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El sueño hispano ante la encrucijada del racismo contemporáneo Ángel López García VIII Premio Constitución de Ensayo

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El sueño hispano ante la encrucijada del racismo contemporáneo

Ángel López García

VIII Premio Constitución de Ensayo

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0) Prólogo (breve ensayo sobre el ensayo) El autor ha dudado mucho sobre si lo que sigue necesitaba ir precedido de un prólogo o no. Bien mirado, si lo que se había propuesto era escribir un verdadero ensayo, lo lógico habría sido prescindir de todo prefacio, envoltura esta que los géneros literarios sintieron incómoda desde el Quijote , y pronto impertinente también. Ponerle prólogo era convertir este ensayo en lo que se suele llamar ensayo histórico, o ensayo filosófico, o ensayo filológico, es decir en estudio académico más o menos relajado, y no en ensayo propiamente dicho. Sin embargo, precisamente porque el ensayo parece un género herido de muerte, convenía explicar en esta presentación porqué merece la pena escribir otro más, ahora que la especie se extingue lánguidamente. Aclaremos este trabalenguas. En El sueño hispano no me he propuesto "demostrar" nada: para ello hubieran sido necesarios una serie de conocimientos históricos y antropológicos de los que carezco, una extensión mucho mayor, una relación bibliográfica pormenorizada. Como su nombre indica este libro versa sobre el sueño de los hispanos, pero también sobre mi propio sueño. El que tienes en las manos, afamado lector (he aquí una buena fórmula ensayística) es un texto onírico que aprovecha, eso sí, datos que en los dominios académicos pueden resultar triviales e incluso discutibles, ¿por qué no?, pero que muchos desconocen y que he articulado de cara a un resultado que ya no es ni anodino ni inocuo. Al que se proponga abordarlo buscando tan sólo una gratificación racional debo advertirle que le defraudará irremediablemente. Este texto se ha concebido en aras de la captación emocional del auditorio, es un texto retórico que apela al sentimiento para, desde él, llegar al raciocinio. Si se quiere, tiene algo de proclama, una pincelada de panfleto, pero bastante también de terca mostración de heridas sin cauterizar que nos duelen rabiosamente. Un ensayo, tal y como lo concibo, no puede limitarse a incrementar las informaciones almacenadas en la memoria redondeando la lista de los reyes godos o la tabla periódica de Mendeleiev: aunque lo haga, y los datos se apoyen, honestamente, en fuentes fiables, también se le pide que apele al corazón, que suscite la acción o cuando menos un cambio de actitud en el lector, y para ello tiene que ser verosímil. El ensayo, lo diremos de una vez, es un género literario, y como toda literatura encierra una cierta verdad en sí mismo, además de la verdad objetiva que pueda reflejar. El ensayo que me gustaría haber escrito debe poder ser leído enteramente durante un viaje en tren o en la consulta del médico. Luego, cuando el mareo anónimo de los andenes se nos trague, o la prevención acumulada estalle ante el suave quejido de la puerta que se abre, quedará en lo más hondo una leve inquietud cuyo origen ya hemos empezado a olvidar: en este sentido el ensayo viene a ser el correlato moderno de la épica, un texto anónimo transliterado por alguien a causa de las exigencias del ISBN. Los críticos han observado que la novela puede ser buena, en cuyo caso forma parte de la literatura, o mala, y entonces la arrinconamos en la subliteratura, pero no deja de ser alguna clase de literatura; el ensayo a secas puede ser muy bueno, y sin embargo no tener nada de literario, como cuando se desarrolla exhaustivamente un tema, a veces en varios volúmenes: en cambio el ensayo literario es un género que nace con los Diálogos platónicos sometido a la doble exigencia de la facilidad y de la no frivolidad. Nada más, pero también nada menos.

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Que sepamos lo que conviene, no significa que estemos capacitados para realizarlo. Personalmente -y ruego no se tome esto como una simple captatio benevolentiae - tengo mis dudas respecto al fruto de este compromiso con el género ensayístico que ahora ofrezco al lector. Cuando en ocasiones anteriores probé fortuna -por ejemplo en El rumor de los desarraigados - lo hice desde la seguridad que da el hablar en terrenos que conozco bien: aquel trabajo ha sido ciertamente muy discutido, pero la controversia que suscitó era una disputa entre lingüistas que yo ya me esperaba y cuyas contrarréplicas tenía preparadas de antemano. Ahora es distinto, y por eso escribo este prólogo no sin cierta prevención. Pero se piense lo que se piense de lo que en este libro se afirma, de una cosa sí estoy seguro: las explicaciones que se han dado de la comunidad vivencial de los hispanos son todavía incompletas porque se les escapa un factor esencial, a saber el papel desempeñado por la lengua en su constitución y en su mantenimiento. Por eso, con independencia de mis errores o de mis aciertos, hay que seguir probando fortuna, vale decir ensayando, esto es redactando ensayos. Y es que los poemas épicos, ya lo sabéis, se van reescribiendo continuamente a lo largo del tiempo.

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1) Lo que hay Cuando un extranjero se dispone a solicitar un número de la Seguridad Social en los Estados Unidos se le exige que rellene un tedioso cuestionario del Department of Health and Human Services. Armado de paciencia ante los inextricables meandros de la burocracia nuestro solicitante va repasando con la vista el encabezamiento de los distintos epígrafes. Lo ha hecho cientos de veces -cuando se inscribe en un hotel, cuando vacuna a su perro, cuando le ponen una multa-, de manera que lo normal es contestar de forma automática en una suerte de pausada, y un tanto irónica, cadena de estímulos y respuestas: residencia habitual, edad, nombre de los padres, nacionalidad...En este momento es muy posible que recuerde el día que entró al país y el formulario de la oficina de inmigración, algunas de cuyas preguntas no dejaron de suscitarle una mueca de incredulidad -¿piensa atentar contra la vida del presidente de los E.E.U.U.?-, o bien de provocar una sonrisa cómplice -¿ha estado últimamente en una explotación agropecuaria?- sobre el fondo del tufillo a chorizo que se desprendía de su bolsa de viaje y que, según dicen, inunda el vestíbulo de la terminal de llegadas internacionales del aeropuerto Kennedy de Nueva York; a pesar de todo nuestro esforzado visitante consiguió pasar la prueba sin mayores contratiempos. Mas, de repente, una de las cuestiones formuladas lo deja perplejo:¿raza? Nuestro visitante no puede menos que torcer el gesto. Está claro que esta pregunta no es ética. Preguntar por la raza introduce potencialmente una discriminación entre los que rellenan el formulario, por muy opcional que sea la respuesta: da lo mismo tener dieciocho o sesenta años (es un decir: por lo menos la juventud es una enfermedad que, si hay suerte, se cura siempre), ser soltero o casado (nuevamente con todas las reservas imaginables), pero todos sabemos que ni en Estados Unidos ni en otras partes del mundo es indiferente la raza a la que se pertenece. Sin embargo lo más notable no es la pregunta, sino las posibles respuestas que se le sugieren al usuario: blanca, negra, asiática, india,o...hispana. ¿Hispana? Como el solicitante aprendió en la escuela aquello de "blanca, negra, amarilla, cobriza y aceitunada", el formulario, solícito, se lo aclara: "descendiente de españoles" (o,para ser más exactos: "Hispanic (includes persons of Chicano, Cuban, Mexican or Mexican-American, Puerto Rican, South or Central American, or other Spanish ancestry or descendent)", en oposición a "Northern American Indian or Alaskan Native"). Vayamos por partes. Según este criterio un español no es blanco, sino hispano, aunque un portugués, un andorrano, o un tunecino sean blancos. De otro lado un indio o un mestizo no son cobrizos, sino hispanos, siempre y cuando hayan nacido en Oaxaca o en Cuzco y no en Utah -que incluso lingüísticamente los hopi del Gran Cañón del Colorado y los nahua mexicanos estén muy próximos no parece tener, pues, importancia-. Esta curiosa repartición de las razas distingue por tanto dos criterios basados en el color de la piel -blanca y negra, donde, implícitamente, se insinúa una connotación dualista y maniquea de buenos y malos-, un tercero de índole geográfica y en última instancia económica -asiáticos, que incluye desde japoneses ainou blancos hasta filipinos negros pasando por vietnamitas amarillos-, y un postrer criterio que edifica una "raza hispana" a base de supuestos lazos étnicos que en realidad se revelan idiomáticos, pues es evidente que muchos indios y bastantes negros hispanos no descienden de españoles, tan sólo hablan -bien, mal, y a veces in pectore- la lengua española.

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Se nos podría objetar que esta lista es antropológicamente absurda. Pero el hecho de que se dé ya es suficientemente representativo. Para la sociedad, al menos para la que subyace a dicho cuestionario (y no hay que olvidar que a fines del siglo XX esta sociedad estadounidense, con sus virtudes y con sus defectos, es la que marca las pautas de cómo se ve el mundo por todas las demás), las cosas son así y no de otra manera: de un lado se establece una oposición tajante entre los explotadores y los explotados, entre lo que a grandes rasgos podríamos denominar Occidente y el Tercer Mundo; de otro se reconoce el extrañamiento inevitable hacia Oriente, y, de paso, se insinúa la preocupación por un futuro en el que los "asiáticos" parecen estar llamados a reemplazar a los blancos en la toma de decisiones sobre los asuntos del planeta (¡a lo que puede llevar la fabricación de transistores y de chips!); por fin, y sin causa que lo justifique, los que hablan español en razón de su nacimiento, es decir los hispanos. La primera reacción del ciudadano que se ajusta a la definición de "hispano" (siempre y cuando no sea un "espalda mojada", que a estos no se les hace rellenar ningún cuestionario) es la perplejidad. La segunda y siguientes dependen mucho de su conocimiento de -o mejor aún de su capacidad de inmersión en- la comunidad a la que pertenece: si es blanco, un tanto pagado de sí mismo, y está decididamente alienado por las reglas del juego de nuestra época, se molestará de que no le permitan tachar el recuadro "white (not hispanic)"; si además es europeo (esto es, ciudadano del Estado español), lo hará incluso aunque no se den los ingredientes ideológicos apuntados; si es consciente del carácter relativo de las adscripciones comunitarias, es decir de que cada grupo es siempre lo que los otros ven en él, y no lo que pueda representar por sí mismo o lo que le gustaría ser, es muy posible que acepte una evidencia que los cuestionarios oficiales han sancionado con tanta rotundidad -incluso habrá quien aproveche su condición de "minority" para optar a una beca reservada a un cierto porcentaje de la población (de donde se sigue que en este punto las mujeres, negras, hispanas, y que se acaben de romper una uña -esto es las handicapped- pueden intentar provechosamente la acumulación de puntos en la esperanza de burlar la ley, vieja afición hispánica donde las haya). Es una pena que las reflexiones de nuestro solicitante se detengan aquí. Como por lo general la burocracia estadounidense no preve la adjunción indefinida de considerandos a los impresos oficiales -a la manera, sabiamente educativa de los expedientes hispanos donde todavía no se ha cerrado el pleito del corte de pelo a traición del rey Wamba-, la pregunta obvia de por qué las cosas son así y no de otra forma no llegará a plantearse; ¿por qué son los hispanos una raza?; y si no lo son, ¿por qué se dice de ellos que lo son? Pero caso de continuar con sus elucubraciones lo primero que le cumpliría advertir a nuestro solicitante es que si bien la palabra raza parece manifiestamente inadecuada, en su propio país algún maestro ya le había hablado de su comunidad en términos parecidos: al mexicano le leyeron pasajes de La raza cósmica de J. de Vasconcelos, al español de la Defensa de la hispanidad de R. de Maeztu, al uruguayo o al argentino les intentó convencer de lo mismo don J. E. Rodó, ahora como Iberoamérica y su raza. Tanto da: tras la ruptura de la organización colonial, y a las pocas décadas de la independencia de las naciones americanas de habla española, se produjo la acuñación del término "raza hispánica" para designar al mismo grupo de seres humanos a los que se refería nuestro denostado cuestionario (en otras

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palabras que la burocracia siempre tiene razón, o bien que, al igual que los autores antedichos, es de espíritu irrefrenablemente conservador y romántico). Es muy poco probable que estas referencias decimonónicas, aunque indubitables, ayuden a un mejor entendimiento del proceso de consolidación del rótulo "raza hispánica". El panhispanismo es coetáneo del pangermanismo y del paneslavismo de fines del siglo XIX. Sin embargo hay algo en su conformación y en su modo de existencia que lo tornan radicalmente diferente. Por lo pronto estos movimientos centrípetos se plantean como un deseo de agrupar a comunidades de la misma lengua -alemán-, o de la misma familia lingüística -las lenguas eslavas-, que habían carecido siempre de unidad o por lo menos que no la tuvieron en época histórica. En el caso del panhispanismo, por el contrario, se proclama la existencia de una comunidad vivencial a partir de una unidad lingüística que surgió de situaciones coloniales de las que se acababa de salir hacía menos de un siglo; aun así la unidad lingüística que fundamenta el panhispanismo es más bien posterior a la colonia, como se verá. En la comunidad hispánica no hubo realmente origen común, sino la proclamación de una meta futurible que se deseaba alcanzar. Los grados de mestizaje, en los que se funden el negro, el blanco, y el indio de todas las formas posibles, hacen de los hispanos una suerte de resumen de la humanidad, antes que de una "raza" determinada (no es una metáfora: hoy sabemos que la población autóctona americana pasó al continente desde Asia por el estrecho de Bering). Por otro lado, si por cultura se entiende un conjunto de tradiciones y de hábitos colectivos, la que los hispanos tienen en común les viene de la implantación americana de ciertas peculiaridades de la metrópoli, pero por lo demás poco o nada tienen que ver un argentino, donde lo italiano es tan importante, con las reiteradas resonancias indias de un boliviano, o con el mundo africano que erupciona la isla de Cuba. Concluiremos, pues, de momento, diciendo que la raza hispánica no parece una raza, y que el pan- de his-pan-o no es tampoco el de una totalidad verosímil. Eppur si muove : la noción de hispanidad es aceptada comúnmente por todos los hispanos, y aunque con frecuencia la idea de la "madre patria" venga acompañada de una, justificada, aversión a los vástagos europeos de tan prolífica progenitora, lo cierto es que pocos se atreverían a negar que esta comunidad lingüística, nacida de una dominación colonial, ha cuajado en algo más que en una superestructura de servicios para disfrute y provecho de las clases dominantes de cada uno de estos países. Frente a ella la francofonía, por ejemplo, nunca se presentó como un lazo étnico -ni siquiera simbólicamente-, sino como un conjunto de naciones en las que el francés constituye la lengua de prestigio conocida por las élites del gobierno y de la administración, y gracias a la cual unas y otros, las élites y los organismos que controlan, se limitan a prolongar la situación colonial. Pero por más que el francés se revele útil para las relaciones internacionales de estos pueblos -de Camerún, Togo, Senegal, Vanuatu, etc-, es muy dudoso que sus ciudadanos puedan sentirse alguna vez franceses por la lengua o por la cultura. Parece ser que el descubrimiento de obviedades es más productivo desde el punto de vista de la historia del pensamiento que el de hechos ocultos y misteriosos. Los primeros filósofos, los presocráticos, se acostumbraron a asombrarse del día y de la noche, del frío y del calor, y sus libros, monótonamente apellidados De la naturaleza pusieron la semilla del método científico. La administración federal de los E.E.U.U., al insistir en que lo hispánico no es sólo

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una comunidad lingüística o política, sino sobre todo una raza (?), esto es un vínculo genético, parece haber puesto igualmente el dedo en la llaga de la historia. Asombrémonos pues: la comunidad lingüística hispánica no es una nación, a pesar de la ascendencia española de algunos, ni siquiera de la mayoría, de sus componentes (¡hay tantos indios puros en los Andes o en el Yucatán!); tampoco es un grupo lingüístico, si bien la mayor parte -no todos- hablan o son capaces de hablar una misma lengua: la comunidad hispánica es -dicen- ...¡una raza! Se impone una reflexión sobre la forma en que procedemos a clasificar el mundo. Cuando un grupo de elementos (piedras, animales, estrellas, u hombres) es dividido en clases solemos reunirlos por la mayor o menor proximidad de sus rasgos: piedras redondas, piedras alargadas, piedras planas, piedras cortantes, piedras rugosas, y...otras. Toda clasificación termina llegando a un grupo de elementos inclasificables en el que se reunen los que no parecen caber claramente en ninguno de los apartados anteriores, no por ser radicalmente diferentes, sino porque tienen un poco de todos ellos, son piedras algo redondas, algo alargadas, algo rugosas, algo planas y algo cortantes. La sospecha que nos asalta es la de si la llamada "raza hispánica" no vendría a ser un epígrafe sinónimo de "otros", una "raza que incluye negros, blancos, indios y asiáticos", es decir una verdadera "multirraza" o "panraza". Lo notable es que dicha "multirraza" (no hay que decir que se trata de una noción ética, y sólo en parte biológica) parece exhibir un rasgo común que no entraba en las previsiones de nuestra taxonomía, algo así como si el grupo de otras piedras resultase a la postre ser el de piedras de manganita por ejemplo. Y es que estos otros, que caben en todas las razas y en ninguna, tienen en común la rara propiedad de hablar una cierta lengua, español. Qué tipo de ecuación liga la idea de multirraza con la lengua española es la pregunta que intentaremos responder en este ensayo. Obsérvese un hecho notable: de un indio de Guatemala, que tal vez sólo sabe hablar maya, decimos que es un hispano, pero de un hindú de Hyderabad que habla telugu (una lengua dravídica) y que ha aprendido inglés en la escuela no decimos que sea anglosajón, sino que se mueve en el horizonte cultural, económico, e incluso político, del antiguo imperio británico. Para ser hispano ni siquiera hay que hablar español como lengua materna, basta con estar vivencialmente próximo a la comunidad que lo habla. Tanto es así que, pese a originarse en una situación colonial, la comunidad hispánica no es alentada y sostenida por la antigua metrópoli, sino más bien todo lo contrario: si algún grupo de hispanos está en peligro de perder su condición de tales, es precisamente, por una irónica pirueta de la historia, el de los españoles. Más de esta defección y de la alternativa europeísta -mejor dicho "europeólatra"- con que se pretende sustituir lo hispano en la península ibérica (como si ambas filiaciones fuesen incompatibles) hablaremos más adelante. El lector avisado no dejará de constatar con estupefacción que el presente discurso se mueve peligrosamente en las coordenadas de un cierto irredentismo. Sin embargo es necesario advertir que lo que sobrevino a nuestro solicitante no fue una reivindicación de lo hispánico, sino una constatación de su evidencia y de su carácter peculiar, que es muy diferente. La "multirraza" hispana no va a salvar a la humanidad, ni va a propiciar un horizonte esperanzador y presumiblemente antimaterialista por contraste con el mundo americano sajón

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del norte del que, esto sí es palpable, constituye una réplica desafortunada en cuanto modelo económico y de organizacción política, al tiempo que el patio trasero subdesarrollado sobre cuya explotación se ha edificado aquella realidad fastuosa. Bastante tienen la mayoría de los hispanos con encontrar algo para subsistir cada día como para preocuparse por el grado de consumismo del mundo moderno. Lo único que sí debe reconocerse, a fuer de sinceros, es que los hispanos ocupan un espacio considerable en el mapa geopolítico, que para los otros constituyen una "raza" aparte (cualquiera que sea el significado de dicho término), y que el fundamento de la misma no es biológico, sino lingüístico, la posesión, contagio, o simple proximidad a la lengua española. Esta multirraza verbal, como hecho humano, es ante todo un hecho histórico: surgió en algún momento del pasado, desaparecerá disolviéndose en otras comunidades en algún momento futuro, y además puede ser puesta en relación y comparada con otros fenómenos semejantes (dicho sea todo esto con la sana intención de prevenir cualquier intento de idealización de la hispanidad)' No obstante, precisamente por ser humano, es un hecho único que mereció la atención de nuestro solicitante. Quienes se han acercado a él con más calma y más preparación que este pensador dilettante de mañanas perdidas han insinuado una doble vía de acercamiento que se corresponde con las dos vertientes de lo humano, la antropológica y la histórica: para la primera todo lo humano es estructurable, para la segunda cada explicación de un fenómeno humano se revela autónoma, aunque no carente de relaciones con los demás. Procuraremos referirnos a ellas con el debido distanciamiento -que vale tanto como objetividad- a continuación. Pero no estará de más notar -lo advierto honestamente- que esta inmersión objetiva en el pasado que vamos a emprender no deja de ser alentada también por ciertas motivaciones subjetivas -léase ideológicas-. ¡Es tan necesaria la idea, siquiera sea como posibilidad, de una comunidad definicionalmente antirracista! El lector pudiera creer que la época del racismo ha pasado, que los exterminios en masa son cosa de hace medio siglo y que vivimos un momento de difuminación de tensiones y de hermandad universal. Nada más falso: hoy la prensa nos trae la noticia, escondida entre un anuncio de automóviles de gran cilindrdada y una ampliación de capital de no menores pretensiones, de que un ciudadano marroquí (no importa su nombre, basta con A.M.T.) se ha suicidado en la celda de una comisaría de una ciudad española porque se le pretendía aplicar la ley de extranjería; ayer otro suelto similar hablaba del apaleamiento de un negro (a este no se le concede ni el beneficio de unas iniciales) en un bar de otra localidad del mismo país. Mientras tanto Europa se repliega, con actitudes similares, en un esfuerzo titánico (?) por librarnos de lo que J. Goytisolo, con rotunda expresión, ha llamado la amenaza de los de la "mala pinta". El racismo avanza, es casi el horizonte futuro de nuestro mundo occidental. Por eso la posibilidad de una "antirraza", notable pirueta de la historia, necesita ser investigada como si de un deber moral se tratara.

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2)Lo que hubo La cuestión de la conquista del continente americano por los españoles a partir de 1492 es uno de esos temas históricos que parecen no dejar opción a la neutralidad. Se cuentan por millares, casi desde aquella misma fecha, los alegatos en pro y en contra de la empresa americana: comenzando con la denuncia del genocidio por el padre Las Casas en su Brevísima relación de la destrucción de las Indias y la correspondiente exculpación de Ginés de Sepúlveda, y terminando con los recientísimos ensayos de T. Todorov y de X. Rubert de Ventós, condenatorio el primero y absolutorio el último. No voy a terciar en una disputa finisecular como esta, que probablemente no se zanjará nunca con una imposible unanimidad evaluativa. Tal vez la confusión radique en que se ha intentado trasladar una disputa hermenéutica, es decir un desacuerdo acerca de las interpretaciones de los hechos, hasta los hechos mismos, lo cual convierte el debate americano en una inmenso centón de relaciones de víctimas y de atrocidades -no siempre comprobadas- por una parte, y en una no menos inconmensurable lista de leyes -generalmente incumplidas- por otra. ¿Hubo descubrimiento o invención de América, según la expresión de E. O'Gorman? Nunca lo sabremos. Incluso dos defensores de los indios como Las Casas y Motolinía difieren radicalmente en su visión de lo que conviene hacer: según Nicolau d'Olwer "Las Casas propone restaurar las extintas monarquías indianas, bajo la soberanía eminente y lejana del emperador; en tanto que la visión política de Motolinía se adelanta dos siglos y medio a la idea del conde de Aranda y casi tres siglos al plan de Iguala". Lo cierto es que ambos se equivocaron y que lo que ha habido no es ni indio, ni criollo, sino mestizo, la multirraza verbal. Así se escribe la historia. Que fueron exterminados muchos indígenas es evidente, y bueno será dejar claro que no hay excusa ni restricción mental alguna que puedan encubrir aquella espantosa tragedia. Todavía se oyen los ecos de una masacre que, por increíble que parezca, aún no ha terminado en ciertos países de América. Ahora bien, en honor a la verdad justo es reconocer también que los pueblos exterminados a lo largo de la historia han sido innumerables, como las estrellas del cielo o las arenas del mar: los vietnamitas hace tan sólo dos décadas, los judíos, ucranianos y polacos en la segunda guerra mundial, los armenios y los coreanos durante la primera, los zulús poco antes, y así sucesivamente, pasando por irlandeses, apaches, bereberes y un largo etcétera hasta donde se pierde la memoria histórica. Sin embargo la coartada utilitaria no falta en ninguno de estos casos: para afianzar su dominio sobre mayores territorios el pueblo opresor correspondiente -y casi podría celebrarse una sesión plenaria de las Naciones Unidas con ellos- impone la ley del más fuerte. En el fondo es una simple cuestión de paciencia: la rueda de la Fortuna, a que tan aficionados eran los antiguos, va deparando a cada pueblo la oportunidad de oprimir y ser oprimido según evidencian acontecimientos bien recientes en el Oriente Medio. Todos convenimos en que estuvo mal hecho, pero no dejamos de apuntar, con mayores o menores dosis de cinismo, que ya no tiene remedio. A veces, cuando existe una distancia suficiente, y sobre todo cuando se carece del testimonio de los sufrimientos del pueblo eliminado, la evaluación puede llegar a ser incluso positiva, según sucede en el caso de la aniquilación de Cartago a manos de los romanos la cual hizo posible que casi todo el mundo occidental se "beneficie" de la irradiación de la cultura del Lacio.

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El problema del genocidio indio en Hispanoamérica, repito, es de comprensión y por lo tanto de razón, antes que de emoción. No es sólo que nuestra sensibilidad se soliviante ante las atrocidades que relata Las Casas, es, sobre todo, que no entendemos, ni aún ahora, con qué finalidad se hizo aquello. No hay que dejarse engañar por la aparente eticidad de las polémicas mantenidas por los europeos: en el fondo lo que se está dirimiendo es la falta de eficiencia del colonialismo español. Es posible que N. Sánchez Albornoz tenga razón al oponerse a la tesis clásica del genocidio -tal y como la expone Kubler por ejemplo-, y que el motivo principal del despoblamiento indígena de las Antillas y de América Central haya que atribuirlo a las epidemias (de viruela primero, de sarampión después, de tifus o matlazahuatl más tarde). No importa: para estos analistas lo grave es que, falta de mano de obra, la colonia fue incapaz de desarrollar una buena economía capitalista, justo cuando el capitalismo estaba despegando, y así le va en la actualidad (que como compensación no haya tenido que valerse de la explotación de terceros parece algo carente de interés en este contexto). El contraste entre la evaluación del exterminio de los indios de América del norte por los descendientes de los peregrinos del Myflower, y el genocidio de los del centro-sur a manos de los sucesores de los soldados que acompañaron a las primeras expediciones de Huelva y Cádiz, sigue siendo una referencia, por trillada, no menos instructiva: aunque la eficiencia de los primeros parece haber sido superior, hasta el punto de no dejar prácticamente rastro de los nativos en todo el territorio de los Estados Unidos, para la mitología propagada por el cine y adoptada con facilidad por los hombres de nuestra época, el general Custer sigue siendo un héroe, y Francisco Pizarro un villano. La mitología nunca se equivoca: el primero es un héroe (del capitalismo) porque limpió las llanuras de indios permitiendo la inmigración ulterior de mano de obra europea; el segundo, que sobre matar muchos indios tuvo que resignarse a contemplar la supervivencia de los demás en inalcanzables "reducciones" controladas por religiosos, es algo peor que un traidor, es justamente el chivo expiatorio de esta historia. Es sintomático que la única lengua amerindia conservada al norte del río Bravo con un número algo más que simbólico de hablantes sea el navajo, es decir el idioma perteneciente a una etnia de Nuevo México, de los territorios que les fueron arrebatados a los Estados Unidos Mexicanos por sus homónimos sinecdóquicos. (Entre paréntesis: nuestro solicitante, que ya ha llegado a casa, se acaba de abismar en un western televisivo y no puede evitar un sollozo cuando los indios acribillan al hermano de la chica, especialista en irlos acorralando hacia el oeste: la lágrima deja un surco en su tez levemente cobriza en la que brillan unos intensos ojos negros). La polémica de América que siguió al descubrimiento es contemporánea de un hecho trascendental que la ha condicionado por completo: la invención de la imprenta. Esto no se suele advertir, pero a mi modo de ver es lo primero: la propagación de noticias y testimonios en ediciones de miles de ejemplares sustrajo el tema a la consideración de los eruditos para entregárselo indiscriminadamente a todos. Las leyes de su recepción eran nuevas, eran las de la cultura de masas que entonces estaba naciendo también: por eso fue evaluado con el maniqueísmo simple y romo de cualquier culebrón. Unos, sobre todo en España, creyeron que América era una continuación de las novelas de caballerías; otros, sobre todo en el resto de Europa, se inclinaron por Ahrimán en donde, como es sabido, terminarían inspirándose Dallas y Dinastía. Inútil insistir en que ambas visiones eran simples tebeos: era la primera vez que la humanidad convertía la historia en espectáculo y no estaba dispuesta a renunciar al juguete

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(siglos más tarde los especialistas reconocerían en esta cotidianeidad intemporal y acrítica de la visión de la historia uno de los rasgos más salientes de la cultura de masas). En realidad la empresa americana también se vió de otra manera -en la que vamos a fijarnos con detenimiento-, como un drama sacro: Primer acto: Otros destruyeron para asimilar, asimilación de la que se seguirían los pingües beneficios propios de todo régimen colonial. Los conquistadores, parece ser, destruyeron por el mero placer de destruir, como un divertimento satánico que muy pronto se volvería contra ellos al privarles de mano de obra para sus explotaciones agrícolas y mineras en el Nuevo Mundo -y al Estado español, de paso, tanta era la vesania aniquiladora, en el Viejo también-. Por ello su labor colonial resultó ser decididamente mediocre, tanto por la infraestructura que dejaron a sus espaldas, como por el provecho que supieron sacar de su experiencia colonial, la cual fue colonizada indirectamente a su vez por la banca europea según es sabido. Segundo acto: La contrarréplica de los defensores de la acción de los españoles camina por derroteros muy curiosos: el motivo principal de la empresa americana, dicen, fue la evangelización, y es desde este supuesto desde el que debe evaluarse aquella aventura increíble, teñida sin duda de sangre y arbitrariedades, pero en su conjunto positiva para el cristianismo. Que este tipo de argumento "a divinis" case difícilmente con la época desacralizada que vivimos desde el siglo XVIII parece ser la causa de la escasa aceptación del mismo fuera de España, y aun fuera de los ambientes más conservadores dentro de ella (a pesar de lo cual es muy probable que lo entiendan en los países islámicos por ejemplo, pero esta es otra historia a la que no dejaré de referirme). Tercer acto (y anagnórisis): Nos parezca bien o mal lo cierto es que la cristianización de los indígenas constituyó el único resorte oficial de la conquista de América por los españoles, al tiempo que, sin duda, el afán de lucro se hallaba detrás de la mayoría de los que participaron en ella. Reconocer sin ambages ambas posiciones, la externa y la interna, me parece el primer paso para abordar la comprensión de esta aventura con garantías de éxito. Pocas veces en la historia se habrá emprendido un proyecto colonial tan continuamente sometido a la necesidad de encontrarle justificaciones ideológicas. Como se sabe los soberanos de España se apresuraron a legitimar sus títulos de propiedad sobre las tierras ocupadas logrando del papa que repartiese la evangelización del nuevo continente entre portugueses y españoles. Cada vez que los soldados españoles llegaban a un poblado indígena leían una requisitoria conminando a los naturales a "convertirse" y a "prestar fidelidad al rey y al sumo pontífice": después, a menudo con independencia de la actitud de aquellos, descargaban sus arcabuces sobre los indios con absoluta tranquilidad de espíritu, la misma con la que los israelitas sajaban filisteos para recuperar la tierra prometida por Dios (la comparación no es gratuita, la estableció M. Fernández de Enciso a comienzos del siglo XVI). Actualmente la irónica respuesta de ciertos indios de lo que hoy es Colombia, que acusaron al papa de borracho por dar lo que no tenía y al rey de loco por aceptarlo, nos parece antológica y cuajada de sentido común: sin embargo es muy posible que entonces las cosas no se viesen de esta manera y que, con independencia de que los españoles tuvieran razón o no (obviamente carecían de ella), y aun de que los indios pudieran entenderlos (porque no siempre había a mano un intérprete para traducirles el legajo), la respuesta resultaba altamente

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inconveniente, al menos en los primeros tiempos. porque la requisitoria encontró pronto también resistencias en la metrópoli. El régimen colonial español del siglo XVI nos parece, desde la sensibilidad moderna, un colonialismo despiadado e hipócrita: despiadado porque cifró todo su afán expansivo en encontrar más y más oro, e hipócrita porque encubrió esta motivación primaria en un supuesto anhelo evangelizador. Lo curioso es que ciertos episodios de la historia de Europa, como las Cruzadas, responden exactamente a idénticos parámetros, y sin embargo gozan de buena imagen entre el público, fuera de algunos círculos restringidos de historiadores. Si además se tiene en cuenta que la empresa americana de los españoles fue concebida como una prolongación de la "cruzada" contra los territorios musulmanes del sur de la península, todavía resulta más aparente que, o su catalogación como despiadada e hipócrita es injusta, o la benevolencia con que se suelen acoger las expediciones a tierra santa es absurda. Tal vez todo estribe en una cuestión de géneros: el colonialismo y las cruzadas fueron fábulas, la conquista de América una tragedia. Los desheredados que se alistaban en las filas de los ejércitos de Ricardo de Inglaterra iban por el botín, pero estaban firmemente convencidos de que al matar "infieles" quedaban, además, autojustificados: los aventureros que se internaron por Africa en el siglo XIX no se hacían ilusiones respecto a la legitimidad de la rapiña, pero sabían que gozaban de la legitimación fáctica, que no moral, de la metrópoli a cuya bandera se habían acogido. Los conquistadores, por el contrario, atrapados en una época de transición entre dos mundos, el medieval que sobrevivía en los automatismos del Estado, y el moderno que ya afloraba en cada individuo, no pudieron evitar la esquizofrenia. Mas la esquizofrenia, como todas las contradicciones entre el consciente y el inconsciente, al menos desde el Edipo de Sófocles, se halla en el origen de la tragedia. Cuando otros pueblos europeos intentaron instalarse en América durante el siglo XVI llevaron a cabo un genocidio similar y con idénticos remordimientos. Lo curioso es que fueran incapaces de quedarse entonces -según ejemplifica el fracaso de las fallidas incursiones de los Welser por Venezuela- y que tuvieran que pasar dos siglos para que tal implantación resultase posible: esto es lo que en el caso español interesa explicar, con independencia de las consideraciuones éticas, que no es que deban soslayarse, pero que no aportan ningún tipo de prueba. Para nuestra sociedad los locos son los otros, todos los individuos desviantes respecto al patrón común y a los que cierta convención aceptada considera como tales. La idea de que locos estamos todos y de que a menudo las personas internadas en clínicas mentales emiten juicios más lúcidos que los de las personas cuerdas es, naturalmente, un tópico muy antiguo. Pero el desgaste del argumento se aplica al caso de los individuos aislados, no al de la evaluación de sociedades enteras. Tildar de loca a toda una sociedad es simplemente haber sido incapaz de comprenderla. El sentido de la historia pertenece siempre a los vencedores los cuales, por haber vencido, creen ilusamente haber comprendido. ¿Estaban locos los indios?: así lo creyeron los españoles y por eso ante la antropofagia -un rito de comunión y, tal vez, una necesidad biológica en una alimentación pobre en sales minerales- o ante la sodomía -tan normal en la cultura helénica que aquel mismo siglo XVI europeo estaba descubriendo-, ante estas "abominaciones" reaccionaron con horror y condenaron a sus autores a ser devorados por los perros según relata Las Casas. ¿Estaban locos los españoles?: así lo creyeron muchos europeos de su tiempo, aunque, justo es reconocerlo, no todos -por ejemplo Montaigne, que

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en su capítulo "De los caníbales" (1580) se limita a reproducir la condena de los conquistadores, en el "De los coches" (1588) la hace extensiva a los europeos en general advirtiendo su radical incapacidad para entender el Nuevo Mundo-. El colonialismo español de los siglos XVI y XVII ha resultado particularmente intolerable para los europeos. Mas la explicación que se viene dando de esta postura en España encierra a mi modo de ver un error de planteamiento: la llamada leyenda negra tal vez naciese por animadversión -que no en vano era entonces España la primera potencia de Europa-, pero lo que resulta seguro es que se mantuvo hasta fecha bien reciente (aún preocupaba a J. Juderías hace pocos lustros) por incomprensión, antes que por ningún otro motivo. La condena sin paliativos de dicho colonialismo no obedece al hecho de que exhiba -que las exhibe- todas las lacras de la rapiña colonial, sino justamente a que no fue sólo colonialismo, porque intentó conciliar la avidez especuladora de los particulares con el desinterés aparente, y en gran medida real, del Estado. Es curioso que, mientras el más crudo colonialismo británico en la India ha encontrado su cantor entusiasta en R. Kipling, la empresa española sólo puede ofrecer exculpaciones individuales en las que se mezclan la autoafirmación orgullosa y el ramalazo de remordimiento a la manera de tantos y tantos cronistas. El testamento de Hernán Cortés es inequívoco: Porque acerca de los esclavos naturales de la dicha Nueva España, así de guerra como de rescate, ha habido y hay muchas dudas y opiniones sobre si se han podido tener con buena conciencia o no, y hasta ahora no está determinado, mando que en todo aquello que generalmente se averigüe que en este caso se debe hacer para descargo de las conciencias.... Notable inconsecuencia: mientras a Motolinía se le agarrotaba la mano al cabo del día de tanto confesar indios -según cuenta- a los conquistadores les dolía de tanto golpearles. Desde luego no voy a pretender que este maridaje entre la brutalidad privada y el ejemplarismo público es algo nuevo en la historia de la humanidad, pues todo Estado se presenta siempre como un ente dotado de razón histórica, incluídos, y tal vez en grado sumo, los regímenes totalitarios. Pero la razón de la corona española, en ese límite impreciso que separta la edad media de la época moderna, era una razón objetivamente lesiva para sus intereses, vistas las cosas desde la óptica estatal: como el estado no es una invención medieval, sino renacentista, y el español precisamente su primera encarnación histórica, se entenderá que su actitud ante América, por encima de cualquier otro apelativo, pueda ser calificada de fenómeno inexplicado -y menos suavemente de locura, como pensaban los europeos de la época-. Plantearé la cuestión semióticamente. Hasta 1492 el mundo se veía como manifestación de unos principios que emanaban de Dios y que eran susceptibles de conciliar las contradicciones: si tal príncipe cristiano ordenaba una matanza masiva de herejes -según sucedió con los cátaros en el sur de Francia-, o si tal caudillo musulman mandaba ajusticiar a los cristianos de su territorio, la moral vigente no les hacía responsables de ello, porque era capaz de contrapesar el mal aparente con el bien oculto, con la voluntad divina. Mas a partir de 1492 las cosas se ven de otra manera: cada uno vale por lo que es y por lo que hace, con lo que el juicio ético se desplaza al plano utilitario. La moral burguesa propugnada por la Reforma disocia el sentimiento, del que cada uno es responsable tan sólo ante sí mismo, y el plano de la acción, que pasará a medirse por su proyección exterior, por su capacidad para generar "progreso". Los conquistadores, atrapados entre el Zeitgeist que les llevaba a actuar y las verdades absolutas que propendían a frenar su actuación, no tenían otra salida que la doble personalidad. La misma obsesión "legalista" de casi todos ellos, que tanto ha llamado la

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atención de los estudiosos, obedece a un intento de conciliar esta disparidad esencial entre el individuo y la colectividad. En vano, porque la ideología de aquella sociedad no parece la moderna, sino la de la edad media. El estado español del siglo XVI, el primer estado de la época moderna, no nos recuerda en lo relativo a las Indias un estado moderno, sino, paradójicamente, medieval, un estado edificado en aras de la consecución de un orden católico en el que la misma noción de "progreso terrenal" encerraba un contrasentido. El historiador Mariana consideraba el descubrimiento de las Indias Occidentales...cosa maravillosa y que de tantos siglos estaba reservada para esta edad ; el providencialismo era la doctrina inatacable de un estado con la que por fuerza habían de chocar los planteamientos utilitaristas de los conquistadores. Pero si lo que los conquistadores estaban haciendo carecía de justificación para la colectividad, y naturalmente, en la medida en que entrañaba todo tipo de desafueros para con los indígenas, no podía justificarles tampoco ante sí mismos, ¿a dónde acudir en busca de coartadas? No siempre se ha visto que la propia constitución de la América hispana encerraba ya desde los inicios el germen de su separación de la metrópoli. El lejano estado europeo explotaba, claro está, a las Indias, mas no en su propio beneficio sino en el de la religión católica a cuyo engrandecimiento contribuyeron durante dos siglos los envíos americanos que estaban destinados a alimentar las guerras europeas de religión. Por eso los conquistadores propendieron a desligarse tempranamente de la metrópoli y a constituirse en células independientes que a menudo reprodujeron los enfrentamientos regionales de la propia península ibérica (las luchas más famosas entre facciones peninsulares son las que enfrentaron a los "vicuñas" -andaluces y castellanos- y a los "vascongados" en Potosí en 1552). Contraviniendo los beneficios de la corriente del Golfo y de los alisios las colonias españolas no se establecían, como las inglesas, mirando a Europa, sino dejando una prudente distancia en medio y cuanto más lejos mejor, en el Pacífico, por la espalda como quien dice. Además, ante la necesidad de conciliar el interés personal con una cierta proyección colectiva, pronto dejaron de sentirse solidarias del imperio católico de ultramar: en el fondo el alzamiento de Lope de Aguirre contra Felipe II es tan sólo la punta emergida de un iceberg, el de unos hombres modernos que intentaban establecer colonias al estilo decimonónico antes de tiempo y en contra de un Estado que no podía entenderles: en el mismo apartado habría que clasificar la rebelión de Gonzalo Pizarro en el Perú contra las Leyes Nuevas de 1542, y otros episodios menores como el incipiente separatismo del segundo marqués del Valle en México. Para bien y para mal los conquistadores son hombres modernos que se rigen por una visión del mundo que adelanta en varios siglos la de los compatriotas que se quedaron en la península. De un lado muestran una curiosidad y un deseo de descubrir nuevas tierras, tan característicos de la ciencia que estaba despertando en Europa; por otro, también, exhiben toda la insensibilidad hacia sus semejantes y todo el afán de lucro que habían de caracterizar al incipiente capitalismo europeo, incluídas las estructuras políticas burguesas que en España no llegarían hasta los movimientos nacionalistas del siglo XIX. A su lado el Estado español que les había enviado tiene una inequívoca tonalidad medieval. Para lo malo, con toda su ineficacia antiprogresista, pero también para lo bueno, porque sus disposiciones eran mucho más humanitarias que las que terminarían por acarrear la revolución

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industrial. Véanse las increíbles instrucciones de gobierno que los reyes "católicos" dieron a Nicolás de Ovando: Lo que vos, Fray Nicolás d'Ovando, comendador de Lares, de la Orden de Alcántara abeys de fazer en las islas e tierra firme del Mar Océano, donde abeys de ser nuestro gobernador, es lo siguiente. Primeramente procuraréis con mucha diligencia las cosas del servicio de Dios, e que los oficios devinos se fagan con muncha estimación e orden e rreverencia como conviene. Item: Porque Nos deseamos que los yndios se conviertan a nuestra Sancta Feé Catholica, e sus ánimas se salven...ternéys mucho cuidado de procurar, sin les fazer fuerza alguna, como los rreligiosos que allá están los informen e amonesten para ello con muncho amor, de manera que lo más presto que se pueda se conviertan... Los conquistadores no podían entender esto. Para ellos lo primero era la conquista y la explotación de los nuevos territorios, lo siguiente, y a menudo como simple cobertura legal, la evangelización de los indígenas. Por eso las ordenanzas de Hernando Cortés, capitán general y gobernador de la Nueva España, no se parecen en nada a las instrucciones de arriba: Primeramente, mando que qualquier vezino e morador de las dichas cibdades e villas que agora ay e obiere, tenga en su casa una lanza e una espada o un puñal...Item que qualquier vezino que tobiere indios de repartimiento sea obligado a poner con ellos, en cada un año, con cada cien indios de los que tobiese de repartimiento mil sarmientos...Item que como catholicos e cristianos, nuestra principal intinción ha de ser enderezada al servicio e honra de Dios Nuestro Señor...; por ende mando que todas las personas que en esta Nueva España tobiesen indios de repartimiento, sean obligados de los quitar todos los ídolos que tobiesen, e amonestarlos que de allí adelante no los tengan En estas dos citas antológicas se compendian cinco siglos de Hispanoamérica. De un lado la radical incomprensión del Estado español que nunca llegó a ser una potencia colonial a pesar de espolvorear profusamente de colonias el nuevo mundo; de otro el interés de los particulares que, faltos de una dirección oficial colonialista, establecieron colonias a título individual, casi como fortines en medio de la selva con algunos cientos de indios a su cargo y la preocupación exclusiva de defenderse y enriquecerse manteniendo la apariencia legal que les permitía seguir disfrutando de la "encomienda". Se ha observado muchas veces que, mientras las colonias anglosajonas de América del Norte progresaron lentamente, de forma que a comienzos del XIX aún no habían rebasado la línea del Mississipi, las españolas llegaron a cubrir todo el continente en el breve lapso de cincuenta años, no sólo en el sur, sino también en el norte, donde Luisiana y las Floridas fueron la tierra de Garay, las Virginias y las Carolinas la de Ayllón, o Pensilvania y Nueva York la de Esteban Gómez en el mapamundi de Diego Ribero (1529). Pero esto no es de extrañar: los conquistadores españoles no estaban creando factorías comerciales relacionadas con la metrópoli y que hubiera que afianzar lentamente, sino "su colonia", o, si se prefiere, su feudo, aislado en medio de los territorios indígenas y tal que guardase la menor relación posible con los centros de poder creados por el Estado en México-Tenochtitlán y en Lima. Sin saberlo los conquistadores estaban dando la razón a Tomás Moro quien en su Utopía había sentado las bases del colonialismo moderno cuando justifica la apropiación de tierras infértiles por utopienses provenientes de una isla superboblada, e incluso la guerra "justa" contra los indígenas que se resistan; dos siglos más tarde Jacob Vanderlint sigue considerando defendible toda empresa colonial que tenga por objeto fighting for Territory when we are

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over-peopled, and want Land for them, which our Neighbours have but will not part with on amicable and reasonable Terms (en su ensayo de 1734 que tiene el expresivo título de Money Answers all Things ): no hay duda de que las reivindicaciones territoriales de los Estados Unidos sobre México, que le privaron de la mitad de su territorio, obedecen al mismo espíritu (?) según reconociera explícitamente Thomas Jefferson. En cambio el Estado español, con todas las reservas que se quiera y tras sinuosas deliberaciones de teólogos y universidades, terminó adoptando un criterio mucho más tímido inspirado en estrictos principios escolásticos, y en particular en Tomás de Aquino. No es mi propósito enjuiciar la actitud de unos y otros: creo sinceramente que cada hombre, como cada época, son hijos de las circunstancias y que pueden hacer bien poco -aunque sí algo- para evitar sus obras menos justificables. Lo que interesa más bien, a mi modo de ver, es entender los porqués: si la sociedad y el estado son la expresión de las reglas del juego puestas por los individuos, ¿cómo explicar la modernidad y el europeismo -incalificables- de los planteamientos colonialistas de los conquistadores al lado del estancamiento ideológico medievalizante de un estado ya moderno como lo era el español del siglo XVI? El lector pudiera pensar que estoy haciendo una apología de dicho estado; como no es esta mi intención creo que conviene aclarar cuanto antes un malentendido. El estado español del siglo XVI fue un estado teocrático, pero lo fue interesadamente. Todo imperialismo necesita alguna legitimación, y el español la encontró en la religión católica, o, para ser más exactos, en su defensa contra el Islam y los luteranos; que los "enemigos" del catolicismo fuesen por entonces los mismos que amenazaban las fronteras del imperio es una coincidencia que explica toda la política exterior de la casa de Habsburgo, dirigida contra turcos, flamencos y británicos, a la vez y convenientemente tildados de enemigos y de herejes. Todo imperio que se precie ha actuado así: para el imperio francés heredero de la revolución las guerras napoleónicas se justificaban como campañas contra la intolerancia y a favor de la libertad; para el imperio de los Estados Unidos las intervenciones exteriores dicen obedecer a un deseo de frenar la expansión del comunismo y, ahora qe este parece haberseagotado, la del fndamentalismo islámico. En este sentido existe una simbiosis perfecta entre el estado español y sus súbditos, ambos modernos y fanáticamente católicos sin contradicción. Las dificultades surgieron sin duda cuando dicha ideología tuvo que aplicarse consecuentemente al frente americano: según la ideología escolástica los indios no eran propiamente "herejes", sino "infieles", y pese a ciertas vacilaciones de los teólogos, parecía claro que la política que con ellos debía seguirse no era la del exterminio, sino la de la predicación y subsiguiente conversión. La actuación del tribunal inquisitorial a uno y otro lado del Atlántico es buena prueba de ello: mientras en España y en Europa sus procesos se caracterizaron por una dureza extrema, en las Indias no pasó de ser un tribunal tibio, que se reunía pocas veces y al que, además, le estaba vedado ocuparse de los indígenas; la Inquisición americana incoó procesos contra criollos judaizantes -como el de la familia de Treviño Martín en México en 1648-, contra luteranos -así el del flamenco Juan Millar en Lima en 1548-, o contra negros acusados de hechicería -es famoso el del zambo mexicano Francisco Rodrígues en 1646-: en definitiva que perseguía a los conquistadores y a sus allegados, pero estaba al margen de la población autóctona. Expresado de forma simplista diríamos que el estado español se debatía en una ambigüedad fundamental: de cara a Europa le interesaba erigirse en paladín del catolicismo; en lo relativo

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a América dicha ideología perjudicaba claramente sus apetencias coloniales. Por eso lo hallamos tan pronto del lado de los religiosos, y, a través de ellos, de los indios, como de parte de los conquistadores: cuando ceda a las presiones de aquellos promoverá una política económica, social o lingüística "medieval" que suscita la enemiga de los colonizadores; cuando atienda a los requerimientos de estos se comportará como un estado "moderno", plenamente europeo y colonialista, pero también, todo hay que decirlo, mucho más inhumano. Lo que ha habido en Hispanoamérica es la coincidencia espacial, pero tan apenas vivencial de dos mundos, el de los europeos, aliados con la parte institucional del Estado, y el de los indígenas, apoyados en su parte ideológica religiosa. Los primeros, a causa de la ambigua posición del árbitro estatal, propendían irremediablemente a la dispersión; los segundos, enfrentados necesariamente a un Estado cuyas convicciones ideológicas sabían coyunturales, la fomentaron igualmente. Así se produce la paradoja de que a la larga criollos y frailes vengan a coincidir en sus ansias independentistas a pesar de la disparidad de los sentimientos que les animaban. Cualquier valoración de la sociedad hispana que desconozca esta dualidad so capa de uniformidad está condenada, en mi opinión, a errar la diana. Más aún: Hispanoamérica es eso, una pluralidad de grupos dentro de la unidad de pulsiones emocionales cimentada en la existencia de un enemigo exterior común. Si en la época de la colonia conquistadores y religiosos se enfrentaron entre sí para terminar entendiéndose en contra del estado español, desde la independencia son las distintas naciones las que aun habiendo mantenido largas y sangrientas disputas fronterizas -como la que despojó a Bolivia de casi todo el Chaco, o a Chile de la Patagonia oriental- se muestran unánimes en el repudio de la gran nación sajona del norte. Y es que, curiosamente, tanto los conquistadores como los religiosos primero, y cada una de las naciones hispanoamericanas por su parte más tarde, coinciden en una propensión hacia los planteamientos mesiánicos que los singularizan en el conjunto de los grupos humanos de sus respectivas épocas. El mesianismo de los frailes ha sido rastreado cuidadosamente por Jacques Lafaye y entronca con la ideología providencialista del estado español: la Historia de las Indias de Nueva España e islas de Tierra Firme del dominico fray Diego Durán inicia la hipótesis de que los indios son descendientes de los israelitas emigrados durante la primera diáspora de Salomón; por consiguiente gana verosimilitud la idea complementaria de que el apóstol Santo Tomás había predicado a los gentiles supra Gangem (según dicen las Acta Thomae ) y su identificación con el dios mexicano Quetzalcoatl; en esta carrera desenfrenada de pintorescas atribuciones a nadie debe sorprender que la piadosa tradición de la aparición de la Virgen María en Guadalupe de Tepeyac terminase por convertir a México en la Nueva Jerusalén, en la patria de los cristianos y a la vez de todos los nacidos en México y no en Europa, es decir de los mexicanos como ya tempranamente los designa el erudito Sigüenza y Góngora. Mas si los religiosos habían terminado por embeberse del espíritu "nacionalista" de los conquistadores, los descendientes de estos, por su parte, acabaron por aceptar la conveniencia de apoyarse en las comunidades indígenas que los frailes habían creado. Así, cuando el cura mexicano Miguel Hidalgo se alce en armas en Dolores el 16 de septiembre de 1810 lo hará animando a los indios a sumarse al movimiento revolucionario en estos términos: ¿Harán ustedes el esfuerzo necesario para recuperar de los odiados españoles las tierras que robaron a nuestros antepasados hace trescientos años? Sorprendente imputación en boca de un descendiente de estos mismos españoles. Y curiosamente ahora, tal vez por contraste, cuando

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la metrópoli mande fusilar el 30 de julio de 1811 al héroe de la revolución mexicana lo hará a través de la Inquisición acusándole de partidario de la libertad francesa, libertino, hereje formal, judaizante, luterano, calvinista, rebelde, cismático, y ateo sospechoso. No estoy diciendo nada que no se sepa. El caudillismo hispanoamericano llevaba implícita la vieja semilla de ser un fin en sí mismo y sólo necesitaba de un soporte ideológico que lo hiciese fructificar. De otra parte la evangelización del Nuevo Mundo fue desde el principio una empresa ajena a los intereses europeos del Estado español la cual pugnaba por desgajarse de los lazos metropolitanos. La alianza entre unos y otros, aunque contradictoria y origen de tantos desequilibrios en la Hispanoamérica de nuestros días, estaba servida. Las palabras de José de Avalos, intendente de Caracas, al rey en 1781 no dejan lugar a dudas y valen más que varios tomos de consideraciones hechas desde el inevitable distanciamiento de nuestro siglo: Señor: la larga residencia que llevo por estas Américas...me han conducido muchas veces a tender la vista con reflexión por lo dilatado de sus opulentas provincias y el carácter de los naturales. La religión, que es la que suele unir los corazones y las voluntades con el Estado, se advierte en los americanos sobradamente achacosa...; de modo que no sería temeridad sentar que el estado eclesiástico secular y regular es seguramente el que, al abrigo de la inmunidad que goza, anima más la detestable semilla de la aversión contra la subordinación y el trono...La mayor parte de los sujetos que han sido destinados desde la Conquista...lo han hecho y hacen con el deseo y la mira de enriquecerse, y es axioma común desde el más pequeño hasta el más grande...de que han dimanado y dimanarán inmensidad de perjuicios...; pues todos los americanos tienen, o nace con ellos, una aversión y ojeriza grande a los españoles en común; a lo que debe añadirse que los españoles que contraen matrimonio y avecindad en estos países son peores que los mismos naturales.

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3) Los meandros de la religión El fundamento de la expansión ideológica de los españoles por América no radica en la acción individual de enriquecimiento personal de los conquistadores, sino en la asimilación de una mentalidad indígena profundamente religiosa -mágica- y en el revestimiento de sus prácticas ancestrales con los atributos del cristianismo. Se ha hablado muchas veces de la coincidencia interesada de las expediciones con ciertos hitos de las escatologías indígenas: la invasión del imperio azteca se produce precisamente en un "año caña" (ce-acatl ), periodos recurrentes cada cincuenta y dos años para uno de los cuales se había profetizado el regreso de Quetzalcoatl, el dios enemigo de los sacrificios humanosó no menos que el propio Cortés -sobre el oro la mitología no parece haberse pronunciado-; el octavo Inca, Viracocha, había profetizado la destrucción del imperio a manos de enemigos barbudos en tiempos del doceavo, pero Atahualpa tenía la desgracia de ser dicho XII Inca y Pizarro y sus hombres los pilosos invasores. Este aprovechamiento de la mentalidad indígena es mucho más patente, si cabe, en el proceso de evangelización, lo que demuestra que en el fondo conquistadores y misioneros tenían algo en común por debajo de sus fundamentales diferencias éticas. Ya no se trata tan sólo de que Quetzalcoatl fuese asimilado con facilidad a Santo Tomás, o de que los indios tupís viesen en los misioneros una encarnación de los pay zumé , de sus pequeños mesías locales según relata el capuchino Claude d'Abbeville: es que las religiones indígenas conocían la tonsura y los símbolos en forma de cruz; es que según la cosmogonía azteca cuando los dioses quisieron salvar al mundo del caos y de las tinieblas uno de ellos se inmoló arrojándose al fuego y se convirtió en el sol, lo que recuerda inmediatamente el misterio de la redención del género humano por Jesucristo; es que entre los incas Inti, el dios sol, envió a su hijo al mundo para civilizar a los hombres. Los antropólogos dirán que este fondo de coincidencias simbólicas es común a todas las religiones, que Gilgamesh, el mítico personaje babilónico, conoce un diluvio universal, o que Odín, el dios vikingo, estuvo colgado del cuello nueve días y nueve noches del fresno de Yggdrasil para conocer el secreto de las runas. Mas lo que aquí importa no son las coincidencias rituales o simbólicas de otras religiones con el cristianismo, sino el hecho de que en América fueron aprovechadas para la predicación y conversión de los indios , y en el Viejo Mundo no había sucedido tal cosa. Antes al contrario: precisamente porque la religión cristiana había nacido como una secta dentro del judaísmo, -que los romanos diferenciaban tan apenas-, todo el empeño de los primeros cristianos estribó en separarse con claridad de los segundos convertidos en un pueblo maldito; el Islam. de su parte, aun compartiendo muchas creencias y un profeta, fue siempre el enemigo por antonomasia, y de ahí que Raimon Llull se esforzase por demostrar las verdades del cristianismo frente a las creencias musulmanas por la vía de la lógica, justamente en las antípodas del proceso de empatía que se dió en las Indias. La actitud de los misioneros cristianos no puede ser más sintomática: mientras en Asia se suscitó una curiosa querella de los "ritos chinos", juzgados incompatibles con el cristianismo, en las misiones americanas estimularon la simbiosis ritual e, inevitablemente, la emotiva también. ¿Qué pensarían el padre Nóbrega y otros jesuitas brasileños en la curiosa peregrinación en la que, según nos cuenta, recorrieron leguas y leguas con una tribu india y su cacique tras las huellas de Santo Tomás!

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Ocioso decir que detrás de todo ello se abrigaba el propósito deliberado de aculturar a los indios, pero conviene advertir que dicha atracción no hubiese sido posible si entre la sociedad originaria y la nueva no hubieran existido múltiples concomitancias que van mucho más allá de los detalles anecdóticos. ¿Cómo, si no, explicar esta deliciosa plegaria chamula recogida por Octavio Paz en El laberinto de la soledad y que constituiría un lúcido colofón para cualquier tesis sobre el proceso de hibridación ideológica del nuevo continente?: Santa tierra, santo cielo; Dios Señor, Dios Hijo, Santa Tierra, Santo Cielo, santa gloria, házte cargo de mí, represéntame; ve mi trabajo, ve mi labor, ve mi sufrir. Gran Hombre, gran señor, gran padre, gran petome, gran espíritu de mujer, ayúdame. En tus manos pongo el tributo; aquí está la reposición de su chulel. Por mi incienso, por mis velas, espíritu de la luna, virgen madre del cielo, virgen madre de la tierra; Santa Rosa, por su primer hijo, por tu primera gloria, ve a tu hijo estrujado en su espíritu, en su chulel. Ciertamente los argumentos manejados por Robert Graves en su libro sobre La diosa blanca están ya aquí como argumentos vividos, como solidificación de un proceso de convergencia entre una sociedad indígena y otra europea. No resisto la tentación de comparar el desarrollo del imperio español en las Indias con el del imperio romano en el mundo que rodeaba el Mediterráneo -con lo que no hago sino entroncar, por cierto, con una presunta genealogía imperial en la que los apologetas del XVI y XVII creyeron firmememnte-: allí donde existían sociedades similares a la civilización de Roma, con religión e instituciones políticas desarrolladas, el imperio, lejos de asimilarlas, se plegó a ellas, y así terminaría por orientalizar sus costumbres y por helenizar su religión; allí donde no hubo sino bárbaros -en Iberia, en la Galia, o en la Dacia-, los romanos les impusieron sus formas de ver y de sentir, de manera que son hoy estos países -España, Portugal, Francia, Rumanía-, y no aquellos -Grecia, Turquía, Egipto-, los herederos del mundo romano. La España del siglo XVI no era una sociedad civil plenamente constituída, sino una teocracia que estaba despertando del sueño medieval y aún no se había quitado del todo las legañas que le impedían atisbar la modernidad. Por eso se asentó sobre las teocracias indígenas, asimilándolas, pero fue incapaz de convivir con las tribus menos desarrolladas a las que exterminó de forma implacable. No es este el momento de exigir responsabilidades a nadie: fuera sobre todo a causa de las epidemias -lo que, según vimos, parece lo más probable-, o como consecuencia de exterminios en masa -que, desde luego, también los hubo-, lo cierto es que los indios desaparecieron de las Antillas y del Río de la Plata y se conservaron por millones en los territorios del altiplano mexicano, del Yucatán, y de la cordillera andina. No es un problema de fechas tan sólo, como a menudo se suele decir: la brutalidad del contacto primero y la falta de intervención de la metrópoli pueden explicar el exterminio de los indios de las islas y su conservación en tierra firme, pero la caza de indios en la Pampa argentina y en el sur de Chile no es cosa de los primeros tiempos, sino más bien posterior a la independencia, de mediados del siglo XIX (tampoco tiene nada que ver con la conquista la eliminación física de todas las tribus indígenas de la Amazonía propiciada en nuestros días por compañías internacionales en el Brasil y en Colombia). En América existían tres o cuatro grandes teocracias a la llegada de los españoles, las que sirvieron de base a los dos grandes virreinatos, el de México (Nueva España) y el del Perú, y las que dieron lugar a la capitanía general de Guatemala y al Nuevo Reino de Granada (Colombia y Venezuela). En estos territorios los pueblos indígenas, cuya etnia dominante era respectivamente azteca, quechua, maya y chibcha, se han conservado, tanto si su raza y

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lengua eran las de estos pueblos dominadores, como si no; en los demás sitios han desaparecido casi por completo. La reflexión se impone. Porque, y bueno es insistir en este particular, hubo fusión de religiones, pero no de formas de organización social; los conquistadores se limitaron a aprovechar el sistema incaico de división autárquica del trabajo -los ayllu, en los que cada familia tribal tenía derecho a una parcela ecológica de explotación de los recursos siempre y cuando prestasen su aportación al estado-, o bien el sistema azteca -los calpulli, donde cada familia tiene asignada una parcela pero debe prestarse a trabajos de tipo público-, conservándolos ora como "mita", ora como "repartimiento"; en cambio los grandes centros urbanos en que se agrupaban los europeos fueron calcados sobre el modelo burgués peninsular. Por grande que fuera la admiración que Cuzco y Tenochtitlán -las nuevas Romas- habían despertado en los españoles, sus ciudades más características como la de los Reyes (Lima) o la de Cartagena de Indias, en nada se parecían a ellas. Si una cultura es un conjunto de formas simbólicas relativas a los organización del espacio no hay duda de que el urbanismo de los indígenas y el de los conquistadores no son comparables. En cambio sus respectivos espacios mentales, están articulados en un sistema de creencias y de mitos bastante similar; esto es lo que confirió unidad a Hispanoamérica y lo que, al ser transferido hasta el instrumento verbal, se la sigue prestando en la actualidad como veremos. Lo importante no es que la Coca-Cola y los Suzuki puedan verse tanto en Nueva York, en Tokio y en Madrid, como en Nairobi o en Yakarta; lo importante es que la visión del mundo está llegando a ser la misma en aquellas ciudades -una concepción bastante aburrida de la existencia, basada en la falta de metas colectivas y en la mera satisfacción de querencias personales-, pero no tiene nada que ver con el sentimiento de la realidad y del propio estar en ella que han desarrollado los habitantes de estas últimas. Se ha escrito mucho sobre el choque cultural que el descubrimiento de América supuso para europeos e indígenas. La fraseología oficial con que hoy se rodean las celebraciones del quinto centenario insiste en la sustitución del término tabú "conquista" por la expresión inocua "encuentro" de culturas. Vanamente. No fue encuentro, fue un encontronazo brutal en el que los indios llevaban irremediablemente las de perder. Hay en el conquistador una incurable incomprensión del nuevo mundo, que sólo le resulta accesible como algo simbólico y fabuloso: por eso su forma de acceder a él es siempre mágica y traslaticia, consiste en proyectar el universo de las novelas de caballerías, y en general la mitología de masas de la época, a lo que se encuentra ante los ojos. Los ejemplos son innumerables. Bernal Díaz del Castillo relata lo siguiente en su Historia verdadera de la conquista de Nueva España Cap.XXXVI): Acuérdome que llegó un caballero que se decía Alonso Hernández Puertocarrero, e dijo a Cortés: "Paréceme, señor, que os han venido diciendo estos caballeros que han venido otras dos veces a esta tierra : Cata Francia, Montesinos Cata París la ciudad Cata las aguas del Duero Do van a dar a la mar. Yo digo que miréis las tierras ricas, y sabéos bien gobernar". Luego Cortés bien entendió a qué fin fueron aquellas palabras dichas, y respondió:"Dénos Dios ventura en armas como al paladín Roldán.....".

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No es tan sólo que los conquistadores viesen todos los aspectos del nuevo mundo filtrados por la lente fantástica de los Bestiarios medievales e hiciesen de cada animal marino una sirena y de cada región un paraíso terrenal: Marco Polo en su relato del viaje a Extremo Oriente había hecho algo parecido, y en el fondo la concepción del universo que aún hoy sustentan los astrónomos no deja de ser una visión mítica, por los nombres de las constelaciones y por su misma organización. Es sobre todo que los conquistadores vivían su experiencia en un universo libresco, esto es, en una dimensión simbólica incompatible con la de los nativos por definición. Los caballeros que se dirigen a Cortés con el Romancero, y el conquistador que les contesta en los mismos términos actúan igual que don Quijote cuando tras ser apaleado se cree el marqués de Mantua y como él recita aquellos famosos versos :¿Dónde estás señora mía / que no te duele mi mal...? Y no es de extrañar la coincidencia: el pueblo español de la época vivía así, estaba culturalmente inmerso en aquellas coordenadas, y difícilmente podía ser extrapolado a otras. Para aquellos hombres la nueva realidad sólo existía en la medida en que podían captarla, ya no desde la antigua, sino desde los constructos feéricos de la antigua. Por eso sus crónicas aparecen siempre filtradas por un curioso etnocentrismo mágico, hasta el punto de que en la metrópoli no se tenía sino una idea muy vaga de lo que el continente recién descubierto significaba: el capitán Cook no tenía mayor pericia marinera que Juan Sebastián Elcano; sin embargo la aportación del primero fue tildada de "viaje de descubrimiento", la del segundo de "expedición científica". De hecho América estuvo siempre mediada por el carisma de lo fabuloso en el ánimo de los gobernantes de la metrópoli. En 1571 el Consejo de Indias tuvo que crear el cargo de cosmógrafo y cronista mayor, con la comisión de preparar un detallado cuestionario histórico-geográfico que se enviaría a todas las autoridades coloniales para que lo cumplimentasen cuidadosamente. En Madrid no se gobernaba sobre unos pueblos y sobre unos territorios, sino sobre una interpretación de los mismos. El de las Indias fue, casi hasta los últimos tiempos un curioso gobierno hermenéutico en el que la realidad debía plegarse a las ficciones del gobernante, a lo que este creía, y no a lo que había comprobado. Pocos cuerpos legales tan admirables en la historia de la humanidad como las leyes de Indias -con razón tildaban a la Nueva España de Roma rediviva-: pocos, también, tan sistemáticamente incumplidos por los ciudadanos. El único grupo humano que no se mantuvo completamente alienado respecto a los indígenas fue el de los religiosos. Es sintomático que el defensor de estos fuera un obispo, el padre Las Casas, y el de la postura contraria un abogado -Ginés de Sepúlveda-, es decir un hombre del Estado. La razón es bien simple: para los religiosos los indios representaban una colectividad que era necesario incorporar al rebaño católico, y la única forma de hacerlo era la de conocer a fondo sus tradiciones y su cultura; para los gobernantes, por el contrario, lo único que resultaba deseable era que los indios trabajasen y se mantuviesen en paz, lo cual conducía, casi por necesidad, a la "encomienda" (esto es a que un grupo de indígenas quedase "encomendado" a un español, mediante una fórmula legal que Weber ha tildado de "patrimonialista"). No debe sorprender esta indiferencia oficial: siglos más tarde, cuando la antropología se haya convertido en una suerte de religión laica de obligado cumplimiento, asistiremos a un desinterés parecido por parte de las demás potencias coloniales europeas; sólo la emigración masiva de paquistaníes a Inglaterra, o la de argelinos a Francia, ha modificado este estado de cosas al traer los problemas al propio cuarto de estar: mas los

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indios no emigraron a España -¿de qué iban a comer los pobres?- con la excepción -eso sí, curiosa y ejemplar- de algunos nobles que se afincaron en la metrópoli como el conde de Moctezuma. Si hoy sabemos algo de las civilizaciones precolombinas es, mal que pese a los antropólogos, gracias a los misioneros: el franciscano anónimo autor de la Relación de Michoacán recoge tradiciones indígenas y las traduce casi sin alteración; el párroco mestizo Cristóbal de Molina nos ha conservado valiosos himnos religiosos en su Relación de las fábulas y ritos de los incas ; fray Diego de Landa, tras destruir la cultura maya del Yucatán, se sintió obligado a recuperarla en la medida de lo posible recogiendo de labios de viejos indígenas las costumbres perdidas. Claro que no estaban haciendo antropología, sino edificando un curioso sincretismo religioso cuyos fundamentos explica fray Diego en estas líneas inefables: Pero con todo eso, diré lo que me dijo un señor de los indios, hombre de muy buen entendimiento y de mucha reputación entre ellos: hablando en esta materia un día y preguntándole yo si había oído un tiempo nuevas de Cristo, Nuestro Señor, o de su Cruz, díjome que no había oído jamás nada a sus antepasados de Cristo ni de la Cruz, más de que desbaratando un edificio pequeño en cierta parte de la costa, habían hallado en unos sepulcros, sobre los cuerpos y huesos de los difuntos unas cruces pequeñas de metal, y que no miraron en lo de la cruz hasta ahora que eran cristianos y la veían venerar y adorar, que habían creído lo debían ser aquellos difuntos que allí se habían enterrado. Si esto fue así, es posible haber allí llegado alguna poca gente de España y consumídose en breve, y no haber podido quedar, por eso, memoria de ello . Diego de Landa sugiere prudentemente la -improbable- llegada de españoles unos años antes; otros preferían apoyarse -mucho más inverosímilmente- en la predicación de Santo Tomás, o en la condición israelita de los indios según vimos: a nadie parece habérsele ocurrido que la cruz es un símbolo solar antiquísimo y que su presencia en las Indias no tiene nada de particular. En cualquier caso, no obstante, este acercamiento y valoración positiva del elemento indígena por los misioneros -y no sólo por ellos: algún cronista como Cieza de León es un verdadero etnólogo avant la lettre- explica la conservación de las grandes culturas amerindias. No es un problema de ética -lo cual no quiere decir que las motivaciones de muchos de estos religiosos no fueran intachables-, es sobre todo una cuestión de resultados: para incorporar había que comprender, para utilizar bastaba con destruir y en el mejor de los casos con marginar. Cuanto más próximas se hallasen la religión nativa, la cultura, o ambas, a las españolas, más fácil era el proceso de incorporación: cuando la distancia resultase insalvable -como en el caso de los arahuacos o de los caribes, que vivían en el neolítico y profesaban creencias chamánicas- el exterminio de la cultura desvalida era poco menos que irremediable, trágica y despiadadamente irremediable. Las grandes culturas indígenas estaban preparadas para la llegada de una nueva religión: en realidad sus propias tradiciones así lo anunciaban. En Tenotchtitlán una serie de presagios funestos, que recordaban las plagas de Egipto, habían precedido a la llegada de "dioses" desde Oriente; en el Perú los indios dicen haber reconocido una figura celestial que les hacía gran daño en su lucha contra los españoles, figura que apunta inequívocamente a la del apóstol Santiago. De manera que las coincidencias, como se ve, eran mutuas, y al tiempo que los indios se reconocían en las creencias cristianas, los cristianos pensaban sinfrónicamente que había un hueco para ellos en los mitos indios. El padre Las Casas entendió esto muy bien: es notable que en su Brevísima relación sean muy

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raros los pasajes en que se refiere a los conquistadores con el nombre de "españoles"; para él son los "cristianos", y es como tales como se les debe condenar por sus actuaciones en el nuevo mundo. Dos culturas diferentes resultan siempre irreconciliables y el contacto se ha saldado con la destrucción de la más débil cuantas veces -innumerables- se ha producido en la historia de la humanidad. Dos religiones, es decir dos sistemas de creencias, siempre tienden a la simbiosis a poco próximas que estén, porque los sistemas simbólicos, por su propia naturaleza, son ajenos a la noción de progreso y hunden sus raíces en el inconsciente colectivo. Las culturas precolombinas han sido llamadas "quiméricas" por las insuperables contradicciones que encerraban: complicados sistemas de irrigación, pero falta de arados; carreteras que se alargan cientos de kilómetros sin que la rueda pueda hollarlas; mapas astronómicos que no permiten ni la más modesta navegación de bajura. Sus religiones, por contra, estaban hechas a la medida del hombre de entonces como a la del de ahora, eran simplemente respuestas posibles a la indefensión que provocan los íntimos interrogantes del ser humano ante la vida y la muerte, la naturaleza y sus ciclos. Hay dos formas de encarar esta situación: para el creyente todas las demás religiones son manifestaciones degradadas, pero legítimas hasta cierto punto, de su propia y verdadera religión -y esta fue de hecho la postura adoptada por los misioneros-; para el no creyente la razón es de índole psicológica y antropológica, antes que trascendental. Mas desde cualquiera de ellas lo que resulta fácil entender es que mientras en lo material los indígenas y los europeos no podían fusionarse de ninguna manera, en cambio sí podían hacerlo en sus creencias religiosas siempre y cuando se satisficiesen los puntos de partida, respectivamente favorable a la absorción y propenso a la incorporación, de que hicieron gala conquistadores y conquistados. Sobre todo cuando la religión era una religión social, hecha de ritos solemnes y liturgia rutilante, como es la católica -es notable que el protestantismo haya arraigado en países de fuerte ingrediente poblacional europeo, tipo Chile, pero tan apenas en aquellos donde predomina el elemento indio o el negro-. Las viejas prácticas indígenas -o africanas según evidencian muchas fiestas del vudú en Cuba- afloran aquí y allá en las ceremonias católicas durante la época colonial, y todavía durante la nuestra. O al revés: Octavio Paz nos cuenta lo impresionada que quedó sor Juana Inés de la Cruz al tener noticia de un rito (recogido por Torquemada) que se celebraba en el Templo Mayor de México y en el que los fieles comían porciones del dios Huitzilopotchli figurado mediante un ídolo de maíz empapado en sangre de animales. ¡No es para menos! El catolicismo barroco era una variante ritualista del cristianismo que apelaba al oropel externo, antes que a lo íntimo e individual. Es sintomático que la única festividad que la población europea de Estados Unidos ha podido tener en común con los indígenas sea el mítico día de acción de gracias en el que unos y otros compartieron, se supone piadosamente, idénticos productos de la tierra, el pavo, el maíz y los arándanos. Y es que, en efecto, nada más podía unirles, fuera de la simbología telúrica del Thanksgiving: para la mentalidad protestante de los peregrinos, afecta al libre examen, la distancia que los separa de las tribus primitivas, organizadas sobre un sentido colectivo de la vida, resultaba insalvable. En Hispanoamérica sucedió todo lo contrario hasta el punto de que no existe modalidad ritual autóctona que haya dejado de encontrar un paralelo -fagocitariamente aculturador, si se

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quiere- en las tradiciones religiosas de los españoles: por eso cuando contemplamos una representación del Usca Paucar, un auto sacramental en lengua quechua dedicado al patrocinio de Nuestra Señora de Copacabana y en el que el "inca" Usca Paucar arroja de sí el rosario tentado por el "demonio" Yunca Nina, una irreprimible melancolía embarga nuestro ánimo, ya seamos indios, ya europeos, al reconocer la vieja palpitación mágica de lo demoníaco instalada en el tresillo del cuarto de estar de la niñez. Si a algo recuerda la expansión del catolicismo español por las Indias, como he sugerido antes -y no soy el único- es a la irradiación del Islam por el mundo oriental: desde los pueblos oceánicos de Filipinas e Indonesia, pasando por las tribus dravídicas del sur de la India, por las poblaciones negras del Sudán, o por los nómadas bereberes del Sahara, todas estas gentes se han unido en una religión abarcadora de las que tuvieron antes y que ha sabido tender un manto uniforme por encima de patentes diferencias de raza y de cultura. Este sistema se ha revelado políticamente ineficaz y tecnológicamente retrógrado, pero la obviedad de su similitud anímica está ahí y sería un error menospreciarla. En las Indias españolas sucedió lo mismo: mientras los particulares fracasaban, el Estado, constituído en vínculo teocrático, lograba una unidad simbólica que ningún otro estado europeo de la época o posterior ha conseguido jamás en sus colonias. Las "realizaciones" de dicho Estado, a qué negarlo, son menguadas, desde la perspectiva actual. Lejos de articular la sociedad de cara al mundo moderno, la constituyó como un sistema medieval de castas que se evidencia en la variopinta terminología del mestizaje. En vez de preparar la economía para la revolución industrial y para el capitalismo, la sumió en el proteccionismo más estricto organizándola sobre bases rurales de índole latifundista y servil. Pero con la distancia, y pasados los primeros furores independentistas que arrumbaron dicho Estado, las cosas se presentan de otra manera. Porque las sociedades indígenas que aquel englobó eran así, eran sociedades vertebradas en castas, de economía rural, y que dependían de grandes caciques. O, mejor dicho, este era el modelo de la sociedad azteca, de la sociedad maya y de la sociedad inca, que permanecen, y no el de las tribus caribes o mapuches que fueron exterminadas. El estado español, erigido en defensor y propagandista del catolicismo, fue tan incapaz de atajar las tropelías de sus súbditos, como de librarse de la epidermis teocrática con que había nacido: por eso se acomodó a las comunidades indígenas desarrolladas, las cuales, a pesar de sus carencias tecnológicas, no estaban tan alejadas del mismo como comúnmente se piensa ¿De qué forma, si no, podría entenderse aquella obsesión por la idolatría presunta de los nuevos súbditos, que a un Estado realmente moderno -del estilo del que en Francia inauguraba Enrique IV, o en los Países Bajos la dinastía de Orange- le debía traer evidentemente sin cuidado? ¿Cómo explicar en otro caso aquella hibernación artificial de lo económico en un continente cuyo esplendor material pugnaba por estallar en todos sus rincones? Entonces no había ni gente , ni animales, ni árboles, ni piedras, ni nada. Todo era un erial desolado y sin límites. Cuando los dioses llegaron al lugar donde estaban depositadas las tinieblas...pensaron cómo harían brotar la luz, la cual recibiría alimento de eternidad...Al ver lo hecho, los dioses dijeron: -La creación primera ha sido concluída y es bella delante de nuestros ojos. En seguida quisieron terminar la obra que se habían propuesto. Dijeron entonces: -No es bueno que los árboles crezcan solos, rodeados de sombras, es necesario que tengan guardianes y servidores. De esta manera decidieron poner, debajo de las ramas y junto

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a los troncos enraizados en la tierra , a las bestias y a los animales...Los dioses idearon nuevos seres capaces de hablar y de recoger, en hora oportuna, el alimento sembrado y crecido en la tierra. Por eso dijeron: -¿Qué haremos para que las nuevas criaturas que aparezcan sepan llamarnos por nuestros nombres y entiendan, porque es justo, que han de invocarnos como a sus creadores y a sus dioses?...Después de decir tales palabras, empezaron a formar, con barro húmedo, las carnes del nuevo ser que imaginaban...A fin de que estas gentes no estuvieran solas, los dioses crearon otras de sexo femenino...Durmieron a los machos y mientras dormían crearon a las hembras . Junto a ellos las pusieron, como si fueran muñecas de madera pulida...Luego los dioses dispusieron que la tierra se volviera a llenar de agua y que esta corriera por todas partes...y subiera sobre las rocas y los montes. Así sucedió. Esta inundación que duró muchas lunas, lo destruyó todo. ..Decidme, ¿en qué lengua habláis? ¿De dónde habéis sacado esos ruidos extraños que salen de vuestras bocas?...¿Acaso ya no sabéis el idioma que todos por igual usábamos en la tierra de Tulán? ¿Qué habéis hecho de las palabras que antes conocíamos? ¿En qué confusión habéis caído? No, no es una traducción heterodoxa del Génesis, es el Popol Vuh, el libro sagrado de los mayas en que se exponen sus creencias y sus mitos. Es fácil ver que a los frailes españoles les debió resultar relativamente sencillo incorporar a dichos indios a la religión que predicaban. Más sencillo, desde luego, que mantener en la misma a sus propios compatriotas, quienes lejos de aceptar las recriminaciones de fray Antonio Montesinos en su célebre sermón de Santo Domingo de 1511 cuando les decía: ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a aquestos indios? ...¿Cómo los matáis por sacar y adquirir oro cada día? ¿Y qué cuidado tenéis de quién los doctrine, y cognozca a su Dios y criador?...Tened por cierto que en el estado que estáis no os podéis más salvar que los moros o turcos que carecen y no quieren la fe de Jesucristo. intentaron desacreditarle delante del rey según nos relata Las Casas. Tampoco debieron tener estos religiosos demasiadas dificultades para asimilar el Padrenuestro a un himno dedicado a Viracocha, el dios inca, y que reza así: Oh creador, Bienaventurado creador, sé misericordioso Ten piedad de los hombres, de tus hombres y servidores Que tú hiciste y a los cuales les diste razón de ser. Ten piedad de ellos; Que siempre permanezcan sanos y salvos Con sus hijos y toda su descendencia: Que vayan por el camino recto sin pensar en el mal; Que vivan mucho tiempo y no mueran jóvenes; Que coman y vivan en paz. La conquista de las Indias fue un episodio histórico paradójico, indefendible desde el punto de vista de la acción de los particulares, ejemplar por lo que respecta a la ideología y a las comunidades religiosas que lo sostuvieron. Aquellos destruyeron y dejaron una semilla insolidaria y violenta de la que Hispanoamérica -la América de los hispanos, no la de los españoles, por cierto- se resiente todavía hoy; estos forjaron un principio de unidad de la conciencia del que siempre había carecido el continente. Cuanto más lejos de los primeros se mantuvieran las comunidades indígenas, más seguras estarían en lo físico y en lo cultural: por eso la acción de los misioneros consistió en aislar a los indios en "reducciones" cerradas

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directamente dependientes del rey, y en penetrar en las selvas, lejos de las ciudades, para establecer misiones que intentaban recrear explícitamente viejos proyectos utópicos. Pero la paradoja es doble. El lector pudiera pensar que el presente capítulo constituye un canto a la expansión del cristianismo en la América española. Algo de ello hay, en efecto, si bien más como consecuencia de resultados que están a la vista, que por voluntad previa o alineamiento ideológico favorable -tampoco desfavorable- de este espectador. En un primer momento la condición de soldado o misionero constituía un a modo de símbolo de la extracción moral de la persona que había ido a las Indias -con las inevitables excepciones en uno y otro sentido como es lógico-: si lo primero, su intención fue, casi seguro, la de enriquecerse a costa de lo que fuese; si lo segundo, estándole vedado por las reglas de su orden el enriquecimiento personal, significaba un deseo sincero, por muy ilusorio que pueda parecer desde la perspectiva del siglo XX, de extender su religión a todo el orbe. El lector moderno, que se sorprendió gratamente con El nombre de la rosa de U. Eco al descubrir cómo la libertad y el igualitarismo anidaban también a fines de la edad media en la comunidad heterodoxa que presidieron el "hereje" Dolcino y su amante Margherita, tiene ahora un nuevo motivo para desconfiar del carácter progresivo de la historia: en realidad los franciscanos que predicaban -y practicaban- la pobreza evangélica en las Indias enfrentándose a la avaricia del clero secular eran de estos; fray Toribio de Benavente, alias Motolinia (esto es "pobre"), pretendía realizar las esperanzas milenaristas enunciadas por el fraile calabrés Joaquín de Flora en su Liber introductorius in expositionem in Apocalipsim dando lugar en el nuevo mundo a la Iglesia de los Religiosos -enfrentada a la Iglesia carnal-, al reino monástico de la caridad pura preparativo del Millenium . Este celo utópico les condujo a enfrentarse incluso con Las Casas, el cual preconizaba el abandono de las Indias (es decir, en el fondo, el establecimiento de factorías comerciales poco alejadas de la costa al estilo sajón), y así cuando el dominico se niegue a bautizar a un indio en la puerta de la iglesia de Tlaxcala Motolinia, para quien la diferencia cultural entre españoles e indios no resultaba un obstáculo en lo religioso, le espeta: Cómo, Padre, todos vuestros celos y amor que decís que tenéis a los Indios se acaba en traerlos cargados , i andar escriviendo vidas de Españoles i fatigando Indios...i pues un Indio no baptizáis ni doctrináis, bien sería que pagásedes a quantos traéis cargados i fatigados (carta a Carlos V de 2 de enero de 1555). Mas el tiempo lo muda todo, y a fines del siglo XVIII, en vísperas de la independencia de aquellos países, las tornas parecen haber cambiado, entre otras razones porque la disputa que enfrentó en el siglo XVI a las órdenes mendicantes de un lado y al virrey y a la jerarquía eclesiástica regular de otro a propósito de la conveniencia de imponer tributos a los indios para que sufragasen los gastos de la Iglesia y los del Estado, se zanja en beneficio de estos últimos. Como consecuencia de un proceso de acumulación de bienes, similar al que en Europa había llevado de las primitivas comunidades cristianas al fastuoso esplendor romano de la Iglesia católica, los religiosos, aunque no a título individual, habían llegado a poseer inmensos territorios en América y a ejercer una influencia decisiva en la vida virreinal. Los descendientes de los conquistadores, en cambio, inmersos en un proceso de fusión de gentes que estaba implícito en el propio planteamiento de la vida colonial, alentaban nuevas ideas revolucionarias de libertad, igualdad y fraternidad que hubieran parecido absurdas a sus antecesores de tres siglos atrás. La sociedad hispana actual no es ni como estos, ni como aquellos: ha conservado de los misioneros barrocos la ideología del mestizaje -realidad que estos empero se esforzaron por

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impedir al aislar a las comunidades indígenas-, y ha tomado de los próceres ilustrados la práctica del mestizaje -que reconocida por todas las constituciones alumbradas por ellos fue prontamente obstaculizada mediante el ejercicio abusivo del poder-. ¡Extraña comunidad la de los hispanos! Después de tres siglos de premiosos meandros religiosos la corriente se encrespa y sin embargo..., sin embargo las aguas turbias siguen exhibiendo impúdicamente las doradas arenas de su fuente originaria. Lo comprobaremos en seguida.

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4) Río revuelto Desde el punto de vista de los españoles modernos, descendientes de los que no emigraron, una de las imputaciones más extrañas que reciben cuando van a Hispanoamérica es la de que alguien que se llama Villa, o Hernández, o Pacheco les acuse de los desafueros de la conquista. La anécdota es trivial, pero conviene transcribirla literalmente para entender lo que se está ventilando aquí. El guerrero que mataba indios por placer y que sólo aspiraba a enriquecerse responde ahora al nombre de Francisco Miranda, Miguel Hidalgo, o Simón Bolívar; es liberal, ama el progreso, y desea sacudirse el yugo eclesial y absolutista de la metrópoli, el mismo yugo que, cual un sarcasmo de la historia, se le oponía en el siglo XVI como único freno a su voracidad. Así son las cosas, y así han sido muchas otras veces también: el corso subyugado por Francia se volvió emperador de los franceses para subyugar a toda Europa; los holandeses que se habían sacudido la opresión española la impusieron a los zulús de Africa del Sur a su vez. Era absurdo, pero los "precursores" tenían razón: el sistema de castas había preservado a los indígenas y a los esclavos negros y conducido a una sociedad mestiza incipiente que ahora reclamaba, lógicamente, la supresión de las castas y de los privilegios. Cuando se examina la actitud de los independentistas hispanos se tiende a equipararla a la de los rebeldes de las trece provincias estadounidenses. No se suele ver, empero, que hay bastantes diferencias y no de matiz: Jefferson, como Juan Pablo Viscardo, instaba a los habitantes de las colonias a no dejarse gobernar por una potencia extranjera que ya nada tenía que ver con los americanos, pero sólo Simón Bolívar podía decir lo siguiente: Al desprenderse la América de la monarquía española se ha encontrado semejante al Imperio Romano, cuando aquella enorme masa cayó dispersa en medio del antiguo mundo. Cada desmembración formó entonces una nación independiente conforme a su situación o a sus intereses; pero con la diferencia de que aquellos miembros volvían a restablecer sus primitivas asociaciones. Nosotros, ni aun conservamos los vestigios de lo que en otro tiempo: no somos europeos, no somos indios, sino una especie media entre los aborígenes y los españoles. Una especie mestiza, añadiríamos nosotros. Todos los analistas son unánimes en señalar que el mestizaje es la característica diferencial más destacada de Hispanoamérica. Pero la coincidencia en el diagnóstico no significa que acierten en las causas de su especificidad. Mestizaje lo hay en muchas partes de la tierra: en el antiguo Egipto, donde convivían las poblaciones semitas del delta con los nubios de las fuentes del Nilo; en Indonesia, donde se cruzan estratos melanesios y de raza negra; en las repúblicas soviéticas de Asia, donde europeos y no europeos propenden a varios grados de confusión; esto por citar sólo situaciones de relativo equilibrio y no de abierta tirantez al estilo de Jamaica o de Ruanda-Burundi. Existe una propensión exagerada a encarar el mestizaje hispanoamericano como un asunto meramente biológico: mas la mezcla de razas a la que se enfrentaban Simón Bolívar y sus compañeros independentistas era sobre todo un panorama cultural. Lo específico de las nuevas repúblicas no era la mezcla genética, sino la conciencia de la mezcla y de su viabilidad. Y contra lo que pudiera creerse este estado mental es un trasunto del sistema de castas impuesto por la ideología dominante durante la colonia. La lengua lo refleja de forma inequívoca. En las Indias no había cuatro posibilidades -negro, blanco, indio, y mezclado-, ni tan siquiera seis -las tres modalidades de partida más sus

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cruces, el mestizo (blanco e indio), el mulato (negro y blanco), y el zambo (indio y negro)-, sino más de treinta grados que constituyen una complicada taxonomía, recogida por los tratadistas de la época y representada en murales y láminas. Véase la intrincada genealogía de la casta de los ahí te estás según Manuel Alvar quien sa ha ocupado en una monografía reciente de esta cuestión: hijo de mulata (blanco y negra) y de coyote mestizo, el cual es hijo de mestiza (blanco e india) y de castizo, el cual a su vez procede de española y mestizo (blanco e india). ¡Casi nada! ¡Y hay tantas ascendencias como esa! Ni las famosas genealogías bíblicas llegaron a tal grado de enmarañamiento. Pero cuando un sistema de castas se compartimenta hasta dicho extremo es porque la movilidad que permiten es tan grande que, en el fondo, nadie está seguro de poder exhibir una ubicación indiscutible en las casillas del sistema. Trasladando el argumento a las clases sociales diremos que una sociedad de clases altas y bajas es una sociedad inmovilista de tipo patriarcal: por el contrario una sociedad de clases altas, medias altas, medias, medias bajas, bajas emergentes, y así sucesivamente, es una sociedad moderna con amplia movilidad vertical, es el modelo que tienden a configurar nuestras sociedades permeables del siglo XX. He aquí la paradoja: el sistema de castas de la colonia era absolutamente retrógrado desde el punto de vista político y económico, que no en vano refleja una sociedad de tipo medieval; sin embargo por lo que respecta a los grados de mestizaje biológico, nos encontramos con que por la vía de las relaciones interpersonales todo es posible en las Indias. En un relato que nos ha dejado fray Diego de Ocaña se nos da cuenta de la situación en Potosí en estos términos: Hay en Potosí indios muy ricos, en particular uno que se llama Mondragón...Hay otro que se llama Hernán Carrillo, mestizo, hijo de india y de español, que es hombre de mucha máquina de hacienda de ingenios. Y sin embargo para estudiar en la Universidad y ejercer ciertos oficios los mulatos necesitaban una exención real de su condición de "pardos", al tiempo que a sus hijas les estaban vedados determinados adornos por no ser de su condición. Las castas, si bien imponían baremos rígidos de consideración social, no eran compartimentos estancos, y tampoco estaban determinadas absolutamente en lo económico. Se podría decir que, una vez sentada la "ideología del mestizaje" por la Iglesia, ello se tradujo, primeramente en la conservación de las comunidades indígenas y africanas, es decir en las castas, y acto seguido, conforme la Ilustración iba barriendo el sistema colonial, en la difuminación biológica de estas mismas castas, esto es, en la "práctica del mestizaje". Se ha dicho que la revolución burguesa de los criollos fue engullida a su vez por los mestizos, en abierto contraste con lo que sucedió en los Estados Unidos. Así es: ya en los albores del movimiento, Bolívar, un criollo blanco como O'Higgins, Belgrano y San Martín, tuvo que aliarse con el general mulato haitiano Alexandre Petion, en tanto Francisco de Miranda, blanco y criollo igualmente, cuenta con el apoyo del general negro Dessalines; hoy en día el proceso de aproximación racial parece haberse consumado y así en México, cuya población india era del 40% a comienzos del siglo XIX, ahora sólo queda un 8% de indios puros, siendo el resto mestizos en mayor o menor grado. Pero esta práctica del mestizaje no es una consecuencia de las ideas de libertad, igualdad y fraternidad, sino la culminación de la ideología religiosa de la colonia. El hecho de que los libertadores se apresuraran a decretar la abolición de la esclavitud puede inducir a error. En

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realidad el liberalismo burgués en el que se inspiraban las constituciones hispanoamericanas fomentaba el capitalismo, y por lo mismo la eliminación de los más débiles. Así, a pesar de la innegable buena voluntad de los precursores, lo cierto es que las condiciones de vida de los indígenas no han mejorado desde 1810, sino más bien al contrario: al poco tiempo de encenderse la chispa secesionista José Artigas se enfrenta en la Banda Oriental a los portugueses y españoles que se habían atrincherado en Montevideo con un ejército de......indios y gauchos; los indios yequis del estado mexicano de Sonora fueron despojados de sus tierras y deportados al Yucatán a comienzos de nuestro siglo; en la actualidad la miserable situación que atraviesan los quechuas y los aymará en Bolivia y en el Perú es la responsable directa de la aparición de movimientos mesiánicos irredentistas y de innúmeras convulsiones sociales. Por lo que respecta a la población de origen africano, no estará de más recordar que las numerosas rebeliones que jalonan la vida de la colonia -la del rey Miguel en 1552, la de los cimarrones de la Guajira en 1583, la de Guillermo Ribas en 1771- son alzamientos a favor de la Corona, de quien se rumoreaba iba a emancipar a los siervos, y en contra de los hacendados esclavistas (de hecho la actitud esclavista de España es más bien del periodo europeólatra del XIX, cuando, junto con Inglaterra y los Estados Unidos, mantuvo legalmente trabajadores negros en régimen de servidumbre en el Caribe hasta el final de la centuria). La revolución independentista hispanoamericana no es ni la de los blancos solos, como en los Estados Unidos, ni la de los antiguos esclavos negros sublevados, como en Haití. Aunque entre sus propósitos figuraba muy claramente el de la eliminación del sistema de castas, quienes la impulsan son los representantes de las castas todas, blancos, negros, indios, y sus variadas combinaciones. En Hispanoamérica las castas fueron la condición del mestizaje que había de arrumbarlas, de forma parecida a como en Europa la sociedad burguesa que saldría de la toma de la Bastilla se basaba en un sistema gremial de división del trabajo sin el que nunca hubiera sido posible sentar los cimientos de la revolución industrial. Bolívar tenía razón: la de las Indias españolas era una sociedad original, edificada injustamente sobre las castas, pero que sólo a partir de la eliminación de las mismas pudo llegar a una solución práctica viable para resolver el problema de la convivencia de las razas, el mestizaje. La generosidad histórica de los libertadores debe más de lo que se suele reconocer a las características de la sociedad de que habían surgido. Una revolución liberadora de las castas no podía inspirarse en las pautas de un movimiento como el estadounidense que mantenía, y mantiene hasta hoy, una inequívoca segregación racial: por eso el intelectual puertorriqueño Pedro Albizu Campos se reclamaría un siglo después heredero de la tradición hispánica en contra del predominio anglosajón que había segregado a un graduado por Harvard mulato como él. Tampoco podía beber en las fuentes de la revolución francesa cuyo jacobinismo llevó a Napoleón I, su más conspicuo representante, a restaurar la esclavitud en Haití el 30 Floreal del año XI. En Hispanoamérica hubo retrocesos hacia el absolutismo y el conservadurismo, como evidencia la etapa de Porfirio Díaz frente a Benito Juárez en México o la de Juan Manuel de Rosas en Argentina, y los sigue habiendo en nuestros días, pero nunca un retorno a la segregación implícita en las castas. Cada tipo de sociedad encierra virtudes y defectos: el conservadurismo reaganiano de fines de los ochenta ha vuelto a arrojar a las minorías de color al ghetto en los Estados Unidos, sin que la economía de mercado o la democracia parlamentaria se hayan resentido lo más mínimo; en los países hispanos la fragilidad de los principios constitucionales que garantizan los derechos del individuo es patente, pero la mezcla de gentes prosigue avasalladora.

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Y es que las castas en su origen no surgieron para segregar al indio o al negro, sino para defenderlos del blanco en la intención que animaba las Leyes de Indias. En aquel momento la sociedad de castas, nacida en época precolombina y avalada por el sistema de reducciones, representó un progreso histórico que hizo posible el enfrentamiento de los mejores hombres, entonces enrolados en las filas de la Iglesia, al colonialismo despiadado de los conquistadores. Tres siglos después, cuando esta misma Iglesia se había convertido en la encarnación de un sistema inmovilista y represivo, son los individuos, en este caso los libertadores, los que darán el carpetazo a un sistema que se había convertido en un freno para el desarrollo de Hispanoamérica. No comparto la tan extendida propensión a enjuiciar el curso de la historia hispana como un proceso contradictorio e inarmónico: en realidad la colonia y la independencia son etapas perfectamente eslabonadas, con menos cortes y contradicciones de lo que se cree, aunque, eso sí, con su propia lógica interna que no tiene nada que ver con la europea, y, por lo mismo, tampoco con la española. Hay castas y castas: las castas hispánicas europeas de donde salieron los conquistadores se basaban en el exterminio de los cristianos nuevos por los cristianos viejos y al pasar a América se limitaron a hacerlo extensivo a los indios; las castas hispánicas americanas que habían dado lugar a los revolucionarios independentistas, con todos sus defectos, no eran la continuación natural de aquellas castas medievales, sino la de un sistema nuevo, originariamente cimentado sobre la convivencia de los grupos raciales y que intentaba evolucionar hacia un mestizaje químicamente puro, valga la paradoja. Sí, ya sé: los grupos raciales conviven, mas los grupos políticos se despedazan en banderías y los grupos sociales se desgarran en flagrantes injusticias. Es verdad, pero se trata de otra historia: Europa tardó varios siglos sangrientos en alcanzar la convivencia de las religiones, si bien, una vez lograda, supo edificar las demás cohabitaciones políticas y sociales en la tolerancia adquirida en el ejercicio de la anterior -el atomismo político postmoderno es una consecuencia del libre examen impulsado por la Reforma-; contra el fatalismo imperante al abordar este tema tengo que decir que la historia de Hispanoamérica no ha hecho más que comenzar y que todavía no está dicha la última palabra, tal vez ni siquiera la segunda. El padre Francisco de Vitoria se había enfrentado a la autoridad del emperador y a la del papa cuando en sus Relecciones teológicas estableciera que: 1.Los indios bárbaros, antes de que los españoles llegasen a ellos, eran los verdaderos dueños en lo público y privado. 2.El Emperador no es señor de todo el mundo. 3.El Emperador, aunque fuese dueño del mundo, no por ello podría ocupar las provincias de los bárbaros, establecer nuevos señoríos, deponer a los antiguos y cobrar tributos. 4.El Papa no es señor civil o temporal de todo el orbe, hablando con propiedad de dominio y potestad civil. ...8.A los bárbaros, si no quieren reconocer dominio alguno del Papa, no por esto se les puede hacer guerra ni ocupar sus bienes. Increíble. Francisco de Vitoria está dando la razón a los indios colombianos de que me ocupaba páginas atrás en un inequívoco rechazo del absolutismo y del colonialismo imperantes en la época (1538). Y sin embargo, aunque con reservas, no deja de instituir para evitar males mayores un sistema de encomiendas que está en la base de la sociedad de castas:

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Otro título no podría ser afirmado con certeza, pero sí traerse a discusión y parecer a algunos legítimo. El cual, yo ni me atrevo a afirmarlo ni a condenarlo en absoluto. Y es este: pues estos bárbaros...parece que no son aptos para constituir y administrar su república...podría alguno decir que para su utilidad pueden los príncipes españoles tomar su administración y establecerles perfectos y gobernadores en sus ciudades...Y esto, como dije, sea...con la limitación de que se haga por el bien y utilidad de ellos, y no tanto en interés de los españoles. Mas la Iglesia del siglo XIX, al menos la Iglesia oficial, ya no parece ser la de Francisco de Vitoria. Y así cuando el papa Pío VII exhorte en su encíclica Etsi longissimo (30 de enero de 1816) a los prelados americanos a ponerse al servicio de sus metrópolis europeas estará simplemente contribuyendo a institucionalizar un sistema de castas que el tiempo había tornado inviable y que ahora representa la encarnación del reaccionarismo más palmario. Ni fray Servando Teresa de Mier, ni el cura Miguel Hidalgo, ni el deán Funes, ni tantos otros eclesiásticos revolucionarios le siguieron. El proceso de emancipación de las naciones hispanoamericanas pasaba claramente por la ruptura de la supremacía de la Iglesia, que era la aliada natural de la Corona. En México la ley Juárez de 1855 suprime el fuero eclesiástico en los negocios, y la ley Lerdo de Tejada de 1856 prohibe la propiedad de inmuebles a las comunidades religiosas, la cual está en la base de una desamortización generadora de la reforma agraria. En Uruguay José Pedro Varela proclama la educación pública obligatoria desde 1878 con lo que la Iglesia perdió el control de las conciencias. En Venezuela se instituye el matrimonio laico y se suprimen las órdenes religiosas. En Chile se declara la libertad de cultos en 1871. Estas medidas, que afloran un poco por todas partes al igual que se estaba haciendo en el viejo mundo, suponen el despertar de Hispanoamérica a la sociedad capitalista moderna, y, aunque eran necesarias y justas, no dejaron de representar un retroceso en la consecución de la sociedad del mestizaje, pues tuvieron como efecto secundario la indefensión de indios y negros, otrora protegidos por los misioneros: los indios araucanos son confinados en reservas, a imagen y semejanza de los Estados Unidos, en Chile, al tiempo que en Argentina se procede a su exterminio; en cuanto a los afroamericanos bueno será recordar que en tiempos del tirano Rosas un tercio de la población de Buenos Aires era de raza negra y sucesivas guerras -en las que, al igual que sucedió en el Vietnam, constituyeron, como era inevitable, la carne de cañón- la diezmaron hasta desaparecer. No obstante estos retrocesos quedaron reducidos a territorios que como los del cono sur estaban modificando su ingrediente cultural -y aun antropológico- con una masiva inmigración europea todavía sin asimilar; en los demás, y también en estos últimos una vez hispanizada la avalancha, el retroceso fue tan sólo estratégico, de manera que pronto la vulcanosa erupción mestiza se relanzaría (es lo que sucede en las provincias interiores y norteñas de la Argentina: en Misiones por ejemplo -el nombre es sintomático- el mestizaje hispanoguaraní resulta imparable). Y es que, vuelvo a insistir en ello, en Hispanoamérica el mestizaje estaba salvaguardado contra eventuales oscilaciones de la coyuntura porque era algo más que una realidad biológica o una estructura social de castas, conllevaba implícitamente también una ideología. Los grandes imperios indígenas como el inca y el azteca estaban organizados a base de la convivencia de distintas tribus, sangrienta en este, menos traumática en aquel, pero en ambos casos real y efectiva. Esta convivencia, con todo lo que de injusto tenía el sistema de castas, se mantuvo incólume durante la época de la colonia en tanto en cuanto la ideología de las

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Leyes Nuevas consiguió imponerse a los deseos de los conquistadores. Por eso el reto de los hispanos ha estribado siempre en conservar un sistema que no es del siglo XVI, sino estrictamente precolombino. A las pruebas me remito: es normal que las religiones se conciban como tolvaneras salvadoras que quedan reservadas a sus fieles; en Tenotchtitlán, en cambio, de los tres destinos reservados al hombre para después de la muerte -el Mictlán o Inframundo, el Tlalocán o reino de las aguas, y el reino del Sol- el más alto quedaba reservado a los guerreros mexicas muertos en el combate, a las mujeres que fallecían de parto y ¡a los prisioneros de otras tribus ofrendados en sacrificio a Huitzilopochtli!: cualesquiera que hubiesen sido en vida las diferencias de etnia o de sexo de aquella sociedad, había un destino heroico que las unificaba en su escatología. Nos hallamos frente a un universo mestizo que choca de forma estridente con la tradición europea, por cierto: convendrá recordar que Otelo, el moro de Venecia, y Shylock, el judío, no eran una excepción, y que durante toda la edad media los países europeos tuvieron minorías de raza negra o semita importadas originariamente como esclavos o resultantes de migraciones forzosas. No ha quedado rastro de las mismas, y no por haberse fusionado con la población mayoritaria, sino a causa de su sistemático exterminio. Aún resuenan en nuestros oídos las dramáticas razones de Brabancio: ¡Oh tú, odioso ladrón! ¿Dónde has escondido a mi hija? Condenado como eres, has debido hechizarla, pues me remito a todo ser de sentido, si a no estar cautiva en cadenas de magia, es posible que una virgen tan tierna, tan bella y tan dichosa, tan opuesta al matrimonio, que esquivó los más ricos y apuestos galanes de nuestra nación, hubiera incurrido nunca en la mofa general, escapando de la tutela paterna para ir a refugiarse en el seno denegrido de un ser tal como tú, hecho para inspirar temor y no deleite El racismo, se quiera o no, ha sido la ideología europea por antonomasia. De hecho lo sigue siendo en la actualidad: como ha mostrado lúcidamente A. Finkielkraut en La défaite de la pensée el anticolonialismo europeo moderno es una forma sofisticada y a la defensiva del racismo colonialista del siglo XIX, un racismo de atrincheramiento en las fronteras nacionales, pero racismo al fin. Hay una forma ingenua de enfocar el mestizaje hispanoamericano que desde R. de Maeztu, con una visión muy europea del asunto, podríamos bautizar como la "dialéctica de la rijosidad". Nadie puede sostener seriamente que la incontinencia sexual de los conquistadores está en la base del mestizaje, y sin embargo medio en broma medio en serio estas cosas se dicen y se acaban creyendo en lo profundo, que es mucho peor que afirmarlas por escrito según hizo Maeztu. Como si en las demás situaciones coloniales que ha conocido la humanidad no se hubiese dado una incontinencia similar. En Jamaica o en Haití los propietarios europeos de las plantaciones tenían derechos absolutos sobre los cuerpos de las mujeres negras de los que disfrutaban mientras sus compañeros trabajaban en la caña de azúcar y en el cacao; en Africa sucedió otro tanto durante todo el siglo XIX, y lo mismo puede decirse de la Manchuria ocupada por los japoneses, o del este europeo dominado por los turcos. El derecho de pernada es algo más que una característica de la sociedad feudal: constituye una secuela inevitable de cualquier proceso de ocupación militar, como lo fue el de las Indias por España entre tantos otros. La raíz del mestizaje hispanoamericano no está ahí, estaba en las propias características de las sociedades indígenas. Tal vez su expresión más prototípica, casi de libro de texto, la constituya el caso de ciertas islas de las Antillas próximas a Venezuela en las que las mujeres

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hablan arahuaco y los hombres caribe como consecuencia del exterminio de todos los varones arahuacos por los caribes poco antes de la llegada de los españoles, lo que se tradujo en la constitución de una sociedad mestiza sexuada, si puede llamarse así. Aunque de forma menos colorista, muchas otras zonas de América parecen mostrar idéntica convivencia racial antes y después de que las naves de Colón fondearan en la isla de Trinidad. Es como si la abertura de la espita del pensamiento afectara a ciertas libertades en según qué civilizaciones, y a otras en las opuestas. Sería injusto dejar de reconocer que Europa ha sido históricamente el fermento de la democracia, es decir de la libertad política, ya desde los griegos y con más razón desde las revoluciones burguesas de la edad moderna: su encarnación americana más obvia, los Estados Unidos, es un conglomerado de gentes que no parecen tener en común otra cosa que una adoración casi mística por la Constitución liberal que los vió nacer. De otra parte las grandes civilizaciones de Extremo Oriente, y en particular la china, han sido siempre el solar de la tolerancia religiosa: mientras en Europa esta libertad sólo se alcanza como consecuencia del declinar de la religión, en los periodos de tibieza que caracterizan por ejemplo a la Roma imperial o a nuestro siglo XX, en el país de Lao Tsé las grandes guerras de religión son un episodio inédito, y la convivencia del budismo, del sintoísmo, del confucionismo y de muchos otros ismos ha sido y sigue siendo la norma y no la excepción. Pues bien, la América precolombina parece haber sido el Dorado de la convivencia y de la tolerancia racial; la América de la colonia española no hizo sino continuar esta tendencia con un sistema de castas sostenido por la Iglesia y por las Leyes Nuevas en contra de los conquistadores; la América de las naciones independientes, en la medida en que encarna el mestizaje mejor que parte alguna de la tierra, constituye el tercer acto de esta representación ininterrumpida. De las aproximadamente tres mil lenguas que existen en el mundo la mitad sobrevive en Hispanoamérica, donde, sin embargo, sólo reside una décima parte de la población mundial. El dato es significativo porque el mantenimiento y respeto de la diversidad étnica va unido casi siempre al de las lenguas respectivas: mas de la cuestión lingüística me ocuparé en breve. Antes quisiera insistir, a riesgo de parecer reiterativo, en el carácter "ideológico" y no sólo físico de este mestizaje hispanoamericano. Desde el punto de vista biológico en la era precolombina lo que se registra es la convivencia de distintos pueblos indios; en la época colonial española hacen su aparición los blancos, pero todavía escasamente los negros (de hecho no hay tan apenas disposiciones legales que los defiendan como en el caso de los indígenas: incluso el padre Las Casas se desentendió de ellos); este tercer ingrediente de la mezcla racial es propio de la época de la independencia, pues el tráfico de esclavos se incrementó especialmente en el último tercio del siglo XVIII y durante el siglo XIX a tenor de la demanda de mano de obra requerida por las nuevas plantaciones extensivas de las Antillas. Pero esta incorporación a oleadas de las distintas razas no alteró el fermento ideológico que terminaría haciendo posible su fusión mestiza; más claro: la ideología del mestizaje tiene bases míticas en la época precolombina -el hombre "perfecto" con el que los dioses se contentan no es un pueblo elegido, al estilo del viejo mundo, sino el resultado de varios intentos creativos que tras desechar homínidos de tierra y de madera suelen culminar en el "hombre de maíz", esto es, para América, en el hombre sin más-; la ideología del mestizaje reaparece con una epidermis religiosa en la colonia; la ideología del mestizaje se ha transmutado en pensamiento político -de signo generalmente marxista- en la actualidad.

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Mas el mismo entimema de arriba explica las razones de su evolución posterior. La ideología del mestizaje ha pugnado por desligarse del pensamiento mítico, religioso o político porque esta ideología es una coincidencia generalizada de los hispanos y sin embargo el grado de afiliación que muestran a los susodichos tipos de pensamiento resulta, por definición, variable en la actualidad. Cuando ante el advenimiento de la época moderna saltaron hechas añicos las viejas unanimidades de conciencia, nuestra visión mestiza del mundo se vió forzada a emigrar: el indio anterior a la conquista no podía escapar al pensamiento mágico y por lo mismo era afecto a la ideología del mestizaje de manera automática; el habitante de la colonia puede orillar aquel sistema teocrático muy difícilmente y por ello tampoco se le permite dejar al margen la convicción mestiza de los demás; el hispano actual, en cambio, no participa por fuerza de las tesis marxistas -otra cosa es que la injusticia y la miseria en que se debate el subcontinente la hayan propagado considerablemente- y por consiguiente, si no concurrieran otros soportes simbólicos, dejaría de estar vinculado a la mencionada ideología del mestizaje ab initio. Nos enfrentamos a un problema de explicitación simbólica. Obsérvese que frente a las preferencias políticas o a las religiosas, de conciencia individual y realización colectiva, el mestizaje supone una conciencia de grupo y sin embargo una encarnadura personal. Para ser liberal en política es necesario que exista un partido liberal al que se pueda votar, para ser cristiano se requiere un cierto grado de institucionalización eclesial proveedor de ritos comunes; de otra parte uno puede levantarse liberal y acostarse comunista, nacer mahometano y morir católico. En cuestiones de raza los hechos no se presentan así: uno es lo que es, y la posibilidad de cambio sólo está abierta a sus descendientes, si bien para serlo -indio, blanco, mulato- no necesita de sus semejantes ni de la sociedad que constituyen. La dimensión social de las afiliaciones políticas y religiosas se manifiesta en un texto escrito, y a veces oral, que les da contenido: todo sistema político tiene su carta magna, todo partido su programa, toda religión su texto sagrado en el que afloran los dogmas principales. La raza es individual en tanto que la conciencia multirracial característica del mestizaje es un estado difuso que se sabe, pero no se dice, hasta el punto de que cuando una constitución política se extiende sobre cuestiones raciales es porque, como en el caso de la República surafricana, algo huele a podrido. Propondré un acertijo que recuerda al inefable "oro parece plata-no es" de nuestra infancia: ¿qué sistema simbólico es a la vez individual y colectivo, individual en su realización y colectivo en su conciencia, de manera que vive entre todos, pero lo sabe cada uno? Un etnólogo dirá que la raza, un filólogo que la lengua: tanto monta. La ideología del mestizaje carece de manifestación simbólica autónoma, y cuando se encarna en una sociedad, como sucedió en Hispanoamérica, tiende a aparecer realquilada subrogando su explicitación a favor de textos religiosos o civiles. Esto es lo que explica que durante toda la época de la colonia española el mestizaje pareciese una creación de la Iglesia, quien sólo se limitaba a darle consistencia legal por escrito. De la misma manera México es un país constitucionalmente mestizo, aunque la conformación política de esta realidad sea una envoltura prestada que ha reemplazado al cascarón religioso de la colonia. Mas las religiones y los sistemas políticos exhiben el ropaje externo del mestizaje, no su realidad íntima que sólo puede ser referida a las coordenadas de las lenguas naturales: de este proceso y de cómo el español ha llegado a ser el alter ego de la ideología mestiza, hasta el punto de que hispano como hablante (americano) de español e hispano como miembro de la comunidad (americana)

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mestiza han llegado a ser términos equivalentes, me ocuparé en seguida. No sin antes responder a una posible objeción que como se verá más contribuye a explicar que a obscurecer el fenómeno.

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5) Sobre política lingüística Aunque el mestizaje es una ideología americana tradicional vehiculada por la lengua, España no contribuyó con su idioma a cimentarla durante la época de la colonia. Uno hubiera esperado que un régimen colonial expansivo impusiese su sistema simbólico a las poblaciones dominadas: así ha sucedido en los territorios africanos administrados por las potencias europeas durante el siglo XIX (incluída la Guinea española, por cierto, lo cual demuestra que España no ha sido ni "buena" ni "mala", sino un producto de las circunstancias); estas potencias se reparten hoy en dos grandes grupos idiomáticos -más otras entidades menores-, la Commonwealth o conjunto de países en los que el inglés es la lengua culta oficial, y el Africa de habla francesa. La frase de Nebrija siempre la lengua fue compañera del imperio, y de tal manera lo siguió que junta mente començaron, crecieron y florecieron, y después junta fue la caída de ambos parecía avalar este tipo de irradiación simbólica de manera tajante, y, en efecto, se suele creer que la expansión americana del español es la consecuencia natural de dicha política de imperialismo lingüístico (sin reparar en que la caída del imperio no ha arrastrado la de la lengua, sino todo lo contrario por cierto). Pero una nueva paradoja surge en este punto, como en tantos otros de los que hemos tenido ocasión de ocuparnos anteriormente: durante los siglos XVI y XVII las medidas de gobierno propenden a fomentar el uso e incluso la enseñanza de las lenguas indígenas, antes que los de la lengua española. La sentencia de Nebrija es unos meses anterior al descubrimiento de América (se encuentra en el prólogo de su Gramática castellana, compuesto entre enero y mayo de 1492): tal vez iba dirigida a la población musulmana cuya incorporación se preveía, tanto en la península como en el norte de Africa, pues ocho siglos de Reconquista habían evidenciado que arabización lingüística e islamización religiosa, pese a la resistencia de los mozárabes residuales, terminaban yendo siempre de la mano -téngase presente que en el reino de Valencia subsistieron comunidades arabófonas impermeables al nuevo orden durante los siglos XVI y XVII-. Ya dije arriba que el colonialismo español fue teocrático por parte del estado y puramente expoliador en lo relativo a la mayor parte de los individuos, de forma que si la acción de estos era capaz de diezmar poblaciones, nunca un grano hizo granero, y por eso difícilmente hubiera podido extender su lengua una minoría de blancos a millones de indios sin el concurso de las instancias públicas. Empeñado en propagar el catolicismo, el Estado de los Austrias se encontró con la notable dificultad de la inmensa dispersión lingüística del continente americano. Como observa fray Jerónimo de San Miguel en una carta a Carlos V fechada en Santa Fe el 20 de agosto de 1550 los indios no hablan todos una lengua...; antes hay gran diferencia de ellas y tanta que en cuatro leguas hay seis o siete lenguas ; tienen todas una gran dificultad en la pronunciación y no hay español que sepa hablar una de ellas. Era necesario encontrar un punto de confluencia idiomática susceptible de sustentar y propagar la fe cristiana. Pero contra lo que uno esperaría la Iglesia -y, aunque menos, su brazo secular, el Estado, también-, no intentó constituir a la lengua española en expresión simbólica de la nueva religión. La razón es bien simple. Como nota Alonso de la Peña Montenegro en su Itinerario de parrochos para Indios (1668) es imposible que penetre la fe a lo interior del

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alma si no se predica, de manera que la entiendan los infieles, que dar voces en otro idioma viene a ser trabajo perdido y confusión babilónica. El estado reaccionó contra esta indigenización idiomática impuesta por los religiosos. Una disposición de las Leyes de Indias (libro VI, título I, ley 18) de 1550 duda que "la más perfecta lengua de los indios" permita "explicar bien y con propiedad" la nueva religión, por lo que se opta por "introducir la castellana". El 3 de julio de 1596 Felipe II dicta una cédula proveyendo en ello de manera que se cumpla so graves penas, principalmente contra los caciques que contravinieren a la dicha orden o fueren remisos y negligentes en cumplirla, declarando por infame y que pierda el cacicazgo y todas las otras honras, prerrogativas y nobleza de que goza el que de aquí adelante hablare o consintiere hablar a los indios del dicho su cacicazgo en su propia lengua. Parece el Decreto de Nueva Planta un siglo antes: sin embargo la realidad es obstinada y el Estado, un estado que pensaba en europeo y desde Europa y que sabía muy poco de América, no tuvo éxito. Por eso el 17 de marzo de 1619 Felipe III emite la siguiente disposición que viene a dar al traste con lo que pudo ser una política lingüística asimiladora: Ordenamos y mandamos a los Virreyes, Presidentes, Audiencias y Gobernadores, que estén advertidos y con particular cuidado de hacer que los curas doctrineros sepan la lengua de los indios que han de adoctrinar y administrar...; y con los superiores de las Ordenes, que renueven a los religiosos que no supieren la lengua e idioma de los indios en forma dada, y propongan otros en su lugar. La predicación del cristianismo en las distintas lenguas de los indios implicaba su aculturación, pero a través del mantenimiento del símbolo de su cultura. Tanto es así que hoy en día el quechua ocupa un territorio mayor del que nunca ocupó el imperio inca, y de esta forma su propagación al norte de Argentina, por ejemplo, es consecuencia directa de la labor de los misioneros que seguían a los soldados allí donde las calzadas incaicas ya se habían trocado en sutiles veredas. Claro que las cosas habrían podido ser mejores de lo que fueron, y que los antropólogos se lamentan continuamente de la destrucción -parcial, lo que no se suele decir- de aquellas culturas: pero también es verdad que si todo hubiera sucedido como cualquier diablo cojuelo asomado a las techumbres del siglo XIX hubiera esperado, lo normal habría sido que no quedase rastro alguno de las mismas, ni de sus lenguas, ni de sus hablantes. Se nos ocurren reflexiones parecidas a propósito de la polémica que se ha despertado con la beatificación de fray Junípero Serra: ¿fue un santo, como quiere la Iglesia católica, o un capitán de esclavos, según pretenden las comunidades indígenas fundamentalistas de California?; a los que observamos desde la barrera y al margen de las disputas religiosas, esto no nos interesa: lo cierto es que dichas comunidades indígenas, que brillan por su ausencia en otros estados de la Unión, existen todavía gracias a fray Junípero, ángel o demonio, nunca lo sabremos. Un buen remedio casero contra la "maniqueitis antropológica" lo constituyen estas líneas del mismísimo "apóstol de las Indias" en las que, encomiando la presunta labor de San Juan Crisóstomo en el viejo mindo, escribe: Viendo el santo que una cohorte céltica andaba envuelta en las redes del arrianismo, y pensando cómo podría lograr su salvación, excogitó este expediente para convertirla: nombró presbíteros, diáconos y lectores de la misma lengua y les dio una iglesia. Con este medio logró atraer muchos de aquellos hombres...(Bartolomé de las Casas, Del único modo de atraer a todos los pueblos a la verdadera religión).

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Había una razón, y muy notable, para la política lingüística que estamos comentando: el cristianismo no fue partidario en sus orígenes de vincular la religión a una cierta lengua, y en el siglo XVI, tras el largo monopolio latinizante del medioevo, se había vuelto a dicha política. La edición de la Biblia políglota de Alcalá encargada por el cardenal Cisneros hace patente que la lengua de Cristo no había sido el latín ni el griego, sino el arameo. La nueva religiosidad renacentista propugnada por los erasmistas insistía en las traducciones de la Biblia a las lenguas vulgares, las cuales se emprendían en todas partes con entusiasmo. Frente al Islam, donde lengua y religión eran términos sinónimos (hasta el punto de que el árabe literal, que por encima de las variantes nacionales suministra la base de la escritura, es simplemente el del Corán), en el cristianismo la religión se manifiesta desde el siglo XVI en la lengua de cada pueblo concreto. Guardémonos por tanto de las similitudes apresuradas a la hora de evaluar procesos históricos: la cristianización de América fue emprendida con espíritu de cruzada, similar al que animó la djihad islámica, pero en la lengua de cada pueblo; de otra parte, aunque los nacionalismos americanos del siglo XIX comparten con sus homónimos europeos una común pasión "indigenista", en Hispanoamérica no se produjo un rechazo de la lengua "colonial", sino más bien todo lo contrario -en realidad el asombro derivado de esta constatación es quien ha originado el presente ensayo-. No faltaron ciertamente resabios de la antigua actitud islamizadora, del binomio lengua-religión que sobrenada la frase de Nebrija. El 9 de julio de 1582 los provinciales de los franciscanos y de los dominicos y el prior de los agustinos de Nueva Granada hacen una petición a la Real Audiencia para que se exima a los religiosos del conocimiento de las lenguas indígenas porque lo más importante para la evangelización es saber el latín y la teología, y no hablar la lengua de los indios, pues lo mismo ocurrió en España con los moriscos, a quienes se enseña el castellano en las escuelas de los frailes y curas para poderles explicar suficientemente las verdades cristianas. Mas estas razones, que derivan de una situación peninsular a la que aludí arriba, no prosperaron: en todo el nuevo continente lo que la corona acaba fomentando es el uso de los idiomas aborígenes, e incluso se llegan a dotar cátedras de lengua general en las principales universidades tomando como base la más extendida de las lenguas nativas en el territorio de cada demarcación política y eclesiástica. No deja de ser curioso que, mientras en España las cátedras de lengua española se doten por primera vez en la década de los sesenta de nuestro siglo (!), desde 1580 nos encontremos con cátedras de chibcha (o muisca) en Bogotá, de quechua en Lima, y de nahuatl en México. La primera gramática del español, la de Nebrija, es de 1492, la italiana de Trissino de 1529, la portuguesa de Oliveira de 1536, la francesa de Meigret de 1550, la inglesa de Bullokar de 1586; pues bien, fray Domingo de Santo Tomás publica su gramática quechua en 1560 - a la que seguirían obras de Huerta, Roxo Mexía, Figueredo, Melgar y Santa Cruz, etc-; fray Bernardo de Lugo da a la luz su gramática chibcha en 1619, trabajo destinado a satisfacer las necesidades de la cátedra de dicho idioma que el cura criollo Gonzalo Bermúdez había inaugurado en marzo de 1582; se escribieron Artes parecidas para el maya, para el nahua, y también para idiomas menos extendidos como el araucano o el aymará. Y en medio de este panorama, ¿cuántas lenguas europeas no tuvieron que esperar al siglo XX para que se compusiera su primera gramática científica?: en la propia España el catalán y el vasco, fuera de ella el bretón, el finés, y tantas otras. La firme decisión política de imponer el español es muy posterior y corresponde a los últimos tiempos de la colonia, en estricta concomitancia con la actitud lingüística centralizadora de los

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Borbones que en España prohibía también el cultivo del catalán, del vasco, o del gallego. El 10 de mayo de 1783 Carlos III exige el conocimiento del español en los asuntos públicos para que de una vez se llegue a conseguir que se extingan los diferentes idiomas de que se usa en los mismos dominios y sólo se hable castellano. Pero, salvo para el muisca -desaparecido de la sabana de Bogotá en el siglo XVIII-, dichas medidas llegaban tarde. Esta actitud tan moderna, la misma que poco después adoptarían los revolucionarios franceses en su propio territorio donde proscriben el catalán, el corso o el bretón, no podía barrer de un plumazo tres siglos de política lingüística "retrógrada, medieval y absolutista". La política lingüística de las castas, la del mestizaje hispano. No voy a decir que esta política se ajusta a los requerimientos de la sociolingüística actual. Absurdo sería pretenderlo. Pero lo que sí es cierto es que dondequiera que la Iglesia se encontró con comunidades indígenas organizadas propendió a asimilarlas adoptando su lengua como lengua general de la predicación. No es la suya una actitud de defensa de los idiomas o de las culturas que les están supeditadas, pero sí de aprovechamiento de los mismos de cara a sus propios fines. Para quien mide la historia como un balance de resultados, antes que de intenciones, es suficiente. Y acaso, ¿ se puede medir de otra forma lo que fue, que por lo que ha permitido que todavía sea? ¿No aspiramos todos, los hombres y sus culturas, a ser troncos del árbol de lo eterno? A veces nada mejor que dejar hablar al especialista. Sirvan las siguientes consideraciones del historiador americano Triana y Antoverza como colofón a lo que se acaba de decir sobre política lingüística indígena. Es notable la honestidad intelectual de este investigador quien, tras admitir que se acercó al problema con la -justificada- prevención del que, al fin y al cabo, se asomaba a un régimen inequívocamente colonial, reconoce que, en lo relativo a nuestro tema, las cosas no son lo que hubiera podido creerse: Como toda labor científica también la historia parte de hipótesis de trabajo que el proceso investigador debe confirmar o rechazar. En el presente caso, la hipótesis fundamental fue la siguiente: España al colonizar estos territorios impuso la lengua castellana, destruyendo sin fórmula de juicio nuestras lenguas indígenas. La respuesta histórica obtenida mediante el empleo de la metodología de la técnica investigativa descarta la hipótesis anterior, aunque se reconocen diferentes instancias: a)El Estado español mantuvo una actitud prudente frente a las lenguas vernáculas, aunque su posición fue oscilante en ocasiones en razón de las discusiones locales; b)Ante la imposibilidad de que los doctrineros pudieran aprender todas y cada una de las lenguas nativas, España, siguiendo antiguas costumbres de los incas y de los aztecas, les confirió a algunas el carácter de lenguas generales para que sirvieran como instrumentos teológicos. Sin esta actitud, quizás no contaríamos hoy con algún acervo documental y bibliografía al respecto;...d)Frente a la atomización cultural y lingüística de nuestro país, correspondió al castellano desempeñar el papel de elemento idiomático unificador, atemperado por la conciencia jurídica de la Corona y su enfoque religioso, aunque no siempre resultó esto fácil de poner en práctica (Humberto Triana y Antoverza, Las lenguas indígenas en la historia social del Nuevo Reino de Granada, Bogotá, 1987). Un caso especialmente interesante en este contexto es el de las comunidades de raza negra que fueron importadas como esclavos por el tráfico internacional desde el siglo XVI. Curiosamente los desvelos oficiales para la protección de los indios no se hicieron extensivos a los negros: incluso el padre Las Casas, el paladín de la indianidad, aconsejó a la Corona que importase esclavos negros para evitar el deterioro físico de los indígenas (!), como dijimos.

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Más tarde se arrepentiría de ello, y hubo eclesiásticos que defendieron la causa de los negros con idéntica o mayor firmeza si cabe que la de los indios, según sucedió con fray Martín de Porres y tantos otros. Pero esta actitud inicial del estamento ideológico que configuró la vida de las Indias está ahí y merece alguna reflexión. ¿En qué diferían los negros de los indios? Desde luego no en su grado de desarrollo cultural, pues estas poblaciones fueron arrancadas de la costa occidental de Africa, especialmente de la tribu yoruba que había constituído en torno a la ciudad de Ifé uno de los estados más civilizados del continente africano durante la edad media, el cual resistió con éxito las apetencias colonialistas europeas hasta la caída de Benin en el siglo XIX y no tenía nada que envidiar a la organización de los aztecas o a la de los incas -como ellos eran monárquicos en política, politeístas en religión y partidarios de someter a los pueblos circunvecinos a base de tributos-. Los negros constituían potencialmente un grupo tan digno de la atención de las leyes de Indias como los aborígenes americanos, pero les faltaba cohesión grupal. La forma violenta en que se había procedido a su reclutamiento conducía a la dispersión, a que personas de lenguas y comunidades diferentes tuvieran que convivir en condiciones infrahumanas en las sentinas de los barcos y en las plantaciones, dependiendo enteramente de la cultura de los nuevos amos. Siendo la acción ideologizadora de la Iglesia, como lo era, estrictamente parasitaria de grupos ya constituídos, nos encontramos con el fenómeno curioso de que para ella los negros no existían como etnia, tan sólo como individuos, y por lo tanto las leyes de Indias no tenían porqué cuadrarles, pues para esta Iglesia, todavía medieval, la predicación era un proceso comunitario en el que la conversión del cacique, como la del rey godo Recaredo en el siglo VI, debía acarrear de rechazo la de todo su pueblo. Esto es lo que explica una de las propiedades más curiosas de la sociedad indiana, y es que, pese a su originaria situación de desvalimiento legal, los negros y los mulatos se asimilaron pronto a la comunidad de los blancos, aunque obviamente en los últimos puestos de la escala social. El resultado fue que llegaron a ocupar una posición intermedia en la jerarquía social, y que el mestizaje, de rechazo, se implementaba ideológicamente con un nuevo factor que no existía en la sociedad precolombina y que no venía sino a vigorizarlo. Hay un hecho lingüístico que confirma esta interpretación. Modernamente los filólogos se ocupan con gran detenimiento de las lenguas criollas, idiomas que se producen en situaciones de esclavitud en las que los esclavos, desarraigados de su propia cultura, tienen necesidad de comunicarse con sus amos para la vida diaria, pero al mismo tiempo son rechazados por la sociedad de aquellos: el resultado son unas lenguas mixtas en las que, a grandes rasgos, el vocabulario de los esclavos es el de la sociedad dominante (el de las órdenes que reciben, obviamente) y la gramática sigue siendo la de sus propias lenguas nativas, pues estos esclavos no hablan con sus dueños, sólo los escuchan, y no tienen ocasión de comunicarse sino entre ellos mismos. Estos idiomas criollos reflejan toda una ideología de las vejaciones y de los atropellos inferidos por unos hombres a otros, y se han dado en todas las partes de la tierra donde se ha producido el fenómeno de la esclavitud: en ciertas sociedades de castas de la India -marathi-, en algunas tribus africanas que acostumbraban a utilizar los prisioneros de guerra de las tribus vecinas como esclavos -mbugu-, en determinadas islas polinesias por razones parecidas -

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tokboi-, pero sobre todo en América, que no en vano los trece millones de personas que fueron trasladadas a la fuerza por los europeos desde el siglo XVI hasta el nuevo mundo constituyen el fenómeno migratorio impuesto más notable de la historia de la humanidad. Pues bien, siendo poblacional y territorialmente la América española mucho más grande que la América de las demás potencias coloniales europeas, no deja de ser curioso que apenas se dé este fenómeno en aquella: en Haití el créole de base léxica francesa y gramática africana es la lengua común y oficial; en Jamaica sucede otro tanto con el creole de vocabulario inglés pero estructura sintáctica similar al krio de Sierra Leona y otras lenguas parecidas, ingredientes idiomáticos que reaparecen en el inglés de los negros de Estados Unidos, por ejemplo en el gullah de Sea Islands, Georgia y Carolina del Sur; en las Antillas y en las Guayanas abundan lenguas criollas en las que todavía retumban las órdenes (y los latigazos) impartidas en holandés o en portugués. En las Indias de la corona española no hay nada parecido: tan sólo en las islas holandesas de Curaçao y Aruba, y en minúsculos enclaves de Colombia o de Venezuela, nos encontramos con criollos de base neerlandesa -el papiamento - que testimonian un tráfico negrero propiciado por una sociedad colonial distinta. Quiero prevenir nuevamente al lector contra una posible malinterpretación de mis palabras. No estoy defendiendo el colonialismo español: ya dije al principio que no creo que este haya sido menos despiadado (pero tampoco más) que el de las otras potencias europeas. Sin embargo por las razones que vengo apuntando, especialmente a causa de la estructura teocrática medieval del estado español del siglo XVI, lo cierto es que en América se pusieron las condiciones para una sociedad mestiza, que no hacía sino continuar la de las poblaciones precolombinas, y que constituye, aún hoy, una experiencia única en la historia del género humano. Es significativo que lo que la sociedad impuesta por España no llegó a suscitar en América, lo conociese en su propio territorio peninsular. Investigaciones recientes sobre el habla de negros del teatro clásico han puesto de manifiesto que su estructura lingüística es la de una lengua criolla: dicho de otra manera que esta modalidad idiomática no era una simple invención literaria, como el sayagués de los pastores por ejemplo, sino que reflejaba, al igual que el habla gitana, una lengua real, la de los esclavos negros que, aunque en pequeño número, existían en la península, y que, incapacitados para asimilarse a dicha sociedad de castas -en el peor sentido de la palabra- dieron salida a sus necesidades comunicativas mediante la creación de una lengua criolla. En nada difiere la España barroca de las demás naciones europeas en lo relativo a su actitud respecto a los negros. Incluso Sancho Panza, el entrañable escudero de don Quijote que por tantos motivos puede ser considerado como paradigma de la mejor ética popular, cuando se enfrenta a una posible donación que su señor le va a hacer en cuanto herede el reino de la princesa Micomicona -supuestamente ubicado en Guinea o en Etiopía- no puede menos que hacerse la siguiente reflexión: Sólo le daba pesadumbre el pensar que aquel reino era en tierra de negros y que la gente que por sus vasallos le dieren habían de ser todos negros, a lo cual hizo luego en su imaginación un buen remedio, y díjose a sí mismo: "¿Qué se me da a mí que mis vasallos sean negros? ¿Habrá más que cargar con ellos y traerlos a España, donde los podré vender, y adonde me los pagarán de contado, de cuyo dinero podré comprar algún título o algún oficio con que vivir descansado todos los días de mi vida?".

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¡Terribles palabras que aún chirrían en nuestros oídos! Esta es la sociedad colonial que en otras circunstancias se hubiera producido en las Indias, la misma que ha llegado a encarnarse en Africa durante el siglo XIX. Pero afortunadamente, contra lo que se suele decir, España era una potencia colonial muy débil, tan débil que desde los primeros tiempos sus costas americanas estuvieron indefensas ante los ataques de los piratas ingleses, franceses y holandeses, y no tuvo otro remedio que encomendar la conquista a los particulares y la organización del territorio y de la sociedad a la Iglesia. Los primeros actuaron como actuaron, ni mejor ni peor que otros europeos, pero en cualquier caso mal. La segunda, por la feliz conjunción de una serie de factores que suponían la alianza de la ideología casticista medieval con el nuevo mundo renacentista, hizo posible una sociedad mestiza en la que, lingüísticamente, los indios conservaron su lengua al tiempo que aprendían el español sin violencia, y los negros adoptaban este mismo español como símbolo de una sociedad en la que, con todas las dificultades que se quiera y a pesar de eventuales huídas a la selva, les resultaba factible la integración. Pronto, sólo tres siglos más tarde, que no son nada en la vida de un pueblo, ya no serían ni blancos, ni negros, ni indios, tan sólo mestizos. Por eso pudo escribir Angel Rosenblat en su libro La población indígena y el mestizaje en América estas palabras sorprendentes: Hay todavía un millón de indios en México que no saben hablar español y que usan lenguas propias como único medio de comunicación. Es decir, hay un millón de mexicanos que no saben que son mejicanos (el subrayado, atónito, es mío). Pero para que se llegase a esta situación hubo que recorrer antes un largo camino en el que la sociedad mestiza se fue conformando en torno a un sistema de creencias religiosas ávidamente aprendidas como nos recuerda fray Julián Garcés en una carta al papa Paulo III: Los niños de los indios no son molestos con obstinación ni porfía a la fe católica, como lo son los moros y judíos; antes aprenden de tal manera las verdades de los cristianos, que no solamente salen con ellas, sino que las agotan y es tanta su facilidad, que parece que se las beben. Esta avidez por el cristianismo fue transferida desde la independencia a una pasión idéntica por la lengua española como veremos: en el fondo de lo que se trata es de que los cristianos sin saberlo -tal vez porque habían olvidado los sermones de Santo Tomás- se han convertido en mexicanos, esto es en hispanohablantes, in pectore igualmente. No es una cuestión de ideología, sino de oportunidad histórica. La misma Iglesia católica, que en el siglo XVI imponía el oscurantismo en Europa con la Contrarreforma y su secuela de procesos inquisitoriales, estaba alumbrando, gracias a la coincidencia circunstancial que acabamos de examinar, un mundo nuevo en las Indias. Un mundo nuevo que, pese a la codicia de los conquistadores españoles y del estamento jerárquicamente acomodado de esta Iglesia, y pese a la rapiña de los demás europeos convertidos a la sazón en su contrapunto inevitable como corsarios o traficantes de esclavos, se abrirá camino hasta el proceso independentista del siglo XIX. Todavía en la segunda mitad del XVIII se libró una última batalla, ideológica como todas las precedentes. Cuando los jesuitas expulsados de América lleguen a Europa se encontrarán con una ruidosa polémica suscitada por un enciclopedista, un tal Cornelio de Paw (1768), quien, retomando ideas de Buffon, intenta sentar las bases de la presunta inferioridad biológica (!) de todo lo americano. Partiendo de la mayor debilidad de ciertas especies animales y vegetales en el nuevo mundo (se ve que nunca le había picado un insecto de la Amazonía) este

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"científico" logró arrastrar a la intelectualidad bienpensante europea hacia una forma de racismo que preconizaba la inferioridad de los criollos americanos, e implícitamente la necesidad de auspiciar regímenes coloniales susceptibles de "protegerles". Estos jesuitas, como Motolinia y tantos otros tres siglos atrás, tomaron el partido de América y reaccionaron vigorosamente con multitud de escritos que terminarían por inclinar la balanza del lado del sentido común. Y ahora, como en los inicios, la actitud culturalmente americanista va ligada a la potenciación de un idioma indígena en calidad de lengua general: el guaraní, que no había gozado de dicha condición pese al Arte de José de Anchieta y a que las actas de los cabildos indios del Paraguay tutelado por los jesuitas se redactaban en dicho idioma, pasará a ser língua geral en torno a los establecimientos de los ríos Paraná y Paraguay en dicha época. Lo único que había cambiado era la actitud del Estado español, el cual, enfrentado otrora a los particulares, nos aparece en este momento del lado de Europa y de las luces y contra el panamericanismo. Contra la sociedad mestiza, antes que contra la propia Iglesia, adviértase bien, pues las jerarquías de la misma fueron regalistas durante todo el periodo de la independencia y aún después. El estado español que, utópicamente y con todos los altibajos que se quiera, había dado ocasión a una sociedad diferente, se alineaba decididamente junto a los demás estados europeos para intentar crear una sociedad esclavista. F. Arango y Parreño en su Discurso sobre la agricultura de La Habana y medios de fomentarla (1792) proponía aplicar fórmulas revolucionarias y librecambistas y expresaba su preocupación por el panorama que exhibía la cuestión racial en los siguientes términos: El sosiego y reposo de todos mis compatriotas ...está pendiente de un hilo, de la subordinación y paciencia de un enjambre de hombres bárbaros. No es hoy cuando me espanta esta desagradable advertencia. La suerte de nuestros libertos y esclavos es más cómoda y feliz que lo era la de los franceses. Su número es inferior al de los blancos, y además de esto debe contenerlos la guarnición respetable que hay siempre en la ciudad de La Habana. Mis grandes recelos son para lo sucesivo, para el tiempo en que crezca la fortuna de la Isla y tenga dentro de su recinto quinientos mil o seiscientos mil africanos.. Un político de la Unión Sudafricana no lo habría expresado con mayor contundencia: a fines del XVIII España había superado su pasado oscurantista y se alineaba decididamente del lado del progreso, del mismo concepto de progreso que los holandeses, y luego los ingleses, habían implantado en el sur del continente negro y que hoy supura en las colonias de trabajadores africanos del Maresme o en las de portugueses de la cuenca minera asturiana. ¿Habrá que extrañarse de que dicha política racista y dicha ideología del progreso económico vinieran acompañadas de un intento de erradicar las lenguas indígenas generales?: una cédula de Carlos III de 10 de mayo de 1770 ordena imponer el español a los indios como dijimos. Pero todos estos coletazos no hacen sino evidenciar algo de lo que pienso ocuparme más tarde: contra lo que se suele decir, y proclaman toda suerte de discursos oficiales y manifiestos librados en los postres de algún encuentro "cultural", el problema de las relaciones entre España y América no está en el origen, se da sobre todo en la actualidad. Es ahora, cuando las matanzas de indios no son sino un pálido recuerdo y las exacciones económicas una cuestion de interés puramente histórico, cuando, por contradictorio que ello pueda parecer, España se halla gravemente desvinculada de América. En esta orilla europea no se acaba de entender la unánime coincidencia de los hispanoamericanos en sentir a España como la "madre patria" y, al tiempo, en rechazar, cortés, pero firmemente, su injerencia en los asuntos del nuevo continente. Cualquiera que sea

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la ideología o la naturaleza de la persona que emplea el término "madre patria" en Hispanoamérica, siempre constituye algo, de puro sabido, evidente, para el revolucionario como para el conservador, para el mulato como para el criollo: el mismo término que en la península ibérica suscita invariablemente sonrisas de complicidad entre "izquierdistas" (y es que la enfermedad infantil de que hablaba Lenin parece ser endémica entre nosotros), y declaraciones retóricas de ufanía imperialista entre "gentes de orden". Sin embargo unos y otros han coincidido, a través de los distintos gobiernos de todos los pelajes que se han sucedido en nuestro siglo, en el deseo de cimentar la política exterior española sobre el estrechamiento de los lazos con Hispanoamérica (con preferencia por este régimen o por aquel, según sus afinidades, pero con el propósito de hacer extensivo el proyecto a todos). ¡Vana pretensión! A fines del siglo XX España ya no es anímicamente una sociedad mestiza, es una sociedad europea, o sea una sociedad racista. Racista por sus complicidades y autocomplacencias con las demás naciones europeas, racista por el narcisismo de cada comunidad autónoma frente a las demás, racista por el individualismo exacerbado -postmoderno, para entendernos- de cada ciudadano y de cada grupo social. España es otro planeta cuya conciencia de sí mismo y de los otros nada tiene que ver con la de los hispanos: liberada del bárbaro pasado de soldados y frailes de la "madre patria" se halla en la mejor disposición para pertenecer al grupo de los ricos que mira al tercer mundo desde la barrera. ¡Al fin podremos almorzar apaciblemente!: la mantequilla ya no está rancia, no hay moscas en los bares, nadie se preocupa por su vecino. Se ha cerrado un capítulo negro (e indio) en nuestra historia: el aburrimiento ha comenzado.

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6) Un proceso de transferencia simbólica Las revoluciones independentistas trajeron aparejada la ruina del sistema colonial. Aquella sociedad mestiza, que con sus virtudes y con sus defectos se venía arrastrando desde la época precolombina, se vió forzada a ingresar en un mundo distinto, el del capitalismo económico, y, con luces y sombras (o, mejor dicho, con sombras y alguna que otra luz) el del liberalismo político. La sociedad de castas, que era la versión degradada, aunque genuina, de aquellas comunidades mestizas, se nutría de la ideología de la Iglesia católica y de la tutela interesada de la Corona española; las sociedades independientes de las nuevas naciones americanas eran tributarias de la ideología de la revolución francesa y del texto constitucional de los Estados Unidos, al tiempo que sus garantes políticos (sus gendarmes, más bien) pasan a serlo las potencias anglosajonas. Pero ¿acaso no seguía siendo la misma sociedad? José Vasconcelos se limitaba a advertir algo evidente cuando constituye al mestizaje en el símbolo y encarnación de lo que es Hispanoamérica (otra cosa es que el tono milenarista de su propugnada raza cósmica -de entrañable resonancia dolciniana, por cierto, como era de esperar- tenga visos de verosimilitud o deba archivarse en el desván íntimo de los proyectos imposibles por demasiado generosos). En efecto, era la misma sociedad, pero le faltaba coherencia: arrumbada para siempre la ideología religiosa que la había sustentado, la sociedad mestiza de Hispanoamérica se presentaba tan sólo como una situación de hecho, sin basamentos conceptuales susceptibles de articularla, era un montón de guijos de colores -negros del basalto, blancos de la caliza, grises del granito- a los que les faltaba la argamasa. En algunas zonas no tardaron en producirse importantes movimientos migratorios que estuvieron a punto de dar al traste con este cuerpo social así constituído: como dije, los países del cono sur acogieron un elevado número de europeos que, imponiendo -ahora sí- su ideología exterminadora de los indígenas, la misma que habían aplicado en la América sajona, tendían a crear una sociedad de tipo australiano, surafricano, o estadounidense; no obstante a la larga la conciencia "hispana" se impuso y por ello Argentina, Uruguay y Chile son hoy día anímicamente hispanas, aunque les falte la base biológica mestiza. He aquí un hecho notable, el del mestizaje sin mestizos, algo así como la telegrafía sin hilos de la sociología política. Pero si la Argentina es una sociedad mestiza, a pesar del escaso ingrediente indio de la mayoría de sus provincias, por la misma razón habrá que concluir que Colombia, con nutridas representaciones de negros, blancos e indios en todas las proporciones imaginables, no es un país mestizo por este motivo, sino por alguna causa oculta de otra naturaleza que habrá que detectar. ¿Qué había sucedido? Pocas personas supieron diagnosticar con tanta lucidez la enfermedad que aquejaba a la América hispana naciente como su libertador por antonomasia, Simón Bolívar. Es urgente poner coto cuanto antes a algunas coletillas tópicas que se vienen repitiendo perezosamente en los manuales. De un lado se advierte que lo diferencial no era la tierra nueva ni la indistinción de los ciudadanos ante la ley -según sucedía en las colonias sajonas del norte-, sino la esencial igualdad de las razas heredada de los tiempos virreinales: Estamos autorizados, pues, a creer que todos los hijos de la América española, de cualquier color o condición que sean, se profesan un afecto fraternal recíproco, que ninguna maquinación es capaz de alterar. Nos dirán que las guerras civiles prueban lo contrario. No, señor, las

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contiendas domésticas de la América nunca se han originado de la diferencia de castas: ellas han nacido de la divergencia de las opiniones políticas, y de la ambición particular de algunos hombres, como todas las que han afligido a las demás naciones. Todavía no se ha oído un grito de proscripción contra ningún color, estado o condición, excepto contra los españoles europeos, que tan acreedores son a la detestación universal (carta al editor de la Gaceta Real de Jamaica, septiembre de 1815). Pero la posibilidad de plasmar esta uniformidad mestiza en un cuerpo legal unánimemente aceptado se ve con escepticismo: El amor a la Patria, el amor a las Leyes, el amor a los Magistrados son las nobles pasiones que deben absorber exclusivamente el alma de un Republicano. Los Venezolanos aman la Patria, pero no aman sus Leyes; porque éstas han sido nocivas, y eran la fuente del mal: tampoco han podido amar a sus Magistrados, porque eran inicuos (discurso de Angostura, 15 de febrero de 1819). Lo único que parece unir a Hispanoamérica son los sistemas simbólicos: Yo pienso que mejor sería para la América adoptar el Corán que el gobierno de los Estados Unidos, aunque es el mejor del mundo carta a Daniel Florencio O'Leary, 13 de septiembre de 1829). Hay una forma clásica de enfocar las ideologías como simples manifestaciones de las relaciones económicas y sociales sobre las que se asientan. Este punto de vista es combatido por las concepciones filosóficas idealistas en las que la ideología se ve como un entramado independiente del cuerpo social y determinante del mismo. A estas alturas del siglo XX, no obstante, uno tiene la impresión de que las cosas no son tan rígidas como se quiso creer en un principio, y que lo que hay, más bien, es un juego dialéctico en el que la ideología nace de la forma de la sociedad, pero esta se ve influída igualmente por aquella. En cualquier caso la sociedad es un hecho empírico, las ideas son entes simbólicos dotados de sustancia y de forma: por eso es posible conservar un sistema social, aunque sus creencias se alteren, a condición de que el contenido de las que vienen a sustituirlas resulte equiparable con el anterior, pero nunca mantener una ideología a caballo entre dos modelos de sociedad distintos. La cultura de masas está transfiriendo continua y aceleradamente sus códigos estéticos sin dejar de ser ella misma, porque estos sistemas de valores -el modernista, el naïf, etc- son por definición simples modas; cuando tienen valor autónomo difícilmente pueden evolucionar, y así una sociedad primitiva, como la que soporta la simbología naïf, no se transforma en una sociedad tecnológica sin que dichos valores desaparezcan de inmediato -por eso las máscaras mágicas de los hechiceros decoran el comedor de muchos hogares occidentales, y también la choza de algunas tribus africanas, pero raramente las viviendas de los funcionarios nativos de Lagos por ejemplo-. Los estudiosos de la semiótica han inventariado dos grandes procedimientos de transferencia simbólica, el metafórico y el metonímico. El primero aparece cuando los contenidos de uno y otro símbolo se funden en un nuevo contenido que retoma algo de ambos sin reducirse a ninguno de los dos; el segundo consiste en el desplazamiento de un contenido por otro. Por poner ejemplos triviales diremos que un anuncio publicitario en el que se asocia un nuevo modelo de automóvil a un ambiente lujoso es metafórico, pues el prototipo en cuestión ya no encarna tan sólo virtudes de perfección mecánica, pero tampoco es un simple adorno para dejarlo aparcado en la puerta de casa sin utilizarlo jamás; en cambio un anuncio en el que se ponderan las virtudes curativas de un nuevo preparado mostrando la rápida desaparición de los síntomas del resfriado en una actriz es metonímico, porque se trata de que el espectador se identifique con ella poniéndose en su lugar.

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La transferencia simbólica que condujo de la ideología del mestizaje hispano a la de la lengua común hispana es metafórica. No se trata de que los valores que antes encarnaba el mestizaje sean asumidos ahora por el español. Lo que sucede más bien es que, mientras en el siglo XVI el mestizaje era una idea religiosa milenarista -cuya expresión lingüística solían ser las lenguas indias generales- y el español un idioma que representaba a la administración colonial, desde el XIX se hace evidente que puede haber zonas ideológicamente mestizas sin mestizaje biológico -como las del cono sur- y zonas de habla española que no participan de dicha ideología -como las de la antigua metrópoli europea-. En otras palabras que mestizaje y lengua española no son términos sinónimos, ni el idioma ha desplazado metonímicamente a la idea de la mezcla de razas: una y otra se confunden en una unidad superior en Hispanoamérica, y esta metáfora constituye la encarnación de un fenómeno cultural. De un fenómeno esencialmente maduro, por cierto. La sustitución metonímica de las religiones primitivas por los ritos y dogmas cristianos acaecida en los inicios de la conquista es un proceso ingenuo, como todos los metonímicos: los especialistas en lenguaje infantil han mostrado que las asociaciones verbales del niño se basan en la metonimia, y así camisa no se vincula a otros vestidos, según sucede en el habla de los adultos, sino a brazos, o tal vez a armario. En cambio la metáfora subyace al pensamiento desarrollado, tanto en la ciencia, como en la literatura, según observó Ortega (Las dos grandes metáforas): por eso la asociación metafórica que ha llegado a producirse en Hispanoamérica entre la ideología del mestizaje y la lengua española tiene muy poco de epidérmica; aunque en historia no hay verdades absolutas -nada mas lejos del esencialismo mítico, característico de las reivindicaciones de la Hispanidad, que el presente ensayo-, sí existen concomitancias profundas que marcan largos periodos y suministran explicaciones viables más allá de los datos económicos o de los acontecimientos políticos del momento. Nuestra metáfora es una de estas concomitancias, a juzgar por el testimonio de los interesados probablemente la principal. Las nuevas reglas del juego puestas en escena por la revolución hacían que los antiguos grupos ya no tuviesen nada en común: para que los países de la zona templada austral prosperasen en lo económico resultó cruelmente imprescindible eliminar a los indígenas de la Pampa; para que la economía de las Antillas se dedicase convenientemente al monocultivo intensivo con bajo coste de explotación había que incrementar la esclavitud negra; para que los países andinos y amazónicos pudiesen extraer mineral -desde el salitre chileno hasta el estaño boliviano o el petróleo venezolano- a ritmo acelerado era necesario proletarizar a los indios y fijarlos en poblaciones de chabolas en torno a las grandes ciudades. Esta es la tragedia actual de Hispanoamérica, un continente desgarrado por la lógica implacable del mercantilismo europeólatra. Lo único que tenían en común los blancos europeizados de Argentina con los indios aymarás de Bolivia o con los mulatos cubanos era la lengua española, una lengua que muchas veces no era la lengua materna, o que no lo había sido, pero que se hallaba a disposición de todos como símbolo de unidad. Un símbolo incontaminado de opresiones colonialistas según hemos visto, un símbolo que los antiguos amos europeos no habían tenido especial interés por propagar, pero por eso mismo, un símbolo viable cualquiera que sea la ideología política, religiosa o cultural aducida para adoptar la bandera de los hispanos. España no sólo dejó feudalismo, cadáveres, templos en ruina o minas expoliadas en las Indias: un elemental sentido de la ecuanimidad exigiría contrapesar estos datos del debe con listas de universidades, edificios públicos, nuevos

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cultivos y animales domésticos o un nutrido cuerpo legal en el haber. Mas en todos estos casos los conquistadores estaban pensando en ellos mismos antes que en los naturales, se nos podría argüir: eran sobre todo sus hijos quienes se beneficiarían de la formación académica, eran ellos quienes preferían comer carne y no sólo fríjoles o maíz, vivir en casas antes que en chozas, saber a qué atenerse en la vida pública mejor que depender del capricho del más fuerte. Sea, si se quiere, por más que los datos de consumo de carne en México-Tenochtitlán superasen ampliamente a los de Paris según reflejan los datos de Humboldt recogidos por S. de Madariaga. Pero hay algo que los conquistadores no quisieron, pues su propagación situaba a los indígenas en igualdad de condiciones con ellos ante la ley y ante las demandas de empleo: la lengua española para todos. Por eso en el siglo XIX, cuando ya todos iban camino de limar sus diferencias y la sociedad del mestizaje caminaba vertiginosamente hacia su consolidación, fueron también todos, negros, indios o blancos, los que tomaron el español como bandera. El español había llegado a ser el único elemento aglutinante de los italianos de la Argentina, de los alemanes del Paraguay, de los irlandeses de Chile, de los yorubas de las Antillas, de los quechuas, de los mayas, de los chibchas, de los nahuas, de los caribes, de los arahuacos, de los mapuches de los Andes o de Centroamérica, y, en fin, de los criollos de las ciudades descendientes de españoles que eran una minoría de la población. Y así, no sólo fueron los indios los que, precisamente por haber podido conservar su identidad idiomática, llegaron a tomar tempranamente la causa del español, ni sólo los negros los que resistieron la tentación de constituir idiomas criollos: ahora también los europeos inmigrados del siglo XIX, tras algunos intentos de constituir pidgins o criollos -como el cocoliche argentino que fue una especie de italoespañol coloquial expresivo del deseo de mantener la identidad originaria-, terminaron por abrazar la causa de la lengua común, que era, al tiempo, la vieja ideología mestiza de la sociedad hispana. El proceso no se parece en nada a la obstinada fijación en la lengua materna de tantos emigrantes europeos en los Estados Unidos: como se sabe en Nueva York es posible encontrar barrios en donde algunas personas no han salido todavía del sur de Italia, comunidades que en ciertos estados pretendieron imponer el alemán, el sueco, o el yiddish como lengua oficial. En Hispanoamérica no: sólo las ideologías racistas, enemigas naturales de la sociedad del mestizaje, se han resistido a adoptar la lengua que la simboliza, y así existen grupúsculos cerrados de ideología nazi y lenguas centroeuropeas en el sur del continente, pero poco más. Sin embargo no debemos caer en las fáciles tentaciones antinorteamericanas.de tantos escritos hispanos: cualquiera que sean los errores de sus políticos en relación con Hispanoamérica -y desde la independencia se cuentan por millares- el pueblo de los Estados Unidos es un pueblo admirable que viene a constituir en muchos aspectos el complemento natural de los hispanos. Lo que sucede es que el elemento cohesivo de unos y otros es diferente: en Angloamérica lo que importa es la ley, y aunque el inglés, como la religión protestante o la raza blanca, sea condición indispensable para el ascenso social, no constituye el elemento catalizador; en Hispanoamérica las leyes suelen burlarse y cambiar continuamente, pero el lazo de unión, la lengua española, permanece incólume. La primera es una sociedad individualista cimentada sobre el respeto de cada ciudadano a las normas de convivencia; la segunda es una sociedad colectivista en la que se dan adhesiones grupales, nunca individuales, y por eso, como los grupos necesariamente se enfrentan, el único lazo de unión, que otrora fueron las creencias religiosas, es ahora la lengua, una práctica intergrupal. Aquella es una sociedad más eficiente, pero también menos sólida -y así un

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hundimiento del modelo económico como el que se insinuaba el 19 de octubre de 1987 estuvo a punto de desarbolarla-; esta es una sociedad acostumbrada a la ineficiencia, y, sin embargo, tan sólidamente cohesionada que ni el baile de constituciones y regímenes políticos, ni la continua alteración de las fronteras nacionales, ni la deuda externa con su secuela de inflación y pobreza son suficientes para resquebrajarla. En Hispanoamérica el lazo no lo aseguran las creencias, sino la lengua. Lo que un día fue un país, otro día se fragmentó en varios, lo que hoy es un sistema dictatorial, y ayer fue liberal, mañana, tras el triunfo de su revolución, puede convertirse en un país socialista. Pero la lengua está ahí, porque la lengua ha llegado a ser la encarnadura más inalterable para la sociedad mestiza: cimentada en el Olimpo precolombino primero, en la religión católica después, en los principios liberales más tarde, y en algo que todavía no adivinamos tal vez muy pronto, la sociedad hispana es una sociedad mestiza que se mantiene tal cual porque ha adoptado unánime y libremente la lengua española como forma de expresión. Digámoslo sin ambages: el español no es el origen de Hispanoamérica -y por eso no existe un sentimiento nacional hispanoamericano-: el español constituye la marca de legitimación -adoptada -y por lo mismo prescindible- de una sociedad plurirracial que, sin embargo, se siente una, la marca de una multirraza. Son innumerables los testimonios que se podrían aducir: de poetas, antiguos como Rubén Darío o modernos como César Vallejo, de políticos de todas las tendencias, de gramáticos -en ninguna civilización ha tenido tanta importancia la gramática, fuera de la cultura sánscrita- y lexicógrafos. Pudiera creerse que los escritores están obligados a exaltar la lengua en que se expresan, y que cuando un gramático como Andrés Bello escribe en el prólogo de su obra señera lo que sigue, en el fondo está manejando tópicos archisobados: No tengo la pretensión de escribir para los castellanos. Mis lecciones se dirigen a mis hermanos, los habitantes de Hispanoamérica. Juzgo importante la conservación de la lengua de nuestros padres en su posible pureza, como un medio providencial de comunicación y un vínculo de fraternidad entre las varias naciones de origen español derramadas sobre los dos continentes (Gramática de la lengua castellana). Es posible. Pero el testimonio de los políticos es inequívoco. Recuérdese la curiosa cita de Simón Bolívar extraída de su carta a la Gaceta Real de Jamaica en la que se propone la ecuación "sociedad de castas = América española", y "española" vale por "que habla español", pues la dimensión política del término es severamente criticada en el mismo fragmento. Hay muchas otras afirmaciones en este sentido suscritas por políticos actuales. Si alguien ha criticado los resultados de la acción de los conquistadores españoles en América es Fidel Castro; y sin embargo ello no le ha impedido pronunciar ante un auditorio chileno estas sorprendentes palabras: El avión voló hacia el Sur, caminó casi 8.000 kms. y se seguía hablando español. Después de eso volvimos a caminar no sé cuántos kms., de Santiago a Concepción, 500, 600, 700, y se seguía hablando español. Cuando después de esto continuemos hacia el Sur, hasta allá, hasta Punta Arenas, se seguirá hablando español. Se puede caminar 10.000 kms. hacia el Sur y hablar el mismo idioma y entendernos, tener la misma sensibilidad, los mismos sentimientos...¿En qué podemos nosotros distinguir a nuestro pueblo de ustedes? ¿Cómo podemos saber así, qué medio, qué cosa hay que nos diga que estamos conversando con un extranjero? Tampoco hay duda de que los habitantes de Minnesota, los de Arizona y los de New Hampshire tienen demasiado en común para poderse considerar mutuamente extranjeros: sin embargo uno tiene la impresión de que lo que les une no es el inglés -que comparten con los ciudadanos de Jamaica por ejemplo- sino una serie de hábitos de vida entre los que se cuentan idénticos programas de la NBC o de la PBS, idénticos

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almacenes Rose's y A&P, idénticos moteles Holiday Inn, e idéntico diario USA News donde se glosan los resultados de la liga de football. El escritor venezolano Mariano Picón Salas (De la conquista a la independencia) ha resumido esta cuestión en unas certeras palabras que reflejan mejor que lo que yo pudiera añadir el basamento idiomático de la hispanidad. No me resisto a reproducirlas pese a la longitud de la cita: Es necesario aclarar este tema, no por ese hispanismo académico que han exaltado las clases conservadoras en Suramérica, ni por espíritu colonialista, sino porque es a través de formas españolas como nosotros hemos penetrado en la civilización occidental y aun el justo reclamo de reformas sociales, de un mejor nivel de vida que surge de las masas mestizas de Hispanoamérica, tiene que formularse en español para que alcance toda su validez y eficacia. Por la ruptura de los imperios indígenas y la adquisición de una nueva lengua común, la América Hispana existe como unidad histórica y no se fragmentó en porciones recelosas y ferozmente cerradas entre sí. En nuestro proceso histórico la lengua española es un admirable símbolo de independencia política; lo que impidió por la acción de Bolívar y San Martín, por el fondo de historia común que se movilizara en las guerras contra Fernando VII, que fuésemos para los imperialismos del siglo XIX una nueva Africa por repartirse. Dentro de la geografía actual del mundo ningún grupo de pueblos (ni el balcánico de Europa, ni el Commonwealth británico, tan esparcido en distintos continentes) tiene, entre sí, esa poderosa afinidad familiar. Aunque empleen pabellones distintos, un chileno está emocionalmente más cerca de un mexicano, que un habitante de Australia de otro del Canadá. ¿A qué acumular nuevos testimonios? Yo siempre me he opuesto a la denominación "América latina" propugnada en España desde la izquierda, pero no por razones ideológicas, que en general comparto, sino porque tal rótulo deja de hacer justicia a la esencia misma de esa sociedad. De acuerdo en que culturalmente lo que la caracteriza no es tan sólo la cultura española, sino mucho más generalmente la latina: mas esta sociedad no tiene un fundamento cultural, lo que le da su razón de ser es el idioma, y desde luego en Hispanoamérica no se habla latín. Se habla español, un idioma cuya propagación por el continente ha sido ajena al colonialismo de la metrópoli, según vimos en el capítulo anterior, y que por esto mismo ha llegado a convertirse en el símbolo de la nueva sociedad del mestizaje. Por eso resulta tan sintomático el propósito esbozado por las primeras constituciones hispanoamericanas que sólo reconocen la condición de ciudadano a quien sepa leer y escribir según ha mostrado Manuel Alvar (Hombre, etnia, estado): aunque naturalmente la realidad terminó por imponer su ley, lo cierto es que en Venezuela en 1819, en Colombia en 1821, en Bolivia y en la Argentina en 1826, en Nicaragua en 1842, o en Costa Rica en 1848, es decir en países recién liberados de la opresión colonial española, se pensaba que la integración en el nuevo tejido social resultaba imposible sin el dominio de la lengua española Manuel Alvar ha mostrado igualmente cómo las constituciones hispanoamericanas, cualquiera que sea el régimen político que las inspiró, han ido sustituyendo el término "castellano" por el término "español", que hoy es prácticamente el único -salvo en España, que no es un país hispanoamericano, y tal vez ni siquiera hispano-, siempre que la cuestión idiomática ha hallado cobijo en sus cláusulas, ora como lengua oficial, ora como lengua nacional. Y no es para menos: "castellano", aparte de constituir una denominación absurda para el español, es el nombre colonial, "español" el adoptado como símbolo del mestizaje.

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Según es sabido las Indias no fueron una colonia española, sino una colonia del reino de Castilla. Esto no quiere decir, contra lo que se suele creer, que fueran sólo castellanos (en sentido político del siglo XVI, es decir castellanos, leoneses, gallegos. andaluces, extremeños, canarios y vascos) los que en lo bueno y en lo malo intervinieron en la conquista como individuos: hay una cierta sucesión temporal de los distintos reinos de la monarquía española, de forma que si en un principio el grueso lo constituyeron efectivamente los castellanos, durante el periodo de asentamiento de la colonia la incorporación de los territorios fronterizos es promovida igualmente desde la corona oriental -por ejemplo el zaragozano Pedro Porter intentó constituir el Nuevo Reino de Aragón en la Baja California-, y en el siglo XIX la inmigración a Cuba y Puerto Rico se nutre básicamente de catalanes -de Cuba venía Pompeu Fabra, el restaurador de la lengua catalana entre tantos otros-. Son los españoles en su conjunto los que deben cargar con la responsabilidad de las matanzas de la conquista primero, de las exacciones del régimen colonial más tarde, y del incremento de la esclavitud negra en el último periodo; pero también les cumple a todos ellos la iniciativa en el transplante de la lengua española en su calidad de koiné de intercambio entre iguales, no como símbolo del reino prepotente. En cuanto miembros de las comunidades religiosas, de otra parte, la intervención de todos los súbditos peninsulares de la monarquía de los Austrias es constante desde el primer momento: vasco, de Tabira de Durango, fue fray Juan de Zumárraga, el primer obispo de México y fundador de su Universiidad; castellano, de Madrigal de las Altas Torres, Vasco de Quiroga, el obispo de Michoacán alumbrador de utopías sociales en el territorio de la Nueva España; un oriental y un occidental, fray Martín de Valencia y fray Toribio de Benavente son los impulsores de la etnografía indiana; sevillano el padre Las Casas, el gran defensor de los indios; aragonés fray Julián Garcés, el inductor de la bula Unigenitus Deus en la que se declara la igualdad del género humano; mallorquín fray Junípero Serra, el misionero que se adentró profundamente en los Estados Unidos. Están todos, pero no he traído a colación las distintas zonas peninsulares por mero prurito taxonómico: es que la propagación del español a los indígenas y a los africanos fue promovida, junto con la de las lenguas generales, sobre todo desde las misiones, y siendo los misioneros varios, el idioma debió serlo también, es decir fue un compromiso entre los distintos peninsulares, esto es una koiné española, no una modalidad administrativa emanada de las normas de la corte. Dicha koiné venía empleándose con idéntica finalidad igualitaria en casi toda la península ibérica desde la edad media según he tratado en otro lugar: he aquí una similitud hispano-española que los siglos venideros iban, paradójicamente, a quebrar. Vuelvo a donde antes. La América de habla española, esto es Hispanoamérica, es una civilización constituída en torno al lazo unitivo del idioma español, el cual representa, simbólicamente, la viabilidad del mestizaje, otrora engastado en la ideología milenarista católica, y antes todavía en los mitos del Olimpo precolombino. No es la mía, por cierto, una hipótesis original. En el fondo los conocidos versos de Rubén Darío en su Oda a Roosvelt constituyen una formulación parecida -eres el futuro invasor / de la América ingenua que tiene sangre indígena / que aún reza a Jesucristo y aún habla en español- , que pronto avalarán muchos otros testimonios. Pero lo que sí me atrevería a enfatizar es una interpretación especial de estos hechos archisabidos: como consecuencia de la transferencia simbólica que estamos examinando los hispanos han pasado a ser el único grupo humano que

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encuentra su cohesión en la posesión de una lengua natural adoptada libremente e investida de un contenido ideológico que desborda la mera conciencia grupal. El binomio lengua-nación es un tópico romántico que ha constituído a las lenguas en índices de la vitalidad de los movimientos nacionalistas en el mundo entero. Pero aquí nos las habemos con algo enteramente diferente: los hispanoamericanos no han conferido al español ninguna de las características míticas que los profetas del nacionalismo suelen atribuir a la lengua de que parten en cada caso. El día que desaparezcan el kurdo, el maorí o el francés de Québec, habrá que oficiar los funerales de la nación kurda, de la nación maorí, y del sentimiento diferencial del Canadá de habla francesa. En Hispanoamérica, por el contrario, el español es el símbolo de un tipo de sociedad y de una forma de entender la vida, pero no su origen: la sociedad mestiza fue antes que el español y seguiría siéndolo aun sin el español. Por eso Puerto Rico ha resistido con éxito los intentos asimiladores de Estados Unidos. Por eso Argentina, cuyo flujo migratorio de origen italiano supera ampliamente al español, se expresa sin embargo en la lengua neolatina de los inmigrantes españoles. En resumen que la comunidad hispánica no lo es por hablar español, sino que, muy al contrario, por serlo habla español. Primero fue la comunidad, luego la lengua. Una comunidad basada en el mestizaje, en la mezcla de razas, de culturas, y de aspiraciones, necesita un lazo superior susceptible de cohesionarla. Podría haber sido un sistema constitucional si la Gran Colombia y otros proyectos similares hubiesen llegado a buen término. Podría. Pero los hispanos no forman una nación, constituyen una mezcla de razas y naciones, una multiirraza verbal: por eso su lazo de unión fue simbólico y hoy en día lo constituye la lengua española. �

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7) La multirraza verbal Así se entenderán mejor los términos del formulario de la oficina de los Estados Unidos con que abríamos estas páginas. Otras naciones se basan en la lengua: al nacer -y de ahí "nación"- uno aprende un cierto idioma de labios de su madre en el seno de una comunidad, y este idioma termina constituyendo el límite más obvio de los sentimientos grupales que le acompañarán toda su vida. Aunque pocos estados son absolutamente bilingües -sin duda porque el estado tiene que ver con las conveniencias económicas, antes que con las emociones-, lo cierto es que la comunidad de lengua ejerce una fuerte determinación cohesiva sobre los individuos, porque al aprender la lengua aprenden algo más que un sistema simbólico neutro: toda la cultura, historia, ritos y convenciones de una sociedad están depositados en su lengua, y por eso cualquier reivindicación tendente a potenciar el sentimiento de grupo viene acompañada, muy en primer lugar, por el enaltecimiento de su idioma, que vale tanto como su autoafirmación ante las demás comunidades. Pero el entomólogo social tiene dificultades a la hora de enjuiciar la comunidad hispánica. Si bien se mira el español, aun siéndolo muchas veces, no es una lengua originaria, sino una lengua terminal. Los negros y mulatos cubanos descendientes de esclavos arrancados del suelo africano saben que sus antepasados no hablaban español; también es muy posible que reconozcan su religión en los ritos del vudú antes que en el catolicismo, y que por ejemplo en el caso de los soldados cubanos desplazados a Angola reconocieran una comunidad cultural más antigua al entrar en contacto con los habitantes de aquel territorio: no importa; porque decidieron quedarse en América y ser libres en América, optaron por que el español fuera su lengua a la postre, la única lengua que hablan los indios, los blancos, los negros y todos los matices intermedios de mestizaje. Tampoco los indios hablaban español, y aun hoy hay personas que sólo lo conocen imperfectamente. Sin embargo la violencia idiomática a que fueron sometidas ciertas regiones peninsulares españolas a cuenta de la unidad lingüística no se da aquí. Al contrario, si hoy existen el maya, y el nahua, y el guaraní, y el quechua, es porque fueron propagados como lenguas generales a expensas del propio español y al lado de este. Muchas fueron las vejaciones a las que les sometieron algunos conquistadores, mas en ningún caso, que se sepa, sufrieron la imposición idiomática. Tal vez porque caso de haberla ejercido los competidores en la carrera por el oro no habrían hecho sino crecer. El milagro de la irradiación del quechua, una lengua con diez millones de hablantes en un territorio sojuzgado como el del antiguo imperio inca, es consecuencia directa de su convivencia con el español. Como lo es igualmente el caso del Paraguay, donde el español, hablado por un 40% de la población, convive sin tensiones con el guaraní, hoy día exactamente igual que en los prolegómenos de la conquista. Y tantos otros. Por no serlo ni siquiera se puede decir que el español fuera siempre la lengua de los blancos. En países como Argentina, que en 1840, recién independizada, tenía un millón de habitantes, y en 1900, incluso con el exterminio de los indios, casi quintuplicaba esta cifra, es evidente que miles de emigrantes europeos habían adoptado el español, a pesar de que el 60 % de los que entran por ejemplo en 1889 son italianos y podrían haber impuesto numéricamente su lengua (todo parecido con los Estados Unidos es pura coincidencia: en el norte la entrada de inmigrantes fue filtrada en todo momento por el Departamento de Inmigración que cuidaba no

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se desequilibrase la balanza escalonando las oleadas; en el sur, en Argentina, es la propia Constitución la que salvaguarda la libre entrada de cualesquiera inmigrantes). En Venezuela el grueso de la inmigración lo constituyen los vascos quienes contribuyen decisivamente a la nivelación del español, a pesar de que en la metrópoli los enfrentamientos con el poder central en aras de la salvaguarda del euskera se remontan a los tiempos de Astarloa y aun antes. No era una causa idiomática, era una causa ideológica en la que la lengua simboliza diariamente la vigencia de una cierta concepción del mundo. Hablar español, y no inglés o francés en América, no constituye un acto reflejo, es una declaración de intenciones: hispano es el que quiere hablar español, y por hablarlo acepta la vieja y nueva sociedad del mestizaje, de la misma manera que el romano que hablaba griego estaba proclamando unos valores culturales que han llegado hasta hoy. Lo repito, y el que se escandalice que no siga leyendo: la comunidad hispánica no es una nación, es una multirraza. Acudiendo a la etimología de la "natio" y de la "ratio" diremos que el español no es el origen biológico, es la causa racional. Cuando en España algún escritor cambia de lengua, como en el caso de Blanco White, lo hace guiado por motivaciones personales o políticas, las mismas que justificaron la versatilidad idiomática de Beckett o de Nabokov. En Hispanoamérica jamás: los tránsfugas idiomáticos, que, aunque pocos, también los hay, se colocan automáticamente del lado de la mentalidad antimestiza por el simple hecho de abandonar el español. Ya sabéis quiénes son: hombres de negocios vinculados a grupos bancarios del área del dólar, terratenientes, empresarios del petróleo; en cambio los chicanos, los puertorriqueños y los cubanos de Miami, que tienen más motivos y soportan mayores presiones que nadie para abandonar su lengua, resisten impávidos como única minoría lingüística incombustible de los Estados Unidos . Son pueblo mestizo, y el pueblo de la multirraza verbal ha subsumido sus variadas etnias en una lengua. Ni siquiera identifica, por cierto, su cultura, y ello es más que notable: lo habitual en el binomio lengua-cultura es que la primera se erosione con mayor facilidad que la segunda, porque, siendo depositaria de ella, la cultura no se reduce empero a la misma. Así son pocos los irlandeses que no tienen el inglés como lengua materna, pero sus ritos, sus tradiciones, e incluso su religión siguen vivos frente a las de Inglaterra. En el caso de Hispanoamérica sucede exactamente al contrario. Dentro y fuera de los Estados Unidos hay un creciente proceso de aculturación de los hispanos perceptible en casi todo: los viejos valores familiares latinos van siendo sustituídos por la filosofía del triunfo individual irradiada desde el norte, al tiempo que el consumismo más descarado parece arramblar sin piedad con las economías tradicionales en las que el ocio y el trabajo se complementaban armónicamente. Es el progreso, tal vez. No obstante la lengua no se pierde, y la multirraza, en cuanto ideología racial mestiza, tampoco: la lengua llama tipear al "escribir a máquina", zipera a la "cremallera" o chequear al "comprobar", pero en lo profundo sigue siendo ella misma; por otra parte estas personas que hablan spanglish y llevan camino de convertirse en un self made man no tienen inconveniente en que su hija se case con una persona de otro color aun a sabiendas de que sus compañeros del Pizza Hut de Arizona en el que trabajan de sol a sol les harán el vacío horrorizados. Es la llamada de la raza, de la raza verbal y del verbo multirracial, que vienen a ser una y la misma cosa. No lo digo sólo yo, la determinación idiomática de lo étnico entre los hispanos ha encontrado formulaciones tajantes entre ellos mismos; así Salvador Tió afirmaba el 25 de diciembre de 1969 en el rotativo El Mundo con ocasión de la clausura de un

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congreso: Es ajeno a nosotros el concepto de raza en sentido biológico: nuestro sentido de raza nos lo da la lengua. Hasta tal punto son paralelos el espíritu de mestizaje y la lengua que, contra la tantas veces pregonada unidad del español europeo y del español americano, uno advierte cómo lenta, pero implacablemente, la ideología mestiza y la lengua se van hermanando en las Indias. Es sabido que desde el punto de vista fonético el español americano comparte una serie de rasgos característicos con las hablas meridionales e insulares españolas. Sin embargo más allá de estas concomitancias epidérmicas quisiera fijarme en cinco aspectos morfosintácticos que definen, a mi modo de ver, el espíritu de esta lengua. Sí, he dicho el espíritu. Las lenguas son algo más que instrumentos, reflejan inequívocamente las convicciones más hondas de quienes las hablan. No quisiera cargar las tintas en esta versión del relativismo lingüístico: una sociedad no se define por su lengua, pues nos encontramos con grandes lenguas mundiales que cabalgan a lomos de grupos étnicos muy diferentes. ¿Qué tienen en común los bereberes del Atlas, los iraquíes de la horquilla que forman el Eufrates y el Tigris, y, si se me apura, los europeos de Malta?: tan sólo su coincidencia en el uso del árabe como sistema simbólico de relación, pero ¡qué grupos humanos tan diferentes por la historia, por la religión y por la cultura! Y si esto puede decirse del árabe, cuya propagación religioso-milenarista tantos puntos de contacto guarda con la del español, ¿qué no diremos de la propagación mundial del inglés o del francés? Y sin embargo el idioma de los hispanos tiene "algo": ¿cómo definir científicamente esa atracción misteriosa que ciertos paisajes o ciertos seres ejercen en ocasiones sobre nosotros? Cuando se comparan el español europeo y el español americano se advierte que este último va adoptando un inequívoco aire de familia cada vez más ajeno a los hábitos verbales de la península. Ya sé que esta afirmación no gozará de las bendiciones de las instancias oficiales españolas empeñadas en repetir machaconamente la tesis de que la lengua nos une con Hispanoamérica: lamentablemente no nos une, les une. Las cosas son así y de nada sirve ocultar la cabeza en las arenas del tiempo. De un lado europeos más o menos ricos y autocomplacidos con la sociedad capitalista que no pueden evitar esa impalpable mediocridad vital cuya atonía amenaza con sumergirlos en el aburrimiento en que parece consistir la decadencia de Europa; de otro la comunidad del mestizaje, a ratos bárbara, a ratos deslumbrante, donde la vida humana vale poco, pero los ideales colectivos siguen teniendo, y tendrán en el futuro, un significado pleno. Mas por eso mismo es interesante constatar cuáles son los aspectos gramaticales en los que el español americano se diferencia del español europeo. La gramática de una lengua es lo más profundo, lo menos sensible al paso del tiempo y a las influencias externas. Que el español se pronuncie de tal y tal forma no tiene importancia: sus vocales vienen a ser las del japonés, sus consonantes las del griego moderno. Pero que su gramática sea como es y no de otra manera importa a la propia concepción de la realidad que tienen sus hablantes. Los seres humanos no están condicionados por sus sonidos, pero sí por sus esquemas gramaticales, porque estos vienen a ser a la postre esquemas mentales. ¿Acaso posee el español de América esquemas conceptuales específicos, que reflejan la ideología mestiza que simboliza, y que no se encuentran, o tan sólo lo hacen vestigialmente, en su rama europea? Creo que, pese a la

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esencial uniformidad de la lengua española, así es, y no quisiera dejar pasar la ocasión sin enfatizarlo. La primera captación del mundo por parte del ser humano, la que pudiéramos llamar distinción esencial, implica tres factores: el sujeto, los objetos-persona, y los objetos-cosa. De un lado tenemos la unidad irreductible del yo, del sujeto del conocimiento, de la emoción frente a las evidencias racionales del mundo exterior compartidas con los demás seres; de otro lado la certidumbre de que estos otros son de una doble naturaleza: otros como yo, es decir otros que experimentan procesos mentales similares al mío y que también se constituyen como sujetos, y otros carentes de dicha posibilidad, las cosas. La subjetividad enfrenta yo a tú y a ello, la personalidad opone yo y tú a ello, a las cosas. Pues bien, el español de América, sin destruir la unidad fundamental de la lengua a ambos lados del Atlántico, ha incorporado la ideología del mestizaje en estas tres formas de concebir la puesta en escena lingüística, la subjetividad, la personalidad y la coseidad. Porque la ideología del mestizaje vale tanto como ideología de la colaboración, de la posibilidad de convivir más allá de las diferencias y aceptando dichas diferencias. Si se acudiese a los manuales o se preguntase al experto por las propiedades morfosintácticas más destacadas del español de América contestaría sin duda que son el voseo, la incorporación de pronombres al verbo, la sufijación nominal, la traslación de los tiempos del pasado hacia el presente, y la reflexividad intransitiva (hablo de fenómenos, no de usos específicos de tal o cual expresión). Pero lo que tal vez no llegaría a advertir el experto es que estos fenómenos, que se daban o se dan en grado incipiente en el propio español peninsular, se han desarrollado en América de forma esplendorosa porque hacen relación respectivamente a la subjetividad, a la personalidad, a la coseidad, y a las relaciones entre ellas, o, mejor dicho, porque significan la instalación de la perspectiva colaboracionista -esto es del mestizaje- en cada uno de dichos esquemas. El voseo es algo más que la utilización de la persona vosotros para designar al oyente: vos cantás muy bien (por tú cantas muy bien ). Si sólo fuera eso habría voseo en francés -vous chantez trés bien -, en italiano -voi cantate molto bene -, o en catalán -vos canteu molt bé -, e incluso en inglés -you sing quite well -. El voseo lleva implícita la posibilidad de establecer una colaboración entre el hablante y el oyente, entre el yo y el tú, con la consiguiente atracción de la persona por el sujeto. En las zonas hispanoamericanas de voseo -básicamente en el Río de la Plata y en América Central, pero un poco por todas partes- este tratamiento, lejos de establecer una distancia de respeto entre los interlocutores -por la que el usted español viene a equivaler al vous francés- asume claros valores de familiaridad, de cercanía, en definitiva de colaboración. Se vosea para instaurar lazos de solidaridad: en el seno de la familia, de la peña de amigos, del equipo de trabajo o del grupo en el que transcurre la vida social. Pero nótese que se trata de una proximidad recíproca: no es sólo que yo me acerque a tí, es que además tú quedas cerca de mí, y de ahí la forma plural del verbo, como si dijésemos que tú y yo, ambos, estamos implicados en su acción. El tuteo puede ser o no recíproco, el jefe que tutea a su empleado tomaría a mal que este lo hiciese a su vez; el voseo en cambio refleja una situación de cercanía dada, no una relación asimétrica, y por ello es mutuo. Haríamos mal en querer relacionar este uso con el vos ofensivo del siglo de oro español, por más que su vinculación filológica resulte obvia: el vos español dirigido a las clases bajas era propio de una sociedad de castas enfermiza que no tenía nada de familiar, no de una comunidad mestiza como la hispanoamericana: por eso cuando dicha sociedad desapareció

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arrastró consigo al vos, del que sólo queda algun resto en usos urbanos de zonas hispanas no voseantes donde, por estar más ligados al régimen colonial, han llegado a enquistarse. . El correlato de la colaboración entre yo y tú del voseo, es decir de la cercanía establecida entre los participantes que se traduce en el predominio de la subjetividad, lo constituye en la dimensión de la personalidad la incorporación de los pronombres objetos en el verbo. Hay dos formas de ver lingüísticamente lo que sucede en el mundo: ciertas lenguas tienen lo que se llama conjugación subjetiva -por cierto que este término alude al sujeto gramatical, no al yo como arriba-, la cual consiste en atribuir la acción a un solo responsable personal, el sujeto que concuerda con el verbo, dejando a las demás personas como simples espectadores que la sufren pasivamente; otras lenguas, por el contrario, presentan lo que se llama conjugación objetiva en la que el verbo reproduce mediante la concordancia todos los participantes en la acción, tanto el sujeto, como el objeto directo o el indirecto. En este último caso la colaboración y la cercanía se instalan en la dimensión de la personalidad: los objetos participan en la acción al igual que el sujeto, es la acción de todos la que reflejan sus marcas, no la de uno sólo -como el discurso voseante era también el del interlocutor-. Hace ya tiempo que los especialistas señalaron una cierta propensión del español general hacia este último modelo: no se puede decir tú miras a mí, hay que decir tú me miras a mí, o mejor dicho tú memiras a mí con la forma me-, que reproduce el objeto directo a mí, en el corazón del verbo, exactamente igual que la forma -s, que reproduce el sujeto tú. Pero lo notable es que, como en el caso del voseo, la rama europea no ha hecho sino apuntar tímidamente esta tendencia: en el español de América la colaboración entre las personas participantes en la acción verbal ha proliferado a diestro y siniestro, de forma que tenemos podrías llamarlos a tus padres en el peruano Vargas Llosa, o Salimos...y lo vimos a Carracido con un perrazo enorme en el argentino Carlos Peralta (según datos de A. Llorente y J. Mondéjar) como encarnación gramatical de lo que en realidad es pura ideología de la indistinción de las categorías personales. Y al fondo las cosas. En relación con ellas hay dos mentalidades muy características. Ciertos idiomas tienden a diferenciar claramente los nombres de los procesos y los nombres de los objetos -se "barre" con la "escoba", se "azota" con el "látigo", etc-: esta compartimentación extrema del mundo lingüístico es típica del latín y la han heredado todas las lenguas romances, pero no suele darse en otros troncos lingüísticos donde el verbo y el nombre exhiben la misma raíz idiomática, presumiblemente porque se les ve participar de idéntica cualidad referencial -el estrato patrimonial más antiguo de la lengua inglesa, el sajón, procede de esta manera: water, "agua", pero to water, "regar"-. Cuando se intenta caracterizar léxicamente el español de América se suele insistir en la importancia del vocabulario marinero y en las transferencias de sentido a que dió lugar -playa, "llanura", rumbo, "camino"-, así como en los arcaísmos. Mas junto a esta capa antigua del vocabulario me interesa destacar también un estrato mucho más moderno, que ya no es un simple resultado de las circunstancias de la conquista, sino de las condiciones en que se desarrolló la vida de la sociedad hispana. Desde el punto de vista de la formación de palabras -dominio resbaladizo que participa de la morfología y de la lexicología- lo típico del español de América, frente al de España, es el empleo extensivo de sufijos que aplicados a una cierta raíz nocional crean un verbo que expresa una acción relacionada con la cosa, o un nombre que designa un agente que la manipula, o en fin un colectivo en el que está inmersa: tancazo es un golpe de estado -de triste memoria- en el que intervinieron tanques, cueriar es azotar reses con un látigo de cuero, conversada es un conjunto de conversaciones. Este procedimiento, que ha multiplicado y

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multiplica cada día el vocabulario hispano, encarna una actitud ante la vida que podríamos calificar de animismo lingüístico: el objeto, el agente, el lugar, y la acción, se sienten partícipes de un mismo valor idiomático, participan de una única forma, lo que, mutatis mutandis, traslada la colaboración entre las personas a la unión y colaboración entre las cosas. Otras veces de lo que se trata es de potenciar el acercamiento entre el sujeto hablante y la persona, o entre este y las cosas. Un ejemplo de lo primero lo constituyen los reflexivos enfáticos con verbo intransitivo. En una construcción reflexiva propia como María se peina el elemento activo y el elemento pasivo son el mismo y de ahí el pronombre; cuando el verbo es intransitivo no puede haber reflexividad en sentido estricto y el pronombre representante del objeto pasa a ser una especie de dativo ético que expresa el interés del sujeto en la acción; me fui a la ciudad frente a fui a la ciudad enfatiza la participación de la persona sujeto que es asimilada a las preocupaciones y al mundo del hablante. Pues bien, este tipo de construcción, propia del español y de otras lenguas románicas, se ha desarrollado extraordinariamente en Hispanoamérica: regresarse, tardarse, enfermarse, etc son habituales en todo el dominio americano y representan una intromisión de los matices volitivos propios del sujeto hablante en la acción sustentada en exclusiva por el sujeto personal. En cambio el empleo de tiempos del pasado para expresar significación presente, tan característico del español de América, supone la elipsis de una acotación relativa al sujeto hablante que se inmiscuye en el plano puramente objetual del pasado: ¡había sido usted! para ¡conque es usted! viene a equivaler a es usted y yo no lo sabía; el uso está muy extendido por América, por ejemplo en el Martín Fierro se puede leer A su amigo cuando toma/se le despeja el sentido,/y el pobrecito había sido/como carne de paloma, esto es, lo había sido porque lo que no constituye un saber compartido no puede ser presente. Hay otros fenómenos lingüísticos que tienen que ver igualmente con esta ideología implícita que trasudan los poros del español de América, pero no quiero cansar al lector. El que suscribe es ante todo un gramático metido por afición -también por emoción y por pasión, ¿a qué negarlo?- en el empeño de desentrañar el sentido último de la comunidad hispánica y era forzoso que sin querer se le escapase un poco de gramática. Estos ribetes de deformación profesional no deben desviarnos de la línea fundamental de este ensayo que ahora retomo, aunque no está de más advertir que la multirraza verbal, si por "multirraza" es un problema abordable desde la psicología social, y así lo estoy haciendo, por "verbal" tiene que ver igualmente con la gramática. En última instancia la mejor forma de compaginar ambas vertientes, la antropológica y la lingüística, sería la de adoptar una perspectiva semiótica. ¿Qué tipo de valores simbólicos cumple atribuir a una comunidad como la hispánica que ha llegado a fusionar en un proceso de simbiosis íntima la adhesión a su lengua y la vivencia de una cierta ideología del mestizaje hasta el punto de hacerlas indistinguibles y dependientes la una de la otra? Lo primero que conviene destacar es el fuerte sentimiento grupal que dicha ideología y dicha adhesión verbal comportan. El mestizaje propende a interrelacionar a los elementos del grupo disolviendo las diferencias que originariamente los enfrentaban. Claro que la variedad racial suele conllevar igualmente diferencias en la educación y en la posición económica y que su progresiva desaparición debería aliviar las tensiones sociales lo que, -he aquí el drama- no sucede en Hispanoamérica. Sin embargo las alteraciones en el estado económico o cultural no tienen necesariamente una dimensión colectiva: en todas las épocas ha habido individuos

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aislados que han sabido sustraerse al determinismo de su pertenencia a una cierta clase ascendiendo o descendiendo peldaños en la escala social: pero que fulano haya dejado de pertenecer a tal clase como consecuencia de un matrimonio afortunado o de una inversión ventajosa no significa que la clase social a la que pertenecía haya cambiado: para ello es necesaria una revolución como la que puso a la burguesía al frente de los destinos de Francia o al proletariado en el timón de la gran nave del imperio zarista. En el caso del mestizaje no sucede esto porque las variaciones individuales tienen automáticamente una contrapartida colectiva: en cuanto diez o veinte personas de una raza emparentan con los de la raza dominante, toda la estructura de castas se tambalea y a las pocas generaciones la ley sanciona, sin necesidad de convulsiones sociales, la libertad de enlaces. La razón es obvia: el carácter patente de las adscripciones raciales supone una ejemplaridad ejercida en todo momento y en todo lugar que se extiende progresivamente al conjunto del tejido social. El nuevo rico puede intentar ocultar que fue pobre y de hecho lo suele conseguir en la siguiente generación. El converso practicará la religión recién abrazada con mayor entusiasmo que los antiguos fieles para hacer olvidar su pasado. En cambio la raza de una persona no se puede ocultar, como tampoco la de sus hijos, que la heredan, y de ahí que la adhesión a la misma sea simultáneamente más fuerte que las solidaridades económicas o religiosas, y mucho menos revolucionaria. ¿Que por qué digo todo esto? Para prevenir dos interpretaciones equivocadas de la hispanidad. Sus detractores, constatando que la ideología del mestizaje impone un fuerte sentimiento de cohesión grupal, concluyen que dada la difícil tesitura económica y sobre todo social del subcontinente, se trata de una ideología perniciosa. Sus defensores intentan erigir al mestizaje en ideología transformadora de la sociedad y fermento de nuevas revoluciones. La primera actitud es típica de la mentalidad racista europea; la segunda de movimientos políticos o religiosos de izquierdas como la llamada teología de la liberación. Me parece que ambos se equivocan en el diagnóstico: el mestizaje no lleva implícita una transformación de la sociedad, pues se ha dado en la sociedad precolombina, en la colonial y en la moderna; el mestizaje es colectivo pero tiene carácter natural y de ahí que la liberación que puede propiciar sea siempre individual y no social. La posición del ser humano respecto a sus semejantes sale ganando en la ideología del mestizaje, pero de la misma no cabe inferir una política económica o social determinada. Por eso lo más acertado sería seguir salvando al hombre solo como individuo, pero permitiéndole superar como grupo las gravísimas carencias de infraestructura y de organización que padece -ahora sí le cuadra el rótulo- "Latinoamérica". Este tipo de solidaridad grupal de las sociedades mestizas reaparece cuando se considera el fenómeno de adhesión a un cierto idioma. Las solidaridades idiomáticas suelen tener repercusiones nacionalistas según dije: ligados por un horizonte cultural y verbal uniforme los hablantes de una cierta lengua propenden a convertirla en motor de su nacionalidad. En Hispanoamérica, por el contrario, nunca ha sucedido esto porque la lengua es sinónima de la mezcla de razas, no de la nación: las minorías hispanas de los Estados Unidos no representan un peligro de escisión a pesar de que su adhesión al idioma parece inquebrantable; lo que representan más bien es una forma diferente de entender la ubicación del ser humano en el grupo social, una forma que mejora sustancialmente, digámoslo entre paréntesis, la soledad salvaje del individuo en aquella sociedad de consumo tan eficaz en otros aspectos. Por eso las apelaciones a la unidad de los hispanos, o a una cierta acción política coordinada, que han

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querido basarse en el común fermento del idioma han fracasado siempre, según comprobara dolorosamente el mismo Simón Bolívar. La multirraza verbal es otra cosa, puede salvar al hombre mestizo y puede salvar al hispanohablante, pero se muestra impotente para redimir a la comunidad mestiza o a la comunidad hispanohablante. Hay un hecho curioso que llamó tempranamente la atención de los sociolingüistas: pese a que las diferencias sociales en los países hispánicos suelen ser tremendas, sin embargo el español se presenta escasamente estratificado en lo vertical; hay diferencias geográficas horizontales bastante marcadas, mas las divergencias entre clases apenas se marcan lingüísticamente (es frecuente que los extranjeros se sorprendan de la "vulgaridad" idiomática de que pueden llegar a hacer gala las clases altas hispánicas). Ahora sabemos por qué: en Hispanoamérica la lengua no es un símbolo de clase social, es un emblema multirracial, y las distintas razas caminan hacia la cohesión mestiza antes que hacia el enfrentamiento. Esto nos lleva a la segunda consecuencia semiótica que cabe extraer de la afinidad entre la adhesión mestiza y la adhesión lingüística, y es que el valor así expresado es un valor único, sin gradaciones. Ya no se trata sólo del nivel más o menos culto que se llega a alcanzar. Una propiedad notable de la comunidad lingüística hispana es que el grado de perfección en el manejo de la lengua española -y la usa mejor un nativo analfabeto que un científico extranjero como es obvio- no introduce discriminaciones: tan apenas importa cómo se usa el español, tan sólo que se sea capaz de usarlo. Son conocidas las dificultades con que tropiezan los inmigrantes en Alemania o en Inglaterra para escalar posiciones socialmente sin un dominio completo del idioma de dichas comunidades: en Hispanoamérica no sucede ni ha sucedido nunca así, y no porque se trate de una sociedad más tolerante, sino porque sus baremos de tolerancia e intolerancia son otros (insisto: este ensayo no busca fáciles autocomplacencias innanes, sólo la comprensión de lo que hay, de bueno y de malo) Ello se traduce y se ha traducido históricamente, en la dificultad para mantener un nivel normativo aceptable -pocas lenguas tan propensas al deterioro léxico ocasionado por los préstamos como el español de América-, pero tiene una contrapartida ideológica digna de encomio; aunque esto resulte lastimoso para el gramático, el sociólogo quiere constatar que si es así se debe probablemente a que la "impureza" resultante de las mezclas raciales se proyecta de manera automática sobre el idioma el cual incorpora una ideología del hermanamiento. De la misma manera que lo blanco no es mejor que lo mestizo ni esto que lo negro, el español de Cartagena, presuntamente heredero del europeo, no se siente mejor que el lunfardo porteño, verdadera modalidad jergal, o que la lengua todavía vacilante de tantas comunidades indígenas. Y uno, aunque gramático, siente que las actitudes ideológicamente éticas son preferibles a la pureza idiomática que esconde desaires y menosprecios sin cuento. El carácter bifronte de la genealogía idiomática de la hispanidad, marcada por su adhesión a la lengua española, pero sin que ello implique un nivel específico de dominio del idioma, manifiesta que lo que tenemos entre manos no es una nación y su lengua, sino una afiliación de tipo simbólico. Sucede en esto como en las religiones: el campesino católico o mahometano no se plantea las profundidades de un dogma que no entiende, mas no por ello se siente menos católico o mahometano; al contrario: le basta con la adhesión incondicional, y aun suele suceder que la desmitificación de las leyendas piadosas le irrite y le provoque una desconfianza instintiva hacia el intelectual.

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Esta doble y contradictoria actitud hacia el idioma atraviesa hondamente todas las capas sociales hispánicas: por una parte existe un obvio prestigio de la palabra escrita, y sobre todo oral, que convierte a esta comunidad en un pueblo intensamente retórico. Hablar bien es un mérito indiscutible, y una condición inexcusable para triunfar en política e incluso en la vida económica (como siempre el pasado precolombino late en cada recoveco de la vida hispana: no es una casualidad que la máxima autoridad de los aztecas fuera el tlatoani esto es el "orador", cuyos poderes civiles, militares y religiosos se amparaban en su capacidad verbal antes que en la condición de dux, rex, o imperator ). Pero a la vez el hablar popular heredado del refranero y de las expresiones coloquiales, esa especie de fe del carbonero idiomática, tiende a convertirse en supremo modelo de la norma lingüística. Esta dualidad inestable ha salvado repetidas veces al español de América de ser absorbido por otras culturas idiomáticas más prepotentes. Y así es notable que en el siglo XVIII, mientras Francia constituía el patrón intelectual que, con la Enciclopedia primero y con la Revolución después, había de sostener los procesos independentistas, sin embargo América mantuvo su español incólume, en tanto que en España este mismo español declinaba hasta extremos vergonzosos que iban a provocar la alarma de Forner, de Cadalso y de Larra. El mismo pueblo que se había amotinado contra Esquilache y contra Napoleón, se entregaba en brazos del vecino en lo verbal: se trataba de un pueblo bien distinto del hispano, un pueblo que no sólo no tenía interés en ensalzar su lengua sino que incluso parecía encontrar cierto gusto malsano en degradarla, al tiempo que prohibía a las que compartían con ella el mismo territorio peninsular su libre desarrollo. Era lo del perro del hortelano, que ni come, ni deja. Hoy en día, cuando la pujanza del inglés atraviesa todas las fronteras, pero afecta lógicamente mucho más a Hispanoamérica que a España, sigue sucediendo lo mismo. Se habla mucho de la erosión del español de América por el inglés estadounidense, pero no se suele ver que esta erosión responde a un mecanismo de defensa, no a un entreguismo como el peninsular. Los chicanos o los puertorriqueños que han construído el spanglish han desarrollado una especie de pidgin que actúa como un colchón protector entre el español y el inglés. Curiosamente el español, que nunca dió lugar a situaciones de criollización frente a las lenguas indígenas o africanas, las padece ahora al enfrentarse a una sociedad sustentada por la ideología más antitética a la suya propia, en lo relativo al mestizaje, que imaginarse pueda. En realidad en el caso del spanglish el anglicismo se reduce al aspecto léxico. Mucho más grave es la erosión del español europeo: ha bastado que un locutor irresponsable, que fue corresponsal de TVE en Nueva York, transmitiese sus crónicas con un tonillo afectado y antinatural que quería remedar la musicalidad del inglés, para que en todas las radios españolas, grandes y pequeñas, de cobertura nacional o simplemente municipal, surgieran como hongos audaces imitadores que están modificando el último rasgo lingüístico que los idiomas de los hombres suelen conservar cuando son barridos por otros, su entonación. Todavía se habla en Florencia el italiano con un acento característico, la gorgia toscana, que parece remontar a los etruscos de tres mil años atrás: y sin embargo es muy posible que los españoles de las próximas generaciones ya no sepan articular su discurso como lo hacían sus abuelos, tal vez porque sus padres, contra lo que creían, ya no hablaban español.

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8) El eslabón perdido Todo lo cual nos lleva a preguntarnos por la significación que cabe atribuir al papel de España en este horizonte hispanoamericano. ¿Un país americano? No, desde luego. ¿Un país hispano? Tampoco, y esto es lo curioso. La española es una sociedad típica de la Europa de los noventa donde la irrupción del individualismo, entendido como simple aprecio narcisista de cada cual y su entorno, ha llegado a ser incompatible con la estimación de los valores simbólicos de dimensión colectiva: no es que se resienta la lengua, el sistema simbólico por excelencia, es que también lo hacen la ética social, la religión, o el arte, en nuestra época postmoderna. De la misma manera que la estética va siendo reemplazada por el kitsch, y cualquier sucedáneo aspira insolentemente a codearse con las grandes creaciones artísticas de la humanidad, cualquier discurso se siente tan bueno como cualquier otro y los ciudadanos difícilmente aceptan que el suyo es peor que el de los demás. Consecuencia de lo anterior es el desdén por las formas. Lo curioso es que este desafío ha dejado de serlo porque carece de un fondo capaz de ser confrontado con los significados que presuntamente lo vulneran. El último cuarto del siglo XX en los países europeos ha visto morir las vanguardias -un lenguaje innovador, un arte nuevo, una forma diferente de concebir las relaciones del hombre con la naturaleza y con los demás- sin ofrecer nada a cambio. Ya todo es equivalente, y por consiguiente todo vale. Pero este internacionalismo no se parece en nada a los grandes sistemas ideológicos que aspiraron un día a unificar la humanidad bajo ideales tal vez equivocados, pero en cualquier caso delimitadores (¿coercitivos?), es decir excluyentes de algo por la afirmación tajante de su contrario. La evolución de las tendencias idiomáticas está mucho más ligada de lo que se piensa a los grandes cambios ideológicos en eso que se llama la historia de las mentalidades. La Contrarreforma se complementa con un estilo que oscila entre lo conceptuoso y lo preciosista, entre la represión y el desbordamiento vital, como la revolución burguesa se siente cómoda en la blanda exaltación de los románticos, y el internacionalismo proletario con el lenguaje escueto de los informes. Pero al lector actual todo eso le abruma: volver sobre lo leído para captar su doble intención le cansa, saltar interjecciones y adjetivos le empalaga, almacenar datos y hechos le hastía. ¿Qué quiere el lector postmoderno? Aparentemente lo mismo que el consumidor postmoderno: coletillas verbales, fórmulas remediavagos que todos puedan emplear por igual y que no signifiquen casi nada, ni una idea, ni una emoción, ni tan siquiera una pirueta verbal, hechos, en definitiva, para que nadie destaque y todos crean destacar. Incluso la fútil insolencia del hombre postmoderno que le hace sentirse tan bueno como el mejor sin nada que lo justifique ha alcanzado entre nosotros una dimensión colectiva: la movida, dicen, nos ha puesto de moda(!). Lo cual, aparte de ser falso (¿cuántas veces aparece España o algo español en las páginas culturales de los grandes diarios del mundo?), es absurdo, porque el mismo planteamiento de esta afirmación esconde su esencial debilidad: lo que importa no es estar de moda, es decir "sonar", sino "hacer" y "ser". Incapaces de sustraernos a nuestra propia mediocridad hemos extendido sus parámetros a la visión que esperamos tengan de nosotros los demás.

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No nos engañemos. La única razón objetiva por la que España pudo y puede estar de moda es de índole política. La superación de viejas tensiones históricas en el seno de una sociedad democrática es un logro real que nadie puede quitarnos y cuya consecución todavía no está terminada. Pero de ahí no se infiere ni que la cultura española esté de moda, ni que como colectividad hayamos emprendido una derrota cultural de rumbo firme. En el fondo lo que ha habido es un cierto sucursalismo del destino histórico, una dejación en los brazos salvadores de los demás. En España el europeísmo no es una idea que los individuos y los grupos han ido madurando, es simplemente un club al que uno se apunta porque le viene bien y no podría hacer otra cosa. En España el europeísmo suele oler demasiado fuertemente a europeolatría; es, en el fondo, otra pasión kitsch, ahora como en la época de la Institución Libre de Enseñanza. Pero si el europeísmo es la colonia, el antieuropeísmo rabioso no deja de ser una loción para después del afeitado que participa del mismo sello comercial: los profetas del noventa y ocho, como antes el Preservativo contra la incredulidad del padre Vélez o las proclamas del padre Alvarado, el "filósofo rancio", beben en las fuentes nutricias de conocidos reaccionarios antiinternacionalistas como Barruel y Mozzi. A favor o en contra de Europa, europeolatría intelectual al fin y al cabo. No ha habido en la tradición cultural española una forma de concebir Europa, como existe una forma francesa, una forma italiana, o una forma alemana -también una forma inglesa, siquiera sea por negación-. Hay una sociedad de consumo y una cultura de masas al otro lado del Pirineo que se parecen a la española, a lo que ha venido a ser la española, y por eso es natural que la fusión se produzca como se está produciendo. Pero esto, con ser bueno y necesario, no es suficiente. Cuando veo en el salón de actos de tantos ayuntamientos de pueblos y ciudades españolas la enseña comunitaria de las doce estrellas no puedo menos que tener la incómoda sensación de estar viendo algo así como la bandera británica que lucen los chicos y las chicas en sus camisetas o el anagrama de la Coca-Cola que señorea sus gorras. Puro kitsch, puro adorno sin contenido real. Me gustaría equivocarme, pero tengo fundados temores, no de que salga mal, pero sí de que este repentino afán europeólatra se traduzca en una satelización de la cultura española todavía más intensa que la que ya padecemos -que un elevado porcentaje de este colonialismo cultural esté subarrendado a su vez a la moda de Nueva York y de Los Angeles no es naturalmente un consuelo-. El proyecto europeo que quisieron relanzar De Gasperi y sus compañeros es el del Sacro Romano Imperio Germánico, que Francia había intentado materializar durante la época napoleónica y en tiempos de Carlomagno, Alemania en la edad media, e Italia en la edad antigua. ¿Existe en España alguna idea de cómo debe ser Europa y de cómo debe articularse esa conciencia común de los pueblos europeos? Desgraciadamente ninguna. El único proyecto histórico de dimensión europea que ha alumbrado la penínsla ibérica fue el mare aragonensis de la Corona oriental, pero lamentablemente parece qedar my lejos. Marchamos alocados hacia Europa sin saber qué Europa queremos ni para qué la queremos. Entiéndase que no soy un antieuropeísta, aunque no deje de molestarme que en la España de hoy la posibilidad de serlo lo convierta a uno en reo de retrogradismo, ora reaccionario de derechas, ora marxista de catacumba. Creo sinceramente que la integración plena en Europa es lo mejor para España. Estamos política y emocionalmente preparados para ello. Sin embargo en lo cultural -vale decir en lo ideológico- no estoy tan seguro. Y esto, si bien no plantea una dificultad insalvable, tiene el peligro de integrarnos como simples compañeros de viaje, no como protagonistas.

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Hubo una época en la qe desde las escuelas de traductores de Toledo, Tarazona y Ripoll se potenciaba la fusión de culturas y saberes orientales y occidentales. En esa misma edad media, cuando la intolerancia y las guerras de religión señoreaban Europa, los reinos peninsulares eran un crisol de convivencia pacífica de razas y creencias. En plena marea racista, cuando los progromos antijudíos asolaban el viejo continente, su rincón suroccidental hacía de la tolerancia su razón de ser histórica y de la mezcla de gentes su poso biológico. Acabaría perdiendo la batalla, como es sabido. En unos sitios antes que en otros, pero lo cierto es que las monarquías católicas barrocas de España y Portugal representaron la extinción del sueño igualitarista y la imposición de una rigidez ideológica ajena a nuestras costumbres. La fe del converso es peligrosa: no sólo olvidamos que el sentimiento pluriétnico y multiinacional ha sido desde antiguo la base de la convivencia entre peninsulares; también llegamos a creer que nuestra misión histórica consistía en extender la intolerancia a todos los demás. No otra cosa significó el oscurantismo de la época imperial. No otra cosa significa hoy, lo queramos o no, la "ley de extranjería", el volver la espalda al sur y al oeste. ¿Acaso existe un sólo español que no tenga sangre árabe en sus venas y alguno de cuyos antepasados no la hubiera desparramado por América? Y no se crea qe estoy criticando sólo al gobierno, al actual, a los anteriores, y seguramente también a los siguientes: lo malo es que la sociedad española les lleva años de ventaja "purista". Salvajes, incultos, fanáticos, así eran nuestros predecesores de hace cinco siglos. Es verdad. Pero también antirracistas. El legado de la España medieval, ya lo advertí, supo integrar, con sus pros y sus contras, a América. Mas ahora, cuando nos miramos en el espejo americano, incrédlamente, no nos reconocemos. Ha habido tres grandes etapas en las relaciones de España con Hispanoamérica después de la independencia de las naciones de ultramar. Un primer momento de enfrentamiento en el que los hispanos buscan inútilmente raíces culturales en fuentes contrarias a su tradición mestiza, como la francesa o la inglesa, al tiempo que los españoles de 1898 se inventan una historia falsa para justificar su fracaso, la cual representa igualmente una suerte de parcialidad que deja fuera la aportación, aunque también la responsabilidad, de gran número de peninsulares. Un segundo momento de confraternización y exaltación de la "madre patria" que inician los Rubén Darío, José Vasconcelos, J. Enrique Rodó, Rufino Blanco, Enrique Gómez Carrillo o Francisco García Calderón en las Indias, y que en España se cierra con la masiva emigración de intelectuales durante la guerra civi (Américo Castro, Ortega, Bergamín, Amado Alonso, Bosch i Gimpera, Nicolau d'Olwer, Luis Buñuel, Luis Araquistain, etc). Finalmente el momento presente, que yo caracterizaría por el extrañamiento mutuo entre una Hispanoamérica empeñada en construir una sociedad mestiza cohesionada por su unánime adhesión a la lengua española, y una España "europea" -en el peor sentido de la palabra- en la que las viejas culpas se quieren borrar con el simple reconocimiento de esa tragedia que se llama el descubrimiento y conquista de América. Llegamos a lo del Quinto Centenario. ¡La que se está armando! Unos quieren festejar el "descubrimiento", otros la "conquista", unos terceros el "encuentro", dicen, de dos civilizaciones. No es de extrañar que en toda Hispanoamérica se alcen voces contra el

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planteamiento de esta conmemoración. ¿Cómo van a celebrar conquistadores y conquistados el aplastamiento de los unos por los otros? Repito: encontronazo y no encuentro fue ese en el que ambas partes toparon con todo menos con lo que estaban buscando. Y si bien descubrimiento sí lo hubo, fue mutuo, de América por Europa, y de Europa por América. ¿Por qué no se celebra la conquista del reino de Granada, el encuentro con los moros, e incluso el descubrimiento de que la minoría judía era perjudicial para el estado y por eso hubo que expulsarla, que todo esto también sucedió en 1492? No traigo estas coincidencias a colación caprichosamente; Cristóbal Colón -y quién más autorizado que él- ya se dió cuenta de que estos tres acontecimientos guardan algo más que una relación cronológica entre sí: Porque, cristianísimos y muy altos y muy excelentes y muy poderosos príncipes, Rey y Reina de las Españas y de las islas de la mar, Nuestros Señores, este presente año de 1492, después de Vuestras Altezas haber dado fin a la guerra de los moros que reinaban en Europa y haber acabado la guerra en la muy grande ciudad de Granada...pensaron de enviarme a mí, Cristóbal Colón, a las dichas partidas de India para ver los dichos príncipes, y los pueblos y tierras y la disposición de ellas y de todo y la manera que se pudiera tener para la conversión de ellas a nuestra fe...Así que después de haber echado fuera todos los judíos de todos vuestros reinos y señoríos, en el mismo mes de enero mandaron Vuestras Altezas a mí que con armada suficiente me fuese a las dichas partidas de Indias (Relación del Primer Viaje a las Indias compendiada por fray Bartolomé de las Casas). Así vieron el acontecimiento dos "europeos" que la crítica ha absuelto, el descubridor genovés y el humanitario fraile sevillano: los condenados -justamente, por sus muchos crímenes- no tenían una percepción diferente del mismo en lo fundamental. Es preciso abandonar de una vez las disputas nominalistas: el error en la interpretación lo fue de Europa en su conjunto y sigue siéndolo en la actualidad. Uno lee, agobiado, pero no perplejo, en las venas abiertas de Eduardo Galeano , y en otras heridas no menos sangrantes, que las agencias turísticas europeas anuncian a la venta las mejores tierras bolivianas bajo la consigna "La conquista no ha terminado", que el gobierno colombiano entregó el subsuelo del valle del Cauca a la Celanese Corporation tras expropiárselo a los indios, que la Dow Chemical arroja defoliantes con aviones sobre la selva amazónica y que los indios del Brasil se extinguen agobiados por el hambre, que el ejército guatemalteco sigue asesinando niños en las comunidades mayas como en pleno siglo XVI, aunque con mayor eficiencia...tantas cosas. Y uno piensa que nada ha cambiado y que es muy coherente celebrar en 1992 la conquista - descubrimiento - encuentro con América y la constitución del Acta Unica Europea. Son -somos- los mismos perros con distintos collares, desde los Urales hasta el estuario del Tajo y desde Islandia hasta el estrecho de Gibraltar. Si algo hay que celebrar es que en 1492 los españoles, que no en vano habían publicado su primera gramática en ese mismo año, llevan a las Indias, junto con el exterminio de muchos inocentes y la expoliación generalizada del territorio, un instrumento simbólico que al cabo del tiempo permitiría fundamentar una sociedad nueva y única en la historia de la humanidad, la sociedad mestiza, aún no constituída del todo, con sangrientos contrasentidos como los que acabo de mencionar y otros muchos que podrían traerse a colación, pero un objetivo viable a largo plazo en Hispanoamérica. Este instrumento es la lengua española, y por ello el entorno más cualificado para dicha celebración no es ni Sevilla, ni Madrid, ni Barcelona -con todo el respeto que merecen la sede de la exposición universal, la capital de la cultura, y la villa olímpica- sino el modesto pueblo de Berceo (hoy en la Rioja, ayer en Castilla, antesdeayer en Navarra, y antaño en el convento romano de Caesaraugusta que pertenecía a la Tarraconense)

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donde, por primera vez, hace mil años, se escriben unas frases en español, en la koiné que entonces no era ni castellano, ni navarro, ni aragonés, y que hoy, a lo que parece, no es ni siquiera español peninsular, sino más bien hispanoamericano. ¡Una celebración tan sencilla y tan íntima en una iglesuela -S. Millán de Suso- donde difícilmente caben apretujadas mil personas, una por cada año de vida del idioma!. No hay miedo, que esta posibilidad ni se ha planteado, ni se planteará. Festejar lo único que España e Hispanoamérica tienen verdaderamente en común iría contra los sentimientos más hondos de la sociedad española. Puestos a jugar con el simbolismo de las fechas no puede ser más educativo el hecho de que 1992 represente el año del Quinto Centenario de América y el inicio de la incorporación plena de España a los Estados Unidos de Europa. Esa fecha mágica tiene algo de rito de iniciación, de abandono en el desván de la muñeca coja, o del balón deshinchado, para adoptar el primer pintalabios, y la primera hoja de afeitar: en el mismo año en que se abre un capítulo en la historia de España, el de su adhesión a la comunidad política europea, se cierra otro, el de su inmersión en el piélago mestizo de los hispanos. Y no es de extrañar, porque lo uno y lo otro son incompatibles: una comunidad mestiza que ha hecho de la mezcla igualitaria de los hombres su ideología y del español su símbolo se contradice con una comunidad asentada sobre el enclaustramiento racial y el más absoluto mercantilismo consistente en producir con las materias primas de aquella y a costa suya. Es frecuente que los tebeos de la niñez -aquel incorruptible Capitán Trueno, aquellas hadas ingenuas de la colección Azucena- sean repentinamente añorados en la cuarentena y uno y una se lancen ávidamente a recuperar el tiempo perdido rastreando en librerías de viejo y en tabucos de trapero. Tal vez el pesimismo que ensombrece las anteriores reflexiones lleve implícito el antídoto del proceso que estoy describiendo: 1992 es un punto de inflexión en la historia de España, mas por lo mismo puede haber llegado la hora de despegar otra vez, primero a iniciativa de los particulares, luego, muy tarde, remolonamente, desde las instancias públicas incluso. Ya no se trata de recuperar un sentimiento de comunidad compartido con los pueblos hispanoamericanos, ni mucho menos de relanzar la vieja idea de España como hito de referencia para ellos: ahora que la "madre patria" ha dejado de ser de la familia, se encuentra con las manos libres para iniciar relaciones y arrimarse a ellos desde fuera, como alguien que quiere ser, no como quien fue y piensa que debe seguir siendo. El incesto ha sido estigmatizado en todas las sociedades como relación de consanguinidad prohibida, pero no tiene porqué constituir un tabú político y cultural. Los políticos españoles de todas las tendencias gustan de encomiar el papel que puede jugar España como puente, afirman, entre Europa e Hispanoamérica. Y cuando se les apremia reconocen que de lo que se trata es de facilitar intercambios comerciales aprovechando la semejanza de lengua y, sólo en parte, de idiosincrasia cultural. De lo que no se dan cuenta es de que este programa no es nuevo, es el de siempre: toda la política indiana de la casa de Austria y de los Borbones consistió en hacer menos penosas las transacciones del comercio europeo en el nuevo continente: primero hacían el trabajo sucio -ya se sabe, matanzas, rapiñas, desertización, el mismo que sus socios europeos realizan ahora personalmente-; luego centralizaban el monopolio del comercio en Sevilla y entregaban las riendas del mismo a genoveses, franceses y holandeses. Lo de ahora es simplemente la continuación natural y mucho más eficiente de la vieja alianza paneuropea, ampliada a pannipona y panestadounidense por aquello del grupo de los diez. Es un alivio, el único que nos cabe en estas horas tristes, tristes a pesar de los fastos oficiales, y tal vez a causa de ellos.

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Habría otro camino, naturalmente, pero ¡tan inverosímil! He oído hablar de él a muy pocos políticos. ¿Por qué tenemos que hacer siempre el poco agradecido papel de la celestina? Hispanoamérica no es sólo un pastel interesante, es ante todo una ideología biológica y culturalmente encarnada. Una ideología que el mundo necesita y a la que es preciso engancharse antes de que sea demasiado tarde. Vehicular la expansión de esta ideología por Europa sí que me parece un proyecto histórico digno de ser emprendido. Ni siquiera habría porqué renunciar a las ventajas económicas de que hablábamos arriba, tan sólo hacer posible que el puente sea cruzado en ambas direcciones: en vez de limitarnos a traducir los tratados comerciales y los prospectos farmacéuticos europeos (que a esto parece reducirse nuestra gran misión internacional), cambiemos el sentido de la vida y de las relaciones humanas en la nueva Europa que viene y a lo mejor, sin darse cuenta, nuestros socios y nosotros mismos llegaremos a empaparnos de la ideología del mestizaje. No les vendría nada mal, aunque estos valores, ¡ay!, no cotizan en bolsa: miles de argelinos y marroquíes en Francia, de turcos en Alemania, de pakistaníes y nigerianos en Inglaterra -de gitanos en España también- se beneficiarían. Ha llegado el momento de que la ideología del mestizaje, la vieja sensibilidad panamericana conservada intacta por los misioneros durante la colonia y materializada en la práctica diaria de los países hispánicos a pesar de deshonrosas manchas excepcionales, sea transmitida igualmente a Europa por España. Ya no somos hispanos, tampoco éramos semitas, pero estamos, y estuvimos, lo suficientemente cerca de unos, y de otros, para que nuestra andadura histórica cobre al fin sentido. El lector no termina de creerse que quien le habla es un europeísta convencido. Se lo aseguro. Creo firmemente que el destino de España es Europa. Pero Europa no puede limitarse a ser un mercado de burgueses satisfechos al borde del suicidio colectivo de puro aburrimiento. Para mí, y no sólo para mí, Europa es sobre todo la cuna de la democracia, que vale tanto como convivencia en la igualdad de los que son natural e inevitablemente dispares. Y esta democracia, contra lo que se quiera decir, está hoy muy lejos de Europa: en la medida en que afecte sólo a los ciudadanos de cada país, pero no a los inmigrantes del tercer mundo que día a día irrumpen por sus fronteras eso no es democracia, es simple racismo disfrazado de oligarquía. Es necesario un modelo nuevo que marque un rumbo distinto. Uno de los países europeos tiene, por un milagro de la historia, la palabra: la palabra sí, precisamente la palabra. El derrumbamiento de los regímenes socialistas del Este representa algo más que la confirmación de que se trataba de un error histórico. Bien está que unos sistemas inhumanos hayan quedado archivados en el cajón polvoriento de la historia. Pero esto no significa que la historia de los hombres, en su conjunto, haya progresado realmente. La alternativa capitalsta, ante la que se han rendido de forma incondicional, no es menos inhumana, aunque, eso sí, bastante más tolerable. Más tolerable para unos, y exasperantemente intolerable para los que han quedado fuera, por cierto. Desarboladas las banderas de la ideología iigualitarista del socialismo, condenados al descrédito los viejos dogmas que se revelaron incapaces de transformar la sociedad, el hombre europeo queda enfrentado a un vacío absoluto: o el enriquecimiento personal como única salida en la vida, o el caos. Si lo único que importa es el triunfo a costa de los demás, los demás tienen que ser el enemigo. Y lo son: unos por su ideología antidemocrática -como

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si el fundamentalismo islámico no fuese una consecuencia lógica del colonialiismo europeo-, otros por su presunto mal olor y peor color -como si las oleadas de inmgrantes del Tercer Mundo no viniesen en busca de unos recursos que les hemos arrebatado-. La hora de las ideas polítcas y de los sistemas flosóficos ha pasado. Fracasadas las grandes concepciones que aspiraban a constituiir un mundo mejor en el piélago contumaz de la economía de mercado, tal vez no quepa sino asumir posiciones individuales. Sin gloriia, incluso sin demasiada convicción, pero con perseverancia. La igualdad entre los sexos es una de ellas: la igualdad entre las razas la otra. Ambas incómodas y poco propicias a la autojustifiicación exculpatoria: por más que digan las constituciones, sabemos que no estamos diispuestos a llevarlas a su término sin trampear con nosotros mismos. Era fácil echarle la culpa al capital mientras el ansiia acumulativa de dinero iba haciiendo presa en nosotros. Al fin y al cabo el capital quedaba lejos. Fue hermoso poder inculpar a la Iglesia al tiempo que entreverábamos nuestras creenciias de una parafernalia ritualista estrictamente eclesial: la Iglesia, tambiiién, estaba en las antípodas. Pero ella (o él) y el otro están ahí no hay forma de obviarlos: en la mesa del comedor, en el metro, en todas partes. Los sistemas antiguos quisieron salvar al hombre individual y fracasaron. Tal vez el hombre individual pueda ahora salvarse a si m ismo y con ello salvar a los sistemas. El matriarcado, dicen, fue tan sólo un sueño. La sociedad multirracial también. Claro que los sueños, ya lo dijo el poeta, son el origen de la realidad.

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9) El sueño hispano Multirraza verbal, comunidad mestiza, el sueño hispano. Un diccionario nos suministraría tres definiciones para el término sueño: 1. Estado letárgico en el que cesa la actividad consciente; 2. Representaciones mentales que se tienen en el estado anterior; 3. Por extensión y metafóricamente utopía. Y, en efecto, el sueño hispano, implícito en la multirraza verbal, de que nos hemos venido ocupando, tiene algo de estas tres acepciones. De puro manido resulta ocioso insistir en el tópico de la supuesta incapacidad de los hispanos para la vida moderna. Comparados con sus vecinos del norte no han llegado a constituir sistemas parlamentarios estables, ni a experimentar un desarrollo capitalista armónico (en la medida en que tal ficción pueda serlo: como sabemos después de larga y amarga experiencia "desarrollo capitalista" de unos quiere decir siempre "subdesarrollo tercermundista" de los otros). Tampoco han destacado en el cultivo de la ciencia y de la tecnología. El sueño en su acepción primera, por tanto. Las explicaciones que se han dado de esta situación vacilan entre un lamentarse por las inercias de la herencia española y un cargar las culpas a los estadounidenses. Y aunque, efectivamente, ambas razones son correctas y están ahí, me parece que no lo explican todo, y ni siquiera lo más importante. De un lado la herencia española es extremadamente variable, fuerte en México y en Colombia, más débil en Argentina o en el Paraguay, a pesar de lo cual el panorama socioeconómico que se puede pintar viene a ser parecido en todas partes. ¿Por qué razón había de hundirse la Argentina, un país con una población de origen mayoritariamente europeo no español, como los mismos Estados Unidos, y una economía próxima a la australiana?; ¿por qué es la Baja California mexicana un estado pobre a pesar de sus inmensas riquezas naturales, en tanto que la Alta California del Silicon Valley se constituye en paradigma de la tercera revolución industrial hasta el punto de haber desplazado a los estados de la costa este? Por otra parte la expresión "herencia española" es poco más que una referencia temporal. Los determinismos históricos, aunque el hombre de la calle guste sobremanera de ellos, se revelan falsos a poco que se analicen con detalle: la Argentina de fines del siglo XIX aventajaba con claridad a España, y lo mismo cabe decir del México petrolífero de los años cuarenta; hoy, por razones que no son del caso y que tienen que ver con la integración de España en Europa, sucede más bien lo contrario. El segundo factor, que se resume en la política estadounidense del big stick es absolutamente cierto y justifica el diagnóstico, pero deja en el aire la cuestión de por qué no podría haber sido al revés. Hubo una época en la que Rusia estuvo continuamente invadida y domeñada por los tártaros del este, hoy sucede todo lo contrario: siendo los recursos humanos y naturales de la América sajona y de la América hispana bastante similares, no hay razones objetivas para la dominación de una por otra, simplemente motivos de conformación sociopolítica y cultural. Octavio Paz, cuando ha querido caracterizar la esencia del sistema sociopolítico mexicano, lo ha tildado de "patrimonialista" entroncándolo con la herencia española. Mas este juicio, que podría hacerse extensivo a los otros países hispánicos, deja en el aire la objeción de que España, la España del siglo XVI, fue precisamente el primer estado moderno que rompió las ataduras patrimonialistas del régimen feudal europeo, y que por lo tanto era en sus colonias -alejadas de la Contrarreforma católica que terminaría ahogando la moral erasmista- donde habría sido de esperar una evolución más rápida.

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Vuelvo a la carga. El patrimonialismo hispano no agota sus raíces en la herencia española ni en la explotación estadounidense. Más bien habría que decir que una y otra se aprovecharon del mismo: los españoles para superponer este tipo de sistema al propio modelo social de los indios cuyo sistema de castas tendieron a reproducir; los estadounidenses para explotar las contradicciones que encierra en su exclusivo beneficio (y no se olvide que esto es ley implacable de la historia: ahora son los japoneses y los surcoreanos quienes se aprovechan del desmesurado consumismo y librecambismo de la sociedad de los Estados Unidos para alzarse con la dominación económica, y a la larga política, de la misma). Uno respeta las razones del economista y del historiador, pero no puede dejar de pensar que 1492 no fue, contra lo que se dice, un corte absoluto en la vida de América: dondequiera que subsistieron las comunidades indígenas -es decir en los imperios de la América hispana-, subsistió con ellas un tipo de sociedad de castas que se venía rigiendo desde siempre por el sistema caciquil, esto es, por un sistema patrimonial. La herencia española consistió simplemente en que las Leyes de Indias sancionaron y mantuvieron incólume hasta la independencia dicha peculiaridad convivencial, la cual ha alargado su existencia en los países hispánicos hasta hoy. En cierto sentido se puede decir que es un sistema "primitivo" caracterizado por el predominio de la colectividad sobre el individuo. Pero como la colectividad se establece sobre lazos naturales -de consanguinidad o clientelismo-, a la larga el resultado es la multiplicidad de banderías que conviven difícilmente en un mismo territorio. Así era la América que se encontraron los españoles y a la que se acomodaron mejor o peor (desde luego no todo era idílico: los primeros indios que se encuentra Colón, los de Guanahaní ya tenían señales de feridas en sus cuerpos, y les hice señas qué era aquello, y ellos me amostraron cómo allí venían gente de otras islas que estaban acerca y les querían tomar y se defendían). Este tipo de sociedad se integra mal en las democracias de estilo europeo: de un lado la limitación temporal de la representatividad de los caciques -convertidos en presidentes del municipio o de la república- resulta incompatible con su condición carismática; de otro la ampliación de las unidades políticas -que una constitución preve siempre- se contradice con la naturaleza de los lazos familiares del viejo cacicato. El resultado, claro, es el populismo, es decir el paternalismo, que viene a ser simplemente una forma de caciquismo. Una sociedad como esta es difícil de aglutinar con objetivos materiales. En realidad las comunidades primitivas se hallan próximas a la naturaleza -concédasenos esta ingenuidad rousseauniana- y a la repetición de sus ciclos; nada les es tan ajeno como la idea de progreso indefinido y de explotación exhaustiva de la tierra, propia de las sociedades "modernas" (uno tiene la profunda convicción -y no le importa un ardite que le llamen retrógrado- de que este modernismo es radicalmente nocivo y de que la única posibilidad de evitar la destrucción de todo y de todos es dejar que el "primitivismo" prevalezca sobre la "modernidad"). Sea como fuere estas sociedades del sueño en su acepción primera no son arrebatadas por los hechos, sino por los símbolos, por las representaciones mentales, pues los objetos conllevan la posesión individual, los conceptos el disfrute colectivo. De ahí la facilidad con que arraigan las ideologías en Hispanoamérica, su incurable propensión al sueño en su acepción segunda. Se ha dicho que es un continente revolucionario. Y, en efecto, así es, pero no sólo por las condiciones de extrema miseria en que se debate la mayoría de la población junto a una minoría de opulentos, pues estas condiciones se dan y se han dado igualmente en Birmania o en Etiopía donde la revolución ha fracasado. La

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revolución, con independencia de lo que pasó y pueda pasar en el futuro, triunfó en Cuba y en Nicaragua porque aportaba lo único que puede aglutinar a la sociedad de castas: una idea común. Las leyes, las fidelidades personales y las relaciones económicas están condicionadas por el límite estrecho de cada casta, las ideas no. Ya se trate de ideas sociales, de ideas estéticas, o de ideas religiosas. Los españoles aprovecharon el valor unificador de la religión católica que venía a recubrir y a dar unidad a las creencias indígenas. Los hispanoamericanos han desarrollado una comunidad de sentimientos artísticos que va desde la música popular hasta la literatura: pocas comunidades han sabido mantenerse tan independientes (lo cual no quiere decir ajenas) de la invasión de los productos de la cultura de masas moderna conservando su personalidad a pesar de lo desfavorable de su situación geopolítica. Los revolucionarios, en fin, aprovecharon un terreno ávido de la idea de la revolución mucho antes de que su posibilidad se hiciese presente. La multirraza verbal, la comunión en la lengua, es la consecuencia natural de esta actitud. Las demás representaciones mentales pueden entrar en contradicción y así hay infinidad de sectas en los altiplanos amazónicos y toda suerte de movimientos guerrilleros enfrentados a lo largo de la espina dorsal de los Andes y de Centroamérica, pero sólo hay una lengua del mestizaje, una lengua en la que el sentido colectivista de este tipo de sociedad resplandece de forma inequívoca. Para los hispanos el español es algo más que una lengua, es el sueño placentero de una sociedad dormida. He aludido páginas atrás al carácter inconsciente de la huella mestiza del español de América. En efecto, los hispanos tal vez no sepan esto, una gran mayoría lo desconoce, mas en su inconsciente colectivo la lengua está creando un horizonte común, una representación mental colectiva que hace posible el despertar de esta sociedad y las singladuras de la utopía, del sueño en su acepción tercera. Cualquier sistema político, cualquier religión, cualquier ideología que quiera prosperar en Hispanoamérica deberá tener en cuenta esto: no basta con que se sirva de la lengua, además tendrá que progresar en la lengua. Como dije arriba la hispanidad nace de una transferencia simbólica de tipo metafórico y la metáfora -Lacan lo sabía muy bien- está en la base del dominio simbólico del paraíso perdido. Es la hora de la utopía. Hoy son trescientos millones, mañana, muy pronto, un tercio de la humanidad. No soy optimista, ni pesimista, sólo posibilista: si esta irradiación hispana alcanzase a otras parcelas de la humanidad, al menos de eso que se llama Occidente, entrarían en una situación de coexistencia dos sistemas lingüísticos con claras connotaciones ideológicas, el inglés, que es la lengua del individualismo y de la tecnología, y el español, que es el idioma del mestizaje. No es bueno que estas dos realidades sigan enfrentadas, pero no se ve muy bien cómo lograr que los hombres las acepten simultáneamente: de una parte, el progreso consiste en que yo me alce sobre los demás, incluída la naturaleza; de otra, la coexistencia mestiza se resuelve en mi fusión con ellos y con ella rompiendo el distanciamiento. La humanidad siempre ha resuelto sus contradicciones de forma simbólica: a ella obedecen los matrimonios de príncipes y los sincretismos religiosos. Ahora, tal vez, cuando el desarrollo de la racionalidad ha convertido a los primeros en fotografías de las revistas del corazón y a las segundas en una cuestión estrictamente personal, ha llegado el momento de que la simbiosis afecte a lo más parecido a la razón que poseen los hombres fuera de los libros de lógica, a su lengua. Sean sus lenguas, y no su lengua. Es la hora del multilingüismo: al fin y al cabo se trata de una forma nada encubierta de mestizaje también.

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Hubo un tiempo en el que se creyó poder prescindir del sortilegio de los idiomas naturales imponiendo el dominio universal de la lógica, de la razón. El resultado ya lo conocéis, es el mundo moderno con su filosofía del desencanto. A fuerza de dudar de todo, a fuerza de relativizar todos los ideales, tenemos lo que nos merecíamos: un universo sin valores absolutos, ya sean éticos, políticos, estéticos, o religiosos. Todo viene a ser equivalente cuando la verdad depende del punto de vista adoptado: todo es igualmente anodino, mediocre, y en definitiva blando. Un universo lingüístico como el que preconiza la multirraza verbal nos retrotrae a etapas anteriores de la historia de la humanidad, al tiempo que encierra una honda proyección futura. No es por el español, que es una lengua como cualquier otra, es porque se trata de una lengua de los hombres que un grupo, antiquísimo, de hombres y mujeres alzó a símbolo de una manera alternativa de encarar la vida y la muerte. Sobre todo esta última, con demasiada frecuencia: Diga Atusparia o diga Porfirio, diga Uchcu o diga Fidel, Benito arrodilla su voz frente a un gran himno y se enciende las sienes con su recuerdo y se hunde en su gran noche iluminada. Porque ellos han muerto de la muerte de cuatro siglos y con el dolor, con el dolor total que hay en el tiempo. Y por el amor de la tierra, veraz cordón umbilical del hombre (Ciro Alegría, El mundo es ancho y ajeno). Hay una sociedad en la que nuestra visión de las cosas no está condicionada por ecuaciones matemáticas ni por ejercicios de laboratorio, una sociedad en la que lo primero y lo último sigue siendo el nombre del objeto. Como en las tribus más primitivas, es cierto, pero filtrado por las pautas de comportamiento de la cultura europea, pues en los restantes aspectos de la vida los hispanos son occidentales como todos los demás. He aquí la promesa y el reto de la hispanidad: un reto simbólico, y no meramente biológico según creía Vasconcelos. Pero en cualquier caso una singladura que merece la pena y que la cobardía, teñida de prudencia, de estos antiguos exhispanos de Europa no está en condiciones de alterar -alguno, si acaso, melancólicamente, la aprobará en lo profundo de su corazón-. No hay otra salida. Apostar fuerte o languidecer, esta es la alternativa. Y el que tenga oídos para oír, que oiga.