el silencio salta a la palestra · ¿y a cuento de qué, se preguntará el lector, vienen ......

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SL Más información en www.troa.es 26 TROA Último sábado de febrero, de este 2017, sin ir más lejos. Día soleado, espléndido, con una perfecta temperatura para caminar por la Sierra cercana. Mis compañeros se entretienen y yo preero seguir subiendo. Hasta que me paro a esperarles a la sombra de unos pinos, tranquilamente sentado sobre la hierba rala. Y, de repente, caigo en la cuenta del rumor continuo que emiten los pinos. Un sonido muy tenue, de despertar primaveral de miles de brotes nuevos, solo perceptible por quien se detiene, que descaradamente invita a contemplar la naturaleza y a admirar la sabiduría que la forjó. Contrasta tan pacíco y rumoroso paisaje con el estrepitoso jaleo que suele envolvernos cada día. ¡Ojo! No solo el ruido, sino también la agitación, el ansia, las prisas, que aglutinan las coordenadas en que muchos humanos habitualmente nos movemos día a día. Y ahí, en cuanto alguien deja de estar medianamente atento, ¡qué difícil se le hace pararse a contemplar, admirar o valorar nada, que no sea su propio vértigo! Con lo que, al nal, fácilmente nos volvemos seres vulnerables a inujos ajenos, a pensamien- tos débiles, además de comprables a precio más bien barato. Porque donde la inteligencia no encuentra más ámbito de ejercicio que la simple praxis y, a la vez, Dios no ocupa un lugar cordial y mental estable, sino meramente residual o nulo, la verdadera personalidad propia, por mucho que se proteste de lo contrario, tiende a ser escasa y endeble. ¿Y a cuento de qué, se preguntará el lector, vienen estas sesudas consideraciones, que quieren ser realistas, pero a la par parecen tan fustigadoras y tajantes? Pues a propósito del último libro del cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio. Claro está que hay caracteres y caracteres, que hay gente más reexiva, callada, parsimoniosa, y otra más impulsiva, primaria, acelerada, supercial y hasta descere- brada. Al igual que es evidente que, dependiendo de cuál sea nuestro temperamento congénito y/o entrenado, variará muy mucho cómo enfoquemos la vida y sopesemos sus innumerables facetas. Todo lo cual no obsta para concordar con lo que se lee en la contraportada del citado libro: «el ruido genera el desconcierto del hombre, mientras que en el silencio se forja nuestro ser personal, nuestra propia identidad». El silencio. Este es el elemento añorado y, a veces, el gran olvidado a la hora de paladear la verdad, la belleza, el amor auténtico: tanto la verdad, belleza y amor humanos como, con mayor motivo, divinos. En denitiva, la realidad. Lo malo es el ingente número de personas que reniegan del silencio. El constante parloteo, el marujeo frívolo, la música estridente cableada a los oídos y al atontado cerebro, el desmesurado forosmo deportivo, la ebriedad usual cuanto menos en los nde, por no hablar de la nefasta drogadicción, ¿qué son sino escapismos puros y duros, intentos desaforados por colmar el tiempo de naderías o desconexiones; en suma, abominaciones existenciales del vital silencio interior, pieza clave para captar, asumir y amar la realidad? El cardenal africano, como resulta bastante lógico en su condición, endereza sus consideraciones sobre el silencio hacia el trato sosegado y personal con Dios, en línea con su anterior libro Dios o nada. Enumera sus variadas y, al tiempo, monotemáticas reexiones, suman en total 365, como los días del año, y las completa con un diálogo inaudito con el insuperable rey del silencio: el prior general de los cartujos. Y, al realizar esta tarea, Robert Sarah presta también un enorme servicio a la causa del hombre, en la búsqueda del silencio que le permita descubrir su propia identidad. José Ramón Pérez Arangüena Pensar El silencio salta a la palestra Palabra | 18,50 €

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Último sábado de febrero, de este 2017, sin ir más lejos. Día soleado, espléndido, con una perfecta temperatura para caminar por la Sierra cercana. Mis compañeros se entretienen y yo prefiero seguir subiendo. Hasta que me paro a esperarles a la sombra de unos pinos, tranquilamente sentado sobre la hierba rala. Y, de repente, caigo en la cuenta del rumor continuo que emiten los pinos. Un sonido muy tenue, de despertar primaveral de miles de brotes nuevos, solo perceptible por quien se detiene, que descaradamente invita a contemplar la naturaleza y a admirar la sabiduría que la forjó. Contrasta tan pacífico y rumoroso paisaje con el estrepitoso jaleo que suele envolvernos cada día. ¡Ojo! No solo el ruido, sino también la agitación, el ansia, las prisas, que aglutinan las coordenadas en que muchos humanos habitualmente nos movemos día a día. Y ahí, en cuanto alguien deja de estar medianamente atento, ¡qué difícil se le hace pararse a contemplar, admirar o valorar nada, que no sea su propio vértigo! Con lo que, al final, fácilmente nos volvemos seres vulnerables a influjos ajenos, a pensamien-tos débiles, además de comprables a precio más bien barato. Porque donde la inteligencia no encuentra más ámbito de ejercicio que la simple praxis y, a la vez, Dios no ocupa un lugar cordial y mental estable, sino meramente residual o nulo, la verdadera personalidad propia, por mucho que se proteste de lo contrario, tiende a ser escasa y endeble. ¿Y a cuento de qué, se preguntará el lector, vienen estas sesudas consideraciones, que quieren ser realistas, pero a la par parecen tan fustigadoras y tajantes? Pues a propósito del último libro del cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio. Claro está que hay caracteres y caracteres, que hay gente más reflexiva, callada, parsimoniosa, y otra más

impulsiva, primaria, acelerada, superficial y hasta descere-brada. Al igual que es evidente que, dependiendo de cuál sea nuestro temperamento congénito y/o entrenado, variará muy mucho cómo enfoquemos la vida y sopesemos sus innumerables facetas. Todo lo cual no obsta para concordar con lo que se lee en la contraportada del citado libro: «el ruido genera el desconcierto del hombre, mientras que en el silencio se forja nuestro ser personal, nuestra propia identidad». El silencio. Este es el elemento añorado y, a veces, el gran olvidado a la hora de paladear la verdad, la belleza, el amor auténtico: tanto la verdad, belleza y amor humanos como, con mayor motivo, divinos. En definitiva, la realidad. Lo malo es el ingente número de personas que reniegan del silencio. El constante parloteo, el marujeo frívolo, la música estridente cableada a los oídos y al atontado cerebro, el desmesurado forofismo deportivo, la ebriedad usual cuanto menos en los finde, por no hablar de la nefasta drogadicción, ¿qué son sino escapismos puros y duros, intentos desaforados por colmar el tiempo de naderías o desconexiones; en suma, abominaciones existenciales del vital silencio interior, pieza clave para captar, asumir y amar la realidad? El cardenal africano, como resulta bastante lógico en su condición, endereza sus consideraciones sobre el silencio hacia el trato sosegado y personal con Dios, en línea con su anterior libro Dios o nada. Enumera sus variadas y, al tiempo, monotemáticas reflexiones, suman en total 365, como los días del año, y las completa con un diálogo inaudito con el insuperable rey del silencio: el prior general de los cartujos. Y, al realizar esta tarea, Robert Sarah presta también un enorme servicio a la causa del hombre, en la búsqueda del silencio que le permita descubrir su propia identidad.

José Ramón Pérez Arangüena

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El silencio saltaa la palestra

Palabra | 18,50 €

pag26y27_pensar.ai 1 03/04/2017 12:55:20