el teatro popular del siglo xviii

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EL TEATRO POPULAR DEL SIGLO XVIII ISBN: 84-96447-20-0 María Angulo Egea [email protected] Thesaurus: teatro neoclásico, poética de Luzán, teatro breve, teatro musical, espectáculo, comedia de figurón, comedia sentimental, comedia de magia, Otros artículos relacionados con el tema en Liceus 1. Los géneros dramáticos breves y el teatro musical. (Alberto Romero Ferrer) 2. Tragedia neoclásica. (Jesús Cañas Murillo) 3. La comedia neoclásica. (Josep Maria Sala Valldaura) 4. El drama burgués y la comedia sentimental. (Mª Jesús García Garrosa) 5. La mujer en las letras españolas del siglo XVIII. (Marieta Cantos Casenave) Resumen del artículo: El presente capítulo analiza el teatro popular del siglo XVIII en contraste con la tendencia dramática erudita o neoclásica que contaba con el apoyo de instancias gubernamentales. Se reflexiona sobre el porqué de la denominación de ‘popular’ para un teatro que existía ya de antiguo y se explican las diferencias fundamentales entre las dos corrientes dramáticas dieciochescas: popular y neoclásica. Se estudia el espectáculo teatral que conformaron las representaciones populares con su variedad de elementos: decorados, escenarios, tramoyas, música, vestuario, interpretación, atrezzo, y por supuesto, el texto con los posibles enredos argumentales. Se clasifican los diferentes géneros dramáticos dentro de las dos categorías básicas de la representación teatral del XVIII: comedias de espectáculo y comedias sencillas. Así se estudian géneros tan dieciochescos como la comedia de magia, la comedia militar o la sentimental. También se resalta la importancia de determinados autores populares en el desarrollo y auge de algunos géneros como fueron Zamora, Cañizares, Comella y Zavala y Zamora. La vinculación del teatro popular con los gustos del público permite, al tiempo que se analizan las variantes dramáticas, sus transformaciones y su proyección, reflexionar sobre los cambios en el gusto de los espectadores del XVIII y la evolución de esta sociedad.

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Page 1: El Teatro Popular Del Siglo XVIII

EL TEATRO POPULAR DEL SIGLO XVIII

ISBN: 84-96447-20-0

María Angulo Egea [email protected]

Thesaurus: teatro neoclásico, poética de Luzán, teatro breve, teatro musical, espectáculo, comedia

de figurón, comedia sentimental, comedia de magia,

Otros artículos relacionados con el tema en Liceus 1. Los géneros dramáticos breves y el teatro musical. (Alberto Romero Ferrer) 2. Tragedia neoclásica. (Jesús Cañas Murillo) 3. La comedia neoclásica. (Josep Maria Sala Valldaura) 4. El drama burgués y la comedia sentimental. (Mª Jesús García Garrosa) 5. La mujer en las letras españolas del siglo XVIII. (Marieta Cantos Casenave)

Resumen del artículo: El presente capítulo analiza el teatro popular del siglo XVIII en contraste con la

tendencia dramática erudita o neoclásica que contaba con el apoyo de instancias

gubernamentales. Se reflexiona sobre el porqué de la denominación de ‘popular’ para

un teatro que existía ya de antiguo y se explican las diferencias fundamentales entre

las dos corrientes dramáticas dieciochescas: popular y neoclásica. Se estudia el

espectáculo teatral que conformaron las representaciones populares con su variedad

de elementos: decorados, escenarios, tramoyas, música, vestuario, interpretación,

atrezzo, y por supuesto, el texto con los posibles enredos argumentales. Se clasifican

los diferentes géneros dramáticos dentro de las dos categorías básicas de la

representación teatral del XVIII: comedias de espectáculo y comedias sencillas. Así se

estudian géneros tan dieciochescos como la comedia de magia, la comedia militar o la

sentimental. También se resalta la importancia de determinados autores populares en

el desarrollo y auge de algunos géneros como fueron Zamora, Cañizares, Comella y

Zavala y Zamora. La vinculación del teatro popular con los gustos del público permite,

al tiempo que se analizan las variantes dramáticas, sus transformaciones y su

proyección, reflexionar sobre los cambios en el gusto de los espectadores del XVIII y

la evolución de esta sociedad.

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La denominación de teatro popular surgió en el siglo XVIII de la necesidad de

los neoclásicos de diferenciar su apuesta estética de la dramaturgia existente hasta

ese momento en los coliseos. Con lo que teatro popular vino a ser aquel tipo de teatro

que no era ‘erudito’, que no era ‘neoclásico’. Se estableció de este modo una división

(drástica y ficticia en algunos casos) entre dos dramáticas, dos concepciones

estéticas, dos teatros, que se determinaban por oposición. El teatro popular del XVIII

más que definirse como tal con sus características propias, fue en muchas ocasiones

simplemente el que no cumplía las normas del teatro neoclásico. Esta separación la

institucionalizó en 1737 Ignacio de Luzán en su Poética, el primer manual teórico-

literario español del Neoclasicismo, donde afirma que:

La dramática española se divide en dos clases: una popular, libre, sin

sujeción a las reglas de los antiguos, que nació, echó raíces, creció y se

propagó increíblemente entre nosotros; y otra que se puede llamar erudita,

porque sólo tuvo aceptación entre los hombres instruidos (1977: 392).

A partir de Luzán, esta diferenciación se ha venido manteniendo entre otras

cosas por su utilidad pedagógica. Sin embargo, como la mayoría de las clasificaciones

en arte y en literatura, resulta reducida y limitada. En rigor, habría que hablar, en este

complejo y múltiple siglo ilustrado, de más de una corriente, de más de una poética, o

incluso de un conjunto de ideales materializados de diferentes formas, porque no es lo

mismo la producción teatral de García de la Huerta, que la de Jovellanos, o la de

Moratín hijo, dentro de la vertiente erudita; ni tampoco es equiparable en el sector

popular la dramática de Salvo y Vela, con la de Ramón de la Cruz, o con la de Zavala

y Zamora. Y, por el contrario, sí pueden establecerse similitudes entre algunas piezas

de autores populares como Comella con las de dramaturgos neoclásicos como Iriarte.

Ambas tendencias teatrales, ‘erudita’ y ‘popular’, como apunta la Poética,

existían de antiguo, tanto en el teatro español, como en el del resto de Europa. Porque

los ideales normativos de las nuevas clases dominantes del XVIII no eran otros que la

puesta al día de los preceptos artísticos de Aristóteles y Horacio.

Sin embargo, esta clase dirigente del Setecientos desde su afán europeísta y

cosmopolita quiso separar claramente ‘lo culto’ de ‘lo popular’. Por eso se le dio al

término ‘popular’ un carácter peyorativo del que carecía hasta el momento. La

literatura popular, y en concreto el teatro, es aquella que incorpora los géneros, tipos,

formas, motivos y costumbres del pueblo, que representa al pueblo y se identifica con

él. Tendencias populares que venían reflejándose en la escena, que se habían

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consolidado en el teatro anterior y que formaban parte de una tradición dramática.

Tradición que por estar basada en los gustos y costumbres del pueblo --en este caso

español-- convertía algunas de estas piezas en representaciones de lo propio, de lo

español, frente a las nuevas tendencias extranjeras. Asunto que también utilizaron

algunos sectores conservadores del XVIII como cuestión reivindicativa. Ahora bien, el

teatro popular del Dieciocho no supone una repetición de estructuras pasadas, sino

que reelabora y revitaliza esta riqueza dramática previa, y la ajusta a las necesidades

de la nueva escena del Setecientos.

Esta división teatral entre populares y neoclásicos se puede apreciar

igualmente en los escenarios del resto de Europa. Alemania es seguramente el país

que más similitudes guarda con la situación dramática española. También en tierras

germánicas se buscó la anulación del teatro popular, o cuanto menos se despreció, y

se trató de imponer de modo un tanto ficticio, un tipo de teatro erudito. Semejante es la

imagen del teatro del XVIII en países como Inglaterra o Francia, sin embargo, estas

dos naciones, más aburguesadas que el resto, alteraron rápidamente ciertos valores e

incorporaron con avidez la nueva sensibilidad de la emergente clase media. Por ello,

los rigores del clasicismo imperante, especialmente en la primera mitad del siglo, se

vieron suavizados por la sensibilidad que mostraban las diferentes manifestaciones

artísticas. Algo que se extendió progresivamente al resto de los países europeos.

A pesar de las pequeñas diferencias, lo cierto es que se generalizó en la

Europa ilustrada un espíritu universal, totalizador y clasicista, que trajo consigo otra

manera de entender la vida. Los eruditos que abanderaron este estilo clasicista pronto

concibieron el teatro como un medio excepcional para transmitir las nuevas ideas. De

ahí, el hincapié en retirar el teatro popular de los escenarios y el interés por controlar lo

que se hace y dice en las tablas.

Por su parte, los autores populares del XVIII, sin abstraerse de la nueva

realidad social, recurrían a sus propias fórmulas para seguir entreteniendo al público.

Sus producciones, aun mostrando un elenco de modelos que sirvieran de ejemplo

social, al contrario de lo que perseguían los neoclásicos, no tenían como principal

objetivo educar a los asistentes. En una primera etapa, el teatro popular buscó su

materia dramática en géneros ya practicados en el Barroco. Mostró a los espectadores

modelos dramáticos que les eran conocidos y con los que se podían identificar

fácilmente. Géneros afines para la audiencia pero que, paulatinamente, se modificaron

conforme fueron cambiando los referentes e inquietudes sociales.

Es preciso tener en cuenta también que la mayoría de los dramaturgos

populares, a diferencia de los autores neoclásicos, eran hombres de teatro. Algunos

compaginaban la escritura dramática con la periodística, o con la labor actoral, la

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censorial o la musical, por lo que conocían bien el mundo del teatro, los gustos del

público al que se dirigían, las posibilidades escénicas con las que contaban y las

cualidades de los actores que interpretarían sus piezas. Este dominio del medio les

ayudó a la hora de establecer contacto con los espectadores. Los populares

procuraban acomodarse a esta realidad dramática, entre otras cosas porque de su

éxito o fracaso dependía su salario y su continuidad laboral.

Por el contrario, los neoclásicos, desde su dogmatismo, se centraron,

primeramente en la tragedia, por entender este género como el más completo y más

puramente clasicista, pero, poco después o casi al tiempo, pasaron a cultivar la

comedia, y se obsesionaron por presentar modelos ‘realistas’. Para el público del

XVIII, recursos habituales del teatro popular como las apariciones, los asaltos, los

lances heroicos, la simultaneidad de acciones, la sucesión de decorados, o la

aparición del gracioso, aparte de entretenerles no les resultaban inverosímiles. Todo lo

contrario, formaban parte del juego dramático al que estaban acostumbrados y de la

ficción teatral en la que se sumergían con cada representación.

Sin embargo, esta libertad formal del teatro popular y su falta de ‘realismo’

resultaban inconcebibles desde los principios neoclásicos. Las unidades de acción,

tiempo, lugar y la verosimilitud (como reflejo directo de una realidad ejemplar y no

tanto como parte de una convención dramática), eran los pilares de unas piezas que

por su excesiva reglamentación y, sobre todo, por su falta de ingenio, se alejaban

mucho de los intereses de los espectadores. Las pretensiones ‘realistas’ de los

neoclásicos no encontraron el respaldo del público hasta prácticamente el siglo XIX.

En concreto, fue Leandro Fernández de Moratín quien logró la atención del público con

su comedia de costumbres, El sí de las niñas, en 1806. Pero, para estas fechas, el

teatro había evolucionado y alterado parte de sus criterios, y simultáneamente se

había transformado también el público, la sociedad.

En cualquier caso, tampoco puede hablarse de una avalancha de piezas

dramáticas neoclásicas que supusieran una competencia real en calidad y cantidad

frente a las muy abundantes comedias populares. En cambio, sí se escribieron

bastantes tratados, pseudopoéticas clasicistas, además de la Poética de Luzán, y

artículos periodísticos de diversa índole en los que se mezclaban explicaciones sobre

los criterios estéticos neoclásicos con descalificaciones al teatro popular del

Setecientos y al teatro barroco anterior.

Lope de Vega y Calderón de la Barca se convirtieron en los bastiones de un

teatro aberrante por su falta de verosimilitud y su constantes trasgresiones a las tres

unidades clásicas. Los neoclásicos quisieron regular y controlar todo lo referente al

mundo teatral, por eso, trataron de retirar de los coliseos las piezas populares e,

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incluso, bastantes de las que todavía se representaban, en su mayoría adaptadas, de

Calderón y su escuela. Se encargó a determinadas personas, como Bernardo de

Iriarte (1767) y Mariano Nifo (1769), diferentes proyectos reformistas entre los que se

incluía la elaboración de un repertorio de piezas arregladas según la normativa clásica

para los teatros públicos. También opinaron y escribieron los eruditos sobre los

actores, su tipo de vida y su forma de representar. Se promovieron escuelas de arte

dramático, como la de los Reales Sitios, para educar a los actores en los nuevos

modos de interpretación. En resumen, el panorama teatral se plagó de textos teóricos

que trataban de regular todos los aspectos del mundo del teatro. Por su parte, la

prensa también se hizo eco de estas opiniones y periódicos estatales como el

Memorial Literario o privados como el Pensador (1762-1767) de José Clavijo Fajardo

emprendieron intensas campañas divulgativas del ideario teatral neoclásico.

La respuesta de los populares a estas críticas y comentarios fue más de orden

práctico que teórico. Sus constantes estrenos y reposiciones daban cuenta del éxito de

su teatro y fue el público el que validó durante todo el siglo su concepción del hecho

teatral.

Lo cierto es que los afanes reformistas de los eruditos trajeron aspectos

positivos como la remodelación de los teatros bajo la tutela del conde de Aranda. Sin

embargo, los ideales renovadores se quedaron en palabras porque no fueron capaces

de crear piezas dramáticas interesantes y atractivas, rayando a menudo en la

mediocridad, como otras muchas piezas populares.

En cualquier caso, las teorías y comentarios de unos y otros pasaron por

diversas fases y no todo fue tan exclusivo ni tajante. A lo largo de los cien años que

más o menos cubre este período ilustrado, tanto los patrones populares como los

neoclásicos se fueron modificando. Ambas tendencias reflejaron cambios

significativos, casi revolucionarios porque, en definitiva, eran cambios que respondían

a las inquietudes y necesidades de la burguesía que iba incorporándose a la sociedad.

Los principios de esta nueva clase social, sus modos de comportamiento, sus

expectativas, deseos, sociabilidad, trastocaron lógicamente las diferentes

manifestaciones artísticas y, especialmente, el teatro. También este nuevo tejido social

trajo consigo un mayor protagonismo de la mujer en todos los ámbitos y el teatro

recogió esta situación.

Este espíritu burgués incorporó una nueva forma de percibir la realidad, de

acercarse a ella y de sentirla; una nueva sensibilidad que inundó los escenarios.

Fueron los escritores clasicistas los que primero reflejaron esta sensibilidad creando el

drama burgués. En España, autores como Trigueros con El precipitado o Los ilustres

salteadores y Jovellanos con El delincuente honrado fueron de los primeros en

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adscribirse a la nueva tendencia dramática. Este género se presentaba para las

poéticas clásicas o neoclásicas de un modo controvertido por la mezcla de elementos

trágicos y cómicos que albergaba en su concepción. De hecho, algunos no lo

aceptaron, sin embargo, una gran parte de los textos teóricos de finales del

Setecientos incorporaron y valoraron el drama burgués en sus concepciones poéticas,

como se observa por ejemplo en las Instituciones poéticas del censor Santos Díez

González.

Pero esta tendencia sentimental que en definitiva reflejaba el sentir nuevo del

pueblo, cada vez más burgués, también llegó a la dramática popular. Es más, fueron

los autores populares quienes cultivaron con profusión la comedia sentimental, un

género nuevo que, a finales de siglo, llegó a desbancar de su primer puesto en los

teatros a la comedia de magia. Este género nuevo partía de ideales y planteamientos

similares a los del drama sentimental, pero se distanciaba de éste principalmente en lo

formal. La sensibilidad acercó a populares y neoclásicos abriendo las miras a un

nuevo teatro burgués. Para una explicación detallada de la evolución y diferentes

denominaciones: drama burgués, comedia lacrimógena, drama o comedia sentimental,

véanse los trabajos de Palacios Fernández (1993) y de García Garrosa (1996).

Por otro lado, aunque los estudios actuales sobre el teatro del XVIII valoren por

igual al teatro popular y al neoclásico (algo que no fue así en el pasado ya que se

daba preferencia a la tendencia neoclásica), lo cierto es que la dramática popular fue

la que mayoritariamente conoció el público de los coliseos del XVIII, ya que era la que

habitualmente se representaba.

Al adentrarnos en el estudio del teatro popular hay que tener presente que se

está hablando de un teatro que se representó y vivió en estrecha convivencia con el

público, los actores, los músicos, los tramoyistas, etc. Si el teatro debe siempre

entenderse como un conjunto de elementos que posibilitan la representación, y entre

los que se encuentra el texto dramático, en el siglo ilustrado, está realidad se muestra

de manera indiscutible. La representación teatral en el XVIII se había convertido en un

espectáculo. Un espectáculo visual formado por escenografías y logrados decorados

(incluían los avances respectivos a la perspectiva), que simulaban espacios reales

como la calle, el jardín, el campamento militar, el puerto de mar, la cárcel, el café, etc.

Ya no se trataba de la decoración sinecdótica de los antiguos corrales, sino de un

espectáculo que, gracias a las técnicas de los escenógrafos y tramoyistas italianos,

que se diseminaron por toda Europa, demostraba claros avances en el aparato

escénico. Muchas piezas incorporaban música, sin que fueran específicamente

comedias musicales o zarzuelas. Así, la música se convirtió en un valor añadido de la

representación, ayudando a la creación de ambientes, a la vez que ocultaba los ruidos

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de la maquinaria escénica y potenciaba los efectos emotivos de determinadas

escenas, como la batalla, el desfile militar, situaciones lacrimógenas, momentos de

misterio, de magia, de asombro, etcétera.

A esta aparatosa puesta en escena, se añadía la variedad de registros y

géneros ofrecidos en cada representación. La comedia principal era precedida por loas

o introducciones, en bastantes casos de carácter metateatral (los actores hacían de sí

mismos y representaban una breve escena que daba pie al primer acto de la

comedia). Entre los actos de la comedia se representaban sainetes o tonadillas y, por

último, se cerraba la función con un sainete o fin de fiesta. Así pues, la variedad no se

encontraba sólo en la estructura interna de las creaciones populares, sino en la propia

concepción del espectáculo teatral.

1. Los géneros teatrales populares

Dos tipos de piezas teatrales podemos distinguir en el XVIII: las comedias

llamadas ‘de teatro’ y las ‘sencillas’. Las primeras eran las que solían llenar los

coliseos, apoyadas en un complejo aparato escénico. La tramoya, los decorados, las

mutaciones son la clave de estas piezas dramáticas. Muchos de los géneros populares

más destacados pertenecen a este tipo de ‘comedias de aparato’: las comedias de

magia, las historiales, las de santos, son las más destacables. Las ‘comedias

sencillas’, sin tanta tramoya, concentraban su interés en las historias novelescas o de

enredo. La comedia sentimental es sin duda el ejemplo más representativo de este

segundo grupo.

Muchos fueron los géneros teatrales cultivados en el XVIII y muchos y variados

los dramaturgos populares. Grosso modo se puede establecer una división entre los

dramaturgos de principios de siglo y los de finales, del mismo modo que cabría

establecer esta separación respecto a los géneros que se cultivaron y sus

características que, como es lógico, dependen la mayoría de las veces de la calidad

de los escritores. De la nómina de dramaturgos de la primera mitad del siglo

sobresalen, Antonio de Zamora y José Cañizares, dos excelentes autores que

supieron recoger y adaptar los recursos de la tradición teatral barroca a las

necesidades de la nueva sociedad dieciochesca.

A finales de la centuria, la sociedad había cambiado radicalmente y apenas

conservaba ya nada de los esquemas barrocos. Por eso, los dramaturgos populares

de esta etapa están inmersos en una sociedad burguesa, pertenecen a esa misma

clase media y comparten muchos de los nuevos ideales de la Ilustración. Otra cosa es

que su forma de hacer teatro no se rigiera por los patrones neoclásicos. Esta etapa

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está abanderada por el dramaturgo catalán Luciano Francisco Comella, creador de ‘la

escuela de Comella’ definida por Alberto Lista para referirse a este elenco de

escritores entre los que destacan Valladares de Sotomayor, Rodríguez de Arellano y

especialmente Gaspar Zavala y Zamora. Comella y Zavala y Zamora se centraron

principalmente en dos géneros nuevos: la comedia militar, heredera de la heroica, y la

comedia sentimental. Por ello, una vez más estos géneros gustaron tanto y alcanzaron

tanto renombre, incluso superado el siglo XVIII.

No es tarea fácil clasificar por géneros las diversas piezas populares, ya que si

algo caracterizó al teatro popular fue su mezcla de elementos y recursos. A esto se

suma la indeterminación de los propios autores que jugaban a llamar a sus piezas de

un modo diferente en cada representación para atraer al público y tratar de

sorprenderle con la idea de que se le estaba ofreciendo cada vez algo original y

novedoso, aunque en el fondo se tratase de otra comedia de magia, de santos o

sentimental.

En respuesta a la sistematización anterior de ‘comedias de teatro’ y ‘comedias

sencillas’, que afectaba incluso al precio de las entradas, más caras las primeras que

las segundas, se puede establecer una clasificación de los diferentes géneros

populares. Emilio Palacios ha realizado este esfuerzo por estructurar la diversidad del

teatro popular del Setecientos en varios trabajos (1988, 1996, 1998, 2003), cuya

primera división es entre teatro espectacular y teatro sencillo.

1.1 Teatro espectacular

Este tipo de teatro se caracteriza por un amplio desarrollo escénico centrado en

el empleo de la tramoya y en la presentación de decorados grandiosos y mutables. La

palabra queda en un segundo plano para dar paso a una imagen expresiva y emotiva,

fácil de captar y asumir por los espectadores. Es, en definitiva, un espectáculo de

masas, que se apoya principalmente en la imagen, en el cuadro escénico más que en

el texto para llegar sin dificultad al público. Junto a estas imágenes variadas, sucesivas

pero estáticas, la movilidad la aportan los juegos de tramoya, desapariciones, vuelos,

desfiles, saltos, apariciones de animales, presencia de autómatas, etc., que convierten

la función en un espectáculo medio circense (Palacios, 2003: 1557). La música ocupa

también un lugar destacado a la hora de crear ambientes y aportar tensión a las

mutaciones u ocultar el ruido de las tramoyas. Este tipo de teatro requiere de unos

medios dramáticos medianamente sofisticados para su puesta en escena y su buena

realización depende en gran medida del virtuosismo de decoradores, escenógrafos,

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pintores, músicos y tramoyistas, además de un esmerado uso del atrezzo y del

vestuario.

Lo cierto es que no todo se representaba con el detallismo que exigían las

acotaciones de los dramaturgos. La realidad escénica había mejorado bastante, pero

todavía se cometían muchos errores, la maquinaria resultaba rudimentaria y los

decorados se reutilizaban hasta su deterioro. Algunos ilustrados como Jovellanos

denunciaron esta realidad.

Las diferentes comedias espectaculares del siglo XVIII comparten una

estructura dramática simple, basada en la sucesión de escenas más o menos

asombrosas y magníficas. Imágenes pictóricas que recuerdan a las que se veían en

representaciones artísticas como la ópera o la zarzuela. Estas piezas populares

recogían la escenografía fastuosa de las antiguas representaciones cortesanas. Ahora

bien, mientras que en los palacios se contaba con todos los medios posibles, el teatro

popular estaba limitado por los medios técnicos y económicos de los locales públicos.

Y frente a las representaciones esporádicas palaciegas (normalmente para celebrar

algún acontecimiento singular, como un matrimonio o un nacimiento reales), se

enfrentaba a la urgencia que marcaba el constante cambio de cartel que exigían los

asistentes.

Por otro lado, las comedias de teatro respondían a un esquema secuencial, a

una sucesión de efectos visuales, lumínicos y juegos de maquinaria al tiempo que

contaban con una estructura abierta. Estas características propiciaban la serialización

de las obras. Como la fórmula funcionaba, sólo se trataba de situar al mismo

protagonista, fuera este un mago, un santo, o un héroe militar, en circunstancias

similares e igualmente extraordinarias, que permitieran el mismo derroche de

maquinaria y decorados. De ahí, la trilogía dedicada al rey de Prusia Federico II, las

cuatro partes de El anillo de Giges o las dos de Santa Brígida.

Dentro del teatro espectacular del XVIII se incluyen tres géneros dramáticos

que, aunque comparten la esencia de lo aquí expuesto, profundizan cada cual en

determinados aspectos, con lo que tienen sus características propias. Se trata de las

comedias de magia, las comedias historiales y las comedias religiosas.

1.1.1 Las comedias de magia

Este género dio sus primeros frutos en el Barroco, con la introducción de

algunos elementos mágicos, especialmente en comedias de corte mitológico. El

desarrollo pleno y novedoso del género se produjo en el XVIII. De hecho, la comedia

de magia fue la de mayor éxito de toda la centuria, y tan sólo a finales de siglo tuvo

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que compartir protagonismo con la comedia sentimental. Recoge de la tradición teatral

una estructura de comedia de enredo, similar a las de capa y espada de la etapa

áurea, a la que incorpora una sucesión de acciones, aventuras y peripecias que

pueden recordar la comedia bizantina. A pesar estas reminiscencias con el teatro

anterior, lo cierto es que la comedia de magia del XVIII se construye desde unos

patrones típicamente dieciochescos. Para empezar, los efectos mágicos y prodigiosos

que en la época calderoniana tan sólo se podían relatar, en el Setecientos forman

parte del montaje escénico y constituyen la esencia del espectáculo. El protagonista

de estas comedias de magia del XVIII se ajusta a los valores laicos de la nueva

sociedad. El mago es un “hombre de ciencia”, un hombre que adquiere sus

conocimientos gracias al estudio, la experimentación o la relación con un maestro. La

comedia de magia se seculariza y el conocimiento del mago, que le permite manipular

la realidad, no se debe ya a pactos demoníacos o a hechicerías, sino a su esfuerzo

personal y a su capacidad científica (Álvarez Barrientos, 1992: 342-343).

La comedia de magia, dentro de ser esencialmente un espectáculo visual,

creado para divertir y excitar la fantasía, utiliza lo mágico para acercarse a la realidad,

conocerla y mejorarla si es posible. Por ejemplo, en El anillo de Giges, gracias a la

invisibilidad del protagonista se puede descubrir la verdad y ayudar a que se haga

justicia. Los magos ponen sus poderes al servicio del bien. En la comedia de magia se

premia a los buenos y se castiga a los malos.

Este género fantástico se construye sobre dos realidades: una mágica (la de

los prodigios del mago) y otra teóricamente real, pero también ficticia por teatral. Y en

la diferenciación de estos dos planos, el mágico y el real, así como en la coherencia

interna de cada uno de ellos, se encuentra la verosimilitud del género y se consigue la

ilusión escénica (Álvarez Barrientos, 1992).

A todas estas novedades hay que añadir que, junto a los magos, se encuentran

también las magas. La mujer en el teatro del XVIIII adquiere un protagonismo

perturbador, estrechamente ligado a la irrupción de lo burgués en la literatura. Mujeres

que alcanzan las mismas cualidades que sus compañeros y que destacan por su

excepcionalidad. En el teatro dieciochesco, no se trataba sólo de reproducir los

esquemas masculinos y convertirse en las ‘mujeres varoniles’ del Siglo de Oro. Las

magas, por ejemplo, como ha señalado Calderone (1992: 359-361), tienen conciencia

de su excepcionalidad, luchan por defender la ciencia que han aprendido y buscan un

reconocimiento social. A esto hay que añadir el atractivo que seguía suponiendo para

los espectadores ver a una mujer vestida de hombre y solventando determinadas

lides. Las magas recogieron parte de la tradición teatral celestinesca, por lo que el

erotismo de estas piezas fue otro aliciente más para el público.

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El éxito de este género se debió, además de al espectáculo visual, a la calidad

de los autores que lo cultivaron y lo terminaron de configurar y convertir en un

producto teatral representativo del XVIII. En concreto, hay que referirse a José de

Cañizares (1676-1750). Dramaturgo y censor que conocía muy bien la tradición teatral

española, y autor de refundiciones y adaptaciones de poetas áureos, como Lope de

Vega y Cervantes. Cañizares cultivó todos los géneros en boga en el XVIII, pero

destacó en la comedia de magia y en la de figurón. En realidad, casi se puede decir

que fue el creador e impulsor de la comedia de magia dieciochesca. Abrió el camino

con su Don Juan de Espina en Madrid (o en su patria) y Don Juan de Espina en Milán,

cuyo protagonista encarnaba ya las características del mago-científico-investigador.

Obtuvo un notable éxito la aparición de autómatas en el escenario, causando la

admiración del público asistente al estreno de la primera parte.

Otra de sus piezas destacadas es El anillo de Giges, que llegó a tener cuatro

continuaciones, aunque sólo dos de Cañizares. Esta pieza se convirtió en parte del

repertorio habitual de las compañías de los teatros públicos. La comedia aborda el

tradicional tema del anillo mágico. En esta obra se observa muy bien la estructura de

comedia de enredo con los diferentes planos entre señores y criados, los triángulos

amorosos y el juego de relaciones de los graciosos. Véase el estudio previo a la

edición de Álvarez Barrientos (Cañizares,1983). Sin embargo, la serie mágica que más

éxito le proporcionó y que estuvo representándose durante todo el XVIII fue la de la

maga Marta la Romarantina, que llegó a tener hasta cuatro continuaciones.

1.1.2. La comedias religiosas

Se incluyen en este capítulo los autos sacramentales y las comedias de santos,

dos fórmulas teatrales heredadas del Barroco. Aunque fue en aquel período en el que

vivieron su verdadero apogeo, siguieron funcionando en la primera mitad del XVIII,

hasta 1765, cuando fueron prohibidas por una Real Cédula. Una nueva disposición de

1788 extendía la prohibición a las comedias de magia. Fueron las prohibiciones y las

críticas de los sectores más extremistas de la religión y de los reformistas lo que acabó

con los autos y las comedias de santos, pero también por la paulatina falta de interés

del público, como demostró René Andioc al estudiar la polémica sobre los autos

sacramentales (1988: 345-379).

En las comedia de santos dieciochescas el asunto religioso se reduce a lo

mínimo, siendo lo importante las aventuras, los viajes, las batallas, las escenas de

enredo, de amor y cómicas. Los temas solían ser bíblicos, alguna historia religiosa o

hagiográfica. Cuando se trata de una hagiografía, la comedia se ocupa bastante de la

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vida previa a la santidad del protagonista para mostrar los vicios y la vida licenciosa

que llevaba el personaje, especialmente si se trata de una santa. Estos asuntos

alimentaban el morbo de los asistentes y poco tenían de espirituales o religiosos. Se

abandona el carácter originalmente litúrgico para convertirse en pura diversión. Hay

que añadir a esta falta de religiosidad el hecho de que los actores y actrices que

protagonizaron las piezas eran conocidos entre el público por llevar vidas poco

ejemplares, con lo que su investidura religiosa resultaba a veces poco creíble e,

incluso, cómica.

De nuevo, el aparato escénico sustenta el espectáculo. Irene Vallejo ha

subrayado la estrecha relación entre la iconografía, la pintura, y las escenas de estas

piezas (1992: 141). El montaje de los milagros, junto con la música de la que solían

acompañarse, debía de dejar anonadado a más de un asistente si se representaban

con propiedad, como en el espectacular retablo de El lucero de Madrid, y divino

labrador San Isidro (1731) de Antonio de Zamora.

Junto a los santos, surgen también comedias de santas, con títulos tan

elocuentes como Princesa, ramera y mártir, Santa Afra (1735) de Añorbe y Corregel, o

A un tiempo monja y casada, Santa Francisca Romana de Cañizares. Antonietta

Calderone ha subrayado cómo la santa de las comedias de Cañizares se va

humanizando cada vez más. “La elegida del Señor parece ser exclusivamente la mujer

casada y / o la madre, que sufre a partir de este estado o por los sentimientos que tal

estado comporta” (1992: 360).

1.1.3. Las comedias historiales

Este tercer tipo de comedias de espectáculo está a su vez dividido en

comedias heroicas y militares. Las comedias heroicas son una evolución del género

barroco, evolución que se observa tanto en el desarrollo de decorados y tramoya,

como en las ideas que se tratan en las piezas. Estas ideas son las mismas que

aborda, siguiendo una estética bien diferente, la tragedia neoclásica. En general, se

trata de la defensa del bien público frente al beneficio personal. Los protagonistas de

estas comedias son personajes abnegados, ejemplos de heroísmo y de patriotismo,

que luchan por su territorio, como Elvira en La Judith castellana y Viriato en El mayor

rival de Roma de Luciano Comella, Recaredo en El católico Recaredo de Valladares

Sotomayor o Carlos V en Carlos V sobre Dura de Zavala y Zamora y su héroe

colectivo de las dos partes de Los patriotas de Aragón, donde recreó sucesos

cercanos a los espectadores de la época porque se trata de la defensa de Zaragoza

durante la Guerra de la Independencia. Sigue siendo la historia medieval española y la

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historia antigua, de griegos y romanos, la ambientación más frecuente de estas obras,

aunque también se incluye la temática americana, como con Cristóbal Colón de

Comella y la exótica, como en La esclava del negro Ponto, La buena esposa y La

moscovita sensible, las dos últimas de Comella y Acmet el magnánimo o los

desgraciados felices de Zavala y Zamora. La escenografía de sitios y batallas que

caracteriza a estas producciones refuerza también ciertos mensajes ‘patrióticos’.

Historias tradicionales como la de Guzmán El Bueno o como la de los numantinos, que

reutilizaron los neoclásicos en sus tragedias para dar cuenta de estos principios

‘patrióticos’, se transforman en las manos de los populares en piezas de gran

espectáculo como Los hijos de Nadasti de Comella, que presenta una situación similar

a la del Guzmán

A finales de la centuria aparece un género nuevo: la comedia militar. Son los

dramaturgos Zavala y Zamora y especialmente Comella quienes desarrollan de forma

particular este género historial. Estas piezas militares, además del despliegue de la

maquinaria escenográfica que las acompaña, con desfiles de tropas, batallas y

campamentos militares, tienen como protagonista a un monarca europeo moderno que

encarna algunos de los valores de la Ilustración. El dramaturgo defiende en estas

comedias una tesis, un ideal ilustrado, y en torno a la defensa de esta idea va a girar

toda la comedia (McClelland, 1998 y Campos, 1969). Esta tesis es el elemento

unificador de una pieza que generalmente parte de varias acciones, de varios lugares

y que se desarrolla en un dilatado período de tiempo. El aparato escénico sirve

también para reforzar la tesis de la obra. Entre las comedias militares más destacadas

se encuentra la trilogía sobre la figura de Federico II de Prusia de Luciano Comella

(Angulo Egea, 2000) y la dedicada a Carlos XII de Suecia de Gaspar Zavala y Zamora

(Fernández Cabezón, 1990).

También surgen en las militares protagonistas femeninas, en este caso

monarcas ilustradas que ejercen a un tiempo de madres y gobernantes. Una trilogía le

dedicó Comella a María Teresa de Austria y dos piezas a Catalina II de Rusia.

Estas comedias exprimían al máximo los recursos escénicos. El vestuario y los

decorados fastuosos de lugares lejanos, Prusia, Suecia, en Rusia sitúa Comella cuatro

de sus comedias, aportaban un espíritu cosmopolita y exótico a las historias y

escenarios. Los desfiles de tropas, las batallas, los ruidos de las armas, el fuego y el

fragor de la batalla animaba a los espectadores, al tiempo que recibían la imagen

nueva de la monarquía ilustrada. Las historias se tomaban de artículos y noticias

periodísticas, de biografías y de textos que proliferaron en el XVIII sobre la vida y la

historia de algunos monarcas europeos. El tratamiento sencillo, cercano, en ocasiones

excesivamente familiar, con el que se mostraba al rey en escena, así como la falta de

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rigor histórico de las piezas, fueron duramente censurados por los reformistas que,

fieles a sus postulados neoclásicos, fueron incapaces de reconocer y valorar los

modernos ideales ilustrados que desprendían estas producciones.

1.2. Teatro sencillo

Dentro de este epígrafe se incluyen todas aquellas comedias que no requerían

un fuerte aparato para su representación. Es evidente que también se apoyaron en las

mejoras de los recursos escénicos, muchos decorados de las comedias sentimentales

(jardines, salones burgueses), de las de bandoleros (cuevas, cárceles, montañas

escarpadas), o de las de figurón (con ruidos, juegos de luces, atrezzo y vestimenta

sofisticados), dan cuenta de este interés por la ambientación. Sin embargo, el aparato

externo no constituyó la esencia de estas piezas. El sujeto de atención de estas obras

fueron las historias, costumbres e ideas de la época, manifestadas por argumentos

más o menos sofisticados y enredados. Tres géneros pertenecen a este teatro

sencillo: las comedias sentimentales, las de guapos y bandoleros y las de figurón. Las

dos primeras han sido a su vez reagrupadas como ‘teatro romancesco’ (Palacios,

1999, 2003) ya que se caracterizan por contar historias novelescas de carácter

episódico y de cierta densidad argumental. En cambio, la comedia de figurón, más

puramente teatro costumbrista, reproduce habitualmente la estructura de una comedia

de enredo en la que se ridiculiza a un personaje-tipo.

1.2.1 La comedia de figurón

Este género teatral provenía una vez más de la tradición dramática española.

Lope lo había practicado con éxito, aunque se desarrolló plenamente en la época de

Calderón, con significativas producciones de Rojas Zorrilla y de Moreto. Sin embargo,

y como sucede en otros géneros teatrales iniciados en el Barroco, será en este siglo

XVIII cuando la comedia de figurón se constituya plenamente y dentro de unos códigos

puramente dieciochescos. El carácter costumbrista de este género le obliga a tener un

contacto directo con los referentes sociales de su época. Precisamente, la conexión

con el público se sustenta en la estrecha vinculación que existe entre los modelos que

la obra reproduce y la realidad del momento.

La comedia de figurón presenta a un personaje ridículo sobre el que giran el

resto de las historias y personajes. La ridiculez de este tipo dramático está ligada a un

referente social cercano para los espectadores del momento. Por eso en el XVIII no se

abunda mucho más en el montañés ridículo de etapas pretéritas, aunque muchos de

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los rasgos que configuraron a estos primeros figurones pasan a ser convencionalismos

propios del tipo, como las ínfulas nobiliarias o la tacañería. En el período ilustrado,

serán las supersticiones y la creencia en hechicerías, duendes y diablillos las que

traten de ridiculizarse en las comedias de figurón. El siglo de la razón no podía seguir

arrastrando estos temores atávicos e infundados, alimentados por la ignorancia

durante generaciones. De ahí que se presenten figurones miedosos, supersticiosos,

que creen en hechizos y en duendes para ser reprendidos y ridiculizados.

Muchos son los ejemplos, los más conocidos son don Claudio de El hechizado

por fuerza, de Antonio de Zamora, inmortalizado por Goya, don Lucas, de El Dómine

Lucas de Cañizares o don Domingo de Don Blas de la pieza homónima también de

Zamora. Pero otras muchas comedias tratan el asunto, como la singular pieza de

origen italiano de Zamora, Diablos son alcahuetes y el espíritu foleto. En general estos

figurones aparecen acompañados de un gracioso, que potencia el carácter irrisorio de

su amo. Escenas memorables por su comicidad dentro del teatro del XVIII fueron

protagonizadas por un figurón y un gracioso.

Por sus constantes enredos, entradas y salidas y asuntos amorosos, estas

piezas recuerdan estructuralmente las comedias de capa y espada. Esta sucesión de

enredos y circunstancias fueron las que propiciaron el rechazo de los neoclásicos a un

género que, en principio, por su carácter más o menos costumbrista y su intención

crítica hubiera podido entrar dentro de sus patrones. En efecto, ‘el teatro erudito’

prefirió desarrollar la llamada ‘comedia de carácter’ de origen francés que ironizaba

también sobre el defecto acusado de un personaje. Lo cierto es que la comedia de

figurón ridiculizaba de modo un tanto entremesil para provocar la risa de los

espectadores, mientras que la comedia de carácter criticaba un defecto social a través

de un personaje, con el fin de educar a los asistentes.

Destacó en este género el dramaturgo Antonio de Zamora (1660,1664?-1728-

1740?). quien refleja en su producción el período de transición que le tocó vivir entre el

Barroco y la Ilustración. Cultivó los géneros de moda en su época, comedias heroicas,

de santos, zarzuelas, sainetes, pero sobresalió con sus logrados figurones, en

especial, El hechizado por fuerza. Fue un dramaturgo que supo adaptarse a los

nuevos tiempos e incorporar las novedades dramáticas a su teatro. Probablemente su

obra más conocida y más representada a lo largo del tiempo sea No hay deuda que no

se pague y convidado de piedra. Pieza que reelaboraba la figura del mítico burlador

tirsiano, creando un eslabón entre éste modelo y el ideado por Zorrilla con su Don

Juan Tenorio , como ha estudiado Ignacio Arellano (Zamora, 2001).

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1.2.2 Comedia de guapos y bandoleros

Denominado también como ‘teatro romancesco’ por su uso y abuso de historias

novelescas de estructura episódica y densidad argumental. Este género heredado se

cultivó con profusión en el Barroco, aunque tuvo su período de auge en la primera

mitad del XVIII. Trata de historias o aventuras de amor, protagonizadas por un guapo,

un bandolero o un contrabandista. La peculiaridad de estos personajes, hombres al

margen de la ley, condiciona las aventuras que se desarrollan (normalmente surgen

situaciones límites, peligrosas y violentas con persecuciones y enfrentamientos) y los

ambientes en las que se desenvuelven (cárceles, montañas, cuevas, espacios de la

clandestinidad, normalmente ubicados en la zona levantina y andaluza). La

idiosincrasia de estos personajes ha llevado a Emilio Palacios (2003: 1566) a dividir en

tres grupos estas obras: comedias de guapos, que cuentan aventuras de valentones,

‘héroes populares’ como Julián Romero el protagonista de la pieza de Cañizares

Ponerse hábito sin pruebas y guapo Julián Romero; comedias de contrabandistas, en

las que se trafica con tabaco, café... por lo que surgen los problemas con la justicia. La

cárcel y los tribunales son dos espacios habituales en estas piezas; comedias de

bandoleros, las más tradicionales del género. El bandolero vive al margen de la

sociedad, en la clandestinidad y se dedica a robar para subsistir. Gabriel Suárez es el

dramaturgo que destacó con singular éxito, con historias de bandoleros como la de El

bandido más honrado y que tuvo mejor fin, Mateo Vicente Benet, con dos partes. Para

un estudio detallado del bandolerismo y de estas comedias, véase Palacios (1998a:

137-184).

1.2.3 La comedia sentimental

Género que surge a finales de la centuria por la apropiación por parte de los

autores populares del drama burgués ilustrado. El progresivo aburguesamiento de la

sociedad trajo consigo la invasión de lo sentimental y los dramaturgos populares

reconocieron rápidamente el filón comercial que existía en la manifestación de ciertos

sentimientos que antes pertenecían al espacio de lo privado y, sobre todo, en la

presentación de la sociabilidad nueva que regía en todos los ámbitos, el laboral, el

familiar y el matrimonial y con la que se identificaba la cada vez más abundante clase

media.

Los dramaturgos populares se inspiraron en las comedias sentimentales

europeas, que tradujeron y adaptaron a la situación española, a la vez que extrajeron

argumentos de las novelas sentimentales extranjeras y, por supuesto, miraron en su

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entorno urbano más inmediato. Frente al drama burgués centraron su interés en los

aspectos lacrimógenos y especialmente emotivos y se olvidaron de las tres unidades y

de la verosimilitud clásicas. Sin embargo, estas piezas de teatro romancesco, de

estructura episódica y novelística, revelan muchos de los ideales ilustrados de la

época. Presentan los modelos y las virtudes civiles necesarias para lograr ser un

excelente trabajador, padre-madre, hijo-hija, esposo-esposa, por eso, muchos de los

títulos de las piezas recogen esta realidad: La buena nuera, El hombre agradecido, El

bueno y el mal amigo, etc. La mujer, que ya venía asumiendo importancia en otros

géneros, se convierte en la protagonista indiscutible de la comedia sentimental, de ahí

que algunas piezas se titulen con los nombres de sus protagonistas femeninas, La

Cecilia, La Jacoba, La Adelina, La holandesa, imitando también la moda de las

grandes novelas sentimentales inglesas. Dramaturgos como Valladares Sotomayor

dieron prioridad a los asuntos profesionales de la clase media abordando su situación

laboral, el mundo del comercio y de las finanzas en piezas como El fabricante de

paños o el comerciante inglés, El vinatero de Madrid o Los perfectos comerciantes

(Pataky Kosove, 1977: 56-67). Para un estudio detallado del género sentimental,

véase García Garrosa (1990).

El teatro sentimental también puede dividirse en función de su escenografía y

de sus ideas. Por un lado, estarían las comedias sentimentales rurales, que

desarrollan su acción en el campo, y por otro, las urbanas, que se desenvuelven en la

ciudad. Las primeras son en realidad una modernización de las comedias rurales

barrocas de Lope y Calderón.. En cualquier caso, tanto los decorados como la música

popular guardan muchas reminiscencias con las escenografías zarzueleras y las

óperas italianas del momento, que se traducían y adaptaban para los teatros

españoles por los mismos autores populares. Luciano Comella destacó en muchas de

estas traducciones y, de hecho, es quien más se ocupó de estas comedias rurales.

Este tipo de sentimentales presenta una temática de acuerdo con su entorno. Se

tratan asuntos como el abuso de la nobleza terrateniente sobre el campesinado, la

dignificación de los trabajos manuales, la crítica de la ociosidad y la defensa de

principios como el honor que otorgan las buenas acciones frente al de los títulos

heredados.

Estas obras son también en ocasiones la imagen coral de todo un pueblo. Un

pueblo que muestra los problemas que surgen entre las formas antiguas de entender

las relaciones de poder, las laborales y sociales. Títulos como las dos Cecilias, Los

falsos hombres de bien, El buen labrador, El dichoso arrepentimiento, El hombre de

bien, todas ellas de Luciano Comella, y la relevante pieza de Rodríguez de Arellano

Las vivanderas ilustres, entran de lleno en esta clase de sentimentales. Es aquí donde

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18

surgen las piezas más propagandísticas, como El pueblo feliz de Comella, en la que

se ensalza de forma explícita y populista el ideario ilustrado.

Las comedias sentimentales urbanas se desenvuelven en las casas burguesas,

que vienen a simbolizar la ciudad. A veces son ciudades concretas, por lo general, de

fuerte movimiento comercial, como las urbes portuarias de Cádiz y Londres; sin

embargo, los personajes aparecen en espacios domésticos, como el salón o el

gabinete. Estas comedias reflejan la naturaleza diferente de las relaciones

matrimoniales, familiares y amistosas que surgen en el XVIII y muestran modelos

ideales de hombres y mujeres del Setecientos. Entre otros, ejemplos serían El

matrimonio por razón de estado, El hombre agradecido, El ayo de su hijo, Natalia y

Carolina, La dama colérica, El hijo reconocido, La niña desdeñosa, de Comella, La

reconciliación de los hermanos , La mujer de dos maridos de Rodríguez de Arellano,

entre otras. Algunas de estas piezas sentimentales, por su ambientación, tipología y

temática, se acercan mucho a las comedias de buenas costumbres clasicistas, como

sucede con El abuelo y la nieta de Luciano Comella.

Dentro del conjunto de escritores de finales de siglo, Gaspar Zavala y Zamora

(1762-1814) y Luciano Francisco Comella (1751-1812) destacaron por su prolijidad y

calidad dramática. Fue especialmente importante la colaboración de ambos en la

implantación y desarrollo de géneros nuevos, como la comedia militar y la sentimental,

influyendo también en la evolución de otros géneros ya existentes, como las comedias

heroicas. Ambos compaginaban la escritura dramática con otras actividades

intelectuales. Zavala y Zamora fue además novelista y Comella fundó y codirigió un

periódico, El diario de las musas. Los dos se dedicaron a la traducción y adaptación, y

Comella cultivó también la composición de piezas musicales, zarzuelas y óperas,

dando sus primeros pasos dramáticos como tonadillero y sainetista. Los dos

dramaturgos se preocuparon por la situación del teatro en su época y trataron de

colaborar en su mejora, especialmente tras el fracaso de la Junta Censora de 1800.

Comella presentó un plan para codirigir el teatro de los Caños del Peral y Zavala y

Zamora, más ambicioso, presentó un proyecto para reorganizar completamente el

funcionamiento de los teatros públicos.

Respecto a sus comedias historiales, Zavala y Zamora fue un especialista en el

empleo de los recursos escénicos y la maquinaria. Los escenarios que ideó

desbordaban dinamismo y vistosidad. Asaltos, sitios y defensas de ciudades fueron su

especialidad. Uno de sus mayores éxitos le llegó con la segunda parte de Carlos XII

rey de Suecia, en la que se podía presenciar: “un duelo entre Carlos XII y Pedro el

Grande, un intento de violación, un atentado palaciego, el rey escapándose por una

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mina, el asalto a una ciudad, el rey sacando los ojos a un soldado” (Palacios, 1988:

270-271).

Comella, aprovechando también estos recursos, especialmente los

movimientos de masas mediante evoluciones y desfiles militares y cortesanos, se

caracterizó por la mezcla de elementos heroicos y sentimentales. Supo simultanear

escenas militares, dinámicas e, incluso violentas, con otras notablemente

sentimentales, con familias hambrientas, niños que lloran, madres y esposas

abnegadas y expuestas a la maldad de sus superiores, etc. Esta mezcla fue uno de los

aciertos del nuevo género militar, además de la moderna presentación ideológica del

monarca ilustrado.

En cuanto a las comedias sentimentales, también presentan una base común

pero se aprecia una asimilación diferente de la sensibilidad que materializan en estas

producciones. Comella se muestra, salvo en las traducciones más literales que realizó

ya a principios del siglo XIX, como con El error y el honor, más apegado a cierto

‘tradicionalismo’, de hecho, destaca especialmente en las que se han llamado

comedias rurales que son en definitiva la versión moderna y burguesa de historias

como Fuenteovejuna. También sobresale en aquellas en las que abordan un problema

social puntual como en El matrimonio por razón de estado o en El abuelo y la nieta,

son en cierta mediada costumbristas. Las comedias sentimentales y militares de

Comella, en muchas ocasiones, salvo por el ejército y el ambiente de milicia, no están

tan diferenciadas. En cambio, Zavala y Zamora parece más atraído por lo pasional,

misterioso, gótico y sublime en sus comedias sentimentales, de hecho, recuerdan

mucho las conflictivas situaciones y las peripecias de sus protagonistas de novelas

como en La Eumenia o en Oderay.

En resumen, el teatro popular del siglo XVIII, desde la variedad y la

imaginación, y al contrario que el teatro neoclásico, centró sus aspiraciones en ser

principalmente espectáculo, función teatral, entretenimiento. Los espectadores, sus

gustos y necesidades, fueron el espejo en el que se miraron las comedias populares.

Por ello, este tipo de teatro fue cada vez más reflejo de las inquietudes de la

emergente clase media, se acomodó a las circunstancias sociales y cambió

paulatinamente en función de su público, de ahí, su indiscutible éxito y su proyección

posterior en propuestas tan aparentemente novedosas como los dramas románticos.

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