eramoderna. Ahora ostentaba el segundocargo más poderoso de la Iglesia

católica —el de secretario de Estado—,lo cual garantizaba su participación entodos los ámbitos de la Santa Sede. Peroquería más: quería el cargo máspoderoso, ese en el que nadie desafiarasus decisiones, en el que hablara desdela infalibilidad, sin admitir réplica.

Quería ser papa.—Qué día tan bonito —decía el

pontífice—. Parece que ha dejado dellover. El aire es como en las montañasalemanas. Un frescor alpino. Quélástima estar encerrado aquí.

Clemente entró en la alcoba, pero nolo bastante como para que se le vieradesde fuera. Llevaba una sotana de lino

blanca, la esclavina le caía sobre loshombros, y la tradicional vestidurablanca. En los pies unos zapatosescarlata y, cubriendo su calva cabeza,un solideo blanco. Era el único preladoentre mil millones de católicos al que sepermitía vestir así.

—Quizás Su Santidad puedadedicarse a tan agradable actividaddespués de finalizar el informe. Tengootros compromisos, y el tribunal me haocupado la mañana entera.

—Sólo llevaría unos minutos —insistió Clemente.

Sabía que al alemán le gustababurlarse de él. Del otro lado de la

ventana llegaba el murmullo de Roma,aquel sonido único producido por tresmillones de almas y sus vehículos alavanzar por el asfalto.

Al parecer Clemente también sehabía percatado del rumor.

—Esta ciudad tiene un extrañosonido.

—Es nuestro sonido.—Ah, casi lo olvido… tú eres

italiano, y nosotros no.Valendrea estaba junto a una cama

con dosel hecha en roble macizo, lasmuescas y los arañazos eran tannumerosos que parecían formar parte deltrabajo. Una sobada colcha de ganchillo

cubría un extremo; dos enormesalmohadas, el otro. El resto delmobiliario también era alemán: elarmario, el tocador y las mesas pintadosde alegres colores al estilo bávaro. Nohabía un papa alemán desde mediadosdel siglo xi. Clemente II había sido unafuente de inspiración para el actualClemente XV, hecho este que elpontífice no ocultaba. Pero lo másprobable es que el primer Clementemuriera envenenado, una lección,pensaba muchas veces Valendrea, queeste alemán no debería olvidar.

—Tal vez tengas razón —admitióClemente—. Los visitantes pueden

esperar. Tenemos cosas que hacer, ¿noes cierto?

Una brisa pasó rozando el alféizar yrevolvió los papeles del escritorio.Valendrea puso una mano y detuvo suvuelo antes de que alcanzaran elcomputador. Clemente aún no lo habíaencendido. Era el primer Papa que sabíade informática —otro aspecto que laprensa adoraba—, pero a Valendrea nole importaba ese cambio: el computadory las líneas de fax eran mucho másfáciles de controlar que los teléfonos.

—Me han dicho que esta mañanaestás bastante animado —observóClemente—. ¿Cuál será el resultado del

tribunal?Valendrea supuso que Michener le

había informado, pues había visto alsecretario del Papa entre el público.

—Ignoraba que Su Santidadestuviese tan interesado en el asunto.

—Es difícil no sentir curiosidad.Esa plaza está llena de unidades móvilesde televisión, así que, te lo ruego,responde mi pregunta.

—El padre Kealy no nos ha dadoalternativa: será excomulgado.

El Papa entrelazó las manos a laespalda.

—¿No se disculpó?—Se mostró arrogante hasta el

insulto, y nos retó a que lo desafiáramos.—Tal vez debiéramos hacerlo.La sugerencia pilló desprevenido a

Valendrea, pero décadas de serviciodiplomático le habían enseñado aesconder la sorpresa planteandopreguntas.

—Y ¿con qué propósito habríamosde emprender una acción tan pocoortodoxa?

—¿Por qué todo ha de tener unpropósito? Quizá simplemente debamosescuchar un punto de vista contrario.

Valendrea se mantuvo inmóvil.—Es imposible debatir la cuestión

del celibato, una doctrina que lleva en

pie quinientos años. ¿Qué será losiguiente? ¿Ordenar mujeres? ¿Elmatrimonio de los clérigos? ¿Laaprobación del control de la natalidad?¿Es que vamos a volver completamentedel revés el dogma?

Clemente avanzó hacia la cama yclavó la vista en una representaciónmedieval de Clemente II que colgaba dela pared. Valendrea sabía que la habíanrescatado de uno de los cavernosossótanos del Vaticano, donde llevabasiglos.

—Fue obispo de Bamberg. Unhombre sencillo que no ansiaba serpapa.

—Fue confidente del rey —puntualizó Valendrea—. Estableciólazos políticos y se hallaba en el lugaradecuado y en el momento adecuado.

Clemente se volvió para mirarlo.—Como yo, supongo.—Su Santidad fue elegido por una

abrumadora mayoría de cardenales,todos ellos inspirados por el EspírituSanto.

Clemente esbozó una sonrisairritante.

—¿O tal vez tuviera que ver con elhecho de que ninguno de los otroscandidatos, incluido tú, logró reunirsuficientes votos para salir elegido?

Daba la impresión de que ese díaiban a empezar a pelearse temprano.

—Eres un hombre ambicioso,Alberto. Crees que llevar esta sotanablanca te hará feliz, pero te aseguro queno será así.

Ya habían mantenido conversacionessimilares con anterioridad, peroúltimamente la intensidad de losintercambios verbales iba en aumento.Ambos sabían lo que sentía el otro. Noeran amigos, jamás lo serían. AValendrea le divertía el hecho de que lagente pensara que sólo porque él eracardenal y Clemente el Papa la suyasería una relación entre dos almas

piadosas que pondrían las necesidadesde la Iglesia en primer término. Pero locierto es que eran muy distintos, ymantenían políticas encontradas. En sufavor había que decir que ninguno sehabía peleado abiertamente con el otro.Valendrea era más listo que todo eso —el Papa no tenía por qué discutir connadie—, y al parecer el pontífice eraconsciente de que muchos cardenalesrespaldaban a su secretario de Estado.

—Yo no deseo otra cosa que elSanto Padre viva una vida larga ypróspera.

—No se te da bien mentir.Estaba cansado de las pullas del

viejo.—¿Qué importancia tiene? Usted no

estará aquí cuando se celebre elpróximo cónclave. No se preocupe porlos candidatos.

Clemente se encogió de hombros.—No tiene ninguna importancia.

Seré enterrado bajo San Pedro, con losdemás hombres que han ocupado estasilla. No me preocupa mi sucesor. Pero¿y a él? Sí, a él sí debería preocuparle.

¿Qué sabía el viejo prelado?Últimamente tenía la costumbre de soltarextrañas insinuaciones.

—¿Hay algo que disguste al SantoPadre?

Los ojos de Clemente centellearon.—Eres un oportunista, Alberto. Un

político intrigante. Puede que tedecepcione y viva otros diez años.

Su interlocutor decidió dejar defingir.

—Lo dudo.—A decir verdad espero que

heredes mi cargo: lo encontrarás muydistinto de lo que imaginas. Tal vezdebieras serlo.

Ahora sí estaba interesado.—Ser ¿qué?Durante unos instantes el Papa

guardó silencio. Al cabo repuso:—Ser papa, claro está. ¿Qué otra

cosa, si no?—¿Qué le corroe el alma?—Somos unos tontos, Alberto.

Todos nosotros, con todo nuestro boato,no somos más que unos tontos. Dios esmucho más sabio de lo que cualquierade nosotros se figura.

—No creo que ningún creyente locuestione.

—Dictamos nuestros dogmas y alaplicarlos arruinamos la vida dehombres como el padre Kealy, que no esmás que un sacerdote que intenta seguirlo que le dicta la conciencia.

—Más bien parecía un oportunista,por recoger la palabra que usted mismo

ha empleado. Un hombre que disfrutallamando la atención. Aunque, sin duda,conocía la política de la Iglesia cuandojuró acatar nuestras enseñanzas.

—Las enseñanzas ¿de quién?Quienes pronuncian la llamada Palabrade Dios son hombres como tú y comoyo. Quienes castigan a otros semejantespor infringir esas enseñanzas sonhombres como tú y como yo. A menudome pregunto si nuestros preciadosdogmas son los pensamientos delTodopoderoso o tan sólo los de clérigosnormales y corrientes.

Valendrea interpretó esta frase comoun ejemplo más de la extraña conducta

que el Papa seguía últimamente. Seplanteó sonsacarlo, pero decidió que loestaba poniendo a prueba, de maneraque dio la única respuesta posible:

—Creo que la Palabra de Dios y eldogma de la Iglesia son la misma cosa.

—Buena respuesta. Modélica enlenguaje y sintaxis. Por desgracia,Alberto, esa creencia acabará siendo tuperdición.

Y el Papa dio media vuelta y avanzóhacia la ventana.

5

Michener paseaba bajo el sol demediodía. La lluvia matinal habíacesado, el cielo estaba jaspeado denubes y los jirones de azul se veíanatravesados por la estela de un aviónque se dirigía al este. Ante él, losadoquines de la plaza de San Pedrolucían charcos por la reciente tormenta.El lugar se hallaba plagado de charcossemejantes a una multitud de lagosdiseminados. Los equipos de televisiónseguían allí, muchos de ellosretransmitiendo sus reportajes a sus

respectivos países.Había salido del tribunal antes de

que se levantara la sesión. Uno de susasistentes le informó después de que laconfrontación entre el padre Kealy y elcardenal Valendrea había continuadounas dos horas. Se preguntó cuál era elsentido de la vista, pues la decisión deexcomulgar a Kealy se había tomadomucho antes de que se le ordenaraacudir a Roma. Eran pocos los clérigosque comparecían ante un tribunal, demanera que lo más probable era queKealy hubiese ido para dotar de mayorrelevancia a su movimiento. En cuestiónde semanas Kealy sería excomulgado,

otro expulsado más que proclamaría quela Iglesia era un dinosaurio camino de laextinción.

A veces Michener creía que, tal vez,los críticos como Kealy tuviesen razón.

En la actualidad, casi la mitad de loscatólicos de todo el mundo vivía enLatinoamérica. Si se añadían África yAsia, la suma ascendía a las tres cuartaspartes. Apaciguar a esa emergentemayoría sin alienar a europeos eitalianos constituía un desafío cotidiano.

Ningún jefe de Estado se enfrentabaa algo tan intrincado. Sin embargo laIglesia católica llevaba haciéndolo dosmil años —afirmación que ninguna otra

institución creada por el hombre podíahacer—, y delante se extendía una de lasmayores manifestaciones de la Iglesia.

Aquella plaza con forma de llave,delimitada por dos magníficascolumnatas semicirculares de Bernini,era imponente. A Michener siempre lehabía impresionado la Ciudad delVaticano. La había visitado por vezprimera hacía doce años, en calidad desacerdote asistente del arzobispo deColonia. Su virtud había sido puesta aprueba por Katerina Lew, mas sudecisión inicial se vio reforzada.Recordaba haber recorrido las más decuarenta hectáreas del amurallado

enclave, maravillándose ante lamajestuosidad que podía alcanzarse endos milenios de construcciónininterrumpida.

La diminuta nación no ocupaba unade las colinas sobre las que se fundóRoma, sino que coronaba el monteVaticano, el único de los siete vetustosnombres que la gente aún recordaba. Susciudadanos eran menos de doscientos, ymenos aún tenían pasaporte. Allí nohabía nacido nunca nadie, pocos apartede los papas morían en ella, y menosaún eran enterrados en dicho país. Sugobierno era una de las últimasmonarquías absolutas del mundo, y por

una vuelta de tuerca que Michenersiempre consideró irónica, elrepresentante de la Santa Sede en lasNaciones Unidas no podía firmar laDeclaración Universal de los DerechosHumanos porque en el Vaticano no habíalibertad de culto.

Contempló la soleada plaza, másallá de las unidades móviles de latelevisión con su despliegue de antenasy vio que la gente miraba a la derecha yarriba. Algunos gritaban: «SantissimoPadre.» Siguió sus cabezas alzadashasta la cuarta planta del PalacioApostólico. Entre los postigos demadera de una ventana surgió el rostro

de Clemente XV.Muchos comenzaron a agitar las

manos, y Clemente devolvió el saludo.—Aún te fascina, ¿no? —dijo una

voz de mujer.Él se giró. Katerina Lew se hallaba

a pocos metros. Él ya sabía que daríacon él. Se acercó a donde se encontraba,a la sombra de una de las columnas deBernini.

—No has cambiado nada. Siguesenamorado de tu Dios. Lo vi en tus ojos,en el tribunal.

Él procuró sonreír, pero se obligó acentrarse en el desafío que se avecinaba.

—¿Cómo estás, Kate? —Los rasgos

del rostro de ella se suavizaron—. ¿Teha ido la vida como pensabas?

—No me puedo quejar. No, no voy aquejarme. No conduce a nada. Lo dijisteun día.

—Me alegro de oírlo.—¿Cómo sabías que estaría allí esta

mañana?—Vi tu solicitud de credenciales

hace unas semanas. ¿Puedo preguntartepor qué estás interesada en el padreKealy?

—¿Llevamos quince años sin vernosy eso es lo único de lo que quiereshablar?

—La última vez que hablamos me

dijiste que no volviera a hablar denosotros. Dijiste que no había nosotros.Sólo Dios y yo. Así que no pensé quefuese un buen tema.

—Pero lo dije sólo después de quetú me contaras que ibas a volver con elarzobispo para consagrar tu vida alservicio de la Iglesia católica.

Estaban bastante cerca, de modo queél retrocedió un tanto, sumiéndose másen la sombra de la columnata. Vislumbróla cúpula de Miguel Ángel en lo alto dela basílica de San Pedro, ya sin rastrodel agua de la lluvia gracias a un sol demediados de otoño.

—Veo que aún sabes eludir las

preguntas —señaló él.—He venido porque Tom Kealy me

lo pidió. No es ningún tonto. Sabe lo queva a hacer el tribunal.

—¿Para quién escribes?—Voy por libre. Es para un libro

que estamos escribiendo juntos.Era una buena escritora, sobre todo

de poesía. Él siempre había envidiadosu talento, y la verdad es que queríasaber más sobre lo que había sido deella después de Munich. Sabía cosassueltas: temporadas en periódicoseuropeos, nunca mucho tiempo, inclusoun empleo en Estados Unidos. Decuando en cuando veía su firma, nada

serio o importante, sobre todo ensayosreligiosos. Varias veces había estado apunto de localizarla, deseoso decompartir un café, pero sabía que eraimposible. Había tomado una decisión yno había vuelta atrás.

—No me sorprendió leer lo de tunombramiento —afirmó ella—. Supuseque cuando Volkner fue elegido papa note dejaría marchar.

Él captó la mirada de sus ojos coloresmeralda y vio que luchaba con susemociones, igual que hacía quince años.Por aquel entonces él era un sacerdoteque estudiaba Derecho, inquieto yambicioso, unido al destino de un

obispo alemán de quien muchos decíanque algún día sería cardenal. Ahora sehablaba de su propia ascensión al SacroColegio. No era nada insólito que lossecretarios papales pasarandirectamente del Palacio Apostólico a lapúrpura. Quería ser príncipe de laIglesia, formar parte del próximocónclave en la Capilla Sixtina, bajo losfrescos de Miguel Ángel y Botticelli,con voz y voto.

—Clemente es un buen hombre.—Es un tonto —lo contradijo ella en

voz baja—. No es más que alguien aquien los cardenales sentaron en el tronohasta que uno de ellos consiga suficiente

respaldo.—¿Qué te hace hablar con semejante

autoridad?—¿Acaso me equivoco?Él apartó la cara para que se le

calmaran los ánimos y observó a ungrupo de vendedores de recuerdos en elperímetro de la plaza. La hosquedad deella seguía allí, sus palabras tanmordaces y amargas como lasrecordaba. Frisaba los cuarenta, pero lamadurez no había acabado de aplacar sucarácter apasionado. Era una de lascosas que nunca le habían gustado deella, y una de las cosas que echaba demenos. En su mundo, la franqueza era

algo desconocido: estaba rodeado degente que podía decir con conviccióncosas en las que no creía, de modo quela verdad era algo en su favor. Al menosuno sabía exactamente a qué atenerse,pisaba tierra firme en lugar de lascontinuas arenas movedizas en las quese había acostumbrado a moverse.

—Clemente es un buen hombre alque se ha encomendado una tarea casiimposible —puntualizó.

—Si la querida madre Iglesiacediera un tanto, puede que las cosas nofueran tan complicadas. Es bastantedifícil gobernar a mil millones de almascuando todo el mundo ha de aceptar que

el Papa es el único ser en la tierra queno comete errores.

A él no le apetecía discutir el dogmacon ella, sobre todo en medio de laplaza de San Pedro. Dos guardias suizoscon cascos empenachados, las alabardasen alto, pasaban a unos metros. Los vioavanzar hacia la entrada principal de labasílica. Las seis enormes campanas dela cúpula guardaban silencio, pero cayóen la cuenta de que no faltaba muchopara que doblaran por la muerte deClemente XV, lo cual hizo que lainsolencia de Katerina le resultara tantomás exasperante. Haber ido al tribunalesa mañana y hablar con ella ahora

había sido una equivocación. Sabía loque tenía que hacer.

—Me ha encantado volver a verte,Kate.

Dio media vuelta para marcharse.—Cabrón.Escupió el insulto lo bastante alto

como para que él lo oyera.Michener se giró, preguntándose si

lo decía en serio. La ira enturbiaba surostro. Luego se acercó y le dijo en vozqueda:

—Llevamos años sin hablar y loúnico que se te ocurre es decirme lomalvada que es la Iglesia. Si tanto ladesprecias, ¿por qué malgastas el

tiempo escribiendo sobre ella? Escribeesa novela que siempre decías queescribirías. Pensé que quizá, sólo quizá,te hubieses vuelto más afable, pero yaveo que no.

—Qué bonito es saber que tal vez teimporte. Cuando me dijiste que se habíaacabado no tuviste en cuenta missentimientos.

—¿Hemos de volver a pasar poreso?

—No, Colin, no hace falta. —Retrocedió—. No hace ninguna falta. Yotambién me alegro de volver a verte.

Por un instante él se mostró herido,pero ella pareció vencer cualquier

atisbo de debilidad.Michener volvió la vista al palacio.

Ahora eran muchos más los quechillaban y saludaban. Clemente seguíaagitando la mano, y varias unidades detelevisión filmaban.

—Es él, Colin —aseveró Katerina— . Él es tu problema, sólo que no losabes.

Antes de que pudiera decir nada,ella ya se había ido.

6

15:00

Valendrea se puso los auriculares,apretó el botón del magnetófono yescuchó la conversación que habíanmantenido Colin Michener y ClementeXV. Los micrófonos instalados en lasdependencias del Papa habían vuelto afuncionar a la perfección. Dichosdispositivos se hallaban distribuidos portodo el Palacio Apostólico, cosa de laque se había ocupado justo después dela elección de Clemente y que habíaresultado sencilla, ya que, como

secretario de Estado, uno de suscometidos consistía en garantizar laseguridad del Vaticano.

Clemente había estado en lo cierto.Valendrea quería que el pontificadoactual durara un poco más, el tiemposuficiente para que él se hiciera con losúltimos votos indecisos que necesitaríaen el cónclave. El Sacro Colegiocontaba con 160 miembros, de loscuales sólo 47 superaban los ochentaaños y no tenían derecho al voto si secelebraba un cónclave durante lostreinta días siguientes. En el últimorecuento confiaba más o menos enobtener cuarenta y cinco votos. Un buen

comienzo, si bien faltaba mucho para laelección. La última vez había pasadopor alto el adagio: «Quien entra alcónclave como papa sale comocardenal.» En esta ocasión no correríariesgos. Los micrófonos sólo eran unelemento de su estrategia paraasegurarse de que los cardenalesitalianos no repitieran su deserción.Eran pasmosas las indiscreciones quelos príncipes de la Iglesia cometían adiario. El pecado no les eradesconocido. Al igual que las de losdemás, sus almas necesitaban serpurificadas. Pero Valendrea sabía desobra que a veces había que imponer la

penitencia.«Preocuparse está bien, Colin. Ella

forma parte de tu pasado, una parte queno deberías olvidar.»

Valendrea se quitó los auriculares ymiró al hombre que tenía sentado allado. El padre Paolo Ambrosi llevabamás de una década apoyándolo. Era unhombre bajo y delgado con el cabellocano y fino como la paja. Su narizganchuda y la depresión de la mandíbulale recordaban a Valendrea a un halcón,semejanza esta que también describía lapersonalidad del sacerdote. Rara vezsonreía y menos aún se reía. Siempre loenvolvía un aire de seriedad, cosa que

nunca preocupó a Valendrea, ya queaquel sacerdote era un hombre queposeía pasión y ambición, dos rasgosque Valendrea admiraba profundamente.

—Es curioso, Paolo, que hablen enalemán como si fueran los únicos que loentienden. —Valendrea apagó el aparato—. A nuestro papa parece preocuparleesa conocida del padre Michener.Háblame de ella.

Se hallaban sentados en un salón sinventanas del tercer piso del PalacioApostólico, sede de la secretaría deEstado. Las cintas y el radiorreceptorestaban guardados en un armariocerrado con llave, aunque a Valendrea

no le importaba que alguien lodescubriera: con más de diez milcámaras, salas de audiencia y pasadizos,la mayoría de los cuales se encontrabaprotegida tras puertas cerradas, no habíamucho peligro de que alguieninvestigara en aquel centenaraproximado de metros cuadrados.

—Se llama Katerina Lew, hija depadres rumanos que huyeron del paíscuando ella era una adolescente. Supadre era profesor de Derecho, y ella eslicenciada por la Universidad deMunich y por la Universidad Nacionalde Bélgica. Regresó a Rumanía a finalesde los ochenta, donde se hallaba cuando

depusieron a Ceausescu. Es unarevolucionaria orgullosa. —Valendreacaptó el tono de guasa en la voz deAmbrosi—. Conoció a Michener enMunich, cuando ambos eran estudiantes.Tuvieron una aventura que duró un parde años.

—¿Cómo sabes todo eso?—Michener y el Papa han mantenido

otras conversaciones.Valendrea sabía que, mientras que él

sólo examinaba las cintas másimportantes, Ambrosi lo escuchaba todo.

—No me lo habías comentado.—Parecía carecer de importancia

hasta que el Santo Padre mostró interés

en el tribunal.—Puede que haya subestimado al

padre Michener. Después de todoparece humano. Un hombre con unpasado. Con deslices. Lo cierto es queme gusta esa faceta suya. Cuéntame más.

—Katerina Lew ha trabajado paradiversas publicaciones europeas. Sehace llamar periodista, pero es más unaescritora independiente. Ha colaboradocon Der Spiegel, el Herald Tribune y elTimes de Londres. No aguanta mucho.En política es de izquierdas; y enmateria de religión, radical. Susartículos critican el culto organizado. Escoautora de tres libros, dos sobre el

Partido Verde alemán y uno sobre laIglesia católica en Francia. Ninguno fueun gran éxito de ventas. Es muyinteligente, pero indisciplinada.

Valendrea presintió lo que deverdad quería saber.

—Ambiciosa también, supongo.—Se casó dos veces después de que

ella y Michener rompieran. Ninguna delas dos duró mucho. Su relación con elpadre Kealy fue más cosa suya que deél. Ha estado trabajando en EstadosUnidos los últimos dos años. Un día sepresentó en su despacho, y no se hanseparado desde entonces.

Aquello despertó el interés de

Valendrea.—¿Son amantes?Ambrosi se encogió de hombros.—Es difícil de decir, pero parece

que a ella le gustan los sacerdotes, asíque cabe suponer que sí.

Valendrea se colocó de nuevo losauriculares y encendió el magnetofón. Lavoz de Clemente inundó sus oídos: «Enbreve tendré lista la carta para el padreTibor. Requerirá una respuesta porescrito, pero si desea hablar, escúchalo,pregúntale cuanto quieras y cuéntamelotodo.» Se quitó los auriculares.

—¿Qué está tramando este bobo?Enviar a Michener para que encuentre a

un sacerdote de ochenta años. ¿A quéfin?

—Es la única persona viva, apartede Clemente, que ha visto lo que hay enla Riserva relativo a los secretos deFátima. El propio Juan XXIII le entregóal padre Tibor el texto original de lahermana Lucía.

El estómago le dio un vuelco al oírFátima.

—¿Has localizado a Tibor?—Tengo una dirección en Rumanía.—Esto requiere una estrecha

vigilancia.—Eso ya lo veo, y me pregunto por

qué.

Valendrea no estaba dispuesto a daruna explicación hasta que no hubieramás remedio.

—Creo que sería útil que alguiennos ayudara a seguir a Michener.

Ambrosi sonrió.—¿Cree que Katerina nos ayudará?Le dio vueltas y más vueltas a la

pregunta, sopesando su respuestateniendo en cuenta lo que sabía de ColinMichener y lo que ahora sospechaba deKaterina Lew.

—Ya veremos, Paolo.

7

20:30

Michener se hallaba delante del altarde la basílica de San Pedro. La iglesiaestaba cerrada, su silencio perturbadoúnicamente por el personal que pulía elextenso piso de mosaico. Se apoyó enuna gruesa balaustrada y observó cómopasaban la fregona los trabajadores porlas escaleras de mármol, arriba y abajo.El centro de toda la Cristiandaddescansaba justo debajo, en la tumba deSan Pedro. Se volvió y levantó lacabeza hacia el ornado baldaquino de

Bernini y luego hacia el cielo, a lacúpula de Miguel Ángel, que protegía elaltar como, según palabras de unobservador, «las manos de Dios».

Pensó en el Concilio Vaticano II,imaginando la nave que lo rodeaba llenade bancos dispuestos en hileras quedaban cabida a tres mil cardenales,sacerdotes, obispos y teólogos de casitodas las tendencias. En 1962 él seencontraba a caballo entre la primeracomunión y la confirmación, era unmuchacho que asistía a un colegiocatólico a orillas del río Savannah, alsudeste de Georgia. Lo que ocurría acasi cinco mil kilómetros en Roma no le

decía nada. A lo largo de los años habíavisto películas de la sesión inaugural delconcilio, cuando Juan XXIII, encorvadoen el trono papal, rogaba atradicionalistas y progresistas quetrabajaran al unísono para que «laciudad terrena pueda asemejarse a esaciudad celestial en la que reina laverdad». Fue un movimiento sinprecedentes: un monarca absolutoconvocando a sus subordinados paraaconsejarles cambiarlo todo. Durantetres años los delegados debatieron lalibertad religiosa, el judaismo, ellaicismo, el matrimonio, la cultura y elsacerdocio. Al final la Iglesia conoció

cambios esenciales, para algunos no lossuficientes, para otros demasiados.

Bastante similar a su propia vida.Aunque había nacido en Irlanda,

creció en Georgia. Su educacióncomenzó en Estados Unidos y terminó enEuropa. A pesar de haber sido educadoen dos continentes, la curia, en sumayoría italiana, lo considerabanorteamericano. Por suerte comprendíaa la perfección el inestable ambiente quelo rodeaba. A los treinta días de llegaral palacio papal ya dominaba las cuatroreglas básicas para sobrevivir en elVaticano: Regla número 1: nunca teplantees tener ideas propias. Regla

número 2: si por alguna razón se teocurre una idea, no la expreses. Reglanúmero 3: nunca jamás pongas porescrito un pensamiento. Y regla número4: bajo ningún concepto firmes nada quehayas decidido escribir tontamente.

Volvió a mirar la iglesia, admirandolas armoniosas proporciones quecreaban un equilibrio arquitectónicocasi perfecto. Ciento treinta papasestaban enterrados a su alrededor, y esanoche esperaba hallar alguna serenidadentre sus tumbas.

Sin embargo su preocupación porClemente seguía atormentándolo.

Metió la mano en la sotana y sacó

dos hojas de papel dobladas. Suinvestigación de Fátima se habíacentrado en los tres mensajes de laVirgen, y esas palabras parecíanfundamentales para lo que quiera queafectara al Papa. Las abrió y leyó elrelato de la hermana Lucía del primersecreto:

Nuestra Señora nos mostró unenorme mar de llamas que parecíahallarse bajo la tierra. En medio dedicho fuego había demonios yalmas con forma humana, comobrasas transparentes, todos ellosennegrecidos o como de bronce

bruñido. Aquella visión sólo duróun instante.

El segundo secreto era resultadodirecto del primero:

Lo que estáis viendo es elInfierno, adonde van las almas delos pobres pecadores, aseguróNuestra Señora. Para salvarlos,Dios desea que el mundo demuestresu devoción a mi InmaculadoCorazón. Si hacen lo que yo osdiga, muchas almas se salvarán yreinará la paz. La guerraterminará. Pero si no dejan de

ofender a Dios, otra guerra peorestallará durante el papado de PíoXI. He venido a pedir laconsagración de Rusia a miInmaculado Corazón y la comuniónreparadora los primeros sábados.Si escuchan mis peticiones, Rusiase convertirá y reinará la paz. Encaso contrario, sembrará suserrores por el mundo, provocandoguerras y persecuciones de laIglesia. Los buenos seránmartirizados, el Santo Padretendrá un hondo sufrimiento,algunas naciones seránaniquiladas. Al final mi

Inmaculado Corazón triunfará. ElSanto Padre consagrará Rusia a míy se convertirá, y al mundo le seráconcedido un período de paz.

El tercer mensaje era el más crípticode todos:

Tras las dos partes que ya hecontado, a la izquierda de NuestraSeñora y un poco por encima vimosa un ángel con una espadaflamígera en la mano izquierda.Despedía unas llamas que daban laimpresión de incendiar el mundo,pero que se extinguían al entrar en

contacto con el esplendor queNuestra Señora irradiaba.Señalando la tierra con su manoderecha, el ángel gritó en voz alta:«Arrepentíos, arrepentíos,arrepentíos», y vimos una luzinmensa que es Dios. Algo parecidoa como se ve la gente en un espejocuando pasa por delante. Unobispo vestido de blanco, «nospareció el Santo Padre», otrosobispos, religiosos y religiosassubiendo una montaña escarpada,en cuya cima se alzaba una grancruz de troncos irregulares queparecían de alcornoque por la

corteza. Antes de llegar allí, elSanto Padre atravesó una granciudad medio en ruinas, un tantotembloroso y con paso titubeante,afligido de dolor y pesar. Rezó porlas almas de los cuerpos que se fueencontrando por el camino. Unavez coronada la cima de lamontaña, de rodillas a los pies dela gran cruz, un grupo de soldadosle disparó balas y flechas y lomató, y de esa misma formamurieron, uno tras otro, los demásobispos, religiosos y religiosas ydiversos seglares de distintacategoría y condición. Debajo de

los dos brazos de la cruz había dosángeles con sendos aspersorios enlos que reunieron la sangre de losmártires y con los cualesasperjaron las almas que seencaminaban a Dios.

Las frases encerraban el misterioenigmático de un poema, un significadosutil y abierto a la interpretación.Teólogos, historiadores y conspiradoresllevaban décadas postulando teorías delo más variado. De modo que ¿quiénsabía algo a ciencia cierta? Y sinembargo algo tenía profundamentepreocupado a Clemente XV.

—Padre Michener.El aludido se giró.Una de las monjas que le había

preparado la cena fue hacia él.—Perdóneme, pero al Santo Padre

le gustaría verlo.Por lo general Michener cenaba con

Clemente, pero esa noche el Papa habíacomido con un grupo de obisposmexicanos en el North AmericanCollege. Consultó su reloj. Clementehabía vuelto pronto.

—Gracias, hermana. Iré a susdependencias.

—El Papa no se encuentra allí.Aquello era extraño.

—Está en el Archivio SegretoVaticano, en la Riserva. Quiere que sereúna con él.

Él ocultó su sorpresa al responder:—De acuerdo. Voy ya mismo.

Cruzó los desiertos corredores endirección al archivo. La presencia deClemente en la Riserva constituía unproblema. Él sabía exactamente lo queestaba haciendo el papa, lo que eraincapaz de entender era el motivo. Asíque dejó vagar su mente, analizando unavez más el fenómeno de Fátima.

En 1917 la Virgen María se apareció

a tres pastorcillos en una gran depresiónllamada Cova da Iria, próxima a laaldea portuguesa de Fátima. Jacinta yFrancisco Marto eran hermanos; ellatenía siete años y él nueve. Lucía dosSantos, prima carnal suya, tenía diez. LaMadre de Dios apareció seis veces entremayo y octubre, siempre el día trece, enel mismo lugar, a la misma hora. En laúltima aparición miles de personasfueron testigos de cómo bailaba el sol enel firmamento, una señal que el cieloenviaba para demostrar que las visioneseran verdaderas.

Más de una década después laIglesia declaró que las apariciones eran

«merecedoras de crédito», pero dos delos jóvenes visionarios no vivieron paraver dicho reconocimiento: Jacinta yFrancisco murieron de gripe a los treintameses de la última aparición de laVirgen. Lucía, sin embargo, llegó avieja, y había fallecido hacía poco trasdedicar su vida a Dios como monja declausura. La Virgen incluso predijo esoshechos cuando dijo: «Pronto me llevaréa Jacinta y Francisco, pero tú, Lucía,permanecerás aquí algún tiempo. Jesúsquiere que me des a conocer para quesea amada.»

Fue en la visita de julio cuando laVirgen comunicó tres secretos a los

jóvenes visionarios. La propia Lucíareveló los dos primeros en los años quesiguieron a las apariciones, y hasta losincluyó en sus memorias, publicadas aprincipio de los años cuarenta. SóloJacinta y Lucía escucharon el tercersecreto que reveló la Virgen. Por algunarazón Francisco fue excluido de esacomunicación directa, si bien a Lucía sele concedió permiso para contárselo.Aunque el obispo de la localidadinsistió en que dieran a conocer el tercersecreto, los niños se negaron. Jacinta yFrancisco se llevaron la información ala tumba, aunque Francisco le confió aun entrevistador en octubre de 1917 que

el tercer secreto «era por el bien de lasalmas, y muchos se entristecerían si loconocieran».

Lucía terminó siendo la portadoradel mensaje final.

Aunque tenía la suerte de gozar debuena salud, en 1943 pareció que unapleuresía recurrente iba a acabar conella. El obispo de la localidad, unhombre llamado Da Silva, le pidió queescribiera el tercer secreto y lo guardaraen un sobre. Ella en un principio seopuso, pero en enero de 1944 la Virgense le apareció en el convento de Tuy y ledijo que la voluntad de Dios era quediese testimonio del mensaje final.

Lucía escribió el secreto y lo metióen un sobre. Al preguntarle cuándodebía hacerse público el mensaje, loúnico que dijo fue: «en 1960». El sobrefue enviado al obispo Da Silva eintroducido en un sobre mayor, selladocon cera, y depositado en la caja fuertede la diócesis, donde permaneció treceaños.

En 1957 el Vaticano pidió queenviaran a Roma todos los escritos de lahermana Lucía, incluyendo el tercersecreto. A su llegada, el papa Pío XIIguardó el sobre que contenía el tercersecreto en una caja de madera quellevaba la inscripción SECRETUM

SANCTI OFFICII. La caja permanecióen el escritorio del Papa dos años, y PíoXII no leyó nunca su contenido.

En agosto de 1959 la caja finalmentese abrió, y el doble sobre, aún selladocon cera, fue enviado al papa JuanXXIII. En febrero de 1960 el Vaticanohizo una escueta declaración en la quemanifestaba que el tercer secreto deFátima continuaría sellado. No ofreciómás explicaciones. Por orden del Papa,el texto escrito a mano de la hermanaLucía volvió a la caja de madera yacabó en la Riserva. Todos los papasque siguieron a Juan XXIII fueron alarchivo y abrieron la caja, pero ningún

pontífice divulgó la información.Hasta Juan Pablo II.Cuando la bala de un asesino estuvo

a punto de matarlo en 1981, concluyóque una mano maternal había guiado latrayectoria del proyectil. Diecinueveaños más tarde, como muestra deagradecimiento a la Virgen, ordenó queel tercer secreto fuera revelado. Paraacallar cualquier controversia,acompañó su publicación de unadisertación de cuarenta páginas en laque interpretaba las complejasmetáforas de la Virgen. También sepublicaron fotografías de la letra de lahermana Lucía. La prensa estuvo un

tiempo fascinada, pero luego el asuntose fue apagando.

Cesaron las especulaciones.Fueron pocos los que siguieron

mencionando el tema.Sólo Clemente XV continuaba

obsesionado.

Michener entró en el archivo y pasó anteel prefecto de noche, que se limitó ahacerle una señal con la cabeza. Másallá, la cavernosa sala de lectura sehallaba sumida en la oscuridad. Se veíaun resplandor amarillento al fondo,donde la verja de hierro de la Riserva

estaba abierta.El cardenal Maurice Ngovi

permanecía fuera, con los brazoscruzados. Era un hombre de caderasestrechas y un rostro que llevabagrabada la pátina que da haber llevadouna vida dura. Su hirsuto cabello eraralo y gris, y unas gafas con monturametálica acentuaban unos ojos quesiempre ofrecían una mirada deprofunda preocupación. Aunque sólotenía sesenta y dos años, era elarzobispo de Nairobi, el más importantede los cardenales africanos. No era unobispo nominal al que le había sidoconcedida una diócesis honorífica, sino

un prelado trabajador que gobernabaactivamente a la población católica másnumerosa del África subsahariana.

Su implicación con dicha diócesiscambió cuando Clemente XV lo hizo ir aRoma para que supervisara laCongregación para la EducaciónCatólica. Desde ese momento Ngovitambién se comprometió con todos losaspectos de la educación católica,trabajando codo con codo junto aobispos y sacerdotes, esforzándose concelo para asegurar que colegios,universidades y seminarios católicos seajustaran a los preceptos de la SantaSede. En décadas pasadas aquél había

sido un cargo polémico, que molestabafuera de Italia, pero el espíritu derenovación del Vaticano II cambió esahostilidad, igual que hombres comoMaurice Ngovi, que consiguió suavizarla tensión.

Su ética del trabajo y supersonalidad servicial eran dos de losmotivos por los que Clemente habíanombrado a Ngovi. Otro era el deseo deque el brillante cardenal fuera conocidoy reconocido. Seis meses atrás Clementehabía añadido otro título, camarlengo, locual significaba que Ngovi administraríala Santa Sede cuando Clementefalleciera, durante las dos semanas

previas a la elección canónica. Era uncargo provisional, ceremonialprincipalmente, y sin embargoimportante, ya que aseguraba que Ngovisería una figura determinante en elpróximo cónclave.

Michener y Clemente habían habladoen varias ocasiones de quién sería elsiguiente papa. El hombre ideal, si esque la historia enseñaba algo, seríaalguien no conflictivo, políglota, conexperiencia en la curia, a ser posible elarzobispo de una nación que no fuerauna potencia mundial. Al cabo de tresfructíferos años en Roma, MauriceNgovi poseía todos esos rasgos, y los

cardenales del Tercer Mundo nodejaban de plantear una y otra vez lamisma pregunta: ¿Para cuándo un papade color?

Michener se aproximó a la Riserva.Dentro Clemente XV estaba plantadodelante de una antigua caja fuerte que ensu día conoció el saqueo de Napoleón.Las dobles puertas de hierro se hallabanabiertas, dejando al descubierto gavetasy estantes broncíneos. Clemente habíaabierto uno de los cajones. Se veía unacaja de madera. El Papa sostenía unpapel en sus temblorosas manos.Michener sabía que el texto original dela hermana Lucía seguía en esa caja de

madera, pero también que allí había otrahoja de papel, una traducción al italianodel mensaje, redactado en portugués,hecha cuando Juan XXIII leyó laspalabras por vez primera, en 1959. Elsacerdote que llevó a cabo esa tarea eraun joven miembro de la secretaría deEstado.

El padre Andrej Tibor.Michener había leído diarios de

eclesiásticos de la curia que seencontraban clasificados en el archivo yrevelaban que el padre Tibor le habíaentregado la traducción en mano al papaJuan XXIII, el cual leyó el mensaje y, acontinuación, ordenó que sellaran la

caja de madera junto con la traducción.Ahora Clemente XV quería dar con

el padre Andrej Tibor.—Esto es inquietante —musitó

Michener.El cardenal Ngovi se encontraba

cerca, pero no dijo nada. En su lugar, elafricano lo agarró por el brazo y lollevó hasta una fila de estanterías. Ngoviera uno de los pocos en el Vaticano enlos que él y Clemente confiaban sinreserva.

—¿Qué estás haciendo aquí? —lepreguntó a Ngovi.

—Me llamaron.—Creí que Clemente pasaría la

velada en el North American College —dijo el otro entre susurros.

—Y así iba a ser, pero se marchó derepente. Me llamó hace una hora y medijo que me reuniera con él aquí.

—Ésta es la tercera vez en dossemanas que viene. Seguro que todos seestán dando cuenta.

Ngovi asintió.—Gracias a Dios la caja fuerte

contiene muchas cosas. Es difícil sabera ciencia cierta qué hace.

—Me preocupa esto, Maurice. Estáobrando de forma extraña.

El camarlengo sólo rompía elprotocolo en privado y utilizaba los

nombres de pila.—Cierto. Rehúye mis preguntas con

acertijos.—Me he pasado el último mes

estudiando todas las aparicionesmarianas que han sido investigadas. Heleído informe tras informe de testigos yvisionarios. Nunca pensé que hubieratantas visitas del cielo. Quiere saber losdetalles de cada una de ellas, además delas palabras que la Virgen pronunció.Pero se niega a decirme por qué. Loúnico que hace es volver aquí de nuevo.—Meneó la cabeza—. Valendrea notardará en enterarse.

—Él y Ambrosi no están en el

Vaticano esta noche.—Da igual. Lo averiguará. A veces

me pregunto si todo el mundo loinforma.

El chasquido de una tapa al cerrarseresonó en la Riserva, seguido del sonidometálico de una puerta. Al pocoapareció Clemente.

—Hay que encontrar al padre Tibor.Michener dio un paso adelante.—El Registro Civil me ha facilitado

su paradero exacto en Rumanía.—¿Cuándo te marchas?—Mañana por la noche o a la

mañana siguiente, dependiendo de losvuelos.

—Quiero que este viaje quede entrenosotros tres. Son unas vacaciones.¿Comprendido?

Michener asintió. La voz deClemente no pasaba de un susurro, yMichener sintió curiosidad.

—¿Por qué hablamos tan bajo?—No sabía que lo hiciéramos.Michener percibió irritación, como

si se supusiera que no debía señalarsemejante hecho.

—Colin, tú y Maurice sois losúnicos en quienes confíoincondicionalmente. Mi querido amigoel cardenal no puede ir al extranjero sinllamar la atención, pues ahora es

demasiado famoso, demasiadoimportante, así que tú eres el único quepuede llevar a cabo este cometido.

Michener apuntó a la Riserva.—¿Por qué siempre está viniendo

aquí?—Las palabras me atraen.—Su Santidad Juan Pablo II reveló

el tercer mensaje de Fátima al mundo alcomienzo del nuevo milenio —dijoNgovi—. Antes fue analizado por uncomité de sacerdotes y estudiosos, entrelos cuales estaba yo. El texto fuefotografiado y publicado en todo elmundo.

Clemente no respondió.

—Tal vez consultar a los cardenalespudiera ayudar a resolver el problemade que se trate —sugirió Ngovi.

—A quienes más temo es a loscardenales.

—Y ¿qué espera averiguar de unanciano de Rumanía? —preguntóMichener.

—Me envió algo que requiere miatención.

—No recuerdo haber visto nadasuyo —contestó Michener.

—Vino en la valija diplomática: unsobre cerrado procedente del nuncio enBucarest. El remitente afirmó haberletraducido el mensaje de la Virgen al

papa Juan.—¿Cuándo? —inquirió Michener.—Hace tres meses.Michener reparó en que coincidía

con la época en que Clemente empezó avisitar la Riserva.

—Ahora sé que decía la verdad, asíque no deseo que el nuncio se veaimplicado. Necesito que vayas aRumanía a juzgar por ti mismo al padreTibor. Tu opinión es importante para mí.

—Santo Padre…Clemente levantó la mano.—No tengo la intención de ser

interrogado más a este respecto. —Ladeclaración estaba teñida de ira, una

emoción poco común en Clemente.—De acuerdo —replicó Michener

—. Encontraré al padre Tibor, SuSantidad. Puede estar seguro de ello.

Clemente miró la Riserva.—Mis predecesores estaban tan

equivocados…—¿En qué sentido, Jakob? —

preguntó Ngovi.Clemente se volvió, tenía los ojos

ausentes y tristes.—En todos los sentidos, Maurice.

8

21:45

Valendrea estaba disfrutando de lanoche. Él y el padre Ambrosi habíanabandonado el Vaticano hacía dos horasy habían ido en un coche oficial a LaMarcello, uno de sus restaurantespreferidos. Su corazón de ternera conalcachofas era, sin lugar a dudas, elmejor de Roma. La ribollita, una sopatoscana a base de alubias, verduras ypan, le recordaba la infancia, y elsorbete de limón con una decadentesalsa de mandarina bastaba para

garantizar la vuelta de cualquier cliente.Él cenaba allí desde hacía años, en sumesa de siempre, hacia el fondo. Elpropietario sabía cuál era su vinofavorito y de su necesidad de absolutaprivacidad.

—Bonita noche —comentó Ambrosi.El sacerdote de menor edad miraba

a Valendrea en el asiento de atrás de ungran Mercedes cupé que había llevado anumerosos diplomáticos por la CiudadEterna, incluso al presidente de EstadosUnidos, que había acudido el otoñopasado. El habitáculo trasero se hallabaseparado del conductor por un cristalesmerilado, todas las ventanillas estaban

tintadas y blindadas; y los flancos y lacarrocería, revestidos de acero.

—Sí que lo es. —Le daba chupadasa un cigarrillo, disfrutando de larelajante sensación que le producía laentrada de la nicotina en el torrentesanguíneo tras una comida satisfactoria—. ¿Qué sabemos del padre Tibor?

Se había aficionado a hablar enprimera persona de plural, una prácticaque esperaba que le resultaría útil enaños venideros: los papas habíanhablado así durante siglos. Juan Pablo IIfue el primero en perder la costumbre, yClemente XV había decretadooficialmente su abolición. Pero si el

Papa actual estaba resuelto a deshacersede todas las tradiciones, Valendreaestaba resuelto a resucitarlas.

Durante la cena no le habíapreguntado a Ambrosi nada del tema quetanto le preocupaba, fiel a su norma deno discutir asuntos del Vaticano fueradel mismo. Había visto caer ademasiados hombres por irse de lalengua, una caída a la que él habíacontribuido en algunos casos. Pero sucoche era como una prolongación delVaticano, y Ambrosi se cercioraba adiario de que no hubiera micrófonos.

El reproductor de CD dejabaescapar una suave melodía de Chopin.

La música lo relajaba, pero tambiénenmascaraba las conversaciones en casode que existiera algún interceptor móvil.

—Se llama Andrej Tibor —repusoAmbrosi—. Trabajó en el Vaticanoentre 1959 y 1967. Después fue unsacerdote ordinario al servicio denumerosas parroquias, hasta que sejubiló hace dos décadas. En laactualidad vive en Rumanía y recibe unapensión mensual en un cheque que cobracon regularidad.

Valendrea saboreó una profundacalada del cigarrillo.

—De modo que la pregunta es ¿quéquiere Clemente de ese sacerdote

anciano?—Seguro que tiene que ver con

Fátima.Acababan de dar la vuelta a la via

Milazzo y bajaban a toda velocidad porl a via dei Fori Imperiali, en direcciónal Coliseo. Le encantaba cómo seaferraba Roma a su pasado. No lecostaba imaginar a emperadores y papasdisfrutando de la satisfacción de saberque podían dominar aquella maravilla.Algún día también él saborearía esasensación. Jamás estaría satisfecho conel birrete púrpura de cardenal: queríalucir el camauro, el tocado reservado alos papas. Clemente había rechazado ese

sombrero anticuado porque loconsideraba anacrónico, pero elcasquete de terciopelo rojo ribeteado depiel blanca constituiría un signo más delregreso del pontificado imperial. Loscatólicos de Occidente y del TercerMundo dejarían de poder cuestionar eldogma latino. A la Iglesia había llegadoa preocuparle más complacer al mundoque defender su fe. El islamismo, elhinduismo, el budismo e incontablessectas protestantes estaban diezmandolas filas de los católicos. Y ello eraobra del Diablo. La Iglesia católica, laúnica verdadera, se encontraba enpeligro, pero él sabía lo que necesitaba:

una mano firme. Una mano que asegurarala obediencia de los sacerdotes, de lapermanencia de sus miembros y de larecuperación de sus ganancias. Unamano que él estaba más que dispuesto atender.

Sintió un roce en la rodilla y apartóel rostro de la ventana.

—Eminencia, es justo ahí —señalóAmbrosi.

Miró de nuevo por la ventanillacuando el coche torcía y por delantedesfilaba una sucesión de cafés,restaurantes y llamativas discotecas. Sehallaban en una de las calles menores, lavia Frattina, con las aceras abarrotadas

de juerguistas nocturnos.—Se hospeda en ese hotel de ahí

delante —informó Ambrosi—. Lo sé porla solicitud de credenciales que hayarchivada en la oficina de seguridad.

Ambrosi había sido concienzudo,como de costumbre. Valen-drea seestaba arriesgando al ir a ver a KaterinaLew sin previo aviso, pero esperaba quela agitación de la noche y la avanzadahora redujeran al mínimo las miradascuriosas. Había sopesado la manera deestablecer contacto. No le apetecía nadasubir hasta su habitación, ni tampocoque lo hiciera Ambrosi. Pero entoncesvio que no sería necesario.

—Tal vez Dios esté velando pornuestra misión —observó al tiempo queseñalaba a una mujer que paseaba por laacera, en dirección a la puerta, cubiertade hiedra, del hotel.

Ambrosi sonrió.—La oportunidad lo es todo.Dio orden al conductor de que

pasara ante el hotel y se situara a laaltura de la mujer. Valendrea pulsó unbotón y la ventanilla trasera bajó.

—Señorita Lew. Soy el cardenalAlberto Valendrea. Puede que merecuerde del tribunal, esta mañana.

Ella se detuvo y se plantó frente a laventanilla. Su cuerpo era ágil y menudo,

pero su porte, su forma de plantar lospies y de tomar en consideración lapregunta de Valendrea, su modo deponerse derecha y arquear el cuelloapuntaban a un carácter más fuerte de loque daba a entender su menudencia.Tenía cierto aire lánguido, como si unpríncipe de la Iglesia católica —elsecretario de Estado, nada menos— sele acercara todos los días. PeroValendrea también notó otra cosa:ambición, y ello lo relajó en el acto. Eraposible que aquello resultara mucho másfácil de lo que pensó en un primermomento.

—¿Podríamos charlar un instante?

¿Aquí, en el coche?Ella le dedicó una sonrisa.—¿Cómo rehusar tan gentil petición

viniendo del secretario de Estado delVaticano?

El aludido abrió la portezuela y sehizo a un lado en el asiento de cueropara dejarle sitio. Ella subió,desabrochándose el chaquetón deborrego, y Ambrosi cerró la puerta.Valendrea advirtió que se le subía lafalda al sentarse.

El Mercedes avanzó lentamente yparó más abajo, en una callejuela. Lamuchedumbre quedaba atrás. Elconductor salió y caminó hasta el final

de la calle, donde, como sabíaValendrea, se aseguraría de que noentraran más coches.

—Éste es el padre Paolo Ambrosi,mi primer asistente.

Katerina estrechó la mano que letendía Ambrosi, y Valendrea se percatóde que Ambrosi dulcificó la mirada, locual bastó para infundir serenidad a lamujer. Paolo sabía cómo manejar unasituación.

—Hemos de hablar con usted de unimportante asunto con el que esperamosque tal vez pueda ayudarnos —dijoValendrea.

—No acierto a comprender cómo

podría ayudar yo a alguien de su talla,Eminencia.

—Asistió a la audiencia en eltribunal esta mañana. ¿Acaso solicitó supresencia el padre Kealy?

—Así que ¿se trata de eso? ¿Lepreocupa la mala prensa que puedasuscitar lo sucedido?

Valendrea fingió modestia.—Con todos los reporteros que

estaban presentes, le aseguro que esto notiene nada que ver con la mala prensa.El destino del Padre Kealy estádecidido, como sin duda usted, él y todala prensa saben. Esto es algo mucho másimportante que un hereje.

—¿Lo que está a punto de decirmees oficial?

Valendrea se permitió esbozar unasonrisa.

—Siempre la periodista. No,señorita Lew, nada de esto es oficial.¿Aún está interesada?

Esperó mientras ella sopesaba ensilencio sus opciones. Ése era elmomento en que la ambición debíaimponerse al buen juicio.

—De acuerdo —repuso—.Extraoficialmente. Adelante.

Valendrea estaba encantado. Porahora la cosa iba bien.

—Se trata de Colin Michener.

Los ojos de ella reflejaron sorpresa.—Sí, estoy al tanto de su relación

con el secretario del Papa. Un asuntobastante serio para un sacerdote, sobretodo para un sacerdote de suimportancia.

—Eso fue hace mucho.En sus palabras había cierto tono de

negación. Quizás ahora, pensó él, ellacayera en la cuenta de por qué él semostraba tan dispuesto a creerse lo del«extraoficialmente»: aquello tenía quever con ella, no con él.

—Paolo presenció su encuentro conMichener esta tarde en la plaza. Fuetodo menos cordial. «Cabrón» creo que

fue lo que le llamó.Ella miró de reojo al acólito.—No recuerdo haberlo visto allí.—La plaza de San Pedro es grande

—respondió Ambrosi.—Puede que esté pensando en cómo

pudo oírla —continuó Valendrea—.Apenas fue un susurro. Paolo sabe leerlos labios, un don que resulta muy útil,¿no cree? —Ella parecía no saber quédecir, de modo que Valendrea la dejó uninstante antes de añadir—: SeñoritaLew, no quiero parecer amenazador. Locierto es que el padre Michener está apunto de embarcarse en un viaje ennombre del Papa, y necesito que me

ayude a ese respecto.—¿Qué podría hacer yo?—Alguien ha de controlar adonde va

y qué hace, y usted sería la personaideal.

—Y ¿por qué iba a hacerlo?—Porque hubo un tiempo en que él

le importaba. Quizás incluso lo amaseusted. Puede que aún lo ame. Muchossacerdotes como el padre Michener hanconocido mujeres, es la vergüenza delos tiempos que corren: hombres a losque no les preocupa en absoluto el votoque hicieron a Dios. —Se detuvo uninstante—. Ni los sentimientos de lasmujeres a las que podían herir. Tengo la

sensación de que no le gustaría que elpadre Michener sufriera ningún daño. —Dejó que las palabras hicieran mella enella—. Creemos que se está planteandoun problema, un problema que podríahacerle mucho daño. No físico, ya meentiende, pero sí un daño que podríaafectar a su permanencia en la Iglesia,poner en peligro su carrera, tal vez. Yointento que eso no ocurra. Si leencargara este cometido a alguien delVaticano, se sabría en cuestión de horas,y la misión fracasaría. Me agrada elpadre Michener, y no me gustaría vertruncada su carrera. Necesito laconfidencialidad que usted puede

proporcionarme para protegerlo.Ella señaló a Ambrosi.—¿Por qué no envía al padre?A Valendrea le impresionaron sus

agallas.—El padre Ambrosi es demasiado

conocido para hacerse cargo. Por suerte,la misión que le ha sido encomendada alpadre Michener le llevará a Rumanía, unlugar que usted conoce bien. Podríaplantarse allí sin que él le hicierademasiadas preguntas. Eso suponiendoque se percatara de su presencia.

—Y ¿cuál es el propósito de estavisita a mi país natal?

Él desechó la pregunta con la mano.

—Eso no haría sino empañar suinforme. Usted limítese a observar. Deese modo no nos arriesgamos a influir ensus observaciones.

—En otras palabras, que no me lo vaa decir.

—Exactamente.—Y ¿qué gano yo haciéndole este

favor?Valendrea soltó una risita mientras

sacaba un cigarro de un compartimentolateral de la puerta.

—Por desgracia, Clemente XV nodurará mucho. Está al caer un cónclave,y cuando eso ocurra, le aseguro quetendrá usted un amigo que le

proporcionará información más quesuficiente para que sus artículos cobrenimportancia en los círculosperiodísticos. Tal vez la suficiente comopara que vuelva a trabajar con esoseditores que la dejaron marchar.

—¿Se supone que ha deimpresionarme que sepa cosas sobremí?

—No intento impresionarla, señoritaLew, tan sólo asegurarme su ayuda acambio de algo por lo que cualquierperiodista moriría.

Se encendió el cigarro y saboreó unacalada. Ni siquiera se molestó en bajarla ventanilla antes de exhalar una densa

bocanada de humo.—Esto ha de ser importante para

usted —afirmó ella.Valendrea reparó en que la frase no

e r a importante para la Iglesia, sinoimportante para usted. Decidió añadirun ápice de verdad.

—Lo bastante como para venir a lascalles de Roma. Le garantizo quemantendré mi parte del trato. El próximocónclave será muy importante, y ustedcontará con una fuente de informaciónfidedigna y de primera mano.

Parecía que ella seguía dudando. Talvez pensara que Colin Michener seríaesa fuente sin nombre del Vaticano que

ella podría citar para dar validez a losartículos que difundiera. Pero tenía antesí otra oportunidad, una oferta lucrativa.Y todo a cambio de una sencilla tarea.El cardenal no le estaba pidiendo querobara, mintiera o engañara, sino tansólo que volviera a casa para vigilar aun antiguo novio unos días.

—Deje que lo piense —contestó.Él dio otra profunda calada al

cigarro.—Yo en su lugar no tardaría

demasiado. Esto irá deprisa. La llamaréa su hotel mañana, digamos a las dos,para que me dé una respuesta.

—Suponiendo que dijera que sí,

¿cómo le informaré sobre lo quedescubra?

Valendrea señaló a Ambrosi.—Mi asistente se pondrá en contacto

con usted. Jamás intente llamarme,¿entendido? Él dará con usted.

Ambrosi entrelazó las manos, yValendrea le permitió saborear elmomento. Quería que Katerina Lewsupiera que no le convenía enfrentarse aaquel sacerdote, y la rigidez de Ambrositransmitía ese mensaje. Siempre le habíagustado esa cualidad de Paolo: tanreservado en público, tan intenso enprivado.

Valendrea metió la mano debajo del

asiento y sacó un sobre que entregó a suinvitada.

—Diez mil euros para los billetes deavión, los hoteles o lo que haga falta. Sidecide ayudarme, no espero que seausted quien se financie esta aventura. Sidice que no, quédese el dinero por lasmolestias.

Estiró un brazo y le abrió laportezuela.

—Ha sido un placer charlar conusted, señorita Lew.

Ella bajó del coche con el sobre enla mano, y Valendrea clavó la mirada enla noche y dijo:

—Su hotel está saliendo del callejón

a la izquierda, en la calle principal. Quepase una buena noche.

Ella echó a andar sin decir nada, yValendrea cerró la puerta y musitó:

—Qué predecible. Quiere hacernosesperar, pero estoy seguro de que lohará.

—Casi ha sido demasiado fácil —observó Ambrosi.

—Precisamente por eso te quiero enRumanía. Ella será quien vigile, y serámás fácil de seguir que Michener. Heacordado con uno de nuestrosbenefactores que ponga a nuestradisposición un jet privado. Saldrás porla mañana. Dado que sabemos adonde se

dirige Michener, ve tú primero aesperar. Debería llegar antes de mañanapor la noche, al día siguiente a lo sumo.No dejes que te vea, pero no pierdas devista a la mujer y asegúrate de queentiende que queremos sacarle partido anuestra inversión.

Ambrosi asintió.El conductor volvió y se situó tras el

volante. Ambrosi dio unos golpecitos enla mampara, y el coche regresó marchaatrás a la calle principal.

Valendrea dejó a un lado el trabajo.—Ahora que ha terminado toda esta

intriga, ¿qué te parece un coñac y algode Chaikovski antes de acostarnos? ¿Te

apetece, Paolo?

9

23:50

Katerina se separó del padre TomKealy y se relajó. Él la estabaesperando cuando ella subió a contarlesu inesperado encuentro con el cardenalValendrea.

—No ha estado mal, Katerina —aprobó Kealy—. Como de costumbre.

Ella escrutó el perfil de Kealy,iluminado por un resplandor ambarinoque se colaba por las cortinas, echadassólo en parte.

—Me quitan el collarín por la

mañana y me montan por la noche. Yencima me lo hace una mujer hermosa.

—Digamos que para quitarle hierroal asunto.

Él soltó una risita.—Podría decirse así.Kealy sabía lo de su relación con

Colin Michener. A decir verdad le habíavenido bien sincerar su alma con alguienque, a su juicio, la entendería. Fue ellaquien estableció contacto entrando en laparroquia de Virginia de Kealy parapedirle una entrevista. Se encontraba enEstados Unidos trabajando por librepara unas publicaciones interesadas enopiniones religiosas radicales. Había

ganado algún dinero, lo bastante paracubrir los gastos, pero creía que lahistoria de Kealy podía ser su pasaportea algo mayor.

Aquél era un sacerdote en guerra conRoma por un asunto que tocaba la fibrasensible de los católicos occidentales.La Iglesia norteamericana tratabadesesperadamente de retener a susmiembros: los escándalos de lossacerdotes pedófilos habían socavado lareputación de la Iglesia, y la displicenterespuesta de Roma no había hecho sinocomplicar una situación de por sídelicada. Las amonestaciones en contradel celibato, la homosexualidad y los

anticonceptivos sólo aumentaban ladesilusión popular.

Kealy la invitó a cenar el primer día,y ella no tardó en meterse en su cama.Discutir con él era un placer, tanto físicacomo mentalmente. Su relación con lamujer que había armado todo el jaleohabía terminado hacía un año: ella sehabía hartado de tanta atención y nodeseaba ser el centro de una supuestarevolución religiosa. Katerina no habíaocupado su lugar, había preferidopermanecer en segundo plano, perohabía grabado horas de entrevistas que,esperaba, constituirían una excelentebase para un libro. En un principio se

titulaba Contra el celibato sacerdotal, yatacaría una idea que Kealy afirmabaera tan útil a la Iglesia «como las tetasen un cerdo macho». El ataque final dela Iglesia, la excomunión de Kealy, seríala base de la promoción. Un sacerdoteapartado del sacerdocio por mostrar sudesacuerdo con Roma exponeargumentos a favor del clero moderno.Estaba claro que la idea no era nueva,pero Kealy ofrecía una voz novedosa,audaz, campechana. La CNN inclusohablaba de contratarlo comocomentarista para el próximo cónclave,alguien con información privilegiadacapaz de replicar a las habituales

opiniones conservadoras que solíanescucharse cuando se elegía papa.Mirándolo bien, su relación había sidomutuamente beneficiosa, pero eso eraantes de que la abordara el secretario deEstado del Vaticano.

—¿Qué sabes de Valendrea? ¿Quéopinas de su oferta? —preguntó ella.

—Es un imbécil pretencioso quebien podría ser el próximo Papa.

Katerina había oído esa mismapredicción de boca de otros, lo cualhacía más interesante el ofrecimiento delcardenal.

—Le interesa lo que quiera que seaque esté haciendo Colin.

Kealy se puso de lado para mirarla ala cara.

—Debo admitir que también yoestoy interesado. ¿Qué se le habráperdido al secretario del Papa enRumanía?

—Qué puede haber allí de interés,¿no?

—¿Estamos susceptibles, eh?Aunque nunca se había considerado

patriota, era rumana y se sentíaorgullosa de serlo. Sus padres habíanhuido del país siendo ella adolescente,pero más tarde había vuelto para ayudara derrocar al déspota de Ceausescu. Seencontraba en Bucarest cuando el

dictador pronunció su último discursoante el edificio del comité central. Sesuponía que era un acontecimientoorganizado para manifestar el respaldode los trabajadores al gobiernocomunista, pero terminó en alborotos.Ella aún oía los gritos cuando estalló elcaos y la policía intervino con armasmientras los altavoces vomitabanaplausos y vítores grabados.

—Sé que puede que te cueste creerlo—comentó ella—, pero la verdaderasublevación no es maquillarse para lascámaras ni colgar palabrasprovocadoras en Internet, ni siquieraacostarse con una mujer. Una revolución

significa derramamiento de sangre.—Los tiempos han cambiado,

Katerina.—No te será tan fácil cambiar la

Iglesia.—¿No has visto allí hoy todos esos

medios de comunicación? Esa audienciatendrá repercusión mundial. La gente seopondrá a mi excomunión.

—¿Y si a nadie le importa?—Recibimos más de veinte mil

visitas al día en el sitio web, lo cual esmucha atención. Las palabras puedentener un efecto poderoso.

—Igual que las balas. Murieronmuchos rumanos para que pudieran

pegarles un tiro a un dictador y a lazorra de su mujer.

—Si te lo hubiesen pedido, habríasapretado el gatillo, ¿no?

—Sin vacilar. Destrozaron mi país.Pasión, Tom. Eso es lo que incita a larevuelta. Una pasión honda,imperecedera.

—Entonces ¿qué piensas hacer conValendrea?

Ella suspiró.—No tengo elección: he de hacerlo.Kealy se rió.—Siempre hay elección. Deja que

adivine, puede que esto te dé otraoportunidad con Colin Michener.

Ella se había dado cuenta de que lehabía contado demasiadas cosas de símisma a Tom Kealy. Él le aseguró quejamás diría nada, pero a Katerina lepreocupaba. De acuerdo, el desliz deMichener había sucedido hacía mucho,pero una palabra al respecto, ya fueracierta o falsa, le costaría a él su carrera.Ella jamás admitiría públicamente nada,por mucho que odiara la decisión quehabía tomado Michener.

Permaneció sentada en silencio unosminutos, mirando al techo. Valendreahabía mencionado que había surgido unproblema que podía perjudicar lacarrera de Michener, así que si ella

podía ayudar a Michener y ayudarse aella misma a un tiempo, ¿por qué no?

—Iré.—Te estás metiendo en un nido de

víboras —contestó Kealy en tonoamistoso—. Pero creo que eresperfectamente capaz de luchar con esedemonio. Y deja que te diga queValendrea lo es. Es un cabrónambicioso.

—Al que tú eres perfectamentecapaz de identificar. —No pudo evitarsoltarlo.

La mano de él se posó en la piernadesnuda de Katerina.

—Tal vez. Uno más de mis múltiples

talentos.Su arrogancia era pasmosa. Nada

parecía desconcertarlo: ni la audienciade por la mañana ante aquellos preladosde rostro adusto ni la perspectiva deperder el alzacuello. Quizá fuera suosadía lo que la atrajo en un principio.Pese a todo, Kealy se estaba volviendoaburrido. Ella se preguntaba si algunavez le había importado ser sacerdote. Sialgo tenía de bueno Michener era que sudevoción religiosa era admirable. TomKealy sólo era leal al momento. Pero¿quién era ella para juzgarlo? Se habíapegado a él por motivos egoístas, unosmotivos que sin duda él conocía y

explotaba. Pero todo ello podía cambiarahora. Acababa de hablar con elsecretario de Estado de la Santa Sede,un hombre que la había buscado paraque llevara a cabo un cometido quepodía reportarle muchos más beneficios.Y sí, tal y como había dicho Valendrea,puede que bastara para que ella volvieraa trabajar con los editores que la habíandejado marchar.

Sintió un extraño hormigueo.Los inesperados acontecimientos de

la velada estaban ejerciendo en ella elmismo efecto que un afrodisíaco. Por sumente desfilaron deliciosasposibilidades relativas a su futuro, y

esas posibilidades hacían que el sexodel que acababa de disfrutar parecieramucho más satisfactorio de lo que elacto en sí garantizaba… y la atenciónque ahora exigía ella, tanto mástentadora.

10

TURÍN, ITALIAJUEVES, 9 DE NOVIEMBRE10:30

Michener miró por la ventanilla delhelicóptero la ciudad que se extendía asus pies. Turín se hallaba envuelta en untenue manto mientras un vivo solmatutino pugnaba por disipar la neblina.Más allá estaba el Piamonte, esa regiónitaliana arrimada a Francia y Suiza, unallanura de tierras bajas rodeada porcumbres alpinas, glaciares y el mar.

Clemente iba sentado a su lado;

enfrente, dos hombres del servicio deseguridad. El Papa había ido al norte abendecir la Sábana Santa de Turín antesde que la reliquia volviera a su encierro.Tan particular visita había dadocomienzo justo después de Pascua, yClemente debería haber estado allícuando fue descubierta, sin embargo sehabía dado prioridad a un viaje aEspaña programado anteriormente. Demanera que se resolvió que acudiría a laclausura de la exhibición, donde sesumaría a su veneración tal y comohabían hecho los papas durante siglos.

El helicóptero se ladeó hacia laizquierda e inició un lento descenso.

Debajo, la via Roma estaba repleta detráfico, la piazza San Carlo igualmentecongestionada. Turín era un centroindustrial, fabricante de vehículosprincipalmente, una ciudad empresariala la manera europea, no como muchasotras que Michener conociera en suinfancia en el sur de Georgia, dondepredominaban las papeleras.

Vieron el duomo San Giovanni, susaltas agujas enredadas en la niebla. Lacatedral, dedicada a san Juan Bautista,llevaba allí desde el siglo XV, pero elSanto Sudario no se instaló en ella hastael XVII.

Los patines del helicóptero rozaron

el húmedo pavimento.Michener se desabrochó el cinturón

de seguridad cuando cesó el gemido delos rotores. Los guardaespaldas noabrieron la portezuela hasta que lasaspas no estuvieron completamenteinmóviles.

—¿Vamos? —dijo Clemente.El Papa no había hablado mucho

durante el trayecto desde Roma.Clemente podía ser así cuando viajaba,y Michener era consciente de las rarezasdel anciano.

Michener salió a la plaza seguido deClemente. Una multitud rodeaba elperímetro. El aire era fresco, pero

Clemente había insistido en no llevarchaqueta. Verlo con su sotana blanca, elpectoral en el pecho, causaba granimpresión. Y el fotógrafo del Papacomenzó a sacar instantáneas pararepartir entre la prensa al final de lajornada. El pontífice saludó y el gentíole devolvió la gentileza.

—No deberíamos entretenernos —lesusurró Michener a Clemente.

La seguridad del Vaticano habíahecho hincapié en que la plaza no erasegura. Aquello sería cosa de entrar ysalir, como decían los equipos deseguridad, ya que la catedral y la capillaeran los únicos lugares que habían

peinado en busca de explosivos yestaban controlados desde el díaanterior. Dado que esa visita habíarecibido mucha cobertura de prensa yhabía sido organizada hacía tiempo,cuanto menos permanecieran al airelibre, mejor.

—Sólo un momento —aseguróClemente mientras seguía saludando—.Han venido a ver a su pontífice, dejemosque lo hagan.

Los papas siempre habían viajadopor la península Itálica con libertad, unaventaja de la que disfrutaban lositalianos a cambio de sus dos mil añosde comunión con la madre Iglesia, de

modo que Clemente se tomó un instantepara saludar a la multitud.

Finalmente el Papa entró en elpórtico de la catedral. Michener iba enpos, rezagándose adrede para que elclero tuviera la oportunidad defotografiarse con el Santo Padre.

El cardenal Gustavo Bartoloaguardaba dentro. Lucía una sotana deseda púrpura con una faja a juego queindicaba su elevada categoría dentrodel colegio cardenalicio. Era un hombrede cabello blanco y deslustrado y barbapoblada. Michener solía preguntarse siel aspecto de profeta bíblico eraintencionado, ya que Bartolo no tenía

reputación de brillantez intelectual ni deiluminación espiritual, sino más bien defiel recadero. Había sido nombradoobispo de Turín por el predecesor deClemente y ascendido al Sacro Colegio,el cual lo designó prefecto de la SábanaSanta.

Clemente no había revocado dichonombramiento aun a sabiendas de queBartolo era uno de los más íntimoscolaboradores de Alberto Valendrea. Elvoto de Bartolo en el próximo cónclaveestaba perfectamente claro, de maneraque a Michener le divirtió que el Papafuera directo al cardenal y le tendiera lamano derecha. Bartolo pareció

percatarse en el acto de lo que dictabael protocolo y, con sacerdotes y monjasobservando, no tuvo más remedio queaceptar la mano, arrodillarse y besar elsello papal. Por lo común, Clementeprescindía de dicho gesto. Ensituaciones similares, a puerta cerrada yentre representantes de la Iglesia, solíabastar con un apretón de manos. Lainsistencia del Papa en el estrictoprotocolo era un mensaje que elcardenal captó, ya que Michenerpercibió una momentánea mirada deirritación que el viejo clérigo trataba dereprimir con todas sus fuerzas.

A Clemente no pareció preocuparle

la incomodidad de Bartolo y se puso enel acto a intercambiar cortesías con lospresentes. Tras unos minutos deconversación trivial, Clemente bendijo ala veintena de personas que habíaalrededor y a continuación encabezó elséquito y entró en la catedral.

Michener se quedó atrás y dejó quela ceremonia transcurriera sin él. Sutarea era permanecer cerca, siempredispuesto a echar una mano, noparticipar en los actos. Se dio cuenta deque uno de los sacerdotes tambiénesperaba. Sabía que aquel clérigo bajo yalgo calvo era el asistente de Bartolo.

—¿Se quedará el Santo Padre a

almorzar? —preguntó el sacerdote enitaliano.

A Michener no le agradó labrusquedad de su tono: era respetuoso,pero transmitía un dejo de irritación.Estaba claro que la lealtad del sacerdoteno era para con el anciano Papa, ytampoco sentía la necesidad de ocultarsu animosidad ante un monseñornorteamericano que sin duda se quedaríasin empleo cuando muriera el actualvicario de Cristo. Aquel hombreimaginaba lo que su prelado podía hacerpor él, igual que Michener hacía dosdécadas, cuando un obispo alemán letomó simpatía a un tímido seminarista.

—El Papa se quedará a almorzar,siempre y cuando todo salga según loprevisto. La verdad es que vamos algoadelantados. ¿Recibió la informaciónsobre el menú?

Un leve asentimiento de cabeza.—Es como lo han solicitado.A Clemente no le hacía gracia la

cocina italiana, un hecho que el Vaticanoprocuraba que no se supiera. Según laversión oficial, los hábitos alimentariosdel Papa eran algo personal que no teníanada que ver con sus obligaciones.

—¿Vamos adentro? —preguntóMichener.

Últimamente se notaba poco

predispuesto a bromear con la políticade la Iglesia, pues había caído en lacuenta de que la disminución de suinfluencia era directamente proporcionala la salud de Clemente.

Entró en la catedral y el irritantesacerdote fue tras él. Al parecer era suguardián.

Clemente se encontraba en laintersección de la nave, donde había unavitrina rectangular colgada del techo. Ensu interior, alumbrada por luz indirecta,había una tela pálida de color hueso deunos cuatro metros de largo.Impresionada sobre ella se veía laimagen desvaída de un hombre tumbado,

las mitades frontal y dorsal unidas en lacabeza, como si hubieran depositado uncuerpo encima y a continuación lohubiesen cubierto. Tenía barba y uncabello enmarañado que le llegaba porlos hombros, las manos cruzadas conmodestia sobre las partes pudendas. Sedistinguían heridas en la cabeza y lamuñeca; en el pecho, tajos; marcas delatigazos en la espalda.

Que la imagen fuera o no la deCristo era cuestión únicamente de fe. AMichener, en concreto, le costabaaceptar que un pedazo de tela pudierapermanecer intacto dos mil años, yasemejaba la reliquia a lo que había

leído con tanta intensidad los últimosdos meses sobre las aparicionesmarianas. Había estudiado los relatos detodos los supuestos visionarios queafirmaban haber presenciado una visitade los cielos. Los investigadorespontificios opinaban que la mayoría eraun error o una alucinación o lamanifestación de problemaspsicológicos, algunas eran sencillamenteun engaño; pero había alrededor de unaveintena de incidentes que, por muchoque lo intentaran, los investigadores nohabían podido desacreditar. Al final, laúnica forma de racionalizarlos eraatribuyéndolos a una aparición terrenal

de la Madre de Dios. Ésas eran lasapariciones «merecedoras de crédito».

Como Fátima.Pero, de forma similar al sudario

que pendía ante él, ese «crédito» sereducía a una cuestión de fe.

Clemente estuvo rezando diezminutos ante el sudario, y Michener vioque empezaban a retrasarse, pero nadiese atrevió a interrumpirlo. Los presentesguardaron silencio hasta que el Papa sepuso en pie, se santiguó y siguió alcardenal Bartolo hasta una capilla demármol negro. Éste parecía ansioso porpresumir de tan impresionante espacio.

La visita duró casi media hora,

prolongada por las preguntas deClemente y su insistencia en saludarpersonalmente a todos los congregadosen la catedral. La agenda se resentiría, yMichener sintió alivio cuando Clementepor fin guió al séquito hasta un edificiocontiguo para almorzar.

El Papa se detuvo antes de llegar alcomedor y se volvió hacia Bartolo:

—¿Hay algún sitio donde puedahablar un momento con mi secretario?

El cardenal no tardó en señalar uncuarto sin ventanas que al parecer hacíalas veces de vestidor. Una vez cerradala puerta, Clemente se metió la mano enla sotana y sacó un sobre azul celeste.

Michener reconoció el papel que elpontífice utilizaba para sucorrespondencia personal: lo habíaadquirido él en Roma y se lo habíaregalado a Clemente las últimasnavidades.

—Ésta es la carta que deseo quelleves a Rumanía. Si el padre Tibor nopudiera o no quisiera hacer lo que lepido, destrúyela y regresa a Roma.

Michener cogió el sobre.—Entendido, Santo Padre.—El bueno del cardenal Bartolo es

bastante servicial, ¿no crees? —Unasonrisa acompañó la pregunta deClemente.

—Dudo que merezca las trescientasindulgencias que otorga besar el anillodel Papa.

Según una antiquísima tradición,todos aquellos que besaran condevoción el sello papal recibiríanindulgencias. Michener solíapreguntarse si a los papas medievalesque idearon esta recompensa lespreocupaba perdonar los pecados osimplemente asegurarse de que losveneraran con el debido celo.

Clemente soltó una risita.—Supongo que el cardenal necesita

algo más que el perdón de trescientospecados. Es uno de los mayores aliados

de Valendrea; incluso podría sustituirloen la secretaría de Estado si el toscanolograra hacerse con el pontificado. Peroes una idea aterradora: Bartolo apenasmerece ser obispo de esta catedral.

Al parecer aquélla era unaconversación sincera, de modo queMichener dijo con tranquilidad:

—En el próximo cónclave necesitaráa todos sus amigos para impedir que esoocurra.

Clemente lo pilló al vuelo.—Quieres la púrpura, ¿no?—Sabe que sí.El Papa señaló el sobre.—Ocúpate de esto por mí.

Michener se planteó si el recado deRumanía no tendría algo que ver con elnombramiento de cardenal, perodesechó la idea al instante. Ése no era elestilo de Jakob Volkner. Sin embargo elPapa se había mostrado evasivo, y noera la primera vez.

—No va a decirme lo que lepreocupa, ¿verdad?

—Créeme, Colin, es mejor que no losepas.

—Tal vez pueda ser de ayuda.—No me has contado qué tal fue la

conversación con Katerina Lew. ¿Cómoestaba, después de tantos años?

Otro cambio de tema.

—No hablamos mucho. Y lo quedijimos fue tenso.

Clemente enarcó las cejas concuriosidad.

—¿Por qué permitiste que pasaraeso?

—Es testaruda. Sus opiniones sobrela Iglesia son intransigentes.

—Pero ¿cómo vas a culparla, Colín?Probablemente te amara, pero no pudohacer nada al respecto. Perder frente auna mujer es una cosa, pero frente aDios… puede ser difícil de aceptar.Reprimir el amor no es plato de gusto.

A Michener volvió a sorprenderle elinterés de Clemente por su vida privada.

—Ahora ya no importa. Ella tiene suvida y yo la mía.

—Lo cual no significa que nopuedan ser amigos. Compartir la vidacon palabras y sentimientos.Experimentar la intimidad que puedeproporcionar alguien que se preocupapor uno sinceramente. Sin duda laIglesia no nos prohíbe ese placer.

La soledad era un peligro inherenteal sacerdocio. Michener había tenidosuerte: cuando le faltó Katerina tuvo aVolkner, que lo escuchó y le dio laabsolución. Tom Kealy también habíacaído y por eso iba a sufrir laexcomunión. Tal vez fuera ésa la razón

por la cual Clemente simpatizaba conKealy.

El Papa se dirigió a uno de lospercheros y toqueteó las vistosasvestimentas.

—De pequeño, en Bamberg, fuimonaguillo. Recuerdo esa época concariño. Fue después de la guerra,durante la reconstrucción. Por suerte lacatedral se salvó, sobre ella no cayóninguna bomba. Siempre creí que erauna buena metáfora. Con todo lo que escapaz de hacer el hombre, la iglesia denuestra ciudad sobrevivió.

Michener no dijo nada. Seguro quetodo aquello tenía algún sentido. ¿Por

qué iba a retrasar Clemente a todo elmundo por mantener una conversaciónque podía esperar?

—Me encantaba esa catedral —continuó Clemente—. Fue parte de mijuventud. Aún oigo al coro cantando.Realmente inspirador. Ojalá pudieranenterrarme allí, pero no es posible,¿verdad? Los papas han de descansar enSan Pedro. Me gustaría saber quiéninstituyó esa norma.

La voz de Clemente era distante, yMichener se preguntó con quién estabahablando realmente. Se acercó a él.

—Jakob, dígame qué le pasa.Clemente soltó la prenda y entrelazó

sus temblorosas manos.—Eres muy ingenuo, Colin.

Simplemente no lo entiendes. Ni puedesentenderlo. —Hablaba entre dientes» sinmover apenas la boca. Su voz eraapagada, carente de emoción—. ¿Deverdad crees que disfrutamos de algunaprivacidad? ¿Acaso no comprendes elgrado de ambición de Valendrea? Esetoscano conoce todo cuanto hacemos,cuanto decimos. ¿Quieres ser cardenal?Pues para lograrlo has de comprender lamedida de esa responsabilidad. ¿Cómoesperas que te ascienda cuando eresincapaz de ver algo tan evidente?

Rara vez desde que se conocían

habían intercambiado palabras airadas,pero el Papa lo estaba reprendiendo. Y¿por qué?

—Nosotros no somos más quehombres, Colín, nada más. Yo no soymás infalible que tú, y sin embargo nosproclamamos príncipes de la Iglesia.Clérigos devotos preocupadosúnicamente por complacer a Dios,aunque sólo buscamos nuestra propiacomplacencia. Ese bobo de Bartolo,esperando ahí fuera, es un buen ejemplo.Su única preocupación es cuándo mevoy a morir. Seguro que entonces su sinocambiará, igual que el tuyo.

—Espero que no hable así con todo

el mundo.Clemente cogió con suavidad el

pectoral que llevaba colgado en elpecho, un gesto que pareció calmar sustemblores.

—Estoy preocupado por ti, Colin.Eres como un delfín encerrado en unacuario. Durante toda tu vida loscuidadores se han ocupado de que elagua estuviese limpia, de que hubierabastante comida. Ahora están a punto dedevolverte al océano. ¿Serás capaz desobrevivir?

Le ofendió que Clemente le hablaracon aire de superioridad.

—Sé más de lo que cree.

—No tienes idea de hasta dóndepuede llegar alguien como AlbertoValendrea. Ha habido muchos papascomo él, codiciosos y engreídos, neciosque piensan que el poder es la respuestaa todo. Yo creía que formaban parte delpasado, pero me equivocaba. ¿Piensasque puedes luchar contra Valendrea? —Clemente sacudió la cabeza—. No,Colin. Tú no puedes competir con él,eres demasiado cabal, demasiadoconfiado.

—¿Por qué me cuenta esto?—Es necesario. —Clemente se

aproximó. Estaban a escasos centímetrosel uno del otro, frente a frente—.

Alberto Valendrea será la ruina de estaIglesia, si es que mis predecesores y yono lo hemos sido antes. No paras depreguntarme qué sucede. No deberíapreocuparte tanto lo que me atormentacomo hacer lo que te pido. ¿Está claro?

La franqueza de Clemente lo dejódesconcertado. Él era monseñor y teníacuarenta y siete años. Era el secretariodel Papa, un sirviente abnegado. ¿Porqué su viejo amigo cuestionaba sulealtad y su capacidad? No obstantedecidió no seguir discutiendo.

—Perfectamente, Santo Padre.—Maurice Ngovi es la persona más

cercana a mí. Recuérdalo en días

venideros. —Clemente retrocedió ypareció cambiar de humor—. ¿Cuándote vas a Rumanía?

—Por la mañana.Clemente asintió y luego introdujo la

mano en la sotana y sacó otro sobre azulceleste.

—Estupendo. Y ahora ¿te importaríaecharme esto al correo?

Aceptó el sobre y vio que ibadirigido a Irma Rahn. Ella y Clementeeran amigos de la infancia. Irma seguíaviviendo en Bamberg, y llevaban añosmanteniendo correspondencia.

—Yo me encargo.—Desde aquí.

—¿Cómo dice?—Que envíes la carta desde aquí, en

Turín. Y en persona, te lo ruego. Nodelegues en nadie.

El siempre mandaba las cartas delPapa en persona, y jamás habíaprecisado que se lo advirtieran. Pero, denuevo, decidió no hacer preguntas.

—Por supuesto, Santo Padre. Laenviaré desde aquí. Personalmente.

11

CIUDAD DEL VATICANO, 13:15

Valendrea fue directo a la oficinadel archivero. El cardenal que seencargaba del Archivio SegretoVaticano no era uno de sus aliados, peroesperaba que el hombre fuera lo bastanteperspicaz como para no enojar a quienpronto podría ser papa. Todos losnombramientos finalizaban con la muertede un papa, de manera que continuar enel cargo dependía únicamente de ladecisión del siguiente vicario de Cristo,y Valendrea sabía de sobra que el actual

archivero quería mantener su puesto.Lo encontró tras su mesa,

trabajando. Valendrea entró contranquilidad en el amplio despacho ycerró las puertas de bronce tras de sí.

El cardenal levantó la cabeza, perono dijo nada. Tenía casi setenta años,unas mejillas carnosas y una frenteancha y caída. De origen español,llevaba toda su vida clerical en Roma.

El Sacro Colegio se dividía en trescategorías: cardenales obispos, quedirigían las diócesis de Roma;cardenales sacerdotes, que seencargaban de las de fuera de Roma; ycardenales diáconos, que eran miembros

de la curia a tiempo completo. Elarchivero era el decano de loscardenales diáconos y, como tal, tenía elhonor de anunciar desde el balcón deSan Pedro el nombre del Papa reciénelegido. A Valendrea le daba igual tanhuero privilegio; lo que hacía que esehombre fuera importante era lainfluencia que ejercía sobre un puñadode cardenales diáconos aún vacilantesen lo relativo a su respaldo en elcónclave. Se acercó a la mesa y sepercató de que el otro no se levantabapara saludarlo.

—No es para tanto —observó enrespuesta a la mirada que le estaba

lanzando.—No estoy tan seguro. Imagino que

el pontífice todavía está en Turín.—¿Por qué, sí no, me encontraría yo

aquí?El archivero dejó escapar un

suspiro.—Quiero que abra la Riserva y la

caja fuerte —ordenó Valendrea.El anciano finalmente se puso en pie.—Me temo que no puede ser.—Eso no sería muy aconsejable. —

Esperaba que el archivero captara elmensaje.

—Sus amenazas no pueden revocaruna orden directa del Papa. Sólo el Papa

puede entrar en la Riserva. Nadie más.Ni siquiera usted.

—No tiene por qué saberlo nadie.No tardaré mucho.

—Mi juramento a este cargo y a laIglesia significa más para mí de lo queusted supone.

—Escúcheme, anciano. La Iglesiame ha encomendado una misión deextrema importancia, una misión querequiere tomar medidas extraordinarias.—Era mentira, pero sonaba bien.

—Entonces no le importará que elSanto Padre le dé permiso para quepueda entrar. Puedo llamar a Turín.

El momento de la verdad había

llegado.—Tengo una declaración jurada de

su sobrina. Me la dio encantada. En ellajura ante el Todopoderoso que ustedperdonó el pecado que cometió su hijaal abortar. ¿Cómo es posible,Eminencia? Eso es herejía.

—Estoy al tanto de esasdeclaraciones juradas. Su padre,Ambrosi, fue muy persuasivo con lafamilia de mi hermana. Absolví a esamujer porque agonizaba y temía pasar laeternidad en el Infierno. La consolé conla gracia de Dios, como ha de hacer unsacerdote.

—Mi Dios, su Dios, no aprueba el

aborto. Es un asesinato. Usted no teníaderecho a perdonarla, un punto en el queestoy seguro de que el Santo Padre notendría más remedio que mostrarseconforme.

Vio que el anciano se crecía ante eldilema, pero también percibió untemblor en su ojo izquierdo, tal vez ellugar exacto por donde escapaba elmiedo.

La bravuconada del cardenalarchivero no impresionó a Valendrea.Aquel hombre se había pasado la vidaentera pasando papeles de un archivo aotro, haciendo cumplir normas sinsentido, poniendo obstáculos a

cualquiera que fuese lo bastante osadocomo para desafiar la Santa Sede.Seguía a una larga sucesión de scrittoricuya función en la vida consistía engarantizar la seguridad del archivopapal. Una vez se sentaban en un trononegro, su presencia en el archivo servíapara advertir de que el permiso paraentrar no autorizaba a curiosear. Aligual que sucede en una excavaciónarqueológica, las revelaciones queencerraban las estanterías sólo sevislumbraban tras ahondarmeticulosamente en ellas. Y llevaba sutiempo, bien este que la Iglesia sólo sehabía mostrado dispuesta a otorgar

durante las últimas décadas. Valendrease dio cuenta de que el único cometidode hombres como el cardenal archiveroera proteger a la madre Iglesia inclusode sus príncipes.

—Haga lo que quiera, Alberto.Cuéntele al mundo lo que hice, pero nole voy a permitir que entre en laRiserva. Para hacerlo tendrá que serpapa, y eso está por ver.

Quizás hubiese subestimado alchupatintas. En aquellos cimientos habíamás ladrillo de lo que parecía. Decidiódejarlo estar. Al menos por el momento.Tal vez necesitara al hombre en losmeses venideros.

Se volvió y echó a andar hacia lapuerta.

—Esperaré a ser papa para hablarcon usted. —Se detuvo y giró la cabeza—. Y ya veremos si es tan leal a mícomo lo es a otros.

12

ROMA, 16:00

Katerina esperaba en la habitaciónde su hotel desde poco después dealmorzar. El cardenal Valendrea habíadicho que llamaría a las dos de la tarde,pero no había cumplido su palabra. Talvez pensara que diez mil euros bastabanpara asegurar que ella esperaría pegadaal teléfono. Quizá creyera que su antiguarelación con Colin Michener erasuficiente incentivo para garantizar queella haría lo que le pidiera. Pese a todo,no le gustaba el hecho de que al parecer

el cardenal se creyera muy listo porhaberla calado.

Era cierto que ya casi no le quedabanada del dinero que había ganadotrabajando por libre en Estados Unidosy que estaba harta de darle sablazos aTom Kealy, el cual parecía disfrutar desu dependencia. A Tom le había idobien con sus tres libros, y pronto le iríamejor. Le gustaba ser la personalidadreligiosa del momento en EstadosUnidos. Estaba enviciado con lapopularidad, cosa comprensible hastacierto punto, pero ella conocía facetasde Tom Kealy que sus seguidores jamásveían. Las emociones no podían

colgarse en un sitio web ni transmitirseen un mensaje publicitario. Losverdaderos expertos podían expresarlascon palabras, pero Kealy no era buenescritor. Sus tres libros eran obra de unnegro, una de esas cosas que sólo ella ysu editor conocían y que a Kealy no legustaría que se supieran. Ese hombresencillamente no era real, sólo unailusión que unos cuantos millones depersonas, entre ellas él mismo, habíanaceptado.

Era tan distinto de Michener…Detestó su amargura del día anterior.

Antes de llegar a Roma se había dichoque, si sus caminos se cruzaban, tendría

cuidado con lo que decía. Después detodo había pasado mucho tiempo, amboshabían cambiado. Pero al verlo en eltribunal cayó en la cuenta de queMichener había dejado una marcaindeleble en sus emociones, una marcacuya existencia ella temía admitir, unamarca que removía el resentimientocomo una reacción nuclear.

La noche anterior, mientras Kealydormía a su lado, ella se habíapreguntado si el tortuoso camino quehabía seguido durante los últimos doceaños no sería sino un preludio de aquelmomento. Su carrera era todo menos unéxito, su vida privada un fracaso, y sin

embargo allí estaba, esperando lallamada del segundo hombre máspoderoso de la Iglesia católica para quele diera la oportunidad de engañar aalguien por quien aún sentía un granafecto.

Antes había hecho algunas preguntasa contactos que tenía en la prensaitaliana y había averiguado queValendrea era un hombre complejo.Había nacido para ser rico, en el senode una de las familias patricias másantiguas de Italia. En su genealogíahabía al menos dos papas y cincocardenales, y tenía tíos y hermanos en lapolítica italiana o en negocios

internacionales. El clan de losValendrea también hundía sus raíces enlas artes europeas, y poseía palacios ygrandes propiedades. Se habían andadocon cuidado con Mussolini, y mástodavía con el baile de gobiernos quevino a continuación en Italia. Susnegocios y su dinero siempre habíantenido muchos pretendientes, y eranescrupulosos en lo tocante a qué y aquién apoyaban.

E l Anuario Pontifico del Vaticanoseñalaba que Valendrea tenía sesentaaños y era licenciado por la Universidadde Florencia, la Universidad Católicadel Sagrado Corazón y la Escuela de

Derecho Internacional de La Haya. Eraautor de catorce tratados, y su estilo devida exigía bastante más de los tres mileuros al mes que la Iglesia pagaba a suspríncipes. Y aunque el Vaticanodesaprobaba que los cardenalesparticiparan en actividades seculares,Valendrea era conocido como accionistade diversos conglomerados italianos yformaba parte de numerosos consejos deadministración. Su relativa juventud seconsideraba una ventaja, igual que susinnatas dotes políticas y su personalidaddominante. Había manejado sabiamentesu cargo de secretario de Estado,dándose a conocer en los medios de

comunicación occidentales. Era unhombre que reconocía las tendencias dela comunicación moderna, así como lanecesidad de reflejar una imagenpública coherente. También era unteólogo partidario de la línea dura quese oponía abiertamente al Vaticano II,hecho este que quedó claro durante laaudiencia de Kealy, y un tradicionalistaestricto que opinaba que la Iglesiafuncionaba mejor antes.

Casi toda la gente con la queKaterina había hablado estaba deacuerdo en que Valendrea era el favoritopara suceder a Clemente. Nonecesariamente por ser el mejor para el

puesto, sino porque no había nadie lobastante fuerte para desafiarlo. Se decíaque estaba listo para el siguientecónclave.

Pero también había sido favorito tresaños antes. Y había perdido.

El teléfono la arrancó de suspensamientos.

Su mirada descansó en el aparato, yella resistió el impulso de responder,prefiriendo que Valendrea, si es que elque llamaba era él, sudara un poco.

Al sexto tono levantó el auricular.—Conque haciéndome esperar, ¿eh?

—comentó Valendrea.—No más de lo que yo he esperado.

Se oyó una risita.—Me gusta usted, señorita Lew.

Tiene personalidad. Así que dígame,¿cuál es su decisión?

—Como si hiciera falta preguntar.—Sólo pretendía ser cortés.—Me da la impresión de que usted

no es de los que se preocupan por esosdetalles.

—No muestra mucho respeto haciaun cardenal de la Iglesia.

—Usted se viste cada mañana comotodo el mundo.

—Intuyo que no es muy religiosa.Ahora le tocaba reír a ella.—No me diga que además convierte

almas entre tanto politiqueo.—Ciertamente he hecho bien

eligiéndola. Usted y yo nos vamos allevar bien.

—¿Qué le hace pensar que no estoygrabando esto?

—¿Y dejar pasar la oportunidad desu vida? Lo dudo mucho. Por no hablarde la oportunidad de estar con el padreMichener. Y encima a costa mía. ¿Quiénpodría pedir más?

Su actitud irritante no era muydistinta de la de Tom Kealy. Katerina sepreguntó por qué siempre atraía a tipostan petulantes.

—¿Cuándo salgo?

—El secretario del Papa vuelamañana por la mañana, y llegará aBucarest a la hora de comer. Se me haocurrido que usted podría irse esta tardepara adelantársele.

—Y ¿adonde debo ir?—El padre Michener irá a ver a un

sacerdote llamado Andrej Tibor. Estájubilado y trabaja en un orfanato que seencuentra a unos sesenta kilómetros alnorte de Bucarest, en la aldea de Zlatna.¿La conoce?

—He oído hablar de ella.—Entonces no le costará nada

enterarse de lo que Michener hace ydice allí. Otra cosa, Michener lleva

consigo una carta del Papa. Echarle unvistazo a lo que pone haría que latuviera aún en más estima.

—No pide mucho, ¿no?—Usted es una mujer de recursos.

Le sugiero que utilice los mismosencantos de que al parecer disfruta TomKealy. Seguro que entonces su misión estodo un éxito.

Y colgó.

13

CIUDAD DEL VATICANO, 17:30

Valendrea se hallaba junto a laventana de su despacho, situado en latercera planta. Fuera, los altos cedros,los pinos y los cipreses de los jardinesdel Vaticano pregonaban el verano.Desde el siglo XIII los papas paseabanpor los senderos de ladrillo festoneadosde laureles y arrayanes, hallando solazen las esculturas, los bustos y en losrelieves en bronce.

Valendrea recordaba la época enque disfrutaba de los jardines, recién

salido del seminario, destinado al únicolugar del mundo en el que quería estar.Las sendas se hallaban llenas de jóvenessacerdotes que reflexionaban sobre elfuturo. Procedía de una época en que lositalianos dominaban el pontificado, peroel Vaticano II lo había cambiado todo, yClemente XV se estaba apartando aúnmás. Cada día bajaba del cuarto piso unnuevo listado de órdenes quedesplazaban a sacerdotes, obispos ycardenales. Más occidentales, africanosy asiáticos eran llamados a Roma. Élhabía intentado retrasar su puesta enpráctica, esperando que Clemente semuriera de una vez, pero al cabo no

había tenido más remedio que obedecerlas instrucciones.

Los italianos ya eran minoría en elcolegio de cardenales, Pablo VI tal vezfuese el último de su estirpe. Valendreahabía conocido al cardenal de Milán,pues había tenido la suerte deencontrarse en Roma los últimos añosdel pontificado de Pablo. En 1983Valendrea ya era arzobispo, y JuanPablo II finalmente le otorgó el birreterojo, un modo por el que el polaco segranjeó las simpatías del país.

Pero ¿habría algo más?La tendencia conservadora de

Valendrea era legendaria, al igual que su

fama de trabajador concienzudo. JuanPablo lo nombró prefecto de laCongregación para la Evangelización delos Pueblos, donde coordinaba a escalamundial las actividades misioneras,supervisaba la construcción de iglesias,definía los límites de las diócesis yeducaba a catequistas y clérigos. Aqueltrabajo hizo que se implicara en todoslos aspectos de la Iglesia y le permitiócrear discretamente una base de poderentre aquellos que algún día seríancardenales. Jamás olvidó lo que le dijosu padre: «Favor con favor se paga.»

Muy cierto.Pronto lo vería.

Se apartó de la ventana.Ambrosi se había marchado a

Rumanía. Echaba de menos a Paolocuando no estaba. Era la única personacon la que Valendrea se sentíacompletamente a gusto. Ambrosi parecíaentender su naturaleza y su dinamismo.Había tanto que hacer en el momentoadecuado, en la medida adecuada, yhabía muchas más posibilidades defracasar que de salir airoso.

Sencillamente no había muchasoportunidades de convertirse en papa.Ya había participado en un cónclave, yel segundo tal vez no fuera muy lejano.Si no lograba ser elegido esta vez, y a

menos que el Papa fallecierarepentinamente, el próximo pontíficebien podía enterrarlo.

Miró un retrato de Clemente XV quehabía al otro lado del despacho. Elprotocolo exigía que aquella cosairritante estuviese allí, pero él habríapreferido una fotografía de Pablo VI;italiano de nacimiento, romano denaturaleza, latino de carácter. Pablohabía sido brillante, claudicandoúnicamente en pequeños aspectos,transigiendo sólo lo necesario parasatisfacer a los entendidos. Así eracomo dirigiría también él la Iglesia:dando un poco y guardando más. No

paraba de pensar en Pablo desde el díaanterior. ¿Qué había dicho Ambrosi delpadre Tibor? «Es la única persona viva,aparte de Clemente, que ha visto lo quehay en la Riserva relativo a los secretosde Fátima.»

No era verdad.Su mente retrocedió a 1978.

—Ven, Alberto, sígueme.Pablo VI se levantó y comprobó el

estado de su rodilla derecha. El ancianopontífice había sufrido mucho losúltimos años: había tenido bronquitis,gripe, problemas de vejiga e

insuficiencia renal, y además le habíanextirpado la próstata. Dosis ingentes deantibióticos habían mantenido a raya lasinfecciones, pero los fármacos habíandebilitado su sistema inmunológico yminado sus fuerzas. Su artritis parecíaespecialmente dolorosa, y Valendreasentía compasión por el pobre anciano.El final se acercaba, pero con unalentitud angustiosa.

El Papa salió de sus dependenciasarrastrando los pies, camino delascensor privado de la cuarta planta.Era una tormentosa noche de mayo, y enel Palacio Apostólico reinaba la calma.Pablo rechazó la presencia de los de

seguridad, afirmando que él y su primerasistente volverían en breve. No eranecesario que llamaran a sus dossecretarios.

La hermana Giacomina salió de suhabitación. Se ocupaba del serviciodoméstico y ejercía de enfermera dePablo. La Iglesia había decretado hacíatiempo que las mujeres que trabajabanen casas de clérigos debían tener laedad canónica, una norma que divertía aValendrea. En otras palabras: tenían queser viejas.

—¿Adonde va, Santo Padre? —lepreguntó la monja como si él fuera unniño que saliera de su cuarto sin

permiso.—No se preocupe, hermana. He de

encargarme de unos asuntos.—Debería descasar y lo sabe.—Volveré pronto, pero estoy bien y

necesito ocuparme de esto. El padreValendrea cuidará bien de mí.

—No más de media hora, ¿estáclaro?

Pablo sonrió.—Lo prometo. Media hora y me

acuesto.La monja se retiró a su habitación, y

ellos fueron al ascensor. En la plantabaja Pablo recorrió despacio una seriede pasillos hasta alcanzar la entrada del

archivo.—Llevo muchos años posponiendo

algo, Alberto, y creo que esta noche eshora de ponerle remedio.

Pablo siguió avanzando con ayudadel bastón, y Valendrea acortó el pasopara seguir su ritmo. Le entristecía veral que un día había sido un gran hombre.Giovanni Battista Montini era hijo de unpróspero abogado italiano. Habíaconseguido llegar a la curia y finalmenteocupar la secretaría de Estado. Despuésfue arzobispo de Milán, gobernando ladiócesis con eficacia y llamando laatención de un Sacro Colegio dominadopor italianos que vieron en él al

candidato lógico para suceder alquerido Juan XXIII. Había sido un papaexcelente en una época difícil. La Iglesialo echaría mucho de menos, y Valendreatambién. Últimamente había tenido lasuerte de pasar tiempo con Pablo: elviejo guerrero parecía disfrutar de sucompañía. Incluso corría el rumor deque lo nombrarían obispo, una graciaque esperaba que Pablo le concedieraantes de recibir la llamada de Dios.

Entraron en el archivo, y el prefectose arrodilló al ver a Pablo.

—¿Qué le trae por aquí, SantoPadre?

—Por favor, abre la Riserva.

Le gustaba que Pablo respondiera auna pregunta con una orden. El prefectosalió corriendo en busca de un juego dellaves descomunales y los condujo hastael oscuro archivo. Pablo lo seguíadespacio, y llegaron cuando el prefectoterminó de abrir una verja de hierro y deencender un puñado de mortecinas luces.Valendrea sabía de la existencia de laRiserva y de la regla según la cual paraentrar era preciso contar con laautorización del Papa. Era la reservasagrada de los vicarios de Cristo. SóloNapoleón había violado su santidad, uninsulto por el que acabó pagando.

Pablo entró en el cuarto sin ventanas

y señaló una caja fuerte negra.—Ábrela.El prefecto obedeció, haciendo girar

las roscas y liberando resortes. Laspuertas de doble hoja se abrieron sinque los goznes de latón dejaran escaparun solo gemido.

El Papa se sentó en una de las tressillas.

—Es todo —dijo Pablo, y elprefecto se fue—. Mi predecesor fue elprimero en leer el tercer secreto deFátima. Tengo entendido que despuésordenó que lo guardaran en esta cajafuerte. Llevo quince años reprimiendo elimpulso de venir aquí.

Valendrea estaba un tanto confuso.—¿Acaso el Vaticano no hizo una

declaración en el 67 asegurando que elsecreto nunca se desvelaría? ¿Se hizosin que usted lo leyera?

—Hay muchas cosas que la curialleva a cabo en mi nombre que escapana mi conocimiento. No obstante, sí mepusieron al corriente. Después.

Valendrea se preguntó si no habríametido la pata planteando esa pregunta.Se dijo que había de tener cuidado conlo que decía.

—Toda esta historia me asombra —comentó Pablo—. La madre de Dios seaparece a tres niños, en lugar de a un

sacerdote o a un obispo o al Papa.Escoge a tres niños ignorantes; pareceque siempre elige a los mansos. Tal vezel cielo intente decirnos algo.

Valendrea sabía perfectamente cómohabía llegado de Portugal al Vaticano elmensaje que la hermana Lucía recibió dela Virgen.

—Nunca creí que las palabras de labuena hermana merecieran mi atención—aseguró Pablo—. Conocí a Lucía enFátima, cuando fui en el 67. Mecriticaron por ir: los progresistas decíanque estaba retrasando el progreso delVaticano II, concediendo demasiadaimportancia a lo sobrenatural,

venerando a María por encima de Cristoy el Señor. Pero yo sabía que no era así.

Valendrea percibió una luzabrasadora en los ojos de Pablo. Tal vezel viejo guerrero aún tuviera ánimo paraluchar.

—Sabía que la gente joven adorabaa María; se sentía atraída por lossantuarios. Que yo acudiera allí eraimportante para ellos, la demostraciónde que su papa se preocupaba. Y yotenía razón, Alberto: María es máspopular hoy en día que nunca.

Sabía que Pablo amaba a la Virgen,que durante su pontificado había puestoempeño en venerarla concediéndole

títulos y atención. Quizás demasiados,según algunos.

Pablo señaló la caja fuerte.—El cuarto cajón por la izquierda,

Alberto. Ábrelo y tráeme su contenido.Hizo lo que Pablo le pedía y sacó un

pesado cajón de hierro. En su interiorhabía una cajita de madera con un sellode cera estampado en el que sedistinguía la divisa del papa Juan XXIII.En la parte superior una etiqueta rezaba:SECRETUM SANCTI OFFICII. Lellevó la caja a Pablo, que examinó elexterior con manos temblorosas.

—Dicen que Pío XII puso la etiquetay el propio Juan el sello. Ahora me toca

echar un vistazo. ¿Te importaría romperel sello, Alberto?

Éste miró a su alrededor en busca dealguna herramienta y, al no encontrarninguna, partió la cera sirviéndose de laesquina de una de las puertas de la cajafuerte. Le devolvió la caja a Pablo.

—Muy ingenioso —alabó el Papa.Valendrea aceptó el cumplido

inclinando la cabeza.Pablo puso la caja en equilibrio en

el regazo y se sacó unas gafas de lasotana. Después de ponérselas, abrió latapa y extrajo dos legajos de papel.Dejó uno a un lado y abrió el otro.Valendrea vio una hoja blanca más

reciente dentro de un papel claramentemás viejo. Ambos estaban escritos.

El pontífice escudriñó la hoja másantigua.

—Ésta es la nota original queescribió la hermana Lucía en portugués—contó Pablo—. Por desgracia nohablo ese idioma.

—Tampoco yo, Santo Padre.Pablo se la entregó, y él vio que el

texto tenía unas veinte líneas escritascon una tinta negra que se había vueltogris. Resultaba emocionante pensar quesólo la hermana Lucía, una visionariaacreditada de la Virgen, y el papa JuanXXIII habían tocado la hoja que tenía

ante sí.Pablo agitó el papel más reciente.—Ésta es la traducción.—¿La traducción, Santo Padre?—Juan tampoco sabía portugués, así

que hizo que le tradujeran el mensaje alitaliano.

Valendrea desconocía ese dato. Demodo que había que añadir unas tercerashuellas, algún miembro de la curia alque llamaron para que realizara latraducción, que sin duda juraría guardarel secreto después y ya habría muerto.

Pablo desdobló la segunda hoja y sepuso a leer. A su rostro asomó unamirada de curiosidad.

—Nunca se me han dado bien losacertijos.

El Papa juntó los papeles y echómano del segundo montón.

—Al parecer el mensaje llevaba aotra página. —Pablo abrió las hojas:asimismo una más nueva y la otraclaramente más antigua—. En portuguésotra vez. —Pablo echó una ojeada alpapel más reciente—. Vaya, en italiano.Otra traducción.

Valendrea observaba mientras Pabloleía las palabras con una expresión quepasó del desconcierto a una hondapreocupación. Respirabasuperficialmente, el ceño fruncido y la

frente arrugada al releer la traducción.El Papa no dijo nada, ni Valendrea

tampoco. No se atrevió a pedir que ledejara leer las palabras.

El Papa leyó el mensaje una terceravez.

Pablo se humedeció los resecoslabios y se revolvió en la silla. Unamirada de asombro afloró a los ojos delanciano. Por un instante Valendrea seasustó. Delante tenía al primer Papa quehabía dado la vuelta al mundo. Unhombre que aplacó a un ejército deprogresistas de la Iglesia y suavizó surevolución con moderación. Quecompareció ante las Naciones Unidas y

dijo: «Que no vuelva a haber guerra.»Que denunció el control de la natalidadpor considerarlo pecado y se mantuvofirme incluso en medio de una oleada deprotestas que sacudió los cimientos dela Iglesia. Que consolidó la tradicióndel celibato sacerdotal y excomulgó alos disidentes. Que esquivó a un asesinoen Filipinas, desafió a los terroristas ypresidió el funeral de su amigo, elprimer ministro de Italia. Era un vicarioresuelto, que no se impresionaba confacilidad. Sin embargo lo que acababade leer lo había afectado.

Pablo recompuso los papeles y, acontinuación, introdujo ambos legajos en

la caja de madera y cerró la tapa degolpe.

—Ponla en su sitio —musitó elPapa, los ojos fijos en el regazo.Trocitos de cera carmesí le moteaban lablanca sotana. Pablo se los sacudiócomo sí fueran una enfermedad—. Estoha sido un error, no debería habervenido. —Luego pareció armarse devalor y recobró la compostura—.Cuando volvamos arriba, redacta unaorden. Quiero que vuelvas a sellar lacaja personalmente. Nadie volverá aentrar aquí so pena de excomunión. Sinexcepciones.

Pero esa orden no afectaría al Papa,pensó Valendrea: Clemente XV podíaentrar y salir de la Riserva a su antojo.

Y eso era precisamente lo que habíahecho el alemán.

Valendrea sabía desde hacía tiempode la existencia de la traducción alitaliano de lo que escribió la hermanaLucía, pero hasta el día anterior nohabía sabido el nombre del traductor.

El padre Andrej Tibor.Había tres preguntas que lo

atormentaban.¿Por qué Clemente XV no paraba de

entrar en la Riserva? ¿Por qué quería elPapa comunicarse con Tibor? Y, la más

importante: ¿qué era lo que sabía eltraductor?

En ese momento no tenía una solarespuesta.

Aunque quizás los próximos días,entre Colin Michener, Katerina Lew yAmbrosi, averiguara la respuesta de lostres interrogantes.

SEGUNDA PARTE

14

BUCAREST, RUMANÍAVIERNES, 10 DE NOVIEMBRE11:15

Michener bajó unos escalonesmetálicos y pisó el aceitoso asfalto delaeropuerto de Otopeni. El avión deBritish Airways en el que había llegadodesde Roma estaba medio lleno, y erauno de los cuatro únicos aparatos queutilizaban la terminal.

En Rumanía ya había estado una vez,cuando trabajaba en la secretaría deEstado a las órdenes del entonces

cardenal Volkner, en el departamento deRelaciones con los Estados, la seccióninternacional que se ocupaba de lasactividades diplomáticas.

Las Iglesias vaticana y rumanallevaban décadas enfrentadas por unconflicto: el traspaso durante la SegundaGuerra Mundial de propiedadescatólicas a la Iglesia ortodoxa, entre lascuales se incluían monasteriosposeedores de una antigua tradiciónlatina. La libertad religiosa volvió conla caída de los comunistas, pero eldebate relativo a la propiedad persistió,y en varias ocasiones católicos yortodoxos habían protagonizado

violentos choques. Juan Pablo II inicióun diálogo con el gobierno rumano trasel derrocamiento de Ceausescu, eincluso realizó una visita oficial. Pero elprogreso era lento. El mismo Michenerhabía tomado parte en algunasnegociaciones posteriores, yrecientemente el gobierno había hechoalgunos movimientos. Alrededor de dosmillones de católicos frente a veintidósmillones de ortodoxos componían elpaís, y sus voces comenzaban a oírse.Clemente había dejado claro que queríahacerles una visita, pero esa disputaimpedía que se planteara el viaje.

Aquel asunto era otro aspecto más

de la complicada política que parecíaacaparar los días de Michener. Laverdad es que ya no era un sacerdote:era un ministro de gobierno, undiplomático y un confidente personal,todo lo cual terminaría cuando Clementeexhalara el último suspiro. Tal vezentonces pudiera volver a ser sacerdote.Lo cierto es que nunca había trabajadoen una congregación; quizás sermisionero supusiera un desafío. Elcardenal Ngovi le había hablado deKenia. Puede que África fuera unexcelente refugio para un ex secretariodel Papa, sobre todo si Clemente moríaantes de nombrarlo cardenal.

Apartó las incertidumbres de su vidasegún se encaminaba a la terminal.Notaba que se hallaba a mayor altitud.El lúgubre aire era frío: unos cincogrados, había explicado el piloto justoantes de aterrizar. El cielo estabacubierto de un denso remolino de nubesbajas que impedían que el sol tocara latierra.

Entró en el edificio y se dirigióhacia el control de pasaportes. Llevabapoco equipaje, tan sólo una bolsa, puesesperaba estar no más de un día o dos, eiba vestido de manera informal, conunos vaqueros, un suéter y una chaqueta,en cumplimiento de la petición de

Clemente de que fuera discreto.Su pasaporte del Vaticano le

permitió entrar en el país sin necesidadde pagar el habitual visado. Luegoalquiló un baqueteado Ford Fiesta en elmostrador de Eurodollar, nada más salirde la aduana, y un empleado le indicócómo llegar a Zlatna. Su dominio delidioma era lo bastante bueno paraentender la mayor parte de lo que elpelirrojo le dijo.

No le entusiasmaba la idea deconducir solo por uno de los países máspobres de Europa. La investigación quehabía realizado la noche anterior habíarevelado varias notas oficiales que

advertían de los ladrones y aconsejabantener precaución, sobre todo de noche yen el campo. Habría preferido contarcon la ayuda del nuncio apostólico enBucarest: algún empleado podía hacerlede conductor y guía, pero Clementehabía rechazado la idea. De forma quese subió al coche alquilado, salió delaeropuerto y al final dio con la autopistay se dirigió al noroeste, hacia Zlatna, atoda velocidad.

Katerina se encontraba en el lado oestede la plaza, los adoquines deformes,muchos inexistentes. La gente entraba y

salía, con preocupaciones más vitales:comida, calefacción, agua. El ruinososuelo era la menor de sus pesadumbres.

Había llegado a Zlatna hacía doshoras y se había pasado otra recabandotoda la información posible acerca delpadre Andrej Tibor. Tenía cuidado conlas pesquisas, ya que los rumanos erancuriosos. Según los datos que Valendreale había proporcionado, el avión deMichener aterrizaría algo después de lasonce de la mañana, y él tardaría doshoras largas en recorrer los casi cientocincuenta kilómetros que lo separabande Zlatna. Por su reloj era la una yveinte de la tarde, así que, suponiendo

que el vuelo no se hubiese retrasado,estaría allí en breve.

Le resultaba extraño y reconfortantea un tiempo volver a estar en casa.Había nacido y crecido en Bucarest,pero había pasado gran parte de suinfancia al otro lado de los Cárpatos, enTransilvania. Para ella ésa no era unaregión novelesca poblada por vampirosy hombres lobo, sino Erdély, un lugardonde abundaban los bosques, lasciudadelas y la gente campechana. Lacultura era una mezcla de Hungría yAlemania, aderezada con un toquecíngaro. Su padre era descendiente delos colonos sajones que en el siglo XII

fueron allí para defender los pasos demontaña de los invasores tártaros. Losdescendientes de aquelloscentroeuropeos resistieron a toda unaserie de déspotas húngaros y monarcasrumanos, todo para que al final de laSegunda Guerra Mundial los masacraranlos comunistas.

Los padres de su madre eran gitanos,y los comunistas fueron cualquier cosamenos amables con ellos, despertandoun odio colectivo similar al que Hitlersentía hacia los judíos. Al ver Zlatna,con sus casas de madera, sus balconestallados y su estación de ferrocarril deestilo turco, recordó la aldea de sus

abuelos. Zlatna se libró de losterremotos de la región y sobrevivió a ladictadura de Ceausescu; pero el hogarde sus abuelos no corrió la mismasuerte. Al igual que las dos terceraspartes de los pueblos del país, el deellos fue aniquilado de formasistemática, los vecinos relegados agrises edificios de pisos comunales. Lospadres de su madre incluso tuvieron queafrontar la vergüenza de derruir supropia casa. «Un modo de combinar laexperiencia campesina con la eficienciamarxista», rezaba el plan. Y, tristemente,fueron pocos los rumanos que lloraronla pérdida de las aldeas gitanas. Ella

recordaba ir a ver después a sus abuelosa aquel piso frío e impersonal, laslúgubres habitaciones grisesdesprovistas del espíritu afectuoso desus antepasados, la esencia de la vidaextirpada de su alma. Que era de lo quese trataba. Más tarde, en Bosnia, se lodenominó «limpieza étnica». ACeausescu le gustaba decir que era unpaso hacia el «progreso». Ella lollamaba demencia. Y las cosas y lossonidos de Zlatna resucitaban todos esosrecuerdos desagradables.

Por un tendero supo que cerca habíatres orfanatos estatales. Según decían, elpeor era el que le había tocado al padre

Tibor. El edificio se hallaba al oeste dela localidad y albergaba a niñosenfermos terminales, otra de las locurasde Ceausescu.

El dictador prohibió losanticonceptivos y decretó que lasmujeres menores de cuarenta y cincoaños tuvieran al menos cinco hijos. Elresultado era una nación con más niñosde los que sus padres podían alimentar.El abandono de recién nacidos en lacalle estaba a la orden del día, y el sida,la tuberculosis, la hepatitis y la sífilis secobraban un gran número de víctimas.Con el tiempo acabaron surgiendoorfanatos por todas partes, que venían a

ser una especie de vertedero para cuidarde las criaturas no deseadas.

También averiguó que Tibor era unbúlgaro de casi ochenta años —o tal vezfuera mayor, nadie lo sabía a cienciacierta— y se le tenía por un hombrepiadoso que había abandonado lajubilación para trabajar con unos niñosque no tardarían en reunirse con su Dios.Se preguntó cuánto valor haría falta paraconsolar a un bebé moribundo o paradecirle a un niño de diez años quepronto iría a un lugar mucho mejor queaquel en el que estaba. Ella no creía ennada de eso: era atea, siempre lo habíasido. La religión era algo creado por el

hombre, igual que el mismo Dios. En suopinión era la política, y no la fe, la quelo explicaba todo. Qué mejor forma demantener a raya a las masas queaterrorizándolas con la ira de un seromnipotente. Lo mejor era confiar enuno mismo, creer en la capacidad deuno, decidir la propia suerte en elmundo. La oración era para los débiles ylos perezosos, ella nunca la habíanecesitado.

Consultó el reloj: la una y mediapasadas.

Hora de ir al orfanato.Cruzó la plaza para atajar. Qué haría

cuando Michener llegase era algo que

aún no había decidido.Pero ya se le ocurriría.

Michener aminoró la velocidad amedida que se acercaba al orfanato.Parte del trayecto desde Bucarest lohabía realizado por autostrada, unacalzada de cuatro carrilessorprendentemente bien cuidada, pero lacarretera secundaria que tomó antes eramuy distinta, el arcén irregular, lasuperficie llena de baches, como unpaisaje lunar, y salpicada de confusasseñales que lo indujeron a error en dosocasiones. Había cruzado el río Olt

hacía unos kilómetros, atravesando unpintoresco barranco entre dos sierrasboscosas. Conforme iba avanzandohacia el norte, la topografía ibacambiando, dejando atrás tierras delabranza para dar paso a estribaciones ymontañas. Por el camino había vistonegras serpientes de humo de fábricas enel horizonte.

Había sabido del padre Tibor por uncarnicero de Zlatna, el cual le dijodónde podía encontrarlo. El orfanatoocupaba un edificio de tejas rojas condos plantas. Las cicatrices del tejado deterracota daban fe del aire sulfuroso queirritaba la garganta de Michener. Las

ventanas tenían barrotes de hierro, lamayoría de los cristales estabanparcheados con cinta adhesiva. Muchosde ellos los habían encalado, y él sepreguntó si sería para evitar las miradascuriosas desde dentro o desde fuera.

Entró por una puerta en el muro yaparcó el vehículo.

El duro suelo estaba tapizado detupidos hierbajos. A un lado, un tobogány un columpio herrumbrosos. Un reguerode algo negro y fangoso recorría lapared del fondo, tal vez el origen de lapestilencia que percibió nada másbajarse del coche. De la puerta principaldel edificio salió una monja con un

hábito marrón.—Buenos días, hermana. Soy el

padre Colin Michener. He venido ahablar con el padre Tibor. —Le hablóen inglés, con la esperanza de que loentendiera, y añadió una sonrisa.

La anciana unió las manos e inclinólevemente la cabeza a modo de saludo.

—Bienvenido, padre. No sabía queera usted sacerdote.

—Estoy de vacaciones, y hedecidido dejarme la sotana en casa.

—¿Es amigo del padre Tibor? —Suinglés era excelente y carecía de acento.

—No exactamente. Dígale que soyun colega suyo.

—Está dentro. Venga conmigo, porfavor. —Vaciló—. Y, padre, ¿ha estadousted antes en un lugar como éste?

A él la pregunta se le antojó extraña.—No, hermana.—Se lo ruego, intente ser paciente

con los niños.Asintió y subió tras ella cinco

ruinosos escalones de piedra. Dentro, elolor era una horrible combinación deorina, heces y dejadez. Reprimió unanáusea respirando superficialmente ydeseó taparse la nariz, pero pensó quesería insultante. Esquirlas de cristalcrujían bajo sus pies, y reparó en losdesconchones de las paredes, similares

a una piel quemada por el sol.Los niños salieron en tropel de las

habitaciones. Unos treinta, todosvarones, entre la infancia y laadolescencia. Se arremolinaron a sualrededor, la cabeza rapada: «paracombatir los piojos», aclaró la monja.Algunos cojeaban, otros parecían nocontrolar los músculos. Muchos sufríande un ojo vago; otros, de un defecto delhabla. Lo toquetearon con las agrietadasmanos, exigiendo su atención. Sus vocestenían un dejo de aspereza, y losdialectos variaban, si bien la mayoríaempleaba el rumano o el ruso. Varios lepreguntaron quién era y por qué estaba

allí. En la ciudad le habían informadode que casi todos eran enfermosterminales o tenían una graveminusvalía. La escena era surrealistadebido a las prendas que llevaban losmuchachos. Al parecer la ropa eracualquier cosa que anduviera a mano ycubriera los desgarbados cuerpos. Erantodo ojos y huesos, y pocos teníandientes. Las llagas moteaban sus brazos,piernas y rostro. Michener procuró sercuidadoso, ya que la noche anteriorhabía leído que el VIH se hallaba muyextendido entre los niños olvidados deRumanía.

Quería decirles que Dios cuidaría de

ellos, que su sufrimiento tenía unsentido, pero antes de que pudierahablar, un hombre alto vestido con untraje negro de clérigo, sin alzacuello,salió al pasillo. Un chiquillo seabrazaba a su cuello con desesperación.El anciano llevaba el cabello muy corto,y todo en su rostro, sus ademanes y sucaminar resuelto apuntaba a que era unapersona afable. Lucía unas gafas conmontura cromada que enmarcaban unosojos castaños redondos como platos,bajo una pirámide de pobladas cejasblancas. Estaba hecho un palillo, perotenía unos brazos fuertes y musculosos.

—¿Padre Tibor? —le preguntó en

inglés.—Me han dicho que es usted un

colega. —Su inglés tenía un acento de laEuropa del Este.

—Soy el padre Colin Michener.El sacerdote dejó en el suelo al niño

que llevaba en brazos.—A Dumitru le toca su terapia

diaria. Dígame ¿por qué deberíaretrasarla para hablar con usted?

Michener se preguntó cuál sería elmotivo de esa hostilidad.

—Su Papa necesita ayuda.Tibor respiró hondo.—¿Por fin va a reconocer la

situación en la que nos encontramos

aquí?Michener quería hablar a solas, no

le gustaba el público que teníanalrededor, en particular la monja. Losniños seguían tirándole de la ropa.

—Es preciso que hablemos enprivado.

El rostro del padre Tibor mostróescasa emoción al repasar a Michenercon una mirada ecuánime. A éste leasombró el estado físico del anciano yesperó estar la mitad de bien que élcuando cumpliera los ochenta.

—Llévese a los niños, hermana. Yencárguese de la terapia de Dumitru.

La monja cogió al pequeño en

brazos y se llevó al resto por el pasillo.El padre Tibor escupió unasinstrucciones en rumano, parte de lascuales Michener entendió, si bien quisosaber:

—¿Qué clase de terapia recibe elniño?

—Simplemente le masajeamos laspiernas e intentamos hacer que ande. Esprobable que sea inútil, pero es todo loque podemos hacer.

—¿Es que no hay médicos?—Tenemos suerte de poder darles

de comer. Recibir ayuda médica es algoinsólito.

—¿Por qué hace esto?

—Extraña pregunta viniendo de unsacerdote. Estos niños nos necesitan.

La atrocidad que acababa de verseguía atormentándolo.

—¿Ocurre esto mismo en todo elpaís?

—A decir verdad éste es uno de lossitios mejores. Hemos trabajado defirme para hacerlo habitable, pero, comove, aún queda mucho por hacer.

—¿No hay dinero?Tibor meneó la cabeza.—Sólo el que nos dan las

organizaciones de ayuda. El gobierno nohace mucho, y la Iglesia prácticamentenada.

—¿Vino usted por su cuenta?El anciano asintió.—Después de la revolución leí algo

sobre los orfanatos y decidí que éste erami sitio. Eso fue hace diez años, y sigoaquí.

Su voz seguía sonando crispada, demodo que Michener le preguntó:

—¿Por qué es usted tan hostil?—Me pregunto qué es lo que quiere

el secretario del Papa de un viejo.—¿Sabe quién soy?—No ignoro lo que sucede en el

mundo.Vio que el padre Andrej Tibor no

era ningún mentecato. Tal vez Juan

XXIII escogiera sabiamente al pedirle aese hombre que tradujera lo que escribióla hermana Lucía.

—Traigo una carta del Santo Padre.Tibor agarró a Michener del brazo.—Me lo temía. Vayamos a la

capilla.Lo que hacía las veces de capilla era

una habitación diminuta con el pisocubierto por cartones. Las paredes erande piedra y el ruinoso techo de madera.El único signo de devoción procedía deuna solitaria vidriera en la que unmosaico de colores dibujaba una virgencon los brazos extendidos, al parecerdispuesta a abrazar a todo el que

buscara su consuelo.Tibor señaló la imagen.—La encontré no muy lejos de aquí,

en una iglesia que estaba a punto de serdemolida. Uno de los voluntarios queacuden en verano me la instaló. Todoslos niños se sienten atraídos por ella.

—Usted sabe por qué he venido,¿verdad?

Tibor no dijo nada.Michener se metió la mano en el

bolsillo, sacó el sobre azul y se loentregó a Tibor.

El sacerdote lo cogió y se acercó ala ventana. Luego rasgó el sobre yextrajo la nota de Clemente. Se alejó el

papel de los ojos mientras se esforzabapor leerlo a la luz mortecina.

—Hace tiempo que no leo en alemán—afirmó Tibor—, pero aún lo recuerdo.—Terminó de leer—. La primera vezque escribí al Papa fue con la esperanzade que hiciera lo que le pedía sin más.

A Michener le entraron ganas desaber qué había pedido, pero se limitó adecir:

—¿Tiene una respuesta para el SantoPadre?

—Tengo muchas respuestas. ¿Cuálquiere que le dé?

—Usted es el único que puede tomaresa decisión.

—Ojalá fuese así de sencillo. —Ladeó la cabeza hacia la vidriera—.Ella lo complicó. —Tibor permanecióun momento en silencio y luego sevolvió para mirarlo—. ¿Pasará la nocheen Bucarest?

—Si usted quiere.Tibor le devolvió el sobre.—Hay un restaurante, el café Krom,

cerca de la piatsa Revolutsiei. No tienepérdida. Vaya a las ocho. Pensaré enesto y le daré allí su respuesta.

15

Michener iba hacia el Sur, aBucarest, luchando con las imágenes delorfanato.

Al igual que muchos de esos niños,tampoco él había conocido a sus padresbiológicos. Más adelante en su vida seenteró de que su madre vivía enClogheen, un pueblecito irlandés alnorte de Dublín. Cuando se quedóembarazada estaba soltera y aún nohabía cumplido los veinte. El padre eradesconocido, o al menos eso era lo quesostenía firmemente su madre. Por aquel

entonces el aborto era algo desconocido,y la sociedad irlandesa desdeñababrutalmente a las madres solteras.

Así que la Iglesia llenó el vacío.«Centros natalicios», los llamaba el

arzobispo de Dublín, si bien eran pocomás que un vertedero como el queacababa de dejar. Los dirigían monjas,pero no almas bondadosas como las deZlatna, sino mujeres difíciles quetrataban a las futuras madres que teníana su cargo como a delincuentes.

A las mujeres se les obligaba arealizar tareas degradantes hasta quedaban a luz y también después, ytrabajaban en condiciones horribles por

un sueldo escaso o inexistente. Aalgunas las molían a palos, otras moríande hambre, la mayoría eran maltratadas.A ojos de la Iglesia eran pecadoras, y elarrepentimiento forzoso era el únicocamino hacia la salvación. Sin embargo,la mayor parte eran campesinas que nopodían permitirse el lujo de criar a unhijo. Algunas habían mantenidorelaciones ilícitas que sus padres noreconocían o bien que querían manteneren secreto; otras eran esposas quehabían tenido la mala suerte de quedarseencinta en contra de los deseos de susmaridos. El denominador común era lavergüenza: ni una sola de ellas quería

llamar la atención sobre su persona osobre su familia por un niño no deseado.

Después del parto, los niñospermanecían en los centros durante unaño, tal vez dos, y los iban alejandopoco a poco de sus madres: cada díapasaban menos tiempo juntos. El avisodefinitivo sólo se producía la nocheprevia: una pareja americana llegaría ala mañana siguiente. El privilegio de laadopción estaba reservado únicamente alos católicos, los cuales debían accedera educar al niño dentro del seno de laIglesia y no divulgar su procedencia. Seagradecía, aunque no era necesaria, unadonación en metálico a la Sociedad de

Adopción del Sagrado Corazón, laorganización creada para dirigir elproyecto. A los niños se les podíacontar que eran adoptados, pero a losnuevos padres les pedían que dijeranque sus padres biológicos habíanmuerto. La mayoría de las madresbiológicas lo quería así, con laesperanza de que la vergüenza de suerror se desvaneciera con el tiempo: nohacía falta que nadie supiera que sehabían desprendido de un hijo.

Michener recordaba vivamente eldía que fue al centro donde nació. Eledificio de piedra caliza gris seencontraba en una cañada sin vida, un

lugar llamado Kinnegad, no muy lejosdel mar de Irlanda. Recorrió la desiertaconstrucción imaginando a una madreangustiada que se colaba en el cuarto delniño la noche antes de que se lo llevaranpara siempre, intentando armarse devalor para decirle adiós, preguntándosepor qué una Iglesia y un Dios permitíansemejante tormento. ¿Tan grande era supecado? Y, de ser así, ¿por qué no eraigual para el padre? ¿Por qué tenía ellaque cargar con toda la culpa?

Y con todo el dolor.Se situó ante una ventana del último

piso y se quedó mirando una morera. Loúnico que interrumpía el silencio era una

tórrida brisa que resonaba en lashabitaciones vacías como los gritos delos niños que en su día languidecieronallí. Sintió el horror desgarrador de lamadre tratando de ver por última vez asu hijo cuando se lo llevaban a un coche.Su madre biológica había sido una deesas Mujeres. Quién, él nunca lo sabría.Los niños rara vez recibían apellidos,así que no había forma de asociar a unniño con su madre. Lo poco que sabía desí mismo lo había averiguado gracias ala débil memoria de una monja.

Más de dos mil niños salieron deIrlanda de esa manera, uno de ellos undiminuto muchacho de cabello castaño

claro y vivos ojos verdes cuyo destinofue Savannah, Georgia. Su padreadoptivo era abogado, y su madre sentíadevoción por su nuevo hijo. Creció en lacosta del Atlántico, en un barrio declase media alta. Destacó en el colegio yse hizo sacerdote y abogado,complaciendo a sus padres adoptivossobremanera. Luego se fue a Europa yhalló consuelo junto a un obisposolitario que lo quiso como a un hijo. Yahora servía a ese obispo, un hombreque había llegado a ser Papa, parte de lamisma Iglesia que tan estrepitosamentefracasara en Irlanda.

Había querido mucho a sus padres

adoptivos, los cuales cumplieron con suparte del trato diciéndole en todomomento que a sus padres biológicoslos habían matado. Sólo en su lecho demuerte su madre le contó la verdad: laconfesión que una santa le hizo a su hijo,el sacerdote, con la esperanza de quetanto él como su Dios la perdonaran.

«No me la he podido quitar de lacabeza en todos estos años, Colin. Cómodebió sentirse cuando te llevamos connosotros. Intentaron decirme que era porel bien de todos. Intenté decirme que eralo correcto, pero sigo sin poderquitármela de la cabeza.»

Él no supo qué decirle.

«Teníamos tantas ganas de tener unhijo. Y el obispo nos aseguró que sinnosotros tu vida sería dura. Que nadie seocuparía de ti. Pero sigo sin poderquitármela de la cabeza. Quiero decirleque lo siento. Quiero decirle que teeduqué bien, que te he querido como lohabría hecho ella. Quizás de esa manerapueda perdonarnos.»

Pero no había nada que perdonar. Laculpable era la sociedad. La culpableera la Iglesia. No la hija de un granjerodel sur de Georgia que no podía tenerhijos. Ella no había hecho nada malo, yMichener le suplicaba a Dios con fervorque le concediera a su madre la paz.

Ya no solía pensar en el pasado,pero el orfanato se lo había recordadotodo. El fétido aire persistía, y trató dedesembarazarse del hedor con el fríoviento que entraba por una ventanillabajada. Aquellos niños nuncadisfrutarían de un viaje a América,nunca sabrían lo que era el amor de unospadres que los querían. Su mundo estabalimitado por un muro de contención gris,en el interior de un edificio con barrotesde hierro donde no había luces y lacalefacción era escasa. Allí morirían,solos y olvidados, amados únicamentepor un puñado de monjas y un viejosacerdote.

16

Michener encontró un hotel lejos del a piatsa Revolutiei y el concurridobarrio universitario, un establecimientomodesto cercano a un pintoresco parque.Las habitaciones eran pequeñas ylimpias, con un mobiliario art déco queparecía fuera de lugar. La suya incluíaun lavabo que, sorprendentemente, teníaagua caliente; la ducha y el retrete erancompartidos y estaban al fondo delpasillo.

Sentado junto a la única habitacióndel cuarto, estaba dando buena cuenta de

un pastel y una coca-cola light que habíacomprado para aguantar hasta la cena. Alo lejos, un reloj daba con gran estrépitolas cinco de la tarde.

El sobre que Clemente le habíaentregado se hallaba encima de la cama.Sabía lo que se esperaba de él. Ahoraque el padre Tibor había leído elmensaje, debía destruirlo sin leer sucontenido. Clemente confiaba en queharía lo que le había pedido, y él nuncahabía fallado a su mentor, aunquesiempre había considerado su relacióncon Katerina una traición. Había rotosus votos, desobedecido a la Iglesia yofendido a su Dios. Para eso no había

perdón, pero Clemente había dicho locontrario.

—¿Acaso crees que eres el únicosacerdote que ha sucumbido?

—Lo cual no quita para que estémal.

—Colín, el perdón es el sello denuestra fe. Has pecado y deberíasarrepentirte, pero eso no significa queeches a perder tu vida. Además, ¿tanmalo fue?

Todavía recordaba la mirada decuriosidad que le dirigió al arzobispo deColonia. ¿Qué estaba diciendo?

—¿Tenías la sensación de queestaba mal, Colín? ¿Te decía el corazón

que estaba mal?La respuesta a ambas preguntas,

entonces y ahora, era no. Había amado aKaterina, un hecho que no podía negar.Había aparecido en su vida justodespués de que muriera su madre, en unmomento en que estaba lidiando con elpasado. Había ido con él al centro deKinnegad, y después habían dado unpaseo por los acantilados rocosos quese alzaban sobre el mar de Irlanda. Lohabía cogido de la mano y le habíadicho que sus padres adoptivos lohabían querido y que había tenido suertede contar con dos personas tanafectuosas. Y tenía razón, pero él no

dejaba de pensar en su madre biológica.¿Cómo podía ejercer tanta presión lasociedad como para que las mujeressacrificaran a sus hijos por propiavoluntad para poder continuar con suvida?

¿Por qué había de ser necesario?Apuró lo que le quedaba de la coca-

cola y fijó la vista de nuevo en el sobre.Su más viejo y querido amigo, unhombre que había estado a su ladomedia vida, tenía problemas.

Tomó una decisión. Era hora dehacer algo.

Echó mano del sobre y sacó el papelazul. Estaba escrito en alemán, de puño

y letra de Clemente.

Padre Tibor:Estoy al corriente del cometido

que llevó a cabo para el Santísimoy Reverendísimo Juan XXIII. Elprimer mensaje que me envió meprodujo un gran desasosiego. «¿Por qué miente la Iglesia?», mepreguntaba usted. Yo no tenía niidea de a qué se refería. Lasegunda vez que se puso encontacto conmigo hizo que cayeraen la cuenta del dilema ante el quese ve. Le he echado un vistazo a lacopia del tercer secreto que me

envió junto con la primera nota yhe leído su traducción muchasveces. ¿Por qué se ha guardadoestas pruebas? Incluso después deque Juan Pablo revelara el tercersecreto, por su parte sólo hubosilencio. Si lo que me ha enviado esverdad, ¿por qué no dijo nada en sudía? Hay quien diría que es ustedun farsante, alguien a quien no hayque creer, pero yo sé que eso no escierto. ¿Por qué? No lo puedoexplicar. Lo único que sé es que lecreo. Le envío a mi secretario, unhombre de confianza. Puedecontarle al padre Michener lo que

desee, y él me transmitirá sólo a mísus palabras. Si no tiene unarespuesta, dígaselo así. Entiendoque esté furioso con su Iglesia,pues también yo pienso de formasimilar, pero hay muchas cosas atener en cuenta, como usted biensabe. Me gustaría pedirle que ledevolviera esta nota y el sobre alpadre Michener. Le agradezco todala ayuda que se digne a prestarme.Que Dios esté con usted, padre.

CLEMENTE.PP Servus Servorum Dei.

La firma era el sello oficial del

Papa: Pastor de Pastores, Siervo de losSiervos de Dios. La forma de Clementede firmar todos los documentosoficiales.

Michener se sentía mal por haberabusado de la confianza de Clemente,pero era evidente que estaba pasandoalgo. Al parecer el padre Tibor habíaimpresionado al Papa lo bastante paraenviar a su secretario a que evaluara lasituación. « ¿Por qué se ha guardadoestas pruebas?»

¿Qué pruebas?«Le he echado un vistazo a la copia

del tercer secreto que me envió juntocon la primera nota y he leído su

traducción muchas veces.»¿Se encontrarían ambas cosas en la

Riserva? ¿En la caja de madera queClemente no paraba de abrir?

Imposible de decir.Seguía sin saber nada.Así que devolvió la hoja azul al

sobre, fue hasta el baño del fondo delpasillo y lo hizo todo trizas, tirando acontinuación de la cadena para quedesaparecieran los pedazos.

Katerina oyó a Michener cruzar elentarimado del piso de arriba. Sumirada siguió el sonido por el techo

mientras se iba debilitando por elpasillo.

Había ido en pos de él desde Zlatnahasta Bucarest, decidiendo que era másimportante saber dónde se hospedabaque tratar de averiguar lo que habíasucedido con el padre Tibor. No lesorprendió que él evitara el centro y sedirigiera directamente a uno de loshoteles de menor categoría de la ciudad.Asimismo eludió el despacho del nuncioapostólico, próximo a Centru Civic,cosa que tampoco la sorprendió, ya queValendrea había dejado claro que ésa noera una visita oficial.

Cuando atravesaba el centro, le

entristeció ver que la misma monotoníaorwelliana seguía presente en bloquetras bloque de pisos de ladrilloamarillo, los cuales nacieron después deque Ceausescu arrasara la historia de laciudad para dejar sitio a sus imponentescomplejos. Se suponía que su solaenvergadura transmitiría magnificencia,de manera que daba lo mismo que losedificios fueran poco prácticos, caros ysuperfluos. El Estado decretó que lapoblación sabría apreciarlos: losingratos fueron a la cárcel y a los quetuvieron suerte les pegaron un tiro.

Abandonó Rumanía seis mesesdespués de que Ceausescu se enfrentara

al pelotón de fusilamiento, quedándosesólo lo bastante para participar en lasprimeras elecciones de la historia delpaís. Ganaron unos antiguos comunistas,Katerina se dio cuenta de que no seproducirían muchos cambios deprisa, yacababa de percatarse de lo acertado desu predicción: la tristeza aún se dejabasentir en Rumanía. La había sentido enZlatna y en las calles de Bucarest, comoel velatorio que sigue al funeral. Ypodía entenderlo. ¿Qué había sido de supropia vida? En los últimos doce añosno había hecho gran cosa. Su padre lehabía pedido que se quedara a trabajarpara la nueva prensa rumana,

supuestamente libre, pero ella se habíahartado de tanto alboroto. El entusiasmode la revuelta marcó un fuerte contrastecon la calma que vino después. Queotros se ocuparan de pulir el rugosohormigón: ella prefería mezclar lagrava, la arena y el mortero. Así que sefue y recorrió Europa, encontró y perdióa Colin Michener, y luego llegó aAmérica y a Tom Kealy.

Y ahora había vuelto.Y un hombre al que había amado se

paseaba por el piso de arriba.¿Cómo iba a enterarse de lo que él

hacía? ¿Qué había dicho Valendrea? «Lesugiero que utilice los mismos encantos

de que al parecer disfruta Tom Kealy.Seguro que entonces su misión es todoun éxito.»

Huevón.Aunque tal vez el cardenal tuviera

razón. El acercamiento directo parecíalo mejor. No cabía duda de que conocíalos puntos débiles de Michener, y ya seestaba odiando por aprovecharse deellos.

Pero no tenía muchas opciones.Se levantó y se encaminó a la puerta.

17

CIUDAD DEL VATICANO, 17:30

El último compromiso de Valendreallegó pronto para ser viernes. Despuésse suspendió inesperadamente una cenaque había prevista en la embajadafrancesa —una crisis en París habíaretenido al embajador—, así que se viocon una inusitada noche libre.

Había pasado una tortuosa hora conClemente nada más almorzar. Se suponíaque iban a celebrar una reunióninformativa para tratar los asuntosexteriores, pero no hicieron más que

discutir. Su relación empeoraba a pasosagigantados, y el riesgo de unenfrentamiento público cada día eramayor. Faltaba por pedir la renuncia,Clemente sin duda esperaba quemencionara motivos espirituales yabandonara sin más.

Pero eso era algo que jamásocurriría.

Entre los asuntos de la reunión seincluía la información relativa a unavisita del secretario de Estadonorteamericano, prevista para dentro dedos semanas. Washington intentabaconseguir el apoyo de la Santa Sede eniniciativas políticas en Brasil y

Argentina. La Iglesia era una fuerzapolítica en Sudamérica, y Valendreahabía dado a entender su voluntad deutilizar la influencia del Vaticano enfavor de Washington. Sin embargoClemente no deseaba aplicar a laIglesia. A ese respecto no tenía nada quever con Juan Pablo II, que preconizabapúblicamente la misma filosofía y luegoen privado hacía lo contrario. Unaestrategia, pensaba a menudo Valendrea,que permitía no hacer sospechar aMoscú y Varsovia y con el tiempopondría de rodillas al comunismo.Había visto directamente lo que el lídermoral y espiritual de mil millones de

fieles podía hacer en contra y a favor delos gobiernos. Era una lástimadesperdiciar semejante potencial, peroClemente había ordenado que no seprodujera ninguna alianza entre EstadosUnidos y la Santa Sede. Los argentinos ylos brasileños tendrían que resolverellos solos sus problemas.

Llamaron a la puerta de susdependencias.

Estaba solo, pues había enviado a sucamarero a buscar un café. Cruzó elestudio, entró en una antesala contigua yabrió la puerta de dos hojas que daba alpasillo. Dos guardias suizos, la espaldacontra la pared, flanqueaban la entrada.

En medio se hallaba el cardenalMaurice Ngovi.

—Me preguntaba si podríamoscharlar un momento, Eminencia. He idoa su despacho y me han dicho que habíaterminado por hoy.

La voz de Ngovi era baja yreposada, y Valendrea reparó en laformalidad del «Eminencia», sin dudapor la presencia de los guardias. ConColin Michener recorriendo Rumanía, alparecer Clemente había delegado enNgovi para que ejerciera de recadero.

Invitó a pasar al cardenal y ordenó alos guardias que no los molestaran. Acontinuación condujo a Ngovi hasta su

estudio y le pidió que tomara asiento enun sofá dorado.

—Le invitaría a un café, pero heenviado al camarero por él.

Ngovi alzó la mano.—No es preciso. He venido a hablar

con usted.Valendrea se sentó.—Y bien, ¿qué es lo que quiere

Clemente?—Soy yo quien quiere algo. ¿Cuál

fue el motivo de su visita de ayer alarchivo? ¿Intimidar al cardenalarchivero? Porque estuvo fuera de lugar.

—Si mal no recuerdo, el archivo noes de la competencia de la Congregación

para la Educación Católica.—Responda a mi pregunta.—Así que Clemente, después de

todo, quiere algo.Ngovi no dijo nada, una estrategia

irritante que había visto emplear confrecuencia a los africanos y que a veceshacía a Valendrea hablar demasiado.

—Le dijo al archivero que la Iglesiale había encomendado una misión deextrema importancia, una misión querequería tomar medidas extraordinarias.¿A qué se refería?

Sopesó cuánta información le habríafacilitado aquel cabrón blando delarchivo. Seguro que no le había

confesado el pecado que cometió alperdonar el aborto. El viejo idiota noera tan imprudente. ¿O acaso sí?Resolvió que lo mejor era utilizar unatáctica ofensiva.

—Usted y yo sabemos que Clementeestá obsesionado con el secreto deFátima. Ha visitado la Riserva repetidasveces.

—Lo cual es prerrogativa del Papa.Nosotros no somos quiénes paracuestionarla.

Valendrea se inclinó hacia delante.—¿Por qué nuestro buen pontífice

alemán sufre tanto por algo que elmundo ya conoce?

—Ni usted ni yo somos quiénes paracuestionarlo. Juan Pablo II satisfizo micuriosidad revelando el tercer secreto.

—Usted formó parte del comité, ¿noes cierto? El que revisó el secreto yredactó la interpretación que acompañósu publicación.

—Fue un honor. Llevaba tiempopreguntándome cuál sería el mensajefinal de la Virgen.

—Sin embargo resultó tandecepcionante. En realidad no decíagran cosa de nada, aparte de laconsabida petición de arrepentimiento yfe.

—Predijo el asesinato de un papa.

—Lo cual explica por qué la Iglesialo mantuvo oculto todos esos años: notenía sentido darle a un lunático unmotivo divino para que le disparara alPapa.

—Creímos que ésa era la ideacuando Juan XXIII leyó el mensaje yordenó que lo sellaran.

—Y lo que la Virgen predijo pasó:alguien intentó matar a Pablo VI y luegoel turco le disparó a Juan Pablo II. Noobstante, lo que yo quiero saber es porqué Clemente siente la necesidad de leeruna y otra vez el texto original.

—Le repito que ni usted ni yo somosquiénes para cuestionarlo.

—Salvo cuando uno de los dos seaPapa. —Esperó a ver si su adversariomordía el anzuelo.

—Pero ni usted ni yo somos el Papa.Lo que intentó hacer fue una infraccióndel derecho canónico. —La voz deNgovi era serena, y Valendrea sepreguntó si aquel hombre imperturbablealguna vez perdería los estribos.

—No pretenderá acusarme, ¿no?Ngovi no se inmutó.—Si hubiera algún modo de salir

airoso lo haría.—Entonces puede que yo no tuviera

más remedio que renunciar y ustedacabara siendo secretario de Estado, ¿es

eso? Le gustaría, ¿no, Maurice?—Lo único que me gustaría sería

mandarlo de vuelta a Florencia, el lugaral que pertenecen usted y susantepasados Medici.

El aludido se dijo que debíaproceder con cautela: el africano era unmaestro en el arte de la provocación.Ésa sería una buena prueba de cara alcónclave, donde sin duda Ngoviprocuraría por todos los mediosinstigarlo a reaccionar.

—Yo no soy un Medici. Soy unValendrea. Estábamos en contra de losMedici.

—Seguramente sólo después de

presenciar el declive de esa familia.Imagino que sus antepasados tambiénserían unos oportunistas.

Valendrea comprendió que los dosprincipales aspirantes al próximopontificado estaban cara a cara. Sabíaque Ngovi sería el rival más duro. Yahabía escuchado conversacionesgrabadas entre cardenales cuando secreían a salvo en despachos cerrados acal y canto del Vaticano. Ngovi era elcontrincante más peligroso, un hechoaún más impresionante si se tenía encuenta que el arzobispo de Nairobi nisiquiera trataba de hacerse con elpontificado. Cuando le preguntaban,

aquel cabrón taimado siempre deteníacualquier especulación agitando la manoy mencionando el respeto que sentía porClemente XV. Nada de eso engañaba aValendrea. En la silla de san Pedro nose había sentado un africano desde elsiglo I. Menudo triunfo sería. Ngovi eraun nacionalista acérrimo que opinabaabiertamente que África se merecía algomejor de lo que recibía en la actualidad,y ¿qué mejor plataforma para impulsarla reforma social que ocupar la cabezade la Santa Sede?

—Déjelo, Maurice —le dijo—. ¿Porqué no se pasa al equipo ganador? Nosaldrá Papa del próximo cónclave, se lo

puedo asegurar.—Lo que más me preocupa es que

usted salga elegido Papa.—Sé que ejerce el control sobre el

bloque africano, pero eso sólo son ochovotos. No bastan para detenerme.

—Pero sí para ser decisivos en unaselecciones reñidas.

La primera mención de Ngovi delcónclave. ¿Un mensaje, quizás?

—¿Dónde está el padre Ambrosi?—preguntó Ngovi.

Ahora se percataba de cuál era elmotivo de la visita: Clemente necesitabainformación.

—¿Dónde está el padre Michener?

—Tengo entendido que devacaciones.

—Igual que Paolo. Tal vez se hayanido juntos. —Completó el sarcasmosoltando una risita.

—Espero que Colin tenga más gustoescogiendo a sus amigos.

—Lo mismo digo de Paolo.Se preguntó por qué al Papa le

interesaba tanto Ambrosi. ¿Qué másdaba? Quizás hubiese subestimado alalemán.

—Sabe, Maurice, antes hablaba enbroma, pero sería usted un, excelentesecretario de Estado. Su apoyo en elcónclave le garantizaría dicho cargo.

Ngovi tenía las manos entrelazadasbajo la sotana.

—Y ¿a cuántos más les ha idoofreciendo ese caramelo?

—Sólo a los que están a la altura.Su invitado se levantó del sofá.—Le recuerdo que la Constitución

Apostólica prohíbe hacer campaña parael papado. Una prohibición que nosafecta a ambos.

Ngovi se dirigió a la antesala.Sin moverse del asiento, Valendrea

llamó al cardenal.—Yo en su lugar no me preocuparía

demasiado por el protocolo, Maurice.Pronto estaremos en la Capilla Sixtina, y

su suerte podría sufrir un cambiodrástico. Sin embargo, cómo sea dichocambio depende únicamente de usted.

18

BUCAREST, 17:50

Los golpecitos en la puertasobresaltaron a Michener. Nadie salvoClemente y el padre Tibor sabía queestaba en Rumanía. Y absolutamentenadie sabía que se alojaba en ese hotel.

Se puso en pie, cruzó la habitacióny, al abrir la puerta, vio a Katerina Lew.

—¿Cómo demonios me hasencontrado?

Ella sonrió.—Eras tú el que decía que los

únicos secretos del Vaticano son los que

uno no conoce.No le gustó escuchar eso: lo último

que Clemente querría era que unaperiodista estuviese al tanto de lo que élestaba haciendo. Y ¿quién le habíainformado de que había salido deRoma?

—Me sentía mal por lo del otro díaen la plaza —contó ella—. No debídecir lo que dije.

—¿Y has venido a Rumanía adisculparte?

—Tenemos que hablar, Colin.—Éste no es un buen momento.—Me dijeron que estabas de

vacaciones. Pensé que sería el mejor

momento.Michener la invitó a entrar y cerró la

puerta tras ella, recordándose que elmundo había encogido desde la últimavez que estuvo a solas con KaterinaLew. Luego se le pasó por la cabeza unaidea inquietante: si ella sabía tantosobre él, qué no sabría Valendrea.Necesitaba llamar a Clemente paraadvertirle de la existencia de unafiltración. Pero se acordó de lo que éstele había dicho el día anterior en Turínacerca de Valendrea —«Conoce todocuanto hacemos, cuanto decimos»— y sedio cuenta de que el Papa ya lo sabía.

—Colín, no hay motivo para que

seamos tan hostiles. Comprendo muchomejor lo que ocurrió hace tantos años.Incluso estoy dispuesta a admitir quemanejé mal la situación.

—Ya es algo.Ella no reaccionó al oír ese

reproche.—Te he echado de menos. Por eso

es por lo que fui a Roma: para verte.—¿Qué hay de Tom Kealy?—Tuve una relación con Tom. —

Vaciló—. Pero él no es tú. —Se acercómás—. No me avergüenzo del tiempoque pasé con él. La situación de Tom esestimulante para un periodista, hay unmontón de oportunidades. —Sus ojos

apresaron los de Michener como sóloella sabía hacer—. Pero tengo quesaberlo: ¿por qué estabas en el tribunal?Tom me dijo que los secretarios delPapa no suelen ocuparse de esas cosas.

—Sabía que tú estarías allí.—¿Te alegraste de verme?Meditó su respuesta y finalmente

dijo:—Tú no pareciste alegrarte

especialmente de verme.—Sólo intentaba calibrar tu

reacción.—Que yo recuerde, no hubo

reacción alguna por tu parte.Ella se alejó hacia la ventana.

—Compartimos algo especial,Colin, no tiene sentido negarlo.

—Ni tampoco revivirlo.—Eso es lo último que quiero.

Ambos somos más viejos, y espero quemás listos. ¿Es que no podemos seramigos?

Él había acudido a Rumanía porencargo del Papa y ahora se habíaenredado en una discusión emocionalcon una mujer a la que había amado.¿Acaso era una nueva prueba del Señor?No podía negar lo que sentía cuandoestaba tan cerca de ella. Como Katerinahabía dicho, una vez lo habíancompartido todo. Ella había estado

estupenda cuando él luchaba poraveriguar cuál era su herencia,preguntándose qué había sido de sumadre biológica, por qué su padrebiológico lo había abandonado. Con laayuda de Katerina había frenado amuchos de esos demonios. Perosurgían otros nuevos. Tal vez una treguacon su conciencia estuviera bien. ¿Quédaño podía hacerle?

—Me gustaría.Ella llevaba un pantalón negro que

se le pegaba a las delgadas piernas. Unachaqueta de espiguilla a juego y unchaleco de cuero negro le daban laimagen de la revolucionaria que él sabía

que era. En sus ojos no había chispas deensoñación: sus raíces eran firmes.Quizás demasiado. Pero en el fondoexistía una emoción genuina, y él lahabía echado de menos.

Sintió un cosquilleo familiar.Se acordó, años atrás, de cuando se

retiró a los Alpes una temporada parapensar y, al igual que ese día, ella sepresentó ante su puerta, confundiéndolomás.

—¿Qué has estado haciendo enZlatna? —quiso saber ella—. Me handicho que ese orfanato es un lugardifícil, dirigido por un viejo sacerdote.

—¿Has estado allí?

Ella asintió.—Te seguí.Otra realidad preocupante, si bien

Michener la pasó por alto.—Fui a hablar con ese sacerdote.—¿Me lo cuentas?Parecía interesada, y él necesitaba

hablar de ello. Tal vez Katerina pudieraserle de ayuda. Pero había que tener encuenta otro aspecto.

—¿Extraoficialmente? —lepreguntó.

Su sonrisa lo confortó.—Pues claro, Colin.

Extraoficialmente.

19

20:00

Michener llevó a Katerina al caféKrom. Habían estado hablando doshoras en su habitación. Él le contó unaversión abreviada de lo que le ocurríalos últimos meses a Clemente XV y dela razón por la cual él había acudido aRumanía, omitiendo tan sólo que habíaleído la nota que Clemente había escritoa Tibor. No había nadie más, aparte delcardenal Ngovi, con quien se le pasarapor la cabeza hablar de suspreocupaciones. E incluso con Ngovi

sabía que lo mejor era la discreción. Lasalianzas del Vaticano cambiaban comola marea: el amigo de hoy bien podía serel enemigo de mañana. Katerina no eraaliada de nadie en la Iglesia, y estaba altanto del tercer secreto de Fátima. Ellale habló de un artículo que había escritopara una revista danesa en el año 2000,cuando Juan Pablo dio a conocer eltexto. Trataba de un grupo extremistaque creía que el tercer secreto era unavisión apocalíptica, las complejasmetáforas empleadas por la Virgen unadeclaración evidente de que el final seacercaba. Ella pensaba que estabantodos locos, y su artículo abordaba la

demencia que dichas sectas ensalzaban.Sin embargo, después de ver la reacciónde Clemente en la Riserva, Michener yano estaba tan seguro de que fuerademencia. Esperaba que el padre AndrejTibor pusiera fin a la confusión.

El sacerdote aguardaba sentado auna mesa próxima a una ventana. Fuera,un resplandor ambarino iluminaba a lagente y el tráfico, y la neblina envolvíael aire nocturno. El restaurante sehallaba en el centro de la ciudad, cercade la piatsa Revolutsiei, y, al serviernes por la noche, estaba muyconcurrido. Tibor se había cambiado deropa, sustituyendo su negro atuendo de

clérigo por unos vaqueros y un jersey decuello alto. Se levantó cuando Michenerle presentó a Katerina.

—La señorita Lew trabaja conmigo.La he traído para que tome notas de loque quiera que desee usted contarnos. —Antes había decidido que quería queella escuchara lo que Tibor dijese, ypensó que una mentira era mejor que laverdad.

—Si eso es lo que desea elsecretario del Papa —repuso Tibor—,¿quién soy yo para cuestionarlo?

El tono del sacerdote era suave, yMichener esperaba que su anterioramargura se hubiera disipado. Tibor

llamó la atención de la camarera y pidióotras dos cervezas. A continuación elanciano le pasó un sobre por la mesa.

—Ésta es mi respuesta a la preguntade Clemente.

Michener no cogió el sobre.—Me he pasado la tarde entera

meditándola —añadió Tibor—. Queríaser preciso, de modo que la he puestopor escrito.

La camarera dejó dos jarras decerveza oscura en la mesa. Michener dioun trago corto al espumoso brebaje, yKaterina también. Tibor ya iba por lasegunda jarra.

—Llevo mucho tiempo sin pensar en

Fátima —dijo Tibor en voz queda.—¿Trabajó mucho tiempo en el

Vaticano? —preguntó Katerina.—Ocho años, entre Juan XXIII y

Pablo VI. Luego volví a las misiones.—¿Se encontraba presente cuando

Juan XXIII leyó el tercer secreto? —preguntó Michener tanteandodiscretamente, procurando no revelar loque sabía por la nota de Clemente.

Tibor estuvo largo rato mirando porla ventana.

—Sí.Sabía lo que Clemente le había

preguntado a Tibor, de modo que selanzó:

—Padre, el Papa está sumamentepreocupado por algo. ¿Puede ayudarmea entenderlo?

—Comprendo su angustia.Michener trató de parecer

indiferente.—¿Sabe cuál es la razón?El anciano meneó la cabeza.—Después de cuatro décadas yo

mismo sigo sin entender nada. —Apartó los ojos mientras hablaba, comosi no estuviese seguro de sus palabras—. La hermana Lucía era una santa; laIglesia la trató mal.

—¿A qué se refiere? —inquirióKaterina.

—Roma se aseguró de que vivieraenclaustrada. No olvide que en 1959sólo Juan XXIII y ella conocían el tercersecreto. Luego el Vaticano ordenó quesólo pudiera visitarla su familia máscercana, y que ella no hablara con nadiede las apariciones.

—Pero Lucía formó parte de larevelación cuando Juan Pablo hizopúblico el secreto en 2000 —intervinoMichener—. Se hallaba sentada en elestrado cuando se leyó el texto al mundoen Fátima.

—Tenía más de noventa años. Segúncreo, le fallaban el oído y la vista. Y noolvide que le habían prohibido hablar

del tema. Ella no hizo ningúncomentario. Ni uno solo.

Michener bebió otro trago decerveza.

—¿Qué hay de malo en lo queVaticano hizo con respecto a la hermanaLucía? ¿Acaso no pretendíansimplemente protegerla de esoschiflados que querían importunarla conpreguntas?

Tibor cruzó los brazos delante delpecho.

—No esperaba que locomprendiera: usted es producto de lacuria.

A Michener le molestó la acusación,

ya que él era cualquier cosa menos eso.—Mi pontífice no es amigo de la

curia.—El Vaticano exige obediencia

absoluta. En caso contrario, laPenitenciaría Apostólica envía una desus cartas ordenando que uno vaya aRoma a dar cuenta de sus actos. Hemosde hacer lo que nos dicen, y la hermanaLucía era una sierva fiel: hizo lo que ledijeron. Créame, lo último que Romahabría querido era que estuviese adisposición de la prensa internacional.Juan le ordenó que guardara silencioporque no tenía otra elección, y todoslos papas que vinieron después

revalidaron esa orden porque no teníanotra lección.

—Que yo recuerde, Pablo VI y JuanPablo II la visitaron. Juan Pablo inclusole consultó antes de hacer público eltercer secreto. He hablado con obispos ycardenales que formaron parte de larevelación, y ella corroboró que el textoera suyo.

—¿Qué texto? —preguntó Tibor.Una extraña pregunta.—¿Está diciendo que la Iglesia

mintió en lo relativo al mensaje? —quiso saber Katerina.

Tibor agarró su bebida.—Eso nunca lo sabremos: la buena

monja, Juan XXIII y Juan Pablo II ya nose encuentran entre nosotros. Todos hanmuerto, excepto yo.

Michener decidió cambiar de tema.—Cuéntenos lo que sabe. ¿Qué

ocurrió cuando Juan XXIII leyó elsecreto?

Tibor se retrepó en la desvencijadasilla de roble y pareció sopesar lapregunta. Al final, el sacerdoterespondió:

—De acuerdo. Le diré exactamentelo que ocurrió.

—¿Sabe usted portugués? —preguntó monseñor Capovilla.

Tibor lo miró desde su asiento. Diez

meses trabajando en el Vaticano y ésaera la primera vez que alguien de lacuarta planta del Palacio Apostólico ledirigía la palabra, y encima era elsecretario personal de Juan XXIII.

—Sí, padre.—El Santo Padre necesita su ayuda.

¿Le importaría coger una libreta y unbolígrafo, y venir conmigo?

Siguió al sacerdote al ascensor ysubieron en silencio al cuarto piso,donde lo hicieron pasar a lasdependencias del Papa. Juan XXIIIestaba sentado tras un escritorio sobre elque había una cajita de madera con unsello de cera roto. El pontífice sostenía

dos pliegos de papel de carta.—Padre Tibor, ¿sabe qué dice aquí?

—le preguntó Juan.Tibor cogió las dos hojas y echó un

vistazo a las palabras sin fijarse en susignificado, sino tan sólo en si lasentendía.

—Sí, Santo Padre.El rotundo rostro de éste esbozó una

sonrisa, la sonrisa que había electrizadoa católicos del mundo entero. La prensahabía dado en llamarlo Papa Juan, algoque el pontífice había aceptado. Durantemucho tiempo, mientras Pío XII yacíaenfermo, la oscuridad había envuelto lasventanas del palacio papal, las cortinas

echadas a modo de duelo simbólico.Ahora los postigos se hallaban abiertosde par en par, el sol italiano inundandolas estancias, una señal para todo el queentrara en la plaza de San Pedro de queel cardenal veneciano abogaba por unrenacimiento.

—Si no le importa, siéntese allí,junto a la ventana, y traduzca esto alitaliano —pidió Juan—. Cada hoja enuna página, por separado, igual que losoriginales.

Tibor se pasó casi una horaasegurándose de que sus dostraducciones eran precisas. El textooriginal lo había escrito una mano a

todas luces femenina, y el portuguésresultaba algo anticuado, como el que seutilizaba hacia finales del siglo anterior.Los idiomas» al igual que la gente y lacultura, tendían a cambiar con el tiempo,pero su formación era buena y la tarearelativamente sencilla.

Juan no le prestó mucha atenciónmientras trabajaba, charlando en vozbaja con su secretario. Cuando huboterminado, le entregó su versión al Papa.Tibor estuvo atento a su reacciónmientras leía el primer pliego. Nada.Luego el Papa leyó la segunda página.Se produjo un momento de silencio.

—Esto no atañe a mi papado —

comentó Juan con suavidad.Dadas las palabras del papel, Tibor

pensó que era un extraño comentario,pero no dijo nada. Juan dobló ambastraducciones junto al correspondienteoriginal, formando dos legajosseparados. Permaneció callado unosinstantes, y Tibor no se movió. Aquelpontífice, que había ocupado la silla desan Pedro hacía apenas nueve meses, yahabía cambiado profundamente el mundocatólico. Uno de los motivos por los queTibor había acudido a Roma era paraformar parte de lo que estabasucediendo. El mundo estaba listo pararecibir algo diferente, y al parecer Dios

había provisto a sus necesidades.Juan unió las regordetas manos ante

la boca y se meció en silencio en lasilla.

—Padre Tibor, quiero que le dé supalabra a su Papa y a su Dios de quejamás revelará lo que acaba de leer.

Tibor comprendió la importancia dela petición.

—Tiene mi palabra, Santo Padre.Juan lo miró fijamente con sus ojos

pitañosos, una mirada que le atravesó elalma. Un escalofrío le recorrió lacolumna, y él tuvo que vencer lanecesidad imperiosa de ponerse en pie.

Fue como si el Papa le leyera el

pensamiento.—Estate seguro —afirmó Juan casi

en un susurro— de que haré cuantopueda para cumplir los deseos de laVirgen.

—No volví a hablar con Juan XXIII—dijo Tibor.

—¿Y ningún otro Papa se puso encontacto con usted? —inquirió Katerina.

Tibor negó con la cabeza.—Hasta el día de hoy. Le di mi

palabra a Juan XXIII y la mantuve.Hasta hace tres meses.

—¿Qué le envió al Papa?—¿Es que no lo sabe?—No con detalle.

—Quizás Clemente no quiera queusted lo sepa.

—En tal caso no me habría enviado.Tibor señaló a Katerina.—¿Y querría que ella también lo

supiera?—Yo lo quiero —contestó

Michener.Tibor le dirigió una mirada severa.—Me temo que no, padre. Lo que le

envié es algo entre Clemente y yo.—Acaba de decir que Juan XXIII no

volvió a hablar con usted. ¿Intentó ustedcomunicarse con él? —se interesóMichener.

Tibor meneó la cabeza.

—A los pocos días Juan convocó elConcilio Vaticano II. Me acuerdo bien.Pensé que ésa era su respuesta.

—¿Le importaría explicarse?El sacerdote meneó la cabeza.—La verdad es que sí.Michener se terminó la cerveza y le

entraron ganas de pedir otra, pero secontuvo. Escudriñó algunos de losrostros que lo rodeaban y se preguntó sihabría alguno interesado en lo que hacía,pero desechó la idea.

—¿Qué hay de cuando Juan Pablo IIpublicó el tercer secreto?

El rostro de Tibor se tensó.—¿En qué sentido?

La brusquedad del anciano leresultaba cansina.

—El mundo ahora conoce laspalabras de la Virgen.

—Se sabe que la Iglesia rehízo laverdad.

—¿Está sugiriendo que el SantoPadre engañó al mundo? —preguntóMichener.

Tibor no contestó al momento.—No sé lo que estoy sugiriendo. La

Virgen se ha aparecido numerosas vecesen la Tierra. Cabría pensar que al finalrecibiremos el mensaje.

—¿Qué mensaje? Me he pasado losúltimos meses estudiando todas las

apariciones de los últimos dos mil años.Cada una de ellas parece unaexperiencia única.

—Entonces es que no las haestudiado atentamente —espetó Tibor—. También yo me pasé añosleyéndolas, y en todas ellas hay unadeclaración del Cielo pidiendo quehagamos lo que dice el Señor. La Virgenes el mensajero del Cielo. Ofrececonsejo y sabiduría, y nosotros no lahemos escuchado. En los tiemposmodernos ese error comenzó en LaSalette.

Michener sabía todos los detallesrelativos a la aparición de La Salette, un

pueblecito de los Alpes franceses. En1846 dos pastores, un niño, Maxim, yuna niña, Mélanie, supuestamentetuvieron una visión. El suceso fuesimilar en muchos aspectos al deFátima: una escena pastoral, una luz quebajó del firmamento, la imagen de unamujer que les habló.

—Que yo recuerde —comentóMichener—, a los dos niños les fueronrevelados unos secretos que acabaronpor escrito, siéndoles entregados lostextos a Pío IX. Posteriormente losvisionarios publicaron su propiaversión: los acusaron de haber adornadoel texto, y la aparición se vio teñida por

el escándalo.—¿Está diciendo que existe una

relación entre La Salette y Fátima? —preguntó Katerina. Tibor la miróirritado.

—Yo no estoy diciendo nada. Elpadre Michener tiene acceso al archivo.¿Ha establecido él alguna relación?

—Analicé las visiones de La Salette—contestó el aludido—. Pío IX no hizocomentario alguno después de leer cadauno de los secretos, si bien nuncapermitió que salieran a la luz. Y aunquelos originales se hallan clasificadosentre los papeles de Pío IX, los secretosya no están en el archivo.

—Yo busqué en 1960 los secretosde La Salette y tampoco encontré nada,pero hay algunas pistas en lo tocante asu contenido.

Michener sabía exactamente a qué serefería el sacerdote.

—Leí los testimonios de gente quehabía visto a Mélanie escribir losmensajes. Preguntó cómo se escribía«infaliblemente», «mancillado» y«Anticristo», si mal no recuerdo.

Tibor asintió.—El propio Pío IX facilitó algunas

pistas. Después de leer el mensaje deMaxim, dijo: «Ésta es la franqueza y lasencillez de un niño.» Pero tras leer el

de Mélanie, pegó un grito y observó:«Temo menos la impiedad manifiestaque la indiferencia. No en vano a laIglesia se la llama militante, y aquítenéis a su capitana.»

—Tiene buena memoria —aprobóTibor—. Mélanie no se mostró muyamable cuando supo cuál había sido lareacción del Papa: «Este secretodebería proporcionar placer al Papa»,aseguró, «a un Papa debería gustarlesufrir».

Michener recordó decretos que laIglesia promulgó por aquel entonces enlos que se ordenaba a los fieles que seabstuvieran por completo de hablar de

La Salette so pena de sanciones.—Padre Tibor, a La Salette nunca se

le dio el crédito que se le dio a Fátima.—Porque los textos originales de los

mensajes de los visionarios handesaparecido. Lo único que tenemos sonespeculaciones, y el tema no ha sidoobjeto de discusión porque la Iglesia loprohibió. Justo después de la aparición,Maxim aseguró que lo que la Virgen leshabía anunciado sería positivo para unosy negativo para otros. Lucía pronuncióesas mismas palabras varios añosdespués en Fátima: «Bueno para unos ymalo para otros.» —El sacerdote apuróla jarra. Parecía disfrutar del alcohol—.

Maxim y Lucía tenían razón. Bueno paraunos, malo para otros. Es hora de que seescuchen las palabras de la Virgen.

—¿A qué se refiere? —inquirióMichener frustrado.

—En Fátima quedó bien claro cuáleseran los deseos del cielo. No he leído elsecreto de La Salette, pero me imaginoperfectamente lo que dice.

Michener estaba harto de acertijos,pero decidió dejar que el viejosacerdote dijera lo que pensaba.

—Estoy al corriente de lo que laVirgen dijo en Fátima en el segundosecreto, sobre la consagración de Rusiay lo que ocurriría si no se llevaba a

cabo. Estoy de acuerdo en que es unaorden concreta…

—Y sin embargo ningún Papa seencargó de llevar a cabo dichaconsagración hasta Juan Pablo II —lointerrumpió Tibor—. Todos los obisposdel mundo, conjuntamente con Roma, senegaron hasta 1984. Y mire lo quesucedió de 1917 a 1984: el comunismoprosperó, murieron millones depersonas y Rumanía fue destruida ysaqueada por unos monstruos. ¿Qué dijola Virgen? «Los buenos seránmartirizados, el Santo Padreexperimentará un hondo sufrimiento,algunas naciones serán aniquiladas.» Y

todo porque los Papas decidieron seguirsu propio camino en lugar del quedictaba el Cielo. —La ira era visible, yno trataba de ocultarla—. No obstante, alos seis años el comunismo cayó. —Tibor se masajeó la frente—. Romajamás ha reconocido oficialmente unaaparición mariana. Lo único que hará,como mucho, será calificar el sucesocomo «merecedor de crédito». LaIglesia se niega a aceptar que losvisionarios tengan algo importante quedecir.

—Eso no es más que prudencia —adujo Michener.

—¿Cómo es posible? La Iglesia

reconoce que la Virgen se apareció,alienta a los fieles a creer en el suceso yluego pone en duda lo que dicen losvisionarios. ¿Es que no ve lacontradicción?

Michener no respondió.—Párese a pensarlo —añadió Tibor

—. Desde 1870 y el Concilio Vaticano Iel Papa se considera infalible en materiade doctrina. ¿Qué cree que sería de eseconcepto si se atribuyera másimportancia a las palabras de un simplepastor?

Michener nunca había visto lacuestión de ese modo.

—La autoridad de la Iglesia

terminaría —afirmó Tibor—. Los fielesacudirían a otro lugar en busca deconsejo, y Roma dejaría de ser elcentro, Y eso es algo que no se puedepermitir. Pase lo que pase, la curia debesobrevivir. Siempre ha sido así.

—Pero, padre Tibor —tercióKaterina—, los secretos de Fátima sonprecisos respecto a lugares, fechas yhoras. Hablan de Rusia y de los Papaspor su nombre. Hablan de asesinatos depontífices. ¿Acaso la Iglesia no estásiendo únicamente precavida? Esospresuntos secretos difieren tanto de losEvangelios que cada uno de ellos podríaconsiderarse sospechoso.

—Buena observación. Los humanostendemos a pasar por alto aquello con loque no estamos de acuerdo. Pero tal vezel Cielo pensara que hacían faltainstrucciones más específicas. Esosdetalles de los que usted habla.

Michener veía la inquietud en elrostro de Tibor y el nerviosismo en unasmanos que se aferraban a la jarra decerveza vacía. Reinaron unos instantesde tenso silencio y después el anciano seinclinó hacia delante y señaló el sobre.

—Dígale al Santo Padre que haga loque dijo la Virgen. Que no lo discuta nilo ignore, que simplemente haga lo queElla dijo. —Su voz era apagada y

carente de emoción—. En casocontrario, dígale que él y yo prontoiremos al Cielo, y que espero que élcargue con toda la culpa.

20

22:00

Michener y Katerina se bajaron delvagón del metro y salieron de laestación a la noche glacial. Ante ellosapareció el antiguo palacio real rumano,la malparada fachada de piedra envueltaen un resplandor amarillento. La piatsaRevolutsiei se abría en abanico en todasdirecciones, los húmedos adoquinesmoteados de gente arrebujada enpesados abrigos de lana. Por las callesadyacentes el tráfico circulaba conlentitud, y el frío aire dejaba en la

garganta un regusto a carbón.Observó a Katerina mientras ella

escudriñaba la plaza. Sus ojos seposaron en la vieja sede centralcomunista, un monolito estalinista, y lavio detenerse ante el balcón del edificio.

—Ahí fue donde Ceausescupronunció su discurso esa noche. —Señaló—. Yo andaba por allí. Fueestupendo. Ese imbécil pedante estabaahí mismo, bajo las luces, declarandoque era amado por todos. —El edificiopermanecía a oscuras, al parecer ya noera lo bastante importante para seriluminado—. Las cámaras de televisiónretransmitieron el discurso por todo el

país. Estaba tan orgulloso de símismo… hasta que todos empezamos agritar: «Timisoara, Timisoara.»

El había oído hablar de Timisoara,una población al oeste de Rumaníadonde un sacerdote en solitariofinalmente denunció a Ceausescu.Cuando la Iglesia Ortodoxa Reformada,que se hallaba bajo el control delgobierno, lo echó, hubo disturbios entodo el país. A los seis días la violenciaestalló en la plaza que tenía delante.

—Tendrías que haber visto la carade Ceausescu, Colin. Fue su indecisión,el susto momentáneo, lo que nos alentó apasar a la acción. Atravesamos las

barreras policiales y… ya no hubovuelta atrás. —Bajó la voz—. Al finalllegaron los tanques, luego lasmangueras, después las balas. Esa nocheperdí a muchos amigos.

Michener tenía las manos en losbolsillos del abrigo, viendo cómo sualiento se evaporaba ante sus ojos,dejándola recordar, a sabiendas de queestaba orgullosa de lo que había hecho.También él lo estaba.

—Me alegro de que hayas vuelto —le dijo.

Ella se giró hacia él. Un puñado deparejas paseaban por la plaza,abrazadas.

—Te he echado de menos, Colin.Éste había leído una vez que en la

vida de cada uno siempre había alguienque tocaba una fibra tan profunda, tanpreciosa, que, en momentos denecesidad, la mente volvía a ese lugartan preciado buscando consuelo en unosrecuerdos que nunca parecíandecepcionantes: eso era Katerina paraél. Y le preocupaba la razón por la cualla Iglesia o su Dios eran incapaces deproporcionarle la misma satisfacción.

Ella se acercó más.—Eso que dijo el padre Tibor sobre

que había que hacer lo que dijo laVirgen, ¿qué significaba?

—Ojalá lo supiera.—Podrías saberlo.Sabía a qué se refería, y se sacó del

bolsillo el sobre que contenía larespuesta del padre Tibor.

—No puedo abrirlo, ya lo sabes.—¿Por qué no? Encontraremos otro

sobre. Clemente no se enteraría.Ya había sucumbido a la doblez

demasiado al leer la primera nota deClemente.

—Me enteraría yo, —Sabía lo falsaque sonaba su negación, pero volvió ameterse el sobre en el bolsillo.

—Clemente ha moldeado a unsirviente fiel —comentó Katerina—.

E se mérito hay que reconocérselo.—Es mi Papa. Le debo respeto.Los labios y las mejillas de Katerina

hicieron una mueca que ya conocía.—¿Piensas dedicar tu vida al

servicio de los Papas? ¿Qué hay de ti,Colin Michener?

Él se había preguntado eso mismomuchas veces durante los últimos años.¿Qué había de él? ¿Se resumiría su vidaen el capelo de cardenal? ¿Haciendopoco más que disfrutar del prestigio queconcedía la púrpura? Eran hombrescomo el padre Tibor quienesdesempeñaban la labor de lossacerdotes. Sintió de nuevo la caricia de

los niños ese día y percibió el hedor desu desesperanza.

Lo invadió un sentimiento de culpa.—Colin, quiero que sepas que no le

diré una palabra de esto a nadie.—¿Incluyendo a Tom Kealy? —

Lamentó su forma de plantear lapregunta.

—¿Estás celoso?—¿Debería estarlo?—Parece que tengo debilidad por

los sacerdotes.—Ten cuidado con Tom Kealy. Me

da la impresión de que es de los quesalieron corriendo de esta plaza cuandoempezaron los disparos. —La vio tensar

la mandíbula—. No es como tú.Ella sonrió.—Yo me planté delante de un tanque

junto a otro centenar de personas.—La idea es terrible. No me

gustaría que te hirieran.Ella lo miró con curiosidad.—¿Más de lo que ya lo estoy?

Katerina dejó a Michener en suhabitación y bajó los ruidososescalones. Le dijo que charlarían por lamañana, en el desayuno, antes de que élvolviera a Roma. A él no le sorprendiósaber que ella se alojaba en el piso de

abajo, y Katerina no mencionó quetambién ella regresaría a Roma, en unvuelo posterior, sino que le contó que supróximo destino estaba en el aire.

Empezaba a lamentar haberseenredado con el cardenal AlbertoValendrea. Lo que había comenzadocomo un movimiento en pro de sucarrera había degenerado en el engañode un hombre al que todavía amaba. Lepreocupaba mentir a Michener. Supadre, de saber lo que su hija estabahaciendo, se sentiría avergonzado. Y esaidea también le resultaba molesta, puesya había decepcionado a sus padresbastante en los últimos años.

Al llegar a su cuarto, abrió la puertay entró.

Lo primero que vio fue el rostrosonriente del padre Paolo Ambrosi, unavisión que en un primer momento lasobresaltó, si bien recuperó lacompostura deprisa, ya que presentíaque mostrar miedo ante ese hombre seríaun error. Lo cierto es que se esperaba lavisita, puesto que Valendrea había dichoque Ambrosi daría con ella. Cerró lapuerta, se quitó el abrigo y se acercó ala lamparita que había junto a la cama.

—Es mejor que no la encienda —recomendó Ambrosi.

Ella se percató de que el padre iba

vestido con unos pantalones negros y unjersey de cuello alto oscuro. Encima, unsobretodo oscuro abierto. Ninguna deesas prendas era religiosa. Katerina seencogió de hombros y tiró el abrigo enla cama.

—¿Qué ha averiguado?Ella se tomó un instante y, acto

seguido, le hizo un resumen del orfanatoy de lo que Michener le había contadosobre Clemente, si bien se guardóalgunos datos esenciales. Terminóhablándole del padre Tibor, de nuevouna versión reducida, y de laadvertencia del anciano sacerdoterelativa a la Virgen.

—Debe enterarse de cuál es larespuesta de Tibor —dijo Ambrosi.

—Colín no quiso abrir el sobre.—Pues arrégleselas.—¿Cómo espera que lo haga?—Suba y sedúzcalo. Léala después,

mientras él duerme.—¿Por qué no lo hace usted? Estoy

segura de que a usted le interesan lossacerdotes más que a mí.

Ambrosi se abalanzó sobre ella, leagarró el cuello con sus dedos largos yfinos y la tumbó en la cama. Las garraseran frías. Luego le puso la rodilla en elpecho y la apretó con fuerza. Era másfuerte de lo que ella suponía.

—A diferencia del cardenalValendrea, yo no tengo mucha pacienciapara escuchar sus lindezas. Le recuerdoque estamos en Rumanía, no en Roma, yaquí la gente desaparece. Quiero que seentere de lo que escribió el padre Tibor.Averígüelo o puede que la próxima vezque nos veamos no me contenga. —Larodilla de Ambrosi se hundió más en supecho—. La encontraré mañana, igualque la he encontrado esta noche.

A ella le entraron ganas de escupirlea la cara, pero aquellos dedos aúnaferrados a su cuello le advirtieron deque no lo hiciera.

Ambrosi la soltó y se dirigió hacia

la puerta.Ella se llevó las manos al cuello,

respiró unas cuantas veces y se levantóde un salto de la cama.

Ambrosi se volvió hacia ella, conuna pistola en la mano.

Ella se detuvo.—Es usted… un puto… mañoso.Él se encogió de hombros.—La historia nos enseña que la línea

entre el bien y el mal es muy fina. Quepase una buena noche.

Acto seguido abrió la puerta y sefue.

21

CIUDAD DEL VATICANO, 23:40

Valendrea aplastó el cigarrillo en uncenicero cuando llamaron a la puerta desu cámara. Había estado casi una horaabsorto leyendo un libro. Le gustabansobremanera las novelas americanas desuspense, pues constituían una agradableevasión de su vida de palabrasprudentes y estricto protocolo. Suretirada cada noche a un mundo demisterio e intriga era algo que esperabacon impaciencia, y Ambrosi seaseguraba de que siempre tuviera una

nueva aventura que leer.—Adelante —invitó.Apareció el rostro del camarero.—Acabo de recibir una llamada,

Eminencia. El Santo Padre está en laRiserva. Usted pidió que se le informarasi se daba el caso.

Valendrea se quitó las gafas de leery cerró el libro.

—Eso es todo.El camarero se fue, y él se apresuró

a ponerse una camisa de punto, unospantalones y unas zapatillas de deporte ysalió de sus dependencias hacia elascensor privado. En la planta bajarecorrió los desiertos pasillos del

Palacio Apostólico. El silencio sólo seveía interrumpido por el débil gemidoque emitían las cámaras del circuitocerrado de televisión al girar en suselevados soportes y por el chirriar delas suelas de goma. No corría peligro deque alguien lo viera: de noche el palacioestaba cerrado a cal y canto.

Entró en el archivo y pasó por altoal prefecto de noche, atravesó ellaberinto de estanterías y fue directo a laverja de hierro de la Riserva. ClementeXV se hallaba en el interior deliluminado espacio, de espaldas a él,ataviado con una sotana de hilo blanco.

Las puertas de la antigua caja fuerte

se encontraban abiertas. Valendrea no seesforzó en ocultar su presencia. Habíallegado el momento de la confrontación.

—Pasa, Alberto —le dijo el Papa,aún dándole la espalda.

—¿Cómo ha sabido que era yo?Clemente dio media vuelta.—¿Quién iba a ser?Se situó dentro del haz de luz, era la

primera vez que entraba en la Riservadesde 1978. Por aquel entonces sólo unpuñado de bombillas iluminaba el cuartosin ventanas; ahora los tubosfluorescentes lo bañaban todo con unresplandor nacarado. En el mismo cajón,la misma caja de madera, con la tapa

abierta. Restos del sello de cera que élhabía roto y sustituido se veían en elexterior.

—Sé lo de tu visita aquí, con Pablo—afirmó Clemente. Acto seguido señalóla caja—: Estabas presente cuando laabrió. Dime, Alberto, ¿se quedóestupefacto? ¿Se estremeció ese viejoidiota al leer las palabras de la Virgen?

No le iba a dar a Clemente lasatisfacción de saber la verdad.

—Pablo era más Papa de lo queusted lo será nunca.

—Era un hombre obstinado einflexible. Tuvo la ocasión de haceralgo, pero dejó que su orgullo y su

arrogancia lo dominaran. —Clementecogió una hoja de papel abierta quehabía junto a la caja—. Leyó esto y sinembargo antepuso su persona a la deDios.

—Murió tan sólo tres mesesdespués. ¿Qué podía haber hecho?

—Podía haber hecho lo que laVirgen pedía.

—¿Hacer qué, Jakob? ¿Qué es esotan importante? El tercer secreto deFátima no exige otra cosa que fe yarrepentimiento. ¿Qué debería haberhecho Pablo?

Clemente continuaba rígido.—Qué bien se te da mentir.

El cardenal sintió una furia ciegaque no tardó en reprimir.

—¿Es que se ha vuelto loco?El pontífice se acercó a él.—Estoy al corriente de tu segunda

visita a esta habitación.El otro no dijo nada.—Los archiveros llevan un registro

pormenorizado, apuntan desde hacesiglos a todo el que entra aquí. La nochedel 19 de mayo de 1978 viniste conPablo y volviste una hora después. Solo.

—El Santo Padre me habíaencomendado una misión. Me mandóvolver.

—Estoy seguro de que lo hizo,

teniendo en cuenta lo que contenía lacaja.

—Me envió a sellarla de nuevo ydevolverla al cajón.

—Pero antes de sellarla leíste elcontenido. Y ¿quién podría culparte?Eras un sacerdote joven destinado a lacasa del Papa. Tu Papa, al quevenerabas, acababa de leer las palabrasde una visionaria mariana, unas palabrasque sin duda le afectaron.

—Usted qué sabe.—Si no es que era más tonto de lo

que yo pensaba. —La mirada deClemente se agudizó—. Leíste laspalabras y eliminaste parte de ellas.

Como bien sabes, antes había cuatropliegos de papel en esta caja: dosescritos por la hermana Lucía cuandodio testimonio del tercer secreto en1944 y dos obra del padre Tibor cuandorealizó la traducción en 1960. Perodespués de que Pablo abriera la caja ytú la sellaras de nuevo, nadie volvió aabrirla hasta 1981, año en que JuanPablo II leyó el tercer secreto porprimera vez, cosa que hizo en presenciade varios cardenales. Su testimonioconfirma que el sello de Pablo estabaintacto. Todos los que estuvieronpresentes ese día también dieron fe deque en la caja sólo había dos hojas: una

la de la hermana Lucía y la otra latraducción del padre Tibor. Diecinueveaños después, en 2000, cuando JuanPablo finalmente dio a conocer al mundoel texto del tercer secreto, en la cajasólo seguían esos dos papeles. ¿Cómo loexplicas, Alberto? ¿Dónde están lasotras dos páginas de 1978?

—Usted no sabe nada.—Por desgracia para ambos, no es

así. Hay algo que tú nunca has sabido: eltraductor de Juan XXIII, el padre AndrejTibor, copió el tercer secreto, queocupaba dos páginas, en una libreta y acontinuación hizo una traducción en doshojas. Le entregó al Papa el original,

pero más tarde cayó en la cuenta de queen la libreta se había impresionado loque había escrito. Él, al igual que yo,tenía la molesta costumbre de apretardemasiado. Cogió un lapicero, sombreólas palabras y las pasó a dos hojas depapel: en una, el texto original de lahermana Lucía; en la otra, su traducción.—Clemente sostuvo en alto el papel quetenía en la mano—. Uno de esosfacsímiles es éste, me lo envió el padreTibor hace poco.

Valendrea se mantenía impertérrito.—¿Puedo verlo?Clemente sonrió.—Si lo deseas.

El italiano agarró el pliego y unaoleada de aprensión se apoderó de suestómago. Aquélla era la misma letrafemenina que él recordaba, unos diezrenglones en portugués que seguía sinentender.

—El portugués era la lengua maternade la hermana Lucía —prosiguióClemente—. He comparado el estilo, elformato y la caligrafía del facsímil delpadre Tibor con la primera parte deltercer secreto, que te dignaste a dejar enla caja: son idénticos.

—¿Existe una traducción? —inquirió, disimulando cualquieremoción.

—Existe, y el buen padre tambiénme mandó el facsímil. —Clementeseñaló la caja—. Pero está en la caja,donde debe estar.

—En 2000 se publicaron unasfotografías de la letra de la hermanaLucía. Puede que el padre Tibor selimitara a copiar su estilo. —Sacudió lahoja—: Esto podría ser unafalsificación.

—¿Por qué sabía que dirías eso?Podría ser, pero no lo es. Y los dos losabemos.

—¿Por eso es por lo que ha estadoviniendo aquí? —le preguntó Valendrea.

—¿Qué querías que hiciera?

—Ignorar esas palabras.Clemente meneó la cabeza.—Eso es precisamente lo que no

puedo hacer. Además de esta copia, elpadre Tibor me hizo llegar una sencillapregunta. « ¿Por qué miente la Iglesia?»Tú conoces la respuesta: nadie mintió,porque cuando Juan Pablo II sacó a laluz el texto del tercer secreto, nadie,aparte del padre Tibor y tú mismo, sabíaque ése no era todo el mensaje.

Valendrea retrocedió, se metió unamano en el bolsillo y sacó unencendedor en el que había reparado albajar. Prendió el papel y arrojó al suelola hoja en llamas.

Clemente no trató de impedírselo.Valendrea pisoteó las cenizas

ennegrecidas como si acabara de lucharcontra el Diablo y, acto seguido, susojos se centraron en Clemente.

—Déme la traducción de esemaldito cura.

—No, Alberto. Se quedará en lacaja.

Su primer pensamiento fue apartarde un empujón al anciano y hacer lo quehabía que hacer, pero el prefecto denoche apareció en la puerta de laRiserva.

—Cierre con llave esta caja —ledijo Clemente, y el otro se adelantó para

cumplir la orden.El Papa agarró a Valendrea del

brazo y lo sacó de la Riserva. Éstequería desasirse, pero la presencia delprefecto exigía que se mostraserespetuoso. Fuera, entre las estanterías,lejos del prefecto, se zafó de la garra deClemente.

—Quería que supieras lo que teespera —comentó el pontífice.

Pero a Valendrea le preocupaba otracosa:

—¿Por qué no ha impedido quequemara el papel?

—Era perfecto, ¿no, Alberto?Eliminar esas dos páginas de la Riserva.

Nadie se enteraría. Pablo vivía susúltimos días, pronto ocuparía la cripta.A la hermana Lucía le habían prohibidohablar con nadie y luego murió. Nadiemás sabía lo que había en esa caja,salvo tal vez un traductor búlgarodesconocido. Pero en 1978 habíanpasado tantos años que el traductor dejóde preocuparte. Sólo tú sabías de laexistencia de esas dos páginas. Yaunque alguien se percatara, las cosastienden a desaparecer del archivo. Si eltraductor aparecía, sin las páginas noexistía ninguna prueba. Sólo palabras,rumores.

Valendrea no tenía intención de

responder a lo que acababa de escuchar.Prefirió insistir:

—¿Por qué no impidió que quemarael papel?

El Papa vaciló un instante antes decontestar:

—Ya lo verás, Alberto.Y Clemente se alejó arrastrando los

pies cuando el prefecto cerró de golpela puerta de la Riserva.

22

BUCARESTSÁBADO, 11 DE NOVIEMBRE6:00

Katerina durmió mal. Le dolía elcuello debido al ataque de Ambrosi, yestaba furiosa con Valendrea. Loprimero que se le pasó por la cabeza fuemandar a la mierda al secretario deEstado y contarle a Michener la verdad,pero sabía que de ese modo echaría portierra la paz que habían firmado la nocheanterior. Michener jamás creería que elprincipal motivo por el que se había

aliado con Valendrea era volver a estarcerca de él. Lo único que vería sería sutraición.

Tom Kealy no se había equivocadocon Valendrea: «Es un cabrónambicioso.» Más de lo que Kealy sabía,pensó ella, mirando de nuevo al techo dela habitación a oscuras y frotándose losdoloridos músculos. Kealy también teníarazón en otra cosa. Una vez le dijo quehabía dos clases de cardenales: los quequerían ser Papa y los que de verdadquerían ser Papa. Ahora ella añadía unatercera: los que codiciaban ser Papa.

Como Alberto Valendrea.Se odiaba a sí misma. Había una

inocencia en Michener que ella habíaquebrantado. Él no podía evitar serquien era ni creer lo que creía. Quizásfuera eso precisamente lo que le atrajode él. Una lástima que la Iglesia nopermitiera que sus clérigos fuesenfelices. Una lástima que nada fuera acambiar. Maldita fuera la IglesiaCatólica Apostólica y Romana. Ymaldito Alberto Valendrea. Habíadormido con la ropa puesta, y llevabalas últimas dos horas aguardando. Loscrujidos de la madera del piso de arribala pusieron sobre aviso. Sus ojossiguieron el sonido que hacía ColinMichener al andar por la habitación.

Oyó correr el agua en el lavabo y esperólo inevitable. Al poco, los pasos sedirigieron al pasillo, y Katerina oyóabrir y cerrar la puerta.

Se levantó, salió del cuarto y fuedirecta a la escalera justo cuando lapuerta del baño del pasillo se cerraba.Subió las escaleras con sigilo y titubeóal llegar arriba. Esperó a oír el agua dela ducha y avanzó por una raídaalfombra que cubría el desniveladosuelo de dura madera hasta llegar a lahabitación de Michener, cruzando losdedos para que siguiera teniendo lacostumbre de no cerrar nada con llave.

La puerta se abrió.

Ella entró y sus ojos localizaron labolsa de viaje. La ropa de la nocheanterior y la chaqueta también estabanallí. Rebuscó en los bolsillos y encontróel sobre del padre Tibor. Katerinarecordó que Michener no tardaba muchoen ducharse y rasgó el sobre.

Santo padre:He mantenido el juramento que

me obligó a prestar Juan XXIII poramor a nuestro Señor, pero haceunos meses un hecho me hizoreconsiderar dicha obligación. Unode los niños del orfanato murió, ycuando su vida tocaba a su fin,

mientras gritaba de dolor, mepreguntó por el Cielo y quiso sabersi Dios lo perdonaría. No fui capazde imaginar qué le tendría que serperdonado a ese inocente, pero ledije que el Señor se lo perdonaríatodo. Me pidió que se lo explicara,pero la muerte se mostróimpaciente, y él falleció antes deque yo pudiera darle unaaclaración. Fue entonces cuandocaí en la cuenta de que también yohabía de pedir perdón. SantoPadre, el juramento que le hice ami Papa era importante para mí.Lo he mantenido más de cuarenta

años, pero no hay que desafiar alCielo. No cabe duda de que yo nosoy quién para decirle a usted, elVicario de Cristo, lo que hay quehacer. Eso es algo que sólo lepueden indicar su benditaconciencia y la mano de nuestroSeñor y Salvador. Pero debopreguntar: ¿cuánta intoleranciapermitirá el Cielo? No pretendoresultar irrespetuoso, pero es ustedquien solicitó mi opinión, la cual leofrezco humildemente.

Katerina releyó el mensaje. El padreTibor era tan críptico sobre el papel

como lo había sido en persona la nocheanterior, aportando únicamente másacertijos.

Dobló de nuevo la nota y laintrodujo en un sobre blanco que habíaencontrado entre sus cosas. Era algomayor que el original, pero esperabaque no lo bastante distinto como paralevantar sospechas.

Metió el sobre en la chaqueta y saliódel cuarto.

Al pasar por delante de la puerta delbaño, el agua de la ducha cesó. Imaginóa Michener secándose, ajeno a su últimatraición. Vaciló un instante y bajó lasescaleras sin mirar atrás, sintiéndose

aún peor consigo misma.

23

CIUDAD DEL VATICANO, 7:15

Valendrea apartó el desayuno. Notenía apetito. Había dormido poco. Elsueño que había tenido era tan real queseguía sin poder quitárselo de la cabeza.

Se vio en su propia entronización,entrando en la basílica de San Pedroencaramado a la regia sedia gestatoria.Ocho monseñores sostenían en alto unpalio de seda que cubría la antigua sillade oro. Lo rodeaba la corte papal, todoel mundo vestido con majestuosaelegancia. Unos abanicos de plumas de

avestruz lo flanqueaban por tres lados,resaltando su elevada posición comorepresentante de Cristo en la Tierra, y uncoro cantaba mientras un millón depersonas lo aclamaba y millones más loveían por televisión.

Lo curioso del caso es que estabadesnudo.

Sin vestiduras, sin nada.Completamente desnudo sin que nadiepareciera darse cuenta, aunque él eraplenamente consciente. Experimentó unaextraña incomodidad mientras saludabasin cesar a la multitud. ¿Por qué nadie loveía? Quería taparse, pero el miedo lomantenía pegado a la silla. Si se ponía

en pie, era posible que la gente sepercatara. ¿Se reiría? ¿Lo ridiculizaría?Entonces distinguió a un rostro entre losmillones que lo rodeaban.

El de Jakob Volkner.El alemán lucía todos los atributos

papales. Llevaba las vestiduras, lamitra, el palio: todo lo que Valendreadebía llevar. Por encima de los vítores,la música y el coro, oyó cada una de laspalabras que pronunció Volkner, contanta claridad como si se hallaran uno allado del otro.

—Me alegro de que seas tú, Alberto.—¿A qué se refiere?—Ya lo verás.

Se despertó empapado en un sudorfrío y al cabo volvió a dormirse, pero elsueño volvió. Al final alivió la tensióncon una ducha caliente. Se cortó dosveces al afeitarse y estuvo a punto deresbalar en el baño. Sentir desconciertoresultaba preocupante: no estabaacostumbrado al nerviosismo.

—Quería que supieras lo que teespera, Alberto.

El maldito alemán se había mostradotan engreído la otra noche.

Y ahora lo comprendía.Jakob Volkner sabía exactamente lo

que había ocurrido en 1978.

Valendrea volvió a entrar en la Riserva.Pablo lo había obligado a regresar, demanera que al archivero le había sidoordenado explícitamente que abriera lacaja fuerte y lo dejara a solas.

Echó mano del cajón y sacó la cajade madera. Llevaba consigo cera, unencendedor y el sello de Pablo VI. Igualque el sello de Juan XXIII estuvoestampado en el exterior en su día, ahorael de Pablo daría a entender que la cajano debía abrirse, salvo por orden delPapa.

Levantó la tapa y se aseguró de queen su interior seguían los dos legajos,cuatro hojas dobladas en total. Aún

podía ver la cara de Pablo mientras leíael primer papel: estaba sorprendido, unaemoción que rara vez se veía en elrostro de Pablo VI. Pero también huboalgo más, durante un instante tan sólo, sibien Valendrea lo vio con claridad.

Miedo.Clavó la vista en la caja. Los dos

legajos que contenían el tercer secretode Fátima continuaban en su sitio. Sabíaque no debía hacerlo, pero nadie seenteraría. De modo que sacó el montónde encima, el que provocaríareacciones.

Lo desdobló, dejó a un lado eloriginal en portugués, y, a continuación,

leyó la traducción al italiano. Sólo tardóun instante en comprender: sabía lo quehabía que hacer. Tal vez fuera ésa larazón por la cual Pablo lo habíaenviado. Quizás el ancianocomprendiera que él leería las palabrasy después haría lo que el Papa no podíahacer.

Ocultó la traducción en la sotana, ala cual se unió un segundo después eltexto original de la hermana Lucía.Luego abrió el otro legajo y lo leyó.

Nada trascendente.Así que reorganizó esas dos páginas,

las metió en la caja y selló ésta.

Valendrea se levantó de la mesa y cerrócon llave las puertas de susdependencias. Acto seguido fue a sudormitorio y sacó un cofrecillo debronce de un armario. Su padre le habíaregalado la caja por su decimoséptimocumpleaños, y desde entonces guardabaen ella todos sus tesoros, entre ellosunas fotos de sus padres, escrituras depropiedades, títulos de acciones, suprimer misal y un rosario de Juan PabloII.

Metió la mano bajo las vestiduras yencontró la llave que llevaba colgandodel cuello. Abrió la caja y rebuscó. Lasdos hojas de papel dobladas que sacara

d e la Riserva aquella noche de 1978seguían allí: una en portugués, la otra enitaliano. La mitad del tercer secreto deFátima.

Cogió ambos papeles.No fue capaz de leer las palabras de

nuevo, con una vez bastaba. Así queentró en el cuarto de baño, los rompióen pedazos diminutos y los arrojó alretrete.

Tiró de la cadena.Fuera.Por fin.Tenía que volver a la Riserva para

destruir el último facsímil de Tibor.Pero esa visita tendría que esperar a que

muriera Clemente. También necesitabahablar con el padre Ambrosi. Habíaintentado llamarlo vía satélite hacía unahora sin éxito. Ahora levantó elauricular de la encimera del baño yvolvió a marcar el número.

Ambrosi lo cogió.—¿Qué ha pasado? —le preguntó a

su asistente.—Hablé con nuestro ángel la otra

noche. No ha averiguado gran cosa. Hoylo hará mejor.

—Olvídalo. Lo que teníamospensado en un principio es irrelevante.Necesito otra cosa.

Tenía que ser cuidadoso con lo que

decía, ya que en un teléfono vía satélitepodía haber escuchas.

—Presta atención —le dijo.

24

BUCAREST, 6:45

Michener terminó de vestirse ymetió el neceser y la ropa sucia en labolsa de viaje. Una parte de él queríavolver a Zlatna a pasar más tiempo conlos niños. El invierno se aproximaba, yel padre Tibor le había contado la nocheprevia la batalla que suponía el merohecho de mantener las calderas enfuncionamiento. El año anterior sehabían pasado dos meses con lastuberías congeladas, utilizando estufasprovisionales para quemar la madera

que lograban arrebatarle al bosque. Esteinvierno Tibor creía que estarían biengracias a los trabajadores de lasorganizaciones de ayuda que habíanestado todo el verano reparando laanticuada caldera.

Tibor había dicho que su mayordeseo era que transcurrieran otros tresmeses sin perder más niños. El añoanterior habían muerto tres, que sehallaban enterrados en un cementerioque había al otro lado de la tapia.Michener se preguntó cuál sería lafinalidad de tanto sufrimiento. Él habíatenido suerte: el objetivo de los centrosirlandeses era encontrarles un hogar a

los niños, si bien la otra cara de lamoneda era que a las madres se lasseparaba para siempre de sus hijos. Élse había imaginado muchas veces alburócrata del Vaticano que habíaaprobado un plan tan absurdo sinpararse a considerar una sola vez eldolor. Qué maquinaria política tanexasperante, la Iglesia católica. Susengranajes llevaban dos mil añosgirando sin parar, impasible ante lareforma protestante, los infieles, uncisma que la desgarró o el saqueo deNapoleón. Por qué pues, reflexionó,temía la Iglesia lo que pudiera decir unaniña de Fátima. ¿Qué importancia tenía?

Sin embargo, parecía tenerla.Se echó al hombro la bolsa y bajó

las escaleras para ir a la habitación deKaterina. Habían acordado desayunarjuntos antes de que él se marchara alaeropuerto. En el marco de la puertahabía una nota. La sacó.

Colin:He pensado que era mejor que

no nos viéramos esta mañana.Quería que nos fuésemos con lasensación que compartimos la otranoche: dos viejos amigos quedisfrutaron de la compañía delotro. Te deseo lo mejor en Roma.

Mereces que todo te salga bien.Con cariño,

KATE

Una parte de él sintió alivio: laverdad es que no había sabido quédecirle. No había modo de continuar unaamistad en Roma: la menor señal defalta de decoro bastaría para dar altraste con su carrera. Sin embargo, sealegraba de que se hubiesen separadollevándose bien. Tal vez finalmentehicieran las paces. Al menos esoesperaba.

Rompió el papel en pedazos y fuehasta el final del pasillo, donde los

arrojó al retrete y tiró de la cadena. Quéextraño que eso fuera preciso. Pero nopodía quedar resto alguno del mensaje,nada que pudiera relacionarlos. Todohabía de ser saneado.

¿Por qué?Estaba claro: protocolo e imagen.Lo que ya no estaba tan claro era la

creciente rabia que le inspiraban ambosmotivos.

Michener abrió la puerta de su piso enla cuarta planta del Palacio Apostólico.Sus habitaciones se hallaban cerca delas del Papa, donde siempre habían

vivido los secretarios del pontífice.Cuando se mudó a ellas, hacía tres años,pensó tontamente que tal vez lo guiarade algún modo el espíritu de susantiguos ocupantes. Sin embargo con eltiempo había llegado a aprender que nohabía forma de encontrar a esas almas, yque cualquier consejo que pudieranecesitar tendría que hallarlo en símismo.

Había tomado un taxi desde elaeropuerto de Roma en lugar de llamar asu despacho para que le enviaran uncoche, siguiendo las órdenes deClemente de que el viaje pasarainadvertido. Entró en el Vaticano por la

plaza de San Pedro, vestido de manerainformal, como uno de los muchos milesde turistas.

El sábado no era un día ajetreadopara la curia. La mayoría de losempleados se iba y los despachos, aexcepción de unos cuantos en lasecretaría de Estado, permanecíancerrados. Se pasó por la oficina y seenteró de que Clemente se había ido aCastelgandolfo y no volvería hasta ellunes. La villa se encontraba a unostreinta kilómetros al sur de Roma y erarefugio de los Papas desde hacíacuatrocientos años. Los pontíficesmodernos aprovechaban su ambiente

relajado para evitar los agobiantesveranos de Roma y para escapar losfines de semana, utilizando helicópterospara desplazarse.

Michener sabía que a Clemente leencantaba la villa, pero lo que lepreocupaba era que el viaje no formabaparte del itinerario del Papa. Uno de susasistentes le dio por toda explicaciónque el Papa había dicho que le gustaríapasar un par de días en el campo, asíque habían reorganizado todos loscompromisos. Algunos habían solicitadoen la oficina de prensa informaciónrelativa a la salud del pontífice, lo cualno era extraño cuando se modificaba el

programa, pero no habían tardado enhacer la declaración habitual: «El SantoPadre goza de una salud excelente, y ledeseamos larga vida.»

Con todo, Michener estaba inquieto,así que llamó por teléfono al asistenteque había acompañado al pontífice.

—¿Qué está haciendo ahí? —inquirió Michener.

—Sólo quería ver el lago y dar unpaseo por los jardines.

—¿Ha preguntado por mí?—No.—Dígale que he vuelto.Una hora después sonó el teléfono en

el piso de Michener.

—El Santo Padre desea verlo. Hadicho que sería agradable ir al sur encoche por la campiña. ¿Sabe a qué serefiere?

Michener sonrió y consultó el reloj:las tres y veinte de la tarde.

—Dígale que estaré ahí antes de queanochezca.

Al parecer Clemente no quería queusara el helicóptero, aunque la guardiasuiza prefería el transporte aéreo. Demanera que llamó al parque móvil ysolicitó que le prepararan un vehículo.

El recorrido hacia el sureste, a través de

olivares, bordeaba las colinas albanas.El complejo papal de Castelgandolfocomprendía la villa Barberini, la villaCybo y un exquisito jardín, todos ellosenclavados a la orilla del lago Albano.El refugio carecía del bullicio incesantede Roma: era un lugar para la soledaddentro del continuo ajetreo de losasuntos eclesiásticos.

Encontró a Clemente en la terraza.Michener volvía a desempeñar su papelde secretario del Papa, con su alzacuelloy su sotana negra con la faja púrpura. Elpontífice estaba sentado en una silla enmedio del invernadero. Por las elevadascristaleras de las paredes exteriores

entraba el sol de la tarde, y el cálidoaire olía a néctar.

—Colin, tráete una silla de ésas. —El saludo vino acompañado de unasonrisa.

Michener hizo lo que le pedía.—Tiene buen aspecto.Clemente sonrió.—No sabía que antes no lo tuviera.—Ya sabe lo que quiero decir.—La verdad es que me siento bien.

Y te enorgullecerá saber que hoy hedesayunado y almorzado. Y ahoraháblame de Rumanía. Con pelos yseñales.

Explicó lo que había sucedido,

omitiendo únicamente el tiempo quehabía pasado con Katerina. Luego leentregó a Clemente el sobre, y éste leyóla respuesta del padre Tibor.

—¿Qué te dijo exactamente el padreTibor? —le preguntó el Papa.

Michener respondió y añadió:—Hablaba en clave, sin decir nunca

gran cosa, aunque no fue muy benévolocon la Iglesia.

—Eso lo entiendo —musitóClemente.

—Estaba molesto por la forma enque la Santa Sede había tratado el tercersecreto. Dio a entender que se habíadesoído deliberadamente el mensaje de

la Virgen, y me dijo repetidas veces quehiciera lo que Ella decía. Que no lodiscutiera ni lo aplazara, quesimplemente lo hiciera.

La mirada del anciano se detuvo enél.

—Te habló de Juan XXIII, ¿no?Michener asintió.—Cuéntame.Lo hizo, y Clemente parecía

fascinado.—El padre Tibor es el único que

aún vive de los que estuvieron presentesaquel día —apuntó el Papa cuando susecretario hubo terminado—. ¿Qué tepareció el sacerdote?

En su cabeza desfilaron variasimágenes del orfanato.

—Parece sincero. Pero también semostró obstinado. —No añadió lo quepensaba: «Como usted, Santo Padre»—.Jakob, ¿por qué no me cuenta ahora dequé va todo esto?

—Necesito que emprendas otroviaje.

—¿Otro?Clemente asintió.—Esta vez a Medjugorje.—¿A Bosnia? —preguntó Michener

con incredulidad.—Has de hablar con uno de los

visionarios.

Medjugorje le era familiar. Segúndecían, el 24 de junio de 1981 dos niñoshabían visto a una hermosa mujer quesostenía a un niño en lo alto de un montedel suroeste de Yugoslavia. La tardesiguiente los niños volvieron con cuatroamigos, y los seis vieron algo similar.Después los seis niños continuaronviendo las apariciones a diario, y cadauno de ellos recibió un mensaje. Losfuncionarios comunistas de la localidadafirmaron que se trataba de un complotrevolucionario e intentaron detener elespectáculo, pero la gente acudió enmasa a la zona. En el plazo de unosmeses se habló de curaciones

milagrosas y rosarios que se convertíanen oro. Las visiones siguieron inclusodurante la guerra civil, al igual que lasperegrinaciones. Ahora los niños yaeran mayores, el lugar se hallaba enBosnia-Herzegovina, y todos salvo unode los seis habían dejado de tenervisiones. Igual que en Fátima, habíasecretos. La Virgen había confiado diezmensajes a cinco de los visionarios; elsexto sólo conocía nueve. De esos nuevesecretos, todos habían salido a la luz,pero el décimo seguía siendo unmisterio.

—Santo Padre, ¿es preciso querealice ese viaje?

No le hacía mucha gracia recorrerBosnia, una nación desgarrada por laguerra. Las fuerzas norteamericanas y dela OTAN encargadas de mantener la pazcontinuaban allí tratando de mantener elorden.

—Necesito conocer el décimosecreto de Medjugorje —contestóClemente, su tono indicaba que lacuestión no admitía réplica—. Redactauna orden papal para los visionarios.Que te cuenten el mensaje a ti y a ningúnotro. Sólo a ti.

Le entraron ganas de decir algo,pero estaba demasiado cansado por elvuelo y el apretado programa del día

anterior para enredarse en algo quesabía no conduciría a nada, de modo quese limitó a preguntar:

—¿Cuándo, Santo Padre?Su viejo amigo pareció notar su

fatiga.—Dentro de unos días. Así llamará

menos la atención. Y esto también quedaentre nosotros.

25

BUCAREST, RUMANÍA21:40

Valendrea se desabrochó el cinturónde seguridad cuando el Gulfstreamdescendió de un nuboso cielo nocturno yaterrizó en el aeropuerto de Otopeni. Elavión era propiedad de unconglomerado de empresas italiano quetenía fuertes vínculos con los Valendreade la Toscana, y el propio Valendreautilizaba regularmente el aparato parahacer viajes relámpago fuera de Roma.

El padre Ambrosi esperaba en la

pista vestido de civil, un sobretodonegro cubría su delgado cuerpo.

—Bienvenido, Eminencia —losaludó Ambrosi.

La noche rumana era fría, yValendrea se alegró de llevar un gruesoabrigo de lana. Al igual que Ambrosi,vestía ropa de calle. Ésa no era unavisita oficial, y no quería que alguien loreconociera. Ir era un riesgo, pero teníaque calibrar la amenaza en persona.

—¿Qué hay de la aduana? —inquirió.

—Hecho. Los pasaportes vaticanostienen influencia aquí.

Se subieron a un sedán. Ambrosi

conducía mientras Valendrea ibasentado en la parte de atrás. Iban alnorte, alejándose de Bucarest, hacia lasmontañas, por unas carreteras llenas debaches. Era la primera vez queValendrea visitaba Rumanía. Sabía queClemente deseaba realizar unaperegrinación oficial, pero cualquiermisión papal a un lugar tan conflictivotendría que esperar hasta que élestuviera al mando.

—Va allí todos los sábados por latarde a rezar —le explicaba Ambrosidesde el asiento delantero—. Noimporta que haga frío o calor, lleva añoshaciéndolo.

Valendrea asintió al oír lainformación. Ambrosi había obrado conla meticulosidad acostumbrada.

Condujeron casi una hora ensilencio. El terreno fue ascendiendopoco a poco hasta que se vieronsalvando una pronunciada pendienteboscosa. Ambrosi aminoró la velocidadcerca de la cima, aparcó en un desigualarcén y apagó el motor.

—Es ahí, por ese camino —dijoAmbrosi al tiempo que señalaba por laempañada ventanilla un sendero quediscurría entre los árboles.

A la luz de los faros Valendrea vioque había otro coche aparcado más

adelante.—¿Por qué viene aquí?—Según me han dicho, cree que este

lugar es sagrado. En la Edad Media losterratenientes de la localidad utilizabanla vieja iglesia, y cuando los turcosconquistaron la zona, quemaron en ella alos aldeanos, vivos. Es como si élsacara fuerzas del martirio.

—Hay algo que debes saber —advirtió Valendrea a Ambrosi. Ésteseguía en el asiento del conductor, lamirada aún fija en el parabrisas, inmóvil—. Estamos a punto de cruzar una línea,pero es imprescindible que lo hagamos.Hay mucho en juego. No te pediría esto

si no fuera de vital importancia para laIglesia.

—No necesito explicaciones —contestó Ambrosi en voz queda—. Mebasta que me diga que es así.

—Tu fe es impresionante, pero eresun soldado del Señor, y un guerrerodebería saber por qué lucha, así quedeja que te cuente lo que sé.

Se bajaron del coche. Ambrosi echó aandar delante bajo un cieloaterciopelado blanqueado por una lunaprácticamente llena. A cincuenta metros,en el interior del bosque, surgió la

sombra oscurecida de una iglesia. Amedida que se acercaban Valendrea fuedistinguiendo los antiguos rosetones y elcampanario, las piedras ya sin atisbo deindividualidad, sino fundidas, comocarentes de juntas. Dentro no se veía luzalguna.

—Padre Tibor —gritó Valendrea eninglés.

Una figura negra apareció en lapuerta.

—¿Quién anda ahí?—Soy el cardenal Alberto

Valendrea. He venido desde Roma parahablar con usted.

Tibor salió de la iglesia.

—Primero el secretario del Papa yahora el secretario de Estado. Menudasorpresa para un humilde sacerdote.

Su interlocutor no fue capaz dedecidir si el tono era sarcástico orespetuoso. Le ofreció el dorso de lamano, y Tibor se arrodilló ante él y besóel anillo que llevaba desde el día en queJuan Pablo II lo invistiera con ladignidad de cardenal. Apreció lasumisión del sacerdote.

—Por favor, padre, levántese.Tenemos que hablar.

Tibor se puso en pie.—¿Ya ha llegado mi mensaje a

manos de Clemente?

—Así es, y el Papa se lo agradece.Pero me han enviado a averiguar más.

—Eminencia, me temo que no puedodecir más de lo que ya he dicho. Ya esbastante grave que haya roto eljuramento de silencio que le hice a JuanXXIII.

A Valendrea le gustó oír aquello.—Entonces ¿nunca ha hablado de

esto con nadie? ¿Ni siquiera con unconfesor?

—Así es, Eminencia. No le he dicholo que sabía a nadie salvo a Clemente.

—¿Acaso no estuvo aquí ayer elsecretario del Papa?

—Sí, pero sólo le insinué la verdad.

No sabe nada. Supongo que ha vistousted la respuesta que le di por escrito,¿no?

—La he visto —mintió Valendrea.—En ese caso sabrá que tampoco

allí he dicho gran cosa.—¿Qué le movió a hacer una copia

del mensaje de la hermana Lucía?—Eso es difícil de explicar. Ese

día, después de hacer lo que me pidióJuan, vi la impresión en la libreta. Recéen busca de consejo y algo me dijo quesombreara la página y revelara laspalabras.

—¿Por qué las ha conservado todosestos años?

—También yo me he hecho esapregunta. No sé por qué, tan sólo sé quelo hice.

—Y ¿por qué decidió finalmenteponerse en contacto con el pontífice?

—Lo que ha sucedido con respectoal tercer secreto no está bien. La Iglesiano ha sido honrada con sus fieles. Algoen mi interior me impelió a hablar, unanecesidad que no pude desoír.

Valendrea captó la mirada deAmbrosi durante un instante y percibióuna leve inclinación de su cabeza haciala derecha. Por ahí.

—Vayamos a dar un paseo, padre —invitó el cardenal al tiempo que cogía a

Tibor del brazo—. Dígame, ¿por quéviene a este sitio?

—A decir verdad me preguntabacómo había dado conmigo, Eminencia.

—Su devoción por los rezos es desobra conocida. Mi asistente no tuvomás que preguntar y la gente le habló desu ritual de cada semana.

—Éste es un lugar sagrado. Loscatólicos llevan quinientos añosrindiendo culto aquí, y me resultareconfortante. —Tibor hizo una pausa—. También vengo por la Virgen.

Iban por un estrecho sendero, conAmbrosi a la cabeza.

—Explíquese, padre.

—La Virgen les dijo a los niños deFátima que debía celebrarse unacomunión reparadora el primer sábadode cada mes. Vengo aquí todas lassemanas a ofrecer mi reparaciónpersonal.

—¿Por qué reza?—Por que el mundo disfrute de la

paz que predijo Nuestra Señora.—Yo también rezo por lo mismo,

igual que el Santo Padre.La senda terminaba al borde de un

precipicio. Ante ellos se extendía unpanorama de montañas y tupido bosque,todo envuelto en un tenue resplandorgris azulado. Eran pocas las luces que

moteaban el paisaje, aunque algunashogueras ardían a lo lejos. Al sur sedistinguía en el horizonte la brillanteaureola que despedía Bucarest, a unossesenta kilómetros de distancia.

—Qué magnificencia —observóValendrea—. Una vista extraordinaria.

—Vengo aquí muchas veces despuésde rezar —contó Tibor.

—Lo cual lo ayudará a soportar eldolor que le producirá el orfanato —comentó Valendrea en voz baja.

Tibor asintió.—Aquí siento una enorme paz.—Así seguirá siendo.A continuación le hizo un gesto a

Ambrosi, que sacó una enorme navaja.El brazo de Ambrosi se alzó por detrásy rajó la garganta del padre Tibor. Losojos del sacerdote se salieron de susórbitas. Ambrosi dejó caer el arma,agarró a Tibor desde atrás y lo tiró porel despeñadero.

El cuerpo del clérigo se disolvió enla negrura.

Un segundo después se oyó unimpacto, y otro, y luego silencio.

Valendrea permanecía inmóvil juntoa Ambrosi. Su mirada seguía clavada enel barranco.

—¿Hay rocas? —preguntó contranquilidad.

—Muchas, y también un torrente deaguas rápidas. Tardarán unos días enencontrar el cadáver.

—¿Fue duro matarlo? —Queríasaberlo de verdad.

—Había que hacerlo.Miró a su querido amigo en la

oscuridad, levantó la mano y le dibujóuna cruz en la frente, los labios y elcorazón.

—Yo te perdono, en el nombre delPadre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Ambrosi bajó la cabeza en señal deagradecimiento.

—Todos los movimientos católicoshan de tener mártires. Y acabamos de

ver al último mártir de la Iglesia. —Searrodilló en el suelo—. Únete a mí en laoración por el alma del padre Tibor.

26

CASTELGANDOLFODOMINGO, 12 DE NOVIEMBRE12:00

Michener iba detrás de Clemente ene l papamóvil cuando el vehículo salíade las tierras de la villa y se dirigía a laciudad. Aquel coche especialmentediseñado era una furgoneta Mercedes-Benz modificada que permitía a dospersonas ponerse de pie dentro de unhabitáculo transparente a prueba debalas. El vehículo siempre se utilizabacuando el Papa se desplazaba entre una

gran multitud.Clemente había accedido a realizar

una visita dominical. Tan sólo unas tresmil personas vivían en el pueblo quelindaba con el recinto pontifical, perosentían verdadera devoción por el Papa,y esas visitas eran la forma que teníaéste de darles las gracias.

Después de la conversación quehabían mantenido la tarde del díaanterior, Michener no había vuelto a veral Papa hasta esa mañana. Aunque legustaba la gente por naturaleza ydisfrutaba con la buena conversación,Clemente XV continuaba siendo JakobVolkner, un hombre solitario que

valoraba su intimidad, así que no eraextraño que hubiese pasado el resto dela tarde anterior solo, rezando yleyendo, y retirándose pronto.

Hacía una hora Michener habíaredactado una carta en la que ordenaba auno de los visionarios de Medjugorjeque dio testimonio del presunto décimosecreto, y Clemente la había firmado. AMichener seguía sin apetecerle el viajepor Bosnia, y lo único que le cabíaesperar es que fuera breve.

Sólo tardaron unos minutos enefectuar el recorrido hasta la localidad.La plaza del pueblo estaba abarrotada, yel gentío prorrumpió en vítores al ver

avanzar el coche del Papa. Clementepareció animarse con la demostraciónde afecto y agitó la mano, señalandorostros que reconocía, enviando saludosespeciales.

—Está bien que amen a su Papa —afirmó Clemente, en voz queda, enalemán, su atención centrada en lamultitud, asido firmemente a la barra deacero inoxidable.

—Tampoco les da usted motivo paraque sea de otro modo —repusoMichener.

—Ése debería ser el objetivo detodo el que lleva esta sotana.

El coche dio la vuelta a la plaza.

—Pídele al conductor que pare —dijo el Papa.

Michener pegó dos golpecitos en laventana. El vehículo se detuvo yClemente abrió la puerta de cristal. Bajóal adoquinado, y los cuatro hombres deseguridad que rodearon el coche sepusieron alerta en el acto.

—¿Cree que esto es buena idea? —inquirió Michener.

Clemente levantó la vista.—Es una idea inmejorable.El protocolo exigía que el Papa no

saliera jamás del vehículo. Aunque esavisita había sido organizada el díaanterior, avisando con poca antelación,

había pasado bastante tiempo para quehubiera motivo de preocupación.

Clemente se acercó a lamuchedumbre con los brazos extendidos.Los niños acogieron sus ajadas manos, yél los atrajo hacia sí en un abrazo.Michener sabía que una de las mayoresdecepciones en la vida de Clemente erano ser padre: los niños eran preciosospara él.

El equipo de seguridad rodeó alpontífice, pero los vecinos fueron deayuda al mostrarse reverentes mientrasClemente pasaba ante ellos. Muchosgritaron el tradicional «Viva, viva» quelos Papas llevaban siglos escuchando.

Michener se limitaba a observar.Clemente XV estaba haciendo lo quehacían los Papas desde hacía dosmilenios. «Tú eres Pedro, y sobre estapiedra edificaré yo mi iglesia, y laspuertas del Infierno no prevaleceráncontra ella. Yo te daré las llaves delreino de los cielos, y cuanto atares en laTierra será atado en los cielos, y cuantodesatares será desatado en los cielos.»Doscientos sesenta y siete hombreshabían sido elegidos eslabones de unacadena ininterrumpida, comenzando porPedro y terminando en Clemente XV.Ante sí tenía un perfecto ejemplo delpastor entre el rebaño.

Se le pasó por la cabeza parte deltercer secreto de Fátima.

«El Santo Padre atravesó una granciudad medio en ruinas, un tantotembloroso y con paso titubeante,afligido de dolor y pesar. Rezó por lasalmas de los cuerpos que se fueencontrando por el camino. Una vezcoronada la cima de la montaña, derodillas a los pies de la gran cruz, ungrupo de soldados le disparó balas yflechas, y lo mató.»

Tal vez esa declaración de peligroexplicara por qué Juan XXIII y sussucesores decidieron acallar el mensaje.Sin embargo, en última instancia un

asesino pagado por los rusos habíaintentado matar a Juan Pablo II en 1981.Poco después, mientras se restablecía,Juan Pablo había leído por vez primerael tercer secreto de Fátima. Entonces¿por qué había esperado diecinueveaños para dar a conocer al mundo laspalabras de la Virgen? Una buenapregunta, una que iría a sumarse a lacreciente lista de preguntas sinrespuesta. Resolvió no pensar en nadade aquello, y en su lugar se concentró enClemente, que disfrutaba de la multitud,y todos sus temores se desvanecieron.

Ese día nadie le haría daño a suquerido amigo.

Eran las dos de la tarde cuandovolvieron a la villa. Un almuerzo ligerolos aguardaba en la terraza, y Clementele pidió a Michener que se uniera a él.Comieron en silencio, disfrutando de lasflores y de una espectacular tarde denoviembre. La piscina del recinto, alotro lado de la cristalera, estaba vacía.Era uno de los escasos lujos en los queJuan Pablo II había insistido, diciéndolea la curia, cuando ésta se quejó delprecio, que era mucho más barata queelegir a un nuevo pontífice.

El almuerzo consistió en unasustanciosa sopa de carne con verdura,

una de las preferidas de Clemente, y pannegro. Michener tenía debilidad por elpan, le recordaba a Katerina. Solíancompartirlo cuando tomaban un café y lacena. Se preguntó dónde estaría en esemomento y por qué había sentido lanecesidad de abandonar Bucarest sindespedirse. Esperaba volver a verlaalgún día, tal vez después de quefinalizara su estancia en el Vaticano, enun lugar donde no hubiese hombrescomo Alberto Valendrea, donde a nadiele importara quién era él o lo que hacía.Donde quizás pudiera seguir losdictados de su corazón.

—Háblame de ella —pidió

Clemente.—¿Cómo ha sabido que estaba

pensando en ella?—No ha sido muy difícil.Lo cierto es que le apetecía hablar

del tema.—Es diferente. Cercana, pero difícil

de definir.Clemente bebió un sorbo de vino de

su copa.—No puedo evitar pensar que sería

mejor sacerdote, mejor hombre, si notuviera que reprimir mis sentimientos —repuso Michener.

El Papa dejó el vaso en la mesa.—Tu confusión es comprensible. El

celibato no está bien.Michener dejó de comer.—Espero que no le haya contado eso

a nadie más.—Si no puedo ser sincero contigo,

¿con quién voy a serlo?—¿Cuándo llegó a esa conclusión?—El Concilio de Trento se celebró

hace mucho, y sin embargo aquí nostienes, en el siglo veintiuno yaferrándonos a una doctrina del siglodieciséis.

—Es la naturaleza católica.—El Concilio de Trento se convocó

para tratar de la Reforma protestante.Perdimos esa batalla, Colin. Los

protestantes se han convertido en unproblema permanente.

Entendió lo que estaba diciendoClemente. El Concilio de Trento habíadeterminado que el celibato eranecesario por el bien del Evangelio,pero admitía que su origen no eradivino, lo cual significaba que podíacambiarse si la Iglesia lo deseaba. Losúnicos concilios que se habíancelebrado después del de Trento, elVaticano I y el Vaticano II, habíanrehusado hacer nada, y ahora el sumopontífice, el único hombre que podíahacer algo, se cuestionaba lo acertadode la actitud de sus predecesores.

—¿Qué está diciendo, Jakob?—No estoy diciendo nada, tan sólo

hablo con un viejo amigo. ¿Por qué nopueden casarse los sacerdotes? ¿Por quéhan de ser castos? Si es aceptable paraotros, ¿por qué no para el clero?

—Personalmente estoy de acuerdo,pero creo que la curia adoptaría unpunto de vista distinto.

Clemente se inclinó hacia delante alapartar el cuenco de sopa vacío.

—Y ése es el problema: la curiasiempre se opondrá a todo aquello queamenace su supervivencia. ¿Sabes loque me dijo uno de ellos hace unassemanas?

Michener negó con la cabeza.—Dijo que el celibato debía

mantenerse porque el coste quesupondría pagar a los sacerdotes sedispararía. Nos veríamos forzados adestinar decenas de millones para hacerfrente a la subida de sueldos, ya que lossacerdotes tendrían esposa e hijos quemantener, ¡imagínate! Ésa es la lógicaque emplea la Iglesia.

Michener era de la misma opinión,si bien se sintió en la obligación decontestar:

—El mero hecho de que insinuara lanecesidad de un cambio le daría aValendrea un arma arrojadiza perfecta

para utilizar con los cardenales. Podríaenfrentarse a una rebelión.

—Pero ésa es la ventaja de serPapa: mis opiniones en materia dedoctrina son infalibles. Mi palabra es laúltima palabra. No necesito permiso, yno me pueden echar.

—La infalibilidad también fuecreada por la Iglesia —le recordóMichener—. El próximo Papa podríacambiarla, junto con todo aquello queusted haga.

Clemente se pellizcaba la partecarnosa de la mano, una nerviosacostumbre que Michener ya le habíavisto.

—He tenido una visión, Colin.Las palabras, apenas un susurro,

tardaron un instante en ser asimiladas.—Una ¿qué?—La Virgen me habló.—¿Cuándo?—Hace muchas semanas, justo

después de que el padre Tibor sepusiera en contacto conmigo por vezprimera. Por eso acudí a la Riserva.Ella me dijo que fuera.

Primero el Papa hablaba dedesechar un dogma que llevaba en piecinco siglos y ahora afirmaba haberpresenciado apariciones marianas.Michener cayó en la cuenta de que la

conversación debía quedar entre ellos,con las plantas por único testigo, perooyó de nuevo lo que Clemente habíadicho en Turín: « ¿De verdad crees quedisfrutamos de alguna privacidad aquí,en el Vaticano?»

—¿Es prudente discutir esto? —Esperaba que su tono le transmitiera elaviso, pero Clemente no parecióescuchar.

—Ayer se me apareció en micapilla. Alcé la vista y allí estaba,flotando delante de mí, rodeada de unaluz dorada y azul, un halo envolviendosu resplandor. —El Papa hizo una pausa—. Me dijo que su corazón estaba

rodeado de espinas con las que loshombres la laceran, sus blasfemias y suingratitud.

—¿Está seguro de esasafirmaciones? —le preguntó elsacerdote.

Clemente asintió.—Las dijo con toda claridad. —El

Papa unió los dedos—. No estoy senil,Colin. Fue una visión, de eso estoyseguro. —Se detuvo—. Juan Pablo IItambién las tuvo.

Michener lo sabía, pero no dijonada.

—Somos unos estúpidos —aseguróel Papa.

A su interlocutor empezaban ainquietarlo tantos acertijos.

—La Virgen me dijo que fuera aMedjugorje.

—Y ¿por eso me envía allí?Clemente afirmó con la cabeza.—Dijo que entonces quedaría todo

claro.Por unos momentos reinó el silencio.

Michener no sabía qué decir. Era difícildiscutir con el Cielo.

—Dejé que Valendrea leyera elcontenido de la caja de Fátima —musitóel pontífice.

Michener se sentía confuso.—¿Qué hay en ella?

—Parte de lo que me mandó elpadre Tibor.

—¿Va a decirme qué es?—No puedo.—¿Por qué permitió que Valendrea

lo leyera?—Para ver su reacción. Incluso trató

de intimidar al archivero para que ledejara echar un vistazo. Ahora sabeexactamente lo mismo que sé yo.

Michener estaba a punto depreguntar una vez más de qué se tratabacuando unos golpecitos a la entrada dela terraza interrumpieron laconversación. Entró uno de loscamareros con una hoja de papel

doblada.—Acaba de llegar esto de Roma por

fax, monseñor Michener. En la cabeceraindicaba que se lo entregara deinmediato.

El aludido cogió el papel y le diolas gracias al camarero, que se marchóal punto. Lo abrió y leyó el mensaje.Luego miró a Clemente y dijo:

—Hace un rato se ha recibido unallamada del nuncio de Bucarest. Elpadre Tibor ha muerto. Encontraron sucuerpo esta mañana, en la orilla de unrío al norte de la ciudad. Tenía el cuellorajado, y al parecer lo arrojaron por unprecipicio. Hallaron su coche cerca de

una vieja iglesia que frecuentaba. Lapolicía sospecha que fueron ladrones,porque la zona está plagada. Me haninformado porque una de las monjas delorfanato le habló al nuncio de mi visita.Se pregunta por qué fui sin decir nada.

El rostro de Clemente perdió elcolor. El Papa hizo la señal de la cruz yunió sus manos en oración. Michener vioque Clemente apretaba los ojos ymusitaba algo para sí.

Luego las lágrimas anegaron la caradel alemán.

27

16:00

Michener llevaba toda la tardepensando en el padre Tibor. Dio unpaseo por los jardines de la villa eintentó borrar de su mente la imagen delcuerpo ensangrentado del viejo búlgarorescatado del río. Finalmente se dirigióa la capilla donde papas y cardenales sehabían situado ante el altar durantesiglos. Hacía más de diez años que nodecía misa: había estado demasiadoocupado atendiendo las necesidades deotros, pero ahora sentía el deseo

imperioso de celebrar un funeral enhonor del viejo sacerdote.

Se puso las vestiduras en silencio ydespués escogió una estola negra, se laechó al cuello y fue hasta el altar. Lohabitual era que el difunto se hallaradelante del altar, los bancos llenos deamigos y parientes. Se trataba deacentuar la unión con Cristo, unacomunión con los santos de la que ahoragozaba el fallecido. Con el tiempo, en eldía del Juicio Final, todos se reunirían ymorarían para siempre en la casa delSeñor.

O eso afirmaba la Iglesia.Sin embargo, mientras pronunciaba

las oraciones de rigor, no pudo evitarpreguntarse si todo aquello no sería enbalde. ¿De verdad había un ser supremoesperando para ofrecer la salvacióneterna? Y ¿podía obtenerse dicharecompensa simplemente haciendo loque la Iglesia decía? ¿Podía perdonarsetoda una vida de fechorías con unosinstantes de arrepentimiento? ¿Acaso noquerría más Dios? ¿No querría una vidade sacrificio? Nadie era perfecto,siempre se cometían errores, pero lamedida de la salvación sin duda debíaser mayor que unos cuantos actos decontrición.

No estaba seguro de cuándo había

empezado a albergar dudas. Tal vezfuera años atrás con Katerina. Quizás lehubiese afectado verse rodeado deprelados ambiciosos que declarabanabiertamente su amor a Dios pero enprivado se morían de codicia yambición. ¿Qué sentido tenía postrarsede rodillas y besar el anillo del Papa?Cristo nunca aprobó tales actos.Entonces ¿por qué Sus hijos se permitíantamaño privilegio?

¿Serían sus dudas simplemente unaseñal de los tiempos que co rrían?

El mundo era distinto de hacía cienaños. Todo el mundo parecía conectado,las comunicaciones eran instantáneas, la

información sobreabundaba. Era comosi Dios no encajara. Tal vez uno sólonaciera, viviera y muriera, y el cuerpose pudriera y volviera a la tierra.«Polvo eres y en polvo te convertirás»,como decía la Biblia. Nada más. Pero,de ser eso cierto, lo que uno hiciera consu vida bien podía ser su únicarecompensa; el recuerdo de laexistencia, su salvación.

Había estudiado la Iglesia católicalo bastante para entender que la mayorparte de sus enseñanzas estabarelacionada con sus propios intereses,más que con los de sus miembros. Nocabía duda de que el tiempo había

eliminado todas las líneas divisoriasentre lo práctico y lo divino. Lo que ensu día fueran creaciones del hombrehabían pasado a ser leyes del Cielo. Lossacerdotes eran célibes porque Dios asílo había dispuesto. Los sacerdotes eranhombres porque Cristo era varón. Adány Eva eran un hombre y una mujer, demodo que el amor sólo podía existirentre ambos sexos. ¿De dónde salíanesos dogmas? ¿Por qué persistían?

¿Por qué los estaba cuestionando?Procuró concentrarse, pero le resultó

imposible. Tal vez estar con Katerinafuese la causa de que dudara de nuevo.Tal vez la muerte sin sentido de un

anciano en Rumanía le hubiera hechover que tenía cuarenta y siete años ytodo lo que había hecho en su vida eraentrar en el Palacio Apostólico graciasal favor de un obispo alemán y pocomás. Tenía que hacer más, algoproductivo, algo que sirviera paraayudar a otros y no sólo a sí mismo.

Un movimiento en la puerta llamó suatención. Levantó la cabeza y vio aClemente entrar despacio en la capilla yarrodillarse en uno de los bancos.

—Continúa, te lo ruego, también yolo necesito —dijo el Papa mientrasbajaba la cabeza para orar.

Michener volvió a la misa y preparó

el sacramento eucarístico. Sólo habíatraído una hostia, de modo que partió lahoja de pan ázimo en dos.

Se acercó a Clemente.El anciano alzó la cabeza, los ojos

enrojecidos de llorar, los rasgosdesfigurados por una pátina de tristeza.Michener se preguntó cuál sería el pesarque embargaba a Jakob Volkner. Lamuerte del padre Tibor le había afectadoprofundamente. Le ofreció la hostia, y elPapa abrió la boca.

—El cuerpo de Cristo —musitóMichener, y depositó la comunión en lalengua de Clemente.

Éste se santiguó y bajó la cabeza

para rezar. Michener volvió al altar y sedispuso a terminar la ceremonia.

Pero le costó.Los sollozos de Clemente XV, que

resonaban en la capilla, le partieron elcorazón.

28

ROMA, 20:30

Katerina se odiaba por volver conTom Kealy, pero el cardenal Valendreano se había puesto en contacto con elladesde que llegara a Roma el díaanterior. Le habían advertido que nollamara, lo cual era perfecto, ya que notenía mucho más que decir aparte de loque ya sabía Ambrosi.

Había leído que el Papa había ido aCastelgandolfo a pasar el fin de semana,así que supuso que Michener también seencontraría allí. El día anterior Kealy se

había regodeado burlándose de suincursión en Rumanía, dando a entenderque tal vez hubiera pasado bastante másde lo que estaba dispuesta a admitir.Ella no le había contado todo lo quehabía dicho el padre Tibor. Michenertenía razón respecto a Kealy: no eradigno de confianza. Así que le ofrecióuna versión abreviada, lo bastante paraque él le contara en qué podía andarmetido Michener.

Ella y Kealy se hallaban sentados enuna acogedora osteria. Kealy llevaba untraje y una corbata de color claro. Talvez se estuviera acostumbrando a nolucir en público el alzacuello.

—No entiendo a qué viene tantobombo —afirmó ella—. Los católicoshan convertido los secretos marianos enuna institución. ¿Por qué es tanimportante el tercer secreto de Fátima?

Kealy servía un vino caro.—Resultó fascinante hasta para la

Iglesia. Tenían un mensajesupuestamente directo del Cielo, y sinembargo toda una serie de Papas loocultó hasta que Juan Pablo II por fin lodio a conocer al mundo en 2000.

Katerina removió la sopa y esperó aque Kealy se explicara.

—La Iglesia autorizó las aparicionesde Fátima al declararlas merecedoras de

crédito en la década de los treinta, locual significaba que estaba bien que loscatólicos creyeran lo que había sucedidosi así lo querían. —Le dirigió unasonrisa—. La típica postura hipócrita:Roma dice una cosa y hace otra. No lesimportó que la gente acudiera en masa aFátima y ofreciera millones endonativos, pero fueron incapaces dedecir que el suceso ocurrió, y sin dudano quisieron que los fieles supieran loque había dicho la Virgen.

—Pero ¿por qué ocultarlo?Kealy le dio un sorbo al borgoña y

se puso a toquetear el pie de la copa.—¿Desde cuándo es lógico el

Vaticano? Esos tipos piensan que siguenen el siglo quince, cuando todo lo quedecían era aceptado sin rechistar. Sialguien se atrevía a discutirlo, el Papalo excomulgaba. Pero corren nuevostiempos, y las cosas ya no son así. —Kealy llamó la atención del camarero yle indicó que les llevara más pan—.Recuerda que el Papa es infalible enmateria de fe y moral. Fue el Vaticano Iel que soltó esa perla en 1870. ¿Quépasaría si, por un delicioso instante, loque la Virgen dijo fuera en contra deldogma? ¿No sería un bombazo? —Kealyparecía encantado con la idea—. Quizásése sea el libro que debamos escribir: la

verdad sobre el tercer secreto deFátima. Podemos poner al descubierto lahipocresía, investigar a los Papas y aalgunos de los cardenales, tal vezincluso al mismo Valendrea.

—¿Qué hay de tu situación? ¿Es queya no te importa?

—¿De verdad crees que tengoalguna oportunidad de ganar?

—Puede que se conformen con unaadvertencia. De esa forma te tendrían enel redil, bajo su control, y tú podríassalvar el alzacuello.

Kealy rompió a reír.—Pareces muy preocupada por mi

alzacuello. Qué extraño, viniendo de una

atea.—Vete a la mierda, Tom. —No

había duda de que le había contadodemasiadas cosas de sí misma.

—Cuántas agallas. Me gusta eso deti, Katerina. —Saboreó otro trago devino—. La CNN llamó ayer. Me quierenen el próximo cónclave.

—Me alegro por ti. Es estupendo.Se preguntó dónde la dejaba eso a

ella.—No te preocupes, aún quiero

escribir ese libro. Mi agente estáhablando con los editores de ése y deuna novela. Tú y yo seremos unmagnífico equipo.

Katerina llegó mentalmente a unaconclusión con una rapidez alarmante,una de esas decisiones que estaba claraen el acto: no habría tal equipo. Lo queen un principio era prometedor se habíavuelto sórdido. Por suerte le quedabanvarios miles de los euros que le habíadado Valendrea, lo bastante pararegresar a Francia o a Alemania, dondetrabajaría para un periódico o unarevista. Y esta vez se portaría bien,respetaría las reglas.

—Katerina, ¿estás ahí? —lepreguntó Kealy.

Su atención volvió a centrarse en él.—Es como si estuvieras a un millón

de kilómetros.—Lo estaba. No creo que vaya a

haber tal libro, Tom. Me voy de Romamañana. Tendrás que buscarte a otronegro.

El camarero dejó en la mesa uncestillo de pan humeante.

—No será difícil —le contestó él.—Eso pensaba.Kealy cogió un pedazo de pan.—Yo de ti seguiría apostando a este

caballo, porque es ganador.Ella se levantó.—Sé de algo que no va a ganar.—Todavía te gusta, ¿no es cierto?—No me gusta nadie. Es sólo que

estoy harta de ti. Mi padre me dijo unavez que cuanto más alto subía por unpalo un mono del circo, más enseñaba elculo. Yo en tu lugar lo recordaría.

Y se alejó, sintiéndose bien porprimera vez en semanas.

29

CASTELGANDOLFOLUNES, 13 DE NOVIEMBRE6:00

Michener se despertó. Nunca habíanecesitado despertador, al parecer sucuerpo tenía la suerte de contar con uncronómetro interno que siempre lodespertaba a la hora exacta que élescogiera antes de quedarse dormido.Jakob Volkner, cuando era arzobispo ydespués cardenal, había viajado portodo el mundo y formado parte decomisión tras comisión confiando

siempre en el talento de Michener parano llegar tarde nunca, ya que lapuntualidad no era uno de los rasgosmás destacados de Clemente XV.

Al igual que en Roma, Michenerocupaba un dormitorio que estaba en elmismo piso que el de Clemente, al fondodel pasillo, y un teléfono directo uníasus habitaciones. Tenían previsto volveral Vaticano en dos horas, en helicóptero,lo cual le daría al Papa bastante tiempopara rezar las oraciones matutinas,desayunar y revisar brevementecualquier cosa que requiriera atencióninmediata, dado que había estado dosdías sin trabajar. La tarde anterior

habían recibido por fax variosmemorandos, y Michener los tenía listospara comentarlos después del desayuno.Sabía que el resto del día seríaajetreado, ya que por la tarde habíaprogramadas numerosas audiencias.Incluso el cardenal Valendrea habíasolicitado una hora entera esa mismamañana para celebrar una reunióninformativa destinada a tratar sobreasuntos exteriores. Él seguía preocupadopor el funeral. Clemente había estadollorando media hora antes de abandonarla capilla. No habían hablado. Lo quequiera que estuviese perturbando a suviejo amigo no admitía discusión. Tal

vez más adelante. Con un poco desuerte, la vuelta al Vaticano y losrigores del trabajo harían que al Papa sele fuera de la cabeza el problema. Contodo, había resultado desconcertantepresenciar tamaño ataque de emoción.

Se tomó su tiempo en la ducha yluego se puso una sotana limpia y salióde la habitación. Recorrió el pasillo abuen paso hasta llegar a lasdependencias del pontífice. A la puertahabía un camarero junto con una de lasmonjas destinadas a esa sección.Michener consultó el reloj: las sietemenos cuarto de la mañana. Señaló lapuerta.

—¿Aún no se ha levantado?El camarero meneó la cabeza.—No hay movimiento.Michener sabía que el personal

esperaba fuera cada mañana hasta queoía a Clemente, por lo común entre lasseis y las seis y media. El sonido delPapa al despertar iba seguido de unasuave llamada a la puerta y delcomienzo de una rutina que incluíaducharse, afeitarse y vestirse. AClemente no le gustaba que lo ayudaranadie a bañarse: eso era algo quellevaba a cabo en privado mientras elcamarero hacía la cama y le preparabala ropa. El cometido de la monja era

ordenar la habitación y llevarle eldesayuno.

—Puede que se haya quedadodormido —opinó Michener—. Hasta losPapas se vuelven un poco perezosos decuando en cuando.

Sus dos interlocutores sonrieron.—Volveré a mi cuarto. Vayan a

buscarme cuando lo oigan.Treinta minutos después llamaron a

la puerta. Era el camarero.—Sigo sin oír nada, monseñor —

explicó éste, la preocupación empañabasu rostro.

Sabía que nadie, salvo él mismo,entraba en el dormitorio del Papa sin su

permiso. La zona era considerada elúnico espacio en que los Papas teníangarantizada la privacidad, pero eran casilas siete y media, y sabía lo que queríael camarero.

—De acuerdo —contestó Michener—. Iré a echar un vistazo.

Siguió al hombre hasta donde lamonja montaba guardia, la cual le indicóque dentro aún reinaba el silencio. Diounos suaves golpecitos en la puerta yaguardó. Llamó de nuevo, un poco másfuerte. Nada. Agarró el pomo y lo giró:estaba abierto. Empujó la puerta y entró,cerrando tras de sí.

La cámara era espaciosa, con

elevadas cristaleras en un extremo quedaban a un balcón con vistas a losjardines. El mobiliario era antiguo. Adiferencia de las dependencias delPalacio Apostólico, que habían sidodecoradas por cada Papa con un estiloque lo hacía sentir cómodo, esashabitaciones no habían cambiado, ydestilaban un aire a antiguo querecordaba a una época en que los Papaseran reyes y guerreros.

No había ninguna luz encendida,pero el sol de la mañana se colaba porlos visillos echados, bañando lahabitación en una débil neblina.

Clemente yacía de costado bajo las

sábanas. Michener se acercó y dijo envoz queda:

—Santo Padre.Clemente no respondió.—Jakob.Nada.El Papa miraba para el otro lado, las

sábanas y la manta tapando la mitad desu frágil cuerpo. Michener extendió lamano y sacudió ligeramente al pontífice.Notó el frío en el acto. Rodeó la camahasta situarse al otro lado y miró confijeza el rostro de Clemente: su pielestaba fláccida y cenicienta, la bocaabierta, un charco de saliva seco en lasábana de debajo. Puso al Papa boca

arriba y retiró la ropa de cama. Ambosbrazos cayeron sin vida a los lados, elpecho inmóvil.

Comprobó el pulso.No tenía.Se planteó pedir ayuda o practicarle

la reanimación cardiopulmonar. Lehabían enseñado a hacerlo, al igual queal resto del personal, pero sabía que novaldría de nada.

Clemente XV estaba muerto.Le cerró los ojos, dijo una oración y

lo invadió una oleada de dolor. Eracomo volver a perder a sus padres. Rezópor el alma de su querido amigo yrecompuso sus emociones. Había cosas

que hacer, un protocolo que seguir,trámites que venían de mucho tiempoatrás, y su deber consistía en asegurarsede que se cumplieran estrictamente.

Sin embargo, algo llamó su atención.En la mesilla de noche había un

frasquito color caramelo. Hacía algunosmeses el médico pontificio le habíarecetado una medicación a Clementepara ayudarle a conciliar el sueño. Elpropio Michener se había ocupado deque prepararan la receta, y él mismohabía dejado el frasco en el cuarto debaño del Papa. Había treinta pastillas, yla última vez que las contó, cosa queMichener hizo tan sólo unos días antes,

quedaban treinta. Clemente despreciabalos fármacos. Hacerle tomar una simpleaspirina era una batalla, así que veraquel frasco allí, junto a la cama, erasorprendente.

Lo miró.Vacío.Un vaso de agua que descansaba

junto al frasquito contenía tan sólo unasgotas de líquido.

Las implicaciones eran tanprofundas que sintió la necesidad desantiguarse.

Se quedó mirando a Jakob Volkner yse preguntó dónde estaría el alma de suquerido amigo. Si había un lugar

llamado Cielo, esperaba con todo su serque el viejo alemán hubiera llegado allí.El sacerdote que había en su interiorquería perdonar lo que al parecer habíasucedido, pero ahora sólo Dios, si esque existía, podía hacerlo.

Había Papas que habían muerto agarrotazos, estrangulados, envenenados,asfixiados, fallecidos de inanición yasesinados por esposos indignados.

Pero ni uno solo se había quitadojamás la vida.

Hasta ahora.

TERCERA PARTE

30

9:00

Michener vio aterrizar el helicópterodel Vaticano por la ventana deldormitorio. No había dejado a Clementedesde que hiciera el descubrimiento, yhabía utilizado el teléfono que habíajunto a la cama para llamar al cardenalNgovi a Roma.

El africano era el camarlengo,chambelán de la Iglesia, la primerapersona a la que había que informar dela muerte de un Papa. De acuerdo con elderecho canónico, Ngovi se encargaría

de administrar la Iglesia durante elperíodo de sede vacante, ladenominación oficial que recibía ahorael gobierno vaticano. No había sumopontífice. En su lugar, Ngovi, junto conel Sacro Colegio de cardenales, sepondría al frente de un gobierno queduraría las próximas dos semanas, untiempo durante el cual se llevarían acabo los preparativos del funeral y seorganizaría el cónclave venidero. Comocamarlengo, Ngovi no haría las veces dePapa, sino tan sólo de suplente, si biensu autoridad era clara, cosa que aMichener le parecía estupenda. Alguientendría que controlar a Alberto

Valendrea.Las palas del helicóptero se

detuvieron, y la puerta de la cabina seabrió. Ngovi fue el primero en salir,seguido de Valendrea, ambos vestidosde púrpura. Al ser el secretario deEstado, la presencia de Valendrea eranecesaria. Detrás de éste iban dosobispos más, además del médico delPapa, cuya asistencia Michener habíasolicitado expresamente. No le habíacontado a Ngovi ningún detalle relativoal fallecimiento, ni tampoco había dichonada al personal de la villa, informandotan sólo a la monja y al camarero paraque éstos se cercioraran de que nadie

entrase en el dormitorio.Pasaron tres minutos antes de que se

abriera la puerta de la cámara y entraranlos dos cardenales y el médico. Ngovicerró la puerta y echó el pestillo. Elmédico se acercó a la cama y examinó aClemente. Michener lo había dejadotodo exactamente igual que lo habíaencontrado, incluyendo el computadorportátil del Papa, que seguía encendido,conectado a una línea de teléfono, lapantalla brillante, con un salvapantallasprogramado especialmente paraClemente: una tiara cruzada con dosllaves.

—Dime qué ha sucedido —pidió

Ngovi al tiempo que dejaba en la camauna pequeña cartera negra.

Michener explicó lo que habíaencontrado y después señaló la mesa.Ninguno de los cardenales habíareparado en el frasco de comprimidos.

—Está vacío.—¿Está diciendo que el sumo

pontífice de la Iglesia católica se hasuicidado? —inquirió Valendrea.

Michener no estaba de humor.—No estoy diciendo nada, sólo que

en ese frasco había treinta pastillas.Valendrea se volvió hacia el

médico.—¿Qué opina usted, doctor?

—Lleva muerto algún tiempo, cincoo seis horas, quizás más. No hay señalesde trauma, nada que indique enapariencia un paro cardiaco. Ni pérdidade sangre ni contusiones. A primeravista todo apunta a que murió mientrasdormía.

—¿Pudo ser por las pastillas? —quiso saber Ngovi.

—No hay forma de decirlo, a no serque se realice una autopsia.

—Ni hablar —se apresuró a decirValendrea.

Michener miró al secretario deEstado.

—Es preciso que lo sepamos.

—No es preciso que sepamos nada—contestó Valendrea alzando la voz—.A decir verdad es mejor que no sepamosnada. Deshágase de ese frasco. ¿Seimagina la repercusión que tendría en laIglesia que llegara a saberse que el Papase quitó la vida? La mera insinuacióncausaría un daño irreparable.

Michener ya había sopesado esomismo, pero estaba resuelto a manejar lasituación mejor que cuando Juan Pablo Ifalleció de repente en 1978, cuando tansólo llevaba treinta y tres días depontificado. Los posteriores rumores yla información engañosa —destinadaúnicamente a ocultar el hecho de que

había sido una monja y no un sacerdotela que había hallado el cadáver— nohicieron sino alimentar la idea de unasesinato entre los conspiradores.

—Estoy de acuerdo —convinoMichener—. Un suicidio no se puedehacer público, pero deberíamos saber laverdad.

—¿Para tener que mentir? —preguntó Valendrea—. Mejor que nosepamos nada.

Era interesante que a Valendrea lepreocupara mentir, pero Michener nodijo nada.

Ngovi miró al médico.—¿Bastaría con una muestra de

sangre?El médico asintió.—Tómela.—No tiene usted autoridad —bramó

Valendrea—. Haría falta consultar alSacro Colegio. Usted no es Papa.

Ngovi permaneció inexpresivo.—Yo, por mi parte, quiero saber

cómo murió este hombre. Su almainmortal me preocupa. —Ngovi sedirigió al médico—: Realice ustedmismo el análisis y luego destruya lamuestra. Comuníqueme el resultado sóloa mí. ¿Está claro?

El otro asintió.—Se está usted excediendo, Ngovi

—afirmó Valendrea.—Hable de ello con el Sacro

Colegio.El dilema de Valendrea era

divertido: no podía invalidar la decisiónde Ngovi ni tampoco podía, por razonesevidentes, discutir el asunto con loscardenales. De modo que el toscano,sabiamente, mantuvo la boca cerrada.Michener se temía que tal vez sóloestuviese dejando actuar a Ngovi paraque él mismo cavara su propia fosa.

Éste abrió la cartera negra que habíatraído consigo, sacó un martillo de platay a continuación se dirigió a la cabecerade la cama. Michener comprendió que

era obligación del camarlengo llevar acabo el ritual que estaba a punto depresenciar, por inútil que pudiera ser.

Ngovi golpeó con suavidad la frentedel pontífice con el martillo y le hizo lapregunta que llevaba siglosplanteándose a los cadáveres de losPapas:

—Jakob Volkner, ¿estás muerto?Transcurrió todo un minuto de

silencio y a continuación Ngovi repitióla pregunta. Tras otro minuto desilencio, preguntó por tercera vez.

Después efectuó la correspondientedeclaración:

—El Papa ha muerto.

Ngovi extendió el brazo y levantó lamano derecha de Clemente. El anillo delpescador ceñía el cuarto dedo.

—Qué extraño —comentó—.Clemente no solía llevarlo.

Michener sabía que era cierto: elaparatoso anillo de oro era más un selloque una joya. Representaba a san Pedroel pescador, rodeado por el nombre deClemente y la fecha de investidura.Había sido colocado en el dedo deClemente después del último cónclavepor el camarlengo de entonces y seutilizaba para sellar las cartas delpontífice. Rara vez se llevaba, yClemente lo evitaba.

—Quizás supiera que lobuscaríamos —apuntó Valendrea.

Tenía razón, pensó Michener. Alparecer existía cierta planificación, algomuy de Jakob Volkner.

Ngovi retiró el anillo y lo introdujoen un saquito de terciopelo. Después,ante la reunión de cardenales, utilizaríael martillo para hacer añicos el anillo yel sello de plomo del Papa: de esaforma nadie podría sellar ningúndocumento hasta que se hubiera elegidoun nuevo papa.

—Listo —anunció Ngovi.Michener cayó en la cuenta de que el

traspaso de poder había concluido. El

pontificado, de treinta y cuatro meses deduración, de Clemente XV, 267° sucesorde san Pedro, el primer alemán enostentar el trono en novecientos años,había terminado. A partir de ese instanteél ya no era el secretario del Papa: tansólo era un monseñor al serviciotemporalmente del camarlengo de laIglesia.

Katerina cruzó a la carrera el aeropuertoLeonardo da Vinci en dirección almostrador de Lufthansa. Habíareservado plaza en el vuelo de la una aFrancfurt. Después no estaba segura de

cuál sería su próximo destino, pero poreso ya se preocuparía al día siguiente oal otro. Lo principal era que Tom Kealyy Colin Michener formaban parte delpasado, y era hora de hacer algo con suvida. Se sentía fatal por haber engañadoa Michener, pero dado que no se habíapuesto en contacto con Valendrea y queno le había contado gran cosa aAmbrosi, tal vez la falta le fueraperdonada.

Se alegraba de haber terminado conTom Kealy, aunque dudaba que él lediera mayor importancia. Kealy estabaascendiendo y no necesitaba una lapa, yasí era exactamente como ella se sentía.

Cierto que él necesitaría a alguien querealizara todo el trabajo por el que alfinal él se llevaría el mérito, pero estabasegura de que aparecería otra mujer queocuparía su lugar.

La terminal estaba concurrida, peroempezó a percatarse de que la gente seapiñaba en torno a los televisores quesalpicaban el lugar. Su miradafinalmente se posó en una de laspantallas que había en alto. Una vistaaérea de la plaza de San Pedro. Alacercarse al monitor oyó: «Aquí reinauna profunda tristeza. Todos los queamaban a Clemente XV sienten sumuerte. Se le echará de menos.»

—¿El Papa ha muerto? —preguntóen voz alta.

Un hombre con un abrigo de lana lerespondió:

—Murió la otra noche mientrasdormía, en Castelgandolfo. Que Dios loacoja en su seno.

Katerina se quedó desconcertada.Había desaparecido un hombre al quehabía odiado durante años. Ni siquierahabía llegado a conocerlo. Michenerintentó presentarlos una vez, pero ella senegó. Por aquel entonces Jakob Volknerera el arzobispo de Colonia, la personaen la cual veía todo lo que elladespreciaba de la religión organizada,

por no hablar del otro extremo del tira yafloja que arrastraba la conciencia deMichener. Ella había perdido esabatalla, y desde entonces tenía celos deVolkner, no por lo que pudiera o nohaber hecho, sino por lo quesimbolizaba.

Ahora había muerto, y Colin debíaestar desolado.

Una parte de ella le decía que fueraal mostrador y volara a Alemania.Michener sobreviviría, siempre lohacía. Pero pronto habría un nuevoPapa, nuevos nombramientos. Una nuevaoleada de sacerdotes, obispos ycardenales inundaría Roma. Ella sabía

lo suficiente acerca de la política delVaticano para darse cuenta de que losaliados de Clemente estaban acabados:su carrera tocaba a su fin.

Nada de ello era su problema, y sinembargo una parte de sí le decía que loera. Tal vez costara realmente romperlas viejas costumbres.

Dio media vuelta, equipaje en mano,y salió de la terminal.

31

CASTELGANDOLFO, 14:30

Valendrea miró fijamente a loscardenales reunidos. El ambiente eratenso, muchos de los hombres dabanvueltas por la estancia en una inusitadamuestra de nerviosismo. Había catorceen el salón de la villa, sobre todocardenales que formaban parte de lacuria u ocupaban puestos cerca de Romay habían acudido a la llamada que sehabía realizado hacía tres horas a los160 miembros del Sacro Colegio:CLEMENTE XV HA MUERTO, VENGA

INMEDIATAMENTE A ROMA . A aquellosque se hallaban en un radio de unosciento cincuenta kilómetros del Vaticanose les había hecho llegar un mensajeadicional que les instaba a personarseen Castelgandolfo a las dos de la tarde.

Había dado comienzo el interregno,ese período de tiempo que mediabaentre la muerte de un Papa y la elecciónde otro, un lapso de incertidumbre enque las riendas del poder papal seaflojaban. En siglos pasados ése era elmomento en el que los cardenales sehacían con el control comprando votospara el cónclave a cambio de promesaso violencia. Valendrea echaba de menos

esos tiempos. El vencedor debía ser elmás fuerte; el débil no tenía sitio en lacima. Pero las elecciones modernas eranmucho más benevolentes. Ahora lasbatallas se libraban con cámaras detelevisión y sondeos. Escoger a un Papaque fuese popular se consideraba muchomás importante que escoger a un Papacompetente. Lo cual, Valendrea pensabaa menudo, explicaba más que cualquierotra cosa el ascenso de Jakob Volkner.Estaba encantado con la concurrencia:casi todos los hombres que habíanacudido estaban con él. En su últimorecuento aún le faltaban votos paraconseguir los dos tercios más uno

necesarios para una primera victoria,pero entre él, Ambrosi y las cintas,durante las dos semanas siguientes seaseguraría el respaldo que necesitaba.

No estaba seguro de lo que iba adecir Ngovi, pues ambos no habíanhablado desde que coincidieran en eldormitorio de Clemente. Sólo podíaesperar que el africano utilizara elsentido común. Ngovi se hallaba haciaun extremo de la alargada habitación,erguido delante de una elegantechimenea de mármol blanco. Los demáspríncipes también estaban de pie.

—Eminencias —comenzó Ngovi—,más adelante requeriré su ayuda para

que entre todos podamos planificar lasexequias y el cónclave. Creo que esimportante que le demos a Clemente elmejor adiós. La gente lo amaba, ydebería concedérsele la oportunidad dedespedirlo debidamente. A ese respecto,acompañaremos el cuerpo hasta Romaesta misma tarde, y se celebrará unamisa en San Pedro.

Muchos de los cardenales asintieron.—¿Se sabe cómo murió el Santo

Padre? —preguntó uno de loscardenales.

Ngovi lo miró y repuso:—Aún está por determinar.—¿Hay algún problema? —inquirió

otro.El camarlengo estaba rígido.—Parece haber muerto

apaciblemente mientras dormía, pero yono soy médico. Su médico determinarála causa de la muerte. Todos nosotroséramos conscientes de que la salud delSanto Padre se estaba deteriorando, asíque esto no nos pilla del todo porsorpresa.

A Valendrea le complacieron loscomentarios de Ngovi, y sin embargootra parte de sí sentía preocupación.Ngovi se encontraba en una posicióndominante y parecía disfrutar de suprestigio. En las últimas horas el

africano ya había ordenado al maestrode ceremonias pontificias y a la cámaraapostólica que comenzaran a administrarla Santa Sede. Tradicionalmente, esasdos oficinas dirigían la curia durante elinterregno. También había tomadoposesión de Castelgandolfo al darórdenes a la guardia de que no dejaraentrar a nadie, incluidos los cardenales,sin su autorización expresa y habíadecretado que sellaran las dependenciasdel Papa en el Palacio Apostólico.

Además, se había puesto en contactocon la oficina de prensa del Vaticano,había dispuesto la emisión de unadeclaración ya preparada sobre el

fallecimiento de Clemente y habíadelegado en tres cardenales la tarea deinformar personalmente a los medios decomunicación. Al resto le había sidoordenado que declinara las entrevistas.Al cuerpo diplomático del mundo enterotambién se le había advertido queevitara cualquier relación con la prensa,si bien se le alentaba a poner alcorriente a sus respectivos jefes deEstado. Estados Unidos, Gran Bretaña,Francia y España ya habían expresadosu más sincera condolencia.

Ninguna de las medidas adoptadashasta el momento excedía lasatribuciones del camarlengo, de manera

que Valendrea no podía decir nada. Perolo último que le hacía falta era que loscardenales sacaran fuerza de la fortalezade Ngovi. Sólo dos camarlengos de laera moderna habían sido elegidos Papa,así que el cargo no era un trampolínhacia el pontificado. Pero por desgraciatampoco lo era el de secretario deEstado.

—¿Comenzará el cónclave atiempo? —quiso saber el cardenal deVe necia.

—Dentro de quince días —contestóNgovi—. Estaremos listos.

Valendrea sabía que, conforme a lasleyes promulgadas en la Constitución

Apostólica de Juan Pablo II, se tratabadel período de tiempo mínimo que habíade transcurrir antes de que empezara uncónclave. El tiempo destinado a lospreparativos se había visto reducidogracias a la construcción del DomusSanctae Marthae, un espaciosocomplejo similar a un hotel que por logeneral utilizaban los seminaristas. Yano era preciso que todas las alcobasdisponibles se convirtieran enimprovisadas habitaciones, y Valendrease alegraba de que las cosas hubierancambiado. El nuevo centro al menos eracómodo. Se utilizó por primera vezdurante el cónclave de Clemente, y

Ngovi ya había dispuesto queprepararan el edificio para los 113cardenales menores de ochenta años quese hospedarían allí durante la votación.

—Cardenal Ngovi —dijoValendrea, llamando la atención delafricano—, ¿cuándo se expedirá lapartida de defunción? —Esperaba quesólo Ngovi captara el verdaderomensaje.

—He solicitado la presencia delmaestro de las celebraciones litúrgicaspontificias, los prelados clérigos, elsecretario y el canciller de la cámaraapostólica esta noche en el Vaticano.Tengo entendido que para entonces ya se

sabrá cuál fue la causa de la muerte.—¿Se le está practicando la

autopsia? —preguntó uno de loscardenales.

Valendrea sabía que ése era un temadelicado: la autopsia sólo se le habíapracticado a un Papa, y únicamente paradeterminar si Napoleón lo habíaenvenenado. Se habló de realizársela aJuan Pablo I cuando falleció de formatan inesperada, pero los cardenales loimpidieron. Sin embargo ahora lasituación era distinta. El primero deesos pontífices tuvo una muertesospechosa, y el otro falleció derepente, mientras que la defunción de

Clemente no era inesperada. Teníasetenta y cuatro años cuando fue elegidoy, después de todo, la mayoría de loscardenales lo había escogidosimplemente porque no viviría mucho.

—No se le practicará la autopsia —contestó Ngovi de forma inexpresiva.

Su tono indicaba que el tema noadmitía discusión. Por lo común, aValendrea le habría ofendido que sepasara de la raya, pero esta vez no fueasí. Exhaló un suspiro de alivio. Alparecer su rival había decidido seguirleel juego, y gracias a Dios ninguno de loscardenales puso en duda la decisión.Unos cuantos miraron hacia él como

esperando una respuesta, pero susilencio fue la señal de que el secretariode Estado estaba satisfecho con ladecisión del camarlengo.

Aparte de las implicacionesteológicas que tendría el suicidio de unPapa, Valendrea no podía permitirse ellujo de que se produjera una oleada decompasión por Clemente. No era ningúnsecreto que el Papa y él no se llevabanbien. Era posible que la prensaplanteara preguntas, y no quería que lecolgaran el sambenito de haber sido elhombre que llevó a un Papa a la tumba.Tal vez los cardenales que sintieranmiedo por sus propias carreras eligieran

a otro, como a Ngovi, que sin dudadespojaría a Valendrea de cualquieratisbo de poder, con cintas o sin cintas.En el último cónclave había aprendido ano subestimar jamás el poder de unacoalición. Afortunadamente parecía queNgovi había resuelto que el bien de laIglesia debía prevalecer sobre aquellaoportunidad de oro que se le presentabapara derribar a su principal rival, y aValendrea le complació esa debilidad.De haberse invertido los papeles, él nohabría mostrado la misma deferencia.

—Aunque me gustaría añadir unaadvertencia —continuó Ngovi.

Valendrea seguía sin poder decir

nada, y se percató de que el obispo deNairobi parecía disfrutar de suvoluntario autodominio.

—Les recuerdo a cada uno deustedes su juramento de no discutir elpróximo cónclave con anterioridad anuestro encierro en la Capilla Sixtina.No habrá campaña ni entrevistas con laprensa ni se expresarán opiniones.Tampoco se hablará de los posiblescandidatos.

—No hace falta que me sermonee —espetó un cardenal.

—Puede que a usted no, pero hayotros a los que sí les hace falta.

Y con esas palabras Ngovi

abandonó la estancia.

32

15:00

Michener se sentó en una silla juntoa la mesa y contempló cómo dos monjaslavaban el cuerpo de Clemente. Elmédico había concluido elreconocimiento hacía horas y habíavuelto a Roma con la muestra de sangre.El cardenal Ngovi ya había determinadoque no habría autopsia, y dado queCastelgandolfo formaba parte del EstadoVaticano, territorio soberano de unanación independiente, nadie cuestionaríasu decisión. Con poquísimas

excepciones, allí regía la legislacióncanónica, no la italiana.

Resultaba extraño mirar el cuerpodesnudo de un hombre al que conocíadesde hacía más de un cuarto de siglo.Recordó los momentos que habíancompartido. Clemente fue quien loayudó a darse cuenta de que su padrebiológico sencillamente pensó más en símismo que en su hijo y le habló de lasociedad irlandesa y de la presión a laque sin duda se vio sometida su madresiendo soltera. « ¿Cómo vas aculparla?», le preguntó Volkner. Y él semostró conforme: no podía culparla. Elresentimiento no haría sino empañar los

sacrificios que habían hecho sus padresadoptivos. Así que al final dejó a unlado la ira y perdonó a la madre y alpadre que nunca había conocido.

Ahora miraba el cuerpo exangüe delhombre que había contribuido a que eseperdón fuera posible. Se encontraba allíporque el protocolo exigía la presenciade un sacerdote. Por lo general era elmaestro de ceremonias quien seencargaba, pero el monseñor no estabadisponible, de modo que Ngovi dispusoque él lo sustituyera.

Se levantó de la silla y se puso a darvueltas delante de la cristalera mientraslas monjas finalizaban el baño y

entraban expertos embalsamadores, loscuales pertenecían al mayor tanatorio deRoma y eran responsables deembalsamar a los Papas desde Pablo VI.Portaban cinco botellas con una soluciónrosada, que depositaron en el suelo consuavidad.

Uno de los expertos se dirigió aMichener:

—Padre, tal vez prefiera esperarfuera. No es un espectáculo muyagradable para los que no estánacostumbrados.

Él salió al pasillo y vio que elcardenal Ngovi venía hacia eldormitorio.

—¿Han llegado? —quiso saber.—Las leyes italianas exigen un

período de veinticuatro horas antes deproceder al embalsamamiento) ya sabes.Puede que este territorio sea delVaticano, pero ya hemos discutido estoantes: los italianos nos pedirían queesperáramos.

Ngovi asintió.—Entiendo, pero el médico ha

llamado desde Roma. El torrentesanguíneo de Clemente estaba saturadode medicamentos. Se suicidó, Colin, nohay ninguna duda. No puedo permitirque eso pueda probarse, así que elmédico ha destruido la muestra.

—¿Y los cardenales?—Se les dirá que murió de un paro

cardiaco, que será lo que figure en lapartida de defunción.

Michener vio la tensión en el rostrode Ngovi. Mentir no le resultaba fácil.

—No tenemos elección, Colin. Hayque embalsamarlo. No me preocupanlas leyes italianas.

Michener se pasó una mano por elcabello. Estaba siendo un día largo, yaún no había terminado.

—Sabía que le preocupaba algo,pero nada indicaba que estuviese tanatormentado. ¿Cómo estuvo durante miausencia?

—Volvió a la Riserva. Me dijeronque Valendrea estuvo allí con él.

—Lo sé. —Le contó a Ngovi lo quele había dicho Clemente—.Le enseñó loque le había enviado el padre Tibor. Nome dijo de qué se trataba. —Actoseguido le habló más de Tibor y de lareacción del Papa al saber de la muertedel búlgaro.

Ngovi sacudió la cabeza.—No es así como yo pensaba que

terminaría este pontificado.—Hemos de asegurarnos de que su

memoria no se vea empañada.—Así se hará. Hasta Valendrea será

nuestro aliado a ese respecto. —Ngovi

señaló la puerta—. No creo que nadiecuestione que hayamos procedido alembalsamamiento tan pronto. Sólocuatro personas conocen la verdad, ydentro de poco no habrá pruebas, encaso de que alguno de nosotrosdecidiera hablar. Aunque no creo queeso vaya a ocurrir. El médico estáobligado por el secreto profesional, tú yyo lo amábamos, y Valendrea tieneintereses propios. El secreto está asalvo.

La puerta de la habitación se abrió yuno de los expertos salió.

—Casi hemos terminado.—¿Quemarán los fluidos del

pontífice? —inquirió Ngovi.—Siempre lo hemos hecho. Nuestra

empresa se enorgullece de estar alservicio de la Santa Sede. Puedenconfiar en nosotros.

Ngovi le dio las gracias al hombre,que volvió a la habitación.

—Y ahora ¿qué? —preguntóMichener.

—Han traído de Roma las vestiduraspontificias. Tú y yo lo vestiremos parael entierro.

Michener apreció la importancia delgesto y repuso:

—Creo que le habría gustado.

La caravana se fue abriendo pasodespacio hacia el Vaticano en medio dela lluvia. Habían tardado casi una horaen recorrer los casi treinta kilómetrosque los separaba de Castelgandolfo, elcamino festoneado de miles dedolientes. Michener iba en el tercervehículo junto con Ngovi, el resto de loscardenales en los distintos coches quehabían llegado a toda prisa desde elVaticano. Un coche fúnebre encabezabael cortejo, el cuerpo de Clemente en laparte posterior, ataviado con lasvestiduras y la mitra e iluminado paraque los fieles pudieran verlo. Ahora,dentro de la ciudad, casi a las seis de la

tarde, era como si toda Roma llenara lasaceras, la policía despejaba el caminopara que los automóviles pudieranavanzar.

La plaza de San Pedro estabaabarrotada, pero habían acordonado unpasillo entre un mar de paraguas queserpenteaba entre la columnata y llegabahasta la basílica. Lamentos y llantoseguían a la comitiva. Muchos de losdolientes lanzaban flores a los capos,tantas que comenzaba a resultar difícilver por el parabrisas. Uno de loshombres de seguridad finalmente apartólos montones con la mano, pero notardaron en formarse otros.

Los coches atravesaron el Arco delas Campanas y dejaron atrás el gentío.Ya en la plaza de los Protomártires elcortejo rodeó la sacristía de San Pedro yse dirigió hacia una entrada trasera de labasílica. Allí, a salvo tras los muros, elespacio aéreo restringido, podíadisponerse el cuerpo de Clemente paralos tres días de exposición pública.

Una suave lluvia envolvía losjardines en una bruma espumosa. Lasluces de los senderos se desdibujabancomo cuando el sol atravesaba densasnubes.

Michener intentó imaginar lo queestaría sucediendo en los edificios que

tenía en derredor. En los talleres de lossampietrini se construía un triple ataúd:el interior de bronce, el segundo decedro, el tercero de ciprés. En SanPedro ya se había organizado e instaladoun catafalco, cerca un único cirioencendido, que aguardaba al cuerpo quesustentaría en los días venideros.

Mientras avanzaban por la plaza,Michener había reparado en los equiposde televisión que instalaban cámaras enlas balaustradas, los mejores lugaresentre las 162 estatuas estarían sin dudamuy solicitados. La oficina de prensadel Vaticano se hallaba asediada. Élhabía echado una mano en el último

funeral de un pontífice y preveía lasmiles de llamadas que entrarían en laspróximas jornadas. Hombres de Estadodel mundo entero no tardarían en llegar,y habría que asignarles legados para queles prestaran ayuda. La Santa Sede seenorgullecía de una estricta observanciadel protocolo incluso ante un pesarindescriptible, el cometido de garantizarel éxito en esto estaba en manos delcardenal de voz suave que iba sentado asu lado.

Los automóviles se detuvieron y loscardenales empezaron a congregarsecerca del coche fúnebre. Los sacerdotesprotegían a los príncipes con sendos

paraguas, los cardenales iban ataviadoscon la sotana negra adornada con unafaja roja de rigor. Un cuerpo de guardiade honor vestido de gala custodiaba lapuerta de la basílica. A Clemente no lefaltaría en los próximos días. Cuatro delos guardias suizos llevaban a hombroslas andas y se acercaron al cochefúnebre. El maestro de ceremoniaspontificias, un sacerdote holandés derostro barbado y corpulento, permanecíano muy lejos. Se adelantó y dijo:

—El catafalco está listo.Ngovi asintió.El maestro de ceremonias avanzó

hacia el coche fúnebre y ayudó a los

expertos a sacar el cuerpo de Clemente.Una vez centrado en las andas ycolocada la mitra, el holandés indicó alos expertos que se retiraran. Luegoarregló con sumo cuidado las vestiduras,doblando despacio cada pliegue. Dossacerdotes protegían el cuerpo con dosparaguas, y otro joven sacerdote seadelantó con el palio. La estrecha bandade lana blanca bordada con seis crucespúrpura simbolizaba la plenitud delpapado. El maestro de ceremonias rodeóel cuello de Clemente con los cincocentímetros de banda y a continuacióndispuso las cruces en el pecho, loshombros y el abdomen. Realizó algunos

arreglos en los hombros y finalmenteenderezó la cabeza. Por último searrodilló, dando a entender que habíaterminado.

Una leve inclinación de cabeza porparte de Ngovi hizo que la guardia suizaalzara las andas. Los sacerdotes con losparaguas se apartaron, y los cardenalesformaron una fila detrás.

Michener no se unió al cortejo: él noera príncipe de la Iglesia, y lo que lesaguardaba era sólo para ellos. Tendríaque desocupar sus habitaciones en elpalacio antes del día siguiente: tambiénlas sellarían, a la espera del cónclave.Asimismo tenía que dejar el despacho.

Su influencia finalizaba con el últimosuspiro de Clemente. Los que un díagozaran del favor del Papa semarchaban para dejar sitio a los quepronto gozarían del favor del nuevopontífice.

Ngovi esperó hasta el final paraunirse a la hilera que entraba en labasílica. Antes de irse, dio media vueltay musitó:

—Quiero que hagas inventario delas dependencias del Papa y saques suspertenencias: Clemente no habríaquerido que otro se ocupara de susefectos personales. He dejado dicho a laguardia que te permita entrar. Hazlo

ahora.Un guardia le abrió a Michener las

dependencias del Papa. La puerta secerró tras él, que se quedó solo con unaextraña sensación. Allí donde en su díadisfrutara, ahora se sentía como unintruso.

Las habitaciones seguían igual quelas había dejado Clemente el sábado porla mañana. La cama estaba hecha, lascortinas descorridas, las gafas de leerde repuesto del Papa aún en la mesillade noche. La Biblia encuadernada enpiel que solía descansar en ese mismositio se hallaba en Castelgandolfo, en lamesa, junto al portátil de Clemente,

cosas estas que no tardarían en volver aRoma.

En el escritorio, al lado del mudocomputador de sobremesa, habíaalgunos papeles. Pensó que lo mejorsería empezar por allí, de modo queencendió el computador y comprobó lascarpetas. Sabía que Clemente secomunicaba con regularidad por correoelectrónico con algunos parienteslejanos y algunos cardenales, pero alparecer no había guardado ninguno deesos mensajes. No había archivo alguno.La libreta de direcciones conteníaalrededor de una docena de nombres.Examinó todas las carpetas del disco

duro: la mayoría eran informesprocedentes de la curia, la palabraescrita sustituida por unos y ceros en unapantalla. Borró todas las carpetasutilizando un programa especial queeliminaba todo rastro de los archivosdel disco duro y apagó el aparato. Elterminal se quedaría allí y seríautilizado por el siguiente Papa.

Echó un vistazo a su alrededor.Tendría que encontrar unas cajas parameter las pertenencias de Clemente,pero por el momento lo amontonó todoen medio de la estancia. No había grancosa: Clemente había llevado una vidasencilla. Algunos muebles, unos cuantos

libros y diversos objetos de familiaconstituían todas sus posesiones.

El ruido de una llave en la cerradurallamó su atención.

La puerta se abrió y entró PaoloAmbrosi.

—Espera fuera —le ordenó éste alguardia al tiempo que entraba y cerrabatras de sí. Michener se enfrentó a él:

—¿Qué está haciendo aquí?El menudo sacerdote dio un paso

adelante.—Lo mismo que usted: desocupar

las dependencias.—El cardenal Ngovi me ha

encomendado esa tarea a mí.

—El cardenal Valendrea ha dichoque tal vez necesitara ayuda.

Al parecer el secretario de Estadopensaba que sería conveniente ponerleuna niñera, pero él no estaba de humor.

—Salga de aquí.El otro no se movió. Michener le

sacaba una cabeza y pesaba veinticincokilos más, pero Ambrosi no parecíaintimidado.

—Aquí ya no pinta nada, Michener.—Es posible, pero en mi tierra hay

un refrán que dice que no es buenocantar victoria antes de tiempo.

Ambrosi soltó una risita.—Echaré de menos su humor

americano.Michener reparó en que los ojos de

reptil de Ambrosi recorrían la estancia.—Le he dicho que se vaya. Tal vez

no signifique nada, pero Ngovi es elcamarlengo. Valendrea no puedeinvalidar sus decisiones.

—Todavía no.—Márchese o interrumpiré la misa

para consultar a Ngovi.Ambrosi cayó en la cuenta de que a

Valendrea no le haría ninguna graciaprotagonizar una escena embarazosadelante de los cardenales. Cabía laposibilidad de que sus partidarios sepreguntaran por qué había ordenado a un

colega que acudiera a las dependenciasdel Papa cuando esa labor recaíaclaramente en el secretario.

Sin embargo Ambrosi no se movió.De modo que Michener lo rodeó y se

encaminó a la puerta.—Como usted bien dice, yo aquí ya

no pinto nada. No tengo nada queperder.

Agarró los picaportes de la puerta.—Alto —pidió Ambrosi—. Lo

dejaré con su trabajo.La voz no era más que un susurro, su

mirada desprovista de todo sentimiento.Michener se preguntó cómo un hombreasí podía ser sacerdote.

Sin más, le abrió la puerta. Losguardias se hallaban al otro lado, ysabía que el visitante no diría nada quedespertara su interés. Esbozó unasonrisa y dijo:

—Que pase una buena tarde, padre.Ambrosi lo rozó al pasar y Michener

cerró de un portazo, si bien después deordenar a la guardia que no dejara entrara nadie más.

Volvió al escritorio. Tenía queterminar lo que había comenzado. Sutristeza por dejar el Vaticano se viomitigada por una sensación de alivio alsaber que ya no tendría que tratar congente como Paolo Ambrosi.

Registró los cajones: en la mayorparte había artículos de escritorio,bolígrafos, algunos libros y un puñadode disquetes. Nada importante hasta elúltimo cajón de la derecha, dondeencontró el testamento de Clemente. Erauna tradición que los Papas redactaranel testamento ellos mismos, expresandode su puño y letra sus últimas peticionesy esperanzas para el futuro. Michenerdesdobló la única hoja y se fijó deinmediato en la fecha, 10 de octubre,hacía poco más de treinta días.

Por la presente yo, JakobVolkner, en pleno uso de todas mis

facultades y deseoso de exponer miúltima voluntad y testamento, legotodo aquello que pudiera poseer enel momento de mi muerte a ColinMichener. Mis padres fallecieronhace ya tiempo, y mis hermanos seunieron a ellos en los años quesiguieron. Colin me ha prestado unlargo y excelente servicio, es lomás parecido a una familia que mequeda en este mundo. Pido quehaga con mis pertenencias lo queestime adecuado, utilizando lasabiduría y el buen juicio en losque he confiado toda mi vida. Megustaría pedir que mi funeral sea

sencillo y, a ser posible, que seaenterrado en Bamberg, en lacatedral de mi juventud, aunque sila Iglesia no lo estima oportuno locomprenderé: cuando acepté elmanto de san Pedro también aceptélas responsabilidades, incluyendola de descansar bajo la basílicajunto a mis hermanos. Asimismo megustaría pedir perdón a todosaquellos a quienes haya podidoofender de palabra o de obra, y enparticular a nuestro Señor ySalvador por las faltas en las quehaya podido incurrir. Que él seapiade de mi alma.

Las lágrimas afloraron a los ojos deMichener. También él esperaba queDios se apiadara del alma de su queridoamigo. Las enseñanzas católicas eranclaras: los seres humanos estabanobligados a preservar la vida como sifuesen administradores, y no dueños, delo que el Todopoderoso les habíaconfiado. El suicidio era contrario alamor a uno mismo y al amor a un Diosvivo, y rompía los lazos de solidaridadcon la familia y la nación. En suma, eraun pecado. Pero la salvación eterna dequienes se quitaban la vida no estabaperdida por completo: la Iglesiaenseñaba que, mediante unos caminos

que sólo Dios conocía, se lespresentaría la ocasión de arrepentirse.

Y él esperaba que fuera ése el caso.Si de verdad existía el Cielo, Jakob

Volkner merecía ser admitido en él. Loque quiera que le hubiese obligado ahacer lo innombrable no debía relegarsu alma a la condenación eterna.

Dejó en la mesa el testamento yprocuró no pensar en la eternidad.

Últimamente se sorprendía pensandoen su propia mortalidad. Frisaba lacincuentena, no es que fuera tan mayor,pero la vida ya no se le antojaba infinita.No le costaba imaginar que llegaría elmomento en que su cuerpo o su mente tal

vez no le concedieran la oportunidad dedisfrutar de lo que deseaba. ¿Cuánto másviviría? ¿Veinte años? ¿Treinta?¿Cuarenta? Clemente aún gozaba devitalidad a punto de cumplir los ochenta,trabajaba jornadas de dieciséis horasregularmente. Sólo cabía esperar que élconservara la mitad de su aguante. Contodo, su vida tendría un final. Y sepreguntó si las privaciones y lossacrificios que le exigían su Iglesia y suDios merecían la pena. ¿Habría unarecompensa en la otra vida? ¿Osencillamente no habría nada?

«Polvo eres y en polvo teconvertirás.»

Volvió a centrarse en su labor.El testamento que tenía delante

habría de ser entregado a la oficina deprensa del Vaticano. La tradiciónmandaba que se publicara el texto, peroprimero debía recibir la aprobación delcamarlengo, de manera que se lo guardóen la sotana.

Decidió donar anónimamente elmobiliario a una organización benéfica.Los libros y los escasos efectospersonales los conservaría a modo derecuerdo de un hombre al que habíaamado. Contra la pared del fondodescansaba el baúl de madera queClemente había acarreado consigo

durante años. Michener sabía que lohabían tallado en Oberammergau, unapoblación bávara situada al pie de losAlpes, famosa por sus ebanistas. Parecíaun Riemenschneider, el exterior sin teñiry adornado con osadas imágenes de losapóstoles, de santos y de la Virgen.

En todos los años que habían pasadojuntos nunca había sabido qué guardabadentro Clemente. Ahora el cofre erasuyo. Fue hacia él y probó a abrirlo.Cerrado. Era preciso introducir unallave en el receptáculo de latón, pero nohabía visto ninguna en la estancia, y locierto es que no quería causar dañoalguno utilizando la fuerza. Así que

resolvió guardar el baúl y preocuparsemás tarde por su contenido.

Regresó al escritorio y terminó devaciar los cajones que faltaban. En elúltimo encontró una hoja del papel delpontífice plegada en tres. En ella habíauna nota escrita a mano:

Yo, Clemente XV, asciendo en eldía de hoy a la categoría deEminencia cardenal al reverendopadre Colin Michener.

Apenas podía creer lo que leía.Clemente había hecho uso de sucapacidad de nombrar a un cardenal in

petto, en secreto. Por lo común a loscardenales se les informaba de suascenso mediante un certificado delactual pontífice publicado abiertamentey a continuación era investido por elPapa en un elaborado consistorio. Noobstante los nombramientos secretos sehicieron habituales en el caso decardenales de países comunistas o enlugares en los cuales regímenesopresivos podían poner en peligro alcandidato. Las normas de losnombramientos in petto dejaban claroque la antigüedad empezaba a contardesde el momento del nombramiento, yno a partir del momento en que se hacía

pública la elección, pero había otraregla que le destrozó el corazón: si elPapa moría antes de darse a conocer laelección in petto, el nombramientotambién moría.

Sostuvo el papel en la mano:fechado hacía seis días.

Qué cerca había estado de lucir elbirrete escarlata.

Alberto Valendrea bien podía ser elpróximo ocupante de las dependenciasque lo rodeaban, de manera que erapoco probable que un nombramiento inpetto de Clemente XV se confirmara.Sin embargo a una parte de él le dabaigual. Con todo lo que había ocurrido en

las últimas dieciocho horas, ni siquierahabía pensado en el padre Tibor, peroahora le vino a la mente el viejosacerdote. Quizás regresara a Zlatna y alorfanato para terminar lo que el búlgarohabía comenzado; algo le decía que eralo que debía hacer. Si la Iglesia no loaprobaba, los mandaría a todos ellos aldiablo, empezando por AlbertoValendrea.

« ¿Quieres ser cardenal? Pues paralograrlo has de comprender la medidade esa responsabilidad. ¿Cómo esperasque te ascienda cuando eres incapaz dever algo tan evidente?»

Las palabras que Clemente

pronunció en Turín el jueves anterior. Lehabía extrañado su dureza, y ahora,sabiendo que su mentor ya lo habíaelegido, le extrañaban aún más. «¿Cómo esperas que te ascienda cuandoeres incapaz de ver algo tan evidente?»

Ver ¿qué?Se metió el papel en el bolsillo junto

con el testamento.Nadie sabría nunca lo que Clemente

había hecho. Ya no importaba. Lo únicoque importaba era que su amigo lo habíacreído merecedor del cargo, y eso lebastaba.

33

20:30

Michener terminó de meterlo todo enlas cinco cajas que le proporcionó laguardia suiza. El armario, el tocador ylas mesillas de noche estaban vacíos.Unos trabajadores sacaban los muebles,que serían almacenados en el sótanohasta que él organizara la donación.

Permaneció en el pasillo mientrascerraban las puertas por última vez ycolocaban un sello de plomo. Sería másque probable que no volviera a pisar lasdependencias papales. Eran pocos los

que habían llegado tan lejos en laIglesia, menos aún los que volvían.Ambrosi tenía razón: allí ya no pintabanada. Las habitaciones no se abriríanhasta que un nuevo Papa se situara antelas puertas y se rompieran los sellos. Seestremeció al pensar que AlbertoValendrea podía ser ese nuevo ocupante.

Los cardenales seguían reunidos enSan Pedro, se estaba celebrando unamisa de réquiem ante el cuerpo deClemente XV, una de las muchas que sesucederían durante los próximos nuevedías. Mientras eso pasaba él todavíatenía que cumplir un último cometidoantes de que finalizaran sus deberes

oficiales.Bajó al tercero.Al igual que en las dependencias de

Clemente, en el despacho de Michenerse quedarían la mayoría de las cosas. Elmobiliario sería requisado por elVaticano, y los cuadros de la pared,incluyendo un retrato de Clemente,pertenecían a la Santa Sede. Todas susposesiones —unos cuantos artículos deescritorio, un reloj bávaro regalo decumpleaños y tres fotos de sus padres—cabrían en una caja. Todos sus destinoscon Clemente le habían proporcionadolas cosas tangibles que necesitaba;aparte de algo de ropa y un computador

portátil no tenía nada. A lo largo de losaños se las había arreglado para ahorraruna gran parte de su sueldo y, tras sacarpartido de algunos buenos consejos enmateria de inversión, tenía unos cientosde miles de dólares en una cuenta enGinebra —el dinero de su jubilación—,ya que la Iglesia no era precisamenteespléndida con los sacerdotes. Lareforma de los fondos de pensioneshabía sido objeto de una detenidadiscusión, y Clemente estaba a favor dehacer algo, pero ahora esa tentativatendría que aguardar al siguientepontificado.

Se sentó a la mesa y encendió el

computador por última vez. Queríacomprobar si tenía algún mensaje ypreparar las instrucciones para susucesor. En las últimas semanas sussustitutos se habían ocupado de todo, yvio que la mayor parte de los mensajespodía esperar hasta después delcónclave. Dependiendo de quiénresultara elegido Papa, tal vez supresencia fuera requerida una semana odos después del cónclave para facilitarla transición. Pero si Valendrea se hacíacon el trono, era casi seguro que PaoloAmbrosi fuera el próximo secretario delPapa, con lo cual las credenciales delVaticano de Michener serían revocadas

de inmediato y se prescindiría de susservicios. Cosa que le parecíaestupenda. No haría nada para ayudar aAmbrosi.

Continuó bajando por la lista demensajes, leyendo cada uno de ellos y acontinuación borrándolo. Guardó unoscuantos, a los que añadió una breve notapara el personal. Había condolencias deobispos amigos, a los que envió unacorta respuesta; quizás alguno de ellosnecesitara un asistente, Pero desechó laidea: no volvería a hacer lo mismo.¿Qué era lo que le había dicho Katerinaen Bucarest? « ¿Piensas dedicar tu vidaal servicio de otros?» Tal vez si se

entregara a algo, como la causa que elpadre Tibor consideraba importante, alalma de Clemente XV le fueseconcedida la salvación. Su sacrificiopodría servir de penitencia por las faltasde su amigo.

La idea lo hizo sentir mejor.En la pantalla apareció el programa

del Papa para las próximas navidades.Lo habían remitido a Castelgandolfopara que fuera revisado, y llevaba lasiniciales de Clemente, lo cual era señalde que éste había dado su aprobación.Estaba previsto que el pontíficecelebrara la tradicional misa del galloen San Pedro y que el día siguiente,

desde el balcón, diera su mensaje deNavidad. Michener comprobó cuándohabía sido enviada la respuesta desdeCastelgandolfo: diez y cuarto de lamañana, sábado. Más o menos cuando élvolvió a Roma de Bucarest, mucho antesde que él y Clemente hablaran por vezprimera. Y mucho antes aún de queClemente se enterara del asesinato delpadre Tibor. Qué extraño que unpontífice suicida se molestara en revisarun programa que no tenía intención decumplir.

Michener se desplazó hasta el últimomensaje y reparó en que no aparecía elremitente. De cuando en cuando recibía

mensajes anónimos de gente que se lashabía apañado para conseguir sudirección de correo, la mayoríaoraciones inofensivas de personas quequerían que su Papa supiera que sepreocupaban por él.

Hizo doble clic y vio que el mensajeprocedía de Castelgandolfo y era del díaanterior. Recibido a las once cincuenta yseis de la noche.

Colin, a estas alturas ya sabráslo que he hecho. No espero que loentiendas. Sólo quiero que sepasque la Virgen volvió y me dijo quehabía llegado mi hora. El padre

Tibor la acompañaba. Esperé a queElla me llevara, pero me dijo quedebía poner fin a mi vida por mipropia mano. El padre Tiborafirmó que era mi deber, mipenitencia por haber desobedecido,y que todo ello se aclararía másadelante. Me pregunté qué sería demi alma, pero me respondieron queel Señor aguardaba. He desoído alcielo demasiado tiempo: esta vezno lo haré. Me has preguntadorepetidamente qué me pasaba. Telo diré: en 1978 Valendrea sacó dela Riserva parte del tercer mensajede Fátima de la Virgen. Sólo cinco

personas saben lo que había en unprincipio en esa caja. Cuatro deellas —la hermana Lucía, JuanXXIII, Pablo VI y el padre Tibor—han muerto; el único que queda esValendrea. Naturalmente él lonegará todo, y las palabras queestás leyendo serán consideradaslos desvaríos de un hombre que sequitó la vida. Pero has de saberque cuando Juan Pablo leyó eltercer secreto y lo dio a conocer almundo no estaba al tanto delmensaje completo. Tú eres quiendebe arreglar las cosas. Ve aMedjugorje. Es crucial. No sólo

para mí, sino para la Iglesia.Tómalo como la última petición deun amigo.

Estoy seguro de que la Iglesiaprepara mis exequias. Ngovirealizará bien su trabajo. Hacedcon mi cuerpo lo que os plazca. Lapompa y la ceremonia no loconvierten a uno en piadoso. Sinembargo, en lo que a mí respectapreferiría la santidad de Bamberg,esa preciosa ciudad a orillas delrío, y la catedral que tanto amé.Sólo lamento no haber podidocontemplar su belleza una vez más.No obstante, tal vez mi legado

pueda descansar allí, pero ésa seráuna conclusión que dejaré enmanos de otros. Dios te guarde,Colin, y no olvides que te he amadocomo un padre a su hijo.

Una nota de suicidio, llana ysencilla, escrita por un hombreatormentado que al parecer deliraba. Elsumo pontífice de la Iglesia católicaaseguraba que la Virgen María le habíapedido que se suicidara. Sin embargo, laparte de Valendrea y el tercer secretoera interesante. ¿Podía dar crédito a lainformación? Se preguntó si debíainformar a Ngovi, pero decidió que

cuantos menos supieran de la existenciadel mensaje, mejor. El cuerpo deClemente estaba embalsamado, susfluidos consumidos por las llamas, y lacausa de la muerte jamás se sabría. Laspalabras que tenía ante sí en la pantallano eran sino la confirmación de que talvez el difunto pontífice tuviera unaenfermedad mental.

Por no mencionar su obsesión.Clemente había vuelto a instarle a ir

a Bosnia, pero él no tenía pensadoseguir adelante con dicha petición. ¿Quésentido tenía? Aún llevaba consigo lacarta dirigida a uno de los visionariosque había firmado Clemente, pero la

autoridad para sancionar dicha ordenrecaía ahora en el camarlengo y en elSacro Colegio. Y Alberto Valendreajamás le permitiría que recorrieraBosnia a la búsqueda de secretosmarianos: ello implicaría respetar a unPapa al que despreciaba abiertamente.Por no hablar del hecho de que obtenerpermiso oficial para realizar cualquierviaje requeriría que se informara a todoslos cardenales de lo del padre Tibor, lasapariciones del Papa, y la obsesión deClemente con el tercer secreto deFátima. La cantidad de preguntas quegenerarían tales revelaciones seríapasmosa, y la reputación de Clemente

era demasiado valiosa para arriesgarla.Ya era bastante malo que cuatrohombres estuvieran al tanto del suicidiodel Papa. Sin duda no sería él quienpusiera en entredicho la memoria de ungran hombre. Con todo, puede que fuerapreciso que Ngovi leyera las últimaspalabras de Clemente. Recordó lo queéste le dijo en Turín: «Maurice Ngovi esla persona más cercana a mí.Recuérdalo en días venideros.»

Hizo una copia impresa.A continuación borró el archivo y

apagó el aparato.

34

LUNES, 27 DE NOVIEMBRE11:00

Michener entró en el Vaticano por laplaza de San Pedro, tras una multitud devisitantes que acababa de bajar de losautobuses. Había desocupado sushabitaciones del Palacio Apostólicohacía diez días, justo antes del funeralde Clemente. Aún conservaba un pasede seguridad, pero, una vez quesolucionara la última cuestiónadministrativa, sus deberes con la SantaSede finalizarían.

El cardenal Ngovi le había pedidoque se quedara en Roma hasta que sereuniera el cónclave. Incluso habíasugerido que trabajara con él en laCongregación para la EducaciónCatólica, pero no podía prometerle uncargo después del cónclave. Elcometido de Ngovi en el Vaticanotambién terminaba con el fallecimientode Clemente, y el camarlengo ya habíadicho que si Valendrea se hacía con elpapado, él regresaría a África.

El funeral de Clemente había sidosencillo, celebrado al aire libre ante larestaurada basílica de San Pedro. Unmillón de personas abarrotaba la plaza,

la llama de un único cirio junto al ataúdsacudido por una brisa constante.Michener no tomó asiento junto a lospríncipes de la Iglesia, donde podríahaber estado si las cosas hubieranseguido un rumbo distinto. En su lugar,se sentó entre el personal que habíaservido a su Papa lealmente durantetreinta y cuatro meses. Asistieron más deun centenar de jefes de Estado, y laceremonia fue retransmitida en directopor televisión y radio en el inundoentero.

Ngovi no presidió, sino que delególa función de hablar en otros cardenales,un movimiento hábil a decir verdad,

pues con él el camarlengo se granjearíael cariño de los elegidos. Tal vez eso nobastara para garantizar un voto en elcónclave, pero sí era suficiente parahacerse con un interlocutor voluntarioso.

A nadie sorprendió que ninguno deesos cometidos le fuese encomendado aValendrea, y justificar la omisión resultósencillo: el secretario de Estado seocupaba de las relaciones exteriores dela Santa Sede durante el interregno.Toda su atención se centraba en asuntosrelativos al exterior, la tarea de elogiara Clemente y despedirlo solía quedar enmanos de otros. Valendrea se habíatomado a pecho su deber y en las

últimas dos semanas se había convertidoen un habitual de la prensa, entrevistadopor los principales organismosinformativos del mundo, las palabras deltoscano escasas y cuidadosamenteescogidas.

Cuando finalizó la ceremonia, doceportadores atravesaron con el féretro laPuerta de la Muerte y descendieron a lacripta. El sarcófago, realizado a todaprisa por los canteros, lucía la imagende Clemente II, el Papa alemán del sigloXI al que Jakob Volkner tanto admiraba,además del emblema pontificio deClemente XV. La tumba se hallabapróxima a la de Juan XXIII, algo que a

Clemente le habría gustado. Allí fuesepultado junto a 148 hermanos.

—Colin.Oír su nombre llamó su atención, y

se detuvo. Katerina estaba cruzando laplaza. No la había visto desde Bucarest,hacía casi tres semanas.

—¿Has vuelto a Roma? —preguntóél.

Vestía de manera diferente:pantalones de algodón, camisa de antemarrón y chaqueta de pata de gallo.Algo más a la moda de lo que larecordaba, pero atractiva.

—No llegué a irme.—¿Viniste aquí desde Bucarest?

Katerina asintió. Su cabello deébano ondeaba al viento, y ella se loapartaba de la cara.

—Estaba a punto de irme cuando meenteré de lo de Clemente, así que mequedé.

—¿Qué has estado haciendo?—Cogí un par de trabajos por libre

para cubrir el funeral.—Vi a Kealy en la CNN.El sacerdote había aparecido con

regularidad la semana anterior,ofreciendo opiniones tendenciosas sobreel próximo cónclave.

—Yo también, pero no he visto aTom desde el día después de que

muriera Clemente. Tenías razón. No meconviene.

—Hiciste lo correcto. He estadoescuchando a ese idiota en televisión.Tiene una opinión para todo, y lamayoría de sus puntos de vista eserrónea.

—Tal vez la CNN debiera habertecontratado a ti.

Él soltó una risita.—Justo lo que me hacía falta.—¿Qué vas a hacer, Colin?—He venido a decirle al cardenal

Ngovi que me vuelvo a Rumanía.—¿A ver al padre Tibor otra vez?—¿Es que no lo sabes?

Al rostro de Katerina asomó unamirada de perplejidad, y él le contó lodel asesinato de Tibor.

—Pobre hombre, no lo merecía. Yesos niños. Él era todo lo que te nían.

—Exactamente por eso me voy.Tenías razón. Ya es hora de que hagaalgo.

—Pareces satisfecho con ladecisión.

Michener echó un vistazo a la plazay se detuvo en un lugar por el que solíapasear con la impunidad del secretariodel Papa. Ahora se sentía como si fueraun extraño.

—Es hora de cambiar.

—¿No más torres de marfil?—No en el futuro. El orfanato de

Zlatna será mi hogar durante unatemporada.

Ella se movió intranquila.—Hemos recorrido un largo camino.

Sin discusiones, sin ira. Finalmenteamigos.

—Se trata de no cometer dos veceslos mismos errores. Eso es lo único quepodemos esperar. —Notó que ellaestaba de acuerdo. Se alegraba de quese hubieran vuelto a encontrar, peroNgovi lo esperaba—. Cuídate, Kate.

—Tú también, Colin.Y se fue, reprimiendo a duras penas

el impulso de volver la cabeza unaúltima vez.

Encontró a Ngovi en su despacho de laCongregación para la EducaciónCatólica. La maraña de habitacionesbullía de actividad. Con el cónclaveempezando al día siguiente, todo elmundo parecía hacer un esfuerzo portenerlo todo listo.

—Lo cierto es que creo que estamospreparados —le dijo Ngovi.

La puerta se cerró, y el personalrecibió instrucciones de no molestarlos.Michener se esperaba otra charla sobre

el trabajo, ya que había sido Ngoviquien había convocado la reunión.

—He esperado hasta ahora parahablar contigo, Colin. Mañana estaréencerrado en la Capilla Sixtina. —Ngovi se enderezó en la silla—. Quieroque vayas a Bosnia.

La petición lo sorprendió.—¿Para qué? Usted y yo

pensábamos que esa historia eraridícula.

—El asunto me preocupa. El Papatenía algo en mente, y quiero cumplir susdeseos. Es el cometido de cualquiercamarlengo. Él quería saber cuál era eldécimo secreto, y yo también.

Michener no le había mencionado aNgovi lo del último correo electrónicoque le envió Clemente, de modo quemetió la mano en el bolsillo y sacó lacopia.

—Ha de leer esto.El cardenal se puso unas gafas y

leyó atentamente el mensaje.—Lo envió el domingo justo antes

de medianoche. Deliraba. Si me voy arecorrer Bosnia, no haremos sino llamarla atención. ¿Por qué no lo dejamosestar?

Ngovi se quitó las gafas.—Ahora más que nunca quiero que

vayas.

—Habla igual que Jakob. ¿Quémosca le ha picado?

—No lo sé. Lo único que sé es queesto era importante para él, ydeberíamos terminar lo que él quería.Esta nueva información sobre Valendreaque asegura que eliminó parte del tercersecreto hace que resulte crucial queinvestiguemos.

Michener seguía sin convencerse.—Hasta el momento nadie ha sacado

el tema de la muerte de Clemente.¿Acaso quiere arriesgarse?

—Lo he sopesado, pero dudo que ala prensa vaya a interesarle lo que túhaces: el cónclave acaparará toda su

atención. Así que quiero que vayas.¿Aún tienes la carta para el visionario?

Michener asintió.—Te daré otra con mi firma. Eso

debería bastar.Le contó a Ngovi lo que pretendía

hacer en Rumanía.—¿No puede otro ocuparse de esto?Ngovi meneó la cabeza.—Ya conoces la respuesta.Vio que Ngovi se mostraba más

inquieto que de costumbre.—Hay algo más que es preciso que

sepas, Colín. —Ngovi señaló el mensaje—. Tiene que ver con esto. Me dijisteque Valendrea entró en la Riserva con el

Papa. Lo comprobé, y el registroconfirma esa visita la noche del viernesanterior al fallecimiento de Clemente.Lo que no sabes es que Valendreaabandonó el Vaticano el sábado por latarde, y el viaje no estaba previsto. Dehecho canceló todos sus compromisospara sacar tiempo. Estuvo fuera hasta eldomingo por la mañana temprano.

A Michener le impresionó la red deinformación de Ngovi.

—No sabía que lo vigilara tan decerca.

—El toscano no es el único queespía.

—¿Tienes idea de adonde fue?

—Sólo que salió del aeropuerto deRoma en un avión privado antes de queoscureciera y regresó en el mismo avióna la mañana siguiente temprano.

Recordó la sensación deincomodidad en el café mientras él yKaterina hablaban con Tibor. ¿SabíaValendrea de la existencia del padreTibor? ¿Lo habrían seguido?

—Tibor murió el sábado por lanoche. ¿Qué está diciendo?

Éste alzó las manos vacilante.—Yo sólo doy datos. En la Riserva,

el viernes, Clemente le enseñó aValendrea lo que le había enviado elpadre Tibor, y la noche siguiente

asesinaron al sacerdote. Desconozco siel repentino viaje de Valendrea delsábado está relacionado con el asesinatodel padre Tibor, pero el sacerdote dejóeste mundo en un momento bastanteextraño, ¿no crees?

—Y ¿piensa que la respuesta a todoesto se halla en Bosnia?

—Eso pensaba Clemente.Ahora veía los verdaderos motivos

de Ngovi, sin embargo preguntó:—¿Qué hay de los cardenales? ¿No

habría que informarles de lo que estoyhaciendo?

—No es una misión oficial; esto esalgo entre tú y yo. Un gesto para con

nuestro difunto amigo. Además,estaremos reunidos en el cónclave por lamañana, encerrados. No podríainformarse a nadie.

Comprendió por qué Ngovi habíaesperado para hablar con él, perotambién recordó la advertencia deClemente sobre Alberto Valendrea y lafalta de privacidad. Echó una ojeada aunas paredes que habían sido levantadasen la época de la Revoluciónnorteamericana. ¿Habría alguien a laescucha? Decidió que en realidad noimportaba.

—De acuerdo, lo haré. Pero sóloporque usted me lo pide y Jakob lo

quería. Después me iré.Y esperó que Valendrea estuviese

escuchando.

35

16:30

Valendrea se sentía abrumado por elvolumen de información que estabandestapando las escuchas. Ambrosi sehabía pasado las dos últimas semanastrabajando todas las noches, revisandolas cintas, eliminando las nimiedades,conservando los datos valiosos. Lasversiones resumidas, que le fueronentregadas en microcasetes, habíanrevelado multitud de cosas sobre laactitud de los cardenales, y le agradódescubrir que era bastante papabile a

ojos de muchos, incluso de algunos decuyo apoyo todavía no se encontrabacompletamente seguro.

Su comedimiento estabafuncionando. A diferencia de lo queocurrió en el cónclave de Clemente XV,esta vez había mostrado la reverenciaque se esperaba de un príncipe de laIglesia. Y ya había comentaristas queincluían su nombre en una reducida listade candidatos, junto con el de MauriceNgovi y otros cuatro cardenales.

Un recuento informal realizado lanoche anterior indicaba que habíacuarenta y ocho votos afirmativosconfirmados. Necesitaba setenta y seis

para ganar una primera votación,suponiendo que los 113 cardenaleselegibles acudieran a Roma, cosa que, amenos que surgiera algún caso deenfermedad grave, sucedería. Gracias aDios las reformas de Juan Pablo IItomaban en consideración un cambio enel procedimiento al cabo de tres días devotación: si para entonces no se habíaelegido papa, se celebraría una serie devotaciones sucesivas, seguidas de un díade oración y debate. Después de docedías de cónclave, si todavía no habíapapa, la elección recaería en unamayoría simple de cardenales, lo cualquería decir que el tiempo jugaba a su

favor, ya que poseía claramente lamayoría, además de votos de sobra paraimpedir que cualquier otro salieraelegido en las primeras rondas. Así quepodía servirse de tácticasobstruccionistas si era preciso. Siempre,claro estaba, que mantuviera intacto subloque de electores durante lospróximos doce días.

Había un puñado de cardenalesproblemáticos. Al parecer le habíandicho una cosa en su día, cuandopensaban que las puertas cerradas lesgarantizaban privacidad, y sin embargoproclamaban otra. Tras efectuar lasoportunas comprobaciones, había

descubierto que Ambrosi habíarecabado interesante informaciónrelativa a varios de los traidores —másque suficiente para convencerlos de suerror—, y él tenía previsto enviar a suasistente a verlos a todos ellos antes dela mañana del día siguiente.

Después resultaría complicadopresionarlos. Podía reafirmar posturas,pero, una vez en el cónclave, lashabitaciones eran demasiado reducidas,la privacidad escasa y había algo en laCapilla Sixtina que afectaba a loscardenales. Había quien lo llamaba lafuerza del Espíritu Santo. Otros,ambición. Así que sabía que tendría que

asegurarse los votos ya mismo, laasamblea venidera sólo sería laconfirmación de que todos estabandispuestos a mantener su parte del trato.

Naturalmente, con el chantaje sólose podía conseguir una serie de votos.La mayoría de sus partidarios le era lealpor la posición que ocupaba en laIglesia y por su experiencia, lo cual loconvertía en el más papabile de losfavoritos. Y estaba orgulloso de símismo por no haber hecho nada en losúltimos días que le hiciera perder elapoyo de esos aliados.

Seguía anonadado con el suicidio deClemente, pues jamás pensó que el

alemán fuera a hacer nada que pusieraen peligro su alma. Sin embargo se lepasó por la cabeza algo que Clemente lehabía dicho hacía casi tres semanas ensus dependencias: «A decir verdadespero que heredes mi cargo: loencontrarás muy distinto de lo queimaginas. Tal vez debieras serlo.» Y loque el Papa había dicho ese viernes porla noche, después de abandonar laRiserva: «Quería que supieras lo que teespera.» Y ¿por qué Clemente no lehabía impedido quemar la traducción?«Ya lo verás.»

—Maldito seas, Jakob —murmuró.Llamaron a la puerta de su despacho

y Ambrosi entró y se acercó a su mesa.Llevaba una grabadora de bolsillo.

—Escuche esto. Acabo de copiarlodel magnetófono: Michener y Ngovihace unas cuatro horas en el despachode Ngovi.

La conversación duraba alrededorde diez minutos. Valendrea apagó elaparato.

—Primero Rumanía y ahora Bosnia.No van a detenerse.

—Al parecer Clemente le envió unmensaje a Michener antes de suicidarse.

Ambrosi estaba al tanto del suicidiodel Papa. Él mismo le había contado esoy más, incluyendo lo que había ocurrido

con Clemente en la Riserva.—He de leer ese correo.Ambrosi se hallaba bien tieso ante el

escritorio.—No veo cómo.—Podríamos conseguir de nuevo la

ayuda de la novia de Michener.—A mí también se me ha ocurrido

esa idea, pero ¿qué importa eso ya? Elcónclave empieza mañana, y usted serápapa cuando caiga la tarde. Seguramenteantes del día siguiente.

Era posible, pero también lo era quequedara atrapado en unos comiciosajustados.

—Lo que me preocupa es que parece

que nuestro amigo africano tiene supropia red de información. No sabía queocupara un lugar tan alto en su orden deprioridades. —También le inquietabaque Ngovi hubiese relacionado tanfácilmente su viaje a Rumanía con elasesinato de Tibor. Ello podía ser unproblema—. Quiero que localices aKaterina Lew.

No había hablado con ella despuésde Rumanía. No hacía falta. Gracias aClemente sabía todo lo que necesitabasaber. No obstante le daba rabia queNgovi mandara a enviados paradesempeñar misiones particulares, enconcreto unas misiones que lo

concernían. Con todo, no podía hacergran cosa, ya que no podía correr elriesgo de involucrar al Sacro Colegio:surgirían demasiadas preguntas, y éltendría pocas respuestas. Además, ellopodía hacer que Ngovi encontrara lamanera de abrir una investigación por suviaje a Rumanía, y no estaba dispuesto adarle esa oportunidad al africano.

Era el único con vida que sabía loque había dicho la Virgen. Tres Papashabían muerto, y él ya había destruidoparte de la maldita copia de Tibor,eliminado al sacerdote y tirado por elretrete el texto original de la hermanaLucía. Lo único que quedaba era el

facsímil de la traducción que aguardabaen la Riserva. Nadie tenía permiso paraver esas palabras, pero para teneracceso a la caja necesitaba ser Papa.

Miró a Ambrosi.—Por desgracia, Paolo, has de

quedarte aquí los próximos días,necesitaré que estés cerca. Pero tenemosque saber lo que hace Michener enBosnia, y ella es nuestra mejor baza. Asíque localiza a Katerina Lew y consiguesu ayuda de nuevo.

—¿Cómo sabe que está en Roma?—¿Dónde iba a estar, si no?

36

18:15

Katerina se sintió atraída por el setde la CNN, justo frente a la columnatasur de la plaza de San Pedro. Habíavisto a Tom Kealy al otro lado de laadoquinada explanada, bajo unas lucesbrillantes, delante de tres cámaras. En laplaza había numerosos platós detelevisión improvisados. Las miles desillas y barreras del funeral de Clementese habían esfumado y habían sidoreemplazadas por vendedores derecuerdos, manifestantes, peregrinos y

los periodistas que habían afluido aRoma, preparados para el cónclave quedaría comienzo por la mañana. Losobjetivos buscarían la mejor toma deuna chimenea metálica que se alzaba enlo alto de la Capilla Sixtina cuyo humoblanco indicaría que había nuevo papa.

Se acercó a un grupo de mirones quese apiñaba en torno a la tarima de laCNN, donde Kealy hablaba a lascámaras. Llevaba una sotana de lana y elalzacuello, lo cual le hacía parecer unauténtico sacerdote. Para alguien con tanpoca estima hacia su profesión, se leveía a sus anchas con sus galas.

—… es verdad, antiguamente las

papeletas se quemaban sin más tras cadaescrutinio con paja seca o húmeda paragenerar humo negro o blanco. Ahora seañade una sustancia química para darcolor. En los últimos cónclaves se haproducido una gran confusión con elhumo; al parecer, incluso la Iglesiacatólica puede permitir a veces que laciencia facilite las cosas.

—¿Se sabe algo de lo de mañana?—preguntó la corresponsal que estabasentada junto a Kealy.

Éste centró su atención en la cámara.—Me inclino a pensar que hay dos

favoritos: los cardenales Ngovi yValendrea. Ngovi sería el primer Papa

africano desde el siglo primero y podríahacer mucho en favor de su continente.No hay más que ver lo que Juan Pablo IIhizo por Polonia y Europa del Este.África podría hacer idéntico uso de supaladín.

—Pero ¿están listos los católicospara tener un Papa negro?

Kealy se encogió de hombros.—¿Acaso importa? Actualmente la

mayoría de los católicos son de AméricaLatina y de Asia. Los cardenaleseuropeos ya no predominan. Todos losPapas que siguieron a Juan XXIII seaseguraron de ello ampliando el SacroColegio y llenándolo de no italianos. En

mi opinión, a la Iglesia le convendríamás Ngovi que Valendrea.

Ella sonrió. Era como si Kealy seestuviese vengando del recto AlbertoValendrea. Resultaba interesante vercómo se habían vuelto las tornas. Hacíadiecinueve días era Kealy quien recibíael fuego de artillería que le enviabaValendrea, camino de la excomunión;sin embargo, durante el interregno, eltribunal, junto con todo lo demás, sehabía suspendido. Y allí estaba elacusado, en las televisiones del mundoentero, menospreciando al acusador, unserio candidato al papado.

—¿Por qué Ngovi le convendría más

a la Iglesia? —quiso saber lacorresponsal.

—Valendrea es italiano. La Iglesiano ha parado de alejarse de ladominación italiana, y su elecciónsupondría una vuelta atrás. Además, esdemasiado conservador para el católicodel siglo veintiuno.

—Hay quien podría pensar que unavuelta a las raíces sería beneficiosa.

Kealy meneó la cabeza.—¿Pasarse cuarenta años desde el

Vaticano II intentando modernizar, hacerun buen trabajo convirtiendo la Iglesiaen una institución universal para luegoarrojarlo todo por la borda? El Papa ya

no es sólo el obispo de Roma: es elcabeza de mil millones de fieles, lamayor parte de los cuales no sonitalianos ni europeos, ni siquieracaucásicos. Elegir a Valendrea seríasuicida; y más cuando hay alguien comoNgovi, igualmente papabile y muchomás atractivo de cara al mundo.

Una mano en el hombro de Katerinala sobresaltó. Al girarse vio los negrosojos del padre Paolo Ambrosi. Elirritante curita se hallaba a tan sólo unoscentímetros de su rostro. Sintió unarranque de ira, pero mantuvo la calma.

—Parece que no le cae bien elcardenal Valendrea —musitó el

sacerdote.—Quíteme la mano del hombro.Una sonrisa crispó las comisuras de

la boca de Ambrosi, que retiró la mano.—Pensé que estaría aquí. —Señaló

a Kealy—. Con su amante.Ella sintió náuseas, pero se ordenó a

sí misma no mostrar miedo.—¿Qué quiere?—¿Seguro que quiere hablar aquí?

Si su socio volviera la cabeza, esposible que se preguntara por qué estabausted conversando con alguien tancercano al cardenal al que desprecia.Puede que incluso se pusiera celoso ymontara en cólera.

—No creo que deba preocuparsepor usted. Yo meo sentada, así que dudoque sea su tipo.

Ambrosi no dijo nada, pero tal veztuviese razón: lo que quisiera quehubiera de decirle debía ser dicho enprivado. Así que Katerina lo condujopor la columnata, pasando ante hilerasde quioscos que vendían sellos ymonedas.

—Qué asco —espetó Ambrosi,señalándolos—. Creen que es carnaval,tan sólo una ocasión para ganar dinero.

—Y estoy segura de que lasalcancías de San Pedro se han cerradodesde que murió Clemente.

—Es usted muy lista.—¿Qué pasa? ¿La verdad duele?Habían salido del Vaticano y se

encontraban en las calles de Roma,bajando por una vía flanqueada por unamaraña de modernos apartamentos.Katerina tenía los nervios de punta,estaba en vilo. Se detuvo.

—¿Qué quiere?—Colin Michener va ir a Bosnia. Su

Eminencia quiere que usted vaya con ély le informe de lo que hace.

—Ni siquiera le importó lo deRumanía. No he tenido noticia deustedes hasta ahora.

—Aquello se volvió irrelevante.

Esto tiene más importancia.—No me interesa. Además, Colin se

va a Rumanía.—Por el momento no. Va a Bosnia,

al santuario de Medjugorje.Estaba confusa. ¿Por qué iba a sentir

Michener la necesidad de realizarsemejante peregrinación, sobre tododespués de lo que le había dicho?

—Su Eminencia insistió en que ledejara claro que sigue teniendo un amigoen el Vaticano, por no hablar de los diezmil dólares que le pagó.

—Dijo que el dinero era mío. Sinpreguntas.

—Muy interesante. Parece que no es

usted una puta barata.Katerina le cruzó la cara.Ambrosi no se mostró sorprendido.

Se limitó a mirarla fijamente con suspenetrantes ojos.

—Es la última vez que me abofetea.—Había un dejo de amargura en su voz,un dejo que no le gustó nada.

—Ya no me interesa ser su espía.—Es usted una zorra insolente. Sólo

espero que Su Eminencia se cansepronto de usted. Puede que después yole devuelva la visita.

Ella retrocedió.—¿Por qué va Colin a Bosnia?—Para localizar a uno de los

visionarios de Medjugorje.—¿Qué es todo esto de los

visionarios y la Virgen María?—Imagino que está familiarizada

con las apariciones en Bosnia.—Menudo disparate. No creerá de

verdad que la Virgen María se les haaparecido a esos niños cada día durantetodos estos años y aún se le aparece auno de ellos.

—La Iglesia aún no ha concedidovalidez a las apariciones.

—¿Es que su aprobación va a hacerque sean reales?

—Su sarcasmo es tedioso.—Lo mismo que usted.

Sin embargo, empezaba a sentirinterés. No quería hacer nada porAmbrosi o Valendrea, y sólo habíapermanecido en Roma por Michener. Sehabía enterado de que se había ido delVaticano —Kealy lo había anunciadocomo parte de un análisis relativo a lasconsecuencias que se derivaban de lamuerte de un Papa—, pero no se habíaesforzado por averiguar su paradero. Locierto era que, después de su anteriorencuentro, ella había acariciado la ideade seguirlo a Rumanía. Pero ahora se leplanteaba otra posibilidad: Bosnia.

—¿Cuándo se marcha? —preguntó,odiándose por parecer interesada.

Los ojos de Ambrosi brillaron desatisfacción.

—No lo sé. —El sacerdote metióuna mano bajo la sotana y sacó un papel—. Ésta es la dirección de suapartamento, no está lejos de aquí.Podría… consolarlo. Su mentor hamuerto, su vida es un caos, pronto unenemigo suyo será papa…

—Valendrea está bastante seguro desí mismo.

—¿Cuál es el problema?Ella pasó por alto la pregunta.—¿Cree que Colín es vulnerable?

¿Que se abrirá a mí? ¿Que incluso mepermitirá ir con él?

—Ésa es la idea.—No es tan débil.Ambrosi sonrió.—Apuesto a que sí.

37

ROMA, 19:00

Michener bajaba por la via Giottohacia su apartamento. El barrio que lorodeaba se había convertido en un lugarde reunión para la gente del teatro, lascalles llenas de animados cafés que ensu día albergaron a intelectuales ypolíticos radicales. Sabía que la subidaal poder de Mussolini se habíaorganizado en las proximidades, ygracias a Dios la mayoría de losedificios había sobrevivido a la limpiaarquitectónica de il Duce y seguía

desprendiendo un aire decimonónico.Era un estudioso de Mussolini tras

haber leído un par de biografías despuésde mudarse al Palacio Apostólico.Mussolini era un hombre ambicioso quesoñaba con que los italianos vistieran deuniforme y todos los edificios de piedraantiguos de Roma, con sus tejados deterracota, fueran sustituidos porrelucientes fachadas de mármol yobeliscos en conmemoración de susgrandes victorias militares. Pero il Duceacabó con una bala en la cabeza, y luegolo colgaron por los pies para que todoslo vieran. Nada quedaba de su grandiosoplan, y a Michener le preocupaba que la

Iglesia sufriera una suerte parecida siValendrea se hacía con el papado.

La megalomanía era una enfermedadmental caracterizada por la arrogancia.Y estaba claro que Valendrea la sufría.La oposición del secretario de Estado alVaticano II y a las demás reformasposteriores de la Iglesia no era ningúnsecreto. La pronta elección deValendrea podía dar lugar a un mandatoen el que imperaría un cambio de rumboradical. Lo peor era que el toscanopodía gobernar fácilmente veinte años omás, lo cual significaba quereorganizaría por completo el SacroColegio cardenalicio, igual que hiciera

Juan Pablo II durante su largopontificado. Sin embargo Juan Pablo IIhabía sido un gobernante benevolente,un hombre con visión de futuro.Valendrea era un demonio, y Diosayudaba a sus enemigos, razón de máspara que Michener desapareciera en losCárpatos. Con o sin Dios, con Cielo osin Cielo, esos niños lo necesitaban.

Encontró el edificio y subió condificultad las escaleras hasta el tercero.Uno de los obispos destinados a laresidencia del Papa le había ofrecido elpiso de dos habitaciones, amueblado,sin que tuviera que pagar el alquilerdurante un par de semanas, y apreciaba

el gesto. Se había deshecho de losmuebles de Clemente hacía unos días, ylas cinco cajas de efectos personales yel baúl de madera del Papa seencontraban en el apartamento. En unprincipio tenía pensado salir de Roma afinales de semana, pero ahora volaría aBosnia al día siguiente con el billete quele había proporcionado Ngovi. A lasemana estaría en Rumanía y comenzaríauna nueva vida.

A una parte de él le molestaba loque había hecho Clemente. La historiaestaba repleta de Papas que habían sidoelegidos únicamente porque no tardaríanen morir, y muchos de ellos habían

engañado a todo el mundo durando unadécada o más. Jakob Volkner podíahaber sido uno de esos pontífices. Conél estaban cambiando las cosas, y sinembargo había puesto fin a todas lasesperanzas con una muerteautoprovocada.

También Michener tenía lasensación de estar dormido. Las dosúltimas semanas, que comenzaron aquelterrible domingo por la mañana,parecían un sueño. Su vida, antañoordenada, giraba fuera de control.

Necesitaba orden.Pero al detenerse en el descansillo

del tercer piso, supo que ante sí

aguardaba un caos aún mayor: sentadaen el suelo a la puerta de su apartamentoestaba Katerina Lew.

—¿Por qué no me sorprende quehayas vuelto a encontrarme? —le dijo—. ¿Cómo lo has hecho esta vez?

—Hay secretos que todos conocen.Ella se levantó y se sacudió el polvo

de los pantalones. Vestía igual que porla mañana, y seguía estando preciosa.

Michener abrió la puerta del piso.—¿Aún sigues pensando en ir a

Rumanía? —le preguntó ella.Él dejó la llave en una mesa.—¿Acaso piensas seguirme?—Puede.

—Yo en tu lugar no reservaría elvuelo ya mismo.

Le contó lo de Medjugorje y lo queNgovi le había pedido que hiciera, sibien omitió los detalles relativos almensaje de Clemente. No le apetecíanada hacer ese viaje, y así se lo confesóa Katerina.

—La guerra ha terminado, Colin —aseguró ésta—. Aquello lleva años encalma.

—Gracias a las tropasnorteamericanas y de la OTAN. Yo nolo llamaría un destino vacacional.

—En ese caso ¿por qué vas?—Se lo debo a Clemente y a Ngovi

—repuso.—¿No crees que ya has pagado tus

deudas?—Sé lo que vas a decir, pero me

estaba planteando dejar el sacerdocio.Lo cierto es que ya no importa.

El rostro de Katerina reflejósorpresa.

—¿Por qué?—Estoy harto. No tiene que ver con

Dios ni con llevar una buena vida ni conla dicha eterna. Tiene que ver con lapolítica, la ambición, la avaricia. Cadavez que pienso en el lugar donde nacíme pongo enfermo. ¿Cómo podía pensarnadie que estaban haciendo algo bueno

allí? Había mejores formas de ayudar aesas madres, y sin embargo nadie semolestó en intentarlo. Se limitaron amandarnos fuera. —Se movió nervioso yse sorprendió mirando al suelo—. ¿Yesos niños de Rumanía? Creo que hastael Cielo se ha olvidado de ellos.

—Nunca te había visto así.Él se acercó a la ventana.—Lo más probable es que

Valendrea pronto sea Papa. Habrá unmontón de cambios. Puede que TomKealy estuviera en lo cierto después detodo.

—No des crédito a nada de lo quediga ese imbécil.

Michener notó algo raro en su tono.—Sólo hemos hablado de mí. ¿Qué

has estado haciendo desde que volvistede Bucarest?

—Como te he dicho, escribiralgunos artículos sobre el funeral parauna revista polaca. También me heestado documentando acerca delcónclave. La revista me ha contratadopara que escriba un artículo de fondo.

—Entonces ¿cómo te vas a ir aRumanía?

La expresión de Katerina se suavizó.—No voy a ir. Sólo me hacía

ilusiones. Pero al menos sabré dóndeencontrarte.

La idea era reconfortante. Él sabíaque no volver a verla lo entristecería.Recordó la última vez, hacía tantosaños, que estuvieron a solas. Fue enMunich, poco antes de licenciarse enDerecho y volver al servicio de JakobVolkner. Ella tenía más o menos elmismo aspecto, el cabello algo máslargo, el rostro un poco más lozano, lasonrisa igual de atractiva. Había pasadodos años amándola, sabiendo que algúndía tendría que elegir. Ahora se dabacuenta del error que había cometido. Seacordó de algo que le había dicho antesen la plaza: «Se trata de no cometer dosveces los mismos errores. Eso es lo

único que podemos esperar.»Muy cierto.Cruzó la habitación y la tomó en sus

brazos.Ella no opuso resistencia.

Michener abrió los ojos y miró el relojque había junto a la cama: las diezcuarenta y tres de la noche. Katerinayacía a su lado. Habían dormido casidos horas. No se sentía culpable por loque había ocurrido. La amaba, y si aDios le molestaba, que le molestase. Laverdad es que a esas alturas le daba lomismo.

—¿Qué haces despierto? —preguntóella en la oscuridad.

Michener pensaba que Katerinaestaba durmiendo.

—No estoy acostumbrado adespertarme con alguien en la cama.

Ella apoyó la cabeza en su pecho.—¿Podrías acostumbrarte?—Eso precisamente me preguntaba.—Esta vez no quiero marcharme,

Colin.Él le besó la cabeza.—¿Quién ha dicho que tengas que

hacerlo?—Quiero ir contigo a Bosnia.—¿Qué hay de ese trabajo para la

revista?—Te he mentido. No hay ningún

trabajo. Estoy aquí, en Roma» por ti.Él respondió sin pensárselo:—En ese caso puede que unas

vacaciones en Bosnia nos sienten bien alos dos.

Había pasado del mundo del PalacioApostólico a un reino donde sólo existíaél. Clemente XV se hallabacómodamente instalado en un féretrotriple bajo San Pedro, y él estabadesnudo en la cama con una mujer a laque amaba.

No podía decir cómo acabaría todoaquello.

Lo único que sabía era que por fin sesentía satisfecho.

38

MEDJUGORJE,BOSNIA-HERZEGOVINA

MARTES, 28 DE NOVIEMBRE13:00

Michener miraba por la ventanilladel autobús. La rocosa costa pasaba atoda velocidad ante él, el mar Adriáticopicado debido a un vendaval. Él yKaterina habían realizado el brevetrayecto de Roma a Split en avión. Losautocares para turistas se agolpaban antelas salidas del aeropuerto, los

conductores anunciando su destino avoces: Medjugorje. Uno de los hombresaclaró que aquélla era la temporada bajadel año. Los peregrinos llegaban a razónde tres mil a cinco mil al día en verano,pero esa cifra quedaba reducida a varioscientos de noviembre a marzo.

Durante las últimas dos horas unaguía había explicado a las cincuentapersonas aproximadamente queocupaban el autobús que Medjugorje seencontraba situado en la partemeridional de Herzegovina, cerca de lacosta, y que una barrera de montañas alnorte aislaba la región tanto desde elpunto de vista del clima como de la

política. También les contó queMedjugorje significaba «zona entremontañas». La mayoría de la poblaciónera croata, y el catolicismo prosperaba.A principios de los años noventa, con lacaída del comunismo, los croatasbuscaron la independencia de inmediato,pero los serbios —el auténtico poder enla sombra de la antigua Yugoslavia—los invadieron con la intención de crearla Gran Serbia. Se desató una sangrientaguerra civil que duró años, y doscientasmil personas perdieron la vida hasta quefinalmente la comunidad internacionaldetuvo el genocidio. Después se declaróotra guerra entre croatas y musulmanes,

que terminó deprisa, con la llegada delas tropas de la ONU.

Medjugorje había escapado delterror, pues la mayor parte de lacontienda se libró al norte y al oeste. Adecir verdad en la zona sólo vivíanalrededor de quinientas familias, pero ladescomunal iglesia de la localidadpodía acoger a dos mil visitantes, y laguía contó que la infraestructura dehoteles, pensiones, vendedores decomida y tiendas de recuerdos estabaconvirtiendo el lugar en una mecareligiosa. Habían acudido veintemillones de personas de todo el mundo,y en el último recuento se había llegado

a las dos mil apariciones, algo sinprecedentes en las visiones marianas.

—¿Tú te crees todo esto? —lepreguntó Katerina en un susurro—.Resulta un poco inverosímil que laVirgen baje a la Tierra todos los díaspara hablar con una mujer de una aldeabosnia.

—El visionario cree, y Clementetambién creía. Ten la mente abierta, ¿deacuerdo?

—Lo intento, pero ¿a cuál de losvisionarios vamos a abordar?

Michener había estado pensando enello, de manera que le pidió a la guíaque contara más cosas de los

visionarios, y averiguó que una de lasmujeres, que en la actualidad teníatreinta y cinco años, estaba casada, teníaun hijo y vivía en Italia. Otra, de treintay seis, estaba casada, tenía tres hijos yseguía viviendo en Medjugorje, pero eramuy reservada y no recibía a muchosperegrinos. Uno de los hombres, detreinta y pocos años, había intentado dosveces ser sacerdote, pero no lo habíaconseguido, y aún esperaba serordenado algún día. Viajaba mucho,llevando al mundo el mensaje deMedjugorje, y sería difícil dar con él. Elvarón restante, el menor de los seis,estaba casado, tenía dos hijos y no

hablaba mucho con los visitantes. Otrade las mujeres, que rozaba los cuarenta,estaba casada y ya no vivía en Bosnia.La que quedaba era la que seguía viendoapariciones. Se llamaba Jasna, teníatreinta y dos años y vivía sola enMedjugorje. Las visitaciones querecibía a diario eran presenciadas ennumerosas ocasiones por miles depersonas en la iglesia de Santiago. Laguía les dijo que Jasna era una mujerintrovertida, de pocas palabras, peroque a veces charlaba con los visitantes.Michener miró a Katerina y le dijo:

—Parece que nuestras opciones sonlimitadas. Empezaremos por ella.

—Pero Jasna no conoce los diezsecretos que la Virgen les ha revelado alos otros —continuaba la guía en laparte delantera del autobús, y laatención de Michener volvió a centrarseen lo que relataba la mujer—. Los otroscinco sí conocen los diez secretos, y sedice que cuando los sepan los seis, lasvisiones cesarán y se ofrecerá una señalevidente de la presencia de la Virgenpara los ateos. «Pero los fieles no hande esperar a esa señal para convertirse.Ha llegado el momento de la gracia, elmomento de vivir una fe cada vezmayor, el momento de la conversión.Porque cuando llegue la señal será

demasiado tarde para muchos.» Ésas sonlas palabras de la Virgen. Unapredicción.

—Y ahora ¿qué hacemos? —lepreguntó al oído Katerina.

—Propongo que vayamos a verla detodas formas, aunque sólo sea porcuriosidad. Seguro que podráresponderme al millar de preguntas quetengo.

La guía señaló el monte de lasapariciones.

—Ahí es donde los dos visionariosiniciales presenciaron las primerasapariciones, en junio de 1981: unabrillante bola de fuego dentro de la cual

había una hermosa mujer que sostenía enbrazos a un niño. La tarde siguiente losdos niños regresaron con cuatro amigos,y la mujer se presentó de nuevo, en esaocasión luciendo una corona con doceestrellas y un vestido gris perla. Segúnellos, parecía vestida por el sol.

La guía apuntó a un empinadosendero que salía de la aldea de Podbroy llegaba hasta un alto en el que habíauna cruz. Incluso ahora había peregrinossubiendo bajo los densos nubarronesque llegaban del mar.

El monte de la Cruz apareció alpoco, elevándose a poco más dekilómetro y medio de Medjugorje, su

roma cima a unos quinientos metros dealtitud.

—La cruz fue erigida en la décadade los treinta por la parroquia y nodesempeña ningún papel en lasapariciones, salvo que muchosperegrinos han asegurado haber vistoseñales luminosas en ella y a sualrededor. Por ese motivo este lugar hapasado a formar parte de la experiencia.Procuren subir a la cima.

El autobús aminoró la marcha yentró en Medjugorje. La aldea no separecía en nada a la infinidad decomunidades atrasadas por las quehabían pasado desde que salieran de

Split. Las construcciones de piedrabajas en distintos tonos de rosa, verde yocre daban paso a edificios más altos:hoteles, aclaró la guía, abiertosrecientemente para acoger a la afluenciade peregrinos, junto con tiendas libresde impuestos y agencias de alquiler decoches y de viajes. Relucientes taxisMercedes sorteaban los camiones.

El autobús se detuvo ante la iglesiade Santiago, con sus dos torres gemelas.Un letrero en su fachada anunciaba quese decía misa a lo largo de todo el díaen distintos idiomas. Ante ella seextendía una plaza de hormigón, y laguía explicó que la explanada era un

lugar de reunión nocturno para losfieles. Michener se preguntó quéocurriría esa noche, ya que a lo lejos seoía el retumbar de los truenos.

Unos soldados patrullaban la plaza.—Forman parte de las tropas

españolas encargadas de velar por lapaz destinadas a esta zona, y puedenresultar útiles —aclaró la guía.

Ellos cogieron sus respectivasbolsas y bajaron del autobús. Michenerse acercó a la guía:

—Disculpe, ¿dónde podríamosencontrar a Jasna?

La mujer señaló una de las calles.—Vive en una casa que está a unas

cuatro manzanas en esa dirección, peroviene a la iglesia todos los días a lastres, y a veces por la tarde, a rezar. Notardará en llegar.

—Y las apariciones, ¿dónde se dan?—La mayoría de las veces aquí, en

la iglesia. Por eso viene Jasna. Perodebo advertirle que es poco probableque los vea sin previo aviso.

Michener captó el mensaje:posiblemente todos los peregrinosquisieran ver a alguno de losvisionarios. La guía les indicó un centrode información que había al otro lado dela calle.

—Pueden organizar una cita; por lo

general a última hora de la tarde.Háblenles de Jasna y seguro que lesatienden mejor. Son muy sensibles a susnecesidades. Michener le dio las graciasy, acto seguido, él y Katerina semarcharon.

—Por alguna parte hemos deempezar, y esta Jasna es lo que tenemosmás a mano. No me apetece hablardelante de un grupo, y no tengonecesidades que requieran sensibilidad,así que daremos con esta mujer nosotrossolos.

39

CIUDAD DEL VATICANO, 14:00

La procesión de cardenales salió dela Capilla Paulina cantando estrofas delVeni Creator Spiritus. Tenían las manosunidas en oración, la cabeza baja.Valendrea iba detrás de Maurice Ngovi,pues el camarlengo iba a la cabeza delgrupo, rumbo a la Capilla Sixtina.

Todo estaba dispuesto. Valendrea enpersona había supervisado una de lasúltimas tareas hacía una hora, cuandollegaron los empleados de la casaGammarelli con cinco cajas que

contenían sotanas de lino blanco,zapatillas de seda roja, roquetes,mucetas, medias de algodón y solideosde distintas tallas, todos ellos con laespalda y el dobladillo sin coser, lasmangas sin terminar. De los arreglos seencargaría el propio Gammarelli, justoantes de que el cardenal escogido Papaapareciera por primera vez en el balcónde la plaza de San Pedro.

So pretexto de inspeccionarlo todo,Valendrea se había asegurado de quehubiera unas vestiduras —52-54 depecho, 48 de cintura, zapatillas delnúmero 44— que no necesitaran muchasmodificaciones. Después le pediría a

Gammarelli que hiciera un juego deprendas tradicionales de hilo blanco,además de unos cuantos diseños nuevosque había estado rumiando los dosúltimos años. Se proponía ser uno de lospapas mejor vestidos de la historia.

A Roma habían acudido 113cardenales, cada uno de ellos ataviadocon una sotana púrpura y una mucetaciñendo sus hombros. Lucían un birreterojo y cruces de oro y plata en el pecho.A medida que avanzaban de uno en unohacia una elevada puerta, las cámaras detelevisión captaban la escena para milesde millones de personas. Valendreareparó en la gravedad de los rostros: tal

vez los cardenales estuviesen teniendoen cuenta el sermón de Ngovi de la misade mediodía, cuando insistió en quedejaran fuera de la Capilla Sixtina lasconsideraciones mundanas y, con ayudadel Espíritu Santo, escogieran a un«pastor de la madre Iglesia» capaz.

La palabra «pastor» suponía unproblema. Rara vez había sido pastoralun pontífice del siglo XX. La mayoríaeran intelectuales con carrera odiplomáticos del Vaticano. Laexperiencia pastoral se había discutidolos últimos días en la prensa como algoque el Sacro Colegio debía buscar. Sinduda un cardenal pastoral, uno que se

hubiese pasado la vida trabajando conlos fieles, resultaba mucho más atractivoque un burócrata profesional. Inclusohabía oído, en las cintas, que muchos delos cardenales pensaban que seríaventajoso contar con un Papa quesupiera llevar una diócesis. Pordesgracia él era producto de la curia, unadministrador nato carente deexperiencia pastoral… a diferencia deNgovi, que había pasado de sacerdotemisionero a arzobispo y cardenal. Lecontrariaba la anterior alusión delcamarlengo, e interpretó el comentariocomo un golpe a su candidatura: uncodazo sutil, si bien una prueba más de

que Ngovi podía llegar a ser un rivaltemible en las horas que se avecinaban.

La procesión se paró a las puertasde la Capilla Sixtina.

Dentro se oía un coro.Ngovi vaciló y echó a andar de

nuevo.Las fotografías representaban la

Capilla Sixtina como un lugar enorme,pero lo cierto es que resultaba difícilacomodar a 113 cardenales. Había sidoerigida hacía quinientos años para ser lacapilla privada del Papa, sus murosenmarcados entre elegantes pilastras ycubiertos de narrativos frescos. A laizquierda, la vida de Moisés; a la

derecha, la vida de Cristo. Uno liberabaa Israel, el otro a toda la humanidad. LaCreación de Adán, en el techo, reflejabael destino del hombre, previendo suinevitable caída. El Juicio Final, sobreel altar, era una visión aterradora de lacólera divina largamente admirada porValendrea.

Dos hileras de plataformas elevadasflanqueaban el pasillo central. Unastarjetas indicaban quién se sentabadónde, los asientos asignados según laantigüedad. Las sillas tenían el respaldorecto, y a Valendrea no le hacía muchagracia la perspectiva de pasar muchotiempo en una de ellas. Delante de cada

una de las sillas, en una minúscula mesa,había un lápiz, una libreta y unapapeleta.

Los hombres ocuparon sus sitios.Nadie había dicho ni palabra. El coroseguía cantando.

La mirada de Valendrea se posó enla estufa, que se hallaba en un rincón,elevada sobre el suelo de mosaicomediante un andamio de metal. Por suchimenea, cuyo tiro salía por una de lasventanas, el célebre humo indicaríaéxito o fracaso. Ojalá no fuera precisoencender muchos fuegos. Cuantos másescrutinios, menos posibilidad de lograrla victoria.

Ngovi se encontraba en la parte dedelante de la capilla, las manosentrelazadas. Valendrea tomó nota delgesto adusto en el rostro del africano yesperó que el camarlengo disfrutara desu momento.

—Extra omnes —dijo Ngovi en vozalta. Fuera todos.

El coro, los monaguillos, y losequipos de televisión empezaron a irse.Sólo podrían quedarse los cardenales ytreinta y dos sacerdotes, monjas ytécnicos.

En la estancia reinó una incómodacalma mientras dos técnicos hicieron unbarrido por el pasillo central: eran los

responsables de garantizar que en lacapilla no hubiera escuchas. En la verjade hierro los dos hombres se detuvierony aseguraron que la zona estabadespejada.

Valendrea asintió, y ellos seretiraron. El ritual se repetiría antes ydespués de las votaciones de cada día.

Ngovi dejó el altar y recorrió elpasillo entre los cardenales. Cruzó unacelosía de mármol y se detuvo ante laspuertas de bronce que los asistentesestaban cerrando. Un silencio absolutoenvolvió la habitación. Donde anteshabía música y un arrastrar de piessobre las alfombras que protegían el

piso de mosaico ahora no se oía nada.Al otro lado de las puertas, por fuera, seoyó el sonido de una llave deslizándoseen la cerradura y el encajar de lospestillos.

Ngovi comprobó los picaportes.Cerrados.—Extra omnes —repitió.Nadie le respondió. Se suponía que

nadie debía responder. El silencioindicaba que el cónclave habíacomenzado. Valendrea sabía que fueraestamparían unos sellos de plomo paragarantizar simbólicamente la privacidad.Había otra vía de acceso a la CapillaSixtina —el camino que tomarían todos

los días desde el Domus SanctaeMarthae—, pero el sellado de laspuertas constituía el método tradicionalque señalaba el inicio del procesoelectoral.

Ngovi regresó al altar, se situó decara a los cardenales y dijo lo queValendrea le había oído decir a uncamarlengo en ese mismo lugar hacíatreinta y cuatro meses:

—El Señor os bendiga.Comencemos.

40

MEDJUGORJE,BOSNIA-HERZEGOVINA

14:30

Michener escudriñó la casa. Era unavivienda de una planta de piedra teñidapor el musgo. Unas parras serpenteabanpor una pérgola, y la única nota de colorla ponía la carpintería que reforzaba lasventanas. En un lado había un pequeñohuerto que parecía ansioso de quellegara la anunciada lluvia. A lo lejos seveían las montañas.

Dieron con la casa sólo después de

preguntar a dos personas, las cuales semostraron reacias a ayudarlos hasta queMichener les reveló que era sacerdote ynecesitaba hablar con Jasna.

Llevó a Katerina a la puerta y llamó.Abrió una mujer alta de tez color

almendra y cabello oscuro. Era delgadacomo un árbol joven y tenía un rostroagradable, con unos ojos cálidos coloravellana. Lo escrutó de tal forma que aMichener le resultó incómodo. Tendríaunos treinta años y llevaba un rosario alcuello.

—He de ir a la iglesia, no tengotiempo de hablar, la verdad —afirmó—. Lo haré con mucho gusto después de

misa —les aseguró en inglés.—No estamos aquí por el motivo

que usted piensa —respondió Michener,y luego le dijo quién era y a qué habíaido.

La mujer no reaccionó, como si unenviado del Vaticano se pusiera encontacto con ella todos los días. Al cabolos invitó a pasar. En la casa habíapocos muebles, la decoración eraecléctica. La luz del sol entraba araudales por las ventanas entreabiertas,muchos de los cristales estaban rajadosa lo largo. Sobre la chimenea colgabauna imagen de María rodeada de velastitilantes, y en un rincón había una talla

de la Virgen. La talla llevaba un vestidogris con adornos azul claro. Un veloblanco le cubría el rostro y de élasomaban unos rizos de cabello castaño.Sus ojos azules eran expresivos ycálidos. Nuestra Señora de Fátima, simal no recordaba.

—¿Por qué Fátima? —preguntó él,señalando la talla.

—Me la regaló un peregrino. Megusta. Parece viva.

Michener reparó en un leve tembloren el ojo derecho de Jasna, y suinexpresividad y su insulsa voz se leantojaron preocupantes. Se preguntó sila mujer no estaría drogada.

—Ha dejado de creer, ¿no es cierto?—le preguntó ella en voz queda.

El comentario lo pilló desprevenido.—¿Acaso importa?La mujer miró directamente hacia

donde estaba Katerina.—Ella lo confunde.—¿Por qué dice eso?—Los sacerdotes rara vez vienen

aquí acompañados de mujeres. Y menosun sacerdote sin alzacuello.

Michener no tenía intención deresponder. Seguían de pie, su anfitrionatodavía no les había ofrecido asiento, ylas cosas empezaban mal.

Jasna se dirigió a Katerina:

—Usted ni siquiera cree, lleva asímuchos años. Cuan atormentada estarásu alma.

—¿Se supone que sus opiniones hande impresionarnos? —Si el comentariode Jasna la había molestado, no estabadispuesta a dejárselo saber.

—Para usted lo único real es lo quepuede tocar —añadió Jasna—. Pero haytantas cosas más… Tantas que ni seimagina. Y aunque no puedan tocarse,siguen siendo reales.

—El Papa nos ha encomendado unamisión —explicó Michener.

—Clemente está con la Virgen.—Eso espero.

—Pero su falta de fe lo perjudica.—Jasna, me han enviado a conocer

el décimo secreto. Clemente y elcamarlengo me han proporcionadosendas órdenes por escrito para que mesea revelado.

Ella se volvió.—Yo no lo conozco. Ni quiero

conocerlo. La Virgen dejará de venircuando eso ocurra, y sus mensajes sonimportantes. El mundo depende de ellos.

Michener estaba familiarizado conlos mensajes diarios de Medjugorje, queeran transmitidos al resto del mundo porfax y correo electrónico. La mayoría noeran sino simples llamamientos a la fe y

la paz mundial, siendo el ayuno y laoración los medios para lograr ambascosas. El día anterior había leídoalgunos de los últimos en la Bibliotecadel Vaticano. Los sitios web cobrabanautomáticamente por facilitar el mandatodel Cielo, lo cual le hacía sospechar delas razones de Jasna. Pero a juzgar porla sencillez de su casa y de suvestimenta, la mujer no se beneficiabade ello.

—Somos conscientes de quedesconoce el secreto, pero ¿podríadecirnos con cuál de los otrosvisionarios hemos de hablar para quenos lo cuente?

—A todos les fue dicho que norevelaran la información hasta que laVirgen se lo indicara.

—¿No bastaría la autoridad delSanto Padre?

—El Santo Padre ha muerto.Michener se estaba hartando de su

actitud.—¿Por qué se empeña en

complicarnos las cosas?—Eso mismo quiere saber el Cielo.Le recordó las lamentaciones de

Clemente las semanas previas a sufallecimiento.

—He rezado por el Papa —afirmóella—. Su alma necesita nuestras

plegarias.Él iba a preguntarle a qué se refería,

pero antes de que pudiera decir nada lamujer se acercó a la estatua del rincón.De pronto su mirada parecía perdida,petrificada. Se arrodilló en unreclinatorio sin decir nada.

—¿Qué hace? —inquirió Katerina.Él se encogió de hombros. Una

campana tañó tres veces a lo lejos, yMichener recordó que supuestamente laVirgen se le aparecía a Jasna todos losdías a las tres de la tarde. Una de susmanos encontró el rosario que llevaba alcuello, y Jasna se aferró a las cuentas yempezó a musitar palabras que él no

comprendía. Se inclinó hacia ella ysiguió su mirada hasta la escultura, perono vio nada salvo el estoico semblantede madera de la Virgen María.

Recordó de su investigación que lostestigos de Fátima afirmaban haberescuchado un zumbido y sentido calidezdurante las apariciones, pero él creyóque eso sólo formaba parte de la histeriacolectiva que se apoderaba de losignorantes que querían creer a todacosta. Se preguntó si de verdad estaríapresenciando una aparición mañana o siaquello no sería más que unengañabobos.

Se aproximó más.

La mirada de Jasna parecía fija enalgo más allá de las paredes. La mujerno era consciente de su presencia ycontinuaba musitando. Por un instanteMichener creyó ver un destello de luz ensus pupilas —dos fogonazos de unaimagen reflejada—, un remolino azul ydorado. Su cabeza se volvió hacia laizquierda, en busca de la fuente, pero nohabía nada: sólo el rincón iluminado porel sol y la silente talla. Lo que quieraque estuviese sucediendo al parecer eracosa únicamente de Jasna.

Al final ésta bajó la cabeza y dijo:—Nuestra Señora se ha ido.Luego se puso en pie, fue hacia una

mesa y garabateó algo en una libreta.Cuando hubo terminado, le entregó lahoja a Michener.

Hijos míos, el amor de Dios esgrande. No cierren los ojos, no setapen los oídos. Su amor es grande.Acepten mi llamada y la súplicaque les confío. Consagren sucorazón y acojan en él al Señorpara que more en él para siempre.Mis ojos y mi corazón estarán conustedes incluso cuando no vuelva aaparecerme. Compórtense en todomomento como yo les pido y seránconducidos hasta el Señor. No

rechacen el nombre de Dios si noquieren ser rechazados. Aceptenmis mensajes si quieren seraceptados. Ha llegado el momentode tomar decisiones, hijos míos.Manténganse puros e inocentes decorazón para que los pueda llevarjunto a su Padre. Porque esto, mipresencia, es su gran amor.

—Esto es lo que me ha dicho laVirgen —afirmó Jasna.

Michener leyó el mensaje de nuevo.—¿Va dirigido a mí?—Sólo usted puede decidir eso.Él le pasó la hoja a Katerina.

—Aún no ha respondido a mipregunta. ¿Quién puede confiarnos eldécimo secreto?

—Nadie.—Los cinco visionarios restantes

conocen la información. Alguno de ellospodrá revelárnosla.

—No, a menos que la Virgen dé suconsentimiento, y yo soy la única queaún recibe sus visitas a diario. Los otrostendrían que esperar para obtenerpermiso.

—Pero usted no conoce el secreto—terció Katerina—. Así que no importaque sea la única que no está al corriente.No necesitamos a la Virgen, necesitamos

el décimo secreto.—Lo uno va unido a lo otro —

repuso Jasna.Michener dudaba de si estaba

tratando con una fanática religiosa o conalguien realmente escogido por el Cielo.Su impertinencia no era de mucha ayuda,lo cierto es que lo hacía recelar.Decidió que se quedarían en lalocalidad e intentarían por su cuentahablar con los otros visionarios quevivían en las inmediaciones. Si noaveriguaba nada, podía regresar a Italiay localizar al que residía allí.

Le dio las gracias a Jasna y seencaminó a la puerta, Katerina a la zaga.

Su anfitriona permaneció pegada a lasilla, su expresión tan vacía comocuando llegaron.

—No se olvide de Bamberg —apuntó ésta.

Unos dedos helados le recorrieron lacolumna. Michener se paró y dio mediavuelta. ¿Había oído bien?

—¿Por qué dice eso?—Me dijeron que lo hiciera.—¿Qué sabe usted de Bamberg?—Nada. Ni siquiera sé lo que es.—Entonces ¿por qué lo ha dicho?—Yo no hago preguntas, sólo hago

lo que me dicen. Tal vez sea ésa larazón de que me hable la Virgen. Vale la

pena contar con una servidora fiel.

41

CIUDAD DEL VATICANO, 17:00

Valendrea se estaba impacientando.Su preocupación por los rectosrespaldos de las sillas empezaba a estarjustificada, pues ya llevaba casi dosangustiosas horas sentado tieso en laCapilla Sixtina. Durante ese tiempo cadauno de los cardenales había ido al altary jurado ante Ngovi y Dios que notoleraría ninguna intromisión en laelección por parte de autoridades laicasy que, en caso de resultar elegido, seríaMunus Petrinum —pastor de la iglesia

universal— y defendería los derechosespirituales y temporales de la SantaSede. También él se había plantado anteNgovi. La mirada del africano erapenetrante mientras se pronunciaban yrepetían las palabras.

Hizo falta otra media hora paratomar juramento de confidencialidad alos asistentes. Luego Ngovi ordenóabandonar la Capilla Sixtina a todossalvo a los cardenales y cerrar laspuertas restantes y, situándose frente a laconcurrencia, dijo:

—¿Desean votar ahora?La Constitución Apostólica tenía en

cuenta la realización de una primera

votación de inmediato, si el cónclave asílo quería. Uno de los cardenalesfranceses se puso en pie y afirmó que élsí. Valendrea se sintió complacido. Elfrancés era de los suyos.

—Si hay alguien que se oponga, quehable ahora —prosiguió Ngovi.

La capilla continuó silente. Hubo untiempo en que en ese instante podíadarse una elección por aclamación,supuestamente como resultado de laintervención directa del Espíritu Santo.Se anunciaba un nombreespontáneamente y todos aceptaban queése sería el Papa. Sin embargo JuanPablo II suprimió semejante forma de

elección.—Muy bien —convino Ngovi—.

Comencemos.El cardenal diácono de menor edad,

un brasileño gordo y moreno, seadelantó con andares de pato y sacó tresnombres de un cáliz de plata. Losescogidos actuarían de escrutadores, sucometido sería contar y emitir los votos.Si no se elegía Papa, quemarían laspapeletas en la estufa. A continuación seextrajeron del cáliz otros tres nombres,los revisores: su tarea consistiría ensupervisar a los escrutadores. Porúltimo se eligió a tres infirmarii, querecogerían las papeletas de los

cardenales que pudieran caer enfermos.De los nueve funcionarios, sólo cuatroeran firmes partidarios de Valendrea.Especialmente fastidioso fue laselección del cardenal archivero comoescrutador. Aquel viejo cabrón quizáspudiera vengarse después de todo.

Delante de cada cardenal, además dela libreta y el lápiz, había una tarjetarectangular de 5 centímetros. En la partesuperior, impreso en letras negras,p o n í a : ELIGO IN SUMMUMPONTIFICEM.Elijo como sumo pontífice.Debajo había un espacio en blanco parael nombre. Valendrea sentía un cariñoespecial por la papeleta, ya que la había

diseñado su querido Pablo VI.En el altar, bajo la angustia de El

Juicio Final de Miguel Ángel, Ngoviretiró del cáliz el resto de los nombres:arderían junto con los resultados de laprimera votación. Después el africanose dirigió a los cardenales en latín pararepetir el procedimiento de la votación.Cuando concluyó, dejó el altar y tomóasiento entre los purpurados. Sucometido como camarlengo tocaba a sufin, y en las próximas horas cada veztendría que hacer menos cosas. Elproceso ahora sería controlado por losescrutadores hasta que hiciera falta unanueva votación.

Uno de éstos, un cardenal argentino,observó:

—Escriban un nombre en la tarjeta.Más de un nombre invalidará el voto yel escrutinio. Cuando hayan terminado,doblen la papeleta y acérquense al altar.

Valendrea miró a izquierda yderecha: los 113 cardenales estabancodo con codo en la capilla. Queríaganar pronto y acabar con susufrimiento, pero sabía que rara vezhabía ganado un Papa en el primerescrutinio. Por lo general los electoresdaban su primer voto a alguien especial:un cardenal favorito, un buen amigo,alguien de su parte del mundo, incluso a

ellos mismos, aunque nadie lo admitiera.Era una forma de ocultar sus verdaderasintenciones y subir las apuestas en suposterior apoyo, ya que nada volvía másgenerosos a los favoritos que un futuroimpredecible.

Valendrea escribió su nombre en lapapeleta, esmerándose en disimular suletra para que nadie supiera que erasuya, dobló el papel en dos y esperó suturno para aproximarse al altar.

El depósito de votos se hacía segúnla jerarquía: cardenales obispos delantede cardenales sacerdotes, siendo losúltimos los cardenales diáconos, cadagrupo ordenado por su fecha de

investidura. Vio cómo el primercardenal obispo, el de mayorantigüedad, un veneciano de cabelloplateado, subía los cuatro escalones demármol que conducían al altar, lapapeleta doblada en alto para que todosla vieran.

Cuando llegó su turno, Valendrea fuehasta el altar. Sabía que los otroscardenales lo estarían observando, demanera que se arrodilló un instante pararezar, si bien no le dijo nada a Dios. Ensu lugar, esperó una cantidad prudencialde tiempo antes de ponerse en pie yluego repitió en voz alta lo que teníanque decir todos los cardenales:

—Pongo por testigo a Cristo nuestroSeñor, el cual me juzgará, de que doy mivoto a quien, en presencia de Dios, creoque debe ser elegido.

Depositó la papeleta en la patena,levantó el reluciente platillo y dejó quela tarjeta cayera dentro del cáliz. Aquelmétodo poco ortodoxo era un modo deasegurarse de que cada cardenal emitíaun solo voto. Acto seguido devolvió lapatena a su sitio con suavidad, unió lasmanos en oración y volvió a su asiento.

Tardaron casi una hora en completarla votación. Después de que la últimapapeleta cayera en el cáliz, el recipientepasó a otra mesa. Tras agitar la copa,

los tres escrutadores contaron los votos.Los revisores lo observaban todo, susojos siempre fijos en la mesa. A medidaque iban desdoblando cada papeletaiban leyendo el nombre escrito en ella.Cada cual llevaba su propia cuenta. Elnúmero total de votos debía sumar 113,de lo contrario las papeletas seríandestruidas y el escrutinio declaradonulo.

Cuando se leyó el último nombre,Valendrea analizó el resultado: habíaobtenido treinta y dos votos. No estabamal para ser la primera ronda. Sinembargo Ngovi había acumuladoveinticuatro. Los restantes cincuenta y

siete votos se repartían entre unaveintena de candidatos.

Miró a los presentes.Estaba claro que todos pensaban lo

mismo que él.Aquélla iba a ser una carrera de dos

caballos.

42

MEDJUGORJE,BOSNIA-HERZEGOVINA

18:30

Michener consiguió dos habitacionesen uno de los hoteles más nuevos. Lalluvia había empezado a caer nada mássalir de casa de Jasna, y apenas lograronllegar al hotel antes de que el cieloestallara en una exhibición depirotecnia. Estaban en época de lluvias,les informó un recepcionista. El diluviono tardó en llegar, alimentado por lamezcla de aire cálido procedente del

Adriático y las frías brisas del norte.Cenaron en un café cercano que se

hallaba atestado de peregrinos. Lasconversaciones, en su mayor parte eninglés, francés y alemán, se centraban enel santuario. Alguien comentó que dosde los visionarios habían estado antes enla iglesia de Santiago. Se suponía queJasna iba a presentarse, pero no lo habíahecho, y uno de los peregrinos observóque no era extraño que se quedara asolas durante la aparición.

—Encontraremos a esos dosvisionarios mañana —le dijo Michenera Katerina mientras comían—. Esperoque sea más fácil lidiar con ellos.

—Esa Jasna es vehemente, ¿eh?—O es una impostora consumada o

es sincera.—¿Por qué te molestó que

mencionara Bamberg? No es ningúnsecreto que el Papa le tenía cariño a suciudad natal. No me creo que no supieraqué era el nombre.

Le contó lo que Clemente le habíadicho de Bamberg en su último mensaje.«Haced con mi cuerpo lo que os plazca.La pompa y la ceremonia no loconvierten a uno en piadoso. Sinembargo, en lo que a mí respectapreferiría la santidad de Bamberg, esapreciosa ciudad a orillas del río, y la

catedral que tanto amé. Sólo lamento nohaber podido contemplar su belleza unavez más. No obstante, tal vez mi legadopueda descansar allí.» Omitió que elcorreo era lo último que había escrito unpapa que se había quitado la vida, locual le trajo a la memoria otra cosa queJasna había dicho: «He rezado por elPapa. Su alma necesita nuestrasplegarias.» Era una locura pensar queconocía la verdad sobre la defunción deClemente.

—No creerás en serio que esta tardepresenciamos una aparición, ¿no? —quiso saber Katerina—. Esa mujerestaba ida.

—Creo que las visiones de Jasnason sólo suyas.

—¿Es ésa tu forma de decir que laVirgen no ha estado aquí hoy?

—Igual que no estuvo en Fátima,Lourdes o La Salette.

—Me recuerda a Lucía —aseguróKaterina—. Cuando estuvimos con elpadre Tibor en Bucarest no dije nada,pero del artículo que escribí hace unosaños recuerdo que Lucía era una niñaatribulada. Su padre era alcohólico, y aella la criaron sus hermanas mayores.Había siete niños en la casa, y ella erala menor. Justo antes de que comenzaranlas apariciones, su padre perdió parte de

las tierras de la familia, un par dehermanas se casaron, y las restantesaceptaron un empleo. Ella se quedó solacon su hermano, su madre y un padreborracho.

—Parte de eso estaba en el informede la Iglesia —corroboró él—. Elobispo encargado de la investigacióndesechó la mayor parte, aduciendo queera habitual en esa época. Lo que másme preocupó fueron las similitudes entreFátima y Lourdes. El párroco de Fátimaincluso declaró que algunas de laspalabras de la Virgen eran casi idénticasa las que pronunció en Lourdes. Lasvisiones de Lourdes eran conocidas en

Fátima, y Lucía estaba al tanto de ellas.—Bebió un trago de cerveza—. Heleído todos los informes de estoscuatrocientos años de apariciones, y hayun montón de detalles que coinciden: losniños que siempre son pastores, sobretodo pequeñas con escasos o nulosestudios; las visiones en los bosques; labelleza de Nuestra Señora; los secretosdel Cielo. Hay numerosas coincidencias.

—Por no hablar de que todos losinformes existentes fueron escritos añosdespués de la aparición en cuestión —apuntó Katerina—. Sería fácil añadirdetalles para dotarlos de mayorautenticidad. ¿No es extraño que ninguno

de los visionarios jamás revelara sumensaje justo después de la aparición?Siempre pasan décadas, y luego salen ala luz retazos.

Michener estaba de acuerdo. Lahermana Lucía no había ofrecido unrelato detallado de Fátima hasta 1925, yluego de nuevo en 1944. Muchosafirmaban que adornaba sus mensajescon hechos posteriores, como lasmenciones del papado de Pío XI, laSegunda Guerra Mundial y el auge deRusia, todo lo cual ocurrió muchodespués de 1917. Y con Francisco yJacinta muertos, no había nadie quepudiera contradecir eso.

Y había otro dato al que su cabezade abogado no paraba de dar vueltas.

En julio de 1917 la Virgen de Fátimahabló, como parte del segundo secreto,de la consagración de Rusia a suInmaculado Corazón. Pero, por aquelentonces, Rusia era una devota nacióncristiana. Los comunistas no se hicieroncon el poder hasta meses después. En talcaso ¿qué sentido tenía esaconsagración?

—Los visionarios de La Salette eranun absoluto desastre —decía Katerina—. La madre de Maxim, el chico, muriócuando él era un niño y su madrastra lepegaba. La primera vez que lo

entrevistaron después de la visióninterpretó lo que había visto como unamadre que se quejaba de que su hijo lepegaba, no como la Virgen María.

Michener asintió.—Las versiones publicadas de los

secretos de La Salette se encuentran enel Archivo del Vaticano. Maximmencionó a una Virgen vengativa quehablaba de hambruna y comparaba a lospecadores con los perros.

—La clase de cosa que diría un niñocon un padre maltratador. La madrastrasolía castigarlo dejándolo sin comer.

—Al final murió joven, arruinado yamargado —puntualizó él—. A uno de

los visionarios iniciales de aquí, deBosnia, le pasó lo mismo: perdió a sumadre un par de meses antes de quetuviera la primera visión. Y los otrostambién habían tenido problemas.

—No son más que alucinaciones,Colin. Niños problemáticos que ahorason adultos atormentados convencidosde lo que imaginaron. La Iglesia noquiere que nadie conozca la vida de losvisionarios: rompería por completo elencanto, sembraría la duda.

La lluvia aporreaba el tejado delcafé.

—¿Por qué te envió Clemente aquí?—Ojalá lo supiera. Estaba

obsesionado con el tercer secreto, y estesitio tenía algo que ver con él.

Decidió hablarle de la visión deClemente, pero omitió la parte de laVirgen pidiéndole al Papa que pusierafin a su vida. Hablaba en un susurro.

—¿Has venido aquí porque laVirgen María le dijo a Clemente que temandara? —preguntó ella.

Él llamó a la camarera y levantó dosdedos para que le trajera otras doscervezas.

—Me suena a que Clemente estabaperdiendo los papeles.

—Ésa es exactamente la razón por lacual el mundo nunca sabrá lo que

ocurrió.—Quizás debiera.A Michener no le gustó el

comentario.—Te lo he contado en confianza.—Lo sé. Lo único que digo es que

tal vez el mundo debiera saber esto.Él comprendió que no había forma

de que eso pasara, dada la forma en quehabía muerto Clemente. Clavó la vistaen la calle inundada debido a la lluvia.Había algo que quería saber.

—¿Qué pasa con nosotros, Kate?—Sé adonde quiero ir.—¿Qué harías en Rumanía?—Ayudar a esos niños. Podría

registrar el esfuerzo, escribir sobre élpara dárselo a conocer al mundo, llamarla atención.

—Bastante duro.—Es mi hogar. No me estás

diciendo nada que no sepa ya.—Los ex sacerdotes no ganan mucho

dinero.—No hace falta mucho para vivir

allí.Michener asintió, y le entraron ganas

de estirar el brazo y agarrar su mano.Pero no sería buena idea. Allí no.

Ella pareció presentir su deseo ysonrió.

—Déjalo para cuando volvamos al

hotel.

43

CIUDAD DEL VATICANO, 19:00

«Exijo una tercera votación», espetóel cardenal de los Países Bajos. Era elarzobispo de Utrecht y uno de lospartidarios más incondicionales deValendrea. Éste había dispuesto con élel día anterior que si las dos primerasrondas no prosperaban, pediría deinmediato una tercera.

Valendrea no estaba satisfecho. Losveinticuatro votos de Ngovi en el primerescrutinio habían sido una sorpresa. Élesperaba que cosechara una docena

aproximadamente, no más. Sus propiostreinta y dos no estaban mal, pero sí aaños luz de los setenta y seis necesariospara ser elegido.

Con todo, el segundo escrutinio leasustó de veras, y tuvo que hacer uso detoda su reserva diplomática para noperder la calma: el apoyo de Ngovihabía subido a treinta, mientras que elsuyo tan sólo había conseguido arañarlos cuarenta y uno. Los restantescuarenta y dos votos se repartían entreotros tres candidatos. La sabiduríapopular proclamaba que un favoritodebía lograr un respaldo considerable amedida que se sucedían los escrutinios.

La incapacidad de obtenerlo se veíacomo una debilidad, y los cardenaleseran famosos por dejar de lado a loscandidatos débiles. Muchas veces tras lasegunda votación había surgido unganador sorpresa que se había hecho conel papado. Juan Pablo I y Juan Pablo IIresultaron elegidos de ese modo, aligual que Clemente XV, y Valendrea noquería que se repitiera. Imaginó a losexpertos en la plaza cavilando sobre lasdos nubes de humo negro. Imbécilesirritantes como Tom Kealy le estaríandiciendo al mundo que sin duda loscardenales se hallaban divididos, queningún candidato se situaba como

favorito. Seguirían mortificando aValendrea. Kealy había sentido unplacer malsano calumniándolo lasúltimas dos semanas, y de un modobastante inteligente, debía admitir, puesen ningún momento había hechocomentarios personales ni referencia auna excomunión aún pendiente. En sulugar, el hereje había ofrecido elargumento de «italianos contra elmundo», al que al parecer había sacadopartido. Semanas atrás debió presionaral tribunal para que apartara a Kealy delsacerdocio. Así al menos sería unantiguo sacerdote de dudosacredibilidad. Tal como estaban las

cosas, ese idiota era considerado undisidente que desafiaba el ordenestablecido, un David frente a Goliat, ynadie apoyaba jamás al gigante.

Observó cómo el cardenal archiverorepartía más papeletas. El anciano ibarecorriendo la fila en silencio, y lanzó aValendrea una rápida mirada desafiantecuando le entregó una tarjeta en blanco.Otro problema del que debería haberseocupado hacía mucho tiempo.

Nuevamente los lápices rozaron elpapel y se repitió el ritual de depositarlas papeletas en el cáliz de plata. Losescrutadores agitaron las tarjetas ycomenzaron a contar. Valendrea oyó su

nombre en cincuenta y nueve ocasiones,mientras que el de Ngovi sonó cuarentay tres. Los once votos restantes seguíandesperdigados.

Y serían críticos.Necesitaba diecisiete más para ser

elegido. Aunque se hiciera con esosonce rezagados, aún le harían falta seisde los partidarios de Ngovi, y elafricano ganaba fuerza a una velocidadalarmante. La perspectiva másaterradora era que cada uno de esosonce votos repartidos en los que nohabía sido capaz de influir tendrían quesalir del total de Ngovi, cosa que podíaempezar a ser imposible. Los cardenales

tendían a atrincherarse tras la terceravotación.

Estaba harto. Se puso en pie.—Creo, Eminencias, que ya ha sido

suficiente desafío por hoy. Sugiero quevayamos a cenar y descansar, yprosigamos por la mañana. No era unapetición: cualquier participante teníaderecho a detener la votación. Su miradafulminó la capilla, deteniéndose decuando en cuando en los sospechosos detraición.

Esperaba que el mensaje fuese claro.El humo negro que pronto saldría de

la Capilla Sixtina se correspondía consu humor.

44

MEDJUGORJE,BOSNIA-HERZEGOVINA

23:30

Michener despertó de un profundosueño. Katerina yacía a su lado. Fuepresa de un desasosiego que no parecíatener nada que ver con el sexo. No sesentía culpable por haber vuelto aromper sus votos de sacerdote, pero leasustaba que aquello que había tardadotoda una vida en conseguir significaratan poco. Tal vez sólo fuera que la mujerque dormía junto a él era más

importante. Se había pasado dosdécadas sirviendo a la iglesia y a JakobVolkner, pero su querido amigo habíamuerto, y en la Capilla Sixtina se estabaforjando un nuevo futuro, uno que no loincluiría. No tardaría en elegirse al 268°sucesor de san Pedro, y aunque él habíaestado a punto de lucir un capelo rojo,ello sencillamente no ocurriría. Alparecer su destino aguardaba en otraparte.

Le invadió otra extraña sensación,una rara mezcla de inquietud y tensión.Antes, en sueños, no había dejado de oíra Jasna. «No se olvide de Bamberg.»«He rezado por el Papa. Su alma

necesita nuestras plegarias.» ¿Intentabadecirle algo? ¿O tan sólo convencerlo?

Se levantó de la cama.Katerina no se movió. Se había

tomado varias cervezas con la cena, y elalcohol siempre le daba sueño. Fuera, latormenta seguía rugiendo, la lluviarepiqueteaba en el cristal y los rayosiluminaban la estancia. Se puso a mirarpor la ventana. El agua acribillaba lostejados de terracota de los edificios deenfrente y caía a mares por losdesagües. Los coches aparcadosbordeaban ambos lados de la tranquilacalle.

Una figura solitaria surgió en medio

del mojado pavimento.Fijó la mirada en su rostro.Jasna.Tenía la cabeza levantada hacia su

ventana. Verla lo asustó y lo impulsó acubrirse la desnudez, aunque no tardó encomprender que era imposible que ellalo viese: las cortinas estabanparcialmente echadas, con unos visillosde encaje entre él y la ventana, el cristalpor fuera moteado de lluvia. Él sehallaba algo apartado, la habitación aoscuras, fuera la oscuridad aún mayor.Sin embargo, en el haz de luz de lasfarolas, cuatro pisos más abajo, veía queJasna lo observaba.

Algo lo instó a revelar su presencia.Apartó los visillos.Ella lo invitó a bajar moviendo su

brazo derecho. Michener no sabía quéhacer. La mujer repitió el gesto con lamano. Llevaba la misma ropa y lasmismas zapatillas de deporte de por latarde, el vestido pegado a su delgadocuerpo. Su largo cabello estabaempapado, pero a ella parecía darleigual la tormenta.

Volvió a llamarlo.Él miró a Katerina. ¿La despertaba?

Miró por la ventana de nuevo. Jasna ledecía con la cabeza que no y le hacíamás señas.

Maldita sea. ¿Acaso sabía lo queestaba pensando?

Decidió que no tenía elección y sevistió sin hacer ruido.

Salió del hotel.Jasna seguía en la calle.Sobre sus cabezas se oía el

chasquido de los relámpagos, y elennegrecido cielo descargó otrochaparrón. Michener no llevabaparaguas.

—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó éste.

—Si quiere conocer el décimosecreto, venga conmigo.

—¿Adonde?

—¿Es que siempre tiene quecuestionarlo todo? ¿No puede tener fe?

—Estamos en medio de un aguacero.—Es una forma de purificar cuerpo

y alma.La mujer lo asustaba. ¿Por qué? No

estaba seguro. Quizás fuese porque sesentía obligado a hacer lo que le pedía.

—Tengo el coche allí —dijo ella.Aparcado más abajo en la calle

había un viejo Ford Fiesta cupé. Lasiguió hasta él, y Jasna abandonó laciudad, deteniéndose a los pies de unoscuro montículo, en un aparcamientodonde no había ningún coche. Los farosle permitieron ver un letrero que rezaba:

MONTE DE LA CRUZ.—¿Por qué hemos venido aquí? —

quiso saber Michener.—No tengo ni idea.Le entraron ganas de preguntar quién

la tenía, pero se contuvo. Estaba claroque ése era el espectáculo de Jasna, ytenía la intención de montarlo a sumanera.

Salieron a la lluvia, y él fue tras ellahacia un sendero. El terreno eraesponjoso, y las piedras resbalaban.

—¿Vamos a la cima? —inquirió él.Ella se volvió.—¿Adonde, si no?Michener trató de recordar los

detalles relativos al monte de la Cruzque la guía les había dado durante elviaje en autocar. Con sus quinientosmetros de altura, en lo alto sostenía unacruz que había sido erigida en los añostreinta por la parroquia. Aunque noguardaba relación con las apariciones,su ascenso formaba parte de la«experiencia Medjugorje», un ascensoen el que nadie tomaba parte esa noche.Y a él no le hacía mucha gracia verse aquinientos metros de altura en medio deuna tormenta con gran aparato eléctrico.Sin embargo Jasna parecía no inmutarse,y su valor le daba fuerzas.

¿Sería eso fe?

La subida se complicó debido a losregueros de agua que bajaban. Michenerestaba empapado y tenía los zapatoscubiertos de barro, y sólo los rayosiluminaban el camino. Abrió la boca ydejó que la lluvia le humedeciera lalengua. Se oyó el retumbar del trueno.Era como si el epicentro de la tormentase hubiera situado justo encima de ellos.La cima apareció al cabo de veinteminutos de dura escalada. Le dolían losmuslos y sentía pinchazos en losgemelos.

Ante sí se alzaba la oscura silueta deuna enorme cruz blanca de unos docemetros tal vez. En su base de hormigón

la tormenta había zarandeado unosramos de flores. El viento habíaarrastrado algunos centros, que andabandesperdigados por el lugar.

—Vienen de todo el mundo —explicó ella, señalando las flores—. Lagente sube a hacer ofrendas y rezarle ala Virgen, aunque ella nunca se haaparecido aquí. No obstante sigueviniendo. Su fe es admirable.

—¿Y la mía no?—Usted no tiene fe. Su alma está en

peligro.Su tono era práctico, como el de la

esposa que le pide al marido que saquela basura. Retumbó el ruido sordo de un

trueno, una especie de redoble detambor. Esperó el inevitable relámpago,y el resplandor astilló el cielo en jironesde luz azul y blanca. Decidió enfrentarsecon la visionaria:

—¿En qué voy a tener fe? Usted nosabe nada de religión.

—Yo sólo sé de Dios. La religión esuna creación del hombre. Se puedecambiar, modificar o desechar porcompleto. Nuestro Señor es otra cosa.

—Pero los hombres recurren alpoder de Dios para justificar susreligiones.

—Eso no significa nada. Hombrescomo usted han de cambiar eso.

—Y ¿cómo voy a hacerlo?—Creyendo, teniendo fe, amando a

Nuestro Señor y haciendo lo que Élpide. Su Papa intentó cambiar las cosas.Continúe su labor.

—Ya no estoy en situación de hacernada.

—Está en la misma situación en laque se hallaba el propio Cristo, y Él locambió todo.

—¿Por qué hemos venido aquí?—Esta noche presenciaremos la

última visión de Nuestra Señora. Mepidió que acudiera a esta hora y que lotrajera a usted conmigo. Ofrecerá unaseñal evidente de su presencia. Lo

prometió la primera vez que vino, ycumplirá su promesa. Tenga fe ahora, nodespués, cuando todo esté claro.

—Soy sacerdote, Jasna, no espreciso que me convierta.

—Duda, pero no hace nada pordisipar esa duda. Usted más que ningúnotro necesita ser convertido. Éste es unmomento de gracia, de profundizaciónde la fe, de conversión. Eso es lo queme dijo hoy la Virgen.

—¿A qué se refería con Bamberg?—Sabe de sobra a qué me refería.—Ésa no es una respuesta. Dígame a

qué se refería.La lluvia arreció, y una fuerte ráfaga

de viento hizo que las gotas laceraran surostro. Cerró los ojos, y cuando volvió aabrirlos, Jasna estaba de rodillas, lasmanos unidas en oración, en los ojos lamisma mirada ausente de esa mismatarde mientras miraba el negro cielo.

Michener se arrodilló a su lado.La mujer parecía tan vulnerable, la

insolente visionaria ya no se creía mejorque los demás. Él alzó la vista alfirmamento y no vio nada salvo eloscuro contorno de la cruz. Unrelámpago dotó de vida por un instante ala imagen. Luego la negrura volvió aenvolver la cruz.

—Lo recordaré. Sé que seré capaz

—le dijo Jasna a la noche.Un nuevo retumbar del trueno

atravesó el cielo.Tenían que irse, pero él no se

decidía a interrumpirla. Quizás no fuesereal para él, pero sí lo era para ella.

—Querida Señora, no tenía idea —le lanzó al viento.

Un brillante destello de luz tocó latierra, y la cruz estalló en una oleada decalor que los engulló.

Su cuerpo se separó del suelo ysalió volando hacia atrás.

Un extraño hormigueo le recorrió lasextremidades. Su cabeza golpeó algoduro, y sintió un mareo, náuseas. Los

ojos le hicieron chiribitas, y él intentóconcentrarse, obligarse a permanecerdespierto, pero no pudo.

Luego se impuso el silencio.

45

CIUDAD DEL VATICANOMIÉRCOLES, 29 DE NOVIEMBRE12:30

Valendrea se abotonó la sotana ysalió de su habitación en el DomusSanctae Marthae. Al ser el secretariode Estado le habían asignado una de lasestancias de mayor tamaño, la que solíautilizar el prelado que llevaba laresidencia de seminaristas. Gozaban deun privilegio similar el camarlengo y eldirector del Sacro Colegio. No era laclase de habitaciones a las que él estaba

acostumbrado, pero sí constituían unainmensa mejora respecto a los días enque un cónclave equivalía a dormir enun catre y orinar en un cubo.

El camino de la residencia a laCapilla Sixtina se realizaba a través depasajes seguros, lo cual constituía unanovedad en relación con el últimocónclave, pues los cardenales salvabanel trayecto entre la residencia y lacapilla en un autobús escoltado. Amuchos les molestaba llevar carabina,de modo que se estableció un caminopor los pasadizos del Vaticano quepodía sellarse y estaba abiertoúnicamente a los participantes del

cónclave.En la cena había dejado claro en voz

baja que quería reunirse más tarde contres de los cardenales, y ahora los tresaguardaban en la Capilla Sixtina, al otroextremo del altar, cerca de la puerta demármol. Fuera, al otro lado de laspuertas selladas, sabía que la guardiasuiza estaba dispuesta a abrir las puertasde bronce cuando el humo blanco sehubiera alzado hacia el cielo. Nadieesperaba que ello sucediera pasada lamedianoche, de manera que la capillaconstituía un lugar seguro para manteneruna discreta discusión.

Se acercó a los tres cardenales y no

les dio la oportunidad de hablar.—Sólo tengo unas cosas que decir

—aseguró en voz queda—. Estoy altanto de lo que dijeron ustedes tres endías anteriores: me garantizaron suapoyo y luego me traicionaron. Sóloustedes sabrán por qué. Lo que quiero esque la cuarta votación sea la última. Encaso contrario, ninguno de ustedesformará parte de este colegio el año queviene.

Uno de los cardenales fue a deciralgo, pero él levantó la mano derechapara acallarlo.

—No quiero oír que me han votado.Los tres han respaldado a Ngovi, pero

eso es algo que cambiará por la mañana.Además, antes de la primera sesión,quiero que hayan convencido a otros.Espero obtener la victoria en la cuartavotación, y de ustedes depende que elloocurra.

—Eso es irreal —observó uno delos cardenales.

—Lo que es irreal es cómo escapóusted a la justicia española pormalversar fondos de la Iglesia. Estabaclaro que lo consideraban un ladrón,sólo que carecían de pruebas. Yo poseoesas pruebas: me las facilitó de buenagana una joven a la que usted conocebastante bien. Y ustedes dos no deberían

ser tan petulantes: tengo informaciónsimilar de cada uno de ustedes, y noprecisamente halagüeña. Ya saben loque quiero: encabecen un movimiento,invoquen al Espíritu Santo. No meimporta cómo lo hagan, pero háganlo. Eléxito les garantizará su estancia enRoma.

—¿Y si no queremos estar en Roma?—preguntó uno de los tres.

—¿Preferiría la cárcel?A los observadores del Vaticano les

encantaba hacer conjeturas acerca de loque ocurría en un cónclave. El archivose hallaba repleto de publicaciones querepresentaban a hombres piadosos en

lucha con su conciencia. En el últimocónclave había observado que algunoscardenales argüían que su juventud erauna desventaja, ya que a la Iglesia no leiban bien los papados largos. De cinco adiez años estaba bien; más creabaproblemas. Y había algo de verdad enesa conclusión. Autocracia einfalibilidad podían ser una mezclavolátil, aunque también podían ser losingredientes del cambio. El trono de sanPedro era el pulpito de los pulpitos, y nose podía desoír a un Papa fuerte. Éltenía la intención de ser esa clase dePapa, y no estaba dispuesto a permitirque tres idiotas de tres al cuarto echaran

a perder esos planes.—Lo único que quiero es oír mi

nombre setenta y seis veces por lamañana. Si me veo obligado a esperar,habrá consecuencias. Mi paciencia se hapuesto a prueba hoy, y no resultaaconsejable que se repita esa situación.Si mi rostro sonriente no aparece en elbalcón de la plaza de San Pedro mañanapor la tarde, antes de que puedan llegara su habitación del Domus SanctaeMarthae a recoger sus cosas habréacabado con su reputación.

Y dio media vuelta y se fue sindejarles pronunciar palabra.

46

MEDJUGORJE,BOSNIA-HERZEGOVINA

Michener veía el mundo dar vueltasen medio de una neblina borrosa. Teníala cabeza a punto de estallar, y elestómago revuelto. Intentó levantarse,pero no fue capaz. La bilis le subió a lagarganta, y la vista le iba y le venía.

Una lluvia menuda le empapaba laropa, aunque ya estaba calado. El truenoconfirmó que la furia de la tormentanocturna no había remitido. Se acercó elreloj a los ojos, pero un sinfín de

imágenes comenzó a girar ante él, y nopudo leer la luminosa esfera. Semasajeó la frente y notó un bulto en laparte posterior de la cabeza.

Se preguntó qué había sido de Jasna,y estaba a punto de gritar su nombrecuando una luz brillante apareció en elcielo. En un principio pensó que seríaotro relámpago, como sin duda habíasido lo de antes, pero esta bola era demenor tamaño, más controlada. Creyóque era un helicóptero, pero ningúnsonido precedía al borrón blanquiazulmientras se aproximaba.

La imagen flotaba frente a él, a unosmetros del suelo. Su cabeza y su

estómago seguían sin dejarlo ponerse enpie, de modo que se tendió en elpedregal y miró hacia arriba.

El resplandor aumentó de intensidad.Despedía una calidez que le resultóreconfortante.

Alzó un brazo para protegerse losojos, y por entre los dedos vio formarseuna imagen.

Una mujer.Llevaba un vestido gris con adornos

azul claro. Un velo blanco le cubría elrostro y resaltaba unos rizos onduladosde cabello castaño. Sus ojos eranexpresivos, y los colores de su siluetaiban del blanco al azul y al amarillo más

pálido.Reconoció el rostro y el vestido: la

talla que había visto antes en casa deJasna: Nuestra Señora de Fátima.

La intensidad del brillo disminuyó, yaunque él seguía sin poder fijar la vistaen nada que se encontrara a más de unoscentímetros, veía a la mujer conclaridad.

—Levanta, padre Michener —dijocon voz dulce.

—Lo… he… intentado… no puedo—balbuceó él.

—Levanta.Se obligó a ponerse de pie. La

cabeza ya no le daba vueltas, su

estómago estaba tranquilo. Miró hacia laluz.

—¿Quién eres?—¿Es que no lo sabes?—¿La Virgen María?—Pronuncias esas palabras como si

fuesen mentira.—No es mi intención.—Veo que eres desafiante. Ahora

comprendo por qué has sido elegido.—Elegido ¿para qué?—Hace mucho tiempo les dije a los

niños que ofrecería una señal a todos losque no creen.

—Así que ¿Jasna conoce el décimosecreto? —Se sentía furioso consigo

mismo por plantear siquiera la pregunta.Por si no era bastante malo queestuviese alucinando, ahora conversabacon su propia imaginación.

—Es una bienaventurada, ha hecholo que el Cielo le ha pedido. Otroshombres que afirman ser piadosos nopueden decir lo mismo.

—¿Clemente XV?—Sí, Colin. Yo soy uno de ésos.La voz era más grave, y la imagen se

había metamorfoseado en la de JakobVolkner. Lucía las vestiduras papales —amito, cíngulo, estola, mitra y palio—,igual que en su entierro, en la manoderecha un báculo. La visión lo

sobresaltó. ¿Qué estaba pasando allí?—¿Jakob?—No sigas desoyendo al Cielo. Haz

lo que te pedí. Recuerda que vale lapena contar con un servidor fiel.

Lo mismo que Jasna le había dichoantes. Pero ¿por qué no iba a incluir supropia alucinación información yaconocida?

—¿Cuál es mi destino, Jakob?La visión se tornó el padre Tibor. El

sacerdote estaba exactamente igual quecuando se conocieron en el orfanato.

—Ser una señal para el mundo, elfaro que servirá de guía para elarrepentimiento, el mensajero que

anunciará que Dios está vivo.Antes de que pudiera decir nada, la

imagen de la Virgen volvió.—Sigue los dictados de tu corazón,

no hay nada malo en eso. Pero norenuncies a tu fe, pues al final será loúnico que permanezca.

La visión inició su ascenso y sevolvió una brillante bola de luz que sedisolvió en la noche. Cuanto más sealejaba, más le dolía a él la cabeza.Cuando por fin se hubo desvanecido, elmundo comenzó a girar en derredor y élechó las entrañas.

47

CIUDAD DEL VATICANO, 7:00

El desayuno fue un acto sombrío enel comedor del Domus SanctaeMarthae. Casi la mitad de loscardenales disfrutaba de los huevos, eljamón, la fruta y el pan en silencio.Muchos optaron por tomar únicamentecafé o zumo, pero Valendrea se llenó unplato del bufé: quería demostrarles a losallí reunidos que no le afectaba lo quehabía sucedido el día anterior, queconservaba su legendario apetito.

Se sentó con un grupo de cardenales

a una mesa junto a la ventana.Constituían un conjunto variado: deAustralia, Venezuela, Eslovaquia,Líbano y México. Dos eran acérrimospartidarios suyos, pero creía que losotros tres formaban parte de los onceque aún no habían tomado partido. Susojos repararon en Ngovi cuando entrabaen el comedor. El africano mantenía unaanimada conversación con doscardenales. Tal vez también estuviesetratando de dar una imagen de absolutaserenidad.

—Alberto —decía uno de loscardenales de la mesa.

El aludido miró al australiano.

—No pierdas la fe. Estuve rezandotoda la tarde y tengo la sensación de queesta mañana pasará algo.

Valendrea permaneció estoico.—Es la voluntad de Dios lo que nos

impulsa. Sólo espero que el EspírituSanto esté con nosotros hoy.

—Eres la opción lógica —terció elcardenal libanés, la vozinnecesariamente alta.

—Lo es —corroboró un cardenal deotra mesa.

Él alzó la vista de los huevos y vioque era el español de la pasada noche.Aquel hombrecillo gordo se habíalevantado de la silla.

—Esta Iglesia languidece —continuó el español—. Es hora de haceralgo. Recuerdo los tiempos en que elPapa imponía respeto, en que a todos losgobiernos de aquí a Moscú lesimportaba lo que Roma hiciera. Ahorano somos nada. A nuestros sacerdotes seles prohíbe participar en la política; anuestros obispos se les disuade de quetomen posiciones. Los Papas pagados desí mismos nos están destruyendo.

Otro cardenal, un camerunésbarbado, se puso en pie. Valendreaapenas lo conocía, así que supuso queera partidario de Ngovi.

—No creo que Clemente XV fuera

un hombre pagado de sí mismo. Eraamado en el mundo entero e hizo muchascosas en su breve pontificado.

El español levantó las manos.—No pretendo ser irrespetuoso.

Esto no es personal, se trata de lo que esmejor para la Iglesia. Por suerte entrenosotros hay hombres que imponenrespeto en el mundo. El cardenalValendrea sería un pontífice ejemplar.¿Por qué conformarnos con menos?

Valendrea posó su mirada en Ngovi.Si al camarlengo le había ofendido elcomentario, no se le notó.

Era uno de esos momentos que losentendidos describirían más tarde: el

Espíritu Santo bajó e hizo avanzar elcónclave. Aunque la ConstituciónApostólica desautorizaba hacercampaña antes de reunirse, laprohibición cesaba una vez dentro de laCapilla Sixtina. De hecho la discusiónsincera era el verdadero objetivo de lacongregación secreta. Valendrea estabaimpresionado con la táctica del español.Nunca creyó que el idiota fuera capaz desemejante audacia.

—No creo que elegir al cardenalNgovi sea conformarnos con menos —aseguró al final el camerunés—. Es unhombre de Dios y un hombre de suIglesia. Irreprochable. Sería un

excelente pontífice.—¿Y Valendrea no? —espetó el

cardenal francés al tiempo que selevantaba.

Valendrea estaba maravillado con loque veían sus ojos: príncipes de laIglesia, engalanados con sus sotanas,debatiendo abiertamente. En cualquierotro momento se quitarían de en mediopara evitar el enfrentamiento.

—Valendrea es joven, es lo quenecesita la Iglesia. La ceremonia y laretórica no lo convierten a uno en unlíder. Lo que guía a los fieles es elcarácter del hombre, y él ha demostradotenerlo. Ha servido a numerosos

Papas…—Precisamente —lo interrumpió el

de Camerún—. Nunca ha servido a unadiócesis. ¿Cuántas confesiones ha oído?¿Cuántos funerales ha presidido? ¿Acuántos feligreses ha aconsejado? Esasexperiencias pastorales son lo que pideel trono de san Pedro.

La osadía del camerunés eraimpresionante. Valendrea ignoraba queunas agallas así pudieran vestir depúrpura. De un modo bastante intuitivo,ese hombre había recurrido al temidoc a l i f i c a t i v o : pastoral. Anotómentalmente que en años venideroshabría que vigilar a ese cardenal.

—¿Qué importa eso? —inquirió elfrancés—. El Papa no es un pastor. Ésaes una descripción que a los estudiososles gusta utilizar, una excusa que usamospara votar a un hombre en lugar de aotro. No significa nada. El Papa es unadministrador: ha de dirigir esta Iglesia,y para hacerlo tiene que entender a lacuria, saber cómo funciona. Y Valendrealo sabe mejor que cualquiera denosotros. Hemos tenido Papaspastorales; yo quiero un líder.

—Tal vez sepa cómo funcionamosdemasiado bien —apuntó el cardenalarchivero.

Valendrea casi se estremeció: aquél

era el miembro de mayor edad delcolegio electoral. Su opinión tendríamucho peso en los once indecisos.

—Explíquese —exigió el español.El archivero permaneció sentado.—La curia ya controla demasiadas

cosas. Todos nos quejamos de laburocracia, y sin embargo no hacemosnada al respecto. ¿Por qué? Porquesatisface nuestras necesidades, levantaun muro entre nosotros y todo lo que noqueremos que pase. Es fácil echarle laculpa de todo a la curia. ¿Por qué unPapa profundamente arraigado en dichainstitución iba a hacer nada que laamenazara? Habría cambios, sí, todos

los Papas llevan a cabo pequeñosretoques, pero nadie se ha ocupado dedemoler y reconstruir. —Los ojos delanciano se centraron en Valendrea—. Enparticular alguien que es producto deese sistema. Preguntémonos: ¿seríaValendrea tan audaz? —Hizo una pausa—. Yo creo que no.

El aludido le dio un sorbo al café y,finalmente, dejó la taza en la mesa y ledijo con toda tranquilidad al archivero:

—Al parecer, Eminencia, su voto esclaro.

—Quiero que mi último voto cuente.Valendrea ladeó la cabeza con

despreocupación.

—Está en su derecho, Eminencia. Yno osaría entrometerme.

Ngovi ocupó el centro de lahabitación.

—Tal vez sea el momento de ponerfin a esta discusión. ¿Por qué noterminamos de desayunar y acudimos ala capilla? Allí podremos retomar esteasunto con más detenimiento.

Nadie mostró disconformidad.Valendrea estaba encantado con todo

aquel despliegue.Un poco de información no le haría

daño a nadie.

48

MEDJUGORJE,BOSNIA-HERZEGOVINA 9:00

Katerina empezaba a preocuparse.Había pasado una hora desde que sehabía despertado y había visto queMichener no estaba. La tormenta habíacesado, pero la mañana se presentabacálida y nublada. Al principio pensó quehabría bajado a tomar café, pero cuandohabía ido al comedor a comprobarlo,hacía unos minutos, no estaba allí. Lepreguntó a la recepcionista, pero lamujer no sabía nada. Creyendo que se

habría dirigido a la iglesia de Santiago,se acercó hasta ella, pero no loencontró. No era habitual que Colínsaliera sin decir adonde iba, y su bolsade viaje, la cartera y el pasaporteseguían en la habitación.

Ahora ella estaba en la concurridaplaza de la iglesia, planteándoseacercarse a uno de los soldados apedirle ayuda. Ya llegaban los primerosautobuses, que dejaban una nueva tandade peregrinos, y el gentío comenzaba ainundar las calles mientras los tenderospreparaban sus escaparates.

La velada había sido deliciosa, lacharla en el restaurante estimulante, y lo

que vino después más aún. Habíadecidido no contarle nada a AlbertoValendrea: había ido a Bosnia para estarcon Michener, no para ejercer de espía.Que Ambrosi y Valendrea pensaran loque quisieran de ella. Sencillamente lealegraba estar allí. Lo cierto es que aesas alturas le daba igual hacer carreraen el periodismo. Iría a Rumanía atrabajar con los niños, a hacer que suspadres se sintieran orgullosos. Que ellase sintiera orgullosa. A hacer algo buenopor una vez.

Durante todos esos años habíaestado enfadada con Michener, pero alfinal se había dado cuenta de que

también ella tenía parte de culpa, sóloque sus defectos eran peores. Micheneramaba a su Dios y a su Iglesia, y ellasólo se quería a sí misma. Pero eso iba acambiar. Ella se encargaría. En la cenaMichener se había quejado de que nuncahabía salvado un alma. Tal vez seequivocara: quizás ella fuese la primera.

Cruzó la calle y echó un vistazo enla oficina de información: allí no habíanvisto a nadie que respondiera a ladescripción de Michener. Enfiló laacera, mirando en las tiendas por si élestaba investigando, intentandoaveriguar dónde vivían los otrosvisionarios. Obedeciendo a un impulso,

fue en la dirección que habían tomado eldía anterior, por la misma calle de casasblancas con los tejados de tejas rojas,hacia donde vivía Jasna.

Encontró la casa y llamó a la puerta.Nada.Volvió a la calle. Los postigos

estaban cerrados. Esperó unos instantespor si veía alguna señal de movimiento,pero nada. Se percató de que el cochede Jasna ya no estaba aparcado a unlado.

Inició el regreso al hotel.De la casa de enfrente salió una

mujer gritando en croata:—¡Qué horror! ¡Es horrible! Dios

nos asista.Su angustia era alarmante.—¿Qué ocurre? —le preguntó

Katerina como buenamente pudo encroata.

La anciana se detuvo, el pánicoinundaba sus ojos.

—Es Jasna. La han encontrado en lamontaña: la cruz y ella han sido heridaspor un rayo.

—¿Está bien?—No lo sé. Van a buscarla ahora.La mujer estaba consternada, al

borde la histeria. Las lágrimas aflorarona sus ojos. No paraba de santiguarse yse aferraba a un rosario, farfullando un

avemaría entre sollozos.—Santa Madre de Dios, sálvala, no

permitas que muera. Es bienaventurada.—¿Tan grave es?—Apenas respiraba cuando la

hallaron. Una idea se le pasó por lacabeza.

—¿Estaba sola?La mujer pareció no oír la pregunta y

siguió musitando oraciones, pidiéndolea Dios que salvara a Jasna.

—¿Estaba sola? —repitió ella.La mujer se contuvo y entendió la

pregunta.—No. También había un hombre.

Está mal. Como ella.

49

CIUDAD DEL VATICANO, 9:30

Valendrea subió las escaleras queconducían a la Capilla Sixtina creyendotener el papado al alcance de la mano.El único obstáculo era un cardenal deKenia que intentaba aferrarse a lapolítica fallida de un Papa que se habíasuicidado. Si de él dependiera, y puedeque así fuese antes de que acabara eldía, sacaría el cuerpo de Clemente de labasílica de San Pedro y lo enviaría devuelta a Alemania. A decir verdad talvez fuera posible llevar a cabo esa

proeza, ya que en su propio testamento—cuyo texto se había publicado hacíauna semana— Clemente expresaba susincero deseo de ser enterrado enBamberg. El gesto se podría interpretarcomo un cariñoso homenaje que laIglesia rendía a su difunto pontífice, unhomenaje que sin duda provocaría unareacción positiva, al tiempo queexpulsaba del suelo sagrado a un almadébil.

Seguía disfrutando del espectáculodel desayuno. Los esfuerzos de Ambroside los últimos dos años empezaban adar frutos. Las escuchas habían sidoidea de Paolo. En un principio a él le

asustaba la posibilidad de que lasdescubrieran, pero Ambrosi tenía razón.Tendría que recompensar a Paolo.Lamentaba no haberlo traído alcónclave, pero Ambrosi se habíaquedado fuera con la orden expresa deeliminar los magnetófonos y losmicrófonos mientras se celebraba laelección. Era el momento perfecto parahacerlo, ya que el Vaticano se hallaba enestado de hibernación, todos los ojos ylos oídos en la Capilla Sixtina. Llegó alo alto de una estrecha escalera demármol. Ngovi se encontraba allí, alparecer esperando.

—El día del Juicio Final, Maurice

—le dijo al llegar al último peldaño.—Es una manera de verlo.El cardenal más próximo se hallaba

a quince metros, y tras él no subía nadie.La mayor parte de los cardenales yahabían entrado; él había esperado hastael último momento.

—No echaré de menos tus acertijos.Ni los tuyos ni los de Clemente.

—Lo que me interesa son lasrespuestas a esos acertijos.

—Le deseo lo mejor en Kenia.Disfrute del calor.

Echó a andar.—No ganará —vaticinó Ngovi.Valendrea se giró. No le agradó la

mirada petulante en el rostro delafricano, pero no pudo evitar preguntar:

—¿Por qué?Ngovi no respondió. Se limitó a

pasar por delante de él y entrar en lacapilla.

Los cardenales ocuparon sus respectivosasientos. Ngovi estaba ante el altar, casiinvisible delante de aquella caóticavisión de color que era El Juicio Finalde Miguel Ángel.

—Antes de que comience lavotación, tengo algo que decir.

Los 113 cardenales volvieron la

cabeza hacia Ngovi, y Valendrea respiróhondo: no podía hacer nada. Elcamarlengo aún estaba al mando.

—Parece que algunos de ustedespiensan que yo seré el sucesor denuestro querido y difunto Santo Padre.Aunque su confianza me halaga, he derehusar. Si salgo elegido, no aceptaré.Sépanlo y voten en consecuencia.

Ngovi bajó del altar y tomó asientoentre los cardenales.

Valendrea cayó en la cuenta de queahora ninguno de los cuarenta y treshombres que apoyaban a Ngovipermanecería a su lado. Querían formarparte del equipo ganador, y como su

caballo acababa de salirse de la pista,sus alianzas cambiarían. Dadas lasescasas posibilidades que había de queapareciera un tercer candidato a esasalturas, Valendrea hizo un cálculorápido: sólo necesitaba mantener suscincuenta y nueve cardenales y añadiruna parte del bloque acéfalo de Ngovi.

Y eso era algo sencillo.Le entraron ganas de preguntarle a

Ngovi el porqué: aquel gesto no teníasentido. Aunque negaba querer elpapado, alguien se había encargado deorquestar los cuarenta y tres votos delafricano, y él distaba mucho de creerque hubiese sido obra del Espíritu

Santo. Aquélla era una batalla entrehombres, organizada y librada porhombres. Estaba claro que uno o más dequienes lo rodeaban era un enemigo,aunque encubierto. Un buen candidatoera el cardenal archivero, poseedortanto de talla como de conocimientos.Esperaba que la firmeza de Ngovi nosupusiera un rechazo de su persona.Necesitaría lealtad y entusiasmo en lospróximos años, y a los disidentes lesdaría una lección. Ése sería el primercometido de Ambrosi. Todos debíanentender que había que pagar un preciopor no haber sabido elegir, pero habíade reconocer el mérito del africano de

enfrente. «No ganará.» No. Ngovi leestaba entregando el papado. Pero aquién le importaba.

Una victoria era una victoria.La votación duró una hora. Después

del bombazo de Ngovi, todos parecíandeseosos de poner fin al cónclave.

Valendrea no llevó por escrito lacuenta, se limitó a sumar mentalmentecada vez que salía su nombre. Al oírlopor septuagésima sexta vez, dejó deescuchar. Sólo cuando los escrutadoresdictaminaron su elección con 102 votosfijó la vista en el altar.

Muchas veces se había preguntadocómo sería ese momento. Ahora él solo

establecía lo que debían creer o no milmillones de católicos. Ningún cardenalpodría rechazar sus órdenes. Lollamarían Santo Padre y todas susnecesidades serían atendidas hasta eldía que muriera. Algunos cardenaleshabían llorado o sentido miedo en esemomento. Unos cuantos incluso habíanabandonado la capilla, protestando avoz en grito. Se dio cuenta de que todaslas miradas estaban a punto dedescansar en él. Ya no era el cardenalAlberto Valendrea, obispo de Florencia,secretario de Estado de la Santa Sede.Era el Papa.

Ngovi se acercó al altar, y

Valendrea comprendió que el africanoiba a desempeñar su último cometidocomo camarlengo. Tras unos instantes deoración, Ngovi recorrió en silencio elpasillo y se plantó delante de él.

—Reverendísimo cardenal, ¿aceptastu elección canónica como SumoPontífice?

Eran las palabras que se habíandirigido a los vencedores durante siglos.

Miró con fijeza los penetrantes ojosde Ngovi e intentó averiguar en quéestaba pensando el anciano. ¿Por quéhabía declinado su candidatura, asabiendas de que un hombre al quedespreciaba saldría elegido pontífice

casi con toda seguridad? Por lo que élsabía, el africano era un católico devoto,alguien que haría cuanto fuera precisopara proteger a la Iglesia. No era ningúncobarde, y sin embargo había rehuidouna lucha que podía haber ganado.

Apartó de su mente tan confusospensamientos y contestó con voz clara:

—Acepto. —Era la primera vez endécadas que la pregunta se respondía enitaliano.

Los purpurados se levantaron ytributaron aplausos.

La tristeza por la muerte del Papafue sustituida por el júbilo de contar conun nuevo pontífice. Al otro lado de las

puertas de la capilla, Valendrea imaginólo que ocurriría cuando losobservadores oyeran el alboroto, laprimera señal de que tal vez se hubiesetomado una decisión. Vio a uno de losescrutadores llevar las papeletas a laestufa. En breves instantes un humoblanco inundaría el matutino cielo, y laplaza prorrumpiría en vítores.

La ovación cesó. Era preciso haceruna última pregunta.

—¿Cómo quieres ser llamado? —inquirió Ngovi en latín.

La capilla guardó silencio.La elección del nombre decía mucho

de lo que vendría. Juan Pablo I reveló su

legado al escoger los nombres de susdos predecesores inmediatos: sumensaje era que esperaba emular labondad de Juan y la severidad de Pablo.Juan Pablo II lanzó un mensaje similar aloptar por los dos nombres de supredecesor. Valendrea llevaba muchosaños sopesando el nombre que elegiría,debatiéndose entre los más populares:Inocencio, Benedicto, Gregorio, Julio,Sixto. Jakob Volkner se había inclinadopor Clemente debido a su ascendenciaalemana. Valendrea, no obstante, queríaque su nombre transmitiera el mensajeinequívoco de que había vuelto elpapado imperial.

—Pedro II.Unos gritos ahogados desgarraron la

capilla. Ngovi seguía impertérrito. Delos 267 pontífices, había habidoveintitrés Juanes, seis Pablos, treceLeones, doce Píos, ocho Alejandros yalgunos otros.

Pero sólo un Pedro.El primer Papa.«Tú eres Pedro, y sobre esta piedra

edificaré yo mi Iglesia.»Sus huesos yacían a tan sólo unos

metros, bajo el mayor lugar de culto dela Cristiandad. Fue el primer santo de laIglesia católica y el más venerado. A lolargo de dos milenios nadie había

escogido su nombre.Se levantó de la silla.El fingir se había terminado. Todos

los rituales se habían llevado a cabocomo era debido; su elección había sidoconfirmada, y él había aceptadoformalmente y anunciado su nombre.Ahora era obispo de Roma, vicario deJesucristo, príncipe de los Apóstoles,Pontifex Maximus, con primacía en lajurisdicción sobre la Iglesia Universal,arzobispo y metropolitano delarzobispado de Roma, primado de Italia,patriarca de Occidente.

Siervo de los siervos de Dios.Se situó frente a los cardenales y se

aseguró de que todos lo entendieran:—Me llamaré Pedro II —anunció en

italiano.Nadie dijo nada.Luego uno de los cardenales de la

noche anterior comenzó a aplaudir, yotros se fueron sumando lentamente.Pronto un aplauso atronador retumbó enla capilla. Valendrea saboreó la dichaabsoluta de la victoria, una victoria quenadie podría arrebatarle. Sin embargo suéxtasis se vio atemperado por una cosa:

La sonrisa que asomó a los labios deMaurice Ngovi.

50

MEDJUGORJE,BOSNIA-HERZEGOVINA 11:00

Katerina se sentó junto a la camapara velar por Michener. Su imagencuando lo llevaban al hospitalinconsciente no se le iba de la cabeza, yahora sabía lo que significaría perder aese hombre.

Se odiaba más aún por haberloengañado, y resolvió contarle la verdadcon la esperanza de que la perdonara. Seodiaba por haber accedido a laspeticiones de Valendrea, pero tal vez

necesitara ese acicate, ya que de locontrarío su orgullo y su ira le habríanimpedido redescubrir a Michener. Suprimer encuentro en la plaza, hacía tressemanas, había sido un desastre. Sinduda la propuesta de Valendrea habíafacilitado las cosas, lo cual no queríadecir que estuviese bien.

Michener abrió los ojos.—Colin.—¿Kate?El enfermo intentaba fijar la vista.—Estoy aquí.—Te oigo, pero no te veo. Es como

mirar debajo del agua. ¿Qué ha pasado?—Un rayo. Cayó en la cruz de la

montaña. Tú y Jasna estaban demasiadocerca.

Él levantó la mano y se frotó lafrente. Luego sus dedos palparon consuavidad los arañazos y los cortes.

—¿Está bien ella?—Eso parece. Estaba inconsciente,

igual que tú. ¿Qué hacías allí?—Después te lo cuento.—Claro. Toma, bebe algo de agua.

El médico ha dicho que tienes quebeber. —Katerina le acercó una taza alos labios y él dio unos cuantos sorbos.

—¿Dónde estoy?—En un dispensario que el gobierno

brinda a los peregrinos.

—¿Te han dicho qué me pasa?—No ha habido conmoción cerebral.

Sólo has estado demasiado cerca de unmontón de voltios. Un poco más y losdos estarían muertos. No tienes nadaroto, pero sí un feo chichón y un tajo enla parte posterior de la cabeza.

La puerta se abrió y entró un hombrecon barba de mediana edad.

—¿Cómo está el paciente? —lepreguntó en inglés—. Soy el médico quelo ha tratado, padre. ¿Cómo seencuentra?

—Como si me hubiese pasado porencima una avalancha —replicóMichener.

—Es comprensible, pero se pondrábien. Tiene un pequeño corte, peroninguna fractura de cráneo. Lerecomendaría que se hiciera un chequeocuando vuelva a casa. La verdad es que,teniendo en cuenta lo sucedido, hatenido bastante suerte.

Tras echarle un breve vistazo y darlealgunos consejos, el médico se marchó.

—¿Cómo sabía que soy sacerdote?—Tuve que identificarte. Me has

dado un susto de muerte.—¿Qué hay del cónclave? —

inquirió—. ¿Te has enterado de algo?—¿Por qué no me sorprende que eso

sea lo primero que se te ocurre?

—¿No te interesa?Lo cierto es que sí sentía curiosidad.—Hace una hora no se sabía nada.Katerina estiró el brazo y le agarró

la mano. Él volvió la cabeza hacia ella yle dijo:

—Ojalá pudiera verte.—Te quiero, Colín. —Se sintió

mejor tras soltarlo.—Y yo a ti, Kate. Debí decírtelo

hace años.—Sí.—Debí hacer un montón de cosas de

manera distinta. Lo único que sé es quequiero que en el futuro estés conmigo.

—Y ¿qué pasa con Roma?

—He hecho todo lo que dije queharía. Se terminó. Quiero irme aRumanía, contigo.

Los ojos se le humedecieron y sealegró de que no la viera llorando. Seenjugó las lágrimas.

—Allí nos irá bien —le aseguró,procurando que no le temblara la voz.

Él le apretó con más fuerza la mano.Y a ella le encantó la sensación.

51

CIUDAD DEL VATICANO, 23:45

Valendrea aceptó las felicitacionesde los cardenales y, acto seguido, salióde la Capilla Sixtina y se dirigió a unespacio encalado conocido como la Salade las Lágrimas, donde aguardaban lasvestimentas de la casa Gammarellicolgadas en ordenadas hileras. Elpropio Gammarelli se hallabapreparado.

—¿Dónde está el padre Ambrosi?—le preguntó a uno de los sacerdotes.

—Aquí, Santo Padre —respondió

Ambrosi, y entró en la habitación.A Valendrea le gustó oír esas

palabras en boca de su acólito.El secreto del cónclave había

terminado cuando él abandonó lacapilla. Las puertas principales seabrieron de par en par mientras el humoblanco salía por el tejado. Ahora elnombre de Pedro II se repetía por todoel palacio. A la gente le maravillaría suelección, y a los expertos les asustaríasu audacia. Acaso por una vez sequedaran estupefactos.

—Ahora eres mi secretario —afirmómientras se sacaba el hábito púrpura porla cabeza—. Mi primera orden. —

Sonrió al ver cumplida la promesaprivada que ambos compartían.

Ambrosi bajó la cabeza en señal deaceptación.

Valendrea señaló las vestimentasque había visto el día anterior.

—Ésas están bien.El sastre cogió las prendas elegidas

y se las ofreció diciendo:—Santissimo Padre.Éste aceptó el saludo reservado a

los papas y observó cómo doblaban suropa de cardenal. Sabía que lalimpiarían y la guardarían en una caja,pues, según la costumbre, a su muerteirían a parar al miembro de mayor edad

del clan Valendrea.Se puso una sotana de hilo blanco y

se abrochó los botones. Gammarelli searrodilló y comenzó a meter la costuracon una aguja enhebrada. Las puntadasno serían perfectas, pero bastarían paralas próximas dos horas. Para entoncestendría listas unas vestiduras como eradebido, hechas a medida.

Valendrea vio cómo le quedaba.—Un poco apretada. Retóquela.Gammarelli abrió la costura y probó

de nuevo.—Asegúrese de que el hilo es fuerte.Sólo le faltaba que algo se

descosiera.

Cuando el sastre hubo terminado, élse sentó en una silla, y uno de lossacerdotes se puso de rodillas ante él ycomenzó a quitarle los zapatos y loscalcetines. Empezaba a gustarle la ideade no volver a tener que hacer casi nadapor sí solo. Le ofrecieron unas mediasblancas y unos mocasines de piel roja.Comprobó el número. Perfecto. Indicóque se los pusieran.

Se levantó.Le entregaron un zucchetto blanco.

En los días en que los prelados seafeitaban la cabeza, el solideo protegíala desnuda piel durante el invierno,mientras que ahora constituía una parte

esencial en el atuendo de un eclesiásticosuperior. Ya desde el siglo XVIII el delos Papas lo formaban ocho piezastriangulares de seda blanca unidas.Agarró los bordes con las manos y, aligual que un emperador que aceptara sucorona, acomodó el tocado en su cabeza.

Ambrosi esbozó una sonrisa deaprobación.

Era hora de que el mundo loconociera.

Pero primero una última cosa.Salió de la sacristía y entró de nuevo

en la Capilla Sixtina. Los cardenales sehallaban en los puestos que les habíansido asignados, y ante el altar había

dispuesto un trono. Fue directo a él,tomó asiento y esperó diez segundosantes de decir:

—Sentaos.El ritual que estaba a punto de

celebrarse era un elemento necesario delproceso de elección canónico. Seesperaba que cada uno de los cardenalesse adelantara, hiciera una genuflexión yabrazara al nuevo pontífice.

Le indicó al cardenal obispo demayor edad, un partidario suyo, que selevantara e iniciara el proceso. JuanPablo II había acabado con la antiguapráctica de que el Papa permanecierasentado ante los príncipes al saludar al

colegio en pie, pero ése era un nuevodía, y todos tendrían que empezar aadaptarse. A decir verdad debían estarsatisfechos: en siglos pasados, besar elzapato del pontífice formaba parte delritual.

Permaneció sentado y ofreció elanillo para que lo besaranobedientemente.

Ngovi se hallaba más o menos amitad de camino. El africano searrodilló y fue a besar el anillo.Valendrea reparó en que sus labios nollegaron a tocar el oro. Luego Ngovi sepuso en pie y se alejó.

—¿No me felicitas? —quiso saber

Valendrea.Ngovi se paró y dio media vuelta.—Que su papado sea el que se

merece.Le entraron ganas de darle una

lección a ese hijo de perra petulante,pero ése no era ni el momento ni ellugar. Tal vez fuese ésa la intención deNgovi: provocarlo para incitarlo amostrar una primera señal dearrogancia. Así que se calmó y se limitóa decir:

—Supongo que eso será unaenhorabuena.

—Qué otra cosa, si no.Cuando el último cardenal dejó el

altar, se levantó.—Les doy las gracias a todos. Haré

todo lo que esté en mi mano por la SantaMadre Iglesia. Y ahora creo que es horade enfrentarme al mundo.

Recorrió el pasillo central, cruzó lapuerta de mármol y salió por la entradaprincipal de la capilla. A continuaciónentró en la basílica y atravesó las salasRegía y Ducal. Le gustaba el camino quehabía elegido, las enormes pinturas delas paredes dejaban clara la supremacíadel papado sobre el poder temporal.

Accedió a la logia central.Había pasado alrededor de una hora

desde que fuera elegido, y a esas alturas

los rumores ya habían circulado pordoquier. Sin duda de la Capilla Sixtinase habría filtrado bastante informacióncontradictoria como para que nadiesupiera nada a ciencia cierta, y él seencargaría de que las cosas siguieranasí. La confusión podía ser un armaeficaz, siempre y cuando la fuente dedicha confusión fuera él. Sólo el nombreque había escogido daría lugar aespeculaciones: ni siquiera los grandesPapas guerreros ni los diplomáticossantificados que habían logrado serelegidos a lo largo de los últimos cienaños se habían atrevido a dar ese paso.

Llegó a la alcoba del balcón. Sin

embargo no pensaba salir todavía.Primero aparecería el cardenalarchivero, que era el cardenal decano, yluego el Papa, seguido por el presidentedel Sacro Colegio y el camarlengo.

Se acercó al cardenal archivero, quese hallaba al otro lado de la puerta, ymusitó:

—Le dije, Eminencia, que seríapaciente. Y ahora cumpla con su últimocometido.

Los ojos del anciano no dejarontraslucir nada. Sin duda sabía cuál seríasu destino.

Sin decir palabra el archivero salióal balcón.

Se oyó el clamor de medio millón depersonas.

Ante la balaustrada había unmicrófono, y el archivero se situódelante y dijo:

—Annuntio vobis gaudiummagnum.

Era preciso que el anuncio se hicieraen latín, pero Valendrea sabíaperfectamente cuál era su traducción.

Tenemos papa.La multitud estalló en estentóreos

gritos de júbilo. No veía al pontífice,pero sentía su presencia. El cardenalarchivero habló de nuevo por elmicrófono:

—Cardínalem Sanctae RomanaeEcclesiae… Valendrea.

Los vítores eran ensordecedores: unitaliano se había hecho con el trono desan Pedro. Los «viva, viva» cobraronintensidad.

El archivero hizo una pausa paramirar a Valendrea, y éste captó suglacial expresión. Era evidente que elanciano no aprobaba lo que estaba apunto de decir. El cardenal archiverovolvió al micrófono:

—Qui Sibi Imposuit Nomen…Las palabras le devolvían el eco. El

nombre que había escogido era el de…—Petrus II.

El eco resonó en la inmensa plazacomo si las estatuas que coronaban lacolumnata hablaran entre sí, cada unapreguntándole a las otras si habían oídobien. El gentío sopesó el nombre uninstante y después comprendió.

Aumentaron las aclamaciones.Valendrea echó a andar, pero se

percató de que sólo lo seguía uncardenal. Se giró. Ngovi no se habíamovido.

—¿Viene?—No.—Es su deber de camarlengo.—Me avergüenzo de él.Valendrea retrocedió.

—He pasado por alto su insolenciaen la capilla. No vuelva a ponerme aprueba.

—O ¿qué? ¿Me meterá en la cárcel?¿Confiscará mis bienes? ¿Me despojaráde mis títulos? No estamos en la EdadMedia.

El otro cardenal, que estaba al lado,parecía violento. Era uno de susincondicionales, de modo que erapreciso hacer algún alarde de poder.

—Me encargaré de usted más tarde,Ngovi.

—Y el Señor se encargará de usted.El africano se volvió y se fue.Valendrea no estaba dispuesto a

permitir que le estropearan esemomento. Miró al otro cardenal.

—¿Vamos, Eminencia?Y salió al sol, los brazos abiertos en

señal de cálido abrazo a aquellamultitud que expresaba a gritos suaprobación.

52

MEDJUGORJE,BOSNIA-HERZEGOVINA 12:30

Michener se encontraba mejor.Había recuperado la vista y no le dolíanni la cabeza ni el estómago. Ahora veíaque la habitación del dispensario era uncubículo, las paredes de hormigónpintadas de amarillo claro. Una ventanacon cortinas de encaje permitía queentrara luz, pero no dejaba ver nada,pues habían cubierto los cristales conuna espesa capa de pintura.

Katerina había ido a interesarse por

Jasna. El médico no había dicho nada, yél esperaba que estuviese bien.

La puerta se abrió.—Está bien —anunció Katerina—.

Al parecer ambos estaban lo bastantelejos. Sólo tiene unos chichones en lacabeza. —Se situó junto a la cama—. Yhay más noticias.

Michener la miró, contento de poderver de nuevo su hermoso rostro.

—Valendrea es Papa. Lo he visto entelevisión. Acaba de dirigirse a lamultitud que se agolpa en la plaza deSan Pedro: ha hecho un llamamiento a lavuelta a las raíces de la Iglesia. Y, no telo pierdas, ha decidido llamarse Pedro

II.—Rumanía cada vez me apetece

más.Ella le dedicó una media sonrisa.—Y dime, ¿mereció la pena subir a

la cima?—¿A qué te refieres?—A lo que quiera que tú y ella

estuviesen haciendo la otra noche en esamontaña.

—¿Estás celosa?—Más bien siento curiosidad.Él cayó en la cuenta de que le debía

una explicación.—Se suponía que iba a contarme el

décimo secreto.

—¿En medio de una tormenta?—No me pidas que lo racionalice.

Me desperté y ella estaba en la calle,esperándome. Fue espeluznante, perosentí la necesidad de ir.

Decidió no hablarle de sualucinación, pero recordabaperfectamente la visión, como un sueñoque no se desvanecía. El médico habíadicho que había estado varias horasinconsciente, de manera que lo que vio uoyó no fue más que una manifestación detodo lo que había averiguado durante losúltimos meses. Los mensajeros habíansido dos hombres que ejercían unapoderosa influencia en su mente. Pero ¿y

Nuestra Señora? Probablemente nadamás que la imagen de lo que había vistoen casa de Jasna el día anterior.

¿O no?—Mira, no sé lo que se proponía

Jasna. Me dijo que para conocer elsecreto tenía que ir con ella. Así que mefui.

—¿No pensaste que era unasituación un poco rara?

—Todo esto es raro.—Va a venir aquí.—¿De qué estás hablando?—Jasna me dijo que iba a venir a

verte. La estaban preparando cuando mefui.

La puerta se abrió, y una silla deruedas guiada por una mujer de mayoredad entró en la estrecha estancia. Jasnaparecía cansada, y tenía vendados lafrente y el brazo derecho.

—Quería ver si se encontraba bien—dijo débilmente.

—También yo quería saber cómoestaba usted.

—Sólo lo llevé allí porque NuestraSeñora me lo pidió. No quería hacerledaño.

Por vez primera parecía cercana.—No la culpo de nada. Fui yo quien

decidió ir.—Me han dicho que la cruz quedará

marcada para siempre: un tajoennegrecido recorre su blancura dearriba abajo.

—¿Es ésa la señal para los ateos?—inquirió Katerina con cierto desdén.

—No tengo idea —replicó Jasna.—Puede que el mensaje de hoy a los

fieles lo aclare todo. —Katerina noparecía estar dispuesta a darle unrespiro.

Michener quería pedirle que serelajara, pero sabía que estaba alterada,y descargaba su frustración en el blancomás fácil.

—Nuestra Señora ha venido porúltima vez.

Él escrutó los rasgos de la mujer quetenía delante: su rostro era triste, yapretaba los ojos, la expresión diferentede la del día anterior. Supuestamentellevaba veintitantos años hablando conla madre de Dios. Tanto si era verdadcomo si no, la experiencia eraimportante para ella, y ahora que todohabía terminado el dolor de la pérdidaquedaba patente. Michener imaginó quesería algo similar a la muerte de un serquerido: una voz que no volvería aescuchar, unos consejos y un consuelocon los que ya no contaría. Comoocurrió con sus padres. Y con JakobVolkner.

De pronto compartió la tristeza deJasna.

—La otra noche, en la cima de lamontaña, la Virgen me reveló el décimosecreto.

Michener recordó lo poco que lehabía oído decir en mitad de latormenta: «Lo recordaré. Sé que serécapaz. Querida Señora, no tenía idea.»

—Apunté lo que dijo. —Le entregóuna hoja de papel doblada—. NuestraSeñora me pidió que se lo diera.

—¿Dijo alguna otra cosa?—Fue entonces cuando desapareció.

—Jasna le indicó a la anciana queguiaba la silla—: Me gustaría volver a

mi habitación. Espero que se pongabien, padre Michener. Rezaré por usted.

—Y yo por usted, Jasna —repuso él.Y lo decía en serio.

Jasna se fue.—Colin, esa mujer es una impostora.

¿Es que no lo ves? —Katerina estabalevantando la voz.

—No sé qué es, Kate. Si es unaimpostora, es buena. Se cree lo quedice. Y aunque sea una farsante, el timose ha terminado. Las visiones hancesado.

Ella le señaló el papel.—¿Vas a leerlo? Esta vez no hay

ninguna orden papal que te lo impida.

Era verdad. Desdobló la hoja, perofijar la vista en ella le levantó dolor decabeza, de modo que se la entregó aKaterina.

—No puedo. Léemela.

53

CIUDAD DEL VATICANO, 13:00

Valendrea se encontraba en la salade audiencias, recibiendo felicitacionesdel personal de la secretaría de Estado.Ambrosi ya había expresado el deseo decambiar a muchos de los sacerdotes y ala mayor parte de los secretarios, y él nose había opuesto. Si esperaba queAmbrosi satisficiera todas susnecesidades, lo menos que podía hacerera dejar que escogiera a sus propiossubordinados.

Ambrosi no se había apartado de su

lado desde esa mañana, permaneciendosumisamente en el balcón mientras él sedirigía a la multitud que llenaba la plazade San Pedro. Luego Ambrosi siguió losinformes de radio y televisión, loscuales eran positivos en su mayoría, enparticular en lo tocante a la elección delnombre de Valendrea, pues loscomentaristas estaban de acuerdo en queése sería un «pontificado importante».Valendrea hasta imaginó a Tom Kealybalbuciendo un segundo o dos cuandolas palabras «Pedro II» salieron de suboca. Durante su papado no habría mássacerdotes estrella. Los clérigos haríanlo que se les dijera, y en caso contrarío

serían despedidos… empezando porKealy. Ya le había dicho a Ambrosi queapartara del sacerdocio a ese idiotaantes de que finalizara la semana.

Y habría más cambios.Resucitaría la tiara papal, y

organizaría una coronación.Las trompetas anunciarían su

entrada. Abanicos y sables en altovolverían a acompañarlo durante laliturgia. Y regresaría la silla gestatoria.Pablo VI había cambiado la mayoría deestas cosas —unas faltas momentáneasde buen juicio o tal vez una influencia dela época—, pero Valendrea se ocuparíade rectificar.

El último de los felicitantes se alejó,y él llamó a Ambrosi, que se acercó aél.

—Hay algo que debo hacer —musitó—. Pon fin a esto.

Ambrosi se volvió a la multitud.—Escuchad, el Santo Padre tiene

hambre, no ha tomado nada desde eldesayuno, y todos sabemos cuántodisfruta nuestro pontífice comiendo.

Las risas resonaron en la estancia.—A aquellos con los que no ha

podido hablar les haré un hueco estamisma tarde.

—Que el Señor os bendiga a todos—dijo Valendrea.

Siguió a Ambrosi desde la sala a sudespacho en la secretaría de Estado. Lasdependencias pontificias habían sidoabiertas hacía media hora, y ya estabanpasando a la cuarta planta muchas de suspertenencias de las habitaciones deltercer piso. En los próximos díasvisitaría los museos y los almacenes delsótano. Ya le había facilitado a Ambrosiuna lista de artículos con los que queríadecorar los aposentos. Estaba orgullosode su planificación: la mayor parte delas decisiones que había tomado durantelas últimas horas las había pensadohacía mucho, y el resultado era un Papaal mando que hacía lo adecuado de la

forma que debía hacerse.Ya en su despacho, con la puerta

cerrada, se volvió hacia Ambrosi.—Localiza al cardenal archivero y

dile que se presente en la Riserva dentrode quince minutos.

Ambrosi hizo una reverencia y seretiró.

Él entró en el baño contiguo aldespacho. Seguía encolerizado por laarrogancia de Ngovi. El africano teníarazón: no podía hacer gran cosa exceptorelegarlo a algún lugar lejos de Roma.Pero eso no sería acertado. El que muypronto dejaría de ser camarlengo habíaconseguido desplegar una sorprendente

demostración de apoyo. Sería estúpidoechársele encima tan pronto. Había quetener paciencia, lo cual no quería decirque se hubiese olvidado de MauriceNgovi. Se humedeció la cara con agua yse secó con una toalla.

La puerta del despacho se abrió yentró Ambrosi.

—El archivero lo espera.Valendrea arrojó la toalla en la

encimera de mármol.—Bien. Vamos.Salió del despacho como una

exhalación y descendió a la planta baja.La mirada de sorpresa de los guardiassuizos ante los que pasó le dio a

entender que no estaban acostumbradosa que un Papa apareciera sin previoaviso.

Entró en el archivo.Las salas de lectura y colecciones

estaban vacías. No se había autorizadoel acceso a ellas desde que murióClemente. Entró en la estancia principaly cruzó el suelo de mosaico directo a laverja de hierro. El cardenal archiveropermanecía fuera. No había nadie mássalvo Ambrosi.

Se aproximó al anciano.—No hará falta que le diga que sus

servicios ya no serán necesarios. Yo ensu lugar me jubilaría, me largaría antes

del fin de semana.—Ya he vaciado mi escritorio.—No he olvidado los comentarios

que hizo esta mañana en el desa yuno.—No lo haga. Cuando ambos

comparezcamos ante el Señor, megustaría que los repitiera.

Le entraron ganas de abofetear aaquel respondón, pero se limitó apreguntar:

—¿Está abierta la caja fuerte?El anciano asintió.—Espera aquí —le dijo Valendrea a

Ambrosi.Durante mucho tiempo otros habían

dispuesto de la Riserva: Pablo VI, Juan

Pablo II, Clemente XV, incluso elirritante archivero. Pero eso se habíaacabado.

Entró a toda prisa, echó mano delcajón y lo abrió. Vio la caja de madera,la sacó y la llevó a la misma mesa a laque tantas décadas atrás se sentaraPablo VI.

Levantó la tapa y vio dos hojas depapel dobladas juntas. Una, claramentemás antigua, era la primera parte deltercer secreto de Fátima —de puño yletra de la hermana Lucía—, el dorsoaún con una marca del Vaticano decuando el mensaje se dio a conocer en2000. La otra, más reciente, era la

traducción al italiano de 1960 del padreTibor, también marcada.

Pero debería haber otro papel.El reciente facsímil del padre Tibor,

que el propio Clemente habíadepositado en la caja. ¿Dónde estaba?Había ido allí a terminar un trabajo, aproteger a la Iglesia y mantener sucordura.

Pero el papel había desaparecido.Salió de la Riserva y fue directo al

archivero. Agarró al anciano por lasotana. Sintió un ciego ataque de ira enel acto, y el rostro del cardenal reflejósu estupefacción.

—¿Dónde está? —escupió.

—¿A… qué… se refiere? —balbució el anciano.

—No estoy de humor. ¿Dónde está?—Yo no he tocado nada. Lo juró por

Dios.Vio que el hombre decía la verdad.

Lo soltó, y el cardenal retrocedió, atodas luces asustado por la arremetida.

—Salga de aquí —ordenó alarchivero.

Éste se apresuró a cumplir la orden.Lo asaltó una idea: Clemente. Aquel

viernes por la noche que el Papa lepermitió hacer trizas la mitad de lo quele había enviado Tibor.

«Quería que supieras lo que te

espera, Alberto.»« ¿Por qué no ha impedido que

quemara el papel?»«Ya lo verás.»Y cuando exigió la parte que faltaba,

la traducción de Tibor.«No, Alberto. Se quedará en la

caja.»Debió haber apartado a aquel cabrón

y haber hecho lo que tenía que hacer,independientemente de que allí seencontrara el prefecto de noche.

Ahora lo comprendía todo.La traducción nunca había estado en

la caja. ¿Existía? Sí, sin duda. YClemente quiso que él lo supiera.

Ahora había que encontrarla.Se volvió hacia Ambrosi.—Ve a Bosnia y trae a Colin

Michener. Sin excusas. Lo quiero aquímañana. Dile que si no ordenaré que loarresten.

—¿Los cargos, Santo Padre? —inquirió Ambrosi casi con naturalidad—. Para que pueda decírselo, si mepregunta.

Se paró a pensar un instante yrepuso:

—Complicidad en el asesinato delpadre Andrej Tibor.

CUARTA PARTE

54

MEDJUGORJE,BOSNIA-HERZEGOVINA

18:00

A Katerina se le hizo un nudo en elestómago al ver al padre Ambrosi entraren el hospital. Reparó de inmediato enuna novedad: el ribete escarlata y la fajaroja de su sotana negra, lo que queríadecir que había ascendido a monseñor.Al parecer Pedro II no perdía el tiemporepartiendo el botín.

Michener descansaba en suhabitación. Todas las pruebas que le

habían realizado habían dado negativas,y el médico pronosticó que al díasiguiente estaría bien. Tenían pensadoirse a Bucarest a la hora de comer, perola presencia de Ambrosi en Bosnia erasinónimo de problemas.

Éste la divisó y se acercó a ella.—Me han dicho que el padre

Michener se ha salvado por los pelos demorir.

A ella le molestó su fingidapreocupación, a todas luces de cara a lagalería.

—Váyase a la mierda —le dijo envoz baja—. Esta fuente está seca.

Él meneó la cabeza simulando

indignación.—Así que es verdad que el amor lo

vence todo. Da igual. No queremos nadamás de usted.

Pero ella sí quería algo.—No quiero que Colin se entere de

lo nuestro.—Me hago cargo.—Yo misma se lo contaré,

¿entendido?Él no respondió.Katerina tenía en el bolsillo el

décimo secreto, escrito por Jasna.Estuvo a punto de sacar el papel yobligar a Ambrosi a leer las palabras,pero lo que el Cielo deseara sin duda

carecía de interés para aquel idiotaarrogante. Nadie sabría nunca si elmensaje provenía de la madre de Dios ode las lamentaciones de una mujer quese hallaba convencida de haber sidoelegida por la divinidad. Sin embargoKaterina se preguntó cómo justificaríanla Iglesia y Alberto Valendrea el décimosecreto, sobre todo después de aceptarlos otros nueve de Medjugorje.

—¿Dónde está Michener? —preguntó Ambrosi con tono inexpresivo.

—¿Qué quiere de él?—Yo nada, pero no así su Papa.—Déjenlo en paz.—Caramba, la leona enseña las

garras.—Lárguese de aquí.—Me temo que no es usted quién

para decirme lo que tengo que hacer.Imagino que la palabra del secretariodel Papa tendría mucho peso aquí,seguro que más que la de una periodistadesempleada.

La esquivó, pero ella se interpuso ensu camino.

—Lo digo en serio, Ambrosi,déjenos en paz. Dígale a Valendrea queColin ha terminado con Roma.

—Sigue siendo un sacerdote de laIglesia, sujeto a la autoridad del Papa.Hará lo que se le ordene o se atendrá a

las consecuencias.—¿Qué quiere Valendrea?—Vamos a ver a Michener —sugirió

Ambrosi— y se lo explicaré. Le aseguroque merece la pena escucharlo.

Katerina entró en la habitación conAmbrosi a la zaga. Michener estabasentado en la cama, y su rostro secontrajo al ver al visitante.

—Le traigo recuerdos de Pedro II —anunció Ambrosi—. Nos hemosenterado de lo sucedido…

—Y sintió la necesidad de venirhasta aquí para hacerme saber lo

preocupados que están.Ambrosi se mantenía imperturbable,

y Katerina se preguntó sí esa capacidadsería innata o si habría llegado adominar la técnica a lo largo de años deengaño.

—Sabemos por qué está en Bosnia—afirmó Ambrosi—. Me han enviado aaveriguar si los visionarios le hancontado algo.

—Nada en absoluto.A Katerina también le impresionó el

talento de Michener para mentir.—¿Quiere que vaya a enterarme de

si está siendo sincero?—Haga lo que le plazca.

—La información que circula por lalocalidad es que el décimo secreto lefue revelado a la visionaria, Jasna, laotra noche y que las visiones hancesado. A los sacerdotes de aquí lesdisgusta bastante esa perspectiva.

—¿No vendrán más turistas? ¿Adiósal dinero? —no pudo evitar decirKaterina.

Ambrosi se volvió a ella.—Quizás sea mejor que espere

fuera. Éste es un asunto de la Iglesia.—Ella no va a ninguna parte —

espetó Michener—. Con todo lo que sinduda habrán estado haciendo usted yValendrea estos dos últimos días y les

preocupa lo que sucede aquí, en Bosnia.¿Por qué?

Ambrosi entrelazó las manos a laespalda.

—Soy yo quien hace las preguntas.—Se lo ruego, adelante.—El Santo Padre le ordena que

vuelva a Roma.—Ya sabe lo que puede decirle al

Santo Padre.—Qué falta de respeto. Al menos

nosotros no menospreciábamosabiertamente a Clemente XV.

El rostro de Michener se endureció.—¿Se supone que eso ha de

impresionarme? Hicieron todo lo

posible por desbaratar todo cuanto élintentaba hacer.

—Esperaba que me causaraproblemas. El tono del comentario deAmbrosi inquietó a Katerina, pero élparecía sumamente complacido.

—Debo informarle de que si noviene por su propio pie, el gobiernoitaliano dará orden de que lo arresten.

—¿De qué narices está hablando? —inquirió Michener.

—El nuncio apostólico de Bucarestha puesto al corriente a Su Santidad dela reunión que mantuvo usted con elpadre Tibor. Le molesta que no se leinformara de lo que hacían usted y

Clemente. Ahora las autoridadesrumanas quieren hablar con usted. Ellos,al igual que nosotros, se mueren decuriosidad por saber qué quería eldifunto Papa del anciano sacerdote.

Katerina sintió opresión en lagarganta; aquello se iba adentrando enaguas peligrosas. Sin embargo Michenerestaba impertérrito.

—¿Quién ha dicho que a Clemente leinteresara el padre Tibor?

Ambrosi se encogió de hombros.—¿Usted? ¿Clemente? ¿Qué más da?

Lo único que importa es que fue usted averlo, y la policía rumana desea hablarcon usted. La Santa Sede puede

impedirlo o alentarlo. ¿Qué prefiere?—Me da igual.Ambrosi se volvió hacia Katerina.—¿Y a usted? ¿También le da igual?Ella cayó en la cuenta de que el muy

capullo estaba jugando su baza: oconseguía que Michener regresara aRoma o éste se enteraría ya mismo decómo ella había dado con él tanfácilmente en Bucarest y en Roma.

—¿Qué tiene ella que ver con esto?—se apresuró a preguntar Michener.

Ambrosi hizo una desesperantepausa, y a Katerina le apeteció cruzarlela cara, como ya hiciera en Roma, perose contuvo.

Ambrosi volvió a centrarse enMichener.

—Sólo me preguntaba cuál sería suopinión. Tengo entendido que nació enRumanía y está familiarizada con lapolicía de su país. Supongo que seríapreferible evitar sus técnicas deinterrogatorio.

—¿Le importaría decirme cómo esque sabe tantas cosas de ella?

—El padre Tibor habló con elnuncio apostólico en Bucarest y le dijoque la señorita Lew se encontrabapresente cuando usted habló con él. Yome limité a informarme de susantecedentes. Katerina admiró la

explicación de Ambrosi. De no serporque conocía la verdad, hasta ella lehubiese creído.

—Déjela al margen de esto —pidióMichener.

—¿Volverá a Roma?—Sí.La respuesta la sorprendió, y

Ambrosi asintió en señal de aprobación.—Tengo listo un avión en Split.

¿Cuándo saldrá del hospital?—Por la mañana.—Esté preparado a las siete. —

Ambrosi fue hacia la puerta—. Y estatarde —se detuvo un instante— rezarépor su pronta recuperación.

Luego salió.—Si va a rezar por mí es que estoy

en un buen lío —dedujo Michenercuando la puerta se cerró.

—¿Por qué has accedido a volver?Lo de Rumanía era un farol.

Michener cambió de postura en lacama, y ella lo ayudó a colocarse.

—He de hablar con Ngovi. Debesaber lo que ha dicho Jasna.

—¿Para qué? No es posible quecreas una palabra de lo que ha escrito.Ese secreto es absurdo.

—Puede, pero es el décimo secretode Medjugorje, tanto si lo creemos comosi no. Tengo que dárselo a Ngovi.

Ella le enderezó la almohada.—¿Has oído hablar de los faxes?—No quiero discutir esto, Kate.

Además, me pica la curiosidad, quieroenterarme de qué es tan importante comopara que Valendrea envíe a su recadero.Parece que es algo grande, y creo saberqué.

—¿El tercer secreto de Fátima?Él asintió.—Aunque sigue sin tener sentido. El

mundo entero conoce ese secreto.Ella recordó lo que el padre Tibor

decía en sus mensajes a Clemente:«Haga lo que dijo la Virgen… ¿Cuántaintolerancia permitirá el Cielo?»

—Todo este asunto carece de lógica—aseguró Michener.

—Ambrosi y tú ¿siempre han sidoenemigos? —le preguntó ella.

Él asintió.—Me pregunto cómo se hizo

sacerdote un hombre así. De no ser porValendrea, jamás habría llegado aRoma. Son tal para cual. —Vaciló,como si estuviese inmerso en suspensamientos—. Supongo que habrá unmontón de cambios.

—Ése no es tu problema —replicóella con la esperanza de que noestuviese cambiando de idea respecto alfuturo.

—No te preocupes, no tengo dudas.Pero me pregunto si las autoridadesrumanas estarán interesadas en mí deverdad.

—¿A qué te refieres?—Podría ser una cortina de humo.Ella puso cara de perplejidad.—Clemente me mandó un correo

electrónico la noche que murió. En él medecía que era posible que Valendreahubiese destruido parte del tercersecreto original hacía mucho tiempo,cuando trabajaba para Pablo VI.

Katerina escuchaba con interés.—Clemente y Valendrea acudieron

juntos a la Riserva la noche antes de que

Clemente falleciera, y al día siguienteValendrea salió de Roma en un viaje noprogramado.

Ella comprendió la importancia deaquella revelación en el acto.

—¿El sábado que fue asesinado elpadre Tibor?

—Une los puntos y empezará aformarse el dibujo.

A Katerina le asaltó la imagen deAmbrosi con la rodilla hundida en supecho, las manos alrededor de su cuello.¿Estaban implicados Valendrea yAmbrosi en el asesinato de Tibor? Leentraron ganas de contarle a Michener loque sabía, pero se dio cuenta de que la

explicación daría lugar a muchas máspreguntas de las que estaba dispuesta aresponder en ese momento, de maneraque optó por preguntar:

—¿Podría estar implicadoValendrea en la muerte del padre Tibor?

—Resulta difícil de decir, pero esmuy capaz. Igual que Ambrosi. Noobstante, sigo pensando que Ambrosi seestaba tirando un farol. Lo último quequiere el Vaticano es llamar la atención.Apuesto a que nuestro nuevo Papa harátodo cuanto esté en su mano para noestar en primer plano.

—Pero Valendrea podría hacer queotro ocupara el primer plano.

Michener pareció entender.—Por ejemplo, yo.Ella afirmó con la cabeza.—Nada mejor que echarle toda la

culpa a un antiguo empleado.

Valendrea se puso una de las sotanasblancas que la Casa Gammarelli habíaconfeccionado esa tarde. Por la mañanaél había estado en lo cierto: sus medidasse hallaban archivadas, y resultó fácilrealizar las prendas apropiadas en unbreve período de tiempo. Las costurerashabían hecho bien su labor. Él admirabael buen trabajo, y anotó mentalmente que

Ambrosi les diera las gracias de maneraoficial.

No había tenido noticias suyas desdeque se marchara a Bosnia, pero noalbergaba dudas respecto a que su amigoPaolo desempeñara la misión que lehabía sido encomendada. Ambrosi sabíalo que había en juego. Aquella nocheValendrea le había puesto las cosasclaras: era preciso traer a Roma a ColinMichener. Clemente XV había sidoingeniosamente previsor —tenía quereconocerlo—, y al parecer habíaconcluido que Valendrea lo sucedería,de modo que había sacado a propósitola última traducción de Tibor, a

sabiendas de que él no podría empezarsu papado con la amenaza que suponíasemejante desastre en potencia.

Pero ¿dónde estaba?Seguro que Michener lo sabía.Sonó el teléfono.Valendrea se encontraba en su

dormitorio del tercer piso del palacio;las dependencias papales aún no estabanlistas.

El teléfono volvió a sonar.Se preguntó a qué vendría la

interrupción. Eran casi las ocho de latarde, y él intentaba vestirse para suprimera cena formal, una celebración deagradecimiento con los cardenales, y

había dejado recado de que no lomolestaran. Sonó de nuevo.

Levantó el auricular.—Santo Padre, el padre Ambrosi

está llamando y me ha pedido que se lopase. Ha dicho que es importante.

—Pásemelo.Tras unos cuantos clics se oyó a

Ambrosi:—He hecho lo que me pidió.—¿Y la reacción?—Estará allí mañana.—¿Su salud?—Nada grave.—¿Su compañera de viaje?—Tan encantadora como de

costumbre.—Tengámosla contenta, por ahora.Ambrosi le había referido que ella

lo agredió en Roma. Entonces era lamejor forma de llegar a Michener, perola situación había cambiado.

—Por mi parte, perfecto.—Hasta mañana entonces —se

despidió Valendrea—. Que tengas buenviaje.

55

CIUDAD DEL VATICANOJUEVES, 30 DE NOVIEMBRE13:00

Michener se acomodó en el asientode atrás de un coche del Vaticano,Katerina a su lado. Ambrosi iba delantey, a una orden suya, el coche cruzó elArco de las Campanas y entró en laprivacidad del patio de San Damasco.Un laberinto de construcciones antiguaslos rodeó, impidiendo el paso al sol demediodía y tornando de color añil elpavimento.

Por primera vez se sentía incómodoen el Vaticano: los hombres que ahoraestaban a su cargo eran unosmanipuladores, enemigos. Debía tenercuidado, vigilar lo que decía y acabar loantes posible con lo que quiera quefuese a pasar.

El coche paró y ellos se bajaron.Ambrosi los condujo hasta un salón

con vidrieras en tres de sus lados dondelos Papas llevaban siglos recibiendoinvitados. Siguieron a Ambrosi a travésde una maraña de logias y galeríasatestadas de candelabros y tapices, yrodeadas de muros llenos de imágenesde Papas a los que emperadores y reyes

rendían homenaje.Michener sabía adonde se dirigían, y

Ambrosi se detuvo delante de la puertade bronce de la Biblioteca Pontificia, unlugar que Gorbachov, Mandela, Carter,Yeltsin, Reagan, Bush, Clinton, Rabin yArafat habían visitado.

—Cuando haya terminado, laseñorita Lew lo estará esperando en lalogia de delante —dijo Ambrosi—.Mientras tanto, no será molestado.

Sorprendentemente Katerina no seopuso a que la excluyeran y se fue conAmbrosi.

Él abrió la puerta y entró.Tres ventanas de cristal emplomado

bañaban las estanterías, de quinientosaños de antigüedad, en franjas de luz.Valendrea estaba sentado tras una mesa,la misma que los Papas llevaban mediomilenio usando. Un panel con unarepresentación de la Virgen adornaba lapared que tenía a sus espaldas. Al otrolado del escritorio había un sillóntapizado, pero Michener sabía que sólolos jefes de Estado tenían el privilegiode sentarse frente al Papa.

Valendrea dio la vuelta a la mesa yle tendió la mano, y Michener supo loque esperaba de él. Miró con fijeza altoscano a los ojos: había llegado elmomento de la sumisión. Vaciló, pero

decidió que la discreción era una tácticamejor, al menos hasta que supiera quéquería ese demonio. Se arrodilló y besóel anillo, percatándose de que losjoyeros del Vaticano ya habían hechouno nuevo.

—Me han dicho que Clementedisfrutaba arrancando un gesto similar aSu Eminencia el cardenal Bartolo, enTurín. Le transmitiré al buen cardenal surespeto por el protocolo eclesiástico.

Michener se levantó.—¿Qué quiere? —No añadió «Santo

Padre».—¿Qué tal están sus heridas?—¿Es que le importa?

—¿Qué le hace pensar lo contrario?—El respeto que me ha demostrado

los últimos tres años.Valendrea retrocedió hacia la mesa.—Supongo que trata de que

reaccione. Pasaré por alto su tono.—¿Qué quiere? —insistió Michener.—Lo que Clemente sacó de la

Riserva.—No estaba al tanto de que faltara

algo.—No estoy de humor. Clemente se

lo contó todo.Recordó lo que Clemente le había

dicho: «Dejé que Valendrea leyera elcontenido de la caja de Fátima… En

1978 sacó de la Riserva parte del tercermensaje de la Virgen.»

—A mí me parece que el ladrón esusted.

—Unas palabras descaradas paraemplear con su Papa. ¿Puederespaldarlas?

Michener no iba a morder elanzuelo. Dejaría que el hijo de puta sepreguntara qué sabía.

Valendrea avanzó hacia él. Parecíabastante cómodo vestido de blanco, elsolideo casi perdido entre sus pobladoscabellos.

—No se lo estoy preguntando,Michener, le estoy ordenando que me

diga dónde está ese texto.Había un dejo de desesperación en

la orden que le hizo plantearse si losdesvaríos del mensaje de Clemente noserían algo más que los de un almadeprimida que estaba a punto de morir.

—Hasta hace un momento no sabíaque faltara nada.

—¿Se supone que he de creerlo?—Puede creer lo que quiera.—He mandado registrar las

dependencias papales y Castelgandolfo.Usted tiene los efectos personales deClemente. Quiero verlos.

—¿Qué está buscando?Valendrea lo miró con recelo.

—No acabo de decidir si estásiendo sincero o no.

Él se encogió de hombros.—Confíe en mí, lo soy.—Muy bien. El padre Tibor copió el

tercer mensaje de la hermana Lucía deFátima y envió a Clemente un facsímiltanto del original de la buena monjacomo de la traducción que él hizo.Ahora la traducción ha desaparecido dela Riserva.

Michener comenzaba a entender.—De modo que sí participó del

tercer secreto en 1978.—Simplemente quiero lo que tramó

ese sacerdote. ¿Dónde están las

pertenencias de Clemente?—Entregué sus muebles a la

beneficencia. El resto lo tengo yo.—¿Ha echado un vistazo?—Naturalmente —mintió.—Y ¿no encontró nada del padre

Tibor?—¿Me creería si le respondiera?—¿Por qué iba a hacerlo?—Porque soy un buen tipo.Valendrea guardó silencio un

instante, y Michener hizo lo propio.—¿De qué se ha enterado en

Bosnia?Se percató del cambio de tema.—De que no es bueno subir una

montaña en medio de un aguacero.—Ya veo por qué Clemente le

apreciaba: ingenioso e inteligente. —Hizo una pausa—. Y ahora responda ami pregunta.

Michener se metió la mano en elbolsillo, sacó la nota de Jasna y se laentregó al Papa.

—Éste es el décimo secreto deMedjugorje.

Valendrea cogió el papel y se puso aleerlo. El toscano respiró hondomientras miraba ora al papel, ora aMichener. Luego el pontífice dejóescapar un gemido y, sin previo aviso,arremetió contra él y agarró con las dos

manos la negra sotana de Michener, lahoja aún en la mano. La ira inundabaaquellos ojos que lo miraban con fijeza.

—¿Dónde está la copia de latraducción del padre Tibor?

A Michener le sorprendió el ataque,pero mantuvo la compostura.

—Creí que las palabras de Jasnacarecían de sentido. ¿Por qué lepreocupan?

—Sus desvaríos no significan nada.Lo que quiero es el facsímil del padreTibor…

—Si las palabras no tienen sentido,¿por qué me agrede?

Valendrea pareció hacerse cargo de

la situación y soltó a Michener.—La traducción de Tibor es

propiedad de la Iglesia. La quiero devuelta.

—Entonces tendrá que enviar a laguardia suiza en su busca.

—Tiene cuarenta y ocho horas paradevolverla o haré que lo arresten.

—¿Cuáles son los cargos?—Robo de propiedad del Vaticano.

Además lo entregaré a la policíarumana. Quieren saber detalles sobre lavisita que le hizo al padre Tibor. —Laspalabras destilaban autoridad.

—Estoy seguro de que tambiénquerrá saber detalles de su visita.

—¿Qué visita?Necesitaba que Valendrea pensara

que sabía mucho más de lo que sabía.—Usted abandonó el Vaticano el día

que mataron a Tibor.—Dado que parece tener todas las

respuestas, dígame adonde fui.—Sé lo suficiente.—¿De verdad piensa que puede

sostener ese farol? ¿Pretende involucraral Papa en la investigación de unasesinato? No conseguirá nada.

Probó con otro farol.—No estaba usted solo.—No me diga. Continúe.—Esperaré al interrogatorio de la

policía. Los rumanos se quedaránfascinados, se lo garantizo.

Valendrea se puso colorado.—No tiene idea de lo que hay en

juego. Esto es más importante de lo queimagina.

—Habla como Clemente.—En eso tenía razón. —Valendrea

apartó la cara un instante, luego sevolvió—. ¿Le dijo Clemente que sequedó mirando mientras yo quemabaparte de lo que Tibor le envió? Estabajusto ahí, en la Riserva, y me dejó hacer.También quería que yo supiera lo otroque le envió Tibor, una copia de latraducción del mensaje completo de la

hermana Lucía, también se hallaba ahí,en la caja. Pero ahora ha desaparecido.Clemente no quería que le pasara nada,eso lo sé, así que se lo dio a usted.

—¿Por qué es tan importante esatraducción?

—No tengo intención de darleexplicaciones. Lo único que deseo estener de nuevo ese documento.

—¿Cómo sabe que estaba allí?—No lo sé, pero nadie volvió al

archivo después de aquel viernes por lanoche, y Clemente murió a los dos días.

—Junto con el padre Tibor.—¿Qué se supone que significa eso?—Lo que usted quiera que

signifique.—Haré todo lo que esté en mi poder

para recuperar ese documento. Laspalabras estaban teñidas de amargura.

—Eso lo creo. —Necesitaba salirde allí—. ¿Puedo retirarme?

—Váyase. Pero será mejor que tenganoticias suyas dentro de dos días o no legustará el siguiente mensajero que leenvíe.

Se preguntó a qué se referiría: ¿lapolicía? ¿Alguien distinto? Difícil dedecir.

—¿No se ha planteado nunca cómolo encontró la señorita Lew enRumanía? —le preguntó Valendrea con

naturalidad cuando llegó a la puerta.¿Había oído bien? ¿Cómo es que

sabía eso de Katerina? Se detuvo y sevolvió.

—Estaba allí porque yo le paguépara que averiguara qué hacía usted.

Él se quedó anonadado, pero no dijonada.

—Y en Bosnia también. Fue paravigilarlo. Le dije que usara sus encantospara ganarse su confianza, cosa que alparecer hizo.

Michener salió disparado hacia él,pero Valendrea le enseñó un aparatitonegro.

—Basta con tocarlo y la guardia

suiza irrumpirá en esta estancia. Atacaral Papa constituye un delito grave.

Michener detuvo su avance yreprimió un escalofrío.

—No es el primero al que engañauna mujer. Es lista. Pero se lo digo paraque le sirva de advertencia. Tengacuidado de quién se fía, hay mucho enjuego. Puede que no se dé cuenta, peroes posible que, cuando esto termine, yosea su único amigo.

56

Michener salió de la biblioteca.Ambrosi esperaba fuera, pero no loacompañó hasta la logia, sino que selimitó a decirle que el coche y suconductor lo llevarían a donde quisiera.

Katerina estaba sentada en un sofádorado. Él trataba de comprender qué lahabía impulsado a engañarlo. Le habíaextrañado que diera con él en Bucarest yque luego se presentara en suapartamento de Roma. Quería creer quetodo lo que había pasado entre elloshabía sido sincero, pero no podía evitar

pensar que era un cuento destinado ainfluir en sus sentimientos y hacerlebajar la guardia. Le preocupaba quehubiera oídos indiscretos. Y en lugar deeso, la única persona en la que confiabase había convertido en la emisariaperfecta de su enemigo.

Clemente se lo había advertido enTurín: «No tienes idea de hasta dóndepuede llegar alguien como AlbertoValendrea. ¿Piensas que puedes lucharcontra Valendrea? No, Colin. Tú nopuedes competir con él, eres demasiadocabal, demasiado confiado.»

Se le hizo un nudo en la garganta alacercarse a Katerina. Tal vez la

crispación de su rostro traicionara suspensamientos.

—Te ha hablado de mí, ¿verdad? —Su voz era triste.

—¿Lo esperabas?—Ambrosi estuvo a punto de

hacerlo ayer, así que supuse que lo haríaValendrea. Ya no me necesitan.

Él se sintió asaltado por lasemociones.

—No les he dicho nada, Colin. Nadade nada. Cogí el dinero de Valendrea yfui a Rumanía y a Bosnia, es verdad,pero porque quería ir, no porque ellosquisieran que fuese. Los utilicé igual queellos me utilizaron a mí.

Las palabras sonaban bien, pero nobastaban para aliviar su dolor. Élpreguntó con tranquilidad:

—¿La verdad significa algo para ti?Ella se mordió el labio, y Michener

vio que le temblaba el brazo derecho. Laira, su respuesta de siempre ante unenfrentamiento, no había emergido. Alno contestar, él añadió:

—Me fiaba de ti, Kate. Te contécosas que no le habría contado a nadie.

—Y yo no abusé de esa confianza.—¿Cómo voy a creerte? —repuso,

aunque quería hacerlo.—¿Qué te dijo Valendrea?—Lo suficiente como para que

estemos manteniendo esta conversación.Se estaba quedando desconcertado.

Sus padres habían muerto, al igual queJakob Volkner, y ahora Katerina lohabía traicionado. Por primera vez en suvida estaba solo, y de repente cayósobre él el peso de ser un niño nodeseado que había nacido en unainstitución y que había sido arrancado asu madre. Estaba perdido en muchossentidos, no tenía adonde dirigirse.Creyó que, con Clemente muerto, lamujer que tenía delante poseía larespuesta a su futuro. Incluso estabadispuesto a renunciar a un cuarto desiglo de su vida en favor de la

oportunidad de amarla y ser amado.Pero ¿cómo iba a hacer eso ahora?Hubo un momento de tenso silencio,

embarazoso y violento.—Muy bien, Colin —dijo ella al

cabo—. He captado el mensaje. Me voy.Dio media vuelta para marcharse.El taconeo resonó en el mármol

mientras se alejaba. Él quiso decirle:«No te vayas, espera.» Pero fue incapazde pronunciar las palabras.

Y se fue en la dirección opuesta,hacia la salida. No tenía intención deutilizar el coche que Ambrosi le habíaofrecido. No quería nada más de aquelsitio, salvo que lo dejaran en paz.

Se encontraba en el Vaticano sincredenciales ni escolta, pero su rostroera tan conocido que ninguno de losguardias se cuestionó su presencia.Llegó al final de una larga logia repletade planisferios y globos terráqueos.Maurice Ngovi se hallaba en la puertade enfrente.

—Me enteré de que estabas aquí —comentó mientras él se aproximaba—.También sé lo que sucedió en Bosnia.¿Te encuentras bien?

Michener asintió.—Iba a llamarlo más tarde.—Tenemos que hablar.—¿Dónde?

Ngovi pareció entender, y le indicóque lo siguiera. Caminaron sin decirnada hasta el archivo. Las salas delectura volvían a estar llenas deestudiosos, historiadores y periodistas.Ngovi vio al cardenal archivero, y lostres se dirigieron a una de las salas delectura. Una vez dentro y con la puertacerrada Ngovi dijo:

—Creo que este sitio es más omenos reservado.

Michener se volvió al archivero.—Pensé que a estas alturas estaría

sin empleo.—Me han ordenado que me vaya

antes del fin de semana. Mi sustituto

llegará pasado mañana.Él sabía lo que ese empleo

significaba para el anciano.—Lo siento. Pero creo que estará

mejor así.—¿Qué quería de ti nuestro

pontífice? —inquirió Ngovi.Michener se dejó caer en una de las

sillas.—Cree que tengo un documento que

estaba supuestamente en la Riserva.Algo que el padre Tibor envió aClemente y guarda relación con el tercersecreto de Fátima. El facsímil de unatraducción. No tengo ni idea de qué mehabla.

Ngovi le dirigió una mirada deextrañeza al archivero.

—¿Qué ocurre? —inquirióMichener.

Ngovi le refirió la visita que hizoValendrea el día anterior a la Riserva.

—Se comportó como un loco —aseguró el archivero—. No paraba dedecir que había desaparecido algo de lacaja. Me asustó de veras. Dios ampare aesta Iglesia.

—¿Le explicó algo Valendrea? —lepreguntó Ngovi.

El interpelado les contó a ambos loque el Papa había dicho.

—Aquel viernes por la noche que

Clemente y Valendrea estuvieron juntose n la Riserva quemaron algo —agregóel cardenal archivero—. Encontramoscenizas en el suelo.

—¿Clemente no le dijo nada alrespecto? —se interesó Michener.

El archivero negó con la cabeza.—Ni una palabra.Muchas de las piezas empezaban a

encajar, pero seguía habiendo unproblema.

—Todo este asunto es extraño. Lahermana Lucía en persona confirmó enel año 2000 la autenticidad del tercersecreto antes de que Juan Pablo lo dieraa conocer.

Ngovi asintió.—Yo lo presencié. El texto original

fue de la Riserva a Portugal en la caja, yella ratificó que el documento era elmismo que redactó en 1944. Pero, Colin,en la caja sólo había dos papeles. Yomismo estaba allí cuando la abrieron:contenía un texto original y unatraducción al italiano. Nada más.

—Si el mensaje se hallabaincompleto, ¿no habría dicho ella nada?—preguntó Michener.

—Era muy anciana y frágil —replicó Ngovi—. Recuerdo que selimitó a echar una ojeada a la página yasintió. Me dijeron que no veía bien y

no oía.—Maurice me pidió que hiciera

unas comprobaciones —terció elarchivero—. Valendrea y Pablo VIentraron en la Riserva el 18 de mayo de1978, y Valendrea regresó una horadespués, por orden expresa de Pablo, ypermaneció allí a solas quince minutos.

Ngovi lo corroboró.—Da la impresión de que lo que el

padre Tibor envió a Clemente abrió unapuerta que Valendrea creía cerradahacía tiempo.

—Y que puede que le costara lavida a Tibor. —Sopesó la situación—.Valendrea dijo que lo que ha

desaparecido es el «facsímil de unatraducción». Una traducción ¿de qué?

—Colín, parece que el tercer secretode Fátima va más allá de lo quesabemos —afirmó Ngovi.

—Y Valendrea cree que lo tengo yo.—¿Lo tienes? —inquirió Ngovi.Michener negó con la cabeza.—Si fuera así se lo daría. Estoy

harto, lo único que quiero es terminarcon todo esto.

—¿Tienes idea de qué puede haberhecho Clemente con la copia de Tibor?

Lo cierto es que no se lo habíaplanteado.

—No. Clemente no era de los que

robaban.Tampoco de los que se suicidaban,

pero supo que era mejor callarse: elarchivero no sabía nada de eso. Sinembargo, por la expresión de Ngovisupo que el keniano estaba pensando enlo mismo.

—Y ¿qué pasó en Bosnia? —preguntó éste.

—Cosas más raras que en Rumanía.Les enseñó el mensaje de Jasna. Le

había dado a Valendrea una copia yhabía conservado el original.

—No podemos darle demasiadocrédito a esto —aseveró Ngovi—.Medjugorje parece más una feria que

una experiencia religiosa. El décimosecreto podrían ser simplemente lasimaginaciones de esta visionaria y, paraser sincero, teniendo en cuenta suenvergadura, me veo obligado acuestionarme seriamente si no será eso.

—Justo lo que yo pienso —coincidió Michener—. Jasna se haconvencido de que es real. Con todo,Valendrea reaccionó violentamente alleerlo. —Les contó lo que acababa deocurrir.

—Así es como se condujo en laRiserva —aseguró el archivero—.Como un loco.

Michener clavó la vista en Ngovi.

—¿Qué está pasando aquí, Ngovi?—No sé qué decir. Años atrás,

cuando era obispo, otros y yo nospasamos tres meses estudiando el tercersecreto a petición de Juan Pablo. Esemensaje era muy distinto de los dosprimeros. Éstos eran precisos,detallados, pero el tercero era unaespecie de parábola. Su Santidad pensóque no estaba de más pedir consejo a laIglesia para interpretarlo, y yo memostré conforme. Pero no nosplanteamos que el mensaje estuvieseincompleto.

Ngovi señaló un volumen grueso yenorme que descansaba en la mesa. El

colosal manuscrito era antiguo, suspáginas tan viejas que parecíancarbonizadas. En la tapa se veían unosgarabatos en latín rodeados de vistososdibujos de papas y cardenales. Laspalabras LIGNUM VITAE, escritas endesvaída tinta carmesí, resultabanapenas perceptibles.

Ngovi se sentó en una de las sillas yle preguntó a Michener:

—¿Qué sabes de san Malaquías?—Lo bastante para poner en duda si

el hombre era sincero.—Te aseguro que sus profecías son

reales. Ese libro de ahí fue publicado enVenecia en 1595 por un historiador

benedictino, Arnold Wion, y es el relatodefinitivo de lo que el propio sanMalaquías escribió sobre sus visiones.

—Maurice, esas visiones sucedierona mediados del siglo doce, y pasaroncuatrocientos años antes de que Wioncomenzara a anotarlo todo. He oído esaspatrañas. Quién sabe lo que dijoMalaquías, si es que dijo algo. Suspalabras no han sobrevivido.

—Pero los escritos de Malaquías seencontraban aquí en 1595 —intervinoel archivero—. Nuestros índices lodemuestran. Así que Wion habría tenidoacceso a ellos.

—Si los libros de Wion

sobrevivieron, ¿por qué no el texto deMalaquías?

Ngovi señaló el mamotreto.—Aunque lo que escribió Wion sea

falso, y se trate de sus profecías en lugarde las de Malaquías, la precisión deéstas es extraordinaria. Más aúnteniendo en cuenta lo que ha ocurridoestos últimos días.

Ngovi le entregó tres hojasmecanografiadas. Michener les echó unvistazo y vio que era un resumen.

San Malaquías era irlandés y nacióen 1094. Se ordenó sacerdote a losveinticinco años y obispo a los treinta.En 1139 abandonó Irlanda y se fue a

Roma, donde informó de sus diócesis alPapa Inocencio II. Estando allí tuvo unaextraña visión del futuro, una larga listade hombres que un día gobernarían laIglesia. Trasladó su visión al pergaminoy le ofreció a Inocencio el manuscrito.El Papa lo leyó y a continuación loguardó en el archivo, donde permanecióhasta 1595, cuando Arnold Wion dejónueva constancia del listado depontífices a los que Malaquías habíavisto, junto con las consignas proféticasde Malaquías, empezando por CelestinoII, en 1143, y terminando 111 papasdespués, con el supuesto últimopontífice.

—Ni siquiera hay pruebas de queMalaquías tuviera visiones —apuntóMichener—. Si la memoria no me falla,todo eso fue un añadido llevado a cabopor terceros a finales del siglodiecinueve.

—Lee alguna de las consignas —pidió Ngovi con tranquilidad.

Fijó de nuevo la vista en las páginasque tenía en la mano. Según el vaticinio,el octogésimo primer papa sería «Ellirio y la rosa», y Urbano VIII, pontíficepor aquel entonces, era de Florencia,cuyo símbolo era una flor de lis roja.También era obispo de Spoletto, cuyosímbolo era la rosa. El nonagésimo

cuarto papa sería «La rosa de Umbría»,y Clemente XIII, antes de ser papa, eragobernador de Umbría. El «Peregrinoapostólico» era la predicción para elnonagésimo sexto pontífice, y Pío VIterminaría sus días como prisioneroerrante de los revolucionarios franceses.León XIII fue el centésimo segundopontífice, al que llamó «Luz en elcielo», y el escudo de armas de Leónmostraba un cometa. De Juan XXIII dijoque sería «Pastor y navegante», un juiciocertero, ya que él mismo definió supontificado como el de un pastor, y eldistintivo del Vaticano II, el concilioque convocó, era una cruz y un barco.

Además, antes de que fuera elegido,Juan era patriarca de Venecia, unaantigua capital marítima.

Michener alzó la cabeza.—Interesante, pero ¿qué tiene esto

que ver con lo otro?—Clemente fue el papa número 111,

según Malaquías «De la gloria delolivo». ¿Recuerdas el Evangelio de sanMarcos, capítulo 24, las señales del findel mundo?

Lo recordaba: Jesús salió del temploy se alejaba cuando los discípulosalabaron la belleza de la construcción.«En verdad os digo», anunció él, «queno quedará aquí piedra sobre piedra que

no sea demolida». Después, en el montede los Olivos, los discípulos lesuplicaron que dijera cuándo iba asuceder eso y cuál sería la señal del findel mundo.

—En ese pasaje Cristo predijo elsegundo advenimiento. Pero no creeráde verdad que el fin del mundo seacerca, ¿no?

—Tal vez no algo tan catastrófico,pero sí un claro final y un nuevocomienzo. Según las predicciones,Clemente sería el precursor de eseevento. Y aún hay más; de todos lospapas que describió Malaquías desde1143, el último de sus ciento doce es el

actual pontífice, y en 1138 Malaquíasvaticinó que se llamaría PetrusRomanus.

Pedro el Romano.—Pero eso es una falacia —aseguró

Michener—. Hay quien dice queMalaquías nunca dijo nada de un Pedro,que eso fue añadido en una edición delsiglo diecinueve.

—Ojalá fuera cierto —afirmó Ngovimientras se ponía unos guantes dealgodón y abría con delicadeza elvoluminoso manuscrito. El esfuerzo hizocrujir el antiguo pergamino—. Lee esto.

Michener miró las palabras, escritasen latín:

En la persecución final de laSanta Iglesia reinará Pedro elRomano, quien alimentará a sugrey en medio de muchastribulaciones. Después de esto enla ciudad de las siete colinas eltemido juez juzgará a su pueblo.

—Valendrea —empezó Ngovi—escogió el nombre de Pedro motupropio. ¿Entiendes ahora por qué estoytan preocupado? Ésas son las palabrasde Wion, supuestamente también las deMalaquías, escritas hace siglos.¿Quiénes somos nosotros paracuestionarlas? Quizás Clemente tuviese

razón: planteamos demasiadas preguntasy hacemos lo que nos place, en lugar delo que se supone hemos de hacer.

—¿Cómo te explicas que este librotenga casi quinientos años de antigüedady que estas caracterizaciones se ajustena estos papas? —preguntó el cardenalarchivero—. Que diez o veinte seancorrectas es coincidencia, pero unnoventa por ciento es otra cosa, y de esoes de lo que estamos hablando. Sóloalrededor de un diez por ciento de lascaracterizaciones parece no guardarrelación alguna; la mayoría essorprendentemente precisa. Y la última,Pedro, es exactamente la 112. Me

estremecí cuando Valendrea adoptó esenombre.

Las cosas se sucedían deprisa.Primero lo de Katerina, y ahora laposibilidad de que se acercara el fin delmundo. «Después de esto en la ciudadde las siete colinas el temido juezjuzgará a su pueblo.» A Roma se lallamaba desde hacía tiempo «la ciudadde las siete colinas». Miró a Ngovi. Lapreocupación estaba escrita en el rostrodel prelado.

—Colin, has de encontrar la copiade la traducción de Tibor. Si Valendreacree que ese documento es vital,nosotros también deberíamos creerlo.

Conocías a Jakob mejor que nadie.Descubre su escondite. —Ngovi cerró elmanuscrito—. Puede que éste sea elúltimo día que tengamos acceso a estearchivo. Vamos a ser víctimas de unamanía persecutoria, Valendrea estádepurando a todos los disidentes. Queríaque vieras esto directamente para queentendieras la gravedad. Lo que anotó lavisionaria de Medjugorje es discutible,pero lo que escribió la hermana Lucía ytradujo el padre Tibor es otra cosa.

—No tengo idea de dónde podríaestar ese documento. Ni siquiera mecabe en la cabeza que Jakob lo sacaradel Vaticano.

—Yo era el único que conocía lacombinación de la caja fuerte —dijo elcardenal archivero—. Y sólo la abrípara Clemente.

Al pensar de nuevo en la traición deKaterina lo invadió el vacío. Centrarseen otro asunto tal vez sirviera de ayuda,aunque sólo fuese durante un tiempo.

—Veré qué puedo hacer. Pero nisiquiera sé por dónde empezar.

El gesto de Ngovi era adusto.—Colin, no quiero dramatizar más

de lo necesario, pero puede que eldestino de la Iglesia esté en tus manos.

57

15:30

Valendrea se excusó ante la multitudque se hallaba reunida en la sala deaudiencias para felicitarlo. El grupohabía llegado desde Florencia paradesearle suerte, y antes de marcharse élles aseguró que la primera vez quesaliera del Vaticano iría a la Toscana.

Ambrosi lo esperaba en el cuartopiso. Su secretario había abandonado lasala de audiencias hacía media hora, yél sentía curiosidad por saber la razón.

—Santo Padre —informó Ambrosi

—, Michener se reunió con Ngovi y elcardenal archivero después de verlo austed.

Ahora entendía la urgencia.—¿De qué hablaron?—Hablaron a puerta cerrada en una

de las salas de lectura. El sacerdote quetengo en el archivo no pudo enterarse denada, salvo que consultaron un libro,uno que por lo común sólo puedemanipular el archivero.

—¿Cuál?—El Lignum Vitae.—¿Las profecías de Malaquías?

Tienes que estar de broma. Eso sontonterías. De todas formas, es una pena

que no sepamos de que han hablado.—Estoy en vías de reinstalar las

escuchas, pero llevará tiempo.—¿Cuándo tiene previsto marcharse

Ngovi?—Ya ha desocupado la oficina. Me

han dicho que saldrá para África dentrode unos días, pero por ahora continúa ensu apartamento.

Y seguía siendo camarlengo.Valendrea todavía no había decididocuál sería su sustituto. Dudaba entre trescardenales que no habían vacilado a lahora de prestarle su apoyo en elcónclave.

—He estado pensando en los efectos

personales de Clemente. El facsímil deTibor ha de hallarse entre ellos.Clemente esperaba que fuera Michener yno otro quien recogiera sus cosas.

—¿Qué quiere decir, Santo Padre?—No creo que Michener vaya a

darnos nada. Nos desprecia. No, se loentregará a Ngovi. Y no puedo permitirque eso ocurra.

Observó a Ambrosi para ver cómoreaccionaba, y su viejo amigo no lodecepcionó.

—¿Prefiere tomar medidas? —lepreguntó el secretario.

—Hemos de demostrarle a Michenerque vamos en serio. Pero esta vez no lo

harás tú, Paolo. Llama a nuestros amigosy solicita su ayuda.

Michener entró en el apartamento en elque vivía desde que falleció Clemente.Había pasado las dos últimas horaspaseando por las calles de Roma. Lacabeza había empezado a dolerle hacíamedia hora, una de esas jaquecas decuya recurrencia le había advertido elmédico bosnio, de modo que fue directoal cuarto de baño y se tomó dosaspirinas. El médico también le habíadicho que se sometiera a un chequeocuando volviera a Roma, pero ahora no

tenía tiempo.Se desabrochó la sotana y la tiró en

la cama. El reloj de la mesilla de nochemarcaba las seis y media de la tarde.Aún sentía en él las garras deValendrea. Que Dios ayudara a laIglesia católica. Un hombre sin miedoera peligroso. Valendrea parecíadispararse, sin que ello le preocupara,por momentos, y el poder absoluto leconfería opciones ilimitadas. Luegoestaba lo que había dicho supuestamenteMalaquías. Sabía que debía pasar poralto esa estupidez, pero empezaba asentirse aterrorizado. Se avecinabanproblemas, estaba seguro.

Se puso un vaquero y una camisa desolapas abotonadas, salió al salón y seacomodó en el sofá. No dio la luz apropósito. ¿De verdad habría purgadoValendrea algo de la Riserva hacíadécadas? ¿Había hecho Clemente esomismo recientemente? ¿Qué estabapasando? Era como si la realidad sehubiese vuelto del revés. A su alrededortodo y todos parecían culpables. Y, paracolmo, era posible que un obispoirlandés que vivió hacía novecientosaños hubiese predicho el fin del mundocon la llegada de un papa llamadoPedro.

Se frotó las sienes en un intento de

aliviar el dolor. Por las ventanas secolaban algunos rayos de débil luz. Bajoel alféizar, en la sombra, se encontrabael baúl de roble de Jakob Volkner.Recordó que estaba cerrado con llave eldía que lo sacó todo del Vaticano. Sinduda parecía el sitio indicado para queClemente ocultara algo importante.Nadie se habría atrevido a echar unvistazo.

Se arrastró hasta él por la alfombra.Estiró el brazo, encendió una de las

lámparas y escudriñó la cerradura. Noquería forzar el baúl y estropearlo, asíque se puso cómodo para pensar cuálera el mejor proceder.

La caja de cartón que había traído delas dependencias pontificias el díadespués de que muriera el Papa seencontraba a unos metros. Dentroestaban todas las pertenencias deClemente. Acercó la caja y se puso ahurgar entre las cosas que en su díaadornaran los aposentos papales. Lamayoría le trajo buenos recuerdos: unreloj de la Selva Negra, unos bolígrafosespeciales, una fotografía enmarcada delos padres de Clemente.

Una bolsa de papel gris contenía laBiblia de Clemente. La habían enviadodesde Castelgandolfo el día del funeral,y él no la había abierto, se había

limitado a llevarla al apartamento ymeterla en la caja.

Admiró la tapa de piel blanca, eldorado canto ajado por el tiempo. Abrióla portada con reverencia. Allí decía, enalemán: POR EL DÍA DE TUORDENACIÓN. TE QUIEREN: TUSPADRES.

Clemente hablaba mucho de suspadres. Los Volkner formaban parte dela aristocracia bávara en la época deLuis I, y la familia fue antinazi, jamásapoyó a Hitler, ni siquiera en losgloriosos días previos a la guerra. Sinembargo, no eran insensatos, ymantuvieron su disensión para sí,

haciendo discretamente lo que pudieronpara ayudar a los judíos de Bamberg. Elpadre de Volkner escondió los ahorrosde dos familias del lugar y los protegióhasta el final de la contienda. Pordesgracia nadie volvió a reclamar eldinero, y él entregó cada uno de esosmarcos a Israel. Un regalo del pasadocon la esperanza de tener un futuro.

Se le pasó por la cabeza la visión dela última noche.

El rostro de Jakob Volkner.«No sigas desoyendo al Cielo. Haz

lo que te pedí. Recuerda que vale lapena contar con un servidor fiel.»

« ¿Cuál es mi destino, Jakob?»

Pero fue la imagen del padre Tiborla que le respondió:

«Ser una señal para el mundo, elfaro que servirá de guía para elarrepentimiento» el mensajero queanunciará que Dios está vivo.»

¿Qué significaba aquello? ¿Era real?¿O tan sólo el delirio de un cerebrosacudido por el rayo?

Empezó a hojear la Biblia. Suspáginas eran como de tela. En algunashabía cosas subrayadas, y en otras notasgarabateadas en el margen. Prestóatención a los pasajes marcados.

Hechos de los Apóstoles 5:29:

«Es preciso obedecer a Dios antesque a los hombres.»

Epístola de Santiago 1:27: «Lapráctica religiosa pura einmaculada ante Dios Padre esésta: asistir a los huérfanos yviudas en sus tribulaciones yguardarse incontaminado frente almundo.»

Evangelio de san Mateo 15:3-6: « ¿Por qué traspasáis vosotrosel precepto de Dios por vuestrastradiciones? Y habéis anulado lapalabra de Dios por vuestratradición.»

Evangelio de san Mateo 5:19:

«Si, pues, alguno descuidase unode esos preceptos menores yenseñare así a los hombres, serátenido por el menor en el reino delos cielos.»

Daniel 4:23: «Tu reino tequedará cuando reconozcas que elcielo es quien domina.»

Evangelio de san Juan 8:28: «Yno hago nada de mí mismo, sinoque según me enseñó el Padre, asíhablo.»

Una selección interesante. ¿Másmensajes de un Papa desazonado? ¿Otan sólo fragmentos escogidos al azar?

Del borde inferior del librosobresalían cuatro hilos de seda decolor que se entrelazaban más arriba.Los agarró y se situó en las páginasseñaladas. Embutida en la cubierta habíauna delgada llave de plata.

¿Lo había hecho Clemente apropósito? La Biblia se hallaba enCastelgandolfo, en la mesilla de noche,junto a la cama de Clemente. Puede queel Papa supusiera que nadie salvoMichener la examinaría.

Sacó la llave, a sabiendas de lo queabría.

La introdujo en la cerradura delbaúl, los resortes cedieron y la tapa se

abrió.Dentro había unos sobres, un

centenar o más, todos ellos dirigidos aClemente por una mano femenina. Lasdirecciones variaban: Munich, Colonia,Dublín, El Cairo, Ciudad del Cabo,Varsovia, Roma, todos ellos lugares enlos que había estado destinadoClemente. Las señas del remitente detodos los sobres era la misma, y él sabíaquién era ese remitente, pues habíaestado un cuarto de siglo ocupándosedel correo de Volkner. Se llamaba IrmaRahn, y era una amiga de la infancia. Élnunca había hecho muchas preguntassobre ella, y Clemente sólo le había

confiado que crecieron juntos enBamberg.

El Papa mantenía unacorrespondencia regular con algunosviejos amigos. Sin embargo todos lossobres del baúl eran de Rahn. ¿Por quédejaba Clemente semejante legado? ¿Porqué no los había destruido? Susimplicaciones podían malinterpretarsecon facilidad, sobre todo por parte deenemigos como Valendrea. Con todo,parecía que Clemente había decididoque merecía la pena arriesgarse.

Dado que ahora eran de supropiedad, abrió uno de ellos, sacó lacarta y se puso a leer.

58

Jakob:Al ver las noticias de lo

ocurrido en Varsovia se me partióel corazón. Oí mencionar tunombre, ya que estabas allí, entrela multitud, cuando se produjeronlos disturbios. Nada les gustaríamás a los comunistas que tú y losotros obispos sucumbieran. Sentíalivio al recibir tu carta, y mealegró saber que estabas ileso.Espero que Su Santidad permitaque seas destinado a Roma, donde

sé que estarás a salvo. Sé que túnunca cursarías semejantepetición, pero rezo a Nuestro Señorpara que ocurra. Espero quepuedas venir a casa por Navidad,me encantaría pasar las vacacionesa tu lado. Si es posible, házmelosaber. Como siempre, espero tenernoticias tuyas. Ya sabes, queridoJakob, lo mucho que te quiero.

Jakob:Hoy fui a la tumba de tus

padres. Corté la hierba y limpié laslápidas. También dejé un ramilletede lirios con tu nombre. Es unapena que no vivieran para ver

hasta dónde has llegado: arzobispode la Iglesia, tal vez un día inclusocardenal. Lo que has hecho es tulegado para ellos. Mis padres y lostuyos soportaron tantas cosas,demasiadas a decir verdad. Rezotodos los días por la liberación deAlemania. Quizás con hombresbuenos como tú nuestro legadopueda ser bueno. Espero que estésbien de salud. Yo estoy como unarosa; parece que tengo la suerte degozar de una salud de hierro.Puede que esté en Munich laspróximas tres semanas. Si voy, tellamaré. Tengo muchas ganas de

volver a verte. Las preciosaspalabras de tu última carta mereconfortan. Cuídate, queridoJakob. Con todo mi cariño.

Jakob:Eminentísimo cardenal; un

título que mereces. Dios bendiga aJuan Pablo por haberte ascendido.Gracias de nuevo por dejarmeasistir al consistorio, seguro quenadie sabía quién era yo. Me sentéen uno de los laterales y guardésilencio. Tu Colin Michener seencontraba allí, parecía tanorgulloso. Es un joven apuesto,como me describiste. Conviértelo

en el hijo que siempre quisimostener. Mírate en él como tu padrese miró en ti, deja un legado,Jakob, a través de él. No hay nadamalo en eso, ni tus votos a laIglesia ni tu Dios lo prohíben. Aúnse me humedecen los ojos alrecordar cómo te coronó el Papacon el capelo escarlata. Nunca entoda mi vida me había sentido másorgullosa. Te quiero, Jakob, y sóloespero que nuestro vínculo seafuente de fortaleza. Cuídate, amormío, y escribe pronto.

Jakob:Karl Haigl murió hace unos

días. En el funeral recordé laépoca en que los tres éramos niñosy jugábamos en el río los díascalurosos de verano. Era unhombre tan bueno… De no habersido por ti, tal vez lo hubieseamado, aunque sospecho que ya losabes. Su esposa falleció hace unosaños, y él vivía solo. Sus hijos sondesagradecidos y egoístas. ¿Qué hasido de nuestros jóvenes? ¿Acasono aprecian sus orígenes? Solíacenar muchas veces con él, y luegonos sentábamos a charlar. Teadmiraba tanto. El canijo de Jakobcardenal de la Iglesia católica y

ahora su secretario de Estado. A unpaso del papado. Le habría gustadovolver a verte, es una lástima queno fuera posible. Bamberg no haolvidado a su obispo, y sé que suobispo no ha olvidado el lugar enque pasó su juventud. He estadorezando mucho por ti estos últimosdías, Jakob. El Papa no seencuentra bien, y pronto habrá unnuevo pontífice. Le he pedido alSeñor que vele por ti. Puede queescuche la súplica de una ancianaque ama profundamente a su Dios ya su cardenal. Cuídate.

Jakob:

Te he visto aparecer en elbalcón de San Pedro por televisión.El orgullo y el amor que sentífueron indescriptibles. Mi Jakob esahora Clemente, un nombresabiamente elegido. Al oírlorecordé los tiempos en que tú y yoíbamos a la catedral a visitar elsepulcro. Me acuerdo de cómoimaginabas a Clemente II, unalemán que había llegado a serPapa. Incluso entonces eranclarividentes tus ojos. De algunamanera él formaba parte de ti, yahora tú eres el papa Clemente XV.Sé prudente, querido Jakob, pero

valeroso. Tienes a la Iglesia en tusmanos, para moldearla o paraquebrarla. Haz que la genterecuerde con orgullo a ClementeXV. Peregrinar a Bamberg seríaestupendo, intenta organizarloalgún día. Llevo tanto tiempo sinverte. Unos breves instantes,incluso en público, bastarían.Mientras tanto, que lo nuestro teconforte el corazón y apacigüe tualma. Guía el rebaño con fortalezay dignidad. Mi corazón estásiempre contigo.

59

21:00

Katerina se acercó al edificio dondevivía Michener. La oscura calle estabadesierta y llena de coches. Las ventanasabiertas le permitieron oírconversaciones, chillidos infantiles yretazos de música. Del bulevar que seextendía a unos cuarenta y cinco metrosa sus espaldas llegaba el ruido sordo deltráfico.

En el apartamento de Michener seveía luz, y ella se refugió en un portal dela calle de enfrente, a salvo entre las

sombras, y se quedó mirando al tercero.Tenían que hablar. Él debía entender

que no lo había traicionado, no le habíacontado nada a Valendrea. Con todo,había abusado de su confianza.Michener no se había enfadado tantocomo ella esperaba, más bien estabadolido, lo cual la hacía sentir peor.¿Cuándo iba a aprender? ¿Por quéseguía cometiendo los mismos errores?¿Es que no podía hacer por una vez locorrecto por el motivo correcto? Podíamejorar, pero había algo que siempreparecía impedírselo.

Permaneció en la negrura,reconfortada por la soledad, firme sobre

lo que tenía que hacer. No había señalesde movimiento en la ventana del tercerpiso, y se preguntó si Michener estaríaallí.

Justo cuando se armaba de valorpara cruzar la calle, un coche giró en elbulevar y avanzó despacio hacia eledificio. Los faros barrían un tramo decalle, y ella se pegó a la pared,sumiéndose en la oscuridad. Los farosse apagaron y el vehículo se detuvo.

Un Mercedes cupé oscuro.La puerta trasera se abrió, y salió un

hombre. Al resplandor de la luz interiorvio que era alto, el delgado rostrodividido por una nariz larga y afilada.

Llevaba un traje gris holgado, y a ella nole gustó el brillo de sus ojos oscuros.Había visto hombres así antes. En elcoche había otros dos tipos: uno alvolante, y el otro en el asiento de atrás.El cerebro le dijo que aquellosignificaba problemas. Seguro que losenviaba Ambrosi.

El alto entró en el edificio deMichener, y el Mercedes siguió sucamino calle abajo.

La luz del piso de Michenercontinuaba encendida.

No había tiempo para llamar a lapolicía.

Salió del portal y cruzó la calle a la

carrera.

Michener terminó de leer la última cartay se quedó mirando los sobres que habíadesparramados a su alrededor. Llevabalas últimas dos horas leyendo cadapalabra que Irma Rahn había escrito. Sinduda el baúl no encerraba lacorrespondencia de toda su vida. Talvez Volkner hubiese guardadoúnicamente las misivas que tenían algúnsignificado. La más reciente estabafechada dos meses atrás: otra cartaconmovedora en la que Irma selamentaba de la salud de Clemente,

preocupada por lo que veía entelevisión, instándole a que se cuidara.

Repasó todos aquellos años ycomprendió algunos de los comentariosque Volkner hiciera, en particularcuando hablaban de Katerina.

« ¿Acaso crees que eres el únicosacerdote que ha sucumbido? Además,¿tan malo fue? ¿Tenías la sensación deque estaba mal, Colín? ¿Te decía elcorazón que estaba mal?»

Y, justo antes de morir, la curiosaafirmación de Clemente al preguntar porKaterina y el tribunal: «Preocuparse estábien, Colin. Ella forma parte de tupasado, una parte que no deberías

olvidar.»Pensó que su amigo sólo pretendía

consolarlo, pero ahora caía en la cuentade que había más.

«Lo cual no significa que no puedanser amigos. Compartir la vida conpalabras y sentimientos. Experimentar laintimidad que puede proporcionaralguien que se preocupa por unosinceramente. Sin duda la Iglesia no nosprohíbe ese placer.»

Recordó las preguntas que Clementeplanteara en Castelgandolfo, horas antesde que falleciera: « ¿Por qué no puedencasarse los sacerdotes? ¿Por qué han deser castos? Si es aceptable para otros,

¿por qué no para el clero?»No pudo evitar preguntarse hasta

dónde habría llegado la relación. ¿Habíaroto el Papa el voto del celibato?¿Había hecho lo mismo de que seacusaba a Tom Kealy? Nada en lascartas lo indicaba, lo cual, de por sí, noquería decir nada. Después de todo¿quién escribiría semejante cosa?

Se recostó en el sofá y se frotó losojos.

La traducción del padre Tibor no seencontraba en el baúl. Había revisadocada sobre, leído cada carta por siClemente había escondido el papel enuna de ellas. A decir verdad no

mencionaba nada ni remotamenterelacionado con Fátima. Su esfuerzoparecía otro callejón sin salida. Estabajusto donde empezó, salvo que ahorasabía de la existencia de Irma Rahn.

«No se olvide de Bamberg.»Eso fue lo que le dijo Jasna. Y ¿qué

le había dicho Clemente en el últimomensaje? «Preferiría la santidad deBamberg, esa preciosa ciudad a orillasdel río, y la catedral que tanto amé. Sólolamento no haber podido contemplar subelleza una vez más. No obstante tal vezmi legado pueda descansar allí.»

Y luego la tarde en la solana deCastelgandolfo y lo que musitó

Clemente:«Dejé que Valendrea leyera el

contenido de la caja de Fátima.»« ¿Qué hay en ella?»«Parte de lo que me mandó el padre

Tibor.»¿Parte? No pilló la indirecta hasta

ese instante.De nuevo se le pasó por la cabeza el

viaje a Turín, junto con los acaloradoscomentarios de Clemente sobre sulealtad y sus aptitudes. Y el sobre. « ¿Teimportaría echarme esto al correo?» Ibadirigido a Irma Rahn. A él no le parecióextraño, pues le había enviadonumerosas cartas a lo largo de los años.

Sin embargo era raro que le pidieramandarla desde allí y en persona.Clemente había estado en la Riserva lanoche anterior. Él y Ngovi habíanpermanecido fuera esperando mientrasel Papa estudiaba el contenido de lacaja. Una ocasión perfecta para sustraeralgo. Lo cual significaba que cuandoClemente y Valendrea bajaron a laRiserva días después, la copia de latraducción ya había desaparecido. ¿Quéle había preguntado él antes aValendrea?

« ¿Cómo sabe que estaba allí?»«No lo sé, pero nadie volvió al

archivo después de aquel viernes por la

noche, y Clemente murió a los dosdías.»

La puerta del apartamento se abrióde golpe.

La habitación estaba iluminadaúnicamente por una lámpara y, en lassombras, un tipo alto y delgadoavanzaba hacia él. Fue arrancado delsuelo, y un puño se hundió en suabdomen.

Sus pulmones se quedaron sin aire.El asaltante le propinó otro golpe en

el pecho que lo hizo tambalearse haciael dormitorio. La impresión lo habíaparalizado. Él nunca había participadoen una pelea. El instinto le decía que

levantara los brazos para protegerse,pero el hombre volvió a acertarle en elestómago. El impacto lo lanzó sobre lacama.

Jadeando, miró la oscura silueta,preguntándose qué sería lo siguiente. Elhombre se sacó algo del bolsillo, unrectángulo negro de unos quincecentímetros con unos brillantes dientesmetálicos que sobresalían de un extremocomo si fuesen tenazas. De repentepercibió un destello entre los dientes.

Un arma paralizadora.La guardia suiza las llevaba para

proteger al Papa sin usar balas. A él y aClemente se las habían enseñado y les

habían explicado que una pila de nuevevoltios se podía transformar endoscientos mil voltios capaces deinmovilizar a alguien rápidamente. Viola corriente blanquiazul saltar de unelectrodo a otro, haciendo chasquear elaire que quedaba atrapado en medio.

El hombre esbozó una sonrisa.—Ahora vamos a divertirnos un rato

—le dijo en italiano.Michener reunió todas sus fuerzas y

se levantó de un salto, describió un arcocon la pierna y golpeó el brazoextendido del otro. El arma salióvolando hacia la puerta abierta.

Aquella acción pareció sorprender a

su agresor, pero éste se recuperó y lepropinó a Michener un revés en el rostroque lo tumbó en la cama.

La mano del hombre desapareció enotro bolsillo. Tras oír un clic surgió unanavaja. El hombre avanzó con el armabien asida en la mano, y Michener sepreparó para la embestida al tiempo quese preguntaba qué sentiría cuando loapuñalara.

Pero no sintió nada.En su lugar se oyó un chasquido

eléctrico y el tipo se estremeció. Clavólos ojos en el cielo, dejó caer losbrazos, y su cuerpo empezó a sufrirconvulsiones y violentos espasmos. La

navaja se desprendió cuando losmúsculos dejaron de responderle y él sedesplomó en el suelo.

Michener se incorporó.Detrás del asaltante estaba Katerina,

que arrojó el arma a un lado y corrióhacia él.

—¿Estás bien?Él se sujetaba el estómago,

pugnando por respirar.—¿Colin, te encuentras bien?—¿Quién demonios era… ése?—Ahora no es momento. Hay otros

dos abajo.—¿Qué sabes tú… que yo no sepa?—Te lo explicaré luego. Tenemos

que irnos.El cerebro de Michener se puso en

marcha de nuevo.—Coge mi bolsa de viaje. Está…

ahí. Es la de Bosnia, aún no la hedeshecho.

—¿Vas a algún sitio?Él no quiso responder, y Katerina

pareció entender su silencio.—No vas a decírmelo —razonó ella.—¿Por qué has… venido?—Vine a hablar contigo, a intentar

explicarme. Pero llegaron ese tipo yotros dos.

Michener trató de levantarse de lacama, pero un dolor agudo se lo

impidió.—Estás herido —observó ella.Él expulsó el aire que tenía en los

pulmones.—¿Sabías que iba a venir ese tipo?—No me puedo creer que hagas esa

pregunta.—Contéstame.—Vine a hablar contigo y oí el

paralizador. Te vi quitárselo de unapatada y luego vi la navaja, así queagarré ese chisme e hice lo que pude.Creí que estarías agradecido.

—Lo estoy. Dime lo que sabes.—Ambrosi me atacó la noche que

quedamos con el padre Tibor en

Bucarest. Dejó claro que si nocooperaba se armaría la de San Quintín.—Señaló el bulto del suelo—. Supongoque ése tendrá algo que ver con él, perono sé por qué ha venido por ti.

—Imagino que Valendrea estabadescontento con la discusión quemantuvimos hoy y decidió forzar lasituación. Me dijo que no me gustaría elsiguiente mensajero que me enviaría.

—Tenemos que irnos —insistió ella.Michener se acercó a la bolsa de

viaje y se puso unas zapatillas dedeporte. El dolor de estómago hizo quese le saltaran las lágrimas.

—Te quiero, Colin. Lo que hice

estuvo mal, pero lo hice por un buenmotivo. —Las palabras salieronatropelladamente. Necesitabapronunciarlas.

Él se la quedó mirando.—Es difícil discutir con alguien que

acaba de salvarte la vida.—No quiero discutir.Él tampoco quería. Quizás no

debiera ser tan moralizador. Él tampocohabía sido completamente franco conella. Se inclinó y le tomó el pulso alagresor.

—Probablemente esté bastantecabreado cuando despierte. Preferiría noestar cerca.

Se encaminó hacia la puerta delapartamento y divisó las cartas y lossobres esparcidos por el suelo. Habíaque destruirlos. Se dirigió hacia ellos.

—Colin, tenemos que salir de aquíantes de que los otros decidan subir.

—Tengo que recoger esto…Al punto oyó zapatazos en las

escaleras, tres pisos más abajo.—Colin, no tenemos tiempo.Cogió unos puñados de cartas y

metió lo que pudo en la bolsa, si biensólo logró hacerse con la mitad. Luegose puso en pie y salieron de allí. Élseñaló hacia arriba, y subieron depuntillas hasta el cuarto mientras los

pasos resonaban con mayor nitidez. Eldolor que sentía en el costado ledificultaba el caminar, pero laadrenalina lo impulsaba a seguiradelante.

—¿Cómo vamos a salir de aquí? —susurró ella.

—Hay otra escalera en la parte deatrás. Da a un patio. Sigúeme.

Recorrieron el pasillo con cautela,alejándose de la fachada del edificio.Dio con la escalera justo cuando vieronaparecer a dos hombres a quince metros.

Michener bajó las escaleras de tresen tres. Un dolor electrizante le quemabael abdomen. La bolsa de viaje

golpeándole el tórax no hacía sinoaumentar el sufrimiento. Giraron en eldescansillo, llegaron a la planta baja ysalieron disparados del edificio.

Al otro lado el patio estaba lleno decoches que sortearon zigzagueando.Michener la guió hasta un arco quedesembocaba en el concurrido bulevar.Los coches pasaban a toda velocidad, yla gente abarrotaba las aceras. Gracias aDios a los romanos les gustaba cenartarde.

Divisó un taxi que se arrimaba albordillo, a quince metros.

Agarró a Katerina y fue directohacia el tiznado vehículo. Al volver la

cabeza vio a dos hombres que salían delpatio.

Éstos lo localizaron y echaron acorrer hacia ellos.

Michener consiguió alcanzar el taxi,abrió de un tirón la puerta de atrás y sesubieron a él.

—¡Arranque! —gritó en italiano.El coche avanzó entre sacudidas, y

él vio por la luneta que los hombrescejaban en su empeño.

—¿Adonde vamos? —inquirióKaterina.

—¿Llevas encima el pasaporte?—Lo tengo en la cartera.—Al aeropuerto —ordenó al taxista.

60

23:40

Valendrea se arrodilló ante el altarde una capilla erigida por orden expresade su querido Pablo VI. Clemente larehuía, prefería una habitación máspequeña que había al fondo del pasillo,pero él pretendía utilizar aquel espacioricamente ornado para celebrar a diariouna misa matutina, momento en el cualunos cuarenta invitados especialespodrían compartir la celebración con supontífice. Después unos minutos de sutiempo y una fotografía cimentarían su

lealtad. Clemente nunca se había servidodel boato de su oficio —otro de susmuchos errores—, pero Valendreapensaba sacar el máximo partido a loque los Papas habían logrado tras siglosde arduo trabajo.

El personal se había retirado adormir, y Ambrosi se estaba encargandode Colin Michener. Agradecía esetiempo en soledad, ya que tenía querezarle a un Dios que sabía que loescuchaba.

Se preguntó si debía ofrecer eltradicional padrenuestro o alguna otraoración, pero al final decidió que lo másadecuado sería entablar una

conversación sincera. Además, él era elSumo Pontífice de la Iglesia. Si no teníaderecho a hablar abiertamente con elSeñor, ¿quién lo tenía?

Comprendió que lo que habíasucedido antes con Michener —el hechode haber podido leer el décimo secretode Medjugorje— era una señal divina.Le había sido permitido conocer losmensajes de Medjugorje y Fátima poruna razón, de modo que era evidente queel asesinato del padre Tibor había sidojustificado. Aunque uno de losmandamientos prohibía matar, los Papashabían masacrado a millones depersonas en nombre del Señor durante

siglos. Y lo de ahora no era unaexcepción: la amenaza a la Iglesia erareal. Aunque Clemente XV habíafallecido, su protegido vivía, y el legadode Clemente seguía existiendo. No podíatolerar que los riesgos adquirieranproporciones aún mayores; el asuntorequería una resolución definitiva. Aligual que sucediera con el padre Tibor,también había que encargarse de ColinMichener.

Unió las manos, alzó la vista altorturado rostro de Cristo en el crucifijoy le suplicó con reverencia al hijo deDios que lo guiara. Estaba claro que lohabían elegido Papa por un motivo, y

además se había visto impulsado aescoger el nombre de Pedro. Conanterioridad a esa tarde había pensadoque ambas cosas no eran más que elresultado de su propia ambición, peroahora sabía la verdad: él era elconducto, Pedro II. A su juicio sólohabía un camino, y dio gracias alTodopoderoso por poseer la fortalezanecesaria para hacer lo que había quehacer.

—Santo Padre.El aludido se santiguó y se levantó

del reclinatorio. Ambrosi se hallaba a lapuerta de la escasamente iluminadacapilla. La preocupación se reflejaba en

el rostro de su asistente.—¿Qué ha sido de Michener?—Ha escapado, con la señorita

Lew. Pero hemos encontrado una cosa.

Valendrea echó un vistazo al alijo decartas y se quedó maravillado con esaúltima sorpresa: Clemente XV tenía unaamante. Aunque nada hacía entrever quehubiese cometido un pecado mortal —ypara un sacerdote la violación delsacerdocio constituiría un grave pecadomortal—, el significado eraincuestionable.

—Esto no deja de asombrarme —le

dijo a Ambrosi, levantando la vista.Se hallaban en la biblioteca, la

misma estancia donde se habíaenfrentado a Michener ese mismo día.Recordó algo que Clemente le dijo hacíaun mes, cuando el Papa se enteró de queel padre Kealy había ofrecido diversasopciones al tribunal: «Quizássimplemente debamos escuchar un puntode vista contrario.» Ahora entendía porqué Volkner se había mostrado tancomprensivo. Al parecer el celibato noera algo que el alemán se tomara enserio. Miró con fijeza a Ambrosi.

—Esto tiene la misma trascendenciaque el suicidio. Nunca me di cuenta de

lo complejo que era Clemente.—Y por lo visto ingenioso —apuntó

Ambrosi—. Sacó el texto del padreTibor de la Riserva, seguro de lo queusted haría con posterioridad.

No le importaba demasiado queAmbrosi le recordara lo predecible queresultaba, pero no dijo nada. En su lugarordenó:

—Haz pedazos esas cartas.—¿No deberíamos conservarlas?—No podríamos utilizarlas, por

mucho que me agrade la idea. Hay queconservar el recuerdo de Clemente,desacreditarlo no haría sinodesacreditarnos a todos, y eso es algo

que no puedo permitirme. Saldríamosescaldados por empañar la memoria deun muerto. Destrúyelas. —Preguntó loque de verdad quería saber—: ¿Adondehan ido Michener y la señorita Lew?

—Nuestros amigos están haciendoaveriguaciones en la compañía de taxis.Pronto lo sabremos.

Antes se le había ocurrido que talvez el baúl personal de Clemente fuerasu escondite, pero con lo que sabíaahora sobre la personalidad del quefuera su enemigo, daba la impresión deque el alemán había sido mucho máslisto. Cogió uno de los sobres y leyó lasseñas del remitente: IRMA RAHN,

HINTERHOLZ 19, BAMBERG, ALEMANIA.Oyó un suave repiqueteo, y Ambrosi

se sacó un móvil de la sotana. Tras unabreve conversación éste colgó.

Él seguía mirando fijamente elsobre.

—Deja que adivine. Fueron alaeropuerto.

Ambrosi asintió.Valendrea le tendió el sobre a su

amigo.—Localiza a esta mujer, Paolo, y

encontrarás lo que buscamos. Michenery la señorita Lew también estarán allí.Han ido a verla.

—¿Cómo puede estar seguro?

—Nunca se puede estar seguro denada, pero es una buena conjetura.Ocúpate tú mismo de esto.

—¿No es arriesgado?—Se trata de un riesgo que hemos de

correr. Estoy seguro de que sabrásocultar tu presencia.

—Naturalmente, Santo Padre.—Quiero que rompas en pedazos la

traducción de Tibor en cuanto laencuentres. Me da igual cómo, tú hazlo,Paolo. Cuento contigo en esto. Sialguien, y me refiero a cualquiera —lamujer esta de Clemente, Michener, Lew,no importa quién—, lee esas palabras osabe de ellas mátalo. No vaciles,

elimínalo sin más.Ni uno solo de los músculos faciales

de su secretario se movió. Los ojos,como los de un ave de rapiña, lomiraron con intensidad. Valendreaestaba al corriente de las disensionesentre Ambrosi y Michener, incluso lashabía alentado, ya que nada comocompartir un odio para ganarse lalealtad de alguien. De modo que laspróximas horas serían tremendamentesatisfactorias para su viejo amigo.

—No lo decepcionaré, Santo Padre—prometió Ambrosi en voz queda.

—No soy yo quien deberíapreocuparte a ese respecto. El Señor nos

ha encomendado una misión, y haymucho en juego. Muchísimo.

61

BAMBERG, ALEMANIAVIERNES, 1 DE DICIEMBRE10:00

Paseando por las calles adoquinadasde Bamberg, Michener no tardó encomprender por qué Jakob Volkneramaba esa ciudad. Él nunca había estadoallí, pues los escasos viajes que Volknerrealizó a su casa fueron en solitario.Tenían previsto acudir en misiónapostólica el año siguiente como partede un peregrinaje por Alemania queincluiría distintas poblaciones. Volkner

le había confesado lo mucho que queríavisitar la tumba de sus padres, decirmisa en la catedral y ver a sus viejosamigos, lo cual volvía su suicidio másdesconcertante, ya que la planificaciónde tan feliz viaje se hallaba bastanteavanzada cuando Clemente murió.

Bamberg se hallaba en laconfluencia del veloz río Regnitz con elsinuoso Meno. La mitad eclesiástica dela ciudad coronaba las lomas y exhibíaun palacio episcopal, un monasterio y lacatedral. Las arboladas cimas habíansido antaño el hogar de príncipesobispos. Aferrada a las laderasinferiores, a las orillas del Regnitz, se

alzaba la parte secular, donde siemprehabían dominado los negocios y elcomercio. El simbólico punto deencuentro de ambas mitades era el río,donde políticos con vista levantaronhacía siglos un ayuntamiento cuyasparedes lucían entramados de madera yvivos frescos; el Rathaus se encontrabaen una isla en medio, y un puente depiedra salvaba el río, partiendo en dosla construcción y conectando ambosmundos.

Katerina y él volaron de Roma aMunich y pasaron la noche cerca delaeropuerto. Por la mañana alquilaron uncoche y condujeron durante casi dos

horas en dirección norte, al centro deBaviera, atravesando la selva deFranconia. Ahora se hallaban en laMaxplatz, donde un animado mercadoinundaba la plaza. Otros comerciantesestaban ocupados montando el mercadonavideño, que abriría ese mismo día,algo más tarde. El frío aire le agrietabalos labios, el sol salía a ratos, y la nievecubría el suelo. Él y Katerina, que noestaban preparados para el cambio detemperatura, habían entrado en una delas tiendas y comprado abrigos, guantesy botas.

A su izquierda, la iglesia de SanMartín proyectaba una sombra alargada

en la atestada plaza. A Michener se lehabía ocurrido que tal vez fueraprovechoso charlar con el párroco,seguro de que éste sabría de Irma Rahn.Y lo cierto es que se mostrócomplaciente, sugiriendo que tal vezestuviera en San Gangolf, la parroquiaque había a unas cuantas manzanas alnorte, al otro lado del canal.

La encontraron ocupándose de unade las capillas laterales, bajo un Cristocrucificado que lanzaba una miradaafligida. El aire olía a inciensosuavizado por el perfume de la cera deabeja. Irma era diminuta, su pálida tez ysus rasgos insinuaban todavía una

belleza que la edad no había logradomarchitar. De no haber sabido quefrisaba los ochenta, Michener habríajurado que tendría sesenta y tantos.

La vieron hacer una reverentegenuflexión cada vez que pasaba ante elcrucifijo. Michener se adelantó yatravesó una verja de hierro abierta. Loinvadió una extraña sensación. ¿Seestaba entrometiendo en algo que no eraasunto suyo? Pero desechó la idea.Después de todo había sido el propioClemente quien le había indicado elcamino.

—¿Es usted Irma Rahn? —lepreguntó en alemán.

Ella se volvió hacia él. El plateadocabello le llegaba por los hombros. Suspómulos y su piel cetrina no tenían nigota de maquillaje. La arrugada barbillaera redonda y delicada, los ojosconmovedores y compasivos.

Ella se acercó a él y repuso:—Me preguntaba cuánto tardaría en

llegar.—¿Cómo sabe quién soy? No nos

conocemos.—Pero sé quién es usted.—¿Me esperaba?—Sí. Jakob dijo que vendría. Y él

siempre acertaba… sobre todo en lotocante a usted.

Entonces él cayó en la cuenta.—En la carta de Turín. ¿Lo

mencionó allí?Ella asintió.—Tiene lo que estoy buscando, ¿no

es cierto?—Eso depende. ¿Viene en su

nombre o en nombre de otro?Una extraña pregunta, cuya respuesta

él sopesó.—Vengo en nombre de mi Iglesia.La mujer sonrió de nuevo.—Jakob dijo que contestaría eso. Lo

conocía a usted bien.Michener señaló a Katerina y las

presentó. La anciana esbozó una cálida

sonrisa, y ambas mujeres se estrecharonla mano.

—Encantada de conocerla. Jakobdijo que quizás viniera usted también.

62

CIUDAD DEL VATICANO, 10:30

Valendrea se puso a hojear elLignum Vitae. El archivero estabadelante de él. Había ordenado alanciano cardenal que se presentara en lacuarta planta con el volumen. Quería vercon sus propios ojos qué interesabatanto a Ngovi y Michener.

Encontró el pasaje de la profecía deMalaquías que se ocupaba de Pedro elRomano, al final de las ochocientaspáginas de Arnold Wion:

En la persecución final de laSanta Iglesia reinará Pedro elRomano, quien alimentará a sugrey en medio de muchastribulaciones. Después de esto enla ciudad de las siete colinas eltemido juez juzgará a su pueblo.

—¿De veras se cree esta basura? —le preguntó al archivero.

—Es usted el Papa número 112 de lalista de Malaquías, el último que semenciona. Y él dijo que usted elegiríaese nombre.

—De modo que la Iglesia se enfrentaal Apocalipsis. «En la ciudad de las

siete colinas el temido juez juzgará a supueblo.» ¿Acaso lo cree? No es posibleque sea tan ignorante.

—Roma es la ciudad de las sietecolinas, se la llama así desde laAntigüedad. Y su tono me resultaofensivo.

—Me da igual que le resulteofensivo. Sólo quiero saber de quéhablaron usted, Ngovi y Michener.

—No voy a decirle nada.Señaló el manuscrito.—Entonces dígame por qué se cree

esta profecía.—Como si importara lo que yo

piense.

Valendrea se levantó de la mesa.—Importa y mucho, Eminencia.

Considérelo su acto final para la Iglesia.Tengo entendido que hoy es su últimodía.

El rostro del anciano no dejótraslucir el pesar que sentía. El cardenalllevaba casi cinco décadas al serviciode Roma, y había conocido la dicha y eldolor, pero era el responsable de que elcónclave hubiese respaldado a Ngovi —había quedado claro el día anterior,cuando los cardenales finalmenteempezaron a hablar—, y había hecho untrabajo excelente reuniendo votos. Erauna lastima que no hubiese escogido el

bando vencedor.Sin embargo, resultaba igualmente

preocupante la discusión de lasprofecías de Malaquías que se habíasuscitado entre la prensa los últimos dosdías. Él sospechaba que el hombre quetenía delante era la fuente de esashistorias, aunque ningún reportero habíacitado a nadie, tan sólo el habitual «unfuncionario anónimo del Vaticano». Laspredicciones de san Malaquías no erannada nuevo —los conspiradoresllevaban tiempo advirtiendo de ellas—,pero ahora los periodistas comenzaban aestablecer una relación: el Papa número112 había adoptado el nombre de Pedro

II. ¿Cómo era posible que un monje en elsiglo XI o un cronista en el XVI supieranlo que iba a pasar? ¿Una coincidencia?Tal vez, pero llevaba este concepto allímite.

A decir verdad Valendrea sepreguntaba lo mismo. Hay quienesdirían que había elegido el nombre asabiendas de lo que constaba en elarchivo del Vaticano, pero Pedrosiempre había gozado de su preferenciadesde que decidió hacerse con elpapado, en la época de Juan Pablo II.Nunca se lo había dicho a nadie, nisiquiera a Ambrosi. Y nunca había leídolos vaticinios de san Malaquías.

Clavó la mirada en el archivero a laespera de una respuesta a su pregunta.Al cabo el cardenal contestó:

—No tengo nada que decir.—En ese caso quizás le apetezca

hacer alguna conjetura sobre el paraderodel documento que falta.

—No estoy al tanto de que falteningún documento. Todo lo que figura enel inventario sigue allí.

—Ese documento no figura ennuestro inventario. Clemente lo añadió ala Riserva.

—No soy responsable de aquelloque desconozco.

—¿De veras? Entonces dígame lo

que conoce: de qué hablaron cuando sereunió con el cardenal Ngovi ymonseñor Michener.

El archivero permaneció callado.—De su silencio deduzco que el

tema fue el documento que falta y quefue usted partícipe de su desaparición.

Era consciente de que la puñalada lerompería el corazón al anciano, ya quesu cometido como archivero consistía enpreservar los textos de la Iglesia. Elhecho de que faltara uno mancillaríapara siempre su cargo.

—Yo no hice nada, salvo abrir laRiserva por orden de Su Santidad,Clemente XV.

—Y yo le creo, Eminencia. Creo quefue el propio Clemente quien sacó eltexto sin que nadie se enterara. Lo únicoque quiero es encontrarlo. —Relajó eltono, señal de que aceptaba laexplicación del otro.

—También yo quiero… —empezóel archivero, pero se detuvo como sifuera a decir más de lo debido.

—Continúe. Dígame, Eminencia.—Me choca tanto como a usted que

haya desaparecido algo, pero no tengoidea de cuándo ocurrió ni de dóndepodría estar. —Su tono dejaba claro queésa era su versión y pretendíamantenerla.

—¿Dónde está Michener? —Estababastante seguro de saber la respuesta,pero resolvió que verificarla aliviaría latensión de pensar que Ambrosi estuviesesiguiendo una pista equivocada.

—No lo sé —afirmó el archiverocon un leve temblor de voz.

A continuación Valendrea preguntólo que realmente quería saber:

—¿Qué hay de Ngovi? ¿En qué andametido?

La luz se hizo en el rostro delarchivero.

—Le tiene miedo, ¿no es verdad?Valendrea no permitió que el

comentario lo afectara.

—Yo no le temo a nadie, Eminencia.Sólo me preguntaba por qué elcamarlengo está tan interesado enFátima.

—Yo no he dicho que estuvierainteresado.

—Pero se habló de ello en lareunión de ayer, ¿no?

—Tampoco he dicho eso.Valendrea dejó que sus ojos se

posaran en el libro, señal sutil de que laobstinación del anciano no loimpresionaba.

—Eminencia, yo lo eché. Y con lamisma facilidad podría volver acontratarlo. ¿Es que no le gustaría morir

aquí, en el Vaticano, siendo el cardenalarchivero? ¿No le gustaría ver restituidoel documento que falta? ¿Acaso nosignifica más para usted su deber quesus sentimientos personales hacia mí?

El anciano se movió inquieto, susilencio tal vez indicativo de que seestaba planteando la proposición.

—¿Qué quiere? —preguntó éste alcabo.

—Dígame adonde ha ido el padreMichener.

—Esta mañana me han dicho que haido a Bamberg. —Su voz destilabaresignación.

—De modo que me ha mentido.

—Me preguntó si sabía dóndeestaba, y no lo sé. Sólo sé lo que me handicho.

—Y ¿cuál es el propósito de eseviaje?

—Puede que el documento que ustedbusca esté allí.

Y ahora algo nuevo:—¿Y Ngovi?—Está esperando la llamada del

padre Michener.Las desnudas manos de Valendrea se

aferraron al borde del libro. No se habíamolestado en ponerse guantes. ¿Qué másdaba? Para el día siguiente el libro sehabría convertido en cenizas. Y ahora la

parte crítica:—¿Está Ngovi a la espera de saber

qué dice el documento que falta?El anciano asintió como si le doliera

ser sincero.—Quieren saber lo que por lo visto

usted ya sabe.

63

BAMBERG, 11:00

Michener y Katerina atravesaron laMaxplatz en pos de Irma Rahn, cruzaronel río y entraron en una hostería de cincoplantas. Un letrero de hierro forjadoanunciaba su nombre: KöNIGSHOF,seguido de 1614, el año que fue erigida,explicó Irma.

Había sido propiedad de su familiadurante generaciones, y ella la habíaheredado de su padre después de quemataran a su hermano en la SegundaGuerra Mundial. Antiguas casas de

pescadores flanqueaban elestablecimiento. En un principio eledificio era un molino, cuya rueda depaletas había desaparecido hacía siglos,pero el negro tejado abuhardillado, losbalcones de hierro y los detallesbarrocos seguían en su sitio. Ella habíaañadido una taberna y un restaurante, yahora los invitaba a pasar. Se sentaron auna mesa desocupada junto a un ventanalde doce hojas. Fuera, las nubesoscurecían el cielo de una mañana quetocaba a su fin. Parecía que seavecinaba más nieve. La anfitriona lessirvió dos jarras de cerveza.

—Sólo servimos cenas —aclaró

Irma—. Las mesas se llenan. Nuestrococinero es bastante popular.

Había algo que Michener queríasaber:

—En la Iglesia ha dicho que Jakobmencionó que Katerina y yo vendríamos.¿De verdad fue en su última carta?

Ella afirmó con la cabeza.—Dijo que acudiría usted y que

probablemente le acompañara estaencantadora mujer. Mi Jakob eraintuitivo, sobre todo en lo concerniente ati, Colin. ¿Puedo llamarte así? Tengo lasensación de conocerte bien.

—No admitiría que me llamara deninguna otra manera.

—Y yo soy Katerina.La anciana les dirigió una sonrisa

que fue del agrado de Michener.—¿Qué más le dijo Jakob? —

inquirió éste.—Me habló de tu dilema, de tu

crisis de fe. Dado que estás aquí,supongo que leerías mis cartas.

—Nunca supe lo profunda que era surelación.

Al otro lado de la ventana pasabauna barcaza rumbo al norte.

—Mi Jakob era un hombre amoroso.Dedicó toda su vida a los demás, seentregó a Dios.

—Al parecer no por completo —

apuntó Katerina.Michener esperaba que ella hiciese

ese comentario. La noche anterior habíaleído las cartas que él había conseguidosalvar y le impresionaron lossentimientos de Volkner.

—Yo tenía celos de él —confesóKaterina con voz monótona—. Loimaginaba presionando a Colin para queeligiera, instándolo a poner por delantela Iglesia, pero me equivocaba. Ahorame doy cuenta de que él más que nadiehabría entendido cómo me sentía.

—Así es. Me habló del dolor deColin. Quería contarle la verdad,demostrarle que no estaba solo, pero yo

le dije que no lo hiciera. No era elmomento adecuado. Yo no quería quenadie supiera lo nuestro, era algosumamente privado. —Se dirigió a él—:Él quería que siguieras siendo sacerdotepara cambiar las cosas. Necesitaba tuayuda. Creo que sabía, incluso entonces,que algún día tú y él cambiaríais lascosas.

—Él lo intentó. No mediante elenfrentamiento, sino mediante la razón.Era un hombre pacífico —replicó él.

—Pero, sobre todo, Colin, era unhombre. —La voz se le fue al final de lafrase, como si hubiese recordado algoque no quisiera pasar por alto—. Sólo

un hombre, débil y pecador, como todosnosotros.

Katerina alargó el brazo y posó sumano en la de la anciana. A las dos lesbrillaban los ojos.

—¿Cuándo comenzó su relación? —preguntó Katerina.

—Cuando éramos niños. Entoncessupe que lo amaba y que siempre loamaría. —Se mordió el labio—. Perotambién supe que nunca sería mío. Nodel todo, pues ya entonces quería sersacerdote. Pero de algún modo siemprefue bastante que estuviera en posesiónde su corazón.

Michener quería preguntarle algo.

No estaba seguro del motivo, lo ciertoes que no era asunto suyo, pero presentíaque podía preguntárselo.

—Ese amor no se consumó nunca,¿no es así?

La mirada de la anciana sostuvo lasuya unos segundos antes de que unaleve sonrisa aflorara a sus labios.

—No, Colin. Tu Jakob nunca rompióel juramento que había hecho a suIglesia. Habría sido impensable, tantopara él como para mí. —Miró aKaterina—. Hemos de juzgarnos enfunción de los tiempos en que vivimos, yJakob y yo éramos de otra época. Ya erabastante malo que nos amáramos. Ir más

allá habría sido impensable.Michener recordó lo que Clemente

le había dicho en Turín: «Reprimir elamor no es plato de gusto.»

—¿Ha vivido aquí sola todo estetiempo?

—Aquí están mi familia, estenegocio, mis amigos y mi Dios. Conocíel amor de un hombre que se dio a mípor completo. No en sentido físico, perosí en todos los demás. No hay muchosque puedan afirmar lo mismo.

—¿Nunca fue un problema que noestuviesen juntos? —preguntó Katerina—. No sexualmente, me refiero afísicamente, a estar cerca. Tenía que

resultar duro.—Habría preferido que las cosas

fuesen distintas, pero no estaba en mismanos. Jakob sintió la llamada delsacerdocio temprano. Yo lo sabía, y nome entrometí. Lo amaba lo suficientepara compartirlo… aunque fuera con elCielo.

Una mujer de mediana edad entrópor una puerta batiente y cambió unaspalabras con Irma, algo sobre elmercado y las existencias. Otra barcazase deslizó ante la ventana por el río grispardo, y unos copos de nieve seestrellaron contra los cristales.

—¿Sabe alguien lo de usted y

Jakob? —le preguntó Michener despuésde que se fuera la mujer.

Ella meneó la cabeza.—Ninguno de los dos hablábamos

de ello. Aquí, en la ciudad, muchossaben que Jakob y yo éramos amigos dela infancia.

—Su muerte debe haber sido terriblepara usted —terció Katerina.

Ella exhaló un largo suspiro.—No te lo imaginas. Sabía que tenía

mal aspecto. Lo vi por televisión. Me dicuenta de que sólo era cuestión detiempo. Ambos estábamos envejeciendo,pero su hora llegó de repente. Todavíaespero que me llegue una carta suya,

como tantas otras veces. —Su voz sedulcificó, quebrada por la emoción—.Mi Jakob se ha ido, y ustedes son losprimeros con los que hablo de él. Medijo que confiara en ustedes, que suvisita me proporcionaría paz. Y teníarazón. El mero hecho de hablar de ellome ha hecho sentir mejor.

Michener se preguntó qué pensaríala delicada anciana si supiera queVolkner se había quitado la vida. ¿Teníaderecho a saberlo? Ella les estabaabriendo su corazón, y él estaba harto dementir. La memoria de Clemente estaríaa salvo con ella.

—Se suicidó.

Irma permaneció un buen rato ensilencio.

Las miradas de Michener y Katerinase cruzaron cuando ésta preguntó:

—¿Que el Papa se quitó la vida?Él asintió.—Somníferos. Aseguró que la

Virgen María le dijo que pusiera fin a suvida por su propia mano. El castigo porsu desobediencia. Dijo que habíadesoído al Cielo demasiado tiempo,pero que no lo haría esa vez.

Irma seguía sin decir nada. Tan sólolo miraba.

—¿Usted lo sabía? —le preguntó.Ella asintió.

—Ha venido a verme hace poco…en sueños. Me dice que está bien, que hasido perdonado. Que de todas formas nohabría tardado mucho en reunirse conDios. No entendí a qué se refería.

—¿Ha tenido visiones estandodespierta? —inquirió Michener.

Ella negó con la cabeza.—Sólo en sueños. —Su voz era

distante—. Pronto estaré con él. Es loúnico que me consuela. Jakob y yoestaremos juntos para la eternidad. Melo dice en el sueño. —Miró a Katerina—. Me has preguntado qué sentíaestando separados. Esos años carecende importancia en comparación con la

eternidad. Soy paciente.Él sintió la necesidad de apremiarla

para llegar al fondo de la cuestión:—Irma, ¿dónde está lo que Jakob le

envió?La anciana miró la cerveza.—Tengo un sobre que Jakob me

pidió que te diera.—Lo necesito.Irma se levantó de la mesa.—Está aquí al lado, en mi cuarto.

Vuelvo en un instante.Salió del restaurante con dificultad.—¿Por qué no me dijiste lo de

Clemente? —le preguntó Katerinacuando se cerró la puerta. La frialdad de

su tono se correspondía con latemperatura del exterior.

—Yo diría que la respuesta esevidente.

—¿Quiénes lo saben?—Sólo unos pocos.Ella se puso en pie.—Siempre lo mismo, ¿eh? El

Vaticano encierra un montón desecretos. —Se puso el abrigo y fue haciala puerta—. Es algo con lo que parecessentirte a gusto.

—Igual que tú. —Sabía que no debíahaberlo dicho.

Ella se detuvo.—Eso he de reconocerlo, me lo

merezco. ¿Cuál es tu excusa?Michener no dijo nada, y ella se

volvió, dispuesta a marcharse.—¿Adonde vas?—A dar un paseo. Estoy segura de

que tú y la amante de Clemente tienenmucho de que hablar que también meexcluye.

64

Katerina estaba confusa. Michenerno le había confiado el hecho de queClemente se había quitado la vida. Sinduda Valendrea lo sabía, de lo contrarioAmbrosi la habría instado a averiguar loque pudiera sobre la muerte del Papa.¿Qué diablos estaba pasando? Textosque desaparecían, visionarios quehablaban con la Virgen María, un Papaque se suicidaba tras amar en secreto auna mujer durante seis décadas. Nadiecreería nada de aquello.

Salió de la hospedería, se abotonó el

abrigo y decidió caminar hasta laMaxplatz para mitigar su frustración.Las campanas repicaban por doquieranunciando el mediodía. Se sacudió delcabello la nieve, cada vez más copiosa.El aire era frío, seco y triste. Como suhumor.

Irma Rahn le había abierto la mente.Mientras que años atrás ella habíaobligado a Michener a elegir, alejándoloy saliendo heridos los dos, Irma habíarecorrido una senda menos egoísta, unasenda que rezumaba amor, no posesión.Tal vez la anciana tuviera razón. Larelación física no era importante, lo quecontaba era poseer el corazón y la

mente.Se preguntó si ella y Michener

podrían haber disfrutado de una relaciónsimilar. Probablemente no, corríantiempos distintos. Y sin embargo allíestaba, de vuelta con el mismo hombre,al parecer en el mismo sendero tortuosodel amor perdido, encontrado, puesto aprueba y qué… ésa era la cuestión.Luego ¿qué?

Continuó andando, llegó a la plazamayor, cruzó un canal y divisó lasbulbosas torres gemelas de San Gangolf.

La vida era tan complicada.Recordaba con claridad al tipo de la

otra noche amenazando a Michener

navaja en mano. Ella no había vaciladoen atacarlo. Después había sugeridoacudir a las autoridades, pero Michenerdesechó la idea. Ahora sabía por qué:no podía arriesgarse a que saliera a laluz el suicidio de un Papa. JakobVolkner significaba mucho para él,quizás demasiado. Y ahora entendía larazón de su viaje a Bosnia: buscabarespuestas a preguntas que su viejoamigo había dejado pendientes. Eraevidente que ese capítulo de su vida nopodría cerrarse, pues su final no estabaescrito aún. Katerina se preguntó sialguna vez lo estaría.

Siguió caminando y se sorprendió

ante las puertas de San Gangolf. Elcálido aire que salía del interior laatrajo. Entró y vio que la verja de lacapilla lateral, donde Irma limpiaba,permanecía abierta. La franqueó y sedetuvo en otra de las capillas. Allí habíauna talla de la Virgen María con el niñoJesús en brazos, al que miraba con losojos tiernos de una madre orgullosa. Sinduda era una representación medieval—la de una mujer nórdica—, perotambién una imagen a la que el mundo sehabía acostumbrado a adorar. Maríahabía vivido en Israel, un lugar donde elsol quemaba y la piel era morena, portanto sus rasgos serían hebreos, su

cabello oscuro, su cuerpo robusto. Sinembargo los católicos europeos jamáshabrían aceptado esa realidad, así quecrearon una imagen femenina familiar, ala que la Iglesia se había aferrado desdeentonces.

Y ¿sería virgen? ¿Habría depositadoel Espíritu Santo en su vientre al hijo deDios? Aunque fuese cierto, seguro quela decisión habría sido suya; sólo ellahabría accedido a quedarse encinta.Entonces ¿por qué la Iglesia se oponíacon tanta vehemencia al aborto y alcontrol de la natalidad? ¿Cuándo perdióla mujer la opción de decidir si queríadar a luz? ¿Acaso María no había hecho

valer ese derecho? ¿Y si se hubiesenegado? ¿Se le habría seguido exigiendoque llevara a término el embarazodivino?

Estaba harta de dilemasdesconcertantes; había demasiados sinrespuesta. Dio media vuelta paramarcharse.

A menos de un metro se hallabaPaolo Ambrosi.

Verlo la asustó.El sacerdote arremetió contra ella,

la hizo girar y la empujó dentro de lacapilla de la Virgen. Acto seguido, lalanzó contra el muro de piedra y leretorció el brazo izquierdo. Otra mano

se cerró deprisa en torno a su cuello.Katerina tenía la cara contra la rasposapiedra.

—Me preguntaba cómo iba asepararla de Michener, pero me hafacilitado usted sola el trabajo.

Ambrosi aumentó la presión en elbrazo, y ella abrió la boca para gritar.

—Vamos, vamos. No haga eso.Además, aquí no va a oírla nadie.

Ella intentó zafarse con las piernas.—Quédese quieta. Se me ha acabado

la paciencia con usted.La respuesta de Katerina fue seguir

forcejeando.Ambrosi la apartó de la pared y le

rodeó el cuello con el brazo. Katerinasintió que se le constreñía la tráquea enel acto. Trató de soltarse clavándole lasuñas, pero la falta de oxígeno le nublabala vista.

Quiso chillar, pero carecía de airepara formar las palabras.

Levantó la vista.Lo último que vio antes de que el

mundo se tornara negro fue la tristemirada de la Virgen, incapaz de sacarlade semejante aprieto.

65

Michener observaba a Irma, quemiraba el río por la ventana. Habíaregresado al poco de irse Katerina conun sobre azul que ahora descansabasobre la mesa.

—Mi Jakob se suicidó —musitópara sí—. Qué triste. —Se volvió haciaél—. Y sin embargo lo enterraron en labasílica de San Pedro, en terrenoconsagrado.

—No podíamos contarle al mundo loocurrido.

—Ésa era la queja que tenía de la

Iglesia: en ella la verdad es pococomún. Qué ironía que su legadodependa ahora de una mentira.

Lo cual, al parecer, no era nada delotro jueves. Al igual que Jakob Volkner,toda la carrera de Michener se habíabasado en una mentira. Cuan interesantelo parecidos que habían resultado ser.

—¿Él siempre la amó?—Lo que quieres saber es si hubo

otras, ¿no? No, Colin, sólo yo.—Cabría pensar que, al cabo de un

tiempo, ambos habrían necesitadocomenzar otra etapa. ¿No deseó nuncatener marido, hijos?

—Hijos sí. Es lo único que lamento

en la vida. Pero supe muy pronto quequería ser de Jakob, y él deseaba lomismo de mí. Estoy segura de que tediste cuenta de que tú eras, en todos lossentidos, su hijo.

Los ojos de Michener sehumedecieron.

—Leí que fuiste tú quien encontró sucuerpo. Tuvo que ser espantoso.

No quería pensar en la imagen deClemente en la cama, las monjasdisponiéndolo para el entierro.

—Era un hombre extraordinario, ysin embargo ahora tengo la sensación deque era un extraño.

—No tienes por qué sentir eso. Es

sólo que había partes suyas que sólo lepertenecían a él. Igual que estoy segurade que hay partes de ti que él nuncaconoció.

Muy cierto.Ella señaló el sobre.—No pude leer lo que me envió.—¿Lo intentó?La mujer asintió.—Abrí el sobre porque me picaba la

curiosidad, pero sólo después de queJakob muriera. Está escrito en otroidioma.

—En italiano.—Dime qué es.Él obedeció, y ella escuchó

asombrada. No obstante se vio en laobligación de decirle que nadie convida, excepto Alberto Valendrea, sabíalo que ponía el documento queencerraba el sobre.

—Sabía que algo inquietaba aJakob. Las cartas de los últimos meseseran deprimentes, cínicas incluso. Éseno era su estilo. Y se negaba a contarmenada.

—Yo también lo intenté, pero no medijo ni palabra.

—Podía ser así.Michener oyó que se abría y se

cerraba una puerta en la parte anteriordel edificio. Luego en el piso de madera

resonaron pasos. El restaurante sehallaba en la trasera, pasando una salitay unas escaleras que conducían a lasplantas superiores. Supuso que Katerinahabía vuelto.

—¿Puedo ayudarlo? —preguntóIrma.

Michener estaba de espaldas a lapuerta, cara al río, y al volverse vio aPaolo Ambrosi a unos metros detrás deél. El italiano lucía unos vaquerosnegros holgados y una camisa oscuracon botones en el cuello, además de unsobretodo gris que le llegaba por larodilla. Una bufanda granate envolvía sucuello.

Michener se puso en pie.—¿Dónde está Katerina?Ambrosi no respondió, y a Michener

no le gustó nada la mirada de suficienciaen el rostro de aquel cabrón. Seabalanzó hacia él, pero, con todatranquilidad, Ambrosi se sacó un armadel bolsillo del abrigo, y él se paró enseco.

—¿Quién es este hombre? —inquirió Irma.

—Un problema.—Soy el padre Paolo Ambrosi, y

usted debe de ser Irma Rahn.—¿Cómo sabe mi nombre?Michener se interpuso entre ambos

con la esperanza de que Ambrosi noviera el sobre que había en la mesa.

—Leyó sus cartas. La otra noche,antes de salir de Roma, no pudecogerlas todas.

La anciana se llevó el puño a laboca y soltó un grito ahogado.

—¿Lo sabe el Papa?Él señaló a Ambrosi.—Si este hijo de puta lo sabe,

Valendrea también.Ella se santiguó.Michener se encaró con Ambrosi y

comprendió.—Dígame dónde está Katerina.El arma lo apuntaba.

—Está a salvo, por ahora. Pero yasabe lo que quiero.

—Y ¿cómo sabe que lo tengo?—O lo tiene usted o esta mujer.—Creía que Valendrea me había

mandado buscarlo a mí.Esperaba que Irma guardara

silencio.—Y el cardenal Ngovi habría sido

el destinatario.—No sé lo que habría hecho.—Imagino que ahora lo sabe.Le entraron ganas de quitarle esa

arrogancia de la cara a golpes, pero nohabía que olvidar el arma.

—¿Se encuentra Katerina en

peligro? —preguntó Irma.—Está bien —aclaró Ambrosi.—Francamente, Ambrosi, Katerina

es su problema. Ella era espía suya, y amí ya no me importa un pito.

—Estoy seguro de que oír eso ledestrozará el corazón.

Él se encogió de hombros.—Fue ella la que se metió en este

lío, así que salir de él es cosa suya. —Se preguntó si no estaría arriesgando laseguridad de Katerina, pero cualquierseñal de debilidad sería desastrosa.

—Quiero la traducción de Tibor —exigió Ambrosi.

—No la tengo.

—Pero Clemente la envió aquí, ¿meequivoco?

—Eso es algo que no sé… aún. —Necesitaba ganar tiempo—. Pero puedoaveriguarlo. Y hay otra cosa. —Señaló aIrma—. Cuando lo haga, quiero que ellase quede fuera. Este asunto no leconcierne.

—Fue Clemente quien la involucró,no yo.

—Si quiere el texto, ésa es micondición. De lo contrario se lo daré ala prensa.

La frialdad de Ambrosi sufrió unbreve instante de vacilación que casi lehizo sonreír. Michener había acertado.

Valendrea había enviado a su secuaz adestruir la traducción, no a recuperarla.

—Quedará fuera siempre que no lohaya leído —afirmó Ambrosi.

—Ella no habla italiano.—Pero usted sí, así que recuerde la

advertencia. Limitará seriamente misopciones si decide no hacer caso de loque le digo.

—¿Cómo sabría si lo he leído?—Supongo que se trata de un

mensaje que cuesta trabajo disimular.Los papas han temblado al leerlo, demanera que déjelo estar, Michener. Estoya no es de su incumbencia.

—Para no ser de mi incumbencia,

parece que estoy justo en medio. Comola visita que me mandó la otra noche.

—Yo no sé nada de eso.—Lo mismo diría yo si fuese usted.—¿Qué hay de Clemente? —

preguntó Irma con voz suplicante. Por lovisto seguía pensando en las cartas.

Ambrosi se encogió de hombros.—Su recuerdo está en sus manos. No

quiero que la prensa se entrometa, perosi eso ocurre, estamos dispuestos afiltrar ciertos datos que resultarán, comopoco, devastadores para su memoria… yla de usted.

—¿Le contará al mundo cómomurió? —quiso saber la anciana.

Ambrosi miró a Michener.—¿Lo sabe?Éste asintió.—Igual que usted, al parecer.—Bien, esto facilita las cosas. Sí, se

lo contaremos al mundo, pero nodirectamente. Los rumores son muchomás dañinos. La gente aún cree que elbendito Juan Pablo I fue asesinado.Piense en lo que escribiría sobreClemente. Las cartas que tenemosresultan bastante condenatorias. Si loaprecia, como creo que es el caso,colabore con nosotros y nada se sabrá.

Irma no dijo nada, pero las lágrimasrodaron por sus mejillas.

—No llore —pidió Ambrosi—. Elpadre Michener hará lo que deba.Siempre lo hace. —Retrocedió hasta lapuerta y se detuvo—. Me han dicho queel famoso recorrido de belenes deBamberg empieza esta noche: todas lasiglesias expondrán nacimientos, y sedirá misa en la catedral. Asistirábastante gente. Comienza a las ocho.¿Por qué no nos unimos al gentío eintercambiamos lo que cada uno denosotros quiere a las siete?

—Yo no he dicho que quiera algo deusted.

Ambrosi esbozó una irritantesonrisa.

—Lo quiere. Esta tarde, en lacatedral. —Señaló la ventana y eledificio que coronaba una colina en elextremo más alejado del río—. Es unlugar bastante público, así todos nossentiremos más a gusto. O, si lo prefiere,podemos efectuar el intercambio ahora.

—A las siete en la catedral. Y ahoralárguese de aquí.

—Recuerde lo que le he dicho,Michener: manténgalo cerrado. Hágaseun favor a usted mismo y hágaselo a laseñorita Lew y a la señorita Rahn.

Ambrosi se fue.Irma estaba callada, sollozando.

Finalmente dijo:

—Ese hombre es malvado.—Él y nuestro nuevo Papa.—¿Tiene algo que ver con Pedro?—Es su secretario.—¿Qué está pasando aquí, Colín?—Para saberlo he de leer lo que hay

en el sobre. —Pero también tenía queproteger a la anciana—. Quiero que sevaya, prefiero que no sepa nada.

—¿Por qué vas a abrirlo?Michener sostuvo en alto el sobre.—Debo saber qué es tan importante.—Ese hombre ha dejado bien claro

que no debías hacerlo.—Al diablo Ambrosi. —La

severidad de su tono lo sorprendió.

Ella pareció sopesar el aprieto enque se hallaba Michener y dijo:

—Me aseguraré de que nadie temoleste.

Se retiró y cerró la puerta tras de sí.Los goznes chirriaron levemente, comolos del archivo aquella mañana lluviosa,hacía casi un mes, cuando alguien lovigilaba.

Seguro que había sido PaoloAmbrosi. A lo lejos se oyó el sordoestruendo de un cuerno. Al otro lado delrío las campanas daban la una de latarde.

Se sentó y abrió el sobre.Dentro había dos papeles, uno azul y

el otro pardo. Leyó primero el azul,escrito con letra de Clemente:

Colín, a estas alturas ya sabrásque la Virgen dejó más cosas.Ahora sus palabras te sonconfiadas. Sé prudente con ellas.

Las manos le temblaban cuando dejóa un lado la hoja azul. Por lo vistoClemente sabía que al final él recalaríaen Bamberg y leería el contenido delsobre.

Abrió el papel pardo.La tinta era de un azul claro, el papel

nuevecito. Echó una ojeada al italiano,

traduciendo mentalmente, y un segundovistazo pulió el lenguaje. Una últimalectura y sabría lo que la hermana Lucíahabía escrito en 1944 —el resto de loque le dijo la Virgen en el tercer secreto— y el padre Tibor había traducidoaquel día de 1960.

Antes de que Nuestra Señora sefuera, afirmó que había un últimomensaje que el Señor deseabatransmitir únicamente a Jacinta y amí. Nos dijo que Ella era la Madrede Dios y nos pidió que diésemos aconocer este mensaje al mundoentero cuando llegara el momento.

Al hacerlo encontraríamos unafuerte oposición. «Escuchadatentamente y prestad atención»,nos ordenó. Los hombres han deenmendarse. Han pecado ymancillado el don que les ha sidoconcedido. «Hija mía», dijo, «elmatrimonio es una uniónsantificada, su amor es infinito. Loque siente el corazón es genuino,sin importar por quién o por qué, yDios no ha impuesto límites encuanto a lo que constituye unaunión sólida. Sabed que lafelicidad es la única pruebaverdadera del amor. Sabed también

que las mujeres forman parte de laIglesia de Dios en igual medidaque los hombres. Servir al Señor noes un empeño masculino. A lossacerdotes del Señor no deberíaestarles prohibidos el amor y lacompañía, ni tampoco la dicha deun niño. Servir a Dios no equivalea renunciar al propio corazón. Lossacerdotes deberían ser generososen todos los sentidos. Por último,dijo, sabed que vuestro cuerpo esvuestro. De la misma manera queDios me confió a su hijo, el Señoros confía a vosotras y a todas lasmujeres sus futuros hijos. Sois

vosotras solas las que habéis dedecidir lo que es mejor. Marchad,pequeñas mías, y anunciad lagloria de estas palabras. Yosiempre estaré a vuestro lado».

Las manos le temblaban. No eran laspalabras de la hermana Lucía, porprovocadoras que fuesen. Se trataba deotra cosa.

Metió la mano en el bolsillo y sacóel mensaje que Jasna había escrito hacíados días: las palabras que la Virgen lededicó en lo alto de una montaña bosnia,el décimo secreto de Medjugorje.Desdobló el mensaje y lo releyó.

«No temas, quien te habla es laMadre de Dios, la misma que tepide que des a conocer estemensaje al mundo entero. Alhacerlo encontrarás una fuerteoposición. Escucha atentamente ypresta atención a lo que te digo.Los hombres han de enmendarse.Con humildes peticiones han depedir perdón por los pecadoscometidos y por los que cometerán.Anuncia en mi nombre que un grancastigo caerá sobre la humanidad;no hoy ni mañana, pero pronto sino creen mis palabras. Ya reveléesto a los bienaventurados de La

Salette y luego en Fátima, y hoy telo repito a ti porque la humanidadha pecado y mancillado el don queDios le concedió. Vendrán la horade las horas y el final de los finalessi la humanidad no se convierte; yen caso de que todo siga comohasta ahora o peor, sí es que puedeempeorar más, el grande y elpoderoso perecerá junto con elpequeño y el débil.

«Escuchad estas palabras:¿Por qué perseguir al hombre o lamujer que aman de forma distintade los otros? Esas persecucionesno son del agrado del Señor. Sabed

que el matrimonio ha de sercompartido por todos sinrestricciones. Lo contrarioresponde a la locura del hombre,no a la palabra del Señor. Lasmujeres ocupan un lugar preferentea ojos de Dios. Ha estadoprohibido demasiado tiempo quesirvan al Señor, y esa represión noes del agrado del Cielo. Lossacerdotes de Cristo deberían serfelices y munificentes. La dicha delamor y los hijos jamás les deberíaser negada, y el Santo Padre haríabien en comprender esto. Misúltimas palabras son las más

importantes: sabed que escogílibremente ser la madre de Dios.La elección de tener hijos recae enla mujer, y el hombre no deberíainterferir en esa decisión. Ahorave, cuéntale al mundo mi mensaje yproclama la bondad del Señor,pero recuerda que yo siempreestaré a tu lado.»

Se deslizó del asiento y se postró derodillas. Las implicaciones eranincuestionables. Dos mensajes: unoescrito por una monja portuguesa en1944 —una mujer con escasa cultura yun dominio limitado del lenguaje— y

traducido por un sacerdote en 1960: elrelato de lo que se dijo el 13 de julio de1917, cuando apareció supuestamente laVirgen; el otro redactado hacía dos díaspor una mujer, una visionaria que habíapresenciado cientos de apariciones, elrelato de lo que le fue comunicado enuna montaña tormentosa cuando laVirgen María se le apareció por últimavez.

Casi cien años separaban los dossucesos.

El primer mensaje había estadosellado en el Vaticano, lo habían leídoúnicamente los papas y un traductorbúlgaro, ninguno de los cuales llegó a

conocer a la portadora del segundomensaje; asimismo a la destinataria deeste segundo mensaje le habría sidoimposible saber el contenido delprimero. Sin embargo el contenido deambos mensajes era idéntico. Eldenominador común: el mensajero.

María, la madre de Dios.Los escépticos llevaban dos mil

años pidiendo pruebas de la existenciade Dios, algo tangible que demostrarasin lugar a dudas que Él era una entidadcon vida, consciente del mundo, vivo entodos los sentidos. No una parábola ouna metáfora, sino el soberano de loscielos, proveedor del hombre,

supervisor de la Creación. A Michenerse le pasó por la cabeza la visión de laVirgen que él mismo experimentara.

« ¿Cuál es mi destino?», le preguntó.«Ser una señal para el mundo, el

faro que servirá de guía para elarrepentimiento, el mensajero queanunciará que Dios está vivo.»

Pensó que no era más que unaalucinación. Ahora sabía que era real.

Se santiguó y, por vez primera, rezósabiendo que Dios escuchaba. Pidióperdón para la Iglesia y la estupidez delhombre, sobre todo la suya. Si Clementetenía razón, y ya no había motivo algunopara dudar de su palabra, en 1978

Alberto Valendrea retiró la parte deltercer secreto que él acababa de leer.Imaginó lo que Valendrea debió pensaral ver las palabras la primera vez: dosmil años de enseñanzas eclesiásticasdescartadas por una niña portuguesaignorante. ¿Las mujeres podían sersacerdotes? ¿Los sacerdotes puedencasarse y tener hijos? ¿Lahomosexualidad no es un pecado? ¿Lamaternidad es elección de la mujer? Yel día anterior, cuando Valendrea leyó elmensaje de Medjugorje comprendió enel acto lo que Michener sabía ahora.

Todo aquello era la Palabra deDios.

Recordó de nuevo las palabras de laVirgen: «No renuncies a tu fe, pues alfinal será lo único que permanezca.»

Cerró los ojos. Clemente teníarazón: el hombre era insensato. El Cielohabía tratado de llevar a la humanidadpor el buen camino, y los insensatoshabían desoído sus esfuerzos. Pensó enlos mensajes que faltaban de losvisionarios de La Salette. ¿Hubo otroPapa hacía un siglo que hizo lo queintentaba hacer ahora Valendrea? Esoexplicaría por qué la Virgen se apareciódespués en Fátima y Medjugorje; paraprobar de nuevo. No obstante Valendreahabía conocido las revelaciones y

destruido las pruebas, Clemente almenos lo intentó. «La Virgen volvió yme dijo que había llegado mi hora. Elpadre Tibor la acompañaba. Esperé aque Ella me llevara, pero me dijo quedebía poner fin a mi vida por mi propiamano. El padre Tibor afirmó que era mideber, mi penitencia por haberdesobedecido, y que todo ello seaclararía más adelante. Me pregunté quésería de mi alma, pero me respondieronque el Señor aguardaba. He desoído alCielo demasiado tiempo: esta vez no loharé.» Esas palabras no eran losdesvaríos de un alma demente, nisiquiera una nota de suicidio de un

hombre inestable. Ahora entendía porqué Valendrea no podía permitir que secomparara la copia de la traducción delpadre Tibor con el mensaje de Jasna.

Las repercusiones erandevastadoras.

«Servir al Señor no es un empeñomasculino.» La postura de la Iglesiarespecto a que las mujeres fueransacerdotes había sido inflexible. Yadesde los tiempos de los romanos losPapas habían convocado concilios parareafirmar esa tradición. Cristo era unhombre, por lo tanto los sacerdotestambién lo serían.

«Los sacerdotes de Cristo deberían

ser felices y generosos. La dicha delamor y los hijos jamás les debería sernegada.» El celibato era una nociónconcebida por los hombres e impuestapor los hombres. Se creía que Cristo eracélibe, así que sus sacerdotes también loserían.

« ¿Por qué perseguir al hombre o lamujer que aman de forma distinta de losotros?» El Génesis describía a unhombre y una mujer que se unían en «unasola carne» para dar vida a otro ser, demodo que la Iglesia llevaba tiempoenseñando que una unión que no pudieraengendrar vida sólo podía serpecaminosa.

«De la misma manera que Dios meconfió a su hijo, el Señor os confía avosotras y a todas las mujeres susfuturos hijos. Sois vosotras solas las quehabéis de decidir lo que es mejor.» LaIglesia se oponía frontalmente acualquier tipo de control de la natalidad.Los papas habían decretado en repetidasocasiones que el embrión poseía alma,que era un ser humano que merecíavivir, y que había que preservar la vida,incluso a expensas de la madre.

El concepto que el hombre tenía dela Palabra de Dios al parecer difería dela Palabra en sí. Peor todavía: durantemás de un siglo actitudes rígidas habían

proclamado el mensaje de Dios con elsello de la infalibilidad del Papa, lacual, por definición, resultaba ahorafalsa, ya que ningún pontífice habíahecho lo que el Cielo quería. ¿Qué habíadicho Clemente? «Nosotros no somosmás que hombres, Colin, nada más. Yono soy más infalible que tú, y sinembargo nos proclamamos príncipes dela Iglesia. Clérigos devotospreocupados únicamente por complacera Dios, aunque sólo buscamos nuestrapropia complacencia.»

Estaba en lo cierto. Dios bendijerasu alma, tenía razón.

Tras leer un puñado de palabras

sencillas escritas por dos mujeresbienaventuradas, miles de años deerrores religiosos quedaban claros.Rezó de nuevo, esta vez agradeciendo aDios su paciencia. Le pidió al Señor queperdonara a la humanidad y luego aClemente que velara por él en laspróximas horas.

No podía entregarle la traduccióndel padre Tibor a Ambrosi, de ningunamanera. La Virgen le había dicho que élera una señal para el mundo, el faro queserviría de guía para el arrepentimiento,el mensajero que anunciaría que Diosestaba vivo. Y para hacerlo necesitabael tercer secreto de Fátima al completo.

Los estudiosos debían analizar el texto yestablecer una sola conclusión.

Pero quedarse con el texto del padreTibor pondría en peligro a Katerina.

Así que se puso a orar nuevamente,esta vez pidiendo consejo.

66

16:30

Katerina forcejeó para liberar manosy pies de la ancha cinta adhesiva. Teníalos brazos doblados a la espalda yestaba tumbada sobre un duro colchóncubierto con un edredón áspero que olíaa pintura. Por una única ventana veíacaer la noche. Le habían tapado la bocacon cinta, de modo que se obligó apermanecer tranquila y respirarlentamente por la nariz.

Cómo había llegado allí era unmisterio. Sólo recordaba a Ambrosi

asfixiándola y el mundo volviéndosenegro. Llevaría despierta unas dos horasy todavía no había oído nada salvoalguna que otra voz que provenía de lacalle. Daba la impresión de que sehallaba en un piso alto, tal vez en uno delos edificios barrocos que flanqueabanlas antiguas calles de Bamberg, cerca deSan Gangolf, ya que Ambrosi no habríapodido llevarla muy lejos. El frío aire lesecaba la nariz, y se alegró de que él nole hubiese quitado el abrigo.

Por un momento, en la Iglesia, creyóque su vida había terminado, pero alparecer se la consideraba más valiosacon vida. Era la moneda de cambio que

Ambrosi utilizaría para sacarle aMichener lo que quisiera.

Tom Kealy tenía razón respecto aValendrea, pero se equivocaba en lo deque ella sabría defenderse. Las pasionesde esos hombres iban mucho más allá delo que ella había visto nunca. Valendreale había dicho a Kealy en el tribunal queera evidente que estaba con el Diablo.De ser cierto, Kealy y Valendreafrecuentaban las mismas compañías.

Oyó abrirse y cerrarse una puerta yluego unos pasos que se aproximaban.La puerta de la habitación se abrió yentró Ambrosi, quitándose unos guantes.

—¿Está cómoda? —le preguntó.

Los ojos de ella seguían susmovimientos. Ambrosi dejó el abrigo enuna silla y se sentó en la cama.

—Imagino que creyó que moriría enla iglesia. La vida es un gran regalo, ¿noes cierto? Naturalmente no puederesponderme, pero no importa. Me gustaresponderme yo mismo.

Parecía encantado de haberseconocido.

—Sí, la vida es un regalo, y yo le heconcedido ese regalo. Podría haberlamatado y acabar con el problema queplantea.

Ella yacía completamente inmóvil, yAmbrosi le recorrió el cuerpo con la

mirada.—Michener ha gozado con usted,

¿eh? Seguro que fue un placer. Qué fuelo que me dijo usted en Roma. Que measentada, así que no me interesaría.¿Acaso piensa que no deseo a lasmujeres? ¿Cree que no sabría qué hacer?¿Porque soy un sacerdote o porque soymaricón?

Ella se preguntó si el numerito ibadestinado a ella o a él.

—Su amante dijo que le importabaun pito lo que le ocurriera a usted. —Sus palabras sonaban divertidas—. Dijoque era mi espía y que era mi problema,no el suyo. Puede que tenga razón.

Después de todo yo la recluté.Ella intentaba mantener los ojos

serenos.—¿Cree que fue Su Santidad quien

consiguió su ayuda? No, soy yo el que seenteró de lo suyo con Michener. Soy yoel que sopesó la posibilidad. De no serpor mí, Pedro no sabría nada.

De repente la levantó de un tirón y learrancó la cinta de la boca. Antes de quepudiera decir nada la atrajo contra sí yapoyó sus labios en los de ella. Sulengua abriéndose paso era repugnante,y Katerina intentó retroceder, pero él nolo permitió. Le ladeó la cabeza y leagarró el cabello, arrebatándole el aire

de los pulmones. La boca le sabía acerveza. Al final ella le mordió lalengua. Él se echó hacia atrás y ellaarremetió contra él, propinándole unadentellada en el labio inferior yhaciéndolo sangrar.

—¡Maldita zorra! —exclamó élmientras la lanzaba contra la cama.

Ella escupió la saliva de Ambrosicomo si exorcizara al Diablo, y éstepegó un salto y le cruzó la cara con eldorso de la mano. El golpe le dolió, ysaboreó la sangre. Luego volvió aabofetearla con tanta fuerza que se diocon la cabeza contra la pared, en elborde de la cama.

La habitación empezó a dar vueltas.—Debería matarla —murmuró

Ambrosi.—Váyase a la mierda —logró decir

ella mientras se colocaba de espaldas,aún mareada.

Ambrosi se llevó la manga de lacamisa al labio.

A Katerina le corría un hilo desangre por la comisura de la boca. Serestregó el rostro en el edredón, y unasmanchas rojas ensuciaron la tela.

—Será mejor que me mate, porquesi no lo hace, seré yo quien lo mate sitengo ocasión.

—Jamás la tendrá.

Ella se dio cuenta de que estaría asalvo hasta que él obtuviera lo quequería. Colin había obrado bienhaciéndole pensar a ese idiota que ellano le importaba.

Él se acercó a la cama de nuevo, aúnocupándose del labio.

—Sólo espero que su amante nohaga caso de lo que le dije. Voy adisfrutar viéndolos morir a los dos.

—A palabras necias, oídos sordos.Volvió a embestirla, obligándola a

ponerse boca arriba y sentándose ahorcajadas sobre ella. Katerina sabíaque no iba a matarla, al menos por elmomento.

—¿Qué pasa, Ambrosi? ¿No sabequé se hace después?

Ambrosi temblaba de ira. Ella loestaba provocando, pero qué más daba.

—Después de Rumanía le dije aPedro que la dejara en paz.

—Y por eso me muele a palos superro faldero.

—Tiene suerte de que sea lo únicoque le haga.

—Puede que Valendrea estuvieraceloso. ¿No será mejor que esto quedeentre nosotros?

La mofa hizo que el otro le apretarael cuello; no lo bastante para cortarle larespiración, pero sí para hacerle saber

que debía cerrar el pico.—Es usted un hombre duro con una

mujer que tiene las manos y los piesatados. Suélteme y veamos lo valienteque es.

Ambrosi se quitó de encima.—No merece la pena el esfuerzo.

Sólo nos quedan unas horas. Voy a cenaralgo antes de acabar con esto. —Sumirada la taladró—. Para siempre.

67

CIUDAD DEL VATICANO, 18:30

Valendrea daba un paseo por losjardines disfrutando de una tarde dediciembre excepcionalmente tibia. Elprimer sábado de su papado había sidomovidito. Por la mañana habíacelebrado misa y luego había atendidoal nutrido grupo que había ido a Roma adesearle lo mejor. La tarde habíaempezado con una reunión decardenales. En la ciudad aguardabanunos ochenta, y había pasado con ellostres horas explicándoles a grandes

rasgos lo que pretendía hacer. Se habíanplanteado las preguntas de costumbre,sólo que en esa ocasión él habíaaprovechado para anunciar que losnombramientos que diera Clemente XVno sufrirían modificaciones hasta lasemana siguiente. La única excepción laconstituía el cardenal archivero, el cual,según sus palabras, había ofrecido surenuncia por motivos de salud. El nuevoarchivero sería un purpurado belga queya había vuelto a casa, pero que ahoraestaba de camino a Roma. Aparte deeso, ni había tomado ni tomaría ningunadecisión hasta pasado el fin de semana.Se percató de que muchas miradas se

posaron en él, a la espera de quecumpliese con las promesas que le habíahecho con anterioridad al cónclave, peronadie cuestionó sus declaraciones, locual fue de su agrado.

Delante estaba el cardenal Bartolo,esperando donde habían quedado antesen verse cuando finalizara la reunión decardenales. El prefecto de Turín habíainsistido en que hablaran. Valendreasabía que a Bartolo le había sidoasegurado el cargo de secretario deEstado, y ahora, por lo visto, éste queríaque se mantuviera la promesa. El que lahizo fue Ambrosi, no sin antes aconsejara Valendrea que retrasara todo lo

posible esa decisión. Después de todoBartolo no era el único al que se habíagarantizado ese puesto. Habría queinventar excusas para los competidoresque resultaran eliminados, motivos paradisipar la amargura y evitar lasrepresalias. Qué duda cabía que podíanofrecer otros puestos a algunos, perosabía de sobra que el de secretario deEstado lo codiciaba más de un cardenal.

Bartolo se encontraba próximo alpasetto di Borgo, el corredor medievalque recorría la muralla del vaticano yllegaba hasta el cercano castilloSant'Angelo, una fortificación que en sudía protegiera a los papas de los

invasores.—Eminencia —lo saludó Valendrea

al verlo.Bartolo inclinó su barbado rostro.—Santo Padre. —El anciano sonrió

—. Le gusta cómo suena, ¿no, Alberto?—Tiene fuerza, sí.—Me ha estado evitando.El aludido desechó la observación.—Eso nunca.—Lo conozco demasiado bien. No

soy el único al que ha ofrecido el cargode secretario de Estado.

—Conseguir votos es duro. Unohace lo que tiene que hacer. —Procuraba parecer desenfadado, pero

vio que Bartolo no era ningún ingenuo.—Fui directamente responsable de

al menos una docena de esos votos.—Que resultaron no ser necesarios.Los músculos del rostro de Bartolo

se contrajeron.—Sólo porque Ngovi se retiró.

Supongo que esos doce votos habríansido vitales si la lucha hubiesecontinuado.

La subida de tono en la voz delanciano parecía socavar la fuerza de laspalabras, tornándolas una súplica.Valendrea decidió ir al grano:

—Gustavo, eres demasiado mayorpara ser secretario. Es un puesto

exigente, en el que se viaja mucho.El aludido lo fulminó con la mirada.

Aquél iba a ser un aliado difícil deaplacar. Era verdad que el cardenal lehabía conseguido un determinadonúmero de votos, lo cual habíanconfirmado las escuchas, y lo habíadefendido desde el principio. PeroBartolo tenía reputación de ser unhombre vago con una cultura mediocre yninguna experiencia diplomática. Nogozaría de popularidad en ningúnpuesto, menos todavía en uno tan crucialcomo el de secretario de Estado. Habíaotros tres cardenales que habíantrabajado igual de duro, poseían una

formación ejemplar y disfrutaban demayor prestigio en el Sacro Colegio.Con todo, Bartolo ofrecía algo que éstosno prestaban: obediencia absoluta. Yésa era una cosa nada desdeñable.

—Gustavo, si me planteara darte loque me pides, habría condiciones. —Estaba tanteando el terreno,comprobando hasta qué punto podía seréste tentador.

—Soy todo oídos.—Tengo la intención de dirigir

personalmente la política exterior. Lasdecisiones serán mías, no tuyas. Tendrásque hacer exactamente lo que yo diga.

—Usted es el Papa.

La respuesta fue pronta, dando aentender su deseo.

—No toleraré desacuerdos nidisidencias.

—Alberto, llevo casi cincuenta añosde sacerdote, y siempre he hecho lo quedecían los Papas. Hasta me arrodillé ybesé el anillo de Jakob Volkner, unhombre al que despreciaba. No entiendopor qué cuestiona mi lealtad.

Valendrea se permitió esbozar unasonrisa.

—No cuestiono nada. Sólo quieroque conozca las reglas.

Avanzó un tanto por el sendero yBartolo lo siguió. El pontífice señaló

hacia arriba y dijo:—Antes los Papas huían del

Vaticano por ese pasaje y se escondíancomo si fuesen niños con miedo a laoscuridad. La sola idea me poneenfermo.

—Ya no hay ejércitos que invadan elVaticano.

—Tropas no, pero siguen existiendoejércitos invasores. Los infieles de hoyacuden en forma de periodistas yescritores. Traen sus cámaras y suslibretas e intentan echar por tierra loscimientos de la Iglesia con ayuda deliberales y disidentes. A veces, Gustavo,incluso el propio Papa es su aliado,

como sucedió con Clemente.—Su muerte fue una bendición.Le gustó oír aquello, y sabía que no

era una frase de circunstancias.—Pretendo devolver la gloria al

pontificado. El Papa está al mando demás de un millón de almas cuandoaparece en cualquier lugar del mundo, ylos gobiernos deberían temer semejantepotencial. Pretendo ser el Papa másviajero de la historia.

—Y para lograrlo precisará la ayudaconstante del secretario de Estado.

Caminaron algo más.—Eso mismo pensaba yo, Gustavo.Valendrea miró de nuevo el

pasadizo de ladrillo e imaginó al últimoPapa que huyó del Vaticano cuando losmercenarios alemanes asaltaron Roma.Sabía la fecha exacta: 6 de mayo de1527. Ciento cuarenta y siete guardiassuizos murieron ese día defendiendo asu pontífice, que escapó a duras penaspor el corredor de ladrillo que se alzabapor encima de él, despojándose delhábito blanco para que no loreconocieran.

—Yo nunca escaparé del Vaticano—aseguró no sólo a Bartolo, sinotambién a los muros. De repente sesintió abrumado por el momento ydecidió desatender el consejo de

Ambrosi—. Muy bien, Gustavo. Loanunciaré el lunes. Serás mi secretariode Estado. Sírveme bien.

El semblante del anciano se iluminó.—En mí encontrará una entrega

absoluta.Lo cual le hizo pensar en su más fiel

aliado.Ambrosi había telefoneado hacía

dos horas y le había contado que lacopia de la traducción del padre Tiborsería suya a las siete de la tarde. Hastaese momento nada parecía indicar quenadie la hubiese leído, informe este quelo complació.

Consultó el reloj: las siete menos

diez.—¿Tiene que ir a algún sitio, Santo

Padre?—No, Eminencia, sólo pensaba en

otro asunto que se está resolviendo eneste mismo instante.

68

BAMBERG, 18:50

Michener subió por un empinadosendero que llevaba a la catedral de SanPedro y San Jorge y llegó a una plazarectangular en cuesta. Más abajo, de laciudad surgía un paisaje de tejados deterracota y torres de piedra iluminadopor las luces que moteaban la población.Del oscuro cielo descendían sin treguaespirales de nieve, la cual, sin embargo,no impedía que la gente comenzara aencaminarse a la iglesia, sus cuatroagujas bañadas en un resplandor

blanquiazul.Las iglesias y plazas de Bamberg

llevaban más de cuatrocientos añosfestejando el Adviento con decorativosbelenes. Irma Rahn le había explicadoque el recorrido siempre empezaba en lacatedral y, tras recibir la bendición delobispo, todo el mundo se desplegabapor la ciudad para ver las creacionesdel año. Toda Baviera acudía, e Irma lehabía advertido que las calles estaríanabarrotadas y habría mucho ruido.

Consultó el reloj: aún no eran lassiete.

Echó un vistazo en derredor yescrutó a las familias que se disponían a

entrar en la catedral, muchos de losniños parloteando sin cesar sobre lanieve, la Navidad y san Nicolás. A laderecha había un grupo apiñado en tornoa una mujer que lucía un pesado abrigode lana. Se había subido a un murete deescasa altura y hablaba de la catedral yde Bamberg. Una excursión.

Se preguntó qué opinaría la gente sisupiera lo que él sabía ahora: que Diosno era una creación del hombre. Tal ycomo teólogos y santones sosteníandesde el principio de los tiempos, Diosestaba allí, vigilante, muchas veces sinduda complacido, otras frustrado, enocasiones enojado. Al parecer el mejor

consejo era el más viejo: servirlo bien ylealmente.

Aún tenía miedo de la expiación querequerirían sus propios pecados. Quizásesa tarea formara parte de la penitencia.Sin embargo sintió alivio al saber que suamor por Katerina nunca había sidopecado, al menos a ojos de los cielos.¿Cuántos sacerdotes habían abandonadola Iglesia después de faltas similares?¿Cuántos hombres buenos habían muertopensando que habían caído?

Estaba a punto de rodear el grupoturístico cuando le llamó la atenciónalgo que dijo la mujer:

—… la ciudad de las siete colinas.

Se quedó helado.—Así es como los antiguos

llamaban a Bamberg, en referencia a lossiete montículos que circundan el río.Ahora resulta difícil verlas, pero haysiete colinas distintas, cada una de lascuales la ocupaba en siglos pasados unpríncipe» un obispo o una iglesia. En laépoca de Enrique II, cuando ésta era lacapital del Sacro Imperio Romano, laanalogía acercó este centro político alcentro religioso de Roma, otra ciudaddenominada «de las siete colinas».

«En la persecución final de la SantaIglesia reinará Pedro el Romano, quienalimentará a su grey en medio de muchas

tribulaciones. Después de esto en laciudad de las siete colinas el temidojuez juzgará a su pueblo.»

Eso era lo que supuestamente habíapredicho san Malaquías en el siglo XI.Michener pensaba que la ciudad «de lassiete colinas» era una referencia aRoma, pues desconocía que a Bambergse la llamara así.

Cerró los ojos y rezó de nuevo.¿Sería ésa otra revelación? ¿Algo vitalsobre lo que iba a ocurrir?

Ya en el embudo que se habíaformado a la entrada de la catedral, alzóla vista. El tímpano, bañado en luz,representaba a Cristo en el Juicio Final.

María y san Juan, a sus pies, suplicabanpor las almas que salían de los ataúdes,los bienaventurados avanzaban en posde María, hacia el cielo; los condenadoseran arrastrados al Infierno por undemonio sonriente. ¿Acaso dos mil añosde arrogancia cristiana se reducían a esanoche? ¿Al lugar donde hacía casi dosmil años un sacerdote irlandéscanonizado vaticinara que llegaría lahumanidad?

Aspiró una bocanada de aire glacial,se armó de valor y se abrió camino en lanave a codazos. Dentro, los muros sehallaban cubiertos por una suavetonalidad. Apreció los detalles de la

bóveda nervada, los sólidos pilares, lasestatuas y las altas ventanas. En unextremo había un coro elevado; el otrolo ocupaba el altar. Detrás del altar sehallaba el sepulcro de Clemente II, elúnico Papa que había sido enterrado ensuelo alemán y tocayo de Jakob Volkner.

Se detuvo ante una pila de mármol ymetió el dedo en el agua bendita. Sesantiguó y dijo otra oración por lo queestaba a punto de hacer. Un órganodejaba escapar una tenue melodía.

Echó un vistazo a la multitud queatestaba los largos bancos. Unosacólitos con sobrepelliz preparaban conafán el santuario. En lo alto, a su

izquierda, delante de una gruesabalaustrada de piedra, se hallabaKaterina. A su lado permanecíaAmbrosi, que llevaba el mismo abrigooscuro y la misma bufanda de antes. Aizquierda y derecha del antepecho salíandos escaleras gemelas, los peldañosllenos de gente. Entre ambas escalinatasse encontraba la tumba imperial.Clemente también le había hablado deella: obra de Riemenschneider, rica enintrincadas tallas que representaban alrey Enrique II y su reina, en la cualdescansaban sus cuerpos desde hacíamedio milenio.

Reparó en que un arma apuntaba a

Katerina, pero no creía que Ambrosifuera a correr riesgos allí. Se preguntósi habría refuerzos escondidos entre elgentío. Michener permanecía allíplantado, tieso, mientras la gente pasabapor delante.

Ambrosi le indicó que subiese por laescalera de la izquierda.

Él no se movió.Ambrosi repitió el gesto.Él meneó la cabeza.Los ojos de Ambrosi se volvieron

más severos.Michener sacó el sobre del bolsillo

y se lo enseñó a su rival. Vio en lamirada de Ambrosi que éste reconocía

el mismo sobre de antes, el quedescansara inocentemente en la mesa delrestaurante.

Sacudió la cabeza de nuevo. Luegorecordó lo que Katerina le habíacontado: Ambrosi le había leído loslabios cuando lo insultó a él en la plazade San Pedro.

«Váyase a la mierda, Ambrosi», ledijo.

Vio que el sacerdote lo entendía.Se metió el sobre en el bolsillo y fue

directo a la salida con la esperanza deque no lamentara lo que acontecieradespués.

Katerina vio que Michener decía algo yluego se iba. Ella no opuso resistenciacuando iban camino de la catedral, puesAmbrosi le había dicho que no estabasolo y que si no se presentaban allí a lassiete matarían a Michener. Ella dudabade que hubiera otros, pero lo mejor quepodía hacer era ir a la iglesia y esperara que se presentara una oportunidad. Asíque en el instante que le llevó a Ambrosicaptar la traición de Michener, ella seolvidó del arma que tenía pegada a laespalda y hundió el tacón izquierdo en elpie de Ambrosi. Luego le dio unempellón y le hizo soltar la pistola, quecayó ruidosamente al enlosado.

Katerina pegó un salto pararecuperar el arma al tiempo que la mujerde al lado chillaba. Aprovechó laconfusión para agarrar la pistola y salirdisparada hacia la escalera mientrasalcanzaba a ver que Ambrosi selevantaba.

Los peldaños estaban abarrotados, yella empezó a bajar como pudo antes dedecidirse a saltar la barandilla yaterrizar sobre la cripta imperial. Fue aparar encima de la pétrea efigie de unamujer que yacía junto a un hombreataviado con un traje talar, desde dondesaltó al suelo. Aún tenía el arma en lamano. Se oyeron voces, y el pánico se

apoderó de la iglesia. Katerina se abriócamino hasta la puerta a base deempujones y salió a la gélida noche.

Tras meterse la pistola en elbolsillo, buscó a Michener con lamirada, descubriéndolo en el senderoque bajaba al centro de la ciudad. Elalboroto que percibió tras de sí leadvirtió que Ambrosi también intentabasalir.

De modo que echó a correr.

Michener creyó ver a Katerina cuandoempezó a bajar el sinuoso camino, perono podía detenerse. Tenía que continuar.

Si era Kate, lo seguiría, y Ambrosi iríadetrás, así que se puso a trotar por laangosta senda de piedra, dejando atrás amás gente que subía.

Consiguió llegar abajo y saliódisparado hacia el puente delayuntamiento. Cruzó el río por el arcoque dividía en dos el destartaladoedificio entreverado de madera y entróen la bulliciosa Maxplatz.

Aminoró la marcha y volvió lacabeza para echar una ojeada.

Katerina se hallaba a unos cincuentametros y se dirigía a su encuentro.

Katerina quiso gritarle que laesperara, pero Michener avanzaba

resuelto, directo al animado mercadonavideño de Bamberg. El arma seguía ensu bolsillo, y tras ella Ambrosi ganabaterreno deprisa. Andaba a la caza de unpolicía, pero esa noche de júbiloparecía una festividad nacional. No seveía un solo uniforme.

No le quedaba más remedio queconfiar en que Michener supiera lo quehacía. Se había pavoneado delante deAmbrosi, contando con que su agresorno le haría daño en público. Lo quequiera que hubiese en la traducción delpadre Tibor debía ser lo bastanteimportante como para que Michener noquisiera que Ambrosi o Valendrea se

hicieran con ello. Con todo, Katerina sepreguntó si sería lo bastante importantepara poner en peligro lo que al parecerhabía decidido apostar en aquellapartida en la que tanto había en juego.

Más adelante Michener se fundiócon la muchedumbre que contemplabalos puestos rebosantes de artículosnavideños. Las brillantes luces queiluminaban el mercado al aire libredaban la impresión de que era de día. Elaire olía a salchichas a la parrilla ycerveza.

También ella bajó el ritmo cuandose vio arropada por la gente.

Michener avanzaba entre los asistentes ala feria, pero no lo bastante rápido comopara llamar la atención. El mercadoocupaba una superficie de unos cienmetros a lo largo del sinuoso caminoadoquinado. A ambos lados se alineabanconstrucciones con entramado demadera, lo cual obligaba a la gente y lospuestos a formar una congestionadacolumna.

Llegó al último tenderete y lamuchedumbre disminuyó.

Echó a correr de nuevo, las suelasde goma golpeando los adoquinesmientras dejaba atrás el ruidosomercado y ponía rumbo al canal, cruzó

un puente de piedra y entró en una partetranquila de la ciudad.

A sus espaldas oía más suelas contrala piedra. Ante sí, en lo alto, divisó laparroquia de San Gangolf. La feria secircunscribía a la Maxplatz o al otrolado del río, en la zona de la catedral, yél contaba con disponer de ciertaintimidad al menos durante los próximoscinco minutos.

Sólo esperaba que no estuviesetentando al destino.

Katerina vio que Michener entraba en laparroquia de San Gangolf. ¿Qué hacía

allí? Era una estupidez. Ambrosi aún laseguía, y sin embargo Michener habíaido directo a la iglesia. Tenía que saberque ella iba tras él y que su agresorharía lo propio.

Echó un vistazo a los edificios quetenía alrededor. No había muchas lucesen las ventanas, y la calle estabadesierta. Corrió hasta las puertas de laiglesia, las abrió de golpe y se precipitódentro. Estaba sin resuello.

—Colin.Nada.Gritó su nombre de nuevo. Nada.Recorrió al trote el pasillo central

en dirección al altar, pasando ante

bancos vacíos que proyectaban finassombras en la negrura. Tan sólo unpuñado de lámparas alumbraba la nave.Al parecer la iglesia no participaba enel festejo de ese año.

—Colin.La desesperación teñía su voz.

¿Dónde estaba? ¿Por qué no respondía?¿Habría salido por otra puerta? ¿Estabaatrapada allí sola?

Las puertas se abrieron tras ella.Se metió en una fila de bancos y se

pegó al suelo con la idea de arrastrarsepor el pavimento para alcanzar el otroextremo. Unos pasos interrumpieron suavance.

Michener vio entrar a un hombre en laiglesia, y un rayo de luz reveló el rostrode Paolo Ambrosi. Poco antes habíallegado Katerina y lo había llamado,pero él no había respondidodeliberadamente. Ahora ella estabaacurrucada en el suelo, entre los bancos.

—Se mueve deprisa, Ambrosi —gritó Michener.

Su voz rebotó en las paredes, el ecodificultando su localización. Vio queAmbrosi iba a la derecha, hacia losconfesionarios, la cabeza girando a unlado y a otro para que sus oídospudiesen desentrañar el sonido. Esperó

que Katerina no delatara su presencia.—¿Por qué complicarlo todo,

Michener? —dijo Ambrosi—. Ya sabelo que quiero.

—Antes me dijo que las cosas seríandistintas si leía esas palabras. Por unavez tenía razón.

—Cómo iba a obedecer…—¿Qué hay del padre Tibor?

¿Acaso obedeció él?Ambrosi se acercaba al altar. Daba

pasos cautelosos, escudriñando laoscuridad para dar con Michener.

—No llegué a hablar con Tibor —replicó Ambrosi.

—No me lo creo.

Michener observaba desde lo altodel pulpito, a unos dos metros y mediopor encima de Ambrosi.

—Salga de ahí, Michener.Acabemos con esto.

Cuando éste se giró, dándole laespalda momentáneamente, Michenersaltó sobre él, y ambos se desplomarony rodaron por el suelo.

Ambrosi se zafó y se puso en pie.Michener también se disponía a

levantarse.Un movimiento a su derecha llamó

su atención. Vio a Katerina acercarsecon un arma en la mano. Tras tomarimpulso, Ambrosi salvó de un salto una

hilera de bancos y se abalanzó sobreella, clavándole los pies en el pecho yhaciéndola caer. Michener oyó un ruidosordo cuando la cabeza golpeó el suelo.Ambrosi desapareció entre los bancos ysurgió empuñando una pistola. Trasobligar a una Katerina exangüe alevantarse, le puso la pistola al cuello.

—Muy bien, Michener. Ya basta.Éste permanecía inmóvil.—Déme la traducción de Tibor.Michener dio unos pasos hacia ellos

y se sacó el sobre del bolsillo.—¿Es esto lo que quiere?—Déjelo en el suelo y retroceda. —

Se oyó el clic del percutor—. No me

presione, Michener. Tengo valor parahacer lo que haya que hacer, pues elSeñor me da la fuerza.

—Puede que lo esté poniendo aprueba para ver qué hace.

—Cierre el pico. No necesitoescuchar una lección de teología.

—A ese respecto es posible que eneste momento yo sea la persona másindicada del mundo.

—¿Son las palabras? —Su tono eraburlón, como un colegial que lepreguntara al profesor—. ¿Le dan valor?

Michener tuvo un presentimiento.—¿Qué pasa, Ambrosi? ¿Es que

Valendrea no se lo contó todo? Qué

lástima. Se calló la mejor parte.Ambrosi apretó con más fuerza a

Katerina.—Limítese a dejar el sobre y

retroceder.La mirada de desesperación en los

ojos de Ambrosi le dio a entender quebien podía cumplir su amenaza, así quetiró el sobre al suelo.

Ambrosi soltó a Katerina y laempujó hacia Michener. Éste la cogió yvio que estaba aturdida debido al golpe.

—¿Te encuentras bien? —lepreguntó.

Tenía los ojos vidriosos, peroasintió.

Ambrosi estaba examinando elcontenido del sobre.

—¿Cómo sabe que es lo que quiereValendrea? —le dijo Michener.

—No lo sé, pero mis instruccioneseran precisas: recuperar lo que pueda yeliminar a los testigos.

—¿Y si he hecho una copia?Ambrosi se encogió de hombros.—Correremos ese riesgo. Pero,

afortunadamente para nosotros, ustedesno estarán aquí para dar testimonio. —Levantó el arma y los apuntó con ella—.Ésta es la parte con la que voy adisfrutar de verdad.

Un bulto emergió de las sombras y

se acercó despacio a Ambrosi pordetrás, sin hacer un solo ruido. Elhombre vestía unos pantalones negros yuna chaqueta negra amplia. En una manose perfiló un arma, que subió lentamentehasta la sien derecha de Ambrosi.

—Le aseguro, padre, que yo tambiénvoy a disfrutar con esta parte —afirmóel cardenal Ngovi.

—¿Qué está haciendo aquí? —inquirió Ambrosi con voz sorprendida.

—He venido a hablar con usted, asíque baje el arma y respóndame a unaspreguntas. Después podrá irse.

—Quiere a Valendrea, ¿no es así?—¿Por qué, si no, cree usted que aún

respira?Michener contuvo el aliento mientras

Ambrosi sopesaba sus opciones. Cuandollamó por teléfono antes a Ngovi,contaba con el instinto de supervivenciade Ambrosi. Supuso que aunque éstefuera extremadamente leal, cuando setratara de escoger entre él y su Papa nohabría elección posible.

—Todo ha terminado, Ambrosi. —Señaló el sobre—. Lo he leído, y elcardenal Ngovi también. Ahora sondemasiados los que lo saben. Esta vezno saldrá victorioso.

—¿Acaso vale la pena? —quisosaber Ambrosi, el tono indicando que se

estaba planteando su proposición.—Baje el arma y averígüelo.Reinó un largo silencio, y finalmente

Ambrosi bajó la mano. Ngovi le cogióla pistola y retrocedió sin dejar deencañonar al sacerdote con la suya.

Éste se encaró con Michener.—¿Usted era el cebo? ¿La idea era

obligarme a seguirlo?—Algo por el estilo.Ngovi avanzó unos pasos.—Tenemos algunas preguntas. Si

coopera, no habrá policía ni detención.Podrá desaparecer sin más. Es un buentrato, dadas las circunstancias.

—¿Qué circunstancias?

—El asesinato del padre Tibor.Ambrosi rió entre dientes.—Es un farol» y lo sabe. Lo que

quieren es acabar con Pedro II.—No. Lo que queremos es que usted

acabe con Valendrea —terció Michener—. Lo cual no debería importarle, yaque él haría lo mismo si se volvieran lastornas.

No cabía duda de que el hombre quetenía delante estaba involucrado en lamuerte del padre Tibor, lo más probablees que fuera el asesino. Sin embargoseguro que Ambrosi era lo bastante listopara percatarse del giro que había dadoel juego.

—Muy bien —claudicó Ambrosi—.Pregunten.

El cardenal metió la mano en elbolsillo de la chaqueta.

Sacó una grabadora.

Michener ayudó a Katerina a entrar en elKönigshof. Irma Rahn los recibió en lapuerta principal.

—¿Salió todo bien? —le preguntó laanciana a Michener—. Esta última horahe estado en vilo.

—Muy bien.—Alabado sea Dios. Estaba tan

preocupada.

Katerina seguía mareada, pero sesentía mejor.

—Voy a llevarla arriba —propusoMichener.

La ayudó a subir a la segunda planta.Una vez en la habitación, ella preguntóen el acto:

—¿Qué demonios hacía Ngovi allí?—Lo llamé esta tarde y le conté lo

que había averiguado. Voló a Munich yllegó aquí justo antes de que me fuera ala catedral. Yo tenía que encargarme deque Ambrosi acudiera a la parroquia deSan Gangolf. Necesitábamos un lugaralejado de las festividades, e Irma medijo que este año la iglesia no ponía

nacimiento. Le pedí a Ngovi que hablaracon el párroco: éste no sabe nada, sóloque unos funcionarios del Vaticanonecesitaban su iglesia durante un rato.—Michener adivinó lo que ella estabapensando—. Mira, Kate, Ambrosi no leharía daño a nadie hasta que tuviera latraducción de Tibor; hasta entonces noestaría seguro de nada. Teníamos quearriesgarnos.

—De modo que yo era el cebo, ¿no?—Tú y yo. La única forma de que se

volviera contra Valendrea, eradesafiándolo.

—Ngovi es un tipo duro.—Creció en las calles de Nairobi.

Sabe desenvolverse.Habían pasado la última media hora

con Ambrosi, grabando lo que les haríafalta al día siguiente. Ella había estadoescuchando, y ahora lo sabía todo, salvoel tercer secreto de Fátima al completo,Michener se sacó un sobre del bolsillo.

—Esto es lo que el padre Tibor leenvió a Clemente, es la copia que leofrecí a Ambrosi. El original lo tieneNgovi.

Ella leyó el texto y observó:—Se parece a lo que escribió Jasna.

¿Ibas a darle a Ambrosi el mensaje deMedjugorje?

Él negó con la cabeza.

—Ésas no son las palabras de Jasna:son las de la Virgen de Fátima, escritaspor Lucía dos Santos en 1944 ytraducidas por el padre Tibor en 1960.

—Es broma. ¿Te das cuenta de loque significaría que ambos mensajesfueran en esencia el mismo?

—Me di cuenta esta tarde. —Su vozera queda y serena, y él esperó mientrasella sopesaba las implicaciones. Habíanhablado muchas veces de su falta de fe,pero él no era quién para juzgarla,considerando sus faltas. «Después deesto en la ciudad de las siete colinas eltemido juez juzgará a su pueblo.» Talvez Katerina fuera la primera de muchos

en juzgarse.—Parece que el Señor ha vuelto —

afirmó él.—Resulta increíble. Pero ¿qué otra

cosa podría ser? ¿Cómo podrían ser losmensajes iguales?

—Es imposible, dado lo que tú y yosabemos, pero los escépticos dirán quemoldeamos la traducción del padreTibor para que coincidiera con elmensaje de Jasna. Dirán que es unfraude. Los originales han desaparecido,y quienes los redactaron están muertos.Somos los únicos que sabemos laverdad.

—Así que sigue siendo una cuestión

de fe. Tú y yo sabemos lo que haocurrido, pero el resto tendrá quecreernos sin más. —Meneó la cabeza—.Es como si Dios estuviese destinado aser siempre un misterio.

Él ya había estado dándole vueltas alas posibilidades. La Virgen le dijo enBosnia que él sería «una señal para elmundo, el faro que servirá de guía parael arrepentimiento, el mensajero queanunciará que Dios está vivo». Perotambién le había dicho otra cosaigualmente importante: «No renuncies atu fe, pues al final será lo único quepermanezca.»

—Hay algo que me consuela —

aseguró—. Hace años me reprochabainteriormente haber transgredido lasórdenes sagradas. Te amaba, peropensaba que lo que sentía, que lo quehacía era pecado. Ahora sé que no loera. No a los ojos de Dios.

Volvió a oír mentalmente a JuanXXIII instando a convocar el ConcilioVaticano II. Sus súplicas atradicionalistas y progresistas para quetrabajaran conjuntamente y «la ciudadterrenal pudiera asemejarse a esaciudad celestial donde reina laverdad». Sólo ahora comprendíaplenamente de qué hablaba.

—Clemente intentó hacer lo que

estuvo en su mano —dijo ella—.Lamento mucho la opinión que tenía deél.

—Creo que lo comprende.Katerina le sonrió.—Y ahora ¿qué?—Volvemos a Roma. Ngovi y yo

tenemos una reunión mañana.—Y luego ¿qué?Sabía a qué se refería.—A Rumanía. Esos niños nos

esperan.—Creí que tal vez te lo estuvieras

pensando.Él apuntó al cielo.—Creo que se lo debemos, ¿no?

69

CIUDAD DEL VATICANOSÁBADO, 2 DE DICIEMBRE11:00

Michener y Ngovi cruzaron la logiacamino de la biblioteca pontificia. Unsol brillante se colaba por las altasventanas que flanqueaban el ampliocorredor. Ambos vestían de sotana:Ngovi púrpura y Michener negra.

Antes se habían puesto en contactocon el despacho del Papa, y habíanconseguido que el asistente de Ambrosihablara directamente con Valendrea.

Ngovi solicitaba una audiencia con elpontífice. No indicaron el motivo, peroMichener contaba con que Valendreacaptara la importancia que revestía elhecho de que él y Ngovi quisieranhablar con él, así como que no hubieraforma de dar con Paolo Ambrosi. Alparecer la táctica funcionó: el Papa lesconcedió permiso para que entraran enel palacio y les dio quince minutos deaudiencia.

—¿Podrán tratar el asunto en esetiempo? —se interesó el asistente deAmbrosi.

—Eso creo —repuso Ngovi.Valendrea los hizo esperar casi

media hora. Ahora se aproximaban a labiblioteca y entraban, cerrando laspuertas tras de sí. Valendrea se hallabaante las ventanas de cristal emplomado,su corpulenta figura vestida de blancobañada en luz.

—Debo decir que me picó lacuriosidad cuando solicitaron que losrecibiera en audiencia. Son las últimaspersonas que esperaba ver aquí unsábado por la mañana. Creía que usted,Maurice, estaba en África; y usted,Michener, en Alemania.

—Ha acertado a medias —contestóNgovi—. Los dos estábamos enAlemania.

El rostro de Valendrea reflejócuriosidad.

Michener decidió ir al grano.—No volverá a tener noticias de

Ambrosi.—¿Qué quiere decir?Ngovi se sacó la grabadora de la

sotana y la encendió. La voz de Ambrosiinundó la biblioteca: hablaba delasesinato del padre Tibor, de lasescuchas, de la información que poseíansobre los cardenales y del chantaje quehabían hecho para asegurarse los votosen el cónclave. Valendrea escuchó sininmutarse la lista de pecados. Ngoviapagó el aparato.

—¿Está claro ahora?El Papa no dijo nada.—Tenemos en nuestro poder el

tercer secreto de Fátima completo y eldécimo secreto de Medjugorje —tercióMichener.

—Tenía la impresión de poseer elsecreto de Medjugorje.

—Era una copia. Ahora sé por quéreaccionó con tanta vehemencia cuandoleyó el mensaje de Jasna.

Valendrea parecía nervioso. Por unavez aquel obstinado perdía el control.

Michener se acercó a él.—Tenía que eliminar ese texto.—Incluso su Clemente lo intentó —

espetó Valendrea desafiante.Michener meneó la cabeza.—Sabía lo que haría usted y tuvo la

precaución de sacar de aquí latraducción de Tibor. Hizo más queningún otro: dio su vida. Era mejor quetodos nosotros. Creía en el Señor… sinnecesidad de pruebas. —El nerviosismole aceleraba el pulso—. ¿Sabía que aBamberg se la llamaba «la ciudad de lassiete colinas»? ¿Recuerda la predicciónde Malaquías? «Después de esto en laciudad de las siete colinas el temidojuez juzgará a su pueblo.» —Señaló lacinta—. Para usted, ese temido juez esla verdad.

—En esa cinta no hay más que losdesvaríos de un hombre acorralado —aseveró Valendrea—. No prueba nada.

A Michener no lo impresionó.—Ambrosi nos contó lo de su viaje

a Rumanía y nos proporcionó detallesmás que suficientes para llevarlo a lostribunales y conseguir que lo condenen,sobre todo en una nación del antiguobloque comunista, donde el peso de laspruebas es, digamos, escaso.

—Es un farol.Ngovi se sacó otra microcasete del

bolsillo.—Le mostramos el mensaje de

Fátima y el de Medjugorje y no hizo

falta que le explicáramos suimportancia. Hasta un amoral comoAmbrosi comprendió la grandeza de loque le aguarda. Después sus respuestasllegaron de buen grado. Me imploró quelo oyera en confesión. —Señaló elaparato—. Pero no antes de realizar lagrabación.

—Será un buen testigo —dijoMichener—. Verá, lo cierto es queexiste una autoridad que está por encimade usted.

Valendrea se puso a caminar por lahabitación, hacia las estanterías, comoun animal que inspeccionara su jaula.

—Los Papas llevan mucho tiempo

desoyendo a Dios. El mensaje de LaSalette desapareció del archivo hace unsiglo. Apostaría a que la Virgen le dijolo mismo a esos visionarios.

—Esos hombres pueden serperdonados —intervino Ngovi—.Creían que los mensajes eran de losvisionarios, no de la Virgen.Racionalizaron su acto de rebeldía concautela. Ellos carecían de las pruebasque usted posee, pero usted sabía queesas palabras eran divinas y sinembargo habría matado a Michener y aKaterina Lew para eliminarlas.

Los ojos de Valendrea lofulminaron.

—Imbécil santurrón. ¿Qué otra cosapodía hacer? ¿Dejar que la Iglesia sedesmoronara? ¿No se da cuenta de lasrepercusiones que traerá estarevelación? Hace que dos mil años dedogma resulten falsos.

—Nosotros no somos quién paradecidir el destino de la Iglesia —aseguró Ngovi—. La Palabra de Dios lepertenece sólo a Él, y al parecer supaciencia se ha agotado.

Valendrea negó con la cabeza.—Somos nosotros los que hemos de

proteger a la Iglesia. ¿Qué católicosobre la faz de la tierra escucharía aRoma si supiera que hemos mentido? Y

no estamos hablando de cuestiones depoca monta. ¿Celibato? ¿Mujeressacerdote? ¿Aborto? ¿Homosexualidad?Hasta la infalibilidad del Papa.

A Ngovi no pareció afectarle elruego.

—Me preocupa más cómo leexplicaré al Señor por qué desoí suorden.

Michener se enfrentó a Valendrea.—Cuando volvió a la Riserva en

1978 no existía el décimo secreto deMedjugorje, y sin embargo eliminó partedel mensaje. ¿Cómo supo que laspalabras de la hermana Lucía eranverdaderas?

—Vi el miedo en los ojos de Pablocuando las leyó. Si ese hombre sentíatemor, es que había algo. Aquel viernespor la noche en la Riserva, cuandoClemente me habló de la últimatraducción de Tibor y luego me enseñóparte del mensaje original, fue como sihubiese regresado un demonio.

—En cierto modo es exactamente loque pasó —observó Michener.

Valendrea clavó la vista en él.—Si Dios existe, el Diablo también.—En ese caso ¿cuál fue el causante

de la muerte del padre Tibor? —preguntó Valendrea desafiante—. ¿Fueel Señor, para que la verdad fuera

revelada? ¿O el Diablo, para que laverdad fuera revelada? Ambos habríanperseguido el mismo fin, ¿no es cierto?

—¿Por eso asesinó al padre Tibor?¿Para evitarlo? —contraatacó Michener.

—En todos los movimientosreligiosos ha habido mártires. —En suspalabras no había el menor rastro deremordimiento.

Ngovi se adelantó.—Es verdad. Y nosotros tenemos la

intención de añadir uno más.—Ya imaginaba lo que se

proponían: ¿van a llevarme a lostribunales?

—En absoluto —negó Ngovi.

Michener le ofreció a Valendrea unfrasquito ambarino.

—Esperamos que pase a engrosaresa lista de mártires.

Valendrea frunció el ceño,asombrado.

—Es el mismo fármaco para dormirque tomó Clemente —aclaró Michener—. Hay más que suficiente para matarlo.Si por la mañana encuentran su cuerpo,tendrá unas exequias pontificias y seráenterrado en la cripta de San Pedro contoda la ceremonia. Su pontificado serábreve, pero será recordado igual queJuan Pablo I. Por el contrario, si mañanasigue vivo, el Sacro Colegio será

informado de todo cuanto sabemos, y austed se le recordará como al primerPapa de la historia que fue procesado.

Valendrea no aceptó el frasco.—¿Quieren que me suicide?Michener no pestañeó.—Puede morir siendo un papa

glorioso o ser deshonrado como undelincuente. Personalmente preferiríaesto último, así que espero que no tengalas agallas de hacer lo que hizoClemente.

—Puedo luchar contra usted.—Perderá. Con todo lo que sabemos

apostaría a que hay muchos en el SacroColegio que solamente esperan la

oportunidad para derribarlo. Laspruebas son irrefutables, y sucompañero de fechorías será suprincipal acusador. Es imposible quesalga airoso.

Valendrea seguía sin coger elfrasquito, así que Michener vertió sucontenido en la mesa y lo miró con odio.

—La elección es suya. Si ama a suIglesia tanto como presume, sacrifiquesu vida para que ella pueda vivir. Novaciló en acabar con la vida del padreTibor. Veamos si es igual de generosocon la suya. El temido juez ha emitido sujuicio y lo ha condenado a muerte.

—Me pide que haga algo

impensable —replicó Valendrea.—Le pido que le ahorre a esta

institución la humillación de tener quedestituirlo.

—Soy el Papa. Nadie puededestituirme.

—Salvo el Señor. Y en cierto modoes precisamente quien hace esto.

Valendrea se dirigió a Ngovi.—Usted será el próximo Papa, ¿no

es así?—Casi seguro.—Pudo ganar el cónclave, ¿no?—Había bastantes posibilidades.—Entonces ¿por qué se retiró?—Porque me lo pidió Clemente.

Valendrea parecía perplejo.—¿Cuándo?—Una semana antes de morir. Me

dijo que usted y yo acabaríamoslibrando esa batalla, y que usted debíaganar.

—¿Por qué demonios le hizo caso?El rostro de Ngovi se endureció.—Era mi Papa.Valendrea sacudió la cabeza con

incredulidad.—Y tenía razón.—¿También piensa hacer lo que dijo

la Virgen?—Suprimiré todo dogma que sea

contrario a su mensaje.

—Habrá revueltas.Ngovi se encogió de hombros.—Los que estén en desacuerdo serán

libres de irse y crear su propia religión.Ellos serán quienes decidan, noencontrarán oposición en mí. Pero estaIglesia hará lo que le han pedido.

Valendrea no daba crédito.—¿Cree que será tan fácil? Los

cardenales no lo permitirán.—Esto no es una democracia —

apuntó Michener.—Así que nadie conocerá los

verdaderos mensajes, ¿no es eso?Ngovi negó con la cabeza.—No es necesario. Los escépticos

afirmarán que la traducción del padreTibor se manipuló para que cuadraracon el mensaje de Medjugorje. Laenvergadura en sí del mensaje no haríasino levantar críticas. La hermana Lucíay el padre Tibor han muerto, ningunopuede corroborar nada. Así que no espreciso que el mundo sepa lo queocurrió. Nosotros tres lo sabemos, y esoes lo que importa. No desoiré laspalabras. Eso será lo que yo, y sólo yo,haga. Asumiré las alabanzas y lascríticas.

—El próximo Papa hará justo locontrario —musitó Valendrea.

Ngovi meneó la cabeza.

—Tiene tan poca fe. —El africanose volvió y se dirigió a la puerta—.Esperaremos a ver qué ocurre por lamañana. Dependiendo de lo que pase, loveremos mañana o no.

Michener titubeó antes de seguirlo.—Creo que hasta al Diablo le

costará tratar con usted.Y se fue sin aguardar una

contestación.

70

23:30

Valendrea se quedó mirando laspíldoras de la mesa. Llevaba décadassoñando con el papado y había dedicadotoda su vida adulta a alcanzar eseobjetivo. Ahora era Papa y deberíahaber reinado veinte años o más,convirtiéndose en la esperanza delfuturo mediante la reivindicación delpasado. El día anterior sin ir más lejosse había pasado una hora repasando losdetalles relativos a su coronación, unaceremonia para la que faltaban dos

semanas escasas. Había recorrido lacolección del Vaticano, inspeccionandopersonalmente accesorios que suspredecesores habían relegado a piezasde museo y ordenando que fuesenpreparados para el evento. Quería que elmomento en que el líder espiritual demil millones de personas tomara lasriendas del poder fuese un espectáculoque los católicos pudieran contemplarcon orgullo.

Incluso tenía pensada la homilía.Habría sido una llamada en favor de latradición, un rechazo de lasinnovaciones: una retirada al pasado. LaIglesia podría ser y sería un arma para

el cambio. No más denuncias impotentesdesoídas por los líderes mundiales. Enlugar de ello, el fervor religioso habríaservido para forjar una nueva políticainternacional. Y tendría su origen en él,pues él era el vicario de Cristo, el Papa.

Contó las píldoras del escritorio.Veintiocho.Si las tragaba, sería recordado como

el Papa que reinó cuatro días. Seríaconsiderado un líder caído que el Señorse había llevado demasiado pronto.Morir de repente tenía sus ventajas: JuanPablo I había sido un cardenalinsignificante y ahora lo venerabansimplemente por haber fallecido a los

treinta y tres días de que se celebrara elcónclave. Un puñado de pontífices habíagobernado menos; muchos, bastante más.Pero a ninguno se le había obligado aponerse en la tesitura en la que sehallaba él ahora.

Pensó en la traición de Ambrosi.Jamás habría pensado que Paolo fuesetan desleal, llevaban muchos añosjuntos. Puede que Ngovi y Michenerhubieran subestimado a su viejo amigo.Tal vez Ambrosi fuese su legado, elhombre que se aseguraría de que elmundo no olvidara nunca a Pedro II.Esperó estar en lo cierto al pensar quequizás algún día Ngovi lamentara haber

dejado libre a Paolo Ambrosi.Sus ojos volvieron a posarse en las

pastillas. Al menos no sentiría dolor. YNgovi se encargaría de que no lepracticaran la autopsia. El africanotodavía era camarlengo. Se imaginaba almuy cabrón inclinado sobre él,golpeándole la frente con suavidad conel martillito de plata y preguntándoletres veces si estaba muerto.

Estaba convencido de que si al díasiguiente continuaba con vida, Ngovipresentaría cargos. Aunque nunca antesse había destituido a un Papa, una vez seviera implicado en un asesinato no se lepermitiría permanecer en el cargo.

Lo cual suscitaba su mayorpreocupación.

Hacer lo que Ngovi y Michener lepedían significaba que no tardaría enresponder de sus pecados. ¿Qué diríaÉl?

La prueba de que Dios existíaimplicaba que también había unainconmensurable fuerza maligna quecorrompía el espíritu humano. La vidaparecía un perpetuo tira y afloja entreesos dos extremos. ¿Cómo explicaríasus pecados? ¿Obtendría perdón o sólocastigo? Aún creía, incluso en vista delo que sabía, que los sacerdotes teníanque ser hombres. La Iglesia de Dios la

fundaron los varones, y a lo largo de dosmilenios se había derramado sangremasculina para proteger dichainstitución. La inserción de las mujeresen algo tan decididamente masculinoparecía sacrílego. Cónyuge e hijos noeran sino distracciones. Y asesinar a unnonato se le antojaba impensable. Eldeber de la mujer consistía en crearvida, con independencia de cómo fueseconcebida, tanto si era deseada como sino. ¿Cómo podía haberse equivocadoDios de esa manera?

Removió las píldoras de la mesa.La Iglesia iba a cambiar. Nada

volvería a ser lo mismo. Ngovi se

aseguraría de que vencieran losextremistas. Y la idea le revolvió elestómago.

Sabía lo que lo esperaba.Tendría que dar cuenta de muchas

cosas, pero no rehuiría el desafío. Sesituaría frente al Señor y le diría quehabía hecho lo que creía correcto. Si eracondenado al Infierno, se encontraríacon una compañía bastante solemne. Noera el primer Papa que había desafiadoa los cielos.

Alargó la mano y dispuso lascápsulas en grupos de siete. Cogió unode ellos y lo sostuvo en la palma de lamano.

En los últimos instantes de la vida,sin duda, uno adquiría ciertaperspectiva.

Su legado entre los hombres seencontraba a salvo. Él era Pedro II,Papa de la Iglesia, y eso nadie podríaquitárselo. Incluso Ngovi y Michenerhabrían de venerar públicamente sumemoria.

Y esa idea le proporcionó consuelo.Además de un arrebato de valentía.Se metió las píldoras en la boca y

cogió el vaso de agua. Luego agarróotras siete y las tragó. Aprovechandoesa fortaleza, echó mano de las pastillasrestantes y dejó que lo que quedaba de

agua las arrastrara hasta su estómago.«Espero que no tenga las agallas de

hacer lo que hizo Clemente.»Que te den, Michener.Cruzó la estancia hasta llegar a un

reclinatorio dorado que se hallaba frentea una imagen de Cristo. Se puso derodillas, se santiguó y le pidió al Señorque lo perdonara. Permanecióarrodillado diez minutos, hasta que lacabeza empezó a darle vueltas. Sulegado no haría sino aumentar al saberseque Dios lo había llamado mientrasrezaba.

La somnolencia se volvió tentadora,y durante un rato luchó contra el deseo

de rendirse. Parte de él se sintióaliviada, pues no se lo relacionaría conuna Iglesia que iba en contra de todoaquello en lo que él creía. Tal vez fueramejor descansar bajo la basílica comoel último Papa defensor de las antiguasusanzas. Imaginó a los romanosafluyendo a la plaza al día siguiente,consternados por la pérdida de suamado Santissimo Padre. Millones depersonas verían su funeral, y la prensainternacional escribiría acerca de él conrespeto. Con el tiempo apareceríanlibros sobre su persona. Esperaba quelos tradicionalistas lo utilizaran comopaladín de la oposición a Ngovi. Y

siempre estaba Ambrosi, su querido,queridísimo Paolo. Él aún seguía ahí. Yla idea le agradó.

Sus músculos ansiaban el sueño, yno fue capaz de seguir resistiendo elimpulso, así que se rindió a lo inevitabley se desplomó en el suelo.

Clavó la vista en el techo yfinalmente dejó que las píldoras seimpusieran. La habitación aparecía ydesaparecía. Cesó su resistencia aldescenso.

Prefirió dejar vagar su mente con laesperanza de que, efectivamente, Diosfuera misericordioso.

71

DOMINGO, 3 DE DICIEMBRE13:00

Michener y Katerina entraron con lamultitud en la plaza de San Pedro. A sualrededor hombres y mujeres llorabanabiertamente; muchos sostenían en lamano un rosario. Las campanas de labasílica tañían solemnes.

Lo habían anunciado hacía doshoras, un seco comunicado con laretórica habitual del Vaticano queinformaba de la defunción del SantoPadre durante la noche. Se había

convocado al camarlengo, el cardenalMaurice Ngovi, y el médico del Papahabía confirmado que un infarto se habíacobrado la vida de Alberto Valendrea.Se llevó a cabo la correspondienteceremonia con el martillo de plata, y laSanta Sede se declaró en período desede vacante. Nuevamente se pidió a loscardenales que acudieran a Roma.

Michener no le había contado aKaterina lo del día anterior. Era mejorasí. En cierto modo él era un asesino,aunque no se sentía como tal. Antesbien, experimentaba una enormesensación de desquite, en particular porel padre Tibor. Un daño reparado con

otro dentro de un tergiversado sentidodel equilibrio que sólo las extrañascircunstancias de las últimas semanaspodían haber generado.

Dentro de quince días se celebraríaotro cónclave y se elegiría un nuevopapa. El número 269 desde Pedro, elque ampliaba la lista de Malaquías. Eltemido juez había juzgado; lospecadores habían recibido su castigo. Yahora dependía de Maurice Ngovi quese hiciera la voluntad divina. Habíapocas dudas de que fuera el próximopontífice. El día anterior, cuando salíandel palacio, Ngovi le había pedido quese quedara en Roma y formara parte de

lo que se avecinaba, pero él declinó elofrecimiento. Se iba a Rumanía conKaterina. Quería compartir su vida conella, y Ngovi lo entendió, le deseósuerte y le aseguró que las puertas delVaticano siempre estarían abiertas paraél.

La gente no dejaba de llegar,abarrotando la plaza entre lascolumnatas de Bernini. No estaba segurode por qué había ido, pero era como sialgo lo llamara, y lo invadió unasensación de paz interior que no habíaexperimentado en mucho tiempo.

—Esta gente no sabe nada deValendrea —musitó Katerina.

—Para ellos era su Papa, unitaliano. Y jamás podríamosconvencerlos de lo contrario. Surecuerdo perdurará así.

—No vas a contarme lo que pasóayer, ¿no?

La noche previa la había pilladoescudriñándolo. Ella comprendió quehabía pasado algo importante conValendrea, pero Michener no le permitióahondar en el asunto, y ella no insistió.

Antes de que pudiera responder, unaanciana que se hallaba cerca de una delas fuentes se desplomó presa de unataque de aflicción. Varias personasacudieron en su auxilio, y ella lamentó

que Dios se hubiera llevado a un Papatan bueno. Michener vio que la mujersollozaba inconteniblemente, y doshombres la ayudaron a que se pusiera ala sombra.

Unidades móviles de televisión sedesplegaban por la plaza paraentrevistar a la gente. Pronto la prensainternacional volvería a elucubrar sobrelo que hacía el Sacro Colegio en laCapilla Sixtina.

—Supongo que tendremos de vueltaa Tom Kealy —comentó él.

—Yo estaba pensando en lo mismo.El hombre de las respuestas. —Lededicó una sonrisa que Michener

entendió.Se acercaron a la basílica y, al igual

que los demás dolientes, se detuvieronante las barreras. La iglesia se hallabacerrada, Michener sabía que estabanpreparándola para otras exequias. Delbalcón pendían colgaduras negras.Michener miró a su derecha: lospostigos del dormitorio del Papa seencontraban echados. Tras ellos, hacíaunas horas, habían encontrado el cuerpode Alberto Valendrea. Según la prensa,se encontraba rezando cuando le falló elcorazón, el cuerpo fue hallado en elsuelo, bajo una imagen de Cristo. Sonrióal recordar el último descaro de

Valendrea.Alguien le agarró el brazo.Él se giró.Ante él había un hombre con barba,

nariz corva y una abundante cabellerarojiza.

—Dígame, padre, ¿qué vamos ahacer? ¿Por qué se ha llevado el Señor anuestro Santo Padre? ¿Qué significaesto?

Michener supuso que la preguntavenía motivada por su sotana negra, y notardó en dar con la respuesta:

—¿Por qué siempre ha de existir unsignificado? ¿Es que no puede aceptar loque ha hecho el Señor sin cuestionarlo?

—Pedro iba a ser un gran Papa. Porfin había ocupado el trono un italiano.Albergábamos tantas esperanzas.

—Dentro de la Iglesia hay muchosque pueden ser grandes pontífices, y noes preciso que sean italianos. —El otrolo miró con extrañeza—. Lo importantees su devoción al Señor.

Sabía que de las miles de personasque tenía en derredor sólo él y Katerinacomprendían realmente. Dios estabavivo y se encontraba allí, escuchando.

Sus ojos abandonaron a aquelhombre y descansaron en la espléndidafachada de la basílica. A pesar de todasu majestuosidad, no era más que

argamasa y piedra. El tiempo y laintemperie acabarían destruyéndola. Sinembargo lo que simbolizaba, lo quesignificaba, perduraría siempre. «Túeres Pedro, y sobre esta piedra edificaréyo mi iglesia, y las puertas del infiernono prevalecerán contra ella. Yo te darélas llaves del reino de los cielos, ycuanto atares en la tierra será atado enlos cielos, y cuanto desatares serádesatado en los cielos.»

Se volvió hacia el hombre, queestaba diciendo algo.

—Se terminó, padre. El Papa hamuerto. Se terminó antes de empezar.

Michener no estaba dispuesto a

aceptarlo, y tampoco iba a permitir queese extraño aceptara el derrotismo.

—Se equivoca. No ha terminado. —Le dirigió una sonrisa tranquilizadora—.Lo cierto es que acaba de empezar.

NOTA DEL AUTORPara llevar a cabo la investigación

de esta novela me desplacé hasta Italia yAlemania, pero el libro nació de mitemprana educación católica y de todauna vida de fascinación por Fátima. A lolargo de los últimos dos mil años losfenómenos de apariciones marianas sehan dado con sorprendente regularidad.En la era moderna, las apariciones de LaSalette, Lourdes, Fátima y Medjugorjeson las más notables, pero existe unsinfín de experiencias menos conocidas.Al igual que con mis dos primerasnovelas, quería que la información que

se incluye en el relato instruyera yentretuviera a un tiempo. En éste hayprofusión de detalles reales, más inclusoque en mis dos primeros libros.

La escena de Fátima descrita en elprólogo se basa en informaciónproporcionada por testigos presenciales,en particular la de la propia Lucía, quepublicó su versión de lo ocurrido aprincipios del siglo XX. Las palabras dela Virgen son las Suyas, al igual que lamayor parte de las de Lucía. Los tressecretos, tal y como aparecen citados enel capítulo 7, se corresponden al pie dela letra con el texto original. Sólo lasmodificaciones que incluyo en el

capítulo 65 son ficticias.Lo que les sucedió a Francisco y

Jacinta, además de la curiosa historiadel tercer secreto —cómo permanecióencerrado en el Vaticano hasta mayo de2000 y fue leído únicamente por lospapas (capítulo 7)—, es cierto, comotambién lo es que la Iglesia se negó aque Lucía hablara públicamente deFátima. Por desgracia, la hermana Lucíafalleció poco antes de que saliera a laluz este libro, en febrero de 2005, a losnoventa y siete años.

Las apariciones de La Salette de1846, tal y como se mencionan en loscapítulos 19 y 42, son fieles, al igual

que la historia de los dos visionarios,sus mordaces comentarios en público, ylas conmovedoras observaciones delpapa Pío IX. Esa visión mariana enconcreto es una de las más extrañas delas que se tiene constancia y se vioenvuelta en el escándalo y la duda. Lossecretos formaron parte de la aparición,y es verdad que los textos primigenioshan desaparecido de los registros delVaticano, cosa que no hace sinoempañar todavía más lo que pudosuceder en aquella aldea francesa.

El caso de Medjugorje es similar, sibien es único entre las aparicionesmarianas, pues no se trata de un suceso

aislado, ni siquiera de variasapariciones acaecidas a lo largo de unoscuantos meses: Medjugorje comprendemiles de apariciones durante más de dosdécadas. La Iglesia aún no hareconocido formalmente nada de lo quepudo ocurrir, pero la aldea bosnia se haconvertido en un popular lugar deperegrinación. Como aparece reflejadoen el capítulo 38, hay diez secretosasociados a Medjugorje. No puderesistirme a incluir este escenario en elargumento, y lo que sucede en elcapítulo 65, relacionando el décimosecreto de Medjugorje con el tercero deFátima, resultaba perfecto para acabar

demostrando la existencia de Dios. Contodo, haciéndonos eco de lo que diceMichener en el capítulo 69, aun con estaprueba, en último término creer siguesiendo cuestión fe.

Las predicciones que se atribuyen asan Malaquías, detalladas en el capítulo56, son ciertas. La exactitud de lascaracterizaciones que se asocian a cadauno de los pontífices resulta asombrosa.La última profecía, relativa al papanúmero 112, el que se llamaría Pedro II,además de la afirmación de que «en laciudad de las siete colinas el temidojuez juzgará a su pueblo», también sonfieles. En la actualidad Juan Pablo II es

el papa número 110 en la lista de sanMalaquías, de manera que faltan dosmás para comprobar la verdad de laprofecía. Como a Roma, a Bamberg,Alemania, también se la denominó en sudía la «ciudad de las siete colinas».Conocí este dato durante mi estancia allíy, después de visitar la localidad, supeque tenía que incluir un paraje tanencantador.

Por desgracia, los centros nataliciosirlandeses del capítulo 15 fueron reales,al igual que el dolor que ocasionaron.Miles de recién nacidos eran separadosde sus madres y dados en adopción.Poco o nada se sabe de su herencia

individual y, al igual que Michener,muchos de esos niños, que ahora sonadultos, han lidiado con laincertidumbre de su existencia. Graciasa Dios dichos centros ya no existen.

También resulta lamentable la difícilsituación de los huérfanos rumanos,descrita en el capítulo 14. La tragedia deestos niños continúa. Enfermedad,pobreza y desesperación —por nohablar de la explotación por parte depedófilos del mundo entero— siguenhaciendo estragos entre estas almasinocentes.

Los procedimientos y las ceremoniasde la Iglesia son fidedignos, a excepción

del antiguo martillo de plata con el quese golpea la frente del difunto Papa(capítulos 30 y 71), un ritual que ya nose sigue, si bien era difícil obviar sudramatismo.

La división en el seno de la Iglesiaentre conservadores y liberales,italianos y no italianos, europeos y noeuropeos es real. Hoy en día la Iglesiatrata de poner fin a esta divergencia, y elconflicto se me antojó un telón de fondonatural contra el que situar los dilemaspersonales a que se enfrentabanClemente XV y Alberto Valendrea.

Ni que decir tiene que los versículosde la Biblia del capítulo 52 son exactos

y resultan interesantes al leerlos dentrodel contexto de la novela. Como tambiénlo son las palabras de Juan XXIII de loscapítulos 7 y 68 cuando, en 1962,pronunció el discurso de apertura delConcilio Vaticano II. Su esperanza en lareforma —para que «la ciudad terrenalpudiera asemejarse a esa ciudadcelestial donde reina la verdad»— esfascinante, teniendo en cuenta que fue elprimer Papa que leyó el tercer secretode Fátima.

El tercer secreto en sí fue dado aconocer al mundo en mayo de 2000. Taly como discuten los cardenales Ngovi yValendrea en el capítulo 17, las

alusiones al posible asesinato de unpontífice podrían explicar la reticenciade la Iglesia a descubrir el mensajeantes. Pero, en suma, los acertijos y lasparábolas que encierra el tercer mensajeson mucho más crípticas queamenazadoras, lo cual llevó anumerosos observadores a preguntarsesi el tercer secreto no tendría másenjundia.

La Iglesia católica es única entre lasinstituciones creadas por el hombre. Nosólo ha sobrevivido durante más de dosmilenios, sino que además continúacreciendo y prosperando. Con todo,muchos se preguntan cuál será su destino

en el próximo siglo. Algunos, comoClemente XV, quieren que en la Iglesiase opere un cambio fundamental; otros,como Alberto Valendrea, desean lavuelta a sus raíces tradicionales. Perotal vez fuera León XIII, en 1881, quienmás acertó:

«La Iglesia no necesita más que laverdad.»

AGRADECIMIENTOSComo de costumbre, muchísimas

gracias. En primer lugar a Pam Ahearn,mi agente, por sus siempre sabiosconsejos. En segundo lugar a RandomHouse al completo: Gina Centrello,estupenda editora que fue un poco másallá con esta novela; Mark Tavani, cuyoasesoramiento en materia de ediciónconvirtió mi tosco manuscrito en unlibro; Cindy Murray, que soportapacientemente mis rarezas y se encargade la publicidad; Kim Hovey, que seocupa del mercado con una precisiónexperta; Beck Stvan, el artista

responsable de la maravillosa cubierta;Laura Jorstad, correctora con ojo delince que nos lleva a todos por el buencamino; Carole Lowenstein, que hizoque las páginas brillaran de nuevo. Y,por último, a todos los de Promocionesy Ventas: sin su enorme esfuerzo nadasería posible. Tampoco puedoolvidarme de Fran Downing, NancyPridgen y Daiva Woodworth: éste fue elúltimo manuscrito que creamos juntoscuando éramos un grupo de escritores, yecho mucho de menos esos tiempos.

Como de costumbre, mi esposa,Amy, y mi hija, Elizabeth, estuvieronconmigo en todo momento, aportándome

las necesarias dosis de aliento y cariño.Este libro está dedicado a mi tía, una

mujer excepcional que no vivió para vereste día. Sé que se habría sentido muyorgullosa. Pero ella me ve, y estoyseguro de que sonríe.

Notas

[1] Error tipográfico, en el original aparece 1928 en vezde 1982. (N. de E.C.R.)<<